La Sirena Negra

By condesa de Emilia Pardo Bazán

The Project Gutenberg EBook of La Sirena Negra, by Emilia Pardo Bazán

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Title: La Sirena Negra

Author: Emilia Pardo Bazán

Release Date: March 14, 2016 [EBook #51450]

Language: Spanish


*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA SIRENA NEGRA ***




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                            LA SIRENA NEGRA




                          EMILIA PARDO BAZAN

                                  LA

                             SIRENA NEGRA

                                NOVELA

                        [Illustration: colafón]

                                MADRID
                    M. PÉREZ VILLAVICENCIO, EDITOR
                            REINA, NÚM. 33
                                 1908

                             Es propiedad.
               Queda hecho el depósito que marca la ley.


                        Tipografía de Archivos.




I


En la esquina de la Red de San Luis y el Caballero de Gracia, me separé
del grupo que venía conmigo desde el teatro de Apolo, donde acabábamos
de asistir á un estreno afortunado. Si hablase en alta voz, hubiese
dicho «grupo de amigos», pero, para mi sayo, ¿qué necesidad tengo de
edulcorar la infusión? Espero no poseer amigo ninguno; no tanto por
culpa de los que pudieran serlo, cuanto por la mía. Si alguna vez me he
dejado llevar del deseo de comunicación, de expansión, de registrarme el
alma y enseñar un poco de su obscuro contenido--á la media hora de
hacerlo estaba corrido y pesaroso, según estaría un sacerdote hebreo
que hubiese permitido á un profano tocar al arca de alianza.

Por lo mismo, me guardé de terciar en la polémica que armaron sobre «la
idea» de la obra. La tal idea es ya para mí una persona de toda
confianza: por sexta vez en este invierno la aprovecha un autor. Según
los recitados, cantares y diálogos de la zarzuelilla, la vida es buena,
la alegría es santa y los que no andan por ahí chorreando satisfacción
son unos porros. No sé por qué (acaso por efecto de la discusión trabada
entre los del grupo, y que me golpeó en el cerebro con redoble de
martillazos secos y ligeros sobre una placa sonora), la cuestión, en
aquel momento, me preocupaba. Ningún problema, para el que vive,
revestirá mayor interés que este de la calidad de la vida.

Y, aunque preocupado, mediante la facultad de desdoblamiento que
poseemos los meditativos sensuales, no dejaba yo de notar una serie de
insignificantes circunstancias. Bajo mis pisadas, la acera resonaba
metálicamente. La noche era límpida; el frío, puñalero; y al abrigo del
tapabocas de malla de seda, mi respiración se liquidaba en gotitas
glaciales, humedeciendo la barba. Se me ocurrió tomar un coche; después
opté por seguir andando. El frío duro me activaba el pensar, y en aquel
mismo instante decidí plantearme yo el problema, aprovechando todas las
ocasiones de caminar hacia su resolución, no en beneficio del género
humano, sino para mi gobierno tan sólo. El «género humano» es el vocablo
más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres. Si algo se afirma
del género humano, los hombres se encargan de desmentir al punto la
afirmación. Rumiando estas afirmaciones, saqué el pañuelo y sequé las
esférulas que me aljofaraban la barba, impregnada de brillantina
olorosa.

Al entrar en la calle de Jacometrezo, interrumpió mis cavilaciones una
criatura de mantón gris, de ojeras carbonadas. ¿Qué opinará del vivir
esta mujer, á quien rechazo con fastidio como á una mosca? No necesito
preguntar: si hay algo previsto, conocido, de psicología rudimentaria,
es el poso del ánimo de estas galantes callejeras. Las llaman _de la
vida_, por antonomasia, y, á más, _de la vida alegre_. Para olvidar un
instante lo alegre de su vida, fuman, gritan, riñen, se embeodan,
insultan,--y su ideal, su dorado sueño, es acostarse temprano y dormir á
pierna suelta.

Cien pasos más allá, el sereno se inclina sobre un hombre espatarrado en
el suelo. A mi ademán auxiliador y á mi pregunta, el vigilante responde
solícito para mí y compasivamente desdeñoso para el caído. Nada, lo
diario: un borracho que todas las noches se tumba exactamente en esa
rinconada misma... Nunca llega á su casa, que dista dos pasos... Y es
lástima de él: un carpintero, perito en su oficio, con cinco chiquillos
que caben debajo de una cesta...

Cuando le enderezamos, algo líquido, viscoso, resbaló por mi mano, que
sacudí con repugnancia. Era sangre. «Está herido»--advertí al sereno; y
le llevamos con mayores precauciones á su morada, edificio angosto y
caduco, de esos que abundan en las vías más céntricas del Madrid viejo.
Salió la esposa, abotargada de sueño, desgreñada: vió la rotura de la
cabeza de su marido, y maldijo y se desdichó: «¡Gaste usted ahora en
médicos y botica!» Al oir los consuelos negativos del sereno,--en vez de
un herido, pudiéramos traer un difunto, si el filo de la acera le coge
de otro modo--renegó la comadre: «A un difunto no le duele ná. El dice
siempre que los probes nunca estamos mejor que difuntos»...

Dejé un duro para botica y pedí un poco de agua para lavarme la mano
maculada. Me sacaron de la trastienda una palangana tan negruzca, que
opté por tamponarme sencillamente con mi pañuelo. Me alejé, sintiendo un
escozor irritado, un enojo sordo. La noche no me ofrecía sino
impresiones «de color sombrío», como las palabras leídas por el Dante
sobre el dintel de la puerta del infierno. Sin embargo, de análogas
impresiones se sacan obrillas aplaudidas, donde el vicio y la borrachera
son temas regocijados. Debe de consistir la sabiduría en mirar todas las
cosas desde un punto de vista gayo y saltarín; de seguro yo no sé
colocarme en él: peor para mí, ¡qué demonio!

Todavía me dirigí otro reproche. Aunque no creo en la humanidad,
concepto hueco, palabra de _meeting_, un instinto de estética moral me
induce á mostrarme piadoso con los desgraciados y los insignificantes,
cuando me los encuentro al paso. Me pesaba de no haberme quedado velando
al carpintero, de no haber buscado para él un médico y remedios y hasta
de no haberle dado consejos sobre la mala costumbre del alcohol. ¿Causas
de mi abstención? Dos, que voy á declarar. La primera, una especie de
pudor vergonzoso de practicar eso que se llama _el bien_, _la
beneficencia_, y que no comprendo en relativo, sino en absoluto--dedicando
á ello la existencia toda.--El hacer algo caritativo acarrea el que se
apeguen á uno caninamente, ó siquiera el que le den á uno gracias y le
ensalcen por su bondad, otras tantas mentiras, pues privarse de lo que
nos sobra ¿qué bondad revela?--La segunda, un miedo á la acción, que no
puedo (ni quiero) vencer. La acción es enemiga de los ensueños y
reflexiones, en que encuentro atractivo singular. Ni hay acción tan
noble como una idea: pensar lo que estoy pensando, vale más que correr
á casa de Alejandro San Martín y traerle á la cabecera de un beodo que
batió contra una piedra saliente. ¡Pss! Allá él. Zurrapa más, zurrapa
menos en la barrica...

Encogiéndome de hombros, sigo hacia mi casa--sin prisa--. En la plazuela
trabajan, á estas altas horas, obreros del alcantarillado y del Canal.
Según parece, su labor no puede interrumpirse. Un arroyo de agua helada
corre bajo sus pies. Para no quedarse hechos unos carámbanos, han
encendido un brasero, al cual por turno se arriman, resoplando y
estirando las manos engarrotadas. Para impedir que los transeúntes
sufran percances, han colgado un farolito avisador sobre los adoquines
arrancados y apilados. Antes que dedicarse á tal labor, ¿no preferiría
yo... _otra cosa_? Será que ellos también, como las coristas que
desafinaban hace una hora en Apolo, entienden que la vida es

    muy rica y buena,
    prenda divina
    de encantos llena...?

Un poco más adelante--tropiezo que pudiera ser divertido--avanzan por la
acera, pegadas al caserío, recelosas, dos mujeres no mal vestidas,
pulcramente calzadas. Las reconozco: son las modistas del tercero de mi
casa, muchachas de San Sebastián, que han venido á establecerse en
Madrid. Suelo encontrármelas en la escalera. La mayor es agraciada,
fresca aún, á pesar del trabajo y del sedentarismo. La menor es coja; su
pierna desigual la hace pegar saltos de codorniz, asaz ridículos.
Emparejo con ellas y las ofrezco mi compañía: se me antoja saber si
resuelven que la vida es buena. Ellas suponen que voy con otro fin, fin
condenable y gustoso. La mayor se atribuye la conquista; la coja, en su
humildad de lisiada, nunca imagina que tales cosas vayan con ella. Para
entrar en materia, las pregunto si están contentas de Madrid y qué tal
marchan sus negocios.

--Regular. Por ahora, no sabemos... ¡Las señoras son tan raras! Hasta
que nos acostumbremos á sus caprichos...

De dónde venían?--¡Casualidad más sorprendente! Del mismo teatro que yo,
sólo que á la salida unas amigas las habían convidado á chocolate... ¿El
estreno? Bonito; música muy animada.

--¿Y qué opinan ustedes de eso de que la vida es buena? Pilita...
Manola... ¿Están ustedes contentas de haber nacido?

La pregunta fué contestada con risas y dichetes. Creían que bromeaba, y
no se quedaban atrás. Probablemente (después se me ha ocurrido) estas
dos abejas cuyo dardo es la aguja no se encuentran desgraciadas. Yo sí
que me encontré cándido al elegir para mi indagatoria tales sujetos. A
fin de desviar la conversación, las dirigí unos cuantos requiebros
insulsos, antes de dejarlas á la puerta de mi domicilio. Subir con ellas
de bracero, era una pacheca insoportable, y preferí callejear un poco
todavía.

No sé qué tienen, en las horas que preceden al amanecer, sobre todo en
invierno, cuando la noche es más noche, las calles de una capital
populosa. Detrás de las imponentes puertas de los palacios; detrás de
las ventanas, parecidas á ojos que dejaron caer sus párpados al
adormirse,--¡qué infinito de misterio! ¿Por qué esta suspensión de la
vida, en toda la ciudad á la vez?--La multitud recogida en sus
dormitorios, míseros ó confortables, ¿no está realmente como si hubiese
muerto? ¿No es cada alcoba, cerrada y tibia, una antesala del sepulcro?
Y este silencio, esta paz letal de la noche, ¿no es el único período
delicioso, dulce, apacible de las veinticuatro horas que tejen el giro
diurno?

Cuando, por casualidad, el trasnochador se cruza con otro trasnochador,
¿no sienten los dos un movimiento de desconfianza, de medrosa
curiosidad? Sólo velan y sólo ambulan fuera del nicho de sus dormitorios
las almas perdidas por la miseria, por la delincuencia ó por el amor
clandestino. Si veo á un trasnochador derrotado, mendigo ó malhechor; si
á un burgués bien trajeado, de tapabocas, subido el cuello del gabán,
amante oculto. Y el caso es que yo no soy lo uno ni lo otro, y también
vago, transido y envarado de frío ya, de ese frío matinal, tórpido, que
no es como el del anochecer, porque se complica con el agotamiento
nervioso, cansado por el insomnio.--Esta reflexión me hace detenerme al
pie de la blanca fachada, correcta, tranquilizadora, del teatro
Real.--¿Qué hago en las calles, dando diente con diente? ¿No tengo mi
alcoba, tan silenciosa, tan recogida, mi cama tan cómoda, de dorado
bronce, con un _sommier_ y un colchón que convidan á tenderse en ellos,
con un edredón relleno de plumón de ánade, que halaga sin pesar, que al
apoyar en él la palma, brinca y se hunde fofo para volver á erguirse
inflado?

--¿Cuántos me lo envidiarían?--pensé; pero al iniciar la retirada hacia
mi agujero, me faltó fuerza de voluntad y seguí calle del Arenal
adelante. Una transparencia lívida se difundía en el firmamento: el
amanecer.--La iglesia parroquial abría sus puertas para la primera misa.
Subí la escalera, crucé el atrio, me deslicé en la sacristía
penumbrosa,--y por una puertecilla entré en la nave. El contacto de la
recia estera fué simpático á mis pies, que, á pesar de la caminata,
eran dos montones de granizo. En un rincón, un banco se ofreció á mi
fatiga; me dejé caer en él; y, sin ser poderoso á resistir, rendido,
exánime, cedí á un letargo repentino, de esos que saltean al jinete
sobre su montura, al timonel con la mano en la caña.

Al despertar, siendo ya día claro, no sabía dónde estaba, y fué grande
mi asombro cuando vi de soslayo el retablo del altar mayor y á mi lado
un púlpito. A decir toda la verdad, desperté porque el sacristán me dió
palmadas en un hombro, y me silabeó en el hueco del oído un «pssitt ¡eh!
¡caballero!» bastante encolerizado. Parece que existe y está clasificada
la variedad de los trasnochadores que gustan de descabezar un sueño en
el apacible recinto de las iglesias á la madrugada, y que los monagos
abrigan contra esta ralea justificada prevención y la corren como á los
perros intrusos.

Hice mis genuflexiones y salí del templo enervado, con el malestar del
insatisfecho, de la función fisiológica interrumpida. Bebí en cualquier
sitio un vaso de café caliente para despabilarme, y, al contrario,
diríase que aumento mi afán de reposo, mi nostalgia de la muerte
temporal, mi sed de la nada. Salté dentro de un alquilón y di mis señas.
Amodorrado y cabeceando contra mi pecho en el ángulo del clarens, donde
no me atrevía á recostarme temeroso de la impureza promiscua depositada
allí por tantas cabezas, iba pensando que es una niñería humana el temer
á ciertos modos de morir, pues muérase como se muera, ello es que
descansamos. El sueño que yo buscaba en mi alcoba, donde no faltan
refinamientos, no iba á ser más dulce y total que el hurtado sobre duro
banco en el rincón de una iglesia. Tomado ya el sueño, logrado el
aniquilamiento, ¿qué importan precedentes?

Entré con mi llavín; los criados seguramente no se habrían levantado; mi
hermana, menos; la casa estaba muda. Encendí mi serpentina de gas
fluido, y á los cuatro minutos tuve agua caliente para las abluciones.
Enjabonado, pasada la esponja de mil ojos, enjuto, reaccionado, me vestí
el camisón, y llegó el momento mágico de alzar las ropas y deslizarse,
ágil y desmadejado á un tiempo, en el ancha cama, suspirando de placer.
La frialdad de las sábanas cede á la corriente de calor que pronto
establece el cuerpo; el colchón rebota con suave elasticidad al dar yo
vuelta y arroparme; los ruidos de la calle se extinguen para mí... Por
última vez, suspiro de bienestar... Duermo.




II


Mi hermana Camila tiene, acerca de mí, proyectos matrimoniales. Creo que
es el caso general de todas las hermanas, á menos que sea el
contrario--, un odio corso á cualquier ser femenino que su hermano
distinga.

Propala mi hermana que ha sido muy feliz en su matrimonio; y no lo dudo,
entre otras razones, porque la unión duró cinco ó seis años, y mi cuñado
estuvo dos de ellos en Cuba, arreglando negocios pendientes. Si Camila
fuese franca, confesaría que es ahora cuando lo pasa bien; pero, ¿y la
_pose_ de viuda inconsolable? ¿Quién se la quita? Una vez, anualmente,
_inconsolable_ la proclama la cuarta plana de _La Correspondencia_, en
la esquela más cara y espaciosa de las que allí se publican. Aquel día,
la viuda encarga misas en diversas parroquias. Por la tarde, una docena
de amigos y parientes vienen á hacer el duelo á Camila; un duelo en que
no se alude al finado, en que se murmura sin mostaza y se planean
combinaciones de abonos para la temporada de primavera. Ya el año
pasado, que acudió más gente, se sirvió té, con galletas (auténticas de
Londres), y un revistero de sociedad anunció el _five_. Ese día no falta
_ella_ nunca; y, generalmente, la veo cada semana dos ó tres veces, en
el Real ó en mi casa, donde almuerza bastantes domingos.

He subrayado _ella_, únicamente por no singularizarme; por conformarme á
los usos establecidos en tales materias. Si miro hacia mi corazón, ó
adonde se cobijen los afectos, allí no la llamo _ella_, sino buenamente
Trini.

¿Su retrato? Ni bonita, ni fea. Hay menos beldades por ahí adelante de
lo que las novelas y las planas á todo color de los semanarios harían
suponer. Tiene un defecto, la cara redonda; un atractivo peculiar, la
boca húmeda de juventud y dentada á maravilla. Es hija de un magistrado
que fué íntimo de mi padre, que casó con una heredera opulenta de
Aragón, y hubo de sus legítimas nupcias una hembra y dos varones. Si al
fin me uno á Trini, deberé á la gran Segadora verme libre de suegra y
suegro. Los padres de Trini son _honrados_; les han hecho las honras,
por cierto á todo lujo. Trini manda en sí y en su caudal y es modelo de
«señoritas formales». Unas cuantas dueñas cotorronas, tertulianas de
Camila, no se sacian de repetirlo, y protegen instintivamente la
candidatura. A pesar de mi espíritu crítico y minucioso, conozco que
Trini será una gran ama, no sólo de llaves, sino de sala y gabinete. Es
fina, lista, limpia, primorosa.

Yo me acerco, me dejo caer, la hago unos asomos de corte; pero ni me
derrito, ni acabo de decidirme á meter el pie en el agua. ¿Es que quiero
á otra?--El lenguaje es una tela teñida de los colores primarios,
chillones y sin degradación. ¿Existe, acaso, la escala de los matices
verbales, justos, imperceptibles, que correspondan al matizado riquísimo
del sentir? ¿Cómo denominar lo que no he definido?

La casualidad me ha puesto en relación con una criatura miserable y
desquiciada, á quien encontré en la antesala de un médico varias veces.
Para dar idea del tipo de esta mujer, sería preciso evocar las
histéricas de Goya, de palidez fosforescente, de pelo enfoscado en
erizón, de pupilas como lagos de asfalto, donde duerme la tempestad
romántica. El modesto manto de granadina, negro marco de la enflaquecida
faz, adquiere garbo de mantilla maja al rodear el crespo tejaroz que
deja en sombra la frente. De la mano de la mujer se cuelga un niño como
de cuatro á cinco años; un niño hechicero, travieso y cariñoso, por
medio del cual entré en trato con la madre. El primer día en que les vi,
su turno de consulta precedió al mío, y antes de dar pormenores de mi
gastralgia, me enteré de si era grave el padecimiento de la cliente.

--No me ha consultado para sí--contestó el doctor.--Se trataba del
chiquillo.

--¡Pero si ella parece enfermísima!

--Y lo está. Sólo que pertenece al número de las enfermas que no quieren
hablar de su mal, suponiendo que si no le llaman por su nombre, el mal
no acude. No he visto mujer más impresionable. Me gustaría que se
consultase, porque debe de ser un caso.

La segunda vez, el doctor--mirándome con escama algo guasona,
sorprendido de mi interés por aquella esmirriada--amplió las noticias.
Se llama Rita Quiñones, y vive estrechamente, con una criadita, en un
piso bajo de la calle de San Lorenzo. No es casada. No es tampoco una
mujer galante... Parece andaluza. ¿Sus antecedentes? Ignorados.

Al encontrarla de nuevo, conseguí hacer migas, adulando al niño,
acariciándole y regalándole bombones. Obtuve permiso para visitarla, á
pretexto de llevar un juguete, y lo aproveché en seguida. Sin manto, con
pañoleta de linó y encaje, raída á fuerza de lavados, y dejando asomar
por debajo de la falda de lana negra un pie combado, pequeño--era más
marcada aún la semejanza con algunos de los inquietadores modelos del
Sordo.--Me empeñé en que hablase de sí misma, y, en cierto límite, lo
conseguí fácilmente: estaba en uno de esos días en que á los neuróticos
se les sale parte del alma por la boca. Según creí alcanzar, mi visita,
mi solicitud, la alborozaban; parecíanle caso de enamoramiento, y ella
era mujer: sobre todo, mujer. No cometió, sin embargo, provocación ni
grosería alguna, de esas que suelen gastar las decaídas: al contrario,
me pareció notar que miraba con instintiva repulsión las demasías, las
materialidades. Su amor al niño era una mezcla de fiebre y ternura: le
nombraba con compasión dolorosa, con palabras como las que se pronuncian
á la cabecera del enfermo desahuciado, ó al apiadarse del reo que va á
salir para el suplicio. Cuando le di el caballito de cartón, causa de
transportes de júbilo, la madre murmuró:

--Que se distraiga, que goce... Siquiera mientras pueda gozar, alma
mía...

Su voz es deliciosa, cristalina, menuda; su fraseo púdico y decente, en
medio de la vehemencia de su expresión y del violento afán con que
repite que es «mala», «muy mala». He aquí lo curioso y lo atrayente de
esta mujer: no miente, es de las histéricas verídicas, que son las
menos; calla, sí, algo, sin duda lo más grave de su historia.--Es
versátil. Lo que ayer sintió de un modo, lo siente mañana del opuesto; y
del propio modo se trata á sí misma de maldita y de condenada, con la
expresión más tétrica en los abismos de asfalto de sus grandes ojos, que
se disculpa, se conmueve de lástima de sí propia. Me ha contado que
nació en Cádiz; que su familia era antigua, y de las buenas, venida á
menos; que después de apuros y miserias estuvieron en Manila varios
años...

--¿Empleado alguien? Su padre de usted...?

Al nombre de su padre, los ojos hondos y calenturientos se velan como de
una nube de humo... Sin duda el papá se mostró inhumano para ella; y
continúa:

--Sí, empleado fué... ¡Qué tierra aquella! Calor pegajoso... y está uno
tan flojo, tan débil... Falta el ánimo, todo le da á uno igual... A eso
llaman _aplatanarse_... Luego nos volvimos á España... En Madrid nació
Rafaelín, pobrecito mío...

No me resuelvo á insistir. La veo tan descolorida, tan desencajada, que
aplazo. He percibido que aquí está la clave...

Mes y medio hace que dura nuestra relación (¿se puede llamar relación á
esto?) y ninguna tarde encuentro igual á Rita. Tan pronto canta y ríe
infantilmente, como yace tendida en un sofá forrado de damasco muy
raído, languideciendo, casi sin aliento, en la angustia de la disnea. Un
día me enseña el pañuelo estrellado de sangre; otro me pide violetas y
dátiles y bruños secos, y se atraca como los chiquillos. Ya habla del
amor con murmurío estático, ya lo diseca con buen sentido de abuelita
septuagenaria, ó lo condena con crispaciones de repugnancia
espiritualista. Y no hay ficción, no hay cálculo: lo que fluctúa en sus
ojazos es el oleaje de su alma inquieta, torturada no sé por qué. Sólo
dos sentimientos invariables encuentro en ella. El primero, la idolatría
de su hijo. El segundo, un pavor, un sobresalto casi continuo, el miedo
á la nada, á la disolución de su organismo.

--¡Morir!--repite cogiéndome la mano con la suya, húmeda y
ardorosa.--¿Verdad que no me moriré? ¿Verdad que no es nada esto que
tengo? No, no me repita usted lo que sepa por el médico; si yo no he
querido consultarle. Al fin, no le curan á uno. Prefiero no saber...--Y
cierra los pozos de sus ojos, y un estremecimiento sobrenatural corre
por todo su cuerpo y se comunica al mío.

--¡_La_ he visto, _la_ he visto pasar!--grita una tarde saltando del
sofá, con las pupilas dilatadas--. Es una sombra grande, muy alta, que
llega al techo. ¡Ha salido por la puerta de mi alcoba y ahora acaba de
desvanecerse en la del pasillo! ¿Pero usted no la ve...? ¿No la ve?

--¿A quién, Rita, á quién?--respondo chancero.

--A la Seca, á la... ¡Jesús!

Y se cubre el rostro, y su temblor, como un aura del otro mundo, le
eriza el fosco pelo goyesco.

No sabiendo cómo distraerla de la aprensión y los terrores, la he
propuesto ir al teatro algunas tardes. Ha aceptado palmoteando de
alegría. Compro un proscenio segundo, localidad vergonzante, y la llevo
en coche; nos bajamos un poco antes de llegar á la puerta del teatro, y
ella entra sola; yo me reúno momentos después, disimulo que me impongo
para que no me importunen con chismes y habladurías. Rita lleva sus
acostumbrados trajes de lanilla negra, muy pobres, y como nota de lujo,
un boa blanco de pluma que yo la he regalado. La agitación y emoción de
su contento trazan en sus pómulos una pincelada de carmín, demasiado
violenta, sin el suave desvanecido de las rosas clásicas. Sus manos
consumidas bailan dentro de los guantes, también ofrecidos por mí,
manejando el abanico con garbo típico de maja gaditana. Yo aparezco poco
después, y me quedo agazapado en el fondo del palco. Empieza la
representación. Rita se pone de codos en el antepecho, saca fuera el
busto, y bebe, absorbe el drama; ó mejor dicho, el drama la absorbe á
ella, la arrebata momentáneamente á la realidad, la desprende de sí
propia; como la de los extáticos, su alma sale de su cuerpo minado por
la enfermedad, codiciado y reclamado por la tierra, y se mete en el
cuerpo vibrante de la actriz; sus labios, en un balbuceo, repiten los
párrafos más conmovedores, las frases más efectistas; y mientras el
agua que duerme en el fondo de sus pupilas tenebrosas salta un momento á
la superficie, en chispas de diamante, se vuelve hacia mí y repite:

--¡Qué hermoso! verdad? qué hermoso!.. Me enternezco! ¿Qué, á usted no
le gusta?

Sonrío y contesto que sí me gusta mucho. No tengo pujos críticos cuando
estoy con Rita. Todo es admirable; el almizcle de París que
desempaquetaron la víspera, el bacalao de Noruega de Ibsen, la
ferranchinería romántica, las moralejas garbanceras, sensibleras,
genuinamente nacionales, el efectismo de chafarrinón... No me importan
estilos, géneros, corrientes, ni moldes; en pos de la neurótica, aprendo
á viajar por fuera de mi juicio. Alguna vez que se me ha ocurrido
censurar al autor, sonreir de una inverosimilitud, Rita me ha atajado,
murmurando:

--En la vida pasan cosas... ¡vaya! más gordas que todo eso!

He sacado en limpio que Rita vive de una pensioncilla que le pasa su
abuela materna; que su madre murió hace bastantes años; que de su padre
no se sabe á punto fijo el paradero;--se le sospecha en Manila otra
vez,--y que la abuela, señora pudiente de San Lúcar, aunque manda á su
nieta limosna, no ha querido volver á verla: sin duda la maldice. Mi
información ha sido fragmentaria: hoy arranco un pedacillo de verdad,
mañana otro; y queda, detrás de los hechos escuetos que voy ensartando
como pájaros muertos por varilla de cazador, un infinito de historia, un
secreto que presiento y que me irrita, como la fragancia de vino
encerrado, inaccesible, al bebedor de oficio.

Mi tesis con Rita es persuadirla indirectamente de que morir no hace
mal; de que el instante decisivo no lleva aparejado ningún tormento.
Observando que cuando ha dormido bastantes horas está contenta, la
predico la identidad del sueño con la muerte, sin más diferencia que el
instante del despertar, y algunas sensaciones que preceden al punto de
dormirse.

--¡Sí, sí, pero... ese despertar!--gime aterrada la española.--Cuando
las personas son como yo! tan malas, tan malas!

La ofrezco el trivial consuelo de la frecuencia, de la insignificancia
de la culpa. ¿Quién no es culpable? ¿Está el mundo lleno de santos ó de
pecadores?

--No todos los pecadores son iguales... Hay pecados de pecados...--Y la
afirmación de la infeliz se completa con un relámpago de su mirada,
velado inmediatamente por una niebla de incurable amargura. En estos
momentos yo la acaricio para calmarla, sin rastro de maliciosa
intención; ella se desvía--porque es la española, que no concibe que un
contacto de hombre y mujer puede nunca ser inocente.--Un día, sin
embargo, me somete el caso de conciencia. Yo la estoy hartando de
finezas, de regalos para ella y Rafaelín... ¿La creo obligada á
complacerme?... ¿Mi objeto es acaso...?

--No es ese mi objeto, Rita. No piense usted disparates. Soy un amigo.

Me toma una mano y me la estrecha con devoción. Sonrío y saco del
bolsillo una cajita de cartón rosa llena de tabletas de chocolate, de
las caras. Rita adora el chocolate; me arrebata la caja, y con
transporte de criatura indisciplinada, antojadiza, hinca el diente á la
golosina helvética, dándome las gracias con un mirar risueño, aclarado
de alegría.

Mientras ella mordisquea, yo la considero, y quisiera abrir su cabeza,
destaparla, registrarla,--para conocer el arcano que oculta, y por el
cual me tiene sujeto, con fidelidad de amante que espera y teme y
respeta y calla;--el arcano, único atractivo de este espíritu que, de
noche, vaga perdido entre las tinieblas del Miedo y del Mal.




III


Amoscada anda mi hermana con lo de Rita: no sé quién se lo habrá
soploneado. Es verosímil que me haya espiado en el teatro, á pesar de
las precauciones que tomo. Y se me figura que Trini y ella, en sus
intimidades, han conferenciado acerca del asunto, con esos campaneos de
cabeza y esos enarques de cejas que son la mímica de esta clase de
conciliábulos entre mujeres sensatas.

Al fin no pudo vencerse Camila, y cierta mañana irrumpió en mi
gabinete-despacho, una hora antes de la de almorzar, el momento que
dedico á leer cosas serias, porque tengo la cabeza despejada y el
estómago libre. Hubo preámbulos, diplomacia y, por último, estallido.
Yo tenía una querida, y además, un hijo de semejante mujerzuela. Y mi
tácito compromiso con Trini, y el mal lugar en que las dejaba, y la
honra, y, y, y...

Mientras Camila se explaya, la considero atentamente, sin enojo y sin
reto, como se mira correr en estío una fuente parlera. Camila se parece
de un modo sorprendente á mi madre; las mismas facciones clásicas de
matrona romana, la misma mirada imperiosa, el mismo cuerpo arrogante,
donde la seda hace pliegues solemnes, como estudiados, y juegos de luz,
al estilo de los ropajes suntuosos que pintaba Madrazo con tanto
acierto. Un cariño meramente instintivo ó impulsivo era lo que por mi
madre sentía yo, y, realmente, según el espíritu, sólo soy hijo de mi
padre, rezagado romántico, soñador, y que, conforme á la moda de su
tiempo, fué algo poeta (ahora, por moda también, somos algo
intelectuales). Hacia Camila experimento el mismo apego natural que
hacia mi madre; pero con un toque de desdén, de convicción de mi
superioridad. Ella entiende lo contrario; me tiene en menos; se cree
más cuerda, más práctica, más razonable cien veces que yo, y me protege
y vela por mí (que es modo de desdeñar). Ejerce sobre mí un ascendiente
material, del cual reniego, y que se funda en mezquinos servicios y
auxilios prestados á veces, como cuidados durante enfermedades,
advertencias relativas á cuestiones de interés; nada en suma.

De todo cuanto me decía Camila, me hizo eco en el alma únicamente aquel
concepto de considerarme padre de Rafaelín. Al estarlo oyendo, sentía
ansias de que fuese verdad. Yo no deseaba un hijo, en el sentido
estricto de la frase; pero se me ocurrió que sería delicioso tener _ese_
hijo; _ese_, no _otro_.

