El molino silencioso; Las bodas de Yolanda

By Hermann Sudermann

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Hermann Sudermann

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Title: El molino silencioso; Las bodas de Yolanda

Author: Hermann Sudermann

Release Date: July 25, 2009 [EBook #29511]

Language: Spanish


*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL MOLINO SILENCIOSO ***




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BIBLIOTECA DE «LA NACION»

HERMANN SUDERMANN

EL MOLINO SILENCIOSO

BUENOS AIRES

1910

ESTE VOLUMEN CONTIENE

El Molino silencioso

Las Bodas de Yolanda




EL MOLINO SILENCIOSO




I


¿Desde cuándo lleva su nombre el «Molino silencioso»? No lo sé. Desde
que lo conozco es un viejo edificio medio derruido, resto lastimoso de
una época ya desaparecida.

Descascarados y sin techo, sus muros, que los años desmoronan, se alzan
hacia el cielo dejando paso libre a todos los vientos. Dos grandes
muelas redondas, que sin duda trabajaron valientemente en otro tiempo,
han roto el armazón carcomido que las sostenía, y, arrastradas por su
propio peso, se han hundido profundamente en el suelo.

La rueda grande permanece suspendida de través entre los dos soportes
podridos. Las paletas han desaparecido; sólo los rayos se alzan todavía
en el aire, como brazos que se tienden hacia el cielo para implorar el
golpe de gracia.

El musgo y las algas lo han cubierto todo con un manto de verdor a
través del cual el berro muestra sus hojas redondas, de palidez
enfermiza. Un canal medio arruinado vierte dulcemente el agua, que cae
gota a gota con un ruido cuya monotonía adormece, sobre los rayos de la
rueda, que salta hecha polvo y que llena el aire de vapor húmedo.

Oculto bajo una capa de leños grises, el arroyo esparce un olor de agua
corrompida. Todo lleno de algas y de hierbas, ha sido invadido por los
pinos acuáticos y los juncos; en el medio solamente resalta un hilo de
agua cenagosa y negra, en el que se columpia perezosamente la lenteja
acuática, con sus hojas delicadas de color verde claro.

En otro tiempo, el arroyo del molino corría alegremente, la espuma
brillaba blanca como la nieve a lo largo del dique, las ruedas enviaban
hasta la aldea el ruido alegre de su tictac; y, en el patio, los carros
iban y venían en largas filas, mientras resonaba a lo lejos la voz
potente del viejo molinero.

Este se llamaba Felshammer; y bastaba verlo para comprender que merecía
ese nombre[*]. Era todo un hombre. Tenía fuerzas de sobra para hacer
saltar las rocas. Había que evitar con cuidado burlarse de él o
contrariarlo, porque entonces montaba en ira, apretaba los puños, las
venas de las sienes se le hinchaban como cuerdas; y, cuando se ponía a
jurar, todo el mundo temblaba y hasta los perros huían.

[*] _Fels_, roca; _Hammer_, martillo; _Felshammer_, martillo para romper
rocas, maza.--_N. del T._

Su esposa era una mujer dulce, tranquila y sumisa. ¿Habría podido ser
acaso de otro modo? Una criatura dotada de más vigor, que hubiera
querido conservar nada más que un destello de voluntad personal, era
algo que Felshammer no habría tolerado junto a él ni por veinticuatro
horas. En condiciones tales hacían una vida soportable, casi feliz
podría decirse, sólo turbada por aquella cólera fatal, que se encendía y
arrojaba llamas por el menor motivo, y que daba a la pacífica mujer
muchas horas de pesar.

Pero jamás vertió ella tantas lágrimas como el día que la desgracia se
cernió sobre sus hijos. Habían nacido de esa unión tres vástagos, tres
varones lindos y robustos. Los tres tenían los ojos azules y los
cabellos rubios, y sobre todo «un par de puños que prometían mucho»,
como decía el padre con orgullo, aunque el más pequeño, que estaba
todavía en la cuna, sólo podía aprovechar los suyos chupándolos.

Los dos mayores eran ya unos mocetones soberbios. ¡Qué altivez en la
mirada cuando se plantaban, con las piernas abiertas, la cabeza echada
para atrás, y las manos en los bolsillos de los calzones! Uno y otro
parecían decir: «Soy el hijo de mi padre. ¡Venid, pues, a verlo!»

Todo el santo día estaban peleándose entre ellos, y el padre mismo era
quien los excitaba. La madre, llena de inquietud, intervenía para
restablecer la paz, pero se burlaban de ella.

La pobre temblaba sin cesar por sus terribles hijos, pues veía con
espanto que los dos habían heredado el carácter irascible de su padre.
Ya una vez había acudido en momentos en que Fritz, que tenía ocho años,
se abalanzaba con un gran cuchillo de cocina en la mano, sobre su
hermano, dos años mayor que él. Seis meses después llegó, en efecto, el
día en que se justificaron sus tristes presentimientos.

Los dos muchachos se habían peleado en el patio, y Martín, el mayor,
furioso al ver que Fritz era más fuerte, le tiró una piedra, hiriéndolo
tan desgraciadamente en la parte posterior de la cabeza que lo hizo caer
ensangrentado y sin habla.

Púdose sin gran trabajo restañar la sangre, y se cicatrizó la herida,
pero el niño, nunca más recobró la palabra. Siguió inerte, indiferente
para todo, tomando como un animal el alimento que le daban. Se había
vuelto idiota.

Este fue un golpe terrible para la familia del molinero. La madre pasó
noches enteras llorando; él también, el hombre activo y enérgico, anduvo
vagando mucho tiempo, como perdido en un sueño. Pero el que recibió la
impresión más profunda fue el autor del accidente. Ese muchacho tan
altivo, tan turbulento, era casi otro, porque su arrogancia había
desaparecido; se había hecho taciturno, reconcentrado en sí mismo,
obedecía al pie de la letra las órdenes de su padre, evitaba toda vez
que podía las miradas de sus condiscípulos. El cariño que profesaba a su
desgraciado hermano era verdaderamente conmovedor. Estando en la casa,
no lo abandonaba ni un instante. Se plegaba con una paciencia angelical
a los hábitos del idiota, caído en la condición de bestia; aprendía a
comprender los sonidos inarticulados que el enfermo dejaba oír, y lo
miraba sonriendo cuando le rompía el juguete más preciado.

El idiota se acostumbró tanto a esa compañía que no quería pasarlo sin
ella. Cuando Martín estaba en la escuela, gritaba sin descanso y habría
preferido morir de hambre antes de aceptar el alimento de una mano que
no fuese la de su compañero.

Durante tres años, el enfermo arrastró una existencia miserable: después
cayó en cama y murió.




II


Su muerte habría debido parecer una liberación a todos los de la casa;
sin embargo, hizo derramar lágrimas ardientes. Martín, sobre todo,
parecía inconsolable. En los primeros tiempos, iba todos los días al
cementerio; y a menudo era preciso alejarlo a la fuerza de la tumba.
Pero poco a poco fue calmándose, y esta calma la debió ante todo a la
compañía de Juan, su hermano menor, en el cual pareció querer depositar
desde aquel día el amor infinito que había profesado a su víctima.

Mientras Fritz había vivido, Martín se había ocupado muy poco de Juan;
parecía casi que consideraba entonces un crimen dar a otro la más
pequeña parte de su corazón. Pero cuando la muerte arrebató al
desgraciado, una necesidad irresistible lo inclinó hacia el más pequeño.
Esperaba que su afecto a Juan llenaría quizás el hueco atroz que había
dejado en él la muerte del otro; era preciso reparar beneficiando al
hermano que quedaba, el mal que había hecho al que ya no existía.

Juan era entonces un lindo muchachito de cinco años, sabía ponerse ya
los calzones, e iban a comprarle en la próxima feria el primer par de
zapatos. Parecía no haber heredado nada de la rudeza y de la arrogancia
paternales; participaba más bien de la dulzura y calma de su madre; se
apegaba a ésta en su calidad de benjamín y era el ídolo de ella. Pero la
madre no era la única persona que lo adoraba; todo el mundo lo mimaba...
era la luz y la alegría de la casa.

Bastaba verle para amarlo. Sus largos cabellos de color rubio claro
brillaban como rayos de sol, y en sus ojos límpidos y francos, que se
iluminaban con una llama jovial para tomar en seguida una expresión
soñadora y tranquila, había un mundo entero de ternura y de bondad.

Se unió desde entonces con verdadera pasión, al hermano que durante
tanto tiempo lo había descuidado. Pero la diferencia de edad, pues se
llevaban cerca de nueve años, no permitía que se estableciese entre
ambos una amistad puramente fraternal. Martín estaba ya a punto de salir
de la infancia; su expresión grave y reflexiva y su lenguaje precozmente
serio lo acercaban ya al hombre hecho. Además, al año siguiente iba a
hacer su entrada en la vida activa. ¿No era natural, pues, que emplease
a veces en sus relaciones con su hermano un tono paternal? No se
avergonzaba, sin embargo, de tomar parte en sus juegos infantiles; a
menudo hacía pacientemente el caballo, y se dejaba conducir a través de
los patios y de los campos. Pero siempre había en su conducta más
indulgencia sonriente de maestro que alegría sencilla de camarada
consciente de su superioridad.

El niño cariñoso y tierno se entregó con toda su alma a su hermano
mayor. Le reconocía una autoridad absoluta, quizás en mayor medida que a
su padre y a su madre, que no estaban tan cerca de su corazón infantil.

Cuando llegó el momento de ir a la escuela, encontró en Martín un guía
cuya paciencia no se desmentía nunca, siempre dispuesto, cuando la tarea
era demasiado pesada, a ayudarle con consejos y hasta de más eficaz
manera. Entonces la veneración del pequeño a su hermano no conoció
límites.

El viejo Felshammer era el único a quien esta amistad profunda no
causaba gran alegría. «Eran demasiado empalagosos, se besuqueaban
demasiado, habría sido mejor que pelearan como gatos; hubiera estado
seguro entonces de que tenían su sangre y su carne.» En cambio, la
dulce, la pacífica madre se sentía muy feliz. Todas las mañanas y todas
las noches rogaba a Dios que protegiese a sus hijos y que no dejase
despertar en Martín el fuego de la cólera. Al parecer, su súplica fue
escuchada favorablemente. Martín no tuvo más que un acceso de furor;
pero es cierto que salió del fondo mismo de su alma.

Juan tenía entonces nueve años. Un día estaba jugando con un látigo
cerca de uno de los carros que estaban en el patio, adonde habían ido a
cargar harina. Uno de los caballos se asustó de pronto, y el carretero,
un borracho brutal, arrancó el látigo de las manos del niño y con él le
cruzó a éste la cabeza y el cuello.

En el mismo instante, Martín, saltando fuera del molino, con las venas
de la frente hinchadas y los puños apretados, cogió a su hermano por la
garganta y se la apretó con tanta fuerza que la criatura se puso lívida.
La madre, acudió entonces lanzando un horrible grito:

--¡Acuérdate de Fritz!--exclamó alzando las manos con un ademán de loca
angustia.

Y el enfurecido muchacho, dejando caer sus brazos como si los hubiera
atacado la parálisis, se retiró tambaleándose y se tumbó deshecho en
lágrimas a la entrada del molino.

Desde ese día la cólera pareció extinguirse completamente en él; una vez
lo insultaron en la calle, le pegaron, y sin embargo dejó quieto en el
fondo de su bolsillo el cuchillo que los aldeanos de aquel lugar emplean
de ordinario con gran facilidad.




III


Pasaron años... Martín acababa de llegar a la mayor edad cuando murió el
molinero. Su mujer no tardó en seguirlo. No tenía consuelo desde la
muerte de su esposo y se extinguió apaciblemente, sin una queja. Se
hubiera dicho que no podía vivir sin las injurias con que su marido la
había colmado diariamente durante veintitrés años.

Desde entonces los dos hermanos se quedaron solos en el molino. Nada
extraño era que se uniesen más estrechamente aún, que tratasen de
confundir sus existencias.

Sin embargo, se diferenciaban mucho en cuerpo y en alma. Martín era un
mozo robusto, de espaldas cuadradas y cuello corto, que se deslizaba
taciturno por entre las personas extrañas. Las cejas espesas que le
caían sobre los ojos daban a su rostro un aspecto sombrío; las palabras
salían penosamente de sus labios, como si el hecho solo de hablar
hubiera sido para él una tortura; sin la franqueza y la profundidad de
su mirada, sin la sonrisa bonachona que iluminaba a veces como un rayo
de sol sus facciones duras y toscamente modeladas, se le habría tomado
por un hombre odioso.

Juan era muy diferente. Dirigía con atrevimiento a todo el mundo sus
miradas alegres; sobre sus labios se leía, en una risa perpetua, la
indiferencia y la malicia. Su figura esbelta tenía todo el encanto de la
juventud. No dejaban de notar esto las muchachas que le lanzaban al
pasar miradas ardientes; y más de un confuso rubor, más de un apretón de
manos expresivo, le decían: «Yo te amaría fácilmente». Juan no se
cuidaba de esas cosas. No estaba aún maduro para el amor; prefería al
salón de baile el ruido y movimiento del juego de bolos, a la amistad de
Rosa o de Margarita la de su hermano, taciturno junto al parapeto de la
esclusa.

Ambos, en una hora solemne, en medio de la paz de la noche se habían
hecho la promesa de no separarse nunca y de no admitir junto a sí a una
tercera persona, que llevaría el amor o el odio entre ellos.

No habían contado con el consejo real de revisión. Llegó el día en que
Juan se vio obligado a hacer su servicio militar; tenía que ir muy
lejos, a Berlín con los hulanos de la guardia. Ese fue para los dos un
rudo golpe. Martín, como de costumbre, ocultó su pesar sin decir nada;
Juan de naturaleza más animada manifestó un dolor inconsolable, hasta el
punto de tener que sufrir, en el momento de la marcha, mil burlas de sus
camaradas.

Pero su dolor no fue de larga duración. Las fatigas de los primeros
ejercicios, el movimiento confuso de la capital, tan nuevo para él, no
le dejaban lugar para abandonarse a sus ideas; solamente cuando estaba
tendido sobre su catre, a la hora tranquila del crepúsculo, la
melancolía y los recuerdos lo asaltaban con una violencia
extraordinaria. Veía brillar entonces en la obscuridad, como un paraíso
perdido, el molino en que había transcurrido su infancia y el tictac de
las ruedas resonaba en su oído como un canto divino. Al sonar la diana
se deshacía el encanto.

Martín era mucho más desgraciado en el molino, donde se había quedado
completamente solo, pues no había que considerar compañeros suyos a los
jornaleros y al viejo David, que su padre le había dejado al morir.
Jamás había tenido amigos, ni en la aldea, ni en ninguna otra parte;
Juan compendiaba para él todas las amistades. Silencioso y concentrado
en sí mismo, vagaba al azar; su espíritu se obscureció cada vez más, se
sumió en ideas tristes, y la melancolía acabó por rodearlo de tales
sombras que el espectáculo de su víctima empezó a asediarlo. Tuvo
bastante juicio para comprender que no podía seguir haciendo esa vida.
Buscó entonces distracciones a toda costa; los domingos frecuentaba los
bailes, iba a las aldeas vecinas, sobre todo para visitar a las gentes
del oficio.

Resultó de esto que un buen día, al comienzo de su segundo año de
servicio, Juan recibió de su hermano una carta concebida en estos
términos:

       *       *       *       *       *

«Mi querido hermano: Es preciso que te escriba aunque te incomodes
conmigo. Me es imposible soportar por más tiempo la soledad, y he
resuelto casarme. Mi prometida se llama Gertrudis Berling; es hija del
propietario de un molino de viento de Lehnort, a dos leguas de nuestra
casa. Es muy joven todavía y yo la quiero mucho. La boda se efectuará
dentro de seis semanas. Si puedes, pide permiso para venir. Querido
hermano, te suplico que no me guardes rencor. Sabes perfectamente que el
molino será siempre tu hogar, haya o no en él, una mujer. La herencia de
nuestro padre nos pertenece en común. Gertrudis te envía sus saludos.
Una vez os encontrasteis los dos en la fiesta de los cazadores. Tú le
gustaste mucho entonces, pero no te fijaste en ella absolutamente; y me
ruega te diga que eso la contrarió bastante. Adiós. Tu fiel hermano.»

       *       *       *       *       *

Juan era un niño mimado; para él, puesto que se casaba, Martín hacía
traición al amor fraternal. A Juan le parecía que su hermano lo engañaba
y cometía un atentado contra sus derechos inalienables. En el mismo
lugar donde él había reinado hasta entonces como señor iba a instalarse
una extraña, y su situación, en su propia casa, iba a depender de la
generosidad y de la condescendencia de aquella mujer.

Las muestras de cariño que por adelantado le daba tan familiarmente la
hija del molinero no lograron calmarlo ni hacerle olvidar su despecho.
Cuando llegó el día de la boda no pidió permiso, y se contentó con
enviar un saludo por medio de su antiguo condiscípulo Franz Maas, que
justamente terminaba entonces su servicio.




IV


Seis meses más tarde, él también lo había terminado.

Bueno... ¿qué hizo Juan? Lleno de terquedad, no volvió a su pueblo; se
fue primero a probar fortuna en tierras extrañas, viajando a diestro y
siniestro por montes y por valles. Y después, al cabo de tres semanas,
reconociendo que, a pesar de la presencia de la hija del molinero de
Lehnort, la vida era mil veces más bella en el molino de Felshammer que
en cualquier otra parte, emprendió alegremente el camino a su pueblo.

En un espléndido día de mayo, Juan hace su entrada en la aldea de
Marienfeld.

El honrado Franz Maas, que durante el otoño último se ha establecido
como panadero, está plantado delante de su tienda, con las piernas
abiertas, mirando con complacencia como se balancean dulcemente las
rosquillas de hojalata, arriba de su puerta, a impulsos de la brisa del
mediodía. De pronto, ve un hulano que avanza cantando por el camino;
lleva la gorra de cuartel echada atrás y sus espuelas resuenan. El
panadero siente palpitar su corazón de reservista bajo su delantal
blanco; se quita la pipa de la boca y, haciendo una bocina con la mano,
exclama:

--¡Juan! ¡Es Juan, no hay duda!...

--¡Eh! ¡Camarada!

Y caen uno en brazos de otro.

--¿De dónde vienes en esta época del año? ¿Has desertado?

--¡Vaya!... ¡Qué ocurrencia!

Después empiezan las preguntas y las confidencias. El capitán, el cabo,
el cantinero, la muchacha rubia de la panadería, a la derecha del
cuartel, a quien llamaban «Magdalena panecillo»; no se olvida a nadie.

--¿Y tú? ¿Te han reconocido en la aldea?--pregunta Franz, cuya
insaciable curiosidad se dirige entonces al suelo natal.

--¡Nadie!--dice Juan echándose a reír y retorciendo el bigote, cuyas
puntas insolentes amenazan al cielo.

--¿Y en casa?

Juan toma entonces una expresión seria y tiende la mano a su camarada.

--¡Ah sí!... todavía tienes que ir allá. Eso debe hacerte tictac ahí
dentro.

Y le da un golpecito en el pecho para cerciorarse. Una risa fugitiva
pasa por los labios de Juan, que reprime en seguida un suspiro, como
esforzándose por dominar una emoción.

Franz le pone la mano en el hombro:

--Vas a encontrar una linda cuñada...--dice haciendo un chasquido a la
lengua y guiñando el ojo.

Juan, al oír estas palabras, siente despertar en él el despecho y la
cólera. Se encoge de hombros con expresión desdeñosa, tiende otra vez la
mano a su amigo y se aleja haciendo sonar las espuelas.

Tres minutos más de camino y llega al extremo de la aldea. Allá abajo
está la iglesia, un poco desmoronada la pobre vieja. Pero las campanas
hacen oír todavía la querida música que acarició sus tímpanos el día de
la confirmación, como una promesa de ventura... A la izquierda, la
posada... ¡mil truenos!... tiene una puerta cochera nueva tallada de
piedra y en la ventana se ven enormes botellas llenas de líquidos de
color rojo brillante y verde de arsénico. ¡Ha prosperado el posadero de
«La Corona»!

Ese camino baja hacia el río... Y allá, en el fondo, aparece el molino,
el objeto de sus sueños. ¡Cómo brilla el viejo techo de paja por arriba
de los grupos de árboles! ¡cómo hacen resaltar los cerezos en flor su
blancura de nieve en el jardín! ¡Cuán alegremente le grita el tictac de
las ruedas! «¡Bien venido seas, bien venido seas!» ¡Qué dulce canción
murmura la vieja y querida presa, cubierta de musgos verdes!

Echa más atrás aún su gorra de hulano y toma una actitud resuelta, pues
quiere dominar su emoción a todo trance.

Los campos que se extienden a derecha e izquierda del camino pertenecen
todos al molino. A la derecha hay centeno de invierno, como de
costumbre; pero a la izquierda, donde se plantaban en otro tiempo las
patatas, hay entonces una huerta en la que se alinean gravemente, en
filas regulares, los espárragos y los tallos de remolacha.

A unos cinco pasos próximamente del seto aparece una figura femenina, de
talle esbelto y formas juveniles, que, encorvada hacia la tierra,
trabaja con ardor.

¿Quién será? ¿Pertenecerá al molino? Una nueva criada quizás. Pero no;
tiene una figura demasiado elegante; sus zapatos son demasiado
delicados, su delantal demasiado lujoso, y el pañuelo blanco que le
cubre de un modo tan pintoresco es de tela demasiado fina para una
criada. ¡Si no ocultase tanto el rostro!

¡Ah! levanta los ojos... ¡Mil truenos! ¡qué encantadora muchacha!...
¡Qué vivo color el de sus redondas mejillas! ¡qué brillo el de sus ojos
negros! ¡cómo piden besos sus labios finamente dibujados!

Al verlo a su vez, ella deja caer la azada; después lo mira fijamente.

--Buenos días--dice el joven llevando la mano a su gorra con ademán un
poco cohibido.--¿Sabe usted si el molinero está en casa?

--Sí, está en casa;--dice ella sin dejar de mirarlo.

«¿Qué diablos querrá contigo?» piensa el soldado tratando de vencer su
timidez. Después de su estancia en Berlín, Juan tiene algunos motivos
para considerarse un poco conquistador, y es para él una cuestión de
honor aproximarse al seto y trabar conversación con la joven.

--¿Se trabaja?--pregunta, por decir algo.

Y, para disimular su turbación, se lleva la mano al bigote.

--Sí, se trabaja--repite ella maquinalmente, mirándolo siempre.

Después, de pronto tendiendo hacia él la mano y apartando los cinco
dedos como si quisiera señalarlo con todos a la vez, dice en medio de
una explosión de risa:

--Pero ¿no es usted Juan?

El balbucea:

--Sí... soy yo... ¿Y usted?

--Yo soy su mujer.

--¿Qué? ¿usted?... ¿la mujer de Martín?

Ella hace con la cabeza un signo afirmativo, adoptando una expresión de
dignidad, mientras sus ojos se llenan de malicia.

--¡Pero si parece usted una muchacha soltera!

--No hace tanto tiempo que no lo soy--dice ella riendo.

Los dos, uno a cada lado del seto, se contemplan con curiosidad. Pero la
joven reflexionando, se limpia ceremoniosamente en el delantal las
sucias manos de tierra y las tiende a través del cercado.

--¡Bien venido sea usted, cuñado!

El coge las manos que le ofrecen, pero guarda silencio.

--¿Está usted acaso incomodado conmigo?--pregunta ella lanzándole una
mirada maliciosa.

Juan se siente completamente desarmado frente a la joven y lo único que
puede hacer es sonreír con expresión cohibida, diciendo:

--¿Yo... incomodado? ¿Por qué?

--¡Me parecía!

Y alzando el dedo con ademán de amenaza, la joven agrega:

--¡Oh! ¡Tendría que ver!...

Después, con la barbilla hundida en el cuello, deja oír una leve risa.

--Es usted muy graciosa--dice el militar un poco más sereno.

--¿Yo graciosa?... ¡de ningún modo! Continúe usted su camino; entretanto
yo voy a atravesar rápidamente el huerto para avisar a Martín.

Iba a marcharse; de improviso se detiene pero se pone el índice sobre la
nariz y dice:

--Espere; voy a pasar al otro lado para ir con usted.

Antes que el joven tenga tiempo de tenderle la mano para ayudarla, ella
pasa, rápida como un lagarto, por entre las piedras del cerco.

--Ya estoy aquí--dice arreglando con la mano los pliegues de su falda.

Colócase en el cuello el pañuelo que tenía anudado en la cabeza, y sus
cabellos rizados y en desorden, que caen sobre la frente y la nuca, se
ponen a flotar al viento, felices por haber recobrado la libertad.

La mirada de Juan se detiene admirada sobre la belleza fresca y virginal
de aquella joven, que tiene las maneras de una niña sencilla y
traviesa. Ella sorprende esa mirada, y ruborizándose un poco echa para
atrás los indomables bucles.

Caminan un instante en silencio, uno al lado del otro. La joven baja los
ojos y sonríe, como si de pronto se hubiera apoderado de ella la
timidez.

Franquean los dos la gran puerta cochera sin haber reanudado la
conversación.

Juan mira a su alrededor y suelta un grito de admiración. No quiere
creer en sus sentidos. Todo ha cambiado, todo está embellecido. El
patio, que la lluvia en otro tiempo convertía en un horrible pantano y
que durante el verano era un hoyo lleno de polvo, luce entonces un verde
césped y parece una pradera cubierta de flores. Las puertas del granero
y de las cuadras brillan con un hermoso color obscuro y tienen números
pintados de blanco. En medio del patio se alza sobre la hierba un
palomar artísticamente construido, que recuerda los _chalets_ de la
Suiza. Delante de la vivienda sube un emparrado nuevo, cubierto de
pámpanos, que se entrelazan alrededor de las ventanas, brillando al sol,
y que prometen un abundante follaje.

El molino aparece a sus ojos deslumbrados como un asilo donde reina la
paz y la inocencia.

Impresionado cruza las manos y pregunta:

--¿Quién ha hecho esto?

Ella pasea su mirada por el contorno y guarda silencio.

--¿Usted?--pregunta el militar sorprendido.

--He contribuido un poco--responde la joven modestamente.

--¿Pero es usted la que ha tomado la iniciativa?

Ella sonríe. Esta sonrisa le da más años, esparce sobre su rostro de
niña la gracia de la mujer.

--Benditas sean sus manos--dice el joven en voz baja y tímida, y con más
gravedad que de costumbre.

No puede menos de acordarse de su madre muerta, que continuamente estaba
quejándose del polvo insoportable y de que no hubiera en todo el patio
el más pequeño sitio para descansar.

--¡Qué lástima que no pueda ver esto!--dice a media voz, siguiendo su
pensamiento.

--¿La madre?--pregunta ella.

El, sorprendido, la mira. No ha dicho: «_su_ madre»; esto le sorprende
al principio y luego le causa una sensación de bienestar, como no la ha
experimentado nunca en su vida. Se siente penetrado de un dulce calor
que le invade el corazón y no quiere disiparse. Hay, pues, en el mundo,
fuera de la familia, una mujer joven y bella que habla de la madre de él
como de la suya propia, como si ella fuese una hermana, aquella hermana
tan deseada en los años infantiles, cuando sus ojos se fijaban con
admiración secreta en las muchachas de la aldea.

La joven repite dulcemente la pregunta.

--Sí... la madre--responde él dirigiéndole una mirada de reconocimiento.

Durante un segundo la joven sostiene esa mirada; después baja los
párpados y dice, un poco turbada:

--¿Dónde estará Martín?

--En el molino, seguramente.

--¡Ah! sí en el molino;--confirma ella en seguida.

Y añade alejándose prestamente:

--Voy a buscarlo.

Maquinalmente casi, el militar sigue con los ojos la figura de la
muchacha que atraviesa el patio con paso leve. Todo en ella flota y se
agita: sus faldas, las cintas de su delantal, el pañuelo que rodea su
cuello, la masa en desorden de sus rebeldes bucles.

Permanece así un instante, inmóvil, como fascinado, siguiéndola con los
ojos; después menea la cabeza y se dirige hacia el emparrado. La primera
cosa que le llama la atención es una mesita sobre la cual se ve una
canastilla de paja para la labor. De esa canastilla sale un bordado
comenzado, una larga tira blanca donde están trazadas hojas y flores
como las que las mujeres emplean para adornar la ropa blanca. Sin saber
lo que hace, coge la tira y sigue el trabajo complicado de los puntos,
hasta el momento en que resuena en sus oídos la voz jovial de su cuñada.
Bruscamente, como un niño cogido en falta, deja caer el bordado; la
joven aparece en la esquina de la casa conduciendo alegremente a un
hombre de aspecto rollizo, cubierto de harina, que trata de librarse con
ademán torpe de las manitas que lo sujetan, y esparce a su alrededor
densas nubes de polvo blanco. Ese hombre es... no cabe duda es...

--¡Martín! ¡querido Martín!

Y Juan se precipita para caer en sus brazos.

Los torpes miembros del otro se detienen en su movimiento, se arquean
las espesas cejas y una sonrisa tranquila y bondadosa aparece en sus
labios; nuestro hombre siente que recorre su cuerpo un estremecimiento,
y da un paso atrás, tambaleándose, para lanzarse luego al encuentro del
niño querido a quien, al fin, vuelve a ver.

Sin decir una palabra, los dos hermanos se abrazan tiernamente. Después,
al cabo de un momento, Martín toma entre sus manos la cabeza del hijo
pródigo; y, frunciendo las cejas con aire sombrío, mordiéndose el labio
inferior, por largo tiempo clava en silencio sus miradas en los ojos
brillantes y alegres del hermano.

Luego se sienta en el banco del emparrado; y, apoyando los codos sobre
las rodillas, se pone a contemplar el suelo.

--¿Qué piensas Martín?--pregunta Juan con voz cariñosa colocando una
mano en el hombro de su hermano.

--¡Eh! ¿por qué no he de pensar?--replica el molinero con el sordo
gruñido que le es peculiar y que acompaña siempre a sus lacónicos
discursos. ¡Eh pilluelo!--continúa--y la bonachona sonrisa que lo
caracteriza en las horas de buen humor se extiende sobre sus facciones
toscamente trazadas, y las ilumina.--¿Te has incomodado, eh?

Entonces se levanta, y, cogiendo a su mujer de la mano, agrega:

--Míralo, Gertrudis, se ha incomodado... ¡Ven acá, pilluelo!... Es
ella... mírala bien... ¿Es con ella con quien has pretendido
incomodarte?

Se deja caer sobre el banco tan pesadamente, que una nueva nube de polvo
blanco se alza a su alrededor; levanta los ojos hacia Juan, se sonríe, y
acaba por decir a Gertrudis:

--Ve a buscar un cepillo.

Gertrudis lanza una risotada y se va cantando. Cuando vuelve,
blandiendo en el aire el objeto pedido, el molinero le dice en tono de
mando:

--¡Cepíllalo!

--Cuando los molineros y los deshollinadores quieren ser buenos, sucede
siempre una desgracia;--dice Juan bromeando con expresión cohibida.

Y pretende sacar a la joven el cepillo de las manos.

--Por favor, déjeme usted--dice ella defendiéndose y ocultando vivamente
el cepillo debajo del delantal.

Martín golpea en el banco con el puño.

--¿Déjeme usted?... ¡Cómo! ¿No os tuteáis todavía?

Juan guarda silencio, y Gertrudis le pasa fuertemente el cepillo por la
espalda.

--Apuesto cualquier cosa a que todavía no os habéis besado.

Gertrudis deja caer de pronto el cepillo. Juan dice: «¡hum!» y se
entrega afanosamente a la tarea de hacer girar a lo largo del cepillo de
hierro que hay delante de la puerta una de las rosetas de sus espuelas.

--¡Es preciso! ¡Vamos!

Juan da media vuelta rápidamente y se pone a retorcerse el mostacho;
espera salir de tan comprometida situación adoptando aires de
conquistador, pero ni siquiera tiene valor para inclinarse hacia la
joven. Se deja estar tieso como una estaca y espera que ella le presente
la boca y adelante los labios; entonces, por un instante, posa en ellos
los suyos temblorosos y siente un leve estremecimiento en todo el
cuerpo.

Los dos se quedan uno al lado del otro, sonriendo tímidamente, con las
mejillas encendidas.

Martín se golpea las rodillas con los puños y dice que acaba de asistir
a una escena cómica capaz de hacer morir de risa. Después se levanta
bruscamente, y se va a disfrutar de su dicha en la soledad.




V


Por la tarde, los dos hermanos se dirigen juntos al molino. Gertrudis
los sigue con los ojos, desde la ventana; Juan se vuelve, ella sonríe y
oculta su cabeza detrás de la cortina.

Juan se detiene en el umbral; se apoya contra una de las hojas de la
puerta y lanza una mirada de profunda emoción a la penumbra de la vieja
y querida sala, mientras el ruido de las ruedas llega ensordecedor a su
oído, y nubes grises de harina y vapor de agua, llevadas por la
corriente de aire, le azotan el rostro.

Delante de él se alinean en su puesto las diferentes ruedas del molino.
A la izquierda, cerca del muro, el viejo tamiz para la harina; después
el triturador y la muela donde se mezcla el salvado a la harina; después
la muela mondadora, que separa la cebada de su cáscara, y finalmente un
cilindro de sistema completamente nuevo, que durante su ausencia se ha
agregado a los otros. Hay también un tornillo sin fin y un tubo
ascensor, como lo requiere la moda.

Martín, con las dos manos en los bolsillos del pantalón, tranquilo,
satisfecho, mueve su corta pipa en la boca. Después, coge a Juan por la
mano para explicarle los mecanismos nuevos; le muestra la harina fina,
molida por el tornillo sin fin, pasando por el tubo ascensor, donde
pequeños depósitos que suben a lo largo de una correa circular la elevan
a través de dos pisos, casi hasta el techo, para volcarla luego en los
tubos de seda cilíndricos, porque es preciso que pase en polvo fino a
través de esa estrecha trama antes que pueda servir.

Respirando apenas, Juan escucha; caza al vuelo las frases raras, que su
hermano sólo pronuncia en fragmentos, y se admira mucho al ver hasta qué
punto se embrutece uno en el regimiento, pues todo eso es griego para
él.

Los negocios florecen. Todas las ruedas trabajan, y los mozos del molino
tienen bastante que hacer allá arriba, en la galería, echando el grano
en los vertederos, y abajo, vigilando la caída de la harina y del
salvado.

--Ahora tengo tres--dice Martín, señalando a los compañeros, blancos
como la nieve, que tan pronto suben como bajan por la escalera.

--¿Y tienes todavía a David?--pregunta Juan.

--Naturalmente--responde Martín haciendo una mueca.

Se diría que la sola idea de que David pudiese faltar del molino lo ha
llenado de terror. Juan se echa a reír:

--¿Dónde está, pues, ese pícaro viejo?

--¡David! ¡David!

Y la voz potente de Martín resuena a través de la sala, dominando el
ruido de las ruedas.

Entonces, del rincón obscuro de las máquinas, cuya masa gigantesca surge
del suelo detrás del armazón de las ruedas, se adelanta pausadamente una
larga figura vacilante, cubierta de harina de pies a cabeza; aparece un
rostro pálido, en el cual sólo se lee esa especie de estupidez que
producen los años; una nariz ligeramente colorada que baja hasta la
barbilla, unos ojos enfurruñados que se ocultan bajo gruesas cejas, y
una boca que parece agitada por un movimiento eterno de masticación.

--¿Qué me quiere mi amo?--pregunta el viejo colocándose delante de los
dos hermanos, sin soltar la pipa de barro que pende y se balancea entre
sus labios.

--¡Ahí lo tienes!--dice Martín golpeando en el hombro al viejo,
mientras asoma a su rostro una sonrisa de tierno respeto.

