Salambó

By Gustave Flaubert

The Project Gutenberg eBook of Salambó, by Gustavo Flaubert

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Title: Salambó

Author: Gustavo Flaubert

Translator: Ciro Bayo

Release Date: September 13, 2021 [eBook #66285]

Language: Spanish


Produced by: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta y de traducción han sido corregidos, a la
    vista del original francés.

  * La ortografía del texto original ha sido actualizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Se han puesto tildes a las mayúsculas, se han espaciado las rayas,
    salvo las iniciales de diálogo, y se ha completado el emparejamiento
    de las comillas y de los signos de exclamación e interrogación.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.




[Ilustración: SALAMBÓ]




[Ilustración:

  LIBRERÍA y EDITORIAL
  _RIVADENEYRA_

  EDICIONES SELECTAS

  COLECCIÓN DE OBRAS MAESTRAS
  DE LA LITERATURA UNIVERSAL
  Dirigida por
  _José Toral_

  _TOMOS PUBLICADOS_

  FRAY LUIS DE LEÓN: _Poesías completas_.

  CERVANTES: _Poesías completas_.

  G. FLAUBERT: _Salambó_.

  _SEIS PESETAS EL VOLUMEN_
]

[Ilustración: GUSTAVO FLAUBERT.]




[Ilustración:

  EDICIONES
  SELECTAS

  _Novelistas_

  _GUSTAVO FLAUBERT_
  · 1821-1880 ·

  SALAMBÓ

  _Traducción de_
  _CIRO BAYO_
]




[Ilustración:

  _LIBRERÍA
  y
  EDITORIAL
  RIVADENEYRA_

  _MADRID
  Conde Peñalver,
  núm. 8._

  _La presente traducción
  es propiedad de la Librería y Editorial
  Rivadeneyra._

  Sucesores de Rivadeneyra, SA
  Paseo de S. Vicente, 20
  MADRID
]




I

EL FESTÍN


La escena es en Megara, arrabal de Cartago, y en los jardines de
Amílcar.

Los soldados que este había capitaneado en Sicilia celebraban con un
gran banquete el aniversario de la batalla de Eryx. Ausente el jefe,
los numerosos soldados comían y bebían a sus anchas.

Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían situado en
el camino del centro, bajo un velo de púrpura con franjas de oro que
se extendía desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del
palacio. La soldadesca se desparramaba bajo los árboles, desde los que
se veían una porción de edificios de techo plano, lagares, graneros,
almacenes, panaderías y arsenales; un patio para los elefantes, fosos
para las bestias feroces y una prisión para los esclavos.

Las cocinas hallábanse rodeadas de higueras; un bosque de sicomoros
se extendía hasta unos manchones verdes, en los que las granadas
resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Viñas
cargadas de racimos trepaban hasta el ramaje de los pinos; un campo de
rosas florecía bajo los plátanos; en el césped, de trecho en trecho, se
balanceaban las azucenas; una arena negra, mezclada con polvo de coral,
cubría los senderos, y en medio, la avenida de los cipreses formaba de
un extremo a otro como una doble columnata de obeliscos verdes.

El palacio, hecho de mármol númida, con vetas amarillas, elevaba en el
fondo, sobre anchos basamentos, sus cuatro pisos con azoteas. Con su
gran escalinata recta, de madera de ébano, adornada en los ángulos de
cada peldaño con la proa de una galera vencida; con sus rojas puertas
cuarteladas por una cruz negra; sus verjas de bronce, que a ras de
tierra le defendían de los escorpiones, y su enrejado de varillas
doradas, que cerraban las aberturas en lo alto, se ofrecía a los
soldados, con su feroz opulencia, tan solemne e impenetrable como el
rostro de Amílcar.

El Consejo había señalado la casa de Amílcar para este festín; los
convalecientes que moraban en el templo de Eschmún se habían puesto
en marcha al despuntar la aurora, ayudándose con sus muletas. A cada
instante llegaban otros comensales, afluyendo de todos los caminos,
como torrentes que se precipitan en un lago. Veíase correr entre los
árboles a los esclavos de las cocinas, azorados y medio desnudos; las
gacelas, balando, huían de los prados; el sol declinaba, y el perfume
de los limoneros hacía más pesadas aún las emanaciones de aquella
multitud sudorosa.

Hallábanse representadas allí todas las naciones: ligures, lusitanos,
baleares, negros y prófugos de Roma. Junto al pesado dialecto dórico,
resonaban las sílabas celtas, sonantes como los látigos de los carros
de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes
del desierto, parecidas a gritos de chacales. Se reconocía al griego
por su talla menuda, al egipcio por sus altos hombros, al cántabro por
sus gruesas pantorrillas. Los carios balanceaban orgullosos las plumas
de su casco; los arqueros de Capadocia se habían pintado en el cuerpo,
con el zumo de hierbas, anchas flores, y algunos lidios, vestidos con
traje femenino, comían con zapatillas y luciendo en las orejas grandes
pendientes. Otros, que para más gala se habían pintado de bermellón,
parecían estatuas de coral.

Extendíanse a lo largo de los corredores; comían agrupados junto a las
mesas o bien echados sobre el vientre, cogían los pedazos de carne, y
se hartaban, apoyados en los codos, con la magnífica postura de los
leones cuando desgarran su presa. Los últimos en llegar, de pie junto
a los árboles, veían las mesas bajas que casi desaparecían bajo los
tapices de escarlata, y aguardaban su turno.

No bastando las cocinas de Amílcar, el Consejo había enviado esclavos,
vajilla y lechos; en medio del jardín lucían, como en un campo de
batalla cuando se queman los muertos, grandes hogueras en que se asaban
bueyes. Los panes, polvoreados de anís, alternaban con grandes quesos,
más pesados que discos; las cráteras de vino y los cántaros de agua
hallábanse colocados en canastillas filigranadas de oro y llenas de
flores. La alegría de comer y de beber sin tasa dilataba todos los
ojos, y aquí y acullá empezaban las canciones.

Se les sirvió primero aves con salsa verde, en platos de roja arcilla,
decorados con dibujos negros; luego, todas las especies de moluscos
que crían las costas púnicas; sopas de harina, de habas y de cebada y
caracoles con comino, en platos de ámbar amarillo.

En seguida se cubrieron las mesas con carnes: antílopes con sus
cuernos, pavos reales con sus plumas, carneros enteros cocidos con
vino dulce, piernas de camello y de búfalo, erizos en salsa de
azafrán, cigarras fritas y lirones confitados. En gamellas de madera
de Tamrapani flotaban, entre azafrán, grandes pedazos de grasa.
Todo cargado de salmuera, trufas y asafétida. Pirámides de frutas se
desmoronaban sobre pasteles de miel, sin que los cocineros hubieran
olvidado servir algunos de los perritos ventrudos y de lana rosada,
que se engordaban con caldo de aceitunas, manjares cartagineses de que
abominaban otros pueblos. La sorpresa de los nuevos manjares excitaba
la avidez de los estómagos. Los galos de largos cabellos recogidos
encima de la cabeza, se disputaban las sandías y los limones, que
comían con la corteza. Negros que nunca habían visto langosta de mar,
se laceraban el rostro con sus rojas antenas. Griegos afeitados, más
blancos que el mármol, tiraban detrás de sí las sobras de su plato,
en tanto que pastores de Brucio, vestidos con piel de lobo devoraban
silenciosamente su ración, sin apartar de ella los ojos.

Iba anocheciendo. Fue quitado el velario que sombreaba la avenida de
los cipreses y encendidas las antorchas.

Los vacilantes resplandores del petróleo, que ardía en vasos de
pórfido, asustaron a los monos encaramados en los cedros y consagrados
a la luna. Sus gritos alegraban a los soldados.

Llamas oblongas temblaban al reflejarse en las corazas de bronce y
arrancaban un haz de chispas en los platos, incrustados de piedras
preciosas.

Las cráteras, de bordes de espejos convexos, multiplicaban la imagen
agrandada de las cosas: los soldados se apretujaban en torno, mirándose
embobados y haciéndose muecas para reírse. Por encima de las mesas se
arrojaban los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Trasegaban
los vinos griegos contenidos en odres, los de Campania encerrados en
ánforas, los de los cántabros, que se transportan en toneles, y los
vinos de azufaifo, de cinamomo y de loto. A causa del líquido vertido
el piso estaba resbaladizo. El humo de las viandas subía hasta el
follaje, mezclado al vapor de los alientos. Oíase a un mismo tiempo el
crujido de las mandíbulas, el ruido de las palabras, de las canciones,
de las copas, el estrépito de los vasos campanios rotos en mil pedazos
o bien el limpio sonido de las fuentes de plata.

A medida que aumentaba su embriaguez, los soldados se acordaban mejor
de la injusticia de Cartago. La República, agotada por la guerra, había
dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios.
Giscón, su general, había tenido la prudencia de irlos licenciando poco
a poco para facilitar el pago de los sueldos; el Consejo confiaba en
que acabarían por transigir con alguna rebaja; pero se veía ya en la
imposibilidad de pagarles.

Esta deuda se enlazaba en la opinión pública con los tres mil
doscientos talentos exigidos por Lutacio, y como Roma, los mercenarios
eran un enemigo para Cartago. Así lo entendían ellos, y por esto
estallaba su indignación en amenazas y revueltas. Acabaron por
solicitar permiso para reunirse a fin de celebrar una de sus victorias,
y el partido de la paz cedió, vengándose así de Amílcar, el propulsor
de la guerra. Esta había terminado, contra todos sus esfuerzos, si
bien temiendo por Cartago había entregado a Giscón el mando de los
mercenarios. Designar su palacio para recibirlos era atraer sobre
él algo del odio que los bárbaros despertaban. Además, el gasto era
exorbitante, y Amílcar lo sufragaría casi todo.

Orgullosos de haberse impuesto a la República, creían los mercenarios
que al fin iban a volver a sus hogares con el precio de su sangre
en la capucha de su manto; pero sus fatigas, vistas a través de su
embriaguez, les parecían prodigiosas y míseramente recompensadas. Se
enseñaban unos a otros sus heridas; se contaban sus combates, sus
viajes y las cazas de su país. Imitaban los gritos y hasta los saltos
de las fieras. Recordaron después a los inmundos reclutadores, y
hundían la cabeza en las ánforas, dándose a beber sin tregua, como
dromedarios sedientos. Un lusitano, de talla gigante, que llevaba un
hombre colgado de cada brazo, recorría las mesas, echando fuego por
las narices. Los lacedemonios, que no se habían quitado las corazas,
saltaban pesadamente. Algunos avanzaban como mujeres, haciendo gestos
obscenos; otros se desnudaban por completo para pelear al modo de los
gladiadores, y un grupo de griegos bailaba alrededor de un vaso en el
que estaban pintadas unas ninfas, al son de un escudo de cobre que
golpeaba un negro con un hueso de buey.

Súbitamente, oyeron un canto quejumbroso, un canto sonoro y apacible,
que subía y bajaba en los aires, como aleteo de un pájaro herido.

Era la voz de los esclavos en las ergástulas. Los soldados se
levantaron de un salto, para libertarlos, y desaparecieron, para volver
trayendo en medio de gritos una veintena de hombres de cara pálida.
Cubría su cabeza afeitada un bonetillo cónico, de fieltro negro;
calzaban todos sandalias de madera y hacían un ruido de hierro viejo,
como las carretas en marcha.

Llegaron a la avenida de los cipreses, donde se perdieron entre la
multitud que les interrogaba. Uno de ellos se había quedado de pie,
apartado de los demás. A través de los desgarrones de su túnica, se
veían sus espaldas surcadas por largas heridas. En actitud pensativa
miraba en torno suyo con desconfianza, y bajaba algo los párpados,
deslumbrado por las antorchas; pero advirtiendo que ninguno de los
soldados le molestaba, dio un profundo suspiro; balbuceó, se sorbió las
lágrimas que bañaban su rostro; luego, tomando por las asas un cántaro
lleno, lo levantó en el aire con sus brazos cargados de cadenas, y
mirando al cielo, sosteniendo siempre la vasija, exclamó:

--¡Salud, ante todo, a ti, Baal-Eschmún, libertador, llamado Esculapio
por la gente de mi nación! ¡Y a vosotros, genios de las fuentes, de la
luz y de los bosques! ¡Y a vosotros, dioses ocultos bajo las montañas
y en las cavernas de la tierra! ¡Y a vosotros, hombres fuertes, de
relucientes armaduras, que me habéis libertado!

Y dejando caer la vasija contó su historia. Le llamaban Espendio. Los
cartagineses le habían hecho prisionero en la batalla de los Egineses.
Como hablaba griego, ligur y púnico, pudo una vez más dar las gracias
a todos los mercenarios; les besaba las manos, y acabó felicitándoles
por el banquete, aunque muy asombrado de no ver en él las copas de
la Legión sagrada. Estas copas, que llevaban una vid de esmeralda
en cada una de sus seis facetas de oro, pertenecían exclusivamente
a una milicia formada de jóvenes patricios, escogidos entre los de
más estatura. Constituían las copas un privilegio, casi un honor
sacerdotal, y por eso mismo, los mercenarios las codiciaban entre todos
los tesoros de la República. Detestaban a la Legión por las copas, y se
había dado el caso de arriesgar la vida por el inconcebible placer de
beber en ellas.

Así, pues, mandaron traer esas copas, que estaban depositadas en
poder de los Sisitas, compañías de comerciantes que comían reunidos.
Volvieron los esclavos sin ellas, porque a tal hora dormían todos los
Sisitas.

--¡Que los despierten! --gritaron los mercenarios.

Después del segundo recado, supieron que los Sisitas se hallaban
encerrados en su templo.

--¡Que lo abran! --replicaron.

Y cuando los esclavos, temblando, confesaron que las copas estaban en
poder del general Giscón, gritaron:

--¡Que las entregue!

Pronto apareció Giscón en el fondo del jardín, con una escolta de la
Legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a la cabeza por una mitra
de oro constelada de piedras preciosas, y que colgaba cubriendo el
caballo hasta los cascos, se confundía de lejos con las sombras de la
noche. No se veía más que su barba blanca, el brillo de su tocado y su
triple collar de anchas placas azules que le golpeaban el pecho.

Al verle los soldados, saludáronle con una gran aclamación, gritando
todos:

--¡Las copas! ¡Las copas!

Giscón empezó por declarar que las merecían, atendiendo a su valor. Con
esto la turba aulló de alegría y aplaudió.

Nadie mejor que él podía decirlo, porque los había capitaneado y había
venido con la última cohorte en la última galera.

--¡Es verdad! ¡Es verdad! --respondían todos.

--Sin embargo --siguió diciendo Giscón--, la República ha respetado
vuestras divisiones por pueblos, vuestras costumbres, vuestros cultos;
sois libres en Cartago. En cuanto a los vasos de la Legión sagrada, son
de propiedad particular.

De pronto, al lado de Espendio, un galo se lanzó, por encima de las
mesas y fue derecho a Giscón, al que amenazó esgrimiendo dos espadas.

El general, sin dejar de hablar, le dio en la cabeza con su bastón
de marfil, y el bárbaro cayó. Los galos aullaban y transmitían su
furor a los demás legionarios. Giscón se encogió de hombros; mas
palideció. Pensó que su valor personal sería inútil contra aquellos
salvajes exasperados. Valdría más dejar su venganza para más tarde,
valiéndose de algún ardid; hizo, pues, una señal a sus soldados y
fuese lentamente. Al llegar a la puerta se volvió a los mercenarios,
gritándoles que se arrepentirían.

Siguió el festín. Pero Giscón podía volver, y cercando el arrabal,
que lindaba con las últimas fortificaciones, aplastarlos contra las
paredes. Entonces se sintieron solos, a pesar de ser muchedumbre; la
gran ciudad que dormía a sus pies, en la sombra, les dio miedo, de
pronto, con sus graderías, sus altas casas negras y sus dioses, más
feroces aún que su pueblo. A lo lejos brillaban algunos fanales en el
puerto y las luces del templo de Kamón. Se acordaron de Amílcar. ¿Dónde
estaba? ¿Por qué les abandonaba, hecha la paz? Sus disensiones con el
Consejo serían sin duda un pretexto para perderlos. Su odio cayó entero
sobre él y le maldecían, exasperándose unos a otros con su cólera. En
este momento se formó un grupo bajo los plátanos. Era para ver a un
negro que se retorcía golpeando el suelo con sus miembros, inmóviles
las pupilas, torcido el cuello y espumeantes los labios. Alguien gritó
que estaba envenenado, y todos creyeron estarlo también. Cayeron
sobre los esclavos. Se levantó un clamoreo espantoso, y un vértigo
de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al acaso,
destrozaban, mataban; algunos tiraban las antorchas en la enramada;
otros, inclinándose en la balaustrada de los leones los mataban; a
flechazos; los más atrevidos corrieron a los elefantes, queriendo
abatirles la trompa y comer el marfil.

Sin embargo, los honderos baleares, que para saquear más cómodamente,
habían doblado el ángulo del palacio, se vieron detenidos por una alta
barrera hecha con cañas de las Indias. Cortaron con sus puñales las
correas del cerrojo y se encontraron debajo de la fachada que miraba a
Cartago, en otro jardín lleno de plantíos artísticamente recortados.
Continuadas líneas de blancas flores describían en la tierra azulada
largas parábolas, como regueros de estrellas. Los obscuros matorrales
exhalaban olores cálidos y suaves. Había troncos de árboles bañados
de cinabrio, que parecían columnas sangrantes. En el centro, doce
pedestales de cobre sostenían grandes bolas de vidrio; rojizas luces
fulguraban en aquellos globos huecos, como enormes pupilas palpitantes.
Los soldados se alumbraron con antorchas, tambaleándose en los declives
del terreno, profundamente labrado.

Divisaron de pronto un pequeño lago, dividido en muchos estanques por
paredes de piedras azules. El agua era tan limpia, tan clara, que las
llamas de las antorchas penetraban hasta el fondo, formado por guijas
blancas y polvos de oro. Empezó a hervir el agua, y grandes peces de
brillantes escamas subieron a la superficie.

Riéndose mucho, los soldados los cogieron por las agallas y los
llevaron a las mesas.

Eran los peces de la familia Barca. Todos descendían de esos rapes
primordiales que habían puesto el místico huevo en el que se ocultaba
la Diosa. La idea de cometer un sacrilegio avivó la glotonería de los
mercenarios; pusieron vasos de cobre sobre el fuego y se divirtieron en
ver cómo los hermosos peces se debatían en el agua hirviente.

Los soldados habían perdido ya el miedo y volvían a beber. Los perfumes
que les caían de la frente mojaban a grandes gotas sus túnicas hechas
jirones, y de codos en las mesas, que les parecía oscilaban como
navíos, paseaban alrededor sus ojos de borracho, para devorar con la
vista lo que no estaba al alcance de su mano. Había quien, andando
entre los platos sobre los manteles de púrpura, rompían a puntapiés
los escabeles de marfil y las ampollas tirias de cristal. Mezclábanse
las canciones al estertor de los esclavos agonizantes entre las copas
rotas. Pedían más vino, comida, oro. Gritaban queriendo mujeres. Se
deliraba en cien lenguas distintas. Algunos se creían en los baños,
a causa del vapor que flotaba en torno de ellos, o bien, mirando al
follaje, imaginaban estar de caza y corrían a sus camaradas como a
bestias salvajes. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los
altos macizos de verdura, de los que se escapaban largas espirales
blancas, parecían volcanes que empezaran a humear. Redoblaba el
clamoreo; los leones heridos rugían en la obscuridad.

De repente se iluminó la azotea más alta del palacio; abriose la puerta
del centro y apareció en el umbral una mujer vestida de negro: la hija
de Amílcar. Bajó la primera escalera que bordeaba oblicuamente el
primer piso, luego el segundo y el tercero, y detúvose en la última
terraza, en lo alto de la escalera de las galeras. Inmóvil y con la
cabeza baja, contempló a los soldados.

Detrás de ella y a cada lado estaban dos largas filas de hombres
pálidos, vestidos de blancas túnicas con franjas rojas que caían rectas
sobre sus pies. No tenían barba, ni cabello, ni cejas. En sus manos,
deslumbrantes de anillos, llevaban enormes liras, y todos cantaban
con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes
eunucos del templo de Tanit, a los que Salambó llamaba con frecuencia a
su casa.

Al fin, la joven bajó la escalera de las galeras, siguiéndola los
sacerdotes. Avanzó por la avenida de los cipreses y anduvo lentamente
por entre las mesas de los capitanes, que se apartaban al verla pasar.

Su cabellera, empolvada de arena violeta y apilada en forma de torre,
a la usanza de las vírgenes cananeas, le hacía parecer más alta de
lo que era. Trenzas de perlas pegadas a sus sienes bajaban basta las
comisuras de la boca, rosada como una granada entreabierta. Llevaba
sobre el pecho un collar de piedras luminosas que imitaban, por sus
variados colores, las escamas de una lamprea. Sus brazos, adornados
con diamantes, salían desnudos de una túnica sin mangas, constelada
de rojas flores, sobre un fondo negro. Anudada a los tobillos llevaba
una cadeneta de oro para regular el paso, y su gran manto de púrpura
sombría, cortado de un paño desconocido, arrastraba colgante,
describiendo a cada paso como una amplia onda que la seguía.

A ratos, los sacerdotes pulsaban las liras de acordes casi ahogados, y
en los intervalos se oía el pequeño ruido de la cadeneta de oro con el
chasquido acompasado de las sandalias de papiro.

Nadie la conocía. Únicamente se sabía que vivía retirada en prácticas
piadosas. Los soldados la habían visto de noche, en lo alto del
palacio, arrodillada ante las estrellas, entre torbellinos de pebeteros
encendidos. Era la luna la que la había vuelto tan pálida, y algo de
los dioses la envolvía como un vapor sutil. Las pupilas parecían mirar
a lo lejos, más allá de los espacios terrestres. Andaba con la cabeza
inclinada, y en la derecha mano llevaba una pequeña lira de ébano.

La oyeron murmurar:

--«¡Muertos, muertos todos! Ya no vendréis más, obedientes a mi voz,
como cuando sentada al borde del lago, os echaba en la boca pepitas de
sandía. El misterio de Tanit rodaba en el fondo de vuestros ojos, más
límpidos que manantiales. Y llamaba a los peces por sus nombres, que
eran los de los meses --Siv, Siyan, Tamuz, Elul, Tischri, Schebar--.
¡Ah! ¡Piedad para mí, Diosa!»

Los soldados, sin comprender lo que ella decía, se apiñaban a su
alrededor. Se asombraban de su tocado; pero ella paseaba sobre todos
una larga mirada asustada, y luego, hundiendo la cabeza entre los
hombros, separando los brazos, les preguntaba muchas veces:

--¿Qué habéis hecho? ¿Qué habéis hecho? ¿No teníais, para hartaros,
pan, carnes, aceite, toda la flor de los graneros? ¡Yo había hecho
traer bueyes de Hecatompila y enviado cazadores al desierto!

Subía el tono de su voz, sus mejillas se coloreaban, y añadió:

--¿Dónde estáis? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un amo?
¡Y qué amo! ¡El sufeta Amílcar, padre mío, servidor de los Baales!
Vuestras armas, rojas con la sangre de sus esclavos, son las que él ha
apresado a Lutacio. ¿Sabéis de alguien en vuestras tierras que sepa
dirigir mejor las batallas? Mirad. ¡Los peldaños de nuestro palacio
están obstruidos por nuestros trofeos! ¡Seguid incendiándolo todo! Me
llevaré conmigo el Genio de mi casa, mi serpiente negra, que duerme
allá arriba, sobre hojas de loto. Silbaré y ella me seguirá; y, si
embarco en mi galera, correrá sobre la estela de la nave, entre la
espuma de las olas.

Palpitaban sus finas narices; aplastaba las uñas contra la pedrería de
su pecho. Sus ojos languidecían, y añadió:

--¡Ah, pobre Cartago! ¡Lamentable ciudad! No tienes para defenderte los
hombres fuertes de antes, que iban más allá de los mares a levantar
templos en las playas. Todos los países trabajaban en torno tuyo, y las
llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.

La joven empezó a cantar las aventuras de Melkart, dios de los Sidonios
y padre de su familia.

Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia, el viaje a Tarteso y
la guerra contra Masisabal para vengar a la reina de las serpientes.

--Él perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba
sobre las hojas muertas como un arroyo de plata; él llegó a una pradera
en que las mujeres de grupa de dragón estaban alrededor de una gran
hoguera, enhiestas en la punta de su cola. La luna de color de sangre
resplandecía en un halo pálido, y sus lenguas de escarlata, hendidas
como arpones de pescadores, se alargaban encorvándose hasta el borde de
la llama.

Sin interrupción, Salambó fue contando cómo Melkart, después de haber
vencido a Masisabal, puso en la proa de su nave la cabeza cortada de
este:

--A cada oleada, la cabeza se hundía en las espumas; pero el sol la
embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; los ojos no cesaban de
llorar y las lágrimas caían continuamente en el agua.

Cantaba Salambó todo esto en un antiguo idioma cananeo, que no
entendían los bárbaros, los cuales se preguntaban qué es lo que ella
diría con los gestos espantosos que subrayaban sus palabras. Subidos
alrededor de ella, sobre las mesas, sobre los escabeles y en las ramas
de los sicomoros, con la boca abierta y alargando el pescuezo, trataban
de retener estas vagas historias que oscilaban ante su imaginación, a
través de la obscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.

Únicamente los sacerdotes sin barba comprendían a Salambó. Temblaban
sus manos rugosas, en tanto que pulsaban las liras, a las que de vez en
cuando arrancaban un lúgubre acorde; más débiles que viejas mujeres,
temblaban a un tiempo, de emoción mística y del miedo que les causaban
los hombres. Los bárbaros no se cuidaban de ellos: solo atendían a la
virgen cantora.

Pero nadie la miraba como un joven capitán númida, que estaba en
la mesa de los jefes, entre los soldados de su nación. Su cintura
estaba tan erizada de dardos que ahuecaban su amplio manto, anudado
a las sienes por un lazo de cuero, y que flotante sobre sus hombros
ensombrecía su rostro, del que no se veían más que las llamas de sus
dos ojos fijos. Se encontraba por casualidad en el festín. Por orden
de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes, que
enviaban sus hijos a las grandes familias, a fin de preparar futuras
alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Habas vivía allí, y aún no
conocía a Salambó. Sentado sobre los talones y con la barba tocando las
astas de sus jabalinas, la contemplaba, inflamadas las ventanas de la
nariz, como leopardo agazapado en los bambúes.

Al otro lado de las mesas hallábase un libio de colosal estatura y de
cabellos cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyos
adornos metálicos rasgaban la púrpura del escabel. Entre el vello de
su pecho brillaba un collar con una luna de plata. Manchaban su rostro
salpicaduras de sangre; apoyado en el codo izquierdo y con la bocaza
abierta, sonreía a la cantora.

Dejando Salambó el ritmo sagrado, empleó simultáneamente todos los
idiomas de los bárbaros, a fin de enternecerlos con aquella delicadeza
de mujer. Hablaba en griego a los griegos; luego se dirigía a los
ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla,
hallaban en su voz la dulcedumbre de sus patrias. Impulsada por los
recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma;
y ellos aplaudían. Se entusiasmaba al resplandor de las desnudas
espadas; gritaba con los brazos abiertos. Calló su lira y enmudeció, y
apretándose el corazón con las dos manos, quedó por algunos momentos
con las pupilas cerradas, saboreando la agitación de todos aquellos
hombres.

El libio Matho estaba junto a ella. Involuntariamente, la joven se
acercó a él, e impulsada por el conocimiento de su orgullo, le echó
en una copa de oro un gran chorro de vino, para reconciliarse con el
ejército.

--¡Bebe! --dijo Salambó.

Tomó él la copa, y ya la acercaba a los labios cuando un galo, el mismo
que Giscón hirió, le golpeó la espalda, se acercó a él con aire jovial,
bromeando en la lengua de su país. Espendio, que allí estaba, se
ofreció a traducir las palabras.

--Habla --le dijo Matho.

--¡Los dioses te protegen! Llegarás a rico. ¿Cuándo es la boda?

--¿Qué bodas?

--Las tuyas; porque entre nosotros --explicó el galo--, cuando una
mujer da de beber a un soldado, es que le brinda con el tálamo.

No había acabado de decir esto, cuando Narr-Habas dio un salto, y
sacando un dardo de la cintura y apoyándose con el pie derecho en el
borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

Silbó el dardo entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo
clavó en el mantel con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el
aire.

Matho se la arrancó aprisa; pero no tenía armas: estaba desnudo.
Al fin, levantando con ambos brazos la cargada mesa, se la tiró a
Narr-Habas en medio de la turba que se precipitaba a separarlos. Hasta
tal punto se apretaban númidas y soldados, que no podían desenvainar
las espadas. Matho avanzaba abriéndose paso con la cabeza. Cuando
se irguió, Narr-Habas había desaparecido. Le buscó con los ojos, y
entonces vio que Salambó también se había ido.

Volvió entonces su mirada al palacio; vio en lo alto que la puerta roja
de la cruz negra se cerraba, y se precipitó hacia ella.

Viéronle todos correr entre las proas de las galeras; aparecer luego a
lo largo de las tres escaleras, hasta la puerta roja, que empujó de un
empellón. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.

Un hombre le había seguido, y en medio de la obscuridad, porque las
luces del festín, que daban vueltas, estaban tapadas por el ángulo del
palacio. Matho reconoció a Espendio.

--¡Vete! --le dijo.

El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica;
arrodillándose luego ante Matho, le tomó el brazo delicadamente,
palpándoselo para dar con la herida.

A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Espendio vio
en medio del brazo una enorme herida. La cubrió con un ancho vendaje;
pero el otro, irritado, decía:

--¡Déjame! ¡Déjame!

--¡Oh, no! --dijo el esclavo--. ¡Tú me has librado de la ergástula: te
pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Manda!

Matho, rozando las paredes, dio la vuelta a la terraza, aguzando
el oído a cada paso, y hundiendo la mirada por entre las cañas
doradas, registraba las silenciosas habitaciones. Por fin, se detuvo,
desesperado.

--Óyeme --le dijo el esclavo--, no me desprecies por mi debilidad; he
vivido en este palacio y puedo, como una víbora, introducirme por las
paredes. Ven; hay en la Cámara de los Antepasados un lingote de oro
debajo de cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.

--¡Bah! ¿Qué me importa? --repuso Matho.

Espendio se calló.

Estaban en la azotea. Una sombra enorme se extendía ante ellos;
los manchones de la sombra parecían enormes olas de un negro mar
petrificado.

En este instante se advirtió una franja luminosa por el lado del
Oriente. A la izquierda y muy en lo hondo, los canales de Megara
empezaban a rayar con sus blancas sinuosidades la verdura de los
jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras,
las terrazas, los baluartes, íbanse perfilando en la claridad del
alba; y en torno de la península cartaginesa oscilaba un cinturón de
blanca espuma, en tanto que el mar, color de esmeralda, parecía como
cuajado con el frescor de la mañana. A medida que el rosado cielo
iba ensanchándose, se agigantaban las altas casas inclinadas en las
vertientes del terreno, y se apiñaban como rebaño de cabras negras
que bajaran de la montaña. Las calles desiertas parecían alargarse;
las palmeras, que se destacaban saliendo aquí y acullá sobre las
paredes, estaban quietas; las cisternas, repletas de agua, simulaban
escudos de plata perdidos en los patios; empezaba a palidecer el faro
del promontorio Hermeo. En lo alto de la Acrópolis, en el bosque de
cipreses, los caballos de Eschmún, al surgir la luz, ponían los cascos
sobre el parapeto de mármol y relinchaban del lado del sol.

Surgió el astro, y Espendio, alzando los brazos, dio un grito.

Todo se agitaba en un espacio rojizo, porque como si el Dios se
desgarrara, lanzaba a rayos sobre Cartago la lluvia de oro de sus
venas. Brillaban los espolones de las galeras, el techo de Kamón
parecía irradiado de llamas, y se veían luces en el fondo de los
templos, cuyas puertas empezaban a abrirse. Grandes carretas llegadas
de la campiña rechinaban en las losas de las calles; los dromedarios,
cargados de bagajes, bajaban las rampas. Los cambistas ponían en las
encrucijadas las muestras de sus tiendas. Volaban las cigüeñas y
palpitaban las blancas velas. Oíase en el bosque de Tanit el tamboril
de las cortesanas sagradas, y en la punta de Mapales empezaban a humear
los hornos en que se cocían los ataúdes de arcilla.

Espendio se asomó a la terraza; rechinábanle los dientes, y repitió:

--¡Ah, sí..., sí, amo! Comprendo por qué desdeñas ahora el saqueo de la
casa.

Pareció que Matho volvía en sí al eco de estas palabras; pero no que
las entendiera. Espendio continuó:

--¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las guardan ni hierro tienen
para defenderlas!

Y señalándole con la diestra algunos plebeyos que bordeaban el muelle
por la arena, para buscar lentejuelas de oro:

--Mira --añadió--, la República es como esos miserables: encorvada al
borde de los mares, hunde en todas las playas sus ávidos brazos, y el
ruido de las olas llena de tal modo su oído que no percibe tras ella la
pisada de un amo.

Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín,
en el que resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los
árboles:

--Aquí hay hombres fuertes, exasperados por el odio. ¡Nada les liga a
Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!

Matho seguía apoyado en la pared; acercándose Espendio, siguió
diciéndole en voz baja:

--¿Me entiendes, soldado? Los dos nos pasearemos cubiertos de púrpura,
como sátrapas. Nos lavarán con perfumes; yo tendré esclavos, a mi
vez. ¿No estás cansado de dormir en el duro suelo, de beber vinagre
de los campos y oír siempre la trompeta? Que ya descansarás, ¿no es
verdad? Será cuando te arranquen la coraza para arrojar tu cadáver a
los buitres; o quizás cuando, apoyándote en un bastón, ciego, cojo y
débil, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a
los niños y a las vendedoras de salmuera. Acuérdate de las injusticias
de tus jefes, de los campamentos en la nieve, de las carreras al sol,
de las tiranías de la disciplina y de la eterna amenaza de la cruz.
Después de tantas miserias, te han dado un collar de honor, así
como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para
aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú,
más valiente que Pirro! ¡Ah, si tú quisieras! ¡Ah, qué feliz serías en
las grandes salas frescas, al son de las liras, acostado sobre flores,
con bufones y con mujeres! ¡No me digas que la empresa es imposible!
¿Acaso los mercenarios no han poseído Regio y otras plazas fuertes de
Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente; el pueblo odia a los
ricos; Giscón no puede hacer nada con los cobardes que le rodean. ¡En
cambio, tú eres valiente; todos te obedecerán! ¡Mándalos! ¡Cartago es
nuestro!: ¡lancémonos!

--No --dijo Matho--; la maldición de Moloch pesa sobre mí. La he
sentido en sus ojos, y acabo de ver en un templo un carnero negro que
reculaba.

Y añadió, mirando en torno suyo:

--¿Dónde está ella?

Comprendió Espendio la inmensa inquietud que le obsesionaba, y no se
atrevió a hablarle más.

Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; de sus ennegrecidas
ramas caían de tiempo en tiempo esqueletos de monos medio quemados, en
medio de los platos. Ebrios los soldados, roncaban con la boca abierta
al lado de los cadáveres, y los que no dormían, bajaban la cabeza,
deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los
elefantes balanceaban entre las estacas de un parque las sangrientas
trompas. En los graneros abiertos se veían sacos de harina esparcidos,
y bajo la puerta, una línea espesa de carretas amontonadas por los
bárbaros. Los pavos reales subidos en los cedros hacían la rueda y
empezaban a gritar.

Sin embargo, la inmovilidad de Matho extrañaba a Espendio. Estaba
más pálido que antes; fijas las pupilas, parecía seguir algo en el
horizonte, apoyando los codos en el pretil de la azotea. Se asomó
Espendio, y acabó por descubrir lo que él contemplaba. Un punto de
oro brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica; era
el cubo de un carro de dos mulas. Un esclavo, a la cabeza del timón,
las llevaba de las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las
crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza
persa, bajo una red de perlas azules.

Las conoció Espendio y contuvo un grito.

Por detrás del carro flotaba al viento un gran toldo.




II

EN SICCA


Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.

Se les dio a cada uno una moneda de oro, a condición de que fueran a
acampar en Sicca; se les había halagado, además, con toda clase de
lisonjas.

--Sois los salvadores de Cartago; pero permaneciendo en ella la
reduciríais al hambre y la ruina. La República os pagará más tarde
esta condescendencia. Inmediatamente vamos a levantar impuestos; se
completará vuestra soldada y se equiparán galeras que os lleven a
vuestros países.

No había nada que contestar a tales promesas. Aquellos hombres
acostumbrados a la guerra, se aburrían en la paz de una ciudad; no
costó trabajo convencerlos, y el pueblo subió a las murallas para
verlos partir.

Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, todos mezclados
en montón: arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos
con griegos. Marchaban a paso largo, haciendo sonar en las losas sus
pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas,
y ennegrecidas sus manos por el polvo de las batallas. Broncos gritos
salían de las espesas barbas; sus aceradas cotas, desgarradas,
entrechocaban con los pomos de las espadas, y por los agujeros del
cobre, se veían los miembros desnudos, espantosos como máquinas de
guerra. Los montantes, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro
y los cascos de bronce oscilaban a la vez, con un mismo movimiento.
Llenaban la calle hasta el punto de parecer que iban a estallar las
murallas; esta interminable masa de soldados armados se deslizaba entre
altas casas de seis pisos, cubiertas de betún. Detrás de sus rejas de
hierro o de cañas, las mujeres, tapadas con un velo, veían pasar en
silencio a los bárbaros.

Las azoteas, las fortificaciones, las murallas, desaparecían bajo la
multitud de cartagineses, vestidos de negro, que las llenaban. Las
túnicas de los marineros parecían manchas de sangre entre aquella
sombría muchedumbre; los niños, casi desnudos, de piel brillante, con
brazaletes de cobre, gesticulaban en el follaje de las columnas o en
las ramas de las palmeras. Algunos ancianos ocupaban las plataformas
de las torres, y de trecho en trecho, un personaje de luenga barba, en
actitud soñadora, parecía de lejos, en el fondo del cielo, un fantasma,
tan inmóvil como las piedras.

Todos se sentían oprimidos por la misma inquietud: se temía que los
bárbaros, considerándose fuertes, tuvieran el capricho de permanecer
en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses
se animaron y se mezclaron con los soldados. Se les abrumaba con
juramentos y apretones de mano. Había quien les incitaba a que no
abandonaran la ciudad, por ardid de política y audacia de hipocresía.
Se les echaba perfumes, flores y monedas de plata. Se les daba
amuletos contra las enfermedades; pero no sin haber escupido antes tres
veces encima de ellos, para atraer la muerte, o encerrado tres pelos de
chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el
favor de Melkart, y, en voz baja, su maldición.

Vino luego la impedimenta de bagajes, de acémilas y de rezagados. Los
enfermos gemían sobre dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en
el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres; los voraces,
con cuartos de carne, pasteles, frutas, manteca envuelta en hojas de
higuera y nieve en sacos de tela. Los había con quitasoles en la mano
y loros en los hombros. Hacíanse seguir de dogos, gacelas o panteras.
Las mujeres de raza libia, montadas en asnos, increpaban a las negras
que abandonaban por los soldados los lupanares de Malqua; muchas daban
de mamar a criaturas colgadas del pecho con una correa de cuero. Las
mulas, aguijoneadas con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo
el peso de las tiendas; y había innumerables criados y portadores de
agua, macilentos, amarillos por las fiebres y llenos de sabandijas,
escoria de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.

Así que todos salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo
dejara las murallas. El ejército se derramó en seguida por la anchura
del istmo.

La soldadesca se dividió en masas desiguales. Las lanzas, al alejarse,
parecían altos tallos de hierba, y al fin, todo se desvaneció en una
densa polvareda. Aquellos de los soldados que se volvían para mirar
a Cartago, no vieron más que sus largas murallas, recortando en el
horizonte sus almenas vacías.

Entonces los bárbaros oyeron un gran grito. Creyeron que algunos de sus
compañeros, quedados en la ciudad, se entretenían en saquear cualquier
templo. Rieron mucho de esta idea y continuaron su camino.

Se sentían alegres de encontrarse, como antes, marchando juntos en
campo abierto; los griegos cantaban la vieja canción de los mamertinos:

--Con mi lanza y mi espada, trabajo y siego; yo soy el amo de la casa.
El hombre desarmado cae a mis rodillas y me llama Señor y Gran Rey.

Gritaban, saltaban, y los más alegres narraban cuentos; se había
acabado el tiempo de las miserias. Al llegar a Túnez, algunos
observaron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían
lejos, sin duda, y no se preocuparon más de ellos.

Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas,
y la gente de la población vino a hablar con los soldados.

Durante toda la noche viéronse fogatas que iluminaban el horizonte, del
lado de Cartago; lumbreras como antorchas gigantes, que se agrandaban
en el lago inmóvil. Ninguno, en el ejército, podía decir qué fiesta se
celebraba con aquellas luminarias.

Al otro día, los bárbaros atravesaron una campiña cultivada. Las
granjas de los patricios se sucedían unas a otras en los bordes del
camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos formaban
largas líneas verdes; rosados vapores flotaban en las gargantas de
las colinas; montañas azules se erguían por atrás. Soplaba un viento
caliente. Los camaleones rastreaban por las anchas hojas de las pitas.

Los bárbaros marchaban cada vez con más lentitud. Se disgregaron en
destacamentos sueltos o seguían unos tras otros, con largos intervalos.
Comían uvas al borde de las viñas, se acostaban en la hierba, miraban
estupefactos los grandes cuernos de los bueyes, artificialmente
torcidos, las ovejas revestidas de pieles para proteger su vellón, los
barbechos que se entrecruzaban formando losanges, las rejas de los
arados, como anclas de naves, y los granados que rociaban con silfio.
Les deslumbraba esta opulencia de la tierra y esos inventos de la
sabiduría.

Por la noche se echaron sobre las tiendas, sin desplegarlas, y
dormitando de cara a las estrellas, soñaron con el festín de Amílcar.

Al mediodía siguiente se hizo alto a orillas de un río, entre matas de
adelfas. Aquí se apresuraron a dejar lanzas, escudos y cinturones. Se
lavaban a gritos, llenaban sus cascos de agua y otros bebían de bruces,
entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.

Espendio, sentado en un dromedario robado al parque de Amílcar, vio de
lejos a Matho, que con el brazo junto al pecho, desnuda la cabeza y la
mirada baja, dejaba beber a su mula viendo correr el agua. El esclavo
se abrió paso a través de la turba, llamándole:

--¡Amo! ¡Amo!

Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Espendio
siguió andando detrás de él, y de vez en cuando volvía los ojos
inquietos hacia donde estaba Cartago.

Era hijo de un retórico griego y de una prostituta campania. Al
principio se había enriquecido vendiendo mujeres; luego, arruinado por
un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores del
Samnio. Le cogieron prisionero y se escapó; le volvieron a apresar y
entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los
suplicios, conoció muchos amos y todo género de miserias. Un día, al
fin, desesperado, se lanzó al mar desde lo alto de la trirreme en que
bogaba. Marineros de Amílcar recogiéronle moribundo y le encerraron en
la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos
a los romanos, aprovechó el desorden del festín para huir con los
soldados.

Durante toda la marcha estuvo cerca de Matho; le llevaba comida, le
ayudaba a apearse y de noche le extendía su tapiz bajo la tienda. Matho
acabó por conmoverse con estas atenciones, y poco a poco fue haciéndose
comunicativo: contó al esclavo su historia.

Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre le llevó en
peregrinación al templo de Ammón. Cazó después elefantes en los bosques
de los Garamantes. En seguida se alistó al servicio de Cartago. Le
nombraron tetrarca en la toma de Drepanum. La República le debía
cuatro caballos, veintitrés _medimnas_ de trigo y la soldada de un
invierno. Temía a los dioses y deseaba morir en su patria.

Espendio le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había
visitado, y de muchas cosas que él sabía, como fabricar sandalias,
venablos y sedas, domesticar animales feroces y cocer venenos.

A veces, interrumpiéndose, brotaba del fondo de su garganta un grito
ronco; la mula de Matho apretaba la marcha; las demás se apresuraban
a seguirla; luego, Espendio volvía a empezar, agitado siempre por su
angustia. Esta se calmó en la noche del cuarto día.

Iban juntos, a la derecha del ejército, por el flanco de una colina.
Abajo se prolongaba la llanada, perdida en los vapores de la noche.
Las líneas de soldados que desfilaban por abajo producían ondulaciones
en la sombra. A veces pasaban por las eminencias de terreno alumbradas
por la luna; entonces temblaba una estrella en la punta de las picas,
espejeaban por un instante los cascos; desaparecía todo y otros seguían
haciendo lo mismo. En lontananza, balaban los rebaños despertados, y
algo, de una infinita dulcedumbre, parecía cernerse sobre la tierra.

Espendio, doblada la cabeza y con los ojos entornados, aspiraba a
bocanadas el aire fresco; separaba los brazos y movía los dedos para
sentir mejor esta caricia que le corría por el cuerpo. Se ilusionaba
con nuevas esperanzas de venganza. Se tapó la boca con la mano para
contener sus suspiros y, como abstraído, soltaba el cabestro de su
dromedario, que andaba a paso acompasado. Matho había vuelto a su
tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al
restregarse en sus coturnos, producían un chirrido continuado.

Sin embargo, el camino se alargaba sin acabarse nunca. Al extremo de
una llanada, se llegaba siempre a una planicie redonda; luego se bajaba
a un valle y las montañas que fingían cerrar el horizonte parecían
deslizarse conforme iban acercándose a ellas. A trechos surgía un río
entre tamariscos, para perderse al volver una colina. A veces se erguía
una enorme roca, a manera de proa de una nave o de pedestal de un
coloso derribado.

Encontrábanse, a intervalos regulares, pequeños templos cuadrangulares,
que servían de estaciones a los peregrinos que iban a Sicca. Estaban
cerrados como tumbas. Los libios, para que los abrieran, golpeaban con
fuerza la puerta, pero nadie contestaba desde dentro.

Iban escaseando los labrantíos, porque se entraba en un terreno arenoso
erizado de matas espinosas. Rebaños de carneros ramoneaban entre las
piedras, guardados por una mujer, de talle ceñido por un vellón azul, y
que huía dando gritos, al ver entre las rocas las picas de los soldados.

Seguía el camino por una especie de corredor bordeado por dos cadenas
de rojizos montículos. De repente un olor nauseabundo hirió el olfato
de los soldados, que creyeron advertir algo extraordinario en lo alto
de un algarrobo: por encima de las hojas se erguía una cabeza de león.

Corrieron a verlo. Era un león sujeto a una cruz por los cuatro
miembros, como un criminal. El enorme hocico le caía sobre el pecho,
y sus dos patas anteriores, que medio desaparecían tapadas por las
melenas, estaban tan separadas como alas abiertas de un pájaro.
Apuntábanse sus costillas, una a una, por debajo de la piel distendida;
sus patas traseras, clavadas una encima de otra, aparecían encorvadas;
la negra sangre, que manaba entre los pelos, formaba estalactitas bajo
la cola que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados rieron
el encuentro: llamaron al león cónsul y ciudadano de Roma y le tiraron
guijarros a los ojos para quitarle los mosquitos.

Cien pasos más adelante vieron otros dos y en seguida una larga fila de
cruces con leones clavados. Algunos llevaban muertos tanto tiempo, que
solo quedaban en los maderos los restos de los esqueletos; otros, medio
roídos, torcían las fauces con una horrible mueca; los había enormes,
que se balanceaban en vilo, en el árbol de la cruz, en tanto que sobre
sus cabezas revoloteaban bandas de cuervos, sin pararse nunca. Así
procedían los campesinos cartagineses cuando apresaban una fiera,
creyendo atemorizar a las demás con este ejemplo. Los soldados, dejando
de reír, quedaron asombrados. «Qué pueblo es este», pensaban, «que se
entretiene crucificando leones.»

Por lo demás, estaban los hombres, los del Norte, sobre todo, vagamente
inquietos, enfermos ya; se laceraban las manos con las puntas de
los áloes; nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería
empezaba a hacer estragos. Se aburrían de no llegar a Sicca. Temían
perderse y entrar en el desierto, la región de las arenas y de los
espantos. No querían seguir adelante y muchos tornaron al camino de
Cartago.

Al fin, en el séptimo día, después de haber seguido largo rato la
base de una montaña, esta torció bruscamente a la derecha y apareció
una línea de murallas sobre blancas rocas, confundiéndose con ellas.
No tardó en verse toda la ciudad; unos rasos blancos, azules y
amarillos se agitaban sobre las murallas en la rojiza tarde: eran las
sacerdotisas de Tanit que acudían a recibir a los hombres. Estaban
alineadas a lo largo del baluarte, tocando tamboriles, pulsando liras,
agitando crótalos; y los rayos del sol poniente, por las montañas de
Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas que recorrían
los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música
y estallaba un grito estridente, precipitado, furioso, continuado;
especie de ladrido que las mujeres hacían azotando con la lengua los
dos ángulos de la boca. Otras se quedaban acodadas, con la barbilla en
la mano, más inmóviles que esfinges, asaetando con sus negros ojos al
ejército que iba subiendo.

Por más que Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener tanta
multitud; solo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad. Los
bárbaros se establecieron en la llanada; unos disciplinados como
tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.

Los griegos plantaron en líneas paralelas sus tiendas de pieles;
los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos
construyeron barracas de tablas; los libios cabañas con piedras; los
negros cavaron en la arena, con las uñas, fosos para dormir. Muchos, no
sabiendo dónde meterse, ambulaban entre los bagajes, y llegada la noche
se acostaban en tierra envueltos en sus mantos.

       *       *       *       *       *

La llanura se extendía alrededor de ellos, bordeada de montañas. Aquí
y allá, una palmera se cimbreaba sobre una colina de arena; abetos y
encinas manchaban los flancos de los precipicios; la lluvia caía, como
una larga banda que la tempestad colgaba, del cielo, en tanto que en el
resto de la campiña el cielo seguía azul y sereno; después, un viento
tibio lanzaba torbellinos de polvo y un arroyo bajaba en cascadas de
las alturas de Sicca, en las que se levantaba, con su tejado de oro
sobre columnas de cobre, el templo de Venus cartaginesa, dominadora de
la comarca, a la que parecía infundir su alma. Por estas convulsiones
de la tierra, por estas alternativas de la temperatura y por esos
juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de la fuerza junto
con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían
unas la forma de una luna creciente; otras parecían pechos de mujer
mostrando sus senos hinchados. Los bárbaros sentían pasar sobre sus
fatigas un abatimiento lleno de delicias.

Espendio, con el dinero de su dromedario se había comprado un esclavo.
La mayor parte del día lo pasaba durmiendo tendido ante la tienda de
Matho. A menudo se despertaba creyendo, en su sueño, oír silbar las
correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices
de sus piernas en el sitio que habían lacerado los grilletes y luego se
dormía.

Matho aceptaba su compañía. Siempre que salía, Espendio le escoltaba
como un lictor, armado con un espadón; o bien Matho se apoyaba en su
espalda, porque Espendio era de baja estatura.

Una tarde que atravesaban juntos las calles del campamento, vieron unos
hombres cubiertos con mantos blancos, y entre ellos a Narr-Habas, el
príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

--¡Dame tu espada! --exclamó--; ¡Quiero matarle!

--Todavía no --contestó Espendio, conteniéndole, porque ya Narr-Habas
venía a su encuentro.

Besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, acallando la
cólera que tuvo en la embriaguez del festín; luego habló extensamente
contra Cartago, pero sin decir lo que le había traído entre los
bárbaros.

¿Era para traicionarlos, o en bien de la República?, se preguntaba
Espendio; y como esperaba aprovecharse de todos los desórdenes, suponía
también a Narr-Habas capaz de todas las perfidias.

El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer
intimar con Matho. Enviaba a este cabras gordas, polvo de oro y plumas
de avestruz. El libio, desconcertado con estos halagos, no sabía si
corresponder a ellas o exasperarse. Espendio le apaciguaba y Matho
se dejaba gobernar por el esclavo, pues era un irresoluto, lleno de
invencible sopor, como aquel que ha bebido un brebaje que le ha de
ocasionar la muerte.

Una mañana que salieron los tres a caza de un león, Narr-Habas ocultó
un puñal en su manto. Espendio iba siempre detrás de él y volvieron sin
que el númida sacara el arma.

Otra vez Narr-Habas los llevó muy lejos, hasta los confines de su
reino. Llegaron a un desfiladero, y allí, sonriendo, declaró que había
perdido el rumbo; Espendio lo halló.

Lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, no
bien aparecía el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la
arena y permanecía inmóvil hasta la noche.

Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército; a los que
observan la marcha de las serpientes, a los que leen en las estrellas,
a los que soplan en la ceniza de los muertos. Tragó gálbano, seselí
y veneno de víbora que hiela el corazón; mujeres negras cantando,
a la luz de la luna, bárbaras canciones, le picaron la frente con
estiletes de oro; se cargaba de collares y de amuletos; invocaba, ora
a Baal-Kamón, ora a Moloch o a los siete Kabiros, a Tanit y a la Venus
de los griegos. Grabó un nombre en una placa de cobre y la hundió en la
arena, en el dintel de su tienda. Espendio le oía gemir y hablar solo.

Una noche entró.

Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una
piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida
alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.

--¿Sufres? --le preguntó el esclavo--. ¿Qué necesitas? Dímelo.

Y le tocaba en la espalda, llamándole muchas veces:

--¡Amo! ¡Amo!

Al fin, Matho le miró con ojos turbados.

--¡Escucha! --dijo en voz baja, con un dedo en los labios--. ¡Es una
maldición de los dioses! ¡Me persigue la hija de Amílcar! Tengo miedo,
Espendio --y se apretaba contra su pecho como niño asustado por un
fantasma--. Háblame. ¡Quiero curarme! Lo he probado todo. ¿Sabes tú de
algún dios más fuerte o de alguna otra invocación irresistible?

--¿Para qué? --preguntó Espendio.

Respondió Matho, golpeándose la cabeza con ambos puños:

--¡Para librarme del hechizo!

Luego decía, hablándose a sí mismo y a largos intervalos:

--Soy, sin duda, la víctima de algún holocausto que ella habrá
prometido a los dioses... ¡Me tiene atado a una cadena invisible! Si
ando, ella delante; si me detengo, ella también. Sus ojos me queman;
oigo su voz. Ella me rodea, me penetra; creo que ha llegado a ser mi
alma.

»Y, sin embargo, hay entre nosotros dos como las olas invisibles de un
océano sin límites. Ella está lejana y es inaccesible. El esplendor de
su hermosura forma a su alrededor un nimbo de luz; a veces creo que no
la he visto jamás, que no existe... y que todo es un sueño...

Así lloraba Matho en las tinieblas. Los bárbaros dormían. Espendio,
mirando a Matho, se acordaba de los jóvenes que con vasos de oro en las
manos, le suplicaban antiguamente, cuando paseaba por las ciudades su
tropa de cortesanas. Le tuvo compasión y le dijo:

--¡Sé fuerte, amo! ¡Recurre a tu voluntad y no implores más a los
dioses, porque estos no se preocupan de los gritos de los hombres!
¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla que una mujer te haga sufrir
tanto?

--¿Acaso soy un niño? --contestó Matho--. ¿Crees que me enternezco por
la cara y por las canciones de las mujeres? Las he tenido en Drepanum,
y para barrer mis cuadras; las he poseído en medio de los asaltos y
cuando vibraba la catapulta... Pero esta, Espendio, esta...

El esclavo le interrumpió:

--Si no fuera la hija de Amílcar...

--No --repuso Matho--. Ella no se parece a las otras hijas de los
hombres. ¿Has visto tú sus grandes ojos bajo sus grandes cejas, como
soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate; cuando apareció palidecieron
todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar, resplandecía su
pecho desnudo; se sentía tras ella como el olor de un templo, y algo se
escapaba de todo su ser que era más suave que el vino y más terrible
que la muerte.

Quedó embebecido, baja la cabeza y con las pupilas fijas.

--¡Pero yo la quiero, la necesito! Me muero. Pensando que la estrecho
en mis brazos, me arrebata una alegría furiosa y, sin embargo, la odio.
Espendio, ¡quisiera maltratarla! ¿Qué hacer? Tengo deseos de venderme
para ser su esclavo. ¡Tú lo fuiste! ¡Tú podías verla! ¡Háblame de ella!
Todas las noches sube a la azotea de su palacio, ¿verdad? ¡Ah, las
piedras deben estremecerse bajo sus sandalias, y las estrellas asomarse
para verla!

Volvió a enfurecerse, bramando como un toro herido.

Luego, Matho cantó: «Él persiguió en el bosque el monstruo hembra, de
cola que ondulaba sobre las hojas muertas como un arroyo de plata.» Y
arrastrando la voz, imitaba el estilo de Salambó, y sus manos hacían
como que pulsaban las cuerdas de una lira.

A todos los consuelos de Espendio contestaba con los mismos discursos:
pasaba las noches entre gemidos y exhortaciones.

Quiso aturdirse con el vino, pero la embriaguez aumentaba su tristeza.
Probó distraerse jugando a la taba, y perdió una a una las placas de
oro de su collar. Se dejó llevar junto a las servidoras de la Diosa;
pero bajó la colina sollozando como quien vuelve de un funeral.

Espendio, por el contrario, se volvía más atrevido y alegre. Veíasele
en las cantinas de las enramadas, en medio de los soldados. Componía
las corazas viejas, jugaba con puñales e iba a coger hierbas del campo
para los enfermos. Era chistoso, sutil, lleno de inventiva y de verbo;
los bárbaros se iban acostumbrando a sus servicios, y él se hacía
querer de todos.

Se esperaba a un embajador de Cartago que había de traerles en mulas
canastillos llenos de oro, y haciendo cálculos, todos dibujaban con
los dedos números en la arena. Cada uno se trazaba por adelantado un
nuevo plan de vida: unos querían concubinas, esclavos, tierras; otros,
esconder su tesoro o arriesgarlo en empresas marítimas. Con esto,
los caracteres se agriaban; había continuas disputas entre jinetes e
infantes, bárbaros y griegos, y aturdía el oído la voz áspera de las
mujeres.

Todos los días llegaban tropeles de hombres casi desnudos, con
hierbas en la cabeza para resguardarse del sol; eran los deudores
de los cartagineses ricos, obligados a trabajar sus tierras y que
se declaraban en fuga. Afluían libios, campesinos arruinados por
los impuestos, desterrados y malhechores. Luego venían mercaderes,
vendedores de vino y de aceite, furiosos porque no se les pagaba y
vociferando contra la República. Espendio les hacía coro. Muy pronto
disminuyeron los víveres. Se hablaba de ir en masa sobre Cartago y de
llamar a los romanos.

       *       *       *       *       *

Una noche, a la hora de cenar, se oyeron sonidos lentos y sordos que
se iban acercando, y a lo lejos se vio una cosa roja que aparecía y
desaparecía en las ondulaciones del terreno.

Era una gran litera de púrpura, con penachos de plumas de avestruz en
las cuatro esquinas. Encima de su toldo cerrado oscilaban sartas de
cristal con guirnaldas de perlas. Seguían en pos camellos que hacían
sonar unos cencerros colgados del pecho, y en torno suyo, jinetes con
armadura de escamas de oro que les cubrían desde los hombros hasta los
talones.

Detuviéronse a trescientos pasos del campamento, para sacar de la
valija que llevaban a la grupa su escudo redondo, su ancha espada y
su casco a la beocia. Unos quedaron con los camellos; otros siguieron
adelante. Pronto se advirtieron las enseñas de la República: unos
bastones de madera azul, terminados en cabezas de caballo o piñas de
pino. Todos los bárbaros se levantaron y aplaudieron. Las mujeres se
precipitaron a los guardias de la Legión, besándoles los pies.

Avanzaba la litera a hombros de doce negros, que andaban acompasados,
a paso corto, pero rápido. Iban de derecha a izquierda, al acaso,
embarazados con las cuerdas de las tiendas, por los animales sueltos y
por las trébedes donde se cocían los condumios. De vez en cuando, una
mano cargada de anillos entreabría la litera, y una voz ronca soltaba
palabras injuriosas; entonces, los porteadores se paraban, y luego
tomaban otro camino a través del campo.

Al fin se levantaron las cortinas de la litera y apareció sobre
un ancho almohadón una cabeza humana, impasible y abotargada. Las
cejas formaban como dos arcos de ébano que se unían por las puntas;
lentejuelas de oro brillaban en los crespos cabellos, y la cara era tan
descolorida, que parecía untada con raspadura de mármol. El resto del
cuerpo desaparecía bajo los vellones que llevaban la litera.

Los soldados reconocieron en este hombre así acostado, al Sufeta
Hannón, el mismo que había contribuido, con su lentitud, a hacer
perder la batalla de las islas Egates. En cuanto a su victoria de
Hecatompila sobre los libios, si se condujo con clemencia, fue por
codicia --pensaban los bárbaros--, porque vendió por su cuenta todos
los cautivos, declarando a la República que habían muerto.

Luego que encontró un sitio cómodo para arengar a los soldados, hizo
una señal; se paró la litera, y Hannón, sostenido por dos esclavos,
puso los pies en tierra, tambaleándose.

Llevaba botas de fieltro negro, sembradas de lunas de plata. Envolvían
sus piernas unas vendas, como de momia, viéndose la carne entre los
lienzos cruzados. Desbordaba su vientre en el sayo escarlata que le
cubría los muslos; los pliegues de su cuello le llegaban al pecho,
como papada de buey; su túnica, pintada de flores, parecía estallar
bajo los sobacos; llevaba banda, cinturón y amplio manto negro con
dobles mangas enlazadas. La profusión de vestidos, el gran collar de
piedras azules, los broches de oro y los pesados pendientes servían
solo para hacer más horrible su deformidad. Se le hubiera tomado por
un ídolo ventrudo tallado en un bloque de piedra; porque una lepra
pálida, extendida por todo su cuerpo, le daba la apariencia de una cosa
inerte. Con todo, su nariz, ganchuda como pico de buitre, se dilataba
con violencia, respirando el aire; y sus ojuelos, de cejas pegadas,
brillaban con brillo duro y metálico. Tenía en la mano una espátula de
áloe, para rascarse los pies.

Dos heraldos sonaron sus cuernos de plata, se apaciguó el tumulto y
Hannón empezó a hablar.

Empezó haciendo el elogio de los dioses y de la República; los bárbaros
debían felicitarse de haberla servido. Pero había que mostrarse más
razonables; los tiempos eran duros «y si un amo no tiene más que tres
olivos, ¿no es justo que guarde dos para él?»

De este modo, el viejo Sufeta entreveraba su discurso con apólogos y
proverbios, haciendo signos con la cabeza para solicitar aprobación.

Hablaba en púnico, y los que le rodeaban --los más alertas a tomar
las armas-- eran los campanios, los griegos y los galos, y ninguno de
ellos entendía nada. Comprendiéndolo así Hannón, dejó de hablar, y
balanceándose pesadamente, sobre una y otra pierna, reflexionó.

Se le ocurrió la idea de convocar a los capitanes. Los heraldos
gritaron esta orden en griego, lengua que desde Xantippo servía para el
mando en los ejércitos cartagineses.

Los guardias apartaron a latigazos la turba de soldados, y pronto
llegaron los capitanes de las falanges a la espartana y los jefes
de las cohortes, con las insignias de su grado y la armadura de su
nación. Se había hecho de noche y un gran rumor llenaba el campo;
brillaban hogueras aquí y acullá; se iba de un lado a otro, y todos se
preguntaban:

--¿Qué pasa? ¿Por qué el Sufeta no reparte el dinero?

Hannón exponía a los capitanes las infinitas cargas de la República. Su
tesoro estaba vacío; el tributo de los romanos la abrumaba:

--¡No sabemos qué hacer!... ¡Es lamentable!...

A ratos se frotaba los miembros con la espátula de áloe, o bien se
interrumpía para beber en una copa de plata que le alargaba un esclavo,
una tisana hecha con ceniza de comadreja y espárragos hervidos en
vinagre; luego se enjugaba los labios con una servilleta de escarlata,
y continuaba diciendo:

--Lo que valía un siclo de plata, vale hoy tres sekels de oro, y los
cultivos, abandonados durante la guerra, no producen nada. Nuestras
pesquerías de púrpura están casi perdidas; las perlas mismas resultan
exorbitantes; apenas si tenemos ungüentos bastantes para el servicio
de los dioses. En cuanto a cosas de comer, no quiero hablar: es una
calamidad. Faltos de galeras, carecemos de especias, y cuesta proveerse
de silfio, a causa de las rebeliones en la frontera de Cirene. La
Sicilia, de la que se sacaban tantos esclavos, nos está cerrada ahora.
Todavía ayer, por un bañero y cuatro pinches de cocina, he dado más
dinero que antes por dos elefantes.

Desarrolló un largo pedazo de papiro y leyó, sin pasarse un número,
todos los gastos hechos por la República para reparaciones de templos,
enlosado de calles, construcción de naves, para las pesquerías de
coral, para el engrandecimiento de los Sisitas y para los ingenios de
las minas en el país de los cántabros.

Pero los capitanes, así como los soldados, no entendían el púnico,
aunque los mercenarios se saludaban en este idioma. Se acostumbraba
poner en los ejércitos de los bárbaros algunos oficiales cartagineses
que sirvieran de intérpretes; después de la guerra, estos se habían
ocultado por miedo a las venganzas, y Hannón no pensó llevarlos
consigo. Su voz, además, era demasiado sorda y se la llevaba el viento.

Los griegos, apretados con su cinturón de hierro, aguzaban el oído,
esforzándose en adivinar sus palabras, en tanto que los montañeses,
cubiertos de pieles como osos, le miraban con desconfianza o
bostezaban, apoyados en sus mazas con clavos de cobre. Los galos,
distraídos, sacudían bromeando su alta cabellera, y los hombres del
desierto escuchaban inmóviles, encapuchados en sus vestimentas de lana
gris. Llegaban otros por detrás: los guardias, empujados por la turba,
vacilaban en sus monturas; los negros tenían en las manos teas de abeto
ardiendo, y el gordo cartaginés continuaba su arenga, subido en un
cerrillo de césped.

Ya los bárbaros se impacientaban; se oían murmullos y apóstrofes.
Hannón gesticulaba con su espátula; los que querían imponer silencio
gritaban más que los demás y aumentaban la confusión.

De pronto, un hombre de pobre apariencia saltó a los pies del Sufeta,
arrancó la trompeta a un heraldo, sopló en ella, y Espendio --pues era
él-- anunció que iba a decir algo importante. Ante esta declaración,
rápidamente hecha en cinco lenguas distintas, griega, latina, gala,
libia y balear, los capitanes, entre sorprendidos y regocijados,
contestaron:

--¡Habla, habla!

Dudó Espendio; tembló; al fin, dirigiéndose a los libios, que eran los
más, les dijo:

--¿Habéis oído las horribles amenazas de este hombre?

Hannón no rectificó, porque no entendía el libio, y continuando
Espendio, repitió la misma frase en los otros idiomas de los bárbaros.

Estos se miraron asombrados; todos, en seguida, como por tácito
acuerdo, creyendo quizás haber entendido, bajaron la cabeza en señal de
asentimiento.

Entonces Espendio dijo con voz robusta:

--Ha empezado diciendo que los dioses de los otros pueblos no eran
sino quimeras al lado de los dioses de Cartago; os ha llamado cobardes,
ladrones, mentirosos, perros e hijos de perras. Sin vosotros, la
República no se vería obligada a pagar el tributo a los romanos;
por vuestros excesos la habéis privado de perfumes, de aromas, de
esclavos y de silfio, porque vosotros os entendéis con los nómadas de
la frontera de Cirene. Pero los culpables serán castigados. Ha leído
la enumeración de sus suplicios: se les hará trabajar en el empedrado
de las calles, en el armamento de los bajeles, en el ornato de los
Sisitas; y a otros se les enviará a arañar la tierra en las minas del
país de los cántabros.

Lo mismo dijo a los galos, a los griegos, a los campanios y a los
baleares. Oyendo los mercenarios los mismos nombres que habían herido
sus oídos, se convencieron de que esto era lo que había dicho el
Sufeta. Algunos le gritaron: «¡Mientes!» Sus voces se perdieron en el
tumulto de los demás. Espendio añadió:

--¿No habéis visto que ha dejado fuera del campamento una reserva de
sus jinetes? A una señal acudirán a degollaros a todos.

Volviéronse los bárbaros hacia ese lado, y como entonces se separó la
turba, apareció en medio de ellos, avanzando con lentitud de fantasma,
un ser humano encorvado, flaco, enteramente desnudo y tapado hasta las
caderas por largos cabellos erizados de hojas secas, de polvo y de
espinas. Llevaba alrededor de los riñones y de las rodillas manojos
de paja, harapos de tela; su piel, blanda y terrosa, colgaba de sus
miembros descarnados como andrajos de las ramas secas; sus manos
temblaban con un estremecimiento continuo, y andaba apoyado en un
bastón de olivo.

Al llegar junto a los negros que llevaban las antorchas, una especie de
risa idiota descubrió sus pálidas encías, mientras con ojos asustados
contemplaba la multitud de bárbaros alrededor de él.

Pero lanzando un grito de horror, se echó detrás de ellos, escudándose
en sus cuerpos y balbuceando; «¡Aquí están! ¡Aquí están!» Señalando a
los guardias del Sufeta, inmóviles bajo sus lúcidas armaduras. Piafaban
los caballos, deslumbrados por el resplandor de las antorchas que
chispeaban en las tinieblas; el espectro humano se debatía ululando:

--¡Los han matado!

A estas palabras, dichas en balear, los baleares se acercaron y le
reconocieron. Él repitió:

--¡Sí, muertos todos! ¡Aplastados como uvas! ¡Los hermosos jóvenes, los
honderos, mis compañeros, los vuestros!

Se le hizo beber vino y él lloró. Luego se desahogó hablando.

Espendio no podía reprimir su alegría mientras explicaba a griegos
y libios las cosas horribles que contaba Zarxas, y que venían tan a
propósito. Palidecían los baleares oyendo cómo habían perecido sus
compatriotas.

Era una tropa de trescientos honderos, desembarcados en la víspera, y
que habiéndose dormido, cuando llegaron a la plaza de Kamón, como los
bárbaros habían partido ya, se encontraron indefensos por haber puesto
en los camellos sus balas de arcilla, con el resto de los bagajes. Se
les dejó entrar en la calle de Sateb, hasta la puerta de encina forrada
con placas de cobre, y el pueblo, impetuoso, se volvió contra ellos.

Los soldados recordaron ahora haber oído un gran grito, grito que
Espendio no oyó porque iba en la vanguardia.

Los cadáveres fueron puestos en los brazos de los dioses Pateque,
que rodeaban el templo de Kamón. Se les reprochó todos los crímenes
de los mercenarios: su glotonería, sus robos, sus impiedades, sus
desdenes y la matanza de los peces en el jardín de Salambó. Mutilaron
horriblemente sus cuerpos; los sacerdotes quemaron sus cabellos, a fin
de atormentar su alma; se les colgó en pedazos en las carnicerías;
a algunos les arrancaron los dientes y, para concluir, de noche se
encendieron hogueras en las esquinas.

Estas eran las llamas que brillaban de lejos sobre el lago. Habiéndose
incendiado algunas casas, se tiró por encima de las murallas el resto
de los cadáveres y agonizantes. Zarxas se había quedado oculto en los
cañaverales del lago; salió luego al campo, siguiendo el rastro del
ejército por las huellas del polvo. Por las mañanas se ocultaba en las
cavernas; de noche se ponía en marcha, con sus llagas sangrientas,
hambriento, enfermo, alimentándose de uvas o de lo que encontraba;
hasta que un día vio unas lanzas en el horizonte y las siguió
instintivamente, porque ya tenía turbado el juicio con tantos terrores
y miserias.

La indignación de los soldados, contenida mientras él habló, estalló
ahora como una tempestad; querían matar a los guardias y al Sufeta.
Algunos se interpusieron, diciendo que había que oírles y saber si
serían pagados. Entonces gritaron todos: «¡Nuestro dinero!» Hannón les
contestó que lo traía consigo.

Corrieron a las avanzadas y, empujados por los bárbaros, llegaron
los bagajes del Sufeta en medio de las tiendas. Sin esperar a los
esclavos, desataron los cestos y encontraron ropas de jacinto,
esponjas, raspadores, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para
pintar los ojos; todo esto de propiedad de los guardias, hombres ricos
acostumbrados a estas delicadezas. En seguida se descubrió en un
camello una gran cuba de bronce, perteneciente al Sufeta, para bañarse
en el camino, porque había tomado toda suerte de precauciones, incluso
la de llevar en jaulas comadrejas de Hecatompila, a las que se quemaba
vivas para hacer la tisana. Como su enfermedad le aumentaba el apetito,
traía además gran cantidad de comestibles y de víveres, de salmuera,
de carnes y pescados con miel, en tiestecitos de Comagen y grasa de
oca fundida, cubierta de nieve y de paja picada. La provisión era
considerable. A medida que se iban destapando las cestas, aparecían más
víveres, y las risas aumentaban como olas que se entrechocan.

