Torquemada en la hoguera

By Benito Pérez Galdós

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Title: Torquemada en la hoguera
       El artículo de fondo; La mula y el buey; La pluma en el viento; La
       conjuración de las palabras; Un tribunal literario; La princesa y
       el granuja; Junio
       

Author: B. Pérez Galdos

Release Date: February 28, 2005 [EBook #15206]

Language: Spanish


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B. PÉREZ GALDOS


TORQUEMADA EN LA HOGUERA


MADRID

1920



ÍNDICE


Torquemada en la hoguera.
El artículo de fondo.
La mula y el buey.
La pluma en el viento.
La conjuración de las palabras.
Un tribunal literario.
La princesa y el granuja.
Junio.




_Reproduzco en este tomo, á continuación de la novela_ TORQUEMADA EN LA
HOGUERA, _recientemente escrita, varias composiciones hace tiempo
publicadas, y que no me atrevo á clasificar ahora, pues, no pudiendo en
rigor de verdad llamarlas novelas, no sé qué nombre darles. Algunas
podrían nombrarse cuentos, más que por su brevedad, por el sello de
infancia que sus páginas llevan; otras son como ensayos narrativos ó
descriptivos, con un desarrollo artificioso que oculta la escasez de
asunto real; en otras resulta una tendencia crítica, que hoy parece
falsa, pero que sin duda respondía, aunque vagamente, á ideas ó
preocupaciones del tiempo en que fueron escritas, y en todas ellas el
estudio de la realidad apenas se manifiesta en contados pasajes, como
tentativa realizada con desconfianza y timidez.

Fue mi propósito durante mucho tiempo no sacar nuevamente á luz estas
primicias, anticuadas ya y fastidiosas; pero he tenido que hacerlo al
fin cediendo al ruego de cariñosos amigos míos. Al incluirlas en el
presente tomo, declaro que no está mi conciencia tranquila, y que me
acuso de no haber tenido suficiente energía de carácter para seguir
rechazando las sugestiones de indulgencia, en favor de estas obrillas.
Temo mucho que el juicio del público concuerde con el que yo tenía
formado, y que mis lectores las sentencien á volver á la región del
olvido, de donde imprudentemente las saco, y que las manden allá otra
vez, por tránsitos de la_ guardia critica. _Si así resultase, á mi y á
mis amigos nos estará la lección bien merecida.

_Lo único que debo hacer, en descargo de mi conciencia, es marcar al pie
de cada una de estas composiciones la fecha en que fueron escritas; y no
porque yo quiera darlas un valor documental, á falta del literario, sino
para atenuar, hasta donde conseguirlo pueda, el desaliño, trivialidad,
escasez de observación é inconsistencia de ideas que en ellas han de
encontrar aún los que las lean con intención más benévola._

B.P.G.

MADRID, Junio de 1889.

TORQUEMADA EN LA HOGUERA




TORQUEMADA EN LA HOGUERA

I

Voy á contar cómo fue al quemadero el inhumano que tantas vidas
infelices consumió en llamas; que á unos les traspasó los hígados con un
hierro candente; á otros les puso en cazuela bien mechados, y á los
demás les achicharró por partes; á fuego lento, con rebuscada y metódica
saña. Voy á contar como vino el fiero sayón á ser víctima; cómo los
odios que provocó se le volvieron lástima, y las nubes de maldiciones
arrojaron sobre él lluvia de piedad; caso patético, caso muy ejemplar,
señores, digno de contarse para enseñanza de todos, aviso de condenados
y escarmiento de inquisidores.

Mis amigos conocen ya, por lo que de él se me antojó referirles, á D.
Francisco Torquemada, á quien algunos historiadores inéditos de estos
tiempos llaman _Torquemada el Peor_. ¡Ay de mis buenos lectores si
conocen al implacable fogonero de vidas y haciendas por tratos de otra
clase, no tan sin malicia, no tan desinteresados como estas inocentes
relaciones entre narrador y lector! Porque si han tenido algo que ver
con él en cosa de más cuenta; si le han ido á pedir socorro en las
pataletas de la agonía pecuniaria, más les valiera encomendarse á Dios y
dejarse morir. Es Torquemada el habilitado de aquel infierno en que
fenecen desnudos y fritos los deudores; hombres de más necesidades que
posibles; empleados con más hijos que sueldo; otros ávidos de la nómina
tras larga cesantía; militares trasladados de residencia, con familión y
suegra de añadidura; personajes de flaco espíritu, poseedores de un buen
destino, pero, con la carcoma de una mujercita que da tés y empeña el
verbo para comprar las pastas; viudas lloronas que cobran del Montepío
civil ó militar y se ven en mil apuros; sujetos diversos que no aciertan
á resolver el problema aritmético en que se funda la existencia social,
y otros muy perdidos, muy faltones, muy destornillados de cabeza ó rasos
de moral, tramposos y embusteros.

Pues todos éstos, el bueno y el malo, el desgraciado y el pillo, cada
uno por su arte propio, pero siempre con su sangre y sus huesos, le
amasa ron al sucio de Torquemada una fortunita que ya la quisieran
muchos que se dan lustre en Madrid, muy estirados de guantes,
estrenando ropa en todas las estaciones, y preguntando, como quien no
pregunta nada: «Diga usted, ¿á cómo han quedado hoy los fondos?»

El año de la Revolución, compró Torquemada una casa de corredor en la
calle de San Blas, con vuelta á la de la Leche; finca muy aprovechada,
con veinticuatro habitacioncitas, que daban, descontando insolvencias
inevitables, reparaciones, contribución, etc., una renta de 1.300 reales
al mes, equivalente á un siete ó siete y medio por ciento del capital.
Todos los domingos se personaba en ella mi D. Francisco para hacer la
cobranza, los recibos en una mano, en otra el bastón con puño de asta de
ciervo; y los pobres inquilinos que tenían la desgracia de no poder ser
puntuales, andaban desde el sábado por la tarde con él estómago
descompuesto, porque la adusta cara, el carácter férreo del propietario,
no concordaban con la idea que tenemos del día de fiesta, del día del
Señor, todo descanso y alegría. El año de la Restauración, ya había
duplicado Torquemada la pella con que 13 cogió la _gloriosa_, y el
radical cambio político proporcionóle bonitos préstamos y anticipos.
Situación nueva, nóminas frescas, pagas saneadas, negocio limpio. Los
gobernadores flamantes que tenían que hacerse ropa, los funcionarios
diversos que salían de la obscuridad, famélicos, le hicieron un buen
Agosto. Toda la época de los conservadores fué regularcita; como que
estos le daban juego con las esplendideces propias de la dominación, y
los liberales también con sus ansias y necesidades no satisfechas. Al
entrar en el gobierno, en 1881, los que tanto tiempo estuvieron sin
catarlo, otra vez Torquemada en alza: préstamos de lo fino, adelantos de
lo gordo, y vamos viviendo. Total, que ya le estaba echando el ojo á
otra casa, no de corredor, sino de buena vecindad, casi nueva, bien
acondicionada para inquilinos modestos, y que si no rentaba más que un
tres y medio á todo tirar en cambio su administración y cobranza no
darían las jaquecas de la cansada finca dominguera.

Todo iba como una seda para aquella feroz hormiga, cuando de súbito le
afligió el cielo con tremenda desgracia: se murió su mujer. Perdónenme
mis lectores si les doy la noticia sin la preparación conveniente, pues
sé que apreciaban á Doña Silvia, como la apreciábamos todos los que
tuvimos el honor de tratarla, y conocíamos sus excelentes prendas y
circunstancias. Falleció de cólico miserere, y he de decir, en aplauso
de Torquemada, que no se omitió gasto de médico y botica para salvarle
la vida á la pobre señora. Esta pérdida fue un golpe cruel para Don
Francisco, pues habiendo vivido el matrímonio en santa y laboriosa paz
durante más de cuatro lustros, los caracteres de ambos cónyuges se
habían compenetrado de un modo perfecto, llegando á ser ella otro él, y
él como cifra y refundición de ambos. Doña Silvia no sólo gobernaba la
casa con magistral economía, sino que asesoraba á su pariente en los
negocios difíciles, auxiliándole con sus luces y su experiencia para el
préstamo. Ella defendiendo el céntimo en casa para que no se fuera á la
calle, y él barriendo para adentro á fin de traer todo lo que pasara,
formaron un matrimonio sin desperdicio, pareja que podría servir de
modelo á cuantas hormigas hay debajo de la tierra y encima de ella.

Estuvo Torquemada el _Peor_, los primeros días de su viudez, sin saber
lo que le pasaba, dudando que pudiera sobrevivir á su cara mitad. Púsose
más amarillo de lo que comunmente estaba, y le salieron algunas canas en
el pelo y en la perilla. Pero el tiempo cumplió como suele cumplir
siempre, endulzando lo amargo, limando con insensible diente las
asperezas de la vida, y aunque el recuerdo de su esposa no se extinguió
en el alma del usurero, el dolor hubo de calmarse; los días fueron
perdiendo lentamente su fúnebre tristeza; despejóse el sol del alma,
iluminando de nuevo las variadas combinaciones numéricas que en ella
había; los negocios distrajeron al aburrido negociante, y á los dos años
Torquemada parecía consolado; pero, entiéndase bien y repítase en honor
suyo, sin malditas ganas de volver á casarse.

Dos hijos le quedaron: Rufinita, cuyo nombre no es nuevo para mis
amigos; y Valentinito, que ahora sale por primera vez. Entre la edad de
uno y otro hallamos diez años de diferencia, pues á mi Doña Silvia se le
malograron más ó menos prematuramente todas las crías intermedias,
quedándole sólo la primera y la última. En la época en que cae lo que
voy á referir, Rufinita había cumplido los veintidós, y Valentín andaba
al ras de los doce. Y para que se vea la buena estrella de aquel animal
de D. Francisco, sus dos hijos eran, cada cual por su estilo, verdaderas
joyas, ó como bendiciones de Dios que llovían sobre él para consolarle
en su soledad. Rufina había sacado todas las capacidades domésticas de
su madre, y gobernaba el hogar casi tan bien como ella. Claro que no
tenía el alto tino de los negocios, ni la consumada trastienda, ni el
golpe de vista, ni otras aptitudes entre morales y olfativas de aquella
insigne matrona; pero en formalidad, en honesta compostura y buen
parecer, ninguna chica de su edad le echaba el pie adelante. No era
presumida, ni tampoco descuidada en su persona; no se la podía tachar de
desenvuelta, ni tampoco de huraña. Coqueterías, jamás en ella se
conocieron. Un solo novio tuvo desde la edad en que apunta el querer
hasta los días en que la presento; el cual, después de mucho rondar y
suspiretear, mostrando por mil medios la rectitud de sus fines, fué
admitido en la casa en los últimos tiempos de Doña Silvia, y siguió
después, con asentimiento del papá, en la misma honrada y amorosa
costumbre. Era un _chico de Medicina_, chico en toda la extensión de la
palabra, pues levantaba del suelo lo menos que puede levantar un hombre;
estudiosillo, inocente, bonísimo y manchego por más señas. Desde el
cuarto año empezaron aquellas castas relaciones; y en los días de este
relato, concluída ya la carrera y lanzado Quevedito (que así se llamaba)
á la práctica de la facultad, tocaban ya á casarse. Satisfecho el _Peor_
de la elección de la niña, alababa su discreción, su desprecio de las
vanas apariencias, para atender sólo á lo sólido y práctico.

Pues digo, si de Rufina volvemos los ojos al tierno vastago de
Torquemada, encontraremos mejor explicación de la vanidad que le
infundía su prole, porque (lo digo sinceramente) no he conocido criatura
más mona que aquel Valentín, ni precocidad tan extraordinaria como la
suya. ¡Cosa más rara! No obstante el parecido con su antipático papá,
era el chiquillo guapísimo, con tal expresión de inteligencia en aquella
cara, que se quedaba uno embobado mirándole; con tales encantos en su
persona y carácter, y rasgos de conducta tan superiores á su edad, que
verle, hablarle y quererle vivamente, era todo uno. ¡Y qué hechicera
gravedad la suya, no incompatible con la inquietud propia de la
infancia! ¡Que gracia mezclada de no sé qué aplomo inexplicable á sus
años! ¡Qué rayo divino en sus ojos algunas veces, y otras qué misteriosa
y dulce tristeza! Espigadillo de cuerpo, tenía las piernas delgadas,
pero de buena forma; la cabeza más grande de lo regular, con alguna
deformidad en el cráneo. En cuanto á su aptitud para el estudio,
llamémosla verdadero prodigio, asombro de la escuela, y orgullo y gala
de los maestros. De esto hablaré más adelante. Sólo he de afirmar ahora
que el _Peor_ no merecía tal joya, ¡que había de merecerla! y que si
fuese hombre capaz de alabar á Dios por los bienes con que le agraciaba,
motivos tenía el muy tuno para estarse, como Moisés, tantísimas horas
con los brazos levantados al cielo. No los levantaba, porque sabía que
del cielo no había de caerle ninguna breva de las que á él le gustaban.


II

Vamos á otra cosa: Torquemada no era de esos usureros que se pasan la
vida multiplicando caudales por el gustazo platónico de poseerlos; que
viven sórdidamente para no gastarlos, y al morirse, quisieran, ó bien
llevárselos consigo á la tierra, ó esconderlos donde alma viviente no
los pueda encontrar. No: D. Francisco habría sido así en otra época;
pero no pudo eximirse de la influencia de esta segunda mitad del siglo
XIX, que casi ha hecho una religión de las materialidades decorosas de
la existencia. Aquellos avaros de antiguo caño, que afanaban riquezas y
vivían como mendigos y se morían como perros en un camastro lleno de
pulgas y de billetes de Banco metidos entre la paja, eran los místicos ó
metafísicos de la usura; su egoísmo se sutilizaba en la idea pura del
negocio; adoraban la santísima, la inefable cantidad, sacrificando á
ella su material existencia, las necesidades del cuerpo y de la vida,
como el místico lo pospone todo á la absorbente idea de salvarse.
Viviendo el _Peor_ en una época que arranca de la desamortización,
sufrió, sin comprenderlo, la metamorfosis que ha desnaturalizado la
usura metafísica, convirtiéndola en positivista, y si bien es cierto,
como lo acredita la historia, que desde el 51 al 68, su verdadera época
de aprendizaje, andaba muy mal trajeado y con afectación de pobreza, la
cara y las manos sin lavar, rascándose á cada instante en brazos y
piernas cual si llevase miseria, el sombrero con grasa, la capa
deshilachada; si bien consta también en las crónicas de la vecindad que
en su casa se comía de vigilia casi todo el año, y que la señora salía á
sus negocios con una toquilla agujereada y unas botas viejas de su
marido, no es menos cierto que, alrededor del 70, la casa estaba ya en
otro pie; que mi Doña Silvia se ponía muy maja en ciertos días; que D.
Francisco se mudaba de camisa más de una vez por quincena; que en la
comida había menos carnero que vaca, y los domingos se añadía al cocido
un despojito de gallina; que aquello de judias á todo pasto y algunos
días pan seco y salchicha cruda, fué pasando á la historia; que el
estofado de contra apareció en determinadas fechas, por las noches, y
también pescados, sobre todo en tiempo de blandura, que iban baratos;
que se iniciaron en aquella mesa las chuletas de ternera y la cabeza de
cerdo, salada en casa por el propio Torquemada, el cual era un famoso
salador; que, en suma y para no cansar, la familia toda empezaba á
tratarse como Dios manda.

Pues en los últimos años de Doña Silvia, la transformación acentuóse
más. Por aquella época cató la familia los colchones de muelles;
Torquemada empezó á usar chistera de cincuenta reales; disfrutaba dos
capas, una muy buena, con embozos colorados; los hijos iban bien
apañaditos; Rufina tenía un lavabo de los de mírame y no me toques, con
jofaina y jarro de cristal azul, que no se usaba nunca por no
estropearlo; Doña Silvia se engalanó con un abrigo de pieles que
parecían de conejo, y dejaba bizca á toda la calle de Tudescos y
callejón del Perro cuando salía con la _visita_ guarnecida de abalorio;
en fin, que pasito á paso y á codazo limpio, se habían, ido metiendo en
la clase media, en nuestra bonachona clase media, toda necesidades y
pretensiones, y que crece tanto, tanto, ¡ay dolor! que nos estamos
quedando sin pueblo.

Pues señor, revienta Doña Silvia, y empuñadas por Rufina las riendas del
gobierno de la casa, la metamorfosis se marca mucho más. A reinados
nuevos, principios nuevos. Comparando lo pequeño con lo grande y lo
privado con lo público, diré que aquello se me parecía á la entrada de
los liberales, con su poquito de sentido revolucionario en lo que hacen
y dicen. Torquemada representaba la idea conservadora; pero transigía,
¡pues no había de transigir! doblegándose á la lógica de los tiempos.
Apechugó con la camisa limpia cada media semana; con el abandono de la
capa número dos para de día, relegándola al servicio nocturno; con el
destierro absoluto del hongo número tres, que no podía ya con más sebo;
aceptó, sin viva protesta, la renovación de manteles entre semana, el
vino á pasto, el cordero con guisantes (en su tiempo), los pescados
finos en Cuaresma y el pavo en Navidad; toleró la vajilla nueva para
ciertos días; el chaquet con trencilla, que en él era un refinamiento de
etiqueta, y no tuvo nada que decir de las modestas galas de Rufina y de
su hermanito, ni de la alfombra del gabinete, ni de otros muchos
progresos que se fueron metiendo en la casa á modo de contrabando.

Y vió muy pronto D. Francisco que aquellas novedades eran buenas y que
su hija tenía mucho talento, porque... vamos, parecía cosa del otro
jueves... echábase mi hombre á la calle y se sentía, con la buena ropa,
más persona que antes; hasta le salían mejores negocios, más amigos
útiles y explotables. Pisaba más fuerte, tosía más recio, hablaba más
alto y atrevíase á levantar el gallo en la tertulia del café, notándose
con bríos para sustentar una opinión cualquiera, cuando antes, por
efecto sin duda del mal pelaje y de su rutinaria afectación de pobreza,
siempre era de la opinión de los demás. Poco á poco llegó á advertir en
sí los alientos propios de su capacidad social y financiera; se tocaba,
y el sonido le advertía que era propietario y rentista. Pero la vanidad
no le cegó nunca. Hombre de composición homogénea, compacta y dura, no
podía incurrir en la tontería de estirar el pie más del largo de la
sábana. En su carácter había algo resistente á las mudanzas de forma
impuestas por la época; y así como no varió nunca su manera de hablar,
tampoco ciertas ideas y prácticas del oficio se modificaron. Prevaleció
el amaneramiento de decir siempre que los tiempos eran muy malos, pero
muy malos; el lamentarse de la desproporción entre sus míseras ganancias
y su mucho trabajar; subsistió aquella melosidad de dicción y aquella
costumbre de preguntar por la familia siempre que saludaba á alguien, y
el decir que no andaba bien de salud, haciendo un mohín de hastío de la
vida. Tenía ya la perilla amarillenta, el bigote más negro que blanco,
ambos adornos de la cara tan recortaditos que antes parecían pegados que
nacidos allí. Fuera de la ropa, mejorada en calidad, si no en la manera
de llevarla, era el mismo que conocimos en casa de Doña Lupe _la de los
pavos_; en su cara la propia confusión extraña de lo militar y lo
eclesiástico, el color bilioso, los ojos negros y algo soñadores, el
gesto y los modales expresando lo mismo afeminación que hipocresía, la
calva más despoblada y más limpia, y todo el craso, resbaladizo y
repulsivo, muy pronto siempre, cuando se le saluda, á dar la mano, por
cierto bastante sudada.

De la precoz inteligencia de Valentinito estaba tan orgulloso, que no
cabía en su pellejo. Á medida que el chico avanzaba en sus estudios, Don
Francisco sentía crecer el amor paterno, hasta llegar á la ciega pasión.
En honor del tacaño, debe decirse que, si se conceptuaba reproducido
físicamente en aquel pedazo de su propia naturaleza, sentía la
superioridad del hijo, y por esto se congratulaba más de haberle dado el
ser. Porque Valentinito era el prodigio de los prodigios, un jirón
excelso de la Divinidad caído en la tierra. Y Torquemada, pensando en el
porvenir, en lo que su hijo había de ser, si viviera, no se conceptuaba
digno de haberle engendrado, y sentía ante él la ingénita cortedad de lo
que es materia frente á lo que es espíritu.

En lo que digo de las inauditas dotes intelectuales de aquella criatura,
no se crea que hay la más mínima exageración. Afirmo con toda ingenuidad
que el chico era de lo más estupendo que se puede ver, y que se presentó
en el campo de la enseñanza como esos extraordinarios ingenios que nacen
de tarde en tarde destinados á abrir nuevos caminos á la humanidad. A
más de la inteligencia, que en edad temprana despuntaba en él como
aurora de un día espléndido, poseía todos los encantos de la infancia:
dulzura, gracejo y amabilidad. El chiquillo, en suma, enamoraba y no es
de extrañar que D. Francisco y su hija estuvieran loquitos con él.
Pasados los primeros años, no fué preciso castigarle nunca, ni aun
siquiera reprenderle. Aprendió á leer por arte milagroso, en pocos días,
como si lo trajera sabido ya del claustro materno. A los cinco años,
sabía muchas cosas que otros chicos aprenden dificilmente á los doce. Un
día me hablaron de él dos profesores amigos míos que tienen colegio de
primera y segunda enseñanza, lleváronme á verle, y me quedé asombrado.
Jamás vi precocidad semejante ni un apuntar de inteligencia tan
maravilloso. Porque si algunas respuestas las endilgó de taravilla,
demostrando el vigor y riqueza de su memoria, en el tono con que decía
otras se echaba de ver cómo comprendía y apreciaba el sentido.

La Gramática la sabía de carretilla; pero la Geografía la dominaba como
un hombre. Fuera del terreno escolar, pasmaba ver la seguridad de sus
respuestas y observaciones, sin asomos de arrogancia pueril. Tímido y
discreto, no parecía comprender que hubiese mérito en las habilidades
que lucía, y se asombraba de que se las ponderasen y aplaudiesen tanto.
Contáronme que en su casa daba muy poco que hacer. Estudiaba las
lecciones con tal rapidez y facilidad, que le sobraba tiempo para sus
juegos, siempre muy sosos é inocentes. No le hablaran á él de bajar á
la calle para enredar con los chiquillos de la vecindad. Sus travesuras
eran pacíficas, y consistieron, hasta los cinco años, en llenar de
monigotes y letras el papel de las habitaciones ó arrancarle algún
cacho; en echar desde el balcón á la calle una cuerda muy larga con la
tapa de una cafetera, arriándola hasta tocar el sombrero de un
transeúnte, y recogiéndola después á toda prisa. A obediente y humilde
no le ganaba ningún niño, y por tener todas las perfecciones, hasta
maltrataba la ropa lo menos que maltratarse puede.

Pero sus inauditas facultades no se habían mostrado todavía: iniciáronse
cuando estudió la Aritmética, y se revelaron más adelante en la segunda
enseñanza. Ya desde sus primeros años, al recibir las nociones
elementales de la ciencia de la cantidad, sumaba y restaba de memoria
decenas altas y aun centenas. Calculaba con tino infalible, y su padre
mismo, que era un águila para hacer, en el filo de la imaginación,
cuentas por la regla de interés, le consultaba no pocas veces. Comenzar
Valentín el estudio de las matemáticas de Instituto y revelar de golpe
toda la grandeza de su numen aritmético, fué todo uno. No aprendía las
cosas, las sabía ya, y el libro no hacía más que despertarle las ideas,
abrírselas, digámoslo así, como si fueran capullos que al calor
primaveral se despliegan en flores. Para él no había nada difícil, ni
problema que le causara miedo. Un día fué el profesor á su padre y le
dijo: «Ese niño es cosa inexplicable, Sr. Torquemada: ó tiene el diablo
en el cuerpo, ó es el pedazo de Divinidad más hermoso que ha caido en la
tierra. Dentro de poco no tendré nada que enseñarle. Es Newton
resucitado, Sr. D. Francisco; una organización excepcional para las
matemáticas, un genio que sin duda se trae fórmulas nuevas debajo del
brazo para ensanchar el campo de la ciencia. Acuérdese usted de lo que
digo: cuando este chico sea hombre, asombrará y trastornará el mundo.»

