Project Gutenberg's El Mulato Plácido o El Poeta Mártir, by Joaquín Lemoine This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: El Mulato Plácido o El Poeta Mártir Author: Joaquín Lemoine Release Date: November 28, 2013 [EBook #44305] Language: Spanish *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL MULATO PLÁCIDO O EL POETA *** Produced by Carlos Colón and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was produced from scanned images of public domain material from the Google Print project.) Nota del Transcriptor: Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas. Letras itálicas son denotadas con _líneas_. Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal. Letras oscuras son denotadas con =signos de igual=. La mayoría de las preguntas y exclamaciones en el texto original fueron imprimidas sin el primer signo de interrogación y exclamación respectivamente. Estos signos fueron añadidos. EL MULATO PLÁCIDO O EL POETA MÁRTIR NOVELA HISTÓRICA ORIJINAL DE JOAQUÍN LEMOINE. SANTIAGO: IMPRENTA DE LA LIBRERIA DEL MERCURIO de A. y M. Echeverria.--MORANDÉ, 38. 1875 AL DISTINGUIDO LITERATO SEÑOR BENJAMÍN VICUÑA MACKENNA. ESTIMADO SEÑOR: Me permito dedicar a Vd. este modesto ensayo literario, fruto de dos veladas veraniegas, en testimonio de aprecio, respeto i consideracion. =El Autor.= EL MULATO PLÁCIDO O EL POETA MÁRTIR INTRODUCCION. Es imposible que un corazon jóven deje de amar la libertad bajo todas sus formas. Por eso amamos nosotros la causa santa de la independencia de las repúblicas de América. Pero debemos confesar, en obsequio de la verdad, que entre el pabellon de las banderas americanas que simbolizan la libertad i la nacionalidad de esas repúblicas, ninguna ha despertado mas nuestro interés, desde que éramos niños, que la bandera cubana, por lo mismo que la hemos visto, con tristeza, flamear en manos de una nacion cautiva, que lucha heróica por romper sus cadenas. Hé aquí por qué, en una ocasion solemne deciamos, entre otras cosas, lo siguiente: "Miembros de la misma familia que la nuestra, los bizarros hermanos de Plácido, tienen las mismas propensiones i el mismo derecho al desarrollo de la libertad; i si causas estrañas les han impedido asistir al próspero festin del progreso político, la lójica de la fraternidad nos obliga a reservarles su asiento, o mas bien, a contribuir para que lleguen a él. La independencia i el dogma de la soberanía popular, bases de la teoría social de todos los estados americanos, no puede ursurpársele a la isla batalladora de Cuba, sin herir su conciencia íntima i seguir un rumbo contrario a la corriente incontrastable del progreso humano." "Sin embargo, el atrasado espíritu del español moderno, que parece haber heredado todos los vicios sin poseer las virtudes del antiguo i caballeresco hidalgo, se empeña en consumar en aras de la civilizacion, el menguado sacrificio de la perla de las Antillas, agraviando a la faz de la América, la humanidad entera." "La revolucion de Cuba es una sombria trajedia que se desenvuelve ante la fria espectacion de un mundo estóico, i en la que, mientras el bravo isleño cruza su espada con el enemigo i quema sus cartuchos en el mas completo aislamiento, el gabinete de Washington, de lo alto de la Casa-Blanca, i los pueblos vecinos desde el fondo del golfo de Méjico, contemplan impasibles ese siniestro espectáculo, como si se tratase de las cambiantes luces de los _fuegos de Bengala_, al mismo tiempo que las diferentes secciones del continente de Bolívar i San Martin, miran a la isla que está jugando sus destinos, con la serenidad del que divisa una roca atlántica batida por la tempestad!.." "Ahora bien, hubo en esa trajedia sombria, de que acabamos de hablar, un personaje que descollaba, en la escena, llevando en su corazon el ardiente sol los de trópicos; un personaje que hasta ahora se le contempla aun al través de la distancia, i envuelto por las brumas del tiempo que pasó. I se le contempla erguida la cabeza, de pié sobre aquella roca batida por la tempestad, llevando en los piés las cadenas del esclavo, en la mano la lira del poeta i en la frente la guirnalda del héroe. Ese hombre, es _el mulato Plácido o el poeta mártir_!" Su tipo, desde luego, es un tipo raro.--Su vida, de suyo, es una romántica leyenda. Nosotros hemos rastreado la huella luminosa de esa vida para hacer de Plácido el protagonista del romance que hoi ofrecemos al público, no sin pedirle nuestros perdones, i reclamar su induljencia. EL POETA MÁRTIR. I Matanzas es la segunda ciudad comercial de Cuba; la digna rival de la Habana en riqueza i hermosura. _Yucayo_, es decir, ciudad indíjena, era el nombre primitivo de la que ahora se llama San Cárlos, Alcázar de Matanzas. Aseguran algunos tradicionistas que el nombre de Matanzas se deriva del nombre de su poético rio _Yumurí_, que significa _yo muero_. Otros afirman que fué debido a un bautismo de sangre que legó ese nombre a la ciudad isleña, es decir, a una carnicería horrible que hicieron los españoles, despues de una obstinada persecucion, con ciertos indios prófugos, i a la represalia semejante que éstos hicieron pesar sobre sus perseguidores, asesinándolos traidoramente en sus propias _canoas_. II A la entrada de la anchurosa i abrigada bahía de Matanzas, bajo ese cielo puro i azul de los trópicos, en medio de esa atmósfera perfumada por una vejetacion secular, bañada por la blanca luz de la luna i vista al través de la arboleda que la rodea i cuya sombra tiembla sobre la faz movible i azul de las ondas del océano, se descubre la ciudad del mismo nombre. A los 32°, 2' i 30" de lonjitud i 75° i 15' de latitud i sobre un terreno plano i elevado que está a diez varas de altura sobre el nivel del mar, con su aspecto irregular, con sus frondosos bosques de manglares, palmeras, ceibas, plátanos, cañas i cafetales que cubren las hondonadas pantanosas de sus profundos valles, como océanos de vejetacion, se estiende la mencionada ciudad, en la costa Norte de la isla i al Este de la Habana, de la que se encuentra a 20 leguas de distancia. Los poetizados rios, San Juan i Yumurí, que abrazan cariñosamente la poblacion por uno i otro costado, acarician a su vez con sus tranquilas ondas las márjenes risueñas de esos bosques. Desde la bahía, lo primero que descubre la vista es el castillo de San Severino, situado a la mano derecha, entrando al puerto. De en medio de la rojiza techumbre de las casas, cuyas paredes blanquean medio ocultas por las ramas, se alzan tambien el fuerte Morrillo i la bateria de Cajigal. Aquí el viejo torreon, detras el apartado campanario; mas allá la ciudad de los muertos, rodeada de ceibas, de cipreses i olivos, envuelta en el silencio i la soledad, que se dibuja hácia los estramuros de la ciudad de los vivos, con la cual contrasta por el ruido, la ajitacion i el movimiento que se nota en sus calles anchas, rectas i sin empedrado. Divídese la poblacion en doce cuarteles. De entre ellos los barrios de Pueblo Nuevo i Yumurí tienen la particularidad de estar ligados por sólidos, rústicos e inmensos puentes de madera. Rodeada de bosques, respirando el ambiente caluroso del dia, o la atmósfera entibiada por el aliento perfumado de la noche, llevando en la frente una guirnalda de laureles, en la mano el estandarte de la democracia i en los piés las cadenas de la esclavitud, diríase que Matanzas es una vírjen que muellemente tendida sobre la ribera del mar, acariciada por las olas, sueña con melancólica voluptuosidad en la ausencia de los padres que la enjendraron i que se llaman la Gloria i la Libertad. Apesar del aspecto de antigüedad que se nota en la ciudad de Matanzas, en la que domina el añejo gusto arquitectónico español, aquí i allí se levanta de vez en cuando alguna casa de construccion moderna i de risueña apariencia, como una que otra persona de vestidura elegante en medio de una multitud harapienta i desaliñada. III En el barrio de Yumurí i en la estremidad de la calle de N.... se ostentaba una casa apartada, que resaltaba de las demas por su belleza i contrastaba con ellas por la orijinalidad de su aspecto. De madera en su mayor parte, de forma circular, con cornizas talladas caprichosamente, rodeada de ojivas i ventanas cubiertas de vidrios de vivos i variados colores. Cuando por la noche, las luces la iluminaban por dentro, parecia, vista de lejos, un farol encendido. Una galeria de arcos oblongos, sostenidos por torneados i delgadísimos pilares, circundaba la casa. Al pié, i en torno de esta arquería, estendíase una grada de piedra blanquecina, imitacion de mármol. Pequeña, blanca en sus paredes i su techumbre, i rodeada de jardines, esa casa semejaba a una blanca paloma posada sobre un campo florido. Frente al frontispicio i a ambos costados de una elegante pila de bronce oscuro, que arrojaba variados juegos de agua, se alzaban dos estátuas de mármol, que representaban la Poesía i la Música, i al rededor de cada una de las estátuas, varios faroles suspendidos sobre delgadas columnatas de hierro. A la espalda de la casa estendíase un huerto poblado de frondosos árboles i dividido por una calle recta i central formada por dos hileras de naranjos, limoneros, i guayabos. Hácia el fondo de esa calle angosta, i prolongada abovedada a trechos por el follaje de las palmeras, divisábase la faz trasparente i azulada de un lago cuyas lijeras ondas se bordaban con las flores marchitas i las hojas secas o amarillentas de las parras i las higueras que se inclinaban en torno de ese lago, besándole con sus ramas i brindándole su compañía, los despojos de su follaje i su sombra. Una pequeña góndola flotaba errante i al capricho del viento sobre los pliegues cristalinos de la superficie del lago: tres remos gastados i descoloridos se cruzaban en su fondo. A uno i otro lado del lago i a corta distancia de él, descollaban solitarios dos cenadores, cubiertos por fuera de tupidas madreselvas i campanillas, cuyas flores adornaban las cortinas de vejetacion que se descolgaban, en forma irregular, sobre la entrada de esos que semejaban verdes i floridos torreones, como para encubrir esos recintos románticos que parecian el asilo de los secretos i las delicias del amor. El verde musgo alfonbraba sus alrededores. En su interior no habia mas que un banco formado de troncos de árboles i una mesa de madera blanca sobre la que se levantaba un búcaro de arcilla que contenia flores artificiales. Contra el tronco de dos árboles inmediatos a los cenadores estaban amarradas con hilos de cáñamo una cruz de madera i una seca rama de palma bendita, que daba a ese paraiso en miniatura cierto vago aspecto de relijiosidad i misticismo. IV Delante de los jardines que se estendian frente a la fachada de la casa, habia en vez de los muros que ordinariamente dan a la calle una laboreada i alta verja de hierro, adornada con ramas i hojas de bronce dorado; por entre sus rejas subian enredándose pasionarias i jazmines. El ambiente perfumado del huerto i de los jardines de esa casa romántica se exhalaba fuera de ella; la voz chillona de los loros, el caprichoso concierto de los canarios, confundido a veces con las armonias del piano i los sones del violin, detenian a menudo a todo el que transitaba por esa calle, especialmente en las dulces i albas noches de verano, alumbradas por el fulgor de la luna. ¿Quienes moraban en ese encantador i poético retiro? ¿Era una familia de artistas que habia reunido lo bello bajo todas sus formas para rodearse i simbolizar con él las delicias del hogar doméstico? A la verdad, no era fácil saberlo. En las noches de luna veíase dibujarse en el fondo de los jardines de esa casa, una mujer de hechicera belleza, deslumbrando a quien la contemplaba al pasar, embellecida, melancolizada con los blancos fulgores del astro de la noche que armonizaban con el color de su tez de alabastro pálido. Envuelta, como en una bruma, en el prestijio de lo apartado, cubierta con el velo de lo desconocido que inspira un poder irresistible en las cosas, adquiria su belleza un májico atractivo. Cuando se la divisaba al través de las rejas de la calle vagando errante i pensativa, como la sombra de la tristeza entre las sombras de los árboles que se alzaban en el patio; recojiendo con sus aristocráticas manos de marfil, las flores de los jardines para formar con ellas pequeños ramilletes; regando con cariño i casi con ternura fraternal, el arbusto, la enredadera i la flor; acariciando con delicadeza un macetero que contenia _la corona del poeta_; descansando por fin de su dulce tarea de jardinera sobre una silleta de hierro debajo del follaje de una palmera, hubiérase creido que esa mujer no era sino el ideal de la fantasia del que la contemplaba. Era tal la aérea suavidad de sus pisadas que parecian no alcanzar ni a imprimir la huella de sus piés sobre el verde césped i el húmedo musgo que tapizaba su camino; tal la dulce vaguedad de sus facciones; tal la indecision de su mirada dirijida hácia el cielo i perdida en el espacio; tal el misterio indescriptible de sus pupilas azules cuya luz parecia el último reflejo de la antorcha lejana que alumbra temblando el fondo sombrio de una prision, que el ojo que contemplaba a esa mujer se sentia herido, como la pupila que pasa rápidamente de la oscuridad a la luz. Era de estatura mediana, de formas delgadas, de rostro ovalado, de cabello rubio, cuyas ondas caian a lo largo de su talle jentil, como una lluvia de oro, lo mismo que sobre su graciosa i pequeña frente, a manera de cortinas doradas. ¡No era una belleza de estos tiempos! El artista habria creido divisar en ella una estátua griega; el creyente una mujer bíblica; ¡el poeta un ánjel enviado del cielo! V Los dias festivos, con el primer rayo del sol i el primer repique de las campanas de la parroquia, que llamaban a misa mayor, salia esa niña de su casa, vestida de negro, como un ánjel enlutado, con la frente i la mirada inclinadas por el pudor, cubierta su cabeza con el manto, con un libro de oraciones en la mano i un rosario de cuentas blancas que colgaba del puño de la otra, tomaba camino de la Iglesia. Su madre, que era una hermosa mujer en la que comenzaba a declinar la juventud, iba a su lado. Su hermanito, niño de ocho a diez años de edad, mui parecido a ella, iba a su otro costado, asido de su mano. Su padre, un hombre, algo encorvado ya con el peso de los años, de cabello escaso i encanecido, de barba blanca que contrastaba con la oscuridad de sus ojos, rodeados de negras pestañas, caminaba a paso lento detras de su esposa i de sus hijos, formando un grupo encantador que parecia un coro de ánjeles dirijiéndose por el camino que conduce del hogar al templo. Un instante despues salia a la puerta de su casa la niña rubia, la de la trensas de oro, con una cestilla llena de panes en la mano que distribuia entre los pobres. Su hermanito que brincaba jugando a su alrededor, le arrebataba sonriendo los panes de la cestilla, con un aire de inocente traicion i le ayudaba a distribuirlos entre los mendigos, que despues de recibir su limosna dirijian a la niña una mirada de humilde gratitud; i se retiraban uno a uno haciéndole una venia de respetuosa despedida. VI Berta, que así se llamaba la niña, leia una mañana a "Rafael" de Lamartine, en un pequeño retrete que le servia de costurero i de escritorio; i Raquel, su madre, junto a una ventana i delante de una máquina de coser, bordaba una papelera de esterilla con hebras de seda, dibujaba con ellas las iniciales del nombre de su esposo, i escuchaba atenta i conmovida la lectura de su hija. Un alfombrado verde que armonizaba por su color con las cenefas del empapelado, las cortinas i el tapiz de los muebles; una mesa central ovalada; un escritorio mui laboreado de madera de nogal que hacia juego con un pequeño estante de libros que se alzaba sobre la mesa i sostenido por la muralla; un divan que cruzaba uno de los ángulos de la habitacion; un confidente colocado con estudiado descuido al costado derecho de la puerta de entrada; algunos cuadros al óleo pintados en láminas de metal i con marcos dorados; algunos libros abiertos, esparcidos aquí i allí, como el _Werther_ de Goethe, _Pablo_ i _Virjinia_ de Saint-Pierre, _Atala_ i los _Mártires_ de Chateaubriand estaban desparramados ya sobre una mesa, sobre un divan o sobre una máquina de costura. Berta hojeaba, con la mano trémula de emocion, las pájinas de ese libro platónico, sobre las que hai un soplo constante de armonia, de ternura i de amor; esa leyenda romántica que podria llamarse el libro de los jóvenes i de las niñas, impresionaba de tal manera a Berta que parecia cortarle a ratos la respiracion, encender sus descoloridas mejillas i abrillantar sus lánguidos ojos, cuya mirada besaba de entusiasmo el libro que tenia abierto, delante de sí i entre sus blancas i pequeñas manos. Cuando llegó a un párrafo en que decia lo siguiente, la voz de Berta se puso trémula i la palidez de su castísimo rostro tornóse en rosa encendida: "Algunas veces Julia lloraba de repente con una estraña tristeza. Estas lágrimas provenian de verme condenado por aquella muerte, siempre oculta i constantemente presente a nuestros ojos, a no tener delante de los mios mas que ese fantasma de felicidad que se evaporaría en el momento que quisiese estrecharlo contra mi corazon. Oraba, se acusaba de haberme inspirado una pasion que jamás podria hacerme feliz.--¡Oh! Yo quisiera morir, morir pronto, morir jóven i amada, me decia Julia.--Sí, morir; puesto que no puedo ser a la vez mas que el objeto o la ilusion amarga del amor i de la felicidad para contigo. ¡Tu delirio i tu suplicio reunidos! ¡Esta es la mas divina de las felicidades i el mas cruel de los castigos, confundidos en un mismo delirio! ¡Ojalá que el amor me mate i que tú me sobrevivas para amar segun tu naturaleza i segun tu corazon! ¡Yo seria menos desgraciada muriendo, de lo que soi, conociendo que vivo a espensas de tu dolor!...." Con estas últimas palabras cayó el libro de Lamartine sobre las faldas de Berta, inclinó ésta la cabeza i una lágrima tierna tembló en los párpados de sus ojos i se deslizó surcando sus mejillas hasta caer sobre esa pájina apasionada i palpitante. --¡Oh! ¡madre mia! esclamó en seguida: la muerte o la desesperacion son los únicos caminos de un amor imposible, i sobre todo, cuando se anida en el ardiente corazon de un jóven i lo que es mas, ¡de un jóven poeta! ¡Si Rafael no hubiera sido poeta no habria amado tanto! Si su amor por Julia no hubiera sido un amor imposible, habria sido un amor triste pero no desesperante. --En efecto, si la realizacion de ese amor no hubiera sido imposible, no habria sido tan grande, hija mia, repuso la madre, sonriendo con esa frialdad de los años, al ver con aire de sincera estrañeza las juveniles impresiones de su hija. --De todos modos, si yo no quisiera ser Julia, menos querria ser Rafael, porque a juzgar por lo poco que he leido en mi vida, las pasiones de los hombres son mas vehementes i menos pasajeras que las pasiones de las mujeres i porque ante todo, el poeta parece un ser condenado al sufrimiento i predestinado a la desgracia. I como dice, mamá, aquel autor español que leíamos una tarde en el cenador del jardin: «El poeta en su mision Sobre la tierra que habita Es una planta maldita Con frutos de bendicion.» --Por eso, mi querida Berta, no aspires a ser ni Rafael, ni Julia i conténtate con ser la hija tierna i amorosa que concentra en su amor filial todos los perfumes de su alma sensible, todos los latidos de su impresionable corazon. --Tiene usted razon, madre, dijo Berta, precipitándose a colgarse del cuello materno: ¡tiene usted razon! usted será siempre el único objeto de mi cariño. Hizo resonar un beso en la frente de su madre i agregó: --Yo la amo a usted tanto como Rafael a Julia. ¿Para qué aspirar a un nuevo amor, si el que a usted le profeso me hace feliz, si constituye la delicia de mi vida? I si he de decirle la verdad, hai en el fondo de mi alma un sentimiento vago e indefinible que me inspira cierto miedo al amor: me parece que huiría de él si lo encontrase en mi camino. En ese momento la entrada de un perro negro i hermoso anunció la llegada de Manfredo, padre de Berta. Mientras el perro se tendia a los piés de ésta, batiendo la cola i restregando la frente en los pliegues de su vestido, como para acariciarla, llegó Manfredo de la calle i pisó el umbral de la habitacion, en que permanecian abrazadas madre e hija. VII Taciturno i pensativo traspasó Manfredo el umbral de la puerta, i al descubrir con sorpresa aquel tiernísimo cuadro doméstico; a la hija llorosa en los brazos de la madre i con la frente inclinada sobre su hombro, se demudó de súbito i se apresuró a preguntar a su esposa: --¿Algo de desagradable ha ocurrido durante mi ausencia? Berta i Raquel callaron. Manfredo reiteró la misma pregunta, con cierta involuntaria ajitacion, i agregó: --No contaba, por cierto, con que al volver al seno de mi familia, para buscar en él el dulce consuelo de mis contrariedades i sufrimientos, fuera para encontrar a mi hija llorosa i aflijida. --No es nada, contestó Raquel. La esquisita sensibilidad de Berta le ha arrancado lágrimas de conmocion al leer las pájinas de _Rafael_. --Ojalá todos los motivos de sufrimiento fueran como ese. Yo acabo de tener uno mayor, hija mia. He recibido hace poco una carta de la Habana que me hace temer, i con sobrada razon, por el mal estado de mis negocios. Un ajente mio en esa ciudad, ha fugado, quién sabe a dónde, llevándose una gran cantidad de café, cascarilla i añil, que le habia enviado para que remitiese a España. Me dicen que su situacion comercial era dificil, i ha querido probablemente usurparme el honrado fruto de mi trabajo i del sudor de mi frente, esponiendo a dejar en la miseria a mi pobre familia. --Dios remediará tus sufrimientos, contestó Raquel, no sin procurar disimular a su esposo la impresion que le hacia tan funesta nueva. Dios los remediará, i hará que el estafador caiga a manos de la justicia, i que el fruto de su indignidad, que es tambien el fruto de tus desvelos i de tus trabajos, vuelva a tus manos. --¡I lo peor es que no hai remedio!... dijo Manfredo, interrumpiendo a su esposa. --No te aflijas, Manfredo. Ni yo ni nuestra hija tenemos ese apego al lujo de la jente vulgar: son buenos sentimientos, i no seda i encajes los que estan gravados en nuestros corazones. Yo, como tú recuerdas, fuí hija de la desgracia; viví largo tiempo del producto de mis trabajos i eso me ha aleccionado i dádome resignacion bastante para sobrellevar la mediania i aun la carencia de la fortuna. Manfredo, con la frente inclinada i el semblante sombrio, se paseaba silencioso de un estremo a otro de la habitacion. --I sobre todo, Manfredo, agregó Raquel, ¿sabes que tengo algo bueno que comunicarte? --¿Que? --Como a las nueve de la mañana, ha estado aquí una costurera que tú conoces i que viene con frecuencia a arreglar nuestros vestidos. Me ha hecho, pues, esa mujer una valiosa oferta que la espero con impaciencia, que bien vale la pena de que devuelva el contento i la calma a nuestros ánimos i la sonrisa a nuestros labios. Me ha ofrecido venir probablemente a esta misma hora trayéndome un mulatito, de 18 años de edad, poco mas o menos, para que nos sirva de camarero. --En verdad.... continuaba Raquel, pero fué interrumpida, por el sonido repetido de una campanilla de timbre sonoro que resonó en el interior de la casa. El ruido de esa campanilla era la señal que indicaba la hora del almuerzo. Son las diez i cuarto, dijo Manfredo, sacando nuevamente su reloj del bolsillo del chaleco; los sirvientes han tardado en llamarnos a la mesa, algo mas que lo de costumbre. VIII Padre e hija, con mas Albertito, dejaron el costurero i se dirijieron al comedor, atravesando el salon de recibo que estaba inmediato, i sucesivamente las alcobas de Manfredo i de Raquel i una parte de uno de los corredores. Manfredo colocóse a la cabecera de la mesa, Raquel en su costado derecho; Berta tomó asiento a su lado izquierdo, despues de colocar junto a sí a Albertito, levantándole de los codos para sentarlo, como acostumbraba hacerlo, i acomodándole la servilleta en el pecho i el cubierto en la mano. El comedor estaba situado en el fondo de la casa; estendíanse delante de él los floridos jardines del patio i por detras el huerto con sus jigantescos árboles que sobresalian de los muros. A uno i otro costado de la puerta de entrada habia hileras de ventanas resguardadas por sobresalientes barandas de hierro, i cubiertas por trasparentes celosías. La brisa embalsamada del huerto i de los jardines penetraba por ellas, empapada de rosa i de jazmin. El gorjeo de las aves, confundido con las melodías de un piano cilíndrico de cuerda, que solo se oia durante la mesa, hacian deliciosa esa hora apostólica del hogar doméstico. Manfredo hacia el gasto principal de una conversacion jovial i a veces picante, i sonreia de felicidad al verse tan apaciblemente rodeado de su esposa i de esos dos carísimos frutos de su amor. El disgusto de su familia con motivo de la carta que le anunciaba el quebranto de su fortuna habíase ya disipado en esos momentos felices, Manfredo se sentia tan contento, que en un instante de entusiasmo levantó la copa, invitando a su mujer a tomar a la salud de su hija, en cuya belleza peregrina se deleitaba a ratos con cierta inocente i mal disimulada satisfaccion, que revelaban de sobra la indiscreta espresion de sus ojos i la sonrisa que invadia su rostro. Algunos floreros de porcelana blanca que contenian grandes ramos formados de las rojas flores de la ceiba, adornaban la mesa. Frente a la entrada se mostraba la chimenea, en medio de dos ventanas, i a ambos lados de ésta, se alzaban desde el suelo dos inmensos búcaros de mármol llenos de ramas de palma. Sobre la chimenea habia un reloj de mesa, en cuya parte superior dominaba el busto de Shakspeare, con una corona de laureles en una mano i una lira en la otra. IX Sonó en ese momento en un corredor inmediato una campanilla cuyo resorte fué tocado en la puerta de la calle. Manfredo al oirla tocó tambien un timbre que tenia junto a su asiento para llamar a los sirvientes. I al presentarse inmediatamente uno de ellos, le dijo: --Vé al jardin del patio i divisa desde allí quien ha tocado el tirador de la campanilla. Si es algun amigo introdúcelo aquí, i si es alguna persona desconocida condúcela al salon suplicándola que aguarde i avisándole qué estoi en mesa. El sirviente cumplió la órden del patron, i volvió poco despues, de carrera, jadeando i lleno de un alborozo indisimulable, dijo sonriendo de alegria: --Señor, es una mujer que pregunta por la señora. --¿I quién es ella? --La costurera Carolina. --¿Pero qué de ahí? ¿Porqué tanta ajitacion? repuso Manfredo. --Es, señor, que no viene sola.... --¡Pero, vamos! ¿Quién la acompaña? --Viene, señor, con el mulatito que le ofreció a la señora. I acercándose a Berta, que estaba distraida atendiendo a su hermanito, la dijo al oido: --Señorita Berta, ha llegado el mulatito Gabriel. --¿Dónde está? esclamó ella entusiasmada. --Está afuera. --¡Mamá! ¡mamá!, ¡Gabriel ha llegado! Voi a conocerle, dijo palmoteando las manos de alegria, e incorporándose en su asiento para ir en su alcance. Pero el padre la detuvo, diciéndola. --¡Tranquilízate, niña, i no te muevas de tu asiento! Ya he ordenado que lo introduzcan aquí: ya vendrá. --¿Pero qué importa que Berta vaya tambien a traerlo? replicó la madre. --Es que con esas exajeraciones i alharacas ensoberbecen a los sirvientes, i despues se quejan de la misma soberbia que les han inspirado. Oyóse ruido de pasos en el corredor: todas las miradas principiaron a fijarse en la puerta. Berta se ajitaba intranquila en su asiento. Alberto palmoteaba la mesa i proferia palabras de júbilo infantil. Solo Raquel permanecia con una impasibilidad imperturbable, que no revelaba impresion alguna, aunque fijándose bien en su fisonomia se traslucia en su alma una melancólica indiferencia. X El momento deseado llegó por fin. Un mulato adolescente pisaba con cierto aire modesto i arrogante a la vez, el umbral de la puerta del comedor, seguido de la consabida costurera que le acompañaba con esa risueña complacencia que se anticipa a veces a un éxito feliz. De una estatura que parecia anticiparse a su edad, espigado, de cara casi redonda, frente preñada i lijeramente espaciosa, de negros, grandes i chispeantes ojos, mejillas algo abultadas en las que se revelaban la salud i la lozanía, labios encendidos i pronunciados cuya sonrisa mostraba las curvas de su dentadura tan blanca como un teclado de concha de perla en miniatura, de cabello tan crespo i menudo como el de un negro. Tenia tambien en su aspecto cierto erguimiento natural que parecia la emanacion involuntaria i sincera de un amor propio bien entendido i cierta, elegante flexibilidad en su porte i sus maneras que contrastaba con su aspecto i su color. La dulzura de su espresion, que parecia traslucir la bondad de su carácter se armonizaba con la seriedad de su continente, que anunciaba la madurez casi prematura de su juicio i de su intelijencia. En el movimiento de sus labios prontos a desplegarse a la primera impresion, en el fuego de sus rasgados ojos sobre cuyas negras pupilas parecia arder la chispa del talento, en su ceño al parecer casi siempre contraido por la fuerza del pensamiento, se revelaba, a primera vista, que el rayo de luz que iluminaba su intelijencia, reflejábase tambien sobre su rostro oscuro pero simpático. Apenas el mulato se presentó en la puerta del comedor, todos los ojos llenos de curiosidad se volvieron i se fijaron en él. Todos, pues ya habian acabado de comer, se levantaron de la mesa con mas o menos precipitacion i rodearon a Gabriel. Este, despues de hacer una vénia profunda i respetuosa, permaneció de pié en direccion a la puerta. Manfredo i Berta le colmaron de preguntas, i como a todas contestase con monosílabos, golpeándole Manfredo la espalda, i sonriendo con jovialidad le dijo: --Vaya que eres un hombre de pocas palabras; la concision de tus respuestas te hace adecuado para ministro de Estado. Gabriel al oir estas palabras, inclinó lijeramente la cabeza como para ocultar una sonrisa picarezca. Alberto, el niño mimado de la casa, brincaba de alegria, palmoteaba, i dando gritos de júbilo infantil, al verse con un nuevo compañero, abrazó de la cintura a Gabriel i sin desclavarle los ojos le decia: --¡Ya tengo con quien corretear en el huerto! Mira, tu jugarás conmigo al volantin; yo te regalaré los juguetes que me dió mi papá en premio de la buena leccion de lectura que le dí a mi madre. Gabriel miraba, sonreia i acariciaba al niño en silencio. Raquel entretanto contemplaba fijamente i con la frente algo inclinada al mulato huésped. Habia cierta vaguedad sombria en el semblante de esa mujer, cierta espresion de tristeza en su mirada, en su actitud, i hasta en la posicion de su mano sobre la que descansaba su sien con una especie de melancólico abandono. --Pero, en fin, prorrumpió nuevamente Manfredo, dirijiéndose a Gabriel, ¿cuál es tu oficio? ¿cuál ha sido tu ocupacion hasta ahora? ¿quienes te conocen a tí que puedan recomendarte por tu buena conducta? ¿Cuál es tu familia? ¿Tienes padres? Las recomendaciones que hace de tí Carolina, son en verdad mui satisfactorias, pero, con todo, es preciso que te oigamos a tí mismo, porque nadie mejor que tu puede darnos cuenta exacta de tu vida, de tu conducta, de tu oficio (si lo tienes) i sobre todo, de tu nacimiento, porque las condiciones de un hombre, en cualquiera esfera a que pertenezca tienen su oríjen por punto de partida. Gabriel, dirijiendo una significativa mirada a Manfredo, le contestó: --¿Para todo, señor hace Ud. tanto gasto de desconfianza? --¡Qué respuesta tan oportuna! murmuró volviendo el rostro Raquel. --¡Ah! yo no te creo uno de esos aventureros errantes, sin asilo fijo, que no son útiles para nada, i lo que es mas, que no saben de dónde vienen ni a donde van en el camino de la vida; pero tu ves que es natural que antes de introducir a una persona en el seno de una familia, se cerciore uno de todo lo que se relaciona a su respecto. I tanto para mostrarte que soi franco contigo, como por inspirarte confianza, te diré que te esperábamos favorablemente predispuestos, i que noto desde luego que has causado una buena impresion en los de mi familia. I si tu proceder como lo espero, es ajustado, tendrás en mi esposa i en mí, algo mas que los _señores_ que no presentan a sus sirvientes i esclavos sino un ceño airado, conforme a la despótica educacion española.