El sueldo de los mercenarios llenaba unos dos serones de esparto. En
uno de ellos se veían esos rodetes de cuero de que la República se
servía para ahorrar numerario; y como los bárbaros se extrañaran,
Hannón les declaró que las cuentas estaban tan enrevesadas que los
Ancianos no habían tenido tiempo de examinarlas. Entretanto, se les
enviaba esto.

Entonces lo volcaron todo; mulas, criados, litera, provisiones y
bagajes. Los soldados cogieron las monedas de los sacos para apedrear
a Hannón. A duras penas pudo este montar en un asno; huyó cogiéndose
de las crines, llorando, gimoteando y llamando sobre el ejército la
maldición de los dioses. Su largo collar de pedrería le saltaba hasta
las orejas. Sostenía con los dientes el manto demasiado largo que
llevaba, y de lejos, gritábanle los bárbaros: «¡Vete, cobarde, cerdo,
cloaca de Moloch; suda tu oro y tu peste! ¡Más aprisa, más aprisa!» La
escolta, en desorden, galopaba a sus lados.

Pero el furor de los bárbaros no se aplacó con esto. Se acordaron de
que muchos de ellos que fueron a Cartago, no habían vuelto; sin duda,
se les había asesinado. Tanta injusticia, les exasperó; arrancaron las
estacas de las tiendas, arrollaron sus mantos, embridaron los caballos:
cada cual tomó su casco y su espada, y en un instante estuvo todo
dispuesto. Los que no tenían armas, corrieron al bosque a cortar ramas.

Iba haciéndose de día, los moradores de Sicca se lanzaban a las calles.
«Van a Cartago», decían, y este rumor se extendió pronto por la comarca.

Surgían hombres de cada camino, de cada barranco. Hasta los pastores
bajaban corriendo de las montañas.

Cuando se marcharon los bárbaros, Espendio dio la vuelta a la llanada,
montado en un semental púnico y seguido de un esclavo que llevaba un
tercer caballo.

Quedaba en pie una sola tienda, Espendio entró en ella.

--¡Levántate, amo, levántate! ¡Nos vamos!

--¿Dónde? --preguntó Matho.

--A Cartago.

Matho saltó en el caballo que el esclavo tenía a la puerta.




III

SALAMBÓ


La luna se levantaba a ras de las olas, y brillaban en la ciudad,
cubierta de tinieblas, blancuras, puntos luminosos, como la lanza de
un carro en un patio, algún pingajo de tela colgado, la esquina de una
pared o el collar de oro en el pecho de un dios.

Las bolas de vidrio de los techos de los templos irradiaban aquí y
allá, como gruesos diamantes. Pero las informes ruinas, los montones
de tierra negra y las huertas formaban manchas más sombrías aún en la
obscuridad; abajo, en Malqua, se extendían las redes de los pescadores
de una casa a otra, como gigantescos murciélagos que desplegaran las
alas. Ya no se oía el rechinar de las ruedas hidráulicas que elevaban
el agua al último piso de los palacios; en medio de las terrazas
descansaban tranquilamente los camellos, acostados sobre el vientre,
al modo de los avestruces.

Los ostarios o porteros dormían en las calles, en el dintel de las
casas; la sombra de los colosos se alargaba en las desiertas plazas; a
lo lejos, la llama de algún sacrificio seguía ardiendo, y la humareda
se escapaba por las tejas de bronce; la pesada brisa traía, con los
perfumes de los aromas, los olores de la marina y el vaho de las
murallas calentadas por el sol.

Alrededor de Cartago resplandecían las ondas inmóviles, porque la luna
desparramaba su luz a un tiempo sobre el golfo ceñido de montañas y
sobre el lago de Túnez, donde los flamencos formaban largas líneas
rosadas en los bancos de arena; en tanto que más allá, bajo las
catacumbas, la gran laguna salada espejeaba como una lámina de plata.
La bóveda del cielo azul se hundía en el horizonte, por un lado, en
la polvareda de los llanos; por otro, en las brumas del mar; y sobre
la cima de la Acrópolis, los cipreses piramidales cercaban el templo
de Eschmún, balanceándose y murmurando como las olas que batían
lentamente, acompasadamente, a lo largo del muelle, por debajo de las
fortificaciones.

Salambó, sostenida por una esclava que llevaba en un plato de hierro
carbones encendidos, subió a la terraza de su palacio.

En medio de este recinto había un pequeño lecho de marfil, cubierto
de pieles de lince, con cojines de pluma de loro, animal fatídico
consagrado a los dioses; y en las cuatro esquinas se levantaban
altos pebeteros llenos de nardo, incienso, cinamomo y mirra. La
esclava encendió los perfumes. Salambó miró la estrella polar;
saludó lentamente los cuatro puntos cardinales, y se arrodilló en el
suelo, entre el polvo de azul sembrado de estrellas, a imitación del
firmamento. Pegados los brazos al cuerpo, con los antebrazos extendidos
y las manos abiertas, mirando a la luna, dijo:

--¡Oh, Rabbetna!... ¡Baalet!... ¡Tanit! --y su voz era quejumbrosa
como si llamara a alguien--. ¡Anaitís! ¡Astarté! ¡Derceto! ¡Astoreth!
¡Mylitha! ¡Athara! ¡Elissa! ¡Tiratha! Por los símbolos ocultos, por
los sistros resonantes, por los surcos de la tierra, por el eterno
silencio y por la eterna fecundidad, dominadora del mar tenebroso y de
las cerúleas playas. ¡Oh, Reina de las cosas húmedas! ¡Salud!

Balanceó el cuerpo dos o tres veces y luego hundió la frente en el
polvo, alargando los brazos.

Su esclava la levantó despacio, porque era menester, según los ritos,
que alguien viniera a alzar al suplicante de su actitud prosternada.
Era como asegurarle que los dioses quedaban agradecidos. La nodriza de
Salambó no olvidaba nunca este deber piadoso.

Unos mercaderes de la Getulia-Daritiana la trajeron de niña a Cartago,
y después de su libertad no quiso en manera alguna abandonar a sus
amos, como lo probaba su oreja derecha, perforada por ancho agujero.
Una saya de rayas multicolores le ceñía la cintura, bajando hasta los
tobillos, donde se entrechocaban dos círculos de estaño. La cara, algo
aplastada, era tan amarilla como su túnica. Agujas de plata, muy
largas, formaban como un sol alrededor de su cabeza. Llevaba en la
nariz un botón de coral, y se mantenía erguida como un Hermes y con los
ojos bajos cerca del lecho.

Salambó avanzó al borde de la terraza. Por un momento oteó el
horizonte, luego miró a la ciudad dormida, y un suspiro levantó sus
senos e hizo ondular de un lado a otro la larga toga blanca que colgaba
en torno de ella, sin broche ni cinturón. Sus sandalias de puntas
encorvadas desaparecían bajo un montón de esmeraldas, y sus cabellos en
desorden henchían una redecilla de hilo de púrpura.

A poco alzó la cabeza para contemplar la luna, y mezclando con sus
palabras fragmentos de himno, murmuró:

«¡Qué lentamente ruedas, sostenida por el éter impalpable! El aire
se limpia en torno tuyo y el movimiento de tu rotación distribuye
los vientos y los rocíos fecundos. Según tú crezcas o disminuyas,
se alargan o se achican los ojos de los gatos y las manchas de las
panteras. ¡Las esposas te invocan en los dolores del parto! ¡Tú hinchas
los mariscos, haces hervir los vinos, pudres los cadáveres, formas las
perlas en el fondo del mar!

»Y todos tus gérmenes, ¡oh, diosa!, fermentan en las obscuras
profundidades de la humedad.

»Cuando apareces, la quietud invade la tierra; las flores se cierran,
las olas se apaciguan, los hombres fatigados extienden el pecho hacia
ti, y el mundo, con sus océanos y montañas, se mira en tu cara como
en un espejo. ¡Eres blanca, suave, luminosa, inmaculada, auxiliadora,
purificante, serena!»

La luna, en cuarto creciente, aparecía entonces sobre la montaña de
las Aguas Calientes, en la hendidura de sus dos cimas, del otro lado
del golfo. Tenía debajo una pequeña estrella, y alrededor, un círculo
pálido. Salambó añadió:

«¡Qué terrible eres, señora!... Por ti nacen los monstruos, los
horribles fantasmas, los mentirosos sueños; tus ojos devoran las
piedras de los edificios y enferman los monos cada vez que tú te
rejuveneces.

»¿Adónde vas? ¿A qué cambias perpetuamente tu forma? Tan pronto,
pequeña y encarnada, surcas el espacio como una galera sin mástil;
o bien, en medio de las estrellas, pareces un pastor que guarda su
rebaño. Brillante y redonda, rozas la cumbre de los montes, como la
rueda de un carro.

»¡Oh, Tanit! No me amas, ¿no es verdad? ¡Te he mirado tanto! Pero no;
tú corres en el azul y yo permanezco en la tierra inmóvil.»

--¡Taanach, toma tu nebal y toca en tono bajo la cuerda de plata,
porque mi corazón está triste!

La esclava levantó una especie de arpa de ébano, más alta que ella, y
triangular como una delta, fijó la punta en un globo de cristal, y con
los dos brazos la tañó.

Los sones se sucedían, sordos y precipitados como zumbido de abejas, y
cada vez más sonoros volaban en la noche con la queja de las olas y el
estremecimiento de los grandes árboles en la cima de la Acrópolis.

--¡Cállate! --exclamó Salambó.

--¿Qué te pasa, ama? La brisa que sopla, la nube que corre, todo te
inquieta ahora y te agita.

--No lo sé.

--Te fatigas con plegarias demasiado largas.

--¡Oh, Taanach, yo quisiera disolverme como una flor en el vino!

--Quizás consista en el aroma de tus perfumes...

--No --dijo Salambó--: el espíritu de los dioses habita en los buenos
olores.

Entonces la esclava la habló de su padre. Se le creía de viaje al país
del ámbar, detrás de las columnas de Melkart.

--Pero no vuelve; te convendrá, sin embargo, escoger un esposo entre
los hijos de los Ancianos, y entonces tu fastidio se extinguirá en los
brazos de un hombre.

--¿Por qué? --preguntó Salambó.

Todos los que ella había visto le causaban horror con sus risas de
animal salvaje y sus miembros groseros.

--Algunas veces, Taanach, se exhala del fondo de mi ser como cálidos
alientos, más pesados que los vapores de un volcán; siento que me
llaman unas voces; un globo de fuego rueda y sube en mi pecho, me
ahoga, voy a morir; y luego, algo suave, que corre de mi frente a mis
pies, pasa por mi carne... Es una caricia que me envuelve, y yo me
siento aplastada como si un dios se extendiera sobre mí. ¡Oh, quisiera
perderme en la bruma de las noches, en el chorro de las fuentes, en la
savia de los árboles; salir de mi cuerpo, no ser más que un soplo, que
un rayo, y subir hacia ti, oh, Madre!

Alzó los brazos lo más alto posible, cimbreando el talle, pálida y
ligera como la luna, con su larga vestimenta. Luego volvió a echarse
en su lecho de marfil, jadeando. Taanach la pasó en torno al cuello un
collar de ámbar con dientes de delfín para ahuyentar los terrores, y
Salambó dijo con voz casi apagada:

--Tráeme a Schahabarim.

Su padre no había querido que ella entrara en el colegio de las
sacerdotisas, ni que la hicieran conocer nada de la Tanit popular. La
reservaba para alguna alianza favorable a su política. Salambó vivía
sola, porque su madre había muerto.

Había crecido en las abstinencias, los ayunos y las purificaciones,
rodeada siempre de cosas exquisitas, saturado el cuerpo de perfumes, el
alma llena de plegarias. Jamás había probado el vino, ni comido carne,
ni tocado un animal inmundo, ni puesto los pies en la casa de un muerto.

Ignoraba los simulacros obscenos, porque, aunque cada dios se
manifestaba en formas diferentes y cultos, a menudo contradictorios,
atestiguaban a la vez el mismo principio, y Salambó adoraba a la diosa
en su manifestación sideral. Había ejercido la luna una manifiesta
influencia sobre la virgen; cuando el astro iba menguando, Salambó se
debilitaba. Lánguida durante todo el día, se reanimaba por la noche.
En un eclipse, estuvo a punto de morir.

Pero la Rabbet, celosa, se vengaba de esta virginidad sustraída a sus
sacrificios y atormentaba a Salambó con obsesiones, tanto más fuertes
cuanto que eran avivadas por una fe sincera.

Sin cesar, la hija de Amílcar se inquietaba por Tanit. Había aprendido
sus aventuras, sus viajes y todos sus nombres, que repetía ella sin que
les diera significado distinto. A fin de penetrar en las profundidades
de su dogma, quería conocer en lo más secreto del templo el viejo ídolo
con el magnífico manto del que dependían los destinos de Cartago;
porque la idea de un dios no puede desprenderse de su representación;
y conocer su simulacro era tomar una parte de su virtud y, en cierto
modo, dominarle.

Salambó se volvió porque había oído las campanillas de oro que
Schahabarim llevaba en la fimbria de su vestidura.

Subió este las escaleras y se detuvo en el dintel de la terraza, con
los brazos cruzados.

Sus ojos hundidos brillaban como lámparas de un sepulcro; sobre su
largo cuerpo delgado flotaba la túnica de lino, que hacían pesada los
cascabeles que alternaban en sus talones con granos de esmeralda. Tenía
los miembros débiles, el cráneo oblicuo, la barbilla puntiaguda; su
piel estaba helada al tacto y su amarilla faz, surcada por profundas
arrugas, parecía contraída por un deseo o por una eterna tristeza.

Era el gran sacerdote de Tanit, que había educado a Salambó.

--Habla --dijo--. ¿Qué quieres?

--Yo esperaba... Me habías casi prometido...

Salambó se turbaba, pero en seguida repuso:

--¿Por qué me menosprecias? ¿He olvidado algo de los ritos? Tú eres mi
maestro; tú me has dicho que ninguna como yo conocía el culto de la
diosa; pero hay algo que no quieres decirme. ¿No es así, padre?

Schahabarim se acordó de las órdenes de Amílcar y respondió:

--No; nada tengo que enseñarte.

--Un genio me empuja a este amor. He subido las gradas de Eschmún, dios
de los planetas y de las inteligencias; he dormido bajo el olivo de
oro de Melkart, patrón de las colonias tirias; he empujado las puertas
de Baal-Kamón, iluminador y fertilizador; he sacrificado a los Kabiros
subterráneos, a los dioses de los bosques, de los vientos, de los
ríos y de las montañas; pero todos están muy lejos, muy altos y son
insensibles, ¿comprendes? Mientras que a Ella la siento mezclada con mi
vida; llena mi alma y me estremezco con angustias interiores como si
ella saltara para escaparse. Paréceme que voy a oír su voz, a ver su
rostro; me deslumbran sus rayos y luego caigo en las tinieblas.

Schahabarim callaba. Salambó le imploraba con la mirada. Por fin hizo
una señal para que se fuera la esclava, que no era de raza cananea.
Desapareció Taanach, y el gran sacerdote, alzando un brazo al aire,
dijo:

--Antes que nacieran los dioses, estaban solas las tinieblas y flotaba
un soplo, pesado e indistinto, como la conciencia de un hombre que
sueña. Este soplo se contrajo, creando el Deseo y la Nube; y del Deseo
y de la Nube salió la materia primitiva. Era un agua fangosa, negra,
helada, profunda. Encerraba monstruos insensibles, partes incoherentes
de formas que habían de nacer y que estaban pintadas en la pared de los
santuarios.

»Después, la Materia se condensó: se convirtió en un huevo que se
abrió. Una mitad formó la tierra, otra el firmamento. El sol, la
luna, los vientos, las nubes, aparecieron y al estallido del rayo se
despertaron los animales inteligentes. Entonces, Eschmún se extendió
en la estrellada esfera; Kamón irradió en el sol; Melkart, con su
brazo, le empujó detrás de Gades; los Kabirim bajaron a los volcanes,
y Rabbet, como una nodriza, se dobló sobre el mundo, vertiendo su luz,
como una leche, y su noche como un manto.

--¿Y después? --inquirió Salambó.

Le había contado el secreto de los orígenes para distraerla con más
altas perspectivas; pero el deseo de la virgen se avivó con aquellas
últimas palabras, y el gran sacerdote, cediendo a medias, añadió:

--Después inspiró y gobernó los amores de los hombres.

--¿Los amores de los hombres? --repitió Salambó, soñadora.

--Ella es el alma de Cartago; bien está en todas partes, habita aquí
bajo el velo sagrado.

--¡Oh, padre! --exclamó Salambó--, yo le veré, ¿no es verdad? Tú me
llevarás. Desde hace tiempo la curiosidad de verle me devora. ¡Piedad!
¡Socórreme! ¡Vamos!

Él la rechazó con gesto vehemente y lleno de orgullo.

--¡Jamás! ¿No sabes que produce la muerte? Los Baales hermafroditas no
se descubren más que a nosotros solos, hombres por el espíritu, mujeres
por la debilidad. Tu deseo es un sacrilegio; conténtate con la ciencia
que posees.

Cayó ella de rodillas, poniendo dos dedos en sus orejas, en señal de
arrepentimiento; gemía, anonadada por las palabras del sacerdote, llena
a la vez de enojo contra él, de terror y de humillación. Él la miraba
de arriba abajo, temblando a sus pies, más insensible que las piedras
de la terraza, sintiendo una especie de alegría viéndola sufrir por
su divinidad, que tampoco él podía conocer del todo. Ya los pájaros
cantaban; soplaba el viento frío, y unas nubecillas corrían en el cielo
pálido.

De pronto, el sacerdote vio en el horizonte, detrás de Túnez, como
ligeras nieblas que se arrastraban y obscurecían el sol; luego se
alzó una gran cortina de polvo gris, perpendicularmente extendida; y
en los torbellinos de esta masa numerosa se advirtieron cabezas de
dromedarios, lanzas y escudos. Era el ejército de los bárbaros que
venía sobre Cartago.




IV

BAJO LAS MURALLAS DE CARTAGO


Huyendo del ejército iban llegando a la ciudad los aldeanos montados
en asnos o corriendo a pie despavoridos y sin aliento. La soldadesca
había hecho en tres días la jornada de Sicca a Cartago, con propósito
de exterminarlo todo.

Se cerraron las puertas casi al tiempo que llegaban los bárbaros,
quienes hicieron alto en medio del istmo, a orillas del lago.

Por de pronto, no se manifestaron hostiles. Muchos se acercaban con
palmas en la mano; pero fueron rechazados a flechazos: ¡tal era el
terror que inspiraban!

Por la mañana y a la caída de la tarde, los merodeadores vagaban
algunas veces a lo largo de los muros. Sobresalía entre ellos un hombre
pequeño, envuelto cuidadosamente en su manto y con la cara tapada por
una visera muy baja. Pasaba horas enteras mirando el acueducto, con
tal persistencia, que sin duda quería engañar a los cartagineses acerca
de sus verdaderos designios. Le acompañaba otro hombre, especie de
gigante, con la cabeza destocada.

Cartago estaba defendida en toda la longitud del istmo; en primer
lugar, por un foso, luego por un glacis de césped, y en último término
por una muralla, de treinta codos de alto, con piedras de sillería y
doble piso. Tenía cuadras para trescientos elefantes, con almacenes
para sus caparazones, maniotas y alimentos; más otras cuadras para
cuatro mil caballos con las provisiones de cebada y los arneses; y
cuarteles para veinte mil soldados con las armaduras y todo el material
de guerra. Las torres se levantaban en el segundo piso, provistas de
almenas, y a la parte de afuera había escudos de bronce, colgados de
garitos.

Esta primera línea de murallas defendía en primer lugar a Malqua,
barrio de la gente de la marina y de los tintoreros. Veíanse los
mástiles en que se secaban las velas de púrpura; y sobre las últimas
azoteas los hornos de arcilla para cocer la salmuera.

Hacia atrás, la ciudad desplegaba en anfiteatro sus altas casas de
forma cúbica. Eran de piedra, o de tablas, de guijarros, de cañas,
de conchas y de barro apisonado. Los bosques de los templos formaban
como lagos de verdura en esta montaña de bloques diversamente
coloreados. Las plazas públicas estaban niveladas a distancias
desiguales; innumerables callejuelas se entrecruzaban, cortándolas en
sentido longitudinal. Se veían los recintos de tres viejos barrios,
ahora confundidos, destacándose como grandes escollos, en los que se
alargaban enormes lienzos, medio cubiertos de flores, ennegrecidos,
anchamente rayados por el arrojo de las inmundicias, pasando las calles
por sus amplias aberturas, como ríos bajo puentes.

La colina de la Acrópolis, en el centro de Byrsa, desaparecía bajo un
desorden de monumentos: templos de columnas en espiral, con capiteles
de bronce y cadenas de metal, conos de piedra con franjas de azur,
cúpulas de cobre, arquitrabes de mármol, contrafuertes babilónicos y
obeliscos en punta, como antorchas invertidas. Los peristilos llegaban
a los frontispicios; las volutas se desplegaban entre las columnatas;
las murallas de granito soportaban tejados de ladrillo; todo esto,
encima una cosa de otra, ocultándose a medias, de un modo maravilloso e
incomprensible. Se sentía la sucesión de las edades y como el recuerdo
de patrias olvidadas.

Detrás de la Acrópolis, en tierras rojizas, el camino de los Mapales,
cercado de tumbas, se alargaba en línea recta, desde la ribera a las
catacumbas; seguían luego anchas quintas entre jardines; y este tercer
barrio, Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta los cantiles de la
costa, en la que se erguía un faro gigante que resplandecía todas las
noches.

Así se desplegaba Cartago ante los soldados acampados en la llanura.

De lejos divisaban los mercados, las esquinas de las calles, y
discutían sobre el emplazamiento de los templos. El de Kamón, enfrente
de los Sisitas, con tejas de oro; Melkart, a la izquierda de Eschmún,
tenía en su techumbre ramas de coral; más allá, Tanit redondeaba
entre palmeras su cúpula de cobre; el negro Moloch estaba debajo de
las cisternas del lado del faro. En el ángulo de los frontispicios,
encima de las murallas, en los rincones de las plazas, en todas partes,
se veían divinidades de cabeza horrible, colosales o ventrudas, con
vientres enormes o desmesuradamente aplanados, con las fauces abiertas,
separados los brazos y en las manos horcas, cadenas o jabalinas. El
azul del mar, destacándose en el fondo de las calles, parecía hacer a
estas, por un efecto de perspectiva, más escarpadas.

Un pueblo tumultuoso las llenaba de día y noche; los mancebos, agitando
campanillas, gritaban a la puerta de los baños; humeaban las tiendas
de bebidas calientes; el aire resonaba con la batahola de los yunques;
los gallos blancos, consagrados al sol, cantaban en los terrados;
mugían en los templos los bueyes destinados al sacrificio; corrían los
esclavos con canastillos en la cabeza; y en el atrio de los pórticos
aparecía alguno que otro sacerdote vestido con sombrío manto, desnudos
los pies, con el gorro puntiagudo.

Este espectáculo de Cartago irritaba a los bárbaros. La admiraban y la
execraban; querían a un tiempo destruirla y vivir en ella. Pero ¿qué
había en el puerto militar, defendido por una triple muralla? Detrás
de la ciudad, en el fondo de Megara, a mayor altura que la Acrópolis,
aparecía el palacio de Amílcar.

A cada instante, los ojos de Matho miraban a él. Se subía a los olivos
y se doblaba con la mano extendida sobre las cejas. Los jardines se
hallaban dentro y la puerta roja, de cruz negra, estaba siempre cerrada.

Más de veinte veces dio la vuelta a las fortificaciones, buscando
alguna brecha para entrar. Una noche se echó al golfo y durante tres
horas nadó sin descansar. Llegó al final de los Mapales y quiso trepar
por el acantilado. Se ensangrentó las rodillas, se rompió las uñas y
luego cayó en el agua y se volvió.

Le exasperaba su impotencia. Tenía celos de esa Cartago que guardada
a Salambó, como de alguien que la hubiera poseído. A su enervamiento
sucedió una acción loca y continuada. Con las mejillas encendidas, los
ojos irritados y ronca la voz, se paseaba con paso rápido, a campo
traviesa; o bien, sentado en la ribera, frotaba con arena su espadón.
Tiraba flechas a los buitres. Su corazón se desbordaba en palabras
furiosas.

--Deja correr tu cólera como un carro que rueda --le decía Espendio--.
Grita, blasfema, destruye y mata. El dolor se aplaca con sangre, y, ya
que no puedes saciar tu amor, alimenta tu odio; este te sostendrá.

Matho volvió a tomar el mando de sus soldados. Les hacía maniobrar
implacablemente. Se le respetaba por su valor y, sobre todo, por su
fuerza. Además, inspiraba como un temor místico; se creía que de noche
hablaba con fantasmas. Los demás capitanes se animaron con su ejemplo,
y pronto el ejército se disciplinó. Los cartagineses oían desde sus
casas la música de las bocinas que dirigían las maniobras. Por fin, los
bárbaros se acercaron.

Para aplastarlos en el istmo se habrían necesitado dos ejércitos que
pudieran atacarlos a la vez por atrás y por delante, uno desembarcando
en el golfo de Útica y el segundo bajando por la montaña de las Aguas
Calientes. ¿Pero qué hacer con solo la Legión sagrada, fuerte, a lo
más, de seis mil hombres? Del lado de Oriente, los sitiadores podían
juntarse con los númidas e interceptar el camino de Cirene y el
comercio del desierto; si se replegaban al Occidente, se levantaría la
Numidia. Finalmente, la falta de víveres les haría devastar, tarde o
temprano, como la langosta, las campiñas vecinas. Los ricos temblaban
por sus hermosas granjas, por sus viñedos y sus cultivos.

Hannón propuso medidas atroces e impracticables, tal como prometer una
fuerte suma por cada cabeza de bárbaro, o que con barcos y con máquinas
se incendiara su campamento. Por el contrario, su colega Giscón quería
que se les pagara; pero a causa de su popularidad, los Ancianos le
detestaban, porque temían que el azar les diera un amo, y por temor a
la monarquía se esforzaban en atenuar lo que subsistía de ella o la
podía restablecer.

Fuera de las fortificaciones había gente de otra raza y de origen
desconocido: cazadores de puercoespines, comedores de moluscos y de
serpientes. Iban a las cavernas a coger hienas vivas, con las que se
divertían haciéndolas correr por la tarde por las arenas de Megara,
por entre las ringleras de sepulcros. Sus cabañas de barro y algas
estaban junto a los cantiles de la costa, como nidos de golondrinas.
Allí vivían sin Gobiernos y sin dioses, todos mezclados, completamente
desnudos; a un tiempo débiles y feroces, y desde muchos siglos
execrados por el pueblo a causa de sus inmundos alimentos. Una mañana
advirtieron los centinelas que todos se habían ido.

Por fin, los miembros del Gran Consejo tomaron una resolución.
Fueron al campamento sin collares ni cinturones y en sandalias, como
particulares. Andaban con paso tranquilo, saludando a los capitanes o
bien parándose a hablar con los soldados, asegurando que todo estaba
arreglado y que harían justicia a sus reclamaciones.

Muchos de estos consejeros visitaban por primera vez un campo de
mercenarios. En vez de la confusión que se imaginaban, admiraron en
todas partes un orden y un silencio espantosos. Un fortín de tierra
encerraba al ejército en una alta muralla, inquebrantable al choque de
las catapultas. El suelo de las calles estaba rociado con agua fresca;
por los agujeros de las tiendas se advertían pupilas salvajes que
brillaban en la sombra. Los haces de picas y las panoplias suspendidas
los deslumbraban como espejos. Se hablaba en voz baja; temían volcar
algo con sus largas togas.

Los soldados pidieron víveres, comprometiéndose a pagarlos con el
dinero que se les debía.

Se les envió bueyes, carneros, gallinas, frutas secas y altramuces, más
cohombros ahumados; esos excelentes cohombros que Cartago exportaba al
extranjero; pero giraban desdeñosamente alrededor de los magníficos
animales, y denigrando lo que deseaban, ofrecían por un carnero el
valor de un pichón, por tres cabras el precio de una granada. Los
comedores de cosas inmundas, haciendo de árbitros, les decían que los
engañaban. Entonces echaban mano a la espada y amenazaban con matar.

Los comisarios del Gran Consejo escribieron el número de años que
se debía a cada soldado; pero era imposible saber ahora cuántos
mercenarios se habían contratado, y los Ancianos se asustaron de
la suma exorbitante que habría que pagar. Sería menester vender la
reserva de silfio; los mercenarios se impacientarían. Túnez estaba
ya con ellos; y los ricos, aturdidos por los furores de Hannón y los
reproches de su colega, encargaron a los conciudadanos que si alguien
conocía a algún bárbaro fuera a verlo inmediatamente para ganárselo y
entretenerlo con buenas palabras. Esta confianza les calmaría.

Mercaderes, escribas, obreros del arsenal, familias enteras se
trasladaron al campamento bárbaro.

Los soldados dejaban entrar a los cartagineses, pero por un solo
paso, tan estrecho, que no cabían por él más que cuatro hombres en
fila. Espendio, de pie, junto a la barrera, les hacía registrar
cuidadosamente. Frente a él, Matho examinaba a la multitud, pensando
encontrar alguien que hubiese visto en casa de Salambó.

El campamento parecía una ciudad: tal era el gentío y la animación. Las
dos muchedumbres distintas se mezclaban sin confundirse; la una vestida
de tela o de lana, con gorros de fieltro parecidos a piñas; la otra
vestida de hierro y con cascos. Entre criados y vendedores ambulantes,
circulaban mujeres de todas las naciones; morenas como dátiles
maduros, verdosas como aceitunas, amarillas como naranjas, vendidas
por marineros, escogidas en los tabucos, robadas a las caravanas,
tomadas en el saqueo de las ciudades; hembras que cuando jóvenes se las
abrumaba de amor y cuando llegaban a viejas se las tundía a golpes, y
que morían en los viajes, al borde de los caminos, entre los bagajes,
con las acémilas abandonadas. Las mujeres númidas se balanceaban sobre
sus talones, vestidas de túnicas de pelo de dromedario, cuadradas y de
color rabioso; las músicas de la Cirenaica, envueltas en gasas violetas
y con las cejas pintadas, cantaban agachadas en las esteras; negras
viejas, de pechos colgantes, juntaban, para hacer fuego, estiércol de
animal que se secaba al sol; las siracusanas llevaban placas de oro en
la cabellera; las lusitanas, collares de conchas; las galas, pieles de
lobo; niños robustos, cubiertos de sabandijas, desnudos, incircuncisos,
daban a los transeúntes golpes en el vientre con su cabeza, o llegando
por detrás, como pequeños tigres, les mordían las manos.

Los cartagineses se paseaban por el campamento, sorprendidos de la
multitud de cosas que allí veían. Los más pobres estaban tristes, y los
otros disimulaban su inquietud.

Los soldados les golpeaban en el hombro, excitándolos a la alegría. No
bien veían un personaje, le invitaban a sus diversiones. Cuando jugaban
al disco, se alineaban para aplastarle los pies, y en el pugilato, al
primer envite, le rompían una mandíbula. Los honderos asustaban a los
cartagineses con sus hondas; los psilos, con sus víboras; los jinetes,
con sus caballos. Esta gente, de ocupaciones pacíficas, se esforzaba en
sonreír y bajar la cabeza a todos estos ultrajes. Algunos, mostrándose
valientes, hacían signos de que querían ser soldados. Se les daba
hachas para rajar madera y se les hacía almohazar los animales; se
les encerraba en una armadura y los hacían rodar como toneles por
las calles del campamento. Y cuando se disponían a marcharse, los
mercenarios se tiraban de los pelos con contorsiones grotescas.

Muchos de estos, por necedad o prejuicio, creían a todos los
cartagineses muy ricos, y los seguían suplicando que les dieran alguna
cosa. Pedían, sobre todo, lo que les parecía bonito: un anillo, un
cinturón, sandalias, la franja de una túnica, y cuando el cartaginés,
despojado, exclamaba «No tengo nada más. ¿Qué quieres?», ellos
contestaban: «Tu mujer.» Otros decían: «Tu vida.»

Fueron remitidas a los capitanes las cuentas militares, leídas a los
soldados y aprobadas definitivamente. Entonces reclamaron tiendas, y
se las dieron. Después los polemarcas de los griegos pidieron algunas
de las hermosas armaduras que se fabricaban en Cartago, y el Gran
Consejo votó un presupuesto para esta adquisición. Pero los jinetes
entendían que era justo que la República les indemnizara de sus
caballos: uno afirmaba haber perdido tres en tal sitio, otro cinco en
tal marcha, otro catorce en los precipicios. Se les ofreció garañones
de Hecatompila; pero ellos prefirieron dinero.

A continuación pidieron que se les pagara en plata, no en moneda de
cuero, todo el trigo que se les debía y al precio más alto que se
hubiera vendido durante la guerra, si bien exigían por una medida
de harina cuatrocientas veces más de lo que dieron por un saco. Tal
injusticia exasperó, pero hubo que pasar por ella.

Entonces los delegados de los soldados y los del Gran Consejo se
reconciliaron, jurando por el Genio de Cartago y por los dioses de los
bárbaros. Con demostraciones y verbosidad orientales, se dieron excusas
y se hicieron caricias. Luego, los soldados reclamaron, como una prueba
de amistad, el castigo de los traidores que les habían indispuesto con
la República.

Hízose como que no se les comprendía, y se explicaron más claramente,
pidiendo la cabeza de Amílcar.

Muchas veces al día salían de su campamento para pasearse al pie de las
murallas. Gritaban que se les diera la cabeza del Sufeta y extendían
los sayos para recibirla.

Hubiera cedido, sin duda, el Gran Consejo, a no ser por una última
exigencia, más injuriosa que las anteriores: pidieron en matrimonio
para sus jefes, vírgenes escogidas en las principales familias. Fue una
idea de Espendio, y muchos la encontraron sencilla y fácil de ejecutar.
Pero esta pretensión de querer mezclarse con la sangre púnica irritó
al pueblo: se les significó rotundamente que no les darían ninguna.
Entonces gritaron que se les había engañado y que si antes de tres días
no llegaba su paga, irían ellos mismos a tomarla en Cartago.

La mala fe de los mercenarios no era tan completa como pensaban sus
enemigos. Amílcar les había hecho promesas exorbitantes, vagas, es
verdad, pero solemnes y reiteradas. Pudieron creer al desembarcar
en Cartago que se les entregaría la ciudad y que se les repartirían
sus tesoros; y cuando vieron que apenas se les pagaba su soldada, la
desilusión hirió su orgullo tanto como su codicia.

Dionisio, Pirro, Agatocles y los generales de Alejandro, ¿no habían
dado el ejemplo de maravillosas fortunas? El ideal de Hércules, que los
cananeos confundían con el Sol, resplandecía en el horizonte de los
ejércitos. Se sabía que simples soldados habían llevado diademas, y el
ruido de los imperios que se desmoronaban hacía soñar a los galos en
su bosque de encinas, y al etíope, en sus arenales. Había siempre un
pueblo dispuesto a utilizar los valientes; y el ladrón arrojado de su
tribu, el parricida errante en los caminos, el sacrílego perseguido por
los dioses, todos los hambrientos, todos los desesperados procuraban
llegar al puerto donde el agente de Cartago reclutaba soldados. En
general, esta cumplía sus promesas; pero esta vez, el exceso de su
avaricia la había llevado a una infamia peligrosa. Los númidas, los
libios, el África entera iban a caer sobre Cartago. Solo el mar estaba
libre; pero aquí se hallaban los romanos; como un hombre asaltado por
asesinos, la República sentía la muerte rondar en torno de ella.

Convenía, pues, recurrir a Giscón; los bárbaros aceptaron su
intervención; una mañana vieron bajarse las cadenas del puerto y entrar
en el lago tres barcos planos, pasando por el canal de la Tania.

A proa del primero se veía a Giscón. Detrás de este, y a más altura
que un catafalco, se levantaba una caja enorme, con anillos parecidos
a coronas. Aparecía en seguida la legión de intérpretes, peinados
como esfinges y con un lorito tatuado en el pecho. Seguían amigos y
esclavos, todos sin armas, y tan numerosos que se tocaban los hombros.
Las tres barcazas, llenas hasta flor de agua, avanzaban entre las
aclamaciones de los soldados, que las estaban mirando.

Así que Giscón desembarcó, los soldados corrieron a su encuentro. Con
sacos hizo arreglar una especie de tribuna, y declaró que no se iría
sin haberles pagado íntegramente.

Estallaron aplausos, y por largo rato no pudo hablar.

Luego censuró las faltas de la República y las de los bárbaros, que
con sus violentos motines tenían asustada a Cartago. La mejor prueba
de las buenas intenciones de la ciudad era que le enviaban a él, el
constante adversario del Sufeta Hannón. No debían los mercenarios
suponer en el pueblo la tontería de querer irritar a los valientes, ni
la ingratitud de desconocer sus servicios. Giscón empezó a pagar por
los libios. Como estos habían declarado equivocadas las listas, no se
sirvió de ellas.

Iban desfilando todos por naciones y abriendo los dedos para significar
el número de años; se les marcaba sucesivamente en el brazo izquierdo
con pintura verde; unos escribientes introducían la mano en el cofre
abierto, y otros, con un estilete, agujereaban una lámina de plomo.

Pasó un hombre que andaba pesadamente, con la pesadez de un buey.

--Sube a mi lado --le dijo el Sufeta, sospechando algún fraude--.
¿Cuántos años has servido?

--Doce --respondió el libio.

Giscón le pasó los dedos por debajo de la mandíbula, porque el
barboquejo del casco producía a la larga callosidades. «Tener callos»
era tanto como acreditarse de veterano.

--¡Ladrón! --exclamó el Sufeta--, lo que te falta en la cara debes
tenerlo eh las espaldas.

Y rasgándole la túnica descubrió un dorso cubierto de llagas
sangrientas. Era un labrador de Hippo-Zarita. Le silbaron y fue
decapitado.

En cuanto se hizo de noche, Espendio fue a despertar a los libios, y
les dijo:

--Cuando los ligures, los griegos, los baleares y los hombres de
Italia sean pagados, se despedirán; pero vosotros quedaréis en África,
esparcidos en vuestras tribus y sin ninguna defensa. Entonces se
vengará la República. ¡Desconfiad del viaje! ¿Creéis en palabras? Los
dos Sufetas están de acuerdo. Acordaos de la Isla de los Huesos y de
Xantippo, al que enviaron a Esparta en una galera podrida...

--¿Qué haremos? --le preguntaban.

--¡Reflexionad! --contestaba Espendio.

Los dos días siguientes se invirtieron en pagar a la gente de Magdala,
de Leptís, de Hecatompila. Espendio visitó a los galos.

--Se paga a los libios; se pagará a los griegos, a los baleares, a los
asiáticos, a todos; pero a vosotros, como sois pocos, no se os dará
nada. No volveréis a ver vuestra patria. No tendréis barcos. Os matarán
para ahorrar la comida.

Los galos fueron a ver al Sufeta, y Autharita, aquel a quien Giscón
golpeara en el palacio de Amílcar, le interpeló. Fue rechazado por los
esclavos y desapareció, jurando vengarse.

Las reclamaciones, las quejas se multiplicaban. Los más obstinados
entraban en la tienda del Sufeta. Para enternecerle le tomaban las
manos, le hacían palpar sus bocas sin dientes, sus brazos flacos y las
cicatrices de sus heridas. Aquellos que no estaban pagados, y aun los
que lo habían sido, pedían otra paga por sus caballos; los vagabundos,
los desterrados, tomando las armas de los soldados, decían que se les
olvidaba. A cada minuto llegaban torbellinos de hombres; las tiendas
crujían, se plegaban; oprimida la multitud entre los fortines del
campamento oscilaba, con grandes gritos, desde las puertas hasta el
centro. Cuando el tumulto era muy fuerte, Giscón apoyaba un codo en su
cetro de marfil y, mirando al mar, permanecía inmóvil, con los dedos
hundidos en la barba.

Con frecuencia, Matho se apartaba para conversar con Espendio; luego
se ponía frente al Sufeta, y Giscón sentía perpetuamente sus pupilas
como dos dardos inflamados asestados hacia él. Desde la multitud se
le lanzaban muchas veces injurias; pero no las comprendía. El reparto
continuaba y el Sufeta vencía todos los obstáculos.

Los griegos quisieron armar camorra por la diferencia de las monedas;
Giscón les dio tales explicaciones que se retiraron conformes. Los
negros reclamaron esas conchas blancas usadas para el comercio en el
interior de África; les ofreció enviar por ellas a Cartago, y como los
demás, aceptaron moneda.

A los baleares se les había prometido algo mejor: mujeres. El Sufeta
les dijo que esperaba para todos ellos una caravana de vírgenes; el
camino era largo y aún faltaban seis lunas (o meses). Así que estas
doncellas estuvieran gordas, limpias y frotadas con benjuí, se las
enviaría embarcadas a los puertos de las Baleares.

De repente, Zarxas, hermoso y vigoroso ahora, saltó como un batelero
sobre las espaldas de sus amigos, y gritó:

--¿Has reservado algo para los muertos? --y señalaba la puerta de
Kamón, en Cartago, que a los rayos del sol poniente resplandecía con
sus placas de cobre, de arriba abajo.

A los bárbaros les pareció ver en ella un rastro sangriento. Cada vez
que Giscón quería hablar, ellos gritaban. Por fin bajó lentamente y se
encerró en su tienda.

Cuando al amanecer volvió a salir, no se movieron sus intérpretes,
que dormían al exterior, y a los que se veía de espaldas, fijos los
ojos, azulado el rostro y con la lengua fuera de la boca. Salían de sus
narices blancas mucosidades y tenían rígidos los miembros, como si les
hubiese helado el frío de la noche. Todos llevaban alrededor del cuello
una lazada de juncos.

Con esto, la rebelión tomó incremento. Esta matanza de baleares,
contada por Zarxas, confirmó las desconfianzas vertidas por Espendio.
Se persuadieron de que la República trataba de engañarlos. ¡Era forzoso
concluir! Dejarían los intérpretes a un lado. Zarxas, con una honda
ceñida en torno a la cabeza, cantaba himnos guerreros; Autharita
blandía su recia espada; Espendio hablaba a unos y entregaba a otros
puñales. Los más fuertes procuraban pagarse ellos mismos; los menos
iracundos pedían que continuara la distribución. Nadie abandonaba las
armas, y todas las iras se concentraban en Giscón, con odio tumultuoso.

Algunos se pusieron a su lado. Mientras vociferaban injurias, se les
escuchaba con paciencia; pero a la menor palabra en favor suyo, eran
apedreados, o por la espalda, de un sablazo, se les cortaba la cabeza.
El montón de sacos estaba más rojo que un altar.

Después de la comida, cuando habían bebido vino, se volvían terribles.
Era una alegría prohibida bajo pena de muerte en los ejércitos púnicos,
y por esto levantaban las copas mirando a Cartago, como burlándose
de su disciplina. Luego se volvían contra los esclavos que traían el
dinero, y seguía la matanza. La palabra _¡mata!_, aunque distinta en
cada idioma, era comprendida de todos.

Giscón sabía muy bien que la patria le abandonaba; pero, a pesar de
su ingratitud, no quería deshonrarla. Cuando le recordaron que se les
había prometido barcos, juró por Moloch proporcionárselos él mismo, a
sus expensas, y quitándose su collar de perlas azules, lo arrojó a la
multitud en señal de juramento.

Entonces los africanos reclamaron el trigo prometido por el Gran
Consejo. Giscón extendió las cuentas de los Sisitas, hechas con pintura
violeta sobre pieles de cordero, y leyó todo el que había entrado en
Cartago, mes por mes y día por día.

A menudo hacía una pausa, y abría los ojos, como si entre los números
leyera su sentencia de muerte.

En efecto, los Ancianos las habían fraudulentamente reducido, y el
trigo vendido en la época más calamitosa de la guerra estaba a una tasa
tan baja que, a menos de estar ciego, ninguno podía creerlo.

--¡Habla! --le dijeron--. ¡Más alto! ¡Ah! ¡Es que trata de engañarnos!
¡Desconfiemos del cobarde!

Giscón vaciló unos instantes, pero al fin continuó su tarea. Los
soldados, aun convencidos de que se les engañaba, dieron por buenas las
cuentas de los Sisitas; pero la abundancia que habían encontrado en
Cartago les inspiró unos celos furiosos. Rompieron la caja de sicomoro
y vieron que estaba vacía en sus tres cuartas partes. Habían visto
salir de ella tales sumas que la creían inagotable; Giscón, sin duda,
las había escondido en su tienda. Escalaron los sacos, guiados por
Matho, y como gritaran «¡El dinero, el dinero!», Giscón respondió al
fin: «Que os lo dé vuestro general.»

Los miraba sin pestañear, sin hablar, con sus grandes ojos amarillos y
su larga cara, más pálida que su barba. Una flecha, detenida por las
plumas, vibraba en el ancho anillo de oro que pendía de su oreja, y un
hilo de sangre corría de la tiara por su hombro.

A una señal de Matho adelantaron todos. Espendio, con un nudo
corredizo, ató por los puños a Giscón; otro le derribó, y el Sufeta
desapareció entre el desorden de la turba que se echaba sobre los sacos.

Saquearon su tienda y en ella encontraron las cosas más indispensables
para la vida; y buscando mejor, tres imágenes de Tanit, y en una piel
de mono, una piedra negra caída de la luna.

Muchos cartagineses habían querido acompañarle; eran personajes
partidarios de la guerra.

Los sacaron de sus tiendas y fueron precipitados en el foso de las
inmundicias. Con cadenas de hierro fueron atados por el vientre a
sólidas estacas, y dábanles el alimento en la punta de una azagaya.

Autharita, que les vigilaba, los abrumaba con invectivas; como ellos
no las entendían, nada contestaban. El galo se entretenía en tirarles
guijarros a la cara para hacerles gritar.

       *       *       *       *       *

Una especie de inquietud se apoderó del ejército al siguiente día.
Ahora que la cólera estaba satisfecha, empezaban las inquietudes.
Matho sufría una vaga tristeza, pareciéndole que indirectamente había
ultrajado a Salambó, porque estos ricos eran como una prolongación de
su persona. Matho se sentaba de noche al borde de la fosa, y en los
gemidos de los prisioneros encontraba él algo de la voz de la que su
corazón estaba lleno.

Los libios eran los únicos pagados, y todos se lo echaban en cara.
Al mismo tiempo que se avivaban las antipatías nacionales con los
odios particulares, sentíase el peligro de desunirse, porque después
de tal atentado, las represalias habían de ser formidables. Había
que precaverse de la venganza de Cartago. Eran interminables los
conciliábulos, las arengas; hablaban todos y nadie era escuchado;
Espendio, locuaz de ordinario, se encogía de hombros ante todas las
proposiciones.

Una tarde preguntó a Matho si había fuentes en el interior de la ciudad.

--Ninguna --contestó Matho.

Al otro día, Espendio le llevó al ribazo del lago.

--¡Amo! --dijo el antiguo esclavo--, si tu corazón es intrépido, yo te
guiaré a Cartago.

--¿Cómo?

--Jura ejecutar todas mis órdenes y seguirme como una sombra.

Matho, levantando el brazo hacia el planeta de Chabar, dijo;

--¡Lo juro, por Tanit!

--Mañana --repuso Espendio--, al ponerse el sol, me esperarás al pie
del acueducto, entre el noveno y el décimo arco. Provéete de un pico
de hierro, de un casco sin cimera y de sandalias de cuero.

El acueducto a que aludía atravesaba oblicuamente todo el istmo y era
una obra enorme, agrandada más tarde por los romanos. No obstante su
desdén a otros pueblos, Cartago les había tomado ese nuevo invento,
lo mismo que hizo con la galera púnica; cinco hileras de arcos
superpuestos, de abultada arquitectura, con contrafuertes en la base y
cabezas de león en las cimas, extendiéndose por la parte occidental de
la Acrópolis, iban a hundirse debajo de la ciudad, para derramar casi
un río en las cisternas de Megara.

A la hora convenida, Espendio encontró a Matho. Ató una especie de
arpón al extremo de una cuerda, la remolineó como una honda, y fijado
que fue el hierro treparon uno tras otro por la pared.

Así que llegaron al primer piso, como se caía el arpón cada vez que lo
echaban, tuvieron que andar por el borde de la cornisa para descubrir
alguna hendidura. La cornisa se iba estrechando a cada hilera de arcos.
La cuerda se iba gastando, y en ocasiones amenazaba romperse.

Llegaron finalmente a la plataforma superior. Espendio, de tiempo en
tiempo, se doblaba para tantear las piedras con la mano.

--¡Allí es! --dijo--. Empecemos.

Y forcejeando con la palanca que trajo Matho, consiguieron apartar una
de las losas.

Vieron a lo lejos un grupo de jinetes que galopaban en caballos
sin bridas. Los brazaletes de oro saltaban entre las mangas de sus
vestidos. Al frente de ellos iba un hombre coronado con plumas de
avestruz y galopando con una lanza en cada mano.

--¡Narr-Habas! --exclamó Matho.

--¿Qué importa? --repuso Espendio.

Y saltó al agujero que había dejado la losa separada.

A una orden suya, Matho probó empujar uno de los bloques; pero por
falta de espacio, no podía mover los codos.

--Volveremos --dijo Espendio--; ponte delante --y los dos se
aventuraron en el conducto de las aguas.

Andaban mojados hasta la cintura, y pronto hubieron de nadar,
tropezando a cada instante con las paredes del canal, que era muy
estrecho. El agua corría casi tocando las losas de arriba; se laceraban
el rostro. Luego, la corriente los arrastró. Un aire más pesado que
el de un sepulcro les oprimía el pecho, y con los brazos altos para
resguardar la cabeza y pegadas las piernas, que alargaban lo más
que podían, pasaron como flechas en la obscuridad, jadeantes, casi
muertos. De pronto, todo se hizo negro delante de ellos y se redobló la
velocidad de las aguas. Cayeron.

Así que volvieron a la superficie se mantuvieron durante algunos
minutos tendidos de espalda, para respirar deliciosamente el aire.
Las arcadas, una tras otra, se abrían en medio de anchas murallas que
separaban los depósitos. Todos estaban llenos y el agua caía en una
especie de cascada a lo largo de las cisternas. Las cúpulas del techo
dejaban pasar por un tragaluz una pálida claridad que se reflejaba en
el agua como discos de luz, y las tinieblas del contorno se espesaban
sobre las paredes indefinidamente. El más insignificante ruido producía
un gran eco.

Espendio y Matho volvieron a nadar, y pasando por la abertura de los
arcos, atravesaron muchos compartimentos seguidos. Otras series de
depósitos más pequeños se extendían paralelamente a cada lado. Los dos
hombres se perdían y volvían a encontrarse. Algo resistió bajo sus
talones: era el pavimento de la galería que bordeaba las cisternas.

Entonces, avanzando con grandes precauciones, palparon la muralla en
busca de una salida. Pero sus pies resbalaban y caían para volver
a levantarse, presa de espantosa fatiga, como si sus miembros se
disolvieran en el agua. Sus ojos se cerraron: agonizaban.

Espendio dio con la mano contra los barrotes de una reja. La sacudieron
y cedió, dando paso a una escalera cerrada arriba por una puerta de
bronce. Con la punta de un puñal apartaron la barra que la abría por
fuera; y respiraron el aire libre.

La noche estaba silenciosa y el cielo parecía de una altura
desmesurada. Veíanse hileras de árboles a lo largo de las murallas. La
ciudad dormía, mientras los fuegos de los centinelas de las avanzadas
brillaban como estrellas perdidas.

Espendio, que había pasado tres años en la ergástula, no conocía bien
los barrios de la ciudad. Matho conjeturó que para ir al palacio de
Amílcar debían tomar a la izquierda, atravesando los Mapales.

--No --dijo Espendio--; llévame al templo de Tanit.

Matho quiso objetar.

--Acuérdate --dijo el esclavo; y alzando el brazo, señaló al planeta de
Chabar, que resplandecía.

Entonces Matho se volvió silenciosamente hacia la Acrópolis.

Se arrastraban a lo largo de las líneas de nopales que bordeaban
los caminos. Corría el agua de sus cuerpos sobre el polvo de la
tierra. Sus sandalias, mojadas, no hacían el menor ruido. Espendio,
con los ojos más brillantes que antorchas, registraba a cada paso
los matorrales; detrás de él andaba Matho, con las dos manos armadas
de puñales, sujetos los brazos cerca de los sobacos por una banda de
cuero.




V

TANIT


Cuando salieron de las huertas, se vieron detenidos por la cerca de
Megara; pero descubrieron una brecha en la espesa muralla, y pasaron.

El terreno, al descender, formaba como un valle muy ancho. Se hallaron
en un sitio descubierto.

--¡Escucha! --dijo Espendio--, y nada temas... Cumpliré mi promesa.

Se interrumpió, como pensando en lo que iba a decir...

--¿Te acuerdas cuando una vez te señalé, Matho, al salir el sol, desde
la azotea de Salambó, a Cartago? Aquel día éramos fuertes, pero tú
no quisiste oír nada... ¡Amo, hay en el santuario de Tanit un velo
misterioso, caído del cielo, y que cubre a la diosa!

--Lo sé --dijo Matho.

--Es un velo divino porque forma parte de la deidad. Los dioses
ejercen su poder donde residen. Porque lo posee Cartago, Cartago es
poderosa... ¡Te he traído aquí para robarlo!

Matho retrocedió horrorizado.

--¡Vete! ¡Busca otro! No quiero ayudarte en esa acción execrable.

--Tanit es tu enemiga --replicó Espendio--. Ella te persigue, y tú
mueres de su cólera. Te vengarás; ella te obedecerá, y serás inmortal e
invencible.

Matho bajó la cabeza. Espendio prosiguió:

--Sucumbiremos; el ejército será aniquilado. No tenemos ni escapatoria,
ni ayuda, ni perdón. ¿Qué castigo de los dioses puedes temer, si tienes
su fuerza en tus manos? ¿O es que prefieres morir en la derrota,
miserablemente, al amparo de un matorral, o entre el ultraje de la
plebe, en una hoguera? ¡Amo, un día entrarás en Cartago, entre los
colegios de los pontífices, que besarán tus sandalias; y si el velo de
Tanit te pesa, lo devolverás a su templo! ¡Sígueme! ¡Ven a tomarlo!

Un ansia terrible devoraba a Matho. Hubiera querido poseer el velo
sin cometer el sacrilegio. Se decía que quizás podría adquirir su
virtud sin necesidad de robar el velo; pero sin llegar al fondo de su
pensamiento, deteniéndose en el límite que le espantaba.

--¡Vamos! --dijo, y se alejaron a paso rápido, juntos y sin hablarse.

El terreno iba subiendo y las casas se juntaban. Los dos hombres
torcían por calles estrechas y entre tinieblas. Jirones de esparto
que cerraban las puertas golpeaban las paredes. En una plaza, los
camellos rumiaban ante un montón de heno. Luego pasaron por debajo de
una galería cubierta de follaje. Ladraron los perros, pero de pronto
el espacio se ensanchó y se encontraron en la parte occidental de la
Acrópolis. Por bajo de Byrsa se erguía una negra mole: era el templo
de Tanit, conjunto de monumentos y jardines, de patios y antepatios,
ceñido por un pequeño muro de piedras secas. Espendio y Matho lo
franquearon.

Este primer recinto encerraba un bosque de plátanos, plantados como
precaución contra la peste y la infección del aire. Aquí y acullá
estaban diseminadas las tiendas en que de día se vendían pastas
depilatorias, perfumes, vestidos, pasteles en forma de luna e imágenes
de la diosa, con reproducciones del templo ahuecadas en un bloque de
alabastro.

Nada tenían que temer, porque en las noches en que el astro estaba
oculto, se suspendían todos los ritos; pero Matho se desanimaba y se
detuvo ante las tres gradas de ébano que conducían al segundo recinto.

--¡Adelante! --dijo Espendio.

Granados, almendros, cipreses y mirtos, inmóviles como follaje de
bronce, alternaban con regularidad; el camino, empedrado de guijarros
azules, crujía bajo los pies; abiertas rosas se mecían como cunas en
toda la longitud de la avenida. Llegaron ante un agujero oval, cerrado
por una verja. Matho, a quien el silencio espantaba, dijo a Espendio:

--Aquí es donde se mezclan las Aguas dulces con las Aguas amargas.

--Yo he visto todo esto --contestó el antiguo esclavo-- en Siria, en la
ciudad de Mafug.

Por una escalera de seis gradas de plata subieron al tercer recinto.

Un cedro enorme se erguía en medio. Sus ramas más bajas desaparecían
bajo montones de estofas y de collares colgados por los fieles.
Avanzaron algunos pasos y llegaron a la fachada del templo.

Dos largos pórticos, de arquitrabes que se apoyaban en gruesos pilares,
flanqueaban una torre cuadrangular, adornada en su plataforma por una
luna en creciente. Sobre los ángulos de los pórticos y en las cuatro
esquinas de la torre se elevaban vasos llenos de aromas encendidos.
Granadas y coloquíntidas festoneaban los capiteles. Entrelazos,
losanges y líneas de perlas alternaban sobre los muros, y un seto de
filigrana de plata formaba un ancho semicírculo ante la escalera de
marfil que bajaba del vestíbulo.

A la entrada había, entre una estela de oro y otra de esmeralda, un
cono de piedra; al pasar por su lado, Matho se besó la mano derecha.

La primera habitación era muy alta, con innumerables aberturas en la
bóveda, de modo que al levantar la cabeza se podían ver las estrellas.
En todo el contorno de la muralla se amontonaban, en cestas de mimbre,
barbas y cabelleras, primicias de adolescentes; y en medio del
departamento circular, salía de una repisa el cuerpo de una mujer,
cubierta de mamas, gorda, barbuda y con las pupilas bajas; tenía aire
sonriente y las manos cruzadas sobre el borde de su gran vientre,
pulido por los besos de la multitud.

Después se hallaron al aire libre, en un corredor transversal, en el
que un altar de exiguas proporciones se apoyaba en una puerta de marfil
que únicamente los sacerdotes podían abrir; porque un templo no era un
sitio de reunión del pueblo, sino la morada particular de una divinidad.

--¡La empresa es imposible! --decía Matho--. ¡Volvámonos!

Espendio examinaba las paredes. Quería el velo, no porque tuviera
confianza en su virtud --Espendio no creía en el oráculo--, sino porque
estaba persuadido de que los cartagineses, al verse sin él, caerían
en un gran abatimiento. Dieron la vuelta por detrás, buscando alguna
salida.

Veíanse edículos de formas diferentes, bajo bosquecillos de terebintos.
Aquí y allá se erguía un falo de piedra y pastaban tranquilamente
grandes ciervos, empujando con las pezuñas las piñas que habían caído
de las copas de los árboles.

Volvieron sobre sus pasos entre dos largas galerías paralelas, con
pequeñas celdas al fondo. De arriba abajo de sus columnas de cedro
pendían tamboriles y címbalos. Unas mujeres dormían sobre esteras
fuera de las celdas. Sus cuerpos, engrasados con ungüentos, exhalaban
olor a especias y a perfumadores apagados, y estaban tan cubiertas de
tatuajes, de collares, de anillos, de bermellón y de antimonio que,
sin el movimiento del pecho, se las hubiera tomado por ídolos tendidos
en el suelo. Los lotos rodeaban una fuente en la que nadaban peces
parecidos a los de Salambó; luego, en el fondo, junto a la muralla del
templo, se desplegaba una viña de sarmientos de vidrio y racimos de
esmeraldas. Los rayos de las piedras preciosas fingían juegos de luz
entre las columnas pintadas, sobre los rostros de las durmientes.

Matho se asfixiaba en la cálida atmósfera que irradiaban los tabiques
de cedro. Todos estos símbolos de la fecundación, estos perfumes y
estos hálitos le abrumaban. A través de los destellos místicos, soñaba
con Salambó. La confundía con la misma diosa, y su amor iba en aumento,
como los grandes lotos que se despliegan pomposos en la profundidad de
las aguas.

Calculaba Espendio el dinero que hubiera ganado en otro tiempo
vendiendo aquellas mujeres, y con la vista pesaba, al pasar, los
collares de oro.

El templo era tan impenetrable por este lado como por el otro.
Volvieron por detrás de la primera cámara. En tanto que Espendio
husmeaba, Matho, prosternado ante la puerta, imploraba a Tanit,
suplicándola que no le permitiera este sacrilegio. Procuraba ablandarla
con palabras acariciadoras, como se hace con una persona irritada.

Espendio advirtió una abertura estrecha encima de la puerta.

--¡Levántate! --dijo a Matho.

Y le hizo adosarse de pie contra la pared. Poniendo un pie en sus manos
y luego otro sobre su cabeza, llegó a la altura del ventanal, y por
allí desapareció. Matho sintió caer sobre su espalda una cuerda de
nudos, que Espendio había arrollado alrededor de su cuerpo antes de
aventurarse en la cisterna; y apoyándose con ambas manos, pronto se
encontró al lado de Espendio en una gran sala llena de sombra.

Un atentado sacrílego parecía tan imposible, que, por lo mismo, apenas
se habían puesto los medios para evitarlo. El terror, más que las
paredes, defendía al santuario. Matho, a cada instante, se creía muerto.

En el fondo de las tinieblas brillaba una luz. Se acercaron. Era una
lámpara que ardía en una concha, sobre el pedestal de una estatua
tocada con el gorro de los Kabiros. Vestía una larga túnica azul
sembrada de discos de diamantes, y unas cadenas que se hundían bajo las
losas la retenían por los talones. Matho contuvo un grito:

--¡Ah! ¡Hela aquí! ¡Hela aquí!

Espendio cogió la lámpara para alumbrarse.

--¡Qué impío eres! --murmuró Matho.

Pero le siguió. El departamento en que entraron no tenía más que una
pintura negra, que representaba otra mujer, cuyas piernas subían hasta
lo alto de la muralla. Su cuerpo ocupaba todo el techo. Colgaba de su
ombligo un hilo con un huevo enorme, y la alegoría caía sobre la otra
pared, con la cabeza hacia abajo, hasta el nivel de las losas, en las
que hincaba sus dedos puntiagudos.

Para seguir adelante, apartaron una cortina; pero sopló el viento y la
lámpara se apagó.

Anduvieron errantes, perdidos en las complicaciones de la arquitectura.
De repente, notaron bajo sus pies una cosa de una extraña suavidad.
Brillaban y brotaban chispas; andaban sobre fuego. Espendio tocó el
suelo y vio que estaba cuidadosamente alfombrado con pieles de lince;
luego le pareció que le rozaba las piernas una cuerda gruesa y mojada,
fría y viscosa. Las hendiduras talladas en la muralla dejaban pasar
tenues rayos blancos. Avanzaban con esta incierta luz, hasta que al fin
vieron una gran serpiente negra, que desapareció rápidamente.

--¡Huyamos! --dijo Matho--. ¡Es ella; la oigo; ella viene!

--¡No! --repuso Espendio--. El templo está vacío.

Una luz deslumbrante les hizo cerrar los ojos. Vieron luego en
contorno una infinidad de animales flacos, jadeantes, enseñando las
garras y confundidos unos con otros, con un desorden misterioso que
daba espanto. Eran serpientes con pies, toros con alas, peces con
cabezas humanas comiendo frutas, flores que se abrían en las fauces
de cocodrilos, y elefantes con la trompa alzada volando por el cielo
como águilas. Un terrible esfuerzo distendía sus miembros incompletos
o multiplicados. Parecían querer sacarse el alma alargando la lengua;
y todas las formas se encontraban allí, como si el receptáculo de los
gérmenes, abriéndose con súbito rompimiento, se hubiera vaciado sobre
las paredes de la sala.

Doce globos de cristal azul la rodeaban circularmente, soportados
por monstruos parecidos a tigres. Sus pupilas brillaban como ojos de
caracoles, y encorvando sus poderosas grupas, se volvían hacia el fondo
donde resplandecían, en un carro de marfil, la Rabbet suprema, la
Omnifecunda, la última creada.

Escamas, plumas, flores y pájaros le subían hasta el vientre; le
servían de pendientes unos címbalos de plata que oscilaban sobre sus
mejillas. Sus grandes ojos miraban de hito en hito, y una piedra
luminosa, engarzada en su frente en un símbolo obsceno, alumbraba toda
la sala, al reflejarse por encima de la puerta, en espejos de cobre
rojo.

Matho dio un paso; flojeó una losa bajo sus talones, y las esferas
empezaron a girar, los monstruos a rugir; oyóse una música melodiosa
y arrulladora como la armonía de los planetas; el alma de Tanit se
desbordaba tumultuosa. Iba a levantarse, grande como la sala, con los
brazos abiertos. De pronto, los monstruos cerraron las fauces y los
globos de cristal dejaron de girar.

Lúgubre modulación onduló por algún tiempo en el aire, hasta que al fin
se extinguió.

--¿Y el velo? --dijo Espendio.

No se le veía en ninguna parte. ¿Dónde estaba? ¿Cómo descubrirlo? ¿Lo
habrían ocultado los sacerdotes? Matho experimentaba un desgarro del
corazón, y como una decepción en su fe.

--Por aquí --murmuró Espendio, guiado por una inspiración.

Llevó a Matho detrás del carro, en donde una hendidura, ancha de un
codo, cortaba la muralla de arriba abajo.

Entraron en una pequeña sala redonda, y tan alta, que parecía el hueco
de una columna. Tenía en medio una gran piedra negra semiesférica, a
modo de tamboril; ardían llamas por encima, y por detrás se levantaba
un cono de ébano que ostentaba una cabeza y dos brazos.

A distancia, les pareció una nube cuajada de estrellas; se veían
figuras en las profundidades de sus pliegues: Eschmún con los Kabiros,
algunos de los monstruos de antes, las bestias sagradas de los
babilonios y otras desconocidas. Todo esto pasaba como un manto bajo la
mirada del ídolo, y, remontándose desplegado en la pared, se agarraba a
los ángulos, ora azulado como la noche, ora amarillo como la aurora; o
bien purpúreo como el sol, diáfano y resplandeciente. Era el manto de
la diosa, el zaimph santo que no se podía mirar.

Los dos hombres palidecieron.

--¡Tómalo! --dijo al fin Matho.

Espendio no vaciló, y apoyándose en el ídolo, desprendió el velo, que
cayó arrastrándose. Matho puso la mano encima, metió la cabeza por la
abertura y se envolvió el cuerpo con él, separando los brazos para
verlo mejor.

--¡Vámonos! --dijo Espendio.

Matho permanecía con los ojos clavados en las losas. De pronto exclamó:

--¿Y si yo fuera a su casa? ¿No tengo miedo de su hermosura? ¿Qué
puede ahora contra mí? Ahora soy más que un hombre. Pasaré por encima
de las llamas, andaré sobre las olas del mar. Me siento transportado.
¡Salambó! ¡Salambó! ¡Yo soy tu amo!

Su voz era tonante. Le parecía a Espendio otro hombre de estatura más
alta y transfigurado.

Se oyeron pasos, se abrió una puerta y apareció un hombre, un
sacerdote, con su alto gorro y los ojos pintados. Sin darle tiempo,
Espendio se precipitó a él y le hundió los dos puñales en los costados.
La cabeza sonó sobre el pavimento.

Inmóviles como el cadáver, quedaron atentos durante un rato; pero solo
se oía el murmullo del viento, por la puerta entreabierta.

Daba esta a un pasadizo. Espendio se metió en él, seguido de Matho, y
llegaron al tercer recinto, entre los pórticos laterales, donde estaban
las habitaciones de los sacerdotes.

Detrás de las celdas debía haber un camino más corto para salir.
Diéronse prisa para encontrarlo.

Agachándose Espendio al borde de la fuente, lavó sus manos
ensangrentadas. Dormían las mujeres. Brillaba la viña de esmeralda. Se
pusieron en marcha.

Pero alguien, por entre los árboles, corría detrás de ellos; y Matho,
que llevaba el velo, sintió varias veces que le tiraban suavemente por
abajo. Era un gran cinocéfalo, uno de los que vivían sueltos en el
recinto de la diosa. Como si tuviera conciencia del robo, se agarraba
al manto. No se atrevían a pegarle, por temor a que redoblara sus
gritos; de pronto se aplacó su cólera y trotó a su lado, balanceando el
cuerpo, con sus largos brazos colgantes. Al llegar a la barrera, de un
salto se subió a una palmera.

Así que salieron del último recinto, se dirigieron al palacio de
Amílcar, porque comprendió Espendio que era inútil disuadir a Matho de
su propósito.

Tomaron por la calle de los Curtidores, la plaza de Mutumbal, el
mercado de hierbas y la encrucijada de Cinasim.

--¡Esconde el zaimph! --dijo Espendio.

Vieron gente, pero nadie les vio a ellos. Al fin divisaron las casas de
Megara.

El faro, levantado por la parte de atrás en la cumbre del acantilado,
iluminaba el cielo con una roja claridad, y la sombra del palacio, con
sus azoteas superpuestas, se proyectaba sobre los jardines como una
monstruosa pirámide. Entraron por el seto de azufaifos, cortando las
ramas con los puñales.

Aún se advertían los rastros del festín de los mercenarios. Los
parques estaban pisoteados; los regatos, secos; las puertas de la
ergástula, abiertas. No se veía a nadie en las cocinas ni en las
bodegas. Se asombraban de este silencio, solo interrumpido por el
bramido de los elefantes que se agitaban en sus maneotas, y el crepitar
de la hoguera de áloe que ardía en el faro.

Matho repetía:

--¿Dónde está ella? ¡Quiero verla! ¡Guíame!

--¡Es una locura! --decía Espendio--. Llamará a sus esclavos y, a pesar
de tu fuerza, morirás.

Así llegaron a las escaleras de las galeras. Alzó Matho la cabeza y
creyó advertir en lo alto una vaga claridad, radiante y suave. Quiso
contenerlo Espendio, pero él se lanzó escalera arriba.

Al encontrarse en los sitios donde la viera, el recuerdo de los días
transcurridos se borró de su memoria. La veía como cuando cantaba en
las mesas y desaparecía y él subía continuamente esta escalinata. Sobre
su cabeza, el cielo estaba cubierto de luminarias; la mar llenaba el
horizonte; a cada paso que él daba le rodeaba una inmensidad más ancha,
y seguía subiendo con la extraña facilidad que se tiene en los sueños.

El ruido del velo rozando contra las piedras le recordó su nuevo poder;
pero en el exceso de su esperanza, ya no sabía lo que tenía que hacer;
esta incertidumbre le intimidó.

De vez en cuando se asomaba a las celosías cuadrangulares de los
aposentos cerrados, y creyó ver en muchos de ellos personas dormidas.

El último piso, más estrecho, formaba como un dado encima de las
terrazas. Matho le dio la vuelta lentamente.

Una luz lechosa iluminaba las hojas de talco que tapaban las pequeñas
aberturas de la muralla y, que simétricamente dispuestas, parecían en
las tinieblas hileras de perlas finas. Reconoció la puerta cuartelada
con la cruz negra. Redoblaban las palpitaciones de su corazón. Quiso
huir, pero empujó la puerta, y esta se abrió.

En el fondo de la habitación ardía, suspendida, una lámpara en forma
de galera; tres rayos de luz de su carena de plata temblaban en los
altos artesonados pintados de rojo con franjas negras. El techo era un
conjunto de pequeñas vigas doradas que tenían en medio amatistas, y
topacios en los nudos de la madera. A los dos lados del ancho aposento
aparecía un lecho bajo, hecho de correas blancas; y arcos de bóveda
aconchados, que se abrían por la parte de afuera, dejaban ver algún
vestido que colgaba hasta el suelo.

Una grada de ónice daba la vuelta a un estanque ovalado, en cuya
orilla había unas finas sandalias de piel de serpiente y un jarro de
alabastro. Más allá se advertía la huella húmeda de unas pisadas. Se
aspiraban aromáticos olores.

Matho andaba sobre losas incrustadas de oro, de nácar y de vidrio; y
no obstante el pulimento del suelo, le parecía que se hundían sus pies
como si caminara por arena.

Detrás de la lámpara de plata había divisado un gran cuadrado de azur,
suspendido en el aire por cuatro cuerdas, y a él se acercó Matho, medio
agachado y con la boca abierta.

De cuernos de antílope colgaban anillos y brazaletes; vasos de arcilla
refrescaban al aire sobre un tendal de cañas, en la hendidura de
la pared. Muchas veces tropezaban sus pies, porque el suelo tenía
desniveles tan pronunciados que hacían de la habitación como una serie
de aposentos. En el fondo, una baranda de plata rodeaba un tapiz
sembrado de flores pintadas. Por fin llegó al lecho colgante, junto al
escabel de ébano que servía para subir a él.

Pero la luz cesaba allí, y la sombra, como una gran cortina, no dejaba
ver más que el extremo de un colchón rojo en el que asomaba la punta de
un piececito desnudo. Matho cogió la lámpara para ver mejor.

Dormía Salambó con la mejilla apoyada en una mano y tendido el otro
brazo. Los bucles de su cabellera la cubrían de tal modo, que parecía
acostada sobre plumas negras, y su larga túnica blanca se desplegaba
blandamente hasta sus pies, siguiendo los contornos del talle. Algo
se veía de sus ojos, entre los párpados medio cerrados. Las cortinas,
perpendicularmente corridas, la rodeaban de una atmósfera azulada; y
el movimiento de su respiración, comunicándose a las cuerdas, parecía
columpiarla. Zumbaba un mosquito.

