La Muerte Del Cisne

By Carlos Reyles

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Title: La Muerte Del Cisne

Author: Carlos Reyles

Release Date: April 9, 2017 [EBook #54522]

Language: Spanish


*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA MUERTE DEL CISNE ***




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  Nota del Transcriptor:


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                                  LA

                           MUERTE DEL CISNE




DEL AUTOR:


_En preparación_:

=La raza de Caín=, 3ª edición corregida por el autor.


                     _De esta obra se han tirado
                  cinco ejemplares en papel del Japón
                        numerados de 1 á 5._


                             ES PROPIEDAD.

               QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY.




                             CARLOS REYLES


                               LA MUERTE
                                  DEL
                                 CISNE


                            TERCERA EDICIÓN

                             [Ilustración]


            _Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas_
                       LIBRERÍA PAUL OLLENDORFF
                       50. CHAUSSÉE D'ANTIN, 50

                                 PARÍS




                             PRIMERA PARTE

                        IDEOLOGÍA DE LA FUERZA




EL vasto y heterogéneo panorama espiritual del mundo en las
postrimerías del siglo XIX y los rojos albores del presente, brinda
al observador de los tiempos que corren un espectáculo magnífico y
emocionante. Turban el ánimo y pasman el espíritu las perspectivas
morales, dejadas como herencia á las generaciones vivas por las
generaciones muertas. Entre mil tribulaciones, el curioso se pregunta,
si está á punto de convertirse en realidad palpitante la transmutación
de valores anunciada por el terrible profesor de la Universidad de
Basilea, y si la Fuerza, como principio de la moral y medida de todas
las cosas, no amenaza de muerte, á pesar de la Conferencia de la Haya
y del humanitarismo, las entidades de las filosofías espiritualistas:
Justicia, Derecho, Bien, Mal, irguiéndose en medio de ellas, como un
león vivo y rugiente, sobre las ruinas de una acrópolis poblada sólo de
ídolos rotos, mutilados dioses y espectros terríficos en las sombras
medrosas, mas irrisorios á la honrada luz del sol.

Ha sido y será eternamente cruel designio y obra difícil para la
voluntad de los hombres, el despojarse de las amables creencias que
los encumbran á sus propios ojos. La humanidad, como las coquetas
empedernidas, ama los aderezos que la hermosean, aunque sepa que son
postizos, añadidos y falsas joyas. Á mayor abundancia de razones,
_su bovarismo_, la facultad peregrina de concebirse de una manera
diferente de la realidad y obrar en consecuencia, es incontrastable y
generalmente provechosa. Hace falta un grande y desinteresado valor
para mirar frente á frente á la temida Esfinge, aparte de que el
premio del resuelto enigma, suele ser el que tanto contribuyó á la
desdicha del lamentable Edipo; es menester una acendrada resignación
filosófica, en la que acaso pende el ascetismo de la cultura moderna,
para recibir amablemente las visitas de duelo de los desencantos y
sonreirles como á los amigos gruñones, pero leales, que nos quieren y
nos dicen la amarga verdad. Ésta es á veces sólo estéril superstición:
las grandes ilusiones son siempre fecundas, y aunque el viejo Cronos,
con manos impías, las despoje más tarde ó más temprano de sus virtudes
específicas sobre la inteligencia y el alma, la humanidad, reconocida á
las fieles servidoras, sigue creyendo en ellas aún después de muertas,
y hasta se complace muy comúnmente, con ingenuo y tozudo afán, en
prestarles á los rostros lívidos y yertos las lozanas apariencias de la
vida.

En tales ocasiones acontece á la eterna ilusa lo que á aquella infeliz
criatura que, habiendo perdido á causa de terrible enfermedad la divina
belleza del rostro, su tesoro, dicha y orgullo, providencial locura la
salva de un desencanto mortal, haciéndole ver reflejada en los espejos,
no la fealdad presente, sino la fenecida hermosura de los gozosos días.

La humanidad ha padecido muchas de estas demencias saludables. Ellas
le impidieron reconocer, cuando la verdad hubiera sido como escarcha
sobre los tiernos capullos de las rosas, la futileza de los adobes y
afeites que realzaban las gracias del alma á la luz de las candilejas
metafísicas. Hoy el arduo problema estriba en averiguar si éstas no
han perdido su mágico poder, y si la transfiguración de los hechos
reales por la óptica de los moralistas, es todavía conveniente para la
delicada salud del mundo.




Á decir verdad, la agonía de lo divino aparece á las inteligencias
libres de prejuicios hereditarios y atavismos religiosos, como un hecho
triste, pero incontestable, que se descubre en todos los horizontes y
que las ansias subjetivas del hombre no aciertan á disfrazar con un
nuevo espejismo celeste, quizá porque este nuevo espejismo no es ya
necesario á la Vida. Esta vez el _instinto vital_, el travieso mago
que en la filosofía nietzsquiana crea las ilusiones favorables á la
existencia, lucha en vano contra el Conocimiento, que las destruye
implacablemente... pero sólo para darle á aquel estímulo y ocasión
de forjar otras nuevas. La ciencia, la experiencia prolija del
caduco globo, levanta el velo de Maya, y en lugar de las desnudeces
impecables y sagradas perfecciones de la diosa, surge la razón física
de los fenómenos. El misterio de que se nutren las religiones, se
rompe como un hechizo al influjo de un conjuro eficaz. Las Iglesias,
las vírgenes violadas por el Saber, amarillean y enferman, y con
ellas palidece en el mundo la estrella del reino espiritual. Y
coincidencia peregrina: allí donde éste fué más efectivo y avasalló más
tiránicamente las conciencias, no ya la clorosis, sino el acabamiento
de todas las energías y la parálisis, dan seguros indicios de un
lúgubre é inevitable fin, como si el pecado capital de desarraigar la
planta humana de la tierra y cultivarla en místicas estufas, entrañase
la terrible penitencia del agostamiento, la esterilidad y la muerte.
La remota y misteriosa India es el pudridero del espíritu religioso;
en las aguas muertas de sus mil cultos monstruosos y extáticos, brotan
lujuriantes los nenúfares de la contemplación ascética y del nirvana,
entre cuyas raíces y tallos mueren sofocadas las tímidas vegetaciones
de la voluntad de vivir; Jerusalén llora las diligentes y briosas
virtudes que encendieron la llama activa de la fe en el pecho de
Pedro el Ermitaño y provocaron la colosal marea de las Cruzadas; en
la Ciudad Eterna muere el poder espiritual, que ya fué enterrado en
Menfis, Efeso, Eleusis y Delfos, y en todos los sagrados lugares de
la tierra donde el animal místico labró en piedra dura sus ansias
ardientes de lo infinito, el peregrino apasionado lee tembloroso sobre
las informes ruinas, la fugacidad de la cosas eternas y la nadería de
las cosas humanas.

La evolución del sentimiento religioso no deja lugar á dudas sobre el
humilde origen y el destino mortal de los dioses... Después de las
ingenuas cosmogonías de las primeras edades, en que el hombre mísero
é ignaro interpretaba los fenómenos más comunes como revelaciones del
misterio eterno y signos infalibles de las voluntades olímpicas, la
razón divina, perseguida y estrechada por la explicación materialista
del universo, vió destruir, como la ciencia hermética y la filosofía
escolástica, sus misterios, dogmas y entidades, y ha ido perdiendo
terreno hasta encerrarse en el ruinoso y lóbrego castillo de las
causas primeras y de lo incognoscible. En la práctica, Dios se hace
utilitario. Las religiones se humanizan. Desde luenga data, siguiendo
paralelamente las evoluciones del conocimiento y la misma, aunque en
apariencia opuesta derrota que los instintos dominadores, apéanse de
sus fueros y vienen transformándose en cosas útiles, en servidoras
solícitas de la Vida, ante cuyos intereses profanos abaten las altivas
y aureoladas testas los intereses divinos. La conservación de las
excelencias tradicionales y el freno moral, son los títulos más
remontados que sustenta la religión á los ojos de la culta Europa.
La utilidad práctica es la virtud característica de las _modernas
experiencias_ religiosas en la tierra del opulento yanqui. Sus
imperturbables doctores aseveran «que los principios especulativos no
son nada, que los resultados y consecuencias de las teorías lo son
todo». Pragmatismo y utilitarismo se dan la mano: la verdad es lo
útil. «Lo verdadero es lo oportuno en nuestra manera de pensar, como
lo justo es lo oportuno en nuestra manera de conducirnos» agregan.
En conclusión: los yanquis buscan _un Dios del que puedan servirse_.
Las flamantes disciplinas no forman santos ni profetas, que es fuerza
considerar como los grandes paquidermos fósiles de la religiosidad, ni
menos virtudes desinteresadas, contemplativas, caballerescas, amorosas
del renunciamiento, como las viejas y sublimes virtudes enseñadas
por Buda ó Cristo. No, los pastores de la americana grey, llámanse
Franklin, Emerson, Pierce James, ó también Haper, ese admirable
presidente de la Universidad de Chicago, que, sintiendo próximo su fin,
formulaba lleno de unción esta singularísima cuanto valerosa plegaria:
«Señor, permitid que haya para mí una vida después de esta vida, y
en esa vida permitid que haya mucho trabajo que hacer y tareas que
cumplir»; entre los credos y dogmas del nuevo culto figuran la vida
intensa, el pragmatismo, el _mindcure_ ó psicoterapia religiosa, tan
eficaz como la psicoterapia del doctor Dejerine en la medicina ó las
estaciones de psicoterapia del sutilísimo Barrès en la literatura;
los santos laicos son Washington, Edison, Roosevelt, Carnegie, Booker
Washington; los reyes del petróleo y del acero; el Napoleón de los
ferrocarriles, quien tenía por inmorales las tareas improductivas, en
una palabra: hombres robustos y esforzados, voluntades inteligentes y
heroicas, como las piden con hondo afán las necesidades orgánicas de la
época y la gestación del porvenir.

Las caliginosas nieblas del antropocentrismo se disipan y por eso la
moral como la religión, la filosofía y la ciencia, recorre también,
mal de su grado, la convulsa trayectoria de lo infinito á lo finito, de
lo absoluto á lo relativo, de lo divino á lo natural, de la vaporosa
metafísica á la sesuda biología, «llave secreta de la historia y las
acciones humanas, que en época no remota explicarán acaso la física
y la química...» como alguien conjetura osadamente. Y á juzgar por
lo que se ve, el conocimiento adelanta imperturbable por ese camino,
sin detenerse un punto á considerar con lástima, las ilusiones que á
su paso van muriendo. Á las morales de esencia mística, altruistas
é infalibles, siguen presto las morales de levadura fisiológica,
sensualistas y pecadoras, que hacen del placer, del egoísmo, de la
lucha, y finalmente con Guyau y Nietzsche, de la expansión de la vida y
del instinto de dominación, vale decir, de la fuerza, el resorte oculto
de la conducta y la base sólida é indestructible del Bien y del Mal.




POR otra parte, la impasible majestad de la Naturaleza, indiferente
á la moral humana, extraña, cuando no antagónica, á las necesidades
subjetivas del hombre, y ajena á toda finalidad racionalista, confirma
rotunda y cruelmente las desencantadas suposiciones que sugiere la
evolución filosófica. La ciencia y la historia también. De consuno
el origen animal del hombre, visto como en una caleidoscopio en las
múltiples y ascendentes fases zoológicas del embrión humano, y el
origen fisiológico y espúrio de la justicia, despojan á la humanidad de
su divino abolengo y tienden á destruir, con impertérrita lógica, las
verdades eternas, los principios absolutos, la posibilidad de una ética
infalible é inmutable.

Como creación de la Vida, imponiéndose una ley para asegurar la
vida, las reglas y las evaluaciones morales, dictadas siempre por
razones de utilidad, son impuras, deleznables, perecederas. Todas
van, igualadas por el rasero de la inexorable Parca, á la fosa común,
ó cuando menos, todas cambian con los tiempos, las latitudes y los
diferentes módulos de la cultura. Á un pueblo agrícola le conviene, y
se crea, una religión y una moral de pastores; un pueblo guerrero una
religión y una moral de soldados. _El bien en sí_, pájaro azul de la
inteligencia, no ha podido ser descubierto por las inquietudes divinas
del hombre en las excavaciones del pasado. Lo que aparece entre polvo
y frías cenizas son los códigos de los grupos dominantes, ó sean las
cristalizaciones útiles, y, por lo tanto, relativamente durables de
la conducta, producidas siempre por los pasajeros equilibrios de una
lucha sin fin. De donde se infiere que no existe una moral única,
sino mil morales, igualmente verdaderas en un momento determinado é
igualmente falsas después de él; y lo mismo podría aseverarse de la
justicia y del derecho teóricos que, en fin de cuenta, á pesar de las
transfiguraciones que les hacen sufrir los taumaturgos de las verdades
eternas, no pasan de ser entidades sin contenido alguno, fórmulas
vacías, cosas grotescas, y aun cosas de una grande inmoralidad, si no
llevan en las estériles entrañas los gérmenes del acto, los embriones
del hecho, ó lo que es idéntico: la potencia de convertirse en
realidades.

El derecho al placer, al triunfo, á la vida de los tristes, los
débiles, los enfermos, de los condenados por la naturaleza á la
melancolía, la derrota y la muerte, no es sino un sarcástico desmentido
de la grande justicia de la Fatalidad reinante en el universo todo, á
la pequeña justicia que impera solamente en el corazón de los hombres,
como una deidad sin virtudes milagrosas fuera de su templo. Suenen
tan doloridos y desjuiciados los clamores contra la injusticia de la
pastereulosis, que diezma las majadas, ó contra la temprana muerte
de un ser amado, indispensable á la dicha de numerosas criaturas, ó
contra la desgracia de un pueblo al que, adverso destino, por razones
inescrutables para nosotros, pero infalibles, azuza las Furias y los
males, como los anatemas de los vencidos contra el inícuo triunfo
de los vencedores, ó las iras de los justos _sin virtud_, contra el
pecado virtuoso. La victoria del fuerte sobre el débil, ó del rico
sobre el miserable, ó del inglés sobre el boer, se nos antoja injusta
é irritante porque la aislamos de la serie fenomenal á que pertenece
y que la determina, y no consideramos con bastante calma que «_un
phènomène actuel ce sont plusieurs passés qui luttent_». Por donde, no
sería ilógico admitir que generalmente lo que se llama injusticia es
el resultado de muchas virtudes anteriores, y lo que inspira nuestra
ilusa piedad, el fatal término de una serie infinita de incapacidades,
impotencias y pretéritos pecados.

Ser: he ahí la virtud suprema. Lo que es, aun bajo las réprobas
apariencias de la iniquidad, no puede menos de ser transcendentalmente
justo, porque, por el hecho de existir, demuestra su acuerdo íntimo y
perfecto con las leyes universales. Sin duda, estas consideraciones,
ú otras de parecido corte y talle, han inducido á muchos filósofos de
azules pergaminos idealistas, y particularmente á los historiadores
alemanes, á identificar la realidad y la verdad, el éxito y la
justicia, la fuerza y el derecho. Las aspiraciones más señoriles y
levantadas, tórnanse en cambio, desde tal punto de mira, en vanos
ajetreos si no poseen el divino poder de agrupar en turno suyo las
condiciones esenciales de la existencia, salir del Caos y del Limbo y
operar el milagro de transformarse en realidades, acaso humanamente
impías, pero eternamente legítimas y vencedoras.




PERO el turbador misterio del ser, las realidades materiales ó morales,
¿son otra cosa, en substancia, que las manifestaciones primigenias de
la fuerza palpitante en las entrañas de todos los fenómenos?

Muy sesudos pensadores hay que niegan la existencia del elemento
terrible y lo reducen á un concepto lógico. Para ellos, lo que llaman
ahitos de científica suficiencia el _dogma de la fuerza_, es un resto
de antropocentrismo, tendente á desaparecer como el principio vital, el
alma vegetativa, las virtudes específicas y otras entidades milagreras
de la filosofía escolástica. Según el autor de «Los orígenes de la
Francia contemporánea», en el mundo físico, como en el mundo moral,
«la fuerza es la particularidad que posee un hecho de ser seguido
de otro hecho. Todo lo que subsiste son los sucesos, sus condiciones
y dependencias: los unos morales ó concebidos bajo el tipo de la
sensación, los otros físicos ó concebidos bajo el tipo del movimiento».
Las causas desaparecen en esta sucesión colosal é interminable de los
fenómenos, y la fuerza acaba por ser concebida, no como causa del
movimiento, sino como _movimiento sintetizado_.

Sea lo que fuere, lo cierto es que, á pesar de nuestras repugnancias
metafísicas, sobre todo por lo que toca á la vida y más aun al alma,
las novísimas verdades que salen de los laboratorios y santuarios
donde ofician los sacerdotes del saber, nos llevan como de la mano
á considerar los fenómenos, cualquiera que sea la índole de éstos,
como _hechos de fuerza_, si no parece muy profana la expresión,
entendiéndose buenamente por fuerza el nombre común y sintético de las
energías naturales.

Ya veremos en el decurso de estas divagaciones heterodoxas, cómo, sin
salir de la isla de lo conocido, la cual no es tan diminuta como Littré
pensaba, aunque el océano de misterio que la rodea sea muy grande é
impenetrable; cómo, repito, puede decirse que la fuerza, vituperada y
maldecida por los poetas, sin sospechar que era el alma de su estro y
de sus rimas, es por igual el alma del mundo y la _causa primera_ de
todas las cosas.




NO hay por qué adolorirse ni indignarse. Tal presunción es menos
temeraria y absurda que las hipótesis que, sin escándalo, llevan en
el disforme vientre las viejas cosmogonías. Mueve á risa el hecho
sólo de suponer, al punto en que han llegado las certidumbres é
intuiciones humanas, que las ciencias podrían aplicar sus instrumentos
infalibles y razones experimentales á descubrir la voluntad divina en
el orden del universo. Aunque nos pese y hiera nuestros sentimientos
más caros, los fenómenos físicos constatan invariablemente la
presencia de la fuerza y la ausencia de la divinidad. Y así como es
imposible concebir siquiera el universo sin la energía, que con los
nombres de cohesión, atracción, gravitación y otros mil mantiene los
cuerpos como tales y rige las raudas carreras de los astros en el
espacio infinito, tampoco es dado imaginar, á menos de acudir á las
triquiñuelas de la concepción dualista, que los filósofos no invocan
ya, los fenómenos de la conciencia sin el juego de los instintos,
pasiones y sentimientos de estirpe fisiológica; sin las energías
físico-psíquicas y físico-químicas, en fin, que se atraen ó rechazan,
funden ó combaten, pero que siempre tienden á ser, á realizarse, y
cuyas reacciones infinitas y complejísimas, dan pie y margen á la
intrincada urdimbre del universo: milagroso equilibrio de fuerzas y
luego de substancias y después de organismos y al fin de voluntades que
pugnan por destruirse. Un acto, un pensamiento, del mismo modo que una
vida ó un mundo, parécenme en su realidad primordial y esencia íntima,
formas de la materia, y por lo tanto, momentos sutiles de la fuerza, no
más sutiles, sin embargo, que la luz, la electricidad ó las operaciones
químicas, superiores á la de nuestros más poderosos laboratorios y más
clarovidentes que los más fabulosos prodigios de nuestra razón, que
realiza una microscópica gota de protoplasma...

Un hecho se ofrece á los ojos, fútil y vacuo al parecer, pero
sugestivo y transcendente en realidad: _es el carácter guerrero de los
fenómenos_. Esta combatividad originaria y común que les presta á todos
ellos así como un acentuado aire de familia, perceptible hasta para los
observadores miopes, induce á Le Dantec á substituir la noción de vida
universal por la noción más exacta de lucha universal. «Ser es luchar;
vivir es vencer.» Y tal sentencia, que el solo espectáculo del mundo
debió sugerir al hombre de las cavernas hace incalculables siglos,
resulta, á pesar de las doctas lucubraciones sobre la fraternidad de
San Agustín y los discursos sentimentales de los _pacifistas_, tan
verídica en lo que atañe á la materia como por lo que toca al espíritu.
El carácter belicoso y la condición cruel son los lazos de parentesco
que unen estrechamente los fenómenos físicos, vitales y morales. Los
instintos, sentimientos é ideas luchan también por el espacio y la
dominación. Y sus luchas y tiranías no son menos cruentas que las rudas
batallas de los elementos sexuales por el patrimonio hereditario, ó
los combates heroicos de la humilde amiba con el medio ambiente, ó las
feroces riñas de los hombres en la conquista del pan, de la gloria ó de
la mujer.




EL aspecto de un cerebro ó un alma después de sufrir las invasiones de
los bárbaros de ideas y sentimientos no familiares, debe de parecerse á
un fragoroso campo de batalla cubierto de cadáveres, ruinas, fugitivos
escuadrones y soldados ébrios de sangre y de victoria. ¡Hecatombes,
incendios, gritos de dolor, dianas triunfales! Jamás he percibido bien
la radical diferencia que á lo que parece existe, entre las luchas de
los ejércitos y las luchas de las ideas, ni creo que éstas sean de otro
linaje ni menos mortíferas. Las tiranías de la pluma parécenme tan
despóticas como las tiranías del sable y acaso más, si se considera que
las opresiones mentales, aparte su ingénito encono, violan sin piedad
lo realmente sagrado del individuo: los altares de la conciencia y del
alma. Por eso, sin duda, humorística, pero profundamente, decía el
dulce y maleante Renán: «más vale el soldado que el sacerdote, porque
al menos el soldado no tiene ninguna pretensión metafísica». Así
delataba con sutil socarronería, el carácter despótico y fanático de
los imperios espirituales.

Extraño é ingenuo prejuicio, en verdad, el que nos ha inducido en
todo tiempo á someternos humildemente á las coerciones hipócritas de
la Idea, creyéndola de otra prosapia más conspicua que las resueltas
coerciones del Factum. Cuántos furibundos anatemas y saetas envenenadas
dispara diariamente el idealismo á lo Cousin contra las iniquidades
de la fuerza bruta, y cuántas frases crespas y huecas no deposita,
como ofrendas de miel y de flores, á las plantas de la severa Palas...
vestida de punta en blanco y presta para el combate, porque es
combatiendo, porque es por medio de la destrucción y la conquista,
que la diosa de los ojos fríos y claros extiende sus dominios en las
tierras del alma... La Razón es esencialmente guerrera y dominadora.
Las ideas no son vírgenes tímidas de albas manos y blando corazón,
mas intrépidas amazonas que en los riscosos campos de la conciencia,
toman feudales castillos; entran á saco villas y ciudades; incendian,
matan, destruyen los templos y las mieses, y hacen prisioneros y
esclavos. Una modesta, una humildísima sensación se introduce á hurto
en el receptáculo misterioso de la célula nerviosa; sigilosamente se
atrinchera allí; congrega, muy luego, en torno suyo otras sensaciones
hermanas y al mismo tiempo combate y destruye poco á poco, pero
tenazmente, las sensaciones antagónicas: así dilata sus _zonas de
influencia_ á los centros nerviosos; conquista después de muchas
maniobras prolijas, las fuertes posiciones de los lóbulos cerebrales;
invade los dominios del alma, haciendo riza y estrago de todo lo que se
opone á su marcha triunfante, y sale, por fin, en son de guerra, audaz
y avasalladora al mundo exterior para transformarse, ejerciendo las
mismas violencias, en hechos reales é imperar sobre otros hechos.

Y al modo de la idea, instintos, pasiones y sentimientos nacen ó
mueren, crecen ó menguan, dominan ó caen en esclavitud gracias á las
mil formas de selección que reviste el juego universal de la fuerza.
Aun las cosas más delicadas y de cándida apariencia están sometidas á
las duras leyes de aquel juego y á su vez las practican cruelmente.
¿Qué son las intenciones en el arte sin la virtud, el don y la gracia;
sin el divino _poder_ de animar con un eurítmico soplo la materia
inerte y las formas inarticuladas? ¿Qué la grandeza moral sin las
severas disciplinas que torturan y dislocan las inclinaciones naturales
á fin de hacerlas encajar en los ortodoxos moldes de la regla? ¿Qué la
inteligencia, sin las tiranías y absolutismos del orden, del método;
sin la facultad despótica de clasificar los fenómenos, establecer
similitudes y descubrir las secretas é inefables correspondencias que
introducen una musical jerarquía en el reino de lo caótico, informe y
confuso?

El estro poético y la nobleza del carácter, el prestigio del héroe y
la virtud de la idea no tienen, mal que pese á nuestras magníficas
ilusiones, otra genealogía que la de los hechos cesáreos. Ideas y
sentimientos parecen no ser, aunque nos asombre y acongoje, cosas
específicamente distintas de la energía creadora, sino modalidades
supremas de ella; cristalizaciones perfectas del espíritu, semejantes á
las cristalizaciones regulares del reino inorgánico, á las que tiende
la fuerza madre impulsada, sin duda, por extraña y fatal inclinación.
La armonía misteriosa de un organismo, de un alma ó de un mundo
tuvieron, mientras el conocimiento real de las causas permaneció
silencioso, el excelso y común origen en la inteligencia divina;
pero ésta fué el símbolo de la ignorancia y del azoramiento humanos
que bordó la encantada imaginación de las religiones sobre el tenue
cañamazo de un universo quimérico. Formidables intuiciones invitan hoy
á pensar que no existe otra Inteligencia que la inteligencia de la
materia, ni otra Razón que la razón física, ni más Harmonía que los
pasajeros equilibrios de una eterna lucha.

Sea en el mundo físico ó en el mundo moral, en el corazón ó en el
cerebro, el principio que todo lo vivifica, es la voluntad de poder y
dominación que diría Nietzsche, ó más propiamente aún, el ejercicio
de la fuerza. Las guerras religiosas y las rivalidades enconadas de
las sectas y escuelas entre sí; las herejías y los cismas combatidos
por el fuego y por el hierro; las persecuciones feroces de los
idealistas; las revoluciones _rojas_ de los teóricos, y la propensión
irrefrenable de las Iglesias y las filosofías á convertir el influjo
moral en Poder, muestran hasta qué punto los principios activos de la
fuerza, aunque disfrazados por ideales máscaras, ordenan las maniobras
de las huestes espirituales para la conquista y sumisión del mundo.
Los aparatos y máquinas de guerra cambian en las diversas contiendas
por la dominación, pero el _resorte_ es el mismo bajo la engañosa
disparidad de las formas. Los ejércitos emplean armas y estratagemas;
la diplomacia razones y argucias; seducciones y dulces violencias el
amor; imperativos categóricos las morales, y las religiones milagros
para convencer, recompensas para seducir y terrores para dominar.
Nada escapa á la tremenda ley que ordena imperiosamente á todas las
cosas reñir y asesinar. Cuanto existe en el cielo y la tierra es una
conquista: el fruto del crimen y del robo; cuanto nace ó se forma en
el tiempo y el espacio: la opresión de la fuerza triunfante sobre
la fuerza vencida. Los peces grandes devoran á los pequeños, las
microscópicas bacterias al hombre, los pensamientos robustos á los
débiles, los dioses á los dioses. Nos alimentamos de la carne viva de
los otros. Mas sirva de triaca á tanto dolor y de consuelo á tristeza
tanta, que de esta lucha eterna y sin cuartel de los elementos, los
organismos y las voluntades nacen los astros, los seres y las almas...

La fuerza sólo es real, y su ejercicio la causa primera de lo existente
y la condición necesaria de la vida.




ESTA verdad, monstruo que con uñas de diamante desgarra la piel
femenina de la celeste ilusión, tiene sólo de nueva el haber sido
anunciada formalmente y lanzada con grande estruendo á los cuatro
puntos cardinales por las líricas trompetas de Nietzsche, y, sobre
todo, el que éste hiciera de la antiguaya de Heráclito, la enjundia
de su doctrina filosófica y la substancia crítica disolvente de las
morales que liban aún el néctar de la sabiduría en los labios divinos
de los grandes iniciados, desde Rama hasta Jesús.

Las ideas-bacantes de Nietzsche, cual si fueran seguidas del bullicioso
cortejo de Pan, introducen el desorden, el ruido y la alegría en la
ceremoniosa corte del pensamiento ortodoxo. Los instintos prepotentes,
las pasiones fogosas y desmandadas, los egoísmos vencedores, y el
orgullo satánico:

  «Qui nous rend triomphants et semblables aux Dieux».

apetitos, concupiscencias, ímpetus rebeldes salen en tropel de
las lóbregas mazmorras en que los aprisionaron Apolo y Cristo, y,
revelándose contra sus irreconciliables adversarios, pretenden
arrebatarles el cetro del mundo. Á la religión del Alma, sustentada
con grande penuria á los flacos pechos de la metafísica, y enemiga
de la Naturaleza y la realidad, sucede la religión de la Vida, que
se nutre en las morenas y ópimas mamas de la tierra, no reconociendo
otras reglas ni leyes que las que ella misma se dicta para asegurar su
reinado. La filosofía de la historia y la historia de la filosofía,
proclaman de consuno la legitimidad de aquella desconcertante sucesión,
y hasta la ciencia parsimoniosa, despojando con un gesto impasible y
cruel á Psiquis de la inmortalidad para conferírsela á la materia,
fortifica el novísimo culto y establece su noble celsitud. Lo inmortal
no es el alma, sino el _plasma germinativo_, depósito minúsculo y
misterioso de la conciencia del mundo y del jugo potencial de todas
las generaciones, que éstas se transmiten, por medio del acto genésico,
como una herencia sagrada y eterna...

Ya la poética imaginación de los griegos simbolizaba en la Carrera
de la Antorcha, ese juego divino de la Vida; y las fiestas de Osiris
en Egipto, las Dionisíacas en Grecia, las Priapeas en Roma, las de
Demeter en Sicilia, unidas á los juegos atléticos y á los cultos
cándidos ó torpes de la fuerza generatriz en muy incipientes ó colmadas
civilizaciones, dan indicios inequívocos del instinto seguro, aunque
mal interpretado á veces, de los derechos de la naturaleza y de la vida
que siempre indujo al hombre á la adoración de la animalidad humana en
su impuro, pero fecundo esplendor.

Dios muere y los dioses resucitan. Otra vez reanúdase, con más ahinco
y encono, el duelo á muerte del espíritu y la materia, del alma y del
cuerpo, de la razón y del instinto. Sólo que esta vez el instinto,
el condenado instinto de las religiones, aparece en la palestra
nietzsquiana armado de las fuerzas naturales y luciendo el mágico
penacho del poder de crear las ilusiones propicias á la existencia
que la Razón tiende torpemente á destruir con sus construcciones
artificiosas, ironías y escepticismos. Y la elección de la Vida
entre aquello que la propaga y robustece, y aquello que la amengua
y desvirtúa, no puede ser dudosa. Lo bueno, lo justo, lo verdadero
es lo favorable á ella; lo malo, lo injusto, lo falso lo que á ella
se opone. El mundo moral, el mundo de la idea: la verdad imaginaria
opuesta _á lo que es_, se desvanece y surge el mundo de las realidades
indestructibles y las verdades útiles parido con dolor por una nueva y
próvida Fatalidad. Y aquí se produce la _transmutación de valores_ que
indujo al gran revolucionario de la filosofía á oponer con magnífica
pompa verbal y mefistofélico empaque, lo que nadie osó: á la pequeña
inteligencia del cerebro, la grande inteligencia del instinto; á las
falsas jerarquías del derecho, caprichoso y sentimental, las legítimas
jerarquías que, en todos órdenes de cosas, establece la fuerza; á la
piedad del individuo, virtud egoísta de los débiles, la _piedad de la
especie_, don de las almas heroicas; al amor del hombre, venero de una
humanidad doliente y apocada, el culto del _superhombre_, germen de
la vida desbordante de belleza y generosos ímpetus; á la destructora
_moralina_ de los esclavos, la moral creadora de los _aristos_; á la
religión de la paz y la humildad, la religión del esfuerzo y de la
lucha trágica contra el Destino; á los mandamientos seráficos de Jesús,
que nos desarraigan de la tierra y convierten en sombras vagorosas y
fantasmas del miedo, los mandamientos de las leyes inexorables que
rigen al universo todo, los cuales vuelven al ensoberbecido primate al
seno de la Naturaleza y lo nutren de sus truculentos jugos.

En la intrincada selva de Zaratustra, donde se oye la flauta de Pan y
retumban las carreras de los centauros, las virtudes ascéticas huyen
despavoridas, como vírgenes medrosas, ante las desatadas pasiones y
libres fuerzas naturales, faunesas fecundas, que coronan de frescos
pámpanos la bicorne testa de Dionisos y restablecen en culto del riente
dios. La esencia de la filosofía de Nietzsche, de quien panegiristas
ó detractores tienen, por lo general, un conocimiento harto sumario y
epidérmico, está concretada y contenida en las siguientes afirmaciones:
la voluntad de dominación es el nervio del mundo: todo tiende á ocupar
más espacio; la Vida, la única cosa sagrada, se dicta sus leyes y
fines, que no tienen otro objeto que el de asegurar la triunfante
expansión de la vida, lo cual entraña la adoración de la fuerza como
origen y medida de todas las cosas, y el amor de la existencia, no
como espectáculo transcendente y finalista, sino como espectáculo
estético. Y este estetismo heroico, sin enjundia en apariencia, es
lo que impide á Nietzsche de caer, como su maestro Schopenhauer, en
el abismo del nirvana. Ambos afirman que el mundo no tiene finalidad
alguna y que lógicamente no cabe explicarlo; concuerdan también al
figurarse que la esencia de la vida es el ejercicio de la fuerza, á la
cual, por darle un nombre más concreto y á la vez menos objetivo, _que
no suponga el conocimiento imposible del fenómeno_, llama el maestro
voluntad de vivir y el discípulo voluntad de dominación; pero aquí se
separan, divergen y mientras Schopenhauer, impelido por los resabios
de su íntimo comercio con Buda, quiere abolir toda individuación, todo
egoísmo, todo deseo para llegar á la inefable _euthanasia_ y escapar
al dolor, Nietzsche llama á sí los dolores, pasiones, instintos y
exasperadas apetencias del alma, á fin de embravecer en la criatura
la voluntad de dominación, hacer más terrible la lucha del deseo
insaciable y aumentar de ese modo el precio, la hermosura y la sombría
majestad de la existencia. El culto trágico de la vida y el estetismo
heroico florecen entonces ufanamente, como rosales de rosas escarlatas
y jocundas, cultivadas por el altivo Don Juan en el acerbo jardín de
las Furias.




