The Project Gutenberg EBook of La Muerte Del Cisne, by Carlos Reyles This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: La Muerte Del Cisne Author: Carlos Reyles Release Date: April 9, 2017 [EBook #54522] Language: Spanish *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA MUERTE DEL CISNE *** Produced by Carlos Colón, Boston Library Consortium and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Nota del Transcriptor: Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original. Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas. Letras itálicas son denotadas con _líneas_. Letras oscuras son denotadas con =signos de igual=. Las versalitas (letras mayúsculas de tamaño igual a las minúsculas) han sido sustituidas por letras mayúsculas de tamaño normal. LA MUERTE DEL CISNE DEL AUTOR: _En preparación_: =La raza de Caín=, 3ª edición corregida por el autor. _De esta obra se han tirado cinco ejemplares en papel del Japón numerados de 1 á 5._ ES PROPIEDAD. QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY. CARLOS REYLES LA MUERTE DEL CISNE TERCERA EDICIÓN [Ilustración] _Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas_ LIBRERÍA PAUL OLLENDORFF 50. CHAUSSÉE D'ANTIN, 50 PARÍS PRIMERA PARTE IDEOLOGÍA DE LA FUERZA EL vasto y heterogéneo panorama espiritual del mundo en las postrimerías del siglo XIX y los rojos albores del presente, brinda al observador de los tiempos que corren un espectáculo magnífico y emocionante. Turban el ánimo y pasman el espíritu las perspectivas morales, dejadas como herencia á las generaciones vivas por las generaciones muertas. Entre mil tribulaciones, el curioso se pregunta, si está á punto de convertirse en realidad palpitante la transmutación de valores anunciada por el terrible profesor de la Universidad de Basilea, y si la Fuerza, como principio de la moral y medida de todas las cosas, no amenaza de muerte, á pesar de la Conferencia de la Haya y del humanitarismo, las entidades de las filosofías espiritualistas: Justicia, Derecho, Bien, Mal, irguiéndose en medio de ellas, como un león vivo y rugiente, sobre las ruinas de una acrópolis poblada sólo de ídolos rotos, mutilados dioses y espectros terríficos en las sombras medrosas, mas irrisorios á la honrada luz del sol. Ha sido y será eternamente cruel designio y obra difícil para la voluntad de los hombres, el despojarse de las amables creencias que los encumbran á sus propios ojos. La humanidad, como las coquetas empedernidas, ama los aderezos que la hermosean, aunque sepa que son postizos, añadidos y falsas joyas. Á mayor abundancia de razones, _su bovarismo_, la facultad peregrina de concebirse de una manera diferente de la realidad y obrar en consecuencia, es incontrastable y generalmente provechosa. Hace falta un grande y desinteresado valor para mirar frente á frente á la temida Esfinge, aparte de que el premio del resuelto enigma, suele ser el que tanto contribuyó á la desdicha del lamentable Edipo; es menester una acendrada resignación filosófica, en la que acaso pende el ascetismo de la cultura moderna, para recibir amablemente las visitas de duelo de los desencantos y sonreirles como á los amigos gruñones, pero leales, que nos quieren y nos dicen la amarga verdad. Ésta es á veces sólo estéril superstición: las grandes ilusiones son siempre fecundas, y aunque el viejo Cronos, con manos impías, las despoje más tarde ó más temprano de sus virtudes específicas sobre la inteligencia y el alma, la humanidad, reconocida á las fieles servidoras, sigue creyendo en ellas aún después de muertas, y hasta se complace muy comúnmente, con ingenuo y tozudo afán, en prestarles á los rostros lívidos y yertos las lozanas apariencias de la vida. En tales ocasiones acontece á la eterna ilusa lo que á aquella infeliz criatura que, habiendo perdido á causa de terrible enfermedad la divina belleza del rostro, su tesoro, dicha y orgullo, providencial locura la salva de un desencanto mortal, haciéndole ver reflejada en los espejos, no la fealdad presente, sino la fenecida hermosura de los gozosos días. La humanidad ha padecido muchas de estas demencias saludables. Ellas le impidieron reconocer, cuando la verdad hubiera sido como escarcha sobre los tiernos capullos de las rosas, la futileza de los adobes y afeites que realzaban las gracias del alma á la luz de las candilejas metafísicas. Hoy el arduo problema estriba en averiguar si éstas no han perdido su mágico poder, y si la transfiguración de los hechos reales por la óptica de los moralistas, es todavía conveniente para la delicada salud del mundo. Á decir verdad, la agonía de lo divino aparece á las inteligencias libres de prejuicios hereditarios y atavismos religiosos, como un hecho triste, pero incontestable, que se descubre en todos los horizontes y que las ansias subjetivas del hombre no aciertan á disfrazar con un nuevo espejismo celeste, quizá porque este nuevo espejismo no es ya necesario á la Vida. Esta vez el _instinto vital_, el travieso mago que en la filosofía nietzsquiana crea las ilusiones favorables á la existencia, lucha en vano contra el Conocimiento, que las destruye implacablemente... pero sólo para darle á aquel estímulo y ocasión de forjar otras nuevas. La ciencia, la experiencia prolija del caduco globo, levanta el velo de Maya, y en lugar de las desnudeces impecables y sagradas perfecciones de la diosa, surge la razón física de los fenómenos. El misterio de que se nutren las religiones, se rompe como un hechizo al influjo de un conjuro eficaz. Las Iglesias, las vírgenes violadas por el Saber, amarillean y enferman, y con ellas palidece en el mundo la estrella del reino espiritual. Y coincidencia peregrina: allí donde éste fué más efectivo y avasalló más tiránicamente las conciencias, no ya la clorosis, sino el acabamiento de todas las energías y la parálisis, dan seguros indicios de un lúgubre é inevitable fin, como si el pecado capital de desarraigar la planta humana de la tierra y cultivarla en místicas estufas, entrañase la terrible penitencia del agostamiento, la esterilidad y la muerte. La remota y misteriosa India es el pudridero del espíritu religioso; en las aguas muertas de sus mil cultos monstruosos y extáticos, brotan lujuriantes los nenúfares de la contemplación ascética y del nirvana, entre cuyas raíces y tallos mueren sofocadas las tímidas vegetaciones de la voluntad de vivir; Jerusalén llora las diligentes y briosas virtudes que encendieron la llama activa de la fe en el pecho de Pedro el Ermitaño y provocaron la colosal marea de las Cruzadas; en la Ciudad Eterna muere el poder espiritual, que ya fué enterrado en Menfis, Efeso, Eleusis y Delfos, y en todos los sagrados lugares de la tierra donde el animal místico labró en piedra dura sus ansias ardientes de lo infinito, el peregrino apasionado lee tembloroso sobre las informes ruinas, la fugacidad de la cosas eternas y la nadería de las cosas humanas. La evolución del sentimiento religioso no deja lugar á dudas sobre el humilde origen y el destino mortal de los dioses... Después de las ingenuas cosmogonías de las primeras edades, en que el hombre mísero é ignaro interpretaba los fenómenos más comunes como revelaciones del misterio eterno y signos infalibles de las voluntades olímpicas, la razón divina, perseguida y estrechada por la explicación materialista del universo, vió destruir, como la ciencia hermética y la filosofía escolástica, sus misterios, dogmas y entidades, y ha ido perdiendo terreno hasta encerrarse en el ruinoso y lóbrego castillo de las causas primeras y de lo incognoscible. En la práctica, Dios se hace utilitario. Las religiones se humanizan. Desde luenga data, siguiendo paralelamente las evoluciones del conocimiento y la misma, aunque en apariencia opuesta derrota que los instintos dominadores, apéanse de sus fueros y vienen transformándose en cosas útiles, en servidoras solícitas de la Vida, ante cuyos intereses profanos abaten las altivas y aureoladas testas los intereses divinos. La conservación de las excelencias tradicionales y el freno moral, son los títulos más remontados que sustenta la religión á los ojos de la culta Europa. La utilidad práctica es la virtud característica de las _modernas experiencias_ religiosas en la tierra del opulento yanqui. Sus imperturbables doctores aseveran «que los principios especulativos no son nada, que los resultados y consecuencias de las teorías lo son todo». Pragmatismo y utilitarismo se dan la mano: la verdad es lo útil. «Lo verdadero es lo oportuno en nuestra manera de pensar, como lo justo es lo oportuno en nuestra manera de conducirnos» agregan. En conclusión: los yanquis buscan _un Dios del que puedan servirse_. Las flamantes disciplinas no forman santos ni profetas, que es fuerza considerar como los grandes paquidermos fósiles de la religiosidad, ni menos virtudes desinteresadas, contemplativas, caballerescas, amorosas del renunciamiento, como las viejas y sublimes virtudes enseñadas por Buda ó Cristo. No, los pastores de la americana grey, llámanse Franklin, Emerson, Pierce James, ó también Haper, ese admirable presidente de la Universidad de Chicago, que, sintiendo próximo su fin, formulaba lleno de unción esta singularísima cuanto valerosa plegaria: «Señor, permitid que haya para mí una vida después de esta vida, y en esa vida permitid que haya mucho trabajo que hacer y tareas que cumplir»; entre los credos y dogmas del nuevo culto figuran la vida intensa, el pragmatismo, el _mindcure_ ó psicoterapia religiosa, tan eficaz como la psicoterapia del doctor Dejerine en la medicina ó las estaciones de psicoterapia del sutilísimo Barrès en la literatura; los santos laicos son Washington, Edison, Roosevelt, Carnegie, Booker Washington; los reyes del petróleo y del acero; el Napoleón de los ferrocarriles, quien tenía por inmorales las tareas improductivas, en una palabra: hombres robustos y esforzados, voluntades inteligentes y heroicas, como las piden con hondo afán las necesidades orgánicas de la época y la gestación del porvenir. Las caliginosas nieblas del antropocentrismo se disipan y por eso la moral como la religión, la filosofía y la ciencia, recorre también, mal de su grado, la convulsa trayectoria de lo infinito á lo finito, de lo absoluto á lo relativo, de lo divino á lo natural, de la vaporosa metafísica á la sesuda biología, «llave secreta de la historia y las acciones humanas, que en época no remota explicarán acaso la física y la química...» como alguien conjetura osadamente. Y á juzgar por lo que se ve, el conocimiento adelanta imperturbable por ese camino, sin detenerse un punto á considerar con lástima, las ilusiones que á su paso van muriendo. Á las morales de esencia mística, altruistas é infalibles, siguen presto las morales de levadura fisiológica, sensualistas y pecadoras, que hacen del placer, del egoísmo, de la lucha, y finalmente con Guyau y Nietzsche, de la expansión de la vida y del instinto de dominación, vale decir, de la fuerza, el resorte oculto de la conducta y la base sólida é indestructible del Bien y del Mal. POR otra parte, la impasible majestad de la Naturaleza, indiferente á la moral humana, extraña, cuando no antagónica, á las necesidades subjetivas del hombre, y ajena á toda finalidad racionalista, confirma rotunda y cruelmente las desencantadas suposiciones que sugiere la evolución filosófica. La ciencia y la historia también. De consuno el origen animal del hombre, visto como en una caleidoscopio en las múltiples y ascendentes fases zoológicas del embrión humano, y el origen fisiológico y espúrio de la justicia, despojan á la humanidad de su divino abolengo y tienden á destruir, con impertérrita lógica, las verdades eternas, los principios absolutos, la posibilidad de una ética infalible é inmutable. Como creación de la Vida, imponiéndose una ley para asegurar la vida, las reglas y las evaluaciones morales, dictadas siempre por razones de utilidad, son impuras, deleznables, perecederas. Todas van, igualadas por el rasero de la inexorable Parca, á la fosa común, ó cuando menos, todas cambian con los tiempos, las latitudes y los diferentes módulos de la cultura. Á un pueblo agrícola le conviene, y se crea, una religión y una moral de pastores; un pueblo guerrero una religión y una moral de soldados. _El bien en sí_, pájaro azul de la inteligencia, no ha podido ser descubierto por las inquietudes divinas del hombre en las excavaciones del pasado. Lo que aparece entre polvo y frías cenizas son los códigos de los grupos dominantes, ó sean las cristalizaciones útiles, y, por lo tanto, relativamente durables de la conducta, producidas siempre por los pasajeros equilibrios de una lucha sin fin. De donde se infiere que no existe una moral única, sino mil morales, igualmente verdaderas en un momento determinado é igualmente falsas después de él; y lo mismo podría aseverarse de la justicia y del derecho teóricos que, en fin de cuenta, á pesar de las transfiguraciones que les hacen sufrir los taumaturgos de las verdades eternas, no pasan de ser entidades sin contenido alguno, fórmulas vacías, cosas grotescas, y aun cosas de una grande inmoralidad, si no llevan en las estériles entrañas los gérmenes del acto, los embriones del hecho, ó lo que es idéntico: la potencia de convertirse en realidades. El derecho al placer, al triunfo, á la vida de los tristes, los débiles, los enfermos, de los condenados por la naturaleza á la melancolía, la derrota y la muerte, no es sino un sarcástico desmentido de la grande justicia de la Fatalidad reinante en el universo todo, á la pequeña justicia que impera solamente en el corazón de los hombres, como una deidad sin virtudes milagrosas fuera de su templo. Suenen tan doloridos y desjuiciados los clamores contra la injusticia de la pastereulosis, que diezma las majadas, ó contra la temprana muerte de un ser amado, indispensable á la dicha de numerosas criaturas, ó contra la desgracia de un pueblo al que, adverso destino, por razones inescrutables para nosotros, pero infalibles, azuza las Furias y los males, como los anatemas de los vencidos contra el inícuo triunfo de los vencedores, ó las iras de los justos _sin virtud_, contra el pecado virtuoso. La victoria del fuerte sobre el débil, ó del rico sobre el miserable, ó del inglés sobre el boer, se nos antoja injusta é irritante porque la aislamos de la serie fenomenal á que pertenece y que la determina, y no consideramos con bastante calma que «_un phènomène actuel ce sont plusieurs passés qui luttent_». Por donde, no sería ilógico admitir que generalmente lo que se llama injusticia es el resultado de muchas virtudes anteriores, y lo que inspira nuestra ilusa piedad, el fatal término de una serie infinita de incapacidades, impotencias y pretéritos pecados. Ser: he ahí la virtud suprema. Lo que es, aun bajo las réprobas apariencias de la iniquidad, no puede menos de ser transcendentalmente justo, porque, por el hecho de existir, demuestra su acuerdo íntimo y perfecto con las leyes universales. Sin duda, estas consideraciones, ú otras de parecido corte y talle, han inducido á muchos filósofos de azules pergaminos idealistas, y particularmente á los historiadores alemanes, á identificar la realidad y la verdad, el éxito y la justicia, la fuerza y el derecho. Las aspiraciones más señoriles y levantadas, tórnanse en cambio, desde tal punto de mira, en vanos ajetreos si no poseen el divino poder de agrupar en turno suyo las condiciones esenciales de la existencia, salir del Caos y del Limbo y operar el milagro de transformarse en realidades, acaso humanamente impías, pero eternamente legítimas y vencedoras. PERO el turbador misterio del ser, las realidades materiales ó morales, ¿son otra cosa, en substancia, que las manifestaciones primigenias de la fuerza palpitante en las entrañas de todos los fenómenos? Muy sesudos pensadores hay que niegan la existencia del elemento terrible y lo reducen á un concepto lógico. Para ellos, lo que llaman ahitos de científica suficiencia el _dogma de la fuerza_, es un resto de antropocentrismo, tendente á desaparecer como el principio vital, el alma vegetativa, las virtudes específicas y otras entidades milagreras de la filosofía escolástica. Según el autor de «Los orígenes de la Francia contemporánea», en el mundo físico, como en el mundo moral, «la fuerza es la particularidad que posee un hecho de ser seguido de otro hecho. Todo lo que subsiste son los sucesos, sus condiciones y dependencias: los unos morales ó concebidos bajo el tipo de la sensación, los otros físicos ó concebidos bajo el tipo del movimiento». Las causas desaparecen en esta sucesión colosal é interminable de los fenómenos, y la fuerza acaba por ser concebida, no como causa del movimiento, sino como _movimiento sintetizado_. Sea lo que fuere, lo cierto es que, á pesar de nuestras repugnancias metafísicas, sobre todo por lo que toca á la vida y más aun al alma, las novísimas verdades que salen de los laboratorios y santuarios donde ofician los sacerdotes del saber, nos llevan como de la mano á considerar los fenómenos, cualquiera que sea la índole de éstos, como _hechos de fuerza_, si no parece muy profana la expresión, entendiéndose buenamente por fuerza el nombre común y sintético de las energías naturales. Ya veremos en el decurso de estas divagaciones heterodoxas, cómo, sin salir de la isla de lo conocido, la cual no es tan diminuta como Littré pensaba, aunque el océano de misterio que la rodea sea muy grande é impenetrable; cómo, repito, puede decirse que la fuerza, vituperada y maldecida por los poetas, sin sospechar que era el alma de su estro y de sus rimas, es por igual el alma del mundo y la _causa primera_ de todas las cosas. NO hay por qué adolorirse ni indignarse. Tal presunción es menos temeraria y absurda que las hipótesis que, sin escándalo, llevan en el disforme vientre las viejas cosmogonías. Mueve á risa el hecho sólo de suponer, al punto en que han llegado las certidumbres é intuiciones humanas, que las ciencias podrían aplicar sus instrumentos infalibles y razones experimentales á descubrir la voluntad divina en el orden del universo. Aunque nos pese y hiera nuestros sentimientos más caros, los fenómenos físicos constatan invariablemente la presencia de la fuerza y la ausencia de la divinidad. Y así como es imposible concebir siquiera el universo sin la energía, que con los nombres de cohesión, atracción, gravitación y otros mil mantiene los cuerpos como tales y rige las raudas carreras de los astros en el espacio infinito, tampoco es dado imaginar, á menos de acudir á las triquiñuelas de la concepción dualista, que los filósofos no invocan ya, los fenómenos de la conciencia sin el juego de los instintos, pasiones y sentimientos de estirpe fisiológica; sin las energías físico-psíquicas y físico-químicas, en fin, que se atraen ó rechazan, funden ó combaten, pero que siempre tienden á ser, á realizarse, y cuyas reacciones infinitas y complejísimas, dan pie y margen á la intrincada urdimbre del universo: milagroso equilibrio de fuerzas y luego de substancias y después de organismos y al fin de voluntades que pugnan por destruirse. Un acto, un pensamiento, del mismo modo que una vida ó un mundo, parécenme en su realidad primordial y esencia íntima, formas de la materia, y por lo tanto, momentos sutiles de la fuerza, no más sutiles, sin embargo, que la luz, la electricidad ó las operaciones químicas, superiores á la de nuestros más poderosos laboratorios y más clarovidentes que los más fabulosos prodigios de nuestra razón, que realiza una microscópica gota de protoplasma... Un hecho se ofrece á los ojos, fútil y vacuo al parecer, pero sugestivo y transcendente en realidad: _es el carácter guerrero de los fenómenos_. Esta combatividad originaria y común que les presta á todos ellos así como un acentuado aire de familia, perceptible hasta para los observadores miopes, induce á Le Dantec á substituir la noción de vida universal por la noción más exacta de lucha universal. «Ser es luchar; vivir es vencer.» Y tal sentencia, que el solo espectáculo del mundo debió sugerir al hombre de las cavernas hace incalculables siglos, resulta, á pesar de las doctas lucubraciones sobre la fraternidad de San Agustín y los discursos sentimentales de los _pacifistas_, tan verídica en lo que atañe á la materia como por lo que toca al espíritu. El carácter belicoso y la condición cruel son los lazos de parentesco que unen estrechamente los fenómenos físicos, vitales y morales. Los instintos, sentimientos é ideas luchan también por el espacio y la dominación. Y sus luchas y tiranías no son menos cruentas que las rudas batallas de los elementos sexuales por el patrimonio hereditario, ó los combates heroicos de la humilde amiba con el medio ambiente, ó las feroces riñas de los hombres en la conquista del pan, de la gloria ó de la mujer. EL aspecto de un cerebro ó un alma después de sufrir las invasiones de los bárbaros de ideas y sentimientos no familiares, debe de parecerse á un fragoroso campo de batalla cubierto de cadáveres, ruinas, fugitivos escuadrones y soldados ébrios de sangre y de victoria. ¡Hecatombes, incendios, gritos de dolor, dianas triunfales! Jamás he percibido bien la radical diferencia que á lo que parece existe, entre las luchas de los ejércitos y las luchas de las ideas, ni creo que éstas sean de otro linaje ni menos mortíferas. Las tiranías de la pluma parécenme tan despóticas como las tiranías del sable y acaso más, si se considera que las opresiones mentales, aparte su ingénito encono, violan sin piedad lo realmente sagrado del individuo: los altares de la conciencia y del alma. Por eso, sin duda, humorística, pero profundamente, decía el dulce y maleante Renán: «más vale el soldado que el sacerdote, porque al menos el soldado no tiene ninguna pretensión metafísica». Así delataba con sutil socarronería, el carácter despótico y fanático de los imperios espirituales. Extraño é ingenuo prejuicio, en verdad, el que nos ha inducido en todo tiempo á someternos humildemente á las coerciones hipócritas de la Idea, creyéndola de otra prosapia más conspicua que las resueltas coerciones del Factum. Cuántos furibundos anatemas y saetas envenenadas dispara diariamente el idealismo á lo Cousin contra las iniquidades de la fuerza bruta, y cuántas frases crespas y huecas no deposita, como ofrendas de miel y de flores, á las plantas de la severa Palas... vestida de punta en blanco y presta para el combate, porque es combatiendo, porque es por medio de la destrucción y la conquista, que la diosa de los ojos fríos y claros extiende sus dominios en las tierras del alma... La Razón es esencialmente guerrera y dominadora. Las ideas no son vírgenes tímidas de albas manos y blando corazón, mas intrépidas amazonas que en los riscosos campos de la conciencia, toman feudales castillos; entran á saco villas y ciudades; incendian, matan, destruyen los templos y las mieses, y hacen prisioneros y esclavos. Una modesta, una humildísima sensación se introduce á hurto en el receptáculo misterioso de la célula nerviosa; sigilosamente se atrinchera allí; congrega, muy luego, en torno suyo otras sensaciones hermanas y al mismo tiempo combate y destruye poco á poco, pero tenazmente, las sensaciones antagónicas: así dilata sus _zonas de influencia_ á los centros nerviosos; conquista después de muchas maniobras prolijas, las fuertes posiciones de los lóbulos cerebrales; invade los dominios del alma, haciendo riza y estrago de todo lo que se opone á su marcha triunfante, y sale, por fin, en son de guerra, audaz y avasalladora al mundo exterior para transformarse, ejerciendo las mismas violencias, en hechos reales é imperar sobre otros hechos. Y al modo de la idea, instintos, pasiones y sentimientos nacen ó mueren, crecen ó menguan, dominan ó caen en esclavitud gracias á las mil formas de selección que reviste el juego universal de la fuerza. Aun las cosas más delicadas y de cándida apariencia están sometidas á las duras leyes de aquel juego y á su vez las practican cruelmente. ¿Qué son las intenciones en el arte sin la virtud, el don y la gracia; sin el divino _poder_ de animar con un eurítmico soplo la materia inerte y las formas inarticuladas? ¿Qué la grandeza moral sin las severas disciplinas que torturan y dislocan las inclinaciones naturales á fin de hacerlas encajar en los ortodoxos moldes de la regla? ¿Qué la inteligencia, sin las tiranías y absolutismos del orden, del método; sin la facultad despótica de clasificar los fenómenos, establecer similitudes y descubrir las secretas é inefables correspondencias que introducen una musical jerarquía en el reino de lo caótico, informe y confuso? El estro poético y la nobleza del carácter, el prestigio del héroe y la virtud de la idea no tienen, mal que pese á nuestras magníficas ilusiones, otra genealogía que la de los hechos cesáreos. Ideas y sentimientos parecen no ser, aunque nos asombre y acongoje, cosas específicamente distintas de la energía creadora, sino modalidades supremas de ella; cristalizaciones perfectas del espíritu, semejantes á las cristalizaciones regulares del reino inorgánico, á las que tiende la fuerza madre impulsada, sin duda, por extraña y fatal inclinación. La armonía misteriosa de un organismo, de un alma ó de un mundo tuvieron, mientras el conocimiento real de las causas permaneció silencioso, el excelso y común origen en la inteligencia divina; pero ésta fué el símbolo de la ignorancia y del azoramiento humanos que bordó la encantada imaginación de las religiones sobre el tenue cañamazo de un universo quimérico. Formidables intuiciones invitan hoy á pensar que no existe otra Inteligencia que la inteligencia de la materia, ni otra Razón que la razón física, ni más Harmonía que los pasajeros equilibrios de una eterna lucha. Sea en el mundo físico ó en el mundo moral, en el corazón ó en el cerebro, el principio que todo lo vivifica, es la voluntad de poder y dominación que diría Nietzsche, ó más propiamente aún, el ejercicio de la fuerza. Las guerras religiosas y las rivalidades enconadas de las sectas y escuelas entre sí; las herejías y los cismas combatidos por el fuego y por el hierro; las persecuciones feroces de los idealistas; las revoluciones _rojas_ de los teóricos, y la propensión irrefrenable de las Iglesias y las filosofías á convertir el influjo moral en Poder, muestran hasta qué punto los principios activos de la fuerza, aunque disfrazados por ideales máscaras, ordenan las maniobras de las huestes espirituales para la conquista y sumisión del mundo. Los aparatos y máquinas de guerra cambian en las diversas contiendas por la dominación, pero el _resorte_ es el mismo bajo la engañosa disparidad de las formas. Los ejércitos emplean armas y estratagemas; la diplomacia razones y argucias; seducciones y dulces violencias el amor; imperativos categóricos las morales, y las religiones milagros para convencer, recompensas para seducir y terrores para dominar. Nada escapa á la tremenda ley que ordena imperiosamente á todas las cosas reñir y asesinar. Cuanto existe en el cielo y la tierra es una conquista: el fruto del crimen y del robo; cuanto nace ó se forma en el tiempo y el espacio: la opresión de la fuerza triunfante sobre la fuerza vencida. Los peces grandes devoran á los pequeños, las microscópicas bacterias al hombre, los pensamientos robustos á los débiles, los dioses á los dioses. Nos alimentamos de la carne viva de los otros. Mas sirva de triaca á tanto dolor y de consuelo á tristeza tanta, que de esta lucha eterna y sin cuartel de los elementos, los organismos y las voluntades nacen los astros, los seres y las almas... La fuerza sólo es real, y su ejercicio la causa primera de lo existente y la condición necesaria de la vida. ESTA verdad, monstruo que con uñas de diamante desgarra la piel femenina de la celeste ilusión, tiene sólo de nueva el haber sido anunciada formalmente y lanzada con grande estruendo á los cuatro puntos cardinales por las líricas trompetas de Nietzsche, y, sobre todo, el que éste hiciera de la antiguaya de Heráclito, la enjundia de su doctrina filosófica y la substancia crítica disolvente de las morales que liban aún el néctar de la sabiduría en los labios divinos de los grandes iniciados, desde Rama hasta Jesús. Las ideas-bacantes de Nietzsche, cual si fueran seguidas del bullicioso cortejo de Pan, introducen el desorden, el ruido y la alegría en la ceremoniosa corte del pensamiento ortodoxo. Los instintos prepotentes, las pasiones fogosas y desmandadas, los egoísmos vencedores, y el orgullo satánico: «Qui nous rend triomphants et semblables aux Dieux». apetitos, concupiscencias, ímpetus rebeldes salen en tropel de las lóbregas mazmorras en que los aprisionaron Apolo y Cristo, y, revelándose contra sus irreconciliables adversarios, pretenden arrebatarles el cetro del mundo. Á la religión del Alma, sustentada con grande penuria á los flacos pechos de la metafísica, y enemiga de la Naturaleza y la realidad, sucede la religión de la Vida, que se nutre en las morenas y ópimas mamas de la tierra, no reconociendo otras reglas ni leyes que las que ella misma se dicta para asegurar su reinado. La filosofía de la historia y la historia de la filosofía, proclaman de consuno la legitimidad de aquella desconcertante sucesión, y hasta la ciencia parsimoniosa, despojando con un gesto impasible y cruel á Psiquis de la inmortalidad para conferírsela á la materia, fortifica el novísimo culto y establece su noble celsitud. Lo inmortal no es el alma, sino el _plasma germinativo_, depósito minúsculo y misterioso de la conciencia del mundo y del jugo potencial de todas las generaciones, que éstas se transmiten, por medio del acto genésico, como una herencia sagrada y eterna... Ya la poética imaginación de los griegos simbolizaba en la Carrera de la Antorcha, ese juego divino de la Vida; y las fiestas de Osiris en Egipto, las Dionisíacas en Grecia, las Priapeas en Roma, las de Demeter en Sicilia, unidas á los juegos atléticos y á los cultos cándidos ó torpes de la fuerza generatriz en muy incipientes ó colmadas civilizaciones, dan indicios inequívocos del instinto seguro, aunque mal interpretado á veces, de los derechos de la naturaleza y de la vida que siempre indujo al hombre á la adoración de la animalidad humana en su impuro, pero fecundo esplendor. Dios muere y los dioses resucitan. Otra vez reanúdase, con más ahinco y encono, el duelo á muerte del espíritu y la materia, del alma y del cuerpo, de la razón y del instinto. Sólo que esta vez el instinto, el condenado instinto de las religiones, aparece en la palestra nietzsquiana armado de las fuerzas naturales y luciendo el mágico penacho del poder de crear las ilusiones propicias á la existencia que la Razón tiende torpemente á destruir con sus construcciones artificiosas, ironías y escepticismos. Y la elección de la Vida entre aquello que la propaga y robustece, y aquello que la amengua y desvirtúa, no puede ser dudosa. Lo bueno, lo justo, lo verdadero es lo favorable á ella; lo malo, lo injusto, lo falso lo que á ella se opone. El mundo moral, el mundo de la idea: la verdad imaginaria opuesta _á lo que es_, se desvanece y surge el mundo de las realidades indestructibles y las verdades útiles parido con dolor por una nueva y próvida Fatalidad. Y aquí se produce la _transmutación de valores_ que indujo al gran revolucionario de la filosofía á oponer con magnífica pompa verbal y mefistofélico empaque, lo que nadie osó: á la pequeña inteligencia del cerebro, la grande inteligencia del instinto; á las falsas jerarquías del derecho, caprichoso y sentimental, las legítimas jerarquías que, en todos órdenes de cosas, establece la fuerza; á la piedad del individuo, virtud egoísta de los débiles, la _piedad de la especie_, don de las almas heroicas; al amor del hombre, venero de una humanidad doliente y apocada, el culto del _superhombre_, germen de la vida desbordante de belleza y generosos ímpetus; á la destructora _moralina_ de los esclavos, la moral creadora de los _aristos_; á la religión de la paz y la humildad, la religión del esfuerzo y de la lucha trágica contra el Destino; á los mandamientos seráficos de Jesús, que nos desarraigan de la tierra y convierten en sombras vagorosas y fantasmas del miedo, los mandamientos de las leyes inexorables que rigen al universo todo, los cuales vuelven al ensoberbecido primate al seno de la Naturaleza y lo nutren de sus truculentos jugos. En la intrincada selva de Zaratustra, donde se oye la flauta de Pan y retumban las carreras de los centauros, las virtudes ascéticas huyen despavoridas, como vírgenes medrosas, ante las desatadas pasiones y libres fuerzas naturales, faunesas fecundas, que coronan de frescos pámpanos la bicorne testa de Dionisos y restablecen en culto del riente dios. La esencia de la filosofía de Nietzsche, de quien panegiristas ó detractores tienen, por lo general, un conocimiento harto sumario y epidérmico, está concretada y contenida en las siguientes afirmaciones: la voluntad de dominación es el nervio del mundo: todo tiende á ocupar más espacio; la Vida, la única cosa sagrada, se dicta sus leyes y fines, que no tienen otro objeto que el de asegurar la triunfante expansión de la vida, lo cual entraña la adoración de la fuerza como origen y medida de todas las cosas, y el amor de la existencia, no como espectáculo transcendente y finalista, sino como espectáculo estético. Y este estetismo heroico, sin enjundia en apariencia, es lo que impide á Nietzsche de caer, como su maestro Schopenhauer, en el abismo del nirvana. Ambos afirman que el mundo no tiene finalidad alguna y que lógicamente no cabe explicarlo; concuerdan también al figurarse que la esencia de la vida es el ejercicio de la fuerza, á la cual, por darle un nombre más concreto y á la vez menos objetivo, _que no suponga el conocimiento imposible del fenómeno_, llama el maestro voluntad de vivir y el discípulo voluntad de dominación; pero aquí se separan, divergen y mientras Schopenhauer, impelido por los resabios de su íntimo comercio con Buda, quiere abolir toda individuación, todo egoísmo, todo deseo para llegar á la inefable _euthanasia_ y escapar al dolor, Nietzsche llama á sí los dolores, pasiones, instintos