Cómo se quedó Torquemada al oir esto, se comprenderá fácilmente. Abrazó
al profesor, y la satisfacción le rebosaba por ojos y boca en forma de
lágrimas y babas. Desde aquel día, el hombre no cabía en sí: trataba á
su hijo, no ya con amor, sino con cierto respeto supersticioso. Cuidaba
de él como de un ser sobrenatural, puesto en sus manos por especial
privilegio. Vigilaba sus comidas, asustándose mucho si no mostraba
apetito; al verle estudiando, recorría las ventanas para que no entrase
aire, se enteraba de la temperatura exterior antes de dejarle salir,
para determinar si debía ponerse bufanda, ó el _carric_ gordo, ó las
botas de agua; cuando dormía, andaba de puntillas; le llevaba á paseo
los domingos, ó al teatro; y si el angelito hubiese mostrado afición á
juguetes extraños y costosos, Torquemada, vencida su sordidez, se los
hubiera comprado. Pero el fenómeno aquél no mostraba afición sino á los
libros: leía rápidamente y como por magia, enterándose de cada página en
un abrir y cerrar de ojos. Su papá le compró una obra de viajes con
mucha estampa de ciudades europeas y de comarcas salvajes. La seriedad
del chico pasmaba á todos los amigos de la casa, y no faltó quien dijera
de él que parecía un viejo. En cosas de malicia era de una pureza
excepcional: no aprendía ningún dicho ni acto feo de los que saben á su
edad los retoños desvergonzados de la presente generación. Su inocencia
y celestial donosura casi nos permitían conocer á los ángeles como si
los hubiéramos tratado, y su reflexión rayaba en lo maravilloso. Otros
niños, cuando les preguntan lo que quieren ser, responden que obispos ó
generales si despuntan por la vanidad; los que pican por la destreza
corporal, dicen que cocheros, atletas ó payasos de circo; los inclinados
á la imitación, actores, pintores... Valentinito, al oir la pregunta,
alzaba los hombros y no respondía nada. Cuando más, decía «no sé», y al
decirlo, clavaba en su interlocutor una mirada luminosa y penetrante,
vago destello del sin fin de ideas que tenía en aquel cerebrazo, y que
en su día habían de iluminar toda la tierra.

Mas el _Peor_, aun reconociendo que no había carrera á la altura de su
milagroso niño, pensaba dedicarlo á ingeniero, porque la abogacía es
cosa de charlatanes. Ingeniero; pero ¿de qué? ¿civil ó militar? Pronto
notó que á Valentín no le entusiasmaba la tropa, y que, contra la ley
general de las aficiones infantiles, veía con indiferencia los
uniformes. Pues ingeniero de caminos. Por dictamen del profesor del
colegio, fué puesto Valentín, antes de concluir los años del
bachillerato, en manos de un profesor de estudios preparatorios para
carreras especiales, el cual, luego que tanteó su colosal inteligencia,
quedóse atónito, y un día salió asustado, con las manos en la cabeza, y
corriendo en busca de otros maestros de matemáticas superiores, les
dijo: «Voy á presentarles á ustedes el monstruo de la edad presente.» Y
le presentó, y se maravillaron, pues fué el chico á la pizarra, y como
quien garabatea por enredar y gastar tiza, resolvió problemas
dificilísimos. Luego hizo de memoria diferentes cálculos y operaciones,
que aun para los más peritos no son coser y cantar. Uno de aquellos
maestrazos, queriendo apurarle, le echó el cálculo de radicales
numéricos, y como si le hubieran echado almendras. Lo mismo era para él
la raíz _enésima_ que para otros dar un par de brincos. Los tíos
aquéllos tan sabios se miraban absortos, declarando no haber visto caso
ni remotamente parecido.

Era en verdad interesante aquel cuadro, y digno de figurar en los
anales de la ciencia: cuatro varones de más de cincuenta años, calvos y
medio ciegos de tanto estudiar, maestros de maestros, congregábanse
delante de aquel mocoso que tenía que hacer sus cálculos en la parte
baja del encerado, y la admiración les tenía mudos y perplejos, pues ya
le podían echar dificultades al angelito, que se las bebía como agua.
Otro de los examinadores propuso las _homologías_ creyendo que Valentín
estaba raso de ellas; y cuando vieron que no, los tales no pudieron
contener su entusiasmo: uno le llamó el Anticristo; otro le cogió en
brazos y se lo puso á la pela, y todos se disputaban sobre quién se le
llevaría, ansiosos de completar la educación del primer matemático del
siglo. Valentín les miraba sin orgullo ni cortedad, inocente y dueño de
si, como Cristo niño entre los doctores.


III

Basta de matemáticas, digo yo ahora, pues me urge apuntar que Torquemada
vivía en la misma casa de la calle de Tudescos donde le conocimos cuando
fué á verle la de Bringas para pedirle no recuerdo que favor, allá por
el 68; y tengo prisa por presentar á cierto sujeto que conozco hace
tiempo, y que hasta ahora nunca menté para nada: un D. José Bailón, que
iba todas las noches á la casa de nuestro D. Francisco á jugar con él la
partida de damas ó de mus, y cuya intervención en mi cuento es necesaria
ya para que se desarrolle con lógica. Este Sr. Bailón es un clérigo que
ahorcó los hábitos el 69, en Málaga echándose á revolucionario y á
librecultista con tan furibundo ardor, que ya no pudo volver al rebaño,
ni aunque quisiera le habían de admitir. Lo primero que hizo el
condenado fué dejarse crecer las barbas, despotricarse en los clubs,
escribir tremendas catilinarias contra los de su oficio, y, por fin,
operando _verbo et gladio,_ se lanzó á las barricadas con un trabuco
naranjero que tenía la boca lo mismo que una tompeta. Vencido y dado á
los demonios, le catequizaron los protestantes, ajustándole para
predicar y dar lecciones en la capilla, lo que él hacía de malísima gana
y sólo por el arrastrado garbanzo. A Madrid vino cuando aquella gentil
pareja, Don Horacio y Doña Malvina, puso su establecimiento evangélico
en Chamberí. Por un regular estipendio, Bailón les ayudaba en los
oficios, echando unos sermones agridulces, estrafalarios y fastidiosos.
Pero al año de estos tratos, yo no sé lo que pasó... ello fué cosa de
algún atrevimiento apostólico de Bailón con las neófitas: lo cierto es
que Doña Malvina, que era persona muy mirada, le dijo en mal español
cuatro frescas; intervino D. Horacio, denostando también á su coadjutor,
y entonces Bailón, que era hombre de muchísima sal para tales casos,
sacó una navaja tamaña como hoy y mañana, y se dejó decir que si no se
quitaban de delante les echaba fuera el mondongo. Fué tal el pánico de
los pobres ingleses, que echaron á correr pegando gritos y no pararon
hasta el tejado. Resumen: que tuvo que abandonar Bailón aquel acomodo, y
después de rodar por ahí dando sablazos, fue á parar á la redacción de
un periódico muy atrevidillo; como que su misión era echar chinitas de
fuego á toda autoridad: á los curas, á los obispos y al mismo Papa. Esto
ocurría el 73, y de aquella época datan los opúsculos políticos de
actualidad que publicó el clerizonte en el folletín, y de los cuales
hizo tiraditas aparte; bobadas escritas en estilo bíblico, y que
tuvieron, aunque parezca mentira, sus días de éxito. Como que se vendían
bien, y sacaron á su endiablado autor de más de un apuro.

Pero todo aquello pasó, la fiebre revolucionaria, los folletos, y Bailón
tuvo que esconderse, afeitándose para disfrazarse y poder huir al
extranjero. A los dos años asomó por aquí otra vez, de bigotes
larguísimos, aumentados con parte de la barba, como los que gastaba
Víctor Manuel; y por si traía ó no traía chismes y mensajes de los
emigrados, metiéronle mano y le tuvieron en el Saladero tres meses. Al
año siguiente, sobreseída la causa, vivía el hombre en Chamberí, y según
la cháchara del barrio, muy á lo bíblico, amancebado con una viuda rica
que tenía rebaño de cabras y además un establecimiento de burras de
leche. Cuento todo esto como me lo contaron, reconociendo que en esta
parte de la historia patriarcal de Bailón hay gran obscuridad. Lo
público y notorio es que la viuda aquélla cascó, y que Bailón apareció
al poco tiempo con dinero. El establecimiento y las burras y cabras le
pertenecían. Arrendólo todo; se fué á vivir al centro de Madrid,
dedicándose á _inglés,_ y no necesito decir más para que se comprenda de
donde vinieron su conocimiento y tratos con Torquemada, porque bien se
ve que éste fué su maestro, le inició en los misterios del oficio, y le
manejó parte de sus capitales como había manejado los de Doña Lupe _la
Magnífica,_ más conocida por _la de los pavos_.

Era D. José Bailón un animalote de gran alzada, atlético, de formas
robustas y muy recalcado de facciones, verdadero y vivo estudio
anatómico por su riqueza muscular. Ultimamente había dado otra vez en
afeitarse; pero no tenía cara de cura, ni de fraile, ni de torero. Era
más bien un Dante echado á perder. Dice un amigo mío, que por sus
pecados ha tenido que vérselas con Bailón, que éste es el vivo retrato
de la sibila de Cumas, pintada por Miguel Angel, con las demás señoras
sibilas y los Profetas en el maravilloso techo de la Capilla Sixtina.
Parece, en efecto, una vieja de raza titánica que lleva en su ceño todas
las iras celestiales. El perfil de Bailón, y el brazo y pierna, como
troncos añosos; el forzudo tórax, y las posturas que sabía tomar,
alzando una pataza y enarcando el brazo, le asemejaban á esos figurones
que andan por los techos de las catedrales, espatarrados sobre una nube.
Lástima que no fuera moda que anduviéramos en cueros, para que luciese
en toda su gallardía académica este ángel de cornisa. En la época en que
lo presento ahora, pasaba de los cincuenta años.

Torquemada lo estimaba mucho, porque en sus relaciones de negocios,
Bailon hacía gala de gran formalidad y aun de delicadeza. Y como el
clérigo renegado tenía una historia tan variadita y dramática, y sabía
contarla con mucho aquél, adornándola con mentiras, D. Francisco se
embelesaba oyéndole, y en todas las cuestiones de un orden elevado le
tenía por oráculo. D. José era de los que con cuatro ideas y pocas más
palabras se las componen para aparentar que saben lo que ignoran y
deslumbrar á los ignorantes sin malicia. El más deslumbrado era D.
Francisco, y además el único mortal que leía los folletos bailónicos á
los diez años de publicarse; literatura envejecida casi al nacer, y cuyo
fugaz éxito no comprendemos sino recordando que la democracia
sentimental, á estilo de Jeremías, tuvo también sus quince.

Escribía Bailón aquellas necedades en parrafitos cortos, y á veces
rompía con una cosa muy santa; verbigracia: «Gloria á Dios en las
alturas y paz», etc... para salir luego por este registro:

«Los tiempos se acercan, tiempos de redención en que el hijo del Hombre
será dueño de la tierra.

»El Verbo depositó hace diez y ocho siglos la semilla divina. En noche
tenebrosa fructificó. He aquí las flores.

»¿Cómo se llaman? Los derechos del pueblo.»

Y á lo mejor, cuando el lector estaba más descuidado, les soltaba ésta:

«He ahí al tirano. ¡Maldito sea!

»Aplicad el oído y decidme de dónde viene ese rumor vago, confuso,
extraño.

»Posad la mano en la tierra y decidme, por qué se ha estremecido.

»Es el hijo del Hombre que avanza, decidido á recobrar su primogenitura.

»¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! el tirano ve que sus horas
están contadas...»

Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿á dónde vas?»
Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber á
dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, á
Leganés.

Todo esto le parecía de perlas á D. Francisco, hombre de escasa lectura.
Algunas tardes se iban á pasear juntos los dos tacaños, charla que te
charla; y si en negocios era Torquemada la sibila, en otra clase de
conocimientos no había más sibila que el Sr. de Bailón. En política,
sobre todo, el ex-clérigo se las echaba de muy entendido, principiando
por decir que ya no le daba la gana de conspirar; como que tenía la olla
asegurada y no quería exponer su pelleja para hacer el caldo gordo á
cuatro silbantes. Luego pintaba á todos los políticos, desde el más alto
al más obscuro, como un atajo de pilletes, y les sacaba la cuenta, al
céntimo, de cuanto habían rapiñado... Platicaban mucho también de
reformas urbanas, y como Bailón había estado en París y Londres, podía
comparar. La higiene pública les preocupaba á entrambos: el clérigo le
echaba la culpa de todo á los miasmas, y formulaba unas teorías
biológicas que eran lo que había que oir. De astronomía y música también
se le alcanzaba algo, no era lego en botánica, ni en veterinaria, ni en
el arte de escoger melones. Pero en nada lucía tanto su enciclopédico
saber como en cosas de religión. Sus meditaciones y estudios le habían
permitido sondear el grande y temerario problema de nuestro destino
total. «¿A dónde vamos a parar cuando nos morimos? Pues volvemos a
nacer: esto es claro como el agua. Yo me acuerdo--decía mirando
fijamente á su amigo y turbándole con el tono solemne que daba á sus
palabras,--yo me acuerdo de haber vivido antes de ahora. He tenido en mi
mocedad un recuerdo vago de aquella vida, y ahora, á fuerza de meditar,
puedo verla clara. Yo fui sacerdote en Egipto, ¿se entera usted? allá
por los años de que sé yo cuántos... sí, señor, sacerdote en Egipto. Me
parece que me estoy viendo con una sotana ó vestimenta de color de
azafrán, y unas al modo de orejeras que me caían por los lados de la
cara. Me quemaron vivo, porque... verá usted... había en aquella
iglesia, digo, templo, una sacerdotisita que me gustaba... de lo más
barbián, ¿se entera usted?... ¡y con unos ojos... así, y un golpe de
caderas, Sr. D. Francisco...! En fin, que aquello se enredó, y la diosa
Isis y el buey Apis lo llevaron muy á mal. Alborotóse todo aquel
cleriguicio, y nos quemaron vivos á la chávala y á mí... Lo que le
cuento es verdad, como ese es sol. Fijese usted bien, amigo; revuelva en
su memoria; rebusque bien en el sótano y en los desvanes de su sér, y
encontrará la certeza de que también usted ha vivido en tiempos lejanos.
Su niño de usted, ese prodigio, debe de haber sido antes el propio
Newton, ó Galileo, ó Euclides. Y por lo que hace á otras cosas, mis
ideas son bien claras. Infierno y cielo no existen: papas simbólicas y
nada más. Infierno y cielo están aquí. Aquí pagamos tarde ó temprano
todas las que hemos hecho; aquí recibimos, si no hoy, mañana, nuestro
premio, si lo merecemos, y quien dice mañana, dice el siglo que viene
... Dios, ¡oh! la idea de Dios tiene mucho busilis... y para
comprenderla hay que devanarse los sesos, como me los he devanado yo,
dale que dale sobre los libros, y meditando luego. Pues Dios...
(poniendo unos ojazos muy reventones y haciendo con ambas manos el gesto
expresivo de abarcar un grande espacio) es la Humanidad, la Humanidad,
¿se entera usted? lo cual no quiere decir que deje de ser personal...
¿Qué cosa es personal? Fijese bien. Personal es lo que es uno. Y el gran
Conjunto, amigo Don Francisco, el gran Conjunto... es uno, porque no
hay más, y tiene los atributos de un ser infinitamente infinito.
Nosotros, en montón, componemos la humanidad: somos los átomos que
forman el gran todo; somos parte mínima de Dios, parte minúscula, y nos
renovamos como en nuestro cuerpo se renuevan los átomos de la cochina
materia... ¿se va usted enterando?...

Torquemada no se iba enterando ni poco ni mucho; pero el otro se metía
en un laberinto del cual no salía sino callándose. Lo único que Don
Francisco sacaba de toda aquella monserga, era que _Dios es la
Humanidad_, y que la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras
picardías ó nos premia por nuestras buenas obras. Lo demás no lo
entendía así le ahorcaran. El sentimiento católico de Torquemada no
había sido nunca muy vivo. Cierto que en tiempos de Doña Silvia iban los
dos á misa, por rutina; pero nada más. Pues después de viudo, las pocas
ideas del Catecismo que el _Peor_ conservaba en su mente, como papeles ó
apuntes inútiles, las barajó con todo aquel fárrago de la
Humanidad-Dios, haciendo un lío de mil demonios.

A decir verdad, ninguna de estas teologías ocupaba largo tiempo el magín
del tacaño, siempre atento á la baja realidad de sus negocios. Pero
llegó un día, mejor dicho, una noche en que tales ideas hubieron de
posesionarse de su mente con cierta tenacidad, por lo que ahorita mismo
voy á referir. Entraba mi hombre en su casa al caer de una tarde del mes
de Febrero, evacuadas mil diligencias con diverso éxito, discurriendo
los pasos que daría al día siguiente, cuando su hija, que le abrió la
puerta, le dijo estas palabras: «No te asustes, papá, no es nada...
Valentín ha venido malo de la escuela.»

Las desazones del _monstruo_ ponían á D. Francisco en gran sobresalto.
La que se le anunciaba podía ser insignificante, como otras. No
obstante, en la voz de Rufina había cierto temblor, una veladura, un
timbre extraño, que dejaron á Torquemada frío y suspenso.

«Yo creo que no es cosa mayor--prosiguió la señorita.--Parece que le dió
un vahido. El maestro fué quien lo trajo... en brazos.»

El _Peor_ seguía clavado en el recibimiento, sin acertar á decir nada ni
á dar un paso.

«Le acosté en seguida, y mandé un recado á Quevedo para que viniera á
escape.»

D. Francisco, saliendo de su estupor como si le hubiesen dado un
latigazo, corrió al cuarto del chico, á quien vió en el lecho, con tanto
abrigo encima que parecía sofocado. Tenía la cara encendida, los ojos
dormilones. Su quietud más era de modorra dolorosa que de sueño
tranquilo. El padre aplicó su mano á las sienes del inocente montruo,
que abrasaban.

--Pero ese trasto de Quevedillo.... Así reventara.... No sé en qué
piensa.... Mira, mejor será llamar otro médico que sepa más.

Su hija procuraba tranquilizarle; pero él se resistía al consuelo. Aquel
hijo no era un hijo cualquiera, y no podía enfermar sin que se alterara
el orden del universo. No probó el afligido padre la comida; no hacía
más que dar vueltas por la casa, esperando al maldito médico, y sin
cesar iba de su cuarto al del niño, y de aquí al comedor, donde se le
presentaba ante los ojos, oprimiéndole el corazón, el encerado en que
Valentín trazaba con tiza sus problemas matemáticos. Aún subsistía lo
pintado por la mañana: garabatos que Torquemada no entendió, pero que
casi le hicieron llorar como una música triste: el signo de raíz, letras
por arriba y por abajo, y en otra parte una red de líneas, formando como
estrella de muchos picos con numeritos en las puntas.

Por fin, alabado sea Dios, llegó el dichoso Quevedito, y D. Francisco le
echó la correspondiente chillería, pues ya le trataba como á yerno.
Visto y examinado el niño, no puso el médico muy buena cara. A
Torquemada se le podía ahogar con un cabello, cuando el doctorcillo,
arrimándole contra la pared y poniéndole ambas manos en los hombros, le
dijo: «No me gusta nada esto; pero hay que esperar á mañana, á ver si
brota alguna erupción. La fiebre es bastante alta. Ya le he dicho á
usted que tuviera mucho cuidado con este fenómeno del chico. ¡Tanto
estudiar, tanto saber, un desarrollo cerebral disparatado! Lo que hay
que hacer con Valentín es ponerle un cencerro al pescuezo, soltarle en
el campo en medio de un ganado, y no traerle á Madrid hasta que esté
bien bruto.»

Torquemada odiaba el campo y no podía comprender que en él hubiese nada
bueno. Pero hizo propósito, si el niño se curaba, de llevarle á una
dehesa á que bebiera leche á pasto y respirase aires puros. Los aires
puros, bien lo decía Bailón, eran cosa muy buena. ¡Ah! los malditos
miasmas tenían la culpa de lo que estaba pasando. Tanta rabia sintió D.
Francisco, que si coge un miasma en aquel momento lo parte por el eje.
Fué la sibila aquella noche á pasar un rato con su amigo, y mira por
donde se repitió la matraca de la Humanidad, pareciéndole á Torquemada
el clérigo más enigmático y _latero_ que nunca, sus brazos más largos,
su cara más dura y temerosa. Al quedarse sólo, el usurero no se acostó.
Puesto que Rufina y Quevedo se quedaban á velar, el también velaría.
Contigua á la alcoba del padre estaba la de los hijos, y en ésta el
lecho de Valentín, que pasó la noche inquietísimo, sofocado, echando
lumbre de su piel, los ojos atónitos y chispeantes, el habla insegura,
las ideas desenhebradas, como cuentas de un rosario cuyo hilo se rompe.


IV

El día siguiente fué todo sobresalto y amargura. Quevedo opinó que la
enfermedad era _inflamación de las meninges_, y que el chico estaba en
peligro de muerte. Esto no se lo dijo al padre, sino á Bailón para que
le fuese preparando. Torquemada y él se encerraron, y de la conferencia
resultó que por poco se pegan, pues D. Francisco, trastornado por el
dolor, llamó á su amigo embustero y farsante. El desasosiego, la
inquietud nerviosa, el desvario del tacaño sin ventura, no se pueden
describir. Tuvo que salir á varias diligencias de su penoso oficio, y á
cada instante tornaba á casa, jadeante, con medio palmo de lengua fuera,
el hongo echado hacia atrás. Entraba, daba un vistazo, vuelta á salir.
Él mismo traía las medicinas, y en la botica contaba toda la historia
... «un vahído estando en clase; después calentura horrible... ¿para
qué sirven los médicos?» Por consejo del mismo Quevedito, mandó venir á
uno de los más eminentes, el cual calificó el caso de _meningitis
aguda._

La noche del segundo día, Torquemada, rendido de cansancio, se embutió
en uno de los sillones de la sala, y allí se estuvo como media liorita,
dando vueltas á una picara idea, ¡ayí dura y con muchas esquinas, que se
le había metido en el cerebro. «He faltado á la Humanidad, y esa muy tal
y cual me las cobra ahora con los creditos atrasados.... No: pues si
Dios, ó quien quiera que sea, me lleva mi hijo, ¡me voy á volver más
malo, más perro...! Ya verán entonces lo que es canela fina. Pues no
faltaba otra cosa.... Conmigo no juegan.... Pero no, ¡qué disparates
digo! No me le quitará, porque yo.... Eso que dicen de que no he hecho
bien á nadie, es mentira. Que me lo prueben... porque no basta decirlo.
¿Y los tantísimos á quien he sacado de apuros?... ¿pues y eso? Porque si
á la Humanidad le han ido con cuentos de mí; que si aprieto, que si no
aprieto... yo probaré.... Ea, que ya me voy cargando: si no he hecho
ningún bien, ahora lo haré, ahora, pues por algo se ha dicho que nunca
para el bien es tarde. Vamos á ver: ¿y si yo me pusiera ahora á rezar,
qué dirían allá arriba? Bailón me parece á mí que está equivocado, y la
Humanidad no debe de ser Dios, sino la Virgen.... Claro, es hembra,
señora.... No, no, no... no nos fijemos en el materialismo de la
palabra. La Humanidad es Dios, la Virgen y todos los santos juntos....
Tente, hombre, tente, que te vuelves loco.... Tan sólo saco en limpio
que no habiendo buenas obras, todo es, como si dijéramos, basura... ¡Ay
Dios, qué pena, qué pena...! Si me pones bueno á mi hijo, yo no sé qué
cosas haría; ¡pero qué cosas tan magníficas y tan...! ¿Pero quién es el
sinvergüenza que dice que no tengo apuntada ninguna buena obra? Es que
me quieren perder, me quieren quitar á mi hijo, al que ha nacido para
enseñar á todos los sabios y dejarles tamañitos. Y me tienen envidia
porque soy su padre, porque de estos huesos y de esta sangre salió
aquela, gloria del mundo.... Envidia; pero ¡qué envidiosa es esta
puerca Humanidad! Digo, la Humanidad no, porque es Dios... los hombres,
los prójimos, nosotros, que somos todos muy pillos, y por eso nos pasa
lo que nos pasa.... Bien merecido nos está... bien merecido nos está.»

Acordóse entonces de que al día siguiente era domingo y no había
extendido los recibos para cobrar los alquileres de su casa. Después de
dedicar á esta operación una media hora, descansó algunos ratos,
estirándose en el sofá de la sala. Por la mañana, entre nueve y diez,
fue á la cobranza dominguera. Con el no comer y el mal dormir y la
acerbísima pena que le destrozaba el alma, estaba el hombre _mismamente_
del color de una aceituna. Su andar era vacilante, y sus miradas vagaban
inciertas, perdidas, tan pronto barriendo el suelo como disparándose á
las alturas. Cuando el remendón, que en el sucio portal tenia su taller,
vió entrar al casero y reparó en su cara descompuesta y en aquel andar
de beodo, asustóse tanto que se le cayó el martillo con que clavaba las
tachuelas. La presencia de Torquemada en el patio, que todos los
domingos era una desagradabilísima aparición, produjo aquel día
verdadero pánico; y mientras algunas mujeres corrieron á refugiarse en
sus respectivos aposentos, otras, que debían de ser malas pagadoras, y
que observaron la cara que traía la fiera, se fueron á la calle. La
cobranza empezó por por los cuartos bajos, y pagaron sin chistar el
albañil y las dos pitilleras, deseando que se les quitase de delante la
aborrecida estampa de Don Francisco. Algo desusado y anormal notaron en
él, pues tomaba el dinero maquinalmente y sin examinarlo con roñosa
nimiedad, como otras veces, cual si tuviera el pensamiento á cien leguas
del acto importantísimo que estaba realizando; no se le oían aquellos
refunfuños de perro mordelón, ni inspeccionó las habitaciones buscando
el baldosín roto o el pedazo de revoco caído, para echar los tiempos á
la inquilina.