--¿No me reconoces, David?--pregunta Juan tendiéndole amigablemente la
mano.

El viejo lanza por entre sus dientes un salivazo negruzco, medita un
instante y murmura:

--¿Por qué no lo he de reconocer?

--¿Y qué tal te encuentras?

El viejo vuelve a meditar, se rasca la cabeza y dice:

--¿Cómo me he de encontrar?

Y comienza a atar y a desatar entre sus dedos nudosos el hilo de un saco
de harina; después, cuando está bien convencido de que no lo necesitan,
vuelve a hundirse en su rincón obscuro.

El rostro de Martín está radiante.

--Tiene un gran corazón. ¡Veintiocho años a nuestro servicio, y siempre
laborioso, siempre fiel a sus deberes!

--¿Qué hace ahora?

Martín no sabe qué contestar.

--Difícil es decirlo... Ocupa un puesto de confianza. ¡Ah! tiene un gran
corazón... un gran corazón...

--¿Ese gran corazón roba todavía un poco de harina de los
sacos?--pregunta Juan riéndose.

Martín se encoge de hombros con disgusto y murmura algo como:
«Veintiocho años de servicios» y «hay que cerrar los ojos.»

--Parece que todavía me guarda algún rencor porque me permití descubrir
el escondrijo donde amontonaba, como la marmota, lo que iba robando.

--Estás prevenido contra él--gruñe Martín;--lo mismo que Gertrudis...
Sois injustos, cruelmente injustos con él.

Juan mueve alegremente la cabeza; y, señalando con el dedo una puerta
que conduce a una habitación de madera, recién construida, pregunta.

--¿Qué es eso?

Martín, un poco cortado, menea dulcemente la cabeza.

--Mi despacho--balbucea al fin.

Y como Juan da un paso para abrir la puerta, lo detiene por el faldón de
la chaqueta.

--Te ruego--refunfuña--que no franquees ese umbral; ni hoy, ni nunca...
tengo mis razones.

Juan lo mira disgustado y está a punto de preguntarle: «¿Desde cuándo
tienes secretos para mí?» Pero la súplica que lee en los ojos de su
hermano le cierra la boca, y los dos salen juntos del molino cogidos del
brazo.




VI


Ha llegado la noche... La rueda grande se ha detenido, condenando a la
inmovilidad a todo el engranaje de las pequeñas. El silencio reina en el
molino; sólo a lo lejos, en la esclusa abierta, las aguas en movimiento
cantan su monótona melodía.

Delante de la casa, el arroyuelo está tranquilo como si no tuviese más
que hacer que columpiar los nenúfares, y el sol poniente se refleja en
sus aguas profundas. Como una cinta de oro serpentea a través de los
arbustos, donde un ejército de ruiseñores, ignorando su mérito, afinan
sus gargantas para entrar en lucha con las ranas instaladas abajo.

Los tres seres hermanos destinados a vivir juntos desde entonces en
aquella soledad florida, donde todo inspira canciones, están reunidos en
círculo íntimo. Sentados en el emparrado, alrededor de la mesa cubierta
por un mantel blanco, no han hecho gran honor a la cena esa tarde, y sus
miradas fijas en el suelo expresan un profundo sentimiento de bienestar.
Martín, con la cara apoyada en las dos manos, saca de su pipa densas
nubes de humo, lanzando de vez en cuando un sonido que participa de la
risa y del gruñido.

Juan está completamente hundido en el tupido follaje, y deja que los
pámpanos, que tiemblan y se agitan al soplo de su aliento le acaricien
el rostro.

Gertrudis lanza de tiempo en tiempo una mirada furtiva a los dos
hermanos; se la podría tomar por una criatura indisciplinada que quiere
hacer alguna travesura, pero cerciorándose antes de que nadie la vigila.
Evidentemente, el silencio no es de su gusto; pero está demasiado bien
educada para romperlo. Sin embargo, se divierte sola en hacer a
escondidas bolitas de pan para lanzarlas en medio de una banda de
gorriones glotones que picotean alrededor del emparrado. Hay uno, sobre
todo, un sucio granujilla, que con su destreza y rapidez vence a todos
los demás. Desde el momento que llega rodando una pelotilla, abre las
dos alas y se pone a gritar como un poseído después, disputando a
derecha e izquierda con los otros, procura hacer salir a aletazos la
bolita del campo de batalla para tomar posesión de ella, con toda
comodidad, mientras sus camaradas cambian todavía entre ellos furiosos
picotazos.

Esta maniobra se repite cuatro o cinco veces y le da siempre la
victoria; pero al fin otro, que no carece de valor, descubre su táctica
y la aplica mejor todavía.

Ante ese espectáculo, Gertrudis siente grandes ganas de reír; quiere
reprimirlas a la fuerza, se mete el pañuelo en la boca y contiene la
respiración hasta que el rostro se le pone morado. Después, renunciando
a la esperanza de poder dominarse por más tiempo, se levanta para huir;
pero no ha llegado aún a la puerta cuando estalla la risa. Desaparece,
entonces en la sombra del vestíbulo, lanzando gritos de alegría.

Los dos hermanos, sacados de su ensueño, se incorporan.

--¿Qué pasa?--pregunta Juan asustado.

Martín menea la cabeza, dirigiendo su mirada a la joven, cuyas locuras y
niñerías conoce perfectamente. Al cabo de un instante, coge la mano a
Juan y dice, señalando la puerta con el dedo:

--Responde, ¿te parece que ella quiera hacerte partir?

--¡De ningún modo!--dice Juan con risa un poco forzada.

--¡Ah, muchacho!--exclama Martín rascándose la cabeza desgreñada;--¡por
cuántas desazones he pasado! ¡Cuántas veces me he agitado en el lecho
pensando en ti y en la falta que había cometido tal vez contigo!...

Después de una pausa continuó:

--Y sin embargo al verla tan dulce, tan inocente, dime, muchacho ¿me
habría sido posible no amarla? Desde que la vi, no fui dueño de mi
persona. Me recordaba a mi Juan de tantas maneras... era jovial y tenía
los ojos brillantes, donde se leía una loca alegría, exactamente como en
ti. Era una criatura, es verdad, y sigue siéndolo hasta hoy...
descuidada, turbulenta, traviesa como un niño. Y, cuando no se le tiene
la rienda un poco corta, amenaza trastornarlo todo. Pero me gusta así--y
un resplandor de ternura ilumina sus rasgos--y pensándolo bien, yo no
podría pasarlo sin sus locuras. Ya lo sabes, siempre tengo necesidad de
hacer el padre con alguno; en otro tiempo te tenía a ti, y ahora la
tengo a ella.

Después de haber desahogado su corazón, Martín se sume en un profundo
silencio.

--¿Y eres feliz?--pregunta Juan.

Martín lanza densas bocanadas de su pipa; en medio de la nube en que se
ha envuelto, murmura después de una nueva pausa:

--¡Hum! eso depende...

--¿De qué?

--De que tú no le guardes rencor.

--¿Yo, guardarle rencor?

--Vaya, vaya, no te defiendas.

Juan no responde. No le costará mucho trabajo convencer a su hermano; y,
cerrando los ojos, hunde de nuevo la cabeza en los pámpanos que agita el
aire.

Un rayo de luz le hace alzar los ojos.

Es Gertrudis que, de pie en el umbral de la puerta, con una lámpara en
la mano, aparece toda confusa. Su gracioso rostro está cubierto de vivo
color y sus pestañas bajas lanzan sobre sus mejillas dos sombras
semicirculares.

--¡Qué loquilla eres!--dice Martín acariciando tiernamente sus cabellos
en desorden.

--¿No quieres ir a acostarte, Juan?--pregunta ella con gran seriedad.

Pero su voz hace traición todavía a una leve risa que trata de reprimir.

--¡Buenas noches, hermano!

--Espera, que subo contigo.

Juan tiende la mano a su cuñada, que vuelve la cabeza para disimular su
sonrisa.

Martín le coge la lámpara y sube la escalera precediendo a su hermano.
Una vez en lo alto, se apodera de la mano de Juan, y, sin decir nada,
fija un instante su mirada franca y bondadosa sobre el rostro de su
hermano, como si no pudiese dominar aún su felicidad, se dirige a la
puerta y sale.

Juan suspira y se despereza, con las dos manos apoyadas en el pecho. Le
ahoga la alegría que invade su alma. Quiere alcanzar a su hermano para
consolar su corazón con algunas palabras de ternura y de reconocimiento,
pero oye los pasos de Martín repercutiendo ya abajo, en el vestíbulo. Es
demasiado tarde. Antes de meterse en cama necesita calmarse. Apaga la
lámpara y abre una de las hojas de la ventana. El aire fresco de la
noche, que le acaricia el rostro, le produce bienestar y lo apacigua.

Se inclina sobre el alféizar y silba un aria hundiendo sus miradas en la
sombra.

Debajo de él, el manzano en plena florescencia balancea la masa blanca
de sus flores. ¡Cuántas veces, siendo niño, ha trepado por sus ramas!
¡Cuántas veces, cansado de jugar, se ha apoyado en el tronco, perdido en
un sueño, mientras las hojas le susurraban lindas historias! Y después,
en otoño, cuando una ráfaga pasaba sobre el árbol, caía casi entre sus
brazos una lluvia de manzanas doradas. ¡Era una delicia aquello!

¡Qué de pensamientos acuden a la mente cuando se silba de ese modo! Cada
nota despierta una nueva canción, cada tonada resucita nuevos recuerdos.
Con las canciones de otro tiempo despiertan también los antiguos sueños,
que vuelan con sus alas de mariposa y recorren su vasto imperio, desde
que aparece la luna hasta que asoma la aurora...

Y, mientras contempla la tierra, donde todo se sumerge en las tinieblas,
ve que se abre suavemente una ventana debajo de él, y aparece una cabeza
con el rostro vuelto hacia arriba. En el óvalo pálido, que resalta sobre
la sombra de los cabellos, ve brillar dos ojos negros picarescos que le
miran con malicia de gata joven.

De pronto deja de silbar; entonces suena en su oído una risa burlona, y
la voz alegre de su cuñada le dice:

--Vamos, Juan, continúa.

Y, como él no quiere acceder a esa petición, la joven frunce los labios
y se pone a silbar imperfectamente algunas notas.

Entonces se oye gruñir, en el interior de la casa la voz profunda de
Martín, que dice paternalmente, en tono de reproche:

--No hagas tonterías, Gertrudis; déjalo dormir.

--¡Pero si no duerme!--responde ella en el tono enfurruñado del niño a
quien reprenden.

Después la ventana se cierra y las voces se apagan.

Juan menea la cabeza riendo y se mete en la cama; pero no puede dormirse
a causa de las flores que Gertrudis ha puesto a la cabecera y cuyas
hojas llegan hasta el borde del lecho. Con los manojos de lilas
violáceas se mezclan los narcisos de cáliz estrellado de suave blancura.
Se vuelve, después de arrodillarse en la cama, y hunde su rostro en las
flores. Los pétalos delicados lo acarician y besan sus párpados y sus
labios.

De pronto presta oído. Del suelo sube el rumor de una risa apenas
perceptible, como si llegase del centro de la tierra; una risa leve como
el ala del viento rozando la hierba... ¡pero tan alegre, de tan loca
alegría!...

Escucha un instante y espera oírla por segunda vez; pero todo queda en
silencio.

--¡Qué loquilla!--dice alegremente.

Vuelve a caer sobre la almohada, y se duerme con la sonrisa en los
labios.




VII


A la mañana siguiente, Juan busca en el cuarto sus ropas de trabajo. Le
aprietan un poco en los hombros. ¡Cristo! ¡cómo ha engrosado!

Ya está alto el sol. Le parece que pone menos luz y calor en cualquier
parte que no sea en aquella soledad florida. Es una cosa particular el
sol del país natal. Dora todo lo que toca, y brotan canciones de los
labios que acaricia. ¡Qué hermosa es la vida en la casa paterna! ¡Viva
la alegría!

--Tengo ahora en casa todo un nido de alegres pájaros;--dice riendo
Martín, que va a darle los buenos días. Sigue cantando, muchacho...
Estoy acostumbrado desde que vive aquí Gertrudis... Pero ¿qué vas a
hacer con esa blusa blanca?

--¿Crees acaso que voy a estar aquí de brazos cruzados?

--Descansa un día más.

--¡Ni una hora! Mis ropas de holgazán están colgadas ya de un clavo.

Martín ha visto las flores que están a la cabecera del lecho, y dice
riendo de mala gana.

--¡Habrase visto! Le he prohibido que haga eso conmigo y te da a ti esa
mala broma. Por eso estás hoy tan pálido.

--¿Pálido, yo? No lo creo.

--No le digas nada. Yo le prohibiré que haga estas tonterías.

Y bajan los dos juntos.

No se ve a Gertrudis en ninguna parte de la casa.

--Está en el jardín desde las cinco--dice Martín sonriendo con
complacencia.--Todo marcha aquí al vapor desde que ella tiene la
dirección de la casa... Es viva como una ardilla, y está en pie desde el
alba; y siempre contenta... siempre entonando canciones y soltando
gritos de alegría.

Al dirigirse al molino, los dos hermanos ven pasar por arriba de ellos,
rozando sus cabezas, un tronco de zanahoria.

Martín se vuelve riendo, y hace con el dedo un ademán de amenaza.

--¿Quién es?--pregunta Juan, recorriendo con la mirada el patio, donde
no se ve alma viviente.

--¿Quién quieres que sea, sino ella?

--¿Y no ves nada que indique dónde está?

--Nada absolutamente... Es un verdadero diablillo, se hace invisible
cuando quiere.

Y, con el rostro radiante, sigue a su hermano al molino.

Pasan las horas. Juan quiere demostrar lo que puede hacer, y trabaja con
gran energía. Mientras está vigilando en la galería el trituramiento del
grano en la tolva, siente que le tiran de la blusa.

Mira hacia abajo. Gertrudis, de pie en la escalera, con las mejillas
tostadas por el sol y los ojos brillantes, le hace una seña con el dedo:

--Ven a almorzar.

--Al instante.

Termina su trabajo y se coloca a su lado.

--¡Brrr!--exclama la joven sacudiéndolo;--¡cómo te has vestido!

--¿Y qué?

--Ayer me gustabas más.

Dicho esto, le tiende la mano para darle los buenos días, y baja
apresuradamente la escalera, divirtiéndose en esparcir delante de ella
una lluvia de harina.

Al pasar por delante de la habitación que Martín llama _su despacho_, su
rostro toma una expresión misteriosa, y deteniéndose, levanta las dos
manos en el aire, como para conjurar un espíritu.

Al cabo de un instante, pregunta en voz baja:

--Di, ¿qué hay ahí dentro?

--No sé.

--Yo tampoco. ¿No tienes permiso para entrar ahí?

--No.

--¡Alabado sea Dios! Entonces no soy yo sola la tonta... Cuando tengo
que decirle algo, es preciso que llame a la puerta... Vamos, di la
verdad, ¿te parece que eso está bien? Yo no soy una chiquilla para
que... Pero me callo; no hay que hablar mal del marido. Sin embargo, tú
eres su hermano; intercede por mí junto a él, ruégale que me diga qué
hay dentro. ¡Si vieras cuan intrigada estoy!

--¿Te figuras que me lo dirá?

--Entonces tendremos que consolarnos juntos... Ven.

Y, de un salto, transpone los tres peldaños que conducen al umbral de la
puerta.

Durante el almuerzo, adopta de improviso una fisonomía seria, y habla
con importancia de los cuidados que le da el manejo de la casa. Había
adquirido, es cierto, en su familia, la costumbre de salir de apuros
sola, porque su pobre madre había muerto hacía muchos años, y antes de
la confirmación, había tenido que dirigir la casa de su padre; pero la
tarea no era muy pesada: su padre no tenía a su servicio más que un
criado para el molino y los trabajos del campo... ¡se extenuaba de
trabajo el pobre padre!

Sus ojos se llenan de lágrimas. Confusa, vuelve la cabeza. Después se
levanta vivamente y pregunta:

--¿No tienes ganas?

--No.

Luego continúa.

--Ven conmigo al jardín. Conozco una espesura donde se está muy bien
para hablar.

--Allá, en el extremo de la alameda. Es también mi lugar favorito.




VIII


Penetran juntos en el jardín que el sol inunda con sus rayos ardientes,
y respiran más libremente bajo la bóveda de verdor que los envuelve en
su fresca sombra.

Gertrudis se echa negligentemente sobre el banco de césped y coloca bajo
su cabeza, a guisa de almohada, sus brazos, bruñidos por el sol.

A través del tupido follaje se deslizan aquí y allá algunos rayos que
adornan sus vestidos con manchas de oro, ruedan sobre su cuello y sus
mejillas, y rozan su frente, poniendo un claro fulgor en su cabellera
obscura y rizada.

Juan se sienta frente de ella y la contempla con una admiración que no
procura disimular.

Está persuadido de que en su vida ha visto tanta gracia. ¡Qué encanto en
la actitud de esa joven cuñada medio tendida! Las palabras de su hermano
le vuelven a la memoria: «¿Me habría sido posible no amarla?»

--No sé, pero hoy siento ganas de charlar--dice Gertrudis con sonrisa
confiada;--y coloca más cómodamente su cabeza.--¿Y tú, estás dispuesto a
escuchar?

Él hace un signo afirmativo.

--Entonces... el pan no era abundante en casa y los pedazos estaban
contados. En cuanto a la manteca para poner en él, inútil es hablar de
ella. Si yo no hubiese cuidado el huerto, cuyos productos se vendían en
la ciudad, nos habría sido imposible vivir. ¿Por qué la gente lleva toda
su harina al molino de agua de los Felshammer, sin pensar que en los
molinos de viento los pobres molineros necesitan vivir también? Esto es
lo que nos decíamos a menudo; y mirábamos con odio vuestra casa... Pero
he aquí que, de repente, llega Martín. Quiere, dice, vivir en buenas
relaciones con sus vecinos. Se muestra amable y cariñoso con el padre,
amable y cariñoso conmigo. Lleva a los muchachos pasteles y azúcar
cande, y todos nos enamoramos de él. Y al fin declara al padre que me
quiere por mujer... «¡Pero si no tiene nada!--dice mi padre.--«Tampoco
quiero yo nada» responde él. Y figúrate... ¡me toma sin un céntimo de
dote!... Ya puedes comprender mi alegría, pues el padre me había
repetido con frecuencia: «Hoy todos los hombres van detrás del dinero;
tú eres pobre, Gertrudis; prepárate para quedar soltera». Y, sin
embargo, me he casado antes de los diez y siete años... Por lo demás, yo
profesaba desde hacía mucho profundo afecto a Martín; porque, aunque era
un poco tímido y avaro de sus palabras yo había leído en sus ojos su
buen corazón. No puede franquearse tanto como quisiera, y eso es todo.
Yo sé cuán bueno es; y a pesar de su talante gruñón, a pesar de las
reprimendas que me echa, no dejaré de amarlo toda mi vida.

Guarda silencio un instante y se pasa la mano por el rostro como para
echar al rayo de sol que le dora las pestañas y hace brillar sus ojos
con colores vivos y tornasolados.

--Mira si es bueno para los míos--continúa con apresuramiento, como si
creyera no poder encontrar bastante afecto para acumularlo sobre la
cabeza de Martín.--Quería darles cada año una pensión, no sé de cuánto;
pero yo no lo he consentido, porque no podía conciliarme con la idea de
que mi padre estuviera reducido a aceptar una limosna en sus últimos
días, aunque se la diese su yerno. Pero me he reservado una cosa:
continuar aquí el cultivo del huerto, al que estaba acostumbrada en
nuestra casa, y quedarme con lo que produzca.

El empleo de ese dinero es cuenta mía.

Se sonríe mirándolo con aire triste, y continúa:

--Tienen verdadera necesidad de él en casa; porque, ya lo ves, hay tres
chicos todavía, que alimentar y vestir sin contar que, desde que yo
partí, tienen que valerse de una criada.

--¿No tienes hermanas?--pregunta Juan.

Ella menea la cabeza y dice, lanzando de improviso una risotada:

--¡Es escandaloso! Ni siquiera una, de la cual pudieras hacer tu mujer.

El ríe con ella y dice:

--No es una mujer lo que necesito ahora.

--¿Entonces, qué?

--Una hermana.

--Pues bien, ya tienes una--dice ella levantándose de un salto y
acercándose a él.

Después, avergonzada sin duda de su vivacidad, se deja caer ruborosa
sobre el banco de césped.

--¿De veras?--dice con los ojos brillantes.

Ella hace un leve mohín y dice vivamente:

--¿Hay que hacer tanto esfuerzo acaso? La mujer de un hermano es casi
una hermana ya.

Y, midiéndolo de pies a cabeza con una sonrisa, añade:

--Creo que, con un hermano como tú, se podría ir a cualquier parte.

--Cinco pies y diez pulgadas, ex hulano de la guardia... ¡si basta
eso!...

--Y en último término, tú serías también un buen compañero de juegos.

--¿Necesitas uno?

--¡Oh sí!--responde ella con un suspiro;--la vida es aquí tan tranquila,
tan seria... No hay nadie con quien pueda uno correr como hacía yo en
otro tiempo con mis hermanos. Con frecuencia he estado a punto de tomar
por el cuello a un mozo del molino; pero ¡la dignidad!... ¡el
respeto!...

--Bueno, pues ahora estoy yo--dice él, riendo.

--Por eso fundo en ti grandes esperanzas.

--Entonces, tómame por el cuello.

--Tienes demasiada harina encima.

--¡Vaya una mujer de molinero, que tiene miedo a la harina!--dice Juan
en tono burlón.

--Deja--concluye ella,--que ya llegará la hora en que ponga a prueba tus
habilidades de jugador.




IX


Mientras los tres descansan en el emparrado, a la hora del crepúsculo,
Juan, que con la cabeza oculta entre los pámpanos sueña en silencio como
su hermano, siente de pronto una cosa redonda, que no acierta a definir,
chocar contra su frente y caer al suelo. «Quizás sea una cochinilla» se
dice; pero el ataque se repite por segunda y tercera vez.

Entonces lanza una mirada recelosa a Gertrudis, que estatua viva de la
inocencia, canturrea melancólicamente la tonada: _En un fresco valle._
Sin embargo, entretanto fabrica a hurtadillas las bolitas de pan que le
sirven de proyectiles.

Juan reprime un acceso de risa y coge disimuladamente una rama de viña,
de la que penden todavía algunos racimos secos del año anterior. Ella le
lanza un nuevo proyectil; y él le dispara, pronto para la respuesta, un
grano a la nariz. Ella se estremece, lo mira un momento toda
desconcertada; y, al inclinarse el joven hacia ella, con el rostro más
serio del mundo, lanza una ruidosa y alegre carcajada.

--¿Qué pasa?--dice Martín, arrancado violentamente a su somnolencia.

--¡Ha pasado por la prueba!--responde Gertrudis lanzándose a su cuello.

--¿Qué prueba?

--Si te lo digo vas a reñirnos; prefiero callarme.

Martín interroga con una mirada a su hermano.

--¡Oh, nada!--dice éste con tímida sonrisa.--Era una broma... Nos
bombardeábamos.

--Está bien, hijos míos, bombardeaos;--dice Martín, que continúa fumando
en silencio.

Juan está muy avergonzado, y Gertrudis contempla a su nuevo camarada de
juegos con una mirada maliciosa y provocativa.

«Revoltosa». Sí; ese era el nombre que había dado Martín Felshammer a su
mujer...




X


Desde aquel día, se repiten las bromas en las horas tranquilas y
silenciosas del crepúsculo, que Martín ama tanto.

En las apacibles alamedas del huerto suenan gorgeos y risas; sobre el
césped pasan como una tromba dos figuras humanas que se persiguen; se
bromea, se suelta a los perros para que hagan ruido; se caza a los gatos
de la vecindad que se dan las citas amorosas en el molino; se juega al
escondite detrás de los montones de heno y de los setos.

Martín los deja en plena libertad, y contempla esas locuras con la
mirada benévola e indulgente de un padre. En el fondo, preferiría la
calma de antes; pero son tan felices ellos, en su juventud y su
inocencia, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, que sería
un crimen turbar su alegría con observaciones molestas. Después de todo
son unos niños.

Además ¿no hay también horas menos ruidosas? Cuando Gertrudis dice:
«Juan, ven a cantar», se sientan juiciosamente uno al lado del otro en
el emparrado, o cuando se pasean lentamente a la orilla del riachuelo; y
cuando Martín ha encendido su pipa y está dispuesto a escucharlos, sus
voces resuenan claras y vibrantes en la sombra de la noche.

Bien pronto llegan instantes de solemne encanto. Los pájaros, que van a
entregarse al sueño, gorjean en las ramas, una leve brisa sopla en los
pámpanos y el sordo murmullo de la presa sirve de acompañamiento...
¡Cómo ha cambiado su humor de repente! Estaban alegres al empezar; pero
las tonadas que cantan son cada vez más tristes, y el acento de sus
voces cada vez más quejumbroso. Hace apenas unos minutos, sus cabezas se
tocaban; entonces están serios, con las manos juntas y los ojos puestos
en el cielo arrebolado. Sus voces suenan admirablemente unidas. Juan
tiene una voz de tenor clara y suave, que concierta muy bien con las
notas de contralto, llenas y graves, de Gertrudis, y nunca le falta oído
cuando se trata de acompañar de improviso una canción nueva.

Lo extraño es que nunca puedan cantar cuando están solos. Si, mientras
están cantando, tiene Martín que alejarse, llamado por algún asunto, en
seguida sus voces pierden la seguridad y los jóvenes se miran
sonriendo; uno u otro, por lo regular, deja escapar una nota falsa, y la
canción queda inconclusa.

Cuando Martín está ausente de la casa o se encierra en su despacho, lo
que sucede una vez o dos por semana, los dos guardan silencio, como de
común acuerdo; ninguno de ellos se atrevería a invitar al otro a cantar.

En cambio, tienen otras ocupaciones más interesantes, a las que sólo
pueden dedicarse cuando no hay que temer la indiscreción de un tercero.

Mientras estaba en el servicio, Juan se ha hecho un lindo cuaderno de
música, en el que ha compilado las canciones alegres y sentimentales que
más le gustaban. El género sentimental es el que lo entusiasma. Las
desesperaciones de amor, los cantos fúnebres, se alternan allí con las
consideraciones poéticas sobre la vanidad de la existencia, y lo corona
todo el estallido de desesperación de Kotzebue, desbordamiento de
sentimentalismo que ha sido durante medio siglo la más popular de las
poesías alemanas.

Ese cuaderno responde perfectamente al gusto poético de Gertrudis. En
cuanto se ve sola con Juan, le murmura en tono de súplica:

--Ve a buscar las canciones.

Entonces se sientan en un rincón retirado, y juntan sus cabezas; durante
la lectura sienten con delicia que un estremecimiento de voluptuosidad
les recorre el cuerpo.

He aquí, en primer lugar, esa poesía extraña:

EL CONDE ORSINSKI A SU AMADA

    En señal de adiós, recibe las quejas de mi corazón,
          Transformadas en dulce armonía,
    Pero no trates nunca de adivinar lo que estos acentos dicen.

Y esta antigua romanza popular:

      Enrique descansaba junto a su reciente esposa,
    Rica heredera de las orillas del Rin...
    Suena la media-noche, y a través de la cortina,
    Pasa de pronto una mano blanca y delicada:
    ¿A quién vio? A su Guillermina,
    Que se erguía ante él envuelta en un sudario.

Al llegar a eso, Gertrudis se estremece; y, llena de angustia, con sus
grandes ojos azorados, mira fijamente delante de ella, a través de la
sombra del crepúsculo... pero su sonrisa pone de manifiesto, al mismo
tiempo, un delicioso éxtasis.

Pero lo maravilloso en ese cuaderno es una composición titulada: _La
bella molinera_.

--¿Dónde has encontrado esto?--pregunta Gertrudis, impresionada por el
título.

--Un camarada, que era músico, tenía estas canciones en un gran
cuaderno. De allí las copié yo. El que las ha hecho se llamaba Molinero
de apellido y creo que ejercía además ese oficio.

--¡Lee, lee, pronto!--exclama Gertrudis.

Pero Juan se niega.

--Es demasiado triste--dice cerrando el libro.--Será otra vez.

Pero Gertrudis le suplica tanto, que tiene que acceder a sus deseos.

--Ven esta tarde conmigo a la presa--dice;--tengo que hacer allá. Nadie
nos incomodará entonces, y te lo leeré siempre que... naturalmente...

Y guiña el ojo en dirección al _despacho_. Gertrudis hace una señal con
la cabeza. Se entienden a maravilla.




XI


Después de comer, Martín se retira a su escritorio, seguido por las
miradas impacientes de Gertrudis, que espera el momento en que va a
conocer los secretos de «la bella molinera.»

Atraviesan de bracete la pradera, para ir a la presa. La hierba está
húmeda de rocío. El cielo, surcado de bandas rojizas. Sobre el fondo
luminoso resalta, perfectamente recortada, la figura negra del bosque de
abetos, que, triste y silencioso, rodea el llano. A medida que se
aproximan, los mugidos del agua llegan cada vez con más fuerza a sus
oídos... Los rayos del sol poniente se reflejan en los torbellinos de
las ondas, y las gotas de espuma que saltan son otras tantas chispas.
Del otro lado de la presa, el río tranquilo parece un espejo; los
árboles lanzan su sombra y reflejan su imagen en las aguas, demasiado
profundas para ser transparentes.

Se acercan en silencio a la presa.

En esa época, durante los calores del mes de junio, la presa no da gran
trabajo; pero, en los primeros días de la primavera, y en el otoño,
durante las grandes avenidas, cuando es preciso alzar las compuertas
para dar paso a las aguas y a los carámbanos, sin que encuentren
obstáculos, hay que poner un poco de atención y hay que apelar a todas
las fuerzas para no verse arrastrado con las piezas de madera por el
torbellino de las aguas.

Juan alza dos esclusas. Eso basta por el momento. Después suelta la
palanca y apoya el codo en el pretil del puente levadizo. Gertrudis, que
durante todo ese tiempo ha estado contemplándolo sin decir nada, se
lanza por sobre la gran viga que atraviesa la corriente de agua de una
orilla a otra, a algunos pasos de ella.

--Vas a sentir vértigo, Gertrudis--dice Juan echando una mirada inquieta
a la esclusa, por la que las aguas pasan con rapidez espantosa, sobre el
fondo de tablones inclinados, para precipitarse en seguida espumosas en
la corriente.

Gertrudis suelta una risotada y dice que muchas veces ha estado sentada
allí horas enteras, mirando las aguas, sin sentir vértigo alguno.
Además, ¿no está allí entonces por necesidad? Su mirada, en la que se
lee una curiosidad impaciente, está fija en el bolsillo de Juan; y
cuando éste saca su cuaderno de música, la joven exhala un gran
suspiro, encantada ante la idea de los esplendores que presiente, y
junta las manos como una criatura a quien su abuela va a contar una
historia. Juan comienza.

Las palabras conmovedoras del poeta brotan de sus labios como un canto.

    Los viajes son la pasión del molinero...

Gertrudis deja oír una alegre exclamación y marca el ritmo dando con el
pie en los montantes de la esclusa.

    He oído murmurar un riachuelo...

Gertrudis contiene la respiración, esperando lo que sigue:

    He visto brillar el techo de un molino...

En su alegría, Gertrudis palmotea y muestra la granja al otro lado.

    ¿Es eso lo que quiere decir tu murmullo?

En este pasaje, la bella molinera entra en escena y Gertrudis se pone
seria.

    ¡Que no tenga mil brazos para golpear!

Gertrudis hace leves signos de impaciencia.

    No interrogo a las flores, no interrogo a los astros...

Una sonrisa de satisfacción vaga por los labios de Gertrudis.

    Me placía dibujarla en la corteza de los árboles...

Gertrudis lanza un profundo suspiro y cierra los ojos. Y sigue la
lectura, con los sueños del joven molinero ebrio de amor, hasta este
grito de alegría, que domina el canto de los pájaros, el murmullo del
arroyo, el ruido de las ruedas.

    ¡La hermosa molinera es mía!

Gertrudis abre los brazos, una sonrisa de dulce beatitud pasa por su
rostro, y se mueve su cabeza como diciendo: «¡Dios mío! ¿qué más puede
suceder?»

Entonces la molinera siente de pronto una pasión misteriosa por el color
verde, se oye resonar el coro en la floresta, aparece el fiero cazador.
Gertrudis experimenta inquietud.

--¿Qué viene a hacer ese aquí?--murmura dando con el puño en la viga.

El pobre molinero lo comprende en seguida. Su triste canción dice:

    Quisiera partir, perderme en la inmensidad del mundo,
    Si todo no estuviera tan verde, tan verde en el bosque y en los campos...

Gertrudis, agitada por el temor y la esperanza, hace en el aire un
ademán. ¡Eso no es posible! ¡es preciso absolutamente que todo concluya
bien!

Y después:

        Florecillas que me dio ella,
    Que os pongan a todas en mi tumba.

Los ojos de Gertrudis están húmedos de lágrimas, pero la joven sigue
confiando en la desaparición del cazador y en la conversación de la
molinera. No puede, no debe ser de otro modo. El molinero y el arroyo
comienzan su diálogo melancólico; el arroyo quiere consolar al molinero,
pero éste no conoce más que una sola quietud, un solo reposo:

      ¡Ay! querido arroyuelo; tu intención es buena...
    Pero ¡ay! ¿sabes tú acaso el mal que el amor hace?

Gertrudis aprueba vivamente con la cabeza. ¿Qué quiere decir ese
estúpido arroyuelo?... ¿Qué sabe él de amor ni de penas?... En seguida
viene la misteriosa barcarola que cantan las ondas. Sin duda, el joven
molinero se ha dormido a la orilla del arroyo; un beso va a despertarlo,
y, cuando abra los ojos, la molinera se inclinará sobre él para decirle:
«¡Perdóname! ¡siempre te he amado!» Pero no... ¿qué significan esas
extrañas palabras de _cámara de cristal azul_? ¿Por qué es preciso que
duerma allí hasta que el mar haya absorbido la última gota de los
riachuelos? Y puesto que para cerrarle los ojos la mala muchacha tiene
que tirar su pañuelo al agua, eso prueba que el dormido no reposa en la
orilla, sino en el fondo.

Gertrudis oculta su rostro entre las manos y estalla en sollozos
convulsivos; y, como Juan quiere continuar la lectura, le dice:

--¡Basta! ¡basta!

--Gertrudis, ¿qué tienes?

Ella le hace la seña de que la deje. Sus lágrimas son cada vez más
abundantes y su cuerpo tiembla todo; busca un apoyo y se inclina hacia
atrás.

Juan lanza un grito de angustia, y, de un salto, se precipita para
recibirla en sus brazos.

--¡Por el amor de Dios, Gertrudis!--dice con la voz trémula, respirando
con esfuerzo.

Un sudor frío cubre su frente. La joven inclina su cabeza sobre el pecho
de Juan, le echa los brazos al cuello y llora.

Al día siguiente dice Gertrudis:

--Ayer me porté como una chiquilla, Juan, y creo que, a poco más, caigo
al agua.

--Ya habías perdido el equilibrio--dice él.

Y se estremece al recordar el terrible instante.

Una sonrisa sentimental pasa por los labios de Gertrudis.

--Entonces habría concluido para siempre--dice la joven con un profundo
suspiro.

Pero, un instante después, se ríe ella misma de su locura.




XII


Pasan los días. Juan, como camarada de juegos, ha sobrepujado todas las
esperanzas de Gertrudis. Los dos son inseparables; y Martín se ve
reducido al papel de espectador... no puede, con una sonrisa gruñona,
hacer más que decir amén a todas sus locuras.