y exasperadas apetencias del alma, á fin de embravecer en la criatura la voluntad de dominación, hacer más terrible la lucha del deseo insaciable y aumentar de ese modo el precio, la hermosura y la sombría majestad de la existencia. El culto trágico de la vida y el estetismo heroico florecen entonces ufanamente, como rosales de rosas escarlatas y jocundas, cultivadas por el altivo Don Juan en el acerbo jardín de las Furias. MAS la voluntad de vivir y la voluntad de dominación, que á veces las sutilezas del raciocinio transforman en la boca de los filósofos en entidades metafísicas son, al parecer, dos interpretaciones, digámoslo así, de la fuerza á secas, de la energía ó principio generador del universo, y según todas las apariencias y probabilidades, también de las almas, como son igualmente interpretaciones de ese principio dinámico, si se hunde el escalpelo en el riñón de las cosas, el _agua_ de Tales de Mileto, el venerable precursor de Quintón, y el _fuego viviente_ de Heráclito; lo _indefinido_ de Anaximandro y la _unidad absoluta_ de los alejandrinos; la _idea_ de Platón y la _actividad pura_ de Aristóteles; la _substancia única_ de Spinoza, y, por decirlo todo, la _causa primera_ de las filosofías y lo _divino_ de las religiones. El vergonzante cuanto contumaz intento de reducir las causas generatrices de lo creado á un solo principio y establecer la unidad de naturaleza física de todos los fenómenos, se columbra aquí y allá, como un errante fuego fátuo, entre las tinieblas de la filosofía de Jonia y Abdera; en la del Pórtico, y, en general, en todo el panteísmo; tiene sus chispazos y vislumbres en plena Edad media; se formula más ó menos categóricamente en las estrambóticas explicaciones del iatro-mecanicismo y del iatro-quimismo, y se depura y acicala en la moderna escuela materialista, hasta aparecer, por fin, como una afirmación razonada y formal, en la concepción unicista ó monista del universo y la doctrina físico-química de la vida, á las que han prestado últimamente eficacísimo concurso, el formidable trabajo de los laboratorios y, sobre todo, considerándolos de cierta manera, los desconcertantes descubrimientos de Le Bon y Burke. Las concluyentes experiencias del primero, muestran, entre otros portentos, que los indivisibles é inmortales átomos de Demócrito y Epicuro son, en realidad, diminutos y colosales depósitos de la energía dispersa en el universo, la cual en efluvios magnéticos, emanaciones de distinta índole y explosiones perennes y varias de la misma naturaleza que la luz, la electricidad ó el calor, abandona las prisiones del átomo y retorna al éter de donde salió, formando por tal arte, el maravilloso puente aéreo que una la materia ponderable á la materia intangible... De este inopinado modo aparece la radio actividad, que en mayor ó en menor grado poseen todos los cuerpos, y que es el fenómeno específico de su disociación ó muerte, como el último suspiro de la materia antes de volver á la nada... Pero, en verdad, ¿es la vuelta á la nada? ¿la muerte dulce y silenciosa de la materia indestructible? ¿la substitución del dogma clásico «nada se crea, nada se pierde,» base de la química y la mecánica, por la fórmula heterodoxa «nada se crea, todo se pierde»? Sí, desde luego, si el éter de donde salió la materia y adonde vuelve al fin, siguiera siendo para nosotros la nada, por escapar á nuestros medios de apreciación; pero no es probable que siga siendo así. Las grandes fuerzas del universo son sus manifestaciones. La mayor parte de los fenómenos físicos no son posibles sin su existencia. Le Bon acierta á imaginarlo, al igual de la materia, como un milagroso equilibrio de la energía, sólo que móvil é intangible, «fuente primera de las cosas y último término de ellas». Lord Kelvin supone que el éter es un sólido dotado de extraordinaria elasticidad y que llena todos los ámbitos del espacio. Para algunos físicos, y no de los menos célebres y autorizados, la molécula material es sólo éter. De todas maneras y como quiera que se mire, el éter es algo, y lo que resulta del cómputo y coordinación de tantas abstrusas hipótesis é indiscutibles certezas, es que la materia parece á todas luces una forma de la energía universal contenida en el éter; que materia y fuerza son la misma cosa, y que entre el mundo tangible y el mundo inmaterial no existe ningún abismo. Los efluvios sutiles de la radioactividad, ni completamente materiales ni completamente etéreos, participan de las dos naturalezas y unen los dos mundos. Por su parte, los discutidos y zarandeados experimentos del sabio profesor de Cambridge, sobre la generación espontánea, hacen, cuando menos, vislumbrar el misterioso tránsito de la materia inerte á la materia organizada. Los _radiobos_, los artificiales animálculos producidos por la acción del radium sobre la gelatina esterilizada, ofrecen singularísimo parentesco con la materia viviente, y aunque el rigorismo científico de los institutos les rehuse el carácter de bacterias, puede admitirse, sin cándida credulidad, que aquellos semi-organismos, engendrados por un embrujo del hombre, constituyen, mejor que el cristal, el eslabón precioso que une lo inanimado á lo animado. Aún la vida, como el Homúnculos de Wagner, no ha surgido inquieta de la panza fecunda de las retortas; pero las distancias, tenidas por insalvables, entre los mundos orgánico é inorgánico que mil analogías y correspondencias intrínsecas aproximan y confunden, se reducen á cada nuevo descubrimiento y no tardarán en desaparecer en absoluto, como van en camino de hacerlo, á la par de los dioses, dogmas y augustas entidades de la teología y la metafísica, las viejas murallas de la China y los místicos fosos que separaban celosamente los dominios linderos del cuerpo y del alma. ASEGURABA el honestísimo Taine que «las mismas leyes rigen al hombre y á la piedra del camino». Esta afirmación inaudita y escandalosa en su época, va convirtiéndose, limada de ángulos y puntas por el uso, en certidumbre cuasi burguesa ó trivialísima verdad, sobre todo desde que la síntesis de los conocimientos actuales afirma, implícita y aun formalmente, el común origen del mundo físico, del mundo orgánico y del mundo moral. En efecto, á pesar de las travesuras del neo-vitalismo y las argucias de la metafísica, en lo palpable, en la juridicción de los hechos susceptibles de un principio, al menos, de demostración, el avance de las ciencias concurre por vías distintas y múltiples á destruir las viejas dualidades de la materia y la energía, de lo inerte y lo animado, de la bestia y del hombre, del cuerpo y del alma, dividida asimismo, según Pitágoras y Aristóteles, en la Noûs ó alma pensante é inmortal, y la Psiquis ó alma vegetativa y perecedera. Las manifestaciones vitales son consideradas por una novísima doctrina que goza de gran predicamento, como metamorfosis _energéticas_ de idéntico modo que las demás manifestaciones de la luz ó el calor; otra, no menos en boga, arguye que la vida parece distinta de la fuerza y el pensamiento distinto de la vida, porque el análisis no ha llegado á su sazón aún, y, en general, los sabios proclaman, sin ambages ni miedo á los inquisitoriales potros, que las piedras _viven_ y _mueren_, que los metales se _fatigan_, que la materia, aun la más pesada y consistente, es una cosa animada, velocidad pura, una forma estable de la fuerza; la vida, un _complexus_ de operaciones físico-químicas de la misma naturaleza que las que dan origen al _individuo cristalino_, el cual nace, asimila y se reproduce de un modo casi idéntico á como lo hace la substancia viviente; la inteligencia, una máquina explosiva de más rápidos efectos, pero no de distinta fábrica, que la inteligencia bruta directora de la maravillosa adaptación de los órganos sexuales de las plantas para ser fecundados por los insectos, ó preparado en el andar de los siglos, los faros luminosos de los halosauropsis, á fin de que éstos puedan servirse de sus órganos visuales en los abismos tenebrosos del mar, adonde no llegan las ondas clementes de la luz... Todo vive de la misma vida y una es el ánima de toda cosa. Y lo que más espanta y maravilla es que esa ánima guerrera, esa actividad creadora y á una mortífera que los físicos descubren en las entrañas del átomo, los fisiólogos en la célula viva y los psicólogos en los orígenes del pensamiento, los moralistas, con zozobra y pasmo, empiezan á columbrarla en el fondo del acto moral y en el corazón de las sociedades. Parando mientes en tales hechos, y aun contra las protestas y ascos de nuestra indignada voluntad, difícil es no caer en la pecaminosa tentación de atribuir los fenómenos físicos ó morales á la causa generadora--fuerza, energía ó movimiento--que ya buscaron en sus hornos tenebrosos los alquimistas medioevales. Llamémosle fuerza, porque es el término empleado corrientemente en la explicación de todos los fenómenos. Ella une estrechamente los seres y las cosas como el hilo de seda las diferentes perlas del collar; ella dirige en la orquestación del universo, las inverosímiles arquitecturas moleculares y las construcciones pasmosas del espíritu; ella, finalmente, se impone cada vez con más tiranía al entendimiento como el _principio único_ del que serían portentosos atributos por orden cronológico, la materia, la vida, la inteligencia, el alma... ESTE monismo archi-materialista, no barruntado por Heráclito en la remota antigüedad, ni tampoco por Spinoza, ni Goethe, ni el mismísimo Haekel en los tiempos modernos, traería aparejadas catástrofes inmensas en el orden moral, y, por añadidura, sorpresas apocalípticas para nuestro orgullo infanzón de vástagos del Espíritu, así que los pacientes y sapientísimos varones que exploran la razón de las cosas, empezasen á descubrir los gérmenes terribles de la fuerza en el alma blanca de lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero... Acaso va á desarrollarse ante nuestros ojos estupefactos el grande drama del mundo que, en los abismos de la conciencia _sublimal_, viene preparándose sigilosamente desde luengos siglos. Es posible. El aire huele á tormenta. Sea lo que fuere, lo cierto y lo que está al alcance de cualquier quisque, á poco de haber rumiado en las aulas algunos desperdicios de ciencia filosófica, es que desde el naturalismo jonio acá; desde que las cosmogonías y las éticas pierden su carácter divino y se convierten en explicaciones naturales del universo y la conducta, los fermentos activos de la fuerza entran más ó menos secretamente en la composición de las ideas. El _amor propio_ de La Rochefoucauld, que es, en último término, una forma obscura y ambagiosa del limpio y franco _deseo de poder_ de Hobbes; el _derecho natural_ de Spinoza; el _instinto de soberanía_ de Mandeville, primo carnal del _instinto invasor_ de Blanqui y de la _fuerza fundamental_ del ser humano de Stirner; el _interés_ de Helvecio, Bentham y del utilitarismo; el _principio selectivo_ de Lamark, Darwin y la escuela evolucionista; el _mayor motivo_ de Spencer y las mismas _ideas-fuerzas_ de Fouillee, y, por último, la _expansión de la vida_ de Guyau y la _voluntad de poder_ de Nietzsche, principios más universales de la conducta, tentado estoy de decir que no son otra cosa, en substancia, que el reconocimiento teórico más ó menos implícito de la energía _combativa_ que, en la práctica, ha dirigido los movimientos armónicos ó desordenados del alma humana. Pero hay más. De un modo preciso ya el estupendo Heráclito nos advierte que la guerra es la madre de todas las cosas; Hobbes y Spinoza aseguran que el derecho natural es el derecho del más fuerte, y Pascal que la fuerza «es una entidad que no se deja manejar como uno quiere porque es una calidad palpable, en cambio que la justicia es sólo una calidad espiritual de la que se puede disponer caprichosamente», de lo que deduce que «no pudiendo hacer fuerte lo justo, se ha hecho justo lo fuerte»; Vaunenargues afirma «que todo se ejecuta en el universo por la violencia», formulando antes que Darwin, como ya lo había hecho Lucrecio en la antigüedad, la ley de la lucha por la vida, «la más absoluta é inmutable de la Naturaleza»; Helvecio, cortando por un inopinado atajo del humanitarismo, á la manera de tantos apóstoles de los ideales fraternos, como Prudhon que acierta á ver en «la _dignidad_ la cualidad altanera que empuja al hombre á la dominación de los otros hombres y á la absorción del mundo» ó Anatole France, quien con su sonrisa bondadosa nos dice que «vivimos de la muerte de los otros», pronuncia esta diamantina sentencia: «La fuerza es un don de los dioses. Armándote de esos brazos membrudos el cielo te ha declarado su voluntad. Huye de estos lugares, cede á la fuerza ó combate», bellas y crueles palabras, hijas del mismo numen inspirador que hace ponderar á Kant los efectos saludables del antagonismo, de la discordia y del _deseo insaciable_ de posesión y de mando, y deja caer de los verídicos labios de Carlyle las duras é inmaculadas perlas de su idealismo altanero y señoril: «La fuerza bien comprendida es la medida de todo mérito; toda realidad durable es justa porque demuestra su acuerdo con las leyes eternas de la Naturaleza; el derecho es el eterno símbolo de la fuerza». De modo que el derecho y la fuerza son idénticos, la realidad es la verdad, «la cosa fuerte es la cosa justa»; lo cual induce, como la _Idea_ de Hegel, de la que toda realidad es un momento, á la glorificación del hecho, á legitimar la _misión histórica_ de los maestros alemanes y las _aplicaciones prácticas_ de Bismark; á concluir con Strauss que «la Necesidad es la Razón misma» ó con Nietzsche que el derecho es un legado de la Fuerza, y el Bien y la Verdad, formas antiguas de ella. Con estas trazas é invenciones desaparecen no sólo del mundo moral, sino también del mundo lógico, todo principio divino ó racional, toda evaluación humana que no sea una cristalización maravillosa de la Fuerza, la _tabla de valores_ ideales que por necesidad y utilidad un grupo dominante de hombres supo imponer á otros grupos y que después se erigen en dogmas, en verdades religiosas, en reglas morales. De donde se infiere rigurosamente que las reglas morales, las verdades religiosas y los dogmas, no son otra cosa, en el fondo, que transformaciones y prolongaciones utilitarias de la Fuerza. MAS, pasando de las ideas al gobierno del mundo y práctica de la vida, los glorificadores de la fuerza, el éxito y el valor--entre los que se podría incluir sin menoscabo en medio de Maquiavelo, Stendhal y el famoso conde de Gobineau, al dulcísimo Renán,--tienen precursores tan remotos y venerables como los sean Heráclito y Lucrecio en el terreno de la especulación filosófica. Mejor que Hobbes, el viejo y curioso Calicles, nos da un modelo acabado de doctrinas ultra-aristocráticas é individualismo razonante y feroz, que muy bien pudieron inspirar el imperialismo seleccionista de Darwin y Spencer; el imperialismo _apolónico_ del profesor alemán; los evangelios políticos del gran Federico y de Bonaparte, y hasta el paradójico «Crimen considerado como una de las bellas artes», de Tomás de Quincey, pues ya el representante de la aristocracia jónica en uno de los más famosos Diálogos de Platón, veía en el crimen, antes de Weiss, quien asegura «que es hermoso un hermoso crimen», ese elemento de heroísmo y belleza reconocido siempre por las multitudes en las fechorías y desmanes de los bandoleros famosos. Y es que antes de los glorificadores de la fuerza vencedora, el corazón fué siempre devoto de ella. En la admiración secreta, vergonzante, pero profunda que, á pesar de nuestros arrechuchos humanitarios, nos inspira el egoísmo avasallador de Bonaparte, las cínicas dobleces de Bismark ó la ferocidad del bello Borgia, á quien muchos delicados artistas llaman con delectación el divino, existe una aceptación tácita de los derechos inhumanos del gorila más membrudo; una consagración íntima de lo que es _naturalmente_ legítimo, y, al mismo tiempo, una incoercible simpatía que en vano tratamos de disimular, hacia las reivindicaciones de la naturaleza, muy semejante á la que nos mueve, mal nuestro grado, á perdonar las faltas y hasta los dolos y crímenes que como un bandido romántico suele cometer Eros, contra el orden consagrado por el artificio de las leyes. Esta simpatía entusiasta y cariciosa, que hunde sus profundas raíces en lo inconsciente del alma popular, se hace visible en las mitologías, afabulaciones divinas de las fuerzas naturales; fulgura como la lumbre del encendido carbón, en las sonantes estrofas de poetas épicos y cancioneros, quienes glorifican, sin sospecharlo, en el coraje y la belleza dos maravillas ó embrujos del mismo _daemon_ que dispone sabiamente las alas para el vuelo y los pies para la carrera; y transciende de un modo manifiesto en las leyendas de las edades heroicas, donde, sin subterfugios, imperan los hombres de más grande y duro corazón: _les bêtes de proie hiperboreens_, los _eugénicos_, los hombres de presa, en fin, nacidos para dominar, tenaces é indómitos en los cuerpo á cuerpo con el Destino, pero á la vez los más obedientes y aptos para acatar, sin interrogarlas, no las leyes eternas de Dios, como diría Carlyle en su lengua inspirada, sino de la Naturaleza, de la Vida, de la Fuerza, que es lo divino en el universo confuso que al hombre le es dado penetrar y comprender. Y he aquí, acaso, el secreto del amor instintivo é irresistible del alma, por todo lo que triunfa, domina y prevalece. Es la dulce cautiva, enamorada siempre detrás de los barrotes de su prisión del terrible y hermoso caballero que la hizo prisionera. El prestigio de los héroes, grandes capitanes, profetas dulces ó ceñudos y hasta de los dioses, nace de que unos y otros, aunque de distintas maneras y en diferentes grados, aparecen revestidos á los ojos de las multitudes con los atributos marciales de la Fuerza, que son los de la Divinidad. Un Dios que no opera milagros para mostrar su poder, no goza de buena salud. Por eso, sin duda, los artistas de la Grecia adivina y reveladora, ponían el rayo en las manos de Zeus y en las de su hija Palas, la diosa de la razón, una lanza y un escudo... Los héroes y los dioses son tanto más grandes cuanto más osados y terribles. Diríase que el Alma, la cautiva lánguida y suspirante, no reconoce ni se deja seducir por otros atributos ni prestigios que los de la Fuerza, y de ahí que los invoquen y se vistan con ellos, desde los emperadores de férrea armadura hasta los caballeros andantes que ostentan en el escudo el cisne de Lohengrin, todos los que pretenden atraerla, seducirla ó dominarla. CONSIDERANDO el extraño é íntimo parentesco de lo divino y de la Fuerza, se ofrece al espíritu una inquietante conjetura que, á ser verdad, podría resolver por modos no pensados, grandes misterios y terribles antinomias. Si el último término del análisis de la materia es la fuerza, como parecen probarlo muchas hipótesis, y, sobre todo, las curiosísimas investigaciones de Le Bon; si la vida y la muerte no son otra cosa que las perpetuas transformaciones de ella; si á sus misteriosas reacciones deben los mundos la existencia y estabilidad en el espacio infinito; si ella es la razón única de todas las cosas, de donde todas salen y adonde todas vuelven, puesto que todo sale del éter y todo retorna á él, y, finalmente, si la condición de la vida y del pensamiento es la lucha sin reposo, el ejercicio de la fuerza obedeciendo á la suprema armonía de sus propias é infalibles leyes, la Fatalidad de los vates, la Inteligencia de las religiones y la Razón de los filósofos estuvieran contenidas en el alma infinita de la Fuerza; el mundo mismo fuera su emanación, lo cual explicaría que todas las cosas participasen de la naturaleza combativa de aquélla, y en el trono de la divinidad usurpadora se asentaría radiosa y triunfante la virgen señuda y de duro corazón. La Fuerza sería Dios y Dios un hombre y una hechura de la Fuerza... LO terrible de esta sacrílega conjetura es que tiene todos los visos de la turbadora verdad que ya los griegos, maestros en toda clase de intuiciones, vislumbraron en la naturaleza y en el alma humana. Sus dioses fueron la _divinización_ ingenua y encantada de las fuerzas naturales, y también de la fuerza invisible de que ellos se sentían depositarios. El Dios de las religiones monoteístas, producto más complejo de la alquimia mental, pero no de distinta esencia que las divinidades paganas, podría ser muy bien la reducción de éstas á una sola, ó de otro modo, la _diosificación_ de la fuerza total, anunciada por tantos pensadores, que dicta sus sabias leyes al mundo de la materia, la vida y el entendimiento. Fuera de que todas las divinidades se decoran y engalanan con los fascinantes atributos del poder, cual si hicieran impensadamente gala y ornato de su terrible linaje, en el limo milenario de las creencias primitivas quedan como restos fósiles, indicios indelebles de las necesidades fisiológicas y de las razones utilitarias que seguramente determinaron, en la cándida aurora del mundo, la formación de las religiones y las morales. En la dura infancia de Atenas, Esparta y Roma, la religión, que absorbía todos los poderes para cumplir mejor el grave cometido que el instinto vital la confiaba secretamente, pudo mostrarse, como lo afirma Fustel de Coulanges, extraña ú hostil á los intereses y conveniencias de la sociedad y del Estado, sobre todo cuanto estos intereses y conveniencias no eran consonantes con los que ella defendía ferozmente, como una loba á sus cachorros. Mas en época ninguna se mostró la religión hostil ó extraña, en realidad, á los intereses de la Vida. Las instituciones y leyes de la ciudad fueron implantadas porque la religión lo quiso, no por razones de utilidad civil, es cierto; pero no es menos cierto que la religión lo quiso precisamente porque eran cosas útiles. Los intereses divinos siguen las evoluciones de los intereses vitales, como la sombra ligera los movimientos del cuerpo, y si, por cualquier causa, no lo hacen pierden su valor y degeneran en prácticas ociosas. En las mismas páginas de «La Cité Antique» no es difícil empeño el constatar hasta qué punto la organización religiosa de las sociedades, estudiadas por el sesudo y experto Fustel de Coulanges, obedecía á fines altamente utilitarios. El carácter sacerdotal del padre y el culto de los muertos, unían estrechamente las generaciones. Cada hogar era un templo donde se acumulaba y mantenía religiosamente, de padres á hijos, la fuerza del pasado. Agrupados los miembros de la familia alrededor del humilde altar en el que ardía en mansa dulcedumbre la leña sagrada, sentíanse herederos y tributarios de la llama viviente de que el fuego sacro era símbolo, y robustecían unánimes, en el mismo culto, las virtudes domésticas conservadoras de la preciosa célula social que atesoraba los gérmenes de la humanidad futura. Los dioses Lares la protegían celosamente, y el cerco sagrado de Términus barbudo aislábala de los extranjeros y de toda influencia extraña al culto familiar y por lo tanto corruptiva y deletérea. Luego, al unirse las familias en curias y tribus para constituir la ciudad, nacen los dioses y las reglas morales que protegen á ésta, facilitan la unión de los elementos que la componen y crean las costumbres y prácticas religiosas menos hostiles á la plebe, sin fuego sagrado en el hogar, vale decir, sin antepasados ni religión. Los Lares y Penates se transforman entonces en divinidades nacionales. Más tarde, cuando las perentorias urgencias ambientes piden y reclaman que se fundan los grupos humanos y dilaten los estrechos límites de la ciudad, los dioses crueles se humanizan y abren los anquilosados brazos á los recién venidos. Por último, llegado el solemne instante de la comunión de los pueblos, preparada laboriosamente, mucho antes del advenimiento del cristianismo, por los discípulos de Pitágoras, Anaxágoras, Zenón, los sofistas y los poetas de ideas contrarias á las divinidades nacionales y propicios al cosmopolitismo del cerebro y del corazón, aparece el Dios único, que no rechaza hosco al extranjero, y une en amoroso abrazo á los hombres de todas las clases y patrias. Pero esto era precisamente lo que necesitaba la evolución de las sociedades. Diríase, observando el carácter protector de las religiones y las morales, que unas y otras no tuvieron más objeto que el de establecer la supremacía y favorecer la supervivencia, en un momento preciso de la historia, del grupo más rico de savia vital é ilusión favorable á la conservación de la especie, formando para ello con los dogmas, reglas, virtudes, cilicios y disciplinas el caldo de cultura moral, digámoslo así, en el que la misérrima, aunque dominante colonia humana, pudiera absorber mejor los jugos de la vida. Es por este orden de ideas que, sin mayor audacia, puede aseverarse, no sólo que el bien y la verdad son dos formas antiguas de la Fuerza y el derecho un legado de ella, sino que Dios mismo, bueno ó malo, cruel ó piadoso, guerrero ó pacífico, según los momentos, es una manifestación prodigiosa de la voluntad de los hombres. CUÁN otro hubiera sido el destino de las religiones sin el terror de la muerte, poeta brioso y fantástico de las fábulas olímpicas; cuán desprovisto de encanto sin el misterio de las cosas; cuán deleznable sin las amenazas de lo ignoto, sin la urgente necesidad de darle un nombre á las energías creadoras del misterioso universo para ajustar á sus leyes la conducta y prolongar la existencia! De ahí que los mandamientos de Dios, aun los más crueles, sean conservadores de la Vida y al modo del instinto vital, servidores humildes de ella. Lo divino se ofrece así á los ojos atónitos como un _substratum_ de las leyes de la materia... Ya se ha visto como en las entrañas de las doctrinas espiritualistas, existen barruntes reveladores de la identidad de lo divino y la fuerza, y común origen de la materia y del espíritu--Bruno ya anunciaba que Dios es la fuerza que se transforma en todas las cosas, sin dejar de ser siempre una y siempre la misma en sí,--y como la evolución filosófica tiende á un monismo absoluto, materialista y prosaico, que por juzgarlo enemigo de la ilusión humana y ayuno de toda grandeza, causa la desesperación de los obstinados irrealistas y provoca las líricas cóleras de ese ente radioso y obtuso que se llama el poeta... Con eso y con todo, el tal materialismo, que penetra el pensamiento contemporáneo, sin curarse de las declamaciones sonoras y huecas con que se gargarizan los eternos ilusos, lejos de desesperanzar á los hombres, como pudiera creerse, al destruir implacablemente sus fantásticos sueños, podría resolver, por el contrario, lo que se consideraba eternamente irreconciliable y antagónico: la pugna de la Fuerza y la Razón, y las irreducibles antinomias del interés y del altruísmo, del individuo y de la sociedad, de la bestia y del hombre; las crueles antinomias, en una palabra, de nuestras aspiraciones subjetivas y las realidades indestructibles del mundo. Apoyándose en algunas verdades indiscutibles, que no están en desacuerdo con los postulados de la experiencia, como las morales espiritualistas y los dogmas antropocéntricos, tal vez pudiese el instinto vital componer un nuevo brebaje de ilusión, que haría reverdecer las fértiles praderas de la esperanza en el alma aridecida de los hombres. Para ello bastaría desentrañar los elementos sociales que lleva en su seno, como la áspera corteza la sabrosa pulpa, el principio selectivo, cruel y destructor, que es la enjundia y el alma de diamante de la Fuerza y de la Vida. En vez de desoír las _voces secretas_ y los _eternos mandatos_ de la diosa inexorable y revelarnos contra ellos, oponiéndoles, ¡pueril intención! las leyes falaces de un universo ilusorio, en el cual no creemos ya, sería más digno de una acendrada sabiduría someterse y convertir por un sortilegio de la voluntad, en bien obediente y utilizable, el mal fiero é indómito, que burlándose de falsas autoridades y falsos reglamentos, voltea nuestros castillos de naipes ó nos acecha airado en todas las encrucijadas de la vía dolorosa. Sólo así pudiera ser que la planta de estufa de la moral, hundiera sus endebles raíces en la tierra firme, dando al aire libre flores y frutos, y que el Derecho, la Razón, la Justicia no fueran, sin la superstición del creyente, puras entelequias, ídolos grotescos, fetiches irrisorios, sino expresiones reales y legítimas de lo divino natural, reconocido y acatado por la inteligencia del hombre. Á pesar de la pobre condición humana y miseria del mundo, no parece imposible elevar sobre las ruinas informes del idealismo de Platón, del que derivan no sólo las grandes falsificaciones que _consisten en anteponer las ideas á las actividades, á los hechos de fuerza que las crearon_, sino en anteponer la razón mística á la razón física, y en ponerle á ésta la máscara de aquélla, no parece imposible, repito, elevar un templo grandioso, construído con los materiales del planeta, y donde, convertidas en ilusiones posibles y realidades futuras, pudieran recogerse y esperar las Quimeras y Utopías, antaño acariciadas como un lenitivo á sus males, por la humanidad doliente y ensoñadora. Existen razones, cada vez más pertinaces y sugestivas, para darnos á pensar que la Fuerza no es tan antagónica á las asiáticas esperanzas humanas como Apolo y Jesús, por motivos ocultos, nos lo han hecho creer. Puede afirmarse sin loca temeridad, que su inteligencia y su razón se acuerdan más con el genio de la especie y son, en definitiva, superiores á la razón é inteligencia del Espíritu. Prueba irrefutable de ello, es que este audaz aeronauta termina infaliblemente las ideales excursiones por el cielo azul, «que no es azul ni es cielo» cayendo en los pantanos más cenagosos de la necesidad; mientras que el culto de la diosa omnímoda, al absorber en los robustos pechos de la Naturaleza el néctar y la ambrosía del olimpo, se diviniza, rematando fatalmente, ora en la práctica ora en las doctrinas de sus pontífices más materialotes ó más románticos, en la religión de la Vida, y de una vida intensa, heroica, plena, desbordante de espléndida robustez y hermosura, por predominar en ella el instinto de grandeza sobre la dicha del mayor número y el nivelamiento común, enemigo ambagioso ó declarado de toda superioridad y aun de la vida misma, de los pensadores devotos del humanitarismo. Sería curioso y acaso útil, escudriñar y descubrir las necesidades éticas y las reacciones contra-sentimentales que determinaron la concepción del heroísmo en la historia y la filosofía. Schlegel y Tieck echaron las basas; Hegel, Schopenhauer y los historiadores alemanes, desde Ranke y Mommsen á Sybel y Treitschke, le dieron forma concreta y positiva, y luego cumplido remate Carlyle y Nietzsche. Á pesar de su abolengo en apariencia idealista y hasta místicos componentes, el culto del héroe, del genio, del hombre histórico ó providencial y, en fin, del superhombre, es no sólo aristocrático como la Naturaleza, donde todo es diferenciación y jerarquía, sino á la par de ella, tan contrario á la moral de la razón razonante como á la moral del sentimiento, puesta de moda por el infelice Juan Jacobo y de la que arrancan, según muy encumbrados pensadores, el romanticismo en política y literatura: dos formas del espíritu de rebelión, de la sensiblería caprichosa y la hemorragia de la palabra, que llevan entre las flores de trapo de los idealismos ornamentales los venenos sutiles de flaquezas, disoluciones é iniquidades sin cuento. PARECERÍA incomprensible que en este mundo, donde reina el más tiránico determinismo, y donde los fenómenos se subordinan los unos á los otros sumisamente, las quimeras y los romances, de libertad igualdad y fraternidad, imaginados por un _héros lâche et délicat_, hayan ejercido tan misteriosa acción sobre los hombres, si no fuese cosa averiguada que éstos adoran los discursos, fantaseos y dulces damiselas que más los engañan, adulan y fascinan. Y el mísero y glorioso Rousseau, es el fascinador más grande que, después del Nazareno, ha visto la humanidad: «un maestro de ilusiones y un apóstol de lo absurdo», como dice alguien con crueldad, pero no sin exactitud. Él amó ardientemente á los desheredados de la fortuna; clamó contra los poderosos, aun cuando se holgaba en su compañía y comía su pan; sufrió á la vista de todos, los dolores de la inteligencia, del orgullo, de la carne flaca, y comunicó á todos también sus rencores, despechos y fiebres de reparaciones sociales y dicha universal. Fué el novelador de la Utopía y el arquitecto lógico de un sueño de poeta. Por eso ha sido y será el eterno revolucionario y el eterno ilusionista. Su poder de encanto y seducción, calor comunicativo y contagiosa locura de bondad y virtud, es para la conciencia lo que para el Deseo el dulce é irresistible canto de la sirena. Fuera preciso no tener sensibilidad humana para escuchar sin embriaguez, los persuasivos y cálidos Discursos, _Rêveries_ y Confesiones que se dirigen artera y directamente, no al cerebro, sino al corazón, al orgullo, á los apetitos que robustecen las ansias legítimas, en suma, de placer y dominación. Nuestras flaquezas están de su parte, sus debilidades de la nuestra: por eso ha reinado y reinará. Y he aquí lo estupendo: salvo la sana aspiración hacia la dicha y el imperialismo democrático que ocultan las frases fraternales, la dolorosa experiencia de los pueblos proclama que todo es falso en las doctrinas que han hecho sacudir á la humanidad en tan violentas convulsiones y preparan al presente otros y acaso más terribles sacudimientos para el porvenir. Falso que el hombre sea bueno por naturaleza; falso que nazca libre é igual á los demás hombres; falsa la fraternidad y las utopías sentimentales basadas en el desconocimiento absoluto de la fisiología humana. ¡Pero qué importa! Precisamente lo que ha hecho que el rousianismo arraigue y viva en la inteligencia y el corazón de la humanidad, no obstante sus contradicciones y pueriles fundamentos, es que en vez de ser una grande verdad es una grande ilusión. Lo imperecedero de él son sus errores. Gracias á ellos, y no á su substancia lógica, hase convertido