Las gracias y perfecciones del niño se me representaron todas en aquel
punto, con tal viveza, que mi corazón se iba hacia él y le besaba
paternalmente.

Veía yo, mientras Camila me acusaba del dulce hurto no cometido, la cara
oval, morena, igual á la de Rita, pero con el barniz regio de la salud;
los ojos santos, puros, sin mancha; el reir gorjeante, la travesura
celeste del chiquillo, la sal de su media lengua y de sus antojos, la
monería de los bofetones tiranos que me pegaba y de los brazos que me
abría al decirle su madre: «¿Ves? Ya te ha traído don Gaspar otro
juguete...» Un calor íntimo se me esparcía por el alma al recordar todo
esto; y un propósito, una resolución de ser el padre de Rafaelín por mi
voluntad, no por azar de la carne, surgía en mí, al mismo tiempo que mi
hermana me reprendía severamente suponiendo la paternidad. Era la
defensa del instinto de perpetuarse, instinto que ya creía punto menos
que abolido en mí; era... ¡ah, no me cabía duda! ¡era la vida, la vida,
la vida, la maga, que me llamaba otra vez, y al llamarme me ofrecía una
copa de amor! La pobre Rita estaba sentenciada; pero, ¿el niño? Por él
podría yo--¿quién sabe?--interesarme en algo sencillo, bueno, natural...

Con ímpetu, derramando efusión, cogí las manos de Camila, y exclamé:

--Pues bien: no lo discuto. Sí que es mío ese chico. Ya verás; un sol,
una monada. Vas á chochear con él.

Mi hermana retrocedió. No sabré describir cómo se le inmutó la cara; sus
clásicas facciones adquirieron el ceño y la contracción adusta de las
antiguas Melpómenes. ¡Indignada, es hasta fea Camila!--decidí para mis
adentros.

--Supongo que bromeas; pero la broma, hijo, es de pésimo gusto.

--No bromeo.

--Vamos, piensas casarte con la mamá de la criatura.

--No se me ocurre:--respondí con sinceridad--entre otras cosas, porque
no creo que la queden dos meses de estar en este mundo. Me coges en un
momento de espontaneidad, Camila; desarruga ese entrecejo, que te sienta
muy mal; ¡si te vieses! El chico es más mío, ¿lo oyes?, que si lo
hubiese engendrado materialmente. Lo material es muy despreciable en
todo; pero en eso del amor y de la paternidad es en lo que más ruin é
insignificante se me figura. ¿No crees tú lo mismo? Si tienes alguna
elevación en el sentir...

--Pero... el chico--interrumpió ella vacilando--, ¿es tuyo ó no es tuyo?
¿En qué quedamos, Gaspar? Descíframe el enigma.

--¡Pch! El enigma no te importa--respondí, pensando para mi sayo:
«¡Alma, ciérrate!»--Los resultados, querida hermana, van á ser
exactamente los mismos que si el chico fuera mío, como entiendes tú que
son nuestras las cosas. Y los resultados son lo único que aquí se
pleitea.

--¿Pleitear? Te engañas--articuló Camila con aviesa esquivez.--No
pleiteo. Allá tú; allá te las compongas. Desde que vivimos reunidos, ¿en
qué asunto tuyo me he mezclado?

Yo podría contestarle que en todos absolutamente, porque desde el color
de mi colcha hasta la colocación de mis fondos, mi hermana interviene
siempre en cuanto me incumbe, indirectamente, pero con la tenacidad de
un insecto preso en un vaso y que busca salida. Sospecho que hasta abre
mis cartas y las curiosea. Sin embargo, opté por encogerme de hombros y
convenir. Porque en mis verdaderos asuntos--los de mi espíritu--Camila
no puede mezclarse, no conociéndolos.

--Corriente: dado que no intervendrás en mis negocios, hija mía,
prepárate á la transformación que mi vida va á sufrir. Si Trini quiere
que nos casemos, el niño tendrá quien le cuide, quien haga veces de
madre... ¿Qué opinas tú? ¿Trini sabrá amar como madre á mi Rafaelín?

Camila parpadeó y constriñó los labios, gesto de las personas demasiado
cargadas de razón, que no quieren dar suelta á la palabra para que no
muerda. De contener la respiración se puso arremolachada. Al cabo,
ajustado ya el antifaz de calma indiferente, exhaló un susurro:

--Qué sé yo... allá ella y tú... Entérate.

--¿No tienes opinión?--Y mi tono era irónico.

--¿Opinión? ¿No he de tenerla?--saltó, disparando con cerbatana las
sílabas, que me azotaron airadas.--A la primer palabra de semejante
delirio, Trini te dirá, y con razón, que ella no está para cuidar
chiquillos espúreos, que no tiene por qué cargar con lo que le encajas.
Que santo y bueno tomarse molestias por los hijos propios, pero que los
ajenos, memorias. ¿Qué te has creído tú de Trini? Pretendientes la
sobran que no la impongan condiciones raras y obligaciones fantásticas.
¡Pues digo!...

--Si Trini me amase--articulé sosegadamente--amaría á la criatura, por
cariño á mí. ¿No viene hoy á almorzar? Pues la interrogaré. Tú no la
prevengas: déjala seguir su impulso.

Una hora después llegó Trini. Me había vestido prestando suma atención á
los pormenores de mi traje. Sentía emoción de cadete, ante la esperanza,
no tanto de que Trini me quisiese lo suficiente para acoger en un
arranque tierno, de mujer y madre, á Rafaelín,--sino de que, ante su
arranque, naciese en mí el verdadero amor. Lo que me hace palpitar viene
del interior de mi ser: no puede venir de fuera. Si Trini se revela, si
vibra...--calculaba yo--siento que vibraré también; y no será como con
Rita, una atracción perversa, seudo-romántica: será el amor completo,
con su raigambre poderosa, que nos adhiere á la tierra; será el hogar,
con humareda azul de ilusión--porque el hogar, con solo el humo del
puchero, lo que es yo no me siento capaz de resistirlo!--Y enajenado,
consagré tiempo al lazo de mi corbata, á la clavazón en él de la gruesa
perla redonda, á atusar el pelo, á frotar con el pulidor las uñas. Iba
tan brillador de ojos y tan amador en mi porte, que Trini, al estrechar
mi mano, se arreboló, olfateando sutilmente, como hembra, que algo
impensado ocurría. Yo (soy muy desconfiado) había estado en acecho, y
salido á encontrarla en la antecámara, temeroso de los manejos de
Camila.--Almorzamos, alegres y decidores los novios, mi hermana
fruncida, encapotada y pesimista. Según su perro humor, el asado era un
carboncillo, las tostadas del té unas virutas, y las quenefas del
bolován eran de escayola. Trini se reía enseñando sus encías jugosas y
vivaces, su fresca lengüecilla inquieta entre la doble fila de gotas de
leche cuajadas de la arqueada dentadura. Me daban tentaciones de
caricias atrevidas,--y sentía por Trini escalofrío humano, ansia
celestial. Cien años que viva (¡no me faltaba sino vivirlos!) no
olvidaré el encantador almuerzo, al canto de la chimenea activa y roja,
respirando el aroma de las violetas tardías y los claveles blancos
tempraneros, que adornaban el centro de plata, en honor á Trini--á
_ella_; entonces sí que se lo llamaba interiormente... Por debajo de los
encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró. Aún estábamos
eléctricamente asidos, cuando se levantó con un pretexto cualquiera
Camila, y nos dejó solos. Trini, sofocada, hizo un movimiento para
seguirla; yo protesté, apretando más la mano de seda y clavándome con
deleite en los pulpejos las sortijas del meñique. _Ella_ comprendió que
llegaba la hora decisiva de aquel noviazgo hasta entonces tan soso y
borroso, y sus ojos, avergonzados, buscaron el dibujo de la alfombra.

--¿Trini?--suspiré--. Sabe usted que esta mañana le dije á Camila que
nuestra boda es inminente?

--¿Camila?...--tartamudeó _ella_ agarrándose á lo que podía ayudarla á
disimular su confusión--. Dice usted que Camila... Estaría por eso de
tan mal talante?--y sonrió á la hipótesis.

--Por eso precisamente, no. Va usted á saber por qué, Trini...--Acerqué
mi silla, solté la mano y nos reclinamos, muy próximos, en la
mesa.--Escuche y pese la respuesta...--¡No venga usted hasta que le
llame!--ordené al criado que entraba trayendo leña.--Trini, yo trato á
una mujer, y esta mujer tiene un niño.

Ella se demudó.

--Ya lo sabía. ¿Para qué me lo dice usted?

--Porque el eje de esta conversación es eso: la mujer, el niño; sobre
todo, el niño... ¿se entera usted, amiga mía?

Trini indicó el gesto de desviarse, pálida y turbada.

--Por Dios! No así, Trini; no así. Hay que escuchar, y sobre todo hay
que entender. Cuando usted haya entendido, decide. A la mujer la visito
diariamente, pero no tengo con ella más relación que visitarla... Como
si fuésemos hermanos. ¿No lo cree usted? No tengo para qué mentir. Es
una enferma, una tísica. Si eso puede contribuir á la tranquilidad de
usted, no la veré más.

--Pero el pequeño... No es... No es...--murmuró la muchacha, sin
resolverse á concluir, y mostrando confusión y acortamiento.

--¿Mío...? Según como usted comprenda la idea de pertenencia y
propiedad. No he besado á su madre nunca. Sin embargo, mío es el niño,
porque mío quiero que sea... Fíjese usted. Tampoco usted es mía, y por
el amor puedo apropiármela. El niño tiene mi sangre espiritual. De
manera que es mi hijo.

--Todo eso... lo encuentro rarísimo... Perdone usted, Gaspar; me cuesta
trabajo entenderlo.

--Malo, malo--discurrí en mi interior.--Corta de entendederas, corta de
cara, carirredonda... ¡Malo! ¡Esta no es mi hembra!--Y una melancolía
súbita me envolvió en su crespón inglés. No argüí nada; ella porfió:

--No se explica... Trate usted, por lo menos, de que yo acierte á
descifrarlo.

--Creo que no podrá usted. Esto se descifra mediante un impulso, una
corazonada. No haciéndose cargo de pronto, es ya difícil... ¡En fin!--Y
resoplé desalentado:--¿No hay mil cosas inexplicables? Figúrese usted
que la pidiesen explicaciones del por qué quiere un hombre á una mujer;
del por qué nos es simpática una persona, y otra nos es insufrible... A
mí ese niño me ha dado la grata sorpresa de inspirarme un interés que
me... me distrae de otros pensamientos... algo... algo peligrosos; ¿te
enteras, Trini?--Y al brusco tuteo, uní la caricia inesperada, un
estrujón, un raspón á la mano contra mi bigote. Ella se encendió, su
respiración se apresuró, y dijo balbuciente:

--No, Gaspar... No me entero... Pero es lo mismo. ¿Qué pretende usted?
¿Qué desea usted de mí? A ver si hay medio...

--Trini, si nos casamos, el niño se vendrá á casa... Serás su madre. ¿Lo
serás?

Un esguince. Los ojos pestañudos, antes terciopelosos como uvas negras,
se hincaron en mí, fieros, enojados.

--¡Ah! Era eso...

--¿No aceptas?

--No... No sabía... Creí que se trataba de otra cosa; de darle
educación, de no abandonarle. Eso, bueno... Pero, ¿en casa? ¿Conmigo?
¿Qué se diría? ¿Qué papel haría yo?

Me incorporé. El almuerzo me pesaba como plomo en el estómago, y el
calor de la chimenea me asfixiaba. Volví las espaldas, sin saludar, sin
despedirme, y á paso lento me retiré á mi cuarto. Trini dijo no sé qué;
acaso pronunció con ahinco mi nombre. No hice caso alguno. Ya en mi
habitación, tomé sombrero, abrigo, guantes, y me fuí á ver á Rita.




IV


La encontré con una hemorragia. La palangana, llena de coágulos,
descansaba sobre una silla. Ella, echada en su humilde cama de hierro,
apenas respiraba. Me sonrió doloridamente, como al través de un velo. La
niñera y única sirviente, la guipuzcoana Marichu, entretenía á Rafaelín
por medio de un carro hecho de dos carretes y unas cañas. Pero el niño,
al verme, dejó sus juegos y vino á agarrarse á mis piernas.

--¡Bapar! ¡Aúpa!

Le aupé, le besé los ojos, le apreté firme. Reía á chorros, pegándome
manotazos y tirándome de las barbas. Le dejé en el suelo, y anuncié:

--Vuelvo con el médico.

Vivía muy cerca uno, joven, sin clientela aún; estudioso, apurado de
recursos, ansiando trabajo y lucimiento. Se echó la capa y me acompañó.
Su examen de la paciente fué minucioso, su interrogatorio largo, pero
sin fineza psicológica. No veía sino el cuerpo de la enferma. Recetó; la
criada corrió á la botica. Yo, con Rafaelín en brazos, me fuí al
cuartuco que hacía de comedor, encendí el quinqué de petróleo--no se
veía, eran las cinco de la tarde--y reclamé la verdad.

--No sé si pasará de esta noche. Si la hemorragia repite...

Un golpe sordo me retumbó dentro. Iba á encontrarme cara á cara con la
Guadañadora.

--¿Querrá usted que me quede aquí?--interrogó el médico, expansivamente.

--Lo agradecería.

--Voy á avisar á mi mujer, para que no se asuste; tomaré un bocado, y
aquí me tiene usted antes de una hora. ¿Gracias? No, si es un deber...

Quedé solo. El niño se adormecía sobre mi hombro, bañado en sudor, de
tanto diablear. En la alcoba se oía una inspiración lenta, irregular,
cavernosa. Sobre la almohada, la cabellera fosca de Rita se expandía
formando aureola de tinieblas. La cara, en medio, blanqueaba.
Congojosamente me llamó:

--¡Gaspar! ¡Gaspar!

--¿Está usted mejor?

--Estoy... muy bien. Como si de encima del pecho... me hubiesen quitado
un peso... de una arroba.

--No hable. No se fatigue.

--¿Qué dice el médico?

--Que es lo de otras veces. Un ataquillo sin importancia.

Los ojos de mar muerto, de betún calcinado, despidieron vislumbre
repentina.

--Es el fin... ¡La de vámonos!.. Tengo miedo, Gaspar... Mucho miedo...

--No hay miedo... Estoy aquí... ¿Qué quiere usted que haga, niña, para
quitarla ese miedo bobo?

--¡Si pudiese... Si pudiese usted... traerme un... confesor!.. Pero un
confesor que sea muy bueno... que me perdone... Que sea como... como
Nuestro Señor crucificado!... así, bueno, para todos... para mí... que
no mire á mi iniquidad!...

--¿Va usted á agitarse? A empeorar?.. Sosiéguese, haga por dormir.
Arroró!..

--No puedo sosegarme... No soy mora, no soy judía. He pecado, estoy en
pecado mortal... ¡el mayor pecado!., y estoy... en lo último...

--Todos pecan... Tranquilícese...

--No, no, yo soy otra cosa; para mí no hay perdón; yo...

Hízome con la mano señal de acercar mi oído á su boca, y entre un vaho
de calentura pronunció:

--¡Yo... estoy... condenada!.. ¡Condenada!

--¡Qué disparate! Usted se va al cielo... dentro de muchos años...
Bueno, no se aflija, la complaceré... Ahora mismo traigo al sacerdote.
Tome primero la poción, recobre fuerzas...

Regresó de la botica Marichu, y al entregarme un frasco envuelto en
papel, me secreteó afanosa.

--Un cura se necesita, pues... No ha de ir como los perros, señor...
Cristiana es, cura han de llamar...

--Iba á salir á buscarle... Tráete una cuchara de plata.

No la había. Marichu fregó una de vil plomo. Cucharada tras cucharada,
administré á Rita la dosis. Pareció reanimarse un poco, y recargó:

--El confesor... ¡Volando!

El médico volvía ya, dispuesto á pasar la noche á mi lado. Olía su boca
barbuda á vino barato, á queso de Flandes.

--Mandaré á la chica que le haga á usted una taza de café, doctor... Y
que le saquen una botellita de cognac. Hay de todo aquí; yo confiaba en
el alcohol y en la cafeína para sostener este organismo. Usted queda en
su casa; voy por ahí en demanda de un sacerdote. Desea confesarse... ¿Ve
usted peligro? ¿Inconveniente?

--No. Si lo ha pedido ella misma, la servirá de consuelo. No es uno
creyente fervoroso, pero hay que respetar mucho estas exigencias...

Salí, tomé un coche y di las señas: las de un anciano ex párroco,
bondadoso y sin tacha, hombre aficionadísimo á libros, y que por
satisfacer sus manías de erudición y bibliografía ha renunciado un
curato pingüe. Encontré al inofensivo viejo en un cuartucho donde hay
pilas de infolios por el suelo y polvo de tres años, y le expuse el caso
apremiante. El me conoce de tertulias de librería y de coincidencia en
casas de gente estudiosa, pues yo gusto, temo que con exceso, de estas
vanidades. Plegó las arrugas de su cara avellanada y titubeó antes de
soltar la pregunta:

--¿Es... parienta de usted esa... señora?

--No. Es amiga. Nada, nada más que amiga: palabra de honor.

Descolgó su manteo en mal uso, se arropó rezongando «corre fresquete» y
rodamos hacia la vivienda de Rita. Por el camino enteré de algo al
sacerdote...

--Es un alma sin rumbo, sin norte y sin hiel; seguramente ha vivido á la
inversa de lo que viviría, si poseyese fuerza de voluntad. Se acusa de
maldad tremenda; asegura que para ella no hay perdón.

--Oveja descarriada...--asintió él.--¡Pobrecilla! Más suele ser el yerro
que la malicia en esta clase de pecados. Y que no es maligna, se ve en
el solo hecho de llamarme. Este rato que ahora tiene que pasar es el que
decide la suerte de las personas... Una buena muerte; y lo demás no
supone nada. El pensamiento del soneto está íntegro en el último verso.

Se me escapó una frase confidencial:

--Todas las muertes son buenas, porque todas son la conclusión de la
vida.

Soltó el viejo una risita inocente.

--¡Jesús! ¡Dios nos dé vida, hasta que se le antoje, el más tiempo
posible!.. Yo no estoy á mal con la vida. Si tuviese sitio donde colocar
tanto librote como se me junta, me consideraría feliz. En otro tiempo,
con mis aficiones, estaría yo en grande en un convento, de esos de
biblioteca regia y muchas horas para disfrutar, revolviendo los
estantes. Hogaño no; en los conventos no hay libertad, no hay frailes
privilegiados, á quienes se les deje con su manía del estudio, y las
bibliotecas que algo valían, ¡dónde irán ellas! Ayer mismo, en casa de
Celso el anticuario, ¿qué dirá usted que encontré? Un libro de
profesiones de Santo Domingo el Real: todo lleno de acuarelas y empresas
y alegorías de los profesos...

Antes de que pudiese pegar la hebra de su tema favorito, estábamos en
casa de la enferma. Me adelanté para anunciar:

--¡Rita, criatura, aquí le traigo á un sacerdote amigo mío; ya ve que
los caprichos se le cumplen! ¿Quiere usted que entre? Si no quiere...
esperará.

La cara, cuya palidez parecía enverdecer un reflejo fosfórico, se
removió un poco entre las tinieblas encrespadas de la cabellera suelta,
y los labios marchitos, sin color, susurraron:

--Que pase, que pase... ¡Jesús... mío, misericordia!--impetró la
moribunda, con ardiente ruego.

Entró el anciano, vacilante y torpe, á fuer de erudito miope que se ha
dejado en casa los espejuelos. Tuve que guiarle, que indicarle una
silla, al lado de la revuelta cama. En el aire flotaban olores
farmacéuticos. Así que le vi instalado, me retiré. La sala estaba
contigua al dormitorio. El médico, ante el velador, terminaba su café y
su copa.

--No se moleste, siga... Marichu, café para mí también... Muy cargado...

Mientras esperaba la infusión que había de despabilarme para la vela, me
senté en el sillón de raído forro. Colocado de espaldas á la puerta de
la alcoba, y bastante próximo á ella, el cuchicheo que partía de allí me
llegaba en truncados sonidos, como si el diálogo estuviese en verso y
los que dialogaban se interrumpiesen y luego acentuasen con trágico
énfasis un trozo, un arranque más sentido de la poesía. Acechador
involuntario y cobarde, no entendía yo bien las frases, pero alguna
palabra era para mí cual son en los antiguos gráficos de ignorado idioma
esas letras repetidas y ya descifradas, que permiten interpretar, por
relación de lo conocido, lo que se desconoce. A veces, no oía
distintamente un vocablo; lo que me guiaba en mi malvado espionaje de un
alma, era el acento con que pronunciaban lo que no oía. La voz del
sacerdote, sobre todo, me daba luz, siniestra luz. Tenía el timbre
sordo y ahogado de un grito que se sofoca por terror. Y la penitente,
enfervorizada, hablaba con singular energía, con no interrumpido
bisbiseo vehemente, como si vaciase el absceso purulento de tanta
iniquidad, apretando duro para expulsar todo lo nefando. Me sería
imposible decir si entendí nada concreto de la terrible conversación; y,
sin embargo... entre modulaciones de voz, interrupciones, preguntas,
gemidos, fraseo desgranado--, yo repetía para mí--... «Era eso, era
eso...» ¡Sublime horror pagano, tremenda carga en la conciencia
católica..!

Sin embargo, la nube de espanto se despejó; se apaciguó el murmullo,
convertido en una especie de himno ó plegaria de reconocimiento.

La mano del sacerdote, bendiciendo, se interpuso ante la luz de la
alcoba. ¡Rita estaba perdonada..! La pobre alma, transida de espanto,
sudando hielo y castañeteando los dientes, se calmaba, se envigorizaba,
y, agarrada á un cabito de seda blanca, iba á atravesar valerosa el
puente del abismo...

En efecto: cuando el viejo salió del dormitorio, tembloroso,
desemblantado,--horripilado de lo poco que se parece la realidad á los
libros viejos, y de cómo las viejas fábulas mitológicas no están sólo en
las bellas ediciones con viñetas, sino que se codean con nosotros en las
calles--, y me precipité á ver en qué estado se encontraba la enferma,
la faz verdiblanca sonreía con expresión de beatitud. Las pupilas de
asfalto se fijaron en mí, invitándome á compartir aquella dicha.

--¿Qué tal? ¿Mejoría, eh? Doctor: acérquese...

--Sí, mejoría--repitió sin convicción él...--. La respiración no es
tan...--Se interrumpió; yo adiviné el término exacto que suprimía, «tan
estertorosa». ¡El estertor...!

--Don Gaspar--murmuró Rita; y comprendí su ruego, y me incliné.

En mi oído, deslizó:

--¿No abandonará al niño..?

--Palabra. No temas--dije, con tuteo fraternal.

--Poco trabajo le dará... Ese niño no puede vivir...

--No digas locuras... ¿Por qué?

--Porque no lo consentirá Dios nuestro Señor... No puede consentirlo...
Oiga, don Gaspar... Prométame... Si vive, que entre en un Seminario...
en esos colegios para estudiar la carrera de cura... ¡Y mejor, en un
convento de frailes..!

--Así se hará, mujer... Descansa... Tu hijo es mi hijo...

Agarró mi mano y pugnó por apretarla fraternalmente, según costumbre;
pero estaba tan débil, que no acertó. Yo halagué sus sienes y su melena
alborotada, lacia á trechos de sudor, crespa y como erizada á trechos
también--extraña melena que parecía apuntada á brochazos por artista
genial--y ordené con despotismo, sugestionándola:

--Ahora, cucharadita de poción, y á dormir.

Absorbida la poción calmante, arreglado el emboce de las sábanas, subido
el colchón á empujones, recogí la luz y la puse sobre la cómoda de la
sala, detrás de un jarroncillo con flores artificiales. El doctor
secreteaba opacamente con el confesor. Este se volvió y me previno.

--Avisaré en la parroquia para que mañana venga el Viático.

Aprobé y le acompañé hasta la puerta.

--El coche que nos trajo aguarda... Está pagado... Mil gracias, amigo
don Andrés... A propósito. Tengo para usted un ejemplar raro de la
_Aminta_, con grabados en madera... Se lo enviaré en cuanto esta
infeliz...

--¡Se acepta con reconocimiento!; pero supongo que no será por
recompensarme de molestia alguna, porque, al contrario, mi obligación es
la que acabo de cumplir... Por penosa que sea...

Y temblaba aún, ligeramente, arropándose en el manteo,
susurrando--¡brrru!

Cuando volví á la sala, el médico salía de la alcoba.

--Reposa... Debía usted reposar también un rato. Yo velo.

--Nada de eso. Echese usted en el sofá; estoy de guardia.

Me habían servido el café, y aguardaba, frío ya. A mí me gusta más frío
que caliente: me retrepé en la butaca y empecé á beberlo á sorbos, con
placer nervioso, semiespiritual. Tumbado en el sofá, el doctor, robusto
y lastrado de cognac excelente, había cogido el sueño al vuelo, y dormía
con la boca abierta, modulando á ratos un comienzo de ronquido. Me serví
café otra vez, más engolosinado que la primera. Una excitación lúcida se
apoderó de mí: en excitaciones semejantes las ideas son como ágiles
saltatrices; hay una labor cerebral de devanadera, un tropel de
representaciones; todo parece inminente, inaplazable, cual si urgiese
resolver el negocio de nuestro destino sin un punto de dilación. La
tristeza de lo frustrado se hizo trágica en mí. A las doce de la mañana
de aquel mismo día, me alborozaba aún la perspectiva de la humareda azul
del hogar. Y no era la humareda lo que yo echaba de menos--todas las
humaredas me son indiferentes--. Era mi deseo, mi sueño de la humareda,
mi sueño de vida, lo que añoraba. Nada vale nada; sólo vale algo el
deseo que sentimos de poseer ó realizar las cosas.

Abiertos los ojos á la penumbra, pensaba en la que va á desaparecer
después de sufrir tal suplicio en su corazón, selva de plantas
ponzoñosas. Esa vaga incredulidad que nos asalta ante el no ser, me
dominó por un momento. ¿Era posible que Rita, la caprichosa, la vivaz,
la que tanto se entusiasmaba y hacía tales extremos en el teatro, la que
había padecido los furores de la antigüedad criminal, fuese mañana un
poco de materia orgánica en descomposición? ¿Cómo puede suceder algo tan
extraordinario en un segundo? ¿Porque se arroja sangre, se cesa de
existir? ¿Y qué es esto de dejar de existir? Murió Rita, dirán.
Entonces, Rita no es su cuerpo enmagrecido, no es sus cabellos foscos,
no es su voz cristalina, no es su cuello de flor medio tronchada. Todo
eso ahí estará... y Rita no.--Puse sobre el velador los codos y sobre
las palmas derrumbé la cabeza. Mi meditación se convertía en cavilación
visionaria. Acaso dormía, acaso deliraba. El alcaloide del café
concentrado actuaba sobre mi sistema nervioso, y con malsano goce dejé
volar mi fantasía, provista de unas alas membranosas, gris oscuro, de
murciélago,--que acababan de brotarle.




V


En árida llanura amarilla, cercada por un anfiteatro de montañuelas
calvas y telarañosas, iba atardeciendo muy despacio. Crepúsculo
interminable; del cielo cárdeno parecía descender lluvia de ceniza
sutil; y el sol, que detrás de los cerros se ponía, era un globo sin
calor, medio apagado, enorme, una pupila de cíclope agonizante.

Tan doliente paisaje ofrecía los tonos secos mitigados y polvorientos de
los antiguos tapices, y las figuras que sobre el paisaje comenzaron á
desfilar en caricaturesca procesión, de tapiz eran también: de tapiz, ó
de orla de códice cuatrocentista. El cuadro era del número de los
espantos que el arte ha querido agregar á los espantos de la naturaleza.

La primer figura que desfiló era la del anciano casi divino: un varón de
consumida faz; sobre su becoquín de terciopelo guinda, la tiara de oro
escalona tres pisos coronados. El esqueleto, roto y desharrapado por el
vientre, que le guía, lleva á cuestas, sobre sus huesos mondos, un
féretro. El viejo augusto alza la mano para bendecir y excomulgar... El
esqueleto le agarra de un brazo, y, tropezando en sus luengas vestiduras
pontificales, se deja llevar el Papa al baile siniestro. ¡Danzad, Padre
Santo!

Al Emperador no ha sido necesario asirle. Es sin duda Carlomagno, el
héroe, y desdeña el temor. Marcha recto y majestuoso, arrastrando sus
púrpuras y sus armiños, y en la potente diestra, como relámpago de
acero, reluce el espadón de justicia, mientras en la izquierda descansa
una esfera de zafir, que es el mundo. El confianzudo esqueleto no
respeta los atributos del supremo poder; con gesto persuasivo enseña al
excelso la inevitable ruta. ¡Danzad, seor Imperante!

Trémulo, moroso, el Cardenal, vuelve la cara; y el esqueleto se burla,
con risa sardónica, del miedo del purpurado. Al acercarse al Rey para
recordarle que es llegada la hora de danzar, el esqueleto se hace
moralista, señala al cielo, y arranca el áureo cetro de las manos que lo
empuñan. ¡Oh, y qué lindo sermón el que le suelta al Patriarca, que lo
escucha mohino y cabizbajo, sin dejarse convencer de que es preciso
abandonar el báculo, de que no le valen ni sus vestiduras violeta ni su
mitra, donde grupos de gemas complican el prolijo y pueril diseño
bizantino! Cuando se acerca al veterano Condestable, armado de punta en
blanco y apoyado en su montante de guerra, el esqueleto heroico blande
su guadaña obscura, como si dijese: «Arma contra arma... veremos de
quién es la victoria.»

Para el jactancioso hidalgo, de emplumado birrete, no ha menester el
esqueleto ejercitar violencia alguna. Le lleva engañado con razones, con
palabras capciosas y elogiosas; le aturde con argucias, le envuelve en
fúnebre charla, y, algo receloso, convencido sin embargo, el hidalgo
levanta el pie para comenzar el paso de baile. Al asir al abad de la
manga del hábito, el esqueleto no puede reprimir la bufonesca alegría:
¡dance el gordo, dance el orondo, dance el lucio, el del rollizo
pestorejo! Y el esqueleto agita sus canillas, muestra el costillar,
donde cuelgan arambeles andrajosos de momificada piel.--Más ligera, más
mofadora es la actitud adoptada con el digno preboste, y es desenfrenada
de júbilo la que toma al armarse de una pala de enterrador y prender,
saltando, al fraile teólogo, que en vano se defiende con silogismos,
sorites y entimemas.

No le vale al médico enarbolar su redoma de jarope y hacerse el
distraído, mirándola al trasluz; no le vale al astrólogo embebecerse
observando el firmamento; no le vale al canónigo resguardarse con su
libro de horas; no le sirve al escudero acariciar al gerifalte que lleva
gallardamente enhiesto en el puño. A decir verdad, todos procuran no
enterarse de que les llaman á la danza obligatoria: el mercader
contempla su bolsón, el cartujo finge absorberse en la lectura ascética,
el sargento titubea y describe eses de puro borracho, el músico
acaricia su tiorba, el abogado se enfrasca en un legajo, el mancebo
galán sonríe á una rosa, respirando su perfume lánguidamente; el
labriego muestra su azadón, como diciendo: «No puedo menos de ir á cavar
la tierra»; el carcelero repica sus llaves, el ermitaño pasa las cuentas
de su rosario reverendo... ¡Bah! El esqueleto no se preocupa de tales
nimiedades. Su astucia adivina el objeto de las aparentes distracciones.
Quizás, viéndoles tan embelesados, pase de largo el terrible bastonero
de la Danza general... Sí, ¡pasar él! Les llama, les da escueta orden,
les agarra de un brazo con rápido arranque. Hasta le veo acercarse á una
cuna y coger de la manita á un pequeñín que, soltando cristalino hilo de
baba, y repicando por última vez el sonajero, se aduerme en los brazos
secos, sin carne, contra la caja torácica que no encierra corazón...

