The Project Gutenberg eBook of Los nueve libros de la Historia (1 de 2) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Los nueve libros de la Historia (1 de 2) Author: Heródoto Release date: January 19, 2024 [eBook #72753] Language: Spanish Original publication: Madrid: Imprenta Central a cargo de Víctor Saiz, 1878 Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by Biblioteca Digital Floridablanca, Fondo antiguo de la Universidad de Murcia.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA (1 DE 2) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También se han modernizado los nombres propios de personas y lugares, y los gentilicios. * No se han modernizado, sin embargo, los restantes términos ni la sintaxis utilizada por el traductor, propia del siglo XVIII. * Los nombres de los dioses no aparecen con la denominación latina, utilizada por el traductor, sino con la griega, como hizo el autor. Es decir, Venus y Hércules aparecen como Afrodita y Heracles. * El gentilicio «focense» se ha transcrito como «foceo» para aludir a los habitantes de la ciudad jonia de Focea; para los de la región continental de la Fócide se utiliza «focidio». * Se han retirado las rayas intrapárrafos que indican diálogo, manteniéndose las comillas. * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final del tomo. * En el libro III, capítulo XCV: Las cifras que aparecen han sido tomadas del original griego disponible en el sitio web del proyecto Perseus. Las cifras que aparecen impresas en la traducción son difíciles de cuadrar entre sí. * En el libro IV, capítulo LXXXVI: Todas las distancias que aparecen han sido tomadas del original griego en Perseus y no reflejan las de la traducción impresa por inconherentes. LOS NUEVE LIBROS DE HERÓDOTO. BIBLIOTECA CLÁSICA. Doce reales cada tomo en toda España. OBRAS PUBLICADAS. Tomos. HOMERO.—_La Ilíada_, traducción directa del griego en verso y con notas de D. José Gómez Hermosilla 3 CERVANTES.—_Novelas ejemplares y viaje del Parnaso_ 2 HERÓDOTO.—_Los nueve libros de la historia_, traducción directa del griego, del padre Bartolomé Pou 2 ALCALÁ GALIANO.—_Recuerdos de un anciano_ 1 VIRGILIO. — _La Eneida_, traducción directa del latín, en verso y con notas de D. Miguel Antonio Caro 2 — _Las églogas_, traducción en verso, de Hidalgo.—_Las geórgicas_, traducción en verso, de Caro; ambas traducciones directas del latín, con un estudio del Sr. Menéndez Pelayo 1 MACAULAY. — _Estudios literarios_ 1 — _Estudios históricos_ 1 — _Estudios políticos_ 1 — _Estudios biográficos_ 1 — _Estudios críticos_ 1 Traducción directa del inglés de M. Juderías Bender. QUINTANA.—_Vidas de españoles célebres_ 2 CICERÓN.—_Tratados didácticos de la elocuencia_, traducción directa del latín de D. Marcelino Menéndez Pelayo 2 SALUSTIO.—_Conjuración de Catilina_.—_Guerra de Jugurta_, traducción del infante D. Gabriel.—_Fragmentos de la grande historia_, traducción del Sr. Menéndez Pelayo, ambas directas del latín 1 TÁCITO.—_Los anales_, traducción directa del latín de don Carlos Coloma 2 PLUTARCO.—_Las vidas paralelas_, traducción directa del griego por D. Antonio Ranz Romanillos 5 ARISTÓFANES.—_Teatro completo_, traducción directa del griego por D. Federico Baráibar 1 POETAS BUCÓLICOS GRIEGOS.— (_Teócrito, Bion y Mosco_). Traducción directa del griego, en verso, por el Ilmo. Sr. D. Ignacio Montes de Oca, Obispo de Linares (Méjico) 1 MANZONI.—_Los Novios_, traducción de D. Juan Nicasio Gallego 1 LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA DE HERÓDOTO DE HALICARNASO TRADUCIDA DEL GRIEGO AL CASTELLANO POR EL P. BARTOLOMÉ POU DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS TOMO I MADRID IMPRENTA CENTRAL A CARGO DE VÍCTOR SAIZ Colegiata, núm. 6 1878 PRÓLOGO DEL TRADUCTOR. Nació Heródoto[1] de una familia noble en el año primero de la Olimpiada 74, o sea en el de 3462 del mundo, en Halicarnaso, colonia dórica fundada por los argivos en la Caria. Llamábase Lixes su padre, y su madre Drío, y ambos sin duda confiaron su educación a maestros hábiles, si hemos de juzgar por los efectos. Desde su primera juventud, abandonando Heródoto su patria por no verla oprimida por el tirano Lígdamis, pasó a vivir a Samos, donde pensó perfeccionarse en el dialecto jónico con la mira acaso de publicar en aquel idioma una historia. A este designio debiole de animar el buen gusto e ilustración que reinaban en la Grecia asiática o Asia menor, mucho más adelantada entonces en las artes que la Grecia de Europa, no menos que el ejemplo de otros historiadores así griegos como bárbaros: Helánico el Milesio y Caronte de Lámpsaco habían publicado ya sus historias pérsicas, Janto la de Lidia, y Hecateo Milesio la del Asia. Nuestro Heródoto, primero viajante que historiador, quiso ver por sus mismos ojos los lugares que habían sido teatro de las acciones que él pensaba publicar. Recorrió en el Asia la Siria y la Palestina, y algunas expresiones suyas dan a entender que llegó a Babilonia: en África atravesó todo el Egipto hasta la misma Cirene, ignorándose si llegó a Cartago; pero donde más provincias recorrió fue en Europa, viajando por la Grecia, por el Epiro, por la Macedonia, por la Tracia, y por la Escitia, y finalmente fue a Italia o _Magna Grecia_, formando parte de la colonia que entonces enviaron a Turio los atenienses. En esta nueva población parece que acabó el curso de sus viajes y de sus días; si bien hay quien cree que murió en Pella de Macedonia y cuál en Atenas, pues no constan claramente ni el lugar ni el año de su fallecimiento. Acerca del tiempo y lugar en que compuso la historia que publicó por sí mismo, parece lo más verosímil que después de algunos viajes, restituido a Samos, empezó allí a poner en orden sus noticias, bien que no las publicó por entonces. De Samos dio la vuelta a su patria, donde contribuyó a que de ella fuese expelido el tirano Lígdamis; pero viéndola después sumida en la anarquía y entregada al furor de las facciones, regresó a Grecia. Allí por primera vez, en el concurso solemne de los juegos olímpicos de la Olimpiada 81, recitó sus escritos que había traído compuestos de la Caria. La lectura de las _Musas_ de Heródoto, a que asistía Tucídides, muy mozo todavía, al lado de su padre Oloro, hizo tanta impresión en aquel joven codicioso de gloria, que se le saltaron las lágrimas; lo que advirtiendo Heródoto, dijo a Oloro: «El genio de tu hijo, nacido para las letras, exige que en ellas le instruyas». Segunda vez leyó su historia en Atenas en presencia de un numeroso pueblo reunido para las fiestas Panateneas, corriendo ya el tercer año de la Olimpiada 83. Refiere Dion Crisóstomo que la leyó por tercera vez en Corinto, que no habiendo obtenido la recompensa que esperaba de Adimanto y demás corintios, borró de su obra los elogios que de ellos hacía; mas nada hay que pruebe que esto sea sino un chisme malicioso. Sin duda Heródoto limó posteriormente sus escritos, y añadió nuevas noticias, pues refiere sucesos posteriores a su última retirada a Turio, cuales son la invasión de los tebanos contra los de Platea, la embajada de los espartanos vendidos por Sitalces, y la retirada de Zópiro a Atenas al fin del libro VII. Algunos suponen que esta historia no ha llegado a nosotros entera, mas ninguna prueba hay que haga suponer en ella vacío alguno: lo único que se sabe es que escribió al parecer por separado un libro de los _Hechos líbicos_ y de los _Asirios_, a los cuales frecuentemente se refiere, y que existían todavía en tiempo de Aristóteles, que impugnó en parte estos últimos. Otros le atribuyen obras que no son suyas, y entre ellas la vida de Homero, engañados acaso por la semejanza del nombre de los autores, como Herodoro, Herodiano. Pasando al juicio de esta obra, las prendas, en nuestro concepto, superan en mucho a los defectos, resaltando entre aquellas: 1.º, un estudio diligente en averiguar los hechos, y esto en un tiempo de ignorancia, tan escaso en monumentos, sin ninguno de los recursos que hoy tenemos tan a mano; 2.º, un juicio exacto y filosófico en dar clara y distintamente los motivos de los sucesos que va refiriendo, y una crítica continua en separar lo que aprueba por verdadero de lo que refiere solo por haberlo oído, y no pocas veces desecha por falso; 3.º, una prudente parsimonia en no amontonar máximas y reflexiones morales, dejando su curso a los hechos; 4.º, un estilo fluido, claro, vario y ameno, sin afectar las exquisitas figuras con que rizaban ya sus discursos los oradores, ni lo áspero, pesado y sentencioso de los filósofos. Los razonamientos que pone en boca de sus personajes son tan dramáticos, variados y propios de la situación, que nadie a mi ver se atreverá a tacharlos de difusos. A tres se reducen los defectos de que es tachado Heródoto: 1.º, alguna sobrada malignidad, de la cual habla de propósito Plutarco, a veces con razón, a veces incurriendo en el vicio mismo que reprende; 2.º, mucha superstición, culpa de que no es posible excusarle sino por la naturaleza de los tiempos en que vivió, y por el deseo de captarse el aplauso público halagando las creencias populares, y sin embargo se muestra en algunos pasajes bastante atrevido para arrostrarlas; 3.º, falta de ritmo y armonía en su estilo, vicio de que le acusa Cicerón (_Orat._, c. LV), y de que le vindican Dionisio de Halicarnaso, Quintiliano y Luciano. Yo por mi parte opino con el primero, y me ofende no poco aquella recapitulación que nos hace de cada suceso, por más breve que sea. Añadiré una reseña de los códices manuscritos de que se han servido los editores de Heródoto, especialmente Wesseling. — Los venecianos, de los que se valió Aldo Manucio para la primera edición griega publicada en Venecia, año 1502. — Los ingleses, uno del arzobispado de Canterbury, y otro del colegio de Eton. — El de Médicis. — Tres parisienses de la Biblioteca Real.— Los de la Biblioteca de Viena, los de Oxford, y el del cardenal Passionei. Las ediciones de Heródoto llegadas a mi noticia son las siguientes: — La versión latina de Valla en Venecia, año 1474. — La latina de Pedro Fénix, París 1510. — La latina de Conrado Heresbach en 1537, en la cual se suplió lo que faltaba en la primera de Valla. — La griega de Manucio, Venecia 1502. — La griega de Hervasio, Basilea 1541, y otra en 1557. — La greco-latina de Henrique Stefano 1570, y otra del mismo en 1592 corrigiendo la de Valla. — La greco-latina de Jungermann, Francfort 1608, reimpresión aumentada de la anterior. — La greco-latina de Tomás Gale, Londres 1689. — La greco-latina de Gronovio, Leiden 1715. — La greco-latina de Glascua, 1716, hermosa en extremo. — La greco-latina de Pedro Wesseling, Ámsterdam 1763, con muchas variantes y notas, por cuyo texto griego me he regido en esta traducción. Las versiones en romance de que tengo conocimiento son la italiana del Boyardo en Venecia en 1553, otra italiana del Becelli en Verona en 1733, y una francesa de Pedro Du Ryer, todas a decir verdad de muy corto mérito. Veremos si será más afortunado M. L’Archer en la nueva traducción francesa de Heródoto, que según noticias está trabajando. Mi ánimo al principio era dar un Heródoto greco-hispano en la imprenta de Bodini en Parma, pero la prohibición de introducir en España libros españoles impresos fuera de ella, y el consejo de D. Nicolás de Azara, agente en Roma por S. M. C., me retrajeron de mi determinación. Mucho sería de desear que algún aficionado a Heródoto reimprimiera el texto griego, libre de tanto comentario, variantes y notas con que han ido sobrecargándole gramáticos y expositores, pues lejos de darle nueva belleza y claridad, no producen sino confusión. NOTICIA SOBRE EL TRADUCTOR. Uno de los hombres más eruditos que España tuvo en el pasado siglo fue el P. Bartolomé Pou, nacido a 21 de junio de 1727 en Algaida, pueblo de Mallorca, de una familia de labradores acomodados. Fue dedicado, sin embargo, por sus padres en los primeros años al cultivo del campo, y en tal estado viole un día D. Antonio Sequí, canónigo de la catedral de aquella diócesis, gobernando con una mano el arado y sosteniendo con la otra la gramática latina de Semperio: conoció que aquel joven había nacido para las letras, y le condujo a Palma, donde le mantuvo en su casa y cuidó de su primera educación, que fue encomendada a los jesuitas de Palma, en su colegio titulado de Monte-Sion. A 25 de junio de 1746, a los 19 años de su edad, vistió Pou la sotana en el noviciado de Tarragona, donde repitió las lecciones de retórica y filosofía, y empezó a dedicarse con ardor a las ciencias sagradas y lenguas sabias. Tenaz en el trabajo y dotado de gran memoria, poseía profundamente la historia eclesiástica y civil, y con suma facilidad recitaba trozos de las obras de los Padres de la Iglesia. En Zaragoza enseñó idiomas, promoviendo, con especialidad en toda la provincia de Aragón, el estudio de la lengua griega y el gusto por las bellezas de su literatura, y defendió conclusiones en extremo aplaudidas por los inteligentes. Su erudición y buen gusto en las bellas letras movieron a sus superiores a encargarle la reforma de los estudios de latinidad en los colegios de Aragón; y sucesivamente enseñó retórica en Tarragona, filosofía en Calatayud, y griego en la universidad de Cervera. En Calatayud fue donde principalmente se dio a conocer con sus famosas _Theses Bilbilitanæ_, en las cuales con vasta erudición y muy castizo latín vertió las doctrinas de la antigüedad, y se puso al nivel de cuanto se sabía entonces de más escogido y profundo en los estudios históricos de filosofía. Sobresalió particularmente en los idiomas griego y latino, para lo cual basta decir que descolló entre los hombres más célebres que tuvo la Compañía en el siglo pasado: su reputación de helenista fue sostenida siempre en las capitales más cultas de Europa por la rara inteligencia con que explicaba los pasajes más oscuros de los cómicos y trágicos griegos, y de la cual es el más sólido y glorioso monumento la importante obra que damos a luz. Expulsados de España los jesuitas en 1767, continuó Pou durante algún tiempo en el asilo que le dio Italia sus lecciones de griego y latín para los jóvenes alumnos de la Compañía, y enseñó después la lengua griega con aprobación de la corte de España en el colegio mayor de San Clemente de Bolonia. Más adelante, a instancia del cardenal mallorquín D. Antonio Despuig, entonces auditor de la Rota, pasó a Roma, donde por sus conocimientos en antigüedades era consultado frecuentemente para descifrar inscripciones y medallas, y donde le honraron con su amistad y compadecieron su desgracia los sabios nacionales y extranjeros. Cuando en 1797 el Sr. D. Carlos IV dio permiso a los jesuitas españoles para volver a su patria, Pou regresó a Mallorca, viviendo en la capital, donde disfrutó desde 1799 de una doble pensión anual concedida por el rey; hasta que, excitada de nuevo la atención del Gobierno contra los restos de la Compañía por causas ignoradas, fue a retirarse en Algaida, pueblo de su nacimiento, y allí murió cristianamente el Sábado Santo 17 de abril de 1802. D. Antonio Roig, cura párroco de Felanitx, su apasionado amigo y discípulo, le puso este epitafio: HEIC SITUS EST BARTHOLOMÆUS POU ALGAYDENSIS E S. J. QUONDAM SACERDOS GRÆCE LATINE QUE DOCTISSIMUS RHETOR, POETA, CRITICUS, HISTORICUS, PHILOSOPHUS, THEOLOGUS, AB ACERRIMO INGENIO MULTIPLICI ERUDITIONE LIBRIS IN VULGUS EDITIS FAMA VEL APUD EXTEROS MAGNUS MORUM INTEGRITATE, CATHOLICÆ DOCTRINÆ VINDICANDÆ ARDORE, SOLIDARUM VIRTUTUM EXEMPLIS LONGE MAJOR. VIXIT AN. LXXIV. MENS. IX. DIES XXV OBIIT XV CAL. MAJ. AN. A C. N. MDCCCII AMICI MŒRENTES POSUERE. Nada de exageración ni de pompa en este elogio: el padre Pou fue de natural tan candoroso y de tan arregladas costumbres, como de talento perspicaz y de vastísima instrucción. Dispuesto siempre a coadyuvar y fomentar los estudios de otros, corrigió, mudó, añadió, ordenó muchísimos escritos, y dio como un nuevo ser a las tareas de otros escritores antes de publicarlas. No es el menor de sus elogios el mérito de los numerosos alumnos que para las letras adquirió con sus lecciones, y los testimonios con que honraron su ciencia algunos sabios contemporáneos, entre otros el ilustre benedictino D. Fray Benito Moxó, uno de sus discípulos, y el erudito jurisconsulto Finestres, en su obra de las _Inscripciones Romanas_, en la cual le auxilió no poco nuestro jesuita con nuevos datos e interpretaciones. Publicó el P. Pou diversas obras, de las cuales unas llevan su nombre y otras son anónimas o con nombre supuesto. Además de las citadas _Theses Bilbilitanæ_, que en 1763 imprimió en latín en Calatayud con el titulo de _Institutionum historiæ philosophicæ libri duodecim_, obra en que por la excelente disposición y por la elegancia del estilo se puso al nivel de la importancia de la materia, había publicado en Cervera en 1756 sus _Entretenimientos retóricos y poéticos en la Academia de Cervera_, que comprenden tres discursos, dos latinos, el otro latino y griego, y una tragedia también latina titulada _Hispania capta_. Escribió posteriormente a la extinción, la _Vida del venerable Berchmaus_, y más tarde en Roma la de su compatricia la beata Catalina Tomás, modelo de bueno pero difícil latín, de la cual hizo él mismo una traducción castellana que ha quedado manuscrita. El restablecimiento de los jesuitas en la Rusia Blanca, hecho por la emperatriz Catalina y consentido aun después de la extinción por el Papa Clemente XIV, y la tacha de cismáticos con que algunos los acriminaban, movieron al P. Pou a escribir en latín, con el nombre de Ignacio Filareto, cuatro libros apologéticos de la Compañía de Jesús conservada en la Rusia Blanca, que suena impresa en Ámsterdam, aunque no haya podido averiguarse el verdadero lugar de la impresión. Publicó también en latín y griego dos libros a la memoria de Laura Bassia, de la Academia de filosofía de Bolonia. Todas las citadas obras fueron impresas: manuscritas, a más de la presente que damos a luz, quedaron a causa de su modestia la traducción española de Demetrio Faléreo; y la del retórico Longino, de la que no tenemos otra noticia que la que él mismo nos da en una nota al libro II de Heródoto. Quedaron también manuscritos el _Specimen_ latino de las interpretaciones españolas sacadas de autores griegos y latinos, sagrados y profanos; la oración latina en el nacimiento de los dos gemelos hijos de Carlos IV, oración elegantísima, cuya recitación impidió con artificio un enemigo de la Compañía, y por último dos opúsculos en castellano, _Alivio de Párrocos_, y un _Compendio de Lógica_, que si no son enteramente suyos, fueron por él al menos corregidos; sin contar la numerosa correspondencia en diversos idiomas que fieles amigos o curiosos eruditos religiosamente conservan. LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA DE HERÓDOTO DE HALICARNASO. LIBRO PRIMERO. CLÍO.[2] Rapto de Ío, Europa, Medea y Helena. — Expedición de los griegos contra Troya. — El imperio de los Heráclidas pasa a manos de Giges. — Su descendencia: Ardis, Sadiates, Aliates. — Guerra contra los de Mileto. — Fábula de Arión. — Creso conquista algunos pueblos de Grecia, despide a Solón de su corte y es castigado con la muerte de su hijo. Consulta a los oráculos sobre la guerra de Persia, y envía dones a Delfos. Deseando aliarse con el imperio más poderoso de Grecia, vacila entre los atenienses y lacedemonios. — Estado de ambas naciones, dominada la primera por el tirano Pisístrato, y la segunda en guerra con los de Tegea. — Decídese Creso por los lacedemonios; hace alianza con ellos y marcha en seguida contra los persas; pasa el río Halis, pelea con Ciro en Pteria y se retira a Sardes, donde sitiado, y en breve prisionero de los persas, se liberta de la muerte milagrosamente. — Respuesta del oráculo a sus increpaciones. — Costumbres, historia y monumentos de los lidios. — Origen del imperio de los medos. — Política de Deyoces para subir al poder: su descendencia: Fraortes, Ciaxares, Astiages. — Aventuras de Ciro durante su niñez, su abandono, reconocimiento y venganza contra Astiages, a quien destrona, haciendo triunfar a los persas de los medos. — Religión de los persas, sus leyes y costumbres. — Guerra de Ciro contra los jonios, historia de estos y preparativos para resistirle. — Sublevación de los lidios contra Ciro instigados por Pactias. — Derrota y conquista de los jonios y otros pueblos de Grecia por Harpago, entretanto que Ciro sujeta al Asia superior, y en especial la Asiria. — Descripción de Babilonia, asedio y toma de aquella ciudad. Costumbres de los babilonios. — Desea Ciro conquistar a los maságetas: rehusando Tomiris, su reina, casarse con él, toma pretexto de esta repulsa para invadir el país, y después de una victoria parcial es vencido y muerto. La publicación[3] que Heródoto de Halicarnaso va a presentar de su historia, se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos, como de los bárbaros.[4] Con este objeto refiere una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros. I. La gente más culta de Persia y mejor instruida en la historia pretende que los fenicios fueron los autores primitivos de todas las discordias que se suscitaron entre los griegos y las demás naciones. Habiendo aquellos venido del mar Eritreo[5] al nuestro, se establecieron en la misma región que hoy ocupan, y se dieron desde luego al comercio en sus largas navegaciones. Cargadas sus naves de géneros propios del Egipto y de la Asiria, uno de los muchos y diferentes lugares donde aportaron traficando fue la ciudad de Argos,[6] la principal y más sobresaliente de todas las que tenía entonces aquella región que ahora llamamos Hélade.[7] Los negociantes fenicios, desembarcando sus mercaderías, las expusieron con orden a pública venta. Entre las mujeres que en gran número concurrieron a la playa, fue una la joven Ío,[8] hija de Ínaco, rey de Argos, a la cual dan los persas el mismo nombre que los griegos. Al quinto o sexto día de la llegada de los extranjeros, despachada la mayor parte de sus géneros y hallándose las mujeres cercanas a la popa, después de haber comprado cada una lo que más excitaba sus deseos, concibieron y ejecutaron los fenicios el pensamiento de robarlas. En efecto, exhortándose unos a otros, arremetieron contra todas ellas, y si bien la mayor parte se les pudo escapar, no cupo esta suerte a la princesa, que arrebatada con otras, fue metida en la nave y llevada después al Egipto, para donde se hicieron luego a la vela. II. Así dicen los persas que Ío fue conducida al Egipto, no como nos lo cuentan los griegos,[9] y que este fue el principio de los atentados públicos entre asiáticos y europeos, mas que después ciertos griegos (serían a la cuenta los cretenses, puesto que no saben decirnos su nombre), habiendo aportado a Tiro en las costas de Fenicia, arrebataron a aquel príncipe una hija, por nombre Europa,[10] pagando a los fenicios la injuria recibida con otra equivalente. Añaden también que no satisfechos los griegos con este desafuero, cometieron algunos años después otro semejante; porque habiendo navegado en una nave larga[11] hasta el río Fasis, llegaron a Ea en la Cólquide, donde después de haber conseguido el objeto principal de su viaje, robaron al rey de Colcos una hija, llamada Medea.[12] Su padre, por medio de un heraldo que envió a Grecia, pidió, juntamente con la satisfacción del rapto, que le fuese restituida su hija; pero los griegos contestaron, que ya que los asiáticos no se la dieran antes por el robo de Ío, tampoco la darían ellos por el de Medea. III. Refieren además, que en la segunda edad[13] que siguió a estos agravios, fue cometido otro igual por Alejandro, uno de los hijos de Príamo. La fama de los raptos anteriores, que habían quedado impunes, inspiró a aquel joven el capricho de poseer también alguna mujer ilustre robada de la Grecia, creyendo sin duda que no tendría que dar por esta injuria la menor satisfacción. En efecto, robó a Helena,[14] y los griegos acordaron enviar luego embajadores a pedir su restitución y que se les pagase la pena del rapto. Los embajadores declararon la comisión que traían, y se les dio por respuesta, echándoles en cara el robo de Medea, que era muy extraño que no habiendo los griegos por su parte satisfecho la injuria anterior, ni restituido la presa, se atreviesen a pretender de nadie la debida satisfacción para sí mismos. IV. Hasta aquí, pues, según dicen los persas, no hubo más hostilidades que las de estos raptos mutuos, siendo los griegos los que tuvieron la culpa de que en lo sucesivo se encendiese la discordia, por haber empezado sus expediciones contra el Asia primero que pensasen los persas en hacerlas contra la Europa. En su opinión, esto de robar las mujeres es a la verdad una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto empeño la venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer ningún caso de las arrebatadas es propio de gente cuerda y política, porque bien claro está que si ellas no lo quisiesen de veras nunca hubieran sido robadas. Por esta razón, añaden los persas, los pueblos del Asia miraron siempre con mucha frialdad estos raptos mujeriles, muy al revés de los griegos, quienes por una hembra lacedemonia juntaron un ejército numerosísimo, y pasando al Asia destruyeron el reino de Príamo;[15] época fatal del odio con que miraron ellos después por enemigo perpetuo al nombre griego. Lo que no tiene duda es que al Asia, y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda la Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio. V. Así pasaron las cosas, según refieren los persas, los cuales están persuadidos de que el origen del odio y enemistad para con los griegos les vino de la toma de Troya. Mas por lo que hace al robo de Ío, no van con ellos acordes los fenicios, porque estos niegan haberla conducido al Egipto por vía de rapto, y antes bien, pretenden que la joven griega, de resultas de un trato nimiamente familiar con el patrón de la nave, como se viese con el tiempo próxima a ser madre, por el rubor que tuvo de revelar a sus padres su debilidad, prefirió voluntariamente partirse con los fenicios, a fin de evitar de este modo su pública deshonra. Sea de esto lo que se quiera, así nos lo cuentan al menos los persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o del otro modo. Lo que si haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados grandes y pequeños, visto que muchos que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que se han elevado en nuestros días a la mayor grandeza. Persuadido, pues, de la inestabilidad del poder humano, y de que las cosas de los hombres nunca permanecen constantes en el mismo ser, próspero ni adverso, haré, como digo, mención igualmente de unos estados y de otros, grandes y pequeños. VI. Creso, de nación lidio e hijo de Aliates, fue señor o _tirano_[16] de aquellas gentes que habitan de esta parte del Halis, que es un río, el cual corriendo de mediodía a norte y pasando por entre los sirios y paflagonios, va a desembocar en el ponto que llaman Euxino. Este Creso fue, a lo que yo alcanzo, el primero entre los bárbaros que conquistó algunos pueblos de los griegos, haciéndolos sus tributarios, y el primero también que se ganó a otros de la misma nación y los tuvo por amigos. Conquistó a los jonios, a los eolios y a los dorios, pueblos todos del Asia menor, y ganose por amigos a los lacedemonios. Antes de su reinado los griegos eran todos unos pueblos libres e independientes, puesto que la invasión que los cimerios[17] hicieron anteriormente en la Jonia fue tan solo una correría de puro pillaje, sin que se llegasen a apoderar de los puntos fortificados, ni a enseñorearse del país. VII. El imperio que antes era de los Heráclidas, pasó a la familia de Creso, descendiente de los Mermnadas, del modo que voy a decir. Candaules, hijo de Mirso, a quien por eso dan los griegos el nombre de Mírsilo, fue el último soberano de la familia de los Heráclidas que reinó en Sardes, habiendo sido el primero Agrón, hijo de Nino, nieto de Belo y bisnieto de Alceo, el hijo de Heracles. Los que reinaban en el país antes de Agrón, eran descendientes de Lido, el hijo de Atis; y por esta causa todo aquel pueblo, que primero se llamaba meonio, vino después a llamarse lidio. El que los Heráclidas descendientes de Heracles y de una esclava de Yárdano se quedasen con el mando que habían recibido en depósito de mano del último sucesor de los descendientes de Lido, no fue sino en virtud y por orden de un oráculo. Los Heráclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules. VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dascilo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos:[18] «Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal como Dios la hizo». Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: «¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿Me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón». XI. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicole así: «Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aun sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entretanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndole las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir». X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello;[19] pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer. XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: «No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda». Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y le preguntó de nuevo: «Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle?». «¿Cómo?, le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido». XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco de Paros, poeta contemporáneo, hizo mención en sus _Yambos trímetros_.[20] XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos. Porque como los lidios, haciendo grandísimo duelo del suceso trágico de Candaules, tomasen las armas para su venganza, juntáronse con ellos en un congreso los partidarios de Giges y quedó convenido que si el oráculo declaraba que Giges fuese rey de los lidios, reinase en hora buena, pero si no, que se restituyese el mando a los Heráclidas. El oráculo otorgó a Giges el reino, en el cual se consolidó pacíficamente, si bien no dejó la Pitia[21] de añadir que se reservaba a los Heráclidas su satisfacción y venganza, la cual alcanzaría al quinto descendiente de Giges; vaticinio de que ni los lidios ni los mismos reyes después hicieron caso alguno, hasta que con el tiempo se viera realizado. XIV. De esta manera, vuelvo a decir, tuvieron los Mermnadas el cetro que quitaron a los Heráclidas. El nuevo soberano se mostró generoso en los regalos que envió a Delfos; pues fueron muchísimas ofrendas de plata, que consagró en aquel templo con otras de oro, entre las cuales merecen particular atención y memoria seis pilas o tazas grandes de oro macizo del peso de treinta talentos,[22] que se conservan todavía en el tesoro de los corintios; bien que, hablando con rigor, no es este tesoro de la comunidad de los corintios, sino de Cípselo, el hijo de Eetión. De todos los bárbaros, a lo menos que yo sepa, fue Giges el primero que después de Midas, rey de la Frigia e hijo de Gordias, dedicó sus ofrendas en el templo de Delfos, habiendo Midas ofrecido antes allí mismo su trono real (pieza verdaderamente bella y digna de ser vista), donde sentado juzgaba en público las causas de sus vasallos, el cual se muestra todavía en el mismo lugar en que las grandes tazas de Giges. Todo este oro y plata que ofreció el rey de Lidia es conocido bajo el nombre de las ofrendas _gigadas_, aludiendo al de quien las regaló. Apoderado del mando este monarca, hizo una expedición contra Mileto, otra contra Esmirna y otra contra Colofón, cuya última plaza tomó a viva fuerza. Pero ya que en el largo espacio de treinta y ocho años que duró su reinado ninguna otra hazaña hizo de valor, contentos nosotros con lo que llevamos referido, le dejaremos aquí. XV. Su hijo y sucesor Ardis rindió con las armas a Priene, y pasó con sus tropas contra Mileto. Durante su reinado, los cimerios,[23] viéndose arrojar de sus casas y asientos por los escitas nómadas, pasaron al Asia menor, y rindieron con las armas a la ciudad de Sardes, si bien no llegaron a tomar la ciudadela. XVI. Después de haber reinado Ardis cuarenta y nueve años, tomó el mando su hijo Sadiates, que lo disfrutó doce, y lo dejó a Aliates. Este hizo la guerra a Ciaxares, uno de los descendientes de Deyoces, y al mismo tiempo a los medos: echó del Asia menor a los cimerios, tomó a Esmirna, colonia que era de Colofón, y llevó sus armas contra la ciudad de Clazómenas; expedición de que no salió como quisiera, pues tuvo que retirarse con mucha pérdida y descalabro. XVII. Sin embargo, nos dejó en su reinado otras hazañas bien dignas de memoria; porque llevando adelante la guerra que su padre emprendiera contra los de Mileto, tuvo sitiada la ciudad de un modo nuevo particular. Esperaba que estuviesen ya adelantados los frutos en los campos, y entonces hacía marchar su ejército al son de trompetas y flautas que tocaban hombres y mujeres. Llegando al territorio de Mileto, no derribaba los caseríos, ni los quemaba, ni tampoco mandaba quitar las puertas y ventanas. Sus hostilidades únicamente consistían en talar los árboles y las mieses, hecho lo cual se retiraba, porque veía claramente que siendo los milesios dueños del mar, sería tiempo perdido el que emplease en bloquearlos por tierra con sus tropas. Su objeto en perdonar los caseríos no era otro sino hacer que los milesios, conservando en ellos donde guarecerse, no dejasen de cultivar los campos, y con esto pudiese él talar nuevamente sus frutos. XVIII. Once años habían durado las hostilidades contra Mileto; seis en tiempo de Sadiates, motor de la guerra, y cinco en el reinado de Aliates, que llevó adelante la empresa con mucho tesón y empeño. Dos veces fueron derrotados los milesios, una en la batalla de Limenio, lugar de su distrito, y otra en las llanuras del Meandro. Durante la guerra no recibieron auxilios de ninguna otra de las ciudades de la Jonia, sino de los de Quíos, que fueron los únicos que, agradecidos al socorro que habían recibido antes de los milesios en la guerra que tuvieron contra los eritreos, salieron ahora en su ayuda y defensa. XIX. Venido el año duodécimo y ardiendo las mieses encendidas por el enemigo, se levantó de repente un recio viento que llevó la llama al templo de Atenea Asesia, el cual quedó en breve reducido a cenizas. Nadie hizo caso por de pronto de este suceso; pero vueltas las tropas a Sardes, cayó enfermo Aliates, y retardándose mucho su curación, resolvió despachar sus diputados a Delfos, para consultar al oráculo sobre su enfermedad, ora fuese que alguno se lo aconsejase, ora que él mismo creyese conveniente consultar al dios acerca de su mal. Llegados los embajadores a Delfos, les intimó la Pitia que no tenían que esperar respuesta del oráculo, si primero no reedificaban el templo de Atenea, que dejaron abrasar en Aseso, comarca de Mileto. XX. Yo sé que pasó de este modo la cosa, por haberla oído de boca de los delfios. Añaden los de Mileto, que Periandro, hijo de Cípselo, huésped y amigo íntimo de Trasíbulo, que a la sazón era señor de Mileto, tuvo noticia de la respuesta que acababa de dar la sacerdotisa de Apolo, y por medio de un enviado dio parte de ella a Trasíbulo, para que informado, y valiéndose de la ocasión, viese de tomar algún expediente oportuno. XXI. Luego que Aliates tuvo noticia de lo acaecido en Delfos, despachó un rey de armas a Mileto, convidando a Trasíbulo y a los milesios con un armisticio por todo el tiempo que él emplease en levantar el templo abrasado. Entretanto, Trasíbulo, prevenido ya de antemano y asegurado de la resolución que quería tomar Aliates, mandó que recogido cuanto trigo había en la ciudad, así el público como el de los particulares, se llevase todo al mercado, y al mismo tiempo ordenó por un bando a los milesios, que cuando él les diese la señal, al punto todos ellos, vestidos de gala, celebrasen sus festines y convites con mucho regocijo y algazara. XXII. Todo esto lo hacía Trasíbulo con la mira de que el mensajero lidio, viendo por una parte los montones de trigo, y por otra la alegría del pueblo en sus fiestas y banquetes, diese cuenta de todo a Aliates cuando volviese a Sardes después de cumplida su comisión. Así sucedió efectivamente; y Aliates, que se imaginaba en Mileto la mayor carestía, y a los habitantes sumergidos en la última miseria, oyendo de boca de su mensajero todo lo contrario de lo que esperaba, tuvo por acertado concluir la paz con la sola condición de que fuesen las dos naciones amigas y aliadas. Aliates, por un templo quemado, edificó dos en Aseso a la diosa Atenea, y convaleció de su enfermedad. Este fue el curso y el éxito de la guerra que Aliates hizo a Trasíbulo y a los ciudadanos de Mileto. XXIII. A Periandro, de quien acabo de hacer mención, por haber dado a Trasíbulo el aviso acerca del oráculo, dicen los corintios, y en lo mismo convienen los de Lesbos, que siendo señor de Corinto, le sucedió la más rara y maravillosa aventura: quiero decir la de Arión, natural de Metimna, cuando fue llevado a Ténaro sobre las espaldas de un delfín. Este Arión era uno de los más famosos músicos citaristas de su tiempo, y el primer poeta ditirámbico de que se tenga noticia; pues él fue quien inventó el ditirambo,[24] y dándole este nombre lo enseñó en Corinto. XXIV. La cosa suele contarse así: Arión, habiendo vivido mucho tiempo en la corte al servicio de Periandro, quiso hacer un viaje a Italia y a Sicilia, como efectivamente lo ejecutó por mar; y después de haber juntado allí grandes riquezas, determinó volverse a Corinto. Debiendo embarcarse en Tarento, fletó un barco corintio, porque de nadie se fiaba tanto como de los hombres de aquella nación. Pero los marineros, estando en alta mar, formaron el designio de echarle al agua, con el fin de apoderarse de sus tesoros. Arión entiende la trama, y les pide que se contenten con su fortuna, la cual les cederá muy gustoso con tal de que no le quiten la vida. Los marineros, sordos a sus ruegos, solamente le dieron a escoger entre matarse con sus propias manos, y así lograría ser sepultado después en tierra, o arrojarse inmediatamente al mar. Viéndose Arión reducido a tan estrecho apuro, pidioles por favor le permitieran ataviarse con sus mejores vestidos, y entonar antes de morir una canción sobre la cubierta de la nave, dándoles palabra de matarse por su misma mano luego de haberla concluido. Convinieron en ello los corintios, deseosos de disfrutar un buen rato oyendo cantar al músico más afamado de su tiempo; y con este fin dejaron todos la popa y se vinieron a oírle en medio del barco. Entonces el astuto Arión, adornado maravillosamente y puesto el pie sobre la cubierta con la cítara en la mano, cantó una composición melodiosa, llamada el _nomo ortio_, y habiéndola concluido, se arrojó de repente al mar. Los marineros, dueños de sus despojos, continuaron su navegación a Corinto, mientras un delfín (según nos cuentan) tomó sobre sus espaldas al célebre cantor y lo condujo salvo a Ténaro. Apenas puso Arión en tierra los pies, se fue en derechura a Corinto vestido con el mismo traje, y refirió lo que acababa de suceder. Periandro, que no daba entero crédito al cuento de Arión, aseguró su persona y le tuvo custodiado hasta la llegada de los marineros. Luego que esta se verificó, los hizo comparecer delante de sí, y les preguntó si sabrían darle alguna noticia de Arión. Ellos respondieron que se hallaba perfectamente en Italia, y que le habían dejado sano y bueno en Tarento. Al decir esto, de repente comparece a su vista Arión, con los mismos adornos con que se había precipitado en el mar; de lo que, aturdidos ellos, no acertaron a negar el hecho y quedó demostrada su maldad. Esto es lo que refieren los corintios y lesbios; y en Ténaro se ve una estatua de bronce, no muy grande, en la cual es representado Arión bajo la figura de un hombre montado en un delfín. XXV. Volviendo a la historia, diré que Aliates dio fin con su muerte a un reinado de cincuenta y siete años, y que fue el segundo de su familia que contribuyó a enriquecer el templo de Delfos; pues en acción de gracias por haber salido de su enfermedad, consagró un gran vaso de plata con su basera de hierro colado, obra de Glauco, natural de Quíos (el primero que inventó la soldadura de hierro), y la ofrenda más vistosa de cuantas hay en Delfos. XXVI. Por muerte de Aliates entró a reinar su hijo Creso a la edad de treinta y un años, y tomando las armas acometió a los de Éfeso, y sucesivamente a los demás griegos. Entonces fue cuando los efesios, viéndose por él sitiados, consagraron su ciudad a Artemisa, atando desde su templo una soga que llegase hasta la muralla, siendo la distancia no menos que de siete estadios,[25] pues a la sazón la ciudad vieja, que fue la sitiada, distaba tanto del templo. El monarca lidio hizo después la guerra por su turno a los jonios y a los eolios, valiéndose de diferentes pretextos, algunos bien frívolos, y aprovechando todas las ocasiones de engrandecerse. XXVII. Conquistados ya los griegos del continente del Asia y obligados a pagarle tributo, formó de nuevo el proyecto de construir una escuadra y atacar a los isleños, sus vecinos. Tenía ya todos los materiales a punto para dar principio a la construcción, cuando llegó a Sardes Biante el de Priene, según dicen algunos, o según dicen otros, Pítaco el de Mitilene. Preguntado por Creso si en la Grecia había algo de nuevo, respondió que los isleños reclutaban hasta diez mil caballos, resueltos a emprender una expedición contra Sardes. Creyendo Creso que se le decía la verdad sin disfraz alguno: «¡Ojalá, exclamó, que los dioses inspirasen a los isleños el pensamiento de hacer una correría contra mis lidios, superiores por su genio y destreza a cuantos manejan caballos!». «Bien se echa de ver, señor, replicó el sabio, el vivo deseo que os anima de pelear a caballo contra los isleños en tierra firme, y en eso tenéis mucha razón. Pues ¿qué otra cosa pensáis vos que desean los isleños, oyendo que vais a construir esas naves, sino poder atrapar a los lidios en alta mar, y vengar así los agravios que estáis haciendo a los griegos del continente, tratándolos como vasallos y aun como esclavos?». Dicen que el apólogo de aquel sabio pareció a Creso muy ingenioso, y cayéndole mucho en gracia la ficción, tomó el consejo de suspender la fábrica de sus naves y de concluir con los jonios de las islas un tratado de amistad. XXVIII. Todas las naciones que moran más acá del río Halis, fueron conquistadas por Creso y sometidas a su gobierno, a excepción de los cilicios y de los licios. Su imperio se componía por consiguiente de los de los lidios, frigios, misios, mariandinos, cálibes, paflagonios, tracios tinios y bitinios; como también de los carios, jonios, eolios y panfilios. XXIX. Como la corte de Sardes se hallase después de tantas conquistas en la mayor opulencia y esplendor, todos los varones sabios que a la sazón vivían en Grecia emprendían sus viajes para visitarla en el tiempo que más convenía a cada uno. Entre todos ellos, el más célebre fue el ateniense Solón; el cual, después de haber compuesto un código de leyes por orden de sus ciudadanos, so color de navegar y recorrer diversos países, se ausentó de su patria por diez años; pero en realidad fue por no tener que abrogar ninguna ley de las que dejaba establecidas, puesto que los atenienses, obligados con los más solemnes juramentos a la observancia de todas las que les había dado Solón, no se consideraban en estado de poder revocar ninguna por sí mismos. XXX. Estos motivos y el deseo de contemplar y ver mundo, hicieron que Solón se partiese de su patria y fuese a visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los cortesanos para que mostrasen al nuevo huésped todas las riquezas y preciosidades que se encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto y observado prolijamente por el tiempo que quiso, le dirigió Creso este discurso: «Ateniense, a quien de veras aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido por la fama de tu sabiduría y ciencia política, y por lo mucho que has visto y observado con la mayor diligencia, respóndeme, caro Solón, a la pregunta que voy a dirigirte: entre tantos hombres, ¿has visto alguno hasta de ahora completamente dichoso?». Creso hacía esta pregunta porque se creía el más afortunado del mundo. Pero Solón, enemigo de la lisonja, y que solamente conocía el lenguaje de la verdad, le respondió: «Sí, señor, he visto a un hombre feliz en Telo el ateniense». Admirado el rey, insta de nuevo: «¿Y por qué motivo juzgas a Telo el más venturoso de todos?». «Por dos razones, señor, le responde Solón; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una dicha envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de Eleusis, que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura pública en el mismo sitio en que había muerto». XXXI. Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le preguntó nuevamente a quién consideraba después de Telo el segundo entre los felices, no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero Solón le respondió: «A dos argivos, llamados Cleobis y Bitón. Ambos gozaban en su patria una decente medianía, y eran además hombres robustos y valientes, que habían obtenido coronas en los juegos y fiestas públicas de los atletas. También se refiere de ellos, que, como en una fiesta que los argivos hacían a Hera fuese ceremonia legítima el que su madre[26] hubiese de ser llevada al templo en un carro tirado de bueyes, y estos no hubiesen llegado del campo a la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más, pusieron bajo del yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre venía sentada, por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con ella. »Habiendo dado al pueblo que a la fiesta concurría este tierno espectáculo, les sobrevino el término de su carrera del modo más apetecible y más digno de envidia; queriendo mostrar en ellos el cielo que a los hombres a veces les conviene más morir que vivir. Porque como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial, y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Hera delante de su estatua que se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Bitón, en premio de haberla honrado tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta súplica, asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan profundo que nunca más despertaron de él. Los argivos honraron su memoria y dedicaron sus retratos en Delfos, considerándolos como a unos varones esclarecidos». XXXII. A estos daba Solón el segundo lugar entre los felices; oyendo lo cual Creso, exclamó conmovido: «¿Conque apreciáis en tan poco, amigo ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por feliz al lado de esos hombres vulgares?». «¿Y a mí, replicó Solón, me hacéis esa pregunta, a mi, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es de trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía. »Supongamos setenta años el término de la vida humana. La suma de sus días será de venticinco mil y doscientos, sin entrar en ella ningún mes intercalar. Pero si uno quiere añadir un mes[27] cada dos años, con la mira de que las estaciones vengan a su debido tiempo, resultarán treinta y cinco meses intercalares, y por ellos mil y cincuenta días más. Pues en todos estos días de que constan los setenta años, y que ascienden al número de veintiséis mil doscientos y cincuenta, no se hallará uno solo que por la identidad de sucesos sea enteramente parecido a otro. La vida del hombre, ¡oh Creso!, es una serie de calamidades. En el día sois un monarca poderoso y rico, a quien obedecen muchos pueblos; pero no me atrevo a daros aún ese nombre que ambicionáis, hasta que no sepa cómo habéis terminado el curso de vuestra vida. Un hombre por ser muy rico no es más feliz que otro que solo cuenta con la subsistencia diaria, si la fortuna no le concede disfrutar hasta el fin de su primera dicha. ¿Y cuántos infelices vemos entre los hombres opulentos, al paso que muchos con un moderado patrimonio gozan de la felicidad? »El que siendo muy rico es infeliz, en dos cosas aventaja solamente al que es feliz, pero no rico. Puede, en primer lugar, satisfacer todos sus antojos; y en segundo, tiene recursos para hacer frente a los contratiempos. Pero el otro le aventaja en muchas cosas; pues además de que su fortuna le preserva de aquellos males, disfruta de buena salud, no sabe qué son trabajos, tiene hijos honrados en quienes se goza, y se halla dotado de una hermosa presencia. Si a esto se añade que termine bien su carrera, ved aquí el hombre feliz que buscáis; pero antes que uno llegue al fin, conviene suspender el juicio y no llamarle feliz. Désele entretanto, si se quiere, el nombre de afortunado. »Pero es imposible que ningún mortal reúna todos estos bienes; porque así como ningún país produce cuanto necesita, abundando de unas cosas y careciendo de otras, y teniéndose por mejor aquel que da más de su cosecha, del mismo modo no hay hombre alguno que de todo lo bueno se halle provisto; y cualquiera que constantemente hubiese reunido mayor parte de aquellos bienes, si después lograre una muerte plácida y agradable, este, señor, es para mí quien merece con justicia el nombre de dichoso. En suma, es menester contar siempre con el fin; pues hemos visto frecuentemente desmoronarse la fortuna de los hombres a quienes Dios había ensalzado más». XXXIII. Este discurso, sin mezcla de adulación ni de cortesanos miramientos, desagradó a Creso, el cual despidió a Solón, teniéndole por un ignorante que, sin hacer caso de los bienes presentes, fijaba la felicidad en el término de las cosas. XXXIV. Después de la partida de Solón, la venganza del cielo se dejó sentir sobre Creso, en castigo, a lo que parece, de su orgullo por haberse creído el más dichoso de los mortales. Durmiendo una noche le asaltó un sueño en que se le presentaron las desgracias que amenazaban a su hijo. De dos que tenía, el uno era sordo y lisiado; y el otro, llamado Atis, el más sobresaliente de los jóvenes de su edad. Este perecería traspasado con una punta de hierro si el sueño se verificaba. Cuando Creso despertó se puso lleno de horror a meditar sobre él, y desde luego hizo casar a su hijo y no volvió a encargarle el mando de sus tropas, a pesar de que antes era el que solía conducir los lidios al combate; ordenando además que los dardos, lanzas y cuantas armas sirven para la guerra, se retirasen de las habitaciones destinadas a los hombres, y se llevasen a los cuartos de las mujeres, no fuese que permaneciendo allí colgadas pudiese alguna caer sobre su hijo. XXXV. Mientras Creso disponía las bodas, llegó a Sardes un frigio de sangre real, que había tenido la desgracia de ensangrentar sus manos con un homicidio involuntario. Puesto en la presencia del rey, le pidió se dignase purificarle de aquella mancha, lo que ejecutó Creso según los ritos del país, que en esta clase de expansiones son muy parecidos a los de la Grecia. Concluida la ceremonia, y deseoso de saber quién era y de dónde venía, le habló así: «¿Quién eres, desgraciado?, ¿de qué parte de Frigia[28] vienes?, ¿y a qué hombre o mujer has quitado la vida?». «Soy, respondió el extranjero, hijo de Midas, y nieto de Gordias: me llamo Adrasto; maté sin querer a un hermano mío, y arrojado de la casa paterna, falto de todo auxilio, vengo a refugiarme a la vuestra». «Bien venido seas, le dijo Creso, pues eres de una familia amiga, y aquí nada te faltará. Sufre la calamidad con buen ánimo, y te será más llevadera». Adrasto se quedó hospedado en el palacio de Creso. XXXVI. Por el mismo tiempo un jabalí enorme del monte Olimpo devastaba los campos de los misios; los cuales, tratando de perseguirle, en vez de causarle daño lo recibían de él nuevamente. Por último, enviaron sus diputados a Creso, rogándole que les diese al príncipe su hijo con algunos mozos escogidos y perros de caza para matar aquella fiera. Creso, renovando la memoria del sueño, les respondió: «Con mi hijo no contéis, porque es novio y no quiero distraerle de los cuidados que ahora le ocupan; os daré, sí, todos mis cazadores con sus perros, encargándoles hagan con vosotros los mayores esfuerzos para ahuyentar de vuestro país el formidable jabalí». XXXVII. Poco satisfechos quedaron los misios con esta respuesta, cuando llegó el hijo de Creso, e informado de todo, habló a su padre en estos términos: «En otro tiempo, padre mío, la guerra y la caza me presentaban honrosas y brillantes ocasiones donde acreditar mi valor; pero ahora me tenéis separado de ambos ejercicios, sin haber dado yo muestras de flojedad ni de cobardía. ¿Con qué cara me dejaré ver en la corte de aquí en adelante al ir y volver del foro y de las concurrencias públicas? ¿En qué concepto me tendrán los ciudadanos? ¿Qué pensará de mí la esposa con quien acabo de unir mi destino? Permitidme, pues, que asista a la caza proyectada, o decidme por qué razón no me conviene ir a ella». XXXVIII. «Yo, hijo mío, respondió Creso, no he tomado estas medidas por haber visto en ti cobardía, ni otra cosa que pudiese desagradarme. Un sueño me anuncia que morirás en breve traspasado por una punta de hierro. Por esto aceleré tus bodas, y no te permito ahora ir a la caza por ver si logro, mientras viva, libertarte de aquel funesto presagio. No tengo más hijo que tú, pues el otro, sordo y estropeado, es como si no le tuviera». XXIX. «Es justo, replicó el joven, que se os disimule vuestro temor y la custodia en que me habéis tenido después de un sueño tan aciago; mas, permitidme, señor, que os interprete la visión, ya que parece no la habéis comprendido. Si me amenaza una punta de hierro, ¿qué puedo temer de los dientes y garras de un jabalí? Y puesto que no vamos a lidiar con hombres, no pongáis obstáculo a mi marcha». XL. «Veo, dijo Creso, que me aventajas en la inteligencia de los sueños. Convencido de tus razones, mudo de dictamen y te doy permiso para que vayas a caza». XLI. En seguida llamó a Adrasto, y le dijo: «No pretendo, amigo mío, echarte en cara tu desventura: bien sé que no eres ingrato. Recuérdote solamente que me debes tu expiación, y que hospedado en mi palacio te proveo de cuanto necesitas. Ahora en cambio exijo de ti que te encargues de la custodia de mi hijo en esta cacería, no sea que en el camino salgan ladrones a dañaros. A ti, además, te conviene una expedición en que podrás acreditar el valor heredado de tus mayores y la fuerza de tu brazo». XLII. «Nunca, señor, respondió Adrasto, entraría de buen grado en esta que pudiendo llamarse partida de diversión desdice del miserable estado en que me veo, y por eso heme abstenido hasta de frecuentar la sociedad de los jóvenes afortunados; pero agradecido a vuestros beneficios, y debiendo corresponder a ellos, estoy pronto a ejecutar lo que me mandáis, y quedad seguro que desempeñaré con todo esmero la custodia de vuestro hijo, para que torne sano y salvo a vuestra casa». XLIII. Dichas estas palabras, parten los jóvenes, acompañados de una tropa escogida y provistos de perros de caza. Llegados a las sierras del Olimpo, buscan la fiera, la levantan y rodean, y disparan contra ella una lluvia de dardos. En medio de la confusión, quiere la fortuna ciega que el huésped purificado por Creso de su homicidio, el desgraciado Adrasto, disparando un dardo contra el jabalí, en vez de dar en la fiera, dé en el hijo mismo de su bienhechor, en el príncipe infeliz que, traspasado con aquella punta, cumple muriendo la predicción del sueño de su padre. Al momento despachan un correo para Creso con la nueva de lo acaecido, el cual, llegado a Sardes, dale cuenta del choque y de la infausta muerte de su hijo. XLIV. Túrbase Creso al oír la noticia, y se lamenta particularmente de que haya sido el matador de su hijo aquel cuyo homicidio había él expiado. En el arrebato de su dolor invoca al dios de la expiación, al dios de la hospitalidad, al dios que preside a las íntimas amistades, nombrando con estos títulos a Zeus, y poniéndole por testigo de la paga atroz que recibe de aquel cuyas manos ensangrentadas ha purificado, a quien ha recibido como huésped bajo su mismo techo, y que escogido para compañero y custodio de su hijo, se había mostrado su mayor enemigo. XLV. Después de estos lamentos llegan los lidios con el cadáver, y detrás el matador, el cual, puesto delante de Creso, le insta con las manos extendidas para que le sacrifique sobre el cuerpo de su hijo, renovando la memoria de su primera desventura, y diciendo que ya no debe vivir, después de haber dado la muerte a su mismo expiador. Pero Creso, a pesar del sentimiento y luto doméstico que le aflige, se compadece de Adrasto y le habla en estos términos: «Ya tengo, amigo, toda la venganza y desagravio que pudiera desear, en el hecho de ofrecerte a morir tú mismo. Pero, ¡ah!, no es tuya la culpa, sino del destino, y quizá de la deidad misma que me pronosticó en el sueño lo que había de suceder». Creso hizo los funerales de su hijo con la pompa correspondiente; y el infeliz hijo de Midas y nieto de Gordias, el homicida involuntario de su hermano y del hijo de su expiador, el fugitivo Adrasto, cuando vio quieto y solitario el lugar del sepulcro, condenándose a sí mismo por el más desdichado de los hombres, se degolló sobre el túmulo con sus propias manos. XLVI. Creso, privado de su hijo, cubriose de luto por dos años, al cabo de los cuales, reflexionando que el imperio de Astiages, hijo de Ciaxares, había sido destruido por Ciro, hijo de Cambises, y que el poder de los persas iba creciendo de día en día, suspendió su llanto y se puso a meditar sobre los medios de abatir la dominación persa, antes que llegara a la mayor grandeza. Con esta idea quiso hacer prueba de la verdad de los oráculos, tanto de la Grecia como de la Libia, y despachó diferentes comisionados a Delfos, a Abas, lugar de los focidios, y a Dodona, como también a los oráculos de Anfiarao y de Trofonio, y al que hay en Bránquidas, en el territorio de Mileto. Estos fueron los oráculos que consultó en la Grecia, y asimismo envió sus diputados al templo de Amón en la Libia. Su objeto era explorar lo que cada oráculo respondía, y si los hallaba conformes, consultarles después si emprendería la guerra contra los persas. XLVII. Antes de marchar, dio a sus comisionados estas instrucciones: que llevasen bien la cuenta de los días, empezando desde el primero que saliesen de Sardes; que al centésimo consultasen el oráculo en estos términos: «¿En qué cosa se está ocupando en este momento el rey de los lidios, Creso, hijo de Aliates?», y que tomándolas por escrito, le trajesen la respuesta de cada oráculo. Nadie refiere lo que los demás oráculos respondieron; pero en Delfos, luego que los lidios entraron en el templo e hicieron la pregunta que se les había mandado, respondió la Pitia con estos versos: Sé del mar la medida, y de su arena El número contar. No hay sordo alguno A quien no entienda; y oigo al que no habla. Percibo la fragancia que despide La tortuga cocida en la vasija De bronce, con la carne de cordero, Teniendo bronce abajo, y bronce arriba. XLVIII. Los lidios, tomando estos versos de la boca profética de la Pitia, los pusieron por escrito, y volviéronse con ellos a Sardes. Llegaban entretanto las respuestas de los otros oráculos, ninguna de las cuales satisfizo a Creso. Pero cuando halló la de Delfos, la recibió con veneración, persuadido de que allí solo residía un verdadero numen, pues ningún otro sino él había dado con la verdad. El caso era, que llegado el día prescrito a los comisionados para la consulta de los dioses, discurrió Creso una ocupación que fuese difícil de adivinar, y partiendo en varios pedazos una tortuga y un cordero, se puso a cocerlos en una vasija de bronce, tapándola con una cobertera del mismo metal. XLIX. Esta ocupación era conforme a la respuesta de Delfos. La que dio el oráculo de Anfiarao a los lidios que le consultaron sin faltar a ninguna de las ceremonias usadas en aquel templo, no puedo decir cuál fuera; y solo se refiere que por ella quedó persuadido Creso de que también aquel oráculo gozaba del don de profecía. L. Después de esto procuró Creso ganarse el favor de la deidad que reside en Delfos, a fuerza de grandes sacrificios, pues por una parte subieron hasta el número de tres mil las víctimas escogidas que allí ofreció, y por otra mandó levantar una grande pira de lechos dorados y plateados, de tazas de oro, de vestidos y túnicas de púrpura, y después la pegó fuego; ordenando también a todos los lidios que cada uno se esmerase en sus sacrificios cuanto les fuera posible. Hecho esto, mandó derretir una gran cantidad de oro y fundir con ella unos como medios ladrillos, de los cuales los más largos eran de seis palmos, y los más cortos de tres, teniendo de grueso un palmo, todos componían el número de ciento diecisiete. Entre ellos había cuatro de oro acrisolado, que pesaba cada uno dos talentos y medio; los demás ladrillos[29] de oro blanquecino eran del peso de dos talentos. Labró también de oro refinado la efigie de un león, del peso de diez talentos. Este león, que al principio se hallaba erigido sobre los medios ladrillos, cayó de su basa cuando se quemó el templo de Delfos, y al presente se halla en el tesoro de los corintios, pero con solo el peso de seis talentos y medio, habiendo mermado tres y medio que el incendio consumió. LI. Fabricados estos dones, envió Creso juntamente con ellos otros regalos, que consistían en dos grandes tazas, la una de oro, y la otra de plata. La de oro estaba a mano derecha, al entrar en el templo, y la de plata a la izquierda; si bien ambas, después de abrasado el templo, mudaron también de lugar; pues la de oro, que pesa ocho talentos y medio y doce minas más, se guarda en el tesoro de los clazomenios; y la de plata en un ángulo del portal al entrar del templo; la cual, tiene de cabida seiscientos cántaros, y en ella ameran los de Delfos el vino en la fiesta de la _Teofanía_. Dicen ser obra de Teodoro Samio, y lo creo así; pues no me parece por su mérito pieza de artífice común. Envió asimismo cuatro tinajas de plata, depositadas actualmente en el tesoro de los de Corinto; y consagró también dos aguamaniles, uno de oro y otro de plata. En el último se ve grabada esta inscripción: _Don de los lacedemonios_; los cuales dicen ser suya la dádiva; pero lo dicen sin razón, siendo una de las ofrendas de Creso. La verdad es que cierto sujeto de Delfos, cuyo nombre conozco, aunque no lo manifestaré, le puso aquella inscripción, queriéndose congraciar con los lacedemonios. El niño por cuya mano sale el agua sí que es don de los lacedemonios, no siéndolo ninguno de los dos aguamaniles. Muchas otras dádivas envió Creso que nada tenían de particular, entre ellas ciertos globos de plata fundida, y una estatua de oro de una mujer, alta tres codos, que dicen los delfios ser la panadera de Creso. Ofreció también el collar de oro y los cinturones de su mujer. LII. Informado Creso del valor de Anfiarao y de su desastrado fin,[30] le ofreció un escudo, todo él de oro puro, y juntamente una lanza de oro macizo, con el asta del mismo metal. Entrambas ofrendas se conservan hoy en Tebas, guardadas en el templo de Apolo Ismenio. LIII. Los lidios encargados de llevar a los templos estos dones, recibieron orden de Creso para hacer a los oráculos la siguiente pregunta: «Creso, monarca de los lidios y de otras naciones, bien seguro de que son solos vuestros oráculos los que hay en el mundo verídicos, os ofrece estas dádivas, debidas a vuestra divinidad y numen profético, y os pregunta de nuevo, si será bien emprender la guerra contra los persas, y juntar para ella algún ejército confederado». Ambos oráculos convinieron en una misma respuesta, que fue la de pronosticar a Creso, que si movía sus tropas contra los persas acabaría con un grande imperio;[31] y le aconsejaron que, informado primero de cuál pueblo entre los griegos fuese el más poderoso, hiciese con él un tratado de alianza. LIV. Sobremanera contento Creso con la respuesta, y envanecido con la esperanza de arruinar el imperio de Ciro, envió nuevos diputados a la ciudad de Delfos, y averiguado el número de sus moradores, regaló a cada uno dos monedas o _estateres_ de oro.[32] En retorno los delfios dieron a Creso y a los lidios la prerrogativa en las consultas, la presidencia de las juntas, la inmunidad en las aduanas y el derecho perpetuo de filiación a cualquier lidio que quisiere ser su conciudadano. LV. Tercera vez consultó Creso al oráculo, por hallarse bien persuadido de su veracidad. La pregunta estaba reducida a saber si sería largo su reinado, a la cual respondió la Pitia de este modo: Cuando el rey de los medos fuere un mulo, Huye entonces al Hermo pedregoso, Oh lidio delicado; y no te quedes A mostrarte cobarde y sin vergüenza. LVI. Cuando estos versos llegaron a noticia de Creso, holgose más con ellos que con los otros, persuadido de que nunca por un hombre reinaría entre los medos un mulo, y que por lo mismo ni él ni sus descendientes dejarían jamás de mantenerse en el trono. Pasó después a averiguar con mucho esmero quiénes de entre los griegos fuesen los más poderosos, a fin de hacerlos sus amigos, y por los informes halló que sobresalían particularmente los lacedemonios y los atenienses, aquellos entre los dorios, y estos entre los jonios. Aquí debo prevenir que antiguamente dos eran las naciones más distinguidas en aquella región, la pelásgica y la helénica; de las cuales la una jamás salió de su tierra, y la otra mudó de asiento muy a menudo.[33] En tiempo de su rey Deucalión habitaba en la Ftiótide, y en tiempo de Doro el hijo de Helén, ocupaba la región Histiótide, que está al pie de los montes Osa y Olimpo. Arrojados después por los cadmeos de la Histiótide, establecieron su morada en Pindo, y se llamó con el nombre de Macedno. Desde allí pasó a la Driópide, y viniendo por fin al Peloponeso, se llamó la gente dórica. LVII. Cuál fuese la lengua que hablaban los pelasgos, no puedo decir de positivo. Con todo, nos podemos regir por ciertas conjeturas tomadas de los pelasgos que todavía existen: primero, de los que habitan la ciudad de Crestona,[34] situada sobre los tirrenos (los cuales en lo antiguo fueron vecinos de los que ahora llamamos dorios, y moraban entonces en la región que al presente se llama la Tesaliótide); segundo, de los pelasgos que en el Helesponto fundaron a Placia y a Escílace (los cuales fueron antes vecinos de los atenienses); tercero, de los que se hallan en muchas ciudades pequeñas, bien que hayan mudado su antiguo nombre de pelasgos. Por las conjeturas que nos dan todos estos pueblos, podremos decir que los pelasgos debían hablar algún lenguaje bárbaro, y que la gente ática, siendo pelasga, al incorporarse con los helenos, debió de aprender la lengua de estos, abandonando la suya propia. Lo cierto es que ni los de Crestona ni los de Placia (ciudades que hablan entre sí una misma lengua) la tienen común con ninguno de aquellos pueblos que son ahora sus vecinos, ve donde se infiere que conservan el carácter mismo de la lengua que consigo trajeron cuando se fugaron en aquellas regiones. LVIII. Por el contrario, la nación helénica, a mi parecer, habló siempre desde su origen el mismo idioma. Débil y separada de la pelásgica, empezó a crecer de pequeños principios, y vino a formar un grande cuerpo, compuesto de muchas gentes, mayormente cuando se le fueron allegando y uniendo en gran número otras bárbaras naciones,[35] y de aquí dimanó, según yo imagino, que la nación de los pelasgos, que era una de las bárbaras, nunca pudiese hacer grandes progresos. LIX. De estas dos naciones oía decir Creso que el Ática se hallaba oprimida por Pisístrato, que a la sazón era señor o tirano de los atenienses. A su padre Hipócrates, asistiendo a los juegos olímpicos, le sucedió un gran prodigio, y fue que las calderas que tenía ya prevenidas para un sacrificio, llenas de agua y de carne, sin que las tocase el fuego, se pusieron a hervir de repente hasta derramarse. El lacedemonio Quilón, que presenció aquel portento, previno dos cosas a Hipócrates: la primera, que nunca se casase con mujer que pudiese darle sucesión; y la segunda, que si estaba casado, se divorciase luego y desconociese por hijo al que ya hubiese tenido. Por no haber seguido estos consejos le nació después Pisístrato, el cual, aspirando a la tiranía y viendo que los atenienses litorales, capitaneados por Megacles, hijo de Alcmeón, se habían levantado contra los habitantes de los campos, conducidos por Licurgo, el hijo de Aristolaides, formó un tercer partido bajo el pretexto de defender a los atenienses de las montañas, y para salir con su intento urdió la trama de este modo. Hízose herir a sí mismo y a los mulos de su carroza, y se fue hacia la plaza como quien huía de sus enemigos, fingiendo que le habían querido matar en el camino de su casa de campo. Llegado a la plaza, pidió al pueblo que, pues él antes se había distinguido mucho en su defensa ya cuando general contra los megarenses, ya en la toma de Nisea,[36] y con otras grandes empresas y servicios, tuviesen a bien concederle alguna guardia para la seguridad de su persona. Engañado el pueblo con tal artificio, diole ciertos hombres escogidos que le escoltasen y siguiesen, los cuales estaban armados, no de lanzas, sino de clavas. Auxiliado por estos, se apoderó Pisístrato de la ciudadela de Atenas, y por este medio llegó a hacerse dueño de los atenienses; pero sin alterar el orden de los magistrados ni mudar las leyes contribuyó mucho y bien al adorno de la ciudad, gobernando bajo el plan antiguo. LX. Poco tiempo después, unidos entre sí los partidarios de Megacles y los de Licurgo, lograron quitar el mando a Pisístrato y echarle de Atenas. No bien los dos partidos acabaron de expelerle, cuando volvieron de nuevo a la discordia y sedición entre sí mismos. Megacles, que se vio sitiado por sus enemigos, despachó un mensajero a Pisístrato, ofreciéndole que si tomaba a su hija por mujer, le daría en dote el mando de la república. Admitida la proposición y otorgadas las condiciones, discurrieron para la vuelta de Pisístrato el artificio más grosero que en mi opinión pudiera imaginarse, mayormente si se observa que los griegos eran tenidos ya de muy antiguo por más astutos que los bárbaros y menos expuestos a dejarse deslumbrar de tales necedades y que se trataba de engañar a los atenienses, reputados por los más sabios y perspicaces de todos los griegos. En el demo de _Peania_ había una mujer hermosa llamada Fía, con la estatura de cuatro codos menos tres dedos. Armada completamente, y vestida con un traje que la hiciese parecer mucho más bella y majestuosa, la colocaron en una carroza y la condujeron a la ciudad, enviando delante sus emisarios y pregoneros, los cuales cumplieron bien con su encargo, y hablaron al pueblo en esta forma: «Recibid, oh atenienses, de buena voluntad a Pisístrato, a quien la misma diosa Atenea restituye a su alcázar, haciendo con él una demostración nunca usada con otro mortal». Esto iban gritando por todas partes, de suerte que muy en breve se extendió la fama del hecho por la ciudad y la comarca; y los que se hallaban en la ciudadela, creyendo ver en aquella mujer a la diosa misma, la dirigieron sus votos y recibieron a Pisístrato. LXI. Recobrada de este modo la tiranía, y cumpliendo con lo pactado, tomó Pisístrato por mujer a la hija de Megacles. Ya entonces tenía hijos crecidos, y no queriendo aumentar su número, con motivo de la creencia según la cual todos los Alcmeónidas eran considerados como una raza impía, nunca conoció a su nueva esposa en la forma debida y regular. Si bien ella al principio tuvo la cosa oculta, después la descubrió a su madre y esta a su marido. Megacles lo llevó muy a mal, viendo que así le deshonraba Pisístrato, y por resentimiento se reconcilió de nuevo con los amotinados. Entretanto Pisístrato, instruido de todo, abandonó el país y se fue a Eretria, donde, consultando con su hijo, le pareció bien el dictamen de Hipias sobre recuperar el mando, y al efecto trataron de recoger donativos de las ciudades que les eran más adictas, entre las cuales sobresalió la de los tebanos por su liberalidad. Pasado algún tiempo, quedó todo preparado para el éxito de la empresa, así porque los argivos, gente asalariada para la guerra, habían ya concurrido del Peloponeso, como porque un cierto Lígdamis, natural de Naxos, habiéndoseles reunido voluntariamente con hombres y dinero, los animaba sobremanera a la expedición. LXII. Partiendo por fin de Eretria, volvieron al Ática once años después de su salida, y se apoderaron primeramente de Maratón. Atrincherados en aquel punto, se les iban reuniendo, no solamente los partidarios que tenían en la ciudad, sino también otros de diferentes distritos, a quienes acomodaba más el dominio de un señor que la libertad del pueblo. Su ejército se aumentaba con la gente que acudía; pero los atenienses que moraban en la misma Atenas miraron la cosa con indiferencia todo el tiempo que gastó Pisístrato en recoger dinero, y cuando después ocupó a Maratón, hasta que sabiendo que marchaba contra la ciudad, salieron por fin a resistirle. Los dos ejércitos caminaban a encontrarse, y llegando al templo de Atenea Palénide, hicieron alto uno enfrente del otro. Entonces fue cuando Anfílito, el célebre adivino de Acarnania, arrebatado de su estro se presentó a Pisístrato y le vaticinó de este modo: Echado el lance está, la red tendida; Los atunes de noche se presentan Al resplandor de la callada luna.[37] LXIII. Pisístrato, comprendido el vaticinio, y diciendo que lo recibía con veneración, puso en movimiento sus tropas. Muchos de los atenienses, que habían salido de la ciudad, acababan entonces de comer; unos se entretenían jugando a los dados, y otros reposaban, por lo cual, cayendo de repente sobre ellos las tropas de Pisístrato, se vieron obligados a huir. Para que se mantuviesen dispersos, discurrió Pisístrato el ardid de enviar unos muchachos a caballo, que alcanzando a los fugitivos, los exhortasen de su parte a que tuviesen buen ánimo y se retirasen cada uno a su casa. LXIV. Así lo hicieron los atenienses, y logró Pisístrato apoderarse de Atenas por tercera vez. Dueño de la ciudad, procuró arraigarse en el mando con mayor número de tropas auxiliares, y con el aumento de las rentas públicas, tanto recogidas en el país mismo como venidas del río Estrimón. Con el mismo fin tomó en rehenes a los hijos de los atenienses que, sin entregarse luego a la fuga, le habían hecho frente, y los depositó en la isla de Naxos, de la cual se había apoderado con las armas, y cuyo gobierno había confiado a Lígdamis. Ya, obedeciendo a los oráculos, había purificado antes la isla de Delos, mandando desenterrar todos los cadáveres que estaban sepultados en todo el distrito que desde el templo se podía alcanzar con la vista, haciéndolos enterrar en los demás lugares de la isla. Pisístrato, pues, tenía bajo su dominación a los atenienses, de los cuales algunos habían muerto en la guerra y otros, en compañía de los Alcmeónidas, se habían ausentado de su patria. LXV. Este era el estado en que supo Creso que entonces se hallaban los atenienses. De los lacedemonios averiguó que, libres ya de sus anteriores apuros, habían recobrado la superioridad en la guerra contra los de Tegea. Porque en el reinado de Leonte y Hegesicles, a pesar de que los lacedemonios habían salido bien en otras guerras, sin embargo, en la que sostenían contra los de Tegea habían sufrido grandes reveses. Estos mismos lacedemonios se gobernaban en lo antiguo por las peores leyes de toda la Grecia, tanto en su administración interior como en sus relaciones con los extranjeros, con quienes eran insociables; pero tuvieron la dicha de mudar sus instituciones por medio de Licurgo,[38] el hombre más acreditado de todos los esparciatas, a quien, cuando fue a Delfos para consultar al oráculo, al punto mismo de entrar en el templo le dijo la Pitia: A mi templo tú vienes, oh Licurgo, De Jove amado y de los otros dioses Que habitan los palacios del Olimpo. Dudo llamarte dios u hombre llamarte, Y en la perplejidad en que me veo, Como dios, oh Licurgo, te saludo. También afirman algunos que la Pitia le enseñó los buenos reglamentos de que ahora usan los esparciatas, aunque los lacedemonios dicen que siendo tutor de su sobrino[39] Leobotes, rey de los espartanos, los trajo de Creta. En efecto, apenas se encargó de la tutela, cuando mudó enteramente la legislación, y tomó las precauciones necesarias para su observancia. Después ordenó la disciplina militar, estableciendo las _enomotías_, _triécadas_ y _sisitías_, y últimamente instituyó los éforos y los senadores. LXVI. De este modo lograron los lacedemonios el mejor orden en sus leyes y gobierno, y lo debieron a Licurgo, a quien tienen en la mayor veneración, habiéndole consagrado un templo después de sus días. Establecidos en un país excelente y contando con una población numerosa, hicieron muy en breve grandes progresos, con lo cual, no pudiendo ya gozar en paz de su misma prosperidad y teniéndose por mejores y más valientes que los arcadios, consultaron en Delfos acerca de la conquista de toda la Arcadia, a cuya consulta respondió así la Pitia: ¿La Arcadia pides? Esto es demasiado. Concederla no puedo, porque en ella, De la dura bellota alimentados, Muchos existen que vedarlo intenten. Yo nada te la envidio: en lugar suyo Puedes pisar el suelo de Tegea, Y con soga medir su hermoso campo. Después que los lacedemonios oyeron la respuesta, sin meterse con los demás arcadios, emprendieron su expedición contra los de Tegea, y engañados con aquel oráculo doble y ambiguo, se apercibieron de grillos y sogas, como si en efecto hubiesen de cautivar a sus contrarios. Pero sucedioles al revés; porque perdida la batalla, los que de ellos quedaron cautivos, atados con las mismas prisiones de que venían provistos, fueron destinados a labrar los campos del enemigo. Los grillos que sirvieron entonces para los lacedemonios se conservan aún en Tegea, colgados alrededor del templo de Atenea. LXVII. Al principio de la guerra los lacedemonios pelearon siempre con desgracia; pero en tiempo de Creso, y siendo reyes de Esparta Anaxándridas y Aristón, adquirieron la superioridad del modo siguiente: Aburridos de su mala suerte, enviaron diputados a Delfos para saber a qué dios debían aplacar, con el fin de hacerse superiores a sus enemigos los de Tegea. El oráculo respondió que lo lograrían con tal de que recobrasen los huesos de Orestes, el hijo de Agamenón. Mas como no pudiesen encontrar la urna en que estaban depositados, acudieron de nuevo al templo, pidiendo se les manifestase el lugar donde el héroe yacía. La Pitia respondió a los enviados en estos términos: En un llano de Arcadia está Tegea; Allí dos vientos soplan impelidos Por una fuerza poderosa, y luego Hay golpe y contragolpe, y la dureza De los cuerpos se hiere mutuamente. Allí del alma tierra en las entrañas Encontrarás de Agamenón al hijo; Llevarasle contigo, si a Tegea Con la victoria dominar pretendes. Oída esta respuesta, continuaron los lacedemonios en sus pesquisas, sin poder hacer el descubrimiento que deseaban, hasta tanto que Licas, uno de aquellos esparciatas a quienes llaman beneméritos, dio casualmente con la urna. Llámanse beneméritos aquellos cinco soldados que, siendo los más veteranos entre los de a caballo, cumplido su tiempo salen del servicio; si bien el primer año de su salida, para que no se entorpezcan con la ociosidad, se les envía de un lugar a otro, unos acá y otros allá. LXVIII. Licas, pues, siendo uno de los beneméritos, favorecido de la fortuna y de su buen discurso, descubrió lo que se deseaba. Como los dos pueblos estuviesen en comunicación con motivo de las treguas, se hallaba Licas en una fragua del territorio de Tegea, viendo lleno de admiración la maniobra de machacar a golpe el hierro. Al mirarle tan pasmado, suspendió el herrero su trabajo, y le dijo: «A fe mía, laconio amigo, que si hubieses visto lo que yo, otra fuera tu admiración a la que ahora muestras al vernos trabajar en el hierro; porque has de saber que, cavando en el corral con el objeto de abrir un pozo, tropecé con un ataúd de siete codos de largo; y como nunca había creído que los hombres antiguamente fuesen mayores de lo que somos ahora, tuve la curiosidad de abrir la caja, y encontré un cadáver tan grande como ella misma. Medile y lo volví a cubrir». Oyendo Licas esta relación, se puso a pensar que tal vez podía ser aquel muerto el Orestes de quien hablaba el oráculo, conjeturando que los dos fuelles del herrero serían quizá los dos vientos; el yunque y el martillo el golpe y el contragolpe; y en la maniobra de batir el hierro se figuraba descubrir el mutuo choque de los cuerpos duros. Revolviendo estas ideas en su mente se volvió a Esparta, y dio cuenta de todo a sus conciudadanos, los cuales, concertada contra él una calumnia, le acusaron y condenaron a destierro. Refugiándose a Tegea el desterrado voluntario y dando razón al herrero de su desventura, le quiso tomar en arriendo aquel corral y, si bien él se le dificultaba, al cabo se lo supo persuadir y estableció allí su casa. Con esta ocasión descubrió cavando el sepulcro, recogió los huesos, y fuese con ellos a Esparta. Desde aquel tiempo, siempre que vinieron a las manos las dos ciudades, quedaron victoriosos los lacedemonios, por quienes ya había sido conquistada una gran parte del Peloponeso. LXIX. Informado Creso de todas estas cosas, envió a Esparta sus embajadores, llenos de regalos y bien instruidos de cuanto debían decir para negociar una alianza. Llegados que fueron, se explicaron en estos términos: «Creso, rey de los lidios y de otras naciones, prevenido por el dios que habita en Delfos de cuánto le importa contraer amistad con el pueblo griego, y bien informado de que vosotros, ¡oh lacedemonios!, sois los primeros y principales de toda la Grecia, acude a vosotros, queriendo en conformidad del oráculo ser vuestro amigo y aliado, de buena fe y sin dolo alguno». Esta fue la propuesta de Creso por medio de sus enviados. Los lacedemonios, que ya tenían noticia de la respuesta del oráculo, muy complacidos con la venida de los lidios, formaron con solemne juramento el tratado de paz y alianza con Creso, a quien ya estaban obligados por algunos beneficios que de él antes habían recibido. Porque habiendo enviado a Sardes a comprar el oro que necesitaban para fabricar la estatua de Apolo, que hoy está colocada en Tórnax de la Laconia, Creso no quiso tomarles dinero alguno, y les dio el oro de regalo. LXX. Por este motivo, y por la distinción que con ellos usaba Creso, anteponiéndolos a los demás griegos, vinieron gustosos los lacedemonios en la alianza propuesta; y queriendo mostrarse agradecidos, mandaron trabajar, con el objeto de regalársela a Creso, una pila de bronce que podía contener trescientos cántaros; estaba adornada por de fuera hasta el borde con la escultura de una porción de animalitos. Esta pila no llegó a Sardes, refiriéndose de dos maneras el extravío que padeció en el camino. Los lacedemonios dicen que, habiendo llegado cerca de Samos, noticiosos del presente aquellos isleños, salieron con sus naves y la robaron. Pero los samios cuentan que, navegando muy despacio los lacedemonios encargados de conducirla, y oyendo en el viaje que Sardes, juntamente con Creso, habían caído en poder del enemigo, la vendieron ellos mismos en Samos a unos particulares, quienes la dedicaron en el templo de Hera; y que tal vez los lacedemonios a su vuelta dirían que los samios se la habían quitado violentamente. LXXI. Entretanto, Creso, deslumbrado con el oráculo y creyendo acabar en breve con Ciro y con el imperio de los persas, preparaba una expedición contra Capadocia. Al mismo tiempo cierto lidio llamado Sándanis, respetado ya por su sabiduría y circunspección, y célebre después entre los lidios por el consejo que dio a Creso, le habló de esta manera: «Veo, señor, que preparáis una expedición contra unos hombres que tienen de pieles todo su vestido; que criados en una región áspera, no comen lo que quieren, sino lo que pueden adquirir; y que no beben vino, ni saben el gusto que tienen los higos, ni manjar alguno delicado. Si los venciereis, ¿qué podréis quitar a los que nada poseen? Pero si sois vencido, reflexionad lo mucho que tenéis que perder. Yo temo que si llegan una vez a gustar de nuestras delicias, les tomarán tal afición, que no podremos después ahuyentarlos. Por mi parte, doy gracias a los dioses de que no hayan inspirado a los persas el pensamiento de venir contra los lidios». Este discurso no hizo impresión alguna en el ánimo de Creso, a pesar de la exactitud con que pintaba el estado de los persas, los cuales antes de la conquista de los lidios ignoraban toda especie de comodidad y regalo. LXXII. Los capadocios, a quienes los griegos llaman sirios, habían sido súbditos de los medos antes que dominasen los persas, y en la actualidad obedecían a Ciro. Porque los límites que dividían el imperio de los medos del de los lidios estaban en el río Halis; el cual, bajando del monte Armenio, corre por la Cilicia, y desde allí va dejando a los matienos a la derecha y a los frigios a la izquierda. Después se encamina hacia el viento Bóreas, y pasa por entre los siro-capadocios y los paflagonios, tocando a estos por la izquierda y a aquellos por la derecha. De este modo el río Halis atraviesa y separa casi todas las provincias del Asia inferior, desde el mar que está enfrente de Chipre hasta el Ponto Euxino; pudiendo considerarse este tramo de tierra como la cerviz de toda aquella región. Su longitud puede regularse en cinco días de camino para un hombre sobremanera diligente. LXXIII. Marchó Creso contra la Capadocia deseoso de añadir a sus dominios aquel feraz terreno, y más todavía de vengarse de Ciro, confiado en las promesas del oráculo. Su resentimiento dimanaba de que Ciro tenía prisionero a Astiages, pariente de Creso, después de haberle vencido en batalla campal. Este parentesco de Creso con Astiages fue contraído del modo siguiente:[40] Una partida de escitas pastores, con motivo de una sedición doméstica, se refugió al territorio de los medos en tiempo que reinaba Ciaxares, hijo de Fraortes y nieto de Deyoces. Este monarca los recibió al principio benignamente y como a unos infelices que se acogían a su protección; y en prueba del aprecio que de ellos hacía, les confió ciertos mancebos para que aprendiesen su lengua y el manejo del arco. Pasado algún tiempo, como ellos fuesen a menudo a cazar, y siempre volviesen con alguna presa, un día quiso la mala suerte que no trajesen nada. Vueltos así con las manos vacías, Ciaxares, que no sabía reportarse en los ímpetus de la ira, los recibió ásperamente y los llenó de insultos. Ellos, que no creían haber merecido semejante ultraje, determinaron vengarse de él, haciendo pedazos a uno de los jóvenes sus discípulos; al cual, guisado del mismo modo que solían guisar la caza, se le dieron a comer a Ciaxares y a sus convidados, y al punto huyeron con toda diligencia a Sardes, ofreciéndose al servicio de Aliates. LXXIV. De este principio, no queriendo después Aliates entregar los escitas a pesar de las reclamaciones de Ciaxares, se originó entre lidios y medos una guerra que duró cinco años, en cuyo tiempo la victoria se declaró alternativamente por unos y otros. En las diferentes batallas que se dieron, hubo una nocturna en el año sexto de la guerra que ambas naciones proseguían con igual suceso, porque en medio de la batalla misma se les convirtió el día repentinamente en noche; mutación que Tales Milesio había predicho a los jonios, fijando el término de ella en aquel año mismo en que sucedió.[41] Entonces lidios y medos, viendo el día convertido en noche, no solo dejaron la batalla comenzada, sino que tanto los unos como los otros se apresuraron a poner fin a sus discordias con un tratado de paz. Los intérpretes y medianeros de esta pacificación fueron Siénesis[42] el cilicio, y Labineto el babilonio;[43] los cuales, no solo les negociaron la reconciliación mutua, sino que aseguraron la paz, uniéndolos con el vínculo del matrimonio; pues ajustaron que Aliates diese su hija Arienis por mujer a Astiages, hijo de Ciaxares. Entre estas naciones las ceremonias solemnes de la confederación vienen a ser las mismas que entre los griegos, y solo tienen de particular que, haciéndose en los brazos una ligera incisión, se lamen mutuamente la sangre. LXXV. Astiages, como he dicho, fue a quien Ciro venció, y por más que era su abuelo materno, le tuvo prisionero por los motivos que significaré después a su tiempo y lugar. Irritado Creso contra el proceder de Ciro, envió primero a saber de los oráculos si sería bien emprender la guerra contra los persas; y persuadido de que la respuesta capciosa que le dieron era favorable a sus intentos, emprendió después aquella expedición contra una provincia persa. Luego que llegó Creso al río Halis, pasó su ejército por los puentes que, según mi opinión, allí mismo había, a pesar de que los griegos refieren que fue Tales Milesio quien le facilitó el modo de pasarle, porque dicen que no sabiendo Creso cómo haría para que pasasen sus tropas a la otra parte del río, por no existir entonces los puentes que hay ahora, Tales, qué se hallaba en el campo, le dio un expediente para que el río que corría a la siniestra del ejército corriese también a la derecha. Dicen que por más arriba de los reales hizo abrir un cauce profundo, que en forma de semicírculo cogiese al ejército por las espaldas, y que así extrajo una parte del agua, y volvió a introducirla en el río por más abajo del campo, con lo cual, formándose dos corrientes, quedaron ambas igualmente vadeables; y aun quieren algunos que la madre antigua quedase del todo seca, con lo que yo no me conformo, porque entonces ¿cómo hubieran podido repasar el río cuando estuviesen de vuelta? LXXVI. Habiendo Creso pasado el Halis con sus tropas, llegó a una comarca de Capadocia llamada Pteria, que es la parte más fuerte y segura de todo el país, cerca de Sínope, ciudad situada casi en la costa del Ponto Euxino. Establecido allí su ejército, taló los campos de los sirios, tomó la ciudad de los pterianos, a quienes hizo esclavos, y asimismo otras de su contorno, quitando la libertad y los bienes a los sirios, que en nada le habían agraviado. Entretanto, Ciro, habiendo reunido sus fuerzas y tomado después todas las tropas de las provincias intermedias, venía marchando contra Creso; y antes de emprender género alguno de ofensa, envió sus heraldos a los jonios para ver si los podría separar de la obediencia del monarca lidio; en lo cual no quisieron ellos consentir. Marchó entonces contra el enemigo, y provocándose mutuamente luego que llegaron a verse, envistiéronse en Pteria los dos ejércitos y se trabó una acción general en la que cayeron muchos de una y otra parte, hasta que por último los separó la noche sin declararse por ninguno la victoria. Tanto fue el valor con que entrambos pelearon. LXXVII. Creso, poco satisfecho del suyo, por ser el número de sus tropas inferior a las de Ciro,[44] viendo que este dejaba de acometerle al día siguiente, determinó volver a Sardes con el designio de llamar a los egipcios, en conformidad del tratado de alianza que había concluido con Amasis, rey de aquel país, aun primero que lo hiciese con los lacedemonios. Se proponía también hacer venir a los babilonios, de quienes entonces era soberano Labineto, y con los cuales estaba igualmente confederado, y asimismo pensaba requerir a los lacedemonios, para que estuviesen prontos el día que se les señalase. Reunidas todas estas tropas con las suyas, estaba resuelto a descansar el invierno y marchar de nuevo contra el enemigo al principio de la primavera. Con este objeto partió para Sardes y despachó a sus aliados unos mensajeros que les previniesen que de allí a cinco meses juntasen sus tropas en aquella ciudad. Él desde luego licenció el ejército con el cual acababa de pelear contra los persas, siendo de tropas mercenarias: bien lejos de imaginar que Ciro, dada una batalla tan sin ventaja ninguna, se propusiere dirigir su ejército hacia la capital de la Lidia. LXXVIII. En tanto que Creso tomaba estas medidas, sucedió que todos los arrabales de Sardes se llenaron de sierpes, que los caballos, dejando su pasto, se iban comiendo según aquellas se mostraban. Admirado Creso de este raro portento, envió inmediatamente unos diputados a consultar con los adivinos de Telmeso.[45] En efecto, llegaron allá; pero instruidos por los telmesenses de lo que quería decir aquel prodigio, no tuvieron tiempo de participárselo al rey, pues antes que pudiesen volver de su consulta, ya Creso había sido hecho prisionero. Lo que respondieron los adivinos fue que no tardaría mucho en venir un ejército extranjero contra la tierra de Creso, el cual en llegando sujetaría a los naturales; dando por razón de su dicho que la sierpe era un reptil propio del país, siendo el caballo animal guerrero y advenedizo. Esta fue la interpretación que dieron a Creso, a la sazón ya prisionero, si bien nada sabían ellos entonces de cuanto pasaba en Sardes y con el mismo Creso. LXXIX. Cuando Ciro vio, después de la batalla de Pteria, que Creso levantaba su campo, y tuvo noticia del ánimo en que se hallaba de despedir las tropas luego que llegase a su capital, tomó acuerdo sobre la situación de las cosas, y halló que lo más útil y acertado sería marchar cuanto antes con todas sus fuerzas a Sardes, primero que se pudiesen juntar otra vez las tropas lidias. No bien adoptó este partido, cuando le puso en ejecución, caminando con tanta diligencia, que él mismo fue el primer correo que dio el aviso a Creso de su llegada. Este quedó confuso y en el mayor apuro, viendo que la cosa le había salido enteramente al revés de lo que presumía; mas no por eso dejó de presentarse en el campo con sus lidios. En aquel tiempo no había en toda el Asia nación alguna más varonil ni esforzada que la lidia; y peleando a caballo con grandes lanzas, se distinguía en los combates por su destreza singular. LXXX. Hay delante de Sardes una llanura espaciosa y elevada donde concurrieron los dos ejércitos. Por ella corren muchos ríos, entre ellos el Hilo, y todos van a dar en otro mayor llamado Hermo, el cual, bajando de un monte dedicado a la madre de los dioses Dindimene, va a desaguar en el mar cerca de la ciudad de Focea. En esta llanura, viendo Ciro a los lidios formados en orden de batalla, y temiendo mucho a la caballería enemiga, se valió de cierto ardid que el medo Harpago le sugirió. Mandó reunir cuantos camellos seguían al ejército cargados de víveres y bagajes, y, quitándoles las cargas, hizo montar en ellos unos hombres vestidos con el mismo traje que suelen llevar los soldados de a caballo. Dio orden para que estos camellos así prevenidos se pusiesen en las primeras filas delante de la caballería de Creso; que su infantería siguiese después, y que detrás de esta se formase toda su caballería. Mandó circular por sus tropas la orden de que no diesen cuartel a ninguno de los lidios, y que matasen a todos los que se les pusiesen a tiro; pero que no quitasen la vida a Creso, aun cuando se defendiese con las armas en la mano. La razón que tuvo para poner los caballos enfrente de la caballería enemiga fue saber que el caballo teme tanto al camello que no puede contenerse cuando ve su figura o percibe su olor. Por eso se valió de aquel ardid con la mira de inutilizar la caballería de Creso, que fundaba en ella su mayor confianza. En efecto, lo mismo fue comenzar la pelea y oler los caballos el tufo, y ver la figura de los camellos, que retroceder al momento y dar en tierra con todas las esperanzas de Creso. Mas no por esto se acobardaron los lidios, ni dejaron de continuar la acción, porque conociendo lo que era, saltaron de sus caballos y se batieron a pie con los persas. Duró por algún tiempo el choque, en que muchos de una y otra parte cayeron, hasta que los lidios, vueltas las espaldas, se vieron precisados a encerrarse dentro de los muros y sufrir el sitio que luego los persas pusieron a la plaza. LXXXI. Persuadido Creso de que el sitio duraría mucho, envió desde las murallas nuevos mensajeros a sus aliados, no ya como antes para que viniesen dentro de cinco meses, sino rogándoles se apresurasen todo lo posible a socorrerle por hallarse sitiado; y habiéndose dirigido a todos ellos, lo hizo con particularidad a los lacedemonios por medio de sus enviados. LXXXII. En aquella sazón había sobrevenido a los mismos lacedemonios una nueva contienda acerca del territorio llamado de Tirea, que sin embargo de ser una parte de la Argólida, habiéndole separado de ella lo usurpaban y retenían como cosa propia. Porque toda aquella comarca en tierra firme que mira a poniente hasta Malea, pertenece a los argivos, como también la isla de Citera y las demás vecinas. Habiendo, pues, salido a campaña los argivos con el objeto de recobrar aquel terreno, cuando llegaron a él tuvieron con sus contrarios un coloquio, y en él se convino que saliesen a pelear trescientos de cada parte, con la condición de que el país quedase por los vencedores, cualesquiera que lo fuesen; pero que entretanto el grueso de uno y otro ejército se retirase a sus límites respectivos, y no quedasen a la vista de los campeones; no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno de ellos de la pérdida de los suyos, les quisiese socorrer. Hecho este convenio, se retiraron los ejércitos, y los soldados escogidos de una y otra parte trabaron la pelea, en la cual, como las fuerzas y sucesos fuesen iguales, de seiscientos hombres quedaron solamente tres; dos argivos, Alcenor y Cromio, y un lacedemonio, Otríades; y aún estos quedaron vivos por haber sobrevenido la noche. Los dos argivos, como si en efecto hubiesen ya vencido, se fueron corriendo a Argos. Pero Otríades, el único de los lacedemonios, habiendo despojado a los argivos muertos, y llevado los despojos y las armas al campo de los suyos, se quedó allí mismo guardando su puesto. Al otro día, sabida la cosa, se presentaron ambas naciones, pretendiendo cada cual haber sido la vencedora; diciendo la una que de los suyos eran más los vivos, y la otra que aquellos habían huido y que el único suyo había guardado su puesto y despojado a los enemigos muertos.[46] Por último, vinieron a las manos, y después de haber perecido muchos de una y otra parte, se declaró la victoria por los lacedemonios. Entonces fue cuando los argivos, que antes por necesidad se dejaban crecer el pelo, se lo cortaron, y establecieron una ley llena de imprecaciones para que ningún hombre lo dejase crecer en lo sucesivo, y ninguna mujer se adornase con oro hasta que hubiesen recobrado a Tirea. Los lacedemonios en despique publicaron otra para dejarse crecer el cabello, que antes llevaban corto.[47] De Otríades se dice que, avergonzado de volver a Esparta quedando muertos todos sus compañeros, se quitó la vida allí mismo en Tirea. LXXXIII. De este modo se hallaban las cosas de los esparciatas, cuando llegó el mensajero lidio, suplicándoles socorriesen a Creso, ya sitiado. Ellos al punto resolvieron hacerlo; pero cuando se estaban disponiendo para la partida y tenían ya las naves prontas, recibieron la noticia de que, tomada la plaza de Sardes, había caído Creso vivo en manos de los persas, con lo cual, llenos de consternación, suspendieron sus preparativos. LXXXIV. La toma de Sardes sucedió de esta manera: A los catorce días de sitio mandó Ciro publicar en todo el ejército, por medio de unos soldados de caballería, que el que escalase las murallas sería largamente premiado. Saliendo inútiles las tentativas hechas por algunos, desistieron los demás de la empresa; y solamente un mardo de nación, llamado Hiréades, se animó a subir por cierta parte de la ciudadela, que se hallaba sin guardia en atención a que, siendo muy escarpado aquel sitio, se consideraba como inexpugnable. Por esta razón Meles, antiguo rey de Sardes,[48] no había hecho pasar por aquella parte al monstruoso hijo León,[49] que tuvo de una concubina, por más que los adivinos de Telmeso le hubiesen vaticinado que con tal que León girase por los muros, nunca Sardes sería tomada. Meles en efecto le condujo por toda la muralla, menos por aquella parte que mira al monte Tmolo, y que se creía inatacable. Pero durante el asedio, viendo Hiréades que un soldado lidio bajaba por aquel paraje a recoger un morrión que se le había caído y volvía a subir, reflexionó sobre esta ocurrencia, y se atrevió el día siguiente a dar por allí el asalto, siendo el primero que subió a la muralla. Después de él hicieron otros persas lo mismo, de manera que habiendo subido gran número de ellos fue tomada la plaza, y entregada la ciudad al saqueo. LXXXV. Por lo que mira a la persona de Creso, sucedió lo siguiente: Tenía, como he dicho ya, un hijo que era mudo, pero hábil para todo lo restante. Con el objeto de curarle había practicado cuantas diligencias estaban a su alcance, y habiendo enviado además a consultar el caso con el oráculo de Delfos, respondió la Pitia: Oh Creso, rey de Lidia y muchos pueblos, No con ardor pretendas en tu casa, Necio, escuchar la voz del hijo amado. Mejor sin ella está; porque si hablare, Comenzarán entonces tus desdichas. Cuando fue tomada la plaza, uno de los persas iba en seguimiento de Creso, a quien no conocía, con intención de matarle; oprimido el rey con el peso de su desventura, no procuraba evitar su destino, importándole poco morir al filo del alfanje. Pero su hijo, viendo al persa en ademán de descargar el golpe, lleno de agitación hace un esfuerzo para hablar, y exclama: «Hombre, no mates a Creso». Esta fue la primera vez que el mudo habló, y después conservó la voz todo el tiempo de su vida. LXXXVI. Los persas, dueños de Sardes, se apoderaron también de la persona de Creso, que habiendo reinado catorce años y sufrido catorce días de sitio, acabó puntualmente, según el doble sentido del oráculo, con un grande imperio, pero acabó con el suyo. Ciro, luego que se le presentaron, hizo levantar una grande pira, y mandó que le pusiesen encima de ella cargado de prisiones, y a su lado catorce mancebos lidios, ya fuese con ánimo de sacrificarle a alguno de los dioses como primicias de su botín, ya para concluir algún voto ofrecido, o quizá habiendo oído decir que Creso era muy religioso, quería probar si alguna deidad le libertaba de ser quemado vivo: de Creso cuentan que, viéndose sobre la pira, todo el horror de su situación no pudo impedir que le viniese a la memoria el dicho de Solón, que parecía ser para él un aviso del cielo, de que nadie de los mortales en vida era feliz. Lo mismo fue asaltarle este pensamiento, que como si volviera de un largo desmayo exclamó por tres veces: «¡_Oh Solón_!», con un profundo suspiro. Oyéndolo el rey de Persia, mandó a los intérpretes le preguntasen quién era aquel a quien invocaba. Pero él no desplegó sus labios, hasta que forzado a responder, dijo: «Es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la tierra, más bien que poseer inmensos tesoros». Y como con estas expresiones vagas no satisficiera a los intérpretes, le volvieron a preguntar, y él, viéndose apretado por las voces y alboroto de los circunstantes, les dijo: que un tiempo el ateniense Solón había venido a Sardes, y después de haber contemplado toda su opulencia, sin hacer caso de ella le manifestó cuanto le estaba pasando, y le dijo cosas que no solo interesaban a él sino a todo el género humano, y muy particularmente a aquellos que se consideran felices. Entretanto la pira, prendida la llama en sus extremidades, comenzaba a arder; pero Ciro luego que oyó a los intérpretes el discurso de Creso, al punto mudó de resolución, reflexionando ser hombre mortal, y no deber por lo mismo entregar a las llamas a otro hombre, poco antes igual suyo en grandeza y prosperidad. Temió también la venganza divina y la facilidad con que las cosas humanas se mudan y trastornan. Poseído de estas ideas, manda inmediatamente apagar el fuego y bajar a Creso de la hoguera y a los que con él estaban; pero todo en vano, pues por más que lo procuraban, no podían vencer la furia de las llamas. LXXXVII. Entonces Creso, según refieren los lidios, viendo mudado en su favor el ánimo de Ciro, y a todos los presentes haciendo inútiles esfuerzos para extinguir el incendio, invocó en alta voz al dios Apolo, pidiéndole que si alguna de sus ofrendas le había sido agradable, le socorriese en aquel apuro y le libertase del desastrado fin que lo amenazaba. Apenas hizo llorando esta súplica, cuando a pesar de hallarse el cielo sereno y claro, se aglomeraron de repente nubes, y despidieron una lluvia copiosísima que dejó apagada la hoguera. Persuadido Ciro por este prodigio de cuán amigo de los dioses era Creso, y cuán bueno su carácter, hizo que le bajasen de la pira, y luego le preguntó: «Dime, Creso, ¿quién te indujo a emprender una expedición contra mis estados, convirtiéndote de amigo en contrario mío?». «Esto lo hice, señor, respondió Creso, impelido de la fortuna, que se te muestra favorable y a mí adversa. De todo tiene la culpa el dios de los griegos, que me alucinó con esperanzas halagüeñas; porque, ¿quién hay tan necio que prefiera sin motivo la guerra a las dulzuras de la paz? En esta los hijos dan sepultura a sus padres, y en aquella son los padres quienes la dan a sus hijos. Pero todo debe haber sucedido porque algún numen así lo quiso». LXXXVIII. Libre Creso de prisiones, le mandó Ciro sentar a su lado, y le dio muestras del aprecio que hacía de su persona, mirándole él mismo y los de su comitiva con pasmo y admiración. En tanto Creso meditaba dentro de sí mismo sin hablar palabra, hasta que vueltos los ojos a la ciudad de los lidios, y viendo que la estaban saqueando los persas, «Señor, dijo, quisiera saber si me es permitido hablar todo lo que siento, o si es tu voluntad que calle por ahora». Ciro le animó para que dijese con libertad cuanto le ocurría, y entonces Creso le preguntó: «¿En qué se ocupa con tanta diligencia esa muchedumbre de gente?». «Esos, respondió Ciro, están saqueando tu ciudad y repartiéndose tus riquezas». «¡Ah no, replicó Creso, ni la ciudad es mía, ni tampoco los tesoros que se malbaratan en ella! Todo te pertenece ya, y a ti es propiamente a quien se despoja con esas rapiñas». LXXXIX. Este discurso hizo mella en el ánimo de Ciro, el cual mandó retirar a los presentes, y consultó después a Creso lo que le parecía deber hacer en semejante caso. «Puesto que los dioses, dijo Creso, me han hecho prisionero y siervo tuyo, considero justo proponerte lo que se me alcanza. Los persas son insolentes por carácter, y pobres además. Si los dejas enriquecer con los despojos de la ciudad saqueada, es muy natural que alguno de ellos, viéndose demasiado rico, se rebele contra ti. Si te parece bien, coloca guardias en todas las puertas de la ciudad con orden de quitar la presa a los saqueadores, dándoles por razón ser absolutamente necesario ofrecer a Zeus el diezmo de todos esos bienes. De este modo no incurrirás en el odio de los soldados, los cuales, viendo que obras con rectitud, obedecerán gustosos tu determinación». XC. Alegrose Ciro de oír tales razones, que le parecieron muy oportunas, las encareció sobremanera, y mandó a sus guardias ejecutasen puntualmente lo que Creso le había indicado. Vuelto después a Creso, le dijo: «Tus acciones y tus palabras se muestran dignas de un ánimo real; pídeme, pues, la gracia que quisieres, seguro de obtenerla al momento». «Yo, señor, respondió, te quedaré muy agradecido si me das tu permiso para que, regalando estos grillos al dios de los griegos, le pueda preguntar si le parece justo engañar a los que le sirven, y burlarse de los que dedican ofrendas en su templo». Ciro entonces quiso saber cuál era el motivo de sus quejas, y Creso le dio razón de sus designios, de la respuesta de los oráculos, y especialmente de sus magníficos regalos, y de que había hecho la guerra contra los persas inducido por predicciones lisonjeras; y volviendo a pedirle licencia para dar en rostro con sus desgracias al dios que las había causado, le dijo Ciro sonriéndose: «Haz, Creso, lo que gustes, pues yo nada pienso negarte». Con este permiso envió luego a Delfos algunos lidios, encargándoles pusiesen sus grillos en el umbral mismo del templo, y preguntasen a Apolo si no se avergonzaba de haberle inducido con sus oráculos a la guerra contra los persas, dándole a entender que con ella daría fin al imperio de Ciro; y que presentando después sus grillos como primicias de la guerra, le preguntasen también si los dioses griegos tenían por ley el ser desagradecidos. XCI. Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se les había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: «Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo le predijo que si hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma señora». Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia. XCII. Volviendo a los donativos de Creso, no solamente fueron ofrendas suyas las que dejo referidas, sino otras muchas que hay en Grecia. En Tebas de Beocia consagró un trípode de oro al dios Apolo Ismenio, y en Éfeso las vacas de oro y la mayor parte de las columnas. En el vestíbulo del templo de Delfos se ve un grande escudo de oro. Muchos de estos donativos se conservan en nuestros días, si bien algunos pocos han perecido ya. Según he oído decir, los dones que ofreció Creso en Bránquidas, del territorio de Mileto, son semejantes y del mismo peso que los que dedicó en Delfos. Sin embargo, las ofrendas hechas en Delfos y en el templo de Anfiarao, fueron de sus propios bienes, y como primicias de la herencia paterna; pero los otros dones pertenecieron a los bienes confiscados a un enemigo suyo, que antes de subir Creso al trono había formado contra él un partido con el objeto de que la corona recayese en Pantaleón, hijo también de Aliates, pero no hermano uterino de Creso, pues este había nacido de una madre natural de la Caria, y aquel de otra natural de la Jonia. Cuando Creso se vio en posesión del imperio, hizo morir al hombre que tanto le había resistido, despedazándole con los peines de hierro de un cardador, y consagró del modo dicho los bienes ofrecidos de antemano a los dioses. XCIII. La Lidia es una tierra que no ofrece a la historia maravillas semejantes a las que ofrecen otros países, a no ser las arenillas de oro provenientes del monte Tmolo; pero sí nos presenta un monumento, obra la mayor de cuantas hay, después de las maravillas del mundo, egipcias y babilonias. En ella existe el túmulo de Aliates, padre de Creso, el cual tiene en la base unas grandes piedras, y lo demás es un montón de tierra. La obra se hizo a costa de los vendedores de la plaza y de los artesanos, ayudándoles también las muchachas. En este túmulo se ven todavía cinco términos o cuerpos, en los cuales hay inscripciones que indican la parte hecha por cada uno de aquellos gremios, y según las medidas aparece ser mayor que las demás la parte ejecutada por las mozas. Lo que no es de extrañar, porque ya se sabe que todas las hijas de los lidios venden su honor ganándose su dote con la prostitución voluntaria, hasta tanto que se casan con un determinado marido, que cada cual por sí misma se busca. El ámbito del túmulo es de seis estadios y dos pletros o yugadas,[50] y la anchura de trece yugadas. Cerca de este sepulcro hay un gran lago que llaman de Giges, y dicen los lidios que es de agua perenne. XCIV. Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata, los primeros que tuvieron tabernas de vino y comestibles, y según ellos dicen, los inventores de los juegos que se usan también en la Grecia, cuyo descubrimiento nos cuentan haber hecho en aquel tiempo en que enviaron sus colonias a Tirrenia;[51] y lo refieren de este modo. En el reinado de Atis el hijo de Manes, se experimentó en toda la Lidia una gran carestía en víveres, que toleraron algún tiempo con mucho trabajo; pero después, viendo que no cesaba la calamidad, buscaron remedios contra ella, y discurrieron varios entretenimientos. Entonces se inventaron los dados, las tabas, la pelota y todos los otros juegos menos el ajedrez, pues la invención de este último no se lo apropian los lidios:[52] como estos juegos los inventaron para divertir el hambre, pasaban un día entero jugando, a fin de no pensar en comer, y al día siguiente cuidaban de alimentarse, y con esta alternativa vivieron hasta dieciocho años. Pero no cediendo el mal, antes bien agravándose cada vez más, determinó el rey dividir en dos partes toda la nación, y echar suertes para saber cuál de ellas se quedaría en el país y cuál saldría fuera. Él se puso al frente de aquellos a quienes la suerte hiciese quedar en su patria, y nombró por jefe de los que debían emigrar, a su mismo hijo, que llevaba el nombre de Tirreno. Estos últimos bajaron a Esmirna, construyeron allí sus naves, y embarcando en ellas sus alhajas y muebles transportables, navegaron en busca de sustento y morada, hasta que pasando por varios pueblos llegaron a los umbros,[53] donde fundaron sus ciudades, en las cuales habitaron después. Allí los lidios dejaron su nombre antiguo y tomaron otro derivado del que tenía el hijo del rey que los condujo, llamándose por lo mismo tirrenos. En suma, los lidios fueron reducidos a servidumbre por los persas. XCV. Ahora exige la historia que digamos quién fue aquel Ciro que arruinó el imperio de Creso; y también de qué manera los persas vinieron a hacerse dueños del Asia. Sobre este punto voy a referir las cosas, no siguiendo a los persas, que quieren hacer alarde de las hazañas de su héroe, sino a aquellos que las cuentan como real y verdaderamente pasaron;[54] porque sé muy bien que la historia de Ciro suele referirse de tres maneras más. Reinando ya los asirios en el Asia superior por el espacio de quinientos y veinte años, los medos empezaron los primeros a sublevarse contra ellos, y como peleaban por su libertad, se mostraron valerosos, y no pararon hasta que, sacudido el yugo de la servidumbre, se hicieron independientes, cuyo ejemplo siguieron después otras naciones. XCVI. Libres, pues, todas las naciones del continente del Asia, y gobernadas por sus propias leyes, volvieron otra vez a caer bajo un dominio extraño. Hubo entre los medos un sabio político llamado Deyoces, hijo de Fraortes, el cual, aspirando al poder absoluto, empleó este medio para conseguir sus deseos. Habitando a la sazón los medos en diversos pueblos, Deyoces, conocido ya en el suyo por una persona respetable, puso el mayor esmero en ostentar sentimientos de equidad y justicia, y esto lo hacía en un tiempo en que la sinrazón y la licencia dominaban en toda la Media. Sus paisanos, viendo su modo de proceder, le nombraron por juez de sus disputas, en cuya decisión se manifestó recto y justo, siempre con la idea de apoderarse del mando. Granjeose de esta manera una grande opinión, y extendiéndose por los otros pueblos la fama de que solamente Deyoces administraba bien la justicia, acudían a él gustosos a decidir sus pleitos todos los que habían experimentado a su costa la iniquidad de los otros jueces, hasta que por fin a ningún otro se confiaron ya los negocios. XCVII. Pero creciendo cada día más el número de los concurrentes, porque todos oían decir que allí se juzgaba con rectitud, y viendo Deyoces que ya todo pendía de su arbitrio, no quiso sentarse más en el lugar donde daba audiencia, y se negó absolutamente a ejercer el oficio de juez, diciendo que no le convenía desatender a sus propios negocios por ocuparse todo el día en el arreglo de los ajenos. Volviendo a crecer más que anteriormente los hurtos y la injusticia, se juntaron los medos en un congreso para deliberar sobre el estado presente de las cosas. Según a mí me parece, los amigos de Deyoces hablaron en estos bellos términos: «Si continuamos así, es imposible habitar en este país. Nombremos, pues, un rey para que le administre con buenas leyes y podamos nosotros ocuparnos en nuestros negocios sin miedo de ser oprimidos por la injusticia». Persuadidos por este discurso, se sometieron los medos a un rey. XCVIII. Al punto mismo trataron de la persona que elegirían por monarca, y no oyéndose otro nombre que el de Deyoces, a quien todos proponían y elogiaban, quedó nombrado rey por aclamación del congreso. Entonces mandó se le edificase un palacio digno de la majestad del imperio, y se le diesen guardias para la custodia de su persona. Así lo hicieron los medos, fabricando un palacio grande y fortificado en el sitio que él señaló, y dejando a su arbitrio la elección de los guardias entre todos sus nuevos vasallos. Después que se vio con el mando los precisó a que fabricasen una ciudad, y que fortificándola y adornándola bien, se pasasen a vivir en ella, cuidando menos de los otros pueblos: obedeciéndole también en esto, construyeron los medos unas murallas espaciosas y fuertes, que ahora se llaman Ecbatana,[55] tiradas todas circularmente y de manera que comprenden un cerco dentro de otro. Toda la plaza está ideada de suerte que un cerco no se levanta más que el otro, sino lo que sobresalen las almenas. A la perfección de esta fábrica contribuyó no solo la naturaleza del sitio, que viene a ser una colina redonda, sino más todavía el arte con que está dispuesta, porque siendo siete los cercos, en el recinto del último se halla colocado el palacio y el tesoro. La muralla exterior, que por consiguiente es la más grande, viene a tener el mismo circuito que los muros de Atenas.