Es un encanto verlos atravesar el patio, persiguiéndose uno al otro,
como si tuviesen alas en los talones. Gertrudis corre tan ligera que sus
pies apenas tocan el suelo. Sin embargo, Juan es más ágil; por mucho que
dure la carrera, siempre la alcanza. Viendo que no hay posibilidad de
escapar, la joven se agazapa como un polluelo, asustado; y cuando él,
triunfante, la toma en brazos, su cuerpo esbelto se yergue como si, al
contacto de Juan, la sacudiese una conmoción eléctrica.

David, el viejo criado, observa sus juegos con gran atención, por la
claraboya del granero, donde ha establecido su residencia; rasca su
cabeza gris, y murmura entre dientes toda clase de cosas
incomprensibles.

Gertrudis lo ve un día y se lo muestra a Juan.

--Habrá que hacer una broma a ese viejo cazurro--murmura la joven.

Juan le refiere la mala pasada que jugó a David en otro tiempo, al
descubrir el escondite en que el viejo guardaba la harina que robaba.

--¿Si pudiéramos conseguir hacer hoy lo mismo?--dice Juan riendo.

--Lo buscaremos.

Dicho y hecho, o casi hecho. El domingo siguiente, el molino está
parado; los criados y los molineros han salido. Juan coge el manojo de
llaves colgado de la pared y hace una seña a Gertrudis para que le siga.

--¿Adónde vais?--pregunta Martín alzando los ojos del libro.

--Una gallina está poniendo fuera del gallinero;--dice vivamente
Gertrudis.--Vamos a buscar el nido.

Y ni siquiera se pone colorada.

Hacen entonces una investigación escrupulosa en los establos, en la
granja, en el granero y en el pajar; pero registran sobre todo el
molino, suben y bajan las escaleras, y revuelven el cuarto de los
trastos viejos.

Escudriñan sin ningún resultado, durante dos horas, por lo menos, y de
repente, Gertrudis, que no tiene miedo de meterse en el rincón más
recóndito del granero, anuncia que ha encontrado lo que buscaba. Entre
los haces de leña que se deshacen en polvo, las ruedas de engranaje
inservibles y los restos de los diez últimos años, aparecen varios sacos
de harina y de avena; al lado se ve un buen número de utensilios
pequeños: martillos, tenazas, cepillos, cuchillos de mesa. Con los ojos
brillantes, el rostro lleno de tierra y los cabellos cubiertos de
telarañas, Gertrudis sale del escondrijo lanzando gritos de alegría;
cuando Juan se ha cerciorado de que no hay error, el consejo de guerra
se reúne y delibera.

¿Conviene enterar a Martín del secreto? No; se incomodaría y acabaría
por echarles a perder la broma. Juan tiene una idea. Vierte el contenido
de los sacos en una medida igual, después llena esos sacos de tierra y
de arena, y esparce encima una capa de negro de humo, como el que usan
los cocheros para teñir los arneses. Sumerge por un momento los
instrumentos en el tonel de alquitrán; y, cuando ha vuelto a poner todas
las cosas en su orden primitivo, considera terminada su tarea.

Abandonan el molino penetrados de una alegría profunda; se trasladan a
la balsa para lavarse la cara y las manos, se ayudan mutuamente a
limpiarse las ropas, y entran en la casa esforzándose por adoptar la
expresión más inocente posible. Sin embargo, Martín no tarda en notar en
sus labios leves movimientos que les hacen traición; los amenaza
sonriendo, pero no les dirige la menor pregunta.

Pasan tres días en la más viva impaciencia; después, una mañana, Juan,
sin aliento, corre al jardín en busca de Gertrudis, con el semblante
enrojecido a fuerza de contener las ganas de reír. Al instante, ella
suelta la azada y se precipita con él al patio. Delante de la balsa está
el viejo David furioso y desfigurado, medio blanco, medio transformado
en deshollinador. Tiene el rostro y las manos negras como el carbón, y
sobre sus ropas aparecen enormes manchas de alquitrán. En las ventanas
del molino se ven las caras de los molineros que ríen a carcajadas, y
Martín se pasea delante de la casa vivamente sobreexcitado.

La escena es en extremo cómica, y Juan y Gertrudis creen que van a morir
de risa. David, que sabe muy bien de qué lado debe buscar a sus
enemigos, les lanza una mirada llena de odio. Procura limpiarse, pero el
terrible negro de humo, mezclado con el alquitrán se pega de tal modo,
que parece ser el color natural de su piel. Al fin, Martín, lleno de
lástima por el pobre diablo, lo hace entrar en el cuarto de los criados
y dice a Gertrudis, que de tanto reír tiene los ojos llenos de lágrimas,
que vaya a buscarle un traje viejo de trabajo.

Al mediodía, durante la comida, los jóvenes cuentan a Martín la broma
que tan bien les ha salido. El menea la cabeza desaprobando, y dice que
hubiera sido mejor comunicarle el descubrimiento que habían hecho.
Después al abandonar la sala, se le oye murmurar palabras como
«veintiocho años de servicios» y «bromas de chiquillos».

Gertrudis y Juan cambian una mirada de inteligencia que quiere decir:
«¡Qué aguafiestas!»

Durante tres días más, el suceso es para los jóvenes un manantial de
alegría, que saborean en secreto.




XIII


El domingo, Martín va al pueblo a cobrar deudas viejas; no volverá antes
de la noche. Los molineros se han ido a la taberna. El molino está
desierto.

--Voy a despedir también a las criadas--dice Gertrudis a
Juan.--Estaremos entonces completamente solos y podremos hacer alguna
cosa.

--¿Qué cosa?

--Ya encontraremos--dice ella riendo; se dirige a la cocina.

Al cabo de media hora reaparece:

--Ya se han marchado. Ahora estamos libres.

Se sientan uno frente al otro y buscan en su imaginación.

--Nunca volveremos a encontrar una diversión como la del domingo
pasado--dijo Gertrudis suspirando.

Y, después de un momento:

--Escucha, Juan.

--¿Qué?

--¿Sabes que tú eres para mí un verdadero don del cielo?

--¿Por qué?

--Desde que tú estás aquí, soy tres veces más feliz. Ya ves... él es
bueno... y tú sabes que lo quiero mucho, mucho, pero... ¡está siempre
tan serio! ¡me trata con tanta altura! Cualquiera diría que yo soy una
criatura estúpida, sin sombra de inteligencia. Sin embargo, soy
laboriosa y manejo la casa como una mujer madura. Si Dios me ha hecho
alegre como un pájaro, yo no tengo la culpa; y, después de todo, eso no
es un crimen. Pero cuando estoy delante de él y él me mira con su cara
grave y enfurruñada, se me pasan las ganas de hacer locuras... y de
estar sentada e inmóvil una se aburre a menudo, una...

Se detiene y reflexiona. Querría quejarse pero no sabe de qué.

--Contigo, es otra cosa--continúa.--Tú eres un buen muchacho, que no
dice nunca que no. ¡Contigo se puede hacer lo que una quiera!... Tú no
tienes la sonrisa desdeñosa que aparece siempre en sus labios, cuando se
le refiere algo, y que quiere decir: «Te escucho, pero no estás contando
más que tonterías.» Entonces se me ahogan las palabras en la garganta...
Mientras que a ti... sí, a ti se te puede confiar todo lo que le pasa a
una por la cabeza.

Apoya pensativa su rostro en las dos manos, mientras que con un
movimiento de vaivén balancea sus codos sobre las rodillas.

--¿Y qué te pasa por la cabeza en este momento?--pregunta Juan.

Ella se pone colorada y se levanta vivamente.

--¿A que no me pillas?--grita parapetándose detrás de la mesa.

Pero, cuando él va a perseguirla, ella se adelanta tranquilamente.

--¡Deja!... vamos a hacer algo. Ahí están las llaves... quizás se nos
ocurra alguna idea.

Juan descuelga el manojo de llaves y la sigue al patio, donde el sol del
mediodía lanza sus rayos ardientes.

--Abre el molino--dice Gertrudis.--Allí hace fresco.

El obedece; y ella sube de un salto los escalones y entra en la penumbra
de la sala, donde reina el silencio del domingo.

--Sola, tendría miedo aquí--dice, volviéndose hacia él y mostrando con
el dedo la puerta del despacho, cuya madera reluce con brillo misterioso
en medio de la semiobscuridad.

La joven aparta los dedos y tiembla.

--¿Nunca te ha dicho nada?--susurra al cabo de un instante inclinándose
hacia su oído.

El menea la cabeza. Se siente intranquilo en la sala húmeda y sombría;
respira penosamente, tiene necesidad de aire y de luz.

Pero Gertrudis se encuentra muy bien en aquella atmósfera cargada de
vapores, en aquel mediodía misterioso; el sol, filtrándose por las
claraboyas, arroja sobre el suelo sus rayos oblicuos, como cintas de
oro, donde miriadas de partículas de polvo danzan una zarabanda.

El estremecimiento que se apodera de ella le causa una sensación
agradable; baja la cabeza y trepa con precaución la escalera, como si
quisiese cazar un fantasma. En lo alto, en la galería, lanza un grito;
Juan, lleno de inquietud, le pregunta qué tiene; ella responde que ha
querido simplemente dilatar el pecho. Sube a una tolva, transpone la
balaustrada y vuelve a bajar deslizándose por la escalera. Después
desaparece en la sombra de las máquinas, en el sitio en que las ruedas
poderosas alzan sus masas gigantescas. Juan la deja hacer; entonces no
hay peligro, entonces todo está inmóvil.

Algunos segundos después, la joven reaparece. Se aprieta contra Juan, y,
echando a su alrededor una mirada temerosa, saca del bolsillo una
llavecita atada a un cordón de negro.

--¿Qué es esto?--pregunta en voz baja.

Juan lanza una ojeada hacia la puerta y mira a Gertrudis como
interrogándola.

Ella hace un signo con la cabeza.

--¡Colócala en su sitio!--exclama él asustado.

La joven balancea la llave en la mano, acariciando con los ojos el metal
que brilla.

--Un día, por casualidad, se la vi ocultar allí--murmura.

--¡Colócala en su sitio!--exclama él, una vez más.

La joven frunce las cejas; después, con una leve risa.

--¡Esto es lo que podíamos hacer!...

Y, al mismo tiempo que habla, le echa de soslayo una mirada inquieta y
trata de leer en su rostro lo que piensa.

El corazón de Juan late violentamente. Surge del fondo de su alma el
presentimiento de que van a cometer una falta.

--La cosa quedará entre nosotros, Juan, dice Gertrudis en tono zalamero.

El cierra los ojos. ¡Qué hermoso sería tener un secreto con ella!

--Y además, ¿qué mal hay en eso?--continúa la joven.--¿Por qué es él tan
misterioso, sobre todo con nosotros, que somos sus más cercanos
parientes, en el mundo?

--Por eso precisamente no deberíamos engañarle.

La joven golpea la tierra con el pie.

--¡Engañarle! ¡qué expresiones usas!

Y en tono enfurruñado añade:

--Vaya, no hablemos más.

Se dispone a llevar la llave a su escondite. Pero le hace dar dos o tres
vueltas entre los dedos, y finalmente, con una alegre explosión de risa:

--¡Qué diablo! no es la misma.

Se acerca a la puerta y compara, meneando la cabeza, el agujero de la
cerradura con el tamaño de la llave; después, con movimiento rápido,
mete la llave en el ojo.

--¡Pues entra!...

Y, fingiendo sorpresa, mira por encima del hombro a Juan, que, de pie
detrás de ella, sigue con ansiedad los movimientos de su mano.

--Hazla girar--dice ella en tono de broma y retrocediendo un paso.

Juan tiembla. ¡Oh, Eva tentadora!

--Hazla girar y déjame asomar la cabeza por la abertura--dice la joven
riendo.--Tú no tienes necesidad de ver nada.

Entonces, cediendo a un violento impulso, Juan hace girar la llave; por
la puerta, abierta de par en par, les llega de la ventana un rayo de
luz ofuscadora.

En el rostro de Gertrudis se pinta el desencanto. Tiene delante de ellos
una pieza muy sencilla, amueblada como el despacho de un comerciante,
con las paredes peladas y blancas. En el centro se ve una gran mesa de
trabajo, toscamente pintada y llena de muestras de granos y de libros de
contabilidad; en una de las paredes están colgadas ropas usadas; en la
otra, hay un estante cargado de cuadernos azules y le libros de
encuadernación modesta. Juan echa a su alrededor una mirada tímida;
después se acerca a los libros y se pone a leer los títulos.

¡Qué biblioteca tan lúgubre! Son obras de medicina, que tratan de las
enfermedades del cerebro, de las lesiones del cráneo y de otros asuntos
del mismo género; disertaciones filosóficas sobre la herencia de las
pasiones: una _Historia de los accesos de cólera y de sus terribles
consecuencias_, un _Tratado del dominio sobre sí mismo_, y una obra de
Kant, _El Arte de dominar por la voluntad los sentimientos mórbidos_.
Hay también libros de literatura, casi todos sobre el fratricidio. Al
lado de novelas lúgubres, como _El fin trágico de toda una familia en
Elsterwerda_, se encuentran: _La novia de Messina_, de Schiller, y
_Julio de Tarento_, de Leisewitz.

También la teología está representada por cierto número de pequeños
tratados sobre el pecado mortal y su perdón. Al lado, en los cuadernos
azules, están compilados cuidadosamente algunos extractos, diferentes
estudios, mezclados con consideraciones melancólicas sobre las
experiencias y los pensamientos personales de Martín.

Juan deja caer las manos.

--¡Pobre, pobre hermano!--murmura, suspirando, con el corazón
entristecido.

Entonces la mano de Gertrudis se posa sobre su hombro. La joven señala
con el dedo un rótulo colocado arriba de la puerta y pregunta en voz
baja y ansiosa:

--¿Qué significa eso?

En el rótulo se lee, en gruesas letras de oro, estas tres palabras:
_¡Piensa en Fritz!_

Juan no contesta. Se deja caer en una silla, oculta el rostro entre las
manos y llora amargamente.

Gertrudis tiembla de pies a cabeza. Lo llama por su nombre, le echa los
brazos al cuello y trata de apartarle las manos del rostro; y, como todo
es inútil, se deshace también en lágrimas.

Al ruido de sus sollozos se levanta Juan lentamente y mira a su
alrededor, con mirada terrible. Ve unas ropas colgadas de la pared;
ropas de niño de una época muy antigua. Las conoce perfectamente.

Su madre las conservaba como reliquias en el fondo del armario; se las
había enseñado un día, diciéndole: «son los vestidos de tu hermanito
muerto.» Desde el día que ella había abandonado el mundo, los vestidos
habían desaparecido. Por lo demás, él no había vuelto a pensar en ellos.

Un frío estremecimiento le recorre todo el cuerpo.

--Ven--dice a Gertrudis, que no ha cesado de llorar.

Abandonan el despacho. Gertrudis quiere salir en seguida del molino.

--Guarda primero la llave--dice él.

Bajan juntos los escalones que conducen a las máquinas; y, cuando han
colgado la llave, se precipitan fuera, como si las Furias los
persiguiesen.




XIV


Desde entonces ya no hay en sus relaciones la inocente alegría de otros
tiempos.

Se han convertido en cómplices.

¡Con qué alegría hubieran confesado a Martín la tontería que han hecho!
Pero comparecer juntos ante él y decirle: «¡Perdónanos, hemos
pecado!...» no es posible; sería un espectáculo demasiado teatral; y el
que se encargase de hacer esa confesión tendría sobre su cómplice una
gran ventaja; estando igualmente unidos a Martín, el primero que
rompiese el silencio pasaría necesariamente por el más sincero y el
menos culpable. Además, se han prometido una discreción absoluta; y
están tanto más dispuestos a cumplir su promesa cuanto que temen tocar
el asunto: ni siquiera se atreverían a hablar de eso entre ellos
abiertamente.

Desde entonces comienzan a contraer la costumbre de las reservas y los
misterios; toda palabra pronunciada en la mesa, por inocente que sea,
tiene para ellos un sentido particular más grave; toda mirada que
cambian es para ellos la señal de una inteligencia secreta.

Martín no ve nada de eso; una o dos veces ha notado que «sus dos niños»
han perdido mucho de su antigua serenidad, que las canciones no brotan
ya tan alegres de sus gargantas. Pero no dice nada; sospecha que han
tenido alguna disputa y que están todavía incomodados.

A la semana siguiente, un día que Martín se ha encerrado en su despacho
Gertrudis se arma de valor y dice:

--Mira, Juan; es una locura que estemos atormentándonos de este modo.
Dejemos dormir esa tonta historia.

--¡Si fuera tan fácil hacer como decir!--exclama él con expresión
melancólica.

Ella lanza una alegre carcajada, y él ríe también.

--En realidad es muy fácil.

Pero han tomado gusto al misterio y no pueden perder el hábito. La menor
broma tiene un encanto más, porque es preciso «a toda costa» que Martín
no sepa nada; y, si por casualidad juntan sus cabezas parloteando, se
separan asustados al menor ruido, como si estuvieran tramando complots
criminales.

No han cambiado una palabra, una mirada, un pensamiento que pueda temer
la luz del día; pero sus almas han perdido la flor de la inocencia.

Llega la víspera de San Juan. Sopla un viento caliginoso. La tierra está
como embriagada; desaparece bajo las flores.

Las plantas de jazmines parecen cubiertas de blanca espuma, las rosas
primaverales abren sus cálices, y los botones de los tilos empiezan a
abrirse.

Gertrudis, sentada en el emparrado, ha dejado caer su labor sobre las
rodillas y se abandona al ensueño. El perfume de las flores, el calor
del sol le han turbado la cabeza; pero poco importa eso. Querría bañar
sus miembros en ese soplo abrasado, querría vaciar todos los cálices si
hubiera dentro de ellos algo que pudiera beberse.

En el molino ha cesado el trabajo un poco antes de lo acostumbrado; los
mozos quieren ir a la aldea a festejar San Juan. Van a bailar, a quemar
toneles de alquitrán, a hacer los locos mientras tengan fuerzas.

Gertrudis suspira. ¡Quién pudiera ir también! Martín querrá quedarse en
casa; pero Juan, Juan debería ir...

Precisamente está a la entrada, haciéndole una seña con la cabeza.
Después se sienta en el banco, a su lado... Está cansado, tiene mucho
calor; ha trabajado rudamente.

Algunos minutos después se levanta:

--Yo no me quedo aquí. Hace un calor sofocante.

--¿Adónde vas?

--Voy al río. ¿Vienes?

--Sí.

Y ella deja la labor y se apoya en su brazo.

--Hoy van a bailar allá, en la aldea--dice.

--¿Querrías ir tú también, gatita?

Ella se tuerce las manos gimiendo, para expresar mejor su deseo.

--«_Pero, como no puedo, me quedo en casa_»--murmura él.

--¡No he bailado nunca contigo, y querría bailar!... Tú bailas muy bien.

--¿Cómo lo sabes?

--¿Y tienes la desfachatez de preguntarlo?--dice ella afectando cierto
despecho;--acuérdate de la fiesta de los cazadores, hace tres años. Las
muchachas contaban de ti cosas maravillosas; decían que eras encantador,
que las llevabas muy bien bailando, ni muy sueltas ni muy apretadas; que
eras un mozo arrogante. Esto bien lo veía yo ¿pero para qué me servía?
Tus miradas desdeñosas pasaban por encima de mí como si yo no hubiera
existido.

--¿Qué edad tenías entonces?

Ella vacila un instante, y responde a media voz:

--Catorce años y medio.

--¡Ah! entonces...--dice él riendo.

--Pero estaba muy crecida... completamente desarrollada en aquella
época--replica ella vivamente.--No habrías comprometido tu dignidad
haciéndome dar una vuelta o dos por la sala.

--¡Bueno! Las daremos dentro de quince días en la fiesta de los
tiradores.

--¿De veras?--pregunta ella con los ojos brillantes.

--Martín es uno de los jefes de la corporación de los tiradores;
necesariamente ha de ir allá.

Gertrudis lanza un grito de alegría; después, de repente, exclama:

--Pero no tengo zapatos de baile.

--Mándalos hacer.

--¡Ah! ¡Son tan pesados los que hace el zapatero de la aldea!

--Entonces, voy a escribir encargando para ti unos a la ciudad. Bastará
que me des la medida.

--Sí... ¿quieres? ¡mi querido, mi buen Juan!...

Y de pronto, soltando su brazo, se adelanta algunos pasos y grita:

--¡Atrápame!

Y huye como el viento.

Juan se pone a perseguirla; pero está fatigado y no puede alcanzarla.
Atraviesan el puente levadizo y continúan su carrera por el prado
inmenso, que termina allá, en el bosque de abetos. Gertrudis da un
regate hábil, pasa como una flecha junto a Juan, y antes que él haya
podido seguirla está al otro lado del río. Sin aliento, toma la cadena
con que se hace mover el puente levadizo y tira con todas sus fuerzas:
la pieza de madera chirría girando sobre sus goznes, y se levanta en el
aire en el momento mismo en que Juan va a precipitarse sobre el puente.
Sorprendido, lanza un grito, y con violento esfuerzo, agarrándose a la
viga, consigue detener su impulso al borde del abismo.

Gertrudis se ha puesto lívida; toda desconcertada, lo mira fijamente.
El, tratando de recobrar el aliento, hunde sus miradas en la sombría
corriente.

--¡No había pensado en ello, Juan!--balbucea la joven implorando su
perdón con los ojos.

Juan se echa a reír. Una alegría feroz, que le hace olvidar todo
peligro, se apodera de él.

--¡Espera! ¡espera!--exclama, abriendo los brazos;--te pillaré de todos
modos.

Y, de un salto temerario, se lanza sobre la estrecha viga que atraviesa
el río como un puente.

--¡Juan!... ¡por el amor de Dios!... ¡Juan!

El joven no oye. Debajo de él las aguas hierven en el abismo; se
esfuerza por conservar el equilibrio; avanza, tiembla, vacila; da un
paso, dos, tres, un salto atrevido... Ha pasado.

--¡Corre!--dice, lanzando un grito de alegría salvaje.

Pero Gertrudis permanece inmóvil. Paralizada por el espanto, lo mira
fijamente. Con un salto de tigre, el joven se abalanza sobre ella, la
toma en sus brazos, la aprieta contra él; ella cierra los ojos,
respirando con dificultad. El la abraza y posa su boca ardiente y
alterada sobre los labios trémulos de la joven; ella lanza un grito de
dolor, y su cuerpo, sacudido por la fiebre, se estremece en los brazos
de Juan. Entonces, él la deja en el suelo, y con mirada temerosa observa
a su alrededor. ¿Los ha visto alguien?... No, nadie... ¿Y después de
todo?... ¿Qué importa?... El hermano de Martín puede besar muy bien a la
mujer de Martín. ¿No exigió eso él mismo, un día?

La joven abre los ojos; parece salir de un sueño. Su mirada evita la de
Juan.

--No está bien lo que has hecho, Juan. Te prohíbo que vuelvas a hacerlo
en adelante.

Sin responder, él se inclina para recoger la rosa que se ha caído de su
pecho.

--Quiero volver a casa--dice Gertrudis, paseando su vista en derredor,
con expresión inquieta.

Marchan un momento en silencio, uno al lado de otro.

Ella fija sus ojos en el horizonte, mientras él respira ávidamente la
rosa que ha recogido.

--Huele bien--dice en tono inocente.

Ella dice que sí.

--¿Te gustan las rosas?--continúa él.

La joven vuelve los ojos hacia él. «¡Como si no lo supieras!» dice su
mirada.

--Oye--agrega él vivamente.--¿Por qué no pones ya flores en mi cuarto?

Ella no responde.

--¿Porque no las merezco?

--Me lo ha prohibido él--balbucea Gertrudis.

--¡Ah! eso es otra cosa--dice Juan, desconcertado.

La conversación termina de pronto.




XV


En el emparrado, Martín recibe a Gertrudis con reproches afectuosos:
tiene un hambre de lobo y la cena no está servida todavía. Gertrudis se
dirige apresuradamente a la cocina.

Cenan en silencio. Los dos jóvenes no alzan los ojos del plato.

Un calor sofocante, intolerable, pesa sobre la tierra. Un viento
caliginoso levanta pequeñas nubes de polvo; velos de vapor azulado
descienden lentamente sobre el suelo.

Juan apoya la cabeza en los vidrios de la galería; pero están calientes
como si hubiesen permanecido todo el día en un horno.

De pronto, Gertrudis se levanta.

--¿Adónde vas?--pregunta Martín.

--Al huerto--responde ella.

Un momento después se oyen sus pasos en la escalera que conduce a la
buhardilla.

Cuando vuelve a entrar, echa tímidamente una mirada a Juan; después se
sienta otra vez en su sitio, con los ojos bajos.

De la aldea llegan gritos de alegría, aclamaciones con las cuales se
mezclan las notas agudas del violín y los sonidos graves del contrabajo.

--¿Iríais de buena gana, eh?

Los jóvenes no responden, y Martín toma su silencio por una
aquiescencia.

--Bueno, vamos.

Se levanta. Gertrudis se despereza con semblante aburrido, mira a Juan
con vacilación; después dice meneando la cabeza.

--No tengo ganas.

--¿Qué es eso?--exclama Martín completamente atónito.--¿Desde cuándo no
tienes ganas de bailar? ¿Todavía estáis reñidos, eh?

Juan se ríe levemente, y Gertrudis vuelve la cabeza. De pronto, la joven
se levanta, dice buenas noches y desaparece.

Un momento después los dos hermanos se separan.

Juan sube pesadamente la escalera, abre la puerta de su cuarto; un
embriagador perfume de flores flota en el aire. Respira profundamente y
exhala un suspiro de satisfacción. Por eso, sin duda, ha vuelto ella tan
tarde del jardín. Al lado de su almohada hay un gran ramo de rosas y
jazmines. Se tiende en la cama como si quisiera hundirse en aquella masa
de flores. Por un instante, da rienda suelta a su fantasía; pero su
respiración se hace cada vez más penosa, sus pensamientos se obscurecen;
a cada pulsación, un dolor, penetrante como una aguja, le atraviesa las
sienes; le parece que va a ahogarse bajo la intensidad de los perfumes.

Reuniendo todas sus fuerzas, se levanta y abre una de las hojas de la
ventana. Pero tampoco encuentra allí reposo ni frescura. Una verdadera
oleada de perfumes sube del jardín hasta él, un soplo ardiente le azota
el rostro, y gotas de lluvia tibia le acarician las mejillas. Por
momentos, los toneles de alquitrán que arden en la aldea lanzan
llamaradas a través de las masas de vapor obscuro que velan el
horizonte.

Juan fija sus miradas abajo. Espera. El corazón salta en su pecho. Su
deseo le parece todopoderoso; va a forzar la ventana de abajo, a abrirla
y... Oye un leve chirrido de goznes... después se abre una de las hojas;
y, atrevidamente inclinado hacia fuera, envuelto en sus cabellos
destrenzados que flotan, el rostro de Gertrudis se levanta hacia él,
mudo y apasionado.

Permanece así un segundo... y desaparece.

¿Debe gritar de alegría, debe llorar? No lo sabe.

Entonces puede entregarse a un embotamiento delicioso... ¿qué efecto
ejercerán sobre él los perfumes?

Se desnuda y se mete en la cama; pero, antes de disponerse a dormir, se
levanta otra vez, coge el vaso con mano temblorosa y hunde su rostro en
las flores.

¡Qué semejanza con la primera noche y, sin embargo, qué diferencia!
Aquella vez tranquilo y alegre; y entonces...

De pronto lo asalta un recuerdo que le hiela el rostro; sus dedos
aprietan violentamente el vaso; presta oído... Le parece que la música
tan franca de aquella noche, cuyo sonido subió hasta él a través del
suelo, va a sonar otra vez. Escucha con una angustia creciente, hasta
que su cabeza se llena de un zumbido que murmura, que estalla como una
risa aguda... Un horrible sentimiento de odio y de envidia se despierta
en él de repente; con una risa feroz, arroja lejos el vaso, que se rompe
en medio del cuarto.

A la mañana siguiente, Juan está lleno de vergüenza. Todo eso le parece
un mal sueño. Recoge los fragmentos del vaso, los ajusta y piensa en ir
a comprar con qué pegarlos. Reflexiona y no alcanza a ver claramente el
sentimiento que le ha hecho cometer ese acto estúpido; todo lo que sabe
es que era un sentimiento muy bajo, execrable. Aprieta la mano de su
hermano más cordialmente que nunca, y lo mira en silencio en el fondo de
los ojos, como si tuviera que hacerse perdonar una falta grave.

Gertrudis tiene la palidez que causa una noche de insomnio. Su mirada
evita la de Juan, y la taza de café que le ofrece suena en sus manos
temblorosas.

No encontrando nada mejor, se pone a hablar de los zapatos de baile,
para sondear al mismo tiempo las intenciones de Martín. Este no opone
objeción alguna; es preciso que Gertrudis se haga tomar las medidas
inmediatamente; y, como la joven se niega a quitarse el zapato en
presencia de Juan, éste la llama «remilgada.»

La joven se ofende, se pone a llorar y sale. Por la tarde aparece toda
confusa con la medida, y Juan puede enviar su carta.

Pero el recuerdo del vaso que ha roto le pesa sobre el corazón; y,
cuando se encuentra solo con ella, se lo confiesa penosamente:

--Escucha, he hecho una mala acción.

--¿Cuál?

--He roto tu vaso.

--¡Ah!... ¿Y eso es una mala acción?

--¿Qué quieres que sea?

--Creía que lo habías hecho a propósito--replica ella, muy indiferente
en apariencia.

El no responde nada y Gertrudis menea dulcemente la cabeza como
diciendo: ¡Tenía razón, pues!




XVI


Pasan los días. Entre Juan y Gertrudis, las relaciones son más frías que
antes. No se evitan, charlan juntos; pero no pueden emplear el tono
alegre, de franca y libre amistad, de otros tiempos.

«Ha tomado a mal que la besase», se dice Juan, sin darse cuenta que él
también ha cambiado.

--¿Qué es lo que tenéis, muchachos?--dice una tarde Martín,
gruñendo.--¿Os duele acaso la garganta, que ya no cantáis?

Los dos guardan silencio por un instante; después, Gertrudis, medio
vuelta hacia Juan, le pregunta:

--¿Quieres?

El hace una seña afirmativa, pero, como ella no lo ha mirado, cree que
no responde.

--Ya lo ves, no quiere--dice, dirigiéndose a Martín.

--¿Que no quiero?--exclama el otro riendo.

--¿Por qué no lo dices, entonces, en seguida?--replica ella, tratando de
ponerse en armonía con su alegre tono.

Entonces toma la actitud que le es habitual cuando canta; cruza las
manos sobre las rodillas y fija la vista a lo lejos, en dirección al
palomar.

--¡Qué vamos a cantar?--pregunta.

--«_¡Ay! ¿cómo es posible eso?_...»--propone Juan.

Ella menea la cabeza.

--Nada que hable de amor--dice con sequedad.--¡Es siempre tan estúpido!

El le dirige una mirada sorprendida.

Después de un instante de reflexión, entona un aire de caza. Ataca
vigorosamente su parte, y las dos voces se funden en una, como dos olas
en el mar. Sorprendidos por esa armonía, se miran; nunca han cantado tan
bien.

Pero concluyen en seguida; los alemanes tenemos pocos cantos populares
que no sean de amor.

Al fin, ella se decide:

    Bello rosal florido,
    Cuando veo a mi amor...

comienza con una especie de grito de alegría.

El la mira sonriendo, y Gertrudis, sonrojada, vuelve la cabeza.

Sus voces se animan con vida extraordinaria; parece que los latidos de
sus corazones acompañan sus acentos. Esas voces crecen y se elevan
llevadas por la ola de su sangre, y después vuelven a apagarse, como si
un dolor íntimo y profundo secara en ellos la fuente de la vida.

    Puesto que no se puede expresar todo,
    Puesto que el amor es infinito,
    Puedes preguntar a mis ojos
    Cuánto te quiere mi corazón...

¿Por qué se cruzan de pronto sus miradas?

¿Por qué tiemblan los dos como si una descarga eléctrica les sacudiese
los miembros?

    No pasa una sola hora de la noche
        Que no se despierte mi corazón;
        Que no piense en ti,
    Que no piense que me has dado mil veces tu corazón...

¡Qué embriaguez de pasión en su acento febril! ¡Cómo se buscan sus
voces! ¡parece que quisieran besarse!

    En la orilla del torrente crecen los sauces,
        En los valles se extiende la nieve;
        Querida niña, tenemos que separarnos...
    Parto para la guerra, voy a afrontar la muerte...
    La separación, amada mía, es cruel...

Sus voces se pierden en un murmullo trémulo. El deseo y la esperanza,
las tristezas de la separación y el dolor de la muerte, todo esto se
adivina en los sonidos que se escapan de sus labios.

El rostro de Gertrudis se crispa como para contener las lágrimas; pero
sus ojos brillan. Irguiéndose de repente, entona la vieja y melancólica
canción del molinero, la canción de la casa dorada que se alza «en lo
alto de la montaña». Juan se estremece, y su voz tiembla. Acaban la
primera estrofa y comienzan la segunda:

    Abajo, en aquel valle,
    El agua hace girar una rueda
    Que no muele más que el amor,
    Toda la noche y todo el día.
    La rueda del molino se ha roto...

En eso... un grito... una caída... Gertrudis se ha desplomado, y con la
frente apoyada en la pared solloza desesperadamente.

Los dos hermanos se levantan. Martín le toma la cabeza entre las manos y
murmura palabras entrecortadas y confusas; pero ella solloza cada vez
con más violencia.

Y él, desolado, golpea el suelo con el pie; se vuelve hacia Juan, que
está pálido como un muerto, y le dice:

--¿Qué tienes?

Entonces Gertrudis le echa los brazos al cuello, se levanta hacia él y,
como buscando su protección, oculta en su hombro el rostro bañado en
lágrimas. El acaricia dulcemente sus cabellos en desorden y trata de
calmarla; pero el pobre Martín entiende poco de consuelos, y cada
palabra que dice a media voz parece un juramento ahogado.

La joven deja caer su cabeza contra las hojas; sus labios se mueven, y,
como si quisiese continuar su canto, murmura todavía medio sofocada por
los sollozos:

    La rueda del molino se ha roto...

--No, hija mía, no se ha roto--dice Martín, cuyos ojos se llenan de
lágrimas.--No se romperá... la nuestra. Seguirá girando mientras
nosotros vivamos.

Ella menea violentamente la cabeza y cierra los ojos como aterrada ante
una visión.

--¿De dónde has sacado esa idea?--continúa el marido.--¿Acaso no estás
tan contenta como creíamos? ¿No está aquí Juan, con nosotros? ¿No
vivimos todos felices y satisfechos... trabajando desde la mañana hasta
la noche? ¿Por dónde ha de venir la desgracia? ¿por qué ha de venir?
¿Acaso no velamos también para que tu padre tenga lo necesario?...

Suspira y enjuga el sudor que cubre su frente.

No encuentra nada que decir, y, dirigiéndose a Juan, que está vuelto de
espaldas, con la cabeza apoyada en el montante de la puerta, de pie a la
entrada del emparrado:

--¿Por qué cantabais cosas tan tristes?--le dice en tono rudo.--Yo mismo
me sentía... no sé cómo, cuando empezasteis; y ella... ella no es más
que una mujer.

Gertrudis menea la cabeza como diciendo: «No regañes...» Después se
levanta, murmura casi sin mover los labios un «buenas noches» apenas
perceptible, y entra en la casa.

Martín la sigue.

Juan, con la cabeza entre los brazos, se pone a pensar. La ve todavía
levantarse delante de él con los ojos brillantes, y después desplomarse
de pronto, como herida del rayo. Y entonces se reprocha no haberse
precipitado más pronto hacia ella para impedir que cayese.