No dejará el esqueleto sin pareja á sus danzarines. Antes de dar la
señal del baile, llegan las damas invitadas (invitadas sin excusa). Para
traerlas al sarao, el esqueleto redobla las cortesías irónicas, las
sardescas galanterías, las actitudes bufonescas, las postraciones á lo
Mefisto.

Ante la reina, que va á entrar en danza con su diadema de florones y su
veste orlada del armiño inmaculado, se rinde cortesano, mientras toma su
brazo como el que, respetando, apremia. A la duquesa pálida, que se
recoge elegantemente el sobrefaldellín de velludo, la rodea el cuello
con enamoramiento, casi la abraza con fúnebre y hediondo abrazo de
sepulturero melífluo. Ante la orgullosa fidalga se arrodilla, tratando
de estrechar su mano pulida, aristocrática. A la abadesa la descarga del
peso del báculo, estorbo para danzar... A la repolluda priora la empuja
por los hombros, suavemente. Ante la gentil damisela hace un contrapás,
llevando el compás de los brincos con la pala de enterrador. A la daifa
galante la echa al cuello el sudario como si fuese un chal. A la nodriza
la ordena con risueña mueca de mandíbulas cubrirse el seno y soltar al
crío; ¡lo primero, el baile! A la moza de cántaro la estruja la cintura,
la da un pellizco con dedos óseos, ¡y á remangar las haldas y á danzar!
Y cuando la gentil recién casada, ó la casta virgen, se estremecen
notando que el aire se vuelve obscuro y que un soplo glacial ha rozado
sus mejillas en flor--el esqueleto, aplicando la mano sobre la caja del
esternón, en el sitio donde el corazón pudo latir un día--les hace
tiernas declaraciones, susurrando en el tono del viento cuando solloza y
estridula en las ramas de los sauces elegías amorosas, layos de pasión
ultraterrestre...

Y, en el árida llanura, amarillenta, cercada por el anfiteatro de
montañas calvas y telarañosas, á la luz del sol que se pone detrás de
los cerros, medio apagado, el baile comienza, al pronto pausado y
solemne, sin más música que el choque de los huesos marfileños, pelados
y limpios, del esqueleto que dirige la danza general de la Muerte, tal
cual se ve en los Códices góticos. Danzan reyes con pastoras, monjas con
guerreros, emperadores con labriegas, fidalgas con arzobispos. Lo que el
amor no ha podido nivelar ni reunir en vida, lo nivela la Seca, la
omnipotente, con su gesto coreográfico. Las invitaciones al baile han
sido de base amplísima; no habrá piques; no se queda en casa nadie,
mientras el baile se forma, apresura su ritmo y repicotea sus airosos
puntos. Cogidos de la mano, empujados por la sobrehumana ley, contra la
cual no vale resistencia, alzando los pies juveniles ó gotosos, meneando
los troncos flacos ó tripones, castañeteando los dedos rígidos,
retorciéndose como debían de retorcerse los _Ardientes_, en su ronda de
martirio y locura, la multitud baila, baila, siguiendo al esqueleto que
marca el compás y guía hacia el profundo agujero ó sima abierto en mitad
de la llanura, donde las parejas, alzando todavía la pierna para un
trenzado, caen precipitadas. El corro, sin embargo, no se estrecha:
nuevas parejas reemplazan á las que la sima tragó; y suben el pie más
aprisa, y contonean la cintura más salerosamente y agitan los brazos y
encogen y estiran los dedos, con el trajín peculiar de los agonizantes
al rechazar las sábanas y mantas que los cubren. Las caras son del color
de la cera; pero, á veces, un reflejo del expirante sol, que no acaba de
ponerse, las aviva con un toque rojizo. Vestiduras de púrpura, sayos de
piel de carnero, sayas de bayeta, briales de seda joyante, pingajos de
mendigo, se rozan, se confunden en el remolino vertiginoso de la danza
general. ¿Dónde están las preocupaciones de clase, las severas
prescripciones de la etiqueta? ¿Dónde el imán de la pasión, que hace que
dos manos se busquen entre cientos de manos, en una cadena de baile?
¿Dónde el odio, que separa más que altas paredes y millares de leguas?
¿Dónde todo lo que los humanos han creado para entretener el ignoto
plazo de tiempo que les concede la Guadañadora, y para olvidar, entre
estrépito, farsa, mentira y vanidad, la _verdad única_?

Una risa silenciosa dilataba mis labios viendo realizado el ideal de
fraternidad é igualdad de tan perfecto modo. Nadie se acordaba, entre
los danzantes, de lo que _había sido_ durante el tiempo, siempre breve,
otorgado por el esqueleto á la ficción vital, á la tramoya humana. O por
mejor decir, ahora que el inexorable acreedor presentaba su cuenta,
todos sabían que no _habían sido_ nada, nada, nada, más que puñados de
polvo amasados por un alfarero en esta ó aquella forma; polvo cuajado en
barro quebradizo. Al romperse, sus tiestos y tejuelos se estrechaban,
cual confundidos en inútil montón se hermanan los restos en el muladar,
antes de ser barridos con enfado y desprecio.

La ronda, no obstante, me parece, no sé por qué, escenografía, algo
artístico, versificado, pintado, tejido, sin realidad inmediata. Esto,
pienso yo, es cosa sugerida por la Edad Media, que, como nadie ignora,
fué un período triste, renegador de la vida, amigo de la muerte... ¡Bah!
¡Pch!... La tal ronda es un baile viejo; ni más ni menos que la danza
macabra del poeta judío amigo de don Pedro _el Cruel_; en suma:
literatura y teología... En nuestros tiempos hemos reemplazado la danza
macabra por la danza griega de las ninfas y faunos, ronda jocunda,
símbolo de la alegría de vivir! Anticuada está la procesión de la
Seca...

Y en el mismo punto en que se me ocurre tal observación, que revela mi
cultura y mi sentido moderno, el corro de baile, girante por la grisácea
llanura, alzando una polvareda que es menuda, sutilísima ceniza de
corazones,--se ensancha para dar paso á nuevas parejas.--Ya no visten
éstas ni púrpuras ni terciopelos cortados; ya no cubren sus cabezas
tocas ni birretes. Llevan el mismo traje que yo, las propias vestiduras
que Camila y que Trini; su ropa la han confeccionado sastres y modistas,
sus manos calzan el guante actual. Pero sus caras son también céreas, y
en sus mejillas, el sol lánguido difunde el mismo resplandor de hoguera
que expira. Y á esa gente nueva que se mete en danza, ¡yo la conozco!
Son amigos que desaparecieron, son figuras medio borradas ya de mi
recuerdo, que ahora se alzan con el mismo relieve que tenían en vida,
cual si me hablasen, cual si acabasen de estrecharme la mano con la suya
actualmente helada. A unos les he querido y servido; á otros les he
criticado, les he detestado algunas horas de mi existir; á aquél, yo le
admiraba, le envidiaba en secreto; al otro, le he llamado imbécil,
cretino, en círculos intelectuales... Y aquel que pasa fué mi rival unos
meses, y por él me engañó y mintió y traicionó aquella que alza la
pierna bonita, á la señal perentoria dada por el esqueleto con su pala
de enterrador... Pasan, pasan, pasa mi existir resumido, como el de
todos los mortales, en unas cuantas fisonomías de semejantes míos, que
me hicieron bien ó mal, que me inquietaron con el enigma de su espíritu
ó de su destino. Y he aquí la clave del enigma de ellos y del enigma de
los demás y del mío, he aquí la clave...! La clave del enigma humano...
la danza general de la Muerte...!

¡Dios me asista! ¿Me engaño? ¡No! Ahí salen también á danzar los
propios, los de mi sangre, los que siento en mí todavía... Danza mi
pobre padre, el soñador, con su cabellera romántica al viento: y,
arrebatada mal de su grado, danza mi majestuosa madre, resistiendo,
apretados los labios y crispada la mano que magullaron las falanges del
esqueleto tiránico. ¡Y aparece también la figura más familiar! Camila,
la propia Camila, señora distinguidísima, con su original y celebrado
traje de terciopelo muselina verde almendra (me enseñó ella este
recitado) y su sombrero parisiense de plumaje llorón, entra en danza
sirviéndola de pareja un pobre diablo, uno de esos famélicos que se
sitúan, astroso el traje y entreabiertas las botas, en las esquinas, al
anochecer, para susurrar pedigüeñerías... ¡Oh entonada, oh correcta
Camila! ¡Si así creyeses que has de danzar, más pronto danzarías, porque
habrías de morirte de repente, de susto y escándalo! ¿Hola? Detrás de
Camila veo á Trini, agarrada á un vejancón que parece un sapo de pie...
Y Trini danza, danza, sin preocuparse de su pareja: en este baile no se
elige; es la promiscuidad de los antiguos ritos, de los cultos á las
diosas sin freno. También la Seca,--como su derrotada adversaria, la
Lozana, la Mentirosa--goza en producir nefandos contubernios,
aproximaciones imposibles, himeneos monstruosos, contrastes goyescos...

Quiero gritar, y la voz se me apaga. Acaba de salir á danzar una pareja
nueva,... ¡Rita! ¡Rita! ¡y de la mano de su niño; de la mano de
Rafaelín!

Para bailar con su nene se ve obligada á bajarse. Sus cabellos de
tinieblas, flotando, hacen resaltar la blancura sepulcral de su cara
exangüe y delicadísima. El niño, tan rosado, ahora tiene carrillos de
azucena... Y los dos, arrastrados por el torbellino, fascinados por la
mueca sardónica de la Guadañadora, brincan, se contorsionan epilépticos,
y corren desbocados hacia la sima central.

Movido de horrible curiosidad, me acerco á la boca del pozo del abismo.
Allá en el fondo,--si hay fondo;--á profundidad incalculable, creo
distinguir otro resplandor semejante al del sol enfermo y exánime que
alumbra la llanura gris... Es algo confusamente rojizo, que se inflama y
se extingue; es el ojo de carbunclo de un dragón que parpadea...
¡Fuego..! ¡Fuego..! ¡Hay fuego en la sima!

       *       *       *       *       *

La voz de Marichu, ronca de susto:

--¡Señorito! ¡Señorito! ¡Venga! ¡La señorita se muere!

Y el médico y yo, despertados á un tiempo, él del feliz sueño de la
buena digestión, yo del devaneo de mi fantasía volando con alas de
murciélago,--nos precipitamos hacia la alcoba.




VI


El doctor me llevó á un rincón, secreteando.

--Esto se acaba. La fatiga y el ansia que siente es que va á repetirle
la hemorragia. Y en ella, no respondo de que...

En vez de alarmarme, aprobé tranquilo. Era lo que tenía que suceder; ¡si
lo sabría yo! Como que acababa de verlo... Acababa de asistir
anticipadamente al momento que iba á transcurrir ahora: los pasos de la
Seca tal vez resonaban en la calle, en la escalera tal vez. De todos
modos, no tardaría en presentarse. Eran inútiles llaves y cerrojos para
oponerse á su paso; y el doctor, con sus recetas y sus pociones, estaba
soberanamente en ridículo,--fuerza es reconocerlo.

--¡Rita, niña!--silabeé á su oído, cubriéndola de caricias, que ella ni
advirtió.

--Alcela usted por la espalda... A ver si se atenúa la fatiga...

La incorporamos. Me miró como suplicándome que la aliviase.

--¿Qué sientes?

--Lo... de... antes... Sabor á hierro..., aquí... aquí...

Señaló hacia la laringe... Y al hacerlo, la ola avanzó, las venas del
mísero cuerpo se vaciaron, entre las angustias y los afanes postrimeros.
La cabeza recayó en las almohadas. Sequé, limpié los labios manchados,
enjugué la frente cubierta de glacial sudor. Ella entreabrió los ojos, y
en voz de soplo, espaciando, murmuró:

--Me voy... Acordarse... El niño...

Un sutil estremecimiento la recorrió toda. Se inclinó su faz un poco
hacia el pecho. Los ojos quedaron abiertos, cuajados, fríos; los labios,
remangados, descubrieron los dientes. La nariz se afiló de súbito. La
sonrisa, vaga, era de paz, de serenidad infinita; no protestaba, ni se
quejaba, ni temía el más allá; en los labios flotaba la certeza del
perdón. Y la contemplé, y las visiones de mi calentura se apoderaron de
mí otra vez: veía la Danza, el esqueleto-guía... Por las ventanas de la
sala penetraba la claridad polar de un amanecer de invierno matritense.

--Volveré dentro de un par de horas, Marichu. No la abandones.

Salí con el doctor, que exclamaba «¡Hiela! ¡qué gris sopla!» no sabiendo
qué decirme, en la duda de lo que significaba para mí aquella muerte; en
la duda de cuáles podían ser los lazos que me unían á la difunta. Y,
como yo no le hiciese el dúo en su tiritón intencional, se creyó en el
caso de decir generalidades.

--Son momentos muy tristes... Era previsto... Dado el giro del
padecimiento... Sin embargo, si no sobreviene esta última hemorragia...

Contesto con signos ambiguos, con enarcamientos de cejas de esos que á
nada comprometen, y á la puerta ya del médico, saco mi cartera:

--Por no molestar á usted otra vez... si quisiese que liquidásemos ahora
mismo nuestra cuentecilla... los honorarios..?

No hice caso de una protesta de desprendimiento hidalgo, de esas que en
situaciones análogas tiene todo español, y le metí en la mano billetes.
El apretón de despedida fué vehemente. Quizás representaba mi dinero el
desahogo, el bienestar de un mes en el modesto hogar.

--Falta aún... Usted perdone... Me hará el favor de llenar las fórmulas,
¿no es eso?...

Sí, él llenaría las fórmulas... partes, avisos á funerarias y todo lo
que se ha menester... Y yo seguí á mi casa.--Me empujaba á ella, con tal
prisa, la tiranía más poderosa y exigente de cuantas sufre el hombre de
nuestro siglo: la tiranía del aseo. Para mí, como para tantos
contemporáneos míos, el hábito del aseo ha llegado á convertirse en
nimia obsesión. Las uñas sucias, los dientes sin enjuagar con elixir y
sin frotar con pasta, el pelo sin cepillar, un borde dudoso, gris, en
los puños de la camisa, bastan para hacerme desgraciado. A pesar de mi
devoción extraña á Rita Quiñones, su menaje no me tranquilizaba poco ni
mucho, y la fúnebre noche había impreso huellas en mi ropa y en mi
piel. Sentía ese hormigueo, esa desazón física y esa especie de
disminución moral que produce la certeza de no estar puro, nítido,
fresco.

Con deleite de romano de la decadencia entré una hora después en un baño
donde acababa de esparcir puñados de espuma de jabón y un frasco de
Colonia auténtica. Al flotar en el agua tibia y aromosa, las visiones de
cementerio me parecían tan difumadas y desvaídas como un fresco de
sacristía deteriorado por la humedad, y la desaparición de Rita, algo
sucedido hacía muchos años y en un país distante. La fricción con el
guante seco, activando mi circulación, acreció mi bienestar material; un
chocolate ligero, á la francesa, en taza fina, flanqueado de _brioche_,
mantequilla y tostadas, absorbido al lado de la chimenea crepitante,
metido mi cuerpo en ropón de franela caliente y mis pies en zapatillas
confortables y airosas--las zapatillas fondonas, achancletadas, no las
puedo aguantar, me ponen en ridículo ante mí mismo--preparó sabiamente
mi estómago, sin cargarlo. Tadeo, el ayuda de cámara, solícito, me
vistió con ropas bien cortadas y de estación, y al darme los guantes,
interrogó:

--¿Almorzará el señorito en casa? Porque la señorita Camila siempre me
pregunta...

--No sé... Es probable que sí.

Volví á la casa mortuoria. Desde que pisé el portal me asaltó una idea,
que en el primer momento me parecía singular, aunque después me haya
enojado con los que singular la encontraron también. Y esta idea era que
ya tengo familia; que _tengo un hijo_ y que debo desear verle, besarle.
¿Cómo no lo hice ya á la madrugada, al rendir su madre el último
suspiro?

Llamé. Marichu, que me abrió, traía los ojos hinchados, el pelo
revuelto, el aliento impuro, de desvelo y fatiga.

--Es preciso--pensé--instalar á _mi niño_ como corresponde. Le educaré,
le cuidaré maravillosamente.

Y planes britanizados, todo un programa serio, pedagógico, á la moderna,
se formuló en mi mente mientras cruzaba el angosto pasillo cubierto de
estera vieja y forrado de papel color manteca imitando los nudos y
vetas de la madera de pino. Era la engañifa de la vida que volvía á
apoderarse de mí con sus seducciones, su persuasión fascinadora de que
hay cosas que urge, que importa hacer, y á las cuales debe consagrarse
todo nuestro esfuerzo, sin vacilación y sin descanso... La engañifa me
hizo tanto provecho como el baño y el chocolate, y entré en la alcoba
mortuoria casi alegre, con la viril alegría de la acción.

La valerosa Marichu había arreglado y mudado la cama, lavado y vestido á
la muerta con su mejor traje, de negro paño. Había cruzado sus manos,
clausurado sus ojos de sombra, cuajados ya y mates como azabache sin
bruñir, recogido con la modestia de los supremos instantes la cabellera
indómita, de rebeldes mechones. La chica bascongada tenía, ciertamente,
el sentimiento de lo conveniente en determinados casos. Me acerqué, miré
á Rita--si es que era Rita el tronco inerte que yacía sobre el lecho--,
y me quedé absorto por el encanto de filtro letal que se desprendía de
la contemplación. Sin duda quedaba mucho de alma en el cadáver. ¿No era
el alma lo que bañaba con irradiaciones de paz y misterio la cara
inmóvil? ¿No era el alma lo que se aletargaba tan calmosamente, lo que
imprimía majestad á la frente clara, como retocada de luz? A la boca
sonriente de un modo imperceptible, ¿no se asomaba el alma, á falta del
aliento? ¿No había alma en las cruzadas manos casi transparentes, entre
las cuales Marichu, no poseyendo un crucifijo, había deslizado una
humilde estampa del flamígero Corazón? ¿Podrá ser sólo la materia la que
sugiere tanta emoción dramática en presencia de estos despojos? Miro
hacia el fondo de la alcoba, buscando en las umbrías de los rincones al
Ser que ha de contestarme, al Ser que disipe mis incertidumbres. En el
silencio flota algo sagrado... Tal vez está ahí la Seca... Y de seguro
es ella, la Omnipotente, quien me responde, entre castañeteos de
mandíbula desencajada y chirridos de goznes herrumbrosos:

--Majadero: lo que te impresiona, ni es la materia, ni es el alma. Es la
forma, la forma engañosa, algo lineal y superficial, que sobrevive á la
vida.

--Date aceite á las clavijas de esos huesos--replico irritado,
despreciativo y con jactancia colérica--, para que no chirrien así. Tú
debes ser callada, reservada, elegante, discreta. No me gustarás ¿has
entendido? hasta que adoptes los modales de la mejor sociedad.

Y creo oir una carcajada sofocada, sorda, como si _ella_ se desparramase
de risa dentro de la oquedad de un nicho. _¡Ella!_ ¿Por qué llamarle
así? _Ella_ es la mujer; _ella_ es la que simboliza la humareda azul del
hogar, garantía de la supervivencia en la familia; sólo á la amada se
aplica el dulce pronombre demostrativo...

¡No quiero que me atraigas, no quiero ser tuyo, esqueletada coqueta! Hay
otro atractivo que vence, y de fijo vencerá siempre al de la Segadora.
El niño pisará la cabeza de la muerte... Y en mi memoria, en ese
caprichoso terreno donde brota lo que menos esperamos, salta una copla
del sentencioso secretario de don Juan II, y se me viene á los labios:

      Como toda criatura
    de muerte tome siniestro,
    aquel buen Dios y maestro
    proveyó por tal figura
    que los daños que natura
    de la tal muerte tomase,
    luxuria los reparase
    con nueva progenitura...

--¡Marichu!--grité--. ¿El niño, está despierto?

--Sí, señor.

--¿Vestido? ¿Limpio?

--No, señor... No pude... Con atender...--y señaló al lecho funerario.

--¿Se ha desayunado?

--Un poco de leche le di...

--¿Sabe?...

--Inocente, ¿qué quiere que sepa? Algo se malicia ya... Tan listo...

--Arréglale muy bien, y avísame.

Mi ilusión de paternidad no quería yo perderla con una impresión que
sublevase mis sentidos desde el primer momento. Como los sultanes de la
Biblia que hacen lavarse, macerarse en aromas, revestirse de los mejores
adornos á las que van á compartir su tálamo imperial--cultivando,
sabiamente, la mentira subjetiva, fuente de toda felicidad--, yo hubiese
deseado al chico trajeado de terciopelos y guipures, saltante de
planchados, exhalando olor á Rimmel y á ropa nueva, inglesa, cara. Soy
un refinado exigente, lo cual me vale sufrimiento y decepción continua.
Quisiera que el sentimiento, ó al menos la sensualidad, tuviesen el
poder de abolir esta exasperación de mi delicadeza; y jamás la han
tenido. En horas de delirio, ó que para ser algo deben ser de delirio,
mis sentidos lúcidos, vigilantes, severos, me vedaron el transporte y el
anonadamiento que se parece á la muerte, y sólo por este parecido me
hechizaría. He advertido todo, todo, todo; la basta calidad de un
encaje, el corte desairado de un zapato, el principio de fatiga de un
corsé, la imperceptible empañadura de una tez imperfectamente
purificada, el vaho de un estómago nutrido de groserías... Y esas
ofensas al refinamiento me han producido rencor, como si el ofendido
fuese yo mismo, directamente; y el rencor me ha marchitado las flores
de poesía en los labios y en el espíritu. ¿No me decía el año pasado la
pobre Catalinita (por señas, una amiga de mi hermana), no me decía,
repito, en son de despedida, en ocasión crítica y que otro llamaría
solemne:--«Eres un desagradecido. Te vas furioso contra mí...?»

Sí, furioso quedo yo cuando alguien me devasta por dentro, me disminuye
la poesía, me roba mi sueño y mi pasajero entusiasmo... Marichu: pon
cuidado, pon cuidado en cómo arreglas al niño, que en este momento es el
asa á que me agarro para no caerme de mi propia altura imaginaria. ¡Oh
arcangelito Rafael: haz el milagro de llenarme este abismo que hay en
mí; llénamelo con tu monería celeste, con tu mohín murillesco, con tus
carnezuelas amasadas de mantequilla y hojas de rosa, con tu mirar donde
aún no se ha reflejado la negrura humana! Enamórame de ti, de tu cuerpo
santo, sin contaminar, de tu pensamiento impoluto, de tus manos sin
fuerza, de tus pies corretones... ¡Hazme padre, sin que yo tenga que
rendirme al yugo de una Trini, de una mujer práctica, positiva, bien
equilibrada, que lleve cuentas y saque brillo á mi capital! Hazme padre,
que es lo que anhelo secretamente, porque ser padre es arraigar en la
vida. Mira que estoy rendido de tanto aspirar á la paz de la Sima
obscura... y que, para decir toda la verdad, la Sima es aterradora... ¡Y
sí he visto bien, sí; allá en el fondo, tiene fuego...!

--Aquí viene, señor: el huerfanito le traigo...

Cierro aprisa la vidriera de la alcoba, donde yace la madre, y me arrojo
hacia el mocoso, le levanto en brazos y le devoro á besos. El se ríe, se
defiende y me pega puñetazos en los ojos, chillando: «Bapar, malo
Bapar...»

--No me llamo Bapar. Me llamo _papá_.

Marichu abre unas pupilas sosas, como dos bolas barnizadas... ¡Se lo
sospechaba! ¡No era huerfanito el nene! Padre tenía, sólo que los
miramientos y las razones... el mundo, el mundo...

--Yo corro con todo, Marichu. Quizás nos mudemos, antes de la semana que
viene, á otra casa. Esta es triste. Entretén al pequeño; que no vea...

--¡Basta! Entendido, señor... Allá me lo llevo, cuando llegue la hora...

--Ahí va un par de billetes, para lo que ocurra...

--Suerte tiene Rafaelín... ¡Amparo no le falta!




VII


El contento que me oxigenaba el espíritu me animó á empeñar, desde el
primer instante, la batalla con Camila. Como todo hombre, no dejo de
temblar á las peloteras domésticas; sin embargo, el orgullo de mi
superioridad me presta una fuerza que acaso la razón no me daría.

Transcurre el almuerzo. Cobardemente, por hacerme los lares propicios,
lo elogio, aunque no me encanta: á los huevos revueltos les faltan
trufas; los _beefsteacks_ están demasiado hechos, y el pescado no trae
salsa aguda, correctora de su insipidez; lo reviste esa bandolina
amarilla titulada mayonesa. Camila propende á la economía; inspecciona
á veces la cocina, y está siempre tirando de la rienda, para ahorrar una
mezquindad. El elegante desprendimiento que hace tolerable el roce entre
sirvientes y amos, quitándole la aspereza batalladora del interés,--es
desconocido y sospechoso para Camila.

Puesta la conversación en el terreno conciliador, pasamos al gabinete, á
saborear el café. Me traen mi kummel, y cargo la mano en la dosis.
Camila reprende el abuso: pocos licores, pocos! Poco de todo, parsimonia
en todo, excepto en lo que puede dar de nosotros alta idea á la
sociedad--tal parece ser la regla de conducta de Camila.

A la tercera dedalada de licor, me decido. ¡Pecho al agua! Hablo, en
tono sencillo, confesándome; no omito nada, excepto la tremenda historia
de Rita, adivinada, soñada tal vez; expongo mi resolución de traerme
conmigo al pequeño, de ser como su padre, en toda la fuerza afectiva de
la palabra. Calentándome al hablar, declaro que el niño me es necesario;
que carezco de algo que me adhiera á este mundo tan deleznable, tan
mísero... Me vacío, me espontaneo, y al mismo tiempo que lo hago lo
deploro; me encuentro inferior á mí mismo, y me acuso de la caída, sin
dejar de caer aceleradamente--caso demasiado vulgar! ¿Cuándo
aprenderemos á no franquearnos con nadie, con nadie? ¿A guardar el
tesoro?

En efecto, he aquí el fruto de mi expansión.

Camila me escuchaba, puesto el codo en la mesa y la mano derecha en la
mejilla. Sus ojos grises, penetrantes, que empiezan á marchitarse un
poco por los párpados, me escudriñaban con una mezcla de recelo
indefinible, de lástima, de severidad, de indignación. Su izquierda
sacudía de tiempo en tiempo, por un hábito de corrección mundana, los
encajes amarillentos de la chorrera de su blusa, en persecución de
alguna migaja trasconejada quizás. Con pueril curiosidad, yo seguía la
doble corriente de aquel espíritu femenino: la de la protesta y la de la
rutina.

--Hijo mío...--Cuando se maternizaba, era para reducirme á la nada con
su sabiduría positivista, su buen sentido social.--Hijo mío...--Y miró
alrededor, cerciorándose que no la podía oir ningún criado: la
desconfianza de la domesticidad es una de las notas características de
mi hermana.--Yo... qué quieres que te diga? Por mi gusto, callaría, y te
dejaría hacer tu capricho. No me ha agradado nunca mezclarme... Pero mi
deber, deber sagrado, es decirte varias cosas. No: no creas: en parte me
alegro de que venga rodada la ocasión. ¿Permites?..

Se levantó, oprimió el timbre y ordenó al sirviente que se encuadraba,
derecho y mudo, en la puerta:

--No estamos en casa para nadie... ni para la señorita Trini... No me
traiga usted ningún recado, ni los del teléfono, hasta que yo avise de
que se pueden pasar.

Segura ya del tiempo, se sentó otra vez, bajó los ojos, pareció
recogerse, y al fin se lanzó, adquiriendo gradualmente mayor aplomo.

--Todo cuanto me has referido es tan extraordinario, que... perdona,
hijo... no es fácil que yo lo comprenda... en una persona que esté... en
su juicio... vamos, que esto no es indicar que tú no lo estés... al
contrario... tú sabes más que yo, tienes infinitamente más talento que
yo... pero son cosas en que á veces, los tontos--(¡qué gesto olímpico el
suyo al declararse _tonta_!)--vemos lo que los sabios no aciertan á
ver... Y yo veo claro en ti, Gaspar, no lo dudes ¡veo clarísimo! No en
vano hemos sido niños y jóvenes á un tiempo, en la misma casa, y no en
vano estamos juntos desde que enviudé. Tú has sido siempre raro; tú has
mirado siempre las cosas por un prisma... hijo, qué prisma! No sé si te
molesta que me exprese así...

--No... Sigue... Si me ayudas á conocerme, te lo agradeceré mucho. Deseo
darme cuenta de lo que les parezco á los demás. Acaso eso me ilustre.

--A los demás, como á mí, raro y muy raro y hasta extravagante les
pareces. Trini, por ejemplo, Trini, á quien tan simpático le fuiste...
Bueno, Trini no tiene otro recurso sino confesar que... que á menos de
estar tocado... Tú dirás que estas son apreciaciones, que cada uno se
gobierna á su modo; no, hijo mío! hay cosas y hay materias en las
cuales no cabe discusión, todo el mundo va conforme... porque no existen
dos maneras de verlas. Y el que las ve de un modo disparatado, es que le
falta la rueda catalina... Así, así te lo planto, Gaspar. No pides
claridad? Pues ni el agua!

Como yo no opusiese la menor objeción, prosiguió, excitada ya, con el
ímpetu del que al fin desahoga, harto de reprimirse y desaprobar en
silencio, ahito de mascarse la lengua.

--Y si no, vamos á ver... Querido mío, es verdad ó es mentira que siendo
tú un hombre todavía joven--treinta y seis años no son la
ancianidad--que no padeces ninguna enfermedad conocida, que gozas de una
renta muy bonita, y que deberías estar contento y disfrutar y casarte y
lucir la posición, te empeñas en oscurecerte, en echarte encima cargas y
compromisos? Es verdad ó mentira que sólo te falta, y perdona la frase,
sarna que rascar? (Torcí el gesto; mi refinamiento protestó.) ¿Y es
engaño que estás muy á menudo de murria? ¿Por qué no te dedicas á algo,
por qué no emprendes... qué sé yo? Lo que emprenden los demás hombres!
Política ó negocios ó... En fin, lo corriente!

--¡Política! Negocios!..--interrumpí--. Para qué? No dices que tengo lo
bastante? Tú á nada te dedicas, Camila, y tú vives feliz, como el pez en
el agua.

--Me dedico á la sociedad, á mis amigas, á mi casa... No tengo un minuto
de esplín. Tú, como si fueses un inglés: aburrido, aburrido, soso,
soso...