[56] Las almenas del primer cerco son blancas, las del segundo negras, las del tercero rojas, las del cuarto azules y las del quinto amarillas, de suerte que todas ellas se ven resplandecer con estos diferentes colores; pero los dos últimos cercos muestran sus almenas el uno plateadas y el otro doradas. XCIX. Luego que Deyoces hubo hecho construir estas obras y establecido su palacio, mandó que lo restante del pueblo habitase alrededor de la muralla. Introdujo el primero el ceremonial de la corte, mandando que nadie pudiese entrar donde está el rey, ni este fuese visto de persona alguna, sino que se tratase por medio de internuncios establecidos al efecto. Si alguno por precisión se encontraba en su presencia, no le era permitido escupir ni reírse, como cosas indecentes. Todo esto se hacía con el objeto de precaver que muchos medos de su misma edad, criados con él y en nada inferiores por su valor y demás prendas, no mirasen con envidia su grandeza, y quizá le pusiesen asechanzas. No viéndole era más fácil considerarle como un hombre de naturaleza privilegiada. C. Después que ordenó el aparato exterior de la majestad y se afirmó en el mando supremo, se mostró recto y severo en la administración de justicia. Los que tenían algún litigio o pretensión lo ponían por escrito y se lo remitían adentro por medio de los internuncios, que volvían después a sacarlo con la sentencia o decisión correspondiente. En lo demás del gobierno lo tenía todo bien arreglado; de suerte que si llegaba a su noticia que alguno se desmandaba con alguna injusticia o insolencia, le hacía llamar para castigarle según lo merecía la gravedad del delito, a cuyo fin tenía distribuidos por todo el imperio exploradores vigilantes que le diesen cuenta de lo que viesen y escuchasen. CI. Así que Deyoces fue quien unió en un cuerpo la sola nación meda, cuyo gobierno obtuvo. La Media se componía de diferentes pueblos o tribus, que son los busas, paretacenos, estrucates, arizantos, budios y magos. CII. El reinado de Deyoces duró cincuenta y tres años, y después de su muerte le sucedió su hijo Fraortes, el cual, no contentándose con la posesión de la Media, hizo una expedición contra los persas, que fueron los primeros a quienes agregó a su imperio. Viéndose dueño de dos naciones, ambas fuertes y valerosas, fue conquistando una después de otra todas las demás del Asia, hasta que llegó en una de sus expediciones a los asirios, que habitaban en Nínive.[57] Estos, habiendo sido un tiempo los príncipes de toda la Asiria, se veían a la sazón desamparados de sus aliados, mas no por eso dejaban de tener un estado floreciente. Fraortes, con una gran parte de su ejército, pereció en la guerra que les hizo, después de haber reinado veintidós años. CIII. A Fraortes sucedió en el imperio Ciaxares, su hijo, y nieto de Deyoces; de quien se dice que fue un príncipe mucho más valiente que sus progenitores. Él fue el primero que dividió a los asiáticos en provincias, y el primero que introdujo el orden y la separación en su milicia, disponiendo que se formasen cuerpos de caballería, de lanceros y de los que pelean con saetas, pues antes todos ellos iban al combate mezclados y en confusión. Él fue también el que dio contra los lidios aquella batalla memorable en que se convirtió el día en noche durante la acción, y el que unió a sus dominios toda la parte de Asia que está más allá del río Halis. Queriendo vengar la muerte de su padre, y arruinar la ciudad de Nínive, reunió todas las tropas de su imperio y marchó contra los asirios, a quienes venció en batalla campal; pero cuando se hallaba sitiando la ciudad vino sobre él un grande ejército de escitas, mandados por su rey Madies, hijo de Prototies, los cuales habiendo echado de Europa a los cimerios y persiguiéndolos en su fuga, se entraron por el Asia y vinieron a dar en la región de los medos. CIV. Desde la laguna Mayátide hasta el río Fasis y el país de colcos habrá treinta días de camino, suponiendo que se trata de un viajero expedito; pero desde la Cólquide hasta la Media no hay mucho que andar, porque solamente se tiene que atravesar la nación de los saspires. Los escitas no vinieron por este camino, sino por otro más arriba y más largo, dejando a su derecha el monte Cáucaso.[58] Luego que dieron con los medos, los derrotaron completamente y se hicieron señores de toda el Asia. CV. Desde allí se encaminaron al Egipto, y habiendo llegado a la Siria Palestina, les salió a recibir Psamético, rey de Egipto, el cual con súplicas y regalos logró de ellos que no pasasen adelante. A la vuelta, cuando llegaron a Ascalón, ciudad de Siria, si bien la mayor parte de los escitas pasó sin hacer daño alguno, con todo no faltaron unos pocos rezagados que saquearon el templo de Afrodita Urania. Este templo, según mis noticias, es el más antiguo de cuantos tiene aquella diosa, pues los mismos naturales de Chipre confiesan haber sido hecho a su imitación el que ellos tienen; y por otra parte los fenicios, pueblo originario de la Siria, fabricaron el de Citera. La diosa se vengó de los profanadores de su templo enviándoles a ellos y a sus descendientes cierta enfermedad mujeril. Así lo reconocen los escitas mismos; y todos los que van a la Escitia ven por sus ojos el mal que padecen aquellas a quienes los naturales llaman _enareas_. CVI. Los escitas dominaron en el Asia por espacio de veintiocho años, en cuyo tiempo se destruyó todo, parte por la violencia y parte por el descuido; porque además de los tributos ordinarios, exigían los impuestos que les acomodaba, y robaban en sus correrías cuanto poseían los particulares. Pero la mayor parte de los escitas acabaron a manos de Ciaxares y de sus medos, los cuales en un convite que les dieron, viéndolos embriagados, los pasaron al filo de la espada. De esta manera recobraron los medos el imperio, y volvieron a tener bajo su dominio las mismas naciones que antes. Tomando después la ciudad de Nínive, del modo que referiré en otra obra,[59] sujetaron también a los asirios, a excepción de la provincia de Babilonia. Murió, por último, Ciaxares, habiendo reinado cuarenta años, inclusos aquellos en que mandaron los escitas. CVII. Sucediole en el trono su hijo Astiages, que tuvo una hija llamada Mandane. A este monarca le pareció ver en sueño que su hija despedía tanta orina, que no solamente llenaba con ella la ciudad, sino que inundaba toda el Asia. Dio cuenta de la visión a los magos, intérpretes de los sueños, e instruido de lo que el suyo significaba, concibió tales sospechas que, cuando Mandane llegó a una edad proporcionada para el matrimonio, no quiso darla por esposa a ninguno de los medos dignos de emparentar con él, sino que la casó con un cierto persa llamado Cambises, a quien consideraba hombre de buena familia y de carácter pacífico, pero muy inferior a cualquier medo de mediana condición. CVIII. Viviendo ya Mandane en compañía de Cambises, su marido, volvió Astiages en aquel primer año a tener otra visión, en la cual le pareció que del centro del cuerpo de su hija salía una parra que cubría con su sombra toda el Asia. Habiendo participado este nuevo sueño a los mismos adivinos, hizo venir de Persia a su hija, que estaba ya en los últimos días de su embarazo, y la puso guardias con el objeto de matar a la prole que diese a luz, por haberle manifestado los intérpretes que aquella criatura estaba destinada a reinar en su lugar. Queriendo Astiages impedir que la predicción se realizase, luego que nació Ciro, llamó a Harpago, uno de sus familiares, el más fiel de los medos y el ministro encargado de todos sus negocios, y cuando le tuvo en su presencia le habló de esta manera: «Mira, no descuides, Harpago, el asunto que te encomiendo. Ejecútale puntualmente, no sea que por consideración a otros, me faltes a mí y vaya por último a descargar el golpe sobre tu cabeza. Toma el niño que Mandane ha dado a luz, llévale a tu casa y mátale, sepultándole después como mejor te parezca». «Nunca, señor, respondió Harpago, habréis observado en vuestro siervo nada que pueda disgustaros; en lo sucesivo yo me guardaré bien de faltar a lo que os debo. Si vuestra voluntad es que la cosa se haga, a nadie conviene tanto como a mí el ejecutarla puntualmente». CIX. Harpago dio esta respuesta, y cuando le entregaron el niño, ricamente vestido, para llevarlo a la muerte, se fue llorando a su casa y comunicó a su mujer lo que con Astiages le había pasado. «Y ¿qué piensas hacer?», le dijo ella: «¿Qué pienso hacer?, respondió el marido; aunque Astiages se ponga más furioso de lo que ya está, nunca le obedeceré en una cosa tan horrible como dar la muerte a su nieto. Tengo para obrar así muchos motivos. Además de ser este niño mi pariente, Astiages es ya viejo, no tiene sucesión varonil, y la corona debe pasar después de su muerte a Mandane, cuyo hijo me ordena sacrificar a sus ambiciosos recelos. ¿Qué me restan sino peligros por todas partes? Mi seguridad exige ciertamente que este niño perezca; pero conviene que sea el matador alguno de la familia de Astiages y no de la mía». CX. Dicho esto, envió sin dilación un propio a uno de los pastores del ganado vacuno de Astiages, de quien sabía que apacentaba sus rebaños en abundantísimos pastos, dentro de unas montañas pobladas de fieras. Este vaquero, cuyo nombre era Mitradates, cohabitaba con una mujer, consierva suya, que en lengua de la Media se llamaba Espaco, y en la de la Grecia debería llamarse _Cino_,[60] pues los medos a la perra la llaman _espaca_. Las faldas de los montes donde aquel mayoral tenía sus praderas, vienen a caer al norte de Ecbatana por la parte que mira al Ponto Euxino, y confina con los saspires. Este país es sobremanera montuoso, muy elevado y lleno de bosques, siendo lo restante de la Media una continuada llanura. Vino el pastor con la mayor presteza y diligencia, y Harpago le habló de este modo: «Astiages te manda tomar este niño y abandonarle en el paraje más desierto de tus montañas, para que perezca lo más pronto posible. Tengo orden para decirte de su parte, que si dejares de matarle, o por cualquiera vía escapare el niño de la muerte, serás tú quien la sufra en el más horrible suplicio; y yo mismo estoy encargado de ver por mis ojos la exposición del infante». CXI. Recibida esta comisión, tomó Mitradates el niño, y por el mismo camino que trajo volviose a su cabaña. Cuando partió para la ciudad, se hallaba su mujer todo el día con dolores de parto, y quiso la buena suerte que diese a luz un niño. Durante la ausencia estaban los dos llenos de zozobra el uno por el otro; el marido solícito por el parto de su mujer, y esta recelosa porque, fuera de toda costumbre, Harpago había llamado a su marido. Así, pues, que le vio comparecer ya de vuelta, y no esperándole tan pronto, le preguntó el motivo de haber sido llamado con tanta prisa por Harpago. «¡Ah mujer mía!, respondió el pastor; cuando llegué a la ciudad vi y oí cosas que pluguiese al cielo jamás hubiese visto ni oído, y que nunca ellas pudiesen suceder a nuestros amos. La casa de Harpago estaba sumergida en llanto; entro asustado en ella, y me veo en medio a un niño recién nacido, que con vestidos de oro y de varios colores palpitaba y lloraba. Luego que Harpago me ve, al punto me ordena que, tomando aquel niño, me vaya con él y le exponga en aquella parte de los montes donde más abunden las fieras; diciéndome que Astiages era quien lo mandaba, y dirigiéndome las mayores amenazas si no lo cumplía. Tomo el niño, y me vengo con él, imaginando sería de alguno de sus domésticos, y sin sospechar su verdadero linaje. Sin embargo, me pasmaba de verle ataviado con oro y preciosos vestidos, y de que por él hubiese tanto lloro en la casa. Pero bien presto supe en el camino de boca de un criado, que conduciéndome fuera de la ciudad puso en mis brazos el niño, que este era hijo de la princesa Mandane y de Cambises. Tal es, mujer, toda la historia, y aquí tienes el niño». CXII. Diciendo esto, le descubre y enseña a su mujer; la cual, viéndole tan robusto y hermoso, se echa a los pies de su marido, abraza sus rodillas, y anegada en lágrimas, lo ruega encarecidamente que por ningún motivo piense en exponerle. Su marido responde que no puede menos de hacerlo así, porque vendrían espías de parte de Harpago para verle, y él mismo perecería desastradamente si no lo ejecutaba. La mujer, entonces, no pudiendo vencer a su marido, le dice de nuevo: «Ya que es indispensable que le vean expuesto, haz por lo menos lo que voy a decirte. Sabe que yo también he parido, y que fue un niño muerto. A este le puedes exponer, y nosotros criaremos el de la hija de Astiages como si fuese nuestro. Así no corres el peligro de ser castigado por desobediente al rey, ni tendremos después que arrepentirnos de nuestra mala resolución. El muerto además logrará de este modo una sepultura regia, y este otro que existe conservará su vida». CXIII. Pareciole al pastor que, según las circunstancias presentes, hablaba muy bien su mujer, y sin esperar más hizo lo que ella le proponía. La entregó, pues, el niño que tenía condenado a muerte, tomó el suyo difunto y lo metió en la misma canasta en que acababa de venir el otro, adornándole con todas sus galas; y después se fue con él y lo dejó expuesto en lo más solitario del monte. Al tercer día se marchó el vaquero a la ciudad, habiendo dejado en su lugar por centinela a uno de sus zagales, y llegando a casa de Harpago le dijo que estaba pronto a enseñarle el cadáver de aquella criatura. Harpago envió al monte algunos de sus guardias, los que entre todos tenía por más fieles, y cerciorado del hecho dio sepultura al hijo del pastor. El otro niño, a quien con el tiempo se dio el nombre de Ciro, luego que le hubo tomado la pastora fue criado por ella, poniéndole un nombre cualquiera, pero no el de Ciro. CXIV. Cuando llegó a los diez años, una casualidad hizo que se descubriese quién era. En aquella aldea donde estaban los rebaños, sucedió que Ciro se pusiese a jugar en la calle con otros muchachos de su edad. Estos en el juego escogieron por rey al hijo del pastor de vacas. En virtud de su nueva dignidad, mandó a unos que le fabricasen su palacio real, eligió a otros para que le sirviesen de guardias, nombró a este inspector, ministro (o como se decía entonces _ojo del rey_), hizo al otro su gentilhombre para que le entrase los recados, y, por fin, a cada uno distribuyó su empleo. Jugaba con los otros muchachos uno que era hijo de Artembares, hombre principal entre los medos, y como este niño no obedeciese a lo que Ciro le mandaba, dio orden a los otros para que le prendiesen; obedecieron ellos y le mandó Ciro azotar, no de burlas, sino ásperamente. El muchacho, llevando muy a mal aquel tratamiento, que consideraba indigno de su persona, luego que se vio suelto se fue a la ciudad, y se quejó amargamente a su padre de lo que con él había ejecutado Ciro, no llamándole Ciro (que no era todavía este su nombre), sino aquel muchacho, hijo del vaquero de Astiages. Enfurecido Artembares, fuese a ver al rey, llevando consigo a su hijo, y lamentándose del atroz insulto que se les había hecho: «Mirad, señor, decía, cómo nos ha tratado el hijo del vaquero, vuestro esclavo»; y al decir esto, descubría las espaldas lastimadas de su hijo. CXV. Astiages, que tal oía y veía, queriendo vengar la insolencia usada con aquel niño y volver por el honor ultrajado de su padre, hizo comparecer en su presencia al vaquero, juntamente con su hijo. Luego que ambos se presentaron, vueltos los ojos a Ciro, le dice Astiages: «¿Cómo tú, siendo hijo de quien eres, has tenido la osadía de tratar con tanta insolencia y crueldad a este mancebo, que sabías ser hijo de una persona de las primeras de mi corte?». «Yo señor, le responde Ciro, tuve razón en lo que hice; porque habéis de saber que los muchachos de la aldea, siendo ese uno de ellos, se concertaron jugando en que yo fuese su rey, pareciéndoles que era yo el que más merecía serlo por mis prendas. Todos lo otros niños obedecían puntualmente mis órdenes; solo este era el que sin hacerme caso, no quería obedecer, hasta que por último recibió la pena merecida. Si por ello soy yo también digno de castigo, aquí me tenéis dispuesto a todo». CXVI. Mientras Ciro hablaba de esta suerte, quiso reconocerle Astiages, pareciéndole que las facciones de su rostro eran semejantes a las suyas, que se descubría en sus ademanes cierto aire de nobleza, y que el tiempo en que le mandó exponer convenía perfectamente con la edad de aquel muchacho. Embebido en estas ideas, estuvo largo rato sin hablar palabra, hasta que, vuelto en sí, trató de despedir a Artembares, con la mira de coger a solas al pastor y obligarle a confesar la verdad. Al efecto le dijo: «Artembares, queda a mi cuidado hacer cuanto convenga para que tu hijo no tenga motivo de quejarse por el insulto que se le hizo». Y luego los despidió, y al mismo tiempo los criados, por orden suya, se llevaron adentro a Ciro. Solo con el vaquero, le preguntó de dónde había recibido aquel muchacho, y quién se lo había entregado. Contestando el otro que era hijo suyo, y que la mujer de quien le había tenido habitaba con él en la misma cabaña, volvió a decirle Astiages que mirase por sí y no se quisiese exponer a los rigores del tormento; y haciendo a los guardias una seña para que se echasen sobre él, tuvo miedo el pastor y descubrió toda la verdad del hecho desde su principio, acogiéndose por último a las súplicas y pidiéndole humildemente que le perdonase. CXVII. Astiages, después de esta declaración, se mostró menos irritado con el vaquero, dirigiendo toda su cólera contra Harpago, a quien hizo llamar inmediatamente por medio de sus guardias. Luego que vino le habló así: «Dime, Harpago, ¿con qué género de muerte hiciste perecer al niño de mi hija, que puse en tus manos?». Como Harpago viese que estaba allí el pastor, temiendo ser cogido si caminaba por la senda de la mentira, dijo sin rodeos: «Luego, señor, que recibí el niño, me puse a pensar cómo podría ejecutar vuestras órdenes sin incurrir en vuestra indignación, y sin ser yo mismo el matador del hijo de la princesa. ¿Qué hice, pues? Llamé a este vaquero, y entregándole la criatura, le dije que vos mandabais que la hiciese morir; y en esto seguramente dije la verdad. Dile orden para que la expusiese en lo más solitario del monte, y que no la perdiese de vista en tanto que respirase, amenazándole con los mayores suplicios si no lo ejecutaba puntualmente. Cuando me dio noticia de la muerte del niño, envié los eunucos de más confianza para quedar seguro del hecho y para que le diesen sepultura. Ved aquí, señor, la verdad y el modo cómo pereció el niño». CXVIII. Disimulando Astiages el enojo de que se hallaba poseído, le refirió primeramente lo que el vaquero le había contado, y concluyó diciendo, que puesto que el niño vivía lo daba todo por bien hecho; «porque a la verdad, añadió, me pesaba en extremo lo que había mandado ejecutar con aquella criatura inocente, y no podía sufrir la idea de la ofensa cometida contra mi hija. Pero ya que la fortuna se ha convertido de mala en buena, quiero que envíes a tu hijo para que haga compañía al recién llegado, y que tú mismo vengas hoy a comer conmigo; porque tengo resuelto hacer un sacrificio a los dioses, a quienes debemos honrar y dar gracias por el beneficio de haber conservado a mi nieto». CXIX. Harpago, después de hacer al rey una profunda reverencia, se marchó a su casa lleno de gozo por haber salido con tanta dicha de aquel apuro y por el grande honor de ser convidado a celebrar con el Monarca el feliz hallazgo. Lo primero que hizo fue enviar a palacio al hijo único que tenía, de edad de trece años, encargándole hiciese todo lo que Astiages le ordenase; y no pudiendo contener su alegría, dio parte a su esposa de toda aquella aventura. Astiages, luego que llegó el niño le mandó degollar, y dispuso que, hecho pedazos, se asase una parte de su carne, y otra se hirviese, y que todo estuviese pronto y bien condimentado. Llegada ya la hora de comer y reunidos los convidados, se pusieron para el rey y los demás sus respectivas mesas llenas de platos de carnero; y a Harpago se le puso también la suya, pero con la carne de su mismo hijo, sin faltar de ella más que la cabeza y las extremidades de los pies y manos, que quedaban encubiertas en un canasto. Comió Harpago, y cuando ya daba muestras de estar satisfecho, le preguntó Astiages si le había gustado el convite; y como él respondiese que había comido con mucho placer, ciertos criados, de antemano prevenidos, le presentaron cubierta la canasta donde estaba la cabeza de su hijo con las manos y pies, y le dijeron que la descubriese y tomase de ella lo que más le gustase. Obedeció Harpago, descubrió la canasta y vio los restos de su hijo, pero todo sin consternarse, permaneciendo dueño de sí mismo y conservando serenidad. Astiages le preguntó si conocía de qué especie de caza era la carne que había comido: él respondió que sí, y que daba por bien hecho cuanto disponía su soberano; y recogiendo los despojos de su hijo, los llevó a su casa, con el objeto, a mi parecer, de darles sepultura. CXX. Deliberando el rey sobre el partido que le convenía adoptar relativamente a Ciro, llamó a los magos que le interpretaron el sueño, y pidioles otra vez su opinión. Ellos respondieron que si el niño vivía, era indispensable que reinase. «Pues el niño vive, replicó Astiages, y habiéndole nombrado rey en sus juegos los otros muchachos de la aldea, ha desempeñado las funciones de tal, eligiendo sus guardias, porteros, mayordomos y demás empleados. ¿Qué pensáis ahora de lo sucedido?». «Señor, dijeron los magos, si el niño vive y ha reinado ya, no habiendo esto sido hecho con estudio, podéis quedar tranquilo y tener buen ánimo, pues ya no hay peligro de que reine segunda vez. Además de que algunas de nuestras predicciones suelen tener resultados de poco momento, y las cosas pertenecientes a los sueños a veces nada significan». «A lo mismo me inclino yo, respondió Astiages, y creo que mi visión se ha verificado ya en el juego de los niños. Sin embargo, aunque me parece que nada debo temer de parte de mi nieto, os encargo que lo miréis bien, y me aconsejéis lo más útil y seguro para mi casa y para vosotros mismos». «A nosotros nos importa infinito, respondieron los magos, que la suprema autoridad permanezca firme en vuestra persona; porque pasando el imperio a ese niño, persa de nación, seríamos tratados los medos como siervos, y para nada se contaría con nosotros. Pero reinando vos, que sois nuestro compatriota, tenemos parte en el mando y disfrutamos en vuestra corte los primeros honores. Ved, pues, señor, cuánto nos interesa mirar por la seguridad de vuestra persona y la continuación de vuestro reinado. Al menor peligro que viésemos, os lo manifestaríamos con toda fidelidad; mas ya que el sueño se ha convertido en una friolera, quedamos por nuestra parte llenos de confianza y os exhortamos a que la tengáis también, y a que, separando de vuestra vista a ese niño, le enviéis a Persia a casa de sus padres». CXXI. Alegrose mucho el rey con tales razones, y llamando a Ciro, le dijo: «Quiero que sepas, hijo mío, que inducido por la visión poco sincera de un sueño, traté de hacerte una sinrazón; pero tu buena fortuna te ha salvado. Vete, pues, a Persia, para donde te daré buenos conductores, y allí encontrarás otros padres bien diferentes de Mitradates y de su mujer la vaquera». CXXII. En seguida despachó Astiages a Ciro, el cual llegado a casa de Cambises, fue recibido por sus padres, que no se saciaban de abrazarle, como quienes estaban en la persuasión de que había muerto poco después de nacer. Preguntáronle de qué modo había conservado la vida, y él les dijo que al principio nada sabía de su infortunio, y había vivido en el engaño; pero que en el camino lo había sabido todo por las personas que le acompañaban, porque antes se creía hijo del vaquero de Astiages, por cuya mujer había sido criado. Y como en todas ocasiones, no cesando de alabar a esta buena mujer, tuviese su nombre en los labios, oyéronle sus padres, y determinaron esparcir la voz de que su hijo había sido criado por una perra, con el objeto de que su aventura pareciese a los persas más prodigiosa, de donde vino sin duda la fama que se divulgó sobre este punto. CXXIII. Cuando Ciro hubo llegado a la mayor edad, y por sus prendas varoniles y amable carácter descollaba entre todos sus iguales, Harpago, enviándole regalos, le iba solicitando contra Astiages, de quien deseaba vengarse; porque viendo que como persona particular no le sería fácil asestar sus tiros contra el monarca, procuraba ganarse un compañero tan útil para sus planes, supuesto que las desgracias de aquel habían sido muy semejantes a las suyas. Ya de antemano iba disponiendo las cosas y sacando partido de la conducta de Astiages, que se mostraba duro y áspero con los medos, se insinuaba poco a poco en el ánimo de los sujetos principales, aconsejándoles con maña que convenía deponer a Astiages del trono y colocar en su lugar a Ciro. Dados estos primeros pasos, y viendo el asunto en buen estado, determinó manifestar sus intenciones a Ciro, que vivía en Persia; pero no teniendo para ello un medio conveniente, por estar guardados los caminos, se valió de esta traza. Tomó una liebre, y abriéndola con mucho cuidado, metió dentro de ella una carta, en la cual iba escrito lo que le pareció, y después la cosió de modo que no se conociese la operación hecha. Llamó en seguida al criado de su mayor confianza, y dándole unas redes como si fuera un cazador, le hizo pasar a la Persia, con el encargo de entregar la liebre a Ciro y de decirle que debía abrirla por sus propias manos, sin permitir que nadie se hallase presente. CXXIV. Esta traza se puso por obra sin ningún tropiezo y con felicidad. Ciro abrió la liebre y encontró la carta escondida, en la cual leyó estas palabras: «Ilustre hijo de Cambises, el cielo os mira con ojos propicios, pues os ha concedido tanta fortuna. Ya es tiempo de que penséis tomar satisfacción de vuestro verdugo Astiages, a quien llamo así porque hizo cuanto pudo para quitaros la vida, que los dioses os conservaron por mi medio. No dudo que hace tiempo estaréis enterado de cuanto se hizo con vuestra persona y de cuanto he sufrido yo mismo de mano de Astiages, sin otra causa que el no haberos dado la muerte, cuando preferí entregaros a su vaquero. Si escucháis mis consejos, pronto reinaréis en lugar suyo. Haced que se armen vuestros persas, y venid con ellos contra la Media. Tanto si me nombra por general para resistiros, como si elige otro de los principales medos, estad seguro del buen éxito de vuestra expedición, porque todos ellos, abandonando a Astiages y pasándose a vuestro partido, procurarán derribarle del trono. Todo lo tenemos dispuesto; haced lo que os digo, y hacedlo cuanto antes». CXXV. Noticioso Ciro del proyecto de Harpago, se puso a reflexionar cuál sería el medio más acertado para inducir a los persas a la rebelión; y después de meditado el asunto, creyó haber hallado uno muy oportuno. Escribió una carta según sus ideas, y habiendo reunido a los persas en una junta, la abrió en ella y leyó su contenido, por el que le nombraba Astiages general de los persas: «Es preciso, por consiguiente, les dijo, que cada uno de vosotros se arme con su hoz». Los persas son una nación compuesta de varias castas o pueblos, parte de los cuales juntó Ciro con el objeto de insurreccionarlos contra los medos. Estos persas, de quienes dependían todos los demás, eran los arteatas, los persas propiamente dichos, los pasargadas, los marafios y los masios. De todos ellos, los pasargadas eran los mejores y más valientes, y entre estos se cuentan los aqueménidas, que es aquella familia de donde vienen los reyes persas. Los otros pueblos son los pantialeos, los derusieos y los germanios,[61] que se dedican a labrar los campos, y los daos, los mardos, los drópicos y los sagartios, que viven como pastores. CXXVI. Luego que todos los persas se presentaron con sus hoces, mandoles Ciro que desmontasen en un día toda una selva llena de espinas y malezas, la cual en la Persia tendría el espacio de dieciocho a veinte estadios. Acabada esta operación, les mandó segunda vez que al día siguiente compareciesen limpios y aseados. Entretanto, hizo juntar en un mismo paraje todos los rebaños de cabras, ovejas y bueyes que tenía su padre, y entregándolos al cuchillo, preparó una espléndida comida, cual convenía para dar un convite al ejército de los persas, proporcionando además el vino necesario y los manjares más escogidos. Concurrieron al día siguiente los persas, a quienes Ciro mandó que reclinados en un prado comiesen a su satisfacción. Después del banquete les preguntó en cuál de los dos días les había ido mejor, y si preferían la fatiga del primero a las delicias del actual. Ellos le respondieron que había mucha diferencia entre los dos días, pues en el anterior había sido todo afán y trabajo, y por el contrario, en el presente todo descanso y recreo. Entonces Ciro, tomando ocasión de sus palabras, les descubrió todo el proyecto, diciéndoles: «Tenéis razón, valerosos persas; y si queréis obedecerme, no tardaréis en lograr estos bienes y otros infinitos, sin ninguna fatiga de las que proporciona la servidumbre. Pero si rehusáis mis consejos, no esperéis otra cosa sino miseria y afanes innumerables, como los de ayer. Ánimo, pues, amigos míos, y siguiendo mis órdenes, recobrad vuestra libertad. Yo pienso que he nacido con el feliz destino de poner en vuestras manos todos estos bienes, porque en nada os considero inferiores a los medos, y mucho menos en los negocios de la guerra. Siendo esto así, levantaos contra Astiages sin perder momento». CXXVII. Los persas, que ya mucho tiempo antes sufrían con disgusto la dominación de los medos, así que se vieron con tal jefe, se declararon de buena voluntad por la independencia. Luego que supo Astiages lo que Ciro iba maquinando, le envió a llamar por medio de un mensajero, al cual mandó Ciro dijese de su parte a Astiages, que estaba muy bien, y que le haría una visita más presto de lo que él mismo quisiera. Apenas Astiages recibió esta respuesta, cuando armó a todos los medos, y como hombre a quien el mismo cielo cegaba, quitándole el acierto, les dio por general a Harpago, olvidando las crueldades que con él había ejecutado. Cuando los medos llegaron a las manos con los persas, lo que sucedió fue que algunos pocos a quienes no se había dado parte del designio, combatían de veras; los instruidos en él se pasaban a los persas, y la mayor parte de propósito peleaban mal y se entregaban a la fuga. CXXVIII. Al saber Astiages la derrota vergonzosa de su ejército, dijo con tono de amenaza: «No pienses, Ciro, que por esto haya de durar mucho tu gozo». Después hizo expirar en un patíbulo a los magos, intérpretes de los sueños, que le habían aconsejado dejase ir libre a Ciro, y por último, mandó que todos los medos jóvenes y viejos que habían quedado en la ciudad, tomasen las armas, con los cuales, habiendo salido a campaña y entrado en acción con los persas, no solo fue vencido, sino que él mismo quedó hecho prisionero juntamente con todas las tropas que había llevado. CXXIX. Cautivo Astiages, se le presentó Harpago muy alegre, insultándole con burlas y denuestos que pudieran afligirle, y zahiriéndole particularmente con la inhumanidad de aquel convite en que le dio a comer las carnes de su mismo hijo. También le preguntaba qué le parecía de su actual esclavitud comparada con el solio de donde acababa de caer. Astiages, fijando en él los ojos, le preguntó a su vez, si reconocía por suya aquella acción de Ciro. «Sí, la reconozco, dijo Harpago, pues habiéndole yo convidado por escrito, puedo gloriarme con razón de tener parte en la hazaña». Entonces respondió Astiages que le miraba como al hombre más necio y más injusto del mundo; el más necio, porque habiendo tenido en su mano hacerse rey, si era verdad que él hubiese sido el autor de lo que pasaba, había procurado para otro la autoridad suprema; y el más injusto, porque en despique de una cena había reducido a los medos a la servidumbre, cuando si era preciso que otras sienes y no las suyas se ciñesen con la corona, la razón pedía que fuesen las de otro medo, y no las de un persa; pues ahora los medos, sin tener culpa alguna, de señores pasaban a ser siervos, y los persas, antes siervos, venían a ser sus señores. CXXX. De este modo, pues, Astiages, habiendo reinado treinta y cinco años, fue depuesto del trono; por cuya dureza y crueldad los medos cayeron bajo el dominio de los persas, después de haber tenido el imperio del Asia superior más allá del río Halis por espacio de ciento veintiocho años,[62] exceptuado el tiempo en que mandaron los escitas. Así que los persas en el reinado de Astiages, teniendo a su frente a Ciro, sacudieron el yugo de los medos y empezaron a mandar en el Asia. Ciro desde entonces mantuvo cerca de sí a Astiages todo el tiempo que le quedó de vida, sin tomar de él ninguna otra venganza. Más adelante, según llevo ya referido, venció a Creso, que había sido el primero en romper las hostilidades, y habiéndose apoderado de su persona, vino por este tiempo a ser señor de toda el Asia. CXXXI. Las leyes y usos de los persas he averiguado que son estas. No acostumbran erigir estatuas, ni templos, ni aras, y tienen por insensatos a los que lo hacen; lo cual, a mi juicio, dimana de que no piensan como los griegos que los dioses hayan nacido de los hombres. Suelen hacer sacrificios a Zeus, llamando así a todo el ámbito del cielo, y para ello se suben a los montes más elevados. Sacrifican también al sol, a la luna, a la tierra, al agua, y a los vientos; siendo estas las únicas deidades que reconocen desde la más remota antigüedad, si bien después aprendieron de los asirios y árabes a sacrificar a Afrodita Urania;[63] porque a Afrodita los asirios la llaman _Milita_, los árabes _Alitat_, y los persas _Mitra_. CXXXII. En los sacrificios que los persas hacen a sus dioses no levantan aras, no encienden fuego, no derraman licores, no usan de flautas, ni de tortas ni de farro molido. Lo que hacen es presentar la víctima en un lugar puro, y llevando la tiara ceñida las más veces con mirto, invocar al dios a quien sacrifican; pero en esta invocación no debe pedirse bien alguno para sí en particular, sino para todos los persas y para su rey, porque en el número de los persas se considera comprendido el que sacrifica. Después se divide la víctima en pequeñas porciones, y hervida la carne, se pone sobre un lecho de la hierba más suave, y regularmente sobre trébol. Allí un mago de pie entona sobre la víctima la _teogonía_,[64] canción para los persas la más eficaz y maravillosa. La presencia de un mago es indispensable en todo sacrificio. Concluido este, se lleva el sacrificante la carne, y hace de ella lo que le agrada. CXXXIII. El aniversario de su nacimiento es de todos los días el que celebran con preferencia, debiendo dar en él un convite, en el cual la gente más rica y principal suele sacar a la mesa bueyes enteros, caballos, camellos y asnos, asados en el horno, y los pobres se contentan con sacar reses menores. En sus comidas usan de pocos manjares de sustancia, pero sí de muchos postres, y no muy buenos. Por eso suelen decir los persas que los griegos se levantan de la mesa con hambre, dando por razón que después del cubierto principal nada se sirve que merezca la pena, pues si algo se presentase de gusto, no dejarían de comer hasta que estuviesen satisfechos. Los persas son muy aficionados al vino. Tienen por mala crianza vomitar y orinar delante de otro. Después de bien bebidos, suelen deliberar acerca de los negocios de mayor importancia. Lo que entonces resuelven, lo propone otra vez el amo de la casa en que deliberaron, un día después; y si lo acordado les parece bien en ayunas, lo ponen en ejecución, y si no, lo revocan. También suelen volver a examinar cuando han bebido bien aquello mismo sobre lo cual han deliberado en estado de sobriedad. CXXXIV. Cuando se encuentran dos en la calle, se conoce luego si son o no de una misma clase, porque si lo son, en lugar de saludarse de palabra, se dan un beso en la boca: si el uno de ellos fuese de condición algo inferior, se besan en la mejilla; pero si el uno fuese mucho menos noble, postrándose, reverencia al otro. Dan el primer lugar en su aprecio a los que habitan más cerca, el segundo a los que siguen a estos, y así sucesivamente tienen en bajísimo concepto a los que viven más distantes de ellos, lisonjeándose de ser los persas con mucha ventaja los hombres más excelentes del mundo. En tiempo de los medos, unas naciones de aquel imperio mandaban a las otras; si bien los medos, además de mandar a sus vecinos inmediatos, tenían el dominio supremo sobre todas ellas; las otras mandaban cada una a la que tenían más vecina. Este mismo orden observan los persas, de suerte que cada nación depende de una y manda a otra. CXXXV. Ninguna gente adopta las costumbres y modas extranjeras con más facilidad que los persas. Persuadidos de que el traje de los medos es más gracioso y elegante que el suyo, visten a la _meda_; se arman para la guerra con el peto de los egipcios; procuran lograr todos los deleites que llegan a su noticia; y esto en tanto grado, que por el mal ejemplo de los griegos, abusan de su familiaridad con los niños. Cada particular suele tomar muchas doncellas por esposas, y con todo son muchas las amigas que mantienen en su casa. CXXXVI. Después del valor y esfuerzo militar, el mayor mérito de un persa consiste en tener muchos hijos; y todos los años el rey envía regalos al que prueba ser padre de la familia más numerosa, porque el mayor número es para ellos la mayor excelencia. En la educación de los hijos, que dura desde los cinco hasta los veinte años, solamente les enseñan tres cosas: montar a caballo, disparar el arco y decir la verdad. Ningún hijo se presenta a la vista de su padre hasta después de haber cumplido los cinco años, pues antes vive y se cría entre las mujeres de la casa; y esto se hace con la mira de que si el niño muriese en los primeros años de su crianza, ningún disgusto reciba por ello su padre. CXXXVII. Me parece bien esta costumbre, como también la siguiente: Nunca el rey impone la pena de muerte, ni otro alguno de los persas castiga a sus familiares con pena grave por un solo delito, sino que primero se examina con mucha escrupulosidad si los delitos o faltas son más y mayores que no los servicios y buenas obras, y solamente en el caso de que lo sean, se suelta la rienda al enojo y se procede al castigo. Dicen que nadie hubo hasta ahora que diese la muerte a sus padres, y que cuantas veces se ha dicho haberse cometido tan horrendo crimen, si se hiciesen las informaciones necesarias, resultaría que los tales habían sido supuestos o nacidos de adulterio; porque no creen verosímil que un padre verdadero muera nunca a manos de su propio hijo. CXXXVIII. Lo que entre ellos no es lícito hacer, tampoco es lícito decirlo. Tienen por la primera de todas las infamias el mentir, y por la segunda contraer deudas; diciendo, entre otras muchas razones, que necesariamente ha de ser mentiroso el que sea deudor. A cualquier ciudadano que tuviese lepra o albarazos, no le es permitido, ni acercarse a la ciudad, ni tener comunicación con los otros persas; porque están en la creencia de que aquella enfermedad es castigo de haber pecado contra el sol. A todo extranjero que la padece, los más de ellos le echan del país, y también a las palomas blancas, alegando el mismo motivo. Veneran en tanto grado a los ríos, que ni orinan, ni escupen, ni se lavan las manos en ellos, como tampoco permiten que ningún otro lo haga. CXXXIX. Una cosa he notado en la lengua persa, en que parece no han reparado los naturales, y es que todos los nombres que dan a los cuerpos y a las cosas grandes y excelentes terminan con una misma letra, que es la que los dorios llaman _san_, y los jonios _sigma_.[65] El que quiera hacer esta observación, hallará que no algunos nombres de los persas, sino todos, acaban absolutamente de la misma manera. CXL. Lo que he dicho hasta aquí sobre los usos de los persas es una cosa cierta y de que estoy bien informado. Pero es más oscuro y dudoso lo que suele decirse de que a ningún cadáver dan sepultura sin que antes haya sido arrastrado por una ave de rapiña o por un perro. Los magos acostumbran hacerlo así públicamente. Yo creo que los persas cubren primero de cera el cadáver, y después le encierran. Por lo que mira a los magos, no solamente se diferencian en sus prácticas del común de los hombres, sino también de los sacerdotes del Egipto. Estos ponen su perfección en no matar animal alguno, fuera de las víctimas que sacrifican: los magos con sus propias manos los matan todos, perdonando solamente al perro y al hombre, y se hacen un mérito de matar no menos a las hormigas que a las sierpes, como también a los demás vivientes, tanto los reptiles como los que vagan por el aire. Pero basta de tales usos; volvamos a tomar el hilo de la historia. CXLI. Al punto que los lidios fueron conquistados por los persas con tanta velocidad, los jonios y los eolios enviaron a Sardes sus embajadores, solicitando de Ciro que los admitiese por vasallos con las mismas condiciones que lo eran antes de Creso. Oyó Ciro la pretensión, y respondió con este apólogo: «Un flautista, viendo muchos peces en el mar, se puso a tocar su instrumento, con el objeto de que atraídos por la melodía saltasen a tierra. No consiguiendo nada, tomó la red barredera, y echándola al mar, cogió con ella una muchedumbre de peces, los cuales, cuando estuvieron sobre la playa, empezaron a saltar según su costumbre. Entonces el flautista volviose a ellos, y les dijo: Basta ya de tanto baile, supuesto que no quisisteis bailar cuando yo tocaba la flauta». El motivo que tuvo Ciro para responder de esta manera a los jonios y a los eolios fue porque cuando él les pidió por sus mensajeros que se rebelasen contra Creso, no le dieron oídos, y ahora, viendo el pleito tan mal parado, se mostraban prontos a obedecerle. Enojado, pues, contra ellos, los despachó con esta respuesta; y los jonios se volvieron a sus ciudades, fortificaron sus murallas y reunieron un congreso en Panionio, al que todos asistieron menos los milesios, porque con estos solos había Ciro concluido un tratado, admitiéndolos por vasallos con las mismas condiciones que a los lidios. Los demás jonios determinaron en el congreso enviar embajadores a Esparta, solicitando auxilios en nombre de todos. CXLII. Estos jonios, a quien pertenece el templo de _Panionio_, han tenido la buena suerte de fundar sus ciudades bajo un cielo y en un clima que es el mejor de cuantos habitan los hombres, a lo menos los que nosotros conocemos. Porque ni la región superior, ni la inferior, ni la que está situada al occidente, ninguna logra iguales ventajas, sufriendo unas los rigores del frío y de la humedad, y experimentando otras el excesivo calor y la sequía. No hablan todos los jonios una misma lengua, y puede decirse que tienen cuatro dialectos diferentes. Mileto, la primera de sus ciudades, cae hacia el mediodía, y después siguen Miunte[66] y Priene. Las tres están situadas en la Caria y usan de la misma lengua. En la Lidia están Éfeso, Colofón, Lébedos, Teos, Clazómenas y Focea; todas las cuales hablan una lengua misma, diversa de la que usan las tres ciudades arriba mencionadas. Hay todavía, tres ciudades de Jonia más, dos de ellas en las islas de Samos y Quíos, y la otra, que es Eritras, fundada en el continente. Los de Quíos y los eritreos tienen el mismo dialecto; pero los samios usan otro particular suyo. CXLIII. De estos pueblos jonios los milesios se hallaban a cubierto del peligro y del miedo por su trato con Ciro, y los isleños nada tenían que temer de los persas, porque todavía no eran súbditos suyos los fenicios, y ellos mismos no eran gente a propósito para la marina. La causa porque los milesios se habían separado de los demás griegos, no era otra sino la poca fuerza que tenía todo el cuerpo de los griegos, y en especial los jonios, sobremanera desvalidos y casi de ninguna consideración. Fuera de la ciudad de Atenas, ninguna otra había respetable. De aquí nacía que los otros jonios, y los mismos atenienses, se desdeñaban de su nombre, no queriendo llamarse jonios; y aun ahora me parece que muchos de ellos se avergüenzan de semejante dictado. Pero aquellas doce ciudades no solo se preciaban de llevarle, sino que habiendo levantado un templo, le quisieron llamar de su mismo nombre _Pan-Ionio_, o _común a los jonios_, y aun tomaron la resolución de no admitir en él a ningún otro que los pueblos jonios, si bien debe añadirse que nadie pretendió semejante unión a no ser los de Esmirna. CXLIV. Una cosa igual hacen los dorios de _Pentápolis_, estado que ahora se compone de cinco ciudades, y antes se componía de seis, llamándose _Hexápolis_. Estos se guardan de admitir a ninguno de los otros dorios en su templo _Triópico_, y esto lo observan con tal rigor, que excluyeron de su comunión a algunos de sus ciudadanos que habían violado sus leyes y ceremonias. El caso fue este: en los juegos que celebraban en honor de Apolo Triopio, solían antiguamente adjudicar por premio a los vencedores unos trípodes de bronce, pero con la precisa condición de no habérselos de llevar, sino de ofrecerlos al dios en su mismo templo. Sucedió, pues, que un tal Agasicles de Halicarnaso, declarado vencedor, no quiso observar esta ley, y llevándose el trípode, le colgó en su misma casa. Por esta transgresión aquellas cinco ciudades, que eran Lindos, Yáliso, Cámiros, Cos y Cnido, privaron de su comunión a Halicarnaso, que era la sexta. Tal y tan severo fue el castigo con que la multaron. CXLV. Yo pienso que los jonios se repartieron en doce ciudades, sin querer admitir otras más en su confederación, porque cuando moraban en el Peloponeso, estaban distribuidos en doce partidos; así como los aqueos que fueron los que los echaron del país, forman también ahora doce distritos. El primero es Pelena, inmediata a Sición; después siguen Egira y Egas, donde se halla el Cratis, río que siempre lleva agua, y del cual tomó su nombre el otro río Cratis de la Italia; en seguida vienen Bura, Hélice, a donde los jonios se retiraron vencidos en batalla por los aqueos, Egio y Ripes; después Patras, Faras y Óleno, donde está el gran río Piro; y por último, Dime y Tritea, que es entre todas estas ciudades el único pueblo de tierra adentro. CXLVI. Estas son ahora las doce comunidades de los aqueos, y lo eran antes de los jonios, motivo por el cual estos se distribuyeron en doce ciudades. Porque suponer que los unos son más jonios que los otros, o que tuvieron más noble origen, es ciertamente un desvarío; pues no solo los abantes originarios de la Eubea, los cuales nada tienen, ni aun el nombre de la Jonia, hacen una parte, y no la menor, de los tales jonios, sino que además se hallan mezclados con ellos los focidios, separados de los otros sus paisanos, los molosos, los arcades pelasgos, los dorios epidaurios y otras muchas naciones, que con los jonios se confundieron. En cuanto a los jonios que, por haber partido del Pritaneo de los atenienses, quieren ser tenidos por los más puros y acendrados de todos, se sabe de ellos que, no habiendo conducido mujeres para su colonia, se casaron con las carianas a cuyos padres habían quitado la vida; por cuya razón estas mujeres, juramentadas entre sí, se impusieron una ley, que trasmitieron a sus hijas, de no comer jamás con sus maridos ni llamarles con este nombre, en atención a que, habiendo muerto a sus padres, maridos e hijos, después de tales insultos se habían juntado con ellas, todo lo cual sucedió en Mileto. CXLVII. Estos colonos atenienses nombraron por reyes, unos a los licios, familia oriunda de Glauco, el hijo de Hipóloco; otros a los caucones pilios, descendientes de Codro, hijo de Melanto; y algunos los tomaban ya de una, ya de otra de aquellas dos casas. Todos ellos ambicionan con preferencia a los demás el nombre de jonios, y ciertamente lo son de origen verdadero; bien que de este nombre participan cuantos, procediendo de Atenas, celebran la fiesta llamada _Apaturia_, la cual es común a todos los jonios asiáticos, fuera de los efesios y colofonios, los únicos que en pena de cierto homicidio no la celebran. CLXVIII. El Panionio es un templo que hay en Mícala, hacia el norte, dedicado en nombre común de los jonios a Poseidón el Heliconio. Mícala es un promontorio de tierra firme, que mira hacia el viento céfiro,[67] y pertenece a Samos. En este promontorio, los jonios de todas las ciudades solían celebrar una fiesta, a que dieron el nombre de _Pan-Ionia_. Y es de notar que todas las fiestas, no solo de los jonios, sino de todos los griegos, tienen la misma propiedad que dijimos de los nombres persas, la de acabar en una misma letra.[68] CXLIX. He dicho cuáles son las ciudades jonias; ahora referiré las eolias. Cime, por sobrenombre Fricónide, Lerisas, Neontico, Temno, Cila, Notio, Egiroesa, Pitana, Egeas, Mirina, Grinia. Estas son las once ciudades antiguas de los eolios, pues aunque también eran doce, todas en el continente, Esmirna, una de aquel número, fue separada de las otras por los jonios. Los eolios establecieron sus colonias en un terreno mejor que el de los jonios, pero el clima no es tan bueno. CL. Los eolios perdieron a Esmirna de este modo: ciertos colofonios, vencidos en una sedición doméstica y arrojados de su patria, hallaron en Esmirna un asilo. Estos fugitivos, un día en que los de Esmirna celebraban fuera de la ciudad una fiesta solemne a Dioniso, les cerraron las puertas y se apoderaron de la plaza. Concurrieron todos los eolios al socorro de los suyos, pero se terminó la contienda por medio de una transacción, en la que se convino que los jonios, quedándose con la ciudad, restituyesen los bienes muebles a los de Esmirna. Estos, conformándose con lo pactado, fueron repartidos en las otras once ciudades eolias, que los admitieron por ciudadanos suyos. CLI. En el número de las ciudades eolias de la tierra firme, no se incluyen los que habitan en el monte Ida, porque no forman un cuerpo con ellas. Otras hay también situadas en las islas. En la de Lesbos existen cinco, porque la sexta, que era Arisba, la redujeron bajo su dominación los de Metimna, siendo de la misma sangre. En Ténedos hay una, y otra en las que llaman las cien islas. Todas estas ciudades insulares, lo mismo que los jonios de las islas, nada tenían que temer de Ciro; pero a los demás eolios les pareció conveniente confederarse con los otros jonios y seguirlos a donde quiera que los condujesen. CLII. Luego que llegaron a Esparta los enviados de los jonios y eolios, habiendo hecho el viaje con toda velocidad, escogieron para que en nombre de todos llevase la voz a un cierto foceo, llamado Pitermo; el cual, vestido de púrpura, con la mira de que muchos espartanos concurriesen atraídos de la novedad, se presentó en su congreso, y con una larga arenga les pidió socorros. Los lacedemonios, bien lejos de dejarse persuadir del orador, resolvieron no salir a la defensa de los jonios; con lo cual se volvieron los enviados. Sin embargo, despacharon algunos hombres en una galera de cincuenta remos, con el objeto, a mi parecer, de explorar el estado de las cosas de Ciro y de la Jonia. Luego que estos llegaron a Focea, enviaron a Sardes al que entre todos era tenido por hombre de mayor suposición, llamado Lacrines, con orden de intimar a Ciro que se abstuviese de inquietar a ninguna ciudad de los griegos, cuyas injurias no podrían mirar con indiferencia. CLIII. Dícese que Ciro, después que el enviado acabó su propuesta, preguntó a los griegos que cerca de sí tenía, qué especie de hombres eran los lacedemonios, y cuántos en número, para atreverse a hacerle semejante declaración, y que informado de lo que preguntaba, respondió al orador: «Nunca temí a unos hombres que tienen en medio de sus ciudades un lugar espacioso, donde se reúnen para engañar a otros con sus juramentos; y desde ahora les aseguro que si los dioses me conservaren la vida, yo haré que se lamenten, no de las desgracias de los jonios, sino de las suyas propias». Este discurso iba dirigido contra todos los griegos, que tienen en sus ciudades una plaza destinada para la compra y venta de sus cosas, costumbre desconocida entre los persas, que no tienen plazas en las suyas. Después de esto, dejando al persa Tabalo por gobernador de Sardes, y dando al lidio Pactias la comisión de recaudar los tesoros de Creso y de los otros lidios, partiose con sus tropas para Ecbatana, llevando consigo a Creso, y teniendo por negocio de poca importancia el acometer sobre la marcha a los jonios. Bien es verdad que para esto le servían de embarazo Babilonia y la nación bactriana, los sacas y los egipcios, contra los cuales él mismo en persona quería conducir su ejército, enviando contra los jonios a cualquier otro general. CLIV. Apenas Ciro había salido de Sardes, cuando Pactias insurreccionó a los lidios, y habiendo bajado a la costa del mar, como tenía a su disposición todo el oro de Sardes, le fue fácil reclutar tropas mercenarias, y persuadir a la gente de la marina que le siguiese en su expedición. Dirigiose, pues, hacia Sardes, puso a la ciudad sitio y obligó al gobernador Tabalo a encerrarse en la ciudadela. CLV. Ciro en el camino tuvo noticia de lo que pasaba, y hablando de ello con Creso, le dijo: «¿Cuándo tendrán fin, oh Creso, estas cosas que me suceden? Ya está visto que esos lidios nunca vivirán en paz, ni me dejarán a mí tranquilo. Pienso que lo mejor fuera reducirlos a la condición de esclavos. Ahora veo que lo que acabo de hacer con ellos es parecido a lo que hace un hombre que, habiendo dado muerte al padre, perdona a los hijos. Así yo, habiéndome apoderado de tu persona, que eras más que padre de los lidios, tuve la inadvertencia de dejar en sus manos la ciudad; y ahora me maravillo de que se me rebelen». De este modo hablaba Ciro lo que sentía, y Creso, temeroso de la total ruina de Sardes, «Tienes mucha razón, le responde; pero me atrevo, señor, a suplicarte que no te dejes dominar del enojo, ni destruyas una ciudad antigua que está inocente de lo pasado y de lo que ahora sucede. Antes fui yo el autor de la injuria, y pago la pena merecida; ahora Pactias, a quien confiaste la ciudad de Sardes, es el amotinador que debe satisfacer a tu justa venganza. Pero a los lidios perdónales, y a fin de que no se levanten otra vez, ni vuelvan a darte más cuidados, envíales orden para que no tengan armas de las que sirven en la guerra, y mándales también que lleven una túnica talar debajo de su vestido, que calcen coturnos, que aprendan a tocar la cítara y a cantar, y que enseñen a sus hijos el ejercicio de la mercancía. Con estas providencias los verás en breve convertidos de hombres en mujeres, y cesará todo peligro de que se rebelen otra vez». CLVI. Tal fue el expediente que sugirió Creso, teniéndole por más ventajoso para los lidios que no el ser vendidos por esclavos; porque bien sabía que a no proponer al rey un medio tan eficaz, no le haría mudar de resolución, y por otra parte recelaba en extremo que si los lidios escapaban del peligro actual volverían a sublevarse en otra ocasión, y perecerían por rebeldes a manos de los persas. Ciro, muy satisfecho con el consejo, y desistiendo de su primer enojo, dijo a Creso que se conformaba con él; y llamando al efecto al medo Mazares, le mandó que intimase a los lidios cuanto le había sugerido Creso; que fuesen tratados como esclavos todos los demás que habían servido en la expedición contra Sardes, y que de todos modos le presentasen vivo delante de sí al mismo Pactias. CLVII. Dadas estas providencias, continuó Ciro su viaje a lo interior de la Persia. Entretanto, Pactias, informado de que estaba ya cerca el ejército que venía contra él, se llenó de pavor, y se fue huyendo a Cime. Mazares, que al frente de una pequeña división del ejército de Ciro marchaba contra Sardes, cuando vio que no encontraba allí las tropas de Pactias, lo primero que hizo fue obligar a los lidios a ejecutar las órdenes de Ciro, que mudaron enteramente sus costumbres y método de vida. Después envió unos mensajeros a Cime, pidiendo le entregasen a Pactias. Los cimenos acordaron antes de todo consultar el caso con el dios que se veneraba en Bránquidas, donde había un oráculo antiquísimo, que acostumbraban consultar todos los pueblos de la Eolia y de la Jonia. Este oráculo estaba situado en el territorio de Mileto sobre el puerto Panormo. CLVIII. Los cimenos, pues, enviaron sus diputados a Bránquidas, con el objeto de consultar lo que deberían hacer de Pactias, para dar gusto a los dioses. El oráculo respondió que fuese entregado a los persas. Ya se disponían a ejecutarlo, por hallarse una parte del pueblo inclinada a ello, cuando Aristódico, hijo de Heráclides, sujeto que gozaba entre sus conciudadanos de la mayor consideración, desconfiando de la realidad del oráculo y de la verdad de los consultantes, detuvo a los cimenos para que no lo ejecutasen hasta tanto que fuesen al templo otros diputados, en cuyo número se comprendió al mismo Aristódico. CLIX. Luego que llegaron a Bránquidas, hizo Aristódico la consulta en nombre de todos: «¡Oh numen sagrado! Refugiose a nuestra ciudad el lidio Pactias, huyendo de una muerte violenta. Los persas le reclaman ahora, y mandan a los cimenos que se le entreguen. Nosotros, por más que tememos el poder de los persas, no nos hemos atrevido a poner en sus manos a un hombre que se acogió a nuestro amparo, hasta que sepamos de vos claramente cuál es el partido que debemos seguir». El oráculo, del mismo modo que la primera vez, respondió que Pactias fuese entregado a los persas. Entonces Aristódico imaginó este ardid: Se puso a dar vueltas por el templo, y a echar de sus nidos a todos los gorriones y demás pájaros que encontraba. Dícese que fue interrumpido en esta operación por una voz que, saliendo del santuario mismo, le dijo: «¿Cómo te atreves, hombre malvado y sacrílego, a sacar de mi templo a los que han buscado en él un asilo?». «¿Y será justo, respondió Aristódico sin turbarse, que vos, sagrado numen, miréis con tal esmero por vuestros refugiados, y mandéis que los cimenos abandonemos al nuestro y le entreguemos a los persas?». «Sí, lo mando, replicó la voz, para que por esa impiedad perezcáis cuanto antes, y no volváis otra vez a solicitar mis oráculos sobre la entrega de los que se han acogido a vuestra protección». CLX. Los cimenos, oída la respuesta que llevaron sus diputados, no queriendo exponerse a perecer si le entregaban, ni a verse sitiados si le retenían en la ciudad, le enviaron a Mitilene, a donde no tardó Mazares en despachar nuevos mensajeros, pidiendo la entrega de Pactias. Los mitileneos estaban ya a punto de entregárselo por cierta suma de dinero, pero la cosa no llegó a efectuarse, porque los cimenos, llegando a saber lo que se trataba, en una nave que destinaron a Lesbos embarcaron a Pactias y le trasladaron a Quíos. Allí fue sacado violentamente del templo de Atenea, patrona de la ciudad, y entregado al fin por los naturales de Quíos, los cuales le vendieron a cuenta de Atarneo, que es un territorio de la Misia, situado enfrente de Lesbos. Los persas, apoderados así de Pactias, le tuvieron en prisión para presentárselo vivo a Ciro. Durante mucho tiempo ninguno de Quíos enharinaba las víctimas ofrecidas a los dioses con la cebada cogida en Atarneo, ni del grano nacido allí se hacían tortas para los sacrificios; y, en una palabra, nada de cuanto se criaba en aquella comarca era recibido por legítima ofrenda en ninguno de los templos. CLXI. Mazares, después que le fue entregado Pactias por los de Quíos, emprendió la guerra contra las ciudades que habían concurrido a sitiar a Tabalo. Vencidos en ella los de Priene, los vendió por esclavos, y haciendo sus correrías por las llanuras del Meandro, lo saqueó todo, y dio el botín a sus tropas. Lo mismo hizo en Magnesia; pero luego después enfermó y murió. CLXII. En su lugar vino a tomar el mando del ejército Harpago, también medo de nación, el mismo a quien Astiages dio aquel impío convite, y que tanto sirvió después a Ciro en la conquista del imperio. Luego que llegó a la Jonia, fue tomando las plazas, valiéndose de trincheras y terraplenes; porque obligados los enemigos a retirarse dentro de las murallas, le fue preciso levantar obras de esta clase para apoderarse de ellas. La primera ciudad que combatió fue la de Focea en la Jonia. CLXIII. Para decir algo de Focea, conviene saber que los primeros griegos que hicieron largos viajes por mar fueron estos foceos, los cuales descubrieron el mar Adriático, la Tirrenia, la Iberia y Tarteso, no valiéndose de naves redondas, sino solo de sus _pentecónteros_ o naves de cincuenta remos. Habiendo aportado a Tarteso, supieron ganarse toda la confianza y amistad del rey de los tartesios, Argantonio,[69] el cual ochenta años había que era señor de Tarteso, y vivió hasta la edad de ciento veinte; y era tanto lo que este príncipe los amaba, que cuando la primera vez desampararon la Jonia, les convidó con sus dominios, instándoles para que escogiesen en ellos la morada que más les acomodase. Pero viendo que no les podía persuadir, y sabiendo de su boca el aumento que cada día tomaba el poder de los medos, tuvo la generosidad de darles dinero para la fortificación de su ciudad, y lo hizo con tal abundancia, que siendo el circuito de las murallas de no pocos estadios, bastó para fabricarlas todas de grandes y bien labradas piedras. CLXIV. Así tenían los de Focea fortificada su ciudad, cuando Harpago, haciendo avanzar su ejército, les puso sitio; si bien antes les hizo la propuesta de que se daría por satisfecho con tal de que los foceos, demoliendo una sola de las obras de defensa que tenía la muralla, reservasen para el rey una habitación. Los sitiados, que no podían llevar con paciencia la dominación extranjera, pidieron un solo día para deliberar, con la condición de que entretanto se retirasen las tropas. Harpago les respondió que, sin embargo de que conocía sus intenciones, consentía en darles tiempo para que deliberasen. Mientras las tropas se mantuvieron separadas de las murallas, los foceos, sin perder momento, aprontaron sus naves y embarcaron en ellas a sus hijos y mujeres con todos sus muebles y alhajas, como también las estatuas y demás adornos que tenían en sus templos, menos los que eran de bronce o de mármol, o consistían en pinturas.[70] Puesto a bordo todo lo que podían llevarse consigo, se hicieron a la vela, y se trasladaron a Quíos. Los persas ocuparon después la ciudad desierta de habitantes. CLXV. No quisieron los naturales de Quíos vender a los foceos las islas llamadas Enusas, recelosos de que en manos de sus huéspedes viniesen a ser un grande emporio, y quedasen ellos excluidos de las ventajas del comercio. Viendo esto los foceos, determinaron navegar a Córcega, por dos motivos: el uno porque veinte años antes, en virtud de un oráculo, habían fundado allí una colonia, en una ciudad llamada Alalia; y el otro por haber ya muerto su bienhechor Argantonio. Embarcados para Córcega, lo primero que hicieron fue dirigirse a Focea, donde pasaron a cuchillo la guarnición de los persas, a la cual Harpago había confiado la defensa de la ciudad. Dado este golpe de mano, se ligaron mutuamente con el solemne voto de no abandonarse en el viaje, pronunciando mil imprecaciones contra el que faltase a él, y echando después al mar una gran masa de hierro, hicieron un juramento de no volver otra vez a Focea si primero aquella misma masa no aparecía nadando sobre el agua.[71] Sin embargo, al emprender la navegación, más de la mitad de ellos no pudieron resistir al deseo de su ciudad y a la ternura y compasión que les inspiraba la memoria de los sitios y costumbres de la patria, y faltando a lo prometido y jurado, volvieron las proas hacia Focea. Pero los otros, fieles a su juramento, salieron de las islas Enusas y navegaron para Córcega. CLXVI. Después de su llegada vivieron cinco años en compañía de los antiguos colonos, y edificaron allí sus templos. Pero como no dejasen en paz a sus vecinos, a quienes despojaban de lo que tenían, unidos de común acuerdo los tirrenos y los cartagineses, les hicieron la guerra, armando cada una de las dos naciones sesenta naves. Los foceos, habiendo tripulado y armado también sus bajeles hasta el número de sesenta, les salieron al encuentro en el mar de Cerdeña. Diose un combate naval, y se declaró la victoria a favor de los foceos; pero fue una victoria, como dicen, _cadmea_,[72] por haber perdido cuarenta naves, y quedado inútiles las otras veinte, cuyos espolones se torcieron con el choque. Después del combate volvieron a Alalia, y tomando a sus hijos y mujeres, con todos los muebles que las naves podían llevar, dejaron la Córcega, y navegaron hacia Regio. CLXVII. Los prisioneros foceos que los cartagineses, y más todavía los tirrenos, hicieron en las naves destruidas, fueron sacados a tierra y muertos a pedradas. De resultas, los agileos[73] sufrieron una gran calamidad; pues todos los ganados de cualquiera clase, y hasta los hombres mismos que pasaban por el campo donde los foceos fueron apedreados, quedaban mancos, tullidos o apopléticos. Para expiar aquella culpa, enviaron a consultar a Delfos, y la Pitia les mandó que celebrasen, como todavía lo practican, unas magníficas exequias en honor de los muertos, con juegos gímnicos y carreras de caballos. Los otros foceos que se refugiaron en Regio, saliendo después de esta ciudad, fundaron en el territorio de Enotria[74] una colonia que ahora llaman Hiele;[75] y esto lo hicieron por haber oído a un hombre, natural de Posidonia, que la Pitia les había dicho en su oráculo que fundasen a _Cirno_, que es el nombre de un héroe, y no debía equivocarse con el de la isla.[76] CLXVIII. Una suerte muy parecida a la de los foceos tuvieron los de Teos, pues estrechando Harpago su plaza con las obras que levantaba, se embarcaron en sus naves y se fueron a Tracia, donde habitaron en Abdera, ciudad que antes había edificado Timesio el clazomenio, puesto que no la había podido disfrutar por haberle arrojado de ella los tracios; pero al presente los teyos de Abdera le honran como a un héroe. CLXIX. De todos los jonios estos fueron los únicos que, no pudiendo tolerar el yugo de los persas, abandonaron su patria; pero los otros (dejando aparte a los de Mileto) hicieron frente al enemigo; y mostrándose hombres de valor, combatieron en defensa de sus hogares, hasta que vencidos al cabo y hechos prisioneros, se quedaron cada uno en su país bajo la obediencia del vencedor. Los milesios, según ya dije antes, como habían hecho alianza con Ciro, se estuvieron quietos y sosegados. En conclusión, este fue el modo cómo la Jonia fue avasallada por segunda vez. Los jonios que moraban en las islas, cuando vieron que Harpago había sujetado ya a los del continente, temerosos de que no les acaeciese otro tanto, se entregaron voluntariamente a Ciro. CLXX. Oigo decir que a los jonios, celebrando en medio de sus apuros un congreso en Panionio, les dio el sabio Biante, natural de Priene, un consejo provechoso que si le hubiesen seguido hubieran podido ser los más felices de la Grecia. Los exhortó a que, formando todos una sola escuadra, se fuesen a Cerdeña y fundaran allí un solo estado, compuesto de todas las ciudades jonias; con lo cual, libres de la servidumbre, vivirían dichosos, poseyendo la mayor isla de todas, y teniendo el mando en otras; porque si querían permanecer en la Jonia, no les quedaba, en su opinión, esperanza alguna de mantenerse libres o independientes. También era muy acertado el consejo que antes de llegar a su ruina les había dado el célebre Tales, natural de Mileto, pero de una familia venida antiguamente de Fenicia. Este les proponía que se estableciese para todos los jonios una junta suprema en Teos, por hallarse esta ciudad situada en medio de la Jonia, sin perjuicio de que las otras tuviesen lo mismo que antes sus leyes particulares, como si fuese cada una un pueblo o distrito separado. CLXXI. Harpago, después que hubo conquistado la Jonia, volvió sus fuerzas contra los carios, los caunios y los licios, llevando ya consigo las tropas jonias y eolias. Estos carios son una nación que dejando las islas se pasó al continente; y según yo he podido conjeturar, informándome de lo que se dice acerca de las edades más remotas, siendo ellos antiguamente súbditos de Minos, con el nombre de _léleges_, moraban en las islas del Asia, y no pagaban ningún tributo sino cuando lo pedía Minos, le tripulaban y armaban sus navíos; y como este monarca, siempre feliz en sus expediciones,[77] hiciese muchas conquistas, se distinguió en ellas la nación caria, mostrándose la más valerosa y apreciable de todas. A la misma nación se debe el descubrimiento de tres cosas de que usan los griegos; pues ella fue la que enseñó a poner crestas o penachos en los morriones, a pintar armas y empresas en los escudos, y a pegar en los mismos unas correas a manera de asas, siendo así que hasta entonces todos los que usaban de escudo le llevaban sin aquellas asas, y solo se servían para manejarle de unas bandas de cuero que colgadas del cuello y del hombro izquierdo se unían al mismo escudo. Los carios, después de haber habitado mucho tiempo en las islas, fueron arrojados de ellas por los jonios y dorios, y se pasaron al continente. Esto es lo que dicen los cretenses; pero los carios pretenden ser originarios de la tierra firme, y haber tenido siempre el mismo nombre que ahora; y en prueba de ello muestran en Milasa un antiguo templo de Zeus Cario, el cual es común a los misios, como hermanos que son de los carios, puesto que Lido y Miso, como ellos dicen, fueron hermanos de Car. Los pueblos que tienen otro origen, aunque hablen la lengua de los carios, no participan de la comunión de aquel templo. CLXXII. Los caunios, a mi entender, son originarios del país, por más que digan ellos mismos que proceden de Creta. Es difícil determinar si fueron ellos los que adoptaron la lengua caria o los carios la suya; lo cierto es que tienen unas costumbres muy diferentes de los demás hombres y de los carios mismos. En sus convites parece muy bien que se reúnan confusamente los hombres, las mujeres y los niños, según la edad y grados de amistad que median entre ellos. Al principio adoptaron el culto extranjero; pero arrepintiéndose después, y no queriendo tener más dioses que los suyos propios, tomaron todos ellos las armas, y golpeando con sus lanzas el aire, caminaron de este modo hasta llegar a los confines calíndicos, diciendo entretanto que con aquella operación echaban de su país a los dioses extraños. CLXXIII. Los licios traen su origen de la isla de Creta, que antiguamente estuvo toda habitada de bárbaros. Cuando los hijos de Europa, Sarpedón y Minos, disputaron en ella el imperio, quedó Minos vencedor en la contienda y echó fuera de Creta a Sarpedón con todos sus partidarios. Estos se refugiaron en Milíade, comarca del Asia menor, y la misma que al presente ocupan los licios. Sus habitadores se llamaban entonces los solimos. Sarpedón tenía el mando de los licios, que a la sazón se llamaban los _termilas_, nombre que habían traído consigo y con el que todavía son llamados de sus vecinos. Pero después que Lico, el hijo de Pandión, fue arrojado de Atenas por su hermano Egeo, y refugiándose a la protección de Sarpedón, se pasó a los termilas,[78] estos vinieron con el tiempo a mudar de nombre, y tomando el de Lico, se llamaron licios. Sus leyes en parte son cretenses, y en parte carias; pero tienen cierto uso muy particular en el que no se parecen al resto de los hombres, y es el de tomar el apellido de las madres y no de los padres; de suerte que si a uno se le pregunta quién es y de qué familia procede, responde repitiendo el nombre de su madre y el sus abuelas maternas. Por la misma razón, si una mujer libre se casa con un esclavo, los hijos son tenidos por libres e ingenuos; y si al contrario un hombre libre, aunque sea de los primeros ciudadanos, toma una mujer extranjera o vive con una concubina, los hijos que nacen de semejante unión son mirados como bastardos e infames. CLXXIV. Los carios en aquella época, sin dar prueba alguna de valor, se dejaron conquistar por Harpago; y lo mismo sucedió a los griegos que habitaban en aquella región. En ella moran los cnidios, colonos de los lacedemonios, cuyo país está en la costa del mar y se llama Triopio. La Cnidia, empezando en la península Bibasia, es un terreno rodeado casi todo por el mar, pues solo está unido con el continente por un paso de cinco estadios de ancho. Le baña por el norte el golfo Cerámico, y por el sur el mar de Sima y de Rodas. Los cnidios, queriendo hacer que toda la tierra fuese una isla perfecta, mientras Harpago se ocupaba en sujetar a la Jonia, trataron de cortar el istmo que los une con la tierra firme. Empleando mucha gente en la excavación, notaron que los trabajadores padecían muchísimo en sus cuerpos, y particularmente en los ojos de resultas de las piedras que rompían, y atribuyéndolo a prodigio o castigo divino, enviaron sus mensajeros a Delfos para consultar cuál fuese la causa de la dificultad y resistencia que encontraban. La Pitia, según cuentan los cnidios, les respondió así: Al istmo no toquéis de ningún modo. Isla fuera, si Jove lo quisiese. Recibida esta respuesta, suspendieron los cnidios las excavaciones, y sin hacer la menor resistencia, se entregaron a Harpago, que con su ejército venía marchando contra ellos. CLXXV. Más arriba de Halicarnaso moraban tierra adentro los pedáseos. Siempre que a estos o a sus vecinos les amenaza algún desastre, sucede que a la sacerdotisa de Atenea le crece una gran barba, cosa que entonces le aconteció por tres veces. Los pedáseos fueron los únicos en toda la Caria que por algún tiempo hicieron frente a Harpago, y le dieron mucho en que entender, fortificando el monte que llaman Lida; mas por último quedaron vencidos y arruinados. CLXXVI. Cuando Harpago conducía sus tropas al territorio de Janto, los licios de aquella ciudad le salieron al encuentro, y peleando pocos contra muchos, hicieron prodigios de valor; pero vencidos al cabo y obligados a encerrarse dentro de la ciudad, reunieron en la fortaleza a sus mujeres, hijos, dinero y esclavos, y pegándola fuego, la redujeron a cenizas; después de lo cual, conjurados entre sí con las más horribles imprecaciones, salieron con disimulo de la plaza, y pelearon de modo que todos ellos murieron con las armas en la mano. Por este motivo muchos que dicen ahora ser licios de Janto son advenedizos, menos ochenta familias que, hallándose a la sazón fuera de su patria, sobrevivieron a la ruina común. De este modo se apoderó Harpago de la ciudad de Janto, y de un modo semejante de la de Cauno, habiendo los caunios imitado casi en todo a los licios. CLXXVII. Mientras Harpago destruía el Asia baja, Ciro en persona sujetaba las naciones del Asia superior, sin perdonar a ninguna. Nosotros pasaremos en silencio la mayor parte, tratando únicamente de aquellas que con su resistencia le dieron más que hacer y que son más dignas de memoria. Ciro, pues, cuando tuvo bajo su obediencia todo aquel continente, pensó en hacer la guerra a los asirios. CLXXVIII. La Asiria tiene muchas y grandes ciudades, pero de todas ellas la más famosa y fuerte era Babilonia, donde existía la corte y los palacios reales después que Nínive fue destruida. Situada en una gran llanura, viene a formar un cuadro cuyos lados tienen cada uno de frente ciento veinte estadios, de suerte que el ámbito de toda ella es de cuatrocientos ochenta. Sus obras de fortificación y ornato son las más perfectas de cuantas ciudades conocemos. Primeramente la rodea un foso profundo, ancho y lleno de agua. Después la ciñen unas murallas que tienen de ancho cincuenta codos reales, y de alto hasta doscientos, siendo el codo real tres dedos mayor del codo común y ordinario.[79] CLXXIX. Conviene decir en qué se empleó la tierra sacada del foso, y cómo se hizo la muralla. La tierra que sacaban del foso la empleaban en formar ladrillos, y luego que estos tenían la consistencia necesaria los llevaban a cocer a los hornos. Después, valiéndose en vez de argamasa de cierto betún caliente, iban ligando la pared de treinta en treinta filas de ladrillos con unos cestones hechos de caña, edificando primero de este modo los labios o bordes del foso, y luego la muralla misma. En lo alto de esta fabricaron por una y otra parte unas casillas de un solo piso, las unas enfrente de las otras, dejando en medio el espacio suficiente para que pudiese dar vueltas una carroza. En el recinto de los muros hay cien puertas de bronce, con sus quicios y umbrales del mismo metal. A ocho jornadas de Babilonia se halla una ciudad que se llama Is, en la cual hay un río no muy grande que tiene el mismo nombre y va a desembocar al Éufrates. El río Is lleva mezclados con su corriente algunos grumos de asfalto o betún, de donde fue conducido a Babilonia el que sirvió para sus murallas. CLXXX. La ciudad esta dividida en dos partes por el río Éufrates, que pasa por medio de ella. Este río, grande, profundo y rápido, baja de las Armenias y va a desembocar en el mar Eritreo.[80] La muralla, por entrambas partes, haciendo un recodo llega a dar con el río, y desde allí empieza una pared hecha de ladrillos cocidos, la cual va siguiendo por la ciudad adentro las orillas del río. La ciudad, llena de casas de tres y cuatro pisos, está cortada con unas calles rectas, así las que corren a lo largo, como las trasversales que cruzan por ellas y van a parar al río. Cada una de estas últimas tiene una puerta de bronce en la cerca que se extiende por las márgenes del Éufrates; de manera que son tantas las puertas que van a dar al río, cuantos son los barrios entre calle y calle. CLXXXI. El muro por la parte exterior es como la loriga de la ciudad, y en la parte interior hay otro muro que también la ciñe, el cual es más estrecho que el otro, pero no mucho más débil. En medio de cada uno de los dos grandes cuarteles en que la ciudad se divide, hay levantados dos alcázares. En el uno está el palacio real, rodeado con un muro grande y de resistencia, y en el otro un templo de Zeus Belo con sus puertas de bronce. Este templo, que todavía duraba en mis días, es cuadrado y cada uno de sus lados tiene dos estadios, En medio de él se va fabricada una torre maciza que tiene un estadio de altura y otro de espesor. Sobre esta se levanta otra segunda, después otra tercera, y así sucesivamente hasta llegar al número de ocho torres. Alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior, y en la mitad de las escaleras un rellano con asientos, donde pueden descansar los que suben. En la última torre se encuentra una capilla, y dentro de ella una gran cama magníficamente dispuesta, y a su lado una mesa de oro. No se ve allí estatua ninguna, y nadie puede quedarse de noche, fuera de una sola mujer, hija del país, a quien entre todas escoge el dios, según refieren los caldeos, que son sus sacerdotes. CLXXXII. Dicen también los caldeos (aunque yo no les doy crédito) que viene por la noche el Dios y la pasa durmiendo en aquella cama, del mismo modo que sucede en Tebas del Egipto, como nos cuentan los egipcios, en donde duerme una mujer en el templo de Zeus Tebano. En ambas partes aseguran que aquellas mujeres no tienen allí comunicación con hombre alguno. También sucede lo mismo en Patara de la Licia, donde la sacerdotisa, todo el tiempo que reside allí el oráculo, queda por la noche encerrada en el templo. CLXXXIII. En el mismo templo de Babilonia hay en el piso interior otra capilla, en la cual se halla una grande estatua de Zeus sentado, que es de oro: junto a ella una grande mesa también de oro, siendo del mismo metal la silla y la tarima. Estas piezas, según dicen los caldeos, no se hicieron con menos de ochocientos talentos de oro. Fuera de la capilla hay un altar de oro, y además otro grande para las reses ya crecidas, pues en el de oro solo es permitido sacrificar víctimas tiernas y de leche. Todos los años, el día en que los caldeos celebran la fiesta de su dios, queman en la mayor de estas dos aras mil talentos de incienso. En el mismo templo había anteriormente una estatua de doce codos, toda ella de oro macizo, la que yo no he visto, y solamente refiero lo que dicen los caldeos. Darío, el hijo de Histaspes, formó el proyecto de apropiársela cautelosamente, pero no se atrevió a quitarla. Su hijo Jerjes la quitó por fuerza, dando muerte al sacerdote que se oponía a que se la removiese de su sitio. Tal es el adorno y la riqueza de este templo, sin contar otros muchos donativos que los particulares le habían hecho. CLXXXIV. Entre los muchos reyes de la gran Babilonia que se esmeraron en la fábrica y adorno de las murallas y templos, de quienes haré mención tratando de los asirios, hubo dos mujeres. La primera, llamada Semíramis,[81] que reinó cinco generaciones o edades antes de la segunda, fue la que levantó en aquellas llanuras unos diques y terraplenes dignos de admiración, con el objeto de que el río no inundase, como anteriormente, los campos. CLXXXV. La segunda, que se llamó Nitocris,[82] siendo más política y sagaz que la otra, además de haber dejado muchos monumentos que mencionaré después, procuró tomar cuantas medidas pudo contra el imperio de los medos, el cual, ya grande y poderoso, lejos de contenerse pacífico dentro de sus límites, había ido conquistando muchas ciudades, y entre ellas la célebre Nínive. Primeramente, viendo que el Éufrates que corre por medio de la ciudad llevaba hasta ella un curso recto, abrió muchas acequias en la parte superior del país, y llevando el agua por ellas, hizo dar tantas vueltas al río, que por tres veces viniese a tocar en una misma aldea de la Asiria llamada Arderica; de suerte que los que ahora, saliendo de las costas del mar,[83] quieren pasar a Babilonia, navegando por el Éufrates por tres veces y en tres días diferentes pasan por aquella aldea. En las dos orillas del río amontonó tanta tierra e hizo con ella tales márgenes, que asombra la grandeza y elevación de estos diques. Además de esto, en un lugar que cae en la parte superior, y está muy lejos de Babilonia, mandó hacer una grande excavación con el objeto de formar una laguna artificial, poco distante del mismo río. Se cavó la tierra hasta encontrar con el agua viva, y el circuito de la grande hoya que se formó tenía cuatrocientos y veinte estadios. La tierra que salió de aquella concavidad, sirvió para construir los parapetos en las orillas del río; y alrededor de la misma laguna se fabricó un margen con las piedras que al efecto se habían allí conducido. Entrambas cosas, la tortuosidad del río y la excavación para la laguna, se hicieron con la mira de que la corriente del río, cortada con varias vueltas, fuese menos rápida, y la navegación para Babilonia más larga; y de que además obligase la laguna a dar un rodeo a los que caminasen por tierra. Por esta razón mandó Nitocris hacer aquellas obras en la parte del país donde estaba el paso desde la Media y el atajo para su reino, queriendo que los medos no pudiesen comunicar fácilmente con sus vasallos ni enterarse de sus cosas. CLXXXVI. Estos resguardos procuró al estado con sus excavaciones, y de ellas sacó todavía otra ventaja. Estando Babilonia dividida por el río en dos grandes cuarteles, cuando uno en tiempo de los reyes anteriores quería pasar de un cuartel al otro, le era forzoso hacerlo en barca; cosa que según yo me imagino, debería de ser molesta y enredosa. A fin de remediar este inconveniente, después de haber abierto el grande estanque, se sirvió de él para la fábrica de otro monumento utilísimo. Hizo cortar y labrar unas piedras de extraordinaria magnitud, y cuando estuvieron ya dispuestas y hecha la excavación, torció y encaminó toda la corriente del río al lugar destinado para la laguna. Mientras este se iba llenando, secábase la madre antigua del río. En el tiempo que duró esta operación, mandó hacer dos cosas: la una edificar en las orillas que corren por dentro de la ciudad, y a las cuales se baja por las puertas que a cada calle tienen, un margen de ladrillos cocidos, semejante a las obras de las murallas; la otra construir un puente, en medio poco más o menos de la ciudad, con las piedras labradas de antemano, uniéndolas entre sí con hierro y plomo. Sobre las pilastras de esta fábrica se tendía un puente hecho de unos maderos cuadrados, por donde se daba paso a los babilonios durante el día; pero se retiraban los maderos por la noche, para impedir mutuos robos, que se pudiesen cometer con la facilidad de pasar de una parte a otra. Después que con la avenida del río se llenó la laguna y estuvo concluido el puente, restituyó el Éufrates a su antiguo cauce; con lo cual, además de proporcionar la conveniencia del vecindario, logró que se creyese muy acertada la excavación del pantano. CLXXXVII. Esta misma reina quiso urdir un artificio para engañar a los venideros. Encima de una de las puertas más frecuentadas de la ciudad, y en el lugar más visible de ella, hizo construir su sepulcro, en cuyo frente mandó grabar esta inscripción: «Si alguno de los reyes de Babilonia que vengan después de mí escaseare de dinero, abra este sepulcro y tome lo que quiera; pero si no escaseare de él, de ningún modo le abra, porque no le vendrá bien». Este sepulcro permaneció intacto hasta que la corona recayó en Darío, el cual, incomodado de no usar de aquella puerta y de no aprovecharse de aquel dinero; particularmente cuando el mismo tesoro le estaba convidando, determinó abrir el sepulcro. Darío no usaba de la puerta, por no tener al pasar por ella un muerto sobre su cabeza. Abierto el sepulcro, no se encontró dinero alguno, sino solo el cadáver y un escrito con estas palabras: «Si no fueses insaciable de dinero, y no te valieses para adquirirle de medios ruines, no hubieras escudriñado las arcas de los muertos». CLXXXVIII. Ciro salió a campaña contra un hijo de esta reina, que se llamaba Labineto[84] lo mismo que su padre, y que reinaba entonces en la Asiria. Cuando el gran rey (pues este es el dictado que se da al de Babilonia) se pone al frente de sus tropas y marcha contra el enemigo, lleva dispuestas de antemano las provisiones necesarias, y hasta el agua del río Coaspes que pasa por Susa, porque no bebe de otra alguna. Con este objeto le siguen siempre a donde quiera que viaja muchos carros de cuatro ruedas, tirados por mulas; los cuales conducen unas vasijas de plata en que va cocida el agua de Coaspes. CLXXXIX. Cuando Ciro, caminando hacia Babilonia, estuvo cerca del Gindes (río que tiene sus fuentes en las montañas matienas y, corriendo después por las dardaneas, va a entrar en el Tigris, otro río que pasando por la ciudad de Opis desagua en el mar Eritreo), trató de pasar aquel río, lo cual no puede hacerse sino con barcas. Entretanto, uno de los caballos sagrados y blancos[85] que tenía, saltando con brío al agua, quiso salir a la otra parte; pero sumergido entre los remolinos, le arrebató la corriente. Irritado Ciro contra la insolencia del río, le amenazó con dejarle tan pobre y desvalido, que hasta las mujeres pudiesen atravesarle, sin que les llegase el agua a las rodillas. Después de esta amenaza, difiriendo la expedición contra Babilonia, dividió su ejército en dos partes, y en cada una de las orillas del Gindes señaló con unos cordeles ciento ochenta acequias, todas ellas dirigidas de varias maneras; ordenó después que su ejército las abriese; y como era tanta la muchedumbre de trabajadores, llevó a cabo la empresa, pero no tan pronto que no empleasen sus tropas en ella todo aquel verano. CXC. Después que Ciro hubo castigado al río Gindes desangrándole en trescientos sesenta canales, esperó que volviese la primavera, y se puso en camino con su ejército para Babilonia. Los babilonios, armados, le estaban aguardando en el campo, y luego que llegó cerca de la ciudad le presentaron la batalla, en la cual quedando vencidos se encerraron dentro de la plaza. Instruidos del carácter turbulento de Ciro, pues le habían visto acometer igualmente a todas las naciones, cuidaron de tener abastecida la ciudad de víveres para muchos años, de suerte que por entonces ningún cuidado les daba el sitio. Al contrario, Ciro, viendo que el tiempo corría sin adelantar cosa alguna, estaba perplejo, y no sabía qué partido tomar. CXCI. En medio de su apuro, ya fuese que alguno se lo aconsejase, o que él mismo lo discurriese, tomó esta resolución. Dividiendo sus tropas, formó las unas cerca del río en la parte por donde entra en la ciudad, y las otras en la parte opuesta, dándoles orden de que luego que viesen disminuirse la corriente en términos de permitir el paso, entrasen por el río en la ciudad. Después de estas disposiciones, se marchó con la gente menos útil de su ejército a la famosa laguna, y en ella hizo con el río lo mismo que había hecho la reina Nitocris.[86] Abrió una acequia e introdujo por ella el agua en la laguna, que a la sazón estaba convertida en un pantano, logrando de este modo desviar la corriente del río y hacer vadeable la madre. Cuando los persas, apostados a las orillas del Éufrates, le vieron menguado de manera que el agua no les llegaba más que a la mitad del muslo, se fueron entrando por él en Babilonia. Si en aquella ocasión los babilonios hubiesen presentido lo que Ciro iba a practicar o no hubiesen estado nimiamente confiados de que los persas no podrían entrar en la ciudad, hubieran acabado malamente con ellos. Porque solo con cerrar todas las puertas que miran al río, y subirse sobre las cercas que corren por sus márgenes, los hubieran podido coger como a los peces en la nasa. Pero entonces fueron sorprendidos por los persas; y según dicen los habitantes de aquella ciudad, estaban ya prisioneros los que moraban en los extremos de ella, y los que vivían en el centro ignoraban absolutamente lo que pasaba, con motivo de la gran extensión del pueblo, y porque siendo además un día de fiesta, se hallaban bailando y divirtiendo en sus convites y festines, en los cuales continuaron hasta que del todo se vieron en poder del enemigo. De este modo fue tomada Babilonia la primera vez.[87] CXCII. Para dar una idea de cuánto fuese el poder y la grandeza de los babilonios, entre las muchas pruebas que pudieran alegarse referiré lo siguiente: Todas las provincias del gran rey están repartidas de modo que, además del tributo ordinario, deben suministrar por su turno los alimentos para el soberano y su ejército. De los doce meses del año, cuatro están a cargo de la sola provincia de Babilonia, y en los otros contribuye a la manutención lo restante del Asia. Por donde se ve que en aquel país de la Asiria está reputado por la tercera parte del Imperio; y su gobierno, que los persas llaman satrapía, es con mucho exceso el mejor y más principal de todos, en tanto grado que el hijo de Artabazo, llamado Tritantecmes, a quien dio el mando de aquella provincia, percibía diariamente una _artaba_[88] llena de plata, siendo la artaba una medida persa que tiene un _medimno_ y tres quénices áticos.[89] Este mismo, sin contar los caballos destinados a la guerra, tenía para la casta ochocientos caballos padres y dieciséis mil yeguas, cubriendo cada caballo padre veinte de sus yeguas. Y era tanta la abundancia de perros indios que al mismo tiempo criaba, que para darles de comer había destinado cuatro grandes aldeas de aquella comarca, exentas de las demás contribuciones. CXCIII. En la campiña de los asirios llueve poco, y únicamente lo que basta para que el trigo nazca y se arraigue. Las tierras se riegan con el agua del río, pero no con inundaciones periódicas como en Egipto, sino a fuerza de brazos y de norias. Porque toda la región de Babilonia, del mismo modo que la del Egipto, está cortada con varias acequias, siendo navegable la mayor; la cual se dirige hacia el solsticio de invierno, y tomada del Éufrates, llega al río Tigris, en cuyas orillas está Nínive. Esta es la mejor tierra del mundo que nosotros conocemos para la producción de granos; bien es verdad que no puede disputar la preferencia en cuanto a los árboles, como la higuera, la vid y el olivo. Pero en los frutos de Deméter es tan abundante y feraz, que da siempre doscientos por uno; y en las cosechas extraordinarias suele llegar a trescientos. Allí las hojas de trigo y de la cebada tienen de ancho, sin disputa alguna, hasta cuatro dedos; y aunque tengo bien averiguado lo que pudiera decir sobre la altura del mijo y del sésamo, que se parece a la de los árboles, me abstendré hablar de ello; pues estoy persuadido de que parecerá increíble a los que no hayan visitado la comarca de Babilonia cuanto dijere tocante a los frutos de aquel país. No hacen uso alguno del aceite del olivo, sirviéndose del que sacan del sésamo. Están llenos los campos de palmas, que en todas partes nacen, y con el fruto que las más de ellas producen se proporcionan pan, vino y miel. El modo de cultivarlas[90] es el que se usa con las higueras; porque tomando el fruto de las palmas que los griegos llaman machos, lo atan a las hembras, que son las que dan los dátiles, con la mira de que cierto gusanillo se meta dentro de los dátiles, el cual les ayude a madurar y haga que no se caiga el fruto de la palma, pues que la palma macho cría en su fruto un gusanillo semejante al del cabrahigo. CXCIV. Voy a referir una cosa que, prescindiendo de la ciudad misma, es para mí la mayor de todas las maravillas de aquella tierra. Los barcos en que navegan río abajo hacia Babilonia, son de figura redonda, y están hechos de cuero. Los habitantes de Armenia, pueblo situado arriba de los asirios, fabrican las costillas del barco con varas de sauce, y por la parte exterior las cubren extendiendo sobre ellas unas pieles, que sirven de suelo, sin distinguir la popa ni estrechar la proa, y haciendo que el barco venga a ser redondo como un escudo. Llenan después todo el buque de heno, y sobrecargan en él varios géneros, y en especial ciertas tinajas llenas de vino de palma; le echan al agua, y dejan que se vaya río abajo. Gobiernan el barco dos hombres en pie por medio de dos remos a manera de palas; el uno boga hacia adentro y el otro hacia afuera. De estos barcos se construyen unos muy grandes, y otros no tanto; los mayores suelen llevar una carga de cinco mil talentos. En cada uno va dentro por lo menos un jumento vivo, y en los mayores van muchos. Luego que han llegado a Babilonia y despachado la carga, pregonan para la venta las costillas y armazón del barco, juntamente con todo el heno que vino dentro. Cargan después en sus jumentos los cueros, y parten con ellos para la Armenia, porque es del todo imposible volver navegando río arriba a causa de la rapidez de su corriente. Y también es esta la razón por que no fabrican los barcos de tablas, sino de cueros, que pueden ser vueltos con más facilidad a su país. Concluido el viaje, tornan a construir sus embarcaciones de la misma manera. CXCV. Su modo de vestir es el siguiente: llevan debajo una túnica de lino que les llega hasta los pies, y sobre esta otra de lana, y encima de todo una especie de capotillo blanco. Usan de cierto calzado propio de su país, que viene a ser muy parecido a los zapatos de Beocia. Se dejan crecer el cabello, y le atan y cubren con sus mitras o turbantes, ungiéndose todo el cuerpo con ungüentos preciosos. Cada uno lleva un anillo con su sello, y también un bastón bien labrado, en cuyo puño se ve formada una manzana, una rosa, un lirio, un águila, u otra cosa semejante, pues no les permite la moda llevar el bastón sin alguna insignia. CXCVI. Entre sus leyes hay una a mi parecer muy sabia, de la que, según oigo decir, usan también los enetos, pueblos de la Iliria. Consiste en una función muy particular que se celebra una vez al año en todas las poblaciones. Luego que las doncellas tienen edad para casarse, las reúnen todas y las conducen a un sitio, en torno del cual hay una multitud de hombres en pie. Allí el pregonero las hace levantar de una en una y las va vendiendo, empezando por la más hermosa de todas. Después que ha despachado a la primera por un precio muy subido, pregona a la que sigue en hermosura, y así las va vendiendo, no por esclavas, sino para que sean esposas de los compradores. De este modo sucedía que los babilonios más ricos y que se hallaban en estado de casarse, tratando a porfía de superarse unos a otros en la generosidad de las ofertas, adquirían las mujeres más lindas y agraciadas. Pero los plebeyos que deseaban tomar mujer, no pretendiendo ninguna de aquellas bellezas, recibían con un buen dote alguna de las doncellas más feas. Porque así como el pregonero acababa de dar salida a las más bellas, hacía poner en pie la más fea del concurso, o la contrahecha, si alguna había, e iba pregonando quién quería casarse con ella recibiendo menos dinero, hasta entregarla por último al que con menos dote la aceptaba. El dinero para estas dotes se sacaba del precio dado por las hermosas, y con esto las bellas dotaban a las feas y a las contrahechas. A nadie le era permitido colocar a su hija con quien mejor le parecía, como tampoco podía ninguno llevarse consigo a la doncella que hubiese comprado, sin dar primero fianzas por las que se obligase a cohabitar con ella; y cuando no quedaba la cosa arreglada en estos términos, les mandaba la ley desembolsar la dote. También era permitido comprar mujer a los que de otros pueblos concurrían con este objeto. Tal era la hermosísima ley[91] que tenían, y que ya no subsiste. Recientemente han inventado otro uso, a fin de que no sufran perjuicio las doncellas, ni sean llevadas a otro pueblo. Como después de la toma de la ciudad muchas familias han experimentado menoscabos en sus intereses, los particulares faltos de medios prostituyen a sus hijas, y con las ganancias que de aquí les resultan, proveen a su colocación. CXCVII. Otra ley tienen que me parece también muy discreta. Cuando uno está enfermo, le sacan a la plaza, donde consulta sobre su enfermedad con todos los concurrentes, porque entre ellos no hay médicos. Si alguno de los presentes padeció la misma dolencia o sabe que otro la haya padecido, manifiesta al enfermo los remedios que se emplearon en la curación, y le exhorta a ponerlos en práctica. No se permite a nadie que pase de largo sin preguntar al enfermo el mal que le aflige. CXCVIII. Entierran sus cadáveres cubiertos de miel; y sus lamentaciones fúnebres son muy parecidas a las que se usan en Egipto. Siempre que un marido babilonio tiene comunicación con su mujer, se purifica con un sahumerio, y lo mismo hace la mujer sentada en otro sitio. Los dos al amanecer se lavan en el baño y se abstienen de tocar alhaja alguna antes de lavarse. Esto mismo hacen cabalmente los árabes. CXCIX. La costumbre más infame que hay entre los babilonios es la de que toda mujer natural del país se prostituya una vez en la vida con algún forastero, estando sentada en el templo de Afrodita. Es verdad que muchas mujeres principales, orgullosas por su opulencia, se desdeñan de mezclarse en la turba con las demás, y lo que hacen es ir en un carruaje cubierto y quedarse cerca del templo, siguiéndolas una gran comitiva de criados. Pero las otras, conformándose con el uso, se sientan en el templo, adornada la cabeza de cintas y cordoncillos, y al paso que las unan vienen, las otras se van. Entre las filas de las mujeres quedan abiertas de una parte a otra unas como calles, tiradas a cordel, por las cuales van pasando los forasteros y escogen la que les agrada. Después que una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa hasta tanto que alguno la eche dinero en el regazo, y sacándola del templo satisfaga al objeto de su venida. Al echar el dinero debe decirla: «Invoco en favor tuyo a la diosa Milita», que este es el nombre que dan a Afrodita los asirios: no es lícito rehusar el dinero, sea mucho o poco, porque se le considera como una ofrenda sagrada. Ninguna mujer puede desechar al que la escoge, siendo indispensable que le siga, y después de cumplir con lo que debe a la diosa, se retira a su casa. Desde entonces no es posible conquistarlas otra vez a fuerza de dones. Las que sobresalen por su hermosura, bien presto quedan desobligadas; pero las que no son bien parecidas, suelen tardar mucho tiempo en satisfacer a la ley, y no pocas permanecen allí por el espacio de tres y cuatro años. Una ley semejante está en uso en cierta parte de Chipre. CC. Hay entre los asirios tres castas o tribus que solo viven de pescado, y tienen un modo particular de prepararlo. Primero lo secan al sol, después lo machacan en un mortero, y por último, exprimiéndolo con un lienzo, hacen de él una masa; y algunos hay que lo cuecen como si fuera pan. CCI. Después que Ciro hubo conquistado a los babilonios, quiso reducir a su obediencia a los maságetas, nación que tiene fama de ser numerosa y valiente. Está situada hacia la aurora y por donde sale el sol, de la otra parte del río Araxes, y enfrente de los isedones. No falta quien pretende que los maságetas son una nación de escitas. CCII. El Araxes dicen algunos que es mayor y otros menor que el Istro, y que forma muchas islas tan grandes como la de Lesbos. Los habitantes de estas islas viven en el verano de las raíces, que de todas especies encuentran cavando, y en el invierno se alimentan con las frutas de los árboles que se hallaron maduras en el verano y conservaron en depósito para su sustento. De ellos se dice que han descubierto ciertos árboles que producen una fruta[92] que acostumbran echar en el fuego cuando se sientan a bandadas alrededor de sus hogueras. Percibiendo allí el olor que despide de sí la fruta, a medida que se va quemando, se embriagan con él del mismo modo que los griegos con el vino, y cuanta más fruta echan al fuego, tanto más crece la embriaguez, hasta que levantándose del suelo se ponen a bailar y cantar. El río Araxes tiene su origen en los matienos[93] (de donde sale también el Gindes, al cual repartió Ciro en trescientos sesenta canales) y desagua por cuarenta bocas, que todas ellas menos una van a ciertas lagunas y pantanos, donde se dice haber unos hombres que se alimentan de pescado crudo y se visten con pieles de focas o becerros marinos. Pero aquella boca del Araxes que tiene limpia su corriente, va a desaguar en el río Caspio, que es un mar aparte y no se mezcla con ningún otro;[94] siendo así que el mar en que navegan los griegos y el que está más allá de las columnas de Heracles y llaman Atlántico, como también el Eritreo, vienen todos a ser un mismo mar. CCIII. La longitud del mar Caspio es de quince días de navegación en un barco al remo, y su latitud es de ocho días en la mayor anchura. Por sus orillas en la parte que mira al occidente corre el monte Cáucaso, que en su extensión es el mayor y en su elevación el más alto de todos. Encierra dentro de sí muchas y muy varias naciones, la mayor parte de las cuales viven del fruto de los árboles silvestres. Entre estos árboles hay algunos cuyas hojas son de tal naturaleza, que con ellas machacadas y disueltas en agua, pintan en sus vestidos aquellos habitantes ciertos animales que nunca se borran por más que se laven, y duran tanto como la lana misma, con la cual parece fueron desde el principio entretejidos. También se dice de estos naturales, que usan en público de sus mujeres a manera de brutos. CCIV. En las riberas del mar Caspio que miran al oriente hay una inmensa llanura cuyos límites no puede alcanzar la vista. Una parte, y no la menor de ella, la ocupan aquellos maságetas contra quienes formó Ciro el designio de hacer la guerra, excitado por varios motivos que le llenaban de orgullo. El primero de todos era lo extraño de su nacimiento, por el que se figuraba ser algo más que hombre; y el segundo la fortuna que le acompañaba en todas sus expediciones, pues donde quiera que entraban sus armas, parecía imposible que ningún pueblo dejase de ser conquistado. CCV. En aquella sazón era reina de los maságetas una mujer llamada Tomiris, cuyo marido había muerto ya. A esta, pues, envió Ciro una embajada, con el pretexto de pedirla por esposa. Pero Tomiris, que conocía muy bien no ser ella, sino su reino, lo que Ciro pretendía, le negó la entrada en su territorio. Viendo Ciro el mal éxito de su artificiosa tentativa, hizo marchar su ejército hacia el Araxes, y no se recató ya en publicar su expedición contra los maságetas, construyendo puentes en el río, y levantando torres encima de las naves en que debía verificarse el paso de las tropas. CCVI. Mientras Ciro se ocupaba en estas obras, le envió Tomiris un mensajero con orden de decirle: «Bien puedes, rey de los medos, excusar esa fatiga que tomas con tanto calor: ¿quién sabe si tu empresa será tan feliz como deseas? Más vale que gobiernes tu reino pacíficamente, y nos dejes a nosotros en la tranquila posesión de los términos que habitamos. ¿Despreciarás por ventura mis consejos, y querrás más exponerlo todo que vivir quieto y sosegado? Pero si tanto deseas hacer una prueba del valor de los maságetas, pronto podrás conseguirlo. No te tomes tanto trabajo para juntar las dos orillas del río. Nuestras tropas se retirarán tres jornadas, y allí te esperaremos; o si prefieres que nosotros pasemos a tu país, retírate a igual distancia, y no tardaremos en buscarte». Oído el mensaje, convocó Ciro a los persas principales, y exponiéndoles el asunto, les pidió su parecer sobre cuál de los dos partidos sería mejor admitir. Todos unánimamente convinieron en que se debía esperar a Tomiris y a su ejército en el territorio persa. CCVII. Creso, que se hallaba presente a la deliberación, desaprobó el dictamen de los persas, y manifestó su opinión contraria en estos términos: «Ya te he dicho, señor, otras veces, que puesto que el cielo me ha hecho siervo tuyo, procuraré con todas mis fuerzas estorbar cualquier desacierto que trate de cometerse en tu casa. Mis desgracias me proporcionan, en medio de su amargura, algunos documentos provechosos. Si te consideras inmortal, y que también lo es tu ejército, ninguna necesidad tengo de manifestarte mi opinión; pero si tienes presente que eres hombre y que mandas a otros hombres, debes advertir, antes de todo, que la fortuna es una rueda, cuyo continuo movimiento a nadie deja gozar largo tiempo de la felicidad. En el caso propuesto, soy de parecer contrario al que han manifestado tus consejeros, y encuentro peligroso que esperes al enemigo en tu propio país; pues en caso de ser vencido, te expones a perder todo el imperio, siendo claro que, vencedores los maságetas, no volverán atrás huyendo, sino que avanzarán a lo interior de tus dominios. Por el contrario, si los vences, nunca cogerás tanto fruto de la victoria como si, ganando la batalla en su mismo país, persigues a los maságetas fugitivos y derrotados. Debe pensarse por lo mismo en vencer al enemigo, y caminar después en derechura a sojuzgar el reino de Tomiris; además de que sería ignominioso para el hijo de Cambises ceder el campo a una mujer, y volver atrás un solo paso. Soy, por consiguiente, de dictamen que pasemos el río, y avanzando lo que ellos se retiren, procuremos conseguir la victoria. Esos maságetas, según he oído, no tienen experiencia de las comodidades que en Persia se disfrutan, ni han gustado jamás nuestras delicias. A tales hombres convendría prevenirles en nuestro mismo campo un copioso banquete, matando un gran número de carneros, y dejándolos bien preparados, con abundancia de vino puro y todo género de manjares. Hecho esto, confiando la custodia de los reales a los soldados más débiles, nos retiraríamos hacia el río. Cuando ellos viesen a su alcance tantas cosas buenas, no dudo que se abalanzarían a gozarlas y nos suministrarían la mejor ocasión de sorprenderlos ocupados, y de hacer en ellos una matanza horrible». CCVIII. Estos fueron los pareceres que se dieron a Ciro; el cual, desechando el primero y conformándose con el de Creso, envió a decir a Tomiris que se retirase, porque él mismo determinaba pasar el río y marchar contra ella. Retirose en efecto la reina, como antes lo tenía ofrecido. Entonces fue cuando Ciro puso a Creso en manos de su hijo Cambises, a quien declaraba por sucesor suyo, encargándole con las mayores veras que cuidase mucho de honrarle y hacerle bien en todo, si a él por casualidad no le saliese felizmente la empresa que acometía. Después de esto, enviolos a Persia juntos; y él poniéndose al frente de sus tropas, pasó con ellas el río. CCIX. Estando ya de la otra parte del Araxes, venida la noche y durmiendo en la tierra de los maságetas, tuvo Ciro una visión entre sueños que le representaba al hijo mayor de Histaspes con alas en los hombros, una de las cuales cubría con su sombra el Asia y la otra la Europa. Este Histaspes era hijo de Arsaces, de la familia de los aqueménidas, y su hijo mayor, Darío, joven de veinte años, se había quedado en Persia por no tener la edad necesaria para la milicia. Luego que despertó Ciro, se puso a reflexionar acerca del sueño, y como le pareciese grande y misterioso, hizo llamar a Histaspes, y quedándose con él a solas, le dijo: «He descubierto, Histaspes, que tu hijo maquina contra mi persona y contra mi soberanía. Voy a decirte el modo seguro como lo he sabido. Los dioses, teniendo de mí un especial cuidado, me revelan cuanto me debe suceder; y ahora mismo he visto la noche pasada entre sueños que el mayor de tus hijos tenía en sus hombros dos alas, y que con la una llenaba de sombra el Asia, y con la otra la Encopa. Esta visión no puede menos de ser indicio de las asechanzas que trama contra mí. Vete, pues, desde luego a Persia y dispón las cosas de modo que cuando yo esté de vuelta, conquistado ya este país, me presentes a tu hijo para hacerle los cargos correspondientes». CCX. Esto dijo Ciro, imaginando que Darío le ponía asechanzas; pero lo que el cielo le pronosticaba era la muerte que debía sobrevenirle, y la traslación de su corona a las sienes de Darío. Entonces le respondió Histaspes: «No permita Dios que ningún persa de nacimiento maquine jamás contra vuestra persona, y perezca mil veces el traidor que lo intentase. Vos fuisteis, oh rey, quien de esclavos hizo libres a los persas, y de súbditos de otros, señores de todos. Contad enteramente conmigo, porque estoy prontísimo a entregaros a mi hijo, para que de él hagáis lo que quisiereis, si alguna visión os le mostró amigo de novedades en perjuicio de vuestra soberanía». Así respondió Histaspes; en seguida repasó el río y se puso en camino para Persia, con objeto de asegurar a Darío y presentarle a Ciro cuando volviese. CCXI. Partiendo del Araxes, se adelantó Ciro una jornada, y puso por obra el consejo que le había sugerido Creso; conforme al cual se volvió después hacia el río con la parte más escogida y brillante de sus tropas, dejando allí la más débil y flaca. Sobre estos últimos cargó en seguida la tercera parte del ejército de Tomiris, y por más que se defendieron, los pasó a todos al filo de la espada. Pero viendo los maságetas, después de la muerte de sus contrarios, las mesas que estaban preparadas, sentáronse a ellas, y de tal modo se hartaron de comida y de vino, que por último se quedaron dormidos. Entonces los persas volvieron al campo, y acometiéndoles de firme, mataron a muchos y cogieron vivos a muchos más, siendo de este número su general, el hijo de la reina Tomiris, cuyo nombre era Espargapises. CCXII. Informada Tomiris de lo sucedido en su ejército y en la persona de su hijo, envió un mensajero a Ciro, diciéndole: «No te ensoberbezcas, Ciro, hombre insaciable de sangre, por la grande hazaña que acabas de ejecutar. Bien sabes que no has vencido a mi hijo con el valor de tu brazo, sino engañándole con esa pérfida bebida, con el fruto de la vid, del cual sabéis vosotros henchir vuestros cuerpos, y perdido después el juicio, deciros todo género de insolencias. Toma el saludable consejo que voy a darte. Vuelve a mi hijo y sal luego de mi territorio, contento con no haber pagado la pena que debías por la injuria que hiciste a la tercera parte de mis tropas. Y si no lo practicas así, te juro por el sol, supremo señor de los maságetas, que por sediento que te halles de sangre, yo te saciaré de ella». CCXIII. Ciro no hizo caso de este mensaje. Entretanto, Espargapises, así que el vino le dejó libre la razón y con ella vio su desgracia, suplicó a Ciro le quitase las prisiones; y habiéndolo conseguido, dueño de sus manos, las volvió contra sí mismo y acabó con su vida. Este fue el trágico fin del joven prisionero. CCXIV. Viendo Tomiris que Ciro no daba oídos a sus palabras, reunió todas sus fuerzas y trabó con él la batalla más reñida que en mi concepto se ha dado jamás entre las naciones bárbaras. Según mis noticias, los dos ejércitos empezaron a pelear con sus arcos a cierta distancia; pero consumidas las flechas, vinieron luego a las manos y se acometieron vigorosamente con sus lanzas y espadas. La carnicería duró largo tiempo, sin querer ceder el puesto ni los unos ni los otros, hasta que al cabo quedaron vencedores los maságetas. Las tropas persas sufrieron una pérdida espantosa, y el mismo Ciro perdió la vida, después de haber reinado veintinueve años. Entonces fue cuando Tomiris, habiendo hecho llenar un odre de sangre humana, mandó buscar entre los muertos el cadáver de Ciro; y luego que fue hallado, le cortó la cabeza y la metió dentro del odre, insultándole con estos palabras: «Perdiste a mi hijo cogiéndole con engaño a pesar de que yo vivía y de que yo soy tu vencedora. Pero yo te saciaré de sangre cumpliendo mi palabra». Este fue el término que tuvo Ciro, sobre cuya muerte sé muy bien las varias historias que se cuentan; pero yo la he referido del modo que me parece más creíble. CCXV. Los maságetas en su vestido y modo de vivir se parecen mucho a los escitas, y son a un mismo tiempo soldados de a caballo y de a pie. En sus combates usan de flechas y de lanzas, y llevan también cierta especie de segures, que llaman _ságares_. Para todo se sirven del oro y del bronce: del bronce para las lanzas, saetas y segures; y del oro para el adorno de las cabezas, los ceñidores y las bandas que cruzan debajo de los brazos. Ponen a los caballos un peto de bronce, y emplean el oro para el freno, las riendas y demás jaez. No hacen uso alguno de la plata y del hierro, porque el país no produce estos metales, siendo en él muy abundantes el oro y el bronce. CCXVI. Los maságetas tienen algunas costumbres particulares. Cada uno se casa con su mujer; pero el uso de las casadas es común para todos, pues lo que los griegos cuentan de los escitas en este punto, no son los escitas, sino los maságetas los que lo hacen, entre los cuales no se conoce el pudor; y cualquier hombre, colgando del carro su aljaba, puede juntarse sin reparo con la mujer que le acomoda. No tiene término fijo para dejar de existir; pero si uno llega a ser ya decrépito, reuniéndose todos los parientes le matan con una porción de reses, y cociendo su carne, celebran con ella un gran banquete. Este modo de salir de la vida se mira entre ellos como la felicidad suprema, y si alguno muere de enfermedad, no se hace convite con su carne, sino que se le entierra con grandísima pesadumbre de que no haya llegado al punto de ser inmolado. No siembran cosa alguna, y viven solamente de la carne de sus rebaños y de la pesca que el Araxes les suministra en abundancia. Su bebida es la leche. No veneran otro dios que el sol, a quien sacrifican caballos; y dan por razón de su culto, que al más veloz de los dioses no puede ofrecerse víctima más grata que el más ligero de los animales. LIBRO SEGUNDO. EUTERPE. Antes de pasar Heródoto a referir la conquista de Egipto por Cambises, hijo de Ciro, que reserva para el libro siguiente, traza en este segundo una descripción topográfica del Egipto. — El Nilo, su origen, extensión y avenidas. — Costumbres civiles y religiosas de los egipcios. — Heracles. — Animales sagrados. — Métodos de embalsamar los cadáveres. — Reyes antiguos de Egipto: Menes, Nitocris, Meris. — Sesostris, sus conquistas, repartición del Egipto. — Proteo hospeda en Menfis a Helena, robada por Alejandro, entretanto que los griegos destruyen a Troya. — Rampsinito. — Queops obliga a los egipcios a construir las pirámides. — Micerino manda abrir los templos. — Invasión de los etíopes. — Setón, sacerdote y rey. — Cronología de los egipcios. — División del Egipto en doce partes. — El Laberinto. — Psamético se apodera de todo el Egipto: su descendencia: Neco, Psamis, Apríes. — Amasis vence a Apríes y con su buena administración hace prosperar al Egipto. I. Después de la muerte de Ciro, tomó el mando del imperio su hijo Cambises, habido en Casandane, hija de Farnaspes, por cuyo fallecimiento, mucho antes acaecido, había llevado Ciro y ordenado en todos sus dominios el luto más riguroso. Cambises, pues, heredero de su padre, contando entre sus vasallos a los jonios y a los eolios, llevó a estos griegos, de quienes era señor, en compañía de sus demás súbditos, a la expedición que contra el Egipto dirigía. II. Los egipcios vivieron en la presunción de haber sido los primeros habitantes del mundo, hasta el reinado de Psamético.