MAS la voluntad de vivir y la voluntad de dominación, que á veces las
sutilezas del raciocinio transforman en la boca de los filósofos en
entidades metafísicas son, al parecer, dos interpretaciones, digámoslo
así, de la fuerza á secas, de la energía ó principio generador del
universo, y según todas las apariencias y probabilidades, también
de las almas, como son igualmente interpretaciones de ese principio
dinámico, si se hunde el escalpelo en el riñón de las cosas, el _agua_
de Tales de Mileto, el venerable precursor de Quintón, y el _fuego
viviente_ de Heráclito; lo _indefinido_ de Anaximandro y la _unidad
absoluta_ de los alejandrinos; la _idea_ de Platón y la _actividad
pura_ de Aristóteles; la _substancia única_ de Spinoza, y, por decirlo
todo, la _causa primera_ de las filosofías y lo _divino_ de las
religiones.

El vergonzante cuanto contumaz intento de reducir las causas
generatrices de lo creado á un solo principio y establecer la unidad
de naturaleza física de todos los fenómenos, se columbra aquí y allá,
como un errante fuego fátuo, entre las tinieblas de la filosofía de
Jonia y Abdera; en la del Pórtico, y, en general, en todo el panteísmo;
tiene sus chispazos y vislumbres en plena Edad media; se formula
más ó menos categóricamente en las estrambóticas explicaciones del
iatro-mecanicismo y del iatro-quimismo, y se depura y acicala en
la moderna escuela materialista, hasta aparecer, por fin, como una
afirmación razonada y formal, en la concepción unicista ó monista
del universo y la doctrina físico-química de la vida, á las que han
prestado últimamente eficacísimo concurso, el formidable trabajo de
los laboratorios y, sobre todo, considerándolos de cierta manera, los
desconcertantes descubrimientos de Le Bon y Burke.

Las concluyentes experiencias del primero, muestran, entre otros
portentos, que los indivisibles é inmortales átomos de Demócrito y
Epicuro son, en realidad, diminutos y colosales depósitos de la
energía dispersa en el universo, la cual en efluvios magnéticos,
emanaciones de distinta índole y explosiones perennes y varias de la
misma naturaleza que la luz, la electricidad ó el calor, abandona las
prisiones del átomo y retorna al éter de donde salió, formando por
tal arte, el maravilloso puente aéreo que una la materia ponderable
á la materia intangible... De este inopinado modo aparece la radio
actividad, que en mayor ó en menor grado poseen todos los cuerpos,
y que es el fenómeno específico de su disociación ó muerte, como el
último suspiro de la materia antes de volver á la nada... Pero, en
verdad, ¿es la vuelta á la nada? ¿la muerte dulce y silenciosa de la
materia indestructible? ¿la substitución del dogma clásico «nada se
crea, nada se pierde,» base de la química y la mecánica, por la fórmula
heterodoxa «nada se crea, todo se pierde»? Sí, desde luego, si el éter
de donde salió la materia y adonde vuelve al fin, siguiera siendo para
nosotros la nada, por escapar á nuestros medios de apreciación; pero
no es probable que siga siendo así. Las grandes fuerzas del universo
son sus manifestaciones. La mayor parte de los fenómenos físicos no son
posibles sin su existencia. Le Bon acierta á imaginarlo, al igual de
la materia, como un milagroso equilibrio de la energía, sólo que móvil
é intangible, «fuente primera de las cosas y último término de ellas».
Lord Kelvin supone que el éter es un sólido dotado de extraordinaria
elasticidad y que llena todos los ámbitos del espacio. Para algunos
físicos, y no de los menos célebres y autorizados, la molécula material
es sólo éter. De todas maneras y como quiera que se mire, el éter es
algo, y lo que resulta del cómputo y coordinación de tantas abstrusas
hipótesis é indiscutibles certezas, es que la materia parece á todas
luces una forma de la energía universal contenida en el éter; que
materia y fuerza son la misma cosa, y que entre el mundo tangible y el
mundo inmaterial no existe ningún abismo. Los efluvios sutiles de la
radioactividad, ni completamente materiales ni completamente etéreos,
participan de las dos naturalezas y unen los dos mundos.

Por su parte, los discutidos y zarandeados experimentos del sabio
profesor de Cambridge, sobre la generación espontánea, hacen, cuando
menos, vislumbrar el misterioso tránsito de la materia inerte á la
materia organizada. Los _radiobos_, los artificiales animálculos
producidos por la acción del radium sobre la gelatina esterilizada,
ofrecen singularísimo parentesco con la materia viviente, y aunque
el rigorismo científico de los institutos les rehuse el carácter de
bacterias, puede admitirse, sin cándida credulidad, que aquellos
semi-organismos, engendrados por un embrujo del hombre, constituyen,
mejor que el cristal, el eslabón precioso que une lo inanimado á lo
animado.

Aún la vida, como el Homúnculos de Wagner, no ha surgido inquieta de
la panza fecunda de las retortas; pero las distancias, tenidas por
insalvables, entre los mundos orgánico é inorgánico que mil analogías y
correspondencias intrínsecas aproximan y confunden, se reducen á cada
nuevo descubrimiento y no tardarán en desaparecer en absoluto, como
van en camino de hacerlo, á la par de los dioses, dogmas y augustas
entidades de la teología y la metafísica, las viejas murallas de la
China y los místicos fosos que separaban celosamente los dominios
linderos del cuerpo y del alma.




ASEGURABA el honestísimo Taine que «las mismas leyes rigen al hombre
y á la piedra del camino». Esta afirmación inaudita y escandalosa en
su época, va convirtiéndose, limada de ángulos y puntas por el uso,
en certidumbre cuasi burguesa ó trivialísima verdad, sobre todo desde
que la síntesis de los conocimientos actuales afirma, implícita y aun
formalmente, el común origen del mundo físico, del mundo orgánico y del
mundo moral. En efecto, á pesar de las travesuras del neo-vitalismo y
las argucias de la metafísica, en lo palpable, en la juridicción de
los hechos susceptibles de un principio, al menos, de demostración,
el avance de las ciencias concurre por vías distintas y múltiples á
destruir las viejas dualidades de la materia y la energía, de lo
inerte y lo animado, de la bestia y del hombre, del cuerpo y del alma,
dividida asimismo, según Pitágoras y Aristóteles, en la Noûs ó alma
pensante é inmortal, y la Psiquis ó alma vegetativa y perecedera. Las
manifestaciones vitales son consideradas por una novísima doctrina que
goza de gran predicamento, como metamorfosis _energéticas_ de idéntico
modo que las demás manifestaciones de la luz ó el calor; otra, no
menos en boga, arguye que la vida parece distinta de la fuerza y el
pensamiento distinto de la vida, porque el análisis no ha llegado á su
sazón aún, y, en general, los sabios proclaman, sin ambages ni miedo á
los inquisitoriales potros, que las piedras _viven_ y _mueren_, que los
metales se _fatigan_, que la materia, aun la más pesada y consistente,
es una cosa animada, velocidad pura, una forma estable de la fuerza;
la vida, un _complexus_ de operaciones físico-químicas de la misma
naturaleza que las que dan origen al _individuo cristalino_, el cual
nace, asimila y se reproduce de un modo casi idéntico á como lo hace
la substancia viviente; la inteligencia, una máquina explosiva de más
rápidos efectos, pero no de distinta fábrica, que la inteligencia bruta
directora de la maravillosa adaptación de los órganos sexuales de
las plantas para ser fecundados por los insectos, ó preparado en el
andar de los siglos, los faros luminosos de los halosauropsis, á fin
de que éstos puedan servirse de sus órganos visuales en los abismos
tenebrosos del mar, adonde no llegan las ondas clementes de la luz...
Todo vive de la misma vida y una es el ánima de toda cosa. Y lo que
más espanta y maravilla es que esa ánima guerrera, esa actividad
creadora y á una mortífera que los físicos descubren en las entrañas
del átomo, los fisiólogos en la célula viva y los psicólogos en los
orígenes del pensamiento, los moralistas, con zozobra y pasmo, empiezan
á columbrarla en el fondo del acto moral y en el corazón de las
sociedades.

Parando mientes en tales hechos, y aun contra las protestas y ascos
de nuestra indignada voluntad, difícil es no caer en la pecaminosa
tentación de atribuir los fenómenos físicos ó morales á la causa
generadora--fuerza, energía ó movimiento--que ya buscaron en sus hornos
tenebrosos los alquimistas medioevales. Llamémosle fuerza, porque
es el término empleado corrientemente en la explicación de todos
los fenómenos. Ella une estrechamente los seres y las cosas como
el hilo de seda las diferentes perlas del collar; ella dirige en la
orquestación del universo, las inverosímiles arquitecturas moleculares
y las construcciones pasmosas del espíritu; ella, finalmente, se impone
cada vez con más tiranía al entendimiento como el _principio único_ del
que serían portentosos atributos por orden cronológico, la materia, la
vida, la inteligencia, el alma...




ESTE monismo archi-materialista, no barruntado por Heráclito en la
remota antigüedad, ni tampoco por Spinoza, ni Goethe, ni el mismísimo
Haekel en los tiempos modernos, traería aparejadas catástrofes
inmensas en el orden moral, y, por añadidura, sorpresas apocalípticas
para nuestro orgullo infanzón de vástagos del Espíritu, así que los
pacientes y sapientísimos varones que exploran la razón de las cosas,
empezasen á descubrir los gérmenes terribles de la fuerza en el alma
blanca de lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero... Acaso va á desarrollarse
ante nuestros ojos estupefactos el grande drama del mundo que, en los
abismos de la conciencia _sublimal_, viene preparándose sigilosamente
desde luengos siglos. Es posible. El aire huele á tormenta. Sea lo
que fuere, lo cierto y lo que está al alcance de cualquier quisque,
á poco de haber rumiado en las aulas algunos desperdicios de ciencia
filosófica, es que desde el naturalismo jonio acá; desde que las
cosmogonías y las éticas pierden su carácter divino y se convierten
en explicaciones naturales del universo y la conducta, los fermentos
activos de la fuerza entran más ó menos secretamente en la composición
de las ideas. El _amor propio_ de La Rochefoucauld, que es, en último
término, una forma obscura y ambagiosa del limpio y franco _deseo
de poder_ de Hobbes; el _derecho natural_ de Spinoza; el _instinto
de soberanía_ de Mandeville, primo carnal del _instinto invasor_ de
Blanqui y de la _fuerza fundamental_ del ser humano de Stirner; el
_interés_ de Helvecio, Bentham y del utilitarismo; el _principio
selectivo_ de Lamark, Darwin y la escuela evolucionista; el _mayor
motivo_ de Spencer y las mismas _ideas-fuerzas_ de Fouillee, y, por
último, la _expansión de la vida_ de Guyau y la _voluntad de poder_ de
Nietzsche, principios más universales de la conducta, tentado estoy
de decir que no son otra cosa, en substancia, que el reconocimiento
teórico más ó menos implícito de la energía _combativa_ que, en la
práctica, ha dirigido los movimientos armónicos ó desordenados del
alma humana.

Pero hay más. De un modo preciso ya el estupendo Heráclito nos advierte
que la guerra es la madre de todas las cosas; Hobbes y Spinoza aseguran
que el derecho natural es el derecho del más fuerte, y Pascal que la
fuerza «es una entidad que no se deja manejar como uno quiere porque
es una calidad palpable, en cambio que la justicia es sólo una calidad
espiritual de la que se puede disponer caprichosamente», de lo que
deduce que «no pudiendo hacer fuerte lo justo, se ha hecho justo lo
fuerte»; Vaunenargues afirma «que todo se ejecuta en el universo por
la violencia», formulando antes que Darwin, como ya lo había hecho
Lucrecio en la antigüedad, la ley de la lucha por la vida, «la más
absoluta é inmutable de la Naturaleza»; Helvecio, cortando por un
inopinado atajo del humanitarismo, á la manera de tantos apóstoles de
los ideales fraternos, como Prudhon que acierta á ver en «la _dignidad_
la cualidad altanera que empuja al hombre á la dominación de los otros
hombres y á la absorción del mundo» ó Anatole France, quien con su
sonrisa bondadosa nos dice que «vivimos de la muerte de los otros»,
pronuncia esta diamantina sentencia: «La fuerza es un don de los
dioses. Armándote de esos brazos membrudos el cielo te ha declarado su
voluntad. Huye de estos lugares, cede á la fuerza ó combate», bellas y
crueles palabras, hijas del mismo numen inspirador que hace ponderar
á Kant los efectos saludables del antagonismo, de la discordia y del
_deseo insaciable_ de posesión y de mando, y deja caer de los verídicos
labios de Carlyle las duras é inmaculadas perlas de su idealismo
altanero y señoril: «La fuerza bien comprendida es la medida de todo
mérito; toda realidad durable es justa porque demuestra su acuerdo con
las leyes eternas de la Naturaleza; el derecho es el eterno símbolo
de la fuerza». De modo que el derecho y la fuerza son idénticos, la
realidad es la verdad, «la cosa fuerte es la cosa justa»; lo cual
induce, como la _Idea_ de Hegel, de la que toda realidad es un momento,
á la glorificación del hecho, á legitimar la _misión histórica_ de los
maestros alemanes y las _aplicaciones prácticas_ de Bismark; á concluir
con Strauss que «la Necesidad es la Razón misma» ó con Nietzsche que
el derecho es un legado de la Fuerza, y el Bien y la Verdad, formas
antiguas de ella.

Con estas trazas é invenciones desaparecen no sólo del mundo moral,
sino también del mundo lógico, todo principio divino ó racional,
toda evaluación humana que no sea una cristalización maravillosa
de la Fuerza, la _tabla de valores_ ideales que por necesidad y
utilidad un grupo dominante de hombres supo imponer á otros grupos y
que después se erigen en dogmas, en verdades religiosas, en reglas
morales. De donde se infiere rigurosamente que las reglas morales, las
verdades religiosas y los dogmas, no son otra cosa, en el fondo, que
transformaciones y prolongaciones utilitarias de la Fuerza.




MAS, pasando de las ideas al gobierno del mundo y práctica de la vida,
los glorificadores de la fuerza, el éxito y el valor--entre los que
se podría incluir sin menoscabo en medio de Maquiavelo, Stendhal y el
famoso conde de Gobineau, al dulcísimo Renán,--tienen precursores tan
remotos y venerables como los sean Heráclito y Lucrecio en el terreno
de la especulación filosófica. Mejor que Hobbes, el viejo y curioso
Calicles, nos da un modelo acabado de doctrinas ultra-aristocráticas
é individualismo razonante y feroz, que muy bien pudieron inspirar
el imperialismo seleccionista de Darwin y Spencer; el imperialismo
_apolónico_ del profesor alemán; los evangelios políticos del gran
Federico y de Bonaparte, y hasta el paradójico «Crimen considerado
como una de las bellas artes», de Tomás de Quincey, pues ya el
representante de la aristocracia jónica en uno de los más famosos
Diálogos de Platón, veía en el crimen, antes de Weiss, quien asegura
«que es hermoso un hermoso crimen», ese elemento de heroísmo y belleza
reconocido siempre por las multitudes en las fechorías y desmanes
de los bandoleros famosos. Y es que antes de los glorificadores de
la fuerza vencedora, el corazón fué siempre devoto de ella. En la
admiración secreta, vergonzante, pero profunda que, á pesar de nuestros
arrechuchos humanitarios, nos inspira el egoísmo avasallador de
Bonaparte, las cínicas dobleces de Bismark ó la ferocidad del bello
Borgia, á quien muchos delicados artistas llaman con delectación
el divino, existe una aceptación tácita de los derechos inhumanos
del gorila más membrudo; una consagración íntima de lo que es
_naturalmente_ legítimo, y, al mismo tiempo, una incoercible simpatía
que en vano tratamos de disimular, hacia las reivindicaciones de la
naturaleza, muy semejante á la que nos mueve, mal nuestro grado, á
perdonar las faltas y hasta los dolos y crímenes que como un bandido
romántico suele cometer Eros, contra el orden consagrado por el
artificio de las leyes.

Esta simpatía entusiasta y cariciosa, que hunde sus profundas raíces en
lo inconsciente del alma popular, se hace visible en las mitologías,
afabulaciones divinas de las fuerzas naturales; fulgura como la
lumbre del encendido carbón, en las sonantes estrofas de poetas
épicos y cancioneros, quienes glorifican, sin sospecharlo, en el
coraje y la belleza dos maravillas ó embrujos del mismo _daemon_ que
dispone sabiamente las alas para el vuelo y los pies para la carrera;
y transciende de un modo manifiesto en las leyendas de las edades
heroicas, donde, sin subterfugios, imperan los hombres de más grande y
duro corazón: _les bêtes de proie hiperboreens_, los _eugénicos_, los
hombres de presa, en fin, nacidos para dominar, tenaces é indómitos en
los cuerpo á cuerpo con el Destino, pero á la vez los más obedientes
y aptos para acatar, sin interrogarlas, no las leyes eternas de Dios,
como diría Carlyle en su lengua inspirada, sino de la Naturaleza, de
la Vida, de la Fuerza, que es lo divino en el universo confuso que al
hombre le es dado penetrar y comprender.

Y he aquí, acaso, el secreto del amor instintivo é irresistible del
alma, por todo lo que triunfa, domina y prevalece.

Es la dulce cautiva, enamorada siempre detrás de los barrotes de su
prisión del terrible y hermoso caballero que la hizo prisionera.

El prestigio de los héroes, grandes capitanes, profetas dulces ó
ceñudos y hasta de los dioses, nace de que unos y otros, aunque de
distintas maneras y en diferentes grados, aparecen revestidos á los
ojos de las multitudes con los atributos marciales de la Fuerza, que
son los de la Divinidad. Un Dios que no opera milagros para mostrar su
poder, no goza de buena salud. Por eso, sin duda, los artistas de la
Grecia adivina y reveladora, ponían el rayo en las manos de Zeus y en
las de su hija Palas, la diosa de la razón, una lanza y un escudo...
Los héroes y los dioses son tanto más grandes cuanto más osados y
terribles. Diríase que el Alma, la cautiva lánguida y suspirante, no
reconoce ni se deja seducir por otros atributos ni prestigios que los
de la Fuerza, y de ahí que los invoquen y se vistan con ellos, desde
los emperadores de férrea armadura hasta los caballeros andantes que
ostentan en el escudo el cisne de Lohengrin, todos los que pretenden
atraerla, seducirla ó dominarla.




CONSIDERANDO el extraño é íntimo parentesco de lo divino y de la
Fuerza, se ofrece al espíritu una inquietante conjetura que, á ser
verdad, podría resolver por modos no pensados, grandes misterios y
terribles antinomias. Si el último término del análisis de la materia
es la fuerza, como parecen probarlo muchas hipótesis, y, sobre todo,
las curiosísimas investigaciones de Le Bon; si la vida y la muerte no
son otra cosa que las perpetuas transformaciones de ella; si á sus
misteriosas reacciones deben los mundos la existencia y estabilidad
en el espacio infinito; si ella es la razón única de todas las cosas,
de donde todas salen y adonde todas vuelven, puesto que todo sale del
éter y todo retorna á él, y, finalmente, si la condición de la vida
y del pensamiento es la lucha sin reposo, el ejercicio de la fuerza
obedeciendo á la suprema armonía de sus propias é infalibles leyes, la
Fatalidad de los vates, la Inteligencia de las religiones y la Razón de
los filósofos estuvieran contenidas en el alma infinita de la Fuerza;
el mundo mismo fuera su emanación, lo cual explicaría que todas las
cosas participasen de la naturaleza combativa de aquélla, y en el trono
de la divinidad usurpadora se asentaría radiosa y triunfante la virgen
señuda y de duro corazón. La Fuerza sería Dios y Dios un hombre y una
hechura de la Fuerza...




LO terrible de esta sacrílega conjetura es que tiene todos los visos
de la turbadora verdad que ya los griegos, maestros en toda clase de
intuiciones, vislumbraron en la naturaleza y en el alma humana. Sus
dioses fueron la _divinización_ ingenua y encantada de las fuerzas
naturales, y también de la fuerza invisible de que ellos se sentían
depositarios. El Dios de las religiones monoteístas, producto más
complejo de la alquimia mental, pero no de distinta esencia que las
divinidades paganas, podría ser muy bien la reducción de éstas á
una sola, ó de otro modo, la _diosificación_ de la fuerza total,
anunciada por tantos pensadores, que dicta sus sabias leyes al mundo
de la materia, la vida y el entendimiento. Fuera de que todas las
divinidades se decoran y engalanan con los fascinantes atributos del
poder, cual si hicieran impensadamente gala y ornato de su terrible
linaje, en el limo milenario de las creencias primitivas quedan como
restos fósiles, indicios indelebles de las necesidades fisiológicas y
de las razones utilitarias que seguramente determinaron, en la cándida
aurora del mundo, la formación de las religiones y las morales.

En la dura infancia de Atenas, Esparta y Roma, la religión, que
absorbía todos los poderes para cumplir mejor el grave cometido que el
instinto vital la confiaba secretamente, pudo mostrarse, como lo afirma
Fustel de Coulanges, extraña ú hostil á los intereses y conveniencias
de la sociedad y del Estado, sobre todo cuanto estos intereses y
conveniencias no eran consonantes con los que ella defendía ferozmente,
como una loba á sus cachorros. Mas en época ninguna se mostró la
religión hostil ó extraña, en realidad, á los intereses de la Vida.
Las instituciones y leyes de la ciudad fueron implantadas porque la
religión lo quiso, no por razones de utilidad civil, es cierto; pero
no es menos cierto que la religión lo quiso precisamente porque eran
cosas útiles. Los intereses divinos siguen las evoluciones de los
intereses vitales, como la sombra ligera los movimientos del cuerpo,
y si, por cualquier causa, no lo hacen pierden su valor y degeneran
en prácticas ociosas. En las mismas páginas de «La Cité Antique»
no es difícil empeño el constatar hasta qué punto la organización
religiosa de las sociedades, estudiadas por el sesudo y experto Fustel
de Coulanges, obedecía á fines altamente utilitarios. El carácter
sacerdotal del padre y el culto de los muertos, unían estrechamente las
generaciones. Cada hogar era un templo donde se acumulaba y mantenía
religiosamente, de padres á hijos, la fuerza del pasado. Agrupados los
miembros de la familia alrededor del humilde altar en el que ardía en
mansa dulcedumbre la leña sagrada, sentíanse herederos y tributarios
de la llama viviente de que el fuego sacro era símbolo, y robustecían
unánimes, en el mismo culto, las virtudes domésticas conservadoras de
la preciosa célula social que atesoraba los gérmenes de la humanidad
futura. Los dioses Lares la protegían celosamente, y el cerco sagrado
de Términus barbudo aislábala de los extranjeros y de toda influencia
extraña al culto familiar y por lo tanto corruptiva y deletérea.
Luego, al unirse las familias en curias y tribus para constituir la
ciudad, nacen los dioses y las reglas morales que protegen á ésta,
facilitan la unión de los elementos que la componen y crean las
costumbres y prácticas religiosas menos hostiles á la plebe, sin fuego
sagrado en el hogar, vale decir, sin antepasados ni religión. Los
Lares y Penates se transforman entonces en divinidades nacionales. Más
tarde, cuando las perentorias urgencias ambientes piden y reclaman
que se fundan los grupos humanos y dilaten los estrechos límites de
la ciudad, los dioses crueles se humanizan y abren los anquilosados
brazos á los recién venidos. Por último, llegado el solemne instante
de la comunión de los pueblos, preparada laboriosamente, mucho antes
del advenimiento del cristianismo, por los discípulos de Pitágoras,
Anaxágoras, Zenón, los sofistas y los poetas de ideas contrarias á las
divinidades nacionales y propicios al cosmopolitismo del cerebro y del
corazón, aparece el Dios único, que no rechaza hosco al extranjero, y
une en amoroso abrazo á los hombres de todas las clases y patrias. Pero
esto era precisamente lo que necesitaba la evolución de las sociedades.

Diríase, observando el carácter protector de las religiones y las
morales, que unas y otras no tuvieron más objeto que el de establecer
la supremacía y favorecer la supervivencia, en un momento preciso de
la historia, del grupo más rico de savia vital é ilusión favorable
á la conservación de la especie, formando para ello con los dogmas,
reglas, virtudes, cilicios y disciplinas el caldo de cultura moral,
digámoslo así, en el que la misérrima, aunque dominante colonia humana,
pudiera absorber mejor los jugos de la vida. Es por este orden de
ideas que, sin mayor audacia, puede aseverarse, no sólo que el bien y
la verdad son dos formas antiguas de la Fuerza y el derecho un legado
de ella, sino que Dios mismo, bueno ó malo, cruel ó piadoso, guerrero
ó pacífico, según los momentos, es una manifestación prodigiosa de la
voluntad de los hombres.




CUÁN otro hubiera sido el destino de las religiones sin el terror de
la muerte, poeta brioso y fantástico de las fábulas olímpicas; cuán
desprovisto de encanto sin el misterio de las cosas; cuán deleznable
sin las amenazas de lo ignoto, sin la urgente necesidad de darle un
nombre á las energías creadoras del misterioso universo para ajustar
á sus leyes la conducta y prolongar la existencia! De ahí que los
mandamientos de Dios, aun los más crueles, sean conservadores de la
Vida y al modo del instinto vital, servidores humildes de ella. Lo
divino se ofrece así á los ojos atónitos como un _substratum_ de
las leyes de la materia... Ya se ha visto como en las entrañas de
las doctrinas espiritualistas, existen barruntes reveladores de la
identidad de lo divino y la fuerza, y común origen de la materia y del
espíritu--Bruno ya anunciaba que Dios es la fuerza que se transforma
en todas las cosas, sin dejar de ser siempre una y siempre la misma
en sí,--y como la evolución filosófica tiende á un monismo absoluto,
materialista y prosaico, que por juzgarlo enemigo de la ilusión humana
y ayuno de toda grandeza, causa la desesperación de los obstinados
irrealistas y provoca las líricas cóleras de ese ente radioso y obtuso
que se llama el poeta...

Con eso y con todo, el tal materialismo, que penetra el pensamiento
contemporáneo, sin curarse de las declamaciones sonoras y huecas
con que se gargarizan los eternos ilusos, lejos de desesperanzar á
los hombres, como pudiera creerse, al destruir implacablemente sus
fantásticos sueños, podría resolver, por el contrario, lo que se
consideraba eternamente irreconciliable y antagónico: la pugna de la
Fuerza y la Razón, y las irreducibles antinomias del interés y del
altruísmo, del individuo y de la sociedad, de la bestia y del hombre;
las crueles antinomias, en una palabra, de nuestras aspiraciones
subjetivas y las realidades indestructibles del mundo.

Apoyándose en algunas verdades indiscutibles, que no están en
desacuerdo con los postulados de la experiencia, como las morales
espiritualistas y los dogmas antropocéntricos, tal vez pudiese el
instinto vital componer un nuevo brebaje de ilusión, que haría
reverdecer las fértiles praderas de la esperanza en el alma aridecida
de los hombres. Para ello bastaría desentrañar los elementos sociales
que lleva en su seno, como la áspera corteza la sabrosa pulpa, el
principio selectivo, cruel y destructor, que es la enjundia y el alma
de diamante de la Fuerza y de la Vida. En vez de desoír las _voces
secretas_ y los _eternos mandatos_ de la diosa inexorable y revelarnos
contra ellos, oponiéndoles, ¡pueril intención! las leyes falaces de
un universo ilusorio, en el cual no creemos ya, sería más digno de
una acendrada sabiduría someterse y convertir por un sortilegio de la
voluntad, en bien obediente y utilizable, el mal fiero é indómito, que
burlándose de falsas autoridades y falsos reglamentos, voltea nuestros
castillos de naipes ó nos acecha airado en todas las encrucijadas de la
vía dolorosa. Sólo así pudiera ser que la planta de estufa de la moral,
hundiera sus endebles raíces en la tierra firme, dando al aire libre
flores y frutos, y que el Derecho, la Razón, la Justicia no fueran,
sin la superstición del creyente, puras entelequias, ídolos grotescos,
fetiches irrisorios, sino expresiones reales y legítimas de lo divino
natural, reconocido y acatado por la inteligencia del hombre.

Á pesar de la pobre condición humana y miseria del mundo, no parece
imposible elevar sobre las ruinas informes del idealismo de Platón,
del que derivan no sólo las grandes falsificaciones que _consisten en
anteponer las ideas á las actividades, á los hechos de fuerza que las
crearon_, sino en anteponer la razón mística á la razón física, y en
ponerle á ésta la máscara de aquélla, no parece imposible, repito,
elevar un templo grandioso, construído con los materiales del planeta,
y donde, convertidas en ilusiones posibles y realidades futuras,
pudieran recogerse y esperar las Quimeras y Utopías, antaño acariciadas
como un lenitivo á sus males, por la humanidad doliente y ensoñadora.

Existen razones, cada vez más pertinaces y sugestivas, para darnos á
pensar que la Fuerza no es tan antagónica á las asiáticas esperanzas
humanas como Apolo y Jesús, por motivos ocultos, nos lo han hecho
creer. Puede afirmarse sin loca temeridad, que su inteligencia y su
razón se acuerdan más con el genio de la especie y son, en definitiva,
superiores á la razón é inteligencia del Espíritu. Prueba irrefutable
de ello, es que este audaz aeronauta termina infaliblemente las ideales
excursiones por el cielo azul,

                     «que no es azul ni es cielo»

cayendo en los pantanos más cenagosos de la necesidad; mientras que el
culto de la diosa omnímoda, al absorber en los robustos pechos de la
Naturaleza el néctar y la ambrosía del olimpo, se diviniza, rematando
fatalmente, ora en la práctica ora en las doctrinas de sus pontífices
más materialotes ó más románticos, en la religión de la Vida, y de
una vida intensa, heroica, plena, desbordante de espléndida robustez
y hermosura, por predominar en ella el instinto de grandeza sobre la
dicha del mayor número y el nivelamiento común, enemigo ambagioso
ó declarado de toda superioridad y aun de la vida misma, de los
pensadores devotos del humanitarismo.

Sería curioso y acaso útil, escudriñar y descubrir las necesidades
éticas y las reacciones contra-sentimentales que determinaron la
concepción del heroísmo en la historia y la filosofía. Schlegel y Tieck
echaron las basas; Hegel, Schopenhauer y los historiadores alemanes,
desde Ranke y Mommsen á Sybel y Treitschke, le dieron forma concreta
y positiva, y luego cumplido remate Carlyle y Nietzsche. Á pesar de
su abolengo en apariencia idealista y hasta místicos componentes, el
culto del héroe, del genio, del hombre histórico ó providencial y, en
fin, del superhombre, es no sólo aristocrático como la Naturaleza,
donde todo es diferenciación y jerarquía, sino á la par de ella,
tan contrario á la moral de la razón razonante como á la moral del
sentimiento, puesta de moda por el infelice Juan Jacobo y de la que
arrancan, según muy encumbrados pensadores, el romanticismo en política
y literatura: dos formas del espíritu de rebelión, de la sensiblería
caprichosa y la hemorragia de la palabra, que llevan entre las flores
de trapo de los idealismos ornamentales los venenos sutiles de
flaquezas, disoluciones é iniquidades sin cuento.




PARECERÍA incomprensible que en este mundo, donde reina el más tiránico
determinismo, y donde los fenómenos se subordinan los unos á los otros
sumisamente, las quimeras y los romances, de libertad igualdad y
fraternidad, imaginados por un _héros lâche et délicat_, hayan ejercido
tan misteriosa acción sobre los hombres, si no fuese cosa averiguada
que éstos adoran los discursos, fantaseos y dulces damiselas que más
los engañan, adulan y fascinan. Y el mísero y glorioso Rousseau,
es el fascinador más grande que, después del Nazareno, ha visto la
humanidad: «un maestro de ilusiones y un apóstol de lo absurdo», como
dice alguien con crueldad, pero no sin exactitud. Él amó ardientemente
á los desheredados de la fortuna; clamó contra los poderosos, aun
cuando se holgaba en su compañía y comía su pan; sufrió á la vista
de todos, los dolores de la inteligencia, del orgullo, de la carne
flaca, y comunicó á todos también sus rencores, despechos y fiebres de
reparaciones sociales y dicha universal. Fué el novelador de la Utopía
y el arquitecto lógico de un sueño de poeta. Por eso ha sido y será el
eterno revolucionario y el eterno ilusionista. Su poder de encanto y
seducción, calor comunicativo y contagiosa locura de bondad y virtud,
es para la conciencia lo que para el Deseo el dulce é irresistible
canto de la sirena. Fuera preciso no tener sensibilidad humana
para escuchar sin embriaguez, los persuasivos y cálidos Discursos,
_Rêveries_ y Confesiones que se dirigen artera y directamente, no al
cerebro, sino al corazón, al orgullo, á los apetitos que robustecen las
ansias legítimas, en suma, de placer y dominación. Nuestras flaquezas
están de su parte, sus debilidades de la nuestra: por eso ha reinado
y reinará. Y he aquí lo estupendo: salvo la sana aspiración hacia la
dicha y el imperialismo democrático que ocultan las frases fraternales,
la dolorosa experiencia de los pueblos proclama que todo es falso en
las doctrinas que han hecho sacudir á la humanidad en tan violentas
convulsiones y preparan al presente otros y acaso más terribles
sacudimientos para el porvenir. Falso que el hombre sea bueno por
naturaleza; falso que nazca libre é igual á los demás hombres; falsa la
fraternidad y las utopías sentimentales basadas en el desconocimiento
absoluto de la fisiología humana.

¡Pero qué importa!