--También yo me dedico á la sociedad, á mi sociedad especial;--no hay
una sola, hay varias... En estos últimos tiempos, mi sociedad ha sido
una moribunda. ¿Qué le voy á hacer, si mi sociedad tiene un pie en el
sepulcro..? Sólo me extraña que tú, religiosa como dices que eres, no
veas sino las cosas de este vivir tan pasajero... Debieras interesarte
un poco por lo que sigue á la vida, que es el morir.

Enarcó las cejas, signo de ira.

--Ahora me vienes predicando... tiene gracia. Yo te pregunto: ¿Es fiel
la pintura que hice de tu carácter?

--Fidelísima. Soy como me has descrito.

--Entonces... saca la consecuencia. Mira: no tengo afición ninguna á los
perdidos, á los viciosos, y, no obstante, creo que preferiría que te
diese... vamos... por alguna tontería, por alguna calaverada de esas...
de esas que no deshonran. Sería menos malo que te enamorases ciegamente
y siguieras por montes y valles al objeto de tu amor haciendo mil
absurdos, y te rompieses por ella la crisma con un rival... En fin,
cualquier barbaridad que, pasado el primer momento, se te quitaría de la
cabeza, y después te convertirías en hombre formal y corriente. Pero,
con tus singularidades, empiezo á perder las esperanzas...

--¡Bah!--respondí, en un afectado tono ligero que tiene la virtud de
sacar de tino á mi hermana--. ¿Las esperanzas, de qué?

Frunció el ceño y calló indecisa un instante... Al fin, dura,
resueltamente, me la plantó:

--Las esperanzas de que estés bueno de la cabeza.

No porque la pronunciase Camila, sino porque dentro de mí una cavilación
ya antigua, un susurro psíquico, repetía la brutal frase, me sentí
palidecer y estremecer. Ella creyó en mi derrota y apretó el tornillo,
cosa propia de su manera de ser poco comprensiva, intolerante con la
flaqueza.

--No pienses que esto es una idea mía; te advierto que por ahí corre
fama de que estás muy chiflado--. Y se llevó el dedo á la sien.--Excuso
decirte cómo te calificarán si averiguan todo ese tejido de lindezas,
todo ese tinglado estrambótico sobre el cual vas á fundar tu vida. Si se
enteran de que has sido amigo de una perdularia, amigo á secas, hasta el
extremo de asistirla en sus últimos instantes; si saben que por la tal
perdularia, de la cual dices que sólo fuiste amigo, rompiste tus
proyectos de enlace con una señorita (la voz de mi hermana se hizo
enfática), una señorita ¡como Trini, que es la proporción más cabal, lo
que puede satisfacer al hombre más exigente! ¡Si ven, además, que te
llevas á casa un niño que no se sabe ni de quién es hijo y que tuyo no
puede serlo... excuso decirte la opinión que formarán del estado de tus
facultades mentales. Créeme, Gaspar, eres un ca-so, un ca-so.
¡Consúltate!..

--Cada uno es un caso--repliqué, reaccionando, montado ya en el
Clavileño de las ideas incomunicables--. Acabas de hacer el catálogo de
mis condiciones para ser dichoso. Poco valdrían esas condiciones si no
fuese unida á ellas la libertad, ¿entiendes? para hacer lo que me place
y no lo que tú y tus contertulios de dos ó tres casas habéis dispuesto.
Vuestros cuaqueos de patitos de corral asustados ¿qué quieres que
signifiquen para mí? Pensáis muy bajamente, muy ruinmente; y no sé cómo
puedes concordar esas opiniones con otras que profesas, al menos en
apariencia... ya te lo he dicho. ¿Eres tú cristiana? ¿Eres tú
espiritualista? ¿Y prefieres que tu hermano se entregue á vicios, tú lo
aseguraste, no lo niegues ahora, á que recoja un pobre niño desamparado
y le sirva de padre? ¿Se es sólo padre por engendrar materialmente? Tú
llamarás, de fijo, padre al confesor. Si yo hubiese pecado con la madre
y de ese pecado naciese la criatura, comprenderías quizás que la
recogiese. Haciendo lo que hago y que tú debieras considerar una buena
obra--aunque yo (pero esto es muy sutil) la realizo (por egoísmo)--, me
clasificas entre los dementes... ¡La demencia es la tuya en atribuir
tanto valor á lo que ha de durar tan poco! ¿O es que crees, Camila,
desdichada, que los demás se irán y tú quedarás? ¿Piensas que _eso_ no
puede ocurrir hoy, hoy mismo, después de que cojas el sueño rumiando lo
que has de murmurar mañana en casa de las de Correa? Todas las noches,
cuando te retiras á tu dormitorio, echas la llave, pasas el cerrojo y
hasta registras el tocador, no se quede allí escondido algún bergante; y
no te fijas en que hay _alguien_ que se filtra por las paredes lo mismo
que el Comendador, y á quien los hierros más gruesos sin cuidado le
tienen... Te haces la olvidadiza de que hay una mano fría que se apoya
sobre los hombros, una gran Señora que hace una seña y nadie la
desaira... ¡Sí, facilillo es desairarla! La cordura es pensar en ella y
la locura creer que vas á responder si se presenta: «Aguárdese usted,
que tengo sin estrenar un sombrero de París, y mañana me ha dicho Trini
que almorzará conmigo, y he de darle á la cocinera mis órdenes... A
Trini la gustan los bocadillos de ostras...» ¡Lo que _ella_ se reirá con
su boca sin labios cuando repliques así!..

Anticipando la lúgubre risa, me reí yo morbosamente. El café cargado,
los sueños en alas de murciélago, la impresión del tránsito de Rita, de
su horrible destino, todo me había puesto de punta los nervios, y mis
carcajadas ásperas, rascantes, parecían el chirrido del bramante
encerado contra la piel tensa de la zambomba. No es fácil describir la
mirada que mi hermana me echó. Había en ella terror, había al mismo
tiempo cierta humildad, y había la incertidumbre del que no sabe si lo
que le dicen es una admirable sentencia ó un peregrino disparate. Fué
evidente para mí entonces que Camila era lo mismo que la mayoría de los
humanos: que unas veces _creía_, otras, las más, _no creía_ en el
glorioso advenimiento de la Segadora. Era indudable que, distraída por
el necio devaneo de su vida, (según el mundo, sensata, decorosa,
loable), no se persuadía sino raras veces de que esta vida, exactamente
lo mismo que otra vida disipada, arrastrada, pobre, deshonrosa,
infamante,--era algo colgado de un pelo, era como resbalar aprisa por el
borde de un precipicio, era la pesadilla de una persona que no sabe en
qué hora ha puesto el despertador, y que, á la menos imaginada, ha de
escuchar el retintín violento que le llama á lo desconocido. Ni la
sensatez ni el decoro son obstáculo al paso de la Seca; y toda la
consideración social no puede lo que el gusano...

Y vi asimismo que Camila deseaba variar de tema, y me imploraba
angustiosa, urgentemente.

--No digas horrores... Cállate--imploró.

Un impulso de ferocidad se alzó en mí.

--¿Horrores?--repetí sarcásticamente.

Y levantándome y acercándome á Camila, la cogí las dos manos y la grité
casi al oído:

--Has de morir... Has de morir... No lo olvides, mujer...

La sentí temblar, escalofriarse y estallar en sollozos. Entonces me
avergoncé, y tartamudeando, formulé una excusa. Ella seguía llorando,
habiendo dado al diablo su corrección, su equilibrio, su majestad de
respetable dueña todavía apetecible; de cierto comprendía en aquel
instante, que los cuidados mundanos son miserias, nonadas ante la
perspectiva infinita de lo eterno... Conmovido á pesar mío, la eché los
brazos al cuello, la consolé, me acusé de estúpido, de mal
intencionado... Ella correspondió á mi arranque fraternal con otras
caricias, sonriendo ya enmedio del llanto miedoso--y por un instante,
los que tanto tiempo hacía que no éramos hermanos, lo fuimos, unidos por
nuestra común miseria, por el espanto del más allá, por el poder
incontrastable de lo que manda en nosotros y nos iguala al
suprimirnos... como iguala el segador la hierba del prado.




VIII


Son en mí tan poco frecuentes los arranques sentimentales; los reprime
tan pronto el cerebro, que aproveché la situación de ánimo desusada en
que había quedado para volver sobre mí mismo.

Tal vez contribuiría á preocuparme la impresión de ciertas palabras y,
sobre todo, del gesto con que Camila las había pronunciado... Era un
gesto sincero (aun cuando Camila adolece de afectación, y muchas veces
miente creyendo cumplir uno de sus deberes sacratísimos). ¿Estaré en
efecto...? Lo que tomo por meditación y análisis, ¿será desvarío de
insania...?

Vuelvo atrás la vista, y abarco mi existencia--no la exterior, que nada
significa ni vale; la positiva, la de dentro--. Exteriormente, yo he
llevado una vida normal y sin tribulaciones de esas que se comentan con
lástima. Mis penas ante el público las enumero así (por el orden de la
importancia que el público les atribuyó):

1.ª Quebranto considerable en unas acciones de minas de antracita, que
bajaron de golpe y que vendí con notable pérdida. Se me creyó arruinado.

2.ª Derrota de mi candidatura á diputado por el distrito de Corbalán. Se
me declaró fracasado.

3.ª Fallecimiento de mi madre.

4.ª Fallecimiento de mi padre.

5.ª Grave afección del estómago, que padecí á los veintiocho años, y que
tardó mucho en aliviarse, después de tratamientos complicados, régimen
severo, prohibición de varias fruiciones y una larga temporada de
oxigenación en el cortijo de mis primos, en Andalucía. La chusma
atribuyó mi gastritis á la lectura y al estudio, porque, como trato á
mucha gente frívola, al que reúne dos docenas de libros y los lee le
juzgan un pozo de ciencia... Yo sé que una crisis de sensualidad
desenfrenada fué la que minó mi salud, acaso para siempre, porque mi
estómago no ha vuelto á recobrar su alegría animal, su feliz humor, su
vigor que reparara las pérdidas del organismo. Hasta me habitué á
dividir mi vida material en dos épocas: antes y después de la gastritis.

Y... ¿qué más de biografía? ¡Todo, todo! La biografía es como los
cofrecillos que encierran joyas; por trabajados que sean, no dicen la
verdad, si no se abren para conocer lo que vale su contenido...

De niño, apenas entré en conciencia, fuí muy triste y muy romántico, y
oculté mi tedio porque mi timidez constituía una enfermedad, y el terror
de las burlas me encogía y me enseñaba precoz disimulo. Convencido
absolutamente de que me moriría al llegar á la pubertad (sin darme
cuenta exacta de lo que _pubertad_ significa), sentía terrores
indefinibles, y á la vez raptos de entusiasmo, alas en la imaginación. A
los doce años, antes de la primera comunión, tuve un acceso de
misticismo. Si pudiese volver á aquel estado, me consideraría
ultradichoso. Con escrúpulo examinaba cada uno de mis actos; me
arrepentía de los malos; lloraba á solas, y á solas me regocijaba cuando
había sido perfecto, porque ocultaba como un secreto terrible este
estado moral, sugerido por la preparación á recibir la Eucaristía. Y
como secreto terrible he seguido ocultando lo hondo; como secreto para
mí y nada más. Soy un solitario de alma... ¿Quién podría comprenderme?
Al escribir mis sentires, ya percibo que lo mejor ó lo más exquisito y
precioso huye entre los dedos, se liquida, se gasifica, desaparece.

Oculté también la caída, la vergüenza, la ridiculez del pobre niño que
se cree hombre porque se enfanga. El primer libro inmundo, los primeros
cigarros, las primeras daifas, la primera aventura de beodo,--se
resolvieron en asco indefinible y en un ansia insensata de anonadarme:
no fueron raptos de alegría ó de miedo, sino rabioso deseo de no ser. He
pensado después que este peculiar estado de ánimo lo expresa el profundo
símbolo medioeval--los desposorios del Pecado con la Muerte--. La
tristeza de la culpa, ¡qué cerca está del ansia de aniquilamiento!

Una ventaja tuve tan sólo: deseaba el fin, pero con despecho, como se
desea lo que daña... Al menos, por entonces, _ella_ no me parecía buena,
no me parecía hermosa, no me parecía seductora, divina; no era el
anzuelo de mi espíritu... ¿Ahora, ahora, te lo parece, Gaspar? No:
ahora, ahora, ahora no; el niño se interpone y me defiende...

Una tarde, me acuerdo que salí solo (mis padres me han vigilado poco en
la edad peligrosa, y han hecho mal; no haré yo así con Rafaelín; en
general, los muchachos españoles disfrutamos de libertad excesiva).
Estábamos entonces en el campo, en nuestra casa de Portodor, y yo iba
con frecuencia al pueblecito próximo, donde se celebraban fiestas
patronales y ferias y funcionaban chirlatas y otros establecimientos
menos santos.

La víspera yo había cometido en el poblachón mil imbéciles, risibles
excesos. Una congoja infinita oprimía mi corazón, mientras en mi cabeza
notaba la sensación de vacío de plomo (no sé expresarlo de otro modo)
que los comienzos de las jaquecas nerviosas producen. Mis venas estaban
áridas y como agotadas; mis manos, temblonas, como las de un viejo; en
el pecho notaba un hoyo y vaciamiento de mi ser; mi pulso no se
encontraría; se me figuraba tener los párpados llenos de arena menuda, y
en la lengua saburrosa revolvía hieles gordas, lo mismo que si mascase
el amargor de mi bajeza. Mi andar era lento, desigual; á veces me paraba
por necesidad de suspirar y de pasarme la mano por la frente, ó para
reclinarme en algún tronco de árbol. No hay nada que así se avenga con
ciertos estados de desolación del espíritu, como una puesta de sol,
sobre todo en un paisaje pensativo y penetrado de insinuante melancolía.
La puesta de sol de aquella tarde era de esas de las cuales se oye decir
que si un pintor las traslada al lienzo se le acusa de falsedad en la
visión, por el exagerado romanticismo del colorido y hasta de la forma
de las nubes. Anchas barras del más inflamado rubí simulaban inmenso
incendio, cuyas llamaradas cortas surgían de un anfiteatro de baluartes
del metal oscuro, terrible, que amuralla la siniestra ciudad del
Infierno dantesco. Era una puesta de sol de remordimiento, de sudor de
sangre de la conciencia. Sobre el fondo del celaje acusador, los troncos
de los árboles, ya semidespojados por el otoño, alzaban su ramaje en
actitud de implorar perdón ó auxilio; y á mis pies el río, ensanchado,
porque se acercaba á su desagüe en el mar, reflejaba en la superficie
inmóvil, apenas estriada imperceptiblemente por la brisa de la tarde,
los encendimientos del poniente, próximos ya á apagarse entre la
cenizosa niebla de la noche. Yo me paré en una revuelta de la orilla,
donde una peña musgosa convidaba á sentarse y descansar. Fascinado,
miraba á la sábana de agua durmiente, adivinando su hondura y
advirtiendo cómo se extinguían en su seno las brasas caídas del celaje,
y cómo se oscurecía el haz del agua, poco á poco.... Hubiese yo jurado
que, desde la planicie lánguida, sesga, de letal dulzura, alguien me
miraba, y que un filtro de deleite supremo corría por mis venas yertas
antes. Un verso de San Juan de la Cruz me martilleaba en la memoria:

      ¡Oh, cristalina fuente!
    ¡Si en esos tus remansos plateados
    formases de repente
    los ojos deseados
    que tengo en mis entrañas dibujados!

Y unas pupilas oscuras, enormes--de asfalto y tinieblas, como las de
Rita Quiñones la pecadora--me miraban desde el hondón del agua. Si eran
pupilas de mujer--porque lo sobrenatural sentimental, para el varón, es
siempre femenino--, al menos la mujer no alzaba del agua ni el torso
mórbido ni la grupa redonda; ni blanqueaban sus carnes bajo la linfa, ni
debía de poseer cabellera rubia como la de las hijas del Rin. En mi
mocedad verde y cruda todavía, la mujer era otra cosa bien diferente de
aquella criatura de misterio que me arrojaba una miraba magnetizadora;
que me invitaba á la sombra y a la paz ya nunca turbada. La mujer, tal
cual yo la conocía, en aquel momento, ¡qué náusea provocaba en mí! ¡Qué
vaho de matadero, qué tufo de carnicería, qué emanaciones de
estercolero asociaba á su impura imagen! En cambio, la del agua, la que
me llamaba sin voz, la toda mirar, la toda callar... ¡con qué sugestión
de olvido y de reposo me ofrecía sus invisibles brazos, enredados en las
algas oscilantes del lecho del río!

Inclinarme nada más un poco, y el abrazo divino vendría á mí; ella
subiría desde la profundidad, yo me precipitaría... Dos veces inicié el
gesto, y dos veces me detuvo el instinto,--la ruindad debiera
llamarle... Así y todo, al salir la luna, que es cuando el agua
tranquila nos hace señas más amorosas y atrayentes, es probable que
hubiese cedido al deseo--, si no se aparece el criado viejo de mi casa,
Carlín, que me buscaba, por repentina orden de mi madre, para disponer
el equipaje: se había recibido un telegrama que nos obligaba á volver
sin tardanza á Madrid al día siguiente...

Otro período empezó entonces para mí. Hice gimnasia, estudié, monté á
caballo; se completó mi desarrollo, se normalizó mi vida física,
equilibré los gastos con los ingresos, y la impetuosidad y fuerza de la
plena juventud influyó en mi espíritu. Sin razón alguna yo estaba
alegre, reía, jugaba y bromeaba con mis hermanos, y encontraba un sabor
delicioso y un encanto inexplicable á cualquier incidente; el afán de
una diversión sin sal me tenía despierto una noche entera; á veces, ¡oh
ignominia de la vulgaridad humana! abrazaba á mis amigos de súbito, sólo
por desahogo cordial, y me creía perdidamente enamorado de mujeres de
cuyo rostro, hoy que cierro los ojos para evocarlo, no puedo ni
acordarme. En un platillo de la balanza ponía el incremento de mis
fuerzas, en otro su derroche, y la oscilación apenas se percibía.--Sin
embargo, en ciertos momentos me acordaba del río, de la peña, de la
tentación, ahora vaga y latente; y era como la memoria de un amor
verdadero, que nos asalta entre frívolos devaneos y aventuras sin
consecuencia. Es indudable: nunca fuí como los demás; es decir, como la
mayoría de los demás.

Un interés especial ha tenido siempre para mí lo que con _ella_ se
relaciona. Curiosidad aguda, sobreexcitada, mucho más ardiente en mí de
lo que fué nunca (aun en los días perturbados, ácidos como el agraz, de
la adolescencia, la de otro trascendental misterio). Este misterio, en
efecto, no tiene dignidad; se enlaza estrechamente con lo animal de
nuestro ser,--mientras que todo lo referente á _ella_ adquiere un
admirable, artístico relieve (excepto, sobra decirlo, las horrendas y
antipáticas carrozas--estufas y otros detalles del ceremonial moderno,
que me crispan).

Todo esto es cierto, y cuanto más lo examino, fríamente, tranquilamente,
á la luz de mi juicio, el único faro que poseo para iluminar la caverna
de mi espíritu,--más me persuado de que mi mentalidad no se puede
calificar de anormal, dentro de la significación y alcance que da la
ciencia á tales palabras. La ciencia! No soy su idólatra. De lo íntimo,
la ciencia nada conoce; cada científico se conoce á sí propio... es
decir, si es sincero, trata de conocerse, como yo y tú, semejante
mío.--En el cerrado santuario de cada alma, la ciencia no puede
penetrar. Allí donde los hechos pierden su escueta significación; allí
donde las palabras no son capaces de expresar nada; allí donde todo se
guarda y cela como incomunicable tesoro,--allí, ¿qué papel representa el
propio don Santiago Cajal, señor de todo mi respeto, con sus neuronas?

Oh Camila, Camila inocente (á pesar de tu truchimanería, mundología,
recámara, longitud y mano izquierda). ¿No eres más loca tú, _hija mía_,
y no son más locos los que, como tú, se afanan tanto, se sacrifican
tanto, en preparación de una vejez que acaso no llegue para ellos nunca?

Después de mi examen de conciencia, no sólo me absuelvo, sino que me
canonizo. El que ve la realidad soy yo. Sigo abundando en mi sentido...
sigo orientado hacia _después_.

Comprendo, eso sí, que necesito tierra que pisar, ya que estoy en la
tierra. O es preciso irnos, ó poseer aquí algo que justifique nuestra
presencia. Un niño: un niño en quien la vida se afirma animosa y
triunfante. La predicción de su madre no me alarma: ya haré yo que
Rafael viva. No educaré á mi niño, ni como ella en su remordimiento ha
deseado, ni como me educaron á mí. Pienso bonificar su cuerpo mejor que
las rentas que he de dejarle, y preocuparme más de la composición de su
sangre que de sus cuellos á la marinera. Sentiría que se me pareciese...
mediante un capricho arbitrario de esos que la naturaleza se permite!...
Prefiero que tenga una psicología apacible, una fisiología pujante; que
conserve su pureza largo tiempo; que sea atlético y cristiano; que no
refine las sensaciones y no se avergüence de los sentimientos; que se
case á los veinticinco con una buena moza de caderas anchas, y críe á
sus numerosos hijos en el temor de Dios y la convicción de que la vida
es excelente, que nacer es un don, y que hay fuera de nosotros y por
encima de nosotros una ley que hemos de acatar y un criterio definido
que se nos impone...

¿Y yo? ¿Por qué no procedo yo así?

Pch... Porque soy de otra raza, no sé si diga exquisita ó gastada y
vieja. Porque empecé temprano á socavarme el alma y á practicar el rito
que produce la infinita desolación. Porque soy un envenenado; llevo en
las venas la amargura del absintio y el ensueño que vierten los cálices
de amapola; porque acaso un abuelo mío fué suicida y una abuela se murió
de mal de amores... He de tratar de ahondar en mi genealogía... Si
supiésemos la historia exacta de nuestros ascendientes, nos conoceríamos
mejor.--Así, _mi hijo_ no conviene que sea _de mis lomos_: le he buscado
hecho ya. Que no me herede la mentalidad...--Y de súbito, recuerdo de
quién procede el niño, la inmensidad de pecado que hay detrás de su
inocencia... y me asusto.

¡Animo! Yo borraré todo eso. Lo que se ignora, no actúa sobre el alma.
El niño no sabrá jamás nada de su origen; haré lo imposible por
convencerle de que es hijo mío verdadero.--He consultado á un abogado
hábil para arreglar todo, eludiendo las tranquillas, nudos y redes de la
ley; este jurisconsulto irá á Sanlúcar, á conferenciar con la abuela de
Rita Quiñones, y á orillar, mediante ruegos, y si es preciso,
ofrecimientos y dádivas, por todos los medios, cuantos obstáculos pueden
presentarse á mi deseo de ser dueño absoluto de Rafaelín. Corto así el
hilo que une su destino y su porvenir á la familia maldita, y le aislo
para que nunca sospeche... para que no llegue jamás el día de la
fatalidad, el día de la revelación,

    ce jour détestable
    dont la seule frayeur me rendoit misérable...

como dice la reina Yocasta en la magnífica tragedia _Les frères
ennemis_, que releo, cultivando el goce, para mí delicado, del terror
antiguo.




IX


Me ha servido de distracción el arreglo de mi nueva morada, un hotelito
riente, con regular trozo de jardín, en calle solitaria y nueva. Lo he
adquirido, lo he destripado, lo he dispuesto á mi manera, agregándole un
ala, y acabo de instalarme en él.

A planta baja, un salón, la biblioteca, el comedor, una antesala; en el
principal, mi dormitorio, mi cuarto de baño, mis servidores; en el
segundo, las habitaciones de Rafaelín y de la inglesa que le cuida; las
dependencias, cocinas, _office_, en el ala agregada; y la cochera, en un
pabellón al extremo del jardín, con entrada independiente. Es curioso
que los hombres más distintos por dentro de la mayoría de la humanidad,
sean tan previstos y tan gregarios en la mayor parte de sus
exteriorizaciones. Apenas terminado mi nido, caigo en la cuenta de que,
como los pájaros, me he sujetado á la regla general, al hábito, y que si
Camila, con todo su normalismo, fuese la directora de mi instalación, no
la haría de otro modo.

El hábito tiene una fuerza singular. ¡Me ha costado trabajo separarme de
Camila! Todas las incompatibilidades de carácter que con ella me
reconozco, todas las impertinencias de su cominería fiscalizadora, no
impidieron que sintiese un penoso hormigueo llegado el momento crítico
de la escisión. Ella, por su parte, demostró que la pesaba gravemente
quedarse sola, y, con la expresión del que dice «ahí viene la primavera
médica, habré de purgarme» murmuró: «Será preciso casarse otra vez. No
está bien una mujer, sin arrimo, entregada á sí misma...»

Trini, que vino á almorzar más á menudo los últimos días de mi estancia
en la casa fraternal, anduvo unos días con los ojos encarnados y las
mejillas tocadas de palidez, allí donde suelen abrirse las rosas.--Por
señas, que no estaba ni pizca de guapa así. El llanto puede hermosear á
las mujeres de líneas correctas y nobles; á las carirredondas las echa á
pique. Parecen la luna en caricatura.

El golpe, para Camila, es tremendo. ¡No sabe cómo explicar á sus
relaciones lo sucedido!--«Diles la verdad»--indico yo, siempre
irónico.--«Les diré que has tenido un arrechucho á la cabeza»,--contesta
ella, siempre hostil. «¡Qué quieren ustedes!», suspirará mi hermana en
casa de las gutibambas de Roa, de las presumidas de Granizales, de las
cenaaoscuras de Moncada, de las viejas carcomidas de Urizalén.--«¡Cosas
que, cuanto más se piensan, menos se entienden!» Y las amigas
cuchichearán:--«¡Vaya por Dios! ¡Ya, ya es fastidio! ¡A nadie le faltan
contrariedades!...» Y la mayor de Urizalén se volverá hacia la menor,
exclamando:--«No sé, Lola, lo que habrá debajo de todo eso... A la
fuerza el chico es suyo...» «A la fuerza, Antoñita», repetirá Lola, que
siempre opina como su hermana. Y Camila, plegando la frente, sacudiendo
la cabeza, pasará la mano enguantada por el manguito de chinchilla,
mientras la acercan una mesa volante para que tome el té con
comodidad...

De suerte que tampoco las vejezuelas admiten que mi conducta tenga más
móvil que la paternidad física. Imposible hacerlas comprender que se
pueda ser padre de otro modo. De suerte que los Santos de entraña
paternal, los que engendraron con el espíritu, los Las Casas, los
Vicentes de Paúl, la salada y celeste Jorbalán, pura, honestísima, que
llamaba «mis chicas» á las prostitutas recogidas en el arroyo--habían,
sin duda, «tenido que ver...» ¡Miseria, brutalidad humana! Y el
cristianismo es letra muerta, texto arrinconado, para las señoras como
mi hermana--para la inmensa mayoría de las gentes.

Si el cristianismo no fuese letra muerta... En fin, dejémoslo, que yo
tampoco estoy bañado en esa miel, en esa leche de bondad, en ese olvido
de sí propio, acaso el único preservativo contra la fascinación de los
dos abismos negros que desde el fondo del río me magnetizaban... La
fuerza de vivir ¿no eres tú quien la lleva y la reparte con tus manos
horadadas, mártir Nazareno?.. Por no pedírtela, yo la busco,
egoístamente,--en esta criatura...

No sé si he dicho cómo es. Debo confesar que una de las razones
escondidas de mi preferencia por la paternidad espiritual es que me creo
incapaz de amar á un niño feo, aunque haya salido de mis venas. Un rapaz
con cara picuda ó chafados morros, una especie de monuelo ó tití, de
patas zambas y brazos sin proporción; un giboso, un bizco... no, no me
parecerían hijos nunca. No habiéndolos deseado así, serían fruto sólo de
prosaica aproximación: el ideal nunca echaría flores en mí para ellos.

Rafaelín es moreno. Su testa, de amorcillo pagano, empieza á coronarse
de sortijas que un lírico griego compararía á oscuros racimos de vid. La
luz de su mirar alumbra y calienta á la vez las facciones, y las dos
mitades de guinda de los labios se apartan dejando ver los dientes
lechales, completos, diminutos y húmedos de fresca saliva. Sus
manizuelas hoyosas tienen el candor amante, el gesto de bendición tierna
de las manos del Niño Jesús, que acaricia á San Antonio de Padua. La
conformación de Rafaelín es perfecta; su cuerpo, un modelo para
escultores de infancias divinas. Cada uno de sus gestos rebosa gracia, y
la travesura lozana de los chiquillos sanos. Adora la limpieza y reclama
el baño él mismo--caso raro, afirma la inglesa, en _babies_ de los
países meridionales--. Ha preguntado varias veces por su madre, y un día
lloró sin consuelo por ella, porque no venía, y pidió, en su lengua de
trapos, que le llevasen adonde está ella, sin sospechar lo trágico de la
petición. Pronto, sin embargo, se disipa la preocupación; el menor
incidente, un juguete, lleva su pensamiento fluido, sin consistencia,
hacia otra parte. Una observación curiosa es la precoz afición de
Rafaelín á la música. Su vivacidad se aquieta horas enteras si oye tañer
ó cantar. Esto lo he averiguado porque el ayo de mi hijo tiene algo de
artista; toca el violín, el piano--sin pretensiones de virtuosismo,
pero con sentimiento.

Contra estas aficiones musicales tan tempranas de Rafael ya estaré yo
vigilante, en guardia, para prevenir la ridiculez funesta del niño
fenomenal. Le quiero niño natural, llevado de la mano por dos ángeles
protectores: el ángel de la higiene y el ángel del juego. Anhelaría
embutir sus nervios en sus músculos, como se envaina un arma peligrosa y
de envenenado filo en un forro de grueso cuero resistente. A veces sueño
para la criatura un atletismo que, mediante la ley de adaptación, le
reduzca el cerebro y le convierta en uno de esos dioses bellamente
estúpidos, de cabeza menuda y pectorales y biceps soberbiamente
desarrollados, que nos legó un período del arte helénico.

De estos planes hablo detenidamente con el futuro ayo, muchacho muy
intelectual, que propende á la idolatría cerebralista y al orgullo de la
razón. A bien que tengo tiempo de estudiar las manos en que va á caer mi
chico, pues, por ahora, no quiero que aprenda ni el abecedario.

Su dueña, actualmente, es la inglesa, miss Annie Dogson, de lo castizo
británico, más institutriz que _nurse_, que se limita á presenciar y
dirigir el aseo y tocado de Rafael, hecho como antes por Marichu. Es
decir, como antes no: la inglesa ha cambiado todos los métodos y
sistemas de la bascongada, que lo sufre agriada é impaciente. El cuarto
donde se practican las operaciones de aseo es un primor: miss Annie lo
ha amueblado á su gusto, con cretonas Liberty, lacas blancas, estantes
de vidrio y lavabo y baño de la misma materia; sabias tuberías reparten
agua á capricho de temperatura, y armarios de formas ingeniosas
encierran una ropa blanca admirable, venida de Londres, que alegra la
vista. Voy algunas veces á gozarme en ver restregar y purificar á mi
hijo. Escena encantadora que halaga mis instintos de ultrarrefinado,
nunca enteramente satisfecho del semi_confort_, estilo clase media, que
se permitía mi hermana. Miss Annie, con delantal níveo, manda la
maniobra. El niño sale del agua como el capullo sale de la lluvia fina
que le refresca. Su cuerpo es un santuario. Ha crecido visiblemente; ha
aumentado de peso; en la calle, la gente se vuelve para alabar su
gentileza; cuando le llevo en coche á la Castellana ó á la Casa de
Campo, leo en las miradas una efusión de simpatía hacia el bello muñeco,
vestido originalmente, con tufo de extranjería y de _highlife_, por el
sastre de niños que trajea á los príncipes de la familia real inglesa.
Camila, que no ha puesto los pies en mi hotel desde mi instalación, pasa
en su berlina, se cruza con nosotros y, sin poderlo remediar, detiene la
mirada en la hechicera figurilla. El niño tiene _chic_... Para el amor
propio de mi hermana, que el niño tenga _chic_ es género de consuelo.