Al llegar al cuarto de la Rumalda, planchadora, viuda, con su madre
enferma en un camastro y tres niños menores que andaban en el patio
enseñando las carnes por los agujeros de la ropa, Torquemada soltó el
gruñido de ordenanza, y la pobre mujer, con afligida y trémula voz, cual
si tuviera que confesar ante el juez un negro delito, soltó la frase de
reglamento: «D. Francisco, por hoy no se puede. Otro día cumpliré.» No
puedo dar idea del estupor de aquella mujer y de las dos vecinas, que
presentes estaban, cuando vieron que el tacaño no escupió por aquella
boca ninguna maldición ni herejía, cuando le oyeron decir con la voz más
empañada y llorosa del mundo: «No, hija, si no te digo nada... si no te
apuro... si no se me ha pasado por la cabeza reñirte... ¡Qué le hemos
de hacer, si no puedes...!»

--D. Francisco, es que...--murmuró la otra, creyendo que la fiera se
expresaba con sarcasmo, y que tras el sarcasmo vendría la mordida.

--No, hija, si no he chistado... ¿Cómo se han de decir las cosas? Es
que á ustedes no hay quien las apee de que yo soy un hombre, como quien
dice, tirano... ¿De dónde sacáis que no hay en mí compasión, ni... ni
caridad? En vez de agradecerme lo que hago por vosotras, me calumniáis
... No, no: entendámonos. Tú, Rumalda, estate tranquila: sé que tienes
necesidades, que los tiempos están malos... Cuando los tiempos están
malos, hijas, ¿qué hemos de hacer sino ayudarnos los unos á los otros?

Siguió adelante, y en el principal dió con una inquilina muy mal
pagadora, pero de muchísimo corazón para afrontar á la fiera, y así que
le vió llegar, juzgando por el cáriz que venía más enfurruñado que
nunca, salió al encuentro de su aspereza con estas arrogantes
expresiones:

«Oiga usté, á mi no me venga con apreturas. Ya sabe que no lo hay. _Ese_
está sin trabajo. ¿Quiere que salga á un camino? ¿No ve la casa sin
muebles, como un hospital prestao? ¿De dónde quiere que lo saque?...
Maldita sea su alma...

--¿Y quién te dice á tí, grandísima tal, deslenguada y bocona, que yo
vengo á sofocarte? A ver si hay alguna tarasca de éstas que sostenga que
yo no tengo humanidad. Atrévase á decírmelo....»

Eriarboló el garrote, símbolo de su autoridad y de su mal genio, y en
el corrillo que se había formado sólo se veían bocas abiertas y miradas
de estupefacción.

«Pues á tí y á todas les digo que no me importa un rábano que no me
paguéis hoy. ¡Vaya! ¿Cómo lo he de decir para que lo entiendan?... ¡Con
que estando tu marido sin trabajar te iba yo á poner el dogal al
cuello?... Yo sé que me pagarás cuando puedas, verdad? Porque lo que es
intención de pagar, tú la tienes. Pues entonces, ¿á qué tanto
enfurruñarse?... ¡Tontas, malas cabezas! (esforzándose en producir una
sonrisa); ¡vosotras creyéndome á mí más duro que las peñas, y yo
dejándooslo creer, porque me convenía, porque me convenía, claro, pues
Dios manda que no echemos facha con nuestra humanidad...! Vaya, que sois
todas unos grandísimos peines.... Abur, tú, no te sofoques. Y no creas
que hago esto para que me eches bendiciones. Pero conste que no te
ahogo; y para que veas lo bueno que soy....»

Se detuvo y meditó un momento, llevándose la mano al bolsillo y mirando
al suelo.

«Nada, nada.... Quédate con Dios.»

Y á otra. Cobró en las tres puertas siguientes sin ninguna dificultad.
«D. Francisco, que me ponga usted piedra nueva en la ornilla, que aquí
no se puede guisar....» En otras circunstancias, esta reclamación
habría sido el principio de una chillería tremenda, verbigracia: «Pon el
traspontín en la hornilla, sinvergüenza, y arma el fuego
encima.»--«Miren el tío manguitillas, así se le vuelvan veneno los
cuartos.» Pero aquel día todo era paz y concordia, y Torquemada concedía
cuanto le demandaban.

«¡Ay, D. Francisco!--le dijo otra en el número 11,--tenga los jeringados
cincuenta reales. Para poderlos juntar, no hemos comido más que dos
cuartos de gallineja y otros dos de hígado con pan seco.... Pero por no
verle el carácter de esa cara y no oirle, me mantendría yo con puntas de
París.

--Pues mira, eso es un insulto, una injusticia, porque si las he
sofocado otras veces no ha sido por el materialismo del dinero, sino
porque me gusta ver cumplir á la gente... para que no se diga.... Debe
haber dignidad en todos. ¡A fe que tienes buena idea de mi!... ¿Iba yo á
consentir que tus hijos, estos borregos de Dios, tuviesen hambre?...
Deja, déjate el dinero.... O mejor, para que no lo tomes á desaire:
partámoslo y quédate con veinticinco reales.... Ya me los darás otro
día.... ¡Bribonazas, cuando debíais confesar que soy para vosotras como
un padre, me tachais de inhumano y de qué sé yo qué! No, yo les aseguro
á todas que respeto á la humanidad, que la considero, que la estimo, que
ahora y siempre haré todo el bien que pueda y un poquito más.... ¡Hala!»

Asombro, confusión. Tras de él iba el parlero grupo, chismorreando asi:
«A este condenado le ha pasado algún desavío.... D. Francisco no está
bueno de la cafetera. Mirad qué cara de patíbulo se ha traído. ¡D.
Francisco con humanidad! Ahí tenéis por qué esta saliendo todas las
noches en el cielo esa estrella con rabo. Es que el mundo se va á
acabar.»

En el número 16:

«Pero hija de mi alma, so tunanta, ¿tenías á tu niña mala y no me habías
dicho nada? ¿Pues para qué estoy yo en el mundo? Francamente, eso es un
agravio que no te perdono, no te lo perdono. Eres una indecente; y en
prueba de que no tienes ni pizca de sentido, ¿apostamos á que no
adivinas lo que voy á hacer? ¿Cuánto va á que no lo adivinas?... Pues
voy á darte para que pongas un puchero.... ¡ea! Toma, y di ahora que yo
no tengo humanidad. Pero sois tan mal agradecidas, que me pondréis como
chupa de dómine, y hasta puede que me echéis alguna maldición. Abur.»

En el cuarto de la señá Casiana, una vecina se aventuró á decirle: «D.
Francisco, á nosotras no nos la da usted.... A usted le pasa algo. ¿Que
demonios tiene en esa cabeza ó en ese corazón de cal y canto?»

Dejóse el afligido casero caer en una silla, y quitándose el hongo se
pasó la mano por la amarilla frente y la calva sebosa, diciendo tan sólo
entre suspiros: «¡No es de cal y canto, puñales, no es de cal y canto!»

Como observasen que sus ojos se humedecían, y que, mirando al suelo, y
apoyado con ambas manos en el bastón, cargaba sobre éste todo el peso
del cuerpo, meciéndose, le instaron para que se desahogara; pero él no
debió creerlas dignas de ser confidentes de su inmensa, desgarradora
pena. Tomando el dinero, dijo con voz cavernosa: «Si no lo tuvieras,
Casiana, lo mismo sería. Repito que yo no ahogo al pobre... como que yo
también soy pobre.... Quien dijese (levantándose con zozobra y enfado)
que soy inhumano, miente más que la _Gaceta_. Yo soy humano; yo
compadezco á los desgraciados; yo les ayudo en lo que puedo, porque así
nos lo manda la Humanidad; y bien sabéis todas que como faltéis á la
Humanidad, lo pagaréis tarde ó temprano, y que si sois buenas tendréis
vuestra recompensa. Yo os juro por esa imagen de la Virgen de las
Angustias con el Hijo muerto en los brazos (señalando una lámina), yo os
juro que si no os he parecido caritativo y bueno, no quiere esto decir
que no lo sea, ¡puñales! y que si son menester pruebas, pruebas se
darán. Dale, que no lo creen... pues váyanse todas con doscientos mil
pares de demonios, que á mí, con ser bueno me basta.... No necesito que
nadie me dé bombo. Piojosas, para nada quiero vuestras gratitudes.... Me
paso por las narices vuestras bendiciones.»

Dicho esto salió de estampía. Todas le miraban por la escalera abajo, y
por el patio adelante, y por el portal afuera, haciendo unos gestos
tales que parecía el mismo demonio persignándose.


V

Corrió hacia su casa, y contra su costumbre (pues era hombre que
comunmente prefería despernarse á gastar una peseta), tomó un coche para
llegar más pronto. El corazón dió en decirle que encontraría buenas
noticias, el enfermo aliviado, la cara de Rufina sonriente al abrir la
puerta; y en su impaciencia loca, parecíale que el carruaje no se movía,
que el caballo cojeaba y que el cochero no sacudía bastantes palos al
pobre animal.... «Arrea, hombre. ¡Maldito jaco! Leña en él--le
gritaba.--Mira que tengo mucha prisa.»

Llegó por fin; y al subir jadeante la escalera de su casa, razonaba sus
esperanzas de esta manera: «No salgan ahora diciendo que es por mis
maldades, pues de todo hay...» ¡Qué desengaño al ver la cara de Rufina
tan triste, y al oir aquel _lo mismo, papá_, que sonó en sus oídos como
fúnebre campanada! Acercóse de puntillas al enfermo y le examinó. Como
el pobre niño se hallara en aquel momento amodorrado, pudo Don Francisco
observarle con relativa calma, pues cuando deliraba y quería echarse del
lecho, revolviendo en torno los espantados ojos, el padre no tenía valor
para presenciar tan doloroso espectáculo y huía de la alcoba trémulo y
despavorido. Era hombre que carecía de valor para afrontar penas de tal
magnitud, sin duda por causa de su deficiencia moral; se sentía medroso,
consternado, y como responsable de tanta desventura y dolor tan grande.
Seguro de la esmeradísima asistencia de Rufina, ninguna falta hacía el
afligido padre junto al lecho de Valentín: al contrario, más bien era
estorbo, pues si le asistiera, de fijo, en su turbación, equivocaría las
medicinas, dándole á beber algo que acelerara su muerte. Lo que hacía
era vigilar sin descanso, acercarse á menudo á la puerta de la alcoba, y
ver lo que ocurría, oir la voz del niño delirando ó quejándose; pero si
los ayes eran muy lastimeros y el delirar muy fuerte, lo que sentía
Torquemada era un deseo instintivo de echar á correr y ocultarse con su
dolor en el último rincón del mundo. Aquella tarde le acompañaron un
rato Bailón, el carnicero de abajo, el sastre del principal y el
fotógrafo de arriba, esforzándose todos en consolarle con las frases de
reglamento; mas no acertando Torquemada á sostener la conversación sobre
tema tan triste les daba las gracias con desatenta sequedad. Todo se le
volvia suspirar con bramidos, pasearse á trancos, beber buches de agua y
dar algún puñetazo ea la pared. ¡Tremendo caso aquel! ¡Cuántas
esperanzas desvanecidas!... ¡Aquella flor del mundo segada y marchita!
Esto era para volverse loco. Mas natural sería el desquiciamiento
universal, que la muerte del portentoso niño que había venido á la
tierra para iluminarla con el fanal de su talento... ¡Bonitas cosas
hacia Dios, la Humanidad, ó quien quiera que fuese el muy tal y cual que
inventó el mundo y nos puso en él! Porque si habían de llevarse á
Valentín, ¿para qué le trajeron acá, dándole á él, al buen Torquemada,
el privilegio de engendrar tamaño prodigio? ¡Bonito negocio hacía la
Providencia, la Humanidad, ó el arrastrado Conjunto, como decía Bailón!
¡Llevarse al niño aquél, lumbrera de la ciencia, y dejar acá todos los
tontos! ¿Tenía esto sentido común? ¿No había motivo para rebelarse
contra los de arriba, ponerle como ropa de pascua y mandarles á
paseo?... Si Valentín se moría, ¿qué quedaba en el mundo obscuridad,
ignorancia. Y para el padre, ¡que golpe! ¡Porque figurémonos todos lo
que sería D. Francisco cuando su hijo, ya hombre, empezase á figurar, á
confundir á todos los sabios, á volver patas arriba la ciencia toda!...
Torquemada sería en tal caso la segunda persona de la Humanidad: y sólo
por la gloria de haber engendrado al gran matemático, sería cosa de
plantarle en un trono. ¡Vaya un ingeniero que sería Valentín si viviese!
Como que había de hacer unos ferrocarriles que irían de aquí á Pekín en
cinco minutos, y globos para navegar por los aires, y barcos para andar
por debajito del agua, y otras cosas nunca vistas ni siquiera soñadas.
¡Y el planeta se iba á perder estas gangas por una estúpida sentencia de
los que dan y quitan la vida!... Nada, nada, envidia pura, envidia. Allá
arriba, en las invisibles cavidades de los altos cielos, alguien se
había propuesto _fastidiar_ á Torquemada. Pero... pero.... ¿y si no
fuese envidia, sino castigo? ¿Si se había dispuesto así para anonadar al
tacaño cruel, al casero tiránico, al prestamista sin entrañas? ¡Ah!
cuando esta idea entraba en turno, Torquemada sentía impulsos de correr
hacia la pared más próxima y estrellarse contra ella. Pronto se
reaccionaba y volvía sobre sí. No, no podía ser castigo, porque él no
era malo, y si lo fue, ya se enmendaría. Era envidiable, tirria y
malquerencia que le tenían, por ser autor de tan soberana eminencia.
Querían truncarle su porvenir y arrebatarle aquella alegría y fortuna
inmensa de sus últimos años.... Porque su hijo, si viviese, había de
ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y de aquí la celestial intriga.
Pero él (lo pensaba lealmente) renunciaría á las ganancias, pecuniarias
del hijo, con tal que le dejaran la gloria, ¡la gloria! pues para
negocios, le bastaba con los suyos propios.... El último paroxismo de su
exaltada mente fue renunciar á todo el _materialismo_ de la ciencia del
niño, con tal que le dejasen la gloria.

Cuando se quedó solo con él, Bailón le dijo que era preciso tuviese
filosofía; y como Torquemada no entendiese bien el significado y
aplicación de tal palabra, explanó la sibila su idea en esta forma:
«Conviene resignarse, considerando nuestra pequeñez ante estas grandes
evoluciones de la materia... pues, ó substancia vital. Somos átomos,
amigo D. Francisco, nada más que unos tontos de átomos. Respetemos las
disposiciones del grandísimo Todo á que pertenecemos, y vengan penas.
Para eso está la filosofía, ó si se quiere, la religión: para hacer
pecho á la adversidad. Pues si no fuera asi, no podríamos vivir.» Todo,
lo aceptaba Torquemada menos resignarse. No tenía en su alma la fuente
de donde tal consuelo pudiera salir, y ni siquiera lo comprendía. Como
el otro, después de haber comido bien, insistiera en aquellas ideas, á
D. Francisco se le pasaron ganas de darle un par de trompadas,
destruyendo en un punto el perfil más enérgico que dibujara Miguel
Ángel. Pero no hizo más que mirarle con ojos terroríficos, y el otro se
asustó y puso punto en sus teologías.

A prima noche, Quevedito y el otro médico hablaron á Torquemada en
términos desconsoladores. Tenían poca ó ninguna esperanza, aunque no se
atrevían á decir en absoluto que la habían perdido, y dejaban abierta la
puerta á las reparaciones de la naturaleza y á la misericordia de Dios.
Noche horrible fué aquélla. El pobre Valentín se abrasaba en invisible
fuego. Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor
siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si
quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que
oprimía el corazón. Cuando D. Francisco, transido de dolor, se acercaba
á la abertura de las entornadas batientes de la puerta y echaba hacia
adentro una mirada tímida, creía escuchar, con la respiración premiosa
del niño, algo como el chirrido de su carne tostándose en el fuego de la
calentura. Puso atención á las expresiones incoherentes del delirio, y
le oyó decir: _«Equis elevado al cuadrado, menos uno, partido por dos,
más cinco equis menos dos, partido por cuatro, igual equis por equis más
dos, partido por doce.... Papa, papá, la característica del logaritmo de
un entero tiene tantas unidades menos una como_....» Ningún tormento de
la Inquisición iguala al que sufría Torquemada oyendo estas cosas. Eran
las pavesas del asombroso entendimiento de su hijo, revolando sobre las
llamas en que éste se consumía. Huyó de allí por no oir la dulce
vocecita, y estuvo más de media hora echado en el sofá de la sala,
agarrándose con ambas manos la cabeza como si se le quisiese escapar. De
improviso se levantó, sacudido por una idea; fué al escritorio donde
tenía el dinero; sacó un cartucho de monedas que debían de ser
calderilla, y vacíandoselo en el bolsillo del pantalón, púsose capa y
sombrero, cogió el llavín, y á la calle.

Salió como si fuera en persecución de un deudor. Después de mucho andar,
parábase en una esquina, miraba con azoramiento á una parte y otra, y
vuelta á correr calle adelante, con paso inglés tras de su víctima. Al
compás de la marcha, sonaba en la pierna derecha el retintín de las
monedas.... Grandes eran su impaciencia y desazón por no encontrar
aquella noche lo que otras le salía tan á menudo al paso, molestándole y
aburriéndole. Por fin... gracias á Dios... acercósele un pobre. «Toma
hombre, toma: ¿dónde diablos os metéis esta noche? Cuando no hacéis
falta, salís como moscas, y cuando se os busca, para socorreros, nada
...» Apareció luego uno de esos mendigos decentes que piden, sombrero en
mano, con lacrimosa cortesía. «Señor, un pobre cesante.--Tenga, tenga
más. Aquí estamos los hombres caritativos para acudir á las miserias....
Dígame: ¿no me pidió usted noches pasadas? Pues sepa que no le di porque
iba muy de prisa. Y la otra noche y la otra, tampoco le dí porque no
llevaba suelto: lo que es voluntad la tuve, bien, que la tuve.» Claro es
que el cesante pordiosero se quedaba viendo visiones, y no sabía cómo
expresar su gratitud. Más allá, salió de un callejón la fantasma. Era
una mujer que pide en la parte baja de la calle de la Salud, vestida de
negro, con un velo espesísimo que le tapa la cara. «Tome, tome,
señora.... Y que me digan ahora que yo jamás he dado una limosna. ¿Le
parece á usted qué calumnia? Vaya, que ya habrá usted reunido bastantes
cuartos esta noche. Como que hay quien dice que pidiendo así, y con ese
velo por la cara, ha reunido usted un capitalito. Retírese ya, que hace
mucho frío... y ruegue á Dios por mí.» En la calle del Carmen, en la de
Preciados y Puerta del Sol, á todos los chiquillos que salían dió su
perro por barba. «¡Eh! niño, ¿tú pides ó que haces ahí, como un bobo?»
Esto se lo dijo á un chicuelo que estaba arrimado á la pared, con las
manos á la espalda, descalzos los pies, el pescuezo envuelto en una
bufanda. El muchacho alargó la mano aterida. «Toma... Pues qué, ¿no te
decía el corazón que yo había de venir á socorrerte? ¿Tienes frío y
hambre? Toma más, y lárgate á tu casa, si la tienes. Aquí estoy yo para
sacarte de un apuro; digo, para partir contigo un pedazo de pan, porque
yo también soy pobre y más desgraciado que tú, ¿sabes? porque el frío,
el hambre, se soportan; pero ¡ay! otras cosas....» Apretó el paso sin
reparar en la cara burlona de su favorecido, y siguió dando, dando,
hasta que le quedaron pocas piezas en el bolsillo. Corriendo hacia su
casa, en retirada, miraba al cielo, cosa en él muy contraria á la
costumbre, pues si alguna vez lo miró para enterarse del tiempo, jamás,
hasta aquella noche, lo había contemplado. ¡Cuantísima estrella! Y qué
claras y resplandecientes, cada una en su sitio, hermosas y graves,
millones de millones de miradas que no aciertan á ver nuestra pequeñez.
Lo que más suspendía el ánimo del tacaño era la idea de que todo aquel
cielo estuviese indiferente á su gran dolor, ó más bien ignorante de él.
Por lo demás, como bonitas, ¡vaya si eran bonitas las estrellas! Las
había chicas, medianas y grandes; algo así como pesetas, medios duros y
duros. Al insigne prestamista le pasó por la cabeza lo siguiente: «Como
se ponga bueno, me ha de ajustar esta cuenta: si acuñáramos todas las
estrellas del cielo, ¿cuánto producirían al 5 por 100 de interés
compuesto en los siglos que van desde que todo eso existe?»

Entró en su casa cerca de la una, sintiendo algún alivio en las
congojas de su alma; se adormeció vestido, y á la mañana del día
siguiente la fiebre de Valentín había remitido bastante. ¿Habría
esperanzas? Los médicos no las daban sino muy vagas, y subordinando su
fallo al recargo de la tarde. El usurero, excitadísimo, se abrazó á tan
débil esperanza como el náufrago se agarra á la flotante astilla.
Viviría, ¡pues no había de vivir!

--Papá--le dijo Rufina llorando,--pídeselo á la Virgen del Carmen, y
déjate de Humanidades.

--¿Crees tú?... Por mí no ha de quedar. Pero te advierto que no habiendo
buenas obras no hay que fiarse de la Virgen. Y acciones cristianas
habrá, cueste lo que cueste: yo te lo aseguro. En las obras de
misericordia está todo el intríngulis. Yo vestiré desnudos, visitare
enfermos, consolaré tristes.... Bien sabe Dios que esa es mi voluntad
bien lo sabe.... No salgamos después con la peripecia de que no lo
sabía.... Digo, como saberlo, lo sabe.... Falta que quiera.

Vino por la noche el recargo, muy fuerte. Los calomelanos y revulsivos
no daban resultado alguno. Tenía el pobre niño las piernas abrasadas á
sinapismos, y la cabeza hecha una lástima con las embrocaciones para
obtener la erupción artificial. Cuando Rufina le cortó el pelito por la
tarde, con objeto de despejar el cráneo, Torquemada oía los tijeretazos
como si se los dieran á él en el corazón. Fué preciso comprar más hielo
para ponersolo en vejigas en la cabeza, y después hubo que traer el
iodoformo; recados que el _Peor_ desempeñaba con ardiente actividad,
saliendo y entrando cada poco tiempo. De vuelta á casa, ya anochecido,
encontró, al doblar la esquina de la calle de Hita, un anciano mendigo y
haraposo, con pantalones de soldado, la cabeza al aire, un andrajo de
chaqueta por los hombros, y mostrando el pecho desnudo. Cara más
venerable no se podía encontrar sino en las estampas del _Año
cristiano_. Tenía la barba erizada y la frente llena de arrugas, como
San Pedro; el cráneo terso, y dos rizados mechones blancos en las
sienes. «Señor, señor--decía con el temblor de un frío intenso,--mire
cómo estoy, míreme.» Torquemada pasó de largo, y se detuvo á poca
distancia; volvió hacia atrás, estuvo un rato vacilando, y al fin siguió
su camino. En el cerebro le fulguró esta idea: «Si conforme traigo la
capa nueva, trajera la vieja....»


VI

Y al entrar en su casa:

--¡Maldito de mí! No debí dejar escapar aquel acto de cristiandad.

Dejó la medicina que traía, y, cambiando de capa, volvió á echarse á la
calle. Al poco rato, Rufinita, viéndole entrar en cuerpo, le dijo
asustada:

--Pero, papá, ¡cómo tienes la cabeza!... ¿En dónde has dejado la capa?

--Hija de mi alma--contestó el tacaño bajando la voz y poniendo una cara
muy compungida,--tú no comprendes lo que es un buen rasgo de caridad, de
humanidad.... ¿Preguntas por la capa? Ahí te quiero ver.... Pues se la
he dado á un pobre viejo, casi desnudo y muerto de frío. Yo soy así: no
ando con bromas cuando me compadezco del pobre. Podre parecer duro
algunas veces; pero como me ablande.... Veo que te asustas. ¿Qué vale un
triste pedazo de paño?

--¿Era la nueva?

--No, la vieja.... Y ahora, créemelo, me remuerde la conciencia por no
haberle dado la nueva... y se me alborota también por habértelo dicho.
La caridad no se debe pregonar.

No se habló más de aquello, porque de cosas más graves debían ambos
ocuparse. Rendida de cansancio, Rufina no podía ya con su cuerpo: cuatro
noches hacía que no se acostaba; pero su valeroso espíritu la sostenía
siempre en pie, diligente y amorosa como una hermana de la caridad.
Gracias á la asistenta que tenían en casa; la señorita podía descansar
algunos ratos; y para ayudar á la asistenta en los trabajos de la
cocina, quedábase allí por las tardes la trapera de la casa, viejecita
que recogía las basuras y los pocos desperdicios de la comida, _ab
initio_, ó sea desde que Torquemada y Doña Silvia se casaron, y lo mismo
había hecho en la casa de los padres de Doña Silvia. Llamábanla la _tía
Roma_, no sé por qué (me inclino á creer que este nombre es corrupción
de Jerónima), y era tan vieja, tan vieja y tan fea, que su cara parecía
un puñado de telarañas revueltas con ceniza; su nariz de corcho ya no
tenía forma; su boca redonda y sin dientes, menguaba ó crecía, según la
distensión de las arrugas que la formaban. Más arriba, entre aquel
revoltijo de piel polvorosa, lucían los ojos de pescado, dentro de un
cerco de pimentón húmedo. Lo demás de la persona desaparecía bajo un
envoltorio de trapos y dentro de la remendada falda, en la cual había
restos de un traje de la madre de Doña Silvia, cuando era polla. Esta
pobre mujer tenía gran apego á la casa, cuyas barreduras había recogido
diariamente durante luengos años; tuvo en gran estimación á Doña Silvia,
la cual nunca quiso dar á nadie más que á ella los huesos, mendrugos y
piltrafas sobrantes, y amaba entrañablemente á los niños, principalmente
á Valentín, delante de quien se prosternaba con admiración
supersticiosa. Al verle con aquella enfermedad tan mala, que era, según
ella, una reventazón del talento en la cabeza, la tía roma no tenía
sosiego: iba mañana y tarde á enterarse; penetraba en la alcoba del
chico, y permanecía largo rato sentada junto al lecho, mirándole
silenciosa, sus ojos como dos fuentes inagotables que inundaban de
lágrimas los flácidos pergaminos de la cara y pescuezo.