Matho, inmóvil, tenía en la mano la galera de plata; en el mosquitero
prendió la llama, y Salambó despertó.

La llamarada se apagó en un abrir y cerrar de ojos. La lámpara de Matho
proyectaba en el artesonado grandes ondas luminosas.

--¿Qué es esto? --dijo Salambó.

--Es el velo de la diosa --contestó Matho.

--¡El velo de la diosa! --repitió ella.

Y apoyándose en los dos codos, se asomó trémula. Matho prosiguió:

--¡Yo he ido a buscarlo para ti en las profundidades del santuario!
¡Mira!

El zaimph deslumbraba con su juego de luces.

--¿Te acuerdas? --dijo Matho--. Una noche te apareciste en mis
sueños, pero yo no entendía la orden muda de tus ojos. Si la hubiera
comprendido, habría acudido, abandonando el ejército: no habría salido
de Cartago. Para obedecerte, bajaré por la caverna de Hadrumeto al
reino de las Sombras...

Salambó pisaba ya el escabel de ébano.

--¡Perdóname! --añadió Matho--. Eran montañas que pesaban sobre mí y,
sin embargo, algo me arrastraba. Traté de venir a tu lado. ¡Sin los
dioses, nunca me hubiera atrevido!... ¡Partamos! ¡Has de seguirme, o
si no, me quedaré! ¿Qué me importa? ¡Anega mi alma en el soplo de tu
aliento! ¡Aplástense mis labios besando tus manos!

--¡Déjame ver! --decía ella--. ¡Más cerca! ¡Más cerca!

Apuntaba el alba y un color vinoso teñía las hojas de talco de las
paredes. Salambó se apoyaba desfallecida en los cojines del lecho.

--¡Te amo! --gritaba Matho.

Ella balbuceó:

--¡Dámelo!

Y se acercaron.

Salambó avanzaba vestida de blanco, con los ojos arrobados puestos
en el velo. Matho la contemplaba, deslumbrado por los esplendores de
su cabeza, y tendiendo hacia ella el zaimph, iba a envolverla en un
abrazo. Separó ella los brazos; de pronto, se detuvo, y los dos se
quedaron mirándose absortos.

Sin comprender lo que él solicitaba, la sobrecogió un terror súbito y
empezó a temblar; hasta que golpeando en una de las pateras de cobre
que colgaban en las puntas del colchón rojo, gritó:

--¡Socorro! ¡Socorro! ¡Atrás, sacrílego! ¡Infame! ¡Maldito! ¡A mí,
Taanach, Kroúm, Ewa, Micipsa, Schavul!

Entre los vasos de arcilla, asomó en la muralla la cara asustada de
Espendio, el cual dijo estas palabras:

--¡Huye! Vienen aquí.

Se oyó un gran tumulto en la escalera, y una oleada de gente, entre
mujeres, esclavos y criados, se lanzó dentro de la habitación con
estacas, rompecabezas, puñales y machetes. Todos quedaron como
paralizados de indignación al ver un hombre; las criadas daban alaridos
como en un entierro, y los eunucos palidecían bajo su negra piel.

Matho se mantenía detrás de la barandilla, envuelto en el zaimph, como
un dios sideral rodeado del firmamento. Los esclavos iban a arrojarse
sobre él. Salambó los contuvo.

--¡No le toquéis! ¡Es el velo de la diosa!

Y dando un paso hacia él, alargando su brazo desnudo, prorrumpió:

--¡Maldito seas, ladrón de Tanit! ¡Odio, venganza y dolor! ¡Que Gurcil,
dios de las batallas, te destroce! ¡Que Matisman, dios de los muertos,
te ahogue! ¡Y que el Otro --el que no se puede nombrar-- te queme!

Matho dio un grito, como si le hiriera una espada. Salambó repitió
muchas veces:

--¡Vete! ¡Vete!

Se apartó la turba de criados, y Matho, baja la cabeza, pasó
lentamente en medio de ellos; al llegar a la puerta se detuvo porque la
franja del zaimph se había enganchado en una de las estrellas de oro
que esmaltaban el suelo. Dio un brusco tirón y bajó la escalera.

Espendio, saltando de terraza en terraza y por encima de setos y de
acequias, escapó por los jardines. Llegó al pie del faro. En este
sitio cesaba la muralla, por lo escarpado del cantil. Aquí se tumbó de
espalda y con los pies hacia delante se deslizó abajo; ganó a nado el
cabo de las Tumbas, dio un largo rodeo por la Laguna Salada y ganó el
campamento de los bárbaros.

Había salido el sol, y como un león que se retira, Matho se alejó
mirando el camino con ojos terribles.

Hirió sus oídos un indeciso rumor que saliendo del palacio, seguía
a lo lejos, del lado de la Acrópolis. Unos decían que habían robado
el tesoro de la República en el templo de Moloch; hablaban otros de
un sacerdote asesinado. Corría el rumor de que los bárbaros habían
entrado en la ciudad.

No sabiendo Matho cómo franquear los recintos, seguía en línea recta.
Le vieron y se alzó un clamoreo. Comprendieron todo lo que había
pasado: fue una consternación general; luego, una inmensa cólera.

Del fondo de los Mapales, de las alturas de la Acrópolis, de las
catacumbas y de las orillas del lago venía un tropel de gente. Salían
los patricios de sus palacios; los vendedores, de sus tiendas; las
mujeres abandonaban a sus hijos; se echaba mano a las espadas, hachas
y bastones; pero les detuvo el mismo obstáculo que a Salambó: ¿de qué
modo recobrar el velo? Solo el mirarlo era un crimen; era como los
mismos dioses, y su contacto ocasionaba la muerte.

En el peristilo de los templos, los sacerdotes, desesperados, se
retorcían los brazos. Los guardias de la Legión galopaban al acaso;
había gente en las azoteas, en el torso de las estatuas y en las
gavias de los buques. Pero Matho seguía andando, y a cada paso que
daba aumentaba la ira, pero también el terror. Vaciábanse las calles
al aproximarse él; y ese torrente de hombres que huían, llegaba por
los dos lados hasta encima de las murallas. No se veían más que ojos
muy abiertos, como para matarlo con la vista; dientes que rechinaban,
puños que amenazaban; se oían las imprecaciones de Salambó, que se
multiplicaban.

De improviso, silbó una larga flecha, luego otra y una lluvia de
piedras; pero los tiros, mal dirigidos por miedo de tocar al zaimph,
pasaban por encima de la cabeza de Matho. Convirtiendo el velo en
escudo, lo embrazaba hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia
adelante y hacia atrás; y a nadie se le ocurría un nuevo sistema de
ataque. Andaba cada vez más aprisa, metiéndose por las calles. Al
encontrarlas interceptadas con cuerdas, carros o trampas, se volvía
atrás. Llegó, finalmente, a la plaza de Kamón, donde murieron los
baleares; aquí se detuvo Matho, pálido como un sentenciado a muerte.
Estaba perdido; la multitud batía palmas.

Corrió hasta la gran puerta cerrada. Era muy alta, de robusta encina,
con clavos de hierro y forrada de cobre. Matho la empujó. El pueblo,
gozoso, observaba su impotente furor; entonces, él se quitó una
sandalia, escupió encima y golpeó los trofeos inmóviles. Toda la ciudad
aulló. Olvidando el velo, iban a aplastarle. Matho miraba en rededor,
febril, como poseído del sopor de un hombre embriagado. De pronto,
reparó en la larga cadena de la que se tiraba para hacer maniobrar la
báscula de la puerta. De un salto se agarró a ella de pies y manos, y,
forcejeando, logró abrir las hojas de la puerta.

Así que salió afuera, se quitó del cuello el gran zaimph y lo puso
sobre su cabeza, lo más alto posible. El manto, sostenido por el viento
del mar, resplandecía al sol con sus colores, su pedrería y la figura
de los dioses. Llevándolo así, Matho atravesó toda la llanada hasta las
tiendas de sus soldados, mientras el pueblo, encima de las murallas,
veía desaparecer la fortuna de Cartago.




VI

HANNÓN


--¡Debí habérmela traído! --decía por la noche Matho a Espendio--. Debí
haberla arrancado de su casa. Nada me lo hubiera impedido.

Espendio no le escuchaba. Echado de espalda, descansaba a sus anchas,
al lado de un gran jarro lleno de agua con miel, en la que metía a
menudo la cabeza para beber más abundantemente.

--¿Qué hacer? --preguntaba Matho--. ¿Cómo volver a entrar en Cartago?

--No lo sé --contestaba Espendio.

Su impasibilidad exasperaba a Matho.

--¡Tú tienes la culpa! --añadió este--; tú me llevaste y me abandonaste
como un cobarde. ¿Por qué te he de obedecer? ¿Crees ser tú mi amo? ¡Ah,
prostituidor, esclavo, hijo de esclavo!

Rechinaba los dientes y amenazaba a Espendio con su ancha mano.

El griego no contestaba. Ardía una lámpara de arcilla colgada del palo
de la tienda, en la que el zaimph resplandecía colgado de una panoplia.

De pronto, Matho se calzó los coturnos, se puso el peto de hojas de
cobre y el casco.

--¿Adónde vas? --preguntó Espendio.

--Volveré. Déjame. ¡La traeré! Si me hacen frente, los aplastaré como
víboras. ¡La haré morir, Espendio!... Sí, la mataré; ya lo verás: la
mataré.

Espendio arrancó bruscamente el zaimph y lo colocó en un rincón,
poniendo encima pieles de oveja. Se oyeron voces, brillaron antorchas y
entró Narr-Habas seguido de unos veinte hombres.

Llevaban mantos de lana blanca, largos puñales, collares de cuero,
pendientes de madera en las orejas y calzado de piel de hiena; parados
en el umbral, se apoyaban en sus lanzas, como pastores que descansan.
Narr-Habas era el más hermoso de todos; ceñían sus delgados brazos
correas guarnecidas de perlas; una diadema de oro, al par que sostenía
por detrás de su cabeza un amplio manto, ostentaba una pluma de
avestruz que le colgaba por la espalda. Una continua risa le hacía
enseñar los dientes; sus ojos parecían agudos como saetas, y toda su
persona tenía un sello de distinción.

Declaró que venía a juntarse con los mercenarios, porque la República
amenazaba desde hacía tiempo su reino. Le interesaba ayudar a los
bárbaros y les podía ser útil.

--Os proveeré de elefantes, de que están llenas mis florestas, de vino,
aceite, cebada, dátiles, resinas y azufre para los sitios; de veinte
mil infantes y diez mil caballos. Si me dirijo a ti, Matho, es porque
la posesión del zaimph te ha hecho el primero del ejército. Por lo
demás, somos antiguos amigos.

Matho miraba a Espendio, que sentado sobre las pieles de carnero, hacía
señales de asentimiento. Narr-Habas hablaba poniendo por testigos a
los dioses y maldiciendo a Cartago. En sus imprecaciones rompió una
azagaya. Su gente dio un gran alarido y Matho, transportado por estas
demostraciones, dijo que aceptaba la alianza.

Trajeron un toro blanco y una oveja negra, símbolos del día y de la
noche, y los degollaron al borde de una fosa. Cuando esta se llenó
de sangre, metieron los hombres sus brazos en ella. Narr-Habas puso
su mano en el pecho de Matho, y lo mismo hizo este con Narr-Habas.
Repitieron estas señales en la tela de sus tiendas. Pasaron la noche
comiendo, y se quemó el resto de la comida, juntamente con la piel, los
huesos, los cuernos y las uñas de las reses sacrificadas.

Una inmensa aclamación había saludado a Matho cuando apareció con el
velo de la diosa; aun aquellos que no creían en la religión cananea,
estaban poseídos de un vago entusiasmo, como si les animara un genio.
Nadie se preocupó de cómo fue tomado el zaimph; la forma misteriosa con
que fue adquirido fue lo bastante para que los bárbaros legitimaran su
posesión. Así pensaban los soldados de raza africana. Los otros, cuyo
odio era menos antiguo, no sabían qué resolver. De haber habido barcos,
se hubieran marchado en seguida.

Espendio, Narr-Habas y Matho enviaron hombres a todas las tribus del
territorio púnico.

Cartago tenía extenuados a todos estos pueblos, con impuestos
exorbitantes; las cadenas, el hacha y la cruz castigaban los retrasos
y hasta las reclamaciones. Se debía cultivar todo lo que convenía a
la República; dar todo lo que pedía. Nadie tenía derecho a poseer un
arma; cuando se sublevaba una ciudad, sus habitantes eran vendidos.
Los gobernadores eran estimados como lagares, según la cantidad que
producían. Más allá de las regiones sometidas a Cartago, estaban los
aliados, que solo pagaban un módico tributo; detrás de los aliados
vagaban los nómadas, que podían concitarse contra ellos. Por este
sistema, las cosechas eran siempre abundantes, las plantaciones
soberbias y magnífica la remonta caballar. El viejo Catón, maestro
en esto de cultivos y de esclavos, se asombró de ello, noventa y dos
años más tarde, y el grito de muerte que repetía en Roma no era sino la
exclamación de un celo codicioso.

Durante la última guerra, habían redoblado las exacciones, por lo que
las poblaciones de la Libia, casi todas, se habían entregado a Régulo.
Para castigarlas, se exigió de ellas mil talentos, veinte mil bueyes,
trescientos vasos de polvo de oro, anticipos de granos; los jefes de
tribus fueron crucificados o echados a los leones.

Túnez, especialmente, detestaba a Cartago. Más antigua que la
metrópoli, no la perdonaba su engrandecimiento. Permanecía frente
a sus murallas, acurrucada en el fango, al borde del agua, como un
animal venenoso. Las deportaciones, las matanzas, las epidemias, no la
debilitaban. Había sostenido a Arcagate, hijo de Agatocles, y provisto
de armas a los «Comedores de cosas inmundas».

Aún no habían partido los correos de los bárbaros y ya en las
provincias estalló un regocijo universal. Sin esperar a más, se
estranguló en los baños a los intendentes de las casas y a los
funcionarios de la República; se sacaron de las cavernas las armas que
estaban escondidas; con el hierro de los arados se forjaron espadas;
los niños aguzaban en las puertas las azagayas; las mujeres daban sus
collares, sortijas y pendientes y todo cuanto podía servir para la
destrucción de Cartago. Todos querían contribuir a ella de algún modo.
Los paquetes de lanzas se amontonaron en los poblados, como garbas
de maíz. Se expidieron animales y dinero. Matho pagó pronto a los
mercenarios los atrasos de su soldada, y por esta idea de Espendio fue
nombrado general en jefe o _schalischim_ de los bárbaros.

Al mismo tiempo, afluían los socorros en hombres: primero, la gente
de raza autóctona; después, los esclavos. Fueron secuestradas las
caravanas de negros, a los que se armó, y hasta los mercaderes que
iban a Cartago se juntaron a los bárbaros creyendo sacar más provecho.
Llegaban sin cesar bandas numerosas. Desde lo alto de la Acrópolis
veíase cómo aumentaba el ejército.

Los guardias de la Legión hacían centinela en la plataforma del
acueducto; y cerca de ellos, de distancia en distancia, se levantaban
cubas de cobre en las que hervían torrentes de asfalto. Abajo, en el
llano, se agitaba tumultuariamente la multitud de los bárbaros, con la
incertidumbre y el vago temor que les inspiraban siempre las murallas.

Útica e Hippo-Zarita rehusaron su alianza. Colonias fenicias, como
Cartago, se gobernaban por sí mismas y en sus tratados con la República
hacían incluir cláusulas que les favorecieran. Sin embargo, respetaban
a su hermana mayor y más fuerte, que las protegía; y no creían que
un montón de bárbaros fuera capaz de vencerla; antes bien, que estos
serían exterminados. Deseaban mantenerse neutrales y vivir tranquilas.

Pero su posición las hacía indispensables. Útica, en el fondo de un
golfo, era el conducto por donde llegaba a Cartago el socorro de
fuera. Tomada Útica, Hippo-Zarita, a seis leguas de la costa, haría sus
veces, y así avituallada la metrópoli, sería inexpugnable.

Quería Espendio que se emprendiera inmediatamente el sitio; Narr-Habas
se opuso, porque deseaba ir primero a la frontera. Tal era la opinión
de los veteranos, la de Matho mismo; por lo que se resolvió que
Espendio iría a atacar Útica, y Matho a Hippo-Zarita; el tercer cuerpo
del ejército, apoyándose en Túnez, ocuparía el llano de Cartago,
encargándose de esto Autharita. En cuanto a Narr-Habas, iría a su reino
para traer elefantes, y con su caballería limpiar los caminos.

Las mujeres clamaron contra esta decisión, porque codiciaban las joyas
de las damas púnicas. También protestaron los libios, porque se les
llamó contra Cartago y los llevaban a otra parte. Únicamente partieron
los soldados. Matho mandaba a sus compañeros, juntamente con los
iberos, los lusitanos, los hombres de Occidente y de las islas; todos
los que hablaban griego eligieron por jefe a Espendio, a causa del
ingenio que veían en él.

Grande fue el estupor cuando en Cartago vieron moverse el ejército,
el cual fue alejándose bajo la montaña de la Ariana, por el camino de
Útica, del lado del mar. Una parte quedó delante de Túnez; el resto
desapareció y volvió a aparecer al otro lado del golfo, en la linde del
bosque, en donde se internó.

Eran quizás ochenta mil hombres. Las dos ciudades tirias no
resistirían, después tocaría el turno a Cartago. Un ejército
considerable la amenazaba ocupando el extremo por la base, y pronto
perecería por hambre la ciudad, porque no podía vivir sin el auxilio
de las provincias, ya que los ciudadanos, al contrario que en Roma,
no pagaban contribuciones. A Cartago le faltaba genio político. Su
eterno afán de ganancia le privaba de la prudencia que da más altas
ambiciones. Galera anclada en la arena líbica, se sostenía a fuerza
de trabajo. Las naciones, como las olas, mugían en torno de ella; la
menor tempestad quebrantaba esa formidable máquina.

El tesoro estaba agotado por la guerra romana y por todo lo que
se había gastado y disipado en el trato con los bárbaros; pero se
necesitaban soldados, y ningún Gobierno se fiaba de la República.
Tolomeo le había negado dos mil talentos. Además, el robo del velo les
descorazonaba, como lo había previsto Espendio.

Pero este pueblo, que se sentía odiado, apretaba contra su pecho el oro
y los dioses; y su patriotismo era alimentado por la misma constitución
de su Gobierno.

En primer lugar, el poder dependía de todos, sin que nadie fuera
lo bastante fuerte para acapararlo. Las deudas particulares eran
consideradas como deudas públicas; los hombres de raza cananea tenían
el monopolio del comercio; multiplicando los beneficios de la piratería
con los de la usura, explotando rudamente las tierras, los esclavos y
los pobres, se labraban algunas veces una fortuna. Todos podían optar
a las magistraturas; y si bien el poder y el dinero se perpetuaban en
las mismas familias, se toleraba la oligarquía, porque se abrigaba la
esperanza de alcanzarla.

Las sociedades de comerciantes, en las que se elaboraban las leyes,
escogían los inspectores de hacienda, quienes al abandonar el cargo,
nombraban los cien miembros del Consejo de los Ancianos, dependientes
a su vez de la Gran Asamblea o reunión general de todos los ricos. Los
dos Sufetas eran un vestigio de reyes, menos que cónsules, y se elegían
el mismo día de dos familias distintas. Se les dividía por toda clase
de odios, para que se debilitaran recíprocamente. No podían deliberar
sobre la guerra, y en caso de vencimiento, eran crucificados por el
Gran Consejo.

De suerte que la fuerza de Cartago emanaba de los Sisitas, es decir,
de una gran corte en el centro de Malqua, en el sitio donde según la
tradición había abordado la primera barca fenicia, habiéndose retirado
el mar desde entonces un gran trecho. Era un conjunto de pequeños
aposentos de arquitectura arcaica de troncos de palmera con esquinas
de piedra y separadas unas de otras para recibir aisladamente las
diferentes compañías. Los ricos se amontonaban allí todo el día para
debatir acerca de sus intereses y los del Gobierno, desde la busca de
la pimienta hasta el exterminio de Roma. Tres veces en cada luna hacían
subir sus lechos a la alta azotea que bordeaba el muro del patio, y
desde abajo podía vérseles banqueteando en el aire, sin coturnos y sin
mantos, con los diamantes de sus dedos, que manoseaban las viandas, y
con sus grandes anillos en las orejas, que colgaban entre los jarros;
fuertes todos y gordos, medio desnudos, felices, riendo y devorando en
pleno azur, como enormes tiburones que se agitan en el mar.

Pero al presente no podían disimular su inquietud y estaban harto
pálidos; la turba que les esperaba en las puertas los escoltaba hasta
sus palacios para saber alguna noticia. Como en tiempo de peste, todas
las casas estaban cerradas; llenábanse las calles y se vaciaban en
seguida; subían a la Acrópolis, corrían al puerto; el Gran Consejo
deliberaba todas las noches. Por fin, el pueblo fue convocado en
la plaza de Kamón y se resolvió llamar a Hannón, el vencedor de
Hecatompila.

Era un hombre devoto, astuto, implacable para la gente de África; un
verdadero cartaginés. Sus rentas igualaban a las de Barca. Nadie tenía
como él experiencia tan probada en cosas de administración.

Decretó el enrolamiento de todos los ciudadanos útiles, puso catapultas
en las torres, exigió provisiones exorbitantes de armas y ordenó la
construcción de catorce galeras que no se necesitaban. Se hacía llevar
al arsenal, al faro, el tesoro de los templos; se veía siempre su
gran litera, balanceándose de grada en grada, subiendo la escalinata
de la Acrópolis. De noche, en su palacio, como no podía dormir, para
prepararse para la batalla, ordenaba, con voz terrible, maniobras de
guerra.

Todo el mundo, por exceso de terror, se volvía belicoso. Los ricos, al
canto del gallo, se alineaban a lo largo de los Mapales, y remangándose
las túnicas se ejercitaban en el manejo de la pica. Pero faltos de
instructor, disputaban constantemente. Se sentaban sin aliento sobre
las tumbas, y vuelta a empezar. Muchos de ellos se impusieron un
régimen; unos, imaginándose que convenía comer mucho para tomar fuerza,
se ponían ahítos; otros, molestos por su corpulencia, se extenuaban con
ayunos para adelgazar.

Útica había reclamado ya muchas veces el socorro de Cartago.

Pero Hannón no quería partir en tanto faltara un tornillo a la máquina
de guerra. Así perdió tres lunas en equipar los ciento doce elefantes
que se alojaban en los fuertes; eran los vencedores de Régulo; el
pueblo los acariciaba, y mucho se podía hacer con estos viejos amigos.
Hannón hizo refundir las placas de cobre con que se les guarnecía el
pecho, dorar sus colmillos, alargar sus torres y tallar en la púrpura
hermosos caparazones bordados con pesadas franjas. En fin, como sus
conductores venían de las Indias, por haber llegado los primeros de
aquella parte, ordenó que fueran todos vestidos a la usanza india, esto
es, con un rodete blanco alrededor de las sienes y un pequeño calzón de
viso, que formaba con sus pliegues transversales, como dos valvas de
una concha aplicada sobre los muslos.

El ejército de Autharita seguía delante de Túnez, oculto detrás de un
muro hecho con el fango del lago y defendido en la cima por espinosa
maleza. Los negros habían erizado allí en grandes estacas horribles
figuras, máscaras humanas hechas con plumas de pájaros, cabezas de
chacal o de serpientes, que abrían la boca cara al enemigo, a fin de
amedrentarle; y estimándose invencibles por este medio, los bárbaros
bailaban y hacían juglerías, convencidos de que Cartago no tardaría
en sucumbir. Otro que no fuera Hannón, hubiera aplastado fácilmente
esa multitud, estorbada por ganados y mujeres. Además, no comprendían
ninguna maniobra, y Autharita, desalentado, nada les exigía.

Se hacían a un lado cuando este pasaba mirándoles con sus ojazos
azules. Llegado al borde del lago, se quitaba su sayo de piel de foca,
desataba la cuerda que ataba su roja cabellera y sumergía esta en el
agua. Sentía no haber desertado a los romanos con los dos mil galos del
templo de Erix.

A menudo, en la mitad del día, el sol se obscurecía de pronto, y el
golfo y la alta mar parecían inmóviles, como plomo derretido. Una nube
de obscuro polvo, perpendicularmente esparcido, venía en torbellino;
se encorvaban las palmeras, desaparecía el cielo, se oían rebotar las
piedras en la grupa de los animales, y el galo, con los labios pegados
a los agujeros de su tienda, resollaba de melancolía y de agotamiento.
Soñaba con el olor de los pastos en las mañanas de otoño, con los
copos de nieve, con los bramidos de los uros perdidos en la niebla,
y, entornando los párpados, creía ver los hogares de las cabañas,
cubiertas de paja, rielar en los pantanos en el fondo del boscaje.

Otros, a más de él, añoraban la patria, si bien no estaba tan lejana.
Los cartagineses cautivos podían distinguir más allá del golfo, en los
declives de Byrsa, los toldos de sus casas extendidos en los patios.
Pero estaban siempre rodeados de centinelas, y se les tenía atados a
una misma cadena. Llevaba cada uno una argolla de hierro, y la multitud
no se cansaba de venir a verlos. Las mujeres mostraban a sus hijos sus
hermosas túnicas convertidas en andrajos, que colgaban de sus flácidos
miembros.

Cuantas veces Autharita miraba a Giscón se acordaba de la injuria que
este le había inferido; le hubiera matado, a no ser por el juramento
que había hecho a Narr-Habas. Se contentaba con entrar en su tienda,
tomar un brebaje compuesto de cebada y comino, hasta caer embriagado,
para despertar con la fuerza del sol, devorado por una sed horrible.

Matho sitiaba a Hippo-Zarita.

Esta ciudad estaba protegida por un lago que comunicaba con el mar.
Tenía tres recintos, y en las alturas que la dominaban se extendía un
muro con torreones. Jamás se había visto Matho en tales empresas.
Además, el recuerdo de Salambó le obsesionaba, y soñaba con los
encantos de su belleza, como en las delicias de una venganza que le
transportaba de orgullo. Era una necesidad de verla, acre, furiosa,
permanente. Pensaba en ofrecerse como parlamentario, confiando que una
vez en Cartago, llegaría a su lado. A menudo hacía tocar asalto, y sin
esperar a más, se lanzaba sobre las defensas de los sitiados. Arrancaba
las piedras con las manos, desbarataba, golpeaba, hundía en todo su
espada. Los bárbaros se precipitaban en montón; se rompían las escalas
con estrépito y se despeñaban racimos de hombres al agua, que rompía en
olas sangrientas contra las murallas. El tumulto se debilitaba y los
soldados concluían por alejarse, para volver a empezar después.

Matho iba a sentarse fuera de las tiendas; se enjugaba con el brazo su
cara manchada de sangre, y vuelto hacia Cartago, miraba el horizonte.

Frente a él, entre olivares, palmeras, mirtos y plátanos, se
desplegaban dos anchos estanques que se unían a otro lago, del que
no se veían los contornos. Por detrás surgía una montaña entre otras
montañas, y en medio del lago inmenso se erguía una isla toda negra y
de forma piramidal. Hacia la izquierda, en la extremidad del golfo,
montones de arena semejaban grandes olas azules detenidas, en tanto que
el mar, plano como un enlosado de lapislázuli, subía incesantemente
hasta el borde del cielo. El verdor de la campiña desaparecía en
algunos sitios bajo largas placas amarillas; las algarrobas brillaban
como botones de coral; caían pámpanos de la cima de los sicomoros;
oíase el murmullo del agua; saltaban las alondras crestadas, y los
últimos rayos del sol doraban el caparazón de las tortugas, que salían
de los juncos para aspirar la brisa.

Lanzaba Matho grandes suspiros. Se acostaba boca abajo; hundía las uñas
en tierra y lloraba; se sentía miserable, infeliz, abandonado. No la
poseería jamás, ni tampoco podría apoderarse de la ciudad.

Por la noche, solo en su tienda, contemplaba el zaimph. ¿De qué le
servía esta prenda de los dioses? Y surgían dudas en el pensamiento del
bárbaro. Luego le parecía, por el contrario, que el manto de la diosa
pertenecía a Salambó y que una parte de su alma flotaba más sutil que
un aliento; y lo palpaba, lo olía, hundía la cara en él, lo besaba
gimiendo y se lo arrollaba a las espaldas para forjarse la ilusión de
estar cerca de ella.

Otras veces huía de repente. A la luz de las estrellas daba zancadas
entre los soldados, que dormían envueltos en sus mantos; y al llegar a
las puertas del campamento, se lanzaba a caballo, y dos horas después
se encontraba en Útica, en la tienda de Espendio.

Empezaba hablándole del sitio; pero no había venido sino para aliviar
su dolor hablando de Salambó. Espendio le aconsejaba que fuera cuerdo.

--¡Rechaza de tu alma estas miserias que te degradan! ¡Antes
obedecías; ahora mandas un ejército, y si no conquistamos Cartago, al
menos se nos darán provincias y seremos reyes!

Pero ¿por qué la posesión del zaimph no les daba la victoria? Según
Espendio, era cuestión de tiempo.

Se imaginaba Matho que el velo pertenecía exclusivamente a los hombres
de raza cananea, y en su sutileza de bárbaro, se decía: «El zaimph no
hará nada por mí; pero, puesto que lo han perdido, tampoco hará nada
por ellos.»

En seguida le atormentaba un escrúpulo. Tenía miedo de ofender a Moloch
adorando a Aptouknos, dios de los libios; y preguntaba tímidamente a
Espendio a cuál de los dioses sería mejor sacrificar un toro.

--¡Sacrifica siempre! decía Espendio, riendo.

Matho, que no comprendía esta indiferencia, sospechó que el griego
tenía un Genio del que no quería hablar.

Todos los cultos, como todas las razas, se encontraban en estos
ejércitos de bárbaros, pero se respetaban los dioses ajenos, porque
también inspiraban temor. Muchos mezclaban con su religión nativa
prácticas extranjeras. Tenían a gala no adorar las estrellas, o bien
siendo tal constelación funesta o propicia se la hacían sacrificios;
un amuleto desconocido, encontrado por casualidad en un peligro, se
convertía en divinidad, o era un nombre, nada más que un nombre, que se
repetía sin tratar de comprender lo que podía significar. A fuerza de
haber saqueado templos, de ver sinnúmero de naciones y de degüellos,
muchos concluían por no creer más que en el destino y en la muerte,
y todas las noches dormían con la placidez de las bestias feroces.
Espendio había escupido a las efigies de Júpiter Olímpico, y, sin
embargo, temía hablar en alta voz en las tinieblas, y no olvidaba nunca
calzarse primero el pie derecho.

Frente a Útica levantaba una gran terraza cuadrangular; pero a medida
que esta subía, también se agrandaba la fortificación; lo que unos
derribaban, casi inmediatamente se veía reedificado por los otros.
Espendio economizaba su gente, soñaba planes; procuraba recordar las
estratagemas que había oído contar en sus viajes. ¿Por qué no volvía
Narr-Habas? Todo eran inquietudes.

       *       *       *       *       *

Hannón había terminado sus aprestos bélicos. En una noche sin luna
hizo atravesar en almadías, a sus elefantes y soldados, el golfo de
Cartago. Doblaron luego la montaña de las Aguas Calientes para esquivar
a Autharita, y siguieron con tanta lentitud, que en vez de sorprender a
los bárbaros por la mañana, como había calculado el Sufeta, se llegó ya
muy entrado el tercer día.

Útica tenía del lado del Oriente un llano que se extendía hasta la
gran laguna cartaginesa; detrás de ella se abría en ángulo recto un
valle entre dos montañas bajas, que de pronto se cortaban. Los bárbaros
estaban acampados más lejos, a la izquierda, procurando bloquear el
puerto, y dormían en sus tiendas, cuando se presentó el ejército
cartaginés, dando un rodeo a las colinas.

Los honderos estaban repartidos en las dos alas. Los guardias de la
Legión, con sus armaduras de escamas de oro, formaban la primera línea,
con sus pesados caballos sin crines, sin pelo y sin orejas y en mitad
de la frente un cuerno de plata para parecerse a los rinocerontes.
Entre estos escuadrones, los jóvenes, cubiertos con un pequeño casco,
blandían en cada mano una azagaya de fresno; detrás venía la infantería
de línea con sus largas picas. Todos estos mercaderes acumulaban en
sus cuerpos el mayor número posible de armas; había quien llevaba a un
tiempo lanza, hacha, maza y dos espadas, y quienes, como puercoespines,
estaban erizados de dardos y ceñían corazas con láminas de cuerno o
placas de hierro. En último término iban los armatostes de las máquinas
de guerra: carrobalistas, onagros, catapultas y escorpiones, oscilando
en carretas arrastradas por mulas y cuadrigas de bueyes. A medida que
el ejército se desplegaba, los capitanes corrían a derecha e izquierda,
comunicando órdenes, haciendo estrechar las filas y conservando los
intervalos. Aquellos de los Ancianos que mandaban, habían acudido con
cascos de púrpura, cuyas franjas magníficas llegaban hasta las correas
de los coturnos. Sus caras, pintadas de bermellón, brillaban bajo
enormes cascos rematados por dioses; y como sus escudos eran de marfil
esmaltado de piedras preciosas, parecían soles que pasaban por murallas
de cobre.

Los cartagineses maniobraban con tanta pesadez, que los bárbaros, por
irrisión, les invitaban a sentarse, gritándoles que irían pronto a
vaciarles los gordos vientres, raspar el dorado de su piel y hacerles
beber hierro.

En lo alto del mástil o cucaña clavado delante de la tienda de
Espendio, apareció la señal, que era un jirón de tela verde. El
ejército cartaginés contestó con un estrépito de trompetas, de
címbalos, de flautas hechas con huesos de asnos y de tímpanos. Ya los
bárbaros habían saltado fuera de las empalizadas. Los combatientes
estaban cara a cara, a tiro de las azagayas.

Un hondero balear dio un paso adelante, puso en su honda una bola de
arcilla y remolineó el brazo: enfrente se rompió un escudo de cobre, y
los dos ejércitos se mezclaron.

Los griegos, pinchando a los caballos en las narices con las puntas de
las lanzas, les encabritaron y derribaron a sus jinetes. Los esclavos
encargados de disparar piedras las habían cogido tan grandes que no
podían lanzarlas lejos. Los infantes púnicos, dando mandobles con sus
espadones, descubrían su flanco derecho. Los bárbaros adelantaron
sus líneas, degollaban en masa y pisoteaban moribundos y cadáveres,
cegados por la sangre que les llenaba la cara. Este montón de picas,
cascos, corazas, espadas y miembros dispersos giraba sobre sí mismo,
ensanchándose o estrechándose con contracciones elásticas. Las cohortes
cartaginesas se vaciaban cada vez más; sus máquinas no podían salir
de las arenas; por fin, la gran litera del Sufeta, con arambeles
de cristal que se viera al empezar la batalla, oscilando entre los
soldados, como una barca sobre las olas, cayó derribada. ¿Habría
muerto Hannón? Los bárbaros se vieron solos.

El polvo se había desvanecido, y ya empezaban a cantar victoria cuando
he aquí que Hannón apareció en lo alto de un elefante. Iba desnuda
la cabeza, bajo un quitasol de viso que llevaba un negro detrás de
él. Su collar de placas azules flotaba sobre las flores de la túnica
negra; círculos de diamantes ceñían sus enormes brazos, y, abierta la
boca, blandía una pica desmesurada, con la punta en forma de loto y
más brillante que un espejo. La tierra pareció rajarse, y vieron los
bárbaros aparecer en una sola línea todos los elefantes de Cartago, con
sus colmillos dorados, las orejas pintadas de azul, cubiertos de bronce
y sacudiendo por encima de sus caparazones de escarlata las torres de
cuero, y en cada una de estas tres arqueros con un gran arco abierto.

Apenas si los bárbaros conservaban sus armas, y estaban formados al
acaso. El terror los dejó helados y quedaron indecisos.

De lo alto de las torres venían los tiros de las jabalinas, de las
flechas, de las faláricas y masas de plomo; algunos, para subir, se
agarraban a las franjas de los caparazones, pero les cortaban las manos
con cuchillos y caían de espaldas con sus espadas. Quebrábanse las
picas, y los elefantes atravesaban las falanges como jabalíes entre
matas de hierba. Con sus trompas arrancaban las estacas del campamento
y lo recorrían de un extremo a otro, derribando las tiendas con sus
pechos. Todos los bárbaros huyeron, ocultándose en las colinas que
rodeaban el valle por donde vinieron los cartagineses.

Hannón, vencedor, se presentó ante las puertas de Útica. Hizo sonar la
trompeta, y los tres jueces de la ciudad aparecieron en las almenas de
una torre.

Los habitantes de Útica no querían admitir huéspedes tan bien armados.
Al fin, ante la insistencia de Hannón, consintieron en recibirle con
una pequeña escolta.

Las calles eran demasiado estrechas para que pasaran los elefantes, y
hubo de dejarlos fuera.

Entrado el Sufeta en la ciudad, los notables vinieron a saludarle.
Hannón se hizo llevar a los baños y llamó a sus cocineros.

       *       *       *       *       *

Pasaron tres horas y todavía estaba hundido en el aceite de cinamomo
que llenaba una tina; mientras se bañaba comía, sobre una piel de buey,
lenguas de flamencos con granos de adormidera sazonados con miel. A su
lado, su médico griego, envuelto en una larga túnica amarilla, hacía
calentar la estufa, y dos mancebos, doblados en las gradas del baño,
frotaban las piernas del Sufeta. Pero los cuidados de su cuerpo no
obstaban al amor de la cosa pública, y al mismo tiempo dictaba una
carta para el Gran Consejo, al cual consultaba qué castigo terrible se
daría a los prisioneros.

--Espera --dijo al esclavo amanuense que escribía de pie, en el hueco
de su mano--. ¡Que me los traigan! ¡Quiero verlos!

Del fondo de la sala, llena de un vapor blanquecino, manchado por el
resplandor de las antorchas, empujaron a tres bárbaros: un samnita, un
espartano y un capadocio.

--Continúa --dijo Hannón, dictando al esclavo.

«¡Regocijaos, luz de los Baales! ¡Vuestro Sufeta ha exterminado a los
perros voraces! ¡Bendiciones sobre la República! Ordenad preces en
acción de gracias.»

Mirando a los prisioneros, les dijo, con grandes risotadas:

--¡Ah, ah, mis valientes de Sicca! ¡Hoy no gritáis tan fuerte! Soy yo.
¿Me conocéis? ¿Dónde están vuestras espadas? ¡Vaya! ¡Sois unos hombres
terribles!

Y amagaba esconderse, como si les tuviera miedo.

--Me pedíais caballos, mujeres, tierras, magistraturas y sacerdocios,
quizás. ¿Por qué no?... Pues bien, yo os daré tierras de las que no
saldréis nunca. ¡Se os casará en picotas nuevecitas! ¿Vuestra soldada?
Se os fundirán en la boca lingotes de plomo. Os pondré en altos
puestos, muy altos, entre las nubes, para que se os acerquen las
águilas.

Los tres bárbaros, cabelludos y cubiertos de harapos, le miraban
sin comprender lo que él les decía. Heridos en las rodillas, se les
había cogido echándoles cuerdas, y las gruesas cadenas de sus manos
arrastraban sobre las losas. Hannón se indignó de su impasibilidad.

--¡De rodillas! ¡De rodillas! ¡Chacales, mendrugos, miseria,
excrementos! --Los infelices no chistaban--. ¡Basta! ¡Callaos! ¡Que se
les desuelle vivos, ahora mismo!

Y soplaba como un hipopótamo, girando los ojos. El perfumado aceite
desbordaba por la masa de su cuerpo, y pegándose a las escamas de su
piel, la hacía aparecer rosada a la luz de las antorchas.

Siguió diciendo:

--Nosotros hemos sufrido mucho calor durante cuatro días. En el paso
de Macar se perdieron las mulas. A pesar de su posición, del valor
extraordinario... ¡Ah, Demónides! ¡Cómo sufro! ¡Que se calienten los
ladrillos y que se pongan al rojo!

Se oyó un ruido de palas y de hornos. Humeó más fuerte el incienso en
las anchas cazoletas, y los masajistas, enteramente desnudos, sudando
como esponjas, le frotaron las articulaciones con una pasta compuesta
de harina, azufre, vino negro, leche de perra, mirra, gálbano y
estoraque. Sed intensa le devoraba: el hombre de la túnica amarilla no
cedió a este deseo, y alargándole una copa de oro en la que humeaba un
caldo de víbora:

--Bebe --le dijo--, para que la fuerza de las serpientes, nacidas
del Sol, penetre en la médula de tus huesos y tomes valor, ¡oh,
reflejo de los dioses! Tú sabes, además, que un sacerdote de Eschmún
observa alrededor del Can las estrellas crueles de donde proviene tu
enfermedad, y que ya palidecen como las manchas de tu piel; ¡porque tú
no debes morir!

--¡Oh, sí --repitió el Sufeta--: yo no debo morir!

Y de sus labios amoratados se escapaba un aliento más nauseabundo que
el olor de un cadáver. Dos carbones encendidos parecían sus ojos, que
no tenían cejas; le colgaba de la frente un montón de rugosa piel; sus
orejas, separándose de la cabeza, empezaban a alargarse, y las arrugas
profundas que formaban semicírculos en torno de sus narices, le daban
un aspecto extraño y horripilante, el aire de una bestia feroz. Su voz
alterada parecía un rugido.

--¡Demónides, tal vez tengas razón! En efecto, mis úlceras empiezan a
cerrarse. Me siento robusto. Mira, mira cómo devoro.

Y menos por gula que por ostentación, y para demostrarse a sí mismo que
tenía buen apetito, devoraba rellenos de queso y de orégano, pescados
sin espinas, rábanos y ostras, juntamente con huevos, calabacines,
trufas y sartas de pajaritos. Mirando a los prisioneros se deleitaba
pensando en el suplicio que iba a darles. Sin embargo, se acordaba de
Sicca, y la rabia de todos sus dolores se desahogaba en injurias contra
los tres bárbaros.

--¡Ah, traidores, miserables, infames, malditos! ¡Me ultrajasteis, a
mí, el Sufeta! ¡Sus servicios, el precio de su sangre, como ellos
dicen! ¡Ah! ¡Sí, su sangre, su sangre! --Luego, hablando consigo
mismo: «¡Morirán todos! ¡No quedará uno solo! Valdría más llevarlos
a Cartago...; pero no he traído cadenas bastantes. ¡Que las traigan!
¿Cuántos son? Que vayan a preguntárselo a Mutumbal. ¡Bah! ¡Nada de
piedad! ¡Que me traigan en cestas todas las manos cortadas!»

A todo esto, gritos roncos y agrios llegaban a la sala, ahogando la voz
de Hannón y el ruido de los platos que le servían. Redoblaron aquellos,
y de pronto estalló el bramido furioso de los elefantes, como si
empezara otra batalla. Gran tumulto agitaba la ciudad.

Los cartagineses no habían intentado perseguir a los bárbaros.
Acampados aquellos al pie de las murallas, con sus bagajes, sirvientes
y todo el tren de los sátrapas, se regocijaban en sus hermosas tiendas
de bordados de perlas, mientras que el campo de los mercenarios
parecía un montón de ruinas en la llanada. Espendio había recobrado
su valor. Envió a Zarxas que se avistara con Matho, recorrió los
bosques, juntó hombres (las pérdidas no habían sido considerables), y
rabiosos de haber sido vencidos sin combatir, reformaban sus líneas,
cuando descubrieron una cuba de petróleo, abandonada sin duda por los
cartagineses. Espendio hizo traer cerdos de las granjas, los untó de
betún, les prendió fuego y los lanzó sobre Útica.

Los elefantes, asustados por estas llamas, huyeron. El terreno era en
subida; se les tiraba azagayas, y volvieron atrás, y con los colmillos
y los pies destrozaban a los cartagineses, ahogándolos y aplastándolos.
Tras ellos, los bárbaros bajaban la colina; el campo púnico, que estaba
sin parapetos, a la primera carga fue saqueado, y los cartagineses se
vieron aplastados contra las puertas, porque los de Útica no quisieron
abrirlas por miedo a los mercenarios.

Apuntaba el día, y del lado de Occidente se vieron llegar los infantes
de Matho, al mismo tiempo que los jinetes númidas de Narr-Habas.
Saltando por sobre torrentes y maleza perseguían a los fugitivos, como
cazadores que cazan liebres. Este cambio de fortuna interrumpió al
Sufeta. Gritó para que vinieran a ayudarle a salir del baño.

Los tres cautivos seguían delante de él. Un negro, el mismo que en la
batalla llevaba el quitasol, le dijo algo al oído.

--¡Bueno! --respondió el Sufeta--. ¡Mátalos!

El etíope sacó del cinturón un largo puñal y las tres cabezas cayeron.
Una de ellas, rebotando entre los restos del festín, fue a saltar en la
tina y flotó por algún tiempo, con la boca abierta y los ojos fijos. La
luz de la mañana entraba por las hendiduras del muro; los tres cuerpos
manaban como tres fuentes una sangre que cubría los mosaicos, arenados
con polvo azul. El Sufeta mojó sus manos en este fango caliente y se
frotó las rodillas. Era un remedio.

Venida la noche, escapó de la ciudad con su escolta y se retiró a la
montaña para reunirse con el ejército, cuyos restos logró encontrar.

Cuatro días después estaba en Gorza, en lo alto de un desfiladero,
cuando las tropas de Espendio se presentaron abajo. Veinte buenas
lanzas, atacando al frente de la columna, las hubieran detenido
fácilmente; pero los cartagineses las dejaron pasar, estupefactos.
Hannón reconoció a retaguardia al rey de los númidas. Narr-Habas se
inclinó para saludarle, y le hizo un signo que el Sufeta no comprendió.

Regresó a Cartago con mil terrores, andando únicamente de noche y
ocultándose de día en los olivares. En cada etapa morían algunos, y
todos se creyeron perdidos. Al fin llegaron al Cabo Hermeo, donde los
recogieron los bajeles.

Hannón estaba tan fatigado, tan desesperado, sobre todo por la pérdida
de los elefantes, que pidió veneno a Demónides, para acabar de una vez.
Ya se veía crucificado.

Cartago no tuvo valor para indignarse contra él. Se habían perdido
cuatrocientos mil novecientos setenta y dos siclos de plata, quince
mil seiscientos veinte y tres shequels de oro, diez y ocho elefantes,
catorce miembros del Gran Consejo, trescientos ricos, ocho mil
ciudadanos, trigo para tres lunas, un bagaje considerable y todas las
máquinas de guerra. La defección de Narr-Habas era cierta; iban a
empezar los dos sitios. El ejército de Autharita se extendía ahora de
Túnez a Radés. Desde lo alto de la Acrópolis se veían en la campiña
largas humaredas que subían al cielo; eran las granjas de los ricos que
estaban ardiendo.

Solo un hombre hubiera podido salvar la República. Todos se arrepentían
de haberle desdeñado, y el mismo partido de la paz votó los holocaustos
para el regreso de Amílcar.

La pérdida del zaimph había trastornado a Salambó. Creía oír de noche
los pasos de la Diosa, y se despertaba asustada, dando gritos. Enviaba
todos los días comida a los templos. Taanach se fatigaba cumpliendo sus
órdenes, y Schahabarim no se apartaba de su lado.




VII

AMÍLCAR BARCA


El Anunciador de las Lunas, que velaba todas las noches desde lo alto
del templo de Eschmún para señalar con la trompeta las agitaciones
del astro, vio una mañana, del lado de Occidente, algo semejante a un
pájaro rozando con sus largas alas la superficie del mar.

Era un navío con tres bancos de remos, y llevaba en la proa un caballo
esculpido. Se elevaba el sol; el Anunciador de las Lunas se puso la
mano delante de los ojos, y empuñando el clarín dio un gran trompetazo
sobre Cartago.

Salió gente de todas las casas; no creyendo en las palabras,
disputaban, y el muelle se llenaba de pueblo. Al fin fue reconocida la
trirreme de Amílcar.

Avanzaba orgullosa y feroz: enhiesta la antena, abombada la vela en
toda la longitud del mástil, hendiendo la espuma alrededor de ella;
sus gigantescos remos batían el agua con cadencia; a intervalos
aparecía la extremidad de la quilla, hecha como reja de arado, y bajo
el espolón en que terminaba la proa, el caballo de cabeza de marfil,
enderezándose sobre sus dos pies, parecía correr sobre las llanuras del
mar.

Junto al promontorio cesó el viento, cayó la vela y se vio al lado del
piloto un hombre de pie, con la cabeza descubierta: era él, ¡el Sufeta
Amílcar! Llevaba alrededor de los muslos láminas de hierro relucientes;
rojo manto pendía de sus hombros, dejando ver los brazos; dos perlas
muy largas colgaban de sus orejas, y una barba negra y muy poblada le
llegaba hasta el pecho.

La galera iba sorteando los escollos, costeaba el muelle, y la multitud
la seguía a lo largo de la escollera, gritando:

--¡Salud! ¡Bendición! ¡Ojo de Kamón! ¡Ah! Sálvanos. La culpa es de los
ricos. ¡Quieren hacerte morir! ¡Guárdate, Barca!

Este no contestaba, como si el clamor de los mares y de las batallas
le hubieran dejado completamente sordo; pero así que estuvo bajo la
escalinata que bajaba de la Acrópolis, alzó la cabeza, y con los
brazos cruzados miró el templo de Eschmún. Levantó más la mirada al
cielo puro; con áspera voz dio una orden a sus marineros; brincó la
trirreme, arañó el ídolo puesto en el ángulo del muelle para contener
las tempestades, y en el puerto comercial, lleno de inmundicias,
de astillas de madera y de cortezas de frutas, echaba atrás,
embistiéndolos, a los navíos amarrados a estacas y rematados por
mandíbulas de cocodrilo. Corría el pueblo y muchos se echaron a nado.
La galera había llegado ya ante la puerta erizada de clavos. Se levantó
esta y la trirreme desapareció bajo la profunda bóveda.

El puerto militar estaba completamente separado de la ciudad. Cuando
venían embajadores tenían que pasar entre dos murallas, por un corredor
que desembocaba a la izquierda, ante el templo de Kamón. Esta gran
plaza de agua, redonda como una copa, tenía un cerco de muelles en los
que había dársenas para abrigar los bajeles. Delante de cada una de
estas subían dos columnas, con cuernos de Ammón en sus capiteles, lo
que constituía una sucesión de pórticos alrededor del puerto. En medio,
en una isla, se levantaba la casa del Sufeta del mar.

El agua era tan limpia que se veía el fondo, pavimentado con guijarros
blancos. El ruido de las calles no llegaba hasta allí; a su paso veía
Amílcar las trirremes que antes había mandado.

Ya no quedaban arriba de una veintena de estas, varadas o con la quilla
al aire, con las popas muy altas y las proas abombadas, cubiertas de
dorados y de símbolos místicos. Las quimeras habían perdido sus alas;
los dioses Pateques, sus brazos; los toros, sus cuernos de plata, y
todas medio despintadas, inertes, podridas, pero llenas de historia
y exhalando aún el olor de los viajes, como soldados mutilados que
volvían a ver a su jefe y parecían decirle: ¡Somos nosotras, somos
nosotras!; ¡y tú también eres un vencido!

Ninguno, excepto el Sufeta del mar, podía entrar en la casa-almirante.
En tanto no se tenía la prueba de su muerte, se le consideraba siempre
como vivo. Los Ancianos evitaban por este medio un jefe más; con
respecto a Amílcar, no habían faltado a la costumbre.

El Sufeta entró en las desiertas habitaciones. A cada paso encontraba
armaduras, muebles, objetos conocidos y que, sin embargo, le
extrañaban; en el vestíbulo se conservaba todavía, en una cazoleta,
la ceniza de los perfumes quemados en la partida para conjurar a
Melkart. ¡No esperaba Amílcar volver de este modo! Recordó cuanto
hiciera y cuanto vio: asaltos, incendios, legiones, tempestades,
Drepanum, Siracusa, Lilibea, el monte Etna, la planicie de Erix, cinco
años de batallas hasta el funesto día en que, deponiendo las armas,
se perdió Sicilia. Después volvía a ver los bosques de limoneros, los
pastores con cabras en las montañas grises, y su corazón brincaba
al pensar en otra Cartago fundada en otra orilla. Sus proyectos, sus
recuerdos zumbaban en su cabeza, aún aturdida por el vaivén del bajel;
le abrumaba la angustia, y débil, de pronto, sintió la necesidad de
acercarse a los dioses.

Para esto subió al último piso de la casa, y sacando de una concha de
oro, suspendida de su brazo, una espátula guarnecida con clavos, abrió
una pequeña habitación oval, alumbrada tibiamente por delgadas rodajas
negras, empotradas en la muralla y transparentes como vidrio.

Entre las filas de aquellos discos iguales, había agujeros parecidos
a los de las urnas de un columbario. Cada uno contenía una piedra
redonda, obscura, y que parecía muy pesada. Las personas de espíritu
superior eran las únicas que adoraban estas _abadires_ caídas de la
luna. Por su caída, significaban los astros, el cielo, el fuego; por su
color, la noche tenebrosa, y por su densidad, la cohesión de las cosas
terrestres. Una pesada atmósfera llenaba el místico recinto. Arena
marina que el viento había empujado sin duda a través de la puerta,
blanqueaba en cierto modo las piedras redondas metidas en los nichos.
Amílcar, con la punta del dedo, las contó una a una; luego se tapó la
cara con un velo de color de azafrán y, cayendo de rodillas, se echó en
el suelo con los brazos extendidos.

La luz del día penetraba por los vidrios negros; arborescencias,
montículos, torbellinos, contornos de vagos animales se dibujaban en
la espesura diáfana; y la luz llegaba terrible y pacífica sin embargo,
como debe existir por detrás del sol, en los obscuros espacios de las
creaciones futuras. Barca se esforzaba en alejar de su pensamiento
todas las formas, todos los símbolos y los nombres de los dioses, a fin
de recoger el espíritu inmutable que las apariencias ocultan. Algo de
las vitalidades planetarias se infiltraba en él, en tanto sentía hacia
la muerte y hacia todos los azares un desdén más sabio y más intrépido.
Al levantarse, estaba lleno de un valor sereno, invulnerable a la
misericordia y al temor, y como sentía oprimido el pecho, subió a la
torre que dominaba a Cartago.

La ciudad se extendía ahondándose en una larga curva, con sus cúpulas,
sus templos, sus techos de oro, sus casas, sus palmares, sus bolas
de vidrio, que resplandecían como fuego, y sus fortificaciones, que
constituían como la gigantesca orla de este cuerno de abundancia que se
abría hacia él. Amílcar distinguió abajo los puertos, las plazas, el
interior de los patios, el trazado de las calles y los hombres parecían
muy pequeños a ras del pavimento. ¡Ah! ¡Si Hannón no hubiera llegado
demasiado tarde a las islas Egates! Su mirada se abismó en el límite
del horizonte y extendió hacia Roma sus brazos temblorosos.

La multitud ocupaba las gradas de la Acrópolis. En la plaza de Kamón
se empujaban por ver salir al Sufeta, y las azoteas se iban poblando
de gente; algunos le vieron, le saludaron, y él se retiró, a fin de
excitar más la impaciencia del pueblo.

Amílcar encontró en la sala a los hombres más importantes de su
partido: Istatten, Subeldia, Hictamon, Jeubas y otros, los cuales
le contaron todo lo que había pasado desde la firma de la paz: la
avaricia de los Ancianos, la partida de los soldados y su vuelta, sus
exigencias, la captura de Giscón y el robo del zaimph; Útica socorrida
y luego abandonada; pero ninguno se atrevió a hablarle de los sucesos
que le concernían. Y se separaron para volver a verse a la noche en la
Asamblea de los Ancianos, en el templo de Moloch.

Acababan de salir, cuando un tumulto estalló junto a la puerta. A pesar
de los servidores, alguien quería entrar, y como el ruido aumentase,
Amílcar mandó que introdujeran a quien fuese.

Y compareció una negra vieja, encorvada, arrugada, temblorosa, de
aire estúpido y envuelta hasta los talones en largos velos azules. Se
adelantó hacia el Sufeta, y los dos se miraron. De Pronto, Amílcar se
estremeció, y a una orden suya, se retiraron los esclavos. Entonces,
haciéndole una señal para que anduviera con precaución, él la llevó
por el brazo a una habitación apartada.

La negra se tiró al suelo para besarle los pies; él la levantó
brutalmente.

--Iddibal, ¿dónde le dejaste?

--¡Allá abajo, amo!

Y quitándose los velos, se frotó la cara con la manga, y el color
negro, el temblor senil, el talle encorvado desaparecieron. Era un
robusto anciano, cuya piel parecía curtida por la arena, el viento y el
mar. Una borla de cabellos blancos se levantaba sobre su cráneo, como
el moño de un pájaro, y con mirada irónica mostraba el disfraz caído en
el suelo.

--Hiciste bien, Iddibal; muy bien... ¿Hay alguno que sospeche?

El viejo le juró por los Kabiros que el secreto estaba oculto. No
abandonaban su cabaña, a tres días de Hadrumeto, orilla poblada de
tortugas, con palmeras en la duna.

--Y conforme a tu mandato, Amo, yo le enseño a lanzar la azagaya y
guiar equipos.

--¿Es fuerte?

--Sí, amo, y también intrépido. No tiene miedo ni de las serpientes, ni
del trueno, ni de los fantasmas. Corre con los pies desnudos, como un
pastor, al borde de los precipicios.

--¡Habla! ¡Habla!

--Inventa trampas para las bestias feroces. La otra luna sorprendió a
un águila; la sangre del ave y la del niño caía en el aire en anchas
gotas, como rosas volanderas. Furiosa el águila, envolvía al niño con
su batir de alas; él la apretaba contra su pecho, y a medida que el ave
agonizaba, redoblaban sus risas, sonoras y soberbias como choques de
espadas.

Amílcar bajaba la cabeza, deslumbrado por estos presagios de grandeza.

--Pero desde hace algún tiempo se muestra inquieto. Contempla a lo
lejos las velas que pasan por el mar; está triste; rehúsa el pan, se
informa de los dioses y quiere conocer Cartago.

--¡No, no; todavía no! --contestó el Sufeta.

El viejo esclavo pareció conocer el peligro que asustaba a Amílcar, y
añadió:

--¿Cómo contenerle? Necesito prometerle algo, y he venido a Cartago
para comprarle un puñal con mango de plata incrustado de perlas.

En seguida contó que habiendo visto al Sufeta en la terraza, se hizo
pasar por una de las mujeres de Salambó, para que los guardas del
puerto le franqueasen la entrada.

Amílcar quedó un rato pensativo.

--Mañana --dijo al esclavo-- te presentarás en Megara, al ponerse el
sol, detrás de las fábricas de púrpura, e imitarás tres veces el grito
del chacal. Si no me vieras, vendrás a Cartago el primer día de cada
luna. ¡No olvides nada! ¡Cuídale! Ya puedes hablarle de Amílcar.

El esclavo volvió a ponerse su disfraz, y los dos salieron juntos de la
casa y del puerto.

Amílcar siguió solo y a pie, sin escolta, porque las reuniones de los
Ancianos eran siempre secretas en circunstancias extraordinarias, y a
ellas se iba misteriosamente.

Primeramente atravesó la parte oriental de la Acrópolis; pasó en
seguida por el mercado de hierbas, las galerías de Kinvido y el arrabal
de los perfumistas. Las escasas luces se extinguían, las calles más
anchas se quedaban silenciosas, y después todo eran sombras que
resbalaban en las tinieblas. Aparecían unas, y otras las seguían, y
todas se dirigían del lado de los Mapales.

El templo de Moloch estaba edificado al pie de una garganta escarpada,
en un lugar siniestro. Desde abajo no se veían más que altas murallas
que subían indefinidamente, así como paredes de una monstruosa tumba.
La noche era sombría y una bruma gris parecía pesar sobre el mar, que
azotaba el acantilado con un ruido de gemidos y de estertores; las
sombras desaparecieron poco a poco, como si hubieran pasado a través de
los muros.

Pero así que se atravesaba la puerta, se entraba en un vasto patio
cuadrangular, con soportales. En medio se levantaba una masa
arquitectónica, de ocho pisos iguales, coronada de cúpulas que se
apretaban alrededor de un segundo piso, el cual soportaba una especie
de rotonda, de la que emergía un cono de curva reentrante, rematado por
una bola.

Ardían fuegos en los cilindros de filigrana, adheridos a varales
llevados por hombres. Estas luces oscilaban con las borrascas del
viento, enrojeciendo los peines de oro que fijaban en la nuca sus
cabellos trenzados. Corrían y se llamaban unos a otros, para recibir a
los Ancianos.

Sobre las losas, estaban agazapados como esfinges enormes leones,
símbolos vivientes del sol devorador. Movían los párpados medio
cerrados; pero despiertos por las pisadas y las voces, se levantaban
lentamente, yendo hacia los Ancianos, a los que conocían por su traje;
se frotaban contra sus muslos, erizando el lomo, con sonoros bostezos,
y el vapor de su aliento velaba la luz de las antorchas. Redobló la
agitación, se cerraron las puertas, huyeron todos los sacerdotes y
desaparecieron los Ancianos bajo las columnas que formaban un hondo
vestíbulo alrededor del templo.

Estas estaban dispuestas de modo que reprodujeran por sus rangos
circulares, comprendidas las unas en las otras, el período saturniano
con los años, los años con los meses, los meses con los días, tocándose
al fin con la muralla del santuario.

Aquí era donde los Ancianos dejaban sus bastones de cuernos de narval,
porque una ley, siempre observada, castigaba con la muerte al que
entrara en la sesión con un arma cualquiera. Muchos llevaban al borde
del manto una rasgadura terminada por un galón de púrpura, para
demostrar así que al llorar la muerte de sus parientes, no se habían
cuidado de sus vestidos; y esta prueba de aflicción impedía que el
rasgón se hiciera más grande. Otros guardaban su barba cerrada en un
saquito de piel violeta, colgado de las orejas por dos cordones. Todos
se juntaron, abrazándose, pecho con pecho. Rodeaban a Amílcar y le
felicitaban; hubiérase dicho que eran hermanos que volvían a ver a otro
hermano.

Estos hombres eran casi todos ventrudos, de nariz encorvada como la de
los colosos asirios; si bien algunos, por sus pómulos más salientes,
su estatura más alta y sus pies más estrechos, revelaban un origen
africano, de ascendientes nómadas. Aquellos que vivían continuamente en
el fondo de sus oficinas, tenían la cara pálida; otros llevaban pintada
en ellas algo de la severidad del desierto; joyas extrañas brillaban
en los dedos de sus manos, tostadas por soles desconocidos. Conocíanse
los navegantes en el balanceo de su andar, en tanto que los hombres
agrícolas olían a lagar, a hierbas secas y a sudor de mulo. Estos
viejos piratas hacían labrar los campos; estos acaparadores de dinero
equipaban navíos; estos propietarios agrícolas sostenían esclavos que
desempeñaban otros oficios útiles. Todos eran sabios en disciplina
religiosa, expertos en estratagemas, implacables y ricos. Tenían
aspecto de estar fatigados por hondas cuitas. Sus ojos, llenos de
llamas, miraban con desconfianza, y la costumbre de viajar y de mentir,
del tráfico y del mando, daban a todos ellos un aspecto de astucia y de
violencia y de cierta brutalidad discreta y convulsiva. La influencia
del Dios les ponía sombríos.

Primero pasaron por un salón abovedado, que tenía la forma de huevo.
Siete puertas, correspondientes a los siete planetas, describían en la
muralla otros tantos cuadrados de color diferente. Pasando otra gran
cámara entraron en otra sala parecida.

Un candelabro, enteramente cubierto de flores cinceladas, brillaba en
el fondo, y cada uno de sus ocho brazos de oro llevaba en un cáliz de
diamantes una mecha de viso. Estaba puesto encima de la última de las
gradas de un gran altar, de ángulos terminados por cuernos de cobre.
Dos escaleras laterales conducían a su cima aplanada; no se veían las
piedras; era como una montaña de cenizas, y algo indeciso humeaba
lentamente encima. Más alto que el candelabro y mucho más arriba
que el altar, se erguía Moloch, forrado en hierro, con pecho humano
horadado de aberturas. Sus alas abiertas se desplegaban en la pared,
sus manos alargadas llegaban hasta el suelo; tres piedras negras,
incrustadas en un círculo amarillo, representaban tres pupilas en su
frente, y con terrible esfuerzo levantaba su cabeza de toro, como para
mugir.

En torno de la estancia había asientos de ébano, y detrás de cada uno
de estos, un trípode de bronce, formado por tres garras, sostenía una
antorcha. Todas estas luminarias se reflejaban en las losas de nácar
que pavimentaban la sala, la cual era tan alta que el rojo color de sus
paredes, subiendo hasta la bóveda, se hacía negro, apareciendo los tres
ojos del ídolo en lo alto, como estrellas medio perdidas en la noche.

Sentáronse los Ancianos en los escabeles de ébano, poniendo encima
de su cabeza la cola de su túnica. Estaban inmóviles, con las manos
cruzadas en sus anchas mangas, y el enlosado de nácar parecía un río
luminoso que, viniendo del altar hacia la puerta, corría bajo sus pies
desnudos.

Los cuatro pontífices estaban en medio, dándose la espalda, formando
cruz, en cuatro asientos de marfil; el gran sacerdote de Eschmún, con
túnica color jacinto; el de Tanit, de lino blanco; el de Kamón, de lana
obscura, y el de Moloch, de púrpura.

Amílcar avanzó hacia el candelabro. Dio una vuelta, miró las mechas que
ardían, y luego echó sobre ellas un polvo perfumado que hizo aparecer
llamas violáceas en el extremo de los brazos.

Se oyó una voz aguda, a la que respondió otra; y los cien Ancianos,
los cuatro pontífices y Amílcar, puestos en pie, entonaron un himno,
repitiendo siempre las mismas sílabas, y reforzando el sonido subían
sus voces, severas y terribles, hasta que de una sola vez se callaron.

Se esperó algún tiempo, hasta que Amílcar, sacando del pecho una
estatuita con tres cabezas y azul como el zafiro, la puso delante de
él. Era la imagen de la Verdad, el genio de su palabra. Luego la volvió
a meter en su pecho, y todos, como poseídos de súbita ira, gritaron:

--¡Los bárbaros son tus amigos! ¡Traidor, infame! ¿Vuelves para vernos
morir, no es verdad? ¡Dejadle hablar! ¡No, no!

Así se vengaban de la limitación a que poco antes les había obligado
el ceremonial político; si bien habían deseado el regreso de Amílcar,
ahora se indignaban de que él no hubiera previsto sus desastres, o más
bien, de que no los hubiera sufrido con ellos.

Cuando se apaciguó el tumulto, el pontífice de Moloch se levantó.

--Nosotros te preguntamos por qué no volviste a Cartago.

--¿Qué os importa? --contestó desdeñosamente el Sufeta.

Redobló la gritería.

--¿De qué me acusáis? ¿Acaso llevé mal la guerra? Vosotros habéis visto
el plan de mis batallas, vosotros, que decíais que mis bárbaros...

--¡Basta, basta!

Siguió Amílcar en voz baja, para que le escucharan con más atención.

--¡Oh! ¡Esto es verdad! ¡Me he engañado, luces de los Baales, hay
valientes entre vosotros! ¡Giscón, levántate!

Y paseando la grada del altar, con los párpados medio cerrados, como si
buscara a alguno, repitió:

--¡Levántate, Giscón, tú puedes acusarme; estos te defenderán! ¿Pero
dónde estás?... ¡Ah, en su casa, sin duda, rodeado de sus hijos,
mandando a sus esclavos, feliz, y contando los collares de honor que la
patria le ha dado!

Los Ancianos se encogían de hombros, como flagelados por azotes.

--¡Vosotros no sabéis siquiera si está vivo o muerto!

Y sin cuidarse de los clamores, dijo que al abandonar al Sufeta habían
abandonado a la República. La misma paz romana, por ventajosa que les
pareciera, era más funesta que veinte batallas perdidas. Aplaudieron
algunos, los menos ricos del Consejo, sospechosos de inclinarse hacia
el pueblo o hacia la tiranía. Sus adversarios, jefes de los Sisitas y
administradores, triunfaban por el número; los más significados de la
reunión estaban del lado de Hannón, quien se hallaba sentado al otro
extremo de la sala, delante de la alta puerta, cerrada por un tapiz de
color jacinto.

Se había pintado con afeites las úlceras de la cara; pero el polvo de
oro de sus cabellos le había caído sobre la espalda, formando placas
brillantes, que parecían blanquizcas, finas y crespas como vellones.
Lienzos embebidos de un craso perfume que goteaba sobre el pavimento,
envolvían sus manos, y, sin duda, su enfermedad se había agravado,
porque sus ojos desaparecían bajo el pliegue de los párpados. Si quería
ver, tenía que doblar hacia atrás la cabeza. Al fin, con voz ronca y
odiosa, dijo:

--¡Menos arrogancia, Barca! Todos nosotros hemos sido vencidos. Cada
cual soporta su desgracia. ¡Resígnate!

--Dinos más bien --contestó sonriendo Amílcar-- de qué modo gobernaste
tus galeras contra la flota romana.

--Me empujaba el viento --respondió Hannón.

--¡Haces como el rinoceronte, que patea en su estiércol: te obstinas en
tu necedad! ¡Cállate!

Y empezaron a recriminarse por la batalla de las islas Egates. Hannón
le acusaba de no haber venido a su encuentro.

--Esto hubiera sido desguarnecer a Eryx. Había que tomar el lago.
¿Quién te lo impedía? ¡Ah, me olvidaba! Los elefantes tienen miedo al
mar.

Los adictos a Amílcar celebraron la ocurrencia con grandes risotadas,
que hacían resonar la bóveda como si sonaran tímpanos.

Hannón denunció la indignidad de tal ultraje; su enfermedad le
sobrevino a consecuencia de un enfriamiento en el sitio de Hecatompila;
y el llanto corría por su faz como lluvia de invierno sobre una muralla
en ruinas.

Amílcar replicó:

--Si me hubierais querido tanto como a este, ahora reinaría la alegría
en Cartago. ¡Cuántas veces no os llamé en mi ayuda! ¡Y siempre me
rehusasteis el dinero!

--¡Nos hacía falta! --dijeron los jefes de los Sisitas.

--¡Y cuando mis asuntos iban de mal en peor, bebíamos orines de mulas
y comíamos las correas de nuestras sandalias; cuando yo quería que
cada brizna de hierba fuera un soldado y formar batallones con la
podredumbre de los muertos, me quitasteis el resto de mis bajeles!

--¡No podíamos arriesgarlo todo! --respondió Baat-Baal, dueño de minas
de oro en la Getulia Daritiana.

--¿Qué hacíais aquí, en Cartago, en vuestras casas, al amparo de las
murallas? Había galos en el Eridano, que convenía empujar; cananeos
en Cirene, que hubieran venido, y mientras los romanos enviaban
embajadores a Tolomeo...

--¡Ahora le da por alabar a los romanos!... ¿Cuánto te han dado para
que los defiendas?

--¡Preguntádselo a las llanuras del Brucio, a las ruinas de Locres,
de Metaponto y de Heraclea! Yo he incendiado todos sus árboles, he
saqueado sus templos y matado hasta a los nietos de sus nietos...

--¡Eh! ¡Tú declamas como un retórico! --dijo Kapuras (comerciante muy
ilustrado)--. ¿Qué es lo que quieres?

--Digo que hay que ser más ingenioso o más terrible. Si el África
entera rechaza vuestro yugo, es que sois unos amos débiles que no
sabéis uncirlo a su cerviz. Agatocles, Régulo, Cepio, todos los hombres
atrevidos, no tienen más que desembarcar para tomarla; y cuando los
libios que están en el Oriente se entiendan con los númidas que están
en el Occidente, y los nómadas vengan del Sur y los romanos del Norte...

Un grito de horror se alzó.

--¡Oh, entonces os golpearéis el pecho, os revolcaréis en el polvo y
rasgaréis vuestros mantos! ¡No importa! Habrá que ir a dar vuelta a la
muela en la Suburra y vendimiar en las colinas del Lacio.

Los contrarios se daban palmadas en el muslo derecho para significar
su escándalo, y las mangas de sus túnicas se levantaban como grandes
alas de pájaros asustados. Amílcar, llevado por su cólera, continuaba
de pie en la grada más alta del altar, tembloroso, terrible; levantaba
los brazos, y los rayos del candelabro que alumbraba tras él le pasaban
entre los dedos como dardos de oro.

--Vosotros perderéis vuestras naves, vuestros campos, vuestros carros,
vuestros lechos suspendidos y las esclavas que os frotan los pies.
Los chacales dormirán en vuestros palacios, el arado labrará vuestras
tumbas. No habrá más que gritos de águilas y montones de ruinas. ¡Tú
caerás, Cartago!

Los cuatro pontífices extendieron las manos para apartar el anatema.
Todos se habían levantado; pero el Sufeta del mar, magistrado
sacerdotal bajo la protección del Sol, era inviolable en tanto no
fuera juzgado por la Asamblea de los Ricos. El altar inspiraba miedo.
Retrocedieron.

Amílcar no hablaba ya. Fija la mirada, y con el semblante más pálido
que las perlas de su tiara, jadeaba, casi asustado de sí mismo y con
el espíritu perdido en visiones fúnebres. En la altura en que estaba,
todas las antorchas de los pies de bronce le parecían una vasta corona
de fuegos a ras de las losas; negra humareda subía por las tinieblas de
la bóveda, y fue tan profundo el silencio, durante algunos minutos, que
se oía el ruido del mar a lo lejos.