El ayo en ciernes, y por ahora inútil, se llama Desiderio Solís. Es
posible que al traerme á casa á este mozo obedeciese yo, sin saberlo, á
un sentimiento que no quisiera cultivar ni que nadie me atribuyese: un
impulso de beneficencia, de compasión, el saborete de hacer feliz á
alguien. Todavía me desagrada más tal género de deporte cuando lleva
ribetes de interés y de conveniencia. Al favorecer á Solís, si por ahí
me daba, no debí señalarle obligación alguna, Cierto que viene á ser
como si no se la hubiese señalado, puesto que es honorario su cargo, y
hasta dentro de tres años, lo menos, no darán principio sus tareas. Sin
embargo, como le he dicho que es preciso que se prepare debidamente, que
se empape de pedagogía moderna y que antes de tener alumno tengamos
profesor--el hombre está sujeto por una cadena dorada; su tiempo me
pertenece, no es libre...

El tal Desiderio Solís--yo al pronto creí que este nombre fuese un
pseudónimo literario--pasaba, cuando le conocí, una crujía negra de
miseria y de arbitrios equívocos para combatirla. No realizaba ninguna
acción penada por el Código, pero estaba en ese resbaladero en que la
necesidad apremiante puede inducir al robo si no hay altivez, y al
suicidio si la hay. Como muchos proletarios intelectuales, Solís,
cargado de conocimientos, se había encontrado en el arroyo, sin medio de
dar empleo á sus aptitudes, sin saber á qué aplicar las sabidurías ó los
lugares comunes de información almacenados en su cabeza. De los tales
proletarios, la mayor parte posee cultura de remiendos, con agujeros y
carreras de puntos de media usada: Solís, sujeto á disciplina en el
estudio por un tío que era catedrático y que tuvo al sobrino á su lado
siempre, mientras vivió, había aprendido con método y orden, y combinado
dos clases de estudios que rara vez se juntan: el de los clásicos y la
Historia, impuesto por su tío, y el de los autores novísimos y las
recientes tendencias, á que le llevaba su afición. Su cabeza, de forma
algo prolongada, era un almacén, y, cosa más insólita, al lado de tanta
noticia, fecha y hechos, sobre el matorral espeso del memorión atestado,
saltaba un chisporroteo de ideas, muchas no previstas y algunas
realmente originales. Justamente el rencor, la protesta de Desiderio
Solís contra la suerte, en eso se fundaban: en que mientras él se roía
los codos, veía solicitados y pagados escritores que no poseían otro
mérito sino aquella elocuencia vacía que aparenta decir algo y no dice
nada; que recocían y recocían el mismo duro garbanzo, y después lo
freían y lo sofreían con picadillo de cebolla de repetición,
aderezándolo luego y escondiéndolo en soplado _vol-au-vent_ á fin de
que no se adivine lo casero y burgués del manjar. Y de este rencor temo
que no le ha curado ni medio aliviado el fortunón--para él tiene que
serlo--de entrar en mi casa. A pesar de haber encontrado en ella
alojamiento confortable de todo punto, y no despreciable sueldo, Solís
continúa acedo, quejoso de su destino. Tal vez ve en el puesto que le ha
caído de las nubes la humillación de una especie de domesticidad.

Por este descontento exigente, que no lleva trazas de desaparecer, me
agrada más el ayo. Confieso que le hubiese mirado con algún desprecio
si, propicio al yugo y satisfecho con el pesebre colmado, se hubiese
reclinado muellemente en la litera de fresca paja. Solís aparenta todo
lo contrario: en frases sueltas deja entrever la añoranza de sus hambres
y libertades bohemias, y hasta lo dice en artículos que le admite algún
periódico trasconejado, y que yo he sorprendido. El ansia de
independencia es en él una especie de obsesión.

Si yo fuese como el vulgo, el análisis que empiezo á hacer del carácter
de Solís me alarmaría, y recelaría dar á Rafaelín un director
semejante. La grey suele preferir á los ayos por sus condiciones
borreguiles; cada día escasean más los preceptores verdaderamente
intelectuales, especie que abundó entre los enciclopedistas del siglo
XVIII y que parece haberse perdido. Sea que los hombres de talento
tienen hoy más ambición y desdeñan tales funciones, sea que la clase
alta y pudiente que paga ayos ha tomado miedo á la capacidad, ello es
que el tipo del gran profesor desaparece, y quedan dómines apaisados que
practican la enseñanza por recetas, ó pedantes extranjeros, que se dicen
personajes en su país y á escondidas gastan papel de cartas con blasones
de nobleza. De esta peste véame yo libre. Como elemento extranjero, me
basta miss Annie, que realmente entiende á maravilla el riego y cultivo
de la planta humana. La tierna plantita confiada á sus cuidados echa
rama, se enfresca y lozanea. No me gustan, en cambio, otras condiciones
de Annie. Paréceme coqueta al estilo de su tierra, á lo puritano, y con
buena dosis de vanidad y aprecio de sí misma; es ultraexigente para sus
comodidades, es despótica, intransigente en las horas y reglamento del
chiquillo, pero cumple su deber de puericultora con la estricta
exactitud que es una de las formas del orgullo británico; y el chico no
florecería en manos de Marichu la excelente, como en las de la inglesita
de rubio moño y tez de papel satinado.

Así y todo, yo deseaba conservar á Marichu eternamente; pero he aquí que
se despide. Brusca y llorosa entra en mi despacho á espetarme que ella
no quiere obedecer á una como Annie, que no va á misa, que es hereje.

--¿Qué te importa, Marichu? Ve tú á la iglesia cuanto te parezca; Annie
también va, sólo que á una iglesia suya, á su modo.

--Una iglesia pícara, de herejes. Y el señor de Solís, pues, tampoco á
misa va.

--No parece sino que tu antigua señora, mi pobre Rita, era alguna monja.

--Monja no era, pues, infelís; pero á misa ya iba, y resos sabía, y
murió en grasia, con cura y todo. Al pobre de Rafaelín hereje le
volverán, si la Virgen lo consiente. Ya irá á ver el señorito que estos
así mala gente son, disgustos tendrá, pues... Yo me marcho; acomodo
había buscado. A Rafaelín quise darle un beso en los carrillos y la
inglesa me aparta así--la bascongada me cogió por el hombro imitando el
movimiento seco, rígido, de la _miss_--y va y dise que á los niños ahora
besos no se les deben dar, que se les pegarían males... Males ella podrá
pegar, que yo sano tengo todo, y el alma muy saludable. Siempre á los
chicos he visto besar yo, pues, en mi tierra, y aquí lo mismo. Besarse
hombres y mujeres sí será vergüensa; á los niños, ángeles del sielo, no.
Así es que me voy, señorito; y perdone las mil faltas...

--No, Marichu; perdóname tú--respondí cariñosamente--. Ven á verme
alguna vez. Toma, criatura, para que te compres un buen reloj, si
quieres...

La propina fué pingüe, y en mí quedó un reconcomio, una lamentación de
perder tan leal criada, y una espina de duda y sospecha. ¿Acierto en lo
relativo á Rafael? ¿Le rodean elementos convenientes para la formación
de su espíritu? Y me propongo observar, observar (con el interés
vehemente que produce en mí la observación) á las institutrices y á los
preceptores.




X


Cuando retraso la hora de levantarme y me dejo estar arropadito en la
cama, hay días en que experimento una impresión como de hogar, hogar
mío, propio. Es que me traen al niño para que me dé un beso.

Solís se encarga de esta ceremonia, incompatible con el pudor de la
inglesa. El niño se me presenta ya hecho una lechuga, oliendo al jabón
Pears y á los vinagres caros y deliciosos que he mandado venir para su
tocadorcito. Trepa por mi cama arriba y me abofetea á sus anchas,
hartándome de caricias zalameras. Yo, riendo, procuro despertar en mi
corazón el abandono de confianza, la ceguedad amorosa que inspiran los
hijos de nuestra carne. El día en que noto á manera de una pared
invisible entre la criatura y mi alma; el día en que, á pesar mío,
murmuro sordamente «esto es una comedia de familia», estoy de murria la
mañana entera.

Ha sido siempre uno de mis padecimientos íntimos, de que no es posible
quejarse y que no veo medio de remediar, este defecto ó este exceso en
mi funcionamiento cerebral: la repetición de ciertas frases
insignificantes, mezquinas, por lo común irónicas contra mí mismo, que
se me clavan en el magín y que, como cansados estribillos, repito sin
voz, mudamente, con insistencia insufrible. Ignoro por qué se produce el
fenómeno, é ignoro cómo contrarrestarlo. Hay coplejas de sainete; trozos
de música murguista; cláusulas tontas de conversaciones ajenas; dichos,
por ejemplo, de Camila, de cuya obsesión no acierto á verme libre. En mi
involuntaria cerebración entran también los nombres raros, motes y
apodos que doy, sin querer, á cosas y personas,--y por los cuales las
conozco, interiormente, mientras olvido sus nombres verdaderos. Lo de la
_comedia de familia_ lo tengo ahora metido en no sé qué casilla, sin
acertar á desalojarlo. Cuando presido la mesa observando los movimientos
de Rafael y admirando el minucioso esmero con que Annie le hace comer
limpiamente y corrige sus menores defectos de _tenue_; cuando, servido
el café, me arrimo á la lumbre encendida, y el niño, á pasito corto, se
me acerca y pone sus labios en mi mano, balbuceando la primer frase
británica: _Bless my, good father_... todo este gracioso aparato de
ternura y respeto despierta la voz sorda, la voz muda: «Comedia de
familia!»

--¿Acaso--discurro--no hay algo de comedia, no hay un histrionismo
involuntario en los actos más serios y más sinceros de la vida? ¿No
preparamos con arte (y qué es el arte sino perpetua comedia) las
protestas de amor, las demostraciones de amistad y hasta las
manifestaciones del dolor, que debieran ser tan inconscientes como el
grito que el mismo dolor arranca? ¿Dónde está la santa inconsciencia?
¿Dónde el olvido de nosotros mismos?

De estas cosas y de otras converso con Solís. Como deseo conocerle bien,
prescindo con él (en cierto límite) de mi reserva. Se ha roto entre
nosotros el hielo; hasta discutimos; y, sin embargo, no nos une ningún
vínculo de afecto: nuestra comunicación es del corazón para arriba, en
absoluto. En ambos domina el cerebro, acaso influído por los nervios, y
en ambos existe, creo haberlo notado, igual desconfianza de todo, igual
sentido escéptico y pesimista,--para dar á estos males su nombre vulgar
y resobado, y que, realmente, nada expresa de lo más hondo de su
inquieta zozobra.

Fué muy lenta en establecerse esta comunicación. Encerrado él en su
mutismo de asalariado soberbio; habituado yo á esconder como un tesoro
el doble fondo de mi pensar,--las relaciones se iniciaron en pie de
sequedad y glacial cortesía, actitud que, si no se corrige en los
primeros ocho días de contacto, corre ya peligro de eternizarse ó de
convertirse en acerba hostilidad, á poco que los temperamentos sean
refractarios. Una reflexión que me hice contribuyó á suavizar mi gesto;
discurrí que el deseo de adherirme á la vida mediante la comedia, ó lo
que sea, de la paternidad, me impone también la ley de acercarme un poco
á mis semejantes, de salir de mi propia caverna, como el oso de las
épocas primitivas se echaba fuera de su espelunca á caza de frutos y de
miel silvestre.--¿Qué me costaba intentar la prueba? Dicen que es tan
bueno eso de contar á otros lo que nos pasa!.. Además, yo sabré evitar
el relato necio de mis cuidados íntimos. Hablaré con astucia, para
registrar el pensamiento del preceptor sin abrir el mío...

A toquecitos, sin prisa, á esas horas perdidas en que ningún quehacer
apremia, voy penetrando en la mentalidad de Solís--penetrando todo lo
que él me consiente, que, á la verdad, es poco. Se defiende, se emboza,
se encastilla en las moradas interiores--como supe encastillarme yo con
Camila, con Trini, con los amigos de círculo, cervecería y café--.
Comprendo, sin embargo, que esto no lo hace por reserva, sino cohibido
por la idea de que la clase de relación entre nosotros veda las
expansiones. Entonces le insinúo que, justamente, si he buscado para
Rafaelín, que, por ahora, no puede empezar á educarse, un profesor
intelectual,--es para tener alguien con quien hablar de mis lecturas y
entretener las horas de las tardes de invierno en que llueve y, captado
por la chimenea, no hay ganas de echarse á la calle.

Solís lee mucho; es un tragalibros desenfrenado. Se habla de los
beneficios de la cultura, y no sé (es una de mis graves incertidumbres)
si no debiera pensarse en los efectos de las intoxicaciones librescas.
Es imposible que esta sobresaturación cerebral no gaste las fuerzas de
resistencia del hombre contra el Misterio. La percepción confusa del
Misterio, al hacerse aguda, causa vértigo insano. «Quien ciencia añade,
dolor añade», dijo el soberano poeta hebreo; y una comprobación de esta
creencia mía la hallo en el estado de alma del otro torturado (que
debiera sentirse dichoso, puesto que ha resuelto, gracias á mí, el
problema de la vida material). Una vez más logro cerciorarme de que la
solución de la vida material carece de importancia: que el dolor está
más adentro.

--¿No se le ocurre á usted--pregunto á Solís--que los autores de muchos
libros que leemos nos quieren mal, y deliberadamente nos causan
disgustos?

--No, señor--contesta Solís--. Lo que creo es que son unos inocentes,
unos niños de teta. De lo grave, de lo terrible de nuestro sentir, no
dan idea los libros, como no la dan los novelistas ni los autores
dramáticos de las verdaderas novelas y de los verdaderos dramas que se
tejen en la vida. Si yo encontrase un libro tan amargo como un alma,
proclamaría á su autor el genio más sublime! Sólo el _Eclesiastés_...

Convinimos en que sólo el _Eclesiastés_, y acaso Job, se acercan un poco
á lo que «anda por dentro». Es raro que en épocas que nos parecen
primitivas se escribiese ya «Mi alma aborreció mi vida»; la frase más
exacta y profunda que cabe escribir... Indudablemente no hemos inventado
cosa alguna en esta materia, y si absorbemos con avidez el libro nuevo
es por esa curiosidad irritada del estético que visita una Exposición
moderna, seguro de que no encontrará allí ni la _Primavera_ de
Botticelli, ni la _Ronda_ de Rembrandt. La historia nos refiere dramas,
sin cuento, pero son dramas por fuera; el drama de la conciencia es
siempre el mismo.

--Con todo--el objeto--, hoy, no cabe duda, la gente se suicida más que
en otras épocas.

Solís se rasca el mentón la lampiño y columpia el pie derecho: tiene
este _tic_ cuando cavila, y dos ó tres veces he visto á la inglesa, que
pesca todas las incorrecciones, fruncir el rubio ceño al notar este
vicio del profesor. Después dice, como resbalando:

--Bah... Hay muchas maneras de suicidarse. Hay varios géneros de vida
que suprimir. La vida se suprime en el ascetismo, en el cenobio, en los
campos de batalla. Tanto como se ha guerreado y tanto como se ha llorado
de penitencia, se reduce á eso: suprimir la vida y dar culto á la
muerte.

--Sí; los antiguos la miraban como á una bienhechora.

--Y á mí se me figura que acertaban. La malhechora es la vida. Vivimos
entre incertidumbres, errores, enfermedades, necesidades, pasiones,
engaños. Todo miente, quizás, menos _ella_. ¿Cuánto más cruel es, por
ejemplo, el amor?

--¡También éste la llama _ella_!--discurrí yo, sorprendido--. Por una
contradicción de que pocos hombres se eximen, el encontrar en Desiderio
Solís mis propios sentimientos me molestó. En primer lugar, yo tenía mi
orgullo de pensador solitario, superior á la muchedumbre, y me amenguaba
á mis propios ojos el formar parte de una grey, aunque no fuese de la
grey común, sino de otra más reducida y selecta. En segundo lugar, estos
pensamientos, que en mí no me parecían peligrosos, en el futuro
preceptor de mi hijo me alarmaban terriblemente. Claro es que nadie
enseña ciertas doctrinas á un chiquillo, y yo no ignoro que determinadas
ideas son poco comunicables; ó brotan de suyo, ó no nacen aunque las
siembren á boleo. No obstante, las almas trasudan y rezuman, en
cualquier ocasión, su hiel ó su miel... ¿Convendrá para Rafaelín un alma
de miel y cera, un alma continente, casta, dulce, impregnada de aromas?
¿Un alma de abeja ebria, que cree en el dulzor porque lo lleva consigo?

Con más ahinco que antes fijé mi lente en el joven ayo. Empecé por
desmenuzar su tipo físico. Debe de proceder de familia hidalga (el
apellido lo indica) porque tiene las manos delicadas, largas de dedos,
como las de ciertos retratos del Greco, y los pies estrechos y bien
curvos. Su busto es mezquino, sus piernas carecen de gallardía, sus
muslos no se acusan, su cuello es flaco, pobre. La cabeza, oblonga, arde
en vida psíquica; la mirada, demasiado fija, es difícil de sostener; la
nariz es irregular, algo torcida, y la mandíbula saliente. El pelo se
insubordina; algunos mechones crecen en sentido contrario. Ha debido de
sufrir privaciones en la edad del desarrollo, y su figura es, como la de
tantos españoles estudiosos y que ni se bañaron ni comieron ni jugaron,
una figura frustrada. El bigotillo da á la cara cierto aire provocativo,
juvenil. La frente huye hacia el occipital--señal de desequilibrio--.
Viste desgarbadamente, y no es pulcro con exceso; malos hábitos de
bohemia subsisten en él; miss Annie suele hacerle observaciones
agripunzantes cuando le ve tirar al suelo la colilla del cigarro, ó
apagarla en el platillo de su taza de café, ó escarbarse con el palillo
las encías, ó usar el cuchillo indebidamente, ó echar migas en el
mantel.--«Oh! aoh! Míster Sólis!»--murmura ella; y él, enfurruñado,
impresionado, se corrige.--«Miss Annie, no eduque usted solamente á
Rafaelito... Yo soy otro niño á quien tendrá usted que enseñar...»--Abundo
en el sentido de la inglesa, porque soy pulcro, y con la edad madura, mi
pulcritud va degenerando en quisquillosa manía. He puesto á disposición
de Desiderio Solís, dos horas al día, á mi propio ayuda de cámara,
Tadeo, ducho ya.--«Tírale la ropa vieja, preséntale otra nueva... Que se
bañe... Que se calce bien; ya sabes que no puedo aguantar la vista de
una bota torcida ó juanetuda...»

Lo extraño es que este mozo, que á veces huele á tabaco frío (tengo
sagacísimo, oh desventura! el sentido del olfato), no demuestra que le
impresione como superioridad mi exquisitez. Se me figura que es él quien
se cree superior á mí; que en el cálculo del valor de hombre á hombre,
rebaja mi primor y exalta su diogenismo. Acaso entiende que dentro de mí
hay vallas, hay reparos, hay recatos, hay respetos, lo que á él le
falta; acaso me juzga piadoso, compasivo, altruista--y él se reconoce
desentrañado, fuerte, más bárbaro y más alto por dentro que yo. Ve que
amparo á un niño huérfano; ve que le hago bien á él, á Desiderio Solís,
sin exigir utilidad en compensación del beneficio... y me toma por un
_buen señor_, explotado, y por consecuencia vencido, esclavo, sumiso
moralmente. ¡Qué satisfacción experimento al conocer que no es así!
Estoy desnudo de compasión, desnudo de bondad, soy exaltado en mí mismo,
despreciador de los otros... Si he recogido al niño ha sido por instinto
egoísta y de conservación; por no dejarme llevar del atractivo que
ejerce sobre mí la Guadañadora. ¿Yo un rasgo sentimental? ¿Yo una
debilidad? Si llegamos á chocar, ya verás, pobre muchacho, cómo me
reviste una coraza, pero interior; las corazas que van por fuera y se
ven, ¡esas enseñan las juntas!

Sólo pensar que se puede tener de mí tal opinión, á pesar de mi desdén
hacia la opinión de los demás, me subleva, me alza borbotones de ira.
Como que yo he puesto mi orgullo en la corrección de mi sensibilidad, la
cual no ha de parecerse en nada á la de la multitud. Ni quiero ser eso
que llaman bueno, ni menos apiadarme de nadie, porque la piedad es un
descenso; el hombre superior es insensible; está revestido de bronce.
Todo cuanto hago, incluso lo que ofrece aspecto de buena obra, hágolo
por propia conveniencia... Así es que me dedico á desarrollar ante
Desiderio mis teorías, demostrándole hasta dónde llego. Me complazco en
sostener que la vida, para mí, sólo tiene el escaso valor, valor
relativo, que tuvo para las ilustres minorías de todas las épocas, desde
los epicúreos griegos y romanos hasta los actuales, más delicados y
artistas, quizás, en sus exigencias de goce. Deseo que sepa que mi
enfermedad es privilegiada y mi mal es el mal de los poderosos. Ansío
convencer, á este único testigo consciente de mi vida privada (miss
Annie no se cuenta, es una utilitaria, una _práctica_ como Camila, pero
al estilo peculiar de su raza sajona), de que guardo depositado y
concentrado el ajenjo que destilaron los siglos en el espíritu del
hombre; de que he calado la existencia; de que conozco la miseria
absoluta de nuestro destino, y que, para mí, vale más el no ser que el
ser.

--Una noche en que dormimos completamente, sin pesadillas ni sueños, es
lo que mejor recuerdo nos deja--le digo á Solís, al colocar otra vez en
mi tántalo (regalo de antaño de Camila, para que los criados no puedan
gulusmear los licores caros, las esencias líquidas que yo uso) la
botellita del Kummel--. Saque usted la consecuencia...

--Ya está hecho--responde él, saboreando su copa con fruición
evidente--. El sueño completo, sin despertar, sería lo mejor de todo. Y
en el despertar no creo... Nuestra vida se va entre una espiral de
humo--añadió, encendiendo desdeñoso el legítimo habano que yo acababa de
ofrecerle.

--No le diré que acaso hay fuego en la sima--discurrí cobardemente--. Me
tendría por timorato.--Sin embargo, buscando una forma que revele
superioridad:--¿No cree usted en el despertar?--interpelo en alta voz--.
Le felicito. El no creer es ya género de fe en algo. ¡Cree usted que no
cree!... una creencia como otra cualquiera. Yo, á la verdad, de eso...
ni sé, ni creo, ni descreo palabra... Creer ó descreer es ofender al
Misterio, única realidad en todo lo que nos rodea. Envidio á usted la
firmeza de su convicción.

Solís, algo picado, paseó el mirar por las brasas de la leña, brasas ya
casi innecesarias, porque Abril se anuncia suave y benigno.

--Convicción no es--murmuró--. Es apatía, ó indiferencia, ó como quiera
usted llamarle. Es que acaso damos por supuesto que la vida encierra un
enigma, y no encierra nada: está hueca. Él fenómeno, la substancia...
vacío todo, como dijo Saquiamuni.

--Apostaría yo--indico, recostándome en el sillón y encendiendo también
en la lamparita de plata martillada el cigarro aromoso, seco, fino--que,
como es usted joven, hay algo que no le parece tan vacío. ¿Ilusiones de
amor, eh?

--¡Ojalá nunca!--responde estremeciéndose ligeramente.

--¿Por qué, amigo mío?--pregunto indiscreto.

--¡Ah! Por nada--responde él, evasivo, encogiéndose de hombros.




XI


Los primeros calores empalidecen las florecientes mejillas de Rafael, y
su dulzura de Niño Jesús de San Antonio se transforma en abatimiento.
Consulto, y me ordenan llevarle á un sitio fresco: si es posible, al
borde del mar.--Y tan posible como es. Me le llevo á la casa de
Portodor, donde he pasado días de mi edad temprana. Hace muchos años que
no la he pisado; he solido, en verano, viajar por Suiza y Alemania; pero
Camila, consecuente en sus hábitos de sabia previsión y buen gobierno,
no quiso dejar en el abandono esa finca, y al residir allí cortas
temporadas, de seguro cuidaría y arreglaría la antigua residencia. Sin
embargo, para cerciorarme--como me sería muy desagradable encontrar
camas duras, vajillas desportilladas y muebles ratonados,--me resuelvo á
visitar á mi hermana, pegando un martillazo á la costra de hielo de
nuestra casi ruptura.

Camila me recibe afabilísima. La mujer práctica ha echado sus cuentas y
comprendido que es inútil y bobo reñir con nadie, á menos que reporte
provecho. Su amabilidad, sin embargo, se asemeja á la que demostramos á
los locos ó semilocos, á quienes, en opinión de la gente, no se debe
«llevar la contraria»; con quienes no se discute. Me invita á almorzar,
y acepto, telefoneando á mi hotel para que no me aguarden Desiderio y
Annie. Expongo mis propósitos, formulo mi interrogatorio. ¿Hay en
Portodor siquiera lo necesario? Porque con añadir lo superfluo...

--Lo necesario para ti es mucho, Gaspar--responde melífluamente
Camila.--Para mí, y para la mayoría de los mortales, aquello se halla
habitable, y hasta cómodo. He renovado infinitos trastos; he puesto el
salón de cretonas alegres, francesas, y lo mismo el gabinete. Mira, es
más sencillo: tengo el inventario; te lo doy, y tú señalas en él lo que
falte. ¿No te acuerdas de que hace cuatro años se gastaron allí algunos
miles de pesetas, que tú pagaste, claro, porque la casa es tuya? No
creas que vas á meterte en un palomar. Donde yo paso, pongo orden.

Apareció el inventario, un cuaderno de pliegos de papel de barba, de
letra redonda, española. Estaba firmado por el mayordomo de
Portodor,--todo en regla. Lo guardé en el bolsillo, y descascarando una
mandarina, invité:

--Sabes, Camila... Me alegraría de que te animases á la temporada en
Portodor... ¿Por qué no, dime?

Ella, con los gajos de otra mandarina entre los dedos, sonrió y me echó
una ojeada de soslayo.

--Hijo mío... eso no me lo pidas. Sería difícil complacerte.

--Pero, ¿por qué?

--¿No te enfadas?

--No. Palabra de honor. No me enfado; di lo que gustes. Hace meses que
no me diriges ninguna observación, y ya me saben tus reparos á fruta
nueva.

--¡Gracioso! Pues... porque no me gusta autorizar ciertas cosas; basta y
sobra con lo que se dice, sin que yo...

--¿Se dice? ¿De mí?

--De ti, y de la inglesa.

--¡Bah!

--Y no es eso sólo... Hay quien muerde á propósito de la inglesa y de
ese preceptor que tomaste, supongo que para la inglesa, ¡puesto que el
chiquitín, por ahora..!

--¡Pch..!

--Bueno; allá tú; yo no digo ¡pch!; yo estimo mi reputación y mi
formalidad, Gaspar querido. Si fueses viudo, y si el chico fuese tuyo de
verdad, la gente no comentaría el personal de servicio que eligieses.
Como les extrañó tanto lo del chico--y no era para menos--tienen fija en
ti la vista; me sacarían á tiras el pellejo si viviésemos juntos una
temporada. Por otra parte, criatura, la miss es conocida; ha servido en
casa de los Altacruz, y coqueteaba con Alfonsito, el hijo mayor, y sus
amigos; parece que pica alto y que se ha propuesto casarse con un
español de fuste. Todas estas _carabinas_ se proponen otro tanto...

--¡Ssss!--desdeñé--. Lo que es conmigo... Por otra parte, estoy
encantado de su servicio, Camila. Es un cronómetro inteligente. La he
subido el salario.

--Pues amén... Yo no tendría un aya así, bonita y que se las trae... En
fin, iré á Portodor cuando regreses á Madrid con tu tropa; ¿supongo que
pasarás allí Julio y Agosto?

--Me lo figuro... Según le siente á Rafael.

--Mira--articuló Camila sirviéndome café galantemente--, lo que puedo
hacer es ir á verte un día desde el balneario de San Roque. Yo no
necesito las aguas, pero Trini desea que la acompañe. ¡Pobre Trinita!
Padece neurastenia, desórdenes..., algo que á veces proviene de estados
de ánimo especiales. Como hay escasamente dos leguas de San Roque á
Portodor, si se anima Trini, iremos á pedirte de merendar.

--Iréis á almorzar; no faltaba más. Es una jornada.

--Veremos, veremos... Ha de ser una excursión sin ruido, de las que en
verano pueden hacerse, porque nadie se fija... Ya te escribiré desde
allá, si vamos--que todavía no está Trini resuelta; dudosa anda entre
esas aguas y otras de Baviera, muy elegantes y muy confortables...
Oye--añade Camila--, quiero que sepas que me he traído de Portodor unas
sillas antiguas, Imperio, preciosas; me dieron lástima allí; son las del
gabinete. ¿Deseas llevártelas? Te llevarías lo tuyo...

--¡Qué disparate!... Son tuyas antes y ahora.

Con esta cordialidad nos despedimos. Salí despreciándola como nunca, en
una crisis de sarcasmo reprimido que, al verme en la calle, se reveló
por una carcajada que hizo volverse á un aprendiz de zapatero, portador
de un par de botas flamantes de caña mastic. Para Camila, bienes y males
están en las bocas y opiniones de los demás. ¡Y qué recurso tan pobre el
de la supuesta enfermedad de Trini! Será algún infarto al hígado, de
tanto apretarse el corsé... Cátate que me la quieren pintar desmayada de
amor y ternura...

Empiezo mis preparativos; doy mis órdenes. En los días que preceden á mi
marcha me dedico á recorrer, por despedida, algunos de los sitios
habituales: Ateneo, café, cervecería, teatros, corros de trastienda de
anticuarios y libreros de viejo. No soy misántropo; soy _diferente_, lo
cual no me quita la sociabilidad. Hasta concurro, una vez al mes, á
ciertas tertulias de las que mi hermana frecuenta, y escucho las
conversaciones, estudiando mucho al hacerlo, deleitándome en el curioso
contraste de la charla oficial y la historia auténtica que se conoce...
Debió de ser en un teatro, en los pasillos, donde me hablaron de
Desiderio. Hurones, periodista de esos que podrían biografiar cruelmente
á Madrid entero, que sólo hablan para murmurar, y en desquite sólo
escriben alabanzas, me interpeló:

--¿Y qué tal Solís? Está ahora mejor de la cabeza? Cuando usted se lo
lleva, señal de que el pobre chico habrá sanado.

--No lo crea usted--respondí con perfecto aplomo--. Enfermísimo
continúa.

--¡Vaya por Dios! Pues yo supuse que era la... la escasez... lo que le
tenía... así. Le conocemos mucho en la redacción; traía artículos y rara
vez se le aceptaban, ni gratis, porque, ya ve usted, los nombres
nuevos... El público exige firmas acreditadas... Los artículos que se le
tomaron (aquí Hurones bajó la voz) fué porque se me figura que el
director le cogió un poco de asco á Solís, que es muy violento.

