El cisne de Vilamorta

By condesa de Emilia Pardo Bazán

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Title: El cisne de Vilamorta


Author: condesa de Emilia Pardo Bazán

Release date: August 22, 2023 [eBook #71469]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Librería de Fernando Fé, 1885

Credits: Nahum Maso i Carcases and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from scanned images of public domain material from the Google Books project.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CISNE DE VILAMORTA ***




                        Notas del Transcriptor

—Se han corregido los errores obvios de imprenta.

—El texto en cursiva se indica entre _guiones bajos_ mientras que el
texto en versalita se ha sustituido por mayúsculas.

—Las páginas en blanco presentes en el original se han eliminado en la
versión electrónica.

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                         EL CISNE DE VILAMORTA




                       OBRAS DE LA MISMA AUTORA


                               NOVELAS.

  PASCUAL LÓPEZ (agotada).
  UN VIAJE DE NOVIOS.
  LA TRIBUNA.


                              EN PRENSA.

  LA DAMA JOVEN (novelas breves).


                          HISTORIA Y CRÍTICA.

  SAN FRANCISCO DE ASÍS (siglo XIII).
  LA CUESTIÓN PALPITANTE.
  LOS POETAS ÉPICOS CRISTIANOS.
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  ENSAYO CRÍTICO SOBRE FEIJÓO.


                                POESÍA.

  JAIME.




                          EMILIA PARDO BAZÁN


                               EL CISNE

                                  DE

                               VILAMORTA


                            SÉPTIMA EDICIÓN


                                MADRID

                        LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ

                     _Carrera de San Jerónimo, 2_

                                 1885




                   Derechos de propiedad reservados.

               Queda hecho el depósito que marca la ley.


         MADRID, 1885: EST. TIP. DE RICARDO FÉ, CEDACEROS, 11




                             [Ilustración]




                                PRÓLOGO


Al ver la luz mi penúltima novela, que lleva por título _La Tribuna_,
no faltó quien atribuyese sus crudezas y sus francas descripciones
de la vida popular, á empeño mío de escribir una obra rigurosamente
ajustada á los cánones del naturalismo. Acaso hoy se me dirigirá la
acusación opuesta, afirmando que EL CISNE DE VILAMORTA, paga disimulado
tributo al espíritu informante de la escuela romántica.

Yo sé decir que un autor, rara vez produce adrede libros muy crudos ó
muy poéticos; lo cierto es, en mi opinión, que la rica variedad de la
vida ofrece tanta libertad al arte, y brinda al artista asuntos tan
diversos, cuanto son diferentes entre sí los rostros de las personas:
y así como en un espectáculo público, en un paseo, en la iglesia,
vemos semblantes feos é innobles al lado de otros resplandecientes de
hermosura, en el mudable espectáculo de la naturaleza y de la humana
sociedad andan mezclada la prosa y la poesía, siendo entrambas reales y
entrambas materia artística de lícito empleo.

¡Parece que no necesita refutación el error de los que parten en dos
mitades la realidad sensible é inteligible, con la misma frescura que
si partiesen una naranja, y ponen en la una mitad todo lo grosero,
obsceno y sucio, escribiendo encima _naturalismo_, y en la otra y bajo
el título de _idealismo_, agrupan lo delicado, suave y poético. Pues
tan errónea idea pertenece al número de las insidiosas vulgaridades
que podemos calificar de telarañas del juicio, que no hay escoba
que consiga barrerlas bien, ni nunca se destierran por completo.
Es probable que hasta el fin del mundo dure esta telaraña espesa y
artificiosa, y se juzgue muy _idealista_ la descripción de una noche de
luna y muy _naturalista_ la de una fábrica, muy _idealista_ el estudio
de la agonía de un ser humano (sobre todo si muere de tisis como _La
dama de las Camelias_), y muy _naturalista_ el del nacimiento del mismo
ser!

No es alarde de impenitencia, sino confesión sincerísima. Al escribir
_La Tribuna_, me guiaban iguales propósitos que al trazar las páginas
del _Cisne_: estudiar y retratar en forma artística gentes y tierras
que conozco, procurando huir del estrecho provincialismo, para que
el libro sea algo más que pintura de usanzas regionales y aspire al
honroso dictado de _novela_. Á la misma luz que me alumbró por los
rincones de la Fábrica de Tabacos de _Marineda_, he tratado de ver la
curiosa fisonomía de _Vilamorta_. Si la Fábrica se diferencia en todo
de la villita, no consiste en que yo las mire con distintos ojos, pero
en que forzosamente ha de diferenciarse el puerto comercial y fabril
de la comarca enclavada tierra adentro, que aún conserva, ó conservaba
cuando la pisé por vez última, pronunciadísimo sabor tradicional, y
elementos poéticos muy en armonía con el carácter del paisaje.

Respecto á lo que en _El Cisne_ llamará alguien levadura romántica,
quiero decir algo, muy sucintamente, á los buenos entendedores. El
romanticismo, como época literaria, ha pasado, siendo casi nula ya
su influencia en las costumbres. Mas como fenómeno aislado, como
enfermedad, pasión ó anhelo del espíritu, no pasará tal vez nunca. En
una ó en otra forma, habrá de presentarse cuando las circunstancias y
lo que se conoce por _medio ambiente_ faciliten su desarrollo, ayudando
á desenvolver facultades ya existentes en el individuo. Sucédele lo que
á la vocación monástica: menos casos se dan hoy de tales vocaciones que
se daban, por ejemplo, allá en tiempos de San Francisco ó San Ignacio;
con todo, algunas he visto yo muy ardientes, probadas é irresistibles.
No hay estado del alma que no se produzca en el hombre, no hay cuerda
que no vibre, no hay carácter verdaderamente humano que no se encuentre
queriéndolo buscar; y en nuestras pensadoras y concentradas razas del
Noroeste, el espíritu romántico alienta más de lo que parece á primera
vista.

  LA CORUÑA, Septiembre de 1884.

  EMILIA PARDO BAZÁN.




                             [Ilustración]




                         EL CISNE DE VILAMORTA




                                   I


Allá detrás del pinar, el sol poniente extendía una zona de fuego,
sobre la cual se destacaban, semejantes á columnas de bronce, los
troncos de los pinos. El sendero era barrancoso, dando señales de haber
sido devastado por las arroyadas del invierno; á trechos lo hacían
menos practicable piedras sueltas, que parecían muelas fuera de sus
alveolos. La tristeza del crepúsculo comenzaba á velar el paisaje: poco
á poco fué apagándose la incandescencia del ocaso, y la luna, blanca
y redonda, ascendió por el cielo, donde ya el lucero resplandecía. Se
oyó distintamente el melancólico diptongo del sapo, un soplo de aire
fresco estremeció las hierbas agostadas y los polvorientos zarzales
que crecían al borde del camino; los troncos del pinar se ennegrecieron
más, resaltando á manera de barras de tinta sobre la claridad verdosa
del horizonte.

Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponiéndose gozar
la poesía y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un bastón
recio, y según permitía ver la poca luz difusa, era joven y no mal
parecido. Á cada paso se detenía, mirando á derecha é izquierda,
lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto fijado de
antemano. Al fin se paró, orientándose. Atrás dejaba un monte poblado
de castaños; á su izquierda tenía el pinar; á su derecha una iglesia
baja, con mísero campanario; enfrente, las primeras casuchas del
pueblo. Retrogradó diez pasos, se colocó cara al atrio de la iglesia,
mirando á sus tapias, y seguro ya de la posición, elevó las manos á
la altura de la boca para formar un embudo fónico, y gritó con voz
plateada y juvenil:

—Eco, hablemos.

Del ángulo de las murallas brotó al punto otra voz, más honda é
inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repitió con énfasis,
engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la última sílaba:

—¡Hablemoooós!

—¿Estás contento?

—¡Contentoooó! repuso el eco.

—¿Quién soy yo?

—¡Soy yoooó!

Á estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del eco
formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más objeto que
el de oírlas repercutirse con extraña intensidad en el muro.—«¡Hermosa
noche!—La luna brilla.—Se ha puesto el sol.—Eco ¿me entiendes tú?—Eco,
¿sueñas algo?—¡Gloria! ¡ambición! ¡amor!» El nocturno viandante,
embelesado, insistía, variaba las palabras, las combinaba; y en los
intervalos de silencio, mientras discurría períodos cortos, escuchábase
el rumor ténue de los pinos, acariciados por el vientecillo manso de
la noche, y el plañidero concertante de los sapos. Las nubes, antes
de rosa y grana, eran ya cenicientas, y pugnaban por subir al ancho
trozo de firmamento en que la luna llena campeaba sin el más mínimo tul
que la encubriese. Las madreselvas y saúcos en flor, desde la linde
del pinar, embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el
interlocutor del eco, dócil al influjo de la poesía ambiente, cesó
de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturria empezó á
recitar versos de Becquer, sin atender ya á la voz de la muralla que,
en su precipitación de repetirlos, se los devolvía truncados y confusos.

Absorto en la faena, poseído de lo que estaba haciendo, recreado con
la cadencia de las estrofas, no vió subir por el camino tres hombres
de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de fieltro, de
anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una mula, cargada
con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid; y como todos
andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso apagaba el ruido de
las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos hasta cerca del mancebo.
Algo cuchichearon en voz baja.—¿Quién es, hom...?—Segundo.—¿El del
abogado?—El mismo.—¿Qué hace? ¿habla solo?—No, habla con la pared de
Santa Margarita.—Pues nosotros no somos menos.—Empieza tú...—Á la
una... allá va...

Salió de aquellas bocas pecadoras, interrumpiendo las _Oscuras
golondrinas_, que á la sazón recitaba de muy expresiva manera el joven,
un diluvio de frases soeces, de groserías y cochinadas palurdas, que
cayeron en medio del gentil y armónico silencio nocturno como repique
de almireces y cacerolas en un trozo de música alemana. Lo más suave
que se oía era por este estilo:—¡Re... (aquí un terno) viva el vino
del Borde! ¡Viva el vino tinto, que da pecho al hombre! Re... (aquí lo
que puede el lector suponer, si considera que los interruptores del
soñador becqueriano eran tres desaforados arrieros, que conducían á
buen recaudo un pellejo de sangre de parra).

La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia á la profanación,
y repitió los tacos redondos tan fielmente como las estrofas del poeta.
Al oír las vociferaciones y carcajadas opacas que la pared devolvía
irónicas, Segundo, el del abogado, se volvió furioso, comprendiendo que
los muy salvajes se burlaban de su entretenimiento sentimental. Corrido
y humillado, apretó el bastón, con deseo de romperlo en las costillas
de alguien; y mascullando entre dientes—cafres—brutos—recua—y otros
improperios, torció á la izquierda, saltó al pinar, y tomó hacia el
pueblo, evitando la senda por huir del profano grupo.

El pueblo estaba, como quien dice, á la vuelta. Blanqueaban, á la
luz de la luna, las paredes de sus primeras casas, y los sillares de
algunas en construcción, tapias, huertecillos, cuadros de legumbre,
llenaban el espacio vacante entre el pueblo y el pinar. Ensanchábase
la senda, desembocando en el camino real, á cuyas orillas, copudos
castaños proyectaban manchones de sombra. Dormía el pueblo sin duda,
pues ni se divisaban luces ni se oían los rumores y zumbidos que
revelan la proximidad de las colmenas humanas. Realmente, Vilamorta es
una colmena en miniatura, una villita modesta, cabeza de partido. No
obstante, bañada por el resplandor del romántico satélite, no le falta
á Vilamorta cierta grandiosidad como de población importante, debida á
los nuevos edificios que, con arreglo al orden arquitectónico peculiar
de las grilleras, levanta á toda prisa un _americano_ gallego, recién
venido con provisión de centenes.

Segundo se enhebró por una calle extraviada,—si las hay en pueblos
así.—Sólo estaban embaldosadas las aceras; el arroyo lo era de verdad;
había en él pozas de lodo, y montones de inmundicias y resíduos
culinarios, volcados allí sin escrúpulo por los vecinos. Evitaba
Segundo dos cosas: pisar el arroyo y que le diese la claridad lunar.
Un hombre pasó rozándole, embozado, á pesar del calor, en amplio
montecristo, y con enorme paraguas abierto, aunque no amenazaba lluvia:
sin duda era un agüista, un convaleciente que respiraba el aire grato
de la noche con precauciones higiénicas; Segundo, al verle, se pegó á
las casas, volviendo el rostro, temeroso de ser conocido. No con menor
recato atravesó la plaza del Consistorio, orgullo de Vilamorta, y
en vez de unirse á los grupos de gente que gozaba el fresco sentada
en los bancos de piedra próximos á la fuente pública, se escabullió
por un callejón lateral, y cruzando una retirada plazoletilla, que
sombreaba un álamo gigantesco, se dirigió hacia una casita medio oculta
por el árbol. Entre la casita y Segundo se interponía un desvencijado
armatoste: era un coche de línea, un cajón con ruedas, desenganchado,
lanza en ristre, como para embestir. Rodeó Segundo el obstáculo, y al
dar la vuelta distraído, dos animalazos, dos cochinos monstruosamente
gordos, salieron disparados por la entreabierta cancilla de un corral,
y con un trotecillo que columpiaba sus vastos lomos y sacudía sus
orejas cortas, vinieron ciegos y estúpidos á enredarse en las piernas
del lector de Becquer. No llegó éste á medir el suelo por favor
especial de la Providencia; pero apurado ya el sufrimiento, soltó á
cada marrano un par de iracundos puntapiés, que les arrancaron gruñidos
entrecortados y feroces, mientras el mancebo renegaba en voz alta
casi:—¡Qué pueblo éste, señor!... ¡Atropellarle á uno en la calle hasta
estos bichos! ¡Ah, qué miseria! ¡Ah... mejor debe ser el infierno!...

Al llegar á la puerta de la casita, algo se sosegó. Era la casa
chiquita, linda, flamante; al balcón le faltaba el barandado de hierro;
no tenía sino la repisa de piedra, cargada de tiestos y cajones de
plantas; detrás de las vidrieras se columbraba una luz, tamizada
por visillos de muselina, y la fachada, silenciosa, ofrecía algo
de pacífico y agradable, que convidaba á entrar. Segundo empujó la
cancilla, y casi al mismo tiempo oyóse en el tenebroso portal crujir
de enaguas; unos brazos de mujer se abrieron, y el lector de Becquer
se dejó caer en ellos, conducir, arrastrar, y casi subir en vilo la
escalera, hasta una salita, donde un velador cubierto con blanco tapete
de _crochet_, sustentaba un quinqué divinamente despabilado. Allí
mismo, en el sofá, tomaron asiento el galán y la dama.

La verdad ante todo. Frisa la dama en los treinta y seis ó treinta y
siete, y aún es peor, que nunca debió ser bonita, ni mucho menos. De
su basto cutis, hizo la viruela algo curtido y agujereado, como la
piel de una criba: sus ojuelos negros y chicos, análogos á dos pulgas,
emparejan bien con la nariz gruesa, mal amasada, parecida á las que
los chocolateros ponen á los monigotes de chocolate; cierto que la
boca, frescachona y perruna, luce buenos dientes; pero el resto de
la persona, el atavío, los modales, el acento, la poquísima gracia
del conjunto, más son para curar tentaciones, que para infundirlas.
Alumbrando el quinqué tan bien como alumbra, es preferible contemplar
al galán. Éste tiene, en su mediana estatura, elegantes proporciones,
y en su juvenil cabeza no sé qué atractivo que hace mirar otra vez.
La frente, cuyo declive es un poco alarmante, la encubre y adorna el
pelo copioso, algo más largo de lo que permiten nuestras severas modas
actuales. La faz, descarnada, fina y cenceña, arroja á la caleada pared
una silueta toda de ángulos agudos. El bigote nace y se riza sobre
los labios delgados, sin llegar á cubrir el superior, con esa gracia
especial del bigote nuevo, compañera de la ondulación de los cabellos
femeninos. La barba no se atreve á espesar, ni los músculos del cuello
á señalarse, ni la nuez á sobresalir con descaro. La tez es trigueña,
descolorida, un tanto biliosa.

Al ver tan guapo chico recostado en el pecho de aquella jamona de
apacible y franca fealdad, era lógico tomarles por hijo y madre:
pero el que incurriese en semejante error después de observarles un
minuto, denotaría escasa penetración, porque en las manifestaciones
del amor materno, por apasionadas y extremosas que sean, hay no sé qué
majestuosa quietud del espíritu que falta en las del otro amor.

Sin duda experimentaba Segundo la nostalgia de la luna, porque apenas
se detuvo en el sofá: fuese al balcón, y le siguió su compañera.
Abrieron las vidrieras de par en par, y se sentaron muy próximos en dos
sillas bajas, al nivel de las plantas y tiestos. Una mata de claveles
de á onza subía á la altura conveniente para regalar las narices con
incitantes perfumes; la luna plateaba el follaje del álamo, cuya
dilatada sombra envolvía la plazoleta; Segundo abrió el diálogo, en
esta guisa:

—¿Me hiciste cigarros?

—Toma, contestó ella, metiendo la mano en la faltriquera y sacando un
puñado de cigarrillos. Docena y media por junto pude amañarte. Ya te
completaré las dos esta noche antes de irme á la cama.

Se oyó el ¡risssch! del fósforo, y con la voz atascada por la primer
bocanada de humo, volvió Segundo á preguntar:

—¿Pues qué, ha sucedido algo nuevo?

—Nuevo... no. Las chiquillas... arreglar la casa... luego Minguitos...
Me levantó dolor de cabeza á quejarse... ¡á quejarse toda la tarde de
Dios! Decía que le dolían los huesos. ¿Y tú? ¿por ahí muy ocupado?
¿matándote á leer? ¿discurriendo? ¿escribiendo, eh? ¡De seguro!

—No... Dí un paseo muy hermoso. Fuí á Penas-albas y volví por Santa
Margarita... Una tarde de las pocas.

—Vaya, que harías algún verso.

—No, mujer... Los que hice, los hice anoche, después de retirarme.

—¡Ay! ¡y no me los decías! Anda, por las ánimas... anda, recita, que
los has de saber de memoria. Anda, niño Jesús.

Á la súplica vehemente siguió arrebatada caricia, que se perdió entre
pelo y sienes del poeta. Éste alzó los ojos, se hizo un poco atrás,
dejó el cigarro entre los dedos, sacudiendo antes con la uña la ceniza,
y recitó.

Era una _becqueriana_ el parto de su ingenio. El auditorio, después de
escucharla con religiosa atención, púsola por cima de cuantas produjo
la musa del gran Gustavo. Y se pidió otra, y otra, y algún pedacito
de Espronceda, y qué se yo qué fragmentos de Zorrilla. Ya no ardía el
cigarro: tiró el poeta la colilla, y encendió uno nuevo. Reanudaron la
plática.

—¿Cenamos pronto?

—Enseguidita... ¿Sabes qué tengo para darte? Discurre.

—¿Qué se yo, mujer?...

—Piensa tú lo que te gusta más. Lo que te gusta más, más.

—¡Bah!... Ya sabes que yo... Con tal que no me des nada ahumado, ni
grasiento...

—¡Tortilla á la francesa! ¿No acertabas, eh? Mira, encontré la receta
en un libro... Como te había oído que era cosa buena, estuve de
ensayo... Las tortillas las hacía yo siempre á estilo de por acá,
espesitas, que se puedan tirar contra la pared y no se deshagan... Pero
esta... me parece que ha de estar á tu gusto. Lo que es á mí, poco me
sabe... prefiero las antiguas. Se la enseñé á Flores... ¿Qué tenía
dentro la que comiste en la fonda de Orense? ¿Perejil picado, eh?

—No, jamón. ¿Pero qué más da?

—¡Voy corriendo á sacarlo de la alacena! yo creía... ¡El libro dice
perejil! Aguarda, aguarda.

Volcó su silla baja por andar más aprisa, y se oyó á lo lejos el
repique de sus llaves y el batir de algunas puertas; una voz cascada
gruñó en la cocina no sé qué. Á los dos minutos regresaba.

—¿Mira, y esos versos, no se imprimen? ¿No los he de ver en letras de
molde?

—Sí, respondió el poeta, volviendo lentamente la cabeza y soltando una
bocanada de humo. Allá van camino de Vigo, á Roberto Blánquez para que
los inserte en el _Amanecer_.

—¡Me alegro! ¡Tendrás tú más fama, corazón salado! ¿Cuántos periódicos
hablan de tí?

Segundo se rió irónicamente, encogiéndose de hombros.

—Pocos... Y, un tanto cabizbajo, dejó vagar la mirada por las macetas
y por la copa del álamo, que se mecía con agradable susurro de hojas.
Estrechaba maquinalmente el poeta la mano de su interlocutora, y ésta
correspondió á la presión con ardorosa energía.

—Y claro, ¿cómo quieres que hablen de tí, si al fin no firmas los
versos? interrogó ella. No saben de quién son. Andarán discurriendo...

—Qué más da... Lo mismo que de Segundo García, pueden hablar del
seudónimo que he adoptado. ¡Bonito nombre el mío para andar en papeles!
¡Segundo García! El poco público que se moleste en leer lo que escribo,
me llamará el CISNE DE VILAMORTA.




                             [Ilustración]




                                  II


Segundo García, el del abogado y Leocadia Otero, la maestra de escuela
de Vilamorta, se conocieron en primavera, en una romería. Leocadia
asistió á ella con varias chicas á quienes había enseñado el _a_,
_b_, _c_ y el pespunte. Ante aquel coro de ninfas, Segundo recitó
poesías más de dos horas, en un robledal, lejos del estrépito del
bombo y gaita, donde sólo llegaban leves rumores de la fiesta y del
gentío. Estúvose el auditorio como en misa, si bien ciertos pasajes,
almibarados ó fogosos, produjeron entre las chiquillas codazos,
pellizquitos, risas reprimidas instantáneamente; pero de los negros
ojos de la maestra, á lo largo de sus mejillas, picadas de viruela
y pálidas de emoción, resbalaron dos lagrimones tibios y gruesos,
y otros después, tantos y tan juntos, que hubo de sacar el pañuelo
y limpiárselos. Luego, al regresar, cuando lucían en el cielo las
estrellas, por los senderos del monte donde se alzaba el santuario,
vereditas agrestes, entapizadas de grama y orladas de brezos y uces,
el grupo descendió en esta forma: delante las chiquillas, correteando,
saltando, empujándose para caer sobre los brezos y celebrarlo con
una explosión de carcajadas; Leocadia y Segundo detrás, de bracero,
parándose á veces y hablándose entonces más bajito, casi al oído.

De Leocadia Otero se refería una historia fea y triste. Aunque ella
con reticencias calculadas quisiera fingirse viuda, se murmuraba
que nunca tuvo marido; que cuando residía en Orense, huérfana y
bajo la tutela de un tío paterno, nació aquel pobre vástago, aquel
Dominguito contrahecho, raquítico y enfermo siempre. Afirmaban los
mejor informados que el malvado del tío fué quien abusó de la doncella,
confiada á su custodia, sin poder reparar el delito porque era casado
y vivía su mujer, Dios sabe dónde ni cómo. Lo cierto es que el tío
murió pronto, dejando á su sobrina unas finquillas y una casa en
Vilamorta, y Leocadia, previo el competente examen, obtuvo la escuela y
vino á establecerse al pueblo. Sobre trece años llevaba de habitarlo,
observando ejemplar conducta, cuidando día y noche á Minguitos, y
economizando para reconstruir la ruinosa casa, como lo hizo al fin
poco antes de conocer á Segundo. Era Leocadia mujer por todo extremo
hacendosa: nunca faltó en sus armarios ropa blanca, en su sala muebles
de rejilla y una alfombrita delante del sofá, en su despensa uvas de
cuelga, arroz y jamón, en sus balcones claveles y albahaca. Minguitos
andaba limpio como el oro; ella lucía, al remangar su hábito de los
Dolores, de buen merino, enaguas gordas, tiesas de puro almidonadas,
muy bordadas á ojetes. Por lo cual, á pesar de su fealdad y de su
historia antigua, no careció la maestra de suspirantes: un rico arriero
retirado, con taberna abierta, y Cansín, el tendero de paños. Desairó
á los pretendientes y siguió viviendo sola, con Minguitos y Flores, la
vieja criada, que ya gozaba en la casa fueros de abuela.

El inícuo estupro sufrido en los primeros años de la juventud había
dejado á Leocadia, envuelto en sus amargas memorias, horror profundo á
las realidades del matrimonio, base de la familia, y una sed perpetua
de cosas ideales y delicadas, rocío que refresca la imaginación y
satisface al sentimiento. Poseía la media instrucción de las maestras,
rudimentaria, pero bastante para infundir gustos exóticos en Vilamorta,
v. gr., el de las letras, en sus más accesibles formas,—novela y
verso.—Consagró á la lectura los ocios de su vida monótona y honesta.
Leyó con fe, con entusiasmo, sin crítica alguna: leyó creyendo y
admitiéndolo todo, unimismándose con las heroínas, oyendo resonar
en su corazón los suspiros del vate, los cantos del trovador y los
lamentos del bardo. Fué la lectura su vicio secreto, su misteriosa
felicidad. Cuando rogaba á sus amigas de Orense que le renovasen la
suscripción en la librería, hacían ellas chacota y ponían á Leocadia
el apodo de _literata_. ¡Literata ella! ¡Ojalá! ¡Si pudiese dar cuerpo
á lo que sentía, al mundo fantástico que dentro llevaba! Imposible:
jamás alcanzaría su caletre, por mucho que lo estrujase, á producir
ni una triste seguidilla. Almacenada se quedaba tanta poesía y tanta
sensibilidad allá en los senos y circunvoluciones del cerebro, como
el calor solar en la hulla. Lo que salía al exterior era prosa neta:
gobierno de casa, economía, guisados.

Al tropezar Leocadia con Segundo, la casualidad aplicó encendida mecha
al formidable polvorín de sentimientos y ensueños, encerrado en el
alma de la maestra. Encontrado había, por fin, empleo condigno á sus
facultades amorosas, desahogo para sus afectos. Segundo era la poesía
hecha carne; en él se cifraban y compendiaban todas las interesantes y
divinas menudencias de los versos: las flores, el aura, el ruiseñor, la
luz moribunda del sol, la luna, la umbría selva.

La combustión se produjo con asombrosa rapidez. Ardió y se consumió en
incendio súbito, primero la honrada resolución de borrar con intachable
conducta el estigma del pasado, después el vigoroso y entrañable cariño
maternal. Ni un punto pasó por las mientes á Leocadia la idea de que
Segundo pudiese ser su marido: aunque libres ambos, la diferencia de
edades, y la superioridad intelectual del joven poeta, pusieron límite
infranqueable á las aspiraciones de la maestra. Cayó en el amor como en
un abismo, y ni miró atrás ni adelante.

Segundo había tenido en Santiago, durante los años escolares,
trapicheos estudiantiles, cosa baladí, y extravíos de esos que no
evita ningún hombre entre los quince y los veinticinco, probando
también las que en la época romántica se llamaban _orgías_ y hoy se
conocen por _juergas_. Sin embargo, no era vicioso. Hijo de una madre
histérica, á quien las repetidas lactancias agotaron, hasta matarla de
extenuación, Segundo tenía el espíritu mucho más exigente é insaciable
que el cuerpo. Había heredado de su madre la complexión melancólica, y
mil preocupaciones, mil repulsiones instintivas, mil supersticiosas
prácticas. La había querido y guardaba su recuerdo como un culto.
Y, más viva aún que la cariñosa memoria de su madre, conservaba una
antipatía invencible hacia su padre. No cabía decir que el abogado
hubiese sido verdugo de su mujer, y con todo, bien adivinaba Segundo el
lento martirio de aquella fina organización nerviosa, y veía siempre,
en horas negras, el ataúd mísero en que habían encerrado á la difunta,
no sin elegir antes, para amortajarla, la sábana más usada de cuantas
encontraron.

Componíase la familia de Segundo del padre, una tía vieja, dos hermanos
varones y tres hembras aún impúberes. Gozaba el abogado García fama
de rico: nada entre dos platos: fortuna de aldea, reunida ochavo tras
ochavo, con préstamos usurarios y sórdidas privaciones. El bufete daba
de sí, pero diez bocas, y la carrera de tres hijos, algo tragan. El
mayor de los chicos, oficial de infantería, estaba en Filipinas y no
remitía un cuarto; gracias que no lo pidiera. Segundo, que lo era en
el orden cronológico, acababa de graduarse: un jurisconsulto más en la
nación española, donde tanto abunda esta fruta. El _pequeño_ estudiaba
en el Instituto de Orense, con propósito de seguir la farmacia. Las
niñas se pasaban el día correteando por huertos y maizales, medio
descalzas, sin ir siquiera á la escuela de Leocadia por no adecentarse
un poquillo. En cuanto á la tía..., _misia_ Gaspara..., era el alma de
aquella casa, alma estrecha y sin jugo, senectud acartonada, silenciosa
y espectral, ágil á despecho de sus sesenta, y que sin cesar de hacer
media con unos dedos rancios como teclas de clavicordio, vendía en
la granera el centeno, en la bodega el vino de renta, prestaba un
duro al cincuenta por cien á las fruteras y regateras de la plaza, se
cobraba en especie, tasaba la comida, la luz y la ropa á sus sobrinos,
engordaba con amorosa solicitud un cerdo, y era respetada en Vilamorta
por sus aptitudes formicarias.

Aspiraba el abogado á trasmitir su clientela y asuntos á Segundo. Sólo
que el muchacho no daba indicios de servir para embrollar pleitos y
causas. ¿Cómo había realizado el milagro de salir bien en los exámenes,
sin abrir en todo el curso los libros de derecho, y faltando á clase
siempre que hacía sol ó diluviaba? ¡Bah! Con un memorión de primera
y un regular despejo: aprendiéndose, cuando era menester, páginas
y páginas del texto, y recordándolas y diciéndolas con la propia
facilidad que las Doloras de Campoamor, si no con tanto gusto.

Sobre la mesa de Segundo se besaban tomos de Zorrilla y Espronceda,
malas traducciones de Heine, obras de poetas regionales, el Lamas
Varela, álias _Remedia-vagos_, y otros volúmenes no menos heterogéneos.
No era Segundo un lector incansable; elegía sus lecturas según el
capricho del momento, y sólo leía lo que conformaba con sus aficiones,
adquiriendo así un barniz de cultura deficiente y varia. Más intuitivo
que reflexivo y estudioso, aprendió solo y á tientas el francés,
para leer en el original á Musset, á Lamartine, á Proudhon, á Víctor
Hugo. Fué su cerebro como erial inculto donde á trechos se alzaba
una flor rara y peregrina, un arbusto de climas remotos; ignoró las
ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas
del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas
enseñanzas de la historia; y en cambio, por raro fenómeno de parentesco
intelectual, se identificó con el movimiento romántico del segundo
tercio del siglo, y en un rincón de Galicia revivió la vida psicológica
de generaciones ya difuntas. No de otro modo algún venerable académico,
saltando de un brinco los diez y nueve siglos de nuestra era, se alegra
ahora con lo que regocijaba á Horacio y vive platónicamente prendado de
Lidia.

Rimó Segundo sus primeros versos, desengañados y excépticos en la
intención, ingenuos en realidad, cuando apenas contaba diez y siete
años. Sus compañeros de cátedra le aplaudieron á rabiar. Adquirió entre
ellos cierto prestigio, y cuando estampó en un periódico las primicias
de su musa, tuvo, sin salir del estrecho círculo del aula, admiradores
y envidiosos. Desde entonces adquirió el derecho de pasear solito, de
reír poco, de ocultar sus aventurillas y de no jugar ni achisparse por
compañerismo, sino únicamente cuando le daba la gana.

Y le daba pocas veces. La excitación puramente física y brutal carecía
para él de atractivo; si bebía por bravata, repugnábale el espectáculo
de la embriaguez, los finales de francachela estudiantil, el mantel
manchado, las disputas necias, los amigos que yacían debajo de la mesa
ó tendidos en el sofá, el descoco é insensibilidad de las hembras
venales; salía de allí desdeñoso y empalagadísimo, y á veces una
reacción muy propia de su complicado carácter le impulsaba á él, lector
sincero de Proudhon, Quinet y Renan, al recinto de alguna iglesia
solitaria, donde sus pulmones respiraban con delicia aire húmedo
saturado de incienso.

No protestó el abogado García contra las aficiones literarias de
su hijo, porque las juzgó pasajera diversión de la mocedad, una
muchachada, lo mismo que bailar en las fiestas. Empezó á inquietarse
así que Segundo, ya graduado, se opuso á auxiliarle en el despacho de
sus tortuosos pleitecillos. ¿Si resultaría el chico inútil para todo
y bueno solamente para zurcir versos? No era delito zurcirlos, pero
así... cuando no hubiese muchos procesos que hojear y artimañas que
idear para envolver á los litigantes. Desde que cayó en la cuenta,
el abogado trató á su hijo con mayor desconfianza, con más terca
impertinencia y desvío. Cada día le predicaba, en la mesa ó donde
podía, sermoncillos incisivos acerca de lo necesario que es ganarse el
pan, con asiduidad y trabajo, no dependiendo de nadie. Estas continuas
amonestaciones, en que empleaba la misma capciosa machaquería que en
el enredijo de los protocolos, ahuyentaron á Segundo de su casa. La de
Leocadia le sirvió de refugio, y él vino en dejarse querer pasivamente,
lisonjeado al pronto por el triunfo que habían obtenido sus versos,
alcanzándole homenaje tan desinteresado y ardiente, y atraído después
por el bienestar moral que engendra la aprobación sin condiciones y la
complacencia sin tasa. Su perezosa mente de soñador reposaba en los
algodones que sabe mullir el cariño para la amada cabeza. Leocadia
admitía, perfilaba, ensanchaba todos sus planes de porvenir; le animaba
á que escribiese, á que publicase; le elogiaba sin restricciones y sin
fingimiento, porque para ella, que tenía la facultad crítica aposentada
en las cavidades cardiacas, Segundo era el más melodioso cisne del
universo todo.

Poco á poco la amante previsión de la maestra fué extendiéndose á otras
esferas de la vida de Segundo. Ni el abogado García ni la tía Gaspara
concebían que un chico, terminada ya su carrera, necesitase un céntimo
para gasto alguno extraordinario. La tía Gaspara, en especial, ponía el
grito en el cielo á cada desembolso: después de llenar de camisas la
maleta de su sobrino un año, por diez lo menos debía quedar surtido:
la ropa no estaba autorizada para romperse ó acabarse sin más ni más.
Leocadia notó las escaseces de su ídolo; hoy se hizo cargo de que no
andaba bien de pañuelos, y le dobladilló y marcó una docena; mañana
reparó que sólo de higos á brevas le daban medio duro para el ramo de
cigarros, y se impuso la tarea de hacérselos en persona, suministrando
gratis la materia primera; oyó murmurar á las fruteras de la avaricia
de la tía Gaspara, entendió que Segundo comía mal, y se dedicó á
aderezar para él platos apetitosos y nutritivos, amén de encargarle á
Orense libros, de repasarle la ropa y de pegarle los botones.

Todo esto lo realizaba con inexplicable regocijo, recorriendo la casa
á paso ligero y casi juvenil, remozada por la dulce maternidad del
amor, y tan dichosa, que ni se acordaba de reñir á las chiquillas de
la escuela, pensando sólo en acortarles la tarea para quedarse más
pronto en compañía de Segundo. Había en su cariño mucha parte generosa
y espiritual, y los mejores instantes de su pasión satisfecha eran
aquellas horas nocturnas en que, próximos al balcón, sentados muy
cerca el uno del otro, convirtiendo con la imaginación las matas de
claveles y albahaca en selva virgen, ella oía, recostada en el hombro
de Segundo, los versos que éste recitaba con bien timbrada voz, versos
cuya armonía se le figuraba á Leocadia un cántico celeste.

La medalla tenía su reverso. Eran amargas las horas matutinas en que
Flores, con la cara larga y difícil, contraída ó iracunda, con el
pañuelo de algodón torcido, arrugado y caído sobre los ojos, venía á
notificarle, en breves y truncadas palabras, que:

—Se han acabado los huevos... ¿vienen más? No hay azúcar: ¿de cuál
traigo? ¿De ese tan caro de pilón que vino la semana pasada? Hoy traje
café, café, dos libritas, como quien lava... Yo no compro más licor:
allá tú: yo no.

—¿Qué dices, mujer? ¿Qué te sucede?

—Que si te gusta darle al Ramón, el de la dulcería, veinticuatro reales
por una botella de anisete, habiéndolo á ocho en la botica, bien; pero
yo no voy á meterle los cuartos en la mano á ese ladrón: á ver cómo no
te pide cinco duros por cada frasquito.

Leocadia, suspirando, salía de su letargo; iba á la cómoda, sacaba
dinero, no sin pensar que le sobraba la razón á Flores: sus ahorritos,
su par de miles de reales para un apuro, ya debían encontrarse
temblando; valía más no enterarse del estado del peto: los disgustos,
retrasarlos. _¡Dios delante!_ Y reñía á la vieja con fingida cólera.

—Ve por la botella, anda, no me enfades... Á las ocho entran las
chiquillas, y aún tengo la enagua por planchar... Hazle el chocolate
á Minguitos; más te valiera no tenerlo muerto de hambre... Y dale
bizcocho.

—Daré, daré... ¡Pues si yo no le diese al infeliz!... refunfuñaba
la criada, que al nombre de Minguitos, sentía crecer su enojo. Se
oía en la cocina el furioso porrazo administrado á la chocolatera
para sentarla sobre el fuego y el airado voltear del molinillo en
el remolino espumoso del chocolate. Flores entraba en el cuarto del
contrahecho, que aún no había abandonado las sábanas, y le tomaba las
manos.

—Tienes calor, rapaz... Aquí viene el chocolatito, ¿eh?

—¿Me lo da mamá?

—Te lo daré yo.

—Y mamá, ¿qué hace?

—Almidonando unas enaguas.

Clavaba el jorobadito los ojos en Flores, alzando trabajosamente la
cabeza de entre el arco doble del pecho y la espalda. Eran aquellos
ojos profundos, con mucha niña: la boca, de mandíbulas salientes, tenía
una crispación sardónica y una pálida sonrisa. Echaba los brazos al
cuello de Flores, y pegando los labios á su oído:

—¿Vino _el otro_ ayer? preguntábale.

—Sí, hombre, sí.

—¿Vendrá hoy?

—Vendrá. ¡Pues no! Calla, _filliño_, calla... toma el chocolate. Está
como te gusta: claro y con espumita.

—No tengo casi gana... Ponlo aquí, al lado.




                             [Ilustración]




                                  III


En Vilamorta había un Casino, un Casino de verdad, chiquito, eso sí,
y por añadidura destartalado, pero con su mesa de billar comprada de
lance, y su _mozo_, un setentón que de año en año sacudía y vareaba la
verde bayeta. Porque en el Casino de Vilamorta apenas solían juntarse
á diario más que las ratas y las polillas, entretenidas en atarazar el
maderamen. Los centros de reunión más frecuentados eran dos boticas,
la de doña Eufrasia, situada en la plaza, y la de Agonde, en la mejor
calle. Agachada en el ángulo tenebroso de un soportal, la botica de
doña Eufrasia era lóbrega; la alumbraba á las horas de conciliábulo
un quinqué de petróleo, con tufo, y hacían su mobiliario cuatro
sillas mugrientas y un banco. Quien desde fuera mirase, vería dentro
un negro grupo, capotes, balandranes, sombreros anchos, dos ó tres
tonsuras sacerdotales, que de lejos blanqueaban como chapas de boinas
sobre el fondo sombrío de la botica. La de Agonde, en cambio, lucía
orgullosamente una clara iluminación, seis grandes redomas de cristal
de colores vivos y fantástico efecto, una triple estantería cargada
de tarros de porcelana blanca con rótulos latinos en letras negras,
imponentes y científicos, un diván y dos butacas de gutapercha. Estas
dos boticas antitéticas eran también antagónicas; se habían declarado
guerra á muerte. La botica de Agonde, liberal é ilustrada, decía de
la botica reaccionaria que era un foco de perpetuas conspiraciones,
donde durante la guerra civil se había leído _El Cuartel Real_ y todas
las proclamas facciosas, y donde desde hacía cinco años se preparaban
con suma diligencia fornituras para una partida carlista que jamás
llegó á echarse al campo; y según la botica reaccionaria, era la de
Agonde punto de cita para los masones, se imprimían libelos en una
imprentilla de mano, y se tiraba descaradamente de la oreja á Jorge.
Cerrábase religiosamente á las diez en invierno y en verano á las once
la tertulia de la botica reaccionaria, mientras la botica liberal solía
hasta media noche proyectar sobre el piso de la calle la raya de luz de
sus dos claras lámparas y los reflejos azules, rojos y verde-esmeralda
de sus redomas; por donde los tertulianos liberales calificaban á
los otros de _lechuzas_, mientras los reaccionarios daban á sus
contrincantes el nombre de _socios del Casino de la Timba_.

Segundo no ponía los pies en la botica reaccionaria, y desde sus
relaciones con Leocadia Otero huía de la de Agonde, porque herían
su amor propio las bromas y pullas del boticario, maleante y zumbón
como él solo. Cierta noche que Saturnino Agonde cruzaba á deshora
la plazoleta del Álamo, para ir á donde él y el diablo sabían, pudo
ver á Leocadia y Segundo en el balcón, y entreoyó la salmodia de los
versos que el poeta declamaba. Desde entonces, en el rostro de Agonde,
mocetón sanguíneo y bien equilibrado, leyó Segundo tal desdén hacia las
nimiedades sentimentales y la poesía, que por instinto se apartó de él
cuanto pudo. Sin embargo, cuando se le ofrecía leer _El Imparcial_ y
saber alguna noticia, entraba en casa de Agonde breve rato. Hízolo al
otro día de su conversación con el eco.

Estaba muy animada la asamblea. El padre de Segundo, recostado en el
diván, tenía un periódico sobre las rodillas; su cuñado el escribano
Genday, Ramón el confitero, y Agonde, discutían con él acaloradamente.
En el fondo, próximos á la trastienda, en una mesita chica, jugaban al
tresillo Carmelo el estanquero, el médico D. Fermín, álias _Tropiezo_,
el secretario del Municipio y el alcalde. Al entrar notó Segundo algo
de inusitado en la actitud de su padre y del grupo que le rodeaba, y
persuadido de que ya le darían la noticia, dejóse caer en una de las
butacas, encendió un cigarro y tomó _El Imparcial_, que andaba rodando
sobre el mostrador.

—Pues aquí los papeles no traen nada; lo que se dice nada, exclamaba el
confitero.

Desde la mesa de tresillo levantaba la voz el médico, confirmando las
dudas de Ramón; tampoco el médico creía que pudiese suceder sin traerlo
los papeles.

—Usted se muere por decir á todo que no, replicaba Agonde. Yo estoy
seguro, vamos; y me parece que estando yo seguro...