Precisamente lo que ha hecho que el rousianismo arraigue y viva
en la inteligencia y el corazón de la humanidad, no obstante sus
contradicciones y pueriles fundamentos, es que en vez de ser una
grande verdad es una grande ilusión. Lo imperecedero de él son sus
errores. Gracias á ellos, y no á su substancia lógica, hase convertido
en verdad popular, en injusticia, en esclavitud. Á tal punto que, sin
quererlo, el observador de los tiempos que corren se pregunta, rugando
la pensativa frente, si el verdadero libertador de los ilotas, el
destructor del último ídolo y de la última tiranía no será acaso el que
asesine la Libertad...




LA moral de la Fuerza, velada hasta ahora á los ojos humanos, pero
presente en el mundo, no admite del desorden anárquico, ni la mentira,
ni el error, ni las contumaces falsificaciones del espíritu, porque la
Fuerza, ó por otro nombre, la razón física, es lo que es y no puede
menos de ser; lo que triunfa fatalmente, la condición única y suprema
de las realidades, y lo que establece en toda suerte de cosas una
indestructible jerarquía, un orden divino, al que nadie ni nada escapa,
ni aun la razón mística, que viene á ser así como la loca de la casa de
la otra y universal razón.

Un escolástico, Duns Scot, maravillado, sin duda, por las
manifestaciones disfrazadas, pero reconocibles para el ojo profundo
de esta mecánica inteligente que rige en el universo, preguntábase
atribulado por heréticas vislumbres y afanes prolijos, si la _materia
no pensaba_, tan armoniosas y de buen concierto le parecían su
estructura y combinaciones. Y el inefable Maeterlinck, iluminando el
alma obscura de las cosas con las sutiles claridades de su misticismo
adivinador, sospecha que las ideas se les ocurren á las flores ni más
ni menos que á nosotros. «Ellas tantean, dice, en la misma noche;
encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad en el mismo
ignotus. Ellas conocen las mismas leyes y las mismas decepciones,
los mismos triunfos, lentos y difíciles. Parece que tuvieran nuestra
paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma
esperanza y el mismo ideal», y considerando el esfuerzo inteligente
y formidable de las flores, los inventos ingeniosos, los prodigios
de imaginación, las industrias de que se valen para convertir en
mensajeros de sus aromados suspiros y fecundos besos á los insectillos
y las brisas, y unirse á los amantes lejanos é inmovibles, burlando
el cruel destino que las ata al suelo; reconociendo, en fin, la
suma de voluntad y pensamiento que anima la vida heroica de la
flor, deduce que «no hay seres más ó menos inteligentes, sino una
inteligencia esparcida á todo; una suerte de fluido universal que
penetra en diversos grados, según que sean buenos ó malos conductores
del espíritu los organismos que encuentra. El hombre sería hasta aquí,
sobre la tierra, el modo de vida menos resistente á ese fluido que
las religiones llamarían divino. Nuestros nervios aparecerían como
los hilos por los cuales se esparciría esa electricidad sutil. Las
circunvoluciones de nuestro cerebro formarían, en cierto modo, las
_bobinas_ de inducción, multiplicadoras de la fuerza de la corriente;
pero ésta no sería de otra naturaleza ni provendría de otro origen, que
aquella que pasa por la piedra, los astros, la flor ó el animal.»




SÍ; podría aseverarse muy bien, no sólo que la materia _piensa_, sino
que su pensamiento es infalible. Todo hecho, todo suceso es una forma
de él, una manifestación autoritaria de la razón física, á la cual la
conmovedora é incurable locura de los hombres, ya hemos dicho que se
empeña en oponer la razón mística, que es en realidad una creación
y una servidora de aquélla, del mismo modo que los instintos y las
pasiones. Los devaneos, fantasías, caras á las veces, y briosas
imaginaciones de esta razón que vive de prestado, perduran, resisten á
la muerte y son cosas animadas y verdaderas, mientras sirven solícitas
los firmes designios de la razón madre, donde encuentran su razón
de ser todas las formas de lo corpóreo y lo intangible. Son como
las floraciones y galas mudables de un árbol eterno. He ahí por qué
las verdades, las religiones, las aspiraciones humanas envejecen y
caducan; y he ahí por qué, al modo de los insectos, cuyo destino fugaz
y radioso es el de depositar los huevos en el seno protector de la
tierra y, asegurada su descendencia, morir, la bondad, la virtud, la
razón de una época parecen ó son sacrificadas al dar á luz la razón, la
virtud y la bondad de la época que sigue. Así las duras virtudes del
paganismo, fueron destruídas sin piedad por las _piadosas_ virtudes
cristianas, y éstas que alguien llama con ternura melancólica _les
vertus délaissées_, empiezan á marchitarse, sofocadas por las soberbias
vegetaciones del culto de la Vida, que brotan en toda la tierra,
muestran las encendidas flámulas de sus floraciones tropicales en todos
los horizontes y principian á enseñorearse del paisaje moral visible á
los ojos humanos.

Como la antorcha que simboliza la vida en las fiestas panateneas,
la antorcha del espíritu pasa de mano en mano. Las superestructuras
cambian. Las verdades transitorias, las mentiras saludables de que se
nutre un instante la humanidad, perecen así que ésta agota el jugo
vital que aquéllas atesoraban. Lo inmutable, lo eterno es la voluntad
de vivir, que trabaja oculta en los antros más profundos de las almas,
como un gnomo prodigioso, que produce maravillas y opera milagros,
escondido en las concavidades misteriosas de la tierra.




MAS el respeto de la Vida, que sale de los laboratorios é informa el
pensamiento moderno, se infiltra en las religiones y obra sobre las
costumbres con el renacimiento de los deportes atléticos y el amor
de la acción, nace, mirándolo bien, de la metafísica de la fuerza. Ó
de otro modo, el triunfo de la religión de la Vida es la implícita
consagración del culto de la Fuerza. La moral de esta última, á pesar
de la terca y enconada oposición de nuestros ideales del momento,
aparecerá triunfante como un sol que rompe las nieblas matutinas,
cuando se desvanezcan del todo en la conciencia humana los espejismos
que tergiversan el valor de las cosas é invierten las reales y eternas,
aunque á veces imperceptibles jerarquías, de la razón universal. La
diosa de voluntad diamantina no herirá entonces los sentimientos más
caros de los hombres, ni aparecerá á los ojos de éstos como una deidad
maléfica, como un genio enemigo, sino al revés, como el ángel protector
de los huevecillos dorados, que ponen en el nido tibio del alma las
ilusiones favorables á la existencia... Si todavía rechazamos con
fiera indignación sus verdades infalibles, trágica hermosura y grande
justicia, á la que empero, quieras que no, ignorándolo ó á sabiendas,
se someten todas las cosas, es porque nuestra razón y sensibilidad de
invernáculo no se acuerdan con las leyes que rigen fuera de él; es
porque ignoran que su propio crecimiento va á romper presto los vidrios
que las protegen de los soles enfloradores y las nieves esterilizantes
y que será preciso aclimatarse ó perecer; es porque no conocen su
pristino origen, ni saben que sólo son las pintadas y efímeras
mariposas en que se transforma una porción diminuta de la fuerza eterna
é inconmensurable.




ESTE convencimiento vago, que gana poco á poco las conciencias más
quisquillosas y aun los ingratos cerebros en que la leche del saber se
agria y cuaja en ñoño sentimentalismo, traerá aparejado, al decantarse,
un cambio radical en la apreciación de las acciones y excelencias
humanas. La victoria del más fuerte no parecerá ignominiosa como hasta
aquí, sino altamente justa y saludable porque será, en un momento dado,
el triunfo de lo más vital, de lo que sirve mejor el único propósito
discernible en las intenciones confusas de la Naturaleza. Es la
voluntad de existir y dominar. Reconocida la fuerza como el elemento
divino, generador del universo; establecido el idéntico abolengo é
ilustre prosapia de la Razón y la Necesidad, del _Factum_ y de la
idea triunfante; en resumen, de lo que domina y se impone material
ó espiritualmente, la conciencia humana enriquecida por definitivas
nociones de lo real, dilatará los horizontes de su concepción ética,
teniendo por primera vez, una vislumbre justa del Bien y del Mal
absolutos.

Y aquí daría principio el reino de lo divino natural. Cada excelencia
sería una irrefragable manifestación de él. Las criaturas, las cosas,
las almas, se graduarían en la escala de la vida por la cantidad de
_virtud_ que almacenasen. Lo pequeño no podría ser lo grande, como
acontece para burla y escarnio de nuestra pobre inteligencia; ni lo
débil lo robusto; ni las aspiraciones más nobles serían precisamente,
por una estupenda inversión de valores morales, las que más deprimen
y amengüan la voluntad de ser. Las superioridades, las verdades, los
triunfos se impondrían sin demostración, por sí mismos, por el hecho de
existir. Y las antinomias de lo que es, y de lo que debía ser, de lo
objetivo y lo subjetivo, á causa de las cuales tantas inquietudes han
atenaceado al hombre, acabarían por reconciliarse para siempre en el
regazo maternal de la grande razón.




FORMIDABLES testas han acometido la singularísima aventura de echar
los cimientos de la fábrica moral, no en la voluble razón del
espíritu, sino en la firme razón de la materia, volviendo por tal
arte á poner sobre sus pies á la humanidad aburrida de _la parada de
cabeza_ hegeliana. Pero únicamente el amable pensamiento de Guyau
intentó poner de acuerdo la moral de la fuerza con nuestra moral; la
expansión de la vida y los instintos interesados y agresivos, con
el amor de los otros y el desinterés. Y aunque, á decir verdad, los
sentimientos expansivos y nobles que cita para descubrir la faceta
social de la criatura humana y probar que «la vie comme le feu, ne se
conserve qu'en se communiquant», sólo son modalidades del _instinto
de soberanía_, instinto que por medio del amor ó del convencimiento
tiende á ocupar más espacio en el alma ó la inteligencia de los otros,
no es menos cierto que tales manifestaciones de la superabundancia de
vida entrañan, en su propia intensidad, un principio altruista que
transforma el despliegue de la fuerza en lo que llamamos sentimientos
generosos ó expansión hacia las demás criaturas. Más aún. El poder
ergotizante del filósofo-poeta partiendo de la expansión de la vida
como elemento activo de la conducta, llega no sólo á resolver la
afligente antinomia de lo individual y lo social, sino á establecer á
la manera del viejo idealismo, la supremacía del espíritu, precisamente
porque éste realiza el máximum de _intensidad extensiva_, es decir, de
fuerza dominante.

Una argucia ó vuelta de grupas de la misma índole, da nacimiento á
la moral de las ideas-fuerzas de Fouillee, la cual, por otra parte,
se apoya en hechos, en realidades y no en soportes religiosos ó
metafísicos. «Las fuerzas, dice, en acción en el mundo ó en nosotros,
cualquiera que sea su naturaleza intrínseca, concluyen por concebirse
en nuestra conciencia y al concebirse transformándose en ideas, juzgan
lo real, lo modifican, se convierten en ideas-fuerzas.» No por arte,
pues, de birlibirloque, sino por las vías naturales de la experiencia,
llega el representante del idealismo francés á fabricar como Guyau,
con substancias materiales, los útiles productos de la _voluntad de
conciencia y el persuasivo supremo_. En su tozudo afán de establecer
la acariciada superioridad de la inteligencia, el neo-idealismo
contemporáneo hace muchos de estas sorprendentes excursiones al arsenal
de Dionisos. Como Anteo para criar nuevas fuerzas, vese obligado Apolo
á sentar los divinos pies en la tierra. Sólo que después de cada
nueva adulteración y embrollo, queda más claramente dilucidado lo
que podría llamarse el origen material del espíritu y la naturaleza
agresiva de las morales. Las ideas son transformaciones de fuerzas;
las ideas-fuerzas, como tales, no pueden establecer su imperio en los
dominios de la conciencia sin lucha, ni extenderse al exterior sin
combatir ni dominar.




LA larga y laboriosísima evolución de las morales interesadas ó
fisiológicas, de las que desaparecen poco á poco los elementos divinos
y luego las substancias espirituales á medida que la inteligencia
humana se nutre y enriquece de conocimientos positivos, termina
después de la grande revolución de Darwin en la ciencia y de Spencer
en la biología, en el osado intento de Nietzsche y Guyau de construir
el noble edificio de la moral sobre los formidables cimientos de la
fuerza, para darle á la conducta humana una base inamovible y en
armonía con las leyes del universo.

Por otra parte, la reacción de los hebreos contra toda aristocracia,
continuada por el cristianismo, los ideólogos y los _hombres sensibles_
del siglo XVIII, hasta florecer espléndidamente en los inmortales
principios de la gran Revolución, remata luego de acicalarse con
los ensueños, quimeras y utopías sociales de los discípulos de
Jean-Jacques, en el determinismo económico de Marx, explicación
materialista de la historia, de la que el Oro, el heredero legítimo de
la fuerza en las sociedades, es el principio generador.

Esta doctrina, antagónica del _état pensant_ que vive fuera del Taller;
este socialismo científico, destructor de lo que llama con enojo y
desprecio un discípulo de Marx la _disociación ideológica ó irrealismo_
de la cultura greco-latina, traduce en luchas sociales por la riqueza,
el mando y la dominación del mundo las aspiraciones sentimentales de
los humildes que antaño pretendieran establecer, en ebriedad generosa,
el reino de Dios sobre la tierra.

Acontece, pues, que de un modo ó de otro, por vías ocultas ó visibles,
las actividades humanas concentran en el dominio los fuegos de la
voluntad, y resuelven en opresiones y tiranías los idealismos más
desinteresados y puros. La fuerza tiende á ejercer su imperio porque
es la fuerza; la vida tiende á dilatarse porque es la vida. El tiempo
descubre infaliblemente, los principios activos de la conducta
humana, que son idénticos á los de toda la actividad universal. En
vano es desvirtuar con metafísicas mixturas su naturaleza combativa y
dominadora. Los hechos muestran la garra felina. La trama y el reverso
de los variados tapices de la historia, enseñan que un estado social
es una cristalización de la violencia, y que las reacciones contra él,
aun las más idealistas, terminan fatalmente en otras cristalizaciones
sociales autoritarias y opresoras. Los sistemas de gobierno, las
morales, las religiones mismas--propugnáculos y murallas que acaso
no tienen otro objeto que proteger la conquista económica,--obedecen
á esa ley universal, porque lo universal son las transformaciones de
la fuerza que constituyen á su turno los módulos de la vida. Ved el
cristianismo; la religión del amor, la piedad y el desprecio de los
bienes terrenales. Cuando deja de ser un reptil subterráneo, sale
de las tenebrosas catacumbas de Roma, quema vivos á los herejes,
provoca mil guerras y persecuciones y oprime al mundo en un abrazo
de mortal amor. Los desheredados, los miserables, los enfermos; la
escoria de la sociedad, los oprimidos, en fin, pasan á ser opresores,
desplegando en sus luchas por la dominación un celo apasionado y
cruel, una ferocidad implacable, un furor divino que, no saciándose
con el odio y la persecución de los infieles y dañados, inventa
sutiles razones y refinadas torturas para aprisionar y atormentar á
su antojo el alma temblante de los adeptos. La Revolución, la gran
Revolución, luego de cometer mil horrendos crímenes en nombre de la
Libertad, termina en las tiranías de Robespierre y Napoleón. El reino
de la Razón, resulta la locura trágica del Terror. La eterna paz,
guerra sin fin. Después... las indestructibles jerarquías vuelven á
establecerse con otras etiquetas. Á los privilegios de la nobleza
suceden los privilegios de la burguesía; la aristocracia del dinero á
la aristocracia de la sangre; el derecho burgués al derecho feudal;
la tiranía del número á la tiranía del rey, y la fementida fórmula en
que se resumen los Inmortales Principios y los Derechos del Hombre,
no inspiran más respeto, ni tienen más virtuosidad en el frontón de
los edificios públicos, que los versículos del Corán en los muebles
moriscos de los bazares exóticos. Pasada la tromba niveladora, en el
interior de Francia los hombres y las clases se separan y ocupan el
puesto que les da su valor social, como los líquidos de densidad
diferente se gradúan por su peso si dejan de ser agitados. En el
exterior, la revolución que acariciara el pretencioso intento de
suprimir las fronteras y establecer la patria universal, acierta sólo
á instituir el principio de las celosas nacionalidades y la formación
de las repúblicas americanas, donde las diferencias y las aristocracias
sociales se acentúan más cada día, á pesar de las leyes democráticas
que las rigen. Así que sus fuerzas expansivas lo reclaman, el pacífico
y modesto país de Washington, se convierte en la patria altanera é
imperialista de Roosevelt, por las mismas razones y de idéntico modo
que la poética Alemania de los claros de luna, de la _grechens_ y del
imperativo categórico, en la utilitaria y temible nación de Bismarck y
la filosofía de la historia.

De hecho, pues, aunque encubierta por disfraces varios, que reclamaban
las necesidades subjetivas del hombre, no libertado aún de las
tiranías de la finalidad ni de la sed de lo infinito, el reinado de
la fuerza no ha dejado jamás de existir en las sociedades salvajes ó
cultas. Las firmes columnas de su trono, son las leyes mismas de la
vida. Sea la primordial de ésta el _deseo de poder_ de Hobbes, ó la
lucha Darwiniana, ó la _voluntad de dominación_ de Nietzsche, ó la
_voluntad de conciencia_ de Fouillee, ó la _expansión de la vida_ de
Guyau, ó _la vida creadora_ de Bergson ú otra ley no formulada aún por
labios mortales, el hecho brutal de la Fuerza triunfante surge del
disforme vientre del caos; anida en el alma de todas las cosas, de
las religiones, de las filosofías y del amor mismo y es así como el
fuego sacro del universo. Nadie, ni cosa alguna, escapa al imperio de
la terrible divinidad, en cuyo calificado y pomposo cortejo figuran
humildemente, los dioses del olimpo y los gusanos de la tierra.




ES un bien ó un mal? En todo caso es una indestructible realidad,
contra la que, al punto á que han llegado las nociones positivas de las
cosas, no cabe ni conviene revelarse. ¿Qué hacerle? Las atenuaciones
de la cultura idealista y las virtudes cristianas, que fueron en un
principio indispensables para corregir la virulencia del egoísmo
nativo y contrarrestar los abusos naturales, pero anti-sociales de los
poderosos, á fin de hacer posible la vida común, parecen hoy nocivas
á las sociedades caducas, excesivamente domesticadas y cuyos apagados
ardores para la acción y la lucha piden más bien enérgicos revulsivos.
Las nuevas disciplinas morales tratan de dárselos; obedecen á una alta
necesidad. ¿Qué sería de los hombres y los pueblos que practicasen
el desinterés, el desprecio de los bienes materiales, en esta época
en que la superioridad económica entraña todas las otras? Las viejas
virtudes han perdido su poder. Fuerza es reconocerlo. El exhausto é
inane espiritualismo confiésase impotente para forjar una nueva ilusión
favorable á la vida. Las mentiras saludables, que en otra hora fueron
propicias al instinto vital para producir los espejismos encantados que
le daban á la existencia una razón de ser y la marcaban imperiosamente
un derrotero, no tienen hogaño ninguna virtud activa. La ciencia
condena implacable las aspiraciones subjetivas é ilusiones metafísicas
en pugna con las verdades é hipótesis que ella establece fríamente, sin
piedad y sin rencor. La humanidad provecta, curada de locura juveniles
y ansiosa de bienes reales, no cree en los campos elíseos del edén ni
en los místicos jardines del alma; prefiere las prosaicas dichas que
satisfacen, sin las torturas de la _mala conciencia_, su apetito de
carne, su sed de vino.

Perdida la ilusión fastuosa del Paraíso y de toda finalidad
transcendente, sin excluir la del superhombre, las actividades y
aspiraciones humanas van, como al caer la tarde las dispersas ovejas
al redil, hacia la religión de la Vida, elevada y cruel en aquellos
pensadores que, aceptando los principios selectivos de la Naturaleza
como necesarios á la evolución progresiva, quieren la vida bella y
dura como el diamante; rastrera y fecunda en los que, rechazándolos y
desdeñosos de toda excelsitud, aspiran sólo honestamente á la dicha
común del mayor número.

Es la antigua y luctuosa guerra del aristocratismo y del plebeyismo,
llevada sin embozos ni trapujos, al campo de honor de los intereses
materiales, donde las categorías idealistas pierden sus múltiples
y engañosos matices y se resuelven en deseo de poder y lucha por
la riqueza entre los poseedores y los desposeídos. Los primeros,
individualistas ó no, sin exceptuar á la clase pensante, que tan
sospechosa y antipática va pareciendo á los trabajadores, son los
menguados descendientes, pero que llevan aún en la sangre la pimienta
del heroísmo, de los jefes, hombres providenciales y cazadores
forzudos delante del Señor que guiaron á los pueblos en su aurora;
los segundos, solidaristas ó ácratas, son los ensoberbecidos vástagos
de la turbamulta pasiva y rebañega, convertida en pueblo soberano
por la fuerza del número. Su oposición es la oposición de la parte
caduca del pasado señoril, sibarita, ensoñador, guerrero, y el
presente científico, pacifista, práctico, laborioso. Del choque nace
el antagonismo y la anarquía de las ideas contemporáneas; las trágicas
luchas sociales y el drama íntimo de las conciencias: antros obscuros
donde á ciegas riñen guerreros con sotana, señores vestidos de harapos
y mendicantes que ostentan valiosas plumas en los sucios y miserables
chambergos.

El espíritu clásico, razonante y finalista, que reconoce un principio
divino y la supremacía de la inteligencia sobre el _querer_ y el
_poder_ para la bella ordenanza del mundo, fué siempre amante de
las jerarquías bien establecidas, del orden, de la autoridad, de la
sumisión á la regla; pero al mismo tiempo, por exceso de cultura
literaria, es irrealista, picotero, iluso y, en suma, debilitante, ya
que perpetúa con el desinterés y el altruísmo, un engaño, una mentira,
un espejismo peligroso para las energías viriles de la inteligencia
y del alma. Á las veces por sensiblería y razones de justicia
convencional, de esa justicia compuesta con toda suerte de productos
artificiales en las aulas de los ideólogos, pica en democrático y
humanitarista, pero en el fondo, si deja hablar su _instinto profundo_
es un adorador de la fuerza idealizada--como corresponde á quien ha
nacido con el alma gran dama y el espíritu gran señor,--y acata las
copetudas excelencias y aristocracias morales que ella establece á
su capricho, de la misma manera que el espíritu moderno, un tanto
macarrónico, á pesar de su ciencia, cree únicamente en la fuerza real y
respeta sólo las superioridades de hecho y las aptitudes que se imponen
por su eficacia y utilidad inmediatas.

Entre las brillantes, dispendiosas y desinteresadas virtudes de
los humanistas, causa eficiente ayer de poderío y hoy de flaqueza,
puesto que llevan al renunciamento, crimen monstruoso ahora como fué
antes decantada virtud; y las industriosas y batalladoras cualidades
necesarias á las naciones para no ser vencidas en la contienda
universal, no cabe pacto ni conciliación. Es la lucha de dos mundos;
uno que nace, otro que muere; es la lucha inevitable y eterna de la
tradición conservadora y la educación revolucionaria como dicen los
fisiólogos y que constituye el fenómeno de la vida lo mismo en la
naturaleza que en las sociedades.




LA discordia que la antigua sabiduría creyó suprimir entre los hombres,
sin barruntar que con ella hubiese desaparecido la existencia misma,
ofrece nuevas flores y nuevos frutos en cada grado de la civilización.
Son las novísimas formas de la cultura, las modalidades del progreso,
las manifestaciones de la vida. Cuanto más avanza ésta, más se complica
y refina la lucha no sólo entre los hombres, sino entre las ideas,
sentimientos é instintos de cada hombre. Lucha entre el ideal y la
realidad, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual y
lo social, entre el capital y el trabajo, entre los opresores y los
oprimidos, entre los que nacieron marcados con el signo radioso de la
voluntad dominadora y los que vinieron al mundo llevando en el cuello
el collar infamante de los esclavos.

Y en toda suerte de cosas, el triunfo, temporario siempre, es de
aquello que interpreta mejor, en un momento preciso, los propósitos
impertérritos é incontrastables de la razón universal.

La cuestión social que actualmente nos atribula, se resolverá como
todas las otras: por el dominio de los fuertes sobre los débiles. El
comunismo evangélico, soñado por ciertas órdenes religiosas y que ha
tenido sus últimos destellos en el misticismo anárquico de Tolstoy;
la Edad de oro de los utopistas del siglo XVIII y la _Federación
universal_ de los libertarios modernos; los ideales colectivos, por
decirlo todo, punto extremo de la Economía que pretende organizar la
sociedad, vale decir la producción, científicamente, es muy posible
y aun probable que puedan arraigar en la áspera corteza del globo.
Mas ello no será porque los consabidos ideales sean justos, según
nuestra universitaria justicia; no por las razones sentimentales que
á todos nos impulsan á revelarnos contra lo que el instinto social,
desarrollado por el influjo del ambiente humano á expensas del
egoísmo nativo, llama iniquidades sociales, vías ocultas acaso de
una justicia suprema; sino porque la evolución económica llega á un
punto culminante y preciso en que «la producción colectiva reclama la
repartición colectiva», y, sobre todo, porque siendo las necesidades
pecuniarias las primeras que hoy es necesario satisfacer para vivir
tanto material como moralmente, fuerza es que arrastren mayor número
de almas y tengan más grande influjo sobre las sociedades que el
aristocratismo idealista, cuyos principios eficientes, cuasi místicos,
no pueden ser impulsores sino de las naturalezas muy cultivadas y
finas. Y he aquí otra prueba palpable de la relatividad y miseria de
las presuntuosas verdades salidas de la testa del hombre. Una simple
modificación de las circunstancias ambientes, vuelve las tornas de
los valores humanos: las cualidades excelsas truécanse en causa de
inferioridad y los ineptos de ayer se convierten en los aptos de hoy.

No; la sociedad no ha sido nunca ni será en el porvenir la obra santa
del Bien, de la Justicia ni del Derecho, sino el engendro diabólico del
instinto vital dominante, ó como quiere Marx, el producto de la lucha
de clases, engendrada, según él, por la evolución de los intereses y
que determina, por añadidura, el proceso de la historia entera. Es la
parte cierta, salvo ligeras restricciones, del socialismo científico ó
criticista, que muy poco tiene que ver con las utopías sentimentales de
Rousseau, del cura Meslier y de los ideólogos, ni con las componendas
burocráticas y fiscales ó _utopías de los cretinos_, ni con otras
formas pueriles del _socialismo vulgaris_ de que nos habla el docto
Labriola. Muy acertadamente dice Marx: «El modo de producción de la
existencia material, determina generalmente el _processus_ social,
político é intelectual de la vida. No es la conciencia del hombre
lo que determina su manera de ser, sino, al contrario, su manera de
ser social, lo que determina su conciencia. El cuerpo creador se
crea el espíritu como una mano de su voluntad», diría Zaratustra.
«La producción primero, agrega por su parte Engels, y en seguida el
cambio de los productos, forman la base de todo orden social. Esos
dos factores determinan, en cualquier sociedad dada, la distribución
de las riquezas y, por consiguiente, la formación y las jerarquías de
las clases que las componen. Esto sentado, si queremos encontrar las
causas determinantes de tal ó cual metamorfosis ó revolución social,
será preciso buscarlas, no en la cabeza de los hombres, ni en su
conocimiento superior de la verdad y la justicia eternas, sino en las
metamorfosis del modo de producción y de cambio, en una palabra, no en
la filosofía, sino en la economía de la época estudiada.»

Estos razonamientos pedestres son la antítesis del vértigo de las
alturas, agria voluptuosidad de las excursiones metafísicas, pero
producen la reconfortante impresión de la tierra firme después de
un largo viaje marino ó una ascensión aerostática. Por fin los
fenómenos sociales pueden explicarse positivamente, sin echar mano
de sutiles recursos: son las apariencias, las superestructuras de
la evolución económica, la cual provoca la formación y la lucha de
clases y ésta, á su vez, la enmarañada urdimbre de la historia. La
ineficacia de las disciplinas idealistas en los sucesos del mundo, que
tan hondos lamentos arrancó á Renán, queda explicada claramente. El
modo de producción y de cambio, sometiendo á su influjo plasmante las
manifestaciones todas de la vida social, crea el bien, la justicia y el
derecho de cada época, que no son otra cosa, en último término, que «la
expresión autoritaria de los intereses que han triunfado», y dicta las
relaciones de los hombres que sólo son, en substancia, «relaciones de
producción, correspondientes á un período dado del desenvolvimiento de
sus fuerzas productivas».

Aun no ha llegado el momento, ni llegará acaso nunca por falta
de documentación histórica precisa, de explicar, por medio del
determinismo económico, los mitos, las religiones, las morales como
ha intentado hacerlo incauta y puerilmente Lafargue. Mas ciertos
hechos indiscutibles, aducidos con grande copia de comentarios por
la escuela marxista, y la observación, constatada, en general, de
que las efervescencias y revoluciones humanas obedecen, en el fondo,
á causas económicas visibles ú ocultas, legitiman las pretensiones
del materialismo histórico y permiten interpretar, en conjunto, una
gran parte del pasado. Y si bien se considera, hasta los más ayunos
de doctrina, pueden comprender, con un poco de buena voluntad, que
siendo las necesidades materiales las más hondas y urgentes, debieron
de inspirar en todo tiempo las metafísicas, retóricas y reglas de
conducta favorables á su satisfacción; y que siendo el espíritu así
como la sombra del cuerpo ó de la necesidad, las estructuras sociales
se explican más acabadamente por la economía de cada época que por sus
engañosos espejismos mentales.

Antaño podían abrigarse dudas sobre la veracidad de tal afirmación,
que á muchos ingenios, y no de los más romos, hubiera parecido
descabellada: hoy no cabe hacerlo. El trabajo formidable y fatal de
los fermentos económicos se ha hecho visible en la edad moderna, cuya
morfología empezamos á conocer íntimamente, sin que nublen los ojos
veladuras idealistas ni misterios divinos. La transformación completa
de las sociedades por la manufactura comercial, la grande industria
y el capitalismo, no dejan al respecto ni asomos de dudas. Más que
_espíritu_ precipitado parece el mundo condensación de egoísmo. En
el Manifiesto Comunista, y, sobre todo, en las luengas páginas del
Capital, admirables de análisis y lógica, muestra, con muy concertadas
razones, el pontífice del socialismo científico, cómo los nuevos modos
de producción y las fuerzas expansivas del comercio rompieron las
servidumbres, privilegios y relaciones patriarcales del mundo feudal
para dar origen al reino de la finanza y la grande industria, y cómo
el agrupamiento de obreros en las usinas y talleres para colaborar en
el mismo producto, ó en otras palabras, cómo la producción colectiva,
mina al presente los fundamentos de la _apropiación individual_,
ó lo que es lo mismo, de la sociedad capitalista; roe sus soportes
político-jurídicos y trata abiertamente de imponer los códigos
comunistas y la repartición colectiva que corresponden á aquella
producción. De modo que, por la fuerza de las cosas, se efectuará,
según los arúspices socialistas, la muerte de la sociedad burguesa,
fundada sobre «la odiosa explotación del hombre por el hombre», y el
advenimiento ansiado y glorioso de la sociedad idílica, en la que
«el libre desenvolvimiento de cada uno, será la condición del libre
desenvolvimiento de todos.»




DULCES anuncios, capaces de tonificar la desmayada esperanza en el
edenismo terrestre, si no los hiciera sospechosos el endiablado
parentesco con las amables sofisterías de Jean-Jacques y la hueca y
rimbombante fraseología jacobina! Sin duda, hay mucho de verdadero
en la abstrusa tesis marxista; pero las conclusiones y aplicaciones
prácticas, como engendros del espíritu de sistema, intención pueril
de hacer entrar las realidades en los angostos casilleros de la
abstracción, parécenme sobrado artificiales y, á la postre, ingenuas.
Se comprende, sin grande esfuerzo, el papel principal y decisivo
de la lucha económica en la historia del mundo, y que la sociedad
comunista suplante á la sociedad burguesa, como ésta misma suplantó
á la feudal en el gobierno de los hombres, cuando lo pidieron las
leyes de la producción. Lo que es más difícil de digerir, á pesar de
los jugos gástricos de la dialéctica marxista, es cómo ha de impedirse
la formación de las clases sociales y el antagonismo de ellas, aun
en el caso de suprimir, lo que es ardua empresa, la lucha económica,
causa presunta de los males que afligen á la sociedad, pero al mismo
tiempo causa cierta también del proceso histórico de las sociedades.
Sin la lucha económica, se dice, y lo que es su consecuencia, sin
la lucha de clases, desaparecerían los privilegios burgueses, las
desigualdades inicuas, la dominación de los pobres por los ricos.
Mas para lograrlo, hace falta la destrucción de la propiedad--que es
un robo, según reza el resobado aserto de Prudhon,--del capital, del
comercio, de la libertad, y, en fin, de las desigualdades naturales,
porque si éstas subsistieran en cualquier forma, las odiosas jerarquías
se establecerían nuevamente y con ellas el predominio de unos hombres
sobre otros. Luego hace falta para la organización científica de la
humanidad, organización destinada á concluir con la guerra de los
hombres y la anarquía capitalista, no sólo la igualdad civil, sino la
igualdad económica, sin la que, la primera y aun la democracia misma,
es un puro fantaseo, y por añadidura la igualdad moral, intelectual,
todas las igualdades. Y como la lucha entre los hombres existiría
aún, mientras hubiera ambiciones y egoísmos, habría que suprimir los
egoísmos y las ambiciones, ó lo que es igual, habría que suprimir la
vida misma. Es un punto de contacto curioso entre los ascetas y los
comunistas de todos los tiempos. Cómo las cerezas, que en tirando de
unas vienen las otras detrás, las enormidades traen las enormidades.
Es lo que acaece cada vez que la inteligencia, olvidando que es la
servidora del instinto vital, se lanza á construir castillos de
abstracciones, en guerra abierta contra la física del alma y la lógica
infalible de las realidades.