[95] Desde entonces, cediendo este honor a los frigios, se quedaron ellos en su concepto con el de segundos. Porque queriendo aquel rey averiguar cuál de las naciones había sido realmente la más antigua, y no hallando medio ni camino para la investigación de tal secreto, echó mano finalmente de original invención. Tomó dos niños recién nacidos de padres humildes y vulgares, y los entregó a un pastor para que allá entre sus apriscos los fuese criando de un modo desusado, mandándole que los pusiera en una solitaria cabaña, sin que nadie delante de ellos pronunciara palabra alguna, y que a las horas convenientes les llevase unas cabras con cuya leche se alimentaran y nutrieran, dejándolos en lo demás a su cuidado y discreción. Estas órdenes y precauciones las encaminaba Psamético al objeto de poder notar y observar la primera palabra en que los dos niños al cabo prorrumpiesen, al cesar en su llanto e inarticulados gemidos. En efecto, correspondió el éxito a lo que se esperaba. Transcurridos ya dos años en expectación de que se declarase la experiencia, un día, al abrir la puerta, apenas el pastor había entrado en la choza, se dejaron caer sobre él los dos niños, y alargándole sus manos, pronunciaron la palabra _becós_. Poco o ningún caso hizo por la primera vez el pastor de aquel vocablo; mas observando que repetidas veces, al irlos a ver y cuidar, otra voz que _becós_ no se les oía, resolvió dar aviso de lo que pasaba a su amo y señor, por cuya orden, juntamente con los niños, pareció a su presencia. El mismo Psamético, que aquella palabra les oyó, quiso indagar a qué idioma perteneciera y cuál fuese su significado, y halló por fin que con este vocablo se designaba el pan entre los frigios.[96] En fuerza de tal experiencia cedieron los egipcios de su pretensión de anteponerse a los frigios en punto de antigüedad. III. Que pasase en estos términos el acontecimiento, yo mismo allá en Menfis lo oía de boca de los sacerdotes de Hefesto, si bien los griegos, entre otras muchas fábulas y vaciedades, añaden que Psamético, mandando cortar la lengua a ciertas mujeres, ordenó después que a cuenta de ellas corriese la educación de las dos criaturas; mas lo que llevo arriba referido es cuanto sobre el punto se me decía. Otras noticias no leves ni escasas recogí en Menfis conferenciando con los sacerdotes de Hefesto; pero no satisfecho con ellas, hice mis viajes a Tebas y a Heliópolis con la mira de ser mejor informado y ver si iban acordes las tradiciones de aquellos lugares con las de los sacerdotes de Menfis, mayormente siendo tenidos los de Heliópolis, como en efecto lo son, por los más eruditos y letrados del Egipto. Mas respecto a los arcanos religiosos, cuales allí los oía, protesto desde ahora no ser mi ánimo dar de ellos una historia, sino solo publicar sus nombres, tanto más cuanto imagino que acerca de ellos todos nos sabemos lo mismo.[97] Añado que cuanto en este punto voy a indicar, lo haré únicamente a más no poder, forzado por el hilo mismo de la narración. IV. Explicábanse, pues, con mucha uniformidad aquellos sacerdotes, por lo que toca a las cosas públicas y civiles. Decían haber sido los egipcios los primeros en la tierra que inventaron la descripción del año, cuyas estaciones dividieron en doce partes o espacios de tiempo, gobernándose en esta economía por las estrellas. Y en mi concepto, ellos aciertan en esto mejor que los griegos, pues los últimos, por razón de las estaciones, acostumbran intercalar el sobrante de los días al principio de cada tercer año; al paso que los egipcios, ordenando doce meses por año, y treinta días por mes, añaden a este cómputo cinco días cada año, logrando así un perfecto círculo anual con las mismas estaciones que vuelven siempre constantes y uniformes. Decían asimismo que su nación introdujo la primera los nombres de los doce dioses que de ellos tomaron los griegos;[98] la primera en repartir a las divinidades sus aras, sus estatuas y sus templos; la primera en esculpir sobre el mármol los animales, mostrando allí muchos monumentos en prueba de cuanto iban diciendo. Añadían que Menes fue el primer hombre que reinó en Egipto; aunque el Egipto todo fuera del _nomo tebano_,[99] era por aquellos tiempos un puro cenagal, de suerte que nada parecía entonces de cuanto terreno al presente se descubre más abajo del lago Meris, distante del mar siete días de navegación, subiendo el río. V. En verdad que acerca de este país discurrían ellos muy bien, en mi concepto; siendo así que salta a los ojos de cualquier atento observador, aunque jamás lo haya oído de antemano, que el Egipto es una especie de terreno postizo, y como un regalo del río mismo, no solo en aquella playa a donde arriban las naves griegas, sino aun en toda aquella región que en tres días de navegación se recorre más arriba de la laguna Meris; aunque es verdad que acerca del último terreno nada me dijeron los sacerdotes. Otra prueba hay de lo que voy diciendo, tomada de la condición misma del terreno de Egipto, pues si navegando uno hacia él echare la sonda a un día de distancia de sus riberas, la sacará llena de lodo de un fondo de once _orgias_.[100] Tan claro se deja ver que hasta allí llega el poso que el río va depositando. VI. La extensión del Egipto a lo largo de sus costas, según nosotros lo medimos, desde el golfo de Plintina hasta la laguna Serbónida, por cuyas cercanías se dilata el monte Casio, no es menor de 60 _esquenos_. Uso aquí de esta especie de medida por cuanto veo que los pueblos de corto terreno suelen medirlo por _orgias_; los que lo tienen más considerable, por _estadios_;[101] los de grande extensión, por _parasangas_, y los que lo poseen excesivamente dilatado, por _esquenos_. El valor de estas medidas es el siguiente: la _parasanga_ comprende treinta _estadios_, y el _esqueno_, medida propiamente egipcia, comprende hasta sesenta. Así que lo largo del Egipto por la costa del mar es de 3600 _estadios_. VII. Desde las costas penetrando en la tierra hasta que se llega a Heliópolis, es el Egipto un país bajo, llano y extendido, falto de agua, y de suyo cenagoso. Para subir desde el mar hacia la dicha Heliópolis, hay un camino que viene a ser tan largo como el que desde Atenas, comenzando en el _Ara de los doce dioses_, va a terminar en Pisa en el templo de Zeus Olímpico, pues si se cotejasen uno y otro camino, se hallaría ser bien corta la diferencia entre los dos, como solo de 15 estadios, teniendo el que va desde el mar a Heliópolis 1500 cabales, faltando 15 para este número al que une a Pisa con Atenas. VIII. De Heliópolis arriba es el Egipto un angosto valle. Por un lado tiene la sierra de los montes de Arabia, que se extiende desde norte al mediodía y al viento Noto, avanzando siempre hasta el mar Eritreo; en ella están las canteras que se abrieron para las pirámides de Menfis. Después de romperse en aquel mar, tuerce otra vez la cordillera hacia la referida Heliópolis, y allí, según mis informaciones, en su mayor longitud de levante a poniente viene a tener un camino de dos meses, siendo su extremidad oriental muy feraz en incienso. He aquí cuanto de este monte puedo decir. Al otro lado del Egipto, confinante con la Libia, se dilata otro monte pedregoso, donde están las pirámides, monte encubierto y envuelto en arena, tendiendo hacia mediodía en la misma dirección que los opuestos montes de la Arabia. Así, pues, desde Heliópolis arriba, lejos de ensancharse la campiña, va alargándose como un angosto valle por cuatro días[102] enteros de navegación, en tanto grado que la llanura encerrada entre las dos sierras, la líbica y la arábiga, no tendrá a mi parecer más allá de 200 estadios en su mayor estrechura, desde la cual continúa otra vez ensanchándose el Egipto. IX. Esta viene a ser la situación natural de aquella región. Desde Heliópolis hasta Tebas se cuentan nueve días de navegación, viaje que será de 4860 estadios, correspondientes a 81 _esquenos_: sumando, pues, los estadios que tiene el Egipto, son: 3600 a lo largo de la costa, como dejo referido; desde el mar hasta Tebas tierra adentro 6120,[103] y 1800, finalmente, de Tebas a Elefantina. X. La mayor parte de dicho país, según decían los sacerdotes, y según también me parecía, es una tierra recogida y añadida lentamente al antiguo Egipto. Al contemplar aquel valle estrecho entre los dos montes que dominan la ciudad de Menfis, se me figuraba que habría sido en algún tiempo un seno de mar,[104] como lo fue la comarca de Ilión, la de Teutrania, la de Éfeso y la llanura del Meandro, si no desdice la comparación de tan pequeños efectos con aquel tan admirable y gigantesco. Porque ninguno de los ríos que con su poso llegaron a cegar los referidos contornos es tal y tan grande que se pueda igualar con una sola boca de las cinco[105] por las que el Nilo se derrama. Verdad es que no faltan algunos que sin tener la cuantía y opulencia del Nilo, han obrado, no obstante, en este género grandiosos efectos, muchos de los cuales pudiera aquí nombrar, sin conceder el último lugar al río Aqueloo, que corriendo por Acarnania y desaguando en sus costas, ha llegado ya a convertir en tierra firme la mitad de las islas Equínadas. XI. En la región de Arabia, no lejos de Egipto, existe un golfo larguísimo y estrecho, el cual se mete tierra adentro desde el mar del sur, o Eritreo;[106] golfo tan largo que, saliendo de su fondo y navegándole a remo, no se llegará a lo dilatado del Océano hasta cuarenta días de navegación; y tan estrecho, por otra parte, que hay paraje en que se lo atraviesa en medio día de una a otra orilla; y siendo tal, no por eso falta en él cada día su flujo y reflujo concertado. Un golfo semejante a este imagino debió ser el Egipto que desde el mar Mediterráneo se internara hacia la Etiopía, como penetra desde el mar del sur hacia la Siria aquel golfo arábigo de que volveremos a hablar. Poco faltó, en efecto, para que estos dos senos llegasen a abrirse paso en sus extremos, mediando apenas entre ellos una lengua da tierra harto pequeña que los separa. Y si el Nilo quería torcer su curso hacia el golfo arábigo, ¿quién impidiera, pregunto, que dentro del término de veinte mil años a lo menos, no quedase cegado el golfo con sus avenidas? Mi idea por cierto es que en los últimos diez mil años que precedieron a mi venida al mundo, con el poso de algún río debió quedar cubierta y cegada una parte del mar. ¿Y dudaremos que aquel golfo, aunque fuera mucho mayor, quedase lleno y terraplenado con la avenida de un río tan opulento y caudaloso como el Nilo? XII. En conclusión, yo tengo por cierta esta lenta y extraña formación del Egipto, no solo por el dicho de sus sacerdotes, sino porque vi y observé que este país se avanza en el mar más que los otros con que confina, que sobre sus montes se dejan ver conchas y mariscos,[107] que el salitre revienta de tal modo sobre la superficie de la tierra, que hasta las pirámides va consumiendo, y que el monte que domina a Menfis es el único en Egipto que se vea cubierto de arena. Añádase a lo dicho que no es aquel terreno parecido ni al de la Arabia comarcana, ni al de la Libia, ni al de los sirios, que son los que ocupan las costas del mar arábigo; pues no se ve en él sino una tierra negruzca y hendida en grietas, como que no es más que un cenagal y mero poso que, traído de la Etiopía, ha ido el río depositando, al paso que la tierra de Libia es algo roja y arenisca, y la de la Arabia y la de Siria es harto gredosa y bastante petrificada. XIII. Otra noticia me referían los sacerdotes, que es para mí gran conjetura en favor de lo que voy diciendo. Contaban que en el reinado de Meris, con tal que creciese el río a la altura de ocho codos, bastaba ya para regar y cubrir aquella porción de Egipto que está más abajo de Menfis; siendo notable que entonces no habían trascurrido todavía novecientos años desde la muerte de Meris. Pero al presente ya no se inunda aquella comarca cuando no sube el río a la altura de dieciséis codos, o de quince por lo menos. Ahora bien; si va subiendo el terreno a proporción de lo pasado y creciendo más y más de cada día, los egipcios que viven más abajo de la laguna Meris, y los que moran en su llamado Delta,[108] si el Nilo no inundase sus campos en lo futuro, están a pique de experimentar en su país para siempre los efectos a que ellos decían, por burla, que los griegos estarían expuestos alguna vez. Sucedió, pues, que oyendo mis buenos egipcios en cierta ocasión que el país de los griegos se baña con agua del cielo, y que por ningún río como el suyo es inundado, respondieron el disparate, «que si tal vez les salía mal la cuenta, mucho apetito tendrían los griegos y poco que comer». Y con esta burla significaban, que si Dios no concedía lluvias a estos pueblos en algún año de sequedad que les enviara, perecerían de hambre sin remedio, no pudiendo obtener agua para el riego sino de la lluvia que el cielo les dispensara. XIV. Bien está: razón tienen los egipcios para hablar así de los griegos; pero atiendan un instante a lo que pudiera a ellos mismos sucederles.[109] Si llegara, pues, el caso en que el país de que hablaba, situado más abajo de Menfis, fuese creciendo y levantándose gradualmente como hasta aquí se levantó, ¿qué les quedara ya a los egipcios de aquella comarca sino afinar bien los dientes sin tener dónde hincarlos? Y con tanta mayor razón, por cuanto ni la lluvia cae en su país, ni su río pudiera entonces salir de madre para el riego de los campos. Mas por ahora no existe gente, no ya entre los extranjeros, sino entre los egipcios mismos, que recoja con menor fatiga su anual cosecha que los de aquel distrito. No tienen ellos el trabajo de abrir y surcar la tierra con el arado, ni de escardar sus sembrados, ni de prestar ninguna labor de las que suelen los demás labradores en el cultivo de sus cosechas, sino que, saliendo el río de madre sin obra humana y retirado otra vez de los campos después de regarlos, se reduce el trabajo a arrojar cada cual su sementera, y meter en las tierras rebaños para que cubran la semilla con sus pisadas. Concluido lo cual, aguardan descansadamente el tiempo de la siega, y trillada su parva por las mismas bestias, recogen y concluyen su cosecha. XV. Si quisiera yo adoptar la opinión de los jonios acerca del Egipto, probaría aún que ni un palmo de tierra poseían los egipcios en la antigüedad. Reducen los jonios el Egipto propiamente dicho al país del Delta, es decir, al país que se extiende a lo largo del mar por el espacio de cuarenta esquenos, desde la atalaya llamada de Perseo hasta el lugar de los Saladeros de Pelusio y que penetra tierra adentro hasta la ciudad de Cercasoro, donde el Nilo se divide en dos brazos que corren divergentes hacia Pelusio y hacia Canobo; el resto de aquel reino pertenece, según ellos, parte a la Libia, parte a la Arabia. Y siendo el Delta, en su concepto como en el mío, un terreno nuevo y adquirido, que salió ayer de las aguas por decirlo así, ni aun lugar tendrían los primitivos egipcios para morir y vivir. Y entonces, ¿a qué el blasón e hidalguía que pretenden de habitantes del mundo más antiguos? ¿A qué la experiencia verificada en sus dos niños para observar el idioma en que por sí mismos prorrumpiesen? Mas no soy en verdad de opinión que al brotar de las olas aquella comarca llamada Delta por los jonios, levantasen al mismo tiempo los egipcios su cabeza. Egipcios hubo desde que hombres hay, quedándose unos en sus antiguas mansiones, avanzando otros con el nuevo terreno para poblarlo y poseerlo. XVI. Al Egipto pertenecía ya desde la antigüedad la ciudad de Tebas, cuyo ámbito es de 6120 estadios. Yerran, pues, completamente los jonios, si mi juicio es verdadero. Ni ellos ni los griegos, añadiré, aprendieron a contar, si por cierta tienen su opinión. Tres son las partes del mundo, según confiesan: la Europa, el Asia y la Libia;[110] mas a estas debieran añadir por cuarta el Delta del Egipto, pues que ni al Asia ni a la Libia pertenece, por cuanto el Nilo, único que pudiera deslindar estas regiones, va a romperse en dos corrientes en el ángulo agudo del Delta, quedando de tal suerte aislado este país entre las dos partes del mundo con quienes confina. XVII. Pero dejemos a los jonios con sus cavilaciones, que para mí todo el país habitado por egipcios Egipto es realmente, y por tal debe ser reputado, así como de los cilicios trae su nombre la Cilicia, y la Asiria de los asirios, ni reconozco otro límite verdadero del Asia y de la Libia que el determinado por aquella nación. Mas si quisiéramos seguir el uso de los griegos, diremos que el Egipto, empezando desde las cataratas[111] y ciudad de Elefantina, se divide en dos partes que lleva cada una el nombre del Asia o de la Libia que la estrecha. Empieza el Nilo desde las cataratas a partir por medio el reino, corriendo al mar por un solo cauce hasta la ciudad de Cercasoro; y desde allí se divide en tres corrientes o bocas diversas[112] hacia levante la Pelusia, la Canóbica hacia poniente, y la tercera que siguiendo su curso rectamente va a romperse en el ángulo del Delta y cortándolo por medio se dirige al mar, no poco abundante en agua y no poco célebre con el nombre de Sebenítica: otras dos corrientes se desprenden de esta última, llamadas la Saítica y la Mendesia; las dos restantes, Bucólica y Bolbitina, más que cauces nativos del Nilo, son dos canales artificialmente excavados. XVIII. La extensión del Egipto que en mi discurso voy declarando, queda atestiguada por un oráculo del dios Amón que vino a confirmar mi juicio anteriormente abrazado. Los vecinos de Apis y de Marea, ciudades situadas en las fronteras confinantes con la Libia, se contaban por libios y no por egipcios, y mal avenidos al mismo tiempo con el ritual supersticioso del Egipto acerca de los sacrificios, y con la prohibición de la carne vacuna, enviaron diputados a Amón, para que, exponiendo que nada tenían ellos con los egipcios, viviendo fuera del Delta y hablando diverso idioma, impetrasen la facultad de usar de toda comida sin escrúpulo ni excepción. Mas no por eso quiso Amón concederles el indulto que pedían, respondiéndoles el oráculo que cuanto riega el Nilo en sus inundaciones pertenece al Egipto, y que egipcios son todos cuantos beben de aquel río, morando más abajo de Elefantina. XIX. No es solo el Delta el que en sus avenidas inunda el Nilo, pues que de él nos toca hablar, sino también el país que reparten algunos entre la Libia y la Arabia, ora más, ora menos, por el espacio de dos jornadas. De la naturaleza y propiedad de aquel río nada pude averiguar, ni de los sacerdotes, ni de nacido alguno, por más que me deshacía en preguntarles: ¿por qué[113] el Nilo sale de madre en el solsticio del verano?, ¿por qué dura cien días en su inundación?, ¿por qué menguado otra vez se retira al antiguo cauce, y mantiene bajo su corriente por todo el invierno, hasta el solsticio del estío venidero? En vano procuré, pues, indagar por medio de los naturales la causa de propiedad tan admirable que tanto distingue a su Nilo de los demás ríos. Ni menos hubiera deseado también el descubrimiento de la razón por qué es el único aquel río que ningún soplo o vientecillo despide. XX. No ignoro que algunos griegos, echándola de físicos insignes, discurrieron tres explicaciones de los fenómenos del Nilo; dos de las cuales creo más dignas de apuntarse que de ser explanadas y discutidas. El primero de estos sistemas atribuye la plenitud e inundaciones del río a los vientos etesios,[114] que cierran el paso a sus corrientes para que no desagüen en el mar. Falso es esto supuesto, pues que el Nilo cumple muchas veces con su oficio sin aguardar a que soplen los etesios. El mismo fenómeno debiera además suceder con otros ríos, cuyas aguas corren en oposición con el soplo de aquellos vientos, y en mayor grado aún, por ser más lánguidas sus corrientes como menores que las del Nilo. Muchos hay de estos ríos en la Siria; muchos en la Libia, y en ninguno sucede lo que en aquel. XXI. La otra opinión, aunque más ridícula y extraña que la primera, presenta en sí un no sé qué de grande y maravilloso, pues supone que el Nilo procede del Océano, como razón de sus prodigios, y que el Océano gira fluyendo alrededor de la tierra. XXII. La tercera, finalmente, a primera vista la más probable, es de todas las más desatinada; pues atribuir las avenidas del Nilo a la nieve derretida, son palabras que nada dicen. El río nace en la Libia, atraviesa el país de los etíopes, y va a difundirse por el Egipto; ¿cómo cabe, pues, que desde climas ardorosos, pasando a otros más templados, pueda nacer jamás de la nieve deshecha y liquidada? Un hombre hábil y capaz de observación profunda hallará motivos en abundancia que le presenten como improbable el origen que se supone al río en la nieve derretida. El testimonio principal será el ardor mismo de los vientos al soplar desde aquellas regiones; segunda, falta de lluvias o de nevadas,[115] a las cuales siguen siempre aquellas con cinco días de intervalo; por fin, el observar que los naturales son de color negro de puro tostados, que no faltan de allí en todo el año los milanos y las golondrinas, y que las grullas arrojadas de la Escitia por el rigor de la estación acuden a aquel clima para tomar cuarteles de invierno. Nada en verdad de todo esto sucediera, por poco que nevase en aquel país de donde sale y se origina el Nilo, como convence con evidencia la razón. XXIII. El que haga proceder aquel río del Océano, no puede por otra parte ser convencido de falsedad cubierto con la sombra de la mitología. Protesto a lo menos que ningún río conozco con el nombre de Océano.[116] Creo, sí, que habiendo dado con esta idea el buen Homero o alguno de los poetas anteriores, se la apropiaron para el adorno de su poesía. XXIV. Mas si, desaprobando yo tales opiniones, se me preguntare al fin lo que siento en materia tan oscura, sin hacerme rogar daré la razón por la que entiendo que en verano baja lleno el Nilo hasta rebosar. Obligado en invierno el sol a fuerza de las tempestades y huracanes a salir de su antiguo giro y ruta, va retirándose encima de la Libia a lo más alto del cielo. Así todo lacónicamente se ha dicho, pues sabido es que cualquier región hacia la cual se acerque girando este dios de fuego, deberá hallarse en breve muy sedienta, agotados y secos los manantiales que en ella anteriormente brotaban. XXV. Lo explicaremos más clara y difusamente. Al girar el sol sobre la Libia, cuyo cielo se ve en todo tiempo sereno y despejado, y cuyo clima sin soplo de viento refrigerante es siempre caluroso, obra en ella los mismos efectos que en verano, cuando camina por en medio del cielo. Entonces atrae el agua para sí; y atraída, la suspende en la región del aire superior, y suspensa la toman los vientos, y luego la disipan y esparcen; y prueba es el que de allá soplen los vientos entre todos más lluviosos, el Noto y el Sudoeste. No pretendo por esto que el sol, sin reservar porción de agua para sí[117] vaya echando y despidiendo cuanta chupa del Nilo en todo el año. Mas declinando en la primavera el rigor del invierno, y vuelto otra vez el sol al medio del cielo, atrae entonces igualmente para sí el agua de todos los ríos de la tierra. Crecidos en aquella estación con el agua de las copiosas lluvias que recogen, empapada ya la tierra y hecha casi un torrente, corren entonces en todo su caudal; mas a la llegada del verano, no alimentados ya por las lluvias, chupados en parte por el sol, se arrastran lánguidos y menoscabados. Y como las lluvias no alimentan al Nilo,[118] y siendo el único entre los ríos a quien el sol chupe y atraiga en invierno, natural es que corra entonces más bajo y menguado que en verano, en la época en que, al par de los demás, contribuye con su agua a la fuerza del sol, mientras en invierno es el único objeto de su atracción. El sol, en una palabra, es en mi concepto el autor de tales fenómenos. XXVI. Al mismo sol igualmente atribuyo el árido clima y cielo de la Libia, abrasando en su giro a toda la atmósfera, y el que reine en toda la Libia un perpetuo verano.[119] Pues si trastornándose el cielo se trastornara el orden anuo de las estaciones; si donde el Bóreas y el invierno moran se asentaran el Noto y el mediodía; o si el Bóreas arrojase al Noto de su morada con tal trastorno, en mi sentir, echado el sol en medio del cielo por la violencia de los aquilones, subiría al cénit de la Europa, como actualmente se pasea encima de la Libia, y girando asiduamente por toda ella, haría, en mi concepto, con el Istro lo que con el Nilo está al presente sucediendo. XXVII. Respecto a la causa de no exhalarse del Nilo viento alguno, natural me parece que falte este en países calurosos, observando que procede de alguna cosa fría en general. Pero, sea como fuere, no presumo descifrar el secreto que sobre este punto hasta el presente se mantuvo. XXVIII. Ninguno de cuantos hasta ahora traté, egipcio, libio o griego, pudo darme conocimiento alguno de las fuentes del Nilo.[120] Hallándome en Egipto, en la ciudad de Sais, di con un tesorero de las rentas de Atenea, el cual, jactándose de conocer tales fuentes, creí querría divertirse un rato y burlarse de mi curiosidad. Decíame que entre la ciudad de Elefantina y la de Siena, en la Tebaida, se hallan dos montes, llamado Crofi el uno y Mofi el otro, cuyas cimas terminan en dos picachos, y que manan en medio de ellos las fuentes del Nilo, abismos sin fondo en su profundidad, de cuyas aguas la mitad corre al Egipto contraria al Bóreas, y la otra, opuesta al Noto, hacia la Etiopía.[121] Y contaba, en confirmación de la profundidad de aquellas fuentes, que reinando Psamético en Egipto, para hacer la experiencia mandó formar una soga de millares y millares de orgias y sondear con ella, sin que se pudiese hallar fondo en el abismo. Esto decía el depositario de Atenea; ignoro si en lo último había verdad. Discurro en todo lance que debe existir un hervidero de agua que con sus borbotones y remolinos impida bajar hasta el suelo la sonda echada, impeliéndola contra los montes. XXIX. Nada más pude indagar sobre el asunto; pero informándome cuan detenidamente fue posible, he aquí lo que averigüé como testigo ocular hasta la ciudad de Elefantina, y lo que supe de oídas sobre el país que más adentro se dilata.[122] Siguiendo, pues, desde Elefantina arriba, darás con un recuesto tan arduo, que es preciso para superarlo atar tu barco por entrambos lados como un buey sujeto por las astas, pues si se rompiere por desgracia la cuerda, iríase río abajo la embarcación arrebatada por la fuerza de la corriente. Cuatro días de navegación contarás en este viaje, durante el cual no es el Nilo menos tortuoso que el Meandro. El tránsito que tales precauciones requiere no es menor de doce esquenos. Encuentras después una llanura donde el río forma y circuye una isla que lleva el nombre de Tacompso, habitada la mitad por los egipcios y la mitad por los etíopes, que empiezan a poblar el país desde la misma Elefantina. Con la isla confina una gran laguna, alrededor de la cual moran los etíopes llamados nómadas. Pasada esta laguna, en la que el Nilo desemboca, se vuelve a entrar en la madre del río: allí es preciso desembarcar y seguir cuarenta jornadas el camino por las orillas, siendo imposible navegar el río en aquel espacio por los escollos y agudas peñas que de él sobresalen. Concluido por tierra este viaje y entrando en otro barco, en doce días de navegación llegas a Méroe,[123] que este es el nombre de aquella gran ciudad, capital, según dice, de otra casta de etíopes que solo a dos dioses prestan culto, a Zeus y a Dioniso, bien que mucho se esmeran en honrarlos: tienen un oráculo de Zeus allí mismo, según cuyas divinas respuestas se deciden a la guerra, haciéndola cómo y cuándo y en dónde aquel su dios lo ordenare. XXX. Siguiendo por el río desde la última ciudad, en el mismo tiempo empleado en el viaje desde Elefantina, llegas a los _desertores_, que en idioma del país llaman Asmaj,[124] y que en el griego equivale a _los que asisten a la izquierda del rey_. Fueron en lo antiguo[125] veinticuatro miríadas de soldados que desertaron a los etíopes con la ocasión que referiré. En el reinado de Psamético estaban en tres puntos repartidas las fuerzas del imperio; en Elefantina contra los etíopes, en Dafnes de Pelusio[126] contra los árabes y sirios, y en Marea contra la Libia, los primeros de los cuales conservan los persas fortificados en mis días, del mismo modo que en aquel tiempo. Sucedió que las tropas egipcias, apostadas en Elefantina, viendo que nadie venía a relevarlas después de tres años de guarnición, y deliberando sobre su estado, determinaron de común acuerdo desertar de su patria pasando a la Etiopía. Informado Psamético, corre luego en su seguimiento, y alcanzándolos, les ruega y suplica encarecidamente por los dioses patrios, por sus hijos, por sus esposas, que tan queridas prendas no consientan en abandonarlas. Es fama que uno entonces de los desertores, con un ademán obsceno le respondió «que ellos, según eran, donde quiera hallarían medios en sí mismos de tener hijos y mujeres». Llegados a Etiopía, y puestos a la obediencia de aquel soberano, fueron por él acogidos y aun premiados, pues les mandó en recompensa que, arrojando a ciertos etíopes malcontentos y amotinados, ocupasen sus campos y posesiones. Resultó de esta nueva vecindad y acogida que fueron humanizándose los etíopes con los usos y cultura de la colonia egipcia, que aprendieron con el ejemplo.[127] XXXI. Bien conocido es el Nilo todavía, más allá del Egipto que baña, en el largo trecho que, ya por tierra, ya por agua se recorre en un viaje de cuatro meses; que tal resulta si se suman los días que se emplean en pasar desde Elefantina hasta los _desertores_. En todo el espacio referido corre el río desde poniente; pero más allá no hay quien diga nada cierto ni positivo, siendo el país un puro yermo abrasado por los rayos del sol. XXXII. No obstante, oí de boca de algunos cireneos que yendo en romería al oráculo de Amón, habían entrado en un largo discurso con Etearco, rey de los amonios, y que viniendo por fin a recaer la conversación sobre el Nilo, y sobre lo oculto y desconocido de sus fuentes, les contó entonces aquel rey la visita que había recibido de los nasamones, pueblos que ocupan un corto espacio en la Sirte y sus contornos por la parte de levante. Preguntados estos por Etearco acerca de los desiertos de la Libia, le refirieron que hubo en su tierra ciertos jóvenes audaces e insolentes, de familias las más ilustres, que habían acordado, entre otras travesuras de sus mocedades, sortear a cinco de entre ellos para hacer nuevos descubrimientos en aquellos desiertos y reconocer sitios hasta entonces no penetrados. El rigor del clima los invitaría a ello seguramente, pues aunque empezando desde el Egipto, y siguiendo la costa del mar que mira al norte, hasta el cabo Solunte,[128] su último término, está la Libia poblada de varias tribus de naturales, además del terreno que ocupan algunos griegos y fenicios; con todo, la parte interior más allá de la costa y de los pueblos de que está sembrada, es madre y región de fieras propiamente, a la cual sigue un arenal del todo árido, sin agua y sin viviente que lo habite. Emprendieron, pues, sus viajes los mancebos, de acuerdo con sus camaradas, provistos de víveres y de agua; pasaron la tierra poblada, atravesaron después la región de las fieras,[129] y dirigiendo su rumbo hacia occidente por el desierto, y cruzando muchos días unos vastos arenales, descubrieron árboles por fin en una llanura, y aproximándose empezaron a echar mano de su fruta. Mientras estaban gustando de ella, no sé qué hombrecillos, menores que los que vemos entre nosotros de mediana estatura, se fueron llegando a los nasamones, y asiéndoles de las manos, por más que no se entendiesen en su idioma mutuamente, los condujeron por dilatados pantanos, y al fin de ellos a una ciudad cuyos habitantes, negros de color, eran todos del tamaño de los conductores, y en la que vieron un gran río que la atravesaba de poniente a levante, y en el cual aparecían cocodrilos. XXXIII. Temo que parezca ya harto larga la fábula de Etearco el amonio; diré solo que añadía, según el testimonio de los cireneos, que los descubridores nasamones, de vuelta de sus viajes, dieron por hechiceros a los habitantes de la ciudad en que penetraron, y que conjeturaba que el río que la atraviesa podía ser el mismo Nilo.[130] No fuera difícil, en efecto, pues que este río no solo viene de la Libia, sino que la divide por medio; y deduciendo lo oculto por lo conocido, conjeturo que no es el Nilo inferior al Istro[131] en lo dilatado del espacio que recorre. Empieza el Istro en la ciudad de Pirene desde los celtas, los que están más allá de las columnas de Heracles, confinantes con los cinesios, último pueblo de la Europa, situado hacia el ocaso, y después de atravesar toda aquella parte del mundo, desagua en el Ponto Euxino, junto a los istrienos, colonos de los milesios. XXXIV. Mas al paso que corriendo el Istro por tierra culta y poblada es de muchos bien conocido, nadie ha sabido manifestarnos las fuentes del Nilo, que camina por el país desierto y despoblado de la Libia. Referido llevo cuanto he podido saber sobre su curso, al cual fui siguiendo con mis investigaciones cuan lejos me fue posible. El Nilo va a parar al Egipto, país que cae enfrente de Cilicia la montuosa, desde donde un correo a todo aliento llegará en cinco días por camino recto a Sínope, situada en las orillas del Ponto Euxino, enfrente de la cual desagua el Istro en el mar. De aquí opino que igual espacio que el último recorrerá el Nilo atravesando la Libia. Mas bastante y harto se ha tratado ya de aquel río. XXXV. Difusamente vamos a hablar del Egipto, pues de ello es digno aquel país, por ser entre todos maravilloso, y por presentar mayor número de monumentos que otro alguno, superiores al más alto encarecimiento. Tanto por razón de su clima, tan diferente de los demás, como por su río, cuyas propiedades tanto le distinguen de cualquier otro, distan los egipcios enteramente de los demás pueblos en leyes, usos y costumbres. Allí son las mujeres las que venden, compran y negocian públicamente, y los hombres hilan, cosen y tejen, impeliendo la trama hacia la parte inferior de la urdimbre, cuando los demás la dirigen comúnmente a la superior.[132] Allí los hombres llevan la carga sobre la cabeza, y las mujeres sobre los hombros. Las mujeres orinan en pie; los hombres se sientan para ello. Para sus necesidades se retiran a sus casas, y salen de ellas comiendo por las calles, dando por razón que lo indecoroso, por necesario que sea, debe hacerse a escondidas, y que puede hacerse a las claras cualquier cosa indiferente. Ninguna mujer se consagra allí por sacerdotisa a dios o diosa alguna: los hombres son allí los únicos sacerdotes. Los varones no pueden ser obligados a alimentar a sus padres contra su voluntad; tan solo las hijas están forzosamente sujetas a esta obligación.[133] XXXVI. En otras naciones dejan crecer su cabello los sacerdotes de los dioses; los de Egipto lo rapan a navaja. Señal de luto es entre los pueblos cortarse el cabello los más allegados al difunto, y entre los egipcios, ordinariamente rapados, lo es el cabello y barba crecida en el fallecimiento de los suyos. Los demás hombres no acostumbran comer con los brutos, los egipcios tienen con ellos plato y mesa común. Los demás se alimentan de pan de trigo y de cebada; los egipcios tuvieran el comer de él por la mayor afrenta, no usando ellos de otro pan que del de escancia o candeal. Cogen el lodo y aun el estiércol con sus manos, y amasan la harina con los pies. Los demás hombres dejan sus partes naturales en su propia disposición, excepto los que aprendieron de los egipcios a circuncidarse.[134] En Egipto usan los hombres vestidura doble, y sencilla las mujeres. Los egipcios en las velas de sus naves cosen los anillos y cuerdas por la parte interior, en contraposición con la práctica de los demás, que los cosen por fuera. Los griegos escriben y mueven los cálculos[135] en sus cuentas de la siniestra a la derecha; los egipcios, al contrario, de la derecha a la siniestra, diciendo por esto que los griegos hacen a zurdas lo que ellos derechamente. XXXVII. Dos géneros de letras están allí en uso, unas sacras y las otras populares.[136] Supersticiosos por exceso, mucho más que otros hombres cualesquiera, usan de toda especie de ceremonias, beben en vasos de bronce y los limpian y friegan cada día, costumbre a todos ellos común y de ninguno particular. Sus vestidos son de lino y siempre recién lavados, pues que la limpieza les merece un cuidado particular, siendo también ella la que les impulsa a circuncidarse, prefiriendo ser más bien aseados que gallardos y cabales. Los sacerdotes, con la mira de que ningún piojo u otra sabandija repugnante se encuentre sobre ellos al tiempo de sus ejercicios o de sus funciones religiosas, se rapan a navaja cada tres días de pies a cabeza. También visten de lino, y calzan zapatos de papiro, pues que otra ropa ni calzado no les es permitido; se lavan con agua fría diariamente, dos veces por el día y otras dos por la noche, y usan, en una palabra, ceremonias a miles en su culto religioso. Disfrutan en cambio aquellos sacerdotes de no pocas conveniencias, pues nada ponen de su casa ni consumen de su hacienda; comen de la carne ya cocida en los sacrificios, tocándoles diariamente a cada uno una crecida ración de la de ganso y de buey, no menos que su buen vino de uvas; mas el pescado es vedado para ellos. Ignoro qué prevención tienen los egipcios contra las habas,[137] pues ni las siembran en sus campos en gran cantidad, ni las comen crudas, ni menos cocidas, y ni aun verlas pueden sus sacerdotes, como reputándolas por impura legumbre. Ni se contentan consagrando sacerdotes a los dioses, sino que consagran muchos a cada dios, nombrando a uno de ellos sumo sacerdote y perpetuando sus empleos en los hijos a su fallecimiento. XXXVIII. Viven los egipcios en la opinión de que los bueyes son la única víctima propia de su Épafo,[138] para lo cual hacen ellos la prueba, pues encontrándose en el animal un solo pelo negro, ya no pasa por puro y legítimo. Uno de los sacerdotes es el encargado y nombrado particularmente para este registro, el cual hace revista del animal, ya en pie, ya tendido boca arriba; observa en su lengua sacándola hacia fuera las señas que se requieren en una víctima pura, de las que hablaré más adelante; mira y vuelve a mirar los pelos de su cola, para notar si están o no en su estado natural. En caso de asistir al buey todas las cualidades que de puro y bueno le califican, márcanlo por tal enroscándole en las astas el papiro, y pegándole cierta greda a manera de lacre, en la que imprimen su sello. Así marcado, lo conducen al sacrificio, y ¡ay del que sacrificara una víctima no marcada! Otra cosa que la vida no le costaría. Estas son, en suma, las pruebas y los reconocimientos de aquellos animales. XXXIX. Síguese la ceremonia del sacrificio.[139] Conducen la bestia ya marcada al altar destinado al holocausto; pegan fuego a la pira, derraman vino sobre la víctima al pie mismo del ara, e invocan su dios al tiempo de degollarla, cortándole luego la cabeza y desollándole el cuerpo. Cargan de maldiciones a la cabeza ya dividida, y la sacan a la plaza, vendiéndola a los negociantes griegos, si los hay allí domiciliados y si hay mercado en la ciudad; de otro modo, la echan al río como maldita. La fórmula de aquellas maldiciones expresa solo que si algún mal amenaza al Egipto en común, o a los sacrificadores en particular, descargue todo sobre aquella cabeza. Esta ceremonia usan los egipcios igualmente sobre las cabezas de las víctimas y en la libación del vino, y se valen de ella generalmente en sus sacrificios, naciendo de aquí que nunca un egipcio coma de la cabeza de ningún viviente. XL. No es una misma la manera de escoger y consumir las víctimas en los sacrificios, sino muy varia en cada una de ellos. Hablaré del de la diosa de su mayor veneración y a la cual se consagra la fiesta más solemne, de la diosa Isis. En su reverencia hacen un ayuno, le presentan después sus oraciones y súplicas, y, por último, le sacrifican un buey. Desollada la víctima, le limpian las tripas, dejando las entrañas pegadas al cuerpo con toda su gordura; separan luego las piernas, y cortan la extremidad del lomo con el cuello y las espaldas. Entonces embuten y atestan lo restante del cuerpo de panales purísimos de miel, de uvas e higos pasos, de incienso, mirra y otros aromas, y derramando después sobre él aceite en gran abundancia, entréganlo a las llamas. Al sacrificio precede el ayuno, y mientras está abrasándose la víctima, se hieren el pecho los asistentes, se maltratan y lloran y plañen, desquitándose después en espléndido convite con las partes que de la víctima separaron. XLI. A cualquiera es permitido allí el sacrificio de bueyes y terneros puros y legales, mas a ninguno es lícito el de vacas o terneras, por ser dedicadas a Isis, cuyo ídolo representa una mujer con astas de buey, del modo con que los griegos pintan a Ío; por lo cual es la vaca, con notable preferencia sobre los demás brutos, mirada por los egipcios con veneración particular. Así que no se hallará en el país hombre ni mujer alguna que quiera besar a un griego, ni servirse de cuchillo, asador o caldero de alguno de esta nación, ni aun comer carne de buey, aunque puro por otra parte, mientras sea trinchada por un cuchillo griego. Para los bueyes difuntos tienen aparte sepultura; las hembras son arrojadas al río, pero los machos enterrados en el arrabal de cada pueblo, dejándose por señas una o entrambas de sus astas salidas sobre la tierra. Podrida ya la carne y llegado el tiempo designado, va recorriendo las ciudades una barca que sale de la isla Prosopítide, situada dentro del Delta, de nueve esquenos de circunferencia. En esta isla hay una ciudad, entre otras muchas, llamada Atarbequis, donde hay un templo dedicado a Afrodita, y de la que acostumbran salir las barcas destinadas a recoger los huesos de los bueyes. Muchas salen de allí para diferentes ciudades; desentierran aquellos huesos, y reunidos en un lugar, les dan a todos sepultura; práctica que observan igualmente con las demás bestias, enterrándolas cuando mueren, pues a ello les obligan las leyes y a respetar sus vidas en cualquier ocasión.[140] XLII. Los pueblos del distrito de Zeus Tebano, o mas bien el nomo de Tebas, matan sin escrúpulo las cabras, sin tocar a las ovejas, lo que no es de extrañar, por no adorar los egipcios a unos mismos dioses, excepto dos universalmente venerados, Isis y Osiris, el cual pretenden sea el mismo que Dioniso. Los pueblos, al contrario, del distrito de Mendes o del nomo mendesio, respetando las cabras, matan libremente las ovejas. Los primeros, y los que como ellos no se atreven a las ovejas, dan la siguiente razón de la ley que se impusieron: Heracles quería ver a Zeus de todos modos, y Zeus no quería absolutamente ser visto de Heracles. Grande era el empeño de aquel, hasta que, después de larga porfía, toma Zeus un efugio: mata un carnero, le quita la piel, córtale la cabeza y se presenta a Heracles disfrazado con todos estos despojos. Y en atención a este disfraz formaron los egipcios el ídolo de Zeus _Caricarnero_,[141] figura que tomaron de ellos los amonios, colonos en parte egipcios y en parte etíopes, que hablan un dialecto mezcla de entrambos idiomas, etiópico y egipcio. Y estos colonos, a mi entender, no se llaman amonios por otra razón que por ser Amón el nombre de Zeus en lengua egipcia. He aquí, pues, la razón por qué no matan los tebanos a los carneros, mirándolos como bestia sagrada. Verdad es que en cada año hay un día señalado, el de la fiesta de Zeus, en que matan a golpes un carnero, y con la piel que le quitan visten el ídolo del dios con el traje mismo que arriba mencioné, presentándole luego otro ídolo de Heracles. Durante la representación de tal acto lamentan los presentes y plañen con muestras de sentimiento la muerte del carnero, al cual entierran después en lugar sagrado. XLIII. Este Heracles oía yo a los egipcios contarlo por uno de sus doce dioses, pero no pude adquirir noticia alguna en el país de aquel otro Heracles que conocen los griegos. Entre varias pruebas que me conducen a creer que no deben los egipcios a los griegos el nombre de aquel dios, sino que los griegos lo tomaron de los egipcios, en especial los que designan con él al hijo de Anfitrión, no es la menor, el que Anfitrión y Alcmena, padres del Heracles griego, traían su origen del Egipto,[142] y el que confiesen los egipcios que ni aun oyeron los nombres de Poseidón o de los Dioscuros;[143] tan lejos están de colocarlos en el catálogo de sus dioses. Y si algún dios hubieran tomado los egipcios de los griegos, fueran ciertamente los que he nombrado, de quienes con mayor razón se conservara la memoria; porque en aquella época traficaban ya los griegos por el mar, y algunos habría, según creo sin duda, patrones y dueños de sus navíos; y muy natural parece que de su boca oyeran antes los egipcios el nombre de sus dioses náuticos que el de Heracles, campeón protector de la tierra. Declárese, pues, la verdad, y sea Heracles tenido, como lo es, por dios antiquísimo del Egipto; pues si hemos de oír a aquellos naturales, desde la época en que los ocho dioses engendraron a los otros doce, entre los cuales cuentan a Heracles, hasta el reinado de Amasis, han trascurrido no menos de 17.000 años. XLIV. Queriendo yo cerciorarme de esta materia donde quiera me fuese dable, y habiendo oído que en Tiro de Fenicia había un templo a Heracles dedicado, emprendí viaje para aquel punto. Lo vi, pues, ricamente adornado de copiosos donativos, y entre ellos dos vistosas columnas, una de oro acendrado en copela, otra de esmeralda, que de noche en gran manera resplandecía. Entré en plática con los sacerdotes de aquel dios, y preguntándoles desde cuando fue su templo erigido, hallé que tampoco iban acordes con los griegos acerca de Heracles, pues decían que aquel templo había sido fundado al mismo tiempo que la ciudad, y no contaban menos de 2300 años desde la fundación primera de Tiro. Allí mismo vi adorar a Heracles en otro edificio con el sobrenombre de Tasio, lo que me incitó a pasar a Tasos, donde igualmente encontré un templo de aquel dios, fundado por los fenicios, que navegando en busca de Europa edificaron la ciudad de Tasos, suceso anterior en cinco[144] generaciones al nacimiento en Grecia de Heracles, hijo de Anfitrión. Todas estas averiguaciones prueban con evidencia que es Heracles uno de los dioses antiguos, y que aciertan aquellos griegos que conservan dos especies de heraclios o templos de Heracles, en uno de los cuales sacrifican a Heracles el Olímpico como dios inmortal, y en el otro celebran sus honores aniversarios como los del héroe o semidiós. XLV. Entre las historias que nos refieren los griegos a modo de conseja, puedo contar aquella fábula simple y desatinada que en estos términos nos encajan: que los egipcios, apoderados de Heracles que por allí transitaba, le coronaron cual víctima sagrada, y le llevaban con grande pompa y solemnidad para que fuese a Zeus inmolado, mientras él permanecía quieto y sosegado como un cordero, hasta que al ir a recibir el último golpe junto al altar, usando el valiente de todo su brío y denuedo, pasó a cuchillo toda aquella cohorte de extranjeros. Los que así se expresan, a mi entender, ignoran en verdad de todo punto lo que son los egipcios, y desconocen sus leyes y sus costumbres. Díganme, pues: ¿cómo los egipcios intentarían sacrificar una víctima humana cuando ni matar a los brutos mismos les permite su religión, exceptuando a los cerdos, gansos, bueyes o novillos, y aun estos con prueba que debe preceder y seguridad de su pureza? ¿Y cabe además que Heracles solo, Heracles todavía mortal, que por mortal lo dan los griegos en aquella ocasión, pudiera con la fuerza de su brazo acabar con tanta muchedumbre de egipcios? Pero silencio ya: y lo dicho, según deseo, sea dicho con perdón y benevolencia así de los dioses como de los héroes. XLVI. Ahora daré la causa por que otros egipcios, como ya dije, no matan cabras o machos de cabrío. Los mendesios cuentan al dios Pan por uno de los ochos dioses que existieron, a su creencia, antes de aquellos doce de segunda clase; y los pintores y estatuarios egipcios esculpen y pintan a Pan con el mismo traje que los griegos, rostro de cabra y pies de cabrón, sin que crean por esto que sea tal como lo figuran, sino como cualquiera de sus dioses de primer orden. Bien sé el motivo de presentarle en aquella forma, pero guardareme de expresarlo.[145] Por esto los mendesios honran con particularidad a los cabreros, y adoran sus ganados, siendo aún menos devotos de las cabras que de los machos de cabrío. Uno es, sin embargo, entre todos el privilegiado y de tanta veneración, que su muerte se honra en todo el nomo mendesio con el luto más riguroso. En Egipto se da el nombre de Mendes así al dios Pan como al cabrón. En aquel nomo sucedió en mis días la monstruosidad de juntarse en público un cabrón con una mujer: bestialidad sabida de todos y aplaudida. XLVII. Los egipcios miran al puerco como animal abominable, dando origen esta superstición a que el que roce al pasar por desgracia con algún puerco se arroje al río con sus vestidos para purificarse, y a que los porquerizos, por más que sean naturales del país, sean excluidos de la entrada y de la comunicación en los templos, entredicho que se usa con ellos solamente, excediéndose tanto en esta prevención, que a ninguno de ellos dieran en matrimonio ninguna hija, ni tomaran alguna de ellas por mujer, viéndose obligada aquella clase a casarse entre sí mutuamente. Mas aunque no sea lícito generalmente a los egipcios inmolar un puerco a sus dioses, lo sacrifican, sin embargo, a la Luna y a Dioniso, y a estos únicamente en un tiempo mismo, a saber, el de plenilunio, día en que comen aquella especie de carne. La razón que dan para sacrificar en la fiesta del plenilunio al puerco que abominan en los demás días, no seré yo quien la refiera, porque no lo considero conveniente; diré tan solo el rito del sacrificio con que se ofrece a la Luna aquel animal. Muerta la víctima, juntan la punta de su cola, el bazo y el redaño, y cubriéndolo todo con la gordura que viste los intestinos, lo arrojan a las llamas envuelto de este modo. Lo restante del tocino se come en el día del plenilunio destinado al sacrificio, único día en que se atreven a gustar de la carne referida. En aquella fiesta, los pobres que faltos de medios no alcanzan a presentar su tocino, remedan otro de pasta, y lo sacrifican, después de cocido, con las mismas ceremonias. XLVIII. En la solemne cena que se hace en la fiesta de Dioniso acostumbra cada cual matar su cerdo en la puerta misma de su casa, y entregarlo después al mismo porquerizo a quien lo compró para que lo quite de allí y se lo lleve. Exceptuada esta particularidad, celebran los egipcios lo restante de la fiesta con el mismo aparato que los griegos. En vez de los _falos_ usados entre los últimos, han inventado aquellos unos muñecos de un codo de altura, y movibles por medio de resortes, que llevan por las calles las mujeres moviendo y agitando obscenamente un miembro casi tan grande como lo restante del cuerpo. La flauta guía la comitiva, y sigue el coro mujeril cantando himnos en loor de Baco o Dioniso. El movimiento obsceno del ídolo y la desproporción de aquel miembro no dejan de ser para los egipcios un misterio que cuentan entre los demás de su religión.[146] XLIX. Paréceme averiguado que Melampo, el hijo de Amitaón, no ignoraría sino que conocería muy bien esta especie de sacrificio, pues no solo fue el propagador del nombre de Dioniso entre los griegos, sino quien introdujo entre ellos asimismo el rito y la pompa del _falo_, aunque no dio entera explicación de este misterio, que declararon, más cumplidamente los sabios que le sucedieron. Melampo fue, en una palabra, quien dio a los griegos razón del _falo_ que se lleva en la procesión de Dioniso, y el que les enseñó el uso que de él hacen;[147] y aunque como sabio supo apropiarse el arte de la adivinación, de discípulo de los egipcios pasó a maestro de los griegos, enseñándoles entre otras cosas los misterios y culto de Dioniso, haciendo en él una pequeña mutación. Porque de otro modo no puedo persuadirme que las ceremonias de este dios se instituyesen por acaso al mismo tiempo entre griegos y egipcios, pues entonces no hubiera razón para que no fueran puntualmente las mismas en entrambas partes, ni para que se hubieran introducido en la Grecia nuevamente, siendo improbable, por otro lado, que los egipcios tomaran de los griegos esta o cualquier otra costumbre. Verosímil es, en mi concepto, que aprendiese Melampo todo lo que a Dioniso pertenece, de aquellos fenicios que en compañía de Cadmo el tirio emigraron de su patria al país de Beocia. L. Del Egipto nos vinieron además a la Grecia los nombres de la mayor parte de los dioses; pues resultando por mis informaciones que nos vinieron de los bárbaros, discurro que bajo este nombre se entiende aquí principalmente a los egipcios. Si exceptuamos en efecto, como dije, los nombres de Poseidón y el de los Dioscuros, y además los de Hera, de Hestia, de Temis, de las Cárites y de las Nereidas,[148] todos los demás desde tiempo inmemorial los conocieron los egipcios en su país, según dicen los mismos; que de ello yo no salgo fiador. En cuanto a los nombres de aquellos dioses de que no consta tuviesen noticia, se deberían, según creo, a los pelasgos, sin comprender con todo al de Poseidón, dios que adoptarían estos de los libios, juntamente con su nombre, pues que ningún pueblo sino los libios se valieron antiguamente de este nombre ni fueron celosos adoradores de aquel dios. No es costumbre, además, entre los egipcios el tributar a sus héroes ningún género de culto. LI. Estas y otras cosas de que hablaré introdujéronse en la Grecia tomadas de los egipcios; pero a los pelasgos[149] se debe el rito de construir las estatuas de Hermes con obscenidad, rito que aprendieron los atenienses de los pelasgos primeramente, y que comunicaron después a los griegos: lo que no es extraño, si se atiende a que los atenienses, aunque contándose ya entre los griegos, habitaban en un mismo país con los pelasgos, que con este motivo empezaron a ser mirados como griegos. No podrá negar lo que afirmo nadie que haya sido iniciado en las _orgías_ o misterios de los _cabiros_, cuyas ceremonias, aprendidas de los pelasgos, celebran los samotracios todavía, como que los pelasgos habitaron en Samotracia antes de vivir entre los atenienses, y que enseñaron a sus habitantes aquellas _orgías_. Los atenienses, pues, para no apartarme de mi propósito, fueron discípulos de los pelasgos y maestros de los demás griegos en la construcción de las estatuas de Hermes tan obscenamente representadas. Los pelasgos apoyaban esta costumbre en una razón simbólica y misteriosa, que se explica y declara en los misterios que se celebran en Samotracia. LII. De los pelasgos oí decir igualmente en Dodona que antiguamente invocaban en común a los dioses en todos sus sacrificios, sin dar a ninguno de ellos nombre o dictado peculiar, pues ignoraban todavía cómo se llamasen. A todos designaban con el nombre de _Theoi_ (dioses), derivado de la palabra _Thentes_ (en latín _ponentes_), significando que todo lo ponían los dioses en el mundo, y todo lo colocaban en buen orden y distribución. Pero habiendo oído con el tiempo los nombres de los dioses venidos del Egipto, y más tarde el de Dioniso, acordaron consultar al oráculo de Dodona[150] sobre el uso de nombres peregrinos. Era entonces este oráculo, reputado ahora por el más antiguo entre los griegos, el único conocido en el país; y preguntado si sería bien adoptar los nombres tomados de los bárbaros, respondió afirmativamente; y desde aquella época los pelasgos empezaron a usar en sus sacrificios de los nombres propios de los dioses, uso que posteriormente comunicaron a los griegos. LIII. En cuanto a las opiniones de los griegos sobre la procedencia de cada uno de sus dioses, sobre su forma y condición, y el principio de su existencia, datan de ayer, por decirlo así, o de pocos años atrás. Cuatrocientos y no más de antigüedad pueden llevarme de ventaja Hesíodo y Homero, los cuales escribieron la _Teogonía_ entre los griegos, dieron nombres a sus dioses, mostraron sus figuras y semblantes, les atribuyeron y repartieron honores, artes y habilidades, siendo a mi ver muy posteriores a estos poetas los que se cree les antecedieron. Esta última observación es mía enteramente; lo demás es lo que decían los sacerdotes de Dodona. LIV. El origen de este oráculo y de otro que existe en Libia lo refieren del siguiente modo los egipcios: Decíanme los sacerdotes de Zeus Tebano que desaparecieron de Tebas dos mujeres religiosas robadas por los fenicios, y que según posteriormente se divulgó, vendidas la una en Libia y en Grecia la otra, introdujeron entre estas naciones y establecieron los oráculos referidos. Todo esto que añadían, respondiendo a mis dudas y preguntas, no se supo sino mucho después, porque al principio fueron vanas todas las pesquisas que en busca de aquellas mujeres se emplearon. LV. Esto fue lo que oí en Tebas de boca de los sacerdotes; he aquí lo que dicen sobre el mismo caso las _promántidas_[151] dodoneas. Escapáronse por los aires desde Tebas de Egipto dos palomas negras, de las cuales la una llegó a la Libia y la otra a Dodona, y posada esta última en una haya, les dijo, en voz humana, ser cosa precisa y prevenida por los hados que existiese un oráculo de Zeus en aquel sitio; y persuadidos los dodoneos de que por el mismo cielo se les intimaba aquella orden, se resolvieron desde el instante a cumplirla. De la otra paloma que aportó a Libia, cuentan que ordenó establecer allí el oráculo de Amón, erigiendo por esto los libios a Zeus un oráculo semejante al de Dodona. Tal era la opinión que, en conformidad con los misterios de aquel templo, profesaban las tres sacerdotisas dodoneas, la más anciana de las cuales se llamaba Promenia, la segunda Timareta y Nicandra la menor. LVI. Y si me es lícito en este punto expresar mi opinión, y siendo verdad que los fenicios vendieran, de las dos mujeres consagradas a Zeus que consigo traían, la una en Libia, y en Hélade la otra, no disto de creer que llevada la segunda a los tesprotos de la Hélade, región antes conocida con el nombre de Pelasgia, levantara a Zeus algún santuario, acordándose la esclava, como era natural, del templo del dios a quien en Tebas había servido y de donde procedía; y que ella contaría a los tesprotos, después de aprendido el lenguaje de estos pueblos, cómo los fenicios habían vendido en la Libia otra compañera suya. LVII. El ser bárbaras de nación las dos mujeres y la semejanza que se figuraban los dodoneos entre su idioma y el arrullo o graznido de las aves, prestó motivo, a mi entender, a que se las diese el nombre de palomas,[152] diciendo que hablaba la paloma en voz humana cuando con el trascurso del tiempo pudo aquella mujer ser de ellos entendida, cesando en el bárbaro e ignorado lenguaje que les había parecido hasta entonces la lengua de las aves. De otro modo, ¿cómo pudieron creer los dodoneos que les hablase una paloma en voz humana? El negro color que atribuían al ave significaba sin duda que era egipcia la mujer. LVIII. Parecidos son en verdad entrambos oráculos, el de Dodona y el de Tebas en Egipto, siendo notorio, además, que el arte de adivinar en los templos nos ha venido de este reino. Indudable es asimismo que entre los egipcios, maestros en este punto de los griegos, empezaron las procesiones, los concursos festivos, las ofrendas religiosas, siendo de ello para mí evidente testimonio que tales fiestas, recientes entre los griegos, no parecen sino muy antiguas en Egipto. LIX. No contentos los egipcios con una de estas solemnidades al año, las celebran muy frecuentes. La principal de todas, en la que se esmeran en empeño y devoción, es la que van a celebrar en la ciudad de Bubastis en honor de Artemisa o Diana. Frecuéntase la segunda en Busiris, ciudad edificada en medio del Delta, para honrar a Isis, diosa que se llama _Deméter_ en lengua griega, y que tiene en la ciudad un magnífico templo. Reúnese en Sais el tercer concurso festivo en honra de Atenea o Minerva; el cuarto en Heliópolis para celebrar al sol; en Butona el quinto para dar culto a Leto, y para honrar a Ares o Marte celébrase el sexto en Papremis.[153] LX. El viaje que con este objeto emprenden a Bubastis merece atención. Hombres y mujeres van allá navegando en buena compañía, y es espectáculo singular ver la muchedumbre de ambos sexos que encierra cada nave. Algunas de las mujeres, armadas con sonajas, no cesan de repicarlas; algunos de los hombres tañen sus flautas sin descanso, y la turba de estos y de aquellas, entretanto, no paran un instante de cantar y palmotear. Apenas llegan de paso a alguna de las ciudades que se ven en el camino, cuando aproximando la nave a la orilla, continúan en la zambra algunas de las mujeres; otras motejan e insultan a las vecinas de la ciudad con terrible gritería; unas danzan; otras, puestas en pie, levantan sus vestiduras. Y esto se repite en cada pueblo que a orillas del río van encontrando. Llegados por fin a Bubastis celebran su fiesta ofreciendo en sacrificio muchas y muy pingües víctimas que conducen. Y tanto es el vino que durante la fiesta se consume, que excede al que se bebe en lo restante del año, y tan numeroso el gentío que allá concurre que, sin contar los niños, entre hombres y mujeres asciende el número a 700.000 personas, según dicen los del país. He aquí lo que pasa en Bubastis. LXI. En la fiesta que, según antes indiqué, celebran los egipcios en Busiris para honrar a Isis, acabado el sacrificio, millares y millares de hombres y mujeres que a él asisten prorrumpen en gran llanto y se maltratan excesivamente, cuya costumbre procede de una causa que no me es lícito expresar. En esta maceración excédense los carios entre cuantos moran en Egipto, llegando al punto de lastimarse la frente con sus sables y cuchillos, de suerte que basta para distinguir a estos extranjeros de los egipcios el rigor con que se atormentan. LXII. En cierta noche solemne, durante los sacrificios a que concurren en la ciudad de Sais, encienden todos sus luminarias al cielo descubierto, dejándolas arder alrededor de sus casas. Sirven de luces unas lámparas llenas de aceite y sal, dentro de las cuales nada una torcida que arde la noche entera sobre aquel licor. Esta fiesta es conocida con el nombre peculiar de _Licnocaia_ o iluminación de las lámparas. Los demás egipcios que no concurren a la fiesta y solemnidad de Sais, notando la noche de aquel sacrificio, encienden igualmente lámparas en su casa, de modo que, no solo en Sais, sino en todo Egipto, se forma semejante iluminación. Entre sus misterios y arcanos religiosos, sin duda les será conocido el motivo que ha merecido a esta noche la suerte y el honor de tales luminarias. LXIII. Dos son las ciudades, la de Heliópolis y la de Butona, en cuyas fiestas los concurrentes se limitan a sus sacrificios. No así en la de Papremis, donde además de las víctimas que como en aquellas se ofrecen, se celebra una función muy singular. Porque al ponerse el sol, algunos de los sacerdotes se afanan en adornar el ídolo que allí tienen; mientras otros, en número mucho mayor, apercibidos con sendas trancas, se colocan de fijo en la entrada misma del templo, y otros hombres, hasta el número de mil, cada cual asimismo con su palo, juntos en otra parte del templo, están haciendo sus deprecaciones. De notar es que desde el día anterior de la función colocan su ídolo sobre una peana de madera dorada, hecha a modo de nicho, y lo transportan a otra pieza sagrada. Entonces, pues, los pocos sacerdotes que quedaron alrededor del ídolo vienen arrastrando un carro de cuatro ruedas, dentro del cual va un nicho, y dentro del nicho la estatua de su dios. Desde luego los sacerdotes apostados en la entrada del templo impiden el paso a su mismo dios; pero se presenta la otra partida de devotos al socorro de su dios injuriado, y cierran a golpes con los sitiadores de la entrada. Ármase, pues, una brava paliza, en la que muchos, abriéndose las cabezas, mueren después de las heridas, a lo que creo, por más que pretendan los egipcios que nadie muere de las resultas. LXIV. El suceso que dio origen a la fiesta y al combate lo refieren de este modo los del país: Vivía en aquel templo la madre de Ares, el cual, educado en sitio lejano y llegado ya a la edad varonil, quiso un día visitarla; pero los criados de su madre no le conocían y le cerraron las puertas sin darle entrada. Entonces Ares va a la ciudad, y volviendo con numerosa comitiva, apalea y maltrata a los criados, y entra luego a ver a su madre y conocerla. Y en memoria de tal hecho, en las fiestas de Ares suele renovarse la pendencia. De observar es que los egipcios fueron los autores de la continencia religiosa, que no permite el uso de conocer a las mujeres en los lugares sacros, y no admite en los templos al que tal acto acaba de cometer, sino purificado con el agua de antemano, al paso que entre todas las naciones, si se exceptúa la egipcia y la griega, se junta cualquiera con las mujeres en aquellos lugares, y entra en los templos después de dejarlas, sin curarse de baño alguno, persuadidos de que en este punto no debe existir diferencia entre los hombres y los brutos, los que, según cualquiera puede ver, en especial todo género de pájaros, se unen y mezclan a la luz del día en los templos de los dioses, cosa que estos no permitieran en su misma casa si les fuera menos grata y acepta. De este modo defienden su profanación; aunque en verdad ni me place el abuso, ni me satisface el pretexto. LXV. Son los egipcios sumamente ceremoniosos en lo sagrado, y en lo demás supersticiosos por extremo. Su país, aunque confinante con la Libia, madre de fieras, no abunda mucho en animales; pero los que hay, sean o no domésticos y familiares, gozan de las prerrogativas de cosas sagradas. No diré yo la razón de ello, por no verme en el extremo, que evito como un escollo, de descender a los arcanos divinos, pues protesto que si algo de ellos indiqué, fue llevado a más no poder por el hilo de mi narración. Según la ley o costumbre que rige en Egipto acerca de las bestias, cada especie tiene aparte sus guardas y conservadores, ya sean hombres, ya mujeres, cuyo honroso empleo trasmiten a sus hijos. Los particulares en las ciudades hacen a los brutos sus votos y ofrendas del modo siguiente: Ofrécese el voto al dios a quien la bestia se juzga consagrada, y al llegar la ocasión de cumplirlo, rapa cada cual a navaja la cabeza de sus hijos, o la mitad de ella, o bien la tercera parte; coloca en una balanza el pelo cortado, y en la otra tanta plata cuanta pesa el cabello, y en cumplimiento de su voto, la entrega a la que cuida de aquellas bestias, la que les compra con aquel dinero el pescado, que es su legítimo alimento, cuidando de partírselo y cortarlo. ¡Triste del egipcio que mate a propósito alguna de estas bestias! No paga la pena de otro modo que con la cabeza; mas si lo hiciere por descuido, satisface la multa en que le condenen los sacerdotes. Y, ¡ay del que matare algún ibis o algún gavilán! Sea de acuerdo, sea por casualidad, es preciso que muera por ello. LXVI. Grande es la abundancia de animales domésticos que allí se crían; y fuera mucho mayor sin lo que sucede con los gatos, pues notando los egipcios que las gatas después de parir no se llegan ya a los gatos y repugnan juntarse con ellos por más que las busquen y requiebren, acuden al consuelo de los machos, quitando a las hembras sus hijuelos y matándolos, si bien están muy lejos de comerlos. Con esto, aquellas bestias, muy amantes de sus crías y viéndose sin ellas, se llegan de nuevo a los gatos, deseosas de tener nuevos hijuelos. ¡Ay de los gatos igualmente si sucede algún incendio, desgracia para ellos fatal y suprema cuita! Porque los egipcios, que les son supersticiosamente afectos, sin ocuparse en extinguir el fuego, se colocan de trecho en trecho como centinelas, con el fin de preservar a los gatos del incendio; pero estos, por el contrario, asustados de ver tanta gente por allí, cruzan por entre los hombres, y a veces para huir de ellos van a precipitarse en el fuego; desgracia que a los espectadores llena de pesar y desconsuelo. Cuando fallece algún gato de muerte natural, la gente de la casa se rapa las cejas a navaja; pero al morir un perro, se rapan la cabeza entera, y además lo restante del cuerpo. LXVII. Los gatos después de muertos son llevados a sus casillas sagradas; y adobados en ellas con sal, van a recibir sepultura en la ciudad de Bubastis. Las perras son enterradas en sagrado en su respectiva ciudad, y del mismo modo se sepulta a los icneumones. Las mígalas[154] y gavilanes son llevados a enterrar en la ciudad de Butona, los ibis a la de Hermópolis; pero a los osos, raros en Egipto, y a los lobos, no mucho mayores que las zorras en aquel país, se los entierra allí mismo donde se les encuentra muertos y tendidos. LXVIII. Hablemos ya de la naturaleza del cocodrilo, animal que pasa cuatro meses sin comer en el rigor del invierno, que pone sus huevos en tierra y saca de ellos sus crías, y que, siendo cuadrúpedo, es anfibio sin embargo. Pasa fuera del agua la mayor parte del día y en el río la noche entera, por ser el agua más caliente de noche que la tierra al cielo raso con su rocío. No se conoce animal alguno que de tanta pequeñez llegue a tal magnitud, pues los huevos que pone no exceden en tamaño a los de un ganso, saliendo a proporción de ellos en su pequeñez el joven cocodrilo, el cual crece después de modo que llega a ser de 17 codos, y a veces mayor. Tiene los ojos como el cerdo, y los dientes grandes, salidos hacia fuera y proporcionados al volumen de su cuerpo, y es la única fiera que carezca de lengua. No mueve ni pone en juego la quijada inferior, distinguiéndose entre todos los animales por la singularidad de aplicar la quijada de arriba a la de abajo. Sus uñas son fuertes, y su piel cubierta de escamas, que hacen su dorso impenetrable. Ciego dentro del agua, goza a cielo descubierto de una agudísima vista. Teniendo en el agua su guarida ordinaria, el interior de su boca se le llena y atesta de sanguijuelas. Así que, mientras huye de él todo pájaro y animal cualquiera, solo el reyezuelo es su amigo y ave de paz por lo común, de quien se sirve para su alivio y provecho, pues al momento de salir del agua el cocodrilo y de abrir su boca en la arena, cosa que hace ordinariamente para respirar el céfiro, se le mete en ella el reyezuelo y le va comiendo las sanguijuelas, mientras que la bestia no se atreve a dañarle por el gusto y solaz que en ello percibe. LXIX. Los cocodrilos son para algunos egipcios sagrados y divinos; para otros, al contrario, objeto de persecución y enemistad. Las gentes que moran en el país de Tebas o alrededor de la laguna Meris, se obstinan en mirar en ellos una raza de animales sacros, y en ambos países escogen uno comúnmente, al cual van criando y amansando de modo que se deje manosear, y al cual adornan con pendientes en las orejas, parte de oro y parte de piedras preciosas y artificiales, y con ajorcas en las piernas delanteras. Se le señala su ración de carne de los sacrificios. Regalado portentosamente cuando vivo, a su muerte se le entierra bien adobado en sepultura sagrada. No así los habitantes de la comarca de Elefantina, que lejos de respetarlos como divinos, se sustentan con ellos a menudo. _Campsas_ es el nombre egipcio de estos animales, a los que llaman los jonios _cocodrilos_, nombre que les dan por la semejanza que les suponen con los cocodrilos o lagartos que se crían en su tierra. LXX. Muchas y varias son las artes que allí se emplean para pescar o coger el cocodrilo, de las cuales referiré una sola que creo la más digna de ser referida. Átase al anzuelo un cebo, que no es menos que un lomo de tocino; arrójase en seguida al río, y se está el pescador en la orilla con un lechoncito vivo, al cual obliga a gruñir mortificándolo. Al oír la voz del cerdo, el cocodrilo se dirige hacia ella, y topando con el cebo lo engulle. Al instante tiran de él los de la orilla, y sacado apenas a la playa, se le emplastan los ojos con lodo, prevención con la que es fácil y hacedero el domarlo, y sin la cual harta fatiga costara la empresa.[155] LXXI. Solo en la comarca de Papremis los hipopótamos o caballos de río son reputados como divinos, no así en lo demás del Egipto. El hipopótamo, ya que es menester describirle en su figura y talle natural, tiene las uñas hendidas como el buey, las narices romas, las crines, la cola y la voz de caballo, los colmillos salidos, y el tamaño de un toro más que regular. Su cuero es tan duro que después de seco se forman con él dardos bien lisos y labrados. LXXII. Los egipcios veneran como sagradas a las nutrias que se crían en sus ríos, y con particularidad entre los peces al que llaman lepidoto o escamoso, y a la anguila, pretendiendo que estas dos especies están consagradas al Nilo, como lo está entre las aves el _vulpanser_ o ganso bravo. LXXIII. Otra ave sagrada hay allí que solo he visto en pintura, cuyo nombre es el de fénix. Raras son, en efecto, las veces que se deja ver, y tan de tarde en tarde, que según los de Heliópolis solo viene al Egipto cada quinientos años, a saber, cuando fallece su padre. Si en su tamaño y conformación es tal como la describen, su mole y figura son muy parecidas a las del águila, y sus plumas en parte doradas, en parte de color de carmesí. Tales son los prodigios que de ella nos cuentan, que aunque para mi poco dignos de fe, no omitiré el referirlos. Para trasladar el cadáver de su padre desde la Arabia al templo del Sol, se vale de la siguiente maniobra: forma ante todo un huevo sólido de mirra, tan grande cuanto sus fuerzas alcancen para llevarlo, probando su peso después de formado para experimentar si es con ellas compatible; va después vaciándolo hasta abrir un hueco donde pueda encerrar el cadáver de su padre; el cual ajusta con otra porción de mirra y atesta de ella la concavidad, hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al que cuando sólido tenía; cierra después la abertura, carga con su huevo, y lo lleva al templo del Sol en Egipto. He aquí, sea lo que fuere, lo que de aquel pájaro refieren. LXXIV. En el distrito de Tebas se ven ciertas serpientes divinas, nada dañosas a los hombres,[156] pequeñas en el tamaño, que llevan dos cuernecillos en la parte más alta de la cabeza. Al morir se las entierra en el templo mismo de Zeus, a cuyo numen y tutela se las cree dedicadas. LXXV. Otra casta hay de sierpes aladas, sobre las cuales queriéndome informar hice mi viaje a un punto de la Arabia situado no lejos de Butona. Llegado allí (no se crea exageración), vi tal copia de huesos y de espinas de serpientes cual no alcanzo a ponderar. Veíanse allí vastos montones de osamentas, aquí otros no tan grandes, más allá otros menores, pero muchos y numerosos. Este sitio, osario de tantos esqueletos, es una especie de quebrada estrecha de los montes, y como un puerto que domina una gran llanura confinante con las campiñas del Egipto. Aquella carnicería se explica diciendo que al abrirse la primavera acuden las serpientes aladas desde la Arabia al Egipto,[157] y que las aves que llaman ibis les salen al encuentro desde luego a la entrada del país, negándoles el paso, y acaban con todas ellas. A este servicio que los ibis prestan a los egipcios, atribuyen los árabes la estima y veneración en que los tienen aquellos naturales, y esta es la razón que dan los egipcios mismos del honor que le tributan. LXXVI. El ibis es una ave negra por extremo en su color, en las piernas semejante a la grulla, con el pico sumamente encorvado, del tamaño del _crex_ o «rey de codornices». Esta es la figura de los ibis negros que pelean con las sierpes; pero otra es la de los ibis domésticos que se dejan ver a cada paso, que tienen la cabeza y cuello pelado, y blanco el color de sus alas, bien que las extremidades de ellas, su cabeza, su cuello y las partes posteriores son de un color negro muy subido; en las piernas y en el pico se asemeja a la otra especie. La serpiente voladora se parece a la hidra; sus alas no están formadas de plumas, sino de unas pieles o membranas semejantes a las del murciélago. LXXVII. Dejando ya a un lado las bestias sacras y divinas, hablemos por fin de los mismos egipcios. Debo confesar que los habitantes de aquella comarca que se siembra, como que cultivan y ejercitan la memoria sobre los demás hombres, son asimismo la gente más hábil y erudita que hasta el presente he podido encontrar. En su manera de vivir guardan la regla de purgarse todos los meses del año por tres días consecutivos, procurando vivir sanos a fuerza de vomitivos y lavativas, persuadidos de que de la comida nacen al hombre todos los achaques y enfermedades. Los que así piensan son por otra parte los hombres más sanos que he visto, si se exceptúa a los libios. Este beneficio lo deben en mi concepto a la constancia de sus anuas estaciones, porque sabido es que toda mutación, y la de las estaciones en particular, es la causa generalmente de que enfermen los hombres. Por lo común, no comen otro pan que el que hacen de la espelta, al cual dan el nombre de _kyllestis_. Careciendo de viñas el país,[158] no beben otro vino que la cerveza que sacan de la cebada. De los pescados, comen crudos algunos después de bien secos al sol, otros adobados en salmuera. Conservan también en sal a las codornices, ánades y otras aves pequeñas para comerlas después sin cocer. Las demás aves, como también los peces, los sirven hervidos o asados, a excepción de los animales que reputan por divinos. LXXVIII. En los convites que se dan entre la gente rica y regalada se guarda la costumbre de que acabada la comida pase uno alrededor de los convidados, presentándoles, en un pequeño ataúd, una estatua de madera de un codo o de dos a lo más,[159] tan perfecta, que en el aire y color remeda al vivo un cadáver, y diciendo de paso a cada uno de ellos al presentársela y enseñarla: «¿No le ves? mírale bien: come y bebe y huelga ahora, que muerto no has de ser otra cosa que lo que ves». Costumbre es esta, como he dicho, en los espléndidos banquetes. LXXIX. Contentos los egipcios con su música y canciones patrias, no admiten ni adoptan ninguna de las extranjeras. Entre muchos himnos y canciones nacionales, a cual más lindas, lo es con preferencia cierta cantinela, usada también en Fenicia, en Chipre y en varios países, y aunque en cada uno de ellos lleva su nombre particular, es no solo parecida, sino igual exactamente a la que cantan los griegos con el nombre de _Lino_. Y entre tantas cosas que no acabo de admirar entre los egipcios, no es lo que menos ha excitado mi curiosidad el saber de dónde les procedía aquel cántico, al cual son tan aficionados que siempre se oye en sus labios, y al que en vez de _Lino_ llaman _Maneros_ en egipcio. Así dicen se llamaba el hijo único del primer rey de Egipto, muerto el cual en la flor de su edad, quisieron los egipcios conservar la memoria del infeliz príncipe, y honrar al difunto con aquellas fúnebres endechas que fueron la primera y única canción del país. LXXX. Otra costumbre guardan los egipcios en la que se parecen, no a los griegos en general, sino a los lacedemonios, pues que los jóvenes al encontrarse con los ancianos se apartan del camino cediéndoles el paso, y se ponen en pie al entrar en la pieza los de mayor edad, ofreciéndoles luego su asiento. LXXXI. Pero en lo que a ninguno de los griegos se parecen aquellos pueblos, es que en vez de saludarse con corteses palabras, se inclinan profundamente al hallarse en la calle, bajando su mano hasta la rodilla. Visten túnicas de lino largas hasta las piernas, alrededor de las cuales corren algunas franjas, y a las que llaman _kalasiris_. Encima de ellas llevan su manto de lana, con cuyos tejidos se guardan sin embargo de presentarse en el templo o de enterrarse amortajados en ellos, lo que fuera a sus ojos una profanación. Relación tiene esta costumbre egipcia con las ceremonias órficas[160] y pitagóricas, como se llaman, no siendo lícito tampoco a ninguno de los iniciados en sus orgías y misterios ir a la sepultura con mortaja de lana, a cuyos usos no falta su razón arcana y religiosa. LXXXII. Los egipcios, además de otras invenciones, enseñaron varios puntos de astrología; qué mes y qué día, por ejemplo, sea apropiado a cada uno de los dioses,[161] cuál sea el hado de cada particular, qué conducta seguirá, qué suerte y qué fin espera al que hubiese nacido en tal día o con tal ascendiente; doctrinas de que los poetas griegos se han valido en sus versos. En punto a prodigios, fueron los egipcios los mayores agoreros del universo, como que tanto se esmeran en su observación, pues apenas sucede algún portento lo notan desde luego y observan su éxito; coligiendo de este modo el que ha de tener otro portento igual que acontezca. LXXXIII. Del arte de vaticinar, tal es el concepto que tienen, que no lo miran como propio de hombres, sino apenas de algunos de sus dioses. Varios son los oráculos, en efecto, que encierra su país: el de Heracles, el de Apolo, el de Atenea, el de Artemisa, el de Ares, el de Zeus, y el de Leto, por fin, situado en la ciudad de Buto, al que dan la primacía y honran con preferencia a los demás. LXXXIV. Reparten en tantos ramos la medicina, que cada enfermedad tiene su médico aparte, y nunca basta uno solo para diversas dolencias. Hierve en médicos el Egipto: médicos hay para los ojos, médicos para la cabeza, para las muelas, para el vientre; médicos, en fin, para los achaques ocultos. LXXXV. Por lo que hace al luto y sepultura, es costumbre que al morir algún sujeto de importancia las mujeres de la familia se emplasten de lodo el rostro y la cabeza. Así desfiguradas y desceñidas, y con los pechos descubiertos, dejando en casa al difunto, van girando por la ciudad con gran llanto y golpes de pecho, acompañándolas en comitiva toda la parentela. Los hombres de la misma familia, quitándose el cíngulo, forman también su coro plañiendo y llorando al difunto. Concluidos los clamores, llevan el cadáver al taller del embalsamador. LXXXVI. Allí tienen oficiales especialmente destinados a ejercer el arte de embalsamar, los cuales, apenas es llevado a su casa algún cadáver, presentan desde luego a los conductores unas figuras de madera, modelos de su arte, las cuales con sus colores remedan al vivo un cadáver embalsamado. La más primorosa de estas figuras, dicen ellos mismos, es la de un sujeto cuyo nombre no me atrevo ni juzgo lícito publicar. Enseñan después otra figura inferior en mérito y menos costosa, y por fin otra tercera más barata y ordinaria, preguntando de qué modo y conforme a qué modelo desean se les adobe el muerto; y después de entrar en ajuste y cerrado el contrato, se retiran los conductores. Entonces, quedando a solas los artesanos en su oficina, ejecutan en esta forma el adobo de primera clase. Empiezan metiendo por las narices del difunto unos hierros encorvados, y después de sacarle con ellos los sesos, introducen allá sus drogas e ingredientes. Abiertos después los ijares con piedra de Etiopía aguda y cortante, sacan por ellos los intestinos, y purgado el vientre, lo lavan con vino de palma y después con aromas molidos, llenándolo luego de finísima mirra, de casia, y de variedad de aromas, de los cuales exceptúan el incienso, y cosen últimamente la abertura.[162] Después de estos preparativos adoban secretamente el cadáver con salitre durante setenta días, único plazo que se concede para guardarle oculto; luego se le faja, bien lavado, con ciertas vendas cortadas de una pieza de finísimo lino, untándole al mismo tiempo con aquella goma de que se sirven comúnmente los egipcios en vez de cola.[163] Vuelven entonces los parientes por el muerto, toman su momia, y la encierran en un nicho o caja de madera, cuya parte exterior tiene la forma y apariencia de un cuerpo humano, y así guardada la depositan en un aposentillo, colocándola en pie y arrimada a la pared. He aquí el modo más exquisito de embalsamar los muertos. LXXXVII. Otra es la forma con que preparan el cadáver los que, contentos con la medianía, no gustan de tanto lujo y primor en este punto. Sin abrirle las entrañas ni extraerle los intestinos, por medio de unos clisteres llenos de aceite de cedro, se lo introducen por el orificio, hasta llenar el vientre con este licor, cuidando que no se derrame después y que no vuelva a salir. Adóbanle durante los días acostumbrados, y en el último sacan del vientre el aceite antes introducido, cuya fuerza es tanta, que arrastra consigo en su salida tripas, intestinos y entrañas ya líquidas y derretidas. Consumida al mismo tiempo la carne por el nitro de afuera, solo resta del cadáver la piel y los huesos; y sin cuidarse de más, se restituye la momia a los parientes. LXXXVIII. El tercer método de adobo, de que suelen echar mano los que tienen menos recursos, se deduce a limpiar las tripas del muerto a fuerza de lavativas, y adobar el cadáver durante los setenta días prefijados, restituyéndole después al que lo trajo para que lo vuelva a su casa. LXXXIX. En cuanto a las matronas de los nobles del país y a las mujeres bien parecidas, se toma la precaución de no entregarlas luego de muertas para embalsamar, sino que se difiere hasta el tercero o cuarto día después de su fallecimiento. El motivo de esta dilación no es otro que el de impedir que los embalsamadores abusen criminalmente de la belleza de las difuntas, como se experimentó, a lo que dicen, en uno de esos inhumanos, que se llegó a una de las recién muertas, según se supo por la delación de un compañero de oficio. XC. Siempre que aparece el cadáver de algún egipcio o de cualquier extranjero presa de un cocodrilo o arrebatado por el río, es deber de la ciudad en cuyo territorio haya sido arrojado enterrarle en lugar sacro, después de embalsamarle y amortajarle del mejor modo posible. Hay más todavía, pues no se permite tocar al difunto a pariente o amigo alguno, por ser este un privilegio de los sacerdotes del Nilo, los que con sus mismas manos lo componen y sepultan como si en el cadáver hubiera algo de sobrehumano. XCI. Huyen los egipcios de los usos y costumbres de los griegos, y en una palabra, de cuantas naciones viven sobre la faz de la tierra; pero este principio, común en todos ellos, padece alguna excepción en la gran ciudad de Quemis, del distrito de Tebas, vecina a la de Neápolis.[164] Perseo, el hijo de Dánae, tiene en ella un templo cuadrado, circuido en torno de una arboleda de palmas. El propileo[165] del templo está formado de grandes piedras de mármol, y en él se ven en pie dos grandes estatuas, de mármol asimismo: dentro del sagrado recinto hay una capilla, y en ella la estatua de Perseo. Los buenos quemitas cuentan que muchas veces se les aparece en la comarca, otras no pocas en su templo; y aun a veces se encuentra una sandalia de las que calza el semidiós, no como quiera, sino tamaña de dos codos, cuya aparición, a lo que dicen, es siempre agüero de bienes, y promesa de un año de abundancia para todo Egipto. En honor de Perseo celebran juegos gímnicos según la costumbre griega, en los que entra todo género de certamen, y se proponen por premio animales, pieles y mantos de abrigo. Quise investigar de ellos la razón por la que Perseo los distinguía entre los demás egipcios con sus apariciones, y por qué se singularizaban en honrarle con sus juegos gímnicos; a lo que me respondieron que el semidiós era hijo de la ciudad, y me contaban que dos de sus compatriotas, llamado el uno Dánao y Linceo el otro, habían pasado por mar a la Hélade, y de la descendencia de entrambos, que me deslindaron, nació Perseo, el cual, pasando por Egipto en el viaje que hizo a la Libia con el mismo objeto que refieren los griegos de traer la cabeza de Gorgona, visitó la ciudad de Quemis, cuyo nombre sabía por su madre, y que allí reconoció a todos sus parientes, y que por su mandato se celebraban los juegos gímnicos desde entonces. XCII. Los usos hasta aquí referidos pertenecen a los egipcios que moran más arriba de los pantanos; los que viven en medio de ellos se asemejan enteramente a los primeros en costumbres y en tener una sola esposa,[166] como también sucede entre los griegos; pero exceden a los demás en ingenio y habilidad para alcanzar el sustento. Cuando la campiña queda convertida en mar durante la avenida del río, suelen criarse dentro del agua misma muchos lirios, que llaman _loto_[167] los naturales, de los que, después de segados y secos al sol, extraen la semilla, parecida en medio de la planta a la de la adormidera, amasando con ella sus panes y cociéndolos al horno. Sírveles también de alimento la raíz del mismo _loto_, de figura algo redonda y del tamaño de una manzana. Otros lirios nacen allí en el agua estancada del río muy parecidos a las rosas, de cuyas raíces sale una vaina semejante en forma al panal de las avispas, dentro de la cual se encierra un fruto formado de ciertos granos apiñados a manera de confites y del tamaño del hueso de aceituna, que se pueden comer así tiernos como secos. Tienen otra planta llamada _biblo_,[168] de anual cosecha, cuya parte inferior, después de arrancada y sacada del pantano, se come y se vende, siendo de un codo de largo, y cortándose la superior para otros usos. Los que buscan en el _biblo_ más delicado gusto antes de comerlo suelen meterlo a tostar en un horno bien caldeado. No falta gente en el país cuyo único alimento es la pesca, y que comen los peces, después de limpiados de las tripas y de secarlos al sol. XCIII. Aunque los ríos no suelen criar pesca gregal o de comitiva, la producen las lagunas del Egipto, en las que sucede que apenas sienten los peces el instinto de formar nuevas crías, nadan en tropas hacia el mar; los machos al frente conducen aquel rebaño, despidiendo al mismo tiempo la semilla que, sorbida por las hembras que los persiguen, las hace preñadas. Después de llenas en el mar, dan todos la vuelta y nadan hacia su primitiva guarida; pero entonces no son ya los machos los pilotos, por decirlo así, del rumbo, sino que se alzan las hembras con la dirección del rebaño, a imitación de lo que han visto hacer a los otros en la ida, y van despidiendo sus huevos, tan pequeños como un granito de mijo, que son engullidos por los machos que les van en seguimiento. Cada uno de aquellos granos es un pescadillo, y de los que quedan en el agua escapando de la voracidad de los machos nacen después los pescados. Se observa que los que se cogen en su salida al mar, tienen la cabeza algo raída a la parte izquierda, pero en los cogidos a la vuelta se les ve como rozada y desflorada la derecha, porque van hacia el mar siguiendo la orilla izquierda, y toman a la vuelta el mismo rumbo, acercándose cuanto pueden a la ribera, y nadando junto a tierra, para evitar que la corriente del río no los desvíe y aleje de su camino.[169] Apenas crece el Nilo se empiezan al mismo tiempo a llenarse las hoyas que forma la tierra, y los pantanos vecinos al río, con el agua que del mismo se comunica y trasfunde, y en aquellas balsas acabadas de llenar hierve de repente un hormiguero de pescadillos. Creo, pues, y difícil será que me engañe, que el año anterior, al menguar el Nilo, los peces se fueron retirando con las últimas aguas hacia la madre del río, dejando en el lodo sus huevos, de los cuales salen de repente los nuevos peces al volver al año siguiente la avenida de las aguas.[170] He aquí cuanto de ellos puede decirse. XCIV. Los mismos egipcios de las lagunas exprimen para su uso cierto ungüento, que llaman _kiki_, de la fruta de los _siliciprios_,[171] plantas que en Grecia se crían naturalmente en los campos, y que sembradas en Egipto a orillas del río o de las lagunas dan muy copioso fruto, aunque de un olor ingrato. Apenas es cogido este, hay quien lo machaca para exprimir su jugo, y suelen también freírlo en la sartén para recoger el licor que de él va manando, el cual viene a ser cierto humor craso, que para la luz del candil no sirviera menos que el aceite, si no despidiera un olor pesado y molesto. XCV. Varios remedios han discurrido los naturales para defenderse y librarse de los mosquitos, plaga en Egipto infinita. Los que viven más allá de los pantanos se suben y guarecen en sus altas torres, donde no pueden los mosquitos remontar su tenue vuelo vencidos de la fuerza de los vientos; los que moran vecinos a las lagunas, en vez del asilo de las torres, acuden al amparo de una red, con que se previene cada uno, cogiendo en ella de día los insectos como pesca, y tomando de noche para defenderse en su aposento dormitorio aquella misma red, con que rodea su cama y dentro de la cual se echa a dormir. Es singular que si allí duerme uno cubierto con sus vestidos o envuelto en sus sábanas, penetran por ellas los mosquitos y le pican, al paso que huyen tanto de la red, que ni aun se atreven a tentar el paso por sus aberturas. XCVI. Las barcas de carga se fabrican allí de madera de espino, árbol muy semejante en lo exterior al loto de Cirene, y cuya lágrima es la goma. Su construcción, muy singular por cierto, se forma de tablones de espino de dos codos, compuestos a manera de tejas y unidos entre sí con largos y muy espesos clavos. Construido así el buque, en la parte de arriba se tienden los bancos del batel en vez de cubierta, sin valerse absolutamente de los maderos que llamamos costillas; y lo calafatean luego con biblo por la parte interior. El timón está metido de modo que llega y aun pasa por la quilla. El mástil es de espino, y las jarcias y velas de biblo. Estas barcas, que no son capaces de navegar río arriba, a no tener buen viento, suben tiradas desde la orilla; pero río abajo navegan con la sola ayuda de un rejado que llevan hecho de varas de tamariz, entretejido a manera de cañizo y parecido a una puerta, y de una piedra agujereada que pesará como dos talentos o quintales. Al partir, arrojan al agua de proa su rejado atado al barco con una soga, y de popa la piedra también atada; el rejado, impelido por la corriente, vase largando y tirando a remolque la _baris_, que así se llaman estas barcas, mientras dirige su curso la piedra arrastrada desde la popa surcando el fondo del río. Hay un sinnúmero de estas naves, y algunas de tanto buque que cargan con muchos miles de talentos. XCVII. En el tiempo que el Nilo inunda el país, aparecen únicamente las ciudades a flor del agua con una perspectiva muy parecida a la que presentan las islas en el mar Egeo, pues entonces es un mar todo el Egipto, y solo las poblaciones asoman su cabeza sobre el agua. Durante la inundación, en vez de seguir la corriente del río, se navega por lo llano de la campiña, según manifiestamente aparece, pues la navegación trillada y ordinaria de Náucratis a Menfis es por cerca de las pirámides, rumbo que se deja durante la inundación por otro que pasa por la punta del Delta y la ciudad de Cercasoro. Del mismo modo, el que desde la costa, saliendo de Canobo, quisiera navegar sobre la campiña hacia Náucratis, hará su viaje por la ciudad de Antila y por otra que se llama Arcandro. XCVIII. No quiero omitir, ya que hice mención de estas dos ciudades, que Antila, que lo es bien considerable, está señalada para el chapín y el calzado de la esposa del actual monarca de Egipto, tributo introducido desde que el persa se hizo señor del reino. Acerca de la otra, llamada Arcandro, creo debió tomar su nombre de aquel Arcandro que fue yerno de Dánao, hijo de Ptío y nieto de Aqueo. Bien cabe que haya existido otro Arcandro, pero lo que no admite duda es que este nombre no es egipcio. XCIX. Cuanto llevo dicho hasta el presente es lo que yo mismo vi, lo que supe por experiencia, lo que averigüé con mis pesquisas; lo que en adelante iré refiriendo lo oí de boca de los egipcios, aunque entre ello mezclaré algo aún de lo que vi por mis ojos. De Menes, el primero que reinó en Egipto, decíanme los sacerdotes que desvió con un dique el río para secar el terreno de Menfis, pues observando que el río se echaba con toda su corriente hacia las raíces del monte arenoso de la Libia, discurrió para desviarle levantar un terraplén en un recodo que forma el río por la parte de mediodía a unos cien estadios más arriba de Menfis, y logró con aquella obra que, encanalada el agua por un nuevo cauce, no solo dejase enjuta la antigua madre del río, sino que aprendiese a dirigir su curso a igual distancia de los dos montes. Es cierto que aun al presente mantienen los persas en aquel recodo en que se obliga al Nilo a torcer su curso, mucha gente apostada para reforzar cada año el mencionado dique; y con razón, pues si rompiendo por allí el río se precipitase por el otro lado, iría sin duda a pique Menfis y quedara sumergida. Apenas hubo Menes, el primer rey, desviado el Nilo y enjugado el terreno, fundó primeramente en él la ciudad que ahora se llama Menfis,[172] realmente edificada en aquella especie de garganta del Egipto y rodeada con una laguna artificial que él mismo mandó excavar por el norte y mediodía, empezando desde el río, que la cerraba al oriente. Al mismo tiempo erigió en su nueva ciudad un templo a Hefesto, monumento en verdad magnífico y memorable. C. Los mismos sacerdotes me iban leyendo en un libro el catálogo de nombres de 330 reyes posteriores a Menes.[173] En tan larga serie de tantas generaciones se contaban 18 reyes etíopes, una reina egipcia y los demás reyes egipcios también. El nombre de aquella reina única era Nitocris, el mismo que tenía la otra reina de Babilonia, y de ella contaban que, recibida la corona de mano de los egipcios, que habían quitado la vida a su hermano, supo vengarse de los regicidas por medio de un ardid. Mandó fabricar una larga habitación subterránea, con el pretexto de dejar un monumento de nueva invención; y bajo este color, con una mira bien diversa, convidó a un nuevo banquete a muchos de los egipcios que sabía haber sido motores y principales cómplices en la alevosa muerte de su hermano. Sentados ya a la mesa, en medio del convite dio orden que se introdujese el río en la fábrica subterránea por un conducto grande que estaba oculto. A este acto de la reina añadían el de haberse precipitado en seguida por sí misma dentro de una estancia llena de ceniza a fin de no ser castigada por los egipcios. CI. De los demás reyes del catálogo decían que, no habiendo dejado monumento alguno, ninguna gloria ni esplendor quedaba de ellos en la posteridad, si se exceptúa el último, llamado Meris, pues este hizo muchas obras públicas, edificando en el templo de Hefesto los propileos o pórticos que miran al viento Bóreas, mandando excavar una grandísima laguna cuyos estadios de circunferencia referiré más abajo, y levantando en ella unas pirámides, de cuya magnitud daré razón al hablar de la laguna. Tantos fueron los monumentos que a Meris se deben, cuando ni uno solo dejaron los demás. CII. Bien podré por lo mismo pasar a estos en silencio, para hacer desde luego mención del otro gran monarca que con el nombre de Sesostris les sucedió en la corona.[174] Decíanme de Sesostris los sacerdotes que, saliendo del golfo Arábigo con una armada de naves largas, sujetó a su dominio a los que habitaban en las costas del mar Eritreo, alargando su viaje hasta llegar a no sé qué bajíos que hacían el mar innavegable; que desde el mar Eritreo, dada la vuelta a Egipto, penetró por tierra firme con un ejército numeroso que juntó, conquistando tantas naciones cuantas delante se le ponían, y si hallaba con alguna valiente de veras y amante de sostener su libertad, erigía en su distrito, después de haberla vencido, unas columnas en que grababa una inscripción que declarase su nombre propio, el de su patria y la victoria con su ejército obtenida sobre aquel pueblo; si le acontecía, empero, no encontrar resistencia en algún otro, y rendir sus plazas con facilidad, fijaba asimismo en la comarca sus columnas con la misma inscripción grabada en las otras, pero mandaba esculpir en ellas además la figura de una mujer, queriendo sirviese de nota de la cobardía de los vencidos, menos hombres que mujeres. CIII. Lleno de gloria Sesostris con tantos trofeos, iba corriendo las provincias del continente del Asia, de donde pasando a Europa domó en ella a los escitas y tracios, hasta cuyos pueblos llegó, a lo que creo, el ejército egipcio, sin pasar más allá, pues que en su país y no más lejos se encuentran las columnas. Desde este término, dando la vuelta hacia atrás por cerca del río Fasis, no tengo bastantes luces para asegurar si el mismo rey, separando alguna gente de su ejército, la dejaría allí en una colonia que fundó, o si algunos de sus soldados, molidos y fastidiados de tanto viaje, se quedarían por su voluntad en las cercanías de aquel río. CIV. Así me expreso, porque siempre he tenido la creencia de que los colcos no son más que egipcios, pensamiento que concebí antes que a ninguno lo oyera. Para salir de dudas y satisfacer mi curiosidad, tomé informes de entrambas naciones, y vine a descubrir que los colcos conservaban más viva la memoria de los egipcios que no estos de aquellos, si bien los egipcios no negaban que los colcos fuesen un cuerpo separado antiguamente de la armada de Sesostris. Dio motivo a mis sospechas acerca del origen de los colcos el verlos negros de color y crespos de cabellos; pero no fiándome mucho en esta conjetura, puesto que otros pueblos hay además de los egipcios negros y crespos, me fundaba mucho más en la observación de que las únicas naciones del globo que desde su origen se circuncidan son los colcos, egipcios y etíopes, pues que los fenicios y sirios[175] de la Palestina confiesan haber aprendido del Egipto el uso de la circuncisión. Respecto de los otros sirios situados en las orillas de los ríos Termodonte y Partenio, y a los macrones sus vecinos y comarcanos, únicos pueblos que se circuncidan, afirman haberlo aprendido modernamente de los colcos. No sabría, empero, definir, entre los egipcios y etíopes, cuál de los dos pueblos haya tomado esta costumbre del otro, viéndola en ambos muy antigua y de tiempo inmemorial. Descubro, no obstante, un indicio para mí muy notable, que me inclina a pensar que los etíopes la tomaron de los egipcios, con quienes se mezclaron, y es haber observado que los fenicios que tratan y viven entre los griegos no se cuidan de circuncidar como los egipcios a los hijos que les van naciendo.[176] CV. Y una vez que hablo de los colcos, no quiero omitir otra prueba de su mucha semejanza con los egipcios, con quienes frisa no poco su tenor de vida y su modo de hablar, y es el idéntico modo con que trabajan el lino. Verdad es que el de colcos se llama entre los griegos lino _sardónico_, y el otro _egipcio_, del nombre de su país. CVI. Volviendo a las columnas que el rey Sesostris iba levantando en diversas regiones, si bien muchas ya no parecen al presente, algunas vi yo mismo existentes todavía en la Siria palestina, en las cuales leí la referida inscripción y noté grabados los miembros de una mujer. En la Jonia se dejan ver también dos figuras de aquel héroe esculpidas en mármoles; una en el camino que va a Focea desde el dominio de Éfeso; otra en el que va desde Sardes hacia Esmirna. En ambas partes vese grabado un varón alto de cinco palmos, armado con su lanza en la mano derecha, y con su ballesta en la izquierda, con la demás armadura correspondiente, toda etiópica y egipcia. Desde un hombro a otro corren esculpidas por el pecho unas letras egipcias con caracteres sagrados que dicen: _Esta región la gané con mis hombres_. Es verdad no se dice allí quién sea el conquistador representado, ni de dónde vino; pero en otras partes lo dejó expreso. Sé que algunos que vieron tales figuras conjeturan, sin dar en el blanco, si sería la imagen de Memnón.[177] CVII. Añadían los sacerdotes que, vuelto Sesostris de sus conquistas con gran comitiva de prisioneros traídos de las provincias subyugadas, fue hospedado en Dafnes de Pelusio por un hermano encargado en su ausencia del gobierno del Egipto, quien durante el convite que daba como huéspedes a Sesostris y a sus hijos, mandó rodear de leña el exterior de la casa, y luego de amontonada se le diese fuego. Entendiendo Sesostris lo que se hacía, y consultando con su mujer, a quien llevaba siempre en su compañía, lo que en lance tan apretado debía hacerse, recibió de ella el consejo de arrojar a la hoguera dos de los seis hijos que allí tenía y formar con ellos un puente por el cual saliesen los demás salvos de aquel incendio; consejo que resolvió poner por obra, logrando salvarse con la pérdida de dos hijos, con los demás de la compañía.[178] CVIII. Restituido Sesostris al Egipto y vengada desde luego la alevosía de su hermano, sirviose de la tropa de prisioneros que consigo llevaba en bien público del estado, pues ellos fueron los que en aquel reinado arrastraron al templo de Hefesto los mármoles que en él hay de una grandeza descomunal; ellos los empleados por fuerza en abrir los fosos y canales que al presente cruzan el Egipto, haciendo a su pesar que aquel país, antes llano, abierto como un coso a la caballería y a las ruedas de los carros, dejase de serlo en adelante; pues, en efecto, desde aquella sazón, aunque sea el Egipto una gran llanura, con los canales que en él se abrieron, muchos en número vueltos y revueltos hacia todas partes, se hizo impracticable a la caballería e intransitable a las ruedas. El objeto que tuvo aquel monarca cortando con tantos canales el terreno, fue proveer de agua saludable a sus vasallos, pues veía que cuantos egipcios habitaban tierra adentro apartados de las orillas del río, hallándose faltos de agua corriente al retirar el Nilo su avenida, acudían por necesidad a la de los pozos, bebida harto gruesa y pesada. CIX. Cortado así el Egipto por los motivos expresados, el mismo Sesostris, a lo que decían, hizo la repartición de los campos, dando a cada egipcio su suerte cuadrada y medida igual de terreno;[179] providencia sabia por cuyo medio, imponiendo en los campos cierta contribución, logró fijar y arreglar las rentas anuas de la corona. Con este orden de cosas, si sucedía que el río destruyese parte de alguna de dichas suertes, debía su dueño dar cuenta de lo sucedido al rey, el cual, informado del caso, reconocía de nuevo por medio de sus peritos y medía la propiedad, para que, en vista de lo que había desmerecido, contribuyese menos al erario en adelante, a proporción del terreno que le restaba. Nacida de tales principios en Egipto la geometría, creo pasaría después a Grecia, conjetura que no es extraña, pues que los griegos aprendieron de los babilonios el reloj, el gnomon y el repartimiento civil de las doce horas del día. CX. Sesostris fue el único que tuvo dominio sobre la Etiopía. Delante del templo de Hefesto dejó memoria de su reinado en unas estatuas de mármol que levantó, dos de las cuales, la suya y la de su esposa, tienen la altura de 30 codos, y de 20 las cuatro restantes, que son de sus hijos. Sucedió después que intentando el persa Darío colocar su estatua delante de la de Sesostris, se le opuso el sacerdote de Hefesto, diciéndole que no había llegado a las proezas de Sesostris, pues que este, no habiendo conquistado menos naciones que Darío, subyugó entre ellas a los escitas, a quienes el persa no pudo vencer, y que no siéndole superior en hazañas, no quisiera serlo tampoco en el honor y preeminencia de las estatuas. Y es singular que Darío, no llevando a mal la resistencia, disimulase la libertad y franqueza del sacerdote. CXI. Muerto Sesostris, continuaban, tomó el mando del reino su hijo Ferón,[180] el cual, sin haber emprendido ninguna militar expedición, tuvo la desgracia de cegar. Bajaba el Nilo con una de las mayores avenidas que por entonces acostumbraba, llegando su creciente a 18 codos, y arrojado además sobre los campos, por desgracia, a impulsos de un viento impetuoso, se encrespaba como el mar, y levantaba sus olas. Viéndolo el rey, dicen que enfurecido tomó su lanza con ímpetu temerario e impío y la arrojó en medio de las ondas remolinadas del río. Allí mismo, sin dilatársele el castigo, enfermó de los ojos y perdió la vista. Diez años había que vivía ciego el monarca, cuando de la ciudad de Buto le llegó un oráculo en que se le anunciaba el término de su pena y castigo, y que iba a recobrar la vista solo con lavarse los ojos con la orina de una mujer tan continente, que sin comercio con ningún hombre extraño, solo fuese conocida de su marido. Quiso empezar su tentativa con la de su propia mujer; pero no surtiendo efecto, siguió haciendo prueba en la de muchas otras, hasta que por fin recobró la vista. Mandó que todas las mujeres en cuya orina había probado remedio, excepto aquella que se lo había dado, fuesen conducidas a cierta ciudad que se llama al presente Eritrebelos, y allí todas quemadas de una vez; y no menos agradecido que severo, quiso tomar por esposa aquella a quien debía el recobro de la vista. Entre otras muchas dádivas que, libre de su ceguera, consagró en los templos de más fama y consideración, merecen atención particular los monumentos, dignos en verdad de verse, que erigió en el templo del Sol, y son dos obeliscos de mármol, cada uno de una sola pieza y de cien codos de alto y ocho de grueso. CXII. A este monarca dan por sucesor en el trono a un ciudadano de Menfis, cuyo nombre griego es Proteo,[181] que tiene actualmente en aquella ciudad un templo y bosque religioso muy bello y adornado, alrededor del cual tienen su casa los fenicios de Tiro, circunstancia por la que se llama aquel lugar el campo de los fenicios. Dentro de este recinto sagrado hállase también un templo que tiene el nombre de Afrodita la huéspeda, y que creo, a no engañarme, será Helena, hija de Tíndareo, pues según he oído decir estuvo Helena en el palacio de Proteo, y no hay además, otro templo de los delicados a Afrodita que lleve el renombre de huéspeda o de peregrina. CXIII. He aquí en verdad lo que me referían los sacerdotes acerca de Helena cuando yo les pedía informes. Al volver a su patria Alejandro en compañía de Helena, a quien había robado en Esparta, unos vientos contrarios le arrojaron desde el mar Egeo al Egipto, en cuyas costas, no mitigándose la tempestad, se vio obligado a tomar tierra y aportar a las Tariquías, situadas en la boca del Nilo que llaman Canóbica. Había a la sazón en dicha playa, y lo hay todavía, un templo, dedicado a Heracles, asilo tan privilegiado al mismo tiempo que el esclavo que en él se refugiaba, de cualquier dueño fuese, no podía ser por nadie sacado de allí, siempre que dándose por siervo de aquel dios se dejase marcar con sus armas o sello sagrado, ley que desde el principio hasta el día se ha mantenido siempre en todo su vigor. Informados, pues, los criados de Alejandro del asilo y privilegios del templo, se acogieron a aquel sagrado con ánimo de dañar a su señor, y le acusaron refiriendo circunstanciadamente cuanto había pasado en el rapto de Helena y en el atentado contra Menelao; deposición criminal que hicieron no solo en presencia de los sacerdotes de aquel templo, sino también de Tonis, gobernador de aquel puerto y desembocadura. CXIV. Apenas acabó este de oír la declaración de los esclavos, cuando despacha a Menfis un expreso para Proteo con orden de decirle: «Acaba de llegar un extranjero, príncipe de la familia real de Teucro, que ha cometido en Grecia una impía y temeraria violencia, viniendo de allí con la esposa de su mismo huésped furtivamente seducida; y trayendo con ella inmensos tesoros, arribó a tierra arrojado por la tempestad. ¿Qué haremos, pues, con él? ¿Le dejaremos salir impunemente del puerto con sus naves, o le despojaremos de cuanto consigo lleva?». Proteo, avisado, envió luego un correo con la siguiente respuesta: «A ese hombre, sea quien fuere, que tal maldad y perfidia contra su mismo huésped ha cometido, prendédmelo sin falta y llevadle a mi presencia para oír qué razón da de sí y de su crimen». CXV. El gobernador Tonis, recibida apenas esta orden, se apodera de la persona de Alejandro, embargándole juntamente las naves, y haciéndole conducir sin dilación a Menfis con su Helena, sus esclavos y tesoros. Llevados todos a la presencia de Proteo, preguntó este a Alejandro quién era, de dónde venía y con qué ley navegaba; a lo cual el interrogado declaró su nombre, el de su familia y el de su patria, dándole razón de su viaje y del puerto donde procedía. Insta Proteo preguntándole de dónde hubo a Helena: Alejandro buscaba efugios cautelosamente para no descubrir la verdad; pero los nuevos acogidos a Heracles, esclavos suyos antiguos, dando cuenta puntual de su atentado, fueron desmintiéndole, sin dejarle lugar a la réplica. Proteo entonces, por abreviar razones, hablole en estos términos: «A no tener formada anteriormente mi resolución de no ensangrentar mis manos en ninguno de los pasajeros que arrojados por los vientos aporten a mis dominios, os aseguro que vengara al griego en vuestra cabeza, y que hiciera en vos un ejemplar, ¡hombre el más vil y malvado de cuantos viven!, pues recibido y regalado como huésped, correspondisteis con el más enorme agravio, convertido en adúltero de la esposa de vuestro amigo, que en su casa os acogía; y no contento con el horror del tálamo violado, huís con la adúltera furtivamente robada a su marido: aún más; como si agravio, adulterio, rapto, todo fuera poco para vos, cargasteis con los tesoros de vuestro huésped, que saqueasteis. Con todo, no mudo de resolución, lo repito, ni me contaminaré con sangre extranjera; pero tampoco sufriré que os llevéis impunemente esa mujer con los tesoros robados, sino que de una y otros quiero ser depositario en favor de vuestro huésped griego, hasta que él, informado, quiera recobrarlos. A vos os mando que dentro del término fijo de tres días salgáis con vuestra comitiva de mis dominios, poniendo mar en medio, so pena en otro caso de ser tratado como enemigo». CXVI. Así me referían los sacerdotes la llegada de Helena a la corte de Proteo, de la cual no pienso que dejase de tener noticia el poeta Homero; pero como la verdad de esta narración no sea tan apta y grandiosa para la belleza y majestad de su epopeya como la fábula de que se sirvió, omitiola a mi entender con tal motivo, contentándose con manifestar que bien conocida la tenía, como no cabe en ello la menor duda. El poeta presenta en la _Ilíada_[182] a Alejandro, perdido el rumbo, llevando de un país a otro su Helena, y aportando después de varios rodeos a Sidón, ciudad de Fenicia, lo que no contradijo en ninguno de sus escritos. De lo dicho hace mención Homero en la _Aristía_ de Diomedes con los siguientes versos: «Había allí mantos bordados, dignos de maravilla, obra mujeril de sidonia mano, los que con su noble Helena trajo de Sidón por el ancho ponto Paris el de rostro divino». Y de esto mismo con otros versos habla Homero en la _Odisea_: «_Tales_, tan útiles y tan salubres medicinas poseyó la hija de Zeus, las que le fueron dadas por la reina egipcia Polidamna, esposa de Ton, de allí donde el suelo feraz las brota en gran copia: al beberlas, unas dan la salud, y otras la muerte». Hablando con Telémaco, Menelao profiere asimismo estos versos: «Allá en Egipto, con ansia grande de mi vuelta, me detenían Dios y mi mezquina hecatombe». En estos pasajes Homero da muy bien a entender que sabía las navegaciones de Alejandro y su arribo al Egipto, con el cual confina la Siria, país de los fenicios, a quienes pertenece la ciudad de Sidón. CXVII. La respectiva situación de estos países, no menos que los versos citados, declaran y evidencian más y más que no son de Homero los versos ciprios, sino de otro poeta ignorado, pues en ellos se hace llegar a Alejandro con su Helena desde Esparta a Ilión en una navegación de tres días únicamente, viento en popa y por un mar de leche, cuando Homero nos dice en su _Ilíada_ que su ruta fue muy larga y contrastada. CXVIII. Pero dejemos cantar a Homero, y mentir a los versos ciprios; que no es poeta quien no sabe fingir. Preguntados por mí los sacerdotes sobre si era fábula lo que cuentan los griegos de la guerra de Troya, me contestaron con la siguiente narración, que decían haber salido de boca del mismo Menelao, de quien se tomaron en el país noticias del suceso: Después del rapto de Helena, una armada griega poderosa había pasado a la Teucrida para auxiliar a Menelao y hacer valer sus pretensiones. Los griegos, saltando en tierra y atrincherados en sus reales, ante todo enviaron a Ilión sus embajadores en compañía del mismo Melenao, quienes, introducidos dentro de la plaza, pidieron se les restituyera Helena y los tesoros que en su rapto les había hurtado Alejandro, y que se les diera al mismo tiempo cabal satisfacción de la injuria por él cometida; pero los troyanos, entonces y después, siempre que fueron requeridos, de palabra y con juramentos respondían que no tenían en su ciudad a Helena, ni en su poder los tesoros mencionados; que aquella y estos se hallaban detenidos en Egipto,[183] y que no parecía justo ni razonable salir responsables y garantes de las prendas que el rey egipcio tenía interceptadas. Los griegos, tomando la respuesta por un nuevo engaño con que se les quería insultar, no levantaron el sitio puesto a la ciudad hasta tomarla a viva fuerza; mas después de tomada la plaza, no pareciendo Helena, y oyendo siempre la misma relación de los troyanos, se convencieron al cabo de lo que decían y de la verdad del suceso, y enviaron a Menelao para que se presentase a Proteo. CXIX. Llega Menelao al Egipto, sube río arriba hasta Menfis, y hace una sincera narración de todo lo sucedido. Proteo no solo lo hospeda en casa y regala magníficamente, sino que le restituye su Helena sin desdoro en su honor, y sus tesoros sin pérdida ni menoscabo. Mas a pesar de tantas honras y favores como allí recibió Menelao, no dejó de ser ingrato y aun malvado con los egipcios, pues no pudiendo salir del puerto, como deseaba, por serle contrario los vientos, y viendo que duraba mucho la tempestad, se valió para aplacarla de un modo cruel y abominable, que fue tomar dos niños hijos de unos naturales del Egipto, partirlos en trozos y sacrificarlos a los vientos.