en verdad popular, en injusticia, en esclavitud. Á tal punto que, sin quererlo, el observador de los tiempos que corren se pregunta, rugando la pensativa frente, si el verdadero libertador de los ilotas, el destructor del último ídolo y de la última tiranía no será acaso el que asesine la Libertad... LA moral de la Fuerza, velada hasta ahora á los ojos humanos, pero presente en el mundo, no admite del desorden anárquico, ni la mentira, ni el error, ni las contumaces falsificaciones del espíritu, porque la Fuerza, ó por otro nombre, la razón física, es lo que es y no puede menos de ser; lo que triunfa fatalmente, la condición única y suprema de las realidades, y lo que establece en toda suerte de cosas una indestructible jerarquía, un orden divino, al que nadie ni nada escapa, ni aun la razón mística, que viene á ser así como la loca de la casa de la otra y universal razón. Un escolástico, Duns Scot, maravillado, sin duda, por las manifestaciones disfrazadas, pero reconocibles para el ojo profundo de esta mecánica inteligente que rige en el universo, preguntábase atribulado por heréticas vislumbres y afanes prolijos, si la _materia no pensaba_, tan armoniosas y de buen concierto le parecían su estructura y combinaciones. Y el inefable Maeterlinck, iluminando el alma obscura de las cosas con las sutiles claridades de su misticismo adivinador, sospecha que las ideas se les ocurren á las flores ni más ni menos que á nosotros. «Ellas tantean, dice, en la misma noche; encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad en el mismo ignotus. Ellas conocen las mismas leyes y las mismas decepciones, los mismos triunfos, lentos y difíciles. Parece que tuvieran nuestra paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma esperanza y el mismo ideal», y considerando el esfuerzo inteligente y formidable de las flores, los inventos ingeniosos, los prodigios de imaginación, las industrias de que se valen para convertir en mensajeros de sus aromados suspiros y fecundos besos á los insectillos y las brisas, y unirse á los amantes lejanos é inmovibles, burlando el cruel destino que las ata al suelo; reconociendo, en fin, la suma de voluntad y pensamiento que anima la vida heroica de la flor, deduce que «no hay seres más ó menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida á todo; una suerte de fluido universal que penetra en diversos grados, según que sean buenos ó malos conductores del espíritu los organismos que encuentra. El hombre sería hasta aquí, sobre la tierra, el modo de vida menos resistente á ese fluido que las religiones llamarían divino. Nuestros nervios aparecerían como los hilos por los cuales se esparciría esa electricidad sutil. Las circunvoluciones de nuestro cerebro formarían, en cierto modo, las _bobinas_ de inducción, multiplicadoras de la fuerza de la corriente; pero ésta no sería de otra naturaleza ni provendría de otro origen, que aquella que pasa por la piedra, los astros, la flor ó el animal.» SÍ; podría aseverarse muy bien, no sólo que la materia _piensa_, sino que su pensamiento es infalible. Todo hecho, todo suceso es una forma de él, una manifestación autoritaria de la razón física, á la cual la conmovedora é incurable locura de los hombres, ya hemos dicho que se empeña en oponer la razón mística, que es en realidad una creación y una servidora de aquélla, del mismo modo que los instintos y las pasiones. Los devaneos, fantasías, caras á las veces, y briosas imaginaciones de esta razón que vive de prestado, perduran, resisten á la muerte y son cosas animadas y verdaderas, mientras sirven solícitas los firmes designios de la razón madre, donde encuentran su razón de ser todas las formas de lo corpóreo y lo intangible. Son como las floraciones y galas mudables de un árbol eterno. He ahí por qué las verdades, las religiones, las aspiraciones humanas envejecen y caducan; y he ahí por qué, al modo de los insectos, cuyo destino fugaz y radioso es el de depositar los huevos en el seno protector de la tierra y, asegurada su descendencia, morir, la bondad, la virtud, la razón de una época parecen ó son sacrificadas al dar á luz la razón, la virtud y la bondad de la época que sigue. Así las duras virtudes del paganismo, fueron destruídas sin piedad por las _piadosas_ virtudes cristianas, y éstas que alguien llama con ternura melancólica _les vertus délaissées_, empiezan á marchitarse, sofocadas por las soberbias vegetaciones del culto de la Vida, que brotan en toda la tierra, muestran las encendidas flámulas de sus floraciones tropicales en todos los horizontes y principian á enseñorearse del paisaje moral visible á los ojos humanos. Como la antorcha que simboliza la vida en las fiestas panateneas, la antorcha del espíritu pasa de mano en mano. Las superestructuras cambian. Las verdades transitorias, las mentiras saludables de que se nutre un instante la humanidad, perecen así que ésta agota el jugo vital que aquéllas atesoraban. Lo inmutable, lo eterno es la voluntad de vivir, que trabaja oculta en los antros más profundos de las almas, como un gnomo prodigioso, que produce maravillas y opera milagros, escondido en las concavidades misteriosas de la tierra. MAS el respeto de la Vida, que sale de los laboratorios é informa el pensamiento moderno, se infiltra en las religiones y obra sobre las costumbres con el renacimiento de los deportes atléticos y el amor de la acción, nace, mirándolo bien, de la metafísica de la fuerza. Ó de otro modo, el triunfo de la religión de la Vida es la implícita consagración del culto de la Fuerza. La moral de esta última, á pesar de la terca y enconada oposición de nuestros ideales del momento, aparecerá triunfante como un sol que rompe las nieblas matutinas, cuando se desvanezcan del todo en la conciencia humana los espejismos que tergiversan el valor de las cosas é invierten las reales y eternas, aunque á veces imperceptibles jerarquías, de la razón universal. La diosa de voluntad diamantina no herirá entonces los sentimientos más caros de los hombres, ni aparecerá á los ojos de éstos como una deidad maléfica, como un genio enemigo, sino al revés, como el ángel protector de los huevecillos dorados, que ponen en el nido tibio del alma las ilusiones favorables á la existencia... Si todavía rechazamos con fiera indignación sus verdades infalibles, trágica hermosura y grande justicia, á la que empero, quieras que no, ignorándolo ó á sabiendas, se someten todas las cosas, es porque nuestra razón y sensibilidad de invernáculo no se acuerdan con las leyes que rigen fuera de él; es porque ignoran que su propio crecimiento va á romper presto los vidrios que las protegen de los soles enfloradores y las nieves esterilizantes y que será preciso aclimatarse ó perecer; es porque no conocen su pristino origen, ni saben que sólo son las pintadas y efímeras mariposas en que se transforma una porción diminuta de la fuerza eterna é inconmensurable. ESTE convencimiento vago, que gana poco á poco las conciencias más quisquillosas y aun los ingratos cerebros en que la leche del saber se agria y cuaja en ñoño sentimentalismo, traerá aparejado, al decantarse, un cambio radical en la apreciación de las acciones y excelencias humanas. La victoria del más fuerte no parecerá ignominiosa como hasta aquí, sino altamente justa y saludable porque será, en un momento dado, el triunfo de lo más vital, de lo que sirve mejor el único propósito discernible en las intenciones confusas de la Naturaleza. Es la voluntad de existir y dominar. Reconocida la fuerza como el elemento divino, generador del universo; establecido el idéntico abolengo é ilustre prosapia de la Razón y la Necesidad, del _Factum_ y de la idea triunfante; en resumen, de lo que domina y se impone material ó espiritualmente, la conciencia humana enriquecida por definitivas nociones de lo real, dilatará los horizontes de su concepción ética, teniendo por primera vez, una vislumbre justa del Bien y del Mal absolutos. Y aquí daría principio el reino de lo divino natural. Cada excelencia sería una irrefragable manifestación de él. Las criaturas, las cosas, las almas, se graduarían en la escala de la vida por la cantidad de _virtud_ que almacenasen. Lo pequeño no podría ser lo grande, como acontece para burla y escarnio de nuestra pobre inteligencia; ni lo débil lo robusto; ni las aspiraciones más nobles serían precisamente, por una estupenda inversión de valores morales, las que más deprimen y amengüan la voluntad de ser. Las superioridades, las verdades, los triunfos se impondrían sin demostración, por sí mismos, por el hecho de existir. Y las antinomias de lo que es, y de lo que debía ser, de lo objetivo y lo subjetivo, á causa de las cuales tantas inquietudes han atenaceado al hombre, acabarían por reconciliarse para siempre en el regazo maternal de la grande razón. FORMIDABLES testas han acometido la singularísima aventura de echar los cimientos de la fábrica moral, no en la voluble razón del espíritu, sino en la firme razón de la materia, volviendo por tal arte á poner sobre sus pies á la humanidad aburrida de _la parada de cabeza_ hegeliana. Pero únicamente el amable pensamiento de Guyau intentó poner de acuerdo la moral de la fuerza con nuestra moral; la expansión de la vida y los instintos interesados y agresivos, con el amor de los otros y el desinterés. Y aunque, á decir verdad, los sentimientos expansivos y nobles que cita para descubrir la faceta social de la criatura humana y probar que «la vie comme le feu, ne se conserve qu'en se communiquant», sólo son modalidades del _instinto de soberanía_, instinto que por medio del amor ó del convencimiento tiende á ocupar más espacio en el alma ó la inteligencia de los otros, no es menos cierto que tales manifestaciones de la superabundancia de vida entrañan, en su propia intensidad, un principio altruista que transforma el despliegue de la fuerza en lo que llamamos sentimientos generosos ó expansión hacia las demás criaturas. Más aún. El poder ergotizante del filósofo-poeta partiendo de la expansión de la vida como elemento activo de la conducta, llega no sólo á resolver la afligente antinomia de lo individual y lo social, sino á establecer á la manera del viejo idealismo, la supremacía del espíritu, precisamente porque éste realiza el máximum de _intensidad extensiva_, es decir, de fuerza dominante. Una argucia ó vuelta de grupas de la misma índole, da nacimiento á la moral de las ideas-fuerzas de Fouillee, la cual, por otra parte, se apoya en hechos, en realidades y no en soportes religiosos ó metafísicos. «Las fuerzas, dice, en acción en el mundo ó en nosotros, cualquiera que sea su naturaleza intrínseca, concluyen por concebirse en nuestra conciencia y al concebirse transformándose en ideas, juzgan lo real, lo modifican, se convierten en ideas-fuerzas.» No por arte, pues, de birlibirloque, sino por las vías naturales de la experiencia, llega el representante del idealismo francés á fabricar como Guyau, con substancias materiales, los útiles productos de la _voluntad de conciencia y el persuasivo supremo_. En su tozudo afán de establecer la acariciada superioridad de la inteligencia, el neo-idealismo contemporáneo hace muchos de estas sorprendentes excursiones al arsenal de Dionisos. Como Anteo para criar nuevas fuerzas, vese obligado Apolo á sentar los divinos pies en la tierra. Sólo que después de cada nueva adulteración y embrollo, queda más claramente dilucidado lo que podría llamarse el origen material del espíritu y la naturaleza agresiva de las morales. Las ideas son transformaciones de fuerzas; las ideas-fuerzas, como tales, no pueden establecer su imperio en los dominios de la conciencia sin lucha, ni extenderse al exterior sin combatir ni dominar. LA larga y laboriosísima evolución de las morales interesadas ó fisiológicas, de las que desaparecen poco á poco los elementos divinos y luego las substancias espirituales á medida que la inteligencia humana se nutre y enriquece de conocimientos positivos, termina después de la grande revolución de Darwin en la ciencia y de Spencer en la biología, en el osado intento de Nietzsche y Guyau de construir el noble edificio de la moral sobre los formidables cimientos de la fuerza, para darle á la conducta humana una base inamovible y en armonía con las leyes del universo. Por otra parte, la reacción de los hebreos contra toda aristocracia, continuada por el cristianismo, los ideólogos y los _hombres sensibles_ del siglo XVIII, hasta florecer espléndidamente en los inmortales principios de la gran Revolución, remata luego de acicalarse con los ensueños, quimeras y utopías sociales de los discípulos de Jean-Jacques, en el determinismo económico de Marx, explicación materialista de la historia, de la que el Oro, el heredero legítimo de la fuerza en las sociedades, es el principio generador. Esta doctrina, antagónica del _état pensant_ que vive fuera del Taller; este socialismo científico, destructor de lo que llama con enojo y desprecio un discípulo de Marx la _disociación ideológica ó irrealismo_ de la cultura greco-latina, traduce en luchas sociales por la riqueza, el mando y la dominación del mundo las aspiraciones sentimentales de los humildes que antaño pretendieran establecer, en ebriedad generosa, el reino de Dios sobre la tierra. Acontece, pues, que de un modo ó de otro, por vías ocultas ó visibles, las actividades humanas concentran en el dominio los fuegos de la voluntad, y resuelven en opresiones y tiranías los idealismos más desinteresados y puros. La fuerza tiende á ejercer su imperio porque es la fuerza; la vida tiende á dilatarse porque es la vida. El tiempo descubre infaliblemente, los principios activos de la conducta humana, que son idénticos á los de toda la actividad universal. En vano es desvirtuar con metafísicas mixturas su naturaleza combativa y dominadora. Los hechos muestran la garra felina. La trama y el reverso de los variados tapices de la historia, enseñan que un estado social es una cristalización de la violencia, y que las reacciones contra él, aun las más idealistas, terminan fatalmente en otras cristalizaciones sociales autoritarias y opresoras. Los sistemas de gobierno, las morales, las religiones mismas--propugnáculos y murallas que acaso no tienen otro objeto que proteger la conquista económica,--obedecen á esa ley universal, porque lo universal son las transformaciones de la fuerza que constituyen á su turno los módulos de la vida. Ved el cristianismo; la religión del amor, la piedad y el desprecio de los bienes terrenales. Cuando deja de ser un reptil subterráneo, sale de las tenebrosas catacumbas de Roma, quema vivos á los herejes, provoca mil guerras y persecuciones y oprime al mundo en un abrazo de mortal amor. Los desheredados, los miserables, los enfermos; la escoria de la sociedad, los oprimidos, en fin, pasan á ser opresores, desplegando en sus luchas por la dominación un celo apasionado y cruel, una ferocidad implacable, un furor divino que, no saciándose con el odio y la persecución de los infieles y dañados, inventa sutiles razones y refinadas torturas para aprisionar y atormentar á su antojo el alma temblante de los adeptos. La Revolución, la gran Revolución, luego de cometer mil horrendos crímenes en nombre de la Libertad, termina en las tiranías de Robespierre y Napoleón. El reino de la Razón, resulta la locura trágica del Terror. La eterna paz, guerra sin fin. Después... las indestructibles jerarquías vuelven á establecerse con otras etiquetas. Á los privilegios de la nobleza suceden los privilegios de la burguesía; la aristocracia del dinero á la aristocracia de la sangre; el derecho burgués al derecho feudal; la tiranía del número á la tiranía del rey, y la fementida fórmula en que se resumen los Inmortales Principios y los Derechos del Hombre, no inspiran más respeto, ni tienen más virtuosidad en el frontón de los edificios públicos, que los versículos del Corán en los muebles moriscos de los bazares exóticos. Pasada la tromba niveladora, en el interior de Francia los hombres y las clases se separan y ocupan el puesto que les da su valor social, como los líquidos de densidad diferente se gradúan por su peso si dejan de ser agitados. En el exterior, la revolución que acariciara el pretencioso intento de suprimir las fronteras y establecer la patria universal, acierta sólo á instituir el principio de las celosas nacionalidades y la formación de las repúblicas americanas, donde las diferencias y las aristocracias sociales se acentúan más cada día, á pesar de las leyes democráticas que las rigen. Así que sus fuerzas expansivas lo reclaman, el pacífico y modesto país de Washington, se convierte en la patria altanera é imperialista de Roosevelt, por las mismas razones y de idéntico modo que la poética Alemania de los claros de luna, de la _grechens_ y del imperativo categórico, en la utilitaria y temible nación de Bismarck y la filosofía de la historia. De hecho, pues, aunque encubierta por disfraces varios, que reclamaban las necesidades subjetivas del hombre, no libertado aún de las tiranías de la finalidad ni de la sed de lo infinito, el reinado de la fuerza no ha dejado jamás de existir en las sociedades salvajes ó cultas. Las firmes columnas de su trono, son las leyes mismas de la vida. Sea la primordial de ésta el _deseo de poder_ de Hobbes, ó la lucha Darwiniana, ó la _voluntad de dominación_ de Nietzsche, ó la _voluntad de conciencia_ de Fouillee, ó la _expansión de la vida_ de Guyau, ó _la vida creadora_ de Bergson ú otra ley no formulada aún por labios mortales, el hecho brutal de la Fuerza triunfante surge del disforme vientre del caos; anida en el alma de todas las cosas, de las religiones, de las filosofías y del amor mismo y es así como el fuego sacro del universo. Nadie, ni cosa alguna, escapa al imperio de la terrible divinidad, en cuyo calificado y pomposo cortejo figuran humildemente, los dioses del olimpo y los gusanos de la tierra. ES un bien ó un mal? En todo caso es una indestructible realidad, contra la que, al punto á que han llegado las nociones positivas de las cosas, no cabe ni conviene revelarse. ¿Qué hacerle? Las atenuaciones de la cultura idealista y las virtudes cristianas, que fueron en un principio indispensables para corregir la virulencia del egoísmo nativo y contrarrestar los abusos naturales, pero anti-sociales de los poderosos, á fin de hacer posible la vida común, parecen hoy nocivas á las sociedades caducas, excesivamente domesticadas y cuyos apagados ardores para la acción y la lucha piden más bien enérgicos revulsivos. Las nuevas disciplinas morales tratan de dárselos; obedecen á una alta necesidad. ¿Qué sería de los hombres y los pueblos que practicasen el desinterés, el desprecio de los bienes materiales, en esta época en que la superioridad económica entraña todas las otras? Las viejas virtudes han perdido su poder. Fuerza es reconocerlo. El exhausto é inane espiritualismo confiésase impotente para forjar una nueva ilusión favorable á la vida. Las mentiras saludables, que en otra hora fueron propicias al instinto vital para producir los espejismos encantados que le daban á la existencia una razón de ser y la marcaban imperiosamente un derrotero, no tienen hogaño ninguna virtud activa. La ciencia condena implacable las aspiraciones subjetivas é ilusiones metafísicas en pugna con las verdades é hipótesis que ella establece fríamente, sin piedad y sin rencor. La humanidad provecta, curada de locura juveniles y ansiosa de bienes reales, no cree en los campos elíseos del edén ni en los místicos jardines del alma; prefiere las prosaicas dichas que satisfacen, sin las torturas de la _mala conciencia_, su apetito de carne, su sed de vino. Perdida la ilusión fastuosa del Paraíso y de toda finalidad transcendente, sin excluir la del superhombre, las actividades y aspiraciones humanas van, como al caer la tarde las dispersas ovejas al redil, hacia la religión de la Vida, elevada y cruel en aquellos pensadores que, aceptando los principios selectivos de la Naturaleza como necesarios á la evolución progresiva, quieren la vida bella y dura como el diamante; rastrera y fecunda en los que, rechazándolos y desdeñosos de toda excelsitud, aspiran sólo honestamente á la dicha común del mayor número. Es la antigua y luctuosa guerra del aristocratismo y del plebeyismo, llevada sin embozos ni trapujos, al campo de honor de los intereses materiales, donde las categorías idealistas pierden sus múltiples y engañosos matices y se resuelven en deseo de poder y lucha por la riqueza entre los poseedores y los desposeídos. Los primeros, individualistas ó no, sin exceptuar á la clase pensante, que tan sospechosa y antipática va pareciendo á los trabajadores, son los menguados descendientes, pero que llevan aún en la sangre la pimienta del heroísmo, de los jefes, hombres providenciales y cazadores forzudos delante del Señor que guiaron á los pueblos en su aurora; los segundos, solidaristas ó ácratas, son los ensoberbecidos vástagos de la turbamulta pasiva y rebañega, convertida en pueblo soberano por la fuerza del número. Su oposición es la oposición de la parte caduca del pasado señoril, sibarita, ensoñador, guerrero, y el presente científico, pacifista, práctico, laborioso. Del choque nace el antagonismo y la anarquía de las ideas contemporáneas; las trágicas luchas sociales y el drama íntimo de las conciencias: antros obscuros donde á ciegas riñen guerreros con sotana, señores vestidos de harapos y mendicantes que ostentan valiosas plumas en los sucios y miserables chambergos. El espíritu clásico, razonante y finalista, que reconoce un principio divino y la supremacía de la inteligencia sobre el _querer_ y el _poder_ para la bella ordenanza del mundo, fué siempre amante de las jerarquías bien establecidas, del orden, de la autoridad, de la sumisión á la regla; pero al mismo tiempo, por exceso de cultura literaria, es irrealista, picotero, iluso y, en suma, debilitante, ya que perpetúa con el desinterés y el altruísmo, un engaño, una mentira, un espejismo peligroso para las energías viriles de la inteligencia y del alma. Á las veces por sensiblería y razones de justicia convencional, de esa justicia compuesta con toda suerte de productos artificiales en las aulas de los ideólogos, pica en democrático y humanitarista, pero en el fondo, si deja hablar su _instinto profundo_ es un adorador de la fuerza idealizada--como corresponde á quien ha nacido con el alma gran dama y el espíritu gran señor,--y acata las copetudas excelencias y aristocracias morales que ella establece á su capricho, de la misma manera que el espíritu moderno, un tanto macarrónico, á pesar de su ciencia, cree únicamente en la fuerza real y respeta sólo las superioridades de hecho y las aptitudes que se imponen por su eficacia y utilidad inmediatas. Entre las brillantes, dispendiosas y desinteresadas virtudes de los humanistas, causa eficiente ayer de poderío y hoy de flaqueza, puesto que llevan al renunciamento, crimen monstruoso ahora como fué antes decantada virtud; y las industriosas y batalladoras cualidades necesarias á las naciones para no ser vencidas en la contienda universal, no cabe pacto ni conciliación. Es la lucha de dos mundos; uno que nace, otro que muere; es la lucha inevitable y eterna de la tradición conservadora y la educación revolucionaria como dicen los fisiólogos y que constituye el fenómeno de la vida lo mismo en la naturaleza que en las sociedades. LA discordia que la antigua sabiduría creyó suprimir entre los hombres, sin barruntar que con ella hubiese desaparecido la existencia misma, ofrece nuevas flores y nuevos frutos en cada grado de la civilización. Son las novísimas formas de la cultura, las modalidades del progreso, las manifestaciones de la vida. Cuanto más avanza ésta, más se complica y refina la lucha no sólo entre los hombres, sino entre las ideas, sentimientos é instintos de cada hombre. Lucha entre el ideal y la realidad, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual y lo social, entre el capital y el trabajo, entre los opresores y los oprimidos, entre los que nacieron marcados con el signo radioso de la voluntad dominadora y los que vinieron al mundo llevando en el cuello el collar infamante de los esclavos. Y en toda suerte de cosas, el triunfo, temporario siempre, es de aquello que interpreta mejor, en un momento preciso, los propósitos impertérritos é incontrastables de la razón universal. La cuestión social que actualmente nos atribula, se resolverá como todas las otras: por el dominio de los fuertes sobre los débiles. El comunismo evangélico, soñado por ciertas órdenes religiosas y que ha tenido sus últimos destellos en el misticismo anárquico de Tolstoy; la Edad de oro de los utopistas del siglo XVIII y la _Federación universal_ de los libertarios modernos; los ideales colectivos, por decirlo todo, punto extremo de la Economía que pretende organizar la sociedad, vale decir la producción, científicamente, es muy posible y aun probable que puedan arraigar en la áspera corteza del globo. Mas ello no será porque los consabidos ideales sean justos, según nuestra universitaria justicia; no por las razones sentimentales que á todos nos impulsan á revelarnos contra lo que el instinto social, desarrollado por el influjo del ambiente humano á expensas del egoísmo nativo, llama iniquidades sociales, vías ocultas acaso de una justicia suprema; sino porque la evolución económica llega á un punto culminante y preciso en que «la producción colectiva reclama la repartición colectiva», y, sobre todo, porque siendo las necesidades pecuniarias las primeras que hoy es necesario satisfacer para vivir tanto material como moralmente, fuerza es que arrastren mayor número de almas y tengan más grande influjo sobre las sociedades que el aristocratismo idealista, cuyos principios eficientes, cuasi místicos, no pueden ser impulsores sino de las naturalezas muy cultivadas y finas. Y he aquí otra prueba palpable de la relatividad y miseria de las presuntuosas verdades salidas de la testa del hombre. Una simple modificación de las circunstancias ambientes, vuelve las tornas de los valores humanos: las cualidades excelsas truécanse en causa de inferioridad y los ineptos de ayer se convierten en los aptos de hoy. No; la sociedad no ha sido nunca ni será en el porvenir la obra santa del Bien, de la Justicia ni del Derecho, sino el engendro diabólico del instinto vital dominante, ó como quiere Marx, el producto de la lucha de clases, engendrada, según él, por la evolución de los intereses y que determina, por añadidura, el proceso de la historia entera. Es la parte cierta, salvo ligeras restricciones, del socialismo científico ó criticista, que muy poco tiene que ver con las utopías sentimentales de Rousseau, del cura Meslier y de los ideólogos, ni con las componendas burocráticas y fiscales ó _utopías de los cretinos_, ni con otras formas pueriles del _socialismo vulgaris_ de que nos habla el docto Labriola. Muy acertadamente dice Marx: «El modo de producción de la existencia material, determina generalmente el _processus_ social, político é intelectual de la vida. No es la conciencia del hombre lo que determina su manera de ser, sino, al contrario, su manera de ser social, lo que determina su conciencia. El cuerpo creador se crea el espíritu como una mano de su voluntad», diría Zaratustra. «La producción primero, agrega por su parte Engels, y en seguida el cambio de los productos, forman la base de todo orden social. Esos dos factores determinan, en cualquier sociedad dada, la distribución de las riquezas y, por consiguiente, la formación y las jerarquías de las clases que las componen. Esto sentado, si queremos encontrar las causas determinantes de tal ó cual metamorfosis ó revolución social, será preciso buscarlas, no en la cabeza de los hombres, ni en su conocimiento superior de la verdad y la justicia eternas, sino en las metamorfosis del modo de producción y de cambio, en una palabra, no en la filosofía, sino en la economía de la época estudiada.» Estos razonamientos pedestres son la antítesis del vértigo de las alturas, agria voluptuosidad de las excursiones metafísicas, pero producen la reconfortante impresión de la tierra firme después de un largo viaje marino ó una ascensión aerostática. Por fin los fenómenos sociales pueden explicarse positivamente, sin echar mano de sutiles recursos: son las apariencias, las superestructuras de la evolución económica, la cual provoca la formación y la lucha de clases y ésta, á su vez, la enmarañada urdimbre de la historia. La ineficacia de las disciplinas idealistas en los sucesos del mundo, que tan hondos lamentos arrancó á Renán, queda explicada claramente. El modo de producción y de cambio, sometiendo á su influjo plasmante las manifestaciones todas de la vida social, crea el bien, la justicia y el derecho de cada época, que no son otra cosa, en último término, que «la expresión autoritaria de los intereses que han triunfado», y dicta las relaciones de los hombres que sólo son, en substancia, «relaciones de producción, correspondientes á un período dado del desenvolvimiento de sus fuerzas productivas». Aun no ha llegado el momento, ni llegará acaso nunca por falta de documentación histórica precisa, de explicar, por medio del determinismo económico, los mitos, las religiones, las morales como ha intentado hacerlo incauta y puerilmente Lafargue. Mas ciertos hechos indiscutibles, aducidos con grande copia de comentarios por la escuela marxista, y la observación, constatada, en general, de que las efervescencias y revoluciones humanas obedecen, en el fondo, á causas económicas visibles ú ocultas, legitiman las pretensiones del materialismo histórico y permiten interpretar, en conjunto, una gran parte del pasado. Y si bien se considera, hasta los más ayunos de doctrina, pueden comprender, con un poco de buena voluntad, que siendo las necesidades materiales las más hondas y urgentes, debieron de inspirar en todo tiempo las metafísicas, retóricas y reglas de conducta favorables á su satisfacción; y que siendo el espíritu así como la sombra del cuerpo ó de la necesidad, las estructuras sociales se explican más acabadamente por la economía de cada época que por sus engañosos espejismos mentales. Antaño podían abrigarse dudas sobre la veracidad de tal afirmación, que á muchos ingenios, y no de los más romos, hubiera parecido descabellada: hoy no cabe hacerlo. El trabajo formidable y fatal de los fermentos económicos se ha hecho visible en la edad moderna, cuya morfología empezamos á conocer íntimamente, sin que nublen los ojos veladuras idealistas ni misterios divinos. La transformación completa de las sociedades por la manufactura comercial, la grande industria y el capitalismo, no dejan al respecto ni asomos de dudas. Más que _espíritu_ precipitado parece el mundo condensación de egoísmo. En el Manifiesto Comunista, y, sobre todo, en las luengas páginas del Capital, admirables de análisis y lógica, muestra, con muy concertadas razones, el pontífice del socialismo científico, cómo los nuevos modos de producción y las fuerzas expansivas del comercio rompieron las servidumbres, privilegios y relaciones patriarcales del mundo feudal para dar origen al reino de la finanza y la grande industria, y cómo el agrupamiento de obreros en las usinas y talleres para colaborar en el mismo producto, ó en otras palabras, cómo la producción colectiva, mina al presente los fundamentos de la _apropiación individual_, ó lo que es lo mismo, de la sociedad capitalista; roe sus soportes político-jurídicos y trata abiertamente de imponer los códigos comunistas y la repartición colectiva que corresponden á aquella producción. De modo que, por la fuerza de las cosas, se efectuará, según los arúspices socialistas, la muerte de la sociedad burguesa, fundada sobre «la odiosa explotación del hombre por el hombre», y el advenimiento ansiado y glorioso de la sociedad idílica, en la que «el libre desenvolvimiento de cada uno, será la condición del libre desenvolvimiento de todos.» DULCES anuncios, capaces de tonificar la desmayada esperanza en el edenismo terrestre, si no los hiciera sospechosos el endiablado parentesco con las amables sofisterías de Jean-Jacques y la hueca y rimbombante fraseología jacobina! Sin duda, hay mucho de verdadero en la abstrusa tesis marxista; pero las conclusiones y aplicaciones prácticas, como engendros del espíritu de sistema, intención pueril de hacer entrar las realidades en los angostos casilleros de la abstracción, parécenme sobrado artificiales y, á la postre, ingenuas. Se comprende, sin grande esfuerzo, el papel principal y decisivo de la lucha económica en la historia del mundo, y que la sociedad comunista suplante á la sociedad burguesa, como ésta misma suplantó á la feudal en el gobierno de los hombres, cuando lo pidieron las leyes de la producción. Lo que es más difícil de digerir, á pesar de los jugos gástricos de la dialéctica marxista, es cómo ha de impedirse la formación de las clases sociales y el antagonismo de ellas, aun en el caso de suprimir, lo que es ardua empresa, la lucha económica, causa presunta de los males que afligen á la sociedad, pero al mismo tiempo causa cierta también del proceso histórico de las sociedades. Sin la lucha económica, se dice, y lo que es su consecuencia, sin la lucha de clases, desaparecerían los privilegios burgueses, las desigualdades inicuas, la dominación de los pobres por los ricos. Mas para lograrlo, hace falta la destrucción de la propiedad--que es un robo, según reza el resobado aserto de Prudhon,--del capital, del comercio, de la libertad, y, en fin, de las desigualdades naturales, porque si éstas subsistieran en cualquier forma, las odiosas jerarquías se establecerían nuevamente y con ellas el predominio de unos hombres sobre otros. Luego hace falta para la organización científica de la humanidad, organización destinada á concluir con la guerra de los hombres y la anarquía capitalista, no sólo la igualdad civil, sino la igualdad económica, sin la que, la primera y aun la democracia misma, es un puro fantaseo, y por añadidura la igualdad moral, intelectual, todas las igualdades. Y como la lucha entre los hombres