Salió la trapera del cuarto para volverse á la cocina, y en el comedor
se encontró al amo que, sentado junto á la mesa y de bruces en ella,
parecía entregarse á profundas meditaciones. La tía Roma, con el largo
trato y su metimiento en la familia, se tomaba confianzas con él....
«Rece, rece--le dijo, poniéndose delante y dando vueltas al pañuelo con
que pensaba enjugar el llanto caudaloso,--rece, que buena falta le
hace.... ¡Pobre hijo de mis entrañas, qué malito está!... Mire, mire
(señalando al encerado) las cosas tan guapas que escribió en ese
bastidor negro. Yo no entiendo lo que dice... pero á cuenta que dirá
que debemos ser buenos.... ¡Sabe más ese ángel!... Como que por eso Dios
no nos le quiere dejar....

--¿Qué sabes tú, tía Roma?--dijo Torquemada poniéndose lívido.--Nos le
dejará. ¿Acaso piensas tú que yo soy tirano y perverso, como creen los
tontos y algunos perdidos, malos pagadores?... Si uno se descuida, le
forman la reputación más perra del mundo.... Pero Dios sabe la
verdad.... Si he hecho ó no he hecho caridades en estos días, eso no es
cuenta de nadie: no me gusta que me averigüen y pongan en carteles mis
buenas acciones.... Reza tú también, reza mucho hasta que se te seque la
boca, que tú debes de ser allá muy bien mirada, porque en tu vida has
tenido una peseta.... Yo me vuelvo loco, y me pregunto qué culpa tengo
yo de haber ganado algunos jeringados reales.... ¡Ay, tía Roma, si
vieras cómo tengo mi alma! Pídele á Dios que se nos conserve Valentín,
porque si se nos muere, yo no sé lo que pasará: yo me volveré loco,
saldré á la calle y mataré á alguien. Mi hijo es mío, ¡puñales! y la
gloria del mundo. ¡Al que me le quite...!

--¡Ay qué pena!--murmuró la vieja ahogándose.--Pero quien sabe... puede
que la Virgen haga el milagro.... Yo se lo estoy pidiendo con muchísima
devoción. Empuje usted por su lado y prometa ser tan siquiera regular.

--Pues por prometido no quedará.... Tía Roma déjame... déjame sólo. No
quiero ver á nadie. Me entiendo mejor solo con mi afán.»

La anciana salió gimiendo, y D. Francisco, puestas las manos sobre la
mesa, apoyó en ellas su frente ardorosa. Así estuvo no sé cuánto tiempo,
hasta que le hizo variar de postura su amigo Bailón, dándole palmadas en
el hombro y diciéndole: «No hay que amilanarse. Pongamos cara de vaqueta
a la desgracia, y no permitamos que nos acoquine la muy... Déjese para
las mujeres la cobardía. Ante la Naturaleza, ante el sublime Conjunto,
somos unos pedazos de átomos que no sabemos de la misa la media.

--Váyase usted al rábano con sus Conjuntos y sus papás,--le dijo
Torquemada echando lumbre por los ojos.»

Bailón no insistió; y juzgando que lo mejor era distraerle, apartando su
pensamiento de aquellas sombrías tristezas, pasado un ratito le habló de
cierto negocio que traía en la mollera.

Como quiera que el arrendatario de sus ganados asnales y cabríos hubiese
rescindido el contrato, Bailón decidió explotar aquella industria en
gran escala, poniendo un gran establecimiento de leches á estilo moderno
con servicio puntual á domicilio, precios arreglados, local elegante,
teléfono, etc.... Lo había estudiado, y.... Créame usted amigo D.
Francisco, es un negocio seguro, mayormente si añadimos el ramo de
vacas, porque en Madrid las leches....

--Déjeme usted á mí de leches y de.... ¿Qué tengo yo que ver con burras
ni con vacas?--gritó el _Peor_ poniéndose en pie y mirándole con
desprecio.--Me ve cómo estoy, ¡puñales! muerto de pena, y me viene á
hablar de la condenada leche.... Hábleme de cómo se consigue que Dios
nos haga caso cuando pedimos lo que necesitamos, hábleme de lo que...
no sé cómo explicarlo... de lo que significa ser bueno y ser malo...
porque, ó yo soy un zote, ó ésta es de las cosas que tienen más
busilis....

--¡Vaya si lo tienen, vaya si lo tienen, carambita!» dijo la sibila con
expresión de suficiencia, moviendo la cabeza y entornando los ojos.

En aquel momento tenía el hombre actitud muy diferente de la de su
similar en la Capilla Sixtina: sentado, las manos sobre el puño del
bastón, éste entre las piernas, las piernas dobladas con igualdad: el
sombrero caído para atrás, el cuerpo atlético desfigurado dentro del
gabán de solapas aceitosas, los hombros y cuello plagados de caspa. Y
sin embargo de estas prosas, el muy arrastrado se parecía al Dante y
¡había sido sacerdote en Egipto! Cosas de la picara humanidad....

«Vaya si lo tienen--repitió la sibila, preparándose á ilustrar á su
amigo con una opinión cardinal.--¡Lo bueno y lo malo... como quien
dice, luz y tinieblas!»

Bailón hablaba de muy distinta manera de como escribía. Esto es muy
común. Pero aquella vez la solemnidad del caso exaltó tanto su magín,
que se le vinieron a la bocalos conceptos en la forma propia de su
escuela literaria. «He aquí que el hombre vacila y se confunde ante el
gran problema. ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? Hijo mío, abre tus oídos
a la verdad y tus ojos a la luz. El bien es amar a nuestros semejantes.
Amemos y sabremos lo que es el bien; aborrezcamos y sabremos lo que es
el mal. Hagamos bien a los que nos aborrecen, y las espinas se nos
volverán flores. Esto dijo el justo, esto digo yo... Sabiduría de
sabidurías, y ciencia de ciencias».

--Sabidurías y armas al hombro--gruñó Torquemada con abatimiento.--Eso
ya lo sabía yo... pues lo de _al prójimo contra una esquina_ siempre me
ha parecido una barbaridad. No hablemos más de eso.... No quiero pensar
en cosas tristes. No digo más sino que si se me muere el hijo... vamos,
no quiero pensarlo... si se me muere, lo mismo me da lo blanco que lo
negro....

En aquél momento oyóse un grito áspero, estridente, lanzado por
Valentín, y que á entrambos los dejó suspensos de terror. Era el grito
meníngeo, semejante al alarido del pavo real. Este extraño síntoma
encefálico se había iniciado aquel día por la mañana, y revelaba el
gravísimo y pavoroso curso de la enfermedad del pobre niño matemático.
Torquemada se hubiera escondido en el centro de la tierra para no oír
tal grito: metióse en su despacho sin hacer caso de las exhortaciones de
Bailón, y dando á éste con la puerta en el hocico dantesco. Desde el
pasillo le sintieron abriendo el cajón de su mesa, y al poco rato
apareció guardando algo en el bolsillo interior de la americana. Cogió
el sombrero, y sin decir nada se fue á la calle.

Explicaré lo que esto significaba y á dónde iba con su cuerpo aquella
tarde el desventurado Don Francisco. El día mismo en que cayó malo
Valentín, recibió su padre carta de un antiguo y sacrificado cliente ó
deudor suyo, pidiéndole préstamo con garantía de los muebles de la casa.
Las relaciones entre la víctima y el inquisidor databan de larga fecha,
y las ganancias obtenidas por éste habían sido enormes, porque el otro
era débil, muy delicado, y se dejaba desollar, freir y escabechar como
si hubiera nacido para eso. Hay personas así. Pero llegaron tiempos
penosísimos, y el señor aquél no podía recoger su papel. Cada lunes y
cada martes, el _Peor_ le embestía, le mareaba, le ponía la cuerda al
cuello y tiraba muy fuerte, sin conseguir sacarle ni los intereses
vencidos. Fácilmente se comprenderá la ira del tacaño al recibir la
cartita pidiendo un nuevo préstamo. ¡Qué atroz insolencia! Le habría
contestado mandándole á paseo, si la enfermedad del niño no le trajera
tan afligido y sin ganas de pensar en negocios. Pasaron dos días, y allá
te va otra esquela angustiosa, de _in exiremis_, como pidiendo la
Unción. En aquellas cortas líneas en que víctima invocaba los _hidalgas
sentimientos_ de verdugo, se hablaba de un compromiso de honor,
proponíanse las condiciones más espantosas, pasaba por todo con tal de
ablandar el corazon de bronce del usurero, y obtener de él la
afirmativa. Pues cogió mi hombre la carta, y hecha pedazos la tiró á la
cesta de papeles, no volvido á acordarse más de semejante cosa. ¡Buena
tenía él la cabeza para pensar en los compromisos y apuros de nadie,
aunque fueran los del mismísimo Verbo?

Pero llegó la ocasión aquélla antes descrita, el coloquio con la tía
Roma y con D. José, el grito de Valentín, y he aquí que al judío le da
como una corazonada, se le enciende en la mollera fuego de inspiración,
trinca el sombrero y se va derecho en busca de su desdichado cliente. El
cual era apreciable persona, sólo que de cortos alcances, con un
familión sin fin, y una señora á quien le daba el hipo por lo elegante.
Había desempeñado el tal buenos destinos en la Península, y en Ultramar,
y lo que trajo de allá, no mucho, porque era hombre de bien, se lo afanó
el usurero en menos de un año. Después le cayó la herencia de un tío;
pero como la señora tenía unos condenados _jueves_ para reunir y
agasajar á la mejor sociedad, los cuartos de la herencia se escurrían de
lo lindo, y sin saber cómo ni cuándo, fueron á parar al bolsón de
Torquemada. Yo no sé qué demonios tenía el dinero de aquella casa, que
era como un acero para correr hacia el imán del maldecido prestamista.
Lo peor del caso es que aun después de hallarse la familia con el agua
al pescuezo, todavía la tarasca aquella tan _fashionable_ encargaba
vestidos á París, invitaba a sus amigas para un _five o'clock tea_, ó
imaginaba cualquier otra majadería por el estilo.

Pues, señor, ahí va D. Francisco hacia la casa del señor aquél, que, á
juzgar por los términos aflictivos de la carta, debía de estar á punto
de caer, con toda su elegancia y sus tés, en los tribunales, y de
exponer á la burla y á la deshonra un nombre respetable. Por el camino
sintió el tacaño que le tiraban de la capa. Volvióse... ¿y quién creéis
que era? Pues una mujer que parecía la Magdalena por su cara dolorida y
por su hermoso pelo, mal encubierto con pañuelo de cuadros rojos y
azules. El palmito era de la mejor ley; pero muy ajado ya por fatigosas
campañas. Bien se conocía en ella á la mujer que sabe vestirse, aunque
iba en aquella ocasión hecha un pingo, casi indecente, con falda
remendada, mantón de ala de mosca y unas botas.... ¡Dios, qué botas, y
cómo desfiguraban aquel pie tan bonito.

--¡Isidora!...--exclamó D. Francisco, poniendo cara de regocijo, cosa en
él muy desusada.--¿A dónde va usted con ese ajetreado cuerpo?

--Iba a su casa. Sr. D. Francisco, tenga compasión de nosotros... ¿Por
qué es usted tan tirano y tan de piedra? ¿No ve cómo estamos? ¿No tiene
tan siquiera un poquito de humanidad?

--Hija de mi alma, usted me juzga mal... ¿Y si yo le dijera ahora que
iba pensando en usted... que me acordaba del recado que me mandó ayer
por el hijo de la portera... y de lo que usted misma me dijo anteayer
en la calle?

--¡Vaya, que no hacerse cargo de nuestra situación!--dijo la mujer
echándose á llorar.--Martín muriéndose... el pobrecito... en aquel
buhardillón helado.... Ni cama, ni medicinas, ni con qué poner un triste
puchero para darle una taza de caldo.... ¡Qué dolor! Don Francisco,
tenga cristiandad y no nos abandone. Cierto que no tenemos crédito; pero
á Martín le quedan media docena de estudios muy bonitos.... Verá usted
... el de la sierra de Guadarrama, precioso... el de La Granja, con
aquellos arbolitos... también, y el de... qué sé yo qué. Todos muy
bonitos: Se los llevaré... pero no sea malo y compadézcase del pobre
artista....

--Eh... eh... no llore, mujer.... Mire que yo estoy montado á pelo...
tengo una aflicción tal dentro de mi alma, Isidora, que... si sigue
usted llorando, también yo soltaré el trapo. Vayase á su casa, y
espéreme allí. Iré dentro de un ratito.... ¿Qué... duda de mi palabra?

--¿Pero de veras que va? No me engañe, por la Virgen Santísima.

--¿Pero la he engañado yo alguna vez? Otra queja podrá tener de mí; pero
lo que es esa....

--¿Le espero de verdad?... ¡Qué bueno será usted si va y nos socorre!...
¡Martín se pondrá más contento cuando se lo diga!

--Vayase tranquila.... Aguárdeme, y mientras llego pídale á Dios por mí
con todo el fervor que pueda.


VII

No tardó en llegar á la casa del cliente, la cual era un principal muy
bueno, amueblado con mucho lujo y elegancia, con _vistas á San
Bernardino_. Mientras aguardaba á ser introducido, el _Peor_ contempló
el hermoso perchero y los soberbios cortinajes de la sala, que por la
entornada puerta se alcanzaban á ver, y tanta magnificencia le sugirió
estas reflexiones: «En lo tocante á los muebles, como buenos lo son...
vaya si lo son.» Recibióle el amigo en su despacho; y apenas Torquemada
le preguntó por la familia, dejóse caer en una silla con muestras de
gran consternación. «¿Pero qué le pasa?--le dijo el otro.

--No me hable usted, no me hable usted, señor D. Juan. Estoy con el alma
en un hilo.... ¡Mi hijo...!

--¡Pobrecito! Sé que está muy malo.... ¿Pero no tiene usted esperanzas?

--No, señor.... Digo, esperanzas, lo que se llama esperanzas.... No sé;
estoy loco; mi cabeza es un volcán....

--¡Sé lo que es eso!--observó el otro con tristeza.--He perdido dos
hijos que eran mi encanto: el uno de cuatro años, el otro de once.

--Pero su dolor de usted no puede ser como el mío. Yo padre, no me
parezco á los demás padres, porque mi hijo no es como los demás hijos:
es un milagro de sabiduría.... ¡Ay, D. Juan, Don Juan de mi alma, tenga
usted compasión de mí! Pues verá usted.... Al recibir su carta primera,
no pude ocuparme.... La aflicción no me dejaba pensar... Pero me
acordaba de usted y decía: «Aquel pobre D. Juan, ¡qué amarguras estará
pasando!...» Recibo la segunda esquela y entonces digo: «Ea, pues lo que
es yo no le dejo en ese pantano. Debemos ayudarnos los unos á los otros
en nuestras desgracias.» Así pensé; sólo que con la batahola que hay en
casa, no tuve tiempo de venir ni de contestar.... Pero hoy, aunque
estaba medio muerto de pena, dije: «Voy, voy al momento á sacar del
purgatorio á ese buen amigo D. Juan...» y aquí estoy para decirle que
aunque me debe usted setenta y tantos mil reales, que hacen más de
noventa con los intereses no percibidos, y aunque he tenido que darle
varias prórrogas, y... francamente... me temo tener que darle alguna
más, estoy decidido á hacerle á usted ese préstamo sobre los muebles
para que evite la peripecia que se le viene encima.

--Ya está evitada--replicó D. Juan, mirando al prestamista con la mayor
frialdad.--Ya no necesito el préstamo.

--¡Que no lo necesita!--exclamó el tacaño desconcertado.--Repare usted
una cosa, D. Juan. Se lo hago á usted... al doce por ciento.

Y viendo que el otro hacía signos negativos, levantóse, y recogiendo la
capa, que se le caía, dió algunos pasos hacia D. Juan, le puso la mano
en el hombro y le dijo:

«Es que usted no quiere tratar conmigo, por aquello de si soy ó no soy
agarrado. ¡Me parece á mí que un doce! ¿Cuándo las habrá visto usted más
gordas!

--Me parece muy razonable el interés; pero, lo repito, ya no me hace
falta.

--¿Se ha sacado usted el premio gordo, por vida de...!--exclamó
Torquemada con grosería--D. Juan, no gaste usted bromas conmigo.... ¿Es
que duda de que le hable con seriedad? Porque eso de que no le hace
falta.... ¡rábano!... ¡á usted que sería capaz de tragarse, no digo yo
este pico, sino la Casa de la Moneda enterita... D. Juan. Don Juan,
sepa usted, si no lo sabe, que yo tan bién tengo mi humanidad como
cualquier hijo de vecino, que me intereso por el prójimo hasta que
favorezco á los que me aborrecen. Usted me odia, D. Juan, usted me
detesta, no me lo niegue, porque no me puede pagar: esto es claro. Pues
bien: para que vea usted de lo que soy capaz, se lo doy al cinco... ¡al
cinco!»

Y como el otro repitiera con la cabeza los signos negativos, Torquemada
se desconcertó más, y alzando los brazos, con lo cual dicho se está que
la capa fué á parar al suelo, soltó esta andanada:

«¡Tampoco al cinco!... Pues, hombre, menos que el cinco, ¡caracoles!...
á no ser que quiera que le dé también la camisa que llevo puesta....
¿Cuando se ha visto usted en otra?... Pues no sé qué quiere el ángel de
Dios.... De esta hecha, me vuelvo loco. Para que vea, para que vea hasta
dónde llega mi generosidad: se lo doy sin interés.

--Muchas gracias, amigo D. Francisco. No dudo de sus buenas intenciones.
Pero ya nos hemos arreglado. Viendo que usted no me contestaba, me fuí á
dar con un pariente, y tuve ánimos para contarle mi triste situación.
¡Ojalá lo hubiera hecho antes!

--Pues aviado está el pariente.... Ya puede decir que ha hecho un pan
como unas hostias.... Con muchos negocios de esos.... En fin, usted no
lo ha querido de mí, usted se lo pierde. Vaya diciendo ahora que no
tengo buen corazón, quien no lo tiene es usted....

--¿Yo? Esa sí que es salada.

--Sí, usted, usted (con despecho). En fin, me las guillo, que me
aguardan en otra parte donde hago muchísima falta, donde me están
esperando como agua de Mayo. Aquí estoy de más. Abur....»

Despidióle D. Juan en la puerta, y Torquemada bajó la escalera
refunfuñando: «No se puede tratar con gente mal agradecida. Voy á
entenderme con aquellos pobrecitos.... ¡Qué será de ellos sin mí!»

No tardó en llegar á la otra casa, donde le aguardaban con tanta
ansiedad. Era en la calle de la Luna, edificio de buena apariencia, que
albergaba en el principal á un aristócrata; más arriba familias
modestas, y en el techo un enjambre de pobres. Torquemada recorrió el
pasillo obscuro buscando una puerta. Los números de éstas eran inútiles,
porque no se veían. La suerte fué que Isidora le sintió los pasos y
abrió.

«¡Ah! vivan los hombres de palabra. Pase, pase.»

Hallose D. Francisco dentro de una estancia cuyo inclinado techo tocaba
al piso por la parte contraria a la puerta; arriba, un ventanón con
algunos de sus vidrios rotos, tapados con trapos y papeles; el suelo, de
baldosín, cubierto a trechos de pedazos de alfombra; a un lado un baúl
abierto, dos sillas, un anafre con lumbre; a otro, una cama, sobre la
cual, entre mantas y ropas diversas, medio vestido y medio abrigado,
yacía un hombre como de treinta años, guapo, de barba puntiaguda, ojos
grandes, frente hermosa, demacrado y con los pómulos ligeramente
encendidos; en las sienes una depresión verdosa, y las orejas
transparentes como la cera de los devotos que se cuelgan en los altares.
Torquemada le miró sin contestar al saludo y pensaba así: «El pobre está
más tísico que la Traviatta. ¡Lástima de muchacho! Tan buen pintor y tan
mala cabeza... ¡Habría podido ganar tanto dinero!».

--Ya ve usted, D. Francisco, cómo estoy... con este catarrazo que no me
quiere dejar. Siéntese.... ¡Cuanto le agradezco su bondad!

--No hay que agradecer nada.... Pues no faltaba más. ¿No nos manda Dios
vestir á los enfermos, dar de beber al triste, visitar al desnudo?...
¡Ay! todo lo trabuco. ¡Qué cabeza!... Decía que para aliviar las
desgracias estamos los hombres de corazón blando... sí, señor.»

Miró las paredes del buhardillón, cubiertas en gran parte por multitud
de estudios de paisajes, algunos con el cielo para abajo, clavados en la
pared ó arrimados á ella.

«Bonitas cosas hay todavía por aquí.

--En cuanto suelte el constipado, voy á salir al campo--dijo el enfermo,
los ojos iluminados por la fiebre.--¡Tengo una idea, qué idea!... Creo
que me pondré bueno de ocho á diez días, si usted me socorre, D.
Francisco; y en seguida al campo, al campo....

--Al camposanto es á donde tu vas prontito--pensó Torquemada; y luego en
alta voz:--Sí, eso es cuestión de ocho ó diez días... nada más....
Luego, saldrá usted por ahí... en un coche.... ¿Sabe usted que la
buhardilla es fresquecita?... ¡Caramba! Déjeme embozar en la capa.

--Pues asómbrese usted--dijo el enfermo incorporándose.--Aquí me he
puesto algo mejor. Los últimos días que pasamos en el estudio... que se
lo cuente á usted Isidora... estuve malísimo; como que nos asustamos,
y....»

Le entró tan fuerte golpe de tos, que parecía que se ahogaba. Isidora
acudió á incorporarle, levantando las almohadas. Los ojos del infeliz
parecía que se saltaban, sus deshechos pulmones agitábanse
trabajosamente como fuelles rotos que no pueden expeler ni aspirar el
aire; crispaba los dedos, quedando al fin postrado y como sin vida.
Isidora le enjugó el sudor de la frente, puso en orden la ropa que por
ambos lados del angosto lecho se caía, y le dió á beber un calmante.

«¡Pero qué pasmo tan atroz he cogido!...--exclamó el artista al
reponerse del acceso.

--Habla lo menos posible--le aconsejó Isidora.

--Yo me entenderé con D. Francisco: verás cómo nos arreglamos. Este D.
Francisco es más bueno de lo que parece: es un santo disfrazado de
diablo, ¿verdad?»

Al reirse mostró su dentadura incomparable una de las pocas gracias que
le quedaban en su decadencia triste. Torquemada, echándose el de
bondadoso, la hizo sentar á su lado y le puso la mano en el hombro,
diciéndole: «Ya lo creo que nos arreglaremos.... Como que con usted se
puede entender uno fácilmente; porque usted, Isidorita, no es como esas
otras mujeronas que no tienen educación. Usted es una persona decente
que ha venido á menos, y tiene todo el aquél de mujer fina, como hija
neta de marqueses.... Bien lo sé... y que le quitaron la posición que
le corresponde esos pillos de la curia....

--¡Ay, Jesús!--exclamó Isidora, exhalando en un suspiro todas las
remembranzas tristes y alegres de su novelesco pasado.--No hablemos de
eso.... Pongámonos en la realidad. D. Francisco, ¿se ha hecho cargo de
nuestra situación? A Martín le embargaron el estudio. Las deudas eran
tantas, que no pudimos salvar más que lo que usted ve aquí. Después
hemos tenido que empeñar toda su ropa y la mía para poder comer.... No
me queda más que lo puesto... ¡mire usted qué facha! y á él nada, lo
que ve usted sobre la cama. Necesitamos desempeñar lo preciso; tomar una
habitacioncita más abrigada, la del tercero, que está con papeles;
encender lumbre, comprar medicinas, poner siquiera un buen cocido todos
los días.... Un señor de la beneficencia domiciliaria me trajo ayer dos
bonos, y me mandó ir allá, a donde está la oficina; pero tengo vergüenza
de presentarme con esta facha.... Los que hemos nacido en cierta
posición, Sr. D. Francisco, por mucho que caigamos, nunca caemos hasta
lo hondo.... Pero vamos al caso: para todo eso que le he dicho, y para
que Martín se reponga y pueda salir al campo, necesitamos tres mil
reales... y no digo cuatro porque no se asuste. Es lo último. Sí, D.
Francisquito de mi alma, y confiamos en su buen corazón.

--¡Tres mil reales!--dijo el usurero poniendo la cara de duda reflexiva
que para los casos de benevolencia tenía; cara que era ya en él como una
fórmula dilatoria, de las que se usan en diplomacia.--¡Tres mil
realetes!... Hija de mi alma, mire usted.»