--Ya, ya lo he advertido--respondí, consecuente en mi sistema de darme
por informado, para que Hurones no se replegase--. Es un carácter
impulsivo, de esos que pueden conducir á ¡qué sé yo!: hasta á monomanía
homicida...

--Ajá! Eso, monomanía homicida... No me acordaba del nombre técnico. ¡Si
dicen que varias veces quiso matar á... no sé cuántas personas! Y un día
hasta nos trajo un artículo ponderando el goce que al matar se siente...
De modo que, para saberlo de cierto, á alguien habrá escabechado... El
director, naturalmente, devolvió el tal artículo; se nos hubiesen dado
de baja infinitos suscriptores!

--Pues, además de la manía homicida, tiene otra muy mala: la
suicida--afirmé intrépido.

--Ah! Eso nos consta á los del periódico... Quiso arrojarse por el
viaducto y se lo impidió el guardia. El lo negó, pero...

--Pero... es el Evangelio. Y en otra ocasión se envenenó, sólo que llegó
á tiempo el contraveneno--asentí imperturbable--. Hasta tiene en su
cuarto un sable japonés, de los de abrirse la barriga.

Hurones me miró con recelo y escama, olfateando burla.

--Pues ¿cómo le conserva usted en su casa y al lado del niño? No teme
usted..?

--Es una experiencia psicológica que hago--declaré fríamente.

--Será una buena obra... El ha de sanar, con tal que coma y tenga
remediadas sus necesidades. Sin embargo, en su pellejo de usted, yo no
viviría descuidado. No se sabe...

Es imposible que exista en el universo persona cuya opinión me importe
menos que la de Hurones; todavía me creo más predispuesto á seguir una
prudente indicación de Camila. No obstante, la noche en que me dijo las
anteriores tonterías, cavilé buen rato á solas. Eso de estar ó no estar
sano de la cabeza... ¿dónde habrá una frase tan holgada y tan ambigua?
¿No dirán de mí lo mismo? Camila lo cree; para ella soy ni más ni menos
que un temible perturbado... cuando, en el terreno de la acción, soy un
excelente sujeto, que á nadie molesta y que ha recogido un huerfanito y
le mima y educa. Nunca comprenderán los pobres diablos sin substancia
gris el cerebralismo, donde nos refugiamos, porque justamente nuestros
actos no corresponden, no pueden corresponder con nuestros ensueños. Una
noche en que Desiderio--hambriento, con la bolsa vacía, aterido de frío
bajo el terno de verano, de odiosa lanilla nacional, que no había podido
sustituir por un paletó acariciador y denso--pensó estoicamente en
sensaciones supremas, en goces extraños y embriagadores que el dinero no
compra, se acordó, sin duda, de que hay perversa y diabólica ventura en
extinguir la vida (mayor, quizás, que en crearla); apacentó su espíritu
en lo que yo lo he apacentado con tal frecuencia, en lo estético del
morir y del matar, raíz de toda belleza, esplendor del heroísmo,
justificación de la bajeza del vivir--y, seducido por la magnificencia
íntima de su idea, la ha garrapateado en cuartillas (estos debilitados y
mal alimentados no saben retener el pensamiento arcano, el secreto que
es para nosotros) y ha llevado las cuartillas á una publicación.
Naturalmente: susto, alarma, anatema para el protervo... Y, en él, la
idea, disuelta ya en el acto--porque escribir es modo de hacer, y los
que menos realizan las cosas son los que las han confiado al papel,
quedándose libres de la sugestión.--Escritores castos cultivan el
erotismo; escritores bondadosos, la truculencia y el crimen. Pasamos por
tres estados sucesivos: pensar, decir, ejecutar. Contados hombres
simultanean los tres estados. Desiderio ha escrito; luego no hará cosa
ninguna. Jugaremos con el pensamiento grave y sublime de la muerte;
rondaremos su negra puerta--sin entrar... Nos hará señas su mano de
marfil--marfil óseo; nos llamará la elegante diestra gótica, sin
carne--y responderemos que somos platónicos amadores, que la suspiramos
desde lejos... ¿Cobardes? No; pacientes. Ella vendrá...

--¿Tadeo?

--Señorito...

--¿Has puesto en el equipaje camisas de vestir en cantidad?

--Van todas.

--¿Te acordaste de la tienda portátil para los baños?

--La ha facturado el mismo dueño del establecimiento en que la compré.

--¿Empaquetaste los licores?

--Un cajón está armado.

--¿Los libros?...

--Cinco cajones.

--¿Has dicho á miss Annie que la ropa blanca del niño irá en maleta
especial, dedicada sólo á eso?

--Lo sabe, señorito. Descuide.

--¿Surtiste la caja con la plata para el servicio de mesa?

--Hasta del juego ruso para el té me he acordado.

--No dejes de llevar provisión de té de la caravana.

--Y café del mejor va también.

El ayuda de cámara intenta retirarse; pero le detengo con otras
inquietudes de bienestar, de capricho.

--Compromete el _sleeping_... Echa en la caja de los vinos unos botes de
confitura inglesa de ruibarbo para miss Annie... Las botas de charquear,
el anteojo marino... Pantallas para las bujías en la mesa...

Ya llega á la antesala, en retirada, y le grito:

--Mis armas, mi máquina de fotografía... ¡Oye! Cinco ó seis juguetes
mecánicos bonitos para ir sorprendiendo á Rafaelín...




XII


¡Portodor!.. Cuántos años que no pisaba estas playas de rubia arena,
extendidas como veletes de gasa de oro; este bosque antiguo, legendario,
donde se alza una piedra en equilibrio, la Pena Moura--céltica, según
opinión de los arqueólogos locales. Un sentimiento de sorpresa se
apodera de mí al recordar que he traveseado y me he escondido en los
rincones de la casa en que ahora resido otra vez. El sentimiento de mi
propio misterio me inquieta. ¿Soy el mismo que era entonces? Siempre
esta incertidumbre me ha preocupado: ¿subsiste la personalidad al través
del cambio y evolución de todos sus elementos?

Antes, la casa me parecía enorme: ahora veo que no es muy amplia:
consta, como la mayor parte de estas construcciones del siglo XVII,
viviendas de hidalgos poderosos, que quizás sólo las habitaban en la
época de la recolección ó de la vendimia, de una torre y un cuerpo de
edificio. La torre, nada sombría, nada feudal, se corona de inofensivas
almenas picudas. La piedra de armas es enfática, aportuguesada, por lo
mismo que se labró en tiempos relativamente modernos--reinado de Carlos
II.

Si la casa ha disminuído, el paisaje que se domina desde el segundo piso
de la torre me sorprende por más grandioso de lo que suponían mis
recuerdos. Al amanecer, la extensión de la ría, poblada de barcas de
pesca, es un himno de alegría heroica, el animoso canto de la naturaleza
eternamente joven. Algo de esta alegría quiere infiltrarse en mi alma.
No sé si porque respiro aire mejor, ó porque el niño ejerce en mí
singular influjo,--desde que he llegado á esta aldea riente, saudosa y
familiar, un poco de paz, de amor al mundo, entran en mí... ¡Ah! ¡Ya era
tiempo!

Me evado del calabozo de mis meditaciones. La dulce, la irresistible
corriente de la animalidad me lleva envuelto en su curso benigno. Ando
mucho, acompañado de Rafaelín, á quien enseño los predios y los
deliciosos arenales; y los pasos, movimientos, antojos y preferencias
del chiquitín evocan los míos; me retrotraen, por la magia psíquica del
recuerdo, á los años perdidos, borrados casi en lo consciente de mi ser.
Me veo nuevamente--en Rafaelín--recogiendo bocinas, lapas, nácaras y
conchuelas, esas conchas de la ría cantábrica, que tienen los reflejos
de ardiente irisación y la involución clásica de las del Mediterráneo.
Me veo á caza de bellotas y piñones en la selva rumorosa, bajo el enorme
pino secular, faro de los navegantes y objeto de las iras del rayo, que
le ha mancado dos de sus brazos de Briareo. Me veo sentado en el carro
colmo de espigas de maíz, eligiendo entre ellas las _reinas_, las de
fruto rojo como granos de granada. Me veo jugando al pie del lavadero,
turbio de espuma jabonosa, y, al menor descuido de los que me vigilan,
chapuzándome en él. Me veo limosneando á los pintorescos y joviales
mendigos cuya salmodía zumbadora, moscona, me despierta el domingo
antes del toque de misa. Me veo refugiándome detrás de una peña, en
cueros, para evitar que me bañen--y me veo de repente, por esos cambios
súbitos, fantásticos, de la niñez--corriendo hacia el mar rielante y
estriado bajo el sol, y adelantándome con tal ímpetu, que tienen que
cogerme para que no pierda pie y me hunda en alguna hoya traidora
recubierta de arena fina. Me veo mordido por un cangrejo, llorando á
perder; me veo saliendo del agua, con un manojo de algas crasas
apretadas en el puño, sin querer soltarlas, rabioso porque me las
arrebataban tiránicamente... Tales son los gestos míos que reproduce
Rafaelín á la distancia de veinticinco ó treinta años; gestos olvidados,
gestos pueriles, en los cuales me empapo, por decirlo así, y floto, con
lento placer, con la ventura fluida que hacen sentir las cosas nimias y
naturales. La niñez de Rafael, sin embargo, se diferencia de la mía, con
la diferenciación profunda del carácter. Esta criatura es dócil,
amorosa, poco egoísta (dentro del general egoísmo instintivo de la
infancia). Sus vivezas terminan en arrebatos generosos. Además... temo
consignarlo, desconfiado como soy de todo afecto... además... este
chiquitín... no hay remedio, no se puede negar... este pequeño... me
adora! Sí; hay un ser en el mundo, incapaz de ficción, que vive
pendiente de mis menores indicaciones y voluntades; hay un ser que no es
un perro, y para quien, sin embargo, yo, Gaspar de Montenegro... soy
Dios.

No lo había notado en Madrid; en Portodor he tenido que darme cuenta de
ello; el niño ha penetrado en mi existencia; antes estaba solamente al
margen. Con tiempo, soledad, libertad y la especie de optimismo físico
que aquí me invade--porque duermo canonicalmente y el gusano de la
gastralgia no me ataraza el estómago--, he podido disfrutar á mis anchas
del pequeñuelo, arrebatándoselo á miss Annie, y, tarea más fácil, á
Solís.

La inglesa ha protestado con indirectas, con acideces, con actitudes de
dignidad, con gestos de displicencia. Penetrada de la alteza de su
cargo, no la es agradable que nadie usurpe sus funciones: no se trata de
cariño á la criatura; no se trata del instinto de la mujer
verdaderamente mujer, que, sin afectación, se identifica con los
chiquillos: se trata de formalismo, de literalismo: me he encargado de
esta tarea, pues á mí me corresponde; es _my right_, y nadie se meta á
ejercerlo.

--Miss Annie--la digo--: hágase usted cargo de que estamos en
vacaciones. A mí me divierte llevarme al pequeño por ahí... Supongo que
usted no se opondrá.

--Yo debiera ir con ustedes...--responde la rubia, quejosa, envarada.

--Unas veces irá usted, y otras no; según cuadre... Aquí, un poco de
libertad... Ruego á usted, miss Annie, que se tome distracciones; á
todos nos convienen. Excursione usted; mande enganchar el cesto; hay un
borriquillo con jamugas; si quiere usted, se traerá de Madrid una silla
de señora; no faltará un jaco; encargaremos una bicicleta... Nada de
sujeción. ¡A divertirse!

--Gracias, míster Montenegro...

El tono era seco; la palabra rebotaba en los labios, donde una espumilla
iracunda se disolvía quizás...

No conforme, Annie se dedicó, entre otros deportes, al de sorprendernos
á Rafael y á mí. No habiéndole yo fijado por qué parte de la campiña
debía excursionar, con maravilloso olfato adivinaba la dirección de mis
paseos, y se nos aparecía cuando menos lo pensábamos, vestida corto de
franela _tennis_, gorra con insignias de algún club británico, palo de
alpinista, y el pie cautivo, sin malicia aparente, en botitos recios y
planos. Su figura moderna, atrevida, exótica, _componía_ sobre el fondo
de los pinos ancestrales, ó al lado del caduco dolmen con barba de
musgo. Nos saludaba; dirigía alguna observación al niño: «_Baby_, estáis
sofocado, no os paréis.--Vais sucio; permitid que os limpie la cara un
poco...»; y ante mi silencio, erizado de retraimiento, se retiraba, no
sin haber declarado el aspecto del paisaje _a very charming one_...

Apariciones análogas hacía Solís. Estas me molestaban menos. El futuro
preceptor ejercía sobre mí el atractivo de su complicada alma, de su
psicología laberíntica. ¿Sería cierto que buscaba la emoción suprema,
aquella en que el hombre se hombrea con el Creador deshaciendo su obra?

La tez de Solís, que el aire libre y la brisa salitrosa empezaban á
tostar; los labios, algo menos descoloridos, pero siempre contraídos por
triste gesto; las facciones irregulares, de expresión huraña--no
revelaban que estuviese del todo reconciliado con la dura obligación de
arrastrar el vivir. Sentía yo á veces impulsos de provocar sus
confidencias, y no quería seguirlos, porque era demasiado atrayente para
mí el enigma de aquel espíritu, y si me enfrasco en él, adiós la sana
delicia de mis paseos con el niño, adiós la sedación disfrutada á su
lado, preocupándome de sus antojos, respirando con infatuación de ídolo
el incienso del culto que me tributa... Lo repito, soy su divinidad.
Alma nueva, creyente, y á la cual todavía no se le ha inculcado
principio alguno, su necesidad de venerar y de esperar la satisfago yo.
Echados al pie del vasto pino musical, donde el hondo soplo marino _zoa_
y _brúa_--dos onomatopeyas regionales que no tienen equivalente en
castellano, tal vez porque en Castilla no se abrazan los pinos y las
costas--, el niño, al encontrar mi cabeza al alcance de sus manos de
manteca y de su boca de guinda, se apodera de mí, y me cierra los
párpados á caricias, repitiendo en monótono sonsonete y en jerga
anglohispana:

--_Father_ bonito, _father_ bueno, _father_ mono, _father_ rico,
_father_ santo, _father_ guapo, _father_ que manda en todos, en todos,
en todos...

De mi absoluto poder tiene tal idea, que me dice, la víspera de una
excursión que le anuncio:

--¿Y mandarás que no llueva, eh, _father_? Que haga buen
_weather_--sonríe y chapurrea, volviéndose hacia miss Annie para
desenojarla.

En su anhelo de ser querido por todos, el chiquitín adivina el rencor
mudo de la institutriz, y no cesa de aplacarla con zalamerías... Ella no
se doblega, no se amansa. Conserva su agravio en vinagre--como suelen
estas naturalezas estrictas, esclavas de un contrato, pero ocultamente
ambiciosas...




XIII


El desquite, el triunfo de miss Annie, es la hora del baño de mar. El
niño, entonces, la pertenece por completo, y, al principio, no sé si
calculadamente, la inglesa se opuso á que yo presenciase de cerca este
rito sacro; porque, desde lejos, no habría modo de impedirlo. Yo me
impuse.--El playazo donde se baña Rafael es mío; forma parte de la
posesión. Lo cercan altos áloes, formidables--que se crían aquí y echan
su pitón de oro, como si estuviésemos en alguna tierra africana.--Miss
Annie entra en el agua con su alumno. En vano Solís, angustiosamente,
tercamente, ha reclamado para sí el privilegio de bañar á Baby. ¿Qué le
importa? ¿Por qué insiste?.. ¿Acaso?.. Estemos sobre aviso.--Y, para
forzar la tensión, excluyámosle de la playa.

En una caseta de lona á rayas rojas y grises se desnudan y preparan Baby
y Annie, ayudados de una rapaza humilde, una sierva del terruño. La
arena, tersa y compacta, convida á pisarla con pies descalzos, y despide
calor vibrante bajo la refracción solar... Conchillas rosadas y
pequeñas, como orejas de muchachas bonitas, la esmaltan allí donde la
ola dejó un borde de vegetaciones marinas, húmedas aún, de un verdor
luminoso. Una beatitud material, voluptuosa, emana de esta marina
apacible en que parecen inverosímiles los naufragios; son risas
subacuáticas de náyades retozonas lo que riza y ondula el cristal del
agua, y, para mayor mitologismo, ayer he visto saltar á corta distancia
á los delfines--que llaman _golfines_ aquí.--Me siento bajo el quitasol,
en un peñasco excavado de oquedades colmas de agua, donde corretean
vivaces cangrejillos y se desperezan actinias cabelludas.--Y miro, miro,
aletargado el pensamiento--. El niño sale de la tienda de campaña: viene
encogido, á remolque, deseoso de ocultarse, con esa repulsión
instintiva de las criaturas al agua, ó mejor dicho, á la primera
sensación de frío y al terror de lo inmenso. Admiro su torso gentil, que
empieza á perder las redondeces crasas del bebé y á estirarse un poco,
con tendencia á ser musculoso y firme, tallado en roble. Admiro sus
brazos adorables, su pie delicado, su vientrecillo, igual á una de estas
conchas trigueñas y curvas; su testa de angelote, de rizos brillantes,
sedosos.--Detrás de él asoma Annie, agarrándole de la mano y
empujándole. La franela blanca de su traje masculino, corto de brazo y
pierna, es menos dulce de color que su nuca, descubierta, porque la
gorra de hule recoge el pelo, no tanto que unos _abuelos_ locos no
diableen cerca del arranque de las espaldas. Jamás me he dado cuenta de
este carácter étnico, la blancura de la piel inglesa, como ahora. Es un
blanco que será desesperante para un pintor: un blanco tintado
imperceptiblemente de rosa té, un blanco virginal, «carne de
doncella»... La misma blancura á lo Van-Dick se nota en la pierna larga,
esbelta, derecha; en el brazo duro, nada corto; en el pie de mármol,
cuyas uñas descubro que están limadas cuidadosamente, y abrillantadas,
sin duda, con polvos de coral, pues una vez más me reproducen la imagen,
sensual y delicada, de las menudas conchas traídas por la ola, envueltas
en perlas verdosas, resbalantes.

La inglesa se apresura, semidesnuda, púdica y resuelta; se lanza con el
niño, animándole: «_Hip, Baby, go_»; oigo el chillido del pequeño,
acortado, sofocado por la misma violencia de la impresión, y mientras
Sardiñete, el marinero contratado para asegurar de todo riesgo á
Rafaelín, le coge y le sostiene dentro de las mansas olas, Annie rompe á
nadar, diestramente, y se aleja, se aleja, delatada por la ligera espuma
que sus brazos y pies levantan al palear avanzando. La veo á bastante
distancia, echada sobre el lomo azul de este mar peregrino, mar griego
en costas del Noroeste; saco del bolsillo mis gemelos marinos, y
entonces me salta á los ojos, acrecentada por el misterioso rielar del
agua con ziszás de sol, la blancura de ondina de los brazos, de las
piernas, de la garganta, y la risa silenciosa de la boca emperlada de
anchos dientes, otro género de blancura deslumbrante... Pero ¿qué es lo
que pasa? Annie ha hecho un movimiento, se ha quitado su gorra de hule,
el único recato de su atavío de bañista; el pelo rubio, mojado, se
esparce y la rodea de una aureola de serpezuelas de cobre... Sabe que la
miro? ¡De cierto!--Y, con paladas suaves, casi negligentes, vuelve hacia
la orilla, toma al niño otra vez de la mano--imperiosa, pues el chico se
resiste á salir y juega en el agua--y de pronto se detiene, sin soltar á
Rafaelín.

--¡Sardiñete! Por Dios... Mi capa! La olvidaba... Está en la tienda! La
tiene Flores!..

Mientras el marinero busca la capa que ha de cubrir á la miss, ella
permanece descubierta y en pie frente á mis ojos, tal vez los únicos que
la contemplan. ¿Para qué pide la capa?..--La franela se pega á sus
formas como el lienzo húmedo de los escultores á la estatua. Detallo el
armonioso y contenido desarrollo de su hermosura. El mar, benignamente,
se acerca á la peña donde me siento, se retira, deposita algas
brillantes, deja en seco moluscos palpitando de vida... Los áloes son de
bronce; sus enormes hojas carnosas y apuntadas se dibujan sobre el cielo
sin nubes. Mi cabeza está vacía y mis venas hierven...

Me incorporo, cierro el quitasol, y sin esperar á que miss Annie se
vista y vista al chico, emprendo la cuesta que conduce á la torre de
Portodor--entre grupos de mimbrales, encinas, castaños, viñedos, oyendo
el gluglu del agua en los molinos, y el silbo de los mirlos que,
digeridas las cerezas de Julio, esperan las uvas de Septiembre... Corro,
porque la mujer me ha arrollado--y necesito estar conmigo á solas,
pensar, recaer en el cerebro, libertándome de lo sensible.

Y era claro como la luz que este fenómeno había de presentarse á su
hora. ¿Acaso no sé que hay en mí dos hombres, un meditativo
espiritualista y un corrompido epicúreo? ¿Ha pasado cerca de mí ninguna
manifestación de belleza femenil que no me estremezca? Excepto la pobre
Rita... Pero ésa era ya un fantasma cuando la conocí.

Por otra parte, me encuentro sometido á un régimen absurdo. Soledad,
naturaleza, alimentación de pescado, fósforo, aire, sueño, el aguijón
vital sobrepuesto á la adoración secreta de la Nada... ¿Hay en Portodor
otra mujer más que Annie? Las pescadoras son muy gallardas; las
señoritas del pueblecillo quizás no dejen de atesorar hechizos para los
horteras que vienen á baños y fraternizan y sudan agarrados á ellas en
los bailes del «Casino Portaurense»; pero yo no he de aproximarme ni á
unas ni á otras. En la duda, las pescadoras serían preferibles... si no
fuese la acuidad de mi sentido del olfato, y aun del tacto, porque estas
sirenas airosas y bravías llevan, textualmente, coraza de escamas de
pez. En resumen: he aquí que Annie constituye para mí un peligro: puede
echarme á perder la temporada. Cierto que no ejerce el menor influjo
sobre lo hondo (sí, para ella estaban las telas de mi corazón!), pero, á
flor de lo sensible, preso me tiene. Con mirada á la vez turbia y
lúcida, la recorro, la desmenuzo. Hay horas en que me olvido de
Rafaelín; hay momentos en que temo ser arrastrado por mi antojo.

Y véase cómo acertaba Camila, y los murmuradores y todo el buen sentido,
cuyos aciertos tienen la virtud de irritarme más que si fuesen errores.
Me indigna que una parte de mí mismo esté sujeta á las fáciles
previsiones de los cotarros parleros. «Ese solterón va á caer con la
miss»... Pues, señores patitos de charca, no caeré, ó al menos no caeré
como ustedes suponen. Soy jeroglífico que ustedes no descifrarán.

Hasta acertaron en lo de que Annie pica alto y á quien «pone los puntos»
es á los señores. Ahora interpreto mejor aquel afán de acompañarnos á
Rafael y á mí. Su juego está descubierto... Pierdes el tiempo, cándido
trozo de nieve solidificada y teñida con el zumo de un pétalo de flor.
No te sueltes el pelo, no finjas haber olvidado la capa para quedarte,
chorreante y guanteada por tu tuniquilla de franela, ante mí. Tengo
contra ti un escudo, que es la meditación. Te medito, te escudriño con
el pensamiento; no encierras para mí atractivo alguno de curiosidad; sé
de antemano el género de impresión que puedes ofrecerme; no soy de los
que á cada copa nueva y á cada nuevo licor suponen embriagueces
distintas--y, libre de ilusiones, aunque no de fervorines de la
sangre--me limito á esas ojeadas furtivas del gotoso goloso, que avizora
en el escaparate el plato prohibido por su régimen y del cual sabe que,
precavido, no comerá.

Comparo el estado de mi espíritu á un entremés que á veces nos presenta
el cocinero: una exquisita crema de chocolate hirviente que viene á la
mesa dentro de un aro de queso helado compacto, duro. Cuando te sirves
del piperete, Annie, no sabes interpretar mi sonrisilla. En el centro de
mi bloque de hielo hay calor--demasiado calor--, pero el hielo no se
liquidará. No cantes victoria, hija de la pérfida Albión, porque notes
la eléctrica sacudida que me causa tu presencia. Yo no soy esa parte de
mi ser á quien tu blancura ha trastornado. Yo soy el que piensa, razona,
conoce, prevé, diseca. Yo soy el que ama otras cosas muy obscuras, muy
sombrías; yo soy el galán de la Negra... Soy su trovador, su romántico
_minnesinger_, capaz de cortarse un dedo, como se lo cortó aquel de la
leyenda, para enviárselo á su princesa y dama.

El niño puede distraerme de este ensueño viejo; tú no, aunque juegues á
salir de las olas, salvo la franela, como Afrodita...

A diversión tomo el engañarte inocentemente. Ya que tú me has perturbado
en mi calma, te perturbaré en tus ambiciones. Gozo en hacerte creer, con
indicaciones que aparento que se me escapan á pesar mío, que me traes
fascinado, que lucho para no ceder al imán. Finjo suspiros, afecto
brusquedades, hago como si tragase frases encendidas, bordo
rendimientos, entretejo insinuaciones. Y así que te veo encandilada (no
por mí, por mis accesorios de dinero y posición), hago la comedia de la
retirada; me llevo á Rafaelín al bosque, á la playa, á los molinos, á
los maizales, á los setos de zarzamoras, donde nos ponemos como dos
bandidos--y echándome á cuatro patas, le digo á la criatura:

--Súbete: soy tu caballo, ó tu pollino, como quieras... Para ti, nenito,
soy asno. ¡Sólo para ti!




XIV


En el juego y desquite que mi cerebro se toma, entreteniéndose en
presenciar y aun en provocar conflictos espirituales, encuentro un
aliciente inesperado: además de Annie, otra persona está pendiente de mi
escarceo. ¡Ya me lo sospechaba yo! Por lo visto, Desiderio Solís ha
caído; había caído, por mejor decir, en las redes de la común enemiga y
conservadora del género humano...

Vuelvo á concentrar mi atención, un momento distraída por un ampo de
blancura en una encarnación femenil, en el alma que creí atormentada,
complicada y simpática á la mía, del joven futuro preceptor... No,
preceptor no; no temas, Rafaelín; te buscaremos un guía no tan fácil en
soliviantarse, en aturdirse al olor del mosto de la mocedad; un hombre
en quien se hayan sedimentado las pasiones y que adore los libros:
vendrá el viejecito cura bibliófilo. Para mí, Desiderio ha bajado muchos
peldaños de la escala de valores. Soñar otras cosas, bueno; soñar á la
mujer, y de esta manera anticuada, prevista, folletinesca, con arrebatos
de celos y con sufrimientos enervantes, como el vulgacho... eso no me
interesa absolutamente nada, y me produce una reacción de humorismo, que
demuestro manteniendo al incauto en perpetuo estado de excitación y
tortura. Sufre, alma sin valor ni fuerza, sufre... ó elévate, como yo,
hasta más allá de los dolores y los goces pequeños... hasta más allá de
las epidermis de nieve, rosas y demás cursilerías!

A cada mirar insistente que en la mesa dirijo á miss Annie; á cada
palabra significativa que entre ella y yo se cruza--veo estremecerse á
Desiderio, y noto la descomposición de sus facciones, de su cara turbia
y movible como el mar. A la hora del baño, estoy convencido de que, si
le aplicásemos á Solís un termómetro clínico, se apreciaría elevación
en su temperatura. Adolece de una cuotidiana pasional, una calentura de
león. Mas tarde, está caído y deshecho; sus ojeras amoratadas descubren
la alteración de su organismo. Su violín solloza, y de noche me
complazco extrañamente en escuchar el gemido de las cuerdas, que me
parecen la queja de un condenado lamentándose más allá de la
sepultura... ¿Por qué me recreo en oir desesperarse á este hombre á
quien he querido sacar de la miseria? ¿Es mi eterno desprecio al
sentimiento, al dolor, á la flaqueza, á la necedad de mis... prójimos?
¡No, eso no; yo prójimos no tengo, ni quiero tener!

Degradado por el suplicio celoso, acaso el más humillante de todos,
Solís se rebaja hasta espiar. Juraría que de noche se quita los zapatos
y viene á pasos tácitos y furtivos á pegar el oído á mi puerta, movido
de sospecha vil, obsesa la imaginación por esa terrible facultad que
desarrollan los celos materiales, de representarse los sucesos
fantaseados con el realce y la plasticidad de lo escuchado y visto. Yo
disimulo con arte supremo, en el cual hallo una distracción digna de
mí. Veo retorcerse al poseso y sonrío desde mi altura, y tiro de los
hilos que mueven la mecánica de sus furores y de sus sensaciones
crueles, y me complazco en formarme, con este ejercicio, unos músculos
morales de acero templado...

Por las tardes se alivia un poco el mal de Solís: nota que yo paseo en
compañía de Rafaelín y que no trato de coincidir con la inglesa. Sin
duda él ha intentado ofrecerse á Annie por acompañante, y sin duda
Annie, cada vez más cebada en lo que cree mi conquista, le ha dado
buenas despachaderas, marchándose sola, en su bicicleta, por las
carreteras polvorosas. Bajo la presión de su idea fija, Solís se agrega
á mí, unas veces desde que salgo de casa, otras como por casualidad:
agregarse á mí, en efecto, es un modo de seguir á Annie los pasos y
saber que, por lo menos, no está conmigo; es la antipirina de su fiebre.
El alivio, el respiro que le dan estos paseos, en los cuales se mitiga
su rabiosa psicalgia, se nota en su fisonomía: va hasta jovial y
expansivo, con la involuntaria alegría saltante que presta la
desaparición de un dolor de muelas furibundo... A veces, me divierto en
aguarle la fiesta, diciendo negligentemente:

--No sé si encontraremos á miss... La he dicho la dirección de nuestro
paseo... Como ahora tiene bicicleta...

El artefacto deportivo había venido de Vigo, la población europeizada
más próxima á Portodor; y nos sucedía encontrar en las carreteras á la
joven, seductoramente masculinizada por los bombachos de paño café y
leche, la media escocesa y la gorrilla de tela blanca; sofoquinada por
la rápida carrera, alborotadas las guedejas color de cerveza blonda.
Ante mi movimiento retráctil, pues yo no quería ir con ella, la miss
sonreía maliciosamente, me lanzaba los dos rayos de zafir doblete de sus
pupilas y continuaba pedaleando...

Desiderio, ante aquella ojeada que no se dirigía á él, me insinuó evitar
las carreteras; eran lo trillado, lo previsto del paisaje. Nos dedicamos
á explorar un costado de Portodor, en el cual, desde nuestra llegada, no
habíamos sentado el pie todavía. Aun siendo la parte más selvática de
la comarca, era, en conjunto, amable y risueña; las orillas del río
Andía, para mí familiares en los primeros días del despertar, después
del semisueño brumoso de la infancia.