—Y yo lo mismo, afirmaba Genday. Si es preciso citar testigos, allá
van: lo sé por mi propio hermano, ¿me entienden ustedes? por mi propio
hermano, que se lo ha dicho Méndez de las Vides; vayan ustedes viendo
si es autorizada la noticia. ¿Quieren ustedes más? Pues han encargado
á Orense, para las Vides, dos butacas, una buena cama dorada, mucha
vajilla y un piano. ¿Quedan ustedes convencidos?

—De todas maneras, no vendrán tan pronto, objetó _Tropiezo_.

—Vendrán tal. D. Victoriano quiere pasar aquí las fiestas y las
vendimias; dice que le tira muchísimo el cariño del país, y que en todo
el invierno no se le oyó hablar sino del viaje.

—Viene á espichar aquí, murmuró _Tropiezo_; oí decir que está malísimo.
Se van ustedes á quedar sin jefe.

—Váyase V. á... Demonio de hombre, de mochuelo, que sólo anuncia cosas
fúnebres. Cállese V. ó no suelte barbaridades. Atienda, atienda al
juego como Dios manda.

Segundo miraba con indiferencia á las redomas de la botica, distraído
por el vivo foco azul, verde ó carmesí que en cada una de ellas
centelleaba. Ya comprendía el asunto de la conversación: la venida de
D. Victoriano Andrés de la Comba, el ministro, el gran político del
país, el diputado orgánico del distrito. ¿Qué le importaba á Segundo
la llegada de semejante fantasmón? Y aspirando suavemente su cigarro,
se abstrajo del ruido de la disputa. Después se embebió en la lectura
de la _Hoja_ de _El Imparcial_, donde elogiaban mucho á un poeta
principiante.

Entretanto se enredaba la partida de tresillo. El boticario, situado á
espaldas del alcalde, le daba consejos. Comprometido y arduo caso: un
solo de estuche menor; la contra reunida toda en el estanquero y en D.
Fermín: cogían en medio al hombre: posición endiablada. Era el alcalde
de esos viejos sequitos, gastaditos como un ochavo, muy tímidos, que
antes de hacer una jugada la piensan cien años, calculando todas las
contingencias y todas las combinaciones posibles de naipes. Ya no
quería él echar aquel solo ¡qué disparate! Pero el impetuoso Agonde le
había impulsado, diciendo:—Vaya, lo compro.—Puesto en el disparadero,
el alcalde se decidió, no sin protestar.

—Bueno, lo jugaremos... Una calaverada, señores. Para que no digan que
me amarro.

Y sucedía todo lo previsto; hallábase entre dos fuegos: de un lado
le fallan el rey de copas; de otro le pisan la sota de triunfo
aprovechando el caballo; D. Fermín se mete en bazas sin saber cómo,
mientras el estanquero, con sonrisa maliciosa, guarda su contra casi
enterita. El alcalde levanta hacia Agonde los ojos suplicantes.

—¿No se lo decía yo á V.? ¡En buena nos hemos metido! Va á ser codillo,
codillo cantado.

—No, hombre, no... es V. un mandria, que se apura por todo... Está V.
ahí jugando con más miedo que si le apuntasen con una escopeta...
¡Arrastrar, arrastrar! Los chambones siempre se mueren de indigestión
de triunfos.

Los adversarios se guiñaban el ojo malignamente.

—_De posita non tibit_, exclamó el estanquero.

—_Si codillum non resultabit_, corroboró D. Fermín.

Sintió el alcalde un escalofrío en el mismo bulbo capilar, y, por
consejo de Agonde, resolvióse á mirar lo que iba jugado, enterándose de
las bazas de los compañeros y contando los triunfos. _Tropiezo_ y el
estanquero refunfuñaron.

—¡Qué manía de levantarles las faldas á los naipes!

El alcalde, algo más sereno, determinó por fin salir de dudas, suspiró
y en algunos arrastres briosos y decisivos se resolvió la jugada,
quedando todos iguales, á tres bazas cada uno.

—La de los sabios, dijeron casi á un tiempo estanquero y médico.

—¿Lo ve V.? Poniéndose lo peor del mundo, no le han dado codillo;
observó Agonde. Para hacer la puesta, se necesitaron requisitos...

Tenía á todos suspensos el interés palpitante de la jugada, menos
á Segundo, absorto en una de las perezosas meditaciones en que el
bienestar del cuerpo acrecienta la actividad de la fantasía. Llegaban á
sus oídos las voces de los jugadores como lejano murmullo; él estaba á
cien leguas de allí: pensaba en el artículo del periódico, del cual se
le habían quedado grabadas en la memoria ciertas frases especialmente
encomiásticas, hisopazos de miel con que el crítico disimulaba los
defectos del poeta elogiado. ¿Cuándo le llegaría su turno de ser
juzgado por la prensa madrileña? Sábelo Dios... Prestó atención á lo
que se hablaba.

—Hay que darle siquiera una serenata, declaraba Genday.

—¡Hombre... una serenata! respondió Agonde: ¡gran cosa! Algo más que
serenata: hay que armar cualquier estrépito por la calle; una especie
de manifestación, que pruebe que aquí el pueblo es suyo... Habrá que
nombrar una comisión, y recibirle con mucho cohete, y la música á todas
horas... Que rabien esos cazurros de doña Eufrasia.

El nombre de la otra botica produjo una explosión de bromas, chistes y
pateaduras. Hubo comentarios.

—¿No saben ustedes? interrogó el socarrón de _Tropiezo_. Parece que á
doña Eufrasia le ha escrito Nocedal una carta muy fina, diciéndole que
él representa á D. Carlos en Madrid y que ella por sus méritos debe
representarle en Vilamorta.

Carcajadas homéricas, algazara general. Habla Genday el escribano.

—Bueno, eso será mentira; pero es verdad, una verdad como un templo,
que doña Eufrasia le remitió á D. Carlos su retrato con dedicatoria.

—¿Y la partida? ¿Señalaron el día en que ha de levantarse?

—¡Vaya! Dice que la mandará el abad de Lubrego.

Se duplicó el regocijo de la tertulia, porque el abad de Lubrego
frisaba en los setenta y se hallaba tan acabadito, que á duras
penas podía tenerse sobre la mula. Entró en la botica un chiquillo,
columpiando un frasco de cristal.

—¡D. Saturnino! chilló con voz atiplada.

—Á ver, hombre; contestó el boticario remedándole.

—Déme á lo que esto huele.

—Quedamos enterados... murmuró Agonde arrimando el frasco á la nariz.
¿Á qué huele, don Fermín?

—Hombre... es así como... láudano, ¿eh? ó árnica.

—Vaya el árnica, que es menos peligrosa. Dios te la depare buena.

—Son horas de recogerse, señores, avisó el abogado García consultando
su cebolla de plata. Genday se levantó también, y le imitó Segundo.

Los tresillistas se enfrascaron en hacer cuentas y liquidar las
ganancias céntimo por céntimo, escogiendo fichas blancas y fichas
amarillas. Al pisar la calle recibíase grata impresión de frescura;
estaba la noche entre clara y serena; los astros despedían luz
cariñosa, y Segundo, en quien era inmediata la percepción de la poesía
exterior, sintió impulsos de plantar á su padre y tío, y marcharse
carretera adelante, solo como de costumbre, á gozar tan apacible noche.
Pero su tío Genday se le colgó del brazo.

—Rapaz, estás de enhorabuena.

—¿De enhorabuena, tío?

—¿Tú no rabias por salir de aquí? ¿Tú no quieres volar á otra parte?
¿Tú no le tienes tirria al bufete?

—Hombre, intervino el abogado; él que ya es loco y tú que le revuelves
la cabeza más...

—¡Calla, tonto! D. Victoriano viene, le presentamos al chico y le
pedimos la colocación... Y la ha de dar buena, que aunque él se figure
otra cosa, si no nos complace, le costará la torta un pan... No está el
distrito como él piensa, y si los que le sostenemos nos acostamos, se
la juegan de puño los curas.

—¿Y Primo? ¿Y Méndez de las Vides?

—No pueden con ellos... El día menos pensado les dan un desaire, me
los dejan en una vergüenza... Pero tú, muchacho... Míralo bien: ¿no te
lleva afición por la abogacía?

Segundo se encogió de hombros, sonriendo.

—Pues discurre... así, á ver que te convendría más... Porque algo has
de ser; en alguna parte has de meter la cabeza. ¿Te gustaría un juzgado
de entrada? ¿Un destino en el ramo de correos? ¿En alguna oficina?

Estaban dando la vuelta á la plazoleta para acercarse á casa de García,
y al pasar por delante del balcón de Leocadia, el aroma de los claveles
penetró hasta el cerebro de Segundo. Experimentó una reacción poética,
y dilatando las fosas nasales para recoger la fragancia, exclamó:

—Ni juez, ni empleado en correos... Déjeme de eso, tío.

—No porfíes, Clodio, dijo agriamente el abogado. Éste no quiere ser
nada, nada, más que un solemne holgazán, y pasarse la vida echando
borroncitos en papelitos... Ni más ni menos. Allá van los cuartos de la
carrera, todo lo que gasté; allá van el Instituto, la Universidad, la
pechera, el levitín, la botita flamante; y luego, cuando uno piensa que
los tiene habilitados, vuelta á cargar sobre las costillas de uno... á
fumar y comer á su cuenta... Sí, señor... Yo tengo tres, tres hijos
para gastarme y chuparme el jugo, y ninguno para darme ayuda... Así son
estos señoritos... ¡vaya!

Segundo, parado y con las facciones contraídas, se retorcía la punta
del bigotillo. Todos se detuvieron en la esquina de la plazoleta, como
suele suceder cuando una plática se enzarza.

—No sé de dónde saca V. eso, papá... declaró el poeta. ¿Usted se figura
que me he propuesto no pasar de Segundo García, el hijo del abogado?
Pues se equivoca mucho. Ganas tendrá V. de librarse del peso que le
hago; pero más aún tengo yo de no hacérselo.

—¿Y luego, á qué aguardas? El tío te está proponiendo mil cosas y no te
acomoda ninguna. ¿Quieres empezar por Ministro?

El poeta dió nuevo tormento á su bigote.

—No hay que cansarse, papá. Yo haría muy mal empleado en correos y
peor juez. No me quiero sujetar al ingreso en una carrera dada, donde
todo esté previsto y marche por sus pasos contados... Para eso, sería
abogado como usted ó escribano como el tío Genday. Si realmente cogemos
á D. Victoriano de buen talante, pídanle ustedes para mí cualquier
cosa... un puesto sin rótulo, que me permita residir en Madrid... Yo me
las arreglaré después.

—Te las arreglarás... Sí, sí, bien hablas... Me girarás letritas, ¿eh?
como tu hermano el de Filipinas... Pues sírvate de gobierno que no
puedo... que no robé lo que tengo, ni fabrico moneda.

—Si yo nada pido, gritó Segundo con salvaje cólera. ¿Le estorbo á V.?
Pues sentaré plaza ó me largaré á América... Ea, se acabó.

—No, dijo el abogado calmándose... Siempre que no exijas más
sacrificios...

—Ninguno... ¡así me muriese de hambre!

Abrióse la puerta del abogado: la vieja tía Gaspara, en refajos, hecha
un vestiglo, salió á abrir; traía un pañuelo de algodón tan encima
del rostro, que no se le distinguían las hurañas facciones. Segundo
retrocedió ante aquella imagen de la vida doméstica.

—¿No entras? interrogó su padre.

—Voy con el tío Genday.

—¿Vuelves pronto?

—En seguida.

Tomó plazoleta abajo y explicó sus proyectos á Genday. Éste, chiquitín
y fosfórico de genio, se agitaba como una lagartija, aprobando. No
le desagradaban á él las ideas de su sobrino. Su cabeza activa y
organizadora, de agente electoral y escribano mañero, admitía mejor
los planes vastos que la cabeza metódica del abogado García. Quedaron
tío y sobrino muy conformes en el modo de beneficiar el influjo de
don Victoriano. Charlando así, llegaron á casa de Genday, y la criada
de éste, mocita guapa, le abrió la puerta con toda la zalamería de una
fámula de solterón incorregible. En vez de volverse á su domicilio,
Segundo, preocupado y excitado, bajó á la carretera, se detuvo en el
primer soto de castaños, y sentándose al pie de una cruz de madera
que allí dejaran los jesuítas durante la última misión, se entregó al
pasatiempo inofensivo de contemplar los luceros, las constelaciones y
todas las magnificencias siderales.




                             [Ilustración]




                                  IV


Durante las pesadas siestas de Vilamorta, mientras los agüistas
digerían sus vasos de agua mineral y compensaban la madrugona con
un letargo reparador, los músicos aficionados de la banda popular
ensayaban las piezas que pronto ejecutarían reunidos. De la tienda
del zapatero salían trinos melancólicos de flauta: en la del panadero
resonaban briosas y marciales notas de cornetín: en el estanco gemía un
clarinete: por el almacén de paños vagaban los ahogados suspiros de un
figle. Los que así se consagraban al culto de Euterpe eran dependientes
de comercio, hijos de familia, el elemento joven de Vilamorta.
Semejantes fragmentos de melodía brotaban con penetrante sonoridad de
entre la perezosa y cálida atmósfera. Cuando se esparció la nueva de
que dentro de veinticuatro horas llegaba D. Victoriano Andrés de la
Comba y su familia, para salir inmediatamente á las Vides, estaba la
charanga sumamente afinada y acorde ya, dispuesta á atronar con tandas
de valses, _dancitas_ y pasos dobles los oídos del insigne varón.

Notóse en la villa movimiento desacostumbrado. La casa de Agonde se
abrió, ventiló y barrió, saliendo por sus ventanas nubes de polvo: la
hermana de Agonde se asomó poco después, peinada en flequillo y con un
collar de caracoles nacarados. El ama del cura de Cebre, guisandera
famosa, daba vueltas en la cocina, y se oía el sonsonete del almirez y
el chirriar del aceite. Dos horas antes de la de las cinco, á que llega
el coche de Orense, miden ya la plaza las notabilidades calificadas del
partido combista-radical, y Agonde espera en el umbral de su botica,
habiendo sacrificado á la solemnidad de la ocasión su clásico gorro y
chinelas de terciopelo, y luciendo botas de charol y levita inglesa,
que le hace parecer más corto de cuello y más barrigudo.

Entraba el coche de Orense por la parte del soto, y al resonar sus
cascabeles y campanillas, el trote de sus ocho mulas y jacos y el
carranqueo de su pesada mole, los vecinos de Vilamorta se colgaron de
los balcones, se asomaron á los portales; sólo la botica reaccionaria
permaneció cerrada y hostil. Al desembocar el gran armatoste en la
plaza, agitáronse los grupos; varios chiquillos, descalzos, treparon
al estribo pidiendo un ochavo en plañidera voz; las fruteras de los
soportales se incorporaron para mejor ver, y únicamente Cansín, el
tendero de paños, con las manos metidas en los bolsillos y en babuchas,
prosiguió recorriendo su almacén de arriba abajo, afectando olímpica
indiferencia. Refrenó el mayoral el tiro, diciendo en tono conciliador
á una mula resabiada:

—Eeeeeeh... Bueno ya, bueno ya, Canóniga...

Estalló la charanga, formada ante el ayuntamiento, en ensordecedor
preludio y el primer cohete salió pitando, despidiendo chispas...
Lanzóse el grupo en masa hacia la portezuela para ofrecer la mano, el
brazo, cualquier cosa... Y bajaron trabajosamente una señora gruesa, un
cura con las sienes abrigadas por un pañuelo de algodón á cuadros...
Agonde, con más risa que enojo, hizo señas á la charanga y á los
coheteros de que cesasen en su faena.

—¡No viene aún! ¡No viene aún! gritaba. En efecto, no traía más gente
el ómnibus. El mayoral se deshizo en explicaciones.

—Vienen ahí, á dos pasos, como quien dice... En el coche del conde de
Vilar... En la carretela... Por causa de la señora... Yo aquí traigo el
equipaje... Y pagaron los asientos como si los ocupasen...

No tardó en escucharse el trote acompasado y gemelo del tronco del
conde de Vilar, y la carretela descubierta, de arcaica forma, penetró
majestuosamente en la plaza. Recostábase en el fondo un hombre
envuelto, á pesar del calor, en un abrigo de paño; á su lado una mujer
con impermeable de dril gris destacaba sobre el puro azul del cielo el
ala caprichosa de su sombrero de viaje. En el asiento delantero, una
niña como de diez años, y una _mademoiselle_, especie de aya-niñera
ultrapirenáica. Segundo, que al llegar la diligencia se había quedado
atrás, no aproximándose al estribo, esta vez anduvo menos reacio, y
la mano que, cubierta con largo guante de Suecia se tendía pidiendo
apoyo, encontró otra mano de presión enérgica y nerviosa. La señora del
ministro miró con sorpresa al galán, le hizo un saludo reservado, y
tomando el brazo que la brindaba Agonde, entró á buen paso en la botica.

Tardó más en bajarse el hombre político. Sorprendidos le miraban
sus partidarios. Había variado mucho desde su última estancia en
Vilamorta—ocho ó diez años antes, en plena revolución.—Su pelo gris
pizarra, más blanco en las sienes, realzaba la amarillez de la piel;
amarillo también y con estrías de sangre tenía lo blanco del ojo; y su
semblante, arado y marchito, mostraba impresas en signos visibles las
zozobras de la lucha social, las vicisitudes de la banca política y
los sedentarios trabajos del foro. Su cuerpo estaba como desgonzado,
faltándole el aplomo, la actitud que revela el vigor físico. No
obstante, cuando menudearon los apretones de manos, cuando los _tanto
bueno_... _por fin_... _al cabo de los años mil_... resonaron en torno
con halagüeño murmullo, el gladiador exánime recobró fuerzas, se
irguió, y una amable sonrisa dilató sus secos labios, prestando grata
expresión á la ya severa boca. Hasta abrió los brazos á Genday, que se
agitó en ellos con coleteos de anguila, y dió palmadicas en los hombros
al alcalde. García el abogado trataba de hacerse visible y destacarse
del grupo, murmurando con el tono grave de quien emite parecer sobre
cosas muy peliagudas:

—Vaya, ahora arriba, arriba, á descansar, á tomar algo...

Por fin el remolino se aquietó subiendo á la botica el personaje, y
tras él García, Genday, el alcalde y Segundo.

En la salita de Agonde tomaron asiento, dejando respetuosamente á
D. Victoriano el sofá de reps grosella, y formando en torno suyo un
semicírculo de sillas y butacas. Á poco rato aparecieron las señoras,
ya sin sombrero, y entonces pudo verse que la de Comba era linda y
fresca, pareciendo, más que madre, hermana mayor de la niña. Esta,
con su copiosa mata de pelo tendida por la espalda, su seriedad de
mujercita precoz, tenía aspecto triste, de arbolillo ético; mientras
su mamá, rubia risueña, ostentaba gran lozanía. Hablóse del viaje,
de las feraces orillas del Avieiro, del tiempo, del camino; la
conversación enfriaba, cuando entró oportunamente la hermana de
Agonde, precediendo al ama del cura, cargada con dos enormes bandejas
donde humeaban jícaras de chocolate, pues de cena no entendían los
huéspedes. Con depositarlo sobre el velador, servirlo, repartirlo, se
animó la reunión. Los vilamortanos, encontrando asunto adecuado á sus
facultades oratorias, empezaron á instar á los forasteros, á encomiar
las excelencias de los manjares, y, llamando por su nombre de pila á la
señora de Comba y agregando un cariñoso diminutivo al de la niña, se
deshicieron en exclamaciones y preguntas.

—Nieves, ¿está el chocolate á su gusto?

—¿Acostumbra tomarlo claro ó espeso?

—Nieves, este pellizco de bizcocho maimón por mí: es una cosa superior,
que sólo acá sabemos hacer.

—Victoriniña, vamos, á perder la vergüenza: esta manteca fresca sabe
mucho con el pan caliente.

—¿Un pedacito de esponjado tostado? ¡Ajajá! De esto no hay por Madrid,
¿eh?

—No, contestaba la voz clarita y remilgada de la niña... En Madrid
tomábamos con el chocolate buñuelos y churros.

—Aquí no se estilan buñuelos, sino bizcochitos... De esto de encima, de
lo dorado... Eso no es nada: un pajarito lo pica...

Terció en el debate D. Victoriano, encareciendo el pan: él no podía
comerlo; se lo habían prohibido en absoluto, pues su enfermedad le
vedaba las féculas y los glútenes, hasta el extremo de que solían
enviarle de Francia unas hogazas preparadas _ad hoc_, sin ningún
elemento glucogénico; y al decir esto, volvióse hacia Agonde, que
aprobó, mostrando entender el terminillo. Y sentía doblemente don
Victoriano la veda, porque nada encontraba comparable al pan de
Vilamorta: mejor en su género que el bizcocho, sí señor. Reíanse los
vilamortanos, muy lisonjeados en su amor propio; mas García, meneando
sentenciosamente la cabeza, explicó que ya el pan decaía; que no era
como en otros tiempos, y que sólo el _Pellejo_, el panadero de la
plaza, lo amasaba á conciencia, teniendo la santa cachaza de escoger
el trigo grano por grano, y no admitir ninguno picado del gorgojo; así
resultaba tan sabroso el mollete y con tanta liga. Se discutió si debía
ó no tener ojos el pan, y si caliente era indigesto.

Don Victoriano, reanimado por estas mínimas vulgaridades, hablaba de su
niñez, de los zoquetes de pan untados con manteca ó miel que le daban
de merienda; y al añadir que también solía su tío el cura administrarle
buenos azotes, volvió la sonrisa á suavizar las hundidas líneas de su
rostro. Dulcificábase su fisonomía con aquella efusión, borrándose los
años de combate y las cicatrices de las heridas, y luciendo un reflejo
de la juventud pasada. ¡Qué ganas tenía de volver á ver en las Vides un
emparrado del cual mil veces robara uvas allá de chiquillo!

—Aún las ha de robar usted ahora, exclamó festivamente Clodio Genday.
Ya le diremos al señor de las Vides que ponga un guarda en la parra del
Jaén.

Celebróse el chiste con hilaridad suprema, y la niña soltó su risilla
aguda ante la idea de que robase uvas su papá. Segundo no hizo más
que sonreírse. Tenía los ojos fijos en D. Victoriano y pensaba en
su destino. Repasaba toda la historia del personaje: á la edad de
Segundo era también D. Victoriano un oscuro abogaduelo, enterrado
en Vilamorta, ansioso de romper el cascarón. Se había ido á Madrid,
donde un jurisconsulto de fama le tomó de pasante. El jurisconsulto
picaba en político y D. Victoriano siguió sus huellas. ¿Cómo empezó
á medrar? Espesas tinieblas en torno de la génesis. Unos decían
_erres_ y otros _haches_. Vilamorta se le encontró, cuando menos se
percataba, candidato y diputado: ya frisaría por entonces en los
treinta y cinco, y se exageraba su talento y porvenir. Una vez de
patitas en el Congreso, creció la importancia de D. Victoriano, y
cuando vino la Revolución de Setiembre, le halló empinado asaz para
improvisarle ministro. El breve ministerio no le dió tiempo á gastarse
ni á demostrar especiales dotes, y, casi intacto su prestigio, le
admitió la Restauración en un gabinete fusionista. Acababa de soltar
la cartera y venía á reponer su quebrantada salud al país natal, donde
su influencia era incontestable y robusta, gracias al enlace con
la ilustre casa de Méndez de las Vides... Segundo se preguntaba si
colmaría sus aspiraciones la suerte de D. Victoriano. Don Victoriano
tenía dinero: acciones del Banco y de vías férreas, en cuyo consejo
de administración figuraba el hábil jurisconsulto... Enarcó
desdeñosamente las cejas nuestro versificador, y miró á la esposa del
ministro: aquella gentil beldad no amaba, de seguro, á su dueño. Era
hija del segundón de las Vides, un magistrado: se casaría alucinada por
la posición. ¡Vive Dios! El poeta no envidiaba al político. ¿Por qué
se habría encumbrado aquel hombre? ¿Qué extraordinarias dotes eran las
suyas? Difuso orador parlamentario, ministro pasivo, algo de capacidad
forense... Total, una medianía...

Mientras elaboraba estas ideas el cerebro de Segundo, la señora de
Comba se entretenía en desmenuzar los trajes y fachas de los presentes.
Analizó, con los ojos entornados, todo el atavío de Carmen Agonde,
embutida en un corpiño azul fuerte, muy justo, que arrebataba la
sangre á sus mejillas pletóricas. Bajó después la burlona ojeada á las
botas de charol del farmacéutico, y volvió á subir hasta los dedos de
Clodio Genday, culotados por el cigarro, y el chaleco de terciopelo á
cuadritos morados y blancos del abogado García. Por último se posó en
Segundo, investigando algún pormenor de indumentaria. Pero la rechazó
como un escudo otra mirada fija y ardiente.




                             [Ilustración]




                                   V


Agonde madrugó y bajó temprano á la botica, dejando á sus huéspedes
entregados al sueño, y á Carmen encargada de meterles, apenas se
bullesen, el chocolate en la boca. Quería el boticario gozar del efecto
producido en el pueblo por la estancia de don Victoriano. Recostábase
en el diván de gutapercha, cuando vió cruzar á _Tropiezo_, caballero en
su parda mulita, y le holeó:

—Hola, hola... ¿Á dónde se va tan de mañana?

—Á Doas, hombre... Me hace falta todo el tiempo. Y al afirmarlo, el
médico se apeaba, atando su montura á una argolla incrustada en la
pared.

—¿Es tan apurada la cosa?

—¡Tssss! La vieja, la abuela de Ramón el dulcero... Si dice que ya
está sacramentadiña.

—¿Y le mandan el recado ahora?

—No; si ya fuí anteayer... y le puse dos docenas de sanguijuelas que
sangraron á tutiplén... Parecía un cabrito... Quedó muy débil, hecha
una oblea... Puede que si en vez de sanguijuelas le doy otra cosa que
pensaba...

—Vamos, un _tropiezo_, interrumpió Agonde maliciosamente.

—En la vida todos son tropiezos... repuso el médico encogiéndose de
hombros. ¿Y por arriba? añadió mirando al techo.

—Como príncipes... roncando.

—¿Y... él... qué tal? silabeó D. Fermín bajando la voz.

—¿Él? pronunció Agonde imitándole... Así... así... ¡algo viejo! Con
mucho pelo blanco...

—Pero, ¿luego qué tiene, vamos á ver? Porque estar, está enfermo.

—Tiene... una enfermedad nueva, muy rara, de las de última moda... Y
Agonde sonreía picarescamente.

—¿Nueva?

Agonde entornó los ojos, pegó la boca al oído de _Tropiezo_ y articuló
dos palabras, un verbo y un sustantivo.

—... azúcar.

Soltó Tropiezo fuerte risotada; de pronto se quedó muy serio y se
frotó repetidas veces la nariz con el dedo índice.

—Ya sé, ya sé, declaró enfáticamente... Hace poco que leí de eso...
Se llama... aguarde, hom... _di_... _diabetes sacarina_, que viene de
_sácaro_, azúcar... y de... ¡Justamente las aguas de aquí y otras de
Francia son las únicas para curar ese mal! Si bebe unos vasitos de la
fuente, tenemos hombre.

Emitía _Tropiezo_ su dictamen apoyándose en el mostrador, sin acordarse
ya de la mulita, que pateaba á la puerta. Guiñando un ojo, preguntó de
repente:

—Y la señora ¿qué dice del mal del marido?

—¡Qué ha de decir, hombre! No sabrá que es de cuidado.

Una mueca de indescriptible y grosera burla metamorfoseó la cara
inexpresiva del médico; miró á Agonde, y ahogando otra explosión de
risa, dijo:

—La señora... ¡Si que la señora no lo sabrá! ¿Usted leyó los síntomas
del mal? Pues justamente...

—¡Chsst! atajó furioso el boticario. Toda la familia Comba hacía
irrupción en la botica por el postigo del portal. Madre é hija formaban
lindo grupo, ambas de enormes pamelas de paja tosca, adornadas con
un lazo colosal de lanilla color fuego; sus trajes de tela cruda,
bordados con trencilla roja, completaban lo campestre del atavío,
semejante á un ramillete de amapolas y heno. Colgábale á la niña su
rica mata de pelo oscuro, y á la madre se le embrollaban las crenchas
rubias bajo la sombra del ala del sombrerón. No llevaba Nieves
guantes, ni en su tez se veían rastros de polvos de arroz, ni de otros
artificios de tocador, imputados injustamente por las provincianas
á las madrileñas: al contrario, se notaban en las rosadas orejas y
cuello señales de enérgico lavatorio y fricciones de tohalla. En cuanto
á D. Victoriano, la luz matinal revelaba mejor la devastación de su
semblante. No estaba, conforme al dicho de Agonde, viejo: lo que allí
se advertía era la virilidad; pero atormentada, exhausta, herida de
muerte.

—¡Jesús, María! ¿Ustedes han tomado chocolate? preguntaba Agonde
confuso.

—No, amigo Saturnino... ni lo tomamos, con permiso de V., hasta
volver... No pase V. cuidado por nosotros... Victorina le ha saqueado á
V. la alacena... el aparador...

Entreabrió la niña un pañuelo que llevaba atado por las cuatro puntas,
descubriendo una hacina de pan, bizcocho y queso del país.

—Al menos les bajaré un queso entero... Iré á ver si hay pan fresco,
de ahora mismito...

No quería D. Victoriano; por Dios, que no le quitasen el gusto de
irse á desayunar á la alameda de las aguas, igual que de muchacho.
Agonde observó que no eran sanos para él tales alimentos; y al oírlo
_Tropiezo_, se rascó una oreja y murmuró con excéptico tono:

—Bah, bah, bah... Le son cosas de ahora, novedades... Lo sano para el
cuerpo ¿se hacen de cargo? es lo que el cuerpo pide y reclama... Si al
señor le apetece el pan... Y para su enfermedad, señor D. Victoriano,
ya no hay como estas aguas. No sé á qué va la gente á dar cuartos á los
franchutes cuando aquí tenemos cosas mejores.

El ministro miró á _Tropiezo_ con vivo interés. Acordábase de su
última consulta á Sánchez del Abrojo y del fruncimiento de labios
con que el docto facultativo le había dicho: «Yo le mandaría á V. á
Carlsbad ó á Vichy... pero no siempre están indicadas las aguas... Á
veces precipitan el curso natural de las afecciones... Descansar algún
tiempo y observar régimen: veremos cómo vuelve V. en otoño...» ¡Qué
diablo de cara tenía Sánchez del Abrojo al hablar así! Una fisonomía
reservada, de esfinge. La afirmación explícita de _Tropiezo_ despertó
en D. Victoriano tumultuosas esperanzas. Aquel practicón de aldea
debía saber mucho por experiencia: más acaso que los orondos doctores
cortesanos.

—Vamos, papá, suplicaba la niña tirándole de la manga.

Emprendieron el camino. Vilamorta, madrugadora de suyo, vivía más
activamente entonces que por la tarde. Abiertas se hallaban las
tiendas; colmados los cestos de las fruteras; Cansín medía su almacén
con las manos en los bolsillos, haciéndose el desentendido por no
saludar á Agonde ni reconocer su triunfo; el Pellejo, muy enharinado,
regateaba con tres panaderos de Cebre, que le pedían trigo del bueno;
Ramón el de la dulcería tableteaba sobre el mostrador con un gran
tablero lleno de libras de chocolate, y antes que se enfriasen del todo
las marcaba con un hierro rápidamente.

Era despejada la mañanita, y ya picaba más de lo justo el sol. La
comitiva, engrosada con García y Genday, se internó por huertecillas
y maizales hasta el ingreso de la alameda. Exhaló D. Victoriano una
exclamación de júbilo. Era la misma hilera doble de olmos, alineada
sobre el río, el espumante y retozón Avieiro, que se escurría á
borbotones, en cascaduelas mansas, con rumor gratísimo, besando las
peñas gastadas y lisas por el roce de la corriente. Reconoció los
espesos mimbrerales; recordó todo el _saudoso_ ayer, y, conmovido,
se apoyó en el parapeto de la alameda. Encontrábase el lugar casi
desierto; media docena, á lo sumo, de mustios y biliosos agüistas,
daban vueltas por él con lento paso, hablando en voz queda de sus
padecimientos, eructando el bicarbonato de las aguas. Nieves, reclinada
en un banco de piedra, contemplaba el río. La niña la tocó en el hombro.

—Mamá, el chico de ayer.

Á la otra orilla, sobre un peñasco, estaba de pie Segundo García,
distraído, con su sombrero de paja echado hacia atrás y la mano puesta
en la cadera, sin duda para guardar el equilibrio en tan peligrosa
posición. Nieves riñó á la chiquilla.

—No seas tontita, hija... Me has dado un susto... Saluda á ese señor.

—Es que no mira... ¡Ah! ya miró... Salúdale tú, mamita... Se quita el
sombrero... va á resbalar... ¡Quiá! Ya está en sitio seguro...

D. Victoriano bajaba los escalones de piedra que conducían á la fuente
mineral. En pobre gruta moraba la náyade: un cobertizo sustentado
en toscos postes, una estrecha pila de donde rebosaba el manantial,
unas pocilgas inmundas para los baños, y un fuerte y nauseabundo olor
á huevos podridos, causado por el estancamiento del agua sulfurosa,
era cuanto allí encontraba el _turista_ exigente. Sin embargo, á D.
Victoriano se le inundó el alma de purísimo gozo. Cifraba aquella
náyade la mocedad, la mocedad perdida: los años de ilusiones, de
esperanzas frescas como las orillitas del río Avieiro. ¡Cuántas mañanas
había venido á beber de la fuente por broma, á lavarse la cara con
el agua que en el país gozaba renombre de poseer estupendas virtudes
medicinales para los ojos! Don Victoriano alargó ambas manos, las sumió
en la corriente tibia, sintiéndola con fruición resbalar por entre sus
dedos, y jugueteando con ella y palpándola como se palpan las carnes de
un ser querido. Pero el cuerpo ondeante de la náyade se le escapaba lo
mismo que se escapa la juventud: sin ser posible detenerla. Entonces
se despertó la sed del ex-ministro. Allí al lado, sobre el borde de la
pila, había un vaso; y el bañero, pobre viejo chocho, se lo brindó con
sonrisa idiota. Bebió D. Victoriano cerrando los ojos, con inexplicable
placer, saboreando el agua misteriosa, encantada por las artes mágicas
del recuerdo. Apurado el vaso, enderezóse y subió con paso firme y
elástico la escalera. En la alameda, Victorina, que se desayunaba con
pan y queso, quedó asombrada cuando su padre, jovialmente, la cogió del
regazo un zoquete de pan diciéndola:

—Todos somos de Dios.




                             [Ilustración]




                                  VI


Casi tanto como la llegada de D. Victoriano, alborotó á Vilamorta la
del señor de las Vides, en persona, acompañado de su mayordomo Primo
Genday. Ocurrió este suceso memorable la tarde del día en que don
Victoriano infringió las prescripciones de la ciencia, comiéndose media
libra de pan tierno. Á las tres, con un sol de justicia, entraron por
la plaza Genday el mayor y Méndez, caballero éste en una poderosa mula,
y aquél en un mediano jaco.

Era el señor de las Vides viejecito, seco lo mismo que un sarmiento.
Sus mejillas primorosamente rasuradas, sus labios delgados y barba y
nariz aristocráticamente puntiagudas, sus ojos benévolos, maliciosos,
con las mil arrugas de la pata de gallo, su perfil inteligente, su
cara lampiña, pedían á gritos la peluca de bucles, la bordada chupa
y la tabaquera de oro de los Campomanes y Arandas. Con su fisonomía
afilada y sutil, contrastaba la de Primo Genday. Tenía el mayordomo
el color blanco y sonrosado, la piel fina y transparente de los
hemiplégicos, bajo la cual se ramifican inyectadas venas. De sus
verdosos ojos, el uno estaba como sujeto al párpado lacio y colgante, y
el otro giraba, humedecido, con truhanesca vivacidad. El pelo, blanco
de plata, muy rizoso, le daba un parecido remoto con el rey Luis
Felipe, tal cual conserva su efigie el cuño de los napoleones.

Mediante una combinación frecuente en los pueblos chicos, Primo Genday
y su hermano Clodio militaban en opuestos bandos políticos, poseyendo
en el fondo una sola voluntad y caminando á idénticos fines. Clodio
se significaba entre los radicales: Primo era el sostén del partido
carlista, y en los casos de apuro, en las electorales lides, se daban
la mano por encima de la tapia. Al resonar sobre la acera el trote del
jaco de Primo Genday, abriéronse los balcones de la botica reaccionaria
y dos ó tres manos se agitaron en señal de bienvenida cariñosa. Primo
se detuvo y Méndez continuó su ruta hasta llegar al portal de Agonde,
echando allí pie á tierra.

Le recibieron los brazos de D. Victoriano y se perdió en las honduras
de la escalera. La mula se quedó atada á la argolla, pateando á más y
mejor, mientras los curiosos de la plaza consideraban con respeto los
arcáicos jaeces del hidalgo, claveteados de plata sobre el labrado
cuero, ya reluciente por el uso. Poco á poco fueron reuniéndose con la
mula individuos de la raza asinina y caballar, conducidos del diestro,
y la gente los distribuyó con mucho tino. El jaco castaño del alguacil,
de buena estampa, con su galápago y su cabezada de seda, sería para el
ministro: de seguro. La borrica negra, con jamúa-sillón de terciopelo
rojo, quién duda que para la señora. Á la niña le darían la otra
pollina blanca y mansita. El burro del alcalde, para la doncella.
Agonde iría en su yegua de costumbre, la _Morena_, con más esparavanes
en los corvejones que cerdas en la cola. Á todo esto, los radicales,
García, Clodio, Genday, Ramón, examinaban las cabalgaduras y el estado
de los aparejos, calculando cuántas probabilidades de éxito ofrecía la
tentativa de llegar á las Vides antes del anochecer. El abogado meneaba
la cabeza, diciendo enfática y sentenciosamente:

—Mucha, mucha calma se están dando para eso...

—¡Y le traen á D. Victoriano el caballo del alguacil! exclamó el
estanquero. ¡_Rinchón_ como un demonio! Va á armarse aquí un Cristo...
Tú, Segundo, ¿cuando lo montaste... te hizo algo?

—Á mí, nada... Pero es alegre.

—Verás, verás.

Los viajeros salían ya y comenzó á disponerse la cabalgata. Las señoras
se afianzaron en sus jamúas y los hombres se asentaron en los estribos.
Entonces se representó el drama anunciado por el estanquero, con grave
escándalo y mayor retraso de la comitiva. No bien hubo olfateado el
jaco del alguacil una hembra de su raza, empezó á sorber el aire todo
descompuesto, exhalando apasionados relinchos. Don Victoriano recogía
las bridas, pero el rijoso animal ni aun sentía el hierro en la boca,
y encabritándose primero y disparando después valientes coces y
revolviendo por último la cabeza para morder el muslo del jinete, hizo
tanto, que D. Victoriano, algo descolorido, tuvo por prudente apearse.
Agonde, furioso, se bajó también.

—¿Pero qué condenado de caballo es ese? gritó. Á ver, pedazos de
brutos... ¿Quién os manda traer el caballo del alguacil? ¡Parece que
no sabéis que es una fiera! Usted... Alcalde... ó usted, García...
pronto... la mula de Requinto, que está á dos pasos... Señor D.
Victoriano, lleve usted mi yegua... Y ese tigre, á la cuadra con él.

—No, le objetó Segundo... Yo lo montaré, ya que está ensillado. Iré
hasta el crucero.

Dicho y hecho: Segundo, provisto de una vara fuerte, cogió al jaco
por las crines de la cerviz y de un salto estuvo en la silla. En vez
de apoyarse en el estribo, apretó los muslos, mientras sacudía una
lluvia de tremendos varazos en la cabeza del animal. Este, que ya
se iba á la empinada, soltó un relincho de dolor y bajó los humos,
quedándose quieto, trémulo y domado. La cabalgata se puso en movimiento
así que llegó la mula de Requinto, no sin previos apretones de mano,
sombreradas y hasta un _¡viva!_ vergonzante, salido no sé de dónde.
Tomó el cortejo carretera adelante, abriendo la marcha la yegua y
mulas y quedándose atrás las borricas, á cuyo lado iba, honesto á
puras vareadas, el jaco. Ya declinaba el sol dorando el polvo de la
carretera, prolongaban su sombra los castaños, y subía de la encañada
un airecillo regalado, portador de la humedad del río.

Segundo callaba. Victorina, contentísima de ir á lomos de borrico,
sonreía, pugnando en balde por tapar con el vestido las rótulas
puntiagudas, que la tablilla del aparejo le obligaba á subir y
descubrir. Nieves, reclinada en la jamúa, sostenía su sombrilla de
encaje crudo con transparente rosa, y al comenzar á andar sacó del
pecho un reloj sumamente chiquito y miró la hora que era. Momentos
embarazosos. Por fin Segundo comprendió la necesidad de decir algo.

—¿Qué tal, Victorina? ¿Vamos bien?

Ruborizóse la niña extraordinariamente, como si le preguntasen cosas
muy reservadas é íntimas, y dijo en ahogada voz:

—Sí, muy bien.

—¿Á que prefería usted ir en mi caballo? Si no tiene usted miedo la
llevo delante.

La niña, que ya no podía estar más sofocada, bajó los ojos sin
contestar, pero la madre, con graciosa sonrisa, terció en el diálogo.

—Y diga usted, García, ¿por qué no tutea usted á la chiquilla? La trata
usted con un respeto... Va á figurarse que está ya de largo.

—Sin su permiso no me atreveré yo á tutearla.

—Anda, Victorina, dale permiso á este caballero...

Encerróse la niña en el invencible mutismo de las adolescentes, en
quienes la sensibilidad exquisita y temprana produce una timidez
extremadamente penosa. Sus labios sonreían, y sus ojos, al mismo
tiempo, se arrasaron en lágrimas. _Mademoiselle_ le dijo no sé qué en
francés, con gran suavidad, y entretanto Nieves y Segundo, riéndose
confidencialmente del episodio, tuvieron expeditos los caminos de la
conversación.

—¿Á qué hora le parece á V. que llegaremos á las Vides?... ¿Es bonito
aquello?... ¿Estaremos bien allí?... ¿Cómo le sentará á Victoriano?...
¿Qué vida haremos?... ¿Vendrá gente á vernos?... ¿Hay jardín?...

—Las Vides es un sitio precioso, declaró Segundo... Un sitio que tiene
aspecto de antigüedad, un aire así... señorial. Me gusta la piedra
de armas, y una parra magnífica, que cubre el patio de entrada, y
las camelias y limoneros de la huerta, que tienen porte de medianos
castaños y la vista del río, y sobre todo un pinar que habla y hasta
canta..., no se ría V.... canta, sí señora, mejor que la mayor parte de
los cantantes de oficio. ¿No lo cree V.? Pues ya lo verá.