Y haciendo con los dedos pulgar é índice una perfecta rosquilla, se la
presentó á Isidora, y prosiguió así: «No sé si podré disponer de los
tres mil reales en el momento. De todos modos, me parece que podrían
ustedes arreglarse con menos. Piénselo bien, y ajuste sus cuentas. Yo
estoy decidido á protegerles y ayudarles para que mejoren de suerte....
llegaré hasta el sacrificio hasta quitarme el pan de la boca para que
ustedes maten el hambre; pero... pero reparen que debo mirar también
por mis intereses....

--Pongamos el interés que quiera, D. Francisco--dijo con énfasis el
enfermo, que por lo visto, deseaba acabar pronto.

--No me refiero al materialismo del rédito dinero, sino á mis
intereses, claro, á mis intereses. Y doy por hecho que ustedes piensan
pagarme algún día.

--Pues claro--replicaron á una Martín á Isidora.»

Y Torquemada para su coleto: «El día del Juicio por la tarde me
pagaréis: ya sé que éste es dinero perdido.»

El enfermo se incorporó en su lecho, y con cierta exaltación dijo al
prestamista:

«Amigo, ¿cree usted que mi tía, la que está en Puerto Rico, ha de
dejarme en esta situación cuando se entere? Ya estoy viendo la letra de
cuatrocientos ó quinientos pesos que me ha de mandar. Le escribí por el
correo pasado.

--Como no te mande tu tía quinientos puñales--pensó Torquemada. Y en voz
alta:--Y alguna garantía me han de dar ustedes también... digo, me
parece que....

--¡Toma! los estudios. Escoja los que quiera.»

Echando en redondo una mirada pericial, Torquemada explanó su
pensamiento en esta forma: «Bueno, amigos míos: voy á decirles una cosa
que les va á dejar turulatos. Me he compadecido de tanta miseria; yo no
puedo ver una desgracia semejante sin acudir al instante á remediarla.
¡Ah! ¿qué idea teníais de mí? Porque otra vez me debieron un pico y les
apuré y les ahogué, ¿creen que soy de mármol? Tontos, era porque
entonces les ví triunfando y gastando, y francamente, el dinero que yo
gano con tanto afán no es para tirado en francachelas. No me conocéis,
os aseguro que no me conocéis. Comparen la tiranía de esos chupones que
les embargaron el estudio y os dejaron en cueros vivos; comparen eso,
digo, con mi generosidad, y con este corazón tierno que me ha dado
Dios.... Soy tan bueno, tan bueno, que yo mismo me tengo que alabar y
darme las gracias por el bien que hago. Pues verán qué golpe. Miren....»

Volvió á aparecer la rosquilla, acompañada de estas graves palabras:
«Les voy á dar los tres mil reales, y se los voy á dar ahora mismo...
pero no es eso lo más gordo, sino que se los voy á dar sin intereses....
Qué tal, ¿es esto rasgo ó no es rasgo?

--D. Francisco--exclamó Isidora con efusión,--déjeme que le dé un
abrazo.

--Y yo le daré otro si viene acá--gritó el enfermo queriendo echarse
fuera de la cama.

--Sí, vengan todos los cariños que queráis--dijo el tacaño, dejándose
abrazar por ambos.--Pero no me alaben mucho, porque estas acciones son
deber de toda persona que mire por la Humanidad, y no tienen gran
mérito.... Abrécenme otra vez, como si fuera vuestro padre, y
compadézcanme, que yo también lo necesito.... En fe que se me saltan las
lágrimas si me descuido porque soy tan compasivo... tan....

--D. Francisco de mis entretelas--declaró el tísico arropándose bien
otra vez con aquellos andrajos,--es usted la persona más cristiana, más
completa y más humanitaria que hay bajo el sol. Isidora, trae el
tintero, la pluma y el papel sellado que compraste ayer, que voy á hacer
un pagaré.»

La otra le llevó lo pedido; y mientras el desgraciado joven escribía,
Torquemada, meditabundo y con la frente apoyada en un solo dedo, fijaba
en el suelo su mirar reflexivo. Al coger el documento que Isidora le
presentaba, miró á sus deudores con expresión paternal, y echó el
registro afeminado y dulzón de su voz para decirles: «Hijos de mi alma,
no me conocéis, repito que no me conocéis. Pensáis sin duda que voy à
guardarme este pagaré.... Sois unos bobalicones. Cuando yo hago una obra
de caridad, allá te va de veras, con el alma y con la vida. No os presto
los tres mil reales, os los regalo, por vuestra linda cara. Mirad lo que
hago: ras, ras....»

Rompió el papel. Isidora y Martín lo creyeron porque lo estaban viendo;
que si no, no lo hubieran creído.

«Eso se llama hombre cabal.... D. Francisco, muchísimas gracias--dijo
Isidora conmovida. Y el otro, tapándose la boca con las sábanas para
contener el acceso de tos que se iniciaba:

--¡María Santísima, qué hombre tan bueno!

--Lo único que haré--dijo D. Francisco levantándose y examinando de
cerca los cuadros,--es aceptar un par de estudios, como recuerdo....
Este de las montañas nevadas y aquél de los burros pastando.... Mire
usted, Martín, también me llevaré, si le parece, aquella marinita y este
puente con hiedra....»

A Martín le había entrado el acceso y se asfixiaba. Isidora, acudiendo á
auxiliarle, dirigió una mirada furtiva á las tablas y al escrutinio y
elección que de ellas hacía el aprovechado prestamista.

«Los acepto como recuerdo--dijo éste apartándolos;--y si les parece
bien, también me llevaré este otro.... Una cosa tengo que advertirles:
si temen que con las mudanzas se estropeen estas pinturas, llévenmelas á
casa, que allí las guardaré y pueden recogerlas el día que quieran....
Vaya? ¿va pasando esa condenada tos? La semana que entra ya no toserá
usted nada, pero nada. Irá usted al campo... allá por el puente de San
Isidro.... Pero ¡que cabeza la mía...! se me olvidaba lo principal, que
es darles los tres mil reales.

Venga acá, Isidorita, entérese bien... Un billete de cien pesetas,
otro, otro... (Los iba contando mojaba los dedos con saliva á cada
billete, para que no se pegaran.) Setecientas pesetas... tengo billete
de cincuenta, hija. Otro día lo da.

Tienen ahí ciento cuarenta duros, ó sean dos ochocientos reales....»


VIII

Al ver el dinero, Isidora casi lloraba de gusto, y el enfermo se animó
tanto que parecía haber recobrado la salud. ¡Pobrecillos, estaban tan
mal, habían pasado tan horribles escaseces y miserias! Dos años antes se
conocieron en casa de un prestamista que á entrambos les desollaba
vivos. Se confiaron su situación respectiva, se compadecieron y se
amaron: aquella misma noche durmió Isidora en el estudio. El desgraciado
artista y la mujer perdida hicieron el pacto de fundir sus miserias en
una sola, y de ahogar sus penas en el dulce licor de una confianza
enteramente conyugal. El amor les hizo llevadera la desgracia. Se
casaron en el ara del amancebamiento, y á los dos dias de unión se
querían de veras y hallábanse dispuestos á morirse juntos y á partir lo
poco bueno y lo mucho malo que la vida pudiera traerles. Lucharon contra
la pobreza, contra la usura, y sucumbieron sin dejar de quererse: él
siempre amante, solícita y cariñosa ella; ejemplo ambos de abnegación,
de esas altas virtudes que se esconden avergonzadas para que no las vean
la ley y la religión, como el noble haraposo se esconde de sus iguales
bien vestidos.

Volvió á abrazarles Torquemada, diciéndoles con melosa voz: «Hijos míos,
sed buenos y que os aproveche el ejemplo que os doy. Favoreced al pobre,
amad al prójimo, y así como yo os he compadecido, compadecedme á mí,
porque soy muy desgraciado.

--Ya sé--dijo Isidora, desprendiéndose de los brazos del avaro,--que
tiene usted al niño malo. ¡Pobrecito! Verá usted cómo se le pone bueno
ahora....

--¡Ahora! ¿Por qué ahora?--preguntó Torquemada con ansiedad muy viva.

--Pues... qué sé yo.... Me parece que Dios le ha de favorecer, le ha de
premiar sus buenas obras....

--¡Oh! si mi hijo se muere--afirmó D. Francisco con desesperación,--no
sé qué va á ser de mí.

--No hay que hablar de morirse--gritó el enfermo, á quien la posesión de
los santos cuartos había despabilado y excitado cual si fuera una toma
del estimulante más enérgico.--¿Qué es eso de morirse? Aquí no se muere
nadie. D. Francisco, el niño no se muere. Pues no faltaba mas. ¿Qué
tiene? ¿Meningitis? Yo tuve una muy fuerte á los diez años; y ya me
daban por muerto, cuando entré en reacción, y viví y aquí me tiene usted
dispuesto á llegar á viejo, y llegaré, porque lo que es el catarro,
ahora lo largo. Vivirá el niño, D. Francisco, no tenga duda; vivirá.

--Vivirá--repitió Isidora:--yo se lo voy á pedir á la Virgencita del
Carmen.

--Sí, hija, á la Virgen del Carmen--dijo Torquemada llevándose el
pañuelo á los ojos.--Me parece muy bien. Cada uno empuje por su lado, á
ver si entre todos...»

El artista, loco de contento, quería comunicárselo al atribulado padre,
y medio se echó de la cama para decirle: «D. Francisco, no llore, que el
chico vive.... Me lo dice el corazón, me lo dice una voz secreta....
Viviremos todos y seremos felices.

--¡Ay, hijo de mi alma!--exclamó el _Peor_; y abrazándole otra
vez:--Dios le oiga á usted. ¡Qué consuelo tan grande me da!

--También usted nos ha consolado á nosotros. Dios se lo tiene que
premiar. Viviremos, sí, sí. Mire, mire: el día en que yo pueda salir,
nos vamos todos al campo, el niño también, de merienda. Isidora nos hará
la comida, y pasaremos un día muy agrabable, celebrando nuestro
restablecimiento.

--Iremos, iremos--dijo el tacaño con efusión, olvidándose de lo que
antes había pensado respecto al _campo_ á que iría Martín muy
pronto.--Sí, y nos divertiremos mucho, y daremos limosnas á todos los
pobres que nos salgan.... ¡Qué alivio siento en mi interior desde que
he hecho ese beneficio!... No, no me lo alaben.... Pues verán: se me
ocurre que aún les puedo hacer otro mucho mayor.

¿Cuál?... A ver, D. Francisquito.

--Pues se me ha ocurrido... no es idea de ahora, que la tengo hace
tiempo.... Se me ha ocurrido que si la Isidora conserva los papales de
su herencia y sucesión de la casa de Aransis, hemos de intentar sacar
eso....»

Isidora le miró entre aturdida y asombrada «¿Otra vez eso?» fué lo único
que dijo.

«Sí, sí, tiene razón D. Francisco--afirmó el pobre tisico, que estaba de
buenas, entregándose con embriaguez á un loco optimismo.--Se
intentará.... Eso no puede quedar asi.

--Tengo el recelo--añadió Torquemada,--de que los que intervinieron en
la acción la otra vez no anduvieron muy listos, ó se vendieron a la
Marquesa vieja.... Lo hemos de ver, lo hemos de ver.

--En cuantito que yo suelte el catarro. Isidora; mi ropa; ve al momento
á traer mi ropa, que me quiero levantar.... ¡Qué bien me siento ahora!
Me dan ganas de ponerme á pintar, D. Francisco. En cuanto el niño se
levante de la cama quiero hacerle el retrato.

--Gracias, gracia... sois muy buenos... los tres somos muy buenos,
¿verdad? Venga un abrazo, y pedid a Dios por mí. Tengo que irme, porque
estoy con una zozobra que no puedo vivir.

--Nada, nada, que el niño está mejor, que se salva--repitió el artista
cada vez más exaltado.--Si le estoy viendo, si no me puedo equivocar.»

Isidora se dispuso á salir, con parte del dinero, camino de la casa de
préstamos; pero al pobre artista le acometió la tos y disnea con mayor
fuerza y tuvo que quedarse. D. Francisco se despidió con las expresiones
más cariñosas que sabía y cogiendo los cuadritos salió con ellos debajo
de la capa. Por la escalera iba diciendo: «¡Vaya, que es bueno ser
bueno!... ¡Siento en mi interior una cosa, un consuelo...! ¡Si tendrá
razón Martín! ¡Si se me pondrá bueno aquel pedazo de mi vida!... Vamos
corriendo allá. No me fío, no me fío. Este botarate tiene las ilusiones
de los tísicos en último grado. Pero ¡quién sabe! se engaña de seguro
respecto á sí mismo, y acierta en lo demás. A donde él va pronto es al
nicho.... Pero los moribundos suelen tener doble vista, y puede que haya
_visto_ la mejoría de Valentín... voy corriendo, corriendo. ¡Cuánto me
estorban estos malditos cuadros! ¡No dirán ahora que soy tirano y judío,
pues rasgos de estos entran pocos en libra!... No me dirán que me cobro
en pinturas, pues por estos apuntes, en venta, no me darían ni la mitad
de lo que yo dí. Verdad que si se muere valdrán más, porque aquí,
cuando un artista está vivo, nadie le hace maldito caso, y en cuanto se
muere de miseria ó de cansancio, le ponen en las nubes, le llaman genio
y qué sé yo qué... Me parece que no llego nunca á mi casa. ¡Qué lejos
está, estando tan cerca!»

Subió de tres en tres peldaños la escalera de su casa, y le abrió la
puerta la tía Roma, disparándole á boca de jarro estas palabras: «Señor,
el niño parece que está un poquito más tranquilo.» Oirlo D. Francisco y
soltar los cuadros y abrazar á la vieja, fué todo uno. La trapera
lloraba, y el _Peor_ le dió tres besos en la frente. Después fué
derechito á la alcoba del enfermo y miró desde la puerta. Rufina se
abalanzó hacia él para decirle: «Está desde mediodía más sosegado...
¿Ves? Parece que duerme el pobre ángel. Quién sabe. Puede que se salve.
Pero no me atrevo á tener esperanzas, no sea que las perdamos esta
tarde.

Torquemada no cabía en sí de sobresalto y ansiedad. Estaba el hombre con
los nervios tirantes, sin poder permanecer quieto ni un momento, tan
pronto con ganas de echarse á llorar como de soltar la risa. Iba y venía
del comedor á la puerta de la alcoba, de ésta á su despacho, y del
despacho al gabinete. En una de estas volteretas, llamó á la tía Roma, y
metiéndose con ella en la alcoba la hizo sentar, y le dijo:

--Tía Roma, ¿crees tú que se salva el niño?

--Señor, será lo que Dios quiera, y nada más. Yo se lo he pedido anoche
y esta mañana á la Virgen del Carmen, con tanta devoción que más no
puede ser, llorando á moco y baba. ¿No me ve cómo tengo los ojos?

--¿Y crees tú...?

--Yo tengo esperanza, señor. Mientras no sea cadáver, esperanzas ha de
haber, aunque digan los médicos lo que dijeren. Si la Virgen lo manda,
los médicos se van á hacer puñales.... Otra: anoche me quedé dormida
rezando, y me pareció que la Virgen bajaba hasta delantito de mí, y que
me decía que sí con la cabeza... Otra: ¿no ha rezado usted?

--Sí, mujer; ¡qué preguntas haces! Voy á decirte una cosa importante.
Verás.»

Abrió un vargueño, en cuyos cajoncillos guardaba papeles y alhajas de
gran valor que habían ido á sus manos en garantía de préstamos
usurarios: algunas no eran todavía suyas; otras, sí. Un rato estuvo
abriendo estuches, y á la tía Roma, que jamás había visto cosa
semejante, se le encandilaban los ojos de pez con los resplandores que
de las cajas salían. Eran, según ella, esmeraldas como nueces, diamantes
que arrojaban pálidos rayos, rubíes como pepitas de granada, y oro
finísimo, oro de la mejor ley, que valía cientos de miles....
Torquemada, después de abrir y cerrar estuches, encontró lo que
buscaba: una perla enorme, del tamaño de una avellana, de hermosísimo
oriente; y cogiéndola entre los dedos, la mostró á la vieja.

«¿Qué te parece esta perla, tía Roma?»

--Bonita de veras. Yo no lo entiendo. Valdrá miles de millones. ¿Verdá
usté?

--Pues esta perla--dijo Torquemada en tono triunfal,--es para la señora
Virgen del Carmen. Para ella es, si pone bueno á mi hijo. Te la enseño,
y pongo en tu conocimiento la intención, para que se lo digas. Si se lo
digo yo, de seguro no me lo cree.

--D. Francisco (mirándole con profunda lástima), usted está malo de la
jícara. Dígame, por su vida, ¿para qué quiere ese requilorio la Virgen
del Carmen?

--Toma, para que se lo pongan el día de su santo, el 16 de Julio. ¡Pues
no estará poco maja con esto! Fué regalo de boda de la excelentísima
señora Marquesa de Tellería. Créelo, como ésta hay pocas.

--Pero, D. Francisco, ¡usted piensa que la Virgen le va á conceder...!
paice bobo... ¡por ese piazo de cualquier cosa!

--Mira qué oriente. Se puede hacer un alfiler y ponérselo a ella en el
pecho, o al Niño.

--¡Un rayo! ¡Valiente caso hace la Virgen de perlas y pindonguerías!...
Créame á mí: véndala y dele á los pobres el dinero.

Mira tú, no es mala idea--dijo el tacaño guardando la joya.--Tú sabes
mucho. Seguiré tu consejo, aunque, si he de serte franco, eso de dar á
los pobres viene á ser una tontería, porque cuanto les das se lo gastan
en aguardiente. Pero ya lo arreglaremos de modo que el dinero de la
perla no vaya á parar á las tabernas... Y ahora quiero hablarte de otra
cosa. Pon muchísima atención: ¿te acuerdas de cuando mi hija, paseando
una tarde por las afueras con Quevedo y las de Morejón, fué á dar allá,
por donde tú vives, hacia los Tejares del Aragonés, y entró en tu choza
y vino contándome, horrorizada, la pobreza y escasez que allí vió? ¿Te
acuerdas de eso? Contóme Rufina que tu vivienda es un cubil, una
inmundicia hecha con adobes, tablas viejas y planchas de hierro, el
techo de paja y tierra; me dijo que ni tú ni tus nietos tenéis cama, y
dormís sobre un montón de trapos; que los cerdos y las gallinas que
criáis con la basura son allí las personas; y vosotros los animales. Sí:
Rufina me contó esto, y yo debí tenerte lástima y no te la tuve. Debí
regalarte una cama, pues nos has servido bien, querías mucho á mi mujer,
quieres á mis hijos, y en tantos años que entras aquí jamás nos has
robado ni el valor de un triste clavo. Pues bien: si entonces no se me
pasó por la cabeza socorrerte, ahora sí.»

Diciendo esto, se aproximó al lecho y dió en él un fuerte palmetazo con
ambas manos, como el que se suele dar para sacudir los colchones al
hacer las camas.

«Tía Roma, ven acá, toca aquí. Mira qué blandura. ¿Ves este colchón de
lana encima de un colchón de muelles? Pues es para tí, para ti, para que
descanses tus huesos duros y te espatarres á tus anchas.»

Esperaba el tacaño una explosión de gratitud por dádiva tan espléndida,
y ya le parecía estar oyendo las bendiciones de la tía Roma, cuando ésta
salió por un registro muy diferente. Su cara telarañosa se dilató, y de
aquellas úlceras con vista que se abrían en el lugar de los ojos, salió
un resplandor de azoramiento y susto, mientras volvía la espalda al
lecho, dirigiéndose hacia la puerta.

«Quite, quite allá--dijo:--vaya con lo que se le ocurre... ¡Darme á mí
los colchones, que ni tan siquiera caben por la puerta de mi casa!... Y
aunque cupieran... ¡rayo! A cuenta que he vivido tantismos años
durmiendo en duro como una reina, y en estas blanduras no pegaría los
ojos. Dios me libre de tenderme ahí. ¿Sabe lo que le digo? Que quiero
morirme en paz. Cuando venga la de la cara fea me encontrará sin una
mota, pero con la conciencia como los chorros de la plata. No, no quiero
los colchones, que dentro de ellos está su idea... porque aquí duerme
usted, y por la noche, cuando se pone á cavilar, las ideas se meten por
la tela adentro y por los muelles, y ahí estarán como las chinches
cuando no hay limpieza. ¡Rayo con el hombre, y la que me quería
encajar!...

Accionaba la viejecilla de una manera gráfica, expresando tan bien, con
el mover de las manos y de los flexibles dedos, cómo la cama del tacaño
se contaminaba de sus ruines pensamientos, que Torquemada la oía con
verdadero furor, asombrado de tanta ingratitud; pero ella, firme y
arisca, continuó despreciando el regalo: «Pos vaya un premio gordo que
me caía, Santo Dios... ¡Pa que yo durmiera en eso! Ni que estuviera
boba, D. Francisco. ¡Pa que á media noche me salga toda la gusanera de
las ideas de usted, y se me meta por los oídos y por los ojos,
volviéndome loca y dándome una mala muerte...! Porque, bien lo sé yo...
á mí no me la da usted.... ahí dentro, ahí dentro, están todos sus
pecados, la guerra que le hace al pobre, su tacañería, los réditos que
mama, y todos los números que le andan por la sesera para ajuntar
dinero.... Si yo me durmiera ahí, á la hora de la muerte me saldrían por
un lado y por otro unos sapos con la boca muy grande, unos culebrones
asquerosos que se me enroscarían en el cuerpo, unos diablos muy feos con
bigotazos y con orejas de murciélago, y me cogerían entre todos para
llevarme á rastras á los infiernos. Váyase al rayo, y guárdese sus
colchones, que yo tengo un camastro hecho de sacos de trapo, con una
manta por encima, que es la gloria divina.... Ya lo quisiera usted....
Aquéllo sí que es rico para dormir á pierna suelta....

--Pues dámelo, dámelo, tía Roma--dijo el avaro con aflicción.--Si mi
hijo se salva, me comprometo á dormir en él lo que me queda de vida, y á
no comer más que las bazofias que tú comes.

--A buenas horas y con sol. Usted quiere ahora poner un puño en el
cielo. ¡Ay, señor, á cada paje su ropaje! A usted le sienta eso como á
la burra las arracadas. Y todo ello es porque está afligido; pero si se
pone bueno el niño, volverá usted á ser más malo que Holofernes. Mire
que ya va para viejo; mire que el mejor día se pone delante la de la
cara pelada, y a ésta sí que no le da usted el timo.

--¿Pero de dónde sacas tú, estampa de la sura--replicó Torquemada con
ira, agarrándola por el pescuezo y sacudiéndola,--de dónde sacás tú que
yo soy malo, ni lo he sido nunca?

--Déjeme, suélteme, no me menée, que no soy ninguna pandereta. Mire que
soy más vieja que Jerusalén y he visto mucho mundo y le conozco a usted
desde que se quiso casar con la Silvia. Y bien le aconsejé á ella que
no se casara... y le anuncié las hambres que había de pasar. Ahora que
está rico no se acuerda de cuando empezaba á ganarlo. Yo sí me acuerdo,
y me paice que fué ayer cuando le contaba los garbanzos á la cuitada de
Silvia y todo lo tenía usted bajo llave, y la pobre estaba descomida,
trashijada y ladrando de hambre. Como que si no es por mí, que le traía
algún huevo de ocultis, se hubiera muerto cien veces. ¿Se acuerda de
cuando se levantaba usted á media noche para registrar la cocina á ver
si descubría algo de condumio, que la Silvia hubiera escondido para
comérselo sola? ¿Se acuerda de cuando encontró un pedazo de jamón en
dulce y un medio pastel que me dieron á mí en cas de la Marquesa, y que
yo le traje á la Silvia para que se lo zampara ella sola, sin darle á
usted ni tanto así? ¿Recuerda que al otro día estaba usted hecho un
león, y que cuando entré me tiró al suelo y me estuvo pateando? Y yo no
me enfadé, y volví, y todos los días le traía algo á la Silvia. Como
usted era el que iba á la compra, no le podíamos sisar, y la infeliz no
tenía una triste chambra que ponerse. Era una mártira, D. Francisco, una
mártira; ¡y usted guardando el dinero y dándolo á peseta por duro al
mes! Y mientre tanto, no comían más que mojama cruda con pan seco y
ensalada. Gracias que yo partía con ustedes lo que me daban en las casas
ricas, y una noche, ¿se acuerda? traje un hueso de jabalí que lo estuvo
usted echando en el puchero seis días seguidos, hasta que se quedó mas
seco que su alma puñalera. Yo no tenía obligación de traer nada: lo
hacía por la Silvia, á quien cogí en brazos cuando nació de señá
Rufinica, la del callejón del Perro. Y lo que á usted le ponía furioso
era que yo le guardase las cosas á ella y no se las diera á usted, ¡un
rayo! Como si tuviera yo obligación de llenarle á usted el buche, perro,
más que perro.... Y dígame ahora, ¿me ha dado alguna vez el valor de un
real? Ella sí me daba lo que podía, á la chita callando; pero usted, el
muy capigorrón, ¿qué me ha dado? Clavos torcidos, y las barreduras de la
casa. ¡Véngase ahora con jipíos y farsa!... Valiente caso le van á
hacer.

--Mira, vieja de todos los demonios--le dijo Torquemada furioso,--por
respeto á tu edad no te reviento de una patada. Eres una embustera, una
diabla, con todo el cuerpo lleno de mentiras y enredos. Ahora te da por
desacreditarme después de haber estado más de veinte años comiendo mi
pan. ¡Pero si te conozco, zurrón de veneno; si eso que has dicho nadie
te lo va a creer: ni arriba ni abajo! El demonio está contigo, y maldita
tú eres entre todas las brujas y esperpentos que hay en el cielo...
digo, en el infierno.»