--Ademas, Gabriel, satisfaremos tus necesidades; haremos las veces de tus padres, i vivirás bajo el ala de nuestra proteccion i cariño. Despues, Manfredo, como indicando que habia acabado de hablar, se sentó sobre un mullido sillon de balance i comenzó a mecerse en silencio fijando con atencion la vista en Gabriel. Este a su turno bajó la cabeza i los ojos, pasó la mano por la frente, mas de una vez, como para reprimir su emocion, i calló.... ¿Calló para no proferir una palabra mas? ¿Calló por que su conciencia se sentia abrumada al peso de las interpelaciones de Manfredo, o por que se ruborizaba, tal vez, de no tener que contestar satisfactoriamente? Nó; rompió su largo silencio con la voz tan trémula de emocion que parecia anudársele en la garganta, i dijo: --¡Ah!, señor, me ha arrastrado Ud. por las mas violentas i opuestas emociones. Sus palabras han hecho vagar mi corazon entre la humillacion i la complacencia, entre el temor i la desconfianza, entre el dolor i la felicidad. Detrás del primer impulso de simpatia con que Uds., me favorecian vinieron las sospechas i las desconfianzas de mi persona. I a la verdad, señor, que no sé qué contestar a las diferentes preguntas que me hace Ud., ni sé tampoco por cual comenzar. --Mas calma Gabriel; si tomas el peso de mis palabras verás que todo lo que te he dicho está en sus cabales i que no hai en ellas nada de irregular. --Señor, no crea usted que he perdido el sociego: voi a probárselo. --¿Como? --Contestando con serenidad a todas sus preguntas. --Te oiré con gusto. --Bien señor; me preguntaba usted por mi oficio. Mi oficio, señor, es el humilde oficio de peinetero. Apesar de mi poca edad he adquirido una destreza tal en la fabricacion de peines i peinetas de carei, que muchísimas señoritas de Matanzas, prefieren las mias a la de cualquier otro artesano. I puedo asegurarle con lejítimo orgullo, que hé adquirido ya alguna celebridad en mi oficio. --I te encuentro razon para estar contento de ello, dijo Manfredo, interrumpiéndole. --En verdad, señor; por que aun que esa humilde celebridad del artesano no tiene el noble lucimiento de una profesion científica, o la brillantez aristocrática de la carrera literaria, puesto que es debida a simple destreza de manos que el hombre mas imbécil puede adquirir con un poco de paciencia i asiduidad, sin embargo, asegura a lo menos el sustento diario. La mayor parte, señor, de las personas que van al taller del que soi oficial, preguntan con marcada preferencia por las peinetas fabricadas por Gabriel. --¿I de donde te viene tanta celebridad? --La razon es sencilla señor. --¿Cuál? Por que por buenas que sean las peinetas que tú haces, tú comprendes que no pueden igualar a las estranjeras. --Es verdad, señor: pero el patron de mi taller vendia mas baratas las mias que las estranjeras, i ademas contribuyó para que yo adquiriera lo que los artesanos llamamos _parroquianos_, el que yo distribuia mis peines i peinetas por todas las casas, lo que no hacia nadie. --En efecto, Gabriel, era esa una ventaja considerable. --I ademas, señor, puedo agregar, en obsequio de la verdad, que tuve la suerte de ser simpático a mis _parroquianos_, a tal punto que noté mas de una vez que habia casas en las que preferian mis peinetas a otras de igual precio i superior calidad, en fuerza de la simpatia que yo inspiraba. --¿I en donde estaba tu taller? --Mi taller, señor, está en la esquina de la plaza, cerca de la botica alemana. --¡Ah! ya recuerdo haber visto allí una peineteria. I si mi memoria no me engaña, creo alguna vez haberte divisado al pasar por ahí. --No seria raro, señor. Rafael, Berta, Albertito i la costurera Carolina escuchaban entre tanto atentos el diálogo de Manfredo i Gabriel. --Ya usted comprenderá, señor, agregó Gabriel, que no faltan personas que me conozcan. De entre ellas podria indicarle cuantas guste para que me recomienden ante usted. En cuanto a mi honradez, me humilla señor, sobre manera, que el que ha sido siempre escrupulosamente severo con ella, tenga, sin embargo, necesidad de probarla. Yo creo, señor, que el trabajo que santifica al hombre, un nombre oscuro pero sin mancilla i el pan que se lleva a los labios cuando ha sido amasado con el sudor de la frente, responden de la honradez de una persona. --Pero si tu oficio aseguraba tu subsistencia i tenias cariño por él como se trasluce al travez de tus propias palabras, ¿por que lo abandonas a trueque del servicio doméstico, cuyos salarios son tan mezquinos en este país, en donde el rico esplota el trabajo del pobre? I aun cuando esos salarios fuesen grandes, ¿podrian nunca igualar a las ganancias que te proporcionabas probablemente siendo ya un acreditado artesano? --¡Ah! señor, cualquiera que escuchara sus reflecciones las creeria incontestables a primera vista, i sobre todo sin oirme. Pero no es así, el avaro artesano, en cuyo taller trabajaba yo, esplotaba de tal modo mi trabajo, que solo me dejaba de las utilidades tan escasísima parte, que apenas si alcanzaba a satisfacer mis necesidades i las de una pobre anciana que vivia a mis espensas en los últimos dias de su vida. --Pero Gabriel, ¿no contaste con el porvenir? --¡El porvenir!.... esclamó desconsolado Gabriel. --I a la verdad, me parece que debiste haberlo tomado en cuenta, porque mas tarde habrias podido poner un taller, ser su jefe, i ganar mucho, i quizá llegar a enriquecer. --Para poner, señor un taller propio, habria necesitado un capital o una proteccion que no tenia. El trabajar como dependiente, en el taller ajeno, no es sino para verse esplotado en beneficio de otros. --Pero esos, a mi ver, no eran inconvenientes insuperables, Gabriel. --Usted, señor, no me conoce aun. I el abandono de mi oficio ha sido un tributo a la independencia de mi carácter. Ademas, mientras otros quieren el dinero, yo lo miro con el mas profundo desprecio. Jamás he llevado impreso en mi corazon ese pedazo de vil metal que los hombres adoran. Prefiero mil veces las delicias de las dulces afecciones domésticas, de las que me he visto siempre desheredado, el aprecio íntimo de una persona querida o los encantos del hogar, a una montaña de oro. Prefiero una mirada cariñosa, una caricia sincera, un seno donde reclinar la cabeza, a todas las fortunas del mundo. Yo desde mui niño sabia que la jeneralidad de los hombres no piensan ni sienten como yo a este respecto; pero me inspira un goce indefinible la idea de ser una escepcion entre ellos. Por otra parte, señor, yo sentia mortificado mi amor propio al tener que tocar, a la manera de los mendigos, las puertas de los opulentos, para ofrecerles, como quien pide una dádiva, el fruto de mi trabajo honrado. Si la fortuna hubiera podido conducirme a una digna posicion social, la habria mirado como un don inapreciable para mí, como el ala de mis mas nobles aspiraciones. ¡Ah! pero eso era imposible, ¿De qué me habria servido, señor, tener una fortuna si todos hubieran dicho: Gabriel de la Concepcion Valdés, el mulato, el bastardo, el artesano? --¿Bastardo? esclamó Manfredo. --Hé ahí por qué, señor, continuó Gabriel, prefiero vivir, sepultado en el fondo de un hogar doméstico, olvidado de los conocidos de antes e ignorado de todos. Al menos, no habria humillacion en ese olvido, no lo habria en servir a mis señores, porque el cariño recíproco me ligaria con ellos i me elevaria a su altura. --¡Bastardo! te he oido decir con sorpresa, mi querido Gabriel.--¿Eres bastardo? --Bastardo... dicen que soi, señor. Yo no conozco mi oríjen. Mi pasado está lleno de vacio i oscuridad. Yo soi el fruto que ignora de que árbol se ha desprendido. No recuerdo haberme mecido en el regazo maternal. ¡Oh! ¡qué entrañas debió tener esa madre, si es que fuí abandonado por ella!.... Es imposible que esa mujer sea feliz, pero Dios quiera que lo sea, porque yo, aun sin conocerla, ¡la amo i la perdono!.. Calló i permaneció un momento con la frente inclinada.... Raquel contemplaba atónita ese cuadro tan triste i tan recargado de sombras: como una nube en el cielo, cruzó otra sombra por sobre su frente. Una gruesa i silenciosa lágrima surcó su mejilla, talvez, despues de otras lágrimas que en el curso de esa escena palpitante de dolor, de sinceridad i de ternura pasaron desapercibidas.... Quedó tan conmovido Gabriel, que parecian paralizárseles todos los resortes del alma, al contemplar la lágrima de esa mujer que cayó a su vista como un rayo sin tempestad. Aproximóse a ella con la mirada apasionada i chispeante i la dijo: --¡Oh! señora, usted es la mujer mas buena que he conocido en el mundo. ¡Mis desgracias han hecho eco en su corazon, mis lágrimas han arrancado otras lágrimas de sus ojos! ¡Si yo pensaba antes de ahora en ser su camarero, de hoi mas, seré su esclavo, pero un esclavo voluntario! Raquel fijó en el jóven mulato una mirada tristísima, balbuceó una palabra que, por el ademan, se inferia que era una palabra de agradecimiento, i profundamente impresionada bajó los ojos. Gabriel a su turno la miró en silencio. Manfredo fijó entonces en Raquel otra mirada penetrante i acudiendo a su lado la dijo con ternura: --¿Qué tienes, esposa mia? ¿Por qué lloras? --Nada, nada; contestó Raquel, con los ojos llorosos i el semblante risueño. ¡Es tan triste la historia del infortunado Gabriel, es tan simpática la desgracia i él sabe contar la suya con tanto sentimiento! --¡Pero, vamos! repuso Manfredo: este es ya un diluvio de llanto. I a la verdad, ¿a qué hacer tanto gasto de sentimiento? Hai tanto porqué llorar i sufrir en este valle de lágrimas. En ese momento el reloj de mesa que oscilaba sobre la chimenea, dió las dos de la tarde. --Vaya que ha sido larga la sobremesa, agregó Manfredo. Yo tengo algunos asuntos que arreglar, i distraido con lo ocurrido, sin sentirlo he perdido el tiempo. Raquel, la dijo en seguida; ház que los sirvientas i nuestros hijos, hagan reconocer a Gabriel la casa i el huerto, para que los conozca. I diciendo esto tomó su sombrero, palmeó risueño el hombro de su esposa, en señal de despedida i partió. XI Raquel se levantó de su asiento i haciendo una señal con los ojos a la costurera Carolina, que se hallaba presente, salió con ella como abrumada por un secreto pesar, i ambas se dirijieron al salon. Sentóse la primera sobre un sofá, reclinándose en un cojin. La otra tomó asiento en uno de los sillones que estaban colocados en las estremidades del sofá i comenzaron a hablar en voz baja i al parecer de una manera confidencial. Al mismo tiempo Berta apoyada de codos en la baranda de una de las ventanas del comedor que daban al huerto, Gabriel i Alberto a su lado, contemplaban desde allí el horizonte del cielo cubierto de cenicientas nubes, que descendian revistiendo como con una mortaja las cumbres de las montañas lejanas: la opaca luz de un dia nublado: la espesura del huerto que blandamente mecida por la fresca i balsámica brisa, dejaba ver, allí en su fondo los pedazos del lago que correspondian a los claros de la arboleda que se abrian o cerraban alternativamente con el vaiven del follaje, semejante al flujo i reflujo de las olas de un mar verdoso: la alondra que volando rizaba con su alas vibrantes la faz del lago: los pájaros canoros que saltaban de rama en rama; el movimiento de las errantes golondrinas que se agrupaban debajo de las cornizas de las ventanas de las que pendian sus nidos: el ladrido del perro amarrado en uno de los rincones del huerto: los jilgueros i canarios que se ajitaban gorjeando dentro de sus jaulas, colgadas aquí i allí en las copas de los árboles. Berta entonces dirijiéndose a Gabriel le dijo: --¿Quieres que despues de conocer las habitaciones bajemos al huerto? --Con mucho gusto, señorita, le contestó. --Es preciso que te orientes en la casa i que la conozcas desde luego. --Tiene usted razon, señorita, contestó Gabriel, con cierta tristeza que armonizaba i aumentada talvez con la tristeza de la naturaleza. --Vamos entonces, dijo Berta. I salieron los dos, seguidos de Albertito que brincando con travesura seguia a su hermana jugando con los lazos rosados que ceñian su cintura i que caian a lo largo de su vestido de muselina blanca. Atravesaron una parte del corredor, entraron al costurero, deteniéndose poco en él i pasaron al salon de recibo en el que encontraron a Raquel conversando aún con la costurera Carolina. En el ángulo del salon correspondiente al en que estaba el piano habia una pequeñísima mesa circular llena de pequeños floreros i adornos de bronce i porcelana, sobresaliendo de en medio de ellos un retrato grande de Raquel, con sus ojos tan inflamables i sombrios que parecian dos estrellas nubladas; con su negra i ondulante cabellera que cubre sus hombros como un manto lleno de pliegues i con su graciosa i pequeña frente entreoculta por los bucles naturales de su cabello; con su tipo romano. Gabriel se detuvo como paralizado delante de ese retrato, i despues de devorarlo con una mirada chispeante, murmuró: --¡Que hermosa mujer! Hágame el bien señorita Berta de decirme ¿quién hizo este retrato de su mamá? --Un fotógrafo que tiene su tienda en la calle de la Compañía, cerca de la plaza de armas. --¡Ah! ya caigo en cuenta. He oido decir que es el mejor fotógrafo de Mantanzas, i que no hai ni en la Habana ninguno que merezca compararse con él. --Así he oido tambien. Con estas últimas palabras recorrieron sucesivamente las alcobas de Manfredo, i de Raquel, que estaban una en seguida de otra; i bajando por una plataforma escalonada se dirijieron al huerto. Atravesando a lo largo de la calle central de árboles, llegaron a la orilla del lago, contemplaron a su borde las hojas secas que flotaban en la superficie del lago, las sombras de los árboles que temblaban sobre sus ondas azules, no sin sostener una conversacion animada. A momentos blanqueaban los ojos del jóven mulato al fijarlos en Berta, con cierta mal disimulada impresion. En ese momento una nube de mariposas se posaron sobre las flores de uno de los jardines, i apenas Berta las divisó, ¿vamos Gabriel a cojerlas? esclamó, rebozando de alegria, i sosteniendo con una mano un rozon mal prendido de su peinado i recojiendo con la otra los diáfanos pliegues de su vestido, acudió corriendo por entre las tortuosas sendas de rosas i jazmines en pos de las mariposas. Casi todas volaron, espantadas, a los jardines inmediatos, i solo una quedó cautiva entre sus dedos de marfil. Gabriel aparentemente impasible quedó de pié en el mismo lugar, siguiendo con la vista a esa encantadora niña, que parecia una vestal haciendo las veces de jardinera. Berta regresó de prisa, ajitando las manos, a juntarse con Gabriel, i le dijo: --Ya ves lo que tiene el no ser neglijente como tú. Si ustedes los hombres necesitan armas para cazar, a nosotras las mujeres nos bastan las manos. Si tú hubieras ido conmigo en persecusion de las mariposas talvez habrias esclavisado otra mas. --Es que yo desde mui niño he odiado la esclavitud, señorita Berta. Es por eso que me aflije hasta la esclavitud de las mariposas, que deben ser tan libres como el hombre, pero no como el hombre cubano; porque Cuba es ya el único asilo de la esclavitud. Yo daria mi sangre por borrarla de nuestro suelo. I la libertad, por desgracia, es aún considerada por los cubanos, como una bella quimera, como uno de esos sueños dorados que probablemente ha tenido usted, señorita, i en los que ha visto flotar las flores del huerto, i las estrellas del cielo. --¡Tienes razon, Gabriel. Pobre mariposita! A nosotros en su lugar no nos gustaria que nos cortaran el vuelo i la libertad; ¿no es cierto? dijo, i arrojó ese volátil i matizado animalito que aleteando cruzó los aires. --Gabriel, vamos ahora a los cenadores. --Vamos, señorita. Acto contínuo se dirijieron a uno de ellos, i entraron a él. Berta se sentó en un asiento rústico de madera i Gabriel quedó de pié a su lado. --Pero hasta ahora nada me has dicho Gabriel de la impresion que te ha causado la casa i el huerto. ¿No ha sido buena? --Tan buena impresion me ha hecho, señorita, esta hermosa mansion, que temo no poder espresarla, i por eso prefiero callar; por que las palabras nunca se elevan a la altura de las grandes impresiones. Se me figura que he nacido a una vida nueva desde que me encuentro en medio de las delicias de este hogar, respirando sus perfumes i abrigándome a su sombra. Me parece haber sido introducido a un pequeño paraiso habitado por ánjeles. --¡Cuanto me alegro Gabriel que estés tan contento! ¡Ojalá sigas en adelante tan complacido como hasta aquí! --En medio de esta familia que respira alegria, bondad i una ternura tan espontánea seria un pecado señorita el descontento i la tristeza. --Pero tú no cuentas Gabriel con que suele haber en la vida causas ajenas a la voluntad i a lo que nos rodea que enturvian la felicidad; o que a veces la misma felicidad es la sombra de la desgracia. --¡Cuanta razon tiene Usted, señorita! Acaso sin darse cuenta del alcance de sus propias palabras ha hablado Usted, con la madurez de la esperiencia i me ha abismado en un mundo de tristes ideas en que suele caer mi alma, constantemente víctima de íntimos sufrimientos. --La verdad Gabriel es que de esperiencia poco hemos de saber tú i yo, porque somos jóvenes. A nuestra edad es preciso sonreirse cuando el pesar nos muestra su ceño airado. Tórnate alegre, i déjate de palabras graves. Allá cuando los golpes del destino nos hieran en el camino de la vida, entonces nos preocuparemos de ellos. ¡Mira! ¿sabes lo que se me figura la esperiencia? --¿Qué? Unas de esas brujas o viejas de aspecto repugnante que nos representan en la niñez, con el nombre de duendes o hechiceras. Gabriel sonrió en silencio. --Vamos Gabriel a ver si ha llegado mi papá, dijo la hermosa niña, i regresaron ambos a la casa llenos de animacion i jovialidad. XII En efecto, Manfredo recien llegado i conversaba con su esposa en presencia de Carolina, que estaba mui contenta por que acababa de recibir de Raquel un regalo, para ella valioso, en retribucion de sus buenos oficios. Berta i Gabriel entraron en ese momento. --Salud papá; ¿Como le ha ido hoi en sus negocios? --Menos bien de lo que yo creia hija mia. --Gabriel ha quedado maravillado al pasear el huerto, agregó la niña. --Me alegro infinito, porque buenas horas tendrá que pasear en él, contestóle el padre. --Gabriel aproximándose a Manfredo con aire respetuoso i el sombrero en la mano, le dijo: --Señor, yo no podré venir a establecerme en su casa, antes de dos o tres dias, por que necesito entretanto, hacer ciertos arreglos. --Pero Gabriel, repuso Raquel, si no es mas que para traer las cosas de tu pe tenencia, Carolina puede encargarse de ello. --Gracias, señora, tengo otros quehaceres en los que nadie podria reemplazarme. --¿Pero cuáles son Gabriel? insistió Raquel. --Señora... iba a proferir el jóven mulato, pero Manfredo le interrumpió diciendo: --Raquel, no seas exijente. I volviendo el rostro a Gabriel, agregó: --Bien está, quedas licenciado por ese tiempo. --Pero que la ausencia no se prolongue, Gabriel, esclamó Raquel. --Naturalmente, dijo Berta; si te demoras Gabriel te recibiremos mui ágriamente, i te prohibiré pasear en el huerto. --Ya me seria penoso prolongar mi ausencia de ustedes, dijo Gabriel, i se despidió cortesmente de todos los de la familia i partió en compaña de Carolina. XIII Durante los pocos dias de la ausencia de Gabriel, se le destinó un pequeño aposento, inmediato a la entrada de la casa. Una estera de paja, un catre, dos sillas, un labatorio i una mesa, todo de madera blanca, constituian lo principal de su ajuar. Raquel, despues de revisar esa habitacion compró personalmente otros útiles accesorios, que cuando los vió Manfredo, los encontró demasiado lujosos para el aposento de un ayuda de cámara. Ella se opuso a las objeciones de su esposo. Este insistió en ellas, i se trabó, con tal motivo, una de tantas contrariedades domésticas, que pasan aun por el cielo mas puro de un hogar, como nubarrones de verano. Pasaron pocos dias en efecto i Gabriel regresó a la casa i fué nuevamente recibido con igual estimacion, pero con mas confianza que antes. Tan luego como Berta i Alberto sintieron sus pasos salieron al corredor, a su encuentro. Preguntáronle cómo le habia ido en esos dias i le dirijieron palabras joviales. Berta le contó en seguida que ya estaba preparado su cuarto. --¿Vamos a ver Gabriel el pequeño nido que te hemos preparado? --¿Donde está señorita? --Ya lo verás, le dijo, i se encaminaron a él. Cuando llegaron a su umbral encontraron a Raquel colocando en el muro i a la cabecera de su cama un cuadro místico: era el arcánjel san Gabriel. El jóven mulato al sorprender la solicitud de la señora se detuvo en el dintel de la puerta, fijando en ella una mirada de gratitud. Se ofreció para ayudarla, pero ella habia concluido ya su tarea. --Señora, la dijo, su bondad me avergüenza. Yo sabré corresponderle con la exactitud en el cumplimiento de mis deberes, con mi adhesion i mi fidelidad. Pero ya que es usted tan bondadosa conmigo voi a pedirle me conceda los útiles que me son mas necesarios. --¿Cuáles son Gabriel? --Una hamaca i recado de escribir. Momentos despues tenia Gabriel en su habitacion ambas cosas. Guardó en un cajon de la mesa el recado de escribir i clavó la hamaca por ambos estremos, diagonalmente en el cuarto. En ese momento tocaban a la puerta de la casa. Era Carolina que iba a preguntar si Gabriel habia llegado ya. Poco despues Gabriel se mecia tendido en su hamaca como para ensayar las horas que se prometia pasar en ella. I Carolina conversaba con los de la casa en el costurero. Manfredo dirijiéndose a ella, díjole, entre otras cosas, en el curso de la conversacion. --¿Sabes, Carolina, que todos los de mi familia han llegado a cobrarle cariño sincero i casi tierno a Gabriel? --Mucho me complazco, señor, contestó la costurera, porque lo creo digno de ese cariño; i la mayor prueba de que lo merece es que tan pronto ha sabido inspirarlo. I usted comprende, señor, que lo demas es obra del tiempo. --Es así, contestó Manfredo. Pero por lo mismo queríamos asegurarnos de su consecuencia i lealtad. Porque tú debes saber lo sensible que hace el perder a una persona ya querida. Por esa razon desearía que me dés alguna luz mas sobre la índole, los antecedentes, el carácter i las costumbres de Gabriel, para no violentarlo con exijencias contrarias a ellas. --Yo conozco, señor, a Gabriel íntimamente con motivo de ser un amigo decidido de mi marido, con quien trabaja en el mismo taller. Ambos tienen el mismo oficio, i se buscaban antes con frecuencia. Gabriel, señor, es de un carácter dulce, uno de esos corazones bondadosos de todo bien, de ningun mal capaz. I para que usted se persuada de ello, básteme decirle, que una parte de las utilidades de su trabajo la destinaba para los pobres. --¡Qué bien, papá! esclamó Berta. Los domingos me ayudará a distribuir el pan a los pobres. --Es tambien, señor, prosiguió Carolina, de un carácter vehemente i casi arrebatado. Es capaz de arriesgar la vida por vengar una injuria, por reparar una injusticia, cualquiera que haya sido su víctima, a pesar de esa indolencia aparente que parece que le dominara. Mui exacto en el cumplimiento de sus deberes, tiene sin embargo, algunos inconvenientes. Es a veces exajerado en su amor propio, por lo mismo que vé que su color lo rebaja. No se le puede hacer un insulto mayor que llamarle mulato o bastardo: se encoleriza de tal modo que parece perdiera la razon. En cambio tiene la sensibilidad del niño i la ternura de la mujer. Mas de una vez le he visto enjugar lágrimas al verme llorar. Hai, señor, un no sé qué de misterioso i vago en el fondo del alma de Gabriel. Hai dias, por ejemplo, que amanece con el ánimo tan nublado, como las lluviosas mañanas de Matanzas, i tanto o mas sombrio que su propio rostro. Se encierra entonces en su cuarto, como una noche de dolor, i queda a veces uno o mas dias sin salir de él. Su único anhelo en tal situacion, es sepultarse en la soledad; parece que quisiera huir de sí i hasta de las paredes de su cuarto, cuando pasa con dolorosa i violenta alternativa del arrebato, al desfallecimiento del dolor; i de éste a los arranques de indecible ternura por todo lo que le rodea. Yo recuerdo que una vez que estaba esplinático, mi marido i yo le atisvábamos por el ojo de la llave de su cuarto, en el que hacia veinte i cuatro horas que estaba encerrado, i le vimos golpear el suelo con los piés, pasearse desatinado a lo largo de ese cuarto, tenderse despues sobre un banco i ocultando su frente entre sus manos llorar a lágrima viva i sollozar sin descanso, i alzar a ratos los ojos al cielo, como implorando de él. --¿I a qué atribuyes, Carolina, tan raras turbaciones en el carácter ordinariamente tranquilo i apasible de Gabriel? dijo Manfredo. --Muchas veces he pensado, señor, en eso, i a la verdad que no me las sé esplicar. Me he perdido en un mar de conjeturas, por aliviar su situacion. Unas veces he supuesto que sea simple efecto nervioso que hace mas mella por su corazon sensible i por su naturaleza tan ardiente como el sol de Cuba; otras veces que es un hombre soberbio a quien humilla su raza i su condicion: o bien, que guarda algun dolor secreto que amarga en íntimo silencio su existencia. --Raro carácter, en verdad, repuso Manfredo. --Pero en tales casos, señor, lo mejor es respetar su soledad i su dolor, porque es imposible consolarle. I tan imposible, que una vez que mi marido i yo entramos en su habitacion para enjugar sus lágrimas i consolar sus dolores, nos pidió permiso i nos dejó solos en ella. Seguímosle a hurtadillas una tarde tan nublada como su alma. Su mirada estaba triste, su rostro pálido i la frente inclinada. Caminaba por las calles, como quien no se dá cuenta de lo que le pasa, i con un aire de melancólica distraccion llegó, a paso lento, hasta los estramuros de la ciudad; se detuvo allí largo rato con los brazos cruzados i la vista fija en el cielo. Accionaba a ratos: parecia que hablaba consigo mismo: contraia el ceño, haciendo al parecer, un esfuerzo violento, para recojer su espíritu i penetrar en él, como quien orilla espantado el abismo, resuelto, sin embargo, a arrojarse a su fondo. --Pero no fué eso todo, prosiguió Carolina. Siguió su marcha paso a paso hasta llegar a la ribera de un bosque. Penetró a él, en momentos que ya comenzaba a cerrar la noche. Sentóse a la sombra del bosque sobre el tronco de un árbol caido, i quedó largo rato apoyado de codos sobre sus propios muslos i la frente oculta entre las manos. Parecia, señor, la sombra del dolor. I en efecto, como una sombra melancólica se deslizaba por entre los árboles del bosque, vagando errante i al parecer, sin sentido. Poco despues regresó a su casa; i al dia siguiente le vimos como si nada hubiera pasado por él. Solo se le notaba cierta palidez que emanaba probablemente del desvelo i de la vijilia. --Pero díme, Carolina, ¿nada te dijo de la causa de sus sufrimientos? interrogó Berta. --Nada señorita. Como tiene de costumbre, guardó un profundo silencio sobre lo ocurrido. --¡Pobre Gabriel! repitió Berta. Con el negro dolor que lo devoraba, con su color oscuro i a la sombra de ese bosque en que tú le pintas, se me presenta a la imajinacion como la imájen de la noche. --Otra ocasion, agregó Carolina, notándole tambien algo triste, le ofrecí en mi casa un vaso de vino, por que el licor suele adormecer las emociones del espíritu. I me contestó con profunda amargura: --¡Gracias Carolina! ya he bebido mis lágrimas, i eso me basta. --¡Pobre jóven! dijo Manfredo, es digno de compasion. --¿I estará ahora en su cuarto? preguntó Raquel. --Si mamá, repuso Berta. Acabo de pasar por la puerta de su aposento i le he visto meciéndose en su hamaca. --Me parece que es ya del caso comunicarle cuáles serán sus tareas i la distribucion de ellas, agregó Manfredo. --Tienes razon; i él deseará tambien saberlas, desde luego, repuso Raquel. --Manfredo le hizo llamar. A poco rato se presentó Gabriel, diciéndole: --Señor, estoi a sus órdenes. --Mira Gabriel, prorrumpió Manfredo; he creido necesario ponerte al corriente de tus quehaceres en la casa, indicarte tus obligaciones i preguntarte sobre los derechos que exijas. --Yo lo deseaba tambien, señor. --Bien; tú por la mañana cuidarás de que los jardineros hayan regado los jardines, limpiado las estátuas, aseado los corredores, las sendas del huerto, i formado los ramos de flores con que se adorna la mesa del comedor. Cuidarás tambien de que el esclavo Estevan despierte a Albertito i le aliste todo lo que necesita diariamente para ir a la escuela. Despues de que nosotros nos háyamos levantado de mesa, prosiguió Manfredo, podrás sentarte en ella.