Después, los Ancianos hicieron preguntas. Sus intereses, sus vidas,
estaban amenazados por los bárbaros; pero no se les podía vencer sin
el socorro del Sufeta, y esta consideración, no obstante su orgullo,
les hizo olvidar todo lo demás. Llamaron aparte a sus amigos; hubo
reconciliaciones interesadas, acomodamientos y promesas. Amílcar no
quería formar parte de ningún gobierno. Todos le conjuraron a cambiar
de idea; se lo suplicaban; y como la palabra «traición» se dejara oír,
se sulfuró. El único traidor era el Gran Consejo, porque expirando
el contrato de los soldados con la guerra, quedaban libres terminada
esta; exaltó la valentía del ejército y todas las ventajas que se
podrían sacar interesándoles a favor de la República con donaciones y
privilegios.

Entonces Magdasan, antiguo gobernador de provincias, dijo, revolviendo
sus ojos amarillos:

--Realmente, Barca, a fuerza de viajar, te has vuelto griego, o latino,
o no sé qué. ¿Qué recompensas pides para estos hombres? ¡Mueran diez
mil bárbaros antes que uno solo de nosotros!

Aprobaban los Ancianos con la cabeza, murmurando:

--Sí; no hay que apurarse: se encuentran mercenarios en todo tiempo.

--Y se les despide cuando se quiere, ¿no es así? Se les abandona, como
hicisteis en Cerdeña. Se avisó al enemigo el camino que habían de
tomar, como con los galos en Sicilia, o bien se les desembarca en medio
del mar. A mi vuelta, he visto la roca blanqueada con sus huesos.

--¡Qué desgracia! --dijo imprudentemente Kapuras.

--¿Acaso no se volvieron cien veces al enemigo? --decían otros.

Amílcar respondió:

--¿Por qué, pues, no obstante vuestras leyes, los llamasteis a Cartago?
Y cuando estaban en la ciudad, pobres y en gran número, en medio de
vuestras riquezas, ¿no se os ocurrió la idea de dividirlos, para
debilitarlos con la desunión? ¡Los despedisteis con sus mujeres y sus
hijos, sin guardar un solo rescate! ¡Creíais que se matarían para
ahorraros el dolor de mantener vuestros juramentos! Los odiáis porque
son fuertes, y a mí también porque soy su jefe. ¡Oh! Lo he conocido
ahora, cuando me besabais las manos y os conteníais para no mordérmelas.

Si los leones que dormían en el patio hubieran entrado rugiendo, el
clamor no hubiera sido tan espantoso. Pero el pontífice de Eschmún se
levantó, y muy encarado y con los brazos abiertos, dijo:

--Barca, Cartago necesita que tú tomes el mando general de las fuerzas
púnicas contra los mercenarios.

--Rehúso --contestó Amílcar.

--¡Te daremos plena autoridad! --dijeron los jefes de los Sisitas.

--No.

--Sin limitación de ningún género, sin copartícipes, con todo el dinero
que pidas y todos los cautivos, todo el botín y cincuenta «zerets» de
tierra por cada cadáver enemigo.

--¡No, no! Porque con vosotros es imposible vencer.

--¡Tiene miedo!

--Porque sois unos cobardes, avaros, ingratos y locos.

--¡Los defiende!... Para ponerse al frente de ellos --agregó alguien--
y volverse contra nosotros.

Y desde el fondo de la sala, Hannón aulló:

--¡Quiere hacerse rey!

Entonces todos botaron, derribando los asientos y las antorchas;
lanzáronse hacia el altar, blandiendo puñales. Amílcar sacó de las
mangas dos anchas cuchillas y, medio doblado, con el pie izquierdo
hacia adelante, encendidos los ojos y apretados los dientes, los
desafió inmóvil bajo el candelabro de oro.

Resultaba que todos, por precaución, habían llevado armas, lo cual
era un crimen. Como todos eran culpables, pronto se tranquilizaron, y
volviendo la espalda al Sufeta, bajaron rabiosos de humillación. Por
vez segunda retrocedían ante él. Por un rato, permanecieron de pie.
Muchos que se habían herido en los dedos, se los llevaban a la boca o
se los envolvían en la fimbria del manto; ya iban a marcharse, cuando
Amílcar oyó estas palabras:

--¡Bah! ¡Es una delicadeza para no afligir a su hija!

Y una voz más alta, que añadió:

--No cabe duda, porque ella toma sus amantes entre los mercenarios.

Amílcar vaciló, y sus miradas buscaron rápidamente a Schahabarim.
Únicamente el sacerdote de Tanit había permanecido en su puesto, y
Amílcar vio de lejos su alto birrete. Todos se burlaban en su propia
cara. A medida que aumentaba su angustia, redoblaba la alegría de
ellos, y en medio de rechiflas, los que estaban detrás, gritaban:

--¡Le han visto salir de su habitación!

--¡Una mañana del mes de Tamuz!

--¡Es el ladrón del zaimph!

--¡Un hombre muy hermoso!

--¡Más grande que tú!

Amílcar se arrancó la tiara, insignia de su dignidad, su tiara de ocho
rangos místicos, que llevaba en medio una concha de esmeralda, y con
las dos manos, con toda su fuerza, la tiró al suelo; los círculos de
oro, al romperse, rebotaron, y sonaron las perlas sobre las losas.
Vieron entonces, en la blancura de su frente, una larga cicatriz que se
agitaba como una serpiente, entre sus cejas; temblaba todo él. Subió
una de las escaleras laterales que llevaban al altar y anduvo encima;
lo cual era ofrecerse en holocausto a los dioses. El movimiento de su
manto agitaba las luces del candelabro más abajo de sus sandalias, y el
fino polvo que levantaban sus pasos le envolvía como una nube, hasta
el vientre. Se detuvo entre las piernas del coloso de cobre. Tomó en
sus manos dos puñados de este polvo, cuya sola vista hacía estremecer
de horror a todos los cartagineses, y dijo:

--¡Por las cien antorchas de vuestras Inteligencias! ¡Por los ocho
fuegos de los Kabiros! ¡Por las estrellas, los meteoros y los volcanes!
¡Por todo lo que arde, por la sed del Desierto y la salobridad del
mar! ¡Por la caverna de Hadrumeto y el imperio de las Almas! ¡Por el
exterminio, por la ceniza de vuestros hijos y la de los hermanos de
vuestros abuelos, con la que ahora voy a confundir la mía! ¡Vosotros,
los Ciento de Cartago, vosotros habéis mentido acusando a mi hija! ¡Y
yo, Amílcar Barca, Sufeta del mar, jefe de los Ricos y dominador del
pueblo, juro ante Moloch, de cabeza de toro!...

Esperaban oír todos algo espantoso, pero él dijo, con voz más alta,
pero más calmosa:

--¡Que ni yo mismo la hablaré!

Entraron los servidores sagrados de los peines de oro, unos con
esponjas de púrpura y otros con palmas. Levantaron la cortina de
jacinto extendida ante la puerta, y por la abertura de este ángulo se
vio en el fondo de las otras salas el gran cielo rosado, que parecía
continuar la bóveda, apoyándose en el horizonte sobre el mar azul.
Subía el sol, saliendo de entre las olas, y dando de pronto en el pecho
del dios de cobre, dividido en siete compartimentos que formaban rejas,
le hizo abrir las fauces de rojos dientes, con horrible bostezo y
dilatar sus enormes narices. La luz del día le animaba, le daba un aire
terrible e impaciente, como si quisiera saltar afuera para mezclarse
con el astro y recorrer juntos las inmensidades.

Las antorchas esparcidas por el suelo seguían ardiendo, alargándose
aquí y acullá sobre el nácar, como manchas de sangre. Los Ancianos
vacilaban agotados; aspiraban con ansia la frescura del aire, corría
el sudor por sus caras lívidas; a fuerza de haber gritado, ya no se
oían. Pero su cólera contra el Sufeta no se había calmado, y a modo de
despedida le amenazaban, respondiéndoles Amílcar.

--Mañana por la noche, Barca, en el templo de Eschmún.

--Iré.

--Te haremos condenar por los ricos.

--Y yo a vosotros por el pueblo.

--Ten cuidado no mueras en la cruz.

--Y vosotros destrozados en las calles.

Así que salieron del patio, recobraron todos la calma.

       *       *       *       *       *

A la puerta les esperaban sus cocheros y criados. La mayor parte se
fueron en mulas blancas. El Sufeta saltó a su carro y tomó las riendas;
los dos animales, retorciendo las colas y golpeando con cadencia las
piedras, que rebotaban, subieron al galope la vía de los Mapales; el
buitre de plata, en la punta de la lanza del carro, parecía volar: tal
era la velocidad del vehículo.

El camino atravesaba un campo salpicado de túmulos, como pirámides,
con una mano abierta tallada en medio, como si el muerto enterrado
debajo la tendiera hacia el cielo para reclamar algo. Seguían luego
cabañas diseminadas, hechas de barro, de ramas, o de varales de juncos,
todas ellas en forma cónica, separadas irregularmente por tapias de
guijarros, por acequias, por cuerdas de esparto o por setos de nogales
y que se amontonaban conforme se iba subiendo a las huertas del Sufeta.
Pero la mirada de Amílcar convergía hacia una gran torre cuyos tres
pisos formaban tres monstruosos cilindros: el primero construido de
piedra, el segundo de ladrillos y el tercero enteramente de cedro,
soportando una cúpula de cobre sobre veinticuatro columnas de enebro,
de donde caían, a modo de guirnaldas, cadenetas de oro entrelazadas.
Tan alto edificio dominaba los que se extendían a la derecha, los
almacenes y la casa de comercio, en tanto que el palacio de las mujeres
se erguía en el fondo de cipreses alineados como dos muros de bronce.

Cuando el resonante carro entró por la estrecha puerta, paró en un
ancho cobertizo, donde los caballos, trabados, comían montones de heno.

Acudieron todos los criados, que eran una multitud, porque por miedo
a los soldados habían venido a Cartago los colonos del campo. Los
labradores, vestidos con pieles de animales, arrastraban cadenas
sujetas a los tobillos; los obreros de manufacturas de púrpura tenían
rojos los brazos, como verdugos; los marinos llevaban birretes verdes;
los pescadores, collares de coral, y la gente de Megara vestía túnicas
blancas o negras, calzón de cuero y gorros de paja, de fieltro o de
tela, según su servicio o la industria que ejercían.

Atrás se apretujaba la plebe vestida de andrajos; eran los que vivían
sin oficio ni beneficio, lejos de las casas, durmiendo de noche en las
huertas, devorando las sobras de las cocinas; roña humana que vegetaba
a la sombra del palacio. Amílcar los toleraba, más por precisión que
por desdén. Todos, en prueba de alegría, se habían puesto una flor en
la oreja; muchos de ellos no habían visto nunca al Sufeta.

Unos hombres, tocados como esfinges y con largos bastones, se lanzaron
sobre esta turba, dando golpes a diestro y siniestro, a fin de
contener a los esclavos afanosos de ver al amo y que este no se fuera
atropellado por el número o molestado por el tufo de los miserables.

Todos estos se echaron boca abajo en el suelo gritando: «Ojo de Baal,
florezca tu casa.» Y entre estos hombres así acostados en la avenida
de los cipreses, el primer intendente, Abdalonim, con mitra blanca, se
adelantó hacia Amílcar, con un incensario en la mano.

Bajaba Salambó por la escalinata de las galeras. Detrás de ella venían
todas las mujeres, siguiéndola paso a paso. Las cabezas de las negras
formaban grandes puntos negros en la línea de vendas con placas de oro
que ceñían la frente de las romanas. Otras tenían en el cabello flechas
de plata, mariposas de esmeraldas o largos alfileres que remataban
en soles. Sobre estas vestiduras blancas, amarillas y azules,
resplandecían los anillos, broches, collares, franjas y brazaletes; se
oía el ruido de las sandalias juntamente con el de los pies desnudos
que hollaban el entarimado de las gradas, y un eunuco, tan alto que
sobresalía sobre los hombros de las mujeres, sonreía complacido. Así
que se calmó la aclamación de los hombres, ellas, tapándose las caras
con las mangas, lanzaron un extraño grito, semejante al aullido de una
loba, tan furioso y estridente, que la gran escalera de ébano, llena de
mujeres, parecía vibrar como una inmensa lira.

El viento levantaba sus velos y los menudos tallos de papiro se
balanceaban suavemente. Era el mes de Schebar, en pleno invierno. Los
granados en flor se destacaban en el azul del cielo, y a través de las
ramas aparecía el mar con una isla en lontananza, medio perdida entre
la bruma.

Detúvose Amílcar al ver a Salambó. Le había nacido después de habérsele
muerto muchos hijos varones. El nacimiento de una hija se consideraba
como una calamidad en las religiones del Sol. Los dioses le enviaron
un hijo más tarde; pero Amílcar conservaba algo de la amargura de su
esperanza fallida y como el eco de la maldición que había pronunciado
contra Salambó. Esta seguía andando.

Perlas de variados colores colgaban en largas sartas de sus orejas
sobre los hombros y hasta los codos. Su cabellera estaba rizada
simulando una nube. Llevaba alrededor del cuello placas pequeñas de
oro, cuadrangulares, que representaban una mujer entre dos leones
empinados, y su traje reproducía en un todo los arreos de la Diosa. El
bermellón de sus labios hacía resaltar la blancura de los dientes, así
como el antimonio de los párpados agrandaba sus ojos. Las sandalias,
hechas con plumas de pájaro, tenían los tacones muy altos. Salambó
estaba extraordinariamente pálida, sin duda a causa del frío.

Llegó al fin junto a Amílcar, y sin mirarle, sin levantar la cabeza, le
dijo:

--¡Salud, hijo de Baalim, gloria eterna! ¡Triunfo, placer,
satisfacción, riqueza! Tiempo hace que mi corazón está triste y mi casa
lúgubre; pero amo que viene es como Tamuz resucitado, y ante tu mirada,
¡oh, padre!, van a esparcirse alegría y vida nuevas.

Tomando de manos de Taanach un pequeño vaso oblongo en el que humeaba
una mezcla de harina, manteca, cardamomo y vino, dijo:

--Bebe a placer la bebida del regreso, preparada por tu servidora.

Él contestó:

--¡Bendita seas! --y tomó maquinalmente el vaso de oro que ella le
brindaba.

Sin embargo, la miraba con tan áspera atención, que Salambó,
temblorosa, balbució:

--Te han dicho, oh, señor...

--¡Sí, lo sé! --dijo Amílcar en voz baja.

¿Era esto una confesión, o se refería a los bárbaros? Amílcar añadió
algunas palabras vagas sobre los asuntos públicos que esperaba
arreglar solo.

--¡Oh, padre! --exclamó Salambó--; ¡no podrás reparar lo que es
irreparable!

Amílcar retrocedió y Salambó extrañaba este asombro; porque ella no
se refería a Cartago, sino al sacrilegio que la tenía obsesionada. El
hombre que hacía temblar las legiones y al que apenas conocía ella, le
asustaba como un dios; lo había adivinado y sabido todo; algo terrible
iba a acontecer, y exclamó:

--¡Perdón!

Amílcar bajó lentamente la cabeza.

Por más que ella quería culparse, no osaba abrir los labios, y sin
embargo, hervía en deseos de quejarse y de ser consolada. Amílcar
reprimía el ansia de quebrantar su juramento. Tenía a orgullo o temor
concluir con su incertidumbre, y miraba a su hija de hito en hito, para
leer en el fondo de su corazón.

Poco a poco, iba Salambó hundiendo la cabeza entre los hombros,
intimidada por esta mirada tan persistente. Él estaba seguro ahora de
que ella había caído en el lazo de un bárbaro; y, convulso, la amenazó
con los puños. Exhaló Salambó un grito y cayó en brazos de sus mujeres,
que se agruparon en torno de ella.

Amílcar dio media vuelta y todos los intendentes le siguieron. Se abrió
la puerta de los almacenes y entró en una vasta sala redonda, a la
que afluían como los radios al cubo de una rueda, largos pasillos que
llevaban a otras salas. Un disco de piedra se levantaba en el centro,
con balaustres para sostener almohadones acumulados sobre tapices.

El Sufeta paseó primero a grandes pasos, respirando ruidosamente,
pasándose la mano por la frente como aquel a quien molestan las
moscas. Sacudió la cabeza, y ante el cúmulo de sus riquezas y ante la
perspectiva de los corredores que llevaban a otras salas repletas de
más tesoros, se calmó. Placas de bronce, lingotes de plata y barras de
hierro alternaban con salmones de estaño traídos de las Casitérides por
el mar Tenebroso; gomas del país de los negros desbordaban en sacos de
corteza de palmera; y el polvo de oro, apilado en odres, se escapaba
insensiblemente por las costuras demasiado viejas. Delgados filamentos,
sacados de plantas marinas, colgaban entre linos de Egipto, de Grecia,
de Trapobana y de Judea; madréporas, como grandes arbustos, se erizaban
al pie de las paredes, y un olor indefinible se exhalaba de los
perfumes, de los cueros, de las especias y de las plumas de avestruz
atadas en grandes manojos en lo alto de la bóveda. Delante de cada
corredor, unos colmillos de elefante en posición vertical, se reunían
por las puntas formando un arco alrededor de la puerta.

Amílcar subió al disco de piedra. Todos los intendentes estaban con
los brazos cruzados y baja la cabeza, en tanto que Abdalonim ostentaba
orgulloso su mitra puntiaguda.

Amílcar interrogó al Jefe de las naves, viejo piloto de párpados
comidos por el viento, con blancos copos en la barba, como si llevara
con él la espuma de las tempestades. Contestó que había enviado una
flota por Gades y Timiamata, para lograr arribar a Eciongaber, doblando
el Cuerno del Sur y el Promontorio de los Aromas.

Otras habían navegado al Oeste, durante cuatro lunas, sin encontrar
orillas; pero la proa de las naves tropezaba con hierbas, el horizonte
resonaba continuamente con el ruido de las cataratas, brumas
sanguinolentas obscurecieron el sol, y una brisa impregnada de perfumes
adormecía a las tripulaciones; ahora, estas nada podían decir, porque
tenían turbada la memoria. Sin embargo, uno había remontado el río
de los Escitas, penetrado en la Cólquida, entre los Jugrianes y los
Estienos, raptado en el Archipiélago mil quinientas vírgenes y hundido
todos los bajeles extranjeros que navegaban más allá del Cabo Estriava,
para que el secreto de las rutas no fuera conocido. El rey Tolomeo
acaparaba el incienso de Eschebar; Siracusa, El Atia, Córcega y las
demás islas no habían dado nada, y el viejo piloto bajaba la voz para
anunciar que habían tomado los númidas una trirreme en Rusicada,
«porque están con ellos, amo».

Amílcar frunció las cejas; luego hizo seña de que hablara el Jefe de
los viajes, que vestía una túnica parda sin cinturón y se envolvía la
cabeza en una banda blanca, que pasando por el borde de la boca le caía
por detrás sobre la espalda.

Las caravanas habían partido con regularidad en el equinoccio de
invierno. Pero de mil quinientos hombres que marcharon a la extrema
Etiopía con buenos camellos, odres nuevos y provisiones de telas
pintadas, solo volvió uno a Cartago; los restantes habían sucumbido de
fatiga o enloquecido por el terror del desierto. Añadía el jefe haber
visto, más allá del Arusch Negro, pasado el país de los atarantes
y de los monos grandes, reinos inmensos en los que los más ínfimos
utensilios eran de oro; un río color de leche, ancho como un mar;
bosques de árboles azules, de colinas de plantas aromáticas; monstruos
con cara humana vegetaban en las rocas y sus pupilas se secaban como
flores. Detrás de los lagos infestados de dragones, unas montañas de
cristal soportaban el sol. Otros habían vuelto de la India con pavos
reales, pimienta y tejidos nuevos. En cuanto a los que iban a comprar
calcedonias por el camino de las Sirtes y el templo de Ammón, sin duda
perecieron en los arenales. Las caravanas de la Getulia y de Fazzana
suministraron sus acostumbrados ingresos; pero el jefe no se atrevía
por ahora a equipar otras.

Comprendió Amílcar que era porque los mercenarios ocupaban la campiña.
Con sordo gemido se reclinó sobre el otro codo, y el Jefe de las
granjas tenía tanto miedo de hablarle, que temblaba horriblemente, no
obstante sus enormes espaldas y sus grandes pupilas rojas. Su cara,
roma como la de un dogo, iba coronada por una red de hilos de cortezas;
ceñía un cinturón de piel de leopardo con pelos, en el que relucían dos
formidables cuchillos.

No bien se volvió Amílcar a él, gritó invocando a todos los Baales. La
culpa no era suya, ¡nada podía hacer! Había observado las temperaturas,
los terrenos y las estrellas; hecho las plantaciones en el solsticio
de invierno, las podas de los árboles en el curso de la luna,
inspeccionado a los esclavos, economizado ropa...

A Amílcar le irritaba esta locuacidad; pero el hombre de los cuchillos
siguió diciendo atropelladamente:

--¡Ah, amo! ¡Todo lo han saqueado y destruido! Tres mil pies de árboles
han sido cortados en Marchala, saqueados los graneros en Ubada y
cegadas las cisternas. En Tedes se han llevado mil quinientos gomores
de harina; en Marazzana, matado a los pastores, comido los rebaños,
quemado la casa, tu hermosa casa de vigas de cedro que tú habitabas
en el verano. Los esclavos de Tuburdo, que segaban la cebada, huyeron
a las montañas; y los asnos, las mulas, los burdéganos, los bueyes
de Taormina y los caballos oringes fueron todos robados, sin que
quedara uno. ¡Es una maldición! Yo no sobreviviré a ella --y añadía
llorando--: ¡Ah! ¡Si hubieras visto lo colmados que estaban los
graneros y lo relucientes de las carretas! ¡Ah, los hermosos carneros!
¡Ah, los hermosos toros!

A Amílcar le ahogaba la cólera, y esta estalló:

--¡Cállate! ¿Acaso soy un pobre? ¡No mientas! ¡Di la verdad! ¡Quiero
saber todo lo que he perdido, hasta el último siclo, hasta el último
cab. Abdalonim, tráeme las cuentas de los bajeles, las de las
caravanas, las de las granjas y las de la casa! Si vuestra conciencia
está turbada, ¡ay de vuestras cabezas! ¡Fuera de aquí!

Todos los intendentes salieron a reculones y encorvados hasta el suelo.

Abdalonim fue a tomar en una casilla de la pared cuerdas con nudos,
bandas de tela o de papiro y omoplatos de carnero llenos de señales
escritas. Puso todo a los pies de Amílcar y en sus manos un cuadro de
madera con tres hilos interiores de estaño enhebrados en bolas de oro,
de plata y de cuerno, y empezó diciendo:

--Ciento noventa y dos casas en los Mapales, alquiladas a los
cartagineses nuevos a razón de un beka por luna.

--No, ¡es demasiado! Alivia a los pobres. Escribirás los nombres de
aquellos que te parezcan más audaces, procurando saber si son adictos a
la República. ¡Después!

Dudaba Abdalonim, sorprendido de esta generosidad. Amílcar le arrancó
de las manos las bandas de tela.

--¿Qué es esto? ¿Tres palacios alrededor de Kamón, a doce kesitath al
mes? Pon veinte. No quiero que los ricos me devoren.

El intendente de los intendentes, después de un largo saludo, añadió:

--Prestado a Tigillas, hasta el fin de la estación, dos kikar al tres
por ciento de interés marítimo; a Bar-Malkarth, quinientos siclos, con
la prenda de treinta esclavos. Doce de estos han muerto en las marismas.

--¡Porque no eran robustos! --dijo riendo el Sufeta--. No importa: si
necesita dinero, dáselo. Siempre se debe prestar y a distinto interés,
según la riqueza de las personas.

Entonces el servidor se apresuró a leer todo lo que habían producido
las minas de hierro de Annaba, las pesquerías de coral, las fábricas
de púrpura, el arriendo del impuesto a los griegos domiciliados, la
exportación de la plata a Arabia, donde valía diez veces el oro, las
capturas de naves, deducción hecha del diezmo para el templo de la
Diosa.

--¡Siempre he declarado un cuarto de menos, amo!

Amílcar contaba con las bolas, que sonaban en sus dedos.

--¡Basta! ¿Qué has pagado?

--A Estratónides, de Corinto, y a tres comerciantes de Alejandría,
por estas letras que aquí están, diez mil dracmas atenienses y doce
talentos de oro sirios. La alimentación de las tripulaciones, a veinte
nimes de oro al mes por cada trirreme.

--Lo sé. ¿Cuántas se perdieron?

--Aquí está la cuenta en estas láminas de plomo. Respecto a las
naves fletadas en común, como hubo que tirar la carga al mar, se han
repartido las pérdidas entre los asociados. Por cuerdas tomadas a los
arsenales y que ha sido imposible devolver, los Sisitas han exigido
ochocientos kesitaths, antes de la expedición a Útica.

--¡Siempre ellos! --dijo Amílcar, pensativo, quedándose así algún
tiempo, como abatido por el peso de todos los odios concitados contra
él--. No veo los gastos de Megara...

Abdalonim, palideciendo, fue a tomar en otro casillero unas tablillas
de sicomoro, atadas en paquetes con tiras de cuero.

Amílcar le escuchaba, curioso por los detalles domésticos y
sometiéndose a la monotonía de la voz que enumeraba cifras, y Abdalonim
se desalentaba. De pronto, dejó caer las hojas de madera y se tiró
al suelo, de bruces, con los brazos extendidos, en la posición de
un condenado. Amílcar, sin emocionarse, recogió las tablillas; y
quedó estupefacto al ver que el gasto en un solo día llegaba a un
exorbitante consumo de carne, pescados, pájaros, vinos y aromas; más
platos rotos, esclavos muertos y tapices perdidos.

Abdalonim, siempre prosternado, le enteró del festín de los bárbaros.
No pudo sustraerse a la orden de los Ancianos. Además, Salambó quiso
que se prodigara el dinero para obsequiar mejor a los soldados.

Al oír el nombre de su hija, Amílcar se levantó de un salto; rechinando
los dientes, se agarró a los almohadones, rasgando las franjas con las
uñas.

--¡Levántate! --dijo, y salió.

Seguíale Abdalonim, temblándole las rodillas, hasta que cogiendo una
barra de hierro se dio, como un furioso, a levantar losas. Saltó un
disco de madera y aparecieron en todo el largo del pasillo muchas de
estas anchas coberteras que tapaban las fosas donde se conservaba el
grano.

--¡Ya lo ves, Ojo de Baal! --dijo el servidor--, ¡no se lo llevaron
todo! Cada una de estas tiene una profundidad de cincuenta codos y
está colmada hasta el borde. Durante tu viaje, hice hacer excavaciones
así, en los arsenales, en las huertas, en todas partes. Tu casa está
repleta de trigo, como tu corazón de sabiduría.

Amílcar se sonrió:

--Está bien, Abdalonim... Pero haz venir más de la Etruria, del Brucio,
de donde quieras y al precio que sea. Compra y almacena. Es preciso que
yo solo posea todo el trigo de Cartago.

No bien llegaron al extremo del corredor, Abdalonim, con una de
las llaves que colgaban de su cinturón, abrió una gran habitación
cuadrangular, dividida en medio por pilares de cedro. Monedas de oro,
de plata y de cobre, puestas en mesas o en nichos, se amontonaban a
lo largo de las cuatro paredes, hasta las carreras del techo. Enormes
rimeros de piel de hipopótamo soportaban en los rincones filas enteras
de sacos más pequeños; montones de mil millones formaban pilas en el
suelo, y aquí y allá, alguna demasiado alta, al romperse, daba la
impresión de una columna rota.

Las grandes monedas de Cartago, que representaban a Tanit a caballo,
debajo de una palmera, se confundían con las de las colonias, marcadas
con un toro, una estrella, un globo o una luna en creciente. Luego se
veían dispuestas, en sumas desiguales, monedas de todos los valores,
de todas las dimensiones y de todas las épocas; desde las antiguas
de Asiria, pequeñas como la uña, hasta las del Lacio, más grandes
que la mano; botones de Egina, tablillas de la Bactriana, varillas
cortas de la antigua Lacedemonia; muchas de ellas cubiertas de moho
o de cardenillo, o ennegrecidas por el fuego por haber sido cogidas
con redes o en los saqueos, entre los escombros de las poblaciones.
Antes de que el Sufeta se diera cuenta de si todo aquel dinero era
proporcional a las ganancias y pérdidas que había oído, reparó en tres
jarras de cobre, enteramente vacías. Abdalonim volvió la cara, en señal
de horror, y Amílcar, resignado, no dijo palabra.

Atravesando más corredores y salas, llegaron ante una puerta guardada
por un hombre atado por el vientre a una larga cadena sujeta a la
pared; costumbre romana, recién introducida en Cartago. Habían crecido
extraordinariamente su barba y sus uñas, y se balanceaba de derecha a
izquierda, con la oscilación continua de los animales cautivos. No bien
reconoció a Amílcar, se dirigió a él, gritando:

--¡Perdón, Ojo de Baal! ¡Perdón, mátame! Diez años hace que no veo el
sol. ¡En nombre de tu padre, perdón!

Amílcar, sin responderle, llamó con las manos y se presentaron tres
hombres; los cuatro, a un tiempo, con todas sus fuerzas, sacaron de
los anillos la enorme barra que cerraba la puerta. Amílcar tomó una
antorcha y desapareció en las tinieblas.

Era, según se creía, el lugar de las sepulturas de la familia; pero no
se veía más que un ancho pozo, abierto para desorientar a los ladrones
y que no ocultaba nada. Amílcar hizo girar una piedra muy pesada, y por
la abertura que quedó al descubierto entró en un aposento labrado en
forma de cono.

Cubrían las paredes escamas de cobre; en medio, sobre un pedestal de
granito, se levantaba la estatua de un kabiro, Aletes de nombre,
inventor de las minas en la Celtiberia. En la base formaban cruz anchas
rodelas de oro y monstruosos vasos de plata, de cuello cerrado, y por
tanto inservibles; porque era costumbre fundir de este modo grandes
cantidades de metal para imposibilitar las dilapidaciones y los robos.

Con la antorcha encendió una lámpara de minero, fija en el birrete
del ídolo, y de golpe, iluminaron la sala luces verdes, amarillas,
azules, violáceas, de color de vino y de color de sangre. Estaba llena
de piedras preciosas, puestas en calabazas de oro, colgadas como
lampadarios en planchas de cobre o en sus bloques nativos al pie de
las paredes. Eran piedras grandes arrancadas de la montaña a tiros de
honda, carbunclos formados por la orina de los linces, glosopetras
caídas de la luna, tianos, diamantes, sandastros, berilos, con las tres
clases de rubíes, las cuatro clases de zafiro y las doce clases de
esmeraldas. Todas ellas fulguraban a modo de salpicaduras de leche, de
hielos azules, de polvo de plata, y lanzaban sus destellos en ondas,
en rayos y en estrellas. Las ceraunias, engendradas por el trueno,
brillaban junto a las calcedonias, que curan los peces. Había topacios
del monte Zabarca para prevenir los terrores, ópalos de la Bactriana,
que impiden los abortos, y cuernos de Ammón, que se ponen en los lechos
para tener sueños.

Las luces de las gemas y las llamas de la lámpara se reflejaban en
los grandes escudos de oro. Amílcar, en pie, sonreía, con los brazos
cruzados; deleitándose menos con el espectáculo que con la conciencia
de sus riquezas, inaccesibles, inagotables, infinitas. Se sentía un
genio subterráneo. Sus abuelos dormían a sus pies, enviando a su
corazón algo de su eternidad. Era como la alegría de un kabiro; y
los grandes rayos luminosos que herían su rostro, se le antojaban
la extremidad de una red invisible que, a través de los abismos, le
ligaban al centro del mundo.

Una idea le hizo estremecer, y habiéndose puesto detrás del ídolo, fue
directamente hacia la pared. Entre los tatuajes de su brazo examinó una
línea horizontal con otras dos perpendiculares, que en cifras cananeas
expresaban el número trece. Contó hasta la decimotercera de las placas
de cobre, volvió a levantar la ancha manga, y con la mano derecha
extendida, leyó en otro sitio de su brazo otras líneas más complicadas,
paseando los dedos suavemente, a la manera de un tocador de lira.
Finalmente, con el pulgar dio siete golpes y una parte de la pared giró
como una sola pieza.

Disimulaba una especie de cava que contenía cosas misteriosas, sin
nombre y de un valor incalculable. Amílcar bajó tres gradas; tomó en un
cubo de plata una piel de antílope, que flotaba en un líquido negro, y
volvió a subir.

Abdalonim andaba ahora delante de él, dando golpes en el pavimento
con su alto bastón guarnecido de campanillas en el mango, y gritando,
al pasar por cada habitación, el nombre de Amílcar, entre alabanzas y
bendiciones.

En la galería circular a la que afluían todos los corredores, estaban
acumulados a lo largo de las paredes pequeñas vigas de algumín, sacos
de lausonia, pastas de Lemnos y conchas de tortuga llenas de perlas.
A su paso, el Sufeta los rozaba con su túnica, sin hacer caso de los
gigantescos pedazos de ámbar, materia casi divina, formada por los
rayos del sol.

Surgió una nube de vapor.

--¡Empuja la puerta!

Entraron.

Unos hombres desnudos amasaban pastas, cortaban hierbas, agitaban
carbones, echaban aceite en jarras, abrían y cerraban pequeñas celdas
ovoides cavadas en torno de la muralla, y eran tantos que aquello
parecía una colmena. Desbordaban el mirabolano, el bdellium, el azafrán
y las violetas. Doquiera estaban diseminadas gomas, polvos, raíces,
redomas de vidrio, ramas de lilipéndola y pétalos de rosa; producían
asfixia, no obstante los torbellinos del estoraque, que humeaba en un
trípode de cobre.

El _Jefe de los olores suaves_, pálido y larguirucho como un cirio de
cera, salió a recibir a Amílcar para aplastar en sus manos un rollo
de metopión, en tanto que otros dos hombres le frotaban los talones
con hojas de bácaris. Amílcar los rechazó, porque eran cirineos de
costumbres infames, pero a los que se consideraba a causa de sus
secretos.

Para demostrar su vigilancia, el Jefe ofreció al Sufeta, en una cuchara
de electro, un poco de malobatro, y con una lezna pinchó tres bezares
indios. El amo, que entendía de estas artes, tomó un cuerno lleno de
bálsamo, y después de acercarlo a los carbones lo colgó en su túnica;
apareció una mancha obscura, señal de fraude. Miró fijamente al Jefe, y
sin decir nada le tiró el cuerno de gacela a la cara.

Por indignado que estuviera por las falsificaciones cometidas en
perjuicio suyo, al ver los paquetes de nardo que se embalaban para los
países de ultramar, mandó que mezclaran antimonio para que pesaran más.

Tras esto preguntó dónde estaban tres cajas de psagas destinadas para
su uso.

El Jefe de los olores declaró no saber nada, porque habiendo entrado
soldados, cuchillo en mano, les habían abierto las cajas.

--¿De modo que los temes más que a mí? --gritó el Sufeta, y a través
del humo brillaban sus pupilas como antorchas, mirando al hombrón
pálido que empezaba a entender lo que se le venía encima--. Abdalonim,
antes de ponerse el sol le harás pasar por las varas; que lo vapuleen
bien.

Esta pérdida, menor que las otras, le había exasperado; porque a pesar
de sus esfuerzos para no acordarse de los bárbaros, los tenía siempre
en la memoria. Los excesos de los mercenarios se confundían con la
vergüenza de su hija, y poseído de una rabia de inquisición, visitó
bajo los cobertizos, detrás de la casa de comercio, las provisiones de
betún, de madera, de anclas y cuerdas, de miel y de cera, los almacenes
de paño, las reservas de comestibles, la cantera de mármoles y el
granero del silfio.

Fue a inspeccionar al otro lado de las huertas, en sus cabañas, a
los artesanos domésticos, cuyos productos se vendían. Los sastres
bordaban mantos, otros tejían redes, otros peinaban cojines y cortaban
sandalias; obreros de Egipto, con una concha pulían papiros; chirriaba
la lanzadera de los tejedores y resonaban los yunques de los armeros.
Amílcar les dijo:

--¡Forjad espadas! ¡Forjadlas siempre; me harán falta!

Y sacó del pecho la piel de antílope macerada en venenos, para que se
le cortase una coraza más sólida que las de cobre e inatacable por el
hierro y por la llama.

Al acercarse a los obreros, Abdalonim, con el fin de desviar su cólera,
procuraba irritarle contra ellos, denigrando sus trabajos:

--¡Es una vergüenza! Verdaderamente el amo es demasiado bueno.

Amílcar, sin hacerle caso, seguía adelante.

Se desanimó porque grandes árboles, enteramente calcinados, como en
un bosque donde han acampado pastores, estorbaban el camino; las
empalizadas estaban rotas, se perdía el agua de las acequias y entre
linfas fangosas aparecían pedazos de vasos y huesos de monos.

Colgaba de los matorrales tal cual jirón de ropa, y flores podridas
formaban un estiércol amarillo debajo de los limoneros. Los criados lo
habían abandonado todo, creyendo que el amo no volvería.

A cada paso descubría Amílcar algún nuevo desastre y una prueba de
aquello que no quería saber. Pero ahora manchaba sus borceguíes de
púrpura hollando inmundicias; y sentía no tener aquellos hombres ante
sí, a tiro de catapulta, para hacerlos volar en pedazos. Sentíase
humillado por haberlos defendido; era un engaño, una traición, y
como no podía vengarse ni de los soldados, ni de los Ancianos, ni de
Salambó, ni de nadie, y su cólera necesitaba víctimas, mandó a las
minas a todos los esclavos de las huertas.

Temblaba Abdalonim cada vez que le veía acercarse a los parques; pero
Amílcar tomó el camino del molino, en donde se dejaba oír una melopea
lúgubre.

En medio del polvo, movíanse las pesadas ruedas, es decir, dos conos
de pórfido superpuesto, con un embudo el más alto, el cual giraba
sobre el de abajo con ayuda de fuertes barras. Con el pecho y los
brazos empujaban unos hombres, mientras otros tiraban, uncidos como
animales. El roce de las barras había formado alrededor de sus sobacos
costras purulentas, como se observa en el crucero de los asnos, y el
andrajo negro y deshilachado que apenas cubría sus riñones colgaba de
sus piernas como una larga cola. Los ojos estaban rojos, sonaban los
hierros de sus pies y todos los pechos resollaban a un tiempo. Tenían
en la boca, fijado por dos cadenetas de bronce, un bozal que les
impedía comer la harina, y unos guanteletes sin dedos encerraban sus
manos para que no la pudieran coger.

A la entrada del amo las barras de madera sonaron con más fuerza.
Saltaba el grano al romperse. Muchos cayeron sobre las rodillas; los
demás siguieron, pasándoles por encima.

Preguntó por Giddenem, gobernador de los esclavos, y compareció este
personaje, mostrando su dignidad en la riqueza del vestido; porque su
túnica, hendida por los lados, era de fina púrpura; pesados anillos
colgaban de sus orejas, y para juntar las bandas que envolvían sus
piernas, subía de los tobillos a la cadera un lazo de oro, como una
serpiente enroscada a un árbol. En los dedos, cargados de sortijas,
llevaba un collar de granos de piedras negras para conocer los hombres
sujetos al mal sagrado.

Amílcar le hizo seña para que hiciera quitar los bozales. Entonces,
todos, gritando como animales hambrientos, se echaron sobre la harina,
devorándola con la cara metida en el montón.

--¡Los tienes extenuados! --dijo el Sufeta.

Giddenem alegó que esto era necesario para domarlos.

--No valía la pena de enviarte a Siracusa, a la escuela de los
esclavos. ¡Haz venir a los demás!

Cocineros, despenseros, palafreneros, corredores, porteadores de
literas, hombres de los baños y mujeres con sus hijos; todos se
alinearon en el jardín, en una sola fila, desde la casa de comercio
hasta el parque de las fieras. Silencio enorme llenaba Megara; todos
contenían el aliento. El sol se prolongaba sobre la laguna, debajo de
las catacumbas. Graznaban los pavos reales. Amílcar andaba a paso lento.

--¿Qué haré de estos viejos? --dijo--. Véndelos. Hay demasiados galos:
son borrachos; y demasiados cretenses: son mentirosos. Cómprame
capadocios, asiáticos y negros.

Quedó extrañado del poco número de niños.

--Giddenem, cada año la casa ha de tener nuevos nacimientos. Dejarás de
noche todas las habitaciones abiertas para que se junten con libertad.

Hizo que se presentaran los ladrones, los perezosos y los amotinadores.
Dictó castigos, con reproches a Giddenem; y este, como un toro, bajaba
la cabeza frunciendo las cejas.

--Mira, Ojo de Baal --dijo, señalando a un libio robusto--, a este le
han sorprendido con una cuerda al cuello.

--¡Ah! ¿Quieres morir? --preguntó desdeñosamente el Sufeta.

Y el esclavo, con voz intrépida:

--¡Sí! --contestó.

Y sin cuidarse del ejemplo ni del daño pecuniario, Amílcar dijo a los
criados:

--¡Lleváoslo!

Quizás abrigaba la intención de un sacrificio, como una desgracia que
se infligía para prevenir otras más terribles.

Giddenem tenía ocultos a los mutilados detrás de los otros; Amílcar los
vio.

--¿Quién te ha cortado el brazo?

--Los soldados, Ojo de Baal.

A un samnita, que vacilaba como una garza herida:

--Y a ti, ¿quién te ha hecho esto?

Fue el gobernador, que le había roto una pierna con una barra de
hierro.

Esta atrocidad imbécil indignó al Sufeta, y arrancando de manos de
Giddenem el collar de piedras, dijo:

--¡Maldito sea el perro que hiere al rebaño! ¡Estropeas esclavos,
bondad de Tanit! ¡Ah, tú arruinas a tu amo! ¡Que lo ahoguen en el
estiércol! ¿Y los que faltan? ¿Dónde están? ¿Los has asesinado como a
los soldados?

Tan terrible tenía el semblante que huyeron todas las mujeres. Los
esclavos formaron un ancho círculo alrededor de los dos; Giddenem
besaba frenéticamente las sandalias de Amílcar; este, en pie, tenía
levantados los brazos sobre él.

Con su inteligencia lúcida, como en la más fuerte de las batallas,
recordaba mil cosas odiosas e ignominias de que se había apartado; y a
la luz de su cólera, como a los relámpagos de una tempestad, veía de un
golpe todos sus desastres a un tiempo. Los gobernadores de los campos
habían huido, por miedo a los soldados, por conveniencia quizá; todos
le engañaban; se contenía demasiado tiempo.

--¡Que los traigan! --gritó--. ¡Que los señalen en la frente con
hierro encendido, como a los cobardes!

Trajeron y fueron repartidos en medio del jardín grilletes, argollas,
cuchillos, cadenas para los condenados a las minas, cepos que apretaban
las piernas, escorpiones y látigos con tres ramales, rematados con
garfios de cobre.

Los condenados fueron puestos de cara al sol, del lado de Moloch
devorador, echados en tierra en posición supina, y los que habían de
ser azotados, atados de pies y manos a los árboles, con dos sayones:
uno que daba los azotes y otro que los iba contando.

Silbaban las correas, arrancando la corteza de los árboles. La sangre
mojaba como lluvia las hojas, y al pie de cada árbol se retorcía un
cuerpo humano hecho una llaga viva. Aquellos que fueron marcados, se
arañaban el cutis con las uñas. Se oían crujir los tornillos de madera,
resonaban choques sordos; a veces hería el aire un grito agudo. Del
lado de las cocinas, entre jirones de ropa y cabelleras tendidas,
unos hombres con soplillos avivaban los carbones, y apestaba el
olor a carne quemada. Desfallecían los flagelados; pero sujetos por
los brazos, doblaban la cabeza, cerrando los ojos. Los espectadores
gritaban asustados; los leones, acordándose tal vez del festín, se
desperezaban bostezando, al borde de los fosos.

Viose entonces a Salambó en la plataforma de la terraza, corriendo
asustada de un lado a otro. La vio Amílcar, pareciéndole que levantaba
los brazos hacia él, pidiéndole perdón. El Sufeta, con un gesto de
horror, se perdió en el parque de los leones.

Estos animales constituían el orgullo de las grandes casas púnicas.
Habían tirado del carro del vencedor, triunfado en las guerras, y eran
venerados como favoritos del sol. Los de Megara eran los más fuertes
de Cartago. Amílcar, antes de su partida, había exigido a Abdalonim
el juramento de que cuidaría de ellos; pero habían muerto mutilados,
quedando únicamente tres, acostados en medio del patio, ante los restos
de su comida.

Conocieron a Amílcar y se le acercaron. Uno tenía las orejas
horriblemente mutiladas; otro, una ancha herida en la pierna; el
tercero, el hocico cortado. Le miraban con aire triste, como personas;
y el del hocico cortado, bajando la enorme cabeza y doblando las
corvas, le acariciaba suavemente con el extremo del muñón llagado.

Ante esta caricia, lloró Amílcar y saltó sobre Abdalonim.

--¡Ah! ¡Miserable! ¡La cruz, la cruz!

Abdalonim se desmayó, cayendo de espaldas.

Detrás de las fábricas de púrpura, cuyas lentas humaredas subían al
cielo, sonó un aullido de chacal. Amílcar se detuvo.

Pensando en su hijo, se calmó de pronto, como si le hubiera tocado
un dios. Entreveía una prolongación de su fuerza, una indefinida
continuación de su persona; los esclavos no comprendían cómo pudo
haberse apaciguado tan pronto.

Yendo a las fábricas de púrpura, pasó delante de la ergástula: un
caserón de piedra negra rodeado de un foso cuadrado, con un camino
alrededor, y cuatro escaleras en las esquinas.

Para acabar su señal, Iddibal esperaba, sin duda, la noche. «No corre
prisa», se dijo Amílcar, y bajó a la prisión. Algunos le gritaron:
«Vuélvete»; los más atrevidos le siguieron.

El viento agitaba la puerta abierta; entraba el crepúsculo por los
estrechos mechinales y veíase adentro cadenas rotas colgadas en las
paredes. Era todo lo que quedaba de los cautivos de guerra.

Amílcar palideció extraordinariamente, y le vieron apoyarse con una
mano en la pared para no caer.

El chacal gritó tres veces seguidas. Amílcar levantó la cabeza, y
cuando el sol se ocultó, desapareció detrás del seto de nopales.

A la noche, en la Asamblea de los Ricos, en el templo de Eschmún,
dijo al entrar: «¡Luces de los Baalim: acepto el mando de las fuerzas
púnicas contra los bárbaros!»




VIII

LA BATALLA DEL MACAR


Al siguiente día obtuvo de los Sisitas doscientos veinte y tres mil
kikar de oro, y decretó un impuesto de catorce shequels sobre los
ricos. Hasta las mujeres contribuyeron; se pagaba por los niños, y lo
que era más monstruoso, atendidas las costumbres cartaginesas, obligó a
los colegios de los sacerdotes a que dieran dinero.

Requisó todos los caballos y mulas y se incautó de todas las armas. A
los que quisieron disimular sus riquezas se les vendió los bienes, y
para intimidar la avaricia de los demás, dio él solo sesenta armaduras
y mil quinientos gomores de harina, tanto como la Compañía del Marfil.

Envió a la Liguria a comprar soldados, tres mil montañeses
acostumbrados a combatir osos; se les pagó por adelantado seis meses, a
razón de quince minas diarias.

Le hacía falta un ejército; pero no aceptó, como Hannón, a todos
los ciudadanos. Rechazó por de pronto a la gente de ocupaciones
sedentarias; luego, a los demasiado obesos o de aspecto pusilánime;
admitió a los hombres deshonrados, la crápula de Malca, los hijos de
los bárbaros y los libertos. En recompensa, prometió a los cartagineses
nuevos el derecho completo de ciudadanía.

Su primer cuidado fue la reforma de la Legión. Estos arrogantes
jóvenes, considerados como la majestad militar de la República, se
gobernaban por sí mismos. Destituyó a los oficiales; trató a todos
rudamente, haciéndoles correr, saltar y subir de un tirón la cuesta de
Byrsa; lanzar azagayas, luchar cuerpo a cuerpo y dormir al raso. Sus
familias venían a verles y les compadecían.

Mandó hacer espadas más cortas y borceguíes más fuertes. Fijó el
número de sirvientes y redujo los bagajes, y como se guardaban en el
templo de Moloch trescientos pilums romanos, los tomó, a pesar de las
reclamaciones del Pontífice.

Con los que habían vuelto de Útica y otros de particulares organizó una
falange de setenta y dos elefantes, que hizo formidables. Armó a sus
conductores con un martillo y un escoplo para que rompieran el cráneo a
estos animales en caso de que huyeran.

No consintió que sus generales fueran nombrados por el Gran Consejo.
Los Ancianos le echaban en cara que violaba las leyes; él no les
hizo caso; nadie se atrevía a contradecirle; todo se doblegaba a la
violencia de su genio.

Él solo se encargó de la guerra, del gobierno y de la hacienda; y con
el fin de prevenir acusaciones, pidió para examinador de sus cuentas al
Sufeta Hannón.

Hacía trabajar en las fortificaciones, y para tener piedras derribó
las viejas murallas interiores, que eran inútiles. La diferencia de
fortunas, ya que no la jerarquía de razas, seguía manteniendo separados
los hijos de los vencidos y de los conquistadores; los patricios
vieron irritados la destrucción de esos muros; pero el pueblo, sin
darse cuenta, se regocijaba sin saber por qué.

Armada la tropa, por mañana y tarde desfilaba por las calles, y a cada
momento se oía el resonar de las trompetas; en los carros pasaban
escudos, tiendas de campaña, picas; los patios estaban llenos de
mujeres que hacían hilas y vendajes; unos a otros se infundían valor;
el alma de Amílcar llenaba la República.

Dividió sus soldados en números pares, cuidando de poner a lo largo de
las filas, alternativamente, un hombre robusto y otro que lo era menos,
para que el menos vigoroso o más cobarde fuera llevado y empujado a la
vez por su compañero. No obstante, con tres mil ligures y los mejores
cartagineses no pudo formar más que una sencilla falange de cuatro
mil noventa y seis hoplitas, defendidos con cascos de bronce, y que
manejaban picas de fresno de catorce codos de largo.

Dos mil hombres iban armados con un puñal, reforzados con ochocientos
jóvenes más, con escudo redondo y espada a la romana.

La caballería pesada estaba compuesta de mil novecientos guardias que
quedaban de la Legión, cubiertos con láminas de bronce bermejo, como
los clinabaros asirios. Había además más de cuatrocientos arqueros a
caballo, de los llamados tarentinos, con birretes de piel de comadreja,
hacha de doble filo y túnica de cuero; y mil doscientos negros del
arrabal de las caravanas, mezclados con los clinabaros, que debían
correr al lado de los caballos, cogidos a las crines. Todo estaba
dispuesto y, sin embargo, Amílcar no empezaba la campaña.

A menudo, salía de noche solo de Cartago, y se perdía en la embocadura
del Macar, más allá de la laguna. ¿Quería unirse a los mercenarios? Los
ligures, acampados en los Mapales, rodeaban su casa.

Los temores de los Ricos parecieron justificados cuando se vio un día
a trescientos bárbaros que se acercaban a las murallas. El Sufeta les
abrió las puertas. Eran tránsfugas que se acogían a su jefe por temor
o por fidelidad.

La vuelta de Amílcar no había sorprendido a los mercenarios; este
hombre, según sus ideas, no podía morir. Venía para cumplir sus
promesas; esperanza que nada tenía de absurda: ¡tan profundo era el
abismo entre la patria y el ejército! Además, no se creían culpables;
se habían olvidado del festín.

Los espías que aprehendieron les desengañaron. Fue un triunfo para los
exaltados; hasta los tibios se volvieron furiosos. Además, los dos
sitios les habían aburrido; nada se adelantaba; era preferible una
batalla. Muchos hombres se desbandaban, merodeando por la campiña. A la
noticia de los armamentos acudieron, y Matho saltó de alegría:

--¡Al fin! ¡Al fin! --exclamó.

El resentimiento que tenía contra Salambó se volvió contra Amílcar.
Su odio veía una presa determinada; y como la venganza era más fácil
de concebir, la creía segura; la idea le deleitaba. Al mismo tiempo,
estaba dominado por una más alta ternura; devorado por un deseo más
agrio. Se veía en medio de los soldados, llevando en su pica la
cabeza del Sufeta, y después, en el cuarto del lecho de púrpura,
apretando a la virgen entre sus brazos, cubriéndola la cara de besos,
acariciando sus largos cabellos negros; estos sueños, que sabía eran
irrealizables, constituían para él un suplicio. Se juró a sí mismo, ya
que sus camaradas le habían nombrado schalischim, dirigir la guerra; la
certidumbre de que no volvería, le impulsaba a ser implacable.

Fue a ver a Espendio, y le dijo:

--Reúne tus hombres; yo llevaré los míos. Avisa a Autharita. Estamos
perdidos si Amílcar nos ataca. ¿Me entiendes? ¡Levántate!

Espendio quedó estupefacto ante este decreto autoritario. Matho, por
costumbre, se dejaba guiar y se le pasaban pronto los arrebatos; pero
ahora, parecía a un tiempo más calmado y más terrible; una voluntad
soberbia fulguraba en sus ojos, como la llama de un sacrificio.

El griego no atendía sus razonamientos. Habitaba una de las tiendas
cartaginesas bordadas de perlas, bebía bebidas frescas en copas de
plata, jugaba al cótabo, dejaba crecer su cabellera y llevaba el sitio
con lentitud. Por lo demás, tenía inteligencias en la ciudad y no
quería partir, en la seguridad de que esta se rendiría a los pocos
días. Narr-Habas, que vagabundeaba entre los ejércitos, se encontraba
ahora cerca de él. Apoyó su opinión y llegó a acusar al libio de querer
abandonar la empresa, por exceso de valor.

--Vete, si tienes miedo --contestó Matho--; nos prometiste pez, azufre,
elefantes, infantes y caballos; ¿dónde están?

Narr-Habas le recordó que había exterminado las últimas cohortes
de Hannón; en cuanto a los elefantes, se les estaba cazando en los
bosques; armaba los infantes, y los caballos estaban ya en marcha; y el
númida, acariciando la pluma de avestruz que le caía por la espalda,
giraba los ojos como una mujer y sonreía de una manera irritante. Matho
no sabía qué contestarle.

Un desconocido entró donde ellos estaban, sudoroso, asustado, sangrando
los pies y desatado el cinturón; la respiración agitaba su flaco pecho
como si fuera a hacerle estallar; y hablando un dialecto ininteligible,
abría los ojos como si contara una batalla. El rey se echó afuera y
llamó a sus jinetes.

Formaron en el llano un círculo alrededor de él. Narr-Habas, a caballo,
bajaba la cabeza y se mordía los labios. Por fin, separó sus hombres en
dos mitades y mandó a la primera que esperase; con gesto imperioso se
llevó los otros al galope y desapareció en el horizonte, por el lado de
las montañas.

--¡Señor! --dijo Espendio--: no me gustan estas cosas extraordinarias;
el Sufeta, que viene, y Narr-Habas, que va...

--¡Bah! ¿Qué importa? --contestó desdeñosamente Matho.

Era una razón más para unirse a Autharita; pero si se abandonaba
el sitio, saldrían los sitiados, los atacarían por retaguardia, y
al frente tendrían a los cartagineses. Después de mucho hablar, se
resolvió lo siguiente, que fue inmediatamente ejecutado:

Espendio, con quince mil hombres, ocupó el puente del Macar, a tres
millas de Útica, y fortificó los ángulos con cuatro torres enormes,
con catapultas. Con troncos de árboles, pedazos de roca y montones de
espinos y piedras de las murallas cerró todos los caminos y gargantas
de las montañas; y en las cumbres puso hierba seca, que se encendería
para señales, y pastores acostumbrados a otear de lejos.

Sin duda Amílcar no iría, como Hannón, por la montaña de las Aguas
Calientes. Debía pensar que Autharita, dueño del interior, le
cerraría el camino. Además, un desastre al principio de la campaña
le perdería, mientras que la victoria era probable estando más lejos
los mercenarios. Meterse entre los dos ejércitos sería en él una
imprudencia, contando con fuerzas inferiores; así, pues, Amílcar, según
todas las probabilidades, tomaría las faldas de la Ariana, torcería a
la izquierda para evitar las bocas del Macar y vendría en derechura al
puerto, donde Matho le esperaría.

Vigilaba de noche a los peones, a la luz de las antorchas; iba a
Hippo-Zarita, a las obras de las montañas, volvía y no descansaba.
Espendio envidiaba su energía, y Matho escuchaba dócilmente a su
compañero en cuanto al manejo de los espías, a la elección de
centinelas, al arte de las máquinas y demás medios de defensa. Ya no
hablaban de Salambó: Espendio, porque no se acordaba; Matho, por una
especie de pudor. A menudo iba del lado de Cartago, para ver de lejos
las tropas de Amílcar. Flechaba con sus ojos el horizonte, se echaba
de bruces, y en los latidos de sus arterias creía oír el rumor de un
ejército.

Dijo a Espendio que si antes de tres días no llegaba Amílcar, iría con
todos sus hombres a presentarle batalla. Pasaron dos días; Espendio le
contenía; pero en la mañana del sexto, partió.

       *       *       *       *       *

No menos que los bárbaros estaban los cartagineses impacientes por la
guerra; en las tiendas y en las casas había el mismo deseo, la misma
angustia; se preguntaban todos qué era lo que detenía a Amílcar. En
ocasiones, subía este a la cúpula del templo de Eschmún, y al lado del
Anunciador de las Lunas escudriñaba el horizonte.

Un día, el tercero del mes de Tibby, se le vio bajar de la Acrópolis a
pasos precipitados. Se alzó un griterío en los Mapales. Bien pronto se
llenaron las calles, y los soldados se armaron, entre el llanto de las
mujeres, que los abrazaban, yendo a formar a la plaza de Kamón. No se
les podía seguir, ni aun hablarles, ni acercarse a las fortificaciones;
durante algunos minutos, la ciudad entera permaneció silenciosa como
una inmensa tumba; los soldados, apoyados en sus lanzas, y los demás,
angustiados.

Al ponerse el sol, salió el ejército por la parte de Occidente; pero
en vez de tomar el camino de Túnez o ganar las montañas en dirección a
Útica, siguió la costa, llegando en breve a la laguna, en la que las
salitreras se reflejaban como enormes espejos de plata olvidados en la
ribera.

Fuéronse multiplicando los aguazales; el suelo era cada vez más blando
y en él se hundían los pies. Amílcar iba siempre a la cabeza, y su
caballo, cubierto de manchas amarillas como un dragón, pisaba el fango
haciendo grandes esfuerzos y levantando espuma en torno suyo. Vino la
noche; noche sin luna. Algunos gritaron que se iba a la muerte; el
caudillo les quitó las armas y las entregó a los criados. El fango se
hacía cada vez más hondo; fue preciso montar en los animales de carga
o bien agarrarse a la cola de los caballos; los robustos ayudaban a
los débiles, y la Legión empujaba a la infantería con la punta de las
lanzas. Aumentó la obscuridad; se habían extraviado; todos hicieron
alto.

Los esclavos del Sufeta siguieron adelante para encontrar las balizas
plantadas por orden de este, de distancia en distancia. Gritaban en las
tinieblas, y el ejército les seguía de lejos.

Por fin se pisó tierra firme; luego se dibujó vagamente una curva
blanquecina, y llegaron a la orilla del Macar. A pesar del frío, no se
encendió fuego.

A media noche se levantaron ráfagas de viento. Amílcar hizo despertar a
los soldados, pero sin tocar las trompetas, haciendo que los capitanes
les golpearan en la espalda.

Entró en el agua un hombre de alta estatura, y aquella no le llegaba a
la cintura; señal de que se podía pasar.

El Sufeta ordenó que treinta y dos elefantes se colocaran en el río,
cien pasos más lejos, en tanto que los demás detendrían las líneas
de hombres empujados por la corriente; y todos con las armas sobre
la cabeza, atravesaron el Macar como entre dos murallas. Se había
observado que el viento del Oeste, empujando las arenas, obstruía el
río y formaba en toda su anchura una calzada natural.

Este alarde de genio entusiasmó a los soldados y les infundió una
confianza extraordinaria. Querían acometer en seguida a los bárbaros,
pero el Sufeta les hizo descansar dos horas. No bien salió el sol, los
desplegó en el llano, en tres líneas: primero los elefantes, detrás la
infantería ligera con la caballería, y en tercera línea la falange.

Los bárbaros acampados en Útica y en las quince millas alrededor del
puente, quedaron sorprendidos al ver ondular esta masa. El viento, que
soplaba muy fuerte, levantaba torbellinos de arena, como arrancados
del suelo, subiendo en grandes capas de color azul, que se rompían
para volver a formarse, ocultando siempre a los mercenarios el
ejército púnico. Comoquiera que los cartagineses adornaban con cuernos
la punta de los cascos, unos mercenarios creyeron ver una tropa de
bueyes, en tanto que otros, engañados por el vaivén de los mantos,
pretendían ver alas; no faltando quien echándoselas de sabio atribuyera
despreciativamente todo esto a una ilusión de espejismo. Sin embargo,
algo enorme continuaba avanzando. Pequeños vapores, sutiles como
alientos, corrían sobre la superficie del desierto; el sol, ahora más
alto, brillaba con más fuerza; una luz áspera y que parecía vibrar
entre la profundidad del cielo y los objetos, hacía la distancia
incalculable. La inmensa llanura se desplegaba por todos lados, hasta
perderse de vista, y las ondulaciones del terreno, casi insensibles, se
prolongaban hasta el extremo horizonte, cerrado por la gran línea azul
del mar. Los dos ejércitos, fuera de sus tiendas, se miraban; la gente
de Útica, para ver mejor, se amontonaba en los baluartes.

Al fin, se vieron muchas barras transversales erizadas de puntas,
que se agrandaban y hacían más espesas; montículos negros que se
balanceaban, y aparecer de pronto la masa de picas y elefantes.

--¡Los cartagineses! --exclamaron los bárbaros.

Y los soldados de Útica y los del puente salieron en montón, a la
desordenada, para caer juntos sobre Amílcar.

Ante este nombre, Espendio tembló: «¡Amílcar! ¡Amílcar!» Matho no
estaba allí. ¿Qué hacer? La huida era imposible. La sorpresa, el miedo
al Sufeta y, sobre todo, lo urgente de una resolución inmediata, le
desconcertaban; se veía traspasado por mil espadas, decapitado, muerto.
Pero treinta mil hombres le seguían y confiaban en él; furioso contra
sí mismo y confiando en una feliz victoria, se creyó más intrépido que
Epaminondas. Para disimular su palidez, tiñó su barba de bermellón,
apretó sus grebas y su coraza, bebió una patera de vino puro y corrió
hacia su tropa, que se unía a la de Útica.

Ambas divisiones de bárbaros juntáronse con tanta celeridad, que el
Sufeta no tuvo tiempo de formar sus hombres en batalla. Los elefantes
se detuvieron, balanceando sus pesadas cabezas cargadas de plumas de
avestruz y golpeándose las espaldas con la trompa.

En el fondo de los claros que dejaban se veían las cohortes de los
vélites; más lejos, los grandes cascos de los clinabaros, con hierros
que brillaban al sol, y corazas, penachos y banderas desplegadas. Pero
el ejército cartaginés, compuesto de once mil trescientos noventa y
seis hombres, parecía ser inferior a este número porque formaba un
largo cuadrado, estrecho en los flancos y muy apretado en sí mismo.

Viéndolos tan débiles, los bárbaros, tres veces más numerosos,
sintieron una alegría desordenada; no se veía a Amílcar. ¿Estaría allí?
No importaba; el desdén que los bárbaros tenían por estos mercaderes
avivaba su valor, y antes que Espendio mandara la maniobra, todos la
habían comprendido y la estaban ejecutando.

Desplegáronse en una gran línea recta, que desbordaba las alas del
ejército púnico, a fin de envolverlo completamente. Pero cuando
estuvieron a trescientos pasos, los elefantes, en vez de avanzar,
retrocedieron, y los clinabaros, haciendo un cambio de frente, los
siguieron; aumentó la sorpresa de los mercenarios el ver que todos los
demás hacían lo mismo. Los cartagineses tenían miedo, ¡huían! Una silba
formidable estalló en las tropas bárbaras, y Espendio, desde lo alto de
su dromedario, gritaba:

--¡Ah, ya lo sabía! ¡Adelante! ¡Adelante!

Cayó una lluvia de azagayas, dardos y tiros de honda. Los elefantes con
la grupa acribillada a flechazos galoparon más aprisa; les envolvía una
gran polvareda y, como sombras en una nube, desaparecieron.

Pero en el fondo de la masa púnica se oía un gran ruido de pasos,
dominado por el son agudo de las trompetas, que tocaban con furia.
Este espacio que los bárbaros tenían delante, pleno de torbellinos y
de tumulto, atraía como un abismo; algunos se lanzaron. Aparecieron
cohortes de infantería y jinetes al galope con otros peones a la grupa.

En efecto: Amílcar había ordenado a la falange que rompiera sus
secciones y que pasaran los elefantes y la tropa ligera por estos
intervalos, para que cubrieran prontamente los flancos; calculó tan
bien la distancia de los bárbaros, que en el momento en que estos
llegaban allí, el ejército cartaginés formaba en masa una gran línea
recta.

En medio se erizaba la falange compuesta de sintagmas o cuadrados,
con diez y seis hombres en cada lado. Los jefes de filas aparecían
entre largos hierros agudos que desbordaban desigualmente, porque las
seis hileras primeras alargaban las astas cogiéndolas por el medio,
y las diez hileras inferiores, apoyándolas en la espalda de sus
compañeros, se ponían delante. Las viseras de los cascos ocultaban
a medias las caras; las grebas de bronce cubrían todas las piernas
derechas; anchos escudos cilíndricos bajaban hasta las rodillas; y esta
horrible masa cuadrangular maniobraba en un solo bloque, viva como un
animal fantástico y con la regularidad de una máquina. Dos cohortes de
elefantes la flanqueaban, haciendo caer la lluvia de flechas pegadas a
su negra piel. Los indios, agazapados entre los montones de blancas
plumas de avestruz, los retenían con el mango del arpón, y en las
torres, otros hombres, ocultos hasta los hombros, se asomaban armados
con grandes arcos tendidos y varas de hierro con estopas encendidas.
A derecha e izquierda de los elefantes maniobraban los honderos, con
una honda ceñida a los riñones, otra en la cabeza, y la tercera en la
mano derecha. Venían luego los clinabaros, cada cual con un negro que
les alargaba las lanzas entre las orejas de los caballos enteramente
cubiertos de oro como los jinetes. A continuación se espaciaban
soldados armados a la ligera con escudos de piel de lince y jabalinas
en la mano izquierda; y los tarentinos, llevando del diestro dos
caballos juntos, y apostados en los dos extremos de esta muralla de
combatientes.

A la inversa, el ejército de los bárbaros no había podido conservar su
alineación. En todo su enorme frente se habían formado ondulaciones y
vacíos, y jadeaban todos, sofocados por la carrera.

La falange se puso en marcha pesadamente, blandiendo todos las picas;
bajo este enorme peso, la línea de los mercenarios cedió pronto por el
centro.

Entonces, las líneas cartaginesas se abrieron para envolverlos,
guiándoles los elefantes. Con las lanzas tendidas oblicuamente, la
falange cortó a los bárbaros; se agitaron dos masas enormes; las
alas, a tiros de honda y de flecha, los empujaban sobre la falange.
Para desprenderse de esta, faltaba la caballería; a excepción de
doscientos númidas que arremetieron contra los clinabaros, los demás se
encontraron cercados y no podían salir de sus líneas. Inminente era el
peligro; urgente una resolución.

Espendio mandó atacar la falange simultáneamente por los dos flancos,
a fin de pasar al través; pero las filas más estrechas, replegándose
sobre las más largas, se volvieron juntas contra los bárbaros,
mostrándose tan terribles como lo era el frente. Herían los bárbaros
con su hierro, pero la caballería estorbaba su ataque; en tanto que
la falange púnica, apoyada por los elefantes, se apretaba o se
ensanchaba, o maniobraba en cuadrado, en cono, en rombo, en trapecio
o en pirámide, de frente, a retaguardia, se producía continuamente
un movimiento interior, porque los que estaban detrás de las filas
corrían a las primeras líneas, y los cansados o heridos se replegaban
atrás. Los bárbaros se veían empujados contra la falange: era imposible
avanzar; hubiérase dicho un océano en el que bullían garcetas rojas con
escamas de cobre, en tanto que los lucientes escudos se apretaban como
espuma de plata. A veces, de un cabo a otro, bajaban anchas corrientes,
que luego ascendían, manteniéndose inmóvil en medio una pesada masa.
Las lanzas se bajaban y se levantaban alternativamente. Todo era una
agitación de espadas desnudas, tan precipitada, que solo se veían las
puntas; haces de caballería, ensanchándose en círculos, y que volvían a
cerrarse, moviendo torbellinos a su alrededor.

Dominando las voces de mando, sonaban en el aire los bélicos clarines
y el son de las liras, y las balas de plomo o de arcilla de las hondas,
silbando y haciendo saltar las espadas de las manos y los sesos de los
cráneos. Los heridos, resguardándose con un solo brazo con su escudo,
tendían la espada apoyando el pomo en el suelo; otros, entre charcos de
sangre, se volvían para morder los talones de los enemigos. La multitud
era tan compacta, el polvo tan espeso, el tumulto tan fuerte, que era
imposible ver nada; los cobardes que ofrecían entregarse ni siquiera
eran oídos. Cuando las manos estaban vacías, se abrazaban cuerpo a
cuerpo; los pechos chocaban con las corazas y los cadáveres caían
hacia atrás, con los brazos crispados. Hubo una compañía de sesenta
umbrianos que, firmes sobre sus talones, con la pica delante de los
ojos, inquebrantables y rechinando los dientes, obligaron a retroceder
dos sintagmas a la vez. Los pastores epirotas corrieron al escuadrón
izquierdo de los clinabaros y agarraron de las crines a los caballos,
volteando sus bastones; los animales, derribando a los jinetes, huyeron
por el llano. Los honderos púnicos, repartidos aquí y acullá, estaban
sorprendidos. La falange empezaba a oscilar, los capitanes corrían
desolados, los cabos de fila empujaban a los soldados; los bárbaros,
rehechos, volvían a la carga, y la victoria iba a ser suya.

Pero de pronto sonaron gritos espantosos y rugidos de dolor y de
rabia; eran los setenta y dos elefantes, que se precipitaban en doble
línea, porque Amílcar había esperado a que los bárbaros estuviesen en
montón, para echárselos encima. Los indios los aguijonearon con tal
fuego, que la sangre corría por las anchas orejas de los paquidermos.
Las trompas, pintadas de minio, se levantaban rectas en el aire, como
rojas serpientes; sus pechos estaban armados de un venablo, el lomo con
una coraza, los colmillos prolongados con láminas de hierro encorvadas
como sables, y, para volverlos más feroces, se les había embriagado con
una mezcla de pimienta, vino puro e incienso. Sacudían sus collares
de cascabeles y gritaban; los elefantarcas o conductores bajaban la
cabeza ante la lluvia de las faláricas que venía de lo alto de las
torres.

Con el propósito de resistirlos mejor, los bárbaros se abalanzaron en
masa compacta; los elefantes se precipitaron impetuosamente en medio.
Los espolones de sus pechos hendían las cohortes como proas de un
navío; con las trompas, ahogaban a los hombres o los arrancaban del
suelo, entregándolos por encima de sus cabezas a los soldados de las
torres; con los colmillos, los despanzurraban, los lanzaban al aire,
colgando racimos de entrañas de sus garfios de marfil, como paquetes de
cuerdas en los mástiles. Los bárbaros intentaban reventarles los ojos
o desjarretarlos; otros, metiéndose bajo los vientres, les hundían la
espada hasta la empuñadura y morían aplastados. Los más intrépidos se
colgaban a las correas, y entre llamas o bajo la lluvia de dardos y
hondas, no dejaban de cortar cueros para que la torre de mimbre cayera
como una torre de piedra. Catorce elefantes de los que estaban en la
extrema derecha, furiosos por sus heridas, se volvieron a la segunda
línea; los indios, con su martillo y clavija, les dieron la puntilla a
fuerza de puños.

Las enormes bestias se atropellaron, cayendo unas encima de otras. Fue
como una montaña; y sobre este montón de cadáveres y de armaduras, un
elefante monstruoso, que se llamaba el _Furor de Baal_, cogido por la
pierna entre cadenas, estuvo toda la noche aullando, con una flecha en
el ojo.

Sin embargo, los demás, como conquistadores que se complacen en el
exterminio, seguían atropellando, aplastando y encarnizándose en los
muertos y en los restos de la batalla. Para rechazar a los manípulos
apretados en coronas a su alrededor, giraban sobre los pies de
atrás con un movimiento continuo de rotación siempre avanzando. Los
cartagineses sintieron aumentar su vigor, y la batalla volvió a empezar.