Muchas y muy serias objeciones cabe hacer á la concepción marxista
del dinero, de la mercancía, del capital, y más aún, á las tendencias
fatalmente niveladoras y utópicas de la doctrina que está en vísperas
de desquiciar el mundo burgués. Pero hay algo en que nadie ha parado
mientes y que se me antoja realmente imperdonable en el sesudo Marx:
es la incomprensión del valor _divino_ de la moneda, después de haber
comprendido su valor fisiológico, digámoslo así, en el desarrollo
orgánico de las sociedades. Y, sin embargo, á lo que se me alcanza,
sólo admitiendo que el Oro es el _substratum_ social de la voluntad
de dominación y que como tal, se crea la ética que le conviene, es
que podría aseverarse que la filosofía y las instituciones son las
superestructuras de la economía, como lo afirman, sin empacho, Marx
y Engels; sólo reconociendo, con estoica resignación, que el Oro es
el signo de la diosa guerrera, creadora y destructora de la sociedad,
y por lo tanto el acicate del deseo de poder, es que puede resultar
cierto, ya que todos los brotes del carácter son obra de aquella, que
la lucha de clases sea la historia del mundo, como el planeta, la vida,
el hombre y el pensamiento mismo son el producto maravilloso de una
lucha sin tregua ni fin.




DE modo, pues, que la Federación Europea del sueño feérico y prosaico
á una de Hipólito Dufresne, no se realizará por otros medios que los
empleados hasta ahora por las clases triunfantes para consolidar sus
conquistas y establecer su dominio; ni eliminará la vitanda lucha
entre los hombres, aunque suprimiera la lucha económica; ni los
libertará de esclavitudes fatales; ni por el hecho de equilibrar los
bolsillos, nivelará los cerebros y las almas. La sociedad futura,
en donde el gobierno de las cosas reemplazará al gobierno de las
personas, gobierno técnico y pedagógico, reino ecuánime y omnímodo de
la ciencia, que podría terminar como el reino de la Razón, prepara ya
en las sombras los instrumentos de tortura y diseña las jerarquías
del nuevo imperio. En el altar de la diosa Igualdad, á los pies del
ídolo populachero, empiezan á depositarse, como costosas ofrendas,
las suspiradas libertades y los derechos sagrados por los que
ardorosamente combatió la humanidad, tan presto ilusa como desengañada.
El nivelamiento común, hecho al rasero de lo más inferior; la pobreza
forzada y el trabajo obligatorio, fundamentos fatales de la nueva
organización colectivista, sobre relajar, como la ética cristiana, los
resortes de la voluntad, matando el interés y el egoísmo, y producir
la degeneración y envilecimiento de la criatura humana, dividiría la
sociedad en dos ejércitos: uno de funcionarios, la nueva aristocracia,
y otro de trabajadores, el nuevo proletariado, sin peculio, ni
esperanza de obtenerlo ni libertad de procurárselo. El Estado, con
este ú otro nombre, pensaría por todos, obraría por todos, acumularía
las magras riquezas que nadie tendría interés verdadero en producir,
porque «el hombre puede amar á su semejante hasta morir, pero no hasta
trabajar para él», como asegura el mismísimo Proudhon. Y aquellas
riquezas serían repartidas luego, según lo entendiera una plaga de
administradores, interesados, como es natural, en quedarse con la
mejor parte. Los odiosos privilegios de las aristocracias, le serían
conferidos al Estado forzosamente; á la omnipotencia de los mandarines,
seguiría la omnipotencia del _monstruo frio_, más absoluta aún; y á
la anarquía capitalista, otras anarquías, otras pasiones invasoras,
otras ambiciones feudales, otros egoísmos acaparadores, otros
intereses egoístas, otras formas de la Voluntad, en conclusión, la
que suministrando secretamente los materiales para todas las sociales
construcciones, y pasando al través de todas las cribas de la lógica,
seguirá trabajando, como hasta aquí, la masa humana, por la guerra de
todos los instintos é intereses: el camino de perfección más corto y
cierto quizá, para llegar prontamente á los movimientos ordenados y la
armonía que, en medio de una lucha colosal, reina en la Naturaleza.




EL esfuerzo trágico de la humanidad por acordar las leyes del universo
á los deseos ardientes del corazón, no puede menos de terminar un día
por la obediencia y adaptación humildes del corazón al universo. Mas
ello será, á todas luces, el franco y decisivo advenimiento de la moral
de la Fuerza. Falta saber quién obedecerá mejor sus reglas inflexibles:
si el darwinismo social y el idealismo nietzsquiano, sacrificando las
generaciones presentes á las futuras, las masas á los aristos, y los
débiles y lacerosos á los robustos y viriles para embellecer á la
humanidad y llegar al superhombre, ó el piadoso humanitarismo, luchando
bravamente contra la crueldad de la Naturaleza y de los hombres
de rapiña, á fin de asegurar la vida y el bienestar de todas las
criaturas, sin excluir á los tristes depositarios de la fealdad, vileza
y degeneración humanas.

Ambas sendas son lóbregas, temerosas y llenas de incertidumbres. Á
cada paso surgen como fantasmas, dudas torturantes. ¿En virtud de qué
ley, ya que el mundo, según todas las apariencias no tiene ningún fin
racional ni le es dado á la razón imponérselo, puesto que ella misma
ignora adonde se dirige; en virtud de qué ley, repito, el presente, la
única realidad sabrosa é indiscutible, será sacrificada á un futuro
brumoso y metafísico, al modo que antaño los bienes terrenales á las
promesas celestes y las dichas quiméricas del otro mundo? ¿Es posible
que el genio de la especie ó los mismos mandatos de la diosa fiera,
le impongan á la humanidad aquel cruento deber? ¿Cabe esperar una
nueva concepción religiosa de la vida, semejante á la gran ilusión
cristiana, ó un ideal neo-romántico que surja del descreimiento como la
pintada mariposa del gusano vil? Por otra parte, ¿el triunfo probable
de las utopías socialistas, en pugna con la sapiente crueldad de la
Naturaleza, no será efímero y, en resumidas cuentas, dañoso para el
alma? ¿La relajación del egoísmo y los resortes del querer, fatales en
un organismo social que suprime el instinto de dominación concentrado
en el Oro y al propio tiempo la lucha de clases, signos de salud y
robustez, no traerá aparejadas la decadencia, la podredumbre y, á
la postre, la explosión de otros egoísmos, tanto más viles cuanto
más hipócritas? ¿Cuando el globo sea harto pequeño para contener
holgadamente á la Federación Universal, el hombre impulsado por las
duras necesidades de la existencia, no tornará á ser el enemigo y el
cazador del hombre? ¿Y reduciendo tanta duda y zozobra á lo esencial:
la razón frívola y voluble puede reducir los apetitos y servirnos de
rodrigón, siendo ella misma la esclava del deseo, la víctima de los
sentidos y la proyección de la necesidad, ó es más seguro ombráculo
y guía el egoísmo integral, lobo hambriento convertido en pastor del
rebaño?

He ahí los arduos problemas en que se ejercitarán en adelante la
ciencia finita y la paciencia inagotable de los sociólogos. Lo visible
por el momento, para todo aquel que no tenga telarañas en los ojos,
es la lucha de los egoísmos, los cuales cambian de formas, pero no
de esencia, y la invariable é irresistible propensión de las clases
á dominar. Siempre fué así, aunque los hombres lo ignorasen á veces,
pero hoy es así con pleno conocimiento del hecho erigido en ley.
Poderosos y humildes glorifican la violencia y pugnan por ejercerla,
espiritualmente los unos, positivamente los otros. Los héroes de
Carlyle, las bestias de presa hiperbóreas de Nietzsche, los _eugénicos_
de Lapouge, los dolicocéfalos de los antropólogos, los idealistas
anárquicos al modo de Gourmont, los individualistas de cada época
celosos de su yo, y, en fin, los ungidos de los dioses de todos los
tiempos, tenderán fatalmente á apoderarse del mundo y hacer de la vida
«quelque chose de fou et de divin». Los pobres braquicéfalos, los
humildes _marchands de marrons_, los débiles poseedores del triste _don
de las lágrimas_, los que nacen esclavos de sí mismos antes de serlo
de los otros y suman sus abulias para fabricarse una voluntad, los que
practican la moral del caracol que esconde los cuernos para que no se
los rompan, y, en resumen, los hijos espirituales de Rousseau y Marx,
formarán la turbamulta, sin freno religioso que la domine y ávida con
toda razón, de justicia social, calma, goces y bienes materiales. Los
unos defenderán con las uñas y los dientes sus conquistas económicas
y con ellas los privilegios del Poder y la alta cultura; los otros
pugnarán por destruir las murallas de la construcción capitalista y
asaltar los castillos de puentes de oro guardados por los monstruosos
dragones de Mammon. Al pie de aquellos se librarán las grandes batallas
del porvenir.

El signo de los tiempos presentes, y lo que puede servir al pensador
de tela de juicio para presagiar los partos del futuro, es que la
dicha y fortaleza buscadas por los hombres continua y afiebradamente
en las religiones, filosofías y morales, á sabiendas ó no, impulsados
ya por el instinto materialote, pero seguro, ya por la razón vaporosa,
pero inconstante y falaz, las esperan hoy del _jugo del planeta_ como
á la riqueza llama un filósofo idealista. Inútil es indignarse...
literariamente, á la manera de los fraseadores de oficio, grotescos
alucinados cuyo destino lamentable es el de vivir confundiendo
eternamente las vejigas con las linternas. Aquella verdad salta á
los ojos indiferente, inconmovible, indestructible. Antes, pues, de
prorrumpir en anatemas, tan furibundos como vanos, y adoptar indignadas
y teatrales actitudes, será bien preguntarse si no existen poderosas,
superiores y aun metafísicas razones para que así sea, y si, todo
bien pesado y medido, no es más saludable que sea así. Hase dicho que
el anhelo íntimo y la porfiada voluntad del corazón humano, no es la
ventura, sino la dominación, no la paz, sino la guerra, y que ésta
sola da vado á los instintos invasores de aquél y le sirve á una de
hito y resorte propulsor. Aun pensadores de legítima cepa rousoniana,
reconocen contritos la índole batalladora del excelso antropoide, y
loan la violencia como una excelente é insuperable disciplina moral.
Y el Oro es el habitáculo misterioso de la voluntad de dominación
de los hombres y los pueblos. Como tal, merece el respeto de las
cosas sagradas. Esta consideración les brinda, aun á los espíritus
más delicados y ansiosos de soluciones transcendentes, la filosófica
ocasión de purificarse de añejos prejuicios y reparar una grande
injusticia. Y si á tal consideración se agrega el convencimiento de
que la lucha económica transporta por artes mágicas al seno de las
sociedades, las condiciones ambientes del medio natural, satisfaciendo
con esa estupenda industria, los instintos más _profundos_ y _sanos_ de
la especie humana, acabarán de disiparse las últimas nieblas del craso
error, y hasta los peor dispuestos comprenderán, sin asomos de dudas,
por qué «la riqueza es moral», como decía Emerson; por qué «la riqueza
es la ocupación de todos», como asegura el puro Gladstone, y por qué
«el comercio gobierna al mundo», según afirma el amillonado Carnegie.




                             SEGUNDA PARTE

                          METAFÍSICA DEL ORO




UN «veneciano del estilo»--como Peladán llama pintoresca y
acertadamente á Saint Victor, quien figura entre los contadísimos
escritores que tuvieran de la significación de la Riqueza y la Finanza
algunas exactas vislumbres--dice con su verba briosa, gallarda y
más rica en valores subjetivos de lo que comúnmente se cree: «Si la
Economía política tuviera sus poetas, éstos podrían cantar el largo y
duro martirio que ha sufrido el Dinero antes de llegar á la dominación
de la tierra.»

Todas las instituciones é industrias humanas pasaron por largos
cautiverios y terribles pruebas, antes de enseñorearse del mundo.
Basta observar las múltiples metamorfosis, penurias y malandanzas
del más humilde arte, comercio ó práctica añeja, para percatarse de
las infinitas depuraciones que sufren las cosas en los hornos de la
alquimia social, antes de merecer la aprobación solemne de la Vida.
Pero el martirologio de la Riqueza, desde el pobre capital inventivo
del _homo Mousteriensis Hauveri_, hasta el acumulado en su castillo de
las «Mil y una noches» por el mago de Menlo Park; las torturas de la
Finanza, desde los morosos cambios de armas, especias, maderas olorosas
y productos raros de países remotos, hasta las vertiginosas operaciones
bursátiles actuales; desde las sitibundas caravanas de camellos que
ponían en contacto, tal cual vez, á los pueblos comerciantes, hasta las
serpientes de metal y monstruos marinos que ponen en circulación las
mercancías de las ciudades y aldeas, y por medio del tráfico las une
á todas entre sí más íntima y estrechamente que pudieron hacerlo la
sangre ó la religión, no tiene igual. La historia de Mammon es la más
aventurera y dramática de la historia de los dioses. Las maldiciones
divinas y los anatemas humanos, llovieron sobre él. Crueles flagelos
ensangrentaron sus robustos lomos de palestrista. Sus devotos fueron
en toda la redondez de la tierra perseguidos, execrados ó expoliados
siempre como representantes típicos del egoísmo y enemigos natos de la
fraternidad. Y en el fondo, los sacerdotes y ascetas ocupados en la
gran falsificación idealista, no se equivocaban: navegantes osados,
astutos mercaderes, usureros voraces poseían los secretos del lucro,
de la dominación y tendían, como los grandes capitanes por medio de
las armas ó los sofistas por medio del discurso, á acaparar y oprimir.
Los peligros de los mares ignotos, los azares de las rutas inciertas
y temerosas, las luchas del comercio les afinaba la inteligencia y el
sentido de lo real, robustecía los músculos en mil peliagudas gimnasias
y hacía de ellos concurrentes temibles, y como tales, odiosos. Eran
como los fermentos del mal en la levadura del pan eucarístico; los
depositarios vulgares de la _fuerza interior_, que según Ferrero,
«obra continuamente en las disposiciones intelectuales y morales de
los hombres», y los obliga en cada época á crear nuevas riquezas é
ideas, y á destruir los estrechos casilleros de las viejas costumbres,
en que no encajan ya, ni sus apetitos ni sus ambiciones. Esa fuerza
interior misteriosa, que otros nombraron antes, sin conocer su esencia
ni explicarse su papel, fluido divino, voluntad, instinto vital, lo
inconsciente, formas y derivaciones, en suma, más ó menos complejas y
sutiles de lo que los modernos mecanistas llamarían acaso la energía,
es la que se concentra en el Oro, aunque no se den cata de ello Marx y
Engels al hacer de las luchas económicas el principio generador de la
historia...

Con aquellos mercaderes, entraban y se hacían cada vez más
preponderantes en las colmenas humanas, las substancias explosivas de
las revoluciones sociales: las ambiciones de gozo, lujo y dominación,
que Tito Livio, el viejo Horacio y Séneca en Roma, como antes en
Grecia Theognis, Aristófanes y Platón tuvieron y condenaron por
corruptoras, puesto que destruían los usos y sentimientos consagrados
por innúmeras generaciones; pero que el mundo moderno, necesitado
de actividades productoras y constante transformación, se inclina á
considerar, en conjunto, como elementos generadores de progreso, á
causa, precisamente, de que despiertan los apetitos dormidos, espolean
las energías y son venero de producción de riquezas y renovaciones
saludables, sin lo cual, es cosa sabida, que las sociedades consumen
sus ahorros y declinan fatalmente.




LAS virtudes tradicionales de los pueblos pobres y austeros, virtudes
destinadas á flaquear como la inocencia paradisiaca de nuestros
primeros padres al pie del Árbol del saber, no habían terminado su
cometido y tenían algo que pergeñar aún, cuando los factores económicos
hicieron su irrupción bárbara y empezaron á modelar á su antojo y
abiertamente las sociedades. En secreto lo habían hecho siempre, porque
siempre los hombres riñeron por un trozo de _pescado crudo_, cocido
ó en salsa. Pero los antiguos no podían reconocer de buen talante el
advenimiento oficial de Pluto, del dios revolucionario, que amenazaba
destruir las instituciones civiles y religiosas, y á la par de ellas,
los privilegios de las aristocracias seculares. Era «el vencedor,
cubierto de sangre y que arrastra en su cortejo triunfal, un rebaño
de vencidos y esclavos, encadenados á su carro de guerra.» Llegaba
produciendo mil cataclismos y desquiciándolo todo: destruía las viejas
jerarquías, libertaba á los esclavos, ennoblecía á los plebeyos,
envilecía á los nobles y daba pábulo á mil actividades desconocidas, á
mil costumbres nuevas y á una nueva mentalidad. No hay sino considerar
las reformas de Solón y Servius, para darse cuenta de la magnitud de
las revoluciones sociales que siguieron á la aparición del dinero como
Majestad en Grecia é Italia, cinco ó seis siglos antes de nuestra era.
Aun resuenan, repercutiendo de edad en edad, los lamentos é invectivas
de los poetas contra la _confusión de razas_ que traía consigo las
bodas de los nobles arruinados con las plebeyas adineradas. Entonces,
como en la magnífica corte del Rey Sol, como ahora, hubiérase podido
repetir en ciertas ocasiones la graciosa y cínica frase de madame
de Grignan disculpando á su hijo de haberse casado con la rica
heredera de un _fermier_: «las mejores tierras necesitan, de tiempo
en tiempo, un poco de abono». La riqueza empezaba á conferir los
rangos y las dignidades en la sociedad y hasta en el ejército, como
antes la religión y la sangre. Un personaje de Eurípides, á quien
le preguntan de qué origen es cierto sujeto, contesta: «Rico, son
los nobles de hoy». Y lo eran de fijo, los plutócratas que sabían
enriquecer las ciudades con el comercio y defender las riquezas en los
campos de batalla; lo cual no fué parte á impedir que los Polibios y
Cicerones lamentasen acerbamente la relajación de los lazos sociales,
la perversión de las costumbres, el lujo, la molicie, la gula, la
avaricia, y, más tarde, las sangrientas luchas, terminadas á veces por
terribles hecatombes y degollinas, entre señores y esclavos, patricios
y plebeyos, ricos y pobres, en fin, con que se inicia el reinado del
dios que había de ser luego tan amante de la paz. Séneca, moralista
estoico, no exento, sin embargo, de concupiscencia ni codicia, clamaba
airado: «Es el dinero que revoluciona los _forums_, que precipita las
turbas hacia los tribunales, que arma á los hijos contra sus mayores
y fabrica los venenos; por él los reyes roban, matan y, á fin de
descubrirlo entre las ruinas, destruyen ciudades que largos siglos de
esfuerzo levantaran».

Resistiendo á su influjo, en apariencia funesto, aun sin traer á
colación los horrores de la guerra, pues que destruía las augustas
construcciones religioso-militares, los moralistas defendían el
patrimonio social, la civilización propia contra las invasiones de
los bárbaros que pretendían imponer la suya. Por razones fáciles de
comprender, sólo percibían los miasmas deletéreos que la riqueza
produce al estancarse y que es como el exceso del bien, semejante,
en cierto modo, á los excesos no menos malsanos de la cultura, la
moralidad ó del arte. La economía política y la ciencia social estaban
por nacer, y la severa Clio en pañales no había descubierto todavía los
genios que presiden el misterioso trabajo de las civilizaciones, ni las
leyes que rigen la producción y el cambio de las riquezas, verdaderos
sístoles y diástoles del corazón del mundo. Á esto será bien agregar,
que el hijo de Jasión y la blonda Demeter, «engendrado en una tierra
tres veces labrada», no producía entonces, como ahora, el desarrollo
de tantas actividades benéficas. Las hechuras de Pluto, las ambiciones
voraces, aparecían como contrarias al orden social establecido y la
tranquilidad de las clases dirigentes; las voluntades que, endurecidas
y afiladas en el comercio y la industria, iban derechas á dominar,
incomodaban y constituían una amenaza, un peligro: no eran fraternales,
traían la discordia, la guerra y contrariaban la obra pacificadora y
enervante de la civilización, quintaesenciada en los preceptos galanos
que, plácidamente, caminando por prados floridos, caían de la boca de
los maestros y recogían, ávidos de amoroso saber, efebos gráciles y
desnudos.




CONSIDERÁNDOLO atentamente, ocurre preguntarse si quizá el odio á la
Fuerza invencible y su heredero el Oro, en que rematan las religiones,
filosofías y morales después de Platón, á quien tan duras invectivas
le merecieron las clases adineradas, no es el síntoma típico, aunque
inadvertido para el poeta de «Zaratustra», de la reacción de los
débiles contra los fuertes, dictada por la urgentísima necesidad, de
que nos da señales inequívocas la doctrina cristiana, de atenuar la
virulencia del egoísmo nativo y corregir los abusos naturales, pero
anti-sociales de los poderosos, á fin de hacer posible la vida común y
la santidad de la existencia.

El amor de la riqueza, la Riqueza en sí, es la objetivación condensada
y cabal del egoísmo, hostil al renunciamiento, á la generosidad
inútil, á los ideales humanitarios; hostil á lo que no sea el interés
genuino y vital de las criaturas. Esto explica de sobra los males que
causa y su condenación por los santos varones, sobre cuyas testas sin
fiebres y que ignoran la razón fisiológica de los fenómenos sociales,
desciende majestuosamente, como sobre Parsifal, la blanca paloma del
espíritu de Dios, cuando el _hombre simple_, por un prodigio de la
fe, hace resplandecer de nuevo la sangre de Cristo en el vaso sagrado
del Graal. Pero el egoísmo, por otra parte, es la fuerza, el nervio,
el jugo de la voluntad; es, en cierto modo, la _virtud humana_,
lo cual explica, no menos cumplidamente, su triunfo en el mundo y
rehabilitación por los fervientes de la Vida y la moral del esfuerzo
triunfante y creador. Mas esto atañe á los sociólogos de novísimo
cuño, excitadores y organizadores de los egoísmos desvirtuados por las
dulzuras de la civilización, no á los moralistas de vieja cepa, de
industria adormecedores, cuando no destructores de aquellos egoísmos,
como cumplía, hasta cierto punto, en las épocas en que el animal humano
era demasiado bravío y acometedor.

La obra del cristianismo, como antes la del budismo en la India, fué
amansarlo, introduciendo en el tumultuoso corazón de la bestia el
desinterés y la piedad. Y en efecto: la antipatía hacia las voluntades
sobrado dominadoras se acerba, acrecienta y desborda como un río
que recibe copiosos é inauditos afluentes, después que Jesús enseña
el estrangulamiento del deseo y el horror de los bienes terrenales.
«Vosotros no podéis amar al mismo tiempo á Dios y á Mammon», dice en
el «Sermón de la Montaña», y tal repiten contritos, apóstoles, frailes
descalzos y doctores de la Iglesia en la larga noche medioeval, noche
de pesadillas tenebrosas y macabras, de visiones terríficas, fugaces
luminosidades de fuegos fátuos y perennes sombras, cuyo misterio
aumentan el murmullo de las plegarias y los gemidos dolientes al pie
del confesonario. Diríase que, llenando de horrores y pavuras la
existencia, iban á descepar del alma el sentimiento de las realidades y
el apego de todo bien. Dios y Mammon no cabían en el mismo plato. Uno
era la negación, el otro la afirmación del mundo que urgía destruir
como hechura del demonio.

_La mala conciencia_, como un murciélago fatídico, revolotea en
tomo de las almas. «Época exquisita y dolorosa para los artistas»,
asegura Huysmans, un fino conocedor de la voluptuosidad del pecado
y del cilicio. Se vive en una pura y angustiosa zozobra, con los
ojos vueltos hacia las soledades del cielo, y las flacas y pálidas
manos se juntan unánimes en demanda de perdón. El goce, el amor, la
vida, y, particularmente, el Oro, en el que se resumen todas las
concupiscencias, son engendros satánicos. Ansias locas de purificarse
y morir, agitan los pechos hundidos por la devoción y las penitencias.
Y así, como esos lirios que brotan en las sepulturas, nacen en las
conciencias atormentadas, el desdén de las realidades, el desprecio
de los bienes positivos y la economía celeste, que sólo regula las
relaciones místicas de las criaturas con el Todopoderoso sin curarse
de nada más. ¿Para qué? Lo importante es la salvación de las almas: el
resto, es asunto de poca monta. Las sociedades hambrientas se nutrirán
como los pájaros, «que no siembran ni recogen», de lo que Dios les dé.
El estado ideal será la pereza noble, la mendicidad santa, la ausencia
de todo deseo egoístico y de todo apetito carnal, bien que á veces,
apurados por necesidades terrenas y fatalidades fisiológicas, papas
ávidos y concupiscentes, como los del siglo VI; ambiciosos patriarcas,
como los de Alejandría, y caballeros andantes, como los templarios,
se dieran en cuerpo y alma á la conquista de la riqueza y al demonio
de la dominación. Papado, guerras religiosas, política eclesiástica y
los concilios, que se transforman en campos de batalla de los ardores
menos mansos y evangélicos, muestran la flagrante contradicción de
la metafísica cristiana y las necesidades de la existencia. Sólo
transando y deformándose mútuamente, han podido vivir codeándose
durante el largo período que empieza con la revolución mística del
cristianismo contra el materialismo pagano y concluye impensadamente
con la revolución materialista de los proletarios contra todas las
teodiceas, éticas é ideologías. Ayer las miradas y las aspiraciones,
atravesando la pupila ojival, iban al cielo como las góticas flechas de
las catedrales; hoy la humanidad, anemiada por los ayunos y penitencias
y deseosa de retemplar su ánimo con la alegría de vivir, vuelve los
apagados ojos hacia la tierra fecunda que produce las flores aromadas
y el rubio trigo, ¡Dramático contraste! Él explica lo que va del Dios
ciego y ventrudo, satirizado por Aristófanes y Luciano en sendos
poemas, al magnífico Pluto de Goethe, cuyo carro triunfal conduce la
«Prodigalidad», la Poesía; lo que va del bonete irrisorio del judío,
escarnecido y confinado en la prisión del _Ghetto_, como una alimaña
vil ó sanguijuela chupadora de la sangre noble, á la corona de oro
macizo de los reyes yanquis, que tiran millones al viento con el
majestuoso ademán del sembrador lanzando la simiente, y hacen brotar
ciudades y vergeles en los desiertos áridos; lo que va de Shylok y
Harpagón á Morgan y Carnegie; lo que va, en fin, de la sociedad de
mendigos de San Juan Crisóstomo, el amor de la Pobreza del serafín de
Asís y la vida penitente de los anacoretas y ermitaños al determinismo
económico, las doctrinas nietzequianas y la religión de la Vida.




AUNQUE en realidad fuera el primer incentivo del deseo, teóricamente
el Oro es la cosa maldita. Durante luengos siglos el desprecio de los
bienes terrenales, que apunta en las viejas religiones, exceptuando
las que florecieron con los olivos de Grecia, informa los morales
idealistas, pasa al arte, á la literatura, á todo lo que toca á la
inteligencia y el alma, y se dirige francamente contra lo más impuro
y terrenal, por ser, sin duda, la materialización de los deseos,
pasiones é instintos más intrinsecamente humanos. Sí; teóricamente el
dinero es la cosa maldita. Especular, enriquecerse, son invenciones
de Mara, según los discípulos de Buda; invenciones de Satán, para los
cristianos: un pacto con el demonio, para todas las criaturas humildes
y temerosas de Dios. Como la Fuerza, es el Oro el enemigo del Amor.
«Saldrá de la obscura tierra una cosa que pondrá á toda la especie
humana en peligro de muerte; que inspirará infinitas traiciones,
robos y perfidias, arrebatándole la libertad á las ciudades y la vida
á los individuos. ¡Cuánto mejor no sería que volvieras al infierno,
oro, monstruoso elemento!» clama el gran Leonardo con el ciego furor
de un apóstol de la pobreza, él, que en plena obscuridad, tuvo tan
luminosos atisbos y fué sabedor de tantas cosas. Y como él, nadie
barrunta las fuerzas maravillosas que duermen en el corazón del dios
ciego como Eros, esperando la voz taumaturga que le ordene producir
los modernos milagros. El desinterés de los filósofos y sacerdotes de
la falsificación idealista, corre parejas con el inflamado ascetismo
de los monjes que, por pura penitencia y mortificación de la carne, se
emparedan, viviendo entre inmundicias de la limosna pública, déjanse
desecar los miembros ó comer por los piojos, los gusanos y la mugre.
Vivir en el desprecio del mundo es el pináculo de la sabiduría;
desdeñar las riquezas y las actividades renumeradoras, es vivir
filosóficamente. Hasta muy entrada la edad moderna, el púlpito, la
cátedra, el libro vomitan airados las más rotundas invectivas contra
la sed de lucro y las ambiciones interesadas. El dinero no pierde su
olorcillo de azufre. Poetas parásitos de los grandes señores; hidalgos
orgullosos y famélicos; los inútiles de todas las profesiones y los
incapaces del largo y paciente esfuerzo que exigen los favores de la
Riqueza, la insultan y escarnecen llenos del secreto rencor de los
amantes desdeñados. Y la sempiterna incomprensión de la engolletada y
casquivana Literatura, llega hasta nuestros días con la maldición de
Alberich, á pesar de tener delante las maravillas realizadas por la
virtud del Oro, entre las que podrían contarse, aunque inacabadas, la
paz del mundo y la unión del género humano.

Los míseros vástagos de Bucaret, Harpagón y Mercadet pululan en las
piezas de teatro y novelas contemporáneas, y, sobre todo, en la
producción literaria francesa, como correspondía, por legítimo é
indiscutible derecho, al pueblo más idealista, razonante y amoroso
de la pluma caballeresca de Enrique IV y del penacho fantasioso de
Cyrano de Bergerac. «Las pequeñas fortunas se hacen de vilezas, las
grandes de infamias», decía en serio el admirable Becque. Afirmaciones
semejantes, y aun más subidas de punto, son el pan cotidiano entre las
gentes de letras. Á creerlos, todo comercio sería una maniobra obscura
y vil; todo hombre de negocios, un truhán vendedor de negros, como
el respetable personaje de «La Petite Noémi». Es cosa admitida que,
«on ne devient riche sans se salir un peu», y que, como quiere Bloy,
«el Dinero es la sangre del Pobre». Huysmans, otro monje iracundo,
pretende que es un elemento misterioso, cuyo poder sobre las almas no
puede explicarse sino atribuyéndole una naturaleza diabólica. Y en
esta católica concepción se complacen, no sólo los poetas, mas los
filósofos como Finot, que compara los halagos de la riqueza, que no
satisfacen jamás, á las caricias glaciales del diablo, cuyos besos,
según confesión de las embrujadas, hielan de espanto.




LOS adobes y afeites de la literatura, le prestan empaque mefistofélico
al rostro simple y bonachón del comerciante, y hacen de éste, que
tiene más de Sancho que de Borgia, la antítesis de las virtudes
cristianas, la encarnación de los apetitos groseros, el espíritu del
mal. Sin embargo, los viles mercaderes permanecen sujetos aún á las
reglas y cadenas morales de que alegremente se libertaron ha tiempo
los artistas. Á muchos les sorprende, sin duda, que los reyes de la
Bolsa no traspasen ostias sagradas haciendo cabalisticos signos, ni
sacrifiquen tiernos infantes los viernes santos, como sus congéneres
los perros judíos de antaño, perseguidos en todos los países, robados,
sacrificados por millares y quemados en todas las hogueras, más que
por herejes, por conocer los secretos del lucro, su gran hechicería.

Los curiosos é infantiles personajes de «Les Effrontés», «Les
Corbeaux», «Les affaires sont les affaires», y «L'argent» enseñan que
el patrón literario del financista no ha variado desde Shakespeare,
Molière, Le Sage y Balzac á Augier, Becque, Fabre y Mirbeaux. Es un
ejemplo, digno de rugar las frentes pensativas, de la extraordinaria
ininteligencia de los retores para comprender y aquilatar la fuerza y
hermosura del último símbolo. Bien es verdad que el literato, fuera
del mundo de la ficción, es un hombre incomprensivo y estúpido.
Diríase que, á fuerza de vivir con el oído atento á las misteriosas
campanas de la Ys interior, hubiera perdido la facultad de entender
los himnos gozosos de las realidades, que pasan como una teoría de
sonrientes vírgenes, cargadas de frutos y coronadas de flores. Esta
inferioridad, esta ineptitud conmovedora, pica en grotesca cuando
se trata, no de filósofos ajenos á los vanos ruidos del mundo ó de
poetas embebecidos en sus encantadas imaginaciones, sino de moralistas
de teatro, mundanos y escépticos; que comprenden y disculpan las
flaquezas humanas, sonríen benévolos á la voluptuosidad y al vicio
y sólo se vuelven intratables al juzgar los pecados austeros de los
adoradores de Pluto. Tal el amable Capus, que cito precisamente, por
no tener nada de un severo moralista, ni ser un sistemático detractor
de los _vientres dorados_, como el obtuso y pueril Fabre. Su comedia
«Les Deux Hommes», nos muestra para condenar á una y enaltecer la
otra, la oposición de dos morales: la del delicado Delange, quien á
causa de su temperamento poco heroico, en verdad, gusto del pasado y
educación caballeresca, se siente vencido antes de luchar, y espera
noble y elegantemente que los _apaches_ vengan á arrancarle los últimos
_sous_ que le quedan; y la del _arrivista_ Champlin, sujeto vulgar,
envilecido, como no podía menos de ser, según el prejuicio literario
por la sed de riquezas, lujo y goces materiales. Y bien, hablando con
franqueza y lealtad, Delange, el noble Delange, el personaje simpático
de la pieza, pertenece á aquella dilatada estirpe de idealistas
imbéciles que otro idealista de más enjundia y garra, Barrès, aconseja
enviar al matadero. Es precisamente lo que hacen los hados cuando el
sibarita decide, en un viril arranque, bajar á la arena, lanzarse á
la lucha, _envilecerse_ en la Bolsa. Parece resuelto á ser un hombre
terrible. Sin tomarse otro trabajo que el de seguir las indicaciones de
un mal consejero, interesado en arruinarlo, el buen Delange hace una
jugada infeliz y pierde, como era lógico, obrando con tan poco seso,
lo que le resta de su menguado peculio. Y basta, ya ha hecho todo lo
que había que hacer para ablandar la esquiva suerte; ya ha dado la
medida de sus fuerzas y toma una actitud resignada para morir. Como
se ve, la odisea de su energía no es muy famosa. Champlin es harina
de otro costal. Se agita, sufre, lucha; quiere vivir, vencer, gozar
y, como el doctor Fausto, «ver á sus pies la nave rota y hundida». Á
pesar de todo, no es tan bajo ni ruin como parece. La ganga de sus
sentimientos groseros, contiene las partículas de oro de una ambición
generosa y audaz. Corregido de sus vicios, la humanidad podría esperar
algo de él. Su egoísmo puede ser fecundo. El desinterés de Delange será
siempre estéril. Harta razón tiene Champlin cuando le dice al que,
entre paréntesis, pretende arrebatarle, no la bolsa, sino la mujer lo
cual, á lo que parece, es más lícito y noble: «Con vuestras ideas no
se trabaja, no se obra, no se funda nada, no se crea nada; sólo se
llega á ser un inútil y un egoísta». Bien dicho. Sin embargo, después
de esta inusitada vislumbre, el autor rinde parias nuevamente al
prejuicio literario y al sentimentalismo del público. La pieza termina
así: «Champlin será rico: ¡pobre muchacho!» Por donde se colige que la
riqueza es una especie de maldición.