De repente brilla en su cerebro una luz siniestra y sangrienta.
Comprende entonces lo que ha pasado en él la víspera de San Juan, por
qué ha tirado el vaso al suelo... y hace un movimiento como para
romperlo por segunda vez... No es más que un impulso de tortura
infernal; después, esa luz se apaga, y se hace la noche a su alrededor,
una noche sombría y llena de angustias. Se pasa la mano por la frente,
como si tratase de encender de nuevo esa luz, pero todo permanece
obscuro; sombra y misterio es para él lo que acaba de experimentar. Le
parece que va a gritar, que va a confiar a la noche la angustia
indefinible en que se agita. Se pone de rodillas en el mismo sitio donde
ha caído Gertrudis, y, con la frente apoyada en el ángulo del banco,
gime dulcemente.

De pronto suena una puerta en la casa. Los pasos de su hermano
repercuten en el vestíbulo.

Se pone en pie de un salto, y se sienta.

La figura de Martín aparece en el emparrado.

--¡Hermano! ¡hermano!--exclama Juan.

--¿Estás ahí, muchacho?--y se deja caer sobre el banco con un suspiro
ruidoso.--Ya está mejor; ha acabado por dormirse a fuerza de llorar;
ahora descansa muy tranquila, y su respiración es profunda. Me he dejado
estar un momento junto a la cama contemplándola. ¡Estoy muy
desconcertado! Hasta ahora siempre he visto claro en su alma infantil,
como en un espejo... y de repente... ¿Qué será esto? Por más que
reflexiono, no encuentro explicación alguna. ¿Estará triste porque no
tiene... ninguna esperanza de ser madre? Sí, quizás sea eso. Sin
embargo, siempre había guardado para mí mi ardiente deseo... no quería
causarle un pesar. Pero, si se piensa bien, todavía no es más que una
chiquilla, está lejos aún de la madurez necesaria para llenar bien los
deberes de madre. ¡Sí, hay que tener paciencia!

Y así consuela Martín su alma del pesar secreto que lo atormenta. Juan
guarda silencio. ¡Tiene el corazón tan lleno, tan lleno! Querría
demostrar su afecto a su hermano, pero no sabe cómo. Querría librarse de
su propio martirio, y, cogiendo la mano de Martín, le dice desde el
fondo del corazón:

--¡Oh! sí ¡todo marchará bien, todo se arreglará!

--¿Por qué no?--balbucea el otro.

Menea la cabeza, fija un instante sus miradas delante de él, con la
frente pensativa, y después, con expresión contrariada:

--Vete a dormir, Juan. La rueda rota está dando vueltas en tu cabeza.




XVII


Al día siguiente, Gertrudis se queda en cama, enferma. No quiere ver a
nadie, y a Martín lo menos posible.

Juan está sobresaltado. Las horas de la comida pasan tristes y
silenciosas... Se extienden las sombras, cada vez más densas, alrededor
del molino de Felshammer.

El sol se pone una vez más. El cuarto día, Gertrudis está casi
restablecida; Juan puede entrar en su cuarto y hablar con ella.

La encuentra sentada a la ventana, con una tela blanca sobre las faldas.
Está pálida y fatigada, pero ilumina sus facciones la melancolía
apacible que es propia de los convalecientes.

Tiende la mano a Juan con una sonrisa.

--¿Cómo estás?--pregunta él dulcemente.

--Bien, como ves--responde ella mostrando la tela blanca.--Ya estoy
pensando en el baile.

--¿Qué baile?--pregunta él con admiración.

--¡Qué poca memoria tienes!--dice ella tratando de bromear.--El domingo
próximo es la fiesta de los tiradores.

--¡Ah!... sí, es verdad.

--¿No te alegra la idea de bailar conmigo?

--Sí.

--¿Mucho?... Di, ¿mucho?

--Mucho.

Una sonrisa infantil anima su rostro pálido y abatido; sus dedos arrugan
los encajes y los pedazos de tul; se deleita tocando ese tejido blanco y
tenue.

Su extenuación física parece haber devuelto a su ánimo el antiguo candor
infantil; y, cuando se informa con ansiedad de sus zapatos de baile,
evidentemente vuelve a ser en todo la criatura virginal que en otro
tiempo tendía la mano a Juan con una cordialidad sencilla, para darle la
bienvenida.

El joven se sienta frente a ella en un taburete; haciendo deslizar entre
sus dedos la tela del vestido de baile, escucha con una sonrisa
indulgente el parloteo de Gertrudis.

Lo que ella le cuenta está lleno de sol, y respira la alegría de vivir.
Aquel vestido ha sido su vestido de novia; lo ha cosido y guarnecido
ella misma, porque sabe cortar como pocas... Se habría puesto un vestido
de seda, como convenía a la prometida del rico Felshammer, pero no había
podido reunir la suma necesaria; y su orgullo no le había permitido
dejarse ofrecer el traje de novia por su futuro esposo. Entonces siente
casi pesar al deshacer las costuras... ¡Cuántos proyectos y cuántos
locos sueños había cosido por decirlo así, con su aguja! Pero ¿qué
remedio? ¡había engordado tanto después de su casamiento!

Luego la conversación pasa a la próxima fiesta de los tiradores, versa
sobre las nuevas relaciones hechas en la aldea, se pierde un momento en
la ciudad, en la tienda del zapatero; pero Gertrudis la vuelve a traer
siempre a la época de sus bodas explayándose sobre los sentimientos y
sobre los sucesos de esa época feliz.

Le parece haberse vuelto soltera. La sonrisa un poco soñadora, la
sonrisa de presentimiento que se dibuja en sus labios, se asemeja a la
de una novia, como si la fiesta para la cual se prepara fuese la de sus
bodas.

Todos sus pensamientos pertenecen desde entonces a ese baile. En tanto
que acaba de restablecerse, que sus ojos recobran su brillo, que en sus
mejillas vuelven a florecer las rosas de otros tiempos, canta noche y
día, viéndose en el momento de adornarse soñando con el deleite que,
como una embriaguez desconocida, inconcebible, va a invadirla por
completo en esas horas de fiesta.




XVIII


Suenan las trompetas; con las notas agudas de los clarinetes, los
címbalos mezclan sus gruñidos sordos.

La corporación, en cortejo solemne, se extiende a lo largo de la calle;
a la cabeza, dos heraldos a caballo; Franz Maas y Juan Felshammer, los
dos hulanos de la guardia. ¡No se habrían dejado arrebatar ese honor
aunque la corporación hubiera tenido que disolverse!

El rostro de Franz está radiante, pero Juan no tiene más que miradas
serias, casi indiferentes. ¿Qué le importan los hombres? Entonces no son
para él sino extraños. No saluda a nadie, su mirada no se detiene en
nadie; pero busca algo en las filas de la multitud, y un relámpago de
alegría y de orgullo ilumina sus facciones. Se inclina, saluda con la
espada; allá, en el extremo de la calle, con las mejillas arreboladas y
los ojos brillantes, agitando su pañuelo, está lo que busca, la mujer
de su hermano.

La joven ríe, hace señas, se empina; quiere seguirlo con los ojos hasta
que desaparezca en el torbellino de polvo. Olvida casi a Martín, que
camina a su lado. ¿Por qué marcha él tan silencioso y tan tieso, por qué
mete tanto la cabeza en los hombros? Desde lejos, Juan saluda todavía
con la espada.

El campo del tiro, donde se detiene el cortejo, se encuentra en la linde
del bosque de pinos, que, visto desde la presa, rodea las praderas. A
vuelo de pájaro, está a mil pasos apenas del molino de Felshammer, que
parece hacer señas por arriba de los álamos del río. Si la multitud de
tiradores no hiciera ese ruido ensordecedor, se oiría claramente el
mugido del agua.

--¡Si acabasen de una vez todas estas tonterías!--dice Juan.

Y echa una mirada de envidia a la sala de baile, una vasta tienda
cuadrada, cuyo techo se eleva muy alto, dominando el hormigueo de
barracas y de tiendas más pequeñas que se agrupan alrededor.

Los parientes de los tiradores sólo pueden penetrar en ese sitio a la
tarde, después de haber sido proclamado el rey de la fiesta.

Las horas, pasan y las detonaciones resuenan monótonas en la linde del
bosque. Como a mediodía le llega el turno a Juan. Tira... y marra el
blanco, a pesar de las flores que Gertrudis le ha puesto en la
carabina... «Flores que dan la suerte», había dicho ella; y Martín, que
estaba presente, se había sonreído como se sonríe uno ante una tontería.

Una vez que ha cumplido su deber, Juan vuelve la espalda al tiro; entra
en el bosque, donde no se oyen gritos ni conversaciones, donde sólo el
eco de los disparos rueda dulcemente por el aire.

Se deja caer sobre el césped y dirige sus miradas a los pinos, cuyas
finas agujas, bajo el sol del mediodía, lanzan reflejos como cuchillitos
aguzados.

Entonces cierra los ojos y sueña. ¡El mundo entero le es indiferente!...
¡Qué lejos está su vida pasada! No ha sido esa vida gran cosa; la mujer
y la pasión no han hecho en ella ningún papel, y, sin embargo, ¡qué rica
y brillante de colores le ha parecido! Entonces se lo ha tragado todo un
abismo, y sobre ese abismo flotan brumas rosadas.

Han pasado unas dos horas; oye un ruido de trompetas lejanas que anuncia
la elección del nuevo rey. Se pone de pie. Dentro de media hora llegará
Gertrudis...

Le dicen que la dignidad real ha recaído en su amigo Franz. Escucha eso
como en un sueño... ¿Qué le importa? Sus miradas se dirigen sin cesar
hacia el camino, por donde, entre el polvo y el sol, las mujeres,
vestidas con trajes claros, llegan a pie o en carruaje.

--¿Buscas a Gertrudis?--pregunta de improviso detrás de él la voz de
Martín.

Se estremece, violentamente sacado de su ensueño.

--¿Pero qué tienes, muchacho? ¿Acaso te duele haber marrado el tiro, a
estás durmiendo en pleno día?...

Ese es un hermoso día para Martín. La compañía de toda aquella gente,
porque él es uno de los más altos dignatarios de la asociación, lo ha
sacado de su somnolencia; sus ojos brillan, una sonrisa jovial se dibuja
en su boca. ¡Si llevase con un poco más de soltura su traje de fiesta!
El sombrero profundamente hundido en su frente, deja ver detrás de la
cabeza un mechón de cabellos hirsutos.

--¡Mírala! ¡mírala!--exclama de repente agitando su sombrero.

Ese brillante carruaje tirado por dos caballos es la carroza de gala de
los Felshammer, que Martín se hizo fabricar expresamente para sus bodas.
En el fondo de él, la figura blanca que se apoya en uno de los lados
con indolencia, mirando a su alrededor con seriedad, es ella, «la mujer
del rico Felshammer», como se susurra al verla pasar.

--¡Mírala que guapa está!--dice Martín tirando a Juan de la manga.

En el mismo momento descubre ella a los dos hermanos y ¡al diablo los
modales estudiados! se levanta en el carruaje, agita la sombrilla con
una mano y el pañuelo con la otra, ríe con abandono, y con la punta de
su sombrilla da en la espalda al cochero para que ande más de prisa.

Y, cuando el carruaje se detiene, no espera que la portezuela se abra,
sino que salta por encima de ella, a los brazos de Martín.

Está febril, agitada, jadeante, sus labios se mueven como si fuera a
hablar, pero la voz le falta.

--¡Calma, muchacha, calma!--dice Martín, acariciando sus cabellos que
caen entonces en bucles sobre su cuello desnudo.

Juan permanece inmóvil, sumido en su contemplación.

¡Qué hermosa es!

Como un velo tenue, su vestido blanco y diáfano flota en torno de su
cuerpo encantador. ¡Y su cuello blanco! ¡Y aquellos hoyuelos en el
nacimiento de los pechos! ¡Y aquellos brazos llenos y soberbios, sobre
los cuales se estremece un leve vello de plata! ¡Y aquel pecho redondo
y firme que sube y baja como las olas! La joven parece de belleza
inaccesible... _mujer_ y _reina_ a la vez. Y esas dos ideas, de _mujer_
y de _reina_, se confunden en algo que lo llena a un tiempo de deleite y
de melancolía. Sus ojos se han abierto de repente, y vacilan todavía,
deslumbrados al contemplar en toda su majestad real a la _mujer_ por
delante de la cual ha pasado como un ciego durante toda su juventud.

¡Qué hermosa es! ¿Cómo _la mujer_ puede ser tan hermosa?

Y Gertrudis deja escapar entonces de sus labios un torrente de palabras
confusas; está casi muerta de impaciencia, y habla mal del reloj, que
parece retardar la hora de la comida, y de los absurdos zapatos de baile
en los que sus pies no querían entrar...

--Están demasiado ajustados, me aprietan mucho; pero son bonitos ¿no es
verdad?

Y, para mostrar sus pies, levanta un poco el vestido; son unos zapatitos
de seda celeste, de altos tacones, atados con cintas también de seda y
celestes.

--Parecen muy estrechos--dice Martín meneando la cabeza con expresión
inquieta.

--Lo son, en efecto--responde ella con una sonrisa.--Las puntas de los
pies me queman como si fueran fuego. Pero de esta manera bailaré mejor,
¿no es verdad, Juan?

Y cierra los ojos un momento, como para despertar de nuevo sus ensueños
desvanecidos. Después se apoya en el brazo de Martín y quiere que la
lleven a su tienda.

Las principales familias del contorno se han hecho levantar allí tiendas
especiales, leves cabañas o carpas de lona que les aseguren un abrigo
para la noche, porque la fiesta se prolonga de ordinario hasta la mañana
siguiente. Gertrudis ha ido la víspera a vigilar ella misma la
construcción de la suya. Ha hecho llevar muebles y ha adornado la puerta
con guirnaldas de hojas. Puede enorgullecerse de su obra; la tienda de
Felshammer es la más bella de todas.

Mientras Martín trata de abrirse paso por entre la multitud, ella se
vuelve presurosa hacia Juan y le pregunta en voz baja:

--¿Estás contento, Juan? ¿Te gusto así?

El hace una seña.

--¿Mucho?... Di, ¿mucho?

--¡Mucho!

Ella respira profundamente; después ríe, ríe satisfecha.

La bella molinera causa sensación en la multitud. Los propietarios
forasteros se detienen a contemplarla; los burgueses se dan con el codo
a hurtadillas; los jóvenes de la aldea la saludan con cortedad. A su
aparición se oye un prolongado murmullo en los grupos. Seria, con una
importancia un poco afectada, avanza del brazo de Martín, retirando de
cuando en cuando los bucles que flotan sobre sus hombros; y cuando echa
la cabeza para atrás, toma el talante de una reina, o, más bien, de una
muchacha loca de alegría, que va a hacer la reina y que no está muy
segura de su papel.




XIX


Cuando, una hora más tarde, suenan los primeros acordes, la joven
exclama con un estremecimiento de alegría:

--¡Ahora soy tuya, Juan!

Martín le recomienda que tenga cuidado con el frío para no caer enferma;
pero antes que haya concluido de hablar, los jóvenes han desaparecido.
Entonces se resigna, toma un buen vaso de vino de Hungría y se echa
sobre el sofá para descansar.

Pensamientos agradables acuden a su mente. ¿No son completamente felices
desde que ha venido Juan? ¿No se han hecho ya raras las horas tristes,
llenas de presentimientos siniestros, turbadas por el miedo a los
fantasmas? ¿No estaba reviviendo él a ojos vistas, vencido por la
alegría de esos dos inocentes? ¿No era el día que acababan de pasar la
mejor prueba de que su horror a los extraños ha desaparecido y de que
sabe asociarse ya a la alegría de los otros? ¡Y Gertrudis cuán feliz es
también!... La otra noche, es verdad... ¡Pero qué! ¡Las mujeres son
seres débiles, sujetos a muchos caprichos. Todo se arregló en seguida.

La frase que Juan le dijo esa noche vuelve a su memoria: «Todo irá bien,
todo se arreglará...» Hace chocar su vaso con los dos vasos vacíos que
han dejado los jóvenes.

--¡A la salud de ellos dos! ¡A la feliz unión de los tres hasta el fin
de nuestros días!...

Entretanto Gertrudis y Juan se han abierto paso a través de la multitud
compacta, y llegan a la puerta de la sala de baile. La ola ruidosa de la
música se oye delante de ellos; el aire del interior les da en el
rostro, como el hálito ardiente de un pecho humano. En lo claroobscuro
de la tienda, las parejas que se agitan, estrechamente enlazadas, pasan
frente a ellos; parecen sombras.

Juan anda como en un sueño. Apenas se atreve a fijar sus miradas en
Gertrudis; un miedo misterioso lo y le aprieta el pecho como un cinto de
hierro.

--Estás muy serio hoy--murmura ella acercando su rostro al brazo de su
caballero.

El no responde.

--¿He hecho algo que te haya disgustado?

--Nada, nada--balbucea Juan.

--Bailemos entonces.

En el momento en que el joven le pasa el brazo por el talle, ella se
estremece, abandonándose después con un profundo suspiro. Se ponen a
bailar. Aspirando con fuerza el aire, ella ladea su rostro contra el
pecho de Juan. En la gorra de éste brilla la escarapela, insignia de los
tiradores, que lleva ese día; la cinta de seda blanca tiembla sobre su
frente. Gertrudis inclina un poco la cabeza y, alzando los ojos hacia
él, murmura:

--¿Sabes lo que siento?

--¿Qué cosa?

--¡Me parece que me llevas al cielo!

Y cuando termina esa danza:

--Ven ligero, salgamos--dice;--no quiero tener que bailar con otro.

Le aprieta fuertemente la mano, mientras él se abre paso por entre la
multitud. Feliz y orgullosa, con las mejillas encendidas y los ojos
brillantes, se pasea de su brazo fuera de la tienda. Ríe, charla y
bromea, y él la imita lo mejor que puede. En el ardor del baile ha
perdido la timidez por completo... Una alegría terrible arde en sus
venas. Entonces, Gertrudis le pertenece en cuerpo y alma, a él solo; lo
siente en el temblor de su brazo, que, con ternura y como a escondidas,
aprieta con fuerza al suyo; lo adivina en el brillo húmedo de sus ojos,
que se alzan furtivamente hacia su rostro. Al cabo de un momento, dice
ella un poco contrariada.

--Oye, es preciso ver qué hace Martín.

--Sí--responde él apresuradamente.

Pero se contentan con esa buena intención. Cada vez que se dirigen hacia
la tienda ocurre en la parte opuesta algún incidente extraordinario que
les hace olvidar su resolución.

De pronto, Martín mismo sale al encuentro de ellos, en medio de un grupo
de aldeanos a quienes lleva consigo para obsequiarlos.

--¡Hola, muchachos! Voy a establecer mi cuartel general en el hotel de
la Corona; si queréis beber, venid con nosotros.

Gertrudis y Juan cambian una rápida ojeada de inteligencia; después dan
las gracias, de común acuerdo.

--Entonces, adiós, hijos míos; y divertíos mucho.

Y se aleja.

--Jamás lo he visto tan contento--dice Gertrudis riendo.

--¡Buena falta le hace!--dice Juan con voz tierna, siguiendo a su
hermano con una mirada afectuosa.

Querría ahogar el sentimiento que lo atormenta y que se despierta en él
a la vista de Martín.




XX


Ha llegado la tarde... La multitud está bañada por un resplandor
purpurino. Un rosado crepúsculo envuelve la llanura y el bosque.

En un rincón solitario de la pradera, Gertrudis, inmóvil, lanza miradas
melancólicas al sol que se extingue.

--¡Ah! ¡si no se ocultase hoy para nosotros!--exclama abriendo los
brazos.

--¡Bueno! ¡ordénaselo!--dice Juan.

--¡Sol, te mando que te quedes con nosotros!

Y, mientras el globo de fuego se hunde cada vez más, ella se pone a
temblar de pronto y dice:

--¿Sabes qué idea acaba de ocurrírseme? Que ya no lo veremos salir más.

Después, lanzando una risa clara:

--¡Sí, ya sé, es pura locura! ¡Vamos a bailar!

Una nueva danza acaba de empezar. Cruzan apresuradamente la sala de
baile, trémulos de alegría y embriagándose uno al otro, y desaparecen en
un rinconcito obscuro que han elegido cerca del tablado de los músicos
para substraerse a las miradas indiscretas de las otras parejas, porque
todas quieren conocer a la bella molinera.

Los cabellos de Gertrudis se han desprendido y flotan libremente; brilla
en sus ojos una llama que sólo se ve en las personas ebrias de
felicidad; todo su ser parece sumido en el deleite de esos momentos.

--Si no me ardiese el pie como fuego del infierno...--dice cuando Juan
la lleva a su sitio.

--¡Descansa un poco!

Ella se echa a reír. En ese instante Franz Maas se adelanta para
invitarla, en su calidad de rey de la fiesta, a la danza de honor; ella
acepta su brazo y se aleja en un torbellino.

Juan pasa la mano por su frente ardorosa y mira a la pareja; pero las
luces y las personas se confunden en sus ojos en un caos tumultuoso; le
parece que todo gira a su alrededor. Vacila y tiene que apoyarse en una
columna para no caer; y ruega a Franz Maas, que vuelve en ese momento
con Gertrudis, que sirva de caballero a su cuñada por media hora porque
tiene necesidad de salir, de respirar el aire puro...

Sale a la noche clara y fresca, en contraste con ese local cálido,
cargado de vapores, donde un par de arañas llenas de bujías esparcen un
humo intolerable. Pero hasta allí lo persiguen el bullicio y la música.
En las barracas de tiro chocan las flechas de las ballestas; delante de
las rifas suena la voz ronca de los rifadores anunciando la jugada; y
los caballitos de madera, que giran con ruido ensordecedor, iluminan la
obscuridad con su brillo fugitivo. Y, por entre todo eso, ruedan las
sombras de la multitud.

Detrás del bosque de pinos, cuya corona sombría y silenciosa domina todo
ese movimiento, se enciende un resplandor de oro; dentro de media hora
la luna verterá sobre aquella escena su luz sonriente.

Juan avanza a pasos lentos entre las tiendas; se detiene delante de la
posada de la Corona y mira por la ventana. Pero, al ver a Martín allí
sentado, con el rostro abrasado, en medio de un grupo de bebedores
alegres, se precipita en la sombra como si temiera encontrarse con él.
De la casa vecina salen cantos ruidosos; vacila un momento, y al fin
entra, porque la lengua se le pega al paladar. Lo acogen con gritos de
alegría. Ante una larga mesa cargada de cerveza están sentados una
porción de antiguos condiscípulos, pilluelos la mayor parte, a los que
evitaba en otro tiempo.

Se le rodea, se le invita a beber y se le obliga a tomar asiento.

--¿Por qué te dejas ver tan poco, Juan?--le grita uno desde el extremo
de la mesa.--¿Dónde te metes de noche?

--Está cosido a las faldas de su bella cuñada;--responde otro con aire
burlón.

--¡Deja en paz a mi cuñada!--le dice Juan frunciendo el entrecejo.

El tumulto lo disgusta, los gritos roncos lo ensordecen, las bromas
torpes le hacen mal. Bebe apresuradamente dos vasos de cerveza fresca, y
sale, librándose con gran trabajo de las instancias importunas de sus
camaradas.

Se dirige pausadamente hacia la linde del bosque y hunde sus miradas en
la obscuridad, que se anima entonces con los pálidos reflejos de la
luna; después se interna un poco bajo los árboles aspirando la atmósfera
dulce y aromática de los pinos. Quiere dominar a toda costa la
embriaguez inexplicable que le penetra hasta los tuétanos. Pero cuanto
más se aleja del lugar de la fiesta, tanto más aumenta su turbación...

Al punto de entrar en la sala de baile ve a Franz Maas, que se lanza
hacia él presa de una agitación manifiesta. Una vaga sospecha de
desgracia comienza a torturar su alma.

--¿Qué ha sucedido?--exclama.

--¡Al fin te encuentro! Tu cuñada se ha indispuesto.

--¡En nombre de Cristo!... ¿Y adónde la has llevado?

--Martín la ha llevado a vuestra tienda.

--¿Cómo ha sucedido eso? ¿cómo ha sucedido?

--Desde hacía un momento notaba yo que se había puesto pálida y
silenciosa; y, al preguntarle qué tenía, me dijo que le dolía el pie. A
pesar de eso, no quiso sentarse, y de repente se desmayó en medio de la
sala.

--¿Y entonces, entonces, qué?

--La levanté y la llevé en seguida a su sitio mientras mandaba buscar a
Martín.

--¿Por qué no me mandaste buscar a mí, animal?

--En primer lugar, porque no sabía dónde estabas; después, porque era
justo que fuese primero el marido...

Juan suelta una risa estridente:

--Claro, muy justo... ¿y después?

--Abrió los ojos antes que Martín llegase. Su primer cuidado fue alejar
a las mujeres que la rodeaban; después me dijo: «No le hable de mi
desmayo.» Y cuando él se lanzó hacia ella con el rostro pálido,
Gertrudis se mostró muy alegre en apariencia y le dijo: «Me hace daño el
zapato; nada más.»

--¿Y entonces?

--Entonces se la llevó. Pero alcancé a ver que se ponía a sollozar
escondiendo la cara en el hombro de su marido. Y me dije: «¡Dios sabe
dónde le aprieta el zapato!»

Juan no quiere escuchar más; sin una palabra de agradecimiento se lanza
fuera.

La cortina que cubre la entrada de la tienda de los Felshammer está
completamente corrida. Juan escucha un instante. Un ligero rumor de
llanto, mezclado con la voz de Martín que trata de apaciguar a su mujer,
llega hasta él del interior. Quiere levantar la cortina, pero ésta no
cede; parece sólidamente sujeta al marco de la puerta.

--¿Quién es?--grita la voz de Martín.

--¡Yo, Juan!

--¡No entres!

Juan se estremece. Aquel «no entres» le ha atravesado el pecho como una
puñalada.

Cuando se trata de estar junto a la que sufre, de llevarle el consuelo y
la paz, le gritan: «¡no entres!»

Aprieta los dientes y fija sus miradas ardorosas en la cortina,
atravesada por un débil resplandor rojizo.

--¡Juan!--grita de nuevo la voz de su hermano.

--¿Qué hay?

--Anda a ver si nuestro carruaje está ahí cerca.

Cumple lo que le ordenan. ¡Sólo sirve para hacer recados! Recorre la
fila de carruajes y, no encontrando lo que busca, vuelve a la tienda.

La cortina aparece levantada ya. Ella está allí, con un chal claro en
los hombros... ¡tan pálida y tan bella!

--¡Estoy soñando! Di orden para que no viniese el carruaje sino mañana
al amanecer.

--¿Quiere marcharse Gertrudis?--pregunta Juan impresionado.

--Gertrudis tiene que irse--dice la joven.

Y con los ojos llenos de lágrimas le dirige una mirada, en la que se
esfuerza por poner una sonrisa.

--¡Tranquilízate, hija mía!--dice Martín acariciándole los cabellos.--Si
no se tratase más que de tu pie no sería un gran mal. Pero tus lágrimas,
tu agitación... Creo que la enfermedad te dura todavía y el reposo te
hará bien. ¡Si no se necesitara tanto tiempo para ir a buscar el
carruaje! Me parece que lo mejor será que hagas a pie el corto camino a
través de la pradera... si no sientes ningún dolor, se entiende.

Gertrudis lanza una mirada a Juan, y se apresura a decir que sí.

--El aire es tibio, la hierba está seca--continúa Martín, y Juan podrá
acompañarte.

Gertrudis se estremece y la sangre sube a sus abrasadas mejillas. Los
ojos de Juan buscan los suyos, pero ella los evita.

--Tú puedes estar de vuelta en media hora--añade Martín, que toma el
silencio de Juan por mal humor.

Juan menea la cabeza y responde, lanzando una mirada a Gertrudis, que él
también está cansado.

--¡Entonces, Dios os acompañe, hijos míos!--dice Martín.--Y cuando me
haya librado de mis amigos iré a buscaros.

Juan pasea su vista a lo lejos; la llanura que se extiende delante de
él, plateada por la luz de la luna, le hace el efecto de un golfo sobre
el cual flotaran brumas; le parece que el brazo que en aquel instante se
desliza bajo el suyo de modo tan dulce, tan acariciador, lo arrastra
allá abajo, al fondo de ese abismo.

--Buenas noches--murmura sin mirar a su hermano.

--¿No me das la mano?--dice Martín en tono de amistoso reproche.

Y, al tendérsela Juan vacilando, se la aprieta cordialmente... ¡Ah!
¡cuánto daño puede hacer un apretón de manos!




XXI


El tumulto de la fiesta se extingue a lo lejos. El ruido de las mil
voces no es más que un débil zumbido, sobre el cual descuella solamente,
con notas agudas, la algazara de los caballitos de madera; y cuando la
orquesta del baile, que se ha callado por un tiempo, empieza a tocar
otra vez, ahoga los demás ruidos con el estallido penetrante de sus
cornetines.

Pero sus notas van debilitándose también; el bombo, que hasta entonces
había hecho discretamente su parte, suena más fuerte, en cambio, porque
sus sordos golpes llegan más lejos que los otros sones.

Caminan juntos en silencio; ni uno ni otro se atreve a hablar. El brazo
de Gertrudis tiembla bajo el de Juan; éste contempla las brumas de
reflejos verdosos que se alzan de las praderas. Ella camina
valerosamente, aunque no puede menos de cojear un poco; y de cuando en
cuando exhala un débil quejido.

De pronto, la joven se vuelve y muestra, tendiendo la mano, el hormigueo
de las luces en el lugar de la fiesta, que brillan sobre el fondo
obscuro del pinar.

--Mira qué bonito--murmura tímidamente.

El responde con un ademán.

--¡Juan!

--¿Qué, Gertrudis?

--¿No me guardas rencor?

--¿De qué?

--¿Por qué abandonaste el baile?

--Porque hacía demasiado calor para mí en la sala.

--¿No es porque bailaba yo con otro?

--¡Oh! de ningún modo.

--Mira, cuando te marchaste, me sentí tan sola, tan abandonada, que tuve
necesidad de todo mi valor para no estallar en sollozos. «Hubiera podido
prohibirte que bailases con otro», me decía yo... «¿Por quién he venido
a la fiesta sino por él? ¿por quién me he puesto tan guapa sino por
él?...» Y el pie me ardía mil veces más que antes sufrí un desmayo, y
después... de repente... ya sabes lo que me sucedió.

Juan aprieta los dientes, un estremecimiento sacude sus brazos como si
a pesar de él, fuesen a abrazar a Gertrudis. Ella inclina lentamente su
cabeza sobre el hombro del joven y su mirada clara y brillante se alza
hacia él; pero de pronto lanza un grito agudo... su pie dolorido, que se
arrastra penosamente por el suelo, acaba de tropezar con una piedra.
Extenuada por el dolor, se deja caer sobre la hierba.

--Querría quedarme tendida aquí un momento--dice enjugándose el sudor
frío que cubre su frente.

Después esconde su rostro entre el césped y permanece así algunos
segundos, sin movimiento. El se inquieta.

--Ven--dice;--te vas a resfriar.

Ella le tiende la mano derecha, volviendo el rostro.

--Levántame.

Pero, cuando quiere caminar, sus rodillas se doblan bajo su peso.

--Ya ves, no puedo--dice con triste sonrisa.

--Bueno, te llevaré yo--dice él abriendo los brazos.

Se escapa un murmullo de los labios de Gertrudis, mitad de júbilo, mitad
de queja; un momento después, su cuerpo, levantado del suelo, está en
los brazos de Juan.

Ella lanza un profundo suspiro, y, cerrando los ojos, apoya la cabeza
contra su mejilla.

Pecho contra pecho, sus cabellos ruedan como una onda sobre el cuello de
Juan, y su respiración tibia le acaricia el rostro. ¡Adelante, adelante,
cada vez más lejos, aunque las fuerzas le falten, hasta el fin del
mundo!... Siente palpitaciones violentas, un velo rojizo se extiende
delante de sus ojos, le parece que va a caerse y a entregar el alma. ¡No
importa!... ¡más lejos, más lejos siempre!

Allá abajo, el río lo llama, la cascada muge sordamente a través de la
noche silenciosa, y las gotas que saltan brillan a los rayos de la luna.

Ella deja caer su cabeza hacia atrás, sobre el brazo de Juan; una
sonrisa dolorosa vaga por su boca entreabierta; sus párpados se han
alzado, y en su pupila obscura se refleja la luna.

--¿Dónde estamos?--murmura.

--A la orilla del agua--dice él jadeante.

--Déjame en el suelo.

--No quiero... no puedo...

Al fin, cerca de la orilla, la pone en el suelo; después se tira sobre
la hierba, apoya la mano sobre el corazón y hace un esfuerzo para tomar
aliento. Le laten las sienes y está a punto de perder el conocimiento...
Pero se incorpora con esfuerzo vigoroso, inclina el busto sobre la
corriente y coge agua en las palmas de las manos para bañarse la frente.

Esto lo ayuda a serenarse. Se vuelve hacia Gertrudis. Ella se oculta el
rostro en las manos y gime dulcemente.

--¿Sufres mucho?--le pregunta él.

--Esto me escuece.

--Mete el pie en el agua; se te refrescará.

Ella deja caer sus manos y lo mira con sorpresa.

--Eso me ha hecho bien a mí--dice él mostrando su frente, por donde
corren todavía las gotas de agua.

Gertrudis se inclina hacia adelante para quitarse el zapato; pero su
mano tiembla, y se detiene fatigada.

--Deja que te ayude--dice él.

Un movimiento brusco, y el zapato salta al lado de ella, le sigue la
media, y, arrastrándose hasta la orilla del río, la joven sumerge hasta
el tobillo el pie desnudo en la frescura de la corriente.

--¡Oh! ¡qué bien hace esto!--murmura aspirando el aire profundamente.

Después, volviéndose a derecha e izquierda, busca un apoyo para su
cuerpo.

--Apóyate contra mí--dice él.

Y ella deja caer su cabeza sobre el hombro de Juan. Un estremecimiento
corre por los brazos del joven pero no se atreve a enlazarle el talle;
respira con dificultad; mira con fijeza el agua transparente a través de
la cual resplandece el pie blanco de Gertrudis como una concha de nácar
que hubiera en el fondo.

Uno al lado de otro, permanecen sentados, en silencio. Delante de ellos,
en la presa, las aguas mugen formando torbellinos. La espuma tiende una
especie de puente de plata a través del río, y la corriente se desliza
tranquila a sus pies. De vez en cuando, el dulce viento de la noche les
trae sonidos amortiguados de la música; al gruñido monótono del timbal
se mezcla el grito sordo del alcaraván.

De pronto, Gertrudis se estremece.

--¿Qué tienes?

--Tengo frío.

--Retira inmediatamente el pie del agua.

Ella hace lo que él le dice, y después saca del bolsillo el fino pañuelo
de batista que ha llevado al baile.

--No puede servir de mucho--dice Juan, y con mano temblorosa coge su
grueso pañuelo.--Déjame secarte el pie.

Muda, con una mirada tímida y suplicante, Gertrudis deja hacer; y
cuando él siente entre sus manos ese pie suave y fresco, lo asalta un
vértigo, lo invade un deseo ardiente y loco; se agacha y posa sobre él
su frente ardiente.

--¿Qué haces?--exclama ella.

El se incorpora... Sus miradas se cruzan llenas de embriaguez, y,
lanzando un grito furioso, caen en brazos uno del otro.

Sus besos ardientes se posan sobre la boca de Gertrudis. Ella ríe y
llora a la vez, le coge la cabeza entre las manos, le acaricia los
cabellos, apoya la mejilla del joven contra la suya, y lo besa en la
frente y en los ojos.

--¡Oh! ¡cuánto, cuánto te amo!

--¿Eres mía?

--Sí, sí.

--¿Me amarás siempre?