existiría aún, mientras hubiera ambiciones y egoísmos, habría que suprimir los egoísmos y las ambiciones, ó lo que es igual, habría que suprimir la vida misma. Es un punto de contacto curioso entre los ascetas y los comunistas de todos los tiempos. Cómo las cerezas, que en tirando de unas vienen las otras detrás, las enormidades traen las enormidades. Es lo que acaece cada vez que la inteligencia, olvidando que es la servidora del instinto vital, se lanza á construir castillos de abstracciones, en guerra abierta contra la física del alma y la lógica infalible de las realidades. Muchas y muy serias objeciones cabe hacer á la concepción marxista del dinero, de la mercancía, del capital, y más aún, á las tendencias fatalmente niveladoras y utópicas de la doctrina que está en vísperas de desquiciar el mundo burgués. Pero hay algo en que nadie ha parado mientes y que se me antoja realmente imperdonable en el sesudo Marx: es la incomprensión del valor _divino_ de la moneda, después de haber comprendido su valor fisiológico, digámoslo así, en el desarrollo orgánico de las sociedades. Y, sin embargo, á lo que se me alcanza, sólo admitiendo que el Oro es el _substratum_ social de la voluntad de dominación y que como tal, se crea la ética que le conviene, es que podría aseverarse que la filosofía y las instituciones son las superestructuras de la economía, como lo afirman, sin empacho, Marx y Engels; sólo reconociendo, con estoica resignación, que el Oro es el signo de la diosa guerrera, creadora y destructora de la sociedad, y por lo tanto el acicate del deseo de poder, es que puede resultar cierto, ya que todos los brotes del carácter son obra de aquella, que la lucha de clases sea la historia del mundo, como el planeta, la vida, el hombre y el pensamiento mismo son el producto maravilloso de una lucha sin tregua ni fin. DE modo, pues, que la Federación Europea del sueño feérico y prosaico á una de Hipólito Dufresne, no se realizará por otros medios que los empleados hasta ahora por las clases triunfantes para consolidar sus conquistas y establecer su dominio; ni eliminará la vitanda lucha entre los hombres, aunque suprimiera la lucha económica; ni los libertará de esclavitudes fatales; ni por el hecho de equilibrar los bolsillos, nivelará los cerebros y las almas. La sociedad futura, en donde el gobierno de las cosas reemplazará al gobierno de las personas, gobierno técnico y pedagógico, reino ecuánime y omnímodo de la ciencia, que podría terminar como el reino de la Razón, prepara ya en las sombras los instrumentos de tortura y diseña las jerarquías del nuevo imperio. En el altar de la diosa Igualdad, á los pies del ídolo populachero, empiezan á depositarse, como costosas ofrendas, las suspiradas libertades y los derechos sagrados por los que ardorosamente combatió la humanidad, tan presto ilusa como desengañada. El nivelamiento común, hecho al rasero de lo más inferior; la pobreza forzada y el trabajo obligatorio, fundamentos fatales de la nueva organización colectivista, sobre relajar, como la ética cristiana, los resortes de la voluntad, matando el interés y el egoísmo, y producir la degeneración y envilecimiento de la criatura humana, dividiría la sociedad en dos ejércitos: uno de funcionarios, la nueva aristocracia, y otro de trabajadores, el nuevo proletariado, sin peculio, ni esperanza de obtenerlo ni libertad de procurárselo. El Estado, con este ú otro nombre, pensaría por todos, obraría por todos, acumularía las magras riquezas que nadie tendría interés verdadero en producir, porque «el hombre puede amar á su semejante hasta morir, pero no hasta trabajar para él», como asegura el mismísimo Proudhon. Y aquellas riquezas serían repartidas luego, según lo entendiera una plaga de administradores, interesados, como es natural, en quedarse con la mejor parte. Los odiosos privilegios de las aristocracias, le serían conferidos al Estado forzosamente; á la omnipotencia de los mandarines, seguiría la omnipotencia del _monstruo frio_, más absoluta aún; y á la anarquía capitalista, otras anarquías, otras pasiones invasoras, otras ambiciones feudales, otros egoísmos acaparadores, otros intereses egoístas, otras formas de la Voluntad, en conclusión, la que suministrando secretamente los materiales para todas las sociales construcciones, y pasando al través de todas las cribas de la lógica, seguirá trabajando, como hasta aquí, la masa humana, por la guerra de todos los instintos é intereses: el camino de perfección más corto y cierto quizá, para llegar prontamente á los movimientos ordenados y la armonía que, en medio de una lucha colosal, reina en la Naturaleza. EL esfuerzo trágico de la humanidad por acordar las leyes del universo á los deseos ardientes del corazón, no puede menos de terminar un día por la obediencia y adaptación humildes del corazón al universo. Mas ello será, á todas luces, el franco y decisivo advenimiento de la moral de la Fuerza. Falta saber quién obedecerá mejor sus reglas inflexibles: si el darwinismo social y el idealismo nietzsquiano, sacrificando las generaciones presentes á las futuras, las masas á los aristos, y los débiles y lacerosos á los robustos y viriles para embellecer á la humanidad y llegar al superhombre, ó el piadoso humanitarismo, luchando bravamente contra la crueldad de la Naturaleza y de los hombres de rapiña, á fin de asegurar la vida y el bienestar de todas las criaturas, sin excluir á los tristes depositarios de la fealdad, vileza y degeneración humanas. Ambas sendas son lóbregas, temerosas y llenas de incertidumbres. Á cada paso surgen como fantasmas, dudas torturantes. ¿En virtud de qué ley, ya que el mundo, según todas las apariencias no tiene ningún fin racional ni le es dado á la razón imponérselo, puesto que ella misma ignora adonde se dirige; en virtud de qué ley, repito, el presente, la única realidad sabrosa é indiscutible, será sacrificada á un futuro brumoso y metafísico, al modo que antaño los bienes terrenales á las promesas celestes y las dichas quiméricas del otro mundo? ¿Es posible que el genio de la especie ó los mismos mandatos de la diosa fiera, le impongan á la humanidad aquel cruento deber? ¿Cabe esperar una nueva concepción religiosa de la vida, semejante á la gran ilusión cristiana, ó un ideal neo-romántico que surja del descreimiento como la pintada mariposa del gusano vil? Por otra parte, ¿el triunfo probable de las utopías socialistas, en pugna con la sapiente crueldad de la Naturaleza, no será efímero y, en resumidas cuentas, dañoso para el alma? ¿La relajación del egoísmo y los resortes del querer, fatales en un organismo social que suprime el instinto de dominación concentrado en el Oro y al propio tiempo la lucha de clases, signos de salud y robustez, no traerá aparejadas la decadencia, la podredumbre y, á la postre, la explosión de otros egoísmos, tanto más viles cuanto más hipócritas? ¿Cuando el globo sea harto pequeño para contener holgadamente á la Federación Universal, el hombre impulsado por las duras necesidades de la existencia, no tornará á ser el enemigo y el cazador del hombre? ¿Y reduciendo tanta duda y zozobra á lo esencial: la razón frívola y voluble puede reducir los apetitos y servirnos de rodrigón, siendo ella misma la esclava del deseo, la víctima de los sentidos y la proyección de la necesidad, ó es más seguro ombráculo y guía el egoísmo integral, lobo hambriento convertido en pastor del rebaño? He ahí los arduos problemas en que se ejercitarán en adelante la ciencia finita y la paciencia inagotable de los sociólogos. Lo visible por el momento, para todo aquel que no tenga telarañas en los ojos, es la lucha de los egoísmos, los cuales cambian de formas, pero no de esencia, y la invariable é irresistible propensión de las clases á dominar. Siempre fué así, aunque los hombres lo ignorasen á veces, pero hoy es así con pleno conocimiento del hecho erigido en ley. Poderosos y humildes glorifican la violencia y pugnan por ejercerla, espiritualmente los unos, positivamente los otros. Los héroes de Carlyle, las bestias de presa hiperbóreas de Nietzsche, los _eugénicos_ de Lapouge, los dolicocéfalos de los antropólogos, los idealistas anárquicos al modo de Gourmont, los individualistas de cada época celosos de su yo, y, en fin, los ungidos de los dioses de todos los tiempos, tenderán fatalmente á apoderarse del mundo y hacer de la vida «quelque chose de fou et de divin». Los pobres braquicéfalos, los humildes _marchands de marrons_, los débiles poseedores del triste _don de las lágrimas_, los que nacen esclavos de sí mismos antes de serlo de los otros y suman sus abulias para fabricarse una voluntad, los que practican la moral del caracol que esconde los cuernos para que no se los rompan, y, en resumen, los hijos espirituales de Rousseau y Marx, formarán la turbamulta, sin freno religioso que la domine y ávida con toda razón, de justicia social, calma, goces y bienes materiales. Los unos defenderán con las uñas y los dientes sus conquistas económicas y con ellas los privilegios del Poder y la alta cultura; los otros pugnarán por destruir las murallas de la construcción capitalista y asaltar los castillos de puentes de oro guardados por los monstruosos dragones de Mammon. Al pie de aquellos se librarán las grandes batallas del porvenir. El signo de los tiempos presentes, y lo que puede servir al pensador de tela de juicio para presagiar los partos del futuro, es que la dicha y fortaleza buscadas por los hombres continua y afiebradamente en las religiones, filosofías y morales, á sabiendas ó no, impulsados ya por el instinto materialote, pero seguro, ya por la razón vaporosa, pero inconstante y falaz, las esperan hoy del _jugo del planeta_ como á la riqueza llama un filósofo idealista. Inútil es indignarse... literariamente, á la manera de los fraseadores de oficio, grotescos alucinados cuyo destino lamentable es el de vivir confundiendo eternamente las vejigas con las linternas. Aquella verdad salta á los ojos indiferente, inconmovible, indestructible. Antes, pues, de prorrumpir en anatemas, tan furibundos como vanos, y adoptar indignadas y teatrales actitudes, será bien preguntarse si no existen poderosas, superiores y aun metafísicas razones para que así sea, y si, todo bien pesado y medido, no es más saludable que sea así. Hase dicho que el anhelo íntimo y la porfiada voluntad del corazón humano, no es la ventura, sino la dominación, no la paz, sino la guerra, y que ésta sola da vado á los instintos invasores de aquél y le sirve á una de hito y resorte propulsor. Aun pensadores de legítima cepa rousoniana, reconocen contritos la índole batalladora del excelso antropoide, y loan la violencia como una excelente é insuperable disciplina moral. Y el Oro es el habitáculo misterioso de la voluntad de dominación de los hombres y los pueblos. Como tal, merece el respeto de las cosas sagradas. Esta consideración les brinda, aun á los espíritus más delicados y ansiosos de soluciones transcendentes, la filosófica ocasión de purificarse de añejos prejuicios y reparar una grande injusticia. Y si á tal consideración se agrega el convencimiento de que la lucha económica transporta por artes mágicas al seno de las sociedades, las condiciones ambientes del medio natural, satisfaciendo con esa estupenda industria, los instintos más _profundos_ y _sanos_ de la especie humana, acabarán de disiparse las últimas nieblas del craso error, y hasta los peor dispuestos comprenderán, sin asomos de dudas, por qué «la riqueza es moral», como decía Emerson; por qué «la riqueza es la ocupación de todos», como asegura el puro Gladstone, y por qué «el comercio gobierna al mundo», según afirma el amillonado Carnegie. SEGUNDA PARTE METAFÍSICA DEL ORO UN «veneciano del estilo»--como Peladán llama pintoresca y acertadamente á Saint Victor, quien figura entre los contadísimos escritores que tuvieran de la significación de la Riqueza y la Finanza algunas exactas vislumbres--dice con su verba briosa, gallarda y más rica en valores subjetivos de lo que comúnmente se cree: «Si la Economía política tuviera sus poetas, éstos podrían cantar el largo y duro martirio que ha sufrido el Dinero antes de llegar á la dominación de la tierra.» Todas las instituciones é industrias humanas pasaron por largos cautiverios y terribles pruebas, antes de enseñorearse del mundo. Basta observar las múltiples metamorfosis, penurias y malandanzas del más humilde arte, comercio ó práctica añeja, para percatarse de las infinitas depuraciones que sufren las cosas en los hornos de la alquimia social, antes de merecer la aprobación solemne de la Vida. Pero el martirologio de la Riqueza, desde el pobre capital inventivo del _homo Mousteriensis Hauveri_, hasta el acumulado en su castillo de las «Mil y una noches» por el mago de Menlo Park; las torturas de la Finanza, desde los morosos cambios de armas, especias, maderas olorosas y productos raros de países remotos, hasta las vertiginosas operaciones bursátiles actuales; desde las sitibundas caravanas de camellos que ponían en contacto, tal cual vez, á los pueblos comerciantes, hasta las serpientes de metal y monstruos marinos que ponen en circulación las mercancías de las ciudades y aldeas, y por medio del tráfico las une á todas entre sí más íntima y estrechamente que pudieron hacerlo la sangre ó la religión, no tiene igual. La historia de Mammon es la más aventurera y dramática de la historia de los dioses. Las maldiciones divinas y los anatemas humanos, llovieron sobre él. Crueles flagelos ensangrentaron sus robustos lomos de palestrista. Sus devotos fueron en toda la redondez de la tierra perseguidos, execrados ó expoliados siempre como representantes típicos del egoísmo y enemigos natos de la fraternidad. Y en el fondo, los sacerdotes y ascetas ocupados en la gran falsificación idealista, no se equivocaban: navegantes osados, astutos mercaderes, usureros voraces poseían los secretos del lucro, de la dominación y tendían, como los grandes capitanes por medio de las armas ó los sofistas por medio del discurso, á acaparar y oprimir. Los peligros de los mares ignotos, los azares de las rutas inciertas y temerosas, las luchas del comercio les afinaba la inteligencia y el sentido de lo real, robustecía los músculos en mil peliagudas gimnasias y hacía de ellos concurrentes temibles, y como tales, odiosos. Eran como los fermentos del mal en la levadura del pan eucarístico; los depositarios vulgares de la _fuerza interior_, que según Ferrero, «obra continuamente en las disposiciones intelectuales y morales de los hombres», y los obliga en cada época á crear nuevas riquezas é ideas, y á destruir los estrechos casilleros de las viejas costumbres, en que no encajan ya, ni sus apetitos ni sus ambiciones. Esa fuerza interior misteriosa, que otros nombraron antes, sin conocer su esencia ni explicarse su papel, fluido divino, voluntad, instinto vital, lo inconsciente, formas y derivaciones, en suma, más ó menos complejas y sutiles de lo que los modernos mecanistas llamarían acaso la energía, es la que se concentra en el Oro, aunque no se den cata de ello Marx y Engels al hacer de las luchas económicas el principio generador de la historia... Con aquellos mercaderes, entraban y se hacían cada vez más preponderantes en las colmenas humanas, las substancias explosivas de las revoluciones sociales: las ambiciones de gozo, lujo y dominación, que Tito Livio, el viejo Horacio y Séneca en Roma, como antes en Grecia Theognis, Aristófanes y Platón tuvieron y condenaron por corruptoras, puesto que destruían los usos y sentimientos consagrados por innúmeras generaciones; pero que el mundo moderno, necesitado de actividades productoras y constante transformación, se inclina á considerar, en conjunto, como elementos generadores de progreso, á causa, precisamente, de que despiertan los apetitos dormidos, espolean las energías y son venero de producción de riquezas y renovaciones saludables, sin lo cual, es cosa sabida, que las sociedades consumen sus ahorros y declinan fatalmente. LAS virtudes tradicionales de los pueblos pobres y austeros, virtudes destinadas á flaquear como la inocencia paradisiaca de nuestros primeros padres al pie del Árbol del saber, no habían terminado su cometido y tenían algo que pergeñar aún, cuando los factores económicos hicieron su irrupción bárbara y empezaron á modelar á su antojo y abiertamente las sociedades. En secreto lo habían hecho siempre, porque siempre los hombres riñeron por un trozo de _pescado crudo_, cocido ó en salsa. Pero los antiguos no podían reconocer de buen talante el advenimiento oficial de Pluto, del dios revolucionario, que amenazaba destruir las instituciones civiles y religiosas, y á la par de ellas, los privilegios de las aristocracias seculares. Era «el vencedor, cubierto de sangre y que arrastra en su cortejo triunfal, un rebaño de vencidos y esclavos, encadenados á su carro de guerra.» Llegaba produciendo mil cataclismos y desquiciándolo todo: destruía las viejas jerarquías, libertaba á los esclavos, ennoblecía á los plebeyos, envilecía á los nobles y daba pábulo á mil actividades desconocidas, á mil costumbres nuevas y á una nueva mentalidad. No hay sino considerar las reformas de Solón y Servius, para darse cuenta de la magnitud de las revoluciones sociales que siguieron á la aparición del dinero como Majestad en Grecia é Italia, cinco ó seis siglos antes de nuestra era. Aun resuenan, repercutiendo de edad en edad, los lamentos é invectivas de los poetas contra la _confusión de razas_ que traía consigo las bodas de los nobles arruinados con las plebeyas adineradas. Entonces, como en la magnífica corte del Rey Sol, como ahora, hubiérase podido repetir en ciertas ocasiones la graciosa y cínica frase de madame de Grignan disculpando á su hijo de haberse casado con la rica heredera de un _fermier_: «las mejores tierras necesitan, de tiempo en tiempo, un poco de abono». La riqueza empezaba á conferir los rangos y las dignidades en la sociedad y hasta en el ejército, como antes la religión y la sangre. Un personaje de Eurípides, á quien le preguntan de qué origen es cierto sujeto, contesta: «Rico, son los nobles de hoy». Y lo eran de fijo, los plutócratas que sabían enriquecer las ciudades con el comercio y defender las riquezas en los campos de batalla; lo cual no fué parte á impedir que los Polibios y Cicerones lamentasen acerbamente la relajación de los lazos sociales, la perversión de las costumbres, el lujo, la molicie, la gula, la avaricia, y, más tarde, las sangrientas luchas, terminadas á veces por terribles hecatombes y degollinas, entre señores y esclavos, patricios y plebeyos, ricos y pobres, en fin, con que se inicia el reinado del dios que había de ser luego tan amante de la paz. Séneca, moralista estoico, no exento, sin embargo, de concupiscencia ni codicia, clamaba airado: «Es el dinero que revoluciona los _forums_, que precipita las turbas hacia los tribunales, que arma á los hijos contra sus mayores y fabrica los venenos; por él los reyes roban, matan y, á fin de descubrirlo entre las ruinas, destruyen ciudades que largos siglos de esfuerzo levantaran». Resistiendo á su influjo, en apariencia funesto, aun sin traer á colación los horrores de la guerra, pues que destruía las augustas construcciones religioso-militares, los moralistas defendían el patrimonio social, la civilización propia contra las invasiones de los bárbaros que pretendían imponer la suya. Por razones fáciles de comprender, sólo percibían los miasmas deletéreos que la riqueza produce al estancarse y que es como el exceso del bien, semejante, en cierto modo, á los excesos no menos malsanos de la cultura, la moralidad ó del arte. La economía política y la ciencia social estaban por nacer, y la severa Clio en pañales no había descubierto todavía los genios que presiden el misterioso trabajo de las civilizaciones, ni las leyes que rigen la producción y el cambio de las riquezas, verdaderos sístoles y diástoles del corazón del mundo. Á esto será bien agregar, que el hijo de Jasión y la blonda Demeter, «engendrado en una tierra tres veces labrada», no producía entonces, como ahora, el desarrollo de tantas actividades benéficas. Las hechuras de Pluto, las ambiciones voraces, aparecían como contrarias al orden social establecido y la tranquilidad de las clases dirigentes; las voluntades que, endurecidas y afiladas en el comercio y la industria, iban derechas á dominar, incomodaban y constituían una amenaza, un peligro: no eran fraternales, traían la discordia, la guerra y contrariaban la obra pacificadora y enervante de la civilización, quintaesenciada en los preceptos galanos que, plácidamente, caminando por prados floridos, caían de la boca de los maestros y recogían, ávidos de amoroso saber, efebos gráciles y desnudos. CONSIDERÁNDOLO atentamente, ocurre preguntarse si quizá el odio á la Fuerza invencible y su heredero el Oro, en que rematan las religiones, filosofías y morales después de Platón, á quien tan duras invectivas le merecieron las clases adineradas, no es el síntoma típico, aunque inadvertido para el poeta de «Zaratustra», de la reacción de los débiles contra los fuertes, dictada por la urgentísima necesidad, de que nos da señales inequívocas la doctrina cristiana, de atenuar la virulencia del egoísmo nativo y corregir los abusos naturales, pero anti-sociales de los poderosos, á fin de hacer posible la vida común y la santidad de la existencia. El amor de la riqueza, la Riqueza en sí, es la objetivación condensada y cabal del egoísmo, hostil al renunciamiento, á la generosidad inútil, á los ideales humanitarios; hostil á lo que no sea el interés genuino y vital de las criaturas. Esto explica de sobra los males que causa y su condenación por los santos varones, sobre cuyas testas sin fiebres y que ignoran la razón fisiológica de los fenómenos sociales, desciende majestuosamente, como sobre Parsifal, la blanca paloma del espíritu de Dios, cuando el _hombre simple_, por un prodigio de la fe, hace resplandecer de nuevo la sangre de Cristo en el vaso sagrado del Graal. Pero el egoísmo, por otra parte, es la fuerza, el nervio, el jugo de la voluntad; es, en cierto modo, la _virtud humana_, lo cual explica, no menos cumplidamente, su triunfo en el mundo y rehabilitación por los fervientes de la Vida y la moral del esfuerzo triunfante y creador. Mas esto atañe á los sociólogos de novísimo cuño, excitadores y organizadores de los egoísmos desvirtuados por las dulzuras de la civilización, no á los moralistas de vieja cepa, de industria adormecedores, cuando no destructores de aquellos egoísmos, como cumplía, hasta cierto punto, en las épocas en que el animal humano era demasiado bravío y acometedor. La obra del cristianismo, como antes la del budismo en la India, fué amansarlo, introduciendo en el tumultuoso corazón de la bestia el desinterés y la piedad. Y en efecto: la antipatía hacia las voluntades sobrado dominadoras se acerba, acrecienta y desborda como un río que recibe copiosos é inauditos afluentes, después que Jesús enseña el estrangulamiento del deseo y el horror de los bienes terrenales. «Vosotros no podéis amar al mismo tiempo á Dios y á Mammon», dice en el «Sermón de la Montaña», y tal repiten contritos, apóstoles, frailes descalzos y doctores de la Iglesia en la larga noche medioeval, noche de pesadillas tenebrosas y macabras, de visiones terríficas, fugaces luminosidades de fuegos fátuos y perennes sombras, cuyo misterio aumentan el murmullo de las plegarias y los gemidos dolientes al pie del confesonario. Diríase que, llenando de horrores y pavuras la existencia, iban á descepar del alma el sentimiento de las realidades y el apego de todo bien. Dios y Mammon no cabían en el mismo plato. Uno era la negación, el otro la afirmación del mundo que urgía destruir como hechura del demonio. _La mala conciencia_, como un murciélago fatídico, revolotea en tomo de las almas. «Época exquisita y dolorosa para los artistas», asegura Huysmans, un fino conocedor de la voluptuosidad del pecado y del cilicio. Se vive en una pura y angustiosa zozobra, con los ojos vueltos hacia las soledades del cielo, y las flacas y pálidas manos se juntan unánimes en demanda de perdón. El goce, el amor, la vida, y, particularmente, el Oro, en el que se resumen todas las concupiscencias, son engendros satánicos. Ansias locas de purificarse y morir, agitan los pechos hundidos por la devoción y las penitencias. Y así, como esos lirios que brotan en las sepulturas, nacen en las conciencias atormentadas, el desdén de las realidades, el desprecio de los bienes positivos y la economía celeste, que sólo regula las relaciones místicas de las criaturas con el Todopoderoso sin curarse de nada más. ¿Para qué? Lo importante es la salvación de las almas: el resto, es asunto de poca monta. Las sociedades hambrientas se nutrirán como los pájaros, «que no siembran ni recogen», de lo que Dios les dé. El estado ideal será la pereza noble, la mendicidad santa, la ausencia de todo deseo egoístico y de todo apetito carnal, bien que á veces, apurados por necesidades terrenas y fatalidades fisiológicas, papas ávidos y concupiscentes, como los del siglo VI; ambiciosos patriarcas, como los de Alejandría, y caballeros andantes, como los templarios, se dieran en cuerpo y alma á la conquista de la riqueza y al demonio de la dominación. Papado, guerras religiosas, política eclesiástica y los concilios, que se transforman en campos de batalla de los ardores menos mansos y evangélicos, muestran la flagrante contradicción de la metafísica cristiana y las necesidades de la existencia. Sólo transando y deformándose mútuamente, han podido vivir codeándose durante el largo período que empieza con la revolución mística del cristianismo contra el materialismo pagano y concluye impensadamente con la revolución materialista de los proletarios contra todas las teodiceas, éticas é ideologías. Ayer las miradas y las aspiraciones, atravesando la pupila ojival, iban al cielo como las góticas flechas de las catedrales; hoy la humanidad, anemiada por los ayunos y penitencias y deseosa de retemplar su ánimo con la alegría de vivir, vuelve los apagados ojos hacia la tierra fecunda que produce las flores aromadas y el rubio trigo, ¡Dramático contraste! Él explica lo que va del Dios ciego y ventrudo, satirizado por Aristófanes y Luciano en sendos poemas, al magnífico Pluto de Goethe, cuyo carro triunfal conduce la «Prodigalidad», la Poesía; lo que va del bonete irrisorio del judío, escarnecido y confinado en la prisión del _Ghetto_, como una alimaña vil ó sanguijuela chupadora de la sangre noble, á la corona de oro macizo de los reyes yanquis, que tiran millones al viento con el majestuoso ademán del sembrador lanzando la simiente, y hacen brotar ciudades y vergeles en los desiertos áridos; lo que va de Shylok y Harpagón á Morgan y Carnegie; lo que va, en fin, de la sociedad de mendigos de San Juan Crisóstomo, el amor de la Pobreza del serafín de Asís y la vida penitente de los anacoretas y ermitaños al determinismo económico, las doctrinas nietzequianas y la religión de la Vida. AUNQUE en realidad fuera el primer incentivo del deseo, teóricamente el Oro es la cosa maldita. Durante luengos siglos el desprecio de los bienes terrenales, que apunta en las viejas religiones, exceptuando las que florecieron con los olivos de Grecia, informa los morales idealistas, pasa al arte, á la literatura, á todo lo que toca á la inteligencia y el alma, y se dirige francamente contra lo más impuro y terrenal, por ser, sin duda, la materialización de los deseos, pasiones é instintos más intrinsecamente humanos. Sí; teóricamente el dinero es la cosa maldita. Especular, enriquecerse, son invenciones de Mara, según los discípulos de Buda; invenciones de Satán, para los cristianos: un pacto con el demonio, para todas las criaturas humildes y temerosas de Dios. Como la Fuerza, es el Oro el enemigo del Amor. «Saldrá de la obscura tierra una cosa que pondrá á toda la especie humana en peligro de muerte; que inspirará infinitas traiciones, robos y perfidias, arrebatándole la libertad á las ciudades y la vida á los individuos. ¡Cuánto mejor no sería que volvieras al infierno, oro, monstruoso elemento!» clama el gran Leonardo con el ciego furor de un apóstol de la pobreza, él, que en plena obscuridad, tuvo tan luminosos atisbos y fué sabedor de tantas cosas. Y como él, nadie barrunta las fuerzas maravillosas que duermen en el corazón del dios ciego como Eros, esperando la voz taumaturga que le ordene producir los modernos milagros. El desinterés de los filósofos y sacerdotes de la falsificación idealista, corre parejas con el inflamado ascetismo de los monjes que, por pura penitencia y mortificación de la carne, se emparedan, viviendo entre inmundicias de la limosna pública, déjanse desecar los miembros ó comer por los piojos, los gusanos y la mugre. Vivir en el desprecio del mundo es el pináculo de la sabiduría; desdeñar las riquezas y las actividades renumeradoras, es vivir filosóficamente. Hasta muy entrada la edad moderna, el púlpito, la cátedra, el libro vomitan airados las más rotundas invectivas contra la sed de lucro y las ambiciones interesadas. El dinero no pierde su olorcillo de azufre. Poetas parásitos de los grandes señores; hidalgos orgullosos y famélicos; los inútiles de todas las profesiones y los incapaces del largo y paciente esfuerzo que exigen los favores de la Riqueza, la insultan y escarnecen llenos del secreto rencor de los amantes desdeñados. Y la sempiterna incomprensión de la engolletada y casquivana Literatura, llega hasta nuestros días con la maldición de Alberich, á pesar de tener delante las maravillas realizadas por la virtud del Oro, entre las que podrían contarse, aunque inacabadas, la paz del mundo y la unión del género humano. Los míseros vástagos de Bucaret, Harpagón y Mercadet pululan en las piezas de teatro y novelas contemporáneas, y, sobre todo, en la producción literaria francesa, como correspondía, por legítimo é indiscutible derecho, al pueblo más idealista, razonante y amoroso de la pluma caballeresca de Enrique IV y del penacho fantasioso de Cyrano de Bergerac. «Las pequeñas fortunas se hacen de vilezas, las grandes de infamias», decía en serio el admirable Becque. Afirmaciones semejantes, y aun más subidas de punto, son el pan cotidiano entre las gentes de letras. Á creerlos, todo comercio sería una maniobra obscura y vil; todo hombre de negocios, un truhán vendedor de negros, como el respetable personaje de «La Petite Noémi». Es cosa admitida que, «on ne devient riche sans se salir un peu», y que, como quiere Bloy, «el Dinero es la sangre del Pobre». Huysmans, otro monje iracundo, pretende que es un elemento misterioso, cuyo poder sobre las almas no puede explicarse sino atribuyéndole una naturaleza diabólica. Y en esta católica concepción se complacen, no sólo los poetas, mas los filósofos como Finot, que compara los halagos de la riqueza, que no satisfacen jamás, á las caricias glaciales del diablo, cuyos besos, según confesión de las embrujadas, hielan de espanto. LOS adobes y afeites de la literatura, le prestan empaque mefistofélico al rostro simple y bonachón del comerciante, y hacen de éste, que tiene más de Sancho que de Borgia, la antítesis de las virtudes cristianas, la encarnación de los apetitos groseros, el espíritu del mal. Sin embargo, los viles mercaderes permanecen sujetos aún á las reglas y cadenas morales de que alegremente se libertaron ha tiempo los artistas. Á muchos les sorprende, sin duda, que los reyes de la Bolsa no traspasen ostias sagradas haciendo cabalisticos signos, ni sacrifiquen tiernos infantes los viernes santos, como sus congéneres los perros judíos de antaño, perseguidos en todos los países, robados, sacrificados por millares y quemados en todas las hogueras, más que por herejes, por conocer los secretos del lucro, su gran hechicería. Los curiosos é infantiles personajes de «Les Effrontés», «Les Corbeaux», «Les affaires sont les affaires», y «L'argent» enseñan que el patrón literario del financista no ha variado desde Shakespeare, Molière, Le Sage y Balzac á Augier, Becque, Fabre y Mirbeaux. Es un ejemplo, digno de rugar las frentes pensativas, de la extraordinaria ininteligencia de los retores para comprender y aquilatar la fuerza y hermosura del último símbolo. Bien es verdad que el literato, fuera del mundo de la ficción, es un hombre incomprensivo y estúpido. Diríase que, á fuerza de vivir con el oído atento á las misteriosas campanas de la Ys interior, hubiera perdido la facultad de entender los himnos gozosos de las realidades, que pasan como una teoría de sonrientes vírgenes, cargadas de frutos y coronadas de flores. Esta inferioridad, esta ineptitud conmovedora, pica en grotesca cuando se trata, no de filósofos ajenos á los vanos ruidos del mundo ó de poetas embebecidos en sus encantadas imaginaciones, sino de moralistas de teatro, mundanos y escépticos; que comprenden y disculpan las flaquezas humanas, sonríen benévolos á la voluptuosidad y al vicio y sólo se vuelven intratables al juzgar los pecados austeros de los adoradores de Pluto. Tal el amable Capus, que cito precisamente, por no tener nada de un severo moralista, ni ser un sistemático detractor de los _vientres dorados_, como el obtuso y pueril Fabre. Su comedia «Les Deux Hommes», nos muestra para condenar á una y enaltecer la otra, la oposición de dos morales: la del delicado Delange, quien á causa de su temperamento poco heroico, en verdad, gusto del pasado y educación caballeresca, se siente vencido antes de luchar, y espera noble y elegantemente que los _apaches_ vengan á arrancarle los últimos _sous_ que le quedan; y la del _arrivista_ Champlin, sujeto vulgar, envilecido, como no podía menos de ser, según el prejuicio literario por la sed de riquezas, lujo y goces materiales. Y bien, hablando con franqueza y lealtad, Delange, el noble Delange, el personaje simpático de la pieza, pertenece á aquella dilatada estirpe de idealistas imbéciles que otro idealista de más enjundia y garra, Barrès, aconseja enviar al matadero. Es precisamente lo que hacen los hados cuando el sibarita decide, en un viril arranque, bajar á la