[184] Sabido el impío sacrificio y la inhumanidad de Menelao, huyó este con sus naves hacia Libia, abominado y perseguido por los egipcios. Qué rumbo desde allí siguiese, no pudieron decírmelo; pero añadían que lo referido, parte lo sabían de oídas, parte lo vieron por sus ojos, y que de todo podían ser fieles testigos; y he aquí lo que en suma me refirieron los sacerdotes egipcios. CXX. A la verdad, por lo que respecta a Helena, doy entero crédito a su narración, tanto más cuanto creo que si a la sazón se hubiera hallado en Troya, fuera restituida a los griegos, aun a pesar de Alejandro, pues ni Príamo hubiera sido tan necio, ni sus hijos y demás deudos tan insensatos, que solo porque aquel gozara de su Helena pusiesen a riesgo de balde sus vidas y las de sus hijos, y la salud y existencia del estado. Pero concedamos que al principio de la contienda tomaran el partido de no restituirla; no dudo que al ver caer tanto troyano combatiendo con los griegos; al ver Príamo muertos en las refriegas no uno u otro, sino los más de sus hijos, pues morir los veía si se ha de dar crédito a los poetas, a vista de tales destrozos y tamañas pérdidas como les iban sucediendo, no dudo, repito, aun cuando el mismo Príamo fuera el amante de Helena, que a trueque de librarse de tantos desastres como entonces le oprimían, la volviera por fin enhoramala a los aqueos. Ni se diga que los negocios públicos dependían del capricho de un príncipe enamorado, por tocar a Alejandro la corona en la vejez de Príamo; pues no es así: el grande Héctor, primogénito del rey, y héroe de otras prendas y valor que Alejandro, era el príncipe heredero del cetro, y no parece verosímil que permitiera impunemente a su hermano menor una resistencia y obstinación tan inicua y perniciosa, y más tocando con las manos las calamidades que de ellas resultaban contra sí mismo y contra el resto de los troyanos. Así que, no teniendo estos a Helena, mal podían restituirla, y aunque decían la verdad, no les daban crédito los griegos, ordenándolo así la Providencia,[185] a decir lo que siento, con la mira de hacer patente a los mortales en la ruina total de Troya, que por fin al llegar al plazo hace Dios un castigo horroroso y ejemplar de atroces y enormes atentados; y así juzgo de este suceso. CXXI. A Proteo, según los sacerdotes, sucedió Rampsinito,[186] quien dejó como monumentos de su reinado los propileos que se ven en el templo de Hefesto a la parte de poniente, y dos estatuas delante de ellos erigidas, de 25 codos de altura, de las cuales la que mira al mediodía la llaman los egipcios el Invierno, y la que mira al norte el Verano, adorando y venerando a esta con mucho respecto, al contrario de lo que hacen con la primera. Cuéntase de este rey un caso singular.[187] Poseyendo tantos tesoros en plata, cuales ninguno de los reyes que le sucedieron llegó a reunirlos, no digo mayores, pero ni aun iguales, y queriendo poner en seguro tanta riqueza, mandó fabricar de piedra un erario, de cuyas paredes exteriores una daba afuera de palacio. En esta el artífice de la fábrica, con dañada intención, dispuso una oculta trampa, colocando una de las piedras en tal disposición que quedase fácilmente levadiza con la fuerza de dos hombres o con la de uno solo. Acabada la fábrica, atesoró en ella el rey sus inmensas riquezas. Corriendo el tiempo, y viéndose ya el arquitecto al fin de sus días, llamó a sus hijos, que eran dos, y les declaró que, deseoso de su felicidad, tenía concertadas de antemano sus medidas para que les sobrara el dinero y pudieran vivir en grande opulencia, pues con esta mira había preparado un artificio en la casa del tesoro que para el rey edificó: dioles en seguida razón puntual del modo como se podría remover la piedra levadiza, con la medida de la misma, añadiendo que si se aprovechaban del aviso serían ellos los tesoreros del erario y los dueños de las riquezas del rey. Muerto el arquitecto, no vieron sus hijos la hora de empezar: venida la noche, van a palacio, hallan en el edificio aquella _piedra filosofal_, la retiran de su lugar como con un juego de manos, y entrando en el erario, vuelven a su casa bien provistos de dinero. Quiso la negra suerte que por entonces al rey le viniese el deseo de visitar su erario, abierto el cual, al ver sus arcas menguadas, quedó pasmado y confuso sin saber contra quién volver sus sospechas, pues al entrar, había hallado enteros los sellos en la puerta y esta bien cerrada. Segunda y tercera vez tornó a abrir y registrar su erario, y otras tantas veces fue echando menos su dinero; pues a fe no eran los ladrones tan desinteresados que supieran irse a la mano en repetir sus tientos al tesoro. Entonces el rey urdió, dicen, una trampa, mandando hacer unos lazos y armárselos allí mismo junto a las arcas donde estaba el dinero. Vuelven a la presa los ladrones como las moscas a la miel, y apenas entra uno y se acerca a las arcas, cuando queda cogido en la trampa. No bien se sintió caído en el lazo, conociendo el trance en que se había metido, llama luego a su hermano, dícele su estado, y pídele que entre al momento y que de un golpe le corte la cabeza; no sea, añadía, que pierdas la tuya si quedando aquí la mía, soy por ella descubierto y conocido. Al otro pareciole bien el aviso; y así entró e hizo puntualmente lo que se le decía, y vuelta la piedra movediza a su lugar, fuese a casa con la cabeza de su hermano. Apenas amanece entra de nuevo el rey en su erario, ve en su lazo al ladrón con la cabeza cortada, el edificio entero y en todo él rastro ninguno de entrada ni de salida, y quédase mucho más confuso y como fuera de sí. Para salir de suspensión, añaden que tomó el expediente de mandar colgar del muro el cuerpo decapitado del ladrón, y poner centinelas con orden de prender y presentarle cualquier persona que vieran llorar o mostrar compasión a vista del cadáver. En tanto que este pendía, la madre del ladrón, que moría de pena y dolor, hablando al hijo que le quedaba, le mandó que procurase por todos medios hallar modo cómo descolgar el cuerpo de su hermano y llevárselo a su casa; y que cuidara bien del éxito, y entendiera que en otro caso ella misma se presentaría al rey y sabría revelarle que él era y no otro el que metía mano en sus tesoros. El hijo, en vista de las importunaciones de su madre, quien no le dejaba respirar con sus instancias ni se persuadía de las razones que aquel alegaba, arbitró, según dicen, un medio ingenioso: busca luego y adereza unos jumentos, llena de vino sus odres, y cargando con ellos la recua, sale tras de ella de su casa. Al llegar cerca de los que guardaban el cadáver colgado, él mismo quita las ataduras de dos o tres pezoncillos que tenían los odres, y al punto empieza el vino a correr y él a levantar las manos, a golpearse la frente, a gritar como desesperado y aturdido sin saber a qué pellejo acudir primero. A la vista de tanto vino, los guardas del muerto corren luego al camino armados con sus vasijas, aplicándose a porfía a recoger el caldo que se iba derramando, y no queriendo perder el buen lance que les ofrecía la suerte. Al principio fingiose irritado el arriero, llenando de improperios a los guardas; pero poco a poco pareció calmarse con sus razones y volver en sí de su cólera y enojo, terminando, en fin, por sacar los jumentos del camino y ponerse a componer y ajustar sus pellejos. En esto íbase alargando entre ellos la plática; y uno de los guardas, no sé con qué donaire, hizo que el arriero riera de tan buena gana que recibió por regalo uno de sus pellejos. Al verse ellos con un odre delante, tendidos a la redonda, piensan luego en darse un buen rato, y convidan a su bienhechor para que se quede con ellos y les haga compañía. No se hizo mucho de rogar el arriero, el cual, habiéndose llevado los brindis y los aplausos de todos en la borrachera, dioles poco después con generosidad un segundo pellejo. Con esto, los guardas, empinando a discreción, convertidos en toneles y vencidos luego del sueño, quedaron tendidos a la larga donde la borrachera les cogió. Bien entrada ya la noche, no contento el ladrón con descolgar el cuerpo de su hermano, púsose muy despacio a rasurar por mofa y escarnio a los guardas, rapándoles la mejilla derecha, y cargando después el cadáver en uno de sus jumentos, y cumplidas las órdenes de su madre, se retiró. Muchos fueron los extremos de sentimiento que el rey hizo al dársele parte de que había sido robado el cadáver del ladrón; pero empeñado más que nunca en averiguar quién hubiese sido el que así se burlaba de él, tomó a lo que cuentan una resolución que en verdad no se me hace creíble, cual es la de mandar a una hija suya que se prostituyera en el lupanar público, presta a cuantos la brindasen, pero que antes obligara a cada galán a darle parte de la mayor astucia y del atentado mayor que en sus días hubiese cometido; con orden de que si alguno le refiriese el del ladrón decapitado y descolgado, lo detuvieran al instante sin dejarle escapar ni salir afuera. Empezó la hija a poner por obra el mandato de su padre, y entendiendo el ladrón el misterio y la mira con que todo se hacía, y queriendo dar una nueva muestra de cuánto excedía al rey en astuto y taimado, imaginó una traza bien singular, pues cortando el brazo entero a un hombre recién muerto, fuese con él bien cubierto bajo sus vestidos, y de este modo entró a visitar a la princesa cortesana; hácele esta la misma pregunta que solía a los demás, y él contesta abiertamente la verdad: que la más atroz de sus maldades había sido la de cortar la cabeza a su mismo hermano, cogido en el lazo real dentro del erario, y el más astuto de los ardides haber embriagado a los guardias con el vino, logrando así descolgar el cadáver de su hermano. Al oír esto, agarra luego la princesa al ladrón; mas este, aprovechándose de la oscuridad, le alargaba el brazo amputado que traía oculto, el cual ella aprieta fuertemente creyendo tener cogido al ladrón por la mano, mientras este, dejando el brazo muerto sale por la puerta volando. Informado del caso y de la nunca vista sagacidad y audacia de aquel hombre, queda de nuevo el rey confuso y pasmado. Finalmente, envía un bando a todas las ciudades de sus dominios mandando que en ellas se publicase, por el cual no solo perdonaba al ladrón ofreciéndole impunidad, sino que le prometía grandes premios, con tal que se le presentara y descubriese. Con este salvoconducto, llevado de la esperanza del galardón, preséntase el ladrón al rey Rampsinito, quien dice quedó tan maravillado y aun prendado de su astucia, que como al hombre más despierto y entendido del universo le dio su misma hija por esposa, viendo que entre los egipcios, los más ladinos de los hombres, era el más astuto de todos. CXXII. Referían todavía de este mismo rey que, habiendo bajado vivo al lugar donde creen los griegos que vive Hades, rey del infierno, jugó a los dados con la diosa Deméter, ganándole unas manos y perdiendo otras,[188] y volvió a salir de allí con una servilleta de oro que la diosa le regaló. De aquí procede, según decían, que los egipcios solemnicen como festivo todo el tiempo que trascurrió desde la bajada hasta la subida de Rampsinito. No ignoro que aun al presente celebran una fiesta semejante; mas no puedo afirmar si por este o por otro motivo la celebraban. En ella los sacerdotes visten a uno de los suyos con un vestido tejido aquel mismo día por sus manos mismas, véndanle y cúbrenle los ojos con una mitra, y después de colocarle así en el camino que van al templo de Deméter, déjanle solo y se vuelven atrás. Cuentan después que aparecen allí dos lobos que, saliendo a recibir al de los ojos vendados, lo conducen al templo de Deméter, distante 20 estadios de la ciudad, y le restituyen luego al puesto en que antes le hallaron. CXXIII. Si alguno hubiere a quien se hagan creíbles esas fábulas egipcias, sea enhorabuena, pues no salgo fiador de lo que cuento, y solo me propongo por lo general escribir lo que otros me referían. Vuelvo a los egipcios,[189] quienes creen que Deméter y Dioniso son los árbitros y dueños del infierno; y ellos asimismo dijeron los primeros que era inmortal el alma de los hombres, la cual, al morir el cuerpo humano, va entrando y pasando de uno en otro cuerpo de animal que entonces vaya formándose, hasta que recorrida la serie de toda especie de vivientes terrestres, marinos y volátiles, que recorre en un período de 3000 años, torna a entrar por fin en un cuerpo humano que esté ya para nacer. Y es singular que no falten ciertos griegos, cuál más pronto, cuál más tarde, que adoptando esta invención se la hayan apropiado, cual si fueran ellos los autores de tal sistema, y aunque sé quiénes son, quiero hacerles el honor de no nombrarlos.[190] CXXIV. Hasta el reinado de Rampsinito, según los sacerdotes, viose florecer en Egipto la justicia, permaneciendo las leyes en su vigor y viviendo la nación en el seno de la abundancia y prosperidad;[191] pero Queops, que le sucedió en el trono, echó a perder un estado tan floreciente. Primeramente, cerrando los templos, prohibió a los egipcios sus acostumbrados sacrificios; ordenó después que todos trabajasen por cuenta del público, llevando unos hasta el Nilo la piedra cortada en el monte de Arabia, y encargándose otros de pasarla en sus barcas por el río y de transportarla al otro monte que llaman de Libia. En esta fatiga ocupaba de continuo hasta 3000 hombres, a los cuales de tres en tres meses iba relevando, y solo en construir el camino para conducir dicha piedra de sillería, hizo penar y afanar a su pueblo durante diez años enteros; lo que no debe extrañarse, pues este camino, si no me engaño, es obra poco o nada inferior a la pirámide misma que preparaba de cinco estadios de largo, diez orgias de ancho y ocho de alto en su mayor elevación, y construido de piedra, no solo labrada, sino esculpida además con figuras de varios animales. Y en los diez años de fatiga empleados en la construcción del camino, no se incluye el tiempo invertido en preparar el terreno del collado donde las pirámides debían levantarse, y en fabricar un edificio subterráneo que sirviese para sepulcro real, situado en una isla formada por una acequia que del Nilo se deriva. En cuanto a la pirámide, se gastaron en su construcción 20 años: es una fábrica cuadrada de ocho pletros de largo en cada uno de sus lados, y otros tantos de altura, de piedra labrada y ajustada perfectamente, y construida de piezas tan grandes, que ninguna baja de 30 pies. CXXV. La pirámide[192] fue edificándose de modo que en ella quedasen unas gradas o poyos que algunos llaman _escalas_ y otros _altares_. Hecha así desde el principio la parte inferior, iban levantándose y subiendo las piedras, ya labradas, con cierta máquina formada de maderos cortos que, alzándolas desde el suelo, las ponía en el primer orden de gradas, desde el cual con otra máquina que en él tenían prevenida las subían al segundo orden, donde las cargaban sobre otra máquina semejante, prosiguiendo así en subirlas, pues parece que cuantos eran los órdenes de gradas, tantas eran en número las máquinas, o quizá no siendo más que una fácilmente transportable, la irían mudando de grada en grada, cada vez que la descargasen de la piedra; que bueno es dar de todo diversas explicaciones. Así es que la fachada empezó a pulirse por arriba, bajando después consecutivamente, de modo que la parte inferior, que estribaba en el mismo suelo, fue la postrera en recibir la última mano. En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 1600 talentos de plata. Y si esto es así, ¿a cuánto diremos que subiría el gasto de herramientas para trabajar, y de víveres y vestidos para los obreros, y más teniendo en cuenta, no solo el tiempo mencionado que gastaron en la fábrica de tales obras, sino también aquel, y a mi entender debió ser muy largo, que emplearían así en cortar la piedra como en abrir la excavación subterránea? CXXVI. Viéndose ya falto de dinero, llegó Queops a tal extremo de avaricia y bajeza, que en público lupanar prostituyó a una hija, con orden de exigir en recompensa de su torpe y vil entrega cierta suma que no me expresaron fijamente los sacerdotes. Aun más; cumplió la hija tan bien con lo que su padre tan mal le mandó, que a costa de su honor quiso dejar un monumento de su propia infamia, pidiendo a cada uno de sus amantes que le costeara una piedra para su edificio; y en efecto, decían que con las piedras regaladas se había construido una de las tres pirámides, la que está en el centro delante de la pirámide mayor, y que tiene pletro y medio en cada uno de sus lados. CXXVII. Muerto Queops después de un reinado de cincuenta años, según referían, dejó por sucesor de la corona a su hermano Quefrén, semejante a él en su conducta y gobierno. Una de las cosas en que pretendió imitar al difunto, fue en querer levantar una pirámide, como en efecto la levantó, pero no tal que llegase en su magnitud a la de su hermano, de lo que yo mismo me cercioré habiéndolas medido entrambas. Carece aquella de edificios subterráneos, ni llega a ella el canal derivado del Nilo que alcanza a la de Queops, y corriendo por un acueducto allí construido, forma y baña una isla, dentro de la cual dicen que yace este rey. Quefrén fabricó la parte inferior de su pirámide de mármol etiópico vareteado, si bien la dejó cuarenta pies más baja que la pirámide mayor de su hermano, vecina a la cual quiso que la suya se erigiera, hallándose ambas en un mismo cerro, que tendrá unos cien pies de elevación. Quefrén reinó cincuenta y seis años. CXXVIII. Estos dos reinados completan los 106 años en que dicen los egipcios haber vivido en total miseria y opresión, sin que los templos por tanto tiempo cerrados se les abrieran una sola vez. Tanto es el odio que conservan todavía contra los dos reyes, que ni acordarse quieren de su nombre por lo general;[193] de suerte que llaman a estas fábricas las pirámides del pastor Filitis, quien por aquellos tiempos apacentaba sus rebaños por los campos en que después se edificaron. CXXIX. A Quefrén refieren que sucedió en el trono un hijo de Queops, por nombre Micerino, quien, desaprobando la conducta de su padre, mandó abrir los templos, y que el pueblo, en extremo trabajado, dejadas las obras públicas, se retirara a cuidar de las de su casa, y tomara descanso y refección en las fiestas y sacrificios. Entre todos los reyes, dicen que Micerino fue el que con mayor equidad sentenció las causas de sus vasallos, elogio por el cual es el monarca más celebrado de cuantos vio el Egipto. Llevó a tal punto la justicia, que no solo juzgaba los pleitos todos con entereza, sino que era tan cumplido, que a la parte que no se diera por satisfecha de su sentencia, solía contentarla con algo de su propia casa y hacienda; mas a pesar de su clemencia y bondad para con sus vasallos, y del estudio tan escrupuloso en cumplir con sus deberes, empezó a sentir los reveses de la fortuna en la temprana muerte de su hija, única prole que tenía. La pena y luto del padre en su doméstica desventura fue sin límites, y queriendo hacer a la princesa difunta honores extraordinarios, hizo fabricar en vez de urna sepulcral, una vaca de madera hueca y muy bien dorada en la cual dio sepultura a su querida hija. CXXX. Esta vaca, que no fue sepultada en la tierra, se dejaba ver aún en mis días patente en la ciudad de Sais, colocada en el palacio en un aposento muy adornado. Ante ella se quema todos los días y se ofrece todo género de perfumes, y todas las noches se le enciende su lámpara perenne. En otro aposento vecino están unas figuras que representan a las concubinas de Micerino, según decían los sacerdotes de la ciudad de Sais: no cabe duda que se ven en él ciertas estatuas colosales de madera, de cuerpo desnudo, que serán veinte a lo más; no diré quiénes sean, sino la tradición que corre acerca de ellas. CXXXI. Sobre esta vaca y estos colosos hay, pues, quien cuenta que Micerino, prendado de su hija, logró cumplir, a despecho de ella, sus incestuosos deseos, y que habiendo dado fin a su vida la princesa colgada de un lazo, llena de dolor por la violencia paterna, fue por su mismo padre sepultada en aquella vaca. Viendo la madre que algunas doncellas de palacio eran las que habían entregado el honor de su hija a la pasión del padre, les mandó cortar las manos, y aun pagan ahora sus estatuas la misma pena que ellas vivas sufrieron. Los que así hablan, a mi entender, no hacen más que contarnos una fábula desatinada, así en la sustancia del hecho como en las circunstancias de las manos cortadas, pues solo el tiempo ha privado a los colosos de las suyas, que aun en mis días se veían caídas a los pies de las estatuas. CXXXII. La vaca, a la cual volveremos, trae cubierto el cuerpo con un manto de púrpura, sacando la cabeza y cuello dorados con una gruesa capa de oro, y lleva en medio de sus astas un círculo de oro que imita al del sol. Su tamaño viene a ser como el mayor del animal que representa, y no está en pie, sino arrodillada. Todos los años la sacan fuera de su encierro, y en el tiempo en que los egipcios plañen y lamentan la aventura de un dios a quien con cuidado evitaré el nombrar, entonces es cabalmente cuando sale al público la vaca de Micerino. Y dan por razón de tal salida, que la hija al morir pidió a su padre que una vez al año le hiciera ver la luz del sol. CXXXIII. Después de la desventura de su hija tuvo el rey otro disgusto, por haberle venido de la ciudad de Buto un oráculo en que se le decía no le restaban más que seis años de vida, y que al séptimo debía acabar su carrera. Lleno de amargura y sentimiento, Micerino envió sus quejas al oráculo, mandando se le manifestase lo importuno de su predicción, pues habiéndose concedido muy larga vida a su padre y a su tío, que cerraron los templos, y que despreciaron a los dioses como si no existieran, y que se complacieron en oprimir al linaje humano, intimábale a él, a pesar de su piedad y religión, que dentro de tan corto tiempo había de morir. Entonces, dicen, vínole del oráculo por respuesta que por la misma conducta que alegaba se le acortaban en tanto grado los plazos de la vida, por no haber hecho lo que debía, pues la opresión fatal del Egipto, que sus dos antecesores en el trono habían cumplido muy bien, y él no, estaba dispuesto que durase 150 años. Oído este oráculo, y conociendo Micerino que estaba ya dado el fallo contra su vida, mandó fabricar una multitud de candeleros, a fin de que su luz convirtiese la noche en día,[194] y desde entonces empezó a entregarse sin reserva a todo género de diversión y regalo, comiendo y bebiendo sin parar día y noche, y no dejando ni lago, ni prado, bosque o vega al que no fuera donde quier supiese haber algún paraje ameno y delicioso, apto para su recreo y solaz. Todo lo cual discurrió y practicó con el intento de desmentir al oráculo, declarándole falso y engañoso con hacer que sus seis años fatales valieran por doce convertidas las noches en otros tantos días. CXXXIV. No dejó, sin embargo, Micerino de levantar su pirámide, menor que la de su padre, de más de 20 pies. La fábrica es cuadrada, de mármol etiópico hasta su mitad y de tres pletros[195] en cada uno de sus lados. Pretenden algunos griegos equivocadamente que esta pirámide es de la cortesana Ródope, con lo que demuestran, en mi humilde juicio, cuán pocas noticias tienen de esa ramera, pues a tenerlas, no le dieran la gloria de haber erigido una pirámide en cuya fábrica se hubieron de expender los talentos a millares, por decirlo así. Además, Ródope no floreció en el reinado de Micerino, sino en el de Amasis, muchos años después de muertos aquellos reyes que dejaron las pirámides. Esta mujer fue natural de Tracia, sierva de Yadmón de Samos, hijo de Hefestópolis, y compañera de esclavitud del fabulista Esopo, quien fue sin duda esclavo de Yadmón, como lo convence el que habiendo los naturales de Delfos, prevenidos por su mismo oráculo, publicado repetidas veces el pregón de que si alguno hubiese que quisiera exigir de ellos la debida satisfacción por la muerte allí dada a Esopo, estaban prontos a pagar la pena; nadie se presentó con tal demanda, sino un cierto Yadmón, nieto de otro del mismo nombre, a cuyo joven se satisfizo en efecto aquel agravio. Lo que declara que Esopo había sido esclavo de Yadmón. CXXXV. En cuanto a la bella Ródope, pasó al Egipto en compañía de Xantes, natural de Samos; y aunque su destino en aquel viaje había sido enriquecer a su amo con la ganancia que le granjease su belleza, fue puesta en libertad mediante una gran suma de dinero por un hombre de Mitilene, llamado Caraxes, hijo de Escamandrónimo y hermano de la poetisa Safo. Quedose Ródope libre y suelta en Egipto, donde juntó muchos caudales como linda y graciosa cortesana, grandes, sí, para una mujer de su profesión, pero no tantos que pretendiera con ellos levantar una pirámide. Y si alguno tuviere curiosidad, podrá aún ver por sí mismo la décima parte de las riquezas de Ródope, y por esto concluir que no deben atribuírsele tantas, pues queriendo dejar ella un monumento suyo a la Grecia, dio una ofrenda que nadie jamás había hecho ni aun pensado, y la dedicó en Delfos como memoria particular. Al efecto mandó que la décima parte de sus haberes se empleara en unos asadores de hierro, tantos en número para cuantos sufragase dicha cantidad, destinados a servir en los sacrificios de los bueyes; y en el día se ven aún amontonados detrás del ara que dedicaron los de Quíos, frontera al templo de Delfos. Es ya antigua costumbre que sienten en Náucratis su tienda las cortesanas más insignes por su donaire y belleza. Allí moraba de asiento la mujer de quien hablamos, tan famosa, que ningún griego había que por el nombre siquiera no conociese a la hermosa Ródope; y allí mismo residió después otra llamada Arquídice, decantada por toda la Grecia, mas no tanto que jamás hubiese podido llegar a la fama de la primera. Volviendo a Mitilene Caraxes, libertador de Ródope, como llevo dicho, fue con este motivo amargamente zaherido por Safo en muchas de sus canciones. Pero bastante hemos hablado de Ródope. CXXXVI. Muerto, en fin, Micerino,[196] sucediole en el reino, según los sacerdotes, Asiquis, que mandó hacer los propileos del templo de Hefesto que dan al levante, y que son en realidad de cuantos hay en el edificio los más bellos y los más grandes con notable exceso, pues aunque los demás propileos son todos obras llenas de figuras bien esculpidas y presentan infinita variedad de fábricas, en esto sobresalen con gran ventaja los de Asiquis que mencionamos. En este reinado hubo, por escasez de dinero, gran falta de fe pública en el trato y comercio. Para obviar este abuso dicen que entre los egipcios se publicó una ley por la cual se ordenaba que cualquiera que quisiese tomar dinero prestado, hubiera de dar en prenda el cadáver de su mismo padre; y se añadió más todavía: que el que diera un préstamo fuera árbitro absoluto del sepulcro del que lo tomaba; y además, el que empeñase la dicha prenda y no quisiese satisfacer a su acreedor, se impuso la pena de no poder ser enterrado al morir en la tumba de sus mayores u otra alguna, ni dar sepultura a ninguno de los suyos que durante aquel tiempo muriera.[197] Cuentan del mismo rey, que codicioso de superar las glorias de cuantos habían antes reinado en Egipto, dejó su monumento público en una pirámide hecha de ladrillo. Hay en ella una inscripción grabada en mármol que hace hablar a la misma pirámide en estos términos: «_No me humilles comparándome a las pirámides de mármol, a las que excedo tanto, como Zeus a los demás dioses; pues dando en el suelo de la laguna con un chuzo, y recogido el barro a él pegado, con este barro formaban mis ladrillos, y así fue cómo me construyeron_». Esto es en suma cuanto hizo aquel rey. CXXXVII. Un ciego de la ciudad de Anisis,[198] llamado también Anisis con el nombre de su patria, sucedió a Asiquis en la corona. En tiempo de este rey, los etíopes, apoderándose del Egipto con un numeroso ejército, a cuyo frente venía su monarca Sabacón, obligaron al rey ciego a refugiarse fugitivo en los pantanos.[199] Cincuenta fueron los años que reinó en Egipto el etíope Sabacón, durante los cuales siguió la conducta de no castigar con pena de muerte a los egipcios reos de algún delito capital; siendo su práctica la de graduar la sentencia por la gravedad del delito, y condenar a los reos a las obras públicas y a levantar el terraplén de la ciudad de donde eran naturales. Lográbase con estos castigos el común beneficio de que las ciudades cuyos terraplenes habían sido construidos la primera vez en tiempo de Sesostris por los prisioneros que abrieron los canales del Egipto, a la segunda entonces en el reinado del etíope se hiciesen más elevados. El suelo de las ciudades de aquel país se levanta mucho generalmente sobre la superficie de la campiña; pero en Bubastis, con singularidad, mejor que en las demás se observa la elevación del terraplén. Hay en esta ciudad un templo dedicado a la diosa Bubastis que merece particular memoria y atención. CXXXVIII. Templos se hallarán más grandes, más suntuosos que el de Bubastis, pero ninguno de una perspectiva más grata y halagüeña a la vista. La diosa a quien pertenece es la misma Artemisa de los griegos. El templo está en un terreno que parece una isla por todos lados menos por su entrada, pues que desde el Nilo corren dos acequias de cien pies de anchura cada una, con su arboleda que les da sombra, las que entrambas por diferente lado van sin juntarse hacia la entrada del templo. Sus pórticos, adornados con figuras de seis codos, obra de mucho primor, tienen diez orgias de elevación. Es de notar que hallándose construido el templo en el centro de la ciudad, se deja ver con todo por cualquier parte se vaya girando; lo que sucede por haberse alzado con el tiempo el piso de la ciudad con un nuevo terraplén, y mantenido el templo en el plano inferior en que desde el principio se edificó, quedando así patente y visible de todas partes. Una cerca esculpida con figuras en toda su extensión, rodea y ciñe el lugar sagrado, y dentro de ella hay un bosque de árboles altísimos, que rodea a su vez el gran templo, de un estadio así de longitud como de anchura, dentro del cual está la estatua de la diosa. Delante de la entrada del templo corre un camino empedrado, de tres estadios de largo y unos cuatro pletros de ancho, con una arboleda alta hasta las nubes que a uno y otro lado se ve plantada. Este camino lleva al templo de Hermes, y con esto concluimos la digresión. CXXXIX. Por fin, según cuentan, pudieron verse libres del etíope, gracias a una visión que tuvo en sueños, que le obligó a escaparse a toda prisa: parecíale durmiendo ver un hombre a su lado que le sugería la idea de destrozar y partir por medio a todos los sacerdotes, después de mandarlos juntar en un mismo sitio. Pensó consigo mismo que aquella visión no podía menos de ser una prueba y tentación de los dioses, que con ella le inducían a cometer la mayor impiedad, para que llevase por ello su castigo de parte del cielo o de parte de los hombres, que él se abstendría de cometerla; y puesto que había cumplido el plazo de su imperio en Egipto, que los mismos dioses le habían revelado, se resolvió con gusto a retirarse. En efecto, hallándose aún en Etiopía, los oráculos del país le habían prevenido ser voluntad divina que por espacio de 50 años reinase en Egipto. Con este motivo lo dejó Sabacón de su propia voluntad, viendo cumplido el período destinado, y perturbado con su misma visión. CXL. Ausentado apenas el etíope, tomó de nuevo el mando el rey ciego, saliendo de sus pantanos, donde vivió cincuenta años refugiado en una isla que había ido levantando y terraplenando con tierra y ceniza, pues que en el largo tiempo de su oculto retiro, al traerle los egipcios a hurto del etíope los víveres necesarios, según lo tenía ordenado a ciertos vasallos fieles, les pedía por favor le llevasen juntamente ceniza para formar sus diques. Esta isla, que tiene el nombre de Elbó, y diez estadios no más por todos lados, no pudo ser hallada por nadie antes de Amintes, ni fue dable a los reyes encontrarla en el largo espacio de 700 años.[200] CXLI. Después de la muerte del ciego decían que reinó un sacerdote de Hefesto, por nombre Setón. Este rey sacrificador, contra toda sabia política, en nada contaba con la gente de armas de su reino, como si nunca hubiera de necesitarlos; y no contento todavía con los desaires que les hacía de continuo, añadió la injuria de privarles del goce de ciertas yugadas de tierra que les habían reservado los reyes anteriores, dando doce de ellas a cada soldado. De ahí resultó que, habiendo invadido el Egipto Senaquerib, rey de los árabes[201] y de los asirios, con un grueso ejército, los guerreros del país no quisieron tomar las armas en defensa de Setón. Viéndose el sacerdote rey en tan apurado trance, entró en el templo de Hefesto, y allí a los pies de su ídolo plañía y lamentaba la desventura que iba ya a descargar sobre su cabeza. En medio de sollozos y suspiros sorprendiole el sueño, según dicen, y mientras dormía se le apareció su dios, quien le animó, asegurándole que si salía a recibir el ejército de los árabes con sus tropas voluntarias, ningún mal le sucedería; que el mismo dios se encargaba de la defensa, y cuidaría de enviarle socorro. Confiado en su sueño, anímase el sacerdote a juntar un ejército con los egipcios que de buen grado quisieran seguirle, y se atrinchera con ellos en Pelusio, que es la puerta del Egipto. Ni un solo guerrero de profesión se contaba en las tropas que se le juntaron, siendo sus soldados todos mercaderes, artesanos y regatones vendedores. ¡Cosa singular! Después que llegaron a Pelusio, sucedió que los ratones agrestes, derramados por el vecino campo de los enemigos, comieron de noche las aljabas, comieron los nervios de los arcos, y finalmente, las mismas correas que servían de asas en los escudos. Venido el día, hállanse desarmados los invasores, entréganse a la fuga y perecen en gran número.[202] Al presente se ve todavía en el templo de Hefesto la estatua de mármol de este rey con un ratón en la mano, y en ella se lee la inscripción siguiente: «Mírame, hombre, y aprende de mí a ser religioso». CXLII. A propósito de lo referido, decíanme los egipcios a una con sus sacerdotes, y lo comprobaban con sus monumentos, que contando desde el primer rey hasta el sacerdote de Hefesto, el último que allí reinó, habían pasado en aquel período 341 generaciones de hombres, en cuyo trascurso se habían ido sucediendo en Egipto otros tantos sumos sacerdotes e igual número de reyes. Contando, pues, 100 años por cada 3 generaciones, las 300 referidas dan la suma de 10.000 años, y las 41 que restan además, componen 11.340. En el espacio de estos 11.340 años decían que ningún Dios hubo en forma humana, añadiendo que ni antes ni después, en cuantos reyes había tenido Egipto, se vio cosa semejante. Contaban, empero, que en el tiempo mencionado, el sol había invertido por cuatro veces su carrera natural,[203] saliendo dos veces desde el punto donde regularmente se pone, y ocultándose otras dos en el lugar de donde nace por lo común, sin que por este desorden del cielo se hubiese alterado cosa alguna en Egipto, así de las que nacen de la tierra, como de las que proceden del río, ni en las enfermedades, ni en las muertes de los habitantes. CXLIII. Contaré un suceso curioso. Hallándose en Tebas, antes que yo pensara en pasar allá, el historiador Hecateo, empezó a declarar su ascendencia, haciendo derivar su casa de un dios, que era el decimosexto de sus abuelos. Con esta ocasión hicieron con él los sacerdotes de Zeus Tebano lo mismo que practicaron después conmigo, aunque no deslindase mi genealogía, pues me entraron en un gran templo y me fueron enseñando tantos colosos de madera cuantos son los sumos sacerdotes que, como expresé, han existido, pues sabido es que cada cual coloca allí su imagen mientras vive. Iban, pues, mis conductores contando y mostrándome por orden las estatuas, diciendo: «Este es el hijo del que acabamos de mirar, como puedes verlo, por lo que se parece a su inmediato predecesor»; y de este modo me hicieron reconocer las efigies y recorrerlas de una en una. Algo más hicieron con Hecateo, pues como él se envaneciera de su ascendencia, haciéndose proceder de un dios, su antepasado, le dieron en ojos con la serie y generación de sus sacerdotes, no queriendo sufrirle la suposición de que un hombre pudiera haber nacido de un dios, y dándole cuenta, al deslindarle la sucesión de sus 345 colosos, que cada uno había sido no más un _piromis_, hijo de otro _piromis_ (esto es, un hombre bueno hijo de otro, pues _piromis_ equivale en griego a bueno y honrado), sin que ninguno de ellos descendiese de padre dios ni de héroe alguno. En fin, concluían que los representados por las estatuas que enseñaban habían sido todos grandes hombres, como decían, pero ninguno que de muy lejos fuera dios. CXLIV. Verdad es, añadían, que antes de estos hombres los dioses eran quienes reinaban en Egipto, morando y conversando entre los mortales, y teniendo siempre uno de ellos imperio soberano. El último dios que reinó allí fue Oro, hijo de Osiris, llamado por los griegos Apolo, quien terminó su reino después de haber acabado con el de Tifón. A Osiris le llamamos en griego Dioniso, esto es, el _Libre_. CXLV. Entre los griegos noto que son tenidos por los dioses más modernos Heracles, Dioniso y Pan; mientras al contrario entre los egipcios es Pan un dios antiquísimo, reputado por uno de los dioses primeros, como los llaman; Heracles por uno de los doce dioses que llaman de segunda clase, y Dioniso por uno de los dioses terceros, que fueron hijos de los doce segundos. Tengo arriba declarados los muchos años que corrieron desde Heracles hasta el rey Amasis, según los egipcios, quienes pretenden fueron más los que trascurrieron desde Pan, pero menos los que pasaron después de Dioniso, aunque entre este y el rey Amasis no mediaron menos de 15.000 años a lo que dicen: y de este cómputo de años, cuya cuenta llevan siempre y notan por escrito, pretenden estar muy ciertos y seguros. Pero en cuanto al Dioniso o Baco griego, que dicen nacido de Semele, hija de Cadmo, desde su nacimiento hasta la presente era median 1600 años[204] a más largar, y desde Heracles, el hijo de Alcmena, habrá unos 900, y desde Pan al de Penélope, de la cual y de Hermes creen los griegos nacido este dios, han corrido hasta mi edad 800 años a lo más, menos sin duda de los que se cuentan posteriores a la guerra de Troya. CXLVI. Siga, empero, cada cual la que más le acomodare de estas dos cronologías pues yo me contento con haber declarado lo que por ambos pueblos se piensa acerca de dichos dioses. Solo añadiré, que si se da por cosa tan constante y recibida el que los dos dioses cuya edad se controvierte, Dioniso, el hijo de Semele, y Pan el de Penélope, nacieron y vivieron en Grecia hasta la vejez, como lo es esto respecto de Heracles, el hijo de Anfitrión, pudiera decirse con razón en este caso que Dioniso y Pan, dos hombres como los demás, se alzaron con el nombre de aquellos dos dioses, y así las dificultades quedarían allanadas. Pero se opone el inconveniente de que los griegos pretenden que su Dioniso, apenas malamente nacido, pues Zeus lo encerró dentro de uno de sus muslos, fue llevado a Nisa, que está en Etiopía, más allá de Egipto: tanto distan de creer que se criara y viviera en Grecia como hombre natural. Mayor es la confusión y enredo respecto de Pan, del cual ni aun los griegos saben decir dónde paró después de nacido. De aquí, en una palabra, se deduce que los griegos no oyeron el nombre de los dos dioses citados sino mucho después de oído el de los demás dioses, y que desde la época en que empezaron a nombrarlos, les forjaron la genealogía. Hasta aquí he hecho hablar a los egipcios. CXLVII. Voy a referir lo que sucedió en aquel país, según dicen otros pueblos y los naturales asimismo confirman, sin dejar de mezclar en la narración algo de lo que por mí mismo he observado. Viéndose libres e independientes los egipcios después del reinado del mencionado sacerdote de Hefesto, y hallándose sin rey, como si fueran hombres nacidos para servir siempre a algún soberano, dividieron el Egipto en doce partes, nombrando doce reyes a la vez.[205] Enlazados mutuamente desde luego con el vínculo de los casamientos, reinaban estos, atenidos a ciertos pactos de que no se quitarían el mando unos a otros, que ninguno de ellos pretendería lograr más autoridad y poder que los demás, y que todos conservarían entre sí la mejor amistad y más perfecta armonía. Movioles a convenir en esta mutua igualdad y alianza común, y a procurarla consolidar con toda seguridad y firmeza, un oráculo que les anunció, apenas apoderados del mando, que vendría a ser señor de todo el Egipto aquel de entre ellos que en el templo de Hefesto libase a los dioses en una taza de bronce; aludiendo el oráculo a la costumbre que observaban de sacrificar juntos en todos los templos. CXLVIII. Reinando, pues, con tal unión, acordaron dejar un monumento en nombre común de todos, y con esta objeto construyeron el laberinto, algo más allá de la laguna Meris, hacia la ciudad llamada de los Cocodrilos.[206] Quise verlo por mí mismo, y me pareció mayor aún de lo que suele decirse y encarecerse. Me atreveré a decir que cualquiera que recorriese las fortalezas, muros y otras fábricas de los griegos, que hacen alarde de su grandeza, ninguna hallará entre todas que no sea menor e inferior en coste y en trabajo a dicho laberinto. No ignoro cuán magníficos son los templos, el de Éfeso y el de Samos, pero es menester confesar que las pirámides les hacen tanta ventaja que cada una de estas puede compararse con muchas obras juntas de los griegos, aunque sean de las mayores; y con todo, es el laberinto monumento tan grandioso que excede por sí solo a las pirámides mismas. Compónese de doce palacios cubiertos, contiguos unos a otros y cercados todos por una pared exterior, con las puertas fronteras entre sí; seis de ellos miran al norte y seis al mediodía. Cada uno tiene duplicadas sus piezas, unas subterráneas, otras en el primer piso, levantadas sobre los sótanos, y hay 1500 de cada especie, que forman entre todas 3000. De las del primer piso, que anduve recorriendo, hablaré como testigo de vista; a las subterráneas solo las conozco de oídas, pues que los egipcios, a cuyo cargo están, se negaron siempre a enseñármelas, dándome por razón el hallarse abajo los sepulcros de los doce reyes fundadores y dueños del laberinto, y las sepulturas de los cocodrilos sagrados; y de tales estancias por lo mismo solo hablaré por lo que me refirieron. En las piezas superiores, que cual obra más que humana por mis ojos estuve contemplando, admiraba atónito y confuso sus pasos y salidas entre sí, y las vueltas y rodeos tan varios de aquellas salas, pasando de los salones a las cámaras, de las cámaras a los retretes, de estos a otras galerías, y después a otras cámaras y salones. El techo de estas piezas y sus paredes cubiertas de relieves y figuras son todas de mármol. Cada uno de los palacios está rodeado de un pórtico sostenido con columnas de mármol blanco perfectamente labrado y unido. Al extremo del laberinto se ve pegada a uno de sus ángulos una pirámide de cuarenta orgias, esculpida de grandes animales, a la cual se va por un camino fabricado bajo de tierra. CXLIX. Mas aunque sea el laberinto obra tan rica y grandiosa, causa todavía mayor admiración la laguna que llaman Meris, cerca de la cual aquel se edificó. Cuenta la laguna de circunferencia 3000 estadios, medida que corresponde a 60 esquenos, los mismos cabalmente que tienen de longitud las costas marítimas de Egipto; corre a lo largo de norte a mediodía, y tiene 50 orgias de fondo en su mayor profundidad.[207] Por sí misma declara que es obra de manos y artificial. En el centro de ella, a corta diferencia, vense dos pirámides que se elevan sobre la flor del agua 50 orgias, y abajo tienen otras tantas de cimiento, y encima de cada una se ve un coloso de mármol sentado en su trono: aunque ambas pirámides vienen a tener 100 orgias, que forman cabalmente un estadio _hexapletro_ o de 600 pies, contando la orgia a razón de 6 pies o de 4 codos, midiendo el pie por 4 palmos y el codo por 6. Siendo el terreno en toda la comarca tan árido y falto de agua, no puede esta nacer en la misma laguna, sino que a ella ha sido conducida por un canal derivado del Nilo; y en efecto, pasa desde el río a la laguna durante seis meses, en los cuales la pesca reditúa al fisco 20 minas diarias, y sale de la laguna en los otros seis meses, que producen al mismo fisco un talento de plata cada día.[208] CL. Más notable es lo que me decían los naturales, que el agua de su laguna, corriendo por un conducto subterráneo tierra adentro hacia poniente, y pasando cerca del monte que domina a Menfis, iba a desembocar en la sirte de la Libia.[209] No viendo yo en parte alguna amontonada la tierra que debió sacarse al abrir tan gran laguna, movido de curiosidad, y deseoso de saber qué se había hecho de tanto material excavado, pregunté a la gente de los alrededores dónde estaba la infinita arena extraída de aquella hoya. Diéronme a esto satisfacción y respuesta, y de ella quedé persuadido apenas me la indicaron, sabiendo que en Nínive, ciudad de los asirios, había sucedido un caso muy semejante al que referían. Allí unos ladrones concibieron el designio de robar los muchos tesoros que Sardanápalo, rey de Nínive,[210] en un erario subterráneo tenía cuidadosamente guardados. Con este objeto, medida la distancia, empiezan desde su casa a cavar una mina hacia el palacio del rey: iban por la noche echando al Tigris, río que atraviesa la ciudad de Nínive, la tierra que excavaban de la mina, y de este modo prosiguieron hasta salir al cabo con su intento. Lo mismo oí haber sucedido en la excavación de la citada laguna, con la diferencia que se ejecutaba de día la maniobra, sin tener que aguardar a la oscuridad de la noche, y la tierra que iban extrayendo la llevaban al Nilo, el cual, recibiéndola en su corriente, no podía menos de arrastrarla en ella e irla disipando. CLI. Referido el modo con que se abrió la laguna Meris, volvamos a los doce reyes, quienes, gobernando con suma equidad y entereza, en el tiempo legítimo hacían un sacrificio en el templo de Hefesto. Venido el último día de la solemnidad, y preparándose a hacer las libaciones religiosas, al irles a presentar las copas con que solían hacerlas, el sumo sacerdote, por equivocación, sacó once no más para los doce reyes. Entonces Psamético, el último de la fila real, viendo que le faltaba su copa, echó mano de su casco, lo alargó e hizo con él su libación, medio realmente obvio para salir del lance, pues que todos los reyes solían ir con casco, y los doce, en efecto, lo llevaban en aquel instante. Aparecía claramente que Psamético había alargado su casco sin sombra de engaño o mala fe; pero, sin embargo, los once reyes, atendiendo por una parte a su acción, recordando por otra el oráculo, que les tenía predicho que vendría a ser soberano de todo Egipto aquel de entre ellos que libase con copa de bronce, tomaron seria resolución sobre lo acaecido, y aunque no creyeron justo quitar la vida a Psamético, conociendo por sus palabras que no había obrado en aquello con deliberación o fin particular, acordaron con todo que, casi enteramente privado de su poder, fuese desterrado y confinado en los pantanos, con orden de no salir de ellos ni entrometerse en el gobierno de lo restante del Egipto.[211] CLII. El desgraciado Psamético, cuyo padre, Neco, había sido muerto por orden del etíope Sabacón,[212] se había ya visto anteriormente precisado a refugiarse en Siria, huyendo de las manos del etíope, hasta que, habiéndose retirado este amedrentado por su sueño, fue llamado otra vez a Egipto por sus paisanos del distrito de Sais. Y ahora, siendo ya rey, por la inadvertencia de haber convertido en copa su casco, sucediole la segunda desventura de que sus once colegas en el reino le confinasen en los pantanos del Egipto. Viéndose, pues, inocente, calumniado y oprimido por la violencia de sus compañeros, pensó seriamente en vengarse de sus perseguidores; y para lograr su intento envió a consultar el oráculo de Leto en la ciudad de Buto, al que miran los egipcios como el más verídico. Diósele por contestación que el socorro y venganza deseada le vendrían por el mar, cuando a las costas llegasen unos hombres de bronce; respuesta que le llenó de desconfianza y abatió las alas de su corazón por lo ridículo e imposible de los auxiliares que se le prometían. No pasó mucho tiempo, sin embargo, que ciertos jonios y carios que iban en corso[213] aportasen al Egipto, obligados de la necesidad. Saltaron a tierra armados con su arnés de bronce, y un egipcio que jamás había visto tales armaduras, corre hacia los pantanos, y avisando a Psamético de lo que pasaba, dícele que acababan de venir por mar unos hombres de bronce, que saltando en tierra la robaban y saqueaban. Conociendo Psamético desde luego que iba cumpliéndose la predicción del oráculo, recibió con grandes muestras de amistad a los piratas de Jonia y de Caria, y no paró hasta que a fuerza de promesas y del ventajoso partido que les proponía, logró de ellos que se quedaran a su servicio, con cuyo socorro y con el de los egipcios de su bando, salió al cabo vencedor de los once reyes,[214] acabando con todo su poder. CLIII. Apoderado Psamético de todo el Egipto, levantó en Menfis, dedicándolos a Hefesto, los portales o propileos que miran al mediodía, y enfrente de ellos fabricó en honor de Apis un palacio rodeado de columnas y lleno de figuras esculpidas, en el cual el dios Apis, cuyo nombre griego es _Épafo_,[215] se cría y mora, siempre que aparece a los egipcios: las columnas del palacio son otros tantos colosos de doce codos cada uno. CLIV. En cuanto a los jonios y carios que sirvieron como tropas mercenarias en la conquista, recibieron de Psamético en recompensa de su servicio ciertas propiedades, unas enfrente de otras, por medio de las cuales corre el Nilo, y a las que puso el nombre de reales, sin dejar de darles el monarca, no contento con esta recompensa, lo demás que les tenía prometido.[216] Entregoles asimismo ciertos niños egipcios para que cuidasen de instruirlos en la lengua griega, y los que al presente son intérpretes de ella en Egipto descienden de los que entonces la aprendieron. Los campos que los jonios y carios poseyeron largo tiempo, no distan mucho de la costa, y caen un poco más abajo de la ciudad de Bubastis, cerca de la boca Pelusia del Nilo, como la llaman. Andando el tiempo, estos mismos extranjeros, transplantados de sus campos, fueron colocados en Menfis por el rey Amasis, quien en ellos quiso tener un cuerpo de guardias contra los egipcios. Desde el tiempo en que dichas tropas se domiciliaron en Egipto, por medio de su trato y comunicación, nosotros los griegos sabemos con exactitud y puntualidad la historia del país, contando desde Psamético y siguiendo los sucesos posteriores a su reinado. Los jonios o carios fueron los primeros colonos de extranjero idioma que en Egipto se establecieron; y aun en mis días veíase en los lugares desde los cuales fueron trasladados a Menfis las atarazanas de sus naves y las ruinas de sus habitaciones. Ved aquí el modo como Psamético llegó a apoderarse del Egipto. CLV. Bien me acuerdo de lo mucho que llevo dicho acerca del oráculo egipcio arriba mencionado, pero quiero añadir algo más en su alabanza, pues digno es de ella. Este oráculo egipcio, dedicado a Leto, se halla situado en una gran ciudad vecina a la boca del Nilo que llaman Sebenítica, al navegar río arriba desde el mar, cuya ciudad, según antes expresé, es Buto, y en ella hay asimismo un templo de Apolo y de Artemisa. El de Leto, asiento del oráculo, además de ser una obra en sí grandiosa, tiene también su propileo de diez orgias de elevación. Pero de cuanto allí se veía, lo que mayor maravilla me causó fue la capilla o nicho de Leto que hay en dicho templo, formada de una sola piedra, así en su longitud como en su anchura.[217] Sus paredes son todas de una medida y de cuarenta codos cada una; la cubierta de la capilla, que le sirve de techo, la forma otra piedra, cuyo alero solo tiene cuatro codos. Esta capilla de una pieza, lo repito, es en mi concepto lo más admirable de aquel templo. CLVI. El segundo lugar merece se le dé por su singularidad la isla llamada de Quemis, situada en una profunda y espaciosa laguna que está cerca de un templo de la mencionada ciudad de Buto. Los egipcios pretendían que era una isla flotante; mas puedo afirmar que no la vi nadar ni moverse, y quedé atónito al oír que una isla pueda nadar en realidad.[218] Hay en ella un templo magnífico de Apolo, en que se ven tres aras levantadas, y está poblada de muchas palmas y de otros árboles, unos estériles, otros de la clase de los frutales. No dejan los naturales de dar la razón en que se apoyan para creer esta isla flotante: dicen que Leto, una de las ocho deidades primeras que hubo en Egipto, tenía su morada en Buto, donde al presente reside su oráculo, y en aquella isla no flotante todavía recibió a Apolo, que en depósito se le entregó a la diosa Isis, y allí pudo salvarle escondido, cuando vino a aquel lugar Tifón, que no dejaba guarida sin registrar, para apoderarse de aquel hijo de Osiris. Apolo y Artemisa, según los egipcios, fueron hijos de Dioniso y de Isis;[219] y Leto fue el ama que los crió y puso en salvo. En egipcio Apolo se llama Horus. Deméter se dice Isis, y Artemisa lleva el nombre de Bubastis; y en esta creencia egipcia y no en otra alguna se fundó Esquilo, hijo de Euforión, para hacer en sus versos a Artemisa hija de Deméter, aunque en esto se diferencia de los demás poetas que han existido. Tal es la razón por que los egipcios creen a su isla movediza. CLVII. De los 59 años que reinó Psamético en Egipto[220] tuvo bloqueada por espacio de 29 a Azoto, gran ciudad de la Siria, que al fin rindió; habiendo sido aquella plaza, entre todas cuantas conozco, la que por más tiempo ha sufrido y resistido el asedio. CLVIII. Neco sucedió en el reinado a su padre Psamético, y fue el primero en la empresa de abrir el canal,[221] continuado después por el persa Darío, que va desde el Nilo hacia el mar Eritreo, y cuya longitud es de cuatro días de navegación, y tanta su latitud que por él pueden ir a remo dos galeras a la par. El agua del canal se tomó del Nilo, algo más arriba de la ciudad de Bubastis, desde donde va siguiendo por el canal, hasta que desemboca en el mar Eritreo, cerca de Patumo, ciudad de Arabia. Empezose la excavación en la llanura del Egipto, limítrofe de la Arabia, con cuya llanura confina por su parte superior el monte que se extiende cerca de Menfis, en el cual se hallan las canteras ya citadas. Pasando la acequia por el pie de este monte, se dilata a lo largo de poniente hacia levante, y al llegar a las quebradas de la cordillera, tuerce hacia el Noto o mediodía y va a dar en el golfo Arábigo. Para ir del mar boreal o Mediterráneo al meridional, que es el mismo que llamamos Eritreo, el más breve atajo es el que se toma desde el monte Casio, que divide el Egipto de la Siria y dista del golfo Arábigo mil estadios; esta es, repito, la senda más corta, pues la del canal es tanto más larga, cuantas son las sinuosidades que este forma. Ciento veinte mil hombres perecieron en el reinado de Neco en la excavación del canal, aunque este rey lo dejó a medio abrir, por haberle detenido un oráculo, diciéndole que se daba prisa para ahorrar fatiga al bárbaro, es decir, extranjero, pues con aquel nombre llaman los egipcios a cuantos no hablan su mismo idioma. CLIX. Dejando, pues, sin concluir el canal, Neco volvió su atención a las expediciones militares. Mandó construir galeras, de las cuales unas se fabricaron en el Mediterráneo, otras en el golfo Arábigo o Eritreo, cuyos arsenales se ven todavía, sirviéndose de estas armadas según pedía la oportunidad. Con el ejército de tierra venció a los sirios en la batalla que les dio en Magdolo,[222] a la cual siguió la toma de Caditis, gran ciudad de Siria; y con motivo de estas victorias consagró al dios Apolo el mismo vestido que llevaba al hacer aquellas proezas, enviándolo por ofrenda a Bránquidas, santuario célebre en el dominio de Mileto. Cumplidos 16 años de reinado, dejó Neco en su muerte el mando a su hijo Psamis. CLX. En tiempo del rey Psamis, presentáronse en Egipto unos embajadores de los eleos con la mira de hacer ostentación en aquella corte, y dar noticia de un certamen que decían haber instituido en Olimpia con la mayor equidad y discreción posible, persuadidos de que los egipcios mismos, nación la más hábil y discreta del orbe, no hubieran acertado a discurrir unos juegos mejor arreglados. El rey, después de haberle dado cuenta los eleos del motivo que los traía, formó una asamblea de las personas tenidas en el país por las más sabias e inteligentes, quienes oyeron de boca de los eleos el orden y prevenciones que debían observarse en su público certamen, y escucharon la propuesta que les hicieron, declarando que el fin de su embajada era conocer si los egipcios serían capaces de inventar y discurrir algo que para el objeto fuera mejor y más adecuado. La asamblea, después de tomar acuerdo, preguntó a los eleos si admitían en los juegos a sus paisanos a la competencia y pretensión; y habiéndosele respondido que todo griego, así eleo como forastero, podía salir a la palestra, replicó luego que esto solo echaba a tierra toda equidad, pues no era absolutamente posible que los jueces eleos hicieran justicia al forastero en competencia con un paisano; y que si querían unos juegos públicos imparciales y con este fin venían a consultar a los egipcios, les daban el consejo de excluir a todo eleo de la contienda, y admitir tan solo al forastero.[223] Tal fue el aviso que aquellos sabios dieron a los eleos. CLXI. Seis años reinó Psamis solamente, en cuyo tiempo hizo una expedición contra la Etiopía, y después de su pronta muerte le sucedió en el trono su hijo Apríes,[224] el cual en su reinado de 25 años pudo con razón ser tenido por el monarca más feliz de cuantos vio el Egipto, si se exceptúa a Psamético, su bisabuelo. Durante la prosperidad llevó las armas contra Sidón, y dio a los tirios una batalla naval; pero su destino era que toda su dicha se trocara por fin en desventura, que le acometió con la ocasión siguiente, que me contentaré con apuntar por ahora, reservándome el referirla circunstanciadamente al tratar de la Libia. Habiendo enviado Apríes un ejército contra los de Cirene, quedó gran parte de él perdido y exterminado. Los egipcios echaron al rey la culpa de su desventura, y se levantaron contra él, sospechando que los había expuesto a propósito a tan evidente peligro, y enviado sus tropas a la matanza con la dañada política de poder mandar al resto de sus vasallos más despótica y seguramente, una vez destruida la mayor parte de la milicia.[225] Con tales sospechas y resentimiento, se le rebelaron abiertamente, así los que habían vuelto a Egipto de aquella infeliz expedición, como los amigos y deudos de los que habían perecido en la jornada. CLXII. Avisado Apríes de estos movimientos sediciosos, determinó enviar a Amasis adonde estaban los malcontentos para que, aplacándolos con buenas palabras y razones, les hiciera desistir de la sublevación. Llegado Amasis al campo de los soldados rebeldes, al tiempo que les estaba amonestando que desistieran de lo empezado, uno de ellos, acercándosele por las espaldas, coloca un casco sobre su cabeza, diciendo al mismo tiempo que con él le corona y le proclama por rey de Egipto. No sentó mal a Amasis, al parecer, según se vio por el resultado, aquel casco que le sirvió de corona, pues apenas nombrado rey de Egipto por los sublevados, se preparó luego para marchar contra Apríes. Informado el rey de lo sucedido, envió a uno de los egipcios que a su lado tenía, por nombre Patarbemis, hombre de gran autoridad y reputación, con orden expresa de que le trajera vivo a Amasis. Llegó el enviado a vista del rebelde, y declarole el mandato que traía; pero Amasis hizo de él tal desprecio, que hallándose entonces a caballo, levantó un poco el muslo y le saludó grosera e indecorosamente, diciéndole al mismo tiempo que tal era el acatamiento que hacía a Apríes, a quien debía referirlo. Instando, no obstante, Patarbemis para que fuese a verse con el soberano, que le llamaba, respondiole que iría, y que en efecto hacía tiempo que disponía su viaje, y que a buen seguro no tendría por qué quejarse Apríes, a quien pensaba visitar en persona y con mucha gente de comitiva. Penetró bien Patarbemis el sentido de la respuesta, y viendo al mismo tiempo los preparativos de Amasis para la guerra,[226] regresó con diligencia, queriendo informar cuanto antes al rey de lo que sucedía. Apenas Apríes le ve volver a su presencia sin traer consigo a Amasis, montando en cólera y ciego de furor, sin darle lugar a hablar palabra y sin hablar ninguna, manda al instante que se le mutile, cortándole allí mismo las orejas y narices. Al ver los demás egipcios que todavía reconocían por rey a Apríes la viva carnicería tan atroz y horriblemente hecha en un personaje del más alto carácter y de la mayor autoridad en el reino, pasaron sin aguardar más al partido de los otros y se entregaron al gobierno y obediencia de Amasis. CLXIII. Con la noticia de esta nueva sublevación, Apríes, que tenía alrededor de su persona hasta 30.000 soldados mercenarios, parte carios y parte jonios, manda tomar las armas a sus cuerpos de guardias, y al frente de ellos marcha contra los egipcios, saliendo de la ciudad de Sais, donde tenía su palacio, dignísimo de verse por su magnificencia. Al tiempo que los guardias de Apríes iban contra los egipcios, las tropas de Amasis marchaban contra los guardias extranjeros; y ambos ejércitos, resueltos a probar de cerca sus corazas, hicieron alto en la ciudad de Momenfis.[227] En este lugar nos parece prevenir que la nación egipcia está distribuida en siete clases de personas; la de los sacerdotes, la de guerreros, la de boyeros, la de porqueros, la de mercaderes, la de intérpretes, y la de marineros. CLXIV. Estos son los gremios de los egipcios, que toman su nombre del oficio que ejercen.[228] De los guerreros parte son llamados _calasiries_, parte _hermotibies_, y como el Egipto esté divido en Nomos o distritos, los guerreros están repartidos por ellos del modo siguiente: CLXV. A los hermotibies pertenecen los distritos de Busiris, de Sais, de Quemis, de Papremis, la isla que llaman Prosopitis y la mitad de Nato. De estos distritos son naturales los hermotibies, quienes, cuando su número es mayor, componen 16 miríadas o 160.000 hombres, todos guerreros de profesión, sin que uno solo aprenda o ejercite arte alguna mecánica. CLXVI. Los distritos de los calasiries son el bubastista, el tebano, el aftita, el tanita, el mendesio, el sebenita, el atribita, el farbetita, el tmuita, el onufita, el anitio, y el miecforita, que está en una isla frontera a la ciudad de Bubastis. Estos distritos de los calasiries al llegar a lo sumo su población, forman 25 miríadas o 250.000 hombres, a ninguno de los cuales es permitido ejercitar otra profesión que la de las armas, en la que los hijos suceden a los padres. CLXVII. No me atrevo en verdad a decir si los egipcios adoptaron de los griegos el juicio que forman entre las artes y la milicia, pues veo que tracios, escitas, persas, lidios, y, en una palabra, casi todos los bárbaros, tienen en menor estima a los que profesan algún arte mecánico y a sus hijos, que a los demás ciudadanos, y al contrario reputan por nobles a los que no se ocupan en obras de mano, y mayormente a los que se destinan a la milicia. Este mismo juicio han adoptado todos los griegos, y muy particularmente los lacedemonios, si bien los corintios son los que menos desestiman y desdeñan a los artesanos. CLXVIII. Los guerreros únicamente, si se exceptúan los sacerdotes,[229] tenían entre los egipcios sus privilegios y gajes particulares, por los cuales disfrutaba cada uno de doce _aruras_ o yugadas de tierra inmunes de todo pecho. La _arura_ es una suerte de campo que tiene por todos lados cien codos egipcios, equivalentes puntualmente a los codos samios. Dichas propiedades, reservadas al cuerpo de los guerrerros, pasan de unos a otros, sin que jamás disfrute uno las mismas. Relevábanse cada año mil de los calasiries y mil de los hermotibies, para servir de guardias de corps cerca del rey, en cuyo tiempo de servicio, además de sus yugadas, se les daba su ración diaria, consistente en cinco minas de pan cocido, que se daba por peso a cada uno, en dos minas de carne de buey, y en cuatro sextarios de vino.[230] Esta era siempre la ración dada al guardia; pero volvamos al hilo de la narración. CLXIX. Después que se encontraron en Momenfis, Apríes al frente de los soldados mercenarios, y Amasis al de los guerreros egipcios, diose allí la batalla, en la cual, a pesar de los esfuerzos de valor que hizo la tropa extranjera, su número mucho menor fue superado y oprimido por la multitud de sus enemigos. Vivía Apríes, según dicen, completamente persuadido de que ningún hombre y nadie, aun de los mismos dioses, era bastante a derribarle de su trono;[231] tan afianzado y seguro se miraba en el imperio; pero el engañado príncipe, vencido allí y hecho prisionero, fue conducido luego a Sais, al palacio antes suyo, y entonces ya del rey Amasis. El vencedor trató por algún tiempo al rey prisionero con tanta humanidad, que le suministraba los alimentos en palacio con toda magnificencia; pero viendo que los egipcios murmuraban por ello, diciendo que no era justo mantener al mayor enemigo, así de ellos como del mismo Amasis, consintió este, por fin, en entregar la persona del depuesto soberano a merced de los vasallos, quienes le estrangularon y enterraron su cuerpo en la sepultura de sus antepasados, que se ve aún en el templo de Atenea, al entrar a mano izquierda, muy cerca de la misma nave del santuario. Dentro del mismo templo los vecinos de Sais dieron sepultura a todos los reyes que fueron naturales de su distrito; y allí mismo en el atrio del templo está el monumento de Amasis, algo más apartado de la nave que el de Apríes y de sus progenitores, y que consiste en un vasto aposento de mármol, adornado de columnas a modo de troncos de palma, con otros suntuosos primores: en ella hay dos grandes armarios con sus puertas, dentro de los cuales se encierra la urna. CLXX. En Sais, en el mismo templo de Atenea, a espaldas de su capilla y pegado a su misma pared, se halla el sepulcro de cierto personaje, cuyo nombre no me es permitido pronunciar en esta historia. Dentro de aquel sagrado recinto hay también dos obeliscos de mármol, y junto a ellos una laguna hermoseada alrededor con un pretil de piedra bien labrada, cuya extensión, a mi parecer, es igual a la que tiene la laguna de Delos, que llaman _redonda_. CLXXI. En aquella laguna hacen de noche los egipcios ciertas representaciones, a las que llaman misterios de las tristes aventuras de una persona que no quiero nombrar,[232] aunque estoy a fondo enterado de cuanto a esto concierne; pero en punto de religión, silencio. Lo mismo digo respecto a la iniciación de Deméter o _Tesmoforia_, según la llaman los griegos, pues en ella deben estar los ojos abiertos y la boca cerrada, menos en lo que no exige secreto religioso: tal es que las hijas de Dánao trajesen estos misterios del Egipto,[233] y que de ellas los aprendieron las mujeres pelasgas; que el uso de esta ceremonia se aboliese en el Peloponeso después de arrojados sus antiguos moradores por los dorios, siendo los arcades los únicos que quedaron de la primera raza, los únicos también que conservaron aquella costumbre. CLXXII. Amasis, de quien es preciso volver a hablar, reinó en Egipto después de la muerte violenta de Apríes: era del distrito de Sais y natural de una ciudad llamada Siuf. Los egipcios al principio no hacían caso de su nuevo rey, vilipendiándole abiertamente como hombre antes plebeyo y de familia humilde y oscura; mas él poco a poco, sin usar de violencia con sus vasallos, supo ganarlos por fin con arte y discreción. Entre muchas alhajas preciosas, tenía Amasis una bacía de oro, en la que así él como todos sus convidados solían lavarse los pies: mandola, pues, hacer pedazos y formar con ellos una estatua de no sé qué dios, la que luego de consagrada colocó en el sitio de la ciudad que le pareció más oportuno a su intento. A vista de la nueva estatua, concurren los egipcios a adorarla con gran fervor, hasta que Amasis, enterado de lo que hacían con ella sus vasallos, los manda llamar y les declara que el nuevo dios había salido de aquel vaso vil de oro en que ellos mismos solían antes vomitar, orinar y lavarse los pies, y era grande sin embargo el respeto y veneración que al presente les merecía una vez consagrado. «Pues bien, añade, lo mismo que con este vaso ha pasado conmigo; antes fui un mero particular y un plebeyo; ahora soy vuestro soberano, y como a tal me debéis respeto y honor». Con tal amonestación y expediente logró de los egipcios que estimasen su persona y considerasen como deber el servirle. CLXXIII. La conducta particular de este rey y su tenor de vida ordinario era ocuparse con tesón desde muy temprano en el despacho de los negocios de la corona hasta cerca de mediodía;[234] pero desde aquella hora pasaba con su copa lo restante del día bebiendo, zumbando a sus convidados, y holgándose tanto con ellos, que tocaba a veces en bufón, con algo de chocarrero. Mal habidos sus amigos con la real truhanería, se resolvieron por fin a dirigirle una reconvención en buenos términos: «Señor, le dicen, esa llaneza con que os mostráis sobrado humilde y rastrero, no es la que pide el decoro de la majestad, pues lo que corresponde a un real personaje es ir despachando lo que ocurra, sentado magníficamente en un trono majestuoso. Sí así lo hicierais, se reconocieran gobernados los egipcios, con estima de su soberano, por un hombre grande; y vos lograréis tener con ellos mayor crédito y aplauso, pues lo que hacéis ahora desdice de la suprema majestad». Pero el rey por su parte les replicó: «Observo que solo al ir a disparar el arco lo tiran y aprietan los ballesteros, y luego de disparado lo aflojan y sueltan, pues a tenerlo siempre parado y tirante, a la mejor ocasión y en lo más apurado del lance se les rompiera y haría inservible. Semejante es lo que sucede en el hombre que entregado de continuo a más y más afanes, sin respirar ni holgar un rato, en el día menos pensado se halla con la cabeza trastornada, o paralítico por un ataque de apoplejía. Por estos principios, pues, me gobierno, tomando con discreción la fatiga y el descanso». Así respondió y satisfizo a sus amigos. CLXXIV. Es fama también que Amasis, siendo particular todavía, como joven amigo de diversiones y convites, y enemigo de toda ocupación seria y provechosa, cuando por agotársele el oro no tenía con qué entregarse a la crápula entre sus copas y camaradas, solía rondando de noche acudir a la rapacidad y ligereza de sus manos.[235] Sucedía que negando firmemente los robos de que algunos le acusaban, era citado y traído delante de sus oráculos, muchos de los cuales le condenaron como ladrón, al paso que otros le dieron por inocente. Y es notable la conducta que cuando rey observó con dichos oráculos: ninguno de los dioses que le habían absuelto mereció jamás que cuidase de sus templos, que los adornara con ofrenda alguna, ni que en ellos una sola vez sacrificase, pues por tener oráculos tan falsos y mentirosos no se les debía respeto y atención; y por el contrario se esmeró mucho con los oráculos que le habían declarado por ladrón, mirándolos como santuarios de verdaderos dioses, pues tan veraces eran en sus respuestas y declaraciones. CLXXV. En honor de Atenea edificó Amasis en Sais unos propileos tan admirables, que así en lo vasto y elevado de la fábrica como en el tamaño de las piedras y calidad de los mármoles, sobrepujó a los demás reyes: además levantó allí mismo unas estatuas agigantadas y unas descomunales _androsfinges_.[236] Para reparar los demás edificios mandó traer otras piedras de extraordinaria magnitud, acarreadas unas desde la cantera vecina a Menfis, y otras de enorme mole traídas desde Elefantina, ciudad distante de Sais veinte días de navegación. Otra cosa hizo también que no me causa menos admiración, o por mejor decir, la aumenta considerablemente. Desde Elefantina hizo trasladar una casa entera de una sola pieza: tres años se necesitaron para traerla y dos mil conductores encargados de la maniobra, todos pilotos de profesión. Esta casa _monolitha_, es decir, de una piedra, tiene 21 codos de largo, 14 de ancho y ocho de alto por la parte exterior, y por la interior su longitud es de 18 codos y 20 dedos, su anchura de 12 codos y de cinco su altura. Hállase esta pieza en la entrada misma del templo, pues, según dicen, no acabaron de arrastrarla allá dentro, porque el arquitecto, oprimido de tanta fatiga y quebrantado con el largo tiempo empleado en la maniobra prorrumpió allí en un gran gemido, como de quien desfallece, lo cual advirtiendo Amasis no consintió la arrastraran más allá del sitio en que se hallaba; aunque no falta quienes pretenden que el motivo de no haber sido llevada hasta dentro del templo fue por haber quedado oprimido bajo la piedra uno de los que la movían con palancas. CLXXVI. En todos los demás templos de consideración dedicó también Amasis otros grandiosos monumentos dignos de ser vistos. Entre ellos colocó en Menfis, delante del templo de Hefesto, un coloso recostado de 75 pies de largo, y en su misma base hizo erigir a cada lado otros dos colosos de mármol etiópico[237] de 20 pies de altura. Otro de mármol hay en Sais, igualmente grande y tendido boca arriba del mismo modo que el coloso de Menfis mencionado. Amasis fue también el que hizo en Menfis construir un templo a Isis, monumento realmente magnífico y hermoso. CLXXVII. Es fama que en el reinado de Amasis fue cuando el Egipto, así por el beneficio que sus campos deben al río, como por la abundancia que deben los hombres a sus campos, se vio en el estado más opulento y floreciente en que jamás se hubiese hallado, llegando sus ciudades al número de 20.000,[238]todas habitadas. Amasis es mirado entre los egipcios como el autor de la ley que obligaba a cada uno en particular a que en presencia de su respectivo _nomarca_, o prefecto de provincia, declarase cada año su modo de vivir y oficio, so pena de muerte al que no lo declaraba o no lo mostraba justo y legítimo; ley que, adoptándola de los egipcios, impuso Solón Ateniense a sus ciudadanos, y que siendo en sí muy loable y justificada es mantenida por aquel pueblo en todo su vigor. CLXXVIII. Como sincero amigo de los griegos, no se contentó Amasis con hacer muchas mercedes a algunos individuos de esta nación, sino que concedió a todos los que quisieran pasar al Egipto la ciudad de Náucratis para que fijasen en ella su establecimiento, y a los que rehusaran asentar allí su morada les señaló lugar donde levantaran a sus dioses aras y templos, de los cuales el que llaman Helénico es sin disputa el más famoso, grande y frecuentado. Las ciudades que, cada cual por su parte, concurrieron a la fábrica de este monumento fueron: entre las jonias, las de Quíos, la de Teos, la de Focea y la de Clazómenas; entre las dóricas, las de Rodas, Cnido, Halicarnaso y Fasélide, y entre las eolias únicamente la de Mitilene. Estas ciudades, a las cuales pertenece el Helénico, son las que nombran los presidentes de aquel emporio o directores de su comercio,[239] pues las demás que pretenden tener parte en el templo solicitan un derecho que de ningún modo les compete. Otras ciudades erigieron allí mismo templos particulares, uno a Zeus los eginetas, otro a Hera los samios, y los milesios uno a Apolo. CLXXIX. La ciudad de Náucratis era la única antiguamente que gozaba el privilegio de emporio,[240] careciendo todas las demás de Egipto de tal derecho; y esto en tal grado, que al que aportase a cualquiera de las embocaduras del Nilo que no fuera la Canóbica, se le exigía el juramento de que no había sido su ánimo arribar allá, y se le precisaba luego a pasar en su misma nave a la boca Canóbica; y si los vientos contrarios le impedían navegar hacia ella, érale absolutamente forzoso rodear el Delta con las barcas del río, trasladando en ellas la carga hasta llegar a Náucratis: tan privilegiado era el emporio de esta ciudad. CLXXX. Habiendo abrasado un incendio casual el antiguo templo en que Delfos existía, alquilaron los Anfictiones por 300 talentos a algunos asentistas la fábrica del que allí se ve en la actualidad. Los vecinos de Delfos, obligados a contribuir con la cuarta parte de la suma fijada,[241] iban girando por varias ciudades a fin de recoger limosna para la nueva fábrica; y no fue ciertamente del Egipto de donde menos alcanzaron, habiéndoles dado Amasis 1000 talentos de alumbre y 20 minas los griegos allí establecidos. CLXXXI. Formó Amasis un tratado de amistad y alianza mutua con los de Cirene, de entre los cuales no se desdeñó de tomar una esposa, ya fuera por antojo o pasión de tener por mujer a una griega, ya por dar a estos una nueva prueba de su afecto y unión. La mujer con quien casó se llamaba Ládice, y era, según unos, hija de Batto; según otros, de Arcesilao, y según algunos, en fin, lo era de Critóbulo, hombre de gran autoridad y reputación en Cirene. Cuéntase que Amasis, durmiendo con su griega, jamás podía llegar a conocerla, siendo por otra parte muy capaz de conocer a las otras mujeres. Y viendo que siempre sucedía lo mismo, habló a su esposa de esta suerte: «Mujer: ¿qué has hecho conmigo? ¿qué hechizos me has dado? Perezca yo, si ninguno de tus artificios te libra del mayor castigo que jamás se dio a mujer alguna». Negaba Ládice; mas por eso no se aplacaba Amasis. Entonces ella va al templo de Afrodita, y hace allí un voto prometiendo enviar a Cirene una estatua de la diosa, con tal que Amasis la pudiera conocer aquella misma noche, único remedio de su desventura. Hecho este voto, pudo conocerla el rey, y continuó lo mismo en adelante, amándola desde entonces con particular cariño. Agradecida Ládice, envió a Cirene, en cumplimiento de su voto, la estatua prometida, que se conserva allí todavía, vuelta la cara hacia fuera de la ciudad. Cuando Cambises se apoderó después del Egipto, al oír de la misma Ládice quién era, la remitió a Cirene sin permitir se la hiciera el menor agravio en su honor. CLXXXII. En la Grecia ofreció Amasis algunos donativos religiosos; tal es la estatua dorada de Atenea que dedicó en Cirene con un retrato suyo que al vivo le representa; tales son dos estatuas de mármol de Atenea, ofrecidas en Lindos,[242] juntamente con una coraza de lino, obra digna de verse; y tales son, en fin, dos estatuas de madera de Hera que hasta mis días estaban en el gran templo de Samos colocadas detrás de sus puertas. En cuanto a las ofrendas de Samos, hízolas Amasis por la amistad y vínculo de hospedaje que tenía con Polícrates, hijo de Eaces y señor de Samos. Por lo que toca a los donativos de Lindos, no le indujo a hacerlos ningún motivo de amistad, sino la fama solamente de que llegadas allí las hijas de Dánao, al huir de los hijos de Egipto, fueron las fundadoras de aquel templo. Estos dones consagró, en suma, en Grecia Amasis, quien fue el primero que, conquistada la isla de Chipre, la obligó a pagarle tributo.[243] LIBRO TERCERO. TALÍA. Expedición de Cambises al Egipto: derrota de los egipcios. Intenta Cambises conquistar la Etiopía; relación de los descubridores enviados a este país y desgracias de los expedicionarios. — Búrlase Cambises de los dioses egipcios: sus locuras y muerte de su hermano y esposa. — Fortuna de Polícrates, el tirano de Samos, a quien atacan los lacedemonios y corintios. — Álzase contra Cambises el mago Esmerdis y se apodera del trono de Persia: muerte de Cambises. — Descúbrese la impostura del mago y muere a manos de los siete conjurados. — Artificio de Darío para subir al Trono. — Contribuciones del Imperio persa. — Descripción de la India, Arabia y sus producciones. — Oretes, gobernador de Sardes, mata a Polícrates: castigo de Oretes. — Artificio del médico Democedes para regresar a Grecia. — Darío ayuda a Silosonte para recobrar a Samos. — Rebelión de Babilonia, su asedio y reconquista. I. Contra el rey Amasis, pues, dirigió Cambises, hijo y sucesor de Ciro, una expedición en la cual llevaba consigo, entre otros vasallos suyos, a los griegos de Jonia y Eolia; el motivo de ella fue el siguiente: Cambises, por medio de un embajador enviado al rey Amasis, le pidió una hija por esposa, a cuya demanda le había inducido el consejo y solicitación de cierto egipcio que, al lado del persa, urdía en esto una trama, altamente resentido contra Amasis, porque tiempos atrás, cuando Ciro le pidió por medio de mensajeros que le enviara el mejor oculista de Egipto, le había escogido entre todos los médicos del país y enviado allá arrancándole del seno de su mujer y de la compañía de sus hijos muy amados. Este egipcio, enojado contra Amasis, no cesaba de exhortar a Cambises a que pidiera una hija al rey de Egipto con la intención doble y maligna de dar a este que sentir si la concedía, o de enemistarle cruelmente con Cambises si la negaba. El gran poder del persa, a quien Amasis no odiaba menos que temía, no le permitía rehusarle su hija, ni podía dársela por otra parte, comprendiendo que no la quería Cambises por esposa de primer orden, sino por amiga y concubina: en tal apuro acudió a un expediente. Vivía entonces en Egipto una princesa llamada Nitetis, de gentil talle y de belleza y donaire singular, hija del último rey Apríes, que había quedado sola y huérfana en su palacio. Ataviada de galas y adornada con joyas de oro, y haciéndola pasar por hija suya, enviola Amasis a Persia por mujer de Cambises, el cual, saludándola algún tiempo después con el nombre de hija de Amasis, la joven princesa le respondió: «Señor, vos sin duda, burlado por Amasis, ignoráis quién sea yo. Disfrazada con este aparato real me envió como si en mi persona os diera una hija, dándoos la que lo es del infeliz Apríes, a quien dio muerte Amasis, hecho jefe de los egipcios rebeldes, ensangrentando sus manos en su propio monarca». II. Con esta confesión de Nitetis y esta ocasión de disgusto, Cambises, hijo de Ciro, vino muy irritado sobre el Egipto. Así es como lo refieren los persas;[244] aunque los egipcios, con la ambición de apropiarse a Cambises, dicen que fue hijo de la princesa Nitetis, hija de su rey Apríes, a quien antes la pidió Ciro, según ellos, negando la embajada de Cambises a Amasis en demanda de una hija. Pero yerran en esto, pues primeramente no pueden olvidar que en Persia, cuyas leyes y costumbres no hay quien las sepa quizá mejor que los egipcios, no puede suceder a la corona un hijo natural existiendo otro legítimo; y en segundo lugar, siendo sin duda Cambises hijo de Casandane y nieto de Farnaspes, uno de los aqueménidas, no podía ser hijo de una egipcia.[245] Sin duda los egipcios, para hacerse parientes de la casa real de Ciro, pervierten y trastornan la narración; mas pasemos adelante. III. Otra fábula, pues por tal la tengo, corre aún sobre esta materia. Entró, dicen, no sé qué mujer persa a visitar las esposas de Ciro, y viendo alrededor de Casandane unos lindos niños de gentil talle y gallardo continente, pasmada y llena de admiración empezó a deshacerse en alabanza de los infantes. «Sí, señora mía, respondiole entonces Casandane, la esposa de Ciro; sí, estos son mis hijos, mas poco, sin embargo, cuenta Ciro con la madre que tan agraciados príncipes le dio: no soy yo su querida esposa, lo es la extranjera que hizo venir del Egipto». Así se explicaba, poseída de pasión y de celos contra Nitetis: óyela Cambises, el mayor de sus hijos, y volviéndose hacia ella: «Pues yo, madre mía, le dice, os empeño mi palabra de que cuando mayor he de vengaros del Egipto, trastornándolo enteramente y revolviéndolo todo de arriba abajo». Tales son las palabras que pretenden dijo Cambises, niño a la sazón de unos diez años, de las cuales se admiraron las mujeres; y que llegado después a la edad varonil, y tomada posesión del imperio, acordándose de su promesa, quiso cumplirla, emprendiendo dicha jornada contra el Egipto. IV. Más empero contribuiría a formarla el caso siguiente: servía en la tropa extranjera de Amasis un ciudadano de Halicarnaso llamado Fanes, hombre de talento, soldado bravo y capaz en el arte de la guerra. Enojado y resentido contra Amasis, ignoro por qué motivo, escapose del Egipto en una nave con ánimo de pasarse a los persas y de verse con Cambises. Siendo Fanes por una parte oficial de crédito no pequeño entre los guerreros asalariados, y estando por otra muy impuesto en las cosas del Egipto, Amasis, con gran ansia de cogerle, mandó desde luego que se le persiguiera. Envía en su seguimiento una galera y en ella el eunuco de su mayor confianza;[246] pero este, aunque logró alcanzarle y cogerle en Licia, no tuvo la habilidad de volverle a Egipto, pues Fanes supo burlarle con la astucia de embriagar a sus guardias, y escapado de sus prisiones logró presentarse a los persas. Llegado a la presencia de Cambises en la coyuntura más oportuna, en que resuelta ya la expedición contra el Egipto no veía el monarca medio de transitar con su tropa por un país tan falto de agua, Fanes no solo le dio cuenta del estado actual de los negocios de Amasis, sino que le descubrió al mismo tiempo un modo fácil de hacer el viaje, exhortándole a que por medio de embajadores pidiera al rey de los árabes paso libre y seguro por los desiertos de su país. V. Y, en efecto, solo por aquel paraje que Fanes indicaba se halla entrada abierta para el Egipto. La región de los sirios que llamamos palestinos se extiende desde la Fenicia hasta los confines de Caditis: desde esta ciudad, no mucho menor que la de Sardes, a mi entender, siguiendo las costas del mar, empiezan los emporios y llegan hasta Yeniso, ciudad del árabe, cuyos son asimismo dichos emporios.[247] La tierra que sigue después de Yeniso es otra vez del dominio de los sirios hasta llegar a la laguna de Serbónida, por cuyas cercanías se dilata hasta el mar el monte Casio, y, finalmente, desde esta laguna, donde dicen que Tifón se ocultó, empieza propiamente el territorio de Egipto. Ahora bien; todo el distrito que media entre la ciudad de Yeniso y el monte Casio y la laguna de Serbónida, distrito no tan corto que no sea de tres días de camino, es un puro arenal sin una gota de agua. VI. Quiero ahora indicar aquí de paso una noticia que pocos sabrán, aun de aquellos que trafican por mar en Egipto. Aunque llegan al país dos veces al año, parte de todos los puntos de la Grecia, parte también de la Fenicia, un sinnúmero de tinajas llenas de vino, ni una sola de ellas se deja ver, por decirlo así, en parte alguna del Egipto. ¿Qué se hace, pues, preguntará alguno, de tanta tinaja transportada? Voy a decirlo: es obligación precisa de todo _demarco_ o alcalde, que recoja estas tinajas en su respectiva ciudad y las mande pasar a Menfis, a cargo de cuyos habitantes corre después conducirlas llenas de agua a los desiertos áridos de la Siria;[248] de suerte que las tinajas que van siempre llegando de nuevo, sacadas luego del Egipto, son transportadas a la Siria, y allí juntadas a las viejas. VII. Tal es la providencia que dieron los persas apoderados apenas del Egipto, para facilitar el paso y entrada a su nueva provincia acarreando el agua al desierto del modo referido. Mas como Cambises, al emprender su conquista, no tuviese aún ese arbitrio de aprontar el agua, enviados al árabe[249] sus mensajeros conforme al aviso de su huésped halicarnasio, obtuvo el paso libre y seguro, mediante un tratado concluido bajo la fe pública de entrambos. VIII. Entre los árabes, los más fieles y escrupulosos en guardar la fe prometida en los pactos solemnes que contratan, úsase la siguiente ceremonia. Entre las dos personas que quieren hacer un legítimo convenio, sea de amistad o sea de alianza, preséntase un medianero que con una piedra aguda y cortante hace una incisión en la palma de la mano de los contrayentes, en la parte más vecina al dedo pulgar; toma luego unos pedacitos del vestido de entrambos, y con ellos mojados en la sangre de las manos va untando siete piedras allí prevenidas, invocando al mismo tiempo a Dioniso y a Urania, o sea a Baco y a Venus. Concluida por el medianero esta ceremonia, entonces el que contrae el pacto de alianza o amistad presenta y recomienda a sus amigos el extranjero, o el ciudadano, si con un ciudadano lo contrae; y los amigos por su parte miran como un deber solemne guardar religiosamente el pacto convenido. Los árabes, que no conocen más Dios que a Dioniso y a Urania,[250] pretenden que su modo de cortarse el pelo, que es a la redonda, rapándose a navaja las guedejas de sus sienes, es el mismo puntualmente con que solía cortárselo Dioniso. A este dan el nombre de _Orotalt_, y a Urania el de _Alilat_. IX. Volviendo al asunto, el árabe, concluido ya su tratado público con los embajadores de Cambises, para servir a su aliado, tomó el medio de llenar de agua unos odres hechos de pieles de camellos, y cargando con ellos a cuantas bestias pudo encontrar, adelantose con sus recuas y esperó a Cambises en lo mas árido de los desiertos. De todas las relaciones es esta la más verosímil; pero como corre otra, aunque lo sea menos, preciso es referirla. En la Arabia hay un río llamado Coris que desemboca en el mar conocido por Eritreo. Refiérese, pues, que el rey de los árabes, formando un acueducto hecho de pieles crudas de bueyes y de otros animales, tan largo y tendido, que desde el Coris llegase al arenal mencionado, por este canal trajo el agua hasta unos grandes aljibes que para conservarla había mandado abrir en aquellos páramos del desierto. Dicen que a pesar de la distancia de doce jornadas que hay desde el río hasta el erial, el árabe condujo el agua a tres parajes distintos por tres canales separados. X. En tanto que se hacían los preparativos, atrincherose Psaménito, hijo de Amasis, cerca de la boca del Nilo que llaman Pelusia, esperando allí a Cambises, pues este, al tiempo de invadir con sus tropas el Egipto, no encontró ya vivo a Amasis, el cual acababa de morir después de un reinado feliz de 44 años, en que jamás le sucedió desventura alguna de gran monta. Su cadáver embalsamado se depositó en la sepultura que él mismo se había hecho fabricar en un templo durante su vida. Reinando ya su hijo Psaménito en Egipto, sucedió un portento muy grande y extraordinario para los egipcios, pues llovió en su ciudad de Tebas, donde antes jamás había llovido, ni volvió a llover después hasta nuestros días, según los mismos tebanos aseguran.[251] Es cierto que no suele verse caer una gota de agua en el alto Egipto, y sin embargo, caso extraño, viose entonces en Tebas caer el agua hilo a hilo de los cielos. XI. Salidos los persas de los eriales del desierto, plantaron su campo vecino al de los egipcios para venir con ellos a las manos.[252] Allí fue donde las tropas extranjeras al servicio del Egipto, en parte griegas y en parte carias, llevadas de ira y encono contra Fanes por haberse hecho adalid de un ejército enemigo de otra lengua y nación, maquinaron contra él una venganza bárbara e inhumana. Tenía Fanes unos hijos que había dejado en Egipto, y haciéndolos venir al campo los soldados mercenarios, los presentan en medio de entrambos reales a la vista de su padre, colocan después junto a ellos una gran taza, y sobre ella los van degollando uno a uno, presenciando su mismo padre el sacrificio. Acabada de ejecutar tal carnicería en aquellas víctimas inocentes, mezclan vino y agua con la sangre humana, y habiendo de ella bebido todas las guardias extranjeras, cierran con el enemigo. Empeñada y reñida fue la refriega, cayendo de una y otra parte muchos combatientes, hasta que al fin cedieron el campo los egipcios. XII. Hallándome en el sitio donde se dio la batalla, me hicieron los egipcios observar una cosa que me causó mucha novedad. Vi por el suelo unos montones de huesos, separados unos de otros, que eran los restos de los combatientes caídos en la acción; y dije separados, porque según el sitio que en sus filas habían ocupado las huestes enemigas, estaban allí tendidos de una parte los huesos de los persas, y de otra los de los egipcios. Noté, pues, que los cráneos de los persas eran tan frágiles y endebles que con la menor chinita que se los tire se los pasará de parte a parte; y al contrario, tan sólidas y duras las calaveras egipcias que con un guijarro que se les arroje apenas se podrá romperlas. Dábanme de esto los egipcios una razón a la que yo llanamente asentía, diciéndome que desde muy niño suelen raer a navaja sus cabezas, con lo cual se curten sus cráneos y se endurecen al calor del sol. Y este mismo es sin duda el motivo porque no encalvecen, siendo averiguado que en ningún país se ven menos calvos que en Egipto, y esta es la causa también de tener aquella gente tan dura la cabeza. Y al revés, la tienen los persas tan débil y quebradiza, porque desde muy tiernos la defienden del sol, cubriéndosela con sus tiaras hechas de fieltro a manera de turbantes.[253] Esta es la particularidad que noté en dicho campo, e idéntica es la que noté en los otros persas que, conducidos por Aquemenes, hijo de Darío, quedaron juntamente con su jefe vencidos y muertos por Inaro el libio, no lejos de Papremis. XIII. Volvamos a los egipcios derrotados, que vueltas una vez las espaldas al enemigo en la batalla, se entregaron a la fuga sin orden alguno. Encerráronse después en la plaza de Menfis, adonde Cambises les envió río arriba una nave de Mitilene, en que iba un heraldo persa encargado de convidarlos a una capitulación. Apenas la ven entrar en Menfis, cuando saliendo en tropel de la fortaleza y arrojándose sobre ella, no solo la echan a pique, sino que despedazan a los hombres de la tripulación, y cargando con sus miembros destrozados, como si vinieran de la carnicería, entran con ellos en la plaza. Sitiados después en ella, se entregaron al persa a discreción al cabo de algún tiempo. Pero los libios que confinan con el Egipto, temerosos con lo que en él sucedía, sin pensar en resistir se entregaron a los persas, imponiéndose por sí mismo cierto tributo y enviando regalos a Cambises. Los colones griegos de Barca y de Cirene, no menos amendrentados que los libios, les imitaron en rendirse al vencedor. Diose Cambises por contento y satisfecho con los dones que recibió de los libios; pero se mostró quejoso y aun irritado por los presentes venidos de Cirene, por ser a lo que imaginaba cortos y mezquinos. Y, en efecto, anduvieron con él escasos los cireneos enviándole solamente 500 minas de plata, las que fue cogiendo a puñados y derramando entre las tropas por su misma mano. XIV. Al décimo día después de rendida la plaza de Menfis, ordenó Cambises que Psaménito, rey de Egipto, que solo seis meses había reinado, en compañía de otros egipcios, fuera expuesto en público y sentado en los arrabales de la ciudad, para probar del siguiente modo el ánimo y carácter real de su prisionero. A una hija que Psaménito tenía, mandola luego vestir de esclava enviándola con su cántaro por agua; y en compañía de ella, por mayor escarnio, otras doncellas escogidas entre las hijas de los señores principales vestidas con el mismo traje que la hija del rey. Fueron pasando los jóvenes y damas con grandes gritos y lloros por delante de sus padres, quienes no pudieron menos de corresponderlas gritando y llorando también al verlas tan maltratadas, abatidas y vilipendiadas; pero el rey Psaménito, al ver y conocer a la princesa su hija, no hizo más ademán de dolor que bajar sus ojos y clavarlos en tierra. Apenas habían pasado las damas con sus cántaros, cuando Cambises tenía ya prevenida otra prueba mayor, haciendo que allí mismo, a vista de su infeliz padre, pareciese también el príncipe su hijo con otros 2000 egipcios, todos mancebos principales, todos de la misma edad, todos con dogal al cuello y con mordazas en la boca. Iban estas tiernas víctimas al suplicio para vengar en ellas la muerte de los que en Menfis habían perecido en la nave de Mitilene, pues tal había sido la sentencia de los jueces regios, que murieran diez de los egipcios principales por cada uno de los que, embarcados en dicha nave, habían cruelmente fenecido. Psaménito, mirando los ilustres reos que pasaban, por más que entre ellos divisó al príncipe, su hijo, llevado al cadalso, y a pesar de los sollozos y alaridos que daban los egipcios sentados en torno de él, no hizo más extremo que el que acababa de hacer al ver a su hija. Pasada ya aquella cadena de condenados al suplicio, casualmente uno de los amigos de Psaménito, antes su frecuente convidado, hombre de avanzada edad, despojado al presente de todos sus bienes y reducido al estado de pordiosero, venía por entre las tropas pidiendo a todos suplicante una limosna a vista de Psaménito, el hijo de Amasis, y de los egipcios, partícipes de su infamia y exposición en los arrabales. No bien le ve Psaménito, cuando prorrumpe en gran llanto, y llamando por su propio nombre al amigo mendicante, empieza a desgreñarse dándose con los puños en la frente y en la cabeza. De cuanto hacía el prisionero en cada una de aquellas salidas o espectáculos, las guardias persas que estaban por allí apostadas iban dando cuenta a Cambises. Admirado este de lo que se le relataba por medio de un mensajero, manda hacerle una pregunta: «Cambises, vuestro soberano, dícele el enviado, exige de vos, Psaménito, que le digáis la causa por qué al ver a vuestra hija tan maltratada y el hijo llevado al cadalso, ni gritasteis ni llorasteis, y acabando de ver al mendigo, quien según se le ha informado en nada os atañe ni pertenece, ahora por fin lloráis y gemís». A esta pregunta que se le hacía respondió Psaménito en estos términos: «Buen hijo de Ciro, tales son y tan extremados mis males domésticos que no hay lágrimas bastantes con qué llorarlos; pero la miseria de este mi antiguo valido y compañero es un espectáculo para mí bien lastimoso, viéndole ahora al cabo de sus días y en el linde del sepulcro pobre pordiosero, de rico y feliz que poco antes le veía». Esta respuesta, llevada por el mensajero, pareció sabia y acertada a Cambises; y al oírla, dicen los egipcios que lloró Creso, que había seguido a Cambises en aquella jornada, y lloraron asimismo los persas que se hallaban presentes en la corte de su soberano; y este mismo enterneciose por fin, de modo que dio orden en aquel mismo punto para que sacasen al hijo del rey de la cadena de los condenados a muerte, perdonándole la vida, y desde los arrabales condujesen al padre a su presencia. XV. Los que fueron al cadalso con el perdón no hallaron ya vivo al príncipe, que entonces mismo, por primera víctima, acababa de ser decapitado. A Psaménito se le alzó en efecto del vergonzoso poste y fue en derechura presentado ante Cambises, en cuya corte, lejos de hacerle violencia alguna, se le trató desde allí en adelante con esplendor, corriendo sus alimentos a cuenta del soberano; y aun se le hubiera dado en feudo la administración del Egipto, si no se le hubiera probado que en él iba maquinando sediciones, siendo costumbre y política de los persas el tener gran cuenta con los hijos de los reyes, soliendo reponerlos en la posesión de la corona aun cuando sus padres hayan sido traidores a la Persia. Entre otras muchas pruebas de esta costumbre, no es la menor haberlo practicado así con diferentes príncipes, con Taniras, por ejemplo, hijo de Inaro el libio,[254] el cual recobró de ellos el dominio que había tenido su padre; y también con Pausiris, que recibió de manos de los mismos el estado de su padre Amirteo, y esto cuando quizá no ha habido hasta ahora quien mayores males hayan causado a los persas que Inaro y Amirteo. Pero el daño estuvo en que no dejando Psaménito de conspirar contra su soberano, le fue forzoso llevar por ello su castigo; pues habiendo llegado a noticia de Cambises que había sido convencido de intentar la sublevación de los egipcios, Psaménito se dio a sí mismo una muerte repentina, bebiendo la sangre de un toro: tal fue el fin de este rey. XVI. De Menfis partió Cambises para Sais con ánimo resuelto de hacer lo siguiente: Apenas entró en el palacio del difunto Amasis, cuando sin más dilación mandó sacar su cadáver de la sepultura, y obedecido con toda prontitud, ordena allí mismo que azoten al muerto, que le arranquen las barbas y cabellos, que le puncen con púas de hierro, y que no le ahorren ningún género de suplicio. Cansados ya los ejecutores de tanta y tan bárbara inhumanidad, a la que resistía y daba lugar el cadáver embalsamado, sin que por esto se disolviera la momia, y no satisfecho todavía Cambises, dio la orden impía y sacrílega de que el muerto fuera entregado al fuego, elemento que veneran los persas por dios. En efecto, ninguna de las dos naciones persa y egipcia tienen la costumbre de quemar a sus difuntos; la primera por la razón indicada, diciendo ellos que no es conforme a razón cebar a un dios con la carne cadavérica de un hombre; la segunda por tener creído que el fuego es un viviente animado y fiero, que traga cuanto se le pone delante, y sofocado de tanto comer muere de hartura, juntamente con lo que acaba de devorar.[255] Por lo mismo guárdanse bien los egipcios de echar cadáver alguno a las fieras o a cualesquiera otros animales, antes bien los adoban y embalsaman a fin de impedir que, enterrados, los coman los gusanos. Se ve, pues, que lo que obró Cambises con Amasis era contra el uso de entrambas naciones. Verdad es que si hemos de creer a los egipcios, no fue Amasis quien tal padeció, sino cierto egipcio de su misma edad, a quien atormentaron los persas creyendo atormentar a aquel; lo que, según cuentan, sucedió en estos términos: Viviendo aún Amasis, supo por aviso de un oráculo lo que le esperaba después de su muerte; prevenido, pues, quiso abrigarse antes de la tempestad, y para evitar la calamidad venidera, mandó que aquel hombre muerto que después fue azotado por Cambises fuese depositado en la misma entrada de su sepulcro, dando juntamente orden a su hijo de que su propio cuerpo fuese retirado en un rincón el más oculto del monumento. Pero a decir verdad, estos encargos de Amasis y su oculta sepultura, y el otro cadáver puesto a la entrada, no me parecen sino temerarias invenciones con que los vanos egipcios se pavonean. XVII. Vengado ya Cambises de su difunto enemigo, formó el designio de emprender a un tiempo mismo tres expediciones militares, una contra los carquedonios o cartagineses, otra contra los amonios, y la tercera contra los etíopes macrobios, pueblos que habitan en la Libia sobre las costas del mar Meridional.[256] Tomado acuerdo, le pareció enviar contra los carquedonios sus armadas navales, contra los amonios parte de su tropa escogida, y contra los etíopes unos exploradores que de antemano se informasen del estado de la Etiopía, y procurasen averiguar particularmente si era verdad que existiese allí la mesa del sol, de que se hablaba; y para que mejor pudiesen hacerlo quiso que de su parte presentasen sus regalos al rey de los etíopes. XVIII. Lo que se dice de la mesa del sol es que en los arrabales de cierta ciudad de Etiopía hay un prado que se ve siempre lleno de carne cocida de toda suerte de cuadrúpedos; y esto no es algún portento, pues todos los que se hallan en algún empleo público se esmeran cada cual por su parte en colocar allí de noche aquellos manjares. Venido el día, va el que quiere de los vecinos de la ciudad a aprovecharse de la mesa pública del prado, divulgando aquella buena gente que la tierra misma es la que produce de suyo tal opulencia. Esta es, en suma, la tan celebrada mesa del sol. XIX. Volviendo a Cambises, no bien tomó la resolución de enviar sus espías a la Etiopía, cuando hizo venir de la ciudad de Elefantina a ciertos hombres de los ictiófagos,[257] bien versados en el idioma etiópico; y en tanto que llegaban, dio orden a su armada naval que se hiciera a la vela para ir contra Carquedón o Cartago. Representáronle los fenicios que nunca harían tal, así por no permitírselo la fe de los tratados públicos, como por ser una impiedad que la madre patria hiciera guerra a los colonos sus hijos. No queriendo concurrir, pues, los fenicios a la expedición, lo restante de las fuerzas no era armamento ni recurso bastante para la empresa; y esta fue la fortuna de los carquedonios, que por este medio se libraron de caer bajo el dominio persa; pues entonces consideró Cambises por una parte que no sería razón forzar a la empresa a los fenicios, que de buen grado se habían entregado a la obediencia de los persas, y por otro vio claramente que la fuerza de su marina dependía de la armada fenicia, no obstante de seguirle en la expedición contra el Egipto los naturales de Chipre, vasallos asimismo voluntarios de la Persia. XX. Apenas llegaron de Elefantina los ictiófagos, los hizo partir Cambises para Etiopía, bien informados de la embajada que debían de dar, y encargados de los presentes que debían hacer, que consistían en un vestido de púrpura, en un collar de oro, unos brazaletes, un bote de alabastro lleno de ungüento, y una pipa de vino fenicio. En cuanto a los etíopes a quienes Cambises enviaba dicha embajada, la fama que de ellos corre nos los pinta como los hombres más altos y gallardos del orbe, cuyos usos y leyes son muy distintos de los de las demás naciones, en especial la que mira propiamente a la corona, conforme a la cual juzgan que el más alto de talla entre todos y el que reúna el valor a su estatura debe ser el elegido por rey. XXI. Llegados a esta nación los ictiófagos de Cambises al presentar los regalos al soberano[258] le arengaron en esta forma: «Cambises, rey de los persas, deseoso de ser en adelante vuestro buen huésped y amigo, nos mandó venir para que en su nombre os saludemos, y al mismo tiempo os presentemos de su parte los dones que aquí veis, que son aquellos géneros de que con particular gusto suele usar el mismo soberano para el regalo de su real persona». El etíope, conociendo desde luego que los embajadores no eran más que espías, les dijo: «Ni ese rey de los persas os envía con esos presentes para honrarse de ser mi amigo y huésped, ni vosotros decís verdad en lo que habláis; pues vosotros, bien lo entiendo, venís por espías de mi estado y él nada tiene por cierto de príncipe justo y hombre recto, pues a serlo, no deseara más imperio que el suyo, ni metiera en sujeción a los pueblos que en nada le han ofendido. Por abreviar, entregarle de mi parte este arco que aquí veis, y le daréis juntamente esta mi formal respuesta: El rey de los etíopes aconseja por bien de paz al rey de los persas, que haga la guerra a los macrobios, fiado en el número de vasallos en que es superior a aquel; entonces cuando vea que sus persas encorvan arcos de este tamaño con tanta facilidad como yo ahora doblo este a vuestros ojos; y mientras no vea hacer esto a los suyos, dé muchas gracias a los dioses porque no inspiran a los etíopes el deseo de nuevas conquistas para dilatar más su dominio». XXII. Dijo el etíope, y al mismo punto aflojando su arco lo entrega a los enviados. Toma después en sus manos la púrpura regalada, y pregunta qué venía a ser aquello y cómo se hacía: dícenle los ictiófagos la verdad acerca de la púrpura y su tinte; y él entonces les replica: «Bien va de engaño; tan engañosos son ellos como sus vestidos y regalos». Pregunta después qué significa lo del collar y brazaletes; y como se lo declarasen los ictiófagos diciendo que eran galas para mayor adorno de la persona, riose el rey, y luego: «No hay tal, les replica; no me parecen galas sino grillos, y a fe mía que mejores y más fuertes son los que acá tenemos». Tercera vez preguntó sobre el ungüento; e informado del modo de hacerlo y del uso que tenía, repitió lo mismo que acerca del vestido de púrpura había dicho. Pero cuando llegó a la prueba del vino, informado antes cómo se preparaba aquella bebida, y relamiéndose con ella los labios, continuó preguntando cuál era la comida ordinaria del rey de Persia y cuánto solía vivir el persa que más vivía. Respondiéronle a lo primero que el sustento común era el pan, explicándole juntamente qué cosa era el trigo de que se hacía; y a lo segundo, que el término más largo de la vida de un persa era de ordinario 80 años. A lo cual repuso el etíope que nada extrañaba que hombres alimentados con el estiércol que llamaban pan vivieran tan poco, y que ni aun duraran el corto tiempo que vivían, a no mezclar aquel barro con su tan preciosa bebida, con lo cual indicaba a los ictiófagos el vino, confesando que en ello les hacían ventaja los persas. XXIII. Tomando de aquí ocasión los ictiófagos de preguntarle también cuál era la comida y cuán larga la vida de los etíopes, respondioles el rey que, acerca de la vida, muchos entre ellos había que llegaban a los 120 años, no faltando algunos que alcanzaban a más; en cuanto al alimento, la carne cocida era su comida y la leche fresca su bebida ordinaria. Viendo entonces el rey cuanto admiraban los exploradores una vida de tan largos años, los condujo él mismo a ver una fuente muy singular, cuya agua pondrá al que se bañe en ella más empapado y reluciente que si se untara con el aceite más exquisito, y hará despedir de su húmedo cuerpo un olor de viola finísimo y delicado. Acerca de esta rara fuente referían después los enviados ser de agua tan ligera que nada sufría que sobrenadase en ella, ni madera de especie alguna, ni otra cosa más leve que la madera, pues lo mismo era echar algo en ella, fuese lo que fuese, que irse a fondo al momento. Y en verdad, si tal es el agua cual dicen, ¿no se pudiera conjeturar que el uso que de ella hacen para todo los etíopes, hará que gocen los macrobios de tan larga vida? Desde esta fuente, contaban los exploradores que el rey en persona los llevó en derechura hasta la cárcel pública, donde vieron a todos los presos aherrojados con grillos de oro, lo que no es extraño siendo el bronce entre los etíopes el metal más raro y más apreciado. Vista la cárcel, fueron a ver asimismo la famosa mesa del sol, según la llaman. XXIV. Desde ella partieron hacia las sepulturas de aquella gente, que son, según decían los que las vieron, una especie de urnas de vidrio, preparadas en la siguiente forma: Adelgazado el cadáver y reducido al estado de momia, sea por el medio con que lo hacen los egipcios, sea de algún otro modo, le dan luego una mano de barniz a manera de una capa de yeso, y pintan sobre ella con colores la figura del muerto tan parecida como pueden alcanzar, y así le meten dentro de un tubo hecho de vidrio en forma de columna hueca, siendo entre ellos el vidrio que se saca de sus minas muy abundante y muy fácil de labrar.[259] De este modo, sin echar de sí mal olor, ni ofrecer a los ojos un aspecto desagradable, se divisa al muerto cerrado en su columna transparente, que lo presenta en la apariencia como si estuviera vivo allí dentro. Es costumbre que los deudos más cercanos tengan en su casa por un año estas urnas o columnas, ofreciéndoles entre tanto las primicias de todo, y haciéndoles sacrificios, y que pasado aquel término legítimo las saquen de casa y las coloquen alrededor de la ciudad. XXV. Vistas y contempladas estas cosas extraordinarias, salieron por fin los exploradores de vuelta hacia Cambises, el cual, apenas acabaron de darle cuenta de su embajada, lleno de enojo y furor emprende de repente la jornada contra Etiopía.[260] Príncipe de menguado juicio y de ira desenfrenada, no manda antes hacer provisión alguna de víveres, ni se detiene siquiera en pensar que lleva sus armas al extremo de la tierra; oye a los ictiófagos, y sin más espera, emprende desde luego tan larga expedición, da orden a las tropas griegas de su ejército que allí le aguardan, y manda tocar a marcha a lo restante de su infantería. Cuando estuvo ya de camino, dispuso que un cuerpo de 50.000 hombres, destacado del ejército, partiera hacia los amonios, que al llegar allí los trataran como a esclavos, y pusiesen fuego al oráculo de Zeus Amón; y él mismo en persona, al frente del grueso de sus tropas, continuó su marcha hacia los etíopes. No habían andado todavía una quinta parte del camino que debían hacer, cuando al ejército se le acababan ya los pocos víveres que traía consigo, los que consumidos, se le iban después acabando los bagajes, de que echaban mano para su necesario sustento. Si al ver lo que pasaba desistiera entonces, ya que antes no, de su porfía y contumacia el insano Cambises, dando la vuelta con su ejército, hubiérase portado como hombre cuerdo que si bien puede errar, sabe enmendar el yerro antes cometido; pero no dando lugar aún a ninguna reflexión sabia, llevando adelante su intento, iba prosiguiendo su camino. Mientras que la tropa halló hierbas por los campos, mantúvose de ellas. Mas llegando en breve a los arenales, algunos de los soldados, obligados de hambre extrema, tuvieron que echar suertes sobre sus cabezas, a fin de que uno de cada diez alimentase con su carne a nueve de sus compañeros. Informado Cambises de lo que sucedía, empezó a temer que iba a quedarse sin ejército si aquel diezmo de vidas continuaba; y al cabo, dejando la jornada contra los etíopes, y volviendo a deshacer su camino, llegó a Tebas con mucha pérdida de su gente. De Tebas bajó a Menfis y licenció a los griegos, para que embarcándose se restituyesen a su patria. Tal fue el éxito de la expedición de Etiopía. XXVI. De las tropas que fueron destacadas contra los amonios, lo que de cierto se sabe es que partieron de Tebas y fueron conducidas por sus guías hasta la ciudad de Oasis, colonia habitada, según se dice, por los samios de la fila Escrionia, distante de Tebas siete jornadas, siempre por arenales, y situada en una región a la cual llaman los griegos en su idioma Isla de los Bienaventurados.