Los bárbaros cedían; los hoplitas griegos arrojaron sus armas, y el
espanto se apoderó de los demás. Se vio a Espendio huir colgado de
su dromedario, azuzándolo con dos jabalinas. Todos, entonces, se
precipitaron para entrar en Útica.

Los clinabaros, con los caballos cansados, no pudieron detenerlos.
Los ligures, extenuados de sed, gritaban que se les llevara al río;
pero los cartagineses, puestos en medio de las sintagmas y que habían
sufrido menos, hervían de deseo ante la venganza que se les escapaba;
ya se lanzaban a la persecución de los mercenarios cuando apareció
Amílcar.

Refrenaba con riendas de plata su caballo atigrado, bañado en sudor.
Las cintas atadas a los cuernos de su casco flotaban al viento y tenía
su escudo ovalado sujeto bajo el muslo izquierdo. A una señal de su
pica de tres puntas, se detuvo el ejército.

Los tarentinos saltaron rápidamente de un caballo al otro, y partieron
a derecha e izquierda en dirección al río y a la ciudad.

La falange exterminó a placer el resto de los bárbaros. Cuando
llegaban bajo las espadas, las víctimas alargaban el cuello, cerrando
los párpados. Otros se defendieron a todo trance, pero se les abrumaba
de lejos a pedradas, como perros rabiosos. Amílcar tenía encargado
que se hicieran cautivos; pero los cartagineses le obedecieron a
regañadientes, por el placer que sentían en degollar bárbaros. Como
tenían mucho calor, operaban con los brazos desnudos, a manera de
segadores; y cuando se interrumpían para tomar aliento, seguían con
la mirada a un jinete que galopaba tras un soldado huyendo. Conseguía
cogerle de los cabellos, lo tenía así un rato y concluía por derribarle
de un hachazo.

Vino la noche. Cartagineses y bárbaros habían desaparecido. Los
elefantes que habían huido erraban por el horizonte con las torres
incendiadas. Ardían en la obscuridad como faros perdidos en la bruma, y
no se advertía otro movimiento en la llanura que la ondulación del río,
engrosado por los cadáveres que iban arrastrados al mar.

Dos horas después llegó Matho. A la luz de las estrellas vio largos
montones desiguales tendidos en tierra.

Eran las filas de bárbaros. Se apeó y vio que todos estaban muertos;
llamó a voces y nadie le contestó.

Aquella mañana había partido de Hippo-Zarita con sus soldados, en
dirección a Cartago. El ejército de Espendio acababa de salir de Útica,
y los habitantes empezaban a incendiar las máquinas de guerra. Todos
se habían batido encarnizadamente; el tumulto que se oía del lado del
puente aumentaba de un modo incomprensible. Matho había venido por el
camino más corto, a través de la montaña, y como los bárbaros huyeron
por el llano, no encontró a ninguno.

A su frente, se levantaban en la sombra masas piramidales, y del lado
del río, cercanas y a ras del suelo, se veían luces inmóviles. Era que
los cartagineses se habían replegado detrás del puerto para engañar a
los bárbaros; el Sufeta había puesto muchas guardas en la otra orilla.

Matho, avanzando siempre, creyó ver enseñas púnicas, porque las
cabezas de caballo que no se movían aparecían en el aire, fijas en
astas, en listones que no se podían ver; y oyó más lejos un gran rumor,
un ruido de canciones y de copas que chocaban.

No sabiendo dónde se encontraba, ni cómo hallar a Espendio, lleno de
angustia y perdido en las tinieblas, se volvió más aprisa por el mismo
camino. Apuntaba el alba cuando desde lo alto de la montaña divisó la
ciudad, con las armazones de las máquinas ennegrecidas por las llamas,
así como esqueletos de gigantes junto a las murallas.

Todo reposaba en silencio y en abandono extraordinarios. Entre sus
soldados, al borde de las tiendas, hombres casi desnudos dormían de
espalda o con la frente en el brazo que sostenía la coraza. Algunos
llevaban en las piernas vendas ensangrentadas. Los moribundos movían la
cabeza blandamente, en tanto que otros les traían de beber. A lo largo
de los caminos estrechos, andaban los centinelas para calentarse, o
bien miraban el horizonte, con la pica al hombro, en actitud feroz.

Matho encontró a Espendio recogido bajo un jirón de tela puesto sobre
dos palos, con las manos en las rodillas y la cabeza baja.

Estuvieron largo rato sin decirse nada; al fin, Matho murmuró:

--¡Vencidos!

Espendio contestó con voz sombría:

--¡Sí; vencidos!

Y a todas las preguntas respondía con gestos desesperados.

Llegaban basta ellos suspiros y estertores. Matho entreabrió la tela,
y el espectáculo de los soldados le recordó otro desastre en el mismo
lugar, y dijo:

--¡Miserable!, otra vez...

Espendio le interrumpió:

--¡Tampoco tú estabas!

--¡Es una maldición! --exclamó Matho--. ¡Pero yo le esperaré, le
venceré, le mataré! ¡Ah, si hubiera estado aquí!...

La idea de no haberse encontrado en la batalla lo desesperaba más que
la derrota. Se quitó la espada y la tiró por el suelo.

--Pero ¿cómo os han vencido los cartagineses?

El antiguo esclavo contó las maniobras. Matho creía estar viéndolas, y
se irritaba. El ejército de Útica, en vez de dirigirse al puente, debió
ir a atacar a Amílcar por retaguardia.

--¡Lo sé! --dijo Espendio.

--Convenía doblar las filas, no comprometer los vélites contra la
falange; dar salida a los elefantes. En último extremo, se podía probar
otra vez, nunca huir.

Respondió Espendio:

--Le he visto pasar en su gran manto rojo, con los brazos levantados,
más alto que el polvo, como águila que volaba al flanco de las
cohortes; a todas las señales de su cabeza, estas se apretaban y se
abalanzaban; la multitud nos arrastró el uno hacia el otro; él me miró,
y yo sentí en mi corazón como el frío de una espada.

--¿Habrá elegido tal vez el día? --se decía Matho.

Y se hacían preguntas tratando de descubrir qué habría traído al
Sufeta en las circunstancias más desfavorables. Hablando de la
situación, para atenuar su falta o animarse a sí propio, Espendio dijo
que aún quedaba esperanza.

--¡Aunque no la haya, no importa! --dijo Matho--; yo solo continuaré la
guerra.

--Y yo también --repuso el griego, muy agitado, brillantes las pupilas
y con sonrisa extraña que contraía su cara de chacal.

--¡Volveremos a empezar! ¡No me abandones! Yo no estoy hecho para las
batallas al sol: el brillo de las espadas me turba la vista: es una
enfermedad: he vivido mucho tiempo en la ergástula. Pero dame murallas
que escalar de noche, y yo entraré en las ciudadelas y los cadáveres
estarán fríos antes que los gallos hayan cantado. Indícame a alguien,
alguna cosa, un enemigo, un tesoro, una mujer..., una mujer, aunque
sea la hija de un rey, y la traeré, si lo deseas, a tus pies con
prontitud. Me reprochas de haber perdido la batalla contra Hannón y,
sin embargo, la gané. ¡Confiésalo! Mi piara de cerdos nos sirvió más
que una falange de espartanos.

Y cediendo a la necesidad de rehabilitarse y de tomar el desquite, fue
enumerando cuanto hiciera en favor de los mercenarios.

--¡Yo fui quien en los jardines del Sufeta empujé al galo! Más tarde,
en Sicca, los concité a todos con el miedo de la República; Giscón los
volvió a perdonar, pero yo impedí que hablaran los intérpretes. ¡Ah!
¡Cómo les colgaba la lengua de la boca! ¿Te acuerdas? Yo te llevé a
Cartago; yo he robado el zaimph. Yo te he llevado a casa de _ella_. ¡Yo
haré más aún!...; ¡ya verás!

Y soltó la carcajada como un loco. Matho le miraba asombrado.
Experimentaba cierto malestar ante este hombre, a un tiempo cobarde y
terrible.

El griego añadió en tono jovial, castañeteando los dedos:

--¡Evohé! Después de la lluvia sale el sol. He trabajado en las
canteras y he bebido másica en un bajel que era mío, bajo un palio
de oro, como un Tolomeo. La desgracia debe servirnos para hacernos
más hábiles. A fuerza de trabajo, se rinde la fortuna. Esta ama a los
diestros. ¡Ella cederá!

Y tomando del brazo a Matho:

--Amo, los cartagineses están ahora confiados en su victoria. Tú tienes
un ejército que no ha combatido, y tus hombres te obedecen. Ponlos
delante; los míos, para vengarse, los seguirán. Me quedan tres mil
carios, mil doscientos honderos y arqueros, cohortes completas. Se
puede formar toda una falange. ¡Vamos!

Matho, abrumado por el desastre, no había imaginado plan alguno para
repararlo. Escuchaba con la boca abierta; y las láminas de bronce que
ceñían su busto se levantaban con los latidos de su corazón. Recogió su
espada, gritando:

--Sígueme. ¡Vamos!

Los exploradores volvieron anunciando que los cartagineses se habían
llevado sus muertos, que el puente estaba en ruinas y que Amílcar había
desaparecido con su ejército.




IX

EN CAMPAÑA


Pensaba Amílcar que los mercenarios le esperarían en Útica o que se
revolverían contra él; y no encontrando suficientes sus fuerzas para
dar el ataque o recibirlo, se había dirigido al Sur, por la orilla
derecha del río, poniéndose al abrigo de una sorpresa.

Quería, cerrando los ojos sobre la rebelión, separar todas las tribus
de la causa de los bárbaros, y cuando tuviera a estos aislados o en
medio de las provincias, caer sobre ellos y exterminarlos.

En catorce días pacificó la región comprendida entre Tucaber y Útica,
con las ciudades de Tignicaba, Tesura, Vacca y otras del Occidente.
Zagar, edificada en las montañas; Asura, célebre por su templo;
Djeraado, fértil en enebros; Tajsitís y Hagur le enviaron embajadas.
Los habitantes del campo llegaban cargados de víveres, implorando su
protección; besaban sus pies y los de los soldados y se quejaban de los
bárbaros. Algunos venían a ofrecerle, en sacos, cabezas de mercenarios
muertos por ellos, según decían, pero que en realidad habían cortado
a los cadáveres; porque muchos se habían perdido en la huida y se les
encontraba muertos en los olivares y en las viñas.

Para deslumbrar al pueblo, Amílcar, al segundo día de la victoria,
envió a Cartago los dos mil cautivos cogidos en el campo de batalla.
Llegaron en largas compañías de cien hombres cada una, con los brazos
atados a la espalda con una barra de bronce que les llegaba a la nuca;
los heridos, sangrando, corrían también, mientras los jinetes, detrás
de ellos, los empujaban a latigazos.

¡Fue un delirio de alegría! Decíase que habían muerto seis mil bárbaros
y que la guerra había terminado porque los demás no la proseguirían; se
abrazaban en la calle y se frotaba con manteca y cinamomo la cara de
los dioses Pateques en acción de gracias, los cuales, con sus grandes
ojos, su gordo vientre y los brazos levantados hasta los hombros,
parecían vivos en su pintura y participar de la alegría del pueblo. Los
ricos dejaban abiertas sus puertas; resonaban en la ciudad los sones de
los tamboriles; de noche se iluminaban los templos, y las sirvientes
de la Diosa, bajando a Malqua, pusieron tablados de sicomoro en las
principales esquinas, y en ellos se prostituían. Se concedieron tierras
a los vencedores, se hicieron holocaustos a Moloch, votaron trescientas
coronas de oro para el Sufeta, al que sus partidarios proponían
otorgarle nuevos honores y preeminencias.

Había solicitado este entablar nuevas negociaciones con Autharita,
para canjear al viejo Giscón y demás cartagineses cautivos por los
bárbaros prisioneros. Los libios y los nómadas que componían el
ejército de Autharita, apenas conocían a estos mercenarios, hombres de
raza italiana o griega; y puesto que la República les ofrecía tantos
bárbaros a cambio de tan pocos cartagineses, pensaron que los unos no
valían nada y los otros mucho. Temiendo una celada, Autharita rehusó.

En vista de esto, los Ancianos decretaron la ejecución de los cautivos,
aunque el Sufeta les escribió en contrario, porque contaba incorporar
los mejores a sus tropas y excitar por este medio las deserciones. Pero
el odio pudo más que su prudencia.

Los dos mil bárbaros fueron atados en los Mapales a los postes de
las tumbas, y mercaderes, pinches de cocina, bordadores y hasta las
mujeres, las viudas de los muertos con sus hijos, vinieron a matarlos
a flechazos. Se les tiraba despacio, para prolongar su suplicio; se
bajaba el arma y se levantaba por turno; la multitud se empujaba
vociferando. Los paralíticos se hacían conducir en sus camillas;
muchos, por precaución, llevaban la comida y allí permanecían hasta la
noche; otros pernoctaban en el lugar. Se habían plantado tiendas y se
bebía a discreción. Muchos ganaron bastante dinero alquilando arcos.

Después se dejaron en pie las cruces con los cadáveres, que parecían
sobre ellas otras tantas estatuas rojas; y la exaltación contagió a la
gente de Malqua, de familias autóctonas y de ordinario indiferentes a
las cosas de la patria. En reconocimiento de los placeres que esta les
proporcionaba, se interesaban ahora en su fortuna, se sentían púnicos,
y los Ancianos consideraron como una habilidad haber fundido a todo el
pueblo en una misma venganza.

No faltó la sanción de los dioses, porque de todos los lados del
cielo acudieron cuervos, describiendo círculos en el aire con roncos
graznidos, y formando como una negra nube que continuamente rodaba
sobre sí misma. Se la veía de Clipea, de Radés y del promontorio
Hermeo. A veces se abría de repente y se alargaba en negras espirales;
era un águila que había entre la bandada y luego se iba; en las
azoteas, en las cúpulas, en la punta de los obeliscos y en los frontis
de los templos se posaban avechuchos con restos humanos en el pico
enrojecido.

A causa de la pestilencia, los cartagineses se resignaron a desclavar
los cadáveres. Quemáronse algunos de estos; se echaron otros al mar, y
las olas, agitadas por el viento norte, los depositaron en la playa, en
el fondo del golfo, ante el campamento de Autharita.

Tal castigo atemorizó sin duda a los bárbaros, porque de lo alto de
Eschmún se les vio abatir sus tiendas, juntar sus rebaños, montar sus
bagajes en asnos y alejarse la horda aquella misma noche.

       *       *       *       *       *

El plan de los bárbaros era moverse alternativamente de Aguas Calientes
a Hippo-Zarita, a fin de impedir al Sufeta acercarse a las ciudades
tirias; contando además con la posibilidad de volver sobre Cartago.

En este tiempo, los otros dos ejércitos procurarían llegar al Sur;
Espendio, por el Oriente, y Matho, por el Occidente, para unirse los
tres y sorprender y cercar a Amílcar. Les sobrevino un refuerzo que no
esperaban. Narr-Habas, con trescientos camellos cargados de betún,
veinticinco elefantes y seis mil jinetes.

El Sufeta, con el fin de debilitar a los bárbaros, juzgó prudente
entretener al númida, lejos, en su reino. Desde Cartago se había
entendido con Masgaba, bandido gétulo que deseaba forjar un imperio.
Con el dinero púnico, este aventurero había sublevado los estados
númidas, prometiéndoles la libertad. Pero Narr-Habas, prevenido por el
hijo de su nodriza, cayó sobre Cirta, envenenó a los vencedores con el
agua de las cisternas, cortó algunas cabezas, y vino contra el Sufeta
más furioso que los bárbaros.

Los caudillos de los cuatro ejércitos se pusieron de acuerdo acerca del
plan de guerra. Esta sería larga y debía preverse todo.

Convínose en primer lugar en reclamar el auxilio de los romanos, y se
ofreció esta embajada a Espendio, quien, como tránsfuga que era, no
se atrevió a aceptarla. Se embarcaron doce hombres de las colonias
griegas, en Annaba, en una chalupa de los númidas. Los jefes exigieron
de todos los bárbaros el juramento de una obediencia absoluta. Todos
los días los capitanes revistaban los vestidos y el calzado; se
prohibió a los centinelas usar escudos, porque acostumbraban a apoyarlo
en la lanza y dormir en pie; a los que llevaban bagaje se les obligó
a desprenderse de él; todo debía ponerse a la espalda, a la usanza
romana. Como precaución contra los elefantes, Matho creó un cuerpo de
jinetes catafractos, en que hombre y caballo desaparecían bajo una
coraza de piel de hipopótamo erizada de clavos; para proteger el casco
de los caballos se les puso borceguíes de esparto tejido.

Se prohibió saquear pueblos y tiranizar los habitantes de raza no
púnica. Pero como la comarca se agotaba, Matho ordenó distribuir los
víveres por cabeza de soldado, sin inquietarse por las mujeres, porque
los hombres ya atenderían a sus suyas. Por falta de alimentación,
muchos se debilitaron; era un incesante motivo de quejas y de
invectivas, porque se quitaban las mujeres por la comida o la promesa
de su ración. Matho mandó echarlas a todas, sin excepción, y fueron a
refugiarse en el campamento de Autharita, donde los galos y tirios, a
fuerza de ultrajes, las obligaron a irse.

Al fin acudieron a Cartago, implorando la protección de Ceres y de
Proserpina, porque había en Byrsa un templo con sacerdotes consagrados
a estas diosas, en expiación de los horrores cometidos en el sitio de
Siracusa. Los Sisitas, alegando su derecho a los despojos, reclamaron
las más jóvenes para venderlas; los cartagineses nuevos tomaron en
matrimonio las rubias espartanas.

Algunas se obstinaron en seguir al ejército, yendo al flanco de
las sintagmas, al lado de los capitanes. Llamaban a sus hombres,
les tiraban del manto, se golpeaban el pecho, maldiciéndolos y les
mostraban sus hijuelos que lloraban. Este espectáculo ablandaba a los
bárbaros; era un estorbo, un peligro. Cuantas veces se las rechazaba,
ellas volvían; Matho hizo que las dieran una carga los lanceros de
Narr-Habas, y como los bárbaros gritaran que necesitaban mujeres, él
les respondió:

--Yo no las tengo.

El genio de Moloch se apoderaba ahora de Matho. A pesar de las
rebeliones de su conciencia, ejecutaba cosas espantosas, imaginándose
obedecer la voz de un dios. Cuando no podía devastar los campos, los
llenaba de piedras para volverlos estériles.

Con reiterados mensajes, excitaba a Espendio y a Autharita a que se
dieran prisa. Pero las operaciones del Sufeta eran incomprensibles.
Acampó sucesivamente en Eidons, en Monchar, en Tehent; los exploradores
creyeron verle en los alrededores de Ischil, cerca de las fronteras de
Narr-Habas; y se supo que había cruzado el río arriba de Teburba, como
para volver a Cartago. No bien estaba en un lugar, se le encontraba en
otro, sin que nadie supiese los caminos que tomaba. Sin librar batalla,
el Sufeta conservaba sus ventajas; perseguido por los bárbaros, parecía
dirigirlos.

Tales marchas y contramarchas fatigaban más y más a los cartagineses;
las fuerzas de Amílcar no se renovaban y disminuían de día en día. La
gente del campo le suministraba víveres con más lentitud; encontraba en
todas partes una vacilación, un odio callado; y no obstante sus ruegos
al Gran Consejo, no le enviaban de Cartago ningún socorro.

Decíase que no lo necesitaba, que era una astucia o quejas inútiles;
y los partidarios de Hannón, con tal de perjudicarle, exageraban la
importancia de su victoria. Bueno que se hiciera el sacrificio de las
tropas que mandaba, pero no se iba a satisfacer siempre sus demandas.
La guerra era muy pesada; había costado mucho y por orgullo; los
patricios de su facción le apoyaban con tibieza.

Desesperando de la República, levantó por la fuerza en las tribus
todo lo que necesitaba para la guerra: grano, aceite, leña, animales
y hombres; pero los habitantes no tardaron en emigrar. Los pueblos
que atravesaba estaban vacíos; se registraban las cabañas y no se
encontraba nada, y una espantosa soledad rodeó al ejército cartaginés.

Furioso este, saqueó las provincias, cegaba las cisternas e incendiaba
las casas. Las chispas, llevadas por el viento, incendiaban bosques
enteros; rodeaban los valles con coronas de fuego, y había que esperar,
para proseguir la marcha bajo el sol ardiente y sobre cenizas calientes.

Algunas veces, en los bordes del camino, veían brillar en un matorral
así como pupilas de leopardo. Era un bárbaro acurrucado sobre los
talones, y que se había cubierto de polvo para confundirse con el color
del follaje; o bien cuando se atravesaba un barranco, los que iban a
los flancos oían de pronto rodar piedras, y levantando la mirada veían
en la abertura del desfiladero un hombre que saltaba con los pies
desnudos.

Sin embargo, Útica e Hippo-Zarita estaban libres, porque los
mercenarios no las sitiaban. Amílcar mandó que vinieran en su ayuda.
No atreviéndose a comprometerse, le respondieron con vaguedades,
cumplimientos y excusas.

Bruscamente se trasladó al Norte, resuelto a entrar en una ciudad
tiria, aunque le costara un sitio. Le hacía falta un punto en la costa,
con el fin de sacar de las islas, o de Cirene, provisiones y soldados,
y se fijó en el puerto de Útica, por ser el más próximo a Cartago.

El Sufeta partió, pues, de Zutín y rodeó el lago de Hippo-Zarita, con
prudencia. Muy pronto hubo de formar sus regimientos en columna para
subir la montaña que separa los dos valles. Al ponerse el sol bajaban
los cartagineses de la cumbre, ahuecada en forma de embudo, cuando
advirtieren delante de ellos, a ras del suelo, lobas de bronce que
parecían correr por la hierba, y aparecer de repente grandes penachos,
oyéndose un canto formidable al son de flautas. Era el ejército de
Espendio; campanios y griegos, por odio a Cartago, habían adoptado las
divisas de Roma.

Al mismo tiempo, aparecieron a la izquierda largas picas, escudos con
piel de leopardo, corazas de lino y espaldas desnudas. Eran los iberos
de Matho, los lusitanos, baleares y gétulos; se oía el relincho de los
caballos de Narr-Habas, que se extendieron alrededor de la colina;
después llegó la turba que mandaba Autharita; los galos, libios y
nómadas; y en medio de todos se reconoció a los «Comedores de cosas
inmundas», por las espinas de pescado que llevaban en la cabellera.

De esta manera, se habían juntado los bárbaros, combinando sus marchas
con exactitud.

Amílcar había amontonado su gente en masa orbicular, de modo que
ofreciera una resistencia igual en todas partes. Altos escudos
puntiagudos, fijos en tierra, unos al lado de otros, rodeaban a la
infantería. Los clinabaros quedaban por la parte de fuera y más lejos,
de trecho en trecho, los elefantes. Los mercenarios estaban abrumados
de fatiga; valía mejor esperar el día, y seguros de la victoria,
pasaron la noche comiendo.

Habían encendido fogatas que deslumbrándolos, dejaban en la sombra al
ejército cartaginés, debajo de ellos. Amílcar hizo cavar alrededor de
su campo, como los romanos, un foso ancho de quince pasos y de diez
codos de profundidad; levantar con la tierra excavada un parapeto, en
el que plantó estacas agudas, entrelazadas: al salir el sol, quedaron
pasmados los bárbaros al ver a los cartagineses atrincherados como en
una fortaleza.

En medio de las tiendas vieron al Sufeta, que se paseaba dictando
órdenes. Estaba armado con una coraza gris, recamada de pequeñas
escamas; y seguido de su caballo, se paraba de cuando en cuando para
señalar algo con el brazo derecho.

Más de un bárbaro se acordó de otros días, cuando al son de los
clarines, Amílcar pasaba delante de ellos lentamente, fortaleciéndoles
con sus miradas, como con vasos de vino. Les sobrecogió una especie
de ternura. Por el contrario, aquellos que no conocían al Sufeta,
deliraban con la alegría de capturarle.

Sin embargo, si todos atacaban a la vez, se encontrarían en un espacio
tan reducido que se expondrían a una derrota. Los númidas podían
lanzarse a través; pero los clinabaros, defendidos por las corazas,
los aplastarían; además, ¿cómo pasar la empalizada? En cuanto a los
elefantes, no estaban suficientemente amaestrados.

--¡Sois todos unos cobardes! --gritó Matho.

Y seguido de los más valientes, se precipitó contra el
atrincheramiento. Le rechazó una lluvia de piedras; porque el Sufeta
había recogido en el puente sus catapultas abandonadas.

Este fracaso cambió bruscamente el espíritu movible de los bárbaros. El
exceso de su bravura desapareció; querían vencer, pero arriesgándose
lo menos posible. Según Espendio, convenía conservar la posición que
tenían y someter por hambre a los púnicos. Pero los cartagineses
ahondaron pozos y descubrieron agua en las montañas que rodeaban la
colina.

Desde lo alto de la empalizada lanzaban flechas, tierra, estiércol y
piedras, que arrancaban del suelo, en tanto que las seis catapultas
rodaban incesantemente a lo largo de la planicie.

Pero las fuentes podían secarse, agotarse los víveres e inutilizarse
las catapultas; los mercenarios, diez veces más numerosos, acabarían
por triunfar. El Sufeta ideó entablar negociaciones para ganar tiempo;
y una mañana los bárbaros vieron en sus dos líneas una piel de carnero,
cubierta de escrituras. Amílcar se justificaba de su victoria; los
Ancianos le habían obligado a la guerra, y para demostrar que él
mantenía su palabra, ofrecía el saqueo de Útica o el de Hippo-Zarita, a
elección de los mercenarios; terminando por declarar que no los temía,
porque tenía traidores ganados, gracias a los cuales se adueñaría de
los otros pronto y fácilmente.

Turbáronse los bárbaros; esta proposición de un botín inmediato les
hacía soñar; temían una traición, porque no suponían un lazo en
la arrogancia del Sufeta, y empezaron a mirarse unos a otros con
desconfianza. Se medían las palabras y los pasos; la pesadilla les
desvelaba por las noches. Muchos abandonaban a sus camaradas; cambiaban
a capricho de general, y los galos, con Autharita, se juntaron con los
cisalpinos, cuya lengua no comprendían.

Los cuatro jefes se reunían todas las noches en la tienda de Matho, y
agachados alrededor de un escudo adelantaban y retrocedían las figuras
de madera inventadas por Pirro para reproducir las maniobras. Espendio
explicaba los recursos de Amílcar y suplicaba no se comprometiera la
ocasión, jurando por todos los dioses. Matho, irritado, gesticulaba. La
guerra contra Cartago era cosa personal suya; se indignaba se mezclasen
en ella sin querer obedecerle. Autharita adivinaba por su cara lo que
decía, y aplaudía. Narr-Habas levantaba la barbilla en señal de desdén;
hallaba funestas todas las medidas, y ya no se sonreía, sino que
lanzaba suspiros, como si rechazara el dolor de un sueño imposible, la
desesperación de una empresa fallida.

En tanto que los bárbaros, dudosos, deliberaban, el Sufeta aumentaba
sus defensas; hacía cavar un segundo foso, levantar otra segunda
muralla y construir en los ángulos torres de madera; sus esclavos iban
a las avanzadas a hundir en el suelo los abrojos. Pero los elefantes, a
los que se les había disminuido la ración, se debatían en sus trabas.
Para economizar el pasto, ordenó Amílcar a los clinabaros que mataran a
los caballos menos robustos. Rehusaron algunos y los mandó decapitar.
Se comieron los caballos. El recuerdo de esta carne fresca aumentó la
tristeza en los días siguientes.

Del fondo del anfiteatro en que se encontraban encerrados, veían
alrededor de ellos, en las alturas, los cuatro campamentos de los
mercenarios, llenos de agitación. Circulaban las mujeres con odres a
la cabeza, balaban las cabras entre haces de picas, se relevaban los
centinelas, se comía en torno de las trébedes; porque las tribus les
proporcionaban víveres en abundancia y suponían lo que asustaba su
inacción al ejército púnico.

En el segundo día observaron los cartagineses en el campo de los
númidas una tropa de trescientos hombres separada de los demás. Eran
los Ricos, hechos prisioneros desde el comienzo de la guerra. Los
libios los alinearon a todos al borde del foso, y puestos detrás de
ellos, disparaban azagayas, sirviéndoles de parapeto el cuerpo de
los cautivos. Apenas se podía conocer a estos infelices, a causa del
estrago que hizo en ellos la miseria y la inmundicia. Sus cabellos,
arrancados a mechones, mostraban al desnudo las úlceras de la cabeza,
y estaban tan flacos y terribles que parecían momias envueltas en
lienzos. Algunos, temblando, gemían con aire estúpido; otros gritaban
a sus amigos que tiraran a los bárbaros. Uno había inmóvil y con la
cabeza baja, que no hablaba; su gran barba blanca caía hasta las manos
cargadas de cadenas, y los cartagineses, sintiendo en el fondo de su
corazón, como un desquiciamiento de la República, reconocieron a
Giscón. Por más que el sitio era peligroso, se empujaban para verle. Le
habían puesto una tiara grotesca, de cuero de hipopótamo, incrustada de
guijarros. Era una ocurrencia de Autharita, pero que disgustaba a Matho.

Amílcar, exasperado, hizo abrir las empalizadas, resuelto a abrirse
paso de cualquier modo, y con gran furia subieron los cartagineses
unos trescientos pasos. Pero bajó tal ola de bárbaros, que fueron
repelidos a sus líneas. Uno de los guardias de la Legión, que se quedó
afuera, tropezó en las piedras. Corrió Zarxas y le hundió el puñal en
la garganta; retiró el arma y, poniendo la boca en la herida, chupó
la sangre a borbotones, entre retozos de alegría y sobresaltos que le
sacudían hasta los talones. Después, tranquilamente, se sentó encima
del cadáver, levantó la cara, volviendo el cuello para aspirar mejor el
aire, como hace el ciervo que acaba de beber en el torrente, y con voz
aguda entonó una canción de las Baleares, vaga melodía de modulaciones
prolongadas, interrumpida y alternada como los ecos que se responden
en las montañas; llamó a sus hermanos muertos, convidándolos al festín;
luego dejó caer las manos sobre las rodillas, bajó lentamente la cabeza
y lloró. Esta atrocidad causó horror a los mercenarios, a los griegos,
sobre todo.

Los cartagineses no intentaron otra salida, pero no pensaron en
rendirse, seguros de morir en suplicios.

A pesar de los cuidados de Amílcar, los víveres disminuían de un modo
espantoso. No quedaba para cada hombre más que diez kolumer de trigo,
tres hin de mijo y doce betza de frutas secas. Ni carne, ni aceite, ni
salazones, ni un grano de cebada para los caballos; se les veía bajar
el enflaquecido cuello buscando en el polvo briznas de paja pisadas.
A menudo, los centinelas de la terraza veían, a la luz de la luna,
un perro de los bárbaros que merodeaba bajo el atrincheramiento, en
un montón de inmundicias; le tiraban una piedra y, ayudándose con
las correas del escudo, bajaban a cogerlo, y luego se lo comían.
Otras veces se oían terribles ladridos, y el hombre no subía. En la
cuarta diloquia de la duodécima sintagma, tres falangitas se mataron a
cuchilladas, disputándose una rata.

Todos añoraban sus familias, sus casas; los pobres, sus cabañas en
forma de colmena, con conchas en el umbral de las puertas y una red
colgante; y los patricios, sus salones llenos de tinieblas azuladas
cuando, en la hora más calurosa del día, sesteaban escuchando el
vago rumor de las calles, junto con el murmullo de los árboles de
sus jardines; y para regodearse con este recuerdo, entornaban los
párpados, que la punzada de una herida volvía a abrir. A cada minuto,
ocurría un nuevo alerta; ardían las torres; los «Comedores de cosas
inmundas» asaltaban las empalizadas; se les cortaban las manos con
hachas, y otros venían; una lluvia de hierro caía sobre las tiendas.
Se levantaron galerías con rejas de junco para librarse de los
proyectiles. Los cartagineses se encerraron, y no se movían.

Todos los días, el sol que trasponía la colina los dejaba en la sombra
desde muy temprano. Al frente y por detrás, subían las faldas grises
del terreno, cubiertas de piedras manchadas de un liquen raro; y sobre
sus cabezas, el cielo, continuamente sereno, se abría más liso y frío
a la mirada que una cúpula de metal. Amílcar estaba tan indignado
contra Cartago, que sentía deseos de entregarse a los bárbaros para ir
contra ella. Los esclavos, los vivanderos empezaban a murmurar, y ni el
pueblo, ni el Gran Consejo, ni nadie daban tan siquiera una esperanza.
La situación era intolerable, sobre todo por el convencimiento de que
llegaría a ser peor.

       *       *       *       *       *

Al recibirse la noticia del desastre, Cartago estalló de cólera y de
odio contra el Sufeta; se le hubiera execrado menos si se hubiera
dejado vencer al principio.

Pero para poder comprar otros mercenarios, faltaban dinero y tiempo.
¿Cómo equipar soldados en la ciudad? Amílcar se había llevado todas las
armas. Y ¿quién los mandaría? Los mejores capitanes estaban ausentes
con él. Sin embargo, los emisarios enviados por el Sufeta, iban por las
calles dando gritos. El Gran Consejo se turbó, y se las arregló para
hacerlos desaparecer.

Era una imprudencia inútil, porque todos acusaban a Barca de
haberse conducido con blandura. Después de su victoria, debía haber
aniquilado a los bárbaros. ¿Por qué les había devastado las tribus?
Les había impuesto enormes sacrificios, y los patricios deploraban su
contribución de catorce sekel; los Sisitas, sus doscientos veinte y
tres mil kikar de oro; los que no habían dado nada se lamentaban como
los demás. La plebe estaba celosa de los cartagineses nuevos, a los
que se había prometido el derecho de ciudadanía completo; y hasta a
los ligures, que se habían batido intrépidamente, se les confundía con
los bárbaros y se les maldecía como a estos; su raza venía a ser un
crimen, una complicidad. Los mercaderes, en el umbral de su tienda; los
peones de albañil, que pasaban con la llana en la mano; los vendedores
de palmeras, chorreando sus cestos; los bañeros, en las estufas, y
los proveedores de bebidas calientes, todos discutían las operaciones
militares. Trazaban con el dedo, en el polvo, planes de campaña; y
hasta el último galopín corregía las faltas de Amílcar.

Según los sacerdotes, era el castigo de su obstinada impiedad; no había
ofrecido holocaustos, ni purificado sus tropas, había rehusado llevar
consigo augures, y el escándalo del sacrilegio reforzaba la violencia
de los odios contenidos, la rabia de las esperanzas frustradas. Se
recordaban los desastres de Sicilia; todo el peso de su orgullo, tanto
tiempo soportado. El colegio de los pontífices no le perdonaba haber
dispuesto de su tesoro, y exigió del Gran Consejo que, si volvía el
Sufeta, fuese crucificado.

Los calores del mes de Elul, excesivos aquel año, eran otra calamidad.
De las orillas del lago venían hedores insoportables, que se mezclaban
en el aire con la humareda de los aromas que se quemaban en las
esquinas. Continuamente se oían resonar himnos. El pueblo, en oleadas,
llenaba las escalinatas de los templos; todas las murallas estaban
cubiertas de velos negros; ardían cirios en la frente de los dioses
Pateques, y la sangre de los camellos degollados en sacrificio,
corriendo a lo largo de los tramos, formaba rojas cascadas sobre
las gradas. Un funesto delirio agitaba a Cartago. De las calles más
estrechas, de las más miserables, salían rostros pálidos, hombres de
cara de víbora y que rechinaban los dientes.

Los clamores de las mujeres llenaban las casas y hacían volverse a
los que hablaban de pie en las plazas. En ocasiones, se creía que
llegaban los bárbaros; se les había visto detrás de la montaña de Aguas
Calientes; estaban acampados en Túnez; y los rumores se multiplicaban,
confundiéndose en un solo clamor, al que sucedió un silencio universal.
Unos trepaban al frontispicio de los edificios, atalayando el
horizonte; otros, echados de bruces en los baluartes, aguzaban el
oído. Pasado el temor, volvían a empezar las recriminaciones; pero la
convicción de su impotencia los reducía a la tristeza, tristeza que
redoblaba cuando, por las tardes, subidos a las azoteas, se inclinaban
nueve veces, y con un gran grito saludaban al sol, que se ponía detrás
de la laguna lentamente, hundiéndose de golpe en las montañas, del lado
de los bárbaros.

Se esperaba la fiesta, tres veces santa, en la que un águila, saliendo
de una hoguera, se remontaba al cielo; símbolo de la resurrección del
año, mensaje del pueblo al supremo Baal, y considerado como un modo de
unirse y participar de la fuerza del sol. El odio hacía que se dejara a
Tanit por Moloch el Homicida. La Rabbetna, privada de su velo, parecía
despojada de una parte de su virtud. Rehusaba el beneficio de las
aguas, había desertado de Cartago; era una tránsfuga, una enemiga. Para
ultrajarla, la tiraban piedras; pero insultándola, en el fondo, se la
deseaba y quería más.

Todas las calamidades venían, pues, por la pérdida del zaimph. Salambó
había, indirectamente, contribuido a ello; se la incluía en el mismo
odio al Sufeta, y debía ser castigada. Se extendió por el pueblo la
vaga idea de una inmolación. Para aplacar a los Baalim se necesitaba,
sin duda, ofrecerles algo de valor incalculable: un ser hermoso,
joven, virgen, de noble linaje, casi divino: un astro humano. Todos
los días, unos hombres desconocidos invadían los jardines de Megara;
los esclavos, temiendo por ellos mismos, no se atrevían a oponérseles.
Aquellos no pasaban de la escalera de las galeras, sino que se quedaban
abajo, mirando a la última terraza: esperaban a Salambó; y durante
horas enteras gritaban contra ella como perros que ladran a la luna.




X

LA SERPIENTE


Los clamores del pueblo no asustaban a la hija de Amílcar.

Ella estaba turbada por más hondas inquietudes: su gran serpiente, la
pitón negra, languidecía, y la serpiente era, entre los cartagineses,
un fetiche nacional y particular. Se la consideraba hija del limo
de la tierra porque emerge de sus profundidades y no necesita pies
para recorrerla; su marcha recuerda las ondulaciones de los ríos; su
temperatura, las antiguas tinieblas viscosas, llenas de profundidad,
y el círculo que describe al morderse la cola, el conjunto de los
planetas, la inteligencia de Eschmún.

La serpiente de Salambó había rehusado muchas veces los cuatro
gorriones vivos que la presentaban a cada luna llena y nueva. Su
hermosa piel, tachonada, como el firmamento, de manchas de oro en
fondo negro, se había vuelto amarilla, flácida, arrugada y demasiado
ancha para su cuerpo; alrededor de su cabeza se extendía un moho
algodonoso, y en el ángulo de sus pupilas se veían moverse pequeños
puntos rojos. De vez en cuando, Salambó se acercaba a su canastilla de
hilos de plata, apartaba la cortina de púrpura, las hojas de loto, el
colchón de plumas, y la veía siempre arrollada, más inmóvil que liana
seca; y, a fuerza de mirarla, concluía por sentir en su corazón como
una espiral, como otra serpiente que le subía poco a poco a la garganta
y la estrangulaba.

Estaba desesperada por haber visto el zaimph, y, sin embargo,
experimentaba cierta alegría y orgullo íntimo. Un misterio se
desplegaba en el esplendor de sus pliegues; era la nube que envolvía
a los dioses, el secreto de la existencia universal, y Salambó,
horrorizándose a sí misma, sentía no haberlo quitado.

Casi siempre estaba agachada en el fondo de su habitación, con las
manos en la pierna izquierda, replegada; entreabierta la boca, y
pensativos los ojos. Se acordaba con espanto de la cara de su padre;
quería ir a las montañas de Fenicia, en peregrinación al templo de
Afaka, donde Tanit bajó en forma de estrella; toda clase de ensueños la
asaltaban y conturbaban; vivía en una soledad cada día mayor. Ignoraba
lo que era de Amílcar.

Cansada de sus meditaciones, se levantaba, y arrastrando sus pequeñas
sandalias, cuyas suelas crujían a cada paso que daba, se paseaba
por la gran habitación silenciosa. Las amatistas y los topacios del
artesanado temblaban aquí y acullá, como manchas luminosas, y Salambó
volvía la cabeza al andar, para mirarlas. Cogía por la boca las ánforas
suspendidas; se abanicaba con anchos abanicos, o bien se distraía
en quemar cinamomo en perlas ahuecadas. Al ponerse el sol, Taanach
retiraba las bandas de fieltro negro que tapaban las aberturas de la
pared, y las palomas frotadas de almizcle, como las de Tanit, entraban
de golpe, pisando con sus rojos pies las losas de vidrio, entre
granos de cebada que las echaba Salambó a puñados, como un sembrador
en el campo. Pero a menudo, estallaba en sollozos y se tendía en el
gran lecho hecho con tiras de buey, sin moverse, repitiendo la misma
palabra, pálida como una muerta, insensible, fría; oyendo el grito de
los monos en los palmares y el rechinar de la gran rueda que, a través
de los pisos, enviaba un raudal de agua pura a la pila de pórfido.

No pocos días rehusaba comer. Veía en sueños, turbios astros que
pasaban bajo sus pies; llamaba a Schahabarim, y cuando este se
presentaba, ella no tenía nada que decirle.

No podía vivir sin el consuelo de ver al gran sacerdote, pero se
sublevaba interiormente contra este dominio; sentía por él, a un
tiempo, terror, celos, odio y una especie de amor, en reconocimiento a
la singular voluptuosidad que experimentaba a su lado.

Había adivinado en el sacerdote la influencia de la Rabbet, por su
gran habilidad en distinguir los dioses que enviaban las enfermedades.
Para curar a Salambó, hacía regar todas las mañanas su aposento con
lociones de verbena y abanto; la obligaba a dormir con la cabeza
apoyada en una almohada de hierbas aromáticas escogidas por los
pontífices; empleó, además, baaras, raíz de color de fuego, que sirven
en el septentrión para espantar los genios funestos; y, volviéndose
hacia la estrella polar, murmuraba tres veces el nombre misterioso de
Tanit; pero Salambó sufría siempre, y aumentaban sus angustias.

Ninguno en Cartago tan sabio como él. En su juventud, estudió en el
colegio de los Mogbeds, en Borsipa, cerca de Babilonia; visitó luego
la Samotracia, Pesinunte, Éfeso, la Tesalia, la Judea, los templos de
los Nabateos, perdidos en los arenales; y recorrió a pie las riberas
del Nilo, desde las cataratas hasta el mar. Cubierta la cara con un
velo y agitando antorchas, había tirado un gallo negro en una hoguera
de sandaraca, ante el pecho de la Esfinge, Padre del Terror. Bajó a
las cavernas de Proserpina, había visto girar las quinientas columnas
del laberinto de Lemnos y resplandecer el candelabro de Tarento,
que llevaba tantas lámparas como días tiene el año; algunas noches
recibía a los griegos para interrogarles. No le inquietaba tanto
la constitución del mundo como la naturaleza de los dioses; en las
armillas del pórtico de Alejandría había observado los equinoccios;
acompañado hasta Cirene a los hematistas de Evergeto, que medían el
cielo calculando el número de pasos; y ahora llenaba su pensamiento
una religión particular, sin fórmula precisa y, por lo mismo, llena de
vértigos y de ardores. No creía que la tierra fuera como una piña; la
creía redonda, rodando eternamente en la inmensidad, con velocidad tan
prodigiosa, que no se advertía su movimiento.

Por la posición del sol encima de la luna, deducía el predominio de
Baal, del que el astro no es más que reflejo y figura; todo lo que
veía en la tierra le forzaba a reconocer como supremo un principio
macho exterminador. Acusaba secretamente a la Rabbet del infortunio
de su vida, porque una vez el gran Pontífice, entre el tumulto de los
címbalos, le había arrancado bajo una patera de agua hirviente su
futura virilidad. Desde entonces, seguía con vista melancólica
a los hombres que se solazaban con las sacerdotisas en el fondo de las
tinieblas.

Pasaba los días inspeccionando los incensarios, los vasos de oro, las
pinzas, los rastrillos para las cenizas del altar y las túnicas de
las estatuas, juntamente con la aguja de bronce que servía para rizar
los cabellos de una antigua Tanit, en el tercer edículo, cerca de la
viña de esmeralda. A las mismas horas corría las grandes cortinas de
las puertas del santuario; quedaba con los brazos abiertos y rezaba de
rodillas en las mismas losas, en tanto que a su alrededor circulaba por
los corredores una turba de sacerdotes con los pies desnudos, envueltos
en un eterno crepúsculo.

En la aridez de su vida, Salambó era como una flor en la hendidura
de un sepulcro. No obstante, era duro para ella y no la ahorraba
penitencias y palabras amargas. Su condición establecía entre ellos
como una igualdad de sexo, y compensaba la imposibilidad de poseerla el
verla tan hermosa y tan pura. A menudo, comprendía que ella se fatigaba
en seguir su pensamiento; entonces se quedaba más triste; se sentía más
abandonado, más solo, más vacío.

Algunas veces se le escapaban palabras extrañas, que parecían a
Salambó como relámpagos que iluminaran abismos, de noche sobre todo,
cuando solos los dos en la azotea, miraban las estrellas, y Cartago se
explayaba a sus pies con el golfo y el mar, vagamente perdidos en las
tinieblas.

El gran sacerdote explicaba a la virgen la teoría de las almas que
bajan a la tierra, siguiendo el camino del sol por los signos del
zodíaco. Extendiendo el brazo, mostraba en Aries la puerta de la
generación humana, y en Capricornio la de la vuelta a los dioses;
Salambó se esforzaba en verlo, porque tomaba estas concepciones por
realidades; aceptaba como verdaderos en sí mismos los que eran puros
símbolos, y hasta las maneras del lenguaje obscuro del sacerdote.

--Las almas de los muertos --decía este-- se resuelven en la luna, como
los cadáveres en la tierra. Sus lágrimas componen su humedad; es un
lugar obscuro, lleno de fango, de ruinas y de tempestades.

Salambó preguntaba lo que sería de ella.

--Al principio languidecerás, liviana como un vapor que flota sobre las
olas; después de pruebas y de angustias largas, irás al hogar del sol,
la fuente misma de la inteligencia.

Pero nunca hablaba de la Rabbet. Creía Salambó que era por pudor de
la diosa vencida, y llamándola con su nombre común que designaba la
luna, multiplicaba sus bendiciones al astro fértil y suave. Por fin él
exclamó:

--¡No, no! Ella toma del sol toda su fecundidad. ¿No la ves moverse a
su alrededor como mujer amante que corre tras un hombre en el campo?

Y sin cesar exaltaba la virtud de la luz.

Lejos de abatir sus místicos deseos, los avivaba, por el contrario, y
hasta él mismo parecía participar de la alegría de desconsolarla con
revelaciones de una doctrina implacable. Salambó, a pesar de las penas
de su amor, se sentía arrobada.

No obstante, cuanto más parecía dudar Schahabarim de Tanit, más quería
creer. En el fondo de su alma le detenía un remordimiento. Le faltaba
alguna prueba, alguna manifestación de la diosa, y en la esperanza de
obtenerla, el sacerdote imaginó una empresa que podía salvar a la vez
su patria y su creencia.

Empezó por deplorar ante Salambó el sacrilegio y las desgracias que se
producían hasta en las regiones celestes. Luego, de repente, le anunció
el peligro del Sufeta, asaltado por tres ejércitos que mandaba Matho;
porque Matho, para los cartagineses, era a causa del velo, como el rey
de los mercenarios; y añadió que la salvación de la República y de su
padre dependía solo de ella.

--¿De mí? --exclamó Salambó--. ¿Cómo puedo yo?...

--¡No consentirás nunca! --repuso el sacerdote, con una sonrisa de
desdén--. ¡Es menester que vayas entre los bárbaros y recobres el
zaimph!

Salambó se inclinó en su escabel de ébano, quedando con los brazos
extendidos sobre las rodillas y toda temblorosa, como una víctima al
pie del altar, esperando el golpe de maza. La zumbaban los oídos, veía
girar círculos de fuego y, en su estupor, no comprendía más que una
cosa: la de que seguramente iba a morir pronto.

Pero si la Rabbetna triunfaba, si el zaimph era devuelto y Cartago
salvada, ¿qué importaba la vida de una mujer?, pensaba Schahabarim.
Además, quizás pudiera conseguir el velo sin morir.

Estuvo tres días sin dejarse ver, y el cuarto por la noche la hizo
llamar.

Para inflamar mejor su corazón la enteró de todas las invectivas que
se vociferaban contra Amílcar en pleno Consejo; añadiendo que ella
había faltado y que debía reparar su crimen, puesto que la Rabbetna
ordenaba el sacrificio.

Con frecuencia llegaba a Megara un prolongado clamor que atravesaba los
Mapales. Schahabarim y Salambó salían prestamente, y desde lo alto de
la escalera de las galeras, veían gente en la plaza de Kamón, gritando
que les dieran armas. Los Ancianos no querían dárselas, creyendo inútil
este esfuerzo; varias partidas sin jefe habían sido acuchilladas.
Al cabo se les permitió ir, y, por una especie de homenaje a Moloch
o por un vago deseo de destrucción, arrancaron grandes cipreses de
los bosques de los templos, y encendiéndolos en las antorchas de
los Kabiros, los llevaban por las calles, cantando. Estas llamas
monstruosas adelantaban moviéndose suavemente; irisaban con su luz las
bolas de vidrio de la cresta de los templos, los ornamentos de los
colosos, los espolones de las naves, rebasaban las azoteas y formaban
como soles que rodaban por la ciudad. Bajaron la Acrópolis; se abrió la
puerta de Malqua.

--¿Estás pronta? --preguntó Schahabarim--, ¿o bien ordenaste digan a tu
padre que le has abandonado?

Salambó se tapó la cara con los velos, y las grandes luminarias se
alejaron poco a poco por el borde de las aguas.

Un espanto indefinible la retenía; tenía miedo a Moloch, miedo a Matho.
Este hombre de estatura gigante, que era el dueño del zaimph, dominaba
la Rabbetna, tanto como Baal, y se le aparecía rodeado de los mismos
fulgores; además del alma, dioses visitaban algunas veces el cuerpo de
los hombres. Hablando de esto Schahabarim, ¿no había dicho que ella
debía vencer a Moloch? Matho y Moloch se confundían y mezclaban en su
pensamiento y ambos a dos la perseguían.

Quiso conocer su porvenir y se acercó a la serpiente; porque se sacaban
los augurios por la actitud de las serpientes. Pero la canastilla
estaba vacía. Salambó se turbó.

La encontró enroscada por la cola en uno de los balaustres de plata,
cerca del lecho colgante, que frotaba para desprenderse de la vieja
piel amarillenta, en tanto que su cuerpo luciente y claro se alargaba
como espada sacada a medias de la vaina.

En los siguientes días, a medida que Salambó se dejaba convencer y
estaba más dispuesta a socorrer a Tanit, la pitón se curaba, engordaba
y parecía revivir. Con esto se cercioró Salambó de que el pontífice era
el portavoz de los dioses. Una mañana se levantó determinada y preguntó
qué era necesario hacer para que Matho devolviera el velo.

--¡Reclamarlo! --contestó Schahabarim.

--¿Y si él rehúsa?

El sacerdote la miró fijamente, con una sonrisa que ella no había visto
nunca en él.

--Sí; ¿qué hacer? --repitió la joven.

Schahabarim daba vueltas entre sus dedos a las puntas de las tocas que
caían de su tiara, con los ojos bajos e inmóvil. Al fin, viendo que
ella no comprendía, dijo:

--Estarás sola con él.

--¿Después?

--Sola en su tienda.

--¿Y entonces?

Schahabarim se mordió los labios. Buscaba una frase, un rodeo.

--¡Si tú has de morir, será más tarde; nada temas, no te asustes! Serás
humilde y te someterás a su deseo, que es la orden del cielo.

--Pero, ¿y el velo?

--¡Los dioses te inspirarán! --repuso Schahabarim.

Salambó dijo:

--¡Oh, padre! ¡Si tú me acompañaras!

--¡No!

La hizo poner de rodillas, y con la mano izquierda alzada y la derecha
extendida juró por ella traer a Cartago el manto de Tanit. Con
imprecaciones terribles, ella se consagró a los dioses, y cada vez que
el pontífice pronunciaba una palabra, la repetía desfallecida.

Le indicó todas las purificaciones y ayunos que debía hacer y el modo
de llegar hasta Matho. Además, la acompañaría un hombre, conocedor del
camino.

Salambó se sintió como libertada. No pensó más que en la dicha de
volver a ver el zaimph, y bendecía a Schahabarim por sus exhortaciones.

       *       *       *       *       *

Era el tiempo en que las palomas de Cartago emigraban a Sicilia, en la
montaña de Erix, alrededor del túmulo de Venus. Antes de su partida,
durante muchos días, se buscaban y llamaban para reunirse, y, por fin,
volaron una tarde, empujadas por el viento, y esta enorme nube blanca
hendía el cielo, muy alta, por encima del mar.

El horizonte se teñía de color de sangre. Las palomas parecían bajar a
las ondas, y luego desaparecieron como sorbidas y caídas por sí mismas
en la boca del sol. Miraba Salambó cómo se alejaban; bajó la cabeza, y
Taanach, creyendo adivinar su cuita, la dijo con dulzura:

--¡Ama, ellas volverán!

--Sí; lo sé.

--¡Y tú las volverás a ver!

--¡Quién sabe! --contestó Salambó suspirando.

No había confiado a nadie su resolución. Para realizarla más
discretamente, envió a Taanach que comprara en el arrabal de Kinvido
(en vez de pedirlo a los intendentes) todas las cosas que le hacían
falta: bermellón, perfumes, cinturón de lino y vestidos nuevos. La
vieja esclava se asustaba de estos preparativos, pero sin atreverse a
preguntar nada; llegó el día fijado por Schahabarim para la partida.

A la duodécima hora, vio Salambó en el fondo de los sicomoros un ciego
viejo, con una mano apoyada en la espalda de un niño que iba delante de
él, y en la otra, sosteniéndola en la cadera, una especie de cítara de
madera negra. Eunucos, esclavos y mujeres habían sido escrupulosamente
apartados para que nadie pudiera enterarse del misterio que se
preparaba.

Taanach encendió en los ángulos de la habitación cuatro trípodes llenos
de estrobos y de cinamomo; desplegó grandes tapices babilonios, que
tendió sobre cuerdas alrededor de la cámara; porque Salambó no quería
ser vista, ni siquiera por las paredes. El tocador de kinnos estaba
agachado detrás de la puerta, y el niño, en pie, tocaba una flauta de
caña. Por fuera disminuía el ruido de las calles; sombras violáceas
se alargaban ante el peristilo de los templos; y al otro lado del
golfo, las faldas de las montañas, los olivares y las tierras amarillas
ondulaban indefinidamente, confundiéndose en un vapor azulado; no se
oía ningún ruido; una postración indefinible flotaba en el aire.

Salambó se inclinó en el borde del estanque, en una grada de ónice;
levantó las anchas mangas, que echó a las espaldas, y empezó sus
abluciones, metódicamente, conforme a los ritos sagrados.

Taanach le trajo en una redoma de alabastro un líquido, casi coagulado;
era la sangre de un perro negro, degollado por mujeres estériles en
una noche de invierno, en los escombros de una sepultura. Con ella se
frotó las orejas, los talones y el pulgar de la mano derecha, que le
quedó un poco encarnada, como si hubiera partido una fruta.

Salió la luna, y en este instante, la cítara y la flauta tocaron al
unísono. Salambó se quitó los pendientes, el collar, los brazaletes y
el chal blanco; desató la venda de sus cabellos y, por algunos minutos,
los sacudió suavemente sobre los hombros para refrescarse con sus
ondulaciones. Afuera continuaba la música; tres notas precipitadas,
furiosas, siempre las mismas; chirriaban las cuerdas, roncaba la
flauta, y Taanach marcaba el ritmo con las palmas de las manos, en
tanto que Salambó, balanceando el cuerpo, salmodiaba plegarias y se le
iban cayendo una a una todas sus vestiduras.

Se agitó la pesada tapicería, y por encima de la cuerda que la sostenía
asomó la cabeza de la pitón. Fue bajando despacio, como gota de agua
que se desliza por una pared, se arrastró por las ropas esparcidas y
luego, con la cola apoyada en el suelo, se enderezó recta, asaetando a
Salambó con sus ojos, más encendidos que carbunclos.

El frío, tal vez el pudor, hizo vacilar a la joven; pero acordándose
de las órdenes de Schahabarim, se adelantó; la pitón se aplanó, y
dejándose coger por la mitad del cuerpo, formó de cabeza a cola como
un collar, cuyas dos puntas tocaban en el suelo. Salambó se la ciñó a
las caderas, la puso bajo sus brazos, entre sus rodillas; tomándola
después por las mandíbulas, acercó a sus dientes la boca triangular de
la serpiente, y con los ojos medio cerrados, se cimbreó a los rayos de
la luna. La argentada luz parecía envolverla en una niebla de plata; la
huella de sus pasos húmedos brillaba en el pavimento; palpitaban las
estrellas en la profundidad del agua, y la serpiente apretaba a Salambó
con sus negros anillos moteados de oro. Jadeaba la joven con este peso
excesivo, doblaba los riñones, se sentía morir, en tanto que la pitón
le golpeaba suavemente el muslo con la punta de la cola. Al fin cesó la
música y la serpiente se desenroscó y cayó.

Encendió Taanach dos candelabros con luces encerradas en bolas de
cristal llenas de agua, tiñó con lausonia la palma de las manos de la
virgen, puso bermellón en sus mejillas, antimonio en el borde de sus
párpados y alargó las cejas con una mezcla de goma, almizcle, ébano y
patas de moscas aplastadas.

Sentada Salambó en una silla de marfil, dejaba hacer a la esclava. Pero
estos toques, no menos que el olor de los perfumes y los ayunos que
había hecho, la enervaban. De tal modo palideció, que la esclava cesó
en sus operaciones.

--¡Sigue! --dijo Salambó, haciendo un esfuerzo para animarse. Y llena
de impaciencia, amonestaba a Taanach para que se diera prisa.

--¡Bien, bien, ama!... Ninguno te está esperando --repuso la esclava en
tono de reproche.

--Sí --contestó Salambó--; alguien me espera.

Retrocedió sorprendida la esclava.

--Ama, ¿qué me mandas? Si has de estar ausente mucho tiempo... ¡Tú
sufres! ¿Qué te pasa? No te vayas; llévame contigo. Cuando eras
pequeñuela, yo te apretaba contra mi corazón y te hacía reír con los
pezones de mis tetas; ¡tú las agotaste, ama! --y se golpeaba los pechos
secos--. Ahora soy vieja, no puedo servirte; ya no me quieres, me
ocultas tus penas; desdeñas a tu nodriza.

Y lágrimas de ternura y de despecho corrían por sus mejillas cortadas
por los tatuajes.

--¡No --dijo Salambó--; no, sigo queriéndote; consuélate!

Taanach, con una sonrisa parecida a la mueca de un mono viejo,
prosiguió su tarea. Schahabarim tenía encargado a Salambó que se
vistiera con magnificencia, y así lo hizo, según el gusto bárbaro, a un
tiempo exquisito e ingenuo.

Encima de una primera túnica, delgada y de color de fresa, la esclava
le puso otra bordada de plumas de pájaro. Colgaban de la cintura
escamas de oro, y los flecos de los bombachos azules, eran estrellas de
plata. Luego la cubrió con otra gran túnica cortada por líneas verdes,
hecha con tela de Seres. Ató a la espalda un cuadrado de púrpura,
con el borde inferior atirantado con granos de sandrasto; y sobre
todas estas vestiduras, colocó un manto negro cuya cola le llegaba a
los talones. Al concluir la tarea, la esclava contempló a su ama, y
orgullosa de su obra, no pudo menos de decir:

--¡No estarás más hermosa el día de tu boda!

--¿Mi boda? --repitió Salambó, pensativa, con el codo apoyado en la
silla de marfil.

Taanach la puso delante un espejo de cobre tan ancho y tan alto, que
Salambó se vio de cuerpo entero. Se levantó, y con blando gesto se
arregló un bucle de cabellos que estaba demasiado caído.

Tenía la cabellera cubierta de polvos de oro, encrespada en la frente,
y colgando por la espalda, sus largos tirabuzones terminados en
perlas. Las luces del candelabro avivaban el afeite de sus mejillas, el
oro del vestido, la blancura de su piel. Llevaba alrededor del talle,
en brazos, manos y dedos del pie tal abundancia de piedras preciosas,
que el espejo, como un sol, reflejaba en ellas sus luces. Salambó, de
pie al lado de la esclava, se ladeaba para mirarse, sonriendo a este
deslumbramiento de su hermosura.

Luego se paseó de un lado a otro, no sabiendo cómo emplear el tiempo
que faltaba para la partida.

De improviso, sonó el canto de un gallo. Salambó prendió a sus cabellos
un largo velo amarillo, arrolló al cuello una banda, se calzó unos
botines de cuero azul y dijo a Taanach:

--Mira si debajo de los mirtos está un hombre con dos caballos.

Cuando la esclava volvía, ya bajaba Salambó la escalera.

--¡Ama! --exclamó la nodriza.

Salambó se volvió a ella, y con un dedo en la boca, la ordenó
discreción.

Taanach anduvo a lo largo de las proas de las galeras hasta el pie de
la terraza, y de lejos, a la claridad de la luna, vio en la avenida de
los cipreses una sombra gigantesca que iba a la izquierda de Salambó y
en sentido oblicuo, lo cual era presagio de muerte.

La esclava subió a la habitación; se echó en el suelo, se arañó
la cara; se arrancaba los cabellos y daba grandes alaridos; pero
comprendiendo que podían oírla, se calló, sin dejar de sollozar, con la
cabeza entre las manos y tendida sobre las losas.




XI

EN LA TIENDA DE CAMPAÑA


El hombre que guiaba a Salambó la hizo pasar más allá del faro, hacia
las Catacumbas, y bajar luego a lo largo del arrabal Moluya, lleno de
callejas escarpadas. Empezaba a clarear. De cuando en cuando, las vigas
de palma que sobresalían de las paredes les obligaba a bajar la cabeza.
Los dos caballos, andando al paso, resbalaban, y así llegaron a la
puerta de Teveste.

Entreabiertas estaban las pesadas hojas; la pasaron, y en seguida se
cerraron tras ellos.

Siguieron primero la línea de los baluartes, y a la altura de las
Cisternas tomaron por la Tenia, estrecha cinta de tierra amarilla que
separaba el golfo del lago y se prolongaba hasta Radés.

A nadie se veía alrededor de Cartago, ni en el mar ni en el campo. Las
olas, de color de pizarra, se agitaban suavemente, y el viento que
empujaba sus espumas las manchaba con rasgones blancos. A pesar de sus
velos, Salambó temblaba por el frío de la mañana; el movimiento y el
aire libre la aturdían. Después se levantó el sol, que la mordía en la
nuca, e involuntariamente quedó amodorrada. Los dos caballos trotaban
juntos, hundiendo los pies en la muda llanura.

Así que pasaron la montaña de Aguas Calientes, siguieron a paso más
rápido, porque el piso era más firme.

Los campos, por más que era el tiempo de la siembra y de la labranza,
estaban solitarios como el desierto. A trechos se veían manchas de
trigo y de cebada que empezaban a granar. En el claro horizonte, las
ciudades se destacaban en negro, con formas recortadas e incoherentes.

A trechos se levantaban en el borde del camino lienzos de muralla medio
calcinados. Hundíanse los techos de las cabañas; se veían restos de
vasijas, andrajos, utensilios y objetos desconocidos. A menudo, un ser
cubierto de harapos, de cara terrosa y pupilas ardientes, salía de
estas ruinas, para echar a correr o desaparecer en un agujero. Salambó
y su guía no se detenían.

Se iban sucediendo los llanos abandonados; el polvo de carbón que
levantaban las cabalgaduras se extendía por grandes espacios de tierra
amarilla; algunas veces encontraban sitios apacibles, un arroyo que
corría entre hierbas, y Salambó, para refrescar las manos, arrancaba
hojas mojadas. En la linde de un bosque de adelfas, su caballo dio un
respingo ante el cadáver de un hombre tendido en el suelo.

El guía esclavo arregló el arnés en seguida. Era uno de los servidores
del Templo, y hombre que Schahabarim empleaba en misiones peligrosas.
Por exceso de precaución, iba ahora a pie entre los dos caballos, a
los que animaba con un rebenque atado a la muñeca; o bien sacaba de
un zurrón colgado al pecho bolas de trigo, dátiles y yemas de huevo,
envueltas en hojas de loto, y que ofrecía a Salambó, sin dejar de
correr.

A mitad del día cruzaron el camino tres bárbaros, vestidos con piel
de animales. Poco a poco fueron apareciendo otros, en grupos de diez,
doce y veinticinco hombres, muchos de estos arreando cabras o alguna
vaca que cojeaba. Sus pesados bastones estaban erizados de puntas de
cobre; brillaban los cuchillos bajo sus vestidos, horriblemente sucios,
y miraban entre amenazadores y asombrados. Al paso de los viajeros,
algunos enviaban una bendición; otros murmuraban palabras obscenas. El
guía de Salambó contestaba a todos en sus distintos idiomas. Les decía
que llevaba a un joven enfermo a curarse a un templo lejano.

Iba haciéndose tarde, y se oyeron ladridos. A la última luz del
crepúsculo llegaron los viajeros a un cercado de piedras secas, con una
vaga construcción en medio. Corría un can por la tapia; el esclavo le
tiró una piedra, y entraron en una sala alta y abovedada.

Una mujer se estaba calentando junto a un montón de charrascas
encendidas, yéndose el humo por los agujeros del techo. Sus blancos
cabellos, que la caían hasta las rodillas, la tapaban a medias, y sin
decir palabra, con expresión idiota, murmuraba palabras incoherentes de
venganza contra los bárbaros y contra los cartagineses.

El guía registró a derecha e izquierda, y acercándose a la mujer la
pidió de cenar. La vieja meneaba la cabeza, y con la mirada fija en las
brasas balbuceaba:

--Los diez dedos están cortados. La boca no come más.

El esclavo la enseñó unas monedas de oro. Pareció animarse la vieja,
pero en seguida volvió a su inmovilidad. Le puso un puñal en la
garganta, y entonces, temblorosa, fue a levantar una ancha losa y trajo
una ánfora de vino con peces de Hippo-Zarita confitados en miel.

Salambó rechazó este alimento inmundo, y se durmió sobre las mantas de
los caballos, tendidas en un rincón de la sala.

Antes de ser día, se despertó. Ladraba el perro. El esclavo se le
acercó callado, y de una sola cuchillada le cortó la cabeza, y con la
sangre frotó las narices de los caballos para reanimarlos. La vieja le
maldijo. Lo oyó Salambó y apretó contra el pecho el amuleto que llevaba
sobre el corazón.

Prosiguieron la marcha.

A intervalos preguntaba ella si llegarían pronto. La ruta ondulaba por
pequeñas colinas. Se oía el chirrido de las cigarras. Calentaba el sol
la amarillenta hierba; todo el terreno estaba hendido por aberturas que
iban formando a manera de losas monstruosas. En ocasiones pasaba una
víbora y volaban águilas; el esclavo corría siempre; Salambó soñaba
envuelta en sus velos, y a pesar del calor no los apartaba, temiendo
manchar sus hermosos vestidos.

A distancias regulares, se levantaban torres edificadas por los
cartagineses para vigilar las tribus. Los viajeros entraban en ellas,
buscando la sombra, y luego seguían su camino.

La víspera, por prudencia, habían dado un gran rodeo; pero ahora, no
encontraban a nadie; la región era estéril y los bárbaros no habían
pasado por ella.

Volvió a verse la devastación: en mitad del campo, un mosaico, como
últimos restos de una quinta, y olivares sin hojas, que de lejos
parecían anchos matorrales de espinos. Pasaron por un pueblo cuyas
casas estaban quemadas a ras del suelo, viéndose esqueletos humanos a
lo largo de las murallas, y la carroña de dromedarios y mulas muertas
que llenaban las calles.

Venía la noche, y el cielo se veía bajo y cubierto de nubes. Subieron
durante dos horas en dirección a Occidente, y de pronto divisaron ante
ellos multitud de pequeñas llamas en el fondo de un anfiteatro.

Aquí y acullá brillaban placas de oro, que cambiaban de sitio. Eran
las corazas de los clinabaros del campo púnico; luego distinguieron en
los contornos otros brillos en mayor número, porque las armas de los
mercenarios se extendían confundidas en un gran espacio.

Salambó hizo un movimiento para adelantarse; pero el hombre de
Schahabarim la llevó más lejos y bordearon la terraza que cerraba el
campo de los bárbaros. Encontraron una brecha, y el esclavo desapareció.

En la cima del reducto se paseaba un centinela con un arco en la mano y
la pica a la espalda.

Como Salambó iba acercándose, el bárbaro se arrodilló y disparó una
flecha, que vino a clavarse por debajo de su manto. Se paró ella,
gritando, y él la preguntó qué quería.

--Hablar a Matho --contestó ella--. Soy un tránsfuga de Cartago.

El centinela dio un silbido que se repitió de distancia en distancia.

Esperó Salambó. Su caballo, asustado, daba vueltas, relinchando.

Cuando llegó Matho la luna se levantaba detrás de ella; pero como
la cubría un velo amarillo con flores negras y tanta ropa alrededor
del cuerpo, era imposible ver nada. De lo alto de la terraza, Matho
contemplaba esta vaga forma, erguida como un fantasma en la penumbra de
la noche.

Al fin ella le dijo:

--¡Llévame a tu tienda! ¡Yo lo quiero!

Un recuerdo que no podía precisar atravesó la memoria del bárbaro.
Sentía latir su corazón. Este acento de mando le intimidaba.

--¡Sígueme! --la dijo.

Se bajó la barrera, y en seguida entró Salambó en el campo de los
mercenarios. Lo llenaba un gran tumulto y una gran multitud. Ardían
fuegos debajo de marmitas colgadas, y sus purpúreos reflejos, al
iluminar ciertos sitios, dejaban otros completamente a obscuras. Había
gritos y llamadas; los caballos, trabados, formaban largas hileras en
medio de las tiendas; estas eran redondas o cuadradas, de cuero o de
tela; había chozas de caña y agujeros en la arena, como los que excavan
los perros. Los soldados porteaban faginas, se sentaban en tierra o
se envolvían en una manta, disponiéndose a dormir, y el caballo de
Salambó, para pasar por encima, algunas veces alargaba una pierna y
daba un salto.

Recordaba ella haberlos ya visto; pero tenían ahora las barbas más
largas, sus caras estaban más negras y las voces eran más broncas.
Matho iba delante de ella, apartándolos con un movimiento del brazo,
que levantaba su manto rojo. Algunos besaban sus manos; otros, doblando
el espinazo, se le acercaban a pedirle órdenes; porque ahora era él
el verdadero jefe de los bárbaros. Espendio, Autharita y Narr-Habas
estaban desalentados, y él había mostrado tanta audacia y obstinación,
que todos le obedecían.

Siguiéndole Salambó, atravesó todo el campo. Su tienda estaba en el
extremo, a trescientos pasos del atrincheramiento de Amílcar.

Observó ella, a la derecha, un ancho foso, y le pareció asomaban caras
en los bordes, al nivel del suelo, como si fueran cabezas cortadas;
pero movían los ojos y de sus bocas salían gemidos en lengua púnica.

Dos negros con antorchas de resina, estaban a ambos lados de la puerta.
Matho apartó bruscamente la tela, y ella le siguió.

Era una tienda espaciosa, con un mástil en medio. La alumbraba una
lámpara grande, en forma de loto, llena de un aceite amarillo, en
el que flotaban puñados de estopas; relucían en la sombra objetos
militares. Una espada desnuda se apoyaba en un escabel, cerca de un
escudo; látigos de cuero de hipopótamo, címbalos, cascabeles y collares
se entremezclaban con cestas de esparto; las migas de un pan negro
manchaban una manta de fieltro; en un rincón, sobre una piedra redonda,
había un montón de moneda de cobre, y por entre los rasgones de la
tela de la tienda, el viento traía el polvo de fuera y el olor de los
elefantes, a los que se oía comer sacudiendo sus cadenas.

--¿Quién eres? --preguntó Matho.

Sin contestar, miró ella alrededor lentamente; sus ojos se detuvieron
en el fondo, donde sobre un lecho de hojas de palmera, había una cosa
azulada y chispeante.

Salambó se adelantó con viveza, dando un grito. Matho, detrás de ella,
se sentía impaciente.

--¿Qué te trae aquí? ¿A qué vienes?

Respondió ella, señalando el zaimph:

--¡Para llevármelo!

Y con la otra mano se arrancó los velos que la cubrían. Matho
retrocedió, con los codos hacia atrás, sorprendido, casi aterrorizado.

Ella se sentía como apoyada por la fuerza de los dioses, y mirándole
cara a cara, le pedía el zaimph; se lo reclamaba con palabras
elocuentes y soberbias.

Matho no la oía; la contemplaba, y los vestidos se confundían para
él con el cuerpo. El moaré de las telas era como el esplendor de su
piel, algo especial y privativo de ella. Brillaban sus ojos como los
diamantes; el pulimento de sus uñas era la continuación de la finura
de las joyas que llevaba en los dedos; los dos corchetes de su túnica,
levantando un poco sus pechos, los juntaba uno con otro, y él se perdía
con el pensamiento en este estrecho intervalo, del que bajaba un hilo
con una placa de esmeraldas, que se traslucía debajo de una gasa
morada. Llevaba por pendientes dos pequeñas balanzas de zafiro con una
perla hueca cada una, llena de un perfume líquido. Por los agujeros de
la perla, caía, de rato en rato, una gotita sobre la espada desnuda, y
Matho la miraba caer.