arena, lanzarse á la lucha, _envilecerse_ en la Bolsa. Parece resuelto á ser un hombre terrible. Sin tomarse otro trabajo que el de seguir las indicaciones de un mal consejero, interesado en arruinarlo, el buen Delange hace una jugada infeliz y pierde, como era lógico, obrando con tan poco seso, lo que le resta de su menguado peculio. Y basta, ya ha hecho todo lo que había que hacer para ablandar la esquiva suerte; ya ha dado la medida de sus fuerzas y toma una actitud resignada para morir. Como se ve, la odisea de su energía no es muy famosa. Champlin es harina de otro costal. Se agita, sufre, lucha; quiere vivir, vencer, gozar y, como el doctor Fausto, «ver á sus pies la nave rota y hundida». Á pesar de todo, no es tan bajo ni ruin como parece. La ganga de sus sentimientos groseros, contiene las partículas de oro de una ambición generosa y audaz. Corregido de sus vicios, la humanidad podría esperar algo de él. Su egoísmo puede ser fecundo. El desinterés de Delange será siempre estéril. Harta razón tiene Champlin cuando le dice al que, entre paréntesis, pretende arrebatarle, no la bolsa, sino la mujer lo cual, á lo que parece, es más lícito y noble: «Con vuestras ideas no se trabaja, no se obra, no se funda nada, no se crea nada; sólo se llega á ser un inútil y un egoísta». Bien dicho. Sin embargo, después de esta inusitada vislumbre, el autor rinde parias nuevamente al prejuicio literario y al sentimentalismo del público. La pieza termina así: «Champlin será rico: ¡pobre muchacho!» Por donde se colige que la riqueza es una especie de maldición. Y el sentimiento es general. No recuerdo haber leído novela de la índole de «Un homme d'affaires» de Bourget ó de «L'Or» de Margueritte, sin contar muchos tomos de la «Comedia Humana»; ni visto pieza, como «La Question d'argent», donde la filosofía del autor se traduzca de otro modo que enalteciendo á los sentimentales y condenando á los viriles[1]. Porque lo vituperable é innoble, como en el teatro de Fabre, resulta que no es la ambición exclusiva de lucro, la torpe avidez de los hombres de negocios; mas la ambición en sí, la voluntad dominadora, el espíritu de empresa, el amor de la lucha y la aventura y lo contrario de las virtudes elegantes, contemplativas, que merecen los aplausos de las almas nobles. [1] Estas páginas fueron escritas antes de aparecer «Le Trust» de P. Adam. Aunque simple y pecador, paréceme que esta suerte de propaganda, digna del poeta de las Florecillas ó de los ascetas de la India, que aún se acuestan sobre colchones de clavos y viven de la pública caridad, es la que menos conviene á un pueblo excesivamente galante, sentimental, artista, pero nada sobrado hoy de energías viriles. ¡Mas qué sería, sin tales arrestos de desinterés, del amor de las actitudes estéticas y de los bellos discursos que tanto amamos los latinos; particularmente los más enfermos de ese mal misterioso y baladí que se llama la literatura! He ahí por qué el viejo prejuicio contra las actividades interesadas y especialmente contra el lucro, desvanecido en casi todas las clases sociales, sigue arraigado y vivaz entre las gentes de letras. Ya se sabe que ello es pura retórica; tema susceptible de dar pie á elocuentes volteos verbales; pero aun así, tanta ceguera y obstinada persistencia en un error, comprensible en la antigüedad, donde la riqueza era á veces corruptora, pero sin disculpa en las civilizaciones actuales, que han menester de los alados pies de Hermes para no quedarse rezagadas, debe de obedecer á razones profundas, aparte de indicar la poca aptitud de los irrealistas para comprender el mundo moderno y traducir la acerba inquina de los hombres de pluma por los hombres de espada, de los _rêveurs_ por los _agisseurs_. Es una especie de odio sacerdotal. Quizá retores y humanistas, representantes típicos del espíritu clásico y de la disociación ideológica, se sienten amenazados en sus privilegios de clase pensante--como antes las aristocracias históricas por las actividades económicas que tendían á destruir el dominio secular de aquéllas--y lamentan la agonía de un mundo encantado que, como hechura propia, les era tan dulce y favorable; quizá niegan las aptitudes que no poseen y contra las cuales no pueden luchar victoriosamente. En cualquier caso, la condenación implícita ó categórica de la vida moderna y las virtudes necesarias del momento, tan nobles y útiles como lo fueron en el suyo las encomiadas en la «Imitación de Cristo» ó los libros de caballerías, implica en los que la formulan de una ú otra manera, la incapacidad de adaptarse al nuevo ambiente, y es como la dolorida protesta de los que van á morir... Á pesar de la manifiesta hostilidad de los representantes del intelecto, la Vida, disfrazada con los mil antifaces del deseo y de la necesidad, seguía incubando la formación de la Riqueza, y ésta, á su turno, en secreto, pero tenazmente, modelaba las almas con sus dedos de oro y reunía en una lucha trágica, sin tregua ni término, los inmensos materiales de las grandes civilizaciones. La Riqueza, aunque por modos invisibles á veces, fué y sigue siendo la musa del mundo. El salvaje que descubre los primigenios secretos del fuego y de la simiente, de la industria y la agricultura, y el ingeniero que aplica la química á la agricultura y la industria, obedecen á la misma ley é idéntica inspiración. Estas van más allá de los limitados horizontes de la lucha por la existencia, del interés de los utilitarios y del mismo placer de los epicúreos; arrancan de la noble ambición de conquistar el universo, á que obedecen por naturaleza y secretamente los elementos, las flores, los hombres, las sociedades. La cosa maldita, la cosa vil: la Riqueza, es acumulación y conservación de voluntad, como la ciencia es acumulación y conservación de pensamiento. El poder diabólico del dinero, aborrecible é inexplicable para los moralistas, viene, sin duda, de que es el signo de aquella voluntad preciosa. Por eso delante de él, quieras que no, todo obedece, y hasta los mismos dioses bajan la cerviz y doblan las rodillas. Y por la misma causa seguramente, cuando una clase social como la burguesía, se hace, por instinto, la ejecutora del _deseo de poder_ impuro, pero fecundo, contenido en el Oro, remueve y transforma, como por encanto, la inteligencia, el corazón y el alma del hombre; triplica sus facultades y alientos con el acicate de todos los apetitos; rompe las cadenas feudales, murallas de la China y diques religiosos opuestos á la expansión soberbia de la fuerza humana, y lanza millones de voluntades, antes pasivas y estériles, al rudo y mortal combate... que produce los bienes de la tierra y las magnificiencias de la vida. Espoleada por su calenturiento afán de posesión, que muchos llaman torpe y funesto y que habría que llamar divino, la burguesía, la clase más revolucionaria y por lo mismo la más progresista, perfora ó parte las montañas, que muestran sin dolor la carne viva de sus filones de piedra; ahonda y ensancha el cauce de los ríos; surca el planeta de carreteras pulidas como la plata y venas de hierro por las que corre la rica sangre del mundo, y vivientes alambres, y _líquidos caminos_ de zafiro y esmeralda, llevando por doquier, junto con las mercancías, la competencia y la lucha económica, las ideas, los sentimientos y las esperanzas de los países más remotos. Así se fecundan mútuamente las almas de los pueblos que no se conocen. Es la guerra, pero también es la paz: la burguesía suprime las fronteras y une á los hombres. Nada le resiste. En un periquete destruye las antiguas formas de la producción que, insegura y torpe, arrastra los pies como una vieja centenaria, y á la par de ellas destruye también las relaciones humanas por la producción establecidas en gran parte. Y crea los prodigios de la grande industria, los milagros del maquinismo, el mercado universal, donde, fuerza es confesarlo, todo se vende y todo se compra, sin exceptuar las funciones más conspicuas y venerables, pero donde todos saben también á qué atenerse por conocer el precio de las cosas, sin excluir el precio del desinterés... Nadie pide cotufas en el golfo de los egoísmos humanos, que es mejor admitir y conocer que no disfrazar hipócritamente, pero ello no veda canalizar estos últimos hacia el altruísmo,--que es una forma superior de aquellos--y el bien de las sociedades. Sin embargo, moralistas y sociólogos hay que imputan á la burguesía, entre otros horrendos crímenes, la falta de ideales generosos y el haber reducido los lazos de la familia y las relaciones de los hombres á puras operaciones aritméticas. Falso. Ella ha tenido el magnífico ideal de la abundancia de pechos inagotables; el culto de la vida intensa, desbordante de fuerza y hermosura; la moral de la lucha, que fortifica y ennoblece. No ella, sino la ciencia, la filosofía y la historia han hecho ver la urdimbre de sentimientos interesados que constituyen la trama de la vida. Lo que hizo la burguesía, empujada por fuerzas fatales, fué sustituir la franqueza á la hipocresía, desenmascarar los intereses, libertar los egoísmos, darles libre escape ó juego á los instintos dominadores, los más vitales y sanos en el fondo, para domeñarlos, servirse de ellos sabiamente, como los marinos se sirven de las corrientes y los vientos, y convertirlos en colaboradores sumisos del progreso universal. Gracias á la virtud mágica de esos egoísmos é intereses, condenados con palpable contradicción por los mismos profetas del determinismo económico, desaparecen de la tierra los desiertos hostiles y también los páramos donde reina la Muerte blanca; los atajos ariscos y temerosos, se convierten en carreteras arboladas; las chozas humildes, en palacios suntuosos; las aldeas miserables y somnolientas, en ciudades inmensas como el mar y bullentes como él. Comparándola á otras edades que conocieron los espectros del Hambre, de la Peste y del Terror, la era capitalista transforma la miseria en riqueza, el dolor en alegría, la esclavitud en libertad. Ella ha puesto al alcance de los humildes una gran cantidad de bienes y goces que antes les estaban vedados. Sus mismas imperfecciones y vicios llevan en sí los gérmenes de futuras reivindicaciones sociales. Éstas se producirán á su tiempo y quizá de un modo contrario á lo previsto por los arúspices de la ciencia social: de un modo anti-racionalista y anti-humanitario. La acumulación capitalista produce ya, sin quererlo, la asociación, la cooperación, la repartición de capitales; la lucha de clases, tan maldecida, el vigor de todas ellas y la liberación lenta, pero segura de las explotadas. Pero la burguesía hace más: su gran obra, su obra diabólica, su misión divina, es la de convertir _precisamente_ los sentimientos vagos, los deseos pueriles y las nostalgias enfermizas del idealismo en ambiciones audaces, en voluntad concreta de dominio, en afán de lucro, en fiebre dorada, que se comunica, como el fuego griego é inflama al mundo, engendrando más fuerzas y produciendo más maravillas en sólo un siglo, que pudieron acumular juntas las pasadas generaciones en los siglos restantes. He ahí su _crimen radioso_, su vergüenza y su gloria. Y todo ello, no por razones sociales, sino por razones _metafísicas_: por haber escuchado los eternos mandatos de la Divinidad en el alma heroica del Oro. SIN caer en alambicadas sutilezas ni picar en sofista, podría aseverarse que el tenebroso parentesco de la fuerza y lo divino, existe también entre el Oro y la Fuerza. Como ésta, de quien es legítimo heredero, el Oro inspira el santo horror y la fatal atracción del arcángel desterrado del Paraíso, pero que ha hecho de la tierra su vasto imperio. Las religiones lo maldicen como á Satán trismegisto; los poetas lo execran como al símbolo de la prosa vil; los irrealistas lo aborrecen como á la encarnación perfecta del egoísmo, de la impureza humana; pero las voluntades, servidas á maravilla por un instinto inequívoco, lo desean ardientemente, lo aman con pasión y lo esperan en sueños, como la bella del Bosque durmiente al Príncipe _Charmant_. Es el prometido. Llega, las coge de la mano, dulce ó violento, y las conduce por caminos de rosas ó espinas, lo mismo da. Las bellas obedecen sumisas los caprichos del príncipe terrible y delicioso, y en sus brazos suspiran lánguidas y desfallecen de amor. Él, consciente de su poder diabólico sobre las almas, dicta leyes y éstas son acatadas por los mismos que lo maldicen á sabiendas... y lo adoran y obedecen sin saberlo. En su altanería señoril, no oye los insultos de los vasallos rebeldes: los somete ó anonada sin placer ni dolor, y sigue su camino imperturbable, sonriendo desdeñoso al bien y el mal que causa. Y en esa sonrisa orgullosa y cruel, se reconoce su origen olímpico, su esencia divina. Parece cosa de encantamiento que la humanidad no haya sospechado nunca la excelsa genealogía del Oro, ni reconocido en su virtud prodigiosa de oponer hechos á la gárrula palabrería de los retores, un signo infalible de la fuerza inmortal. Las entidades metafísicas, huyen medrosas de las realidades vivientes que él crea; las falsificaciones del Espíritu, se desvanecen como fantasmas al contacto de los hechos que, por su fuerza vital, él impone. Él sólo es verídico; él sólo sabe, quiere y puede. Y no es extraño: todas las potencias servidoras de la voluntad de vivir residen en el Oro, ya que, por vías caóticas, por misteriosos medios, por extrañas condensaciones, la inteligencia, las virtudes, los deseos, los egoísmos, las quintas esencias de lo humano, han ido á reducirse y extractarse en las duras y áureas entrañas de la moneda. SOCIÓLOGOS y economistas loan, sin esfuerzo, la complejísima función social de la moneda ó del billete, que son para la economía del mundo, lo que la palabra para el pensamiento del hombre; reconocen, de buen grado, los beneficios de que las sociedades les son deudoras, entre los cuales podría citar, entre otros mil, el haber hecho evaluables y circulables comercialmente, ó lo que es lo mismo, ligeras y asutiles como los copos de nieve que empuja el viento, las cosas más pesadas é inamovibles de la tierra: los campos, los bosques, los filones de metal; algunos van hasta admitir ciertas analogías no ortodoxas, entre el punto de vista _matemático_ y el punto de vista _pecuniario_, entre la ciencia que, para ser más comunicable se _matematiza_, siguiendo su propia ley, y los bienes materiales que, obedeciendo á los designios secretos de la vida, se _monetizan_ para hacerse más sociables. «El imperio de las matemáticas», dice Tarde, dejándose elevar por las alas leves y enormes de los raptos de la imaginación, ajenos al fastidioso raciocinio de los economistas, «se extiende sin cesar, cada vez más lejos en el mundo del pensamiento como la moneda en el mundo de la acción». Otros, creen descubrir misteriosas similitudes entre la evolución de la fuerza y la evolución de la moneda, entre la mecánica y la economía; pero sólo se trata de parentesco material y epidérmico; nadie sospecha el parentesco divino, digámoslo así, por donde el Oro adquiere, sin embargo, su poder, seducción y misteriosa virtud existente y ordenadora. Porque el amor del Oro, como el instinto de dominación con el cual se confunde á menudo, es una forma sutil del egoísmo, de la vitalidad, de la fuerza, que busca extenderse indefinidamente, estableciendo por doquier su imperio y jerarquías, es que se adueña de todo lo humano y no se satisface jamás. Y la virtud benéfica de aquel calumniado amor, estriba ¡quién lo dijera! en la facultad milagrosa de mantener siempre ansioso el Deseo, satisfaciendo á la par los apetitos que provoca en cada etapa de la vida. DESDE tales alturas, difícil es desconocer la virtualidad suprema del Oro, ni su influencia decisiva y suma en la historia de las sociedades. Los que lo niegan, no lo conocen, no han penetrado su alma: son los observadores superficiales que sólo perciben las formas contingentes y deleznables de las cosas, sin descubrir jamás con _ojo profundo_, su esencia íntima y eterna. El temor religioso y goce diabólico que embargan la conciencia obscura del avaro ó del miserable á la vista de la moneda, brillante y fascinadora como la mirada de la serpiente, se me antojan sentimientos más robustos, levantados é hijos de una comprensión más _musical_ del símbolo, que el desdén artificioso y obtuso del dinero, puesto de moda un día como signo cierto de espiritualidad y nobleza de alma. Los torpes materialistas, los espíritus groseros son, á mi entender, los que únicamente aciertan á descubrir una fuerza impura en la que, en realidad, es el _substratum_ de la voluntad humana. Contempladlo larga y religiosamente. Ese diminuto redondel de rubio metal, que fué en ciertos pueblos cuchillo ó cimitarra, como la _zapeca_ china, antes de perder la hoja mortífera y convertirse en moneda--hermoso símbolo de su excelsa alcurnia,--_es el habitáculo misterioso de la voluntad de dominación de los hombres y los pueblos_. Todas las virtualidades de la raza, han ido á extractarse en su audaz corazón. Actos heroicos y vilezas, castidad y lujuria, penas y goces, realidad y poesía, desencanto é ilusión: la vida social, en fin, está contenida en el disco brillante y prodigioso, y por medio de él se transmite de unas á otras generaciones, como la vida fisiológica humana está contenida en el licor precioso, que transmite de unos á otros hombres la herencia de todas las edades. ¡Vida y Oro se reproducen y se heredan! Esta sugerente similitud permitiría afirmar al menos dotado de imaginación metafísica, que la herencia económica es, bien considerada, una especie de prolongación de la herencia fisiológica, lo cual serviría para defender la Riqueza de los ataques furibundos de la crítica marxista y del anarquismo. Y, en efecto, no se comprende bien, después de lo asentado más arriba, por qué, si es legítimo heredar una neurosis ó una dispepsia, hijas de la disipación paterna, no es legítimo heredar una fortuna... producto de la paterna previsión y economía... En cualquier caso, el Dinero participa de la inmortalidad del plasma germinativo: el deseo eterno y la imperecedera esperanza se reproducen y heredan por medio de él; y es al propio tiempo la cosa viva y espiritual por excelencia, ya que añade á la virtuosidad presente y sin fin, la virtualidad extractada del pasado infinito. De ahí que represente, antes de todo y por encima de todo, valor moral. En medio del escepticismo regalado y licencioso de las clases afinadas por la cultura, y el grosero descreimiento de las masas, libertadas de todos los frenos, él, como un dios único, benigno y todo poderoso, mantiene firmes las voluntades é impide la corrupción general. Lo que no pueden hacer ya las religiones ni las morales con sus aventados preceptos y dogmas, lo hace él, descubriendo á los ojos ávidos de las muchedumbres, no fementidos paraísos, mas los goces, los placeres, los bienes reales de la vida. Es por conquistarlos en rudas batallas, que el hombre se disciplina metódicamente, doma sus ímpetus bárbaros, obedece á la ley, exalta sus facultades, tiende sus nervios, piensa, obra y sueña. El labrador, que lucha á brazo partido con la fatalidad; el banquero, á quien mil _combinaciones_ impiden dormir en su lecho de plumas; el inventor, que enloquece á fuerza de pensar, y el millonario, que prefiere los cuidados é incertidumbres de la especulación á la renta tranquila y segura, dejarían de ser, dejarían de obrar, dejarían de vivir, convirtiéndose en corchos muertos y podridos sobre las ondas, si Mammon no les pusiera en el alma una pimienta fuerte, el grano de sal divina que enardece la voluntad y da el gusto de la aventura y la conquista. ¡El Dinero! Su acción estimulante sobre las conciencias impide que el mundo caiga en letargo mortal. De varios modos, con mil alicientes y encantados espejismos, él crea y premia las aptitudes que la vida moderna reclama y sin las cuales perecerían las sociedades. Mirándolo, sin injustas prevenciones, él, el corruptor, es una gimnasia para los músculos y una disciplina moral. El gran pecado es no amarlo con bastante ardor; pero si se ama ardientemente, purifica y enseña á vencer. Esa es la razón de que el nieto de Themis, la cual que junto á Zeus vela por el orden del universo, tenga más adoradores que todos los dioses juntos. En las Bolsas, sus templos colosales, se enfervorizan los ánimos abatidos y golpean el pecho los pecadores. Fuerza, ayuda y consuelo se le piden al dios resplandeciente como Apolo y taumaturgo como Dionisos. Su lengua es universal; su religión pasa por encima de fronteras, desiertos y mares, estimulando por doquiera las energías creadoras, los egoísmos acaparadores, las ambiciones combativas, los deseos, las esperanzas y también los intereses sórdidos, que por su misma crudeza se convierten en altruísmo. Son las virtudes que gozan de gran predicamento en la corte del dios blondo, y ellas deciden del triunfo. Hasta los pensadores ofuscados por el prejuicio espiritualista, lo confiesan: las fuerzas productoras priman sobre todas las otras y tienen influencia decisiva en los destinos de los pueblos por ser, sin duda, las formas más universales del instinto de dominación, correlativo de la vitalidad. Es un hecho contra el cual se estrellan, como las olas contra el enhiesto peñón, las airadas y espumosas declamaciones del púlpito y la tribuna. No cabe dudar. La superioridad de un pueblo se concretaba antaño en el ejército; éste era algo así como el _substratum_ de las virtudes y excelencias nacionales: hoy lo es la Riqueza. Sin ella ni universidades, ni industrias, ni escuadras, ni fuerza, ni hermosura. Sus altas y bajas determinan las mareas sociales. Un descubrimiento industrial, un cambio en la forma de la producción, la oscilación de los mercados, tienen más hondas y dilatadas repercusiones en el mundo, que las ideas ó sucesos, al parecer, más culminantes y transcendentes. Esto sin contar que la historia entera, sin excluir la del pensamiento, puede considerarse, en general, como el producto de la lucha de clases, determinada por la evolución del factor económico. Y como de ésta deriva todo en las sociedades, como de la diosa del duro corazón pende todo en el universo, no es mucho que el Poder abandone los tronos y castillos y siente sus reales en los despachos de los banqueros, en las _usinas_ y los mostradores. De esta suerte el Oro se democratiza, porque liberta á los esclavos que obtienen sus favores, y establece la única igualdad positiva. Á la vez se ennoblece y, por decirlo todo, la única aristocracia real es la suya: las otras, son aristocracias convencionales, que viven de prestado y á la sombra protectora de la verdadera Majestad. POR tantas y tan profundas razones, como brinde á una el laurel y la corona de rosas, franca ó hipócritamente, los pueblos se preparan para la conquista del vellocino de oro, que ya Jasón fué á buscar á la remota Cólquida y Colón á la soñada Cipango. Las actividades, aun las señoriles y desinteresadas, si se escudriña un poco, verase que se dirigen á la riqueza y por ella se aperciben y acicalan para la lucha. Talento, belleza, valor son, si bien se mira, filones auríferos explotables y que se explotan. Por tal arte, el dinero viene á ser el principio activo de la conducta, y las aptitudes más preciadas, las que su culto viril desarrolla. Implícitamente lo afirman educación é instrucción, cuando se proponen sistemáticamente _armar hombres para la vida_, para la lucha económica, en la cual, de buen ó mal grado, toman parte todas las voluntades. La Vida es actualmente la gran revolucionaria. El respeto sagrado de ella, aprendido en los laboratorios, pasa á la filosofía, con Nietzsche, Guyau y Bergson; á las religiones, con el pragmatismo; á la moral, con la vida intensa; á la política, con el imperialismo económico, y se traduce en las costumbres, con la moda y privanza de los deportes atléticos y juegos olímpicos. El arte mismo pierde la hierática impasibilidad y deja repercutir en su lírico corazón las pulsaciones rítmicas del corazón del mundo. Los manifiestos literarios de las nuevas generaciones de poetas, que pregonan en Francia la vuelta al paganismo y las virtudes de Zaratustra, ó glorifican en Italia el peligro, el hábito de la energía, la temeridad no parece sino que fueran una especie de Declaración altisonante de los derechos estéticos de la Fuerza y la Vida. «Todo lirismo es un arranque, luego una fuerza», dicen unos; «no hay belleza sino en la lucha, ni obra maestra sin un carácter agresivo» claman otros. Y templando ardorosos las liras de siete cuerdas, una para cada pecado capital, le arrojan el guante á los astros y se aprestan á cantar: la guerra, higiene del mundo, el gesto destructor de los anarquistas, el salto peligroso, el golpe de puño y el desprecio de la inmovilidad pensativa, el moralismo y lo femenino. Y he aquí como el amor fatal de la lucha y de fuerza, mantenido cuidadosamente por el Oro en los corazones á hurto de la religión y la filosofía, se legitima, se ennoblece, se hermosea y transforma en religión universal. PERO Mammon, como todos los dioses, es altivo y cruel: castiga ó destruye sin asomos de piedad á las criaturas ó las cosas que se oponen á los tenaces propósitos de su testa olímpica. Como Zeus tiene en sus manos el rayo que fulmina, y como Medusa la mirada que petrifica. Sin embargo, es más generoso y menos terrible que las otras divinidades. Junto al Poder torvo y al Derecho sañudo, parece un apuesto galán rendido á los pies de la Vida. Por lo general obra lentamente, dejando tiempo á las voluntades de fortificarse y seguirlo. Su procedimiento es la lucha y la selección económicas que en la sociedad han suplantado á la lucha y la selección naturales. Más aún: aquella parece ser el compendio y quinta esencia de las otras selecciones, porque todo esfuerzo, toda conquista y toda excelsitud, se convierten, de alguna manera, en jugos vitales dentro del enorme vientre de la producción. Las sociedades que aceptan diligentes las condiciones impuestas por el nuevo ídolo, y se adaptan sin cesar á las transformaciones continuas del medio ambiente, provocadas por el trabajo formidable del dinero, fortifican los músculos en titánica gimnasia, prosperan, extienden su dominio: son las sociedades venidas al mundo á su hora, robustas y bien armadas para la inevitable concurrencia universal; las que no, decaen cualesquiera que sean los méritos que sustenten, degeneran, y no tardan en ser absorbidas ó esclavizadas: son las sociedades débiles ó enfermas, en las cuales la voluntad de dominación desaparece como la savia de las ramas que empiezan á marchitarse. Las analogías de ambas selecciones dan testimonio de su excelso y común origen. Del mismo modo que la selección natural, la selección económica es implacable para los que no saben ó pueden luchar y vencer. La grande razón la guía: es una fatalidad, une fuerza cruel, como todas, desde el punto de vista humano, necesario y noble desde el punto de vista divino. Los débiles, los ineptos, los enfermos, los inactuales, son condenados, juntamente con su prole, á la perpetua derrota ó á desaparecer sin legarle al mundo los tristes vástagos de la miseria y del dolor. Otros depositarios de la vida, marcados en la frente con el _signo luminoso_ y á los cuales la selección económica presta invencibles armas, ocupan los huecos dejados por los vencidos, por los superfluos, y, en resumidas cuentas, la humanidad avanza un paso, gana un punto en la evolución progresiva á que la empuja rudamente el instinto vital. De donde resulta que, contra los viejos prejuicios de la moral espiritualista y los códigos sentimentales, el Oro es un purificador, un educador de las energías más preciadas del hombre, un venero de virtudes sociales, aunque, como esencia y jugo de la fuerza y del deseo humanos, lleve en sí condensadas todas las grandezas y todas las impurezas de la vida. Los sabios lo ignoran, pero los pueblos lo saben por instinto y obran como si de ello tuvieran plena conciencia: en los talleres, universidades y gimnasios se arman los hombres para la conquista del Oro, no sólo porque él ofrece á los apetitos ávidos los goces reales y la posesión efectiva de las bellas cosas de la tierra; no sólo porque el Oro es la _posibilidad inmediata_, al decir del escéptico France, mas principalmente por razones ocultas: porque representa valor humano, substancia anímica, la virtud extractada de las generaciones que fueron y es, en resumen, algo así como la semilla de la voluntad, el germen misterioso que atesora en potencia todos los actos del pensamiento y todas las realizaciones del deseo. ¡Qué mucho que lo sea todo y lo pueda todo, que atraiga y domine! Lejos de ser una cosa muerta que pesa sobre las almas, como quieren algunos, constituye, al contrario, el estimulante más enérgico de la conducta, y es de hecho, el querer latente y realizable, la dominación: el elemento divino de las sociedades como la fuerza es el elemento divino del universo. SI bien se mira y considera lo dicho, cualquier quisque puede predecir que en las sociedades productoras de los tiempos futuros, el Oro premiará todas las excelencias y será, por entero, lo que es hoy en parte tan sólo, al menos visiblemente: la medida de la capacidad social. ¿Cómo oponer á sus virtudes reales, patentes, eficaces, las virtudes decorativas ó histriónicas del idealismo ó el amor de la mentira del arte? ¿Cómo oponer á la necesidad, que no discute, sino que ejecuta, el capricho y la fantasía volubles de nuestra pueril razón? Vano intento. Aquí, en el terreno económico, aparece visible el antagonismo brutal de las aptitudes desinteresadas de los retores y los humanistas, y las aptitudes prácticas de los sociólogos. Y fuerza es confesar el creciente desprestigio de las primeras: son bellas é inútiles como esas damas criadas para regalo de los ojos, á quienes cuna y educación prohiben como vil cosa el lucro, y que prefieren prostituir su cuerpo en infame comercio á estropearse las pulidas manos en una tarea honesta y renumeradora. ¿Es, por ventura, la muerte de lo espiritual y de toda andante caballería? Á decir verdad, la orientación materialista del pensamiento y el predominio indiscutible de las naciones utilitarias, inducen á sospecharlo. La espada de San Luis y la lanza del buen Quijano, se mellan y rompen contra los escudos de Pluto. Las naciones que van haciendo del mundo su vasto patrimonio, no son las más caballerescas, ni las más cultas, ni las más religiosas, sino las más activas, industriales y pujantes en el mercado mundial. Lo certifican de modo irrefutable Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos, países que con diferentes instituciones, distinto gobierno y cuasi opuesta cultura, pero vigorizados á la par por la misma enjundia económica, prosperan material é intelectualmente, y extienden cada vez más sus zonas de influencia política, lo que prueba, contra el fetichismo de las universidades, que no son las leyes, ni los mandatarios, ni tal ó cual mentalidad lo que asegura el triunfo de unos pueblos sobre otros, sino su capacidad productora, su avidez, su egoísmo, su instinto de dominación que se objetiva y hace carne en la lucha comercial. Este convencimiento obscuro, nebuloso, pero firme es lo que acaso produce en la evolución de las ideas, las reacciones contra la supremacía de la inteligencia sobre la voluntad, y en la práctica de la vida, el retorno, que los mismos gobiernos tratan de favorecer, de las carreras liberales, almácigos de mandarines, plumíferos y rectores sin don ni utilidad, al comercio y la industria. La flamante novedad de la pedagogía es la formación de voluntades audaces, no de _idiotas sabios_ ó melenas apolínicas. Y las virtudes sociales que se premian, no son las contemplativas ó románticas del noble, pero caduco idealismo; tampoco la humildad, el renunciamiento, el desinterés del ascetismo cristiano, mas el contrario: la ambición insaciable, la combatividad, el amor de los bienes de la tierra, la facultad de arriesgarse, las virtudes activas é interesadas, en conclusión, que la lucha económica desarrolla fatalmente, destruyendo á la vez el sentimentalismo, la sensiblería y todo lo que en el alma es artificial, superfluo, desinteresado, inmoral... El mundo parece en vísperas de convencerse de que el egoísmo sano, es más provechoso para la economía social que el enfermizo desinterés. Aquel, por su propia fuerza expansiva, suele convertirse en altruísmo; éste, cuando no tiene tal origen, es un sentimiento ambiguo, inútil para el que lo experimenta y, á la postre, perjudicial para los otros. Mientras que «en el pomo de un sable ó en una moneda de cinco francos hay inteligencia siempre», podría decirse que en el desinterés no hay nada, ó sólo hay vanidad, cuando no mentira. Tengo observado que en la práctica el desdén aristocrático del lucro, destruye el sentimiento de las realidades y lleva á la insinceridad. La aptitud económica al contrario, y esa es quizá, en gran parte, la causa oculta del buen sentido, la viril franqueza y robustez de algunos pueblos, y del irrealismo, la frivolidad y flaqueza de otros. Mammon es verídico. Como la diosa de voluntad diamantina, no comulga con las patrañas ni las falsificaciones espirituales, ni se deja seducir por carantoñas ni embelecos femeninos. Cuando tercia en el juego de la vida social, acaba la comedia, concluye la farsa, caen los antifaces y cada cosa vuelve á su ser y adquiere su fisonomía propia. Un político inglés, que tenía mucho del señorío de Byron, algo del paradojal Oscar Wilde y no poco de Disraeli, me decía en cierta ocasión mientras nos alejábamos del Louvre, que él visitaba religiosamente en todos sus viajes á París: «Yo amo por igual el arte y la vida... pero no los confundo. Cuando visito un museo, me pongo mi monóculo de elegante; al salir, dejo caer el monóculo como un telón entre dos mundos y me coloco en su lugar una moneda de veinte dolars. Al través de ninguna lente se ve mejor que al través del vil metal, la verdadera naturaleza de las cosas.» Y al hablar así, bajo las antipáticas apariencias de un materialismo torpe y grosero, expresaba acaso una verdad profunda y sutil. EN el desinterés