Nieves miró con gran curiosidad al mancebo, y después fingió mirar
á otra parte, acordándose de la rápida y nerviosa presión de mano
advertida la víspera, al bajarse del carruaje. Por segunda vez en
el espacio de breves horas, aquel muchacho la sorprendía. Nieves
llevaba en Madrid una vida sumamente correcta, mesocrática, sin ningún
incidente que no fuese vulgar. Á misa y á tiendas por la mañana;
por la tarde al Retiro ó á visitas; de noche, á casa de sus padres,
ó al teatro con su marido: por extraordinario, algún baile ó cena en
casa de los duques de Puenteancha, clientes de D. Victoriano. Cuando
éste obtuvo la cartera, exhibió poco á su mujer. Nieves recogió unos
cuantos saludos más en el Retiro, en las tiendas los dependientes
se manifestaron más obsequiosos; la duquesa de Puenteancha la hizo
recomendaciones llamándola _monísima_, y á esto se redujeron para
Nieves los placeres del ministerio. La venida á Vilamorta, al país
pintoresco del cual tanto le había hablado su padre, fué un incidente
nuevo en su existencia acompasada. Segundo le parecía un detalle
original del viaje. La miraba y hablaba de un modo tan desusado...
Bah, aprensiones. Entre aquel chico y ella, nada había de común. Una
relación superficial, como doscientas que se encuentra uno á cada paso
por ahí... ¿Conque los pinos cantaban, eh? ¡Mal año para Gayarre!
Y Nieves se rió afablemente, disimulando sus raros pensamientos, y
continuó haciendo preguntas, á que respondía Segundo con expresivas
frases. Acercábase la noche. De pronto la cabalgata, dejando el camino
real, torció por una senda abierta entre pinares y montes. Al revolver
de la vereda, apareció el crucero de piedra oscura, romántico, con sus
gradas que convidaban á rezar ó á soñar sentimentales desvaríos. Agonde
se paró allí, despidiéndose de la comitiva, y Segundo le imitó.

Conforme iba perdiéndose el repiqueteo de los cascabeles de las
borriquillas, notó Segundo una inexplicable impresión de soledad y
abandono, cual si de él se alejasen para siempre personas muy queridas
ó que desempeñaban en su vida importantísimo papel. ¡Valiente necio!
se dijo á sí mismo el poeta. ¿Qué tengo yo que ver con esta gente,
ni ella conmigo? Nieves me ha convidado á ir á las Vides á pasar
unos días _en familia_... ¡En familia! Cuando Nieves vuelva á Madrid
este invierno, dirá de mí:—Aquel chico del abogado, que conocimos en
Vilamorta...—¿Quién soy yo, qué puesto ocuparía en la casa? Enteramente
secundario. ¡El de un muchacho á quien halagan porque su padre dispone
de votos...!

Mientras cavilaba Segundo, el boticario se le acercaba, emparejando
al fin caballo y mula. La claridad del crepúsculo mostró al poeta la
plácida sonrisa de Agonde, sus bermejos carrillos repujados por el
bigote lustroso y negro, su expresión de sensual bondad y epicúrea
beatitud. ¡Envidiable condición la del boticario! Aquel hombre era
feliz en su cómoda y limpia farmacia, con su amistosa tertulia, su
gorro y sus zapatillas bordadas, tomando la vida como se toma una
copa de estomacal licor, paladeada y digerida en paz y en gracia de
Dios y en buena armonía con los demás convidados al banquete de la
existencia. ¿Por qué no había de bastarle á Segundo lo que satisfacía
á Agonde plenamente? ¿De dónde procedía aquella sed de algo que no era
precisamente ni dinero, ni placer, ni triunfos, ni amoríos, y de todo
tenía y todo lo abarcaba y con nada había de aplacarse quizás?

—Segundo.

—¿Eh? contestó volviendo la cabeza hacia Agonde.

—Chico ¡vas bien callado! ¿Qué te parece del ministro?

—¿Qué quieres que me parezca?

—¿Y la señora...? Vamos, que á esa la habrás reparado... ¡Lleva medias
negras de seda, como los curas! Al tiempo de subirse á la borrica...

—Voy á pegar un escape hasta Vilamorta. ¿Te animas, Saturno?

—¿Escapes en esta mula? ¡Llegaría con las tripas en la boca! Corre tú,
si te lo pide el cuerpo.

Cosa de media legua galoparía el jaco, instigado por la vara del
jinete. Al aproximarse á la encañada del río, Segundo lo puso otra
vez al paso; un paso muy lento. Ya apenas se veía, y el frescor del
Avieiro subía más húmedo y pegajoso. Segundo recordó que llevaba dos
ó tres días sin poner los pies en casa de Leocadia. De seguro que la
maestra se consumía, lloraba y le aguardaba á todas horas. Esta idea
fué al pronto bálsamo para el espíritu ulcerado de Segundo. ¡Le quería
tanto Leocadia! ¡Era tan extraordinaria su alegría, tan vivas sus
demostraciones al verle entrar! ¡La conmovían tanto las palabras y los
versos del poeta! ¿Y á él, por qué no se le pegaba el entusiasmo? De
un amor tan ilimitado y absoluto, Segundo no se había dignado nunca
recoger ni la mitad; y de las bellas caricias cantadas por la musa,
elegía él para Leocadia las menos líricas, las menos soñadoras; así
como del dinero que llevamos en el bolsillo apartamos el oro y la
plata, dejando para los pobres importunos la calderilla, el ochavo
más roñoso. Segundo regateaba los tesoros de la pasión. Mil veces le
sucedía, paseando por el campo, recoger en el sombrero cosecha de
violetas, jacintos silvestres, ramas floridas de zarzamora; y al llegar
al pueblo, arrojaba al río las flores, por no llevárselas á Leocadia.




                             [Ilustración]




                                  VII


Al paso que distribuía la tarea á las niñas, diciendo á una: «Ese
dobladillito bien derecho;» y á otra: «El pespunte más igual, la
puntada más menuda;» y á ésta: «No hay que sonarse al vestido, sino al
pañuelo;» y á la de más allá: «No patees, mujer, estate quietecita;»
Leocadia volvía de tiempo en tiempo los ojos hacia la plazuela, por si
á Segundo le daban ganas de pasar. Ni rastro de Segundo. Las moscas,
zumbando, se posaron en el techo para dormir; el calor se aplacó; vino
la tarde, y se marcharon las chiquillas. Sintió Leocadia profunda
tristeza, y sin cuidarse de arreglar la habitación se fué á su alcoba,
y se tendió sobre la cama.

Empujaron suavemente la vidriera, y entró una persona que pisaba muy
blandito.

—Mamá, dijo en voz baja.

La maestra no contestó.

—Mamá, mamá, repitió con más fuerza el jorobado. ¡¡Mamá!! gritó por
último.

—¿Eres tú? ¿Qué te se ofrece?

—¿Estás enferma?

—No, hombre.

—Como te acostaste...

—Tengo así un poco de jaqueca... Déjame en paz.

Dió media vuelta Minguitos, y se dirigió hacia la puerta
silenciosamente. Al ver la prominencia de su espinazo arqueado, sintió
la maestra una punzada en el corazón. ¡Aquel arco le había costado á
ella tantas lágrimas en otro tiempo! Se incorporó sobre un codo.

—¡Minguitos!

—¿Mamá?

—No te marches... ¿Qué tal estás hoy? ¿Te duele algo?

—Estoy regular, mamá... Sólo me duele el pecho.

—¿Á ver... acércate aquí?

Leocadia se sentó en la cama y cogió con ambas manos la cabeza del
niño, mirándole á la cara con el mirar hambriento de las madres. Tenía
Minguitos la fisonomía prolongada, melancólica; la mandíbula inferior,
muy saliente, armonizaba con el carácter de desviación y tortura que
se notaba en el resto del cuerpo, semejante á un edificio cuarteado,
deshecho por el terremoto; á un árbol torcido por el huracán. No era
congénita la joroba de Minguitos: nació delicado, eso sí, y siempre
se notó que le pesaba el cráneo y le sostenían mal sus endebles
piernecillas... Leocadia iba recordando uno por uno los detalles de
la niñez... Á los cinco años el chico dió una caída, rodando las
escaleras; desde aquel día perdió la viveza toda; andaba poco y no
corría nunca; se aficionó á sentarse á lo moro, jugando á las chinas
horas enteras. Si se levantaba, las piernas le decían al punto: párate.
Cuando estaba en pie sus ademanes eran vacilantes y torpes. Quieto, no
notaba dolores, pero los movimientos de torsión le ocasionaban ligeras
raquialgias. Andando el tiempo creció la molestia: el niño se quejaba
de que tenía como un cinturón ó aro de hierro que le apretaba el pecho;
entonces la madre, asustada ya, le consultó con un médico de fama, el
mejor de Orense. Le recetaron fricciones de yodo, mucho fosfato de cal
y baños de mar. Leocadia corrió con él á un puertecillo... Á los dos
ó tres baños, el mal se agravó: el niño no podía doblarse, la columna
estaba rígida, y sólo en posición horizontal resistía el enfermo los ya
agudos dolores. De estar acostado se llagó su epidermis; y una mañana
en que Leocadia, llorosa, le suplicaba que se enderezase y trataba de
incorporarle suspendiéndole por los sobacos, exhaló un horrible grito.

—¡Me he partido, mamá! ¡Me he partido! repetía angustiosamente,
mientras las manos trémulas de la madre recorrían su cuerpo, buscando
la _pupa_.

¡Era cierto! ¡Habíase levantado el espinazo, formando un ángulo á la
altura de los omoplatos; las vértebras reblandecidas se deprimían,
y la _cifósis_, la joroba, la marca indeleble de eterna desventura,
afeaba ya aquel pedazo de las entrañas de Leocadia! La maestra había
tenido un momento de dolor animal y sublime, el dolor de la fiera que
ve mutilado á su cachorro. Había llorado con alaridos, maldiciendo al
médico, maldiciéndose á sí propia, mesándose el cabello y arañándose el
rostro. Después corrieron las lágrimas, vinieron los besos delirantes,
pero calmantes y dulces, y el cariño tomó forma resignada. En nueve
años no hizo Leocadia más que cuidar á su _jorobadito_ noche y día,
abrigándole con su ternura, distrayendo con ingeniosas invenciones los
ocios de su niñez sedentaria. Acudían á la memoria de Leocadia mil
detalles. El niño padecía pertinaces disneas, debidas á la presión
de las hundidas vértebras sobre los órganos respiratorios, y la madre
se levantaba descalza á las altas horas de la noche, para oír si
respiraba bien y alzarle las almohadas... Al evocar estos recuerdos
sintió Leocadia reblandecérsele el alma y agitarse en el fondo de
ella algo como los restos de un gran amor, cenizas tibias de un fuego
inmenso, y experimentó la reacción instintiva de la maternidad, el
impulso irresistible que hace á las madres ver únicamente en el hijo ya
adulto, el niño que lactaron y protegieron, al cual darían su sangre si
les faltase leche. Y exhalando un chillido de pasión, pegando su boca
febril de enamorada á las pálidas sienes del jorobadito, exclamó lo
mismo que en otros días, acudiendo al dialecto como á un arrullo:

—_¡Malpocadiño!_ ¿Quién te quiere?... dí, ¿quién te quiere mucho?
¿Quién?

—Tú no me quieres, mamá. Tú no me quieres, articulaba él, semi-risueño,
reclinando la cabeza con deleite en aquel seno y hombros que cobijaron
su triste infancia. La madre, entretanto, le besaba locamente el pelo,
el cuello, los ojos—como recuperando el tiempo perdido,—prodigándole
las palabras de azúcar con que se emboban los niños de pecho, palabras
profanadas en horas de pasión, que ahora volvían al puro cauce
maternal.

—Rico... tesoro... rey... mi gloria...

Por fin sintió el jorobado caer una lágrima sobre su cutis. ¡Delicioso
refresco! Al principio la gota de llanto, redonda y gruesa, quemaba
casi; pero fué esparciéndose, evaporándose, y quedó sólo en el lugar
que bañaba una grata frescura. Frases vehementes se atropellaban en los
labios de la madre y del hijo.

—¿Me quieres mucho, mucho, mucho? ¿Lo mismo que toda la vida?

—Lo mismo, vidiña, tesoro.

—¿Me has de querer siempre?

—Siempre, siempre, rico.

—¿Me has de dar un gusto, mamá? Yo te quería pedir...

—¿Qué?

—Un favor... ¡No me apartes la cara!

El jorobado notó que el cuerpo de su madre se ponía de repente
inflexible y rígido, como si le hubiesen introducido un ástil de
hierro. Dejó de advertir el dulce calor de los párpados humedecidos y
el cosquilleo de las mojadas pestañas. Con voz algo metálica preguntó
Leocadia á su hijo:

—¿Y qué quieres, vamos á ver?

Minguitos murmuró sin encono, resignado ya:

—Nada, mamá, nada... Si fué de risa.

—Pero entonces, ¿por qué lo decías?

—Por nada. Por nada, á fe.

—No, tú por algo lo decías, insistió la maestra, agarrándose al
pretexto para enojarse. Sino que eres muy disimulado y muy zorro. Todo
te lo guardas en el bolsillito, muy guardado. Esas son lecciones de
Flores: ¿piensas tú que no me hago de cargo?

Hablando así, rechazó al niño y saltó de la cama. Oyóse en el corredor,
casi al mismo tiempo, un taconeo firme de persona joven. Leocadia se
estremeció, y tartamudeando:

—Anda, anda junto á Flores... ordenó á Minguitos. Á mí déjame, que no
estoy buena, y me aturdes más.

Venía Segundo un tanto encapotado, y después del júbilo de verle, se
apoderó de Leocadia el afán de despejar las nubes de su cara. Primero
se revistió de paciencia y aguardó. Después, echándole los brazos al
cuello, formuló una queja: ¿dónde había estado metido? ¿cómo había
tardado tanto en venir? El poeta desahogó su mal humor: vamos, era cosa
insufrible andar en el séquito de un personaje. Y dejándose llevar
del gusto de hablar de lo que ocupaba su imaginación, describió á D.
Victoriano, á los radicales, satirizó la recepción y el hospedaje
de Agonde, explicó las esperanzas que fundaba en la protección del
ex-ministro, y motivó con ellas la necesidad de hacer á D. Victoriano
la corte. Leocadia clavó en el rostro de Segundo su mirada canina.

—¿Y qué tal... la señora... y la niña? ¿Dice que son muy guapas?

Segundo entornó los ojos para ver mejor dentro de sí una imagen
atractiva, encantadora, y reflexionar que en la existencia de Nieves
él no desempeñaba papel alguno, siendo necedad manifiesta pensar
en la señora de Comba, que no se acordaba de él. Esta idea, harto
natural y sencilla, le sacó de tino. Sintió la punzante nostalgia de
lo inaccesible, ese deseo insensato y desenfrenado que infunde á un
soñador, en los museos, un retrato de mujer hermosa, muerta hace siglos.

—Pero dí... ¿son tan bonitas esas señoras? continuaba preguntando la
maestra.

—La madre, sí... contestó Segundo, hablando con la sinceridad
indiferente del que domina á su auditorio.—Tiene un pelo rubio ceniza,
y unos ojos azules, de un azul claro, que recuerdan los versos de
Becquer... Y empezó á recitar:


  *       *       *       *       *

  Tu pupila es azul, y cuando ríes
  su claridad suave me recuerda...

Leocadia le escuchaba, al principio, con los ojos bajos; después, con
el rostro vuelto hacia otra parte. Así que terminó la poesía, dijo en
alterada voz, fingiendo serenidad:

—Te convidarían á ir allá.

—¿Á dónde?

—Á las Vides, hombre. Dice que quieren tener gente para divertirse.

—Sí, me han convidado, instándome mucho... No iré. Se empeña el tío
Clodio en que debo intimar con D. Victoriano, para que me dé luego la
mano en Madrid y me abra camino... Pero hija, ir á hacer un triste
papel, no me gusta. Este traje es el mejor que tengo, y es del año
pasado. Si se juega al tresillo, ó hay que dar propinas al servicio...
Y á mi padre no se le convence de eso... ni lo intentaré, líbreme Dios.
De modo que no me verán el pelo en las Vides.

Al informarse de estos planes, el rostro de Leocadia se despejó, y
levantándose radiante de satisfacción, la maestra corrió á la cocina.
Flores, á la luz de un candil, fregaba platos y tacillas, con airados
choques de loza y coléricas fricciones de estropajo.

—Esa máquina del café, ¿la limpiaste?

—Ahora, ahora... responseó la vieja. No parece sino que es uno de palo,
que no se ha de cansar... que lo ha de hacer por el aire todo...

—Daca, yo la limpiaré... Pon tú más leña, que ese fuego se está
apagando y van á salir mal los _bistés_... Y diciendo y haciendo,
Leocadia frotaba la maquinilla, desobstruía con una aguja de calceta
el filtro, ponía á hervir en un puchero nuevo agua fresca, y cebaba la
lumbre.

—¡Echa, echa leña! bufaba Flores. ¡Como la dan de balde!

No le hizo caso Leocadia, ocupada en cortar ruedecitas finas de
patata para los _bistés_. Preparado ya lo que juzgó necesario, se
lavó las manos de prisa y mal en la tinaja del vertedero, llena de
agua sucia, irisada con grandes placas de crasitud. Corrió á la sala
donde aguardaba Segundo, y no tardó Flores en traerles la cena, que
despacharon sobre el velador. Hacia el café, Segundo fué mostrándose
algo más comunicativo. Era aquel café el triunfo de Leocadia. Había
comprado un juego de porcelana inglesa, un bote de imitación de laca,
unas tenacillas de _vermeil_, dos cucharillas de plata, y servía
siempre con el café una licorera surtida de cumen, ron y anisete.
Gozaba viendo á Segundo servirse dos tazas seguidas de café y paladear
los licores. Á la tercer copa de cumen, viendo al poeta afable y
propicio, Leocadia le pasó el brazo alrededor del cuello. Retrocedió él
bruscamente, notando con viva repulsión el olor á guisos y á perejil
que impregnaba las ropas de la maestra.

Sucedía esto al punto mismo en que Minguitos dejaba caer al suelo los
zapatos, y suspiraba, cubriéndose con la colcha. Flores, sentada en una
sillita baja, empezaba á rezar el rosario. Necesitaba el enfermo, para
dormirse, el maquinal arrullo de la voz cascajosa que le traía de la
mano el sueño, desde que le faltaba á la hora de acostarse la compañía
de su mamá. Las _Avemarías_ y _Gloria Patris_, mascullados mejor que
pronunciados, iban poco á poco embotándole el pensamiento, y al llegar
á la letanía entrábale el sopor, y, medio traspuesto, á duras penas
contestaba á las atroces barbaridades de la vieja:

—_Juana celi_... Ora pro nobis... _Sal-es-enfirmó-run_... nobis...
_Refajos-pecadórun_... bis... _Consólate flitórun_... sss...

El niño respondía tan sólo con la respiración que pasaba desigual,
intranquila, fatigosa, por entre sus dormidos labios... Flores apagaba
despacito el velón de cuerda, descalzábase para no hacer ruido, y se
retiraba pasito á pasito, apoyándose en la pared del comedor. Desde que
Minguitos descansaba, no se oían estrépitos de loza en la cocina.




                             [Ilustración]




                                 VIII


Hasta muy tarde no sopló el _Cisne_ la palmatoria de latón donde la
económica tía Gaspara le colocaba, siempre á regañadientes, una vela
de sebo. Sentado á la exigua mesa, entre los revueltos libros, tenía
delante un pliego de papel, medio cubierto ya de renglones desiguales,
jaspeado de borrones y tachaduras, con montículos de arenilla y algún
garrapato á trechos. Segundo no pegaría los ojos en toda la noche si
no escribiese la poesía que desde el crucero le correteaba por la
cabeza adelante. Sólo que, antes de coger la pluma, parecíale llevar
la inspiración allí, perfecta y cabal, de suerte que con dar vuelta
á la espita, brotaría á chorros: y así que oprimieron sus dedos la
pluma dichosa, los versos, en vez de salir con ímpetu, se escondían,
se evaporaban. Algunas estrofas caían sobre el papel redondas,
fáciles, remataditas por consonantes armoniosos y oportunos, con cierta
sonoridad y dulzura muy deleitable para el mismo autor, que temeroso
de perderlas, escribíalas al vuelo, en letra desigual; mas de otras se
le ocurrían únicamente los dos primeros renglones y acaso el final,
rotundo, de gran efecto, y faltaba la rima tercera, era indispensable
cazarla, llenar aquel hueco, ingerir el ripio. Deteníase el poeta,
mirando al techo y buscando con los dientes un cabo del bigote para
morderlo, y entonces la ociosa pluma trazaba, obedeciendo á automáticos
impulsos de la mano, un sombrero tricornio, un cometa, ó cualquier
mamarracho por el estilo... Borradas á veces siete ú ocho rimas, se
resignaba al fin con la novena, ni mejor ni peor que las anteriores.
Acontecía también que una sílaba importuna estropeaba un verso, y
échese usted á buscar otro adverbio, otro adjetivo, porque si no... ¿Y
los acentos? Si el poeta gozase del privilegio de decir, v. gr., _mi
córazon_ en vez de _mi corazón_, ¡sería tan cómodo rimar!

¡Malditas dificultades técnicas! El estro alentaba y ardía, á modo
de fuego sagrado, en la mente de Segundo; pero en tratándose de que
apareciese allí, patente, sobre las hojas de papel... Que apareciese
expresando cuanto sentía el poeta, condensando un mundo de sueños,
una nebulosa psíquica... ¡Ahí es nada! ¡Obtener la difícil conjunción
de la forma y la idea, prender el sentimiento con los eslabones de
oro del ritmo! ¡Ah, qué cadena tan leve y florida en apariencia y
tan dura de forjar en realidad! ¡Cómo engaña la ingenua soltura, la
fácil armonía del maestro! ¡Qué hacedero parece decir cosas sencillas,
íntimas, narrar quimeras de la fantasía y del corazón en metro suelto
y desceñido, y cuán imposible es, sin embargo, para quien no se llama
Becquer, prestar al verso esas alitas palpitantes, diáfanas y azules
con que vuela la mariposa becqueriana!

Mientras el _Cisne_ borra y enmienda, Leocadia se desnuda en su alcoba.
Solía entrar en ella otras noches con la sonrisa en los labios, el
rostro encendido, los ojos húmedos, entornados, las ojeras hundidas,
el pelo revuelto... Y esas noches tardaba en acostarse, se entretenía
en arreglar objetos sobre la cómoda, y hasta se miraba al espejo de
su vulgar tocador. Hoy tenía los labios secos, las mejillas pálidas;
acercóse á la cama, se desabrochó, dejó caer la ropa, apagó el quinqué
y sepultó la cara en la frescura de las gruesas sábanas de lienzo. No
quería pensar; quería olvidar y dormir solamente. Trató de estarse
quieta. Mil agujas le punzaban el cuerpo: dió una vuelta buscando
el sitio frío, luego otra, luego echó abajo las sábanas... Sentía
inquietud horrible, gran amargor en la boca. En medio del silencio
nocturno, oía los latidos desordenados del corazón; si se recostaba
del lado izquierdo, el ruido la ensordecía casi. Intentó fijar el
pensamiento en cosas indiferentes, y se repitió á sí misma mil veces,
con monótona regularidad é insistencia:—Mañana es domingo... las niñas
no vendrán.—Ni por esas se contuvo el bullir del cerebro y el ardor
malsano de la sangre... ¡Leocadia tenía celos!

¡Dolor sin medida y sin nombre que exprese su crueldad! Hasta entonces
la pobre maestra había ignorado el contrapeso del amor, los negros
celos, con su aguijón que se clava en el alma, su abrasadora sed que
quema las fauces, su frío polar que hiela el corazón, su congoja
impaciente que crispa los nervios... Segundo apenas se fijaba en las
muchachas de Vilamorta; en cuanto á las paisanas, no existían para
él, ni por mujeres las tenía; de suerte que las horas de frialdad del
_Cisne_ achacábalas Leocadia á malos oficios de la musa... ¡Pero ahora!
Recordaba la poesía _Á los ojos azules_ y el modo de recitarla. ¡Veneno
eran aquellas estrofas de miel: sí, veneno y acíbar! Leocadia sintió
acudir llanto á sus lagrimales y las lágrimas saltaron entre sollozos
convulsivos, que sacudían el cuerpo y hacían crujir las maderas de la
cama y susurrar la hoja de maíz del jergón. Ni por esas suspendió su
actividad el caviloso cerebro. Indudablemente Segundo estaba enamorado
de la señora de Comba; pero ella era una mujer casada... ¡Bah! En
Madrid y en las novelas todas las señoras tienen amantes... Y además
¿quién resistiría á Segundo, á un poeta émulo de Becquer, joven, guapo,
apasionado cuando se le antojaba serlo?

¿Qué podía Leocadia contra esta gran catástrofe? ¿No valía más
resignarse? ¡Ah! resignarse. ¡Pronto se dice! No, no: luchar y vencer
por cualquier medio. ¿Por qué le negaba Dios la facultad de expresar
sus sentimientos? ¿Por qué no se había puesto de rodillas delante de
Segundo pidiéndole un poco de amor, pintándole y comunicándole la llama
que la consumía á ella el tuétano de los huesos? ¿Por qué quedarse muda
cuando tantas cosas podía decir? Segundo no iría á las Vides. Mejor.
Carecía de dinero. Magnífico. No conseguiría destino alguno, ni se
movería de Vilamorta. Mejor, mejor, mejor... ¿Y qué? si al fin Segundo
no la amaba; si se desviaba de ella con un ademán que Leocadia estaba
viendo todavía á oscuras, ó mejor dicho, á la extraña luz de la pasión
celosa.

¡Qué calor, qué desasosiego! Leocadia se arrojó de la cama, dejándose
caer al suelo, donde le parecía encontrar una frescura consoladora. En
vez de alivio notó un temblor, y en la garganta un obstáculo, á modo
de pera de ahogo atravesada allí, que no le permitía respirar. Quiso
alzarse y no pudo: la convulsión empezaba y Leocadia contenía los
gritos, los sollozos, las cabezadas, por no despertar á Flores. Algún
tiempo lo consiguió, mas al fin venció la crisis nerviosa, retorciendo
sin piedad los rígidos miembros, obligando á las uñas á desgarrar la
garganta, al cuerpo á revolcarse, y á las sienes á batirse contra el
piso... Vino después, precedido de fríos sudores, un instante en que
Leocadia perdió el conocimiento. Al recobrarlo se halló tranquila,
aunque molidísima. Levantóse, subió á la cama de nuevo, se arropó, y
quedó anonadada, sin cerebro, sumida en reparador marasmo. El grato
sueño del amanecer la envolvió completamente.

Despertóse bastante tarde, no saciada de descanso, rendida y como
atontada. Apenas acertaba á vestirse; parecíale que desde la noche
anterior había transcurrido un año por lo menos; y en cuanto á su
celosa cólera, á sus proyectos de lucha... Pero ¿cómo pudo ella pensar
en cosas semejantes? Que Segundo fuese feliz, eso tan sólo importaba y
convenía; que realizase sus altos destinos, su gloria... Lo demás era
un delirio, una convulsión, una crisis pasajera, sufrida en horas que
el alma amante no quiere solitarias.

Abrió la maestra la cómoda donde guardaba sus ahorros y el dinero para
el gasto. No lejos de un montón de medias palpó un bolsillo, ya muy
lacio y escueto. En él se contenían poco ha unos miles de reales, todo
su peculio en metálico. Quedaban sobre treinta duros descabalados, y
para eso debía un corte de merino negro á Cansín, licores al confitero
y encargos á unas amigas de Orense. Y hasta Noviembre no vencían sus
rentitas. ¡Brillante situación!

Tras un minuto de angustia, causada por la pugna entre sus principios
económicos y su resolución, Leocadia se lavó, se alisó el pelo, se echó
el vestido y el manto de seda, y salió. Por ser día de misa recorría
mucha gente la calle, y el rajado esquilón de la capilla repicaba sin
cesar. En la plaza, animación y bullicio. Á la puerta de la botica
de doña Eufrasia, tres ó cuatro cabalgaduras clericales sufrían mal
las impertinencias de las moscas y tábanos, volviendo á cada paso la
cabeza con desapacible estrépito de ferraje, y mosqueándose los ijares
con la hirsuta cola. Tampoco las fruteras, entre regateos y risas,
descuidaban espantar los porfiados insectos, posados en el lugar donde
la grieteada piel de las claudias y tomates descubría la melosa pulpa
ó la carne roja. Mas el verdadero cónclave mosquil era la dulcería de
Ramón. Daba fatiga y náusea ver á aquellos bichos zumbar, tropezarse en
la cálida atmósfera, prenderse las patas en el caramelo de las yemas,
hacer después esfuerzos penosos para libertarse del dulce cautiverio.
Sobre una tarta de bizcocho, merengue y crema, que honraba el centro
del escaparate, se arremolinaba un enjambre de moscas: ya no se tomaba
Ramón el trabajo de defenderla, y el ejército invasor la saqueaba á
todo su talante: á orillas de la fuente yacían las moscas muertas en la
demanda: unas desecadas y encogidas, otras muy espatarradas, sacando un
abdomen blanquecino y cadavérico...

Leocadia pasó á la trastienda. Estaba Ramón en mangas de camisa,
arremangado, luciendo su valiente musculatura y meneando un cazo para
enfriar la pasta de azucarillo que contenía; después la fué cortando
con un cuchillo candente, y el azúcar chilló al tostarse, despidiendo
olor confortativo. El dulcero se pasó el dorso de la mano por la frente
sudorosa.

—¿Qué quería, Leocadia? ¿Anisete de Brizar, eh? Pues se acabó. Tú,
Rosa, ¿verdad que se acabó el anisete?

Vió Leocadia, en el rincón de la trastienda-cocina, á la mujer del
dulcero, dando papilla á un mamón endeble. La confitera clavó en la
maestra su mirada sombría de mujer histérica y celosa, y exclamó con
dureza:

—Si viene por más anisete, acuérdese de las tres botellas que tiene sin
pagar.

—Ahora mismo las pago, respondió la maestra, sacando del bolsillo un
puñado de duros.

—No, mujer, calle por Dios... ¿qué prisa corre? murmuró avergonzado el
dulcero.

—Cobre, Ramón, ande ya... Si justamente vengo á eso, hombre.

—Si se empeña... Maldito el apuro que tenía.

Marchóse Leocadia corriendo. ¡No acordarse de la confitera! ¿Quién
le pedía nada á Ramón delante de aquella tigre celosa, que chiquita
y débil como era, acostumbraba solfear al hercúleo marido? Á ver si
Cansín...

El pañero vendía, rodeado de paisanas, una de las cuales se empeñaba en
que una lanilla era algodón, y la restregaba para probarlo. Cansín, por
su parte, la frotaba con fines diametralmente opuestos.

—Mujer, qué ha de ser algodón, qué ha de ser algodón, repetía con
su agria vocecilla, acercando, pegando la tela á la cara de la
compradora. Parecía tan amostazado Cansín, que Leocadia no se atrevió
á llamarle. Pasó de largo y aceleró el andar. Pensaba en su otro
pretendiente, el tabernero... Mas de pronto recordó con repugnancia sus
gruesos labios, sus carrillos que chorreaban sangre... Y dando vueltas
á cuantos expedientes podían sacarla del conflicto, le ocurrió una
idea. La rechazó, la pesó, la admitió... Á paso de carga se dirigió al
domicilio del abogado García.

Al primer aldabonazo abrió la tía Gaspara. ¡Qué significativo
fruncimiento de cejas y labios! ¡Qué repliegue general de arrugas!
Leocadia, cortada y muerta de vergüenza, se mantenía en el umbral. La
vieja, parecida á un vigilante perro, interceptaba la puerta, próxima á
ladrar ó morder al menor peligro.

—¿Qué quería? gruñó.

—Hablar con D. Justo. ¿Se puede? interrogó humildemente la maestra.

—No sé... veremos...

Y el vestiglo, sin más ceremonias, dió á Leocadia con la puerta en las
narices. Leocadia aguardó. Al cabo de diez minutos un bronco acento le
decía:

—Venga.

El corazón de la maestra bailó como si tuviese azogue. ¡Atravesar
la casa en que había nacido Segundo! Era lóbrega y destartalada,
fría y desnuda, según son las moradas de los avarientos, donde los
muebles no se renuevan jamás y se apuran hasta la suma vetustez. Al
cruzar un corredor vió Leocadia al través de una entornada puertecilla
alguna ropa de Segundo, colgada de una percha, y la reconoció, no
sin cosquilleo en el alma. Al final del corredor tenía su despacho
el abogado; pieza mugrienta, sobada, atestada de papelotes y libros
tediosos y polvorientos por dentro y fuera. La tía Gaspara se zafó,
mientras el abogado recibía á la maestra de pie, en desconfiada y
hostil actitud, preguntando con el severo tono de un juez:

—¿Y qué se le ocurre á V., señora doña Leocadia?

Fórmula exterior relacionada con otra interior:

—¡Á que la bribona de la maestra viene á decirme que se casa con el
loco del rapaz y que los mantenga yo!

Leocadia fijó sus ojos abatidos en García, buscando en sus facciones
secas y curtidas los rasgos de un amado semblante. Sí que se parecía
á Segundo, salvo la expresión, muy diferente, cauta y recelosa en el
padre, cuanto era soñadora y concentrada en el hijo.

—Señor D. Justo... balbució la maestra. Yo siento molestarle... Le
suplico no extrañe este paso... porque me aseguraron que V.... señor,
yo necesito un préstamo...

—¡Dinero! rugió el abogado apretando los puños. ¡Me pide V. dinero!

—Sí, señor, sobre unos bienes...

—¡Ah! (transición en el abogado, que todo se aflojó y flexibilizó).
Pero ¡qué tonto soy! Entre V., entre V., doña Leocadia, y tome
asiento... ¿Eh? ¿Está V. bien? Pues... cualquiera tiene un apuro... ¿Y
qué bienes son? Hablando se entienden las gentes, mi señora... ¿Por
casualidad la viña de la Junqueira y la otra pequeñita del Adro...?
Estos años dan poco...

Debatieron el punto y se firmó la _obliga_ ó pagaré. La tía Gaspara,
inquieta, con paso de fantasma, rondaba por el corredor. Cuando salió
su hermano y le dió algunas órdenes, se hizo varias cruces en la cara
y pecho, muy de prisa. Bajó furtivamente á la bodega y tardó algo en
subir y en vaciar sobre la mesa del abogado su delantal, de donde
cayeron, envueltos en polvo y telarañas, cuatro objetos que rebotaron
produciendo el sonido especial del dinero metálico. Los objetos eran
una hucha de barro, un calcetín, una bota ó gato y un saquete de lienzo.

Aquella tarde le dijo á Segundo Leocadia:

—¿Sabes una cosa, corazón? Que es lástima que por un traje ó por
cualquier menudencia así pierdas de colocarte y de conseguir lo que
pretendes... Mira, yo tengo ahí unos cuartos que... no me hacen mucha
falta. ¿Los quieres, eh? Yo te los daba ahora y tú después me los
volvías.

Segundo se irguió con arranque sincero de pundonor y dignidad:

—No vuelvas á proponerme cosas por ese estilo. Admito tus finezas á
veces por no verte llorar á lágrima viva. Pero eso de que me vistas y
sostengas... Mujer, no tanto.

La maestra insistió amorosamente media hora más tarde, aprovechando la
ocasión de encontrarse el _Cisne_ algo pensativo. Entre él y ella no
cabía _mío_ ni _tuyo_. ¿Por qué reparaba en aceptar lo que le daban
con tan gran placer? Acaso dependía su porvenir de aquellos cuartos
miserables. Con ellos podría presentarse decentemente en las Vides,
imprimir sus versos, ir á Madrid. ¡Ella sería tan dichosa viéndole
triunfar, eclipsar á Campoamor, á Núñez de Arce, á todos! ¿Y quién
le privaba á Segundo de restituir, hasta con creces, el dinero?...
Charlando así, echaba Leocadia en un pañuelo, anudado por las cuatro
puntas, onzas y doblillas y centenes á granel, y lo entregaba al poeta,
preguntándole con voz velada por el llanto:

—¿Me desairas?

Segundo cogió con ambas manos la basta y gruesa cabeza de la maestra,
y clavando sus ojos en las pupilas que le miraban húmedas de felicidad
inexplicable, pronunció:

—Leocadia... ¡Ya sé que tú eres la persona que más me ha querido en el
mundo!

—Segundiño, vida... tartamudeaba ella fuera de sí.—No vale nada, mi
rey... Conforme te doy esto... así Dios me salve... ¡te daría sangre de
las venas!

¿Y quién le diría á la tía Gaspara que varias onzas del calcetín, de la
hucha, de la bota y del saco, volverían inmediatamente, á fuer de bien
enseñadas y leales, á dormir, si no bajo las vigas de la bodega, al
menos bajo el techo de D. Justo?




                             [Ilustración]




                                  IX


La parra de las Vides, que tanto gusta á don Victoriano Andrés de la
Comba, es de esas uvas gruesas conocidas en el país por _náparo_ ó
_Jaén_, uvas teñidas con los matices rojo claro y verde pálido, que
dominan en los racimos de los bodegones flamencos. Cuelgan sus piñas en
corimbo largo, con disimetría graciosa, rompiendo el tupido follaje.
Derrama la parra sombra fresquísima, y contribuye á hacer apacible el
lugar el hilo de agua que cae en tosca pila de piedra, bañando las
legumbres puestas á remojo.

Tiene la maciza casa aspecto de fortaleza: flanquean el cuerpo central
dos torres cuadrangulares, con achaparrado techo y hondas ventanas:
en mitad del edificio, sobre un largo balcón de hierro, se destaca el
gran escudo de armas con el blasón de los Méndez, cinco hojas de vid
y una cabeza de lobo cortada y goteando sangre. Desde este balcón se
domina la vertiente de la montaña y el curso del río; al costado de la
torre hay una solana de madera que avanza sobre el huerto, y gracias á
la exposición al Mediodía, florecen claveles de á onza en ollas viejas
llenas de resquebrajado terrón, y de cajoncillos de madera se desbordan
rechonchas albahacas, plumas de Santa Teresa, cactos, asclepias y
malvas: una flora requemada, crasa, árabe, de embriagadores perfumes.
Por dentro, la casa se reduce á una serie de salones dados de cal,
con las vigas al descubierto, y casi sin muebles, excepto el central,
llamado _del balcón_, alhajado con sillas de paja y respaldo de madera
figurando una lira, época del imperio. Un espejo ya casi desazogado
luce sobre el sofá su gran marco de ébano, con alegorías de dorado
latón, que representan á Febo guiando su carricoche. El orgullo de
las Vides no son los salones, sino la bodega, la inmensa candiotera
oscura y sorda y fresca como una nave de catedral, con sus magnas cubas
alineadas á ambos lados. Esta pieza sin rival en el Borde es la que
enseña más ufano el señor de las Vides, y también su dormitorio, que
ofrece la singularidad de ser inexpugnable, por hallarse practicado en
el grueso de la pared y no tener entrada sino por un pasadizo donde no
cabe un hombre de frente.

No realizó nunca Méndez de las Vides el tipo clásico del mayorazgo
ignorante, que firma con una cruz, tipo tan común en aquel país de
tierra adentro. Méndez, al contrario, alardeaba de instruído y culto.
Escribía con letra correcta, junta y menuda, de viejo obstinado; leía
bien, calándose las gafas, alejando el periódico ó el libro, recalcando
las palabras, con reposada voz. Sólo que se había estacionado su
cultura en una época: la Enciclopedia, que su padre ya conoció tarde, y
que á él llegó con un siglo de retraso. Leyó á Holbach, á Rousseau, á
Voltaire y los catorce tomos de Feijóo. Quedó adscrito y sellado hasta
en lo físico. En religión se hizo deísta, sin dejar de ir á misa y
comer de pescado en Semana Santa: en política tomó vahos de regalismo.
Sin embargo, desde la venida de don Victoriano, algún movimiento se
produjo en las ya estratificadas ideas del hidalgo de las Vides.
Gustóle aquello de la autonomía inglesa, la libertad individual, unida
con el respeto á la tradición y la influencia civilizadora de las
clases aristocráticas: serie de importaciones sajonas más ó menos
felices, pero á las cuales debía don Victoriano su fortuna política.
Discantando estas profundidades de ciencia social, pasábanse tío y
sobrino largas horas, durante las cuales Nieves hacía labor, prestando
oído por si en las piedras del sendero resonaba el trote de algún
caballo; una visita, una distracción en su ociosa existencia.

Segundo, para bajar á las Vides, pidió el jaco endiablado, el del
alguacil. Desde el crucero, el camino se hacía clivoso y difícil. Lo
interceptaban á trechos peñas muy lisas y resbaladizas, y el jinete se
colgaba de las riendas, porque las herraduras se deslizaban arrancando
chispas, y el animal, arrastrado por su peso, podía caerse. El terreno,
calcinado por el sol, era quebradísimo; las casas, más que sentadas
en firmes cimientos, parecían colgadas de las laderas, próximas á
desprenderse y rodar al río, y el indispensable tiesto de claveles
reventones, asomando y saliéndose casi por los balconcillos de madera,
recordaba la flor que al desgaire se coloca en el pelo una gitana.
Á veces Segundo cruzaba un pinar; respiraba el olor balsámico de la
resina, y pisaba una alfombra de hojas secas que asordaba el golpe
del casco de su montura; de repente, entre dos vallados, aparecía un
angosto sendero, orillado de zarzamora, digital y madreselva, y á
menudo experimentaba Segundo la impresión de bienestar que causan á las
horas de sol los toldos vegetales, y trotaba al amparo de un túnel de
verdura, un emparrado alto sostenido en postes de piedra, viendo sobre
su cabeza los racimos que ya negreaban y escuchando el alborotado pitío
de los gorriones y el silbo estridente de los mirlos. Por las murallas
tapizadas de musgo correteaban los lagartos. Cuando se encontraban dos
ó tres vereditas, Segundo refrenaba el caballo buscando la dirección
de las Vides y preguntando á las mujeres que subían trabajosamente,
arrastrando el cuerpo, cargadas con un coloño de leña de pino, ó á los
chiquillos que retozaban á la puerta de las casas.

Allá abajo, muy profundo, corría el Avieiro, y visto desde la altura
podía compararse á la hoja de acero que, blandida, culebrea y refulge.
Enfrente la montaña, donde se escalonaban, á manera de gradas de
colosal anfiteatro, hileras de paredones de sostenimiento para las
viñas, construídos con piedra blancuzca; y las listas claras sobre el
fondo verde hacían bizarra combinación, destacándose en ella el rojo
tejado de algún palomar ó casa solariega, y en la cima del monte el
verdor más sombrío de los pinares. Ya veía Segundo á sus pies las tejas
de las Vides. Descendió una cuesta más vertical que horizontal, y se
halló delante del portalón.