--Una vez que hayas concluido de comer recorrerás todas las habitaciones para ver si están bien desempolvadas. Te recomiendo tambien que el cochero no se descuide en lavar el coche diariamente, i cuidar con esmero los caballos. En el resto del dia, continuó Manfredo, podrás ocuparte de lo que quieras, cuidando solo de que uno de los sirvientes le lleve sus _once_ a Alberto. Por lo demas, revisar la mesa a la hora de la comida o del té por la noche, i otras muchas pequeñeces, por el estilo, te las irán indicando nuestras costumbres, tu previcion, el tiempo i tu buena voluntad. Lo único que no debo olvidar advertirte, dijo en seguida Manfredo, es que como viene todos los dias el señor Altieri a dar lecciones de piano a mi hija, estés listo, para cuando llegue en comunicárselo a ella, e introducirlo al salon.--Lo mismo te recomiendo si viene alguna visita, lo cual será rarísimo, por que mi familia vive completamente alejada de la sociedad, i en un casi completo aislamiento. I eso es tan cierto que son poquísimas las personas a quienes conocemos en Matanzas. --¿I por qué, señor, ese alejamiento de la jente, cuando la sociedad es uno de los goces mas agradables, i sobre todo para personas educadas, ricas i cultas como ustedes? Ademas, señor, una niña tan llena de prendas i adornos como la señorita Berta, bien merecia, señor, que la luciera usted en la sociedad. Su intelijencia, su belleza, la esquisita delicadeza de sus maneras i de su carácter, el poseer con tanta perfeccion el frances, el sentimiento que sabe imprimir a la música, cuando las notas del piano parece que tiemblan bajo sus dedos al son de sus propias impresiones, la harian desempeñar un papel mui distinguido en la sociedad de Matanzas, en donde, segun infiero, señor, no hai muchas señoritas de tanto mérito como ella. --¿Quién te contó todo lo que sabia mi hija? ¿cómo lo supiste tan pronto? --La señora Raquel, me dijo algo. I yo la oí hace poco tocar el piano. Me estrañó que tuviera tanta ejecucion i tanto buen gusto, una niña de su edad. --En cuanto a tus anteriores reflecciones, respecto a nuestro sistema de vida, tienes razon en apariencia. En mi deseo vehemente de proporcionarle a mi hija un porvenir próspero i feliz, un porvenir que esté a la altura de su mérito i de mi cariño paternal, mucho he pensado en todo lo que me acabas de decir; pero tú no sabes talvez que aquí se mira de reojo a las familias españolas i que hai muchas i mui mezquinas rivalidades entre las familias españolas i las matanceras.--Ademas, continuó Manfredo, seré franco contigo, porque te considero ya un miembro de mi familia.... --I con razon señor, dijo Gabriel, casi interrumpiendo a Manfredo. --Pues bien, mi esposa en su primera juventud fué artista.... --¡Artista!.... esclamó Gabriel, con cierto aire de disimulada sorpresa. --Si, Gabriel; fué cómica. I tu no ignoras que en todas las sociedades del mundo, no se dá a los cómicos una mano amiga para introducirlos a los estrados decentes, bien quistos, i, sobre todo, alumbrados por una luz aristocrática. Hai esa sombra en el pasado de mi familia que oscurece su porvenir; i por eso prefiero yo ser buscado a buscar a las personas, i especialmente a aquellas que blasonan de alta alcurnia. Yo sé bien que la virtud, la educacion i el mérito, reemplazan en cierto modo lo que ha negado el lustre, casual de la cuna i del nacimiento; pero no sucede lo mismo con los demas. I si bien la altesa de los antecedentes de familia influye, en cierto modo, en la nobleza del proceder i de las acciones, en cambio, no es eso tanto que la modestia de la cuna empañe i oscuresca por completo el brillo del verdadero mérito, que se adquiere con una educacion esmerada, cualquiera que sea el rol que se desempeñe en la sociedad. Brillaron los ojos de Gabriel al escuchar estas palabras, i prorrumpió de esta manera, con entusiasmo incontenible: --Yo pienso, señor, como usted, i voi mas allá en mis ideas a ese respecto. Desdeñaria dar la mano a un blanco mui lleno de ínfulas i pretensiones infundadas i ridículas, pero que sin embargo, como hai muchos, pisoteara su honor i su delicadeza, que a un pardo modesto i oscuro, que no tiene mas pecado que la fatalidad de su color, mas mancha que su raza, de esa raza que vale tanto como cualquiera otra: a un pardo, señor, en cuyo seno latiera un noble corazon, i en cuya intelijencia ardiera esa chispa celeste que se llama el talento, i que es el don mas precioso que Dios concediera al hombre. Ademas señor, continuó Gabriel, la fortuna es el ídolo que adoran las sociedades modernas, el oro reemplaza a todo. I aun el talento, la belleza i la virtud pasan gachas i abatidas delante de ese rei altivo. I con usted señor, ha sido pródiga la suerte en concederle ese elemento de felicidad, segun entiendo. ¿No es verdad, señor? --Sí, Gabriel, es así. Pero, entre tanto, continúa. --Bien, señor; ¡una mujer colmada de virtudes i adornos i un hombre lleno de mérito, tiene hoi en dia, menos abierto el paso, que uno de esos marranos endinerados de frac i guante, que es el tipo de los _dandyes_ de nuestras sociedades! ¿Qué será entonces si a la fortuna se asocia el mérito, como sucede en su familia? --Nó, Gabriel, no llegan las cosas, a ese respecto, al estremo exajerado que tu supones. Tu las ves al través de un lente de aumento. Yo he visto, aun en las sociedades mas metalisadas, predominar el mérito sobre la fortuna. He visto mil veces doblegarse al rico ante la lejítima altivez del talento. He visto al opulento comerciante, al rico propietario, pisar con respeto los umbrales de la casa del abogado novel, del jóven literato, i estrecharle la mano con cierta timidez que revela la conciencia de su inferioridad. He notado en los salones llamar i merecer éstos todas las consideraciones, i aquellos, hacer un papel pálido, silencioso i desairado. Raquel i Berta escuchaban sorprendidas la conversacion de Gabriel, al ver tanta cultura en las palabras de ese modesto mulato i tanta claridad en su intelijencia. --En cuanto a tu salario, Gabriel, dijo Manfredo, será el mismo en que convinimos el otro dia. --No hai cuestion, señor, a ese respecto: eso, o lo que a Ud. le parezca mejor. Voi sí a suplicarle mas bien señor, que durante los primeros dias me permita Ud. asistir una o dos horas a mi taller, para cumplir mi contrato con mi antiguo jefe. --Hazlo cuando i cuantas veces quieras; que por mi no tendrás inconveniente alguno. --Gracias, señor. --Te pregunté, Gabriel, por tu vida pasada, por tus padres, por tu familia, i casi nada alcanzaste a contarme de ella, por que cortamos nuestra conversacion, a causa de haber tenido yo que salir entonces a la calle. ¿Lo recuerdas? --Si, señor. I en verdad preferiria no hablarle de mi pasado, por evitar en mi memoria penosos recuerdos, que me entristecen sobremanera. --Sobreponte a ellos, Gabriel, i ábreme tu corazon. Gabriel calló un momento i exalando un prolongado suspiro, prorrumpió en seguida: --Mi historia es mui corta señor. Probablemente abrí los ojos a la vida en el mismo rancho en que pasé mi niñez. Hai en uno de los estramuros de esta ciudad, continuó Gabriel, una humilde casilla, en una calle desierta, tortuosa i apartada. No tenia sino dos habitaciones de muros ruinosos i sin blanquear i de techo pajizo. Tienen una puerta que dá a la calle, otra interior que conduce a un patio tan pequeño como mi frente: las hojas de esas puertas son de madera blanca.--Dos mesas antiguas mui talladas, i pintadas de verde i con aristas doradas: dos catres de madera a uno i otro costado de la entrada; un banco rústico; unas pocas sillas enormes, azules i tapizadas de cuero; un candelabro de loza ordinaria ocupado con una vela de sebo: algunos santos pintados al óleo con colorido chocante, en lienzos quebrajados i empolvados: un crucifijo a la cabecera de una de las camas; he ahí, señor, mi morada, durante los primeros años de mi vida. --Dos lechos te he oido decir: ¿con quien vivias allí? Supongo que a la edad que tendrias entonces, no vivirias solo. --No, señor. --¿De quien era esa casa? --Voi a continuar, señor. Esa modesta mansion, nido de mis primeros sufrimientos, cuna carísima de mi infancia, fué tambien la tumba de una persona querida, de una mujer.. Bajo el ala de su cariño abrigué mi cuello infantil; mas esa ala se plegó un dia. --Pero Gabriel, ¡habla! ¡Nombra personas! ¡Sé mas esplícito! --Bien, señor, dijo, i enjugó una lágrima que tembló largo rato en sus largas i retorcidas pestañas. Esa mujer era una anciana de ochenta años de edad, una infeliz negra, una pobre ciega, una esclava; era mi abuela paterna. Cuando yo era tan niño aun, que todavia no podia trabajar para ganar el pan de todos los dias i solo podia ayudar a esa anciana en pedirlo a Dios con el primer rayo de la mañana, arrodillado al pié de su lecho, en el que descansaba de sus fatigas i dolencias, mendigaba ella por calles i plazas la dádiva del que encontraba al paso, o tocaba a las puertas del acaudalado para pedir una limosna en nombre de Dios, i no recibir, a veces, mas respuesta ¡que el que le dieran con las puertas! Cuando esa dádiva caia a sus manos tenia la costumbre de besarla de gratitud, correr a casa para satisfacer mis necesidades, enjugar mi llanto cuando yo lloraba de hambre, i pedir al cielo, junto conmigo, por su benefactor. Me tenia tanto cariño que jamás quiso que la acompañara en su vagabunda mendicidad. Mientras ella salia me quedaba yo en casa. El único guia de la anciana ciega era un pequeño perrito que la dirijia amarrado del cuello por el estremo de un cordon que lo asía a dos manos por el otro estremo. Cuando alguna vez, al regresar a mi indigente morada, oia el ladrido del perrito, se me abria el corazon, acudia a la puerta en alcance de la mendiga i con la anciosa sonrisa de mis ojos i de mi fisonomia le preguntaba: --¿Hai pan hoi dia? Apenas su planta tocaba el umbral i sus manos trémulas, estendidas e indecisas, empujaban la puerta del rancho, parecia que querian palpar con anciosa indesicion, los obstáculos de su tráncito, o buscar la manecita de su nieto, para imprimir un beso en su frente, esclamando: --¡Gabriel! ¿Gabriel?.. I yo corria a avalanzarme de su cuello, a recibir sus abrazos, las caricias con que me colmaba, los besos con que cubria mi rostro. ¡Ai!, señor don Manfredo, el corazon se me rompe de pesar, cuando recuerdo que si llegaba alguna vez mi abuelita con las manos vacias, se dejaba caer sobre una silla, lloraba sin consuelo i sollozaba con indecible amargura, ocultando su frente entre las manos, i procurando encubrir su llanto para no ocasionar el mio, porque yo lloraba tambien cuando la veia llorar. Apenas la notaba aflijida me ponia a su lado, le pasaba con las manecitas por las mejillas i la cabeza encanecida i le preguntaba con acento lastimero: --"¿Por qué lloras, abuelita?.." Ella sin contestarme a veces una sola palabra, levantaba las manos al cielo esclamando: --"¡Oh, madre! ¿de qué fueron tus entrañas cuando abandonástes a tu hijo?" --Mui buena debió ser, Gabriel, esa anciana. --Mui buena, señor; i sobre todo mui caritativa. --¿Caritativa sin embargo de ser pobre? --Si señor: su caridad empezaba conmigo. Es por eso, señor, que para mi la caridad es la mayor de las virtudes. Si supieran, señor, los ricos cuántas i cuan amargas lágrimas enjugan con ceder a los pobres los mendrugos de pan que caen de sus suntuosas mesas, de sus opíparos banquetes: si supieran que una dádiva a tiempo puede salvar la pureza de una vírjen que tiembla de hambre a la orilla del abismo, tal vez mientras la mano endinerada de la seduccion la empuja a ese abismo, ¡haciendo vacilar su virtud como vacila en la rama la hoja seca que el viento asota!: ¡si supieran que con un arranque de jenerocidad cortan el camino del crímen, de la prostitucion o del infortunio, a infelices mujeres que se ven arrojadas a ese camino por la mano de la miseria!: si supieran que con esa dádiva enjugan la lágrima del huérfano desamparado, de la viuda desolada, del mendigo que toca a todas las puertas, ¡oh! entonces sabrian tambien que esa lágrima convertida en perla, la presenta a Dios, en copa de oro, el ánjel de la caridad; oh, entonces, señor, yo creo que ningun hombre daria la espalda a la mano que estendiéndose delante de él, le intercepta el paso diciéndole: _¡una limosna por amor de Dios!_ --Comprendo perfectamente toda la ingenuidad de tus palabras; porque ama siempre el sufrimiento i simpatiza con él todo el que ha sido educado en la escuela de la desgracia. --Eso es tan cierto, señor, que recuerdo que un dia que pasaba por su calle, ví a la hija de usted, repartiendo con su propia mano en la puerta de la casa, el pan a los pobres, me pareció percibir el aroma de las virtudes de este hogar i me dije interiormente: "el cielo cubrirá a esta niña de bendiciones i de felicidad." I no me engañé al percibir desde lejos ese aroma, porque desde que yo me aproximé a esta casa he visto en ella que es un Eden de piedad, i he deseado mas de una vez besar la mano que me condujo a sus umbrales. --¡Gracias Gabriel! Cada momento se descubren en tí mas i mas nobles sentimientos. ¡Palpita la sinceridad en tus palabras, i en tu pecho, un jeneroso corazon! Pero, prosigue tu historia porque me interesa mas que la lectura de una romántica leyenda. --Una mañana, señor, nublada i tan triste, que parecia mas bien una tarde sombria, iba a levantarme de cama bajo la melancólica impresion de un sueño angustioso que me parecia, aun en despierto, que duraba todavia. Me restregué los ojos para disipar el sueño i.... estaban húmedos: ¡probablemente dormí llorando! Me incorporé en mi lecho para saludar como de costumbre, a mi anciana compañera, i la dije: ¡Buenos dias abuelita! I me contestó con el silencio. Repetí el mismo saludo, i me dió la misma respuesta. Sobresaltado i lleno de temor salté de mi cama, acudí a la suya, i.... su silencio, era el silencio de la muerte. Yacia la pobre anciana durmiendo el sueño eterno, tanto mas negro que el que yo acababa de soñar. El perrito ahullaba a mi alrededor o se esforzaba por brincar sobre la cama: la pálida luz de una vela temblaba todavia desde uno de los rincones de la habitacion, como temblaba sobre la pared la sombra de ese lecho de muerte. Mi única idea fué entonces correr a la calle desesperado i lloroso, sin saber yo mismo por donde dirijirme: gritaba sollosando en medio de la calle: me ahogaba el dolor: tenia miedo de quedarme solo con el cadáver. Mis pasos se dirijieron, por fin, maquinalmente a casa del cura de la parroquia. Entré a ella como un loco, llenándola con mis alaridos i mis lágrimas. El cura compadecido de mi desesperacion me condujo a mi casa despues de preguntarme por qué lloraba. Llegamos a ella. Al pisar sus umbrales i resonar el ruido de nuestros pasos abrió los ojos, i murmuró levemente: --¿Gabriel? --¡Yo soi! le contesté: aquí está el cura de la parroquia. Hizo entonces una señal, para que el sacerdote la ausiliara. Tomé al cura de una mano, empapándola con mis lágrimas, i lo conduje a la cabecera del lecho, de la moribunda anciana. El sacerdote murmuró las oraciones de la agonía. Desprendió un crucifijo que estaba clavado en la pared a la cabecera del lecho, aplicólo a los labios de la moribunda: ella lo besó comprimiendo sobre sus helados labios la sagrada efijie, empañó con su último aliento la imájen de Dios; plegó los labios; me dirijió una mirada como signo de la última despedida, i cerró los ojos, i los cerró.... ¡para no abrirlos jamás! Poco despues se refugiaban los restos de esa mujer en el seno de la tumba, i su recuerdo en mi memoria. A la noche siguiente depositaba yo sobre su sepulcro como un tributo a su memoria, una flor, una lágrima i una cruz, i gritaba como un loco, i lloraba como un niño al borde de su sepulcro, i vagaba como una vision entre los sepulcros i a la sombra de los cipreces pidiendo a zollosos, a las cenizas de los muertos que evocaran sus sombras, que se levantaran de sus urnas, para devolverme lo que el destino cruel me arrebataba. Volví, despues de esa noche, a mi desmantelado hogar i me pareció sentir en él, el rumor de las alas del ánjel de la muerte que se batian sobre mi cabeza, i encontré tan desamparada la morada de mi infancia, como una cuna vacia, como una jaula desierta. No pensé entonces sino en levantar el vuelo para dejarla. --¡Oh! Gabriel, esclamó Manfredo; jamás habia sentido mas desgarrado mi corazon que al oir tu triste historia; mas de una lágrima me ha costado, i hasta de los poros de las rocas brotarian lágrimas, ¡si las rocas pudieran escucharte, si las rocas supieran llorar! Gabriel inclinó la cabeza i derramando un raudal de lágrimas, esclamó: --Yo creia, señor, que el llanto ya se habia agotado en mis ojos i me consuelo en ver que no es así. ¡Tengo lágrimas siquiera! --Estás, Gabriel, en la alborada de la vida i has sufrido ya tanto como el hombre que se aproxima al término natural de su existencia. ¡Huérfano!.... --¿Huérfano?.... Tal vez no, señor. Pues quizá soi un ser abandonado de los mios: es decir, un hijo sin padres, un hermano sin hermanos.... Pero esa idea es mas desesperante para mí porque tal vez mientras mi madre vivia, yo no tenia otra madre que la miseria.... Sentia hambre i no tenia pan; me devoraba desde entonces la sed de ciertas ambiciones i era un pobre mulato. Desvelado, pálido i ojeroso estaba un dia meciéndome en la hamaca, revolcándome en mis lágrimas, sin tener a dónde volver los ojos, i buscando, como un consuelo, en mi ardiente imajinacion el rostro de la muerte, para que a lo menos ella me brindara una sonrisa, ya que jamás me habia sonreido la suerte. I Dios volvió a mí sus ojos.... A la ténue luz del crepúsculo de la tarde un hombre llegaba a mis umbrales i tocaba a mi puerta, con una voz no desconocida para mí. Me llamó por mi nombre. Salí despavorido, i me encontré, señor, con el cura de la parroquia, que asistió a mi abuela en sus últimos instantes. ¡La virtud toca siempre a las puertas del infortunio! Despues de saludarme cariñosamente, de estrecharme entre sus brazos, i de colmarme de beneficios me dijo: --Quizá, Gabriel, en tu desesperacion no alcanzaste a oir que la anciana moribunda me encomendó tu suerte. I como yo tengo, respeto por ese último encargo i cariño por tí, vengo a decirte que tienes abiertas las puertas de mi hogar i de mi corazon. Vente conmigo, Gabriel, agregó en seguida, en actitud de partir. --Besé lloroso de gratitud la mano del sacerdote. Poco despues vivia yo en su piadosa compañía. XIV La exactitud en el cumplimiento de mis obligaciones, (continuó Gabriel) la delicadeza de mi parte, mi contraccion, la seriedad de mi carácter me captaron mui luego la estimacion i el aprecio de mi protector. Soportaba sus caprichos, me amoldaba a la rareza de sus costumbres i de su carácter, le acompañaba con paciencia en la mayor parte de sus prácticas relijiosas i compartia de su ociosidad i del pan de su mesa. Por la mañana ayudábale a vestirse i levantarse de cama: arrodillados ambos junto a ella elevábamos al son de los primeros trinos de las aves nuestras oraciones matinales. Poco despues le acompañaba a la iglesia i le ayudaba a decir su misa diaria. --Por lo visto ibas tomando trasas de sacristan de aldea, repuso Manfredo. --En verdad, señor; me parecia que andaba impregnado del olor de los cirios que encendia i apagaba todas las mañanas, del incienso que quemaba todas las noches en el oratorio. Pero en mi situacion tenia yo que amoldarme a todo. --Pero supongo que el cura sabria corresponder bien a tu solicitud. --En efecto, señor; no retribuia mi trabajo en dinero, por que era un hombre esencialmente avaro, pero le debo en cambio el mayor beneficio que podia hacerme. --¿Cuál? --Me enseñó a leer i a escribir: me hizo estudiar el catesismo, la aritmética, la gramática i la jeografia. I me daba sus lecciones con tanto mas esmero cuanto veia mi facilidad i mi contraccion para el estudio, del que se marabillaba tanto, que era el tema favorito de sus conversaciones con algunos sacerdotes amigos que le visitaban con frecuencia. Pero cuando vió que mi amor a los libros absorvia por completo mi tiempo i me hacia descuidar las prácticas relijiosas que me habia impuesto, comenzó a combatir mi desicion por el estudio que era mi única satisfaccion. Entregábame mis testos a horas determinadas, con escepcion de mi catecismo i de un libro de oraciones. Pero esa restriccion era imposible, por que mi intelijencia tenia sed de ideas. Veíame rodeado de oscuridad i anhelaba la luz. Poco antes de la muerte de mi abuela, desesperado de ver que no podia desde su lecho socorrer mi indijencia con su mendicidad, ofrecí mis servicios por todas partes, toqué a todas las puertas, brindando mis fuerzas i mis brazos: todas ellas se me cerraron. Acudí a implorar la jenerosidad de la amistad, i la amistad me dió las espaldas. Presentéme entonces a un artesano que tenia un taller de peineteria, como dije a Ud. otra vez, i me aceptó en él. I con el escasísimo fruto de mi trabajo, pude llevar un pan al lecho de mi abuela. El cura que estaba al cabo de todo esto, i a fin de que mi desicion, quizá exajerada, por el cultivo de la instruccion, no me alejara de las tareas piadosas, me determinó ciertas horas para que fuera todo los dias a trabajar a mi taller. Así lo hacia yo apesar de mi invensible avercion al trabajo material, por que, en fin, estaba yo en el caso de obedecer. Así pasaron los dias i los años. El tema favorito de mi conversacion entre mis compañeros de taller, era la triste situacion que la esclavitud impone al negro cubano. Al son monótono de nuestras herramientas lamentábamos, la servidumbre de esa raza que jime oprimida bajo las plantas del amo. ¿Cuándo dejaremos de oir, nos deciamos, el ruido de las cadenas de los pobres negros confundido con sus clamores, i el chasquido del látigo que desangra sus espaldas? ¿Cuándo dejarán de besar humillados la misma mano que asota su rostro abochornado, como si no fueran hermanos de los blancos e hijos de un mismo Dios? ¿I ciertamente no es señor lastimera la suerte de esa raza degradada? continuó Gabriel. --Tan creo que es así, dijo Manfredo, que te aseguro que pienso como tú, sin embargo de ser español. Me ha contristado siempre que, mis paisanos, los hijos de la metrópoli, esploten el fruto del sudor de la frente del negro infeliz, sin darle en retribucion de sus servicios i de su sumision otra cosa que el condenarlos, con frecuencia a ver su pobre choza devorada por las llamas del incendio, i las cenizas de esa choza aventadas al viento. --Es que usted señor es un hombre jeneroso, antes que español. I ancía el bien de su patria sin desear el mal de la ajena. --Pero en fin, Gabriel, continúa la narracion de tu pasado, que ya te he asegurado cuánto me interesa. --Bueno, señor. Cierto dia al ir de mi taller a la casa del cura me encontré en la calle con dos artesanos que, probablemente, venian de una de las mil casas de juego que plagan, como una peste este país, porque parecian estar algo ébrios; pues usted debe saber, señor, cuanto se entregan los artesanos a todos los vicios, sin escluir los mas repugnantes, en esos lupanares en que se pierde el tiempo, la plata, la moral i la salud. --Pero bien ¿qué resultó del encuentro? --Esos hombres señor, me habian oido, cierta ocasion, lamentarme con lágrimas en los ojos de no saber quiénes eran mis padres; de no haber recibido jamás una caricia maternal; de ignorar qué entrañas me dieron a luz, qué seno alimentó mi infancia con su sustento propio. Mi dolor de entonces, que es mi dolor de siempre, merecia respeto. I sin embargo, apenas esos hombres me divisaron de una a otra vereda de la calle detuviéronse en actitud insultante i me gritaron diciendo: ¡"Allá vá un bastardo"! Ese dicterio penetró a mi alma, como la fria hoja de un puñal; el eco de ese grito humillante resonó en el fondo de mi corazon i resuena hasta ahora en mis oidos. Mi primer ímpetu fué lanzarme sobre mis agresores, que para herirme escojian la cuerda mas sensible de mi corazon: avancé algunos pasos hácia ellos, ébrio de cólera i de exaltacion, pero recordé que estaba solo i que ellos eran tres; que yo era un adolescente i ellos ya hombres. Pensé entonces que podian abusar de la superioridad del número i de la fuerza brutal. Hice un esfuerzo supremo para refrenar los impulsos de mi carácter naturalmente impetuoso i el despecho de mi amor propio herido en lo mas íntimo; i resolví contarle a mi protector el agravio que me habia sido inferido para que él lo reparara. Acudí al efecto a su casa, i me presenté a él pálido, demudado i trémulo. Quise referirle el lance ocurrido, pero mi corazon palpitaba con tal violencia que se me cortaba la respiracion: queria articular una palabra i la palabra moria en mis labios a la par que la indignacion ardia en mi alma. Balbuceé por fin una frase inintelijible. Mi pecho jadeaba i la voz se me anudaba en la garganta, como la vaga articulacion del mudo que batalla angustioso, pero en vano, por arrancar el sonido que imita la palabra. --¡Pardiez! ¡que tu exaltacion subió