sólo hay vanidad cuando no superchería. «Los judíos no me han burlado jamás en mis negocios: los sentimentales siempre» solía decir también mi famoso Lord. Por mi parte, prefiero con mucho, en determinadas circunstancias, á los hombres y pueblos francamente egoístas y utilitarios: hablan un lenguaje claro y preciso; uno se entiende á maravilla; las palabras tienen un valor real, no engañan, ni disfrazan las intenciones como las rosas el puñal de Caserio. Además, por caóticas razones, no sometidas aún al bisturí de los psicólogos, tales hombres y pueblos son prácticamente, aunque parezca contradictorio, los más idealistas y capaces de acciones generosas. Es el lujo de la fuerza, que lleva al deber, al olvido de sí mismo y al sacrificio por los otros, como quería Guyau. No hay sino comparar para convencerse, la filantropía principesca y las funciones cuasi oficiales de los potentados yanquis, con la caridad parsimoniosa y las actividades pacatas y egoístas de sus congéneres del nuevo y del viejo continente, ó mejor aún, la obra y el carácter de las dos Américas. La inspiración protestante, el utilitarismo ardiente y austero de los puritanos de la «May Flower», supo imponer en los negocios públicos á los colonos de la América anglo-sajona, las soluciones pacíficas, convenientes al trabajo, y evitó, de ese impensado modo, la guerra civil, el caciquismo, la superstición gubernamental y la _política alimenticia_, miserias y lacras que con su orgullo hidalgo, desdeñoso de las actividades útiles, llevaron á la América española los vasallos de Carlos V, disertos y casuístas. Y el tal utilitarismo, andando el tiempo, había de permitir las más bellas floraciones de la inteligencia y la energía como cumplido remate de la abundancia y coronamiento de una civilización propia, castiza, elaborada con los instintos más egoístas y, por consiguiente, los más vitales de las agrupaciones humanas. Por el contrario, el fetichismo político, la idolatría de las leyes, los idealismos prestados y nebulosos no podían menos de traerle á las repúblicas de cepa española, como reacciones del egoísmo irreducible, las luchas armadas por el Poder, la palabrería gárrula de los practicones de la cosa pública y el sanchopancismo de una vida sin nervio ni hermosura ni grandeza. El resultado es la inmensa superioridad, no sólo económica, sino moral é intelectual de los yanquis, asombro del mundo por su genio mercantil, inteligencia política y valeroso idealismo. Esos rudos _pioners_ son los pastores poetas que, sin miedo, «conducen por entre riscales y abismos el rebaño radioso de las quimeras». Si, á pesar de nuestras pretensiones de caballeros andantes del ideal, las tierras de los soberbiosos virreyes y finchados hidalgos españoles no han producido hombres universales como Washington y Franklin; filósofos como Emerson y James; moralistas tan esforzados ni de alma tan blanca como el Apóstol negro; poetas como Poë y Whitman; artistas, hombres de ciencia, archimillonarios capaces de los magníficos arrestos filantrópicos de Morgan y Carnegie, ni esos reyes de la Finanza que, desde sus torres feudales de veinte pisos, extienden su influencia á todos los ámbitos del mundo. Son los Anteos de la fábula, vigorizados al contacto de la tierra madre; las criaturas que, guiadas por un instinto vital, robusto y seguro, aciertan á vivir en perfecta é íntima comunión con ella. Natura les ha revelado su voluntad secreta de esfuerzo y lucha, de egoísmo y rapacidad. ¡Y desdichados los hijos para quienes la Madre permanece muda! Á pesar de los idealismos ornamentales y los perifollos de la retórica, caen en la corrupción, se envilecen en la pobreza, pasan hambres sin fin y mueren como el hidalgo manchego, confesando su generosa locura de justicia y razón humanas. Es digno de meditarse, como ejercicio espiritual al salir de los templos y los museos, lo que la incapacidad económica, que trae á la grupa todas las otras, ha hecho de aquella nación que fué un día señora del orbe, y es aún hoy emporio de energías y virtudes, por desdicha inutilizables. Cumplió arduas y gloriosas empresas cuando se dejó guiar por sus instintos y apetitos de conquista y posesión. Extender sus dominios por medio de la espada, era la función fisiológica propia de un pueblo guerrero y fanático en un mundo religioso-militar. Pero los alientos de los soldados y aventureros de Carlos V, no inflamaron los pechos de los mercaderes de la Lonja, tímidos, perezosos é incapaces, como escorias que eran de la sociedad. La evolución de los intereses primero, y después el reinado de la Finanza, pedían los grandes capitanes del comercio y la industria. Los conquistadores tenían las rodillas sobrado duras para doblarlas ante la nueva Realeza. El vampiro del orgullo, el fanatismo religioso y la caballería les chupó la sangre y los tuétanos, y hoy sus descendientes no tienen fuerzas para empuñar la lanza, ni emprender nuevas aventuras, ni defenderse, siquiera, contra los mercaderes que los apalean y despojan en los caminos reales y aun en la propia casa. Y como España, á pesar de sus relevantes méritos, excelencias y glorias, dan síntomas de lasitud, caducidad y parecen ininteligentes é inactuales, Portugal, Italia y la misma radiosa Francia. Acaso se han adormecido escuchando el canto del ruiseñor. TERCERA PARTE LA FLOR LATINA PARA los sibaritas del pensamiento y de la emoción, no existe en toda la redondez de la tierra ningún espectáculo tan elocuente; ninguna _estación_ de _psicoterapia_ tan propicia á las meditaciones filosóficas ó mundanas; ningún jardín espiritual tan curioso ni soberbio como la gran capital latina, lecho muelle y suntuoso donde la antigua sabiduría, después de haber amamantado al mundo en sus opimos pechos y robustecido tantos ideales de pálida tez, agoniza entre pompas y esplendores, conservando orgullosamente la belleza del gesto. El brillante y amable espíritu de la Hélade y del Lacio, muere entre encajes y sederías como un viejo marqués Pompadour exquisito y crapuloso, cruel y sensual. Por muchos conceptos la flor de la dulce Francia, la Ciudad Luz, París es el símbolo y el término de la civilización greco-latina; el óptimo fruto de la cultura espiritualista, ornamento de los pueblos, caballerescos, refinados, sentimentales, galantes. Su vida integral, multiforme y complejísima, es así como el extracto ó substancia psíquica de aquella concepción platónica del universo, que ya en los albores, llevaba en las entrañas los gérmenes fecundos del amor de la razón y la belleza, y sus forzosos derivados: las elegancias intelectuales y los refinamientos de la sensibilidad. La metrópoli de las perspectivas armoniosas, delata, aun á los ojos menos expertos y hasta en los más ínfimos detalles, la elegante preocupación del sibaritismo mental. No sólo es voluptuoso el corazón sino también el cerebro. De los _boulevards_ magníficos, hirvientes y sonoros de afiebrada muchedumbre, y de las calles modestas en que los anticuarios exponen sus costosas baratijas; de los inmensos museos, verdaderos panteones de las civilizaciones fenecidas, y de las iglesias viejas y milagreras como reliquias de edades santas; de las mil exposiciones de arte, que avivan el deseo de la riqueza y los gustos costosos, y de los bosques encantados, que repiten gozosamente las escenas de Watteau; de las canciones, de los teatros, de las fiestas, como de los gestos rítmicos de las damas arrebujadas en cebellinas de cien mil francos, ó del tocado simple y encantador de las modistillas, que muestran al atravesar el arroyo las piernas más picantes é _inteligentes_ del mundo; de todo transciende, al modo que el incienso del vaso sagrado, el culto de la forma, el sentimiento de las proporciones, el placer de pensar, la pasión de vivir voluptuosamente. Lo mismo en las salas del Louvre, donde reinan Lancret, Fragonard y Pater, que en los jardines de Le Nôtre, donde susurran las fuentes de la Arcadia y cantan los ruiseñores de Ronsard y Verlaine; que en los grandes coliseos ó en los pequeños _cabarets_, se aprende á sentir y amar la vida bella y risueña. Los escaparates dan lecciones de buen gusto, ni más ni menos que las perspectivas majestuosas de los Campos Elíseos, ó las maravillas en piedra labrada como los ébanos y los marfiles, ó los parques deliciosos, poblados de amorcillos traviesos y ninfas desnudas. Las mujeres que pasan son como cuadros firmados por La Gándara y Boldini. En un coche va el amor. El placer se respira. Mas, de vez en cuando, una impresión fuerte, una mole gloriosa: el Arco del Triunfo, la columna Vendome, dan el escalofrío heroico de la Revolución ó de las águilas imperiales, y hacen pensar que los galos tomaron siempre á pechos el ser valientes y el desdeñar la vida, y que desde muy antiguo supieron «caer, sonreir y morir». Cuando Emerson dijo que «el mundo era una precipitación del espíritu», pensaba, sin duda, en el dulce país de Francia. Palacios encantados de reyes galantes y favoritas pomposas; cortes de las Margaritas de Navarra; marquesas de Montespán y de Pompadour; heroísmo de la Pucelle; risas rabelasianas; lágrimas ardientes de Juan Jacobo; peregrinajes de las Charmettes y de la Malmaison; valles rientes, florestas embalsamadas, montañas de la Saboya de flancos cubiertos de verdura y cuyas calvas cimas coronan los oros del sol ó disimulan las pelucas empolvadas de las nubes, ¡dulce Francia! Ningún pueblo hizo lo que tú por _accordar las inexorables leyes del universo á los deseos caprichosos del corazón_. ¡Tu historia es la más sentimental, noble, romántica y á una la más femenina y heroica! ¡Amable Lutecia! ¡Quién puede resistir á la sugestión de sus ideólogos, al encanto de sus poetas, al prestigio y magia de sus artistas! Las ideas francesas, aun las frívolas, nos seducen por su coquetería y travesura como esas _petites femmes blondes_ vestidas por Paquin. Son ideas apasionadas y cariciosas, que amamos cuasi carnalmente y con todas las debilidades de los corazones amorosos, cual á las mujeres venidas al mundo bajo el signo de Venus, nacidas para encantar, y que continuan pareciéndonos buenas y deliciosas hasta en sus ingratitudes y perfidias. De modo que, cuando las peregrinaciones por el mundo del pensamiento alejan á los Don Juanes del saber de los _boudoirs rococós_, aun poseyendo á la ansiada verdad en suntuosos lechos, se deplora no haber permanecido fieles á las ideales damas que han ejercido en la sociedad entera la misma suave influencia que en Francia las preciosas del Hotel de Rambouillet. Ellas se obstinan en la amable compañía del arte, de la literatura y del amor, y contra el imperialismo teórico y práctico de todas las clases, en desarrollar como antaño, casi exclusivamente, el espíritu y la emotividad. De ahí un pueblo de razonadores y artistas; de fraseadores y voluptuosos; de ahí el erotismo floreciente en la vida y las letras, y las hemorragias de la palabra, que calman las fiebres sentimentales de la humanidad y debilitan las energías viriles de los franceses; de ahí la sociabilidad francesa, porque la sociabilidad «es cosa que nace de la mezcla dichosa de la inteligencia y la sensibilidad». Y como en sociedad lo primero es la mujer, ésta ha tenido, y sigue teniendo, dominante influjo sobre las ideas y costumbres, dulcificando las unas y las otras y prestándoles á los dos un encanto femenino, y como femenino, voluptuoso. NO ha menester vasta ciencia histórica ni mayor penetración psicológica, para constatar la importancia de los materiales femeninos introducidos en la arquitectura del alma francesa, desde Clotilde, la cristiana esposa del bárbaro Clodoveo, y Eloísa, la apasionada amante del bello y castrado Abelardo, hasta la falange de las favoritas reales, las heroínas de la Revolución y las condesas porta-liras, que reinan actualmente en el Pindo francés y le comunican á la juventud sus fiebres líricas y embriagueces dionisiacas. La llama erótica de Eloísa, á cuyo sepulcro han ido á recoger florecillas todas las generaciones románticas, se comunica á los fornidos pechos medioevales; los calienta, enternece y prepara, en cierto modo, para recibir el pan eucarístico de las costumbres galantes y el espaldarazo de la caballería. Las esclavas del rudo señor salen del encierro de los almenados castillos, incrustados en las rocosas cumbres, hoscos y solitarios como los nidos de los buitres, y empiezan á presidir, prodigando las gracias que inflaman el coraje y encienden los apetitos, las justas, los torneos, las cortes de amor. Los pajes suspiran; los caballeros quiebran lanzas por los ojos ensoñadores de las damas ó madrigalizan á los pies de ellas, hincada la rodilla en cojines de galoneado terciopelo. Los trovadores dicen cosas tiernas y sutiles. Así se amansa la braveza de los instintos, ablandan los caracteres duros y rijosos y elaboran los sentimientos delicados que luego pulen y refinan reinas amables, marquesas amantes de las cosas del espíritu, favoritas fastuosas, protectoras de las artes y las letras y cortesanas que por ser muy conversables y donosas, reunían en torno suyo como Safo y Aspasia en la antigüedad, lo más granado de la nobleza y la flor y nata de los ingenios. La sociabilidad francesa, con su carácter y matices propios, es la obra casi exclusiva de la mujer: su expresión más culminante y acabada son los salones. Gracias á ellos la influencia femenina se ejerce, no sólo en las artes y las costumbres, sino también en las ideas y hasta en la política. Los Saint-Simón, los Michelet, los Goncourt, los Du Blet nos dicen al respecto cosas muy curiosas y amenas. En las minúsculas cortes de la marquesa de Rambouillet y las preciosas que recogieron la herencia de la famosa _chambre bleue_, donde Corneille leyó el Poliuto y pronunció Bossuet su primer sermón, se forma el buen gusto y adquieren las bellas maneras, elegancias sentimentales y gracias, en fin, que transforman el trato en don de gentes, la conversación en arte, la fría urbanidad en graciosa _politesse_ y el talento en _esprit_. Y _esprit_, _politesse_, don de gentes y arte de la conversación, llegan á hacerse cualidades genuinamente francesas, acrisoladas bajo la égida de la mujer, y que bien observadas podrían explicar, por la sociabilidad y todo lo que ella entraña y de ella se desprende, las virtudes y vicios, las flaquezas y heroísmos, la vanidad y el amor del género humano de la antigua Galia, nación de vanos tumultos, como la llamó Cesar, y tan amante de la sociedad y los bellos discursos, que á uno de sus dioses se le representaba aprisionando á los hombres con las cadenas que salían de su boca... PERO antes del invento del salón, las Margaritas de Navarra, la _Mignonne_ de Francisco I, autora de innumerables poesías y del picante «Heptamerón», y la adorable Margot, la esposa repudiada del caballeresco Enrique IV, escribían sus versos y sus prosas rodeados de amigos y admiradores; sociedad amable y brillante, que impone sin violencia el gusto y las modas á las cortes de los reyes, y en la que figuran, para realzar su prestigio, los espíritus selectos de la época: poetas, artistas, filósofos que se agrupan en torno de las reinas galantes, como luego La Fontaine, Molière, La Rochefoucauld y tantos otros en torno de la sin par Ninón. Y lo que son para las letras, las artes y el amor--cosas que anduvieron siempre juntas y en muy buena armonía,--la divina Diana de Poitiers en el Renacimiento, la demoniaca Montespán en la corte de Luis XIV, la Pompadour en el siglo XVIII y madame Tallien en el Directorio, lo son para sus tertulianos y protegidos, las marquesas de Rambouillet y de Sevigné, las Lenclos, y más tarde las Warrens, las de Genlis, las Staël y hasta la misma Theroigne de Méricourt, la famosa patriota, cuya casa frecuentaban los principales hombres de la Revolución, y á quien una maquinación diabólica de sus rivales, una azotaina en público á sayas levantadas, cortó su heroica carrera y hundió para siempre cubierta de oprobio, en las tinieblas de la locura. Los salones honran las artes y las letras, y antes que las academias, depuran y afinan la expresión por medio de la _causerie_ y consagran la gloria de los escritores. Dulcísimas señoras ponen con sus blancas manos el laurel en la testa de los vates y artistas; lanzan á los cuatro vientos de la fama los nombres y los libros, y dan pábulo y libre curso de mil maneras á la emotividad romántica y las modas sentimentales que, andando al tiempo, hacen estallar las revoluciones. Sin la sensibilidad femenina preparada prolijamente por las _preciosas_ y la literatura, por las conversaciones amatorias y el hechizado influjo de los Amadises, las Astreas y las Cartas du Tendre, donde se aprende la geografía del corazón y los bizantinismos galantes; sin las blanduras emotivas de las novelas de Melle, Escudery, ni las endechas, ni los madrigales, ni la atmósfera sentimental creada por la casuística amorosa y los discreteos filosóficos de los salones, es muy difícil que la «Nueva Eloísa» y el «Contrato Social», hubieran tenido tan hondas repercusiones en el siglo XVIII. Pero este es un siglo en el que reina la mujer en absoluto, y con ella el sentimentalismo, el capricho y la pasión; gérmenes de la sensiblería y el misticismo social que habían de florecer lozanamente en el alma femenina de Juan Jacobo, encontrar luego su fórmula política en los principios de la Revolución y la expresión poética en el romanticismo y sus retoños. NO deja de ser una coincidencia curiosa, que entre los amigos de la mismísima Pompadour, en el propio Versailles, en el pequeño departamento del Dr. Quesnay, médico de la favorita y privado del Rey, se discutiesen los problemas sociales y económicos menos ortodoxos y expusiesen en violentas diatribas, las doctrinas más amenazadoras para la religión y la realeza. ¡Ironía de las cosas! Bajo el techo de la cortesana real, pero al mismo tiempo de la amiga de Voltaire y los filósofos, se oyen los primeros rumores de la tormenta revolucionaria. Luego las cabecitas empolvadas, los tiernos corazones que Rousseau había _fondus et liquéfiés_, acogen incautas en sus salones á la Revolución como habían acogido á la Enciclopedia, según la exacta frase de Goncourt. Minúsculas guillotinas, manejadas por afilados dedos cubiertos de sortijas, cortan en esfinge, antes que M. Samson, la cabeza de Robespierre y Bailly, y entre risas de cristal mojan los pañuelitos de batista en la roja y olorosa sangre que brota del cuello de los monigotes decapitados. Son las mismas frágiles, irreflexivas y apasionadas muñecas que aprenden en el «Emilio» y la «Nueva Eloísa» el amor del pueblo y la bondad natural del hombre; hacen bonitos _bijoux_ con las piedras de la Bastilla derrocada, y oyen y discuten las arengas que han de pronunciar sus contertulianos en la Asamblea nacional y en los clubs revolucionarios. Cada salón es un ardiente foco de ideas subversivas. Encumbradas burguesas y hasta linajudas damas, siguen la vertiginosa corriente de la moda, sin curarse poco ni mucho de las predicciones, hoy tenidas por posteriores á los hechos--bien que acaso no lo fueran en su espíritu al menos,--que La Harpe ponía en boca de Cazotte sobre el próximo reinado de la Filosofía y la Razón, al fin de un banquete opíparo y jovial: el verdugo para Condorcet, Chamfort, Bailly, Malesherbes allí presentes; el verdugo, sin confesor, para la duquesa de Gramont que reía, creyéndose por su sexo al abrigo de aquel terrible vaticinio; el verdugo para el rey de Francia... Las repulidas damas de las cortesías Luis XV y de los lunares postizos, sólo piensan en el retorno á la naturaleza idílica, en la dicha universal, acaso en el amor libre. Quien no recuerda el salón de Madame Necker, donde discutían con la hija de la casa, la autora de Corina, el abate Sieyes, Parny, Condorcet; el salón de Mme. de Beauharnais, autora de eróticos libros, y cuyos tertulianos ocupan los venerables sillones en que antes soñaron Jean Jacques, Mably y Buffon; el salón de Mme. Helvetius, electrizado por la verba ardiente de Chamfort y Cabanís. En tales cenáculos no reinan ahora las amables musas que inspiraron las gavotas y los minués, sino las furias de la elocuencia revolucionaria, excitadas por el sentimentalismo de las cabecitas locas. Ellas inflaman aturdidamente el espíritu de la Revolución, como más tarde, sin saberlo, tres _merveilleuses_ ligeras de cascos y de no mucha sal en la mollera, le dan el golpe de gracia al decidir, en un salón del Directorio, el envío de Bonaparte á Italia, con lo que terminó la tiranía de la libertad y cambió la faz del mundo. La frase de Michelet: «La mujer es la fatalidad» no es una mera frase en la apasionada historia de Francia. Reinas, favoritas, grandes señoras, vírgenes y cortesanas tuvieron, aun haciendo caso omiso de la política de _oreiller_ y del prestigio social, pública y decisiva influencia en tan graves convulsiones como la Reforma, el Renacimiento, la Revolución, por no citar sino los acontecimientos más universales; ó inspiraron personalmente, como la imperialista Pompadour, voluntad heroica en débil cuerpo femenino, todo un arte y toda una política internacional, aquella célebre política, fracasada en la desdichadísima guerra que tanto amenguó á la Francia, y que la divina marquesa seguía ansiosamente en un mapa, marcando las posiciones estratégicas con sus lunares postizos de engomado tafetán. Con eso y con todo, la influencia honda y durable de las _vírgenes sages_ ó _folles_, no es la visible, la que se ejerce en el areópago de la plaza pública, mas la oculta é íntima; la que afemina el sentimiento rudo de los hombres por medio de las gracias de la conversación, dulzuras de la amistad, hechizos amorosos é influjo del arte, que ellas inspiran y que se dirige principalmente á ellas. En achaques de belleza son á la vez musas, Mecenas y público, el público soñado por los artistas, porque el arte es cosa que atañe á la emotividad, no á la inteligencia, y ellas, por instinto, prefieren el sentir al pensar, el ensueño á la acción, el arte á la vida. Las criaturas débiles en los ásperos dominios de la realidad, adquieren por sus mismas flaquezas naturales, misteriosa gracia y extraño poder en el reino del sentimiento y la ilusión. Su mundo propio es el de la sensibilidad y la quimera, y como los mil matices de la ternura, los deseos vagos, las nostalgias sin nombre, los ardores de los sentidos, todo lo que contribuye á desarrollar, en último término, la facultad del _desgarramiento interior_, es fuente de líricas efusiones y velados erotismos, no es mucho que en el pueblo sociable por excelencia sea ese extracto de lo femenino que se llama la parisiense, la eterna inspiradora de poesía y la maestra de las sensibilidades artísticas y aun podría decir masculinas, ya que á su contacto y por su virtud unas y otras se pulen, quintaesencian y convierten en prodigiosos receptáculos de emociones. Muchos géneros literarios, aparte de la poesía lírica, el drama y la novela, que directa ó indirectamente inspiró siempre la mujer, nacen como las Memorias, Correspondencias, Diarios y Confesiones de la dulce necesidad de darle suelta á los sentimientos afectuosos y conversar con elegancia, adquirida en el ambiente amable de los salones. Por esto y por lo asentado arriba, una buena parte de la literatura y, en general, el temperamento artístico, vienen á ser así como los grandes y maravillosos espejos en que la mujer se mira y que reflejan la imagen de la seducción. El poeta, su hermano y generalmente su obra, es un á modo de intermediario entre ella y el resto de la humanidad, que por él conoce los secretos de alcoba de la mujer, y á la que él inocula el virus de las debilidades y seducciones de ésta. ¡Curiosa colaboración! Este consorcio de lo femenino y del arte, induce á pensar obstinadamente en las afinidades del artista y de la mujer--ambos son criaturas débiles, apasionadas y quiméricas, especie de andróginos que, por partes iguales, participan de los mismos defectos y las mismas excelsitudes de aquellas dos naturalezas y condiciones,--y sugiere la sospecha de que tal vez constituye una seria amenaza para el porvenir de un pueblo, el que predominen en él los elementos morales, de que Platón, juzgándolos turbadores y debilitantes, quería purgar enérgicamente á la república. Lo que parece indudable es que la influencia femenina y la influencia literaria se confunden, compenetran y asocian para introducir sutilmente en la formación del alma francesa, la literatura por medio de lo femenino y lo femenino por medio de la literatura. Eso explica muy cumplidamente el triunfo manifiesto de la mujer y del arte en la «Ciudad Luz», y este fenómeno curioso y sin precedente en la historia: la supremacía de la mujer en las bellas letras. TALES hechos, producto del connubio secular de Apolo y Afrodita, parecen las floraciones estéticas de una civilización dulce como las mieles, suave y grata como la piel de los cebellinas. Son las opulentas rosas y las turbadoras orquídeas que sólo podían brotar en el jardín de Francia, en una tierra preparada por las exquisiteces sentimentales de muchas generaciones para sentir, pensar armoniosamente y creer con fervor en el culto del alma y la religión de la belleza. Desde abajo á arriba de la escala social, el arte, la literatura y ese lujo de la inteligencia que se llama el _esprit_, por medio de los mil espectáculos públicos, diarios, revistas, conferencias, _causeries_, exposiciones de toda índole y libros de toda suerte, refinan á porfía las sensibilidades y desarrollan la facultad de comprender. Los _clichés_ literarios son de uso corriente en todas las clases. Los términos escogidos han pasado al patrimonio común del lenguaje vulgar. Las modistillas pizpiretas y las pesadas porteras hablan con las repulidas expresiones y ademanes preciosos de las marquesas Luis XV, y las marquesas escriben con tanto donaire y travesura como madame de Sevigné. La estética de los _boulevards_, las canciones tiernas ó libertinas, las cortesanas que pasan, dejando tras de sí como una estela de elegante sensualismo, hacen en el pueblo lo que en la crema de la sociedad la última comedia de Capus, la música dislocadora de Pelleas y Melisanda ó los templos de la _rue_ de la _Paix_. No creo que en ninguna parte ni en época ninguna, la facultad de sentir sin esfuerzo, comprender en un abrir y cerrar los ojos y expresar fácil y graciosamente hayan llegado nunca á tan rara perfección. Chistes, alusiones, sutilezas; matices de la ironía y del sentimiento, nada escapa al público que en los domingos populacheros ó en las _soirées_ de gala, invade los grandes ó pequeños teatros de París. Antes que las palabras hayan concluído de salir de la boca del actor ó del conferenciante, ya han sido cogidas al vuelo y á veces comentadas con un chiste, una exclamación oportuna ó una sonrisa graciosa y escéptica, mientras que los ojos, siempre inquietos y burlones, descubren los flirteos de los palcos y juzgan de los tocados, moños y perendengues de toda la sala. Es un público, sobre todo si abunda el bello sexo, erudito y alerta, que conoce al dedillo los autores, los géneros, las obras, clásicas y modernas, las últimas novelas, «Las Flores del Mal» y las «Fiestas Galantes»; y que habiendo macerado su corazón en ese artificio literario y mezclado toda esa literatura á la vida, se ha hecho extremadamente comprensivo, vibrante y extrasensible á las manifestaciones de lo bello. Mas como «la belleza es toda la mujer», la emoción estética, después de pasar por los mil filtros del cerebro y del alma, hacia la mujer va callada ó ruidosamente, como el agua del deshielo corre de las yermas alturas á los valles floridos. El Arte y la Literatura la glorifican y viven postrados á sus pies. El uno es su paje, la otra su esclava. EL amor de la forma, puede decirse que remataba entre los helenos en las líneas armoniosas de la criatura humana, en el desnudo; el mismo amor entre los parisienses se hace general y concreta en las elegancias del tocado femenino. La religión de la belleza se transforma en religión de la mujer; sobre todo de la mujer elegante, de la que pasa su vida en casa de los modistos, joyeros y toda laya de _fournisseurs_; y duerme con guantes ó careta para afinar el cutis, y se amasa cruelmente, y martiriza el estómago y el cuerpo, y gasta millones para componerse una silueta propia, realzar su belleza por todos los medios, y darle al mundo la peregrina sensación de la elegancia, de una elegancia que es como el perfume delicado de un viejo vino, la flor encantada y efímera de una civilización secular. Los sabios, los moralistas austeros no saben apreciar tan grandes sacrificios ni las transcendencias de la _toilette_. Son hombres eminentemente cultivados, pero sin fineza ni distinción moral. Llaman desdeñosamente vano y pueril al arte que se sirve de todos los otros y pone á contribución las más peregrinas aptitudes para encantar; sentimiento del color, de la línea y del matiz; gusto seguro de la alhaja y del moño; ciencia acabada del trapo, del gesto y la actitud; dominio perfecto de las elegancias estéticas que constituyen el _chic_; imaginación y osadía en el arte de _plaire_, y por medio de la armonía de los colores y la cadencia del pliegue, plasmar la voluptuosidad del cuerpo, la coquetería del espíritu y las gracias del alma. Lo que parece pura frivolidad, es asunto gravísimo: una religión misteriosa, que obedece á muy hondas necesidades éticas y que tiene sus templos, ritos, sacerdotes y pitonisas. París es la Meca de esa religión ligera y sutil. Las tiendas de los modistos, joyeros, fabricantes y vendedores de artículos femeninos, son las capillas ardientes del gusto de Francia, y los pontífices: la muchedumbre de escritores, artistas, industriales y obreros que trabajan en la realización de la belleza más perceptible y necesaria acaso á la especie: aquella que entra por los ojos y golpea las puertas de la sensualidad. Es el mundo de la Gracia dentro del mundo del Esfuerzo, y que explota y esclaviza á éste. De los rincones apartados y huraños del globo, de los bosques salvajes, de las entrañas del planeta, del fondo de los mares, de las estepas heladas, de las arenas candentes, de las cumbres solitarias, de los talleres populosos como ciudades; salen las piedras de irisados colores, las pieles costosas, las perlas pálidas y dulces como niñas anémicas, los corales, marfiles, las maderas olorosas, las telas y sederías, y los encajes tan primorosos, tan sutiles que diríanse hechos de suspiros y de sueños; y todas esas preciosidades de la naturaleza y la industria vienen á depositarse á los pies de la parisiense, la cual con un arte infinito é inagotable invención las combina de mil maneras, las dispone sabiamente y anima de una vida extraña y voluptuosa, como si le comunicara á los materiales bellos, pero inertes el calor vital y el erotismo de su cuerpo. Y esos materiales, dóciles á la magia de las manos diminutas, operan el supremo milagro de hacer palpables todos los aspectos de la hermosura femenina, transfigurándola en una perpetua metamorfosis que, al multiplicar los encantos y seducciones de la mujer, dilata su imperio estético y eleva la frívola coquetería á la dignidad de un sacerdocio. Ella lo sabe. Ella sabe que los elegantes tocados y la atmósfera encantada de lujo y refinamiento, son las investiduras y el ambiente sagrado de su alto misterio de sacerdotisa de la Belleza. No ignora tampoco que sólo la ciencia del _chiffon_ satisfará plenamente su ingénita necesidad de hacer prisioneros y atarlos al carro de guerra de su hermosura triunfante. Respetos sociales y homenajes masculinos le vendrán de la fama de elegante, porque ser elegante es uno de los privilegios y títulos envidiables á los ojos parisienses. La soberanía de la elegancia no se discute. Y de la elegancia lo esperan todo _les casques dorés_, ya que por medio de ella, como los pintores por medio del color y de la línea, provocan las sensaciones que les pide un público de emotivos y sibaritas, y expresan elocuentemente lo que son, lo que quieren, lo que pueden... Las magnificencias de París forman el ornado marco que mejor cuadra á la belleza viviente, la más costosa y artificial. Hasta la luz suave, como pasada por filtros de ámbar y ópalo, parece que fué hecha para disminuir la crudeza de los colores, la rigidez de las líneas y envolver la silueta femenina en una penumbra misteriosa. Millares de criaturas presas en talleres sombríos y sórdidos tugurios, trabajan y aguzan el ingenio para hermosearla y hacerla fina y eterea. Es la obra nacional. Grandes y chicos contribuyen á ella más ó menos directamente. Todo espectáculo es un pretexto para el torneo de las Gracias. Toda fiesta una ocasión de afirmar el imperio de la Elegancia y del Gusto, y establecer la reñida supremacía de Paquin, Doucet ó Redfern: monarcas del figurín que se disputan el cetro de Luis XIV y el globo de Carlomagno. LO fútil, el detalle nudo y vacuo al parecer, pero lleno de psíquica jugosidad si se observa con ojo experto, revela á veces lo que no descubren hechos importantísimos, libros venerables ni mamotretos de copiosa ciencia. Decía un gran pintor que «el verdadero arte comienza allí donde pequeños toques producen grandes cambios». Acaece algo semejante en las cosas de la vida y no es muy zahorí el observador de ella á quien lo ínfimo no sugiere lo transcendente, ni ve en lo frívolo el cristal, que dejar suele en las costumbres, la ebullición y luego el enfriamiento de las grandes causas. Es por este orden de razones que no me parece desprovisto de sal ni miga el espectáculo curioso, aunque nada ajeno al ambiente de los _meetings_ sportivos, que tuve la fortuna de presenciar en el hipódromo de Trouville. Era una gozosa confusión, un mareante vaivén de trajes vaporosos, sombreros como canastas de flores y blanquísimos zapatos que corrían como albos conejitos de la India sobre el verde riente de las _pelouses_. La donosa y opuesta muchedumbre giraba en torno de los resplandecientes atletas del _turf_, bestias finas, artificiales y como tallados primorosamente en maderas duras, é invadía luego las casillas del Pari-Mutuel, donde á cambio de algunos francos, hasta