Y el sentimiento es general. No recuerdo haber leído novela de la
índole de «Un homme d'affaires» de Bourget ó de «L'Or» de Margueritte,
sin contar muchos tomos de la «Comedia Humana»; ni visto pieza, como
«La Question d'argent», donde la filosofía del autor se traduzca de
otro modo que enalteciendo á los sentimentales y condenando á los
viriles[1]. Porque lo vituperable é innoble, como en el teatro de
Fabre, resulta que no es la ambición exclusiva de lucro, la torpe
avidez de los hombres de negocios; mas la ambición en sí, la voluntad
dominadora, el espíritu de empresa, el amor de la lucha y la aventura
y lo contrario de las virtudes elegantes, contemplativas, que merecen
los aplausos de las almas nobles.

       [1] Estas páginas fueron escritas antes de aparecer «Le Trust»
       de P. Adam.

Aunque simple y pecador, paréceme que esta suerte de propaganda, digna
del poeta de las Florecillas ó de los ascetas de la India, que aún se
acuestan sobre colchones de clavos y viven de la pública caridad, es
la que menos conviene á un pueblo excesivamente galante, sentimental,
artista, pero nada sobrado hoy de energías viriles. ¡Mas qué sería, sin
tales arrestos de desinterés, del amor de las actitudes estéticas y
de los bellos discursos que tanto amamos los latinos; particularmente
los más enfermos de ese mal misterioso y baladí que se llama la
literatura! He ahí por qué el viejo prejuicio contra las actividades
interesadas y especialmente contra el lucro, desvanecido en casi
todas las clases sociales, sigue arraigado y vivaz entre las gentes
de letras. Ya se sabe que ello es pura retórica; tema susceptible de
dar pie á elocuentes volteos verbales; pero aun así, tanta ceguera y
obstinada persistencia en un error, comprensible en la antigüedad,
donde la riqueza era á veces corruptora, pero sin disculpa en las
civilizaciones actuales, que han menester de los alados pies de Hermes
para no quedarse rezagadas, debe de obedecer á razones profundas,
aparte de indicar la poca aptitud de los irrealistas para comprender
el mundo moderno y traducir la acerba inquina de los hombres de pluma
por los hombres de espada, de los _rêveurs_ por los _agisseurs_. Es una
especie de odio sacerdotal. Quizá retores y humanistas, representantes
típicos del espíritu clásico y de la disociación ideológica, se sienten
amenazados en sus privilegios de clase pensante--como antes las
aristocracias históricas por las actividades económicas que tendían
á destruir el dominio secular de aquéllas--y lamentan la agonía de
un mundo encantado que, como hechura propia, les era tan dulce y
favorable; quizá niegan las aptitudes que no poseen y contra las cuales
no pueden luchar victoriosamente. En cualquier caso, la condenación
implícita ó categórica de la vida moderna y las virtudes necesarias del
momento, tan nobles y útiles como lo fueron en el suyo las encomiadas
en la «Imitación de Cristo» ó los libros de caballerías, implica en
los que la formulan de una ú otra manera, la incapacidad de adaptarse
al nuevo ambiente, y es como la dolorida protesta de los que van á
morir...




Á pesar de la manifiesta hostilidad de los representantes del
intelecto, la Vida, disfrazada con los mil antifaces del deseo y de la
necesidad, seguía incubando la formación de la Riqueza, y ésta, á su
turno, en secreto, pero tenazmente, modelaba las almas con sus dedos de
oro y reunía en una lucha trágica, sin tregua ni término, los inmensos
materiales de las grandes civilizaciones. La Riqueza, aunque por modos
invisibles á veces, fué y sigue siendo la musa del mundo. El salvaje
que descubre los primigenios secretos del fuego y de la simiente, de
la industria y la agricultura, y el ingeniero que aplica la química
á la agricultura y la industria, obedecen á la misma ley é idéntica
inspiración. Estas van más allá de los limitados horizontes de la
lucha por la existencia, del interés de los utilitarios y del mismo
placer de los epicúreos; arrancan de la noble ambición de conquistar el
universo, á que obedecen por naturaleza y secretamente los elementos,
las flores, los hombres, las sociedades. La cosa maldita, la cosa vil:
la Riqueza, es acumulación y conservación de voluntad, como la ciencia
es acumulación y conservación de pensamiento. El poder diabólico del
dinero, aborrecible é inexplicable para los moralistas, viene, sin
duda, de que es el signo de aquella voluntad preciosa. Por eso delante
de él, quieras que no, todo obedece, y hasta los mismos dioses bajan
la cerviz y doblan las rodillas. Y por la misma causa seguramente,
cuando una clase social como la burguesía, se hace, por instinto, la
ejecutora del _deseo de poder_ impuro, pero fecundo, contenido en
el Oro, remueve y transforma, como por encanto, la inteligencia, el
corazón y el alma del hombre; triplica sus facultades y alientos con
el acicate de todos los apetitos; rompe las cadenas feudales, murallas
de la China y diques religiosos opuestos á la expansión soberbia de
la fuerza humana, y lanza millones de voluntades, antes pasivas y
estériles, al rudo y mortal combate... que produce los bienes de la
tierra y las magnificiencias de la vida. Espoleada por su calenturiento
afán de posesión, que muchos llaman torpe y funesto y que habría que
llamar divino, la burguesía, la clase más revolucionaria y por lo
mismo la más progresista, perfora ó parte las montañas, que muestran
sin dolor la carne viva de sus filones de piedra; ahonda y ensancha
el cauce de los ríos; surca el planeta de carreteras pulidas como la
plata y venas de hierro por las que corre la rica sangre del mundo,
y vivientes alambres, y _líquidos caminos_ de zafiro y esmeralda,
llevando por doquier, junto con las mercancías, la competencia y la
lucha económica, las ideas, los sentimientos y las esperanzas de los
países más remotos. Así se fecundan mútuamente las almas de los pueblos
que no se conocen. Es la guerra, pero también es la paz: la burguesía
suprime las fronteras y une á los hombres. Nada le resiste. En un
periquete destruye las antiguas formas de la producción que, insegura y
torpe, arrastra los pies como una vieja centenaria, y á la par de ellas
destruye también las relaciones humanas por la producción establecidas
en gran parte. Y crea los prodigios de la grande industria, los
milagros del maquinismo, el mercado universal, donde, fuerza es
confesarlo, todo se vende y todo se compra, sin exceptuar las funciones
más conspicuas y venerables, pero donde todos saben también á qué
atenerse por conocer el precio de las cosas, sin excluir el precio del
desinterés... Nadie pide cotufas en el golfo de los egoísmos humanos,
que es mejor admitir y conocer que no disfrazar hipócritamente, pero
ello no veda canalizar estos últimos hacia el altruísmo,--que es una
forma superior de aquellos--y el bien de las sociedades. Sin embargo,
moralistas y sociólogos hay que imputan á la burguesía, entre otros
horrendos crímenes, la falta de ideales generosos y el haber reducido
los lazos de la familia y las relaciones de los hombres á puras
operaciones aritméticas. Falso. Ella ha tenido el magnífico ideal de
la abundancia de pechos inagotables; el culto de la vida intensa,
desbordante de fuerza y hermosura; la moral de la lucha, que fortifica
y ennoblece. No ella, sino la ciencia, la filosofía y la historia han
hecho ver la urdimbre de sentimientos interesados que constituyen
la trama de la vida. Lo que hizo la burguesía, empujada por fuerzas
fatales, fué sustituir la franqueza á la hipocresía, desenmascarar
los intereses, libertar los egoísmos, darles libre escape ó juego á
los instintos dominadores, los más vitales y sanos en el fondo, para
domeñarlos, servirse de ellos sabiamente, como los marinos se sirven de
las corrientes y los vientos, y convertirlos en colaboradores sumisos
del progreso universal. Gracias á la virtud mágica de esos egoísmos
é intereses, condenados con palpable contradicción por los mismos
profetas del determinismo económico, desaparecen de la tierra los
desiertos hostiles y también los páramos donde reina la Muerte blanca;
los atajos ariscos y temerosos, se convierten en carreteras arboladas;
las chozas humildes, en palacios suntuosos; las aldeas miserables y
somnolientas, en ciudades inmensas como el mar y bullentes como él.
Comparándola á otras edades que conocieron los espectros del Hambre,
de la Peste y del Terror, la era capitalista transforma la miseria
en riqueza, el dolor en alegría, la esclavitud en libertad. Ella ha
puesto al alcance de los humildes una gran cantidad de bienes y goces
que antes les estaban vedados. Sus mismas imperfecciones y vicios
llevan en sí los gérmenes de futuras reivindicaciones sociales. Éstas
se producirán á su tiempo y quizá de un modo contrario á lo previsto
por los arúspices de la ciencia social: de un modo anti-racionalista y
anti-humanitario. La acumulación capitalista produce ya, sin quererlo,
la asociación, la cooperación, la repartición de capitales; la lucha
de clases, tan maldecida, el vigor de todas ellas y la liberación
lenta, pero segura de las explotadas. Pero la burguesía hace más: su
gran obra, su obra diabólica, su misión divina, es la de convertir
_precisamente_ los sentimientos vagos, los deseos pueriles y las
nostalgias enfermizas del idealismo en ambiciones audaces, en voluntad
concreta de dominio, en afán de lucro, en fiebre dorada, que se
comunica, como el fuego griego é inflama al mundo, engendrando más
fuerzas y produciendo más maravillas en sólo un siglo, que pudieron
acumular juntas las pasadas generaciones en los siglos restantes.

He ahí su _crimen radioso_, su vergüenza y su gloria.

Y todo ello, no por razones sociales, sino por razones _metafísicas_:
por haber escuchado los eternos mandatos de la Divinidad en el alma
heroica del Oro.




SIN caer en alambicadas sutilezas ni picar en sofista, podría
aseverarse que el tenebroso parentesco de la fuerza y lo divino, existe
también entre el Oro y la Fuerza. Como ésta, de quien es legítimo
heredero, el Oro inspira el santo horror y la fatal atracción del
arcángel desterrado del Paraíso, pero que ha hecho de la tierra su
vasto imperio. Las religiones lo maldicen como á Satán trismegisto; los
poetas lo execran como al símbolo de la prosa vil; los irrealistas lo
aborrecen como á la encarnación perfecta del egoísmo, de la impureza
humana; pero las voluntades, servidas á maravilla por un instinto
inequívoco, lo desean ardientemente, lo aman con pasión y lo esperan
en sueños, como la bella del Bosque durmiente al Príncipe _Charmant_.
Es el prometido. Llega, las coge de la mano, dulce ó violento, y
las conduce por caminos de rosas ó espinas, lo mismo da. Las bellas
obedecen sumisas los caprichos del príncipe terrible y delicioso, y en
sus brazos suspiran lánguidas y desfallecen de amor. Él, consciente de
su poder diabólico sobre las almas, dicta leyes y éstas son acatadas
por los mismos que lo maldicen á sabiendas... y lo adoran y obedecen
sin saberlo. En su altanería señoril, no oye los insultos de los
vasallos rebeldes: los somete ó anonada sin placer ni dolor, y sigue su
camino imperturbable, sonriendo desdeñoso al bien y el mal que causa.
Y en esa sonrisa orgullosa y cruel, se reconoce su origen olímpico, su
esencia divina.

Parece cosa de encantamiento que la humanidad no haya sospechado nunca
la excelsa genealogía del Oro, ni reconocido en su virtud prodigiosa
de oponer hechos á la gárrula palabrería de los retores, un signo
infalible de la fuerza inmortal. Las entidades metafísicas, huyen
medrosas de las realidades vivientes que él crea; las falsificaciones
del Espíritu, se desvanecen como fantasmas al contacto de los hechos
que, por su fuerza vital, él impone. Él sólo es verídico; él sólo sabe,
quiere y puede. Y no es extraño: todas las potencias servidoras de la
voluntad de vivir residen en el Oro, ya que, por vías caóticas, por
misteriosos medios, por extrañas condensaciones, la inteligencia, las
virtudes, los deseos, los egoísmos, las quintas esencias de lo humano,
han ido á reducirse y extractarse en las duras y áureas entrañas de la
moneda.




SOCIÓLOGOS y economistas loan, sin esfuerzo, la complejísima función
social de la moneda ó del billete, que son para la economía del mundo,
lo que la palabra para el pensamiento del hombre; reconocen, de buen
grado, los beneficios de que las sociedades les son deudoras, entre
los cuales podría citar, entre otros mil, el haber hecho evaluables y
circulables comercialmente, ó lo que es lo mismo, ligeras y asutiles
como los copos de nieve que empuja el viento, las cosas más pesadas
é inamovibles de la tierra: los campos, los bosques, los filones de
metal; algunos van hasta admitir ciertas analogías no ortodoxas, entre
el punto de vista _matemático_ y el punto de vista _pecuniario_, entre
la ciencia que, para ser más comunicable se _matematiza_, siguiendo su
propia ley, y los bienes materiales que, obedeciendo á los designios
secretos de la vida, se _monetizan_ para hacerse más sociables. «El
imperio de las matemáticas», dice Tarde, dejándose elevar por las
alas leves y enormes de los raptos de la imaginación, ajenos al
fastidioso raciocinio de los economistas, «se extiende sin cesar,
cada vez más lejos en el mundo del pensamiento como la moneda en el
mundo de la acción». Otros, creen descubrir misteriosas similitudes
entre la evolución de la fuerza y la evolución de la moneda, entre la
mecánica y la economía; pero sólo se trata de parentesco material y
epidérmico; nadie sospecha el parentesco divino, digámoslo así, por
donde el Oro adquiere, sin embargo, su poder, seducción y misteriosa
virtud existente y ordenadora. Porque el amor del Oro, como el instinto
de dominación con el cual se confunde á menudo, es una forma sutil
del egoísmo, de la vitalidad, de la fuerza, que busca extenderse
indefinidamente, estableciendo por doquier su imperio y jerarquías, es
que se adueña de todo lo humano y no se satisface jamás. Y la virtud
benéfica de aquel calumniado amor, estriba ¡quién lo dijera! en la
facultad milagrosa de mantener siempre ansioso el Deseo, satisfaciendo
á la par los apetitos que provoca en cada etapa de la vida.




DESDE tales alturas, difícil es desconocer la virtualidad suprema del
Oro, ni su influencia decisiva y suma en la historia de las sociedades.
Los que lo niegan, no lo conocen, no han penetrado su alma: son los
observadores superficiales que sólo perciben las formas contingentes
y deleznables de las cosas, sin descubrir jamás con _ojo profundo_,
su esencia íntima y eterna. El temor religioso y goce diabólico que
embargan la conciencia obscura del avaro ó del miserable á la vista
de la moneda, brillante y fascinadora como la mirada de la serpiente,
se me antojan sentimientos más robustos, levantados é hijos de una
comprensión más _musical_ del símbolo, que el desdén artificioso
y obtuso del dinero, puesto de moda un día como signo cierto de
espiritualidad y nobleza de alma.

Los torpes materialistas, los espíritus groseros son, á mi entender,
los que únicamente aciertan á descubrir una fuerza impura en la que,
en realidad, es el _substratum_ de la voluntad humana. Contempladlo
larga y religiosamente. Ese diminuto redondel de rubio metal, que fué
en ciertos pueblos cuchillo ó cimitarra, como la _zapeca_ china, antes
de perder la hoja mortífera y convertirse en moneda--hermoso símbolo
de su excelsa alcurnia,--_es el habitáculo misterioso de la voluntad
de dominación de los hombres y los pueblos_. Todas las virtualidades
de la raza, han ido á extractarse en su audaz corazón. Actos heroicos
y vilezas, castidad y lujuria, penas y goces, realidad y poesía,
desencanto é ilusión: la vida social, en fin, está contenida en el
disco brillante y prodigioso, y por medio de él se transmite de unas á
otras generaciones, como la vida fisiológica humana está contenida en
el licor precioso, que transmite de unos á otros hombres la herencia de
todas las edades.

¡Vida y Oro se reproducen y se heredan!

Esta sugerente similitud permitiría afirmar al menos dotado de
imaginación metafísica, que la herencia económica es, bien considerada,
una especie de prolongación de la herencia fisiológica, lo cual
serviría para defender la Riqueza de los ataques furibundos de la
crítica marxista y del anarquismo. Y, en efecto, no se comprende bien,
después de lo asentado más arriba, por qué, si es legítimo heredar
una neurosis ó una dispepsia, hijas de la disipación paterna, no es
legítimo heredar una fortuna... producto de la paterna previsión y
economía... En cualquier caso, el Dinero participa de la inmortalidad
del plasma germinativo: el deseo eterno y la imperecedera esperanza
se reproducen y heredan por medio de él; y es al propio tiempo la
cosa viva y espiritual por excelencia, ya que añade á la virtuosidad
presente y sin fin, la virtualidad extractada del pasado infinito. De
ahí que represente, antes de todo y por encima de todo, valor moral.
En medio del escepticismo regalado y licencioso de las clases afinadas
por la cultura, y el grosero descreimiento de las masas, libertadas
de todos los frenos, él, como un dios único, benigno y todo poderoso,
mantiene firmes las voluntades é impide la corrupción general. Lo que
no pueden hacer ya las religiones ni las morales con sus aventados
preceptos y dogmas, lo hace él, descubriendo á los ojos ávidos de las
muchedumbres, no fementidos paraísos, mas los goces, los placeres,
los bienes reales de la vida. Es por conquistarlos en rudas batallas,
que el hombre se disciplina metódicamente, doma sus ímpetus bárbaros,
obedece á la ley, exalta sus facultades, tiende sus nervios, piensa,
obra y sueña. El labrador, que lucha á brazo partido con la fatalidad;
el banquero, á quien mil _combinaciones_ impiden dormir en su lecho de
plumas; el inventor, que enloquece á fuerza de pensar, y el millonario,
que prefiere los cuidados é incertidumbres de la especulación á la
renta tranquila y segura, dejarían de ser, dejarían de obrar, dejarían
de vivir, convirtiéndose en corchos muertos y podridos sobre las ondas,
si Mammon no les pusiera en el alma una pimienta fuerte, el grano de
sal divina que enardece la voluntad y da el gusto de la aventura y la
conquista. ¡El Dinero! Su acción estimulante sobre las conciencias
impide que el mundo caiga en letargo mortal. De varios modos, con mil
alicientes y encantados espejismos, él crea y premia las aptitudes que
la vida moderna reclama y sin las cuales perecerían las sociedades.
Mirándolo, sin injustas prevenciones, él, el corruptor, es una gimnasia
para los músculos y una disciplina moral. El gran pecado es no amarlo
con bastante ardor; pero si se ama ardientemente, purifica y enseña á
vencer. Esa es la razón de que el nieto de Themis, la cual que junto á
Zeus vela por el orden del universo, tenga más adoradores que todos los
dioses juntos. En las Bolsas, sus templos colosales, se enfervorizan
los ánimos abatidos y golpean el pecho los pecadores. Fuerza, ayuda y
consuelo se le piden al dios resplandeciente como Apolo y taumaturgo
como Dionisos. Su lengua es universal; su religión pasa por encima de
fronteras, desiertos y mares, estimulando por doquiera las energías
creadoras, los egoísmos acaparadores, las ambiciones combativas, los
deseos, las esperanzas y también los intereses sórdidos, que por su
misma crudeza se convierten en altruísmo. Son las virtudes que gozan
de gran predicamento en la corte del dios blondo, y ellas deciden del
triunfo.

Hasta los pensadores ofuscados por el prejuicio espiritualista, lo
confiesan: las fuerzas productoras priman sobre todas las otras y
tienen influencia decisiva en los destinos de los pueblos por ser,
sin duda, las formas más universales del instinto de dominación,
correlativo de la vitalidad. Es un hecho contra el cual se estrellan,
como las olas contra el enhiesto peñón, las airadas y espumosas
declamaciones del púlpito y la tribuna. No cabe dudar. La superioridad
de un pueblo se concretaba antaño en el ejército; éste era algo
así como el _substratum_ de las virtudes y excelencias nacionales:
hoy lo es la Riqueza. Sin ella ni universidades, ni industrias, ni
escuadras, ni fuerza, ni hermosura. Sus altas y bajas determinan las
mareas sociales. Un descubrimiento industrial, un cambio en la forma
de la producción, la oscilación de los mercados, tienen más hondas
y dilatadas repercusiones en el mundo, que las ideas ó sucesos, al
parecer, más culminantes y transcendentes. Esto sin contar que la
historia entera, sin excluir la del pensamiento, puede considerarse,
en general, como el producto de la lucha de clases, determinada por
la evolución del factor económico. Y como de ésta deriva todo en
las sociedades, como de la diosa del duro corazón pende todo en el
universo, no es mucho que el Poder abandone los tronos y castillos y
siente sus reales en los despachos de los banqueros, en las _usinas_
y los mostradores. De esta suerte el Oro se democratiza, porque
liberta á los esclavos que obtienen sus favores, y establece la
única igualdad positiva. Á la vez se ennoblece y, por decirlo todo,
la única aristocracia real es la suya: las otras, son aristocracias
convencionales, que viven de prestado y á la sombra protectora de la
verdadera Majestad.




POR tantas y tan profundas razones, como brinde á una el laurel y la
corona de rosas, franca ó hipócritamente, los pueblos se preparan
para la conquista del vellocino de oro, que ya Jasón fué á buscar á
la remota Cólquida y Colón á la soñada Cipango. Las actividades, aun
las señoriles y desinteresadas, si se escudriña un poco, verase que
se dirigen á la riqueza y por ella se aperciben y acicalan para la
lucha. Talento, belleza, valor son, si bien se mira, filones auríferos
explotables y que se explotan. Por tal arte, el dinero viene á ser el
principio activo de la conducta, y las aptitudes más preciadas, las
que su culto viril desarrolla. Implícitamente lo afirman educación
é instrucción, cuando se proponen sistemáticamente _armar hombres
para la vida_, para la lucha económica, en la cual, de buen ó mal
grado, toman parte todas las voluntades. La Vida es actualmente la
gran revolucionaria. El respeto sagrado de ella, aprendido en los
laboratorios, pasa á la filosofía, con Nietzsche, Guyau y Bergson; á
las religiones, con el pragmatismo; á la moral, con la vida intensa;
á la política, con el imperialismo económico, y se traduce en las
costumbres, con la moda y privanza de los deportes atléticos y juegos
olímpicos. El arte mismo pierde la hierática impasibilidad y deja
repercutir en su lírico corazón las pulsaciones rítmicas del corazón
del mundo. Los manifiestos literarios de las nuevas generaciones
de poetas, que pregonan en Francia la vuelta al paganismo y las
virtudes de Zaratustra, ó glorifican en Italia el peligro, el hábito
de la energía, la temeridad no parece sino que fueran una especie de
Declaración altisonante de los derechos estéticos de la Fuerza y la
Vida. «Todo lirismo es un arranque, luego una fuerza», dicen unos; «no
hay belleza sino en la lucha, ni obra maestra sin un carácter agresivo»
claman otros. Y templando ardorosos las liras de siete cuerdas, una
para cada pecado capital, le arrojan el guante á los astros y se
aprestan á cantar: la guerra, higiene del mundo, el gesto destructor
de los anarquistas, el salto peligroso, el golpe de puño y el desprecio
de la inmovilidad pensativa, el moralismo y lo femenino.

Y he aquí como el amor fatal de la lucha y de fuerza, mantenido
cuidadosamente por el Oro en los corazones á hurto de la religión y
la filosofía, se legitima, se ennoblece, se hermosea y transforma en
religión universal.




PERO Mammon, como todos los dioses, es altivo y cruel: castiga ó
destruye sin asomos de piedad á las criaturas ó las cosas que se oponen
á los tenaces propósitos de su testa olímpica. Como Zeus tiene en sus
manos el rayo que fulmina, y como Medusa la mirada que petrifica. Sin
embargo, es más generoso y menos terrible que las otras divinidades.
Junto al Poder torvo y al Derecho sañudo, parece un apuesto galán
rendido á los pies de la Vida. Por lo general obra lentamente, dejando
tiempo á las voluntades de fortificarse y seguirlo. Su procedimiento es
la lucha y la selección económicas que en la sociedad han suplantado
á la lucha y la selección naturales. Más aún: aquella parece ser el
compendio y quinta esencia de las otras selecciones, porque todo
esfuerzo, toda conquista y toda excelsitud, se convierten, de alguna
manera, en jugos vitales dentro del enorme vientre de la producción.

Las sociedades que aceptan diligentes las condiciones impuestas por el
nuevo ídolo, y se adaptan sin cesar á las transformaciones continuas
del medio ambiente, provocadas por el trabajo formidable del dinero,
fortifican los músculos en titánica gimnasia, prosperan, extienden su
dominio: son las sociedades venidas al mundo á su hora, robustas y
bien armadas para la inevitable concurrencia universal; las que no,
decaen cualesquiera que sean los méritos que sustenten, degeneran, y
no tardan en ser absorbidas ó esclavizadas: son las sociedades débiles
ó enfermas, en las cuales la voluntad de dominación desaparece como la
savia de las ramas que empiezan á marchitarse.

Las analogías de ambas selecciones dan testimonio de su excelso y común
origen. Del mismo modo que la selección natural, la selección económica
es implacable para los que no saben ó pueden luchar y vencer. La
grande razón la guía: es una fatalidad, une fuerza cruel, como todas,
desde el punto de vista humano, necesario y noble desde el punto de
vista divino. Los débiles, los ineptos, los enfermos, los inactuales,
son condenados, juntamente con su prole, á la perpetua derrota ó á
desaparecer sin legarle al mundo los tristes vástagos de la miseria
y del dolor. Otros depositarios de la vida, marcados en la frente
con el _signo luminoso_ y á los cuales la selección económica presta
invencibles armas, ocupan los huecos dejados por los vencidos, por
los superfluos, y, en resumidas cuentas, la humanidad avanza un paso,
gana un punto en la evolución progresiva á que la empuja rudamente el
instinto vital. De donde resulta que, contra los viejos prejuicios
de la moral espiritualista y los códigos sentimentales, el Oro es un
purificador, un educador de las energías más preciadas del hombre, un
venero de virtudes sociales, aunque, como esencia y jugo de la fuerza y
del deseo humanos, lleve en sí condensadas todas las grandezas y todas
las impurezas de la vida.

Los sabios lo ignoran, pero los pueblos lo saben por instinto y
obran como si de ello tuvieran plena conciencia: en los talleres,
universidades y gimnasios se arman los hombres para la conquista del
Oro, no sólo porque él ofrece á los apetitos ávidos los goces reales y
la posesión efectiva de las bellas cosas de la tierra; no sólo porque
el Oro es la _posibilidad inmediata_, al decir del escéptico France,
mas principalmente por razones ocultas: porque representa valor humano,
substancia anímica, la virtud extractada de las generaciones que fueron
y es, en resumen, algo así como la semilla de la voluntad, el germen
misterioso que atesora en potencia todos los actos del pensamiento y
todas las realizaciones del deseo.

¡Qué mucho que lo sea todo y lo pueda todo, que atraiga y domine!

Lejos de ser una cosa muerta que pesa sobre las almas, como quieren
algunos, constituye, al contrario, el estimulante más enérgico de la
conducta, y es de hecho, el querer latente y realizable, la dominación:
el elemento divino de las sociedades como la fuerza es el elemento
divino del universo.




SI bien se mira y considera lo dicho, cualquier quisque puede predecir
que en las sociedades productoras de los tiempos futuros, el Oro
premiará todas las excelencias y será, por entero, lo que es hoy en
parte tan sólo, al menos visiblemente: la medida de la capacidad
social. ¿Cómo oponer á sus virtudes reales, patentes, eficaces, las
virtudes decorativas ó histriónicas del idealismo ó el amor de la
mentira del arte? ¿Cómo oponer á la necesidad, que no discute, sino
que ejecuta, el capricho y la fantasía volubles de nuestra pueril
razón? Vano intento. Aquí, en el terreno económico, aparece visible el
antagonismo brutal de las aptitudes desinteresadas de los retores y
los humanistas, y las aptitudes prácticas de los sociólogos. Y fuerza
es confesar el creciente desprestigio de las primeras: son bellas é
inútiles como esas damas criadas para regalo de los ojos, á quienes
cuna y educación prohiben como vil cosa el lucro, y que prefieren
prostituir su cuerpo en infame comercio á estropearse las pulidas manos
en una tarea honesta y renumeradora.

¿Es, por ventura, la muerte de lo espiritual y de toda andante
caballería? Á decir verdad, la orientación materialista del pensamiento
y el predominio indiscutible de las naciones utilitarias, inducen á
sospecharlo. La espada de San Luis y la lanza del buen Quijano, se
mellan y rompen contra los escudos de Pluto. Las naciones que van
haciendo del mundo su vasto patrimonio, no son las más caballerescas,
ni las más cultas, ni las más religiosas, sino las más activas,
industriales y pujantes en el mercado mundial. Lo certifican de modo
irrefutable Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos, países que con
diferentes instituciones, distinto gobierno y cuasi opuesta cultura,
pero vigorizados á la par por la misma enjundia económica, prosperan
material é intelectualmente, y extienden cada vez más sus zonas de
influencia política, lo que prueba, contra el fetichismo de las
universidades, que no son las leyes, ni los mandatarios, ni tal ó
cual mentalidad lo que asegura el triunfo de unos pueblos sobre otros,
sino su capacidad productora, su avidez, su egoísmo, su instinto de
dominación que se objetiva y hace carne en la lucha comercial. Este
convencimiento obscuro, nebuloso, pero firme es lo que acaso produce
en la evolución de las ideas, las reacciones contra la supremacía de
la inteligencia sobre la voluntad, y en la práctica de la vida, el
retorno, que los mismos gobiernos tratan de favorecer, de las carreras
liberales, almácigos de mandarines, plumíferos y rectores sin don
ni utilidad, al comercio y la industria. La flamante novedad de la
pedagogía es la formación de voluntades audaces, no de _idiotas sabios_
ó melenas apolínicas. Y las virtudes sociales que se premian, no son
las contemplativas ó románticas del noble, pero caduco idealismo;
tampoco la humildad, el renunciamiento, el desinterés del ascetismo
cristiano, mas el contrario: la ambición insaciable, la combatividad,
el amor de los bienes de la tierra, la facultad de arriesgarse, las
virtudes activas é interesadas, en conclusión, que la lucha económica
desarrolla fatalmente, destruyendo á la vez el sentimentalismo, la
sensiblería y todo lo que en el alma es artificial, superfluo,
desinteresado, inmoral... El mundo parece en vísperas de convencerse
de que el egoísmo sano, es más provechoso para la economía social que
el enfermizo desinterés. Aquel, por su propia fuerza expansiva, suele
convertirse en altruísmo; éste, cuando no tiene tal origen, es un
sentimiento ambiguo, inútil para el que lo experimenta y, á la postre,
perjudicial para los otros. Mientras que «en el pomo de un sable ó
en una moneda de cinco francos hay inteligencia siempre», podría
decirse que en el desinterés no hay nada, ó sólo hay vanidad, cuando
no mentira. Tengo observado que en la práctica el desdén aristocrático
del lucro, destruye el sentimiento de las realidades y lleva á la
insinceridad. La aptitud económica al contrario, y esa es quizá, en
gran parte, la causa oculta del buen sentido, la viril franqueza y
robustez de algunos pueblos, y del irrealismo, la frivolidad y flaqueza
de otros. Mammon es verídico. Como la diosa de voluntad diamantina, no
comulga con las patrañas ni las falsificaciones espirituales, ni se
deja seducir por carantoñas ni embelecos femeninos. Cuando tercia en el
juego de la vida social, acaba la comedia, concluye la farsa, caen los
antifaces y cada cosa vuelve á su ser y adquiere su fisonomía propia.
Un político inglés, que tenía mucho del señorío de Byron, algo del
paradojal Oscar Wilde y no poco de Disraeli, me decía en cierta ocasión
mientras nos alejábamos del Louvre, que él visitaba religiosamente
en todos sus viajes á París: «Yo amo por igual el arte y la vida...
pero no los confundo. Cuando visito un museo, me pongo mi monóculo
de elegante; al salir, dejo caer el monóculo como un telón entre dos
mundos y me coloco en su lugar una moneda de veinte dolars. Al través
de ninguna lente se ve mejor que al través del vil metal, la verdadera
naturaleza de las cosas.» Y al hablar así, bajo las antipáticas
apariencias de un materialismo torpe y grosero, expresaba acaso una
verdad profunda y sutil.