Invencible curiosidad le arrastró, y como niño que pone la mano en
una fruta desconocida, tembloroso, y con la punta del dedo, tocó
suavemente en el nacimiento del pecho: la carne, un poco fría, cedió
con resistencia elástica.

Este contacto, aunque apenas sensible, exaltó a Matho, y fuera de sí
mismo, se precipitó a ella, queriéndola envolver, absorberla, beberla.
Palpitaba su pecho y rechinaban sus dientes.

Tomándola por las dos muñecas, la empujó suavemente y se sentó sobre
una coraza, al lado del lecho de palma, cubierto por una piel de león.
La miraba de pies a cabeza, y teniéndola sentada en sus orillas,
repetía:

--¡Qué hermosa eres! ¡Qué hermosa!

Los ojos seguían fijos en los suyos y la hacían sufrir, y este
malestar, esta repugnancia llegó a tal extremo que Salambó se contenía
para no gritar; pero se acordó de Schahabarim y se resignó.

Matho retenía siempre sus manos en las suyas, y de cuando en cuando,
a pesar de las órdenes del sacerdote, ella trataba de apartarlas,
sacudiendo los brazos. Él inflaba las narices para aspirar mejor el
perfume que se exhalaba de toda ella; emanación indefinible, fresca,
pero que aturdía como el humo de una cazoleta. Olía a miel, a pimienta,
a incienso, a rosas y a otras cosas más.

¿Pero cómo estaba ella a su lado, en su tienda, a discreción suya?
¿Quién la había empujado hasta allí? ¿Había venido solo por el zaimph?
Dejó caer los brazos y bajó la cabeza, abrumado por un repentino
ensueño.

Salambó, con el fin de enternecerle, le dijo con voz quejumbrosa:

--¿Qué te hice yo para que quieras mi muerte?

--¿Tu muerte?

--Yo te vi una noche, en el incendio de mis jardines que ardían,
entre copas humeantes y mis esclavos degollados, y tu cólera era tan
fuerte que te precipitaste a mí y hube de huir. Después, el terror se
ha apoderado de Cartago. Se pregonaba la destrucción de las ciudades,
el incendio de los campos, la matanza de soldados; ¡fuiste tú quien
los perdiste; tú quien los asesinaste! ¡Te odio! Solo tu nombre es un
remordimiento para mí. ¡Eres más execrable que la peste y que la guerra
romana! Las provincias tiemblan ante tu furor; los surcos están llenos
de cadáveres. Yo he seguido el rastro de tus devastaciones, como si
fuera detrás de Moloch.

Matho se levantó de un salto; orgullo colosal le hinchaba el pecho: se
veía exaltado como un dios.

Salambó continuó diciendo:

--Como si no fuera bastante tu sacrilegio, viniste a mi casa, mientras
yo dormía, envuelto en el zaimph. No entendí tus palabras, pero
comprendí que querías llevarme al fondo de un abismo.

Matho, retorciéndose los brazos, exclamó:

--¡No!, ¡no! Era para dártelo, para entregártelo. Me parecía que la
diosa había dejado su vestido para ti, y que te pertenecía. En su
templo o en tu casa, ¿qué importa? ¿No eres tú omnipotente, inmaculada,
radiante y bella como Tanit?

Y con una mirada llena de adoración infinita, agregó:

--¡A menos que seas tú la misma Tanit!

--¿Yo, Tanit?...

No hablaron más. El trueno retumbaba a lo lejos. Balaban los carneros,
asustados por la tempestad.

--¡Oh! ¡Acércate --dijo él--, acércate! No temas nada. Antes yo no
era más que un soldado obscuro entre los mercenarios, tan dócil que
llevaba para los otros leña a las espaldas. ¡Qué me importa Cartago!
La multitud de su gente se agita como perdida en el polvo de tus
sandalias, y todos sus tesoros y provincias, naves e islas no me causan
la envidia que el frescor de tus labios y el torneado de tus hombros.
¡Si quise derribar sus murallas fue con el fin de llegar hacia ti, de
poseerte! Entretanto, me vengaba. Ahora, aplasto los hombres como
conchas y me arrojo sobre las falanges, aparto las lanzas con la mano,
detengo a los caballos por las narices; no me mataría una catapulta.
¡Oh! ¡Si supieras cuánto pienso en ti, durante la guerra! El recuerdo
de un gesto, de un pliegue de tu vestido, me sobrecoge de pronto y me
aprisiona como una red. Veo tus ojos en las llamas de las faláricas y
en el dorado de los escudos. Oigo tu voz en el sonido de los címbalos.
Me vuelvo, no te veo, y me distraigo guerreando.

Levantaba el brazo, en el que las venas se entrecruzaban como lianas
en las ramas del árbol. Sudaba su pecho, de músculos cuadrados, y su
respiración agitaba sus costados juntamente con el cinturón adornado de
cintas que caían hasta sus rodillas, más duras que el mármol. Salambó,
acostumbrada a los eunucos, se asombraba de la fuerza de este hombre.
Era el castigo de la diosa o la influencia de Moloch, que circulaba
alrededor de ella, en los cinco ejércitos. Se sentía débil; escuchaba
con estupor el grito intermitente de los centinelas, contestándose
unos a otros.

Las llamas de la lámpara oscilaban movidas por ráfagas de aire
caliente. A intensos resplandores sucedía la obscuridad, y Salambó no
veía más que las pupilas de Matho, como dos ascuas en la noche. Estaba
persuadida de que una fatalidad pesaba sobre ella, que estaba abocada a
un momento supremo, irrevocable, y haciendo un esfuerzo subió hasta el
zaimph y levantó las manos para cogerlo.

--¿Qué haces? --exclamó Matho.

Respondió ella plácidamente:

--Me vuelvo a Cartago.

Matho fue a ella con los brazos cruzados y con aire tan terrible que
Salambó quedó como clavada en el suelo.

--¡Volverte a Cartago! ¡Volverte a Cartago! ¿De modo que has venido
para coger el zaimph, para vencerme, y luego desaparecer? ¡No, no;
tú me perteneces, y nadie te arrancará ahora de aquí! ¡Oh! ¡No he
olvidado la insolencia de tus ojos y cómo me aplastabas desde la altura
de tu belleza! Ahora me toca a mí; eres mi cautiva, mi esclava, mi
servidora. Llama, si te parece, a tu padre con su ejército, a los
Ancianos, a los Ricos, a toda la execrable Cartago. ¡Soy el amo de
trescientos mil soldados! Iré a buscar más a Lusitania, a las Galias y
en el fondo del desierto, y destruiré tu ciudad y quemaré sus templos;
las trirremes navegarán sobre olas de sangre. ¡No quiero que quede ni
una casa, ni una piedra, ni una palmera! ¡Y si me faltan los hombres,
llamaré a los osos de las montañas y empujaré a los leones! ¡No trates
de huir, porque te mato!

Pálido, y con los puños crispados, temblaba como arpa cuyas cuerdas van
a estallar. De pronto, le ahogaron los sollozos y, casi humillándose,
añadió:

--¡Ah! ¡Perdóname! ¡Soy más infame y más vil que los escorpiones, que
el fango y el polvo! Cuando tú hablabas, tu aliento ha pasado por mi
cara, deleitándome como a un moribundo que bebe de bruces al borde de
un arroyo. ¡Aplástame, con tal que sienta tus pies! ¡Maldíceme, con
tal que oiga tu voz! ¡No te vayas, por compasión! ¡Te amo! ¡Te amo!

Estaba de rodillas ante ella; la ceñía el talle con ambos brazos, con
la cabeza hacia atrás y las manos inquietas; los discos de oro colgados
de sus orejas brillaban sobre su cuello de bronce; gruesas lágrimas
brotaban de sus ojos, parecidos a globos de plata; suspiraba de un modo
acariciador, y murmuraba vagas palabras, blandas como la brisa y suaves
como un beso.

Salambó sentíase invadida por una laxitud que la hacía perder la
conciencia de sí misma. Algo, a la vez íntimo y superior, una orden de
los dioses la obligaba a entregarse, y desfallecida, se dejó caer en el
lecho sobre las pieles de león. Matho la cogió de los pies, estalló la
cadenilla de oro, y al volar las dos puntas hirieron la tela como dos
víboras furiosas. El zaimph cayó, envolviéndoles. Salambó vio la cabeza
de Matho sobre su seno.

--¡Moloch! ¡Tú me quemas!

Y los besos del soldado, más devoradores que llamas, la envolvían;
sentíase como arrastrada por el huracán, como quemada por la fuerza
del sol.

Matho la besaba los dedos de las manos, los brazos, los pies y las
largas trenzas de sus cabellos de un extremo a otro.

--¡Llévatelo! --la decía--. ¿Qué me importa? Llévame también contigo.
¡Abandono el ejército, renuncio a todo! Más allá de Gades, a veinte
días de mar, hay una isla cubierta de polvo de oro, de verdor y
de pájaros. Grandes flores llenas de perfumes se balancean en las
montañas, como eternos incensarios; en los limoneros, más altos que
cedros, las serpientes de color de leche hacen caer las frutas en
el césped con los diamantes de sus fauces; el aire es tan suave que
impide morir. ¡Oh! ¡Verás cómo yo la encontraré! Viviremos en grutas de
cristal, talladas al pie de las colinas. Nadie la habita aún, y yo seré
el rey de aquella tierra.

Limpió el polvo de sus coturnos; quería que ella pusiera entre sus
labios un pedazo de granada; amontonó vestidos detrás de su cabeza para
hacerle una almohada. Buscaba los medios de servirla, de humillarse,
y hasta llegó a extender sobre sus piernas el zaimph, como un sencillo
tapiz.

--¿Conservas --la dijo-- los cuernecillos de gacela de que cuelgas tus
collares? ¡Me los darás; los quiero!

Hablaba como si hubiera terminado la guerra y se sonreía; los
mercenarios, Amílcar, todos los obstáculos habían desaparecido para él.
La luna resplandecía entre dos nubes, y ellos la veían por una abertura
de la tienda.

--¡Ah! ¡Cuántas noches he pasado contemplándola! Me parecía un velo
que ocultaba tu rostro, y que tú me mirabas tras ella; tu recuerdo se
mezclaba con sus destellos; no os diferenciaba una de otra.

Y con la cabeza entre los senos de ella lloraba a lágrima viva.

--¡Es este el hombre formidable que hace temblar a Cartago! --pensaba
Salambó.

Matho se durmió. Entonces, Salambó, desprendiéndose de sus brazos,
puso un pie en tierra y advirtió que se había roto su cadeneta.
Acostumbraban las vírgenes de alta alcurnia respetar esta traba como
algo religioso, y Salambó, ruborizándose, arrolló alrededor de sus
piernas los dos trozos de la cadena de oro.

Cartago, Megara, su casa, su habitación y los campos que había
atravesado se amontonaban en su memoria en imágenes tumultuosas, y,
sin embargo, precisas. Pero el abismo abierto ahora las ponía lejos de
ella, a infinita distancia.

Cesaba la tempestad, pero algunas gotas que caían hacían oscilar el
techo de la tienda.

Matho, como un hombre ebrio, dormía de lado, con un brazo colgando del
borde del lecho. Su cinta de perlas estaba algo subida y descubría
la frente. Una sonrisa separaba sus dientes, que brillaban entre su
negra barba, y en sus párpados entreabiertos se advertía una alegría
silenciosa, casi ultrajante.

Salambó le contemplaba inmóvil, con la cabeza baja y las manos cruzadas.

A la cabecera del lecho se veía un puñal sobre una mesa de ciprés; la
vista de esta hoja brillante la inflamó de un deseo sanguinario. A lo
lejos oía voces quejumbrosas que la solicitaban como genios. Se acercó,
cogiendo el puñal por el mango. Al ruido del roce de su ropa, Matho
abrió los ojos, y poniendo los labios en su mano, cayó el puñal.

Se oyeron gritos; una espantosa claridad fulguraba detrás de la tienda.
Se asomó Matho y vio que ardía el campo de los libios.

Ardían sus chozas de caña, retorciéndose los tallos y estallando entre
la humareda como flechas; en el rojizo horizonte se veían correr
desoladas sombras negras. Oíanse los alaridos de los que estaban en las
cabañas; los elefantes, los bueyes y los caballos saltaban en medio de
la turba, aplastándola entre las municiones y los bagajes que salvaban
del incendio. Sonaban las trompetas. Gritaban: «¡Matho! ¡Matho!» Y la
gente que estaba en la puerta quería entrar.

--¡Ven! --dijo Matho a Salambó--; Amílcar ha incendiado el campamento
de Autharita.

De un salto se echó afuera, y Salambó se encontró sola.

Entonces ella examinó el zaimph; y cuando lo hubo contemplado a su
sabor, quedó sorprendida de no gozar la dicha que se había imaginado.
Se quedó melancólica ante su sueño realizado.

Pero el fondo de la tienda se levantó y apareció una forma monstruosa.
Salambó no vio de pronto más que dos ojos y una larga barba blanca
que llegaba al suelo, porque el resto del cuerpo, embarazado por los
andrajos, se arrastraba por la tierra; a cada movimiento para andar,
las dos manos entraban en la barba, y en seguida volvían a caer.
Arrastrándose así, llegó hasta los pies de Salambó, y esta reconoció al
viejo Giscón.

En efecto: los mercenarios, para evitar que los antiguos cautivos
huyeran, les cortaron las piernas a golpes de barras de cobre,
dejándolos que se pudrieran juntos en una fosa llena de inmundicias.
Los más robustos, así que oían el ruido de las gamellas, se levantaban
gritando, y así es como Giscón había visto a Salambó. Había adivinado
una cartaginesa en las pequeñas bolas de sandastro que golpeaban en
los coturnos, y presintiendo un gran misterio, auxiliado por los
compañeros, consiguió salir del foso; luego, ayudándose con los codos
y las manos, se arrastró veinte pasos más lejos, hasta la tienda de
Matho. Percibió el ruido de dos voces, escuchó desde afuera y lo oyó
todo.

--¡Eres tú! --preguntó Salambó medio asustada.

Alzándose sobre sus puños, él replicó:

--¡Sí; soy yo! ¿Me creías muerto, verdad? ¡Ah! ¿Por qué los Baales no
me han concedido esta misericordia?... Así me hubieran evitado la pena
de maldecirte.

Salambó se echó vivamente hacia atrás; tal era el miedo que sentía
de aquel ser inmundo, repugnante como una larva y terrible como un
fantasma.

--Pronto cumpliré cien años --continuó Giscón--. He conocido a
Agatocles; he visto a Régulo y las águilas romanas pasar sobre las
cosechas de los campos púnicos. He visto todos los espantos de las
batallas y el mar obstruido con los restos de nuestras flotas. Los
bárbaros que yo mandé me han encadenado por los cuatro miembros, como
a un esclavo homicida. Mis compañeros, uno tras otro, se van muriendo
a mi lado; el olor de sus cadáveres me despierta de noche; espanto
los pájaros que vienen a picotearles los ojos; y, sin embargo, ni un
solo día he desesperado de Cartago. Aun cuando hubiera visto todos los
ejércitos del mundo contra ella, y las llamas del incendio rebasar la
altura de sus templos, todavía hubiera creído en su eternidad. ¡Pero
ahora, todo ha concluido, todo se perdió! ¡Los dioses la execran!
¡Maldita seas, porque con tu ignominia has precipitado su ruina!

Salambó quiso hablar.

--¡Ah, he sido testigo! --le interrumpió Giscón--. Te he oído gemir
de amor como una prostituta; él te explicaba su deseo y tú te dejabas
besar las manos. ¡Ya que el ardor de tu impudicia te empujaba,
debiste hacer al menos como las bestias feroces, que se ocultan en sus
ayuntamientos, y no deshonrarte ante los ojos de tu padre!

--¡Cómo! --interrumpió ella.

--¡Ah! ¿No sabes que los dos campos están separados sesenta codos uno
de otro, y que tu Matho, por exceso de orgullo, está acampado frente
a Amílcar? Allí, detrás de ti está tu padre; si yo pudiera subir el
sendero que lleva a la planicie, le gritaría: ¡Ven Amílcar, ven a ver a
tu hija en brazos de un bárbaro! Se ha puesto, para agradarle, el manto
de la Diosa, y, al abandonar su cuerpo, entrega con la gloria de tu
nombre, la majestad de los dioses, la venganza de la patria, la misma
salvación de Cartago.

El movimiento de su boca desdentada agitaba su luenga barba; sus ojos
devoraban a Salambó, y no dejaba de repetir, jadeante:

--¡Sacrílega! ¡Maldita seas! ¡Maldita, maldita!

Salambó había apartado el velo, y teniéndolo levantado en la mano,
miraba del lado de Amílcar.

--¿Es por aquí, no es verdad? --preguntó a Giscón.

--¿Qué te importa? ¡Vuélvete! ¡Vete! ¡Húndete en la tierra! Es un lugar
santo que manchas con la vista.

Salambó se arrolló el zaimph alrededor del talle, se puso rápidamente
sus velos, su manto y banda, y exclamando «¡Corro allá!», desapareció.

Primeramente anduvo entre tinieblas sin encontrar a nadie, porque todos
habían acudido al incendio; redoblaba el clamor, y grandes llamas
enrojecían el cielo. Una amplia terraza la detuvo.

Dio una vuelta, buscando en todas direcciones una escala, una cuerda,
una piedra, algo en fin, para ayudarse a bajar. Tenía miedo de Giscón y
le parecía que la perseguían gritos y pasos. Empezaba a alborear. Vio
un sendero en el espesor del atrincheramiento. Cogió con los dientes la
cola de su vestido, que la estorbaba, y en tres saltos se encontró en
la plataforma.

Un grito sonoro estalló encima de ella, en la sombra; el mismo que
había oído al pie de la escalera de las galeras; inclinándose,
reconoció al hombre de Schahabarim, con los caballos del diestro.

Había ido errante toda la noche entre los dos campos; después, inquieto
por el incendio, se había vuelto atrás, tratando de ver lo que pasaba
en el vivac de Matho; y como sabía que aquel sitio era el más próximo a
su tienda, no se había movido, obedeciendo al sacerdote.

Montó de pie sobre uno de los caballos, Salambó se dejó caer en sus
brazos, y ambos huyeron al galope, dando un rodeo, al campo púnico,
para buscar una entrada por cualquier parte.

       *       *       *       *       *

Cuando Matho entró en su tienda, la lámpara, humeante, alumbraba
apenas, y creyó que Salambó estaba dormida. Palpó delicadamente la piel
de león, en la cama de palma. Llamó, y no respondió nadie; arrancó
vivamente un pedazo de tela para que entrara la luz del día, y vio que
el zaimph había desaparecido.

Temblaba la tierra bajo pasos precipitados; gritos, relinchos, choques
de armaduras hendían los aires, y las fanfarrias de los clarines
tocaban ataque. Era como un huracán que se arremolinaba en torno de él.
Un furor desordenado le hizo saltar sobre sus armas y se lanzó afuera.

Largas filas de bárbaros bajaban corriendo la montaña, y los cuadrados
púnicos avanzaban a su encuentro, con oscilación pesada y regular. La
niebla, deshecha por el sol, formaba nubecillas movibles que, poco a
poco, dejaban ver al descubierto estandartes, cascos y las puntas de
las picas. Ante sus rápidas evoluciones, algunas porciones de terreno
todavía en la sombra, parecían cambiar de sitio en bloque; hubiérase
dicho que eran torrentes que se entrecruzaban con masas inmóviles y
espinosas entre ellos. Matho veía a capitanes, soldados, heraldos y
criados montados en asnos. En vez de conservar su posición para cubrir
la infantería, Narr-Habas dio un rápido cambio de frente a la derecha,
como si quisiera hacerse aplastar por Amílcar.

Sus jinetes rebasaron la línea de los elefantes que se acercaban, y
todos los caballos, alargando la cabeza sin bridas, galopaban con
tal furia, que parecían tocar la tierra con el viento. De repente,
Narr-Habas marchó resueltamente hacia un centinela. Arrojó su espada,
su lanza y sus azagayas, y desapareció en medio de los cartagineses.

El rey de los númidas llegó a la tienda de Amílcar, y le dijo,
mostrándole su caballería, que estaba parada a distancia:

--¡Barca, te traigo mis jinetes: son tuyos!

Se arrodilló en señal de esclavitud, y para probar su fidelidad,
explicó su conducta desde el principio de la guerra. Primero, había
impedido el sitio de Cartago y la matanza de los cautivos; después, no
se había aprovechado de la victoria contra Hannón, cuando la derrota de
Útica. En cuanto a las ciudades tirias, estaban en las fronteras de su
reino. Tampoco había asistido a la batalla del Macar, porque se ausentó
expresamente para eludir la obligación de combatir al Sufeta.

En efecto: Narr-Habas había querido engrandecerse con usurpaciones de
provincias púnicas, ayudando o abandonando a los mercenarios según
venían bien o mal dadas; pero convencido de que Amílcar sería el más
fuerte en definitiva, se pasó a su partido. Quizás intervino en esta
defección el odio contra Matho a causa del mando o de su antiguo amor.

El Sufeta le oyó sin cortarle la palabra. No era de desdeñar el hombre
que así se presentaba en un ejército que le debía tantas venganzas;
Amílcar adivinó en seguida la utilidad de tal alianza para sus grandes
proyectos. Con los númidas, se desprendería de los libios; llevaría el
Occidente a la conquista de Iberia, y sin preguntar al númida por qué
no había acudido antes, ni tratar de deshacer ninguna de las mentiras,
besó a Narr-Habas, restregando tres veces su pecho contra el suyo.

Había incendiado el campo de los libios para terminar y por
desesperación. Los númidas le llegaban como un socorro de los dioses:
disimulando su alegría, contestó:

--¡Favorézcante los Baales! Ignoro lo que hará por ti la República,
pero Amílcar no es ingrato.

Redoblaba el tumulto; entraban los capitanes. El Sufeta se armó al
tiempo que hablaba:

--¡Vamos! Con tus jinetes batirás su infantería entre tus elefantes y
los míos. ¡Valor! ¡Exterminio!

Narr-Habas iba a precipitarse, cuando se presentó Salambó. Saltó rápida
de su caballo, abrió su ancho manto, apartó los brazos y desplegó el
zaimph.

La tienda de cuero, levantada en las esquinas, dejaba ver toda la falda
de la montaña, cubierta de soldados, y como estaba en el centro, se
veía a Salambó de todos los lados. Un clamor inmenso, un prolongado
grito de triunfo y de esperanza estalló.

Los que estaban en marcha, se pararon; los moribundos, apoyándose en
los codos, se volvían para bendecirla. Sabían ahora los bárbaros que
ella había recobrado el zaimph; la veían de lejos, y otros gritos,
pero de rabia y de venganza, resonaban entre los ejércitos de los
cartagineses. Los cinco ejércitos, desplegándose en la montaña,
pateaban y daban alaridos alrededor de Salambó.

Amílcar, sin poder hablar, le daba las gracias con señales de cabeza.
Sus miradas iban alternativamente del zaimph a ella, y advirtió que
tenía rota su cadeneta. Amílcar se estremeció, acuciado por terrible
sospecha; pero recobrando su impasibilidad, miró de reojo a Narr-Habas,
sin volver la cara.

El rey de los númidas se mantenía aparte, en actitud discreta; llevaba
en la frente un poco del polvo que había tocado al prosternarse. El
Sufeta se adelantó hacia él, y con aire grave le dijo:

--En recompensa de los servicios que me has prestado, Narr-Habas, te
doy mi hija. Sé tú mi hijo, y defiende a tu padre.

Narr-Habas hizo un gesto de profunda sorpresa; luego, le cubrió
las manos de besos. Salambó, en calma como una estatua, parecía
no comprender. Se ruborizó, bajó los párpados, y sus largas cejas
encorvadas sombreaban sus mejillas.

Amílcar quiso unirlos inmediatamente con esponsales indisolubles. Puso
en las manos de Salambó una lanza, que ella ofreció a Narr-Habas; les
ató los pulgares con una tira de buey y les derramó trigo sobre la
cabeza; los granos que caían junto a ellos, sonaron como granizo que
rebota.




XII

EL ACUEDUCTO


Doce horas después, solo quedaba de los mercenarios un montón de
heridos, de muertos y de moribundos.

Amílcar, saliendo bruscamente del fondo del desfiladero, había bajado
por la pendiente occidental que mira a Hippo-Zarita, y como el espacio
en este sitio era más ancho, allí había atraído a los bárbaros.
Narr-Habas los había envuelto con su caballería; el Sufeta, en tanto,
los rechazaba y aniquilaba; además, estaban materialmente vencidos por
la pérdida del zaimph; los mismos que no cuidaban de él, sintieron
angustia y debilidad. Amílcar, sin pretender vivaquear en el campo de
batalla, se retiró algo más lejos, a la izquierda, sobre unas alturas
desde las cuales los dominaba.

Se conocían los campos por la forma de las empalizadas inclinadas.
Un gran montón de cenizas humeaba en el sitio del de los libios;
el suelo, removido, tenía ondulaciones como el mar, y las tiendas,
hechas jirones, parecían bajeles perdidos en los escollos. Corazas,
horquillas, clarines, pedazos de madera, de hierro y de cobre; trigo,
paja y ropas se confundían con los cadáveres; aquí y acullá alguna
falárica, a punto de apagarse, ardía entre un montón de bagajes; la
tierra, en ciertos sitios, desaparecía bajo los escudos; las carroñas
de las caballerías se sucedían como una serie de montículos; se veían
piernas, sandalias, brazos, cotas de malla y cabezas sin cascos,
sostenidas por las carrilleras y que rodaban como bolas; en lagos de
sangre, los elefantes, con las entrañas abiertas agonizaban echados con
sus torres; se andaba encima de cosas pegajosas y había barrizales,
aunque no había llovido.

Esta confusión de cadáveres cubría toda la montaña, de arriba abajo.
Los sobrevivientes estaban tan callados como los muertos; agazapados en
grupos, se miraban asustados y sin hablar.

Al extremo de una larga pradera, el lago de Hippo-Zarita resplandecía
al sol poniente. A la derecha, blancas casas aglomeradas rebasaban un
cinturón de murallas; seguía el mar, ensanchándose indefinidamente. Los
bárbaros, pensativos, suspiraban, pensando en sus patrias. Caía una
nube de polvo gris.

Sopló el viento de la noche, y todos los pechos se ensancharon; a
medida que aumentaba el fresco, era de ver cómo los gusanos abandonaban
los muertos que se enfriaban y corrían a la arena caliente. Sobre las
grandes piedras, los cuervos, inmóviles, montaban la guardia a los
agonizantes.

Cuando fue completamente de noche, unos perros de piel amarilla,
bestias inmundas que seguían a los ejércitos, se acercaron calladamente
a los bárbaros. Bebieron los chorros de sangre que manaban de los
muñones todavía calientes, y devoraron los cadáveres, empezando por el
vientre.

Los fugitivos reaparecían de uno en uno, como sombras; las mujeres se
atrevieron a volver, pues quedaban algunas a pesar de la matanza que
hicieron los númidas.

Algunos se sirvieron de cabos de cuerda para encender antorchas; otros
guardaban sus picas. Si tropezaban con algún cadáver, lo echaban a un
lado.

Los encontraban extendidos en largos rimeros, de espaldas, con la
boca abierta, con sus lanzas al lado; o bien, apilados en montón, y a
menudo, para ver los que faltaban, había que remover todo el montón.
En seguida le arrimaban la antorcha a la cara. Horribles armas les
habían producido heridas complicadas. Jirones verdosos colgaban de
sus frentes; estaban tajados a pedazos, aplastados hasta la médula,
estrangulados o hendidos por los colmillos de los elefantes. Aunque
muertos al mismo tiempo, no estaban igualmente corrompidos. Los hombres
del Norte aparecían inflados por una hinchazón lívida; los africanos,
más nerviosos, tenían aspecto de ahumados, y se iban secando. Se
reconocía a los mercenarios en los tatuajes de sus manos; los veteranos
de Antíoco llevaban un gavilán; los que habían servido en Egipto, la
cabeza de un cinocéfalo; los alquilados a príncipes de Asia, un hacha,
una granada o un martillo; y si a las Repúblicas griegas, el perfil
de una ciudadela o el nombre de un arconte. Los había con los brazos
enteramente cubiertos por estos símbolos, mezclados con cicatrices y
nuevas heridas.

Se encendieron cuatro hogueras para los muertos de raza latina:
samnitas, etruscos, campanios y brucios. Los griegos cavaron fosas con
las puntas de sus espadas; los espartanos envolvieron en sus mantos a
sus difuntos; los atenienses los extendían mirando al sol levante; los
cántabros los enterraban bajo un montón de piedras; los nasamones los
doblaban en dos, con correas de bueyes, y los garamantes los sepultaban
en la playa, para que las olas los bañaran perpetuamente. Los latinos
se entristecían por no poder encerrar las cenizas en urnas; los nómadas
echaban de menos el calor de las arenas, que momifican los cadáveres; y
los celtas, tres piedras bastas, bajo un cielo lluvioso, en el fondo
de un golfo tormentoso.

Se oían vociferaciones, seguidas de un prolongado silencio: era para
obligar las almas a volver; y los clamores se sucedían obstinadamente,
a intervalos regulares.

Se excusaban con los muertos de no poder honrarlos, como prescribían
sus ritos; porque por esta causa, irían las almas errantes en períodos
infinitos a través de mil azares y metamorfosis; se las invocaba,
preguntándoles lo que deseaban; otros abrumaban de injurias a los
muertos por haberse dejado vencer.

El resplandor de las grandes hogueras empalidecía las caras exangües,
entre los restos de armaduras; las lágrimas excitaban otras lágrimas,
los gemidos se hacían más agudos, los reconocimientos y los abrazos,
más frenéticos. Las mujeres se echaban sobre los cadáveres, boca con
boca, frente con frente; había que golpearlas para que se retiraran
cuando los enterraban. Se ennegrecían las mejillas, se cortaban los
cabellos; se extraían sangre y la arrojaban en la fosa; se hacían
cortes a imitación de las heridas que desfiguraban sus muertos.
Estallaban rugidos a través del ruido de los címbalos. Algunos se
arrancaban sus amuletos, escupiéndolos encima. Los moribundos se
contraían en el fango ensangrentado, mordiéndose, de rabia, los puños
mutilados; y cuarenta y tres samnitas, en la flor de la edad, se
mataron entre sí, como gladiadores. Muy pronto faltó leña para las
hogueras, se apagaron las llamas; todos los sitios estaban ocupados; y
cansados de gritar, débiles y vacilantes, se durmieron al lado de sus
hermanos muertos; los que quedaban con vida llenos de inquietudes, y
algunos con deseos de no despertar.

       *       *       *       *       *

Con la luz del alba, aparecieron en los límites de los bárbaros algunos
soldados que desfilaban con cascos en la punta de las picas, que,
saludando a los mercenarios, les preguntaban si no encargaban nada para
sus patrias.

Se acercaron otros, y los bárbaros reconocieron a algunos de sus
antiguos camaradas.

El Sufeta había propuesto a los cautivos que sirvieran en sus tropas.
Muchos rehusaron intrépidamente; pero resuelto a no alimentarlos ni
abandonarlos al Gran Consejo, los despidió, ordenándoles no combatir
más a Cartago. Respecto a aquellos a quienes el miedo a los suplicios
hizo dóciles, se les distribuyó las armas del enemigo, y estos eran los
que se presentaban a los vencidos, menos por reducirlos que por vanidad
o curiosidad.

Contaban, en primer lugar, el buen trato del Sufeta, y los bárbaros
lo oían envidiándolos, por más que los despreciaban. A las primeras
palabras de reproche, los cobardes se irritaron; de lejos, les
enseñaban sus propias espadas y corazas, invitándolos con injurias
a que vinieran a tomarlas. Los bárbaros cogieron piedras, y todos
huyeron, y ya no se vio en la cima de la montaña sino las puntas de
las lanzas rebasando el borde de las empalizadas.

Un dolor más pesado que la humillación de la derrota abrumó a los
bárbaros. Pensaban en la inutilidad de su valor. Se quedaron con los
ojos fijos, rechinando los dientes.

A todos les asaltó la misma idea. Se precipitaron en tumulto sobre los
prisioneros cartagineses. Los soldados del Sufeta no habían podido
descubrirlos, y como estos se habían retirado del campo de batalla, aún
estaban aquellos en el foso profundo.

Se les alineó en otro sitio llano. Los centinelas hicieron un círculo
alrededor de ellos, entregándolos a las mujeres por tandas de treinta y
cuarenta. Queriendo aprovechar el poco tiempo que se les daba, corrían
estas del uno al otro, inciertas y palpitantes; e inclinadas sobre los
cuerpos, los golpeaban con los brazos, como las lavanderas golpean la
ropa; aullando el nombre de sus maridos, los laceraban con las uñas
y les reventaron los ojos con las agujas de sus cabellos. Vinieron
después los hombres, y les atormentaron los pies, cortándoles la piel
desde los tobillos hasta la frente, arrancando tiras, con las que se
ceñían la cabeza. Los «Comedores de cosas inmundas» imaginaron mil
atrocidades: envenenaban las heridas, echándoles polvos, vinagre y
cascos de loza; otros se ponían detrás y bebían la sangre que corría,
como hacen los vendimiadores alrededor de las cubas de mosto.

A todo esto, Matho estaba sentado en el suelo, en el mismo sitio donde
le cogió la batalla perdida, en actitud pensativa; nada veía ni oía.

Distraído por los alaridos de la multitud, alzó la cabeza y vio ante sí
un jirón de tela colgante de una percha, cubriendo confusamente cestos,
tapices y una piel de león: era su tienda. Y sus ojos se clavaron en el
suelo, como si la hija de Amílcar, al desaparecer, se hubiera hundido
en la tierra.

La tela desgarrada flotaba al viento; a veces, sus largas tiras se
desplegaban ante él, y reparó en una marca roja, parecida a la huella
de una mano: era la de la mano de Narr-Habas, señal de su alianza.
Matho se levantó; tomó un tizón humeante, y lo arrojó sobre los restos
de su tienda, desdeñosamente. Luego, con la punta de su coturno, empujó
hacia las llamas todo lo que estaba fuera, para que no quedara nada.

De pronto, y sin que se pudiera comprender de dónde salía, apareció
Espendio. El antiguo esclavo se había atado el muslo con dos astillas
de lanza; cojeaba lastimosamente y se quejaba.

--¡Apártate de aquí! --le dijo Matho--; sé que eres un valiente.

Estaba tan aplastado por la injusticia de los dioses, que le faltaban
fuerzas para indignarse contra los hombres. Espendio le hizo una señal
y le llevó al hueco de un cerro en el que estaban ocultos Zarxas y
Autharita.

Habían huido como el esclavo, a pesar de su crueldad y de su valentía.
¿Quién había de creer en la traición de Narr-Habas, en el incendio de
los libios, en la pérdida del zaimph, en el súbito ataque de Amílcar
y, sobre todo, en sus maniobras, forzándoles a ir al fondo de la
montaña, bajo los certeros golpes de los cartagineses? Espendio no
confesaba su terror, y persistía en sostener que tenía la pierna rota.

Por fin, los tres caudillos y el schalischim consultaron lo que se
debía hacer. Amílcar les cerraba el camino de Cartago; estaban entre
los soldados del Sufeta y las provincias de Narr-Habas; las ciudades
tirias se unirían a los vencedores; se encontrarían rechazados al borde
del mar y aplastados por los enemigos, irremisiblemente.

No había medio de evitar la guerra: por el contrario, era preciso
continuarla a todo trance. Pero ¿cómo hacer comprender la necesidad
de una interminable batalla a toda su gente, desanimada y todavía
sangrando de sus heridas?

--¡Yo me encargo! --dijo Espendio.

Dos horas después, un hombre que venía del lado de Hippo-Zarita, subía
corriendo la montaña. Agitaba unas tablillas en el extremo del brazo,
y como gritaba muy fuerte, los bárbaros le rodearon.

Era un enviado de los soldados griegos de la Cerdeña, que recomendaban
a sus compañeros de África vigilaran a Giscón y demás cautivos, porque
un mercader de Samos, un tal Hipponax, viniendo de Cartago, les había
enterado de un complot organizado para hacerles evadir; por lo que
exhortaban a los bárbaros que se precavieran, pues la República era
poderosa.

La estratagema de Espendio no dio, de pronto, el resultado que él
esperaba. La seguridad de un peligro inmediato, lejos de excitar su
furor, despertó temores: acordándose de la advertencia de Amílcar en
los carteles enviados anteriormente, cuando el sitio, esperaban algo
imprevisto y terrible. Se pasó la noche con gran angustia; muchos
dejaron las armas, con el fin de congraciarse con el Sufeta cuando este
se presentara.

Pero a la mañana siguiente, al tercer cuarto del día, se presentó otro
correo, más agitado y más lleno de polvo. Espendio le arrancó de las
manos un rollo de papiro escrito en fenicio, en el que se suplicaba a
los mercenarios que no se desanimaran, porque los valientes de Túnez
iban a venir con grandes refuerzos.

Espendio leyó por tres veces el mensaje, y a hombros de dos capadocios,
se hizo llevar de un lado a otro, releyendo y arengando a todos por
espacio de siete horas. A los mercenarios los recordaba las promesas
del Gran Consejo; a los africanos, las crueldades de los intendentes; a
todos, la injusticia de Cartago. La bondad del Sufeta era un cebo para
perderlos. Los que se pasaran a él serían vendidos como esclavos; los
vencidos, ajusticiados. Caso de querer huir, ¿por qué caminos? Ningún
pueblo querría recibirlos. Pero continuando sus esfuerzos, obtendrían,
a un tiempo, libertad, venganza y dinero, sin que tuvieran que esperar
mucho tiempo, porque la gente de Túnez y toda la Libia se precipitaban
a socorrerlos. Y enseñaba el pergamino estirado: «¡Mirad! ¡Leed! Aquí
están sus promesas. Yo no miento.»

Vagaban perros de hocico negro, manchado de rojo. Un sol de fuego
quemaba las cabezas desnudas. Un olor nauseabundo se exhalaba de los
cadáveres medio insepultos, algunos de los cuales asomaban a flor de
tierra hasta el vientre. Espendio les llamaba para atestiguar lo que
decía, y concluía amenazando con los puños del lado de Amílcar.

Matho le estaba observando, y Espendio, para disimular su cobardía,
fingía que la cólera se iba apoderando de él. Invocando a los dioses,
acumuló maldiciones sobre Cartago. El suplicio de los cautivos era
un juego de niños. ¿Por qué cuidarlos y llevarlos siempre atrás,
como ganado inútil? «¡No; hay que acabar de una vez! ¡Conocemos sus
intenciones! ¡Uno solo de ellos puede perdernos! ¡No haya compasión!
¡Se conocerán los buenos en la ligereza de las piernas y en la fuerza
del golpe!»

Entonces se arrojaron sobre los cautivos. Algunos alentaban todavía;
se les remató hundiéndoles el talón en la boca, o bien apuñalándolos
con la punta de una jabalina. En seguida pensaron en Giscón. No se
le veía en ninguna parte, y esto les preocupó. Querían a un tiempo
convencerse de su muerte y participar en ella. Por fin le descubrieron
tres pastores samnitas a quince pasos del sitio donde antes estuvo la
tienda de Matho. Lo conocieron por su barba larga, y llamaron a los
demás.

Echado de espaldas, estirados los brazos y juntas las rodillas, tenía
el aspecto de un muerto que llevan a enterrar; pero la respiración
movía su pecho, y los ojos, muy abiertos, en una cara extremadamente
pálida, miraban de un modo continuo e intolerable.

Los bárbaros le miraron al principio con gran asombro. Durante el
tiempo que vivió en la fosa le habían olvidado; cohibidos por antiguos
recuerdos, se mantenían a distancia y no se atrevían a sentarle la
mano. Los que estaban en último término murmuraban y se empujaban,
cuando un garamante atravesó la multitud blandiendo una guadaña.
Comprendieron todos su intención y, avergonzados, gritaron: «¡Sí! ¡Sí!»

El hombre del hierro curvo se acercó a Giscón; le cogió por la cabeza
y, apoyándola en su rodilla, la fue segando hasta que cayó, vertiendo
dos chorros de sangre que hicieron un agujero en el polvo. Zarxas saltó
encima, y más ligero que un leopardo, corrió hacia los cartagineses.
Cuando llegó a mitad de la montaña, sacó del pecho la cabeza de Giscón
y, cogiéndola por la barba y dándole vueltas muchas veces, la lanzó
describiendo una parábola por encima del campo púnico.

A todo esto se alzaron en el borde de las empalizadas estandartes
entrelazados como señal convenida para reclamar los cadáveres. Cuatro
heraldos, escogidos por la amplitud de su pecho, fueron con grandes
clarines, y hablando con las bocinas de cobre declararon que entre
cartagineses y bárbaros no habría en adelante ni fe, ni piedad,
ni dioses, y que rehusaban por adelantado a toda negociación,
reexpidiendo a los parlamentarios con las manos cortadas.

Inmediatamente, Espendio fue enviado a Hippo-Zarita en busca de
víveres; la ciudad tiria los envió la misma noche. Comieron ávidamente,
y cuando estuvieron confortados, recogieron aprisa los restos de sus
bagajes y armas; las mujeres se agruparon en medio, y sin cuidarse de
los heridos que dejaban llorando detrás de ellos, partieron siguiendo
la orilla del río, con paso rápido, como manada de lobos que se alejan.

Iban sobre Hippo-Zarita, resueltos a tomarla, porque necesitaban una
ciudad.

       *       *       *       *       *

Amílcar, al verlos de lejos, se desesperó, no obstante el orgullo que
sentía por haberlos vencido. Hubiera sido conveniente atacarlos en
seguida con tropas de refresco, y en otra jornada se acababa la guerra.
Ahora podrían volver más fuertes; las ciudades tirias se unirían a
ellos; la clemencia con los vencidos habría sido inútil. Tomó la
resolución de ser implacable.

Llegada la tarde, envió al Gran Consejo un dromedario cargado de
brazaletes cogidos a los muertos, ordenando con terribles amenazas que
le enviaran otro ejército.

Todos en Cartago le creían ya perdido; al conocer la victoria
experimentaron un asombro mezclado con terror. La vuelta del zaimph,
anunciada vagamente, completaba la maravilla. Los dioses y la fuerza de
Cartago parecía que le pertenecían ahora.

Ninguno de sus enemigos aventuró ni una queja ni una recriminación. Por
el entusiasmo de los unos y la pusilanimidad de los otros, antes del
término señalado estuvo dispuesto un ejército de cinco mil hombres, el
cual ganó prontamente Útica para apoyar al Sufeta a retaguardia, en
tanto que tres mil hombres escogidos embarcaban en naves que debían
desembarcarlos en Hippo-Zarita para rechazar a los bárbaros.

Hannón aceptó en principio el mando; pero confió el ejército a su
teniente Magdasan, para que acaudillara las tropas de desembarco, en
vista que él no podía sufrir las sacudidas de la litera. Su enfermedad,
destruyéndole labios y nariz, había cavado en la cara un ancho agujero;
a diez pasos se le veía el fondo de la garganta, y él mismo se
encontraba tan horrible que, como una mujer, se cubría la cabeza con un
velo.

Hippo-Zarita no hizo caso de sus intimidaciones ni de las de los
bárbaros; pero todas las mañanas los habitantes acudían con víveres en
cestas, y desde lo alto de las torres se excusaban de las exigencias
de la República, conminándoles a que se marcharan. Iguales protestas
hacían a los cartagineses que estaban estacionados en el mar.

Hannón se limitó a bloquear el puerto, sin resolverse a correr el
riesgo de un ataque. Obtuvo de los Jueces de la ciudad que recibieran
dentro de ella a trescientos de sus soldados. Después se fue hacia el
Cabo de las Ubars, dando un largo rodeo con propósito de envolver a
los bárbaros, operación tan imprudente como arriesgada. Sus celos le
impedían ir en auxilio de Amílcar; detenía a sus espías, estropeaba sus
planes, comprometía la empresa. En vista de ello Amílcar escribió al
Gran Consejo pidiéndole que depusiera a Hannón. Este regresó a Cartago,
furioso contra los Ancianos y contra lo que llamaba cobardía del
Sufeta. De este modo, después de tantas ilusiones, la situación era más
desesperada que nunca; pero nadie pensaba en ella ni de ella hablaban,
como si con el silencio alejaran el peligro.

Todo parecía conjurarse de golpe contra Cartago. Se supo que los
mercenarios que guarnecían la Cerdeña habían crucificado a su general,
tomado las plazas fuertes y degollado a todos los cartagineses. Roma
amenazó a la República con una ruptura inmediata de las hostilidades,
y, aceptando la alianza propuesta por los bárbaros, les envió buques
abarrotados de harina y carne seca; los cartagineses los persiguieron y
aprisionaron quinientos hombres; pero tres días después, la tempestad
hizo naufragar una flota con víveres para Cartago. Los dioses estaban,
sin duda, contra ella.

Los habitantes de Hippo-Zarita, fingiendo una alarma, hicieron subir
a los trescientos soldados de Hannón a las murallas, y estando
desprevenidos, cogiéndolos por los pies, los despeñaron al foso. Los
que no murieron en el acto, fueron perseguidos y se ahogaron en el mar.

       *       *       *       *       *

Útica se vio sitiada por Magdasan, a pesar de las órdenes en contrario
de Amílcar. A sus soldados les daban vino mezclado con mandrágora;
cuando estaban dormidos, los degollaban. Al mismo tiempo, se
presentaron los bárbaros, y huyó Magdasan; se abrieron las puertas,
y las dos ciudades tirias se mostraron desde entonces acérrimas
partidarias de sus nuevos amigos, al par que contrarias a sus antiguos
aliados.

Este abandono de la causa púnica era un consejo, un ejemplo. Ante la
posibilidad de la liberación, las demás poblaciones inciertas hasta
entonces no vacilaron más tiempo. Lo supo el Sufeta, y perdió la
esperanza de ser socorrido. Se veía irremisiblemente perdido.

Despidió a Narr-Habas para que guardara las fronteras de su reino, y él
se resolvió a ir a Cartago a agenciarse soldados y continuar la guerra.

Los bárbaros, establecidos en Hippo-Zarita, vieron a su ejército
cuando bajaba la montaña. ¿Adónde irían los cartagineses? Sin duda les
empujaba el hambre y, enloquecidos por los sufrimientos, presentarían
batalla, a pesar de su debilidad. Pero torcieron a la derecha en señal
de huida. Podían esperarlos; aplastarlos a todos, y los bárbaros se
lanzaron en su persecución.

Los cartagineses fueron detenidos por el río, esta vez muy crecido, sin
que soplara el viento del Oeste. Unos lo pasaron a nado, y otros sobre
sus escudos. Reanudaron la marcha; hízose de noche y se perdieron de
vista.

No por esto se detuvieron los bárbaros, sino que marcharon más allá con
el fin de encontrar un sitio más estrecho. Acudieron los de Túnez y
arrastraron a los de Útica. A cada matorral aumentaba el número, y los
cartagineses, tendidos en el suelo, oían el trepidar de sus pasos en
las tinieblas. Para animar a su gente, Barca hacía disparar nubes de
flechas que mataron algunos enemigos. Cuando fue de día, estaban en las
montañas del Ariace, en un lugar donde el camino hacía un recodo.

Matho, que iba a la cabeza, creyó distinguir en el horizonte una cosa
verde, en la cumbre de una eminencia. El terreno descendía y se vieron
obeliscos, cúpulas y casas. ¡Era Cartago! Se apoyó contra un árbol para
no caer: ¡tan violentamente le palpitaba el corazón!

Recordaba todos los sucesos de su vida, desde la última vez que pasó
por allí. Era una sorpresa infinita, un aturdimiento. Le transportó
la alegría de volver a Salambó. Vinieron a su memoria los motivos que
tenía para execrarla; pero los desechó muy pronto. Tembloroso y con las
pupilas encendidas, contemplaba, más allá de Eschmún, la alta terraza
de un palacio, por encima de las palmeras; una sonrisa de éxtasis
iluminaba su cara, como si se reflejara en ella una gran luz; abría los
brazos, enviaba besos al aire y murmuraba:

--¡Ven! ¡Ven!

Un suspiro le hinchó el pecho y dos lágrimas, como perlas, cayeron en
su barba.

--¿Qué te detiene? --preguntó Espendio--. ¡Date prisa! ¡En marcha! El
Sufeta se nos va a escapar. Pero tus rodillas vacilan y tú me miras
como un hombre ebrio.

Tropezaba de impaciencia; empujaba a Matho, y con guiños en los ojos,
como si se acercara a un objeto deseado por mucho tiempo, exclamó:

--¡Ah! ¡Ya estamos! ¡Ya los tengo!

Tenía un aire tan convencido y triunfante que Matho, sorprendido en su
sopor se sintió contagiado. Estas palabras venían en el colmo de su
derrota; empujaban su desesperación a la venganza; ofrecían un blanco
a su cólera. Saltó en uno de los camellos de los bagajes, le quitó el
cabestro y con la larga cuerda azotaba a diestro y siniestro a los
rezagados; iba en todas direcciones y hasta la extrema retaguardia,
como perro que azuza el ganado.

A su tonante voz, las líneas de hombres se apretaron; hasta los cojos
precipitaron sus pasos; a mitad del istmo, el espacio entre ambos
ejércitos disminuyó. Las avanzadas de los bárbaros iban pisando las
huellas de los cartagineses. Los dos ejércitos se acercaban, iban a
tocarse. Pero la puerta de Malqua, la de Tagarte y la de Kamón abrieron
sus hojas; el cuadrado púnico se dividió; tres columnas entraron
adentro y se arremolinaron bajo los pórticos. La masa, demasiado
apretada en sí misma, dejó de avanzar; chocaban las picas en el aire y
las flechas de los bárbaros rebotaban en las paredes.

En el umbral de Kamón se vio a Amílcar, que se revolvía gritando a
su gente que se apartara. Se apeó del caballo, y espoleándole con
la espada, lo envió a los bárbaros. Era un semental oringio que se
alimentaba con bolas de harina y que doblaba las rodillas para que
subiera su amo. ¿Por qué lo enviaba? ¿Era un sacrificio? El poderoso
caballo galopaba en medio de las lanzas, derribaba hombres, y
embarazados los cascos con el peso de las entrañas, caía y se levantaba
dando saltos enormes. Los bárbaros, al par que le abrían paso, trataban
de detenerlo, o bien miraban sorprendidos cómo los cartagineses se
habían replegado, cerrándose la enorme puerta a tiempo que los bárbaros
la acometían.

La puerta no cedió, y durante algunos minutos hubo a lo largo de todo
el ejército una oscilación cada vez más débil, hasta que se detuvo.

Los cartagineses habían puesto soldados en el acueducto, y empezaron a
tirar piedras y maderos. Espendio demostró que no había que obstinarse
y fueron a acampar más lejos, resueltos a sitiar a Cartago.

       *       *       *       *       *

El rumor de la guerra había traspasado los confines del imperio púnico;
desde las columnas de Hércules hasta más allá de Cirene pensaban en
ella, guardando sus rebaños, y de ella hablaban las caravanas de noche,
a la luz de las estrellas. ¡Esta gran Cartago, dominadora de los mares,
espléndida como el sol y espantosa como un dios, encontraba hombres
que se atrevían a atacarla! Muchas veces se había anunciado su caída,
en la que todos creyeron, porque la deseaban: poblaciones sometidas,
ciudades tributarias, provincias aliadas, hordas independientes; todos
los que la execraban por su tiranía, envidiaban su poderío o codiciaban
sus riquezas deseaban tomar parte en la lucha. Los más valientes pronto
se juntaron con los mercenarios. La derrota del Macar había detenido
a los demás; pero ahora habían recobrado la confianza, y poco a poco
se aproximaban; los hombres de las regiones orientales aguardaban en
las dunas de Clipea, al otro lado del golfo, y así que asomaron los
bárbaros, se dieron a conocer.

No eran únicamente los libios de los alrededores de Cartago (desde
hacía tiempo componían el tercer ejército), sino los nómadas de la
planicie de la Barca, los bandidos del Cabo Fisco y del promontorio
de Derné, los de Fazzana y de la Marmárica. Habían atravesado el
desierto bebiendo en los pozos salobres enladrillados con osamentas de
camello; los zualces, cubiertos con plumas de avestruz, habían venido
en cuadrigas; los garamantes, tapados con velos negros, sentados en
la cola de yeguas pintadas; otros en asnos, en onagros, en cebras o
en búfalos; algunos con sus familias y sus ídolos y el techo de su
cabaña en forma de chalupa. Veíanse amonianos de miembros arrugados
por el agua caliente de las fuentes; atarantes, que maldecían al sol;
trogloditas, que enterraban riendo sus muertos bajo enramadas; y los
asquerosos ausenios, que comían langostas; los archimaquides, que
comían piojos, y los gisantes, pintados de bermellón, devoradores de
monos.

Todos estaban reunidos a orillas del mar, formando una gran línea
recta, y cuando avanzaron, lo hicieron como torbellinos de arena
levantados por el viento. La turba se detuvo a mitad del istmo, con
los mercenarios delante, cerca de las murallas, resueltos a no moverse
de allí.

Después, del lado de la Ariana aparecieron los hombres de Occidente,
el pueblo de los númidas. Narr-Habas solo gobernaba a los masilianos;
aparte que por costumbre abandonaban a su rey después de una derrota;
por esto, aquellos se habían juntado en el Zaino y lo vadearon al
primer movimiento de Amílcar. Viéronse todos los cazadores del Maletut
Baal y del Garaphos, vestidos de pieles de león, guiando con el regatón
de sus picas caballos pequeños y delgados, de largas crines; los
gétulos, con corazas de piel de serpiente; los farusianos, con altas
coronas hechas de cera y de resina, y los caunos, macares y tilabares,
llevando cada uno dos jabalinas y una rodela de cuero de hipopótamo.
Todos hicieron alto debajo de las catacumbas, en los primeros charcos
de la laguna.

Cuando fueron desalojados los libios, se vio en el lugar que usurpaban,
y como una nube a ras del suelo, la multitud de negros, llegados del
Harusch-blanco, del Harusch-negro, del desierto de Augile y aun de la
gran región de Agacimba, a cuatro meses al Sur de los garamantes y más
lejos todavía. A pesar de sus joyas de madera roja, la mugre de su piel
les hacía parecer a muros sucios de polvo. Vestían calzones de hilo
de corteza, túnicas de hierbas secas, hocicos de bestias feroces a la
cabeza, y aullando como lobos, sacudían unas varas adornadas de anillos
y blandían colas de buey atadas al extremo de un bastón, a manera de
estandartes.

Detrás de los númidas, marusianos y gétulos se apretujaban unos hombres
amarillos, habitantes de Taggir, en bosques de cedros, con carcajes de
piel de gato, a la espalda, y perros enormes, tan grandes como asnos, y
que no ladraban.

Finalmente, como si África no estuviera suficientemente vaciada, y
para recoger más furias fuera preciso recurrir a lo más ínfimo de la
especie humana, figuraban en último término unos hombres de perfil de
bestia y de risa idiota; miserables roídos por enfermedades asquerosas,
pigmeos deformes, mulatos de sexo ambiguo, albinos de ojos encarnados
que guiñaban al sol; todos ellos balbuceando sonidos ininteligibles y
poniéndose un dedo en la boca para demostrar que tenían hambre.

La confusión de armas no era menor que la indumentaria y las razas.
Allí todas las invenciones para matar: desde los puñales de madera,
hachas de piedra y tridentes de marfil, hasta los largos sables
dentados como sierras, delgados y hechos de una lámina de cobre que
se doblaba. Había cuchillos que se bifurcaban en muchas hojas a modo
de astas de antílopes, podaderas adheridas al extremo de una cuerda,
triángulos de hierro, mazas y punzones. Los etíopes del Bamboto
ocultaban dardos envenenados en sus cabellos. Muchos cargaban piedras
en sacos; otros, a falta de armas, amenazaban con los dientes.

Una ola continua agitaba toda esta multitud. Los dromedarios, sucios de
alquitrán como barcos, derribaban a las mujeres que llevaban los hijos
a las ancas. Las provisiones se derramaban de los sacos; se pisaban al
andar granos de sal, paquetes de goma, dátiles podridos y nueces; en
pechos sucios de sabandijas, colgaba en ocasiones de un delgado cordón
algún diamante buscado por los sátrapas; piedra fabulosa con la que se
podía comprar un imperio. La mayor parte de esa gente no sabía lo que
quería; les empujaba una fascinación, una curiosidad; los nómadas, que
en su vida habían visto una ciudad, se asustaban de la sombra de las
murallas.

El istmo desaparecía cubierto por tantos hombres; y esta larga
superficie en que las tiendas parecían como cabañas en una inundación,
se desplegaba hasta las primeras líneas de los otros bárbaros,
resplandecientes de hierro y simétricamente emplazados a ambos lados
del acueducto.

Les duraba todavía a los cartaginesas el espanto de su llegada,
cuando vieron venir derechos contra ellos, como monstruos y como
edificios, con mástiles, brazos, cuerdas, articulaciones, capiteles y
caparazones, las máquinas de sitio que enviaban las ciudades tirias;
sesenta carrobalistas, ochenta onagros, treinta escorpiones, cincuenta
torreones, doce arietes y tres gigantescas catapultas que lanzaban
pedazos de roca que pesaban quince talentos. Las empujaban en su base
masas de hombres; a cada paso las sacudía un estremecimiento; así
llegaron ante las murallas.

Pero faltaban muchos días para ultimar los preparativos del sitio. Los
mercenarios, aleccionados por sus derrotas, no querían arriesgarse
con preparativos inútiles; de una y otra parte, no había prisas,
porque entendían que iba a entablarse una terrible contienda de la que
resultaría una victoria o un exterminio completos.

Cartago podía resistir por mucho tiempo; sus anchas murallas ofrecían
una serie de ángulos entrantes y salientes; disposición ventajosa para
rechazar a los asaltantes.

Sin embargo, del lado de las catacumbas faltaba un lienzo de muralla,
y en las noches obscuras, entre los bloques desunidos, se veían luces
en los chamizos de Malqua. En ciertos sitios dominaban la altura de
los baluartes. Vivían allí con sus nuevos maridos las mujeres de los
mercenarios expulsadas por Matho. Al verlos no pudieron contenerse;
agitaban de lejos sus chales y venían de noche a hablar con los
soldados por la brecha de la muralla, hasta que el Gran Consejo supo
una mañana que todas habían huido. Unas habían pasado entre las
piedras; otras, más intrépidas, habían bajado con cuerdas.

Al fin, Espendio resolvió realizar su proyecto, que la guerra le
impidiera ejecutar antes. Desde que se presentó ante Cartago, supuso
que los habitantes sospechaban lo que él proyectaba; pero los
centinelas del acueducto eran cada vez en menor número, porque hacía
falta gente para la defensa del recinto.

El antiguo esclavo se ejercitó durante muchos días en disparar flechas
a los flamencos del lago, y una noche de luna rogó a Matho que hiciera
encender una gran hoguera de paja y que la tropa diera al mismo tiempo
grandes gritos, y llevándose a Zarxas, orilló el golfo, camino de Túnez.

A la altura de los últimos arcos, torcieron hacia el acueducto; el
sitio estaba descubierto y avanzaron arrastrándose hasta la base de las
piedras.

Los centinelas de la plataforma se paseaban tranquilamente. Viéronse
grandes llamaradas; sonaron los clarines, y los soldados de su facción,
creyendo que se trataba de un asalto, corrieron hacia Cartago.

Pero quedó un hombre, al que se veía en el negro fondo del cielo. Le
iluminaba la luna por detrás, y su desmesurada sombra le daba de lejos
el aspecto de un obelisco andando.

Esperaron que se presentara ante ellos. Zarxas preparó su honda.
Espendio, por prudencia o por ferocidad, le detuvo:

--No, el silbido de la piedra haría ruido. ¡Déjame a mí!

Y empuñando el arco con todas sus fuerzas, y apoyándolo en el tobillo
del pie izquierdo, apuntó y disparó La flecha.

El hombre no cayó; desapareció.

--Si estuviera herido, le oiríamos --dijo Espendio; y subió aprisa, de
pico en pico, como hizo la primera vez, ayudándose de una cuerda y de
un arpón. Llegó arriba y dejó caer el cadáver. El bárbaro clavó un pico
con su martillo y se volvió.

No sonaban las trompetas; todo parecía tranquilo. Espendio había
removido una de las losas, entrado en el agua y vuelto a ponerla en su
sitio.

Calculando la distancia por el número de pasos, llegó precisamente
al lugar donde había observado una hendidura oblicua; y en las tres
horas que quedaban de noche, trabajó sin cesar, con furia, respirando
apenas por los intersticios de las losas de encima, lleno de angustia
y creyendo morirse veinte veces. Por fin oyó un crujido; una piedra
enorme, desprendida de los arcos inferiores, rodó hasta abajo, y de
repente una catarata, todo un río, cayó en el llano. El acueducto,
cortado por la mitad, se desbordaba. Era la muerte de Cartago; la
victoria para los bárbaros.

En un instante, los cartagineses, despertados, salieron a las murallas,
de las casas y de los templos. Los bárbaros avanzaban, gritando,
bailando, delirantes de alegría, alrededor de la gran caída de agua, y
en la extravagancia de su júbilo se mojaban la cabeza.

Viose en la cima del acueducto un hombre, con la túnica rota, hecha
jirones. Estaba colgado, con las manos en los lomos, mirando hacia
abajo, como asustado de su obra.

En seguida se irguió. Miró el horizonte con aire soberbio, como
pareciendo decir: «Todo esto es mío ahora.» Los bárbaros aplaudieron;
los cartagineses, comprendiendo su desastre, aullaban de desesperación.
Espendio paseó la plataforma, de un extremo a otro, y como auriga
triunfante en los juegos olímpicos, transportado de orgullo, levantaba
los brazos.




XIII

MOLOCH


Los bárbaros no tenían necesidad de fortificarse del lado de África,
porque esta les pertenecía; pero para hacer más fácil los aproches de
las murallas, se derribó el atrincheramiento que rodeaba el foso. Matho
dividió el ejército en grandes semicírculos, con el fin de envolver
mejor a Cartago. Los hoplitas mercenarios fueron puestos en primera
línea; detrás de ellos, los honderos y los jinetes; en el fondo, los
bagajes, carretas y caballos; a trescientos pasos de las torres se
erizaban las máquinas.

No obstante la variedad infinita de sus nombres (que cambiaron muchas
veces en el curso de los siglos), podían reducirse a dos sistemas: unas
funcionaban como hondas y otras como arcos.

Las primeras, las catapultas, se componían de un marco cuadrado, con
dos montantes verticales y una barra horizontal. En su parte anterior,
un cilindro con cables sostenía un gran timón provisto de una cuchara
para recibir los proyectiles. La base estaba fija en una madeja de
hilos torcidos, que, cuando se soltaban las cuerdas, se levantaba,
yendo a dar contra la barra, multiplicando su fuerza con esta sacudida.

Las segundas eran de un mecanismo más complicado. Sobre una pequeña
columna, iba fijo en su mitad un travesaño, en el que terminaba en
ángulo recto una especie de canal; a los extremos del travesaño
se elevaban dos capiteles conteniendo un revoltijo de crines. Dos
vigas sostenían los cabos de una cuerda que se hacía llegar abajo
de la canal, sobre una tableta de bronce. A favor de un resorte, se
desprendía esta placa de metal y por las ranuras despedía las flechas.

Otro nombre de las catapultas era el de onagros, como los asnos
salvajes que tiran piedras con los pies; y de las ballestas, el de
escorpiones, por un gancho erecto en la tablilla, que bajándose de un
puñetazo hacía saltar el resorte.

Su construcción requería sabios cálculos; las maderas se escogían entre
las más duras; los engranajes eran de bronce. Se movían por medio de
palancas, de garruchas, cabrestantes y tímpanos; fuertes ejes o quicios
variaban la dirección del tiro; unos cilindros las hacían avanzar, y
los de mayor tamaño se montaban pieza por pieza, enfrente del enemigo.

Espendio colocó las tres grandes catapultas en los tres ángulos
principales; delante de cada puerta, una ballesta, y circulando por
detrás los combatientes. Faltaba resguardarlas del fuego de los
sitiados y rellenar primero el foso que las separaba de las murallas.

Se hicieron galerías con zarzos de juncos verdes y cimbras de encina,
parecidos a enormes escudos movidos por tres ruedas; en pequeñas chozas
cubiertas con pieles de animales y embarradas de hierbas, se abrigaban
los trabajadores; catapultas y ballestas fueron defendidas con redes de
cuerdas, mojadas en vinagre para hacerlas incombustibles. Mujeres y
niños iban por piedras a la playa, las amontonaban con las manos y las
llevaban a los soldados.

También se preparaban los cartagineses.

Amílcar los había tranquilizado declarando que quedaba agua en las
cisternas para ciento veintitrés días. Tal afirmación, su presencia
en medio de ellos y la del zaimph, sobre todo, les dieron buenas
esperanzas. Cartago se levantó de su abatimiento; los que no eran de
origen cananeo se dejaron llevar del entusiasmo de los demás.

Se armó a los esclavos y se vaciaron los arsenales; cada ciudadano
tuvo su puesto y su empleo. Sobrevivían doscientos hombres de los
tránsfugas, y el Sufeta los hizo capitanes a todos; los carpinteros,
armeros, herreros y orfebres fueron asignados para las máquinas que
conservaban los cartagineses, a pesar del tratado de paz con Roma. Las
repararon bien, porque eran entendidos en estas obras.

Quedaban inaccesibles los dos lados septentrional y oriental,
defendidos por el mar y el golfo. En la muralla, dando el frente
a los bárbaros, se pusieron troncos de árboles, ruedas de molino,
vasos llenos de azufre, cubas de aceite y se construyeron hornos. Se
amontonaron piedras en la plataforma de las torres; y rellenaron de
arena las más próximas a las fortificaciones, para afirmar y aumentar
su espesor.

Ante estos preparativos, los bárbaros se irritaron. Querían combatir en
seguida. Tan enormes eran los pesos que pusieron en las catapultas que
se rompieron los timones, por lo que se retrasó el ataque.

Por fin, en el día decimotercero del mes de Schabar, al salir el sol,
resonó un gran golpe en la puerta de Kamón.

Setenta y cinco soldados tiraban de las cuerdas dispuestas en la
base de una viga gigantesca, suspendida horizontalmente por cadenas
que bajaban de una horca, rematada en una cabeza de carnero, todo de
cobre. Iba forrada con pieles de buey; unos brazaletes de hierro la
reforzaban de trecho en trecho; era tres veces más gruesa que el cuerpo
de un hombre, larga de ciento veinte codos, y avanzaba y retrocedía con
oscilación regular al empuje de los desnudos brazos.

Los demás arietes de las otras puertas empezaron a moverse. En las
ruedas ahuecadas de los tímpanos se vieron hombres que subían de
escalón en escalón. Las poleas y los capiteles rechinaron, cayeron las
redes de cuerdas, y a un mismo tiempo se lanzaron nubes de piedras y de
flechas. Corrían desperdigados todos los honderos; algunos, acercábanse
a los baluartes, ocultando bajo los escudos ollas de resina, que luego
lanzaban a fuerza de brazo. Esta granizada de piedras, de dardos y
de fuego pasaba por encima de las primeras filas, describiendo una
curva que iba a caer por detrás de las murallas. Pero en las cimas de
estas se levantaban largas grúas de las que servían para enarbolar las
naves, y de ellas bajaban enormes pinzas terminadas en dos semicírculos
dentados interiormente. Estas máquinas mordían a los arietes. Los
soldados, colgados de la viga, tiraban hacia atrás. Los cartagineses
trabajaban para hacerla subir, y la porfía duró hasta la noche.

Cuando al día siguiente los mercenarios volvieron a su tarea, los altos
de las murallas estaban enteramente alfombrados con fardos de algodón,
de telas y almohadones; las almenas, tapadas con esteras, y en los
baluartes, entre las grúas, se veía una línea de palos terminados en
horquillas y hoces.

Con esto empezó una furiosa resistencia.

Troncos de árboles, manejados por cables, caían y volvían a caer
alternativamente, golpeando los arietes; garfios, lanzados por
ballestas, arrancaban el techo de las cabañas; y de la plataforma de
las torres caían torrentes de pedernal y de tejos.

Los arietes consiguieron romper las puertas de Kamón y la de Tagarte.
Pero los cartagineses habían amontonado dentro tal abundancia de
materiales, que las hojas no se abrieron y quedaron en pie.

En vista de esto se dirigieron los golpes contra las murallas abiertas
para desencajar los bloques de piedra. Las máquinas fueron mejor
gobernadas, sus sirvientes repartidos por escuadras; desde la mañana
hasta la noche funcionaban sin interrupción, con la monótona precisión
de un bastidor de tejedor.

Espendio no se cansaba de manejarlas. Él era quien movía las madejas
de las ballestas. Para obtener una paridad completa en sus tensiones
gemelas, se apretaron las cuerdas golpeando, ora a la derecha, ora a la
izquierda, hasta el momento en que los dos lados daban un sonido igual.
Espendio montado en su ligazón, con la punta del pie los golpeaba con
suavidad y acercaba la oreja como el músico que templa una lira. Y
cuando la lanza de la catapulta se levantaba, cuando la columna de la
ballesta temblaba a la sacudida del resorte, volaban las piedras, y los
dardos caían en montón, doblaba todo el cuerpo y abría los brazos como
para seguirlos.

Los soldados, admirados de su destreza, ejecutaban sus órdenes. Alegres
con su trabajo, improvisaban cuchufletas con el nombre de las máquinas.
A las tenazas que aprehendían a los arietes las llamaban lobos; a
las galerías cubiertas, «parrales»; había «corderos», se «hacía la
vendimia», y al armar las piezas decían a los onagros: «¡Ea, cocea
bien!», y a los escorpiones: «Atraviésalos hasta el corazón». Estas
burlas, siempre las mismas, sostenían los ánimos.

Con todo eso, las máquinas no desmoronaban la fortificación, formada
por dos murallas repletas de tierra, sino que derribaban la parte
superior, repuesta en seguida por los sitiados. Matho dio orden de
construir torres de madera de la misma altura que las torres de piedra.
Se rellenó el foso con césped, estacas, piedras y carros con sus
ruedas, y antes que se colmara, la inmensa multitud de bárbaros onduló
en el llano, con un solo movimiento, y llegó al pie de las murallas
como un mar desbordado.

Se adelantaron las escalas de cuerda, las escaleras rectas y los
sambucos, es decir, dos mástiles del que bajaban, movidos por palancas,
una serie de bambúes que terminaban en una punta móvil, formando
muchas líneas rectas apoyadas contra el muro. Los mercenarios, en
hilera, subían por ellas, con las armas en la mano. No se veía un
solo cartaginés; ya los asaltantes llegaban a los dos tercios de
la fortificación, cuando se abrieron las almenas, vomitando, como
dragones, fuego y humo; llovía la arena, entrando por las junturas de
las armaduras; el petróleo se pegaba a las ropas; el plomo líquido
rebotaba en los cascos y agujereaba la carne; una rociada de chispas
quemaba las caras, y las órbitas sin ojos parecían llorar lágrimas
gordas como almendras. Los hombres, amarillos por el aceite, ardían por
la cabellera; si corrían inflamaban a otros; se les apagaba echándoles
a la cabeza mantas mojadas con sangre. Hubo quien sin estar herido,
quedaba inmóvil, más rígido que un poste, con la boca abierta y ambos
brazos extendidos.

El asalto continuó durante muchos días, porque los mercenarios
esperaban triunfar por exceso de fuerza y de audacia.

En ocasiones, un hombre a espaldas de otro, hundía un hierro entre
las piedras, sirviéndole de escalón para subir más arriba y poner un
segundo y un tercero; protegidos por el borde de las almenas rebasaban
la muralla, y poco a poco iban subiendo; pero siempre, al llegar
a cierta altura, se despeñaban. Repleto el foso, desbordaba; bajo
los pies de los vivos, los heridos, en montón, se mezclaban con los
cadáveres y los moribundos. Entre entrañas abiertas, sesos esparcidos
y charcos de sangre, los troncos calcinados formaban manchas negras;
brazos y piernas, saliendo a medias de un montón, quedaban enhiestos
como rodrigón en una viña incendiada.

Encontrándose insuficientes las escalas se emplearon los tonelones,
o sea unos instrumentos compuestos de una larga viga puesta
transversalmente sobre otra, y llevando al extremo una cesta
cuadrangular en la que cabían treinta peones con sus armas.

Matho quiso subir en la primera que estuvo dispuesta. Espendio le
detuvo. Unos hombres se encorvaron sobre un molinete; se levantó la
gran viga, quedó horizontal, luego casi vertical, y, excesivamente
cargada en la punta, se doblaba como una enorme caña. Los soldados,
ocultos hasta la barba, se apretujaban; no se veía más que las puntas
de los cascos. Por fin, así que estuvo a cincuenta codos en el aire,
giró de derecha a izquierda muchas veces y luego bajó; como un brazo de
gigante que llevara en la mano una cohorte de pigmeos, puso al borde de
la muralla la cesta llena de hombres. Saltaron estos adentro, y no se
les volvió a ver.