IX

Estaba el hombre fuera de sí, delirante; y sin echar de ver que la vieja
se había largado á buen paso de la habitación, siguió hablando como si
delante la tuviera. «Espantajo, madre de las telarañas, si te cojo,
verás.... ¡Desacreditarme así!» Iba de una parte á otra en la estrecha
alcoba, y de ésta al gabinete, cual si le persiguieran sombras; daba
cabezadas contra la pared, algunas tan fuertes que resonaban en toda la
casa.

Caía la tarde, y la obscuridad reinaba ya en torno del infeliz tacaño,
cuando éste oyó claro y distinto el grito de pavo real que Valentín daba
en el paroxismo de su altísima fiebre. «¡Y decían que estaba mejor!...
Hijo de mi alma.... Nos han vendido, nos han engañado.»

Rufina entró llorando en la estancia de la fiera, y le dijo: «¡Ay, papá,
qué malito se ha puesto; pero qué malito!

--¡Ese trasto de Quevedo!--gritó Torquemada llevándose un puño á la boca
y mordiéndoselo con rabia.--Le voy á sacar las entrañas.... Él nos le ha
matado.

--Papá, por Dios, no seas así.... No te rebeles contra la voluntad de
Dios.... Si Él lo dispone....

--Yo no me rebelo, ¡puñales! yo no me rebelo. Es que no quiero, no
quiero dar á mi hijo, porque es mío, sangre de mi sangre y hueso de mis
huesos....

--Resígnate, resígnate, y tengamos conformidad--exclamó la hija, hecha
un mar de lágrimas.

--No puedo, no me da la gana de resignarme. Esto es un robo.... Envidia,
pura envidia. ¿Qué tiene que hacer Valentín en el cielo? Nada, digan lo
que dijeren; pero nada.... Dios, ¡cuánta mentira, cuánto embuste! Que si
cielo, que si infierno, que si Dios, que si diablo, que si... tres mil
rábanos. ¡Y la muerte, esa muy pindonga de la muerte, que no se acuerda
de tanto pillo, de tanto farsante, de tanto imbécil, y se le antoja mi
niño, por ser lo mejor que hay en el mundo!... Todo está mal, y el mundo
es un asco, una grandísima porquería.»

Rufina se fue y entró Bailón, trayéndose una cara muy compungida. Venía
de ver al enfermito, que estaba ya agonizando, rodeado de algunas
vecinas y amigos de la casa. Disponíase el clerizonte a confortar al
afligido padre en aquel trance doloroso, y empezó por darle un abrazo,
diciéndole con empañada voz: «Valor, amigo mío, valor. En estos casos se
conocen las almas fuertes. Acuérdese usted de aquel gran filósofo que
expiró en una cruz dejando consagrados los principios de la Humanidad.

--¡Qué principios ni qué...! ¿quiere usted marcharse de aquí, so
chinche?... Vaya que es de lo más pelmazo y cargante y apestoso que he
visto. Siempre que estoy angustiado me sale con esos retruécanos.

--Amigo mío, mucha calma. Ante los designios de la Naturaleza, de la
Humanidad, del gran Todo, ¿qué puede el hombre? ¡El hombre! esa hormiga,
menos aún, esa pulga... todavía mucho menos.

--Ese coquito... menos aún, ese... ¡puñales!--agregó Torquemada con
sarcasmo horrible, remedando la voz de la sibila y enarbolando después
el puño cerrado.--Si no se calla le rompo la cara.... Lo mismo me da á
mí el grandísimo todo que la grandísima nada y el muy piojoso que la
inventó. Déjeme, suélteme, por la condenada alma de su madre, ó....»

Entró Rufina otra vez, traída por dos amigas suyas, para apartarla del
tristísimo espectáculo de la alcoba. La pobre joven no podía sostenerse.
Cayó de rodillas exhalando gemidos, y al ver á su padre forcejeando con
Bailón, le dijo: «Papá, por Dios, no te pongas así. Resígnate... yo
estoy resignada, ¿no me ves?... El pobrecito... cuando yo entré...
tuvo un instante ¡ay! en que recobró el conocimiento. Habló con voz
clara, y dijo que veía á los ángeles que le estaban llamando.

--¡Hijo de mi alma, hijo de mi vida!--gritó Torquemada con toda la
fuerza de sus pulmones, hecho un salvaje, un demente--no vayas, no hagas
caso; que esos son unos pillos que te quieren engañar.... Quédate con
nosotros....»

Dicho esto, cayó redondo al suelo, estiró una pierna, contrajo la otra y
un brazo. Bailón, con toda su fuerza no podía sujetarle, pues
desarrollaba un vigor muscular inverosímil. Al propio tiempo soltaba de
su fruncida boca un rugido feroz y espumarajos. Las contracciones de las
extremidades y el pataleo eran en verdad horrible espectáculo: se
clavaba las uñas en el cuello hasta hacerse sangre. Así estuvo largo
rato, sujetado por Bailón y el carnicero, mientras Rufina, transida de
dolor, pero en sus cinco sentidos, era consolada y atendida por
Quevedito y el fotógrafo. Llenóse la casa de vecinos y amigos, que en
tales trances suelen acudir compadecidos y serviciales. Por fin tuvo
término el patatús de Torquemada, y caído en profundo sopor que á la
misma muerte, por lo quieto, se asemejaba, le cargaron entre cuatro y le
arrojaron en su lecho. La tía Roma, por acuerdo de Quevedito, le daba
friegas con un cepillo, rasca que te rasca, como si le estuviera sacando
lustre.

Valentín había espirado ya. Su hermana, que quieras que no, allá se
fué, le dió mil besos, y, ayudada de las amigas, se dispuso á cumplir
los últimos deberes con el pobre niño. Era valiente, mucho más valiente
que su padre, el cual cuando volvió en sí de aquel tremendo sincope, y
pudo enterarse de la completa extinción de sus esperanzas, cayó en
profundísimo abatimiento físico y moral. Lloraba en silencio, y daba
unos suspiros que se oían en toda la casa. Transcurrido un buen rato,
pidió que le llevaran café con media tostada, porque sentía debilidad
horrible. La pérdida absoluta de la esperanza le trajo la sedación
nerviosa, y la sedación, estímulos apremiantes de reparar el fatigado
organismo. Á media noche fué preciso administrarle un substancioso
potingue, que fabricaron la hermana del fotógrafo de arriba y la mujer
del carnicero de abajo, con huevos, Jerez y caldo de puchero. «No sé qué
me pasa--decía el _Peor_;--pero ello es que parece que se me quiere ir
la vida.» El suspirar hondo y el llanto comprimido le duraron hasta
cerca del día, hora en que fué atacado de un nuevo paroxismo de dolor,
diciendo que quería ver á su hijo; _resucitarle, costara lo que
costase_, é intentaba salirse del lecho, contra los combinados esfuerzos
de Bailón, del carnicero y de los demás amigos que contenerle y calmarle
querían. Por fin lograron que se estuviera quieto, resultado en que no
tuvieron poca parte las filosóficas amonestaciones del clerigucho, y
las sabias cosas que echó por aquella boca el carnicero, hombre de pocas
letras, pero muy buen cristiano. «Tienen razón--dijo D. Francisco,
agobiado y sin aliento.--¿Qué remedio queda más que conformarse?
¡Conformarse! Es un viaje para el que no se necesitan alforjas. Vean de
qué le vale á uno ser más bueno que el pan, y sacrificarse por los
desgraciados, y hacer bien á los que no nos pueden ver ni en pintura....
Total, que lo que pensaba emplear en favorecer á cuatro pillos... ¡mal
empleado dinero, que había de ir á parar á las tabernas, á los garitos y
á las casas de empeño!... digo que esos dinerales los voy á gastar en
hacerle á mi hijo del alma, á esa gloria, á ese prodigio que no parecía
de este mundo, el entierro más lucido que en Madrid se ha visto. ¡Ah,
qué hijo! ¿No es dolor que me le hayan quitado? Aquello no era hijo: era
un diosecito que engendramos á medias el Padre Eterno y yo.... ¿No creen
ustedes que debo hacerle un entierro magnífico? Ea, ya es de día. Que me
traigan muestras de carros fúnebres... y vengan papeleta negras para
convidar á todos los profesores.»

Con estos proyectos de vanidad, excitóse el hombre, y á eso de las nueve
de la mañana, levantado y vestido, daba sus disposiciones con aplomo y
serenidad. Almorzó bien, recibía cuantos amigos llegaban á verle, y á
todos les endilgaba la consabida historia: «Conformidad.... ¡Qué le hemos
de hacer!... Está visto: lo mismo da que usted se vuelva santo, que se
vuelva usted Judas, para el caso de que le escuchen y le tengan
misericordia.... ¡Ah, misericordia!... Lindo anzuelo sin cebo para que
se lo traguen los tontos.»

Y se hizo el lujoso entierro, y acudió á él mucha y lucida gente, lo que
fué para Torquemada motivo de satisfacción y orgullo, único bálsamo de
su hondísima pena. Aquella lúgubre tarde, después que se llevaron el
cadáver del admirable niño, ocurrieron en la casa escenas lastimosas.
Rufina, que iba y venía sin consuelo, vió á su padre salir del comedor
con todo el bigote blanco, y se espantó creyendo que en un instante se
había llenado de canas. Lo ocurrido fué lo siguiente: fuera de sí, y
acometido de un espasmo de tribulación, el inconsolable padre fué al
comedor y descolgó el encerado en que estaban aún escritos los problemas
matemáticos, y tomándolo por retrato, que fielmente le reproducía las
facciones del adorado hijo, estuvo larguísimo rato dando besos sobre la
fría tela negra, y estrujándose la cara contra ella, con lo que la tiza
se le pegó al bigote mojado de lágrimas, y el infeliz usurero parecía
haber envejecido súbitamente. Todos los presentes se maravillaron de
esto, y hasta se echaron á llorar. Llevóse D. Francisco á su cuarto el
encerado, y encargó á un dorador un marco de todo lujo para ponérselo, y
colgarlo en el mejor sitio de aquella estancia.

Al día siguiente, el hombre fue acometido, desde que abrió los ojos, de
la fiebre de los negocios terrenos. Como la señorita había quedado muy
quebrantada por los insomnios y el dolor, no podía atender á las cosas
de la casa: la asistenta y la incansable tía Roma la sustituyeron hasta
donde sustituirla era posible. Y he aquí que cuando la tía Roma entró á
llevarle el chocolate al gran inquisidor, ya estaba éste en planta,
sentado á la mesa de su despacho, escribiendo números con mano febril. Y
como la bruja aquélla tenía tanta confianza con el señor de la casa,
permitiéndose tratarle como á igual, se llegó á él, le puso sobre el
hombro su descarnada y fría mano, y le dijo: «Nunca aprende... Ya está
otra vez preparando los trastos de ahorcar. Mala muerte va usted á
tener, condenado de Dios, si no se enmienda.» Y Torquemada arrojó sobre
ella una mirada que resultaba enteramente amarilla, por ser en él de
este color lo que en los demás humanos ojos es blanco, y le respondió de
esta manera: «Yo hago lo que me da mi santísima gana, so mamarracho,
vieja más vieja que la Biblia. Lucido estaría si consultara con tu
necedad lo que debo hacer.» Contemplando un momento el encerado de las
matemáticas, exhaló un suspiro y prosiguió así: «Si preparo los
trastos, eso no es cuenta tuya ni de nadie, que yo me sé cuanto hay que
saber de tejas abajo y aun de tejas arriba, ¡puñales! Ya sé que me vas á
salir con el materialismo de la misericordia.... A eso te respondo que
si buenos memoriales eché, buenas y gordas calabazas me dieron. La
misericordia que yo tenga, ¡...ñales! que me la claven en la frente.»

Madrid, Febrero de 1889.

FIN DE LA NOVELA





EL ARTÍCULO DE FONDO


I

«Basta de contemplaciones. Basta de contubernios. Basta de flaquezas. Ha
sonado la hora de las energías. Creíamos que los hechos, tan claros ya
en la mente de todo el mundo, se presentarían al fin en su espantosa
gravedad á los ojos del insensato poder, que dirige los negocios
públicos. Juzgando que toda obcecación, por grande que sea, ha de tener
su límite, creíamos que el Gobierno no podría resistir á la evidencia de
su descrédito; creíamos que, deponiendo la terquedad propia de todos los
poderes que no se apoyan en la opinión, se resolvería al fin á entrar
por más despejado y seguro camino, si no consideraba como la mejor de
las enmiendas el abandonar la vida pública. Esperábamos inquietos, antes
los grandes males que afligen á la patria; esperábamos callando, sin
dejar de conocer los diarios y cada vez más graves errores «de este
insensato Gobierno. Hemos esperado hasta lo último, hasta que los
escándalos han sido intolerables. Hemos callado, mientras el callar no
fué gravísima falta. Ya no hay esperanza. Es preciso no ocultar la
verdad al país, y nosotros faltaríamos al primero de nuestros deberes,
si un momento más permaneciéramos en esta actitud. Nuestro patriotismo
nos impele á obrar de este modo; y como sabemos que la opinión pública
es la única....»

Al llegar aquí, el autor del artículo se paró. La inspiración, si así
puede decirse, se le había concluido; y como si el esfuerzo hecho para
crear los párrafos que anteceden produjera fatiga en su imaginación, se
detuvo, con ánimo de proseguir, cuando las varias ideas, que
repentinamente y en tropel vinieron a su imaginación, se disparan.

Era su entendimiento tan pobre, que no hay noticia de que produjera
nunca cosas de provecho, pues no han de tenerse por tales sus
lucubraciones soporíferas sobre el origen de los poderes públicos y el
equilibrio de las fuerzas sociales; era, además de corto, díscolo;
porque jamás pudo adquirir ni sombra de método. Descollaba en las
digresiones, y cuando se ocupaba en desarrollar una tesis cualquiera, no
había fuerzas humanas que le concretaran al asunto, impidiendo sus
escapadas, ya al campo de la historia, ya a la selva de la moral, ya a
los vericuetos de la arqueología o de la numismática. Por todos estos
campos, cerros y collados corría complaciente y alborozada la
imaginación del autor del artículo de fondo, cuando interrumpido el hilo
lógico de éste, y olvidado el asunto y desbaratado el plan, ocuparon su
mente, apoderándose de ella de un modo atropellado, violento y como de
sorpresa, las intrusas ideas de que se ha hecho mérito.

Procedían éstas de todos los objetos, de todas las ilusiones, de todos
los recuerdos, de mil fuentes diversas que manaban á un tiempo una
corriente sin fin. Vínole al pensamiento no sé qué fragmento de
historia, con el cual se unía la imagen de un obispo de Astorga, tan
testarudo clérigo como intrépido soldado. Acordábase de las torres
muzárabes que había contemplado en una ciudad antigua, y al mismo tiempo
se le ofrecían á la vista lagos y jardines, no sin que de pronto afease
este espectáculo algún animal de corpulenta forma y repugnante fealdad.
Tan pronto se le representaban los versos de algún romance que hacía
tiempo leyera en amarillos y arrugados códices, como sentía el rumor de
lejana música de órgano, dulcísima y misteriosa.

¡Con cuánto abandono se entrega la imaginación á este cómodo vagar,
suelta y libre, sin las trabas del árido razonamiento, sin que una
voluntad firme la sujete ni la enfrene para elaborar difícilmente el
producto literario, uno, lógico, de forma determinada y con especial
contextura! La imaginación del pobre periodista había logrado escaparse
en aquellos momentos, cuando el artículo no había pasado aún de su edad
infantil, y sólo contaba escaso número de renglones. La imaginación del
menguado escritor, después de correr de aquí para allí, con la
alborozada inquietud de un pájaro que, viendo rotas la cañas de su
jaula, se escapa y vuela á todas partes sin fijarse en ninguna, se
concretó al fin, se fijó, se regularizó poco á poco.

De entre los escasos renglones del artículo interrumpido poco después
de haber sedado a luz su primera idea, surgen las líneas; las sombras y
luces de una inmensa catedral gótica. Crecen sus haces de columnas,
teñidas de suave matiz pardo, hasta llegar a enorme altura,
desparramándose después los retorcidos tallos para formar las bóvedas.
Descienden del techo, cual si estuvieran suspendidas de elásticas y casi
invisibles cuerdas, lámparas de oro, cuyas luces oscilantes no bastan a
eclipsar el diáfano colorido de las vidrieras, que llenas de santos y
figuras resplandecientes, parecen comunicar con el cielo el interior del
templo. Mil figuras van destacándose en la pared, como si una mano
invisible las tallara en la piedra con sobrenatural prontitud, y lozana
flora crece portentosamente a lo largo de las columnas, llevando en sus
cálices animales grotescos o inverosímiles, que parecen haber sido
producidos por ignorado germen en las entrañas mismas de la piedra. Las
estatuas aplastadas sobre los muros se multiplican, aparecen en filas,
en series, en ciclos sin fin, y son todas rígidas, tiesas retratando en
sus semblantes el fastidio del Limbo ó la placidez del Paraíso. Alternan
con ellas los seres simbólicos creados por la estatuaria cristiana, y
que parecen engendro sacrílego del paganismo y la teología. Los
dragones, las sibilas, los monstruos bíblicos que para representar
sutiles abstracciones ideó el genio de la Edad Media, refundiendo los
despojos de las sirenas y los centauros antiguos, muestran sus
heterogéneos miembros, en que la figura humana se une á las más raras
formas de la fantástica zoología, ya religiosa, ya heráldica, inventada
por embriagados escultores. Vense en las paredes blasones de brillantes
tintas, sobre suntuosos sepulcros, en que duermen el sueño del mármol
arzobispos y condestables, príncipes y guerreros, empuñando báculos ó
espadas. Los perros y leoncillos en que apoyan sus pies, parecen prestar
atento oído á todo rumor que en el templo suena. Resplandece en el fondo
el estofado riquísimo del altar, semejante á inmensa ascua de oro
cuajada de diminutos ángeles y querubes que aletean quemándose en el
seno de aquella nube incandescente, y como si la combustión les diera
vida. Graves y barbudos santos, alineados con la compostura propia de
los círculos celestes aparecen en el centro de este gran Apocalipsis de
madera dorada, terminando tan portentosa máquina un Cristo colosal,
cuyos brazos, que se abren contraídos por los dolores corporales, parece
van á estrechar en supremo abrazo á todo el linaje humano.

Se sienten rezos tenues y confusos, no interrumpidos por pausa alguna,
como si la atmósfera interior del edificio, afectada de una vibración
inherente á su esencia física, modulara un monólogo sin fin. Todo es
calma y respeto. La claridad, las sombras, las formas esculturales, la
gallardía de las líneas, el recóndito sonido que se creería producido
por la oscilación de la masa arquitectónica; aquel sonido, que hace
pensar en la respiración de algún misterioso espíritu, habitante en las
grandes cavidades de piedra; la variedad de objetos, la majestad de los
sepulcros, el idealismo de los efectos de luz, todo esto produce estupor
y recogimiento. Se piensa en Dios y se trata de medir la inmensidad de
la idea que ha dado existencia á tan hermoso conjunto; se siente la más
grande admiración hacia los tiempos que tuvieron fe, corazón y arte para
expresar con símbolos inagotables su arraigada creencia....

Hallábase el menguado autor como en éxtasis comtemplando en su mente
estas hermosuras del arte y de la fe, cuando un ruido de pasos primero,
la inusitada aparición de un hombre después, le trajeron bruscamente á
la realidad, haciéndole fijar la vista en las cuartillas del artículo de
fondo que olvidado yacía sobre la mesa.

El sér que tenía delante era un monstruo, un vestiglo. Aborrecíale en
aquellos momentos más que si viniera á darle la muerte; y le inspiraba
más pavor que si fuese satanás en persona. El monstruo miró al autor de
un modo que le hizo temblar; alargó la mano pronunciando palabras que
aterraron al infeliz, cual si fueran anatemas de la Iglesia ó sentencia
de inquisidores. Estremecióse en su asiento, erizósele el cabello y miró
con angustia y bañado en sudor frio las incorrectas líneas del
interrumpido articulejo.


II

Aquel vestiglo, ó en otros términos, pedazo de bárbaro, venía cubierto
de sudor, como si hubiese hecho una larga y precipitada carrera; y lo
mismo su cara que su andrajoso y mugrienta ropa parecian teñidas de un
ligero barniz obscuro. La tinta manaba de sus poros. Se diferenciaba de
un carbonero en que su tizne era más consistente y como si le saliera de
dentro. Enteramente igual á un cíclope, si no tuviera dos ojos, era el
tal una de las más poderosas palancas de la civilización moderna, porque
había recibido de la Providencia la alta misión de mover el manubrio de
una máquina de imprimir, que daba á luz diariamente millones de millones
de palabras. Viviendo la mayor parte del día en el sótano donde la
máquina civilizadora funciona, aquel hombre se había identificado con
ella; formaba parte de su mecanismo; y la armazón ingeniosa, pero
inerte, obra pura de las matemáticas, se convertía en ser inteligente
cuando al impulso del monstruo movía sus ruedas, ejes y cilindros como
si fueran órganos animados por recóndita vida. Ambos se entusiasmaban,
se confundían: ella crujiendo convulsamente y con acompasada celeridad;
él, jadeante y lleno de sudor, describiendo curvas y más curvas con su
brazo; ella recibiendo el papel para lanzarle fuera despues de haber
extendido en su superficie un mundo de ideas, y él entonando algún
cantar para hacer más llevadero su trabajo. Horas y horas pasaban de
este modo: la máquina, remedo de la naturaleza, reproduciendo en
millones de ejemplares un mismo tipo y una misma forma; el hombre,
determinando la fuerza impulsora, semejante al soplo vital en los
organismos animales. Cuando uno y otro se completaban de aquel modo,
difícil era suponerlos desunidos; y después de admirar el pasmoso
resultado de la combinación de los dos elementos, no habría sido fácil
tampoco decir cuál de los dos era más inteligente.

Pero aquel hombre desempeñaba aún otras altas funciones igualmente
encaminadas á la propagación de las luces. ¿Qué sería del pensamiento
humano si aquel bruto no tuviera la misión de arreglar la tinta de
imprimir, haciéndola más espesa ó más clara según la intensidad que se
quiera dar á la impresión? Cuando los ejemplares de los periódicos
habían sido dados á luz por la máquina; cuando ésta se paraba fatigada
del alumbramiento y hacía rechinar sus tornillos como si le dolieran;
cuando los ejemplares recién nacidos, húmedos, pegajosos y mal olientes,
eran apilados sobre una gran mesa, el vestiglo los doblaba
cariñosamente, les ponía las fajas, les daba la forma con que circulan
por toda la redondez de la tierra, llevando la idea á las más apartadas
regiones, vivificando cuanto existe; los transportaba al correo, los
pesaba, los franqueaba, tratábalos con el cariño de un padre y creía que
él sólo era autor de tanta maravilla.

No se limitaban á esto sus funciones: él pegaba carteles, complaciéndose
sobremanera en vestir de colorines las esquinas de Madrid, coadyuvando
de este modo á una de las grandes cosas de nuestro siglo, que es la
publicidad. Y si tenía un arte especial para poner cataplasmas á las
calles, no era mejor su aptitud para echarse á cuestas enormes resmas de
papel, que allá en su fuero interno consideraba como el alimento, pienso
ó forraje de la máquina. Pues, digo también era insustituíble para
cargar moldes ó formas que llenas de letras desafían los puños de los
hombres más vigorosos; y además le destinaban á traer y llevar original
y pruebas, misión que cumplía puntualmente al presentarse ante el joven
autor de quien hablo, y decirle que venía _á por el artículo_, añadiendo
que hacia mucha falta por estar parados y mano sobre mano los señores
cajistas.

El apuro del autor no es para pintarse, y ved aquí explicado el horror,
la indignación, los escalofríos y trasudores que la presencia del
mocetón de la imprenta le produjo. Era preciso acabar el artículo, y
antes de acabarlo, era menester seguirlo, empresa de dificultad colosal,
por hallarse la imaginación del escritor sin ventura á 100.000 leguas
del asunto. El desdichado mandó al mozo que volviera dentro de un breve
rato; tomó la pluma, y recogiendo sus ideas lo mejor que pudo, después
de trazar muchos garabatos en un papelejo, y mirar al techo cuatro
veces y al papel otras tantas, escribió lo siguiente:

«... Y como sabemos que la opinión pública es la única norma de la
política; como sabemos que los gobiernos que no se guían por la opinión
pública elaboran su propia ruína con la ruína del país, nos decidimos
hoy á alzar nuestra voz para indicar el peligro. El principal error del
Gobierno, preciso es decirlo muy alto, es su empeño en destruir nuestras
instituciones tradicionales, en realizar una _abolición completa de lo
pasado_. ¿Son las conquistas de la civilización incompatibles con la
historia? ¡Ah! El Gobierno se esfuerza en extirpar los restos de la fe
de nuestros padres, de aquella fe poderosa de que vemos exacta expresión
en las soberbias catedrales de la Edad Media, que subsisten y
subsistirán para asombro de las generaciones. ¡Mezquina edad presente!
¡Ah! ¡Cómo se engrandece el ánimo al contemplar las prodigiosas obras
que levantó el sentimiento religioso! ¿El espíritu que de tal manera se
reproduce, no debe conservarse en la sociedad, mediante la acción
previsora de los Gobiernos encargados de velar por los grandes y eternos
principios?»