[261] Hasta este paraje es fama general que llegó aquel cuerpo de ejército; pero lo que después le sucedió, ninguno lo sabe, excepto los amonios o los que de ellos lo oyeron: lo cierto es que dicha tropa ni llegó a los amonios, ni dio atrás la vuelta desde Oasis. Cuentan los amonios que, salidos de allí los soldados, fueron avanzando hacia su país por los arenales: llegando ya a la mitad del camino que hay entre su ciudad y la referida Oasis, prepararon allí su comida, la cual tomada, se levantó luego un viento Noto tan vehemente e impetuoso, que levantando la arena y remolinándola en varios montones, los sepultó vivos a todos aquella tempestad, con que el ejército desapareció: así es al menos como nos lo refieren los amonios. XXVII. Después que Cambises se hubo restituido a Menfis, se apareció a los egipcios su dios Apis, al cual los griegos suelen llamar Épafo, y apenas se dejó ver, cuando todos se vistieron de gala y festejáronle públicamente con grandes regocijos. Al ver Cambises tan singulares muestras de contento y alegría, sospechando en su interior que nacían de la complacencia que tenían los egipcios por el mal éxito de su empresa, mandó comparecer ante sí a los magistrados de Menfis, y teniéndolos a su presencia, les pregunta por qué antes, cuando estuvo en Menfis, no dieron los egipcios muestra alguna de contento, y ahora vuelto de su expedición, en que había perdido parte de su ejército, todo eran fiestas y regocijos. Respondiéronle llanamente los magistrados que entonces puntualmente acababa de aparecérseles su buen dios Apis, quien no se dejaba ver de los egipcios sino alguna vez muy de tarde en tarde, y que siempre que se dignaba visitarles su dios solían festejarle muy alegres y ufanos por la merced que les hacía. Pero Cambises, no bien oída la respuesta, les echó en rostro que mentían, y aun más, los condenó a muerte por embusteros. XXVIII. Ejecutada en los magistrados la sentencia capital, llama Cambises otra vez a los sacerdotes, quienes le dieron cabalmente la misma respuesta y razón acerca de su dios. Replicoles Cambises que si alguno de los dioses visible y tratable se apareciera a los egipcios, no debía escondérsele a él, ni había de ser el último en saberlo; y diciendo esto, manda a los sacerdotes que le traigan al punto al dios Apis, que al momento le llevaron. Debo decir aquí que este dios, sea Apis o Épafo, no es más que un novillo cumplido, hijo de una ternera, que no está todavía en la edad proporcionada de concebir otro feto alguno ni de retenerlo en el útero: así lo dicen los egipcios, que a este fin quieren que baje del cielo sobre la ternera una ráfaga de luz con la cual conciba y para a su tiempo al dios novillo. Tiene este Apis sus señales características, cuales son el color negro con un cuadro blanco en la frente, una como águila pintada en sus espaldas, los pelos de la cola duplicados y un escarabajo remedado en su lengua. XXIX. Volvamos a los sacerdotes, que apenas acabaron de presentar a Cambises su dios Apis, cuando aquel monarca, según era de alocado y furioso, saca su daga, y queriendo dar al Apis en medio del vientre, hiérele con ella en uno de los muslos,[262] y soltando la carcajada, vuelto a los sacerdotes: «Bravos embusteros sois todos, les dice: reniego de vosotros y de vuestros dioses igualmente. ¿Son por ventura de carne y hueso los dioses y expuestos a los filos del hierro? Bravo dios es ese, digno de serlo de los egipcios y de nadie más. Os juro que no os congratularéis de esa mofa que hacéis de mí, vuestro soberano». Dicho esto, mandó inmediatamente a los ministros ejecutores de sentencias, que dieran luego a los sacerdotes doscientos azotes sin piedad; y ordenó también que al egipcio, fuese el que fuese, que sorprendieran festejando al dios Apis se le diera muerte sin demora. Así se les turbó la fiesta a los egipcios, quedaron los sacerdotes bien azotados, y el dios Apis, mal herido en un muslo, tendido en su mismo templo, no tardó en expirar, si bien no le faltó el último honor de lograr a hurto de Cambises sepultura sagrada que le procuraron los sacerdotes viéndole muerto de la herida. XXX. En pena de este impío atentado, según nos cuentan los egipcios, Cambises, antes ya algo demente, se volvió al punto loco furioso. Dio principio a su violenta manía persiguiendo al príncipe Esmerdis,[263] hermano suyo de padre y madre, al cual desterró de su corte de Egipto haciéndole volver a Persia, movido de envidia por haber sido aquel el único que llegó a encorvar cerca de dos dedos el arco etíope traído por los ictiófagos, lo que nadie de los demás persas había podido lograr. Retirado a Persia el príncipe Esmerdis, tuvo Cambises entre sueños una visión en que le parecía ver un mensajero venido de la Persia con la nueva de que Esmerdis, sentado sobre un regio trono, tocaba al cielo con la cabeza. No necesitó más Cambises para ponerse a cubierto de su sueño con un temerario fratricidio, receloso de que su hermano no quisiese asesinarle con deseos de apoderarse del imperio. Envía luego a Persia, con orden secreta de matar a su hermano, al privado que tenía de su mayor satisfacción, llamado Prexaspes; y en efecto, habiendo este subido a Susa, dio muerte a Esmerdis, bien sacándole a caza, según unos, o bien, según otros, llevándole al mar Eritreo y arrojándole allí al profundo de las aguas. XXXI. Este fratricidio quieren que sea la primera de las locuras y atrocidades de Cambises. La segunda la ejecutó bien pronto en una princesa que le había acompañado al Egipto, siendo su esposa, y al mismo tiempo su hermana de padre y madre.[264] He aquí cómo sucedió este incestuoso casamiento. Entre los persas no había ejemplar todavía de que un hermano hubiese casado jamás con su misma hermana; pero Cambises, criminalmente preso del amor de una de sus hermanas, a quien quería tomar por esposa, viendo que iba a hacer en esto una cosa nueva y repugnante a la nación, después de convocar a los jueces regios les pregunta si alguna de las leyes patrias ordenaba que un hermano casara con su hermana queriéndola tomar por esposa: estos jueces regios o consejeros áulicos son entre los persas ciertos letrados escogidos de la nación, cuyo empleo suele de suyo ser perpetuo, sino en caso de ser removidos en pena de algún delito personal.[265] Su oficio es ser intérpretes de las leyes patrias y árbitros en sus decisiones de todas las controversias nacionales. Pero más cortesanos que jueces en la respuesta dada a Cambises, no protestando menos celo de la justicia que atendiendo a su propia conveniencia, dijeron que ninguna ley hallaban que ordenase el matrimonio de hermano con hermana, pero sí hallaban una que autorizaba al rey de los persas para hacer cuanto quisiese. Dos ventajas lograban de este modo; la de no abrogar la costumbre recibida, temiendo que Cambises no los perdiera por prevaricadores, y la de lisonjear la pasión del soberano en aquel casamiento, citando una ley a favor de su despotismo. Casose entonces Cambises con su hermana, de quien se había dejado prendar, y sin que pasara mucho tiempo, tomó también por esposa a otra hermana, que era la más joven de las dos, a quien quitó la vida habiéndola llevado consigo en la jornada de Egipto. XXXII. La muerte de esta princesa, no menos que la de Esmerdis, se cuenta de dos maneras. He aquí cómo la cuentan los griegos: Cambises se entretenía en hacer reñir entre sí dos cachorritos, uno de león y otro de perro, y tenía allí mismo a su mujer que los estaba mirando. Llevaba el perrillo la peor parte en la pelea; pero viéndolo otro perrillo su hermano, que estaba allí cerca atado, rota la prisión, corrió al socorro del primero, y ambos unidos pudieron fácilmente vencer al leoncillo. Dio mucho gusto el espectáculo a Cambises, pero hizo sallar las lágrimas a su esposa, que estaba sentada a su lado. Cambises, que lo nota, pregúntale por qué llora, a lo que ella responde que al ver salir el cachorro a la defensa de su hermano, se le vino a la memoria el desgraciado Esmerdis, y que esta triste idea, junto con la reflexión de que no había tenido el infeliz quien por él volviese, le había arrancado lágrimas. Esta vehemente réplica, según los griegos, fue el motivo por que Cambises la hizo morir. Pero los egipcios lo refieren de otro modo: sentados a la mesa Cambises y su mujer, iba esta quitando una a una las hojas a una lechuga: preguntándole después a su marido cómo le parecía mejor la lechuga, desnuda como estaba, o vestida de hojas como antes, y respondiéndole Cambises que mejor le parecía vestida: «Pues tú, le replica su hermana, has hecho con la casa de Ciro lo que a tu vista acabo de hacer con esta lechuga, dejándola desnuda y despojada». Enfurecido Cambises, diole allí de coces, y subiéndosele sobre el vientre, hizo que abortara y que de resultas del aborto muriera. XXXIII. A tales excesos de inhumano furor e impía locura contra los suyos se dejó arrebatar Cambises, ora fuese efecto de la venganza de Apis, ora de algún otro principio, pues que entre los hombres suelen ser muchas las desventuras y varias las causas de donde dimanan. No tiene duda que se dice de Cambises haber padecido desde el vientre de su madre la grande enfermedad de gota coral, a quien llaman algunos morbo sagrado: ¿qué mucho fuera, pues, que de resultas de tan grande enfermedad corporal hubiera padecido su fantasía y trastornádose su razón? XXXIV. Además de sus deudos, enfureciose también contra los demás persas el insano Cambises, según harto lo manifiesta lo que, como dicen, sucedió con Prexaspes, su íntimo privado, introductor de los recados, mayordomo de sala, cuyo hijo era su copero mayor, empleo de no poca estima en palacio. Hablole, pues, Cambises en esta forma: «Dime, Prexaspes: ¿qué concepto tienen formado de mí los persas?, ¿con qué ojos me miran?, ¿qué dicen de mi?». «Grandes son, señor, respondió Prexaspes, los elogios que de vos hacen los persas; solo una cosa no alaban, diciendo que gustáis algo del vino». Apenas hubo dicho esto acerca de la opinión de los persas, cuando fuera de sí de cólera, replicole Cambises: «¿Y eso es lo que ahora me objetan? ¿Eso dicen de mí los persas, que tomado del vino pierdo la razón? Mentían, pues, en lo que antes decían». Con estas palabras aludía Cambises a otro caso antes acaecido: hallándose una vez con sus ministros y consejeros, y estando también Creso en la asamblea de los persas, preguntoles el rey cómo pensaban de su persona y si le miraban los vasallos por igual a su padre Ciro. Respondiéronle sus consejeros que hacía ventajas aun a Ciro, cuyos dominios no solo conservaba en su obediencia, sino que les había añadido las conquistas del Egipto y de las costas del mar. Creso, presente a la junta y poco satisfecho de la respuesta que oía de boca de los persas, vuelto hacia Cambises le dijo: «Pues a mí no me parecéis, hijo del gran Ciro, ni igual ni semejante a vuestro padre, cuando todavía no nos habéis sabido dar un hijo tal y tan grande como Ciro nos lo supo dejar en vos». Cayó en gracia a Cambises la fina lisonja de Creso, y celebrola por discreta. XXXV. Haciendo, pues, memoria de este suceso anterior, Cambises, lleno entonces de enojo, continuó su diálogo con Prexaspes. «Aquí mismo, pues, quiero que veas con tus ojos si los persas aciertan o desatinan en decir que pierdo la razón. He aquí la prueba que he de hacer: voy a disparar una flecha contra tu hijo, contra ese mismo que está ahí en mi antesala: si le diere con ella en medio del corazón, será señal de que los persas desatinan; pero si no la clavare en medio de él, yo mismo me daré por convencido de que aciertan en lo que de mí dicen, y que yo soy el que no atino». Dice, apunta su arco, y tira contra el mancebo: cae este, y mándale abrir Cambises para registrar la herida. Apenas halló la flecha bien clavada en medio del corazón, dio una gran carcajada, y habló así con el padre del mancebo, presente allí a la anatomía del hijo: «¿No ves claramente, Prexaspes, que no soy yo quien, perdido el juicio, no atina, sino los persas los que van fuera de tino y razón? Y si no, dime ahora: ¿viste jamás otro que así sepa dar en el blanco, como yo he sabido darle en medio del corazón?». Bien conoció Prexaspes que estaba el rey totalmente fuera de sí, y temeroso de que no convirtiera contra él mismo su furor: «Señor, le dice, os juro que la mano misma de Dios no pudo ser más certera». No hubo más por entonces; pero después, en otro sitio y ocasión, hizo el furioso Cambises otra barbarie semejante con doce persas principales, mandándolos enterrar vivos y cabeza abajo, sin haber ellos dado motivo en cosa de importancia. XXXVI. Viendo, pues, Creso el lidio los atroces desafueros que iba cometiendo Cambises, pareciole sería bien darle un aviso, y así abocándose con él: «Señor, le dice, no conviene soltar la rienda a la dulce ira de la juventud, antes es mejor tirarla, reprimiéndoos a vos mismo. Bueno es prever lo que pueda llegar, y mejor aún prevenirlo: vos, señor, dais la muerte a muchos hombres, la dais también a algunos mozos vuestros, sin haber sido antes hallados reos, ni convencidos de culpa alguna notable: los persas quizá, si continuáis en esa conducta, se os podrán sublevar. Me perdonaréis esta libertad que tomo en atención a que Ciro vuestro padre, con las mayores veras, me encargó que cuando lo juzgase necesario os asistiese con mis prevenciones y avisos». Aconsejábale Creso con mucho amor y cortesía; pero Cambises le contestó con esta insolencia: «Y tú, Creso, ¿tienes osadía de avisar y aconsejar a Cambises? ¿Tú que tan bien supiste mirar por tu casa y corona; tú que tan buen expediente diste a mi padre, aconsejándole que pasara el Araxes contra los maságetas cuando querían pasar a nuestros dominios? Dígote que con tu mala política te perdiste a ti, juntamente con tu patria, y con tu elocuencia engañaste a Ciro y acabaste con la vida de mi padre. Pero ya es tiempo que no te felicites más por ello, pues mucho hace ya que con un pretexto cualquiera debiera yo haberme librado de ti». No bien acaba de hablar en este tono, cuando va por su arco para dispararlo contra Creso; pero este, anticipándosele, sale corriendo hacia fuera. Cambises, viendo que no puede alcanzarle ya con sus flechas, ordena a gritos a sus criados que cojan y maten a aquel hombre; pero ellos, que tenían bien conocido a su amo, y profundamente sondeado su variable humor, tomaron el partido de ocultar entretanto a Creso. Su mira era cauta y doble, o bien para volver a presentar a Creso vivo y salvo, en caso de que Cambises arrepentido lo echara menos, esperanzados de ganar entonces albricias por haberle salvado, o bien de darle muerte después, caso de que el rey, sin mostrar pesar por su hecho, no deseara que Creso viviese. No pasó, en efecto, mucho tiempo sin que Cambises deseara de nuevo la compañía y gracia de Creso; sábenlo los familiares, y le dan alegres la nueva de que tenían vivo a Creso todavía. «Mucho me alegro, dijo Cambises al oírlo, de la vida y salud de mi buen Creso; pero vosotros que me lo habéis conservado vivo no os alegraréis por ello, pues pagaréis con la muerte la vida que le habéis dado». Y como lo dijo lo ejecutó. XXXVII. De esta especie de atentados, no menos locos que atroces, hizo otros muchos Cambises, así con sus persas, como con los aliados de la corona en el tiempo que se detuvo en Menfis, donde con nota de impío iba abriendo los antiguos monumentos y diciendo mil gracias insolentes y donosas contra las momias egipcias. Entonces fue también cuando entró en el templo de Hefesto, y se divirtió en él, haciendo burla y mofa de su ídolo, tomando ocasión de su figurilla, muy parecida en verdad a los dioses _Pataicos_ fenicios que en las proas de sus naves suelen llevar los de Fenicia. Estos dioses, por si acaso alguno jamás los vio, voy a dibujarlos aquí en un rasgo solo, con decir que son unos muñecos u hombres pigmeos. Quiso asimismo Cambises entrar en el templo de los Cabiros,[266] donde nadie más que a su sacerdote es lícita la entrada; con cuyas estatuas tuvo mucho que reír y mofar, haciendo después del escarnio que las quemaran. Estas estatuas vienen a ser como la de Hefesto, de quien se dice son hijos los Cabiros. XXXVIII. Por fin, para hablar con franqueza, Cambises me parece a todas luces un loco insensato; de otro modo, ¿cómo hubiera dado en la ridícula manía de escarnecer y burlarse de las cosas sagradas y de los usos religiosos? Es bien notorio lo siguiente: que si se diera elección a cualquier hombre del mundo para que de todas las leyes y usanzas escogiera para sí las que más le complacieran, nadie habría que al cabo, después de examinarlas y registrarlas todas, no eligiera las de su patria y nación. Tanta es la fuerza de la preocupación nacional, y tan creídos están los hombres que no hay educación, ni disciplina, ni ley, ni moda como la de su patria. Por lo que parece que nadie sino un loco pudiera burlarse de los usos recibidos de que se burlaba Cambises. Dejando aparte mil pruebas de que tal es el sentimiento común de los hombres, mayormente en lo que mira a las leyes y ceremonias patrias, el siguiente caso puede confirmarlo muy señaladamente. En cierta ocasión hizo llamar Darío a unos griegos, sus vasallos, que cerca de sí tenía, y habiendo comparecido luego, les hace esta pregunta: «¿Cuánto dinero querían por comerse a sus padres al acabar de morir?». Respondiéronle luego que por todo el oro del mundo no lo harían. Llama inmediatamente después a unos indios titulados calatias, entre los cuales es uso común comer el cadáver de sus propios padres: estaban allí presentes los griegos, a quienes un intérprete declaraba lo que se decía: venidos los indios, les pregunta Darío cuánto querían por permitir que se quemaran los cadáveres de sus padres; y ellos luego le suplicaron a gritos que no dijera por los dioses tal blasfemia. ¡Tanta es la prevención a favor del uso y de la costumbre! De suerte que cuando Píndaro hizo a la costumbre árbitra y déspota de la vida, habló a mi juicio como filósofo más que como poeta. XXXIX. Pero dejando reposar un poco al furioso Cambises, al mismo tiempo que hacía su expedición contra el Egipto, emprendían otra los lacedemonios hacia Samos[267] contra Polícrates, hijo de Eaces, que en aquella isla se había levantado. Al principio de su tiranía, dividido en tres partes el estado, repartió una a cada uno de sus dos hermanos; pero poco después reasumió el mando de la isla entera, dando muerte a Pantagnoto, uno de ellos, y desterrando al otro, Silosonte, el más joven de los tres. Dueño ya único y absoluto del estado, concluyó un tratado público de amistad y confederación con Amasis, rey de Egipto, a quien hizo presentes y de quien asimismo los recibió. En muy poco tiempo subieron los asuntos de Polícrates a tal punto de fortuna y celebridad, que así en Jonia como en lo restante de Grecia, se oía solo en boca de todos el nombre de Polícrates, observando que no emprendía expedición alguna en que no le acompañase la misma felicidad. Tenía, en efecto, una armada naval de 100 _pentecónteros_, y un cuerpo de mil alabarderos a su servicio; atropellábalo todo sin respetar a hombre nacido; siendo su máxima favorita que sus amigos le agradecerían más lo restituido que lo nunca robado. Apoderose a viva fuerza de muchas de las islas vecinas, y de no pocas plazas del continente. En una de sus expediciones, ganada una victoria naval a los lesbios, los cuales habían salido con todas sus tropas a la defensa de los de Mileto, los hizo prisioneros, y cargados de cadenas les obligó a abrir en Samos el foso que ciñe los muros de la plaza. XL. Entretanto, Amasis no miraba con indiferencia la gran prosperidad de Polícrates su amigo, antes se informaba con gran curiosidad del estado de sus negocios; y cuando vio que iba subiendo de punto la fortuna de su amigo, escribió en un papel esta carta y se la envió en estos términos:[268] «Amasis a Polícrates. — Por más que suelan ser de gran consuelo para el hombre las felices nuevas que oye de los asuntos de un huésped y amigo suyo, con todo, no me satisface lo mucho que os lisonjea y halaga la fortuna, por cuanto sé bien que los dioses tienen su poco de celos o de envidia. En verdad prefiriera yo para mí, no menos que para las personas que de veras estimo, salir a veces con mis intentos, y a veces que me saliesen frustrados, pasando así la vida en una alternativa de ventura y desventura, que verlo todo llegar prósperamente. Dígote esto, porque te aseguro que de nadie hasta ahora oí decir que después de haber sido siempre y en todo feliz, a la postre no viniera al suelo estrepitosamente con toda su dicha primera. Sí, amigo, créeme ahora, y toma de mí el remedio que voy a darte contra los engañosos halagos de la fortuna. Ponte solo a pensar cuál es la cosa que más estima te merece, y por cuya pérdida más te dolieras en tu corazón: una vez hallada, apártala lejos de ti, de modo que nunca jamás vuelva a parecer entre los hombres. Aun más te diré: que si practicada una vez esta diligencia no dejara de perseguirte con viento siempre en popa la buena suerte, no dejes de valerte a menudo de este remedio que aquí te receto». XLI. Leyó Polícrates la carta, y se hizo cargo de la prudencia del aviso que le daba Amasis; y poniéndose luego a discurrir consigo mismo cuál de sus alhajas sintiera más perder, halló que sería sin duda un sello que solía siempre llevar, engastado en oro y grabado en una esmeralda, pieza trabajada por Teodoro el samio, hijo de Telecles. Al punto mismo, resuelto ya a desprenderse de su sello querido, escoge un medio para perderlo adrede, y mandando equipar uno de sus _pentecónteros_, se embarca en él, dando orden de engolfarse en alta mar, y lejos ya de la isla, quítase el sello de su mano a vista de toda la tripulación, y arrojándolo al agua, manda dar la vuelta hacia el puerto, volviendo a casa triste y melancólico sin su querido anillo. XLII. Pero al quinto o sexto día de su pérdida voluntaria le sucedió una rara aventura. Habiendo cogido uno de los pescadores de Samos un pescado tan grande y exquisito que le parecía digno de presentarse a Polícrates, va con él a las puertas de palacio, diciendo querer entrar a ver y hablar a Polícrates su señor. Salido el recado de que entrase, entra alegre el pescador, y al presentar su regalo: «Señor, le dice, quiso la buena suerte que cogiera ese pescado que ahí veis, y mirándolo desde luego por un plato digno de vuestra mesa, aunque vivo de este oficio y trabajo de mis manos, no quise sacar a la plaza este pez tan regalado; tened, pues, a bien recibir de mí este regalo». Contento Polícrates con la bella y simple oferta del buen pescador, le respondió así: «Has hecho muy bien, amigo; dos placeres me haces en uno, hablándome como me hablas, y regalándole como me regalas con ese pescado tan raro y precioso: quiero que seas hoy mi convidado».[269] Piénsese cuán ufano se volvería el pescador con la merced y honra que se le hacía. Entretanto, los criados de Polícrates al aderezar y partir el pescado, hallan en su vientre el mismo sello de su amo poco antes perdido. No bien lo ven y reconocen, cuando muy alegres por el hallazgo, van con él y lo presentan a Polícrates, diciéndole dónde y cómo lo habían hallado. A Polícrates pareció aquella aventura más divina que casual, y después de haber notado circunstanciadamente en una carta cuanto había practicado en el asunto y cuanto casualmente le había acontecido, la envió a Egipto. XLIII. Leyó Amasis la carta que acababa de llegarle de parte de Polícrates, y por su contenido conoció luego y vio estar totalmente negado a un hombre librar a otro del hado fatal que amenaza su cabeza, acabándose entonces de persuadir que Polícrates, en todo tan afortunado que ni aun lo que abandonaba perdía, vendría por fin al suelo consigo y con toda su dicha. Por efecto de la carta hizo Amasis entender a Polícrates, por medio de un embajador enviado a Samos, que anulando los tratados renunciaba a la amistad y hospedaje público que con él tenía ajustado; en lo cual no era otra su mira sino la de conjurar de antemano la pesadumbre que sin duda sintiera mucho mayor en su corazón sí viniera a descargar contra Polícrates el último y fatal golpe que la fortuna le tenía guardado, siendo todavía su huésped y público amigo. XLIV. Contra este hombre en todo tan afortunado hacían una expedición los lacedemonios, como antes decía, llamados al socorro por ciertos samios mal contentos de su tirano, quienes algún tiempo después fundaron en Creta la ciudad de Cidonia. El origen de esta guerra fue el siguiente: noticioso Polícrates de la armada que contra el Egipto iba juntando Cambises, hijo de Ciro, pidiole por favor, enviándole a este fin un mensajero, que tuviera a bien despachar a Samos una embajada que le convidase a concurrir también con sus tropas a la jornada. Recibido este aviso, Cambises destinó gustoso un enviado a Samos pidiendo a Polícrates quisiera juntar sus naves con la armada real que se aprestaba contra el Egipto. Polícrates, que llevaba muy estudiada la respuesta, entresacando de entre sus paisanos aquellos de quienes sospechaba estar dispuestos para alguna sublevación, los envió en 40 galeras a Cambises, suplicándole no volviera a remitírselos a su casa. XLV. Dicen algunos sobre el particular, que no llegaron a Egipto los samios enviados y vendidos por Polícrates, sino que estando ya de viaje en las aguas de la isla de Cárpatos acordaron no pasar adelante en una reunión que entre sí tuvieron, recelosos de la mala fe del tirano. Cuentan otros que llegados ya al Egipto, observando que allí se les ponían guardias, huyeron secretamente, y que de vuelta a Samos, Polícrates, saliéndoles a recibir con sus naves, les presentó la batalla, en la cual, quedando victoriosos los que volvían del Egipto, llegaron a desembarcar en su isla, de donde se vieron obligados a navegar hacia Lacedemonia, vencidos por tierra en una segunda batalla. Verdad es que no falta quien diga que también por tierra salieron vencedores de Polícrates en el segundo combate los samios recién vueltos del Egipto; pero no me parece probable, cualquiera que sea quien lo afirme. Pues si así hubiera sucedido, ¿que necesidad tuvieran los restituidos a Samos de llamar en su ayuda a los lacedemonios, siendo por sí bastantes para hacer frente y derrotar a Polícrates? Y por otra parte, ¿qué razón persuade que por un puñado de gente recién vuelta de su viaje pudiera ser vencido en campo de batalla un tirano que, además de la mucha tropa asalariada para su defensa, tenía gran número de flecheros por guardias de su casa y persona? Tanto más, cuanto que al tiempo de darse la batalla, sábese que Polícrates tenía encerrados en el arsenal a los hijos y mujeres de los demás samios fieles, estando todo a punto para pegar fuego al arsenal y abrasar vivas todas aquellas víctimas en él encerradas, caso de que sus samios se pasaran a las filas y al partido de los que volvían de la expedición de Egipto. XCVI. Llegados a Esparta los samios echados de la isla por el tirano Polícrates, y presentados ante los magistrados como hombres reducidos al extremo de miseria y necesidad, hicieron un largo discurso pidiendo se les quisiera socorrer. Respondiéronles los magistrados en aquella primera audiencia, más a lo burlesco que a lo lacónico, que no recordaban ya el principio, ni habían entendido el fin de la arenga. En otra segunda audiencia que lograron los samios, sin cuidarse de retórica ni discursos, presentando a vista de todos sus alforjas, solo dijeron que estaban vacías y pedían algo por caridad. A lo cual se les respondió que harto había con presentar vacías las alforjas, sin ser menester que pidiesen por caridad; y se resolvió darles socorro. XLVII. Hechos en efecto los preparativos, emprendieron su expedición contra Samos, con la mira, según dicen los samios, de pagarles el beneficio que de ellos habían antes recibido los lacedemonios, cuando con sus naves les socorrieron contra los mesenios; aunque si estamos a lo que los mismos lacedemonios aseguran, no tanto pretendían en aquella jornada vengar a los que les pedían socorro, como vengarse de dos presas que se les habían hecho, una de cierta copa grandiosa que enviaban a Creso,[270] otra de un precioso coselete que les enviaba por regalo Amasis, rey de Egipto, el cual los samios habían interceptado en sus piraterías un año antes de robarles la copa regalada a Creso. Era aquel peto una especie de tapiz de lino entretejido con muchas figuras de animales y bordado con hilos de oro y de cierta lana de árbol, pieza en verdad digna de verse y admirarse, así por lo dicho como particularmente por contener el urdimbre de cada lizo, no obstante de ser muy sutil, 360 hilos, todos bien visibles y notables.[271] Igual a este es el peto que el mismo Amasis consagró en Lindos a Atenea. XLVIII. Con mucho empeño concurrieron los corintios a que se efectuase dicha expedición a Samos, resentidos contra los samios, de quienes una era antes de esta expedición, y al tiempo mismo en que fue robada la mencionada copa a los lacedemonios, habían recibido una injuria con el siguiente motivo. Periandro, hijo de Cípselo, enviaba a Sardes, al rey Aliates, 300 niños tomados de las primeras familias de Córcira, con el destino de ser reducidos a la condición de eunucos. Habiendo de camino tocado en Samos los corintios que conducían a los desgraciados niños, informados los samios del motivo y destino con que se los llevaba a Sardes, lo primero que con ellos hicieron fue prevenirles que se refugiasen al templo de Artemisa. Refugiados allí los niños, no permitiendo, por una parte los samios a los corintios que se les sacase del asilo con violencia, ni consintiendo, por otra, los corintios a aquellos que llevasen de comer a los refugiados, discurrieron los samios para socorrer a los niños instituir cierta fiesta que se celebra todavía del mismo modo. Consistía en que venida la noche, todo el tiempo que los niños se mantuvieron allí refugiados, las doncellas y mancebos de Samos armaban sus coros y danzas, introduciendo en ellas la costumbre de llevar cada cual su torta hecha con miel, de forma que pudieran tomarla los niños, que en efecto la tomaban para su sustento. Dilatose tanto la fiesta, que al cabo, cansadas de aguardar en vano las guardias corintias, se retiraron de la isla, y los samios restituyeron a Córcira aquella tropa de niños sin castrar.[272] XLIX. Bien veo que si muerto Periandro hubieran corrido los corintios en buena armonía con los naturales de Córcira, no hubiera sido bastante la pasada injuria para que tanto favorecieran aquellos la jornada de Samos. Mas, por desgracia, los dos pueblos desde que la isla se pobló[273] nunca han podido tener un día de paz y sosiego: y así es que los corintios deseaban tomar venganza de los de Samos por la injuria referida. Por lo que toca a Periandro, el motivo que le movió a enviar a Sardes los niños escogidos y sacados de entre los principales vecinos de Córcira para que fuesen hechos eunucos, fue el deseo de vengarse de un atentado mayor que contra él habían cometido aquellos naturales. L. Para declarar el hecho, debe saberse que después que Periandro quitó la vida a su misma esposa Melisa, quiso el destino que tras aquella calamidad le sucediese también otra doméstica. Tenía en casa dos hijos habidos en Melisa, los dos aún mancebos, uno de 16 y otro de 18 años de edad. Habiéndolos llamado a su corte su abuelo materno, Procles, señor de Epidauro,[274] los recibió con mucho cariño y los agasajó como convenía y como suelen los abuelos a sus nietos. Al tiempo de volverse los jóvenes a Corinto, habiendo salido Procles acompañándolos por largo trecho, les dijo estas palabras al despedirse: «¡Ah, hijos míos, si sabéis acaso quién mató a vuestra madre!». El mayor no hizo alto en aquella expresión de despedida; pero al menor, llamado Licofrón, le impresionó de tal modo, que vuelto a Corinto, ni saludar quiso a su padre, que había sido el matador, ni responder a ninguna pregunta que le hiciera; llegando a tal punto que Periandro, lleno de enojo, echó al hijo fuera de su casa. LI. Echado su hijo menor, procuró Periandro saber del mayor lo que les había dicho y prevenido su abuelo materno. El mozo, sin acordarse de la despedida de Procles, a que no había particularmente atendido, dio cuenta a su padre de las demostraciones de cariño con que habían sido recibidos y tratados por el abuelo; pero replicándole Periandro que no podía menos de haberles aquel sugerido algo más, y porfiando mucho al mismo tiempo en querer saberlo todo puntualmente, hizo por fin memoria el hijo de las palabras que usó con ellos el abuelo al despedirse y las refirió a su padre. Bien comprendió Periandro lo que significaba aquella despedida; mas con todo nada quiso aflojar del rigor que usaba con su hijo, sino que, enviando orden al dueño de la casa donde se había refugiado, le prohibió darle acogida en ella. Echado el joven de su posada, se acogió de nuevo a otra, de donde por las amenazas de Periandro y por la orden expresa para que de allí se le sacara, fue otra vez arrojado. Despedido segunda vez de su albergue, fuese a guarecer a casa de unos amigos y compañeros suyos, quienes, no sin mucho miedo y recelo, al cabo por ser hijo de Periandro, resolvieron darle acogida. LII. Por abreviar la narración, mandó Periandro publicar un bando para que nadie admitiera en su casa a su hijo ni le hablara palabra, so pena de cierta multa pecuniaria que en él se imponía, pagadera al templo de Apolo. En efecto, publicado ya este pregón, nadie hubo que le quisiera saludar ni menos recibir en su casa, mayormente cuando el mismo joven por su parte no tenía por bien solicitar a nadie para que contraviniera al edicto de su padre, sino que sufriendo con paciencia la persecución paterna, vivía bajo los portales de la ciudad, andando de unos a otros. Cuatro días habían ya pasado, y viéndole el mismo Periandro transido de hambre, desfigurado y sucio, no le sufrió más el corazón tratarle con tanta aspereza; y así, aflojando su rigor, se le acercó y le habló de esta manera: «¡Por vida de los dioses, hijo mío! ¿Cuándo acabarás de entender lo que mejor te está, si el verte en la miseria en que te hallas, o tener parte en las comodidades del principado que poseo, solo con mostrarte dócil y obediente a tu padre? ¿Es posible que, siendo tú hijo mío y señor de Corinto la rica y feliz, te afirmes en tu obstinación y ciego de enojo contra tu mismo padre, a quien ni la menor seña de disgusto debieras dar en tu semblante, quieras a pesar mío vivir cual pordiosero? ¿No consideras, niño, que si alguna desgracia hubo en nuestra casa, de resultas de la cual me miras sin duda con tan malos ojos, yo soy el que llevé la peor parte de aquel mal, y que pago ahora con usura la culpa que en ello cometí? Al presente bien has podido experimentar cuánto más vale envidia que compasión, tocando a un tiempo con las manos los inconvenientes de enemistarte con los tuyos y con tus mayores y de resistirles tenazmente. Ea, vamos de aquí, y al palacio en derechura». Así se explicaba Periandro con el obstinado mancebo; pero el hijo no dio a su padre más respuesta que decirle pagase luego a Apolo la multa en que acababa de incurrir por haberle hablado. Con esto vio claramente Periandro que había llegado al extremo el mal de su hijo, ni admitía ya cura ni remedio, y determinado desde aquel punto a apartarlo de sus ojos, embarcándole en una nave le envió a Córcira, de donde era también soberano. Pero queriendo vengar la contumacia del hijo en la cabeza del que reputaba por autor de tanta desventura, hizo la guerra a su suegro Procles, a quien cautivó después de tomar por fuerza a Epidauro. LIII. No obstante lo referido, como Periandro, corriendo el tiempo y avanzando ya en edad, no se hallase con fuerzas para atender al gobierno y despacho de los negocios del estado, envió a Córcira un diputado que de su parte le dijera a Licofrón que viniese a encargarse del mando; pues en el hijo mayor,[275] a quien tenía por hombre débil y algo menguado, no reconocía talento suficiente para el gobierno. Pero, caso extraño, el contumaz Licofrón no se dignó responder una sola palabra al enviado de su padre: y con todo, el viejo Periandro, más enamorado que nunca del mancebo, hizo que una hija suya partiese a Córcira, esperando vencer al obstinado príncipe por medio de su hermana, y conseguir el objeto de sus ansias y deseos. Llegada allá, hablole así la hermana: «Dime, niño, por los dioses: ¿has de querer que el mando pase a otra familia, y que la casa de tu padre se pierda, antes que volver a ella para tomar las riendas del gobierno? Vente a casa conmigo, y no más tenacidad contra tu mismo bien. No saber ceder es de insensatos; no dejes curarte la uña, y vendrás a quedar cojo. Más vale comúnmente un ajuste moderado cediendo cada cual algo de su derecho, que andar siempre en litigios. ¿Ignoras que muchas veces el ahínco en defender a la madre hace que se pierda la herencia del padre? La corona es movediza, y tiene muchos pretendientes que no la dejarán caer en tierra. Nuestro padre está ya viejo y decaído; ven y no permitas que se alce un extraño con lo tuyo». Tales eran las razones que la hija, bien prevenida y enseñada por su padre, proponía a Licofrón, y eran, en efecto, las más eficaces y poderosas; y con todo la respuesta del hijo se ciñó a manifestar que mientras supiera que vivía en Corinto su padre, jamás seguramente volvería allá. Después que la hija dio cuenta de su embajada, Periandro, por medio de un diputado que tercera vez envió a su hijo, hízole decir de su parte que viniera él a Corinto, donde le sucedería en el mando, que renunciaba a su favor, queriendo él mismo pasar a Córcira. Admitido con esta condición el partido, disponíanse entrambos para el viaje, el padre para pasar a Córcira, el hijo para restituirse a Corinto. Noticiosos entretanto los corcíreos de lo concertado, dieron muerte al joven Licofrón para impedir que viniese a su isla el viejo Periandro.[276] Tal era, pues, el atentado de que este tomaba satisfacción en los corcíreos. LIV. Pero volviendo a tomar el hilo de la narración, después que los lacedemonios desembarcaron en Samos sus numerosas tropas, desde luego pusieron sitio a la ciudad. Avanzando después hacia los muros y pasando más allá del frente que está junto al mar en los arrabales de la plaza, salió Polícrates contra ellos con mucha gente armada y logró arrojarlos de aquel puerto. Pero habiendo las tropas mercenarias y muchas de las milicias de Samos salido de otro fuerte situado en la pendiente de un monte vecino, sucedió que sostenido por algún tiempo el ataque de los lacedemonios, fueron los samios al cabo deshechos y derrotados, y no pocos quedaros muertos allí mismo en el alcance que seguían los enemigos. LV. Y si todos los lacedemonios allí presentes hubieran obrado con el ardor con que en lo fuerte del alcance obraron dos de ellos, Arquias y Licopas, Samos hubiera sido tomada sin falta en aquella refriega. Mas por desgracia no fueron sino los dos los que en la retirada de los samios tuvieron valor y osadía para seguirles hasta dentro de la misma plaza; de donde, cerrado después el paso, no pudiendo salir, murieron con las armas en la mano. No dejaré de notar de paso que hablé yo mismo con cierto Arquias, nieto de aquel valiente de que arriba hablaba, e hijo de Samio, habiéndole visto en Pitana, su propio pueblo. Con ningunos huéspedes se esmeraba tanto este Arquias como con los naturales de Samos, diciendo que por haber muerto en Samos su abuelo como buen guerrero en el lecho del honor, pusieron a su padre el nombre de Samio; y añadía que estimaba tanto y honraba a los de Samos, porque honraron a su buen abuelo con pública sepultura. LVI. Pasado ya 40 días de sitio, viendo los lacedemonios que nada adelantaban en el cerco, dieron la vuelta al Peloponeso; acerca de lo cual corre una fábula por cierto vana, ni aun bien tramada, según la que, habiendo Polícrates acuñado gran cantidad de moneda de plomo con una capa de oro, la dio a los lacedemonios, quienes aceptándola por legítima y corriente, levantando el sitio se volvieron. Lo cierto es que esta expedición fue la primera que los lacedemonios, pueblo de origen dórico, hicieron contra el Asia. LVII. Cuando los samios sublevados contra Polícrates vieron que iban a quedar solos y desamparados de los lacedemonios, hiciéronse también a la vela hacia Sifnos.[277] Movíales a este viaje la falta de dinero, y la noticia de que los vecinos de aquella isla, que se hallaba en el mayor auge a la sazón, eran sin duda los más ricos de todos los isleños, a causa de las minas de oro y plata abiertas en su isla, tan abundantes, que del diezmo del producto que de ellas les resultaba, se ve en Delfos todavía un tesoro, por ellos ofrecido, que no cede a ninguno de los más ricos y preciosos que en aquel templo se depositaron. Los vecinos de Sifnos repartían entre sí el dinero que las minas iban redituando. Al tiempo, pues, de amontonar en Delfos las ofrendas de su tesoro, tuvieron la curiosidad de saber del oráculo si les sería dado disfrutar sus minas por mucho tiempo, a cuya pregunta respondió así la Pitia: Cuando sea cándido el pritaneo ¡Oh Sifnos! y cándido tu foro, Llama entonces intérprete que explique El rojo nuncio y ejército de leño. Y quiso la suerte que al acabar puntualmente los sifnios de adornar su plaza y pritaneo con el blanco mármol de Paros, llegasen allá los samios en sus naves. LVIII. Mas los buenos sifnios nunca supieron atinar el sentido del oráculo, ni luego de recibido, ni después de venidos los samios, aunque estos, apenas llegados a la isla, destacaron hacia la ciudad una nave de su escuadra, que, según se acostumbraba antiguamente en toda embarcación, venía colorada y teñida de almagre. Esto era cabalmente lo que la Pitia en su oráculo les prevenía, que se guardasen recelosos del rojo nuncio y del ejército de madera. Llegados a la ciudad los diputados de la armada samia, no pudiendo alcanzar de los sifnios un préstamo de diez talentos que les pedían, sin más razones ni altercados empezaron a saquear la tierra. Corrió luego la voz por toda la isla, y saliendo armados los isleños a la defensa de sus propiedades, quedaron en campo de batalla tan deshechos que a muchos se les cerró la retirada hacia la plaza; y los samios, de resultas de esta victoria, por no habérseles prestado diez talentos, exigieron ciento de multa y contribución. LIX. Con esta suma compraron poco después de los hermioneos la isla Hidrea,[278] situada en las costas del Peloponeso, la cual entregaron luego en depósito a los vecinos de Trecén, partiéndose de allí para Creta, en la cual, aunque solo navegaban hacia esta isla con el designio de arrojar de ella a los zacintios, fundaron con todo la ciudad de Cidonia, donde, por el espacio de cinco años que moraron allí de asiento, tuvieron tan próspera la fortuna que pudieron edificar los templos que al presente quedan en Cidonia, entre los cuales se cuenta el de Dictina. Llegado el sexto año de su colonia, sobrevínoles una desgracia, pues habiéndoles vencido los eginetas en una batalla naval, los hicieron, no menos que a los de Creta, prisioneros y esclavos; y entonces fue cuando los vencedores, cortados los espolones de las galeras apresadas, hechos en forma de jabalí, los consagraron a Atenea en su templo de Egina. Tales hostilidades ejecutaron los eginetas movidos de encono y enemistad jurada que tenían contra los samios, quienes, en tiempo que Anfícrates reinaba en Samos, habían hecho y sufrido también iguales hostilidades en la guerra contra Egina, de donde se originaron tantas otras. LX. Algo más de lo regular me voy dilatando al hablar de los samios, por parecerme que son a ello acreedores, atendida la magnificencia de tres monumentos, a los cuales no iguala ningún otro de los griegos. Por las entrañas de un monte que tiene 150 orgias de altura abrieron una mina o camino subterráneo, al cual hicieron dos bocas o entradas. Empezaron la obra por la parte inferior del monte, y el camino cubierto que allí abrieron tiene de largo siete estadios, ocho pies de alto, y otros tantos de ancho. A lo largo de la mina, excavaron después un conducto de 28 codos de profundidad y de tres pies de anchura, por dentro de la cual corre acanalada en sus arcaduces el agua que, tomada desde una gran fuente, llega hasta la misma ciudad. El arquitecto de este foso subterráneo, que sirviera de acueducto, fue Eupalino el megareo, hijo de Naustrofo. Este es uno de los tres monumentos de Samos. El otro es su muelle, terraplén levantado dentro del mar, que tendrá 20 orgias de alto y más de dos estadios de largo. El tercero es un magnífico templo, el mayor realmente de cuantos he alcanzado a ver hasta ahora, cuyo primer arquitecto fue Reco, natural de Samos e hijo de Files.[279] En atención a estos monumentos me he extendido en referir los hechos de los samios. LXI. Pero será ya tiempo que volvamos a Cambises, hijo de Ciro, contra quien, mientras holgaba despacio en Egipto haciendo atentados y locuras, se levantaron con el mando del imperio dos hermanos magos, a uno de los cuales, llamado Paticites, había dejado el rey en su ausencia por mayordomo o gobernador de su palacio. Movió al mago a sublevarse la cierta noticia que tenía de la muerte del príncipe Esmerdis, la que se procuraba mantener tan oculta y secreta que, siendo pocos los sabedores de ella, creían los persas generalmente que el príncipe vivía y gozaba de salud: valiose, pues, el mago del secreto tomando las siguientes medidas para alzarse con la corona. Tenía otro hermano mago con quien se unió para urdir la traición y levantamiento, y brindábale para la empresa el ver que su hermano era del todo parecido, no solo en el semblante, sino aun en el mismo nombre, al hijo de Ciro, Esmerdis, muerto secretamente por orden de su hermano Cambises. Soborna, pues, un mago a otro, Paticites a Esmerdis; ofrécele allanar las dificultades todas, llévalo consigo de la mano y le coloca en el trono real de Persia. Toma luego la providencia de despachar correos no solo a las demás provincias del imperio, sino también destina uno al Egipto, encargado de intimar públicamente a todo el ejército que de allí en adelante nadie obedezca ni reconozca por soberano a Cambises, sino solamente a Esmerdis, hijo de Ciro.[280] LXII. Fueron, en efecto, los otros correos publicando su pregón por todos los puntos adonde habían sido destinados. El que corría al Egipto, hallando de camino en Ecbatana, lugar de la Siria,[281] a Cambises, de vuelta ya con toda la gente de armas, y colocándose allí en medio del campo a vista de todas las tropas, pregonó las órdenes que de parte del mago traía. Oyó Cambises el pregón de boca del mismo correo, y persuadido de que sucedía realmente lo que pregonaba, creyó que Prexaspes, enviado antes a Persia con el encargo de dar muerte a Esmerdis, su hermano, no cumpliendo sus órdenes, le había hecho traición. Volviéndose, pues, a Prexaspes, a quien tenía cerca de su persona: «¿Así, le dijo, cumpliste, oh Prexaspes, con las órdenes que te di?». «Señor, responde aquel, os juro que es falso y que miente ese pregonero diciendo que Esmerdis se os ha sublevado. A fe de buen vasallo, os repito que nada, ni poco ni mucho, tendréis que temer de él: bien sabe el cielo que yo con mis propias manos le di sepultura, después de ejecutado lo que me mandasteis. Si es verdad que los muertos resucitan así, aun del medo Astiages podéis recelar no se os alce con el imperio, antes suyo; pero si las cosas de los muertos continúan en ir como han ido hasta ahora, estad bien seguro que no se levantará del sepulcro para subir al trono vuestro Esmerdis. Lo que debemos hacer ahora en mi concepto es apoderarnos luego de ese correo, y averiguar de parte de quién viene a intimarnos que reconozcamos a Esmerdis por soberano». LXIII. Pareció bien a Cambises lo que Prexaspes decía, y apenas acabó de oírle, llama ante sí al correo y, venido este, pregúntale Prexaspes: «Oh tú, que nos dices venir acá enviado por Esmerdis, hijo de Ciro, di por los dioses la verdad en una sola cosa y vuélvete en hora buena. Dinos, pues: ¿fue acaso el mismo Esmerdis quien te dio esas órdenes cara a cara, o fue alguno de sus criados?». «En verdad, señor, respondiole el correo, que después de la partida del rey Cambises para Egipto nunca más he visto por mis ojos al príncipe Esmerdis, hijo de Ciro. El que me dio la orden fue aquel mago a quien dejó Cambises por mayordomo de palacio, diciéndome que Esmerdis, hijo de Ciro, mandaba que os pregonase las órdenes que traigo». Así les habló el enviado sin faltar un punto a la verdad, y vuelto entonces Cambises a su privado: «Bien veo, Prexaspes, le dijo, que a fuer de buen vasallo cumpliste con lo que te mandó tu soberano, y nada tengo de qué acusar de tu conducta. ¿Pero quién podrá ser ese persa rebelde que alzándose con el nombre de Esmerdis se atreve a mi reino?». «Señor, dijo Prexaspes, difícil será que no adivine la trama. Los rebeldes, os digo, son dos magos; uno el mago Paticites, el gobernador que dejasteis en palacio, y el otro el mago Esmerdis, su hermano, tan traidor como él». LXIV. Apenas oyó Cambises el nombre de Esmerdis, diole un gran salto el corazón, herido de repente, así con la sinceridad de la narración, como con la verdad de aquel antiguo sueño en que durmiendo le pareció ver a un mensajero que le decía, que sentado Esmerdis sobre un trono real llegaba al cielo con su cabeza. Entonces fue el ponerse a llorar muy de veras y lamentar al desgraciado Esmerdis, viendo cuán en balde y con cuánta sin razón había hecho morir al príncipe su hermano. Entonces fue también cuando al cesar de plañir y lamentar en tono el más triste la desventura que con todo su peso le oprimía, montó de un salto sobre su caballo, como quien no veía la hora de partir a Susa con su gente para destronar al mago. Pero quiso su hado adverso que al ir a montar con ímpetu y sin algún miramiento, tirando hacia abajo con su mismo peso el puño del alfanje, sacase la hoja fuera de la vaina, y que el alfanje desenvainado por sí mismo hiriese a Cambises en el muslo. Luego que se vio herido en la parte misma del cuerpo en que antes había herido al dios de los egipcios, Apis, pareciéndole mortal la herida, preguntó por el nombre de la ciudad en que se hallaba, y se le dijo llamarse Ecbatana. No carecía de misterio la pregunta, pues un oráculo venido de la ciudad de Butona había antes anunciado a Cambises que vendría a morir en Ecbatana, la cual tomaba este por su Ecbatana de Media, donde tenía todos sus entretenimientos y delicias, y en la cual se lisonjeaba echando largas cuentas que vendría a morir en una edad avanzada; pero el oráculo no hablaba sino de otra Ecbatana, ciudad de la Siria.[282] Al resonar, pues, en sus oídos el nombre fatal de la ciudad, vuelto en sí Cambises de su locura, aturdido en parte por la desgracia de verse destronado por un mago, y en parte desesperado por sentirse herido de muerte, comprendió por fin el sentido del oráculo aciago, y dijo estas palabras: «¡Aquí quieren los dioses, aquí los hados, que acabe Cambises, hijo de Ciro!». LXV. Nada más aconteció por entonces; pero unos veinte días después, convocados los grandes señores de la Persia que cerca de sí tenía, hízoles Cambises este discurso: «Persas míos, vedme al cabo en el lance apretado de confesaros en público lo que más que cosa alguna deseaba encubriros. Habéis de saber que allá en Egipto tuve entre sueños una fatal visión, que ojalá nunca hubiera soñado, la cual me figuraba que un mensajero enviado de mi casa me traía el aviso de que Esmerdis, subido sobre un trono real, se levantaba más allá de las nubes y tocaba al cielo con su cabeza. Confiésoos, señores, que el miedo que mi sueño me infundió de verme algún día privado del imperio por mi hermano, me hizo obrar con más presteza que acuerdo; y así debió suceder, pues no cabe en hombre nacido el poder estorbar el destino fatal de las estrellas. ¿Qué hice, ¡insensato!, al despertar de mi sueño? Envío luego a Susa a ese mismo Prexaspes con orden de dar muerte a Esmerdis. Desembarazado ya de mi soñado rival por medio de un hecho impío y atroz, vivía después seguro y quieto sin imaginar jamás que, muerto una vez mi hermano, persona alguna pudiera levantarse con mi corona. Mas, ¡ay de mí, desventurado!, que no atiné con lo que había de sucederme, porque después de haber sido fratricida y de violar los derechos más sagrados, me veo con todo destronar ahora de mi imperio. Ese vil era el mago Esmerdis, aquel que entre sueños no sé qué dios me hizo ver rebelde. Yo mismo fui el homicida de mi hermano, os vuelvo a confesar, para que nadie de vosotros imagine que vive y reina el príncipe Esmerdis, hijo de Ciro. Dos magos son, señores, los que se alzan con el imperio; uno el mismo a quien dejé en casa de mayordomo, otro su hermano llamado Esmerdis; y en esto no cabe duda, pues aquel hermano mío, el buen príncipe Esmerdis, que en este lance debiera ser y fuera sin duda el primero en vengarme de los magos, murió ya, os lo juro por ese mismo dolor de que me siento acabar, y murió el infeliz con una muerte la más impía que se conozca, procurada por la persona que más allegada tenía sobre la tierra. Ahora, oh persas míos, en falta de mi buen hermano, a vosotros es a quienes debo volverme como a segundos herederos del imperio persa, y también de mi legítima venganza, que quiero toméis después de mi propia muerte. Invoco, pues, a los dioses tutelares de mi corona, y aquí en presencia de ellos, en esta mi última disposición, os mando a todos vosotros, oh persas, en común, y a vosotros, oh mis aqueménidas que estáis aquí presentes, muy en particular, que nunca sufráis que vuelva vuestro imperio a los medos: no, jamás, sino que si con engaño lo han adquirido, con engaño quiero que se lo quitéis; si con fuerza os lo usurparon, con fuerza os mando se lo arranquéis. Desde ahora para entonces suplico a los dioses que si así lo hiciereis, os confirmen la libertad junto con la soberanía, la abundancia en los frutos de la campiña, la fecundidad en los partos de vuestras mujeres, la abundancia en vuestras crías y rebaños. Pero si no recobraseis el imperio, o no tomaseis la empresa con la mayor actividad, desde este momento invoco contra vosotros a todos los dioses del universo, y convierto todos mis votos primeros en otras tantas imprecaciones contra la nación persa entera; añadiendo la maldición de que tenga cada uno de vosotros un fin tan desastroso como el que muy presto voy a tener».[283] Dijo Cambises, y lamentando después su desventura, abominó todas las acciones de su vida. LXVI. Los persas circunstantes, al ver a su rey entregado a la amargura y al más deshecho llanto, rasgan todos sus vestiduras, y prorrumpen en sollozos y confusos lamentos. Poco después, como la llaga se fuese encancerando a toda prisa y hubiese ya penetrado hasta el mismo hueso, se pudrió todo el muslo; y Cambises, hijo de Ciro, acabó sus días allí mismo, sin dejar prole alguna, ni varón, ni hembra, después de un reinado de siete años y cinco meses. Muerto Cambises, apoderose desde luego del ánimo de los persas allí presentes una vehemente sospecha de que sería falsa la nueva de que los magos se hubiesen alzado con el mando, inclinándose antes a creer que cuanto Cambises les había dicho sobre la muerte de Esmerdis era una mera ficción y maliciosa calumnia urdida adrede para enemistar con el príncipe todo el nombre persa; de suerte que pensaban que Esmerdis, hijo de Ciro, y no otro, era en realidad quien había subido al trono, mayormente viendo que Prexaspes negaba tenazmente haber puesto sus manos en el príncipe, obligado a ello por conocer bien claro que, muerto una vez Cambises, no podía ya buenamente confesar haber sido el verdugo de un infante de Persia, hijo de Ciro. LXVII. Con esto, el mago intruso en el trono, abusando del nombre del príncipe Esmerdis, su tocayo, reinó tranquilo los siete meses que faltaban para que se cumpliera el octavo año del reinado de Cambises.[284] En este corto espacio de tiempo se esmeró en hacer mercedes y gracias a todos sus vasallos, de modo que los pueblos del Asia en general, exceptuados solamente los persas, después de su fallecimiento lo echaron de menos muy de veras y por muchos días. Habíase particularmente conciliado el mago el amor de los súbditos con escribir, luego de subido al trono, a todas las naciones de sus dominios, que por espacio de tres años concedía generalmente que nadie sirviese en la milicia ni le pagase tributo alguno. LXVIII. Llegado el octavo mes de su reinado, descubriose la impostura del mago del siguiente modo: Ótanes, hijo de Farnaspes, señor muy principal que ni en nobleza ni menos en riqueza cedía a ninguno de los grandes de Persia, fue el primero que vino poco a poco a sospechar dentro de sí que el monarca reinante era Esmerdis el mago, y no el hijo de Ciro. En dos razones fundaba su sospecha: una en que el rey nunca salía del recinto de la ciudad; otra en que jamás admitía a su presencia ningún persa de alguna consideración; y movido de esta idea y recelo, aplicose muy de propósito a averiguar la verdad del caso. Fedima, hija de Ótanes, había sido antes una de las mujeres de Cambises, y continuaba entonces en serlo del mago, encerrada en el serrallo del rey con todas las demás que fueron de su antecesor. Envía, pues, Ótanes un mensaje a su hija pidiéndole le diga si el rey con quien ella duerme es Esmerdis, hijo de Ciro, o algún otro personaje; a lo cual manda ella contestar que ignora con quien duerme, puesto que nunca antes había visto al príncipe Esmerdis, ni sabe al presente quién sea su marido. Envíale Ótanes segundo recado en estos términos: «Mujer, pues que no conoces al hijo de Ciro, puedes al menos preguntar a la princesa Atosa con qué marido, así ella como tú, estáis casadas, pues que Atosa no puede menos de conocer bien a su mismo hermano, el infante Esmerdis». «Pues qué, replicó Fedima a su padre, ¿puedo abocarme con Atosa, ni verme con ninguna de las mujeres del serrallo? Apenas este rey, sea quien quiera, tomó posesión de la corona, se nos separó al punto unas de otras, cada cual en su propio aposento». LXIX. Con tales demandas y respuestas, trasluciéndosele más y más la impostura a Ótanes, envía a su hija este tercer recado: «Hija mía, por lo que debes a ti misma y a tu cuna, es menester no te excuses ni te niegues a entrar en el peligro a que te llama ahora tu padre, pues si no es ese rey el legítimo Esmerdis, hijo de Ciro, sino hijo de cualquiera, como imagino, es del todo forzoso que ese impostor soberano no se alabe por más tiempo de tener a su disposición una princesa de tu clase, ni de ser el tirano de los persas seducidos, sino que lleve pronto su castigo. Haz, pues, lo que voy a decirte: la noche que contigo duerma espera que esté bien dormido, y entonces tiéntale las orejas: si se las hallares, no hay más que hacer ni vacilar, pues con esto podrás estar seguro de que eres esposa de Esmerdis, hijo de Ciro; pero si no las tuviere el malvado impostor, sabe, hija, que has venido a ser una cortesana del mago Esmerdis». Respondió Fedima a su padre, que bien veía el gran peligro a que en ello se iba a exponer, pues claro estaba que si aquel hombre no tenía orejas y la cogía en el momento de tentar si las tenía, la haría morir y desaparecer infaustamente; pero no obstante su riesgo, dábale palabra de hacer sin falta la prueba que le pedía. Las orejas a que se aludía habíalas hecho cortar Ciro, padre de Cambises, al mago Esmerdis, no sé por qué delito, que no debió ser leve, que en su tiempo había cometido. La reina Fedima, la hija del noble Ótanes, cumplió exactamente con la palabra dada a su padre: cuando le llegó su vez de dormir con el mago, según la costumbre de las mujeres en Persia, que van por turno a estar con sus maridos, fue al tálamo real y se acostó con aquel. Coge al mago un profundo sueño; Fedima a su salvo le va tentando las orejas, y ve desde luego, sin caberle duda, que carece de ellas el impostor. Apenas, pues, amanece el día, cuando envía un mensaje a su padre dándole cuenta de lo averiguado. LXX. Hecha ya la prueba, llamó Ótanes a dos grandes de Persia, el uno Aspatines y Gobrias el otro, que le parecieron los más a propósito para guardar el secreto; y no bien acabó de contarles la impostura del mago, de que no dejaban de tener por sí mismos algunos barruntos, cuando dieron entero crédito a la narración. Acordaron allí mismo que cada uno de ellos se asociara para la empresa contra el mago otro persa, aquel sin duda de quien más confianza tuvieran. En consecuencia de esta determinación, Ótanes escogió por compañero a Intafrenes, Gobrias a Megabizo, y Aspatines a Hidarnes. Siendo ya seis los persas conjurados contra el mago, quiso la suerte que llegase entretanto a Susa Darío, hijo de Histaspes, venido de Persia, de la cual era su padre gobernador. Apenas supieron los seis la venida de Darío, les pareció conveniente unirle a su partido. LXXI. Júntanse, pues, los siete a deliberar seria y eficazmente sobre el punto, unidos entre sí con los más sagrados y solemnes juramentos. Al llegar el turno a Darío, dijo su parecer en esta forma: «Estaba persuadido, señores, de que yo era el único en saber que no vivía Esmerdis, hijo de Ciro, y que un mago nos representaba el papel de soberano: diré más aún, que no fue otra mi venida sino ver cómo podría oponerme al mago y procurar la muerte a ese tirano. Ahora, ya que la suerte ha querido que yo no sea el único dueño del misterio, sabiendo vosotros también el secreto, mi parecer es que pongamos ahora mismo manos a la obra sin esperar a mañana, qué es lo que más nos importa». «Oh buen hijo de Histaspes, le replica Ótanes, hablas como quien eres, pues hijo de un gran padre, no te muestras menos grande que el que te engendró. Pero atiende, Darío, a que lo que propones no sea antes precipitar la empresa que manejarla con arte y prudencia. La gravedad del negocio, si queremos llevarlo a cabo, requiere que seamos más en número los agresores del tirano». «Pues en verdad os aseguro, replica luego Darío, que si adoptáis el parecer de Ótanes, vais desde este punto, amigos míos, a ser otras tantas funestas víctimas consagradas a la venganza del mago. ¿No veis que no ha de faltar alguno, entre muchos, que para hacer fortuna venda con la denuncia vuestras vidas al furor del intruso? Lo mejor hubiera sido que vosotros por vuestra propia mano hubierais antes dado el golpe sin llamar a nadie en vuestro socorro. Pero ya que no lo hicisteis, teniendo por mejor comunicar la empresa con muchos y hacerme entrar en la liga, os repito que estamos ya al extremo; o llevemos hoy mismo por cabo la empresa, o si se nos pasa el día de hoy, juro aquí mismo por los dioses que nadie ha de anticiparse en la delación, pues desde aquí voy en derechura a delataros al mago». LXXII. Cuando Ótanes vio a Darío tan resuelto y pronto a la ejecución, hablole otra vez así: «Ahora bien, Darío, ya que nos obligas, y aun fuerzas, aquí de improviso sin dejarnos respirar un punto a que emprendamos esta hazaña, dinos asimismo por vida de los dioses: ¿cómo hemos de penetrar en palacio para dejarnos caer de golpe sobre ellos? Bien sabes tú o por haberlos visto con tus ojos, o haberlo mil veces oído, cómo están allí apostados por orden los centinelas. Dinos, pues: ¿cómo podremos pasar por medio de ellos?». «¿Cómo? responde Darío, ¿no sabes, Ótanes, que la intrepidez hace ver ejecutadas muchas cosas antes que la razón las mire como posibles? ¿Que otras al contrario da por hechas la razón que no puede cumplir el brazo más robusto? Creedme, fuera reparos y temores; nada más fácil para nosotros que penetrar por medio de esos centinelas apostados, parte porque ni uno de ellos habrá que no nos ceda el paso, siendo los personajes que somos en la Persia, pues los unos lo harán por respeto, y otros quizá por miedo; parte por no faltarme un especioso pretexto con que logremos el paso libre, con decir que recién llegado de Persia traigo de parte de mi padre un importante negocio que tratar de palabra con el soberano. Mentiré sin duda diciéndolo; pero bueno es mentir si lo pide el asunto, pues a mi ver el que miente y el que dice verdad van entrambos al mismo fin de atender a su provecho. Miente el uno porque con el engaño espera adelantar sus negocios: dice verdad el otro para conseguir algo, cebando con ella a los demás para que le fíen mejor sus intereses. En suma, con la verdad y la mentira procuran todos su utilidad; de suerte que creo que si nada se interesara en ello la gente, todo este aparato de palabras se lo llevaría el aire, y tan falso fuera el hombre más veraz, como veraz el más falso del universo. Vamos al caso: al portero y guardia de palacio que cortés y atento nos ceda el paso, sabremos después agradecérselo y pagárselo bien; al que haciéndonos frente tuviere la osadía de negarnos la entrada, le trataremos allí mismo como a enemigo; y empezando por él las hostilidades, avanzaremos animosos al ataque de palacio». LXXIII. Después de este discurso, toma Gobrias la palabra: «Amigos, les dice, trátase ahora de nuestro honor; nada más glorioso a nuestras personas que recobrar el imperio perdido o morir en la demanda si no pudiésemos salir con ella. ¿Pues qué, nosotros los persas hemos de ser vasallos de un medo, súbditos de un mago, siervo de un criminal infame y con las orejas cortadas? Bien podéis acordaros los que conmigo os hallasteis presentes al último discurso del enfermo y moribundo Cambises, no diré de los encargos y mandas que nos hizo, sino de las horrendas maldiciones de que nos cargó, si después de su muerte no procurábamos recobrar el imperio usurpado. Verdad es que nosotros, temerosos de que no fuera su arenga una calumnia contra Esmerdis, su hermano, no acabamos de darle el crédito que merecía. Ahora repito que me conformo con el parecer de Darío, y añado que nadie salga de está junta sino para ir en derechura a desocupar el palacio, y a deshacernos luego del mago». Dijo, y todos a una voz siguieron el voto de Gobrias. LXXIV. Entretanto que los coligados estaban en asamblea, sucedió un caso oportunamente llevado por la fortuna. Los magos dominantes acordaron como conveniente atraer a Prexaspes a su partido y confianza, por muchos motivos: uno por saber que había tenido que sufrir de Cambises las más atroces injurias, habiendo su hijo caído a sus propios ojos traspasado de una flecha que el rey le disparó; otro por ser Prexaspes el único o el que mejor que nadie sabía la muerte que con sus propias manos había dado al príncipe Esmerdis; y tercero, por ser además uno de los señores de mayor reputación entre los persas. Por estos motivos, habiendo los magos llamado a palacio a Prexaspes, procuraron ganárselo por amigo, y le obligaron con los más solemnes juramentos a darles palabra que les guardaría sumo secreto, sin decir a hombre nacido o por nacer el engaño que habían tramado contra los persas, prometiéndole por su parte montes de oro y cuanto acertara a pedir y desear. Promete Prexaspes a los magos hacer cuanto se le pidiese; y dícenle segunda vez que estaban resueltos a convocar a los persas todos bajo los muros de su real alcázar, deseosos de que él, subido sobre una de las almenas de palacio, les dijese que el soberano a quien entonces obedecían era realmente el mismo Esmerdis, hijo de Ciro, y ningún otro Esmerdis; lo cual le mandaban los magos, así por ser Prexaspes el más acreditado sujeto que tenían los persas, como por saber muy bien que tanto más crédito se le daría, cuantas habían sido en número las ocasiones en que Prexaspes había públicamente asegurado que vivía Esmerdis, hijo de Ciro, negando ser verdad la voz que de su muerte corría. CXXV. No se hizo rogar Prexaspes, diciendo estar pronto para ello. Llaman, pues, los magos a los persas para aquella asamblea del reino, y mandan a aquel, que puesto sobre una almena les hable desde allí. Entonces el honrado Prexaspes, olvidándose de propósito de lo que los magos le habían pedido, toma desde Aquemenes el exordio de su arenga, va deslindando la ascendencia de Ciro que de él venía, pondera al llegar aquí lo mucho que debe al gran Ciro la nación de los persas, y, concluido su elogio, sigue llanamente diciendo la verdad, confesando que la había antes encubierto por no poder decirla a su salvo y sin que le costase caro; pero que había llegado ya la hora para declarar, según lo exigía su conciencia, el gran misterio del palacio de Susa. Confesó, en efecto, que obligado por Cambises, él mismo había sido antes el verdugo del príncipe real Esmerdis, hijo de Ciro; y que los magos eran entonces los soberanos del imperio. Concluyó por fin descargando sobre los persas las más horrendas imprecaciones, si dejando a los magos sin la debida venganza no volvían a señorearse del mando. Y diciendo estas últimas palabras, se arroja desde lo alto del alcázar cabeza abajo. Así Prexaspes, honrado en vida, murió como persa bueno y leal. LXXVI. Mientras que esto sucedía en palacio, los siete grandes de Persia confederados, en virtud del acuerdo tomado de poner manos a la obra al momento, sin dilatar la empresa un solo punto, iban a ejecutarla después de haber llamado a los dioses en su favor y ayuda, sin que nada hubieran sabido de la reciente aventura de Prexaspes. A la mitad de su camino oyeron lo que con este acababa de suceder, y retirándose de la calle entraron de nuevo en consulta. Era Ótanes de parecer que se difiriera absolutamente la empresa para mejor ocasión, no siendo oportuna para el intento la presente ocasión del alboroto y fermentación del estado. Darío decía, al contrario, que convenía ir luego a palacio y acometer la empresa sin más tardanza. En el calor de esta contienda, he aquí que aparecen de repente a los septemviros siete pares de halcones dando caza a dos pares de buitres, arrancándoles las plumas por el aire, y destrozándoles el cuerpo con los picos. Venlos los siete conjurados, y dando todos asentimiento a Darío, marchan derechos a palacio llevados en alas de tan felices agüeros. LXXVII. Llegan a las puertas de palacio; les sucede puntualmente como se prometía Darío, pues al instante los centinelas, parte por respecto a tales grandes y señores de Persia, parte por no pasarles siquiera por el pensamiento que pudieran venir aquellos personajes con el objeto que realmente traían, no solo les dieron paso franco, sino que, como si fueran otros tantos enviados de los mismos dioses, nadie hubo que les preguntase a qué venían. Pero internados ya dentro de las salas de palacio, al dar con los eunucos que solían entrar los recados al soberano, pregúntanles estos qué pretendían allí dentro, gritando al mismo tiempo y amenazando a los guardias por haberles admitido en palacio. Al oírles los conjurados, y al ver la resistencia que se les hacía, anímanse mutuamente, sacan sus dagas, cosen a puñaladas a cuantos se les oponen, y éntranse corriendo hacia el aposento de los magos. LXXVIII. Hallábanse cabalmente los dos magos dentro de él tomando sus medidas sobre el reciente caso de Prexaspes. Apenas oyeron aquel alboroto y repentina gritería de sus eunucos, salieron ambos corriendo, y al ver lo que dentro pasaba, pensaron en hacer una vigorosa resistencia: el uno de ellos antes que llegasen los conjurados pudo coger su arco, y el otro echó mano luego de su lanza. Cierran los grandes contra los magos; al del arco nada le servían sus flechas no estando a tiro los enemigos, que le tenían cuerpo a cuerpo rodeado y oprimido; el otro, blandiendo oportunamente su lanza se defendía bien y ofendía a los agresores, hiriendo con ella a Aspatines en un muslo y a Intafrenes en uno de los ojos, del cual toda su vida quedó tuerto, aunque no murió de la herida. Pero mientras uno de los magos lograba herir a estos dos, el otro, viendo que no podía hacer uso del arco, iba retirándose de la sala hacia el retrete contiguo, con ánimo de cerrar la puerta a los agresores; pero al mismo tiempo dos de los conspiradores, Darío y Gobrias, arremeten y entran dentro con él. Cógele Gobrias apretadamente y le tiene bien sujeto entre los brazos; mas con todo, Darío no usaba de la daga, temeroso de herir a Gobrias en la oscuridad del aposento, en vez de pasar al mago de parle a parte. Conociendo Gobrias que estaba detenido, pregúntale qué hace del puñal en la ociosa mano: «Téngole aquí suspendido, le dice, y con la mano levantada por no herirte». «Cóseme con él, amigo, responde Gobrias, como pases a puñaladas a este mago maldito». Obedece Darío, da la puñalada y acierta al mago. LXXIX. Muertos ya los dos magos y cortadas sus cabezas, los libertadores de Persia dejan en palacio a sus dos compañeros heridos, ya porque no podían estos seguirles, ya también con la mira de que se quedasen por guardas del alcázar. Los otros cinco, sanos y victoriosos, salen corriendo de palacio con las dos cabezas en las manos, y lo llenan todo de tumulto y vocería. Convocando luego a los persas, con las cabezas pendientes de las manos, les van contando apresuradamente lo sucedido, y matando juntamente por las calles a cuantos magos les salen al encuentro. Los demás persas, teniendo a la vista la reciente hazaña de sus siete héroes, y patente a los ojos el embuste de los magos, miraban todos como un deber de honor y de justicia ejecutar otro tanto por su parte, y con el puñal en la mano no dejaban a vida mago alguno que pudiesen hallar. Tanta fue la carnicería que, si no la hubiese detenido la noche, no quedara ya raza de magos. Los persas miran como el más solemne y memorable este día, en que celebran una gran fiesta aniversaria, a la que dan el nombre de _Magofonía_, no permitiendo que en ella comparezcan en público los magos, obligados severamente a mantenerse encerrados en su casa. LXXX. De allí a cinco días, sosegado ya en Susa el público tumulto, los septemviros levantados contra los magos empezaron a consultar entre sí acerca de la situación y arreglo del imperio persa; y en la deliberación se dijeron cosas y pareceres que no se harán creíbles a los griegos, pero que no por esto dejaron realmente de decirse. Aconsejábales Ótanes que, en primer lugar, se dejase en manos del pueblo la suma potestad del estado, y les hablaba en esta conformidad: «Mi parecer, señores, es que ningún particular entre nosotros sea nombrado monarca de aquí en adelante, pues tal gobierno ni es agradable ni menos provechoso a la sociedad avasallada. Bien sabéis vosotros mismos a qué extremos no llegó la suma insolencia y tiranía de Cambises, y no os ha cabido poca parte en la audacia extremada del mago. Quisiera se me dijese cómo cabe en realidad que la monarquía, a cuyo capricho es dado hacer impunemente cuanto se le antoje, pueda ser un gobierno justo y arreglado. ¿Cómo no ha de ser por sí misma peligrosa y capaz de trastornar y sacar de quicio las ideas de un hombre de índole la más justa y moderada cuando se vea sobre el trono? Y la razón es, porque la abundancia de todo género de bienes engendra insolencia en el corazón del monarca, juntándose esta con la envidia, vicio común nacido con el hombre mismo. Teniendo, pues, un soberano estos dos males, insolencia adquirida y envidia innata, tiene en ellos la suma y el colmo de todos. Lleno de sí mismo y de su insolente pujanza, cometerá mil atrocidades por mero capricho, otras mil de pura envidia, siendo así que un soberano a quien todo sobra debiera por justo motivo verse libre de los estímulos de tal pasión. Con todo, en un monarca suele observarse un proceder contrario para con sus súbditos: de envidia no puede sufrir que vivan y adelanten los sujetos de mérito y prendas sobresalientes; gusta mucho de tener a su lado los ciudadanos más corrompidos y depravados del estado; tiene el ánimo siempre dispuesto a proteger la delación y apoyar la calumnia. No hay hombre más receloso y descontentadizo que un monarca. ¿Es uno parco o contenido en admirar sus prendas y subirlas a las nubes? Se da él por ofendido de que se falte al acatamiento y veneración debida al soberano. ¿Es otro, por el contrario, pródigo en dar muestras de su respeto y admiración? Se le desdeña y mira como a un adulador falso y vendido. Y no es eso lo peor; lo que no puede sufrírsele de ningún modo es ver cómo trastorna las leyes de la patria; cómo abusa por fuerza de las mujeres ajenas; cómo, finalmente, pronuncia sentencia capital sin oír al acusado. Mas al contrario, un estado republicano, además de llevar en su mismo nombre de _Isonomía_ la justicia igual para todos y con ella la mayor recomendación, no da prácticamente en ninguno de los vicios y desórdenes de un monarca; permite a la suerte la elección de empleos; pide después a los magistrados cuenta y razón de su gobierno; admite, por fin, a todos los ciudadanos en la liberación de los negocios públicos. En resolución, mi voto es anular el estado monárquico, y sustituirle el gobierno popular, que al cabo en todo género de bienes siempre lo más es lo mejor». Tal fue el parecer que dio Ótanes. LXXXI. Pero Megabizo, en el voto razonado que dio, se declaró por la oligarquía, favoreciendo a los grandes por estas razones: «Desde luego, dijo, me conformo con el voto de Ótanes, dando por buenas sus razones acerca de acabar con la tiranía; mas en cuanto a lo que añadió de que pasase a manos del vulgo la autoridad soberana, en esto digo no anduvo acertado. Es cierto que nada hay más temerario en el pensar que el imperito vulgo, ni más insolente en el querer que el vil y soez populacho. De suerte que de ningún modo puede aprobarse que para huir la altivez de un soberano se quiera ir a parar en la insolencia del vulgo, de suyo desatento y desenfrenado; pues al cabo un soberano sabe lo que hace cuando obra; pero el vulgo obra según le viene a las mientes, sin saber lo que hace ni por qué lo hace. ¿Y cómo ha de saberlo, cuando ni aprendió de otro lo que es útil y laudable, ni de suyo es capaz de entenderlo? Cierra los ojos y arremete de continuo como un toro, o quizá mejor, a manera de un impetuoso torrente lo abate y arrastra todo. ¡Haga Dios que no los persas, sino los enemigos de los persas dejen el gobierno en manos del pueblo! Ahora debemos nosotros escoger un consejo compuesto de los sujetos más cabales del estado, en quienes depositaremos el poder soberano. Vamos a lograr así dos ventajas, una que nosotros mismos seremos del número de tales consejeros, otra que las resoluciones públicas serán las más acertadas, como debe suponerse siendo dictadas por hombres del mayor mérito y reputación». LXXXII. Tal fue el voto dado por Megabizo. Darío, el tercero en hablar, votó en esta forma:[285] «Bien me parece lo que tocante al vulgo acaba de decir Megabizo, pero no me parece bien por lo que mira a la oligarquía; porque de los tres gobiernos propuestos, el del vulgo, el de los nobles, y el de un monarca, aun cuando se suponga cada cual en su género el mejor, el de un rey opino que excede en mucho a los demás. Y opino así, porque no veo que pueda darse persona más adecuada para el gobierno que la de un varón en todo grande y sobresaliente, que asistido de una prudencia política igual a sus eminentes talentos, sepa regir el cuerpo entero de la monarquía de modo que en nada se le pueda reprender; y tenga asimismo la ventaja del secreto en las determinaciones que fuere preciso tomar contra los enemigos de la corona. Paso a la oligarquía, en la cual, siendo muchos en dar pruebas de valor y en granjear méritos para con el público, es consecuencia natural que la misma emulación engendre aversión y odio de unos hacia los otros; pues queriendo cada cual ser el principal autor y como cabeza en las resoluciones públicas, es necesario que den en grandes discordias y mutuas enemistades, que de las enemistades pasen a las sediciones de los partidos, y de las muertes a la monarquía, dando con este último recurso una prueba real de que es este el mejor de todos los gobiernos posibles. ¿Qué diré del estado popular, en el cual es imposible que no vayan anidando el cohecho y la corrupción en el manejo de los negocios? Adoptada una vez esta lucrativa iniquidad y familiarizada entre los que administran los empleos, en vez de odio no engendra sino harta unión en los magistrados de una misma gavilla que se aprovechan privadamente del gobierno y se cubren mutuamente por no quedar en descubierto ante el pueblo. De este modo suelen andar los negocios de la república, hasta tanto que un magistrado les aplica el remedio, y logra que el desorden público cese y acabe. Con esto, viniendo a ser objeto de la admiración del vulgo, ábrese camino con ella para llegar a ser monarca, dando en esto una nueva prueba de que la monarquía es el gobierno más acertado. Y, para decirlo en una palabra, ¿de dónde vino a la Persia, pregunto, la independencia y libertad pública? ¿Quién fue el autor de su imperio? ¿Fue acaso el pueblo? ¿Fue por ventura la oligarquía? ¿O fue más bien un monarca? En suma, mi parecer es que nosotros los persas, hechos antes libres y señores del imperio por un varón, por el gran Ciro, mantengamos el mismo sistema de gobierno, sin alterar de ningún modo las leyes y fueros de la patria, lo más útil que contemplo para nosotros». LXXXIII. Dados los tres referidos pareceres, los cuatro votos que restaban del septemvirato se declararon por el de Darío. Ótanes, que deseaba introducir el gobierno popular y derechos iguales para todos los persas, no habiendo conseguido su intento, les habló de nuevo en estos términos: «Visto está, compañeros míos, que algunos de los que aquí estamos obtendrá la corona, o bien se la dé la suerte, o bien la elección de la nación a cuyo arbitrio la dejemos, o bien por cualquiera otra vía que recaiga en su cabeza. Pues yo renuncio desde ahora el derecho de pretenderla, ni entro en concurso, persistiendo en no querer ni mandar como rey, ni ser mandado como súbdito. Cedo todo el derecho que pudiera pretender, pero cedo con la expresa condición de no estar jamás yo ni alguno de mis descendientes a las órdenes del soberano». Hecha tal propuesta, que fue admitida luego por los seis confederados bajo aquella restricción, salió Ótanes del congreso; y en efecto, sola su familia se mantiene hasta hoy día libre e independiente entre los persas, pues se le manda únicamente en cuanto ella no lo rehúsa, no faltando por otra parte a las leyes del estado persa. LXXXIV. Los seis grandes restantes de la liga continuaban en sus conferencias ordenadas a la mejor elección de un monarca; y ante todo les pareció establecer que si la corona venía a recaer en alguno de los seis, se obligara este a guardar a Ótanes y a toda su descendencia el perpetuo privilegio de honrarse con la vestidura de los medos, y enviarle asimismo los legítimos regalos que se miran entre los persas como distinciones las más honoríficas. La causa de honrar a Ótanes con esta singular prerrogativa fue por haber sido el principal autor y cabeza de la conjuración contra el mago, aconsejándola a los demás compañeros de la liga. Respecto al cuerpo de los siete confederados, ordenaron: primero, que cualquiera de ellos, siempre que le pareciese, tuviera franca la entrada en palacio, sin prevención ni ceremonia de pasar antes recado, a no ser que el rey estuviese en su aposento en compañía de sus mujeres: segundo, que el rey no pudiera tomar esposa que no fuese de la familia de dichos confederados: finalmente, por lo tocante al punto principal de la elección al trono, acordaron tomar el medio de montar los seis a caballo en los arrabales de Susa, y nombrar y reconocer por rey a aquel cuyo caballo relinchase el primero a la salida del sol. LXXXV. Tenía Darío un caballerizo hábil y perspicaz, por nombre Ebares, al cual, apenas vuelto a su casa de la asamblea, hace llamar y habla de este modo. «Hágote saber, Ebares, que para la elección de monarca hemos resuelto que sea nuestro rey aquel cuyo caballo, estando cada uno de nosotros montado en el suyo, fuere el primero en relinchar al nacer el sol. Tiempo es ahora de que te valgas de tus tretas y recursos, si algunos tienes, para hacer de todas maneras que yo y ningún otro arrebate el premio de la corona». «Buen ánimo, señor, responde Ebares; dadla ya por alcanzada y puesta sobre la cabeza; si nada más se exige, y si en lo que decís consiste ser rey o no, albricias os pido, porque ningún otro que vos lo será. Más vale maña que fuerza, y mañas hay aquí y recursos para todo». «Manos a la obra, pues, replícale Darío; si algún ardid sabes, tiempo es de usarlo sin perder un instante, pues mañana mismo ha de decidirse la cuestión». Oído lo cual, practica Ebares esta diligencia: venida la noche, toma una de las yeguas de su amo, aquella cabalmente que movía y alborotaba más el amor del caballo de Darío; llévala a los arrabales y la deja allí atada; vuelve después conduciendo el caballo de Darío, hácele dar mil vueltas y revueltas alrededor de la yegua, permitiéndole solo el acercarse a ella, hasta que al cabo de largo rato le deja holgar libremente. LXXXVI. Apenas empezó a rayar el alba al siguiente día, cuando los seis grandes de Persia pretendientes de la corona, conforme a lo pactado, se dejaron ver aparejados y prontos en sus respectivos caballos, e iban de una a otra parte paseando por los arrabales, cuando no bien llegados a aquel paraje donde la yegua había estado atada la noche anterior, dando una corrida el caballo de Darío empieza sus relinchos. Al mismo tiempo ven todos correr un rayo por el sereno cielo y oyen retumbar un trueno, cuyos prodigios sucedidos a Darío fueron su inauguración para la corona, de modo que los otros competidores, bajando del caballo a toda prisa y doblando allí mismo la rodilla, le saludaron y reconocieron por su rey.[286] LXXXVII. Así cuentan algunos el ambicioso artificio usado por Ebares, si bien otros, pues andan en esto divididas las relaciones de los persas, lo refieren de otra manera. Dicen que Ebares aplicó antes su mano al vientre de la yegua, y la mantuvo cubierta entre sus vestidos, pero al momento de apuntar el sol, cuando debían mover los caballos, sacando su mano el caballerizo, la llevó a las narices del caballo, el cual, percibiendo el olor, principió al punto a relinchar. LXXXVIII. De este modo Darío, hijo de Histaspes, fue no solo proclamado en Susa, sino reconocido también por rey de todos los vasallos del Asia a quienes antes Ciro y después Cambises habían subyugado. Pero en este número no deben entrar los árabes, que nunca prestaron vasallaje y obediencia a los persas, si bien como amigos y aliados quisieron dar paso a Cambises para el Egipto, al cual los persas no hubieran podido embestir con sus tropas si los árabes se les hubieran opuesto. Reconocido ya Darío rey de los persas, empezó sus nuevas alianzas, tomando por esposas de primera clase a las dos hijas de Ciro, llamada la una Atosa y la otra Aristona, aquella casada primero con su mismo hermano Cambises, y después con el mago; esta doncella todavía. Casó asimismo Darío con otra princesa real llamada Parmis, hija del infante Esmerdis, y quiso también tener por esposa de primer orden a la hija de Ótanes que había sido la primera en descubrir al mago impostor.[287] Una vez que tuvo ya Darío seguro y afianzado el imperio en su persona, mandó lo primero erigir por monumento de su nueva grandeza y fortuna una estatua ecuestre de mármol con una inscripción grabada en ella que decía: «Darío, hijo de Histaspes, por el valor de su caballo (al cual nombraba allí por su propio nombre) y de su caballerizo Ebares, adquirió el reino de los persas». LXXXIX. Establecidas así las cosas entre los persas, señaló Darío 20 gobiernos que llaman satrapías, y nombrando en ellos sus sátrapas o gobernadores, ordenó los tributos que debían pagársele, tasando cierta cantidad para cada una de aquellas naciones tributarias. A este fin fue reuniendo a cada nación algunos pueblos confinantes, que contribuyesen juntamente con ella, y esta providencia tomada para las provincias más cercanas la extendió a las gentes más remotas del imperio, encabezando unas con otras para el reparto de los ingresos de la corona. La forma guardada en la división de los gobiernos y en la distribución de los tributos anuales fue la siguiente. Ante todo mandó a los pueblos que solían contribuir con plata que le pagasen la contribución en talentos babilónicos, y a los que con oro en talentos euboicos: el talento babilónico corresponde a 70 minas euboicas.[288] En el reinado de Ciro y en el inmediato de Cambises, no habiéndose fijado un arreglo todavía ni determinado una tasa individual acerca de los tributos, solían los pueblos contribuir a la corona con sus donativos; de suerte que Darío fue el autor de la talla determinada, de lo cual y de otras providencias de este género nació el dicho de los persas, que Darío fue un mercader, Cambises un señor y Ciro un padre; pues aquel de todo hacía comercio, el otro era áspero y descuidado, y este último muy humano y solícito en hacerlos a todos felices. XC. Volviendo al asunto, el primer gobierno ordenado por Darío se componía de los jonios, de los magnesios del Asia, de los eolios, de los carios, de los licios, de los milias y de los panfilios: la contribución para la cual dichos pueblos juntamente estaban empadronados subía a 400 talentos de plata. El segundo gobierno, compuesto de los misios, lidios, lasonios, cabalios y los hiteneos, contribuía con 400 talentos. El tercer gobierno, en que estaban encabezados los pueblos del Helesponto que caen a la derecha del que navega hacia el ponto Euxino, a saber, los frigios, los tracios asiáticos, paflagonios, los mariandinos y los sirios,[289] cargaba con 360 talentos de contribución. El cuarto gobierno, que comprendía solo los cilicios, además de 360 caballos blancos que salían a uno por día,[290] pagaba al rey 500 talentos de plata, de los cuales 140 se quedaban allí para mantener la caballería apostada en las guarniciones de Cilicia, y los 360 restantes iban al erario real de Darío. XCI. El quinto gobierno, cargado con 350 talentos de imposición, empezaba desde la ciudad de Posideo,[291] fundada por Anfíloco, hijo de Anfiarao, en los confines de los cilicios y sirios, y llegando hasta el Egipto, comprendía la Fenicia entera, la Siria que llaman Palestina, y la isla de Chipre, no entrando sin embargo en este gobierno la parte confinante de la Arabia, que era franca y privilegiada. El sexto gobierno se componía del Egipto, de los libios sus vecinos, de Cirene y de Barca, agregadas a este partido, y pagaba al erario real 700 talentos, y esto sin contar el producto que daba al rey la pesca del lago Meris, ni tampoco el trigo que en raciones medidas se daba a 120.000 soldados persas y a las tropas extranjeras a sueldo del rey en Egipto, que suelen estar de guarnición en el fuerte blanco de Menfis. En el séptimo gobierno estaban encabezados los satágidas, los gandarios,[292] los dadicas y los aparitas que contribuían todos con la suma de 170 talentos. Del octavo gobierno, compuesto de Susa y de lo restante del país de los cisios, percibía el erario 300 talentos de contribución. XCII. Del nono gobierno, en que entraba Babilonia con lo restante de la Asiria, sacaba el rey 1000 talentos de plata, y además 500 niños eunucos. Del décimo gobierno, compuesto de Ecbatana con toda la Media, de los paricanios y de los ortocoribantios, entraban en las rentas reales 450 talentos. El undécimo gobierno componíanlo los caspios, los pausicas, los pantimatos y los daritas, pueblos que unidos bajo un mismo registro tributan al rey 200 talentos. Del duodécimo gobierno, que desde los bactrianos se extendía hasta los eglos, se sacaban 360 talentos.[293] XCIII. El decimotercio gobierno, formado de la Páctica, de los armenios, y gentes comarcanas hasta llegar al ponto Euxino, redituaba a las arcas del rey 400 talentos. Del decimocuarto gobierno, al cual estaban agregados los sagartios, los sarangas, los tamaneos, los utios, los micos y los habitantes de las islas del mar Eritreo, en las cuales suele confinar el rey a los reos que llaman _deportados_, se percibían 600 talentos de contribución. Los sacas y los caspios, alistados en el gobierno decimoquinto, contribuían con 250 talentos al año. Los partos, los corasmios, los sogdos y los arios, que formaban el decimosexto, pagaban al rey 300 talentos.[294] XCIV. Los paricanios y etíopes del Asia empadronados en el decimoséptimo gobierno pagaban al erario real 400 talentos. A los matienos, a los saspires y a los alarodios, pueblos unidos en el gobierno decimoctavo, se les había impuesto la suma de 200 talentos. A los pueblos del decimonono, moscos, tibarenos, macrones, mosinecos y marsos, se impusieron 300 talentos de tributo. El gobierno vigésimo, en que están alistados los indios, nación sin disputa la más numerosa de cuantas han llegado a mi noticia, paga un tributo más crecido que los demás gobiernos, que consiste en 360 talentos de oro en polvo.[295] XCV. Ahora, pues, reducido el talento de plata babilónico al talento euboico, de las contribuciones apuntadas resulta la suma de 9880 talentos euboicos. Multiplicado después el talento de oro en grano por 13 talentos de plata, dará esta partida la suma de 4680 talentos: así que, hecha la suma total de dichos talentos, el tributo anual que recogía Darío ascendía a 14.560 talentos euboicos, y esto sin incluir en ella las partidas de quebrados. XCVI. Estos eran los ingresos que Darío percibía del Asia y de algunas pocas provincias de la Libia. Corriendo el tiempo, se le añadió el tributo que después le pagaron, así las islas del Asia menor, como los vasallos que llegó a tener en Europa, hasta la misma Tesalia. El modo como guarda el persa sus tesoros en el erario, es derramar el oro y la plata derretida en unas tinajas de barro hasta llenarlas, y retirarlas después de cuajado el metal; de suerte que cuando necesita dinero va cortando de aquellos pilones el oro y plata que para la ocasión hubiere menester. XCVII. Estos eran, repito, los gobiernos y las tallas de tributo ordenadas por Darío. No he contado la Persia propia[296] entre las provincias tributarias de la corona, por cuanto los persas en su país son privilegiados e inmunes de contribución. Hablaré ahora de algunas otras naciones, las cuales, si bien no tenían tributos impuestos, contribuían al rey, sin embargo, con sus donativos regulares. Tales eran los etíopes, confinantes con el Egipto, que tienen su domicilio cerca de la sagrada Nisa, y celebran fiestas a Dioniso, los cuales, como todos sus comarcanos, siguiendo el modo de vivir que los indios llamados calantias, moran en las habitaciones subterráneas. Habiendo sido conquistados por Cambises dichos etíopes y sus vecinos en la expedición emprendida contra los otros etíopes macrobios, presentaban entonces cada tercer año y presentan aún ahora sus donativos, reducidos a dos _quénices_ de oro no acrisolado, a 200 maderos de ébano, a cinco niños etíopes, y a veinte grandes dientes de elefante.[297] Tales eran asimismo los colcos, que, juntamente con sus vecinos hasta llegar al monte Cáucaso, eran contados entre los pueblos donatarios de la corona, pues los dominios del persa terminan en el Cáucaso, desde el cual todo el país que se extiende hacia el viento Bóreas en nada reconoce su imperio. Los colcos, aun en el día, hacen al persa sus regalos de cinco en cinco años, como homenajes concertados, que consisten en cien mancebos y cien doncellas. Tales eran los árabes, finalmente, que regalaban al rey cada año mil talentos de incienso: y estos eran, además de los tributos, los donativos públicos que debían hacerse al soberano. XCVIII. Volviendo al oro en polvo que los indios, como decíamos, llevan al rey en tan grande cantidad, explicaré el modo con que lo adquieren. La parte de la India de la cual se saca el oro, y que está hacia donde nace el sol, es toda un mero arenal; porque ciertamente de todos los pueblos del Asia de quienes algo puede decirse con fundamento de verdad y de experiencia, los indios son los más vecinos a la aurora, y los primeros moradores del verdadero oriente o lugar del nacimiento del sol, pues lo que se extiende más allá de su país y se acerca más a Levante es una región desierta, totalmente cubierta de arena.[298] Muchas y diversas en lenguaje son las naciones de los indios; unas son de nómadas o pastores, otras no; algunas de ellas, viviendo en los pantanos que forman allí los ríos, se alimentan de peces crudos que van pescando con barcos de caña, pues hay allí cañas tales, que un solo canuto basta para formar un barco. Estos indios de las lagunas visten una ropa hecha de cierta especie de junco, que después de segado en los ríos y machacado, van tejiendo a manera de estera, haciendo de él una especie de petos con que se visten. XCIX. Otros indios que llaman padeos y que habitan hacia la aurora, son no solo pastores de profesión, sino que comen crudas las reses, y sus usos se dice son los siguientes: Cualquiera de sus paisanos que llegue a enfermar, sea hombre, sea mujer, ha de servirles de comida. ¿Es varón el infeliz doliente? Los hombres que le tratan con más intimidad son los que le matan, dando por razón que corrompido él con su mal llegaría a corromper las carnes de los demás. El infeliz resiste y niega su enfermedad; mas ellos por eso no le perdonan, antes bien lo matan y hacen de su carne un banquete. ¿Es mujer la enferma? Sus más amigas y allegadas son las que hacen con ella lo mismo que suelen los hombres con sus amigos enfermos. Si alguno de ellos llega a la vejez, y son pocos de este número, procuran quitarle la vida antes que enferme de puro viejo, y muerto se lo comen alegremente. C. Otros indios hay cuya costumbre es no matar animal alguno, no sembrar planta ninguna, ni vivir en casas. Su alimento son las hierbas, y entre ellas tienen una planta que la tierra produce naturalmente, de la cual se levanta una vaina, y dentro de ella se cría una especie de semilla del tamaño del mijo, que cogida con la misma vainilla van comiendo después de cocida. El infeliz que entre ellos enferma se va a despoblado y tiéndese en el campo, sin que nadie se cuide de él, ni doliente ni después de muerto. CI. El concúbito de todos estos indios mencionados, se hace en público, nada más contenido ni modesto que el de los ganados. Todos tienen el mismo color que los etíopes: el esperma que dejan en las hembras para la generación no es blanco, como en los demás hombres, sino negro como lo es el que despiden los etíopes. Verdad es que estos indios, los más remotos de los persas y situados hacia el Noto, jamás fueron súbditos de Darío. CII. Otra nación de indios se halla fronteriza a la ciudad de Caspatiro y a la provincia Páctica, y situada hacia el Bóreas, al norte de los otros indios, la cual sigue un modo de vivir parecido al de los bactrianos; y estos indios, los guerreros más valientes entre todos, son los que destinan a la conducción y extracción del oro citado.[299] Hacia aquel punto no es más el país que un arenal despoblado, y en él se crían una especie de hormigas de tamaño poco menor que el de un perro y mayor que el de una zorra, de las cuales cazadas y cogidas allí se ven algunas en el palacio del rey de Persia. Al hacer estos animales su hormiguero o morada subterránea, van sacando la arena a la superficie de la tierra, como lo hacen en Grecia nuestras hormigas, a las que se parecen del todo en la figura. La arena que sacan es oro puro molido, y por ella van al desierto los indios señalados, del modo siguiente: Unce cada uno a su carro tres camellos: los dos atados con sogas a los dos extremos de las varas son machos, el que va en medio es hembra. El indio montado sobre ella procura que sea madre y recién parida y arrancada con violencia de sus tiernas crías, lo que no es extraño, pues estas hembras son allí nada inferiores en ligereza a los caballos y al mismo tiempo de robustez mucho mayor para la carga. CIII. No diré aquí cuál sea la figura del camello por ser bien conocida entre los griegos; diré, sí, una particularidad que no es tan sabida; a saber, que el camello tiene en las piernas de detrás cuatro muslos y cuatro rodillas, y que sus partes naturales miran por entre las piernas hacia su cola. CIV. Uncidos de este modo al carro los camellos, salen los indios auríferos a recoger el oro, pero siempre con la mira de llegar al lugar del pillaje en el mayor punto de los ardores del sol, tiempo en que se sabe que las hormigas se defienden del excesivo calor escondidas en sus hormigueros. Es de notar que los momentos en que el sol pica más y se deja sentir más ardiente, no es a medio día como en otros climas, sino por la mañana, empezando muy temprano, y subiendo de punto hasta las diez del día, hora en que es mucho mayor el calor que se siente en la India que no en Grecia al medio día, y por eso la llaman los indios hora del baño. Pero al llegar al medio día, el calor que se siente entre los indios es el mismo que suele sentirse en otros países. Por la tarde, cuando empieza el sol a declinar, calienta allí del mismo modo que en otras partes después de recién salido; mas después se va templando de tal manera y refrescando el día, que al ponerse el sol se siente ya mucho frío.[300] CV. Apenas llegan los indios al lugar de la presa, muy provistos de costales, los van llenando con la mayor diligencia posible, y luego toman la vuelta por el mismo camino, en lo cual se dan tanta prisa, porque las hormigas, según dicen ellos, los rastrean por el olor, y luego que lo perciben salen a perseguirlos, y siendo, como aseguran, de ligereza tal a que no llega animal alguno, si los indios no cogieran la delantera mientras ellas se van reuniendo, ni uno solo de los colectores de oro escapara con vida. En la huida los camellos machos, siendo menos ágiles, se cansan antes que las hembras, y los van soltando de la cuerda, primero uno y después otro, haciéndolos seguir detrás del carro, al paso que las hembras, que tiran en las varas con la memoria y deseo de sus crías, nada van aflojando de su corrida. Esta, en suma, según nos lo cuentan los persas, es la manera con que recogen los indios tanta abundancia de oro, sin faltarles con todo otro oro, bien que en menor copia, sacado de las minas del país. CVI. Advierto que a los puntos extremos de la tierra habitada les han cabido en suerte las cosas más bellas y preciosas, así como a la Grecia ha tocado la fortuna de lograr para sí las estaciones más templadas en un cielo más dulce y apacible. Por la parte de Levante, la primera de las tierras habitadas es la India, como acabo de decir, y desde luego vemos allí que las bestias cuadrúpedas, como también las aves, son mucho mayores que en otras regiones, a excepción de los caballos, que en grandeza quedan muy atrás a los de Media llamados niseos.[301] En segundo lugar, vemos en la India infinita copia de oro, ya sacado de sus minas, ya revuelto por los ríos entre las arenas, ya robado, como dije, a las hormigas. Lo tercero, encuéntranse allí ciertos árboles agrestes que en vez de fruta llevan una especie de lana, que no solo en belleza sino también en bondad aventaja a la de las ovejas, y sirve a los indios para tejer sus vestidos.[302] CVII. Por la parte de mediodía, la última de las tierras pobladas es la Arabia, única región del orbe que naturalmente produce el incienso, la mirra, la casia, el cinamomo y lédano, especies todas que no recogen fácilmente los árabes, si se exceptúa la mirra. Para la cosecha del incienso sírvense del sahumerio del estoraque, una de las drogas que nos traen a Grecia los fenicios; y la causa de sahumarle al irlo a recoger es porque hay unas sierpes aladas de pequeño tamaño y de color vario por sus manchas, que son las mismas que a bandadas hacen sus expediciones hacia el Egipto, las que guardan tanto los árboles del incienso, que en cada uno se hallan muchas de ellas, y son tan amigas de estos árboles que no hay medio de apartarlas sino a fuerza de humo del estoraque mencionado. CVIII. Añaden los árabes sobre este punto, que todo su país estuviera a pique de verse lleno de estas serpientes si no cayera sobre ellas la misma calamidad que, como sabemos, suele igualmente suceder a las víboras, cosa en que deja verse, según nos persuade toda buena razón, un insigne rasgo de la sabiduría y providencia divina, pues vemos que a todos los animales tímidos a un tiempo por instinto y aptos para el sustento común de la vida, los hizo Dios muy fecundos, sin duda a fin de que, aunque comidos ordinariamente, no llegaran a verse del todo consumidos; mientras los otros por naturaleza fieros y perjudiciales suelen ser poco fecundos en sus crías.[303] Se ve esto especialmente en las liebres y conejos, los cuales, siendo presa de las fieras y aves de rapiña, y caza de los hombres, son una raza con todo tan extremadamente fecunda, que preñada ya concibe de nuevo, en lo que se distingue de cualquiera otro animal; y a un mismo tiempo lleva en su vientre una cría con pelo, otra sin pelo aún, otra en embrión que se va formando, y otra nuevamente concebida en esperma. Tal es la fecundidad de la liebre y del conejo. Al contrario, la leona, fiera la más valiente y atrevida de todas, pare una sola vez en su vida y un cachorro solamente, arrojando juntamente la matriz al parirlo; y la causa de esto es porque apenas empieza el cachorrito a moverse dentro de la leona, cuando sus uñas, que tiene más agudas que ninguna otra fiera, rasga la matriz, y cuanto más va después creciendo, tanto más la araña con fuerza ya mayor, y por fin, vecino al parto, nada deja sano en el útero, dejándolo enteramente herido y destrozado. CIX. Así que si las víboras y sierpes voladoras de los árabes nacieran sin fracaso alguno por su orden natural, no quedara hombre a vida en aquel país. Pero sucede que al tiempo mismo del coito, cuando el macho está arrojando la esperma, la mala hembra, asiéndole del cuello y apretándole con toda su fuerza, no le suelta hasta que ha comido y tragado su cabeza. Muere entonces el macho, mas después halla la hembra su castigo en sus mismos hijuelos, que antes de nacer, como para vengar a su padre, la van comiendo las entrañas, de modo que para salir a luz se abren camino por el vientre rasgado de su misma madre. No sucede así con las otras serpientes, en nada enemigas ni perjudiciales al hombre, las que después de poner sus huevos van sacando una caterva sin número de hijuelos. Respecto a las víboras, observamos que las hay en todos los países del mundo; pero las sierpes voladoras solo en Arabia se ven ir a bandadas, lo que las hace parecer muchas en número, y es cierto que no se ven en otras regiones. CX. Hemos referido el modo como los árabes recogen el incienso; he aquí el que emplean para recoger la casia. Para ir a esta cosecha, antes de todo se cubren no solo el cuerpo sino también la cara con cueros y otras pieles, dejando descubiertos únicamente los ojos; porque la casia, nacida en una profunda laguna, tiene apostados alrededor ciertos alados avechuchos muy parecidos a los murciélagos, de singular graznido y de muy gran fuerza, y así defendidos los árabes con sus pieles los van apartando de los ojos mientras recogen su cosecha de casia. CXI. Más admirable es aún el medio que usan para reunir el cinamomo, si bien no saben decirnos positivamente ni el sitio donde nace, ni la calidad de la tierra que lo produce; infiriendo solamente algunos por muy probables conjeturas que debe nacer en los mismos parajes en que se crió Dioniso. Dícennos de esta planta que llegan al Arabia unas grandes aves llevando aquellos palitos que nosotros, enseñados por los fenicios llamamos cinamomo, y los conducen a sus nidos formados de barro encima de unos peñascos tan altos y escarpados que es imposible que suba a ellos hombre nacido. Mas para bajar de los nidos el cinamomo han sabido los árabes ingeniarse, pues partiendo en grandes pedazos los bueyes, asnos y otras bestias muertas, cargan con ellos, y después de dejarlos cerca del lugar donde saben que está su manida, se retiran luego muy lejos: bajan volando a la presa aquellas aves carniceras, y cargadas con aquellos enormes cuartos los van subiendo y amontonando en su nido, que no pudiendo llevar tanto peso, se desgaja de la peña y viene a dar en el suelo. Vuelven los árabes a recoger el despeñado cinamomo, que vendido después por ellos pasa a los demás países. CXII. Aun tiene más de extraño y maravilloso la droga del lédano, o ládano como los árabes lo llaman, que nacida en el más hediondo lugar es la que mejor huele de todas. Cosa extraña por cierto; va criándose en las barbas de las cabras y de los machos de cabrío, de donde se le extrae a la manera que el moho del tronco de los árboles. Es el más provechoso de todos los ungüentos para mil usos, y de él muy especialmente se sirven los árabes para sus perfumes. CXIII. Basta ya de hablar de estos, con decir que la Arabia entera es un paraíso de fragancia suavísima y casi divina. Y pasando a otro asunto, hay en Arabia dos castas de ovejas muy raras y maravillosas que no se ven en ninguna otra región: una tiene tal y tan larga cola, que no es menor de tres codos cumplidos,[304] y es claro que si dejaran a estas ovejas que las arrastrasen por el suelo, no pudieran menos de lastimarlas con muchas heridas; mas para remediar este daño, todo pastor, haciendo allí de carpintero, forma pequeños carros que después ata a la gran cola, de modo que cada oveja arrastra la suya montada en su carro: la otra casta tiene tan ancha la cola, que tendrá más de un codo. CXIV. Por la parte de poniente al retirarnos del mediodía sigue la Etiopía, última tierra habitada por aquel lado, que tiene asimismo la ventaja de producir mucho oro, de criar elefantes de enormes dientes, de llevar en sus bosques todo género de árboles y el ébano mismo, y de formar hombres muy altos, muy bellos y vividores.[305] CXV. Tales son las extremidades del continente, así en el Asia como en la Libia; de la parte extrema que en la Europa cae hacia poniente, confieso no tener bastantes luces para decir algo de positivo. No puedo asentir a lo que se dice de cierto río llamado por los bárbaros Erídano, que desemboca en el mar hacia el viento Bóreas, y del cual se dice que nos viene el electro,[306] ni menos saldré fiador de que haya ciertas islas llamadas Casitéridas de donde proceda el estaño; pues en lo primero el nombre mismo de Erídano, siendo griego y nada bárbaro, clama por sí que ha sido hallado y acomodado por alguno de los poetas; y en lo segundo, por más que procuró averiguar el punto con mucho empeño, nunca pude dar con un testigo de vista que me informase de cómo el mar se difunde y dilata más allá de la Europa, de suerte que a mi juicio el estaño y el electro nos vienen de algún rincón muy retirado de la Europa, pero no de fuera de su recinto. CXVI. Por el lado del norte parece que se halla en Europa copiosísima abundancia de oro, pero tampoco sabré decir dónde se halla, ni de dónde se extrae. Cuéntase que lo roban a los grifos los monóculos arimaspos;[307] pero es harto grosera la fábula para que pueda adoptarse ni creerse que existan en el mundo hombres que tengan un ojo solo en la cara, y sean en lo restante como los demás. En suma, paréceme acerca de las partes extremas del continente, que son una especie de terreno muy diferente de los otros, y como encierran unos géneros que son tenidos acá por los mejores, se nos figura también que allí son todo preciosidades. CXVII. Hay en el Asia, pues tiempo es de volver a ella, cierta llanura cerrada en un cerco formado por un monte que se extiende alrededor de ella, teniendo cinco quebradas. Esta llanura, estando situada en los confines de los corasmios, de los hircanios, de los partos, de los sarangas y de los tamaneos, pertenecía antes a los primeros; pero después que el imperio pasó a los persas, pasó ella a ser un señorío o patrimonio de la corona. Del monte que rodea dicha llanura nace un gran río, por nombre Aces,[308] que conducido hacia las quebradas, y sangrado por ellas con canales, iba antes regando las referidas tierras, derivando su acequia cada cual de aquellos pueblos por su respectiva quebrada. Mas después que estas naciones pasaron al dominio de los persas, se les hizo en este punto un notable perjuicio, por haber mandado el rey que en dichas quebradas se levantasen otras tantas presas con sus compuertas; de lo cual necesariamente provino que, cerrado todo desaguadero, no pudiendo el río tener salida, se difundiera por la llanura y la convirtiera en un mar. Los pueblos circunvecinos, que solían antes aprovecharse del río sangrado, no pudiendo ya valerse de su agua, viéronse muy pronto en la mayor calamidad, pues aunque llueve allí en invierno como suele en otras partes, echaban de menos en verano aquella agua del río para ir regando sus sementeras ordinarias de panizo y de ajonjolí. Viendo, pues, aquellos que nada de agua se les concedía, así hombres como mujeres fueron de tropel a la corte de los persas, y fijos allí todos a las puertas de palacio, llenaban el aire hasta el cielo de gritos y lamentos. Con esto el rey mandó que para aquel pueblo que mayor necesidad tenía del agua, se les abriera la compuerta de su propia presa, y que se volviera a cerrar después de bien regada la comarca y harta ya de beber; y así por turno y conforme a la mayor necesidad fueran abriéndose las compuertas de las acequias respectivas. Este, según oigo y creo muy bien, fue uno de los arbitrios para las arcas reales, cobrando, además del tributo ya tasado, no pequeños derechos en la repartición de aquellas aguas. CXVIII. Pero dejando esto, volvamos a los septemviros de la célebre conjuración; uno de los cuales, Intafrenes, tuvo un fin bien desastrado, a que su misma altivez e insolencia le precipitaron. Pues habiéndose establecido la ley de que fuera concedido a cualquiera de los siete la facultad de presentarse al rey sin preceder recado, excepto en el caso de hallarse en el momento en compañía de sus mujeres, Intafrenes quiso entrar en palacio poco después de la conjuración, teniendo que tratar no sé qué negocio con Darío, y en fuerza de su privilegio, como uno de los siete, pretendía entrada franca sin introductor alguno; mas el portero de palacio y el paje encargado de los recados se la negaban, alegando por razón que estaba entonces el rey visitando a una de sus esposas. Sospechó Intafrenes que era aquel uno de los enredos y falsedades de los palaciegos, y sin más tardanza saca al punto su alfanje, corta a entrambos, al paje y al portero, orejas y narices, ensártalas a prisa con la brida de su caballo, y poniéndolas luego al cuello de estos, los despacha adornados con aquella especie de collar. Preséntanse entrambos al rey, y le declaran el motivo de su trágica violencia en aquella mutilación. CXIX. Receló Darío en gran manera que una tal demostración se hubiese hecho de común acuerdo y consentimiento de los seis conjurados, y haciéndolos venir a su presencia uno a uno, iba explorando su ánimo para averiguar si habían sido todos cómplices en aquel desafuero. Pero viendo claramente que ninguno había tenido en ello participación, mandó que prendieran no solo a Intafrenes, sino también a sus hijos con todos los demás de su casa y familia, sospechando por varios indicios que tramaba aquel con todos sus parientes alguna sublevación,[309] y luego de presos los condenó a muerte. En esta situación, la esposa de Intafrenes, presentándose a menudo a las puertas de palacio, no cesaba de llorar y dar grandes voces y alaridos, hasta que el mismo Darío se movió a compasión con su llanto y dolor. Mándale, pues, decir por un mensajero: «Señora, en atención y respeto a vuestra persona, accede el rey Darío a dar el perdón a uno de los presos, concediéndoos la gracia de que lo escojáis vos misma a vuestro arbitrio y voluntad». «Pues si el rey, respondió ella después de haberlo pensado, me concede la vida de uno de los presos, escojo entre todos la vida de mi hermano». Informado Darío y admirado mucho de aquella respuesta y elección, le hace replicar: «Señora, quiere el rey que le digáis la razón por que dejando a vuestro marido y también a vuestros hijos, preferís la vida de un hermano, que ni os toca de tan cerca como vuestros hijos, ni puede serviros de tanto consuelo como vuestro esposo». A lo cual contestó la mujer: «Si quieren los cielos, ¡oh señor!, no ha de faltarme otro marido, del cual conciba otros hijos, si pierdo los que me dieron los dioses. Otro hermano sé bien que no me queda esperanza alguna de volver a lograrlo, habiendo muerto ya nuestros padres;[310] por este motivo me goberné, señor, en mi respuesta y elección». Pareció tan acertada la razón a Darío, que prendado de la discreción de aquella matrona, no solo le hizo gracia de su hermano que escogía, sino que además le concedió la vida de su hijo mayor, por quien no pedía. A todos los demás los hizo morir Darío, acabando así con todos sus deudos Intafrenes, uno de los siete grandes de la liga, poco después de recobrado el imperio. CXX. Volviendo a tomar el hilo de la historia, casi por el mismo tiempo en que enfermó Cambises sucedió un caso muy extraño. Hallábase en Sardes por gobernador un señor de nación persa, por nombre Oretes, colocado por Ciro en aquel empleo, y se empeñó en ejecutar el atentado más caprichoso e inhumano que darse puede, cual fue dar muerte a Polícrates el samio, de quien, ni de obra ni de palabra había recibido nunca el menor disgusto, y lo que es más, no habiéndole visto ni hablado en los días de su vida. Por lo que mira al motivo que tuvo Oretes para desear prender y perder a Polícrates, pretenden algunos que naciese de lo que voy a referir. Estaba Oretes en cierta ocasión sentado en una sala de palacio en compañía de otro señor también persa, llamado Mitrobates, entonces gobernador de la provincia de Dascilio,[311] y de palabra en palabra, como suele, vino la conversación a degenerar en pendencia. Altercábase en ella con calor acerca de quién tenía mayor valor y méritos personales, y Mitrobates empezó a insultar a Oretes en sus barbas, diciendo: «¿Tú, hombre, te atreves a hablar de valor y servicios personales, no habiendo sido capaz de conquistar a la corona y unir a tu satrapía la isla de Samos, que tienes tan cercana, y es de suyo tan fácil de sujetar que un particular de ella con solos quince infantes se alzó con su dominio en que se mantiene hasta el día?». Pretenden algunos, como dije, que vivamente penetrado Oretes en su corazón de este insulto, no tanto desease vengarle en la persona del que se lo dijo, cuanto borrarlo con la ruina de Polícrates, ocasión inocente de aquella afrenta. CXXI. No faltan otros con todo, aunque más pocos, que lo refieren de otro modo. Dicen que Oretes envió a Samos un diputado para pedir no sé qué cosa, que no expresan los narradores, a Polícrates, que echado sobre unos cojines en su gabinete estaba casualmente entreteniéndose con Anacreonte de Teos.