Pronto estuvieron dispuestos los restantes tonelones; pero hubieran
sido necesarios cien veces más para tomar la ciudad. En vista de esto,
se les empleó para la matanza. Arqueros etíopes subidos en las cestas,
que estaban sujetas con cables, disparaban flechas envenenadas. Los
cincuenta tonelones dominaban las almenas y rodeaban a Cartago, como
buitres monstruosos; los negros se reían al ver a los guardias de la
fortificación morir entre atroces convulsiones.

Amílcar envió hoplitas a los que hacía beber todas las mañanas el jugo
de ciertas hierbas que les preservaba del veneno.

En una noche obscura embarcó sus mejores soldados en gabarras y
balsas, y dando la vuelta a la derecha del puerto, fue a desembarcar
en la Tania. Avanzaron hasta las primeras líneas de los bárbaros y,
cogiéndoles por el flanco, hicieron gran carnicería. Hombres colgados
de cuerdas bajaban de noche de lo alto de la muralla, incendiaban las
obras de los mercenarios y volvían a subir.

Matho estaba ansioso; cada obstáculo avivaba su cólera; hacía cosas
terribles y extravagantes; citaba mentalmente a Salambó a una
entrevista, y se quedaba esperándola. Como no venía, esto le pareció
una traición, y en adelante, la aborreció. Si hubiera visto su
cadáver, tal vez se habría alegrado. Dobló las avanzadas, plantó horcas
al pie de los fuertes y mandó a los libios que le trajeran toda la
madera de un bosque para pegarla fuego e incendiar a Cartago como una
madriguera de zorras.

Espendio se obstinaba en el sitio. Procuraba inventar máquinas
espantables, como no se habían visto nunca.

Los otros bárbaros, acampados a lo lejos, en el istmo, se aburrían
de la lentitud y murmuraban. Se los dejó en libertad de acción y se
precipitaron con cuchillos y jabalinas, a las mismas puertas. Su
desnudez facilitaba las heridas, y los cartagineses hicieron gran
mortandad. Los mercenarios se alegraron, sin duda, por celos del botín.
Se originaron riñas y peleas entre ellos. Como la campiña estaba
devastada, se disputaban los víveres. Iban descorazonándose, y se
retiraron hordas numerosas.

Se intentó cavar minas; mas siendo el terreno quebradizo, se hundió.
Probaron hacerlas en otro sitio; pero Amílcar adivinaba siempre su
dirección, aplicando el oído a un escudo de bronce. Hizo, además,
contraminas debajo del camino que debían recorrer las torres de madera,
y cuando las empujaban se hundían en los agujeros.

Al fin, comprendieron todos que la ciudad era inexpugnable en tanto
que no se levantara a la altura de las murallas una larga tenaza que
permitiera pelear en el mismo nivel, pavimentando la cima para rodar
encima las máquinas, en cuyo caso le sería imposible a Cartago resistir.

       *       *       *       *       *

La ciudad empezaba a padecer sed. El agua, que al comenzar el sitio,
costaba dos kesita una carga, se vendía ahora a un sekel de plata; las
provisiones de carne y de trigo se agotaban también; se tenía miedo del
hambre; se empezaba a hablar de bocas inútiles, y esto asustaba a todos.

Los cadáveres interceptaban las calles desde la plaza de Kamón hasta
el templo de Moloch, y como se estaba a final del verano, unas
moscas negras muy grandes acosaban a los combatientes. Los viejos
transportaban a los heridos, y la gente devota continuaba los funerales
ficticios de sus allegados y amigos muertos durante la guerra.
Atravesadas en las puertas, se ponían estatuas de cera con cabellos
y vestidos, que se fundían al calor de los cirios que ardían junto
a ellas; corría la pintura sobre sus espaldas, y el llanto por el
rostro de los vivos, que salmodiaban canciones lúgubres. En todo este
tiempo, la multitud corría; pasaban bandas armadas, gritaban órdenes
los capitanes y oíase siempre el golpe de los arietes que batían las
murallas.

La temperatura se hizo tan pesada que los cuerpos se hinchaban y no
cabían en los ataúdes, por lo que había que quemarlos en los patios.
Estas hogueras, en espacio tan reducido, incendiaban las paredes
vecinas, saliendo de las casas grandes llamaradas, como sangre que
brota de una arteria. De este modo, Moloch poseía a Cartago; estrechaba
el recinto y devoraba hasta los cadáveres.

Unos hombres que llevaban en señal de desesperación mantos hechos con
harapos desechados, se establecieron en las esquinas de las calles,
declamando contra los Ancianos y contra Amílcar; prediciendo al
pueblo una completa ruina y excitando a la destrucción y al pillaje.
Los más peligrosos eran los bebedores de beleño; en sus crisis se
creían bestias feroces y se arrojaban sobre los que pasaban, para
destrozarlos. Se arremolinaba el populacho a su alrededor, y olvidaba
la defensa de Cartago. El Sufeta pagó otros para sostener su política.

Con el objeto de retener en la ciudad el genio de los dioses, se habían
cubierto de cadenas sus símbolos. Se taparon con velos negros los
Pateques y pusiéronse cilicios en los altares; se procuraba excitar el
orgullo y los celos de los dioses, cantándoles al oído: «¿Vas a dejarte
vencer? ¿Serán otros más fuertes que tú? ¡Ayúdanos! Muestra quién eres
para que los pueblos no digan ¿dónde están ahora nuestros dioses?»

Ansiedad permanente agitaba los colegios de los pontífices. Los de la
Rabbetna, sobre todo, tenían miedo, porque la restitución del zaimph
no había salvado la situación. Se mantenían encerrados en el tercer
recinto, inexpugnable como una fortaleza. Solamente uno de ellos se
atrevía a dar cara: era el gran sacerdote Schahabarim.

Iba a casa de Salambó, pero siempre silencioso, contemplándola con las
pupilas fijas; o bien decía algo, y los reproches que la lanzaba eran
más duros que nunca. Por una contradicción inconcebible, no perdonaba
a la joven el haber seguido sus instrucciones. Schahabarim lo había
adivinado todo, y la obsesión de esta idea avivaba los celos de su
impotencia. La acusaba de ser ella la causante de la guerra. Según él,
Matho sitiaba a Cartago para recobrar el zaimph; vertía imprecaciones e
ironías sobre el bárbaro que pretendía poseer cosas santas, aunque no
era esto lo que el sacerdote quería decir.

Pero Salambó no le temía ahora; las angustias de antes no las
experimentaba ya. Se mostraba muy tranquila, y sus miradas, menos
vagas, brillaban con límpida llama. Sin embargo, el pitón había caído
enfermo, y como Salambó, por el contrario, iba mejorando, la vieja
Taanach se alegraba, convencida de que pasaba a la serpiente el
malestar de su ama.

Una mañana encontró a la pitón detrás del lecho de pieles de buey,
arrollada en sí misma, más fría que el mármol y con la cabeza
enteramente cubierta de gusanos. A los gritos de la nodriza, acudió
Salambó; movió a la serpiente con la punta de su sandalia y la esclava
se asombró de su insensibilidad.

La hija de Amílcar no prolongaba sus ayunos con tanto fervor. Pasaba
días enteros en lo alto de la terraza, acodada en la balaustrada y
distrayéndose en observar el horizonte. La cima de las murallas,
al extremo de la ciudad, recortaba en el cielo zigzags desiguales,
y las lanzas de los centinelas venían a formar como un campo de
espigas. Salambó veía a lo lejos, entre las torres, las maniobras de
los bárbaros, y en los días que no había asalto, podía enterarse de
sus ocupaciones. Remendaban sus armas, se engrasaban la cabellera,
o bien lavaban en el mar los brazos ensangrentados; las tiendas
estaban cerradas; las acémilas comían, y en lontananza, las hoces de
los carros, puestos en semicírculo, parecían una cimitarra de plata
extendida al pie de los montes. Venían a su memoria los discursos de
Schahabarim. Esperaba a su desposado Narr-Habas. Hubiera querido, a
pesar de su odio, volver a ver a Matho. Entre todos los cartagineses,
era ella, quizás, la única persona que le hubiera hablado sin miedo.

Amílcar la visitaba a menudo; sentado sobre almohadones la contemplaba
enternecido, como si la vista de ella fuese un alivio a sus fatigas. La
hacía preguntas acerca de su viaje al campo de los mercenarios; quería
saber si alguno la había impulsado a hacerlo, y Salambó le contestaba
que nadie, orgullosa como estaba de haber rescatado el zaimph.

El Sufeta hacía siempre hincapié en Matho, a pretexto de informes
militares. No comprendía en qué pudo ella emplear las horas que
pasó en su tienda. Salambó no habló de Giscón, porque temía que las
maldiciones de este se volvieran contra él, y ocultó su tentativa de
asesinato, persuadida de que se le reprocharía no haberla consumado.
Contaba únicamente que Matho parecía furioso, que gritó mucho y que
luego se quedó dormido. Y nada más refería Salambó, o por vergüenza o
por exceso de candor, no dando importancia a los besos del bárbaro;
además, que todo esto flotaba en su mente de un modo melancólico
y brumoso, como el recuerdo de una pesadilla, y no hubiera podido
expresarlo con palabras.

Una noche en que estaban juntos padre e hija, apareció Taanach muy
azorada. Un viejo con un niño aguardaba en el patio y deseaba ver al
Sufeta.

Palideció Amílcar, y replicó vivamente:

--Que suban.

Entró Iddibal, sin prosternarse, llevando de la mano a un doncel
cubierto con un manto de piel de macho cabrío, y quitándole aquel la
capucha que le tapaba el rostro, dijo:

--¡Amo! ¡Aquí lo tienes! ¡Recíbelo!

El Sufeta y el esclavo se retiraron a un ángulo de la habitación. El
niño se quedó en medio, de pie, y con mirada más de curiosidad que de
asombro, contemplaba el artesonado, los muebles, los collares de perlas
puestos sobre la tapicería de púrpura y la majestuosa joven que tenía
delante.

Tendría unos diez años, y no sería más alto que una espada romana.
Sus crespos cabellos sombreaban una frente abombada. Hubiérase dicho
que sus miradas buscaban amplios espacios donde explayarse. Eran
anchas las fosas de su afilada nariz; en toda su persona resplandecía
el indefinible esplendor de aquellos que están destinados a grandes
empresas. Al derribar su pesado manto, dejó ver una piel de lince que
le envolvía el talle y unos pies descalzos, blancos por el polvo.
Adivinando que se trataba de cosas importantes, permanecía inmóvil,
con una mano atrás y otra en los labios, en actitud pensativa.

Amílcar hizo una señal a Salambó para que se acercara, y la dijo en voz
baja:

--Guardarás este niño contigo. ¿Lo oyes? Que nadie, ni aun los de casa,
sepan de él.

Y una vez más preguntó a Iddibal si estaba seguro de que no los habían
visto entrar.

--Las calles estaban desiertas --contestó el esclavo.

A causa de la guerra, que repercutía en las provincias, el esclavo
había temido por el hijo de su amo. No sabiendo dónde ocultarle, siguió
a lo largo de la costa en una chalupa, y llevaba tres días en el golfo
buscando la manera de entrar en Cartago; hasta que aquella noche,
viendo desiertos los alrededores de Kamón, se dio prisa a desembarcar
cerca del arsenal, encontrando libre la entrada del puerto.

       *       *       *       *       *

Los bárbaros no tardaron en establecer una inmensa red para impedir a
los cartagineses salir de la ciudad. Levantaron más torres de madera y
dieron principio a la terraza artificial. Quedaron interrumpidas las
comunicaciones y empezó a padecerse hambre.

Fueron muertos los perros, todas las mulas y asnos y los quince
elefantes traídos por el Sufeta. Los leones del templo de Moloch se
habían enfurecido y los hieródulos no osaban acercarse a ellos. Se les
alimentó primero con los bárbaros heridos; luego les dieron cadáveres
todavía calientes; no los quisieron, y murieron todos. A la hora del
crepúsculo, la gente recorría el viejo recinto, cogiendo entre las
piedras hierbas y flores que hacían hervir con vino, porque el vino
costaba menos que el agua. Otros se aventuraban hasta las avanzadas
del enemigo para robar víveres de las tiendas de campaña. Asombrados
los bárbaros, no pocas veces los dejaban en paz. Al fin, llegó el día
que los Ancianos resolvieron degollar los caballos de Eschmún. Eran
animales sagrados, a los que los pontífices trenzaban las crines con
cintas de oro, y eran los símbolos del sol y del fuego. Su carne,
cortada en porciones iguales, fue ocultada detrás del altar, y todas
las noches, a pretexto de algún acto devoto, los Ancianos subían al
templo y se regodeaban en secreto, llevándose debajo de la túnica un
pedazo de carne para sus hijos. En los desiertos arrabales, lejos
de las murallas, los habitantes que padecían menos necesidad habían
levantado barricadas por miedo a los vecinos.

Las piedras de las catapultas y la de los derribos hechos para la
defensa habían acumulado montones de ruinas en medio de las calles. En
las horas de descanso, el populacho se precipitaba, vociferando, y de
lo alto de la Acrópolis los incendios formaban como jirones de púrpura
que el viento agitaba sobre las terrazas.

Las tres grandes catapultas no cesaban en su destrucción; sus estragos
eran tan extraordinarios, que la cabeza de un hombre fue a dar en el
frontispicio de los Sisitas; y en la calle de Kinisdo, una mujer que
estaba pariendo fue aplastada por un bloque de piedra, y el niño
llevado, juntamente con la cama, hasta la esquina de Cinasim. Lo más
irritante eran los tiros de los honderos. Caían sus piedras sobre los
techos, en los jardines y en los patios, mientras se estaba comiendo
una pobre comida, con el corazón oprimido. Los atroces proyectiles
llevaban letras grabadas que quedaban impresas en la carne; leyéndose
en los cadáveres injurias como _puerco_, _chacal_, _piojo_; y burlas
como «¡Lo tengo bien merecido!»

La parte fortificada desde el ángulo de los puertos hasta la altura de
las cisternas, quedó hundida, y la gente de Malqua se encontró entre el
bárbaro y el recinto de Byrsa; pero bastante había que hacer en espesar
y levantar más la muralla para ocuparse de ellos; se les abandonó y
murieron todos. Aunque eran odiados por los cartagineses, pareció mal
esta crueldad de Amílcar. Al día siguiente, este abrió los fosos donde
guardaba el trigo, y sus intendentes lo repartieron al pueblo, con lo
que se hartaron durante tres días.

Pero la sed era intolerable, y la hacía más cruel el ver delante la
gran cascada de agua limpia que se derramaba del acueducto y que, a
los rayos del sol, despedía un fino vapor, con un arco iris al lado y
un pequeño río que, haciendo curvas en la playa, se iba a verter en el
golfo.

Amílcar no cedía; contaba con algo imprevisto, decisivo,
extraordinario. Sus esclavos arrancaron las hojas de plata del
templo de Melkart; sacó del puerto cuatro naves, con cabestrantes,
y los transportó abajo de los Mapales, horadando el muro que daba a
la ribera, para que fueran a las Galias a contratar mercenarios, a
cualquier precio. Lo que más le impacientaba era no poder comunicarse
con el rey de los númidas, a quien suponía a retaguardia de los
bárbaros y pronto a caer sobre ellos. Narr-Habas, demasiado débil para
hacer esto, no podía arriesgarse solo; el Sufeta hizo levantar doce
palmos más de parapeto, guardar en la Acrópolis todo el material de
los arsenales y reparar nuevamente las máquinas.

Se empleaban para rollos de las catapultas tendones de cuello de
toro o bien jarretes de ciervo; pero no había en Cartago ni toros ni
ciervos. Amílcar pidió a los Ancianos los cabellos de sus mujeres;
fueron sacrificados, y no hubo bastante. Había en las casas de los
Sisitas doscientas esclavas núbiles y las destinadas a la prostitución
en Grecia e Italia; y sus cabellos, que se habían hecho elásticos por
el uso de ungüentos, se encontraron bonísimos para las máquinas de
guerra. Como la pérdida sería considerable al vender las esclavas, se
decidió escoger las más hermosas cabelleras entre las mujeres de los
plebeyos. Sin cuidarse de las necesidades de la patria, estas gritaron
desesperadas cuando los criados de los Ciento vinieron con tijeras a
cumplir la orden.

Los bárbaros sentían redoblado su furor. De lejos, se les veía
juntar la grasa de los muertos para ensebar sus máquinas; otros les
arrancaban las uñas, que cosían unas con otras, haciéndose una coraza.
Imaginaron poner en las catapultas vasijas llenas de serpientes traídas
por los negros; al romperse los vasos de arcilla en las losas, las
serpientes corrían, parecían pulular y salir naturalmente de las
paredes. Descontentos de esta invención, los bárbaros la perfeccionaron
lanzando toda clase de inmundicias, excrementos humanos, carroña y
cadáveres. Sobrevino la peste. A los cartagineses se les caían los
dientes; tenían las encías descoloridas como las de los camellos
después de un viaje demasiado largo.

Se colocaron las máquinas sobre la terraza artificial, por más que esta
no llegaba todavía a la altura de la fortificación. Ante las veintitrés
torres del recinto se levantaron otras veintitrés torres de madera. Se
remontaron todos los tonelones, y algo más atrás aparecía la formidable
helépolis de Demetrio Poliorcetes, reconstruido por Espendio. Piramidal
como el faro de Alejandría, era alto, de ciento treinta codos por
veintitrés de ancho, con nueve pisos que iban disminuyendo hacia la
punta y estaban defendidos por placas de cobre y agujereadas, con
puertas llenas de soldados. En su plataforma superior se erguía una
catapulta flanqueada por dos ballestas.

Para contrarrestar su efecto, Amílcar hizo plantar cruces para aquellos
que hablaran de entregarse, y hasta las mujeres fueron enroladas. Se
dormía en las calles, y se despertaban llenos de angustia.

Una mañana, un poco antes de salir el sol, en el séptimo día del mes de
Nisan, se oyó una gritería entre los bárbaros, roncaron las trompetas
de tubo de plomo y mugieron como toros los grandes cuernos paflagonios.
Los cartagineses acudieron en masa a la muralla.

En la base de esta se erizaba un bosque de lanzas, picas y espadas
que asaltaba el muro, acercando las escalas. En el almenaje asomaron
algunas cabezas de bárbaros.

Golpeaban las puertas unas vigas empujadas por largas filas de
hombres; y en los sitios en que la terraza se interrumpía, los
mercenarios, para demoler el muro, venían en cohortes cerradas,
agachada la primera hilera, doblando la rodilla la segunda, y
apareciendo sucesivamente las otras, hasta las últimas, que se
veían de pie; en tanto que para hacer el escalo, el más alto iba a
la cabeza, el más bajo, a la cola, y todos con el brazo izquierdo,
apoyando los escudos encima de los cascos, los juntaban por el borde
tan estrechamente, que hubiérase dicho una ensambladura de enormes
tortugas. Resbalaban los proyectiles por encima de estas masas oblicuas.

Los cartagineses arrojaban ruedas de molino, pilas, cubas, toneles y
camas; todo lo que podía hacer peso y derribar. Algunos acechaban en
las troneras con una red de pescar y, cuando llegaba el bárbaro, lo
cogían en las mallas, en las que se revolvía como un pez. Ellos mismos
demolían sus almenas; caían lienzos de muralla, levantando una gran
polvareda; las catapultas de la terraza tiraban unas contra otras,
chocaban sus piedras y estallaban en mil pedazos, resultando como una
lluvia sobre los combatientes.

Muy pronto, las dos multitudes formaron una gruesa cadena de cuerpos
humanos, que desbordaba en los intervalos de la terraza y, aflojándose
en las dos extremidades, se doblaba sin avanzar seguido. Se apretujaban
echados de bruces, como luchadores. Se aplastaban. Las mujeres aullaban
dobladas sobre las almenas. Las tiraban del pelo, y la blancura de
sus cuerpos, desnudos de pronto, brillaba entre los brazos de los
negros, que les hundían sus puñales. Los cadáveres, demasiado ceñidos
por la multitud, no caían; sostenidos por el empuje de los compañeros
vivos, iban en pie y con los ojos abiertos. Algunos, con las sienes
atravesadas por una azagaya, movían la cabeza como osos. Quedaban
petrificadas las bocas que se abrían para gritar, y las manos volaban
cortadas. Se dieron grandes golpes, de los que hablaron por mucho
tiempo los sobrevivientes.

Venían flechas de las torres de madera y de las de piedra. Los
tonelones movían rápidamente sus largas antenas, y como los bárbaros
habían saqueado debajo de las catacumbas el viejo cementerio de los
autóctonos, lanzaban sobre los cartagineses losas de sepultura. Al peso
de las cestas, demasiado llenas, se cortaban los cables y caían racimos
de hombres por el aire, con los brazos extendidos.

Los hoplitas veteranos se habían encarnizado hasta la mitad del día
contra la Tania, con el objeto de penetrar en el puerto y destruir
la flota. Amílcar hizo encender en el techo de Kamón una hoguera de
paja húmeda; cegándoles el humo, se revolvían a derecha e izquierda,
aumentando el horrible tumulto que se empujaba en Malqua. Las
sintagmas, compuestas de hombres robustos, escogidos expresamente,
habían hundido tres puertas; les detuvieron altas barreras de planchas
con clavos. La cuarta puerta cedió más fácilmente, y aquellos se
precipitaron corriendo, yendo a caer en un foso lleno de cepos. En el
ángulo sudoeste, Autharita y sus hombres abatieron la fortificación,
cuyos portillos estaban tapados con ladrillos. El terreno formaba
cuesta, y lo subieron con ligereza; pero en lo alto encontraron una
segunda muralla de piedras y vigas, alternadas como las casillas de un
tablero de ajedrez a la usanza gala, adoptada por el Sufeta. Los galos
se creyeron en su tierra; atacaron con tibieza, y fueron rechazados.

De la calle de Kamón al Mercado de las Hierbas, todo el camino de
circunvalación pertenecía ahora a los bárbaros; los samnitas remataban
a estacazos a los moribundos, o bien con un pie en el muro contemplaban
abajo las ruinas humeantes, y a lo lejos, la batalla que se entablaba.

Los honderos, repartidos a retaguardia, disparaban sin cesar, hasta
que, a fuerza del uso, se rompió el resorte de las hondas acarnanianas,
y entonces tiraban piedras con la mano, o bien lanzaban bolas de plomo
con el mango de su rebenque. Zarxas, con las espaldas cubiertas por
sus largos cabellos negros, estaba en todas partes, dando saltos y
conduciendo a los baleares. Llevaba en los lomos dos zurrones, en los
que metía continuamente la mano izquierda, manejando el brazo derecho
como la rueda de un carro.

Matho se abstuvo al principio de combatir, para mandar mejor a
todos los bárbaros. Se le había visto a lo largo del golfo con los
mercenarios; cerca de la laguna, con los númidas; a orillas del
lago, entre los negros, y en el fondo de la llanura, empujaba las
masas de soldados que llegaban incesantemente contra las líneas de
fortificación. Poco a poco fue acercándose; el olor de la sangre, el
espectáculo de la matanza y el estrépito de los clarines acabaron por
inflamarle el corazón. Entró en su tienda y, quitándose la coraza,
se vistió la piel de león, más cómoda para la batalla. El hocico se
adaptaba a su cabeza, bordeado el rostro de un círculo de dientes;
las dos patas anteriores se cruzaban sobre su pecho, y las de atrás
alargaban las garras hasta más abajo de sus rodillas.

Conservaba su grueso cinturón, en el que brillaba un hacha de doble
filo; y con su espadón en las dos manos, se precipitó impetuosamente
sobre la brecha. Como podador que corta ramas de sauce y que trata
de cortar lo más posible para ganar más dinero, así marchaba segando
cartagineses alrededor suyo. A los que intentaban cogerle por los
lados, él los abatía a golpes de empuñadura; si le atacaban de frente,
los atravesaba; si huían, los hendía. Dos hombres saltaron a un tiempo
a su espalda, y él, retrocediendo de un salto contra una puerta, los
aplastó. Su espada bajaba y subía hasta que se rompió en el ángulo de
un muro. Entonces empuñó la pesada hacha, y por delante y por detrás
despanzurraba cartagineses como rebaño de corderos. Se apartaban a su
paso, y llegó solo ante el segundo recinto, al pie de la Acrópolis.
Los materiales lanzados de la cima llenaban de escombros las gradas y
desbordaban sobre la muralla. Matho, en medio de las ruinas, se volvió
para llamar a sus compañeros.

Veía sus penachos diseminados entre la multitud; iban a perecer,
y él se lanzó hacia ellos; la vasta corona de plumas rojas se fue
estrechando, y pronto se le reunieron los compañeros, rodeándole. Por
las calles laterales desembocaba una enorme multitud, que le arrastró
hasta fuera de la fortificación, en un lugar donde la terraza era alta.

Matho dio una voz de mando; todos los escudos se pusieron encima de los
cascos; saltó encima para agarrarse a algún sitio y poder entrar en
Cartago; y blandiendo el hacha terrible, corrió encima de los escudos,
semejantes a olas de bronce, como un dios marino sobre las ondas,
sacudiendo el tridente.

Un hombre de túnica blanca se paseaba al borde de la fortificación,
impasible e indiferente a la muerte que le rodeaba. A veces, extendía
la mano derecha sobre los ojos para descubrir a alguno. Matho acertó
a pasar debajo de él. Las pupilas del hombre se inflamaron, se puso
intensamente pálido y, levantando sus dos brazos escuálidos, le
vociferaba injurias.

Matho no le oía; pero sintió penetrar en su corazón una mirada tan
cruel y furiosa, que dio un rugido. Le tiró la pesada hacha; otros se
echaron sobre Schahabarim, y Matho, no viéndole ya, cayó de espaldas,
agotado.

Se acercaba un rugido espantable, mezclado con el ritmo de voces roncas
que cantaban con cadencia.

Era el gran helépolis, rodeado por una turba de soldados. Tiraban de él
con las dos manos, con cuerda, y empujando con los hombros; porque el
talud que subía del llano, si bien muy suave, era impracticable para
máquinas de peso tan excesivo. Llevaba, sin embargo, ocho ruedas con
llantas de hierro, y desde la mañana iba avanzando así, de una manera
lenta, como una montaña que va subiendo encima de otra. Luego salió
de su base un inmenso ariete; sus tres caras quedaron al descubierto,
y aparecieron en su interior, como colmenas de hierro, soldados
acorazados que subían y bajaban las escaleras a través de sus pisos.
Algunos de aquellos esperaban a lanzarse que los garfios de las puertas
tocasen al muro; en medio de la plataforma superior, los tirantes de
la ballesta daban vueltas, en tanto que bajaba el gobernalle de la
catapulta.

Amílcar estaba en este momento de pie en el terrado de Melkart. Había
supuesto que la máquina vendría allí, por ser el sitio de la muralla
más invulnerable y estar, a causa de esto, desprovisto de centinelas.
Mandó a sus esclavos que llevaran odres al camino de circunvalación,
en el que habían levantado con arcilla dos tabiques transversales que
formaban una especie de balsa. El agua corría insensiblemente sobre
la terraza, siendo lo más extraño que Amílcar se mostrara tranquilo.
Cuando el helépolis estuvo a unos treinta pasos, mandó poner tablas en
las calles de casa a casa, desde las cisternas hasta los baluartes, y
formó cuerdas de gente para que pasaran el agua de mano en mano, en
cascos y ánforas.

Los cartagineses se indignaban por este agua perdida. El ariete demolía
la muralla; de pronto, brotó una fuente de entre las piedras separadas,
y la máquina de cobre, de nueve pisos, con más de tres mil soldados,
empezó a oscilar suavemente, como un barco. El agua, entrando en la
terraza, había ahondado el terreno; las calles se enfangaron; en el
primer piso, entre cortinas de cuero, asomó la cabeza de Espendio,
soplando con fuerza en una bocina de marfil. La gran máquina, como
levantada convulsivamente, avanzó unos diez pasos; pero el terreno se
ablandaba cada vez más, el fango llegaba a los ejes, y el helépolis se
paró, ladeándose espantosamente de un lado. La catapulta rodó hasta
el borde de la plataforma, y, llevada por la carga del timón, volcó
con todos los que la ocupaban. Los soldados que estaban amontonados en
las puertas cayeron en el abismo, y los que se sostenían al extremo de
las largas vigas, aumentando con su peso la inclinación del helépolis,
contribuían a que este se desmembrara en todas sus junturas.

Acudieron los demás bárbaros a socorrerlos. Los cartagineses bajaron
del reducto y, atacándolos por retaguardia, los mataron a discreción.
Sobrevinieron los carros de hoces, corriendo en torno de esa multitud;
pero se hizo de noche, y los bárbaros se retiraron.

No se veía en el llano más que un hormigueo negro desde el golfo
azulado hasta la laguna blanca; a lo lejos, el lago, lleno de sangre,
se mostraba como una gran mancha de púrpura.

La terraza estaba ahora tan cargada de cadáveres, que parecía
construida con cuerpos humanos. En medio se destacaba el helépolis,
cubierto de armaduras; y a intervalos, se desprendían de él fragmentos
enormes, como piedras de pirámide que se desmorona. En las murallas
se veían los anchos rastros labrados por los arroyos de plomo. Aquí
y acullá ardía una torre de madera; las casas aparecían vagamente
como gradas de un anfiteatro en ruinas. Densas humaredas subían,
despidiendo chispas que se perdían en el cielo negro.

Los cartagineses, devorados por la sed, se habían precipitado a las
cisternas. Rompieron las puertas; el fondo estaba lleno de agua
cenagosa.

¿Qué hacer ahora? Los bárbaros eran innumerables, y una vez
descansados, volverían a la carga.

El pueblo, por las noches, deliberaba en grupos en las esquinas de las
calles. Decían unos que se debían despedir las mujeres, los enfermos y
los viejos; proponían otros abandonar la ciudad y fundar una colonia en
otra parte; pero faltaban los barcos. Salió el sol y no habían resuelto
nada.

En este día no se peleó, porque todos estaban cansados; hasta los que
dormían tenían aspecto de muertos.

       *       *       *       *       *

Reflexionando los cartagineses sobre la causa de sus desastres,
recordaron no haber enviado a Fenicia la ofrenda anual debida a Melkart
tirio; y esto los llenó de pavor. Los dioses, indignados contra la
República, iban sin duda a vengarse.

Se les consideraba como genios crueles que se aplacaban con súplicas y
se dejaban ganar por dádivas. Todos eran débiles comparados con Moloch,
el Devorador. La vida, la carne misma de los hombres le pertenecían;
y para salvarlas, acostumbraban los cartagineses ofrecerles una
porción que calmara su furor. Se quemaba a los niños, en la frente
o en la nuca, con mechas de lana; esta manera de satisfacer a Baal
proporcionaba a los sacerdotes mucho dinero, por lo que no dejaban de
recomendarla como la más fácil y menos dura.

Pero esta vez se trataba de la República, de la nación; por
consiguiente, ya que cualquier provecho debía ser a cambio de una
pérdida, que cualquiera transacción debía arreglarse en beneficio del
más fuerte y en perjuicio del más débil, no se debía escatimar nada al
dios, supuesto que este se deleitaba en lo más horrible y que se estaba
a su discreción. Era necesario saciarlo completamente. Los ejemplos
probaban que por este medio cesaban las plagas. Creíase además que una
inmolación por el fuego purificaría a Cartago. Se halagaba también
la ferocidad del pueblo, tanto más cuanto que la elección pesaba
exclusivamente sobre las grandes familias.

Reuniéronse los Ancianos. La sesión fue larga. Hannón había venido.
Como no podía sentarse, se quedó acostado junto a la puerta, medio
oculto entre las franjas de la alta tapicería: y cuando el pontífice
de Moloch les preguntó si consentirían entregar sus hijos, estalló su
voz como el rugido de un genio en el fondo de una caverna. Sentía, eran
sus palabras, no poder dar su propia sangre: y al decir esto, miraba
a Amílcar, que estaba a su frente, en el otro extremo de la sala. El
Sufeta se turbó de tal suerte, que bajó los ojos. Aprobaron todos,
sucesivamente, con una inclinación de cabeza y, conforme a los ritos,
hubo que contestar al gran sacerdote: «Sea así.» Con esto, los Ancianos
decretaron el sacrificio por una perífrasis tradicional; porque hay
cosas más arduas de decir que de ejecutar.

La resolución se supo en seguida en toda Cartago. Se oyeron
lamentaciones. Gritaban en todas partes las mujeres; las consolaban sus
maridos, o bien las recriminaban por su falta de resignación.

Pero tres horas después se supo otra noticia más extraordinaria: el
Sufeta había encontrado fuentes en la base del acantilado. Corrieron
allí, y, efectivamente, cavando en la arena, se encontró agua dulce, de
la que muchos bebieron echados de bruces.

Ni el mismo Amílcar sabía si esto era por disposición de los dioses
o el vago recuerdo de una revelación que su padre le hiciera en otro
tiempo; ello fue que al salir de la sesión de los Ancianos, bajó a la
playa, y con sus esclavos se puso a cavar en la arenisca.

Repartió calzado, ropas y vino, y todo el resto del trigo que guardaba
en su casa. Hasta hizo entrar al pueblo en su palacio, y le abrió
las cocinas, los almacenes y todas las habitaciones, excepto la de
Salambó. Anunció además que iban a venir seis mil mercenarios galos y
que el rey de Macedonia enviaría un ejército.

Pero al segundo día, las fuentes disminuyeron; y al tercero, se secaron
por completo. Con esto, el decreto de los Ancianos volvió a la mente de
todos, y los sacerdotes de Moloch empezaron su tarea.

Hombres vestidos de negro se presentaban en las casas, muchas de las
cuales encontraban desiertas, a pretexto de algún asunto o de alguna
compra de sus moradores. Volvían los sirvientes de Moloch y cogían
los niños. Había quien entregaba estúpidamente sus hijos. A estos los
llevaban al templo de Tanit, donde las sacerdotisas se encargaban de
divertirlos y alimentarlos hasta el día solemne.

Presentáronse en casa de Amílcar, al que encontraron en sus jardines.

--¡Barca, venimos a lo que tú sabes..., por tu hijo!...

Añadieron que se había visto a este, en los Mapales, en una noche de la
otra luna, acompañado de un viejo.

Al pronto, Amílcar quedó cortado, pero comprendiendo que sería en vano
toda negativa, accedió, introduciéndoles en la Casa de Comercio. Los
esclavos, a una señal suya, vigilaron los contornos.

Entró como un aturdido en la cámara de Salambó; tomó a Aníbal de la
mano, arrancó con la otra la presilla del vestido que arrastraba; le
ató de pies y manos, le amordazó la boca y lo ocultó debajo de la cama
de pieles de buey, dejando caer hasta el suelo un ancho tapiz.

Hecho esto, daba paseos por la habitación, accionando con los brazos
y mordiéndose los labios, hasta que quedó con las pupilas fijas y
jadeante como si se fuera a morir.

Llamó tres veces con las palmas de las manos, y compareció Giddenem.

--¡Oye! --le dijo--. Toma entre los esclavos un niño de ocho a nueve
años, de cabellos negros y frente bombeada, y tráemelo. ¡Pronto!

Giddenem se dio prisa a cumplir el encargo y volvió con un niño; un
pobre niño delgado y abotargado a un mismo tiempo. Su piel parecía tan
gris como el infecto harapo que le cubría; hundía la cabeza entre los
hombros, y con el revés de la mano se frotaba los ojos de las picaduras
de las moscas.

¡Era imposible confundirle con Aníbal, y faltaba tiempo para escoger
otro! Amílcar miraba a Giddenem, con ganas de estrangularlo.

--¡Vete! --gritó.

El intendente de los esclavos se fue más que de prisa.

La desgracia temida por tanto tiempo iba a sobrevenir, si no buscaba un
medio de evitarla. De pronto se oyó a Abdalonim detrás de la puerta.
Los servidores de Moloch preguntaban por el Sufeta, y se impacientaban.

Amílcar contuvo un grito, como si le aplicaran un hierro candente, y
volvió a pasear por la habitación, como un insensato. Salió al borde de
la balaustrada, y con los codos en las rodillas, se apretaba la frente
con los puños cerrados.

El tazón de pórfido conservaba un poco de agua limpia para las
abluciones de Salambó. No obstante su repugnancia y su orgullo, el
Sufeta metió en ella al niño, y como un mercader de esclavos, se puso
a lavarle y frotarle con los estrígiles y tierra roja. Sacó de un
armario de la pared dos cuadrados de púrpura; le puso uno en el pecho y
otro en la espalda, y los reunió en las clavículas con dos broches de
diamantes. Vertió un perfume en su cabeza; pasó alrededor de su cuello
un collar de electro, y le calzó sandalias con tacones de perlas; ¡las
mismas sandalias de su hijo! Hacía todo esto bramando de indignación,
y Salambó, que se apresuraba a ayudarle, estaba tan pálida como él. El
niño sonreía, deslumbrado por estas galas y, entusiasmado, empezaba
a palmotear y saltar, cuando Amílcar lo llevó consigo, sujetándole
fuertemente con la mano, como si tuviera miedo de perderlo. El niño, a
quien este apretón le hacía daño, lloriqueaba sin dejar de andar.

En lo alto de la ergástula, debajo de una palmera, oyeron una voz
lamentable y suplicante: «¡Amo, amo!»

Amílcar se volvió, y vio a su lado un hombre de abyecta apariencia; uno
de los miserables parásitos del palacio.

--¿Qué quieres? --le preguntó el Sufeta.

El esclavo, temblando horriblemente, balbució:

--¡Soy su padre!

Amílcar siguió andando; el otro le seguía encorvado y con la cabeza
medio caída. Tenía contraído el rostro por una angustia indefinible,
y los gemidos le ahogaban, presa del afán de preguntar y de gritar:
«¡Perdón!»

Al fin se atrevió a tocar al Sufeta con el dedo en el codo, diciéndole:

--¿Es que lo llevas para...?

No tuvo fuerzas para acabar la pregunta.

Amílcar se detuvo, asombrado de tanto dolor.

Nunca se le habría ocurrido que pudiera haber entre él y el otro algo
que les fuera común: ¡tal era el abismo que los separaba! Aquello le
parecía un ultraje a su persona y como una merma de su privilegio.
Contestó con una mirada más fría y más pesada que el hacha del
verdugo. El esclavo cayó desmayado a sus pies, en el polvo. Amílcar
pasó por encima de él.

Los tres hombres de negro le esperaban en el salón, de pie, junto al
disco de piedra. Amílcar rasgó sus vestiduras y se arrastró por el
suelo dando agudos gritos:

--¡Ah, mi pequeño Aníbal! ¡Ah, hijo mío! ¡Mi consuelo, mi esperanza, mi
vida! ¡Matadme a mí también! ¡Llevadme! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Se arañaba la cara, se arrancaba los cabellos y aullaba como las
plañideras en un entierro.

--¡Lleváoslo pronto! ¡Sufro demasiado! ¡Idos! ¡Matadme como a él!

Los servidores de Moloch se admiraban de que el gran Amílcar tuviera un
corazón tan débil. Casi se sentían enternecidos.

Se oyó un ruido de pies desnudos, con un resuello parecido a la
respiración de bestia feroz que se acerca; y en el dintel de la tercera
galería, entre los largueros de marfil, apareció un hombre terrible,
que con los brazos extendidos, gritaba:

--¡Hijo mío!

De un salto, Amílcar se echó sobre el esclavo, y tapándole la boca con
las manos, dijo a su vez:

--¡Es el viejo que lo ha criado! ¡Le llama su hijo! ¡Se volverá loco!
¡Basta, basta!

Y empujando a los tres sacerdotes y a la víctima, salió con ellos,
cerrando en pos, de un golpe, la puerta.

Amílcar estuvo atento por algunos minutos, temiendo que volvieran.
Pensó en seguida en deshacerse del esclavo, para tener la seguridad de
que no hablaría; pero el peligro no desaparecía por completo, porque si
los dioses se irritaban, podían volverse contra su hijo. Cambiando de
idea, le envió con Taanach lo mejor de su cocina: un cuarto de macho
cabrío, habas y conservas de granada. El esclavo, que no había comido
en mucho tiempo, se precipitó sobre los platos, mojándolos con sus
lágrimas.

Vuelto Amílcar al cuarto de Salambó, desató las cuerdas de Aníbal. El
niño, exasperado, le mordió la mano hasta hacerle sangre. Su padre le
contuvo con una caricia.

Para apaciguarle, Salambó quiso darle miedo con _Lamia_, ogresa de
Cirene:

--¿Dónde está? --preguntó el niño.

Se le dijo que vendrían bandidos a cogerle, y contestó: «¡Que vengan, y
los mataré!»

Cuando Amílcar le contó la horrible verdad, recriminó a su padre
porque siendo el señor de Cartago podía imponerse al pueblo. Por fin,
rendido por la cólera, se durmió con sueño feroz; hablaba soñando, con
la espalda apoyada en un cojín de escarlata, caída la cabeza hacia
atrás y con el brazo extendido en actitud imperiosa. Cuando obscureció
completamente, Amílcar bajó con él, a obscuras, la escalera de las
galeras. Al pasar por la Casa de Comercio, tomó un racimo de uvas y una
jarra de agua; el niño se despertó ante la estatua de Aletes, en la
cueva de las piedras preciosas, y sonreía, en brazos de su padre, a la
luz de los destellos que le rodeaban.

Amílcar tenía la seguridad de que no podían quitarle su hijo. Era un
lugar impenetrable que comunicaba con la costa por un subterráneo que
únicamente él conocía. Miró en rededor y aspiró una bocanada de aire.
Luego puso el niño en su escabel, al lado de los escudos de oro.

Nadie le veía ahora, y esto le tranquilizó. Como una madre que
encuentra a su primogénito perdido, estrechó contra su pecho al niño,
llorando y riendo a un mismo tiempo, llamándole con los nombres más
tiernos y cubriéndole de besos. El pequeño Aníbal, impresionado por
tanta ternura, se callaba.

Palpando las paredes, llegó Amílcar a la gran sala en la que la luna
se filtraba por un mechinal de la cúpula; en medio de ella dormía el
esclavo, tendido sobre las losas de mármol. Al verle así Amílcar, se
sintió compasivo. Con la punta del pie le alargó una alfombra debajo
de la cabeza. Luego levantó los ojos y contempló la media luna que
brillaba en el cielo, y se sintió más fuerte que los Baales y los
despreció.

       *       *       *       *       *

Habían empezado los preparativos del sacrificio. En el templo de
Moloch se derribó un lienzo de pared para sacar el dios de cobre, sin
tocar las cenizas del altar, y así que salió el sol los hieródulos lo
empujaron hacia la plaza de Kamón.

Se movía hacia atrás, sobre dos cilindros; sus hombros rebasaban la
altura de las murallas; por lejos que le vieran, se escondían los
cartagineses, porque no se podía mirar impunemente a Baal más que en el
ejercicio de su cólera.

Olían las calles a hierbas aromáticas; todos los templos se abrieron a
un tiempo y de ellos salieron altares sobre carretas o en literas que
llevaban los pontífices. Grandes penachos de palmas se balanceaban a
los flancos de los ídolos, y rayos esplendorosos lanzaban sus agudas
puntas terminadas por bolas de cristal, de oro, de plata o de cobre.

Eran los Baalim cananeos, desdoblamientos del Baal supremo que volvían
hacia su principio, para humillarse ante su fuerza y aniquilarse ante
su esplendor.

El pabellón de Melkart, de púrpura fina, contenía una lámpara de
petróleo; en el de Kamón, de color de jacinto, se erguía un palo de
marfil rodeado de piedras preciosas; entre las cortinas de Eschmún,
azules como el éter, una serpiente dormida formaba un círculo con la
cola; y los dioses Pateques en brazos de los sacerdotes, parecían niños
en pañales, que con los talones rozaran el suelo.

Venían a continuación las formas inferiores de la divinidad:
Baal-Sanim, dios de los espacios celestes; Baal-Zebú, dios de la
corrupción y de las razas congéneres; Baal-Peor, dios de los montes
sagrados; Larbal de la Libia, Adremalech de Caldea, Kijun de Siria;
Derceto, en figura de virgen con aletas de pez; y el cadáver de Tamuz,
sobre un catafalco, entre antorchas y cabelleras. Para que los reyes
del firmamento se sujetaran al Sol, e impedir que sus particulares
influencias no dañasen la suya, se blandían largas perchas con
estrellas de metal de distintos colores; desde el negro Nabo, genio
de Mercurio, hasta el horrible Rahab, constelación del Cocodrilo. Las
Abadires, piedras caídas de la luna, giraban en ondas de hilos de
plata; bollos pequeños, imitando sexos de la mujer, eran llevados en
canastillas por los sacerdotes de Ceres, al paso que otros de esta
orden llevaban sus fetiches y amuletos. Salieron todos los ídolos
olvidados, incluso los símbolos místicos de los navíos, como si Cartago
quisiera recogerse en un pensamiento de muerte y de desolación.

Ante cada tabernáculo sostenía un hombre en equilibrio, sobre su
cabeza, un ancho vaso en el que humeaba incienso y entre cuyas nubes
de humo se veían la tapicería, los flecos y los bordados de los
pabellones sagrados. Avanzaban lentamente, a causa de su peso enorme. A
veces el eje de los carros se enganchaba en las calles, y los devotos
aprovechaban esta ocasión para tocar los Baalim con sus vestidos, que
luego guardaban como cosas venerandas.

La estatua de cobre continuaba avanzando hacia la plaza de Kamón. Los
Ricos, con cetros de puño de esmeralda, salieron del fondo de Megara;
los Ancianos, ciñendo diademas, estaban reunidos en Kinvido, y los
intendentes de Hacienda, los gobernadores de provincias, mercaderes,
soldados, marineros y toda la horda numerosa empleada en los funerales,
todos ellos con las insignias de su magistratura o con los instrumentos
de su oficio, se dirigían hacia los tabernáculos que bajaban de la
Acrópolis, entre los colegios de los pontífices.

Por deferencia a Moloch, se habían adornado con sus más espléndidas
joyas. Fulguraban los diamantes sobre las vestimentas negras; los
anillos, anchos en demasía, oscilaban en sus enjutos dedos, y nada
más lúgubre que esta comitiva silenciosa con tiaras de oro sobre las
frentes crispadas por atroz desesperación y pendientes en las orejas
que temblaban sobre los pálidos rostros.

Llegó, por fin, Baal, a mitad de la plaza. Sus pontífices hicieron una
alambrada para contener a la multitud y formaron un círculo a sus pies.

Los sacerdotes de Kamón, en túnicas de lana parda, se alinearon ante
su templo, bajo las columnas del pórtico; los de Eschmún, con capas de
lino, collares y tiaras puntiagudas, se pusieron en las gradas de la
Acrópolis; los de Melkart, con túnicas moradas, escogieron el lado de
Occidente; los de las Abadires, ceñidos con bandas de paño frigios, el
de Oriente; y al Mediodía los nigromantes, cubiertos de tatuajes; los
aulladores con mantos remendados, los servidores de los Pateques y los
Yidonim, que para investigar el porvenir se ponían en la boca un hueso
de muerto. Los sacerdotes de Ceres, vestidos de túnica azul, estaban
apostados en la calle de Sateb, salmodiando en voz baja un tesmoforión
en dialecto megaro.

De cuando en cuando, llegaban filas de hombres enteramente desnudos,
con los brazos abiertos y tendidos al viento y unidos por los hombros.
Arrancaban de las profundidades del pecho una entonación bronca y
cavernosa; sus pupilas, clavadas en el coloso, brillaban en el polvo
y balanceaban el cuerpo a intervalos iguales, todos a un tiempo, como
sacudidos por igual impulso. Estaban tan furiosos, que para restablecer
el orden, los hieródulos, a bastonazos, los hicieron poner de bruces,
con la cara junto a la alambrada de cobre.

Entonces fue cuando se adelantó del fondo de la plaza un hombre
vestido de blanco. Atravesó lentamente por entre la multitud y todos
reconocieron al sacerdote de Tanit, el gran sacerdote Schahabarim.
Oyéronse rechiflas, porque la influencia del principio masculino
prevalecía en este día en todas las conciencias y la diosa estaba tan
olvidada que no se había advertido la ausencia de sus pontífices.
Aumentó el asombro cuando se le vio abrir uno de los portones de la
alambrada, destinados para que entraran los que iban a ofrecer las
víctimas. Según los sacerdotes de Moloch, esto era un ultraje a su
dios; a empellones trataron de rechazarlo. Alimentados con la carne de
los holocaustos, vestidos de púrpura como reyes y con coronas de triple
cerco, afrentaban al pálido eunuco, extenuado por las maceraciones. La
cólera hacía agitar en sus pechos las negras barbas desplegadas al sol.

Schahabarim, sin hacerles caso, seguía andando; y atravesando, paso
a paso, el recinto, llegó hasta las piernas del coloso y le tocó por
ambos lados, separando los dos brazos, lo cual era una fórmula solemne
de adoración. Hacía mucho tiempo que la Rabbet le torturaba, y por
desesperación, o tal vez a falta de un dios, satisfacía completamente
su pensamiento decidiéndose por Baal.

Espantada la turba ante esta apostasía, prorrumpió en protestas. Sentía
romperse el único lazo que unía las almas con una divinidad clemente.
Como Schahabarim, a causa de su castración, no podía participar del
culto de Baal, los hombres de los mantos rojos le excluyeron del
recinto; pero no bien estuvo afuera, dio una vuelta alrededor de todos
los colegios, y el sacerdote sin dios desapareció entre la multitud,
que se apartaba al acercarse él.

Ardía una hoguera de áloe, de cedro y de laurel entre las piernas del
coloso. Las largas alas del dios hundían las puntas en las llamas; los
ungüentos de que estaba ungido corrían como sudor por sus miembros de
cobre. En torno de la piedra redonda en la que apoyaba los pies, los
niños, envueltos en velos negros, formaban un círculo inmóvil; los
brazos desmesuradamente largos del ídolo tocaban con las manos las
tiernas criaturas como para coger esta corona de carne y llevarla al
cielo.

Los Ricos, los Ancianos, las mujeres, toda la multitud se amontonaba
detrás de los sacerdotes y en las azoteas de las casas. Las grandes
estrellas pintadas no giraban ya, los tabernáculos estaban inmóviles en
el suelo y el humo de los incensarios subían perpendicularmente como
árboles gigantescos, que desplegaban en el cielo sus ramas azuladas.

Muchos de los espectadores se desmayaron; otros se quedaban inertes
y petrificados. Angustia infinita agobiaba todos los pechos. Se iban
apagando los últimos clamores y el pueblo de Cartago estaba como
absorto en el anhelo del terror.

Por fin, el gran sacerdote de Moloch pasó la mano debajo de los velos
de los niños y les arrancó de las frentes un mechón de cabellos, que
arrojó a las llamas. Los hombres de los mantos rojos entonaron entonces
el himno sagrado.

--¡Honor a ti, Sol! ¡Rey de las dos zonas, creador que se engendra,
Padre y Madre, Padre e Hijo, Dios y Diosa, Diosa y Dios!

Las voces se perdían en la explosión de los instrumentos que tocaban a
la vez, con el fin de ahogar los gritos de las víctimas. Los schemunits
de ocho cuerdas, los kinor de diez y los nebal de doce, silbaban,
tañían y tronaban; enormes odres erizados de tubos producían un
chapoteo agudo; los tamboriles sonaban con golpes sordos y rápidos, y
a pesar del furor de los clarines, el solsalim crujía como alas de
langosta.

Los hieródulos abrieron con un gancho largo los siete compartimentos
escalonados en el cuerpo de Baal. En el más alto pusieron harina; en
el segundo, dos tórtolas; en el tercero, un mono; en el cuarto, un
carnero; en el quinto, un cordero, y como faltaban bueyes para el
sexto, se echó una piel curtida del santuario. El séptimo depósito
quedó vacío.

Antes de operar, se probaron los brazos del dios. Delgadas cadenitas
que salían de sus dedos subían a sus hombros y colgaban por las
espaldas, donde unos hombres, tirando desde arriba, hacían subir a la
altura de los codos las dos manos abiertas del coloso, que al juntarse
le tocaban en el vientre. Las movieron varias veces; callaron los
instrumentos; crepitaba el fuego.

Los pontífices de Moloch se paseaban sobre la gran piedra, observando a
la multitud.

Era necesario un sacrificio individual, una oblación voluntaria, que
era considerada como preliminar de las que venían después; pero nadie
se ofrecía hasta ahora, y los siete pasadizos que iban de las avenidas
al coloso estaban vacíos. Para animar al pueblo, los sacerdotes
sacaron los puñales de sus cinturones y se hirieron el rostro. Hízose
entrar en el recinto a los devotos echados en el suelo a la parte de
afuera; se les dio un paquete de horribles hierros viejos y cada uno
escogió su tortura. Se pasaban agujas entre los pechos, se cortaban
las mejillas y pusiéronse coronas de espinas en la cabeza; luego se
enlazaron de los brazos y, rodeando a los niños, formaron otro gran
ruedo que se contraía y se ensanchaba. Llegaron a la balaustrada con
estas contracciones, atrayendo a la multitud con el vértigo de este
movimiento sanguinario y clamoroso.

Poco a poco fue acudiendo gente a las avenidas, arrojando a las llamas
perlas, vasos de oro, copas, todas sus riquezas; las ofrendas eran cada
vez más espléndidas y numerosas. Al fin, un hombre que se tambaleaba,
un hombre pálido y horrible por el terror, empujó a un niño; en
seguida se vio en las manos del coloso una masa negra que se hundió en
la tenebrosa abertura. Los sacerdotes se inclinaron al borde de una
gran losa y prorrumpieron en un nuevo cántico celebrando las alegrías
de la muerte y los renacimientos de la eternidad.

Subían las víctimas lentamente, y como la humareda formaba altos
torbellinos, parecía desde lejos que desaparecían en una nube. Ninguno
se movía. Estaban unidos por los puños, y los tobillos y la sombría
tapicería les impedía ver y ser vistos.

Amílcar, con manto rojo, como los sacerdotes de Moloch, estaba al lado
de Baal, de pie ante el dedo gordo de su pie derecho. Cuando trajeron
el niño decimocuarto, notaron todos que el Sufeta hizo un gesto de
horror; pero pronto recobró su primera actitud: se cruzó de brazos y
miró al suelo. Al otro lado de la estatua, el gran pontífice permanecía
inmóvil como él. Baja la cabeza, con una mitra asiria, se miraba en
el pecho la placa de oro cubierta de piedras fatídicas, de las que
la llama despedía resplandores irisados. Amílcar inclinaba la frente;
y los dos personajes se encontraban tan cerca de la hoguera que las
llamas levantaban las colas de sus mantos.

Los brazos de cobre se movían más aprisa y sin pararse. Cada vez que
se introducía un niño, los sacerdotes de Moloch extendían la mano
sobre él como cargándole los crímenes del pueblo, vociferando: «¡No
son hombres: son bueyes!» Y la multitud repetía: «¡Bueyes, bueyes!»
Los devotos gritaban: «¡Señor, come!» Los sacerdotes de Proserpina,
conformándose por miedo a las necesidades de Cartago, murmuraban la
fórmula eleusiaca: «¡Derrama la lluvia! ¡Engendra!»

Las víctimas desaparecían al borde de la abertura como gotas de agua
en una plancha al rojo y un humo blanquecino ascendía entre el color
escarlata de la estatua.

Pero el apetito del dios no se calmaba: quería siempre más. Con el
objeto de saciarle mejor, le apilaron las víctimas en las manos con
una gruesa cadena por encima, que los sujetaba. Los devotos quisieron
contarlos al principio, para ver si el número de los niños correspondía
a los días del año solar; pero era imposible contarlos por el
movimiento vertiginoso de los horribles brazos. Esto duró mucho tiempo;
hasta la noche. Las paredes interiores tomaron un aspecto más obscuro,
y entonces se vieron las carnes quemadas; algunos creyeron reconocer
los restos de las víctimas por los cabellos, los miembros y hasta por
los cuerpos enteros.

Atardecía y las nubes se amontonaban encima de Baal. La hoguera,
exhausta ahora, formaba una pirámide de carbones hasta las rodillas del
coloso, completamente rojo, como un gigante lleno de sangre. Con la
cabeza inclinada, parecía tambalearse bajo el peso de su embriaguez.

A medida que los sacerdotes se daban prisa, aumentaba el frenesí del
pueblo; como disminuía el número de las víctimas, gritaban unos que se
necesitaban más, y otros que había bastante. Hubiérase dicho que las
murallas, cargadas de gente, se hundían bajo el peso de los alaridos de
espanto y de voluptuosidad mística. Llegaron otros fieles, a quienes
pagaban para que entregaran sus hijos a los sacerdotes. Los tocadores
de instrumentos, cansados, cesaban en su música, y entonces se oían
los gritos de las madres y el chirrido de la grasa que caía sobre los
carbones. Los bebedores de beleño, andando a gatas, daban vueltas al
coloso y rugían como tigres; los Yidonim vaticinaban; los devotos
cantaban con sus labios hendidos; se había roto la alambrada y todos
querían tomar parte en el sacrificio. Los padres cuyos hijos habían
muerto anteriormente, echaban al fuego su efigie, sus juguetes y los
huesos que habían quedado. Algunos, con sus cuchillos, se precipitaron
sobre los demás. Se degollaban entre ellos. Con palas de bronce, los
hieródulos recogieron las cenizas caídas en la losa y las echaron al
aire para que el sacrificio se esparciera por la ciudad, hasta la
región de las estrellas.

Este gran ruido y esa gran hoguera atrajeron a los bárbaros al pie de
las murallas; encaramados sobre los restos del helépolis, miraban el
espectáculo estremecidos de horror.




XIV

EL DESFILADERO DEL HACHA


Apenas habían entrado los cartagineses en sus casas, se espesaron las
nubes; aquellos que todavía miraban al coloso sintieron caer gruesas
gotas sobre sus frentes y empezó a llover recio.

Siguió lloviendo a cántaros toda la noche; retumbaba el trueno; era la
voz de Moloch, que había vencido a Tanit, la cual, ahora fecundada,
abría su vasto seno en lo alto del firmamento. A veces se la veía en
un claro del cielo, extendida sobre almohadones de nubes; luego las
tinieblas volvían a ocultarla como si, demasiado fatigada, quisiera
dormirse. Los cartagineses, que creían que el agua era hija de la luna,
gritaban para facilitar su tarea.

La lluvia caía sobre las azoteas, desbordándolas, formando lagos en los
patios, cascadas en las escaleras y torbellinos en las esquinas de
las calles. Vertíase en pesadas y tibias masas y en hilos apretados;
gruesos chorros espumosos saltaban de los ángulos de los edificios,
y los tejados de los templos brillaban con un negro lavado a la luz
de los relámpagos. De la Acrópolis bajaban torrentes por mil caminos;
las casas se derrumbaban y la avenida arrastraba impetuosamente vigas,
cascote y muebles.

Se habían sacado ánforas, jarras y lienzos impermeables para llenarlos
de agua, pero las antorchas se apagaban; se cogieron tizones de la
hoguera de Baal, y para beber muchos echaban hacia atrás la cabeza
y abrían la boca. Otros hundían los brazos hasta los sobacos en la
corriente fangosa, y tanta era el agua que bebían, que la vomitaban
como búfalos. Refrescó la atmósfera y todos aspiraban el aire húmedo
estirando sus miembros; se encendía en todos los corazones una inmensa
esperanza. Se olvidaron todas las miserias. Una vez más, la patria
renacía.

Sentían los cartagineses una especie de necesidad de hacer pagar a
otros el exceso de furor que no habían podido emplear contra sí mismos.
Un sacrificio como aquel no debía ser inútil, y si bien no tenían
ningún remordimiento, estaban transportados por el frenesí que da la
complicidad en los crímenes irreparables.

Los bárbaros habían aguantado la tempestad en sus tiendas mal cerradas;
al día siguiente se les veía medio ateridos, chapoteando en el barro,
buscando sus armas y municiones averiadas.

Amílcar fue a ver a Hannón, y le confió el mando. El viejo Sufeta dudó
unos minutos entre su rencor y el deseo de mandar, y al cabo aceptó.

Amílcar mandó salir en seguida una galera armada de una catapulta en
cada extremo, y la hizo fondear en el golfo; luego embarcó en los
bajeles disponibles sus mejores tropas. Era una especie de huida; a
velas desplegadas tomó rumbo Norte y desapareció en la bruma.

Tres días después, cuando se iba a empezar el ataque, llegaron
tumultuosamente gentes de la costa de la Libia, porque Barca había
entrado en su territorio, procurándose bastimentos.

Los bárbaros se indignaron, como si Barca les traicionara. Los más
aburridos del sitio, los galos sobre todo, no vacilaron en abandonar
el asedio, para unirse a él. Espendio quería reconstruir el helépolis;
Matho había trazado una línea imaginaria desde su tienda a Megara,
jurándose seguirla; ninguno de sus hombres se movió. Los soldados
de Autharita se fueron, abandonando la parte occidental del campo
atrincherado. La desidia de los sitiadores era tanta que ninguno se
cuidó de reemplazarlos.

Narr-Habas los espiaba de lejos, en las montañas. Durante la noche hizo
pasar toda su gente al otro lado de la laguna, y por la costa entró
en Cartago, presentándose como un libertador con seis mil hombres,
cada uno de ellos con harina bajo del manto, y con cuarenta elefantes
cargados de forraje y de cecina. La llegada de este socorro regocijó
a los cartagineses, no menos que la vista de los fuertes animales
consagrados a Baal; eran como una prenda de ternura; una prueba de que
al fin el dios iba a intervenir en la guerra.

Narr-Habas recibió las felicitaciones de los Ancianos. En seguida subió
al palacio de Salambó.

No la había vuelto a ver desde que en la tienda de Amílcar, entre
los cinco ejércitos, apretó su mano fría y suave; después de los
esponsales, la joven había regresado a Cartago. El amor del númida,
distraído por otras ambiciones, se despertaba ahora; quería gozar de
sus derechos de esposo: poseerla.

Salambó no comprendía que este joven pudiera ser su señor. Aunque todos
los días pedía a Tanit la muerte de Matho, su horror por el libio
disminuía. Sentía confusamente que el odio que antes le tuviera era
casi religioso; hubiera querido ver en la persona de Narr-Habas como
un reflejo de la violencia que seguía teniéndola deslumbrada. Deseaba
haberle conocido antes, y sin embargo, le cohibía su presencia. Mandó
que le dijeran que no podía recibirle.

Por lo demás, Amílcar tenía ordenado a su servidumbre que no dejasen
entrar al rey de los númidas a la residencia de Salambó, porque
retrasando la recompensa hasta el final de la guerra, esperaba tenerle
adicto. Narr-Habas, por temor al Sufeta, se retiró.

En cambio se mostró altanero con los Ciento. Exigió prerrogativas para
su gente, y la colocó en los puestos importantes; de modo que los
bárbaros quedaron extrañados al ver a los númidas en las torres.

Mayor fue la sorpresa de los cartagineses cuando vieron llegar en
una trirreme púnica cuatrocientos de los suyos hechos prisioneros
cuando la guerra de Sicilia. Amílcar había enviado secretamente a los
Quirites las tripulaciones de las naves latinas prisioneras antes
de la defección de las ciudades tirias; y Roma, en correspondencia,
le devolvía ahora sus cautivos, desdeñando las negociaciones de los
mercenarios en la Cerdeña y aun negándose a reconocer como súbditos a
los habitantes de Útica.

Hierón, que gobernaba en Siracusa, imitó este ejemplo. Necesitaba para
conservar sus Estados mantener el equilibrio entre Roma y Cartago;
tenía, pues, interés en la salvación de los cananeos, por lo que se
declaró amigo de estos, enviándoles doscientos bueyes, más cincuenta y
tres mil rebel de buen trigo.

Una razón de más peso obligaba a socorrer a Cartago; se comprendía que
si los mercenarios triunfaban, se insubordinarían desde el soldado
hasta el fregón de platos y que ningún gobierno ni ninguna casa podrían
resistirles.

En todo este tiempo, Amílcar operaba en las campiñas orientales.
Rechazó a los galos, y los bárbaros se encontraron sitiados a su
vez. El Sufeta se dedicó a inquietarlos con marchas y contramarchas,
renovando siempre esta táctica, hasta que los hizo salir de sus
campamentos. Espendio se vio obligado a seguirle, y Matho, lo mismo.

Pero no pasó de Túnez, sino que se encerró en sus muros; determinación
muy cuerda, porque pronto se vio que Narr-Habas salía por la puerta
de Kamón con sus elefantes y soldados, llamado por Amílcar. Los otros
bárbaros iban errantes por las provincias en persecución del Sufeta.
Este había recibido en Clipea tres mil galos; hizo venir caballos de la
Cirenaica y armaduras del Brucio, y continuó la guerra.

Nunca su genio fue tan impetuoso y fértil. Durante cinco lunas los
arrastró detrás de él. Tenía un objetivo, y a él los llevaba.

       *       *       *       *       *

Los bárbaros trataron al principio de envolverle con pequeños
destacamentos; pero se les escapaba siempre. No desistieron. Su
ejército se componía de cerca de cuarenta mil hombres, y muchas veces
se dieron el gusto de ver retroceder a los cartagineses.

Lo que más les atormentaba eran los jinetes de Narr-Habas. Con
frecuencia, en las horas de bochorno, cuando iban por el llano
soñolientos y abrumados por el peso de las armas, asomaba de pronto en
el horizonte una gruesa línea, un tropel de caballos, y entre una nube
de pupilas centelleantes, descargaba una lluvia de dardos. Los númidas,
envueltos en capas blancas, lanzaban alaridos, levantaban los brazos,
apretando con las rodillas a los encabritados corceles; les hacían
dar una vuelta bruscamente, y luego desaparecían. Tenían siempre, a
cierta distancia, provisiones de azagayas en los dromedarios, y volvían
más terribles, aullando como lobos y huyendo como buitres. Caían los
bárbaros que iban en los flancos, y así se seguía hasta la noche, en
que se procuraba ganar las montañas.

Aunque estas eran peligrosas para los elefantes, Amílcar se aventuró en
ellas, siguiendo la larga cadena que se extiende del promontorio Hermeo
a la cumbre del Zaghouan. En opinión de sus enemigos, era este un medio
de ocultar la escasez de sus tropas. Pero la continua incertidumbre en
que los mantenía, concluía por exasperarlos más que una derrota. Sin
desanimarse, le seguían los pasos.

Por fin, una noche, entre la Montaña de Plata y la Montaña de Plomo, en
medio de grandes rocas, a la entrada de un desfiladero, sorprendieron
los bárbaros un cuerpo de vélites; era lo peor que el enemigo estaba
allí en masa, según demostraba el estrépito de los clarines. Los
cartagineses huyeron por el desfiladero. Desembocaba este en una
llanura en forma del hierro de un hacha y estaba rodeado de un alto
anfiteatro de peñas escarpadas. Los bárbaros acometieron a los vélites,
entre los bueyes que galopaban; otros cartagineses corrían en tumulto;
se vio un hombre de manto rojo, el Sufeta, y los bárbaros le gritaron
con transportes de furor y de alegría. Muchos, o por pereza o por
prudencia, se habían quedado a la salida del desfiladero. La caballería
salió de un bosque y a golpe de lanza y de sable los empujaban sobre
los demás. En breve, los bárbaros estaban todos en el fondo de la
llanada, y su enorme masa, después de evolucionar por algún tiempo, se
detuvo. No se descubría ninguna salida.

Aquellos que se hallaban más próximos al desfiladero, volvieron atrás,
pero ya estaba cortado el paso. Se azuzó a los que iban delante para
hacerles andar aprisa, pero se aplastaban contra la montaña. Sus
compañeros los insultaban desde lejos porque no daban con el camino.

Apenas habían bajado los bárbaros, unos hombres ocultos en las rocas
las empujaron con maderos, las derribaron; como la pendiente era
rápida, estos bloques enormes, rodando juntos, cerraron completamente
la boca del desfiladero.

Al otro extremo de la llanada se extendía un largo pasadizo, hendido
aquí y allá por grietas, el cual conducía a un torrente que venía de
la planicie superior en la que estaba el ejército púnico. En este
paso, habían preparado escalas apoyándolas en las paredes del tajo;
protegidos por las sinuosidades de las grietas, los vélites se habían
vuelto a reunir; allí fueron izados por los compañeros. A los que
estaban más atascados en la quebrada, se les arrojó cuerdas, porque el
terreno en este lugar era un arenal movedizo, imposible de escalar a
pie. Casi en seguida llegaron los bárbaros, a tiempo que un rastrillo,
alto, de cuarenta codos, hecho a la medida exacta del hueco, se
interpuso entre ellos, como un reducto caído del cielo.

Así, pues, las combinaciones del Sufeta habían surtido sus efectos.
Ninguno de los mercenarios conocía la montaña, y los que marchaban al
frente de la columna arrastraban a los otros. Las peñas, algo estrechas
en la base, se volcaban fácilmente, y en tanto que todos corrían en el
horizonte se oían gritos de angustia. Amílcar perdió la mitad de sus
vélites; pero hubiera sacrificado veinte veces su número a cambio de un
triunfo como el obtenido.

Los bárbaros se mantuvieron en filas compactas en el llano hasta la
mañana, tratando de encontrar un paso que les librara de aquella
encerrona. Al amanecer vieron a su alrededor una gran muralla blanca,
tallada a pico. No había salvación. Las dos salidas naturales de este
callejón estaban cerradas por el rastrillo y por el montón de rocas.
Miráronse todos en silencio, y sintiendo que se les helaba la sangre
intentaron el último esfuerzo. Treparon por las peñas; procuraron
escalar la cumbre, pero aquellas o se desmoronaban o no ofrecían
asidero a causa de su forma redonda. Quisieron hender el terreno a
ambos lados de la garganta, pero sus herramientas se rompieron. Con los
palos de sus tiendas encendieron una gran hoguera; pero el fuego no
podía incendiar la montaña.

Embistieron el rastrillo, claveteado con púas agudas como las del
puerco espín y más apretadas que las crines de un cepillo. Los primeros
entraron hasta la armazón, los segundos saltaron por encima, y todos
cayeron, dejando en sus horribles ramas jirones de carne humana y
cabelleras ensangrentadas.

Dando una tregua a su desaliento, examinaron lo que les quedaba de
víveres. A causa de haber perdido sus bagajes, apenas tenían para
dos días; todo les faltaba, porque esperaban un convoy prometido por
las ciudades del Sur. Pero por allí andaban errantes algunos bueyes
abandonados por los cartagineses con el fin de atraer a los bárbaros.
Los mataron a lanzadas, los comieron, y con el estómago lleno los
pensamientos fueron menos sombríos.

Al otro día degollaron todas las mulas, unas cuarenta en junto;
rasparon las pieles, hirvieron las entrañas, se apilaron los huesos; no
desesperaban porque, sin duda, acudiría en su socorro el ejército de
Túnez.

El hambre redobló en la noche del quinto día, y tuvieron que roer los
tahalíes de las espadas y las pequeñas esponjas que cubrían el fondo de
los cascos.

Estos cuarenta mil hombres estaban amontonados en la especie de
hipódromo que venían a formar las montañas alrededor de ellos. Quiénes
se quedaban frente al rastrillo, al pie de las rocas; quiénes erraban
confusamente por el llano. Los fuertes se esquivaban y los tímidos
buscaban a los bravos, que, sin embargo, no podían salvarlos.

Se había enterrado aprisa los cadáveres de los vélites, a causa de la
infección; pero ya no se veía el sitio de las fosas.

Languidecían los bárbaros, tendidos en tierra. Entre sus líneas,
un veterano iba de un lado a otro; lanzaban maldiciones contra los
cartagineses, contra Amílcar y contra Matho, por más que este fuera
inocente del desastre; pero a ellos les parecía que sus dolores
hubieran sido menores si hubiera participado de ellos. Algunos lloraban
como niños.

Buscaban a los capitanes y les suplicaban les dieran algo que mitigara
sus sufrimientos; por toda contestación aquellos les tiraban piedras
a la cara. Muchos conservaban en un agujero de la tierra sus cortas
provisiones, reducidas a unos racimos de dátiles y un puñado de harina,
que iban comiéndose de noche, tapándose la cabeza bajo el manto. Los
que guardaban sus espadas, las tenían desnudas en las manos; los más
desconfiados, se mantenían de pie, de espaldas contra la montaña.

Injuriaban a sus jefes y les amenazaban. Autharita no temía dar la
cara. Con su obstinación de bárbaro que no cede nunca, veinte veces
al día exploraba el fondo y las rocas, esperando encontrar una
escapatoria; balanceando sus enormes hombros cubiertos de pieles,
parecía un oso salido de su caverna, allá en la primavera, para
observar si se derritieron las nieves.

Espendio, rodeado de griegos, se ocultaba en una de las grietas;
como tenía miedo hizo correr el rumor de su muerte. Todos estaban
tan espantosamente flacos, que su piel aparecía cubierta de placas
azuladas. En la noche del noveno día murieron tres iberos. Asustados
sus compañeros abandonaron aquel sitio; se desnudó a los cadáveres,
y sus cuerpos blancos quedaron sobre la arena, expuestos al sol.
Entonces, los garamantes se pusieron a rondar los muertos. Eran seres
acostumbrados a la soledad y que no conocían ningún dios. El más viejo
de la banda hizo una señal, y echándose sobre los cadáveres con sus
cuchillos, cortaron trozos, y luego, sentados sobre los talones, los
devoraron. Los demás bárbaros lo veían de lejos, dando gritos de
horror; muchos, sin embargo, envidiaban en el fondo de su alma esta
desaprensión.