Bajo la cepa estaban Victorina y Nieves. Entreteníase la niña en
saltar á la cuerda, y lo hacía con notable agilidad, á pies juntillas,
sin moverse de un sitio, volteando la cuerda tan rápidamente, que
fingía una especie de niebla en derredor de la elegante academia de la
saltarina. Como los claros de la parra dejaban pasar grandes manchones
de sol, á lo mejor se inundaba de luz el cuerpo de la chiquilla, y
radiaba su mata de pelo, sus brazos ó sus piernas desnudas, pues
sólo tenía una blusa azul marino, corta y sin mangas. Al divisar á
Segundo dió un grito, soltó la cuerda y desapareció. En cambio Nieves,
levantándose del banco donde trabajaba, con la sonrisa en los labios
y algo encendida de sorpresa, tendió la mano al recién-venido, que se
apeó prestamente del caballo.

—¿Y el señor don Victoriano? ¿cómo sigue?

—¡Ah! Por allí andaba, regular de salud; pero muy divertido con las
faenas agrícolas, muy satisfecho... Y al decir esto, tenía el rostro
de Nieves la expresión distraída con que hablamos de cosas que nos
interesan poco. Segundo observó que la señora del ministro reparaba
en su atavío flamante, recién llegado de Orense; y por algún rato le
mortificó la duda de si lo encontraría pretencioso ó ridículo, hasta
el extremo de sentir no haber traído la ropa de todos los días.

—Ha asustado usted á Victorina, añadió Nieves riendo... ¿Dónde se habrá
metido esa boba? De fijo que sólo se escondió porque estaba de blusa...
Usted la trata como á una mujer y ella se pone insoportable. Venga
usted...

Remangóse Nieves la bata de cretona blanca salpicada de capullos de
rosa, y penetró intrépidamente en la cocina, que estaba al nivel del
patio. En pos de los taconcitos Luis XV, que encubría el encaje bretón
de la enagua, recorrió Segundo varias piezas: cocina, comedor, _sala
del rosario_, llamada así porque en ella lo rezaba con los criados
Primo Genday, y por último, _sala del balcón_. Allí se detuvo Nieves
exclamando:

—Los llamaré por si están en la viña.

Y asomándose gritó:

—¡Tío! ¡Victoriano! ¡Tío!

Dos voces respondieron:

—¿Qué?... Allá vamos.

No hallando cosa oportuna que decir, Segundo callaba. Tranquila ya la
conciencia con haber llamado á las personas formales, Nieves se volvió
y dijo con la afabilidad de un ama de casa que conoce su obligación:

—¡Pero qué amable, qué amable ha sido usted! Hasta las vendimias no
contábamos con que se animase á venir... Y ahora, que se acercan las
fiestas... Tanto que pensaba ver á usted antes en Vilamorta, porque
Victoriano se empeña en tomar las aguas quince días...

Al hablar, se respaldaba en la pared, y Segundo se azotaba con el
latiguillo la punta de las botas. Del huerto subió la voz de Méndez.

—Nieves, Nieves... Que bajes, si te es igual.

—Con permiso de usted... Voy por una sombrilla.

Tardó poco en volver, y Segundo la ofreció el brazo. Bajaron al huerto
por la solana, y entre los saludos de ordenanza, Méndez protestó contra
la idea de que Segundo se volviese la misma tarde á Vilamorta.

—¡Hombre! ¡No faltaba más! ¡Coger calor dos veces en un día!

Y el señor de las Vides, aprovechando la coyuntura que jamás
desperdicia un propietario rural, se apoderó del poeta, consagrándose
á enseñarle al pormenor la finca. Explicábale al mismo tiempo sus
empresas vitícolas. Había sido de los primeros á azufrar con fortuna,
y empleaba abonos nuevos que acaso resolviesen el problema del
cultivo. Hacía ensayos tratando de imitar con el vino común del Borde
el Burdeos de pasto; de prestarle, con polvos de raíz de lirio, el
_bouquet_, la fragancia de los _caldos_ franceses. Pero le salía al
paso la rutina, el fanatismo, según decía confidencialmente bajando la
voz y poniendo una mano en el hombro de Segundo. Los demás cosecheros
del país le acusaban de olvidar las sanas tradiciones; de adulterar
y componer el vino. ¡Como si ellos no lo compusiesen! Sólo que ellos
lo hacían sirviéndose de drogas ordinarias, v. gr., campeche y yerba
mora. Él se contentaba con aplicar los métodos racionales, los
descubrimientos científicos, los adelantos de la química moderna,
proscribiendo el absurdo empleo de la pez en las corambres, pues si
bien la gente del Borde alababa el dejo á pez en el vino, diciendo que
la pez hacía beber otra vez, á los exportadores les repugnaba, con
razón, aquel pegote. En fin, si Segundo quería ver las bodegas y los
lagares...

No hubo remedio. Nieves se quedó á la puerta, temerosa de mancharse la
bata. Así que salieron, se trató de registrar el huerto en detalle.
Era también el huerto una serie de paredones en gradería, sosteniendo
estrechas fajas de tierra, y esta disposición del terreno daba á la
vegetación exuberancia casi tropical. Camelios, pavíos y limoneros
crecían libres, irregulares é indómitos, cargados de hoja, de fruta
ó de flores. Abejas y mariposas revoloteaban y bullían, libando,
fecundándose, locas de contento y ébrias de sol. De paredón á paredón
se bajaba por unas escalerillas difíciles. Segundo dió el brazo á
Nieves y en la última grada se detuvieron para contemplar el río que
corría allá muy abajo.

—Mire usted hacia allí, dijo Segundo, señalando á su izquierda una
colina algo distante. Allí está el pinar... ¿Á que no se acuerda usted?

—Sí me acuerdo, respondió Nieves, guiñando, á causa del sol, sus azules
ojos. El pinar que canta... ¡Mire usted cómo me acuerdo! Y diga usted,
¿sabe usted si hoy cantará? Porque de buena gana le oiría esta tarde.

—Si se levanta un poco de brisa... Con la calma que reina, los pinos se
estarán casi quietos y casi mudos. Y digo _casi_, porque del todo no
lo están nunca. Basta el roce de sus copas para que vibren de un modo
especial y tengan un susurro...

—¿Y eso—preguntó Nieves en tono jocoso,—no sucede más que en el pinar
de aquí, ó es igual en todos?

—¿Quién sabe? respondió Segundo mirándola fijamente. Acaso el único
pinar que cante para mí será el de las Vides.

Nieves bajó la vista, y después echó una ojeada en derredor, como
buscando á D. Victoriano y Méndez, que estaban un escalón más arriba.
Notó Segundo el movimiento, y con imperiosa descortesía dijo á Nieves:

—Subamos.

Reunióse á Méndez, y ya no se despegó de su lado hasta que pasaron al
comedor, donde les aguardaban Genday y _Tropiezo_. La última á llegar
fué la niña, muy púdica ya, con medias largas y traje de blanco piqué.

La mesa en que comían no estaba en el centro, sino en un costado
del comedor; era cuadrilonga, y los convidados, en vez de sillas,
tenían para sentarse dos bancos fronterizos, de ennegrecido roble.
Los extremos de la mesa quedaban libres para el servicio. Sóbrio por
instinto, Segundo reparó con sorpresa la inverosímil cantidad de
alimentos que consumía don Victoriano, no sin advertir también que su
rostro estaba más demacrado que nunca. Á veces, el hombre político se
detenía, porque un remordimiento le asaltaba.

—Estoy devorando.

Protestaba el anfitrión, y _Tropiezo_ y Genday, por turno, exponían
doctrinas latas y consoladoras. La naturaleza es muy sabia, decía el
señor de las Vides, que no olvidaba á Rousseau, y el que la obedece
no puede errar. Primo Genday, glotón como todos los pletóricos,
añadía con cierta teológica unción: para que el alma esté dispuesta
á servir á Dios, hay que atender primero á las justas exigencias del
cuerpo. _Tropiezo_, por su parte, sacaba el labio inferior, negando
la existencia de ciertas enfermedades novísimas. Toda la vida hubo
personas que padeciesen de la orina y jamás se les privó el comer
y beber, al contrario. Por lo mismo que la enfermedad desgasta,
hay que nutrirse. Fácilmente se dejaba persuadir D. Victoriano.
Aquellos manjares de otros tiempos, aquellas anticuadas vinagreras
_milagrosas_ de donde por un tubo salía el aceite y el vinagre por
otro sin confundirse jamás, aquel inmenso mollete colocado á guisa
de centro de mesa, eran otros tantos arcaismos encantadores para él,
que le recordaban horas felices, años límbicos de la existencia. Á
los postres, cuando Primo Genday, sofocado aún por una discusión
política en que calificó de _incircuncisos_ á los liberales, se puso
de repente muy grave y empezó á rezar el _Padre nuestro_, el ministro,
racionalista añejo ya, sorprendióse de la devoción con que sus labios
murmuraron: El pan nuestro de cada día... ¡Caramba, estas cosas de
cuando era uno joven!... D. Victoriano revivía al contacto de sus
desvanecidas mocedades. Hasta se le venían á las mientes recuerdos
de noviazgos efímeros, de amorcillos de quince días con señoritas del
Borde, que á la hora presente debían ser apergaminadas solteronas ó
respetables madres de familia. ¡Valiente necedad!... El ex-ministro
rechazó la servilleta y se levantó.

—¿Usted duerme la siesta? preguntó á Segundo.

—No, señor.

—Yo tampoco. Venga V. y fumaremos un cigarro.




                             [Ilustración]




                                   X


Sentáronse en la sala, cerca del balcón, en dos mecedoras traídas de
Orense. Del huerto y de las viñas subía una tranquilidad perezosa, un
silencio tan absoluto, que podía oírse el choque mate de las pavías
maduras al desprenderse de la rama y dar en la tierra seca. Olores á
fruta y á miel entraban por el balcón entreabierto. Por la casa no
rebullía nadie.

—¿Una breva de recibo?

—Mil gracias...

Restalló el fósforo, y Segundo se meció imitando á D. Victoriano. El
cadencioso balanceo de las mecedoras, la soñolienta paz del sitio, todo
convidaba á importante y confidencial diálogo.

—¿Y V. qué se hace, vamos á ver, por Vilamorta? Es V. abogado, ¿no es
eso? Tengo idea de que se propone V. suceder á su padre, una persona
tan inteligente...

Segundo vió propicio el momento. La voluta de humo del cigarro le
velaba los ojos con suave niebla, predisponiéndole á la expansión y
desterrando su reserva habitual.

—Me horripila el pensamiento de empezar ahora la vida que mi padre está
terminando; contestó á la pregunta del ex-ministro.—Esa lucha mezquina
para ganar un poco de dinero más ó menos; esas intrigas de lugar, esos
manejos miserables, ese expedienteo, todo eso, señor D. Victoriano,
no se hizo para mí. No es que no pueda ejercer: he sido un regular
estudiante porque mi buena memoria me salvó siempre en los exámenes.
¿Pero de qué sirve esa carrera? De base nada más. Es un pasaporte, es
una papeleta de entrada en cualquier oficina.

—Hombre... pch...—y D. Victoriano sacudió la ceniza del puro;—eso es
verdad, muy verdad. Lo que se estudia en las aulas, apenas se utiliza
después. Yo, si no es por la pasantía en casa de D. Juan Antonio Prado,
que me hizo aplicar los codos y aprender cuántas púas tiene un peine,
no me luciría mucho con mi ciencia compostelana. Amigo, lo que le forma
á uno y le desasna, es esa pasantía terrible y ese aprieto en que
se ve un muchacho cuando le ponen delante un rimero así de papeles y
le dice un señor muy orondo: «Estúdieme V. eso hoy, y téngame mañana
formulado dictamen». ¡Allí es lo bueno, el sudar, el roerse las uñas!
Allí no vale pereza ni ignorancia. La cosa tiene que hacerse, y como no
ha de ser por arte de encantamiento...

—Ni aun en Madrid y en gran escala me atrae á mí el foro... Tengo mis
aspiraciones.

—Sepamos.

Vaciló Segundo, con el sentimiento de pudor del que narra un sueño ó
visión amorosa. Miró dos ó tres veces al vagoroso humo azul, y por fin
la media oscuridad de la sala, discreta como un confesonario, disipó
sus recelos.

—Quiero seguir la carrera de las letras.

El hombre político paró de mecerse y de fumar.

—¡Pero hijo, si las letras no son carrera! ¡Si no hay tal cosa! Vamos
claros: ¿ha salido usted alguna vez de Vilamorta... digo, de Santiago y
de estos pueblos así?

—No, señor.

—¡Entonces comprendo esas ilusiones y esas niñadas! Por aquí todavía
creen que un escritor ó un poeta, en el mero hecho de serlo, puede
aspirar á... ¿Y V. qué escribe?

—Versos.

—¿Prosa, no?

—Algún artículo ó suelto... Casi nada.

—¡Bravo! Pues si se fía V. en los versos para navegar por el mundo
adelante... Yo he notado en este país una cosa curiosa, y voy á
comunicar á V. mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con
mucho interés, y parece que las chicas se los aprenden de memoria...
Pues allá en la corte le aseguro á V. que apenas hay quien se
entretenga en eso. Por acá viven veinte ó treinta años atrasados: en
pleno romanticismo.

Segundo, contrariado, preguntó con cierta vehemencia:

—¿Y Campoamor? ¿Y Núñez de Arce? ¿Y Grilo? ¿No son poetas de fama? ¿No
gozan de gran popularidad?

—Campoamor... Á ese le leen porque es muy truhán y dice cosas que hacen
cavilar á las niñas y reír á los hombres... Tiene su miga, y filosofa
así, entreteniendo... Pero mire V.; ni él ni Núñez de Arce viven de los
rengloncitos desiguales... Buen pelo echarían... Grilo, qué sé yo...
Goza de simpatías allá entre las damas de alto copete, y le imprime
sus poesías la reina madre, que por lo visto está en fondos... En fin,
crea usted que ninguno medrará gran cosa por el camino del Parnaso...
Y ya ve V.; se trata de los maestros, porque poetas de segunda fila,
chicos que riman mejor ó peor, habrá en Madrid ahora unos doscientos
ó trescientos... ¿Les conoce usted? Pues yo tampoco tengo el gusto...
Cuatro amigotes les elogian, cuando publican algo en una _Revista_
trasconejada... Y pare V. de contar. Hablando en plata, tiempo perdido.

Segundo, muy silencioso, se ensañaba con el cigarro.

—No lo tome V. á ofensa... prosiguió don Victoriano. Yo entiendo poco
de letras, por más que en mis juventudes hice quintillas como todo el
mundo: además, no conozco nada de V.... De manera que mi juicio es
imparcial, y mi consejo sincerísimo.

—Yo... articuló Segundo al cabo—no tengo cifradas mis aspiraciones sólo
en la poesía lírica... Acaso más adelante optaría por la dramática... ó
por la prosa: qué sé yo. Sólo quisiera probar fortuna...

Don Victoriano se levantó y salió al balcón un instante. De repente se
volvió; puso ambas manos en los hombros de Segundo, y pegando casi al
rostro del poeta su cara amojamada, exclamó con lástima no fingida:

—¡Pobre muchacho! ¡Cuántos, cuántos disgustos le esperan á V.!

Y como Segundo callase, atónito de aquella efusión repentina:

—No puede V., novicio como es, adivinar en lo que se mete; me da V.
pena: ya está V. divertido. En el estado actual de la sociedad, para
descollar ó brillar en algo, hay que sudar sangre como Cristo en el
huerto... Si es en la poesía lírica, Dios nos asista... Si hace V.
comedias ó dramas, verá V. lo que es bueno: adular á los cómicos, dejar
el manuscrito arrinconado, apolillándose en un cajón, que le corten
á V. de un tijeretazo medio acto, y luego el miedo de la noche del
estreno, y lo que viene detrás... que puede ser la más negra... Si se
mete V. á periodista... no descansará V. diez minutos, hará usted la
reputación de los demás y nunca verá ni el principio de la propia... Si
escribe V. libros... ¿Pero quién lee en España? Y si se echa usted en
brazos de la política... ¡Ah!

Oía Segundo sin despegar los labios, con los ojos bajos y la mirada
errante por los nudos de la madera del piso, aquella voz persuasiva
que parecía arrancarle una por una las hojas de rosa de sus ilusiones,
con el mismo chasquido estridente de la uña que dispersaba la ceniza
del puro. Al fin alzó el rostro contraído y miró al hombre político,
murmurando no sin alguna ironía en el acento:

—Pues de la política, señor D. Victoriano, creo que no debe V. hablar
tan mal... Á V. le ha tratado con cariño; no tendrá V. queja de ella.
Para V. no fué madrastra.

Se descompuso el semblante de D. Victoriano, dejando salir á la
superficie los estragos de la enfermedad... y levantándose de nuevo
y tirando el cigarro y midiendo á pasos agitados el salón, rompió á
hablar apasionadamente, con frases que brotaban en oleadas súbitas, en
chorros impetuosos y desiguales, como el caño de sangre por la cortada
arteria.

—No me toque V. ese punto... cállese usted, criatura... ¡qué sabe V.,
qué sabe V. ni qué sabe nadie lo que son esas cosas, hasta que cae en
ellas de cabeza y queda sujeto y no puede salir ya! Si yo le contase á
V.... ¡Pero es imposible contar la vida entera, día por día, referir
una batalla que dura años, sin tregua ni reposo! Combatir para que le
empiecen á conocer á uno, seguir combatiendo para que no le olviden,
pasar del bufete á la política, de una rueda de cuchillos á una cama
de ascuas, lidiar en el foro, en el Congreso, sin fe, sin convicción,
porque sí, por no dejar vacante el puesto que uno se conquista; y á
todo esto, ni una hora libre, ni un minuto sosegado, ni tiempo para
nada... Logra uno fortuna cuando ya le falta humor para gozarla; se
casa y forma familia, y... casi no es uno dueño de acompañar á su
mujer al teatro... No me hable V.... El infierno, el infierno en
abreviatura es la política... Querrá V. creer... (y aquí soltó redonda
la interjección) que cuando mi chiquitina empezó á andar, intenté yo
un día tener el gusto de llevarla á paseo de la mano... Un capricho,
una rareza... Pues iba muy satisfecho bajando la escalera con la
pequeñilla en brazos, y cátate que me encuentro al marqués de Cameros y
un aspirante á diputado cunero por Galicia, que venía á pedirme quince
ó veinte cartas de mi puño y letra para mayor eficacia... ¡Y fuí tan
bestia, hombre, fuí tan bestia, que en vez de tirar al marqués por las
escaleras abajo, subí de nuevo mis dos pisos, dí la chiquilla á la
niñera y me encerré en el despacho á preparar la elección! Y así, toda
la vida; conque dígame V., ¿tengo ó no tengo razón en abominar de tanta
estupidez y tanta farsa? ¡Ah! ¡Qué trabajo nos tomamos para hacernos
infelices!

No cabía duda. En la voz del hombre político temblaban lágrimas
reprimidas; en su laringe se revolvían, ahogándose, imprecaciones y
blasfemias. Segundo, por hacer algo, abrió de par en par la vidriera
del balcón. El sol estaba distante del zenit, el calor era menos pesado.

—¡Y lo peor de todo... la cola! prosiguió don Victoriano deteniéndose.
V. lucha y brega sin calcular, sin entretenerse en observar el estado
de sus fuerzas... Combate V. al modo de aquellos caballeros antiguos,
con la visera calada. Pero como no es V. de hierro, sino de carne,
cuando menos lo piensa ¡zás! se encuentra enfermo, enfermo, herido
sin saber dónde... No pierde V. sangre, pero pierde V. el jugo... lo
propio que un limón cuando lo exprimen...—Y el ex-ministro se reía
amargamente.—Y quiere usted pararse, reponerse, comprar á peso de oro
la salud... y ya no es tiempo... ya no tiene usted gota de agua en su
cuerpo todo... ¡Ea, fastidiarse, secarse y reventar! ¡Pues ya se ha
lucido V. con sus trabajos y sus victorias! ¡Está usted fresco... está
V. aviado!

Decíalo accionando, metiendo las manos en los bolsillos, en un
paroxismo de confianza, expresándose igual que si estuviese solo. Y
en realidad, consigo mismo hablaba. Era aquel un monólogo, traducción
en alta voz de los pensamientos negros que D. Victoriano ocultaba,
merced á esfuerzos de heroismo. La extraña enfermedad que padecía le
causaba horribles pesadillas nocturnas; soñaba que se volvía pilón de
azúcar, y que la inteligencia, la sangre y la vida se le escapaban por
un canal muy hondo, muy hondo, convertidas en almíbar puro. Despierto,
su mente rechazaba, como se rechaza la ignominia, tan peregrino
mal. Debía equivocarse Sánchez del Abrojo: aquello era un desorden
fisiológico y pasajero, un achaque usual y corriente, consecuencia
de la vida sedentaria, y _Tropiezo_ y su rutina vencerían acaso á la
ciencia. ¿Y si no vencían?... El hombre político sentía pasar por los
bulbos capilares un soplo glacial que le encogía el corazón. ¡Morir á
los cuarenta y pico de años, con la inteligencia firme y con tantas
cosas emprendidas y logradas! Y síntomas de muerte debían ser sin
duda aquella sed abrasadora, aquella bulimia nunca saciada, aquella
sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse
continuo.

De repente recordó D. Victoriano la presencia de Segundo, que había
olvidado casi. Y apoyándole otra vez ambas manos en los hombros, y
fijando en los del poeta sus ojos áridos, que requemaba un llanto
contenido, exclamó:

—¿Quiere V. oír la verdad y recibir un buen consejo? ¿Tiene V.
ambición, aspiraciones y esperanzas? Pues yo tengo desengaños, y quiero
hacerle á V. un favor comunicándoselos ahora. No sea V. tonto; quédese
V. aquí toda su vida; ayude á su padre, herédele el bufete, y cásese
con esa muchacha tan frescota de Agonde... No abandone nunca este país
de fruta, de viñas, de clima tan dulce... ¡Cuánto daría yo ahora por
no haberme movido de él! ¡Si se pudiese ver la vida futura en cuadros,
como un panorama! Nada, hijo... Quieto aquí; eche usted aquí raíces;
viva muchos años con prole numerosa... ¿Ha reparado V. qué sano está su
padre? Da gusto verle con aquella dentadura tan fuerte y tan entera...
Yo no tengo un diente por dañar: dicen que es uno de los síntomas de mi
achaque... ¡Ah! ¡si su madre de V. viviese, ahora le estarían naciendo
á V. hermanitos!

Segundo sonreía.

—Pero, Sr. D. Victoriano..., murmuró, con arreglo á sus teorías de V.,
en lugar de vivir... vegetaríamos.

—¡Y qué dicha mayor que vegetar! respondió el hombre político
asomándose al balcón. ¿Cree V. que no son dignos de envidia esos
árboles?

Tenía en efecto el huerto, á semejante hora en que declinaba el sol,
cierta beatitud voluptuosa, cual si gozase un sueño feliz. Las hojas
lustrosas de los limoneros y camelias, los gomosos troncos de los
frutales parecían beber con deleite el fresco aliento vespertino,
precursor del rocío vital de la noche. La atmósfera dorada se teñía
á lo lejos en tintas de acuarela, color lila. Empezaban á oírse mil
rumores, preludios de cantos de insectos, de conciertos de ranas y
sapos.

Interrumpió la contemplativa tranquilidad de la escena el trote
precipitado de una mula, y Clodio Genday en persona, sofocado, girando
como una devanadera, penetró en el huerto. Con las manos, con la
cabeza, con el cuerpo todo, llamó, gritó, vociferó:

—¡La traigo buena... buena! Ya subo, ya subo.

Fuéronle á recibir á la escalera de la solana, y entró disparado,
como un rehilete, viéndose que no traía cuello ni corbata, y venía
desceñido, hecho una calamidad.

—Que nada, Sr. D. Victoriano, que nos la juegan, que nos la jugaron...
Que si no se toman pronto medidas perdemos el distrito... Mentira le
parecería á V. lo que llevan revuelto y urdido, desde días acá, en la
botica de doña Eufrasia... Y nosotros inocentes, descuidadísimos...
Toditos los curas metidos en el ajo: el de Lubrego, el de Boan, el
de Naya, el de Cebre... Ponen de candidato al señorito de Romero, de
Orense, que está dispuesto á aflojar la mosca... Pero ¿dónde anda
Primo; ese majadero, ese pasmón que no se enteró de nada?

—Vamos á buscarle, hombre... ¡Qué me cuenta V.! ¡Qué me cuenta V.!
Nunca pensé que se atreviesen...

Y D. Victoriano, reanimado, excitado, siguió á Clodio que iba gritando
por el salón:

—¡Primo! ¡Primo!

Á poco rato vió Segundo que los dos hermanos y el ex-ministro recorrían
el huerto, departiendo y gesticulando acaloradamente. Clodio acusaba,
defendíase Primo, y conciliaba don Victoriano. En su furia, Clodio
metía á Primo los puños en la cara, le desabrochaba el chaleco,
mientras el inculpado sólo acertaba á contestar tartajosamente,
haciéndose cruces muy de prisa:

—Jesús, Jesús, Jesús... ¡Avemaría de gracia!

El poeta les miraba pasar, observando la transformación de D.
Victoriano. Al retirarse del balcón, vió enfrente de sí á Nieves que le
decía con afabilidad:

—¿Y esos señores? ¿Le dejan á V. solito? Á estas horas ya deben cantar
los pinos. Se ha levantado brisa.

—De fijo cantan ahora, contestó el poeta. Yo los oiré desde la silla
del caballo, camino de Vilamorta.

El movimiento de sorpresa de Nieves no pasó inadvertido para Segundo,
que clavando los ojos en ella, añadió con soberbia y frialdad:

—Á no ser que V. me mandara quedarme.

Nieves enmudeció. Por cortesía, figurábase que era preciso detener al
huésped; y al mismo tiempo, eso de decirle,—quédese V.—, estando los
dos solos, le pareció cosa rara y grave compromiso. Al fin, con risa
forzada, pronunció una frase ambigua:

—¿Pero qué prisa tiene V.? Y... ¿volverá usted á hacernos otra
visita?...

—Ya nos veremos en Vilamorta... Adiós, Nieves... No quiero interrumpir
á D. Victoriano... Salúdele V. de mi parte y que cuente conmigo y con
mi padre para todo.

Sin tomar la mano que Nieves le tendía y sin volver la cara, bajó al
patio. Sentaba el pie en el estribo, cuando una figurilla menuda saltó
allí cerca. Era Victorina que traía las manos llenas de terrones de
azúcar y venía á ofrecérselos al jaco. Este alargaba ansiosamente sus
belfos, con ondulaciones inteligentes de trompa de elefante. Segundo
intervino.

—Hija, va á morderte... mira que muerde...

Luego, en tono festivo, añadió:

—¿Quieres que te aupe aquí? ¿No? ¡Á que sí te aupo!

La cogió y la sentó en el borren delantero de la silla. Forcejeaba
la niña para escaparse, y su hermoso pelo envolvía la cara y hombros
de Segundo, que la sujetaba por debajo de los brazos y por el talle.
No sin sorpresa reparó que el corazón de la niña palpitaba fuerte y
desordenadamente, bajo la imperceptible turgencia del seno impúber.
Victorina, muy pálida, gritaba:

—¡Mamá... mamá!

Al fin logró desasirse, y echó á correr hacia Nieves, que se reía á
carcajadas del suceso. Á medio camino se detuvo, retrocedió, anudó los
brazos al cuello del caballo, y le dió, en el mismo hocico, un beso muy
cariñoso.




                             [Ilustración]




                                  XI


Ocho ó diez días mediaron entre la visita de Segundo á las Vides y el
regreso de D. Victoriano y su familia á Vilamorta. Quería D. Victoriano
tomar las aguas y á la vez desbaratar la tenebrosa maquinación, la
candidatura Romero. Plan sencillo: ofrecer á Romero un distrito en
otra parte, donde no tuviese que gastar un céntimo; y así, quitado
de enmedio el único rival que tenía prestigio en el país, evitaba el
bofetón de una derrota por Vilamorta. Esto importaba hacer antes de
Octubre, época señalada para la lucha electoral. Y mientras Genday,
García, el Alcalde y demás _combistas_ manejaban los palillos, D.
Victoriano, instalado en casa de Agonde, bebía por las mañanas dos ó
tres vasos del salutífero licor; leía después el correo, y por la
tarde, á tiempo que el pegajoso bochorno convidaba á siestas, leía ó
escribía en la fresca salita del boticario.

Frecuentemente le acompañaba Segundo en semejantes horas de soledad.
Hablaban amigablemente, y el hombre político, lejos de insistir en la
tesis desarrollada allá en las Vides, alentaba al poeta, ofreciéndose
de muy buen grado á buscarle en Madrid colocación adecuada á sus
propósitos.

—Un puesto que no le robe á V. muchas horas, ni le caliente mucho la
cabeza... Yo veré, yo veré... Escudriñaremos...

Observaba Segundo en el rostro desecado del ministro indicios de
mejoría evidente. Experimentaba D. Victoriano el pasajero alivio
que producen las aguas minerales en los primeros momentos, cuando
su energía estimula el organismo, siquiera sea para desgastarlo más
después. La digestión y circulación se habían activado, y hasta la
transpiración, enteramente suprimida por la enfermedad, dilataba con
grato fomento los poros, comunicando á las secas fibras elasticidad
de carne mollar. Como la luz de una bujía brilla más al acelerarse la
combustión, D. Victoriano parecía regenerarse, cuando en realidad iba
consumiéndose... Él, pensando renacer, respiraba dichoso la estrecha
atmósfera de las intriguillas electorales, gozando en disputar palmo
á palmo su distrito, en recoger adhesiones y testimonios de simpatía,
y secretamente halagado hasta por la absurda proposición de incensarle
en la iglesia que al párroco de Vilamorta hicieron sus feligreses. De
noche se solazaba patriarcalmente en la tertulia de Agonde con las
historias cómicas de la botica de doña Eufrasia y con el menudo oleaje
ocasionado por la proximidad de las fiestas. Poco á poco la inocente
mesa de tresillo de Agonde se modificaba, convirtiéndose en algo de más
malicia. Ya no eran cuatro las personas sentadas, sino una sola; y el
resto, de pie, formaba grupo, y tenía fijos los ojos en las manos del
sentado. La izquierda del banquero se crispaba aferrando los naipes, y
con nervioso impulso del pulgar de la diestra hacía ascender lentamente
la postrera carta, hasta que se vislumbraba y adivinaba, primero la
pinta, luego el número, luego la porra de un basto, la yema de huevo de
un oro, la cola azul de un caballo, la corona picuda de un rey. Y había
otras manos que recogían puestas ó sacaban dinero del bolsillo y lo
depositaban sobre los fatídicos pedazos de cartulina, y se oía decir:

—¡Al siete! ¡Al cuatro! ¡As en puerta!

Por pudor, Agonde se privaba de tallar mientras estuviese allí D.
Victoriano, sofrenando á duras penas la única pasión que tenía el
privilegio de calentar un tanto su sangre y esparcir su linfa, y
cediendo el puesto á Jacinto Ruedas, famoso tahur ambulante, conocido
en todo el universo, que andaba al olor de la timba como otros al de
los banquetes: tipo raro, entre chulo y polizonte, que decía en voz
ronca chistes de baja ley. No aclaran los cronistas si la autoridad
civil de Vilamorta, ó sea el juez, intentó poner coto á la diversión
ilegal que se permitían los tertulianos de la farmacia; pero es punto
averiguado que teniendo el juez una pierna más corta que otra, el
ruido de su muleta en las baldosas de la acera avisaba siempre de su
proximidad á los jugadores. Y en cuanto á la autoridad municipal,
sábese de cierto que un día, ó para mayor exactitud una noche, penetró
en la trastienda del boticario lo mismo que una bomba, con dinero en la
mano, y echándolo sobre una carta, gritó:

—¡Soy caballo, señores!

—¡Sea usted burro, si quiere! le replicó Agonde, dándole un empujón con
irreverencia notoria.

Aquel año, la presencia de D. Victoriano y la ya declarada lucha entre
sus partidarios y los de Romero, prestaba á las fiestas carácter
de batalla. Querían los combistas sacarlas más que nunca lucidas y
brillantes, y los romeristas aguarlas si fuese posible. En el salón
del Consistorio preparábase el globo padre, que ocupaba extendido toda
la longitud de la pieza: sus cuarterones blancos iban cubriéndose
de rótulos, figuras, emblemas y atributos, y por el suelo andaban
desparramados calderos de hoja lata llenos de engrudo, pucheretes de
bermellón, tierra de Siena y ocre, ovillos de bramante y recortes de
papel. Del globo gigantesco nacían diariamente menudas crías, globitos
en miniatura, hechos con retazos y muy ribeteados de azul y rosa.
Hablábase con desdén en la tertulia de doña Eufrasia de semejantes
preparativos, y se comentaba el arrojo del hijo del tabernero, solemne
mamarrachista, que se proponía retratar á D. Victoriano en los
cuarterones del gran globo. Las señoritas romeristas, frunciendo los
labios y encogiéndose de hombros, protestaban que no asistirían á los
fuegos ni al baile, aunque sus adversarios pusiesen, para conseguirlo,
los santos en novena.

En cambio, las del bando combista formaron en torno de Nieves una
especie de corte. Todas las tardes iban á buscarla para salir á paseo,
y además de Carmen Agonde, la rodeaban Florentina la del Alcalde,
Rosa, sobrinita de _Tropiezo_, y Clara, la mayor de las niñas de
García. Andaba ésta descalza, muy ocupada en coger moras y echarlas
en el mandil, cuando recibió la estupenda noticia de que su padre le
encargaba un traje á Orense, para visitar á la señora del ministro.
Y vino el traje, con sus lazos muy tiesos y sus forros de percalina
muy engomados, y la chiquilla, lavada, atusada, incrustados los pies
en botitas nuevas de _chagrín_, con la vista baja y con las manos una
encima de otra, en simétrica postura, fué á engrosar el séquito de
Nieves. Declaróse Victorina protectora de Clara García; la compuso, la
regaló un brazalete y se hicieron inseparables.

Solían pasear por la carretera, pero así que Clara tomó confianza,
protestó, asegurando que por las veredas y los atajos era mucho más
divertido y se encontraban cosas más bonitas. Y apretó el brazo de
Victorina, exclamando:

—¡Segundo _te_ sabe paseos preciosos!

Casualmente la misma tarde, al regresar al pueblo, divisaron á un
hombre que se escurría pegado á las casas, y Clara, desde la acera de
enfrente, echó á correr y le cogió por la cintura.

—Eh... tú... Segundo... no te escapes, que bien te vemos.

Dió el poeta familiar encontrón á su hermana, y saludó
ceremoniosamente á Nieves, que le correspondió con cordialidad suma.

—Mire V. que esta chica... Vamos, de seguro que le ha hecho á V. mala
obra... V. dispense...

Se sentaron á tomar el fresco en los bancos de la plaza, y cuando al
otro día salió la caravana, después de la hora de la siesta, Segundo
se le incorporó haciendo estudio en no acercarse á Nieves, lo mismo
que si entre los dos existiese alguna inteligencia secreta, alguna
misteriosa complicidad. Mezclóse al grupo de las niñas, y deponiendo
su seriedad acostumbrada, reía y bromeaba con Victorina, para quien
recogía, al borde de los setos, maduras zarzamoras, bellotas de roble,
erizos tempraneros de castaña, y mil florecillas silvestres que la niña
archivaba en un saquito de cuero de Rusia.

Unas veces las llevaba Segundo por caminos hondos, costaneros, abiertos
en la piedra viva, guarnecidos de murallones, cubiertos por emparrados
que apenas dejaban filtrarse la moribunda luz del sol; otras, por
descubiertos, calvos y áridos montecillos, hasta llegar á alguna
robleda añosa, á algún castaño dentro de cuyo tronco, resquebrajado
y hendido por la vejez, podía Segundo esconderse, mientras las
chiquillas, asidas de las manos, bailaban en derredor.

Un día las condujo al remanso del Avieiro, al puente de piedra bajo
cuyos arcos el agua negra, fría é inmóvil, dormía siniestro sueño. Y
les refirió que allí, por ser el río más hondo y calentar menos el
sol, se guarecían las más corpulentas truchas, y que junto al estribo
había aparecido el mes anterior un cadáver. También las guió al eco,
donde las niñas gozaron locamente hablando todas á la vez, sin dar
tiempo á que el muro repitiese sus gritos y risas. Y otra tarde les
enseñó un curioso lago, del cual se referían en el país mil consejas:
que no tenía fondo, que llegaba al centro de la tierra, que bajo sus
muertas ondas se columbraban ciudades sumergidas, que flotaban en él
maderas extrañas y crecían nunca vistas flores. Era el tal lago, en
realidad, una gran excavación, probablemente una mina romana inundada,
que presa entre la serie de montículos de toba arcillosa que la pala
de los mineros había acumulado por todas partes, ofrecía sepulcral
y fantástico aspecto, ayudando á la ilusión la melancolía de las
vegetaciones palustres que verdeaban en la sobrehaz del gran charco.
Como se aproximaba el anochecer, las niñas declararon que tan lúgubre
sitio les infundía un miedo atroz; las muchachas confesaron lo mismo,
y echaron á escape para salir pronto al camino real, dejando á Nieves
y Segundo rezagados. Era la primera vez que tal cosa ocurría, porque
el poeta evitaba las ocasiones. Nieves, sin embargo, miró inquieta á su
alrededor y bajó después los ojos, encontrando los de Segundo puestos
en ella, interrogadores y ardientes. Y entonces, lo tétrico del paisaje
y lo solemne del crepúsculo le encogieron el corazón, y sin saber lo
que hacía, corrió lo mismo que las muchachas. Sentía detrás las pisadas
de Segundo, y cuando por fin se detuvo, no lejos de la carretera, le
vió sonreír y no pudo menos de reírse también de su propia necedad.

—¡Jesús... qué miedo tan estúpido... me he lucido... estoy á la altura
de las chicas! Es que el dichoso charco impone... Diga V.: ¿cómo no han
sacado vistas de él? Es muy raro y muy pintoresco.

Regresaban por la carretera, después de anochecido, y como si Nieves
pretendiese borrar la impresión de su chiquillada, venía alegre y
cariñosa con Segundo; dos ó tres veces se tropezaron sus ojos, y, sin
duda por distracción, no los apartó. Hablaron de la expedición del día
siguiente: había de ser por las orillas del río, más alegres que el
lago; un punto de vista admirable y no fatídico, como la charca.

En efecto, el camino que siguieron al otro día era muy lindo, aunque
difícil, por lo espeso de los mimbrales y cañaverales, y lo enmarañado
de los abedules y álamos nuevos que estorbaban á veces el paso. Á cada
momento tenía Segundo que dar la mano á Nieves y desviar las ramas
frescas y flexibles que le azotaban el rostro. Por más precauciones
que tomó, no pudo evitar que se humedeciese los pies, ni que se dejase
girones del encaje de su pamela en un álamo. Se detuvieron allí
donde el río, dividiéndose, formaba en medio una isleta poblada de
espadañas y de sencillos gladiolos. Un arroyo, bajando del monte, venía
á perderse en el Avieiro, humilde y callado. Crecían á sus orillas
dentados y variadísimos helechos, y graciosa flora acuática. Segundo se
arrodilló en el encharcado suelo y empezó á registrar entre las plantas.

—Tome V., Nieves.

Ella se acercó, y él, con una rodilla en tierra, le entregó un
manojo de flores azules, de un azul pálido de turquesa, con tronco
delgadísimo; flores que ella sólo había visto contrahechas, en adornos
de sombreros, y cuya existencia le parecía un mito: flores soñadas,
que se figuraba no crecerían sino en los bordes del Rhín, allá donde
suceden todas las cosas novelescas; flores que se conocen con un nombre
tan bonito: _no me olvides_.




                             [Ilustración]




                                  XII


Era Nieves lo que suele llamarse una señora cabal, sin una página
turbia en su historia, sin un pensamiento de infidelidad á su marido,
sin más coquetería que la del vestido y tocado, y aun esa, libre de
afeites ó desaliños tentadores, limitada á complacencias serviles con
la moda. Su ideal, caso de tener alguno, se cifraba en una vida cómoda,
elegante, rodeada de consideración social. Se había casado muy joven,
dotándola D. Victoriano en algunos miles de duros, y el día de la boda,
su padre la llamó á su despacho de magistrado, y teniéndola de pie como
á los reos, le encargó mucho que respetase y obedeciese al esposo que
tomaba. Ella obedeció y respetó.

Y la obediencia y el respeto desesperaron á D. Victoriano, que buscaba
en el matrimonio el desquite de largos años pasados en el bufete; años
de abstinencia amorosa, en que los asíduos trabajos y la sedentaria
vida no le consintieron atar un tierno lazo ni cultivar dulces afectos,
permitiéndole á lo sumo algún lance rápido, alguna violenta é irritante
aventura que no satisfacía su espíritu. Juzgaba que la linda hija del
presidente de sala le pagaría sus atrasos de amor, y notó con estéril
y doloroso despecho que Nieves veía en él al marido grave á quien se
acepta dócilmente, sin repugnancia, y nada más. Respetando mal de su
grado la tranquilidad de aquella superficial criatura, no supo ni osó
despertarla, y sólo consiguió consumirse y deshacerse en vano, acelerar
la destrucción de su organismo y apresurar la crisis de la madurez,
multiplicando las ráfagas blancas que listaban su pelo negro.

Al nacer la niña, esperó D. Victoriano resarcirse con creces en nuevas
y santas caricias, en un oasis puro. Mas las exigencias de la posición
política, el tráfago de los negocios, la complicación y el engranaje
implacable de su existencia, se interpusieron entre él y las delicias
paternales. Vió á su hija de lejos siempre y apenas consiguió, á la
hora del café, tenerla un rato á horcajadas sobre los muslos. Y después
sobrevinieron los ataques de la enfermedad...

Desde que se declaró ésta, con sus aflictivos síntomas, Nieves, por
extraño caso, se halló como desligada del vínculo conyugal, y en
cierto modo, soltera. Juzgaba ella sinceramente y de buena fe que
lo importante y esencial del matrimonio era la vida en común de los
esposos, la cohabitación obligatoria. Libre de este deber, parecíale
haber vuelto á los rosados días del colegio, cuando mariposeaba y
jugaba á los novios con sus compañeras, que le fingían inofensivas
cartitas amorosas y se las metían debajo de la almohada. ¡Qué tiempos!
Era pollita...

No había vuelto á divertirse desde entonces, no. ¡Valiente diversión la
de aquella vida metódica y rutinaria de Madrid!... Sí, una temporada
hubo en que el marqués de Cameros, el rico y joven cliente de D.
Victoriano, venía con cierta frecuencia, y aun le habían convidado dos
ó tres veces á comer, _sin cumplido_... Persistía en Nieves el recuerdo
de que el marqués la miraba mucho á hurtadillas, y que de noche se lo
encontraban, casualmente, siempre en el mismo teatro á donde ellos
iban... No pasó de ahí.