EN el desinterés sólo hay vanidad cuando no superchería. «Los judíos
no me han burlado jamás en mis negocios: los sentimentales siempre»
solía decir también mi famoso Lord. Por mi parte, prefiero con mucho,
en determinadas circunstancias, á los hombres y pueblos francamente
egoístas y utilitarios: hablan un lenguaje claro y preciso; uno se
entiende á maravilla; las palabras tienen un valor real, no engañan,
ni disfrazan las intenciones como las rosas el puñal de Caserio.
Además, por caóticas razones, no sometidas aún al bisturí de los
psicólogos, tales hombres y pueblos son prácticamente, aunque parezca
contradictorio, los más idealistas y capaces de acciones generosas.
Es el lujo de la fuerza, que lleva al deber, al olvido de sí mismo y
al sacrificio por los otros, como quería Guyau. No hay sino comparar
para convencerse, la filantropía principesca y las funciones cuasi
oficiales de los potentados yanquis, con la caridad parsimoniosa y las
actividades pacatas y egoístas de sus congéneres del nuevo y del viejo
continente, ó mejor aún, la obra y el carácter de las dos Américas.
La inspiración protestante, el utilitarismo ardiente y austero de los
puritanos de la «May Flower», supo imponer en los negocios públicos
á los colonos de la América anglo-sajona, las soluciones pacíficas,
convenientes al trabajo, y evitó, de ese impensado modo, la guerra
civil, el caciquismo, la superstición gubernamental y la _política
alimenticia_, miserias y lacras que con su orgullo hidalgo, desdeñoso
de las actividades útiles, llevaron á la América española los vasallos
de Carlos V, disertos y casuístas. Y el tal utilitarismo, andando el
tiempo, había de permitir las más bellas floraciones de la inteligencia
y la energía como cumplido remate de la abundancia y coronamiento de
una civilización propia, castiza, elaborada con los instintos más
egoístas y, por consiguiente, los más vitales de las agrupaciones
humanas. Por el contrario, el fetichismo político, la idolatría
de las leyes, los idealismos prestados y nebulosos no podían menos
de traerle á las repúblicas de cepa española, como reacciones del
egoísmo irreducible, las luchas armadas por el Poder, la palabrería
gárrula de los practicones de la cosa pública y el sanchopancismo
de una vida sin nervio ni hermosura ni grandeza. El resultado es la
inmensa superioridad, no sólo económica, sino moral é intelectual de
los yanquis, asombro del mundo por su genio mercantil, inteligencia
política y valeroso idealismo. Esos rudos _pioners_ son los pastores
poetas que, sin miedo, «conducen por entre riscales y abismos el rebaño
radioso de las quimeras». Si, á pesar de nuestras pretensiones de
caballeros andantes del ideal, las tierras de los soberbiosos virreyes
y finchados hidalgos españoles no han producido hombres universales
como Washington y Franklin; filósofos como Emerson y James; moralistas
tan esforzados ni de alma tan blanca como el Apóstol negro; poetas como
Poë y Whitman; artistas, hombres de ciencia, archimillonarios capaces
de los magníficos arrestos filantrópicos de Morgan y Carnegie, ni esos
reyes de la Finanza que, desde sus torres feudales de veinte pisos,
extienden su influencia á todos los ámbitos del mundo. Son los Anteos
de la fábula, vigorizados al contacto de la tierra madre; las criaturas
que, guiadas por un instinto vital, robusto y seguro, aciertan á
vivir en perfecta é íntima comunión con ella. Natura les ha revelado
su voluntad secreta de esfuerzo y lucha, de egoísmo y rapacidad. ¡Y
desdichados los hijos para quienes la Madre permanece muda! Á pesar de
los idealismos ornamentales y los perifollos de la retórica, caen en la
corrupción, se envilecen en la pobreza, pasan hambres sin fin y mueren
como el hidalgo manchego, confesando su generosa locura de justicia y
razón humanas.

Es digno de meditarse, como ejercicio espiritual al salir de los
templos y los museos, lo que la incapacidad económica, que trae á la
grupa todas las otras, ha hecho de aquella nación que fué un día señora
del orbe, y es aún hoy emporio de energías y virtudes, por desdicha
inutilizables. Cumplió arduas y gloriosas empresas cuando se dejó guiar
por sus instintos y apetitos de conquista y posesión. Extender sus
dominios por medio de la espada, era la función fisiológica propia de
un pueblo guerrero y fanático en un mundo religioso-militar. Pero los
alientos de los soldados y aventureros de Carlos V, no inflamaron los
pechos de los mercaderes de la Lonja, tímidos, perezosos é incapaces,
como escorias que eran de la sociedad. La evolución de los intereses
primero, y después el reinado de la Finanza, pedían los grandes
capitanes del comercio y la industria. Los conquistadores tenían las
rodillas sobrado duras para doblarlas ante la nueva Realeza. El vampiro
del orgullo, el fanatismo religioso y la caballería les chupó la sangre
y los tuétanos, y hoy sus descendientes no tienen fuerzas para empuñar
la lanza, ni emprender nuevas aventuras, ni defenderse, siquiera,
contra los mercaderes que los apalean y despojan en los caminos reales
y aun en la propia casa.

Y como España, á pesar de sus relevantes méritos, excelencias y
glorias, dan síntomas de lasitud, caducidad y parecen ininteligentes é
inactuales, Portugal, Italia y la misma radiosa Francia.

Acaso se han adormecido escuchando el canto del ruiseñor.




                             TERCERA PARTE

                            LA FLOR LATINA




PARA los sibaritas del pensamiento y de la emoción, no existe en
toda la redondez de la tierra ningún espectáculo tan elocuente;
ninguna _estación_ de _psicoterapia_ tan propicia á las meditaciones
filosóficas ó mundanas; ningún jardín espiritual tan curioso ni
soberbio como la gran capital latina, lecho muelle y suntuoso donde
la antigua sabiduría, después de haber amamantado al mundo en sus
opimos pechos y robustecido tantos ideales de pálida tez, agoniza
entre pompas y esplendores, conservando orgullosamente la belleza del
gesto. El brillante y amable espíritu de la Hélade y del Lacio, muere
entre encajes y sederías como un viejo marqués Pompadour exquisito y
crapuloso, cruel y sensual.

Por muchos conceptos la flor de la dulce Francia, la Ciudad Luz,
París es el símbolo y el término de la civilización greco-latina; el
óptimo fruto de la cultura espiritualista, ornamento de los pueblos,
caballerescos, refinados, sentimentales, galantes. Su vida integral,
multiforme y complejísima, es así como el extracto ó substancia
psíquica de aquella concepción platónica del universo, que ya en
los albores, llevaba en las entrañas los gérmenes fecundos del amor
de la razón y la belleza, y sus forzosos derivados: las elegancias
intelectuales y los refinamientos de la sensibilidad. La metrópoli de
las perspectivas armoniosas, delata, aun á los ojos menos expertos
y hasta en los más ínfimos detalles, la elegante preocupación del
sibaritismo mental. No sólo es voluptuoso el corazón sino también
el cerebro. De los _boulevards_ magníficos, hirvientes y sonoros de
afiebrada muchedumbre, y de las calles modestas en que los anticuarios
exponen sus costosas baratijas; de los inmensos museos, verdaderos
panteones de las civilizaciones fenecidas, y de las iglesias viejas y
milagreras como reliquias de edades santas; de las mil exposiciones de
arte, que avivan el deseo de la riqueza y los gustos costosos, y de
los bosques encantados, que repiten gozosamente las escenas de Watteau;
de las canciones, de los teatros, de las fiestas, como de los gestos
rítmicos de las damas arrebujadas en cebellinas de cien mil francos,
ó del tocado simple y encantador de las modistillas, que muestran al
atravesar el arroyo las piernas más picantes é _inteligentes_ del
mundo; de todo transciende, al modo que el incienso del vaso sagrado,
el culto de la forma, el sentimiento de las proporciones, el placer de
pensar, la pasión de vivir voluptuosamente. Lo mismo en las salas del
Louvre, donde reinan Lancret, Fragonard y Pater, que en los jardines
de Le Nôtre, donde susurran las fuentes de la Arcadia y cantan los
ruiseñores de Ronsard y Verlaine; que en los grandes coliseos ó en
los pequeños _cabarets_, se aprende á sentir y amar la vida bella
y risueña. Los escaparates dan lecciones de buen gusto, ni más ni
menos que las perspectivas majestuosas de los Campos Elíseos, ó las
maravillas en piedra labrada como los ébanos y los marfiles, ó los
parques deliciosos, poblados de amorcillos traviesos y ninfas desnudas.
Las mujeres que pasan son como cuadros firmados por La Gándara y
Boldini. En un coche va el amor. El placer se respira. Mas, de vez en
cuando, una impresión fuerte, una mole gloriosa: el Arco del Triunfo,
la columna Vendome, dan el escalofrío heroico de la Revolución ó de
las águilas imperiales, y hacen pensar que los galos tomaron siempre á
pechos el ser valientes y el desdeñar la vida, y que desde muy antiguo
supieron «caer, sonreir y morir».

Cuando Emerson dijo que «el mundo era una precipitación del espíritu»,
pensaba, sin duda, en el dulce país de Francia. Palacios encantados
de reyes galantes y favoritas pomposas; cortes de las Margaritas
de Navarra; marquesas de Montespán y de Pompadour; heroísmo de la
Pucelle; risas rabelasianas; lágrimas ardientes de Juan Jacobo;
peregrinajes de las Charmettes y de la Malmaison; valles rientes,
florestas embalsamadas, montañas de la Saboya de flancos cubiertos
de verdura y cuyas calvas cimas coronan los oros del sol ó disimulan
las pelucas empolvadas de las nubes, ¡dulce Francia! Ningún pueblo
hizo lo que tú por _accordar las inexorables leyes del universo á los
deseos caprichosos del corazón_. ¡Tu historia es la más sentimental,
noble, romántica y á una la más femenina y heroica! ¡Amable Lutecia!
¡Quién puede resistir á la sugestión de sus ideólogos, al encanto de
sus poetas, al prestigio y magia de sus artistas! Las ideas francesas,
aun las frívolas, nos seducen por su coquetería y travesura como esas
_petites femmes blondes_ vestidas por Paquin. Son ideas apasionadas y
cariciosas, que amamos cuasi carnalmente y con todas las debilidades
de los corazones amorosos, cual á las mujeres venidas al mundo bajo el
signo de Venus, nacidas para encantar, y que continuan pareciéndonos
buenas y deliciosas hasta en sus ingratitudes y perfidias. De modo
que, cuando las peregrinaciones por el mundo del pensamiento alejan á
los Don Juanes del saber de los _boudoirs rococós_, aun poseyendo á la
ansiada verdad en suntuosos lechos, se deplora no haber permanecido
fieles á las ideales damas que han ejercido en la sociedad entera
la misma suave influencia que en Francia las preciosas del Hotel de
Rambouillet. Ellas se obstinan en la amable compañía del arte, de la
literatura y del amor, y contra el imperialismo teórico y práctico de
todas las clases, en desarrollar como antaño, casi exclusivamente, el
espíritu y la emotividad. De ahí un pueblo de razonadores y artistas;
de fraseadores y voluptuosos; de ahí el erotismo floreciente en
la vida y las letras, y las hemorragias de la palabra, que calman
las fiebres sentimentales de la humanidad y debilitan las energías
viriles de los franceses; de ahí la sociabilidad francesa, porque la
sociabilidad «es cosa que nace de la mezcla dichosa de la inteligencia
y la sensibilidad». Y como en sociedad lo primero es la mujer, ésta
ha tenido, y sigue teniendo, dominante influjo sobre las ideas y
costumbres, dulcificando las unas y las otras y prestándoles á los dos
un encanto femenino, y como femenino, voluptuoso.




NO ha menester vasta ciencia histórica ni mayor penetración
psicológica, para constatar la importancia de los materiales femeninos
introducidos en la arquitectura del alma francesa, desde Clotilde, la
cristiana esposa del bárbaro Clodoveo, y Eloísa, la apasionada amante
del bello y castrado Abelardo, hasta la falange de las favoritas
reales, las heroínas de la Revolución y las condesas porta-liras, que
reinan actualmente en el Pindo francés y le comunican á la juventud sus
fiebres líricas y embriagueces dionisiacas.

La llama erótica de Eloísa, á cuyo sepulcro han ido á recoger
florecillas todas las generaciones románticas, se comunica á los
fornidos pechos medioevales; los calienta, enternece y prepara, en
cierto modo, para recibir el pan eucarístico de las costumbres
galantes y el espaldarazo de la caballería. Las esclavas del rudo señor
salen del encierro de los almenados castillos, incrustados en las
rocosas cumbres, hoscos y solitarios como los nidos de los buitres,
y empiezan á presidir, prodigando las gracias que inflaman el coraje
y encienden los apetitos, las justas, los torneos, las cortes de
amor. Los pajes suspiran; los caballeros quiebran lanzas por los ojos
ensoñadores de las damas ó madrigalizan á los pies de ellas, hincada la
rodilla en cojines de galoneado terciopelo. Los trovadores dicen cosas
tiernas y sutiles. Así se amansa la braveza de los instintos, ablandan
los caracteres duros y rijosos y elaboran los sentimientos delicados
que luego pulen y refinan reinas amables, marquesas amantes de las
cosas del espíritu, favoritas fastuosas, protectoras de las artes y las
letras y cortesanas que por ser muy conversables y donosas, reunían en
torno suyo como Safo y Aspasia en la antigüedad, lo más granado de la
nobleza y la flor y nata de los ingenios.

La sociabilidad francesa, con su carácter y matices propios, es la
obra casi exclusiva de la mujer: su expresión más culminante y acabada
son los salones. Gracias á ellos la influencia femenina se ejerce,
no sólo en las artes y las costumbres, sino también en las ideas y
hasta en la política. Los Saint-Simón, los Michelet, los Goncourt,
los Du Blet nos dicen al respecto cosas muy curiosas y amenas. En las
minúsculas cortes de la marquesa de Rambouillet y las preciosas que
recogieron la herencia de la famosa _chambre bleue_, donde Corneille
leyó el Poliuto y pronunció Bossuet su primer sermón, se forma el
buen gusto y adquieren las bellas maneras, elegancias sentimentales
y gracias, en fin, que transforman el trato en don de gentes, la
conversación en arte, la fría urbanidad en graciosa _politesse_ y el
talento en _esprit_. Y _esprit_, _politesse_, don de gentes y arte de
la conversación, llegan á hacerse cualidades genuinamente francesas,
acrisoladas bajo la égida de la mujer, y que bien observadas podrían
explicar, por la sociabilidad y todo lo que ella entraña y de ella se
desprende, las virtudes y vicios, las flaquezas y heroísmos, la vanidad
y el amor del género humano de la antigua Galia, nación de vanos
tumultos, como la llamó Cesar, y tan amante de la sociedad y los bellos
discursos, que á uno de sus dioses se le representaba aprisionando á
los hombres con las cadenas que salían de su boca...




PERO antes del invento del salón, las Margaritas de Navarra, la
_Mignonne_ de Francisco I, autora de innumerables poesías y del
picante «Heptamerón», y la adorable Margot, la esposa repudiada del
caballeresco Enrique IV, escribían sus versos y sus prosas rodeados
de amigos y admiradores; sociedad amable y brillante, que impone sin
violencia el gusto y las modas á las cortes de los reyes, y en la que
figuran, para realzar su prestigio, los espíritus selectos de la época:
poetas, artistas, filósofos que se agrupan en torno de las reinas
galantes, como luego La Fontaine, Molière, La Rochefoucauld y tantos
otros en torno de la sin par Ninón. Y lo que son para las letras,
las artes y el amor--cosas que anduvieron siempre juntas y en muy
buena armonía,--la divina Diana de Poitiers en el Renacimiento, la
demoniaca Montespán en la corte de Luis XIV, la Pompadour en el siglo
XVIII y madame Tallien en el Directorio, lo son para sus tertulianos
y protegidos, las marquesas de Rambouillet y de Sevigné, las Lenclos,
y más tarde las Warrens, las de Genlis, las Staël y hasta la misma
Theroigne de Méricourt, la famosa patriota, cuya casa frecuentaban
los principales hombres de la Revolución, y á quien una maquinación
diabólica de sus rivales, una azotaina en público á sayas levantadas,
cortó su heroica carrera y hundió para siempre cubierta de oprobio, en
las tinieblas de la locura.

Los salones honran las artes y las letras, y antes que las academias,
depuran y afinan la expresión por medio de la _causerie_ y consagran
la gloria de los escritores. Dulcísimas señoras ponen con sus blancas
manos el laurel en la testa de los vates y artistas; lanzan á los
cuatro vientos de la fama los nombres y los libros, y dan pábulo y
libre curso de mil maneras á la emotividad romántica y las modas
sentimentales que, andando al tiempo, hacen estallar las revoluciones.
Sin la sensibilidad femenina preparada prolijamente por las _preciosas_
y la literatura, por las conversaciones amatorias y el hechizado
influjo de los Amadises, las Astreas y las Cartas du Tendre, donde se
aprende la geografía del corazón y los bizantinismos galantes; sin las
blanduras emotivas de las novelas de Melle, Escudery, ni las endechas,
ni los madrigales, ni la atmósfera sentimental creada por la casuística
amorosa y los discreteos filosóficos de los salones, es muy difícil que
la «Nueva Eloísa» y el «Contrato Social», hubieran tenido tan hondas
repercusiones en el siglo XVIII. Pero este es un siglo en el que reina
la mujer en absoluto, y con ella el sentimentalismo, el capricho y la
pasión; gérmenes de la sensiblería y el misticismo social que habían
de florecer lozanamente en el alma femenina de Juan Jacobo, encontrar
luego su fórmula política en los principios de la Revolución y la
expresión poética en el romanticismo y sus retoños.




NO deja de ser una coincidencia curiosa, que entre los amigos de
la mismísima Pompadour, en el propio Versailles, en el pequeño
departamento del Dr. Quesnay, médico de la favorita y privado del Rey,
se discutiesen los problemas sociales y económicos menos ortodoxos
y expusiesen en violentas diatribas, las doctrinas más amenazadoras
para la religión y la realeza. ¡Ironía de las cosas! Bajo el techo de
la cortesana real, pero al mismo tiempo de la amiga de Voltaire y los
filósofos, se oyen los primeros rumores de la tormenta revolucionaria.
Luego las cabecitas empolvadas, los tiernos corazones que Rousseau
había _fondus et liquéfiés_, acogen incautas en sus salones á la
Revolución como habían acogido á la Enciclopedia, según la exacta
frase de Goncourt. Minúsculas guillotinas, manejadas por afilados
dedos cubiertos de sortijas, cortan en esfinge, antes que M. Samson,
la cabeza de Robespierre y Bailly, y entre risas de cristal mojan los
pañuelitos de batista en la roja y olorosa sangre que brota del cuello
de los monigotes decapitados. Son las mismas frágiles, irreflexivas y
apasionadas muñecas que aprenden en el «Emilio» y la «Nueva Eloísa» el
amor del pueblo y la bondad natural del hombre; hacen bonitos _bijoux_
con las piedras de la Bastilla derrocada, y oyen y discuten las arengas
que han de pronunciar sus contertulianos en la Asamblea nacional y en
los clubs revolucionarios. Cada salón es un ardiente foco de ideas
subversivas. Encumbradas burguesas y hasta linajudas damas, siguen la
vertiginosa corriente de la moda, sin curarse poco ni mucho de las
predicciones, hoy tenidas por posteriores á los hechos--bien que acaso
no lo fueran en su espíritu al menos,--que La Harpe ponía en boca de
Cazotte sobre el próximo reinado de la Filosofía y la Razón, al fin
de un banquete opíparo y jovial: el verdugo para Condorcet, Chamfort,
Bailly, Malesherbes allí presentes; el verdugo, sin confesor, para la
duquesa de Gramont que reía, creyéndose por su sexo al abrigo de aquel
terrible vaticinio; el verdugo para el rey de Francia... Las repulidas
damas de las cortesías Luis XV y de los lunares postizos, sólo piensan
en el retorno á la naturaleza idílica, en la dicha universal, acaso
en el amor libre. Quien no recuerda el salón de Madame Necker, donde
discutían con la hija de la casa, la autora de Corina, el abate
Sieyes, Parny, Condorcet; el salón de Mme. de Beauharnais, autora de
eróticos libros, y cuyos tertulianos ocupan los venerables sillones
en que antes soñaron Jean Jacques, Mably y Buffon; el salón de Mme.
Helvetius, electrizado por la verba ardiente de Chamfort y Cabanís. En
tales cenáculos no reinan ahora las amables musas que inspiraron las
gavotas y los minués, sino las furias de la elocuencia revolucionaria,
excitadas por el sentimentalismo de las cabecitas locas. Ellas
inflaman aturdidamente el espíritu de la Revolución, como más tarde,
sin saberlo, tres _merveilleuses_ ligeras de cascos y de no mucha sal
en la mollera, le dan el golpe de gracia al decidir, en un salón del
Directorio, el envío de Bonaparte á Italia, con lo que terminó la
tiranía de la libertad y cambió la faz del mundo.

La frase de Michelet: «La mujer es la fatalidad» no es una mera frase
en la apasionada historia de Francia. Reinas, favoritas, grandes
señoras, vírgenes y cortesanas tuvieron, aun haciendo caso omiso de
la política de _oreiller_ y del prestigio social, pública y decisiva
influencia en tan graves convulsiones como la Reforma, el Renacimiento,
la Revolución, por no citar sino los acontecimientos más universales;
ó inspiraron personalmente, como la imperialista Pompadour, voluntad
heroica en débil cuerpo femenino, todo un arte y toda una política
internacional, aquella célebre política, fracasada en la desdichadísima
guerra que tanto amenguó á la Francia, y que la divina marquesa seguía
ansiosamente en un mapa, marcando las posiciones estratégicas con sus
lunares postizos de engomado tafetán.

Con eso y con todo, la influencia honda y durable de las _vírgenes
sages_ ó _folles_, no es la visible, la que se ejerce en el areópago de
la plaza pública, mas la oculta é íntima; la que afemina el sentimiento
rudo de los hombres por medio de las gracias de la conversación,
dulzuras de la amistad, hechizos amorosos é influjo del arte, que
ellas inspiran y que se dirige principalmente á ellas. En achaques
de belleza son á la vez musas, Mecenas y público, el público soñado
por los artistas, porque el arte es cosa que atañe á la emotividad,
no á la inteligencia, y ellas, por instinto, prefieren el sentir al
pensar, el ensueño á la acción, el arte á la vida. Las criaturas
débiles en los ásperos dominios de la realidad, adquieren por sus
mismas flaquezas naturales, misteriosa gracia y extraño poder en
el reino del sentimiento y la ilusión. Su mundo propio es el de la
sensibilidad y la quimera, y como los mil matices de la ternura, los
deseos vagos, las nostalgias sin nombre, los ardores de los sentidos,
todo lo que contribuye á desarrollar, en último término, la facultad
del _desgarramiento interior_, es fuente de líricas efusiones y velados
erotismos, no es mucho que en el pueblo sociable por excelencia sea
ese extracto de lo femenino que se llama la parisiense, la eterna
inspiradora de poesía y la maestra de las sensibilidades artísticas
y aun podría decir masculinas, ya que á su contacto y por su virtud
unas y otras se pulen, quintaesencian y convierten en prodigiosos
receptáculos de emociones.

Muchos géneros literarios, aparte de la poesía lírica, el drama y la
novela, que directa ó indirectamente inspiró siempre la mujer, nacen
como las Memorias, Correspondencias, Diarios y Confesiones de la dulce
necesidad de darle suelta á los sentimientos afectuosos y conversar
con elegancia, adquirida en el ambiente amable de los salones. Por
esto y por lo asentado arriba, una buena parte de la literatura y, en
general, el temperamento artístico, vienen á ser así como los grandes
y maravillosos espejos en que la mujer se mira y que reflejan la
imagen de la seducción. El poeta, su hermano y generalmente su obra,
es un á modo de intermediario entre ella y el resto de la humanidad,
que por él conoce los secretos de alcoba de la mujer, y á la que él
inocula el virus de las debilidades y seducciones de ésta. ¡Curiosa
colaboración! Este consorcio de lo femenino y del arte, induce á pensar
obstinadamente en las afinidades del artista y de la mujer--ambos son
criaturas débiles, apasionadas y quiméricas, especie de andróginos
que, por partes iguales, participan de los mismos defectos y las
mismas excelsitudes de aquellas dos naturalezas y condiciones,--y
sugiere la sospecha de que tal vez constituye una seria amenaza para
el porvenir de un pueblo, el que predominen en él los elementos
morales, de que Platón, juzgándolos turbadores y debilitantes, quería
purgar enérgicamente á la república. Lo que parece indudable es que la
influencia femenina y la influencia literaria se confunden, compenetran
y asocian para introducir sutilmente en la formación del alma francesa,
la literatura por medio de lo femenino y lo femenino por medio de la
literatura. Eso explica muy cumplidamente el triunfo manifiesto de la
mujer y del arte en la «Ciudad Luz», y este fenómeno curioso y sin
precedente en la historia: la supremacía de la mujer en las bellas
letras.




TALES hechos, producto del connubio secular de Apolo y Afrodita,
parecen las floraciones estéticas de una civilización dulce como las
mieles, suave y grata como la piel de los cebellinas. Son las opulentas
rosas y las turbadoras orquídeas que sólo podían brotar en el jardín
de Francia, en una tierra preparada por las exquisiteces sentimentales
de muchas generaciones para sentir, pensar armoniosamente y creer con
fervor en el culto del alma y la religión de la belleza.

Desde abajo á arriba de la escala social, el arte, la literatura y ese
lujo de la inteligencia que se llama el _esprit_, por medio de los mil
espectáculos públicos, diarios, revistas, conferencias, _causeries_,
exposiciones de toda índole y libros de toda suerte, refinan á porfía
las sensibilidades y desarrollan la facultad de comprender. Los
_clichés_ literarios son de uso corriente en todas las clases. Los
términos escogidos han pasado al patrimonio común del lenguaje vulgar.
Las modistillas pizpiretas y las pesadas porteras hablan con las
repulidas expresiones y ademanes preciosos de las marquesas Luis XV,
y las marquesas escriben con tanto donaire y travesura como madame
de Sevigné. La estética de los _boulevards_, las canciones tiernas
ó libertinas, las cortesanas que pasan, dejando tras de sí como una
estela de elegante sensualismo, hacen en el pueblo lo que en la crema
de la sociedad la última comedia de Capus, la música dislocadora de
Pelleas y Melisanda ó los templos de la _rue_ de la _Paix_. No creo
que en ninguna parte ni en época ninguna, la facultad de sentir sin
esfuerzo, comprender en un abrir y cerrar los ojos y expresar fácil
y graciosamente hayan llegado nunca á tan rara perfección. Chistes,
alusiones, sutilezas; matices de la ironía y del sentimiento, nada
escapa al público que en los domingos populacheros ó en las _soirées_
de gala, invade los grandes ó pequeños teatros de París. Antes que
las palabras hayan concluído de salir de la boca del actor ó del
conferenciante, ya han sido cogidas al vuelo y á veces comentadas con
un chiste, una exclamación oportuna ó una sonrisa graciosa y escéptica,
mientras que los ojos, siempre inquietos y burlones, descubren los
flirteos de los palcos y juzgan de los tocados, moños y perendengues
de toda la sala. Es un público, sobre todo si abunda el bello sexo,
erudito y alerta, que conoce al dedillo los autores, los géneros,
las obras, clásicas y modernas, las últimas novelas, «Las Flores del
Mal» y las «Fiestas Galantes»; y que habiendo macerado su corazón en
ese artificio literario y mezclado toda esa literatura á la vida, se
ha hecho extremadamente comprensivo, vibrante y extrasensible á las
manifestaciones de lo bello.

Mas como «la belleza es toda la mujer», la emoción estética, después
de pasar por los mil filtros del cerebro y del alma, hacia la mujer va
callada ó ruidosamente, como el agua del deshielo corre de las yermas
alturas á los valles floridos. El Arte y la Literatura la glorifican y
viven postrados á sus pies. El uno es su paje, la otra su esclava.




EL amor de la forma, puede decirse que remataba entre los helenos en
las líneas armoniosas de la criatura humana, en el desnudo; el mismo
amor entre los parisienses se hace general y concreta en las elegancias
del tocado femenino. La religión de la belleza se transforma en
religión de la mujer; sobre todo de la mujer elegante, de la que pasa
su vida en casa de los modistos, joyeros y toda laya de _fournisseurs_;
y duerme con guantes ó careta para afinar el cutis, y se amasa
cruelmente, y martiriza el estómago y el cuerpo, y gasta millones
para componerse una silueta propia, realzar su belleza por todos los
medios, y darle al mundo la peregrina sensación de la elegancia, de una
elegancia que es como el perfume delicado de un viejo vino, la flor
encantada y efímera de una civilización secular.

Los sabios, los moralistas austeros no saben apreciar tan grandes
sacrificios ni las transcendencias de la _toilette_. Son hombres
eminentemente cultivados, pero sin fineza ni distinción moral. Llaman
desdeñosamente vano y pueril al arte que se sirve de todos los otros
y pone á contribución las más peregrinas aptitudes para encantar;
sentimiento del color, de la línea y del matiz; gusto seguro de la
alhaja y del moño; ciencia acabada del trapo, del gesto y la actitud;
dominio perfecto de las elegancias estéticas que constituyen el _chic_;
imaginación y osadía en el arte de _plaire_, y por medio de la armonía
de los colores y la cadencia del pliegue, plasmar la voluptuosidad
del cuerpo, la coquetería del espíritu y las gracias del alma. Lo que
parece pura frivolidad, es asunto gravísimo: una religión misteriosa,
que obedece á muy hondas necesidades éticas y que tiene sus templos,
ritos, sacerdotes y pitonisas. París es la Meca de esa religión ligera
y sutil. Las tiendas de los modistos, joyeros, fabricantes y vendedores
de artículos femeninos, son las capillas ardientes del gusto de
Francia, y los pontífices: la muchedumbre de escritores, artistas,
industriales y obreros que trabajan en la realización de la belleza más
perceptible y necesaria acaso á la especie: aquella que entra por los
ojos y golpea las puertas de la sensualidad.

Es el mundo de la Gracia dentro del mundo del Esfuerzo, y que explota
y esclaviza á éste. De los rincones apartados y huraños del globo, de
los bosques salvajes, de las entrañas del planeta, del fondo de los
mares, de las estepas heladas, de las arenas candentes, de las cumbres
solitarias, de los talleres populosos como ciudades; salen las piedras
de irisados colores, las pieles costosas, las perlas pálidas y dulces
como niñas anémicas, los corales, marfiles, las maderas olorosas,
las telas y sederías, y los encajes tan primorosos, tan sutiles que
diríanse hechos de suspiros y de sueños; y todas esas preciosidades
de la naturaleza y la industria vienen á depositarse á los pies de
la parisiense, la cual con un arte infinito é inagotable invención
las combina de mil maneras, las dispone sabiamente y anima de una
vida extraña y voluptuosa, como si le comunicara á los materiales
bellos, pero inertes el calor vital y el erotismo de su cuerpo. Y esos
materiales, dóciles á la magia de las manos diminutas, operan el
supremo milagro de hacer palpables todos los aspectos de la hermosura
femenina, transfigurándola en una perpetua metamorfosis que, al
multiplicar los encantos y seducciones de la mujer, dilata su imperio
estético y eleva la frívola coquetería á la dignidad de un sacerdocio.

Ella lo sabe. Ella sabe que los elegantes tocados y la atmósfera
encantada de lujo y refinamiento, son las investiduras y el ambiente
sagrado de su alto misterio de sacerdotisa de la Belleza. No ignora
tampoco que sólo la ciencia del _chiffon_ satisfará plenamente su
ingénita necesidad de hacer prisioneros y atarlos al carro de guerra
de su hermosura triunfante. Respetos sociales y homenajes masculinos
le vendrán de la fama de elegante, porque ser elegante es uno de los
privilegios y títulos envidiables á los ojos parisienses. La soberanía
de la elegancia no se discute. Y de la elegancia lo esperan todo _les
casques dorés_, ya que por medio de ella, como los pintores por medio
del color y de la línea, provocan las sensaciones que les pide un
público de emotivos y sibaritas, y expresan elocuentemente lo que son,
lo que quieren, lo que pueden...

Las magnificencias de París forman el ornado marco que mejor cuadra
á la belleza viviente, la más costosa y artificial. Hasta la luz
suave, como pasada por filtros de ámbar y ópalo, parece que fué hecha
para disminuir la crudeza de los colores, la rigidez de las líneas y
envolver la silueta femenina en una penumbra misteriosa. Millares de
criaturas presas en talleres sombríos y sórdidos tugurios, trabajan y
aguzan el ingenio para hermosearla y hacerla fina y eterea. Es la obra
nacional. Grandes y chicos contribuyen á ella más ó menos directamente.
Todo espectáculo es un pretexto para el torneo de las Gracias. Toda
fiesta una ocasión de afirmar el imperio de la Elegancia y del Gusto, y
establecer la reñida supremacía de Paquin, Doucet ó Redfern: monarcas
del figurín que se disputan el cetro de Luis XIV y el globo de
Carlomagno.




LO fútil, el detalle nudo y vacuo al parecer, pero lleno de psíquica
jugosidad si se observa con ojo experto, revela á veces lo que no
descubren hechos importantísimos, libros venerables ni mamotretos de
copiosa ciencia. Decía un gran pintor que «el verdadero arte comienza
allí donde pequeños toques producen grandes cambios». Acaece algo
semejante en las cosas de la vida y no es muy zahorí el observador de
ella á quien lo ínfimo no sugiere lo transcendente, ni ve en lo frívolo
el cristal, que dejar suele en las costumbres, la ebullición y luego el
enfriamiento de las grandes causas. Es por este orden de razones que no
me parece desprovisto de sal ni miga el espectáculo curioso, aunque
nada ajeno al ambiente de los _meetings_ sportivos, que tuve la fortuna
de presenciar en el hipódromo de Trouville.