de punto! --Por cierto, señor. --¿I qué resultó por fin? --El cura contemplaba atónito mi turbacion. Despues de un momento en que quedó silencioso i paralizado me hizo una señal con las manos que parecia decirme: ¡habla! ¿qué te pasa? El breviario que leia en esos momentos, sentado en una mullida butaca, cayó de sus manos i rodó entreabierto a sus piés. Púsose por fin de pié i me dijo: --¡Por Dios Gabriel! ¿qué desgracia te ha sucedido? ¿qué te tiene en ese estado de desatentada turbacion? --¡Pobre cura! Que gratuito fué el mal rato que le diste Gabriel! esclamó Manfredo. --En seguida, señor, prosiguió Gabriel, se me aproximó el cura, i estrechando una de mis manos entre las suyas volvió a decirme: --¡Habla Gabriel! mira que aquí estoi yo para aliviar tus amarguras, para consolarte en tus tribulaciones. Recobrando entonces paulatinamente la tranquilidad, le contesté: --No se alarme, señor; no es nada que importe una trascendental desgracia, pero sí una injuria que exije reparacion. Contéle entonces calurosamente el lance que acabo de referirle a Ud. El viejo cura por toda respuesta me miró fijamente i sonriendo con ironía, me dió una palmada en el hombro i me volvió la espalda para tomar nuevamente su asiento. Al través de la indiferencia que mostró por mi indignacion me pareció, en esos momentos, notar en ese bendito sacerdote el rostro de la imbesilidad. Arrellenando su obesidad en la butaca i dándose una palmada en la frente esclamó un momento despues: --¡Oh! Gabriel solo a tu edad son escusables esos arrebatos insensatos, esos arranques propios solo de un temperamento vilioso i ardiente como el tuyo. --Jamás me imajiné, señor, que diera Ud. tan poca importancia al hecho de ver mancillado mi decoro, repuse lleno de enfado. Insistiendo él sin embargo en su sonrisa agregó: --¡No seas niño Gabriel! --Así seré siempre niño señor cura; i ojalá que de ese modo ni los viejos dejaran de serlo. ¡Todo, menos el aprecio de sí mismo puede envejecer en el hombre! le contesté. Con el ceño algo adusto i un aire un tanto contrariado por mi impertinente tenacidad me dijo: --¡Todo, menos la falta de cordura, es tolerable en una persona que tiene sentido comun! Subia de punto mi exaltacion i en tono casi enfático, le dije: --Yo quiero, i necesito saber, señor cura, si Ud. vengará esa ofensa por mí. --¿Venganza Gabriel? ¡Que mal viene esa palabra en los labios de un hombre cristiano como tú! La venganza es la rastrera satisfaccion de las almas pequeñas: el Mártir Divino, ese tipo de humildad, nos enseña a presentar una mejilla a quien nos ha herido en la otra. --Bien, señor cura, aparte de que yo no soi capaz de presentar ninguna, por que ni soi mártir, ni soi divino, no comprendo cómo una persona brinde estimacion a otra i se niegue a desagraviar su honra. Por no desagradar a Ud. no quise hacerme justicia por mi mismo: i harto me pesa. Esa fué, señor don Manfredo, mi última contestacion. I con una fria vénia me despedí del cura que silencioso i azorado me seguia con la vista. Salí de su casa i jamás volví a ella. Entonces me ví nuevamente, señor, a merced del primer viento que soplara i arrojado por la ola de mi destino. Pasé mucho tiempo errante, sin asilo fijo, huyendo de los hombres porque perdí la fé en ellos, i deseando huir de mí mismo por que perdí la tranquilidad i la alegria de mi corazon. La mayor parte del dia la pasaba en el taller, en el que ganaba apenas lo necesario para mi subsistencia, i las noches jeneralmente en casa de un artesano, compañero mio que es el esposo de Carolina. Esa ha sido, señor, mi vida por largo tiempo, hasta el dia en que Carolina, en fuerza de su cariño por mí de haber compartido de mis sufrimientos i oido lamentarme amargamente de verme tan solo i tan abandonado en el mundo, tuvo la feliz idea de ofrecer mis servicios en casa de Ud. Probablemente la mano de Dios condujo los pasos de esa mujer aquí que es el hogar de la felicidad, por que se respira en él la virtud, el amor i la caridad, que son la felicidad del hogar; yo nunca dejaré de bendecir, señor, la hora i el dia en que la suerte me trajo a participar de ella. --Me pidió Ud. señor, que le refiriese mi historia: he ahí mi historia. Talvez lo he cansado con ella entrando en detalles que solo para mí pueden tener interés.... --Mui lejos de eso Gabriel; te he oido con un agrado paternal; pues apesar de que recien comienzas la senda de la vida, has dejado ya algunas fibras del corazon en las zarzas de tu camino. --Así es señor. --I como yo, Gabriel, soi un hombre que ha sufrido mucho, comprendo i compadezco a los que sufren por que los dolores humanos tienen eco en el corazon que los ha esperimentado; por que la desgracia para quien sabe apreciarla tiene un atractivo mas poderoso que la felicidad i porque yo querria siempre consolar, llorando si es posible, a los que lloran. Gabriel, como cansado de sufrir i de recordar sus sufrimientos, inclinó la cabeza i calló. XV Profunda fué la impresion con que Raquel escuchó esa larga conversacion entre Manfredo i Gabriel. I tan profunda que cuando aquél volvió el rostro a su esposa la encontró pálida con la cabeza melancólicamente reclinada en el espaldar del sillon en que estaba sentada, i la mirada cargada de dolor. Manfredo al verla así, se levantó de su asiento, se aproximó a ella i poniéndole tiernamente la mano en la mejilla, la dijo: --¿Qué tienes, mi Raquel? de algun tiempo a esta parte te veo dominada constantemente por una tristeza indefinible; yo no sé como ni por qué sepultas tus sufrimientos en el fondo de tu alma, sin hacer partícipe de ellos al compañero de tu existencia. ¿Me he hecho, por ventura, indigno de tu confianza? --Mui lejos de eso, Manfredo: lo que tú supones en mí el efecto de un sufrimiento íntimo, no es sino a veces un malestar físico. --¿Te sientes enferma, Raquel? --Sí, siento algo afectado el corazon: tengo una constante opresion al pecho que llega a empalidecerme. Manfredo la levantó de su asiento, le dió el brazo, i conduciéndola a su alcoba, la reclinó cariñosamente sobre su lecho, abrigóle los piés con una colcha de pieles, i despues de imprimir un beso en su frente i alizarle el cabello que ondulaba al descuido sobre sus sienes, se retiró para dejarla reposar tranquilamente. Raquel tendida sobre su cama, con un brazo lijeramente replegado sobre el pecho i el otro caido con abandono, cerraba los párpados como esforzándose para reprimir con ellos un torrente de lágrimas oculto. Dias i meses habian pasado sin que nada enturviara la tranquilidad de ese hogar. Raquel consagrada a sus labores domésticas i sus piadosas devociones: Berta al estudio de la música, al bordado, a la lectura i al cultivo de las flores: Albertito a sus tareas escolares: Gabriel al cumplimiento de sus obligaciones caseras. Padres e hijos cobráronle a éste un cariño tal, como si estuvieran ligados a él no solo por la comunidad de la vida sino por lazos de sangre. I él lejos de engreírse pagaba con usura, cariño por cariño. Jamás se acostaba por la noche sin que todos lo hubieran hecho antes, sin que estuvieran apagadas todas las luces de la casa: la recorria siempre mientras los demas estaban entregados al silencio, la oscuridad i el sueño. Los sirvientes le tenian una respetuosa estimacion. XVI Manfredo habia dado por asistir, todas las noches a una casa en la que se reunia un círculo de amigos. Allí, hasta las altas horas de la noche o a veces hasta el rayar del dia siguiente, consagraban ellos sus veladas al juego. Entraban a esa casa carteras repletas de dinero que salian vacias, cuantiosas fortunas que desaparecian de la noche a la mañana. I un vicio conduce a otro: las copas de licor se empinaban tambien con maravillosa continuidad. Manfredo cotidianamente tocaba a deshoras de la noche las puertas de su casa escitado por las emociones del juego, que palpitaban en su rostro, por los efectos de la bebida que desencajaban su semblante i entorpecian su palabra. Jamás Gabriel dejó de esperar en pié a Manfredo, a la hora de sus llegadas nocturnas, para abrirle la puerta de la casa, encender la luz en su habitacion i acompañarlo mientras se acostaba. Inútil fué que Raquel i el mismo Manfredo se lo prohibieran. Una tarde veraniega, en que las nubes revestian el cielo como nuncios de tempestad, i en que acompañado de su esposa i de su hija tomaba el rico café habanero, en uno de los cenadores del huerto, se presentó un sirviente. Manfredo al verlo salió precipitadamente a su encuentro, recibió con cautela la carta que le fué imposible ocultar de las miradas de su esposa. La desgarró con impaciente lijereza de manos, buscó la firma. Dejó caer una mirada ávida sobre esa hoja de papel, que, apesar suyo temblaba entre sus manos, como si fuera el nuncio de una tempestad del corazon, i devolviéndola al sirviente, casi sin leerla, le dijo: --Dile que está bien i que personalmente la contestaré. Volvió en seguida a tomar asiento en el fondo del senador. Su mano trémula no pudo sostener la tasa de café i dejándola sobre la mesa, dijo a su esposa: --Me siento mal de salud, i como la tarde está tan descompuesta voi a recojerme. I en efecto, se dirijió a su aposento i se encerró en él. Berta i Raquel, que contemplaron esa escena llenas de pavor le seguian con la vista. Rogaron en seguida a Gabriel para que con cualquier protesto se introdujera a la habitacion de Manfredo, para zondearle la causa de lo ocurrido. --Gabriel, por Dios, dijo Berta, confio en que tu perspicacia escudriñe la verdad de lo que le pasa a mi papá. --Hace bien, señorita, de confiar en mí cuando es Ud. quien me lo pide. Un momento despues consiguió, no sin alguna dificultad, introducirse Gabriel al cuarto de Manfredo. Este miró con sorpresa al jóven mulato que invadia su retiro, i el mulato a su vez fijó en Manfredo una mirada de avidísima curiosidad. --¿Se ocurre algo Gabriel? le dijo paseándose a lo largo de su aposento, mohino i desazonado. --No señor: he notado a Ud. mui triste i vengo a ofrecerle el pobre continjente de mi cariño i de mi humilde compañia, para ver si en alguna manera puedo ayudarle a remediar la causa de sus dolores. --Gracias Gabriel. --¿Talvez Ud. se sonreirá, señor, de mi pretension? pero el corazon me arrastra a su lado, i Ud. me perdonará. --Gracias otra vez, hijo mio; déjame darte este título por que bien lo mereces. --Pero bien, señor, ¿i qué sucede? ¿por qué se deja Ud. doblegar del sufrimiento? --Prométeme Gabriel guardar el secreto i.... --Inútil es su encargo, señor: jamás me haria yo indigno de su confianza. --Pues bien, lée esa carta. --Gabriel la abrió impaciente i comenzó, de este modo su lectura, en voz alta: --"Me veo, señor, obligado a decir a Ud. que si no me abona, en el plazo de 24 horas, la suma de 30,000 pesos que me adeuda.." --¡Qué leo! Pero señor, dijo Gabriel ¿Cómo, cuándo ha contraido Ud. una deuda tan fuerte? i prosiguió la lectura, sin recibir respuesta ninguna. "Entre personas de honor una deuda contraída sobre el tapete de una mesa de juego es tan sagrada como si fuese sobre el escritorio del negociante, en una transaccion comercial." --Dios Santo... ¡dinero perdido al juego! ¡Treinta mil pesos! esclamó Gabriel, comprimiendo la carta entre las manos i dando un paso atrás. --¡Silencio Gabriel! repuso Manfredo, en voz baja i llevando el índice a los labios. --Yo temblé, señor, de que sufriera Ud. un golpe de este jénero, desde que supe que frecuentaba Ud. la casa de un jugador, i temblaba tanto como si se tratase de mi propia familia, como si esa fortuna fuera mia. --Comprendo Gabriel tu interés i te lo agradezco en el alma. --Ya vé Ud. señor, que hasta su salud comienza a deteriorarse, i podria ello conducirlo a un funesto resultado, por que en su abanzada edad es imposible sobrellevar los golpes de la fortuna, resistir a las emociones del juego i a las veladas del jugador. I sobre todo, señor, ¿qué seria de su pobre familia sin la sombra del padre? ¿quién enjugaría las lágrimas de esos inocentes, en medio del luto, de la miseria i de la orfandad? Manfredo al son de esas palabras se estremeció i cayó sobre un sillon, porque sintió sobre sí todo el peso de su desgracia. --Perdón, señor, si le aflijo en vez de consolarle, dijo Gabriel. Manfredo despues de un momento de silencio, en que permaneció con el rostro oculto entre las manos estendiole la diestra a Gabriel diciéndole: --Habla, mi querido Gabriel: tus palabras me señalan el camino del deber, que lo contemplo lleno de dolor i de vergüenza, i, sobre todo, evitan talvez golpes nuevos i desgracia completa para mi pobre familia. --Pues bien, señor; ya que tengo la dicha de que mis palabras hagan eco en Ud., quiero deberle el mas grande favor que podria Ud. hacerme en la vida: se lo pido en nombre de lo que sea mas caro para Ud; en nombre de su esposa, en nombre de la señorita Berta, en nombre de Dios, si es posible, dijo Gabriel, enjugando una lágrima. --Habla, hijo mio, seguro de alcanzar lo que me pidas, contestó Manfredo, profundamente conmovido. --Quiero, señor, que me prometa usted que no irá mas a esa casa de juego. --¡Jamás! --¡Ojalá, señor, Dios lo quiera! --Gabriel, dijo Manfredo, es imposible ser indiferente a tu nobilísimo corazon, poniéndose de pié i estrechando entre sus brazos al jóven mulato. I agregó en seguida: te prometo que jamás mi planta pisará los umbrales de esa casa... Crujió a la sazon la hoja de la puerta; oyóse un lijero ruido, semejante al del roce de un vestido de seda. Manfredo al oirlo se acercó a Gabriel i le dijo al oido: --Si mi esposa o mi hija te preguntan algo de nuestra conversacion o del contenido de la carta, dilas que he recibido un billete que me anuncia el quebranto casi completo de mi fortuna, a consecuencia de un funesto negocio. Aproximóse en seguida a paso largo i cauteloso hácia la puerta, la abrió de improviso i sorprendió a su esposa i su hija que con el oido puesto en el ojo de la llave atisvaban con anciedad.... Raquel i Berta se sobrecojieron; Manfredo dió un paso atrás, i, despues de un instante de vacilacion, rogó a su esposa que lo dejara solo. Raquel, en compañia de su hija, se retiró sollozando. Manfredo volviéndose a Gabriel le dijo: --Déjame un momento mi querido Gabriel, solo, entregado a mi dolor. Gabriel salió dejando la carta sobre una mesa. Manfredo dejóse caer nuevamente en un asiento, ya balbuceando palabras sueltas, ya comprimiendo las sienes entrambas manos, ya poniéndose de pié para sentarse nuevamente. Raquel al retirarse a su habitacion, llorando i recibiendo las consoladoras caricias de su hija, le decia a ésta: --¿Ya comprendes, Berta, en que consistió aquel fraude del comerciante habanero de que no hace mucho se quejaba tu papá? ¡Oh! a este andar quedaremos en la calle. Pobres mis hijos! --¿Pero qué remedia usted con desesperarse? ¿no ha oido usted que mi papá le ha ofrecido a Gabriel no volver a ir a esa casa de juego? --¡Ah! ¡me hablas de Gabriel! ¡Que bueno es Gabriel! ¿no es verdad Berta? --Así es mamá; tiene por nosotros un interés i un cariño indecible. --Deveras, mas parece un miembro de nuestra familia, que un simple camarero. ¡Ah! yo no creí jamás que un solo corazon pudiese encerrar tanto de noble i bueno. --Ciertamente, mamá, Gabriel es nuestro ánjel consolador. Raquel se dirijió a su alcoba en compañia de su hija i se reclinó sobre un divan esclamando: --Yo disimulé mi dolor a Manfredo, por otra pérdida semejante i eso le ha autorizado a rifar la fortuna de su familia. ¡Ah! ¡los hombres son mui crueles! Berta iba a inclinarse para abrazar a su madre i consolarla en su afliccion, pero en ese momento se oyó bullicio, ruido de pasos, voces en el aposento de Manfredo.... --Mamá, repuso Berta, no es la hora de las recriminaciones que hieren, sino del lamento i del dolor comun.... El ruido aumentó.... Berta estremecida de temor, sintió en su corazon el golpe de un presentimiento infeliz e incorporándose al lado de su madre esclamó turvada: --Mamá, mi padre está entregado a la soledad; algo sucede con él; voi a verle. --Vé hija mia; cumple con tus deberes de hija. Si yo no voi contigo es porque tiemblo me diga que no ha sido una pérdida parcial de nuestra fortuna, sino una bancarrota completa. Vé, i disimulándole tu dolor, consuela el suyo. Berta salió de carrera. Al aproximarse al cuarto de su padre oyó en él un sollozo: apresuró sus pasos, i al pisar sus umbrales descubrió a su padre con el rostro lívido, el cabello lijeramente desgreñado, embozado en una larga capa i encorvado delante de su lecho, en una actitud estraña i siniestra. Berta se detuvo en la puerta, como petrificada de espanto: algo terrible presentia su corazon: quiso dar un grito, i la voz se le ahogó en la garganta, se esforzó para dar un paso, i le fué imposible. A paso lento i con mirada escudriñadora se aproximó por fin a su padre, sin que él se apercibiera de ello, sino cuando sintió sobre su espalda el brazo de su hija. Todo fué verla i abrir los brazos para estrecharla sobre su pecho. Ella a su vez cayó a los piés de su padre pálida i desfallecida. Iba a estrechar besando las manos que le dieron el ser, iba a humedecerlas con sus lágrimas, cuando una carta enlutada cayó a su lado: inclinóse de improviso para recojerla. Manfredo entonces en el primer impulso quiso impedírselo, pero sintió latir en sus entrañas su amor de padre, i dando un paso atrás i comprimiendo la cabeza entre las manos esclamó: --¡Mi Berta! ¡mi adorada hija! tu amor.... ¡ah! ¡tu amor me ha salvado!... --¿Salvado? ¿de qué, padre mio?... --Esa carta que comprimes entre tus manos i humedeces con tus lágrimas, fué tambien empapada con las mias. ¡Era la carta de despedida de un suicida! i el suicida... ¡iba a ser yo, Berta mia!... --¡Suicida!... esclamó Berta dando un alarido desgarrador, i cayó desmayada a los piés de su padre. Desolada i jadeante acudió Raquel al cuarto de su esposo; precipitose sobre su hija; cayó de rodillas a su lado; la levantó entre sus brazos llorando, i alzando los ojos llenos de una mirada amenazadora, díjole a Manfredo: --¿Qué has hecho con mi hija? --Nada; repuso Manfredo con acento conmovido. --¿I entonces?... --Ha descubierto el término a que pudo haberme conducido mi situacion, i eso es todo. En ese momento entró Gabriel, nervioso, pálido i profundamente emosionado, diciendo: --¿Qué hai señor? Señora, ¿qué sucede? ¿En qué puedo ayudar a usted? Las lágrimas temblaban en sus negras pestañas, i surcaban sus morenas mejillas, como el rocio de la noche. --Ayúdame, Gabriel a levantar a mi hija, dijo la madre. I entrambos consiguieron alzar del suelo su cuerpo exánime i tenderlo sobre el lecho de Manfredo. Gabriel quedó de pié a la cabecera de ese lecho, con el alma en los ojos i los ojos en Berta. Parecia acariciarla con la mirada. --¿Llamaré a un médico señor? preguntó mas de una vez, con un acento triste i tierno a la vez. Pero antes de que se le contestara, Berta exaló un suspiro profundo i entrecortado. Gabriel, entonces, dió un paso indeciso i al parecer involuntario para contemplarla, como si ese suspiro hubiera tenido un atractivo magnético sobre su corazon. Berta abrió los ojos entre los cuidados i las caricias de sus padres, paseó una vaga i melancólica mirada a su alrededor i despues de llevar la mano a la frente como para disipar la impresion que deja un sueño negro que se vá, se incorporó en su lecho echando el brazo al cuello a la madre, que permanecia sentada a su lado. Gabriel, sombrio i mudo se retiró. --Por Dios Manfredo, prorrumpió Raquel, ¿que es del porvenir de nuestra familia?... Díme.... --¡Mamá! ¡mamá! balbuceó Berta, ¡basta de funestos recuerdos! Al verme tendida sobre esta cama comprendo que algun accidente ha pasado por mí: pues bien, si es así, ha sido ocasionado por que mi pobre padre... --¡Silencio Berta! dijo Manfredo. ¡Para tu madre vale mas la fortuna que la tranquilidad de su esposo, que el bienestar de su hija! --No es eso Manfredo: es que tiemblo que si nuestra fortuna no está ya del todo arrojada a la calle, los golpes presentes no sean sino precursores de los que vendrán despues. --Raquel, ¡en nombre de Dios te juro que no será así! cánsate de torturar este pobre corazon! I sabe que una caricia de nuestra hija me ha vuelto a la vida, i me ha librado de dejar a mi mujer sin esposo, i a mis hijos sin padre. --Raquel, entonces, sobrecojida de espanto se precipitó hácia su esposo i le dijo: --Manfredo, perdóname que un dolor lejítimo pero irreflexivo me haya arrastrado hasta la imprudencia. Manfredo sin proferir una sola palabra estrechó fuertemente la mano de su esposa, i Berta se inclinó para buscar con sus labios las manos entrelazadas de sus padres. --Bien esposa mia, dijo Manfredo, es preciso que, como advierto que lo deseas, conozcas la situacion. ¡Lo hemos perdido todo!.. --¿Todo?.... --No tanto, pero en fin, no nos queda sino una parte en el valor de la casa. --¿I el fundo? --Hace ya mucho tiempo que no es nuestro. --¡Ah! ¡a la sombra de esos bosques discurrió la infancia de mi hija! ¿I la quinta, Manfredo? --Tengo que venderla para pagar mi última deuda. --¿I no cabria una transaccion con esos hombres que por la fuerza de la casualidad o con los resortes del fraude arrebatan tan cruelmente el pan de una familia? --No Raquel; el honor de un hombre está sobre todo. I aunque así no fuese, se me maniató por completo, obligándome a firmar un documento, ahí, sobre el tapete de esa mesa de juego, cuyo recuerdo se me presenta a la memoria, ¡como a la memoria del condenado la tabla del cadalso! XVII La escaces reemplazó a la abundancia, la modestia al confortable de la vida. I pasaron esos primeros momentos de afliccion doméstica, en medio de una cristiana resignacion, como pasan, por ventura, todos los dolores humanos. Cada uno de los de la familia se esmeraba con esquisita ternura en consolar al otro. Manfredo se consagró al trabajo cotidiano para asegurar la subsistencia de su familia. I esta gozaba al verle olvidado de sus funestas veladas i entregado por completo al retiro de su casa. Pasaban en fin una mediania tranquila, ¡una pobreza feliz! La satisfaccion del deber cumplido, los encantos de la virtud, las delicias del amor, parecian haber reemplazado a las voluptuosas satisfacciones de la riqueza, al recuerdo de la desgracia ajena adormecido por la felicidad propia. ¡Oh! ¡la desgracia es la redentora del hombre! ¡La adversidad es una nodriza adusta que contrae el ceño, pero que purifica a sus favoritos arrullándoles en su regazo! Pero no hai cielo sin nubes, no hai hogar que no esconda el espectro de una desventura cualquiera. La tarde era fria, el cielo estaba nublado. Berta de bracero con su padre iba a salir de su habitacion, embozada hasta los ojos en una capa negra, para tomar el aire libre i balsámico del huerto. Pero Gabriel con la mirada inquieta i el aire ajitado salió a su encuentro i la dijo: --Señorita, ¿se siente ya mejor? --Sí Gabriel; ¡gracias! --Yo estaba tan impresionado con el accidente que le dió a Vd. que fuí a llamar al médico temeroso de que Vd. se empeorára. --¿Raquel te dijo que fueras? repuso Manfredo, sonriendo. --No señor, fué mi temor el que me mandó. --En fin, Gabriel, tu te encargarás de despedir al médico cuando venga, agregó Manfredo, i continuó su paso. Pero Gabriel volvió a detenerlo rebozando de zozobra, i le dijo: --Quizá, señor, no sea tan inútil la venida del médico... --¿Porqué?...... --Por que el niñito Alberto no se siente bien, señor. --Que tiene ¿Donde está? contestó Manfredo sobresaltado. --Lo tenia meciéndose en la hamaca de mi cuarto, cuando de repente comenzó a quejarse: observé i tenia las mejillas encarnadas, afiebrada la frente.... --Basta, Gabriel, ¿donde está mi hijo? le interrumpió Manfredo, al mismo tiempo que Berta dió un ¡ai! de espanto. I padre e hija acudieron precipitadamente seguidos de Gabriel, a la alcoba en cuyo lecho dormia delirando el niño. --El padre le puso la mano en la frente: Berta le tomó una de las manecitas: Raquel que no tardó en apercibirse de lo ocurrido se se aproximaba inclinándose al lecho de su hijo, se retiraba de él en busca de algo que ni ella misma se daba cuenta, para volverse a aproximar i contemplarle llorando. A Dios gracias, alguien tocaba a la puerta, i ese alguien era el médico. Raquel al divisarlo, salió despavorida a su encuentro i juntando las manos sobre el pecho, le dijo angustiada: --Señor, ¡mi hijo se muere! ¡prométame volverle a la vida!.. --Tranquilícese, señora, contestó el doctor con risueña indiferencia, i guiado por Berta, siguió su paso. Cuando el doctor examinaba al niño, deliraba éste, respiraba con violencia i ajitaba las manos, sofocado por la fiebre que le deboraba. El médico quedó taciturno i callado. Las miradas de todos le devoraban como queriendo arrebatarle el pensamiento. ¡Oh! ¡que silenciosa anciedad! ¡Pobre familia! ¡Verla contar las largas horas de la noche suministrando las prescripciones del médico, sin esperanza, ¡i con fundados temores por la vida del pobre Alberto! Manfredo se paseaba desazonado; Berta lloraba como un niño, Raquel se desesperaba como una loca. El aturdimiento era la espresion del dolor. Gabriel como el ánjel bienhechor de la esperanza prodigaba sus consuelos a la familia i sus cuidados al enfermo. Solícito como un hermano, sereno como un hombre maduro, sufrido como la madre que vé vacio el lecho de su hijo que acaba de morir, Gabriel lo hacia todo, lo preveía todo, no sin enjugar, de vez en cuando, una lágrima furtiva. Con el rostro melancólico i lijeramente adormecido por el insomnio, con los brazos cruzados sobre el pecho, mudo, de pié e inmóvil, a la cabecera del enfermo parecia a ratos, ese jóven mulato, la estátua del dolor. Iba a clarear una risueña mañana de verano: la fiebre declinaba notablemente en el paciente. La luz del sol invadia sonriendo esa alcoba, i la confianza en la salud del pobre niño, luz de la felicidad, invadia tambien el ánimo de la familia. Pocas horas mas i su mejoria era rápida; despues su vida estaba fuera de peligro. Era ya imposible que un hombre estraño por su sangre, su color i su raza a una familia se encarnase mas, sin embargo, en su vida íntima i doméstica, que Gabriel en la familia de Manfredo. La simpatia que es la precursora del cariño, el cariño recíproco, la gratitud que se reanuda en los momento de infortunio, la comunidad del sufrimiento, las lágrimas del mulato i de sus señores que corrian mezcladas en su mismo arrollo, todo, todo vinculó los corazones de aquél i de éstos. Poco despues Alberto jugueteaba en la enramada del huerto, asido de la mano de Gabriel. Las canas nevaron por completo las sienes de Manfredo; Berta dió un antiguo adios a la adolescencia, i Gabriel un antiguo saludo a la juventud. Espiraba el año de 1843. XVIII Pasaron así los años unos en pos de otros. Poco de qué gozar i mucho por qué sufrir, llegó a ser lo normal en el seno de esta familia. Sin embargo, sus sonrisas como sus lágrimas encubrian bastante las paredes de ese apartado hogar. Presentóse a la sazon un hombre, portador de una carta. En el aislamiento de la vida todo se hace una novedad. El cartero sonrió al verse rodeado de todos i acosado por preguntas hechas a un mismo tiempo. Pasó la carta rápidamente de mano en mano: llegó a la del padre a quien era rotulada i leyó en la direccion, esta palabra: _urjente_. Al desgarrarse la carta esclamaba Berta: debe ser de mi tia Rosa. Nó, será de mi hermano, agregaba Raquel. Nó mamá, yo creo que es carta que a Gabriel le escribe su madre, dijo Alberto. --Nó Alberto, Gabriel no tiene madre. --¡I bien! ¿ninguno puede imajinarse de quién es la carta? dijo Manfredo, ajitando risueño el papel en la mano. --¿De quién? contestaron todos a una voz. --De Arturo de Bilbao, de mi sobrino Arturo, esclamó Manfredo, rebosando de alegria. I agregó: anuncia su próxima venida. --¡Arturo viene! ¿Llega Arturo? ¿Cuándo? ¡Lea la carta! esclamaban todos al mismo tiempo. Madre e hijo en torno de Manfredo, mas allí el mulato cuyas chispeantes pupilas saltaban de ansiedad, escuchaban la lectura de la carta que decia literalmente así: «Querido tio: En pocos dias más debo hacerme a la vela para Cuba, el nido de mis sueños dorados. Puedo decir que estoi con el pié en la playa. ¡Oh! querido tio, si gozo lo indecible al recordar que pronto conoceré la vírjen América, gozo mucho mas al pensar que estrecharé en mis brazos a Ud., a su esposa i a la bellísima Berta, cuyo retrato tuve el gusto de ver en Madrid en casa de unas amigas mias. ¡Qué bella, qué encantadora debe ser mi prima! Un tiernísimo abrazo a mi tia Raquel i un saludo cordial a Berta. No concluiré, querido tio, sin pedirle un rincon en su hogar durante mi corta permanencia en Cuba.