Ahora florecía la segunda juventud de Nieves, los veintinueve ó treinta
años, época terrible en la vida femenina; y si no podía producir rojos
cálices llenos de abrasadora pasión, en cambio deseaba adornarse con
los soñadores _no me olvides_ del poeta... Parecíale á Nieves que
en el vaso de porcelana de China de su existencia faltaba una flor,
y el frágil ramito azul venía á completar la gracia del juguete de
sobremesa... ¡Bah! ¡Qué mal había en todo ello! Una chiquillada.
Aquellas flores, conservadas entre las hojas de un devocionario lujoso,
sólo le inspirarían pensamientos de color celeste bajo, inertes como
las pobres corolas ya prensadas y secas...

Prendió en el pecho el grupo azul. ¡Qué bien hacía entre la cascada de
encaje crudo!

—Mamá,—le preguntó Victorina de noche, antes de recogerse:—¿te dió
Segundo esas flores tan monas, dí?

—Ah... no recuerdo... Sí, creo que las ha cogido García.

—¿Me las das, para guardarlas en mi saquito?

—Anda, hijita, que te acuesten pronto... _Mademoiselle_, ¡hágala V. que
rece!




                             [Ilustración]




                                 XIII


La proximidad de las fiestas interrumpió los paseos largos. Únicamente
se salía un poco hacia la carretera, regresando en breve al pueblo,
donde andaba mucha gente por la plaza. Componíase el paseo de señoritas
combistas muy emperejiladas, de curas de aldea alicaídos, mal
afeitados y enfermos, de jugadores de heteróclita facha, de forasteras
venidas del Borde, tipos todos que Agonde comentaba con mordacidad,
entreteniendo bastante á Nieves.

—¿Ve aquellas? Son las señoritas de Gondás, tres solteronas y una
solterita, que la tratan de sobrina, pero como las de Gondás no
tienen hermano... Aquellas otras dos son las de Molende, de allá
de Cebre, gente muy _aristócrata_, Dios nos libre... La gorda es
capaz de pegarle un tiro de revólver al hijo del sol... ¡y la otra
hace unos versos! yo animo á Segundo García para que se le declare:
compondrán una pareja de lo más refinado... Están de huéspedas en casa
de Lamajosa: allí se encuentran ellas en su elemento, porque doña
Mercedes Lamajosa, para que las visitas sepan que es noble, les dice á
las hijas:—niñas, traedme acá la calceta, que debe estar en el armario
sobre la carta-ejecutoria... Esas dos tan guapitas y tan majas son las
de Camino, hijas del juez...

La víspera de la feria salió mañana y tarde la música, aturdiendo
las calles con su estrépito de murga victoriosa. Hallábase la plaza
consistorial salpicada de tinglados que hacían vistosa confusión
de colorines chillones y disparejos. Delante del Ayuntamiento
se levantaban unos extraños armatostes, que así podían parecer
instrumentos de martirio, como juguetes de chiquillos ó espantapájaros,
y no eran sino los árboles y ruedas de fuego que á la noche habían de
quemarse con magnífica pompa, favorecidos por la serenidad del aire.
Del balcón del consistorio salía, á manera de brazo titánico, el mástil
donde debía izarse el magno globo; y por el barandado corría una serie
de vasitos de colores, formando las letras V. A. D. L. C.: delicado
obsequio al representante del país.

Había cerrado la noche, cuando D. Victoriano y su familia salieron
hacia el Ayuntamiento para presenciar la función de pólvora.
Trabajo les costó romper por entre el gentío que llenaba la plaza,
donde chocaban mil varios y opuestos ruidos, ya la pandereta y las
castañuelas de un corro de baile, ya el mosconeo de la _zanfona_,
ya una triste y prolongada copla popular, ya la interjección de un
borracho agresivo, que quería tener por suyos los ámbitos de la feria.
Agonde daba el brazo á Nieves, desviaba la gente y explicaba el
programa de la fiesta nocturna.

—Nunca se ha visto un globo como el de este año: es el mayor que se
recuerda: los romeristas están furiosos.

—¿Y qué tal ha salido mi estampa?—preguntaba con interés D. Victoriano.

—¡Ah! ¡Una cosa soberbia! Mejor que el retrato de _La Ilustración_.

En el portal del Ayuntamiento redoblaron las dificultades, y fué
preciso hollar sin misericordia pechos, vientres y espaldas de personas
instaladas allí, y resueltas á no menearse ni perder el sitio.

—Mire V. qué pedazos de asnos—murmuraba Agonde...—Aunque uno los
pisotee, nada... no se levantarán. Esos no tienen posada, y pasan ahí
la noche; mañana se desperezan y se van tan contentos á sus aldeítas...

Saltaron como pudieron por encima de aquel amasijo, donde en repugnante
promiscuidad se amontonaban hombres, mujeres y muchachos entrenzados,
adheridos, revueltos. Aún por los descansos de la escalera yacían
grupos sospechosos, ó roncaba un labriego chispo, ahíto de pulpo, ó
contaba cuartos en el regazo una vieja. Entraron en el salón, donde
no había más luz que la dudosa proyectada por los vasos de colores.
Algunas señoritas ocupaban ya el balcón; pero el Alcalde, sombrero en
mano, deshaciéndose de puro solícito, las fué arrinconando para dejar
ancho sitio á Nieves, á Victorina y á Carmen Agonde, en torno de las
cuales se formó una especie de círculo ó tertulia obsequiosa. Trajeron
sillas á las señoras, y á don Victoriano se lo llevó el Alcalde á la
Secretaría, donde le esperaban en una bandeja botellas de _Tostado_ y
tagarninas infames. La chiquillería y las muchachas se colocaron en
primera fila, apoyándose en el antepecho del balcón, desafiando el
riesgo de que un cohete se les viniese encima. Quedóse Nieves algo más
retirada, y se envolvió mejor en su chal argelino tramado de plata,
porque en aquel salón lóbrego y vacío se notaba fresco. Había á su lado
una silla desocupada, y de repente se apoderó de ella un bulto humano.

—Adiós, García... Dichosos los ojos... Hace dos días que no le vemos.

—Ni ahora me ve V. tampoco, Nieves—murmuró el poeta inclinándose para
hablarla en voz baja.—No es fácil verse aquí.

—Es verdad...—contestó Nieves turbada por tan sencilla
observación.—¿Cómo no habrán traído luz?

—Porque perjudicaría al efecto del fuego... ¿No le gusta á V. más esta
especie de penumbra?—añadió anticipándose á sonreírse de lo muy selecto
de la frase.

Nieves no chistó. Instintivamente le agradaba la situación, que era
delicadísima mezcla de riesgo y seguridad, y tenía sus puntas de
romancesca; sentíase protegida por el abierto balcón, por las chicas
que se agolpaban en él, por la plaza donde hormigueaba la multitud, y
de donde salían rumores oceánicos y cantos y voces confusas, llenas
de amante melancolía; pero al mismo tiempo la soledad y tinieblas del
salón y la especie de aislamiento en que se hallaban ella y el _Cisne_
preparaban una de esas ocasiones casuales que tientan á las mujeres
semi-livianas, no tan apasionadas que se despeñen ni tan cautas que
huyan hasta la sombra del peligro.

Siguió callada, sintiendo casi en su rostro el aliento de Segundo.
De pronto se estremecieron ambos. El primer cohete rasgaba el cielo
con prolongadísimo arco luminoso, y su estallido, aunque apagado por
la distancia, levantaba en la plaza un clamoreo. En pos de aquella
centinela avanzada salieron unas tras otras, á intervalos iguales,
ocho formidables, pausadas y retumbadoras bombas de palenque, la señal
anunciada en el programa de las fiestas. Retemblaba el balcón al grave
estampido, y Nieves no se atrevía á mirar al firmamento, sin duda
por temor de que se viniese abajo con la repercusión de las bombas.
Parecióle después ruido grato y ligero el de los voladores que á porfía
se iban persiguiendo por las soledades del espacio.

Fueron los primeros cohetes vulgares y sin novedad alguna; un trazo de
luz, un tronido sofocado y un haz de chispas. Mas en breve les llegó el
turno á las sorpresas, novedades y maravillas artísticas. Fuegos había
que al estallar se partían en tres ó cuatro cascadas de lumbre, y con
fantástica rapidez se sepultaban en las profundidades del cielo; de
otros se desprendían, con misteriosa lentitud y silencio, lucecillas
violadas, verdes y rojas, igual que si los angelitos volcasen desde
arriba una caja llena de amatistas, esmeraldas y rubíes. Caían las
luces despacio, despacio, como lágrimas, y antes de llegar al suelo se
extinguían repentinamente. Lo más bonito eran los cohetes de lluvia
de oro, que exhalaban caprichosamente una constelación de chispas,
un chorro de gotas de lumbre tan presto encendidas como apagadas. No
obstante, el regocijo de la plaza fué mayor ante los fuegos de _tres
estallos y culebrina_. Estos no carecían de gracia; salían y estallaban
como los cohetes sencillos, y de allí á poco soltaban una lagartija de
luz, un reptil que bufando y haciendo eses correteaba por el cielo y se
hundía de golpe en la sombra.

Tan pronto se quedaba á oscuras la escena como se inundaba de claridad
y parecía ascender hasta el balcón la plaza, con su avispero de gente,
las manchas de color de los tinglados y los cientos de rostros humanos
vueltos hacia arriba, disfrutando y saboreando el gran placer de los
hijos de Galicia, raza que ha conservado el culto y amor del celta por
los fenómenos ígneos, por la noche iluminada, compensación del brumoso
horizonte diurno.

También á Nieves le gustaba la alternativa de la luz con las tinieblas,
fiel imagen del estado ambiguo de su alma. Cuando el firmamento
se encendía y resplandecía, ella alzaba los ojos, atraída por la
brillantez y júbilo de las luminarias que daban á momentos tan
agradables un colorido veneciano. Cuando volvía á quedarse todo oscuro,
atrevíase á mirar al poeta, sin verle, pues sus pupilas, deslumbradas
por la pirotecnia, no distinguían los contornos. El poeta, en cambio,
tenía las suyas tenazmente fijas en Nieves, y la veía inundada de
claridad, con ese matiz lunar hermoso y raro que presta la lucería de
los cohetes, y que centuplica la suavidad y frescura de las facciones.
Sentía vivos impulsos de condensar en una frase ardiente todo lo que ya
era hora de decir, y se inclinaba... y al fin, pronunciaba un nombre...

—¿Nieves?

—¿Qué?

—¿No había V. visto nunca fuegos así?

—Nunca... Es una especialidad de este país... ¡Me gustan mucho! Si
fuese poeta como usted, diría de ellos cosas bonitas. Ande V., discurra
V. alguna...

—Así debe brillar la felicidad en nuestra vida... breves momentos,
Nieves... pero mientras brilla... mientras la sentimos...

Segundo renegaba en su interior de la frase pretenciosa, que no acababa
de salir... ¡Qué simplezas estaba ensartando! ¿No era mejor bajarse
otro poco más y tocar con los labios?... ¿Y si grita?... ¡No gritará,
vive Dios! Ánimo...

En el balcón se armó un alboroto. Carmen Agonde, á voces, llamaba á
Nieves.

—Nieves, venga... venga... El primer árbol... una rueda de fuego...

Nieves se levantó apresuradamente y reclinóse de pechos en el balcón,
pensando que convenía disimular y no estarse toda la noche de palique
con Segundo. Empezaba á arder el árbol por un extremo, al parecer no
sin trabajo, escupiendo difícilmente chispas rojas; pero de súbito se
comunicó el fuego á todo el artefacto, y brotó una flamígera rueda, una
enorme oblea de luz verde y roja, que giraba y giraba y se expandía,
soltando su cabellera de chispas volantes y atronando el espacio con
ruido de metralla. Calló breves instantes y hasta estuvo próximo á
extinguirse; tendióse un velo de humo rosado, y se vió detrás un foco
de lumbre, un sol de oro que á poco se puso á dar vueltas vertiginosas,
abriéndose y rodeándose de una aureola de rayos. Estos fueron
apagándose uno por uno, y el sol menguando y quedándose chiquito hasta
reducirse al tamaño de una candelilla, que dió perezosamente algunas
lánguidas vueltas y, suspirando, falleció.

Al retroceder Nieves para sentarse otra vez, sintió unos brazos que
rodeaban su cuello. Era Victorina, ébria de entusiasmo, prendada de
los fuegos, chillando con su delgada vocecilla.

—Mamá... mamá... qué gracioso ¿eh? ¡qué bonito! Y dice Carmen que van á
quemar otros árboles y un cubo...

Interrumpióse, viendo á Segundo en pie detrás de la silla de Nieves.
Bajó la cabeza, muy avergonzada de su infantil alegría. Y en vez de
regresar al balcón, se quedó allí clavada haciendo caricias á su
madre, para disimular la cortedad y timidez que se apoderaban de ella
en cuanto la miraba Segundo. Dos arbolitos más ardían en los ángulos
de la plaza, figurando un miriñaque y una parrilla de luminarias,
primero doradas, después azules. La niña, á pesar de su admiración por
la pirotecnia, no daba señales de marcharse dejando solos á Nieves y
Segundo. Este se sentó como cosa de diez minutos; pero al observar que
el grupo de la madre y la hija no se deshacía, levantóse violentamente,
poseído de repentino frenesí, y recorrió el tenebroso salón á pasos
desiguales, comprendiendo que por entonces no era dueño de sí mismo, ni
capaz de contenerse.

—¡Por vida de... Bien empleado... Quién le mandaba ser un necio y
desaprovechar los momentos favorables! Nieves le había alentado: él no
lo soñaba, no señor; miradas, sonrisas imperceptibles, pero evidentes;
indicios de agrado y benevolencia, todo existía, todo le aconsejaba
aclarar una situación tan dudosa y enigmática. ¡Ah, si aquella mujer
le quisiera! Y tenía que quererle, y no así por broma y pasatiempo,
sino con delirio. No se contentaba Segundo con menos. Su alma ambiciosa
desdeñaba triunfos ligeros y efímeros: ó todo ó nada. Si la madrileña
pensaba coquetear con él, se llevaba chasco: él la cogería por sus alas
de mariposa, y aun á costa de arrancárselas la pararía: á las mariposas
el que las quiere poseer les clava un alfiler ó les aprieta fuertemente
la región del corazón hasta que espiran: Segundo lo había hecho mil
veces cuando niño; volvería á hacerlo ahora; estaba resuelto. Siempre
que una risa ligera y burlona, un ademán reservado ó una expresión
tranquila de Nieves indicaban á Segundo que la señora de Comba se
mantenía serena, el despecho concentrado subía á su garganta amenazando
sofocarle; y al ver allí á la niña, con quien su madre sostenía animado
diálogo, como para entretenerla y que la sirviese de defensa, adoptó la
firme decisión de no dejar pasar la noche sin saber á qué atenerse.

Tornó al lado de Nieves, pero ésta se había incorporado, y la niña,
cogiéndole las manos, la arrastraba al balcón. Era el momento
solemne y crítico: acababan de suspender del palo el globo monstruo
para hincharlo; y en la plaza se oía gran vocerío, el rumor de la
ansiedad. Una falange de artesanos combistas, entre los cuales figuraba
Ramón el dulcero, despejaba el sitio para dejar espacio vacío donde
pudiese arder libremente la mecha y verificarse la difícil operación.
Veíanse las siluetas alumbradas por la luz de la mecha, agitándose,
encorvándose, subiéndose, bailando un paso de danza macabra. Ya no
alumbraban los cohetes la oscuridad nocturna, y el mar de gente parecía
tenebroso como un lago de pez.

Plegado aún en dobleces innumerables, hecho un látigo, desmayábase
el globo besando el suelo con su boca de alambre, donde empezaba
á encenderse y á tomar vigor la apestosa mecha. Los artífices del
colosal aerostático lo iban desplegando suave y amorosamente,
encendiendo debajo de él otras mechas para que auxiliasen á la central
y facilitasen la rarefacción del aire en la panza de papel. Esta
se pronunciaba, abriéndose los dobleces con blandos chasquidos, y
el globo, de lánguido y apabullado, volvíase turgente por algunas
partes. Todavía los dibujos de sus cuarterones aparecían prolongados
como los presenta de lejos la superficie bruñida y convexa de las
cafeteras; pero ya muchas orlas y letreros asomaban por aquí y por
acullá, adquiriendo sus naturales proporciones y colocación, y viéndose
claramente los groseros brochazos de bermellón ó de azul.

Lo malo era que tuviese el globo tan ancha boca: escapábase por allí
el aire dilatado, y si se aumentaban las mechas, había peligro de
prender fuego al papel y reducir instantáneamente á pavesas la soberbia
máquina. Terrible calamidad, que importaba prevenir á toda costa. Así
es que muchos brazos se agitaban extendidos, y cuando el globo se
ladeaba hacia alguna parte, varias manos lo sostenían afanosamente:
todo con acompañamiento de gritos, palabrotas y maldiciones.

En la plaza aumentaban las mareas y crecía la ansiedad. Carmen Agonde,
riéndose con su pastoso reír, explicaba á Nieves las intrigas de entre
bastidores. Los que empujaban y querían meterse en el corro para
volcar las mechas é impedir que el globo ascendiese, eran del partido
romerista: buena centinela había tenido que hacer el cohetero todo el
día para que no le mojasen los árboles de pólvora; pero la inquina
mayor era contra el globo, por llevar el retrato de D. Victoriano:
se la tenían jurada, y afirmaban que no subiría semejante mamarracho
mientras ellos viviesen, y que ellos echarían otro globo, mejor que el
del Ayuntamiento, y único que saldría con felicidad. Por eso aplaudían
y lanzaban burlescos aullidos cada vez que el globo magno, desalentado
é incapaz de alejarse de la tierra, se dejaba caer á derecha é
izquierda, mientras los partidarios de D. Victoriano atendían, de una
parte á proteger de todo agravio el enorme corpachón del aerostático, y
de otra á calentarle bien las entrañas é inflarle el vientre para que
volase.

Nieves contemplaba atentamente el armatoste, pero estaba á mil leguas
de él su espíritu distraído. Segundo había logrado abrirse camino entre
los espectadores del balcón, y allí le tenía Nieves, á su derecha, al
lado suyo. Nadie les miraba entonces, y el poeta, sin más preámbulos,
pasó el brazo alrededor del cuerpo de Nieves, apoyando con brío la
palma de su abierta mano sobre el lugar donde anatómicamente está
situado el corazón. En vez de la elástica y mórbida curva del seno y
los acelerados latidos de la víscera, Segundo encontró la dureza de uno
de esos largos corsés-corazas emballenados y provistos de resortes de
acero, que hoy prescribe la moda: artificio que daba al talle de Nieves
gran parte de su púdica esbeltez. ¡Maldito corsé! Segundo desearía
que sus dedos fuesen garfios ó tenazas que al través de la tela del
vestido, de las recias ballenas, de la ropa interior, de la carne
y de las mismas costillas, penetrasen y se hincasen en el corazón,
agarrándolo rojo, humeante y sangriento, y apretándolo hasta estrujarlo
y deshacerlo y aniquilarlo para siempre. ¿Por qué no se sentían los
latidos de aquel corazón? El de Leocadia y hasta el de Victorina
saltaban como pájaros al tocarles. Y Segundo, desesperado, apoyaba la
mano, insistía, sin recelo de lastimar á Nieves, deseoso, al contrario,
de ahogarla.

Sobrecogida por la audacia de Segundo, Nieves callaba, no atreviéndose
á hacer el más leve movimiento por temor de que la gente observase
algo, y protestando tan sólo con la rigidez del talle y una mirada de
angustia, que pronto bajó, no acertando á resistir la expresión de los
ojos del poeta. Este proseguía buscando el corazón ausente sin lograr
percibir más que el golpeteo de sus propias arterias, de su pulso
comprimido por la firme plancha del corsé. Y al fin el cansancio pudo
más, sus dedos se aflojaron, su brazo cayó inerte, y sin fuerza ni
ilusión descansó en el talle flexible y férreo á la par, el talle de
ballena y acero.

Entretanto el globo, á despecho de las maniobras romeristas, redondeaba
su enorme vientre, que iba llenándose de gas y luz, alumbrando la
plaza como gigantesca farola. Columpiábase majestuosamente, y en sus
cuarterones magnos se leían bien todos los letreros y dedicatorias
ideadas por el entusiasmo combista. La efigie, ó mejor el coloso de
D. Victoriano, que ocupaba todo un frente, seguía la forma rotunda
del globo, y sobresalía, tan feo y desproporcionado, que daba gozo;
tenía por ojos dos sartenes, por pupilas dos huevos que se freían sin
duda en ellas, por boca una especie de pez ó lagarto, y por barbas
un enmarañado bosque ó mapa de chafarrinones de siena y negro humo.
Monumentales ramas de laurel verde se cruzaban sobre la cabeza del
gigantón haciendo juego con las palmas de oro de su uniforme de
ministro, trazadas con brochazos de ocre... Y el globo crecía, se
ensanchaba, sus paredes se ponían cada vez más tensas, y atirantábase
la cuerda que contenía su masa, impaciente ya por lanzarse á las
alturas del cielo. Los combistas rugían de júbilo. Alzóse un rumor, un
hondo rumor de zozobra...

La cuerda había sido cortada diestramente, y sereno, poderoso,
magnífico, se elevó el globo á unos cuantos metros de altura,
ascendiendo con él la apoteosis de D. Victoriano, la gloria de sus
laureles, rótulos y atributos. Resonó en el balcón y debajo de él una
salva de aplausos y aclamaciones triunfales. ¡Oh, vanidad de la humana
alegría! No fué una piedra romerista, fueron tres lo menos las que
entonces, disparadas por certera mano, abrieron brecha en el monumento
de papel, y por las heridas empezó á escaparse á toda prisa el fluido
vital, el aire caliente. Encogióse el globo, se contrajo como un gusano
cuando lo pisan, doblándose al fin por la cintura y entregándose al
fuego de la mecha, que en un decir Jesús se apoderó de él y lo envolvió
en un manto de llamas.

Al mismo tiempo que fenecía miserablemente el globo del candidato
oficial, el globo romerista, chiquito y redondo, pintarrajeado con
obscenos dibujos, subía listo y vivaracho desde una esquina de la
plaza, resuelto á no parar hasta el último pabellón de nubes.




                             [Ilustración]




                                  XIV


Nieves pasó la noche intranquila, y al despertar, los recuerdos de la
víspera se le ofrecieron dudosos y como soñados; no acababa de dar
crédito á la realidad de aquella singular osadía de Segundo, aquella
toma de posesión directa, aquel apasionado ultraje que ella no supo
resistir. ¡En qué grave compromiso la ponía el atrevido del poeta!
¿Y si alguien lo había notado? Al despedirse de las chicas que la
acompañaban en el balcón, ellas se reían de un modo así... particular.
Carmen Agonde, la muchachona gruesa, con sus ojos dormilones y su genio
de pastaflora, descubría á veces tanto la hilaza de la malicia... Pero
quiá... ¿cómo habían de ver nada? El chal argelino era largo y cubría
todo el cuerpo... Y Nieves tomó el chal, se lo puso y se miró con dos
espejos para cerciorarse de que con aquella prenda no podía verse un
brazo pasado alrededor de un talle... Estaba en esta ocupación cuando
abrieron la puerta y entró una persona. Ella soltó el espejillo,
estremeciéndose.

Era su marido, más que nunca amarillo, ó mejor dicho, color bazo,
con las huellas del padecimiento escritas en el rostro... Á Nieves
le dió un vuelco la sangre. ¿Sabría algo D. Victoriano? No tardó en
tranquilizarse oyéndole hablar, con despecho mal reprimido, del fracaso
del globo y del descaro de los romeristas. El ministro necesitaba
desahogar su contrariedad quejándose del dolorcillo del alfilerazo.

—Pero has visto, hija... ¿qué te parece?...

Lamentóse después del continuo ruido de la feria, que no le había
consentido pegar los ojos. Nieves convino en que era cosa molestísima:
también ella se encontraba desvelada. El ministro abrió la ventana y
el ruido subió, más estruendoso y alto. Asemejábase á un gran coral ó
sinfonía compuesta de voces humanas, relinchos de bestias, gruñidos de
cerdos, mugidos de vacas, terneros y bueyes, pregones, riñas, cantares,
blasfemias y sonidos de instrumentos músicos. La marejada de la feria
cubría á Vilamorta.

Desde la ventana se veían las olas, un bullir de hombres y animales
entreverados, embutidos por decirlo así los unos en los otros. Entre
la masa de aldeanos se abría camino frecuentemente un rebaño de seis
ú ocho becerros, asustados, en dramática actitud; una mula llevada
del diestro formaba corro, disparando un semicírculo de coces; oíanse
chillidos y ayes de dolor, pero los de atrás empujaban y el hueco
volvía á llenarse; un jaco, excitado por la proximidad de las yeguas,
se encabritaba exhalando desesperados relinchos, caía al fin, y mordía,
hidrófobo de celo, lo primero que encontraba. Los mercaderes de hongos
de fieltro hacían muy rara figura, paseando su mercancía toda sobre
la cabeza: una torre de veinte ó treinta sombrerones, semejante á las
pagodas chinas. Otros traficantes vendían, en un mostrador portátil
colgado del pescuezo por dos cintas, ovillos de hilo, balduque, dedales
y tijeras; los vendedores de ruecas y husos los llevaban alrededor de
la cintura, del pecho, por todas partes, como el inhábil nadador lleva
las vejigas; y los sarteneros relucían al sol, á modo de combatientes
feudales.

Mareaba la confusión, el vaivén no interrumpido de la muchedumbre, la
mescolanza de racionales y bestias, y era fatigoso el doliente mugir
de las vacas apaleadas, el chillido de terror de las mujeres, la brutal
hilaridad de los borrachos, que salían de las tabernas con el sombrero
echado atrás, la lengua estropajosa, y muy deseosos de expansión y
aire, de arremeter contra los hombres y pellizcar á las mozas. Estas,
afligidas, levantaban el grito, no logrando esquivar el abrazo de los
borrachos sino para caer en las astas de algún buey, ó recibir la
hocicada de alguna mula, que les bañaba sienes y frente en espumosa
baba. Y lo más aterrador era ver á unas cuantas criaturas de pecho,
llevadas en alto por sus madres, bogando como endebles esquifes en tan
irritado golfo.

Cosa de media hora estuvo Nieves asomada, hasta que se le cansaron ojos
y oídos, y se retiró. Á la tardecita se puso otro rato á la ventana.
Se había aplacado un poco el tráfago comercial, y el señorío del Borde
empezaba á concurrir á la feria. Agonde, á quien en todo el día no se
le había visto el pelo, porque le absorbía la desesperada timba que
funcionaba en la trastienda, subió entonces un rato, y limpiándose
el sudor copioso, explicaba á Nieves las notabilidades conforme iban
apareciendo, nombrándole los arciprestes, los párrocos, los médicos,
los señoritos...

—Aquel flaco, flaco, que trae un matalón pasado por tamiz, y adornos
de plata en la montura, y espuelas también de plata... es el señorito
de Limioso... una casa, Dios nos libre, de la pierna del Cid... El Pazo
de Limioso está á la parte de Cebre... Lo que es tener, no tienen un
ochavo, rentitas de centeno y cuatro viñas que ya no dan uva... ¿Pero
V. piensa que el señorito de Limioso entrará á comer en alguna posada?
No señora: traerá en el bolsillo su pan y queso... y dormirá... ¿qué
se yo dónde? Como es carlista, en la trastienda de doña Eufrasia le
dejarán echarse sobre la silla del penco, porque un día como hoy no
sobran colchones... Si al espolista que lleva le abulta tanto la faja,
es que de seguro viene ahí el pienso del jaco...

—Usted exagera, Agonde.

—¿Exagerar? Sí, sí... V. no tiene idea de lo que son estos señoritos.
Aquí les llaman de _siete en bestia_, porque suelen traer para siete
un solo caballo, que van montando por turno dos á dos; y un poco antes
del pueblo se detienen para entrar á caballo uno á uno, muy armados
de látigo y espuelas, y el jaco pasa siete veces con siete jinetes
distintos... Pues mire V. quién viene allí en una borrica y una mula...
¡Las señoritas de Loiro! Son amigas de las de Molende... Repare V. el
lío que traen delante: es el vestido para el baile de hoy.

—¿Pero es de veras?

—¡Vaya! Sí, señora: ahí vendrá todo, todito: el miriñaque ó como se
llame eso que abulta detrás, los zapatos, las enaguas y hasta el
colorete... ¡Ah! pues éstas son muy finas, que vienen á vestirse al
pueblo: la mayor parte, hace años, se vestían en el pinar que está
junto al eco de Santa Margarita... Como no tenían casa aquí, ya se ve,
ellas no habían de perder el baile, y á las diez y media ó á las once
estaban entre pinos abrochándose los cuerpos escotados, prendiéndose
lacitos y perendengues, y tan guapas... Entre todo este señorío,
créame, Nieves, no se junta el valor de un peso... Son gente que por no
gastar grasa ni hacer caldo, almuerza sopa en vino... El mollete de pan
de trigo lo cuelgan allá en las vigas para que no lo alcance nadie y
dure años... Ya los conoce uno: vanidad y nada más...

Ensañábase el boticario, multiplicando pormenores y recargándolos,
con rabia de plebeyo que coge al vuelo una ocasión de ridiculizar á
la aristocracia pobre, y refiriendo historias de todos los señoritos
y señoritas, miserias más ó menos hábilmente recatadas. Reíase don
Victoriano recordando algunos de aquellos cuentos, ya proverbiales
en el país, mientras Nieves, tranquilizada por la risa de su marido,
empezaba á pensar sin terror, antes con cierta complacencia recóndita,
en los episodios de los fuegos. Había temido ver á Segundo entre la
multitud, pero á medida que venía la noche y se borraban los vivos
colores de los tinglados y se encendían lucecillas y eran más roncos
los cantos de los beodos, se sosegaba su ánimo y el peligro le parecía
muy remoto, casi nulo. En su inexperiencia se había figurado al pronto
que el brazo de Segundo le dejaría señal en el talle, y que el poeta
aprovecharía el primer momento para aparecer exigente y loco de amor,
delatándose y comprometiéndola. Mas el día se deslizaba sereno y sin
lances, y Nieves probaba la impaciencia inevitable en la mujer que no
ve llegar al hombre que ocupa su imaginación. Al fin pensó en el baile.
Allí estaría Segundo, de hecho.




                             [Ilustración]




                                  XV


Y se compuso para el baile del poblachón con secreta ilusioncilla,
esmerándose lo mismo que si se tratase de un sarao en el palacio de
Puenteancha. Claro está que el tocado y vestido eran muy diferentes,
pero no menor el estudio y arte en la elección. Un traje de crespón de
China blanco, subido y corto, guarnecido con encajes de _valenciennes_:
traje plegado, adherente y dúctil lo mismo que una camisa de batista,
y cuya original sencillez completaban los largos guantes de Suecia,
oscuros, arrugados en la muñeca, que subían hasta el codo. Un
terciopelo negro rodeaba la garganta y lo cerraba una herradura de
brillantes y zafiros. El hermoso pelo rubio, recogido á la inglesa, se
insubordinaba un tanto en la frente.

Casi le dió vergüenza de haber calculado este atavío cuando atravesó
del brazo de Agonde la fangosa plaza, y oyó la ratonera música, y
vió que, como la víspera, estaba el zaguán del Consistorio lleno de
gente acurrucada, á la cual era necesario pisar para llegar hasta la
escalera. Por los descansos corrían las heces de la feria, un reguero
oscuro, color de vino... Agonde la desvió.

—No pise ahí, Nieves... cuidadito...

Ella se sintió repelida por tan feo ingreso, y recordó el vestíbulo y
la escalera de los duques de Puenteancha, de mármol, alfombrada por el
centro, con macetas á los lados... Á la puerta del salón donde ahora
penetraba, había una cantina provista de azucarillos, rosquillas y
dulces, y la mujer de Ramón el confitero, con su inseparable mamón,
despachaba el género mirando torvamente á las señoritas que entraban á
divertirse.

Sentaron á Nieves en el lugar más conspícuo del salón, frente á la
puerta. No estaban muy limpias las calcadas paredes, ni muy flamantes
las banquetas cubiertas de paño grana; y ni las luces mal despabiladas,
ni la araña de hojalata con bujías formaban un espléndido alumbrado.
La mucha gente era causa de que el calor rayase en insufrible. Hacia
el centro del salón se arracimaban los hombres, confundiéndose en
negra masa la juventud de Vilamorta con agüistas, forasteros, tahures y
señoritos monteses. Cada vez que la música atronaba el recinto con la
indiscreta sonoridad de sus metales, del grupo central se destacaban
los animosos bailarines, lanzándose en busca de pareja.

Nieves miraba, sorprendida, el aspecto del baile. Producíanle un efecto
raro y cómico las señoritas con sus peinados abultados y pingües
en rizos, sus teces rafagueadas de polvos de arroz ordinarios, sus
escotes por poco más abajo del pescuezo, sus largas colas de telas
peseteras, pisoteadas y destrozadas por las recias botas de los
galanes, sus flores de tarta mal prendidas, y sus guantes cortos de
muñeca, de grueso cabrito, que amorcillaban las manos... Acordábase
Nieves de las descripciones de Agonde, del tocador establecido en el
pinar, y se daba aire con su gran pericón negro, tratando de alejar
la atmósfera pestilente en que el bureo del baile la envolvía. Allí
se bailaba á destajo, como si disputasen un premio ofrecido á quien
echase más pronto los bofes; iban las parejas arrastradas por su
propio impulso á la vez que por los ajenos empujones, pisotones y
rodillazos; y Nieves, habituada á presenciar el baile acompasado y fino
de los saraos, se admiraba de la fe y resolución con que brincaban en
Vilamorta. Algunas muchachas á quienes los taconazos habían desgarrado
los volantes del traje, se paraban, remangaban la cola, arrancaban
el adorno todo alrededor rápidamente, lo enrollaban, y después de
arrojarlo á una esquina, volvían risueñas y felices á los brazos de
su pareja. Los caballeros se enjugaban el sudor con el pañuelo, pero
era inútil; cuellos y pecheras se reblandecían, el pelo se pegaba
á las frentes, por los sobacos de los corpiños de seda se extendía
una mancha, y los cinco dedos de los galanes se señalaban y quedaban
impresos en la espalda de las señoras... Y la gimnasia proseguía, y el
polvo y las moléculas de sudor viciaban el aire, y el piso del salón
se cimbreaba... Había parejas hermosas, jóvenes frescas y mancebos
gallardos, que danzaban con la alegría sana de la mocedad, con los
ojos brillantes, rebosando expansión física; y otras muy risibles,
de hombres chiquitos con mujeres altas, de mujeronas con niños
barbiponientes, de un anciano calvo con una inmensa jamona. Algunos
hermanos bailaban con sus hermanas, por cortedad, por no atreverse
á sacar á otras señoritas, y el secretario del ayuntamiento, casado
hacía años ya con una orensana rica, vieja y muy celosa, saltaba toda
la noche con su mujer, y por no morir asfixiado imprimía á polkas y
valses el compás de las habaneras.

Cuando Nieves entró la miraron las demás mujeres con curiosidad primero
y sorpresa después. ¡Cosa más rara! ¡Venir tan sencillita! ¡No traer
una cola de vara y media, ni una flor en el peinado, ni brazaletes,
ni zapatos de seda! Dos ó tres forasteras de Orense, que abrigaban
la pretensión de poner raya en el baile de Vilamorta, cuchicheaban
entre sí, comentando aquella negligencia artística y el pudor de aquel
corpiño blanco, subido y la gracia de aquella cabeza chiquita, casi
sin moño, vaporosa como las de los grabados de _La Ilustración_. Se
proponían las de Orense copiar el figurín; en cambio las de Vilamorta y
el Borde censuraban acerbamente á la _ministra_.

—Viene así como vestida de casa...

—Lo hace porque aquí no se quiere poner nada bueno... Ya se ve, para un
baile de aquí... Pensará que no entendemos... Pero mujer, siquiera pudo
peinarse algo mejor... Y bien se le conoce que se aburre; mira, ¡si
parece que se está durmiendo!

—Antes parecía que no se podía estar quieta sentada... daba con el pie
en el suelo, de ganas que tenía de irse...

¡Ah! ¡Efectivamente, Nieves se aburría! ¡Y si las señoritas censoras
pudiesen adivinar la causa!

No veía á Segundo en parte alguna, por más que le buscaba con los
ojos, al principio disimuladamente y sin rebozo después. Por fin vino
el abogado García á saludarla, y entonces no se pudo contener, y
esforzándose por hablar en tono natural y corriente, le preguntó:

—¿Y el pollo? ¡Milagro que no anda por aquí!

—¿Quién? ¿Segundo? Segundo es allá... tan raro... ¡vaya V. á
saber lo que estará haciendo él á estas horas! Leyendo versos, ó
componiéndolos... Hay que dejarlo con sus manías.

Y el abogado agitó las manos, como indicando que era preciso respetar
las extravagancias del genio, mientras pensaba para sus botones:

—Estará con la condenada de la vieja.

La verdad era que el poeta, dadas las circunstancias, por nada del
mundo iría á un baile como aquel, donde sus conocidas, las chicas del
pueblo, le comprometerían á bailar, á recibir empellones y sudar el
quilo como los demás muchachos. Y su retraimiento, hijo del instinto
estético, surtió efecto maravilloso en Nieves, borrando del todo los
resíduos del temor, estimulando la coquetería y picando la curiosidad.

Hablábase en el mismo baile, en el círculo radical que se formó
alrededor de D. Victoriano y su esposa, de la salida inmediata
para las Vides, á presenciar la vendimia: proyecto que regocijaba
al ex-ministro, como regocija á un niño cualquier diversión
extraordinaria. Se nombraba á las personas á quienes el hidalgo tenía
convidadas ó pensaba convidar para tan alegre época, y al pronunciar
Agonde el nombre de Segundo, Nieves alzó los ojos, su rostro se animó,
mientras se decía interiormente:

—Es capaz de no ir.




                             [Ilustración]




                                  XVI


¡Gran día en las Vides aquél que el ayuntamiento señala para la
vendimia! El año entero transcurre en preparativos y expectación del
hermoso tiempo de la cosecha. La parra se ha vestido de púrpura y
oro, pero ya va soltando lentamente parte de su rico ornato, como
la desposada sus velos al pie del tálamo nupcial: las avispas se
encarnizan en los racimos, avisando al hombre de que están maduros;
Setiembre ostenta la serena placidez de sus últimos días: á vendimiar
sin tardanza.

Ni Primo Genday, ni Méndez se dan punto de reposo. Hay que atender
á las cuadrillas de vendimiadoras y vendimiadores que vienen de
distantes parroquias á alquilarse, distribuirles la labor, organizar el
movimiento de la recolección para que resulte armónico y fructuoso. Y
es que el trabajo de la vendimia se asemeja algo á una gran batalla,
donde se exije al soldado extraordinario desarrollo de energía,
despilfarro de músculos y sangre, pero en desquite es preciso tenerle
siempre prevenido lo necesario para reparar sus fuerzas en los momentos
de descanso. Para que la gente vendimiadora estuviese dispuesta y
animada á la penosa faena, importaba que encontrasen á punto, en la
bodega, la ancha vasija llena de mosto donde bebiesen á discreción los
_carretones_, al llegar exhaustos de subir el pesado _coleiro_ ó cestón
henchido de uva por las cuestas agrias; importaba que el espeso caldo
de calabazo, condimentado con sebo de carnero, las sardinas arenques y
el pan de centeno abundasen cuando los reclamaba el apetito devorador
de las cuadrillas; á cuyo fin, ni se apagaba el hogar de las Vides, ni
nunca se veían desocupados los calderos enormes donde hervía el rancho.

Si á esto se añade la presencia de huéspedes numerosos y distinguidos,
se comprenderá el bullicio del caserón solariego en tan incomparables
días. Encerraban sus paredes, aparte de la familia Comba, á Saturnino y
Carmen Agonde, al joven y afable cura de Naya, al monumental arcipreste
de Loiro, á _Tropiezo_, á Clodio Genday, al señorito de Limioso y á
las dos señoritas de Molende. Hallábanse allí representadas todas las
clases y era como _microcosmos_ ó breve compendio del mundo de aquella
provincia; atraídos los curas por Primo Genday, los radicales por el
diputado, y la aristocracia por el mayorazgo Méndez. Y toda esta gente
de tan diversa condición, al encontrarse reunida, se dió á divertirse y
gozar en la mejor armonía y concordia.

Al júbilo de los vendimiadores respondía como un eco el de los
huéspedes. Era imposible resistir á la expansión báquica, á la
embriaguez que se respiraba en el aire. Entre los espectáculos
deleitosos que la naturaleza ofrece, no cabe otro más grato que el
de su fecundidad en la vendimia: aquellos cestos colmados de racimos
rubios ó del color de la cuajada sangre, que hombres fornidos, casi
desnudos, semejantes á faunos, suben y vacían en la cuba ó en el
lagar; aquella risa de las vendimiadoras escondidas entre el follaje,
disputando, desafiándose á cantar desde una viña á otra, desafíos que
concluían al anochecer como concluyen todas las expansiones violentas
en que se gasta mucho vigor muscular; por desahogos melancólicos, por
algún prolongado gemido céltico, algún quejumbroso _a-laá-laá_... La
pagana sensación de bienestar, el rústico regocijo, el contentamiento
de vivir, se comunicaban á los espectadores de tan lindos cuadros; y
por la noche, mientras los coros de faunos y bacantes bailaban al son
de la flauta y la pandereta, el señorío se divertía tumultuosamente,
con pueriles retozos, en el caserón.

Dormían las señoritas juntas en una gran pieza destartalada, la sala
del Rosario, y á los huéspedes varones les había alojado Méndez en
otra sala muy espaciosa, llamada del _Biombo_, por encerrar uno tan
feo como antiguo; sin que de este sistema de acuartelamiento quedase
exento más que el arcipreste, cuya obesidad y ronquidos eran tales, que
ninguna persona medianamente sensible le podría sufrir por compañero
de dormitorio; y con estar así repartida en dos secciones la gente
traviesa y maleante, sucedió que vino á armarse una especie de guerra,
y que las inquilinas de la sala del Rosario sólo pensaban en hacer
travesuras á los inquilinos de la del Biombo, resultando de aquí mil
chistosas invenciones y divertidas escaramuzas. Entre los dos campos
estaba uno neutral: la familia de Comba, respetada en su sueño,
invulnerable en materia de bromas pesadas, si bien el bando femenino
solía tomar á Nieves por confidente é inspiradora.