--¡Siempre! ¡siempre! Y tú... no me dejarás nunca sola, como hoy... para
que Martín...

Se calla de golpe. El silencio pesa sobre ellos. ¡Y qué silencio!... A
lo lejos suena el timbal... El agua muge...

Los dos se miran entonces pálidos como la muerte. Y ella se pone a
lanzar gritos penetrantes:

--¡Jesús! ¡Jesús!

Su voz suena en medio de la noche.

Con un gemido violento él se oculta el rostro entre las manos. Un
sollozo sin lágrimas sacude todo su cuerpo. Una llama se enciende
delante de sus ojos, llama sangrienta que se alza como si fuese a
abrasar al mundo entero. Ha visto claro de repente. El resplandor que la
víspera de San Juan empezó a parecerle siniestro, y que la noche en que
Gertrudis estalló en sollozos en medio de su canto, cruzó su frente como
un relámpago para extinguirse un instante después, ese resplandor sube
ahora ante sus ojos como el disco chispeante del sol. Y cada una de sus
llamas lo incita al odio, cada chispa hace estremecer su alma con las
torturas de los celos, cada rayo le atraviesa el corazón con un
sentimiento de terror y de remordimiento... Gertrudis se ha echado de
bruces en el suelo, y llora, llora amargamente... Con la frente
inclinada y las manos juntas, él contempla fijamente el cuerpo
encantador que yace delante de él, sumido en la desesperación.

--Entremos--dice con voz sorda.

Ella alza la cabeza y apoya los brazos en el suelo; pero, cuando él
quiere levantarla, lanza un grito agudo.

--¡No me toques!

Por dos o tres veces trata de ponerse en pie; sus piernas se doblan.
Entonces tiende los brazos sin decir palabra, y se deja levantar por él,
que sostiene sus pasos vacilantes a través del patio del molino. Se
secan sus lágrimas; el estupor de la desesperación se lee en sus
facciones rígidas y pálidas; ella vuelve el rostro y se deja arrastrar
por él como si no tuviera ya voluntad. En el umbral del emparrado,
retira su brazo del de Juan y, reuniendo sus últimas fuerzas, se
precipita sola hacia la puerta. Luego, desaparece en la sombra espesa
del follaje.

Los aldabonazos suenan sordamente, una vez, dos veces. Después se oyen
pasos en el interior; la llave gira, y una luz amarillenta se esparce
fuera, en la claridad de la luna.

--¡En nombre del cielo! ¡qué cara trae usted!--exclama asustada la
criada.

Y la puerta se cierra.

El se deja estar allí largo tiempo, con los ojos fijos en el sitio por
donde ella ha desaparecido.

Una sensación de frío que lo hace temblar de la cabeza a los pies lo
despierta de su ensimismamiento. Maquinalmente se desliza a través del
patio, iluminado por la luz de la luna; acaricia a los perros que, con
ladridos alegres, lo saludan; echa una mirada estúpida a la rueda
inmóvil, sobre la cual se desliza el agua sin ruido, como una brillante
serpiente. Una fuerza misteriosa lo arroja de allí; el suelo del patio
le quema los pies.

Se dirige a través de la pradera hacia la presa, hasta el sitio donde ha
estado sentado con Gertrudis. Sobre el césped brilla el zapato azul, y a
poca distancia la larga media, tan fina... ¡Gertrudis ha entrado
cojeando, con un pie desnudo, sin notarlo!

Lanza una risotada estridente, toma los objetos y los lanza lejos, a las
aguas espumosas.

¿Adónde ir entonces? El molino ha cerrado su puerta detrás de él, para
siempre. ¿Adónde ir? ¿Se tenderá, para descansar, sobre un montón de
heno? ¡No podrá dormir!... ¡He ahí un grupo de muchachos alegres! Poco
antes los ha desdeñado, pero entonces llegan en buen momento.




XXII


Cuando, como a las dos de la mañana, Martín Felshammer ha conseguido
desasirse de sus compañeros, bebedores sempiternos, se acerca de buen
humor al lugar de la fiesta, donde la claridad insegura del día gris que
nace ilumina las idas y venidas de los retrasados. Ve acercarse entonces
un grupo de mozos ebrios, que aullando cantos obscenos pasan en fila a
través de la gente; a la cabeza de ellos marcha el cerrajero Farmann,
bribón famoso, y detrás de él van otros perdidos.

Resuelto a echarlos de allí, va directamente hacia el grupo; pero de
repente se detiene petrificado, con los brazos caídos... En medio del
grupo, con los ojos terribles, avanza tambaleándose su hermano Juan.

--¡Juan!--exclama estupefacto.

Este se estremece; su rostro enrojecido se pone lívido; en sus ojos
brilla un resplandor de espanto; tiembla, extiende los brazos como para
defenderse, y retrocede, vacilando, dos o tres pasos.

Martín siente que se apacigua su cólera. El deplorable espectáculo
despierta su compasión. Sigue a Juan, y, reteniéndole por el brazo, le
dice con voz llena de ternura:

--Ven, hermano; es tarde; vamos a casa.

Pero Juan, haciendo un ademán de horror, retrocede más ante la mano que
lo roza; y dirigiendo a Martín una mirada llena de angustia mortal, le
dice con voz ronca:

--¡Déjame!... ¡no quiero, no quiero tener nada que ver contigo! ¡ya no
soy tu hermano!

Martín, sobrecogido, se agarra con las dos manos a la mesa que está
junto a él, y se deja caer, como herido de una puñalada, sobre el banco
inmediato!

Juan se aleja apresuradamente y desaparece en el bosque.




XXIII


Desde aquel día, la tristeza se cierne sobre la casa de los Felshammer.

Cuando Martín entró en su casa por la mañana, todo estaba tranquilo, en
una calma profunda. Descolgó de la pared la llave del molino y se
deslizó hasta la triste habitación de que había hecho una especie de
templo de su falta. Allí lo encontraron sus gentes a la hora del
almuerzo, tan blanco como la cal de los muros, con la frente entre las
manos y murmurando sin cesar:

--¡Fritz, Fritz! ¡ésta es la expiación! ¡ésta es la expiación!

El espectro, el antiguo, el temible espectro, al que creía desterrado
para siempre, se ha echado de nuevo sobre él, y sus garras le aprietan
la garganta hasta estrangularlo.

Ha sido casi necesario emplear la fuerza para sacarlo de su retiro. Con
paso torpe ha salido tambaleándose del molino. Ha encontrado a su mujer
acurrucada en un rincón, con las mejillas pálidas y la mirada temerosa.
Entonces le ha cogido la cabeza con las dos manos, fijando un instante
sobre la infeliz, toda trémula, sus ojos sombríos, y después ha
murmurado esas palabras melancólicas:

--¡La expiación! ¡la expiación!

Al oír esta frase siniestra, un escalofrío recorre el cuerpo de
Gertrudis. «¿Sabe algo? ¿Se lo ha confesado todo Juan? ¿Ha descubierto
por casualidad el secreto?... ¿O no tiene más que sospechas?...»

Y desde entonces se llena de terror delante de ese hombre; y se consume
de pasión por el otro, a quien ha despedido para siempre. Palidece y
adelgaza; anda vagando de un lado a otro como una sonámbula. Alrededor
de sus ojos se dibujan surcos azules que se ensanchan cada vez más
alrededor de su boca se forma un pliegue que se contrae sin cesar.

Martín no ve nada de eso. Todo su ser está embargado por el dolor de
haber perdido su hermano. Durante los primeros días ha estado esperando
hora tras hora verlo llegar; quizá no se ha dado cuenta de lo que decía
en su embriaguez... ¡y él, Martín, será ciertamente el último en
recordárselo!

Pero pasan los días, unos después de otros, sin que Juan reaparezca; su
angustia crece entonces. Comienza a informarse del desaparecido, con
poco fruto al principio porque las relaciones de aldea a aldea son muy
escasas. Sin embargo, poco a poco van llegando noticias al molino; lo
han visto hoy aquí y ayer allí, como un vagabundo, pero rodeado siempre
de alegres compañeros. En cuanto «el diablo de Juan», como le llaman, se
presenta en alguna parte, se llena la taberna, saltan los tapones y
chocan los vasos; y, cuando la fiesta está en todo su apogeo, a través
de los cristales hechos añicos salen las botellas a la calle. Pero «el
diablo de Juan» paga todo lo que rompe. Convida a todos los que
encuentra por el camino... ¡Ah sí! es un gran compañero y un bebedor
insigne «el diablo de Juan.»

Poco a poco van apareciendo a la puerta del molino toda clase de
personajes tenebrosos como Löb Levi, de Beelitzhof, el acaparador de
granos, y Hoffmann, de Grünhalde, el corredor de fincas; presentan
papeles amarillos y grasientos sobre los cuales la mano de Juan ha
firmado cantidades a tanto por ciento y a tantos días... Martín
contempla largo rato las letras inciertas que se precipitan, como
ebrias, unas sobre otras; después, va a su caja de caudales y paga, sin
decir palabras, la deuda y los intereses exorbitantes. ¡De buena gana
daría la mitad de su riqueza por conseguir la vuelta de su hermano!

Al fin, manda enganchar el carruaje y él mismo va a buscarlo. Anda
leguas y leguas, pasa en vela noches enteras, sin conseguir nunca
atrapar a su hermano. Las noticias que obtiene de los taberneros son
incompletas y confusas; unos le responden de un modo incierto y
cohibido, otros con aparato de misterio y en tono socarrón; todos
parecen temer que tan pronto como el dueño del molino de Felshammer haya
encontrado al borracho de su hermano desaparecerán sus pingües
beneficios.

Cuando Martín empieza a notar que lo engañan, se apodera de él el
desaliento. Regresa al molino y se encierra por dos días en su
_despacho_. Durante ese tiempo, se pregunta si no sería conveniente
pedir ayuda a los gendarmes de Marienfeld. Con su autoridad, sería fácil
arrancar la verdad a la gentes. Pero no... hacer buscar a su hermano con
la policía es cosa que no permite el honor del nombre de los Felshammer;
su padre se estremecería en la tumba.

Un constipado adquirido en sus viajes nocturnos, lo obliga a guardar
cama. Y, durante dos mortales semanas, en las que Gertrudis permanece
sentada a la cabecera del lecho, noche y día, vive torturado por las
alucinaciones de su delirio, en el que sus dos hermanos, el muerto y el
vivo, van a rondar alrededor de él, ora distintos ora confundidos en un
sólo ser monstruoso, especie de espectro de dos cabezas.

Tan pronto está casi restablecido hace preparar su carruaje. Es fuerza
que acabe por encontrarlo.




XXIV


Al fin lo encuentra.

Una noche, muy tarde, a principios de septiembre, sus investigaciones lo
llevan a B... aldea situada dos leguas al norte de Marienfeld. A través
de las ventanas cerradas de la taberna, se oye un ruido confuso,
pataleos, gritos y cánticos avinados.

Baja pesadamente del carruaje y ata el caballo a la puerta del patio. La
llama turbia de la linterna vacila al soplo del viento de la noche.
Grandes gotas de lluvia golpetean el suelo.

Levanta el cerrojo y empuja la puerta, que se abre de par en par. Una
densa humareda azul, de tabaco, le da en el rostro, mezclada con el olor
de la cerveza agria.

Y allí, en el extremo de una larga mesa, con las mejillas abotagadas,
los ojos ribeteados de rojo y afectados por el brillo vidrioso propio
de los borrachos, los cabellos revueltos, la camisa sucia y las ropas en
desorden, cubiertas de aristas de paja, restos sin duda del último
lecho, estaba su hermano adorado, aquel que lo era todo para él y al que
veía convertido entonces en un vicioso precoz, condenado a irremediable
desgracia.

--¡Juan!--exclama, y la fusta que tiene en la mano cae al suelo con
ruido.

Un silencio de muerte se esparce por la sala llena de gente, y los
bebedores contemplan con la boca abierta al intruso.

El desgraciado se ha levantado de su banco, con el rostro rígido por una
angustia indecible; de su pecho sale silbando una especie de estertor;
da un salto desesperado y trepa a la mesa, y haciendo otro esfuerzo
trata de huir por sobre las cabezas de sus vecinos.

Es inútil; la mano de Martín lo sujeta.

--Quédate--gruñe a su oído una voz sorda.

Y al mismo tiempo se siente empujado con fuerza prodigiosa.

Martín abre la puerta; y, mostrando con el puño de la fusta la
obscuridad de la noche, se planta en medio de la sala.

--¡Vamos! ¡fuera!--grita con una voz que hace temblar los vasos sobre la
mesa.

Los bebedores, jóvenes calaveras en su mayor parte toman sus sombreros y
se retiran intimidados; apenas se oye un murmullo ahogado.

--¡Vamos! ¡fuera!--repite Martín haciendo un gesto como para saltar a la
garganta del primero que proteste.

Dos minutos después han salido todos... Sólo el tabernero está allí
todavía, paralizado por el miedo, detrás del mostrador. Al volverse
Martín hacia él, con una mirada amenazadora, comienza a quejarse en tono
llorón del transtorno causado en su tienda.

Martín mete la mano en el bolsillo, le tira un puñado de monedas de
plata y le dice:

--¡Quiero quedarme solo con él!

Y cuando ha cerrado la puerta, detrás del tabernero, que sale
inclinándose, se aproxima lentamente a su hermano, que, con el rostro
entre las manos, permanece inmóvil, agazapado en un rincón. Coloca
suavemente la mano sobre su hombro; y, con una voz trémula de dulzura
infinita y de inmensa tristeza:

--Levántate, hijo mío, y hablemos.

Juan no hace un solo movimiento.

--¿No quieres decirme qué tienes contra mí? El desahogo consuela...
Alivia tu corazón contándome tus penas.

--¡Consolar mi corazón!... ¡Ay!...

La angustia que contraía sus facciones se ha cambiado en una arrogancia
sorda, reprimida.

Martín, lleno de disgusto y de lástima contempla aquel rostro, cuyas
arrugas profundas apenas dejan conocer al Juan de otros tiempos, tan
franco de corazón, tan tierno. Es fuerza que las pasiones más viles se
hayan apoderado de ese hombre para desfigurarlo de un modo tan terrible
en seis cortas semanas.

Se incorpora entonces y lanza una mirada del lado de la puerta.

--Me has encerrado, ¿no es verdad?--dice con una nueva explosión de
risa, que penetra a Martín hasta los tuétanos.

--Sí.

--¿Quieres, pues arrastrarme contigo como un criminal?

--¡Juan!

--Eres, en efecto, el más fuerte. Pero te declaro una cosa; que no soy
tan débil que no pueda defenderme. Me tiraré carruaje abajo y me romperé
la cabeza contra una piedra antes que ir contigo.

--¡Piedad, Dios mío!--exclama Martín.--¿Qué han hecho de ti?

Juan se pasea a lo largo, y hace sonar a su paso las tapaderas de los
frascos de cerveza.

--¡Acabemos!--dice al fin, deteniéndose.--¿Qué quieres de mí para venir
a encerrarme de este modo?

Martín, sin decir nada, va a la puerta y corre el cerrojo; después
vuelve a colocarse delante de su hermano. Su pecho jadea, como si
quisiera sacar las palabras de lo más profundo de su alma. ¿Pero de qué
le sirve eso? Su voz se queda en la garganta. Nunca ha sido elocuente el
pobre rústico; ¿cómo encontrar de pronto conceptos expresivos para
arrancar aquel extraviado a su locura? No puede articular más que estas
palabras:

--¿Qué te he hecho? ¿Qué te he hecho?

Las repite dos veces, tres veces; las repite infinitamente. ¿Qué más
puede decir? Toda su ternura y todo su dolor están ahí.

Juan no responde nada. Se sienta en el banco y hunde las dos manos en
sus cabellos incultos. Por su rostro vaga una sonrisa, una sonrisa
horrible que no admite consuelo ni esperanza... Al fin interrumpe a su
desgraciado hermano, que repite interminablemente su frase, como si
esperara verla causar un efecto mágico.

--Basta; no sabes qué decirme y no puedes decirme nada. He acabado
conmigo mismo, contigo y con el mundo entero. ¡Si supieras por lo que he
pasado en estas seis últimas semanas!... Desde que salí del molino no he
dormido bajo techo, porque estaba convencido de que el techo me
aplastaría...

--¿Pero, en nombre del cielo, qué tienes?

--No me preguntes nada; no conseguirás saberlo... Deja las palabras; son
inútiles... y aunque me jurases por la memoria de nuestros padres...

--Sí; por nuestros padres...--balbucea Martín con alegría.

¿Por qué no he pensado en ello más pronto?

--¡Déjalos tranquilos en su tumba!--replica Juan con su sonrisa
odiosa.--Eso no reza conmigo. ¡Ellos no pueden impedir que esté perdido;
no pueden impedir que te odie!

Martín lanza un gemido violento y vuelve a caer, como aniquilado, sobre
el banco.

--Siempre he pensado en ellos; siempre me he acordado de que Martín
Felshammer es mi hermano. Y por eso he llegado adonde estoy... ¡Me ha
costado un duro sacrificio, puedes creerlo!... Por lo tanto, no te
quejes... Créeme... me he portado muy bien contigo... ¡ay, hermano!...
muy bien.

Martín no tiene necesidad de averiguar más; ve claramente ya la solución
del enigma: la víctima de otro tiempo sale de su tumba para pedir
venganza. Entonces, con las manos juntas murmura dulcemente:

--¡La expiación! ¡La expiación!...

El otro continúa:

--Pero haces bien en recordarme a nuestros padres; no tengo derecho a
arrojar una mancha sobre su nombre, sobre el nombre de los Felshammer...
Esa es una idea que me atormenta desde hace un tiempo... Y, a decir
verdad, me alegro de haberte encontrado... Podemos hablar de ello
tranquilamente... me voy a América.

Martín contempla por un instante su rostro abotagado; después murmura
dulcemente:

--¡Que Dios te acompañe!

Y deja caer pesadamente su frente sobre la mesa.

--Muy pronto--continúa el hermano.--Ya me he informado; el primero de
octubre parte un buque de Brema; es preciso que salga yo de aquí la
semana próxima... Tú sabrás qué es lo que me corresponde por mi
herencia... Debo haber derrochado una buena parte... Dame a cuenta de
ella lo que tengas en dinero; envía los fondos a Franz Maas, que yo iré
a casa de él a buscarlos...

--¿Y no vendrás siquiera una vez al... al?...

--¿Al molino? ¡Jamás!--exclama el joven, levantándose con un resplandor
inquieto, de deseo y de angustia, en los ojos.

--¿Y te he de decir adiós aquí... aquí... en este lugar inmundo?...
¡adiós para toda la vida!...

--No puede menos de ser así--dice Juan, bajando la cabeza.

Y Martín vuelve a su idea y murmura:

--¡Es la expiación!

Juan fija una mirada ardiente en su hermano, que, con el alma y el
cuerpo quebrantados, permanece agobiado delante de él... Está firmemente
resuelto a no volverlo a ver... Pero es preciso que le tienda la mano...
en el momento de la separación.

--Adiós, hermano--dice aproximándose a Martín, que se deja estar
sentado, inmóvil.--Sé feliz y consérvate bueno.

Pero, de repente, siente como un chorro de calor dulce... Por su cerebro
pasan en un mismo instante, un sinnúmero de imágenes. Se vuelve a ver
niño, protegido, mimado por su hermano mayor; se vuelve a ver mozo,
andando orgulloso del brazo de él; se vuelve a ver, de pie con él, junto
al lecho de muerte de los viejos padres; se vuelve a ver con él, en el
momento solemne en que, con las manos enlazadas, se prometieron no
separarse nunca y no dejar que nadie se introdujese nunca entre
ellos...

¡Y entonces!... ¡entonces!...

--¡Hermano!--exclama.

Y con ruidosos sollozos cae a sus pies.

--¡Mi nene! ¡mi querido nene!

Y Martín, en medio de sus lágrimas, lanza gritos de alegría y lo besa,
lo aprieta contra él, como si quisiera no dejarlo marchar.

Al fin te encuentro... ¡Oh Dios! Ahora todo irá bien... ¿no es verdad?
Di... todo esto no era más que pura fantasía, pura locura. ¿Tú no sabes
lo que has hecho, eh? Ya no te acuerdas. Apostaría a que ya no tienes la
menor idea de eso ¿eh? Despiertas, ¿no es verdad que despiertas?

Juan, triste, aprieta los dientes y apoya su rostro en el pecho de su
hermano. Pero, de pronto, se le ocurre una idea que le pesa sobre el
corazón y le zumba en los oídos, una idea semejante a un vampiro frío y
viscoso que bate las alas a su alrededor; en ese brazo, en ese,
Gertrudis se ha abandonado... ¡ese mismo día!

Y se pone en pie violentamente. ¡Tiene que salir de aquella sala, tiene
que dejar de respirar aquella atmósfera, o va a volverse loco!

Da un salto hacia la puerta... Descorre el cerrojo y... desaparece.

Rígido de estupor, Martín lo sigue con los ojos un momento; después se
dice, como para librarse de la inquietud que se apodera de él.

--Está demasiado impresionado y necesita respirar el aire fresco;
volverá.

Su mirada se fija en la percha que hay en el muro; sonríe completamente
tranquilo:

--Juan ha dejado su gorra... afuera está lloviendo... el viento es
fresco... volverá.

Después, Martín llama al tabernero; hace llevar su caballo a la cuadra y
manda preparar para su hermano un grog caliente y una cama: «porque,
dice con una sonrisa, volverá...»

Y cuando todo queda preparado, se sienta y se absorbe en sus
meditaciones. De vez en cuando murmura, como para reanimar su valor que
se extingue:

--¡Volverá!

Afuera, la lluvia golpetea las ventanas, el viento de otoño silba sobre
la taberna; y cada gota de lluvia, cada silbido anuncia:

--¡Volverá! ¡volverá!

Pasan las horas, la lámpara se apaga, Martín se ha quedado dormido en su
espera y sueña con la vuelta de su hermano...

Al día siguiente por la mañana, lo despiertan. Asustado y tembloroso,
mira a su alrededor. Sus ojos se posan sobre la cama vacía, en la que
su hermano debía acostarse, su primer lecho después de seis semanas. Se
deja estar allí tristemente, de pie, con la mirada fija.

Después manda enganchar el carruaje y se va.




XXV


Ese año, el otoño ha llegado muy pronto. Desde hace ocho días sopla un
viento nordeste, agudo y penetrante, como si se estuviera en noviembre.
Los aguaceros azotan en los vidrios, y ya se extiende sobre el suelo una
capa de hojas de tilo, de color amarillo obscuro que la humedad
convierte en barro.

¡Qué pronto llega la noche! En la tienda del panadero, la lámpara se
enciende antes de la hora de comer. Franz Maas está sentado bajo la
claraboya, muy ocupado en hacer sus cuentas. Delante de él, sobre la
mesa, donde se ven casi siempre en orden, blancos y redondos, pequeños
montones de harina de flor, brillan entonces pequeños montones de
monedas de plata; y en lugar de los _bretzel_ miserables se oye el
crujido de los billetes de banco.

Es el tesoro que Martín le confió el último domingo con el encargo de
entregarlo a Juan.

Ha entregado igualmente una nota en la cual la cuenta de la herencia
está detallada hasta el último céntimo. Después se ha presentado todas
las mañanas a hacer la misma pregunta: ¿«Ha venido?» y, al ver la seña
negativa de Franz, se ha vuelto sin decir nada. Ese tesoro embaraza al
joven panadero. Todas las noches cuenta la suma sobre la mesa, para
cerciorarse de que nada ha desaparecido durante el día.

En esos momentos está entregado precisamente a esa ocupación. Es
viernes; por fuerza Juan tiene que estar allí entonces si quiere llegar
a tiempo de alcanzar el vapor que sale de Brema.

Juan ha abierto la puerta sin ruido y se detiene detrás del panadero,
cuando éste se dispone a guardar bajo llave los cartuchos de monedas.

--¿Todo eso es para mí?--pregunta poniéndole la mano sobre el hombro.

--¡Alabado sea Dios! ¡Al fin has venido!--exclama Franz alegremente.

Después de una ojeada examina a su amigo, de la cabeza a los pies.
Martín había exagerado cuando le anunciaba, con lágrimas en los ojos, la
aparición de un ser miserable y abatido. Juan Felshammer lleva un traje
muy limpio y cuidado: tiene una linda capa nueva, un poco entreabierta,
que deja ver un flamante traje gris; sus cabellos, bien peinados, caen
sobre el cuello; hasta se ha afeitado... Pero, a decir verdad, su mirada
turbia, por la que pasan resplandores inquietantes, las bolsas bajo los
ojos, el horrible color de las mejillas, son tristes síntomas en ese
rostro, fresco y juvenil hasta hace poco.

Y Franz le toma entonces las dos manos.

--Juan, Juan, ¿qué te ha sucedido?

--Paciencia, ya lo sabrás todo--responde Juan.--Será preciso que lo
confiese todo a un ser humano, a uno solo... o eso acabará por ahogarme.

--¿Es cierto entonces? ¿Quieres?...

--Esta noche me voy en la diligencia. Ya tengo billete... Antes de venir
a verte he atravesado la aldea por última vez. Había obscurecido; podía
aventurarme a eso; y me he despedido de todo. He ido hasta la tumba de
mis padres, delante de la puerta de la iglesia... y también a la Corona,
porque debía aún una miseria al dueño...

--¿Y has olvidado el molino?

Juan se muerde los labios, se retuerce el bigote y murmura:

--Ya iré.

--¡Oh! ¡qué alegría tendrá Martín!--exclama Franz Maas, rojo también por
la emoción.

--¿He dicho acaso que iré a ver a Martín?--pregunta Juan entre dientes.

Y su pecho se levanta como para librarse del peso formidable que lo
oprime.

--¿Qué? ¿acaso vas a introducirte furtivamente en la casa de tu padre
como un ladrón, sin dejarte ver de nadie?

--¡No! Iré a despedirme... pero no de Martín.

--¿De quién, entonces?... ¡Desgraciado!... ¿De quién, entonces?--exclama
Franz Maas en el cual se despierta una terrible sospecha.

--Cierra la puerta y siéntate--dice Juan.--Voy a contártelo todo.

Pasan las horas. La tempestad sacude las hojas de las ventanas. El
aceite crepita en la lámpara que humea. Los dos amigos están sentados,
con las miradas fijas uno en el otro. Juan hace su confesión; no oculta
nada, desde su primer encuentro con Gertrudis hasta el instante en que
un estremecimiento de horror lo arrancó de los brazos de Martín para
arrojarlo a la noche lluviosa.

--Lo que ha pasado después--termina,--puede decirse en dos palabras.
Corrí sin saber adónde, hasta que el agua y el frío me volvieron a la
realidad. El correo de Marienfeld llegaba en ese momento; subí a él y
por lo menos me encontré a cubierto. De ese modo llegué a la ciudad,
donde he permanecido hasta hoy. Löb Lévi me ha dado cien táleres, y con
eso me he comprado ropa; no quería presentarme harapiento delante de
Gertrudis.

--¡Desgraciado!... ¿quieres?...

--¡Nada de sermones!--protesta el joven en tono huraño.--Todo está ya
convenido. Le he enviado un billete con un muchacho que encontré en la
calle y cuya vuelta he esperado. La halló sola en la cocina, y nadie lo
ha visto. A las once estará ella en la presa... y yo ¡ay!... yo también.

--Juan, no hagas eso... ¡te lo suplico!--exclama Franz con
angustia;--¡te va a suceder una desgracia!

Juan responde con una carcajada; y con los ojos brillantes, la boca
pegada a la oreja de Franz, murmura:

--¿Crees tú, pues, mi pobre amigo, que yo sería capaz de ir a vivir y a
morir al extranjero sin haberla visto antes una sola vez? ¿Crees tú que
tendría yo valor para contemplar el mar durante cuatro semanas, sin
precipitarme en él, si no la hubiese visto otra vez?... ¡Me faltaría la
respiración, el alimento se me quedaría en la garganta, me consumiría
vivo, si no la hubiese visto una vez más!

Entonces, Franz renunció a disuadirlo.

La mirada inquieta de Juan se alza a cada instante hacia el reloj.

--Ya es hora--dice, tomando su gorra.--A las doce pasa la diligencia.
Espérame en la posta y llévame dos billetes de cien táleres; eso me
bastará para la travesía. Lo restante puedes devolvérselo a él; no lo
necesito... Hasta luego.

Cerca de la puerta, se vuelve para preguntar:

--Dime, ¿me huele el aliento a aguardiente?

--Sí.

El joven lanza una risotada:

--Dame dos o tres granos de café para mascarlos. No quiero causar
repugnancia a Gertrudis en el último momento.

Y cuando Juan ha satisfecho su deseo, desaparece en la obscuridad.




XXVI


Hay crecida.

Sibilantes y rumorosas, las aguas salen precipitadamente de la presa
para ir a perderse con un gruñido sordo y quejumbroso en el golfo de
espuma, encima del cual parece levantar una bóveda brillante el polvo de
las olas que se estrellan.

Al rumor de la caída se mezcla el rugido de la tormenta. Los viejos
álamos que bordan el río se inclinan unos hacia otros, como fantasmas
gigantes que bailan a media noche, en largas filas, una danza mágica.

El cielo está velado por nubes sombrías, todo es negro en los
alrededores; sólo la espuma, de color de nieve, esparce un resplandor
incierto, que, como la bruma, difuma los contornos de las cosas. Arriba
resalta la balaustrada del pequeño pasadizo.

En medio de éste es donde los dos se encuentran.

Gertrudis, con la cabeza envuelta en un pañuelo obscuro, estaba desde
hacía bastante tiempo debajo de los árboles, abrigándose de la lluvia;
y, al ver surgir la alta figura de Juan al otro lado de la presa, se ha
lanzado a su encuentro.

--¿Eres tú, Gertrudis?--pregunta él apresuradamente tratando de ver su
rostro.

Ella guarda silencio y se ase a la balaustrada.

La espuma baila delante de sus ojos y se tiñe de mil colores.

--Gertrudis--dice el joven tratando de tomarle la mano;--he venido a
decirte adiós para siempre. ¿Vas a dejarme partir sin una palabra?

--Y yo, yo he venido para dar reposo a mi alma;--dice ella,
retrocediendo ante la mano que la toca.--Juan, he sufrido mucho por
causa tuya... he envejecido veinte años lo menos... Estoy débil y
enferma... ten piedad de mí... no me toques... no quiero volver a entrar
en la casa de tu hermano manchada con una falta.

--Gertrudis ¿has venido aquí para torturarme?

--¡Silencio, Juan, silencio!... ¡No me hagas daño!... Vamos a separarnos
puros y honrados... y a llevar con nosotros paz y valor para toda la
vida. No nos dejemos arrastrar... ni por el amor ni por el
resentimiento.

Se detiene aniquilada. Su respiración es fatigosa.

Después, reuniendo con trabajo todas sus fuerzas, continúa:

--Yo sabía que vendrías... hace mucho tiempo, antes de recibir tu
billete... y he reflexionado mil veces hasta sobre la menor palabra...
que tenía que decirte. Pero es preciso que no me hagas perder la calma.

Los ojos de Juan brillan en las tinieblas, su respiración es ardiente;
con una risa estrepitosa dice:

--No nos rodea de una aureola este bien inútil; estamos condenados en la
tierra y en los cielos. Por lo tanto, aprovechemos al menos...

Se interrumpe, prestando atención.

--¡Calla!... He creído oír... en la pradera...

Escucha conteniendo la respiración... No se siente nada... no se ve
nada... Fuera lo que fuese, se lo ha llevado la noche y la tormenta.

--Bajemos a la orilla--dice.--Nuestras figuras se dibujan aquí contra el
cielo.

Ella marcha delante, y él la sigue. Pero el suelo está húmedo y la joven
resbala; entonces él la toma entre sus brazos y la lleva hasta abajo, a
la orilla del río. Sin defensa, ella se aferra a su cuello.

--¡Qué poco pesas desde aquel día!...--dice él en voz baja, dejándola
bajar al suelo.

--¡Oh! apenas me reconocerías, si pudieras verme;--replica ella en voz
también muy baja.

--¡Oh! ¡cuánto daría por verte!

Y trata de apartarle el pañuelo que le cubre el rostro. Un óvalo pálido,
dos círculos de sombra negra, en el lugar donde están los ojos, es todo
lo que la obscuridad permite distinguir.

--Me parece que estoy ciego--dice él.

Y su mano trémula baja de la frente de Gertrudis hasta sus mejillas,
como para reconocer, tocándolas, esas facciones queridas. Ella no
retrocede ya y deja caer su cabeza sobre el hombro de Juan.

--¡Cuántas cosas tenía que decirte!--murmura la infeliz.--Y ahora no se
me ocurre nada, absolutamente nada.

El la aprieta entre sus brazos más estrechamente; y los dos permanecen
silenciosos e inmóviles, mientras la tormenta los sacude y la lluvia los
azota.

Entonces, desde la aldea, llegan de tiempo en tiempo los sonidos de la
trompa del conductor de la diligencia, medio apagados por el ruido del
viento y de la lluvia.

--¡Ha concluido!--dice él temblando.--Tengo que irme!

--¿Ya?... ¿esta noche?--balbucea ella con voz sorda.

El dice que sí con un ademán.

--¿Y no te veré ya nunca?

Un grito domina el ruido del huracán.

--¡Juan!... ¡por piedad, no me abandones!... ¡no puedo... vivir sin ti!

Sus dedos se hunden en los hombros de Juan.

--No partirás... no lo quiero.

El trata de apartarse a la fuerza.

--¡Ah!... te vas... ¡cruel!... Me moriré si me abandonas... No puedo...
Llévame contigo... ¡Llévame contigo!

--¿Has perdido la razón, desgraciada?

Y se oculta el rostro en las manos gimiendo.

--¡Ah! Llamas a esto perder la razón... Acaso el cordero no se rebela
cuando lo llevan a... ¿Y tú querrías? ¿Así es como me amas?...

--¿No piensas en Martín?

--¡Es tu hermano! ¡lo sé!... Pero sé también que moriré si sigo por más
tiempo al lado de él. Me pongo a temblar sólo al pensarlo... ¡Llévame
contigo, Juan! ¡Llévame contigo!

El la toma por las dos muñecas, y sacudiéndola le dice con voz ahogada:

--¿Pero sabes también que yo no soy más que un miserable, un ser vil y
perdido, un borracho, que no sirve para nada? ¡Si me pudieses ver, te
daría asco!... Las personas honradas se apartan de mí; me he convertido
para ellas en un objeto de repulsión... ¿Y te figuras que yo podría
amarte? Jamás te perdonaría haber venido a meterte entre Martín y yo;
jamás te perdonaría el crimen que he cometido con él por culpa tuya. Ese
crimen se alzará entre nosotros dos mientras vivamos. Te colmaría de
injurias y de golpes cuando estuviera ebrio. Tu vida sería un infierno
conmigo... ¿Qué dices ahora?

Ella baja la cabeza como para someterse, y con las manos juntas exclama:

--¡Llévame contigo!

Un grito de alegría feroz se escapa de los labios de Juan.

--Entonces, ven... pero ven corriendo... La diligencia se detiene sólo
un cuarto de hora. Nadie nos verá más que Franz Maas... pero él no nos
hará traición. Cuando llegues a la ciudad te comprarás vestidos... ¿Eh?
¿qué es eso?

El molino se anima. Por la puerta completamente abierta sale una
claridad que se esparce en las tinieblas... Una linterna pasa a través
del patio, desaparece, vuelve a aparecer, y de repente, lanzada al aire,
atraviesa la atmósfera describiendo una curva como un meteoro...




XXVII


Martín dormía en su lecho. Llaman a la puerta.

--¿Quién está ahí?

--Yo... David.

--¿Qué quieres?

--Abra, mi amo... Tengo que decirle una cosa urgente.