á los humildes mortales les era dado sostener un trágico cuerpo á cuerpo con el Destino y gustar un minuto la vida intensa de los héroes y los dioses... Pero de pronto se produjo un tumulto extraño y luego una especie de remolino de curiosidad que atraía á un punto del _padock_ al público disperso. Las gentes acuden presurosas, las cabecitas de Helleu se apiñan, los labios rojos como fresas murmuran un nombre y los ojos agrandados por el _kohl_, se abren extáticos como ante una aparición celestial. ¿Qué era? Era madame Paquin, la Emperatriz de la Moda, que aparecía por primera vez en público después de la muerte de su bello y perfumado esposo. Vestía de medio luto, traje blanco adornado de terciopelo, tricornio negro con triunfal pluma blanca: el conjunto una maravilla de lujo, exquisitez y refinamiento, subidos de punto por las garrafales perlas de las orejas y el collar de quinientos mil francos. Sonriente, segura de sus impecables actitudes y prestigio único sobre las imaginaciones femeninas; sabiendo que todas sus esclavas le pedían algo sumisamente, dejábase contemplar al desgaire prodigando á uno y á otro lado principescas sonrisas, mientras con la falda recogida en una mano y en la otra la sombrilla, cuyo puño de azabache conservaba con un gesto de virgen púdica á la altura de la boca, avanzaba lenta y rítmicamente, elevando las piernas á la manera clásica de los _mannequins_ para posar luego los pies con mimo sobre la verde alfombra. Y cada movimiento y cada nueva actitud eran como una lección práctica de estilo y encantadora fragilidad. Las duquesas, las archimillonarias yanquis, las artistas célebres, las cortesanas de alto coturno y, finalmente, los hombres se inclinaban á su paso. Allí no habían méritos ni títulos que no se eclipsaran, ni testas que no se abatieran ante la diosa taumaturga de la belleza femenina. Ella imperaba sola. En medio del oro de la tarde, aquella escena tomó de súbito á mis ojos la augusta significación de un símbolo: el de la Francia depositando sus ofrendas á los pies de la Voluptuosidad. SI «la belleza es toda la mujer», ó como dice Gourmont: «la belleza es una mujer y la mujer es la belleza», pero como la mujer es el amor éste es el término fatal del _estetismo_ parisiense. ¡Qué mucho que el niño ciego impere como único dios en la gran ciudad latina! Mas no se trata del infante terrible que disparó sus flechas en las ariscas lomas y mansos valles de la Hélada, sino de un amorcillo muy civilizado y donoso que lleva su carcaj repleto de romances, epigramas y madrigales. Cómo habían de resistir los líricos corazones al Tentador que se sirve para encantar de los filtros y sortilegios del Arte y la Poesía. No cabe sino que triunfe, y en realidad triunfa soberano en la literatura y la vida. Una comedia sin conflictos amorosos ni tocados elegantes no dura en los carteles; las novelas sin dramas pasionales ó picantes escenas de alcoba no se leen; los versos sin erotismo no llegan al alma; la música sin embriagueces ni escalofríos voluptuosos no prende sus líricos garfios en los oídos. De esta suerte el niño desenfadado dicta las modas sentimentales. El teatro, el arte y los libros son como academias de voluptuosidad y escuelas de casuística amorosa en las que se enseña á percibir doctamente los variados matices de la sensualidad, desde el travieso _flirt_, _les passionettes_ y las dulzuras de la _amitié amoureuse_, hasta los desatados impulsos del corazón y los bizantinismos galantes. Como complemento y remate de esta educación sentimental, también se aprende de una manera no menos docta ni prolija, la ciencia de la expresión _caline_ y el arte de la caricia _endormante_. Y este arte y aquella ciencia constituyen, lo mismo que el _chic_, uno de los monopolios de la fina sensibilidad y linda imaginación de la parisiense, alada imaginación que ha enriquecido la lengua con una cantidad de desmayadas expresiones y dotado la plástica de gestos y actitudes que son como las grandes iniciales del breviario erótico. Así, pues, la cultura como la moda, parece que no tuviera otro objetivo que embellecer la voluptuosidad y endiosar el amor. En un ambiente tan propicio á las emociones blandas y regaladas y que por tan varias maneras favorece la cristalización de las sensibilidades artistas, cae de suyo que éstas predominan y que los sentimientos austeros y viriles sean formas secundarias de la emotividad francesa, esencialmente literaria y erótica. No llegaré al extremo de decir, como la indignada yanqui de Huret que «un francés, es una función sexual», pero si afirmaré, y aun sin empacho, que los otros sentimientos, y particularmente el de la belleza y los mismos apetitos materiales, degeneran en apetencia de la mujer, se subordinan al amor y son como preludios de la gran orquestación amorosa. Es el negocio público, como la belleza femenina es la industria nacional, y no podía menos de ser así en el encantado jardín de la tierra donde la sociabilidad de las gentes, la agilidad del espíritu, la rapidez de los movimientos del alma y la molicie del medio, hacen que, hasta los más austeros, se coronen de rosas y se apresten á gozar de la vida en común y tiernamente. La eterna canción se oye lo mismo en las espaciosas avenidas del _Bois_ que en los salones; en los _musical-halls_ donde impera el desnudo, como en los teatros, hipódromos y paseos elegantes donde el vestido, después de haber realzado osadamente las curvas y protuberancias tentadoras de la mujer, las suprime para darle á ésta el encanto picante y equívoco de los donceles afeminados. No vaya á creerse por lo dicho que la licencia y el libertinaje echados en cara por los extranjeros á los franceses, sin percatarse de que tales manifestaciones de tolerancia moral son acaso el producto del exceso de inteligencia y el reverso de cualidades muy nobles y humanas, reviste la forma grosera de las saturnales del Directorio conducidas por Mme. Tallien y las _Merveilleuses_. Es menos y es más, porque es como la disipación de los hombres mundanos, una especie de elegancia del alma, una sensualidad estética. Las directoras de los orgiásticos coros son las Musas de París. Coronadas de laureles conducen la lírica bacanal. La fórmula poética de las blanduras sentimentales, de la voluptuosidad, de lo femenino, no podía menos de ser un feliz hallazgo de la femenina inspiración. Nadie mejor que las Safos habían de ofrecerle al mundo la manzana de Eva y los misteriosos secretos de Afrodita. Lo logran con desnudarse, y en efecto se desnudan, y poseídas del delirio sagrado, absorben por la ávida boca de los ocho sentidos la voluptuosidad de la naturaleza toda y la ofrecen como un vino embriagador en el ánfora de sus cuerpos trémulos. Al grito báquico de libertad y con un impudor que los liróforos no conocían, enseñan las carnes atormentadas por el divino Deseo, por el exasperado sensualismo de innúmeras generaciones esclavas de la razón y sumisas á la castidad. Las hijas espirituales de Baudelaire y Verlaine, que el acicalado Voguë llama las musas de la Revolución, cantan, en verdad, como Jean-Jacques, Bernardin de Saint-Pierre, Senancour y los grandes románticos, los derechos de la pasión, la soberanía del instinto, la rebelión del individuo contra la sociedad y el amor panteísta de la naturaleza en que se traduce su frenético erotismo. Todas dicen: «Je prendrai le beau temps avec des mains hâlées, Je mangerai l'été comme un gâteau de miel!» ó «Et j'ai fait de mon coeur, aux pieds des voluptés, Un vase d'Orient où brûle une pastille.» ó aun: «Ma lèvre est appuyée à la lèvre des dieux. Tant s'épanche, invincible, envahissant les cieux Une odeur de baisers, d'étreintes et de spasmes!» Pero mejor aún cantan en versos de una rara perfección, más sinceros y profundos que los de Hugo y tan dulces y musicales como los del pobre Lelian, la canción de Bilitis, «el arte delicado del vicio», el amor del amor, la religión del placer, la conciencia del mal, los siete pecados capitales de la lujuria. Aquello que los poetas, menos sensitivos y vibrantes, sólo podían balbucear torpemente, ellas lo formulan con peregrina virtuosidad; lo que ellos no acertaban á discernir, ellas lo revelan con pasmosa clarovidencia é imágenes magníficas y aladas. Su penetrante análisis recorre ágilmente el misterioso teclado de las molicies del cuerpo y del alma. Tal lucidez en las cosas del amor y las flaquezas de la voluntad, es la causa oculta del triunfo de las modernas bacantes en la gaya ciencia. Ellas poseen el término justo y dichoso para expresar todo lo que es desmayo, caricia y ensoñación. La música desfalleciente y enervadora de sus versos y las nostalgias infinitas de su poesía, que mejor que cualquier otra «es sensualidad transformada en eretismo mental», responden al sibaritismo del corazón y del cerebro y constituyen la típica manifestación de la recrudescencia, fácil de prever, sin embargo, de lo que antes se llamó _el mal del siglo_, de lo que un filósofo llama hoy _el mal romántico_, que es en suma, _el mal de vivir_: la ineptitud para la vida, la repugnancia de lo real y la moral anarquía en que, á vueltas de tantos idealismos y refinamientos sentimentales, suelen caer las naturalezas más finas y cultivadas. SESUDOS autores sospechan que el Romanticismo es, en el fondo, una insurrección del sentimiento y del instinto contra la razón, contra el sometimiento á la regla dictada por la experiencia de las sociedades, y pretenden que la sensibilidad romántica y el espíritu revolucionario derivan, unos, como Taine, del mismo espíritu clásico, otros, y son los más, de Rousseau y sus secuaces. Harto ligeramente echan los últimos en olvido que la furia de la Revolución fué la Razón misma, y que Rousseau y los ideólogos fueron los descendientes legítimos del idealismo y de las abstracciones de los filósofos, empeñados lo mismo en Egipto y la India, que en la Francia del siglo XVIII, en construir un hombre ideal, un hombre de museo, para lo cual hacía falta arrancarle las entrañas y rellenarlo de metafísica estopa; de los filósofos que impelidos por la soberbia de la mente, creyeron posible sustituir la idea á la realidad, la abstracción al hecho, la teoría á la historia, la presuntuosa razón de Descartes, que á pesar de sus títulos en apariencia indiscutibles á la hegemonía sobre lo humano, no conoce los fenómenos sino históricamente, es decir, después que han dejado de producirse y cuando ya no tienen ninguna acción sobre los fenómenos presentes, desconocidos á su vez, al instinto vital, que obra siempre en el sentido favorable á la expansión de la vida porque él es ya el principio de su expansión. No ha de confundirse este instinto vital con el _instinto_, el _sentimiento_ y la _naturaleza_ de los revolucionarios, vislumbres obscuras de la imperialista condición humana. Tengo para mí que el sentimentalismo romántico no es otra cosa que una interpretación descarriada de la legitimidad, entrevista un instante, de las pasiones y del egoísmo nietzsquiano. Y se me ocurre, aunque parezca espantable sacrilegio, que si por la bondad nativa del hombre se hubiera entendido la _gravitación sobre sí_ y el _deseo_ de _poder_, la Revolución habría tenido consecuencias harto más provechosas para la humanidad y, sobre todo, para Francia. Juan Jacobo proclamó la excelencia del hombre natural no corrompido aún por la civilización, reacción legítima en el fondo, contra el artificio del orden social y el racionalismo de la Enciclopedia; pero lo que triunfa en los héroes románticos no es el egoísmo sano del salvaje, que las necesidades sociales pueden convertir en virtud y amor hacia las demás criaturas, sino el egoísmo patológico del _hombre sensible_, que muy luego remata en anarquía moral. Razón cartesiana ó predominio absoluto de la inteligencia sobre el instinto, y primitivismo, ó retorno á la naturaleza, se transforman respectivamente gracias al desconocimiento de la fisiología humana y los devaneos de la literatura, en racionalismo demagogo y sentimentalismo romántico, dos pestes. Pero no pudo ser de otro modo. No se conocía bien, á pesar del amor propio de La Rochefoucauld, el fondo imperialista de la humana naturaleza; ni se tenían nociones del darwinismo social; ni de las leyes que rigen la evolución de las sociedades; ni Comte había dicho «que sólo son buenas las verdades que nos convienen», vaciando de ese modo en una frase la esencia del utilitarismo y del pragmatismo, iconoclastas de las verdades absolutas y del bien en sí. Filosofía, literatura y arte se encaminaban directamente á refinar el sentimiento y combatir rudamente la animalidad, los instintos dominadores, el pecado original de los cristianos. Lo mismo los autores del siglo XVII, hidrópicos aún de teología, que las admirables, pero incompletas intuiciones de Buffón y Condillac, que la pseudo-ciencia histórica del noble Condorcet, que el misticismo social de los utopistas y la lógica rectilínea de los jacobinos, convergían por distintos canales á la maravillosa y ridícula concepción del hombre abstracto, esa quinta-esencia del irrealismo que nos embriaga todavía. Siguiendo atentamente el curso de las ideas se cae en la cuenta de que no existen verdaderas soluciones de contigüidad ni irreducibles antinomias entre el espíritu realista y viril de Corneille y La Fontaine y el espíritu afeminado y quimérico de Juan Jacobo y Senancour, como no las hay entre el retorno á la naturaleza de los precursores del romanticismo político y el reinado de la Razón de los revolucionarios. Racine poseía ya como los románticos, el _triste don de las lágrimas_, y antes que por Saint-Preux, Pablo y Virginia y Obermann los nervios habían sido extra-sensibilizados por la caballería y las costumbres galantes, por los Amadises y las Astreas. Clasicismo y romanticismo se ofrecen al entendimiento como manifestaciones antagónicas en apariencia, pero fraternas en realidad, del mismo proceso evolutivo y de la misma falsificación idealista, si se entiende por clásico no lo racional, sino lo espiritual, el esfuerzo hecho por someter las leyes de la Naturaleza á nuestras aspiraciones subjetivas. En este sentido el uno encaja en el otro; ambos entrañan una concepción que admite y pregona la supremacía de la inteligencia ó la del sentimiento, y ambos se oponen al espíritu moderno, realista y utilitario y que es la resultante de una filosofía basada no sobre el instinto ni lo sub-consciente, especie de neo-romanticismo, sino sobre la voluntad. En verdad la sensibilidad romántica y el irrealismo, ora ingenuo, ora docto y terrible del pueblo francés antójaseme la obra de toda la cultura francesa y particularmente del exceso de cultura literaria y de la influencia femenina en el arte y las costumbres. En dosis exageradas la literatura y lo femenino intoxican. El lirismo social tiene sus quiebras. Filósofos enamorados de la razón y del ideal y que creyeron devotamente en la omnipotencia de la inteligencia desde Descartes y Cousin hasta Comte y Fouillee; ideólogos y utopistas fervientes no de un derecho, de una libertad, de un bien, sino del Derecho, de la Libertad, del Bien, fabricadores entusiastas de las Salentes, Ciudades futuras y Eras de oro de la humanidad, desde Fenelón á Fourrier; briosos poetas como Lamartine, Chateaubriand, Hugo, Leconte de Lisle que pretendieron substituir el ensueño á la realidad y convertir sus encantadas imaginaciones en dulce paz campesina, primitivismo patriarcal y edenismo terrestre; artistas de la estirpe de Delacroix y Puvis de Chavannes que maldicen de la civilización ó muestran en inmortales frescos sus visiones paradisíacas; estetas, dramaturgos, noveladores, ironistas y diletantes que á nombre de la dicha de la humanidad ó de la religión de la belleza condenan iracundos el maquinismo, la finanza, las energías viriles, las actividades productoras, lo vital de la vida moderna, en fin, todos concurren á formar la atmósfera de estufa favorable á las quimeras, ensueños, molicies, sensualismos y embriagueces de amor y de ventura que el choque contra los duros ángulos de las realidades resuelve infaliblemente en ironía, escepticismo y mal de vivir. PORQUE es lo más insólito que las exquisiteces de la sensibilidad y elegancias mentales, tenidas hasta ayer por signos ciertos de superioridad y dorada cúpula de las civilizaciones selectas, sean causa y venero de toda suerte de egoísmos y enfermedades del alma. Si se para mientes en ello verase á poco andar que el sentimentalismo y la sensiblería, el entusiasmo y el lirismo, el amor del hombre y de la sociedad universal de los hombres sensibles, los delicados y los estetas se transforman, si pasan del plano de la literatura al plano de la vida, en acritud y amor propio feroz, soberbia y aridez de alma, aversión de los hombres é imposibilidad práctica de vivir en su compañía y de adaptarse á ningún medio social. Así fueron Rousseau, Bernardin de Saint-Pierre, Senancour, eternos judíos errantes del país de las quimeras, y de la misma estofa son los _bellos tenebrosos_, la larga y maltrecha falange encabezada por Saint Preux, el aristocrático René y el inconstante Adolfo, cuyos descendientes enfermos y desesperados desde Rolla y Sorel á Monsieur Venus, parecen algo así como la columna vertebral de la neurosis de un siglo al que llenan de sus clamores y perversidades. Y los poetas, escritores y artistas; los eternos niños que un augusto prejuicio consideraba como dechados de perfección y arquetipos humanos, tienen algo y aun mucho de sus engendros espirituales. Conocida es su ligereza y vanidad pueril que los lleva, entre otros extremos ridículos, á vivir constantemente en la estática postura del bello Narciso; conocido el amoralismo y las depravadas costumbres de los estetas, de quienes son acabados _specimens_ esos complicados embelecos que se llaman des Esseintes, Phocas, Lord Lelian; conocida la debilidad femenina, el ningún poder de gobernarse y la perversión de los exquisitos, admiradores fervientes de Wilde, d'Anunzio y Lorrain. En resumen, parece una gran mentira la panacea de la cultura literaria, y puede que los refinamientos de la sensibilidad y la inteligencia, ó el arte y las letras, como quería Rousseau, en vez de ennoblecer á los hombres los haga antisociables é inhumanos. Cultura é individualismo, ó lo que es equivalente, condenación de la sociedad, son sinónimos. Acaso es más humana y sociable la bondad natural, sólo que por ésta no habría de entenderse la que tal creyó el sensible é incauto Juan Jacobo, sino al revés, el egoísmo puro, resorte propulsor de las almas viriles y lo contrario de las languideces sentimentales y flaquezas del carácter que diseñan el perfil moral de los voluptuosos. Esto explicaría acabadamente la oposición y disparidad que el solo nombre evoca entre sensitivos y viriles, idealistas y utilitarios; la escasa _virtuosidad_ de sensitivos é idealistas en el dominio de las realidades prácticas y, al contrario, su preeminencia en el país de los sueños, esto es, en las actividades sub-conscientes que rebajan al hombre disciplinado por el ejercicio de la voluntad, dueño de sí y adaptable por su hábito de gobernarse á las variaciones del medio y lo ponen á la altura de la mujer y del niño, en los que domina el capricho, la fantasía y es más débil el juicio y menos robusta la facultad de querer. El infantilismo y sugerente parentesco de las sensibilidades artistas y las sensibilidades femeninas; la emotividad exagerada que hace tan irascibles y quisquillosos á los sentimentales; la ineptitud social y escepticismo disolvente de los fieles de la religión del alma; el pesimismo y la ironía de aquellos á quienes tortura el vicio sutil de pensar, no son precisamente seguros indicios de virtudes sociales ni demuestran que la humanidad anduviera muy acertada al elegir como ayo y Mentor al amable y picotero Espíritu, tan desdeñado á menudo por la vida. Prometeo le decía á un sátiro que habiendo visto por primera vez el fuego y deslumbrado por su resplandeciente hermosura, quería besarlo: «Sátiro, llorarás tu barba si lo besas, porque el fuego quema al que le toca», alegoría cuyo sentido expresan, á la par del viejo mito del fruto vedado, muchas fábulas, sentencias y discursos que indican la sospecha ó revelan el conocimiento de la cualidad anárquica y disolvente de poetas y artistas, y dejan que se columbre la oposición del sentir y del obrar, del saber y del poder, de lo que llamaría Nietzsche la lucha del instinto vital que crea y del instinto de conocer que destruye. Hay mucho de verdad en todo ello. Más que los libros y las doctrinas, el comercio de los hombres induce á creer á pie juntillas que las clases demasiado afinadas por el influjo afeminador de las artes y las letras caen en el escepticismo, cuando no en otros males peores, y pierden los bríos de la voluntad y la virtud de amar la vida y gozar de ella, como si vida interior y acción se excluyesen, individualismo y humanidad se rechazasen, lirismo y realidad no cupieran en el mismo plato. Desquite del egoísmo: sofocado por la cultura degenera en esas enfermedades misteriosas de la voluntad y la inteligencia que debilitan á los delicados, los desarma y obliga á tender el cuello á las ambiciones materialotas, pero vivientes y sanas de la plebe. PORQUE es muy cierto que esa actitud desdeñosa de las naturalezas muy finas y cultivadas frente á la sociedad que se llama la ironía, «flor funeraria que florece en el recogimiento solitario del yo»; esa actitud crítica y rebelde que impide tomar parte activa en la tragi-comedia humana é incorporarse con mansa resignación al paciente rebaño de Panurgo, es destructora como el individualismo anárquico del que sólo es vigoroso brote, de las virtudes y energías sociales, y, por consiguiente, de toda robustez moral. La conciencia del profundo desacuerdo entre pensamiento y acción é individuo y sociedad de que nos ofrecen lamentables testimonios la helada indiferencia de Benjamín Constant, el orgullo solitario de Vigny, la melancolía de Amiel ó el cinismo de Stendhal, corta las alas al deseo de poder é impide vivir, porque no se puede tomar en serio un espectáculo fatalmente absurdo, eternamente grotesco y al que asistimos por fuerza y pagamos con nuestra desdicha. La sonrisa oculta la mortal desilusión, las heridas del flagelado orgullo y nos venga del mundo y su tejido de contradicciones. Es como un desquite de la personalidad, conveniente en dosis moderadas para corregir el optimismo tonto de los simples, de lo que llamaría Schopenhauer el _filistinismo hegeliano_, pero pernicioso cuando de las clases pensantes desciende la ironía á las masas y se convierte en descreencia, burla y cinismo, porque entonces destruye implacablemente las mentiras é ilusiones _necesarias_ que forja el instinto vital de las sociedades, con el robusto fin de que éstas perduren en el mudable imperio de Cronos y le pongan su cuño al espacio. Que una cosa sea verdadera ó falsa desde la torre de marfil del pensamiento, ¿qué importa?: lo que importa es que sea útil á la vida. Acontece en esto lo que con esas verdades religiosas, erróneas científicamente, pero ciertas y eficaces desde el punto de vista de la religión ó de las costumbres, en las que James echa los nuevos fundamentos del viejo pragmatismo: ¿qué más da que sean puras patrañas y burdas engañifas si curan y dan razones de existir? El utilitarismo de Caliban es más saludable en los trances apurados que el racionalismo de Ariel. El pueblo, lo que en nosotros es pueblo, lo que aún no rompió el cordón umbilical que une la criatura al cosmos, no razona: obra impulsado por sentimientos que son al interés lo que los cuerpos á la gravedad: posponiendo toda consideración transcendente á la utilidad inmediata. Y precisamente por esta limitación y estrechez de juicio acierta con la voluntad de la Vida cuando los timoneles de la Idea han perdido la brújula. Para la Vida el instinto, el egoísmo es más seguro ombráculo y consejero que la razón enseñada en los libros. Ésta harto frecuentemente amengua y desorbita. Obedeciendo á impulsos extraños al interés verdadero y primordial, suele decir: «Sálvense los principios aunque se pierdan las colonias». Pero el instinto vital le habla á la razón como el gran Federico á los doctores cuando decía al penetrar en Silesia: «primero me apodero del país, que después no faltarán pedantes que prueben mis derechos.» El santo deseo de poder se queda siempre con las colonias. La razón no: contempla la vida reflejada en el espejo deformador de la conciencia mientras la vida pasa cambiante como la onda, y que la misma conciencia no permanece un solo instante sin mudanza. Cómo conocer la verdad moral y eregirla en norma de conducta si ella no fué nunca idéntica á sí misma, ni el medio social tampoco y si nosotros, al concebirla, ¿no somos ya lo que éramos? Aplicamos el parche cuando el grano no existe ya. Con eso y con todo, en el plano de la lógica ó establecimiento de las verdades científicas en que nuestra fisiología no tiene interés ninguno en engañarnos, el triunfo de la facultad humana por excelencia es evidente: todo es tangible para ella, y razonar _notre puissance_, parece lo más justo; pero en el plano de las realidades esto suele ser lo más desastroso, porque la vida, como el corazón, tiene razones que la razón no conoce. Un trabajo formidable se produce en las reconditeces y antros del alma, ignoto para las luces de la conciencia y que determina la mayoría de nuestros actos y voliciones. Conocemos los fenómenos visibles, de nuestra voluntad, como vemos la burbuja que estalla en la superficie de las aguas: después de haberse formado en el seno de ellas y de atravesar su masa toda. Los verdaderos móviles que nos impulsan nos serán desconocidos eternamente al obrar, que es cuando su conocimiento podría sernos de algún provecho para dirigir la vida. Lo que percibe el espíritu es la proyección de los deseos; por otra parte, él no es el espectador sino el espectáculo mismo. Engañados por los sentidos, las pasiones, los antojos de la fantasía, los caprichos del corazón y la óptica deformadora de la inteligencia, el hombre, mientras obra, no sabe lo que es ni lo que quiere ni adonde va. La ilusión gobierna el drama espantable del mundo. Y así, impulsados por las fuerzas colosales é irresistibles de lo sub-consciente ó por la inteligencia, esa «petite chose á la surface de nous mêmes», seguimos adelante como autómatas y sonámbulos en la noche obscura del alma. Solamente que en el primer caso, nuestras plantas se apoyan en el suelo y por ellas como la savia por las raíces y el tronco hasta la flor, sube al cerebro la _voluntad de la tierra_; mientras que en el segundo nos lanzamos al aire persiguiendo desalados los espejismos de la imaginación, que es pura fantasmagoría cuando deja de ser el instrumento dócil de aquella voluntad; perdemos el contacto de las realidades; dejamos de nutrirnos de sus jugos divinos y ya no somos otra cosa que vanidad, hojas secas volteando en los lomos del viento. EL espíritu poco práctico, la ineptitud comercial, la falta de sentido político y escaso poder de gobernarse, esa á modo de debilidad femenina y frívola ligereza de los pueblos en demasía razonadores, tiene su origen, tal vez, en que fueron descepados de la tierra y desposeídos del sentimiento de las realidades por la absurda falsificación que, á guisa de pecados y vicios, combate todavía torpemente la _fuerza fundamental_ de la humana criatura. Cuando dejan de oirse los _eternos mandatos_ de la Diosa se inventan por repugnancia invencible del mundo y miedo de vivir, los paraísos artificiales ó consoladores mentiras del arte con las que se reconforta el esteta y lucha contra lo incompleto de su destino; también se inventan las religiones del alma y las hechicerías de la razón, y todo aquello que por ser enemigo jurado de lo vital y lo viril, ablanda los sentimientos, corrompe con pérfidas seducciones la facultad utilitaria de conocer y prepara el reino brillante, pero efímero, de las sofisterías del corazón y del cerebro. Porque así como en la ciudad Luz las emociones van por pendientes naturales hacia el erotismo y dejan los sentimientos, no encendidos por la amorosa llama, como velados en la sombra, en lo que atañe á la inteligencia todo converge hacia las formas puras y desinteresadas del pensamiento, según la tradición irrealista y anti-utilitaria de los ascetas medioevales del saber: especulaciones filosóficas sin aplicación á las realidades prácticas, idealismo político, misticismo social: hinchada palabrería razonante en la que se resuelven al fin de cuentas el racionalismo y el sentimentalismo francés. La Francia es el alma de Juan Jacobo. Sueña, persigue la injusticia, busca presa de inquietudes mortales la dicha universal y con todo ello, y quizá á causa de ello, no puede reducir la anarquía interior que la divide en mil familias de Capuletos y Montescos, la debilita en frente del invasor y desdora á los propios ojos. ¡Noble é ilusa Lutecia, víctima de lo que llamaba Gioberti el «amor de los antípodas»! Su pecado y su crimen es el de no ser bastante egoísta. Las construcciones ideales y fiebres demagógicas; los esfuerzos por encauzar el torrente impetuoso de la vida en los estrechos canales de la lógica y poner al unísono universo y corazón, absorben los zumos preciosos de su cerebro y la hacen descuidar las aplicaciones humildes, pero provechosas, de la inteligencia á las necesidades de la concurrencia universal, urgentes y perentorias en el medio económico realista y utilitario, no exento por dicha de heroísmo ni de grandeza en que, quieras que no, viven los pueblos civilizados. La consecuencia lamentable de tantas imaginaciones y ensueños es el crónico desequilibrio del organismo nacional y, por añadidura, una suerte de desidia é ineptitud para las cosas prácticas y cierto amilanado apocamiento en las aventuras financieras que, no obstante las altas cualidades y superior inteligencia del pueblo francés, lo colocan en permanente inferioridad junto á otros pueblos menos cultivados pero más enérgicos; menos espirituales, pero más duchos en aplicar la inteligencia á la vida; menos sensibles y ébrios de virtud, pero en el fondo más sociables y virtuosos. Tiene sus quiebras el confundir la inteligencia con el _esprit_, la realidad con la literatura, las virtudes sociales con la sensibilidad lírica. Y á todo ello conduce frecuentemente el culto de la Razón, que tantas esperanzas hizo concebir á la humanidad. Buena es la cultura cuando fortifica la inteligencia y no relaja las energías productoras, que son las virtudes cardinales del mundo moderno; cuando acrisola la aptitud estética sin menoscabo de la virilidad, cuando acuerda, en lo que cabe, la conciencia con lo sub-consciente, la física del alma y la física del cuerpo; pero es condenable toda civilización, por brillante que sea si, con el pretexto de ennoblecer, desarma para vivir y pone en los labios de los hombres la frase de Bourget: «Agir, c'est toujours accepter la mesquinerie des conditions autour de son Ideal». Las cristalizaciones típicas de la civilización francesa, y aun podría decirse de la cultura greco-latina de la que es París el dechado y la simbólica flor, son los refinamientos de la sensibilidad y las elegancias mentales: superioridad palmaria en las cosas del espíritu, lo que le permite imponerle al mundo sus gustos estéticos y modas sentimentales; inferioridad no menos patente en el campo de lo que llamaría el enérgico ex-presidente yanqui la vida intensa, donde las voluntades anemiadas por las sangrías del sentir y del pensar desfallecen y se doblegan sumisas ante otras voluntades limpias de toda intoxicación literaria y que no tienen los ojos _ébrios de luna_ sino fulgentes de luz solar. CONSIDERANDO al materialismo fatal de la era presente y las aptitudes prácticas de que los pueblos han menester para no petrificarse en las viejas formas de la cultura ni quedarse rezagados, se comprende, sin grande esfuerzo, la reacción brusca de las civilizaciones modernas, positivas y utilitarias, contra las civilizaciones irrealistas del pasado y particularmente contra el racionalismo francés. Á pesar de los lloros del alma es preciso confesarlo: las disciplinas eficaces y ennoblecedoras un día, más que otras cualesquiera, de la cultura francesa, ni son las fórmulas pedagógicas de las naciones que extienden sus dominios en el momento histórico actual, ni pueden ser las fórmulas morales del porvenir. Si bien afinan al animal humano, lo hacen con detrimento de sus energías belicosas. Es lo contrario lo que priva y hace falta. La selección de las sociedades encamínase francamente á proteger á los viriles y destruir á los sensitivos. Y por eso la cultura que realizó en la historia el connubio de la Gracia y del Saber, la única que todavía puede parangonarse á la que floreció en el Ática sonora, parece que hubiera dejado de ser actual y de producir las virtudes sociales del momento. Verdad es que un pensador de fuste, clarovidente é imparcial, caracteriza el siglo XIX por dos hechos singulares entre todos: el triunfo del espíritu democrático y del idealismo político ó extensión de la influencia de Francia en el dominio espiritual, y la supremacía de los anglo-sajones y germanos en el dominio de las realidades prácticas, ó lo que es equivalente, en las luchas políticas y económicas. Mas lo primero es sólo una amable apariencia. Por lo que toca á la filosofía y la moral, damas pudibundas y al parecer invulnerables para las flechas de Eros, pero que con sobrada frecuencia padecen de vapores y desmayan voluptuosas en los brazos de los bárbaros, lo típico del siglo XIX es, en último término, la reacción triunfante del naturalismo alemán y del darwinismo anglo-sajón, contra el racionalismo francés; en lo que atañe á la vida real lo que salta á los ojos es el advenimiento de toda suerte de imperialismos, políticos, económicos, democráticos y la superioridad, establecida por los hechos en solemnes ocasiones, de los viriles sobre los sensitivos, de la voluntad sobre la inteligencia, de la fuerza sobre el derecho, «que cuando no es la fuerza es el mal», según la aserción del paradójico Wilde, un esteta que