—Nieves, venga acá... Nieves, mire qué tonta es Carmen Agonde...
Mire... dice que le gusta más el arcipreste, ese barril, que D.
Eugeniño, el de Naya... Porque dice que le da mucha risa ver cómo suda,
y aquellas rollas de carne que tiene en el cogote... Y diga, Nieves,
¿qué le haremos esta noche á D. Eugeniño? ¿Y á Ramón Limioso, que todo
el día nos está desafiando?

La que así hablaba era por lo regular Teresa Molende, morena y
hombruna, de negros ojos, buen ejemplar de raza montañesa.

—La de ayer nos la han de pagar—añadía su hermana Elvira, la
sentimental poetisa.

—¿Pues qué ha sido?

—Ha de saber V. que encerraron á Carmen ¡son el demonio! La encerraron
en el cuarto de Méndez... ¡Lo que no discurren! Le ataron las manos
atrás con un pañuelo de seda, le taparon la boca con otro para que no
chillase, y me la dejaron allí como el ratón en la ratonera... Nosotros
busca que te busca á Carmen, y Carmen sin aparecer... Nosotros echando
malos pensamientos... Hasta que va Méndez á acostarse y me la ve
allí... Por supuesto que tropezaron con esta boba, que si dan conmigo...

—Lo mismo la encerraban á V.—alegó Carmen.

—¡Á mí!—exclamó la amazona enderezando su robusto cuerpo. ¡Como no
fuesen ellos los encerrados!

—Pero si me cogieron la acción...—aseguraba la de Agonde poniendo el
rostro compungido de un bebé.—Mire, Nieves, me dijeron así: «Eche
las manos atrás, Carmiña, que le vamos á meter en ellas una monedita
de cinco duros». Y yo las eché... ¡y fueron tan traidores que me las
ataron!

Aquí Nieves hacía coro á las carcajadas de las dos hermanas. Aquella
sencillez no se ha de negar que tenía mucho gracejo. Nieves creía vivir
en un mundo nuevo donde no existía la rutina, las gastadas fórmulas
de la sociedad madrileña. Es verdad que tan candorosos y bulliciosos
deportes podían rayar en inconvenientes ó groseros, pero á veces eran
verdaderamente entretenidos. Desde que se levantaban los huéspedes,
á la mesa, por las tardes, todo era solaz y jarana. Teresa se había
propuesto no dejar comer en paz á _Tropiezo_, y con suma destreza cogía
al vuelo las moscas y se las echaba disimuladamente en el caldo, ó le
escanciaba vinagre en vez de vino, ó le untaba de pez la servilleta
á fin de que se le pegase á la boca. Para el arcipreste tenía otra
chanza: la de hacerle hablar de ceremonias, conversación á que era
muy afecto, y al verle entretenido retirarle de delante el plato, que
equivalía á arrancarle la mitad del corazón.

De noche, en el salón de los espejos turbios, donde el piano y las
mecedoras campeaban, formábase una brillante tertulia: se cantaban
trozos de anticuadas zarzuelas, como _El Juramento_ y _El Grumete_;
se jugaban partidas de burro escondido y sin esconder, de brisca con
señas y de malilla; cansados de los naipes, acudían á las prendas, al
florón, á apurar una letra y á adivinar el pensamiento... Y despierta
ya la retozona sangre campesina, se pasaba á juegos físicos, á las
cuatro esquinas, á la gallina ciega, que tienen la sal y pimienta del
ejercicio, del grito, del encontrón y la palmada...

Recogíanse después excitados aún por el juego, y era la hora más
tremenda, la de las grandes diabluras: la hora en que se ataban
cerillas encendidas al cuerpo de los grillos, para meterlos por debajo
de la puerta del dormitorio; la hora en que se quitaban tablas á la
tarima de _Tropiezo_, para que, al acostarse, se hundiese y diese
formidable costalada... Oíanse por los corredores risas, pasos tácitos,
y se veían bultos blancos que se escurrían precipitadamente, y puertas
que se cerraban con llave y ante las cuales se amontonaban muebles,
mientras salía de dentro una voz gruesa y pastosa diciendo:

—¡Que vienen!

—¡Cerrar bien, chicas!... ¡No se abre ni al Espíritu Santo!...




                             [Ilustración]




                                 XVII


Segundo fué el último en gozar la hospitalidad de las Vides. Como era
poco aficionado á juegos y Nieves tampoco tomaba en ellos parte muy
activa, encontraríanse aislados á no ser por Victorina, que no se
despegaba de su madre apenas veía próximo á Segundo, y también por
Elvira Molende, que desde el primer instante se adhirió al poeta como
la enredadera al muro, dedicándole un repertorio de miradas, suspiros,
confidencias y vaguedades capaces de empalagar á un mozo de confitería.
Al punto y hora en que Segundo pisó las Vides, perdió Elvira todo el
vapor de su animación, y adoptó la acostumbrada postura lánguida y
sentimental, que hacía parecer más hundidas sus mejillas y más ojerosos
y marchitos sus párpados. Recobró su andar la melancólica inclinación
del sauce, y dejando á un lado bromas y retozos, se consagró por
completo al _Cisne_.

Como hacía luna y eran las noches apetecibles para gozadas, así que
se ponía el sol y se acababa el bureo de la labor y las parejas de
vendimiadores se reunían á danzar, algunos de los huéspedes se juntaban
á su vez en el huerto, especialmente al pie de un paredón que tenía
por límite camelios frondosos, ó bien se detenían, al regresar de
paseo, en algún lugar de esos que convidan á sentarse y á un rato de
plática. Sabía Elvira de memoria muchos versos buenos y malos, por
lo regular pertenecientes al género tristón, erótico y elegiaco; no
ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce
tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por
su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlos con su
mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que
la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima
y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética,
en una lágrima de amor. De tan plañideras estrofas se alzaba á veces
irónica risa, lo mismo que el repique alegre de las castañuelas
suele destacarse entre los sones gemidores de la gaita. Ganaban las
poesías en dialecto y parecía aumentarse su frescura y agreste aroma
al decirlas una mujer, con blanda pronunciación, en la linde de un
pinar ó bajo la sombra de un emparrado, en serenas noches de luna:
y el ritmo pasaba á ser melopea vaga y soñadora como la de algunas
baladas alemanas; música labial, salpicada de muelles diptongos, de
_eñes_ cariñosas, de _x_ moduladas con otro tono más meloso que el de
la silbadora _ch_ castellana. Generalmente después de haber recitado
buen rato, se cantaban canciones: D. Eugenio, que era rayano, sabía
_fados_ portugueses; y Elvira se pintaba sola para entonar aquella
popularísima y _saudosa_ cántiga de Curros, que parece hecha para las
noches druídicas, de lunar.

Segundo tembló de vanidad cuando, en turno con los de los poetas
conocidos y amados en el país, recitó Elvira de corrido la mayor
parte de los cantos del _Cisne_, impresos en periódicos de Vigo ó de
Orense. Segundo no había escrito nunca en dialecto, y sin embargo,
Elvira tenía un libro donde recortaba y pegaba con engrudo todas las
producciones del desconocido _Cisne_. Y Teresa, terciando en la animada
conversación, delató, con el mejor propósito, á su hermana.

—Esta también compone. Anda, mujer, dí algo tuyo. Tiene un cuaderno
así de cosas suyas, discurridas, escritas por ella.

Recitó la poetisa, después de los indispensables remilgos, dos ó
tres cosillas casi sin forma poética, flojas, sinceras en medio de
su falsedad sentimental: de esos versos que no revelan facultades
artísticas, pero son indicio cierto, infalible, de que el autor ó
autora siente un anhelo no satisfecho, aspira á la fama ó á la pasión,
como el inarticulado lloro del párvulo declara su hambre. Segundo daba
tormento al bigote; Nieves bajaba los ojos y jugaba con las borlas de
su abanico, impaciente y aun algo aburrida y nerviosa. Sucedía esto á
los dos ó tres días de la llegada de Segundo, el cual todavía no había
podido realizar la menor tentativa de decirle á Nieves dos palabras.

—¡Qué señoritas estas tan cursis!—pensaba la de Comba, mientras en voz
alta repetía:—¡Qué bonito, qué tierno! Se parece á unas composiciones
de Grilo...




                             [Ilustración]




                                 XVIII


No hablaban de versos el mayorazgo de las Vides, ni los Gendays, ni el
arcipreste, instalados en el balcón so pretexto de tomar la luna; en
realidad para debatir la palpitante cuestión de vendimia.

¡Buena cosecha, buena! La uva no tenía ni señales de oidium: era
limpia, gruesa, y tan sazonada, que se pegaba á los dedos lo mismo que
si estuviese regada con miel. De seguro valía más el vino nuevo de
aquel año que el viejo del anterior. ¡El anterior fué mucho cuento!
¡Que granizo por acá, que agua por acullá!... Estaba la uva abierta ya
con tanto llover y sin pizca de sustancia; resultó un vino que apenas
manchaba la manga de la camisa de los arrieros...

Al recordar semejante calamidad, Méndez fruncía su arrugada boca, y el
arcipreste resoplaba... Y la conversación seguía, sostenida por Primo
Genday, que muy verboso, salivando y riendo, recordaba pormenores de
cosechas de veinte años atrás, afirmando:

—La de este año es igualita á la del sesenta y uno.

—Lo mismo, hombre, confirmaba Méndez. Lo que es el Rebeco no da esta
vez menos cargas; y la Grilloa, no sé, no sé si aun nos meterá en casa
seis ó siete más... ¡Es mucha viña la Grilloa!

Después de tan alegres augurios de pingüe recolección, complacíase
Méndez en detallar á su atento auditorio algunas mejoras que introducía
en el cultivo: tenía ajustada la mayor parte de sus pipas con arcos
de hierro, más costosos que los de madera, pero más duraderos y que
ahorraban la pesada faena de preparar y domar arcos á cada vendimia:
además pensaba instalar, por vía de ensayo, un lagar con no sé qué
hidráulicos artificios, que evitasen el feo espectáculo de la uva
pisada por humanos pies; y no queriendo tampoco desperdiciar el bagazo
de la uva, destilaría un alcohol refinado, que le había de comprar
Agonde á peso de oro para remedios...

Al arrullo de las voces graves que discutían importantes puntos
agrícolas en el balcón, don Victoriano, un tanto rendido de su
expedición á las viñas, fumaba en la mecedora, sepultado en penosas
meditaciones. Desde su regreso de las aguas, sentíase cada vez más
débil: la efímera mejoría se evaporaba, creciendo la postración, la
bulimia, la sed y la desecación del pobre cuerpo. Recordaba que Sánchez
del Abrojo le había indicado cuánto alivio le proporcionaría un ligero
sudor, y al observar los primeros días, después de beber el agua
sulfurosa, el restablecimiento de esta función de la piel, su alegría
no tuvo límites. ¡Mas cuál fué su terror al advertir que la camisa,
tiesa y dura, se le pegaba al cutis, como si estuviese empapada en
almíbar! Apoyó los labios en un pliegue de la manga y percibió un sabor
dulzón. ¡Evidente! ¡Sudaba azúcar! ¡La secreción glicosa era, pues,
incoercible, y por tremenda ironía de la suerte, todas las amarguras
de su existencia venían á resolverse en aquella extraña elaboración de
materias dulces!

Notaba de pocos días á esta parte otro alarmante síntoma. Su vista se
alteraba. Al desecarse el humor acuoso del ojo, se le iba empañando
el cristalino, y presentábase la catarata de los diabéticos. Don
Victoriano sentía escalofríos. Ya le pesaba haberse puesto en las
homicidas manos de _Tropiezo_, y haber tomado las aguas. Indudablemente
le erraban la cura. Desde aquel día, régimen severo, dieta de frutas,
de féculas, de leche. ¡Vivir, vivir siquiera un año, y ocultar el
mal!... Si los electores veían á su diputado ciego y moribundo, iríanse
todos con Romero... ¡El bofetón de perder las elecciones próximas le
parecía tan humillante!...

Carcajadas argentinas y exclamaciones juveniles que subían del huerto
cambiaron el curso de sus ideas. ¿Por qué Nieves no se hacía cargo del
grave estado de su marido? Él quería disimular ante el mundo entero,
pero ante su mujer... ¡Ah! ¡Su mujer le pertenecía, su mujer debía
estar allí sosteniéndole la frente, acariciándole, en vez de gozar y
loquear entre las camelias como una chiquilla! Si era linda y fresca
y su marido achacoso, peor para ella... Que se aguantase, como era su
deber... ¡Bah, qué disparate! ¡Nieves no le quería; no le había querido
nunca!

Las risas y el alboroto aumentaban abajo. Era que, agotados los
versos, Victorina y Teresa habían propuesto jugar al escondite.
Victorina chillaba á cada momento:—¡Tulé... panda Teresa! ¡Tulé...
panda Segundo!—Era el huerto muy adecuado para semejante ejercicio, á
causa de su complicación casi laberíntica, debida á estar dispuesto en
inclinadas mesetas, sostenidas por paredillas, divididas por tupidísimo
arbolado, y comunicadas por escalinatas desiguales, como sucede á las
fincas todas en tan accidentado país. Así es que el juego producía gran
alborozo, pues difícilmente conseguía el que pandaba acertar con los
escondidos.

Procuraba Nieves ocultarse bien, por pereza, por no pandar y tener
luego que correr mucho detrás de los demás jugadores. Deparóle la
fortuna un refugio soberbio, el limonero grande, situado al extremo de
una meseta, cerca de varias escalerillas que favorecían la retirada.
Se emboscó, pues, en lo más denso de la gruta de follaje, haciendo por
disimular su vestido claro. Breves momentos llevaba allí, cuando la
oscuridad aumentó y una voz murmuró muy quedo:

—¿Nieves?

—¡Eh!... chilló asustada.—¿Quién me busca por aquí?

—No, no la buscan á V.... Sólo yo la busco, exclamó enérgicamente
Segundo, penetrando en el albergue de Nieves con tanta impetuosidad,
que los tardíos azahares que aún blanqueaban en las ramas del
corpulento árbol soltaron sus pétalos sobre la cabeza de los dos, y
gimió armoniosamente el ramaje.

—Por Dios, García, por Dios... No sea usted imprudente... márchese
V.... ó déjeme salir... Si vienen y nos encuentran aquí, qué dirán...
por Dios...

—¿Qué me vaya?... pronunció el poeta. Pero señora, aunque me encuentren
aquí... no tendrá nada de particular; hace un rato estuve con Teresa
Molende allá detrás de un camelio... ó se juega ó no se juega... En
fin, si V. lo manda, por darle gusto... Pero antes, dígame V. una cosa
que necesito saber...

—En otra parte... en el salón... balbució Nieves, prestando ansioso
oído á los lejanos rumores y gritos del juego.

—¡En el salón!... ¡Rodeados de unos y de otros!... No, no puede ser...
Ahora, ahora... ¿usted me oye?

—Sí, ya oigo, pronunció ella con voz apagada por el temor.

—Pues la adoro, Nieves. La adoro y V. me quiere á mí.

—¡Chisst! ¡silencio, silencio! Están cerca... Suenan así como pasos...

—No, son las hojas... Dígame que me quiere, y me voy.

—¡Qué vienen! Por Dios, ¡yo me voy á morir del susto! Basta de broma.
García; yo le suplico...

—Sabe V. demasiado que no es broma... ¿Ya no se acuerda V. del día
de los fuegos? Si V. no me quisiese, aquel día hubiera apartado el
cuerpo... ó gritado... V. me mira á veces... me devuelve las miradas...
¡No me lo puede V. negar!

Segundo estaba al lado de Nieves, hablando con arranque fogoso,
pero sin tocarla, por más que la embalsamada y rumorosa celda que
ocupaban ambos oprimiese blandamente sus cuerpos, como aconsejándoles
aproximarse. Pero Segundo se acordaba de las frías y duras ballenas,
y Nieves, trémula, se echaba atrás. Trémula, sí, de miedo. Podía
llamar á la gente; pero si Segundo no se desviaba, qué disgusto, qué
explicaciones, qué vergüenza. Después de todo, el poeta llevaba razón:
la noche de los fuegos ella había sido débil, y estaba cogida. ¿Y qué
haría Segundo después de oír el _sí_? Él reiteraba su orgullosa y
vehemente afirmación.

—Usted me quiere, Nieves... V. me quiere... Dígalo una vez, una sola, y
me marcho...

Dejóse oír á corta distancia la voz acontraltada de Teresa Molende,
haciendo una especie de convocatoria...

—Nieves, ¿dónde está? Victoriniña, Carmen... adentro, que cae rocío...

Y otro órgano atiplado, el de Elvira, lanzó á los ecos:

—¡Segundo! ¡Segundo! ¡Nos retiramos!

Caía, en efecto, esa mollizna imperceptible que refresca las noches
calurosas de Galicia; las hojas charoladas del limonero, en el cual se
embutía Nieves para desviarse de Segundo, estaban húmedas de relente;
el poeta se inclinó y sus manos encontraron otras heladas de frío y
pavor... Apretólas hasta estrujarlas.

—Ó me dice V. si me quiere...

—¡Pero Dios mío, están llamándonos... me echan de menos... tengo frío!

—Pues dígame la verdad. Si no, no hay fuerzas humanas que de aquí me
arranquen... suceda lo que suceda. ¿Tan difícil es decir una palabra
sola?

—¿Y qué he de decir, vamos?

—¿Me quiere V.? Sí ó no.

—¿Y me deja V. salir... ir á casa?

—Todo... todo... ¿pero me quiere V.?

El _sí_ no se oyó casi. Fué una aspiración, una _s_ prolongada. Segundo
le deshacía las muñecas.

—¿Me quiere V.... como yo la quiero? Dígalo usted claro.

Esta vez Nieves, con esfuerzo, articuló un _sí_ redondo. Segundo le
soltó las manos, se llevó las suyas á la boca en apasionado ademán
de gratitud, y saltando por las escalerillas, desapareció entre los
frutales.




                             [Ilustración]




                                  XIX


Respiró Nieves. Estaba... así... como aturdida. Sacudió las muñecas,
doloridas por la presión de los dedos de Segundo, y se compuso el
pelo, mojado de rocío y revuelto con el roce del ramaje. ¿Qué había
dicho, señor?... Cualquier cosa, para salir de tan grave aprieto...
Ella se tenía la culpa, por apartarse de la gente y esconderse en
un punto retirado... Y, con ese deseo de dar publicidad á los actos
indiferentes, que acomete á las personas cuando tienen que ocultar
algo, gritó llamando á todo el mundo:

—¡Teresa! ¡Elvira! ¡Carmen! ¡Carmen!

—¿Dónde está? ¡Nieves! ¡Nieves! respondieron desde varios sitios.

—Aquí... junto al limonero grande... ¡Ya voy!

Cuando entraron en la casa, Nieves, más serena, recapacitaba y se
asombraba de sí misma. ¡Decirle á Segundo _que sí_! Ello había salido
medio á la fuerza; pero al cabo, había salido de su boca. ¡Qué
atrevimiento el del poeta! Imposible parecía que fuese tan resuelto
el chico del abogado de Vilamorta. Ella era una dama de distinción,
muy respetada: su marido acababa de ser ministro. Y aquella familia
de García... ¡Bah!... unos nadies; el padre usaba cada cuello
deshilachado, que daba pena; no tenían criada, las hermanas corrían
descalzas á veces... El mismo Segundo, á la verdad... se le notaba
muchísimo el aire de provincia, y el acento gallego. No, feo no podía
llamársele: tenía algo de particular en la cara y en el tipo...
¡Hablaba con tanta pasión! Como si en vez de rogar mandase... ¡Qué aire
de dominio el suyo! Y era lisonjero un perseguidor así, tan entusiasta
é intrépido... ¿Quién se había enamorado de Nieves hasta la fecha?
Cuatro galanterías, uno que la miraba con los gemelos... Todo el mundo
en Madrid la trataba con esa tibieza y consideración que inspiran las
señoras respetables...

Por lo demás, no dejaba de comprometerla aquel empeño de Segundo. ¿Se
enterarían las gentes? ¿Lo notaría su marido? ¡Bah!... su marido
sólo pensaba en sus achaques, en las elecciones... Con ella apenas
hablaba de otra cosa. ¿Y si se hacía cargo? ¡Qué horror, Dios mío! Y
las del escondite, ¿no maliciarían?... Elvira se mostraba más lánguida
y suspirona que de costumbre... ¡Á Elvira le gustaba Segundo! Á él...
no; él no le hacía pizca de caso... Y los versos de Segundo sonaban
bien, eran lindos; podían figurar en _La Ilustración_... En fin... Como
antes de las elecciones tendrían que marcharse á Madrid, apenas existía
peligro grave... Siempre le quedaría un grato recuerdo del veraneo...
El caso era evitar, evitar...

No se atrevió Nieves á decirse á sí misma lo que convenía evitar,
ni había dilucidado este punto cuando penetró en el salón, donde la
partida de tresillo funcionaba ya. Sentóse la señora de Comba al piano,
y tecleó varias cosillas ligeras, polkas y rigodones, para que bailasen
las muchachas. Estas le pidieron á voces otra música.

—Nieves, ¡la muiñeira!

—¡La _riveirana_, por Dios!

—¿La sabe toda, Nieves?

—Todita. ¿Pues no la he oído en las fiestas?

—Á echarla. Venga de ahí.

—¿Quién la echa?

—¿Quién la _repinica_? ¡Á ver, á ver!

Alzáronse varias voces delatoras.

—Teresa Molende... ¡juy! Da gusto vérsela bailar.

—¿Y la pareja?

—Aquí... Ramonciño Limioso, que puntea que es un pasmo.

Reíase Teresa, con viriles y sonoras carcajadas, jurando y perjurando
que había olvidado la _muiñeira_, que nunca la supo á derechas. De
la mesa de tresillo se elevó una protesta: la del dueño de la casa,
Méndez. ¡Vaya si Teresiña bailaba bien! Que no se disculpase, que no
le valía la disculpa: no había en todo el Borde moza que echase la
_riveirana_ con más salero: es verdad que cada día se iba perdiendo la
costumbre y el chiste para estas cosas tradicionales, antiguas...

Cedió Teresa, no sin afirmar por última vez su incompetencia. Y después
de recogerse con alfileres la falda del vestido para que no le hiciese
estorbo, cesó de reír, y adoptó un continente modesto y candoroso,
dejando caer el velo de los párpados encima de sus gruesos y ardientes
ojos, inclinando la cabeza sobre el pecho, descolgando los brazos á lo
largo del cuerpo, é imprimiéndoles leve oscilación, mientras frotaba
una contra otra las yemas del pulgar é índice; y así, andando á menudos
pasitos, con los pies muy juntos, siguiendo el ritmo de la música,
fué dando la vuelta al salón con singular decoro y la mirada puesta
en el piso, deteniéndose al fin en el testero. Mientras esto sucedía,
el señorito de Limioso se quitaba su chaquet rabicorto, quedándose
en mangas de camisa, se calaba el sombrero, y pedía un objeto
indispensable.

—Victoriña, las postizas.

Corrió la niña y trajo hasta dos pares de castañuelas. El señorito
afianzó el cordón entre los dedos, y previo un arrogante repique,
entró en escena. Era la propia estampa de don Quijote en lo seco y
avellanado, y como al hidalgo manchego, no se le podía negar distinción
y señorío, por más que imitase escrupulosamente los torpes movimientos
de los mozos aldeanos. Colocóse delante de Teresa, y la requirió con un
punteo apresurado, cortés, pero apremiante, análogo á una declaración
de amor. Unas veces hería el suelo con toda la planta del pie, otras
con el talón ó la punta sola, dislocando el tobillo y haciendo mil
zapatetas, al par que tocaba briosamente las postizas, que en manos de
Teresa respondían con débil y pudoroso repiqueteo. Echando el sombrero
atrás, el galán miraba osadamente á su pareja, acercaba el rostro al
de ella, la perseguía, la acosaba tiernamente de mil modos, sin que
Teresa modificase nunca su actitud humilde y sumisa, ni él su aspecto
conquistador, sus gimnásticos y resueltos movimientos de ataque.

Era el amor primitivo, el galanteo de los tiempos heróicos, revelado en
aquella expresiva danza cántabra, guerrera y dura; la mujer dominada
por la fuerza del varón y, mejor que enamorada, medrosa; todo lo
cual resultaba más picante atendido el tipo de amazona de Teresa y
el habitual encogimiento y circunspección del señorito. Llegó, sin
embargo, un instante en que el galán asomó bajo el vencedor bárbaro,
y en medio de los más complicados y rendidos zapateos, dobló la
rodilla ante la hermosa, haciendo la figura conocida por _punto del
Sacramento_. Fué instantáneo: púsose en pie de un brinco, y dando á
su pareja un halagüeño empellón, quedaron de espaldas el uno al otro,
pegaditos, acariciándose y frotando amorosamente hombro contra hombro
y espinazo contra espinazo. Á los dos minutos se separaron de golpe, y
con algunos complicados ejercicios de tobillo y algunas vueltas rápidas
que arremolinaron las enaguas de Teresa, acabó la _riveirana_ y estalló
en la sala un motín de aplausos.

Mientras el señorito se enjugaba el sudor de la frente, y Teresa se
desprendía la falda, Nieves, alzándose del piano, reparó que en el
salón no se encontraba Segundo. La misma observación, pero en voz
alta, hizo Elvira. Agonde les dió la clave del misterio.

—De seguro que á tal hora está en el pinar, ó por la orilla del río...
Rara es la noche que no va á dar paseos así, muy extravagantes: en
Vilamorta hace lo mismo.

—¿Y cómo se cierra la puerta sin venir él? Ese rapaz es loco, declaró
Primo Genday. No vamos á quedarnos todos sin dormir, teniendo que
madrugar para las labores, por causa de un casquivano. ¿Eh, me
comprenden? Yo cierro y que se arregle como pueda. ¡Ave María de gracia!

Protestaron Méndez y D. Victoriano en nombre de la cortesía y de los
deberes de la hospitalidad, y hasta media noche estuvo franco el
portal de las Vides, aguardando el regreso de Segundo. Mas como éste
no volvía, á las doce fué Genday en persona á poner las trancas á las
puertas, diciendo entre dientes:

—Ave Mar... Que duerma al sereno si se lo pide el cuerpo.

Segundo, en efecto, subía hacia el pinar. Encontrábase muy excitado,
y juzgaba imposible presentarse delante de gente ni atender á
conversación alguna. ¡Nieves, aquella mujer tan respetada, tan bella,
le había dicho _que sí_! No era, pues, vano sueño, ni aspiración
propia de un insensato la tendencia á ideales venturas que atormentaba
su espíritu, ni la gloria sería inaccesible cuando el amor estaba ya al
alcance de su diestra ansiosa y febril, y con extenderla podía tocarlo.
Pensando en esto trepaba por la pendiente senda, y recorría delirante
el pinar, recostándose á veces en alguno de los negros troncos,
embelesado, sin sombrero, bebiendo el aire nocturno, escuchando como
en sueños la misteriosa voz de los árboles y la doliente del río
que corría á sus pies. ¡Ah! ¡qué momentos de dicha, cuánta suprema
satisfacción le prometía aquel amor que halagaba el orgullo, excitaba
la fantasía y satisfacía su delicado egoísmo de poeta, ávido de pasión,
de goces que la imaginación soñadora abrillanta y la musa puede cantar
sin mengua! ¡Todo lo soñado hasta entonces en los versos iba á ser real
en la vida; y el canto se alzaría más penetrante, y la inspiración
alentaría más poderosa, y las estrofas irían trazadas con sangre,
haciendo palpitar el corazón de los lectores!

Á despecho del deber y la razón, Nieves le amaba... ¡Lo había dicho! El
poeta sonrió desdeñosamente pensando en D. Victoriano y sintió el gran
desprecio del ideólogo hacia el hombre práctico pero inepto en cosas
del alma... Luego miró alrededor. Triste estaba el pinar á aquellas
horas. Y hacía frío... Además debía ser tarde. En las Vides extrañarían
su ausencia. ¿Se acostaría Nieves ya? Con estos pensamientos fué
bajando por el difícil sendero, y llegó al portal diez minutos después
de que la mano solícita de Genday había afianzado la tranca. El
contratiempo no alarmó á Segundo: tendría que escalar alguna pared, y
casi le agradaba lo novelesco del lance... ¿Por dónde entraría?

Indudablemente el ingreso más fácil era el del huerto, al cual podía
descolgarse por un talud muy rápido que formaba el monte: cuestión
de arañarse los muslos, de rozarse las palmas, pero de estar en la
posesión antes de diez minutos sin encontrarse con los perros que
guardaban el patio, ni con gente, por hallarse deshabitada aquella
parte, que correspondía al comedor. Dicho y hecho. Volvió atrás y
ascendió, no sin trabajo, al montecillo: ya en él, dominaba la solana
y buena parte del huerto. Estudió la bajada para no caer sobre la
paredilla y fracturarse acaso una pierna. Como el montecillo era
escueto y sin vegetación, la figura del _Cisne_ se recortaba sobre el
fondo del cielo.

Al fijar los ojos en la solana para orientarse, Segundo vió á su
vez algo que le turbó los sentidos con suavísimo mareo: algo que le
causó uno de esos sobresaltos deleitosos que agolpan toda la sangre
al corazón para repartirla después gozosa y ardiente por las venas.
En la penumbra de la solana, entre los tiestos, su vista penetrante
distinguía, sin que le cupiese la menor duda acerca de la realidad de
su visión, una figura blanca, una silueta de mujer cuya actitud parecía
indicar que ella también le había visto, que le observaba, que le
aguardaba allí.

Velozmente le dibujó la fantasía los trazos y perfiles de la escena:
un coloquio, un divino coloquio de amor con Nieves, entre los claveles
y las enredaderas, á solas, sin más testigos que la ya poniente luna
y las flores envidiosas de tanta felicidad. Y con un movimiento
prontísimo se echó á rodar por la escarpada pendiente, cayendo sobre
la dura paredilla. No hizo caso del golpe, de las descalabraduras ni
del molimiento de sus huesos: saltó de la paredilla al huerto y buscó
el rumbo de la solana. Los árboles frutales le ocultaban el camino, y
dos ó tres veces erró la ruta: por fin logró salir al pie de la solana
misma, y entonces alzó la vista para cerciorarse de la verdad de la
deseada aparición. En efecto, una mujer esperaba allí, ansiosa, vestida
de blanco, apoyada sobre el balaustre de madera de la solana; mas ya la
distancia no consentía ilusiones ópticas; era Elvira Molende, con su
peinador de percal y el pelo tendido, á guisa de actriz que representa
la _Sonámbula_, ¡Con qué afán se inclinaba la pobrecilla! Casi tenía el
cuerpo fuera del balcón. Jurara el poeta que hasta le llamaba por su
nombre, muy bajo, con ceceo cariñoso...

Y él pasó de largo. Dió la vuelta á todo el huerto, entró en el
patio por la puerta interior, que no se cerraba de noche, y llamó
estrepitosamente á la de la cocina... El criado acudió, renegando de
los señoritos que se recogen tarde porque no tienen que madrugar para
abrir la bodega á los pisadores.




                             [Ilustración]




                                  XX


Como se prolongaban tanto las vendimias y las faenas de elaboración en
la magna bodega de Méndez, y por aquel país el que más y el que menos
tiene su poquillo de _Borde_ que vendimiar y recoger, emigraron parte
de los huéspedes, deseosos de atender á sus propias viñas. El señorito
de Limioso necesitaba ver en persona cómo entre oidium, mirlos,
vecinos y avispas no le habían dejado un racimo para un remedio; las
señoritas de Molende tenían que colgar por sus mismas manos la uva
de su famoso _Tostado_, célebre en el país; y por razones análogas
fueron despidiéndose Saturnino Agonde, el arcipreste y el cura de Naya,
quedándose la corte de las Vides reducida á Carmen Agonde, dama de
honor, Clodio Genday, consejero áulico, _Tropiezo_, médico de cámara,
y Segundo, que bien podía ser el paje ó trovador encargado de distraer
á la castellana con sus endechas.

Ardía Segundo en impaciencia febril, nunca sentida hasta entonces.
Desde el día del coloquio en el limonero, Nieves rehuía toda ocasión
de hallarse á solas con él; y el sueño calenturiento de sus noches, la
angustia intolerable que le consumía era no pasar del fugitivo _sí_,
que á veces hasta dudaba haber oído. No podía, no podía resistir el
_Cisne_ esta lenta tortura, este martirio incesante: menos desdichado
si, en lugar de alentarle, Nieves le pagase con claros desdenes. No
era el ansia brutal de victorias positivas lo que así le atormentaba:
sólo quería persuadirse de que le amaban realmente, y que bajo el
acerado corsé latía y sentía un corazón. Y era tal su locura, que
cuando todo el mundo se interponía entre Nieves y él, le acometían
violentos impulsos de gritar:—«¡Nieves, dígame V. otra vez que me
quiere!»—¡Siempre, siempre obstáculos entre los dos; siempre la niña al
lado de su madre! ¿De qué servía estar libres de Elvira Molende, que
desde la famosa centinela en la solana miraba al poeta con ojos entre
satíricos y elegiacos? La marcha de la poetisa quitaba un estorbo, pero
no resolvía la situación.

Y Segundo sufría en su amor propio, herido por la reserva sistemática
de Nieves, y también en su ambición amorosa, en su ardiente sed de
lo imposible. Corría ya la primer decena de Octubre; el ex-ministro,
abatido y lleno de aprensión, hablaba de marcharse cuanto antes; y
aunque Segundo contaba con colocarse luego en Madrid mediante su
influjo, y volver á encontrar á Nieves, decíale el infalible instinto
que entre la persona de Nieves y la suya no existía otro lazo de
unión sino la pasajera estancia en las Vides, la poesía del otoño, la
casualidad de vivir bajo el mismo techo, y que si no consolidaba aquel
devaneo antes de la separación, sería tan efímero como las hojas de la
parra, que caían arrugadas y sin jugo.

Despedíase de sus galas el otoño: se veía la rugosa y nudosa deformidad
de las desnudas cepas, la seca delgadez de los sarmientos, y el viento
gemía ya tristemente despojando las ramas de los frutales. Un día le
preguntó Victorina á Segundo:

—¿Cuándo hemos de ir al pinar, á oír cómo canta?

—Cuando gustes, hija... Si tu mamá quiere que sea esta tarde...

La niña sometió la proposición á Nieves. Es el caso que Victorina
estaba, de algún tiempo acá, más pegajosa y sobona que nunca con su
madre: apoyaba continuamente la cabeza en su pecho, escondía la mejilla
en el cuello de Nieves, paseábale las manos por el peinado, por los
hombros y, sin causa ni motivo, murmuraba con voz que pedía caricias:

—¡Mamá... mamá!

Pero los ojos de la mujercita en miniatura, entornados, de mirada
ansiosa y amante al través de las espesas pestañas, no estaban fijos
en su madre, sino en el poeta, cuyas palabras bebía la chiquilla,
poniéndose muy colorada cuando él le dirigía cualquier chanza, ó daba
cualquier indicio de notar su presencia.

Nieves, al principio, se resistió algo, alardeando de persona formal.

—Pero quién te mete á tí en la cabeza...

—Mamá, cuando Segundo dice que los pinos cantan... Cantan, mujer: no te
quepa duda.

—¿Pero tú no sabes... murmuró Nieves regalando al poeta una sonrisa con
más azúcar que sal—que Segundo hace versos, y que los que hacen versos
tienen permiso para... para mentir... un poco?

—No señora, exclamó Segundo: no enseñe usted á su hija errores; no
la engañe V. Mentiras son, generalmente, las cosas que en sociedad
hablamos, lo que tenemos que pronunciar con la lengua, aunque nos
quede dentro lo contrario; pero en verso... En verso revelamos y
descubrimos las grandes verdades del alma, lo que entre gentes hay que
callar por respeto... ó por prudencia... Créalo V.

—Y dí, mamá: ¿vamos hoy á eso?

—¿Á qué, hija?

—Al pinar.

—Si te empeñas... ¡Qué manía de chica! Y es que también me pica á mí la
curiosidad de oír esa orquesta...

Sólo tomaron parte en la expedición Nieves, Victorina, Carmen,
Segundo y _Tropiezo_. Quedóse la gente mayor fumando y presenciando
la importante operación de tapar y barrar algunas de las primeras
cubas para que se aposentase el mosto, ya fermentado. Al ver salir la
comitiva, les dijo Méndez con tono de paternal advertencia:

—Cuidado con la bajada... La hoja del pino, con estos calores, resbala,
que parece que está untada de jabón... Darles el brazo á las señoras...
Tú, Victorina, no seas loquita, no corras por allí...

Cosa de un cuarto de legua distaría el famoso pinar, pero se tardaban
tres cuartos de hora lo menos en la subida, que era como al cielo,
por lo pendiente, estrecha y agria, y á cierta distancia empezaba á
alfombrarse de hoja de pino, bruñida, lisa y seca, que si facilitaría
probablemente más de lo preciso el descenso, en cambio dificultaba el
ascenso, rechazando el pie y cansando las articulaciones del tobillo y
rodillas. Nieves, molestada, se detenía de vez en cuando, hasta que se
cogió del rollizo brazo de Carmen Agonde.

—¡Caramba... es de prueba este camino! ¡Á la vuelta, el que no se mate
no dejará de tener maña!

—Cárguese bien, cárguese bien, decía la robusta mocetona... Aquí ya se
rompieron algunas piernas, de seguro... Esta subida pone miedo...

Arribaron por fin á la cima. La perspectiva era hermosa, con ese
género de hermosura que raya en sublimidad. Hallábase el pinar, al
parecer, colgado encima de un abismo; entre los troncos se divisaban
las montañas de enfrente, de un azul ceniciento que tiraba á violeta
por lo más alto y remoto; mientras á la otra parte del pinar, la que
caía sobre el río, el terreno, muy accidentado, formaba un rapidísimo
escarpe, una vertiente casi tajada, si no á pico, al menos en declive
espantoso; y allá abajo, muy abajo, pasaba el Avieiro, no sosegado ni
sesgo, sino alborotado y espumante, impaciente con la valla que le
oponían unos peñascos agudos y negros, empeñados en detenerle y que
sólo conseguían hacerle saltar con epiléptico furor, partiéndose en
varios irritados raudales, que se enroscaban alrededor de las piedras á
modo de coléricas y verdosas sierpes imbricadas de plata. Á los mugidos
y sollozos del río hacía coro el pinar con su perenne queja, entonada
por las copas de los pinos que vibraban, se cimbreaban y gemían
trasmitiéndose la onda del viento, beso doloroso que les arrancaba
aquel ¡ay! incesante.

Los expedicionarios se quedaron mudos, impresionados por el trágico
aspecto del paisaje, que les echó á los labios un candado. Sólo la niña
habló; pero tan bajito como si estuviese en la iglesia.

—¡Pues es verdad, mamá! Los pinos cantan. ¿Oyes? Parece el coro de
obispos de _La Africana_... Si hasta dicen palabras... atiende... así
con voces de bajo... como aquello de _Los Hugonotes_...

Convino Nieves en que efectivamente era musical y muy solemne el
murmurio de los pinos. Segundo, apoyado en un tronco, miraba hacia
abajo, al lecho del río; y como la niña se aproximase, la detuvo y la
obligó á retroceder.

—No, hija... No te acerques... Es algo expuesto: si resbalas y ruedas
por esa cuestecita... Anda, apártate.

No ocurriéndoseles ya más que decir sobre el tema de los pinos, se
pensó en la vuelta. Inquietaba á Nieves la bajada, y quería emprenderla
antes de que el sol acabase de ponerse.

—Ahora sí que nos rompemos algo, don Fermín...—decíale al médico.—Ahora
sí que tiene usted que preparar vendajes y tablillas...

—Hay otro camino—afirmó Segundo saliendo de su abstracción.—Por cierto
que bastante menos molesto, y con menos cuestas.

—¡Sí, vénganos con el otro camino!—exclamó _Tropiezo_, fiel á sus
hábitos de votar en contra.—Aún es peor que el que trajimos.

—Hombre, qué ha de ser. Es un poco más largo, pero como tiene menos
declive, resulta más fácil. Va rodeando el pinar.

—¿Me lo querrá V. enseñar á mí, á mí que me sé todo este país como mi
propia casa? No se anda ese camino: se lo digo yo.

—Y yo le digo á V. que sí; y á la prueba me remito. No ha de ser V.
terco en su vida. ¡Si lo pasé no hará muchos días! ¿Se acuerda usted,
Nieves, la noche que jugamos al escondite en la huerta; la noche que me
cerraron el portal y entré muy tarde ya por la paredilla?

Á no estar el lugar tan sombrío por lo espeso de los pinos y lo
desmayado y escaso de la luz solar, se vería el rubor de Nieves.

—Vamos—dijo eludiendo la respuesta—por donde sea más fácil y haya mejor
piso... Yo soy muy torpe para andar por vericuetos...

Segundo la ofreció el brazo, murmurando en tono de broma:

—Este bendito de _Tropiezo_ está tan fuerte en caminos como en el arte
de curar... Venga usted y se convencerá de que ganamos mucho.

_Tropiezo_, por su parte, decía á Carmen Agonde, meneando con
obstinación la cabeza:

—Pues también hemos de tener el gusto de ir por el atajo y llegar antes
que ellos, y sanos y buenos gracias á Dios.

Victorina, según costumbre, iba á colocarse al lado de su madre; pero
el médico la llamó.

—Cójete aquí, al puño de mi bastón, anda, que si no, resbalarás...
Á mamá le basta con no resbalar ella... ¡Y Dios nos aparte de un
_tropiezo_! añadió riendo á carcajadas de su propio retruécano.

Las voces y los pasos se alejaron, y Segundo y Nieves prosiguieron
su ruta, sin pronunciar una sola frase. Nieves empezaba á sentir
cierto temor, por lo muy endiablado de la vereda que pisaban. Era
un senderillo escavado en el desplome del pinar, al borde mismo del
despeñadero, casi perpendicular con el río. Aunque Segundo dejaba á
Nieves el lado menos expuesto, el del pinar, quedándose él sin tierra
en que sentar la planta, y teniendo que poner un pie horizontalmente
delante del otro, no por eso cedía el pavor en el ánimo de Nieves, ni
le parecía menos arriesgada la aventura: se centuplicó su recelo al ver
que iban solos.

—¡No vienen! murmuró con angustia.

—Les alcanzaremos antes de diez minutos... Van por el otro camino,
respondió Segundo, sin añadir más palabra amorosa, ni estrechar
siquiera el brazo que se crispaba sobre el suyo con toda la energía del
terror.

—Pues vamos... suplicó Nieves con apremiante ruego.—Deseo llegar...

—¿Por qué? preguntó el poeta, que se detuvo de repente.

—Estoy cansada... sofocada...

—Pues va V. á descansar y á beber si gusta...

Y con loco ardimiento, sin aguardar respuesta, Segundo arrastró á
Nieves, torció á la izquierda, bajó una cuestecilla, y dando vuelta á
la roca, detúvose en una meseta estrecha que avanzaba atrevidamente
sobre el río. Á los últimos rayos del sol se veía rezumar hilo á hilo,
por la negra faz del peñasco, un límpido manantial.