Era una gozosa confusión, un mareante vaivén de trajes vaporosos,
sombreros como canastas de flores y blanquísimos zapatos que corrían
como albos conejitos de la India sobre el verde riente de las
_pelouses_. La donosa y opuesta muchedumbre giraba en torno de los
resplandecientes atletas del _turf_, bestias finas, artificiales y
como tallados primorosamente en maderas duras, é invadía luego las
casillas del Pari-Mutuel, donde á cambio de algunos francos, hasta á
los humildes mortales les era dado sostener un trágico cuerpo á cuerpo
con el Destino y gustar un minuto la vida intensa de los héroes y los
dioses... Pero de pronto se produjo un tumulto extraño y luego una
especie de remolino de curiosidad que atraía á un punto del _padock_
al público disperso. Las gentes acuden presurosas, las cabecitas de
Helleu se apiñan, los labios rojos como fresas murmuran un nombre y
los ojos agrandados por el _kohl_, se abren extáticos como ante una
aparición celestial. ¿Qué era? Era madame Paquin, la Emperatriz de la
Moda, que aparecía por primera vez en público después de la muerte
de su bello y perfumado esposo. Vestía de medio luto, traje blanco
adornado de terciopelo, tricornio negro con triunfal pluma blanca: el
conjunto una maravilla de lujo, exquisitez y refinamiento, subidos de
punto por las garrafales perlas de las orejas y el collar de quinientos
mil francos. Sonriente, segura de sus impecables actitudes y prestigio
único sobre las imaginaciones femeninas; sabiendo que todas sus
esclavas le pedían algo sumisamente, dejábase contemplar al desgaire
prodigando á uno y á otro lado principescas sonrisas, mientras con la
falda recogida en una mano y en la otra la sombrilla, cuyo puño de
azabache conservaba con un gesto de virgen púdica á la altura de la
boca, avanzaba lenta y rítmicamente, elevando las piernas á la manera
clásica de los _mannequins_ para posar luego los pies con mimo sobre
la verde alfombra. Y cada movimiento y cada nueva actitud eran como
una lección práctica de estilo y encantadora fragilidad. Las duquesas,
las archimillonarias yanquis, las artistas célebres, las cortesanas de
alto coturno y, finalmente, los hombres se inclinaban á su paso. Allí
no habían méritos ni títulos que no se eclipsaran, ni testas que no
se abatieran ante la diosa taumaturga de la belleza femenina. Ella
imperaba sola.

En medio del oro de la tarde, aquella escena tomó de súbito á mis ojos
la augusta significación de un símbolo: el de la Francia depositando
sus ofrendas á los pies de la Voluptuosidad.




SI «la belleza es toda la mujer», ó como dice Gourmont: «la belleza
es una mujer y la mujer es la belleza», pero como la mujer es el
amor éste es el término fatal del _estetismo_ parisiense. ¡Qué mucho
que el niño ciego impere como único dios en la gran ciudad latina!
Mas no se trata del infante terrible que disparó sus flechas en las
ariscas lomas y mansos valles de la Hélada, sino de un amorcillo muy
civilizado y donoso que lleva su carcaj repleto de romances, epigramas
y madrigales. Cómo habían de resistir los líricos corazones al Tentador
que se sirve para encantar de los filtros y sortilegios del Arte y la
Poesía. No cabe sino que triunfe, y en realidad triunfa soberano en la
literatura y la vida. Una comedia sin conflictos amorosos ni tocados
elegantes no dura en los carteles; las novelas sin dramas pasionales
ó picantes escenas de alcoba no se leen; los versos sin erotismo no
llegan al alma; la música sin embriagueces ni escalofríos voluptuosos
no prende sus líricos garfios en los oídos. De esta suerte el niño
desenfadado dicta las modas sentimentales. El teatro, el arte y los
libros son como academias de voluptuosidad y escuelas de casuística
amorosa en las que se enseña á percibir doctamente los variados matices
de la sensualidad, desde el travieso _flirt_, _les passionettes_ y las
dulzuras de la _amitié amoureuse_, hasta los desatados impulsos del
corazón y los bizantinismos galantes. Como complemento y remate de esta
educación sentimental, también se aprende de una manera no menos docta
ni prolija, la ciencia de la expresión _caline_ y el arte de la caricia
_endormante_. Y este arte y aquella ciencia constituyen, lo mismo
que el _chic_, uno de los monopolios de la fina sensibilidad y linda
imaginación de la parisiense, alada imaginación que ha enriquecido la
lengua con una cantidad de desmayadas expresiones y dotado la plástica
de gestos y actitudes que son como las grandes iniciales del breviario
erótico.

Así, pues, la cultura como la moda, parece que no tuviera otro
objetivo que embellecer la voluptuosidad y endiosar el amor. En un
ambiente tan propicio á las emociones blandas y regaladas y que por
tan varias maneras favorece la cristalización de las sensibilidades
artistas, cae de suyo que éstas predominan y que los sentimientos
austeros y viriles sean formas secundarias de la emotividad francesa,
esencialmente literaria y erótica. No llegaré al extremo de decir, como
la indignada yanqui de Huret que «un francés, es una función sexual»,
pero si afirmaré, y aun sin empacho, que los otros sentimientos, y
particularmente el de la belleza y los mismos apetitos materiales,
degeneran en apetencia de la mujer, se subordinan al amor y son como
preludios de la gran orquestación amorosa. Es el negocio público, como
la belleza femenina es la industria nacional, y no podía menos de
ser así en el encantado jardín de la tierra donde la sociabilidad de
las gentes, la agilidad del espíritu, la rapidez de los movimientos
del alma y la molicie del medio, hacen que, hasta los más austeros,
se coronen de rosas y se apresten á gozar de la vida en común y
tiernamente. La eterna canción se oye lo mismo en las espaciosas
avenidas del _Bois_ que en los salones; en los _musical-halls_ donde
impera el desnudo, como en los teatros, hipódromos y paseos elegantes
donde el vestido, después de haber realzado osadamente las curvas y
protuberancias tentadoras de la mujer, las suprime para darle á ésta el
encanto picante y equívoco de los donceles afeminados.

No vaya á creerse por lo dicho que la licencia y el libertinaje echados
en cara por los extranjeros á los franceses, sin percatarse de que
tales manifestaciones de tolerancia moral son acaso el producto del
exceso de inteligencia y el reverso de cualidades muy nobles y humanas,
reviste la forma grosera de las saturnales del Directorio conducidas
por Mme. Tallien y las _Merveilleuses_. Es menos y es más, porque es
como la disipación de los hombres mundanos, una especie de elegancia
del alma, una sensualidad estética. Las directoras de los orgiásticos
coros son las Musas de París. Coronadas de laureles conducen la
lírica bacanal. La fórmula poética de las blanduras sentimentales,
de la voluptuosidad, de lo femenino, no podía menos de ser un feliz
hallazgo de la femenina inspiración. Nadie mejor que las Safos habían
de ofrecerle al mundo la manzana de Eva y los misteriosos secretos
de Afrodita. Lo logran con desnudarse, y en efecto se desnudan, y
poseídas del delirio sagrado, absorben por la ávida boca de los ocho
sentidos la voluptuosidad de la naturaleza toda y la ofrecen como un
vino embriagador en el ánfora de sus cuerpos trémulos. Al grito báquico
de libertad y con un impudor que los liróforos no conocían, enseñan las
carnes atormentadas por el divino Deseo, por el exasperado sensualismo
de innúmeras generaciones esclavas de la razón y sumisas á la castidad.
Las hijas espirituales de Baudelaire y Verlaine, que el acicalado Voguë
llama las musas de la Revolución, cantan, en verdad, como Jean-Jacques,
Bernardin de Saint-Pierre, Senancour y los grandes románticos, los
derechos de la pasión, la soberanía del instinto, la rebelión del
individuo contra la sociedad y el amor panteísta de la naturaleza en
que se traduce su frenético erotismo. Todas dicen:

    «Je prendrai le beau temps avec des mains hâlées,
    Je mangerai l'été comme un gâteau de miel!»

ó

    «Et j'ai fait de mon coeur, aux pieds des voluptés,
    Un vase d'Orient où brûle une pastille.»

ó aun:

    «Ma lèvre est appuyée à la lèvre des dieux.
    Tant s'épanche, invincible, envahissant les cieux
    Une odeur de baisers, d'étreintes et de spasmes!»

Pero mejor aún cantan en versos de una rara perfección, más sinceros
y profundos que los de Hugo y tan dulces y musicales como los del
pobre Lelian, la canción de Bilitis, «el arte delicado del vicio»,
el amor del amor, la religión del placer, la conciencia del mal,
los siete pecados capitales de la lujuria. Aquello que los poetas,
menos sensitivos y vibrantes, sólo podían balbucear torpemente, ellas
lo formulan con peregrina virtuosidad; lo que ellos no acertaban á
discernir, ellas lo revelan con pasmosa clarovidencia é imágenes
magníficas y aladas. Su penetrante análisis recorre ágilmente el
misterioso teclado de las molicies del cuerpo y del alma. Tal lucidez
en las cosas del amor y las flaquezas de la voluntad, es la causa
oculta del triunfo de las modernas bacantes en la gaya ciencia.
Ellas poseen el término justo y dichoso para expresar todo lo que es
desmayo, caricia y ensoñación. La música desfalleciente y enervadora
de sus versos y las nostalgias infinitas de su poesía, que mejor que
cualquier otra «es sensualidad transformada en eretismo mental»,
responden al sibaritismo del corazón y del cerebro y constituyen
la típica manifestación de la recrudescencia, fácil de prever, sin
embargo, de lo que antes se llamó _el mal del siglo_, de lo que un
filósofo llama hoy _el mal romántico_, que es en suma, _el mal de
vivir_: la ineptitud para la vida, la repugnancia de lo real y la
moral anarquía en que, á vueltas de tantos idealismos y refinamientos
sentimentales, suelen caer las naturalezas más finas y cultivadas.




SESUDOS autores sospechan que el Romanticismo es, en el fondo, una
insurrección del sentimiento y del instinto contra la razón, contra el
sometimiento á la regla dictada por la experiencia de las sociedades,
y pretenden que la sensibilidad romántica y el espíritu revolucionario
derivan, unos, como Taine, del mismo espíritu clásico, otros, y son
los más, de Rousseau y sus secuaces. Harto ligeramente echan los
últimos en olvido que la furia de la Revolución fué la Razón misma,
y que Rousseau y los ideólogos fueron los descendientes legítimos
del idealismo y de las abstracciones de los filósofos, empeñados lo
mismo en Egipto y la India, que en la Francia del siglo XVIII, en
construir un hombre ideal, un hombre de museo, para lo cual hacía
falta arrancarle las entrañas y rellenarlo de metafísica estopa; de los
filósofos que impelidos por la soberbia de la mente, creyeron posible
sustituir la idea á la realidad, la abstracción al hecho, la teoría
á la historia, la presuntuosa razón de Descartes, que á pesar de sus
títulos en apariencia indiscutibles á la hegemonía sobre lo humano, no
conoce los fenómenos sino históricamente, es decir, después que han
dejado de producirse y cuando ya no tienen ninguna acción sobre los
fenómenos presentes, desconocidos á su vez, al instinto vital, que obra
siempre en el sentido favorable á la expansión de la vida porque él es
ya el principio de su expansión. No ha de confundirse este instinto
vital con el _instinto_, el _sentimiento_ y la _naturaleza_ de los
revolucionarios, vislumbres obscuras de la imperialista condición
humana. Tengo para mí que el sentimentalismo romántico no es otra cosa
que una interpretación descarriada de la legitimidad, entrevista un
instante, de las pasiones y del egoísmo nietzsquiano. Y se me ocurre,
aunque parezca espantable sacrilegio, que si por la bondad nativa del
hombre se hubiera entendido la _gravitación sobre sí_ y el _deseo_
de _poder_, la Revolución habría tenido consecuencias harto más
provechosas para la humanidad y, sobre todo, para Francia. Juan Jacobo
proclamó la excelencia del hombre natural no corrompido aún por la
civilización, reacción legítima en el fondo, contra el artificio del
orden social y el racionalismo de la Enciclopedia; pero lo que triunfa
en los héroes románticos no es el egoísmo sano del salvaje, que las
necesidades sociales pueden convertir en virtud y amor hacia las demás
criaturas, sino el egoísmo patológico del _hombre sensible_, que muy
luego remata en anarquía moral. Razón cartesiana ó predominio absoluto
de la inteligencia sobre el instinto, y primitivismo, ó retorno á la
naturaleza, se transforman respectivamente gracias al desconocimiento
de la fisiología humana y los devaneos de la literatura, en
racionalismo demagogo y sentimentalismo romántico, dos pestes. Pero no
pudo ser de otro modo. No se conocía bien, á pesar del amor propio de
La Rochefoucauld, el fondo imperialista de la humana naturaleza; ni se
tenían nociones del darwinismo social; ni de las leyes que rigen la
evolución de las sociedades; ni Comte había dicho «que sólo son buenas
las verdades que nos convienen», vaciando de ese modo en una frase
la esencia del utilitarismo y del pragmatismo, iconoclastas de las
verdades absolutas y del bien en sí. Filosofía, literatura y arte se
encaminaban directamente á refinar el sentimiento y combatir rudamente
la animalidad, los instintos dominadores, el pecado original de los
cristianos. Lo mismo los autores del siglo XVII, hidrópicos aún de
teología, que las admirables, pero incompletas intuiciones de Buffón
y Condillac, que la pseudo-ciencia histórica del noble Condorcet,
que el misticismo social de los utopistas y la lógica rectilínea de
los jacobinos, convergían por distintos canales á la maravillosa y
ridícula concepción del hombre abstracto, esa quinta-esencia del
irrealismo que nos embriaga todavía. Siguiendo atentamente el curso de
las ideas se cae en la cuenta de que no existen verdaderas soluciones
de contigüidad ni irreducibles antinomias entre el espíritu realista y
viril de Corneille y La Fontaine y el espíritu afeminado y quimérico
de Juan Jacobo y Senancour, como no las hay entre el retorno á la
naturaleza de los precursores del romanticismo político y el reinado de
la Razón de los revolucionarios. Racine poseía ya como los románticos,
el _triste don de las lágrimas_, y antes que por Saint-Preux, Pablo
y Virginia y Obermann los nervios habían sido extra-sensibilizados
por la caballería y las costumbres galantes, por los Amadises y las
Astreas. Clasicismo y romanticismo se ofrecen al entendimiento como
manifestaciones antagónicas en apariencia, pero fraternas en realidad,
del mismo proceso evolutivo y de la misma falsificación idealista, si
se entiende por clásico no lo racional, sino lo espiritual, el esfuerzo
hecho por someter las leyes de la Naturaleza á nuestras aspiraciones
subjetivas. En este sentido el uno encaja en el otro; ambos entrañan
una concepción que admite y pregona la supremacía de la inteligencia ó
la del sentimiento, y ambos se oponen al espíritu moderno, realista y
utilitario y que es la resultante de una filosofía basada no sobre el
instinto ni lo sub-consciente, especie de neo-romanticismo, sino sobre
la voluntad.

En verdad la sensibilidad romántica y el irrealismo, ora ingenuo, ora
docto y terrible del pueblo francés antójaseme la obra de toda la
cultura francesa y particularmente del exceso de cultura literaria
y de la influencia femenina en el arte y las costumbres. En dosis
exageradas la literatura y lo femenino intoxican. El lirismo social
tiene sus quiebras. Filósofos enamorados de la razón y del ideal y
que creyeron devotamente en la omnipotencia de la inteligencia desde
Descartes y Cousin hasta Comte y Fouillee; ideólogos y utopistas
fervientes no de un derecho, de una libertad, de un bien, sino del
Derecho, de la Libertad, del Bien, fabricadores entusiastas de las
Salentes, Ciudades futuras y Eras de oro de la humanidad, desde Fenelón
á Fourrier; briosos poetas como Lamartine, Chateaubriand, Hugo,
Leconte de Lisle que pretendieron substituir el ensueño á la realidad
y convertir sus encantadas imaginaciones en dulce paz campesina,
primitivismo patriarcal y edenismo terrestre; artistas de la estirpe
de Delacroix y Puvis de Chavannes que maldicen de la civilización ó
muestran en inmortales frescos sus visiones paradisíacas; estetas,
dramaturgos, noveladores, ironistas y diletantes que á nombre de
la dicha de la humanidad ó de la religión de la belleza condenan
iracundos el maquinismo, la finanza, las energías viriles, las
actividades productoras, lo vital de la vida moderna, en fin, todos
concurren á formar la atmósfera de estufa favorable á las quimeras,
ensueños, molicies, sensualismos y embriagueces de amor y de ventura
que el choque contra los duros ángulos de las realidades resuelve
infaliblemente en ironía, escepticismo y mal de vivir.




PORQUE es lo más insólito que las exquisiteces de la sensibilidad
y elegancias mentales, tenidas hasta ayer por signos ciertos de
superioridad y dorada cúpula de las civilizaciones selectas, sean
causa y venero de toda suerte de egoísmos y enfermedades del alma. Si
se para mientes en ello verase á poco andar que el sentimentalismo y
la sensiblería, el entusiasmo y el lirismo, el amor del hombre y de
la sociedad universal de los hombres sensibles, los delicados y los
estetas se transforman, si pasan del plano de la literatura al plano
de la vida, en acritud y amor propio feroz, soberbia y aridez de
alma, aversión de los hombres é imposibilidad práctica de vivir en su
compañía y de adaptarse á ningún medio social. Así fueron Rousseau,
Bernardin de Saint-Pierre, Senancour, eternos judíos errantes del país
de las quimeras, y de la misma estofa son los _bellos tenebrosos_, la
larga y maltrecha falange encabezada por Saint Preux, el aristocrático
René y el inconstante Adolfo, cuyos descendientes enfermos y
desesperados desde Rolla y Sorel á Monsieur Venus, parecen algo así
como la columna vertebral de la neurosis de un siglo al que llenan de
sus clamores y perversidades.

Y los poetas, escritores y artistas; los eternos niños que un augusto
prejuicio consideraba como dechados de perfección y arquetipos humanos,
tienen algo y aun mucho de sus engendros espirituales. Conocida es
su ligereza y vanidad pueril que los lleva, entre otros extremos
ridículos, á vivir constantemente en la estática postura del bello
Narciso; conocido el amoralismo y las depravadas costumbres de los
estetas, de quienes son acabados _specimens_ esos complicados embelecos
que se llaman des Esseintes, Phocas, Lord Lelian; conocida la debilidad
femenina, el ningún poder de gobernarse y la perversión de los
exquisitos, admiradores fervientes de Wilde, d'Anunzio y Lorrain. En
resumen, parece una gran mentira la panacea de la cultura literaria, y
puede que los refinamientos de la sensibilidad y la inteligencia, ó
el arte y las letras, como quería Rousseau, en vez de ennoblecer á los
hombres los haga antisociables é inhumanos. Cultura é individualismo, ó
lo que es equivalente, condenación de la sociedad, son sinónimos. Acaso
es más humana y sociable la bondad natural, sólo que por ésta no habría
de entenderse la que tal creyó el sensible é incauto Juan Jacobo, sino
al revés, el egoísmo puro, resorte propulsor de las almas viriles y lo
contrario de las languideces sentimentales y flaquezas del carácter
que diseñan el perfil moral de los voluptuosos. Esto explicaría
acabadamente la oposición y disparidad que el solo nombre evoca entre
sensitivos y viriles, idealistas y utilitarios; la escasa _virtuosidad_
de sensitivos é idealistas en el dominio de las realidades prácticas
y, al contrario, su preeminencia en el país de los sueños, esto es, en
las actividades sub-conscientes que rebajan al hombre disciplinado por
el ejercicio de la voluntad, dueño de sí y adaptable por su hábito de
gobernarse á las variaciones del medio y lo ponen á la altura de la
mujer y del niño, en los que domina el capricho, la fantasía y es más
débil el juicio y menos robusta la facultad de querer.

El infantilismo y sugerente parentesco de las sensibilidades artistas
y las sensibilidades femeninas; la emotividad exagerada que hace tan
irascibles y quisquillosos á los sentimentales; la ineptitud social
y escepticismo disolvente de los fieles de la religión del alma; el
pesimismo y la ironía de aquellos á quienes tortura el vicio sutil de
pensar, no son precisamente seguros indicios de virtudes sociales ni
demuestran que la humanidad anduviera muy acertada al elegir como ayo
y Mentor al amable y picotero Espíritu, tan desdeñado á menudo por la
vida. Prometeo le decía á un sátiro que habiendo visto por primera
vez el fuego y deslumbrado por su resplandeciente hermosura, quería
besarlo: «Sátiro, llorarás tu barba si lo besas, porque el fuego
quema al que le toca», alegoría cuyo sentido expresan, á la par del
viejo mito del fruto vedado, muchas fábulas, sentencias y discursos
que indican la sospecha ó revelan el conocimiento de la cualidad
anárquica y disolvente de poetas y artistas, y dejan que se columbre
la oposición del sentir y del obrar, del saber y del poder, de lo que
llamaría Nietzsche la lucha del instinto vital que crea y del instinto
de conocer que destruye. Hay mucho de verdad en todo ello. Más que
los libros y las doctrinas, el comercio de los hombres induce á creer
á pie juntillas que las clases demasiado afinadas por el influjo
afeminador de las artes y las letras caen en el escepticismo, cuando
no en otros males peores, y pierden los bríos de la voluntad y la
virtud de amar la vida y gozar de ella, como si vida interior y acción
se excluyesen, individualismo y humanidad se rechazasen, lirismo y
realidad no cupieran en el mismo plato. Desquite del egoísmo: sofocado
por la cultura degenera en esas enfermedades misteriosas de la voluntad
y la inteligencia que debilitan á los delicados, los desarma y obliga á
tender el cuello á las ambiciones materialotas, pero vivientes y sanas
de la plebe.




PORQUE es muy cierto que esa actitud desdeñosa de las naturalezas
muy finas y cultivadas frente á la sociedad que se llama la ironía,
«flor funeraria que florece en el recogimiento solitario del yo»;
esa actitud crítica y rebelde que impide tomar parte activa en la
tragi-comedia humana é incorporarse con mansa resignación al paciente
rebaño de Panurgo, es destructora como el individualismo anárquico del
que sólo es vigoroso brote, de las virtudes y energías sociales, y,
por consiguiente, de toda robustez moral. La conciencia del profundo
desacuerdo entre pensamiento y acción é individuo y sociedad de que
nos ofrecen lamentables testimonios la helada indiferencia de Benjamín
Constant, el orgullo solitario de Vigny, la melancolía de Amiel ó
el cinismo de Stendhal, corta las alas al deseo de poder é impide
vivir, porque no se puede tomar en serio un espectáculo fatalmente
absurdo, eternamente grotesco y al que asistimos por fuerza y pagamos
con nuestra desdicha. La sonrisa oculta la mortal desilusión, las
heridas del flagelado orgullo y nos venga del mundo y su tejido de
contradicciones. Es como un desquite de la personalidad, conveniente
en dosis moderadas para corregir el optimismo tonto de los simples,
de lo que llamaría Schopenhauer el _filistinismo hegeliano_, pero
pernicioso cuando de las clases pensantes desciende la ironía á las
masas y se convierte en descreencia, burla y cinismo, porque entonces
destruye implacablemente las mentiras é ilusiones _necesarias_ que
forja el instinto vital de las sociedades, con el robusto fin de que
éstas perduren en el mudable imperio de Cronos y le pongan su cuño al
espacio. Que una cosa sea verdadera ó falsa desde la torre de marfil
del pensamiento, ¿qué importa?: lo que importa es que sea útil á la
vida. Acontece en esto lo que con esas verdades religiosas, erróneas
científicamente, pero ciertas y eficaces desde el punto de vista de
la religión ó de las costumbres, en las que James echa los nuevos
fundamentos del viejo pragmatismo: ¿qué más da que sean puras patrañas
y burdas engañifas si curan y dan razones de existir? El utilitarismo
de Caliban es más saludable en los trances apurados que el racionalismo
de Ariel. El pueblo, lo que en nosotros es pueblo, lo que aún no rompió
el cordón umbilical que une la criatura al cosmos, no razona: obra
impulsado por sentimientos que son al interés lo que los cuerpos á la
gravedad: posponiendo toda consideración transcendente á la utilidad
inmediata. Y precisamente por esta limitación y estrechez de juicio
acierta con la voluntad de la Vida cuando los timoneles de la Idea han
perdido la brújula. Para la Vida el instinto, el egoísmo es más seguro
ombráculo y consejero que la razón enseñada en los libros. Ésta harto
frecuentemente amengua y desorbita. Obedeciendo á impulsos extraños al
interés verdadero y primordial, suele decir: «Sálvense los principios
aunque se pierdan las colonias». Pero el instinto vital le habla á la
razón como el gran Federico á los doctores cuando decía al penetrar en
Silesia: «primero me apodero del país, que después no faltarán pedantes
que prueben mis derechos.» El santo deseo de poder se queda siempre con
las colonias.

La razón no: contempla la vida reflejada en el espejo deformador de
la conciencia mientras la vida pasa cambiante como la onda, y que
la misma conciencia no permanece un solo instante sin mudanza. Cómo
conocer la verdad moral y eregirla en norma de conducta si ella no fué
nunca idéntica á sí misma, ni el medio social tampoco y si nosotros,
al concebirla, ¿no somos ya lo que éramos? Aplicamos el parche cuando
el grano no existe ya. Con eso y con todo, en el plano de la lógica ó
establecimiento de las verdades científicas en que nuestra fisiología
no tiene interés ninguno en engañarnos, el triunfo de la facultad
humana por excelencia es evidente: todo es tangible para ella, y
razonar _notre puissance_, parece lo más justo; pero en el plano de las
realidades esto suele ser lo más desastroso, porque la vida, como el
corazón, tiene razones que la razón no conoce. Un trabajo formidable
se produce en las reconditeces y antros del alma, ignoto para las
luces de la conciencia y que determina la mayoría de nuestros actos y
voliciones. Conocemos los fenómenos visibles, de nuestra voluntad, como
vemos la burbuja que estalla en la superficie de las aguas: después de
haberse formado en el seno de ellas y de atravesar su masa toda. Los
verdaderos móviles que nos impulsan nos serán desconocidos eternamente
al obrar, que es cuando su conocimiento podría sernos de algún provecho
para dirigir la vida. Lo que percibe el espíritu es la proyección de
los deseos; por otra parte, él no es el espectador sino el espectáculo
mismo. Engañados por los sentidos, las pasiones, los antojos de la
fantasía, los caprichos del corazón y la óptica deformadora de la
inteligencia, el hombre, mientras obra, no sabe lo que es ni lo que
quiere ni adonde va. La ilusión gobierna el drama espantable del mundo.
Y así, impulsados por las fuerzas colosales é irresistibles de lo
sub-consciente ó por la inteligencia, esa «petite chose á la surface de
nous mêmes», seguimos adelante como autómatas y sonámbulos en la noche
obscura del alma. Solamente que en el primer caso, nuestras plantas se
apoyan en el suelo y por ellas como la savia por las raíces y el tronco
hasta la flor, sube al cerebro la _voluntad de la tierra_; mientras
que en el segundo nos lanzamos al aire persiguiendo desalados los
espejismos de la imaginación, que es pura fantasmagoría cuando deja de
ser el instrumento dócil de aquella voluntad; perdemos el contacto de
las realidades; dejamos de nutrirnos de sus jugos divinos y ya no somos
otra cosa que vanidad, hojas secas volteando en los lomos del viento.




EL espíritu poco práctico, la ineptitud comercial, la falta de sentido
político y escaso poder de gobernarse, esa á modo de debilidad femenina
y frívola ligereza de los pueblos en demasía razonadores, tiene su
origen, tal vez, en que fueron descepados de la tierra y desposeídos
del sentimiento de las realidades por la absurda falsificación que,
á guisa de pecados y vicios, combate todavía torpemente la _fuerza
fundamental_ de la humana criatura. Cuando dejan de oirse los _eternos
mandatos_ de la Diosa se inventan por repugnancia invencible del mundo
y miedo de vivir, los paraísos artificiales ó consoladores mentiras del
arte con las que se reconforta el esteta y lucha contra lo incompleto
de su destino; también se inventan las religiones del alma y las
hechicerías de la razón, y todo aquello que por ser enemigo jurado de
lo vital y lo viril, ablanda los sentimientos, corrompe con pérfidas
seducciones la facultad utilitaria de conocer y prepara el reino
brillante, pero efímero, de las sofisterías del corazón y del cerebro.

Porque así como en la ciudad Luz las emociones van por pendientes
naturales hacia el erotismo y dejan los sentimientos, no encendidos
por la amorosa llama, como velados en la sombra, en lo que atañe á la
inteligencia todo converge hacia las formas puras y desinteresadas
del pensamiento, según la tradición irrealista y anti-utilitaria de
los ascetas medioevales del saber: especulaciones filosóficas sin
aplicación á las realidades prácticas, idealismo político, misticismo
social: hinchada palabrería razonante en la que se resuelven al fin de
cuentas el racionalismo y el sentimentalismo francés.

La Francia es el alma de Juan Jacobo. Sueña, persigue la injusticia,
busca presa de inquietudes mortales la dicha universal y con todo ello,
y quizá á causa de ello, no puede reducir la anarquía interior que la
divide en mil familias de Capuletos y Montescos, la debilita en frente
del invasor y desdora á los propios ojos. ¡Noble é ilusa Lutecia,
víctima de lo que llamaba Gioberti el «amor de los antípodas»! Su
pecado y su crimen es el de no ser bastante egoísta. Las construcciones
ideales y fiebres demagógicas; los esfuerzos por encauzar el torrente
impetuoso de la vida en los estrechos canales de la lógica y poner al
unísono universo y corazón, absorben los zumos preciosos de su cerebro
y la hacen descuidar las aplicaciones humildes, pero provechosas, de la
inteligencia á las necesidades de la concurrencia universal, urgentes
y perentorias en el medio económico realista y utilitario, no exento
por dicha de heroísmo ni de grandeza en que, quieras que no, viven los
pueblos civilizados.

La consecuencia lamentable de tantas imaginaciones y ensueños es
el crónico desequilibrio del organismo nacional y, por añadidura,
una suerte de desidia é ineptitud para las cosas prácticas y cierto
amilanado apocamiento en las aventuras financieras que, no obstante
las altas cualidades y superior inteligencia del pueblo francés,
lo colocan en permanente inferioridad junto á otros pueblos menos
cultivados pero más enérgicos; menos espirituales, pero más duchos
en aplicar la inteligencia á la vida; menos sensibles y ébrios de
virtud, pero en el fondo más sociables y virtuosos. Tiene sus quiebras
el confundir la inteligencia con el _esprit_, la realidad con la
literatura, las virtudes sociales con la sensibilidad lírica. Y á todo
ello conduce frecuentemente el culto de la Razón, que tantas esperanzas
hizo concebir á la humanidad. Buena es la cultura cuando fortifica la
inteligencia y no relaja las energías productoras, que son las virtudes
cardinales del mundo moderno; cuando acrisola la aptitud estética
sin menoscabo de la virilidad, cuando acuerda, en lo que cabe, la
conciencia con lo sub-consciente, la física del alma y la física del
cuerpo; pero es condenable toda civilización, por brillante que sea si,
con el pretexto de ennoblecer, desarma para vivir y pone en los labios
de los hombres la frase de Bourget: «Agir, c'est toujours accepter la
mesquinerie des conditions autour de son Ideal».

Las cristalizaciones típicas de la civilización francesa, y aun podría
decirse de la cultura greco-latina de la que es París el dechado y
la simbólica flor, son los refinamientos de la sensibilidad y las
elegancias mentales: superioridad palmaria en las cosas del espíritu,
lo que le permite imponerle al mundo sus gustos estéticos y modas
sentimentales; inferioridad no menos patente en el campo de lo que
llamaría el enérgico ex-presidente yanqui la vida intensa, donde
las voluntades anemiadas por las sangrías del sentir y del pensar
desfallecen y se doblegan sumisas ante otras voluntades limpias de toda
intoxicación literaria y que no tienen los ojos _ébrios de luna_ sino
fulgentes de luz solar.




CONSIDERANDO al materialismo fatal de la era presente y las aptitudes
prácticas de que los pueblos han menester para no petrificarse en las
viejas formas de la cultura ni quedarse rezagados, se comprende, sin
grande esfuerzo, la reacción brusca de las civilizaciones modernas,
positivas y utilitarias, contra las civilizaciones irrealistas del
pasado y particularmente contra el racionalismo francés. Á pesar de
los lloros del alma es preciso confesarlo: las disciplinas eficaces
y ennoblecedoras un día, más que otras cualesquiera, de la cultura
francesa, ni son las fórmulas pedagógicas de las naciones que extienden
sus dominios en el momento histórico actual, ni pueden ser las fórmulas
morales del porvenir. Si bien afinan al animal humano, lo hacen con
detrimento de sus energías belicosas. Es lo contrario lo que priva
y hace falta. La selección de las sociedades encamínase francamente
á proteger á los viriles y destruir á los sensitivos. Y por eso la
cultura que realizó en la historia el connubio de la Gracia y del
Saber, la única que todavía puede parangonarse á la que floreció en el
Ática sonora, parece que hubiera dejado de ser actual y de producir las
virtudes sociales del momento.

Verdad es que un pensador de fuste, clarovidente é imparcial,
caracteriza el siglo XIX por dos hechos singulares entre todos:
el triunfo del espíritu democrático y del idealismo político ó
extensión de la influencia de Francia en el dominio espiritual, y
la supremacía de los anglo-sajones y germanos en el dominio de las
realidades prácticas, ó lo que es equivalente, en las luchas políticas
y económicas. Mas lo primero es sólo una amable apariencia. Por lo
que toca á la filosofía y la moral, damas pudibundas y al parecer
invulnerables para las flechas de Eros, pero que con sobrada frecuencia
padecen de vapores y desmayan voluptuosas en los brazos de los
bárbaros, lo típico del siglo XIX es, en último término, la reacción
triunfante del naturalismo alemán y del darwinismo anglo-sajón, contra
el racionalismo francés; en lo que atañe á la vida real lo que salta á
los ojos es el advenimiento de toda suerte de imperialismos, políticos,
económicos, democráticos y la superioridad, establecida por los hechos
en solemnes ocasiones, de los viriles sobre los sensitivos, de la
voluntad sobre la inteligencia, de la fuerza sobre el derecho, «que
cuando no es la fuerza es el mal», según la aserción del paradójico
Wilde, un esteta que también aseguraba con el mismo desahogo, «que no
tiene nada de sano el culto de la belleza». Él debía de saberlo.