también aseguraba con el mismo desahogo, «que no tiene nada de sano el culto de la belleza». Él debía de saberlo. Y esa superioridad, y he aquí lo portentoso, se hace manifiesta no solamente en las luchas económicas y diarias porfías, sino en el terreno de la solidaridad, donde parece que debieran ser más eficaces las aptitudes graciosas y amables. Y bien, no. El espíritu solidarista que enfervorizado persigue el derecho igual para todo y para todos, la dicha del mayor número, la libertad, el progreso, nociones confusas y tal vez antinómicas, no es más favorable, en suma, á la sociedad que las doctrinas naturalistas ó anti-racionalistas de alemanes é ingleses. En la práctica intelectualismo y racionalismo franceses degeneran, el primero: en _estetismo_ amoral, ironía, escéptica indiferencia y repugnancia de las realidades; el segundo: en perpetua fermentación revolucionaria é individualismo anárquico, cosas antagónicas, como el amoralismo de los estetas, á la sociedad y la vida. Por el contrario, el duro darwinismo social, cabeza de turco de tantas sentimentales declamaciones, conduce al respeto de las jerarquías, al orden, á la libertad, á la cooperación por la vida dentro de la lucha por la vida; y, por otra parte, al individualismo del _self governement_, que es fuente inagotable de energías y virtudes sociales, no teóricas sino prácticas y efectivas. De donde pudiera inferirse rigurosamente que el egoísmo acaparador de los brutales, es más provechoso para el mundo que el egoísmo _sin interés_ de los delicados. Y de hecho autores hay que atribuyen las excelencias de los pueblos del Norte, al haber permanecido hostiles á la influencia greco-latina, manteniendo en un estado de semi-barbarie su originalidad étnica y hasta cierto punto, su civilización castiza, lo que constituye la fuerza propia de un pueblo y las cualidades de fondo de una raza. Mas esos pueblos precisamente, desempeñaron por mucho tiempo un papel secundario en las conquistas de la civilización y se nutrieron en muchas cosas de la enjundia latina. Si los anglo-sajones y los germanos aun conservan un elemento de salud y vigor de que carecen los pueblos que sufrieron el dominio de la Roma de los Césares y los Papas, no debe atribuirse á la ausencia de ese dominio, sino más bien, á la sórdida economía de fuerzas hecha en luengos siglos de vida obscura, extraña á los refinamientos y molicies destructoras del carácter que traen consigo siempre las civilizaciones extremas. Atenas, Roma, Alejandría, Bizancio lo atestiguan. La ventaja de que los pueblos se conserven puros y originales en su vida espiritual, es muy discutible cuando se piensa en lo que son la India y la China, y en lo lo que fué el Japón antes de haberse asimilado la civilización occidental. Lo que á todas luces hace falta y aprovecha, es que la cultura propia ó prestada no desvirtue el egoísmo nativo, manantial de toda vida y en el que absorben los jugos de la robustez del cuerpo y la salud del alma los pueblos fuertes, refinados ó sin desbastar aún. Las cualidades viriles que garanticen el triunfo práctico y cabal en esta época de imperialismo económico, no han sido hasta ahora, ni son actualmente, el patrimonio exclusivo de las naciones salidas directamente de la barbarie. Los pueblos que hoy se enseñorean del globo, no poseían ayer las preciosas energías á que deben su predominio, ni nada hace suponer que tanto fasto y poder no concluyan un día con las palabras de Felipe II en su lecho de muerte. La vida en su juego divino seguirá transformando las sociedades y es muy posible que, en tiempo no lejano quizá, aquellas soberbiosas dotes dejen de ser útiles en el grado que actualmente lo son, ora sea por el desgaste de la facultad, ora por las mudanzas del medio ambiente, como acontece en la era capitalista de cálculo y ahorro, con las virtudes hidalgas de la caballeresca España, eficaces en el tiempo pasado y al presente perniciosas. Así, pongo por caso, si el edenismo convierte un día la tierra en los campos elíseos de la humanidad, los pueblos que juzgamos ahora más aptos para la lucha vital, perderían la situación preponderante que deben á lo que entonces fueran cualidades anacrónicas y estorbos para asimilarse la nueva y triunfante cultura. Francia acaricia aquel voluptuoso ensueño oriental; si triunfase sería el desquite del ideal francés. Pero en la vida como en el arte, «las intenciones no son nada, el poder de realizar es todo». Y el poder, fuerza es que se diga, no está de parte de la Idea, sino del _Factum_; no de parte de los delicados, sino de los viriles; no de parte de los más nobles, sino de los más fuertes, que son los más aptos para convertir en hechos sus aspiraciones. Por los demás no conviene llamarse á engaño sobre la supuesta egregia condición de los imperios espirituales ni la legitimidad de sus conquistas. Ya hemos dicho que la razón es esencialmente arbitraria y opresora, y cómo entra sin dar cuartel en las fortalezas del alma. Las zarandajas morales de la nobleza y del desinterés de los propósitos, cuando se examinan de cerca son pura patraña y retórica. Cada pueblo practica el imperialismo concorde con su peculiar fisiología y cultura. Como la función crea el órgano, el deseo crea la moral. Sé de sobra que el ideal francés se opone formalmente á todo privilegio é imperialismo derivado de los _hechos_ y no de la _teoría_; pero ese ideal ¿es otra cosa que el privilegio de la razón razonante que conviene á la Francia, y un imperialismo sentimental con el que, la nación desprovista de sus arreos guerreros, procura satisfacer espiritualmente, ya que no de otra manera, su gastado instinto de soberanía? Grande vidente fué Zaratustra cuando dijo: «El cuerpo se crea el espíritu como una mano de su voluntad». Todo es mano en el hombre, y el objeto de ese órgano prensil, es el de apoderarse de las cosas y no el de escribirlas en las arenas movientes que lamen las olas del mar. DE las aspiraciones generosas y remontadas del pueblo francés, no cabe dudar y menos de su obra dilatada á todas las actividades, industrias, ciencias y máquinas especulativas. Su ideal ha sido por momentos el ideal de la humanidad. Todas las naciones le deben algo, y todos llevan en el medallón del alma, como un recuerdo del primer amor, la imagen querida del bello París. Fuera menester haber nacido ciego y sordo-mudo en las cosas del espíritu para negar la influencia dulce y luminosa que irradia sobre la tierra desde lo alto de la torre Eiffel, y no reconocer que muchas veces la amable Lutecia fué, y sigue siendo en parte aún, la flor de la humanidad y así como la inteligencia y la gracia del mundo. La invención de la inferioridad de la raza y la decadencia latina, son burdas especies. Después del libro de Finot quedan muy mal paradas las doctrinas de Gobineau y De Lapouge. Las aptitudes y cualidades francesas, tan múltiples como peregrinas, nunca fueron más salientes ni vigorosas. Sólo que el medio ha cambiado y muchas veces, aunque decantadas y superiores, no son utilizables aquellas excelencias. Al contrario, en cierta manera, sirven de rémora y dificultad para ponerse al diapasón positivista de los tiempos que corren. El mundo hase convertido en un vasto mercado donde no tienen empleo los marqueses _talon rouge_. El perpetrar las tradiciones estéticas de la elegancia del alma, no es ya elevado sacerdocio ni oficio remunerador. Y todo hace pensar que en lo futuro ningún pueblo podrá ejercer una influencia honda ni durable sobre los otros, ni siquiera tenerlos á raya, ni aun vivir con sus talentos de sociedad solamente por amables que sean. Francia conserva en sus manos de uñas pulidas el cetro del gusto, pero no el de la inteligencia técnica que se necesita en el Taller. Contra lo que supone el gran Anatole, el ejercicio del espíritu y el uso de la razón, de la vieja razón, no prolongarán el imperio de Francia sobre el mundo. La Fuerza de las ideas es ineficaz cuando las ideas no son la expresión de la Fuerza. En la vida moderna los retores y los humanistas van pareciendo casi tan anacrónicos como los santos. Pero ello no implica una condenación de muerte para los pueblos latinos, ni quiere decir que éstos, después de haber «fait le tour des sentiments et des idées», no puedan adquirir y desarrollar por convicción y sistemáticamente los arrestos y bríos morales que las naciones hoy dominadoras poseen gracias á su inferioridad crítica y simplicidad primitivas. Además, puede acontecer muy bien que las circunstancias ambientes cambien y las tornas se vuelvan y que resulten entonces feos vicios las cualidades que hoy se tienen por raras perfecciones, méritos de subidos quilates y signos ciertos de superioridad. MAS, por el momento, la virtud de germanos y anglo-sajones salta á la vista. De un modo lento, pero eficaz, como el trabajo subterráneo de las aguas que disloca y parte las montañas, van haciendo del mundo su exclusivo patrimonio. Los grandes capitanes de la industria y la finanza plantan las banderas de la expansión comercial hasta en los rincones más escondidos del globo; conquistan los mercados, que son las ciudadelas de las naciones; se infiltran con sus mercancías en los pueblos y los hacen sus vasallos. Y á esta penetración parsimoniosa y mansa, pero segura, de las actividades invasoras, en las que se transvasan en la era capitalista los ímpetus conquistadores de otras épocas y los impulsos del nunca dormido, mientras se conserva sano, instinto de dominación, el sibarita París no acierta á oponer otras barreras para defender su predominio, que las brillanteces y refinamientos que abrieron á Roma las puertas de Atenas y á los bárbaros las puertas de Roma. Al modo que las voluntades flacas, después de renunciar á las tierras del planeta, inventaron el consuelo de las tierras celestes y las estupefactiva inversión de valores que hacen robusto lo canijo, rico lo pobre, noble lo vil; las naciones de embotadas energías viriles y fatigados alientos, inventan los códigos morales de la debilidad y las ilusiones idealistas que adormecen y engañan las voluntades nacionales contra las que no se puede luchar á brazo partido ni frente á frente. Como el cristianismo, cuya esencia es renunciamiento, contemplación, acritud contra la existencia, la cultura greco-latina lleva en sí oculto, muy oculto, el desdén de lo real y de la acción--su amor de las ficciones del arte y odio de la riqueza da de ello claros indicios--y es un filtro poderoso para adormecer los ardores de la sangre moza y hacer factibles por las vías pacíficas, el suspirado reino de la justicia y la adorable quimera de la sociedad universal, que de realizarse han de hacerlo, como todas las cosas de este bajo mundo por la guerra y la muerte, «ya que nada existe sino en virtud de la injusticia; ya que toda existencia es un robo anticipado sobre otras existencias y que cada vida que florece lo hace en un cementerio», al decir del admirable Gourmont. Cada vez que trato de exprimirle el jugo real á la _unión por la vida_, dulce fórmula de uno de los representantes más autorizados del idealismo francés, me viene á las mientes el recuerdo de otra unión de la que yo formaba parte de pequeño en la escuela. Se llamaba la «Cofradía del Bizcocho», y tenía por objeto el ayudarnos mútuamente para escamotearle al pobre diablo de mercachifle, que en las horas de asueto vendía de que merendar, las golosinas que apetecíamos. Nuestras maniobras eran muy concertadas y amigas hasta cometer el feo hurto, pero después, cuando se trataba de repartirlo, la unión _para el bizcocho_ se convertía invariablemente en guerra _por el bizcocho_. La experiencia del mundo me ha demostrado en múltiples ocasiones, que la unión para la vida desde que hay que comer, desde que hay que vivir se trueca en lucha por la vida. ¡Reino de la justicia, sociedad universal, edenismo terrestre! Hermosos sueños sino se cambiasen, con el desate de las pasiones, intereses y apetitos que _dejar de obedecer_, en guerra y anarquía, y sino fueran la expresión sintomática de las enfermedades de la voluntad que contraen los pueblos embebecidos de la idea y que palidecen y se consumen _escuchando el canto del ruiseñor_... Humanitarismo é internacionalismo, y, por otra parte, proteccionismo y antisemitismo, revelan bien á las claras la urgente necesidad de desarmar á los otros ó confabularse contra los que no se pueden vencer á armas iguales, y constituyen la implícita confesión de la anemia nacional. «Ils nous gênent», responde un personaje representativo de la nobleza en el drama «Israel» para explicar su odio á los judíos, vencedores en la lucha social y que acaparan ávidamente cuanto privilegio y poder se les pone al alcance de la mano. Y en aquella despechada frase se contiene la razón verdadera... y cínica, como todas las razones verdaderas, de un odio secular. Los judíos son los rivales, tanto más detestados cuanto más victoriosos, á cuyas arcas van á concentrarse los dineros, ó lo que importa lo mismo, la virtualidad y situación social de todos. Se comprende que incomoden y se hagan aborrecibles. «Ejercemos el natural dominio de las almas fuertes sobre las débiles», podrían ellos replicar remedando á la Galigaï cuando explicaba á los jueces su influencia sobre María de Médicis. Y no podía ser por menos. Contemplativos, idealistas, estetas nunca se acomodaron bien de la lanza, ni del casco guerreros. Digan lo que quieran: las exquisiteces de la inteligencia y la sensibilidad, son destructoras de la osadía y firmeza del empeño. No hay sino escudriñar, para percatarse de ello, las causas recónditas de la abulia, y observar de cerca la torpeza, timidez y escasísima _inteligencia_ en la práctica de la vida, de los cerebrales y los emotivos. ¡Pensar por pensar, sentir por sentir, flores monstruosas que secan la planta! En cambio, «obrar es pensar con todo el cuerpo». Sé, también, que obrar es asimismo, según el poeta del misterio y del silencio, recogerse en sí, escuchar, callar... pero no hay meditación ni recogimiento que unan el individuo como el acto á su patria celeste, á la actividad universal. Una idea suele ser una bella cosa, pero el más pequeño de los actos es siempre una cosa divina. Á mayor abundancia de razones, cuando el Espíritu deja de ser el servidor de la voluntad de vivir y gala y ornato de ella, la traiciona; el obrar la sirve en todos los casos y eternamente, y como aquella traición se repite con grande frecuencia, es por lo que resulta en definitiva, que en el individuo la capacidad de pensar y sentir idealmente nace y medra en razón inversa de la capacidad de obrar prácticamente. El pensador, el artista, en suma el poeta--llamo poeta al intérprete de lo divino--tiene una excelsa y misteriosa misión que cumplir en cuanto fabricante de ilusiones vitales: el resto de su actividad _inexplosiva_, ó su actividad misma cuando adormece y enerva en vez de excitar, es futileza y labor de mujeres, cosa de eunucos y distracciones de harén. Ahora bien: esto último es, para desdicha de los imperios apolínicos, lo que ocurre y produce una especie de fermentación literaria que intoxica el corazón y el cerebro de las multitudes y prepara el reino de lo femenino, la voluptuosidad y la quimera. Entonces las sociedades se embriagan de luna, y recostadas en blandos almohadones languidecen esperando la venida de los bárbaros. ESTE convencimiento que se traduce aquí y allá en las obras de los viajeros salidos de la Metrópoli de la Belleza para sufrir el roce áspero de las civilizaciones utilitarias, ya sean puros literatos como Bourget y Adam, ya sociólogos y psicólogos como Leroy-Beaulieu, Boutmy, de Rousiers; ora financistas letrados como Weiller, ora simples periodistas como Huret, es quizá, lo que en forma de presentimiento obscuro, agita á la Francia. Las convulsiones de su política y anarquía moral pueden ser los últimos espasmos de un mundo glorioso, pero inapto para adaptarse al ambiente positivista, ó los dolores de un nuevo alumbramiento revolucionario del que saldrá el ideal de amor y ventura que la bella Lutecia, apasionada y ensoñadora, nutre y quiere con los redaños del alma. Lo innegable es que fermentos y levaduras morales de muy diversa condición trabajan las masas á porfía y tienden á destruir el orden de cosas actual. Tradicionalistas, cuya fórmula es la _tierra y los muertos_, la patria y los ascendientes, que el travieso individualismo barresiano descubre en las profundidades del yo, y socialistas que sueñan con la sociedad universal como Jaurès y Hervé; cesaristas á lo Renán y monarquistas á lo Murras, que se apoyan en Darwin y la ciencia para condenar el régimen imperante; republicanos de vieja cepa y anarquistas sentimentales, ateos y creyentes, patriotas y escépticos conciertan sus enemigas voluntades en el aquel de renegar de la democracia. Los unos por que ésta, destruyendo las jerarquías y excelencias sociales se pone en camino de rebajar el nivel intelectual y moral de la raza y substituir la cultura por la barbarie, el orden por el caos. Los otros porque la democracia no ha cumplido ninguna de las promesas grabadas como divisas en la piedra de los edificios públicos: mito la libertad, mito la igualdad, mito la fraternidad y el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, mitología pura. Y unos y otros ven y confiesan dolidos la desorganización que avanza, la natalidad que decrece, la marea del escepticismo que sube, el nivel del heroísmo que baja. La misma fe y esperanza puestas en el porvenir se desvanecen al reconocer el fracaso de la pedagogía y las disciplinas francesas, que sólo preparan sentimentales y retores, ineptos y desorbitados. No se sabe qué hacer ni á qué santo encomendarse. Ningún mejunje calma la fiebre ni la agitación nerviosa. Todas las posturas son incómodas. Y las doctrinas de perfecta armazón lógica suceden á las doctrinas; las utopías seductoras á las utopías; los discursos á las hemorragias de la palabra; la Revolución al perpetuo hervor revolucionario, mientras las ébrias musas de París cantan como Nerón contemplando el incendio de Roma. Y este es el desolado y maravilloso espectáculo que ofrece al mundo la razón razonante. CONCLUSIÓN LA renuncia del Espíritu como lazarillo de la vida es inminente. La humanidad ha perdido la confianza en su Mentor. El viejo idealismo no tiene ninguna virtud eficaz y se ofrece hasta á los ojos de los más cándidos como una vejiga desinflada. Perdida la fe y llenos de incertidumbres los mismos pueblos que adoraron de rodillas á la razón razonante se alejan de ella y se pierden en las sombras del escepticismo, sin volver la cabeza ni oir el tan tan lejano de las campanas espirituales repicando en los templos desiertos. Francia, Italia, España, Portugal, pagan muy caro su irrealismo, el crimen de haber preferido la idea al hecho, la palabra al acto, la razón mística á la razón física, para no reconocer en secreto que el lírico bagaje de ayer es hoy una pesada impedimenta. No sólo no incita á obrar, sino que impide obrar. El pasado les pertenece, pero no el futuro si no arrojan lejos de sí el muerto laurel y se coronan de frescos pámpanos para merecer de nuevo los favores de la Vida. Ante ésta, por no haber reconocido todavía que _la Fuerza es el elemento divino del universo, como el Oro es el elemento divino de las sociedades_, prorrumpen aquellas naciones en el profundo _yo pequé_ en que terminar suelen las agitaciones de los delicados y los idealistas, cuando son sinceros y clarovidentes como Renán. ¡Desgarradora melancolía! Él mismo, tristemente, muy tristemente, llega á considerarse como un tipo humano fósil en el mundo que, educación é ideal, le impiden comprender y aquilatar en su intrínseco valor. Esta ineptitud, tratándose de un representante tan calificado de la inteligencia, es muy significativa. Medio místico y humanidades le han hecho perder el sentido de lo real, que sólo mantiene sano y alerta el interés. El desprecio de los bienes materiales remata la obra. Como los santos, por mirar al cielo, no ve donde pone los pies ni las cándidas florecillas que aplasta torpemente. Su ciencia de lo que no sirve para vivir es prodigiosa, más prodigiosa todavía su ignorancia de lo que para vivir sirve. El historiador admirable y filósofo sapientísimo, no tuvo sospechas siquiera de las relaciones pecuniarias de los hombres ni de la estructura económica de las sociedades. «Piensa como un hombre, siente como una mujer, obra como un niño». Por manera que hacia el fin de su vida, cuando principia á ver claro, los sucesos le sorprenden dolorosamente y llenan de mortales dudas. Cada ilusión magnífica conviértese, por las malas artes de un mago enemigo, en prosaica realidad; cada ardor generoso en desencantada ironía. Una á una mueren las esperanzas de su inteligencia audaz y quedan delante de los espantados ojos del sabio las realidades del egoísmo, del egoísmo sañudo y triunfante como el Rey Monje en medio de los conspiradores asesinados. Sus desencantos y amargas quejas dicen; mentiras, mentiras falaces la religión del alma y la preeminencia del espíritu. «Pensar no es el único objeto de la vida. El reino de la razón es una quimera. El ideal y la realidad son enemigos. La causa que cautiva á las almas nobles no triunfará jamás. Lo que es verdad en literatura, en poesía, á los ojos de las gentes refinadas, es siempre falso en el mundo grosero de los hechos consumados. Las heroicas locuras que el pasado edificó no tendrán más éxito. El espectáculo de este mundo nos muestra sólo el egoísmo recompensado. Inglaterra ha sido hasta estos últimos años la primera de las naciones gracias á su egoísmo. Alemania ha conquistado la hegemonía del mundo renegando altamente los principios de moralidad política que con tanta elocuencia había predicado antes.» Como el emperador filósofo en su lecho de muerte podría exclamar Renán: «¡Oh!, Apolo, ¿por qué me has mentido?» Tantas desilusiones hacen que la realidad se le aparezca como una matrona insensible y prosaica que se burla groseramente de los galanteos pudibundos del entusiasmo y del lirismo. Sus laboriosas previsiones, fruto de largas vigilias, lo engañan cruelmente; la inteligencia, que él adora y en la que cree como en un Dios todopoderoso, pone entre el sabio y la vida un velo brillante que hermosea y deforma los objetos. Éstos son otra cosa de lo que él creyó, y piensa que acaso es injusto al juzgarlos severamente. He sido un iluso y un insensato, clama. «La idea de que el noble es aquel que no gana dinero y que toda explotación comercial ó industrial, por honesta que sea, rebaja al que la ejerce y le impide pertenecer al primer círculo humano, tal idea se desvanece de día en día. Todo lo que he hecho antes parecería ahora acto de locura, y á veces, mirando en torno de mí, creo vivir en un mundo que no conozco.» ¡Lamentables confesiones de una inteligencia soberana mantenida por el espejismo idealista en la más profunda ignorancia y desprecio de las realidades y que empieza á descubrirlas al declinar el sol! ¡Angustia de las almas religiosas caídas en el escepticismo por haber acariciado un ideal tan alto, puro y hermoso que impide vivir! ¿Qué sería de los hombres que practicasen _el estado de muerte_ del perfecto desinterés sin el talento de Renán? ¿y qué de los pueblos en que abundaran, más de la cuenta, los inactuales de alto coturno, pero inactuales al fin, que se obstinan contra viento y marea en oponer la abstracción y el ensueño á la vida y la realidad? Y, sin embargo, existe una cultura que abierta ó embozadamente tal predica; que llena los ojos de visiones, ata las manos y empuja á los sacrificios estériles. De ello nos habla Renán largamente en los «Souvenirs d'enfance et de jeunesse»; mas en ninguna página se trasluce como en la que sigue, la amargura y hasta sorda irritación del desengañado sacerdote, del sacerdote que estuvo á punto de ser Renán y que en realidad, aunque sin tonsura, fué toda la vida: «Es en ese medio (Treguier, una villa extraña al comercio y la industria) que se deslizó mi infancia y donde mi inteligencia contrajo un vicio incurable. La catedral, obra maestra de ligereza, intento loco de realizar en granito un ideal imposible, me falseó el espíritu. Las largas horas que en ella pasé, han sido la causa de mi completa incapacidad práctica. Aquella paradoja arquitectónica hizo de mí un hombre quimérico, discípulo de santo Tuduwal, de santo Iltud y de santo Cadoc en un siglo en que la enseñanza de esos santos no tiene ninguna aplicación.» Y bien, no sólo los filólogos sino las sociedades formadas moralmente por la enseñanza de aquellos santos ú otras influencias espirituales de la misma índole, reciben en la frente el beso traidor de la Quimera y quedan marcadas para siempre con el signo de la incapacidad práctica. Con todos los respetos debidos á los títulos del alma, pero de un modo franco y resuelto, convendría preguntarse si tal cosa no es una verdadera monstruosidad en las sociedades del presente, donde las relaciones de los hombres son y, no pueden menos de ser, relaciones pecuniarias. Quizá urge confesarse una vez por todas, que nuestro ambiente, nuestro mundo no es el de la inteligencia sino el de la voluntad, disfrazada hoy con las múltiples máscaras de las actividades mercantiles, como ayer con los antifaces del heroísmo ó la santidad. Lo que contraría esas actividades es malsano, como era malsano lo que minaba el predominio militar en las sociedades guerreras ó el prestigio sacerdotal en las sociedades religiosas. Los ideales de las épocas muertas, por nobles que sean, son ideales de muertos y traen en las lívidas manos una antorcha funeraria. Sus devotos, á pesar de todas las aureolas y resplandores, comienzan á parecer criaturas de otro planeta, engendros desmirriados de Apolo decrépito, seres luminosos y absurdos cuya enfermedad es una perla tentadora que ablanda las resistencias de la Voluntad delante del Pecado. «La France meurt de ces gens de lettres», decía también Renán. ¡Qué importa que la locura sea divina si enferma el mundo! Considerándolo, se comprende por qué un trabajo oculto del instinto conservador de la sociedad se afana en eliminar, como antes ponía su empeño en producir cuando eran útiles, las actividades puramente espirituales, enfermizas, enervadoras, sin aplicación concreta en la colmena humana y que, en resumen, vienen á ser algo así como las _toxinas_ del espíritu. Hay muchos pueblos envenenados por ellas. Se reconocen en que son las tierras fértiles del sentimentalismo y la verbosidad. Las cosechas de rosas abundan, pero el trigo escasea en los campos mal cultivados y que no han recibido el abono de Pluto. Y la selección mercantil afila en la sombra su guadaña implacable: situación angustiosa, cuando no se cuenta con otras defensas para detener el golpe, que las bellas sonrisas de Afrodita y los ordenados discursos de Gorgias y Cicerón. «El reino del ideal ha concluído, todo lo que no se convierte en una fuerza se juzga quimérico» dice Próspero. Y un ultrarenanista, que es al mismo tiempo un profesor de lirismo y un puro utilitario, agrega con su ironía habitual: «Cuando Tigrano me decía que la fuerza debe ceder al espíritu, yo le dejaba entrever, sin insistir demasiado, que desconfiaba mucho de un espíritu que después de tantos siglos no se había convertido en la fuerza.» Las criaturas generosas que viven temblando por la vida del ideal pueden descansar tranquilas. El ideal existirá siempre porque es el portaestandarte de la ilusión y la esperanza necesaria á los hombres; pero según claros indicios no será lo que éstos han tenido hasta ahora con testarudez carneril, como la proyección única é imperecedera del alma. Ya hemos visto que cada época se fabrica la tabla de valores que le conviene y responde á sus necesidades orgánicas. El materialismo de las sociedades futuras no les impedirá tener su ideal, sólo que éste, por razones obvias, no puede ser ni el místico, ni el espiritualista, ni el ideal reconocidamente fundado en la mentira de las sociedades contemporáneas, sino un ideal práctico, cuasi macarrónico, pero robusto y sesudo, como corresponde á los pueblos entrados en la edad provecta, que no sustituya lo quimérico á lo real ni debilite para las luchas de la vida. Ésta es lo realmente sagrado, y podría condenarse, sin asomos de dudas, toda verdad, toda ética y toda belleza que en nombre de un romanticismo de alma neurótico y raquítico tendiera obtusamente á destruirla ó amenguarla. Téngase por seguro que ese romanticismo que exige la castidad y el voto de pobreza, afemina y envilece. En filosofía conduce á las aspiraciones vagas y al desprecio de las realidades; en política degenera en hipertrofia de la palabra, espíritu revolucionario y política alimenticia; en literatura lleva como de la mano, al lirismo dengoso y ñoño y á las chinerías retóricas, síntomas inequívocos de indigencia mental, pobreza anímica y otras lamentables incapacidades. De un ideal batallador se oyen ya en las cúspides los clarines sonoros. La inversión de valores morales que indujo al hombre á ser el verdugo de su propio interés, es imposible que no parezca en los siglos venideros tan absurda como lo va pareciendo hoy á los espíritus desapasionados la santa doctrina que condena el placer, el deseo, la pasión, la vida y predica el _estado de sepultura_. El idealismo clásico es un caballero andante que presa de mortal fatiga, la lanza quebrada y los músculos rotos desciende de su trasijado Rocinante y se apresta á morir al pie de un sauce llorón iluminado por la luna. Es bello y conmovedor, pero nocivo para el ánimo. El mundo, curado de arrechuchos sentimentales, preferirá por instinto la musculatura y la vida del gladiador combatiendo, á la melancólica belleza del gladiador moribundo. * * * * * Quizá no esté lejano el día en que el Sermón de la Montaña y la Plegaria de la Acrópolis, se pronuncien de rodillas á los pies de la Fuerza, diosa terrible que, mejor que Eirene, podría llevar en sus brazos á Pluto dormido. El creyente hablaría así, poniendo sus palabras al diapasón de las arpas formidables de Eolo y Neptuno: «Salve ¡oh diosa! impura y fecunda, madre de todas las cosas, eurítmia del universo. Tu engendras, ordenas y legislas; tu reinas en el cielo, en el alma del hombre y en el corazón del átomo, y los ritmos de la poesía y la naturaleza cantan unánimes tu gloria inmortal. Los hombres te niegan y te llaman cruel porque no saben que, aun revelándose, obedecen á tus mandatos; porque no saben que tus condenaciones de muerte son como los frutos que se secan para dejar caer sobre la tierra suspirante las semillas santas de la vida. La razón humana en un momento de insano orgullo, quiso corregir las leyes infalibles y los sapientes designios de tu razón, que es la razón universal. Y todas las cosas salieron de sus quicios; la quimera suplantó á la realidad, el mal afligente al bien gozoso, el dolor al placer, la muerte á la vida y, lo que es más estupendo aún, el desinterés estéril y enervante al egoísmo robusto y fecundo. Fué una terrible pesadilla de la que ahora sale la humanidad desmazalada y enferma. Y tú sonríes á los sarcasmos con que ella te afrenta porque no ignoras que, contrita y arrepentida, volverá á ti y que tú sola puedes devolverle la razón y la salud. Hazlo, Divina, inspíranos para que seamos con inteligencia, egoístas integrales y materialistas transcendentes. La humanidad no es tan culpable como parece. Sólo en apariencia desobedeció tus leyes. Tú misma fingiéndote ciega, la has conducido á tu antojo, como la madre hace creer que es él quien la guía al tierno infante que ella sonriendo lleva de la mano. Mas el niño hecho hombre necesita explicarse el grande misterio. ¡Cuándo será el día en que los ojos estupefactos vean brotar de las entrañas de las cosas, como el rojo licor de la herida abierta, el verbo divino, eco de las fuerzas universales que muy raras veces dictaron la actitud del héroe y la _alta necesidad_ rítmica de aquel cuya _voz es canto_! Imposible que, al fin, lo justo y lo bello no sea lo que viene de ti, madre de dioses. ¡Y qué ridículos y pueriles parecerán luego á las almas duras como el diamante, pero blancas como él, los artificios retóricos del _hombre sensible_, los cantos que no son cantos de vida, lo bello que enferma y ciega en vez de ser un rayo de sol limpio de sombras, las acciones que no lleven al combate y al templo de la Victoria! Por el contrario, es muy probable que la gracia brille sobre aquello que la antigua sabiduría creyó torpe é impuro por ser fecundo como el acto carnal. Entonces Mammon resplandecerá de gloria, porque de todos los dioses supervivientes es el único que lleva en la testa olímpica el signo luminoso de la voluntad. Es el depositario de ella. La virtud perdida en las nieblas de los países quiméricos hubiese muerto de hambre sin él. Su alma fué como el arca santa en que se salvó del diluvio espiritualista la facultad de _querer_. Los instintos vitales se refugiaron en su corazón pródigo como las manos de Demeter y las tetas velludas de Amaltea. La dicha humana no tuvo nunca amante más rendido ni servidor más fiel. Los que, insensatos, vilipendian aún al Oro, no escuchan la _voz profunda_ que les dice: «Amadlo religiosamente, en su ser divino, y sed interesados y duros para realizar los deseos secretos de la Vida y servir á los hombres. Ni el arte, ni la poesía, nada aguza las facultades y potencias humanas como él: es el gran excitador. Ni las religiones, ni las filosofías le aportan á la humanidad lo que el Príncipe Rubio le brinda con una sonrisa: el poder, la esperanza y la ilusión: es el Salvador.» París, Julio 22 de 1910. ÍNDICE PRIMERA PARTE Ideología de la Fuerza 5 SEGUNDA PARTE Metafísica del Oro 121 TERCERA PARTE La Flor Latina 187 CONCLUSIÓN 271 End of the Project Gutenberg EBook of La Muerte Del Cisne, by Carlos Reyles *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA MUERTE DEL CISNE *** ***** This file should be named 54522-8.txt or 54522-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/4/5/2/54522/ Produced by Carlos Colón, Boston Library Consortium and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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