—Beba V., si gusta... en el hueco de la mano, porque vaso no lo
tenemos, indicó Segundo.

Nieves obedeció maquinalmente, sin saber lo que hacía, y soltando el
brazo de Segundo, quiso acercarse al manantial; pero la base de la
roca, continuamente bañada por el agua, había criado esa vegetación
húmeda, que resbala como las algas marinas, y Nieves, al apoyar el
tacón en el suelo, sintió que se deslizaba, que perdía el pie... Allá,
en el fondo de su vértigo, vió el río terrible y mugidor, los cortantes
peñascos que habían de recibirla y destrozarla, y sintió el frío
ambiente del abismo... Un brazo la cogió por donde pudo, por la ropa,
acaso por las carnes, y la sostuvo y la levantó en peso... Dobló ella
la cabeza sobre el hombro de Segundo, y éste sintió por vez primera
latir el corazón de Nieves bajo su mano... ¡Y bien aprisa! Latía de
miedo. El poeta se inclinó, y derramó en la boca misma de Nieves esta
pregunta:

—¿Me amas, dí? ¿me amas?

La respuesta no se oyó, porque, caso de haberse formado en la laringe,
no pudieron los sellados labios articularla. Durante aquel brevísimo
espacio de tiempo, que compendiaba, sin embargo, una eternidad, cruzó
por el cerebro de Segundo cierta idea poderosa, destructora, como
la chispa eléctrica... El poeta estaba de frente al precipicio, y
Nieves á su orilla, de espaldas, sostenida únicamente por el brazo
de su salvador. Con apretar un poco más los labios, con avanzar dos
pulgadas é inclinarse, el grupo caería en el vacío... Era un final muy
bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta... Pensándolo, Segundo
lo encontraba tentador y apetecible... y no obstante, el instinto de
conservación, un impulso animal, pero muy superior en fuerza á la
idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla
inexpugnable. Recreábase, en su imaginación, con el cuadro de los
dos cadáveres enlazados, que las aguas del río arrastrarían... Hasta
presentía la escena de recogerlos, las exclamaciones, la impresión
profunda que haría en la comarca un suceso semejante... y _algo_,
algo lírico que se agitaba y latía en su alma juvenil, le aconsejaba
el salto... pero á la vez, un frío temor le congelaba la sangre,
obligándole á caminar poco á poco, y no hacia el abismo, sino en
sentido contrario, hacia la senda...

Todo esto, breve en la narración, fué momentáneo en el cerebro. Segundo
advertía en sí un hielo, que le paralizaba para el amor como para la
muerte... Era la yerta boca de Nieves, desmayada en sus brazos...

Mojó el pañuelo en la fuente, y se lo aplicó á sienes y pulsos. Ella
entreabría los ojos. Se oía hablar á _Tropiezo_, reír á Carmen: venían
sin duda á buscarles y á cantar victoria. Nieves, al recobrar los
espíritus y verse con vida, no hizo el menor movimiento para apartarse
del poeta.




                             [Ilustración]




                                  XXI


Como por tácito acuerdo, los dos héroes de la aventura disminuyeron
la importancia del peligro corrido, primero ante sus compañeros de
excursión, después ante el senado consulto de las Vides. Segundo
guardaba cierta reserva sobre los detalles del caso; Nieves, en cambio,
hablaba más que de costumbre, con nerviosa locuacidad, repitiendo
cien veces los mismos insignificantes pormenores: había resbalado;
García le tendió la mano; ella se cogió, y como era así, medrosa, se
asustó un poquillo, por más que la cosa no lo merecía... Pero el terco
de _Tropiezo_, con mansa sorna, le llevó la contraria. ¡Jesús, qué
disparate! ¡No haber peligro! ¡Pues si era un milagro que Nieves no
estuviese á estas horas nadando en el Avieiro! El terreno resbala allí
como jabón puro, y las piedras de abajo cortan como cuchillos, y el
río lleva una fuerza, que no sé... Nieves negaba, haciendo por reírse;
mas el terror de la catástrofe duraba escrito en su rostro con tan
indelebles rasgos, que su fresca fisonomía, de sana y caliente palidez,
se había convertido en un rostro ojeroso, deshecho, un cuerpo agitado
por escalofríos y espasmos, de esos que llaman _muerte chiquita_...

Ansiaba Segundo decirle dos palabras, para pedirle una entrevista:
comprendía que era preciso aprovechar el primer instante en que la
gratitud y la pavura ablandaban el alma de Nieves, haciendo palpitar su
insensible corazón bajo las ballenas de su corsé. En la breve escena
del precipicio apenas dió lugar la llegada de _Tropiezo_ para que
Nieves correspondiese explícitamente al arrebato del poeta, y Segundo
quería concertar algo, arbitrar un medio para verse, para hablarse,
para establecer de una vez que aquellos afanes, desvelos é intrigas
eran amor, y amor correspondido: mútua pasión, en fin... ¿Dónde y
cuándo lograría la apetecida ocasión de ponerse de acuerdo con Nieves?

Diríase que existe en toda historia amorosa un primer período en que
los obstáculos se amontonan y las dificultades renacen pujantes é
invencibles, desesperando al galán propuesto á vencerlas; y también
que llega siempre otro segundo período en que la fuerza misteriosa
del deseo y el dinamismo de la voluntad derrocan esos estorbos, y las
circunstancias, momentáneamente sometidas, se ponen al servicio de los
amantes. Así aconteció la noche de aquel memorable día. Como la niña
se había asustado algo al saber el peligro de su madre, hiciéronla
acostarse temprano; y para que cogiese fácilmente el sueño, la acompañó
Carmen Agonde dispuesta á contarla cuentos y simplezas. Suprimidos
así los principales testigos, y engolfados los señores mayores en una
de sus interminables discusiones vitícolas, agrícolas y sociológicas,
Nieves, que había salido al balcón á respirar porque sentía como un
nudo en la garganta, pudo charlar diez minutos con Segundo, situado á
la parte de afuera, entre las vidrieras y no lejos de las mecedoras.

Á veces, ambos interlocutores levantaban la voz, tratando de cosas
indiferentes: del riesgo de por la tarde, de lo curioso que era el
ruido del pinar... Y bajito, muy bajito, la negociación diplomática del
poeta seguía su curso... Una entrevista, una conversación con cierta
libertad... ¡Pues no había de poder ser!... ¿Y por qué no en la solana,
aquella misma noche?... ¡Bah! nadie tendría el capricho de ir por allí
á curiosear lo que pasaba... Él se descolgaría fácilmente al huerto...
¿Que no? Era muy medrosa... ¿Hacer mal? ¿Por qué?... Cansada y así como
enferma... Sí, se comprende. Prefería que fuese de día... Bien; mejor
sería del otro modo, pero... ¿Sin falta? ¿Á la hora de la siesta? ¿En
el salón?... No, no venía gente nunca; todo el mundo dormía... ¿Palabra
formal? ¡Gracias! Sí, convenía disimular para que no se hiciesen cargo.

Entretanto, los señores de la mesa de tresillo, hablaban de las
vendimias y de sus consecuencias... Las pobres muchachas del país
ganaban bastante en aquella labor: pero ¡bah! murmuró _Tropiezo_
riéndose: no ganaban sólo dinero... Ganaban á veces otras cosas...
Con esto de andar las cuadrillas mezcladas, y de retirarse de noche,
por los caminos oscuros, resultaba que... Ya era axiomático en el
país que los hijos del carnaval y de la vendimia no tienen padres
conocidos. Á propósito de lo cual, don Victoriano emitió algunas
ideas de su repertorio favorito, citando la legislación inglesa,
alabando la sabiduría de aquella gran nación, que al reglamentar el
trabajo material, estudia detenidamente los problemas que entraña, y
se preocupa de la suerte del niño y de la mujer... Con estas serias
disquisiciones se acabó la velada, retirándose cada mochuelo á su
olivo.

Sentada Nieves ante la mesita donde tenía abierto su _neceser_ y
colocado un espejillo de pie con marco de plata, iba desprendiendo una
á una las horquillas de concha que sujetaban las roscas de su moño, y
_Mademoiselle_ recogía y alineaba las horquillas primorosamente en un
estuche... Entrenzó después el pelo á Nieves, y ésta se echó atrás,
respirando con esfuerzo; de pronto, alzó la cabeza.

—¿Si me pudiese V. hacer una taza de tila?... ¿Allá en su cuarto... sin
molestar?

Salió la francesa, y Nieves, muy cavilosa, apoyó el codo en la mesa y
la mejilla en la palma de la mano, sin dejar de mirarse al espejo...
Estaba con una cara de desenterrada, que imponía. No, aquella vida
no podía continuar, ó de lo contrario la llevarían al cementerio...
Encontrábase nerviosísima: ¡qué escalofríos, qué desazón, qué momentos
tan amargos! Había visto la muerte cara á cara, y pasado más sustos,
más recelos, más congojas en un día que en todos los años anteriores de
su existencia. Si eso era el amor, á la verdad tenía poco de divertido:
no servía ella para tales agitaciones... Una cosa es que agrade parecer
bonita y oírlo y aun poseer un rendido apasionado, y otra estas
angustias incesantes, estas aventuras que le ponen á uno el alma en
un hilo y le colocan á dos dedos de la vergüenza, y le quebrantan
el cuerpo... Y aseguran los poetas que esto es la felicidad... Será
para ellos: lo que es para las pobres mujeres... Y vamos á ver, por
qué carecía ella de valor para decirle á Segundo—¡acabemos, no puedo
con estas zozobras, tengo miedo, lo paso muy mal! ¡Ah! También le
tenía miedo á él... Era capaz de matarla: sus hermosos ojos negros
despedían á veces chispas de electricidad y vislumbres fosfóricas. Y
luego él siempre le cogía la acción, se imponía, la dominaba... Por
él estuvo á punto de caer en el río, de despedazarse en las rocas...
¡María Santísima! ¿Pues hacía media hora, no faltó poco para otorgarle
la cita en la solana? Lo cual era una grandísima locura, siendo
imposible dirigirse á aquel rincón de la casa sin que _Mademoiselle_,
ó cualquiera, la echase de menos y se descubriese el pastel. ¡Ay, Dios
mío! ¡Todo aquello era terrible, terrible! ¡Y mañana tenía que acudir
al salón, á la hora de la siesta!... Ea, una resolución enérgica:
acudiría, corriente; pero acudiría á desatar aquel enredo, á decir á
Segundo cuatro verdades para que se contuviese: amarla, concedido; no
se oponía, muy bueno y muy santo; comprometerla de aquel modo, eso era
inaudito; le rogaría que se volviese á Vilamorta; ellos ya se irían
pronto á Madrid... ¡Ah! ¡cuánto tardaba aquella bendita _Mademoiselle_
con la tila!

La puerta se abrió... No entró _Mademoiselle_, sino D. Victoriano.
Nada tenía de sorprendente su aparición, pues dormía en una especie de
despachito, al lado del cuarto de su mujer y dividido de éste por un
corredor, y todas las noches, antes de recogerse, daba un beso á la
niña, cuyo lecho estaba pegado al de su madre; sin embargo, á Nieves
se le puso carne de gallina, y por instinto se volvió de espaldas á la
luz, tosiendo á fin de disimular su turbación.

La verdad es que D. Victoriano venía grave, y aun algo fosco y
severo... No andaba muy alegre ni expansivo desde el recrudecimiento
de su enfermedad; pero sobre su aire abatido resaltaba entonces no sé
qué cosa, un velo más negro aún, un nubarrón preñado de tempestades...
Nieves, observando que no se acercaba á la cama de la niña, bajó los
ojos y fingió alisarse el pelo con el batidor de marfil.

—¿Cómo te encuentras, hija? ¿Te dura el susto?—preguntó el marido.

—Sí; aún estoy un poquillo... He pedido tila.

—Bien hecho... Mira, Nieves...

—¡Qué... qué!...

—Mira, Nieves, nos vamos á Madrid cuanto antes.

—Cuando tú digas... Ya sabes que yo...

—No; si es que es necesario, indispensable; es que yo tengo que
ponerme formalmente en cura, hija, porque me acabo si así continúo...
He incurrido en la debilidad de confiarme á este bestia de D. Fermín,
Dios me perdone... y creo...—añadió con amarga sonrisa—que me ha
embromado... Veremos si Sánchez del Abrojo me saca del paso... ¡que lo
dudo bastante!

—¡Jesús, qué aprensión!—exclamó Nieves, respirando y aprovechando el
recurso de la enfermedad.—¡No parece sino que tienes males incurables!
En poniendo el pie allá y tomándote Sánchez de su cuenta... dentro de
dos meses ni te acuerdas de ese achaquillo.

—¡Bravo, hija, bravo! Yo no quisiera lastimarte ni parecerte regañón...
pero eso que dices... eso que dices prueba que ni me miras, ni te
importa un bledo mi salud, ni me haces caso alguno... lo cual,
francamente... dispensa... pero ¡no te honra! Mi mal es grave, muy
grave... es la diabetes sacarina, que se lleva las gentes al otro mundo
bonitamente... Estoy convertido en azúcar... se me debilita la vista...
me duele la cabeza... no tengo sangre... y tú ahí, tan serena, tan
alegre, retozando como una niña... Eso no lo hace la mujer que quiere
á su esposo... Á tí no te ha preocupado mi estado físico, ni mi estado
moral... Estás gozando, pasando una temporada divertidísima... y lo
demás... ¡buen cuidado te da á tí!

Nieves se levantó trémula, casi llorando...

—¿Qué me dices?... Yo... yo...

—No te alteres, hija; no llores... Tú eres joven y sana, yo estoy muy
gastado y achacoso... Peor para mí... Pero oye... Aunque te parezca
seco y grave... yo te quise mucho, Nieves... te quiero aún... tanto
como á esa niña que está ahí durmiendo... lo juro delante de Dios... Y
tú podías... podías quererme algo... como una hija... é interesarte por
mí... Será poco tiempo ya de molestia: me siento tan enfermo...

Nieves se acercó en actitud cariñosa, y su marido le rozó la frente
con los denegridos labios, apretándola al mismo tiempo contra sí... Y
añadió:

—¡Aún tengo que hacerte otra advertencia... echarte otro sermón, hija!

—¿Cuál?—murmuró la esposa sonriendo, pero azorada.

—Ese chico de García... No te sobresaltes, hija, que no es para
tanto... Ese chico... te mira algunas veces de un modo muy raro... como
si te hiciese el amor... ¡No, si yo no dudo de tí! Has sido y eres una
señora intachable... no te acuso... ni le doy importancia á semejante
necedad... Es que... te parecerá mentira... estos chicos de aquí son
muy atrevidos; tienen menos soltura para presentarse, pero en el fondo
más osadía que los de la corte... Yo pasé aquí mis años verdes, y les
conozco... Sólo te aviso para que pongas á raya á ese mequetrefe...
En los días que nos quedan, suprime los paseos largos y todas esas
cursilerías que aquí se hacen... Una dama como tú es, en este sitio,
la reina; y no está bien que contigo se tomen las bromas que con las
señoritas de Molende ú otras así... ¡Si ya te he dicho que no me cruza
ni por el pensamiento la idea! Una cosa es que ese _Cisne_ de lugar se
haya enamorado de tí y te dé la mano en los despeñaderos; otra que yo
te injurie... ¡Hija!

Poco después se presentó _Mademoiselle_ con la tila humeante. ¡Buena
falta que le hacía la tila á Nieves! Tenía los nervios más tirantes...
Estaba convulsa. Hasta náuseas la atacaron al beber las primeras
cucharadas. _Mademoiselle_ le ofreció un poco de poción anti-histérica.
Tragóla Nieves, y con algunos bostezos y dos ó tres lagrimillas se
alivió su crisis. Pensó en acostarse, y entró en la alcoba. Allí vió
algo que renovó su desasosiego. Victorina, en vez de dormir, tenía los
ojos abiertos. Probablemente habría oído la conversación.




                             [Ilustración]




                                 XXII


Y en efecto, la había oído toda, todita, desde la primer palabra hasta
la última. Y las frases del diálogo conyugal daban vueltas en su magín,
rodando, entrelazándose, destacándose en letras rojas, impresas en su
memoria virgen. Las repasaba, las comentaba interiormente, las pesaba,
hacía deducciones...

Nadie acertará á decir cuál es el momento crítico que divide la
noche del día, el sueño de la vigilia, la juventud de la madurez y
la inocencia del conocimiento. ¿Quién es capaz de fijar el instante
en que el niño, convirtiéndose en adolescente, nota en sí ese algo
inexplicable que acaso pueda llamarse conciencia sexual; en que el
vago presentimiento se trueca en rápida intuición; en que, sin tener
noción precisa de las realidades concretas del vivir, adivina todo lo
que más tarde le ha de confirmar y puntualizar la experiencia; en que
entiende la importancia de una indicación, la trascendencia de un acto,
el carácter de una relación, el valor de una mirada ó el sentido de una
reticencia? ¿El minuto en que sus ojos, abiertos solamente á la vida
exterior, adquieren facultades para escudriñar también la interior,
y perdiendo su brillo superficial, el claro reflejo de su pureza
candorosa, toman la concentrada é indefinible expresión que constituye
una _mirada de persona grande_?

Llegó para Victorina ese minuto á los once años, aquella noche,
sorprendiendo un diálogo entre su padre y su madre. Inmóvil, sujetando
la respiración, con los piececillos fríos y la cabeza ardorosa y
congestionada, la niña escuchó, y después, en la dudosa penumbra de la
alcoba, ató algunos cabos sueltos, recordó pormenores, y comprendió al
fin, sin darse mucha cuenta de lo que comprendía, pero discurriendo
con precocidad singular, debida acaso á la dolorosa viveza con que la
fantasía trabajaba en el silencio nocturno y en la quietud del lecho...

Es lo cierto que la niña pasó mala noche, dando vueltas en su monástica
y breve camita. Dos ideas, sobre todo, se le iban introduciendo y le
barrenaban la cabeza á manera de clavos. Su papá estaba muy enfermo,
muy enfermo, y además muy disgustado y quejoso porque Segundo se había
enamorado de su mamá... De su mamá. ¡De ella no! ¡Ella, que guardaba
todas las flores de Segundo como reliquias!

Las penas de la infancia no conocen límite ni consuelo. Cuando se
tienen más años y se han corrido más tormentas y se ha visto con
asombro que el hombre puede sobrevivir á ciertos pesares y que la
bóveda del firmamento no se hunde cuando perdemos lo que amábamos,
entonces casi no existe la desesperación absoluta, patrimonio de la
primera edad. Para Victorina era evidente que su papá se moría y que
su mamá era muy mala... y Segundo un bribón... y que se acababa el
mundo... y que ella también, también se quería morir. Si á los once
años de edad fuese posible volverse el pelo blanco, Victorina se
cubriría de canas durante la noche en que el sufrimiento la hizo, de
niña, mujer, y de criatura indecisa, tímida, ruborosa, persona moral,
resuelta al mayor heroismo.

Tampoco Nieves gozó mucho los blandos favores del sueño. Las palabras
de su marido la dejaron meditabunda. ¿Sería mortal la enfermedad de don
Victoriano? ¡Tal vez sí! Estaba muy desmejorado el pobre... Y Nieves
experimentaba un comienzo de pena y reconcomio: señor, ¿quién duda que
ella quería á su esposo y temía su muerte? No sentiría por él un amor
grande, de los que las novelas pintan... ¡bah!... pero cariño, sí...
¡Ojalá que el mal fuese leve! ¿Y si no lo era?... ¿Y si se quedase
vi...? Ni aun mentalmente se atrevía á concluir la palabreja... Pensar
en eso, parece ya alimentar malos deseos... No, pero el caso es que
las mujeres, en efecto, al morírseles sus maridos, suelen quedarse
vi... ¡María Santísima! Debía ser una gran desgracia... Bien; ¿y _si
sucedía_? Segundo... ¡Jesús, qué desatino! De fijo que á él no se le
había pasado por la cabeza semejante absurdo... Los Garcías, unos
nadies... Y aquí volvía Nieves á repasar la parentela, el modo de vivir
de Segundo...

De buena gana haría novillos á la cita del día siguiente, porque su
marido andaba receloso, y era comprometido el lance, aunque en el lugar
designado para la entrevista siempre se podría achacar á casualidad el
encuentro... Y por otra parte, si faltaba, aquel Segundo tan apasionado
sería muy capaz de dar un escándalo, de ir á buscarla á su cuarto, de
entrar por la ventana.

Bien pensado, juzgó más prudente asistir, y rogar á Segundo... que...
que la olvidase... que por lo menos, no la comprometiese... Era lo
mejor.

Pasó Nieves la mañana en un estado de quebrantamiento tan grande, que
apenas comió; y, durante la comida, no miró ni una sola vez á Segundo,
temerosa de que su marido observase y sorprendiese entre ellos alguna
furtiva señal de inteligencia. Para mayor desgracia, Segundo, deseoso
de recordarla con los ojos su promesa, la miró aquel día más que de
costumbre: afortunadamente D. Victoriano parecía distraído por su
apetito desordenado de comer y beber. Acabada la comida, se retiraron
todos, como siempre, á descabezar la siesta. Nieves tomó el camino
de su cuarto. Encontró en él á Victorina, tendida sobre la cama. Por
precaución, la hizo preguntas.

—¿Vas á dormir la siesta, monina?

—Á dormir, no... Pero estoy á gusto así...

Miróse Nieves al espejo, y se vió descolorida. Se lavó los dientes, y
después de cerciorarse con una rápida ojeada de que también reposaba
su marido en el cuarto inmediato, se deslizó hasta el salón á paso
ligerísimo... Temblaba. Aquella atmósfera de tempestades y peligros,
grata para el ave marina, era mortal para el lindo pájaro doméstico.
No era vivir estar siempre así, escalofriada de terror y con la
sangre cuajada por el susto. ¡No era vivir, ni respirar!... Acabaría
por volverse loca: ¿pues no creía sentir pasos, como si alguien la
siguiese? Dos ó tres veces se paró, reclinándose desfallecida en las
paredes del corredor, prometiéndose á sí misma que no la cogerían en
otra.

Al entrar en el salón, se detuvo sobrecogida. ¡Estaba tan silencioso y
soñoliento, medio á oscuras, con las maderas casi cerradas,—que sólo
permitían el paso á un rayo de sol en que danzaban áureas partículas de
polvo,—con sus espejos narcotizados que tenían pereza de reflejar algo
en sus turbias lunas, con la modorra del asmático reloj, cuya esfera
parecía un rostro humano que la espiaba y tosía desaprobándola!...
De pronto sintió pisadas veloces, juveniles; y Segundo, audaz,
enloquecido, vino á caer á sus plantas, con los brazos enlazados en
torno de su cuerpo... Ella quería contenerle, avisarle, explicarle...
No se lo consintió el poeta, que pronunciaba tiernas exclamaciones de
gratitud y de pasión, y, ya en pie, la levantaba del suelo, con el
irresistible impulso amoroso que no calcula los actos.

Don Victoriano, al ver entrar en su aposento á la niña, blanca como
la cera, casi lívida, despidiendo fuego por los ojos, en una de esas
actitudes de horror que ni se fingen ni se imitan, saltó de la cama
donde, despierto, fumaba un puro... La niña le decía con voz ahogada:

—¡Ven, papá!... ¡Ven, papá!

¿Qué pasaría por la mente del padre? Jamás se supo el porqué siguió á
la niña, sin dirigirla ni una leve pregunta. En el umbral del salón,
detúvose el grupo... Nieves exhaló un chillido altisonante, y Segundo,
con hermoso arranque varonil y apasionado, la escudó con su cuerpo...
Defensa innecesaria ya. La figura de hombre detenida en la puerta no
amenazaba: lo que de ella infundía miedo, era cabalmente su actitud
de estupor y anonadamiento: parecía un cadáver, un espectro abrumado
de desesperación impotente. El rostro, más que amarillo, verde; los
ojos abiertos, nublosos y fijos; las manos y rodillas trémulas...
Aquel hombre hacía vanos esfuerzos para hablar; la parálisis empezaba
por la lengua: inútilmente intentaba revolverla en la boca, formando
sonidos... ¡Lucha horrible! Pugnaba la frase por salir de los labios,
y no salía: la faz, de lívida, pasaba á roja, congestionándose, y la
niña, abrazando la cintura de su padre, viendo aquel combate de la
inteligencia con los órganos, gritaba:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Se muere papá!

Nieves, sin osar acercarse á su marido, pero comprendiendo que en
efecto algo grave le sucedía, chilló también pidiendo socorro. Y fueron
apareciendo por las puertas Primo Genday en mangas de camisa, Méndez
con un pañuelo de algodón atado sujetando las orejas, _Tropiezo_ con
los pantalones á medio abrochar...

Segundo, silencioso, quieto en mitad de la sala, no sabía qué hacer
de su persona: el irse, era desairado; el quedarse... _Tropiezo_ le
sacudió:

—Anda, chico, volando á Vilamorta... Dile á Doroteo el del coche que
salga á Orense y traiga un médico de allá, el de más nombre... ¡Yo no
quiero este _tropieciño_! indicó guiñando un ojo.—Corre, disponte.

El _Cisne_ se acercó á Nieves, que derrumbada en el sofá, lloraba, con
su fino pañuelo apoyado sobre la boca.

—Me mandan á buscar un médico, Nieves. ¿Qué hago?

—¡Vaya usted!

—¿Vuelvo?

—No... déjeme usted por Dios... ¡Que venga, que venga el médico!—Y
sollozó más fuerte.

                   *       *       *       *       *

Por pronto que anduvo, hasta la madrugada del día siguiente no llegó el
facultativo á las Vides. Opinó que el caso no era extraordinario: la
diabetes suele terminar así, con parálisis seguida de derrame seroso:
una de las complicaciones más frecuentes en tan temible enfermedad...
Añadió que era conveniente trasladar á Orense al enfermo, con
precauciones. La traslación se hizo sin grandes dificultades, y
don Victoriano aún vivió unos días. Á las veinticuatro horas de su
entierro, Nieves y Victorina, rigurosamente enlutadas, salieron para la
corte.




                             [Ilustración]




                                 XXIII


Sobre Vilamorta ha caído el negro cortinaje del invierno. Llueve, y por
la calle principal y la plaza, empapadas y cubiertas de sucio barro,
sólo cruza, de tiempo en tiempo, algún campesino invisible bajo su capa
de juncos, jinete en un rocín cuyas herraduras baten el suelo y alzan
un chapoteo de fango. Ya no hay fruteras, por la plausible razón de
que tampoco hay fruta: todo está solitario, húmedo, enlodado y mohoso.
Cansín, con zapatillas, de orillo y bufanda, se pasea sin cesar ante su
puerta por evitar los sabañones; el Alcalde aprovecha un reducidísimo
soportal que hay frente á su casa para entretener la tarde, dando diez
pasos hacia arriba y diez hacia abajo, patear muy fuerte y calentarse
los pies; ejercicio sin el cual afirma que no digiere.

¡Ahora sí, ahora sí que la pobre villita está muerta! Ni agüistas,
ni forasteros, ni ferias, ni vendimias... Una paz, un abandono de
cementerio y una humedad tan terca, que deja rastros verdes en los
sillares de las casas en construcción. Las villitas así, en invierno,
son capaces de producir murria al más alegre: son la raíz cuadrada del
fastidio, la quintesencia del esplín, la desidia de peinarse, la pereza
de vestirse, la interminable noche, el aguacero terco, el frío lúgubre,
el aire color de ceniza y el cielo color de panza de burro...

En medio de aquella especie de sueño letárgico que duerme Vilamorta,
hay, sin embargo, unos seres felices, unos seres en la plenitud de
su ventura, aunque próximos á concluir su existencia del más trágico
modo: seres que, con sólo el instinto natural, han adivinado la moral
de Epicuro y la practican, y comen y hozan y se regodean, y no temen á
la muerte ni piensan en la inexplorada región cuyas puertas se abren
al morir; seres que gozan en recibir el agua llovediza en su estirado
pellejo; seres para quienes el lodo es baño deleitosísimo donde muy
gustosos se chapuzan y revuelcan, abandonando la incomodidad y estrecho
de sus cubiles y pocilgas. Ellos son, en esta época del año, dueños
y señores indiscutibles de Vilamorta: ellos, los que con sus fastos
y hazañas dan pábulo á la conversación de las boticas y entretienen
las veladas familiares, en que se discute su respectiva corpulencia
y se les estudia desde el punto de vista de sus cualidades propias,
trabándose acaloradas discusiones acerca de si la oreja corta ó larga,
el rabo bien enroscado, la pezuña más ó menos recogida y el hocico
más ó menos agudo, prometen carne más suculenta y grasa más copiosa.
Hácense comparaciones: el marrano del _Pellejo_ es soberbio como
tamaño, pero sus carnes de un rosa erisipelatoso y su bandullo inmenso
y fofo, delatan al cerdo de fibra muelle, mantenido con despojos de
tahona: cochino soberbio, el del Alcalde, cebado con castaña: algo más
chico, pero ¡qué jamones ha de tener! ¡qué jamones! ¡qué tocinos! ¡qué
lomos, que dan ganas de sentarse en ellos! Ese será el cerdo de la
temporada. Sin embargo, hay quien afirma que el superior, el soberano
marranil de Vilamorta, es la cerda de la tía Gaspara, la de García. Las
ancas de tan magnífico bestión parecen una carretera: ya ha estado á
punto de ahogarse con su propia gordura: sus glándulas mamarias tocan
con las pezuñas y besan el barro de la calle. ¿Quién puede calcular las
libras de grasa que rendirá, ni las morcillas que se llenarán con su
sangre y la longaniza que saldrá de sus asaduras?

Cesa de llover una semana; arrecia el frío; cae helada y la escarcha
se deposita en tersos cristales sobre las yerbas de los linderos y
endurece la tierra... Es la señal de la hecatombe, á la cual todos los
auspicios son favorables, pues además del frío, es cuarto creciente de
luna; que si fuese menguante, menguaría la carne muerta... Ha llegado
la hora de empuñar el cuchillo. Y en las largas noches de Vilamorta se
oyen á la hora menos pensada desaforados gruñidos: primero de furor,
que indican la impotente rabia de verse sujeto al banco, y revelan en
el enervado cerdo doméstico la prole del jabalí montés; luego de dolor,
cuando la cuchilla penetra al través de los tejidos; un grito casi
humano, de suprema agonía, cuando la hoja se hunde en el corazón; y,
por último, una serie de quejidos desesperados, que van debilitándose
al paso que la fuerza y la vida se escapan envueltas en el caliente
chorro sanguíneo...

Ocurría este drama espeluznante en casa del abogado García á las
once de una glacial y serena noche de Diciembre. Las niñas, locas de
gozo, muertas de curiosidad, se atropellaban alrededor del agonizante
cerdo, en cuyo corazón y garganta sepultaba el cuchillo el matachín,
de arremangados brazos. Segundo, encerrado en su dormitorio, tenía
delante pliegos de papel más ó menos emborronados... ¡Hacía versos!
Mas como llegase hasta él el ruido de la tragedia, soltó la pluma
con desaliento. Había heredado de su madre un profundo horror al
espectáculo de la matanza: á su madre solía costarle diez ó doce días
de padecimientos, en que no probaba bocado, asqueada por la vista de
la sangre, de los intestinos y vísceras, tan semejantes á intestinos
y vísceras humanas, por el olor groseramente aperitivo y excitante
del mondongo y de las especias, por las pingüedinosas moles de tocino
pendientes del techo... Aborrecía Segundo hasta el nombre del cerdo,
y en el estado enfermizo de su ánimo, en la excitación nerviosa que
le consumía, era para él no imaginado suplicio el no conseguir poner
el pie fuera de casa sin tropezarse, sin enredarse en los malditos y
repugnantes animales, ó ver, á través de las puertas entreabiertas,
trozos de sus cadáveres suspendidos en garfios. Todo Vilamorta
trascendía á muerte de cerdo, á vaho de mondongada. Segundo no sabía
ya dónde meterse, y se acuartelaba en su aposento con las puertas
y las ventanas bien cerradas, aislándose del mundo exterior, para
vivir con sus sueños y fantasías en un país donde no había marranos
y sólo existían pinares, flores azules, precipicios... ¡Insuficiente
precaución para librarse del tormento de aquella época brutal del año,
puesto que el drama de la glotonería y de la materia le asediaba allí,
en su misma casa!... El poeta cogió el sombrero y salió de estampía.
Necesitaba huir donde no oyese aquellos gruñidos, ni le envolviesen
aquellos olores. Pasó de largo por el zaguán, cerrando los ojos para
no ver, á la luz del candil que sustentaba una de las chiquillas, á la
tía Gaspara con su brazo de esqueleto desnudo hasta el codo, agitando
en un barreñón un líquido rojo y espumante. Al ver salir á Segundo,
las hermanas soltaron el trapo riéndose á carcajadas, y le llamaron
ofreciéndole regalos grotescos, innobles despojos del moribundo...

Leocadia no se había acostado: sentíase indispuesta, y dormitaba
envuelta en un gran mantón, transida de frío; prestamente abrió la
puerta á Segundo, preguntándole alarmada si le sucedía algo. Nada, á la
verdad... En casa de Segundo estaban matando el cerdo: noche toledana;
no le dejarían dormir... Hacía además tanto frío aquella noche... que
se encontraba no muy bien, así como pasmado... Que le hiciese una
tacita de café, ó mejor un ponche de ron...

—Las dos cosas, corazón. Enseguidita.

Recobró Leocadia su actividad y brío como por ensalmo. Pronto ascendió
de la ponchera la llama color de zafiro del ponche; á su reflejo
traidor, la cara de la maestra parecía muy demacrada. Faltábale aquel
aspecto saludable, aquel tono suyo, moreno caliente, como de corteza
de pan. La madurez femenina, la crisis fatal de los últimos años de
amor, se leía en el semblante empalidecido, en el brillo febril de
la mirada, en el cárdeno tinte de los labios. Sobre la prosa de sus
facciones vulgarísimas imprimía el dolor sello casi poético; como
había enflaquecido, resultaban mayores sus ojos; ya no era la mujerona
de buenas carnes, limpia y fresca de boca, que picada de viruela y
todo aún arrancaba al tabernero un requiebro bestial; abrasábala el
fuego interior de una pasión imperiosa, exigente, incoercible; la
pasión postrera, la más poderosa, la que ni vence la razón, ni borran
los años, ni puede cambiar de objeto; la que hinca sus garras en las
entrañas y no suelta la presa sino cuando ya la ha matado.

Y tenía esta pasión tan extraño carácter, que siendo insaciable,
volcánica, desesperada, lejos de dictar á Leocadia actos de violencia y
arrancarle rugidos de leona, le inspiraba una abnegación y generosidad
sin límites, suprimiéndole por completo el egoísmo. Horribles habían
sido para ella los días del verano, las vendimias, todo el tiempo en
que apenas veía á Segundo, en que le constaba que no se acordaba de
ella, que se consagraba á otra mujer; ¡y sin embargo, ni salió de su
boca una palabra de celos, ni un reproche, ni le pesó de haber dado
á Segundo el dinero; y al ver al poeta era su alegría tan franca,
tan grande, que borraba como por magia todos los sufrimientos y los
compensaba con creces!

Ahora existía un motivo más para que ella se desviviese por el poeta.
Tampoco él andaba bueno. ¿Qué le dolía? Ignorábalo él mismo. Mal del
espíritu, nostalgia, murria, ahogo producido en sus pulmones de soñador
por el mezquino ambiente que respiraba... Constante inapetencia,
negra melancolía, el estómago fatigado, los nervios como cuerdas de
guitarra... Y no era su pasión por Nieves como la de Leocadia, de esas
que absorben el ser todo, interesan el corazón, atenacean la carne y
subyugan el alma; Nieves sólo vivía en su cabeza, en su amor propio,
en sus facultades líricas, en sus desvaríos románticos, generadores
eternos de la ilusión. Nieves encarnaba en forma visible, gentil y
halagüeña, sus ansias de gloria, su ambición artística.

Leocadia sirvió el ponche y el café, y como le temblaba la mano de
placer y emoción, dejó caer el líquido hirviente, quemándose un poco;
mas no hizo caso de la quemadura y siguió tan solícita, cuidando,
como siempre, de que todo estuviese á la perfección. Para hablar con
el poeta de algo que le agradase y divirtiese, le preguntó por el
tomo de poesías que traía entre manos y debía extender su fama lejos
de Vilamorta así que se imprimiese en Orense... Segundo no se mostró
entusiasmado con tal perspectiva.

—En Orense, mujer... en Orense... ¿Sabes que he mudado de idea? Ó lo
imprimo en Madrid... ó no lo imprimo: poco perderán con eso las musas
españolas.

—¿Y por qué no te gusta ya imprimirlo en Orense?

—Verás... Le sobra razón á Roberto Blánquez, que me lo aconseja desde
Madrid... Ya sabes que ahora Roberto está allá, empleado... Dice que
las obras impresas en provincias no las lee nadie; que él ha visto el
desprecio con que se miran allí las que traen pie de imprenta de fuera
de la corte... Que además aquí tardan un siglo en imprimir un tomo, y
salen plagados de erratas, y con una forma tan fea... En fin, que no
gustan... Y para eso...

—Pues á Madrid con el libro; ¿qué importa?

—Chica... Roberto me asusta con los precios de las ediciones... Parece
que la broma cuesta un ojo de la cara... No hay editor que compre
versos, ni siquiera que vaya á medias con el autor...

No contestó Leocadia, limitándose á sonreír. Tenía la salita aspecto de
íntimo bienestar: aunque el invierno había despojado de sus encantos
al balcón, poniendo amarillas las albahacas y mustios los claveles,
allí dentro el gorgoteo de la cafetera, el vaho alcohólico del ponche,
la quietud, el solícito cariño de la maestra, todo parecía templar y
suavizar el ambiente. Segundo sentía apoderarse de su cuerpo un sopor
grato.

—¿Me das una manta de tu cama? dijo á la maestra. Hoy en mi casa no hay
medio de descansar, mujer... Yo reposaría un poco aquí en este sofá.

—Tendrás frío.

—Estaré en la gloria. Anda.

Leocadia salió y volvió arrastrando con gran esfuerzo un objeto pesado,
enorme: un colchón. Después trajo la manta; luego, fundas. Total, una
cama de veras. Para lo que faltaba, las sábanas no más... ¡Bah! También
las trajo.




                             [Ilustración]




                                 XXIV


No vaciló Leocadia al día siguiente. Sabía ya el camino y fué derecha á
casa del abogado. Éste la recibió con el entrecejo fruncido. ¿Pensaban
que fabricaba moneda? Leocadia ya no tenía bienes que empeñar; los que
llevaba valían tan poca cosa... Si se resolvía á hipotecar la casa, él
hablaría con su cuñado Clodio que tenía ahorros y ganas de una finca
así... Leocadia exhaló un suspiro de pena. Sucedíale lo contrario que
á los campesinos: ningún apego á los terrones; ¡pero la casita! ¡Tan
limpia, tan mona, tan cómoda, hecha á su gusto!

—Psh... con abonar el importe de la hipoteca... la recobra usted en
seguida.

Dicho y hecho. Clodio aflojó la mosca, lisonjeado con la esperanza
de adquirir por la mitad de su valor un nido tan cuco, donde acabar
su vida solterona. De noche, Leocadia pidió á Segundo que le enseñase
el cuaderno de sus poesías y le leyese algunas. Hablábase mucho allí,
con reticencias y alusiones trasparentes, de ciertas flores azules, de
las voces de un pinar, de un precipicio y de otras varias cosas que
bien entendía Leocadia no eran inventadas, sino que tenían su clave en
pasados y para ella misteriosos acontecimientos. La maestra adivinó
una historia de amor, cuya heroína sólo podía ser Nieves Méndez. Pero
lo que no podía entender ni explicarse, era cómo estando ya la señora
de Comba viuda y libre parar premiar el amor de Segundo, no lo hacía
inmediatamente... Los versos revelaban profundo desaliento, ardiente
delirio amoroso y amargura muy honda... ¡Ahora comprendía Leocadia
las tristezas de Segundo, su decaimiento, su pasión de ánimo! ¡Cuánto
padecería allá por dentro! Los poetas, á fuer de tales, deben sufrir
más y con más crueles torturas que el resto de los humanos... No cabía
duda: aquella ausencia, aquellos recuerdos estaban matando á Segundo
lentamente... Leocadia no sabía por dónde empezar la conversación.

—Mira, oye... Esos versos son preciosos y merecen que los impriman con
letritas doradas... Casualmente, chico, estos días he recogido unos
cuartos de Orense... ¿Sabes qué he pensado la otra noche, mientras tú
dormías en la camita que te armé? Que era mejor irlos tú á imprimir en
persona... Allá... á Madrid...

Con gran sorpresa vió nublarse el rostro de Segundo. ¡Ir él á Madrid
ahora! Imposible: era preciso antes saber algo de Nieves... La trágica
escena final de sus amoríos, el desenlace de la repentina viudez,
todo alzaba entre los dos una valla difícil de salvar... Nieves era
rica... y hoy Segundo, al presentarse en su casa, al caer á sus pies,
no sería el enamorado que pide pasión, sino el aspirante á marido...
que alega derechos anteriores, y fundado en ellos aspira á reemplazar
al difunto... Y Segundo, que había aceptado dinero de Leocadia, sentía
que su orgullo se sublevaba á la idea de que Nieves pudiese tomarle
por un especulador, ó desdeñarle por oscuro y pobre... ¿Pero no le
amaba Nieves? ¿No se lo había dicho? Entonces ¿cómo no trataba de saber
de él? Es verdad que tampoco él intentaba comunicarse con la bella
viuda, ni refrescar sus recuerdos... Es que temía hacerlo sin arte,
sin oportunidad, y abrir la herida causada por el fallecimiento del
esposo...

El tomo de versos... ¡Excelente idea! El tomo de versos era el único
medio de volver á la memoria de Nieves en bella forma, llevado en
alas del aplauso público... Si aquel tomo se leía, se elogiaba,
gustaba, conquistaba á su autor una reputación, desaparecería entre
él y Nieves toda diferencia social que pudiese hacer absurdas sus
pretensiones... ¡Casarse!... pensaba Segundo... Lo del casamiento le
parecía secundario... Que Nieves le amase... No bodas, amor pedía él.
En la misma mesita de Leocadia escribió á Roberto Blánquez dándole
instrucciones, y preparó el manuscrito para certificarlo y le puso el
índice y la portada, con el impaciente júbilo del que, olfateando la
suerte, compra un billete de lotería...

Así que él se retiró, quedóse Leocadia profundamente preocupada.
¡Segundo no quería ir _allá_! Entonces... El relámpago de ventura
que cruzó ante sus ojos con la idea de que Segundo echase raíces en
Vilamorta, lo apagaron dos pensamientos: uno, que Segundo allí se
secaría de tedio; otro, que ella no podría facilitarle mucho tiempo
ya lo que necesitara... Hipotecar la casa, era quemar el último
cartucho... ¿Qué hipotecaría después? ¿Su propia persona? Y sonrió con
tristeza.