--Su amante sobrino, ARTURO DE BILBAO.» Imposible es describir la alegria de la familia. La carta fué leida mil veces. Los proyectos para la llegada de Arturo, el sentimiento de no poder hospedarlo con el confortable de antes, eran los únicos temas de la conversacion. Pocos dias despues presentábase en la casa un gallardo mancebo, de alta i delicada estatura, de grandes i melancólicos ojos, de barba negra i aterciopelada que contrastaba con el color de su tez lijeramente pálida, con un espejuelo engastado en oro que colgaba elegantemente sobre el pecho i un chal terciado sobre el hombro. Gabriel salió a su encuentro. --¿Es esta la casa de don Manfredo? --Sí, señor, repuso Gabriel, i partió precipitadamente a anunciar al recien llegado. Un momento despues veíase el bien-venido rodeado por todos los de la casa i abrazado por cada uno de ellos en medio del bullicioso alborozo del cariño. El recien llegado era Arturo de Bilbao. Berta desde el primer momento quedó vislumbrada con la belleza del primo, i las miradas de ambos se encontraban a momentos. Arturo a su vez por su mirada i su esprecion se mostraba maravillado de la hermosura de Berta. En fin, la vió i la amó. El simpático huésped fué conducido al salon. Todas las miradas se fijaban en él. --No te esperábamos aun Arturo, prorrumpió Manfredo. --Es estraño, querido tio, cuando cuidé de anunciarme a Uds. con anticipacion. --No tanta, porque tu carta hace recien tres dias a que la recibimos. Vieron la carta i resultó haber llegado atrasada. --Ya comprendo; ocupado con mis preparativos de viaje yo la encomendé a un amigo mio, i probablemente se tardó en despacharla. --¿Qué tiempo piensa Ud. permanecer en Cuba? preguntó Berta a su primo. --Mi intencion es hacer un viaje corto; pero Ud. sabe Berta que el hombre propone i Dios dispone. Nada estraño seria que molestara a Uds. prolongando mi residencia en Matanzas. --¡Molestia! esclamaron a un mismo tiempo Raquel i Berta; ojalá tuviéramos siempre esa clase de molestias. --Veo Berta que tiene Ud. un elegante piano. La supongo una diestra tocadora. --Todo lo contrario Arturo. --¿Podria tener el gusto de oirla? dijo, i condujo a Berta al piano. Mientras ésta hacia sollozar bajo sus delicadas manos un trozo de música nacional, i con las mejillas encendidas de rubor alternaba sus ojos de cielo entre el papel de música i el teclado del piano, sentia las miradas de Arturo que la ruborizaban, al punto de hacerla equivocarse a cada momento. Al son de las notas del piano temblaba el corazon de Arturo, i se inflamaba su alma improvisando, por decirlo así, un sentimiento que mas natural habria sido que fuera obra del tiempo. Berta salió del salon, i al regresar a él dijo a su primo: --Arturo, acabo de preparar su habitacion. Ud. será indulgente sino la encuentra cómoda. --Bastára, Berta, que hubiera sido preparada por Ud. --Gracias por la galanteria. ¿Le gustan las flores Arturo? --Mucho Berta, yo habria querido ser jardinero en vez de comerciante: --He colocado un ramillete de jazmines a la cabecera de su cama. --Mil Gracias; es Ud. mui amable. --¿I los versos le agradan? --¡Oh! Berta lo indecible. Todas las noches tengo la costumbre de leer la poesias de Melendez i de Martinez de la Rosa. --Siento no tener esos libros. Pero por ahora le he dejado sobre su velador "El paraiso perdido" de Milton. ¿Conoce Ud. esa obra? --Sí, la leí en mi adolescencia. En estas i otras, entre la cena, la música i la conversacion, llegó la hora de recojerse, i todos los circunstantes se retiraron a sus aposentos. Dejaron a Arturo en la puerta del suyo, con palabras de amabilidad. Arturo cerró las puertas de su alcoba i abrió las de su corazon. Su sueño no fué tranquilo. Paseóse a lo largo de su cuarto hasta las altas horas de la noche; cojió mas de una vez el ramillete de jazmines que se ostentaban en un pequeño florero; lo contempló entre sus manos, absorvió mil veces su perfume i lo volvió a colocar. Eran las dos de la mañana i estaba en pié. Paseaba un momento, dejábase caer a ratos sobre una butaca, sacaba en su cartera las cuentas de las utilidades de sus últimos negocios. ¡Qué de sueños dorados! qué de castillos para el porvenir, forjaba esa imajinacion enardecida de improviso al rayo de la mirada de una mujer. XIX Pasó la noche. La aurora tímida sonrosaba el horizonte. El canto repetido del gallo, las campanas que tocaban a misa mayor, i el ladrido desapacible del perro, marcaban el alborear del dia. Arturo que con un sueño intranquilo, como una pesadilla, comenzaba recien a reemplasar la ausencia del sueño de la noche, abrió i restregó los párpados; i todo fué percibir el albo rayo de la mañana que filtraba por las rendijas de su ventana i ponerse de pié para hacer, rápidamente, su espléndida _toilete_. --¿Si Berta dormirá aun? pensaba, peinando el cabello, alizando la barba i enlazando el roson de la corbata. ¿Un instante despues salia de su habitacion con su andar pausado, i con su aire aristocrático paseábase a lo largo del corredor inmediato preguntándose al parecer a cada instante? ¿si Berta dormirá aun......? No, Berta no dormia; soñaba sí, pero soñaba despierta; soñaba con el porvenir... El primer rayo de amor acababa de caer sobre su vírjen corazon, como cae el primer rayo de sol sobre la flor que se entreabre. --¿Pensará en mí?.... ¡Ah! ¡soi jóven, bello, rico i aristocrático! ¿Por qué no alcanzaré su mano? murmuraba levemente, recorriendo con sus miradas en torno suyo. Berta, entre tanto, acababa de encontrar sobre la ventana de su cuarto, que daba a la calle, un tesoro de amor, la reliquia del corazon de un hombre que para colocarla ahí se recató tímidamente entre las sombras de la noche i del misterio.. ¿Cual era esa reliquia? Los siguientes versos i la siguiente carta firmadas con el seudónimo de _Plácido_ i entreocultos dentro de un ramillete de flores. La carta decia literalmente así: «Berta: En vano he luchado por ahogar en lo mas íntimo los latidos de mi corazon, que ansia por hablarte. ¡Pero imposible Berta! te amo, i en mi delirio te mando esas flores; que en ese alfabeto perfumado descifres las espresiones salidas del amor. En mi silencio pensé arrojar rota mi lira, musa querida de mis castos amores, pero una secreta esperanza la hace sonar ahora. ¡Oh! ¡Si yo supiera que esas humildes flores fuesen la almohada de tus celestes ensueños o se refrescasen en la dorada enredadera de tus cabellos! ¡si yo supiera que la melodía de esos versos pasaban murmurando por tus labios o recalando tu oido i te recordáran a tu incógnito cantor i desconocido amante, me reconciliaria con la felicidad! Mañana resguardado por el silencio i la oscuridad de la alta noche, al sonar esta misma hora, a la luz del mismo rayo de la luna, pasaré, hermosa Berta, por el pié de esta ventana para ver si encuentro en ella la forma de una esperanza que dé la vida a mi alma o el desengaño que será, te lo juro, ¡la muerte de un corazon! Dulce tirana de mi existencia A quien el alma toda rendí, Oye los ayes que por tí vierto, I los suspiros que doi por tí: Mas no insensible mi triste acento Escuchar quieras por mas rigor, No seas ingrata con quien te adora, _Paga mi Berta, paga mi amor_. Yo ví tus ojos mas relucientes Que el esplendente sol tropical, I son tus labios i breves dientes Nítido nácar, fino coral. Quedé cautivo de tus virtudes, I de tus gracias i tu candor, No seas ingrata con quien te ama, _Paga mi Berta, paga mi amor_. ¿Cómo pudiera dejar de amarte? ¿Si por tí el fuego de amor sentí? ¿Si no me canso de contemplarte? ¿Si me es gustoso morir por tí? ¿I a tantos ruegos te muestras dura? ¿No te condueles de mi dolor? No seas ingrata con quien te adora, _Paga mi Berta, paga mi amor_. Ni el soplo fiero de muerte airada Estingue el Etna de mi pasion, Estos acentos que oyes mi Berta, Nacen del fondo del corazon: Cuanto mas tardes en ser mi amada Mas se acrecienta mi fino ardor. No seas ingrata con quien te ama, _Paga mi Berta, paga mi amor_. El Ser Supremo que el orbe rije La llama inflama que yo encendí; Luego Dios mismo mi afecto aprueba Cuando me inspira pasion por tí. Virtud, dulzura, gracia i belleza ¿Quién las resiste? ¿dónde hai valor? Ten de mis males piedad, bien mio, _Paga mi Berta, paga mi amor_. Si un rosal miro, tu eres la rosa Mas elegante que encuentro allí; Si sueño i canto, si rio i lloro, Todo, tirana lo hago por tí. ¿I tanto anhelo no tiene premio? ¿Cuando se calma tanto rigor? ¿Quieres mi muerte? ¡no seas ingrata! _Paga mi Berta, paga mi amor_. PLÁCIDO.» Berta, perdió el sociego: levantábase la primera oleada de las pasiones en el tranquilo lago de su alma. ¡Sentirse amada por primera vez! ¡Llegar hasta el retiro de su aposento las notas de la lira del poeta i los latidos del corazon del amante! Su inflamable mirada ardia como su alma al través de esos versos, palpitantes de sentimiento. Parecíale descubrir no solo el alma sino hasta el rostro de su desconocido amante. --¡El alma de este hombre debe ser un alma de fuego! I si la naturaleza fué tan pródiga con él en concederle las dotes del talento, debe haberlo sido tambien en darle los dones de la belleza. ¡Ah! ya me imajino ver en su fisonomia la pureza del tipo romano, los perfiles de un rostro griego. Todo esto proferia Berta en palabras entrecortadas por la emocion o interrumpidas con la lectura de cualquiera de esas estrofas, o con la risueña contemplacion de cualquiera de esas flores. ¡Qué de poesia encontraba en las unas, qué de misterio halagador en las otras! Leia, releia i volvia a leer esos inspirados acentos. Aproximóse mas de una vez a la ventana de su cuarto para contemplar al ténue rayo de la mañana, esa hoja de papel, que iba a ser talvez la primera pájina de la historia de su corazon. Guardó esas prendas en una cajita de ébano, pero las sacó nuevamente, como si sintiera al apartarlas de sus ojos un pesar tan delicado como su alma. Las guardó otra vez, i al volver el rostro descubrió con sorpresa a Gabriel que, con los ojos que le blanqueaban nadando en una sonrisa íntima, la seguia con la vista atentamente. El mulato serenó de improviso su semblante i la dijo: --Señorita Berta, los esclavos sirvieron ya el té. --Voi Gabriel; ¿i Arturo se levantó ya? --Está, hace rato, sentado en un sofá del corredor. --_¡Madruga mucho!_ dijo Berta con picarezca sonrisa, i salió de su habitacion. Apenas Arturo la divisó se aproximó a ella con cortesía i la saludó con afabilidad. Desde el momento en que se estrecharon la mano Arturo trató a la vez de disimular el sentimiento que alboreaba en su corazon i de leer el de Berta. ¿Le seré indiferente? ¿será capaz de comprender el sentimiento que sabe inspirar? ¿seré feliz o desgraciado? he ahí las ideas que torturaban su imajinacion. --¿Cómo ha pasado Ud. la noche? la dijo. ¿I Ud. Arturo? repuso Berta a esa pregunta. --¿Yo Berta?....se limitó a decir sacudiendo lijera i melancólicamente la cabeza, i esforzándose en sumerjir su mirada desde los ojos hasta el alma de Berta como el rayo de luz que invade por las grietas un templo oscuro. Pero los ojos de esa mujer no decian nada, nada dejaban ver esos pórticos bellos del templo de su corazon. Arrebataba entretanto los pensamientos de Arturo, porque la mujer arrebata siempre los pensamientos de un hombre, cuando esos pensamientos le pertenecen. Ambos hacian unos tras otros proyectos para pasarla con entretenimiento. La música, la lectura, los paseos nocturnos por los bellísimos alrededores de Matanzas, hacian parte principal de sus proyectos. Arturo mas reanimado alcanzó a Berta algunas flores diciéndola: --¿Las reconoce Ud.? --Sí Arturo; son las que dejé a Ud. anoche a la cabecera de su cama. ¿I tan fácil le es a Ud. deshacerse de ellas? --Nó, dijo Arturo, estendiendo ruborizado la mano para recobrarlas. Pero Berta se negó a devolvérselas aplicándolas a los labios como para encubrir una picarezca sonrisa. --Es Ud. mui cruel, querida prima, esclamó Arturo, no sin consolarse a la idea de que con esas flores adornaría Berta su suelta cabellera. Pero un momento despues caian adornando el suelo esas flores, distraidamente deshojadas. ¡I con ellas la flor de la esperanza se deshojaba tambien! La mirada aflictiva de Arturo siguió hasta el suelo a esas flores. --Gracias, Berta, la dijo. --Gracias ¿por qué?.... Arturo sin contestarle una palabra señalóle con el índice las desparjadas flores. --¡Un momento de distraccion, Arturo! Discúlpeme. ¡Distraccion!.... no la hubo para entregar su alma a las nocturnas flores de la ventana i guardarlas al son de los latidos de su corazon, como quien guarda un tesoro. Pero el corazon humano se aferra a la esperanza, como el náufrago a su tabla de salvacion. ¿Qué importan flores que se deshojan, si en este siglo de oro el prestijio de la fortuna lo puede todo? he ahí el sentimiento que combatia en el corazon de Arturo, contra sus propios temores. --Berta, la dijo, ¿simpatisa Ud. mas con el valor o con la timidez? --El valor como la timidez me gustan siempre que sean en sus cabales, Arturo. A la sazon se aproximó Gabriel, a anunciarles que Manfredo i Raquel les aguardaban en el comedor. I encamináronse allí, Berta apoyada del brazo de Arturo. Tomó éste asiento en la mesa siendo objeto de las atenciones i del aprecio de todos los de la casa. --I mi hermano siempre tan lleno de vida a pesar de su avanzada edad, dijo Manfredo. --Sí, señor, contestó Arturo, mi padre siempre bueno. --¿I trabaja aún? --Nó señor; para los negocios como para las letras mi padre está ya en cuarteles de invierno, decia; pero sus miradas se encontraban a cada rato con las de Berta. --¡Lo que son las cosas! esclamó Manfredo sacudiendo la cabeza i restregando la calvicie con la palma de la mano, me parece que recien ayer ví a Arturo niño, en su traje de seminarista, mortificando a su padre los domingos para ir a pasear al Escorial en compañia de sus condiscípulos. --Así es señor; el tiempo tiene alas. Tambien a mí me parece ver aún a Bertita arrodillada sobre las faldas de su madre i jugando con los rizos de su cabellera, como la ví en Madrid. --¿Pero tambien recordarás, Arturo, que entonces tu prima no prometia ser tan fea? agregó Raquel. --¡Oh! tia, si su retrato, como les dije en mi carta, me pareció bellísimo, veo ahora que mi prima desdeñó confiar sus gracias al papel. --Gracias por la lisonja, balbuceó Berta inclinando la frente. --¿Lisonja Berta? repuso Arturo. --¡Lisonja! agregó la niña; i el rubor hizo bajar sus párpados i a tal punto invadió su rostro, que el alabastro pálido de su cútis tornóse rápidamente en porcelana sonrosada. Un momento despues paseábase Arturo en compañia de Manfredo a lo largo de uno de los corredores prosiguiendo a mas i mejor en los recuerdos de España, de la familia de Arturo i en todo aquello que viene de ordinario en las entrevistas que suceden a las ausencias que recien pasan. La conversacion pareció animarse: deteníanse a momentos i accionaban con calor. En éstas i otras pasó ese dia. Nuevamente Arturo contó las largas horas de la noche, entregado a un solo pensamiento. Tambien Berta volvió a encontrar a la mañana siguiente el tributo de un nuevo ramillete de flores arrojado a su ventana por la misma desconocida mano i probablemente mientras la aurora con su encendida corona anunciaba el reinado de un bello dia. ¡Ramilletes de flores! auroras del corazon i de los sentimientos de una mujer! Estaba oscura todavia su alcoba; quiso encender una luz, i la luz se apagó; ¡pero no importa!.. la alumbraba la luz del alma, i pudo encontrar el nuevo ramillete; nuevo rayo de amor que inflamaba su corazon; ¡casta reliquia del primer amor! Cuando el corazon siente el augurio de la felicidad i cuando está al abrir sus puertas al amor, su huésped querido, rebozando en dulces presentimientos tiene sus largas vijilias; i aunque el sér en cuyo seno palpita, duerma como la materia, sus golpes repetidos consiguen despertarle. ¿Qué amante desde sus balcones no ha contemplado la noche que huye detras de los montes? ¿Cuál no ha visto la guiñada luminosa del lucero como un ojo cariñoso? Berta dormia su sueño inocente. El corazon la despertó. Dejó su blanco lecho como una nube revuelta. Un momento vagó indecisa al lado de ese lecho. Abrió i cerró precipitadamente la portezuela de la ventana, su seno palpitaba como la onda que se ajita. ¡La ansiedad del amor embellecia a esa mujer! Alzó por fin las flores, que ocultaban dentro de sí la prometida carta i al contemplarlas risueña, parecia la estátua con que simbolizan la primavera. Su dedo impaciente rasgó la carta como una pleca de nácar i deslizó su ávida mirada sobre esta pájina del sentimiento: --¡Ser amada sin saber quién es mi amante! sentir la insinuacion del amor sin saber a quién se entregará el corazon! se decia Berta, al leer i releer ajitada esta pájina del poeta. "Mi amada Berta: Cuanto mas agoniza la esperanza a los embates de la duda, vá muriendo mi corazon, único pero rico tesoro que te brindo. ¿Avanzaré algo con ofrecértelo? ¡Oh! ¡si tu ventana llegara a ser el lejítimo altar en que te tributara las ofrendas de mi cariño! Pero un íntimo presentimiento me dice que no encontraré tu contestacion a mi carta anterior. ¡Dios quiera que me engañe! ¡Dulces engaños, yo lo deseara siempre! PLÁCIDO." ¡Pobre Berta! la bala del cazador no hiere al ave, como esos billetes de amor su tierno corazon. Iba a retirarse de la ventana casi aturdida, con la cabellera que parecia que el aliento del sueño habia desparpajado sobre sus sienes, cuando sintió un leve ruido.. ¿Era tal vez la briza que jugueteaba? El ruido aumentó. Tenia miedo.. Aproximó el oido a la ventana i persibió el eco vago de un suspiro.. Dió un paso atrás estremecida de espanto; quedó inmóvil, paralizada i volvió a aproximarse. Resolvió por fin entreabrir la puerta, es decir, razgar el velo.. Un hombre con el sombrero calado hasta los ojos i embozado en una larga capa permanecia con el alma suspensa i el oido atento junto a la reja de la ventana. XX Ambos a dos se conmovieron notablemente. --¿Berta?.. le dijo el embozado. Berta calló. Pero la misma mujer que habria rechazado la mas leve insinuacion amorosa de cualquier hombre, permanecia de pié, si bien trémula i vacilante, delante del desconocido, que se habia rodeado de todos los misterios del abismo.. Pero los abismos del amor, como todo abismo, producen a la vez la atraccion i el vértigo a quien los contempla de cerca. --Berta, déjame siquiera conocer el eco de tu voz, agregó el desconocido. Ella calló...... --¡Berta rompe por Dios! tu silencio mortál, ódiame si no me amas. El amor i el odio son la vida; la indiferencia es la muerte. --¿Plácido?.. balbuceó Berta. ¡Habla! ¡habla! la contestó el poeta, apoyando la gacha frente sobre las rejas. ¡Díme, díme que me amas! --¿I qué podré decirte?... Si en tí no hai la franqueza de descubrirse ¿cómo me exijes la confianza de entregarte mi corazon? ¡Ah, vete! --¡Irme!... ¡irme alejado por tí!... --Pueden descubrirnos. --Bien; dáme con las puertas si acaso quieres, ¡pero arrójame una esperanza, dia claro del alma!.... --¡Esperanza! murmuró Berta. ¿Esperanza, a tí que viniendo en pos del dia del alma, me buscas como la noche del misterio? --Vengo a ofrecerte no mi nombre, sino mi corazon, ¡el corazon de un poeta! --¡Poeta! esclamó Berta, entonces exajeras tus sentimientos. --¡Bendita exajeracion! --Pero en fin si me amas, Plácido, no me pongas en peligro de que nos vean, esponiéndote a que no nos volvamos a ver. --¿I nos veremos mañana? --No lo sé. --¡Adios!.... murmuró Berta, con la barba que le temblaba de emocion. --¡Adios! contestó el desconocido; i la luz del sol de la mañana invadió a torrentes; la niebla del cielo se disipó; la naturaleza parecia sonreir ante la felicidad de esos amantes. XXI Mantúvose Berta la mayor parte del dia sin salir de su habitacion: temia talvez a la indiscrecion de su fisonomia o de su mirada. Durante la hora de la mesa permaneció taciturna i silenciosa. Inútil fué esforzarse por devolverle la alegria perdida. Arturo la dirijia palabras humorísticas que no le hacian ni siquiera sonreir. Durante la sobremesa contóle Manfredo a Arturo el malísimo estado de su fortuna. Este le escuchó con sentimiento i sorpresa, i a su turno contó con oportunidad e intencion que era dueño de una fortuna colosal i refirió la manera cómo la habia adquirido. Raquel no desprendió entre tanto una mirada ávida i curiosa de Arturo. Berta a paso lento i aire distraido retiróse nuevamente a su alcoba. Arturo prosiguió la conversacion con sus tios sobre los elementos de felicidad que los padres debieran exijir al pretendiente de la mano de sus hijas. Platonisaba a mas i mejor sobre el particular, como que era parte interesada en ese asunto, Manfredo i Raquel le escuchaban con marcado interés. Un momento despues, preparábanse Manfredo i Arturo para salir a pasear. Aquél le dijo a éste: ¿I Berta? deseara despedirme de ella. Pasemos Arturo a su habitacion por que debe estar ahí, dijo, i se dirijieron a ella. Berta estaba tendida sobre su lecho, con el rostro plácido i el brazo apenas desnudo, estendido sobre su frente, como la paloma que esconde bajo el ala la cabeza soñolienta. Verla tendida al través de las blancas cortinas de su lecho, parecia un ánjel mas bien que una mujer. El velo del pudor la cubria de tal manera, que si el ánjel de su guarda la hubiera contemplado así desde el cielo, habria descendido sonriendo a la cabecera de su lecho i lejos de regresar ruborizado, habria impreso talvez un casto beso sobre su frente pura. Al presentarse Arturo delante de ese bello cuadro detúvose en el dintel de la puerta i casi al oido le dijo a Manfredo: duerme.... I su semblante animado parecia decir: ¡qué hermosa está! Gravóse en su corazon, con caracteres indelebles, la imájen de esa mujer, i su recuerdo brillaba incesante en su mirada. Espiaba la ocasion mas propicia de vaciar su alma en el alma de Berta; i pasó estérilmente algunos dias en ese afan. A la luz desmayada de la tarde, estaban sentados ambos cierto dia en uno de los bancos que se estendian a lo largo de las calles de jazmines del huerto. Despues de un largo silencio la dijo por fin: --Yo no comprendo Berta cómo no ha inspirado Ud. una pasion inmensa i ruidosa. --Se conoce, Arturo, que soi incapaz de inspirarla. --¿I si el caso llegara le seria indiferente? --Indiferente, repuso Berta, indiferente... talvez nó Arturo; pero inútil sí. --¿Inútil? --Sí. --¿I por qué? ¿no es libre su corazon? --Jamás ha dejado de serlo. --¿I entonces? --Ni dejará de serlo nunca; porque no me gustaria verlo esclavo apesar de haber nacido en el país de la esclavitud. --Todo vá al revés, querida prima; pues yo soi esclavo apesar de no haber nacido en el país de la esclavitud. --¿Esclavo? --Sí, esclavo de un sentimiento, contestó Arturo hondamente impresionado. Berta a su vez se sorprendió. --¿Calla Ud. Berta? --Callaré siempre Arturo. --Pero sepa Ud. que su silencio es mi sentencia de muerte. Presentóse en ese momento el negro Estevan con un papel en la mano, i afrontándose respetuosamente a Berta la dijo, alcanzándola el papel. --He aquí el diario de hoi que su merced me pidió. Berta tenia la costumbre de leerlo siempre a esa misma hora. Desplegando el papel díjole a Arturo. --¿Leámoslo Arturo? Arturo estaba tan melancólicamente abismado en sí mismo, que no oyó u oyó a medias a su interlocutora, sin contestar mas que con un lijero movimiento afirmativo de cabeza. Berta que seguia hojeando el periódico, con instantánea sorpresa retiró el papel de la vista, esclamando: ¡versos! ¡deben ser mui bonitos! ¡versos de Plácido! ¿Leámoslos Arturo? --¿Ud. conoce a ese poeta?.. repuso Arturo, con la nerviosa impaciencia de los celos, i espiando la mirada de Berta. --No sé quien sea repuso ruborizada, i leyó con acento de curiosa inquietud la siguiente composicion: «EL JURAMENTO. A la sombra de un árbol empinado Que está de un ancho valle a la salida, Hai una fuente que a beber convida De su liquido puro i arjentado: Allí fuí yo por mi deber llamado I haciendo altar la tierra endurecida Ante el sagrado código de vida, Estendidas mis manos he jurado: Ser enemigo eterno del tirano, Manchar si me es posible mis vestidos, Con su execrable sangre, por mi mano Derramarla con golpes repetidos; I morir a las manos de un verdugo, ¡Si es necesario por romper el yugo! PLÁCIDO.» Una sonrisa de complacencia incontenible inundó el rostro de Berta e irradió rápidamente su mirada. --Por lo visto no son pocos los que ódian la esclavitud: Plácido se me parece en eso. --Sin embargo hai cierta esclavitud cuya emancipacion no la deseara yo. El corazon de esa mujer latia con violencia, temblaba talvez, al son de un recuerdo, al descubrir que el patriota autor de esos versos era tambien el amante apasionado que depositaba en su ventana las nocturnas ofrendas de su cariño. ¡Oh! ¡que corazon tan noble i grande! se decia interiormente. ¡En el altar de la patria jura morir por ella, i en el altar de mi corazon, jura morir por mí! ¡Oh! este hombre sabe amar, como tan solo aman los poetas, como aman tan solo los valientes. --Que lindos versos, Arturo, ¿no es verdad?.. dijo, i antes de ser contestada presentósele Gabriel diciendo: señorita Berta, la espera su mamá. --Ya vamos Gabriel. Gabriel se retiró. Nada que merezca recordarse aconteció en esos últimos dias. Manfredo siguió haciendo conocer a Arturo los lugares públicos i los bellos alrededores de Matanzas. Notábase, sin embargo que entre el tio i el sobrino acrecia cierta recíproca intimidad inspirada por un recíproco interés. Arturo amaba tan locamente a Berta, que inflamaban lejos de enfriar su corazon los reveses de su indiferencia: Manfredo a su vez veia en Arturo el hombre acaudalado, culto i aristocrático, el llamado en fin a hacer la ventura de su hija. Arturo le reveló al padre su pasion por la hija, i Manfredo estaba resuelto a cualquier sacrificio a costa de verificar ese enlace, tanto mas ventajoso, cuanto que su situacion era penosa i Arturo era un caballero cumplido, un hombre pródigo i opulento que podria salvarlo de ella. XXII. Pero la ventana de Berta con sus flores i sus versos eran el teatro de un amor, i el patíbulo de otro. ¡I qué importa! Manfredo jamás consentirá en el enlace de su hija con otro que no sea Arturo. ¿Qué importa? ¿No importará cuando Berta a su vez ya tiene entregado su corazon al desconocido amante i no tendrá ni voluntad ni fuerzas para desligarse de él? ¿cuando vive adorando los recuerdos de ese hombre i los mira a toda hora como los carisísimos pedazos de su corazon? Alumbraba la luz de un nuevo dia, i con él la luz de una nueva esperanza para el poeta, de una nueva ilusion para Berta. Como tenia ya de costumbre, aproximose al alba a su ventana querida i la encontró adornada otra vez con un nuevo homenaje de cariño. Un precioso ramillete de flores de café contenia dentro de sí estos versos mas preciosos aun. Prendado estoi de una hermosa Por quien la vida daré Si me acoje cariñosa; Por que es cándida i hermosa _Como la flor del café_. Son sus ojos refuljentes, Grana en sus labios se vé I son sus menudos dientes Blancos, parejos, lucientes, _Como la flor del café_. Una sola vez la hablé I la dije: ¿Me amas Berta? I mas cantares te haré, Que perlas la aurora vierta _Sobre la flor del café_. Ser fino i constante juro, De cumplirlo estoi seguro, Hasta morir te amaré; Porque mi pecho es tan puro _Como la flor del café_. Ella contestó al momento: --«De un poeta el juramento Nunca en la vida creeré, Porque se vá con el viento, _Como la flor del café_.» «Cuando sus almas fogosas Ofrecen eterna fé, Nos llaman ninfas i diosas, Mas fragantes que las rosas _I las flores del café_.» «Mas cuando ya han conseguido Cual céfiro que embebido, En el valle del Tempé, Plega sus alas dormido _Sobre la flor del café_». «Entonces abandonada En soledad desgraciada Dejan la que amante fué, Como en el polvo agostada _Yace la flor del café_». Yo repuse: «Tanta queja Suspende, Berta, porqué Tambien la mujer se deja Picar de cualquier abeja _Como la flor del café_». «Quiéreme paloma mia, I hasta el postrimero dia No dudes que fiel seré; Tu serás mi poesia _I yo tu flor del café_». "A tu vista cantaré, I lucirá el arrebol Que a mis dulces trovas dé Como a los rayos del sol _Brilla la flor del café_". Suspiró con emocion, Miróme, calló i se fué; I desde tal ocacion Siempre sobre el corazon _Traigo la flor del café_. PLÁCIDO. --Acababa Berta de leer estos versos casi jadeante de emocion, cuando sintió ruido de pasos...... Versos i flores los ocultó en el seno para no ser descubierta. Era su padre. --¿Que haces hija mia? te noto algo ajitada ¿Que tienes? la dijo..sin desprenderle los ojos. --Nada. --¿Nada? --Es que me siento algo indispuesta. --¿Que tienes? --Tengo alguna opresion en el corazon. Manfredo se aproximó a su hija, ciñó con el brazo su cintura i estampando un beso en su frente tíbia aun con el calor del lecho que abandonaba recien, la dijo: --Tenemos mucho que hablar, hija mia. Se trata de tu felicidad.