No bien concluído este párrafo, que á nuestro autor le pareció de
perlas, fué interrumpido por un tremendo golpe que sintió en el hombro.
Alzó los ojos y vió ¡cielos! á un importuno amigo que tenía la mala
costumbre de insinuarse dando grandes espaldarazos y pellizcos.

Aunque el periodista tenía bastante intimidad con el recién venido, en
aquel momento le fué más antipático que si viera en él á un alguacil
encargado de prenderle. Le miró, apartando la vista del artículo,
nuevamente interrunpido, y esperó con paciencia las palabras de su
amigote.


III

El cual era en extremo pesado, y tenía un mirar tan parecido á la
estupefacción inalterable de las estatuas, que al verle y oirle venían á
la memoría los solemnes discursos de las esfinges ó los augurios de
cualquier oráculo ó pitonisa. Hablaba en voz baja y en tono algo
cavernoso, lo que no dejaba de estar en armonía con la amarillez de su
semblante y con los cabellos largos que entrambos lados de la cabeza le
caían. Era además tan lúgubre en su carácter y en sus costumbres, que no
faltaba razón á los que habían dado en llamarle _sepulturero_.

Con el desdichado autor de quien nos venimos ocupando, tenía este hombre
amistad antigua: ambos habían corrido juntos multitud de aventuras, y
sin separarse navegaron por los revueltos golfos del periodismo hasta
encallar en los arrecifes de una oficina, de donde no tardó en
arrojarlos un cambio ministerial, y se embarcaron de nuevo en la prensa
en busca de posición social. Comunicábanse sus desgracias y placeres,
partiendo unos y otros fraternalmente, y se ayudaban en sus respectivas
crisis financieras, haciéndose mutuos empréstitos, y girando el uno
contra el otro cuantiosas letras, á pagar noventa días después del
Juicio final. El lúgubre, principálmente, era un gran Ministro de
Hacienda, y resolvía todos sus apuros por medio de grandes acometidas al
bolsillo del joven escritor, que tenía, entre otras cualidades, la de
despreciar las vanas riquezas.

En cambio de estos servicios, el _sepulturero_ ayudaba en sus amores al
escritor, que era por extremo sensible, idealista de la clase más
anticuada, si bien esto se compensaba por su habilidad en escribir
billetes amorosos, manifestación literaria á que sólo sus artículos
políticos podían igualarse. También se consagraba el otro á tales
entretenimientos; pero en su calidad de gran financiero, jamás le pasó
por las mientes, como al escritorcillo, la insensata idea de casarse.

--Vengo a ponerte sobre aviso--dijo con su hueca, apagada y profunda
voz el lúgubre.--Ha llegado.

Los dos amigos eran asiduos concurrentes á la ópera, y solían amenizar
sus conversaciones con los cantos y romanzas de que tenían llena la
cabeza; y á veces, cuando en el diálogo encajaba bien, soltaban algún
recitativo. Por eso cuando el lúgubre dijo: _Ha venido_, el periodista
cantó con afectación de sobresalto:

--_¿L'incógnito amante della Rossina?_

--_Apunto quello_,--contestó el otro.

--¡Qué contrariedad! ¿Pues no decían que ese hombre no vendría, que
habia ya renunciado á sus proyectos de matrimonio? ¿No estaban, lo mismo
Juanita que su madre, convencidas de que la familia de ese gaznápiro no
podía consentir en semejante boda?

--Ahí verás. Él se ha escapado de su casa y dice que viene resuelto á
dar su blanca mano. Ya sabes que la pécora de Doña Lorenza bebe los
vientos por atraparle, porque parece ha de heredar cuando muera su tía,
el título de Marqués de los Cuatro Vientos. Es rico: Doña Lorenza sabe
de memoria el número de carneros, bueyes y asnos que posee en sus
dehesas _il tuo rivale_, y está loca de contento. Si no casa á su hija
con él, creo que revienta.

--¡Pero Juanita, Juanita!--exclamó el escritor, mirando al
techo.--Juanita no puede ceder á las despóticas exigencias de esa
tarasca de su madre.

--_La ragazza_ te quiere; pero si su madre se emperra en que no, y que
no... Yo creo que de esta vez te quedas con tres palmos de narices.
Cuando todas las contrariedades estaban allanadas, viene ese antiguo
pretendiente, que si no agrada á la hija, agrada á la mamá, y esto
basta. _¡Poverino!_

--¡Quita allá!... yo no lo puedo creer. La chica se resistirá; ha jurado
no tener más esposo que yo.

--Sí. Pero tanto la sermonean.... La madre es una rata de Iglesia;
frecuentan su casa, como sabes, multitud de clérigos que, según dicen,
le tienen trastornado el juicio. Le han llevado el cuento de que tú eres
un revolucionario impío; que insultas á Dios y á la Virgen en tus
artículos; que estás excomulgado, y que debes de tener rabo, como los
judíos. Doña Lorenza, que oye siete misas al día y se confiesa dos veces
por semana, te detesta como si fueras el mismo Judas. Ella infundirá
este odio á su niña, haciéndole creer que eres descendiente de Caifás, y
que se va á condenar si se casa contigo.

--¡Monstruoso, inconcebible!

--Esa familia, chico, es la madriguera del obscurantismo. ¡Qué rancias
ideas y costumbres! En vano un espíritu fuerte, como Juanita, se
esfuerza en romper los nudos de la tutela estúpida con que se la quiere
oprimir. Tendrá que dejarte, y se casará con ese alcornoque, á quien
los clérigos y beatas que pululan en aquella casa, elogian sin cesar,
encomiando sus virtudes, su religiosidad, su grande amor á la causa
carlista y sus inmensos ganados.

--¡Maldito sea el fariseísmo!--exclamó el otro, indignado contra la
teocracia que así se introduce en el seno de las familias para torcer
los más nobles propósitos y amoldarlos á fines mundanos.

Desahogaba su ira en furibundos apóstrofes, anatemas y dicterios,
golpeando la mesa, lívido y descompuesto, cuando sintióse ruido de pasos
y apareció la fatídica estampa del mozo de la imprenta, que volvía en
busca del comenzado fondo.

--¡El artículo!--suspiró nuestro escritor, echando mano á las
cuartillas, mojando la pluma con detestable humor y echando pestes
contra todos los periódicos y todos los clérigos del orbe.

Pasados algunos segundos, pudo fijar sus ideas, y continuó su
interrumpida obra del modo siguiente:

«Meditemos. Si bien es cierto que el Gobierno tiene la misión de velar
por la conservación y prestigio de los principios morales y religiosos,
también está fuera de toda duda que el más grave error en que pueden
incurrir los poderes públicos es apegarse demasiado á las instituciones
pasadas, protegiendo la teocracia y permitiendo que los apóstoles del
obscurantismo extiendan su hipócrita y solapado dominio á toda la
sociedad. ¡Oh! la más espantosa lepra de las naciones es esa masonería
clerical, que, ansiando allegar para su causa mundada toda clase de
recursos, no vacila en apoderarse de la voluntad de las mujeres indoctas
y tímidas para entronizarse mañosamente en las familias, organizarlas á
su manera, intervenir en sus actos más secretos, atar y desatar sus
vínculos, y crear de este modo un influjo universal que, á poco de
extendido, no podrá destruirse sino con una sangrienta hecatombe. ¡Ah!
¡oh! ¡les conocemos bien!

«¿No es notorio para todo el mundo que el actual Gabinete lejos de
oponerse á tan grave mal, hace cuanto está en su mano para que tome
proporciones? ¿No estamos viendo que los órganos del obscurantismo
aplauden todos los actos del Gobierno, y que existe un pacto tácito
entre la teocracia y el poder, una comunidad de aspiraciones tal, que
parecen confundirse los poderes eclesiástico y civil, cual si viviéramos
en los tiempos del más brutal absolutismo? ¡Ah! ¡Es preciso ya decir la
verdad al país! ¡Oh! ¡Es preciso hablar muy alto y poner las cosas en su
lugar, exigiendo la responsabilidad á quien realmente la tenga!»

Aquí se paró el escritor, mil veces desdichado, porque se le acabaron
las ideas; y no pudo _decirla verdad al país_, porque su imaginación no
se apartaba de Juanita, de la impertinente y mojigata mamá, de los
clerizontes y monagos que influían en la casa, de los carneros, bueyes,
cabras y asnos del futuro Marqués de los Cuatro Vientos.


IV

Aprovechándose de este intermedio, trató el lúgubre de entablar de nuevo
el consabido palique.

--Pero la situación no es desesperada--dijo.--Con ingenio puedes vencer
y dejar á ese señor de las vacas y carneros con un palmo de boca
abierta.

--Si yo pudiera.... _Le mié nozze colei meglio á affretare._

--_Io dentr' oggi á finir vo questo affare_.... Mira, tengo un plan....
¿Sabes que me comprometería á arreglar el asunto empleando ciertos
medios...?

--A ver, ¿qué plan, qué medios son esos? Cualesquiera que sean, ponlos
en práctica inmédiatamente. Tú eres hombre de ingenio.

--Pero no basta el ingenio--dijo el lúgubre.

--Para ello es preciso otra cosa... es necesario dinero.

--¡Dinero! _¡Dovizie!_ ¿Pero que papel va á hacer aquí el dichoso
dinero?

--Eso lo veremos. Es un plan vasto y difícil de explicar ahora.

--¿Pero se trata de raptos, escalamientos, sobornos? Todo eso está muy
bien en las novelas de á cuarto la entrega.

--No es nada de eso. Tú has de ser el principal actor en esta trama que
preparo.... Es preciso que me des _guita_ y te sometas á cuanto yo te
mande.

--En cuanto á lo segundo, no veo inconveniente ninguno; lo primero es
mucho más difícil, por una razón muy sencilla....

--Si no se tiene, se busca.

--¡Se busca! _¿e dove, sciagurato?_ Pero explícame tus planes.... Ya me
figuro.... ¿Quieres hacerme pasar por rico...? Hombre, tiene gracia.

--Tú dame el _cumquibus_ y cállate. No es preciso mucho: basta con unos
cuantos miles de reales, cinco ó seis mil.

--¡Cinco ó seis mil! ¡Anda, anda! ¡Si tú supieras cuál es la situación
del tesoro! Chico, yo pensaba pedirte para una cajetilla.

--Pero, hombre, busca bien--dijo el gran financiero con expresión de
angustia, que indicaba lo triste que era para él hallar tan vacío el
bolsillo del contribuyente.--¡Y yo que necesitaba ahora un pico...!
nada más que un piquito.

--¡Piquitos á mí!

--Es una gran contrariedad que te halles en tal situación--dijo el
lúgubre en tono de responso.--Yo que contaba.... Además me había
propuesto sacarte en bien de la aventura y hacer que Doña Lorenza
plantara en la calle al de los Cuatro Vientos, para que tu Juanita....

--¡Maldita sea tu estampa y mi miseria!--exclamó el articulista con
desesperación.--Cuando uno se propone un fin noble y elevado, como es el
del matrimonio, y no puede conseguirlo á causa de un cochino déficit,
reniega de la existencia y....

No pudo concluir la frase, porque ante sus ojos se presentó un espectro
que avanzaba lentamente, con expresión siniestra y aterradora. Aquel
fantasma era el monstruo tipográfico, horrible caricatura de Guttenberg,
que puntual como el diablo cuando suena la hora de llevarse su alma,
venía en busca del condenado artículo.

--¡El artículo! ¡Mal rayo me parta! ¡Es preciso acabarlo!

Y devorado por la ansiedad, trémulo y medio loco, trincó la pluma y
¡hala!

«Fácil es comprender, escribió, que esta situación no puede prolongarse
mucho, por el aflictivo estado de la Hacienda. Los apuros del Erario
son tales, que se nos llena el corazón de tristeza cuando hacemos un
examen detenido de las rentas públicas. Los ingresos disminuyen de un
modo aterrador; aumentan los gastos. Todas las corporaciones carecen de
lo más necesario para cubrir sus atenciones. La miseria cunde por todas
partes, y el ánimo se abate al considerar nuestra situación. Nos es
imposible aspirar á nobles fines, porque en la vida moderna nada puede
lograrse; todas las mejoras materiales y morales son ilusorias cuando el
Estado se halla próximo á una vergonzosa ruina. ¡Ah! Es preciso llamar
sobre esto la atención del país. El Tesoro público está exhausto. La
situación es angustiosa, insostenible, desesperada. ¡Oh! Hay que exigir
la responsabilidad á quien corresponda apartando de la gestión de los
negocios públicos á los hombres funestos....»

No pudo seguir, porque su amigo, que se había asomado al balcón mientras
él escribía, le llamaba con grandes voces.

--¡Ven, ven... _eccola_! Por la calle pasa _la ragazza_ con Doña
Lorenza y el futuro Marquesito. ¡_Oh terribil momento_!

El desdichado escritor levantóse de su asiento, tiró papel y plumas, sin
cuidarse de que _aquellos hombres funestos_ siguieran ó no encargados de
la gestión de los negocios públicos.

Los dos fijaron la vista con ansiosa curiosidad en un grupo que por la
calle iba, compuesto de tres personas, á saber: una vieja por extremo
tiesa y con un aire presuntuoso que indicaba su adoración de todas las
cosas tradicionales y venerandas; una joven, de cuya hermosura no podían
tenerse bastantes datos desde el balcón, si bien no era difícil apreciar
la esbeltez de su cuerpo, su andar airoso y su traje, en que la
elegancia y la modestia habían conseguido hermanarse; y por ultimo, un
mozalbete, cuyo semblante no era fácil distinguir, pues sólo se veía
algo de patillas, su poco de lentes y unas miajas de nariz.

El desesperado articulista estuvo á punto de gritar, de arrojar el
objeto que hallara más á mano sobre la inocente pareja que cruzaba la
calle. Púsose lívido al notar que se hablaban con una confianza parecida
á la intimidad, y hasta le pareció escuchar algunas tiernas y
conmovedoras frases. Apretó los puños y echó por aquella boca sapos y
culebras, apartándose del balcón por no presenciar más tiempo un
espectáculo que le enloquecía. Al volverse, su mirada se cruzó con la
mirada del bruto de la imprenta, que inmóvil en medio de la sala, más
feo, más horrible y siniestro que nunca, reclamaba las nefandas
cuartillas. ¡Nada, nada, á rematar el artículo! Ciego de furor, pálido
como la muerte, trémulo, y con extraviados ojos, se sentó, tomó la pluma
y salpicando á diestra y siniestra grandes manchurrones de tinta,
acribillando el papel con los picotazos de la pluma, enjaretó lo
siguiente:

«Sí: hay que apartar de la gestión de los negocios públicos á esos
hombres funestos, que han usurpado el poder de una manera nunca vista en
los anales de la ambición; á esos hombres inmorales, que han extendido á
todas las esferas administrativas sus viciosas costumbres; á esos
hombres que escarnecen al país con sus improvisadas fortunas. Todo el
mundo ve con indignación los abusos, la audacia, el cinismo de tales
hombres, y nosotros participamos de esa patriótica indignación. ¡Oh! no
podemos contenernos. Señalamos á la execración de todas las gentes
honradas á esos Ministros funestos é inmorales--lo repetimos sin
cesar--que han traído á nuestra patria al estado en que hoy se halla,
irritando los ánimos y estableciendo en todo el país el reinado de la
desconfianza, del miedo, de la cólera, de la venganza. Sí: ¡¡castigo,
venganza!! he aquí las palabras que sintetizan la aspiración nacional en
el actual momento histórico.»

Hubiera seguido desahogando las hieles de su alma, si alguien no le
interrumpiera inopinadamente en aquel crítico momento histórico,
entregándole una carta, cuyo sobre, escrito por mano femenina, le
produjo extraordinaria conmoción. Abrióla con frenesí, rasgando el
papel, y leyó lo que sigue, trazado con lápiz, apresuradamente:

«No puedo pintar mi martirio desde que este alcornoque de los Cuatro
Vientos ha venido de Extremadura, con la pretensión de casarse conmigo.
Mamá es _partidaria de esta solución_, como tu dices; pero yo me
mantengo y me mantendré siempre en la más resuelta oposición. Nada ni
nadie me hará desistir, tontín, y yo te respondo que mi _actitud_,
¡vivan las actitudes! será tan firme, que ha de causarte admiración. El
suplicio de tener que oir las simplezas y ver el antipático semblante de
Cuatro Vientos me dará fuerza para resistir al _sistema arbitrario y á
las medidas preventivas_ de mamá.»

La alegría del autor fué tan grande en aquel _momento histórico_, que
por poco se desmaya en los brazos de su amigo. Recobró repentinamente su
buen humor, volviendo los colores á su rostro demacrado. Pero la
presencia del siniestro gañán de la imprenta, que inmóvil permanecía en
medio de la sala, le hizo comprender la necesidad de concluir su obra,
que reclamaban con furor los irritados cajistas y el inexorable regente.
Tomó la pluma, y con facilidad notoria terminó de esta manera.

«Pero en honor de la verdad, y penetrándonos de un alto espíritu de
imparcialidad, deponiendo pasiones bastardas y hablando el lenguaje de
la más estricta justicia, debemos decir que no tiene el Gobierno toda la
culpa de lo que hoy pasa. Sería obcecación negarle el buen deseo y la
aspiración al acierto. ¡Ah! Su gestión tropieza con los obstáculos que
la insensata oposición de los partidos revolucionarios hace de continuo;
y los males que sufre el país no proceden, por lo general, de las altas
regiones. Todos los Ministros tienen muchísimo talento, y se inspiran ¿á
qué negarlo? en el más puro patriotismo. ¡Ah! nuestro deber es excitar á
todo el mundo para que, por medio de hábiles transacciones, por medio de
sabios temperamentos, puedan el pueblo y el poder hermanarse,
inaugurando la serie de felicidades, de inefables dichas, de
prosperidades sin cuento que la Providencia nos destina.»

Madrid, Abril de 1872.




LA MULA Y EL BUEY

CUENTO DE NAVIDAD


I

Cesó de quejarse la pobrecita; movió la cabeza, fijando los tristes ojos
en las personas que rodeaban su lecho; extinguióse poco á poco su
aliento, y expiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el
vuelo y se fué.

La infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro de
Celinina se fué poniendo amarillo y diáfano como cera; enfriáronse sus
miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de una muñeca. Entonces
llevaron fuera de la alcoba á la madre, al padre y á los más inmediatos
parientes, y dos ó tres amigas y las criadas se ocuparon en cumplir el
último deber con la pobre niña muerta.

La vistieron con riquísimo traje de batista, la falda blanca y ligera
como una nube, toda llena de encajes y rizos que la asemejaban á espuma.
Pusiéronle los zapatos, blancos también y apenas ligeramente gastada la
suela, señal de haber dado pocos pasos, y después tejieron, con sus
admirables cabellos de color castaño obscuro, graciosas trenzas
enlazadas con cintas azules. Buscaron flores naturales; mas no
hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una
linda corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las que
más se parecían á verdaderas rosas frescas traídas del jardín.

Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de un violín,
forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de
raso blanco. Colocaron dentro á Celinina, sosteniendo su cabeza en
preciosa y blanda almohada, para que no estuviese en postura violenta, y
después que la acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus
manecitas, atándolas con una cinta, y entre ellas pusiéronle un ramo de
rosas blancas, tan hábilmente hechas por el artista, que parecían hijas
del mismo Abril.

Luego las mujeres aquellas cubrieron de vistosos paños una mesa,
arreglándola como un altar, y sobre ella fué colocada la caja. En breve
tiempo armaron unos al modo de doseles de iglesia, con ricas cortinas
blancas, que se recogían gallardamente á un lado y otro; trajeron de
otras piezas cantidad de santos é imágenes, que ordenadamente
distribuyeron sobre el altar, como formando la corte funeraria del ángel
difunto, y, sin pérdida de tiempo, encendieron algunas docenas de luces
en los grandes candelabros de la sala, los cuales, en torno á Celinina,
derramaban tristísimas claridades. Después de besar repetidas veces las
heladas mejillas de la pobre niña, dieron por terminada su piadosa obra.


II

Allá, en lo más hondo de la casa, sonaban gemidos de hombres y mujeres.
Era el triste lamentar de los padres, que no podían convencerse de la
verdad del aforismo _angelitos al cielo_, que los amigos administran
como calmante moral en tales trances. Los padres creían entonces que la
verdadera y más propia morada de los angelitos es la tierra; y tampoco
podían admitir la teoría de que es mucho más lamentable y desastrosa la
muerte de los grandes que la de los pequeños. Sentían, mezclada á su
dolor, la profundísima lástima que inspira la agonía de un niño, y no
comprendían que ninguna pena superase á aquélla que destrozaba sus
entrañas.

Mil recuerdos é imágenes dolorosas les herían, tomando forma de
agudísimos puñales que les traspasaban el corazón. La madre oía sin
cesar la encantadora media lengua de Celinina, diciendo las cosas al
revés, y haciendo de las palabras de nuestro idioma graciosas
caricaturas filológicas que afluían de su linda boca como la música más
tierna que puede conmover el corazón de una madre. Nada caracteriza á un
niño como su estilo, aquel genuino modo de expresarse y decirlo todo con
cuatro letras, y aquella gramática prehistórica, como los primeros
vagidos de la palabra en los albores de la humanidad, y su sencillo arte
de declinar y conjugar, que parece la rectificación inocente de los
idiomas regularizados por el uso. El vocabulario de un niño de tres
años, como Celinina, constituye el verdadero tesoro literario de las
familias. ¿Cómo había de olvidar la madre aquella lengüecita de trapo,
que llamaba al sombrero _tumeyo_ y al garbanzo _babancho_?

Para colmo de aflicción, vió la buena señora por todas partes los
objetos con que Celinina había alborozado sus últimos días; y como éstos
eran los que preceden á Navidad, rodaban por el suelo pavos de barro con
patas de alambre; un San José sin manos; un pesebre con el Niño Dios,
semejante á una bolita de color de rosa; un Rey Mago montado en
arrogante camello sin cabeza. Lo que habían padecido aquellas pobres
figuras en los últimos días, arrastradas de aquí para allí, puestas en
ésta ó en la otra forma, sólo Dios, la mamá y el purísimo espíritu que
había volado al cielo lo sabían.

Estaban las rotas esculturas impregnadas, digámoslo así, del alma de
Celinina, ó vestidas, si se quiere, de una singular claridad muy triste,
que era la claridad de ella. La pobre madre, al mirarlas, temblaba toda,
sintiéndose herida en lo más delicado y sensible de su íntimo ser.
¡Extraña alianza de las cosas! ¡Cómo lloraban aquellos pedazos de barro!
¡Llenos parecían de una aflicción intensa, y tan doloridos, que su vista
sola producía tanta amargura como el espectáculo de la misma criatura
moribunda, cuando miraba con suplicantes ojos á sus padres y les pedía
que le quitasen aquel horrible dolor de su frente abrasada! La más
triste cosa del mundo era para la madre aquel pavo con patas de alambre
clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes cambios de
postura había perdido el pico y el moco.


III

Pero si era aflictiva la situación de espíritu de la madre, éralo mucho
más la del padre. Aquélla estaba traspasada de dolor; en éste, el dolor
se agravaba con un remordimiento agudísimo. Contaremos brevemente el
peregrino caso advirtiendo que esto quizás parecerá en extremo pueril á
algunos, pero á los que tal crean, les recordaremos que nada es tan
ocasionado á puerilidades como un íntimo y puro dolor, de esos en que no
existe mezcla alguna de intereses de la tierra, ni el desconsuelo
secundario del egoísmo no satisfecho.

Desde que Celinina cayó enferma, sintió el afán de las poéticas fiestas
que más alegran á los niños: las fiestas de Navidad. Ya se sabe con
cuánta ansia desean la llegada de estos risueños días, y cómo les
trastorna el febril anhelo de los regalitos, de los nacimientos, y las
esperanzas del mucho comer y del atracarse de pavo, mazapan, peladillas
y turrón. Algunos se creen capaces, con la mayor ingenuidad, de embuchar
en sus estómagos cuanto ostentan la Plaza Mayor y calles adyacentes.

Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la boca el tema de la
Pascua; y como sus primitos, que iban á acompañarla, eran de más edad y
sabían cuanto hay que saber en punto á regalos y nacimientos, se
alborotaba más la fantasía de la pobre niña oyéndoles, y más se
encendían sus afanes de poseer golosinas y juguetes. Delirando, cuando
la metía en su horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar lo que
de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era golpear tambores, tañer
zambombas, cantar villancicos. En la esfera tenebrosa que rodeaba su
mente, no había sino pavos haciendo _clau clau_; pollos que gritaban
_pío pío_; montes de turrón que llegaban al cielo formando un Guadarrama
de almendras; nacimientos llenos de luces y que tenían lo menos
cincuenta mil millones de figuras; ramos de dulce, árboles cargados de
cuantos juguetes puede idear la más fecunda imaginación tirolesa; el
estanque del Retiro lleno de sopa de almendras; besugos que miraban á
las cocineras con sus ojos cuajados, naranjas que llovían del cielo,
cayendo en más abundancia que las gotas de agua en día de temporal, y
otros mil prodigios que no tienen número ni medida.