[312] Entra en esto el diputado de Oretes y empieza a dar su embajada. Polícrates entretanto, ora a propósito quisiera dar a entender cuán poco contaba con Oretes, ora sucediese por descuido y falta de reflexión, vuelto como estaba el rostro a la pared, ni lo volvió para mirar al enviado, ni le respondió palabra. CXXII. De estos dos motivos que suelen darse acerca de la muerte de Polícrates, adopte cada cual el que más le acomode, nada me importa. En cuanto a Oretes, como viviese de asiento en Magnesia, ciudad fundada en las orillas del río Menandro, y estuviese bien informado del espíritu ambicioso de Polícrates, enviole a Samos por embajador a Mirso, hijo de Giges y natural de Lidia. Sabía Oretes que Polícrates había formado el proyecto de alzarse con el imperio del mar, habiendo sido en este designio el primero de los griegos, al menos de los que tengo noticia. Verdad es que no quiero en esto comprender ni a Minos de Cnoso, ni a otro alguno anterior, si lo hubo, que en los tiempos fabulosos hubiese tenido el dominio de los mares;[313] solo afirmo que en la era humana, que así llaman a los últimos tiempos ya conocidos, fue Polícrates el primer griego que se lisonjeó con la esperanza de sujetar a su mando la Jonia e islas adyacentes. Conociendo, pues, Oretes el flaco de Polícrates, le envía una embajada concebida en estos términos: «Oretes dice a Polícrates: Estoy informado de que meditas grandes empresas, pero que tus medios no alcanzan a tus proyectos. Si quieres, pues, ahora seguir mi consejo, te aseguro que con ello conseguirás provecho, y me salvarás la vida; pues el rey Cambises, según sé ciertamente, anda al presente maquinándome la muerte. En suma, quiero de ti que vengas por mí y por mis tesoros, de los que tomarás cuanto gustares, dejando el resto para mí. Ten por seguro que por falta de dinero no dejarás de conquistar la Grecia entera. Y si acerca de los tesoros no quisieres fiarte de mi palabra, envíame el sujeto que tuvieres de mayor satisfacción, a quien me ofrezco a mostrárselos». CXXIII. Oyó Polícrates con mucho gusto tal embajada, y determinó complacer a Oretes. Sediento el hombre de dinero, envió ante todo para verlo a su secretario, que era Menandrio, hijo de Menandrio, el mismo que no mucho después consagró en el _Hereo_[314] los adornos todos muy ricos y vistosos que había tenido Polícrates en su mismo aposento. Sabiendo Oretes que aquel explorador era un personaje de respeto, toma ocho cofres y manda embutirlos de piedras hasta arriba, dejando solo por llenar una pequeña parte la más vecina a los labios de aquellos, y después cubre de oro toda aquella superficie; ata muy bien sus cofres, y los deja patentes a la vista. Llegó poco después Menandrio, vio las arcas de oro, y dio cuenta luego a Polícrates. CXXIV. Informado este del oro, a pesar de sus privados que se lo aconsejaban, y a pesar asimismo de sus adivinos que le auguraban mala suerte, no veía la hora de partir en busca de las arcas. Aun hubo más, porque la hija de Polícrates tuvo entre sueños una visión infausta, pareciéndole ver en ella a su padre colgado en el aire, y que Zeus le estaba lavando y el Sol ungiendo. En fuerza de tales agüeros, deshaciéndose la hija en palabras y extremos, pugnaba en persuadir al padre no quisiera presentarse a Oretes, tan empeñada en impedir el viaje, que al ir ya Polícrates a embarcarse en su galera, no dudó en presentársele cual ave de mal agüero. Amenazó Polícrates a su hija que si volvía salvo tarde o nunca había de darle marido. «¡Ojalá, padre, sea así!, responde ella; que antes quisiera tarde o nunca tener marido, que dejar de tener tan presto un padre tan bueno». CXXV. Por fin, despreciando los consejos de todos, embarcose Polícrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos y compañeros, entre quienes se hallaba el médico más afamado que a la sazón se conocía, Democedes, hijo de Califonte, natural de Crotona. No bien acabó Polícrates de poner el pie en Magnesia, cuando se le hizo morir con una muerte cruel, muerte indigna de su persona e igualmente de su espíritu magnánimo y elevado, pues ninguno se hallará entre los tiranos o príncipes griegos, a excepción solamente de los que tuvieron los siracusanos, que en lo grande y magnífico de los hechos pueda competir con Polícrates el samio.[315] Pero no contento el fementido persa con haber hecho en Polícrates tal carnicería que de puro horror no me atrevo a describir, le colgó después en un aspa. Oretes envió libres a su patria a los individuos de la comitiva que supo eran naturales de Samos, diciéndoles que bien podían y aun debían darle las gracias por acabar de librarlos de un tirano; pero a los criados que habían seguido a su amo los retuvo en su poder y los trató como esclavos. Entretanto, en el cadáver de Polícrates en el aspa íbase verificando puntualmente la visión nocturna de su hija, siendo lavado por Zeus siempre que llovía, y ungido por el sol siempre que con sus rayos hacia que manase del cadáver un humor corrompido. En suma, la fortuna de Polícrates, antes siempre próspera, vino al cabo a terminar, según la predicción profética de Amasis, rey de Egipto, en el más desastroso paradero. CXXVI. Pero no tardó mucho en vengar el cielo el execrable suplicio dado a Polícrates en la cabeza de Oretes, y fue del siguiente modo: Después de la muerte de Cambises, mientras que duró el reinado de los magos, estuvo Oretes en Sardes quieto y sosegado, sin cuidar nada de volver por la causa de los persas infamemente despojados del imperio por los medos; antes bien, entonces fue cuando, aprovechándose de la perturbación actual del estado, entre otros muchos atentados que cometió, quitó la vida no solo a Mitrobates, general de Dascilio, el mismo que le había antes zaherido por no haberse apoderado de los dominios de Polícrates, sino también a Cranaspes, hijo del mismo, sin atender a que eran entrambos personajes muy principales entre los persas. Y no paró aquí la insolencia de Oretes, pues, habiéndole después enviado Darío un correo, y no dándole mucho gusto las órdenes que de su parte le traía, armole una emboscada en el camino y le mandó asesinar a la vuelta, haciendo que nunca más se supiese noticia alguna ni del posta ni de su caballo. CXXVII. Luego que Darío se vio en el trono, deseaba muy de veras hacer en Oretes un ejemplar, así en castigo de todas sus maldades, como mayormente de las muertes dadas a Mitrobates y a su hijo. Con todo, no le parecía del caso enviar allá un ejército para acometerle declaradamente desde luego, parte por verse en el principio del mando, no bien sosegadas las inquietudes públicas del imperio, parte por considerar cuán prevenido y pertrechado estaría Oretes, manteniendo por un lado cerca de su persona un cuerpo de mil persas, sus alabarderos, y teniendo por otro en su provincia y bajo su dominio a los frigios, a los lidios y a los jonios. Así que Darío, queriendo obviar estos inconvenientes, toma el medio de llamar a los persas más principales de la corte y hablarles en estos términos: «Amigos, ¿habrá entre vosotros quien quiera encargarse de una empresa de la corona, que pide maña o ingenio, y no ejército ni fuerza? Bien sabéis que donde alcanza la prudencia de la política, no es menester mano armada. Hágoos saber que deseo muchísimo que alguno de vosotros procure presentarme vivo o muerto a Oretes, hombre que además de ser desconocido a los persas, a quienes en nada ha servido hasta aquí, es al mismo tiempo un violento tirano, llevando ya cometidas muchas maldades contra nos, una la de haber hecho morir al general Mitrobates, juntamente con su hijo, otra la de haber asesinado a mis enviados que le llevaban la orden de presentársenos, mostrando en todo un orgullo y contumacia intolerables. Es preciso, pues, anticipársele, a fin de impedir con su muerte que pueda maquinar algún atentado mayor contra los persas». CXXVIII. Tal fue la pregunta y propuesta hecha por Darío, al cual en el punto mismo se le ofrecieron hasta 30 de los cortesanos presentes, pretendiendo cada cual para sí la ejecución de la demanda. Dispuso Darío que la suerte decidiera la porfía, y habiendo recaído en Bageo, hijo de Artontes, toma este desde luego un expediente muy oportuno. Escribe muchas cartas que fuesen otras tantas órdenes sobre varios puntos, luego las cierra con el sello de Darío, y con ellas se pone en camino para Sardes. Apenas llegado, se presenta a Oretes, y delante de él va sacando las cartas de una en una, dándolas a leer al secretario real pues entre los persas todo gobernador tiene su secretario de oficio nombrado por el rey.[316] Bageo, al dar a leer y al intimar aquellas órdenes reales, pretendía sondear la fidelidad de los alabarderos, y tentar si podía sublevarlos contra su general Oretes. Viendo, pues, que llenos de respeto por su soberano ponían sobre su cabeza las cartas rubricadas y recibían las órdenes intimadas con toda veneración, da por fin a leer otro despacho real concebido en esta forma: «Darío, vuestro soberano, os prohíbe a vosotros, persas, servir de alabarderos a Oretes». No bien se les intimó la orden, cuando dejan todos sus picas. Animose Bageo a dar el último paso, viendo que en aquello obedecían al rey, entregando al secretario la última carta en que venía la orden en estos términos: «Manda el rey Darío a los persas, sus buenos y fieles vasallos en Sardes, que maten a Oretes». Acabar de oír la lectura de la carta, desenvainar los alfanjes los alabarderos y hacer pedazos a Oretes, todo fue en un tiempo. Así fue como Polícrates el samio vino a quedar vengado del persa Oretes. CXXIX. Después que llegaron a Susa, confiscados los bienes que habían sido de Oretes, sucedió dentro de pocos días que al bajar del caballo el rey Darío en una de sus monterías, se le torció un pie con tanta fuerza que, dislocado el talón, se salió del todo de su encaje. Echó mano desde luego para la cura de sus médicos quirúrgicos, creído desde atrás que los que tenía a su servicio traídos del Egipto eran en su profesión los primeros del universo. Pero sucedió que los físicos egipcios, a fuerza de medicinar el talón, lo pusieron con la cura peor de lo que había estado en la dislocación. Siete días enteros habían pasado con sus noches en que la fuerza del dolor no había permitido al rey cerrar los ojos, cuando al octavo día, en que se hallaba peor, quiso la fortuna que uno le diese noticia de la grande habilidad del médico de Crotona, Democedes, de quien acaso había oído hablar hallándose en Sardes. Manda al instante Darío que hagan venir a Democedes, y habiéndolo hallado entre los esclavos de Oretes, tan abyecto y despreciado como el que más, lo presentaron del mismo modo a la vista del rey, arrastrando sus cadenas y mal cubierto de harapos. CXXX. Estando en pie el pobre esclavo, preguntole el mismo Darío en presencia de todos los circunstantes si era verdad que supiera medicina. Democedes, con el temor de que si decía llanamente la verdad no tenía ya esperanza de poder volver a Grecia, no respondía que la supiese. Trasluciéndose a Darío que aquel esclavo tergiversaba, hablando solo a medias palabras, mandó al punto traer allí los azotes y aguijones. La vista de tales instrumentos y el miedo del inminente castigo hizo hablar más claro a Democedes, quien dijo que no sabía muy bien la medicina, pero que había practicado con un buen médico. En una palabra, dejose Darío en manos del nuevo médico, y como este le aplicase remedios y fomentos suaves, después de los fuertes antes usados en la cura, logró primero que pudiera el rey recobrar el sueño perdido, y después de muy breve tiempo le dejó enteramente sano, cuando Darío había ya desconfiado de poder andar perfectamente en toda su vida. Al verse sano el rey, quiso regalar al médico griego con dos pares de grillos de oro macizo, y al irlos a recibir, pregúntale con donaire Democedes, si en pago de haberle librado de andar siempre cojo, le doblaba el mal su majestad, dándole un grillo por cada pierna. Cayó en gracia a Darío el donaire del médico, y le mandó fuese a visitar sus esposas. Decían por los salones los eunucos que le conducían: «Señora, este es el que dio vida y salud al rey nuestro amo y señor». Las reinas, muy alegres y agradecidas, iban cada una por sí sacando del arca un azafate lleno de oro, y el oro y el azafate del mismo metal todo lo regalaban a Democedes. La magnificencia de las reinas en aquel regalo fue tan extremada, que un criado de Democedes, llamado Escitón, recogiendo para sí únicamente los granos que de los azafates caían, juntó una grandiosa suma de dinero. CXXXI. El buen Democedes, ya que de sus aventuras hacemos mención, dejando a Crotona su patria, como referiré, fue a vivir con Polícrates. Vivía antes en Crotona en casa de su mismo padre, hombre de condición áspera y dura, y no pudiendo ya sufrirle por más tiempo, fue a establecerse en Egina. Allí, desde el primer año de su domicilio, aunque se hallaba desprovisto y falto todavía de los hierros e instrumentos de su profesión, dejó con todo muy atrás a los primeros cirujanos del país; por lo que al segundo año los eginetas le asalariaron para el público con un talento, al tercer año le condujeron los atenienses por cien minas, y Polícrates al cuarto por dos talentos:[317] por estos pasos vino Democedes a Samos. La fama de este insigne profesor ganó tanto crédito a los médicos de Crotona, que eran tenidos por los más excelentes de toda la Grecia; después de los cuales se daba el segundo lugar a los médicos de Cirene. En la misma Grecia los médicos de Argos pasaban a la sazón por los más hábiles de todos. CXXXII. De resultas, pues, de la cura del rey, se le puso a Democedes una gran casa en Susa, y se le dio cubierto en la mesa real, como comensal honorario de Darío, de suerte que nada le hubiese quedado que desear, si no le trajera molestado siempre el deseo de volver a su querida Grecia. No había otro hombre ni otro privado como Democedes para el rey, de cuyo favor se valió especialmente en dos casos; el uno cuando logró con su mediación que el rey perdonase la vida a sus médicos de Egipto, a quienes por haber sido vencidos en competencia con el griego había condenado Darío a ser empalados; el otro cuando obtuvo la libertad para cierto adivino eleo, a quien veía confundido y maltratado con los demás esclavos que habían sido de la comitiva de Polícrates. CXXXIII. Entre otras novedades no mucho después de dicha cura, sucedió un incidente de consideración a la princesa Atosa, hija de Ciro y esposa de Darío, a la cual se le formó en los pechos un tumor que una vez abierto se convirtió en llaga, la cual iba tomando incremento. Mientras el mal no fue mucho, la princesa lo ocultaba por rubor sin hablar palabra; mas cuando vio que se hacía de consideración se resolvió a llamar a Democedes y hacer que lo viese. El médico le dio palabra de que sin falta la curaría, pero con pacto y condición de que la princesa jurase hacerle una gracia que él quería suplicarle, asegurándola de antemano que nada le pediría de que ella pudiera avergonzarse. CXXXIV. Sanada ya Atosa por obra de Democedes, estando en cama con Darío, hablole así, instruida por su médico de antemano: «¿No me diréis, señor, por qué tenéis ociosa tanta tropa sin emprender conquista alguna y sin dilatar el imperio de Persia? A un hombre grande como vos, oh Darío, a un príncipe joven, al soberano más poderoso del orbe, el honor le está pidiendo de justicia que haga ver a todos, con el esplendor de sus proezas, que los persas tienen a su frente un héroe que los dirige. Por dos motivos os conviene obrar así; por el honor, para que conozcan los persas que sois un soberano digno del trono que ocupáis; y por razón de estado, para que los súbditos afanados en la guerra no tengan lugar de armaros alguna sublevación. Y ahora que os veo en la flor de la edad quisiera miraros más coronado de laureles, pues bien sabéis que el vigor del espíritu crece con la actividad del cuerpo, y al paso que envejece el último, suele aquel ir menguando hasta quedar al fin ofuscado o del todo extinguido».[318] En esta forma repetía Atosa las lecciones de su médico. «Me hablas, Atosa, responde Darío, como si leyeras los pensamientos y designios de mi espíritu; pues quiero que sepas que estoy resuelto ya a emprender una expedición contra los escitas, haciendo a este fin un puente de naves que una entre sí los dos continentes de Asia y Europa; y te aseguro, mujer, que todo lo verás en breve ejecutado». «Meditadlo antes, señor, le replica Atosa; dejad por ahora esos escitas, que ni son primicias convenientes para vuestras armas victoriosas, y son víctimas seguras por otra parte siempre que las acometáis. Creedme, caro Darío; acometed de primer golpe a la Grecia, de la cual oigo hablar tanto y decir tales cosas, que me han dado deseos de verme pronto rodeada aquí de doncellas laconias, argivas otras, unas áticas, otras corintias. Y no parece sino que lo disponen los dioses, que os han traído un hombre el más apto de todos para poder iros informando punto por punto de todas las cosas de la Grecia, el buen médico que tan bien os curó el pie dislocado». «Mujer, respondió Darío, si te parece mejor acometer antes a la Grecia, creo sería del caso enviar delante nuestros exploradores conducidos por el médico que dices, para que, informados ante todo y aun testigos oculares del estado de la Grecia, puedan instruirnos después, y con esta ventaja podremos acometer mejor a los griegos». CXXXV. Dicho y hecho, pues apenas deja verse la luz del día, cuando Darío llama a su presencia a quince de sus persas, hombres todos de consideración, y les ordena dos cosas: una, ir a observar las costas de la Grecia conducidos por Democedes; otra, que vigilen siempre para que no se les escape su conductor, al cual de todos modos manda lo devuelvan a palacio. Instruidos así los persas, hace Darío venir a Democedes y pídele que después de haber conducido algunos persas alrededor de la Grecia, sin dejar cosa que no les haga ver, tenga a bien dar la vuelta a la corte. Al mismo tiempo le convida a cargar con todos sus muebles preciosos para regalarlos a su padre y hermanos, en vez de los cuales le daría después otros más numerosos y mejores, para lo cual le cedía desde luego una barca bien abastecida de provisiones, que cargada con aquellos presentes le fuese siguiendo en su viaje. Soy de opinión que Darío hablaba de este modo con sincero corazón, aunque el hábil Democedes, recelándose de que fuese aquella una fina tentativa de su fidelidad, anduvo con precaución, sin aceptar desde luego las ofertas de su amo, antes cortésmente le replicó que su gusto sería que su majestad le permitiera dejar alguna parte de sus alhajas para hallarlas después a su vuelta, y que aceptaría con placer la barca que su majestad tenía la bondad de ofrecerle para cargar en ella los regalos para los suyos. Tales, en suma, fueron las órdenes con que Darío le envió con sus compañeros hacia el mar. CXXXVI. Habiendo, pues, bajado a Fenicia y llegado a Sidón, uno de los puertos de aquel país, equiparon sin pérdida de tiempo tres galeras, y cargaron de todo género de bastimentos una nave, en que embarcaron asimismo varios y preciosos regalos. Abastecidos de todo, siguieron el rumbo hacia la Grecia, que fueron costeando y sacando los planos de sus costas, sin dejar nada que notar por escrito, y practicada esta diligencia con la mayor parte de los lugares, y en especial con los más nombrados, llegaron por fin a Tarento en las playas de Italia. Aristofílides, rey de los tarentinos, a quien Democedes logró fácilmente sobornar, le complació en sus dos solicitudes, de quitar los timones a las naves de los medos, y de arrestar por espías a los persas, echando voz de que lo eran sin duda. Mientras se irrogaba este daño a la tripulación, Democedes llegó a Crotona, y una vez refugiado ya en su patria, suelta Aristofílides a sus prisioneros, restituyendo los timones a sus naves. CXXXVII. Hechos a la vela otra vez los persas, parten en seguimiento de Democedes, y como llegados a Crotona le hallasen paseando por la plaza, le echaron mano al momento. Algunos de los vecinos de Crotona a quienes el nombre y poder de los persas tenía amedrentados, no mostraban dificultad en entregarles el fugitivo; pero otros, saliendo a la defensa de su paisano, le sacaron a viva fuerza de las manos de los extranjeros, contra quienes arremetieron con sus bastones, sin contar con las protestas que entretanto les hacían los persas. «Mirad, decían estos, mirad lo que hacéis. ¡Cómo, quitarnos de las manos a ese esclavo y fugitivo del rey! ¿Cómo pensáis que Darío, el gran rey, sufrirá esta injuria que se le hace? ¿Cómo podrá disimularla? ¿Cómo podrá dejar de saliros muy cara la presa que ahora nos arrebatáis? ¿Queréis ser los primeros a quienes hagamos guerra declarada, los primeros a quienes hagamos cautivos nuestros?». Pero salieron vanas sus protestas y amenazas, antes bien, no contentos los crotoniatas con haberles arrebatado a Democedes, echáronse sobre la barca del rey que con ellos venía. Viéronse con esto obligados los persas a tomar su derrotero hacia el Asia, sin cuidarse de llevar adelante sus observaciones sobre la Grecia, faltos ya de guía y adalid. Con todo, Democedes, al despedirse de ellos, no dejó de pedirles que de su parte dijeran a Darío que había tomado por esposa a una hija de Milón, sabiendo bien cuánto significaba para el rey el famoso nombre de aquel luchador de primera clase, Milón el crotoniata.[319] Y a mi juicio, diose Democedes a fuerza de dinero tanta maña y prisa en aquel casamiento, con la mira de que Darío le tuviera por hombre de consideración en su patria. CXXXVIII. Salidos los persas de Crotona, aportaron con sus naves a la Yapigia,[320] donde quedaron esclavos; lo cual sabido por Gilo tarentino, desterrado de su patria, tuvo la generosidad de redimirlos y conducirlos libres al rey Darío, beneficio que fue tan del agrado del soberano, que se hallaba pronto a hacer en su recompensa cuanto quisiera pedirle. Gilo, después de darle cuenta de su desgracia, le suplicó por favor que negociase su vuelta a Tarento; mas, para no poner en agitación toda la Grecia, como sin falta sucedería si por su causa destinase una poderosa armada para la Italia, hízole saber que como los cnidios quisieran restituirle a su patria, serían bastantes ellos solos para salir con su intento. Decíalo Gilo persuadido de que los cnidios, amigos de los tarentinos, lograrían su regreso si lo pretendían con eficacia. Complácele Darío al punto según había ofrecido, mandando a los cnidios por medio de un enviado que se empeñasen en restituir su amigo Gilo a Tarento; pero porque obedientes a Darío procuraron ellos lograr dicha vuelta pidiéndola buenamente a los tarentinos, y no teniendo bastantes fuerzas para obligarles por la violencia, no consiguieron al cabo lo que pedían. Tal fue, en suma, el éxito de los persas exploradores de la Grecia, siendo los primeros que pasaron allí desde el Asia con ánimo de observar la situación del país. CXXXIX. Después de estas tentativas apoderose Darío de Samos, la primera de todas las ciudades así griegas como bárbaras de que se hizo dueño, y fue con el motivo siguiente: En tanto que Cambises hacía la expedición al Egipto, muchos griegos, como suele acontecer en tales ocasiones, pasaban allá, estos con sus géneros y mercaderías, aquellos con ánimo de sentar plaza entre las tropas mercenarias, y algunos pocos sin otra mira que la de viajar y ver el país. De estos últimos fue uno Silosonte, hijo de Eaces y hermano de Polícrates, a la sazón desterrado de Samos, a quien sucedió allí una rara aventura. Había salido de su posada con su manto de grana, y vestido así iba paseándose por la plaza de Menfis. Darío, que a la sazón servía entre los alabarderos de Cambises, no siendo todavía de grado superior, al ver a Silosonte se prendó de su manto encarnado, y llegándose a él quería comprárselo con su dinero. Quiso la buena suerte de Silosonte que se mostrara bizarro con el joven Darío viéndole perdido por su manto. «No os lo venderé por ningún dinero, le dice; os lo regalo, sí, de buena gana, ya que mostráis voluntad de tenerlo». Darío, agradeciéndole la cortesía, tomó luego el manto de grana tan deseado. CXL. Silosonte, al ver que le cogía la palabra y el manto, se tuvo a sí mismo por más simple y sandio que por cortés y caballero. Andando después el tiempo, muerto ya Cambises, muerto asimismo el mago a manos de los septemviros, y nombrado Darío, uno de ellos, por soberano, oyó decir Silosonte que había recaído el cetro en manos de aquel joven persa a quien antes allá en Egipto había regalado su manto cuando se lo pidió. Con esta nueva, anímase a emprender el viaje de Susa, y presentándose a las puertas de palacio da al portero el recado de que allí estaba un bienhechor de Darío que deseaba hablarle. Recibido el recado, empezó admirado el rey a discurrir consigo mismo: «¿Quién puede ser ese griego, a cuyos servicios ahora ya al principio de mi gobierno esté obligado como a bienhechor mío? No sé que hasta aquí haya llegado a mi corte griego alguno, ni recordar puedo que nada deba yo a nadie de aquella nación. Con todo, que entre ese griego, pues quiero saber de él mismo qué motivo tiene para lo que él dice». El portero introdujo a Silosonte a la presencia del rey, y puesto en pie, pregúntanle los intérpretes quién es y cuáles son sus servicios hechos al soberano para decirse su bienhechor. Refirió Silosonte lo tocante a su manto y que él era aquel griego afortunado que había tenido el honor de regalarlo a Darío. A esto responde luego el rey: «¿Eres tú, amigo, aquel tan bizarro caballero que me hizo aquel regalo cuando no era yo más que un mero particular? El don entonces recibido pudo ser de poca monta, pero no lo será mi recompensa, sino tal como la que daría al que en el estado actual en que me hallo me ofreciera un magnífico presente. Todos mis tesoros ahí los tienes a tu disposición; toma de ellos el oro y la plata que quisieres, que no sufriré que te puedas jamás arrepentir de haber sido liberal conmigo, con el sucesor de Cambises». «Señor, le responde Silosonte, agradezco sumamente vuestra liberalidad: agradézcoos el oro y la plata que de vuestros tesoros me ofrecéis. Otra es la gracia que de vos deseara: recobrar el dominio de Samos, mi patria, que me tiene usurpado un criado de nuestra casa, después que Oretes dio la muerte a mi hermano Polícrates. La merced, pues, que de vos espero es que me repongáis en el señorío de Samos sin muerte ni esclavitud de ninguno de mis paisanos». CXLI. Oída la petición de Silosonte, envió Darío al frente de un ejército al general Ótanes, uno del famoso septemvirato, con orden de llevar a cabo las pretensiones y demandas de su bienhechor. Llegado a los puntos marítimos del reino, Ótanes dispuso las tropas para la expedición de Samos. CXLII. El mando de Samos estaba a la sazón en manos de aquel Menandrio, hijo de Menandrio, a quien Polícrates al partirse de la isla había dejado por regente de ella. Este, dándose por el hombre más virtuoso y justificado de todos, no tuvo la suerte ni la proporción de mostrarse tal; porque lo primero que hizo, sabida la muerte de Polícrates, fue levantar un ara a Zeus Libertador, dedicando alrededor de ella un recinto religioso, que se ve al presente en los arrabales de la ciudad. Erigido ya el sagrado monumento, llamó a la asamblea a todos los vecinos de Samos y habloles así: «Bien veis, ciudadanos, que teniendo en mis manos el cetro que antes solía tener Polícrates en las suyas, si quiero puedo ser vuestro soberano. Mas yo no apruebo en mi persona lo que repruebo en la de otro, pues puedo aseguraros que nunca me pareció bien que quisiera ser Polícrates señor de hombres tan nobles como él, ni semejante tiranía podré jamás consentirla en hombre alguno nacido o por nacer. Pagó ya Polícrates su merecido y cumplió su destino fatal. Resuelto yo a depositar la suprema autoridad en manos del pueblo, y deseoso de que todos seamos libres y de una misma condición y derecho público, solo os pido dos gracias en recompensa: una, que del tesoro de Polícrates se me reserven aparte seis talentos; otra, que el sacerdocio de Zeus Libertador, investido desde luego en mi persona, pase a ser en los míos hereditario; privilegios que con razón pretendo, así por haber erigido esas aras, como por la resolución en que estoy de restituiros la independencia». Esta era la propuesta que bajo tales condiciones hacia Menandrio a los samios: oída la cual, levantose uno de ellos y le dijo: «No mereces tú, según eres de vil y despreciable, de malvado y ruin, ser nuestro soberano. ¡Perdiérannos los dioses si tal sucediera! De ti pretendemos ahora que nos des cuenta del dinero público que has manejado».[321] El que así se expresaba era uno de los ciudadanos más principales, llamado Telesarco. CXLIII. Previendo Menandrio claramente que no había de faltar alguno que se alzara con el mando, en caso de que él lo dejase, mudó la resolución de abandonarlo que tenía antes formada; y para asegurarse más en el imperio, retirado a la ciudadela, hacía llamar allí uno por uno a los vasallos, con el pretexto de dar cuenta del dinero, pero en llegando los mandaba coger y poner en prisiones. En tanto que permanecían bien custodiados, asaltó a Menandrio una grave enfermedad, de la cual, creyendo Licareto, uno de los hermanos de Menandrio, que iba este a morir, con la ambiciosa mira de facilitarse la posesión del señorío de Samos, procuró la muerte a aquellos presos, que pensó no dejarían de querer en adelante la independencia y libertad del estado. CXLIV. En esta situación se hallaban los negocios cuando los persas aportaron a Samos llevando consigo a Silosonte. Entonces no solo faltó quien les saliera al encuentro con las armas en las manos, sino que desde luego que llegaron allá capituló con ellos la tropa misma de Menandrio, mostrándose pronta a salir de la isla y a hacer que saliera juntamente su actual señor. Convino Ótanes por su parte en firmar el tratado, y compuestas así las paces, los oficiales mayores de la armada persa, haciendo colocar unos asientos junto a la ciudadela, estaban allí sentados. CXLV. Sucedió entretanto un caso impensado. Tenía el gobernador Menandrio un hermano llamado Carilao, hombre algo atolondrado y furioso, quien no sé por qué delito estaba en un calabozo, desde donde, como informado de lo que pasaba, sacase la cabeza por una reja y viese delante sentados a los persas en paz y sosiego, púsose a gritar como un insensato pidiendo que le llevasen a Menandrio, a quien tenía que hablar, lo cual sabido por este mandó que le sacaran de la cárcel y se lo presentaran. Llegado apenas a su presencia, principió a echar maldiciones de su boca y cargar de baldones a su hermano, porque no caía de improviso sobre aquellos persas allí recostados. «¡Insensato!, le dice, ¿a mí, que soy tu hermano y que en nada tengo merecida la cárcel, me tienes aherrojado en un calabozo, y ves ahí a esos persas que van a sacarte del trono y de tu misma casa echándote a donde te lleva tu mala fortuna, y de puro cobarde no le arrojas sobre ellos? Teniéndolos ahí en tu mano, ¿cómo no los cazas y coges a tu placer? Si de nada eres capaz, ven acá, cobarde, confíame tus guardias, y con ellos les pagaré bien la visita que vinieron a hacernos, y a ti te aseguro que te dejaré salir libre de la isla». CXLVI. Así dijo Carilao, y aceptó Menandrio el partido que su furioso hermano le proponía, no porque hubiera perdido de modo el sentido común que con sus tropas se lisonjeara de salir victorioso del ejército del rey, sino ciego de envidia, si no me engaño, contra la dicha de Silosonte, no sufriendo que este, con las manos limpias, sin pérdida de gente y sin el más mínimo menoscabo, viniera a ser señor de tan rico estado. Debió, pues, querer irritar antes a los persas para empeorar y turbar así el estado de Samos y dejarlo revuelto y perdido a su sucesor, pues bien veía que los samios, cruelmente irritados por su hermano, vengarían en los persas la injuria recibida. Por su persona nada tenía que temer, sabiendo que de todos modos tendría libre y segura la salida de la isla, siempre que quisiese, pues a este fin tenía ya prevenida una mina o camino subterráneo que salía al mar desde la misma ciudadela. Así, pues, Menandrio, embarcándose furtivamente, salió de Samos; y Carilao, haciendo tomar las armas a sus tropas, abiertas las puertas de las plaza, dejose caer de repente sobre los persas, descuidados y seguros de semejante traición, como que estaban del todo creídos de que la paz quedaba ya concluida y ajustada. Envisten los guardias de Carilao contra los persas que reposaban en sus asientos, y fácilmente pasan a cuchillo a todas las cabezas del ejército persa; pero acudiendo después lo restante de él a la defensa de sus caudillos, y cargando sobre las tropas mercenarias de Carilao, las obligaron a encerrarse de nuevo en la ciudadela. CXLVII. Cuando el general Ótanes vio aquella alevosía, junta con tanto estrago de sus persas, olvidado muy de propósito de las órdenes de Darío, quien le había mandado al despedirse para el ejército que entregase la isla de Samos al dominio de Silosonte, sin muertes, sin esclavitud, sin otro daño ni agravio de los isleños, dio orden a sus tropas de que pasasen a cuchillo a todo samio que hallaran, sin distinción de niños, ni mozos, ni hombres, ni viejos; de suerte que, al punto, parte de las tropas pónese a sitiar en forma la ciudadela, parte va corriendo por uno y otro lado matando a cuantos se les ponen delante, así dentro como fuera de los templos. CXLVIII. Entretanto, Menandrio, huyendo de Samos, iba ya navegando hacia Lacedemonia. Aportado allí felizmente, desembarcó todo el equipaje e hizo con los muebles preciosos que consigo traía lo que voy a referir. Coloca en su aparador la copiosa vajilla que tenía de oro y plata, mandando a sus criados que la limpien y bruñan primorosamente.[322] Mientras esto se hacía en su albergue, entreteníase Menandrio discurriendo con Cleómenes, hijo de Anaxándridas, a quien como rey de Esparta había ido a cumplimentar. Alargando de propósito la conversación, de palabra en palabra vinieron los dos hablando hasta la posada del huésped. Entra en ella Cleómenes, ve de improviso tan rica repostería, y quédase atónito y como fuera de sí. El cortés Menandrio, prevenido ya con tiempo, bríndale con ella, insta, porfía que tome cuanto le agrade. No obstante la suspensión de Cleómenes y la bizarría de Menandrio en ofrecerle segunda y tercera vez su magnífica vajilla, el severo espartano, mostrando en su desinterés un ánimo el más entero y justificado, nada quiso aceptar de todo cuanto se le ofrecía. Aún más, comprendiendo muy bien que el huésped, regalando a algunos ciudadanos, como sin duda lo hiciera, no dejaría de hallar protectores en el cohecho, fue en derechura a verse con los éforos, y les propuso que sin duda fuera lo más útil echar luego del Peloponeso al desterrado de Samos, de quien recelaba mucho que a fuerza de dádivas había de corromper sin falta o a él mismo, o a algún otro de los espartanos. Prevenidos así los éforos, publicaron un bando en que se mandaba salir de sus dominios a Menandrio. CXLIX. Mientras esto se hacía en Esparta, los persas no solo entregaban al saqueo la isla de Samos, sino que la barrían como con red, envolviendo a todos sus vecinos y pasándolos a cuchillo, sin perdonar a ninguno la vida. Así vengados, entregaron a Silosonte la isla vacía y desierta, aunque el mismo general Ótanes la volvió a poblar algún tiempo después, movido, así de una visión que tuvo en sueños, como principalmente por motivo de cierta enfermedad vergonzosa que padeció. CL. Por el mismo tiempo que se hacía la expedición naval contra Samos, negaron la obediencia a los persas los babilonios, que muy de antemano se habían apercibido para lo que intentaban. Habiéndose sabido aprovechar de las pertubaciones públicas del estado, así en el tiempo en que reinaba el mago, como en aquel en que los septemviros coligados recobraban el imperio, se proveyeron de todo lo necesario para sufrir un dilatado sitio, sin que se echara de ver lo que iban premeditando. Cuando declaradamente se quisieron rebelar, tomaron una resolución más bárbara aún que extraña, cual fue la de juntar en un lugar mismo a todas las mujeres y hacerlas morir estranguladas, exceptuando solamente a sus madres y reservándose cada cual una sola mujer, la que fuese más de su agrado: el motivo de reservarla no era otro sino el de tener panadera en casa, y el de ahogar a las demás el de no querer tantas bocas que consumieran su pan. CLI. Informado el rey Darío de lo que pasaba en Babilonia, parte contra los rebeldes con todas las fuerzas juntas del imperio, y llegado allí, emprende desde luego el asedio de la plaza. Los babilonios, lejos de alarmarse o de temer por el éxito del sitio, subidos sobre los baluartes de la fortaleza bailaban alegres a vista del enemigo, mofándose de Darío con todo su ejército. En una de estas danzas hubo quien una vez dijo este sarcasmo: «Persas, ¿qué hacéis aquí tanto tiempo ociosos? ¿Cómo no pensáis en volveros a vuestras casas? Pues en verdad os digo que cuando paran las mulas, entonces nos rendiréis». Claro está que no creía el babilonio que tal decía que la mula pudiera parir jamás. CLII. Pasado ya un año y siete meses de sitio, viendo Darío que no era poderoso para tomar tan fuerte plaza, hallábanse él y su ejército descontentos y apurados. A la verdad no había podido lograr su intento en todo aquel tiempo, por más que hubiese jugado todas las máquinas de guerra y tramado todos los artificios militares, entre los cuales no había dejado de echar mano también de la misma estratagema con que Ciro había tomado a Babilonia. Pero ni con este ni con otro medio alguno logró Darío sorprender la vigilancia de los sitiados, que estaban muy alerta y muy apercibidos contra el enemigo. CLIII. Había entrado ya el vigésimo mes del malogrado asedio, cuando a Zópiro, hijo de Megabizo, uno de los del septemvirato contra el mago, le sucedió la rara monstruosidad de que pariera una de las mulas de su bagaje.[323] El mismo Zópiro, avisado del nunca visto parto, y no acabando de dar crédito a nueva tan extraña, quiso ir en persona a cerciorarse; fue y vio por sus mismos ojos la cría recién nacida y recién parida la mula. Sorprendido de tamaña novedad, ordena a sus criados que a nadie se hable del caso; y poniéndose él mismo muy de propósito a pensar sobre el portento, recordó luego aquellas palabras que dijo allá un babilonio al principio del sitio, que cuando parieran las mulas se tomaría a Babilonia. Esta memoria, combinada con el parto reciente de su mula, hizo creer a Zópiro que debía, en efecto, ser tomada Babilonia, habiendo sido sin duda providencia del cielo, que previendo que su mula había de parir, permitió que el babilonio lo dijese de burlas. CLIV. Persuadiose Zópiro con aquel discurso ciertamente agorero que había ya llegado el punto fatal de la toma de Babilonia. Preséntase a Darío y le pregunta si tenía realmente el mayor deseo y empeño en que se tomase la plaza sitiada, y habiendo entendido del soberano que nada del mundo deseaba con iguales veras, continuó sus primeras meditaciones, buscando medio de poder ser él mismo el autor de la empresa y ejecutor de tan grande hazaña, y tanto más iba empeñándose en ello, cuanto mejor sabía ser entre los persas muy atendidos de presente y muy premiados en el porvenir los extraordinarios servicios hechos a la corona. El fruto de su meditación fue resolverse a la ejecución del único remedio que hallaba para rendir aquella plaza: consistía en que él mismo, mutilado cruelmente, se pasase fugitivo a los babilonios. Contando, pues, por nada quedar feamente desfigurado por todos los días de su vida, hace de su persona el más lastimoso espectáculo: cortadas de su propia mano las narices, cortadas asimismo las orejas, cortados descompuestamente los cabellos y azotadas cruelmente las espaldas, muéstrase así maltrecho y desfigurado a la presencia de Darío. CLV. La pena que Darío tuvo al ver de repente ante sus ojos un persa tan principal hecho un retablo vivo de dolores, no puede ponderarse: salta luego de su trono, y le pregunta gritando quién así le ha malparado y con qué ocasión. «Ningún otro, señor, sino vos mismo, le responde Zópiro, pues solo mi soberano pudo ponerme tal como aquí me miráis. Por vos, señor, yo mismo me he desfigurarlo así por mis propias manos, sin injuria de extraños, no pudiendo ya ver ni sufrir por más tiempo que los asirios burlen y mofen a los persas». «Hombre infeliz, le replica Darío, ¿quieres dorarme un hecho el más horrendo y negro con el color más especioso que discurrirse pueda? ¿Pretextas ahora que por el honor de la Persia, por amor mío, por odio de los sitiados has ejecutado en tu persona esa carnicería sin remedio? Dime por los dioses, hombre mal aconsejado, ¿acaso se rendirán antes los enemigos porque tú te hayas hecho pedazos? ¿Y no ves que mutilándote no has cometido sino una locura?». «Señor, le respondió Zópiro, bien visto tenía que si os hubiera dado parte de lo que pensaba hacer nunca habíais de permitírmelo. Lo hice por mí mismo, y con solo lo hecho tenemos ya conquistada la inexpugnable Babilonia, si por vos no se pierde, como sin duda no se perderá. Diré, señor, lo que he pensado. Tal como me hallo, deshecho y desfigurado, me pasaré luego al enemigo; les diré que sois vos el autor de la miseria en que me ven, y si mucho no me engaño, se lo daré a entender así, y llegaré a tener el mando de su guarnición. Oíd vos ahora, señor, lo que podremos hacer después. Al cabo de diez días que yo esté dentro, podréis entresacar mil hombres, la escoria del ejército, que tanto sirve salva como perdida, y apostármeles allá delante de la puerta que llaman de Semíramis. Pasados otra vez siete días, podréis de nuevo apostarme dos mil enfrente de la otra puerta que dicen de Nínive. Pasados veinte días más, podréis tercera vez plantar otra porción hasta cuatro mil hombres en la puerta llamada de los caldeos. Y sería del caso que ni los primeros ni los últimos soldados que dije tuvieran otras armas defensivas que sus puñales solos, los que sería bueno dejárselos. Veinte días después podréis dar orden general a los tropas para que acometan de todas partes alrededor de los muros, pero a los persas naturales los quisiera fronteros a las dos puertas que llaman la Bélida y la Cisia. Así lo digo y ordeno todo, por cuanto me persuado que los babilonios, viendo tantas proezas hechas antes, por mí, han de confiármelo todo, aun las llaves mismas de la ciudad. Por los demás, a mi cuenta y a la de los persas correrá dar cima a la empresa». CLVI. Concertado así el negocio, iba luego huyendo Zópiro hacia una de las puertas de la ciudad, y volvía muy a menudo la cabeza con ademán y apariencia de quien deserta. Venle venir así los centinelas apostados en las almenas, y bajando a toda prisa, pregúntanle desde una de las puertas medio abiertas quién era y a qué venía. Respóndeles que era Zópiro que quería pasárseles a la plaza. Oído esto, condúcenle al punto a los magistrados de Babilonia. Puesto allí en presencia de todo el congreso, empieza a lamentar su desventura y decir que Darío era quien había hecho ponerle del modo en que él mismo se había puesto; que el único motivo había sido porque él le aconsejaba que ya que no se descubría medio alguno para la toma de la plaza, lo mejor era levantar el sitio y retirar de allí el ejército. «Ahora, pues, continuó diciendo, ahí me tenéis, babilonios míos; prometo hacer a vosotros cuanto bien supiere, que espero no ha de ser poco, y a Darío, a sus persas y a todo su campo cuanto mal pudiere; que sin duda será muchísimo, pues voto a Dios que estas heridas que en mí veis les cuesten ríos de sangre, mayormente sabiendo yo bien todos sus artificios, los misterios del gabinete y su modo de pensar y obrar». CLVII. Así les habló Zópiro, y los babilonios del congreso, que veían a su presencia, no sin horror, a un grande de Persia con las narices mutiladas, con las orejas cortadas, con las carnes rasgadas, y todo él empapado en la sangre que aún corría, quedaron desde luego persuadidos de que era la relación muy verdadera, y se ofrecieron a aliviar la desventura de su nuevo aliado, dándole gusto en cuanto les pidiera. Habiendo pedido él una porción de tropa, que luego tuvo a su mando, hizo con ella lo que con Darío había concertado, pues saliendo al décimo día con sus babilonios, y cogiendo en medio a los mil soldados, los primeros que había pedido que apostase Darío, los pasó todos a filo de la espada. Viendo entonces los babilonios que el desertor acreditaba con obras lo que les ofreciera de palabra, alegres sobremanera se declararon nuevamente prontos a servir a Zópiro, o más bien a dejarse servir de él enteramente. Esperó Zópiro el término de los días consabidos, y llegado este, toma una partida de babilonios escogidos, y hecha segunda salida de la plaza, mata a Darío dos mil soldados. Con esta segunda proeza de valor no se hablaba ya de otra cosa entre los babilonios ni había otro hombre para ellos igual a Zópiro, quien dejando después que pasasen los días convenidos, hace su tercer salida al puesto señalado, donde cerrando en medio de su gente a cuatro mil enemigos, acaba con todo aquel cuerpo. Vista esta última hazaña, entonces sí que Zópiro lo era todo para con los de Babilonia, de modo que luego le nombraron generalísimo de la guarnición, castellano de la plaza y alcaide de la fortaleza. CLVIII. Entretanto, llega el día en que, según lo pactado, manda Darío dar un asalto general a Babilonia, y Zópiro acredita con el hecho que lo pasado no había sido sino engaño y doble artificio de un hábil desertor. Entonces los babilonios apostados sobre los muros iban resistiendo con valor al ejército de Darío que los acometía, y Zópiro al mismo tiempo, abriendo a sus persas las dos puertas de la ciudad, la Bélida y la Cisia, les introducía en ella. Algunos babilonios testigos de lo que Zópiro iba haciendo se refugiaron al templo de Zeus Belo; los demás, que nada sabían ni aun sospechaban de la traición que se ejecutaba, estuvieron fijos cada cual en su puesto hasta tanto que se vieron clara y patentemente vendidos y entregados al enemigo. CLIX. Así fue tomada Babilonia por segunda vez. Dueño ya Darío de los babilonios vencidos, tomó desde luego las providencias más oportunas, una sobre la plaza, mandando demoler todos sus muros y arrancar todas las puertas de la ciudad, de cuyas dos prevenciones ninguna había usado Ciro cuando se apoderó de Babilonia;[324] otra tomó sobre los sitiados, haciendo empalar hasta tres mil de aquellos que sabía haber sido principales autores de la rebelión, dejando a los demás ciudadanos en su misma patria con sus bienes y haciendas; la tercera sobre la población, tomando sus medidas a fin de dar mujeres a los babilonios para la propagación, pues que ellos, como llevamos referido, habían antes ahogado a las que tenían, a fin de que no les gastasen las provisiones de boca durante el sitio. Para este efecto ordenó Darío a las naciones circunvecinas, que cada cual pusiera en Babilonia cierto número de mujeres que él mismo determinaba, de suerte que la suma de las que allí se recogieron subió a cincuenta mil, de quienes descienden los actuales babilonios. CLX. Respecto a Zópiro, si queremos estar al juicio de Darío, jamás persa alguno, ni antes ni después, hizo más relevante servicio a la corona, exceptuando solamente a Ciro, pues a este rey nunca hubo persa que se le osase comparar ni menos igualar. Cuéntase con todo que solía decir el mismo Darío que antes quisiera no ver en Zópiro aquella carnicería de mano propia que conquistar y rendir no una, sino veinte babilonias que existieran. Lo cierto es que usó con él las mayores demostraciones de estima y particular honor, pues no solo le enviaba todos los años aquellos regalos que son entre los persas la mayor prueba de distinción y privanza con el soberano, sino que dio a Zópiro por todo el tiempo de su vida la satrapía de Babilonia, inmune de todo pecho y tributo. Hijo de este Zópiro fue el general Megabizo, el que en Egipto guerreó con los atenienses y sus aliados, y padre del otro Zópiro que, desertado de los persas, pasó a la ciudad de Atenas. LIBRO CUARTO. MELPÓMENE. Refiere Heródoto en este libro las dos expediciones de los persas contra los escitas y la Libia. — Origen de los escitas; sus tradiciones y costumbres. — Descripción geográfica del orbe conocido en tiempos de Heródoto. — Ríos que bañan la Escitia; sacrificios y costumbres guerreras de aquellos habitantes; sus adivinos y entierros. — Expedición de Darío contra los escitas: puentes sobre el Bósforo y el Danubio. — Cobardía de los aliados de los escitas. — Episodio acerca de los saurómatas y su casamiento con las amazonas. — Estratagema de los escitas y retirada de Darío. — Motivos de la expedición de los persas contra la Libia. — Fundación de Cirene: reyertas de los cireneos. — Descripción de la Libia y de sus habitantes. — Perfidias de los persas para apoderarse de Barca, y venganzas de Feretima. I. Después de la toma de Babilonia sucedió la expedición de Darío contra los escitas, de quienes el rey decidió vengarse,[325] viendo al Asia floreciente así en tropas como en copiosos réditos de tributos; pues habiendo los escitas entrado antes en las tierras de los medos y vencido en batalla a los que les hicieron frente, habían sido los primeros motores de las hostilidades, conservando, como llevo dicho, el imperio del Asia superior por espacio de veintiocho años. Yendo en seguimiento de los cimerios, dejáronse caer sobre el Asia, e hicieron entretanto cesar en ella el dominio de los medos; pero al pretender volverse a su país los que habían peregrinado veintiocho años, se les presentó después de tan larga ausencia un obstáculo y trabajo nada inferior a los que en media habían superado. Halláronse con un ejército formidable que salió a disputarles la entrada de su misma casa, pues viendo las mujeres escitas que tardaban tanto sus maridos en volver, se habían interinamente ajustado con sus esclavos, de quienes eran hijos los que a la vuelta les salieron al encuentro. II. Los escitas suelen cegar a sus esclavos,[326] para mejor valerse de ellos en el cuidado y confección de la leche, que es su ordinaria bebida, en cuya extracción emplean unos canutos de hueso muy parecidos a una flauta, metiendo una extremidad de ellos en las partes naturales de las yeguas, y aplicando la otra a su misma boca con el fin de soplar, y al tiempo que unos están soplando van otros ordeñando; y dan por motivo de esto, que al paso que se hinchan de viento las venas de la yegua, sus ubres van subiendo y saliendo hacia fuera. Extraída así la leche, derrámanla en unas vasijas cóncavas de madera, y colocando alrededor de ellas a sus esclavos ciegos, se la hacen revolver y batir, y lo que sobrenada de la leche así removida lo recogen como la flor y nata de ella y lo tienen por lo más delicado, estimando en menos lo que se escurre al fondo. Para este ministerio quitan la vista los escitas a cuantos esclavos cogen, muchos de los cuales no son labradores, sino pastores únicamente. III. Del trato de estos esclavos con las mujeres había salido aquella nueva prole de jóvenes, que sabiendo de qué origen y raza procedían, salieron al encuentro a los que volvían de la Media.[327] Ante todo, para impedirles la entrada tiraron un ancho foso desde los montes Táuricos hasta la Mayátide, vastísima laguna; y luego, plantados allí sus reales, y resistiendo a los escitas que se esforzaban para entrar en sus tierras, vinieron a las manos muchas veces, hasta que al ver que las tropas veteranas no podían adelantar un paso contra aquella juventud, uno de los escitas habló así a los demás: «¿Qué es lo que estamos haciendo, paisanos? Peleando con nuestros esclavos como realmente peleamos, si somos vencidos, quedamos siempre tantos señores menos cuantos mueran de nosotros; si los vencemos, tantos esclavos nos quedarán después de menos cuantos fueren sus muertos. Oíd lo que he pensado: que dejando nuestras picas y ballestas, tomemos cada uno de nosotros el látigo de su caballo, y que blandiéndolo en la mano avance hacia ellos; pues en tanto que nos vean con las armas en la mano se tendrán aquellos bastardos miserables por tan buenos y bien nacidos como nosotros sus amos. Pero cuando nos vieren armados con el azote en vez de lanza, recordarán que son nuestros esclavos, y corridos de sí mismos, se entregarán todos a la fuga». IV. Ejecutáronlo todos los que oyeron al escita, y espantados los enemigos por el miedo de los azotes, dejando de pelear, dieron todos a huir. De este modo los escitas obtuvieron primero el imperio del Asia, y arrojados después por los medos volvieron de nuevo a su país; y aquella era la injuria para cuya venganza juntó Darío un ejército contra ellos. V. La nación de los escitas es la más reciente y moderna, según confiesan ellos mismos, que refieren su origen de este modo. Hubo en aquella tierra, antes del todo desierta y despoblada, un hombre que se llamaba Targitao, cuyos padres fueron Zeus y una hija del río Borístenes.[328] Téngolo yo por fábula, pero ellos se empeñan en dar por hijo de tales padres a Targitao, y en atribuir a ese tres hijos, Lipoxais, Arpoxais y Colaxais el menor de todos. Reinando estos príncipes, cayeron del cielo en su región ciertas piezas de oro, a saber, un arado, un yugo, una copa y una segur. Habiéndolas visto el mayor de los tres, se fue hacia ellas con ánimo de tomarlas para sí, pero al estar cerca, de repente el oro se puso hecho un ascua; apartándose el primero, acercose allá el segundo, y sucediole lo mismo, rechazando a entrambos el oro rojo y encendido; pero yendo por fin el tercero y menor de todos, apagose la llama, y él fuese con el oro a su casa. A lo cual atendiendo los dos hermanos mayores, determinaron ceder al menor todo el reino y el gobierno. VI. Añaden que de Lipoxais desciende la tribu de los escitas llamados aucatas; del segundo, Arpoxais, la de los que llevan el nombre de catíaros y de traspis, y del más joven la de los reales que se llaman los parálatas. El nombre común a todos los de la nación dicen que es el de escólotos, apellido de su rey, aunque los griegos los nombren escitas.[329] VII. Tal es el origen y descendencia que se dan a sí mismos; respecto de su cronología, dicen que desde sus principios y su primer rey Targitao hasta la venida de Darío a su país, pasaron nada más que mil años cabales. Los reyes guardan aquel oro sagrado que del cielo les vino con todo el cuidado posible, y todos los años en un día de fiesta celebrado con grandes sacrificios van a sacarlo y pasearlo por la comarca; y añaden que si alguno en aquel día, llevándolo consigo, quedase a dormir al raso, ese tal muriera antes de pasar aquel año, y para precaver este mal señálase por jornada a cada uno de los que pasean el oro divino el país que pueda en un día ir girando a caballo. «Viendo Colaxais, prosiguen, lo dilatado de la región,[330] repartiola en tres reinos, dando el suyo a cada uno de sus hijos, si bien quiso que aquel en que hubiera de conservarse el oro divino fuese mayor que los demás». Según ellos, las tierras de sus vecinos que se extienden hacia el viento Bóreas son tales, que a causa de unas plumas que van volando esparcidas por el aire, ni es posible descubrirlas con la vista, ni penetrar caminando por ellas, estando toda aquella tierra y aquel ambiente lleno de plumas, que impiden la vista a los ojos. VIII. Después de oír a los escitas hablando de sí mismos, de su país y del que se extiende más allá, oigamos acerca de ellos a los griegos que moran en el Ponto Euxino.[331] Cuentan que Heracles al volver con los bueyes de Gerión llegó al país que habitan al presente los escitas, entonces despoblado: añaden que Gerión moraba fuera del Ponto o Mediterráneo en una isla vecina a Gadira, más allá de las columnas de Heracles, llamada por los griegos Eritía, y situada en el Océano, y que este Océano empezando al levante gira alrededor del continente; todo lo que dicen sobre su palabra sin confirmarlo realmente con prueba alguna. Desde allá vino, pues, Heracles a la región llamada ahora Escitia, en donde como le cogiese un recio y frío temporal, cubriose con su piel de león y se echó a dormir. Al tiempo que dormía dispuso la Providencia que desaparecieran las yeguas que sueltas del carro estaban allí paciendo. IX. Levantado Heracles de su sueño, púsose a buscar a sus perdidas yeguas, y habiendo girado por toda aquella tierra, llegó por fin a la que llaman Hilea,[332] donde halló en una cueva a una doncella de dos naturalezas, _semivíbora_ a un tiempo y _semivirgen_, mujer desde las nalgas arriba, y sierpe de las nalgas abajo. Causole admiración el verla, pero no dejó de preguntarla por sus yeguas si acaso las había visto por allí descarriadas. Respondiole ella que las tenía en su poder; pero que no se las devolvería a menos que no quisiese conocerla, con cuya condición y promesa la conoció Heracles sin hacerse más de rogar. Y aunque ella con la mira y deseo de gozar por más largo tiempo de su buena compañía íbale dilatando la entrega de las yeguas, queriendo él al cabo partirse con ellas, restituyóselas y dijo: «He aquí esas yeguas que por estos páramos hallé perdidas; pero buenas albricias me dejas por el hallazgo, pues quiero que sepas como me hallo encinta de tres hijos tuyos. Dime lo que quieres que haga de ellos cuando fueren ya mayores, si escoges que les dé habitación en este país, del que soy ama y señora, o bien que te los remita». Esto dijo, a lo que él respondió: «Cuando los veas ya de mayor edad, si quieres acertar, haz entonces lo que voy a decirte. ¿Ves ese arco y esa banda que ahí tengo? Aquel de los tres a quien entonces vieres apretar el arco así como yo ahora, y ceñirse la banda como ves que me la ciño, a ese harás que se quede por morador del país; pero al que no fuere capaz de hacer otro tanto de lo que mando, envíale fuera de él. Mira que lo hagas como lo digo; que así tú quedarás muy satisfecha, y yo obedecido». X. Habiéndole hablado así, dicen que de dos arcos que Heracles allí tenía aprestó el uno, y sacando después una banda que tenía unida en la parte superior una copa de oro, púsole en las manos el arco y la banda, y con esto se despidió. Después que ella vio crecidos a sus hijos, primero puso nombre a cada uno, llamando al mayor Agatirso, Gelono al que seguía, y al menor Escita, teniendo después bien presentes las órdenes de Heracles, que puntualmente ejecutó. Y como en efecto no hubiesen sido capaces dos de sus hijos, Agatirso y Gelono, de hacer aquella prueba de valor en la contienda, arrojados por su misma madre partieron de su tierra; pero habiendo salido con la empresa propuesta Escita, el más mozo de todos, quedó dueño de la región, y de él descienden por línea recta cuantos reyes hasta aquí han tenido los escitas.[333] Para memoria de aquella copa usan los escitas hasta hoy día traer sus copas pendientes de sus bandas, y esto último fue lo único que de suyo inventó y mandó la madre a su hijo escita. XI. Así cuentan esta historia los griegos colonos del Ponto; pero corre otra a la que mejor me atengo, y es la siguiente.[334] Apurados y agobiados en la guerra por los maságetas, los escitas nómadas o pastores que moraban primero de asiento en el Asia, dejaron sus tierras y pasando el río Araxes se fueron hacia la región de los cimerios, de quienes era antiguamente el país que al presente poseen los escitas. Viéndolos aquellos cimerios venir contra sí, entraron a deliberar lo que sería bien hacer siendo tan grande el ejército que se les acercaba. Dividiéronse allí los votos en dos partidos, entrambos realmente fuertes y empeñados, si bien era mejor el que seguían sus reyes; porque el parecer del vulgo era que no convenía entrar en contienda ni exponerse al peligro siendo tantos los enemigos, y que era menester abandonar el país: el de sus reyes era que se había de pelear a favor de la patria contra los que venían. Grande era el empeño; ni el vulgo quería obedecer a sus reyes, ni estos ceder a aquel: el vulgo estaba obstinado en que sin disparar un dardo era preciso marchar cediendo la tierra a los que venían a invadirla: los reyes continuaban en su resolución de que mejor era morir en su patria con las armas en la mano, que acompañar en la huida a la muchedumbre, confirmándose en su opinión al comparar los muchos bienes que en la patria lograban con los muchos males que huyendo de ella conocían habían de salirles al encuentro. El éxito de la discordia fue que, obstinándose los dos partidos en su parecer y viéndose iguales en número, vinieron a las manos entre sí. El cuerpo de la nación de los cimerios enterró a los que de ambos partidos murieron en la refriega cerca del río Tiras, donde al presente se deja ver todavía su sepultura, y una vez enterrados saliose de su tierra. XII. Con esto los escitas se apoderaron al llegar de la región desierta y desamparada. Existen en efecto aun ahora en Escitia los que llaman _fuertes cimerios_ (_Cimmeria Teichea_); un lugar denominado _Porthimeia Cimmeria_, pasajes cimerios; una comarca asimismo con el nombre de Cimeria,[335] y finalmente, el celebrado Bósforo cimerio. Parece también que los cimerios, huyendo hacia el Asia, poblaron aquella península donde ahora está Sínope, ciudad griega, y que los escitas, yendo tras ellos, dieron por otro rumbo y vinieron a parar en la Media; porque los cimerios fueron en su retirada siguiendo siempre la costa del mar, y los escitas, dejando el Cáucaso a su derecha, los iban buscando, hasta que internándose en su viaje tierra adentro se metieron en el referido país. XIII. Otra historia corre sobre este punto entre griegos y bárbaros igualmente. Aristeas, natural de Proconeso, hijo de cierto Caistrobio y poeta de profesión, decía que por inspiración de Febo había ido hasta los isedones, más allá de los cuales añadía que habitaban los arimaspos, hombres de un solo ojo en la cara, y más allá de estos están los grifos que guardan el oro del país, y más lejos que todos habitan hasta las costas del mar los hiperbóreos. Todas estas naciones, según él, exceptuados solamente los hiperbóreos, estaban siempre en guerra con sus vecinos, habiendo sido los primeros en moverla los arimaspos, de cuyas resultas estos habían echado a los isedones de su tierra, los isedones a los escitas de la suya, y los cimerios que habitaban vecinos al mar del Sur, oprimidos por los escitas, habían desamparado su patria.[336] XIV. He aquí que Aristeas tampoco conviene con los escitas en la historia de estos pueblos. Y ya que llevo dicho de dónde era natural el autor de la mencionada relación, referiré aquí un cuento que de él oí en Proconeso y en Cícico. Dicen, pues, que Aristeas, ciudadano en nobleza de sangre a nadie inferior, habiendo entrado en Proconeso en la oficina de un lavandero, quedó allí muerto, y que el lavandero, dejándole allí encerrado, fue luego a dar parte de ello a los parientes más cercanos del difunto. Habiéndose extendido por la ciudad cómo acababa de morir Aristeas, un hombre natural de Cícico, que acababa de llegar de la ciudad de Artace,[337] empezó a contradecir a los que esparcían aquella nueva, diciendo que él al venir de Cícico se había encontrado con Aristeas y le había hablado en el camino. Manteníase el hombre en negar que hubiera muerto. Los parientes del difunto fueron a la oficina del lavandero, llevando consigo lo que hacía al caso para llevar el cadáver; pero al abrir las puertas de la casa, ni muerto ni vivo compareció Aristeas. Pasados ya siete años, dejó verse el mismo en Proconeso, y entonces hizo aquellos versos que los griegos llaman _arimaspos_, y después de hechos desapareció segunda vez. XV. Esto nos cuentan aquellas dos ciudades; yo sé aún de Aristeas otra anécdota que sucedió con los metapontinos de Italia, 340 años después de su segunda desaparición, según yo conjeturaba cuando estuve en Proconeso y en Metaponto. Decían, pues, aquellos habitantes que habiéndoseles aparecido Aristeas en su tierra, les había mandado erigir un ara a Apolo y levantar al lado de ella una estatua con el nombre de Aristeas el de Proconeso, dándoles por razón que entre todos los italianos ellos eran los únicos a cuyo territorio hubiese venido Apolo, a quien él en su venida había seguido en forma de cuervo el que era en la actualidad Aristeas. Habiéndoles hablado en estos términos, dicen los metapontinos que desapareció, y enviando ellos a consultar a Delfos para saber del dios Apolo lo que significaba la fantasma de aquel hombre, les había ordenado la Pitia que obedeciesen, que obedecerla era lo mejor si querían prosperar, con lo cual hicieron lo mandado por Aristeas. Y en efecto, al lado del mismo ídolo de Apolo está al presente una estatua que lleva el nombre de Aristeas, y alrededor de ella unos laureles de bronce. Dicho ídolo se ve en la plaza. XVI. Baste lo dicho acerca de Aristeas, y volviendo al país de que antes iba hablando, nadie hay que sepa con certeza lo que más arriba de él se contiene. Por lo menos no he podido dar con persona que diga haberlo visto por sus ojos, pues el mismo Aristeas, de quien poco antes hice mención, en hablando como poeta, no se atrevió a decir en sus versos que hubiese pasado más allá de los isedones, contentándose con referir de oídas lo que pasaba más allá, citando por testigos de su narración a los mismos isedones. Ahora no haré más que referir todo lo que de oídas he podido averiguar con fundamento acerca de lo más remoto de aquellas tierras. XVII. Empezando desde el emporio de los boristenitas, lugar que ocupa el medio de la costa de Escitia, los primeros habitantes que siguen son los calípidas, especie de griegos escitas, y más arriba de estos se halla otra nación llamada los alazones, que, siguiendo como los calípidas todos los usos de los escitas, acostumbran con todo hacer sementeras de trigo, del cual se alimentan, comiendo también cebollas, ajos, lentejas y mijo. Sobre los alazones están los escitas que llaman _labradores_, quienes usan sembrar su trigo, no para comerlo, sino para venderlo. Más arriba de estos moran los neuros, cuya región hacia el viento Bóreas está despoblada de hombres, según tengo entendido. Estas son las naciones[338] que viven vecinas al río Hípanis y caen hacia el poniente del Borístenes. XVIII. Pasando a la otra parte del Borístenes, el primer país, contando desde el mar, es Hilea, más allá de la cual habitan los escitas labradores que viven cerca del Hípanis, a quienes llaman boristenitas los griegos, al paso que se llaman a sí mismos olbiopolitas. Estos pueblos ocupan la comarca que mira a levante y se extiende por tres jornadas confinando con un río que tiene por nombre Panticapes, y la misma hacia el viento Bóreas tiene de largo once jornadas navegando por el Borístenes arriba. Al país de dichos escitas siguen unos vastos desiertos; pasados estos, hay una nación llamada los andrófagos, que hace cuerpo aparte, sin tener nada común con los escitas; pero más allá de ella no hay sino un desierto en que no vive nación alguna. XIX. Al pasar el río Panticapes, la tierra que cae al oriente de dichos escitas labradores está ocupada ya por otros escitas nómadas[339] que como pastores nada siembran ni cultivan. La tierra que habitan está del todo rasa sin árbol alguno, excepto la región Hilea, y se extiende hacia levante catorce días de camino, llegando hasta el río Gerro. XX. A la otra parte del Gerro yacen los campos o territorios que se llaman regios, habitados por los más bravos y numerosos escitas, que miran como esclavos suyos a los demás escitas: confinan por el mediodía con la región Táurica, por levante con el foso que abrieron los hijos bastardos de los ciegos y con el emporio de la laguna Mayátide, el cual llaman Cremnoi, y algunos de estos pueblos llegan hasta el río Tanis.[340] En la parte superior de los escitas regios hacia el Bóreas viven los melanclenos, nación enteramente diversa de los escitas; pero más arriba de ella hay unas lagunas, según estoy informado, y el país está del todo despoblado. XXI. Del otro lado del Tanais ya no se halla tierra de escitas, siendo aquel el primer límite del país de los saurómatas, quienes empezando desde el ángulo de la laguna Mayátide ocupan el viento Bóreas por espacio de quince jornadas todo aquel terreno que se ve sin un árbol silvestre ni frutal. En la región que sigue más arriba de ellos están situados los budinos, quienes viven en un suelo que llega a ser un bosque espeso de toda suerte de árboles.[341] XXII. Sobre los budinos hacia el Bóreas se halla ante todo un país desierto por espacio de ocho jornadas, y después, inclinándose algo hacia el viento Subsolano, están los tiságetas, nación populosa o independiente, que vive de la caza. Confinantes suyos y habitantes de los mismos contornos son unos pueblos que llaman yircas, y viven también de lo que cazan, lo cual practican del siguiente modo: pónese en emboscada el cazador encima de un árbol de los muchos y muy espesos que hay por todo el territorio; tiene cerca a su caballo, enseñado a agazaparse vientre a tierra a fin de esconder su bulto, y su perro está a punto juntamente: lo mismo es descubrir la fiera desde su árbol que tirarle con el arco, montar en su caballo y seguirla acompañado del perro. Más allá, tirando hacia oriente, viven otros escitas que, sublevados contra los regios, se retiraron hacia aquellos países.[342] XXIII. Toda la región que llevo descrita hasta llegar a la tierra de estos últimos escitas, es una llanura de terreno grueso y profundo; pero desde allí empieza a ser áspero y pedregoso.[343] Después de pasado un gran espacio de este fragoso territorio, al pie de unos altos montes viven unos pueblos de quienes se dice ser todos calvos de nacimiento así hombres como mujeres, de narices chatas, de grandes barbas, sin pelo en ellas, y de un lenguaje particular, si bien su modo de vestir es a lo escita, y su alimento el fruto de los árboles. El árbol de que viven se llama _póntico_, y viene a ser del tamaño de una higuera, llevando un fruto del tamaño de una haba, aunque con hueso: una vez maduro, lo exprimen y cuelan con sus paños o vestidos, de donde va manando un jugo espeso y negro, al cual dan el nombre de _asqui_, bebiéndolo ora chupado, ora mezclado con leche: de las heces más crasas del jugo forman unas pastillas para comerlas. No abundan de ganado, por no haber allí muy buenos pastos. Cada cual tiene su casa bajo un árbol que cubren alrededor en el invierno con un fieltro blanco y apretado a manera de lana de sombrero, despojándole de él en el verano. Siendo mirados estos pueblos como personas sagradas, no hay quien se atreva a injuriarles, en tanto grado que aun de armas carecen para la guerra, y son los que componen las desavenencias entre los vecinos. El que fugitivo se acoge a ellos o el reo que se refugia, seguro está de que nadie le toque ni moleste. El nombre de esta gente es el de argipeos. XXIV. Hasta llegar a estos calvos son muy conocidas todas aquellas regiones con sus pueblos intermedios, pues hasta allí llegan, tanto los escitas de quienes es fácil tomar noticias, como muchos de los griegos, ya del emporio del Borístenes, ya de los otros emporios del Ponto. Los escitas que suelen ir a traficar allá, negocian y tratan con ellos por medio de siete intérpretes de otros tantos idiomas. XXV. Así que el país hasta dichos calvos es un país descubierto y conocido; pero nadie puede hablar con fundamento de lo que hay más allá, por cuanto corta el país una cordillera de montes inaccesibles que nadie ha traspasado. Verdad es que los calvos nos cuentan cosas que jamás se me harán creíbles, diciendo que en aquellos montes viven los egípodas, hombres con pies de cabra, y que más allá hay otros hombres que duermen un semestre entero como si fuera un día, lo que de todo punto no admito. Lo que se sabe y se tiene por averiguado es que los isedones habitan al oriente de los calvos;[344] pero la parte que mira al Bóreas ni los calvos ni los isedones la tienen conocida, excepto lo dicho, que ellos quieren darnos por sabido. XXVI. Dícese de los isedones que observan un uso singular. Cuando a alguno se le muere su padre, acuden allá todos los parientes con sus ovejas, y matándolas, cortan en trozos las carnes y hacen también pedazos al difunto padre del huésped que les da el convite, y mezclando después toda aquella carne, la sacan a la mesa. Pero la cabeza del muerto, después de bien limpia y pelada, la doran, mirándola como una alhaja preciosa de que hacen uso en los grandes sacrificios que cada año celebran, ceremonia que los hijos hacen en honor de sus padres, al modo que los griegos celebran las exequias aniversarias. Por lo demás, estos pueblos son alabados de justos y buenos, y aun se dice que sus mujeres son tan robustas y varoniles como los hombres. De ellos al fin se sabe algo. XXVII. De la región que está sobre los isedones dicen estos que es habitada por hombres monóculos, y que en ella se hallan los grifos _guarda-oros_. Esta fábula la toman de los isedones los escitas que la cuentan, y de estos la hemos aprendido nosotros, usando de una palabra escítica al nombrarlos _arimaspos_,[345] pues los escitas por uno dicen _arima_, y por ojo _spu_. XXVIII. Tan rígida y fría es toda la región que recorremos, que por ocho meses duran en ella unos hielos insufribles, donde no se hace lodo con el agua derramada, pero sí con el fuego encendido. Hiélase entonces el mar y también el Bósforo cimerio. Los escitas que están a la otra parte del foso pasan a caballo por encima del hielo y conducen sus carros a la otra ribera hasta los sindos.[346] En suma, hay allí ocho meses enteros de invierno, y los que restan son de frío. La estación y naturaleza del invierno es allí muy otra de la que tiene en otros países. Cuando parece que debía llegar el tiempo de las lluvias, apenas llueve en el país, pero en verano no cesa de llover. No se oye un trueno siquiera en la sazón en que truena en otras partes; y si sucede alguna vez en invierno, se mira como un prodigio, pero en verano son los truenos frecuentísimos. Por prodigio se tiene del mismo modo si acaece en la Escitia algún terremoto, ora sea en verano, ora en invierno. Sus caballos son los que tienen robustez para sufrir aquel rigor del invierno; los machos y los asnos no lo pueden absolutamente resistir, cuando en otras partes el hielo gangrena las piernas a los caballos, al paso que resisten los asnos y mulos. XXIX. Ese mismo dolor del frío me parece la causa de que haya allí mismo cierta especie de bueyes mochos, a los cuales no les nacen astas, y en abono de mi opinión tengo aquel verso de Homero en la _Odisea_:[347] «En Libia presto apuntan las astas al cordero». Bien dicho por cierto, pues en los países calientes desde luego salen los cuernos; pero en climas muy helados, o nunca los sacan los animales, o bien los sacan tarde y mal, y así me confirmo en que el frío es la causa de ello. XXX. Y puesto que desde el principio me tomé la licencia de hacer en mi historia mil digresiones, diré que me causa admiración el saber que en toda la comarca de Elea no puede engendrarse un mulo, no siendo frío el clima ni dejándose ver otra causa suficiente para ello. Dicen los eleos que es efecto de cierta maldición de Enomao el que no se engendren mulos en su territorio; pero ellos lo remedian con llevar las yeguas en el tiempo oportuno a los pueblos vecinos, en donde las cubren los asnos padres hasta tanto que quedan preñadas, y entonces se las vuelven a llevar. XXXI. Por lo que mira a las plumas voladoras, de que dicen los escitas estar tan lleno el aire que no se puede por causa de ellas alcanzar con la vista lo que resta de continente ni se puede por allí transitar, imagino que más allá de aquellas regiones debe de nevar siempre, bien que naturalmente nevará menos en verano que en invierno. No es menester decir más para cualquiera que haya visto de cerca la nieve al tiempo de caer a copos, pues se parece mucho a unas plumas que vuelan por el aire.[348] Esa misma intemperie tan rígida del clima es el motivo sin duda de que las partes del continente hacia el Bóreas sean inhabitables. Así que soy de opinión que los escitas y sus vecinos llaman plumas a los copos de nieve, llevados de la semejanza de los objetos. Pero bastante y harto nos hemos alargado en referir lo que se cuenta. XXXII. Nada dicen de los pueblos hiperbóreos ni los escitas ni los otros pueblos del contorno, a no ser los isedones, quienes tampoco creo que nada digan, pues nos lo repetirían los escitas, así como nos repiten lo de los monóculos. Hesíodo, con todo, habla de los hiperbóreos, y también Homero en los _Epígonos_, si es que Homero sea realmente autor de tales versos. XXXIII. Pero los que hablan más largamente de ellos son los delios, quienes dicen que ciertas ofrendas de trigo venidas de los hiperbóreos atadas en hacecillos, o bien unos manojos de espigas como primicias de la cosecha[349] llegaron a los escitas, y tomadas sucesivamente por los pueblos vecinos y pasadas de mano en mano, corrieron hacia poniente hasta el Adria, y de allí destinadas al mediodía los primeros griegos que las recibieron fueron los dodoneos, desde cuyas manos fueron bajando al golfo Melieo y pasaron a Eubea, donde de ciudad en ciudad las enviaron hasta la de Caristo, dejando de enviarlas a Andros, porque los de Caristo las llevaron a Tenos, y los de Tenos a Delos: con este círculo inmenso vinieron a parar a Delos las ofrendas sagradas. Añaden los delios, que antes de esto los hiperbóreos enviaron una vez con aquellas sacras ofrendas a dos doncellas llamadas, según dicen, Hipéroque la una y Laódice la otra, y juntamente con ellas a cinco de sus más principales ciudadanos para que les sirviesen de escolta, a quienes dan ahora el nombre de _Perfereos_, conductores, y son tenidos en Delos en grande estima y veneración. Pero viendo los hiperbóreos que no volvían a casa sus enviados, y pareciéndoles cosa dura tener que perder cada vez a sus anuos diputados, pensaron con esta mira llevar sus ofrendas en aquellos manojos de trigo hasta sus fronteras, y entregándolas a sus vecinos, pedirles que las pasasen a otra nación, y así corriendo de pueblo en pueblo dicen que llegaron en Delos a su destino. Por mi parte, puedo afirmar que las mujeres de la Tracia y de la Peonia cuando sacrifican en honor de Artemisa Reina hacen una ceremonia muy semejante a las mencionadas ofrendas, empleando siempre en sus sacrificios los mismos hacecillos de trigo, lo que yo mismo he visto hacer. XXXIV. Voviendo a las doncellas de los hiperbóreos, desde que murieron en Delos suelen, así los mancebos como las jóvenes, antes de la boda cortarse los rizos, y envueltos alrededor de un huso, los deponen sobre el sepulcro de las dos doncellas, que está dentro del Artemisio, a mano izquierda del que entra, y por más señas en él ha nacido un olivo. Los mozos de Delos envuelven también sus cabellos con cierta hierba y los depositan sobre aquella sepultura. Tal es la veneración que los habitantes de Delos muestran con esta ofrenda a las doncellas hiperbóreas. XXXV. Cuentan los delios asimismo que por aquella misma época en que vinieron dichos conductores, y un poco antes que las dos doncellas Hipéroque y Laódice, llegaron también a Delos otras dos vírgenes hiperbóreas, que fueron Arge y Opis,[350] aunque con diferente destino, pues dicen que Hipéroque y Laódice vinieron encargadas de traer a Ilitía o Artemisa Lucina el tributo que allá se habían impuesto por el feliz alumbramiento de las mujeres; pero que Arge y Opis vinieron en compañía de sus mismos dioses, Apolo y Artemisa, y a estas se les tributan en Delos otros honores, pues en su obsequio las mujeres forman asambleas y celebran su nombre cantándolas un himno, composición que deben al licio Olén,[351] el cual aprendieron de ellas los demás isleños, y también los jonios, que reunidos en sus fiestas celebran asimismo el nombre y memoria de Opis y de Arge. Añaden que Olén, habiendo venido de la Licia, compuso otros himnos antiguos, que son los que en Delos suelen cantarse. Cuentan igualmente que las cenizas de los muslos de las víctimas quemados encima del ara se echan y se consumen sobre el sepulcro de Arge y Opis que está detrás del Artemisio, vuelto hacia oriente o inmediato a la hospedería que allí tienen los naturales de Ceos. XXXVI. Creo que bastará lo dicho acerca de los hiperbóreos, pues no quiero detenerme en la fábula de Abaris, quien dicen era de aquel pueblo, contando aquí cómo dio vuelta a la tierra entera sin comer bocado, cabalgando sobre una saeta. Yo deduzco que si hay hombres hiperbóreos, es decir, más allá del Bóreas, los habrá también más allá del Noto o hipernotios.[352] No puedo menos de reír en este punto viendo cuántos describen hoy día sus globos terrestres, sin hacer reflexión alguna en lo que nos exponen: píntannos la tierra redonda, ni más ni menos que una bola sacada del torno; hácennos igual el Asia con la Europa. Voy, pues, ahora a declarar en breve cuál es la magnitud de cada una de las partes del mundo y cuál viene a ser su mapa particular o su descripción. XXXVII. Primeramente, los persas en el Asia habitan cerca del mar Noto o del sur, que llamamos Eritreo. Al norte de ellos hacia el viento Bóreas están los medos; sobre los medos viven los saspires,[353] y sobre estos los colcos, que confinan con el mar del norte o ponto Euxino, donde desagua el río Fasis; así que estas cuatro naciones ocupan el trecho que hay de mar a mar. XXXVIII. Desde allí, tomando hacia poniente, del centro de aquellos países salen dos penínsulas o zonas de tierra extendidas hasta el mar, las que voy a describir. La una por la parte que corresponde al Bóreas, empezando desde el Fasis, se extiende por la costa del mar, siguiendo el ponto Euxino y el Helesponto hasta llegar al Sigeo, que es un promontorio de Troya: la misma comenzando por la parte del Noto desde el golfo Miriándico,[354] que está en la costa de Fenicia, corre por la orilla del mar hasta el promontorio Triopio. Treinta son las naciones que viven en el distrito de dicha comarca. XXXIX. Esta es la primera de las dos zonas de tierra; pasando hablar de la otra, empieza desde los persas y llega hasta el mar Eritreo. En ella está la Persia, a la cual sigue la Asiria,[355] y después de esta la Arabia, que termina en el golfo Arábigo o mar Rojo, al cual condujo Darío un canal tomado desde el Nilo, si bien no concluye allí sino porque así lo han querido. Hay, pues, un continente ancho y muy grande desde los persas hasta la Fenicia, desde la cual sigue aquella zona por la costa del mar Mediterráneo, pasando por la Siria Palestina y por el Egipto, en donde remata, no conteniendo en su extensión más que tres naciones. Estas son las regiones contenidas desde la Persia hasta llegar a la parte occidental del Asia. XL. Las regiones que caen sobre los persas, medos, saspires y colcos, tirando hacia levante, son bañadas de un lado por el mar Eritreo, y del lado del Bóreas lo son por el mar Caspio y por el río Araxes, que corre hacia el oriente. El Asia es un país poblado hasta la región de la India, pero desde allí todo lo que cae al oriente es una región desierta de que nadie sabe dar seguros indicios. XLI. Tales son los límites y magnitud del Asia: pasando ya a la Libia o África, sigue allí la segunda zona, pues la Libia empieza desde el Egipto, y formando allá en su principio una península estrecha, pues no hay desde nuestro mar Mediterráneo hasta el Eritreo[356] más de cien mil orgias, que vienen a componer mil estadios, desde aquel paraje se va ensanchando por extremo aquel continente que se llama Libia o África. XLII. Y siendo esto así, mucho me maravillo de aquellos que así dividieron el orbe, alindándolo en estas tres partes, Libia, Asia y Europa, siendo no corta la desigualdad y diferencia entre ellas; pues la Europa, en longitud, hace ventaja a las dos juntas, pero en latitud no me parece que merezca ser comparada con ninguna de ellas. La Libia se presenta a los ojos en verdad como rodeada de mar, menos por aquel trecho por donde linda con el Asia. Este descubrimiento se debe a Neco, rey del Egipto, que fue el primero, a lo que yo sepa, en mandar hacer la averiguación, pues habiendo alzado mano de aquel canal que empezó a abrir desde el Nilo hasta el seno arábigo, despachó en unas naves a ciertos fenicios, dándoles orden que volviesen por las columnas de Heracles al mar Boreal o Mediterráneo hasta llegar al Egipto. Saliendo, pues, los fenicios del mar Eritreo, iban navegando por el mar del Noto: durante el tiempo de su navegación, así que venía el otoño salían a tierra en cualquier costa de Libia que les cogiese, y allí hacían sus sementeras y esperaban hasta la siega.[357] Recogida su cosecha, navegaban otra vez; de suerte que, pasados así dos años, al tercero, doblando por las columnas de Heracles, llegaron al Egipto, y referían lo que a mí no se me hará creíble, aunque acaso lo sea para algún otro, a saber, que navegando alrededor de la Libia tenían el sol a mano derecha. Este fue el modo como la primera vez se hizo tal descubrimiento. XLIII. La segunda vez que se repitió la tentativa, según dicen los cartagineses, fue cuando Sataspes, hijo de Teaspes, uno de los aqueménidas, no acabó de dar vuelta a la Libia, habiendo sido enviado a este efecto, sino que espantado así de lo largo del viaje como de la soledad de la costa, volvió atrás por el mismo camino, sin llevar a cabo la empresa que su misma madre le había impuesto y negociado para su enmienda; he aquí lo que sucedió: Había Sataspes forzado una doncella principal, hija de Zópiro, y como en pena del estupro hubiese de morir empalado por sentencia del rey Jerjes, su madre, que era hermana de Darío, le libró del suplicio con su mediación, asegurando que ella le daría un castigo mayor que el mismo Jerjes, pues le obligaría a dar una vuelta a la Libia, hasta tanto que costeada toda ella volviese al seno arábigo. Habiéndole Jerjes perdonado la vida bajo esta condición, fue Sataspes al Egipto, y tomando allí una nave con sus marineros, navegó hacia las columnas de Heracles; pasadas las cuales y doblado el promontorio de la Libia que llaman Soloente, iba navegando hacia mediodía. Pero como después de pasado mucho mar en muchos meses de navegación viese que siempre le restaba más que pasar, volvió, por fin, la proa y restituyose otra vez al Egipto. De allí, habiendo ido a presentarse al rey Jerjes, díjole cómo había llegado muy lejos y aportado a las costas de cierta región en que los hombres eran muy pequeños y vestían de colorado, quienes apenas él arribara con su navío, abandonando sus ciudades se retiraban al monte; aunque él y su comitiva no les habían hecho otro daño al desembarcar que quitarles algunas ovejas de sus rebaños. Añadía que el motivo de no haber dado a la Libia una entera vuelta por mar, había sido no poder su navío seguir adelante, quedándose allí como si hubiese varado. Jerjes, que no tuvo por verdadera aquella relación, mandó que empalado pagase la pena a que primero le condenó, puesto que no había dado salida a la empresa en que aquella se le había conmutado. En efecto, un eunuco esclavo de Sataspes, apenas oyó la muerte de su amo, huyó a Samos cargado de grandes tesoros, los cuales bien sé quién fue el samio que se los apropió, aunque de propósito quiero olvidarme de ello. XLIV. Respecto al Asia, gran parte de ella fue descubierta por orden de Darío, quien, con deseo de averiguar en qué parte del mar desaguase el río Indo, que es el segundo de los ríos en criar cocodrilos, entre otros hombres de satisfacción que envió en unos navíos esperando saber de ellos la verdad, uno fue Escílax el cariandense. Empezando estos su viaje desde la ciudad de Caspatiro,[358] en la provincia Páctica, navegaron río abajo tirando a levante hasta que llegaron al mar. Allí, torciendo el rumbo hacia poniente, continuaron su navegación, hasta que después de treinta meses aportaron al mismo sitio de donde el rey del Egipto había antes hecho salir aquellos fenicios que, como dije, dieron vuelta por mar alrededor de la Libia. Después que hubieron hecho su viaje por aquellas costas, Darío conquistó la India e hizo frecuente la navegación de aquellos mares. De este modo se vino a descubrir que si se exceptúa la parte oriental de Asia, lo demás es muy semejante a la Libia. De aquí nació también señalar por límites del Asia al Nilo, río del Egipto, y al Fasis, río de la Cólquide, si bien algunos ponen su término en el Tanais, en la laguna Mayátide, y en los Portumeios cimerios. XLV. Pero respecto de la Europa, nadie todavía ha podido averiguar si está o no rodeada de mar por el Levante, si lo está o no por el norte;[359] sábese de ella que tiene por sí sola tanta longitud como las otras dos juntas. No puedo alcanzar con mis conjeturas por qué motivo, si es que la tierra sea un mismo continente, se le dieron en su división tres nombres diferentes derivados de nombres de mujeres, ni menos sé cómo se llamaban los autores de tal división, ni dónde sacaron los nombres que impusieron a las partes divididas. Verdad es que al presente muchos griegos pretenden que la Libia se llame así del nombre de una mujer nacida en aquella tierra, y que el Asia lleve el nombre de otra mujer esposa de Prometeo. Pero los lidios se apropian el origen del último nombre, diciendo que lo tomó de Asies, hijo de Cotis y nieto de Manes, no de Asia la de Prometeo; añadiendo que de Asies tomó también el nombre una de las tribus de Sardes que llaman la Asiada. Mas de la Europa nadie sabe si está rodeada de mar ni de dónde le vino el nombre, ni quién se lo impuso; a no decir que lo tomase de aquella Europa natural de Tiro, habiendo antes sido anónima como debieron también de serlo las otras dos.[360] La dificultad está en que se sabe que Europa no era natural del Asia, ni pasó a esta parte del mundo que ahora los griegos llaman Europa, sino que solamente fue de Fenicia a Creta y de Creta a Licia. Pero basta ya de investigaciones, y sin buscar usanzas nuevas, valgámonos de los nombres establecidos. XLVI. La región del Ponto Euxino, contra la que Darío preparaba su expedición, se aventaja a las restantes del mundo en criar pueblos rudos y tardos, en cuyo número no quiero incluir a los escitas, en tanto grado, que de las naciones que moran cerca del Ponto, ninguna podemos presentar que sea algo hábil y ladina, ni tampoco nombrar de entre todas un sabio, a no ser la nación de los escitas y el célebre Anacarsis; porque es menester confesar que la nación escítica ha hallado cierto secreto o arbitrio en que ninguna otra de las que yo sepa ha sabido dar hasta ahora, arbitrio verdaderamente el más acertado, si bien por lo demás no tiene cosa que me dé mucho que admirar. Y consiste su grande invención en hacer que nadie de cuantos vayan contra ellos se les pueda escapar, y que si ellos evitaren el encuentro no puedan ser sorprendidos. Unos hombres, en efecto, que ni tienen ciudades fundadas ni muros levantados, todos sin casa ni habitación fija, que son ballesteros de a caballo, que no viven de sus sementeras y del arado, sino de sus ganados y rebaños, que llevan en su carro todo el hato y familia, ¿cómo han de poder ser vencidos en batalla, u obligados por fuerza a venir a las manos con el enemigo? XLVII. Dos cosas han contribuido para este arbitrio y sistema: una es la misma condición del país apropiada para esto; otra la abundancia de los ríos, que les ayuda a lo mismo, porque por una parte su país es una llanura llena de pastos y abundante de agua, y además corren por ella tantos ríos que no son menos en número que las acequias y canales en Egipto. Quiero únicamente apuntar aquí los ríos más famosos y navegables que desde el mar allí se encuentran, los cuales son el Istro, río de siete bocas, el Tiras, el Hípanis, el Borístenes, el Panticapes, el Hipaciris, el Gerro y el Tanais,[361] cuyas corrientes voy a describir. XLVIII. El Danubio o Istro, río el mayor de cuantos conocemos, es siempre el mismo, así en verano como en invierno, sin disminuir nunca su corriente. La razón de su abundancia es, porque siendo el primero entre los ríos de la Escitia que llevan su curso desde poniente, entran en él otros ríos que lo aumentan, y son los siguientes: cinco que tienen su corriente dentro de la misma Escitia van a desaguar en el Istro: uno es el que los naturales llaman el Pórata y el Píreto; los otros son el Tiaranto, el Áraro, el Náparis y el Odreso.[362] El primero que he nombrado de estos ríos es caudaloso, y corriendo hacia oriente desagua al cabo en el Istro: menor que este es el segundo de los dichos, el Tiaranto, que corre inclinándose algo hacia poniente: los otros tres, el Áraro, el Náparis y el Odreso, tienen sus corrientes en el espacio intermedio de los otros dos, y van a dar en el mismo Istro, y estos son, como dije, los ríos propios y nacidos de la Escitia que lo acrecientan. XLIX. De los agatirsos baja el río Maris[363] y va a confundir sus aguas con las del Istro. Desde las cumbres del Hemo corren hacia el norte tres grandes ríos, que son el Atlas, el Auras y el Tibisis, y van a parar en el Istro. Por la Tracia y por el país de los crobizos, pueblos tracios, pasan tres ríos, que son el Atris, el Noes, el Artanes, y desaguan también en el Istro. En el mismo va a dar el Escío, el cual corriendo desde los peones y del monte Ródope pasa por medio del Hemo. El río Angro, que desde los ilirios corre hacia el viento Bóreas y pasa por la llanura Tribálica, va a desaguar en el río Brongo; mas el Brongo mismo desemboca después en el Istro, el cual recibe así en su lecho aquellos dos grandes ríos. A más de estos, paran también en el Istro el Carpis y otro río llamado Alpis, que salen de la región que está sobre el país de los Ómbricos, encaminando su corriente hacia el Bóreas. En suma, el gran Istro va recorriendo toda la Europa, empezando desde los celtas, que exceptuados los cinetas,[364] son los últimos europeos que viven hacia poniente, y atravesada toda aquella parte del mundo, viene a morir en los confines y extremidad de la Escitia. L. Así que, contribuyendo al Istro con sus corrientes los mencionados ríos y otros muchos más, llega aquel a formarse el mayor de todos; si bien por otra parte el Nilo le hace ventaja, si se comparan las aguas propias del uno con las propias del otro, sin contar la advenediza, pues que ni río ni fuente alguna desagua en el Nilo para ayudarle a crecer. La razón de que el Istro lleve siempre la misma agua en verano e invierno paréceme que puede ser la siguiente. En el invierno se halla en su propio punto de abundancia, y apenas sube un poco más de lo regular, por razón de ser muy poca la lluvia que cae en aquellas regiones y por hallarse todas cubiertas de nieve caída antes en invierno, y entonces deshecha corre de todas partes hacia el Istro: de suerte que no solo lleva en su corriente el agua de la nieve deshelada que va escurriéndose hacia el río, sino también las muchas lluvias y temporales de la estación, lloviendo allí tanto en el verano. Y cuanto mayor es la copia de agua que el sol atrae y chupa en verano que no en invierno, tanto mayor es a proporción la abundancia de la que acude al Istro en aquella estación que no es esta. Por lo que balanceada entonces la salida del agua como la entrada, vienen a quedar las aguas del Istro igualadas en verano con las de invierno. LI. Además de este gran río poseen los escitas el Tiras, que bajando del lado del Bóreas tiene su nacimiento en una gran laguna que separa la región de la Escitia de la tierra de los neuros. En la embocadura del mismo río habitan los griegos que se llaman los tiritas.[365] LII. El tercer río que corre por la Escitia es el Hípanis, salido de una gran laguna,[366] alrededor de la cual pacen ciertos caballos salvajes y blancos, laguna que se llama con mucha razón la madre del Hípanis, que naciendo de ella corre cinco días de navegación, conservándose humilde y dulce, pero después acercándose al mar es extremadamente amarga por el espacio de cuatro jornadas. Causa de este daño es una fuente que le rinde su agua, en tal grado amarga, aunque por sí nada copiosa, que basta para inficionar con su sabor todo el Hípanis, río bastante grande entre los secundarios. Hállase dicha fuente en la frontera que separa la tierra de los escitas labradores de la de los alazones; su nombre y el de la comarca donde brota es en lengua de los escitas _Exampeo_, que en griego corresponde a _Irai Odoi_, vías sacras. En el país de los alazones poco trecho dejan intermedio el Tiras y el Hípanis, pero salidos de allí van en su curso apartándose uno del otro y dejando más espacio entre sí. LIII. El cuarto de dichos ríos y el mayor de todos después del Istro es el Borístenes, río a mi ver el más provechoso, no solo entre los de Escitia,[367] pero aun entre todos los del mundo, salvo siempre el Nilo del Egipto, con quien no hay alguno que en esto se le pueda comparar. Pero de los demás es sin duda el Borístenes el más feraz y fructuoso; produce los más bellos y saludables pastos para el ganado; lleva muchísima y muy singular y escogida pesca; trae un agua muy delicada al gusto y muy limpia, a pesar de los vecinos ríos que corren turbios. Las campiñas por donde pasa dan las mejores mieses, y allí donde no siembran crían los prados una altísima hierba. En su embocadura hay mucha sal, que el agua va cuajando por sí misma: críanse en él unos grandes pescados sin espina que llaman _antáceos_, a propósito para salarlos; son mil, en suma, las maravillas que el Borístenes produce. Navégase por el espacio de 40 días hasta un lugar llamado Gerro, y se tiene sabido que corre desde el Bóreas; pero de allí arriba nadie sabe por qué lugares pasa; solo parece que corriendo por sitios despoblados baja a la tierra de los escitas georgos o _labradores_, quienes habitan en sus riberas el espacio de 10 días de navegación. Las fuentes de este río, lo mismo que las del Nilo, ni yo las sé, ni creo que las sepa griego alguno. Al llegar el Borístenes cerca ya del mar, júntasele allí el Hípanis, entrando los dos en un mismo lago. El espacio entre estos dos ríos, que es una punta avanzada hacia el mar, se llama el promontorio de Hipolao, donde está edificado un templo de la Madre,[368] y más allá de él, vecinos al Hípanis, habitan los boristenitas. LIV. A estos ríos, de los que bastante hemos dicho, sigue el quinto, llamado Panticapes,[369] que baja del norte saliendo de una laguna; y en medio de este y del Borístenes viven los escitas georgos. Entra en la Hilea, y habiéndola atravesado, desagua en el Borístenes, con el cual se confunde. LV. El sexto es el Hipaciris, que saliendo también de una laguna y corriendo por medio de los escitas nómadas, desagua en el mar cerca de la ciudad de Carcinitis,[370] dejando a su derecha la Hilea y el lugar que llaman el Dromo de Aquiles. LVI. El séptimo río, el Gerro,[371] empieza a separarse del Borístenes en aquel sitio, desde el cual este último se halla descubierto y conocido, sitio que se llama también Gerro, trasmitiendo su nombre al río. Encaminándose hacia el mar, separa con su corriente la región de los escitas nómadas de la de los escitas regios, y por último entra en el Hipaciris. LVII. El Tanais es el octavo río, que saliendo de una gran laguna[372] en las regiones superiores, va a entrar en otra mayor llamada la Mayátide, que separa los escitas regios de los saurómatas. En este mismo río entra otro, suyo nombre es el Hirgis. LVIII. Estos son los ríos de que los escitas están bien provistos y abastecidos. La hierba que nace en la Escitia para pasto de los ganados es la más amarga de cuantas se conocen, como puede hacerse la prueba en las reses abriéndolas después de muertas. LIX. Los escitas, pues, abundan en las cosas principales o de primera necesidad; por lo tocante a las leyes y costumbres, se rigen en la siguiente forma. He aquí los únicos dioses que reconocen y veneran: en primer lugar y con más particularidad, a la diosa Hestia;[373] luego a Zeus y a Gea, a quien miran como esposa de aquel; después a Apolo, Afrodita Urania, Heracles y Ares; y estos son los dioses que todos los escitas reconocen por tales; pero los regios hacen también sacrificios a Poseidón. Los nombres escíticos que les dan son los siguientes: a Hestia la llaman _Tabiti_; a Zeus le dan un nombre el más propio y justo a mi entender, llamándole _Papeo_; a Gea la llaman _Apia_; a Apolo _Etosiro_; a Afrodita Urania _Artimpasa_; a Poseidón _Tamimasadas_. No acostumbran erigir estatuas, altares ni templos sino a Ares únicamente. LX. He aquí el modo y rito invariable que usan en todos sus sacrificios. Colocan la víctima atadas las manos con una soga; tras de ella está el sacrificador, quien tirando del cabo de la soga da con la víctima en el suelo, y al tiempo de caer ella, invoca y la ofrece al dios a quien la sacrifica. Va luego a atar con un dogal el cuello de la bestia, y asiendo de una vara que mete entre cuello y dogal, le da vueltas hasta que la sofoca. No enciende allí fuego, ni ofrece parte alguna de la víctima, ni la rocía con licores, sino que ahogada y desollada va luego a cocerla. LXI. Siendo la Escitia una región sumamente falta de leña, han hallado un medio para cocer las carnes de los sacrificios.[374] Desollada la víctima, mondan de carne los huesos, y si tienen allí a mano ciertos calderos del país, muy parecidos a los peroles de Lesbos, con la diferencia de que son mucho más capaces, meten en ellos la carne mondada, y encendiendo debajo aquellos huesos limpios y desnudos, la hacen hervir de este modo; pero si no tienen a punto el caldero, echan la carne mezclada con agua dentro del vientre de la res, en el cual cabe toda fácilmente una vez mondada, y encienden debajo los huesos, que van ardiendo vigorosamente: con esto, un buey y cualquiera otra víctima se cuece por sí misma. Una vez cocida, el sacrificador corta por primicias de ella una parte de carne y otra de las entrañas, y las arroja delante de sí. Y no solo sacrifican los ganados ordinarios, sino muy especialmente los caballos. LXII. Este es el rito de sus sacrificios, y estas las víctimas que generalmente sacrifican a todos sus dioses; pero con su dios Ares usan de un rito particular. En todos sus distritos, contando por curias, tienen un templo erigido a Ares, hecho de un modo extraño. Levantan una gran pira amontonando faginas hasta tres estadios de largo y de ancho, pero no tanto de alto; encima forman un área cuadrada a modo de ara, y la dejan cortada y pendiente por tres lados y accesible por el cuarto. Para la conservación de su hacina, que siempre va menguando consumida por las inclemencias del tiempo, la van reparando con 150 carros de fagina que le añaden; y encima de ella llevanta cada distrito un alfanje de hierro, herencia de sus abuelos, y este es el ídolo o estatua de Ares.[375] A este alfanje levantado hacen sacrificios anuales de reses y caballos, y aun se esmeran en sacrificar a este más que a los demás dioses; y llega el celo a tal punto, que de cada cien prisioneros cogidos en la guerra le sacrifican uno, y no con el rito con que inmolan los brutos, sino con otro bien diferente. Ante todo derraman vino sobre la cabeza del prisionero; después le degüellan sobre un vaso en que chorree la sangre, y subiéndose con ella encima del montón de sus haces, la derraman sobre los alfanjes. Hecho esto sobre el ara, vuelven al pie de las faginas y de las víctimas que acaban de degollar, cortan todo el hombro derecho juntamente con el brazo, y lo echan al aire; por un lado yace el brazo allí donde cae, por otro el cadáver. En dando fin a las demás ceremonias del sacrificio, se retiran. LXIII. A esto, en suma, se reducen sus sacrificios, no acostumbrando inmolar lechones, y lo que es más, ni aun criarlos en su tierra. LXIV. Acerca de sus usos y conducta en la guerra, el escita bebe luego la sangre al primer enemigo que derriba, y a cuantos mata en las refriegas y batallas les corta la cabeza y la presenta después al soberano: ¡infeliz del que ninguna presenta!, pues no le cabe parte alguna en los despojos, de que solo participa el que las traiga. Para desollar la cabeza cortada al enemigo, hacen alrededor de ella un corte profundo de una a otra oreja, y asiendo de la piel la arrancan del cráneo, y luego con una costilla de buey la van descarnando, y después la ablandan y adoban con las manos, y así curtida la guardan como si fuera una toalla. El escita guerrero ata de las riendas del caballo en que va montado y lleva como en triunfo aquel colgajo humano, y quien lleva o posee mayor número de ellos es reputado por el más bravo soldado: aun se hallan muchos entre ellos que hacen coser en sus capotes aquellas pieles, como quien cose un pellico. Otros muchos, desollando la mano derecha del enemigo, sin quitarla las uñas, hacen de ella, después de adobada, una tapa para su aljaba; y no hay que admirarse de esto, pues el cuero humano, recio y reluciente, sin duda adobado saldría más blanco y lustroso que ninguna de las otras pieles. Otros muchos, desollando al muerto de pies a cabeza, y clavando en un palo aquella momia, van paseándola en su mismo caballo. LXV. Tales son sus leyes y usos de guerra; pero aun hacen más con las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos. Toma su sierra el escita y corta por las cejas la parte superior del cráneo y la limpia después; si es pobre, conténtase cubriéndole con cuero crudo de buey; pero si es rico, lo dora, y tanto uno como otro se sirven después del cráneo como de vaso para beber.[376] Esto mismo practican aún con las personas más familiares y allegadas; si teniendo con ellas alguna riña o pendencia, logran sentencia favorable contra ellas en presencia del rey. Cuando un escita recibe algunos huéspedes a quienes honra particularmente, les presenta las tales cabezas convertidas en vasos, y les da cuenta de cómo aquellos sus domésticos quisieron hacerle guerra, y que él salió vencedor. Esta, entre ellos, es la mayor prueba de ser hombres de provecho. LXVI. Una vez al año, cada gobernador de distrito suele llenar una gran pipa de vino, del cual beben todos los escitas bravos que han muerto en la guerra algún enemigo; pero los otros, que no han podido hacer otro tanto, están allí sentados como a la vergüenza, sin poder gustar del banquete, no habiendo para ellos infamia mayor. Pero los que hubieren sido muy señalados en la matanzas de hombres, se les da a cada cual dos vasos a un tiempo, y bebe uno por dos. LXVII. No faltan a los escitas adivinos en gran cantidad, cuya manera de adivinar por medio de varas de sauce explicaré aquí: Traen al lugar donde quieren hacer la función unos grandes haces de mimbres, y dejándolos en tierra los desatan; van después tomando una a una y dejando sucesivamente las varillas, y al mismo tiempo están vaticinando, y sin cesar de murmurar vuelven a juntarlas y a componer sus haces: este género de adivinación es heredado de sus abuelos. Los que llaman _enareos_, que son los hermafroditas o afeminados, pretenden que la diosa Afrodita los hace adivinos, y vaticinan con la corteza interior del árbol teia o tilo, haciendo tres tiras de aquella membranilla, envolviéndolas alrededor de sus dedos, y adivinando al paso que las van desenvolviendo. LXVIII. Si alguna vez enferma su rey, hace llamar a los tres adivinos de mayor crédito y fama, los cuales del modo arriba dicho vaticinan acerca de aquella enfermedad. Por lo común, salen con decir que uno u otro, nombrando a los sujetos que les parece, juraron falso por los lares regios; pues que cuando los escitas quieren hacer el juramento más grave y más solemne de todos, casi siempre les obligan las leyes a jurar por los hogares o penates del rey. Al punto, pues traen preso al sujeto que dicen haber perjurado, y allí le reconvienen los adivinos, diciendo que el rey está enfermo porque él, como parece por los vaticinios, fue perjuro violando los hogares y penates regios. Suele acontecer que, enojado el preso, desmiente a los adivinos, diciendo que no hubo tal perjurio. Entonces llama el rey otros tantos adivinos, y si estos, observando el modo que se guardó en la adivinación, dan al reo por convicto del perjurio, sin más dilación le cortan la cabeza, y los primeros adivinos se reparten todos sus haberes. Pero si los segundos absuelven al pretendido perjuro, llámanse de nuevo otros, y después otros, y si sucede que los más den al hombre por inocente, la pena decretada por las leyes es que mueran los primeros adivinos. LXIX. El género de muerte es el siguiente: llenan un carro de haces de leña menuda; atan al yugo los bueyes; luego meten en medio de los haces a los adivinos con prisiones en los pies, con las manos atadas atrás y con mordazas en la boca; pegan fuego a la fagina, y espantando a gritos a los bueyes, les hacen que corran. Sucede que muchos de los bueyes quedan abrasados en compañía de los falsos profetas, pero muchos otros, cuando la lanza del carro se acaba de abrasar, escapan vivos, aunque bien chamuscados. Del mismo modo queman también vivos por otros delitos a sus adivinos, llamándolos falsos. LXX. Si el rey manda quitar la vida a alguno de sus vasallos, no la perdona a sus hijos, obligando a todos los varones a morir con su padre,[377] si bien a las hembras ningún daño se les hace. La solemnidad en los contratos y alianzas de los escitas con cualquiera que los contraigan, es la siguiente: colocan en medio una gran copa de barro, y en ella juntamente con vino mezclan la sangre de entrambos contrayentes, que se sacan hiriéndose ligeramente el cuerpo con un cuchillo o con la espada.[378] Después de esto, mojan en la copa el alfanje, la segur, las saetas y el dardo, y hecha esta ceremonia, pasan a sus votos y largas deprecaciones, tras de las cuales beben del vino ensangrentado, así los actores principales de la confederación, como las personas más respetables de su comitiva. LXXI. La sepultura de los reyes está en el lugar llamado Gerro, desde dónde comienza el Borístenes a ser navegable. Luego que muere un rey, abren allí un foso cuadrado, y prevenido este, toman el cadáver, al cual antes han abierto y purgado el vientre, y llenado después de juncia machacada, de incienso, de almea, de semilla de apio y de anís, y volviendo a coser la abertura lo enceran todo por fuera. Puesto sobre un carro, lo llevan a otra nación o provincia de su imperio, y los que en ella reciben el cadáver del rey le hacen el mismo luto que los escitas regios que se lo condujeron, el cual consiste en cortarse un poquito de la orejas, en quitarse las puntas de los cabellos, en abrirse la piel alrededor de sus brazos, en llagarse la frente y narices, y en traspasarse la mano izquierda con sus saetas. Desde allí llevan el cadáver en su carro hasta otra nación de su dominio, sin que dejen de acompañar al muerto aquellos escitas que fueron los primeros en recibirlo de los regios. Por fin, después que los conductores pasearon al difunto por todas las provincias, se detienen en los gerros, vasallos los más apartados de todos, al lado de la misma sepultura. Primero ponen el cadáver dentro de su caja sobre un lecho que está en aquella hoya; después clavan al uno y al otro lado del difunto unas lanzas, y sobre ellas suspenden palos para hacerle una enramada de mimbres. En el contorno espacioso del arca encierran una de las concubinas reales, sofocándola primero, como también un copero, un cocinero, un caballerizo, un criado, un paje de antesala para los recados, unos caballos, las primicias más delicadas de todas las cosas, y unas copas de oro, pues entre ellos no está introducido el uso de la plata y del bronce. Después de esto, todos a porfía cubren con tierra el difunto, empeñados en levantar sobre él un enorme túmulo. LXXII. Al cabo de un año después del entierro, vuelven de nuevo a practicar la siguiente ceremonia. Escogen de los criados del difunto rey los más lindos y bellos, quienes suelen ser escitas libres y bien nacidos, pues allí son criados del rey los ciudadanos que él mismo elige, no habiendo entre ellos el uso de comprar esclavos: escogidos, repito, cincuenta de entre ellos, los ahogan y juntamente cincuenta caballos de los más hermosos. Sácanles a todos las tripas y les limpian las entrañas llenándolas después de paja y cosiéndoles el vientre. Toman después un medio cerco, a manera de un aro de cuba, y clavan sus dos extremos en dos palos que se levantan desde el túmulo; a poca distancia clavan otro medio aro del mismo modo, y otros muchos así. Hechos aquellos arcos, desde la cola de cada caballo hasta el cuello meten un palo recio, y suben el cadáver sobre los aros, de suerte que los primeros sostienen sus espaldas, y los postreros sus muslos y vientre, quedando suspenso el caballo sin tocar en el suelo ni con las manos ni con las piernas; levantado así, le ponen su freno y brida atada a un palo que está allí delante. Sobre cada uno de los caballos colocan sendos caballeros, que son los mancebos allí ahogados, metiendo a cada cadáver un palo recto que penetrando por el espinazo llegue al pescuezo, clavando la punta inferior de dicho palo que queda fuera del cuerpo dentro de un agujero que tiene el otro palo que atraviesa el cuerpo del caballo. Puesta alrededor del túmulo aquella cabalgada de momias, se retiran todos a sus casas. LXXIII. Esto sucede en las sepulturas de los reyes; por lo que toca a las de los particulares se sigue otro estilo. Cuando muere un escita, los parientes más cercanos le ponen en su carro y le van llevando por las casas de sus amigos. Cada uno de estos recibe con un gran convite a toda la comitiva, poniendo también al muerto la misma mesa que a sus conductores;[379] pasados 40 días en tales visitas, al cabo lo entierran. Los escitas que le dieron sepultura usan de muchas ceremonias para purificarse: primero se refriegan y lavan la cabeza; y después para la lustración de todo su cuerpo plantan tres palos en tierra en forma de triángulo, cuyas puntas se unen por medio de su mutua inclinación; alrededor de los palos extienden un fieltro o encerado hecho de lana a manera de sombrero apretándolo lo más que pueden, sin dejar, el más mínimo resquicio; y en medio de aquella estufa de lana tupida meten un brasero en forma de esquife y dentro unas piedras hechas ascua, todo con el fin de sahumarse como diré más adelante. LXXIV. Nace en el país el cáñamo,[380] hierba enteramente parecida al lino, menos en lo grueso y alto, en que el cáñamo le hace muchas ventajas. Parte de él nace de suyo, parte se siembra. Los tracios hacen de él telas y vestidos muy semejantes a las de lino, tanto que nadie que no esté hecho a verlas sabrá distinguir si son de lino o de cáñamo, y quien nunca las haya visto las tendrá por piezas de lino. LXXV. Del mencionado cáñamo toman, pues, la semilla los escitas impuros y contaminados por algún entierro, echándola a puñados encima de las piedras penetradas del fuego, y metidos ellos allá dentro de su estufa. La semilla echada va levantando tal sahumerio y despidiendo de sí tanto vapor, que no hay estufa alguna entre los griegos que en esto le exceda. Entretanto, los escitas gritan de placer como si se bañasen en agua rosada, y esta función les sirve de baño, pues jamás acostumbran a bañarse.[381] Las mujeres escitas componen para sus afeites una especie de emplasto: preparan una vasija con agua; raspan luego un poco de ciprés, de cedro y de palo de incienso contra una piedra áspera, y de las raspaduras mezcladas con agua forman un engrudo craso con que se emplastan el rostro y aun todo el cuerpo. Dos ventajas logran con esto; oler bien, cualquiera que sea su mal olor natural, y quedar limpias y relucientes al quitarse aquella costra al día siguiente. LXXVI. A nada tienen más aversión que a los usos y modas extrañas, aun a las de otra provincia de la nación; pero con mucha particularidad a las de los griegos, como se vio bien una vez en Anacarsis y en Escilas. Anacarsis en primer lugar, habiendo visto muchos países y mostrádose en todos hombre muy sabio, volvía ya a los aires nativos de la Escitia. Sucedió que navegando el Helesponto tomase puerto en Cícico, en donde halló a los vecinos de la ciudad ocupados en hacer a la madre de los dioses una fiesta magnífica y pomposa, y el buen Anacarsis con aquella ocasión hizo un voto a la madre, de que si por su favor y ayuda llegaba salvo a su casa, le haría aquel mismo sacrificio que entonces veía hacer a los cicicenos, e introduciría allí aquella vigilia y fiesta nocturna. Llegado después a Escitia, habiendo desembarcado en el sitio que llaman Hilea, floresta vecina al Dromo de Aquiles y poblada de todo género de árboles, celebraba Anacarsis su fiesta a la diosa, sin omitir ceremonia alguna, tocando sus timbales y llevando las figurillas pendientes del cuello. Uno de los escitas que le había visto en aquella función le delató al rey Saulio, el cual, avisado, y viendo por sus ojos a Anacarsis que continuaba en sus ceremonias, le mató con una saeta.[382] Y aun ahora, si se pregunta a los escitas por Anacarsis, responderán que no saben ni conocen tal hombre; tal es la enemiga que con él tienen, así porque viajó por la Grecia, como porque siguió los usos y ritos extranjeros. Pero, según supe de Timnes, tutor que era de Ariapites, fue Anacarsis tío de Idantirso, rey de la Escitia, e hijo de Gnuro, nieto de Lico y biznieto de Espargapites. Y si es verdad que Anacarsis fuese de tal familia, ¡triste suerte para el infeliz la de haber muerto a manos de su mismo hermano, pues Idantirso fue hijo de Saulio, y Saulio quien mató a Anacarsis! LXXVII. Es singular lo que oí contar a los del Peloponeso, que Anacarsis había sido enviado a Grecia por el rey de los escitas, para que como discípulo aprendiera de los griegos, y que vuelto de sus estudios había informado al mismo que le envió de que todos los pueblos de la Grecia eran muy dados a todo género de erudición, salvo los lacedemonios que eran los únicos que en sus conversaciones hablaban con naturalidad sin pompa ni estudio. Pero esto es a fe mía un cuento con que los mismos griegos se han querido divertir: lo cierto es que al infeliz le costó la vida aquella fiesta, como dije, y este fue el pago que tuvo de haber querido introducir usos nuevos y seguir costumbres griegas. LXXVIII. El mismo fin que este tuvo largos años después Escilas, hijo de Ariapites. Sucedió que Ariapites, rey de los escitas, tuvo entre otros hijos a Escilas, habido en una mujer no del país, sino natural de Istria, colonia de los milesios, que instruyó a su hijo en la lengua y literatura griega.