Y esa superioridad, y he aquí lo portentoso, se hace manifiesta no
solamente en las luchas económicas y diarias porfías, sino en el
terreno de la solidaridad, donde parece que debieran ser más eficaces
las aptitudes graciosas y amables. Y bien, no. El espíritu solidarista
que enfervorizado persigue el derecho igual para todo y para todos, la
dicha del mayor número, la libertad, el progreso, nociones confusas y
tal vez antinómicas, no es más favorable, en suma, á la sociedad que
las doctrinas naturalistas ó anti-racionalistas de alemanes é ingleses.
En la práctica intelectualismo y racionalismo franceses degeneran,
el primero: en _estetismo_ amoral, ironía, escéptica indiferencia y
repugnancia de las realidades; el segundo: en perpetua fermentación
revolucionaria é individualismo anárquico, cosas antagónicas, como el
amoralismo de los estetas, á la sociedad y la vida. Por el contrario,
el duro darwinismo social, cabeza de turco de tantas sentimentales
declamaciones, conduce al respeto de las jerarquías, al orden, á la
libertad, á la cooperación por la vida dentro de la lucha por la vida;
y, por otra parte, al individualismo del _self governement_, que es
fuente inagotable de energías y virtudes sociales, no teóricas sino
prácticas y efectivas. De donde pudiera inferirse rigurosamente que el
egoísmo acaparador de los brutales, es más provechoso para el mundo que
el egoísmo _sin interés_ de los delicados.




Y de hecho autores hay que atribuyen las excelencias de los pueblos
del Norte, al haber permanecido hostiles á la influencia greco-latina,
manteniendo en un estado de semi-barbarie su originalidad étnica y
hasta cierto punto, su civilización castiza, lo que constituye la
fuerza propia de un pueblo y las cualidades de fondo de una raza. Mas
esos pueblos precisamente, desempeñaron por mucho tiempo un papel
secundario en las conquistas de la civilización y se nutrieron en
muchas cosas de la enjundia latina. Si los anglo-sajones y los germanos
aun conservan un elemento de salud y vigor de que carecen los pueblos
que sufrieron el dominio de la Roma de los Césares y los Papas, no debe
atribuirse á la ausencia de ese dominio, sino más bien, á la sórdida
economía de fuerzas hecha en luengos siglos de vida obscura, extraña
á los refinamientos y molicies destructoras del carácter que traen
consigo siempre las civilizaciones extremas. Atenas, Roma, Alejandría,
Bizancio lo atestiguan. La ventaja de que los pueblos se conserven
puros y originales en su vida espiritual, es muy discutible cuando se
piensa en lo que son la India y la China, y en lo lo que fué el Japón
antes de haberse asimilado la civilización occidental. Lo que á todas
luces hace falta y aprovecha, es que la cultura propia ó prestada
no desvirtue el egoísmo nativo, manantial de toda vida y en el que
absorben los jugos de la robustez del cuerpo y la salud del alma los
pueblos fuertes, refinados ó sin desbastar aún.

Las cualidades viriles que garanticen el triunfo práctico y cabal
en esta época de imperialismo económico, no han sido hasta ahora,
ni son actualmente, el patrimonio exclusivo de las naciones salidas
directamente de la barbarie. Los pueblos que hoy se enseñorean
del globo, no poseían ayer las preciosas energías á que deben su
predominio, ni nada hace suponer que tanto fasto y poder no concluyan
un día con las palabras de Felipe II en su lecho de muerte. La vida
en su juego divino seguirá transformando las sociedades y es muy
posible que, en tiempo no lejano quizá, aquellas soberbiosas dotes
dejen de ser útiles en el grado que actualmente lo son, ora sea por
el desgaste de la facultad, ora por las mudanzas del medio ambiente,
como acontece en la era capitalista de cálculo y ahorro, con las
virtudes hidalgas de la caballeresca España, eficaces en el tiempo
pasado y al presente perniciosas. Así, pongo por caso, si el edenismo
convierte un día la tierra en los campos elíseos de la humanidad, los
pueblos que juzgamos ahora más aptos para la lucha vital, perderían la
situación preponderante que deben á lo que entonces fueran cualidades
anacrónicas y estorbos para asimilarse la nueva y triunfante cultura.
Francia acaricia aquel voluptuoso ensueño oriental; si triunfase sería
el desquite del ideal francés. Pero en la vida como en el arte, «las
intenciones no son nada, el poder de realizar es todo». Y el poder,
fuerza es que se diga, no está de parte de la Idea, sino del _Factum_;
no de parte de los delicados, sino de los viriles; no de parte de
los más nobles, sino de los más fuertes, que son los más aptos para
convertir en hechos sus aspiraciones.

Por los demás no conviene llamarse á engaño sobre la supuesta egregia
condición de los imperios espirituales ni la legitimidad de sus
conquistas. Ya hemos dicho que la razón es esencialmente arbitraria y
opresora, y cómo entra sin dar cuartel en las fortalezas del alma. Las
zarandajas morales de la nobleza y del desinterés de los propósitos,
cuando se examinan de cerca son pura patraña y retórica. Cada pueblo
practica el imperialismo concorde con su peculiar fisiología y cultura.
Como la función crea el órgano, el deseo crea la moral. Sé de sobra que
el ideal francés se opone formalmente á todo privilegio é imperialismo
derivado de los _hechos_ y no de la _teoría_; pero ese ideal ¿es otra
cosa que el privilegio de la razón razonante que conviene á la Francia,
y un imperialismo sentimental con el que, la nación desprovista de
sus arreos guerreros, procura satisfacer espiritualmente, ya que no
de otra manera, su gastado instinto de soberanía? Grande vidente fué
Zaratustra cuando dijo: «El cuerpo se crea el espíritu como una mano
de su voluntad». Todo es mano en el hombre, y el objeto de ese órgano
prensil, es el de apoderarse de las cosas y no el de escribirlas en las
arenas movientes que lamen las olas del mar.




DE las aspiraciones generosas y remontadas del pueblo francés, no cabe
dudar y menos de su obra dilatada á todas las actividades, industrias,
ciencias y máquinas especulativas. Su ideal ha sido por momentos el
ideal de la humanidad. Todas las naciones le deben algo, y todos
llevan en el medallón del alma, como un recuerdo del primer amor, la
imagen querida del bello París. Fuera menester haber nacido ciego y
sordo-mudo en las cosas del espíritu para negar la influencia dulce y
luminosa que irradia sobre la tierra desde lo alto de la torre Eiffel,
y no reconocer que muchas veces la amable Lutecia fué, y sigue siendo
en parte aún, la flor de la humanidad y así como la inteligencia y la
gracia del mundo. La invención de la inferioridad de la raza y la
decadencia latina, son burdas especies. Después del libro de Finot
quedan muy mal paradas las doctrinas de Gobineau y De Lapouge. Las
aptitudes y cualidades francesas, tan múltiples como peregrinas, nunca
fueron más salientes ni vigorosas. Sólo que el medio ha cambiado y
muchas veces, aunque decantadas y superiores, no son utilizables
aquellas excelencias. Al contrario, en cierta manera, sirven de rémora
y dificultad para ponerse al diapasón positivista de los tiempos que
corren. El mundo hase convertido en un vasto mercado donde no tienen
empleo los marqueses _talon rouge_. El perpetrar las tradiciones
estéticas de la elegancia del alma, no es ya elevado sacerdocio ni
oficio remunerador. Y todo hace pensar que en lo futuro ningún pueblo
podrá ejercer una influencia honda ni durable sobre los otros, ni
siquiera tenerlos á raya, ni aun vivir con sus talentos de sociedad
solamente por amables que sean. Francia conserva en sus manos de uñas
pulidas el cetro del gusto, pero no el de la inteligencia técnica que
se necesita en el Taller. Contra lo que supone el gran Anatole, el
ejercicio del espíritu y el uso de la razón, de la vieja razón, no
prolongarán el imperio de Francia sobre el mundo. La Fuerza de las
ideas es ineficaz cuando las ideas no son la expresión de la Fuerza.
En la vida moderna los retores y los humanistas van pareciendo casi
tan anacrónicos como los santos. Pero ello no implica una condenación
de muerte para los pueblos latinos, ni quiere decir que éstos, después
de haber «fait le tour des sentiments et des idées», no puedan
adquirir y desarrollar por convicción y sistemáticamente los arrestos
y bríos morales que las naciones hoy dominadoras poseen gracias á su
inferioridad crítica y simplicidad primitivas. Además, puede acontecer
muy bien que las circunstancias ambientes cambien y las tornas se
vuelvan y que resulten entonces feos vicios las cualidades que hoy se
tienen por raras perfecciones, méritos de subidos quilates y signos
ciertos de superioridad.




MAS, por el momento, la virtud de germanos y anglo-sajones salta á la
vista. De un modo lento, pero eficaz, como el trabajo subterráneo de
las aguas que disloca y parte las montañas, van haciendo del mundo
su exclusivo patrimonio. Los grandes capitanes de la industria y la
finanza plantan las banderas de la expansión comercial hasta en los
rincones más escondidos del globo; conquistan los mercados, que son
las ciudadelas de las naciones; se infiltran con sus mercancías en los
pueblos y los hacen sus vasallos. Y á esta penetración parsimoniosa
y mansa, pero segura, de las actividades invasoras, en las que se
transvasan en la era capitalista los ímpetus conquistadores de otras
épocas y los impulsos del nunca dormido, mientras se conserva
sano, instinto de dominación, el sibarita París no acierta á oponer
otras barreras para defender su predominio, que las brillanteces
y refinamientos que abrieron á Roma las puertas de Atenas y á los
bárbaros las puertas de Roma.

Al modo que las voluntades flacas, después de renunciar á las tierras
del planeta, inventaron el consuelo de las tierras celestes y las
estupefactiva inversión de valores que hacen robusto lo canijo, rico
lo pobre, noble lo vil; las naciones de embotadas energías viriles y
fatigados alientos, inventan los códigos morales de la debilidad y las
ilusiones idealistas que adormecen y engañan las voluntades nacionales
contra las que no se puede luchar á brazo partido ni frente á frente.
Como el cristianismo, cuya esencia es renunciamiento, contemplación,
acritud contra la existencia, la cultura greco-latina lleva en sí
oculto, muy oculto, el desdén de lo real y de la acción--su amor de las
ficciones del arte y odio de la riqueza da de ello claros indicios--y
es un filtro poderoso para adormecer los ardores de la sangre moza
y hacer factibles por las vías pacíficas, el suspirado reino de la
justicia y la adorable quimera de la sociedad universal, que de
realizarse han de hacerlo, como todas las cosas de este bajo mundo
por la guerra y la muerte, «ya que nada existe sino en virtud de la
injusticia; ya que toda existencia es un robo anticipado sobre otras
existencias y que cada vida que florece lo hace en un cementerio», al
decir del admirable Gourmont.

Cada vez que trato de exprimirle el jugo real á la _unión por la
vida_, dulce fórmula de uno de los representantes más autorizados del
idealismo francés, me viene á las mientes el recuerdo de otra unión
de la que yo formaba parte de pequeño en la escuela. Se llamaba la
«Cofradía del Bizcocho», y tenía por objeto el ayudarnos mútuamente
para escamotearle al pobre diablo de mercachifle, que en las horas de
asueto vendía de que merendar, las golosinas que apetecíamos. Nuestras
maniobras eran muy concertadas y amigas hasta cometer el feo hurto,
pero después, cuando se trataba de repartirlo, la unión _para el
bizcocho_ se convertía invariablemente en guerra _por el bizcocho_. La
experiencia del mundo me ha demostrado en múltiples ocasiones, que la
unión para la vida desde que hay que comer, desde que hay que vivir se
trueca en lucha por la vida. ¡Reino de la justicia, sociedad universal,
edenismo terrestre! Hermosos sueños sino se cambiasen, con el desate de
las pasiones, intereses y apetitos que _dejar de obedecer_, en guerra
y anarquía, y sino fueran la expresión sintomática de las enfermedades
de la voluntad que contraen los pueblos embebecidos de la idea y
que palidecen y se consumen _escuchando el canto del ruiseñor_...
Humanitarismo é internacionalismo, y, por otra parte, proteccionismo
y antisemitismo, revelan bien á las claras la urgente necesidad de
desarmar á los otros ó confabularse contra los que no se pueden vencer
á armas iguales, y constituyen la implícita confesión de la anemia
nacional. «Ils nous gênent», responde un personaje representativo de
la nobleza en el drama «Israel» para explicar su odio á los judíos,
vencedores en la lucha social y que acaparan ávidamente cuanto
privilegio y poder se les pone al alcance de la mano. Y en aquella
despechada frase se contiene la razón verdadera... y cínica, como
todas las razones verdaderas, de un odio secular. Los judíos son los
rivales, tanto más detestados cuanto más victoriosos, á cuyas arcas van
á concentrarse los dineros, ó lo que importa lo mismo, la virtualidad
y situación social de todos. Se comprende que incomoden y se hagan
aborrecibles. «Ejercemos el natural dominio de las almas fuertes sobre
las débiles», podrían ellos replicar remedando á la Galigaï cuando
explicaba á los jueces su influencia sobre María de Médicis. Y no podía
ser por menos. Contemplativos, idealistas, estetas nunca se acomodaron
bien de la lanza, ni del casco guerreros. Digan lo que quieran: las
exquisiteces de la inteligencia y la sensibilidad, son destructoras de
la osadía y firmeza del empeño. No hay sino escudriñar, para percatarse
de ello, las causas recónditas de la abulia, y observar de cerca la
torpeza, timidez y escasísima _inteligencia_ en la práctica de la
vida, de los cerebrales y los emotivos. ¡Pensar por pensar, sentir
por sentir, flores monstruosas que secan la planta! En cambio, «obrar
es pensar con todo el cuerpo». Sé, también, que obrar es asimismo,
según el poeta del misterio y del silencio, recogerse en sí, escuchar,
callar... pero no hay meditación ni recogimiento que unan el individuo
como el acto á su patria celeste, á la actividad universal. Una idea
suele ser una bella cosa, pero el más pequeño de los actos es siempre
una cosa divina. Á mayor abundancia de razones, cuando el Espíritu
deja de ser el servidor de la voluntad de vivir y gala y ornato de
ella, la traiciona; el obrar la sirve en todos los casos y eternamente,
y como aquella traición se repite con grande frecuencia, es por lo
que resulta en definitiva, que en el individuo la capacidad de pensar
y sentir idealmente nace y medra en razón inversa de la capacidad de
obrar prácticamente. El pensador, el artista, en suma el poeta--llamo
poeta al intérprete de lo divino--tiene una excelsa y misteriosa misión
que cumplir en cuanto fabricante de ilusiones vitales: el resto de su
actividad _inexplosiva_, ó su actividad misma cuando adormece y enerva
en vez de excitar, es futileza y labor de mujeres, cosa de eunucos y
distracciones de harén.

Ahora bien: esto último es, para desdicha de los imperios apolínicos,
lo que ocurre y produce una especie de fermentación literaria que
intoxica el corazón y el cerebro de las multitudes y prepara el reino
de lo femenino, la voluptuosidad y la quimera. Entonces las sociedades
se embriagan de luna, y recostadas en blandos almohadones languidecen
esperando la venida de los bárbaros.




ESTE convencimiento que se traduce aquí y allá en las obras de los
viajeros salidos de la Metrópoli de la Belleza para sufrir el roce
áspero de las civilizaciones utilitarias, ya sean puros literatos
como Bourget y Adam, ya sociólogos y psicólogos como Leroy-Beaulieu,
Boutmy, de Rousiers; ora financistas letrados como Weiller, ora simples
periodistas como Huret, es quizá, lo que en forma de presentimiento
obscuro, agita á la Francia. Las convulsiones de su política y anarquía
moral pueden ser los últimos espasmos de un mundo glorioso, pero
inapto para adaptarse al ambiente positivista, ó los dolores de un
nuevo alumbramiento revolucionario del que saldrá el ideal de amor y
ventura que la bella Lutecia, apasionada y ensoñadora, nutre y quiere
con los redaños del alma. Lo innegable es que fermentos y levaduras
morales de muy diversa condición trabajan las masas á porfía y tienden
á destruir el orden de cosas actual. Tradicionalistas, cuya fórmula
es la _tierra y los muertos_, la patria y los ascendientes, que el
travieso individualismo barresiano descubre en las profundidades del
yo, y socialistas que sueñan con la sociedad universal como Jaurès y
Hervé; cesaristas á lo Renán y monarquistas á lo Murras, que se apoyan
en Darwin y la ciencia para condenar el régimen imperante; republicanos
de vieja cepa y anarquistas sentimentales, ateos y creyentes, patriotas
y escépticos conciertan sus enemigas voluntades en el aquel de renegar
de la democracia. Los unos por que ésta, destruyendo las jerarquías y
excelencias sociales se pone en camino de rebajar el nivel intelectual
y moral de la raza y substituir la cultura por la barbarie, el orden
por el caos. Los otros porque la democracia no ha cumplido ninguna
de las promesas grabadas como divisas en la piedra de los edificios
públicos: mito la libertad, mito la igualdad, mito la fraternidad y el
gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, mitología pura.
Y unos y otros ven y confiesan dolidos la desorganización que avanza,
la natalidad que decrece, la marea del escepticismo que sube, el nivel
del heroísmo que baja. La misma fe y esperanza puestas en el porvenir
se desvanecen al reconocer el fracaso de la pedagogía y las disciplinas
francesas, que sólo preparan sentimentales y retores, ineptos y
desorbitados. No se sabe qué hacer ni á qué santo encomendarse. Ningún
mejunje calma la fiebre ni la agitación nerviosa. Todas las posturas
son incómodas. Y las doctrinas de perfecta armazón lógica suceden á
las doctrinas; las utopías seductoras á las utopías; los discursos
á las hemorragias de la palabra; la Revolución al perpetuo hervor
revolucionario, mientras las ébrias musas de París cantan como Nerón
contemplando el incendio de Roma.

Y este es el desolado y maravilloso espectáculo que ofrece al mundo la
razón razonante.




                              CONCLUSIÓN




LA renuncia del Espíritu como lazarillo de la vida es inminente. La
humanidad ha perdido la confianza en su Mentor. El viejo idealismo
no tiene ninguna virtud eficaz y se ofrece hasta á los ojos de los
más cándidos como una vejiga desinflada. Perdida la fe y llenos de
incertidumbres los mismos pueblos que adoraron de rodillas á la
razón razonante se alejan de ella y se pierden en las sombras del
escepticismo, sin volver la cabeza ni oir el tan tan lejano de las
campanas espirituales repicando en los templos desiertos. Francia,
Italia, España, Portugal, pagan muy caro su irrealismo, el crimen de
haber preferido la idea al hecho, la palabra al acto, la razón mística
á la razón física, para no reconocer en secreto que el lírico bagaje
de ayer es hoy una pesada impedimenta. No sólo no incita á obrar, sino
que impide obrar. El pasado les pertenece, pero no el futuro si no
arrojan lejos de sí el muerto laurel y se coronan de frescos pámpanos
para merecer de nuevo los favores de la Vida. Ante ésta, por no haber
reconocido todavía que _la Fuerza es el elemento divino del universo,
como el Oro es el elemento divino de las sociedades_, prorrumpen
aquellas naciones en el profundo _yo pequé_ en que terminar suelen las
agitaciones de los delicados y los idealistas, cuando son sinceros y
clarovidentes como Renán.

¡Desgarradora melancolía! Él mismo, tristemente, muy tristemente, llega
á considerarse como un tipo humano fósil en el mundo que, educación
é ideal, le impiden comprender y aquilatar en su intrínseco valor.
Esta ineptitud, tratándose de un representante tan calificado de la
inteligencia, es muy significativa. Medio místico y humanidades le han
hecho perder el sentido de lo real, que sólo mantiene sano y alerta el
interés. El desprecio de los bienes materiales remata la obra. Como los
santos, por mirar al cielo, no ve donde pone los pies ni las cándidas
florecillas que aplasta torpemente. Su ciencia de lo que no sirve para
vivir es prodigiosa, más prodigiosa todavía su ignorancia de lo que
para vivir sirve. El historiador admirable y filósofo sapientísimo,
no tuvo sospechas siquiera de las relaciones pecuniarias de los
hombres ni de la estructura económica de las sociedades. «Piensa como
un hombre, siente como una mujer, obra como un niño». Por manera que
hacia el fin de su vida, cuando principia á ver claro, los sucesos
le sorprenden dolorosamente y llenan de mortales dudas. Cada ilusión
magnífica conviértese, por las malas artes de un mago enemigo, en
prosaica realidad; cada ardor generoso en desencantada ironía. Una á
una mueren las esperanzas de su inteligencia audaz y quedan delante de
los espantados ojos del sabio las realidades del egoísmo, del egoísmo
sañudo y triunfante como el Rey Monje en medio de los conspiradores
asesinados.

Sus desencantos y amargas quejas dicen; mentiras, mentiras falaces la
religión del alma y la preeminencia del espíritu. «Pensar no es el
único objeto de la vida. El reino de la razón es una quimera. El ideal
y la realidad son enemigos. La causa que cautiva á las almas nobles
no triunfará jamás. Lo que es verdad en literatura, en poesía, á los
ojos de las gentes refinadas, es siempre falso en el mundo grosero de
los hechos consumados. Las heroicas locuras que el pasado edificó no
tendrán más éxito. El espectáculo de este mundo nos muestra sólo el
egoísmo recompensado. Inglaterra ha sido hasta estos últimos años la
primera de las naciones gracias á su egoísmo. Alemania ha conquistado
la hegemonía del mundo renegando altamente los principios de moralidad
política que con tanta elocuencia había predicado antes.»

Como el emperador filósofo en su lecho de muerte podría exclamar Renán:
«¡Oh!, Apolo, ¿por qué me has mentido?» Tantas desilusiones hacen que
la realidad se le aparezca como una matrona insensible y prosaica que
se burla groseramente de los galanteos pudibundos del entusiasmo y
del lirismo. Sus laboriosas previsiones, fruto de largas vigilias, lo
engañan cruelmente; la inteligencia, que él adora y en la que cree
como en un Dios todopoderoso, pone entre el sabio y la vida un velo
brillante que hermosea y deforma los objetos. Éstos son otra cosa de lo
que él creyó, y piensa que acaso es injusto al juzgarlos severamente.
He sido un iluso y un insensato, clama. «La idea de que el noble es
aquel que no gana dinero y que toda explotación comercial ó industrial,
por honesta que sea, rebaja al que la ejerce y le impide pertenecer al
primer círculo humano, tal idea se desvanece de día en día. Todo lo que
he hecho antes parecería ahora acto de locura, y á veces, mirando en
torno de mí, creo vivir en un mundo que no conozco.»

¡Lamentables confesiones de una inteligencia soberana mantenida por el
espejismo idealista en la más profunda ignorancia y desprecio de las
realidades y que empieza á descubrirlas al declinar el sol! ¡Angustia
de las almas religiosas caídas en el escepticismo por haber acariciado
un ideal tan alto, puro y hermoso que impide vivir! ¿Qué sería de los
hombres que practicasen _el estado de muerte_ del perfecto desinterés
sin el talento de Renán? ¿y qué de los pueblos en que abundaran, más
de la cuenta, los inactuales de alto coturno, pero inactuales al fin,
que se obstinan contra viento y marea en oponer la abstracción y el
ensueño á la vida y la realidad? Y, sin embargo, existe una cultura que
abierta ó embozadamente tal predica; que llena los ojos de visiones,
ata las manos y empuja á los sacrificios estériles. De ello nos habla
Renán largamente en los «Souvenirs d'enfance et de jeunesse»; mas en
ninguna página se trasluce como en la que sigue, la amargura y hasta
sorda irritación del desengañado sacerdote, del sacerdote que estuvo á
punto de ser Renán y que en realidad, aunque sin tonsura, fué toda la
vida: «Es en ese medio (Treguier, una villa extraña al comercio y la
industria) que se deslizó mi infancia y donde mi inteligencia contrajo
un vicio incurable. La catedral, obra maestra de ligereza, intento
loco de realizar en granito un ideal imposible, me falseó el espíritu.
Las largas horas que en ella pasé, han sido la causa de mi completa
incapacidad práctica. Aquella paradoja arquitectónica hizo de mí un
hombre quimérico, discípulo de santo Tuduwal, de santo Iltud y de santo
Cadoc en un siglo en que la enseñanza de esos santos no tiene ninguna
aplicación.»

Y bien, no sólo los filólogos sino las sociedades formadas moralmente
por la enseñanza de aquellos santos ú otras influencias espirituales de
la misma índole, reciben en la frente el beso traidor de la Quimera y
quedan marcadas para siempre con el signo de la incapacidad práctica.
Con todos los respetos debidos á los títulos del alma, pero de un
modo franco y resuelto, convendría preguntarse si tal cosa no es una
verdadera monstruosidad en las sociedades del presente, donde las
relaciones de los hombres son y, no pueden menos de ser, relaciones
pecuniarias. Quizá urge confesarse una vez por todas, que nuestro
ambiente, nuestro mundo no es el de la inteligencia sino el de la
voluntad, disfrazada hoy con las múltiples máscaras de las actividades
mercantiles, como ayer con los antifaces del heroísmo ó la santidad.
Lo que contraría esas actividades es malsano, como era malsano lo que
minaba el predominio militar en las sociedades guerreras ó el prestigio
sacerdotal en las sociedades religiosas. Los ideales de las épocas
muertas, por nobles que sean, son ideales de muertos y traen en las
lívidas manos una antorcha funeraria. Sus devotos, á pesar de todas
las aureolas y resplandores, comienzan á parecer criaturas de otro
planeta, engendros desmirriados de Apolo decrépito, seres luminosos
y absurdos cuya enfermedad es una perla tentadora que ablanda las
resistencias de la Voluntad delante del Pecado. «La France meurt de
ces gens de lettres», decía también Renán. ¡Qué importa que la locura
sea divina si enferma el mundo! Considerándolo, se comprende por qué
un trabajo oculto del instinto conservador de la sociedad se afana en
eliminar, como antes ponía su empeño en producir cuando eran útiles,
las actividades puramente espirituales, enfermizas, enervadoras, sin
aplicación concreta en la colmena humana y que, en resumen, vienen
á ser algo así como las _toxinas_ del espíritu. Hay muchos pueblos
envenenados por ellas. Se reconocen en que son las tierras fértiles del
sentimentalismo y la verbosidad. Las cosechas de rosas abundan, pero
el trigo escasea en los campos mal cultivados y que no han recibido
el abono de Pluto. Y la selección mercantil afila en la sombra su
guadaña implacable: situación angustiosa, cuando no se cuenta con otras
defensas para detener el golpe, que las bellas sonrisas de Afrodita y
los ordenados discursos de Gorgias y Cicerón.

«El reino del ideal ha concluído, todo lo que no se convierte en una
fuerza se juzga quimérico» dice Próspero. Y un ultrarenanista, que es
al mismo tiempo un profesor de lirismo y un puro utilitario, agrega
con su ironía habitual: «Cuando Tigrano me decía que la fuerza debe
ceder al espíritu, yo le dejaba entrever, sin insistir demasiado, que
desconfiaba mucho de un espíritu que después de tantos siglos no se
había convertido en la fuerza.»

Las criaturas generosas que viven temblando por la vida del ideal
pueden descansar tranquilas. El ideal existirá siempre porque es el
portaestandarte de la ilusión y la esperanza necesaria á los hombres;
pero según claros indicios no será lo que éstos han tenido hasta ahora
con testarudez carneril, como la proyección única é imperecedera del
alma. Ya hemos visto que cada época se fabrica la tabla de valores que
le conviene y responde á sus necesidades orgánicas. El materialismo de
las sociedades futuras no les impedirá tener su ideal, sólo que éste,
por razones obvias, no puede ser ni el místico, ni el espiritualista,
ni el ideal reconocidamente fundado en la mentira de las sociedades
contemporáneas, sino un ideal práctico, cuasi macarrónico, pero robusto
y sesudo, como corresponde á los pueblos entrados en la edad provecta,
que no sustituya lo quimérico á lo real ni debilite para las luchas
de la vida. Ésta es lo realmente sagrado, y podría condenarse, sin
asomos de dudas, toda verdad, toda ética y toda belleza que en nombre
de un romanticismo de alma neurótico y raquítico tendiera obtusamente
á destruirla ó amenguarla. Téngase por seguro que ese romanticismo
que exige la castidad y el voto de pobreza, afemina y envilece. En
filosofía conduce á las aspiraciones vagas y al desprecio de las
realidades; en política degenera en hipertrofia de la palabra, espíritu
revolucionario y política alimenticia; en literatura lleva como de la
mano, al lirismo dengoso y ñoño y á las chinerías retóricas, síntomas
inequívocos de indigencia mental, pobreza anímica y otras lamentables
incapacidades.

De un ideal batallador se oyen ya en las cúspides los clarines
sonoros. La inversión de valores morales que indujo al hombre á ser
el verdugo de su propio interés, es imposible que no parezca en los
siglos venideros tan absurda como lo va pareciendo hoy á los espíritus
desapasionados la santa doctrina que condena el placer, el deseo,
la pasión, la vida y predica el _estado de sepultura_. El idealismo
clásico es un caballero andante que presa de mortal fatiga, la lanza
quebrada y los músculos rotos desciende de su trasijado Rocinante y se
apresta á morir al pie de un sauce llorón iluminado por la luna. Es
bello y conmovedor, pero nocivo para el ánimo. El mundo, curado de
arrechuchos sentimentales, preferirá por instinto la musculatura y la
vida del gladiador combatiendo, á la melancólica belleza del gladiador
moribundo.

       *       *       *       *       *

Quizá no esté lejano el día en que el Sermón de la Montaña y la
Plegaria de la Acrópolis, se pronuncien de rodillas á los pies de
la Fuerza, diosa terrible que, mejor que Eirene, podría llevar en
sus brazos á Pluto dormido. El creyente hablaría así, poniendo sus
palabras al diapasón de las arpas formidables de Eolo y Neptuno: «Salve
¡oh diosa! impura y fecunda, madre de todas las cosas, eurítmia del
universo. Tu engendras, ordenas y legislas; tu reinas en el cielo,
en el alma del hombre y en el corazón del átomo, y los ritmos de la
poesía y la naturaleza cantan unánimes tu gloria inmortal. Los hombres
te niegan y te llaman cruel porque no saben que, aun revelándose,
obedecen á tus mandatos; porque no saben que tus condenaciones de
muerte son como los frutos que se secan para dejar caer sobre la tierra
suspirante las semillas santas de la vida. La razón humana en un
momento de insano orgullo, quiso corregir las leyes infalibles y los
sapientes designios de tu razón, que es la razón universal. Y todas
las cosas salieron de sus quicios; la quimera suplantó á la realidad,
el mal afligente al bien gozoso, el dolor al placer, la muerte á la
vida y, lo que es más estupendo aún, el desinterés estéril y enervante
al egoísmo robusto y fecundo. Fué una terrible pesadilla de la que
ahora sale la humanidad desmazalada y enferma. Y tú sonríes á los
sarcasmos con que ella te afrenta porque no ignoras que, contrita y
arrepentida, volverá á ti y que tú sola puedes devolverle la razón y
la salud. Hazlo, Divina, inspíranos para que seamos con inteligencia,
egoístas integrales y materialistas transcendentes. La humanidad no es
tan culpable como parece. Sólo en apariencia desobedeció tus leyes. Tú
misma fingiéndote ciega, la has conducido á tu antojo, como la madre
hace creer que es él quien la guía al tierno infante que ella sonriendo
lleva de la mano. Mas el niño hecho hombre necesita explicarse el
grande misterio. ¡Cuándo será el día en que los ojos estupefactos vean
brotar de las entrañas de las cosas, como el rojo licor de la herida
abierta, el verbo divino, eco de las fuerzas universales que muy raras
veces dictaron la actitud del héroe y la _alta necesidad_ rítmica de
aquel cuya _voz es canto_! Imposible que, al fin, lo justo y lo bello
no sea lo que viene de ti, madre de dioses. ¡Y qué ridículos y pueriles
parecerán luego á las almas duras como el diamante, pero blancas como
él, los artificios retóricos del _hombre sensible_, los cantos que no
son cantos de vida, lo bello que enferma y ciega en vez de ser un rayo
de sol limpio de sombras, las acciones que no lleven al combate y al
templo de la Victoria! Por el contrario, es muy probable que la gracia
brille sobre aquello que la antigua sabiduría creyó torpe é impuro
por ser fecundo como el acto carnal. Entonces Mammon resplandecerá
de gloria, porque de todos los dioses supervivientes es el único que
lleva en la testa olímpica el signo luminoso de la voluntad. Es el
depositario de ella. La virtud perdida en las nieblas de los países
quiméricos hubiese muerto de hambre sin él. Su alma fué como el arca
santa en que se salvó del diluvio espiritualista la facultad de
_querer_. Los instintos vitales se refugiaron en su corazón pródigo
como las manos de Demeter y las tetas velludas de Amaltea. La dicha
humana no tuvo nunca amante más rendido ni servidor más fiel. Los que,
insensatos, vilipendian aún al Oro, no escuchan la _voz profunda_ que
les dice: «Amadlo religiosamente, en su ser divino, y sed interesados
y duros para realizar los deseos secretos de la Vida y servir á
los hombres. Ni el arte, ni la poesía, nada aguza las facultades y
potencias humanas como él: es el gran excitador. Ni las religiones,
ni las filosofías le aportan á la humanidad lo que el Príncipe Rubio
le brinda con una sonrisa: el poder, la esperanza y la ilusión: es el
Salvador.»

                                        París, Julio 22 de 1910.




                                ÍNDICE



                             PRIMERA PARTE

        Ideología de la Fuerza                                       5


                             SEGUNDA PARTE

        Metafísica del Oro                                         121


                             TERCERA PARTE

        La Flor Latina                                             187


        CONCLUSIÓN                                                 271





End of the Project Gutenberg EBook of La Muerte Del Cisne, by Carlos Reyles

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA MUERTE DEL CISNE ***

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Sections 3 and 4 and the Foundation information page at
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Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's principal office is in Fairbanks, Alaska, with the
mailing address: PO Box 750175, Fairbanks, AK 99775, but its
volunteers and employees are scattered throughout numerous
locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt
Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to
date contact information can be found at the Foundation's web site and
official page at www.gutenberg.org/contact

For additional contact information:

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    Chief Executive and Director
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