--Condújola despues a una otomana i sentándose en ella al lado de su hija, con sus manos entrelazadas en las suyas, comenzó a insinuarle el amor que le profesaba Arturo i las ventajas que le ofrecia ese amor. Berta inclinó la frente, i guardó silencio: --¿Contradecirias la voluntad de tus padres mi Berta? --¿I mis padres contradecirian la mia? ¿sacrificarian mi corazon a un hombre que no amo? Manfredo como movido por un resorte se puso de pié i notablemente sorprendido la dijo: ¡Qué! ¿amas a otro? --Nó, papá; pero no amo a nadie. I el amor es i no la fortuna la base de la felicidad. --¡Pero llegarás a querer a Arturo! --No nace de las reflecciones el amor. --Nó, Berta, es el único hombre que te conviene. Fíjate que si eres hermosa, ya tus padres se ven sin la fortuna de antes, i tu madre es solo la cómica de Canarias. ¿Tendrás por consiguiente partidos mas ventajosos que este? ¡Ah! piénsalo bien. No seas niña: mas tarde cuando ya no haya remedio, cuando Arturo se hubiere regresado a España, entonces conoceras recien tu error i el porvenir te dirá: ¡ya es tarde!...... --Padre, todo hombre que me ame de veras olvidará que mi madre era una mujer de bastidores. --Te engañas Berta, habla por tí la inesperiencia. Aun las sociedades mas despreocupadas del mundo rinden su tributo a los antecedentes de familia. --I que Arturo sea rico ¿que quiere decir papá? ¿voi yo a ligarme con su fortuna o con él? La discucion se trabó cada vez mas calurosa. Raquel que entró en ese momento, terció tambien en ella sosteniendo enérjicamente la opinion de su esposo. Berta enjugó algunas lágrimas silenciosas. Las flores del café perfumaban su seno i su corazon. Al parecer todo era inútil para obligarla a ceder. ¿Vencerá la obediencia filial o el amor por su romántico poeta? --Bien, hija mia, dijo Manfredo, en tono paternal i terminante, estoi comprometido a participar a Arturo el resultado de nuestra entrevista, i como yo ante todo debo velar por tu porvenir i por proporcionarte una suerte digna de tí i del cariño que como padre te profeso, te aseguro que no le daré a Arturo una respuesta negativa. Berta seguia llorando en silencio. Raquel lloraba con ella, pero sin desistir de la tenacidad de sus propósitos. Manfredo se paseaba por delante de su hija interrumpiendo el silencio con reflecciones aisladas, con consejos sérios. ¿Qué contestas? la dijo a su hija mas de una vez, sin recibir de ella mas respuesta que sus calladas lágrimas. --Bien, Berta, agregó despues, voi a decirle a Arturo que tu mano es suya. --Que mi mano sea suya, padre mio, le contestó pero mi corazon no lo será jamás. --Hija mia, tu no sabes que el tiempo hace lo que no puede la voluntad. Yo sé que llegarás a amarlo. --¡Dios lo quiera! agregó Raquel. Nosotros hija mia, no queremos sino tu felicidad. --¡Mi felicidad!.... murmuró Berta, sonriendo con amargura i llorando sin consuelo. --Sí, hija mia, tu ventura, i nada mas, le contestaron sus padres. --¡Mi felicidad!.. repitió Berta sacudiendo lijeramente la cabeza. ¡Mi felicidad!... volvió a decir por última vez. Salió Raquel en ese momento del cuarto de su hija con direccion al de Arturo; pero la detuvo en el corredor uno de los esclavos negros diciéndola: --Vengo a avisar a su merced que el camarero está enfermo; no ha salido hoi de su habitacion. --¿Qué tiene? contestó Raquel profundamente sorprendida. --No lo sé, señora, agregó el negro. Raquel recibió la noticia como si se tratara de la enfermedad no del camarero, sino de un miembro de su familia, i acudió casi corriendo al cuarto de Gabriel. Estaba cerrado. Desde afuera escuchó Raquel algo como un quejido, algo como un lamento. Aproximóse a la puerta i percibió ruido de papeles, i estas palabras sueltas i significativas: --¡Bastardo, mulato i pobre! si mi cuna no hubiera sido una pobre hamaca, i mi hogar un rancho...... ¡Oh! ¡seria feliz!.. Raquel sin poder ya contenerse empujó la puerta, entró casi sorpresivamente i encontró a Gabriel escribiendo delante de una pequeña mesa, cubierta de infinidad de papeles, cartas i herramientas. Se sentó ella junto a la mesa, i él se puso de pié, en señal de respeto. --Siéntate, Gabriel; le dijo. Yo vengo a enjugar tus lágrimas. I en efecto gruesas lágrimas temblaban en los ojos de aquel como brillantes sobre un esmalte negro. --Gracias, señora, mia, contestó Gabriel. --¡Pero sé franco! ¿qué tienes? Yo te prometo, si tienes confianza conmigo, satisfacer tus deseos cualesquiera que sean i ahorrar tus lágrimas aunque sea a costa de un sacrificio. ¿Por qué llorar? --Por nada, señora; lloro sin motivo; lloro solo por que tengo lágrimas que llorar..... --No te aflijas, mi querido Gabriel, le dijo ella, con tierno i conmovido acento i posando su blanca mano sobre el hombro de Gabriel. Este, enternecido probablemente con el cariño de su señora lanzó un sollozo incontenible i contuvo otro. Encojió lijeramente los hombros, agachó la cabeza i enjugó una nueva lágrima. --¿I sabes Gabriel que no debes estar triste, que tengo una buena noticia que darte? Gabriel levantó la cabeza con los ojos que le blanqueaban diciendo: ¿Cuál mi señora? --Que es ya mui probable el matrimonio de mi hija. --¿I con quién, señora? --Con Arturo. --¡Me alegro!.. Dios quiera que sea feliz. --Ya vez que estamos de plácemes, i que bien vale la pena de olvidar por ello aflicciones de poca monta. --Así es señora; yo me alegro en el alma. --Así lo comprendia, porque sé cuanto cariño tienes por todos nosotros. --¿I don Arturo la quiere mucho? --¡Mucho! --¿I la señorita a él? --Tambien: yo creo que serán felices. --Bien, mi señora, tengo el sentimiento de comunicarle que debo hacer un viaje a Trinidad. --¿Cuando? --Mui pronto. --Pero has hecho ya en la temporada pasada dos viajes a Trinidad, i ahora anuncias uno nuevo. --Así es señora; pero este último será tambien por pocos dias. --¿Pero qué llamas pocos? --Quince o veinte dias, probablemente. --¡Ah! Manfredo estoi segura que se aflijirá mucho por tu ausencia, por corta que sea, lo mismo que Berta. I yo mas que ellos, porque te diré la verdad, el recojimiento en que vives, la afliccion que te domina, las cartas que constantemente he sabido que recibes, todo, todo, me indica que talvez no vuelvas i que quieres dejarnos. Su semblante palidecia al decirlo. --¡Ah! no, señora.... Sintióse en ese momento algo como los pasos de quien se aproximaba. Raquel salió precipitadamente, diciendo: --Es mejor, Gabriel, que no nos vean. Detúvose en la puerta, i viendo que no habia nadie, volvió a entrar. Gabriel no comprendió tan temerosa como estraña precaucion. --Pero, Gabriel, supongo que no te irás sin comprometerte conmigo a que regresarás mui pronto. --Como nó, señora. --I tampoco será antes del cumple-años de Berta. --Ya que Ud. me lo ordena.... El viaje de Gabriel, no sin bastante sentimiento ocupaba a todos los de la casa. Quién le preguntaba cuando se iba, quién el tiempo que duraria su ausencia, quién casi le rogaba que regresara pronto....... Llegó el dia, fausto para la familia, del cumple-años de Berta. Todos le rindieron las ofrendas de su cariño. Manfredo le abrazó cariñosamente el cuello con una cadenilla del que pendia un medallon que contenia su propio retrato; Raquel le obsequió un anillo que conservaba desde la primera juventud como prenda de amistad; Arturo por medio de Manfredo hizo llegar a sus manos una valiosa diadema de brillantes. Gabriel hacia muchos dias a que permanecia encerrado en su cuarto. Veíasele todos los dias recibir i escribir cartas desde ese modesto retiro, en el que de dia como de noche se oia el ruido incesante de una herramienta. Ese dia fué pues Gabriel el primero que entró por la mañana mientras ésta se arreglaba delante de un tocador. No se apercibió ella que hacia largo rato a que Gabriel estaba de pié i callado a sus espaldas sin desprenderle una larga i melancólica mirada. --Señorita, la dijo por fin con un acento en el que vibraban la emocion i la timidez. I al volver el rostro con curiosa sorpresa encontró la mano indecisa i estendida del camarero que le alcanzaba una cajita diciéndole: --¿Aceptaria Ud., señorita, este recuerdo antes de mi partida? Abrió ella la caja risueña, i precipitadamente sacó una preciosa peineta de carey dorado, i en su presencia sostuvo con ella las bucles de su cabello, diciéndole:--¿I no es verdad que es obra de tus manos? --Ellas se distrajeron, señorita, en este humilde labor. --¡Ah! ya me esplico el ruido de una herramienta que se dejaba sentir a toda hora en tu cuarto. I... díme, ¿cuándo te vas Gabriel? --Mañana, dijo, i dobló melancólicamente la cabeza. --¿Pero volverás pronto? Bien sabes cuanto te estrañaremos todos. Gabriel, sin contestar, levantó la frente abrumada; desplegó lijeramente los labios como para proferir una palabra que no podia articular i fijó los ojos atentamente en un canario que entreoculto como en una nube aleteaba gorjeando entre los pliegues de las cortinas del lecho. --I esa avecilla, señorita, ¿es el recuerdo de hoi de alguna amiga suya? No la habia visto yo. Berta, despues de un vacilante silencio, en tono entrecortado respondió: --Nó Gabriel, es un canarito prófugo que ha venido a visitarme. --¿Manda Ud., señorita, que lo pongan en una jaula? --Hazlo; ¡mui bien!.. Este cojió entre el hueco de sus manos el dorado pajarillo, i lo soltó dentro de una jaula para que cantara sus prisiones. --¿Recuerdas, Gabriel?, dijo ella entonces, ¿recuerdas que el primer dia que viniste a casa te negaste a cojer las mariposas del huerto, doliéndote de cautivarlas? Ya ves la crueldad con que aprisionas ahora mi canario. --Es cierto, señorita, que ambos tienen cielo i alas para volar; pero mientras muere la peregrina mariposa entre los dedos sin dejar mas huella que el polvo de oro de sus alas, el canario aprisionado mata sus penas cantando. Poco despues la peineta de carey pasaba de mano en mano. Todos ensalzaban su primor i admiraban la curiosidad de su obrero. Pero, ¡qué peineta de carey! ¡qué diadema de brillantes! La una, era el recuerdo insignificante de un pobre camarero; la otra, la prenda indiferente de un hombre que nada decia al corazon. El canto del canario que la despertó fué la mas dulce serenata con que un amador haya podido arrullar los rosados ensueños de quien causa sus desvelos. Esa música no aprendida embriagaba su memoria i vibraba en su corazon. ¡Lindo canario que habia arrojado por los hierros de la ventana la mano de aquel apasionado cantor que se allegaba hasta ellos para dejar estas escritas endechas!: "Surca los aires pajarillo raro, I de mi Berta ante la faz desciende, Mientras por cielo, tierra i mar se estiende La eterna lumbre del inmenso faro. Díla que en su natal al mundo caro, Mi fé su llama sacrosanta enciende, Entre cáliz de nácar, que suspende Corintio pedestal de mármol Paro. Cubro aquel seno con tus alas de oro Donde oculto el amor placer respira, Abre tu pico de coral sonoro; Cuéntala el gozo que su edad me inspira, I entrega para siempre a la que adoro Mi corazon, mis versos i mi lira. PLÁCIDO." XXIII Veinticuatro horas despues Gabriel rodeado del sentimiento de la familia preparaba sus maletas para partir. Arturo hablaba íntimamente a Berta, mientras ella le escuchaba en silencio, apoyada de codos en el balaustre de la ventana de su aposento. Detrás, sus padres, sentados en un divan contemplaban gustosos esa pareja próxima ya a enlazarse. Ese cuadro de familia parecia tener a la vista la perspectiva del porvenir. Presentóse en ese momento Gabriel para despedirse de todos ellos. Una sombra de dolor cruzaba por su frente. Sus ojos húmedos revelaban lágrimas recien enjugadas i lágrimas reprimidas. Sus apagados adioses resonaban entrecortados en medio del sentimiento jeneral que le rodeaba. Su sangre indómita golpeaba en sus sienes. Sus labios enmudecieron tambien. ¡Parecia, entre suspiros, abrir su alma a Dios! Jamás ningun corazon sufrió tanto. Quien quiera que hubiese sorprendido ese grupo habria leido una escena de despedida, por que el dolor de la despedida, como el semblante humano, tiene su espresion propia, i porque todo, todo, parecia decir adios. Berta abrió su sensible corazon a la ternura de Gabriel; Manfredo le recomendaba su regreso i Raquel le seguia con el alma en la mirada; pero con una de esas miradas indiscretas que traducen una situacion i desentrañan los secretos del alma. ¡Es tan intelijente el corazon! ¿Habia entre el suyo i aquel que se alejaba algun lazo indestructible? ¡A no dudarlo! Gabriel salió. Un ademan de jentileza fué su muda despedida. Cuando llegó al umbral de la puerta se paró de improviso como detenido por una mano misteriosa; volvió el rostro, i como luchando con ella precipitó su paso i lanzó al cielo el sarcasmo de una mirada que decia a Dios desde la tierra: ¡qué culpa tuve en nacer! Ya que me hiciste huérfano i pobre ¿por qué me desheredas de la felicidad?.... Avanzó algunos pasos i deteniéndose de nuevo frente a la casa la contempló llorando i esclamó con quebrantado acento: --¡Cuna de mis primeras impresiones, voi a dejarte vacia...! Nido adorado que he calentado con el calor del alma, voi a alejarme de tí!... ¡Adios, santuario del pasado! --¡Tan jóven i tan desgraciado! dijo, tragó sus lágrimas i partió por fin. Hasta los negros esclavos de la casa le abrazaron con ternura i reunidos en la puerta de la calle le seguian con las miradas i el sentimiento, sin poder esplicarse la rara turbacion del camarero, por quien tenian tanto i tan respetuoso cariño. Matanzas estaba tan solitaria como un cementerio. Muros, casas i silencio profundo. El viento que silvaba de un modo siniestro balanceaba las palmeras que se alzaban por do quier i arremolinaba la niebla que envolvia la poblacion. Gabriel tomó el primer coche de posta que encontró a su paso. Se embarcó en él, i al comenzar a partir jimió salvajemente. El cochero al oir su voz se volvió diciéndole: ¿me habla Ud.? --¡Nó, continúa! le contestó. El coche se perdió de vista. La niebla del olvido no oscureció por cierto el grato recuerdo de Gabriel. Berta era un carácter fácil a abrirse a las primeras impresiones, un espíritu mecido por la inaccion, arrullado por una esquisita sensibilidad, pronto a enardecerse al primer aliento de las pasiones, i robustecido en brazos de la soledad por la virjinidad del sentimiento. Una ocacion feliz, una oportunidad propicia, i tenia ese espíritu que inflamarse, como sucedió i como sucede siempre. Porque es cosa averiguada que el amor, dormido o despierto, ajitado o latente, es innato en la naturaleza i contemporáneo de la vida; viene con ella. Pasará por lo mas íntimo de un ser desapercibido para los demas, como pasa por entre el bosque la sombra del ave que atraviesa el espacio; vivirá ignorado en el fondo del alma como la perla en el fondo del mar; permanecerá oculto como el niño dormido silenciosamente bajo sus pañales en el hueco de la cuna; dormirá como duermen en las cuerdas de un laud un mundo de silenciosas armonias; pero no dejará de existir jamás. El ave se posará en el bosque; vendrá el buzo a recojer esa perla; el niño se ajitará gritando en su cuna; las cuerdas sonarán; ¡el corazon palpitará de amor! Berta amaba ayer una esperanza, hoi ama un recuerdo, i ¡habria amado una sombra, si esa sombra se hubiera proyectado cariñosamente sobre su corazon! Pero desgraciadamente inútil fué que regara con sus secretas lágrimas las flores i los versos del trovador incógnito, símbolos de ese recuerdo. ¡Relijioso pero vano recuerdo! Sus resistencias para conceder su mano a Arturo se estrellaron contra la dura tenacidad de sus padres i contra la obstinada pretencion de ese feliz-desgraciado. Tuvo la debilidad no de olvidar pero sí de renunciar a su amor, porque en la sumisa pusilanimidad de su carácter no tuvo valor de sobreponerse a la voluntad paterna i a su cariño filial. Berta cedió. Pero no es eso todo. Fué vencida en la lucha con sus padres, ¿lo será tambien en la lucha consigo misma? He aquí la cuestion. ¿Podrán decir sus labios lo contrario de lo que siente su alma? ¿Podrá siquiera su semblante disimulara su pretendiente la frialdad de su corazon? Para un alma vacia de sentimientos esas preguntas serian vanales; para el alma delicada de Berta eran una tortura horrible, la mas cruel de las torturas: la de sacrificar el corazon al interés, el amor a la conveniencia, la felicidad al deber. Un abatimiento profundo se apoderó de su alma. Sus ojos estaban constantemente húmedos. Cuanto mas se marchitaban las flores queridas del poeta, tanto mas se descoloria su rostro i se melancolizaba su alma. Lloraba su espíritu i sonreia su semblante ante la presencia de Arturo, a quien miraba no como al escojido de su alma, sino como al mandato viviente de sus padres. El 25 de junio de 1844 colocaba Arturo en su trémula mano la argolla de compromiso de matrimonio. ¡Aniversario de infortunio para la una i de felicidad para el otro! La melancolía de Berta desde esa fecha, terrible para su corazon, era ya indisimulable. Su salud comenzó a declinar. En vano sus padres le prodigaban sus consuelos, en vano Arturo le pintaba incesantemente la perspectiva de un porvenir espléndido i la regalaba con la promesa de los viajes, de su fortuna i de su amor. El teatro, las diversiones i los paseos la astiaban lejos de halagarla. En todas partes veia un desierto que la rodeaba; por donde quiera la perseguia, como una sombra, un recuerdo del corazon i temblaban en su oido las notas de un laud. Los padres preparaban con alborozo las bodas de la hija. La madre se encargó de mandar hacer el traje de gala. Sus idas i venidas del taller de la modista eran de todos los momentos. El velo blanco, las galas i los azahares con que debia adornar a la novia; la eleccion de los padrinos, de los testigos i del dia del matrimonio, eran el único tema de su conversacion i la preocupaban como una cuestion de estado. ¡Poco importaba el corazon de la hija! Arturo que jamás atribuyó la tristeza de Berta sino al dolor anticipado que le ocasionaria a separacion de sus padres, rebozaba de satisfaccion al ver aproximarse el soñado dia de ceñir la corona de la felicidad doméstica, sin comprender que ese mismo dia iba a poner en manos de su prometida la palma del martirio del corazon. I con razon, ¡a las luchas domésticas sobrevivió la lucha del espíritu! Con un aire de placentera lijereza presentóse Arturo cierto dia en el cuarto de Berta que permanecia pálida i melancólicamente reclinada sobre un divan. Sentóse con delicadeza a su lado, i con espresivas palabras de cariño, puso en sus manos un rico cofre de valiosas joyas. Berta se inclinó lijeramente para recibirlo; lo puso sobre las faldas, le dió las gracias, exaló un largo suspiro, dejó caer sobre el cofre de esas donas una mirada i una lágrima.... ¡Esa lágrima era un poema! Arturo que creyó ver en ella una lágrima de felicidad la dirijió una mirada triunfante, se incorporó de súbito i estrechando la mano de su amada la dijo entusiasmado: --Mi adorada Berta, jamás olvidaré, se lo juro, ese testimonio de su ternura. ¡Esa lágrima es una perla mas valiosa que las que adornan esas joyas! Berta sacudiendo lijeramente la cabeza i enjugando una nueva lágrima le contestó, con profunda amargura: ¡Gracias Arturo!.. El cofre de alhajas no sirvió sino para recordarle la cajita de ébano que atesoraba los recuerdos del poeta. Ella sin embargo desde que se sintió ligada a Arturo, trató de matar esos recuerdos i evitar otros nuevos. Procuró en lo posible inmolar el pasado por el presente, sacrificar el amor en aras del deber. Cuidaba de tener erméticamente cerrada la puerta de la ventana. Ni la luz de la mañana ni las flores del sentimiento penetraban ya por ella. ¡La felicidad ajena, a costa de la desgracia propia! ¡Horrible trance! ¿Pero el matar esos recuerdos significaba para Berta el deshacerse de ellos? Nó. Simplemente el privarlos del perfume de los suspiros, del calor de sus miradas, del riego de sus lágrimas, de su presencia en las horas del reposo i en los momentos de soledad. En sus sueños sobrevivian sus pensamientos, como la noche suele llevar consigo los últimos resplandores del dia. Soñaba con el hijo de la aurora, con el cantor de las rejas. Pasaba el sueño i quedaba la realidad. Al sueño de los recuerdos sucedia el recuerdo de los sueños. Despertaba sobresaltada i se decia: ¿Habrá venido hoi? ¡Cuánto le amargará mi indiferencia! "La indiferencia es la muerte" me dijo un dia; ¿morirá de amor por mí? ¿Tendré valor para no darle mi último consuelo i mi postrer adios? Pero no, ¡Dios mio! ¡Abrir nuevamente a mi corazon las puertas de la ventana, seria cerrar a mi conciencia las puertas del deber! Lánguida i melancólica dejó un dia su lecho, el lecho de las muertas esperanzas, i a paso lento i tímido se aproximó a su ventana querida, la contempló largo rato con una tristeza que parecia conmover las profundidades mas íntimas de su naturaleza. Deliraba por abrir sus puertas. La quejumbrosa brisa, álito de la soñolienta naturaleza, jemia tristemente. Enjugando una lágrima se retiró del precipicio... se dirijió nuevamente a su lecho, se tendió en él, como una vision sombria, i undiendo la cabeza bajo la almohada, como el ave herida que procura refujiarse bajo sus propias alas, lloró con amargura i sin consuelo. Lloró en silencio; ¡pero sus recuerdos gritaban desesperados en su corazon! Incorporóse en su lecho repentinamente. Su rostro recobró la placidez i su mirada el destello que parecia comunicarle un golpe feliz del corazon. ¿I no será el mismo Arturo el cantor de las rejas? se dijo despejando las rubias guedejas que cubrian su frente. Comencé a recibir las flores i los versos despues de su llegada de España. A ser otro no se habria disfrazado la mañana de nuestra única entrevista. Un desconocido habria procurado mas bien hacerse conocer. Solo a Arturo le correspondia el papel de incógnito, para no perder un solo medio i una sola ocasion de tender las redes a mi cariño. Acaba él de leer una novela en que un amante a fin de poner a prueba el corazon de su querida se le presenta enmascarado en alta noche, finjiendo ser su rival. ¿Talvez ha hecho él otro tanto? ¡Ah! si así fuera yo amaria a Arturo locamente, por que el eco sonoro de esa voz, esas palabras ardientes, esos inspirados versos, el recuerdo de esas flores cojidas al borde de un abismo de misterio, han cautivado mi alma como al canario en su jaula. ¿Plácido será el mismo Arturo...? ¡A no dudarlo! El 30 de julio de 1844 fué el dia señalado para el enlace de Berta. XXIV La política toca a las puertas del hogar. Al magnánimo i heroico don Jerónimo Valdés le sucedió provisoriamente en el mando de la isla don Javier de Ulloa, que se hallaba en la Habana de Comandante Jeneral de Marina hasta la llegada del Teniente Jeneral don Leopoldo O'Donell. Este hombre en el que se despertó una avaricia febril, comerciaba ya ostencible ya clandestinamente con la _trata_ (comercio de negros) de los esclavos cubanos i con el contrabando de negros africanos, cuya inmigracion aumentó tan considerablemente, que los buques mercantes llegaban a las costas de la isla colmados de esa mercaderia de carne i libertad humana, cotizada a _una onza por cabeza_, i que a su vez colmaba de oro las arcas voraces de O'Donell. El gobierno inglés pidió la ejecucion del tratado de 1817 i, con ella, la abolicion de la _trata_. El gobierno español dió una lei de pura forma, de aparente abolicion, ocultando entre los aparatos de la intriga individual, la accion oficial. I cuando en Cuba se supo que el parlamento inglés discutia un proyecto de lei contra la _trata_, cuando el Consul inglés Trumbull hizo sérias reclamaciones en el mismo sentido, centuplicóse la actividad comercial de O'Donell que envió centenares de buques a las costas del África para la importacion de ese negro i nefando comercio. Los blancos ardian con el temor de que la sabrosa presa se les arrebatara de las garras. Los negros ardian de despecho i de indignacion por desacirse de ellas. La atmósfera política estaba inflamable, i el suelo movedizo. Una chispa encendería la hoguera. El sordo rumor de la rebelion, como el rumor de un cataclismo, aterrorizaba a los españoles i ensoberbecia a los esclavos. El blanco i el negro se miraban de reojo. El hombre libre miraba con miedo i de soslayo las cadenas del esclavo. Ya en este, ya en aquel _Injenio_ se amotinaban los negros tumultuosamente. Los esclavos se fugaban de la casa de sus amos, los asesinaban a veces i se manumitian de hecho. Habia en los campos una verdadera inundacion negrera. La inundacion se desbordaba. La crónica del crímen se escribia con sangre. Pero la _mano de hierro_ de la autoridad metropolitana tambien se empapaba en sangre. Este negro rebelde era colgado de los piés en una viga; aquel negro prófugo desollado a azotes en la plaza pública; este otro fusilado por un jesto o por una mirada. El negro habria envidiado aun la condicion del perro. En la noche se desataban las cadenas del perro; las del esclavo nó. La hoguera del incendio alumbra en alta noche la oscuridad de la campiña ¿qué sucede? es la choza de un negro que ha sido entregada a las llamas, a las llamas en cuyo torno se alzan los clamores que se oyen desde lejos, de la madre i de los hijos, mientras el padre pide en su dolor que lo ultimen para evitar con su muerte el suplicio que le tortura el cuerpo, en su dolor por el recuerdo de sus pequeños hijos que le tortura el alma. ¡Desolacion i muerte por donde quiera! Los negros entretanto se asilaron en los bosques de Trinidad, como nubes de tempestad, para ir a despertar al Jenio de la Libertad que dormia a su sombra. O'Donell sin embargo contemplaba risueño la sedicion que se fermentaba i que estaba próxima a estallar. Ella le daria ocasion de saciar su sed de pantera desplegando el terror i el terror le captaria el aprecio del gobierno peninsular i justificaria su inícuo enriquecimiento, a costa de las arcas fiscales i de la libertad humana. Revolvia el rio para pezcar i lo revolvia en sangre. Bajo la bóveda estrellada del cielo i a la sombra de las ceibas i las palmeras dió la negrera su primer grito de independencia. (1844). Era el grito de un pueblo atribulado que llegó hasta el cielo. XXV Volvamos al seno de la familia de Manfredo. En el aislamiento en que ella vivia tenia cierta aparente indiferencia por los sucesos políticos que se desarrollaban a su alrededor. Familia honrada i buena tenia bastante simpatia por la debilidad, compasion por la desgracia de un pueblo víctima i, sobre todo, bastante cariño por Cuba, su patria adoptiva, para desear su emancipacion i su felicidad; familia española a su vez sentia tambien que su patria nativa perdiera el valioso patrimonio de la colonia cubana. A España le debia la cuna, a Cuba le deberia la tumba. En suelo español yacian las cenizas de sus abuelos; en tierra cubana descansarán sus propios restos i los de sus hijos. Veia en la España el prestijio del recuerdo, i en Cuba el halago de la esperanza. Esta lucha de afecciones contrarias tenia que enjendrar una vacilacion íntima que podria traducirse por indiferencia. I sobre todo, habia algo que absorvia i acongojaba la memoria de la familia i la entristecia sobre manera. Era el recuerdo de Gabriel. No saber nada de él; presentárseles ese recuerdo a la luz del incendio político; conocer su carácter impetuoso; ¡quererlo tanto! Gabriel era la preocupacion constante de la familia i el tenaz torcedor de Raquel. Lloraba sin consuelo al acordarse del camarero i aun los esclavos de la casa lloraban tambien. Pero casi siempre el dolor i el consuelo se dan la mano.