[383] Andando después el tiempo, como su padre Ariapites hubiese sido alevosamente muerto por el rey de los agatirsos, Espargapites, Escilas tomó posesión no solo de la corona, sino también de una esposa de su padre, que se llamaba Opea, señora natural de la Escitia, en quien Ariapites había tenido un hijo llamado Orico. Rey ya de los suyos, Escilas gustaba poco de vivir a la escítica, y su pasión era seguir particularmente las costumbres de los griegos conforme a la educación y usanzas en que se había criado. Para este efecto solía conducir el ejército escita a la ciudad de los boristenitas, colonos griegos, y según ellos pretenden, originarios de Mileto: apenas llegado, dejando su ejército en los arrabales de la ciudad, se metía en persona dentro de la plaza, y mandando al punto cerrar las puertas se despojaba de los vestidos escíticos y se vestía a la griega. En este traje íbase el rey paseando por la plaza sin alabarderos ni guardia alguna que le siguiese; pero entretanto tenía centinelas a las puertas de la ciudad, no fuese que metido dentro alguno de los suyos acertase a verle en aquel traje. En todo, por abreviar, se portaba como si fuese griego, y según el ritual de los griegos hacía sus fiestas y sacrificios a los dioses. Después de pasado un mes o algo más, tomando de nuevo su hábito escítico se volvía otra vez; y como esta función la hiciese a menudo, había mandado edificar en Borístenes[384] un palacio, y llevado a él por esposa una mujer natural de la ciudad. LXXIX. Pero estando destinado que tuviese un fin desastroso, alcanzole la desventura con la siguiente ocasión. Diole la gana de alistarse entre los cofrades de Dioniso, el dios de las máscaras, y cuando iba ya a hacer aquella ceremonia y profesión, sucediole un raro portento. Alrededor de la magnífica y suntuosa casa que, como acabo de decir, se había fabricado en la ciudad de los boristenitas, tenía una gran plaza circuida toda de estatuas de mármol blanco en forma de esfinges y de grifos; contra este palacio disparó Dios un rayo que lo abrasó totalmente. Pero no se dio Escilas por entendido, y prosiguió del mismo modo su mascarada. Es de saber que los escitas suelen dar en rostro a los griegos sus borracheras y bacanales, diciendo que no es razonable tener por dios a uno que hace volver locos y furiosos a los hombres. Ahora, pues, cuando Escilas iba hecho un perfecto camarada de Dioniso, uno de los boristenitas dio casualmente con los escitas y les dijo: «Muy bien, sabios escitas; vosotros os mofáis de los griegos porque hacemos locuras cuando se apodera de nosotros el dios Dioniso; ¿y qué diríais ahora si vierais a vuestro rey, a quien no sé qué espíritu bueno o malo arrebata danzando por esas calles, loco y lleno de Dioniso a no poder más? Y si no queréis creerme sobre mi palabra, seguidme, amigos, que mostrároslo he con el dedo». Siguiéronle los escitas principales, y el boristenita los condujo y ocultó en una de las almenas. Cuando vieron los escitas que pasaba la mojiganga, y que en ella iba danzando su rey hecho un insensato, no es decible la pesadumbre que por ello tuvieron, y saliendo de allí dieron cuenta a todo el ejército de lo que acababan de ver. LXXX. De aquí resultó que al dirigirse Escilas con sus tropas hacia su casa, los escitas pusieron a su frente un hermano suyo llamado Octamasadas, nacido de una hija de Teres, y sublevados negaron a aquel obediencia. Viendo Escilas lo que pasaba, y sabiendo el motivo de aquella novedad, se refugió a la Tracia; de lo cual informado Octamasadas movió su ejército hacia aquel país, y hallándose ya cerca del Istro, saliéronles al encuentro armados los tracios, y estando a punto de venir a las manos los dos ejércitos, Sitalces envió un heraldo que habló así a Octamasades: «¿Para qué probar fortuna y querer medir las espadas? Tú eres hijo de una de mis hermanas, y tienes en tu poder un hermano mío refugiado en tu corte: ajustémonos en paz; entrégame tú a ese hermano y yo te entregaré a Escilas, que lo es tuyo. Así, ni tú ni yo nos expondremos a perder nuestra gente». Estos partidos de paz le envió a proponer Sitalces, quien tenía un hermano retirado en la corte de Octamasades; convino este en lo que se le proponía, y entregando su tío a Sitalces, recibió de él a su hermano Escilas. Habiendo Sitalces recobrado a su hermano, retirose con sus tropas, y Octamasades en aquel mismo sitio cortó la cabeza a Escilas. Tan celosos están los escitas de sus leyes y disciplina propia, y tal pago dan a los que gustan de introducir novedades y modas extranjeras. LXXXI. Por lo que mira al número fijo de población de los escitas, no encontré quien me lo supiese decir precisamente, hallando en los informes mucha divergencia. Unos me decían que eran muchísimos en número, otros que había muy pocos escitas puros y de antigua raza. Referiré la prueba de su población que me pusieron a la vista. Hay entre los ríos Borístenes e Hípanis cierto lugar con el nombre de Exampeo, del cual poco antes hice mención, cuando dije que había allí una fuente de agua amarga, que mezclándose con el Hípanis impedía que se pudiese beber de su corriente. Viniendo al asunto, hay en aquel lugar un caldero tan descomunal, que es seis veces más grande que aquella pila que está en la boca del Ponto, ofrenda que allí dedicó Pausanias, hijo de Cleómbroto. Mas para quien nunca vio esta pila, describiré en breve el caldero de los escitas, diciendo que podrá recibir sin duda unos 600 cántaros, y que su canto tiene seis dedos de recio. Decíanme, pues, los del país, que este caldero se había hecho de las puntas de sus saetas; porque como su rey Ariantas, que así se llamaba, quisiese saber a punto fijo cuánto fuese el número de sus escitas, dio orden de que cada uno de ellos presentase una punta de saeta, imponiendo pena capital al que no la presentase.[385] Habiéndose recogido, pues, un número inmenso de puntas, pareciole al rey dejar a la posteridad una memoria de ellas, y mandó hacer aquel caldero, lo dejó en Exampeo como un público monumento, y he aquí lo que oía decir de aquella población. LXXXII. Nada de singular y maravilloso ofrece aquella región, si exceptuamos la grandeza y el número de los ríos que posee. No dejaré con todo de notar una maravilla, si es que lo sea, que a más de los ríos y de lo dilatado de aquella llanura, allí se presenta, y es el vestigio de la planta del pie de Heracles que muestran impreso en una piedra, el cual en realidad se parece a la pisada de un hombre; no tiene menos de dos codos y está cerca del río Tiras. Pero basta lo dicho de cuentos y tradiciones; volvamos a tomar el hilo de la historia que antes íbamos contando. LXXXIII. Al tiempo que Darío hacía sus preparativos contra los escitas, enviando sus comisarios con orden de intimar a unos que le aprontasen la infantería, a otros la armada naval, a otros que le fabricasen un puente de naves en el Bósforo de Tracia, su hermano Artabano, hijo también de Histaspes, de ningún modo aprobaba que se hiciese la guerra a los escitas, dando por motivo que era una nación falta de todo y necesitada; pero viendo que sus consejos no hacían fuerza al rey, siendo en realidad los mejores, cesó en ellos y dejó correr los negocios. Cuando todo estuvo aprontado, Darío partió con su ejército desde Susa. LXXXIV. Entonces sucedió que uno de los persas llamado Eobazo, el cual tenía tres hijos y los tres partían para aquella jornada,[386] suplicó a Darío que de tres le dejase uno en casa para su consuelo. Respondiole Darío, que siendo él su amigo y pidiéndole un favor tan pequeño, quería darle el gusto cumplido dejándole a los tres. Eobazo no cabía en sí de contento, creyendo que sus hijos quedaban libres y desobligados de salir a campaña; pero Darío dio orden que los ejecutores de sus sentencias matasen a todos los hijos de Eobazo, y de este modo, degollados, quedaron con su padre. LXXXV. Luego que Darío salió de Susa llegó al Bósforo de Calcedonia, lugar donde se había construido el puente; entrando en una nave, fuese hacia las islas Cianeas, como las llaman; de las cuales dicen los griegos que eran en lo antiguo vagas y errantes. Sentado después en el templo de Zeus Urio,[387] estuvo contemplando el Ponto, pues es cosa que merece ser vista, no habiendo mar alguno tan admirable. Tiene allí de largo 11.100 estadios, y de ancho por donde lo es más 3300. La boca de este mar tiene en su entrada cuatro estadios de ancho; pero a lo largo en todo aquel trecho y especie de cuello que se llama Bósforo, en donde se había construido el puente, cuenta como 120 estadios. Dicho Bósforo se extiende hasta la Propóntide, que siendo ancha de 500 estadios y larga de 1400 va a terminar en el Helesponto,[388] el cual cuenta siete estadios a lo angosto y 400 a lo largo, y termina después en una gran anchura de mar, que es el llamado Mar Egeo. LXXXVI. Ved ahí cómo se han medido estas distancias. Suele una nave en un largo día hacer comúnmente 70.000 orgias de camino a lo más; de noche, empero, 60.000 únicamente: ahora bien, el viaje que hay desde la boca del Ponto, que es su lugar más angosto, hasta el río Fasis, es una navegación de nueve días y ocho noches, navegación que comprende, por tanto, 1.110.000 orgias, que hacen 11.100 estadios. La navegación que hay desde el país de los sindos hasta Temiscira, que está cerca del río Termodonte,[389] siendo aquella la mayor anchura del Ponto, es de tres días y dos noches, que componen 330.000 orgias, a que corresponde la suma de 3300 estadios. Repito, pues, que en estos términos he calculado la extensión del Ponto, del Bósforo y del Helesponto, cuya situación natural es conforme la que llevo declarada. Tiene el Ponto además de lo dicho una laguna que desagua en él, y que no es muy inferior en extensión, la cual lleva el nombre de Mayátide,[390] y se dice ser la madre del Ponto. LXXXVII. Vuelvo a Darío, quien después de contemplado el Ponto, volviose atrás hacia el puente, cuyo ingeniero o arquitecto había sido Mandrocles, natural de Samos. Habiendo el rey mirado también curiosamente el Bósforo, hizo levantar en él dos columnas de mármol blanco, y grabar en una con letras asirias y en otra con griegas el nombre de todas las naciones que en su ejército conducía, y conducía todas aquellas de quienes era soberano. El número de dichas tropas de infantería y caballería subía a 70 miríadas, o al de 700.000 hombres, sin incluir en él la armada naval en que venían juntas 600 embarcaciones. Algún tiempo después cargaron los bizantinos con dichas columnas, y llevándolas a su ciudad se valieron de ellas para levantar el ara de Artemisa Ortosia, exceptuando solamente una piedra llena de caracteres asirios, que fue dejada en Bizancio en el templo de Dioniso. El sitio del Bósforo en que el rey Darío fabricó aquel su puente, es puntualmente, según mis conjeturas, el que está en medio de Bizancio y del templo de Zeus situado en aquella boca. LXXXVIII. Habiendo Darío mostrado mucho gusto y satisfacción por lo bien construido que le parecía el puente de barcas, tuvo la generosidad de pagar a su arquitecto Mandrocles de Samos todas las partidas a razón de diez por uno. Separando después Mandrocles la primicias de aquel regalo, hizo con ellas pintar aquel largo puente echado sobre el Bósforo, y encima de él al rey Darío sentado en su trono, y al ejército en el acto de pasar; y dedicó este cuadro en el Hereo o templo de Hera, en Samos, con esta inscripción: _Mandrocles, que subyugó con su puente al Bósforo, fecundo en pesca, colocó aquí su monumento, corona suya, gloria de Samos, pues que supo agradar al rey, al gran Darío_. Tal fue la memoria que dejó el constructor de aquel puente. LXXXIX. Después que Darío dio con Mandrocles aquella prueba de liberalidad, pasó a la Europa, habiendo ordenado a los jonios que navegasen hacia el Ponto, hasta entrar en el Istro, donde les mandó que le aguardasen, haciendo un puente de barcas sobre aquel río, y esta orden se dio a los jonios, porque ellos con los eolios y los helespónticos eran los que capitaneaban toda la armada naval. Pasadas las Cianeas, la armada llevaba su rumbo hacia el Istro, y habiendo navegado por el río dos días de navegación desde el mar, hicieron allí un puente sobre las cervices del Istro, esto es, en el paraje desde donde empieza a dividirse en varias bocas. Darío con sus tropas, que pasaron el Bósforo por encima de aquel tablado hecho de barcas, iba marchando por la Tracia, y llegando a las fuentes del río Tearo,[391] dio tres días de descanso a su gente allí atrincherada. XC. Los que moran vecinos al Tearo dicen que es el río más saludable del mundo, pues sus aguas, además de ser medicinales para muchas enfermedades, lo son particularmente contra la sarna de los hombres y la roña de los caballos. Sus fuentes son 38, saliendo todas de una misma peña, pero unas frías y otras calientes. Vienen a estar a igual distancia, así de la ciudad de Hereo, vecina a la de Perinto, como de Apolonia, ciudad del ponto Euxino,[392] a dos jornadas de la una y a dos igualmente de la otra. El Tearo va a desaguar en el río Contadesdo, este en el Agrianes, el Agrianes en el Hebro, y el Hebro en el mar vecino a la ciudad de Eno. XCI. Habiendo, pues, Darío llegado al Tearo, y fijado allí su campo, contento de haber dado con aquel río, quísole honrar poniendo una columna con esta inscripción: _Las fuentes del río Tearo brotan el agua mejor y más bella de todos los ríos; a ellas llegó conduciendo su ejército contra los escitas el hombre mejor y más bello de todos los hombres, Darío, el hijo de Histaspes y rey del Asia y de todo el continente_. Esto era lo que en la columna estaba escrito. XCII. Partió Darío de aquel campo, dio con otro río que lleva el nombre de Artisco,[393] y corre por el país de los odrisas. Junto a aquel río, habiendo señalado cierto lugar, se le antojó dar orden a sus tropas de que al pasar dejase cada cual su piedra en aquel mismo sitio, y habiéndolo cumplido todos, continuó marchando con su gente, dejando allí grandes montones de piedra. XCIII. Antes de llegar al Istro, los primeros pueblos que por fuerza rindió Darío fueron los getas _atanizontes_,[394] o defensores de la inmortalidad, pues los tracios que habitan en Salmideso, puestos sobre las ciudades de Apolonia y de Mesambria, llamados los esmirciadas y los nipseos, sin la menor resistencia se le entregaron. Pero los getas, nación la más valiente y justa de todos los tracios, resueltos con poca cordura a disputarle el paso, fueron sobre la marcha hechos esclavos por Darío. XCIV. Respecto a la inmortalidad, están muy lejos de creer que realmente mueran; y su opinión es que el que acaba aquí la vida va a vivir con el dios Samolxis, a quien algunos hacen el mismo que _Gebeleicis_.[395] De cinco en cinco años sortean uno de ellos, al cual envían por mensajero a Samolxis, encargándole aquello de que por entonces necesitan. Para esto, algunos de ellos, puestos en fila, están allí con tres lanzas; otros, cogiendo de las manos y de los pies al mensajero destinado a Samolxis, lo levantan al aire y le tiran sobre las picas. Si muere el infeliz traspasado con ellas, ¡albricias!, porque les parece que tienen aquel dios de su parte; pero si no muere el enviado sobre las picas, se vuelven contra él diciéndole que es un hombre malo o ruin, y acusándole así, envían otro, a quien antes de morir dan sus encargos. Estos tracios, al ver truenos y relámpagos, disparan sus flechas contra el cielo, con mil bravatas y amenazas a Zeus, no teniéndole por dios, ni creyendo en otro que en su propio Samolxis. XCV. Este Samolxis, según tengo entendido de los griegos establecidos en el Helesponto y en el mismo Ponto, siendo hijo de mujer y mero hombre, sirvió esclavo en Samos, pero tuvo la suerte de servir a Pitágoras, el hijo de Mnesarco. Habiendo salido libre de Samos, supo con su industria recoger un buen tesoro, con el cual se retiró a su patria. Como hallase a los tracios sus paisanos sin cultura y sin gusto ni instrucción, el prudente Samolxis, hecho a la civilización o molicie de la Jonia y a un modo de pensar y obrar mucho más fino y sagaz que el que corría entre los tracios, como hombre acostumbrado al trato de los griegos y particularmente al de Pitágoras, no el último de los sabios, con estas luces y superioridad mandó labrarse una sala en donde, recibiendo a sus paisanos de mayor cuenta y dándoles suntuosos convites, comenzó a dogmatizar, diciendo que ni él, ni sus camaradas, ni alguno de sus descendientes acabarían muriendo, sino que pasarían a cierto paraje donde eternamente vivos tuviesen a satisfacción todas sus comodidades y placeres. En tanto que así platicaba y trataba con los tracios, íbase labrando una habitación subterránea;[396] y lo mismo fue quedar concluida que desaparecer Samolxis de la vista de sus paisanos, metiéndose bajo de tierra en su sótano, donde se mantuvo por espacio de tres años. Los tracios, que lo echaban menos, y sentían la falta de su buena compañía, llorábanle ya por muerto, cuando llegado ya el cuarto año, ve aquí que se les aparece de nuevo Samolxis, y con la obra les hace creer lo que les había dicho de palabra. XCVI. Esto cuentan que hizo Samolxis: yo en realidad no tomo partido acerca de esta historia y de la subterránea habitación; ni dejo de creerlo, ni lo creo tampoco ciegamente; si bien sospecho que nuestro Samolxis viviría muchos años antes que hubiese nacido Pitágoras. Así que si era Samolxis un hombre meramente, o si es un dios geta, y el dios principal para los getas, decídanlo ellos mismos; pues solo es de este lugar decir que los getas vencidos por Darío le iban siguiendo con lo demás del ejército. XCVII. Darío, después de llegado al Istro con todo su ejército de tierra, habiendo pasado todas sus tropas por el nuevo puente, mandó a los jonios que lo deshicieran y que con toda la gente de las naves fuese por tierra siguiendo el grueso de sus tropas. Estaban ya los jonios a punto de obedecer, y el puente a pique de ser deshecho, cuando el general de los de Mitilene, Coes, hijo de Erxandro, tomose la licencia de hablar a Darío, habiéndole antes preguntado si llevaría a mal el escuchar una representación o consejo que se le quisiese proponer, y le habló en estos términos: «Bien sabéis, señor, que vais a guerrear en un país en que ni se halla campo labrado ni ciudad alguna habitada. ¿No sería mejor que dejarais en pie el puente como ahora está, y apostaseis para su defensa a los mismos que lo construyeron? Dos ventajas hallo en esto; una es que si tenemos el buen éxito que pensamos hallando y venciendo a los escitas, tendremos en el puente paso para la vuelta; otra que si no los hallamos, tendremos por él retirada segura; pues bien, veo que no tenemos que temer el que nos venzan los escitas en batalla; antes temiera yo que han de evitar ser hallados, y que perdidos acaso en busca de ellos, tengamos algún tropiezo. Tal vez se podría decir que hago en esto mi negocio con la esperanza de quedarme aquí sosegado: no pretendo tal; no hago más, señor, que poner en vuestra consideración un proyecto que me parece el más ventajoso; por lo que a mí me toca, estoy pronto a seguiros, ni pretendo que me dejéis aquí». No puede explicarse cuán bien pareció a Darío la propuesta, a la cual respondió así: «Amigo y huésped lesbio, no dejaré sin premio esa tu fidelidad; cuando esté de vuelta sano y salvo en mi palacio, quiero y mando que te dejes ver y que veas cómo sé corresponder con favores al que me sirve con buenos consejos». XCVIII. Habiendo hablado estas pocas palabras y mandado hacer sesenta nudos en una correa,[397] mandó llamar ante sí a los señores de las ciudades de la Jonia y habloles así: «Ciudadanos de Jonia, sabed que he tenido a bien revocar mis primeras órdenes acerca del puente; ahora os ordeno que tomada esta correa hagáis lo que voy a deciros. Desde el punto que me viereis marchar contra los escitas, empezaréis a desatar diariamente uno de estos nudos. Si en todo el tiempo que fuere menester para irlos deshaciendo uno a uno, yo no compareciese, al cabo de él os haréis a la vela para vuestra patria; pero entretanto que llegue este término, puesto que lo he pensado mejor, os mando que conservéis entero el puente, y pongáis en su defensa y custodia todo vuestro esmero, pues en ello me daré por muy bien servido y satisfecho». Dadas estas órdenes, emprendió Darío su marcha hacia la Escitia. XCIX. La parte marítima de la Tracia se avanza mar adentro frontera de la Escitia, la cual empieza desde un seno que aquella forma, donde va a desaguar el Istro, que en sus desembocaduras se vuelve hacia el Euro o levante. Empezando del Istro, iré describiendo ahora con sus medidas la parte marítima del país de la Escitia: en el Istro comienza, pues, Escitia la antigua, que mira hacia el Noto o mediodía y llega hasta una ciudad que llaman Carcinitis; desde cuyo punto, siguiendo las costas del poniente por un país montuoso situado sobre el Ponto, es habitada por la gente táurica hasta la Quersoneso Traquea,[398] ciudad confinante con un seno de mar que mira hacia el viento Apeliota o levante. Porque es de saber que las fronteras de la Escitia se dividen en dos partes que terminan ambas en el mar, la una mira al mediodía y la otra a levante,[399] en lo que se parece al país del Ática; pues los táuricos, en efecto, vienen a ocupar una parte de la Escitia, a la manera que si otra nación ocupase una parle del Ática, suponiendo que no fueran realmente atenienses, como lo son los que ahora ocupan el collado Suníaco y la costa de aquel promontorio que da con el mar, empezando desde el _demo_ Tórico, hasta el _demo_ Anaflisto; entendiendo con toda esta comparación como la de un enano a un gigante. Tal es la situación de la Táurica; pero a quien no ha navegado las costas del Ática, quiero especificársela de otro modo: está la Táurica, repito, de manera como si otra nación que no fueran los yapiges ocupase aquella parte de la Yapigia[400] que empezando desde el puerto de Brindis llega hasta aquel cabo, quedando, empero, separada de los confines de Tarento. Con estos dos ejemplos que expreso, indico al mismo tiempo otros muchos lugares, a los cuales es la Táurica parecida. C. Desde la Táurica habitan ya los escitas, no solo todo el país que está sobre los Táuricos, y el que confina con el mar por el lado de levante, sino también la parte occidental así del Bósforo cimerio como de la laguna Mayátide hasta dar con el río Tanais, que viene a desaguar en la punta misma de dicha laguna.[401] Pero hacia los países superiores que se van internando por tierra desde el Istro, acaba la Escitia, confinando primero con los agatirsos, después con los neuros, con los andrófagos y finalmente con los melanclenos.[402] CI. Viniendo, pues, la Escitia a formar como un cuadro,[403] cuyos dos lados confinan con el mar, su dimensión tirando tierra adentro es del todo igual a sus dimensiones tomadas a lo largo de las costas marítimas; porque por las costas desde el Istro hasta el Borístenes se cuentan diez jornadas, y desde el Borístenes hasta la laguna Mayátide otras diez; y penetrando tierra adentro desde el mar hasta llegar a los melanclenos situados sobre los escitas, hay el camino de 20 jornadas, previniendo que en cada jornada hago entrar el número de 200 estadios.[404] Así que la travesía de la Escitia tendrá unos 4000 estadios, y otros 4000 su latitud, internándose tierra arriba, y estos son los límites y extensión de todo aquel país. CII. Volviendo a la historia, como viesen los escitas, consultando consigo mismos, que sus solas fuerzas no eran poderosas para habérselas cuerpo a cuerpo con el ejército entero de Darío, enviaron embajadores a las naciones comarcanas para pedirles asistencia. Reunidos, en efecto, los reyes de ellas, sabiendo cuán grande ejército se les iba acercando, deliberaban sobre el consejo que tomarían en aquel apuro. Dichos reyes, unidos en asamblea, eran el de los táuricos, el de los neuros, el de los andrófagos, el de los melanclenos, el de los gelonos, el de los budinos y el de los saurómatas. CIII. Para decir algo de estas naciones, los táuricos tienen leyes y costumbres bárbaras: sacrifican a su virgen todos los náufragos arrojados a sus costas, e igualmente todos los griegos que a ellas arriban, si pueden haberlos a las manos. Ved ahí el bárbaro sacrificio: después de la auspicación o sacrificio de la víctima, dan con una clava en la cabeza del infeliz, y, según algunos dicen, desde una peña escarpada, encima de la cual está edificado el templo, arrojan el cadáver decapitado y ponen en un palo su cabeza. Otros dicen lo mismo acerca de lo último, pero niegan que sea el cuerpo precipitado, antes pretenden que se le entierra. La diosa a quien sacrifican dicen los mismos táuricos ser Ifigenia, hija de Agamenón.[405] Acerca de los enemigos que llegan a sus manos, cada cual corta la cabeza a su respetuoso prisionero, y se va con ella a su morada, y poniéndola después en la punta de un palo largo, la coloca sobre su casa y en especial sobre la chimenea, de modo que sobresalga mucho, diciendo con cruel donaire que ponen en aquella atalaya quien les guarde la casa. Estos viven de sus presas y despojos de la guerra. CIV. Los agatirsos son unos hombres afeminados y dados al lujo, especialmente en los ornatos de oro. El comercio y uso de las mujeres es común entre ellos, con la mira de que siendo todos hermanos y como de una misma casa, ni tengan allí lugar la envidia ni el odio de unos contra otros. En las demás costumbres son muy parecidos a los tracios. CV. Las leyes y usos de los neuros son como los de los escitas. Una edad o generación antes que Darío emprendiese aquella jornada, sobrevino tal plaga o inundación de sierpes, que se vieron forzados a dejar toda la región;[406] muchas de ellas las crió el mismo terreno, pero muchas más fueron las que bajaron hacia él de los desiertos comarcanos, y hasta tal punto les incomodaron que huyendo de su tierra pasaron a vivir con los budinos. Es mucho de temer que toda aquella caterva de neuros sean magos completos, si estamos a lo que nos cuentan tanto los escitas como los griegos establecidos en la Escitia, pues dicen que ninguno hay de los neuros que una vez al año no se convierta en lobo por unos pocos días, volviendo después a su primera figura. ¿Qué haré yo a los que tal cuentan? Yo no les creo de todo ello una palabra, pero ellos dicen y aun juran lo que dicen. CVI. Los andrófagos son en sus costumbres los más agrestes y fieros de todos los hombres, no teniendo leyes algunas ni tribunales. Son pastores que visten del mismo modo que los escitas, pero que tienen su lenguaje propio. CVII. Los melanclenos van todos vestidos de negro, de donde les ha venido el nombre que tienen, como si dijéramos _capas negras_. Entre todas estas gentes son los únicos que comen carne humana, y en lo demás siguen los usos de los escitas. CVIII. Los budinos, que forman una nación grande y populosa, tienen los ojos muy azules y rubio el color. La ciudad que poseen, toda de madera, se llama Gelono;[407] son tan grandes sus murallas, que cada lado de ellas tiene de largo 30 estadios, siendo al mismo tiempo muy altas, por más que todas sean de madera; las casas y los templos son asimismo de madera. Los templos están dedicados a los dioses de la Grecia, y adornados a lo griego con estatuas, con aras y nichos de madera; aún más, cada tercer año celebran en honor de Dioniso sus trietéridas o bacanales, lo que no es de admirar, siendo estos gelonos originarios de unos griegos que retirados de los emporios plantaron su asiento entre los budinos y conservan una lengua en parte griega. CIX. Los budinos propios ni hablan la misma lengua que dichos gelonos, ni siguen el mismo modo de vivir, pues siendo originarios o naturales del país, siguen la profesión de pastores y son los únicos en aquella tierra que comen sus piojos. Pero los gelonos cultivan sus campos, comen pan, tienen sus huertos plantados, son de fisonomía y color diferente. Verdad es que a los gelonos les llaman también budinos; haciéndoles en esto injuria los griegos que tal nombre les dan. Todo el país de los budinos está lleno de arboledas de toda especie, y en el paraje donde es más espesa la selva hay una laguna grande y dilatada, y alrededor de ella un cañaveral. En ella se cogen nutrias, castores y otras fieras cuyas pieles sirven para forrar los pellicos y zamarras, y cuyos testículos sirven de remedio contra el mal de madre. CX. Acerca de los saurómatas cuéntase la siguiente historia. En tiempo de la guerra entre los griegos y las amazonas, a quienes los escitas llaman _Eórpata_, palabra que equivale en griego a _Androctonoi_ (_mata-hombres_), compuesta de _Eor_ que significa hombre y de _pata_ matar; en aquel tiempo se dice que, vencedores los griegos en la batalla del río Termodonte, se llevaban en tres navíos cuantas amazonas habían podido coger prisioneras, pero que ellas, habiéndose rebelado en el mar, hicieron pedazos a sus guardias. Mas como después que acabaron con toda la tripulación ni supiesen gobernar el timón, ni servirse del juego de las velas, ni bogar con los remos, se dejaban llevar a discreción del viento y de la corriente. Hizo la fortuna que aportasen a un lugar de la costa de la laguna Mayátide llamado Cremnos,[408] que pertenece a la comarca de los escitas libres. Dejadas allí las naves, se encaminaron hacia el país habitado, y se alzaron con la primera piara de caballos que casualmente hallaron, y montadas en ellos iban talando y robando el país de los escitas. CXI. No podían estos atinar qué raza de gente y qué violencia fuese aquella, no entendiendo su lengua, no conociendo su traje, ni sabiendo de qué nación eran, y se admiraban de dónde les había podido venir aquella manada de bandoleros. Teníanlas, en efecto, por hombres todos de una misma edad, contra quienes habían tenido varias refriegas;[409] pero apoderados después de algunas muertas en el combate, al cabo se desengañaron conociendo ser mujeres aquellos bandidos. Habiendo con esto tomado acuerdo sobre el caso, parecioles que de ningún modo convenía matar en adelante a ninguna, y que mejor fuera enviar sus mancebos hacia ellas en igual número al que podían conjeturar que sería el de las mujeres, dándoles orden de que plantando su campo vecino al de las enemigas, fuesen haciendo lo mismo que las viesen hacer, y que en caso de que ellas les acometieran no admitiesen el combate sino que huyesen, y cuando vieran que ya no les perseguían, se acampasen de nuevo cerca de ellas. La mira que tenían los escitas en estas resoluciones era de poder tener en ellas una sucesión de hijos belicosos. CXII. Los jóvenes destinados a la pacífica expedición cumplían las órdenes que traían de no intentar nada. Cuando experimentaron las amazonas que aquellos enemigos venían de paz sin ánimo de hacerles hostilidad alguna, los dejaban estar en hora buena sin pensar en ellos. Los jóvenes iban acercando más y más de cada día su campo al campo vecino, ni llevaban consigo cosa alguna sino sus armas y caballos, yendo tan ligeros como las mismas amazonas, e imitando el modo de vivir de estas, que era la caza y la pesca. CXIII. Solían las amazonas cerca del medio día andar vagando ya de una en una,[410] ya por parejas, y retiradas una de otra acudían a sus necesidades mayores y menores. Los escitas, que lo habían ido observando, se dieron a ejecutar lo mismo, y hubo quien se abalanzó licenciosamente hacia una de ellas que iba sola: ni lo esquivó la amazona, sino que le dejó hacer de sí lo que el mancebo quiso. Por desgracia, no podía hablarle porque no se entendían; pero con señas se ingenió y le dio a entender que al día siguiente acudiese al mismo lugar, y que llevase compañía y viniesen dos, pues ella traería otra consigo. Al volver el mancebo a los suyos dio cuenta a todos de lo sucedido, y al otro día no faltó a la cita llevando un compañero, y halló a la amazona que con otra ya les estaba esperando. CXIV. Cerciorados los demás jóvenes de lo que pasaba, animáronse también a amansar a las demás amazonas, y llegó a tal punto que, unidos ya los reales, vivían en buena compañía, teniendo cada cual por mujer propia a la que primero había conocido. Y por más que los maridos no pudieron alcanzar a hablar la lengua de sus mujeres, pronto supieron estas aprender la de los maridos. Habiendo, pues, vivido juntos algún tiempo, dijeron por fin los hombres a sus Amazonas: «Bien sabéis que nosotros tenemos más lejos a nuestros padres y también nuestros bienes: basta ya de esta situación; no vivamos así por más tiempo, sino vámonos de aquí y viviremos en compañía de los nuestros, y no temáis que os dejemos por otras mujeres algunas». «Jamás, respondieron ellas; a nosotras no nos es posible vivir en compañía de vuestras hembras, pues no tenemos la misma educación y crianza que ellas. Nosotras disparamos el arco, tiramos el dardo, montamos un caballo, y esas habilidades mujeriles de hilar el copo, enhebrar la aguja, atender a los cuidados domésticos, las ignoramos:[411] vuestras mujeres, al contrario, nada saben de lo que sabemos nosotras, sino que sentadas en sus carros cubiertos hacen sus labores sin salir a caza ni ir a parte alguna. Ya veis con esto que no podríamos avenirnos. Si queréis obrar con rectitud, y estar casados con nosotras como es justicia y razón, lo que debéis hacer es ir allá a veros con vuestros padres, pedirles que os den la parte legítima de sus bienes, y volviendo después, podremos vivir aparte formando nuestros aduares». CXV. Dejáronse los jóvenes persuadir por estas razones, y después que hechas las reparticiones de los bienes paternos volvieron a vivir con sus amazonas, ellas les hablaron de nuevo en esta forma: «Mucha pena nos da y nos tiene en continuo miedo pensar que hemos de vivir por esos vecinos contornos, viendo por una parte que hemos privado a vuestros padres de vuestra compañía, y acordándonos por otra de las muchas correrías que hicimos en vuestra comarca. Ahora bien; ya que nos honráis y os honráis a vosotros mismos con querernos por esposas, hagamos lo que os proponemos. Vámonos de aquí, queridos; alcemos nuestros aduares, y dejando esta tierra, pasemos a la otra parte del Tanais, donde plantaremos nuestros reales». CXVI. También en esto les dieron gusto los jóvenes, y pasado el río se encaminaron hacia otra parte, alejándose tres jornadas del Tanais hacia levante, y tres de la laguna Mayátide hacia el norte,[412] y llegados al mismo paraje en que moran al presente, fijaron allí su habitación. Desde entonces las mujeres de los sármatas han seguido en vivir al uso antiguo, en ir a caballo a la caza con sus maridos y también sin ellos, y en vestir con el mismo traje que los hombres. CXVII. Hablan los sármatas la lengua de los escitas, aunque desde tiempos antiguos corrompida y llena de solecismos, lo que se debe a las amazonas, que no la aprendieron con perfección. Tienen ordenados los matrimonios de modo que ninguna doncella se case si primero no matase alguno de los enemigos, con lo que acontece que muchas de ellas, por no haber podido cumplir con esta ley, mueren doncellas, sin llegar siquiera a ser matronas. CXVIII. Para volver a nuestro intento, habiendo ido a verse los embajadores de los escitas con los reyes de las naciones que acabo de enumerar, y hallándoles ya juntos, les dieron cuenta de que el persa, después de haber conquistado todo el continente del Asia, había pasado al de la Europa por un puente de barcas construido sobre las cervices del Bósforo; que después de haber pasado por él y subyugado a los tracios, estaba formando otro puente sobre el Istro, pretendiendo avasallar el mundo y hacerlos a todos esclavos. «Ahora, pues, continuó, os pedimos que no evitéis tomar partido en este negocio, ni permitáis que quedemos perdidos, antes bien que unidos con nosotros en una liga, salgamos juntos al encuentro. ¿No queréis convenir en ello? pues sabed que nosotros, forzados de la necesidad, o bien dejaremos libre el país, o quedándonos allí ajustaremos paces con él. Decid si no, ¿qué otro recurso nos queda, si no queréis acceder a socorrernos? No debéis pensar que por esto os vaya mejor a vosotros, no; que el persa no intenta más contra nosotros que contra vosotros mismos. Cierto que se dará por satisfecha su ambición con nuestra conquista, y que a vosotros no querrá tocaros un cabello. En prueba de lo que decimos, oíd esta razón que es convincente: Si las miras del persa en su expedición no fuesen otras que querer vengarse de la esclavitud en que antes le tuvimos, lo que debiera hacer en este caso era venir en derechura contra nosotros, dejando en paz a las otras naciones, y así haría ver a todos que su expedición es contra los escitas, y contra nadie más. Pero ahora está tan lejos de ello, que lo mismo ha sido poner el pie en nuestro continente, que arrastrar en su curso y domar a cuantos se le pusieron por delante; pues debéis saber que tiene bajo de su dominio no solo a los tracios, sino también a los getas nuestros vecinos». CXIX. Habiendo perorado así los embajadores escitas, entraron en acuerdo los reyes unidos de aquellas naciones, pero en él estuvieron discordes los pareceres. El gelono, el budino y el saurómata votaron, de común acuerdo, que se diese ayuda y socorro a los escitas. Pero el agatirso, el neuro, el andrófago, con los reyes de los melanclenos y de los táuricos, les respondieron en estos términos: «Si vosotros, escitas, no hubierais sido los primeros en injuriar y guerrear contra los persas y vinierais con las pretensiones con que ahora venís, sin duda alguna nos convencieran vuestras razones, y nosotros a vista de ellas estaríamos en esa confederación a que nos convidáis. Pero es el caso que vosotros, entrando antes por las posesiones de los persas, tuvisteis el mando sobre ellos sin darnos parte de él en todo tiempo que Dios os lo dio, y ahora el mismo Dios vengador les mueve y conduce contra vosotros, queriendo que os vuelvan la visita y que os paguen en la misma moneda. Ni entonces hicimos nosotros agravio ninguno a esos pueblos, ni tampoco ahora queremos ser los primeros en injuriarles. Mas si a pesar de nuestra veneración el persa nos acometiere dentro de casa y fuere invasor no siendo provocado, no somos tan sufridos que impunemente se lo queramos permitir y tolerar. Sin embargo, hasta tanto que lo veamos, nos mantendremos quietos y neutrales, persuadidos de que los persas no vienen contra nosotros, sino contra sus antiguos agresores, que dieron principio a la discordia». CXX. Después que los escitas oyeron la relación y la respuesta que les traían sus enviados, resolvieron ante todo que, puesto que no se les juntaban aquellas tropas auxiliares, de ningún modo convenía entrar en batalla a cara descubierta y de poder a poder, sino que se debía ir cediendo poco a poco, y al tiempo mismo de la retirada cegar los pozos y las fuentes por donde quiera que pasasen, sin dejar forraje en todo el país que no quedase gastado y perdido. Determinaron en segundo lugar dividir el ejército en dos cuerpos, y que se agregasen los saurómatas al uno de ellos, a cuyo frente iría Escópasis; cuyo cuerpo, en caso de que el persa se echase sobre él, iríase retirando en derechura hacia el Tanais, por la orilla de la laguna Mayátide, y que si el persa volviere atrás le picase la retaguardia. Este camino estaba encargado de seguir una partida de las tropas de los regios: en cuanto al segundo cuerpo, acordaron que se formase de dos brigadas de los escitas regios, de la mayor mandada por Idantirso, y de la tercera mandada por Taxacis,[413] uniéndoseles los gelonos y los budinos; que este cuerpo marchase delante de los persas a una jornada de distancia sin dejarse alcanzar ni ver en su retirada, cumpliendo con lo que se había decretado: lo primero, que llevasen en derechura al enemigo que les fuera siguiendo hacia las tierras de aquellos reyes que habían rehusado su alianza a fin de enredarlos también con el persa, de manera que, a pesar suyo, entrasen en aquella guerra, ya que de grado no la quisieron; lo segundo, que después de llegados allá tomasen la vuelta para su país, y si les pareciese del caso, mirando bien en ello cargasen sobre el enemigo. CXXI. Tomadas así sus medidas, encaminábanse los escitas hacia el ejército de Darío, enviando delante por batidores los piquetes de sus mejores caballeros. Pero antes hicieron partir no solo sus carros cubiertos, en que suelen vivir sus hijuelos con todas sus mujeres, sino también sus ganados todos y demás bienes en la comitiva de sus carros, dándoles orden de que sin parar caminasen hacia el norte, y solamente se quedaron con los rebaños que bastasen para su diaria manutención. Lo demás lo enviaron todo delante. CXXII. Los batidores enviados por los escitas hallaron a los persas acampados a cosa de tres jornadas del Istro. Una vez hallados, les ganaron la delantera un día de camino, y plantando diariamente sus reales, iban delante talando la tierra y cuanto producía. Los persas, habiendo visto asomar la caballería de los escitas, dieron tras ellos, siguiendo siempre las pisadas de los que se les iban escapando; y como se encontrasen en derechura con el primer cuerpo mencionado, íbanle siguiendo después hacia levante, acercándose al Tanais. Pasaron el río los escitas, y tras ellos lo pasaron los persas, que les iban a los alcances, hasta que pasado el país de los saurómatas, llegaron al de los budinos. CXXIII. Mientras que marcharon los persas por la tierra de los escitas y por la de los saurómatas nada hallaban que arruinar en un país desierto y desolado. Pero venidos a la provincia de los budinos,[414] encontrando allí una ciudad de madera que habían dejado vacía sus mismos vecinos, la pegaron fuego. Hecha esta proeza, continuaban en ir adelante, siguiendo la marcha de los escitas, hasta que, atravesada ya aquella región, se hallaron en otra desierta, totalmente despoblada y falta de hombres, que cae mas allá de la de los budinos y tiene de extensión siete días de camino. Mas allá de este desierto viven los tiságetas, de cuyo país van bajando cuatro ríos llamados el Lico, el Oaro, el Tanais y el Sirgis, que corren por la tierra de los mayatas y desaguan en la laguna Mayátide. CXXIV. Viéndose Darío en aquella soledad, mandando a sus tropas hacer alto, las atrincheró en las orillas del Oaro. Estando allí hizo levantar ocho fuertes, todos grandes y a igual distancia unos de otros, que sería la de 60 estadios, cuyas ruinas y vestigios aún se dejaban ver en mis días.[415] En tanto que Darío se ocupaba en aquellas fortificaciones, aquel cuerpo de escitas en cuyo seguimiento él había venido, dando una vuelta por la región superior, fue retirándose otra vez a la Escitia. Habiendo, pues, desaparecido de manera que ni rastro de escita quedaba ya, tomó Darío la resolución de dejar sus castillos a medio construir; y como tuviese creído que en aquel ejército, cuya pista había perdido, iban todos los escitas tomando la vuelta de poniente, emprendió otra vez sus marchas, imaginando que todos sus enemigos fugitivos iban escapándosele hacia aquella parte. Así que moviendo cuanto antes todas sus tropas, apenas llegó a la Escitia, dio con los dos cuerpos de los escitas otro vez unidos, y una vez hallados iba siguiéndoles siempre a una jornada de distancia, mientras ellos de propósito cedían. CXXV. Y como no cesase Darío de irles a los alcances, conforme a su primera resolución, iban retirándose poco a poco hacia las tierras de aquellas naciones que les habían negado socorros contra los persas. La primera donde les guiaron fue la de los melanclenos, y después que con su venida y con la invasión de los persas los tuvieron conmovidos y turbados, continuaron en guiar al enemigo hacia el país de los andrófagos. Alborotados también estos, fueron los escitas llevándole hacia los neuros, poniéndoles asimismo en grande agitación, e iban adelante huyendo hacia los agatirsos, con los persas en su seguimiento. Pero los agatirsos, como viesen que sus vecinos, alborotados con la visita de los escitas, abandonaban su tierra, no esperando que estos penetrasen en la suya, enviáronles un heraldo con orden de prohibirles la entrada en sus dominios, haciéndoles saber que si la intentaban, les sería antes preciso abrirse paso por medio de una batalla. Después de esta previa íntima salieron armados los agatirsos a guardar sus fronteras, resueltos a defender el paso a los que quisiesen acometerles. Acaeció que los cobardes melanclenos, andrófagos y neuros, cuando vieron acercarse a los escitas arrastrando a los persas en su seguimiento, olvidados de sus amenazas, en vez de tomar las armas para su defensa, echaron todos a huir hacia el norte y no pararon hasta verse en los desiertos. Noticiosos los escitas de que los agatirsos no querían darles paso, no prosiguieron sus marchas hacia ellos, sino que desde la comarca de los neuros fueron guiando a los persas a la Escitia. CXXVI. Viendo Darío que se dilataba la guerra y que nunca cesaba la marcha, determinó enviar un mensajero a caballo que alcanzase al rey de los escitas Idantirso y le diese esta embajada: «¿Para qué huir y siempre huir, hombre villano? ¿No tienes en tu mano escoger una de dos cosas que voy a indicarte? Si te crees tan poderoso que seas capaz de hacerme frente, aquí estoy, detente un poco, déjate de tantas vueltas y revueltas, y frente a frente midamos las fuerzas en campo de batalla. Pero si te tienes por inferior a Darío, cesa también por lo mismo de correr, préstame juramento de fidelidad, como a tu soberano, ofreciendo a mi discreción haciendas y personas, con la única fórmula de que me dais la tierra y el agua, y ven luego a recibir mis órdenes». CXXVII. A esta embajada dio la siguiente respuesta el rey de los escitas Idantirso: «Sábete, persa, que no es la que piensas mi conducta. Jamás huí de hombre nacido porque le temiese, ni ahora huyo de ti, ni hago cosa nueva que no acostumbre a hacerla del mismo modo en tiempo de paz. Quiero decirte por qué sobre la marcha no te presento la batalla: porque no tenemos ciudades fundadas, ni campos plantados, cuya defensa nos obligue a venir luego a las manos con solo el recelo de que nos las toméis o nos las taléis. ¿Sabes cómo nos viéramos luego obligados del todo a una acción? Nosotros tenemos los sepulcros de nuestros padres: allí, oh persa, si tienes ánimo de descubrirlos y osadía de violarlos, conocerás por experiencia si tenemos o no valor de volver por ellos cuerpo a cuerpo contra todos vosotros. Pero antes de recibir esta injuria, si no nos conviene, no entraremos contigo en combate. Basta lo dicho acerca del encuentro que pides; por lo tocante a soberanos, no reconozco otros señores que lo sean míos que Zeus, de quien desciendo, y Hestia, la reina de los escitas. En lugar de los homenajes de tierra y agua, y del despotismo que pretendes sobre personas y haciendas, te enviaré unos dones que más te convengan. Mas para responder a la arrogancia con que te llamas mi soberano, te digo, a modo de escita, que vayas en hora mala con tu soberanía». Tal fue la respuesta de los escitas que llevó a Darío su mismo enviado. CXXVIII. Los reyes de los escitas,[416] que se veían llamar esclavos en la embajada del persa, montaron en cólera, y llevados de ella despacharon hacia el Istro el cuerpo de sus tropas, a cuyo frente iba Escópasis con orden de abocarse con los jonios que guardaban el puente allí formado. Pero a los otros que quedaban les pareció no hostigar más a los persas, llevándolos de una a otra parte, sino cargar sobre ellos siempre que se detuviesen a comer. Como lo determinaron así lo practicaron, esperando y atisbando el tiempo de la comida. En efecto, la caballería de los escitas en todas aquellas escaramuzas desbarataba a la de los persas, la cual, vueltas las espaldas, era apoyada por su infantería, que salía luego a la defensa de los fugitivos. Los escitas, puesta en huida la caballería enemiga, por no dar con la infantería volvían a su campo, si bien al venir la noche tornaban a molestar con sus embestidas al enemigo. CXXIX. Voy a referir un incidente extraño y singular que en aquellos ataques contra el campo de Darío aprovechó mucho a los persas, y a los escitas les incomodó sobremanera. Tal fue, ¡quién lo creyera!, el rebuzno de los asnos y la figura de los mulos, pues la Escitia, como antes dije, es una tierra que no produce burros, ni cría mulos, ni se deja ver en todo el país asno ni macho alguno a causa del rigor del frío. Sucedía, pues, que rebuznando aquellos jumentos alborotaban la caballería de los escitas, y no pocas veces al tiempo mismo de embestir contra los persas y en la fuga de sus escaramuzas, oyendo los caballos el rebuzno de los burros, volvíanse de repente perturbados, y les entraba tal miedo y espanto, que se paraban con las orejas levantadas, como quienes nunca habían oído aquel sonido ni visto aquella figura. No dejaba esto de tener alguna parte en el éxito de las refriegas. CXXX. Mas como viesen los escitas que los persas turbados empezaban a desmayar y no sabían qué hacerse, se valieron de un artificio que les convidase a detenerse más en la Escitia, y aumentase de este modo su trabajo viéndose faltos de todo. Dejaron, pues, allí cerca una porción de ganados juntamente con sus pastores,[417] y se fueron hacia otra parte. Los persas, encontrando aquel ganado, sé lo llevaban muy ufanos y contentos con su presa. CXXXI. Después de haber entretenido muchas veces al enemigo con aquel ardid, no sabía ya Darío qué partido tomar. Entendíanlo bien los reyes de los escitas, y determinaron enviarle un heraldo que le regalase de su parte un pájaro, un ratón, una rana y cinco saetas. Los persas no hacían sino preguntar al portador les explicase qué significaban aquellos presentes; pero él les respondió que no tenía más orden que la de regresar con toda prontitud, una vez entregados los dones, y que bien sabrían los persas, si eran tan sabios como lo presumían, descifrar lo que significaban los regalos. CXXXII. Oído lo que el enviado les decía, pusiéronse los persas a discurrir sobre el enigma. El parecer de Darío era que los escitas con aquellos dones se rendían a su soberanía, entregándose a sí mismos, entregándole la tierra y entregándole el agua, en lo cual se gobernaba por sus conjeturas; porque el ratón, decía, es un animal que se cría en tierra y se alimenta de los mismos frutos que el hombre, porque la rana se cría y vive en el agua, porque el pájaro es muy parecido al caballo, y en fin, porque entregando las saetas venían ellos a entregarle toda su fuerza y poder. Tal era la interpretación y juicio que Darío profería; pero Gobrias, uno de los septemviros que arrebataron al mago trono y vida, dio un parecer del todo diferente del de Darío, pues conjeturó que con aquellos presentes querían decirles los escitas: si vosotros, persas, no os vais de aquí volando como pájaros, o no os metéis bajo de tierra hechos unos ratones, o de un salto no os echáis en las lagunas convertidos en ranas, no os será posible volver atrás, sino que todos quedaréis aquí traspasados con estas saetas. Así explicaban los persas la alusión de aquellos presentes. CXXXIII. Volviendo a aquel cuerpo de escitas encargado primero de ir a cubrir el país vecino a la laguna Mayátide, y después de pasar hacia el Istro para conferenciar con los jonios, habiendo llegado al puente les hablaron en estos términos: «¿Qué hacéis aquí, jonios? Para traeros la libertad hemos venido, con tal que nos queráis escuchar. Tenemos entendido que Darío os dio la orden de que solo guardaseis este puente por espacio de 60 días, y que si pasado este término no compareciese, os volvieseis a vuestras casas. Ahora, pues, bien podéis hacerlo así: en ello no ofenderéis a Darío ni tampoco a nosotros. Así que, habiéndole esperado hasta el día y plazo señalado, desde ahora os mandamos que partáis de ahí». Habiéndoles prometido los jonios que así lo harían, se volvieron los escitas al punto sin más aguardar. CXXXIV. Los demás escitas, después de los regalos enviados a Darío, puesta al cabo en orden de batalla toda su infantería y caballería, presentáronse al enemigo como determinados a una acción general. Formados así en filas, pasó casualmente por entre ellos una liebre, y apenas la vieron cuando corrieron todos tras ella; y viéndolos Darío agitados con esto y gritando todos a una contra el animal, preguntó qué alboroto era aquel de los enemigos, y oyendo que perseguían a una liebre, vuelto a aquellos con quienes solía comunicar todas las cosas: «Verdaderamente, les dijo, que nos tienen en vilísimo concepto esas hordas atrevidas, y que ahora nos están zumbando, de suerte que me parece que Gobrias atinaba con el sentido de sus dones. Puesto que también me conformo yo con la interpretación de Gobrias, es preciso discurrir el medio mejor para podernos retirar de aquí con toda seguridad». A lo cual Gobrias respondió: «Señor, si bien estaba yo antes casi asegurado por la fama de que estos escitas eran unos bárbaros infelices, con todo, llegado aquí lo he visto por mis ojos, y estoy viendo aún que ellos se burlan de nosotros como de niños, tomándonos por juguete. Mi parecer sería que luego que cierre la noche, la primera digo que llegue, encendidos en el campo los mismos fuegos que solíamos antes, y dejando en él, so color de alguna sorpresa, las tropas de menor resistencia para la fatiga, y atados allí todos los asnos, nos partiéramos del país, primero que, o los escitas corran en derechura al Istro para deshacernos el puente, o los jonios nos intenten algún daño tal, que nos acabe de perder y arruinar». CXXXV. Este fue el parecer que dio Gobrias, y del cual venida apenas la noche se valió Darío, quien dejó en su campo los inválidos y achacosos y a todos aquellos cuya pérdida era de poquísima cuenta, y con ellos también atados todos sus burros. El motivo verdadero de dejar aquellos animales era para que rebuznasen entretanto con todas sus fuerzas, y el de dejar a los inválidos no era otro realmente que la misma falta de salud y de robustez, si bien de esta misma se valió de pretexto, como si él con la flor de su ejército meditara alguna sorpresa contra el enemigo, durante la cual debieran ellos quedarse para resguardo y defensa de sus reales, conforme lo pedía el estado de su salud. Así que habiendo Darío hecho entender esto a los que dejaba y mandado hacer los fuegos ordinarios, se apresuró a tomar la vuelta del Istro. Los jumentos que se vieron allí sin la muchedumbre de antes, quejosos también y resentidos, empezaron a rebuznar aún más de lo acostumbrado, y los escitas que oían aquel estrepitoso concierto estaban sin el menor recelo de la partida, muy creídos que los persas quedaban allí al par que sus asnos. CXXXVI. No bien había amanecido, cuando los inválidos, viéndose allí solos, y conociéndose malamente vendidos por Darío, comienzan a alzar las manos al cielo y extenderlas hacia los escitas y darles cuenta de lo que pasaba. Luego que estos lo oyeron, juntas de repente sus fuerzas, que consistían en los dos cuerpos de tropas nacionales y en un tercer cuerpo formado de saurómatas, de budinos y gelonos, se ponen en movimiento para perseguir a los persas, camino derecho del Istro. Pero sucedió que siendo muy numerosa por una parte la infantería persa, que no sabía las veredas en un país donde no hay caminos abiertos y hollados, y marchando por otra a la ligera la caballería escítica, muy práctica en los atajos de su viaje, sin encontrarse unos con otros, los escitas llegaron al puente mucho antes que los persas. Informados allí de cómo estos no habían llegado todavía, hablaron a los jonios que estaban sobre sus naves: «¿No veis, jonios, que se pasó ya el plazo y número de los días, y que no hacéis bien en esperar aquí por más tiempo? Si antes el temor del persa os tuvo aquí clavados, ahora por lo menos echad a pique el puente y marchad luego libres a vuestras tierras, dando gracias por ello a los dioses y también a nosotros los escitas; que bien podéis estar seguros que vamos a escarmentar a ese que fue vuestro señor, de modo que no le dé más la gana de hacer otra expedición contra pueblo ni hombre viviente». CXXXVII. Consultaron los jonios lo que había de hacerse sobre este punto. El parecer de Milcíades el ateniense, que se hallaba allí de general, como señor que era de los moradores del Quersoneso cercano al Helesponto, era de complacer a los escitas y restituir la libertad a la Jonia. Mas el parecer de Histieo el Milesio fue del todo contrario, dando por razón que en el estado presente, cada uno de ellos debía a Darío el ser señor de su ciudad, que arruinando el poder e imperio del rey, ni él mismo estaría en posición de mandar a los milesios, ni ninguno de ellos a su respectiva ciudad, pues claro estaba que cada una de estas prefería un gobierno popular al dominio absoluto de un príncipe. Apenas acabó Histieo de proferir su voto, cuando todos los demás lo adoptaron, por más que antes hubiesen sido del parecer de Milcíades. CXXXVIII. Los jefes allí discordes en la votación, señores todos de consideración en la estima de Darío, eran en primer lugar los tiranos (o príncipes) de las ciudades del Helesponto, Dafnis príncipe de Abido, Hipoclo el de Lámpsaco, Herofanto el de Pario, Metrodoro el de Proconeso, Aristágoras de Cícico, y Aristón de Bizancio, todos ellos príncipes en el Helesponto: estaban en segundo lugar los señores de las ciudades de Jonia, Estratis el de Quíos y Eaces de Samos, Laodamas de Focea e Histieo el de Mileto, cuyo voto fue el que prevaleció contra Milcíades. Por fin, de la Eolia solo se hallaba presente un príncipe que fuese de cuantía, y este era Aristágoras, señor de Cime. CXXXIX. Resueltos, pues, estos señores a seguir el parecer de Histieo, determinaron al mismo tiempo medir por él así las obras como las razones: las obras, con deshacer la parte del puente que estaba del lado de los escitas, pero no más allá de un tiro de ballesta, con la mira de darles a entender que ponían manos a la obra, cuando su intención era no tocar nada, y también para impedir que los escitas se abriesen paso por el puente a despecho de los jonios queriendo penetrar a la otra parte del Istro: las razones, con decirles que ya empezaban por el lado de ellos la maniobra para llevar a cabo todo lo que pretendían. Esto resolvieron hacer en consecuencia del parecer de Histieo, el cual después de este acuerdo respondió así a los escitas en nombre de todos: «Buenas son las nuevas, oh escitas, que nos acabáis de traer, y en buena sazón nos dais prisa a que nos valgamos de la ocasión. No puede ser más oportuno el aviso que nos dais, y la ejecución de nuestra parte no cabe que sea más obsequiosa para con vosotros ni mas diligente. ¿No veis con vuestros ojos cómo ya vamos deshaciendo el puente y cuánto empeño mostramos en volver a recobrar la libertad? En tanto, pues, que acabamos de disolver estas barcas, no perdáis vosotros el tiempo que os convida a que busquéis a esos enemigos comunes, y hallados os venguéis de ellos y nos venguéis a nosotros como bien merecido lo tienen». CXL. Los simples y crédulos escitas creyeron por segunda vez que los jonios trataban verdad con ellos, y dieron luego la vuelta en busca de los persas,[418] pero se desviaron totalmente del rumbo y camino que estos traían. De esta equivocación tenían la culpa los mismos escitas, por haber gastado antes los forrajes a la caballería y haber cegado los manantiales de las aguas; pues si así no lo hubieran ejecutado, tuvieran en su mano hallar desde luego a los persas, si hallarles quisieran; de suerte que en aquella resolución que tuvieron antes por la más acertada, en esa misma erraron completamente. Porque sucedió que los escitas iban en busca de los enemigos por los parajes de su país donde había heno o hierba para los caballos y agua para el ejército, creídos de que los persas vendrían huyendo por ellos, mientras que los persas en su retirada iban deshaciendo el mismo camino que antes habían llevado, y aun así volviendo atrás sobre sus mismas pisadas, a duras penas hallaron al cabo la salida. Y como llegasen de noche al Istro y encontrasen deshecha la parte inmediata de de su puente, cayeron en la mayor consternación, temiendo sobremanera que los jonios no se hubieran vuelto, dejándoles a ellos entre los enemigos. CXLI. Había un egipcio en el ejército de Darío, que superaba con su grito a otro hombre cualquiera, al cual mandó Darío que puesto en el borde mismo del Istro llamase por su nombre a Histieo el Milesio. Voceando estaba el egipcio cuando Histieo, oído el primer grito, arrimó todas sus naves para pasar el ejército, y volvió a unir las barcas para la formación del puente. CXLII. De este modo los persas se escaparon huyendo, y los escitas quedaron segunda vez burlados, buscando en balde a los enemigos. De aquí, hablando los escitas de los jonios, suelen con gracia atribuirles dos propiedades; una, que los jonios para libres son los hombres más viles, ruines y cobardes del mundo; otra, que para esclavos son los más amantes de sus amos que darse pueden y los menos amigos de huir. Tales son las injurias que contra ellos suelen lanzar los escitas. CXLIII. Continuando Darío sus marchas por la Tracia, llegó a Sesto,[419] ciudad del Quersoneso, desde donde pasó en sus naves al Asia, dejando por general de sus tropas en Europa al persa Megabazo, sujeto a quien dio aquel rey un grande elogio en presencia de la corte con la siguiente ocasión: Iba Darío a abrir unas granadas que quería comer, y al punto que tuvo abierta la primera, preguntole su hermano Artabano cuál era la cosa de que el rey deseara tener tanta abundancia cuanta era la de los granos de aquella granada. A lo que respondió Darío, que prefiriera tantos Megabazos cuantos eran aquellos granos, más bien que tener bajo de su dominio, a toda la Grecia; palabra con que entre los persas le honró y distinguió muchísimo. A este, pues, dejó por generalísimo de sus tropas, que subían a 80.000 hombres. CXLIV. Este mismo Megabazo, por un chiste que dijo, dejó entre las gentes del Helesponto memoria y fama inmortal. Como estando en Bizancio oyese decir que los calcedonios habían fundado su ciudad 17 años antes que fundasen allí cerca de la suya los bizantinos: «Sin duda, dijo con esta ocasión, debían entonces de estar ciegos los calcedonios, que a no estarlo no hubieran edificado en un suelo infame, pudiendo edificar en otro excelente». Megabazo, dejado por general en la provincia de los helespónticos, conquistó con sus tropas a todos los pueblos que no _medizaban_[420] (es decir, no eran partidarios del medo o del persa), a todo lo cual dio cima Megabazo. CXLV. Por el mismo tiempo fue cuando pasó a Libia una grande armada, de cuya ocasión hablaré después de haberla preparado con esta previa narración. Aquellos pelasgos, infames piratas, que se llevaron las mujeres atenienses del pueblo de Braurón, echaron también violentamente de Lemnos a los descendientes de los campeones de la nave _Argos_. Viéndose estos echar de casa, navegaron para Lacedemonia; allá arribados y atrincherados en el monte Taigeto, encendieron allí fuego para dar señal de su venida, lo cual observado por los lacedemonios, les preguntaron por medio de un mensajero quiénes eran y de dónde venían. Respondieron ellos al enviado, que eran los minias, descendientes de aquellos héroes de la nave _Argos_ que, aportando a Lemnos, los habían allí engendrado.[421] Oída esta relación, y viendo los lacedemonios que eran sus huéspedes de la raza de los minias, pregúntanles de nuevo a qué fin habían venido a su tierra y dado aviso de su arribo con las hogueras; a lo que dijeron que echados de su casa por los pelasgos volvían a las de sus padres, cosa que les parecía muy puesta en razón; que lo que pedían era ser sus vecinos, tener parte así en los empleos públicos como en las suertes y reparticiones de las tierras. Los lacedemonios tuvieron a bien dar la naturaleza a los minias con las condiciones mencionadas, a lo que les movió sobre todo el saber que sus tindáridas[422] habían navegado en la nave _Argos_; así que, habiéndoles naturalizado, les dieron sus suertes en las tierras, y se les repartieron en sus _filas_ o distritos. Los minias tomaron desde luego mujeres hijas del país, y casaron con los hijos del mismo a las que consigo traían de Lemnos. CXLVI. No pasó, empero, mucho tiempo sin que los minias, levantándose a mayores, no solo anhelasen el derecho a la corona, sino que cometiesen muchos desafueros e insolencias capitales, tanto que los lacedemonios dieron contra ellos sentencia de muerte, y después presos los metieron en la cárcel. Es uso de los lacedemonios ejecutar de noche la sentencia de muerte en los condenados a ella, sin efectuarlo jamás de día. Sucedió, pues, que habiendo resuelto que murieran los minias, sus mujeres, que no solo eran ciudadanas, pero hijas aun de las principales casas de Esparta, lograron con sus empeños el permiso de entrar en la cárcel y de hablar cada una con su marido, permiso que se les otorgó sin recelar de ellas la menor sombra de engaño ni de perjuicio. ¿Qué intentan ellas una vez dentro? Cada cual da al marido sus propios vestidos, y se visten con los de su marido, y así los minias con el traje de sus mujeres, haciéndose pasar por ellas, saliéronse de la cárcel, y otra vez por este medio se refugiaron al Taigeto.[423] CXLVII. En aquella misma sazón salió de Lacedemonia para hacer un nuevo establecimiento un hombre principal llamado Teras, hijo de Autesión, nieto de Tisameo, biznieto de Tersandro, y tercer nieto de Polínices. Siendo Teras de la estirpe cadmea,[424] era tío por parte de madre de los dos hijos de Aristodemo, llamados el uno Eurístenes y el otro Procles, en cuya menor edad tuvo la regencia del reino en Esparta. Pero cuando los príncipes, sus sobrinos, llegados ya a la mayor edad, quisieron encargarse del gobierno, a Teras, que había tomado gusto al mandar, se le hacía tan intolerable el haber de ser mandado, que dijo no poder vivir más en Lacedemonia, sino que quería volverse por mar a vivir con los suyos. Eran estos los descendientes de Membliaro, hijo de Peciles, de nación fenicio, quienes se habían establecido en la isla que al presente se llama Tera,[425] y antes se llamaba Calista. Porque como Cadmo el hijo de Agénor, yendo en busca de Europa hubiese llegado a esa isla, ora fuese por parecerle buena la tierra, ora por algún otro motivo que para ello tuviera, lo cierto es que dejó en ella en compañía de otros muchos fenicios a Membliaro, que era de su misma familia. Ocho generaciones habían ya trascurrido desde que estos fenicios habitaban la isla Calista, cuando Teras fue allá desde Lacedemonia. CXLVIII. Vino Teras con una colonia de hombres que había reclutado entre las tribus de Lacedemonia, con ánimo de avecindarse en la isla con ellos y no de echarles de casa, antes bien de hacerles muy familiares y amigos. Viendo, pues, Teras a los minias huidos de la cárcel y refugiados en el Taigeto, pidió a los lacedemonios, empeñados en quitarles la vida, que se la quisiesen perdonar, pues él se encargaba de sacárselos del país. Habiendo condescendido con su súplica los lacedemonios, Teras se hizo a la vela con tres naves de cincuenta remos, para irse a juntar con los descendientes de Membliaro, llevando consigo no a todos los minias, sino a unos pocos que quisieron seguirle, pues la mayor parte de ellos habían partido para echarse contra los paroreatas y los caucones;[426] y habiendo logrado en efecto arrojarles de su patria, se quedaron allí repartidos en seis ciudades, que fueron la de Lépreo, la de Macisto, la de Frixas, la de Pirgo, la de Epio, y la de Nudio, muchas de las cuales fueron en mis días asoladas por los eleos. Llegado Teras a la isla, llamose esta Tera, del nombre del conductor de la nueva colonia. CXLIX. Tenía Teras un hijo que no quiso embarcarse con su padre, quien resentido le dijo que si no le seguía, le dejaría allí como una oveja entre los lobos, de donde vino a quedarle después al mancebo, sin caérsele jamás, el nombre de Eólico (oveja-lobo). Tuvo Eólico después por hijo a Egeo, del cual lleva el nombre de Égidas una de las tribus de Esparta más numerosa. Como a los naturales de aquel distrito se les muriesen los hijos siendo aún niños, por aviso de un oráculo se edificó un templo, y se dedicó a las furias de Layo y de Edipo. Esto mismo aconteció después a los originarios de la misma tribu cuando fueron a establecerse en Tera. CL. Hasta aquí van acordes en la historia los lacedemonios con los naturales de Tera; pero acerca de lo que pasó después, solo los tereos son los que nos refieren lo siguiente: Grino, hijo de Esanio, uno de los descendientes de Teras y rey de la isla de Tera, partió para Delfos llevando consigo una hecatombe (o _sacrificio de cien bueyes_). Entre otros vecinos que le acompañaban iba Bato, hijo de Polimnesto, el cual era de la familia de los Eutimidas, una de las minias. Consultando, pues, Grino, rey de los tereos, acerca de otros asuntos, la Pitia le dio en respuesta un oráculo que le mandaba fundar una colonia en Libia. Pero Grino le replicó diciendo: «Oh señor, me hallo muy viejo y tan agobiado que no puedo sostenerme. Os suplico que eso lo mandéis más bien a alguno de estos mozos que aquí tengo». Y al decir estas palabras apuntó con el dedo a Bato. Por entonces no hubo más: vueltos a su casa, no contaron ya con el oráculo, parte por no saber hacia dónde caía la tal Libia, parte por no atreverse a enviar una colonia a la ventura. CLI. Después de este caso, durante siete años no llovió gota en Tera, y cuantos árboles había en la isla, todos, salvo uno solo, quedaron secos. Consultaron los tereos sobre esta calamidad al mismo Apolo, y la Pitia les respondió con el oráculo de enviar una colonia a la Libia. Viendo que no cesaba el azote ni se les daba otro remedio, enviaron unos diputados a Creta con orden de informarse si alguno, o natural del país o habitante en él, había ido a la Libia. Yendo los diputados de ciudad en ciudad llegaron a la de Itano,[427] donde hallaron un mercader de púrpura llamado Corobio, quien les dijo que llevado de una tempestad había aportado a Libia, y tocado en una isla de ella llamada Platea. Haciendo al mercader ventajosos partidos, se lo llevaron a Tera, de donde salieron en una nave unos descubridores de la Libia que no fueron muchos al principio, quienes gobernados por el piloto Corobio aportaron a la isla Platea,[428] donde habiendo dejado a su conductor con víveres para algunos meses, dieron prontamente la vuelta a Tera para llevar noticias a los suyos del descubrimiento de la nueva isla. CLII. Íbanse acabando las provisiones al infeliz Corobio, porque los tereos dilataban la vuelta por más tiempo del que tenían ajustado; pero entre tanto una nave samia, cuyo capitán era Coleo, fletada para Egipto, fue llevada por los temporales a la misma Platea. Los samios que en ella venían, informados por Corobio de todo lo sucedido, le proveyeron de víveres para un año, y levando ancla deseosos de llegar al Egipto, partiéronse de la isla, por más que soplaba el viento Subsolano, el cual, como no quisiese amainar, les obligó a pasar más allá de las columnas de Heracles, y aportar por su buena suerte a Tarteso. Era entonces Tarteso para los griegos un imperio virgen y reciente que acababan de descubrir. Allí negociaron también con sus géneros, que ninguno les igualó jamás en la ganancia del viaje, al menos de aquellos de quienes puedo hablar con fundamento, exceptuando siempre a Sóstrato, natural de Egina, hijo de Laodamante, con quien nadie puede apostárselas en lucro. Los samios, poniendo aparte la décima de su ganancia, que subió a seis talentos, hicieron con ella un caldero de bronce a manera de pila argólica; alrededor de él había unos grifos mirándose unos a otros, y era sostenido por tres colosos puestos de rodillas, cada uno de siete codos de alto: fue dedicado en el Hereo. CLIII. La humanidad de los samios para con Corobio fue el principio de la grande armonía que sucedió después entre cireneos y samios. Pero volviendo a los descubridores tereos, dejado que hubieron en aquella isla a Corobio y vueltos a Tera, dieron razón de la isla de la Libia hallada por ellos, y de la posesión que de ella habían tomado. Con esta noticia determinaron los tereos que se enviase allá una colonia, que en los siete distritos de que se componía Tera, uno de dos hermanos de cada familia entrase en cántaro para ella, y que Bato fuese allí por su rey y conductor. Así enviaron a Platea dos _pentecónteros_ cargados de colonos. CLIV. Esto cuentan los tereos: en todo lo demás van conformes con los cireneos, los cuales solo discuerdan de los tereos por lo que mira a Bato, pues nos refieren así la historia: Hay, dicen, en Creta una ciudad llamada Oaxo, donde era rey Etearco, el cual, viudo ya, y teniendo en casa una hija de su primera mujer, por nombre Frónima, casó de segundas nupcias con otra. La nueva esposa dio muchas pruebas de que era realmente madrastra: no contenta con el odio que llevaba consigo el nombre, no perdía ocasión de maltratar a Frónima y de maquinar contra ella cuanto podía, hasta el punto de ponerla tacha en su honor, e inducir al marido a creer que tenía en su hija una ramera. Engañado así el padre, tomó contra ella una extraña resolución. Había un natural de Tera y negociante en Oaxo, por nombre Temison, a quien Etearco, después de recibirle por huésped suyo, le conjuró por los fueros más sagrados de la hospitalidad que le concediese una merced que le quería pedir; y habiéndole aquel jurado que se la haría, preséntale Etearco a su misma hija, y le manda que la arroje al mar. Quejoso Temison de la mala fe de su huésped en arrancarle el juramento, y renunciando a la carta del hospedaje; tomó el expediente de embarcar consigo a la hija de Etearco, y estando en alta mar, para cumplir con la formalidad del juramento, la echó al agua sostenida con unas cuerdas, y sacándola otra vez con ellas, la llevó a Tera. CLV. Allí un ciudadano ilustre entre los tereos, llamado Polimnesto, tomó a Frónima por concubina, y de ella tuvo a su tiempo un hijo de voz trabada y balbuciente, a quien se le dio el nombre de Bato, según dicen los cireneos, pero a lo que imagino se le daría algún otro nombre, pues no fue llamado Bato sino después de haber ido a la Libia; nombre que se le dio, así por causa del oráculo que en Delfos se le profirió, como por la dignidad honrosa que después tuvo, acostumbrando los libios dar al rey el nombre de Bato. Este creo fue el motivo por que la Pitia en su oráculo le dio tal nombre, como que entendía la lengua líbica, y sabía que él vendría a ser rey en Libia; pues es cierto que él, llegado a la mayor edad, había ya ido a Delfos a consultar el oráculo sobre el defecto de su lengua, y que a su consulta había respondido así la Pitia: Te trajo, oh Bato, aquí tu voz trabada; a poblar en la Libia, madre de reses, Apolo manda que de jefe vayas. A este oráculo repitió el consultante: «Mi amo y señor, acá vine para pediros remedio de mi voz trabada y defectuosa, y vos me dais oráculos diferentes para mí imposibles, ordenándome que funde ciudades en la Libia. ¿Qué medios y qué poder tengo yo para ello?». Por más que así representó, no pudo lograr otra respuesta del oráculo; y viendo Bato que se le inculcaba siempre lo mismo que antes, dejando las cosas en tal estado, regresó a Tera. CLVI. Mas como en adelante no solo a él sino también a los otros vecinos de Tera todo continuase en salirles mal, no pudiendo dar estos con la causa de tanta desgracia, enviaron a Delfos a saber cuál fuese la ocasión de semejante calamidad. La respuesta de la Pitia fue que como fueran con Bato a fundar una colonia en Cirene de la Libia, todo les iría mejor. Por esta respuesta resolvieron los tereos enviar allá a Bato con dos galeras de 50 remos. Estos colonos aventureros, como no pudiesen dejar de partir, se hicieron a la vela como para ir en busca de la Libia; pero vueltos atrás se restituyeron a Tera. A su regreso les echaron de allá los tereos, sin dejarles arribar a tierra, mandándoles que otra vez emprendiesen la navegación. Obligados a ello, emprendieron de nuevo su viaje, y poblaron cerca de la Libia una isla, que según dije se llamaba Platea, y que pretenden no es mayor que la sola ciudad actual de Cirene. CLVII. Después de haberla habitado ya dos años y de ver que no por esto mejoraban sus negocios, dejando en ella un hombre solo, partieron todos los demás para Delfos. Presentándose allí al oráculo, le propusieron que a pesar de ser ya moradores de la Libia no por eso experimentaban alivio en sus calamidades. A lo que la Pitia respondió: Sin ir a Libia, que en ganado abunda, pretendes saber más acerca de ella que yo mismo que allí a verla estuve: admírame, pues, tu gran talento. Oída tal respuesta, viendo Bato que Apolo no les dejaría parar con su colonia si primero no fueran a colocarla en el mismo continente de Libia, volviose a embarcar con su comitiva. Vuelto con los suyos a su isla, y tomado consigo al que allí dejaron, hicieron una población en un sitio de la Libia llamado Aziris,[429] situado enfrente de la isla, rodeado de hermosísimas colinas y bañado a un lado por un río. CLVIII. Seis años enteros estuvieron en este paraje, pero llegado el séptimo, los mismos libios lograron de ellos que lo desamparasen, prometiendo transportarles a otro sitio mejor; y en efecto, los condujeron hacia poniente a una región la más bella del universo. Pero a fin de que los griegos no atinasen dónde venía a caer el nuevo establecimiento, los llevaron allá de noche, no fuese que viajando de día midiesen por las horas el sitio y la distancia. El nombre del país adonde fueron es el de Irasa. Habiéndoles, pues, llevado a una fuente que se dice ser de Apolo: «Amigos griegos, les dijeron, aquí sí que estaréis bien; este lugar es un encanto; aquí vienen a caer las mismas cataratas del cielo». CLIX. Durante el tiempo de la vida de Bato,[430] el conductor de la colonia, que reinó 40 años, y el de Arcesilao su hijo, que reinó 16, se mantuvieron allí los cireneos tantos en número cuantos al principio de la fundación habían sido a ella destinados. Pero en tiempo del tercer rey, llamado Bato el Feliz, la Pitia con sus oráculos movió a todos los griegos a navegar a Libia para incorporarse en la colonia de los cireneos que les convidaban con la repartición de las posesiones y campos. El oráculo que profirió fue el siguiente: Quien al reparto de la fértil Libia tarde acuda, no poco ha de pesarle. El efecto fue que se juntó en Cirene mucho griego; pero viendo los libios circunvecinos que se les iba cercenando mucho el terreno, y no pudiendo sufrir Adicrán, que este era el nombre de su rey, ni el perjuicio de verse privado de aquella comarca, ni la insolencia que con él usaban los cireneos, por medio de unos enviados al Egipto, se entregaron a sí mismos con todos sus bienes al rey de los egipcios Apríes. Juntó este un numeroso ejército de egipcios, y le hizo marchar a Cirene. Concurrieron armados los cireneos al lugar llamado Irasa y a la fuente Teste,[431] donde venidos a las manos con los egipcios, quienes no sabiendo por experiencia qué tropa era la griega la tenía en bajo concepto, les vencieron y derrotaron de manera que pocos pudieron volver sanos a Egipto, cuya pérdida fue la causa de que, irritados por ella los egipcios, se rebelasen contra Apríes. CLX. El mencionado Bato tuvo por hijo a Arcesilao, quien le sucedió en el mando, si bien desde el principio reinó entre él y sus hermanos la discordia y sedición, hasta el punto de separarse estos y de partir hacia otra parte de la Libia. Allí, habiendo tomado acuerdo entre ellos, fundaron la ciudad que entonces llamaron Barca, como se llama todavía. No contentos con su rebelión, al tiempo que la fundaban hicieron que los libios se alzasen contra los cireneos. Arcesilao hizo después una expedición contra los libios, tanto los que habían acogido a los rebeldes, como contra los que se le habían rebelado; pero estos, por miedo que de él tuvieron, dejando sus tierras huyeron hacia los libios orientales. Fueles siguiendo Arcesilao, hasta que llegados los fugitivos a un lugar de la Libia llamado Leucón, se resolvieron a cargar contra el enemigo. En la refriega fueron los libios tan superiores, que allí quedaron muertos 7000 _hoplitas_[432] cireneos. Después de esta desgracia, cayó enfermo Arcesilao, y estando en cama y habiendo tomado una medicina, fue ahogado por su hermano Learco, a quien mató después a traición la viuda de Arcesilao, que tenía por nombre Erixo. CLXI. En vez de Arcesilao entró a reinar su hijo Bato, que era cojo y de pies contrahechos. Por razón del destrozo padecido en la guerra, los cireneos destinaron unos diputados a Delfos para saber del oráculo de qué medio se podrían valer para poner su ciudad en mejor estado. Mandoles la Pitia que tomasen en Mantinea[433] de la Arcadia un reformador, para cuyo empleo, a petición de los cireneos, fue nombrado por los de Mantinea, Demonacte, el hombre de mayor crédito que había en la ciudad. Habiendo después pasado el nuevo visitador a Cirene, e informándose puntualmente de todo, hizo en ella dos innovaciones: la una fue distribuir en tres partidos a sus vecinos, señalando para el uno a los tereos con los pueblos fronterizos; para el otro a los peloponesios con los cretenses; para el tercero a todos los demás isleños: la segunda fue pasar todos los derechos y regalías que habían tenido antes los reyes al cuerpo de la república, dejando al rey Bato la prerrogativa del sacerdocio y la inspección de los templos con sus ingresos. CLXII. Duró tal estado de cosas todo el tiempo que vivió Bato; pero en el de su hijo Arcesilao nació una gran contienda y porfía acerca de los puestos y magistraturas. Autor de ella fue dicho Arcesilao, hijo de Bato el cojo y de Feretima, el cual no quería estar a lo ordenado por Demonacte de Mantinea, sino que pretendía recobrar todas las regalías y derechos de sus antepasados. El éxito de la sedición y discordia fue que, perdida por Arcesilao la batalla, hubo de escapar a Samos, y su madre a Salamina de Chipre. Era entonces señor de Salamina Eveltón, el que dedicó en Delfos aquel incensario tan digno de verse que se conserva allí en el tesoro de los corintios.[434] Llegada a la corte de este, Feretima pidiole un ejército que le restituyese a Cirene: esmerábase Eveltón en hacerle mil regalos, menos lo que ella le pedía; mas la princesa al recibirlos decíale que buenas eran aquellas dádivas y que mucho las agradecía, pero que fuera mejor y que mucho más le agradeciera el favor del ejército que le había pedido; y esta era la arenga que a cada regalo repetía. Regalole, por último, Eveltón un huso de oro y una rueca armada con su copo de lana, y como también entonces Feretima repitiese las mismas palabras, respondiole aquel: «Con estos dijes se obsequia a una mujer y no con el mando de un ejército». CLXIII. Por aquel mismo tiempo Arcesilao, refugiado en Samos, no hacía sino reclutar a cuantos podía, con la promesa de repartirles campos en Cirene. Recogido ya un grande ejército, fuese él mismo a Delfos a consultar aquel oráculo sobre su vuelta, a lo que respondió la Pitia: «Apolo os da el reino en Cirene hasta el cuarto Bato y el cuarto Arcesilao por espacio de ocho generaciones; pero él mismo os exhorta a que no penséis en prolongarlo más allá. Vuélvete tú, y mantente tranquilo en casa; y si acaso hallares el horno lleno de cántaros no te dé la gana de cocerlos, antes déjalos muy enhorabuena. Pero si cocieres la hornada, no entres en la _rodeada de agua_, pues de no hacerlo así morirás tú mismo, y contigo el más bravo toro». CLXIV. Este oráculo dio la Pitia a Arcesilao, quien llevando consigo las tropas que tenía en Samos, fuese a Cirene. Apoderado allí del mando, no se acordaba ya de la profecía de la Pitia, sino que procuraba vengarse de los que se le habían levantado, obligándoles a la fuga. Algunos de sus contrarios, sin querer exponerse al peligro, se habían ausentado del país; a algunos otros, caídos en manos de Arcesilao, se les envió a Chipre para que se les hiciese perecer, si bien quiso la fortuna que habiendo aportado a Cnido,[435] los cnidios les librasen de la muerte, y les enviasen a Tera: algunos otros, por fin, se refugiaron a una gran torre de un particular llamado Aglomaco la cual mandó rodear de fagina Arcesilao y quemar vivos en ella a dichos cireneos. Como reflexionase después sobre lo hecho, y entendiese que a esto aludía lo que la Pitia le decía en el oráculo, que si hallaba los cántaros en el horno no quisiese cocerlos, temiendo la muerte que se le había profetizado, e imaginando que Cirene era la _rodeada de agua_ del oráculo, no quiso de propósito entrar más en la ciudad de los cireneos. Estaba casado con una parienta hija del rey de los barceos llamada Alacir: refugiose, pues, a la corte de su suegro. Allí, algunos de los ciudadanos, junto con aquellos cireneos que vivían en ella desterrados, habiéndole acechado al tiempo que paseaba por la plaza, le asesinaron juntamente con su suegro. Así Arcesilao vino a encontrar con su destino fatal, habiéndose desviado, o de propósito o por descuido, del aviso del oráculo. CLXV. En tanto que Arcesilao se detenía en Barca preparando su misma ruina, Feretima su madre cumplía con todas las funciones honrosas de gobernadora del reino en lugar de su hijo, acudiendo al despacho de los negocios y presidiendo en el consejo de Estado. Pero apenas supo que su hijo había sido asesinado en Barca, huyó sin más dilación al Egipto, a lo que la movieron los servicios que Arcesilao tenía hechos a Cambises, hijo de Ciro,[436] habiendo sido el que puso a Cirene bajo la protección del persa, y se la hizo tributaria. Llegada Feretima al Egipto, imploró la protección de Ariandes, suplicándole quisiese ampararla y vengarla de los rebeldes, valiéndose del pretexto de decir que por adicto a los medos había muerto su hijo. CLXVI. Era Ariandes el virrey de Egipto nombrado por Cambises, y andando el tiempo quiso apostárselas con Darío, temeridad que pagó con la cabeza; pues habiendo oído y visto que Darío quería dejar de sí una memoria sin igual que ningún otro monarca hubiese dejado antes, quiso Ariandes imitarle por su parte, hasta que por esta competencia llevó su merecido. Acuñó Darío una moneda de oro el más puro y acendrado que darse pudiese;[437] y Ariandes el virrey de Egipto hizo otro tanto en una moneda de plata finísima que mandó batir, de donde aún ahora no hay plata más acendrada y pura que la ariándica. Informado Darío de lo que hacía Ariandes, so color de que se le había sublevado, le hizo morir. CLXVII. Lleno entonces Ariandes de compasión por Feretima, diole en su socorro toda la armada de Egipto, así la de tierra como la de mar, señalando por general de tierra a Amasis, de patria marafio, y de mar a Bardes, que era de la familia de los Pasargadas. Pero antes de hacer partir el ejército envió Ariandes a Barca un heraldo que preguntase quién había sido el que mató a Arcesilao, a lo que respondieron los barceos que todos a una le habían dado la muerte por haber recibido de él muchas injurias. Con tal respuesta acabose Ariandes de resolver, y envió todo su ejército juntamente con Feretima. CLXVIII. Tal era el pretexto que se hacía valer para aquella expedición; pero a lo que entiendo, el motivo verdadero no era sino el deseo de conquistar a los de la Libia; porque siendo muchas y varias las naciones de los libios, muy pocas eran las que entre ellas obedecían al persa, y la mayor parte en nada contaban con Darío. Explicaré la situación de los libios, comenzando desde el Egipto. Los primeros vecinos a este reino son los adirmáquidas,[438] que tienen sus propias leyes y costumbres, aunque por la mayor parte son las mismas que las de Egipto. En el vestido siguen el traje de los otros libios; sus mujeres llevan en una y otra pierna ajorcas de bronce, y los insectos que al peinarse cogen los muerden luego, y vengadas así de sus picaduras los arrojan, cosa que solo se usa en esta nación. Son los únicos asimismo entre los libios que presentan al rey todas las doncellas que están para casarse, y si alguna le agrada, él es el primero en conocerla. Estos adirmáquidas se extienden desde el Egipto hasta el puerto que llaman Plino. CLXIX. Confinan con estos los giligamas, situados hacia poniente hasta la isla Afrodisíade.[439] Frontera del medio de este país viene a caer la isla Platea, que poblaron los cireneos. En su continente se halla el puerto de Menelao y también la región de Aziris en que los cireneos habitaban. Desde allí comienza el silfio, que desde la isla de Platea se extiende hasta la boca o entrada de la Sirte. El modo de vivir de estos pueblos es el mismo que el de los primeros. CLXX. Por la parte de poniente los asbistas son confinantes con los giligamas; están sobre Cirene, y no llegan hasta el mar, cuya costa ocupan los cireneos. Son entre los libios los más aficionados a gobernar una carroza de dos tiros. En los más de sus usos y modales imitan a los de Cirene. CLXXI. Siguiendo hacia poniente, tras los asbistas vienen los ausquisas, que caen sobre Barca y confinan con el mar cerca de Evespérides.[440] En medio de la región de los ausquisas viven los cébales, nación poco populosa, los cuales lindan con el mar cerca de una ciudad de los barceos llamada Tauquira.[441] Su modo de vivir es el mismo que usan los pueblos que están sobre Cirene. CLXXII. Los nasamones, nación muy numerosa, son los comarcanos de los ausquisas, tirando hacia poniente. Dejando en verano sus ganados a las costas del mar, suben a un territorio que llaman Augila[442] para recoger la cosecha de los dátiles, pues allí hay muchas, muy grandes palmas y todas fructíferas. Van a caza de langostas, las que muelen después de secas al sol, y mezclando aquella harina con leche se la beben. Es allí costumbre tener cada uno muchas mujeres, haciendo que el uso de ellas sea común a todos, pues del mismo modo que los maságetas, plantando delante de la casa su bastón, están con la que quieren. Acostumbran asimismo que cuando un nasamón se casa la primera vez, todos los convidados a la boda conozcan aquella primera noche a la novia, y que cada uno de los que la conocieren la regale con alguna presea traída de su casa. En su modo de jurar y adivinar, juran por aquellos hombres que pasan entre ellos por los más justos y mejores de todos, y en el acto mismo de jurar tocan sus sepulcros; adivinan yendo a las sepulturas de sus antepasados, donde después de hechas sus deprecaciones se ponen a dormir, y se gobiernan por lo que allí ven entre sueños. En sus contratos y promesas usan de la ceremonia de dar el uno de beber al otro con su mano, y tomando mutuamente de él, y si no tienen a punto cosa que beber, tomando del suelo un poco de polvo lo lamen. CLXXIII. Con los nasamones confinan los psilos, aunque todos ellos ya perecieron: el viento Noto se fue absorbiendo toda el agua, y secando los manantiales, balsas y charcos del país, que estando todo entre las sirtes, era de suyo muy falto de agua. Resolvieron los psilos de común acuerdo hacer una expedición contra su enemigo el maligno Noto: si ello fue así o no, no me meto en averiguarlo; solo soy eco de los libios.[443] Habiendo, pues, llegado a los desiertos arenales, el Noto soplando los sepultó allí a todos, y su región la poseen ahora los nasamones, después de tan fatal ruina. CLXXIV. Los garamantes[444] son los que hacia el mediodía estaban sobre los psilos, en un país agreste y lleno de fieras: son rudos e insociables, huyendo la comunicación con cualquier hombre; ni tienen armas marciales, ni saben ofender a los otros ni defenderse a sí mismos. Viven, como dije, más allá de los nasamones. CLXXV. Pero hacia poniente, siguiendo la costa del mar, los que vienen después son los macas, los cuales se cortan el pelo de manera que, rapándose a navaja la cabeza de una y otra parte, se dejan crecer un penacho en la coronilla.[445] En la guerra llevan para su defensa unos como escudos hechos de la piel del avestruz, ave de tierra. El río Cínipe, bajando de la colina que llaman de las Gracias, pasa por su país y desagua en el mar. Dicha colina es un montecillo poblado de espesos árboles, al paso que las otras tierras de Libia de que acabo de hablar están del todo rasas; y desde él hay al mar 200 estadios. CLXXVI. Comarcanos de los macas son los gindanes, cuyas mujeres llevan cerca de los tobillos sus ligas de pieles, y las llevan, según corre, porque por cada hombre que las goza, se ciñen en su puesto la señal indicada, y la que más ligas ciñe esa es la más celebrada por haber tenido más amantes. CLXXVII. La parte marítima de dichos gindanes es habitada por los lotófagos, hombres que se alimentan solo con el fruto del loto,[446] fruto que es del tamaño de los granos del lentisco, pero en lo dulce del gusto parecido al dátil de la palma: de él sacan su vino los lotófagos. CLXXVIII. Por las orillas del mar siguen a los lotófagos los maclies, que comen también el loto, si bien no hacen tanto uso de él como los primeros. Extiéndense hasta el Tritón, que es un gran río que desagua en la gran laguna Tritónida, donde hay una isla llamada Fla,[447] la cual dicen que los lacedemonios, según un oráculo, deben ir a poblar. CLXXIX. Corre asimismo la siguiente tradición: Después que Jasón hubo construido su nave _Argos_ a la raíz del monte Pelio, embarcó en ella una hecatombe de cien bueyes y una trípode de bronce, y queriendo ir a Delfos daba la vuelta alrededor del Peloponeso; pero al llegar con su nave cerca de Malea, se levantó un viento norte que le llevó a la Libia. No había aún descubierto tierra, cuando se vio metido en los bajíos de la laguna Tritónida. Allí, como no hallase camino ni medio para salir, se dice que apareciéndole Tritón le pidió que le diese aquella trípode, prometiéndole en pago mostrarle paso para la salida y sacarle sin pérdida alguna. Habiendo venido en ello Jasón, logró por esto medio que Tritón le mostrase por donde salir de entre aquellos bancos de arena. El mismo Tritón, habiendo puesto aquella trípode en su templo, comenzó desde ella a profetizar y declarar a Jasón y a sus compañeros un gran misterio, a saber: que era una disposición totalmente inevitable del hado, que cuando alguno de los descendientes de aquellos argonautas se llevase la trípode, entonces hubiese alrededor de la laguna Tritónida cien ciudades griegas. Venido este oráculo a noticia de los naturales de Libia, fue ocasión para que escondiesen la trípode. CLXXX. Son fronterizos de los maclies los auseos,[448] pues ambos habitaban en las orillas de la laguna Tritónida divididos entre sí por el río Tritón. Los maclies se dejan crecer el pelo en la parte posterior de la cabeza, y los auseos en la parte anterior de ella. Las doncellas del país hacen todos los años una fiesta a Atenea, en la cual, repartidas en dos bandas, hacen sus escaramuzas a pedradas y a garrotazos, y dicen que practican aquellas ceremonias, propias de su nación, en honra de aquella diosa su paisana a la cual llamamos Atenea. Tienen creído que las doncellas que mueren de aquellas heridas, no lo eran más que las madres que las parieron, y así las llaman las falsas vírgenes. Antes de dar fin a aquel combate, cogen siempre a la doncella que por votos de todas se ha portado mejor en el choque; ármanla con un capacete corinto y con un arnés griego, y puesta encima de un carro llévanla en triunfo alrededor de la laguna. Ignoro con qué armadura adornasen a sus doncellas antes de tener por vecinos a los griegos, si bien me inclino a pensar que con la armadura egipcia, pues siento y digo que los griegos tomaron de los egipcios el yelmo y el escudo. Por lo que toca a Atenea, dicen ellos que fue hija de Poseidón y de la laguna Tritónida, pero que enojada por cierto motivo contra su padre se entregó a Zeus, el cual se la apropió por hija: así lo cuentan al menos. Estos pueblos, sin cohabitar particularmente con sus mujeres, usan no solo promiscuamente de todas, sino que se juntan con ellas en público, como suelen las bestias. Después que los niños han crecido algo en poder de sus madres, se juntan en un lugar los hombres cada tercer mes, y allí se dice que tal niño es hijo de aquel o quien más se asemeja. CLXXXI. Estos de que hemos hablado son los libios nómadas de la costa del mar. La Libia interior y mediterránea, que está sobre ellos, es una región llena de animales fieros.[449] Pasada esta tierra, hay una cordillera o loma de arenales que sigue desde la ciudad de Tebas de Egipto hasta las columnas de Heracles, en la cual se hallan, mayormente en las diez primeras jornadas, unos grandes terrones de sal, que están en unos cerros que allí hay. En la cima de cada cerro brotan de la sal unos surtidores de agua fría y dulce; cerca de la cual habitan unos hombres, que son los últimos hacia aquellos desiertos, situados mas allá de la región de las fieras. A las diez jornadas de Tebas se hallan primero los amonios, que a imitación de Zeus Tebano tienen un templo de Zeus _Caricarnero_, pues como ya llevo dicho de antemano, la estatua de Zeus que hay en Tebas tiene el rostro de carnero. Hay allí una fuente cuya agua por la madrugada está tibia; dos horas antes del medio día está algo fría; mas a medio día friísima; en cuyo tiempo riegan con ella los huertos: desde medio día abajo va perdiendo de su frialdad, tanto, que al ponerse el sol está ya tibia, y desde aquel punto vase calentando hasta acercarse la media noche, a cuya hora hierve a borbotones; pero al bajar la media noche gradualmente se enfría hasta la aurora siguiente. Esta agua lleva el nombre de fuente del Sol. CLXXXII. Mas allá de los amonios, a diez días de camino siguiendo la loma de arena, aparece otra colina de sal semejante a la de aquellos, donde hay la misma agua con habitantes que la rodean. Llámase Augila, y allí suelen ir los nasamones a hacer su cosecha de dátiles. CLXXXIII. Desde Augila, después de un viaje de diez jornadas, se encuentra otra colina de sal con su agua y con muchas palmas frutales como lo son las otras, y con hombres que viven en aquel cerro que se llaman los garamantes, nación muy populosa, quienes para sembrar los campos cubren la sal con una capa de tierra.[450] Cortísima es la distancia desde ellos a los lotófagos, pero desde allí hay un viaje de treinta días hasta llegar a aquellos pueblos donde los bueyes van paciendo hacia atrás, porque teniendo las astas retorcidas hacia delante, van al parecer retrocediendo paso a paso, pues si fueran avanzando, no pudieran comer, porque darían primero con las astas en el suelo; fuera de lo dicho y en tener el cuero más recio y liso, en nada se diferencian de los demás bueyes. Van dichos garamantes a caza de los etíopes trogloditas,[451] montados en un carro de cuatro caballos, lo cual se hace preciso por ser estos etíopes los hombres más ligeros de pies de cuantos hayamos oído hablar. Comen los trogloditas serpientes, lagartos y otros reptiles semejantes: tienen un idioma a ningún otro parecido, aunque puede decirse que en vez de hablar chillan a manera de murciélagos. CLXXXIV. Mas allá de los garamantes, a distancia también de diez leguas de camino, se ve otro cerro de sal, otra agua y otros hombres que viven en aquellos alrededores, a quienes dan el nombre de atarantes; son los hombres anónimos que yo conozca, pues si bien a todos en general se les da el nombre de atarantes, cada uno de por sí no lleva en particular nombre alguno propio. Cuando va saliendo el sol le cargan de la más crueles maldiciones e improperios, porque es tan ardiente allí que abrasa a los hombres y sus campiñas. Tirando adelante otras diez jornadas, se hallará otra colina de sal y en ella su agua; cerca del agua, gentes que allí viven. Con esta cordillera de sal está pegado un monte que tiene por nombre Atlas, monte delgado, por todas partes redondo, y a lo que se dice tan elevado, que no alcanza la vista a su cumbre por estar en verano como en invierno siempre cubierta de nubes. Dicen los naturales, que su monte es la columna del cielo; de él toman el nombre sus vecinos, llamándose los atlantes, de quienes se cuenta que ni comen cosa que haya sido animada, ni durmiendo sueñan jamás.[452] CLXXXV. Hasta dichos atlantes llegan mis noticias para poder dar los nombres de las naciones que viven en la cordillera de sal; pero de ahí no pasan, si bien se extiende la loma hasta las columnas de Heracles, y aun más allá. Hay en esta cordillera cierta mina de sal tan dilatada, que tiene diez días de camino; y en aquel espacio viven unos hombres cuyas casas son hechas generalmente de grupos o piedras de sal. Ni hay que admirarlo, pues por aquella parte de la Libia no llueve jamás; que si lloviera, no pudieran resistir aquellas paredes salinas.[453] De aquellas minas sácase sal, así de color blanco como de color encarnado. Más allá de la referida loma, para quien va hacia el Noto tierra adentro de la Libia, el país es un desierto, un erial sin agua, un páramo sin fiera viviente, sin lluvia del cielo, sin árbol ninguno, sin humedad ni jugo. CLXXXVI. Así que, desde el Egipto hasta la laguna Tritónida, los libios que allí viven son nómadas o pastores, que comen carne y beben leche, si bien se abstienen de comer vaca, siguiendo en esto a los egipcios; lechones, ni los crían ni los comen. Aun las mujeres de Cirene tienen también escrúpulo de comer carne de vaca por respeto a la diosa Isis de Egipto, en cuyo honor hacen ayunos y fiestas, pero aun hacen más las mujeres de Barca, que ni vaca ni tocino comen. CLXXXVII. Más allá de la laguna Tritónida, hacia poniente, ni son ya pastores los libios, ni siguen los mismos usos, ni practican con los niños lo que suelen los nómadas; pues que estos, ya que no todos, que no me atrevo a decirlo absolutamente, por lo menos muchísimos de ellos, cuando sus niños llegan a la edad de cuatro años, toman un copo de lana sucia y con ella les van quemando y secando las venas en la coronilla, y algunos asimismo las de las sienes: el fin que en esto tienen es impedir que en toda la vida no les molesten las fluxiones que suelen bajar de la cabeza, y a esto atribuyen la completa salud de que gozan. Y a decir verdad, son los libios los hombres más sanos que yo sepa;[454] esto afirmo, pero sin atribuirlo a la causa referida. Si acontece que al tiempo de hacer la operación del fuego les den convulsiones a los niños, tienen a mano un remedio eficaz, a saber, echan sobre ellos la orina de un macho de cabrío y vedlos ahí sanos; de lo cual tampoco salgo fiador, sino que cuento simplemente lo que dicen. CLXXXVIII. Los nómadas en la Libia hacen del siguiente modo sus sacrificios: ante todo cortan como primicias del sacrificio la oreja de la víctima y la arrojan sobre su casa; después de esta ceremonia hácenle volver hacia atrás la cerviz. El sol y la luna son las únicas deidades a quienes ofrecen sacrificio todos los libios, aunque los que viven en los contornos de la laguna Tritónida sacrifican también a Atenea con mucha particularidad, y en segundo lugar a Tritón y a Poseidón. CLXXXIX. Parece sin duda que los griegos tomaron de las mujeres libias así el traje y vestido en las estatuas de Atenea, como también las égidas, pues el traje de aquellas es enteramente el mismo que el de Atenea, solo que su vestido es de badana, y las franjas que llevan en sus égidas no son unas figuras de sierpes, sino unas correas a modo de borlas. Aun más, el nombre mismo de égida dice que de la Libia vino el traje de nuestros _Paladios_ (estatuas de Atenea), pues las libias acostumbran meterse encima de su vestido en vez de mantilla unas egeas o marroquías adobadas,[455] teñidas de colorado con franjas, de suerte que los griegos del nombre de estas egeas formaron el de égidas. Soy asimismo de opinión de que la algazara usada en los sacrificios griegos tuvo su origen en la Libia, donde es muy frecuente entre las libias, que son excelentes plañideras. Del mismo modo los griegos aprendieron de los libios el tiro de cuatro caballos en la carroza. CXC. En los entierros siguen los nómadas las mismas ceremonias que los griegos, aunque deben exceptuarse los nasamones, pues estos entierran sentado el cadáver, y a este fin observan al enfermo cuando va a morir, y lo sientan entonces en la cama, para que no expire boca arriba. Son las casas de los nómadas unas cabañas hechas de varillas de gamón entretejidas con juncos, casas portátiles de un lugar a otro.[456] Tales son sus usos en resumen. CXCI. Por la parte de poniente del río Tritón confinan con los auseos otros pueblos de la Libia, de profesión labradores, que llevan el nombre de maxies, y usan levantar sus casas con regularidad. Críanse el pelo en la parte derecha de la cabeza, y se lo cortan en la siniestra; píntanse el cuerpo de bermellón y pretenden ser descendientes de los troyanos.[457] Esta región de la Libia, como también lo restante de ella hacia poniente, es mucho más abundante en fieras y bosques que la de los nómadas, pues que la parte oriental de la Libia, que estos habitan, es una tierra baja y arenosa hasta llegar al río Tritón; pero la que desde este río se dilataba hacia poniente, que es la parte que habitan los libios labradores, es ya un país en extremo montuoso, y muy poblado de árboles y de fieras. Hay allí serpientes de enorme grandeza; hay leones, elefantes, osos y áspides. Vense allí asnos con astas; se ven hombres _cinéfalos_, y otros, si creemos a lo que nos cuentan, _acéfalos_, de quienes se dice que tienen los ojos en el pecho, y otros hombres salvajes, así machos como hembras; vense, en fin, muchas otras fieras reales y no fingidas.[458] CXCII. Pero ninguna de las que acabo de decir se cría entre los nómadas, aunque se hallan entre ellos otras castas de animales, los _pigargos_,[459] las cabras monteses, los búfalos, los asnos que no beben jamás, pero no los asnos cornudos, los ories o unicornios, de cuyas astas hacen los fenicios sus varas de medir, siendo estos animales del tamaño de un buey; las basarias, especie de vulpeja, las hienas, los puercoespines, los carneros salvajes, los dicties, los lobos silvestres, las panteras, los bories,[460] los cocodrilos terrestres de tres codos de largo muy parecidos a los lagartos, los avestruces de tierra, y unas sierpes pequeñas cada una con su cuernecillo. Estos son los animales propios de dicho país, donde hay asimismo los que producen los otros, a excepción del ciervo y del jabalí,[461] pues ni de uno ni de otro se halla raza en Libia. Vense allí tres castas de ratones; unos se llaman _dípodes_, de dos pies; otros _zegeries_, palabra líbica que equivale a _collados_; los terceros erizos: críanse también unas comadrejas muy semejantes a las de Tarteso. Esta es, según he podido alcanzar con mis informaciones las más diligentes y prolijas, la suma de los animales que cría la región de los nómadas en la Libia. CXCIII. Con los maxies están confinantes los zaveces, cuyas mujeres sirven de cocheras a sus maridos en los carros de guerra. CXCIV. Con estos confinan los gizantes, en cuyo país, además de la mucha miel que hacen las abejas, es fama que los hombres la labran aún en mayor copia con ciertos ingenios o artificios.[462] Todos los gizantes se pulen tiñéndose de bermellón. Comen la carne de los monos, de los cuales hay en aquellos montes grandísimos rebaños. CXCV. Cerca del país de dichos gizantes, según cuentan los cartagineses, está la isla Ciravis,[463] de 206 estadios de largo, pero muy angosta, a la cual se puede pasar desde el continente. Muchos olivos hay en ella y muchas vides, y se halla en la misma una laguna tal, que de su fondo sacan granitos de oro las doncellas del país, pescándolos y recogiéndolos con plumas de ave untadas con pez. No salgo fiador de la verdad de lo que se dice, solamente lo refiero; aunque puede muy bien suceder, pues yo mismo he visto cómo en Zacinto se saca del agua la pez en cierta laguna. Hay, pues, una laguna entre otras muchas de Zacinto, y la mayor de todas, que cuenta por todas partes 60 pies de extensión, y tiene de hondo hasta dos orgias: dentro de ella meten un chuzo, a cuya punta va atado un ramo de arrayán; apégase al ramo la pez, la cual sacada así huele a betún, y en todo lo demás hace ventaja a la pez de Pieria. Al lado de la laguna abren un hoyo, donde van derramando la pez que, recogida ya en gran cantidad, sacan del hoyo y la ponen en unos cántaros. Todo lo que cayere en esta laguna va al cabo pasando por debajo de tierra a salir al mar, distante de ella cosa de cuatro estadios. Esto digo para que se vea que no carece de probabilidad lo que se cuenta de la isla que hay en Libia. CXCVI. Otra historia nos refieren los cartagineses, que en la Libia, más allá de las columnas de Heracles, hay cierto paraje poblado de gente donde suelen ellos aportar y sacar a tierra sus géneros, y luego dejarlos en el mismo borde del mar, embarcarse de nuevo, y desde sus barcos dar con humo la señal de su arribo. Apenas lo ve la gente del país, cuando llegados a la ribera dejan al lado de los géneros el oro, apartándose otra vez tierra adentro.[464] Luego, saltando a tierra los cartagineses hacia el oro, si les parece que el expuesto es el precio justo de sus mercaderías, alzándose con él se retiran y marchan; pero si no les parece bastante, embarcados otra vez se sientan en sus naves, lo cual visto por los naturales vuelven a añadir oro hasta tanto que con sus aumentos les llegan a contentar, pues sabido es que ni los unos tocan al oro hasta llegar al precio justo de sus cargas, ni los otros las tocan hasta que se les tome su oro. CXCVII. Estas son, pues, las naciones de la Libia que puedo nombrar, muchas de las cuales ni se cuidaban entonces ni se cuidan ahora del gran rey de los medos. Algo más me atrevo a decir de aquel país: que las naciones que lo habitan son cuatro y no más, según alcanzo; dos originarias del país, y dos que no lo son; originarios son los libios y los etíopes, situados aquellos en la parte de la Libia que mira al Bóreas, estos en la que mira al Noto; advenedizas son las otras dos naciones, la de los fenicios y la de los griegos. CXCVIII. Por lo que toca a la calidad del terreno, no me parece que pueda compararse la Libia ni con el Asia ni con la Europa,[465] salva, empero, una región que lleva el mismo nombre que su río Cínipe, pues esta ni cede a ninguna de las mejores tierras de pan llevar, ni es en nada parecida a lo restante de la Libia; es de un terruño negro y de regadío por medio de sus fuentes, ni está expuesta a sequías, ni por sobrada agua suele padecer, si bien en aquel paraje de la Libia llueve a menudo, y en cuanto al producto, da por cada uno, tanto como la campiña de Babilonia. Y por más que sea feraz la tierra que cultivan allí los evesperitas, la cual cuando acierta la cosecha llega a rendir ciento por uno, no iguala con todo a la comarca de Cínipe, que puede dar trescientos por uno. CXCIX. La región Cirenaica, que es la tierra más elevada que hay en la parte de la Libia poseída por los nómadas, logra todos los años tres estaciones muy dignas de admiración, pues viene primero la cosecha de los frutos vecinos a la marina, que piden ser antes que los demás segados y vendimiados: acabados de recoger estos tempranos frutos, están ya sazonados y a punto de ser cogidos los de las campiñas o colinas, como dicen, que caen en medio del país; y al concluir esta segunda cosecha, los frutos de la tierra más alta han madurado ya y piden ser cogidos: de suerte que al acabarse de comer o de beber la primera cosecha del año, entonces cabalmente es cuando se recoge la última; con lo cual se ve que los cireneos siegan durante ocho meses. CC. Bastará ya lo dicho en este punto; y volviendo por fin a los persas, los vengadores de Feretima partidos de Egipto por orden de Ariandes, pusieron sitio a Barca, pidiendo luego que llegaron se les entregasen los autores de la muerte de Arcesilao, demanda a que los sitiados, que habían sido comúnmente cómplices en aquel homicidio, no querían consentir. Nueve meses duraba ya el asedio de la plaza, en cuyo espacio hicieron los persas minas ocultas hasta las mismas murallas, y dieron asimismo varios asaltos a la plaza, todos muy vivos y obstinados. Iba descubriendo las minas un herrero que se valía para dar con ellas de un escudo de bronce, el cual iba pasando y aplicando por la parte interior del muro: si escudo aplicado donde el suelo no se minaba, no solía resonar; pero cuando daba sobre un lugar que minasen los enemigos, correspondía el bronce con su sonido a los golpes internos de los minadores; y entonces eran perdidos los persas, a quienes con una contramina mataban los barceos en las entrañas de la tierra. Hallado este remedio contra las minas, se valían los barceos del de su valor para rebatir sus asaltos. CCI. Pasado mucho tiempo en el asedio y muertos muchos de una y otra parte, y no menor número de persas que de barceos, Amasis, el general del ejército, acude a cierto ardid, persuadido de que no podría ver rendida la plaza con fuerza, sino con engaño y astucia. Manda, pues, abrir de noche una hoya muy ancha, encima de la cual coloca unos maderos de poca resistencia, y sobre ellos pone una capa de tierra en la superficie, procurando igualarla por encima con lo demás del campo. Apenas amanece otro día, cuando Amasis convida por su parte a los barceos con una conferencia, y los barceos por la suya, como quienes deseaban mucho la paz, la admiten gustosísimos. Entran, pues, a capitular estando encima de la hoya disimulada y se conciertan en estos términos: que se estaría a lo pactado y jurado mientras aquel suelo donde se hallaban fuese el mismo que era;[466] que los barceos se obligaban a satisfacer al rey pagando lo que fuese justo en razón, y los persas a no innovar cosa contra los barceos. Viendo estos firmadas así las paces y llenos de confianza en fuerza de ellas, abiertas de buena fe las puertas de par en par, no solo salían con ansia fuera de la ciudad, sino que permitían también a los persas acercarse a sus murallas. Válense los persas de la ocasión, y derribando repentinamente aquel puente o tablado falaz y oculto, corren dentro de la plaza y hacia los muros, de que se apoderan. Movioles a arruinar dicho suelo de tablas la especiosa calumnia y pretexto de poder decir que no faltaban a la fe del tratado, por cuanto habían capitulado con los barceos que las paces durasen todo el tiempo que durase el mismo aquel suelo que había al capitular, pero que arruinado y roto el oculto tablado ya no les obligaba el tratado solemne de paz. CCII. Feretima, a cuya disposición y arbitrio dejaron los persas la ciudad, no contenta con empalar alrededor de sus muros a los barceos que más culpables habían sido en la muerte de Arcesilao, hizo aún que cortados los pechos de sus mujeres fuesen de trecho en trecho clavados. Quiso además que en el botín se llevasen los persas por esclavos a los demás barceos, exceptuando a los batiadas todos y a los que en dicho asesinato no habían tenido parte alguna, a quienes ella encargó la ciudad. CCIII. Al retirarse los persas con sus esclavos los barceos, llegados de vuelta a la ciudad de Cirene, los moradores, para cumplir con cierto oráculo, dieron paso por medio de ella a las tropas egipcias. Bares, el general de la armada, era de parecer que al pasar se alzasen con aquella plaza; pero no venía en ello Ainasis, general del ejército, dando por razón que había sido únicamente enviado contra Barca y no contra alguna colonia griega. Con todo, después que pasó el ejército y se acampó allí cerca en el collado de Zeus Licio, arrepentidos los persas de no haberse aprovechado de la ocasión, procuraron, entrando de nuevo en la plaza, apoderarse de ella; pero no se lo permitieron los de Cirene. Hubo en esto de extraño y singular que cayese de repente sobre los persas, contra quienes nadie tomaba las armas, un miedo tal y tan grande, que les hiciera huir por el espacio de 60 estadios antes de atreverse a plantar sus tiendas.[467] Al cabo, después que allí se acampó el ejército, llegole un correo de parte de Ariandes con orden de que se le presentaran; para cuya vuelta, provistos los persas de víveres, que a su ruego les suministraron los cireneos, continuaron sus marchas hacia el Egipto. Durante aquel viaje, lo mismo era quedarse algún persa fuera de la retaguardia, que caer sobre él los libios y quitarle la vida para despojarle de su vestido y apoderarse del bagaje; persecución que duró hasta que estuvieron ya en Egipto. CCIV. Este es el ejército persa que se haya internado más en la Libia, habiendo sido el único que llegó hasta Evespérides.