El río, próximo ya á desembocar y perderse en la ría, se hace más
profundo y caudaloso, y sus márgenes, no encajonadas entre montañas,
como las de otros ríos de la región, están guarnecidas de mimbres,
alisos, cañaverales y sauzales frondosísimos. La flora es vivaz y rica:
hay lirios morados y amarillos, y abunda una planta, cuyo nombre ignoro,
que echa unos ramilletes de flor de un rosa vivo, con emanaciones de
almendra amarga. No sólo al que tiene, como yo, aguzado el sentido del
olfato, sino á todos, probablemente, una fragancia ó un olor, aun siendo
grosero, les reconstituye íntegro un momento de la conciencia, tal vez
borrado, perdido en ese archivo obscuro donde se van almacenando los
sucesivos estados del alma. El balsámico olor de las umbelas rosa me
retrotrajo, instantáneamente, á la hora de mi adolescencia en que,
deprimido por caídas y enfangamientos, apretado del mayor dolor, que es
la vergüenza moral, vi en el fondo del río unos ojos de tinieblas que me
llamaban, y estuve á pique de irme hacia ellos, abriendo los brazos y
exhalando el «¡Por fin!» de todos los ansiosos amores...

Reconocí la peña donde me había sentado en la hora de la tentación. Y,
deseoso de ahondar en Solís, se me ocurrió volver á ocupar el mismo
sitial, á la misma melancólica hora de sol poniente, cuando en el río
cabrillean los mismos flamígeros toques, y se ensombrecen los mismos
remansos lóbregos--. Siempre me ha complacido reproducir lo externo de
una situación cuando falta lo interno, á fin de proclamar una vez más
que no tiene valor alguno lo que nos rodea; que somos nosotros los que
nos proyectamos sobre el paisaje y el ambiente--. Y, tomando pie de esta
observación, afectando la necesidad de confianza, que es una de las
flaquezas de nuestro espíritu,--enteré á Solís de lo que aquel paisaje
me recordaba.

--¿No es cosa rara que se desee con tal vehemencia dejar de ser?

Al formular esta pregunta le observo.

--¡Qué ha de ser raro eso! Lo extraño es que deseemos vivir, don
Gaspar--contesta el mozo.--Debe de estar bien claveteado allá dentro de
nuestro ser lo que llaman instinto de conservación, cuando todavía no se
ha despoblado de humanidad el globo. Tenemos mil razones de morir, y
ninguna de continuar sufriendo esta broma pesada.

--¿No cree usted que somos ahora más felices que en otras épocas? Los
adelantos...

--¡Los adelantos!--¡Maldición en ellos!...--exclamó violentamente.--Los
adelantos, en nuestro período actual, ahondan las diferencias sociales;
se consagran al dinero. Los pobres, los que estamos debajo, tenemos la
ventaja de ver cómo todo, ó casi todo, lo que se refina en la
civilización y en la cultura, es para una casta, la casta dorada... á la
cual nunca hemos de pertenecer. Soy de la casta del cobre. No hablarme
de adelantos.

--Sin embargo, amigo Solís--insinué traidoramente--, hay muchísimas
cosas que lo mismo son de los dorados que de los cobrizos. Los goces
intelectuales, por ejemplo...

--Don Gaspar... yo he empeñado á veces por dos pesetas mis
desencuadernados libros, atestados de notas y apostillas... Yo me he
retirado del Ateneo, porque no podía pagar las cuotas... Yo, obligado á
pasarme las mañanas traduciendo patochadas á diez duros el tomo, me he
embrutecido en esa tarea de macho de noria... Yo no he podido ver
trabajar á la Duse, porque no me gusta estar prensado en el gallinero y
no tenía para butaca... Hábleme usted de placeres intelectuales!...

Miré hacia el río, del cual se elevaba una frescura sepulcral, y
arrancando distraídamente un ramillo de flores rosa, jugueteando con
ellas, deslicé:

--¿Y el amor? Ahí tiene usted algo que ni reconoce cobre ni oro... Esa
fruición nos iguala.

Solís saltó, convulso. Se notaba en su voz la furia repentina.

--¿Que nos iguala? Basta que usted lo diga... ¡Para los cobrizos, las
del arroyo! Si tenemos aspiración hacia una mujer bonita, inteligente,
delicada... allí estará uno de la casta de oro con su oro en la mano, y
suya será la victoria!... ¡Como si no lo supiésemos!...

Y rompió en una risa sardónica, insultante.

--_Father_--gritó Rafaelín al pie de la peña que me servía de asiento--:
¡mira un pez! Un pez que salta del río!

--Una trucha, alma mía--respondí acariciándole.--Eso prueba que en el
río hay hondones, y los niños no deben acercarse á él.--Según
eso--insistí dirigiéndome al profesor--, ¿usted no está á bien con la
vida?..

--No estaré á mal, cuando vivo--declaró torvamente.--Incurro en la
contradicción general... Nos quejamos de la carga, y no soltamos el
lastre... Ó intentamos soltarlo una vez, y no lo conseguimos... y ya no
se repite el intento. ¿Verdad que es curioso? Tomamos una resolución...
la estorba una nimiedad... Nadie nos obligaba á resolver; nadie nos
impide volver á la carga... y no volvemos. Y las circunstancias son las
mismas ó peores; y no volvemos. Y estamos convencidos de que deberíamos
volver; y no volvemos. ¿Seremos necios?

--Somos una red de contradicciones... No somos animales lógicos...

--Pues hay que serlo--decidió Solís, contundente.--Persuadidos de que
una cosa conviene, se hace... Y se hace por cuenta propia y ajena. No
comprendo cómo los que se ponen en salvo no salvan á la vez á algún
amigo... ó enemigo. ¡Es tan fácil...! En la barca hay sitio para muchos
náufragos. Y por qué no darse, antes de partir, un refinado goce? Vea
usted: este goce es concedido igual á los cobrizos que á los dorados.
No: mejor á los cobrizos, porque los dorados están reblandecidos, y no
tienen el valor del gesto supremo...

--Sí--pronuncié retándole con una mirada serena y fija--, recuerdo su
artículo de usted en _El Ideal_, un periodiquito... Allí desarrollaba
usted la misma tesis.

--¿Llegó usted á leer aquello?--preguntó entre receloso y halagado.

--En efecto: lo leí. Es un artículo tranquilizador. Lo entendí como
deben entenderse las lucubraciones que se confían al papel. Aunque no
soy escritor, sé que en cuanto una idea sale de nosotros y cae sobre la
hoja, blanca, es como si se deja destapado un frasco de perfume: cátalo
desvirtuado... No creo en lo que se escribe.

--En lo que yo escribo, crea usted lo mismo que en lo que digo...

La amenaza del rival me arrancó una sonrisa. Paré la estocada,
murmurando negligentemente:

--En dichos creo menos aún... Escribir, hablar, son las válvulas por
donde desahogamos lo superfluo de la actividad del cerebro. Remedio
probado contra los impulsos absurdos que nos precipitan al disparate y á
la acción prohibida ó criminal. El alma se liberta con rasguños y
palabras, con aire y papel. No soy nada amigo de máximas; pero reconozco
que del dicho al hecho... Fanfarroneamos hasta con nosotros mismos; nos
contamos mentiras, nos juramos que haríamos esto y lo otro... y nada
hacemos, en puridad. Aire, ceniza de voluntades y deseos...

--No todos somos iguales, don Gaspar--recalcó Solís--. Hay hombres en el
mundo que han nacido cómicos; que, no teniendo auditorio, se
representan comedias á sí mismos. Hay también hombres--añadió con
glacial y cortante reticencia--que no pueden figurarse ciertos modos de
sentir, ó porque su sentir es obtuso, ó porque no lo afinaron las
desgracias, los conflictos, las tiranías de la vida... El dorado, que
encuentra todo preparado á su gusto, mesa puesta y alrededor de la mesa
una reunión divertida y amable, mujeres que le sonríen, parásitos que
cantan su gloria... ése ¿qué sabe de lo que se puede llegar á soñar para
sustituir con el sueño todo lo que nos ha negado la realidad? El único
goce de dominación del que ni posee riquezas ni poder ni amores... tiene
que ser ése: extinguir...--¿No lo comprende usted?--añadió, enviándome
la pregunta como un soplo de lo desconocido.

Resistí su mirada y se la devolví saturada de menosprecio. Y no lo hice
por afectación: era que, realmente, en aquel momento, le menospreciaba.
Su teoría de que el abismo del alma se colma con riquezas, poder y amor,
era para mí el más mezquino de los dislates. Estaba, el supuesto
intelectual, á la altura de los pintorescos mendigos, más alegres que
yo, cien veces más dichosos, á quienes limosneamos el domingo y que me
creen monstruo de la fortuna porque tengo siempre mucho y bueno que
comer y en la faltriquera monedas que repartirles. ¡Eres un mendiguillo,
Desiderio! ¡Y todo por un pedazo de carne blanca, donde la naturaleza
incrustó dos cuentas de vidrio azul y plantó un matorral de hebras de
pelo color cerveza blonda!...

--_Father_--dice la voz pura--: mira, ha vuelto á saltar el pez...
Péscalo, ¿di? Quiero verlo.

--Si lo pesco morirá... ¿Te gusta que muera?

--No... ¡Pobre pescadito!... Morir no--declara el nene, y fija en mí su
cándido mirar, asombrado de algo que no comprende.

Luego, asiéndose á mi mano, articula:

--_Father_, dime, anda... ¿Qué es morir? El pescadito, si muere, ¿cómo
quedará? Y su _father_, ¿llorará por él, di?




XV


El día siguiente á la tarde en que pasamos este diálogo Solís y yo,
domingo era, y había limosneo. Conservo y restauro esta costumbre,
procedente del tiempo de mis padres, no porque me parece caritativa,
sino únicamente por encontrarla estética, complemento adecuado de la
torre de tostadas almenas picudas, inútiles para la defensa, pero
bonitas sobre el celaje. Además, ¡el niño goza tanto con la
distribución! razón babosa que ejerce sobre mí suma fuerza.--Nos
sentábamos bajo el emparrado, entonces cubierto de pámpanos, entre los
cuales comenzaban á pintarse de un carmín claro aún los racimos. Al
lado, la fuente gorgoriteaba su canción monótona y deleitosa. Frente á
nosotros, descubría la vista la extensión de la ría, espejeante,
rebrilladora, salpicada de espuma un momento por el brinco de un delfín,
ó cortada por el vuelo airoso de una barca de pesca, tendida el ala de
su vela latina. Los puertecillos de la costa agrupaban diminutos, como
casas de juguete, su caserío. Olía á helechos frescos, á madreselva y á
soplos de mar, que llegaban por bocanadas. Yo, cauto, me provistaba de
un frasquito primoroso de sal inglesa, por si los mendigos esparcían su
acostumbrado vaho á hormigas, á salmuera, á aguardiente de caña en
estómagos mal nutridos.

Presos los perros, irreconciliables enemigos de los pobres, presentaba
el mayordomo el cestón atestado de trozos de pantrigo--no de sobras, eso
lo prohibía yo, sino de mollete fresco--y de tortas de borona. A
Rafaelín se le entregaba un bolsón repleto de cobre. En mi bolsillo
danzaba plata menuda, para los casos de mayor simpatía ó capricho de la
criatura. Los pordioseros, según orden que se les había dado, aguardaban
formados en doble fila. Yo conocía ya á muchos de ellos; pero cada
domingo venían algunos nuevos, de otras parroquias, atraídos por la fama
que cundía de mi liberalidad y buen corazón. Se respetaba jerarquía y
antigüedad: los de la parroquia eran socorridos primero, luego los de
las circunvecinas, por orden de proximidad á Portodor. La expresión de
todas las caras, ó de casi todas, es de júbilo y de una malicia humilde,
como la de los legos bobos que fían en Dios y chorrean esperanza. La
presencia de Rafaelín les saca de sus casillas, y ríen más, y exclaman
cosas más chuscas y optimistas; vejezuelas desdentadas ríen como niños
de pecho; vejezuelos reumáticos, arrastrándose sostenidos en un palo,
ríen plegando el rancio cuero de su cara de manzana tabardilla muy
madura; un lelo ríe de felicidad al tocarle la manecita del nene, y se
olvida de devorar el mendrugo; un ciego es el más jovial, y se empeña en
mosconear en la _zanfona_ y en dedicarnos coplas alusivas, aduladoras,
donde nos llama reyes.

--¡Peseta para el ciego, _father_!--suplica el pequeñín. Y allá va la
peseta...

Una mujer flaca, que lacta á dos gemelos, es la única que pone gesto
melancólico; pero al darle Rafael ración doble y peseta, ensarta
bendiciones y sonríe, desenfurruñada.--Un chiquillo de unos ocho años se
adelanta con una esportilla, marmoneando no sé qué.

--¿Tú quién eres? No te habíamos visto.

La de los gemelitos explica:

--Es de Naimor... Es así, tiene la habla trabada... Pide para su abuela,
que está encamada con la _paralís_...

Rafael, entonces, se adelanta, coge de la mano al chico, y
misteriosamente le entrega algo.

--¿Qué le das, Faelín? Si no te riño; si no te riño...

--Un bizcocho mío; es mío, es mío; que no lo quise con el topolate...--y
en la voz hay una entonación de protesta.

--Bueno, querido... Traiga usted más bizcochos--ordeno al mayordomo, que
extraña un poco la orden--. Vas á repartir tú bizcochos ahora, cielo.

Enfaenado Rafael en distribuir el contenido de la bandeja, entre el coro
de «¡Vivan cuanto deseen! ¡Dios le guarde de una envidia! ¡Dios le haga
santo!» de los pordioseros engolosinados,--no advertí que dos señoras
subían la cuesta que conduce desde el pueblo de Portodor á la torre.
Hasta el mismo instante en que desembocaron en el camino de serventía
que rodea la tapia del patio, tampoco era fácil verlas, porque los
viñedos hojosos, los matorrales de zarza y saúco, los brabádigos y los
altozanos del terreno lo impedirían. Me levanto, me precipito, echo mano
al _canotier_... Son Camila y Trini, risueñas, con sobrealiento, bajo
quitasoles de seda tornasolada.

Sin duda buscaban precisamente esto--cogerme desprevenido, en plena vida
libre--, á ver qué posición adopto cuando estoy solo... La emboscada es
doblemente cautelosa, puesto que Camila, hará una semana, me escribía
desde Madrid que Trini no acababa de decidirse á venir á las aguas de
San Roque, y que más bien la veía inclinada á tomar el rumbo de
Alemania, deteniéndose una semana en París--. Es indudable el complot.
¿Qué importa? La visita me distrae...

Lanzo las inevitables exclamaciones de sorpresa...

--Qué es eso? Caemos mal, por casualidad?--pregunta Camila derrumbándose
en el pretil, porque viene que no puede más de la subida--. Ya ves,
hemos seguido tus indicaciones; nos presentamos por la mañana, á pedirte
de almorzar...

--Sentiría mucho que le causásemos molestia...--murmura Trini,
confusa--. Camila me ha animado tanto... Me ha dicho que usted le había
dicho en Madrid...

--¡Por Dios, Trini... No sé cómo manifestar á usted que estoy
verdaderamente agradecido!.. Venga usted, venga á descansar un momento á
casa, á arreglarse; en fin, á lo que quieran... Pronto almorzaremos...
Miss Annie--ordeno á la inglesa, que acababa de presentarse,
súbitamente, de piqué verde claro, con una rosa lacre en el corpiño--:
¿quiere usted hacerme el favor..? Estas señoras...

Y dándome cuenta del motivo porque la inglesa, con un molinillo dentro,
no se mueve, lleno la fórmula:

--Miss Annie Dogson, la señorita que cuida del pequeño... Mi hermana...
la señorita de Dávila...

Si con afectación se inclinaron las damas, con rígida tiesura cabeceó
Annie. Dijérase que una barrilla de hierro pasaba á lo largo de su
espinazo.

--Gracias, Gaspar--exclamó Camila--; no nos hace falta arreglarnos por
ahora: el camino es corto; un cuarto de hora para cruzar la ría y una
hora de coche... El ratito de venir á pie es lo peor... pero no hay
tiempo de notar mucha fatiga; son diez minutos...

Desde que Trini había llegado, no apartaba los ojos de Rafaelín. Le
miraba encantada, sorprendida, sin duda, de su belleza. De pronto, con
movimiento simpático, se bajó y le tomó en brazos.

--Es el niño! El niño!--repitió enfáticamente--. Qué precioso! Parece un
angelito de los que se ven en los cuadros de Murillo... Pedirás á Dios
por don Gaspar, eh, nenito? Pídele mucho.

--No va á entender, Trini... Dígale usted que pida por _father_. Don
Gaspar es un personaje que para él no existe. ¿Verdad, _baby_? Soy su
papá... en inglés.

Como la señorita se disponía á besarle en los carrillos, miss Annie se
interpuso rápida, dando una orden secatona:

--_Baby... shake hand._

Desiderio Solís, que bajaba la rampa emparrada que conduce desde la
cocina de Portador hasta el patio, se paró en firme al ver á las
señoras. Hubo en su gesto algo de esquivez felina, si así puede decirse;
fué la retracción de una alimaña sorprendida en su cueva. La cueva de
Solís, ¡ya la conozco!: es la sombría madriguera de sus pensamientos
desesperados y ansiosos, entre los cuales se revuelve. En esa madriguera
me encuentra á mí y me destroza á mí; y se acentúa la intensidad de mi
goce al desafiarle, y en un desenfrenado imaginar me figuro la pronta
supresión de la existencia que puede darme un loco lúcido como éste, al
filo del cuchillo ó á la bala del revólver... Experimento una fruición
de orgullo, íntima, deleitosa--y, encontrándome á la altura de un poeta
favorito, comprendo la gentileza del morir, y, sobre todo, la gentileza
de jugar con la sensación del peligro oculto, inminente, como se juega
con un lindo kriss malayo de afiladísima hoja serpentina, envenenado con
zumo de euforbia. El atractivo de todos los seres que por un momento han
fijado mi atención, solicitado mis sentidos, hasta buscado el camino de
mi corazón--Rita, Annie, Camila, Trini, el mismo Rafaelín--cede, se
eclipsa ante este amor antiguo como mi juventud, esta curiosidad y sed
del gran Secreto... Ya que no me decido á ir, á paso tranquilo, hacia
él, que venga él á mí, sin las decadencias de la enfermedad, sin las
torturas de los padecimientos, sin los delirios de las fiebres y con el
hechizo peculiar del drama psicológico... ¿A que no es verdad, menguado
Solís? ¿A que no te resuelves, una mañana..? Yo te daré vapor,
pobrecillo celoso de la podredumbre, de la mísera carne de la mujer. Te
estiraré el cordel, te haré tascar el freno en los pocos días que nos
restan de verano y de baños salobres. Y estoy de ello seguro: nada
ocurrirá digno de referirse; tu amenaza tácita ó explícita será otro
poco de aire; no sabrás proporcionarte y disfrutar la sensación suprema,
el trago de infernal ambrosía de suprimir con tus manos una existencia
humana... No serás tú quien me haya asustado, profesorzuelo; no están
nuestros espíritus al par. Espera...

Y le llamo, complaciéndome en saber yo solo lo que tiene de
significativo el rostro descompuesto y demacrado, la chispa siniestra
del mirar de Solís. También interpreto perfectamente la vislumbre de
satisfacción que le causa la presencia de las dos señoras. La misma
sospecha que hace fruncir el rubio ceño á Annie, despeja momentáneamente
la frente de Solís, que se acerca titubeando.

--El futuro ayo de Rafael, don Desiderio Solís... Mi hermana, etc...

Trini es la más espontánea: le tiende la mano con afabilidad; él, entre
remiso y lisonjeado (no son sino sacos de vanidad estos aparentes
bohemios), la estrecha desmañadamente. Camila le mira, reprobando para
sí las negligencias de su atavío y sus maneras hoscas, insociales.

Toda esta escena, más breve que mi relato, se desarrolla entre el corro
de pordioseros, los cuales, á fuer de genuinos mendigos españoles, se
interesan más por lo que sucede á su alrededor que por su negocio de
pedigüeñería. Las mujeres, con la boca abierta, no se sacian de admirar
los trajes de batista floreada, los sombreros frondosos y botánicos de
las dos señoras. Una medalla de Juana de Arco, cercada de rubíes
_calibrés_, que Trini ostenta al cuello, les arranca exclamaciones
admirativas y bendiciones desinteresadas. Trini, se apresura á registrar
su bolsa de malla de oro, y á distribuir el cambio que lleva. Luego,
acepta mi brazo para subir la rampa.

Desiderio Solís, después de unos instantes de angustiosa vacilación, se
resuelve á ofrecer el suyo á Camila. Ella hace que no ha visto la
actitud, y sube derecha, sola, prontamente, como quien conoce bien los
lugares donde se encuentra. Solís se encoge de hombros, creyendo que no
le veo, para fanfarronear con miss Annie, que acaba de dirigirle una
mirada irónica. Rafael nos precede corriendo, alborozado, guiando á
Trini, con la cual ha hecho migas; y, alzando cuanto puede su manita, le
cuenta cosas:

--Tengo un pero así de gande... Lo pendieron porque muede á los pobes...
Yo no quiero que los mueda...

Entramos en la «sala de la torre». Camila se encarga de explicar á Trini
esas cosas que se explican siempre al que pisa una casa por primera vez.
Sobre el sofá hay un retrato de mujer, con el pelo en moño de rizos, los
hombros caídos, el corpiño picudo de talle y el cuellecito blanco
vuelto, característicos de la moda de 1860.

--¡Cómo se te parece esta señora!--exclama Trini.

--No tiene nada de particular... Es mamá--dice Camila.

La mirada de Trini pasa del retrato á la cara, no de Camila, sino mía.
Toma un pretexto para mirarme,--lo he notado.--Quizás esta mujer ha
pensado mucho en mí á solas. Viene, me parece indudable, bajo el
influjo de una inquietud dolorosa respecto á miss Annie. Para Trini,
como para la muchedumbre, yo me entiendo con la nívea inglesa... Y
siento un chispazo de cólera al reconocer que, una vez más, el sentido
común de las gentes no es tan vano y hueco como pensamos los soberbios,
que nos situamos fuera de la grey; porque, no hace veinte días, si me
dejo llevar del instinto...

Visitan la casa las señoras, gustosamente. Se detienen mucho en
recorrerla. Lo que las interesa, al parecer, es la distribución de las
habitaciones. Camila lo revuelve todo, lo pescuda todo, con su ojeada
maliciosa, digna y escandalizada á la vez. El examen resulta
inquietante. Yo ocupo, en el segundo piso de la torre, un cuarto no muy
amplio; detrás de él, en otro más chico, duerme Tadeo, mi ayuda de
cámara; y enfrente, dos habitaciones de dimensiones iguales, separadas
por un pasillo, corresponden á Rafael y miss Annie. El primer piso de la
torre queda reservado para un salón. Y al cuerpo de edificio, detrás del
despacho y comedor, está relegado Solís. De aquí, los espionajes
nocturnos. Le veo que observa á Camila y nota su actitud; dijérase que
los dos pensamientos, las dos sospechas, se encuentran, cruzan y abrazan
en el aire, como dos espadas desnudas. Al contacto de la sospecha de
Camila, la de Solís acaso se hace certidumbre.




XVI


Nos sentamos á almorzar. Camila, frente á mí, preside. A su derecha,
Rafaelín. Solís, al otro lado. A mi derecha, Trini; la inglesa, en el
puesto inferior, á la izquierda.

Convencido como estoy de que la mayor parte de nuestros estados
psíquicos, aunque jamás carecerán de razones de ser, las tienen
frecuentemente tan ocultas que ni nosotros mismos las traducimos y
analizamos, no he intentado explicarme por qué aquel almuerzo fué una
hora excepcional en mi vida; por qué, desde que Trini se colocó á mi
lado, comprendí su deseo y su sinceridad, y presentí el desarrollo que
iban á tener los sucesos.

La mesa lucía un adorno muy vulgar, pero encantador: canalitos de vidrio
liso llenos de agua en que refrescan flores y ramillas tiernas de
helecho. Eran como riachuelos dormidos sobre la blancura del mantel.
Dado que en Portodor andamos mal de jardinería, Tadeo se había ingeniado
y traído del río buena provisión de las umbelas rosa que huelen á
almendra amarga; y el ligero olor, avivado por el calor y la frescura,
me penetraba en el alma como un cuchillo de oro. El cocinero, aunque
careciendo, según decía, de mil recursos que no faltan en Madrid, había
sacado partido de la mariscada y pesca tan abundante en Portodor, y
desde las menudas anchoas hasta los filetes de lenguado á la Morny y el
rodaballo á la Teodora braseado al Champagne, el menú, casi magro, era
para despertar el paladar del más gastado gastrónomo. Trini, que
habitualmente come poco, animada por mis bromas y mis obsequios, estuvo
hasta glotona; dos veces se sirvió del rodaballo, ensalzándolo. Solís,
aliviado de su tortura al notar cómo yo atendía á Trini y cómo ella se
esponjaba dichosa, y un tanto excitado quizás por los excelentes vinos
que ordené á Tadeo que sirviese, empezó por destacar alguna frase y, al
fin, habló brillantemente, desplegando ingenio, conocimientos y buen
humor irónico, que descargó sobre el pueblecillo de Portodor, sus
notabilidades, sus festejos, su Casino, sus bellezas.--Trini se reía;
hasta Camila desfrunció el entrecejo, sonrió, y dos ó tres veces aprobó.

Annie era la malhumorada silenciosa. A medida que adelantaba el
almuerzo, se acentuaba su hosca frialdad: con leves pretextos reprendió
ásperamente, en inglés, á Baby; el pequeñuelo hizo un mohín llantero,
mimoso; Trini le echó un beso volado, le hizo un guiño de inteligencia.
Los ojos azules, de claro doblete de zafir, se obscurecían, y los labios
bien cortados temblaban de ira al notar que el niño se entendía con otra
y que á esa otra yo le presentaba un fruto, le servía una salsa, le
ponía vino en el vaso. Alegando que Baby no debe permanecer tanto tiempo
seguido en la mesa, levantóse al servirse el asado intentando llevarse
al chiquitín; pero Trini intercedió:

--Miss Annie, ¡por Dios! déjenosle hoy, un día es un día. Rico, Faelín,
¿verdad que te quedas?

Entiendo: le hago un signo á la inglesa--nada más que un signo, pero de
amo--, y no hay remedio, mi voluntad se impone; el aya, en señal de
protesta, se retira. Entonces el almuerzo se hace más íntimo, más
atractivo; Trini respira, libre de las ojeadas de cristal azul; Camila,
con toda su altivez, se encuentra también más á sus anchas; Solís
especialmente se alegra; ¡mi acto de energía le da á entender tantas
cosas! Radiante, salpicada de Champagne su nada tersa pechera, vuelve á
sostener la conversación con un _esprit_ periodístico ameno y maligno á
la vez. Después de un ditirambo al «inflado» javanés con que termina el
delicado almuerzo, propongo ir á tomar el café bajo el emparrado, en la
enorme mesa de piedra toda bordada de vegetaciones que el sol metaliza.
Allí nos sentamos... y ¡yo no me miento nunca á mí mismo! viendo á Trini
con Rafaelín en brazos, explicándole por qué una mosca se ha preso las
patas en el azúcar de un platillo, lo cual el pequeñín celebra con risas
gorjeadas, con exclamaciones de asombro y gozo,--¡me encuentro
feliz!--El sortilegio del niño sobre la mujer actúa visiblemente; el
grupo inefable, símbolo de la vida, se ha formado y estrechado al
influjo del aire, de la libertad, del alejamiento de las ciudades, de la
naturaleza, en fin. Mientras yo fumo mi cigarro, Trini juega con el
niño; juegan á partir piñas y á descascarar piñones, sirviéndose de una
piedra, y las risas aumentan y el chiquitín toma confianza, y tiraniza á
Trini como me suele tiranizar á mí, y la empieza á soltar letanías de
cariño:

--Trini bonita, Trini buena, Trini de mi corazón...

Ella se anima, se entusiasma también. Pasamos las horas calurosas de la
tarde bajo el toldo de parra, oyendo surtir el agua, esa agua tan
fresca, tan leve, tan digestiva, que bebí de niño con los carrillos
sofocados de correr. El danés, Vértigo, sentado gravemente á mis pies,
abre por turno el ojo derecho y el izquierdo y estremece una oreja
cuando le importunan las moscas. El ambiente es pesado; pero á cada
minuto lo abanican brisas de mar. A eso de las cinco, al empezar á
aplacarse el calor, propongo que bajemos al pueblo, alquilemos un bote
y demos un paseo por la ría. Es muy probable que caigan algunos panchos.
Tadeo llevará anzuelos, cordel y el cesto para recoger lo que se pesque.
La proposición es acogida con transportes de júbilo por el niño, con
satisfacción por las señoras. Invito á Solís, que rehusa, y no invito á
miss Annie: acabamos de verla pasar allá á lo lejos por la carretera que
atraviesa la parte baja de la posesión, cabalgando en su bicicleta, muy
bien ensiluetada, muy airosa, muy decidida.

Vamos, pues, en familia, sin mercenarios de lujo. Desatraca el bote.
Sardiñete, el marinero, rema despacio, de un modo insensible; su hijo,
un rapazuelo de unos quince años, coge la caña del timón. Nosotros
echamos la _liña_ y esperamos que el pez pique. Trini ayuda y aconseja á
Rafaelín; le enseña á tener la cuerda quieta y á dejarla flotar según el
derive, casi imperceptible, del bote. Trini, en toda esta jornada, se
muestra mañosa, útil, viva. Al sentir el primer tirón, el chico pega un
grito de alegría nerviosa, tan penetrante, que el pez se asusta é
intenta huir, y no lo consigue, porque ya está enganchado. A la luz del
sol poniente vemos encorvarse y palpitar su cuerpo de plata, y,
arrancándolo del anzuelo, se lo entregamos á Rafaelín. La criatura coge
el pececillo; pero, al notar su agonía, la gota de sangre que mancha sus
agallas, quédase un momento pensativo, y después rompe á llorar,
escondiendo su preciosa cara en el seno de Trini, que le cubre de
caricias.

--No se pesca más, rico--dice ésta--. Se acabó la pesca por hoy. Verás;
á este pescadito le volvemos al agua y se pone tan contento y se va
junto á sus hermanitos, á contarles que por poco nos le comemos frito
esta noche.

--¿No mere el pescado?--pregunta, entre sus lágrimas, Rafael.

--No mere, vidita, no mere: ahora rompe á correr tan contento, y va á
tomar café con sus amigos, y á fumar, como tu _father_.

La risa sucede á las lágrimas. Por debajo del agua transparente, el niño
ve desaparecer el cuerpo del pez, en relampagueante fuga.

Se recogen los avíos de pesca. ¡Rafael es el que manda! Mi alma flota,
se disuelve en la placidez infinita de la hora moribunda. Hace bochorno;
no corre un soplo de viento. El sol, allá en la línea del horizonte,
desciende abrasado al fondo del agua obscura. Cae la noche, y apenas
desaparece el astro, surge claridad, no de la luna, que no se deja ver,
ni de las estrellas, altas y diamantinas, sino de la misma sábana del
agua, que se enciende en hervor nupcial, como inmensa luciérnaga.
Resplandores glaucos parecen venir del fondo de las olas, permitiendo
ver las miriadas de peces que cruzan sus profundidades y que son como
remolinos de prolongadas hojas de estaño, arrastrados por una corriente
de esmeralda pálida, derretida. El remo abre surcos de lumbre
fosforescente y al subir derrama cascadillas de gotas luminosas. El
pálido incendio nos alumbra con reflejos fantásticos de linterna
chinesca. El niño pregunta, y le explico el fenómeno como puedo. Estoy
cerca de Trini, y siento, en aquella noche de verano, en que arde hasta
el agua, su atractivo; pero estoy seguro de que no se trata de un
estímulo material, de que es la criatura quien vuelve á llevarme hacia
el hogar, hacia la paz, hacia la aceptación de la existencia completa,
vivida y transmitida á otros...