--Ocupábanse cierto dia en observar un retrato en lienzo de Raquel que acababa de entregarle un artista notable i Raquel, Berta i Arturo examinaban los perfiles, la luz, el colorido i las sombras. Aplaudian el conjunto i tachaban los detalles. Quién encontraba el labio menos plegado que el orijinal; quién la mirada menos espresiva; quién notaba la pureza de tal faccion, la semejanza de tal otra, la propiedad del claro-oscuro. A la sazon llegó el bendito cartero, con una carta de Gabriel escrita a Manfredo i que fué leida con el mas vivo interés. Héla aquí: "Señor de todo mi respeto i aprecio: "He pensado señor en todos ustedes tanto como los he estrañado; i a dar gusto a mi corazon estaria ahora en Matanzas en compañia de ustedes si la horrible situacion política de Trinidad no me lo hubiera impedido. ¡En verdad es horrible señor! Mas de dos mil negros se han refujiado en los bosques proclamando su emancipacion, i a medida que ellos se desbordan suben de punto las exaciones oficiales. El mar embravecido es menos ajitado i ruidoso que la negrera en el seno de los bosques. Cada negro en el furor de su impotencia parece un tigre enjaulado. "Yo comprendo señor que depositar en Ud. un secreto es lo mismo que abismarlo; i no creo por consiguiente indiscreto noticiarle de cuanto llegue a mis oidos, por reservado que sea. No le garantizo la verdad de mis referencias porque no me consta; pero en nombre de Dios i de la Libertad le ruego en todo caso que me guarde el secreto. Anoche estuve ocacionalmente en un _Injenio_ i algunos negros que estaban amotinados allí, ébrios de licor i de exaltacion, me contaron que el centro de accion era un complot negrero, un complot secreto. Que el primer dia que se reunieron los complotados juraron de rodillas i a la sombra de los manglares _vencer o morir_. "Un pardo amigo mio me contó tambien que en su bandera tienen escrita esta divisa: "Igualdad ante la lei e instruccion para la raza oscura." Que tres hombres humildísimos por su condicion i por su oficio encabezaban la rebelion: el labrador Pimienta, el dentista Dodge i otro artesano cuyo nombre supuesto si mal no recuerdo es Plácido. Segun entiendo este último maneja el timon de la conspiracion. Ignoro si es pardo o blanco; pero lo cierto es que sus versos son un clarin de guerra que inspiran a todos admiracion, i a los negros un frenético entusiasmo. Impresos o manuscritos en hojas sueltas de papel circulan de mano en mano, como las valiosas monedas con las que ha de rescatarse la libertad............ Le fué imposible a Manfredo continuar la lectura, a pesar del ahinco con que leia la carta i de la ansiedad con que se le escuchaba. Berta que estaba apoyada con las manos entrelazadas en el hombro de su padre, inclinó la frente sobre las manos i las bañó con sus lágrimas. Manfredo volvió el rostro sorprendido, como interpelando con la mirada las lágrimas de su hija. El nombre de Plácido habia atravesado el alma de Berta como la fria hoja de un puñal. Tenia el mismo nombre que el tributario de las flores de su ventana; era tambien poeta. Es indudable que el conspirador era el amante, i talvez el amante sea víctima de la rebelion. Juró morir si cosechaba un desengaño lejos de recojer una esperanza de amor; hé ahí las ideas que nublaban el pensamiento i angustiaban el corazon de esa mujer. El grito de su conciencia atribulada le decia: "¡si muere, tu eres culpable de su muerte!..." I sin embargo, el dia de sus bodas se aproximaba ya. ¡Martirio horrible!.. ¡Amar a un hombre i tener que encadenarse a otro! ¡ser ya tarde para entregar el alma a quien supo adueñarse de ella! ¡Saber que estaba lejos! ¡Imajinárselo envuelto en los horrores de la guerra! ¡Cuántos combates ocultos se trababan en las profundidades de ese corazon! Raquel a su turno doblegada de dolor lloraba sin consuelo, alzando a cada momento los ojos con una mirada que parecia una plegaria i murmurando a cada instante: ¡pobre Gabriel! Arturo ciego de lo ocurrido i vendado por su próxima felicidad, se limitaba a prodigar sus consuelos a la madre i a la hija.--Manfredo paralizado al principio, se redujo a repetir con cierta impaciente gravedad: ¿temen Uds. por la suerte de Gabriel? ¿lloran por él? ¿I a qué, Dios santo, anticipar esos temores? Continuó la lectura: "......Todo el mundo lo compara señor, a ese poeta i conspirador Plácido con el mulato Ogier, primera víctima de la sublevacion de Haití. "El tribunal dicen que está mui dividido, porque, aun en ese nido de panteras, hai seres humanos, cuyas manos tiemblan de dar sentencias sangrientas contra la inocencia i la justicia. Se han dictado sin embargo _tres mil sentencias_ contra individuos de color. Pero ante la injusticia aun los verdugos vacilan. Hai tan poca imparcialidad i legalidad contra los conspirados, que algunos fiscales han sido castigados por la autoridad; dos han fugado i dos se han suicidado.--El mismo secretario del tribunal, don Pedro Zalazar ha sido condenado a presidio. "Estremece la naturaleza tanto horror. ¡Dios nos asista! ¡Que tantos torrentes de sangre no sean estériles! Hé ahí señor los votos del desvalido camarero de su casa que vé el martirio de su patria, como el ave desalada que a pesar de sus violentos impulsos no puede alzar el vuelo, i que solo vive suspirando en el aislamiento i el silencio por la ausencia en que está de Ud. i de su querida familia. "Desespero, señor, por volver a su lado i a la vez me llora sangre el corazon al ver escarnecida esta vírjen de la que hemos nacido i en cuyo seno vivimos. "¡Quién estuviera en Matanzas! me digo algunas veces; ¡quién fuera Pimienta! ¡quién fuera Plácido! me digo otras. Pero no, mi señor, venceré el contajio del entusiasmo patriótico i resignado en lo posible, regresaré al seno de su familia, tan pronto como disminuyan a lo menos los peligros de un viaje, en medio de este torvellino revolucionario. "Que no se aflijan por mi ni la señora Raquel ni la señorita Berta, i que, lo mismo que Ud. señor, cuenten siempre con el cariño respetuoso de su humilde servidor i camarero. GABRIEL DE LA CONCEPCION VALDÉS. _Trinidad, julio 10 de 1844._" Ayes i suspiros interrumpieron mas de una vez la lectura; i cuando ella concluyó, Raquel i Berta derramaban un diluvio de lágrimas. Arturo agotó en vano todos los recursos del consuelo, i Manfredo los de la refleccion. --¿A qué atormentarse tanto? agregó el primero por la suerte de un hombre al que ¡si bien quieren mucho, no les toca de cerca! --¡Era tan bueno! repuso Raquel, ocultando el semblante lloroso entrambas manos. --¡I le queremos tanto! agregó Berta. ¡Como no hemos de llorar por él cuando hace tantos años a que le conocemos! ¡cuando ha vivido en casa cobrándonos tanto cariño! --Pero Berta, fíjese que se trata de un simple camarero i no de un hermano, dijo Arturo. Raquel le contestó con cierta desazon: Eso nó, Arturo; porque puede uno llorar por la muerte del perro de la casa. I Gabriel era el compañero de nuestros sufrimientos i el partícipe de nuestras alegrias. --Si es así.... --¡Ah! no le estrañe Arturo tanto llanto i dolor, agregó Manfredo. Mi hija es de las que borra con sus lágrimas las pájinas de una novela. Yo la he sorprendido muchas veces con un libro abierto sobre las faldas i el rostro mas contristado i lloroso que el de una Magdalena. ¿No es cierto, hija mia? --Bueno es el sentimentalismo, pero no cuando se hace una enfermedad, contestó Arturo. --Esa enfermedad la contajian las novelas i los versos. ¡I mi hija es tan aficionada a ellos! --Es que el corazon no se manda papá. --I en verdad que ya habia notado la desicion de mi prima a la poesia. ¡Linda aficion! Toda mujer de corazon es aficionada a lo bello. ¡I la poesia dice tanto al corazon! Quiere decir que tenemos que leer muchos versos, Berta. ¿No es verdad? dijo Arturo aproximándose a ella con ternura i delicadeza. Allá en Madrid, cuando respiremos en un mismo hogar, pasaremos bellos dias de campo leyendo versos. Berta lloraba sin contestar. --Aquel poeta cuyos versos leimos no há mucho tiempo, aquella tarde en el huerto, ¿no era tambien Plácido? --Sí Arturo. --¿I será el mismo? --No lo sé; dijo, i parecia que sus labios exalaban una queja mas bien que una palabra. XXVI Fácil es comprender la ansiosa impaciencia con que Arturo esperaba el 30 de julio. Verse ese dia en los brazos de Berta; reclinar sobre su pecho la frente de esa mujer; ser el primero i el último que estamparia en sus vírjenes labios el ósculo ardiente de su amor; confundir el calor de sus manos entrelazadas, de sus miradas confundidas i de sus _dos_ corazones convertidos en _uno_, ¡era la mas risueña esperanza colmando la felicidad! Ayudaba personalmente a los tapiceros a arreglar la alcoba nupcial. Cada dia le agregaba un nuevo adorno. Mármoles, espejos, tapices de brocado i terciopelo, cortinas de seda, adornos bronceados, brillaban por todas partes, i en el centro un tálamo de nogal dorado, cubierto como por una nube encarnada de rojas colgaduras. ¡Cuánto sonreian sus ojos i palpitaba su corazon al contemplarlo! ¡Cuántas imájenes doradas cruzaban acariciando su imajinacion enardecida con el calor de la esperanza! Si la felicidad que se realiza es mas dulce, la felicidad que se espera es mas seductora. La primera, tiene la sombra de la realidad; la segunda, la sonrosada luz de la imajinacion. XXVII. En la tarde del 20 de julio de ese mismo año, estaban todos los de la casa reunidos en el salon principal. Berta tarareando en el piano una de aquellas saladas _habaneras_ que tienen todo el sabor nacional i refunden en sí tan admirablemente, la alegria mas risueña i el mas quejumbroso sentimiento. Arturo hojeaba con cierto embelezo el papel de música estendido en el atril del piano; Manfredo i Raquel conversaban al parecer apasiblemente en un sofá inmediato. Si el pasado se reproduce por el recuerdo, el porvenir se anticipa a veces con la imajinacion i el deseo hasta rozarse con el presente, especialmente en la vida de las ideas i del sentimiento. I así como dos viejos esposos hacen renacer _sus tiempos_, como los llaman, encarnándolos en sus recuerdos, avanzan los novios hácia la felicidad que vá a llegar, la miran con los ojos del alma i se anticipan a gozar de la delicia de sus intimidades. Ven el sol al través de la aurora. Se miran entre sí como los esposos del dia siguiente. Arturo veia ya en Berta no solo la prometida de su corazon, sino la compañera vinculada a su existencia. La acariciaba con su mirada mientras ella exalaba en el canto de una _habanera_ los ecos dulcísimos de su voz que resonaban como una lluvia de cuentas que cayeran sobre el cristal. Así adormecia esa mujer con el hechizo de su belleza i encantaba con la majia de sus gracias i de su voz, esas horas tan dulces para Arturo que las veia deslizarse como la corriente cuyo curso se encamina sobre flores a la felicidad. Pero, ¿quién ha interpelado el lecho del reposo? ¿quién ha sorprendido en el silencio de la velada la lágrima furtiva? ¿quién ha visto la ilusoria quimera, el fantasma de la realidad, la vision de la congoja cruzando en tropel por la soledad de aquella vijilia alumbrada con el resplandor de la fantasia..? ¡Mientras se derrama a torrentes la luz de la apariencia engañosa en torno de una vida, se encuentra el alma humana en un completo eclipse! ¡Mientras el rostro de Berta resplandecia a veces como la mañana de un bello dia, las profundidades de su corazon encerraban una noche perdurable....! ¡Suele ser la sonrisa la máscara del dolor! Sonó repentinamente la campanilla de la puerta. Manfredo iba a salir, pero Arturo se le anticipó con lijereza, diciéndole: no se moleste tio, iré yo a ver quién es, i salió precipitadamente. Un hombre de humilde aspecto, algo encorvado por la edad, con el sombrero lijeramente abollado, un gruezo baston bajo el brazo i un rollo de papeles en la mano se paseaba a lo largo de la reja de la calle.--Era una de esas _ejecuciones con levita_ que vomitan los tribunales, que se llaman procuradores i que todo el mundo mira como a pájaros de mal agüero. Conversó un momento con Arturo, i éste a las primeras palabras que cambió con aquel llevó la mano a la frente dando un paso atrás i quedando despues indesiso i pensativo. Iba a regresar al salon para participarle a Manfredo disimuladamente lo ocurrido. Pero a la sazon se aproximó éste a la puerta i Arturo le llamó haciéndole una señal con la mano. Manfredo que lo comprendió todo, acudió a su encuentro con el rostro mas sombrio que el de la muerte. I en efecto, ¡llevaba la muerte en el alma! Empeñóse entre los tres una conversacion ajitada. Inútil fué que Arturo, en actitud amenazante, pusiera la mano sobre el hombro del siniestro recien-llegado para imponerle silencio. Levantó este la voz i puso en alarma la familia que salió i se apercibió del misterioso asunto, de la sentencia de muerte contra su fortuna, escrita en esa hoja de papel que traia en la mano ese verdugo de la tranquilidad. Manfredo habia perdido al juego el último resto de su fortuna. Tiempo hacia que sus acreedores, los amigos de la vísqera, le ejecutaban sin conmiseracion; i era llegado el caso de pagar su deuda, de grado o por fuerza. La casa, en cuyo valor no tenia sino una parte, debia ser rematada en subasta pública. Las deudas exedian a su haber. Su familia debia quedar literalmente en la calle, en brazos de la miseria. Los propósitos mas siniestros cruzaron por su mente, como pasó Verther por la cabeza de Goethe. El supremo remedio de la suprema debilidad; el único crímen que no dá lugar a arrepentimiento fué su única esperanza. Temeroso de empañar el lustre de su familia ante el pretendiente de la mano de su hija sepultó el secreto en el sijilo mas profundo. A haberlo traslucido habria comprometido talvez el porvenir de su hija. Porque bien podia un hombre opulento, soberbio i caballerezco como Arturo, verse obligado aun a destiempo a renunciar a la pasion mas encarnizada, siendo inspirada por la hija de la cómica i el jugador. Porque el amor pasa i la deshonra queda, porque el decoro se sobrepone aun al delirio del amor. Padres e hijos estaban entregados en brazos de la desesperacion mas completa. Cada uno llevaba un puñal atravezado en el alma. Manfredo el torcedor del remordimiento. La madre la imájen de Gabriel; la hija el melancólico recuerdo de Plácido i el suplicio de su enlace con Arturo. ¡El ánjel de la adversidad batia sus alas sobre ese hogar! las batia pero las plegaba a la vez. Arturo despues de desplegar la ternura mas esquisita por Berta i el cariño mas solícito por Manfredo, llamó a éste a su habitacion. Largo rato conversaron encerrados en él. Berta i Raquel esperaban ansiosas el desenlace de aquella escena. El temor inmotivado i la esperanza vaga luchaban en sus conjeturas. Detrás de la ansiedad vino el sociego. Arturo, bajo su palabra de honor, se comprometió con Manfredo a pagar su última deuda, rescatar el valor completo de la casa i asignar a su familia una pension mensual, tan luego como recibiera una libranza de España. Acordaron tambien, para el entretanto, pedir un plazo a los acreedores, obligándose a pagarles el interés corriente. Un abrazo ferviente i lágrimas de gratitud coronaron la entrevista. Una vez recobrada de ese modo la estabilidad de la familia, Arturo i Berta partirian para España seis meses despues de su matrimonio, llevando consigo a Alberto para que se educase en los mejores colejios de Madrid. La gratitud que es el mas noble de los sentimientos inspiraba o hacia, en cierto modo, las veces de la fatalidad del amor en el corazon de Berta. I comenzó a vacilar su sentimiento como la péndola de un reloj, entre el pasado i el presente, entre la esperanza que se realiza i el recuerdo que se aleja, entre el ideal que se vá i la ventura que llega. ¡Habia sin embargo en _el interior_ de su existencia íntima un vacio que no se reemplaza, la vaguedad de un deseo que no se robustece pero que no se olvida, una sombra que no oscurece i una luz que no alumbra i cuya espresion podria decirse que era una sonrisa amarga o una lágrima risueña...! ¡Triste alegria! El corazon se presenta a veces velado ante la conciencia. I si ésta interpelase sus latidos, no sabria darle cuenta de ellos, como el ojo del ciego que está abierto pero que no tiene mirada. ¡Pobre corazon si se descorre el velo..! ¡Pobre ciego si llega a ver..! Pero sea de eso lo que fuere. Era ya el 23 de julio i el sol del 30 de ese mismo mes debia alumbrar la alianza nupcial de Arturo. ¡Ojalá que ese sol lleno de felicidad no se pusiera jamás! Ese mismo dia recibió Manfredo la siguiente carta de Gabriel: "Mi respetado i querido señor: Sin embargo de que ignoro si mi noticiosa carta anterior llegó a su poder, tengo el gusto de saludar a Ud. i besar su mano con mis recuerdos, lo mismo la de su esposa i de su hija. La delacion soplada al oido de las autoridades ha conjurado, señor, la rebelion. Ha sido sorprendida en alta noche la casa de uno de los complotados (don Jorje Lopez) que era el teatro principal de las conspiraciones.--De ese modo se ha cortado de un golpe el nudo de las maquinaciones. Por todas partes se levanta un cadalso i se dicta una sentencia de muerte. Las puertas de los presidios tragan reos a centenares. Infinidad de personas distinguidas han sido pasadas por las armas, las mas veces por meras sospechas de conspiracion, como los señores José de la Cruz Caballero, Domingo Delmonte i Felix Manuel Tanco; lo mismo que los cabecillas Pimienta i Dogde. Dicen que _Plácido_ ha fugado. Varios reos, i entre ellos el mencionado don Jorje Lopez, deben ser conducidos a Matanzas i juzgados allí. Así los designios de la Providencia mas poderosos que los conciliábulos de los hombres han hecho caer en tierra la bandera de la libertad que flameaba por primera vez en las manos del pueblo. A su sombra se han reatado las cadenas de la servidumbre i los héroes han muerto sonriendo, porque han muerto por la patria. ¡Que la tierra les sea lijera! ¡que la bendicion de Dios sea la almohada de su eterno sueño! Pronto tendrá el placer de abrazar a Ud. aunque mui de paso, su adicto servidor i camarero. GABRIEL DE LA CONCEPCION VALDÉS". El mulato cartero al presentar esta correspondencia lloraba amargamente. Manfredo al recibirla le preguntó en tono insinuante i compasivo: ¿qué tienes?, ¿por qué lloras?--¡Qué ha de ser señor! ¿que no ha sabido su merced que ha fracasado la revolucion i que se ha derramado tanta sangre entre los hombres de color? dijo, i al retirarse lloraba todavia. ¡Cuán hondas i contrarias impresiones produjo la lectura de esa carta! ¡Lágrimas de dolor por la suerte infortunada de los revolucionarios, lágrimas de alegria por haber salvado Gabriel de los horrores de la revuelta! Raquel juntaba las manos sobre el seno bendiciendo al cielo por la suerte feliz del camarero. Manfredo comprimiendo la frente entrambas manos llegaba hasta a renegar de su patria al lamentarse por la suerte desgraciada de los vencidos i la ferocidad de los vencedores. "Plácido dicen que ha fugado" decia la carta, i esa frase cayó al corazon de Berta como la gota de agua al desierto abrasado. --Ya vé Ud. señora, como el tiempo ha desmentido tan pronto sus temores, dijo Arturo. --¡Bendito sea Dios que así haya sido! --I así tenia que ser; porque en su carta anterior asegura que no tenia intencion de rolarse en la política. I porque al través de esa carta se trasluce un carácter pusilánime i apocado, i un cariño por Uds. que se sobrepone a todo. --Es que Ud. Arturo no conoce a Gabriel íntimamente. Tiene al contrario un carácter impetuoso i arrebatado. --Pero en todo caso, señora, eran lágrimas i sentimientos mui malgastados los de Ud. i su hija. --Qué quiere Ud., ¡es tan simpático Gabriel..! ¡nos quiere tanto! Él tiene cariño hasta por las plantas del huerto, i a su vez le quieren a él hasta los perros de la casa, dijo Raquel i el tinte del rubor pareció asomar a su rostro..... Raquel despues de muchas conversaciones del mismo tema i por el mismo estilo, ordenó a los esclavos que asearan el cuarto de Gabriel, que desempolvaran sus muebles i sacudieran su hamaca. I no contenta talvez con dar i hacer cumplir sus órdenes, fué personalmente a revisar la pequeña habitacion del camarero, como en aquel tiempo en que se instaló por primera vez en la casa. Un alborozo mal disimulado animaba sus palabras, sus acciones, su rostro i su mirada.... No sabria decirse si es mas débil la mujer para recibir impresiones o para ocultarlas. Piensan muchos i dicen todos que su talento se despliega cuando está al servicio de la mentira; pero piensan i dicen mal. La mujer miente con las palabras, engaña con las promesas, pero su mirada es mas indiscreta, su faz trasparenta mejor el sonrosado del rubor, su voz es mas suceptible de apagarse al grito de la conciencia, su aliento mas débil para cortarse con la impresion que alhaga o que acongoja, tanto mas espansiva, cuanto mas íntima. Calla a veces.... ¿i qué importa su silencio? ¿No está su rostro al capricho de sus impresiones, como las caras de esas pantallas trasparentes que cambian con el juego i los matices de la luz que las alumbra? Raquel a su pesar, trasparentaba su alegria. XXVIII Dos dias despues (25 de julio) las sombras de la noche comenzaban a abrazar la naturaleza. El rayo del sol, el ala de la alondra, el bullicio de las calles, empezaban a decir adios. Manfredo i Arturo habian salido a hacer ciertas compras en el comercio. Berta lloraba en torno de un ataud, junto a un cadáver querido, al de un músico tierno. ¡Llanto lejítimo! ¡le amaba tanto! Sus dulces armonias la arrullaban a todas horas, su canto embriagaba su corazon. El muerto era aquel canario que la visitó el dia de su natalicio, i el ataud, una jaula: esa jaula, ya vacia, que pendia desde entonces frente a su lecho. ¡Cuán silencioso estaba su aposento, antes lleno de la melodía del canto, del rumor de las alas, del ruido de las pisadas de ese naranjado pajarillo! ¡Cuán vacia estaba el alma i la memoria de Berta, sin su dulce compañero! Ya no se ocultará en los pliegues de las colgaduras de su lecho; ya no revoloteará cantando; ya no se posará en su hombro; ¡ya no regalará su sueño i la despertará por las mañanas con sus tiernas serenatas! ¡Aun los canarios saben querer! ¿Quién no comprende sus delicadas caricias cuando busca con el pico la boca de su dueño i ajita las temblorosas alas sobre su seno? Berta al contemplar entristecida la jaula vacia, sentia tambien vacio el corazon. Ese ensueño rosado de la naturaleza, nublada de afliccion, dejó su aposento como la luz deja el dia i dirijióse a la puerta con la mirada tan perdida que parecia haberla dejado junto a su jaula querida. ¡Tambien su enlutado pensamiento velaba enjaulado al lado de ese cántico con alas, de ese cántico para siempre apagado i de esas alas plegadas para siempre!.... De pié sobre el dintel, cruzó melancólicamente los brazos sobre el pecho e inclinó su dorada cabeza sobre el marco de la puerta. XXIX El sol se ocultaba detras de las montañas como un rei destronado i su manto de estrellas comenzaba a brillar, envuelto en la pálida i vacilante luz del crepúsculo. El viento silvaba como un toro herido. Las nieblas como gazas sombrias oscurecian el horizonte. Unas gotas de agua humedecian el polvo. ¡Es que el sol se despedia para negar su luz a una catástrofe; el viento se quejaba; se enlutaba la naturaleza, i lloraba el cielo!.... Una encubierta i misteriosa mujer llamó a la puerta de la calle. Raquel salió precipitadamente a su encuentro como impelida por una mano oculta. La encubierta con aire siniestro se aproximó a Raquel, balbuceó dos palabras a su oido i cuidó de taparse bien el rostro, como si los pliegues de su manto ocultaran un crímen..... Raquel dió un grito i un paso atrás, como herida por una puñalada traidora. La mujer desapareció..... Raquel un momento despues estaba exánime en los brazos de su hija, que permanecia sentada en un banco de hierro que se estendia en uno de los corredores. Mezclaron sus lágrimas i sus lamentos. Raquel volviendo en sí, se echó a los piés de su hija, reclinando la frente sobre su regazo i ahogada en llanto. La pobre Berta desconcertada, llorosa i jadeante, preguntaba en vano a su madre, la causa de su dolor. Esta sacudiendo la suelta cabellera, aturdia con sus gritos i bañaba con sus lágrimas a su hija.--Por fin haciendo un ademan, mezcla de dolor i de fiereza, saltó como un leon herido i paróse con el pié trémulo i asiendo a Berta de la mano, con aire de suprema resolucion, acudió como una loca a la calle. Flaqueáronle las fuerzas a medio andar, en la acera de una calle. Apoyó la frente en la reja de una casa, cerró los ojos i jimió de dolor.... Levantóse como una ola la griteria de la muchedumbre lejana, que resonó en su corazon. Al oirla siguió su camino i tomó esa direccion. --¡Madre del alma! ¿qué tienes? la dijo su hija. --¡Hija mia! sígueme, ¡por Dios! repuso i prosiguió corriendo. Cuanto mas avanzaban, escuchaban tanto mas distinto el bullicio de la turva frenética. Encamináronse por la calle respectiva que conduce a la cárcel; dos cuadras antes de llegar a ella i apenas trastornaron una esquina afrontáronse a la multitud, cuyo movimiento mareaba, cuya algazara ensordecia. Madre e hija, asidas de la mano, confundieron sus lamentos con la vosingleria del populacho i se perdieron en medio de esas oleadas humanas, como náufragos que envuelve la tormenta. Esa oleada, que parecia estrellarse contra los muros descoloridos de la cárcel, cambió de rumbo como el estrepitoso torrente que se abre de improviso un nuevo cauce. Dirijióse hacia al barrio de Pueblo-Nuevo. El silencio i la soledad se hizo repentinamente en torno de la cárcel. Solo dos mujeres encubiertas, desesperadas i llorosas permanecian en la puerta del presidio. Conversaban ambas con un encorvado anciano que llevaba un baston en una mano i un grueso manojo de llaves en la otra. Era el carcelero. --Señora, profirió éste, ¡ya no hai remedio!.... Apoyóse una de ellas contra el muro, como si le arrancaran el corazon, i anegada en lágrimas esclamó: ¡Perdí toda esperanza!.... I cayó sobre un poyo que se estendia a un costado de la puerta del precidio. El carcelero conmovido se aproximó a ella i le prodigó sus cuidados. ¡Pobre mujer! helada i sin conciencia permanecia en esa actitud. Poco despues se dirijian ambas a la capilla de Santa Isabel. La multitud las precedia. El enlutado manto de la noche cubria la naturaleza. Miércoles 26 de Julio. XXX Cuarenta i ocho horas hacia, entre tanto, que los prisioneros de la conspiracion negrera de Trinidad habian llegado a Matanzas. Veamos lo que pasó en esas cuarenta i ocho horas. Acto contínuo fueron juzgados en uno de los calabozos mas espaciosos de la cárcel. Una estensa mesa cubierta con un rojo tapete ocupaba el centro del calabozo. En torno de ella permanecian sentados en sus sillones curules el fiscal don Ramon Gonzalez i los demas miembros de ese tribunal inquisitorial. Una campanilla, un libro abierto, algunos papeles revueltos, un espediente, i recado de escribir veíase sobre el tapete de la mesa. Uno a uno ocuparon los reos el banco del acusado. Despues de juzgados, interrogados i sentenciados retiráronse a paso lento, pálidos, taciturnos e indecisos. Solo uno de ellos, simpático jóven de 28 años de edad, en cuyas pupilas ardia la chispa de la intelijencia i en cuya frente alumbraba la auréola del martirio confundida entre los laureles del jénio, arrastró con serenidad sus espléndidas cadenas. Su ademan revelaba la modesta altivez de su carácter. Sus laureles parecian quemar su sien. Melancólico i arrogante a la vez hizo una venia al tribunal i tomó asiento en el banco del acusado. Cuando el fiscal comenzó el interrogatorio contestó majistralmente, pero derramó una lágrima que parecia esprimir toda la amargura de su infortunio. Su acento tenia la entereza del héroe, i su lágrima, la ternura de una lágrima de Romeo.... --¿Confiesa Ud. su delito de conspirador? prorrumpió el fiscal. --No considero, señor, un delito amparar la querida patria i defender la libertad, repuso el reo. --Pero en fin ¿confiesa Ud. el haber conspirado contra las autoridades delegadas por S. M. la reina de la metrópoli? --Sí, señor, i me vanaglorio tanto de haber encabezado ese ensayo contra la tiranía española i la esclavitud cubana, como de ocupar este banco que será algun dia, el trono de S. M. la independencia de Cuba. Por que... Iba a continuar; pero el fiscal contrajo el ceño i tocó despóticamente la campanilla, esclamando: --¡Al órden!...... --¡Al deber!.... contestó el reo, irguiendo la cabeza i poniéndose de pié súbitamente. Uno de los jueces, dando una palmada en la mesa, esclamó: es inútil proseguir; ¡el reo está confeso! --¡E insultado el honorable tribunal, i con él la majestad real! repuso otro de ellos. El fiscal tocó nuevamente la campanilla, esclamando: ¡cuarto intermedio! Los jueces dejaron sus asientos i se agruparon en uno de los ángulos del calabozo, menos el fiscal que permaneció en el suyo, tomó la pluma lleno de indignacion i se puso a escribir. Los jueces conferenciaban con calor. Cuál levantaba la voz, cuál dejaba oir palabras autoritarias, cuál accionaba con desenfadada exaltacion, cuál posaba la mano sobre el hombro de su colega para llamar su atencion. Los jueces recobraron sus puestos, i el fiscal con el índice de una mano perdido entre las pájinas de un código entreabierto, i desplegando una hoja de papel con la otra, leyó en ella la sentencia. Era una sentencia de muerte fulminada contra todos los reos i consignada en cláusulas sangrientas. Los jueces la escucharon haciendo ademanes de asentimiento, i el reo con una impasibilidad imperturbable, permanecia de pié con la mirada levantada como su alma i los brazos cruzados sobre el pecho. Desplegaba lijeramente sus labios e iluminaba su pupila el sarcasmo de una amarga sonrisa. El jurado se suspendió. Los reos fueron conducidos a sus respectivos calabozos. El _reo altivo_ (llamémosle así) fué encerrado en el suyo. Oíase incesantemente el murmullo de su voz, el eco vago de un quejido, o el ruido de sus pasos. El carcelero temiendo que hubiera perdido la razon, aproximó el oido al ojo de la llave i no alcanzó a oir sino esta palabra terrible: ¡_Condenado a muerte_!.... ¡_Condenado a muerte_!.... repitió mas de una vez, se tendió sobre su cama, abrumado de dolor i como ensayando el sueño eterno. Pálido como la cera, helado como la muerte, indeciso como un sonámbulo, incorporóse en su lecho, sentóse sobre el borde dé la cama, i arrojó con lastimero acento palabras melancólicas i aisladas que vertian sus labios semejantes a las flores descoloridas que caian de las manos de la demente Ofelia. ¿Era el estravío del loco? ¿Era la suprema desesperacion del condenado? ¿Era el desvarío del sonámbulo o el delirio de la agonía? ¡Nó! ¡Era el último delirio del amante i el último ensueño del patriota! --Pobre Cuba....