[468] Los prisioneros barceos, traídos como esclavos al Egipto, fueron desde allí enviados al rey Darío, quien les dio un lugar después para su establecimiento de la región Bactriana. Dieron ellos a su colonia el nombre de Barca, población que hasta hoy día subsiste en la Bactriana. CCV. Pero Feretima no tuvo la dicha de morir bien; pues vengada ya, salida de la Libia, y refugiada en Egipto, enfermó bien presto, de manera que hirviéndole el cuerpo en gusanos, y comida viva por ellos, acabó mala y desastrosamente sus días, como si los dioses quisieran hacer ver a los hombres con aquel horroroso escarmiento cuán odioso les es el exceso y furor en las venganzas. De tal modo se vengó de los barceos Feretima, la esposa de Bato. FIN DEL TOMO PRIMERO. ÍNDICE. LIBRO PRIMERO. Rapto de Ío, Europa, Medea y Helena. — Expedición de los griegos contra Troya. — El imperio de los Heráclidas pasa a manos de los Giges. — Su descendencia: Ardis, Sadiates, Aliates. — Guerra contra los de Mileto. — Fábula de Arión. — Creso conquista algunos pueblos de Grecia, despide a Solón de su corte y es castigado con la muerte de su hijo. Consulta a los oráculos sobre la guerra de Persia y envía dones a Delfos. Deseando aliarse con el imperio más poderoso de Grecia, vacila entre los atenienses y lacedemonios. — Estado de ambas naciones, dominada la primera por el tirano Pisístrato, y la segunda en guerra con los de Tegea. — Decídese Creso por los lacedemonios; hace alianza con ellos y marcha en seguida contra los persas: pasa el río Halis, pelea con Ciro en Pteria y se retira a Sardes, donde sitiado, y en breve prisionero de los persas, se liberta de la muerte milagrosamente. — Respuesta del oráculo a sus increpaciones. — Costumbres, historia y monumentos de los lidios. — Origen del imperio de los medos. — Política de Deyoces para subir al poder: su descendencia; Fraortes, Ciaxares, Astiages. — Aventuras de Ciro durante su niñez, su abandono, reconocimiento y venganza contra Astiages a quien destrona, haciendo triunfar a los persas de los medos. — Religión de los persas, sus leyes y costumbres. — Guerra de Ciro contra los jonios, historia de estos y preparativos para resistirle. — Sublevación de los lidios contra Ciro instigados por Pactias. — Derrota y conquista de los jonios y otros pueblos de Grecia por Harpago, entretanto que Ciro sujeta al Asia superior y en especial la Asiria. — Descripción de Babilonia, asedio y toma de aquella ciudad. Costumbres de los babilonios. — Desea Ciro conquistar a los maságetas: rehusando Tomiris su reina casarse con él, toma pretexto de esta repulsa para invadir el país, y después de una victoria parcial es vencido y muerto. 17 LIBRO SEGUNDO. Antes de pasar Heródoto a referir la conquista de Egipto por Cambises, hijo de Ciro, que reserva para el libro siguiente, traza en este segundo una descripción topográfica del Egipto. — El Nilo, su origen, extensión y avenidas. — Costumbres civiles y religiosas de los egipcios. — Heracles. — Animales sagrados. — Métodos de embalsamar los cadáveres. — Reyes antiguos de Egipto: Menes, Nitocris, Meris. — Sesostris, sus conquistas, repartición del Egipto. — Proteo hospeda en Menfis a Helena, robada por Alejandro, entretanto que los griegos destruyen a Troya. — Rampsinito. — Queops obliga a los egipcios a construir las pirámides. — Micerino manda abrir los templos. — Invasión de los etíopes. — Setón, sacerdote y rey. Cronología de los egipcios. — División del Egipto en doce partes. — El laberinto. — Psamético se apodera de todo el Egipto: su descendencia: Neco, Psamis, Apríes. — Amasis vence a Apríes y con su buena administración hace prosperar al Egipto. 141 LIBRO TERCERO. Expedición de Cambises al Egipto: derrota de los egipcios. Intenta Cambises conquistar la Etiopía; relación de los descubridores enviados a este país y desgracias de los expedicionarios. — Búrlase Cambises de los dioses egipcios: sus locuras y muerte de su hermano y esposa. — Fortuna de Polícrates, el tirano de Samos, a quien atacan los lacedemonios y corintios. — Álzase contra Cambises el mago Esmerdis y se apodera del trono de Persia: muerte de Cambises. — Descúbrese la impostura del mago y muere a manos de los siete conjurados. — Artificio de Darío para subir al trono. — Contribuciones del Imperio persa. — Descripción de la India, Arabia y sus producciones. — Oretes, gobernador de Sardes, mata a Polícrates: castigo de Oretes. — Artificio del médico Democedes para regresar a Grecia. — Darío ayuda a Silosonte para recobrar a Samos. — Rebelión de Babilonia, su asedio y reconquista. 263 LIBRO CUARTO. Refiere Heródoto en este libro las dos expediciones de los persas contra los escitas y la Libia. — Origen de los escitas; sus tradiciones y costumbres. — Descripción geográfica del orbe conocido en tiempos de Heródoto. — Ríos que bañan la Escitia; sacrificios y costumbres guerreras de aquellos habitantes; sus adivinos y entierros. — Expedición de Darío contra los escitas: puentes sobre el Bósforo y el Danubio. — Cobardía de los aliados de los escitas. — Episodio acerca de los saurómatas y su casamiento con las amazonas. — Estratagema de los escitas y retirada de Darío. — Motivos de la expedición de los persas contra la Libia. — Fundación de Cirene: reyertas de los cireneos. — Descripción de la Libia y de sus habitantes. — Perfidias de los persas para apoderarse de Barca, y venganzas de Feretima. 379 NOTAS [1] He creído que lo mejor que podía hacer era tomar esta noticia de la que publicó el infatigable Pedro Wesselingio al frente de su edición de Ámsterdam, pues en erudición y fidelidad nada deja que desear sobre la materia. (_Nota del T._). [2] Heródoto dividió su historia en nueve libros en memoria de las nueve musas, y a cada uno impuso el nombre de una de ellas. [3] Algunos creen que este proemio es de mano de Plesirroo, amigo y heredero de Heródoto; pero otros lo atribuyen al autor mismo bajo la fe de Luciano y de Dion Crisóstomo, y en efecto así aparece de la identidad del estilo. [4] Sabido es que los griegos llamaban _bárbaros_ a todos los que no eran de su nación. [5] _El mar Rojo_. He querido conservar en la geografía los nombres antiguos, así porque los modernos no siempre les corresponden exactamente, como por conformarme todo lo posible a las formas originales del autor. [6] Argos fue la primera capital que tuvo en Grecia reyes propios, si son fabulosos, como parece, los de Sición. [7] Los latinos la dieron el nombre de Grecia. [8] Algunos suponen que Ío fue hija de Yaso, por más que la mitología siempre la haga hija de Ínaco. Siendo hija de aquel, debió de ser robada por los años del mundo 1558; pero siéndolo de este, su rapto fue muy anterior. [9] Otros leen los fenicios, de quienes dice Heródoto, en el párrafo V de este libro, que niegan la violencia en el rapto de Ío; lección sin duda legítima. [10] Eusebio fija este rapto de Europa en el año del mundo 2730. [11] Se le dio el nombre de _Argos_. El por qué se refiere de varias maneras; quizá por su nueva forma, siendo larga. [12] El rapto de Medea corresponde al año del mundo 2771, según Saliano, a quien sigo en esta cronología. [13] Así suele contar los años el autor, incluyendo tres edades o generaciones en cada siglo. [14] Esta época la pone Saliano en el año del mundo 2855. [15] La toma de Troya sucedió el año del mundo 2871. [16] _Tirano_ entre los griegos es bien a menudo lo mismo que _Señor soberano_, a veces no con la violencia, sino con prerrogativa y propiedad en el mando. [17] Los cimerios invadieron el Asia menor en el reinado de Ardis. Véase el pár. XV de este libro. [18] Esta narración de Heródoto, por más amigo que parezca de cuentos y rodeos, no tiene traza de ser tan fabulosa como la que Platón nos dio del pastor Giges en el lib. 2.º _De república_; mayormente concordando Arquíloco de Paros, poeta muy antiguo, con Heródoto en lo sustancial del suceso. [19] Sin incurrir en la nota de malicioso, ¿no pudiera sospechar uno que este silencio estudiado de la mujer nacía de la sobrada confianza que hacía de Giges, confianza que Platón llamó adulterio? [20] Estas palabras en que se citan los versos de Arquíloco, las tiene por supuestas Wesselingio, por no acostumbrar Heródoto a valerse de semejantes testimonios. [21] Nombre de la sacerdotisa de Delfos. [22] El talento común contenía sesenta minas, la mina cien dracmas, el dracma poco menos de una libra, la libra viene a corresponder con corta diferencia al denario romano, el denario a un julio y este a dos reales de vellón. [23] Los cimerios invadieron Sardes en 3301. [24] El ditirambo era una especie de verso en honor de Dioniso, en estilo suelto y licencioso. [25] Siete estadios son 4200 pies; el estadio griego u olímpico contenía 600 pies; el itálico 625, porque el pie italiano era algo menor que el griego. Cada estadio constaba de 105 pasos. [26] El nombre de esta sacerdotisa de Hera era _Cídipe_, o como algún otro dice, _Téano_. Véase a Suidas en la palabra _Crœsus_. [27] Este cálculo de Solón es un punto de discordia entre los más célebres cronólogos, tanto acerca de la integridad del texto original como de los días de que constaba el año. [28] Parece que la Frigia conquistada por Creso, según queda dicho en el párrafo XXVIII, tenía sus reyes, tributarios del imperio de Sardes. [29] Luciano en sus _Contempl._ introduce a Solón hablando con Creso, y se burla con el donaire más fino y crítico de los ladrillos de oro ofrecidos a Apolo, que para nada necesitaba de ellos. [30] El valor y fatal término de Anfiarao pueda verse en Diodoro Sículo, lib. IV, pág. 305. [31] Cicerón, lib. XI, de _De Divinat._, cap. 58, nos dio la respuesta del oráculo en latín: _Crœsus, Halym penetrans, magnam pervertet opum vim_. [32] Moneda que valía cuatro dracmas. [33] Acerca de este pasaje del autor puede leerse la anotación de Wesselingio, que convence con muchos testimonios contra Gronovio, que no fueron los helenos, sino los pelasgos, los que mudaron de asiento. [34] Este lugar es uno de los más cuestionados de Heródoto, y el que guste profundizar en las antigüedades griegas podrá ver las tentativas que hace Wesselingio para explicarlo. [35] De este lugar no se deduciría más que desde el principio se vio la Grecia habitada por varias naciones que ni eran helénicas ni pelasgas. [36] Ciudad de los megarenses con su puerto y arsenal. [37] El vaticinio de Anfílito se ha conservado en estos dos versos latinos: _Est nummus proyectus, item sunt retia tenta_ _Nox adderunt tynni, claro sub sidere luna._ [38] Licurgo vivía cien años antes de la Olimpiada primera. [39] Sin duda en vez de Leobotes debe decir Carilao, o debe traducirse de esta manera: Tutor de su sobrino, siendo Leobotes rey de los espartanos. [40] Gale pone este hecho en el año 3356. [41] Sobre este eclipse de sol, predicho por Tales, son tantas las opiniones como los cronólogos. Wesselingio no puede menos de confesar que Heródoto no debió de ser gran astrónomo. [42] Parece nombre común a los reyes de Cilicia. [43] Labineto, nombre frecuente de los reyes babilonios. Este, según Petavio y Wesselingio, es el Nabucodonosor de los libros santos. [44] Denina refiere que subía el ejército a 360.000 combatientes; pero no dice de dónde lo saca. En vez de Pteria pone Timbrea por teatro de la batalla. [45] Ciudad de la Caria, muy fecunda en adivinos. [46] Parece que en el consejo nacional de los Anfictiones se dio sentencia a favor de los lacedemonios. Véase a Wesselingio. [47] Plutarco, que nunca se descuida en desacreditar a Heródoto, le desmiente sobre este uso lacedemonio, en el principio de la vida de Lisandro. [48] Uno de los Heráclidas, quizá el penúltimo según Eusebio. [49] Aludiendo Heródoto a los adivinos de Telmeso, indica bastante que el nombre de León no era casual, sino acomodado a un parto monstruoso. Véase sobre los muros de Sardes y sobre la toma de esta plaza al doctísimo Tiberio Hemsterhusio en las notas al cap. IX de los _Contempl._ de Luciano. [50] El pletro griego tenía 210 pies de largo y 120 de ancho. [51] Tirsenia, Tirrenia, Etruria, o Toscana. [52] El ajedrez se tiene por invención de Palamedes. [53] Si los lidios vinieron o no a la Umbría, es un punto muy controvertido. Tratan acerca de ello Teodoro Richio _De primis Italiæ colonis_, y Scipione Maffei _Hist. diplom._, pág. 228. [54] El Denina en el lib. V, cap. 1, con una crítica a mi parecer sanísima, da por más digna de fe la narración de Heródoto que no la de Jenofonte, que son las únicas fuentes de donde los griegos y latinos tomaron cuanto se dice de los antiguos persas, fuera de lo que sabemos por los libros santos. [55] Ecbatana es la Tauris del día, en la provincia Adirbeidzán. [56] Diodoro de Sicilia no da de circuito a los de Ecbatana más que 150 estadios, cuando a los de Atenas se les suelen señalar 200 estadios. [57] Por aquí se ve que por este tiempo eran dos las ciudades dominantes de los asirios, una Nínive y otra Babilonia. [58] Véase sobre esta ruta de los escitas, que por las puertas caspias entraron en la Media, a Bayer en los _Comentarios de la Academia Petropolitana_, lib. III, pág. 318. [59] Parece que Heródoto cumplió su palabra dando aparte la historia de los asirios, que citó Aristóteles (_Histor. anim._ capítulo VIII), y que no ha llegado a nosotros. [60] Perra. [61] Otros los llaman _carmanios_. Filipo Chivenio _in Germania antig._, lib. I, cap. III, refuta a los que quieren que de los tales germanios vengan los alemanes. [62] El cómputo de estos años ha ejercitado el ingenio de todos los cronólogos. [63] Celestial. [64] Origen de los dioses, muy diferente del de los griegos y conforme a la doctrina de Zoroastro. [65] La S. Véase a Wesselingio, que no se atreve a salir fiador de lo que aquí se asegura, contra las objeciones que se hacen a Heródoto. [66] Miunte, de ciudad que era de la Caria, pasó a ser ciudad de la Jonia. [67] Oeste, o poniente. [68] Véase la nota al pár. 139. [69] Cicerón le llama rey de Cádiz. _De Senect._, cap. XIX. [70] ¿Qué clase de pinturas serían estas, que no se podían embarcar? Se dificulta mucho que las pinturas al _fresco_ fuesen ya conocidas de los griegos. [71] A esto alude Horacio. Epod. XVI, _sed juremus in hæc; simul saxa renarint vadis levata, ne redire sit nefas_. [72] La victoria cadmea tiene fuerza de proverbio para significar que queda peor el vencedor que el vencido. Acerca del origen de esta frase escribió Erasmo. [73] Agila, ciudad de la antigua Etruria, a poca distancia del mar, llamada hoy Cerbetere en los Estados pontificios. [74] Era parte de la _Magna Grecia_ en la costa de Tarento. [75] Velia. [76] Cirno era el nombre de la isla de Córcega. [77] Estas expediciones de Minos las pone Musancio por los años del mundo 2700. [78] Estos sucesos corresponden a los años 2700 de la creación del mundo. [79] El codo real o persa tenía seis palmos y tres dedos: el ordinario solo seis palmos. [80] Este nombre del mar Rojo se da también al golfo Pérsico o Arábigo. [81] Esta Semíramis no fue la mujer de Nino, de la cual Heródoto no hace mención en toda su historia. Hubo en Babilonia varias reinas de este nombre. [82] Unos la hacen mujer de Nabucodonosor, otros de Evilmerodac. [83] No creo quisiese decir más el autor sino que era costumbre de los griegos situados en la costa del Asia menor ir a Babilonia bajando por el Éufrates. [84] Este Labineto es el Baltasar del cap. V de Daniel. [85] Estos eran los caballos que llamaban niseos. Véase el libro VII, párrafo 40. [86] Algo de esto había predicho Jeremías en el cap. 41. Jenofonte, a quien se tiene comúnmente por más exacto que Heródoto, desfigura mucho el hecho, sin hacer mención de la citada laguna. [87] Ganó Ciro a Babilonia en 3424. [88] Le corresponden 12 cuartillos de materia líquida, pero se usaba igualmente para cosas sólidas. [89] El medimno o medio contiene siete celemines; el quénice dos sextarios, y el sextario cosa de un cuartillo. [90] Véase la defensa cabal de Heródoto, a quien contradijo después Teofrasto, en los autores citados por Wesselingio. Del contexto se deduce que Heródoto estuvo en Babilonia. [91] Esta opinión de Heródoto es conforme a las ideas asiáticas; pero no a las de aquellos pueblos que miraban al matrimonio como un contrato, tanto más digno de una prudente elección, cuanto más interesante a la sociedad. [92] Máximo Tirio refiere esto mismo, pero dice que son hierbas olorosas las que echan en el fuego. _Oratione XXVI_, cap. 6. [93] La descripción del río no conviene a ningún otro sino al Volga, por donde consta ser falso que nazca en los matienos, como notó Estrabón. [94] Muchos en la antigüedad creyeron que el mar Caspio comunicaba con otro mar, y varios modernos creen que comunicaba un tiempo con el Ponto Euxino. Tiene 250 leguas de largo y 100 de ancho. [95] Reinaba Psamético por los años del mundo 3300, casi 700 antes de Jesucristo. [96] Cuando este experimento tan raro no fuera tan fabuloso como lo es a juicio de Heródoto el que refiere en seguida, no basta a demostrar cuál haya sido la nación más antigua del mundo. Es evidente que si los hombres tuviesen una lengua natural, sería esta innata en todos los pueblos, como los afectos y pasiones; y no lo es menos que todo idioma es solo una invención arbitraria y artificial, pues entre los objetos y los sonidos con que el hombre los designa no hay otra relación o correspondencia que la que los pueblos se convinieron en darle, si se exceptúan las interjecciones comunes a todos y que por sí no forman sentido. Déjese a los antiguos filósofos el investigar si el hombre salió mudo de la tierra o cuál sería su idioma en el estado de naturaleza; pues absurdas son entre los modernos estas disputas, cuando la revelación nos enseña que las lenguas han tenido dos veces a Dios por autor y maestro. [97] Ignoro lo que pretenda significar el autor con estas palabras, sino que sea una misma la mitología griega y egipcia, o que no sea dable a nadie penetrar el sentido de ella. [98] Estos doce dioses, según Ennio los comprende en dos versos, son: Juno, Vesta, Minerva, Ceres, Diana, Venus, Mars, Mercurius, Jove, Neptunus, Vulcanus, Apollo. [99] _Nomo_ equivalía a provincia o distrito, y recibía el nombre de su metrópoli o capital. [100] La _orgia_ en Heródoto es medida de 4 codos o de 6 pies, y de 10 según Plinio; quizá no se traduciría mal por _braza_ en castellano. [101] El estadio consta de 125 pasos o de 625 pies. [102] Si el número de cuatro días no es error de los copistas, será una equivocación del autor, pues según convence la experiencia, se necesitan más jornadas para recorrer lo angosto del país. [103] Esta suma, equivocada sin duda, debe ser 6360 estadios. [104] Tal opinión, si se atiende a la poca alteración de aquel terreno en el espacio de 2000 años, debe reputarse por fábula egipcia, y solo puede hallar cabida en la fantástica imaginación del que se forje un mundo entero, viviente, expuesto a continuas alteraciones y a palingenesias periódicas. [105] El autor solo da al Nilo cinco bocas, omitiendo las dos que abrió la industria del hombre. [106] Así es llamado entre los antiguos el mar del sur desde la Arabia hasta la India. [107] Las conchas halladas a gran distancia del mar; las plantes exóticas petrificadas en países diversos del que las produjo; los elefantes desenterrados en la Siberia, ¿no son otros tantos testimonios permanentes que deponen en favor de la narración de Moisés y del gran trastorno producido por el diluvio universal? Pero los sabios del siglo desprecian la revelación, y van a buscar en las fábulas orientales la base de un nuevo sistema de la naturaleza. [108] Delta es aquella porción del Egipto desde el Cairo hacia el Mediterráneo, encerrada en los dos brazos del Nilo que van el uno a Alejandría y el otro a Damieta. [109] Nuestro autor participa más del gusto y animación de un viajante que de la seriedad de un historiador severo; y reina en su obra cierto tono de jocosidad que en algunos pasajes he procurado conservar. [110] La Libia de Heródoto es el África entera de los latinos, quienes solo daban el nombre de Libia a aquella porción de la península que desde la Etiopía se extiende hacia el Océano Atlántico y mar Mediterráneo. [111] Los antiguos contaban dos de estos altos derrumbaderos por donde se precipita el Nilo: la catarata menor cerca de Elefantina en el confín de Egipto, y la mayor dentro de la Etiopía. [112] No es fácil concordar las descripciones de los antiguos acerca de la madre principal del Nilo y de sus cauces naturales y artificiales, y sustituir con los nombres modernos los que entonces tenían. Sábese únicamente que la boca Canóbica fue la única primitiva del río, siendo las demás de la industria o efecto de la inundación anual por tantos siglos continuada. Actualmente las de Damieta y Roseta son las dos únicas de consideración. [113] Estos fenómenos antiguos del Nilo se observan todavía, aunque se ignoró la razón de ellos hasta la entrada de los portugueses, que la descubrieron en las copiosísimas lluvias que caían en la Etiopía, y que acrecentaban el Nilo, como sucede en la India con el Indo y Ganges. [114] Parece que estos vientos anuales son principalmente los cierzos o los del poniente. [115] Los modernos descubrimientos han demostrado la inexactitud de estas observaciones de Heródoto, habiéndose visto que los Andes en la zona tórrida están siempre coronados de nieve, y que la lluvia dura todas las noches bajo los trópicos por algunos meses continuos. [116] Los egipcios, según Diodoro Sículo, llamaban río Océano al Nilo. Heródoto niega la existencia del Océano como río, no como mar. [117] Alude a la opinión común de que el sol se alimenta de los vapores atraídos. [118] Antes bien en lo interior del África son muchos y caudalosos los ríos: ni es verdad tampoco que no se conozcan allí los vientos y las tempestades, pues estas son recias y van acompasadas a veces con piedra y granizo, y los vientos templan el calor y hacen la región habitable. Todo este pasaje fue ya refutado por Plutarco, Diodoro Sículo y otros. [119] Los abisinios tienen cuatro estaciones, no menos que nosotros, que llaman el Matzau, el Tzadai, el Hagai y el Gramt. Su Matzau o primavera empieza el 25 de septiembre, y cada estación ocupa tres meses. [120] A los misioneros portugueses se debió el descubrimiento de las fuentes del Nilo. [121] No carece de fundamento que un brazo del Nilo desde la Etiopía tome su curso hacia el Océano y forme el Níger, río en todo parecido al del Egipto. [122] La brillante y animada narración que sigue mereció los elogios de Longino. «¿No ves, dice el crítico más juicioso de los antiguos, cómo Heródoto, cogiéndote por la mano, te lleva consigo por aquellos lugares, y hace que veas lo que habías de oír?». _Esta traducción la tomo de la que hice del mimo autor, cuyo traslado limpio y casi perfecto se me quedó en Tarragona._ [123] Méroe, más bien península que isla, formada por el Nilo y otros ríos que allí concurren, tenía una ciudad de su mismo nombre, que tomó de la hermana de Cambises que en ella murió, habiendo sido Saba quizá su nombre primitivo, y su actual Baroa. Tacompso o Metacompso es otra península en los confines de la Etiopía, llamada hoy Asuán. La antigua Elefantina parece ser Monfaluo. [124] Otros leen Ascham, que sería quizá Achum o la famosa Auxumis de los griegos. [125] Cada miríada se componía de más de 10.000 soldados. [126] Ciudad fuerte poco distante de la actual Damieta, la misma que llaman Tafra las Santas Escrituras. [127] Puede dudarse que los etíopes debiesen su civilización a esta colonia de desertores, porque hubieran podido aprenderla mejor de los egipcios, en el tiempo que los dominaron antes de Psamético, y porque la nación etíope, colonia quizá de los árabes, excedía en ciencia, según Luciano, a las demás naciones. [128] Este cabo, de que se habla en el Periplo de Hanón, corresponde al Cabo Blanco en la Nigricia. [129] Esta región poblada no puede ser otra que la moderna Berbería, y la de las fieras el desierto de Sahara. En cuanto a los negros pigmeos de que habla luego, confiesan los viajeros que se encuentran en aquel país habitantes de estatura menos que regular. [130] Es más verosímil que el río encontrado por los nasamones fuese el Níger o el Gambia, pues caminaban hacia poniente, dejando a la izquierda la Etiopía, donde nace el Nilo. Acerca del curso y origen del Níger poco se ha averiguado más desde Heródoto. [131] Heródoto ha errado acerca del Istro, sin que la tortura que dan los críticos a su texto baste a salvarle del error. [132] La tejedura moderna solo se diferencia de la de los egipcios en ser horizontal. Las demás naciones tejían la trama en pie, colocando rectos los hilos de la urdimbre y dejando la obra hecha en la parte de arriba: los egipcios, sentados, la dejaban en la parte baja. [133] Esta ley procedía de que el tráfico y los negocios andaban en Egipto en manos de las mujeres. [134] No consta que las otras naciones aprendiesen la circuncisión de los egipcios, ni que estos la tomasen de los hebreos, quienes la usaron por precepto divino: en los demás pueblos no tuvo al parecer otro origen que el aseo, tan necesario en países cálidos. [135] Eran los cálculos ciertas piedrecitas de que se valían en sus cómputos los antiguos. [136] Parece que los jeroglíficos egipcios eran un tercer género de letras diferente del sagrado y del popular. El alfabeto copto, sacado del griego, no es la antigua letra del Egipto. [137] Esta abstinencia, tan ridícula como supersticiosa, la adoptó después Pitágoras. [138] Épafo lo mismo que Apis. En cuanto a los requisitos de una víctima pura, véase lib. III, pár. 28. [139] Los sacrificios expiatorios se fundan en el principio de reparación del ofensor al ofendido, dictado por la razón sola, y así es que desde el principio del mundo se usaron en todas las naciones con la inmolación de víctimas y la libación de licores, aunque manchados a veces por ritos impíos y supersticiosos. Por esto la cabeza del buey egipcio echado al río, y el cabrón emisario de los judíos cargados con los pecados del pueblo, aunque procedentes de un mismo principio, no son imitación uno de otro. Seguir esta comparación, no menos del pueblo hebreo que la del ayuno de que se habla más abajo entre las costumbres e instituciones reveladas u sancionadas por Dios, y los usos de los demás pueblos manchados con tantas supersticiones, es inexacto no menos que peligroso. [140] La razón de estas supersticiones, si es que alguna pudo haber, se funda o en el error de la trasmigración de las almas humanas a los cuerpos de los brutos, o en la opinión del alma universal del mundo repartida en todos los vivientes reputada por naturaleza divina, o en la fábula de que los dioses bajo la forma de animales se habían escapado de las manos de los hombres. Venerábanlos además por ser imágenes de los dioses, por ser útiles a la vida humana, por ser emblema simbólico de alguna perfección divina, y por ser insignia de los estandartes militares. [141] Siguiendo la analogía castellana, me valgo de esta palabra compuesta, tan conforme al genio de la lengua griega. [142] Anfitrión descendía de Dánao, venido de Egipto a ocupar el trono de Argos. [143] Los latinos dan a Poseidón el nombre de Neptuno, y a los Dioscuros el de Cástor y Pólux. No disto de creer que Neptuno, quizá el Neptuim de la Escritura, fuese una divinidad numídica distinta del Poseidón griego. [144] Parece que el número de _cinco_ debe corregirse con el de _ocho_. [145] Son frecuentes estas frases en Heródoto, harto supersticioso para historiador. [146] Lo que el autor calla por escrúpulo lo callaré por pudor, no menos que la versión vulgar del Falo, etc. Esta costumbre obscena duraba aún entre las naciones más cultas en el siglo III. [147] Melampo, hijo de Amitaón, insigne médico que por haber sanado a las hijas de Preto, rey de Argos, obtuvo de este una parte de su reino, pudo aprender de los egipcios descendientes de Dánao y establecidos en Argos, mejor que los fenicios de Cadmo, los misterios de Dioniso. [148] Conservo en la traducción los nombres griegos de los dioses, pues creo que la confusión de la mitología procede de haberlos acomodado los pueblos cada cual a su idioma. En latín Hera es Juno, Histia es Vesta, Temis es Astrea y Cárites, las Gracias. [149] Mucho se ha disputado acerca el nombre y origen de este antiguo pueblo. Hay quien cree su nombre derivado de _Pelas_; vecino otros de Phaleg, descendiente de Sem: otros de los Philistines o Phelasges, primero establecidos en Creta. Estos hombres, errantes por naturaleza, se derramaron unos por la Argólida y la Tesalia, y otros pasaron a Italia, donde se mezclaron con los umbros y lidios de Toscana. [150] El oráculo de Dodona, fundado por los pelasgos, fue anterior al tiempo de Deucalión, y es famoso por sus encinas parlantes, dentro de cuyo tronco hueco se metían los que daban las respuestas, y por sus calderas de bronce, una de las cuales, herida, comunicaba el sonido a todas las restantes. En tiempo de Augusto este oráculo había ya enmudecido. [151] _Promántidas_ es la palabra griega que equivale a profetisa, las cuales sucedieron en su empleo a tres profetas. El nombre que da a aquellas el autor es apelativo, pues _Preumenia_ significa benévola, _Timareta_ honra de la virtud, y _Nicandra_ victoria de los hombres. [152] Dispútase entre los críticos la razón de haber dado a estas mujeres el nombre de palomas; algunos creen que la voz πελειάς, paloma, significaba _profetisa_; otros que equivale a _viejas_, otros, en fin, que se les llamaba así por valerse en sus oráculos del agüero de las palomas. [153] Bubastis es la moderna Aziot; Busiris se llama ahora Bahabeit; Heliópolis es la On de la Biblia, llamada hoy Aiu Kesus. Butona y Sais estaban dentro del Delta, la primera vecina a Samanuo y la segunda a Roseta. En cuanto a Papremis, se ignora su situación. [154] Mígalas son al parecer lo mismo que musarañas. [155] Las recientes observaciones confirman casi todo cuanto dice Heródoto acerca del cocodrilo. En cuanto a su larga inedia, rara vez se le encuentra en el vientre comida alguna: en el río de Santo Domingo en América, amánsase hasta tal punto que juegan con él los muchachos; los árabes del alto Egipto consideran su carne como un plato regalado, y los indios lo prenden casi del mismo modo que los egipcios. Los dientes del cocodrilo son un excelente contraveneno. [156] De esta especie de cerastas sin veneno, o sierpes domésticas, las había, según Luciano, en Pella de Macedonia, y las hay en el reino de Juida, donde tienen templos y sacerdotes. [157] Tales quizá serían las serpientes que envió Dios a los israelitas en las costas del mar Rojo. [158] En esto se engaña Heródoto, pues hay viñas en algunos parajes del Egipto. [159] Según Luciano, era una momia, y no una estatua, la que se introducía en los convites. [160] Estas ceremonias son los misterios de Dioniso y otros que Orfeo comunicó a los tracios. [161] Desde la creación se contaron los días por semanas, dándose a cada día el nombre de alguno de los planetas, que más tarde fueron divinizados por esta razón, creyéndolos árbitros de las cosas humanas. Los egipcios, además de esto, dividían las 24 horas del día entre los planetas, poniéndolas bajo su jurisdicción. [162] Esta maniobra puede leerse más circunstanciada en Diodoro de Sicilia, donde el principal embalsamador señala el lugar de la incisura: el incisor abre el vientre del cadáver y echa luego a correr entre las maldiciones y piedras que le tiran los circunstantes, y el salador practica lo que dice Heródoto. [163] En el día se conservan en los museos algunas momias fajadas con estos lienzos, sobre los cuales se leen muchos caracteres sacros. [164] Quemis, llamada también Panópolis antiguamente, se llama en el día Akraim o Akmin; Neápolis es actualmente Kena. [165] Propileo es voz griega, a la cual, si hubiera de encontrar equivalente en medio de la gran variedad en la estructura de los templos, sustituiría el de pórtico o galería. [166] Diodoro Sículo dice que los sacerdotes casan con una sola mujer, y los demás egipcios con cuantas quieren. No podemos conciliario con Heródoto sino diciendo que variaron las costumbres. [167] Este loto es la planta llamada Nenúfar o Ninfea, cuyo tallo crudo comen los árabes por refrigerante, y del cual sacan cierta bebida que calienta el estómago. [168] Por otro nombre _Papirus_, y en arábigo _Al Berdi_, de cuyo meollo formábase cierta masa de la que fabricaban el papel casi del mismo modo que nosotros. Obsérvase que esta planta servía de todo en Egipto; de comida, de vestido, de zapatos, de jarcias y de corona, como sucede con la palma en las Indias. [169] Aunque esta relación tiene, según Aristóteles, todo el carácter de fábula, guarda alguna semejanza con lo que sucede con la hembra del caimán, que engulle sus crías empolladas en la arena, y con los atunes del Ponto Euxino, que desfloran su piel rozando con la ribera. [170] Muéstrase aquí Heródoto mejor naturalista que los que pretenden que el calor del sol saca varios animales de la materia pútrida, y que basta por sí sola a organizar un cuerpo viviente, error no menos impío que absurdo. [171] Será, a mi entender, este arbusto la higuera infernal, que Dioscórides llama _siselis_. [172] Menfis, a 15 millas de la punta del Delta hacia el mediodía, fue completamente destruida por los árabes, quienes se sirvieron de sus ruinas para edificar el Cairo. Su fundación fue quizá posterior a la guerra de Troya, pues nada dice de ella Homero, que tanto celebra a Tebas. Los profetas la llaman Noph, pero no era todavía corte de los faraones en tiempo de Moisés, sino Zoan o la Tanis de los griegos. [173] Empresa que ha desanimado a los más sabios y eruditos, cual es el ordenar el catálogo de los reyes de Egipto, no me atreveré a tentarla. El que 330 reyes no dejasen de sí monumento alguno, hace dudar de su existencia y pensar que serían quizá varios príncipes que gobernaban contemporáneamente diversas ciudades del Egipto. [174] Varias y discordes son las opiniones de los críticos acerca de la época y persona de Sesostris, que referiremos simplemente sin decidir en favor de ninguna: 1.ª, que es el Sesac de los libros sagrados; 2.ª, que vivió mucho antes de la guerra de Troya en tiempo de los Jueces de Israel; 3.ª, que es el _Setosis_ de Manetón, y el Egipto hermano de Dánao casi a la misma época antedicha; 4.ª, que es el Tifón de la mitología, y el faraón sumergido en el mar Rojo; 5.ª, que es el Osiris egipcio, el Dioniso griego y el Sesac de la Biblia; 6.ª, que fue el primero de los faraones coetáneos de Moisés que empezó a maltratar a los israelitas. Solo advertiré que, según el cómputo de Heródoto, vivió Sesostris un siglo antes de la guerra de Troya. [175] Según Gronovio, se llamaban siros los moradores de Palestina, y sirios o asirios los de Capadocia; pero los antiguos no siempre observan exactamente esta diferencia. [176] Hemos observado ya que la circuncisión entre los hebreos era una ceremonia religiosa figura del bautismo, sello de la creencia en el Mesías y de la fe de Abraham su primer autor, y recuerdo de la mortificación de la concupiscencia, no menos que una marca política o insignia de una sociedad aislada, al paso que en los demás pueblos era un uso ordenado a la salud, limpieza y fecundidad. Estas causas, junto con el ardor del clima, creemos que inspirarían esta prevención a cada nación en particular; pero si se quiere que se haya derivado de una a otra, diremos que de los israelitas pasó a sus egipcios y árabes; de los egipcios que solo la usaban sus sacerdotes, a los colcos y sirios, y de los árabes a los etíopes y demás africanos, que la observan todavía. [177] No se crea que se habla aquí de la célebre estatua colosal de Tebas que hablaba al nacer el sol. [178] Diodoro Sículo, sin acudir a este medio extremo y maravilloso, tan del gusto de Heródoto, saca en salvo a Sesostris por favor del cielo. En caso de que Sesostris fuera el mismo que los antiguos llamaron Egipto, el traidor sería Dánao, perseguido con este motivo por su hermano. [179] Según Diodoro, Sesostris antes de su expedición al Asia dejó ya repartido el terreno y dividido el reino en 36 distritos. Esta división de campos debía además existir ya durante los impuestos exigidos a los egipcios por el patriarca Josef, anterior sin duda a Sesostris. [180] Solo a este rey aplica el autor el nombre, genérico a los reyes egipcios, de Furón o Ferón en idioma cóptico antiguo, o Faraón en hebreo. [181] Los egipcios le llamaban Cetes, y le tenían por un gran mago y astrólogo, a quien los griegos después de Homero atribuyeron el poder de trastornarse en cualquier objeto viviente o insensible, tomando esta ficción de las varias figuras y jeroglíficos con que los reyes egipcios adornaban su cabeza. Según algunos, Proteo es el Setnos de Manetón y el Tifón de los mitólogos; según otros, era un mero gobernador del bajo Egipto, opinión que favorece el texto de Homero y la etimología del nombre griego, que significa presidente. [182] _Ilíada_, lib. VII, v. 289. Las palabras que siguen _en la Aristía de Diomedes_ no son quizá del autor, pues los versos citados no se hallan en este pasaje, que es el libro V de la _Ilíada_, y la división de este poema en títulos parece posterior a Heródoto. En cuanto a las dos citas de la _Odisea_, pertenecen al lib. IV, la primera v. 223, la segunda v. 352. [183] La autoridad de Eurípides, que en su Helena y en su Electra expresamente afirma que no fue a Troya la esposa de Menelao, sino que se detuvo en Egipto, y las razones de verosimilitud que añade luego Heródoto, hacen probable la narración de los sacerdotes egipcios, caso de que sea verdadera la historia de Helena y del sitio de Troya, la cual no fuera extraño que, a imitación del sofista Dion Crisóstomo, alguien negase en este siglo de novedad, así como se niega ya por alguno la existencia de Homero, cantor de aquellos hechos. [184] En tiempo de Menelao, los sacrificios de las víctimas humanas usados aún entre los griegos, como lo manifiesta el de Ifigenia, habían sido ya abolidos en Egipto por el rey Amasis, quien vedó se inmolasen ante el sepulcro de Osiris hombres a quienes llamaban tifonios. [185] Heródoto se muestra aquí más sesudo y religioso que Eurípides, quien dice por boca de Helena que Zeus había permitido su rapto y la guerra de Troya para aliviar a la madre tierra de la turba de los mortales. Muestro autor parece penetrado de la operación de Dios sobre los imperios de la tierra que también se deja ver en el Viejo Testamento, y de la máxima de que las naciones y sociedades pagan siempre su merecido sobre la tierra, aun cuando para algunos particulares se dilate el castigo para la otra vida. [186] Llámanle también Rampses y Ramesos, haciéndole unos hijo de Menes y otros de Sesostris. [187] Esta narración de Heródoto parece más bien una fábula milesia, adoptada o creada por este historiador tan amante de prodigios, y de la cual es copia quizá la historia de Plida, referida por Caraces y Pausanias. No me he excusado por tanto de valerme en este pasaje de algunas expresiones familiares y jocosas, en las que tanto se aventaja nuestro idioma. [188] Algunos creen que este juego de Deméter es una alegoría de las buenas o malas cosechas. La costumbre del vestido tejido de mano sacerdotal en un mismo día se usaba también en honor de Dioniso en Darnasia, ciudad de la Italia. [189] Las fábulas griegas de la barca de Caronte y de los jueces del infierno, fueron poéticamente tomadas de las ceremonias del Egipto, donde el cadáver, antes de recibir sepultura, depositado junto al lago Meris, era juzgado por más de cuarenta jueces, quienes, oídos los cargos contra el difunto, decidían si era o no digna de ella, y en caso de sentencia favorable era llevado el cadáver en una barca por el lago Meris para ser enterrado después de hacérsele una oración fúnebre. [190] Estos fueron Ferécides Sirio y su discípulo Pitágoras, quienes propagaron el dogma de la metempsicosis. [191] Entre Rampsinito y Queops pretende Diodoro Sículo qué mediaron siete reyes oscuros, excepto Nilo, quien abrió varios canales y dio su nombre al río llamado antes Egipto. Algunos dan a Queops el nombre de Quemmis o Quembes, y a su hermano Quefrén el de Cabrias. [192] Esta pirámide, que es la principal, queda en pie todavía, no menos que las minas de la famosa calzada de Queops, y conserva las gradas descritas por el autor, la primera de las cuales está a cuatro pies del suelo y tiene tres de anchura, y las otras disminuyendo a proporción. El área de su base cuadrada ocupa, según el cómputo de los modernos, 480.249 pies en cuadro, según el de Heródoto 640.000, y 490.000 según el de Diodoro. Estos monumentos llamados pirámides, de cuyo nombre griego no se descubre la etimología por ignorarse el que le dieron los egipcios, son por los árabes atribuidos a Jau, monarca universal anterior a Adán, por los coptos a Surid antes del diluvio, y por otros al patriarca Josef, a Nemrod, o a la reina Daluka. Su destino, si no fue tiránico para oprimir a los pueblos, o vano para ostentación de majestad, debió ser religioso para la sepultura de sus autores o para el culto de alguna deidad. [193] Ninguno de los dos soberanos logró sepultura en sus monumentos en pena de su soberbia. Las obras públicas hechas para defensa o para beneficio común, eternizan la veneración de sus autores en la grata memoria de la posteridad. [194] Difícil fuera decidir cuál es más absurda, si la respuesta del oráculo o la resolución tomada por Micerino. [195] Pletro es una medida griega de 100 pies. [196] Diodoro cuenta entre Micerino y Asiquis otro rey, que es probablemente el mismo que Asiquis, llamado Bocoris el sabio, quien a pesar de su prudencia incurrió en la tacha de avaro y de impío, porque quiso que el dios Muevis, toro sagrado, pelease con otro toro. Preso por el etíope Sabacón, fue quemado vivo por su orden. Plutarco menciona otro rey con el nombre de Gnefacto o de Techatis, al cual otros llaman Necocabis, padre de Bocoris. [197] Este remedio no podía ser más seguro y eficaz, atendidas las creencias y usos de Egipto, pero era inhumano, no perdonando a los muertos para asegurar la correspondencia entre los vivos. [198] Créese que esta ciudad es la Chanes o Hanes de Isaías, confinante con la Etiopía. [199] Es probable que los tres príncipes Bocoris, Anisis y Neco, de quien se hablará más adelante, reinasen en tres provincias diferentes, cuando fueron destronados por el conquistador Sabacón, quien parece el mismo que Sua, citado en el lib. IV de los Reyes. [200] El número de 700 debe corregirse en el de 300 años que trascurrieron desde Sua, contemporáneo del rey Oseas, hasta Amintes en el reinado de Artajerjes Longimano. [201] Estos árabes no eran los ismaelitas, sino los de la Arabia Pétrea, los idumeos y otros tributarios de la Asiria, pues las tribus árabes permanecieron siempre libres e independientes, según la promesa hecha por Dios en el Génesis a la posteridad de Ismael. [202] No se ha averiguado si Taraca, rey de Egipto, que salió contra Senaquerib, citado en el libro 4.º de los Reyes, es el Setón de Heródoto; pero no veo por qué el exterminio de los asirios por un ángel, según la Escritura, deba explicarse por la visión verdadera o supuesta de Setón, pues lo primero es de fe divina, y lo segundo una de las historias de Heródoto. [203] Esta fábula pudiera tener su origen en el portento de Josué, que detuvo el sol, y parece convenir con la teoría de Burnet, según la cual la tierra, antes del diluvio, se hallaba en posición paralela al sol. [204] Según los críticos, donde dice 600 debiera leerse 60. [205] No se sabe que este duodecimvirato fuera elegido libremente por los egipcios, como parece indicar el autor. [206] Lo que resta del laberinto, que conviene exactamente con la descripción de Heródoto, se llama el palacio de Caronte, la laguna Meris el lago de Caronte, y la ciudad de los Cocodrilos es Arsínoe, de la cual solo quedan ruinas. Tres fueron los objetos y usos del laberinto: servir de templo común o panteón de los doce reinos en que se dividía entonces el Egipto, de corte suprema para los mayores negocios del estado, y de sepultura común para los monarcas. [207] Conviene no confundir la laguna Meris o Miris con la laguna Marea, vecina a Alejandría, entrambas de las cuales creyó Arístides que habían sido en lo antiguo dos senos del Nilo. La presente laguna de Caronte tiene ahora 12 leguas, o a lo más 15 de circunferencia, término medio entre el cómputo de Mela, que solo le da 20 millas, y el de Heródoto, harto exagerado, aunque los naturales le defienden diciendo que cierto terreno, arenoso en el día, formaba antes una parte de la laguna. Además de la acequia principal de que se habla aquí, por la cual el lago descargaba o recibía las aguas con sus puertas que se abrían o cerraban, desaguaban en él otros canales menores salidos del Nilo, admirables por su número y construcción, los cuales se conservan enteros. En cuanto a las pirámides de Meris, han desaparecido, si bien aseguran los vecinos que cuando el río no sube mucho se ven sus ruinas, no menos que las de los templos, sepulcros y otros edificios en una isla de una legua de circunferencia, situada en medio de la laguna. [208] Las 20 minas se computan en 129 libras esterlinas; y el talento de plata en 258 de la misma moneda, sin contar los picos. [209] Si este conducto se supone natural, y más si se concede a la laguna un manantial siempre vivo, como quieren algunos viajeros, será esto más probable que no si se pretende que el conducto es artificial, pues entonces el lago todo se hubiera desaguado por él, y la tierra excavada por tan largo trecho hubiera debido de ser infinita. [210] Esta es la única vez que el autor hace mención de este monarca, por haberse perdido el libro que el autor escribió de los asirios. [211] Sin duda la libación en una taza de bronce debió incitar menos a los once reyes contra Psamético que la envidia de su provincia marítima, viéndole floreciente por su comercio y muy unido con los negociantes extranjeros. [212] No consta cuál fuese el grado de Neco, si soberano o vasallo, si magistrado o particular: pero la retirada de su hijo a Siria hace conjeturar que sería príncipe de alguna provincia de Egipto. [213] La piratería fue una profesión antiquísima en los mares de Grecia y del Asia menor, ni se reputaba infame, según el testimonio de Tucídides, quien la atribuye, parte a la oportunidad del mar, parte a la pobreza de los habitantes, parte a la independencia de aquellos pequeños estados, de la cual nacía la impunidad de los corsarios. [214] La batalla parece que se dio cerca de Menfis, en la cual algunos reyes quedaron muertos, y otros se refugiaron dentro del África. [215] Este toro y dios Apis de los menfitas no debe confundirse con el toro y dios Mueris de los de Heliópolis, a cuya imitación los israelitas fabricaron su becerro en el desierto. [216] Parece que el favor de este rey hacia los griegos a quienes debía en parte la corona, indispuso no poco el ánimo de los nacionales para con su soberano, de cuyo servicio desertaron de una vez en gran número, según se dijo en el pár. XXX de este libro. Este descontento obligó más a Psamético a unirse con los extraños, haciendo alianza con los atenienses y con otros griegos. [217] En las ruinas de Egipto se ven todavía techos grandes de una sola pieza. [218] Es extraño que ignore el autor las grandes islas flotantes cerca de Orcómeno, ciudad de Beocia, que después describió Teofrasto, y otras de que Plinio y Séneca dieron noticia. En el río Formoso en el reino de Benín, según el abate Marcy, se ven no pocas islas flotantes, pobladas de cañas y arbustos. En cuanto a la historia de la isla de Quemis, parece trasladada por los griegos a la de Delos, mudados solo los nombres; a no ser que los egipcios con el comercio de los griegos adoptasen también sus fábulas. [219] Conservo los nombres griegos, a los cuales en latín corresponden: a Artemisa, Diana; a Dioniso, Baco; a Deméter, Ceres. [220] Dícese de este rey, además, que envió a buscar las fuentes del Nilo, que hizo en dos niños la experiencia referida en el segundo párrafo de este libro, y que conjuró a fuerza de regalos la tempestad que le amenazaba con la invasión de los escitas. [221] Este canal regio, del cual Aristóteles hace inverosímilmente primer actor a Sesostris, y Diodoro y Heródoto a Neco, fue llevado a cabo por Darío, y no, según pretende Diodoro, por Ptolomeo Filadelfo, tantos años posterior a nuestro autor, si bien este monarca fabricó una exclusa con sus puertas para subir y bajar el agua, a fin de que el mar Rojo, más elevado que el Egipto, como se decía, no inundase el país. En la incertidumbre que reina acerca del curso del canal, parece lo más probable que se tomó el agua desde el brazo bubástico del Nilo cerca de Facusa, y tirando hacia al monte vecino de la Arabia, y torciendo al pie de él su dirección, seguía hasta entrar en el golfo Arábigo cerca de la ciudad de Patumo, que se duda si será la Phitom del Éxodo, después Heopolis. [222] Por el libro IV de los Reyes sabemos, con más puntualidad, que Faraón Necao venció a los judíos cerca de Mageddo; que en Rebla de Siria prendió al rey Joacaz, llevándole cautivo a Egipto; que nombró a Joaquín rey de Jerusalén, aunque no consta que tomase a fuerza de armas esta ciudad, que será acaso la Caditis de Heródoto. Venció también Neco a los asirios, y se apoderó de Carcamis sobre el Éufrates; pero vencido poco después por Nabucodonosor, perdió sus conquistas, y murió 600 años antes de Jesucristo. [223] Diodoro pretende que la embajada de los eleos fue en tiempo de Amasis. [224] Este rey, que venció al principio a los tirios, sidonios y cipriotas, volviendo a Egipto con un rico botín, y a quien dan unos 22 y otros 19 años de reinado, es el Ephree de la Biblia, cuyo delito fue abandonar a su aliado Sedecías en manos de Nabucodonosor, y cuyo castigo anuncia Jeremías. [225] En el libro IV, párrafo CLIX de esta historia, se verán los motivos que tuvo Apríes para esta expedición y que eran injustas las sospechas de sus vasallos. [226] No se sabe si estos preparativos de guerra se hicieron con el favor de Nabucodonosor, que se valdría de estos disturbios para saquear el Egipto, y si fueron en el tiempo o después de su invasión; mas parece que auxilió a Amasis, y que le dejó tan solo como rey feudatario. [227] Ciudad no lejos de la laguna Marea. [228] Heródoto, al estilo de los poetas, dejando suspensa la expectación de los lectores al ir a darse una acción decisiva, intercala este episodio de las milicias y clases en Egipto, que en vez de siete reduce a cinco Diodoro de Sicilia. En cuanto a la milicia egipcia, a pesar de su separación y perpetuidad, obsérvase que jamás sobresalió en valor, pues sin el ejercicio activo de la guerra, los soldados, aunque de profesión, se enervan con el ocio. [229] Esta era la primera clase del estado con un sumo sacerdote y varios colegios presididos por un pontífice menor; el rey era cabeza del sacerdocio egipcio, como debía serlo en la religión natural la suprema potestad. [230] La mina corresponde casi a una libra de peso: el sextario a poco más de un cuartillo. [231] Este pasaje concuerda con la expresión arrogante y blasfema que pone Ezequiel en boca de este rey, el dragón grande tendido entre sus ríos y diciendo: _Meus est fluvius, ego fecime metipsum_. No conviene menos con la narración de Heródoto lo demás de la profecía, aunque la desolación de 40 años con que se amenaza a las ciudades del Egipto, después de la invasión de Nabucodonosor, hace pensar que entre Apríes y Amasis reinó algún príncipe menos poderoso, que sería el Partamis de Helánico o algún otro. [232] Estos misterios representaban las desventuras de Osiris, echado al río en una caja cerrada con plomo o hecho pedazos por Tifón y hallado por su mujer Isis. [233] Diodoro afirma que Deméter o Ceres es la misma que Isis, cuya tesmoforia o misterios eleusinos celebró la Grecia, adoptándolos del Egipto en Argos por medio de las danaides, y en Atenas, colonia quizá egipcia, por medio de los egipcios Petes y Erectes. [234] Los egipcios habían logrado con la fuerza de la costumbre, que en una sociedad bien constituida tiene dominio absoluto, contener y limitar a la suprema autoridad, por más que la corona fuese hereditaria, recayendo en los raros casos de elección en un oficial de mérito o en un sacerdote virtuoso. La conducta trazada al monarca era arregladísima: el uso apartaba de él todas las personas bajas y vulgares, dándole por criados jóvenes nobles educados con esmero; repartía sus horas entre el despacho de los negocios, el sacrificio diario, un breve recreo, una mesa moderada y en oír la lectura de las instrucciones de los libros sagrados, y un elogio de sus diarias acciones si lo merecía, y en fin, nada le consentían hacer contrario a las leyes y costumbres del Egipto. [235] Aunque las leyes egipcias prohibían el hurto, como se ve por este pasaje y por la historia referida en el pár. CXXI de este libro, señalaban un magistrado con el nombre de Archiladrón, quien tomaba por escrito los nombres de los que quisiesen profesar tal oficio, y les obligaba a presentarle sus hurtos; y ante él acudían los dueños de lo robado, que lo recobraban dejando una cuarta parte de su valor en beneficio del ladrón. Sin defender esta economía como remedio de mayores males, diré que no era contraria a la ley natural, pues la potestad suprema puede moderar el dominio privado de cada uno con ciertas cargas y condiciones a que puede obligarlos. [236] Esfinges con rostro de hombre. [237] Se estimaba en más el mármol etiópico negro o variado, por lo fuerte de la piedra, o quizá solo por ser extranjero. [238] Diodoro refiere que las ciudades y pueblos grandes del Egipto antiguamente subían a 18.000, en tiempo de Filadelfo a 20.000, siendo entonces de siete millones la población, que en su tiempo había bajado a tres millones. Y no es de admirar, si es verdad que un niño no costase a sus padres más que 20 dracmas hasta la edad varonil, pues la población crece con la abundancia de víveres. [239] Equivalen a los que llamamos cónsules al presente, pues cada nación, y aun a veces una ciudad, tenían al parecer su compañía de comercio. [240] Náucratis era, según se dice, colonia de Mileto, si bien no consta la época de su fundación. En cuanto a los emporios privilegiados, es difícil de resolver si son más ventajosos que perniciosos al bien público. [241] Nos es extraño que los de Delfos fuesen tan cargados en el reparto, pues sin la fatiga de cultivar sus riscos, vivían a expensas del templo, y aun quizá se enriquecían, como sucede con los cuestantes, con lo que recogían para su reedificación. [242] Ciudad de la isla de Rodas. [243] Parece que Heródoto fue mal informado acerca de la prosperidad del reinado de Amasis, pues mal conviene su narración con las predicciones de los profetas, con el saqueo de Nabucodonosor, y con la de Jenofonte de que Ciro, contra quien Amasis se había coligado con Creso, se apoderó del Egipto. [244] Es más verosímil que la expedición de este rey contra el Egipto fuese motivada por la sublevación de Amasis, antes feudatario de la Persia, o por haber conquistado Ciro el Egipto, o por ser este país desde Nabucodonosor dependencia del imperio babilonio. [245] No obstante estas dos razones, de las cuales una estriba en la suposición arbitraria de que un monarca persa no pudiera contraer matrimonio legítimo con una princesa extranjera, y la otra nada prueba porque se responde por la cuestión, se ve en Ateneo que dos historiadores de mérito, Dinón y Linceas, hacen a Cambises hijo de Nitetis. [246] Esta raza de gente, más astuta y fiel en palacio que intrépida y avisada en las expediciones de guerra, era reputada, según Jenofonte, en las cortes bárbaras, por la más apta y adicta al servicio de los soberanos, de cuyo favor únicamente dependía, viéndose despreciada y aborrecida de los demás hombres. [247] Las dos ciudades de Caditis y Yeniso, de que no habla ninguno de los autores antiguos, oscurecen la descripción geográfica de un terreno exactamente conocido, cual es la Siria palestina o costa de los filisteos, que empieza desde la Fenicia y continuaba hasta Egipto siguiendo de norte a mediodía. Tal vez será Caditis no Jerusalén, sino la Gat de los filisteos, y Yeniso será Rafia, distante tres jornadas del monte Casio. Los emporios que cita eran los varios puertos de la Pentápolis de los filisteos. [248] Da el nombre de Siria al desierto que cae entre el Egipto y la Idumea, confinante con la tribu de Judá, comprendiendo bajo aquel nombre el mencionado camino de tres jornadas. [249] Era este árabe un príncipe idumeo, reinante en la Arabia Pétrea. Los idumeos descendientes de Esaú, vasallos antes del reino de Judá, gobernados por una especie de virrey y después de siglo y medio sublevados, se mantuvieron independientes, y en tiempo de la cautividad babilónica se hicieron tan poderosos, que si creemos a Heródoto, tenían bajo su dominio los puertos y emporios de los filisteos, sin reconocer por dueños a los persas, que lo eran ya de Babilonia. La fe en los tratados era ciertamente una de sus virtudes características. [250] Por su Dioniso entendían el sol, por Urania la luna. El estado de ignorancia en que estaban sumidos los árabes no me permite detenerme en sus dioses planetarios y en los que colocaban en las estrellas fijas, en sus ángeles medianeros, y en su magia y sabianismo. [251] En el bajo Egipto suele muchas veces llover en invierno y alguna vez nevar. En el alto Egipto, en especial cerca de las cataratas, es extraordinaria, aunque no cosa nunca vista, una lluvia seguida y continua, que es lo que significa el texto; pues en cuanto al rocío, es allí copioso cuando baja crecido el Nilo. [252] Polieno dice que los egipcios que estaban de guarnición en la fuerte plaza de Pelusio, dieron paso a los persas por no hacer daño a una gran tropa de perros y gatos y otros animales tenidos en Egipto por sagrados, que Cambises hacía marchar al frente de sus tropas. [253] Estas tiaras, aunque hechas de fieltro o lana tupida, creo serían más semejantes en su forma a los turbantes asiáticos que a los sombreros con alas. En cuanto a la fragilidad de los cráneos persas, menos influiría en ella el turbante que el clima del Asia meridional; por lo cual se ve todavía en los cementerios resolverse pronto en ceniza blanca un cadáver asiático, al paso que un europeo se deshace más tarde y en ceniza negra, como se observa en las Filipinas. [254] En el reinado de Artajerjes Longimano, Inaro, príncipe de la Libia, puesto al frente da los egipcios sublevados, y asistido por los atenienses, dio a los persas una batalla en que pereció Aquemenes, tío del rey, con 100.000 soldados. El resto de los persas se fortificó en Menfis, donde estuvieron tres años sitiados por Inaro, hasta que viniendo en su socorro Megabizo con un nuevo ejército, derrotó a este, obligándole a retirarse a Biblo y a rendirse poco después. El infeliz Inaro fue crucificado en Susa contra la fe de las capitulaciones: pero el egipcio Amirteo, después de haberse retirado con algunos de los suyos a los pantanos inaccesibles, y reinado en ellos pacíficamente con el auxilio de los atenienses, salió de sus lagunas, y no solo recobró todo el Egipto, sino que coligado con los árabes dio en Fenicia una batalla a los persas en la cual fue derrotado, y no se sabe si muerto también. Los persas dieron después a su hijo Pausiris el reino de Egipto. [255] Antiguamente los persas veneraban el fuego, si como dios o como imagen de la divinidad se ignora; pero se sabe que entre varios pueblos orientales quedó pura por algún tiempo la religión después del diluvio. Por lo tocante al dios fuego de los egipcios, no se puede dar una idea más grosera de una divinidad que la descrita por Heródoto; y aunque el vulgo se explicase así, los sacerdotes no venerarían en el fuego material otro numen que su Hefesto o Vulcano. [256] Los macrobios (_hombres de larga vida_) no podían habitar en las costas del mar del Sur, del todo incógnitas a los antiguos. La Etiopía era una dilatada región que por el norte confinaba con Elefantina de Egipto, por el poniente con la Libia interior, al presente Abisinia, por el levante con el mar Rojo, y por el mediodía con la parte del África, entonces desconocida, que comprende ahora los reinos de Gingiro, Álava y Zeila. Sus antiguos límites no pueden fijarse, así por falta de monumentos, como porque debieran variar según el poder del etíope. [257] Los que se alimentan de pescado. [258] La capital de este soberano, cercana al país de los ictiófagos situados en las orillas del golfo Arábigo, sería, según parece, la antigua Auxumis, ahora Ascum, 45 leguas distante del mar Rojo, a 14 grados de latitud boreal. Solo suponiendo esta parte de Etiopía, la más distante del Egipto, dividida e independiente de las demás, podrá conciliarse la sencillez de estos etíopes y su ignorancia del uso de púrpura, brazaletes, pan, etc., con las conquistas que habían hecho en Egipto los reyes etíopes sin duda de otras provincias, y con la comunicación tan estrecha que habían tenido con la nación más civilizada. [259] Este vidrio sacado de las minas, muy diferente sin duda del nuestro, da lugar a muchas conjeturas. Ámbar no puede serlo, pues solo es depósito del mar Báltico; con más verosimilitud se le cree alcohol, de que abunda la Abisinia, o una especie de sal de piedra, tierna al excavarla y endurecida después al aire. Respecto a las costumbres que atribuye Heródoto a los etíopes, convienen en parte con las actuales: su amor a la bebida es el mismo; su vida, aunque no tan larga en la actualidad, es favorecida por el clima y por la sencillez de costumbres y alimentos; y su abundancia en oro es confirmada por muchos autores, si bien no es menor en Abisinia la del hierro que es quizá el bronce de Heródoto. [260] No será impropio de este lugar reducir a un punto de vista la historia de la antigua Etiopía esparcida por varios escritores. El nombre de etíopes se extendía a los escitas del Araxes, a los árabes de una y otra orilla del Mar Rojo, a los africanos de la Libia interior, y a los abisinios o etíopes propios de quienes nos ocupamos. Descendientes de Habaschi, hijo de Chus, que pasando el estrecho de Bab-el-Mandeb dio el nombre a su nación y a su país, estuvieron al principio divididos en varios reinos, que Plinio hace subir a 45, entre los cuales eran los más poderosos los de Méroe y Auxumis, dilatándose el primero hasta la Tebaida; contra el cual dicen se dirigió la famosa expedición de Moisés como general de Faraón. No es improbable que la reina de Saba que visitó a Salomón fuese soberana a un tiempo de los egipcios y etíopes, y que tuviera de Salomón un hijo de quien descendían los antiguos reyes de Etiopía. Según pretenden los abisinios, hubo también en Méroe diversas reinas con el nombre de Candace, de una de las cuales era ministro el eunuco bautizado por San Felipe. Reunidos los etíopes en un mismo imperio por Sesostris, que será acaso el Sesac de la Escritura, tuvieron sus conquistadores, como Zara, derrotado por Asá, rey de Judá, al frente de un millón de soldados, y como el ya conocido Sabacón, llamado Sua o Taraca en la Biblia, hasta que el asirio Asaraddon, para vengar la derrota de su padre Senaquerib, se apoderó del Egipto y de la Etiopía, donde reinó tres años con mucha crueldad. No se sabe más de los etíopes hasta Ciro, cuyos sucesores solo dominaron algunos etíopes confinantes con Egipto. Ptolomeo Evergetes penetró más tarde hasta Auxumis, y los romanos entraron alguna vez en Etiopía; pero fueron efímeras y nada estables sus conquistas. [261] No sé por qué los griegos dieron este nombre al lugar donde se deportaba a los desterrados. La citada Oasis era la mayor de las tres así llamadas. [262] Antes había ya Cambises con una conducta poco considerada abrasado los templos en Menfis, y quitado de la tumba del rey Osimandias un círculo de oro de 365 codos, en cuya superficie se representaban todos los movimientos de las constelaciones del cielo. Los restos escapados de las llamas subían a más de 300 talentos de oro. [263] Jenofonte llama a este príncipe Tanasxares, y Justino, Mergis, variación muy usada en los nombres de los príncipes bárbaros, nacida entre los griegos y latinos de la diversidad de su lengua con la de los orientales. Estos fratricidios de príncipes reales, fundados en la máxima de Séneca, _non capit regnum duos_, eran entre los bárbaros muy frecuentes, hasta que el cristianismo y su civilización vinieren a destruirlos. [264] Esta hermana a quien mató Cambises en Egipto, se llamaba Méroe, y su hermana mayor, y mujer también suya, era Atosa. El ejemplo de Cambises abrió la puerta a todo género de incesto entre los persas, que cerrando los ojos al horror de la naturaleza y al grito de la razón, no reconocían parentesco alguno, aun en primer grado, que les impidiera el matrimonio. [265] Estos consejeros de Estado, en número de siete, parece que seguían siempre a la corte y al soberano, si bien algunos más residirían quizá ya en una, ya en otra provincia del imperio, según la urgencia de los negocios. El despotismo de los monarcas y la arbitrariedad de los sátrapas no debía permitir en los jueces tribunales que Jenofonte nos pinta en su _Ciropedia_, menos según la realidad que según lo que debía ser. [266] No es posible sacar a estos dioses del caos de la mitología, ni dar razón de su nombre, procedencia y número, a menos que se les tome por compañeros de Hefesto, padre de los herreros, venidos de Fenicia a varios lugares de la Grecia. [267] La isla de Samos, separada del Asia menor por un estrecho de mil pasos de ancho, situada entre el grado 38 y 39 de latitud, y de unas 87 millas de circuito, poblada desde el principio por Macareo, hijo de Eolo, ocupada después por los carios, y conquistada por los jonios en tiempo de Roboam, fue una de las más célebres de Grecia. Su gobierno sería antiguamente monárquico, pues se hace memoria no solo de Macareo, Tembrio y Procles, antiguos posesores de la isla, sino también del rey Anfícrates, anterior a la edad de Cambises. Prevaleció después la democracia en tiempo de Creso y de Ciro, de quienes nunca fueron vasallos los samios, muy poderosos por mar y opulentos comerciantes; pero a la democracia sucedió la oligarquía de los _geómoros_, o de algunos nobles que repartiéndose los campos gobernaron la isla con una especie de Senado, hasta que fueron todos degollados por el pueblo; el cual no recobró su libertad sino para recaer en manos del general Silosonte, y poco después de la muerte de este, en las de Eaces, quien dejó el mando a su hijo Polícrates, 531 años antes de Jesucristo. [268] Si no es este realmente el ejemplar de la carta de Amasis, o un extracto del discurso de Solón con Creso, está en ella perfectamente imitada la simplicidad majestuosa de los antiguos soberanos. Sus máximas, aunque fundadas en los errores del fatalismo y de la envidia que se atribuye a los dioses, podrán ser ciertas aplicándolas a la infalibilidad con que se cumplen los divinos decretos, una vez previstos, pero no violentados los actos de nuestro libre albedrío, y a la insolencia injuriosa, compañera de una larga prosperidad, con que suele obcecar a los príncipes la justicia divina. [269] Polícrates conservaba al parecer, contra lo que sucede generalmente, aquella afectación de familiaridad con el pueblo, aquella afabilidad y bizarría en convites y en servicios que le habían conducido al mando, ganándole el aura popular. [270] Véase lib I, pár. LXX. [271] Concuerda Plinio con Heródoto en la descripción de este peto y de la lana de que era formado, producto del arbusto del algodón que se cría en los confines del Egipto con la Arabia; pero no acierta en atribuir a Alejandría el primer uso de las telas de hilos de varios colores, conocidas ya desde José, hijo de Jacob, y a Átalo la invención del brocado o tela entretejida con hilos de oro, que vemos usados ya en el peto de Amasis. [272] Los asirios y babilonios fueron verosímilmente los primeros autores del eunuquismo, pues antes de los persas lo vemos ya usado en los palacios lidios y medos: barbarie cruel y afeminación indigna que se imita escandalosamente en Italia para dar buenas voces a los conciertos y teatros. [273] Es incierta la época en que los corintios enviaron sus colonias a Corfú, aunque debió ser posterior a Homero, quien la llama en su _Odisea_, Esqueria, la tierra de los feacios, sin hacer mención de Egnecrates, conductor de la colonia. [274] Ciudad de la Argólida, quizá Pigiada hoy día, célebre por el templo de Esculapio. [275] No asiento a que el primogénito, como quieren algunos, se llamase Gorgias, pues este era el nombre de un hermano de Periandro, cuyo hijo Psamético sucedió en el gobierno a su tío. [276] La muerte de Licofrón ocasionó al parecer entre los corintios y corcíreos una batalla naval, de las más antiguas y célebres que vio la Grecia. [277] En Sifanto, que tal es el nombre de la antigua Sifnos, isla de 40 millas de circunferencia, no se trabajaba en el día mina alguna, aunque se asegura que las hay de plomo. Tiene la isla cinco muy buenos puertos, Faros, Vati, Quitriani, Jerrónisos y Calanca. [278] _Wesselingio_ corrige por dos códices insignes el texto, que en vez de _Hidrea_ decía _Tirea_, ciudad dentro de tierra en la Argólida, lo que a muchos hizo incurrir en error. [279] Aún quedan ruinas de este célebre templo dedicado a Hera, del muelle que atestigua que los samios fueron los primeros negociantes por mar entre los griegos, y de la mina descrita por el autor, que se encuentra entre los restos de la ciudad y el monte Metelino, con dos bocas, de las que una corresponde al camino cubierto, y otra al acueducto excavado al lado con mayor profundidad, al cual se podía bajar desde la mina para conservarle en buen estado. [280] Sin duda el mago contaba más con el odio de los vasallos contra los excesos de Cambises, que con la legitimidad de las pretensiones del personaje cuyo nombre había tomado, pues ¿cómo hubieran los persas reconocido por rey a Esmerdis mientras vivía su hermano mayor, y sin saber si tenía este sucesión? [281] Siguiendo a Plinio, Ecbatana de Siria estaba situada junto al monte Carmelo. [282] Estos oráculos, cuando no eran profecías de lo pasado, llevaban en sí tantas anfibologías e incertidumbre que no se comprende cómo podían ser oídos seriamente. [283] En Oriente era muy antigua en boca de alguna persona pública la costumbre de estas bendiciones y maldiciones sobre todo un pueblo, que se practicaba siempre con ceremonias y visos de religión, de las cuales se ven tan frecuentes ejemplos en la Biblia. [284] Este rey mago, llamado diversamente por los antiguos Esmerdis, Mardis, Espendadates, Oropastes, y por Esdras Artajerjes, prohibió a los judíos llevar adelante su templo, cuya reedificación, mandada por Ciro, fue entorpecida en el reinado de Cambises, conocido en el mismo libro de Esdras por Asuero. [285] Reconozco en estos discursos lo que varias veces observé en los políticos modernos, que nada de bueno nos dan en sus escritos que no se deba a la Grecia. Los fundamentos de la sociedad política, sus géneros, sus progresos, sus atrasos, su decadencia, su variación, su vuelta periódica, todo lo indica Heródoto, lo amplifica Platón y lo descifra y analiza Aristóteles. [286] Los confederados compusieron un orden principal en el imperio, como grandes de primera clase, y de sus familias se formó después una especie de Consejo de Estado. [287] Seis esposas de primera clase tuvo Darío: de la hija de Gobrias, con quien casó antes de ser rey, tuvo tres hijos, Artobazanes, Aariabignes y Arsamenes; de Atosa, su esposa favorita, tuvo a Jerjes, Masistes, Aquemenes e Histaspes; de Aristona, a dos, Arsames y Gobrias; de Parmis le nació Ariomardo; de Fratagina, hija de Artanes, le nacieron Abrocones e Hiperantes; de Fedima no se sabe que tuviese hijo alguno. [288] Aunque no presumo de monetario, creo que el talento babilónico valía 314 cequines o 628 escudos, y el talento euboico 714 escudos. No puedo inclinarme a creer que la economía pública fuese una ciencia desconocida a los antiguos, pues los indicios que nos quedan del reino de Salomón, del de Darío, de la república de Atenas y del imperio romano, persuaden la buena dirección de los negocios respecto a las rentas del estado, aunque se haya adelantado en el día el comercio de los ciudadanos entre sí o con los extranjeros. [289] Los tracios asiáticos se llaman más comúnmente bitinios, y los sirios, capadocios. En el catálogo de estas satrapías no sigue Heródoto el orden de excelencia ni de tiempo, pues provincias tenues se anteponen a muchas más ricas, y las más lejanas a otras más próximas por las cuales empezó Darío a arreglarlas. [290] El año de los persas no constaba sino de 360 días. [291] Ciudad marítima de la Siria, llamada también Posidonio, cerca de Heraclea. [292] Esta satrapía era la más remota del imperio, según se infiere de la posición de los gandarios o gargaridas situados junto al Ganges. [293] El nono gobierno se llama al presente Kurdistán; el décimo Schiván; el undécimo, contenido entre el Tauro y el mar Caspio, se llamó después Media Atropatene; el duodécimo es hoy el Korasán. [294] El decimotercio gobierno además de la Armenia comprendería la Mingrelia, la Georgia y la Albania: el decimocuarto, según se infiere de los Sarangas colocados entre los ríos Indo y Arbis, era formado por la antigua Gedrosia, al presente Macran; el decimoquinto se llamaba Hircania, y comprende los provincias de Mazandau y de Hilan; el decimosexto es en el día Erak-Agamí. [295] Los etíopes de la satrapía decimoséptima estarían probablemente situados cerca del Indo; la decimoctava correspondería a la Armenia menor; la decimonona al Ponto, célebre reino de Mitrídates; la vigésima no comprendería regularmente todo el Indostán situado entre el Indo y el Ganges, sino una parte de él únicamente. [296] Esta región se llama hoy Pars o Fars, en la que se halla Schiras, la antigua Persépolis. [297] Los citados etíopes son los árabes confinantes con el mar Rojo, donde estaba la sagrada Niso. Los colcos ocupaban el país actualmente llamado Gurgistán, que comprende las comarcas de Mingrelia, Imereta, Guriel, Laket y Carduel. [298] Hasta muchos siglos después de Heródoto no se tuvo en Grecia conocimiento de las provincias situadas más allá del Ganges, lo que hace creer que la China no fue un imperio tan antiguo como la pintan sus anales, pues su grandeza, mayor que la de los persas, no hubiera podido esconderse a los escritores de la antigüedad. Los indios de que habla el autor son los del Indostán, de los cuales, aunque diga verdad Heródoto en algo, especialmente en su vestido de enea y corteza de árbol de que sacan en el día vastas telas en muchas partes del Asia, no es creíble la brutal disolución que les atribuye, la inhumanidad de degollar a sus padres y abandonar a los enfermos, mayormente cuando los banianos, descendientes de los antiguos moradores, son tan compasivos hasta con los animales, que mantienen en Surate dos hospitales para ellos. Plinio previene que los antiguos, y Heródoto en especial, no hicieron más que verter mil fábulas sobre la historia natural, ciencia felizmente perfeccionada por los modernos. [299] La situación de estos indios corresponde a las provincias septentrionales del Indostán, comarcanas del Cáucaso, llamadas ahora Kacmira y Hacares; pero en lo que refiere de ellos se equivoca el historiador, pues no hay allí arenales sino valles comparables a la Tesalia, ni hormigas en toda el Asia semejantes a las que pinta, ni minas de oro y plata en el Indostán, a no ser arenas de oro en los ríos o las minas ya agotadas de Siam, que será quizá la Quersoneso Aurea de los antiguos. [300] Ni al anochecer se siente el frío referido, ni al medio día se templa el calor, como supone Heródoto, pues en pocos países es tan intenso, aunque pudo dar fundamento a esta noticia la marea y el viento de tierra que reina regularmente en las costas del mar Índico. [301] Diodoro Sículo atribuye a la eficacia del sol la grandeza de los vivientes y la variedad de los colores en las aves, flores y minerales de aquella extremidad oriental de la tierra, como llama nuestro autor a la India, siguiendo la opinión vulgar de los griegos que, sin pararse en la redondez del globo, colocaban a Delfos en el centro de la tierra. [302] Este es el arbusto del algodón, diferente de la planta que también lo produce, y si la China fuera entonces conocida, se sospechara que hablaba el autor de la seda blanca que en Chantong ciertos gusanos crían sobre los árboles. [303] El principio de reconocer un espíritu próvido que dirija el universo es exactísimo y universalmente reconocido, salvo por los epicúreos, aunque sean apócrifos todos estos fenómenos naturales y maravillosos partos de la víbora y la leona, que cita en su apoyo. [304] De estas ovejas de disforme cola que existen en África todavía, según he leído, habla Plinio, como también de la droga del ládano, que no es la única en adquirir aprecio y estimación a pesar de su vil origen, pues otro tanto sucede con la piedra bezar que se cría en los intestinos del pasán, especie de cabrón de Golcenda. [305] Ciertamente el África occidental, llamada aquí Etiopía, es abundante en oro y grandes bestias; pero sus negros no son por lo común tan altos y gallardos como supone. [306] Esta confusa noticia sin duda nace de los fenicios, que dirían que el electro venía del norte, donde lo arrojaba al mar un río que llamaban Rodaune, nombre que los griegos convertirían en Erídano. [307] De ellos volverá a hablar Heródoto en el libro IV. La abundancia de oro que supone en el norte de Europa es fabulosa. [308] Nada puedo encontrar en ninguno de los viajeros acerca de este río ni de cuanto le pertenece. Si los corasmios, cuyo asiento no se sabe fijamente, no se colocaran comúnmente en los confines de la Partia, se sospechara que el país descrito es el de Cachemira, al norte del Indostán, que se cree fuese antes un lago encerrado entre montes, y desaguado por una quebrada abierta a ruegos de Kacheb, según los indios, o por la violencia de algún terremoto. [309] No es verosímil que Intafrenes, si algo maquinaba, hubiese dado aquel paso tan falso que le imposibilitaba encubrirse por más tiempo; más bien que víctima de su conjuración doméstica, lo fue de la venganza de Darío. [310] Se ignora si Heródoto imitó a Sófocles en este pasaje, o si el último en su _Antígona_ imitó al historiador. En Luciano se lee una máxima semejante, en que un escita saca del incendio a un amigo con preferencia a su mujer y a sus hijos. [311] Era esta la tercera satrapía, situada en la Bitinia, en las costas del Helesponto. [312] Vivía Anacreonte en los reinados de Ciro, Cambises y Darío. [313] Entre el tiempo en que Minos tuvo el imperio del mar de Grecia, y aquel en que vivió Polícrates, hubo muchos pueblos que mantuvieron el dominio naval. [314] Este era el nombre propio del templo de Hera, en Samos. [315] Debe entender el autor por tiranos de Siracusa a Gelón y a Hierón el Viejo, célebres por sus virtudes y amor a las artes. En cuanto al juicio sobre Polícrates, no se dude de su talento superior, de su magnificencia y protección a Pitágoras y a Anacreonte; de su humanidad para con los samios, y de su violencia para con los extraños se habla con mucha diversidad. Acerca de su muerte, feneció quizá desollado vivo, o cortada la cabeza y puesto en un palo, que eran los más crueles suplicios entre los persas. [316] Los persas fueron los autores de la economía y orden político de una vasta monarquía distribuida en varias provincias, sin que entre ellos hubiera unas de dominio real y otras de dominio feudatario, sino que todas eran otros tantos reinos subalternos bajo el gobierno de su sátrapa dependiente del emperador, forma que aún se observa en algunas provincias de Persia en que dura todavía el empleo citado de secretario de oficio, a quien dan el nombre de _vakanavisch_. [317] Sin disputar a Democedes su riqueza, no creo que contando el talento por mil escudos, le diera Egina los mil, Atenas más de mil setecientos escudos, y Polícrates dos mil, pues no era entonces en Grecia tan abundante la moneda. [318] Esta razón, tomada acaso por el autor de Demócrito, su contemporáneo, aunque harto material a primera vista, se explica perfectamente, en cuanto maleado el instrumento del sentido, no puede el alma inmortal usar de toda la eficacia y gallardía del espíritu. Respecto al discurso entero, se ve que Heródoto creía a los médicos no solo discretos en la elocuencia familiar, sino aun sofistas, maestros de ella en los palacios. [319] Las fuerzas prodigiosas de este atleta crotoniata, o Sansón profano, se leen en mil autores. [320] La Yapigia o Messania es la península de Calabria, cuyo istmo está entre Brindis y Tarento. El mismo Gilo, libertador de los persas, fue probablemente quien rescató a Pitágoras, cautivo de Cambises. [321] Esta respuesta, más insolente que libre, muestra que al mando puede aplicarse el proverbio «_lupum manibus tenes_», siendo más peligroso el soltarlo que molesto el retenerlo. [322] En este pasaje he tenido que valerme de las palabras modernas _aparador, vajilla, repostería_, para expresar el lujo antiguo, que se reducía por lo común a vasos preciosos de oro con varios emblemas y colores. [323] Plinio da por común el parto de las mulas en África y Capadocia. [324] Infiérese de aquí que Beroso, citado por Josefo, se engañó cuando dijo que Ciro arruinó los muros exteriores de Babilonia. [325] Este era el pretexto de la guerra; el motivo pudo ser o el deseo de vengarse de la repulsa indecorosa con que el rey de los escitas, según Justino, negó a Darío una hija por mujer, o la ambición de extender más bien la gloria que los intereses de su imperio con la conquista de una nación más belicosa que rica y abundante. [326] Plutarco, citando a Heródoto, da la razón de esta barbarie, la que se hacía, según los mejores intérpretes, para que los esclavos revolvieran la leche de sus amos, lo que se comprenderá si suponemos que giraban incesantemente alrededor de las vasijas, con peligro de caer turbada la cabeza si tuvieran vista. [327] Sin duda los escitas invasores de Media, habiendo salido sin sus mujeres, pensaban volver en breve a su país, después de haber dejado en el Asia algunas colonias, y sin duda se apresuraron sus mujeres a unirse a los esclavos ciegos, pues aquellos hallaron ya a su vuelta una falange de espurios tan crecida. Temerosas ellas por su infidelidad, contribuyeron acaso más que el látigo de los hombres a la reducción de los esclavos, en cuyo castigo se ensañaron cruelmente. Dos monumentos nos quedan de esta guerra _servil_: el uno la estatua ecuestre con el látigo en la mano que se ve en Novogorod, ciudad situada en la antigua Escitia; el otro la costumbre de presentar las moscovitas a sus futuros esposos una varilla obra de sus manos. [328] El sabio Bayer, académico de San Petersburgo, quiere que este origen de los escitas se entienda de la época en que empezaron a formar una sociedad civil, época que coincide con los últimos años de la esclavitud de los hebreos en Egipto. El mismo conjetura que Targitao pudo ser un príncipe hijo de algún papeo y de alguna princesa de los cimerios situados cerca del Borístenes; pero si estas fábulas son susceptibles de explicación histórica, no así de todas; pues ¿qué verdad puede esconderse en los dones de oro de Arpoxais? [329] _Escitas_ significa en su mismo idioma _ballesteros_, palabra que aún se conserva en las lenguas septentrionales de origen escítico. Los atenienses no dejaron de nombrarlos escólotos o tolotas. [330] Algunos comprenden el país de los escitas entre el grado 45 y 57 de longitud y el 47 y 55 de latitud; hay quien lo extiende desde el grado 25 hasta el 110 de longitud. Esta enorme diferencia no es más que de palabra, según se coarte el nombre de escitas, o se aplique a todos los pueblos descendientes de Jafet, establecidos en el Asia septentrional hasta el Danubio. [331] Toda esta narración, a más de fabulosa, es singularmente oscura. De la isla Eritía no consta si era la de Cádiz u otra que el mar haya hecho desaparecer: de Gerión, no se sabe si vivía en el Epiro o en Cádiz: de Heracles no está averiguado si era el griego o el fenicio. Querer además que Heracles de vuelta de Cádiz tocase con sus rebaños en Escitia, es un error inepto y grosero de los griegos del Ponto, quienes sin embargo, a pesar de Heródoto, acertaban en decir que el Océano rodeaba la tierra. [332] Hilea, así llamada por estar poblada de bosques, hoy día pequeña Tartaria. [333] Véase en la historia universal la serie de estos reyes, ordenada tan bien como permite la falta de monumentos. [334] Más oscuros que las tinieblas cimerias son el origen, la primera situación, extensión y descendencia de los escitas. Ora se les haga descender de Jafet como una ramificación de los celtas; ora de Cam e hijos de Cus, como lo persuade el mombre de Cush que lleva el país en que al principio moraban cerca del río Gihón; ya se coloque su cuna en Armenia, ya en la Media, parece que los escitas eran un pueblo particular distinto de las naciones del Asia septentrional, más bien que el conjunto de estas y de los habitantes septentrionales de Europa que se extendieron por la Polonia, Rusia, Siberia y Tartaria, desde el Danubio hasta la China, pues no formaban tantos pueblos una nación homogénea, sino muchas de muy distinta raza y carácter. [335] Esta región, que llevaba también el nombre de Táurica, es la moderna Crimea, y el Bósforo cimerio el estrecho de Cafa. Si el principio del reino de los escitas cerca del Borístenes se coloca con Heródoto mil años antes de Darío, la emigración de los cimerios, sucedida apenas cien años antes, no puede convenir con el primer establecimiento de los escitas, a no ser que digamos que estos no echaron a los cimerios sino mucho después de su llegada, o que la invasión de aquellos pueblos en Media fue muy posterior a su expulsión de su primitivo país. [336] Este poeta viajante, más antiguo que Homero y quizá su maestro, tenía mejores noticias que Heródoto, pues su relación da a entender bastante la situación de estos pueblos y el modo cómo unos a otros se impelían. Tomando el Araxes por el Volga según parece, los isedones y maságetas situados en las llanuras entre levante y norte del mar Caspio, hasta dar con el río Óral o Yaik, lindaban por el norte con los arimaspos, llamados monóculos por cerrar un ojo al hacer la puntería; y no distante de los montes Rijeos u Outálicos, en el país de los samoyedos, caían al norte los grifos, y dentro del círculo polar los hiperbóreos, cuyo sueño semestre, lo mismo que el oro de aquellos, no son más que fábulas nacidas de la ignorancia. [337] Artace era una aldea de Bitinia; Proconeso, hoy día Mármara; Cícico, poco distante de ella, se llama o Espiga o Palermo. [338] Los boristenitas eran algunos griegos situados entre el Dniéper y el Bog, o bien Hípanis: los calípidas ocupaban la parte de la comarca de Barclao, en Podolia, y de Okzakow; los alazones estaban en la Podolia hacia Kaminiak; los _labradores_ ocupaban la Moldavia, la Valaquia y parte de Transilvania; los neuros estaban en la Rusia Negra. [339] No se nos da el nombre de los países ocupados por estos nómadas, aunque parece son los mismos de los cosacos; los _labradores_, distintos de los del mismo nombre, vivían al oriente del Dniéper, entre este río y el Bog hasta Kiev; y por el mediodía bajaban hasta el Panticapes, vecino al Sasuara o quizá el mismo. [340] La fosa comenzaba desde el Gerro y paraba en la laguna Bice. Estos escitas regios poseían la parte oriental de la Crimea y el país de los tártaros nogayos. En cuanto a los melanclenos, se les coloca en el territorio de Moscú. [341] Los saurómatas, diferentes de los sármatas, ocupaban a la parte oriental del Tanais o del Don el país de la nueva Rusia; poco más al septentrión, en los confines de Astracán, estaban al principio los budinos, que en su emigración pasaron a la Polesia. [342] Los tiságetas, colocados entre el Volga y el Don en el grado 52 de latitud, corresponderán al gobierno de Boronesis; y más al mediodía y al occidente del Don caerían los yircas, y no los tucas como leen algunos. Los escitas sublevados estarían hacia Kazán. [343] No se halla país ninguno montuoso hasta los montes rifeos o urálicos que ciñen la Siberia. En cuanto a les argipeos, no distarían del país donde al presente está Oremburgo. [344] Se coloca a los egípodas en los montes rifeos en 55 grados longitud y 81 u 82 de longitud; los isedones en los 52 grados de latitud y 90 de longitud ocupan el país de Tobolsk. Hasta ahora no se ha conocido pueblo alguno bajo el mismo polo, único a quien correspondiera una noche de seis meses. [345] Entrambos pueblos, por más fabulosos que sean, se les coloca en el grado 90 de longitud; a los grifos en el 55 de latitud; y a los arismaspos en el 52. [346] Estaban en las costas del Ponto Euxino, cerca del Bósforo cimerio. Heródoto habla con más juicio que Aulo Gelio y Macrobio, que creían a todo mar incapaz de helarse. [347] Lib. IV, v. 86. [348] No dejó Bayer, el geógrafo de Escitia, de dar lugar fijo en su mapa a esas plumas, haciéndolas volar más allá de Nóvgorod. Para expresar los copos de nieve, más propia que la metáfora de las plumas, parece la de lana. David ha dicho: _Dat nivem sicut lanam_, y Virgilio en sus _Geórgicas_: _Tenuia nec lanæ per cœlum vellera ferri._ [349] No parece que estos hiperbóreos fuesen una nación formada como algunos han creído, sino colonos griegos del Ponto, más allá del monte Boras en Peonia, ultra o hiper Boream; de otro modo no comprendiéramos cómo hubieran hallado espigas en un país helado, ni menos hacerlas pasar a Delos. El uso de ofrecer las primicias, transportado de Fenicia por Cadmo, estaba muy en boga entre los griegos, de quienes podían derivarlo los del Ponto. [350] Algunos llaman a Arge Ecaerge, y creen que estaba con su compañera Opis en el mismo sepulcro que las dos vírgenes anteriores. [351] Si Olén, como dice Suidas, fue inventor del verso épico, será preciso hacerle muy anterior a la guerra troyana, cuando ya parece que aquel verso era común en boca de muchos cantores. [352] En esto decía verdad Heródoto, aunque refutado por Estrabón, como lo prueba el descubrimiento de las tierras australes. De las reflexiones que siguen, aunque erradas a veces, se colige que no era nuestro autor fácil en asentir a lo que corría, por más que lo fuese en referirlo. [353] Estos saspires no pueden ser otros que los pueblos de Albania o de la Iberia. [354] Así debe leerse en vez de Mariandino, pues este seno estaba en el Ponto, y el Miriándico de Heródoto en las costas meridionales de Fenicia cerca de Miriando. [355] Bajo este nombre parece que el autor comprende aquí a los fenicios, palestinos y hebreos. [356] Este nombre lo toma el autor en varias acepciones para designar ya el mar Rojo, ya el del sur, ya el océano que ciñe la Arabia y la Persia y la India. [357] Debe disimularse a Heródoto que quiera pasar las mieses de Grecia a las costas africanas, como también el que no crea que los africanos tienen el sol a mano derecha. En cuanto al viaje, no dudo que hubiese ya sido hecho en gran parte por las célebres flotas de Salomón. [358] Ignorándose la situación de esta ciudad, no van acordes los críticos sobre el río por donde bajaron al mar aquellos navegantes. Unos pretenden que fuera el Ganges; otros el Hidaspes, bajando por él al Zaradro, y de allí al Indo; otros, en fin, quieren que sea el mismo Indo. [359] Esto desacredita la opinión de los que creen que los griegos debiesen su cultura y enseñanza a alguna nación septentrional, pues esta les hubiera instruido de que ningún mar ciñe a la Europa por levante, y que el Boreal la ciñe por el norte. [360] Al principio de la dispersión de los hijos de Noé las provincias repartidas llevarían el nombre de la familia o nación que las ocupó; pero las tres partes serían entre tanto anónimas, o por mejor decir no existiría aún su división. Los nombres de Asia, Prometeo, etc., se cree que pertenecieran a los celtas domelianos establecidos al principio en la Frigia, y de allí extendidos en la mayor parte de la Europa. [361] No concuerdan los críticos en el nombre moderno de estos y otros ríos. El Tiras parece ser el Dníster o el Turia de los Turcos. Hípanis el Bog; Borístenes el Dniéper, Panticapes el Samara, Tanais el Don; acerca de Hipaciris y Panticapes se duda cuáles son. [362] El Pórata es sin duda el Prut moderno, Tiaranto el Alaut, Áraro el Moldava, llamado también Hierasto por Ptolomeo; Náparis el Janolitza, Odreso el Argisca, conocido entre los griegos por Ardusco. [363] El Maris, vecino a sus fuentes, se llama al presente Maroch, y después pierde su nombre entrando en el Teisse; los agatirsos estaban en la Transilvania occidental. Dejo de dar los nombres modernos de los ríos que siguen, así por no entrar en disputas geográficas, no tan necesarias para el hilo de la historia, como por no tener libros que pudiera consultar. Haría un relevante servicio a las letras el que diese una geografía antigua con los nombres modernos al lado. [364] Estos cinetas o cinesios estarían vecinos al cabo de Finisterre. En el lib. II, pár. XXXIII, lleva vertidos los mismos errores acerca del curso del Istro. [365] Los tiritas estaban donde al presente se hallan Rielogord y Butziaki. La laguna de donde sale el Tiras o Dníster está en la Rusia roja entre Presmilia y Leópolis. [366] En la Podolia de Polonia. Lo que añade el autor acerca de los caballos salvajes, puede ser una prueba de la fundada opinión de Bayer, de que la población de los países septentrionales de Europa es la más moderna de ella, habiendo sido lenta la emigración de los hijos de Jafet hacia los climas más fríos del norte. Sospéchase si la fuente que amarga al Hípanis sería el riachuelo Sinauda. [367] El Dniéper o Borístenes sale de unos pantanos en el gobierno de Smolensk: después de un curso de casi 200 leguas, en el cual se cuentan 13 cataratas, entra en el Mar Negro entre Otzankon y Kinbourn. En cuanto a la riqueza de este río tan ponderado por el autor, no creo que le ceda en ella el Volga, que mantiene más de un millón de vecinos ocupados en su pesca. [368] Madre de los dioses, sería Cibeles, adorada no de los escitas, sino de los griegos boristenitas, o quizá Ceres, debiéndose leer Deméter. [369] Este río que Bayer llama el Samara, creen otros que sea el Conscavada, y otros el Vorsklo nacido en Moscú, y que corre por Polonia y Ucrania hasta entrar en Dniéper. [370] No existe esta ciudad; el golfo donde estaba entre los tártaros de Precop y los nogayos se llama golfo de Nigrópolis, y la larga península titulada Dromo de Aquiles, es ahora Fidomii. El río Hipaciris quieren algunos que sea el Degua de la Ucrania. [371] El Gerro parece ser el Sem, que corre por el distrito de Kiev, cerca de la ciudad de Gloskof. [372] Esta laguna, llamada Ivan, no está lejos de Toula, en el gobierno de Veroneie. El Hirgis será probablemente el Don pequeño llamado Sevierski. [373] Parece que miraban por reina propia a su diosa Tabita, la Hestia de los griegos y la Vesta de los latinos. [374] En vez de los calderos usaban los antiguos escoceses de pellejos para cocer la carne, como lo hacen los beduinos y los tártaros en el día. La falta de leña en Escitia deberá entenderse, no de lo interior del país, lleno de bosques, sino de la costa marítima en la pequeña Tartaria, o en el territorio de los circasios y cosacos. [375] Esta narración parece fabulosa o al menos exagerada: ni esas descomunales piras convienen con la escasez de leña en Escitia poco ha mencionada. Tal vez Heródoto, mal informado, convirtió en hacinas de leña los grandes bosques que consagraban los escitas a sus dioses, caso de que no conociesen los templos; aunque si es verdad que los esclavones fueron de origen escítico, se habrá de decir que con el tiempo introdujeron el uso de edificarlos, pues la religión de los antiguos rusos está llena de ídolos, de templos y de bosques sagrados. [376] Esta moda bárbara y delicada crueldad parece haber sido común a las naciones de origen turco y tártaro. Seguíanle los isedones, y del mismo modo los hunos, longobardos, ávaros, búlgaros y otros pueblos septentrionales, esparcidos más tarde por el Imperio romano. [377] Si no se supone que los griegos mintieron mucho por odio al describir los usos de sus enemigos los escitas, será preciso confesar que la justicia y virtud pública que los antiguos atribuían a estos, tenía más de bárbaro que de humano, como se ve en el acto de castigar los hijos inocentes de un padre culpado. [378] Ceremonia semejante practicaban los medos y lidios (Lib. I, párr. LXXIV), y los árabes (Lib. III, párr. VIII). [379] De los eslavones se cuentan ciertas ceremonias funerales algo parecidas a las de los antiguos escitas, especialmente respecto al festín religioso llamado _Trizna_, que se celebraba tan espléndido como era posible. El mismo uso persevera en Rusia donde apenas se hace entierro sin que se sirva a los asistentes alrededor del cadáver toda especie de licores. [380] Al presente es el cáñamo un ramo de comercio tan considerable en Rusia, que, según Levesque, abastece de velas y jarcias a toda la marina de Europa: si bien no sabemos si habrá en ello hipérbole, puesto que el cáñamo, poco conocido en Europa en tiempo de Heródoto, se ha hecho cosecha en muchas partes de ella. [381] Parece indicar con esto que con dicho vapor y sahumerio, no menos capaz de alegrar y embriagar que el buen vino, sudarían los escitas y moverían la misma zambra que los beodos. [382] No miraban, a lo que veo, los soberanos de Escitia por cosa indigna el dar muerte por su mano a los reos, como lo practicaron algunas veces a su ejemplo los zares de Rusia y entre ellos el mismo Pedro el Grande. Además, Saulio podía ser movido contra su hermano Anacarsis, menos por el celo de las costumbres patrias que por envidia contra un príncipe tan ilustrado, enviado por su padre a Grecia para instruirse. [383] Disputan largamente los críticos sobre la lengua y literatura céltica. Leibniz distingue dos lenguas primogénitas y como matrices nacidas de la confusión de Babel, jaféticas y arameas, las que no falta quien las quiera dos dialectos y nada más de la lengua común, que antes de la dispersión hablaban los Noáquidas. Sin hablar de la aramea, usada entre los hijos de Cam y de Sem, la lengua jafética fue común a los celtas y sus descendientes esparcidos por el Asia menor y la septentrional y por la Europa entera, la que se pretende que sea la gomeriana, que se habla al presente en el condado de Gales. Divididos los celtas en tantas y tan distintas naciones, multiplicáronse los dialectos de la gomeriana, de la cual proceden la persa, la arábiga, la griega, la latina y la escítica con sus ramificaciones de eslavona, polaca, sajona, sueca, etc. En cuanto a los escitas, parece que no aprendieron el uso de las letras antes de su expedición al Asia. [384] Este era el nombre de la ciudad que al presente se llama Okzahoro en la Besarabia. [385] En varias naciones era uso común pasar revista antes de una batalla, haciendo que cada soldado dejase una flecha en un cesto, y que llenos y sellados los cestos se guardasen para otra revista después de la batalla, mandando que cada soldado sacase de ellos su flecha para que así el número residuo de flechas indicase el de la gente perdida. No da, sin embargo, lugar a mucha exactitud la conjetura del caldero de los escitas, aunque su manera de vivir, la extensión del país y la feracidad del terreno, todo persuade que debía ser muy numerosa aquella nación. [386] Al salir el rey a campaña, todo persa de edad para las armas debía acompañarle. [387] Aunque consta de los antiguos que había en la entrada del Ponto un célebre templo de Zeus Urio, desde el cual se extendía la vista hasta las Cianeas, dos peñascos llamados al presente Pavonatas, situados en el Bósforo de la Calcedonia, hoy estrecho de Constantinopla, la inutilidad de esta navegación de Darío solo con objeto de gozar de una perspectiva, hace a muchos dudoso el sentido, vertiendo «sobre la cubierta de la nave». [388] La Propóntide es el mar de Mármara; el Helesponto el estrecho de Galípoli, donde se hallan en el paraje más angosto los Dardanelos. [389] Este río de Capadocia se llama al presente Pormon, y Temiscira en el Ponto de Galacia se llama Sirio. Los sindos se cree estarían en la pequeña Tartaria, cerca de Colotmacorca o de Taman. [390] Mar de Zabache. [391] Otros le llaman Ténaros: se cree que es el mismo que el Tunza. [392] Hereo es al presente Recrea; Perinto, Heraclia; y Apolonia, Sisópolis. El río Hebro parece ser el Mariza, y la ciudad de Eno la que los Turcos llaman Ignos. [393] Artisco será el mismo río que Ardesco, no lejos de Adrianópolis, que está donde los antiguos odrisas. [394] Estos getas, tal vez los mismos que los dacios, habitaban en los confines de la Moldavia y Valaquia. Salmideso es acaso la presente Stagnara, y Mesambria, Mesember. [395] Los dos nombres que pone aquí el autor se cree que pertenezcan a la lengua lituánica; que Samolxis, como si fuese _Ziamclusks_, signifique el dios de la tierra, y Gebeleicis lo mismo que Givaleisis, autor de la quietud. [396] Si Samolxis no fue en este artificio discípulo de Pitágoras, pudo ser su maestro, pues otro tanto maquinó aquel en Crotona. Esta ignorancia de la inmortalidad entre los getas o docos antes de Samolxis hace pensar que serían una rama de escitas más bien que de celtas, quienes instruidos por los euretes, druidas o bardos, parece que jamás olvidaron aquel dogma. [397] Con semejantes nudos forman los bárbaros de América sus calendarios. [398] Esta ciudad sobre cuyas ruinas se halla fundada Topetarkan estaba en la costa occidental de la Crimea sobre un gran promontorio que corría hacia levante. [399] La primera es la costa que desde el Istro corre hasta la punta meridional de la Crimea; la otra la costa oriental de Crimea que sube hasta el Bósforo cimerio, hoy estrecho de Cafa. [400] Al presente Calabria. Es verosímil que este pasaje fuese escrito o retocado por el autor cuando se hallaba en Italia, pues se vale de la comparación de la Yapigia como más conocida que la del promontorio de Sunio, para dar a entender la situación de los táuricos en Crimea. [401] El primer país es la Crimea, que de oriente a poniente tiene 60 leguas, y 36 de norte a mediodía; el segundo la Tartaria menor, donde está Precop, antes dicha Tafra, y se extiende 130 leguas por la costa occidental del mar de Zabache, hasta la punta donde esta Azov, o la antigua Tanais, en la embocadura del Don. [402] Vivían los agatirsos en la Transilvania occidental; los neuros en la parte oriental del palatinado de Leópolis, Belza y Volhinia; los andrófagos y melanclenos no lejos de Moscú. [403] Fuera de este cuadrado deja Heródoto todo el Cubán y la Tartaria de los circasios, países que formaron después una gran parte del reino del Bósforo extendido desde el golfo de Nigrópolis hasta la Cólquide. [404] Siendo vario entre los geógrafos el cómputo de las jornadas, hace bien el autor en fijar el número de estadios por jornada. Las diez jornadas primeras las toma Bayer desde el grado 45 al 57 de longitud, contando las sinuosidades que forman las orillas del mar, y las 20 últimas desde el 47 al 55 de latitud. Así que aquel país comprendía la Moscovia, Tartaria menor, Crimea y Lituania con buena parte de Polonia, Hungría, Valaquia, Bulgaria y Moldavia; y aun hay quien extiende los límites de la antigua Escitia desde los Alpes y el Rin hasta el mar de Kamskatka. [405] Los griegos hacen a su Ifigenia la sacerdotisa de Artemisa y no la diosa misma a quien sacrificasen los táuricos. Véase la Ifigenia en _Táuride_ de Eurípides, obra maestra, de donde no quisiera que el fino gusto del abate D. Juan Andrés hubiera desechado los dioses y las personas alegóricas. Lo bello en este género es relativo a la constitución de la sociedad. [406] La primera habitación de los neuros se coloca al levante del Borístenes en las cercanías del Degua. [407] Los budinos, después de arrojados de su antiguo país, habitarían los palatinados Chelmense y Brescianense en los confines de la Polesia. De la emigración de los budinos nació quizá la fábula de que Gelono y Agatirso fueron echados de la Escitia por su madre (pár. X de este libro). [408] Actualmente Crin, de la cual la Quersoneso Táurica tomó el nombre de Crimea. [409] Convendría probar la existencia de las amazonas de Libia, del Asia y América que niegan los modernos, y que con placer defendería yo, si fuera oportuno en este lugar, purgándola de las fábulas con que los poetas han desacreditado por embellecerlo un hecho que no puede desecharse enteramente sin negar la fe humana a la historia antigua. [410] Esta narración, según observó Hermógenes, pinta a los ojos con los más vivos colores el carácter de las personas, cumpliendo Heródoto en este lugar lo que decía Tulio, que la historia es prima hermana de la elocuencia oratoria respecto a la delectación de los lectores, sin llegar a la contienda de los afectos. [411] Heródoto aplica a las mujeres escitas las costumbres da las griegas, harto inconvenientemente quizá, pues siendo aquellas de origen céltico no tendrían usos tan domésticos, se dejarían ver más en público y en las asambleas, vicio muy notado entre los celtas. [412] El origen, habitación y emigración de los sármatas es cosa oscurísima. Heródoto los hace descendientes de los escitas libres y de las amazonas; Plinio, de los medos; y otros los creen una raza de escitas que de la Iberia habían pasado a la Tartaria de los circasios. Así, pues, si dividimos la Sarmacia en asiática y europea, diremos que habitaron antes en la primera, teniendo por límites el Don y el Volga, y que Heródoto solo habló de los sármatas primitivos, que pasando después a Europa dieron nombre a la Sarmacia europea, que comprendía gran parte de la Rusia y de la Polonia. [413] El rey era Idantirso, y los otros generales, Escópasis y Taxacis, serían sus subalternos. [414] Estos budinos ocupaban el país originario de donde fueron echados los otros budinos establecidos con los gelonos en Polesia. [415] Estos fuertes no estarían distantes del Sirgis o del moderno Donetz en el gobierno de Azov, puesto que el ejército estaba atrincherado a orillas del Oaro, río vecino al Sirgis, aunque no hemos podido dar con su nombre actual. [416] Serían estos reyes los confederados con el escita o príncipes de varias tribus escíticas dependientes de los regios. [417] Se ve que dichos rebaños no serían sino para cebar al persa y detenerle en el país para que pereciese de hambre con la escasez de víveres a proporción de su inmensa muchedumbre. [418] Es natural qué los señores de Jonia impidiesen a Milcíades dar aviso a los escitas de la mala fe de los griegos, pues no es de creer del talento de aquel general, cuya conducta en aquella ocasión refiere Cornelio Nepote casi con las mismas palabras, que no diese con este medio tan obvio de realizar sus planes. [419] En el día castillo viejo de Romelia, uno de los Dardanelos. [420] Era en Grecia muy trillada esta palabra, no distinguiendo el imperio medo del persa que le sucedió. [421] Jasón con sus bravos argonautas (año antes de J. C. 1285) llegó a Lemnos en ocasión en que las mujeres habían dado muerte a todos los varones con ánimo de apoderarse del gobierno. Prendadas las nuevas amazonas de la bizarra flor de la juventud griega, entretuvieron a los argonautas en su compañía por espacio de dos años, en los cuales concibieron de ellos a los minias. [422] Cástor y Pólux, hijos de Leda y Tíndaro, a quien Heracles, después de dar muerte a Hipocoonte y a sus hijos, confió en depósito el reino de Esparta, con la condición de dejarlo a los descendientes del propio Heracles. [423] En el día los montes de los Mainotas. [424] Tuvo Tebas doce reyes desde que Cadmo, pasando de Fenicia a Beocia en tiempo de Josué, fundó el reino que a la muerte de Janto, su último soberano, degeneró en democracia. [425] Al presente Santorini, entre Creta y las Cícladas, en cuyas inmediaciones han salido del fondo del mar otras islitas de resultas de varios terremotos. [426] Estos pueblos habitaban la Trifilia, región de la Élide, hoy Belvedere en Peloponeso. De las seis ciudades citadas solo se conoce actualmente a Lépreo con el nombre de Caiapa. [427] Al presente Paleocastro. [428] El descubrimiento de Platea corresponde al año 700 antes de Jesucristo. [429] No puede fijarse ni el sitio de Platea ni el de Aziris, llamada por algunos equivocadamente Azilis o Azilisco. [430] El texto griego ha inducido a algunos en extraño error, creyendo que la palabra zoa, _vida_, era el nombre de una ciudad fundada por Bato. Sospéchase que antes de este párrafo falte en el original la relación de la fundación de Cirene, y de la corrección repentina de la voz de Bato, ocasionada por el miedo que le causó la vista de un león. [431] Esta fuente sería acaso la de Apolo, que Calímaco llama Eira, y acaso dio su nombre a la ciudad de Cirene. [432] No hallo voz en la milicia moderna, ni aun la de _coracero_, que exprese cabalmente la idea de _hoplita_, o de infante armado de todas piezas. [433] Al presente Merdigna, en el Peloponeso. Me he valido de la palabra reformador para expresar el cargo de árbitro con pleno poder, escogido por los disidentes para terminar sus diferencias, remedio que por esta vez con buen intento y con buen éxito dio a los cireneos el mentido oráculo. [434] Serían estos tesoros ciertas capillas en los templos donde se depositaban las dádivas de las ciudades cuyos nombres llevaban: quizá en ellos se guardaba también dinero público reservado para alguna extrema necesidad. [435] Hoy día arruinada, en las costas de Caria. [436] Parece que procuró Arcesilao aplacar a Cambises, que había despreciado los presentes de los cireneos como menguados e indignos de la majestad persa. [437] Esta moneda sería la de los dáricos, tan celebrada entre los griegos, si bien no falta quien niegue que sea autor de ella Darío, hijo de Histaspes. [438] Esta nación formaba parte de la Marmárica, no lejos de la Amonia, y correspondería al reino de Barca en la parte más retirada del mar, dilatándose hasta el puerto de Pleuno o Plino, que será acaso el Panormo de Ptolomeo. Las ajorcas de bronce de sus mujeres se usan aún en Sahara y Berbería. [439] Por otro nombre Lea; quizá la isla del Patriarca. El pueblo de los giligamas, situado en lo interior de la Cirenaica, no ha dejado más memoria que su nombre y este controvertido en su ortografía. [440] Muchos antiguos con Heródoto colocan esta región célebre por los fabulosos huertos de las Hespérides, en la Cirenaica. A los ausquisas pertenecían tal vez las dos poblaciones Auxica y Auziu. [441] Por otro nombre Arsínoe, hoy Trocara. Aún quedan en Berbería pueblos llamados cabiles. [442] Este país, situado en lo más remoto de la Marmárica, debía caer en Sahara, donde al presente se halla Augela. Parece que serían los nasamones una nación de bandoleros que discurrían por toda la Libia, pues se los hallaba en Etiopía, en la Marmárica, en la Sírtica, y aun en las costas del Océano Atlántico. [443] Plinio desentraña el sentido de esta fábula, diciendo que los nasamones y no el Noto ni la falta de agua casi acabaron con los psilos, de quienes aun en su tiempo quedaban algunos. [444] Parece, según Heródoto, que estos pueblos se extendían desde la Cirenaica hacia poniente por encima de la Sírtica, la Numidia y la África propia, y quizá por el desierto llegaban hasta el Níger. [445] Ocupaban las costas de las dos Sirtes en el estado de Trípoli, y este penacho de cabellos en sus cabezas rapadas lo usan aún en el día los argelinos. Su río Cínipe se llama hoy el Macer. [446] No han podido hasta aquí decidir los modernos si era el loto una hierba o un árbol, si era su fruto del tamaño de una haba, o como la baca de arrayán. El loto de nuestro autor parece ser el _seedra_, especie de azufaifo común en Sahara, cuyos frutos son más jugosos que los del nuestro. [447] O Fila; parece ser la Quersoneso de Diodoro de Sicilia, muy abundante en dátiles y en buenos pastos. El río Tritón se llama añora Capsa, y la laguna de Capsa la Tritónida. [448] La ciudad de los auseos sería la antigua Auza o Auzate, fundada por Itobal, rey de Tiro. Parece que estas naciones de Túnez eran una mezcla de libios y de fenicios. [449] El autor en su geografía, poco conocida, reparte la Libia en tres regiones: la marítima, la interior y la desierta. Esta parte del África es al presente conocida bajo dos nombres, el de Berbería, y el de Sahara o Desierto, comprendiendo la primera los estados de Barca, Trípoli, Túnez, Argel y Marruecos, y empezando el Sahara por oriente desde Egipto y la Nubia, dilatándose por espacio de 800 leguas, no hasta el extremo de Gibraltar, como dice el autor, sino hasta el Océano occidental, cuyas costas tienen 330 leguas, entre el reino de Sur al norte y la Nigricia al mediodía. [450] África sin duda abunda de sal en varios distritos de Berbería, y en Túnez y Argel especialmente se hallan muchos _shibkak_, lagunas salobres, secas en el verano; pero no se ven en ella tantas colinas de sal ni en las costas, ni en Berbería, y mucho menos en el Sahara. [451] Es preciso que estos trogloditas o habitantes de cavernas, vecinos a los garamantes, sean otros que los trogloditas situados en las costas del mar Rojo. La lengua inarticulada que se les atribuye es una mera fábula que tienen común con los samoyedos, groelandios y hotentotes. [452] Estos hombres que carecen de nombre propio e individual, esos dicterios al sol naciente, serán otras tantas fábulas añadidas a las que los antiguos vertían sobre el celebrado Atlas. [453] Ignoro dónde se halle más allá de las columnas de Heracles tal cantera de sal, si bien he leído que en el reino de Túnez se ve un monte entero de ella llamado _Gibel-mad-deffa_, vecino al lago de las Señales. Lo demás que añade el autor es todo contra la experiencia. En el África interior llueve meses enteros; ni habría que temer la ruina y disolución de las casas de sal-piedra, como en efecto en Cardona de Cataluña no daña la lluvia a las paredes de sal, ni en Sahara, aunque se halle mucho país sin árbol, deja de haber en algunas partes arboledas de diez leguas, preciosas por sus gomas. [454] En Sahara debe atribuirse esta salud constante y robusta a la pureza del aire, bien que en varios climas bajo la línea sea el África bien enfermiza y pestilencial. [455] La égida y la egea no son en su etimología más que piel de cabra. En este lugar parece entender Heródoto por égida de Atenea, no solo el escudo, sino también el peto. [456] No son en el día muy diferentes los aduares de los africanos, beduinos y cabilas, restos de los libios primitivos. [457] Si la venida de Eneas a Italia fuese más averiguada, y si no se reconociera por un romance de Virgilio la ida de su héroe a Cartago, pudiera colegirse la manera como los maxies pasaron de Troya a Túnez. Los pueblos primitivos de la Libia, todos de la raza de Cam, fueron los libios, parte nómadas, parte atlánticos, descendientes de Miraison y de Fat, y los etíopes originarios de la Arabia y descendientes de Habia, hijo de Echar. Los colonos posteriores fueron los cananeos, los fenicios, los persas y quizá los medos, los cuales pudieron acompañar a Heracles, a Dioniso y a Sesostris en sus expediciones a la Libia. [458] Se ha reconocido que eran una fábula los monstruos africanos nacidos de la mezcla de fieras de diferente especie, aunque el número de estas es al presente mucho menor de lo que era en lo antiguo. [459] Siendo dos las especies de este animal, no puedo decidir si habla el autor de los pigargos, cabras blancas por atrás, o de los pigargos, águilas de cola blanca, o de entrambos. [460] Si son los bories diversos de los sories o unicornios, serán especie de bueyes agrestes. [461] Asegúrase que al presente se ven en África los dos géneros de animales que aquí le niega el autor. [462] Quizá era esta la miel de palma que se recoge del licor de este árbol. A los gizantes otros llaman bizantes y otros zigantes, y quieren reconocer algún vestigio de ellos en la ciudad de Zagwan, situada en un monte en los confines del reino de Túnez. [463] En ningún otro autor que en Heródoto hallo mención de la isla Ciravis, pues no será la Carcina, la Meninge ni la Cosira, según las veo descritas por los geógrafos. Pudiera conjeturarse si Ciravis, rica en olivos, sería Uzita, cuyo nombre se deriva de _zuit_, aceite. [464] Este comercio mudo se usó antiguamente, según refiere Plinio, con los seres, nación de la India, tal vez la de los chinos: se ha usado después entre los rusos y los pueblos de la Siberia, para dejar de referir otros muchos ejemplos. [465] El África, comparada por los antiguos geógrafos a la piel de una pantera, por razón de sus arenales esparcidos por toda ella, es inferior en clima, en fertilidad, en población, en cultura y en humanidad a las demás partes del mundo. [466] Dionisio de Halicarnaso refiere una fórmula semejante, usada por los romanos con los latinos. [467] Nota Tucídides que en los grandes ejércitos solía ser común este terror pánico, aumentado quizá en aquella ocasión en los persas por la memoria de su mala fe y del valor griego. [468] Se ve por tanto que no extiende Heródoto el país de Evespérides ni hasta la Mauritania, ni menos hasta las islas del Océano Atlántico, pues es cierto que no llegaron los persas a aquellos países. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS NUEVE LIBROS DE LA HISTORIA (1 DE 2) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg™ and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state’s laws. The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation’s website and official page at www.gutenberg.org/contact Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine-readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. 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