A media noche se reunieron algunos, y disimulando su asco, se acercaban
pidiendo una tajada «para probar», según decían. Acudieron otros,
y pronto fueron multitud. Pero casi todos, al llevar a los labios
esta carne fría, dejaban caer la mano; aunque no faltaron quienes la
comieron con deleite.

Al fin, arrastrados por el ejemplo, se excitaban unos a otros, incluso
aquellos que al principio rehusaban el trato con los garamantes. Asaban
la carne sobre carbones, con la punta de la espada, la salaban con
polvo, y se disputaban las mejores tajadas. Cuando no quedó nada de los
tres cadáveres, buscaban otros en la llanada para comérselos.

Solo tenían veinte cartagineses cautivos en el último encuentro, y
en los que nadie se había fijado aún. Desaparecieron; fue además una
venganza lógica. Después, como había que vivir, y se tomaba gusto por
esta alimentación, se degolló a los palafreneros, aguadores y peones de
los mercenarios. Todos los días mataban a alguno de estos; muchos se
hartaban con su carne, cobraban fuerzas y se volvían alegres.

También este recurso llegó a faltar. Entonces la gula pensó en los
heridos y enfermos. Supuesto que no podían curarse, era preferible
librarlos de sus torturas; no bien alguno se tambaleaba, estaba
perdido y era pasto de los demás. Para apresurar su muerte, se valían
de astucias; les robaban las migajas de su inmunda ración y como por
descuido se les atropellaba; los agonizantes, con el objeto de hacer
creer que estaban con fuerzas, intentaban mover los brazos, levantarse,
reír. Había desmayados que volvían en sí al contacto de la cuchilla que
les cortaba un miembro; se mataba sin necesidad, por ferocidad y para
saciar el furor.

Una niebla tibia y pesada, propia de estas regiones a fines de
invierno, envolvió al ejército bárbaro, al día decimocuarto. Este
cambio de temperatura originó muchas muertes, y la corrupción cundió
con rapidez en la cálida humedad, retenida por las montañas. La
llovizna que caía sobre los cadáveres, reblandeciéndolos, convirtió en
pudridero la llanura. Se cernían vapores blanquecinos que penetraban
la piel, cegaban los ojos y picaban en las narices, y en los que los
bárbaros creían ver el aliento o las almas de sus camaradas. Una
tristeza inmensa les abrumó; nada les apetecía ahora: querían morir.

Dos días después, el tiempo se serenó y volvieron a pasar hambre. Les
parecía que les arrancaban el estómago con tenazas; se revolcaban
convulsos, se metían en la boca puñados de tierra, se mordían los
brazos y estallaban en risas frenéticas. Aún más les atormentaba la
sed, porque no tenían ni una sola gota de agua, pues a partir del
noveno día se habían agotado los odres. Para engañar la necesidad,
lamían las chapas metálicas de sus cinturones, los pomos de marfil y
las hojas de las espadas. Los antiguos conductores de caravanas se
apretaban el vientre con cuerdas. Otros chupaban un guijarro. Bebían
los orines enfriados en los cascos de cobre.

Y a todo esto, esperando siempre el socorro de Túnez. Según sus
conjeturas, el tiempo que tardaba en acudir, certificaba su próxima
llegada. Además, Matho, que era un valiente, no les abandonaría.
«Mañana será», se decían, y este mañana no llegaba nunca.

Al principio hicieron plegarias, votos y toda suerte de invocaciones;
ahora solo sentían odio por sus divinidades, y en venganza se volvían
incrédulos.

Los hombres de carácter violento fueron los primeros en morir; los
africanos resistieron mejor que los galos. Zarxas estaba tendido a
lo largo, inerte; Espendio encontró una planta de anchas hojas de un
jugo abundante, y declarándola venenosa, a fin de apartar a todos, se
alimentaba con ella.

Ni fuerzas tenían para matar cuervos a pedradas. Algunas veces, cuando
un buitre desgarraba un cadáver, alguien se arrastraba hacia él con
una jabalina entre los dientes, y apoyándose en una mano, después de
apuntar bien, lanzaba el hierro. El buitre turbado por el ruido, miraba
en torno, como el cuervo marino sobre un escollo, y volvía a hundir
su asqueroso pico. El hombre, desesperado, quedaba mirándole echado
en el polvo. Otros más afortunados conseguían descubrir camaleones o
serpientes; pero lo que les hacía vivir más que todo, era el amor a
la vida; se aferraban a esta idea, tenazmente, por un esfuerzo de la
voluntad.

Los más estoicos se mantenían unidos, sentados en rueda, en medio de
la llanura, entre los muertos; envueltos en sus mantos se abandonaban
silenciosamente a su tristeza.

Los que habían nacido en ciudades, se acordaban de sus calles más
concurridas, con tabernas, baños, teatros y tiendas de barberos,
donde se cuentan sucesos. Otros suspiraban por sus campiñas cuando se
pone el sol, cuando ondulan los trigos amarillos y los grandes bueyes
suben las colinas con el yugo de las carretas en la cerviz. Los nómadas
soñaban con cisternas; los cazadores, con los bosques; los veteranos,
con batallas, y en la somnolencia que les embargaba, todo ello se les
representaba con la lucidez y los éxtasis de un ensueño. Alucinados,
buscaban en la montaña una puerta por donde huir, y querían pasarla al
través; otros, creyendo navegar en medio de una tempestad, mandaban una
maniobra marinera; o bien retrocedían espantados, viendo en las nubes
batallones púnicos. Los había que cantaban, figurándose estar en un
festín.

Muchos, por una extraña manía, repetían la misma palabra o hacían
continuamente el mismo gesto; acabando por levantar la cabeza, mirarse
unos a otros, y gemir al ver el horrible estrago de sus rostros. Los
más sufridos, para matar las horas, se contaban los peligros de que
se habían salvado. A todos se les representaba la muerte cierta,
inminente. ¡Cuántas veces habían intentado abrirse un paso! Para
implorar una capitulación del vencedor, no sabían de qué medio valerse,
porque ignoraban dónde estaba Amílcar.

Soplaba el viento del lado de la quebrada, haciendo volcar la arena en
cascadas, por encima del rastrillo; los mantos y las cabelleras de los
bárbaros se cubrían de ella, como si la tierra quisiera enterrarlos
vivos. Nada se movía; la eterna montaña les parecía cada día más alta.

En ocasiones cruzaban los aires bandadas de pájaros, que se ponían a
tiro; pero ellos cerraban los ojos para no verlos.

Sentían zumbidos en los oídos, se les ennegrecían las uñas, el frío les
traspasaba el pecho; se acostaban de un lado y morían sin exhalar un
grito.

Al cumplirse el día decimonono, habían muerto dos mil asiáticos, mil
quinientos del Archipiélago, ocho mil libios, tribus completas, los más
jóvenes de los mercenarios; en total, veinte mil soldados: la mitad
del ejército.

Autharita, con los cincuenta galos que le quedaban, iba a dejarse
matar, para concluir de una vez, cuando vio en la cumbre de la montaña
un hombre frente a él.

Este hombre, a causa de la altura, parecía un enano; pero Autharita
divisó el escudo en forma de trébol que llevaba en el brazo izquierdo
y gritó: «¡Un cartaginés!» Todos se levantaron; en la llanura, ante el
rastrillo y bajo las peñas. El soldado púnico se paseaba al borde del
precipicio, y desde abajo, los bárbaros le contemplaban.

Espendio cogió una cabeza de buey; con dos cinturones compuso una
diadema, y poniéndola sobre los cuernos, en la punta de una percha,
la levantó en alto, en señal de intenciones pacíficas. El cartaginés
desapareció. Quedaron todos a la espera.

Era de noche cuando, como una piedra de lo alto del tajo, vieron caer
un talabarte de cuero rojo, bordado con tres estrellas de diamante,
con el sello del Gran Consejo: en el centro, un caballo debajo de una
palmera. Era la respuesta de Amílcar; el salvoconducto que les enviaba.

Por malo que fuera deseaban un cambio que trajera el fin de sus
dolores. Transportados de júbilo, se abrazaban y lloraban. Espendio,
Autharita y Zarxas, cuatro italiotas, un negro y dos espartanos se
ofrecieron como parlamentarios, y en el acto fueron aceptados. Pero no
sabían qué camino tomar.

En esto, sonó un crujido del lado de las rocas, y la más alta de estas,
girando sobre sí misma, cayó abajo. Si en la parte que estaban los
bárbaros, eran las rocas inconmovibles, porque se precisaba moverlas en
un plano oblicuo, de arriba, por el contrario, bastaba empujarlas con
fuerza para que se despeñaran. Los cartagineses las empujaron, y con
la luz del día, los bárbaros vieron una serie de peñascos dispuestos
como una escalinata en ruinas. Los bárbaros no podían todavía subirlas.
Se les tendió escalas y todos se precipitaron a ellas. Los rechazó
la descarga de una catapulta, y únicamente fueron aceptados los diez
embajadores.

Fueron entre los clinabaros, apoyándose con las manos en las grupas
de los caballos, para sostenerse. Ahora que había pasado su primer
transporte de alegría, empezaban a concebir inquietudes. Las exigencias
de Amílcar serían crueles; pero Espendio les tranquilizó.

--Yo seré quien hable.

Y se jactaba de lo que diría, como más conveniente para la salvación
del ejército.

Detrás de los matorrales encontraban centinelas emboscados, que se
arrodillaban ante el talabarte que Espendio llevaba cruzado. Así que
los parlamentarios llegaron al cuartel general, la soldadesca se apiñó
alrededor de ellos, riendo y cuchicheando. Se abrió la puerta de una
tienda de campaña.

En el fondo estaba sentado Amílcar, en un escabel, junto a una mesa
alta en la que brillaba una espada desnuda. Los capitanes le rodeaban,
puestos en pie.

Al ver el Sufeta a aquellos hombres, hizo un gesto de repugnancia;
tenían las pupilas extraordinariamente dilatadas, con un gran cerco
negro en torno de los ojos, que se prolongaba por debajo de las orejas;
sus narices amoratadas apuntaban entre las mejillas hundidas, surcadas
por profundas arrugas; la piel del cuerpo, demasiado ancha para los
músculos, desaparecía bajo un polvo de color pizarra; sus labios se
pegaban a unos dientes amarillos; despedían un olor infecto, como de
tumba entreabierta o de sepulcro agusanado.

En el centro de la tienda había, sobre una estera en que los capitanes
iban a sentarse, una gamella de calabazas humeantes, que miraban los
bárbaros con un ansia terrible. Amílcar se volvió para dar una orden, y
entonces los diez famélicos se precipitaron sobre la vianda, hundiendo
las caras en la grasa y acompañando el ruido de la deglución con
hipos de alegría. Más por extrañeza que por misericordia, les dejaron
arrebañar la gamella, y cuando hubieron terminado, Amílcar mandó con
una señal que hablara aquel que llevaba puesto el talabarte. Espendio
tenía miedo, balbuceaba.

Amílcar, mientras le escuchaba, daba vueltas en un dedo a un grueso
anillo de oro, el mismo con el que había impreso en el tahalí el sello
de Cartago. Lo dejó caer en el suelo, y Espendio lo recogió, como si
fuera un esclavo. Sus compañeros se indignaron ante esta bajeza.

El griego levantó la voz, y trayendo a cuento los crímenes de Hannón,
porque sabía que este era el enemigo de Amílcar, trató de aplacar
a este con el relato de sus miserias y el recuerdo de sus antiguos
servicios. Habló mucho rato, de un modo rápido, insidioso, casi
violento; hasta que divagó, arrebatado por el calor de su facundia.

Replicó Amílcar que aceptaba sus excusas y que se haría la paz, que
por esta vez sería definitiva. Solo exigía que se le entregaran diez
mercenarios de los que él eligiera, sin armas y sin túnicas.

Los enviados no esperaban tanta clemencia. Espendio exclamó:

--¡Te entregaremos veinte, si lo prefieres, amo!

--No; me bastan diez --contestó Amílcar.

Les hicieron salir de la tienda para que deliberaran. Cuando estuvieron
solos, Autharita reclamó por sus compañeros sacrificados, y Zarxas dijo
a Espendio:

--¿Por qué no le has matado? ¡Allí estaba su espada, junto a él!

--¡Matar a Amílcar! ¡A Amílcar! --repuso Espendio--. ¡A Amílcar!

Y lo repitió muchas veces, como si fuera una cosa imposible, como si
Amílcar fuera un ser inmortal.

Tal era su postración, que se echaron de espaldas en tierra, sin
saber qué resolver. Espendio les animó a que cedieran. Consintieron y
volvieron a entrar en la tienda.

Amílcar puso por turno una mano en las de los diez bárbaros, apretando
los pulgares, y en seguida la frotó en sus vestiduras, porque solo el
tocar aquellas pieles viscosas causaba una picazón que horripilaba.
Luego añadió:

--¿Sois vosotros los jefes de los bárbaros y prometéis por ellos?

--Sí --respondieron todos.

--¿Sin reservas, del fondo del alma, con intención de cumplir vuestras
promesas?

Contestaron que volverían junto a sus compañeros para hacerles cumplir
lo pactado.

--Pues bien --replicó el Sufeta--; según la convención pactada entre
yo, Barca, y los embajadores de los mercenarios, os escojo a vosotros
diez; os guardo en rehenes.

Espendio cayó desmayado sobre la estera. Los otros nueve se apretaron
guardando tacto de codos, sin proferir una palabra ni una queja.

       *       *       *       *       *

Al ver los compañeros de abajo que no volvían sus parlamentarios,
se creyeron traicionados y que estos se habían entregado al Sufeta.
Esperaron dos días más, y en la mañana del tercero tomaron la
resolución de hacer unas escalas con cuerdas, jirones de ropa, picos y
flechas, hasta conseguir escalar las rocas, y dejando atrás a los más
débiles, que eran unos tres mil, pusiéronse en marcha para reunirse con
el ejército de Túnez.

En lo alto del desfiladero se abría una pradera sembrada de arbustos;
los bárbaros devoraron las yemas y retoños. Luego dieron con un campo
de habas, y lo talaron como una nube de langostas. Tres horas después
llegaron a una segunda planicie, circundada de colinas verdegueantes.

Entre las ondulaciones de estos montículos brillaban haces de color
de plata, separadas unas de otras; los bárbaros, deslumbrados por
el sol, veían confusamente, debajo de ellas, grandes masas negras
que las soportaban. Eran las lanzas de las torres de los elefantes,
horriblemente armados.

Además del espolón del pecho, de los puñales de sus colmillos y de las
rodilleras y de las chapas de cobre que cubrían sus flancos, llevaban
al extremo de las trompas un brazalete de cuero al que iba atado
el mango de un ancho cuchillo. Acometiendo todos a un tiempo, se
adelantaban paralelamente por cada lado.

Los bárbaros quedaron helados de espanto. Ni siquiera intentaron huir;
se encontraban ya cercados. Entraron los elefantes en esta masa de
hombres; los espolones de sus pechos la dividían, las lanzas de sus
colmillos la revolvían como rejas de arado; cortaban, tajaban, partían
con las guadañas de sus trompas; las torres, llenas de faláricas,
parecían volcanes movibles; no se veía más que un ancho montón en que
las carnes humanas formaban manchas blancas; los pedazos de cobre,
manchas grises, y la sangre, copos rojos. Los horribles animales,
atropellando por todo, ahondaban surcos negros. El más furioso iba
conducido por un númida que llevaba una diadema de plumas y lanzaba
jabalinas con horrible celeridad, acompañándose de un agudo silbido.
Los demás paquidermos, dóciles como perros, durante la carnicería
miraban siempre hacia él.

Poco a poco se iba estrechando el círculo; los bárbaros no podían
resistir, y en breve los elefantes llegaron al centro de la llanura.
Les faltaba espacio; se amontonaban alborotados, chocándose con los
colmillos. Pero Narr-Habas los aplacó, y volviendo grupas, regresaron
al trote a las colinas.

Dos sintagmas de bárbaros se habían refugiado a la derecha, en un
repliegue del terreno; tiraron sus armas, y de rodillas fueron a las
tiendas púnicas, implorando gracia. Se les ató de pies y manos; y
cuando los tuvieron tendidos en tierra y todos juntos, se trajeron los
elefantes. Estallaban los pechos como cofres al romperse; cada pisotón
de elefante aplastaba dos hombres; sus pezuñas se hundían en el cuerpo
con un movimiento de ancas que parecía hacerles cojear. Así hicieron
todo el recorrido.

El nivel de la planicie quedó en calma. Vino la noche. Amílcar se
recreaba en el espectáculo de su venganza; pero, de pronto, se
estremeció.

Seguía viendo más bárbaros todavía, a seiscientos pasos de allí, a la
izquierda, en la cumbre de un cerro. Eran cuatrocientos de los más
robustos: etruscos, libios y espartanos que en un principio ganaron
las alturas, y que después de la matanza de sus compañeros resolvieron
cargar contra los cartagineses. Ya bajaban en columnas cerradas, de un
modo magnífico y formidable.

El Sufeta les envió inmediatamente un heraldo. Necesitaba soldados, y
los recibía sin condiciones, en homenaje a su bravura. Podían acercarse
a cierto lugar, que se les designó, donde encontrarían víveres.

Corrieron allí los bárbaros y pasaron la noche comiendo. Pero los
cartagineses criticaron esta parcialidad de Amílcar con los mercenarios.

¿Cedía este a las expansiones de un odio insaciable, o era esto un
refinamiento de perfidia? Al otro día fue él mismo, sin espada, desnuda
la cabeza, con una escolta de clinabaros, y les declaró que siendo
mucha la gente que había que mantener, no podía contratarlos; pero como
le hacían falta hombres, y no sabía de qué modo escoger los mejores,
que se pelearan unos con otros y que admitiría los vencedores para su
guardia particular.

Muerte por muerte, valía más esta; y apartando a sus soldados, porque
los estandartes púnicos ocultaban a los mercenarios el horizonte, les
mostró los ciento noventa y dos elefantes de Narr-Habas formando una
línea recta, con las trompas erectas como el hierro, cual brazos de
gigantes que llevaran hachas en las cabezas.

Los bárbaros se miraron en silencio unos a otros. No era la muerte
lo que les infundía pavor, sino la horrible alternativa a que se les
obligaba.

La vida en común había establecido entre estos hombres una profunda
amistad. Para la mayoría, el campamento substituía a la patria;
viviendo sin familia, volvían toda su ternura hacia un compañero;
dormían cada uno al lado de otro, bajo el mismo manto, a la claridad de
las estrellas. Además, en este perpetuo vagamundeo a través de tantos
países, de tantas muertes y aventuras, se habían creado extraños
amores; uniones obscenas tan formales como matrimonios; en las que
el más fuerte defendía al más joven en una batalla, le ayudaba a
franquear precipicios, limpiaba su frente del sudor de las fiebres,
robaba comida para él; y el protegido, niño recogido al borde de un
camino, convertido en mercenario, pagaba este afecto con mil cuidados y
complacencias de esposa.

Cambiaron sus collares y pendientes de las orejas, regalos felices,
en horas de embriaguez o de gran peligro. Querían morir todos, pero
ninguno daba el primer golpe. Un joven decía a otro de barba gris:
«¡No; tú eres el más robusto! ¡Tú nos vengarás; mátame!» Y el otro
respondía: «Me quedan menos años de vida que a ti. ¡Dame en el corazón
y no te preocupes!» Los hermanos se miraban con las manos enlazadas;
el amante daba a su amado la despedida eterna derramando lágrimas,
abrazándose.

Al quitarse las corazas para que las puntas de las espadas entraran
mejor, enseñaron las cicatrices de las heridas recibidas por defender
a Cartago, semejantes a inscripciones en columnas.

Se colocaron en cuatro filas iguales, al modo de los gladiadores, y
empezaron con tibias acometidas. Algunos se habían vendado los ojos,
y con las espadas hendían el aire, como un ciego agita el palo.
Burlábanse de ellos los cartagineses, diciéndoles que eran unos
cobardes. Los bárbaros se animaron, y muy pronto se generalizó la lucha
de un modo furibundo y precipitado.

A veces, dos hombres se detenían ensangrentados, cayendo uno en brazos
del otro, y morían dándose besos. Ninguno retrocedía. Daban el pecho
a las espadas. Su delirio era tan furioso, que los cartagineses, de
lejos, tenían miedo.

Al fin cesaron de pelear. Los pechos roncaban y sus pupilas fulguraban
al través de sus largas cabelleras, que colgaban como teñidas en un
baño de púrpura. Muchos giraban sobre sí mismos, vertiginosamente, como
panteras heridas en la frente; otros estaban inmóviles, contemplando
un cadáver a sus pies; luego, de pronto, se arañaban la cara con las
uñas, tomaban la espada con ambas manos, y se la hundían en el vientre.

Quedaban unos sesenta. Pidieron de beber. Les gritaron que tiraran las
espadas; y cuando lo hicieron, se les trajo agua. Mientras estaban
bebiendo, con la cara hundida en las vasijas, otros tantos cartagineses
los mataron por la espalda con estiletes.

Amílcar había dispuesto todo esto para satisfacer los instintos de su
ejército, y por esta traición atraerlo a su persona.

Así, pues, la guerra había terminado; al menos, así se creía. Matho no
resistiría más. Impaciente el Sufeta, ordenó en seguida la partida.

Sus exploradores vinieron a decirle que se veía un convoy por la
Montaña de Plomo. Amílcar no dio importancia a la noticia. Una vez
destruidos los mercenarios, los nómadas no le estorbarían más. Lo
importante era tomar a Túnez, a la que se dirigió a marchas forzadas.

Había enviado a Narr-Habas a Cartago a llevar la noticia de la
victoria: y el rey númida, orgulloso de su éxito, se presentó en el
palacio de Salambó.

       *       *       *       *       *

Salambó le recibió en sus jardines, al pie de un alto sicomoro, entre
dos almohadones de cuero amarillo, acompañada de Taanach. Llevaba
sobre el rostro un velo blanco que solo dejaba libres los ojos; pero
sus labios brillaban en la transparencia de la gasa no menos que la
pedrería de sus dedos; ya que Salambó, que tenía las manos envueltas
mientras duró la entrevista, no hizo un solo gesto.

Narr-Habas la anunció la derrota de los bárbaros. Ella le dio las
gracias por los servicios que había prestado a su padre, Barca. El
númida le contó entonces toda la campaña.

En torno de los interlocutores, las palomas se arrullaban
lánguidamente, y otros pájaros revoloteaban entre la hierba: codornices
de Tarteso y pintadas púnicas. Trepaban las coloquíntidas por las
ramas de las cañafístulas, las asclepias sembraban los campos de rosas;
toda clase de plantas se entrelazaban formando canastillos y lazos; los
rayos de sol, bajando oblicuamente, dibujaban la sombra de las hojas
en el suelo. Los animales domésticos, convertidos en montaraces, huían
al menor ruido. Los rumores de la ciudad se perdían en el murmullo del
oleaje. El cielo estaba todo azul y ni una vela aparecía en el mar.

Narr-Habas no hablaba; Salambó contemplaba al rey númida. Vestía este
una túnica de lino pintada de flores y con fimbria de oro; dos flechas
de plata sostenían sus cabellos trenzados sobre sus orejas. Apoyaba la
mano derecha en el mango de una pica adornada con círculos de electro
y pellones de piel. Una infinidad de vagos pensamientos absorbían a
Salambó. Este hombre, de voz suave y de complexión femenina, cautivaba
por su gracia personal, y a ella le parecía como una hermana mayor
enviada por los Baales para protegerla. El recuerdo de Matho le hizo
preguntar por él al númida.

Respondió Narr-Habas que los cartagineses se dirigían a Túnez con el
fin de hacerle prisionero. A medida que exponía sus probabilidades
de éxito y los pocos recursos de Matho, ella parecía animarse, hasta
ponerse nerviosa. Cuando, al fin, le prometió matarlo él mismo, Salambó
dijo:

--¡Sí, mátalo; es necesario!

El númida contestó que deseaba ardientemente esta muerte, porque así,
acabada la guerra, sería su esposo.

Salambó se estremeció y bajó la cabeza. Pero prosiguiendo Narr-Habas,
comparó sus deseos a las flores que languidecen después de la lluvia;
a los viajeros perdidos que esperan el día. Añadió que ella era más
hermosa que la luna; más grata que el viento de la mañana y que el
rostro del huésped; que haría venir para ella, del país de los negros,
cosas nunca vistas en Cartago, y que las habitaciones de su palacio
estarían enarenadas con polvo de oro.

Atardecía; se respiraba un aire perfumado. Por algún tiempo, se
miraron en silencio. Los ojos de Salambó, entre los largos pliegues de
su vestimenta, parecían dos estrellas en el rasgón de una nube. Antes
que se pusiera el sol, terminó la entrevista.

Los Ancianos se sintieron inquietos cuando Narr-Habas salió de Cartago.
El pueblo le había recibido con aclamaciones más entusiastas que la
primera vez. Si Amílcar y el rey de los númidas triunfaban solos de los
mercenarios, sería imposible resistirlos; por tanto, resolvieron, para
debilitar la influencia de Barca, que el viejo Hannón actuara en esta
última etapa de la salvación de la República.

Hannón se trasladó inmediatamente a las provincias occidentales, a fin
de vengarse en los mismos lugares testigos de su vergonzosa derrota;
pero los habitantes y los bárbaros habían muerto, huido o estaban
ocultos. Este contratiempo hizo que el Sufeta desahogara su cólera en
la campiña; quemó ruinas de ruinas, no dejó ni un árbol ni una brizna
de hierba; a los niños y enfermos que encontraba los hacía morir
entre tormentos; daba a sus soldados las mujeres antes de degollarlas,
pero él se hacía llevar a una litera las más hermosas, porque su atroz
enfermedad le tenía inflamado de impúdicos deseos.

A veces, en las crestas de las colinas se plegaban las negras tiendas
como derribadas por el viento, y anchos discos de brillantes llantas,
que eran las ruedas de los carros, rechinando con plañidero son, se
hundían en los valles. Las tribus que habían abandonado el sitio de
Cartago iban errantes por las provincias, esperando una ocasión o la
victoria de los mercenarios para volver; pero, sea por terror o por
hambre, tomaron todas el camino de sus hogares, y desaparecieron.

Amílcar no tuvo celos de este éxito de Hannón; pero como le convenía
concluir de una vez, le ordenó se juntara con él delante de Túnez.
Hannón, que amaba a su patria, se presentó en el día fijado ante las
murallas de aquella ciudad.

Túnez tenía para defenderse su población autóctona, doce mil
mercenarios, todos los «Comedores de cosas inmundas», y con ellos
estaba Matho, contemplando desde allí, a lo lejos, el horizonte de
Cartago. Con este conjunto de odios reunidos, pronto se organizó la
resistencia. Con odres se hicieron cascos, se cortaron todas las
palmeras de los jardines para hacer lanzas, se cavaron cisternas; y, en
cuanto a víveres, se pescaban a orillas del lago grandes peces blancos
que se alimentaban de cadáveres y de inmundicias. Las fortificaciones,
en estado ruinoso por los celos de Cartago, no podían resistir el
empuje de los hombres. Matho tapó los agujeros con piedras de los
edificios. Era la lucha postrera; nada esperaba, como no fuese que la
fortuna diera una vuelta a la rueda.

Al acercarse los cartagineses, vieron en la muralla un hombre que de
cintura arriba rebasaba la altura de las almenas, y que veía volar las
flechas a su alrededor con la impasibilidad de quien ve cruzar una
bandada de golondrinas. Ninguna de ellas hirió a Matho.

Amílcar estableció su campo en el lado meridional; Narr-Habas, a su
derecha, ocupaba el llano de Radés; Hannón, el borde del lago; los tres
generales debían guardar sus posiciones respectivas para atacar todos a
un tiempo al enemigo.

Pero Amílcar quiso primero demostrar a los mercenarios que los
castigaría como esclavos. Hizo crucificar a los diez embajadores, y los
puso juntos sobre un montículo, de cara a la ciudad.

A su vista, los sitiados abandonaron las murallas.

Matho tenía pensado que si podía pasar entre los muros y las tiendas
de Narr-Habas, con la rapidez necesaria para que los númidas no
tuvieran tiempo de salir, caería sobre la retaguardia de la infantería
cartaginesa, que así se vería copada entre él y la gente de la ciudad.
En consecuencia, se lanzó afuera con sus veteranos.

Lo vio Narr-Habas, y, llegándose a la playa del lago, avisó a Hannón
que enviara tropas en auxilio de Amílcar. ¿Era porque creía a Barca
débil para resistir a los mercenarios, o bien fue una perfidia o una
necedad? Nunca se pudo averiguar. Lo cierto es que Hannón, en su afán
de humillar a su rival, no titubeó: mandó tocar los clarines, y con
todo su ejército se precipitó sobre los bárbaros. Estos hicieron un
cambio de frente, y corrieron hacia los cartagineses; repeliéndolos y
aplastándoles, hasta que llegaron a la tienda de Hannón, que estaba en
ella con treinta de los Ancianos más ilustres.

Asombrado de tanta audacia, llamó a sus capitanes. Avanzaban todos
puñal en mano, vociferando injurias. Se empujaba la turba, y aquellos
que le tenían cogido de la mano, a duras penas podían impedirle la
huida. Hannón les decía al oído: «Te daré lo que quieras. Soy rico.
¡Sálvame!» Los otros le empujaban, y aunque era muy pesado, sus pies
no tocaban al suelo. A los Ancianos se les había ya sacado afuera.
Aumentó el terror de Hannón: «¡Me habéis vencido! ¡Soy vuestro
cautivo! ¡Pagaré mi rescate!» Y repetía, viéndose llevado a hombros de
los mercenarios: «¿Qué vais a hacer? ¿Qué queréis? ¡Ya veis que no hago
resistencia! ¡Siempre he sido bueno!»

Ante la puerta se había levantado una cruz gigantesca. Aullaban los
bárbaros: «¡Aquí! ¡Aquí!» Hannón levantó más la voz, y en nombre de
los dioses les invitó a que llamaran al Schalischim, porque tenía que
confiarle un secreto del que dependía su salvación.

Los bárbaros se detuvieron; pareciéndole que era prudente consultar a
Matho, fueron a avisarle.

Hannón cayó sobre la hierba; alrededor suyo veía otras cruces, como
si el suplicio que le aguardaba se multiplicara de antemano; hacía
esfuerzos para convencerse de que se engañaba; que no veía más que una,
tal vez ninguna. Lo levantaron.

--¡Habla! --dijo Matho.

Le ofreció entregar a Amílcar; que entrarían juntos en Cartago, y
serían reyes los dos.

Matho se apartó, haciendo señal a los demás para que se dieran prisa;
porque ya se imaginaba que todo era una astucia para ganar tiempo.

Pero se engañaba Matho; Hannón sufría una de esas crisis en que no
se atiende a nada; y execraba de tal modo a Amílcar, que a cambio de
una leve esperanza de salvarse, lo hubiera sacrificado con todos sus
soldados.

Al pie de las treinta cruces yacían los Ancianos tendidos en tierra,
con las cuerdas bajo los sobacos. Comprendiendo entonces el anciano
Sufeta que iba a morir, lloró.

Le arrancaron lo que le quedaba del vestido, y entonces mostró al
desnudo toda la asquerosidad de su persona. Las úlceras cubrían
enteramente su cuerpo; la grasa de las piernas tapaban las uñas de los
pies; colgaban de sus dedos como andrajos verdosos; las lágrimas que
resbalaban entre los tubérculos de sus mejillas daban a su rostro algo
horriblemente triste, nunca visto en otro rostro humano. La diadema
real, medio desceñida, se arrastraba por el polvo con sus cabellos
blancos.

No encontraban cuerdas bastante fuertes para izarlo hasta lo alto de la
cruz; y le clavaron los pies, antes de levantar el madero, a la usanza
púnica. Su orgullo, entonces, se sobrepuso a su dolor: vomitó injurias.
Espumeaba por la boca; se retorcía como monstruo marino que degüellan
en la ribera, y les predecía que morirían todos de una manera más
cruel, y que sería vengado.

Ya lo estaba. Al otro lado de la ciudad, de donde se escapaban ahora
llamaradas entre columnas de humo, agonizaban los embajadores de los
mercenarios.

Algunos de estos, desmayados al principio, se habían reanimado con
la frescura del viento; pero seguían con la barba sobre el pecho y
colgaban sus cuerpos, a pesar de los clavos que les sujetaban los
brazos más arriba de la cabeza; de sus talones y manos, caía la sangre
a goterones, lentamente, como las frutas maduras de un árbol; y
Cartago, el golfo, las montañas y las llanuras, todo les parecía que
daba vueltas, como una inmensa rueda. Alguna nube de polvo que subía
del suelo les envolvía en su torbellino, y sentían correr sobre ellos
un sudor glacial juntamente con el alma que se les escapaba.

Veían, sin embargo, a mucha profundidad los movimientos de los soldados
en las calles y fulgores de espadas; oían vagamente el tumulto de la
batalla, así como oyen el ruido del mar los náufragos que mueren en
las gavias de un buque. Los italiotas, que eran los más robustos, aún
gritaban; los audemonios estaban callados, con los ojos entornados;
Zarxas, tan vigoroso, estaba doblado como una caña rota; el etíope, a
su lado, tenía la cabeza caída hacia atrás, por encima del brazo de la
cruz; Autharita, inmóvil, giraba los ojos; su gran cabellera, sujeta
en una hendidura de la madera, se mantenía recta sobre la frente, y el
ronquido que exhalaba del pecho parecía más bien un rugido de cólera.
En cuanto a Espendio, revestido de un valor extraño, despreciaba ahora
la vida, por la certidumbre que tenía de una manumisión inmediata y
eterna, y esperaba impasible la muerte.

En medio de su desfallecimiento, temblaban todos ante un roce de plumas
que les pasaban por la boca, acompañado de sombras y graznidos, en el
aire. Como la cruz de Espendio era la más alta, en ella se posó el
primer buitre. El antiguo esclavo volvió la cara a Autharita, y le dijo
lentamente, con sonrisa indefinible:

--¿Te acuerdas de los leones, en el camino de Sicca?

--¡Eran nuestros hermanos! --contestó el galo; y expiró.

Durante este tiempo, Amílcar había abierto brecha y llegado a la
ciudadela. Una ráfaga de viento disipó de pronto el humo en las
lejanías de las murallas de Cartago; el Sufeta creyó ver gente asomada
en la plataforma de Eschmún; y a poca distancia, hacia la izquierda, a
orillas del lago, treinta cruces desmesuradas.

En efecto: para hacerlas más espantosas, las habían construido con
los mástiles de las tiendas; y los treinta cadáveres de los Ancianos
aparecían en alto, destacándose en el azul del cielo. Sobre sus pechos
tenían algo así como mariposas blancas; eran las barbas de las flechas
que les habían tirado desde abajo.

En la cima de la mayor de todas fulgía una ancha cinta de oro, flotando
hacia atrás; el brazo faltaba por este lado, y a Amílcar le costó
trabajo reconocer a Hannón. Los huesos esponjosos de este, no pudiendo
aguantar el peso de los clavos, se iban descoyuntando, juntamente con
los miembros, y solo quedaban en la cruz restos informes, semejantes a
fragmentos de animales colgados a la puerta de un puesto de monteros.

El Sufeta no pudo advertir nada; la ciudad, delante de él, le ocultaba
todo el otro lado, y los capitanes enviados sucesivamente a los otros
dos generales no habían vuelto. Pero fueron llegando fugitivos, los
cuales contaron la derrota; y el ejército púnico hizo alto. Esta
catástrofe, en medio de la victoria, les impresionó. Ya no hacían caso
de las órdenes de Amílcar.

Matho se aprovechó de ello para continuar sus estragos entre los
númidas.

Destruido el campo de Hannón, Matho cayó sobre ellos. Salieron los
elefantes, pero los mercenarios, con teas encendidas se precipitaron
sobre ellos y las bestias, asustadas, huyeron desbocadas al golfo,
donde se ahogaron bajo el peso de sus armaduras. Narr-Habas había
enviado su caballería; todos se echaron de cara al suelo, y cuando
los caballos estuvieron a tres pasos de los bárbaros, estos saltaron,
abriéndoles el vientre a puñaladas. La mitad de los númidas había
muerto cuando se presentó Amílcar.

Extenuados los mercenarios, no podían hacer frente a estas tropas de
refresco. Retrocedieron en buen orden hasta la montaña de las Aguas
Calientes. El Sufeta tuvo la prudencia de no perseguirlos, y se dirigió
a la desembocadura del Macar.

Túnez era suyo, pero estaba reducido a un montón de escombros
humeantes. Las ruinas caían por las brechas de los muros, hasta la
mitad del llano; en el fondo, entre las orillas del golfo, los
cadáveres de los elefantes, empujados por la brisa, chocaban entre sí
como un archipiélago de negras rocas que flotaran en el mar.

Narr-Habas, para sostener esta guerra, había echado mano de todos
los elefantes de sus bosques, jóvenes y viejos, machos y hembras,
y así agotó la fuerza militar de su reino. El pueblo, que los vio
morir a lo lejos, quedó desolado; los hombres se lamentaban en las
calles, llamándolos por sus nombres, como a amigos difuntos: «¡Ah,
el _Invencible_! ¡La _Victoria_! ¡El _Terrible_! ¡La _Golondrina_!»
En el primer día no se habló más que de los ciudadanos muertos; pero
al siguiente, se vieron las tiendas de los mercenarios en la montaña
de las Aguas Calientes, y la desesperación fue tan grande, que mucha
gente, las mujeres sobre todo, se precipitaron de cabeza de lo alto de
la Acrópolis.

       *       *       *       *       *

Se ignoraban los proyectos de Amílcar. Este vivía solo en su tienda,
sin más compañía que la de un joven, y nadie comía con ellos, sin
exceptuar al mismo Narr-Habas, al que demostraba, sin embargo,
miramientos extraordinarios desde la derrota de Hannón; pero el rey
de los númidas tenía demasiado interés en ser su yerno y empezaba a
desconfiar.

La inercia del Sufeta disimulaba hábiles maniobras. Con toda suerte de
artificios, iba seduciendo a los jefes de pueblos; y los mercenarios se
vieron arrojados, rechazados, acosados como bestias feroces. No bien
entraban en un bosque, ardían todos los árboles a su alrededor; si
bebían en una fuente, estaba envenenada; tapiaban las cavernas donde
se guarecían para dormir. Las poblaciones que hasta entonces habían
sido sus aliadas o sus cómplices, los perseguían ahora; en todas estas
bandas, veían los bárbaros armaduras cartaginesas.

Muchos tenían costras y herpes en la cara, provenientes, según ellos,
de haber tocado a Hannón. Pensaban otros que era por haber comido los
peces de Salambó; pero lejos de arrepentirse, soñaban con sacrilegios
peores, a fin de que fuese mayor el ultraje a los dioses púnicos.
Hubieran querido exterminarlos.

Así fueron ambulando durante tres meses, a lo largo de la costa
oriental, y después, por detrás de la montaña de Selún, hasta los
primeros arenales del desierto, buscando no sabían qué refugio. Útica e
Hippo-Zarita no les habían traicionado; pero Amílcar tenía cercadas las
dos ciudades. Subieron más al Norte, al azar, sin conocer los caminos.
Con tanta miseria, tenían turbadas las cabezas; solo les quedaba el
sentimiento de una exasperación que iba en aumento; hasta que un día se
encontraron en las gargantas del Cobo, ¡frente a Cartago otra vez!

La fortuna se mantenía igual; pero unos y otros estaban tan excitados,
que deseaban, en lugar de estas escaramuzas, una gran batalla, con tal
de que fuera la última.

Matho tenía deseos de comunicar personalmente al Sufeta esta propuesta,
pero uno de sus libios se ofreció a hacerlo. Todos, al verle partir,
tuvieron el convencimiento de que no volvería; pero volvió la misma
noche.

Amílcar aceptaba el reto. Se encontrarían con él al amanecer, en el
llano de Radés.

Quisieron saber los mercenarios si había dicho algo más, y el libio
contó:

--Cuando yo estuve en su presencia, me preguntó qué quería. Yo
respondí: «Que me maten.» Entonces él dijo: «¡No, vete, ya morirás
mañana con tus compañeros!»

Esta generosidad extrañó a los bárbaros; algunos quedaron aterrados,
por lo que Matho lamentó que no hubieran matado al parlamentario en el
campo cartaginés.

       *       *       *       *       *

Le quedaban todavía tres mil africanos, mil doscientos griegos, mil
quinientos campanios, doscientos iberos y cuatrocientos etruscos,
quinientos samnitas, cuarenta galos y una banda de Nafur, bandidos
nómadas encontrados en la región de los dátiles; en total, siete mil
doscientos diez y nueve soldados, pero ninguna sintagma completa.
Habían tapado los agujeros de las corazas con omoplatos de cuadrúpedo;
y reemplazó los coturnos de cobre con sandalias rotas. Las placas de
cobre o de hierro hacían más pesados sus vestidos; las cotas de malla
colgaban en andrajos, mostrando en las carnes las cuchilladas como
hilos de púrpura entre los pelos de los brazos y de las caras.

La rabia por los compañeros muertos les volvía al alma multiplicando
su vigor; sentían confusamente que eran los servidores de un dios de
los oprimidos, como los pontífices de la venganza universal. Además,
les encolerizaba una injusticia irritante; sobre todo ante la vista de
Cartago en el horizonte. Juraron combatir todos hasta la muerte.

Mataron las bestias de carga y se las comieron para cobrar fuerzas;
luego se entregaron al descanso. Algunos rezaron, de cara a distintas
constelaciones.

Llegaron los cartagineses al llano, frente a ellos. Frotaron el borde
de los escudos con aceite, para facilitar el resbalo de las flechas;
los infantes que llevaban largas cabelleras se las cortaron en la
frente, por prudencia; y Amílcar, a la quinta hora, hizo volcar todas
las gamellas, sabiendo que era desventajoso pelear con el estómago
lleno. Su ejército ascendía a catorce mil hombres, casi el doble del
ejército bárbaro; pero nunca había experimentado la inquietud que
ahora; si sucumbía era la destrucción de Cartago y moriría crucificado;
si triunfaba, por los Pirineos, las Galias y los Alpes, caería sobre
Italia y el imperio de los Barca sería eterno. Veinte veces se levantó
en esta noche para vigilarlo todo, en los más mínimos detalles. Los
cartagineses estaban exasperados por tanto recelo.

Narr-Habas dudaba de la fidelidad de los númidas, aparte de que los
bárbaros podían vencerlos. Poseído de una extraña debilidad, bebía a
cada instante vasos de agua.

De repente, un hombre desconocido abrió su tienda y puso en el suelo
una corona de sal gema, adornada con dibujos hieráticos hechos con
azufre y rombos de nácar. Era la corona de desposado que enviaba la
novia; una prueba de amor; una especie de invitación.

Sin embargo, Salambó no amaba a Narr-Habas. El recuerdo de Matho la
obsesionaba de una manera intolerable, pareciéndole que la muerte de
este hombre despejaría su imaginación, bien así como para curarse de la
picadura de una víbora, se la aplasta sobre la misma herida. El rey de
los númidas esperaba con impaciencia la boda, y como esta debía seguir
inmediatamente a la victoria, Salambó le hacía este presente para
excitar su valor. Todas las angustias de Narr-Habas desaparecieron; ya
no pensó más que en la dicha de poseer una mujer tan hermosa.

La misma visión preocupaba a Matho; pero la rechazó en seguida, y
concentró su amor en sus compañeros de armas. Los acariciaba como
porciones de su propia persona, de su odio; y se sentía con el espíritu
más elevado, los brazos más fuertes; todo lo que debía ejecutar le
parecía claro. Si algún suspiro se le escapaba, era por el recuerdo de
Espendio.

Alineó los bárbaros en seis filas iguales. En medio puso a los
etruscos, unidos por una cadena de bronce; los flecheros estaban atrás,
y en las dos alas distribuyó los Nafur, montados en caballos de pelo
raso, cubiertos de plumas de avestruz.

El Sufeta dispuso los cartagineses en orden parecido. A distancia de la
infantería, junto a los vélites, colocó los clinabaros; más allá, a los
númidas. Cuando fue de día, ambos ejércitos estaban alineados, dándose
las caras, mirándose con ojos feroces. Hubo al pronto una vacilación;
pero al fin, los dos ejércitos se movieron.

Avanzaban los bárbaros lentamente, para no sofocarse, batiendo la
tierra con los pies. El centro del ejército púnico formaba una curva
convexa. Sobrevino un choque terrible, parecido al encontronazo de dos
flotas que se abordan. La primera hilera de bárbaros se entreabrió en
seguida, y los flecheros que estaban detrás, lanzaron sus flechas y
azagayas. La curva de los cartagineses iba aplanándose, hízose recta
y luego se dobló; entonces, las dos secciones de vélites se acercaron
paulatinamente, como hojas de un compás que se cierra. Los bárbaros,
encarnizados contra la falange, entraron en este hueco; estaban
perdidos. Matho los detuvo; y mientras las alas cartaginesas seguían
avanzando, hizo salir afuera las tres filas interiores de su línea, las
cuales desbordaron pronto sus flancos, apareciendo todo el ejército en
triple longitud.

Pero los bárbaros, puestos en los dos extremos, aparecían los más
débiles, los de la izquierda sobre todo, por haber agotado sus
carcajes, y los vélites los apretaban en columna cerrada.

Matho los hizo correr a retaguardia. Su ala derecha se componía
de campesinos armados de hachas; los empujó sobre la izquierda
cartaginesa; al centro atacaba al enemigo, y los del otro extremo,
fuera de peligro, contenían a los vélites. Entonces, Amílcar dividió
su caballería por escuadrones, puso entre ellos a los hoplitas y los
lanzó contra los mercenarios.

Estas masas en forma de cono presentaban un frente de caballos y
paredes demasiado anchas, se erizaban llenas de flechas. Era imposible
que resistieran los bárbaros; únicamente los infantes griegos tenían
armaduras de cobre; los demás iban armados con cuchillos en la punta
de una percha, hoces tomadas en las granjas y espadas hechas con la
llanta de una rueda; sus hojas, blandas en demasía, se doblaban al
herir, y en el tiempo que empleaban en enderezarlas con los talones,
los cartagineses los acuchillaban cómodamente, a derecha e izquierda.

Los etruscos, atados a la cadena, no se movían; los que habían muerto
no podían caer, y sus cadáveres eran un obstáculo; esta gruesa línea de
bronce tan pronto se abría y se cerraba, dúctil como una serpiente e
inquebrantable como un muro. Los bárbaros venían a rehacerse tras ella,
descansando un minuto, y luego volvían a la lucha, con los pedazos de
armas que les quedaban.

A muchos les faltaban ya y saltaban sobre los cartagineses,
mordiéndoles en las caras, como perros. Los galos, por orgullo, se
despojaron de sus sayos, mostrando de lejos sus corpachones blancos,
y para asustar al enemigo ensanchaban sus heridas. En las sintagmas
púnicas no se oía más que la voz del agitador que anunciaba las
órdenes; los estandartes repetían sus señales y cada cual iba llevado
por la oscilación de la gran masa que le rodeaba.

Amílcar mandó avanzar a los númidas, y los Nafur se precipitaron a su
encuentro.

Vestidos con anchas túnicas negras, con una borla de cabello en la
punta del cráneo y una rodela de cuero de rinoceronte, manejaban un
hierro sin mango, sostenido por una cuerda; sus camellos, erizados
de plumas, lanzaban sonoros ronquidos. Las hojas daban en los sitios
precisos, y cuando se apartaban se llevaban un miembro con ellas.
Furiosos los animales galopaban a través de las sintagmas. Algunos de
los camellos que tenían las piernas rotas, andaban a saltos como los
avestruces heridos.

La infantería púnica cayó en masa sobre los bárbaros y los cortó. Sus
manípulos evolucionaban, espaciados unos de otros. Las armas brillantes
de los cartagineses cercaban a los bárbaros como coronas de oro; un
hormiguero bullía en medio, y el sol ponía en las puntas de las espadas
chispas y vislumbres. Las filas de los clinabaros estaban tendidas en
el llano; los mercenarios les arrancaban las armaduras, se las ponían
y volvían al combate. Muchas veces, engañados los cartagineses, se
metieron en medio de ellos. Les inmovilizaba cierto embotamiento,
o bien refluían y daban triunfantes clamores que, llevados por el
aire, parecía empujarles como el aliento de una tempestad. Amílcar se
desesperaba; todo iba a sucumbir ante el genio de Matho y el invencible
valor de los mercenarios.

En esto se oyó en el horizonte un repetido batir de tamboriles. Era
una turba de viejos, de enfermos, de niños de quince años y de
mujeres, que no pudiendo resistir a su zozobra, salieron de Cartago, y
para ponerse bajo la protección de algo formidable, habían tomado, en
casa de Amílcar, el único elefante que poseía ahora la República: el de
la trompa cortada.

Entonces les pareció a los cartagineses que la patria, abandonando sus
murallas, venía a mandarles morir por ella. Sintieron redoblado su
valor, y los númidas arrastraron a todos.

Los bárbaros, en medio del llano, se habían replegado junto a un
montículo. No tenían ninguna probabilidad de vencer, ni aun de
sobrevivir; pero eran los mejores, los más intrépidos y los más fuertes.

La gente de Cartago lanzaba, por encima de los númidas, asadores, cazos
y martillos; aquellos que pusieron espanto en los cónsules, morían
a los golpes de las mujeres; el populacho púnico exterminaba a los
mercenarios.

Estos se habían refugiado en lo alto de la colina. A cada nueva brecha,
su círculo se estrechaba; dos veces bajó, y una sacudida les empujó
arriba; los cartagineses, en montón, alargaban los brazos; introdujeron
las picas entre las piernas de los compañeros y pinchaban al acaso.
Resbalaban en la sangre; la pendiente era tan rápida, que rodaban por
ella los cadáveres. El elefante que trataba de subir la cuesta los
tenía hasta el vientre, no pareciendo sino que los pisaba con delicia;
su trompa cortada, pero ancha en su reborde, se movía de vez en cuando
como una enorme sanguijuela.

Después, se pararon todos. Los cartagineses, enseñando los dientes,
miraban a lo alto de la colina donde los bárbaros estaban en pie,
hasta que acometiendo bruscamente, volvió a empezar la contienda. Los
mercenarios dejaban acercarse a los enemigos, gritando que se querían
entregar; pero, con súbita burla, se mataban de un golpe, y a medida
que caían los muertos, los otros se ponían encima para defenderse. Era
como una pirámide que poco a poco se agrandaba.

Ya únicamente quedaban cincuenta, que se redujeron a veinte, luego a
tres, y por fin a dos: un samnita armado con un hacha, y Matho, que aún
tenía su espada.

El samnita manejaba su hacha, a diestro y siniestro, advirtiendo a
Matho los golpes que le amagaban:

--¡Amo! ¡Por aquí! ¡Por allá! ¡Bájate!

Matho había perdido sus espaldares, su casco, su coraza; estaba
completamente desnudo, más lívido que un muerto, con los cabellos
erizados y los labios espumeantes; su espada giraba con tanta rapidez,
que formaba una aureola en torno suyo. Una pedrada la rompió la
empuñadura; el samnita había muerto y la ola de cartagineses se
estrechaban y se le venía encima. Entonces levantó al cielo las manos
vacías, cerró los ojos y, abriendo los brazos como un hombre que se
lanza al mar desde lo alto de un promontorio, se lanzó a las picas.

Estas se apartaron al verle venir. Cuantas veces se daba a los
enemigos, otras tantas estos retrocedían y separaban sus armas.
Tropezó con una espada, y quiso cogerla; pero entonces se sintió atado
de pies y manos, y cayó.

Era Narr-Habas, que le estaba siguiendo hacía algún tiempo, paso a
paso, con una de las redes de cazar animales salvajes, y que aprovechó
el momento en que Matho se bajaba para envolverle.

Lo pusieron sobre el elefante, con los cuatro miembros en cruz; todos
los que no estaban heridos fueron escoltándole ruidosamente hasta
Cartago.

La noticia de la victoria había llegado a la ciudad antes de la tercera
hora de la noche; la clepsidra de Kamón había vertido la quinta cuando
llegaron a Malqua. Matho abrió los ojos. Había tantas luces en las
casas, que la ciudad parecía arder en llamas.

Llegaba vagamente a sus oídos un inmenso clamor, y echado de espaldas,
miraba las estrellas.

Luego se cerró una puerta tras él y quedó en tinieblas.

Al otro día, a la misma hora, moría el último de los hombres que
quedaban en el desfiladero del Hacha. El día que partieron sus
compañeros, los zuazos habían desmoronado las rocas y se alimentaron
por algún tiempo. Los bárbaros no perdían la esperanza de volver a ver
a Matho y no querían abandonar la montaña, sea por desaliento, por
tibieza o por obstinación de enfermos que se resisten a cambiar de
sitio; pero agotadas las provisiones, los zuazos se retiraron.

Se sabía que apenas quedaban trescientos, por lo que no valía la pena
de enviar soldados.

Las bestias feroces, los leones, sobre todo, se habían multiplicado
desde que empezó la guerra. Narr-Habas había hecho una gran batida, y
poniendo cabras atadas, de distancia en distancia, los había empujado
hacia el desfiladero del Hacha, y aún vivían los trescientos cuando
llegó el hombre enviado por los Ancianos a averiguar cuántos quedaban
de ellos.

En toda la extensión de la llanura, los leones y los cadáveres estaban
tendidos, y los muertos se confundían con los vestidos y las armaduras.
A casi lodos les faltaba la cara o bien un brazo; algunos parecían
intactos; otros completamente disecados, y los cráneos hechos polvo
llenaban los cascos; los pies, descarnados, salían de las grebas; los
esqueletos conservaban sus mantos; las osamentas, limpias por el sol,
formaban manchas brillantes en medio de la arena.

Los leones descansaban con el pecho en el suelo y las dos patas
alargadas, parpadeando a la luz del sol, aumentada por la reverberación
de las rocas blancas. Otros, sentados sobre la grupa, miraban fijamente
delante de ellos; o bien medio envueltos en sus largas crines, dormían
arrollados como una bola, en actitud cansina y aburrida. Estaban
inmóviles, como la montaña y como los muertos. Venía la noche, y anchas
fajas rojas rayaban el cielo en el Occidente.

En uno de estos montones que ondulaban irregularmente el llano, algo
menos vago que un espectro se levantó. Uno de los leones se despejó
y anduvo, recortando con su forma monstruosa una sombra negra en el
fondo del cielo color de púrpura, y cuando estuvo junto al hombre, lo
derribó de un solo zarpazo, y, puesto encima de él, sentado sobre el
vientre, le fue desgarrando las entrañas.

Abrió después sus enormes fauces, y durante algunos minutos lanzó un
largo rugido que repitieron los ecos de la montaña y fue a perderse en
la soledad.

De pronto rodaron desde lo alto fragmentos de rocas. Oyóse un rumor
de pasos rápidos, y del lado del rastrillo, del lado de la garganta,
asomaron cinco orejas puntiagudas y unas pupilas salvajes. Eran los
chacales que acudían a devorar los restos.

El cartaginés, que veía todo esto desde lo alto del precipicio, se
volvió.




XV

MATHO


Gozosa estaba Cartago, con gozo profundo, universal, desmesurado,
frenético. Habían reparado las ruinas y pintado las estatuas de los
dioses; los ramos de mirto cubrían las calles, humeaba el incienso
en las encrucijadas y la multitud en las azoteas parecía, con sus
abigarrados vestidos, como cestas de flores que se abren al sol.

El continuo chillido de las voces era dominado por el grito de los
aguadores que regaban el pavimento; los esclavos de Amílcar ofrecían
en nombre de este cebada tostada y pedazos de carne cruda; salían unos
al encuentro de otros, se abrazaban llorando; las ciudades tirias
estaban conquistadas, los nómadas dispersos, exterminados los bárbaros.
Desaparecía la Acrópolis bajo los toldos de colores; los espolones
de las trirremes, alineados fuera del muelle, resplandecían como un
dique de diamantes; dondequiera se advertía el orden restablecido, el
principio de una nueva vida, la explosión de una inmensa alegría; era
el día del matrimonio de Salambó con el rey de los númidas.

En la terraza del templo de Kamón estaban dispuestas tres grandes
mesas cargadas de orfebrerías para el servicio de los sacerdotes, de
los Ancianos y de los Ricos; y en otra cuarta, y a mayor altura, la
destinada a Amílcar, a Narr-Habas y su esposa; porque habiendo salvado
Salambó a su patria con la restitución del velo, el pueblo convertía
esta boda en regocijo universal y estaba esperando la aparición de la
desposada.

Otro deseo más áspero impacientaba a la muchedumbre; la muerte de
Matho, prometida para la ceremonia.

Habíanse propuesto al principio desollarlo vivo, meterle plomo
derretido en las entrañas, hacerle morir de hambre; o bien atarle a un
árbol y que un mono le golpeara por detrás en la cabeza; había ofendido
a Tanit, y los cinocéfalos de la diosa habían de vengarla. Otros eran
de parecer que se le paseara en un dromedario, después de haberle atado
al cuerpo distintas bandas de lino impregnadas de aceite; les recreaba
la idea del cuadrúpedo corriendo las calles con un hombre que se
retorcía quemándose, como candelabro agitado por el viento.

¿Pero qué idear para que todos contribuyeran al suplicio? Lo que se
deseaba era un género de muerte que lo presenciara toda la ciudad; que
todas las manos, todas las armas, todo lo que era cartaginés, desde las
losas de las calles a las olas del golfo, pudieran desgarrar y aplastar
al reo de lesa divinidad. En su consecuencia, los Ancianos decretaron
que iría de la prisión a la plaza de Kamón sin escolta, con los brazos
atados por la espalda; que no pudiera herírsele en el corazón, a fin
de que viviera más tiempo y que se le arrancaran los ojos para que la
tortura fuera más intensa. No podía tirársele nada, ni tocársele más
que con tres dedos.

Por más que Matho no debía presentarse hasta la caída de la tarde, se
creyó verle alguna que otra vez, y la multitud se precipitaba hacia
la Acrópolis, dejando desiertas las calles, para volver desengañada
y formulando protestas. Casi todos estaban en pie, desde la víspera,
en la plaza donde había de verificarse la ejecución, y de lejos se
interpelaban enseñándose las uñas, que habían dejado crecer para
hundirlas mejor en la carne del reo. Otros se paseaban agitados y
pálidos, cual si se tratara de su propio suplicio.

De pronto, por detrás de los Mapales, se levantaron por encima de las
cabezas unos grandes abanicos de plumas. Era Salambó que salía de su
palacio. De todos los pechos brotó un suspiro de satisfacción.

El cortejo tardó en llegar, porque iba con suma lentitud.

Primero desfilaron los sacerdotes de los Pateques; luego los de
Eschmún, los de Melkart y los demás colegios, con las mismas insignias
y en el mismo orden que cuando el sacrificio. Los pontífices de
Moloch pasaban con la frente baja, y la multitud, por una especie de
remordimiento, se apartaban de ellos. En cambio los sacerdotes de la
Rabbetna avanzaban erguidos y con la lira en las manos, seguidos de las
sacerdotisas con túnicas transparentes de color amarillo o negro, que
lanzaban gritos de pájaro y se retorcían como víboras; o bien, al son
de las flautas, giraban imitando la danza de las estrellas, esparciendo
a su paso las voluptuosas esencias de sus vestiduras. De estas
mujeres, las más aplaudidas eran las kedeschim, de párpados pintados,
que simbolizaban el hermafrodismo de la divinidad, perfumadas y
vestidas como las otras, y muy parecidas a ellas a pesar de sus pechos
aplanados y de sus caderas más estrechas. En este día dominaba en todo
el principio hembra, y lúbrico misticismo flotaba en el aire. Las
antorchas ardían ya en los bosques sagrados, porque por la noche debía
haber una pública prostitución, con el contingente de las cortesanas
traídas de Sicilia en tres naves, y también del desierto.

Conforme iban pasando los Colegios sacerdotales, se iban colocando en
fila en los patios del templo, en las galerías exteriores y a lo largo
de las grandes escalinatas adosadas a los muros y que se juntaban en lo
alto. Entre las columnatas se destacaban las túnicas blancas, como una
arquitectura de estatuas humanas, inmóviles como las de piedra.

Aparecieron después los intendentes, los gobernadores de provincias y
todos los Ricos. En el pueblo se produjo un tumulto, arremolinándose en
las calles afluentes; los hieródulos contenían la turba a latigazos. En
medio de los Ancianos, coronados de tiaras, y en una litera con dosel
de púrpura iba Salambó.

Al verla, se alzó un gran clamor; los címbalos y crótalos sonaron más
fuerte, redoblaron los tamboriles y el gran palio de púrpura atravesó
el pórtico para subir al primer piso.

Andaba Salambó muy despacio, y atravesó la terraza para ir a sentarse
en el fondo, en un trono hecho de concha de tortuga. Pusieron a
sus pies un escabel de marfil, con tres gradas: en la primera se
arrodillaron dos niños negros, en cuyas cabezas posaba Salambó algunas
veces sus dos brazos, cargados de ajorcas y brazaletes.

De los tobillos a las caderas iba envuelta en una red de estrechas
mallas que imitaban las escamas de un pez y que brillaban como nácar;
un ceñidor azul apretaba su talle, dejando ver los dos senos por un
escote en forma de media luna, con carbunclos colgantes en sus puntas.
Peinaba un tocado hecho de plumas de avestruz consteladas con piedras
preciosas; un amplio manto, blanco como la nieve, caía flotante sobre
sus hombros, y con los codos pegados al cuerpo, juntas las rodillas y
con pulseras de diamantes en las muñecas, se mantenía firme, en actitud
hierática.

Los dos sitios más bajos a su lado eran los de su padre y su esposo.
Narr-Habas, vestido con un sayo azul, ceñía la corona de sal gema, de
la que se desbordaban dos trenzas de cabello, torcidas como los cuernos
de Ammón; Amílcar, con túnica violeta, con broches de pámpanos de oro,
llevaba al costado su espada de guerra.

En el espacio cerrado por las mesas, la pitón del templo de Eschmún,
entre manchones de aceite, describía en el suelo un gran círculo negro,
mordiéndose la cola. En medio de este círculo se alzaba una columna de
cobre con un huevo de cristal encima, que herido por el sol irradiaba
resplandores por todos lados.

Detrás de Salambó estaban desplegados los sacerdotes de Tanit, con
túnicas de lino; a la derecha, los Ancianos, con sus tiaras, formaban
una gran línea de oro; y al otro lado, los Ricos, con cetros de
esmeralda, otra línea verde; en tanto que allá en el fondo se alineaban
los sacerdotes de Moloch fingiendo con sus mantos una muralla de
púrpura. Los demás Colegios ocupaban las terrazas inferiores. La
multitud llenaba las calles, las azoteas de las casas, o bien subía
por la Acrópolis. De este modo, teniendo el pueblo a sus pies, el
firmamento sobre las cabezas y alrededor suyo la inmensidad del mar,
el golfo, las montañas y las perspectivas de las provincias, la
resplandeciente Salambó se confundía con Tanit, y parecía el genio
mismo de Cartago, su alma, en forma corpórea.

El festín debía durar toda la noche; lampadarios de muchos brazos
estaban plantados como árboles sobre los tapices de lana pintada que
cubrían las mesas bajas. Grandes jarras de electro, ánforas de vidrio
azul, cucharas de concha y pequeños panes redondos, se apretujaban
entre la doble hilera de platos orlados de perlas; racimos de uvas
con sus pámpanos estaban enroscados como tirsos a copas de marfil;
bloques de nieve fundíanse en platos de ébano, y limones, granadas,
calabazas y sandías formaban montículos bajo las altas vajillas. Los
jabalíes, con la boca abierta, se hundían en el polvo de las especias;
las liebres conservaban sus pieles y parecían saltar entre las flores;
las carnes aderezadas llenaban las conchas; los dulces revestían formas
simbólicas, y cuando se levantaba la tapa de las fuentes volaban
palomas.

Los esclavos, con la túnica arremangada, andaban de puntillas; a
intervalos las liras tocaban un himno o bien se oía un coro de voces.
El rumor del pueblo, como el ruido del mar, flotaba vagamente en torno
del festín, como si lo meciera en más grande armonía; algunos se
acordaban del banquete de los mercenarios; se entregaban a sueños de
felicidad; el sol empezaba a declinar, y la luna, en cuarto creciente,
se levantaba ya en la otra parte del cielo.

Salambó, como si alguno la llamara, volvió la cabeza, y el pueblo, que
la estaba mirando, siguió la dirección de sus ojos.

En la cima de la Acrópolis acababa de abrirse la puerta del calabozo
abierto en la roca, al pie del templo, y en el umbral de este negro
agujero se vio un hombre en pie. Salió encorvado, con el aspecto
asustadizo de los animales salvajes cuando de repente se les da
libertad. Le cegaba la luz, y permaneció parado un momento. Todos le
habían conocido y contenían la respiración.

El cuerpo de esta víctima era para ellos una cosa propia, revestida de
un esplendor casi religioso. Se empinaban para verle, especialmente
las mujeres, que deliraban por contemplar al que había hecho morir a
sus hijos y maridos; a pesar suyo, del fondo de sus almas surgía una
infame curiosidad: el deseo de conocerle del todo; afán mezclado de
remordimientos, que aumentaba la execración.

Al fin, el hombre avanzó, y el aturdimiento de la sorpresa se
desvaneció. Se levantaron muchos brazos y no se le volvió a ver.

La escalinata de la Acrópolis tenía sesenta peldaños. El hombre las
bajó como si rodara por una quebrada de lo alto de una montaña; por
tres veces se le vio saltando hacia abajo, cayendo sobre los dos
talones.

Sangraban sus espaldas, alentaba su pecho con grandes sacudidas; hacía
tales esfuerzos por romper las cuerdas que se le hinchaban los brazos,
cruzados sobre los riñones, como espirales de serpiente.

Del sitio en que estaba, partían muchas calles, y en cada una de
estas, una triple hilera de cadenas de bronce, atadas al ombligo de los
dioses Pateques, se extendía paralelamente de un extremo a otro. La
turba se amontonaba en las aceras, y en medio estaban los criados de
los Ancianos empuñando látigos.

Uno de ellos empujó con violencia a Matho, y este se puso en marcha.

Todos alargaban los brazos por encima de las cadenas, quejándose de
que se hubiera dejado al reo un camino demasiado ancho; Matho andaba
pinchado, maltratado por mil dedos. Salía de una calle y entraba en
otra; muchas veces se lanzó a un lado para morder a la gente, que se
daba prisa a apartarse. Las cadenas le contenían y la plebe estallaba
en carcajadas.

Un niño le desgarró una oreja; una joven, sacando de la manga la punta
de un huso, le cortó la cara: le arrancaban puñados de cabello y tiras
de piel; otros, con bastones en los que llevaban esponjas empapadas de
inmundicias, le ensuciaban el rostro. Del lado derecho de su garganta
brotó un reguero de sangre, y en seguida empezó el delirio. El último
sobreviviente de los bárbaros se les aparecía como el representante
de todos los mercenarios, como la encarnación de su ejército; y todos
se vengaban en él de los desastres, de los terrores y de los oprobios
sufridos. La rabia del pueblo aumentaba a medida que se iba saciando;
las cadenas, demasiado tensas, iban a romperse; no hacían caso de los
golpes de los esclavos que los contenían; se colgaban en los salientes
de las casas; se asomaban en los agujeros de los muros, y ya que no le
podían herir, vociferaban contra él.

Eran injurias atroces, inmundas, con frases irónicas e imprecaciones;
no les bastaba el tormento que le infligían: le anunciaban otros más
terribles en la eternidad.

Este inmenso alarido llenaba Cartago con estúpida continuidad. Una
sola sílaba, una entonación bronca, profunda, frenética, era repetida
a veces seguidamente por todo el pueblo. Las paredes de las casas
vibraban desde el portal hasta el tejado, pareciéndole a Matho que se
le venían encima para levantarle del suelo, como dos brazos inmensos
que le ahogaban en el aire.

Recordaba ahora haber experimentado en otra ocasión algo parecido. Era
la misma multitud en las azoteas, las mismas miradas, la misma ira;
pero entonces andaba libre, todos le abrían paso, le cubría un dios; y
tal recuerdo le infundía una tristeza aplastante. Pasaban sombras ante
sus ojos, la sangre manaba por una herida de su muslo, se sentía morir;
plegó las rodillas y se dejó caer despacio sobre el pavimento.

Del peristilo del templo de Melkart trajeron entonces la barra de un
trípode enrojecida al vivo, y por encima de la primera cadena se la
aplicaron a la herida. La carne chirrió, se la vio humear, y las voces
del pueblo ahogaron el quejido de Matho. Este se levantó.

Seis pasos más allá volvió a caer, y luego otra y otra vez; pero
siempre un nuevo suplicio le hacía levantarse; se le rociaba con gotas
de aceite hirviente, se le ponían cascos de vidrio, y él seguía
andando. En la esquina de la calle de Sateb se apoyó en el escaparate
de una tienda, dando la espalda a la muralla, y de allí no se movió.

Los esclavos del Consejo le flagelaron con sus grandes látigos de cuero
de hipopótamo, con tal furia y por tan largo tiempo, que sus túnicas
estaban empapadas de sudor. Matho parecía insensible; pero de pronto
echó a correr al acaso, castañeteándole los dientes. Enfiló la calle
de Boudés, la de Sepo, atravesó el Mercado de las Hierbas y llegó a la
plaza de Kamón.

Su persona pertenecía ahora a los sacerdotes; los esclavos habían
apartado las turbas: había más espacio. Matho echó una mirada a su
alrededor y vio a Salambó.

A su entrada en la plaza, Salambó se había puesto en pie, y a medida
que Matho iba acercándose, ella se adelantaba al borde de la terraza, y
como si todo se borrara ante sus ojos, únicamente veía a Matho. En su
alma se había hecho el silencio; era como uno de esos abismos en que el
mundo entero desaparece bajo la presión de un pensamiento único, de un
recuerdo, de una mirada. Este hombre que corría hacia ella la atraía.

A excepción de los ojos, Matho no conservaba ninguna apariencia humana:
era una masa completamente ensangrentada. Rotas las ataduras, colgaban
sobre sus muslos, pero en nada se diferenciaban de los tendones de sus
puños; tenía la boca desmesuradamente abierta; las órbitas lanzaban
llamaradas que parecían subir hasta los cabellos; ¡y el desdichado
seguía avanzando!

Llegó precisamente al pie de la terraza. Salambó estaba asomada a la
balaustrada. Las espantosas pupilas de Matho la miraban; sintió que le
remordía en la conciencia todo cuanto este hombre había sufrido por
ella. Recordó al verle agonizar cuando en su tienda de campaña la ceñía
el talle con sus brazos diciéndola palabras de amor; sentía ansias de
volverlas a oír; no quería que este hombre muriera. En este momento,
Matho sufrió un gran estremecimiento: Salambó iba a gritar. Matho cayó
de espaldas y ya no se movió.

Salambó, casi desvanecida, fue llevada a su trono por los sacerdotes
que la rodeaban; la felicitaron, porque aquella muerte era obra de
ella. Aplaudían todos y golpeaban el suelo repitiendo a voces su nombre.

Un hombre se lanzó sobre el cadáver. Vestía el manto de los sacerdotes
de Moloch y llevaba al cinto el cuchillo que servía para cortar las
carnes sagradas, con el mango terminado en una espátula de oro. De un
solo golpe hendió el pecho de Matho, le arrancó el corazón y lo clavó
en la espátula. Schahabarim, que tal era, levantó el brazo y ofreció
este holocausto al sol.

El astro-rey se hundía en el mar; sus rayos herían como largas flechas
al corazón ensangrentado. A medida que el sol iba desapareciendo, las
palpitaciones de la entraña disminuían, y con el último latido el globo
de fuego se extinguió.

En este momento, desde el golfo hasta la laguna y desde el istmo al
faro, en todas las calles, casas y templos, resonó un grito unánime;
grito que a veces se interrumpía para redoblar en seguida; los
edificios temblaban; Cartago estaba como convulsionada en el espasmo de
una alegría titánica y de una esperanza sin límites.

Narr-Habas, ebrio de orgullo, ciñó con su brazo izquierdo el talle de
Salambó, en señal de posesión, y con el derecho, tomando una patera de
oro, bebió por el genio de Cartago.

Salambó se levantó, como su esposo, con otra copa para beber también.
Pero cayó, con la cabeza hacia atrás, por encima del dosel del trono,
descolorida, rígida, abiertos los labios y los cabellos desatados
colgando hasta el suelo.

Así murió la hija de Amílcar, por haber tocado el velo de Tanit.


FIN DE SALAMBÓ




ÍNDICE


                                     Páginas.

  I.--El festín                            5

  II.--En Sicca                           43

  III.--Salambó                           87

  IV.--Bajo las murallas de Cartago      103

  V.--Tanit                              139

  VI.--Hannón                            169

  VII.--Amílcar Barca                    209

  VIII.--La batalla del Macar            283

  IX.--En campaña                        321

  X.--La serpiente                       351

  XI.--En la tienda de campaña           377

  XII.--El acueducto                     413

  XIII.--Moloch                          451

  XIV.--El desfiladero del Hacha         521

  XV.--Matho                             593


*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK SALAMBÓ ***

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