Martín salta del lecho, enciende una vela y se viste de prisa. Lanza una
mirada a la cama de Gertrudis: está vacía... Seguramente ella está en la
sala, dormida sobre su labor, porque, desde hace tiempo, el sueño no le
llega con regularidad.

--¿Qué hay?--pregunta Martín al viejo David, que ha entrado en el
vestíbulo, calado hasta los huesos.

--¡Mi amo!--dice el otro, mirándolo con el rabillo del ojo por debajo de
la visera de su gorra...--Llevo veintiocho años a vuestro servicio... y
vuestro difunto padre ha sido siempre bueno conmigo...

--¿Para contarme eso has venido a despertarme a media noche?...

--Sí; pero sucede que esta noche, cuando me desperté al oír el ruido de
la lluvia, me dije con inquietud que las esclusas no estaban
levantadas... que eso acabaría por retener las aguas y que mañana no
podríamos moler...

--¿No te he dicho quinientas veces, animal--exclama Martín,--que no hay
que levantar las esclusas más que en caso de extrema necesidad?

--No las he levantado--responde David.

--¡Ah!... ¿Entonces?

--Pues, al llegar a la presa, veo, dos enamorados en el puentecillo...

--¿Y para eso?...

--Y entonces me dije que era una vergüenza y un escándalo, y que eso no
podía durar...

--¡Déjalos que se amen, por todos los diablos!

--Y que yo debía hacer saber a mi amo... que el señor Juan y la
señora...

No puede continuar; la mano de su amo lo ha cogido por la garganta.

¿Qué le sucede a Martín?... ¡Infeliz! El rostro se le pone amoratado y
se congestiona, las venas de la frente se hinchan, los ojos parecen
querer saltar de sus órbitas, una espuma blanquecina aparece en los
labios.

Exhala una queja, semejante al aullido de un chacal; y, dejando a David,
se rompe el cuello de la camisa... aspira el aire profundamente, dos o
tres veces, como si se ahogara; después ruge, con una violencia
desencadenada de repente:

--¿Dónde están?... ¡Ah! ¡me las pagarán!... Han representado una
comedia... Se han burlado de mí... ¿Dónde están?... voy a aplastarlos
inmediatamente!...

Arrebata la linterna de las manos de David, lleno de estupor, y se lanza
fuera. Desaparece bajo el cobertizo y reaparece un momento después;
encima de su cabeza brilla un hacha... Hace girar tres o cuatro veces la
linterna y la arroja lejos de él, en medio del agua; después, se
precipita hacia la presa...

--¡Viene alguien!--murmura Gertrudis apretándose estrechamente contra
Juan.

--Sin duda van a hacer algo en las esclusas--responde él en el mismo
tono.--No te muevas y no tengas miedo.

La sombra avanza rápidamente... Un grito, una especie de rugido animal,
atraviesa la noche, dominando el ruido de la tempestad.

--¡Es Martín!--dice Juan, retirándose algunos pasos.

Pero en breve se serena, aprieta a Gertrudis entre sus brazos y la
arrastra consigo hacia la presa, donde se ocultan en la sombra más
espesa.

Cerca de ellos, al nivel de su cabeza, pasa Martín ciego de furor. El
hacha que lleva brilla al débil resplandor de la espuma blanca.

Se detiene al otro lado de la presa. Parece interrogar con la mirada la
vasta llanura que se extiende, sin un árbol, sin un arbusto, sumida en
una obscuridad uniforme.

--¡Vigila la esclusa del molino, David!--grita hacia la casa con voz de
trueno.--Están en la pradera; voy a buscarlos.

Juan deja escapar una exclamación de horror. Ha comprendido la intención
de su hermano; va a alzar el puente levadizo para encerrarlos en la
isla... ¡Y justamente detrás de Gertrudis pende la cadena que hay que
tirar para levantar el puente!

Su primer pensamiento es: «Defiende a la mujer.» Se arranca de los
brazos de Gertrudis y transpone de un salto el talud de la orilla, para
ofrecerse como víctima al furor de su hermano.

Gertrudis lanza un grito estridente. Juan de este lado, en peligro de
muerte... al otro lado, Martín fuera de sí... El hacha brilla... Pero
detrás de ella está la cadena, la anilla de hierro que le toca la
cabeza... La toma con sus manos temblorosas, se cuelga de ella con todas
sus fuerzas; y, en el momento mismo en que Martín va a poner el pie en
el puentecillo, éste se levanta crujiendo.

Juan no ve nada de eso; no ve más que la sombra allá arriba, y el brillo
del hacha. Unos pasos más, y la muerte caerá sobre él. Entonces, ante lo
inminente del peligro, acude a su memoria el recuerdo de su madre y lo
que ella dijo un día a Martín furioso:

--¡Piensa en Fritz!--grita a su hermano que avanza.

Entonces a éste se le escapa el hacha, vacila y cae... Un choque... un
remolino de agua... Ha desaparecido.

Juan se lanza hacia adelante, su pie tropieza con el puente levantado;
delante de él hay un negro agujero.

--¡Hermano! ¡hermano!--exclama con loca angustia.

No piensa ya en nada, no siente nada. Sólo una idea: «¡Salva a tu
hermano!» le zumba en la cabeza.

Con ademán violento suelta su capa; da un salto, y se oye el golpe sordo
de una caída contra la roca viva.

Gertrudis, medio desvanecida, se agarra a la cadena; en el agua
transparente ve pasar un bulto obscuro que desaparece en el torbellino
de espuma. Un segundo después pasa otro bulto... Pasan como dos sombras
delante de ella.

Alza los ojos. Allá arriba todo está tranquilo... todo está vacío... La
tempestad aúlla... las aguas mugen... La joven cae en la orilla, sin
conocimiento.

Al día siguiente, por la mañana, retiraron del río los cadáveres de los
dos hermanos. Se balanceaban uno al lado del otro en las olas, y los
enterraron juntos...




XXVIII


Gertrudis estaba como paralizada por el dolor.

Atontada, sin lágrimas, con los ojos inmóviles, alejaba a todos sus
parientes, incluso a su padre, y sólo permitía que estuviese a su lado
Franz Maas. Este le demostró una amistad leal, alejando a los extraños
de la casa, y encargándose de arreglar el asunto con las autoridades.
Poco faltó para que, a causa de las insinuaciones ambiguas de David, se
entablase un juicio contra ella.

Pero, aunque las declaraciones del viejo criado eran demasiado
incompletas y confusas para que pudieran servir de base a una acusación,
bastaron para herir a Gertrudis presentándola a los ojos del mundo como
una criminal.

Cuanto más prescindía ella de toda sociedad, cuanto más decididamente
cerraba la puerta del molino a los extraños, más extravagantes eran los
rumores que corrían sobre ella. Llamáronla desde entonces «la bruja del
molino;» y las historias que de ella se referían pasaron de una
generación a otra.

El molino era conocido en el pueblo con el nombre de «el molino
silencioso.» Los muros se descascararon, las ruedas se pudrieron, las
limpias aguas fueron invadidas por las hierbas; y cuando el Estado hizo
un canal que desvió la corriente principal arriba de Marienfeld, el
arroyuelo se convirtió en un foso fangoso.

¿Y Gertrudis? Se aisló completamente; muy pronto ni siquiera quiso
tolerar junto a ella a su amigo, y le cerró la puerta. Se consideraba
criminal. Sus angustias la llevaron a un confesor, la arrojaron en los
brazos de la iglesia católica. Desde entonces se la ve prosternada
delante de un crucifijo, arrodillada a la puerta de las iglesias,
desgranando su rosario, con la frente sobre las piedras...

Expía el gran crimen que se llama juventud.


FIN




LAS BODAS DE YOLANDA




I


Estar de pie ahí, ante la tumba abierta todavía de un viejo camarada, es
horrible, señores, les aseguro... simplemente horrible. Los pies se
hunden en la tierra recién removida, uno se retuerce el bigote con
expresión idiota y al mismo tiempo, querría aullar de pena.

Todo, pues, había concluido... nada había que hacer ya... Su muerte nos
arrebata un verdadero genio en el arte de inventar grogs, ponches y
cherry gobblers, fríos o calientes. Cuando uno se paseaba con él por el
campo, les aseguro, señores, con sólo ver su manera de sorber el aire,
se podía estar seguro de que acababa de tener una inspiración. Al sentir
el aroma de una maleza cualquiera, había adivinado en qué clase de vino
habría que ponerla en infusión para conseguir una bebida excelente,
extra fina...

¡Y qué entretenido era! Nos veíamos todas las noches, desde hacía años,
fuera que él viniera a mi casa en Ilgenstein, o que yo me trasladase a
caballo a Döbeln; y nunca me había parecido largo el tiempo que con él
pasaba.

Tenía una manía, sin embargo, una idea fija: el casamiento... Para mí,
se entiende; porque él...

--¡Gran Dios!--decía;--no espero sino que esta bendita agua se me meta
en el corazón, y entonces... reviento.

Y eso había sucedido precisamente... el hombre había reventado... Ahí
estaba, tendido a mis pies, en el gran cajón blasonado; me parecía que
tenía que golpear la tapa y llamarlo: «¡He, Pütz! basta de farsas! ¡sal
de ahí, que tenemos que hacer nuestro piqué!»

No se rían señores... el hábito es la más exigente de las pasiones, y
ustedes no saben a cuántos hace morir todos los años la pérdida de sus
costumbres: «no hay poema, no hay canción que las celebre», diré, como
mi amigo Uhland.

Hacía un tiempo como para no sacar afuera las narices: lluvia, granizo y
viento, todo a la vez. Varios se habían echado encima el impermeable, y
el agua formaba arroyuelos sobre la prenda; lo hacía también a lo largo
de sus mejillas, de sus barbas... bien puede haber sido que se
mezclaran a ella lágrimas, por que el buen Pütz no dejaba enemigos.

Para llevar el luto, lo que se llama propiamente llevar el luto, no
había más que su hijo Lotario. Este servía en los dragones de la
guardia, en Berlín, y no había podido llegar sino el día del
fallecimiento. Se había mostrado buen hijo: había besado las manos de su
padre, había llorado mucho, después me había dado las gracias y luego se
había puesto a dictar órdenes a troche y moche, porque, como ustedes
comprenden, un tenientillo así, cuando de repente... En fin, basta; yo
estaba allí y me había portado también lo mejor que había podido.

Y mientras miraba al guapo mozo de reojo, y lo veía hacerse el valiente
y contener las lágrimas, me vinieron a la mente las palabras de mi
amigo... Era la víspera de su muerte: «Hanckel--me dijo,--ten lástima de
mí cuando esté en la tumba... no abandones a mi hijo.»

Pienso en estas palabras, y, cuando me llega el turno de echar las tres
paladas de tierra en la fosa, dejo caer también en ella un juramento
silencioso: «No amigo, no abandonaré nunca a tu hijo... Amén.»

Todo tiene fin. Los sepultureros habían formado con el barro una especie
de montículo sobre el cual habían arreglado, medio bien, medio mal, las
coronas; no había mujer alguna en el entierro que se encargara de eso.
Los vecinos se habían retirado; no quedábamos ya sino el pastor, Lotario
y yo.

El joven parecía petrificado; miraba la tumba como si hubiera querido
volver a abrirla con los ojos, y el viento le subía el cuello de la capa
militar por arriba de las orejas.

El pastor le palmeó suavemente el hombro:

--Señor barón, ¿quiere permitirle a un viejo que le dirija algunas
palabras?

Pero yo lo llevé a un lado y le dije:

--Vuelva a su casa, mi querido pastor, y haga que su mujer le dé un buen
grog. Su túnica me parece un poco liviana.

--Hum...--contestó con expresión maliciosa;--nadie lo diría, pero tengo
debajo una levita.

--No importa--repliqué;--será mejor que se vuelva. Del joven me encargo
yo; sé mejor que usted dónde tiene la herida.

Y nos dejó solos.

--Vamos, muchacho--dije a Lotario;--tú no puedes devolverle la vida.
Vamos a tu casa, y, si quieres, pasaré la noche a tu lado.

--No vale la pena, mi tío--respondió.

Me llamaba tío desde que habíamos convenido en ello una vez, bromeando.
Y su semblante duro y cerrado parecía preguntar: «¿Por qué me incomodas
en mi dolor?»

--Tal vez tengamos que hablar de intereses--insistí.

El no dijo una palabra.

Todos ustedes saben, señores, lo que es una casa mortuoria cuando se
vuelve así del cementerio... el olor a féretro, un olor a madera fresca,
y las ramas de abeto... y las hojas caídas de las coronas... y las
flores pisoteadas... Atroz, simplemente atroz. Mi hermana--ella era la
que me cuidaba la casa entonces, ha muerto también hace mucho tiempo, la
buena vieja...--se había esforzado por poner un poco en orden la casa de
Pütz; había hecho sacar los paños negros, el catafalco... pero, en tan
poco tiempo, no se había podido hacer gran cosa, fuera de eso. La dejé
irse. Después fui a buscar al sótano de Pütz una botella de su mejor
Oporto, y me instalé frente al joven que, sentado en el sofá, hacía
bailar la punta de su sable sobre la bota.

He dicho ya que era un soberbio buen mozo. Grande, vigoroso, un
verdadero dragón... un mostacho enmarañado, cejas negras, gruesas; y
debajo, ojos como dos carbunclos. La frente un poco hosca, porque los
cabellos estaban plantados demasiado abajo, pero esto sienta bien a los
jóvenes; y la cabeza era hermosa. En fin, en toda su persona, esa
elegancia, ese chic de los dragones de la guardia que todos hemos
ambicionado, pero que no se encuentra en ninguna otra arma... el diablo
sabe por qué.

Brindé con él, a la memoria del viejo, por supuesto, y le pregunté:

--¿Y qué piensas hacer?

--¿Qué sé yo?--masculla, lanzándome una mirada de animal acosado.

Sí, sí, la cuestión era esa... La fortuna del viejo nunca había sido
brillante... y sin hablar de su pasión por todo lo que se bebe... y
luego, ustedes saben, donde hay un pantano, las ranas afluyen a él
siempre; y, sobre todo, el hijo que vivía desde hacía años como si los
margales de Döbeln hubieran sido minas de plata...

--¿Y sube a mucho la cosa, muchacho?... Todavía no, tal vez
¿eh?--pregunté.

--Una suma respetable, mi tío--responde.

--Eso cae mal--dije;--toda la posesión está gravada con hipotecas, hay
reparaciones urgentes que hacer, y tú lo sabes, la agricultura no rinde
nada.

--¿Entonces, mi dimisión?--pregunta mirándome fijamente como el acusado
que espera el fallo del consejo de guerra.

--A menos que tú tengas _in petto_ alguna rica heredera que te saque del
atolladero....

Meneó violentamente la cabeza.

--Entonces, sí; tu dimisión.

--¿Y si dividiera la propiedad, o lo que queda de ella?... ¿qué te
parece?

--No te da vergüenza muchacho?--dije.--No se vende la camisa que se
tiene en el cuerpo, ni se hace fuego con la madera de la cama.

--Hablas de la cosa muy cómodamente, mí tío... ¿No estoy entre las manos
de los usureros?

Yo pregunto:

--¿Cuánto es?

El me dice una suma... No la repetiré, porque soy yo el que la ha
pagado.

Le planteé entonces mis condiciones. Primo: dimisión inmediata. Secundo:
obligación de dirigir personalmente los cultivos. Tercio: renuncia al
pleito.

Este pleito, entablado contra Krakow de Krakowitz, había sido durante
años el deporte favorito de mi viejo amigo. Se trataba de una herencia
y, como sucede siempre en tales casos, los gastos del juicio se habían
tragado ya tres veces lo que valía el guiñapo. Como Krakow era de mal
dormir, la querella se había enconado y había degenerado en odio
personal; por lo menos, de parte de Krakow, porque Pütz, con su flema
bondadosa, se obstinaba en ver sólo el lado humorístico de la cuestión.

El otro, por el contrario, había jurado ante testigos que no se daría
por satisfecho sino cuando hubiera echado a Pütz y a los suyos de
Döbeln, corridos por los perros.

Sí; esas eran mis condiciones, y Lotario las aceptó. De buen grado o no,
no lo sé; no traté de aclarar ese punto.

Resolví dar yo mismo los primeros pasos junto a Krakow para llegar a un
arreglo, bien que no estuviese yo para él en olor de santidad. Por el
contrario, yo podía pensar fundadamente que sus amenazas se dirigían a
mí también, pues los dos habíamos tenido ya nuestros dimes y diretes en
el concejo municipal.

Pero... vamos a ver, mírenme un poco; sin alabarme, tengo talla como
para derribar a un dogo de un puñetazo, no como para emprender la fuga
ante miserables gozquecillos.

¡Ah, pero!...




II


Señores, esperé tres días para dejar que la cosa madurara un poco;
después, mi carruaje de caza fuera de la cochera, mis dos trotones con
las pecheras, y en camino a Krakowitz.

Linda propiedad, no hay que decir. Un poco despechugada, pero
soberbia... Demasiadas tierras negras de barbecho... pero quizás para la
colza del invierno... ¿El trigo?... así, así... ¿El ganado?...
magnífico.

Entro en el patio de la posesión... ¿Saben ustedes, señores?... Para mí,
el patio de una granja es como el corazón humano. Por poco que sepa leer
en él, ya no habrá medio de hacer tomar a ustedes una X por una V. Hay
corazones que están abandonados, pero se adivinan lingotes de oro debajo
del barro; otros son brillantes... corazones bien nutridos, por decirlo
así, de arsénico... Relucen, centellean de lejos como de cerca; al
verlos, no se puede menos de exclamar: «¡Rayos y truenos!...» y no son
más que oropel. Los hay que se espantan, los hay que se encogen, hágase
lo que se haga... En fin, adelante. Un poco de todo eso era el patio de
Krakowitz. Graneros espléndidos... carretones mal cuidados... magníficos
montones de estiércol, y caballerizas en desorden. Se comprendía que el
capricho reinaba allí soberano, con un asomo de avaricia quizá... ¿o de
escasez? ¡Es tan difícil poder determinar eso en el primer momento!

La casa de los señores: dos pisos, un techo de tejas rojas con canaletas
amarillas, yedra alrededor; buen aspecto, en resumen. Y un no sé qué
de... en fin, ustedes comprenden...

--¿El señor barón está en casa?

--Sí; ¿a quién tengo que anunciar?

--A Hanckel, al barón Hanckel de Ilgenstein.

--Tómese la molestia de entrar.

Entré, pues... Todo viejo, en todas partes; viejos muebles, viejos
cuadros... el conjunto un poco apolillado, pero cómodo.

Oigo que echan votos detrás de la puerta:

--¿Ese maricón? ¡Pues es descaro!...

¡Era el alma maldita de Pütz, el muy canalla!

«Lindo recibimiento», pensé.

Voces de mujeres se interpusieron:

--Pero, papá...--maúlla una.

--Pero, hombre...--chilla otra.

¡Oh, la, la!...

Ahí entra, Señores. Si yo no lo hubiera oído en ese mismo instante, con
mis propias orejas... Me tiende las manos; su cara de viejo pícaro
resplandece, sus ojos de garduña pestañean de placer.

--¡Vecino!... ¡amigo!... ¡qué felicidad!

--Vea, Krakow. Ande con tiento, porque lo he oído todo.

--¿Qué ha oído, querido amigo? ¿qué es eso?

--Los títulos que me ha acordado usted: maricón, y Dios sabe qué más.

Y él, sin alterarse en lo más mínimo:

--Siempre lo he dicho, todos los días se lo estoy diciendo a mi mujer:
las puertas no sirven para nada. Pero no hay que tomarlo a mal, mi viejo
amigo. ¿Comprende?... siempre me ha fastidiado que usted se hubiera
puesto de parte de Pütz. Y en este momento las señoras están preparando
un ponche... con esto le digo todo. ¿Por qué no venía usted nunca a mi
casa?... ¡Yolanda!... Es mi hija... ¡Yolanda!... Es la alegría de mi
alma... No me oye. Bien decía yo a usted... las puertas no sirven para
nada. Pero ellas están espiando por el ojo de la llave... ¡Largo de
ahí, escuerzos!... ¿Siente usted como escapan? ¡Je, je!... ¡estas
mujeres!...

¿Cómo enojarse, señores? No fui capaz de eso. ¿Tengo el cuero demasiado
grueso? En fin, no pude hacerlo.

¿Qué figura tenía el hombre?... No me pasaba una línea de la cintura.
Redondo, gordo, con las piernas como una O; y, sobre esa panza, una
verdadera cabeza de apóstol... Pedro, Andrés o cualquiera de ellos. Una
linda barba redondeada, con dos mechas blancas que bajaban de la
extremidad de los labios; una piel de pergamino amarillento, toda
arrugada alrededor de los ojos, la cabeza calva, pero con dos tupés
grises desgreñados, arriba de las orejas.

Y el buen hombre da vueltas en derredor mío, como picado por la
tarántula.

No crean, señores, sin embargo, que me dejé impresionar por sus visajes.
Lo conocí hacía ya mucho tiempo para saber lo que el hombre podía tener
en el vientre... Pero--trátenme de sinvergüenza, si quieren,--el hombre
me gustaba. Y el ambiente también me gustaba.

Había allí cierto rinconcito junto a la ventana... maderajes
esculpidos... A fuera, la yedra trepaba... y el sol brillaba a través
del follaje verde... Muy atrayente... Sobre la mesa, un ovillo de lana
en una concha de marfil; a un lado, un diario ilustrado y un pedazo de
torta cercenada... Muy atrayente, les digo... Nos sentamos, pues, y una
criada trajo cigarros.

No valían nada, pero el humo bailaba tan alegremente a los rayos del sol
que me olvidé de tirarlo cuando la punta empezó a quemar.

Quiero empezar a hablar de intereses, pero él me pone la mano en el
hombro y dice:

--Amigo, generoso amigo, después del café...

--Permítame, Krakow...

--Amigo, generoso amigo, después del café.

Me informé entonces cortésmente de sus propiedades, y lo dejé entregarse
a desatinadas jactancias a propósito de sus innovaciones, que no valían
un clavo, según lo sabía yo de mucho tiempo atrás.

La baronesa hizo su entrada. Un viejo objeto de arte... fino,
distinguido. Grandes ojos azules alargados, cabellos de plata cubiertos
por una pequeña toca de encaje negro, una sonrisa dolorida, manos muy
delgadas; el conjunto un poco delicado para la mujer de un hidalgo rural
y, sobre todo, de un patán como ése.

Me da cortésmente los buenos días, mientras el viejo grita a voz en
cuello:

--¡Yolanda!... ¡Eh! ¿dónde te has metido? Hay un soltero aquí... un
pretendiente... un pretendiente...

--¡Krakow!--le digo, todo turbado;--¡no se burle así de un viejo gruñón
como yo!

Y la baronesa salva la situación, diciendo con expresión graciosa:

--No tema nada, barón; nosotras, las madres, hace diez años que lo hemos
abandonado a usted como incurable.

--¡Pero bien podría dejarse ver, a pesar de todo!--aúlla el viejo.

Al fin, llega ella...

¡Caramba, señores! ¡atención! Me quedé con la boca abierta... ¡De la
raza, señores, de la raza!... Un cuerpo de joven reina... largos
cabellos que desarrollan sus anillos sobre los hombros, cabellos de
color moreno dorado, como una melena... un cuello blanco, carnudo,
voluptuoso... la garganta no muy alta, y un poco ostentosa... eso que
llamamos, en términos ecuestres, un pecho de león... Parece que respira
con todo el cuerpo, tan poderosamente pasa el aire por ese organismo
joven y vigoroso... hombros y brazos elegantes... las caderas poco
desarrolladas todavía, pero bien formadas para la dilatación normal.

Señores, no soy nada entendido en mujeres, pero no en vano soy criador;
sé muy bien cuánto cuesta conseguir un ejemplar acabado de cualquier
especie que sea; cuando uno se encuentra frente a un ser tan perfecto,
no hay más que hacer que juntar las manos y rezar: «¡Dios mío! yo te
agradezco que hayas puesto en el mundo seres semejantes; mientras
existan cuerpos así aquí abajo, no debemos desesperar de las almas...»

Lo que no me llenó en el primer momento fueron los ojos. Eran demasiado
soñadores, de color azul demasiado pálido para esa criatura exuberante
de vida. Parecían ahogarse en éxtasis; sin embargo, los párpados, medio
bajos, dejaban escapar una mirada inquieta, recelosa, como la que tienen
los perros malos a quienes se castiga con frecuencia.

El viejo la toma por los hombros y se da sus aires de grande.

--¡Esta es _mi_ obra! ¡Soy _yo_ el que ha hecho esto! ¡_Yo_ soy su
padre!...--etcétera.

--Ella se desprende y se pone de color de púrpura. Tiene vergüenza.

Entonces las señoras preparan la mesa para el café. Barquillos
cuscurrosos, confituras rusas, mantelería adamascada, cucharas y
cuchillos de mango de cuerno... y, por arriba de todo eso, un fino vapor
azulado que se escapa del aparato del café y que da al conjunto cierto
tono más íntimo.

Nos sentamos y bebimos. El viejo se holgaba extraordinariamente; la
baronesa se sonreía con expresión resignada, y Yolanda me hacía ojitos.

Sí, señores; me hacía ojitos.

Ustedes están todavía en la edad en que una cosa así les pasa a menudo;
pero, cuando hayan cumplido los cuarenta y tengan plena conciencia de su
vientre gordo y de su calvicie, verán ustedes qué agradecimiento sienten
para con la camarera o la primer criada que se les presente y que se
tome el trabajo de dirigirles miraditas... ¡Y piensan, pues, lo que será
cuando se trata de una maravilla semejante, de una criatura de lo más
elegido y de lo más gracioso!...

Pensé al principio que me equivocaba... después procuré disimular mis
manos coloradas, luego tuve un acceso de tos... Me traté de animal, de
fatuo, pensé en marcharme, y, por último, me puse a contemplar
fijamente, todo aturullado, el fondo de mi taza... ¡como una jovencita!

Pero, cuando levantaba la cabeza, y fuerza era hacer eso de tiempo en
tiempo, encontraba siempre la mirada de esos grandes ojos azules
soñadores, que parecían decirme: «¿No has comprendido, pues, todavía,
que yo soy una princesa encantada y que tú debes libertarme?»

--¿Sabe usted por qué le he dado ese nombre estrambótico?--me preguntó
el viejo haciendo una mueca del lado de ella, con expresión maliciosa.

Entonces ella echó desdeñosamente la cabeza para atrás, y se levantó.
Debía conocer la broma.

--Vea cómo sucedió la cosa. Tenía ocho días la chicuela... estaba
acostada en su cama... sacudiendo sus piernitas... unas piernitas
rollizas, verdaderos salchichones... y un traserito... ¡no le digo
nada!...

¡Rayos y truenos! ¡Yo no me animé ya a levantar los ojos, tan
abochornado estaba! La baronesa fingía no oír nada y Yolanda había
salido de la pieza.

En cuanto al viejo, éste reventaba de risa.

--¡Ja, ja!... Sí, todo rosado... y los pañales habían dejado en él
marcas... un verdadero mapa geográfico... y qué delicado y bien
formado!... ¡un pétalo de rosa! Al ver eso me dije, en mi orgullo de
padre joven: «Esta será hermosa y coqueta, y meneará las piernas toda la
vida. Es preciso que tenga un nombre poético; eso le dará más valor a
los ojos de los pretendientes.» Busco en mi biblioteca. Tecla, Hero,
Irsa, Angélica... no, demasiado empalagoso: con cualquiera de esos
nombres, ella no pescaría para marido sino un empleadito sin fortuna...
o bien, Rosaura, Carmen, Beatriz, Wanda... tampoco, demasiado ardiente:
ella huiría con el primer regidor que se presentara, porque si sigue
siempre la suerte del nombre que se lleva... En fin, encontré Yolanda.
Este, sí; está hecho para los enamorados, se deshace en la lengua, sin
inspirar, sin embargo, malos pensamientos; excita y calma al mismo
tiempo; y atrae y da intenciones serias. Eso era lo que yo había
calculado, y era muy justo... Pero, ahora... ¡ella es capaz de quedarse
para vestir imágenes con todas sus cortedades y melindres!

Yolanda volvió entonces, con los ojos bajos, con la expresión de una
inocente injustamente acusada.

La pobrecita criatura me dio lástima; para cambiar violentamente de
conversación, abordé el capítulo de los intereses.

Las señoras despejaron la mesa en silencio, el viejo emborró su pipa,
negra como un carbón, y pareció dispuesto a escucharme pacientemente.
Pero, apenas hube pronunciado el nombre de Pütz, saltó de su silla y
tiró la pipa contra la estufa, donde se rompió mientras el tabaco se
esparcía en chispas. ¡Y si le hubieran visto ustedes la cara! Les habría
dado miedo. Morada, hinchada, como si le fuera a dar un ataque.

--¡Señor!--gritó.--¿Ha aceptado usted mi hospitalidad para venir a
envenenarme la casa?... ¿No sabe usted que ese nombre maldito no debe
pronunciarse aquí? ¿No sabe usted que yo maldigo a ese bribón hasta en
su tumba? ¿que maldigo a su progenitura, que maldigo a todos los que...?

No pudo continuar; se ahogaba, y le acometió un violento acceso de tos.
Tuvo que sentarse otra vez en el sillón, y la baronesa le hizo beber
agua azucarada.

Tomé silenciosamente mi sombrero. Entonces mi mirada cayó sobre Yolanda.
Blanca como la tiza, con las manos juntas, estaba allí, de pie,
abochornada y desesperada; parecía pedirme perdón, y, al mismo tiempo,
implorar mi apoyo. Resolví, pues, decir por lo menos una palabra de
despedida, y esperé con toda calma a que el viejo, que gemía y jadeaba
todavía, estuviese lo bastante tranquilo para comprenderme. Entonces,
dije:

--Debe usted encontrar natural, señor de Krakow... que con su salida
contra mi amigo y contra su hijo, a quien quiero como si fuera mío,
nuestras relaciones...

Krakow golpeó con los pies y con las manos para impedirme continuar; y,
después de unos cuantos gruñidos sofocados, acabó por recobrar la
palabra:

--Esta asma, esta asma infernal... una verdadera cuerda alrededor del
cuello... ¡crac!... cerrado el gaznate... ¿Quieres hablar, querido?
¡Buenas noches! ¿Quieres respirar, querido? ¡Chito!... Pero ¿qué es lo
que está diciendo usted ahí de _nuestras_ relaciones? _Nuestras_
relaciones, esto es, las relaciones entre _usted_ y _yo_, no se han
enturbiado nunca, amigo de corazón; son las mejores relaciones del
mundo, amigo de mi alma. Y si yo he insultado al otro, al pleitista,
al... al... noble, al honorable... ¡pues bien! me retracto, me declaro
un cobarde, pero que nadie me hable de él. Yo no quiero acordarme de que
su nombre puede existir, porque para mí ha muerto ¿entiende usted?... ha
muerto... muerto...

E hizo con el dedo una cruz en el aire, mirándome con expresión de
triunfo, como si con eso hubiera dado el golpe de gracia a mi pobre
Pütz.

--Eso no impide, señor de Krakow--dije,--que...

--¡Cómo! ¿qué es lo que no impide?... ¡Usted es mi amigo, usted es el
amigo de mi familia! ¡Vea a las señoras, están locas por usted!... ¡Eh!
no tengas reparo, Yolanda... hazle ojitos, hija mía... ¿crees que no te
estoy viendo, mocosa?

Ella no se sonrojó, no se turbó siquiera. Lo único que hizo fue levantar
un poco sus manos juntas en dirección a mí.

Eso era tan conmovedor, tan lleno de abandono, que me sentí
completamente desarmado. Volví a sentarme, pues, por un momento... hablé
de cosas indiferentes... y me despedí, en cuanto pude hacerlo sin
demostrar enojo.

Acompáñalo--dijo el viejo a Yolanda,--y sé amable con él; es el hombre
más rico de estas tierras.

Esta vez todos soltamos la carcajada; pero, mientras atravesaba a mi
lado el vestíbulo obscuro, Yolanda me dijo en voz baja, y en tono triste
e inquieto:

--Usted no vendrá más, estoy segura.

--Así es, señorita--respondí francamente.

E iba a hacerle ver mis razones, cuando ella me tomó la mano, la oprimió
entre las suyas, tan blancas, tan diminutas, murmurando con lágrimas en
los ojos:

--¡Ah! ¡vuelva, se lo ruego!... ¡vuelva!

Sí, sí; ahí tienen ustedes lo que son las cosas... Esas pocas palabras
me trastornaron la cabeza, como buen viejo idiota que era.

Hice todo el camino mascando cigarros, que, en mi turbación, me olvidaba
siempre de encender... En cuanto llegué a casa, corrí al espejo.
Enciendo todas las bujías, echo el cerrojo, cierro los postigos, me
examino por delante, por detrás, y de perfil también, por medio de un
espejo de mano.

El resultado fue aplastador... Una cabeza grandota, calva... una nuca
enorme... bolsas debajo los ojos... papada... y, encima de todo eso, un
color cobrizo como el de un caldero expuesto por mucho tiempo a la
acción del fuego. Pero, peor todavía: al contemplarme así, de arriba a
abajo, con mis seis pies de estatura, comprendo de repente por qué me
han llamado siempre: «El bueno de Hanckel». Ya en el regimiento decían:
«¿Hanckel?... no es un águila, no; pero ¡qué buen muchacho!»

Y cuando le ponen a uno esa marca, la vida no es ya más que una larga
serie de ocasiones de que uno haga honor a su título. Lo miman a uno, se
burlan de uno, lo amuelan todo el santo día. Intenta uno una tímida
resistencia, y le observan: «¿Cómo? ¿Y usted es el que pretende ser un
buen muchacho?...» Es inútil que uno proteste: «¡Pero si yo no soy un
buen muchacho!»... Tiene que serlo a la fuerza, porque así lo han medido
y lo han marcado... ¡Y un hombre de ese temple es el que quiere meterse
ahora en historias de mujeres! ¡Las mujeres, que siempre están pensando
en alguna cosa diabólica, y que, para que puedan querer bien, tienen que
ser tratadas como animales, engañadas, abandonadas por el que ellas
adoran!...

«No hagas estupideces, Hanckel» me dije, «deja tu espejo, apaga tus
luces, manda a paseo tus ideas insensatas, y métete en cama.»

Yo tenía una cama, señores, y la tengo todavía, una cama de abeto
completamente ordinaria, estrecha como un ataúd, de correas, sin colchón
de lana ni de plumas; una piel de ciervo por toda cobija, y un jergón al
que se le renueva la paja dos veces al año, y que constituye el único
lujo. Siempre le están hablando a uno, señores, del lecho de campaña de
los hombres célebres... esos que están expuestos en los palacios y
museos patrióticos; y, cuando los visitantes pasan por delante de ellos,
no dejan nunca de exclamar, alzando los brazos al cielo: «¡Qué fuerza de
voluntad! ¡qué sencillez espartana!...» ¡Farsa, señores, pura farsa! De
ninguna manera se duerme mejor que sobre una tabla; naturalmente, con
tal que se tenga una jornada de trabajo _detrás de uno_, una buena
conciencia _dentro de uno_, y ninguna mujer _al lado de uno_... tres
cosas más o menos sinónimas.

Se echa uno, se estira, dándose benéficos calambres, hasta que los dedos
de los pies tocan el respaldo de la cama; trae uno las cobijas hasta la
boca, hace su hoyo en la almohada, toma después un buen libro que lo
está esperando sobre la mesa de noche, y gime uno de satisfacción...

Eso mismo fue lo que hice yo aquella noche, así que hubo vencido la
tentación; y, mientras me iba quedando dormido, pensaba para mis
adentros:

No, no; ninguna mujer te hará ser infiel a tu catre duro y estrecho de
soltero... Aun cuando se llame Yolanda, y aun cuando sea de la sangre
más noble y pura que haya puesto Dios sobre la tierra... Sí; esa menos
que cualquier otra... Porque... ¡quién sabe!...»