Camila nos da el alto: tienen que volverse al balneario; la excursión
exige hora y media lo menos, ¿cuándo llegarán, y qué pensarán de ellas
los demás bañistas?

Trini, suspirando, exclama:

--¡Qué lástima! ¡Qué buen día se ha pasado!

Saltamos en la playa, y ofrezco otra vez el brazo á Trini para llevarla
hasta el coche, que ya las espera al extremo del muelle. Es un breve
momento de soledad y de confianza. Camila se queda atrás, á propósito,
entreteniendo al niño, enseñándole las redes de pesca que negrean sobre
el blanco arenal.

--Gaspar--murmura Trini con voz temblona; y noto el golpeteo de su
corazón contra mi brazo derecho--: tiene usted un niño que es un
hechizo. Me voy prendada de él.

--Lo quiere usted á su lado siempre, Trini?--respondo, en un arranque
violento y espontáneo--. Ya sabe usted que se lo había ofrecido...

--Eso fué un día... Ahora... usted... ya... Y yo, entonces, no había
visto al pequeño...

--Ahora, igual... si usted...--Y estrecho el brazo; y el brazo contesta
á mi presión con otra muy ligera, pero sensible... La respuesta del
brazo es definitiva.

--Hemos quedado--advierto á Camila--en que volveréis á pasar aquí el día
del jueves. Iré á esperaros en el desembarcadero. Y antes, es probable
que me aparezca en San Roque...




XVII


Y apenas se aleja, con ruido apagado de rodadas, el coche que lleva á
las dos señoras, entrego á Tadeo la criatura soñolienta, para que la
suba en brazos á la Torre, hago una seña á los marineros y vuelvo á
saltar en el bote.

--¿Caradónde, señorito?..

--Adonde queráis... Un paseo.

Escupen en las manos y vuelven á empuñar remos y gobernalle.
Pausadamente, la barca corta la sábana de lumbre pálida y verdosa...
Caigo en pleno ensueño. Por última vez--á mí mismo me empeño la
palabra--me entrego á esas conversaciones interiores, en que dialoga mi
doble yo. Por última vez fumo opio... Dejo colgar el brazo sobre la
borda, y al rozar el agua parece mi derecha bañada en un livor
sobrenatural; la estela del barco es un trazo prolongado de lumbre, como
el rastro de un cometa en el firmamento. Es preciso que yo diga adiós á
los antiguos fantasmas, mis perseguidores, mis tétricos amigos; es
preciso que salga de mi espelunca, y no vuelva más á ella; tengo que
transmigrar y encarnarme en esposo, en ciudadano.

El agua se engalana como para un funeral con esta luz mortuoria, que me
recuerda la tez de espectro de Rita Quiñones; y de entre las praderías
de algas, donde ondulan vegetaciones de pesadilla, una forma se alza,
semejante á una de esas vislumbres que tiemblan al movimiento de las
múltiples capas de agua, y cuyas líneas se disuelven, entre las gasas
trémulas y fingidas, velo de los abismos. El que ve surgir una de esas
apariciones inciertas y borrosas, hijas del consorcio de la fantasía con
lo real, nunca deja de atribuir á la visión forma femenina. Cree
discernir, fugitivos en su diseño, los brazos que han de enlazarle, el
cabello donde se ha de enredar, la boca que ha de envenenar la suya, el
flexuoso torso que se pegará á su pecho. La mayoría de los hombres hacen
surgir de la obscura profundidad el amor. Mi visión, confusamente
alumbrada por la fosforescencia de las ondas, es de muerte, y su boca,
al acercarse á mi boca, la cuajaría en eterno hielo...

El cuerpo de mi sirena no es blanco, su pelo no es rubio: tiene su forma
lo indeterminado de los senos sombríos de donde sale, y su melena se
parece á la inextricable maraña de las algas, suspensas, enredadas y
penetradas por esta luz líquida. Creo verla ascender despacio, ávida y
amenazadora, como si me dijese: «Eres mío, no me huyas...»

--No soy tuyo--protesté--. Puedo huir. Me basta con desearlo. He jugado
contigo á un juego peligroso: basta ya. Quiero vivir. Vete...

No se iba. Agarrada á la borda con sus manos de sombra, fijaba en mí los
mismos ojos magnetizadores que había fijado desde el fondo del río. Y me
llamaba, me llamaba... Un sudor de angustia humedeció mis sienes, y,
por un hábito pueril, por uno de esos gestos maquinales que se han
hecho en la niñez y que sobreviven á todos los procesos analíticos,
demoledores, de la edad madura--bajé dos dedos, alcé otros dos y tracé
sobre mi frente la señal de la cruz...

En el mismo instante el agua palideció; sus reconditeces se velaron, y
como se extingue una bengala de teatro, se extinguió la fosforescencia,
dejando el agua incolora, tranquila, en la densa cerrazón de la noche.

--¿Se apaga el agua así de pronto?--pregunté á los marineros.

--Sí, señor... Siempre pasa así en Agosto. Dura muy poco la claridá. Aun
hoy duró más que otras veces.

--Vamos al muelle--ordené, como avergonzado de mi impresión y temeroso
de que me la conociesen; avergonzado del sentimiento, hasta en presencia
de tan ínfimo auditorio.

Salto á tierra. Emprendo la caminata á la Torre de Portodor, cuyas
iluminadas ventanas veo desde el muelle lucir como un faro. Voy
determinado á desenredar mi espíritu de los laberintos en que me he
perdido siempre. Ahora creo discernirlo con lucidez total: estaba
enfermo del alma, y es la salud lo que han de darme las dos supremas
representaciones de la existencia: el Niño y la Mujer. El reto que
acepté era insensato y absurdo, como era nefando y monstruoso el amor
que me había inspirado la Guadañadora. Cuando yo provocaba y exasperaba
á Solís, la buscaba indirectamente á _ella_; glosaba una cuarteta
conceptuosa que me embruja la imaginación:

      Ven, muerte, tan escondida
    que no te sienta venir,
    porque el placer de morir
    no me vuelva á dar la vida...

Subiendo por el sendero campestre donde, entre el olor recio del mar,
flota el almizclado vaho de esos escarabajos negros, enormes, llamados
en el país «vacas de San Antonio», formo mi plan. Mañana mismo, llamaré
á miss Annie, la daré rendidas gracias por sus servicios, la haré
generoso regalo y la enviaré á Vigo, en un buen coche. A Desiderio Solís
le enteraré de que mi matrimonio es cosa acordada; le ofreceré un
sueldo no despreciable en concepto de administrador y secretario, y le
advertiré que estos cargos los puede desempeñar fuera de mi casa, y que
así lo deseo. Y añadiré todo lo que baste á curar los escozores de sus
dudas y convertirle en amigo mío, al menos en indiferente. Y después...
Ya veremos: ante todo, conjurar este peligro; salir de esta situación
anómala en que me he puesto voluntariamente, jugando con mi propio
destino, por una caprichosa fantasía de poeta--sí, ahora entiendo la
verdad: yo soy un poeta loco, á quien las herencias de melancolía de las
edades dramáticas y de los antecesores desdichados, habían llevado á
desear el aniquilamiento... Penetrado de esa curiosidad palpitante que
da fiebre á las novias la víspera de sus bodas, yo esperaba ansioso,
estremecido, lo que iba á ser de mí en poder de una fiera por mí mismo
azuzada y desencadenada. Me había complacido en crear eso que llamamos
fatalidad, con la substancia de mis deseos, mis orgullos y mis antojos.
Quizás la fatalidad no existe, si nosotros no la fabricamos. En esta
hora de sana voluntad me parece todo el giro de mi suerte es mi obra.
Soy yo quien ha soltado en mi propia casa al tigre de los celos, y le he
visto avanzar exhalando su ronco rugido, y en vez de enjaularlo, me he
complacido en admirar su manchada piel... Ahora entiendo cuánto daño
pude hacer, no sólo á mí, sino á todos. Destejamos la infernal tela;
aprisa, borremos la huella de nuestros pasos, pisando al revés.

Mi proyecto era conferenciar aquella misma noche con Solís, dejando para
el día siguiente la entrevista con miss Annie. Al llegar á la Torre,
supe que el profesor, algo indispuesto, se había acostado, y que la
institutriz tampoco bajaría á cenar, por sufrir una jaqueca muy fuerte.
A otro perro con ese hueso: bien adiviné lo que ocurría. Solís y ella se
habían peleado; ella trepidaba de despecho y cólera de haber sido
excluída, suplantada. Me encogí de hombros. Mañana las siluetas de estos
dos seres, en mi espíritu, quedarán borradas de la pizarra con una
esponja...

Cené gratamente, abierta la ventana, por la cual entraban la lejanía y
la calma de la noche. Terminada la cena me levanté, y me puse de codos
en el antepecho á respirar. Recordaba que en otras épocas me había
acodado así, para contemplar las tempestades, que son en Portodor
magníficas é imponentes. Caen rayos á centenares, zigzagueando sobre el
mar; un espectáculo sublime. Ahora no se movía una hoja; algo de
neblina, presagio de calor, empezaba á alzarse. Yo sentía ese temblor
secreto, ese comienzo de embriaguez que causa todo cambio en nuestro
destino. Me esforcé en pensar en Trini,--pero la Seca todavía quiso
interponerse. Te he vencido--murmuraba yo... Y me reía de la derrota de
la muy coqueta, que me trae al retortero desde tantos años hace, sin
realizar nunca sus promesas de darme el olvido y el descanso...

Serían las diez y media cuando subí á mi cuarto, no sin decir á Tadeo
que no le necesitaba. El servidor se quedó abajo, trajinando,
recogiendo. El silencio era total: no se escuchaban ni ladridos de
canes, ni flauteos de sapos. Entré en mi dormitorio y cerré, sin echar
la llave. Sonaron unas pisadas ligeras en el pasillo, y antes de que
hubiese tenido tiempo de dar vuelta al grifo del lavabo, sentí que
llamaban á mi puerta unos dedos sonoros, de metal. Acudí á abrir, y me
quedé perplejo, pero no sorprendido, al encararme con miss Annie. La
inglesa venía muy guapa, es justo reconocerlo; su pelo de luz, sencilla
y hábilmente recogido, y su traje de linó gris, de corte original,
exageraban su aire pudibundo y prerrafaelista; era una deslumbradora
_girl_ de cromo, de esas en cuya cara la rosa se disuelve en leche y el
carmín se afina con transparencias de cristal. Olía bien--sin duda
usufructúa los perfumes de Rafaelín--y, en suma, llegaba á tiempo, si no
se interpusiese entre ella y yo algo nuevo que se había apoderado de mí.

Entró con marcialidad, derecha y seria, y ya dentro, dió vuelta á la
llave.

--No conviene que nadie nos interrumpa--dijo autoritariamente.

Me quedé mirándola, silencioso, sin protestar. ¿A ver por dónde
descargaba el nublado? Y ella, acercándose con desdén, y trepidando de
cólera y soberbia, profirió, en el buen español que gasta, sólo
extranjerizado por el acento:

--Es preciso que hablemos claro, don Gaspar. Conmigo no se juega.
Reclamo una contestación categórica. La señorita Trini, ¿es ó no es
novia de usted?

Sonreí, ofrecí con el gesto un asiento en mi mejor butaca á la quejosa,
y contesté al desgaire, graduando el efecto de mi respuesta, para que
molestase más:

--Naturalmente que esa señorita es mi novia. Pronto nos casaremos. ¿No
se lo había dicho ya? ¡Qué distraído soy! Discúlpeme, miss Annie.

Un momento permaneció estupefacta la inglesa. No quería fiarse de sus
oídos ni de sus ojos; no porque fuese inverosímil que yo tuviese novia,
sino porque era humillante que se lo notificase así. Las naturalezas
orgullosas se resisten á admitir la realidad de lo que las rebaja; el
primer movimiento de la altanería ofendida no es la indignación; es la
sorpresa. En aquella modesta institutriz era altanera la raza, la
civilización de presa y de fuerza de donde procedía; era altanera su
convicción de que á la mujer se la debe lealtad. Cerca de medio minuto
tardó en recobrar, no la palabra, sino la acción. Eso sí, la acción la
recobró por entero, súbitamente. Avanzó sobre mí, y su vigorosa palma de
jugadora de _tennis_ y ciclista, huesuda bajo la morbidez, cayó sobre mi
mejilla, respondiendo al claqueo de la bofetada un dolor vivo, un
escozor violento, un desquicie de dentadura, una serie de sensaciones
que todas actúan sobre lo puramente animal de nuestro organismo,
provocando en los hombres de baja educación el ejercicio del palo y del
puño, y en un hombre más culto, otra reacción diferente... Porque no sé
yo quién será el varón resignado á quedarse en situación tan ridícula
como la de verse abofeteado, y no con blandura, por una mujer, á puerta
cerrada, de noche, y cuando, anteriormente, esa mujer ha depositado en
sus sentidos un germen de impureza y de miseria fisiológica. Ciego y
disparado, aproveché, pues, el momento en que miss Annie, todavía
amenazadora, permanecía inmóvil,--y la enlacé y envolví y ahogué entre
las elásticas serpientes de mis brazos, riendo á carcajadas, con risa
nerviosa producida por la excitación que el golpe me causaba. La defensa
encarnizada de la mujer recrudeció mi repentina barbarie; y cuando digo
la mía, digo mal; la de aquel que no era yo, ó, al menos, no era mi yo
humano y consciente, sino uno de los varios hombres que hay en cada
hombre, que cometen lo que aborrecen y se preguntan después: «Pero ¿cómo
he podido? ¿Cómo me he dejado llevar de tal locura?..» sin encontrar
respuesta.

Ella, al pronto, hería, pegaba, mordía, usaba de sus uñas, de sus
dientes, de sus pies; pero yo, nervioso, frenético, luchaba sin sentir
los golpes, y la sujetaba é inutilizaba su defensa. Cuando arranqué un
jirón de la tela sutil de su corpiño y vi la blancura de su piel, me
ofusqué del todo. ¿Qué más? El resto fué para ella el ultraje, para mí
el pecado--ese pecado hermano de la muerte; el pecado que nos acecha en
cada latido de la sangre y en cada anhelo de la respiración. La vi
desplomada, sollozando con angustia infantil; después la vi erguirse,
desmelenada y echando espuma, epiléptica. No supe qué decirla: me
encontraba sin cerebro. Me limité á dar vuelta á la llave--ella no
acertaba--para que saliese. La mirada que me echó no fué ya de
reprobación ni de furor: fué esa ojeada de la alimaña atrapada en el
lazo, herida, sangrante, y que recoge para la última dentellada lo que
le queda de fuerza vital. Si existiese en la mirada el poder que algunos
antiguos autores le atribuyeron, yo me hubiese caído allí mismo redondo,
á los pies de la mísera mujer á quien acababa de robar su única
hacienda, su única prez,--más que la vida...

--Annie...--tartamudeé.--Annie... Oiga...

Ella seguía mirándome terrible. Sus labios se agitaban sin articular
palabras. Con mano insegura arreglaba su peinado, juntaba maquinalmente
los trozos desgarrados de su ropa. Lo incorrecto la dolía tanto como lo
impuro. Se volvió un momento, y desde el umbral me escupió, en inglés,
la injuria despreciativa; algo equivalente á

--Pillastre!




XVIII


Tadeo se presentó á los tres minutos. Venía azorado: sin duda había oído
desde abajo gritos roncos, ruidos de lucha.

--Quiere algo el señor? Me parecía...

--Nada... Váyase usted...

Se fué, sin convencerse. Las caras diplomáticas de los criados ¡qué
expresivas son!--Me acosté y no pude dormir. Un devaneo de insensatez se
apoderó de mí. Me sentía envuelto en lodo, hecho de lodo, y lo peor era
que el lodo que me formaba discurría y se juzgaba á sí mismo, y se
encontraba doblemente lodo, no tanto por el delito perpetrado, como por
lo instintivo, lo vulgar del delito--mero impulso--y por haberlo
cometido en perjuicio propio. ¡Escoger para la inicua barbaridad la
misma noche en que, del mar apacible y desembrujado, de los setos y
matorrales enflorecidos, de la risa de un niño, de la ternura maternal
de una mujer, había nacido para mí el porvenir, la aceptación de mi
suerte, mi reconciliación con el mundo! Las hieles del mal me tiñeron de
negro el corazón; la roezón del gusano infatigable que me devora desde
la niñez se hizo insufrible; creía ver su cuerpo anillado, blanducho y
sus mandíbulas córneas, en movimiento. Al levantarme, en la luna de mi
armario me encontré caduco, deshecho, agobiado, maduro para morir.

Morir, sí... ¿Quién ha pensado en otra cosa? Es lo único que puede
realizar mi destino, lo único que colmará de una vez mis afanes
infinitos, mis nostalgias sin forma y sin nombre. Ayer era casi dichoso.
Ah! Una sola noche sin dormir, cómo modifica nuestro concepto de la
existencia! Por un sueño tranquilo, total, cambiaríamos todo el oropel,
toda la farsa, todo lo que es más sueño que el sueño... Y pensar que
tenemos el sueño dulce, constante, igual, eterno, en nuestras manos, y
que titubeamos en cerrar los ojos, en revolvernos preparándonos al
delicioso letargo; en extendernos cómodamente antes de perder de un modo
insensible, sin notar el momento de la transición, la amarga conciencia
de nuestro existir! Dada la media vuelta, adiós contrariedades... Miedo?
Aprensión del dolor? Si tengo frialdad para prepararlo todo bien,
lograré lo que en el sueño fisiológico: no me daré cuenta del paso de
_esto_ á _aquello_... Apenas un estremecimiento, una convulsión
instantánea, un gemido, un esguince... Y después... la nada... Sí;
incrústese bien en mi cerebro lancinado la idea: _nada_. En la sima,
únicamente hallaré tinieblas, limbos, lo vago, lo caótico de la
desintegración de mis elementos, asociados para sufrir...

Me levanto pensando en lo que me he propuesto. No tengas celos tú, mi
antigua amada; te he sido infiel, pero ya vuelvo á ti. Espérame, que
tardaré poco.

Tadeo entra á servirme el desayuno. Viene inquieto, enigmático. Su cara
acartonada de criado de alta sociedad y alto salario le vende un
instante, cuando distingue, al pie de la butaca que yo había brindado á
Annie, una horquilla de celuloide con chispas de estrás. La recoge y,
respetuoso, la coloca sobre mi mesa de tocador.

--Se ha levantado ya miss Annie?--pregunto, dominando la ronquera que
producen las emociones.

--Miss Annie! Señorito, ¡cuánto hará que se ha levantado, que hizo su
baúl y salió hacia el pueblo! Dice que se marcha á Vigo en el primer
coche, el de mediodía. Y la acompañó don Desiderio; ella le avisó; le
mandó recado, tempranito. El señor dirá cómo se ha de hacer con el niño
y quién le va á cuidar.

El niño..! Mi _hijo_... el _hijo_ de mi voluntad, de mi aspiración, de
mi cariño espiritualizado, superior al instinto... Y yo que no pensaba
en él!

--Allá voy ahora mismo--dije precipitando el cepillado de mi pelo y
rechazando el chocolate.

Al niño--cuenta mía es--hay que dejarle bien acomodado, bien seguro en
la tierra... No se lo legaré á Camila, sino á Trini, ya que un momento
ha parecido tener entrañas para él... Si es preciso, me uniré á Trini en
matrimonio, y al regresar de la iglesia... Quizás esto sea lo mejor. Ea!
á poner en práctica lo decidido... Cuanto antes. Hoy mismo iré al
balneario. Si Trini accediese, antes de una semana... Fingiré
impaciencias de hombre súbitamente entusiasmado y que quiere lograr
pronto su deseo, temeroso de que, al correr el tiempo, el deseo se
gaste... Engañaré á Camila, que me ayudará ignorando mis verdaderos
fines... ¿Serán estos planes el disfraz de una cobardía ante el acto
supremo? No; es lo contrario; es que el acto no será en mí fruto de un
arrebato, sino cristalización de aspiraciones y tendencias continuas,
contra las cuales ya no tengo defensa. Bien me he resistido... Ya no
batallo. Seca mía, venciste. Te llevo en la masa de la sangre. Abre tu
tálamo frío...

       *       *       *       *       *

Han transcurrido pocas horas desde que así pensaba... y en ellas cupo el
suceso más espantoso... No sé cómo decírmelo á mí mismo, en mi
autoconfesión... Y el suceso es lo de menos; nunca un suceso vale
nada... Los efectos del suceso en mí... Soy _otro_--y de esta vez, soy
otro para siempre...

¿Cómo se ha inmutado mi ser? He aquí la que no comprendo, lo que me
confunde, y al mismo tiempo me inunda de dolor y de felicidad... No
acierto, ni quiero, con el análisis de este sentir. Dos fuentes son mis
ojos, y el manantial está tan adentro... tan adentro..! y se encontraba
tan cerrado, tan intacto... que de fijo no lo agotaré nunca...

Reconstruyo la escena á esta hora avanzada de la noche, entre la
majestad del silencio, con la ventana abierta, al chisporroteo de las
velas encendidas, hallándome libre de la sociedad humana, solo y
acompañado... Basta! Tengo que escucharme á mí propio, tengo que intimar
conmigo... tengo que persuadirme de esta maravilla que en mí
resplandece. En mí! Y qué puede importarme sino lo que es en mí? En mí
mismo es donde todo sucede para mí, aunque lo produzca algo que no soy
yo...

A ver..? Las once de la mañana serían cuando Solís regresó de Portodor,
habiendo dejado á Annie en el coche de Vigo. Desde la estrecha terraza
que sombrea el emparrado, y en que yo estaba sentado madurando mis
proyectos, con el niño--el niño!--jugando á mis pies, vi distintamente
al profesor asomar y esconderse reiteradamente, según le cubría ó no el
follaje de los robles ó el matorral de zarzales. Aun cuando su faz, á
causa de la distancia, no era sino una mancha blanquecina, se advertía
en esa mancha algo desusado, y en el andar, lo mismo. Sin embargo, no
venía lo que suele entenderse por descompuesto, y era doblemente
aterrador notar cómo la resolución comunicaba no sé qué de automático á
su andar, y, cuando se hubo aproximado, cómo su rostro, del color
enfermizo de la arcilla blanca y seca, se había crispado y metalizado.
Sus ojos, sangrientos, despedían un brillo de piedra preciosa, como el
de las pupilas de los felinos. Era la salvajina que ventea el momento de
saltar y destruir.

Llegó ante mí, se paró en seco, sin hacer, ni por cortesía, la
indicación de saludarme--y deslizó la mano derecha en el bolsillo de su
cazadora. Los artificiosos convencionalismos del respeto, la mentira
social, habían desaparecido. Ni él era el asalariado, ni yo el
protector. Nos igualaba una situación dramática, anterior, en la
historia de la humanidad, á salarios, contratos y servidumbres.

--Ya supondrá usted á lo que vengo--profirió, apretando los dientes.

--Sí, me lo figuro--respondí desdeñoso--. Ha hablado usted con Annie y
trae el propósito de matarme. Falta--añadí, cediendo á mi espíritu de
altivez sentimental--que tenga usted valor para ello.

--Valor me sobra; pero... no soy un asesino. Vaya usted por su revólver
y véngase conmigo ahí, al bosque, detrás de la piedra de la Moura, á que
arreglemos este asunto.

--Lo puede usted arreglar más fácilmente sin eso. No pienso
defenderme--contesté con la mayor sinceridad; era, en efecto, mi
propósito: _ella_ venía á mí... y yo, cansado y anheloso á la vez, abría
los brazos para recibirla y para estrecharla...

--Se defenderá usted, cobarde, mal caballero, villano--gritó Solís,
añadiendo algunas de esas interjecciones y calificaciones lupanarias con
las cuales la estupidez cree reforzar el alcance y sentido de la
injuria--. Se defenderá usted, porque le voy á dar un bofetón en el otro
carrillo, en el que no tiene usted hinchado de mano de mujer.

Y su puño se tendió como una palanca de hierro, y me hirió brutalmente,
en pleno rostro. Asomaron á mi nariz gotas de sangre, que salpicaron mi
pechera,--y entonces oí el llanto desconsolado de Rafaelín, que
chillaba:

--_Father! Father!_

No hice caso de la aflicción de aquel cariño inocente... No hice caso.
El negro velo en que _ella_ se envuelve flotaba ante mis ojos. Lo había
olvidado todo, todo, menos que iba á encontrarme con la maga de mis
ensueños; que iba á dormir, saturado de láudano, en su fresco regazo de
sombra. Sacudí la cabeza; hice un gesto de indiferencia y perdón, y
mirando á Solís, cuya cara era la de un precito revolviéndose entre el
fuego que le calcina, exclamé:

--No me defiendo. Haga usted lo que quiera. Pago mi deuda... Le
agradeceré que despache pronto.

--Lo que quiera, eh?--repitió él con atroz ironía.--Pues ya que se
empeña usted...--Y enviando otra vez la mano al bolsillo, sacó el
revólver. Vi el reflejo del sol en el cañón y, al mismo tiempo, sentí
que me besaban ardientemente unos labios suaves. Solís disparó dos
veces... ¿Cómo sucedió lo que sucedió? Hay acontecimientos sin fácil
explicación para quien en ellos interviene. Hay un instante en que las
cosas pasan como quieren pasar, sin que, arrastrados por el torrente de
los hechos, podamos intervenir, ni comprender siquiera.--Preciso es
suponer que, al apuntar Solís, ó yo me desvié involuntariamente,
rehuyendo lo que deseaba, temiendo el instinto lo que buscaba la mente,
ó el pulso del homicida vaciló, haciéndole torcer la puntería la misma
furia de su alma. Ello es que, después de las dos detonaciones, yo me
sentí ileso--y vi á Solís hacer un gesto y lanzar una exclamación de
horror, correr un instante como si le persiguiesen, volverse, meterse
el cañón del arma dentro de la boca y caer hacia adelante, extendido,
como un pelele que se sale fuera de la manta. Y, á mis pies, yacía el
niño--un niño distinto de Rafaelín, porque era de cera, un niño como el
que yo había visto en mi sueño macabro la última noche que velé á la
madre...

--Hijo mío!--grité desde el fondo de mi espíritu--. Hijo, nene, mi
tesoro! Socorro! Socorro! Tadeo! Tadeo! Vengan, acudan... Muerto, muerto
mi niño...

Y le estrechaba, y le besaba, y las lágrimas--para mí
desconocidas--afluyeron, como afluyen ahora, ahora que velo al santito,
tendido sobre una colcha de seda azul, cubierto de flores y más céreo,
más blanco que nunca... ¡Dispararon sobre mí, y cayó Rafael! No tiene
sino una esplicación el caso horrible... La criatura, al ver que me
hería en la cara el puño de Solís, corrió hacia mí llorando; y no
pudiendo alcanzarme para besarme, hizo lo que otras veces: subió medio á
gatas por el declive de la rampa de piedra que orilla la terraza, rampa
en que yo estaba apoyado, y se puso á mi altura, hasta llegar á mi
rostro. Los dos proyectiles fueron para él: uno le alcanzó en el brazo
que levantaba; otro, por el sobaco, penetró en el pulmón, abrasándolo
instantáneamente...

He conservado á la víctima todo el día en mis brazos. No me saciaba de
mirarle. Apenas he respondido á los interrogatorios, á las
chinchorrerías de la justicia humana, que empiezan á caer sobre mí. He
dado dinero, he sembrado billetes, para que se me deje en libertad
provisional y con el cuerpo de Rafael. En mis declaraciones he tratado
de salvar á todos; á miss Annie, la instigadora, para que no se la
persiga; á Solís, para que no se infame su recuerdo. He ordenado que se
le hagan toda especie de honores póstumos--y no he querido ver su
cadáver, que se han llevado para las necesarias diligencias. A mí, que
me permitan estar con mi niño, el que dió por mí su vida, sellando el
sacrificio con un beso celeste...

¿Qué me dices, niño de mejillas blancas? ¿Qué me sugieren tus labios de
rosa tronchada, y tus ojos vidriados, y tu sonrisa graciosa, y tu
aspecto de Jesús durmiente sobre la cruz de su martirio? ¿Qué efluvios
me vienen de ti? ¿Qué siento, qué pienso, qué quiero, en esta velada en
que no reposaré, por hacerte compañía hasta el último momento en que tu
frágil forma vuelva á la tierra?

He aquí lo que me murmuró tu boca helada; el aire que me trajeron tus
alas invisibles:

Se me figura que mi corazón, aquel corazón hastiado, recocido en todos
los amargores de mi siglo, curtido en egoísmo, me lo han sacado del
pecho. Fuiste tú quien me lo arrancaste de allí, con tus deditos
hoyosos, cortos, menudos; me lo quitaste como se quita un insecto
venenoso de la ropa de un ser querido, para que no le muerda, ni le dé
grima, y lo sacudiste y lo aplastaste, y en el sitio de aquel corazón de
cordobán, me pusiste uno de carne humana, reblandecido en llanto,
confitado en humildad, transverberado por la herida del
arrepentimiento...

¿Será verdad? Corazón, respóndeme. ¿Eres tú el desesperado que andaba
perdido de amor romántico por la Seca, y corría tras ella, con
perversión de potencias y sentidos?

No; aquél no eres. Aquél era viejo, y se habrá deshecho en ceniza. He
aquí que tengo un corazón virgen, joven, sangrante, limpio como una
hostia. Un corazón que se ha curado de las aberraciones de la muerte y
también de las concupiscencias de la vida. Un corazón resignado,
apiadado, leal, que sólo desea expiar y arrodillarse para que lo
levanten del suelo, ó, si no merece tanto, lo dejen en él...

He aquí que me complazco en postrarme, quebrantada la dura cerviz de mi
soberbia, asqueado de mi sensualidad, avergonzado de mi dureza, fuera
del laberinto de complicaciones miserables en que se perdió mi
espíritu... He aquí que me siento sencillo, pequeño, bienaventurado...

En esta noche decisiva, me veo claramente, veo el horror de lo que fuí;
veo mi gangrena y mi laceria, ocultas bajo apariencias de elegancia
moral; veo en mí, en el yo de antes, al loco satánico, perverso, al
sembrador de odio, al jardinero que cultiva dolores, al vaniloquio que
se alzaba más arriba de sus hermanos y compañeros en el breve
tránsito... Y me pesa, me pesa, me pesa tres veces, y mis lágrimas lo
repiten, cayendo como perlas de mansedumbre, sobre la ropa y el cuerpo
del Niño que hizo el milagro en mí.

A cada lágrima, la Seca se aleja un paso: sus canillas suenan más
apagadamente en los peldaños de la escalera... La Negra se marcha
escoltada por su paje rojo, el Pecado; derrotada, destronada...
impotente...

       *       *       *       *       *

¡Oh Tú, á quien he ofendido tanto! Dispón de mí: viviré como ordenes, y
me llamaras cuando te plazca... Pero no me abandones! Tu presencia es ya
Tu perdón...







End of the Project Gutenberg EBook of La Sirena Negra, by Emilia Pardo Bazán

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA SIRENA NEGRA ***

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