En el corredor resonaban los gruesos zapatos del olvidado jorobadito,
que iba en busca del lecho, donde Flores tardaría poco en arrullarle
con sus solecismos y letanías bárbaras. La madre suspiró. ¿Y aquel ser,
aquel ser que no tenía más sostén que ella? ¿De qué viviría? Cuando su
madre, arruinada del todo, no le pudiese dar ni cama, ni alimento ¿qué
mudo y continuo reproche sería para ella la presencia del infeliz? Y
¿cómo le hacía trabajar?...

¡Trabajar! Esta palabra le recordó algunos planes, ya madurados en esas
noches de desesperación é insomnio en que pasamos revista á nuestra
vida entera y trazamos nuevas combinaciones y recorremos mentalmente
todos los caminos posibles... Claro está que Minguitos no servía para
el trabajo material de la tierra, ni para hacer zapatos, ni para moler
chocolate como aquel buen mozo de Ramón; pero sabía leer y escribir,
y en cuentas, con poco que Leocadia le repasase, sería un prodigio...
Estar detrás de un mostrador no mata á nadie: atender al que llega,
contestarle, cobrar, apuntar lo vendido, más son ocupaciones divertidas
y que espacían el ánimo, que labores molestas... ¡Así se distraería el
jorobadito, y perdería un poco el horror á la gente, el miedo á que se
riesen de él!

Dos años antes, Leocadia habría insultado á quien le propusiese
apartarse de su niño, robarle el calor de sus brazos amantes. ¡Ahora,
la solución de hacer de él un dependientito de comercio le parecía
tan sencilla y natural! Algo, sin embargo, latía aún en el fondo de
su corazón de madre; unas fibrillas muy pegadas todavía al alma, que
sangraban, que dolían... Á arrancarlas pronto. Todo era por bien del
chico, por hacerle hombre, para que hoy ó mañana...

Celebró Leocadia dos ó tres conferencias con Cansín, que tenía en
Orense un primo, dueño de un establecimiento de paños; y Cansín,
encareciendo mucho su alta influencia y la importancia del favor, dió
á la maestra una carta de recomendación eficaz. Fué Leocadia á la
capital, vió al patrón, y estipularon las condiciones de la admisión
de Minguitos. Le mantendrían, le lavarían la ropa, y le harían algún
traje de los retales de paño que quedasen por el almacén... Pagar no le
pagarían nada, hasta que supiese bien el oficio, allá á la vuelta de
un par de años... ¿Y era muy jorobado? porque eso le gusta poco á la
clientela... ¿Y era honradito? Nunca le había cogido á su madre dinero
de los cajones, ¿verdad?

Leocadia volvió con el alma empapada en acíbar. ¿Cómo se lo decía á
Minguitos y á Flores? ¡Sobre todo á Flores! Imposible, imposible:
armaría un escándalo que alborotase á la vecindad... Y había prometido
llevar á Minguitos sin falta á su puesto el lunes próximo... Ideó una
estratagema. Afirmó que estaba en Orense una parienta suya, y que le
llevaba el niño para que le conociese: pintó la expedición con risueños
colores, á fin de que Minguitos creyese que iba á divertirse... ¿No
tenía ganas de ver otra vez á Orense? Pues es un pueblo magnífico:
ella le enseñaría las Burgas, la Catedral... El niño, con su horror
instintivo á los sitios públicos, al trato con hombres, meneaba
tristemente la cabeza; y en cuanto á la vieja criada, como si algo
rastrease, estuvo furiosa toda la semana. Cuando llegó el domingo y
se metieron madre é hijo en el coche, al subir al estribo, Flores se
arrojó al cuello de Minguitos y le dió un abrazo trémulo y senil de
abuela chocha, babándole el rostro con el besuqueo de sus arrugados
labios... Después se pasó el día sentada en el umbral de la casa,
murmurando en alta voz palabras de sorda cólera ó de cariñosa lástima,
apretándose la frente con ambas manos, en desesperado ademán.

Leocadia, ya en el coche, trató de convencer á su hijo y le describió
la buena vida que le esperaba en aquel precioso establecimiento,
situado en lo más céntrico de Orense, tan entretenido, donde tendría
poco trabajo y la esperanza de ganar, hoy ó mañana, algún dinerito
suyo... Á las primeras palabras, el niño fijó en su madre los ojos
atónitos, en los cuales, poco á poco, la inteligencia se abrió
paso... Minguitos solía comprender á media palabra. Bajó la cabeza y,
arrimándose á su madre, se recostó en su regazo. Como callaba, Leocadia
le preguntó:

—¿Qué tienes? ¿Te duele la cabeza?

—No... déjame dormir así... un poquito... hasta Orense.

Permaneció, en efecto, quieto y callado y al parecer, dormido, acunado
por el traqueteo del coche y el ruido ensordecedor de los cristales. Al
llegar á la ciudad, Leocadia le tocó en el hombro:

—Ya estamos...

Saltaron del coche y sólo entonces notó Leocadia que tenía el regazo
húmedo y que allí donde se había apoyado la frente del niño, resbalaban
sobre el merino negro dos ó tres irisadas gotas de agua... Pero al
verse entre gente desconocida, en el lóbrego almacén, abarrotado de
piezas de paño oscuro, la actitud del jorobado dejó de ser resignada:
cogióse á su madre con desesperado impulso, exhalando un solo grito,
resumen de todas sus quejas y afectos:

—¡Maaamá... maaamá!...

Aquel grito aún lo oía dentro de su corazón Leocadia cuando, de regreso
á Vilamorta, vió á Flores que la acechaba en la puerta. Acechar es
la palabra exacta, pues Flores se lanzó sobre ella como un perro de
presa, como una fiera que reclama y exige su cría. Y lo mismo que el
hombre furioso arroja contra su adversario cuanto á mano encuentra, así
Flores derramó sobre Leocadia toda clase de denuestos, de bárbaras y
desatinadas injurias, gritándole con su voz balbuciente de vejez y odio:

—¡Ladrona, ladrona, infame! ¿Dónde tienes á tu hijo, ladrona? ¡Anda,
borracha, mala mujer, anda á beber licores... y tu hijo puede ser que
se esté muriendo de hambre! Perdida, loba, falsa, ¿y el chiquillo?
¿Dónde está, ángel de Dios? ¿Dónde lo tienes, bribona, que rabiabas
por librarte de él para quedarte con el otro señorito de morondanga?
¡Loba, loba, que aun las lobas quieren á los hijos! ¡Loba, lobona...
si tuviese un fusil, tan cierto como estoy aquí que te cazaba con
perdigones!

Pálida, con los ojos enrojecidos, Leocadia extendió las manos para
tapar la boca á la frenética vieja: pero ésta, con sus desdentadas
encías, apretó aquellas manos, dejando en ellas la baba de su cólera; y
mientras la maestra subía la escalera, la vieja iba detrás, fatídica,
murmurando en voz sorda:

—Nunca bien te ha de querer Dios, loba... Dios te castigará y la
Virgen Santísima... Anda, anda, regodéate porque hiciste tu voluntad...
Maldita seas, maldita seas... maldita, maldita...

La maldición estremeció á Leocadia... La casa, con la ausencia de
Minguitos, parecía un cementerio: Flores no había preparado comida, ni
encendido luz... Leocadia, sin ánimos para hacerlo, se echó en la cama
vestida, y más tarde se desnudó y acostó sin probar bocado.




                             [Ilustración]




                                  XXV


¡Con qué interés leía Segundo las cartas de Roberto Blánquez, durante
aquella temporada en que le daba noticias de su libro! Roberto tenía
algunos años más que el _Cisne_: no tantos que les impidiesen haber
sido muy amigotes allá cuando estudiantes; pero suficientes para que
Blánquez conociese algo más el mundo y pudiese servir al poeta de guía
y mentor. También Blánquez había tenido su época de _cisne_, rimando
versos gallegos; ahora se dedicaba á la prosa de un humilde empleíllo
y hacía artículos de carácter administrativo; Madrid le ilustraba;
y con la penetración natural é ingénita en quien tiene en sus venas
sangre gallega de las rías, iba conociendo la vida práctica...
Profesaba á Segundo fanática admiración y cariño verdadero, de esos
que se forman en las aulas y duran siempre. Segundo le escribía con
absoluta confianza: unas primas de Blánquez eran amigas de la madre de
Nieves Méndez, y por tal conducto sabía el poeta algo de su dama. No
ignoraba Blánquez los episodios del verano. Y solía dar en los primeros
tiempos, noticias muy satisfactorias. «Nieves vive retiradísima... Me
enteraron mis primas... Apenas sale sino á misa... La niña no está
buena... Dicen los médicos que es el desarrollo... La van á llevar á un
convento del Sagrado Corazón, para educarla. ¡La madre dicen que está
guapa, chico! Parece que quedaron muy bien de intereses... El libro
no tardará ya mucho... Ayer escogí el papel para la tirada, y el de
los cien ejemplares de lujo en papel de hilo... Los caracteres serán
elzevirianos, que es lo más de moda... La portada... ahora se hacen
preciosas á seis tintas... ¿Quieres que represente una cosa bonita,
algo alegórico?»... Así por este estilo eran las cartas de Roberto,
manantial de ensueños, alimento único de la fantasía de Segundo en
aquel largo invierno, tétrico y oscuro, en aquel ignorado rincón, en la
prosa de su casa, en los recuerdos de su malograda empresa amorosa.

Corría Marzo, mes ambiguo, de agua y sol, en que ya la primavera se
anuncia con abundancia de violetas y prímulas, y el frío empieza á
disminuir, y por el cielo, de un azul de acuarela, flotan como girones
de lino blancas nubes, cuando Segundo recibió esa cosa inefable, que
hace palpitar de júbilo y de ansiedad y de inexplicable temor el
corazón del hombre; esa cosa sólo comparable, por las sensaciones que
produce, al hijo primogénito recién nacido; ¡el primer libro impreso!
¡Parecíale un sueño que estuviese allí el libro, allí, delante de sus
ojos, en sus manos, con la cubierta blanca satinada donde el dibujante
había entrelazado graciosamente, alrededor de un grupo de pinos,
unos cuantos tallos floridos de _no me olvides_; con su papel color
garbanzo, que hacía parecer antigua y rancia la edición, y encabezadas
las composiciones con tres misteriosos asteriscos! Al ver allí sus
versos, limpios de borrones, nítidos, correctos, con el pensamiento
destacado por la enérgica negrura de la tinta sobre la página clara,
daban ganas de creer que habían nacido así, tan fáciles y con tan
adecuados consonantes y sin enmiendas ni ripios.

Á Leocadia la conmovió el libro, más todavía que al autor. Rompió la
maestra en copioso llanto de gozo. ¡Era la gloria de su poeta, obra
suya en cierto modo! Por dos ó tres días anduvo contentísima, olvidando
las malas nuevas que le traía Flores de Orense todos los domingos; de
Orense, adonde Leocadia no se atrevía á ir por temor de ceder á los
ruegos, y ablandarse ante las súplicas del niño, pero donde latían
aquellas fibrillas de su corazón que aún destilaban sangre, y que
Flores torturaba con el relato de los sufrimientos de Minguitos, cada
vez más desmejorado, siempre quejándose de que en el almacén se mofaban
de él y le echaban en cara su joroba.

¡Enigmas del corazón humano! Segundo, que desdeñaba el lugar de su
nacimiento; que creía y no se equivocaba, que en Vilamorta no existía
persona alguna capaz de aquilatar el mérito de una poesía, no pudo, sin
embargo, dejar de ir una noche á casa de Saturnino Agonde, y sacando
negligentemente del bolsillo el tomo, echarlo sobre el mostrador
diciendo con fingida indiferencia:

—¿Qué te parece esta impresión, chico?

Al punto se arrepintió de semejante debilidad, tantas fueron las
tonterías y patochadas que el elegante tomo inspiró á la irreverente
tertulia, ¡Nunca lo hubiera enseñado! En fin, él se tenía la culpa.
¡Si el público no le trataba mejor que sus conciudadanos!... Nunca es
dueño el hombre de prescindir por completo de la atmósfera que respira:
siempre ha de interesarle aquel horizonte que ve. Por poca importancia
que concediese Segundo al dictamen de los vilamortanos, y aunque
ciertamente su aprobación no lograría enorgullecerle, su inepta befa
le ulceró y enconó el alma... Retiróse á su casa lastimado y dolorido.
Pasó una noche febril, de esas noches en que se conciben magnos
proyectos y se adoptan resoluciones decisivas.

Las condensaba en su carta á Blánquez... Este no contestó á vuelta
de correo: pasaron días y días, y Segundo fué todas las mañanas á la
estafeta, recibiendo siempre la misma respuesta lacónica... Por fin le
entregaron una carta voluminosa, certificada.




                             [Ilustración]




                                 XXVI


Al abrirla cayeron varios números de periódicos, donde señalados con
una cruz de tinta estaban los párrafos en que se hablaba del libro
recién impreso, del tomo de poesías titulado _Cantos nostálgicos_, que
tal nombre dió en la pila Segundo á sus renglones desiguales.

Venía también una carta de Roberto, de cuatro carillas... Era su
contenido tan importante para Segundo, de tal manera había de pesar y
ejercer influencia en su porvenir lo que aquellas letras contuviesen,
que las dejó á un lado, temeroso, sin saber por qué, de leerlas,
queriendo dilatar lo que tanto deseaba... Veía la carta abierta, y le
saltaban á los ojos ciertos nombres, ciertas palabras repetidas...
Allí se nombraba muchas veces á la viuda de Comba... Para dominar su
turbación, puramente nerviosa, recogió los periódicos, y se determinó á
leer antes lo que traía la señal de la cruz... Recorrió el via-crucis,
en toda la extensión de la palabra.

_El Imparcial_ daba un estrepitoso bombo al país gallego, y para
probar que en él nacen poetas con la misma facilidad que exquisitas
pavías y bellísimas flores, citaba, sin nombrarle, al autor de _Cantos
nostálgicos_, lindo tomito acabado de poner á la venta. Y ni una línea
más, ni una apreciación crítica, ni un leve indicio de que nadie, en la
redacción del popular diario, se hubiese tomado el trabajo de cortar
las páginas del tomo. _El Liberal_, mejor informado, aseguraba en tres
renglones que los _Cantos_ revelaban en su autor gran facilidad para
versificar. _La Época_, en lo más rezagado de su sección de _Libros
nuevos_, alababa la elegancia tipográfica del libro; no aprobaba el
sabor romántico del título y la portada; y, de refilón, lamentaba, que
la musa del poeta fuese la _infecunda nostalgia_, habiendo por ahí
tantas cosas sanas, alegres y fecundas que cantar. _El Día_...

¡Ah! Lo que es en _El Día_ le pegaban á Segundo un varapalo en regla;
pero no de esos varapalos sañudos, intencionados, enérgicos, en que
se toma la vara á dos manos para deslomar á un adversario fuerte y
temible, sino un latigazo de desprecio, un capirotazo con la uña,
como el que se da á un insecto cuando molesta; una de esas críticas
sumarias, que el crítico no se toma el trabajo de fundar y razonar
por ser tan evidente lo que dice, que no requiere demostración: una
ejecución capital por medio de dos ó tres chistes, pero de las que
acaban con un autor novel, le hunden, le relegan para siempre á los
limbos de la oscuridad... Venía el crítico á decir que hoy, cuando
los versos magistrales carecen de lectores, es lástima grande hacer
gemir las prensas con rimas de inferior calidad; que hoy, cuando
Becquer pertenece ya al número de los semidioses de la poesía, habiendo
ingresado en el panteón de los inmortales, es pecado que se le falte
al respeto imitándole torpemente, y estropeando y contrahaciendo sus
pensamientos mejores; y por último, que es de sentir que jóvenes
muy estimables, dotados quizás de felicísimas disposiciones para el
comercio ó para las carreras del notariado y farmacia, gasten el dinero
de sus papás en ediciones lujosas de versos que nadie comprará ni
leerá...

Debajo de tal filípica había escrito de su puño y letra Roberto
Blánquez: «No hagas caso de este animal. Lee mi artículo».

Con efecto, en un periódico oscuro y subterráneo, de esos innumerables
que ven la luz en Madrid sin que Madrid los vea, Blánquez vertía y
desahogaba toda la bilis de su amistad y patriotismo herido, poniéndole
al crítico las peras á cuarto, encareciendo el libro de Segundo y
declarándolo digna pareja del de Becquer, sólo que un poco más dulce,
un poco más soñador y melancólico todavía, á fuer de hijo de un país
hermoso cuanto desventurado, un país más bello que Andalucía, que Suiza
y que todos los países bellos del orbe: acabando por decir que, si
Becquer hubiese nacido en Galicia sentiría, pensaría y escribiría como
EL CISNE DE VILAMORTA.

Segundo cogió el manojo de periódicos y, mirándolo un rato con los ojos
fijos y el gesto torvo, hízolo al fin pedazos, primero grandes, luego
chicos, luego más chiquitos aún, que lanzó por la ventana y fueron
á caer revoloteando, á manera de simbólicas mariposas, ó plateados
pétalos de la flor de la ilusión, al charco de lodo más inmediato...
Segundo sonreía con amargura. Allá va la gloria... pensó. Ahora... creo
que ya estoy más sereno... ¡Vamos á leer la carta!...

Lo importante de ésta son ciertos trozos... adicionados con los
comentarios que no en voz alta, sino mentalmente, hace el lector.

«Estuve, según tu encargo, en casa de la viuda de Comba, á entregarle
el ejemplar que me remitiste tan cerradito y tan selladito...—¡Claro!
Llevaba dentro una dedicatoria que no me gustaba que viese _ella_
que podías haberla leído _tú_...—Tiene una casa preciosa, con mucha
cortina de seda y flores naturales.—Todo, todo lo suyo es así,
delicado y bonito...—Pero tuve que ir dos veces ó tres antes de que me
recibiese, porque siempre era mala hora...—No recibirá ella á dos por
tres al primero que se presente...—Por último, me recibió con un sin
fin de etiquetas y cumplidos... Está muy guapa de cerca, aún más que
de lejos; y parece mentira, chico, que tenga una niña de doce años:
ella representa, lo más, veinticuatro ó veinticinco...—¡Qué cosas me
cuenta á mí Roberto!—Pues nada, en cuanto le dije que iba de parte
tuya...—¡Á ver!—se puso... ¿cómo te diré yo?—¡Ruborizada!—disgustada
y sobresaltadísima, chico; y además, tan seria, que yo me quedé
volado y sin saber qué hacer...—¡Infame! ¡Infame! Temía que yo...
Á ver, concluyamos, concluyamos...—No quiso recibir el libro por
más instancias que le dirigí...—¡Pero esto no se concibe! ¡Ah, qué
mujer!...—porque asegura que le recordaría mucho este país, y el
fallecimiento de su esposo, que Dios haya; y por consiguiente, te ruega
que la dispenses...—¡Miserable!—de abrir el paquete... y de leer tus
versos... y te da las gracias...—¡Ja, ja, ja!—¡Bravo! ¡Gran actriz!

»Yo, á pesar de todo, como tú me encargabas expresamente que se lo
entregase, me propuse no volver á casa con él, y saludándola y tomando
el sombrero dejé tu paquetito sobre un mueble; pero al día siguiente
por la mañana ya lo tenía en casa, cerrado, lacrado, intacto...—Y yo no
la arrojé al Avieiro aquel día en que nuestras bocas... ¡Estúpido de
mí! En fin, acabemos...

»Ante esta conducta de la viudita, conjeturo que tú debes haber
inventado todo aquello del precipicio y del balcón... me lo contarías
para guasearte conmigo... ó como eres así, tan loco, soñaste que
te sucedió, y confundiste el sueño con la realidad...—Hace bien en
mofarse.—De todos modos, chico, si la viuda te interesaba, no pienses
más en ella... Sé de fijo, por mis primas, que lo saben con certeza por
su padre, que al acabarse el luto se casa con un marqués de Cameros,
que tuvo distrito en Lugo...—Sí, sí... comprendido.—La cosa no va de
broma: ya le están bordando, según dicen mis primas, sábanas con corona
de marquesa...»

La carta fué desgarrada con más lentitud que los periódicos, en trozos
más menudos, casi en polvillo de papel... Con los restos hizo Segundo
una bolita, y la despidió briosamente para que se hundiese muy adentro
en el charco de lodo... ¡Es el amor!... pensó, riéndose á carcajadas.

Comenzó á pasearse por la habitación, primero con cierta monótona
regularidad, después con desasosiego y furia. Clara, la hermana mayor,
entreabrió la puerta del cuarto.

—Dice la tía Gaspara que vengas.

—¿Á qué?

—Á comer.

Segundo tomó su sombrero, y se lanzó á la calle, dirigiéndose á las
orillas del río, presa del furor que las necesidades diarias de la vida
causan á los que sufren algún violento choque moral, un desengaño.




                             [Ilustración]




                                 XXVII


¡Qué paseo el suyo por las húmedas y encharcadas márgenes del Avieiro!
Iba unas veces de prisa, sin causa alguna que le obligase á acelerar
su marcha, y otras, también sin motivo, se paraba, quedándose con los
ojos clavados en algún objeto; pero, en realidad, no viéndolo poco ni
mucho... Un remordimiento, un pesar roedor, le mordía el corazón cuando
recordaba el pasado: así como al naufragar un buque cada náufrago
lamenta especialmente la pérdida de un objeto que á todos prefería, así
Segundo, del ayer desvanecido ya, sólo echaba de menos un instante;
un instante que quisiera á toda costa revivir; el del precipicio; el
momento en que pudo conseguir digna y gloriosa muerte, arrastrando
consigo al abismo la noble carga de sus ilusiones, y el cuerpo de una
mujer que sólo en aquel minuto inolvidable pudo amarle de veras...

¡Cobarde entonces y cobarde hoy! pensaba el poeta, llamando en su ayuda
desesperadas resoluciones, y no encontrando el valor indispensable para
abrazarse de una vez al agua fría y fangosa... ¡Qué horas! Borracho
de dolor, se sentó en las piedras, á la orilla del río, mirando con
idiota fijeza cómo las gotas de agua de lluvia, al ir cayendo en
diagonal del cielo gris, hacían en el río unos círculos que trataban
de prolongarse, y no lo conseguían, porque otros infinitos círculos
iguales se tropezaban con ellos, y se mezclaban, y se deshacían, y
se renovaban incesantemente, y volvían á nacer, y á confundirse,
marcando en la sobrehaz del río unos dibujos ondulantes, muy parecidos
á esa labor de la plata que llaman _guilloché_... No notaba siquiera
el poeta que aquellas mismas gotas que sobre el Avieiro rebotaban
espesas y frecuentes, descargaban también sobre su sombrero y hombros,
escurrían á la frente, se introducían por el cuello, se colaban entre
la ropa y la carne. Lo observó así que la demasiada frialdad le hizo
estremecerse, levantarse y tomar á tardo paso el camino de su casa,
donde ya todo el mundo había comido y nadie le ofreció una taza de
caldo.

Á los dos ó tres días se le declaró una fiebrecilla, ligera al pronto,
luego más grave. _Tropiezo_ la calificó de _gástrica_ y _catarral_; la
sinceridad obliga á decir que le administró remedios no enteramente
desacertados: esto de las fiebres gástricas y catarrales es para los
médicos practicones una bendición de Dios, un campo glorioso donde
suelen contar por victorias las jornadas; un camino trillado en que no
corren riesgo de extraviarse. Por allí no se irá al desconocido polo de
la ciencia, pero al menos no se va tampoco á despeñadero alguno...

Salía _Tropiezo_ una noche de visitar á Segundo, é iba muy arrebujado
en su bufanda. Á la puerta misma del abogado, de entre la sombra que
proyectaba el paredón contiguo, se destacó una mujer, en pelo, vestida
con una bata vieja. Lo claro de la noche permitió á don Fermín ver sus
facciones, y no sin trabajo reconoció á Leocadia, tal estaba la pobre
maestra de desfigurada, mudada y envejecida. Se leía en su semblante la
más viva ansiedad cuando preguntó al médico:

—¿Y qué tal, don Fermín? ¿Cómo le va á Segundo?

—¡Ah! Buenas noches, Leocadia... Sabe que al pronto no me hacía yo
cargo... Bien, mujer, bien; no se apure. Hoy mandé que le diesen ya un
pucherito y una sopa... No valió nada la cosa: una mojadura... Pero
el rapaz es algo caviloso, y le entró tal tristeza y tal abatimiento,
que pensé que nunca iba á volverle el apetito... En este tiempo hay
que abrigarse: tenemos un día bueno y luego, cuando menos se piensa,
carga el agua y el frío otra vez... ¿Y V. cómo lo pasa? Me dijeron que
tampoco andaba buena... Hay que cuidarse, mujer.

—Yo no tengo duda, don Fermín.

—Pues más vale así... ¿Noticias del rapaz?

—Allá por Orense... el pobre... No se acostumbra.

—Ya se irá acostumbrando. Ya se ve... estaba hecho á los mimos... Vaya,
Leocadia, abur. Váyase á su casa, mujer, váyase á su casa.

Don Fermín se alejó, subiéndose la bufanda hasta la nariz. Aquella
mujer estaba loca: ¡pues no le había dado poco fuerte el cariño! ¡Y
qué deshecha, qué acabada en meses! Las viejas aún se enamoran más que
las rapazas. Él había estado prudente, muy prudente, en no contarle
los planes nuevos de Segundo... ¡Era capaz de allanar la casa si tal
supiese! No, silencio, silencio. En boca cerrada no entran moscas.
Que lo averiguase por otro lado, por él no. Y con tan sanas ideas y
honrados propósitos, _Tropiezo_ llegó á la tertulia de Agonde, y al
cabo de un cuarto de hora de sesión desembuchó la nueva. Segundo
García se marchaba á América á probar fortuna. Así que sanase del todo,
por supuesto... Iría á la Coruña á tomar el vapor.

Fué ocasión propicia para que la tertulia en pleno lamentase una vez
más el fallecimiento de D. Victoriano Andrés de la Comba, protector
y padre de todos los vilamortanos sin colocación, diputado útil y
agente infatigable de la comarca... Á vivir él, no se iría seguramente
un muchacho de tanto mérito, un poeta—aquella noche toda la tertulia
convenía en que Segundo tenía mérito y era poeta—á cruzar los
procelosos mares en busca de una posición decente... Pero desde que
le faltaba D. Victoriano, Vilamorta carecía de eco en las regiones
del favor y la influencia, pues el señorito de Romero, actual dueño
del distrito, pertenecía á la raza de los diputados dóciles que no
se imponen al Gobierno, que acuden á votar cuando se les llama, y se
tasan á bajo precio, cotizándose apenas al de unos cuantos estanquillos
y media docena de credenciales por legislatura... Agonde se desquitó
aquella noche, espaciándose por el terreno de su conversación
favorita, que era renegar del funesto influjo eufrasiano, culpable
de que Vilamorta decayese y su juventud emigrase al nuevo mundo...
El boticario expuso sus teorías: á él le gustaba que los diputados
volviesen por el distrito: ¿de qué servían si no? Para él, el ideal
del diputado era aquel famoso hombre político á quien el barbero del
pueblo que representaba había pedido un destino, fundándose en que,
por culpa del reparto de credenciales entre todas las personas de su
posición del pueblo, no le quedaban ya parroquianos que afeitar, y
se moría de hambre... En esto intervino el alcalde diciendo que él
sabía de buena tinta que el señorito de Romero pensaba interesarse
muy de veras por Vilamorta; lo confirmó el dulcero y algunos de los
presentes, y promovióse un altercado que demostró de modo irrefragable
que á diputado muerto no hay amigos, y que el nuevo representante del
país tenía ya en el mismo foco de los antiguos radicales combistas sus
paniaguados y devotos.




                             [Ilustración]




                                XXVIII


El _Cisne_ ha dejado su lago natal ó mejor dicho, su charca: ha cruzado
el Atlántico en alas del vapor. ¿Volverá algún día? ¿Regresará con el
rostro amarillento, el hígado estropeado, con algunos miles de duros en
letras, guardados en la cartera, á concluir sus días donde los empezó,
así como el buque desvencijado por las tempestades viene á recibir la
última carena en el astillero en que fué construído? ¿Le sorprenderá
á la entrada del continente joven ese temeroso mal antillano, verdugo
de los iberos que tratan de emular á Colón conquistando á América,
_el vómito negro_? ¿Se quedará por las zonas tropicales arrastrando
coche, unido en matrimonial vínculo con alguna criolla? ¿Llegará á
presidir cualquiera de esas repúblicas minúsculas, donde los doctores
son generales y los generales doctores? ¿Se curarán sus melancolías
al salitroso beso del aura marina, al contacto de tierras vírgenes,
al duro acicate de la necesidad que, empujándole á la lucha, le dirá:
trabaja?

Acaso algún día narrará la historia las metamorfosis del _Cisne_, su
odisea y sus vicisitudes; sólo que es necesario que corran los años,
pues aún fué ayer, como si dijéramos, cuando salió de Vilamorta Segundo
García, dejando á la maestra de escuela hecha un mar de lágrimas. Y
esto de la maestra es el único cabo suelto de la crónica del _Cisne_
que en la actualidad podemos recoger.

Mucho dió que hablar Leocadia en Vilamorta. Estaba enferma, según
unos; según otros, arruinada; y según bastantes, no muy cabal de
juicio. Viéronla rondar la casa de Segundo varias noches, durante la
enfermedad del poeta; se aseguraba que había vendido sus bienes, y que
tenía su casita hipotecada á Clodio Genday; pero lo más extraño de
todo, lo que acerbamente se censuraba, era el abandono en que dejaba
á su hijo, después de haberlo cuidado y mimado tanto de pequeño, no
yendo á verle ni un solo día á Orense, al paso que la vieja Flores
iba sin cesar y á cada paso daba peores nuevas del chiquillo: que se
consumía, que echaba sangre por la boca, que se moría de tristeza...
que no duraría un mes... Leocadia, al oírlo, dejaba caer la barba sobre
el pecho, y algunas veces se movían convulsivamente sus hombros, como
si sollozase... Por lo demás, solía aparecer tranquila, aunque muy
callada, y sin la actividad habitual en ella. Ayudaba á Flores en la
cocina, atendía á las niñas de la escuela, barría, todo lo mismo que un
autómata, y Flores, que la espiaba cruelmente para tomar nota de sus
distracciones, se complacía en gritarle:

—Mujer, has dejado sucio este lado de la sartén... Mujer, no has cosido
el roto de la saya... Mujer, ¿en qué piensas? Hoy voy á Orense; tienes
tú que cuidar del puchero...

Á fines del verano, Clodio pidió los réditos de su empréstito, y
Leocadia no pudo pagarlos; por lo cual se le anunció que el acreedor
estaba en su derecho al reclamar la finca previos los trámites legales.
Fué aquel un golpe terrible para Leocadia.

Acontece á veces que un prisionero, insigne personaje, rey quizás,
confinado por reveses de la suerte en estrecha mazmorra, despojado
de sus grandezas, privado de cuanto constituía su dicha, pasa años
sobrellevando con resignación sus males, aunque abatido, sereno... Y si
un día, por un refinamiento de crueldad de los carceleros, se le quita
á ese resignado preso un dije, un objeto, una fruslería con la cual
llegó á encariñarse... el dolor contenido se desborda y sobrevienen
los extremos de la desesperación. Algo parecido le sucedió á Leocadia,
cuando supo que era preciso abandonar para siempre aquella casita
amada, donde había pasado con Segundo horas únicas en su existencia;
aquella casita dirigida por ella, reconstruída con sus ahorros; aquella
casita limpia y primorosa ayer, todo su orgullo...

Flores la oyó muchas noches llorar á gritos; pero cuando alguna
vez, movida á compasión involuntaria, entró la vieja á preguntarle
qué sucedía, ó si quería algo, Leocadia tapándose con la ropa solía
responderle en voz sorda:—No tengo nada... mujer, déjame dormir... ¡Ni
dormir me dejas!

Mostró aquellos días gran versatilidad é hizo mil planes; habló de
irse á vivir á Orense, dejando la escuela y poniéndose á coser en
casa; habló también de aceptar las proposiciones de Clodio Genday, que
habiendo despedido á su criadita moza, no se sabe por qué, ofrecía á
Leocadia tomarla de ama de llaves, con lo cual se quedaría en su propio
domicilio, eliminando por supuesto á Flores. Todas estas resoluciones
duraron breve tiempo, y fueron desechadas para adoptar otras no
menos efímeras; y con la serie de proyectos y cambios, el tiempo se
apresuraba y Leocadia se hallaría pronto sin asilo.

Un día de feria salió Leocadia á comprar diversas cosas que Flores
necesitaba urgentemente: entre otras, un cedazo y una chocolatera
nueva, porque la suya estaba ya inservible. El vaivén del gentío, los
empujones de los vendedores, la luz clara del sol otoñal, le mareaban
un tanto la cabeza, débil con las vigilias, con el poco comer y el
mucho sufrir. Paróse delante del puesto en que se vendían los cedazos.
Era una especie de cajón de sastre, y allí se feriaban mil baratijas,
cachibaches indispensables, como molinillos, sartenes, cazos, jeringas,
aparatos de petróleo, y en una esquina, dos mercancías muy solicitadas
del público en aquel país, consistentes en unos papelitos color de rosa
claro, y blandos como el papel de estraza, y unos polvos blancuzcos,
de un blanco sospechoso, parecidos á averiada harina. Leocadia fijó
sus ojos en ellos, y al punto la vendedora, creyendo que los deseaba,
empezó á ponderarle sus cualidades, explicándole que los retacitos
rosa, humedecidos y puestos en un plato, no dejaban mosca que allí no
feneciese, y que los polvos blancos eran _séneca_ para matar ratones,
dándosela en ciertas bolitas de queso bien preparadas... Como Leocadia
le pidiese tanto así de los polvos, preguntándole cuánto costaban, la
mujer alardeó de generosa, y cogiendo con una espátula un buen puñado
de polvitos se lo entregó envuelto en un papel, por no sé qué friolera
de cuartos. Poco, en efecto, valía la droga, común en el país, donde
el arsénico nativo abunda en los espatos calizos que forman una de
las vertientes del Avieiro, y el ácido arsenioso, el _matarratones_,
se vende libremente, más que en la botica, en las ferias. La maestra
se guardó sus polvos, compró por deferencia media docena de papelitos
rosa, y al volver á su casa, entregó puntualmente á Flores los objetos
encargados.

Flores notó que después de comer se encerraba Leocadia en su
dormitorio, donde la oyó hablar alto, como si rezase. Habituada á
sus rarezas no lo extrañó. Terminado el rezo, la maestra salió al
balcón, y estuvo un largo rato mirando los tiestos; pasó á la sala y
contempló otra buena pieza el sofá, las sillas, la mesita, los lugares
que recordaban su historia. En seguida la vió Flores penetrar en la
cocina... La vieja aseguraba después,—¿pero en tales casos, quién
renuncia á preciarse de zahorí?—que ya le llamó á ella la atención
aquel modo de entrar...

—¿Tienes ahí agua fresca?

—Sí, mujer.

—Dame un vasito.

Flores declaraba que al coger el vaso, la mano de la maestra temblaba
como si tuviese alferecía; y lo más singular fué que, no llevando el
vaso azúcar, Leocadia cogió una cuchara de boj y la metió dentro...

Sin embargo, hasta de allí á una hora ú hora y media, no oyó Flores
á Leocadia gemir... Se coló en el cuarto y la vió sobre la cama,
con un color que ponía miedo; violentas náuseas levantaban su pecho
acongojado, y tras de las náuseas y las arcadas y los convulsivos
esfuerzos para vomitar, un frío sudor inundaba la frente de la enferma
y se quedaba sin movimiento ni voz... Flores, espantada, salió
corriendo en busca de don Fermín. Que se apurase, que esto no era de
broma... Cuando vino don Fermín todo sofocado y preguntó:

—¿Pero vamos á ver, Leocadia, qué es esto? ¿Qué tiene, mujer? ¿qué
tiene?

Ella, entreabriendo sus dilatados ojos, murmuró:

—Nada, don Fermín... Nada.

Á la cabecera de la cama estaba el vaso, sin agua ya, pero con una
capa de polvos blancos adheridos al fondo y raspados á trechos por la
cucharilla, pues el agua no había podido disolverlos y la maestra no
quería dejarlos allí...

Conviene que también en esta ocasión declaremos que el insigne
_Tropiezo_ no dió ninguno en el expedito camino del tratamiento de
tan sencillo caso. Ya había reñido _Tropiezo_ algunas batallas más
con aquella vulgar sustancia tóxica, y conocía sus mañas: acudió sin
vacilar á los enérgicos vomitivos, al emético, al aceite... Sólo que el
veneno, más listo que él, había pasado ya á la circulación, y corría
por las venas de la maestra, helándolas... Cuando las náuseas y los
vómitos cesaron, sobre la mortal palidez de Leocadia asomaron unas
manchillas rojas, una erupción semejante á la escarlatina... Duró este
síntoma hasta que vino la muerte á desatar aquel triste espíritu y
emanciparlo de sus padecimientos, que fué al amanecer.

Poco antes de espirar, en un momento de calma, Leocadia hizo una señal
á Flores, y le dijo al oído:

—Dame palabra... que no lo sabrá el chiquillo, ¿eh?... ¡Por el alma de
tu madre no le digas... no le digas el modo de mi muerte!

Pocos días después, defendíase _Tropiezo_ en la tertulia de Agonde, en
la cual, por gusto de hacerle rabiar, le achacaban la desgracia de la
maestra.

—Una, que me llamaron tarde, muy tarde, cuando ya la mujer estaba casi
en la agonía... Otra, señores, que se tomó una cantidad de arsénico,
que ni era tanta que la pudiese arrojar, ni tan poca que le produjese
un coliquito y quedase despachada... Si tomase más, era más fácil
gobernarlo, señores. En lo que no estuve muy acertado fué en no llamar
antes al cura... Lo hice con buena intención, por no asustarla, y por
si la íbamos sacando adelante... Cuando le pusieron la _extrema_, ya no
daba á pie ni á pierna...

—¡De modo, murmuró malignamente Agonde, que con V., ó el cuerpo ó el
alma no se libran de un _tropiezo_!

Celebró la tertulia el dicho, y hubo chanzas fúnebres y frases
compasivas. Clodio Genday, el acreedor de la difunta, se agitaba en el
asiento. ¡Qué conversación más tonta! ¡Hablar de cosas alegres, canario!

Se habló, en efecto, de cosas alegres y satisfactorias: el señorito
de Romero había ofrecido poner en Vilamorta estación telegráfica; y
también se decía mucho en los papeles que la importancia vitícola
del Borde reclamaba un ramal de ferrocarril, y pronto vendrían los
ingenieros á estudiarlo.


 LA CORUÑA, Septiembre de 1884.


                             [Ilustración]




                        LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ

                    Carrera de San Jerónimo, núm. 2


                            OBRAS DE FONDO

                                               Pts.

_ALAS (Leopoldo)_

  Solos de clarín                              2,50
  Sermón perdido (en prensa)


_ALARCÓN (P. A. de)_

  El sombrero de tres picos                    3
  El niño de la bola                           4
  El capitán Veneno                            3
  La Alpujarra                                 5
  La pródiga                                   4
  El escándalo                                 4
  El final de Norma                            4
  Novelas cortas, 3 t. á                       4
  Cosas que fueron                             4
  Viajes por España                            4
  Juicios literarios y artísticos              4


_BECQUER (Gustavo A.)_

  Obras: 4.ª edición, tres tomos              10,50


_CAMPILLO (Narciso)_

  Nuevos cuentos                               2,50


_CAMPOAMOR (R.)_

  El ideísmo                                   3


_BLASCO (Eusebio)_

  ¡¡Flaquezas humanas!!                        2


_CASTELLO BRANCO_

  Amor de perdición                            1


_COOPER FENIMORE_

  Los dos almirantes                           5


_DAUDET (A.)_

  Safo: 2.ª edición                            3,50


_FABRA (Nilo)_

  Por los espacios imaginarios                 2


_FEYDEAU (Ernesto)_

  Fany                                         1


_FIGUEROA (Marqués de)_

  El último estudiante                         2
  Antonia Fuertes                              2


_FOLK-LORE ESPAÑOL_

  Biblioteca de las tradiciones
    populares
    españolas, ts. 1 á 6.º                    15


_FLORES (Antonio)_

  Ayer, hoy y mañana                          18
  Tipos y costumbres españolas                 3
  La historia del matrimonio                   2


_GIL (Constantino)_

  Derecho cómico conyugal                      3
  Los postergados                              3
  El Monigote                                  4

_GUEVARA_

  Á los recién casados                         0,50
  Historia de tres enamoradas                  0,50


_HIDALGO (Ventura)_

  Una coqueta                                  3


_HOUSAYE (A.)_

  Cleópatra                                    2


_LERIN (José)_

  Arte de enamorar                             0,50


_LINIERS (Santiago de)_

  Líneas y manchas                             3


_LLANOS (Adolfo)_

  Diccionario del amor                         3 y 5
  Biblioteca extravagante, 8 ts. á             2


_MANZONI (Alejandro)_

  Los novios                                   3


_MORALES (Gustavo)_

  Figuras de cera                              3


_MENÉNDEZ PELAYO_

  Odas, epístolas, tragedias                   4
  Historia de las ideas estéticas             13
  Estudios de crítica literaria                4
  Calderón y su Teatro                         4
  Horacio en España, 2 tomos                  10


_NAVARRETE (José)_

  En los montes de la
   Mancha.—El drama
   de Valle Alegre                             3,50
  De Vad-Ras á Sevilla.—Acuarelas
   de la campaña de África                     1
  María de los Ángeles                         4
  Las llaves del Estrecho                      3
  Sonrisas y lágrimas                          3


_NAVARRETE (Ramón de)_

  El crimen de Villaviciosa                    3


_OHNET (Jorge)_

  Las Ferrerías de Pont Avesue                 3
  Sergio Panine                                3
  La condesa Sara                              3


_ORTEGA MUNILLA (J.)_

  El fondo del tonel                           3
  La cigarra                                   2,50
  Sor Lucila                                   2
  Lucio Tréllez                                2
  La Noche-buena de la Cigarra                 2,50
  Viñetas del Sardinero
  El Fauno y la dríada                         2,50
  Don Juan Solo                                2
  El Salterio                                  3
  El tren directo                              3
  Los lunes de _El Imparcial_                  2,50
  Cleópatra Pérez                              3
  Panza-al-trote                               2


_PALACIO VALDÉS (A.)_

  El Señorito Octavio                          3
  El idilio de un enfermo                      4
  Aguas Fuertes                                3
  José                                         3,50


            MADRID.—Est. Tip. de Ricardo Fé, Cedaceros, 11



        
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Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our website which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org.

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including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
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