III


Al día siguiente, presento mi informe al joven, sin decir una sola
palabra, naturalmente, sobre mis tonterías de la víspera. El me clava
sus ojos negros, ardientes:

--No hablemos más de la cosa--dice.--Me lo esperaba.

Ocho días después vuelve a tratar del asunto, como quien no quiere la
cosa:

--Sin embargo, deberías ir otra vez a Krakowitz, tío.

--¿Estás loco, muchacho?--exclamo.

Pero, al mismo tiempo, me siento tan feliz como si la suave mano de una
mujer me acariciara la nuca.

--No tienes necesidad de hablar de mí--agrega, mirándose las puntas de
las botas;--pero si tú fueras allá a menudo, quizá las cosas se
arreglarían por sí solas.

Es tan fácil, señores, hacer cambiar mis resoluciones más sagradas como
hacer balancear una espiga... Volví, pues, a Krakowitz... Y, volví otra
vez, y otra vez...

Aguanté las burlas del viejo, bebí el café que su mujer me hacía, y
escuché con beatitud las lindas arias que Yolanda me cantaba; aunque la
música... en general... Cuanto más iba a Krakowitz, tanto más incómodo
me sentía; pero era como si me arrastraran allá mil brazos, y no podía
resistirme de ningún modo.

Ella seguía, como siempre, echándome miradas de reojo; pero ¿que
significaban esas miradas? ¿eran un reproche, un llamamiento, o
simplemente el placer de verse admirada? No podía adivinarlo.

En fin, a mi tercera o cuarta, he aquí lo que sucedió. Serían las doce
del día apenas, y hacía un calor atroz; y yo, aburrido e impaciente,
parto para Krakowitz.

--El señor y la señora están durmiendo la siesta--me dice el
criado;--pero la señorita está en el terrado.

Tuve un presentimiento que me hizo palpitar el corazón; quise volverme
inmediatamente; pero, de pronto, la veo delante de mí, blanca y altiva,
con su traje de muselina; parece esculpida en mármol; mi vieja locura
recrudece con más fuerza que nunca.

--¡Cuánto le agradezco que haya venido, barón!--me dijo.--Me aburría
mortalmente. ¿Vamos al jardín?... ¿quiere? Hay allí un cenador muy
fresco, en el que podremos conversar tranquilamente.

Pasa entonces su brazo por debajo del mío, y yo siento un
estremecimiento. Les aseguro, señores, que en aquellos momentos me
habría sido más fácil asaltar una fortaleza que bajar del terrado.

Ella no dice nada, y yo tampoco. El silencio se hace abrumador. Cruje el
casquijo, zumban los insectos en las espíreas; pero, por lo demás,
ningún ruido.

Ella se ha colgado confiadamente de mi brazo, y me obliga a detenerme a
cada momento, cuando se inclina para arrancar una hierba o coger una
brizna de reseda, con la que se acaricia la punta de la nariz, para
tirarla en seguida.

--Querría poder amar las flores--dice.--¡Hay tantos que las aman... o
que dicen que las aman!... Tratándose de amor, una no sabe nunca la
verdad.

--¿Por qué?--le pregunté.--¿No puede suceder que dos seres se quieran
bien y se lo digan, sin frases rebuscadas ni segunda intención?

--_¡Se quieran bien! ¡se quieran bien!_--repite ella con expresión de
mofa.--¿Usted es de hielo, entonces, desde que para usted todo el amor
consiste en _quererse bien_?

--Sea yo o no de hielo, el resultado es el mismo, desgraciadamente.

--Sí; usted tiene un corazón de oro--dice ella, mirándome de reojo con
un poco de coquetería;--todo lo que usted piensa le sale de los labios
francamente.

--También sé callarme.

--¡Oh, bien lo veo!--se apresura a decirme.--A usted yo podría confiarle
todo, todo.

Y me parece que me aprieta ligeramente el brazo.

«¿Qué querrá de ti?» me digo, y el corazón parece querer salírseme por
la garganta.

Llegamos delante del cenador, un cenador de aristoloquias... ustedes
saben, esas hojas anchas de forma de corazón que interceptan todo rayo
de luz. En un cenador de ese género siempre es de noche, cómo ustedes
saben... Y entonces, ella me suelta el brazo, se agacha hasta tocar el
suelo, y, arrastrándose, se introduce por un boquete en el tallar, cuyas
ramas entrelazadas cierran toda otra entrada.

Y yo, el barón de Hanckel de Ilgenstein, modelo de dignidad y de
circunspección, me deslizo a cuatro pies detrás de ella, por esa
abertura poco más grande que la boca de un horno.

Sí, señores; ahí tienen ustedes lo que le hacen hacer a uno las mujeres.

Y, dentro del cenador, en la penumbra fresca, ella se tiende a medias
sobre el banco carcomido... Se seca con el pañuelo la frente, el cuello,
hasta el escote de la bata...

¡Qué hermosa es así! ¡qué hermosa!

Y mientras yo me dejo estar de pie, resollando como una foca, porque a
los cuarenta y siete años, señores, uno no se pasea ya impunemente a
cuatro patas, ella suelta una carcajada breve, dura, forzada.

--¡Ríase usted de mí!--le digo.

--¡Si supiera usted cuán pocas ganas tengo de reírme!--me dice, haciendo
una mueca de dolor.

Y se restablece el silencio. Ella mira al suelo, frunciendo las cejas, y
su garganta se hincha y se deshincha acompasadamente.

--¿En qué está pensando?--le pregunto.

Ella se encoge de hombros.

--¿Pensar? ¿para qué pensar?--responde.--Estoy cansada, querría dormir.

--Y bien, duerma.

--Pero usted también.

--Bueno; yo también.

Y, me tiendo a medias, como ella, sobre el banco de enfrente.

--Pero cierre los ojos--me dice.

Y, sumiso, cierro los ojos... Veo soles, ruedas verdes y haces de fuego,
sin parar un momento... eso tiene por causa la agitación de la sangre,
señores... Y, de tiempo en tiempo, una idea, como un relámpago, cruza
por mi mente: «Hanckel, te estás poniendo en ridículo».

Todo está tan callado, que oigo a los escarabajos que trepan a lo largo
de las hojas... Hasta la respiración de ella ha cesado.

«Tengo que ver, sin embargo, lo que hace», me digo, con el deseo secreto
de admirarla a mi gusto durante su sueño. Pero, cuando, a hurtadillas,
me aventuro a levantar un poco, un poquitito, los párpados, veo... ¡ah
señores, siento frío en la espalda todavía!... veo sus ojos
completamente abiertos, fijos en mí, feroces, devoradores, me atreveré a
decir.

--Yolanda, hija mía--exclamo;--¿por qué me mira así? ¿qué le he hecho?

Ella se estremece, se pasa, como si hubiera estado soñando, la mano por
la frente y por las mejillas, y se esfuerza por reír, con la misma risa
breve, entrecortada, de un momento antes, y en seguida estalla en
sollozos y llora, llora a lágrima viva.

Me precipito hacia ella; querría acariciarle los cabellos, pero mi valor
no da para tanto. Le pregunto qué es lo que la apena, si no quiere tener
confianza en mí, y otras cosas por el estilo.

--¡Ah! ¡soy el ser más desamparado, más miserable del mundo!--exclama
con un gemido.

--¿Y por qué?

--Quiero hacer una cosa... una cosa terrible... y no tengo valor para
ello.

--¿De qué se trata?

--No puedo decirlo... no puedo decirlo...

Y no sale de eso, a pesar de todos mis esfuerzos para que se decida a
hablar. Pero, poco a poco, su fisonomía se transforma, adopta una
expresión resuelta, sombría, y sus labios acaban por murmurar
amargamente:

--Quiero salir de esta casa... Quiero fugarme...

--¡Gran Dios! ¿y con quién?--pregunto consternado.

Ella se encoge de hombros:

--¿Con quién? ¡Sí nadie en el mundo se interesa por mí!... ¡ni un
cuidador de vacas siquiera!... Pero tengo que irme a la fuerza. Aquí una
acaba por perder toda esperanza, por morirse... Y, como nadie viene,
huiré sola.

--Pero, mi querida señorita, comprendo que se aburra usted un poco en
Krakowitz; es muy aislado esto... y su señor padre tiene historias con
todo el género humano... Pero, en fin, si usted tiene ganas de casarse,
una mujer como usted no tiene más que hacer que levantar el dedo
meñique.

--¡Oh, cállese!--me responde;--esas son frases. ¿Quién me querría a mí?
¿Conoce usted a alguno que me quiera?

El corazón me late desesperadamente. Yo no quiero decirle... sería una
locura... y, sin embargo, me pongo a asegurarle que yo no hago frases,
que desearía probárselo, o cosa así... Porque, a hacerle una declaración
en regla, por el momento ¡gran Dios! no me atrevo. Ella cierra los ojos,
suspira profundamente, y, poniéndome la mano en el brazo, dice:

--Antes de que se vaya, tengo que hacerle saber una cosa, para que no se
deje engañar tan miserablemente. Mis padres no están durmiendo... En
cuanto oyeron su coche, se encerraron... es decir, él fue el que la
obligó a mamá... Esta entrevista nuestra en este sitio es una cosa
preparada. Yo tengo que transtornarle a usted la cabeza para que usted
se case conmigo. Desde el día que hizo usted su primera visita, los dos
no hacen más que atormentarme, él con sus reprensiones, ella con sus
ruegos. «Que yo no debo perder esta ocasión, porque un partido así no
volverá a presentarse nunca». Perdóneme señor, pero yo no quería; aun
cuando hubiera sentido simpatía por usted al principio, la insistencia
de ellos habría bastado para desanimarme. Pero, ahora, que he abierto a
usted mi corazón, ahora sí, quiero. Si yo le gusto, tómeme, soy suya.

Pónganse ustedes, señores, en mi lugar. Una joven hermosa, una Tusnelda,
una Venus, que en su orgullo y desesperación se echa en los brazos de un
hombre valiente, corpulento, que frisa ya en los cincuenta años... ¿No
hubiera sido una especie de sacrilegio apoderarse de esa felicidad y
arrebatarla apresuradamente, como un ladrón?

--Yolanda--le digo;--querida niña, ¿se da usted cuenta de lo que está
haciendo?

--Sí--me responde con una sonrisa que da lástima;--me rebajo ante Dios,
ante mis propios ojos, y ante los ojos de usted... me hago esclava suya,
cosa suya... y con esto, lo engaño, sin embargo...

--Quizá no pueda usted soportarme...

Entonces, ella me hace ojitos... me mira dulcemente con sus ojos
inocentes, con sus queridos ojos de color azul pálido, y murmura con voz
lánguida:

--Usted es el hombre mejor y más noble del mundo; yo podría amarlo,
adorarlo, pero...

--Pero, ¿qué?

--¡Ah! ¡qué feo, qué bajo es todo esto!... Dígame que no quiere saber
nada conmigo, que me desprecia. No merezco otra cosa.

Me parecía que el mundo entero daba vueltas a mi alrededor, y tuve que
hacer un llamamiento a todo lo que me quedaba de buen sentido para no
cogerla y estrecharla entre mis brazos. Gracias a ese poquito de buen
sentido que me quedaba, le dije:

--Yo no quiero, mi querida niña, aprovecharme de un momento de emoción.
Usted podría arrepentirse de ello después, y sería demasiado tarde.
Esperaré ocho días; entretanto, usted reflexiona. Si, para entonces,
usted no me escribe: «He cambiado de idea», queda convenido: vendré a
pedirla a sus padres. Pero pese bien el pro y el contra, antes de
decidirse; no se eche de cabeza en su desgracia.

Entonces, señores, ella se precipitó a tomarme la mano, esta manaza fea,
curtida, rugosa; y, antes que yo pudiera impedirlo, apoyó en ella sus
labios.

Sólo más tarde, mucho más tarde, he comprendido lo que significaba ese
beso.

Cuando hubimos salido del cenador, yo otra vez en cuatro pies detrás de
ella, oímos de lejos al viejo que gritaba:

--¿Es posible? ¿Hanckel, mi amigo Hanckel, está aquí? ¿Por qué no me han
despertado entonces, cretinos, idiotas, miserables? ¡Mi amigo Hanckel
aquí, y yo roncando! ¡runfla de canallas!...

Yolanda se puso colorada de vergüenza; y, para hacerle menos penoso ese
momento, le dije:

--Déjelo estar, que lo conozco bien.

Sí, sí, señores; yo conocía bien al viejo... pero a la hija, a ésa no la
conocía.




IV


Ahí tienen ustedes, pues, en lo que estábamos. Al volver a casa, iba
repitiéndome incesantemente por el camino: «Hanckel, esto sí que es
tener suerte! ¡A tu edad, un tesoro como ese!... ¡Grita, pues, salta
como un loco! ¡Es lo menos que puedes hacer después de un acontecimiento
semejante!...»

Y, sin embargo, yo no sentía la más mínima gana de saltar o de gritar.
Una vez en casa, arreglé mis cuentas de la semana y mandé que me
prepararan un grog. Esa fue toda la fiesta que hice.

Al día siguiente, llega Lotario Pütz, de uniforme.

--Siempre de servicio, muchacho?--le pregunto.

--Mi dimisión no ha sido aceptada todavía--responde mirándome con ojos
atravesados, como si yo fuera la causa de todas sus desgracias.--Por
otra parte, mi licencia está por terminar y tengo que volver a Berlín.

Le pregunto si no podría conseguir una prórroga, pero bien veo que no la
quiere: «Echa de menos el círculo...» Todos sabemos lo que es eso.

Y, además, tiene que vender sus muebles y que arreglarse con sus
acreedores.

--Vete, pues--le digo;--y Dios te acompañe, hijo mío.

Por un instante me pregunto si voy a confiarle mi nueva felicidad; pero
no me atrevo. Estoy seguro de que pondría una cara de imbécil al hacerle
esa confesión, y me callo... además, podría ser que Yolanda cambiara de
idea y, sondando el fondo de mi corazón, creo que anhelo eso tanto como
lo temo.

Experimentaba un sentimiento... ¡bah! ¿para qué querer poner en limpio
los sentimientos? Los hechos hablarán.

A la mañana del octavo día, el cartero me trajo un sobre, con los bordes
dorados... escrito por ella... Al principio me sobrecogió un gran miedo,
y los ojos se me llenaron de lágrimas.

Me dije: «Ya está, querido amigo, te han mandado el hoyo...»

Pero, en seguida, sentí una gran tranquilidad. Mientras abría el sobre
con unas tijeras, deseaba casi encontrarme con una repulsa brutal y
definitiva.

Y leí.

«Amigo mío: Mi resolución se ha afianzado, como usted deseaba. Espero
qué vendrá hoy a ver a mi padre.--_Yolanda_».

--¡Ah, qué felicidad!... No es fácil concebir la dicha de un momento
semejante.

Pero, después... ¡qué vergüenza, qué vergüenza! Sí, señores; me sentía
abochornado al pensar en las miradas socarronas y equívocas a que iba a
verme expuesto, y de buen grado me habría echado atrás.

Pero había llegado la hora. ¡Adelante, por la gloria!

Ante todo, traté de ponerme buen mozo. Al afeitarme me corté dos veces;
uno de los palafreneros tuvo que ir corriendo hasta la farmacia, a dos
millas de distancia, en busca de tafetán inglés color carne... yo no
tenía más que negro en casa...

Después me apreté la hebilla del chaleco hasta quedarme sin respiración,
y mi pobre hermana vieja estuvo a punto de perder la paciencia, a fuerza
de hacer y deshacer, y volver a hacer, el nudo de mi corbata, al que no
conseguía darle un aspecto bastante inspirado.

Y, entretanto, siempre este pensamiento lancinante: «Hanckel, te estás
poniendo en ridículo.»

Sin embargo, mi llegada a Krakow fue magistral. Una yunta de caballos de
pelo gris, nacidos en mis tierras, el landó nuevo, acolchonado con raso
granate... La entrada de un príncipe no habría sido más triunfal; a
pesar de todo, me habría batido en retirada... tan cobardemente me latía
el corazón.

El viejo me recibió en la puerta, como si no tuviera la menor idea de lo
que se preparaba... Y, cuando le pido un momento de conversación a
solas, adopta el gesto reservado del que teme ser objeto de un pedido
imprevisto de dinero.

«Está bien; pronto levantarás bandera de parlamento», me digo; y espero
la respuesta, que ha de dar lugar a una buena escena, muy conmovedora,
con abrazos, lágrimas de alegría, y todo el aparato escénico del caso...
Porque uno se hace terriblemente vanidoso, señores, cuando tiene el
portamonedas bien provisto.

Pero el viejo zorro era entendido en negocios; sabía que, para dar valor
a la mercancía a los ojos del comprador, hay que hacérsela desear.

Cuando hube presentado mi demanda, me respondió hinchado por una
dignidad repentina:

--Disculpe, señor barón. ¿Quién me asegura que ese matrimonio, esa
unión... _contra naturam_, confiéselo... va a tener buen resultado?
¿Quién me garantiza que, dentro de un año o dos, no volverá aquí mi
hija, en cabeza, en camisa, a declararme: «Padre mío, yo no puedo vivir
ya con ese viejo... Téngame a su lado?...»

--¡Ah, señores! ¡eso era duro!

--Ahí tiene usted--continuó,--ahí tiene usted la razón de que, como
padre prudente, yo no me atreva a entregarle mi hija.

¡De modo que me manda a paseo!... ¡se burla de mí!...

Me levanto, porque la entrevista me parece terminada; pero el viejo se
precipita y me obliga a sentarme otra vez:

--...Sin embargo, se la entregaría guardando las formas que un hombre
como yo se cree obligado a imponer a un hombre como usted... o, para
hablar más claramente, observando las formalidades por medio de las
cuales un padre debe asegurar el porvenir de su hija... o, para ser más
preciso todavía, la dote...

Entonces lo comprendo todo, y suelto la carcajada. ¡Ah, viejo fullero!
¡viejo fullero! ¡Para no soltar dote era para lo que había representado
toda esa comedia! Al verme reír, manda al diablo el énfasis afectado, el
pudor y la dignidad, y se echa a reír también con toda la boca; luego me
dice:

--¡Oh! desde el momento que usted toma así la cosa, amigo mío... Si yo
lo hubiera adivinado... Pero, usted bien lo sabe, hay que tantear
siempre el terreno... y si cuaja, tanto mejor...

De modo que estábamos de acuerdo.

Entonces se llamó a la baronesa; y, digámoslo en honor suyo, olvidó el
papel que tenía que desempeñar; se me echó al cuello en cuanto su marido
hubo acabado, para salvar las apariencias, de explicarle la situación.

¿Y Yolanda?

Pálida como la muerte, con los labios apretados, los ojos entornados,
apareció en la entrada del salón y me tendió silenciosamente las dos
manos. Después, con paso de autómata se acercó a sus padres y se dejó
abrazar por ellos.

Vean, señores, esto me dio que pensar otra vez.




V


Lo que me temía, señores, no sucedió...

A lo que parece, yo no tenía la menor idea del aprecio y de la amistad
de que era objeto dentro de nuestro círculo. Mis esponsales tuvieron la
aprobación de la nobleza y también del grueso público; por todas partes
no vi más que caras sonrientes y manos afectuosamente tendidas que me
felicitaban.

Es cierto que, en una ocasión como ésa, el mundo entero parece
conjurarse contra uno para empujarlo, con gestos y ademanes de júbilo,
hacia el destino; hasta el momento en que, como la cosa empieza a
aburrir, todos se vuelven contra uno y le enseñan los dientes. La
verdad, sin embargo, es que poco a poco fui dejando de sentirme
avergonzado de mi felicidad; y hasta acabé por creer que tenía derechos
reales sobre tanta juventud y belleza.

Mi pobre hermana vieja se mostró abnegada, hasta un extremo conmovedor;
sin embargo, ella era la única persona a quien mi matrimonio causaba
directamente un daño: tenía que salir de Ilgenstein el día de la boda
para instalarse en nuestra pequeña posesión materna en Gorowen. Derramó
torrentes de lágrimas, lágrimas de alegría, me aseguró que su plegaria
de todas las noches había sido oída, y se apasionó de mi prometida antes
mismo de conocerla.

¿Qué hubiera dicho mi amigo Pütz, que había bajado a la tumba sin ganar
la comisión que esperaba recibir por mi casamiento?

«A su hijo--me dije,--es a quien tengo que pagarla.»

Escribí a éste una larga carta; le pedí perdón casi por haber ido a
buscar mujer en la casa de su enemigo hereditario;
«pero--agregué,--confío que de esta manera la vieja disputa se arreglará
por sí sola».

La respuesta se hizo esperar mucho tiempo.

Contenía unas cuantas palabras de felicitación bastante secas, y me
anunciaba que Lotario aplazaría su regreso hasta después de mi
casamiento; le sería muy penoso encontrarse tan cerca de mí y no poder
estar a mi lado ese gran día.

Esto, señores, me apenó; porque yo lo amaba de veras, al muy bandido.

Sí, sí... y mi novia también me tenía inquieto.

Seriamente inquieto, señores.

No veía en ella una alegría sincera. Siempre que llegaba, la encontraba
con el rostro pálido, la expresión fría, la mirada turbia por entre los
párpados bajos. Sólo cuando me la llevaba a un lado y le hablaba
alegremente, acababa por animarse y por demostrarme una especie de
ternura filial.

Pero también, señores, ¡cuán delicado me mostraba yo con ella!
¡extraordinariamente delicado, les aseguro!... La trataba como si fuera
la princesa de un cuento de hadas; todos los días descubría yo en mi
corazón nuevas fuentes de delicadeza, y me sentía positivamente
orgulloso de mi refinada finura.

A veces, sin embargo, me asaltaban impulsos de contar un cuento picante
o de soltar un juramento gordo. Esta perpetua vigilancia sobre mí mismo
me abrumaba. Gracias a Dios, tengo el corazón bastante tierno y bastante
generoso para comprender las exigencias de otro corazón, sin que haya
afectación de mi parte. Pero hasta cierto punto eso me hacía el efecto
de estar en la situación de un acróbata que avanza por la cuerda con los
ojos vendados. Un movimiento falso a la derecha, un movimiento falso a
la izquierda... ¡patatrás!... al suelo.

De modo que, cuando me veía otra vez en mi vasta casa vacía, en la que
podía silbar, jurar, gritar, echar pestes y maldiciones a mi gusto, y
hacer Dios sabe cuántas cosas más, sin chocar ni incomodar a nadie,
experimentaba un verdadero bienestar y me decía más de una vez: «¡A Dios
gracias! ¡todavía soy libre!»

Sí, pero no por mucho tiempo... Como nada se oponía al matrimonio, éste
debía celebrarse dentro de seis semanas.

Una horda de tapiceros, de carpinteros, invadió mi querido Ilgenstein y
lo puso patas arriba. Todos mis deseos se veían contrarrestados por la
frase:

--¡Oh, señor barón! ¡eso no es de buen gusto!

Y, a fe mía, que los dejaba hacer; porque en aquella época yo sentía
todavía un santo respeto por el famoso «buen gusto». Sólo mucho más
tarde fue cuando comprendí que, por lo común, eso no es más que una
pantalla para disimular la pobreza de espíritu.

En fin, lo cierto es que, so pretexto del maldito buen gusto, en poco
tiempo la banda devastadora no dejó ni un rincón intacto en Ilgenstein.
No conseguí poner a cubierto de la invasión nada más que mi gabinete de
trabajo. Allí sí; prohibí enérgicamente toda tentativa de buen gusto...
Y mi viejo catre... naturalmente... nadie se había atrevido a ponerle
las manos encima.

¡Ah, sí, señores! esa cama...

Vean, oigan esto... Un buen día, viene a verme mi hermana... Dicho sea
de paso, ella hacía causa común con toda esa gentuza... Entra, pues, en
mi aposento, mostrando en sus labios la sonrisita falsa que adoptan las
solteronas cuando se hace alusión delante de ellas a la manera cómo
vienen al mundo las criaturas.

--Tengo que hablarte, Jorge--me dice, tosiendo afectadamente, sin
mirarme.

--¡Bueno! ¡Empieza!

--Es a propósito...--balbucea,--es decir, me parece que... ¿qué piensas
tú al respecto?... tú no puedes continuar durmiendo en esa cama
espantosa, sobre un jergón...

--¿Y si a mí me gusta dormir así?

--No me comprendes...--murmura, cada vez más turbada;--después...
cuando... en fin, una vez que te cases...

--¡Diantre! ¡no había pensado en eso!...--Y yo, un viejo lobo, me pongo
tan turbado como ella.

--Habrá que avisar al ebanista--digo.

--Mi querido Jorge--dice ella con importancia;--perdóname si creo que
entiendo el asunto mejor que tú.

--¡Hum, hum!--le digo, amenazándola con el dedo, porque mi mayor placer
ha sido siempre plantar en el banquillo su pudor de solterona.

Ella se pone colorada de vergüenza, y continúa:

--He visto en casa de mis amigas, en casa de la señora de Houssel y de
la condesa Finkenstein, dormitorios espléndidos... es preciso que tengas
tú uno igual.

Yo pregunto:

--¿Cómo es?

Debo decir a ustedes, señores, que, al encontrarme con que el gran
tacaño de mi suegro no quería pagar ni siquiera el arreglo de la casa,
yo había dicho que el mobiliario estaba completo y había encargado en
seguida lo indispensable a Berlín y a Königsberg. Naturalmente, me había
olvidado de la cama.

--¿Qué prefieres?--insiste ella;--seda rosa cubierta de tul ilusión o
seda adornada con puntillas? Tal vez se podría decir también al pintor
que está haciendo el cielo raso que lo adorne con unos cuantos
amorcillos.

¡Ay, ay, ay, señores!... yo no me sentía a gusto... ¡Yo y Cupido!...

--En cuanto a la cama--prosigue ella, implacable,--no habría tiempo de
terminarla...

--¡Cómo!--replico;--¡seis semanas para hacer una cama!...

--¡Pero Jorge!... Los dibujos, los planos solamente requieren un mes.

Dirigí una mirada entristecida a mi vieja cama querida. Para ésa no
había habido necesidad de dibujos. Me la habían hecho en medio día; seis
tablas y cuatro montantes.

--Lo mejor--continúa ella,--sería escribir a Lotario pidiéndole que
elija en Berlín lo más bonito y más fino que encuentre en las tiendas.

--¡Haz lo que quieras, y déjame en paz!--le dije, enervado.

Y mientras la pobre se retira un poco ofendida, le grito:

--Y, sobre todo, encomienda al pintor que trate que los amorcillos se me
parezcan.

Ahí tienen, señores, cuál era mi estado de ánimo durante el período de
noviazgo... Y cuanto más se acercaba el día de la boda, tanto más
incómodo me sentía.

No porque tuviese miedo... o más bien, sí... tenía un miedo horrible...
pero, aparte de eso, experimentaba la sensación de haber cometido una
falta, de haber hecho daño a alguno... ¿cómo decir?... Pero, ¿a
quién?... A ella no, por cuanto ella lo había querido así. A mí,
tampoco, ¿no era yo el más feliz de los mortales? ¿A Lotario?... Muy
bien podría ser.

El pobre muchacho había contado conmigo como un segundo padre, y yo lo
abandonaba, pasándome al enemigo con armas y bagajes. ¡Vean ustedes cómo
cumplía yo la palabra que había dado a Pütz en su lecho de muerte!

Señores, aquel de ustedes a quien las circunstancias hayan obligado a
alistarse en las filas de los bribones... y ¿cuál es el hombre honrado
que no ha tenido que hacer eso alguna vez en su vida?... ese me
comprenderá.

Me devanaba los sesos día y noche, y me roía las uñas hasta hacerme
sangre; y, no encontrando otra manera de arreglar las cosas, resolví
reconciliar a mi costa a las dos partes.

Confieso que me costó algún trabajo decidirme a ello; porque nosotros,
los cultivadores, estamos muy aferrados, señores, a nuestros cuartos...
Pero ¿qué es lo que no haría uno, cuando lo han declarado oficialmente
«un buen muchacho?»

Me voy, pues, una tarde a casa de mi futuro suegro, y entro en su
pretendido gabinete de trabajo. Estaba en preparativos para repantigarse
en su diván, y lo incito, no sin vacilar, a que se reconcilie con
Lotario... naturalmente, para tantear ante todo el terreno. Como lo
había previsto, en seguida monta en cólera, jura, se sofoca, se pone
lívido, y me señala la puerta.

--Pero--digo yo,--supongamos que él reconoce su error y abandona el
pleito...

Señores ¿ha acariciado alguno de ustedes alguna vez un tejón?... quiero
decir un tejón joven, medio domesticado. ¿Han notado ustedes los ojitos,
medio burlones, medio dulces, con que mira mientras resuella suavemente?
Enteramente igual fue la cara que puso el viejo; luego, me dijo:

--El no querrá.

--Pero, ¿y si consintiera?

--Entonces ¿eres tú el que paga los platos rotos?--me lanza a quema ropa
el viejo pícaro.

--Yo me pregunto: «¿Tengo que negar?»

¡Bah! ¡Que el diablo lo lleve!... y convengo en la cosa.

--Pues no--dice el otro secamente;--nada de eso, hijo mío, no acepto.

--¿Y por qué?

--A causa de los hijos, por supuesto... Tengo que pensar en los nietos
que tu magnanimidad me otorgará sin duda. Yo no les doy dote; ¿y voy a
quitarles también la paja del nido donde van a nacer? De todos modos,
estoy seguro de ganar el pleito si las cosas se prolongan uno o dos
años más; puedo esperar.

Entonces, ensayo la persuación.

--El dinero quedará en la familia--digo;--yo pago, y tú guardas el
dinero. Y, cuando te mueras, ese dinero volverá a mi poder.

--¡Ajá! ¡conque cuentas ya con mi muerte!--grita el viejo, montando otra
vez en cólera;--¡querrías seguramente enterrarme vivo y tirar en seguida
el manotón a Krakowitz para redondear tus tierras! ¿Le has echado el ojo
a mi Krakowitz desde hace tiempo, eh?

Imposible hacer entender razones a ese energúmeno; me decido a emplear
los grandes recursos.

--Oye entonces mi última palabra:--le digo.--Yo no puedo entrar en tu
familia sino con una condición: tu reconciliación con Lotario Pütz. Si
te niegas, tendré que romper mi compromiso.

Eso le puso blandito.

--¡Qué cabeza hueca!--dijo;--no hay medio de hablar de sentimientos
contigo. Yo pienso en tus hijos, en esas pobres criaturas que están por
nacer todavía; y tú, tú no piensas más que en una ruptura y en otras
borricadas por el estilo... Arregla el asunto así, si eso te place; yo
no me opongo personalmente, no tengo nada contra Lotario Pütz. Al
contrario: debe ser un mocetón enérgico, muy caballero, bastante
aficionado a las muchachas lindas... Y, a propósito, hijo mío, te voy a
dar un buen consejo. Tú vas a tener una mujer joven. Si ella no fuera mi
hija, y no estuviera por eso mismo arriba de toda sospecha, yo te diría:
«Riñe con él; no le prestes más dinero y reclámale lo que te debe...»
Como tú comprenderás, la prudencia es una gran cosa.

Señores, hasta entonces, yo había tomado al viejo por su lado bueno;
pero desde aquel momento se me hizo odioso. Bueno... el casamiento ante
todo; que, después, ya sabré librarme de él.

Había que tragar todavía una píldora bastante gorda. Convencer a Lotario
de que el viejo había reconocido su error y renunciaba a seguir el
pleito. Eso anduvo como sobre rieles. Lotario se sorprendió tan poco que
se olvidó de agradecérmelo...

¡En fin, qué quieren ustedes!

Ya les he hablado de mi prometida; suficientemente, me parece. Nuestras
relaciones, con sus altibajos de confianza o de temor, de esperanza o de
abatimiento, formaban una madeja demasiado complicada para que mis
manazas pesadas pudieran desenredarla.

Debo decir, en honor de Yolanda, que ella se esforzaba lealmente por
darse conmigo... Trataba de adivinar mis gustos; sí, trataba de asociar
sus ideas con las mías. Pero eso no era posible. Allí donde su joven
inteligencia esperaba encontrar en mí la vida, el interés, no había, por
lo general, más que un desierto seco, hacía ya mucho tiempo. Porque,
vean ustedes lo que es terrible en la vejez: cada año atrofia un nervio
más en nosotros; y, cuando estamos por llegar a los cincuenta años, el
trabajo y el reposo nos son igualmente mortíferos.

Entonces estaban de moda las corbatas de color punzó; yo usaba, por lo
tanto, una corbata punzó; usaba también zapatos puntiagudos, e hice
poner forros de seda a mis trajes.

Hacía a mi novia costosos regalos: un collar de turquesas de quince mil
francos... y un solitario célebre que había sido rematado en París.
Todos los días, el ferrocarril le llevaba rosas frescas y orquídeas,
porque, en cuanto a las flores de mi jardín, el cultivo de ellas no me
daba tan buen resultado como la cría de potros. Diré de paso que mis
potros... pero no, no es de eso de lo que quiero hablarles.




VI



Ahí está. Y ahora, señores, hago una raya y paso directamente al día de
mi casamiento.

Mi señor suegro, que, como los gatos, caía siempre sobre sus patas,
había resuelto aprovechar mi popularidad y renovar relaciones, en
ocasión de nuestras bodas, con un montón de gente que, por prudencia,
había dejado de tratarse con él desde hacía años. Desató, pues, los
cordones de su bolsa, y organizó una fiesta monstruo en la que el
champagne debía correr a mares, según su expresión.

Es fácil comprender que toda esta faramalla me daba miedo... Pero un
novio no es más que un ente ridículo al que se le han suprimido
momentáneamente los órganos de la voluntad.

A la mañana del gran día estaba yo sentado en mi pieza, de muy mal
humor, con la casa entera hediendo a encáustico, cuando de repente se
abre la puerta y se presenta Lotario.

Muy alegre... en apariencia... muy animado... con sus grandes botas. Se
echa en mis brazos:

--¡Hurra! ¡mi tío!

Ha pasado toda la noche en viaje... La víspera, en las carreras de
Hoppegarten, se ha ganado el gran premio... una carrera infernal... sin
embargo, no se ha desnucado... Después, ha bebido como un pozo... y, con
todo, ahí lo tienen ustedes fresco y resuelto como un joven dios... Dice
que va a bailar como un trompo... Ha traído chascos, fuegos
artificiales... Necesita inmediatamente dos docenas de hombres para
enseñarles el manejo de las piezas, etcétera.

Todo esto brota y sale de sus labios sin interrupción, mientras sus
gruesas cejas negras no hacen más que subir y bajar, y sus ojos brillan
como brasas.

«¡Esta es la juventud!» pensé, ahogando un suspiro; «¡ah! si pudiese yo,
aunque sólo fuera por veinticuatro horas, tener sus ojos... y todo lo
demás!»

Le digo:

--¿Y no me pides noticias de mi novia?

Se echa a reír ruidosamente:

--¡Mi tío! ¡mi tío!--exclama.--¡Esta si que es aventura!... ¡Casarte,
tú! ¡tú, casarte!... ¡Es realmente como para tirar bombas! ¡Hurra!

Y, riéndose siempre, sale del aposento.

En cuanto a mí, me dejo estar donde estoy, y concluyo mi cigarro; me
siento muy abatido. Después, voy a inspeccionar las piezas recientemente
arregladas.

Delante de la puerta del dormitorio me detiene mi hermana, que está
preparando sus valijas.

--Aquí no se puede estar--dice,--es una sorpresa para ustedes dos.

¡Nosotros dos!... ¡qué tontería!