¡se ha nublado la estrella!.. ¡ya veo el cadalzo!..¡adios amada mia!.. ¡mi muerte i la esclavitud..! ¡adios!....¡condenado a muerte!.. decia, ya comprimiendo la frente entre las manos, ya abriendo i cerrando los brazos en el vacio como para estrechar entre ellos a una persona querida, ya derramando una lágrima inconciente i sombria. Anuncióse el bendito carcelero con el ruido de las llaves que empuñaba i tocó a la puerta de su ventana previniéndole que saliera. Despertó. Se incorporó en su cama i paseó una mirada vaga i siniestra a su alrededor. ¡Despertar por primera vez en medio de las paredes de un calabozo! ¡Qué horror!.. Restregó los ojos como para disipar un sueño i volvió a escudriñar con la mirada. ¡No hai remedio! ¡Era una espantosa realidad! Parecíanle epitafios las inscripciones que otros presos dejaron en los muros; urnas fúnebres las ventanas; un sepulcro su cama; un sepulturero el carcelero. ¡Tenia tan oprimido el corazon que parecióle despertar en medio del calabozo como en el hueco de una tumba! ¡Infeliz!.. Ver la aurora i el ocaso de la vida confundidos en un mismo ser. ¡Morir!.. ¡Morir tan jóven!.. Aproximóse a la ventana; fijó los ojos en la multitud que se arremolinaba a sus piés; en el espléndido panorama de la naturaleza que se desplegaba a su vista. Su mirada atravesaba las rejas i devoraba la niebla que embolvia la atmósfera, el cierzo que la disipaba, el horizonte entoldado de nubes i las ondas de la vega que se estendian como un océano verdoso. Envió al cielo una mirada precursora de sí mismo. Cuando divisó junto a la reja al Capitan del Pueblo-Nuevo don Antonio Solis, esclamó desconsolado: --"Esto ya está concluido: ¡nos llevan a morir!...." Salió del calabozo i al encontrar en el patio a su consternado compañero de infortunio don Jorje Lopez le puso la mano sobre el hombro i le brindó sus consuelos. En el patio notando que iban a ponerle las esposas para encadenarle las manos, volvió el rostro a sus compañeros i con un acento que vaciaba la entereza de su alma, les dijo: --"¡Señores, pisamos el primer escalon del cadalzo!" Su rostro empalidecia notablemente. Inclinaba la frente bajo el peso de su infortunio. Al notar que la trémula mano de un soldado dejó caer las esposas al prepararlas para ligar sus manos, lleno de hiel i de indignacion esclamó: --"¡Hasta los hierros se resisten a oprimir la inocencia!" Cuando vió que don Santiago Piamonte derramaba una lágrima i le contemplaba mui afectado, le dijo entre otros, los siguientes improvisados versos: "¡Abran del corazon las anchas venas, Corra mi sangre a consolar tus penas!..." Volviendo el rostro demudado al calabozo del que acababa de salir, esclamó: --¡Oh! ¿quién ocupará ese calabozo despues que yo? ¡Quien quiera que sea lo encontrará lleno de mis lágrimas, de mis lamentos i del ruido de mis pasos i mis cadenas; cualquiera que sea, será menos desgraciado que yo! Despues, besando las esposas que encadenaban sus manos dijo consternado:--¡Basta de _cobardes lamentos_! ¡Estos lazos atados en la tierra solo se desatarán en el cielo: a ellos les deberé el encontrarme pronto en presencia de Dios!.. ¡Ai!.. morir es la felicidad del desgraciado!.. ¡Vivir sin el ánjel de mi corazon.. es vivir muriendo! Bendito sea el cadalzo para quien no ha conocido ni el rostro de los autores de sus dias; para quien vé en la madre-patria una víctima en cuyo seno se inmola la libertad. ¡Oh! ¡estos momentos han sido mas amargos que los diez años de las prisiones de Silvio! ¡Como cabe, Dios mio, la eternidad en un minuto!.... Poco despues fueron conducidos los presos al hospital de Santa Isabel, en donde estaba preparada las capilla. Un sacerdote, soldados armados, carceleros con sus linternas encendidas a su alrededor, i un inmenso jentío a sus espaldas, he ahí la comitiva que los acompañaba. Era alta noche. XXXI Aquellas dos mujeres que dejamos junto al pórtico de la cárcel llegaban jadeantes i desaladas a la puerta de la capilla. Pero entremos a la capilla antes que ellas. Este reo, recojiendo encorvado sus cadenas; aquel oyendo cabizbajo i taciturno las férvidas palabras, los piadosos consuelos del confesor que fortalecian la languidez de su espíritu; el de mas allá de rodillas al pié de un crucifijo, con la frente inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, i a la amarillenta luz de los cirios que ardia temblando en torno de una mesa cubierta de negro terlíz, murmuraba ferviente esta plegaria improvisada por él, en ese instante supremo: Ser de inmensa bondad, Dios poderoso, A vos acudo en mi dolor vehemente; Estended vuestro brazo omnipotente, Rasgad de la calumnia el velo odioso, I arrancad este sello ignominioso Con que el mundo manchar quiere mi frente. Rei de los reyes, Dios de mis abuelos, Vos solo sois mi defensor, Dios mio: Todo lo puede quien al mar sombrio Olas i peces dió, luz a los cielos, Fuego al sol, jiro al aire, al Norte hielos, Vida a las plantas, movimiento al rio. Todo lo podeis Vos, todo fenece O se reanima a vuestra voz sagrada: Fuera de vos, Señor, el todo es nada, Que la insondable eternidad perece; I aun esa misma nada os obedece, Pues de ella fué la humanidad creada. Yo no os puedo engañar, Dios de clemencia, I pues vuestra eternal sabiduria Vé al través de mi cuerpo el alma mia Cual del aire a la clara trasparencia, Estorbad que humillada la inocencia ¡Bata sus palmas la calumnia impia! Mas si cuadra a tu suma omnipotencia Que yo perezca cual malvado impio, I que los hombres mi cadáver frio Ultrajen con maligna complacencia, ¡Suene tu voz, i acabe mi existencia......! ¡Cúmplase en mí tu voluntad, Dios mio! Dieron las tres de la mañana del dia viernes, 27 de julio. Las negras alas de la tempestad comenzaban a ajitarse ruidosas en el firmamento. El eco repetido del trueno bramaba en el espacio i parecia conmover la naturaleza. El resplandor de uno que otro relámpago iluminaba la inmensidad. ¡Parecia enlutarse el universo ante un espectáculo horrible! Las dos mujeres que dejamos a la puerta, penetraron por fin al interior del hospital. Apenas asomaron al umbral de la capilla i divisaron al reo que oraba de rodillas, Raquel que era una de ellas, se precipitó hacia él como un rayo, dando un alarido hiriente i esclamando como una loca: ¿Gabriel?... ¡mi querido Gabriel! Berta, que era la otra, la seguia confundida i llorosa. Gabriel con los ojos que le relampagueaban volvió el rostro i acudió a su vez a arrojarse a los piés de Raquel. Exalaba éste un ronquido desapasible, erizábansele los cabellos i empalidecia como una estátua de mármol. --Jamás perdí la esperanza de que este consuelo me visitara aun en este último asilo de mi desgracia, profirió el pobre mulato, poniéndose de pié, asido de las manos de su señora. --El corazon, Gabriel, me ha arrastrado hasta aquí, repuso Raquel. --¡Dios la bendiga, señora mia! ¿I quién la notició de mi llegada? --Carolina, esa mujer que por órden mia te introdujo al seno de mi familia. --¡Por órden suya!... dijo Gabriel atónito. --Mi vida fué un suplicio no solo desde tu viaje a Trinidad sino desde que ví aquellas cartas que blanqueaban sobre la mesa de tu cuarto: algo funesto me presentian. --¡Oh! señora, ¡que noble es el corazon! en efecto esas cartas eran los hilos de la conspiracion que yo manejaba desde el humilde cuarto del camarero. ¡Ah! ¡si hubiera sabido que en ellas escribia con mi propia mano, mi sentencia de muerte! --Invado, Gabriel, la capilla despues de haber tocado sin fruto las puertas de tu calabozo, dijo Raquel ahogada en llanto, i agregó en seguida: ¡pero tu me has engañado! nos hiciste comprender que no te habias envuelto en la revolucion; que estabas libre. --Acostumbrado, señora, a ahogar mis lamentos i mis desgracias en lo mas hondo del alma, acostumbrado a padecer en silencio, quise ahorrarles siquiera algunos momentos de afliccion. --¡Ah! ¿i tu no comprendias que tu dolor era el mio? --¿I a qué, señora, tener a nadie a espensas de mi dolor? --Gabriel ... dijo ella entonces--¡Ah! Gabriel.... ¿no comprendiste jamás que mi corazon te pertenecia?.... El pobre mulato recibió como un rayo esta revelacion i quedó helado. Bajó la frente i calló.... Berta interrumpió el silencio aproximándose a Gabriel como quien se aferra a una esperanza que huye i diciéndole--Pero Gabriel, en tu última carta nos decias que te venias pronto, aunque mui de paso. --I así es la verdad, señorita; _¡vine pronto, i de paso a la eternidad!_.... Berta enjugaba sus lágrimas con sus dedos de marfil sonrosado, i Raquel reclinó la frente sobre el hombro de Gabriel, con el pecho inchado de sollozos i diciéndole a pausas: ¡Sabe Gabriel... que debo ser para tí... el ser mas caro de la vida!.... --I así es, señora. ¿Cómo olvidaré que Ud. me hizo reconsiliarme con la felicidad cuando la felicidad me dió las espaldas, que cuando el hogar me cerró sus puertas, Ud. me abrió el suyo; que cuando me arrojó la ola del destino a merced de la miseria, me refujié en su piadoso cariño? --¡Cumplí solo con mi deber! --Yo tambien señora, cumplo con el mio al agradecérselo a Ud. aun al borde de la tumba. Aunque sin usted habria ya dejado de existir talvez cuanto há un huérfano infortunado, i habria habido un mártir menos entre los mártires. Porque mi vida.... --Gabriel, ¡silencio, por Dios! --¡Oh! señora... ¡es imposible enmudecer la conciencia i ahogar el corazon! Estoi seguro que si la autora de mis dias descansa el sueño eterno, se estremecerán sus cenizas al presentir el infortunio que enjendró mi orfandad. I si ella me sobrevive, irá mi sombra ensangrentada a turbar su sueño desde la cabecera de su lecho. Raquel sin proferir una sola palabra cubrió de lágrimas i besos las manos del mulato. Berta aproximándose a Gabriel i bajando la voz le dijo con cautela: Gabriel, ¿es cierto que Plácido ha fugado? Levantando el rostro, comprimió la frente entre sus manos el consternado Gabriel; se esforzó por articular una palabra. ¡Imposible! El corazon en su pecho moria como la voz en su garganta. Empapó en llanto sus cadenas; i despues de una larga pausa esclamó con voz entrecortada: --No señorita; Plácido no ha fugado.... Plácido está preso... Plácido vá a morir... Plácido... ¡soi yo! Berta, estremecida, contrajo el ceño i dió un paso atrás sin desprender la atónita mirada de Gabriel. Este a su turno esperaba la última sentencia contra su corazon, i despues de un momento de silencio continuó: Yo sé que la raza ya que no el alma me hace indigno de Ud. Yo sé que mi color es la maldicion que Dios hizo caer sobre mi cuna; yo sé que mañana mientras mi sangre i mis cenizas esten calientes aun, Ud. se ligará a Arturo de Bilbao. Pero quiero tambien que Ud. sepa que subiré las gradas del cadalzo amándola, ¡que amándola he vivido, que amándola bajaré a la tumba! I bien se puede abrir el corazon en el umbral de la eternidad. ¡Allí de rodillas la esperará mi sombra envuelta en su sangriento sudario! Berta estaba fria i pálida como un cadáver. Raquel iba en ese momento a interponerse entre ambos, pero Berta al palpar la amarga realidad de aquel amor ideal, al recordar al apasionado poeta que vaciaba su alma de fuego entre los versos i las flores de la ventana, al comprender que por ella habia buscado la muerte, despues de algunos ímpetus estériles de suprema indecicion, arrancó de su dedo el anillo de brillantes que simbolizaba su alianza nupcial con Arturo i lo arrojó a los piés de Gabriel, diciéndole: --Yo sin conocerte te amé tambien locamente. I si tu no puedes acompañarme en la felicidad, quiero acompañarte en la desgracia, mi Gabriel de antes, ¡mi Plácido de siempre!.... Gabriel entonces se arrojó a los piés de su amada i posando la frente sobre sus delicadas manos, iba a jurarle un amor de ultra-tumba, pero la madre se interpuso nuevamente entre ellos diciéndoles: ¡Dios santo! a qué jurar esa alianza, si la eternidad vá a separarlos. ¡El delirio del amor, Gabriel querido, es impotente para ligar la vida i la muerte! Sobre todo, hija mia, ¡reprime el vértigo que te domina, i acuérdate que ya no te perteneces!...... Berta pálida i temblorosa como la luz que muere en el santuario, pareció sentir allá en el santuario del alma una vacilacion horrible, al son de las palabras de su madre. Cayó desmayada en los amantes brazos de Plácido murmurando levemente: ¡Dios ha puesto un abismo entre los dos!.... --¡Si! ¡el abismo de la tumba!... esclamó Gabriel desesperado. --¡I el abismo del deber!... agregó Raquel, con tembloroso acento. Las turvas desveladas se ajitaban entre tanto en las puertas de la capilla. Oyóse repentinamente un ruido estraño i la algazara acreció. Un jinete a galope tendido cortaba el aire ajitando un papel en la mano. Cruzó la multitud i tendió su caballo en la puerta del hospital gritando: _¡Plácido está salvo!... ¡Se ha conmutado su pena a cinco años de presidio!_ La noticia cundió rápidamente. La muchedumbre ebria de alborozo, ajitaba los sombreros i saludaba con un coro de gritos la redencion del mártir, la salvacion de Plácido. ¡Que rápida mudanza! Tornóse el dolor en alegria, las tinieblas en luz, la capilla del condenado en un santuario de amor, i sus cadenas en lazos de flores..... ¡Eran los funerales convertidos en festin! Cuando llegó a éste la noticia feliz, en el delirio de su frenesí, iba a estampar un beso de alianza i de amor sobre la frente de ese ánjel que yacia exánime i moribunda en sus brazos. La llamó por su nombre: fué en vano. La meció para que volviera en sí: todo fué inútil. ¿Ha muerto?..... ¿A qué besar entonces un cadáver?... ¿Ha perdido la vida cuando Plácido la recobraba? --¡Oh! si mi aliento pudiera ser el hálito de su vida! ¡Si mis brazos pudieran ser las cadenas que retuvieran su existencia! ¡Si pudiera morir por que ella viva! se decia alzando los ojos anegados en llanto. ¡Volvia a estrecharla mas fuertemente en sus brazos convulsos para palpar esa realidad que confundia en sí la mas dulce de las dichas i el mas amargo de los martirios! Rendirse la esperanza de toda la vida doblegada sobre su corazon i.... ¡morir en sus brazos! Creia a ratos que ella no era sino una forma de sus delirios, o una vision pasajera de su mente febril. Su silencio lo abrumaba de dolor. Pero temia tambien su primera palabra creyendo que con ella fuese a desvanecerse corno un fantasma de felicidad, i la oprimia callado sobre su seno palpitante. ¿Ha huido su alma como la esencia de la flor?... ¿Como la esencia de la flor se ha disipado talvez?.. No. Una sonrisa divina iluminó su semblante; sus azules ojos parecian reflejar los resplandores del cielo; exaló un largo suspiro, precursor talvez de un juramento de amor, i de un amor feliz.... Pero a veces cae el hombre desde las puertas entreabiertas de un paraiso de risueña felicidad, hasta un infierno de infortunio que se abre devorador a sus piés. Entonces no hai en el alma sino veneno; no profieren los labios sino blasfemias.... I si un rayo de la tempestad dejó en suspenso sobre los labios de Atala el primer ósculo de amor, el grito de una revelacion terrible lo alejó para siempre de los labios de Berta; pues Raquel, trémula, tambaleando, estremecida de horror como quien vá a salvar de las garras a una víctima, se precipitó sobre ellos, diciéndoles: --¡Es siempre este amor, un amor imposible!...., estrechando entre sus manos la frente de Gabriel, i cubriéndola de besos empapados de lágrimas. --¡Imposible!.. esclamó éste con sarcástica sonrisa. ¡Imposible!.... repitió con las pupilas que parecian saltar de sus órbitas. I dirijiéndose a Raquel: ¿Por qué imposible?.. ¡Cinco años de presidio! ¡cinco años tienen alas cuando los alimenta la felicidad! ¡cinco años pasan volando!--I volviendo el rostro a Berta:--¡Misteriosa adorada de mi alma! ¡maga querida de mis castos amores i de mis íntimos silencios! ¿no es verdad que mi prision será un paraiso si encierra la esperanza?.... ¿no es cierto que hade aparecer por entre sus rejas la aurora de mis dichas?.... ¿que tu amor ha de dorar las cadenas del prisionero? ¡Oh! mi Berta, ¡si las rejas de mis prisiones hicieran las veces de la ventana de tu cuarto! ¿La recuerdas?.... --¡Sí, Gabriel, allí cautivaste mi alma! --I bien, en otras mañanas mas felices al través de esas rejas pasarán tus suspiros i mis versos, mis palabras i tus miradas, i en vez de _las flores del café_, ¡las flores del corazon! Berta como volviendo de un sueño profundo le contestó:--Pero.... Gabriel.. mi padre nos separa.. Nuestra dicha.... Plácido entonces, interrumpiéndola encendido de pasion, balbuceó a su oido estos versos de fuego: --Amor no quiero como tu me amas; ¡Sorda a mis ayes, insensible ruego! Quiero de mirtos adornar con ramas ¡Un corazon que me idolatre ciego! ¡Quiero abrazar una deidad de llamas! ¡Quiero besar una mujer de fuego! Al recitarlos, la luz de la inspiracion iluminaba su semblante i abrillantaba su mirada, i el carmin del rubor, sonrosaba el rostro de Berta. Sonó entre tanto el momento de una revelacion arrancada al pasado. --¿Con que es imposible mi amor?.... repitió por última vez. --¡Si, hijo mio! contestóle Raquel llorando i sacudiendo su suelta cabellera; ¡sí Gabriel!... _¡Berta es tu hermana!_ --¡Oh! ¡maldicion del cielo! dijo, cayendo de rodillas i levantando los brazos al cielo. Hace un instante nos separaba el cadalzo, i... ¡ahora el tálamo materno! ¡Caiga un rayo sobre la frente del desgraciado! ¡Ayer era yo el fruto del misterio i hoi el hijo del crímen! I el crímen de haber nacido prefiriera mil veces espiarlo sobre las tablas del patíbulo. ¡Oh madre mia, ven a mí! quiero estrecharte contra mi corazon. Reclinaré por primera vez mi frente sobre el seno maternal. --¿Cómo no sentiste, Gabriel, en mis entrañas de madre el fuego de mi amor? ¿como no viste que mis lágrimas destilaban ese amor? ¿Ni siquiera mis miradas te revelaban el misterio? --¡Oh! ¡madre mia! ¡a gritos me lo decia el corazon! dijo arrojándose a sus brazos. Sonó la hora suprema de otra revelacion del porvenir. El vago clamor de una campana, como el tañido de una campana fúnebre, rasgaba el aire. La multitud se ajitaba ruidosa. El viento que penetraba silvando por las rejas de la capilla apagó algunos de los cirios que ardian en torno de un crucifijo. No se oia sino el rumor de las cadenas de los reos, de esas cadenas que parecian estremecerse i cuyos eslabones misteriosos parecian ligar momentaneamente la vida i la muerte. Los prisioneros, esos solitarios melancólicos, esos proscritos del mundo, vagaban con el alma preñada de lobreguez en medio de la oscuridad de sus calabozos. I esos amantes, a la luz de los relámpagos que en el interior de la capilla se inflamaban como la intermitencia de un incendio, ¡veian el espectro de la muerte de pié sobre la única sonrisa de su amor!.. En medio de la muchedumbre se alzó una voz que dijo: _¡Es falsa la conmutacion! ¡Plácido vá a morir!_ La voz se propagó a los cuatro vientos i penetró a la capilla del condenado i al fondo de su corazon como una puñalada aleve. Imposible es pintar la desesperacion del hijo, del hermano i del amante al partir para siempre..... Imposible es pintar a esa madre desolada que se retorcia de dolor. Plácido con los ojos cerrados, la cabeza encorvada i los dientes que le crujian como una fiera que enviste, revoloteaba tambien en torno de la capilla, como un loco, como si el exaltar su desesperacion remediara su desgracia.--Berta quedó inmóvil, de pié, paralizada de dolor, como la mujer de Lot a quien petrificó la maldicion de Dios.--Raquel corria detras del hijo para detenerlo, como si con ello detuviera su destino. "¡Hijo mio, ten compasion de mí!" le dijo.--Volvió éste el rostro deteniéndose repentinamente, como la demencia que recobra de súbito un momento lúcido: I bien señora le contestó: díme el nombre de mi padre; ¡quiero llevarlo al cadalzo gravado en mi corazon, como el último recuerdo de mi vida! ¡Ya que no tengo su amor, quiero tener su nombre! --¡Gabriel, me exijes un suplicio! dijo doblegándose de vergüenza. --Suplicio..... --¡Sí, hijo mio! te ruego que me ahorres esa horrible revelacion, en nombre de tu amor filial, dijo, i caia al suelo tan siniestra su mirada como si reflejara el brillo de un puñal homicida. --En nombre de mi muerte te lo pido, contestó Gabriel imperiosamente. ¡Quiero en presencia de Dios perdonar a ese padre desnaturalizado! Despues de un momento de silencio queria ella desplegar los labios i.... enmudecia. --¡Hijo del alma! profirió por fin, esa revelacion importa un negro i estéril baldon. Era _negro_ en efecto..... --Señora, repuso aquel, ¡hai mas baldon en cometer un crímen que en confesarlo! ¿El nombre de mi padre?.... Un sollozo fué su única respuesta. --¡Habla! ¡habla! ¿El nombre de mi padre? Ocultando Raquel el rostro abochornado como herido por el remordimiento, murmuró levemente: --_Un negro peluquero_.... En efecto, un negro peluquero dió a beber a un esposo el mas amargo de todos los venenos: la traicion; arrebató a una mujer su mas valioso tesoro: la honra; i trajo al mundo a un desgraciado que debia sufrir el mas supremo de los suplicios: la muerte. ¿Por qué?... Por que "entre rizo i rizo supo prender un corazon" como decia un brillante escritor puertorriqueño.[1] [1] Eujenio Maria de Hostos. Gabriel entonces restregó a dos manos el pecho como para desgarrarlo i alzando los ojos, esclamó: --¡Silencio corazon!..... Berta entretanto yacia tendida sobre el umbral de la capilla. Cayó exánime i helada. Plácido partió. Encaminóse al cadalzo, que estaba situado en la esplanada del paseo de Versalles, partió en medio de dos hileras de soldados, al son de los tambores, con la cabeza inclinada i los brazos cruzados sobre el pecho. Un sacerdote murmura a su lado las oraciones de la agonía. El pueblo gritaba i sollozaba a la vez. El reo caminaba a paso lento, recitando la plegaria que dijo en la capilla. La luz instantánea de los relámpagos, alumbraba su rostro. Cuando llegó al pié del cadalzo sacó una hoja de papel empapada con sus lágrimas que contenia estas palabras i estos versos, i la arrojó a la multitud. "Mi Berta: No te entregues al dolor: el llanto que te pido a mi memoria es que socorras como siempre a los pobres; i mi sombra estará esperándote desde el cielo ¡digna de ser compañera de tu _Plácido_!" ADIOS A MI LIRA. (EN EL CALABOZO) ¡Adios, mi lira! a Dios encomendada Quedas de hoi mas; ¡adios! ¡yo te bendigo! Por tí serena el ánima inspirada Desprecia la crueldad de hado enemigo. Los hombres te verán de hoi consagrada; _Dios_ i mi último _adios_ quedan contigo: Que entre Dios i la tumba no se miente, ¡Adios!...... voi a morir...... ¡soi inocente!" Inocente ante Dios i ante la conciencia humana, i culpable, en cuanto puede serlo el que vierte su sangre en holocausto de la libertad. El silencio pavoroso del vértigo se apoderó de la multitud. Tenia el reo altiva la frente i resplandeciente la mirada. No se oia sino el ruido de sus pisadas al hollar los escalones del cadalzo. Cuando subió a él, el perfil de su figura grandiosa se dibujaba pálida i arrogante a la vez al través de la rojiza i cambiante luz de los relámpagos, que alumbraban tan sucesivos como si fuesen un relámpago continuado. De pié sobre el cadalzo, la mirada perdida en el infinito i levantando el índice de la mano, dijo con plateada i serena voz:--"_¡Adios pueblo querido! A todos pido perdon; ¡rogad por mi!_ Hizo una pausa i continuó: _A don Ramon Gonzalez i a don Francisco Hernandez de Morejon, ¡los emplazo para la eternidad!_.. Subieron inmediatamente dos soldados al cadalzo, para amarrarlo al palo que le servia de espaldar. Pero él se incorporó en su banco, les fijó una mirada altanera, i les dijo: "_Puedo asegurarles que siempre mantendré_ _la cabeza erguida._" Los soldados, dominados por el imperio del valor, miráronle con sorpresa, callaron, i bajaron los escalones, para ir a juntarse con los demas soldados que estaban en linea i con las armas preparadas al frente de la víctima. Oyóse en ese momento los alaridos de una infeliz mujer que se arrastraba de rodillas en torno del cadalzo i se abrazaba de él. Era su madre. Sus lamentos fueron ahogados por una descarga de fusilería que derribó al héroe envuelto en su sangre. Cayó tendido sobre el tablado del cadalzo. La griteria de la muchedumbre, el eco de la descarga, el espectáculo de la víctima estremecia la naturaleza. De en medio del charco de sangre que le rodeaba, a la rojiza luz del fogonazo, en medio de la humareda de la descarga que flotaba en su torno como una nube cenicienta, levantó la frente cadavérica i con acento patibulario i flebil esclamó, señalando el herido pecho con la mano: _¡Adios mundo! ¿No hai perdon para mí?..... ¡Fuego aquí!_ Con una segunda descarga espiró. ¿I Berta? ¿Sigue tendida en el umbral de la prision? ¿Hánse juntado esas dos almas apasionadas sobre el umbral de la eternidad?... No. Cuando se levantó del umbral de la prision, las pálidas facciones de su rostro temblaban con una horrible contraccion histérica. _¿Plácido?_.... murmuró levemente, como buscándolo con la mirada estraviada al rededor de sí. _¿Plácido?_.... repitió varias veces, i prorrumpió en una interminable carcajada. Estaba loca. ¡Nueva Ofelia! llorando i sonriendo vió caer las _flores incoloras_ de su corona nupcial. La sombra del cadalzo se proyectaba en el suelo: la sombra de Plácido surcaba la inmensidad bajo el cielo de los trópicos, sobre la sombra de las nubes e impelida por las frias brisas de la muerte. ¡La bandera de la Independencia de Cuba, será su mortaja! El estandarte de la Libertad, su cipres fúnebre. I cuando la mano de la Democracia desgarre los negros crespones que enlutan los altares de las libertades cubanas, el recuerdo de Plácido brillará en ellos como la luz del tabernáculo. ¡Musa de fuego! nada pudo estinguirla. ¡Cisne negro! como el cisne murió cantando. ¡Víctima inmaculada del corazon! ¡Mártir prematuro de la independencia de tu patria! ¡cuánta mas sangre haya chorreado de los laureles que ceñian tu frente, serán mas inmarcescibles ante la posteridad! ¡Nuevo Chernier! ¡Plácido i Chernier, las dos obras mas simpáticas de Dios, ambos poetas, ambos víctimas, ambos murieron pulsando sus liras sobre el patíbulo, al siniestro resplandor de su martirio! FIN. EPILOGO. ¿Qué podia tardar Arturo en saber los sucesos que acababan de desarrollarse? Cayó la noticia como un rayo de nieve que heló para siempre su corazon, i que redujo a escombros el frájil castillo de sus ilusiones i de su felicidad. Lleno su corazon de las calientes cenizas del pasado; lleno del infortunio que cruzó su camino en la víspera de su felicidad, cruzó a su vez los mares en direccion a España, cargado de riquezas i desengaños. Sin embargo, como un postrer homenaje al pasado, como un último tributo a su amor, cumplió su oferta de llevar consigo a Alberto para encargarse de su educacion. Así vió Raquel coronado de prosperidad al hijo lejítimo de su amor, i coronado de martirio al fruto criminal de su deslíz. La familia quedó sumida en la miseria. End of the Project Gutenberg EBook of El Mulato Plácido o El Poeta Mártir, by Joaquín Lemoine *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL MULATO PLÁCIDO O EL POETA *** ***** This file should be named 44305-8.txt or 44305-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/4/4/3/0/44305/ Produced by Carlos Colón and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was produced from scanned images of public domain material from the Google Print project.) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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Hart was the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For forty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.