Como a las once, me pongo a la tarea de vestirme. El traje me incomoda
en las escotaduras; los zapatos me aprietan los dedos; hace treinta años
que los dedos de los pies se me hinchan... los grogs de Pütz tienen la
culpa. La camisa está más dura que una tabla, la corbata me estrangula.
¡Es atroz!

A las dos de la tarde parto en el coche... entonces, señores, comienza
un sueño... no un bello sueño... ¡no, por cierto!... sino una pesadilla
espantosa, con todas las sensaciones correspondientes: vértigos,
sofocaciones, opresión y caída en el vacío... y con uno que otro
intervalo feliz, cuando me decía: «Todo saldrá bien. Tú tienes buen
corazón y buena voluntad. Tú la guiarás para que pueda vencer los
obstáculos. Ella hará su camino en el mundo festejada como una reina, y
no sentirá las cadenas...»

Mientras los carruajes de los invitados iban entrando unos tras otros en
el patio principal, y las ventanas se adornaban al mismo tiempo con
rostros desconocidos, yo recorría el jardín como un poseído, embarraba
mis lindos zapatos de charol en la tierra húmeda, y lloraba a moco
tendido.

No me dejaron tranquilo mucho tiempo. Me llamaban de todas partes, y
entré en la casa. El viejo, triunfante por haber reunido alrededor de él
a sus antiguos enemigos y adversarios, a todos aquellos a quienes había
ofendido o perjudicado, o engañado de alguna manera, corría del uno al
otro, estrechándoles las manos y jurando a todos una amistad eterna.

Yo habría querido dar los buenos días a algunos amigos, pero en seguida
se apoderaron de mí, y me empujaron, gritando, hacia el aposento donde,
según decían, me estaba esperando mi novia.

Allí estaba ella, gallardamente erguida en su traje de seda blanca. El
velo de tul la envolvía en una nube transparente, y la corona de mirto
descansaba sobre sus cabellos como una corona de espinas.

Tuve que cerrar por un momento los ojos, deslumbrado. ¡Estaba tan
hermosa!

--¿Estás contento?--me dijo, con una mirada tierna y sumisa.

Su rostro, al sonreírse, parecía una máscara de mármol. Entonces me
sentí aplastado por la felicidad y por la conciencia de mi falta. Habría
querido echarme a sus pies, pedirle perdón por haberme atrevido a
pretenderla; pero no podía hacerlo, porque mi suegra estaba detrás de
ella... Había también allí damas de honor y otras tonterías... Balbucí
algunas palabras que yo mismo no comprendí, y, no sabiendo qué actitud
debería guardar, me puse a andar de un lado a otro por la pieza,
abotonándome y desabotonándome los guantes. Mi suegra, que tampoco sabía
qué decir, arreglaba los pliegues del velo, y me miraba de reojo con una
expresión de reproche y de estímulo al mismo tiempo. Cada vez que en mis
paseos llegaba al extremo del aposento, me encontraba delante de un
espejo, en el que, quisiera o no quisiera, tenía que mirarme. Veía en él
mi frente calva, mis mejillas escarlatas, con bolsas debajo de los ojos,
y una verruga en el ángulo de la boca. Veía el cuello postizo de mi
camisa, demasiado estrecho aun cuando había pedido el número más alto, y
mi pescuezo colorado que se desbordaba por arriba de él formando un
pliegue gordo. Veía todo eso, y, un poco por clemencia y otro poco por
lealtad, sentía impulsos de gritar a Yolanda: «¡Ten piedad de ti misma!
¡todavía estás a tiempo! ¡No te cases conmigo!...»

Nota breve: en aquella época, el matrimonio civil no existía aún.

Por mí, yo podría haberme estado así siglos enteros, dando vueltas
alrededor de ella sin animarme nunca a decirle nada; pero, cuando el
viejo se deslizó dentro de la pieza con la agilidad de un hurón,
gritando: «¡Vamos! ¡el pastor está esperando!...» me enfurruñé, como si
eso hubiera contrariado mis intenciones.

Ofrezco el brazo a Yolanda... Ábrense de par en par las puertas.

¡Caras! ¡caras! ¡nada más que caras, pegadas unas a las otras, que me
miran irónicamente como diciéndome: «¡Hanckel, te estás poniendo en
ridículo!» Han formado un doble cerco, y nosotros pasamos por el medio;
y me sorprenda que nadie rompa con una carcajada el silencio que allí
reina. Llegamos al altar que el viejo había fabricado artísticamente con
un gran cajón cubierto por un paño rojo. Encima, hay una verdadera
exposición de flores, de luces; en el centro, un crucifijo, como si se
tratara de un entierro.

El buen viejo del pastor está delante de nosotros; adopta la expresión
que imponen las circunstancias, y se recoge y vuelve a recogerse las
mangas de la sobrepelliz, lo mismo que un escamoteador que se dispone a
comenzar sus juegos.

Ante todo, un cántico... después, la plática. Maldito si oigo una
palabra de ella; estoy embargado por una idea horrible que ha entrado en
mi mente con la rapidez del rayo y que no me deja ya: «Ella va a decir
_no_. Ella va a decir _no_...»

Y, cuanto más se acerca el momento decisivo, tanto más me aprieta el
miedo la garganta. Al fin, ya no dudo absolutamente de que ella va a
decir _no_.

Señores, ella dijo _sí_... Respiré entonces como un malhechor que acaba
de oír su absolución.

Pero, lo más extraño fue esto. En cuanto oí esa palabra y cesó mi
angustia, sentí un vivo pesar. «¡Ah! ¿por qué no había dicho más bien
_no_?»

Después de la bendición vinieron las felicitaciones sin fin. Y yo no
hacía más que apretar manos, unas tras otras, con un ardor metódico:
gracias, a la derecha; gracias, a la izquierda... Sentía un verdadero
agradecimiento para todos esos imbéciles, que se acercaban a
congratularme solícitos y alegres, gracias a la perspectiva de una buena
comilona.

Faltaba uno todavía: Lotario.

Llegó entre los últimos, con la tez verdosa, la expresión hambrienta o
fastidiada. Lo agarro del brazo:

--Aquí lo tienes, Yolanda--digo a ésta.--Es Lotario Pütz, hijo único de
Pütz, hijo mío, casi. Dale la mano, llámale Lotario.

Y al ver que ella vacilaba, tomé sus cinco dedos y los puse entre los de
Lotario. Entretanto, pensaba: «¡Qué suerte que él esté aquí!... Nos ha
de ayudar más de una vez a salvar las situaciones difíciles.»

No se sonrían, señores. Veo que ustedes se figuran que poco a poco va a
ir formándose, en mis propias barbas, una intriguilla amorosa entre esos
dos jóvenes. No hay tal cosa... Tengan un poco de paciencia. Ya verán.

Nos sentamos, pues, a la mesa... Cubierto suntuoso, flores, vajilla de
plata, un cúmulo de piezas montadas. El conjunto muy bien... Se sirvió
ante todo una copita de Jerez para hacer entrar en calor al estómago. El
Jerez era bueno, pero la copa muy chica; y no pude conseguir que me
sirvieran otra.

«Tengo que ser galante con ella... cariñoso... las conveniencias lo
exigen...» me decía, dirigiendo una mirada a Yolanda, colocada a mi
derecha. Su codo me rozaba ligeramente el brazo, y la sentía temblar.
«Es de hambre»; pensé. Yo también; no había comido nada todavía.

Se había puesto a mirar fijamente un candelabro de plata que tenía por
delante, al que el tiempo había arrugado la superficie como la piel de
una vieja. Su perfil... ¡Dios mío! ¡qué hermoso era ese perfil!... Y era
mío... ¡Qué locura!

Bebí un gran vaso de un vino rubio, claro, que cayó gorgoteando dentro
de mi estómago vacío. «De esta manera no voy a llegar nunca al grado de
ternura que quiero», me dije, buscando inútilmente el Jerez con los
ojos.

Entonces me sacudí:

--Come, pues, alguna cosa--le dije.

Y me sentí en la gloria por haber pronunciado esa frase.

Ella se inclinó y se introdujo la cuchara en la boca...

Después de la sopa trajeron el pescado... un salmón, si no me engaño...
linda pieza... la salsa perfecta, con una especie de cognac, limón y
alcaparras... muy delicada, en resumen. Después vino un plato de
cabrito... no bastante adobado... pero eso es cuestión de gustos.

--Come, pues, alguna cosa--repetí a Yolanda, haciendo un corazón con
los labios para que los convidados creyeran que le susurraba un
cumplimiento.

Decididamente, la cosa no marchaba; sin embargo, yo me había bebido ya
dos botellas de ese vino blanco, y empezaba a sentirme hinchado como un
odre.

Traté de observar a Lotario, que había heredado de su padre un olfato
especial para descubrir los mejores vinos; estaba en un extremo de la
mesa, entre las jóvenes.

Un brindis vino a salvarme entonces; pude levantarme, y al darme vuelta
descubrí un grupito limitado, pero escogido... botellas de jerez que el
viejo había escondido detrás de una cortina... Substraje dos sutilmente,
y, sin más demora, me puse a la tarea de ingurgitar coraje. La cosa
tardaba en llegar, porque yo aguanto bien el vino, señores; pero, en
fin, llegaba.

Después del cabrito sirvieron un salmorejo de perdices. Caza, dos veces
seguidas; eso no era correcto. Sin embargo, el plato me pareció
excelente... En ese momento, señores, fue cuando empezó a desprenderse
del cielo raso, a bajar sobre nosotros lentamente, lentamente... una
especie de niebla.

Entretanto, yo me había puesto ya muy galante, y barajaba los
cumplimientos que era un gusto. Sí, le hacía la corte a mi novia; la
llamaba «encantadora hada graciosa»; contaba aventuras de caza
picantes, y explicaba a los que me rodeaban por qué un hombre debe
soltar siempre el cascarón antes de casarse... En una palabra, señores,
estaba irresistible...

Pero la niebla bajaba cada vez más densa. Eso se ve a menudo en las
montañas, como ustedes saben. Las altas cumbres son las primeras que
desaparecen; después las crestas y las colinas, unas tras otras...

Allí, las bujías de los candelabros fueron las primeras que se rodearon
de una aureola rojiza y lanzaron rayos con todos los colores del arco
iris; en seguida, todo lo que parloteaba y comía detrás de los
candelabros se borró también a mis ojos.

De tiempo en tiempo veía relucir lo blanco de una pechera o el extremo
de un brazo desnudo, en medio de una _obscuridad purpurina_, como diría
Schiller.

¡Ah, sí! ¡es cierto! Una cosa más me llamó la atención. Era mi suegro,
corriendo alrededor de la mesa con dos botellas de champagne en las
manos; se detenía junto a los que tenían la copa vacía, completamente
vacía, y les decía con insistencia:

--¡Pero beba, pues! ¿Por qué no bebe?

Cuando llegó junto a mí, le pellizqué la pierna y le dije:

--¡Viejo farsante! ¡a esto es a lo que llamas hacer correr el champaña a
mares!

Como ustedes ven, señores, la cosa iba poniéndose seria.

Y, de pronto, siento que mi corazón se ensancha... Es necesario que
hable; sí, es necesario que hable. Me pongo a golpear la copa como un
poseído.

--¡Por el amor de Dios, cállate!--me susurra mi novia... quiero decir,
mi mujer.

Pero, aunque la cosa tuviera que costarme la vida, tengo que hablar.

Después me han contado lo que dije entonces; si las informaciones son
exactas, fue esto, poco más o menos:

«Señoras y señores... yo no soy ya un jovencito, pero no lo siento... y
si alguno quisiera sostenerme que la juventud no debe unirse sino con la
juventud, yo le replicaría que eso es una mentira infame... En mí puede
verse la prueba de lo contrario, porque yo no soy ya joven... pero eso
no ha de impedir que haga feliz a mi mujer, porque mi mujer es un
ángel... y yo, yo tengo un corazón amante... ¡sí! ¡un corazón amante es
el que late aquí debajo de mi chaleco!... y el que lo dude, que
venga... que yo le abriré mi pecho»...

Al llegar a este punto las lágrimas ahogaron mis palabras, y me asaltó
una aflicción tan grande que tuvieron que arrastrarme apresuradamente,
fuera de la sala...

       *       *       *       *       *

Al despertarme me encontré sobre un canapé demasiado corto para mi
talla. Estaba sepultado bajo una montaña de capuchas, de esclavinas y de
chales de lana. Tenía el pescuezo torcido y las piernas acalambradas.

Eché una mirada a mi alrededor... Una bujía solitaria ardía sobre una
consola, en la que se veían cepillos, peines, alfileres para los
cabellos; colgaban a lo largo de las paredes mantas, sombreros... ¡Ah!
aquel era el tocador de las damas.

Y poco a poco fui comprendiendo lo que había pasado.

Consulté mi reloj: eran cerca de las dos... Oía a la distancia los
sonidos de un piano y el rítmico rozar de los danzantes... ¡Mis bodas!

Me alisé el pelo, me ajusté la corbata, y, francamente, mi más grande
satisfacción habría sido irme a tenderme en mi vieja cama y subirme la
cobija hasta las orejas, en lugar de... ¡Brrr!

En fin, ¿qué hacer? Me dirigí, pues, a los salones. No me sentía
abochornado en lo más mínimo, demasiado atontado y amodorrado, como
estaba aún, para darme cuenta exacta de mi situación.

Al principio, nadie notó mi presencia; porque, en las salas reservadas
para los hombres, el humo de los cigarros era tan compacto que a tres
pasos no se distinguían sino bultos confusos... Se jugaba fuerte. Mi
suegro saqueaba a sus huéspedes tan concienzudamente que, si hubiera
tenido tres hijas más que casar, se habría hecho millonario. A eso
llamaba él «resarcirse de los gastos de la boda».

Eché una ojeada al salón de baile.

Las madres luchaban contra el sueño; los jóvenes giraban mecánicamente,
y el machacador no entreabría los ojos sino cuando había encajado un
acorde fuera de su sitio... Mi hermana tenía un vaso de limonada sobre
la falda y contemplaba las pepitas del limón... Era un cuadro lastimoso.

De Yolanda, ni la menor huella.

Volví a las mesas de juego y golpeé el hombro al viejo. En esos momentos
estaba metiéndose a manos llenas en los bolsillos el dinero que acababa
de ganar.

--¡Ah! ¡eres tú, borrachón!

--¿Dónde está Yolanda?

--¿Qué sé yo? Búscala.

Y se pone a jugar otra vez. Los demás hombres estaban incómodos, pero
trataban de no hacerlo ver:

--Siéntese, pues, joven esposo--me dicen.

Me apresuré a alejarme, porque me conocía; si hubiera contestado, habría
sucedido allí una desgracia.

Tomando por caminos extraviados, evité el salón de baile. No me sentía
con valor para afrontar las miradas de las madres.

En el corredor humeaba una lámpara de cocina; y salía de allí un ruido
de vajilla y risotadas de criadas...

¡Puf!

Llamé a la puerta del aposento de Yolanda; nadie respondió. Repetí el
llamamiento; el mismo silencio. Entonces entro.

¿Y qué es lo que veo?... Mi suegra sentada en el borde de la cama; de
rodillas delante de ella, con la cabeza apoyada en el pecho de su madre,
mi mujer en traje de viaje (¡ya!), y las dos llorando a lágrima viva.

¡Ah, señores! no me sentí orgulloso.

Habría querido escabullirme, saltar dentro del coche y gritar «¡A la
estación!» Tomar el primer tren y huir a América, a cualquier parte,
allá donde se refugian los cajeros infieles y los hijos pródigos.

Pero era imposible.

--¡Yolanda!--dije en tono humilde y contrito.

Las dos lanzan un grito. Mi mujer se abraza a las rodillas de su madre,
que extiende los brazos como para protegerla.

--Yo no quiero hacerte daño, Yolanda--digo.--Lo único que quiero es
pedirte perdón por haber sido tan imprudente, por exceso de amor a ti.

Silencio prolongado. No se oyen más que suspiros.

Entonces la madre le dice:

--Tiene razón, hija mía; levántate. Es hora de partir.

Yolanda se alza lentamente, con las mejillas húmedas, los ojos
enrojecidos, el cuerpo sacudido siempre por los sollozos.

--Dale la mano a tu marido. No hay más remedio.

Perfectamente amable ese «no hay más remedio».

Y Yolanda me tiende la mano, que yo llevo respetuosamente a los labios.

--¿Ha visto a mi marido, Jorge?...--pregunta mi suegra.

Respondo que sí.

--¿Quiere llamarlo, para que Yolanda se despida de él?

Vuelvo a la sala del juego.

--Oye, suegro.

--Doce... diez y seis... veintisiete... treinta y uno...

--Suegro...

--¡Treinta y tres!... ¿Qué quieres?

--Queríamos despedirnos...

--Buen viaje. Que sean felices. ¡Treinta y seis!

--¿No quieres que Yolanda?...

--¡Treinta y nueve! ¡gané!... ¡Vengan los monacos!... ¿Quién quiere
jugar conmigo todavía? ¿Tú, Jorge? ¡Vamos de una vez!

Entonces me fui.

Cuando, con la mesura del caso, hube informado a las damas de la casa,
ellas se contentaron con mirarse una a la otra, en silencio; luego
bajaron por la escalera de servicio al patio, donde nos esperaba ya el
carruaje. El viento nos silbaba en las orejas, gotas de lluvia nos
azotaban el rostro.

Las dos mujeres se estrechaban en un abrazo mudo, como si ya no fueran a
separarse nunca. Pero, en esto, el viejo, que ha cambiado de idea, llega
ruidosamente, y detrás de él los criados, a quienes ha dado el alerta,
con lámparas y bujías.

Se echa sobre Yolanda y le frota las mejillas con sus mostachos.

--Hija querida, si la bendición de un padre que te ama profundamente...

Ella se desprende y lo aparta, casi como se aparta a un perro mojado, y
salta dentro del coche.

Yo, detrás de ella... ¡En marcha!...




VII


Estamos en marcha, pues. Las luces del patio vacilan un instante todavía
con el viento, y luego la noche es negra, completa.

¡Ah señores, qué viaje!

Las ruedas cortaban los aguazales... sis... sis... sis... y la tempestad
gruñía... hu... hu... hu... y las gotas de lluvia tamborileaban sobre el
landó... taratatá... taratatá...

Y yo me preguntaba: «¿Por dónde voy a empezar?»

De ella, yo no veía, no oía, no sentía nada... Me parecía estar
completamente solo en aquella obscuridad.

Solamente cuando cruzábamos el bosque y la luz de los faroles del
carruaje, al reflejarse sobre los troncos húmedos de los árboles,
enviaba cierta claridad al interior, pude distinguirla acurrucada,
hundida, en el rincón opuesto al mío; se habría dicho que trataba de
romper el obstáculo para tirarse a la carretera.

¡Dios mío! ¡Pobre criatura! Acababa de abandonar todo lo que hasta
entonces había sido su universo, su vida... Y su porvenir era un viejo,
que, hacía apenas una hora, estaba ebrio.

¡Voto a!... ¡y qué vergüenza tenía yo!

Sin embargo, es necesario que le hable:

--Yolanda...

No me responde.

--¿Me tienes miedo?

--Sí.

--¿Quieres darme la mano?

--Sí.

--¿Dónde está?

--Aquí.

Siento una cosa blanca que me roza suavemente. Me apodero de ella, la
tomo, la aprieto.

¡Pobre criatura! ¡pobre criatura!

Y de repente, me siento presa... de un «santo ardor» diría, si quisiera
ser patético... En fin, en medio de mi aflicción, encuentro palabras
hermosas, cálidas, para tranquilizarla.

--Mira, Yolanda--le digo;--tú eres ahora mi mujer. Lo que está hecho,
está hecho, y tú misma lo has querido así. Pero no temas que llegue a
importunarte yo con mis muecas amorosas o con mis exigencias. Tú tienes
en mí un amigo verdadero, un amigo _paternal_, si esta palabra te
inspira más confianza... porque no pienso disimular que tengo muchos más
años que tú. Si estás afligida y sientes la necesidad de llorar, échate
en mis brazos; en ninguna otra parte podrás descansar más
tranquilamente. Refúgiate siempre en mí... aun cuando te figures que yo
soy el enemigo contra el cual necesitas protección.

Estaba bien dicho, ¿no es cierto? Era porque la piedad y el buen deseo
me inspiraban.

--¡Qué pobre diablo era yo! ¡Como si un poco de juventud no valiera mil
veces más que la piedad más tierna!

Pero el efecto de mis palabras fue tan violento e inesperado que llegué
a asustarme. De repente ella sale de su rincón y me besa locamente a
través de su velo, murmurando entre sollozos:

--¡Perdóname, perdóname, querido, querido amigo!

La escena del cenador vuelve de improviso a mis ojos, recuerdo haberme
sentido desconcertado entonces por una frase análoga.

--Pero ¿qué es--digo,--qué es lo que tengo que perdonarte?

Ella no responde, se acurruca otra vez en su rincón y ya no vuelve a
despegar los labios... La lluvia ha cesado, pero el viento ruge por
entre las junturas de la portezuela; de pronto, un relámpago... e
instantáneamente un retumbo. Los caballos dan un salto hacia la zanja.
Grito:

--¡Firmes las riendas, Juan!

Naturalmente, él no me oye; pero los caballos no se mueven ya, porque
los puños de Juan son de hierro. Nunca he tenido un cochero mejor... El
cañonazo no había sido más que una señal; luego, la cosa es por todas
partes, a la derecha, a la izquierda; no se ven más que techos
incendiados, haces de fuego, torres chispeantes, y el parque se ilumina
con una hermosa claridad verde... En una palabra, mi viejo Ilgenstein se
ha convertido en un verdadero castillo encantado.

Me estremezco de alegría al pensar que voy a mostrar a Yolanda su nueva
morada bajo una gloria semejante. Y esta alegría se la debo a Lotario, a
mi querido muchacho... Tal vez le debo más todavía, por que la primera
impresión decide a veces de toda una existencia... ella se ha inclinado
hacia la ventanilla, y, al resplandor de los fuegos, veo sus ojos
animados por una curiosidad ávida, ansiosa.

--Todo esto es tuyo, hija mía--digo, buscando su mano.

Ella no me escucha; parece enteramente absorta en la belleza del
espectáculo.

Y en cuando llegamos al patio de entrada, una batahola ensordecedora se
alza a nuestro alrededor; gritos, detonaciones, tambores y trompetas. A
derecha, a izquierda, antorchas, hachones; y vemos rostros ennegrecidos
por el humo, con ojos brillantes y bocas abiertas.

--¡Hurra! ¡Viva el señor barón! ¡viva la señora baronesa! ¡Hurra!

--¡Y un pataleo! ¡y una de gorras al aire!... Los bandidos se han vuelto
locos.

Entonces, pienso: «Ella verá, por lo menos, que no se ha casado con un
hombre malo. Puesto que mis gentes me quieren...» Y, dispuesto a la
emoción, como está uno siempre en circunstancias así, las lágrimas
asoman a mis ojos.

Cuando el carruaje se detiene, reconozco a Lotario en el grupo que
forman los administradores del dominio. Salto y lo estrecho entre mis
brazos:

--¡Hijo mío! ¡mi querido hijo!

Habría querido besarle las manos, en mi agradecimiento.

Al hacer bajar a mi mujer del landó, veo al idiota del administrador en
jefe que se apronta para echarnos un discurso sobre la lluvia y el
viento.

--¡En nombre del cielo, Baumann, lo disculpo!--le digo.

Y llevo derechamente a la casa a mi joven esposa.

Allí nos esperaban los criados, con el ama de llaves a la cabeza. Hacen
sus reverencias y se ríen solapadamente; pero Yolanda avanza, con los
ojos fijos, por en medio de ellos.

Entonces me asalta el miedo al pensar en lo que va a pasar.

«No debería haber dejado que mi hermana se fuese», me digo; y,
dirigiendo a mi alrededor miradas desconsoladas, descubro a Lotario en
la puerta, en vías de irse. Corro a él, le tomo las manos y le digo:

--No hay que escabullirse ahora. Después de toda esta agitación, vamos a
beber juntos alguna cosa caliente. Consientes, ¿no es verdad?

Se pone color de púrpura, pero lo llevo adonde está Yolanda, a quien
están sacándole el sombrero y la capa.

--Ruégale tú también que se quede--le digo; merece bien una taza de te.

--Se lo ruego--murmura ella sin levantar los ojos.

El hace un saludo correcto y se retuerce el bigote.

Después llevo a Yolanda al comedor, a través de los aposentos
brillantemente iluminados. No mira a ninguna parte, y parece no ver
todos los esplendores que se han preparado para ella. Dos o tres veces
vacila y se apoya fuertemente en mi brazo, y otras tantas veces me doy
vuelta yo para ver si, por lo menos, está allí Lotario todavía.

¡Alabado sea Dios!... está ahí todavía.

En el comedor bulle el samovar, de acuerdo con las órdenes que di a mi
hermana antes de su partida.

«Si la mandara buscar--me dije,--un coche al galope a Krakowitz, otro a
Gorowen, y estaría aquí dentro de una hora.»

Pero no; viejo imbécil como soy, tendría vergüenza de confesar mi
turbación... Y además, ¿no tengo aquí a Lotario, al que puedo recurrir
en mi aflicción?...

Gracias a Dios, está ahí todavía.

--Siéntense, muchachos--digo, mientras me esfuerzo por adoptar un tono
desenvuelto.

Señores, me parece que estoy allí todavía; el mantel blanco, con la fina
porcelana de Sajonia y la vieja vajilla de plata; arriba de nuestras
cabezas, la araña de cobre; y bajo su luz viva, a mi derecha, _ella_,
pálida, rígida, con ojos entornados de sonámbula; a mi izquierda, _él_,
con sus cabellos negros y espesos, sus mejillas morenas, su arruga
sombría en la frente y sus miradas fijas en el mantel... Y, como se me
ocurre la idea de que está fastidiado por ser el tercero en una noche de
bodas, y temo que se quiera ir, lo tomo afectuosamente por los dos
hombros y le agradezco el martirio que se ha impuesto por mí.

--Míralo bien, Yolanda--digo;--porque, como esta noche, muchas otras
veces hemos de estar juntos y hemos de alegrarnos de ello.

Ella se inclina lentamente y cierra los ojos del todo... ¡Pobre
criatura! ¡pobre criatura!... Y la angustia me corta casi la
respiración.

Entonces les grito:

--¡Un poco de alegría, hijos míos! Lotario, cuéntanos, pues, algunas de
tus calaveradas. Vamos, ¿tienes cigarros?... ¿no?... Espera, voy a
traerte.

Y, turbado siempre, me precipito a la pieza donde tengo mis provisiones
de fumador; me parece que la punta encendida de un cigarro va a mejorar
la situación.

Pero, al volver, con mi caja debajo del brazo, veo por la puerta que ha
quedado abierta... ¡Ah señores! veo una cosa que me hiela la sangre en
las venas...

Una vez solamente en mi vida había recibido un golpe parecido. Era
entonces un joven coracero, todavía, y una noche, al entrar en casa,
encuentro un telegrama con estas simples palabras: «Tu padre acaba de
morir.»

¿Qué fue lo que vi, señores?

Mis dos jóvenes seguían sentados en sus sillas, tal cómo yo los había
dejado; pero sus miradas aparecían fundidas, por decirlo así, una en la
otra, con una expresión de ardor, de demencia, de desesperación, que yo
no habría creído humanamente posible: eran dos llamas que se lanzaban
una al encuentro de la otra.

¡Lucido estaba yo! ¿no es cierto?

Todavía no era ella mi mujer, y ya mi amigo, mi hijo preferido, me
engañaba con ella... El adulterio se instalaba en el hogar antes mismo
que el matrimonio estuviera consumado.

Todo mi porvenir: una vida de sospechas, de recelos, de tinieblas, de
ridículo, de días sombríos y de noches de insomnio, se desarrolló a mis
ojos, ante aquella sola mirada, como un mapa geográfico.

¿Qué hacer, señores? Lo más sencillo habría sido tomarla a ella de la
mano y decirle a él:

--Es tuya, y no tengo ya derechos sobre ella.

Pero pónganse ustedes en mi lugar. Una mirada es una cosa tan
impalpable, tan imposible de probar... podían negarla, riéndose... Sí...
hasta podría ser también que, en realidad, yo me hubiera equivocado.

Y, mientras me hacía estas reflexiones, sus miradas seguían mezclándose,
olvidados ambos de todo lo que los rodeaba.

Y, cuando entré, no bajaron siquiera los párpados, sino que los dos se
volvieron hacia mí, sorprendidos y contrariados; parecían preguntarse:
«¿Por qué nos perturba este viejo, este extraño?»

Tuve ganas de ponerme a chillar como un animal cuando lo degüellan. Me
dominé, y ofrecí mis cigarros; pero tenía prisa por concluir, empezaba a
verlo todo rojo, y dije a Lotario:

--Deberías retirarte, hijo mío; ya es hora.

El se levanta penosamente y me tiende una mano helada; hace a ella, con
los talones juntos, su saludo más militar, y se dirige hacia la puerta.
Entonces oigo un grito, un grito... que me atraviesa hasta la médula de
los huesos... ¿Y qué es lo que veo?

Mi mujer, mi reciente esposa, se ha echado a los pies de Lotario, lo
retiene por la ropa, gritando:

--¡No tienes que matarte! ¡no tienes que matarte!

Ya ven, señores... toda una catástrofe... Durante un segundo, me quedé
como aplastado por el golpe; pero inmediatamente tomé al joven por el
cuello:

--¡Alto, hijo mío!--dije,--¡basta de farsas!

Y, asiéndolo siempre por el cuello, lo llevo otra vez a su sitio;
después, cierro las puertas y levanto a mi mujer, que solloza
convulsivamente, tendida sobre el piso. Ella consigue apoderarse de mis
manos y las besa, murmurando entre gemidos:

--No lo dejes salir. Quiere matarse... quiere matarse...

--¿Y por qué quieres matarte, hijo mío?--pregunto.--Si tienes sobre ella
derechos más antiguos que los míos ¿por qué no los has hecho valer? ¿Por
qué has engañado a tu mejor amigo?

El se aprieta la frente con los puños y no dice una palabra.

La cólera me arrebata al fin, y digo:

--¡Habla, o te pego como a un perro!

--¡Pega!--me dice;--lo tengo bien merecido...

--Merecido o no, vas a responderme.

Y entonces, en medio de las lágrimas, de los remordimientos, de las
súplicas de ambos, oigo toda la bonita historia.

Algunos años antes se habían encontrado en el bosque, y desde entonces
se amaban, en silencio y sin esperanza, como conviene a hijos de
familias enemigas.

Los Montescos y los Capuletos...

--¿Se habían declarado ustedes su amor?

--No... pero se habían besado.

--¡Ah!... ¿y después?

Después, él se había ido de guarnición a Berlín, y ninguno de los dos
había vuelto a tener noticias del otro; no se atrevían a desafiar el
peligro de escribirse, y, por otra parte, ninguno conocía positivamente
los sentimientos del otro.

En eso había ocurrido la muerte del viejo Pütz, y habían comenzado mis
tentativas de reconciliación.

Desde el momento de mi primera aparición en Krakowitz, Yolanda había
formado el proyecto de tomarme por confidente de su amor: esperaba tener
así noticias de Lotario, por mi intermedio. Pero ¡ay! yo había
interpretado mal sus tiernas miradas, y había tomado para mí el papel de
enamorado...

El acceso de furor de su querido papá le había hecho ver que ya no tenía
nada que esperar; y, en su desolación, había resuelto aprovechar el
único medio de aproximarse, por lo menos, a su amado.

--No era muy bonito eso, corazón--le digo.

--¡Sufría tanto lejos de él!--me responde, como si esa explicación
pudiera ser satisfactoria.

--Perfectamente... no había más que hacer. Pero tú, hijo mío, ¿por qué
no te has acercado a mí y me has dicho: «Tío, yo la amo... ella me
ama... de modo que déjala estar?»

--Yo no sabía si ella me amaba--responde.

--¡Cada vez más lindo! Son ustedes dos inocentes; dos corderos...
¡Completamente!... ¿Y cuándo, pues, lo han puesto todo en claro?

--Esta tarde, mientras tú dormías.

Y me contaron la cosa: después de la comida, en un solo apretón de
manos, habían sentido todo el horror de su situación, y, no encontrando
otra salida, habían resuelto morir aquella misma noche.

--¡Cómo! ¿tú también?

En lugar de responder, ella saca del bolsillo un frasquito de aspecto
enteramente divertido, con su cabeza de muerto sobre el rótulo.

--¿Qué hay ahí dentro?

--Ácido prúsico.

--¡Diantre! ¿Y de dónde lo has sacado?

Un joven farmacéutico, del que había recibido lecciones de baile, y al
que había trastornado la cabeza, le había hecho una vez ese encantador
regalo...

--¿Y te ibas a beber eso, perra?

Ella me miró con sus grandes ojos resueltos e inclinó dos o tres veces
la cabeza... Comprendí muy bien, y sentí un calofrío... ¡por un poco
más, aquélla habría sido una linda noche de bodas!

--Pero ahora, ¿qué voy a hacer yo con ustedes dos?

--¡Sálvanos!... ¡ayúdanos!... ¡ten piedad de nosotros!

Se han arrojado a mis pies y me lamen las manos. Ahora bien: como
ustedes saben, señores, yo soy un buen muchacho; esa es mi profesión...
Encontré, pues, un medio de anular cuanto antes mi matrimonio frustrado.

Juan recibió orden de enganchar; y, un cuarto de hora más tarde, llevaba
a mi desposada de doce horas a Gorowen, al lado de mi hermana, bajo la
égida de quien debía permanecer hasta que el divorcio hubiera sido
concedido; por nada del mundo quería volver ella a la casa de su
padre...

Lotario me preguntó con toda candidez si no podía acompañarnos.

--¡Lárgate de aquí cuanto antes, mocoso!--le dije.

Sé mostrarme severo cuando es menester, señores...

Cuando volví a casa, el reloj marcaba las cinco... Ya no podía más de
cansancio; las piernas se me entraban en el cuerpo.

Todo estaba en silencio. Antes de partir, había mandado a mi gente que
se acostara. Al atravesar el vestíbulo, donde ardían las luces todavía,
vi una puerta rodeada de guirnaldas. Daba al famoso dormitorio cuya
entrada me había prohibido mi hermana, a fin de que tuviera una gran
sorpresa el día de mis bodas.

Abrí por curiosidad, y mis miradas se hundieron en una verdadera capilla
ardiente, de la que se desprendían perfumes desconocidos... Colgaduras
por todas partes, alfombras... una lámpara de iglesia pendía del cielo
raso... y, allá, en el fondo, sobre un estrado, se alzaba una especie de
catafalco, con adornos dorados y un cubrepiés de seda...

¿Y allí dentro era donde habría tenido que dormir yo?

¡Brrr!... hice, cerrando la puerta y escapando tan rápidamente como me
lo permitían mis cansadas piernas.

Y, una vez en mi aposento encendí mi buena y hermosa lámpara de trabajo,
que me sonreía como el sol.

Ahí estaba, arrimada contra la pared, mi vieja cama estrecha, con sus
montantes rojos, su jergón gris y su piel de ciervo raída... ¡Ah
señores! ¡qué consuelo sentí al verla!

Me quité las ropas, tomé un buen cigarro... Me metí entre las
cobijas... y me puse a leer un capítulo apasionante de la guerra
francoalemana...

Y puedo asegurar a ustedes, señores, que nunca en mi vida he dormido
mejor que en mi noche de bodas.

FIN

       *       *       *       *       *


   NOVELAS DEL MISMO AUTOR

   PUBLICADAS EN LA BIBLIOTECA DE «LA NACIÓN»

   El Deseo                         Vol.   80

   El Pasado indestructible           »    220 y 221





End of the Project Gutenberg EBook of El molino silencioso; Las bodas de
Yolanda, by Hermann Sudermann

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