IV

El padre, por no tener más chicos que Celinina, no cabía en sí de
inquieto y desasosegado. Sus negocios le llamaban fuera de la casa; pero
muy á menudo entraba en ella para ver como iba la enfermita. El mal
seguía su marcha con alternativas traidoras: unas veces dando esperanzas
de remedio, otras quitándolas.

El buen hombre tenía presentimientos tristes. El lecho de Celinina, con
la tierna persona agobiada en él por la fiebre y los dolores, no se
apartaba de su imaginación. Atento á lo que pudiera contribuir á
regocijar el espíritu de la niña, todas las noches, cuando regresaba á
la casa, le traía algún regalito de Pascua, variando siempre de objeto y
especie, pero prescindiendo siempre de toda golosina. Trájole un día una
manada de pavos, tan al vivo hechos, que no les faltaba más que graznar;
otro día sacó de sus bolsillos la mitad de la Sacra Familia, y al
siguiente á San José con el pesebre y portal de Belén. Después vino con
unas preciosas ovejas, á quien conducían gallardos pastores, y luego se
hizo acompañar de unas lavanderas que lavaban, y de un choricero que
vendía chorizos, y de un Rey Mago negro, al cual sucedió otro de barba
blanca y corona de oro. Por traer, hasta trajo una vieja que daba azotes
en cierta parte á un chico por no saber la lección.

Conocedora Celinina, por lo que charlaban sus primos, de todo lo
necesario á la buena composición de un nacimiento, conoció que aquella
obra estaba incompleta por la falta de dos figuras muy principales: la
mula y el buey. Ella no sabía lo que significaba la tal mula ni el tal
buey; pero atenta á que todas las cosas fuesen perfectas, reclamó una y
otra vez del solícito padre el par de animales que se había quedado en
Santa Cruz.

Él prometió traerlos, y en su corazón hizo propósito firmísimo de no
volver sin ambas bestias; pero aquel día, que era el 23, los asuntos y
quehaceres se le aumentaron de tal modo, que no tuvo un punto de reposo.
Además de esto, quiso el Cielo que se sacase la lotería, que tuviera
noticia de haber ganado un pleito, que dos amigos cariñosos le
embarazaran toda la mañana... en fin, el padre entró en la casa sin la
mula, pero también sin el buey.

Gran desconsuelo mostró Celinina al ver que no venían á completar su
tesoro las dos únicas joyas que en él faltaban. El padre quiso al punto
remediar su falta; mas la nena se había agravado considerablemente
durante el día; vino el médico, y como sus palabras no eran
tranquilizadoras, nadie pensó en bueyes, mas tampoco en mulas.

El 24 resolvió el pobre señor no moverse de la casa. Celinina tuvo por
breve rato un alivio tan patente, que todos concibieron esperanzas, y
lleno de alegría, dijo el padre: «Voy al punto á buscar eso.»

Pero como cae rápidamente un ave herida al remontar el vuelo á lo más
alto, así cayó Celinina en las honduras de una fiebre muy intensa. Se
agitaba trémula y sofocada en los brazos ardientes de la enfermedad, que
la constreñía sacudiéndola para expulsar la vida. En la confusión de su
delirio, y sobre el revuelto oleaje de su pensamiento, flotaba, como el
único objeto salvado de un cataclismo, la idea fija del deseo que no
había sido satisfecho; de aquella codiciada mula y de aquel suspirado
buey, que aún proseguían en estado de esperanza.

El papá salió medio loco, corrió por las calles; pero en mitad de una de
ellas se detuvo y dijo: «¿Quién piensa ahora en figuras de nacimiento?»

Y corriendo de aquí para allí, subió escaleras, y tocó campanillas, y
abrió puertas sin reposar un instante, hasta que hubo juntado siete ú
ocho médicos, y les llevó á su casa. Era preciso salvar á Celinina.


V

Pero Dios no quiso que los siete ú ocho (pues la cifra no se sabe á
punto fijo) alumnos de Esculapio contraviniesen la sentencia que él
había dado, y Celinina fué cayendo, cayendo más á cada hora, y llegó á
estar abatida, abrasada, luchando con indescriptibles congojas, como la
mariposa que ha sido golpeada y tiembla sobre el suelo con las alas
rotas. Los padres se inclinaban junto á ella con afán insensato, cual si
quisieran con la sola fuerza del mirar detener aquella existencia que se
iba, suspender la rápida desorganización humana, y con su aliento
renovar el aliento de la pobre mártir que se desvanecía en un suspiro.

Sonaron en la calle tambores y zambombas y alegre chasquido de panderos.
Celinina abrió los ojos, que ya parecían cerrados para siempre; miró á
su padre, y con la mirada tan sólo y un grave murmullo que no parecía
venir ya de lenguas de este mundo, pidió á su padre lo que éste no había
querido traerle. Traspasados de dolor padre y madre, quisieron
engañarla, para que tuviese una alegría en aquel instante de suprema
aflicción, y presentándole los pavos, le dijeron:--«Mira, hija de mi
alma, aquí tienes la mulita y el bueyecito.»

Pero Celinina, aun acabándose, tuvo suficiente claridad en su
entendimiento para ver que los pavos no eran otra cosa que pavos, y los
rechazó con agraciado gesto. Después siguió con la vista fija en sus
padres, y ambas manos en la cabeza señalando sus agudos dolores. Poco á
poco fué extinguiéndose en ella aquel acompasado son, que es el último
vibrar de la vida, y al fin todo calló, como calla la máquina del reloj
que se para; y la linda Celinina fué un gracioso bulto, inerte y frío
como mármol, blanco y transparente como la purificada cera que arde en
los altares.

¿Se comprende ahora el remordimiento del padre? Porque Celinina tornara
á la vida, hubiera él recorrido la tierra entera para recoger todos los
bueyes y todas, absolutamente todas las mulas que en ella hay. La idea
de no haber satisfecho aquel inocente deseo era la espada más aguda y
fría que traspasaba su corazón. En vano con el raciocinio quería
arrancársela; pero ¿de qué servía la razón, si era tan niño entonces
como la que dormía en el ataúd, y daba más importancia á un juguete que
á todas las cosas de la tierra y del cielo?


VI

En la casa se apagaron al fin los rumores de la desesperación, como si
el dolor, internándose en el alma, que es su morada propia, cerrara las
puertas de los sentidos para estar más solo y recrearse en sí mismo.

Era Noche-Buena, y si todo callaba en la triste vivienda recién visitada
de la muerte, fuera, en las calles de la ciudad, y en todas las demás
casas, resonaban placenteras bullangas de groseros instrumentos músicos,
y vocería de chiquillos y adultos cantando la venida del Mesías. Desde
la sala donde estaba la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían
compañía oyeron espantosa algazara, que al través del pavimento del piso
superior llegaba hasta ellas, conturbándolas en su pena y devoto
recogimiento. Allá arriba, muchos niños chicos, congregados con mayor
número de niños grandes y felices papás y alborozados tíos y tías,
celebraban la Pascua, locos de alegría ante el más admirable nacimiento
que era dado imaginar, y atentos al fruto de juguetes y dulces que en
sus ramas llevaba un frondoso árbol con mil vistosas candilejas
alumbrado.

Hubo momentos en que con el grande estrépito de arriba, parecía que
retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía en
su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, á su manera,
quisieran dar á entender también que estaban algo peneques. De las tres
mujeres que velaban, se retiraron dos; quedó una sola, y ésta, sintiendo
en su cabeza grandísimo peso, á causa sin duda del cansancio producido
por tantas vigilias, tocó el pecho con la barba y se durmió.

Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho, á pesar de que no
entraba aire en la habitación. Creeríase que invisibles alas se agitaban
en el espacio ocupado por el altar. Los encajes del vestido de Celinina
se movieron también, y las hojas de sus flores de trapo anunciaban el
paso de una brisa juguetona ó de manos muy suaves. Entonces Celinina
abrió los ojos.

Sus ojos negros llenaron la sala con una mirada viva y afanosa que
echaron en derredor y de arriba abajo. Inmediatamente después, separó
las manos sin que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y
cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos, como es costumbre en
los niños al despertarse. Luego se incorporó con rápido movimiento, sin
esfuerzo alguno, y mirando al techo, se echó á reir; pero su risa,
sensible á la vista, no podía oirse. El único rumor que fácilmente se
percibió era una bullanga de alas vivamente agitadas, cual si todas las
palomas del mundo estuvieran entrando y saliendo en la sala mortuoria y
rozaran con sus plumas el techo y las paredes.

Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia arriba, y al punto le
nacieron unas alitas cortas y blancas. Batiendo con ellas el aire,
levantó el vuelo y desapareció.

Todo continuaba lo mismo: las luces ardiendo, derramando en copiosos
chorros la blanca cera sobre las arandelas; las imágenes en el propio
sitio, sin mover brazo ni pierna ni desplegar sus austeros labios; la
mujer sumida plácidamente en un sueño que debía saberle á gloria; todo
seguía lo mismo, menos la caja azul, que se había quedado vacía.


VII

¡Hermosa fiesta la de esta noche en casa de los señores de-----!

Los tambores atruenan la sala. No hay quien haga comprender á esos
endiablados chicos que se divertirán más renunciando á la infernal bulla
de aquel instrumento de guerra. Para que ningún humano oído quede en
estado de funcionar al día siguiente, añaden al tambor esa invención del
Averno, llamada zambomba, cuyo ruido semeja á gruñidos de Satanás.
Completa la sinfonía el pandero, cuyo atroz chirrido de calderetería
vieja alborota los nervios más tranquilos. Y sin embargo, esta discorde
algazara sin melodía y sin ritmo, más primitiva que la música de los
salvajes, es alegre en aquesta singular noche, y tiene cierto sonsonete
lejano de coro celestial.

El Nacimiento no es una obra de arte á los ojos de los adultos; pero los
chicos encuentran tanta belleza en las figuras, expresión tan mística en
el semblante de todas ellas, y propiedad tanta en sus trajes, que no
creen haya salido de manos de los hombres obra más perfecta, y la
atribuyen á la industria peculiar de ciertos ángeles dedicados á ganarse
la vida trabajando en barro. El portal de corcho, imitando un arco
romano en ruinas, es monísimo, y el riachuelo representado por un
espejillo con manchas verdes que remedan acuáticas yerbas y el musgo de
las márgenes, parece que corre por la mesa adelante con plácido
murmurio. El puente por donde pasan los pastores es tal, que nunca se ha
visto el cartón tan semejante á la piedra; al contrario de lo que pasa
en muchas obras de nuestros ingenieros modernos, los cuales hacen
puentes de piedra que parecen de cartón. El monte que ocupa el centro
se confundiría con un pedazo de los Pirineos, y sus lindas casitas, más
pequeñas que las figuras, y sus árboles figurados con ramitas de
evónimus, dejan atrás á la misma Naturaleza.

En el llano es donde está lo más bello y las figuras más
características: las lavanderas que lavan en el arroyo; los paveros y
polleros conduciendo sus manadas; un guardia civil que lleva dos
granujas presos; caballeros que pasean en lujosas carretelas junto al
camello de un Rey Mago, y Perico el ciego tocando la guitarra en un
corrillo donde curiosean los pastores que han vuelto del Portal. Por
medio á medio, pasa un tranvía lo mismito que el del barrio Salamanca, y
como tiene dos _rails_ y sus ruedas, á cada instante le hacen correr de
Oriente á Occidente con gran asombro del Rey Negro, que no sabe qué
endiablada máquina es aquella.

Delante del Portal hay una lindísima plazoleta, cuyo centro lo ocupa una
redoma de peces, y no lejos de allí vende un chico _La Correspondencia_,
y bailan gentilmente dos majos. La vieja que vende buñuelos y la
castañera de la esquina son las piezas más graciosas de este maravilloso
pueblo de barro, y ellas solas atraen con preferencia las miradas de la
infantil muchedumbre. Sobre todo, aquel chicuelo andrajosa que en una
mano tiene un billete de lotería, y con la otra le roba bonitamente las
castañas del cesto á la tía Lambrijas, hace desternillar de risa á
todos.

En suma: el Nacimiento _número uno_ de Madrid es el de aquella casa, una
de las más principales, y ha reunido en sus salones á los niños más
lindos y más juiciosos de veinte calles á la redonda.


VIII

Pues ¿y el árbol? Está formado de ramas de encina y cedro. El solícito
amigo de la casa que lo ha compuesto con gran trabajo, declara que jamás
salió de sus manos obra tan acabada y perfecta. No se pueden contar los
regalos pendientes de sus hojas. Son, según la suposición de un
chiquitín allí presente, en mayor número que las arenas del mar. Dulces
envueltos en cáscaras de papel rizado; mandarinas, que son los niños de
pecho de las naranjas; castañas arropadas en mantillas de papel de
plata; cajitas que contienen glóbulos de confitería homeopática;
figurillas diversas á pie y á caballo: cuanto Dios crió para que lo
perfeccionase luego la Mahonesa ó lo vendiese Scropp, ha sido puesto
allí por una mano tan generosa como hábil. Alumbraban aquel árbol de la
vida candilejas en tal abundancia, que, según la relación de un
convidado de cuatro años, hay allí más lucecitas que estrellas en el
cielo.

El gozo de la caterva infantil no puede compararse á ningún sentimiento
humano: es el gozo inefable de los coros celestiales en presencia del
Sumo Bien y de la Belleza Suma. La superabundancia de satisfacción casi
les hace juiciosos, y están como perplejos, en seráfico arrobamiento,
con todo el alma en los ojos, saboreando de antemano lo que han de
comer, y nadando, como los ángeles bienaventurados, en éter puro de
cosas dulces y deliciosas, en olor de flores y de canela, en la esencia
increada del juego y de la golosina.


IX

Mas de repente sintieron un rumor que no provenía de ellos. Todos
miraron al techo, y como no veían nada, se contemplaban los unos á los
otros, riendo. Oíase gran murmullo de alas rozando contra la pared y
chocando en el techo. Si estuvieran ciegos, habrían creído que todas las
palomas de todos los palomares del universo se habían metido en la
sala. Pero no veían nada, absolutamente nada.

Notaron, sí, de súbito, una cosa inexplicable y fenomenal. Todas las
figurillas del Nacimiento se movieron, todas variaron de sitio sin
ruido. El coche del tranvía subió á lo alto de los montes, y los Reyes
se metieron de patas en el arroyo. Los pavos se colaron sin permiso
dentro del Portal, y San José salió todo turbado, cual si quisiera saber
el origen de tan rara confusión. Después, muchas figuras quedaron
tendidas en el suelo. Si al principio las traslaciones se hicieron sin
desorden, después se armó una baraúnda tal, que parecían andar por allí
cien mil manos afanosas de revolverlo todo. Era un cataclismo universal
en miniatura. El monte se venía abajo, faltándole sus cimientos
seculares; el riachuelo variaba de curso, y echando fuera del cauce sus
espejillos, inundaba espantosamente la llanura; las casas hundían el
tejado en la arena; el Portal se estremecía cual si fuera combatido de
horribles vientos, y como se apagaron muchas luces resultó nublado el
sol y obscurecidas las luminarias del día y de la noche.

Entre el estupor que tal fenómeno producía algunos pequeñuelos reían
locamente y otros lloraban. Una vieja supersticiosa les dijo:

«¿No sabéis quién hace este trastorno? Hácenlo los niños muertos que
están en el cielo, y los cuales permite Padre Dios, esta noche, que
vengan á jugar con los Nacimientos.»

Todo aquello tuvo fin, y se sintió otra vez el batir de alas alejándose.

Acudieron muchos de los presentes á examinar los estragos, y un señor
dijo:

«Es que se ha hundido la mesa y todas las figuras se han revuelto.»

Empezaron á recoger las figuras y á ponerlas en orden. Después del
minucioso recuento y de reconocer una por una todas las piezas, se echó
de menos algo. Buscaron y rebuscaron; pero sin resultado. Faltaban dos
figuras: la Mula y el Buey.


X

Ya cercano el día, iban los alborotadores camino del cielo, más
contentos que unas Pascuas, dando brincos por esas nubes, y eran
millones de millones, todos preciosos, puros, divinos, con alas blancas
y cortas que batían más rápidamente que los más veloces pájaros de la
tierra. La bandada que formaban era más grande que cuanto pueden abarcar
los ojos en el espacio visible, y cubría la luna y las estrellas, como
cuando el firmamento se llena de nubes.

«A prisa, á prisa, caballeritos, que va á ser de día--dijo uno,--y el
Abuelo nos va á reñir si llegamos tarde. No valen nada los Nacimientos
de este año.... ¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos...!»

Celinina iba con ellos, y como por primera vez andaba en aquellas
altitudes, se atolondraba un poco.

«Ven acá--le dijo uno,--dame la mano y volarás más derecha.... Pero ¿qué
llevas ahí?

--Esto--repuso Celinina oprimiendo contra su pecho dos groseros animales
de barro.--Son pa mí, pa mí.

--Mira, chiquilla, tira esos muñecos. Bien se conoce que sales ahora de
la tierra. Has de saber que aunque en el Cielo tenemos juegos eternos;
siempre deliciosos, el Abuelo nos manda al mundo esta noche para que
enredemos un poco en los Nacimientos. Allá arriba se divierten también
esta noche, y yo creo que nos mandan abajo por que les mareamos con el
gran ruido que metemos.... Pero si Padre Dios nos deja bajar y andar por
las casas, es á condición de que no hemos de coger nada, y tú has
afanado eso.»

Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más
contra su pecho los dos animales, repitió:

--Pa mí, pa mí.

--Mira, tonta,--añadió el otro,--que si no haces caso nos vas á dar un
disgusto. Baja en un vuelo, y deja eso, que es de la tierra y en la
tierra debe quedar. En un momento vas y vuelves, tonta. Yo te espero en
esta nube.»

Al fin Celinina cedió, y bajando, entregó á la tierra su hurto.


XI

Por eso observaron que el precioso cadáver de Celinina, aquello que fué
su persona visible, tenía en las manos, en vez del ramo de flores, dos
animalillos de barro. Ni las mujeres que la velaron, ni el padre, ni la
madre, supieron explicarse esto; pero la linda niña, tan llorada de
todos, entró en la tierra apretando en sus frías manecitas la Mula y el
Buey.

Diciembre de 1876.





LA PLUMA EN EL VIENTO

Ó

EL VIAJE DE LA VIDA


Poe....[1]


INTRODUCCIÓN

Sobre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una
hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como á
dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir
permiso á nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer
del cuello de cierta paloma vecina, que diez minutos antes se había
dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia! por un D. Juan que hacía
estragos en los tejados de aquellos contornos.

El corral era triste, feo y solitario. Desde donde estaba la pluma no
se veía otra cosa que la copa de algunos castaños plantados fuera de la
tapia; el campanario de la iglesia con su remate abollado, á manera de
sombrero viejo; la vara enorme y deslucida de un chopo inválido y casi
moribundo, y las tejas dé la casa adyacente, que en días de temporal
regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza
trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la
extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior,
que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos.

A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo,
tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche.

La pluma (¿por qué no hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en
compañía de varios objetos bastante innobles, propios del lugar, y
constantemente expuesta a ser hollada por la bárbara planta de los
gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos limpios y decentes
que tenían habitación en algún lodazal cercano.

No hay para qué decir que la pluma debía de estar muy aburrida; pues
suponiendo un alma en han delicado, aéreo y flexible cuerpo, la
consecuencia es que esta alma no podía vivir contenta en el corral
descrito. Por una misteriosa armonía entre los elementos constitutivos
de aquel ser, si el cuerpo parecía un espectro de materia, el alma había
sido creada para volar y remontarse a las alturas, elevándose a la mayor
distancia, posible sobra el suelo, en cuyo fango jamás debieran tocar
los encajes casi imperceptibles de su sutil vestidura. Para esto había
nacido ciertamente; pero en ella, como en nosotros los hombres, la
predestinación continuaba siendo una vana palabra. Estaba la pobre en el
corral, lamentando su suerte, con la vista fija en el cielo, sin más
distracción que ver agitados por el viento los blancos festones de su
ropa inmaculada, y diciendo en la ignota lengua de las plumas: «No sé
cómo aguanto esta vida fastidiosa. Más valdría cien veces morir.»

Otras muchas cosas igualmente tristes dijo; pero en el mismo instante
una ráfaga de viento que puso en conmoción todas las pajas y objetos
menudos arrojados en el corral, la suspendió, ¡oh inesperada alegría!
alzándola sobre el suelo más de media vara. Por breve espacio de tiempo
estuvo fluctuando de aquí para allí, amenazando caer unas veces y
remontándose otras, con gran algazara de los pollos, quienes al ver
aquella cosa blanca que se paseaba por los aires con tanta majestad,
iban tras ella aguardándola en su caída, con la esperanza de que fuera
algo de comer. Pero el viento sopló más recio, y haciendo un fuerte
remolino en todo el recinto del corral, la sacó fuera velozmente. Cuando
ella se vió más alta que la tapia, más alta que la casa, que los
castaños, que la cúspide del chopo, tembló toda de entusiasmo y
admiración. Allá arribita, el viento la meció, sosteniéndola sin
violentas sacudidas: parecía balancearse en visible hamaca ó en los
brazos de algún cariñoso genio. Desde allí ¡qué espectáculo! Abajo el
corral con sus inquietos pollos escarbando sin cesar; la huerta, la
casa, los castaños, el chopo, ¡qué pequeño lo que antes parecía tan
grande! Después, toda la extensión del hermoso valle poblado de casas,
de árboles, de flores, de ganados; a lo lejos las montañas con sus
laderas cubiertas de bosques, sus eminencias rojizas y azules y sus
cúspides encaperuzadas con una blancura en la cual nuestra viajera creyó
ver enormes montones de plumas, encima el cielo sin fin, el sol de la
mañana dando vivos colores a todo el paisaje, garabateando el agua con
rayos de luz, produciendo temblorosos reflejos en el follaje de los
olmos, y reverberando en las sementeras pajizas, salpicadas aquí y allí
de manchas de amapolas. ¡Esto sí que se llama vivir! Tremenda cosa sería
caer otra vez en el corral.

La pluma, en el colmo de su regocijo, no halló medio mejor de expresarlo
que dando vueltas sobre su eje, para que se orearan bien sus miembros
húmedos y ateridos: se bañó en el sol y se esponjó, ahuecando con cierta
vanidad los flecos diminutos de que se componía su cuerpo. El sol
penetraba por entre los mil intersticios de aquel encaje prodigioso, y
nuestra viajera se vió vestida de hilos de cristal más tenues que los
que tienden las arañas de rama en rama, y cubierta de diamantes,
esmeraldas y rubíes que variaban de luces á cada movimiento, y tan
menudos, que los granos de arena parecerían montañas á su lado.

Extender la vista por el valle, por las montañas, por el horizonte, y
querer recorrerlo todo hasta el fin, fué en la pluma obra de un momento.
Su estupor y alborozo no tenían límites, y si al pronto la sorpresa la
mantuvo en aquella altura, divagando, sin apartarse de su situación
primera, después serenada un poco y sintiendo en su pecho (?) el fuego
del entusiasmo, se lanzó en el inmenso espacio, en brazos del
geniecillo. Desaparecieron corral, casa, aldea; la torre de la iglesia,
como gigante despavorido, caminaba también con grandes zancajos hasta
perderse de vista. En la agitación de aquel vuelo vertiginoso, la pluma
subía á veces á tanta altura, que apenas podía distinguir los objetos;
otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen
fugitiva en la superficie verdosa de los charcos. A veces se remontaba
tanto, que parecía confundirse con las nubes y perderse en los inmensos
océanos del espacio; á veces descendía tanto, que casi casi tocaba á la
tierra, y en su lenguaje ignoto decía al viento: «Bájame un poco, amigo,
que me mareo en estas alturas,» ó «levántame por favor, amiguito, que
voy á caer en ese lodazal.»

El viento, dócil vehículo, la subía y la bajaba según su deseo, andando
siempre, y pasaban valles, ríos, montes, colinas, pueblos, sin parar
nunca. En su viaje, la pluma no cesaba de admirar cuanto veía. Los
pájaros pasaban cantando junto á ella; las mariposas se detenían,
mirandola con asombro, no acertando á comprender si era cosa viva o un
objeto arrastrado por el viento. Cuando iban cerca de tierra y pasaban
rozando por encima de zarzales y plantas espinosas, creeríase que todas
las púas se erizaban como garras para cogerla, y al volar por encima de
un charco, los gansos de la orilla volvían de medio lado la cabeza
mirándola, y con la esperanza de verla caer, corrían graznando tras
ella:-«Súbeme, amiguito-gritaba-, para no oír a estos bárbaros».


CANTO PRIMERO

Y subían hasta lo alto de la montaña; pasaban la divisoria, y recorrían
otro valle, y así todo el camino, sin detenerse nunca. Tanto anduvieron
que la pluma, sintiendo satisfecha su curiosidad, se arremolinó, dió
varias vueltas sobre sí misma, y dijo al genio que la conducía:

«¿Sabes que hemos corrido bastante? ¿No convendría elegir sitio para
descansar un rato? ¡Ay, amigo! Aunque deseaba salir del corral recorrer
el mundo, puedes creer que lo que á mí me gusta es la vida tranquila y
reposada. Por un instante pensé que la felicidad es volar de aquí para
allí, viendo cosas distintas cada minuto, y recibiendo impresiones
diferentes. Ya me voy convenciendo de que es mejor estarse una
quietecita en un paraje que no sea tan feo como el corral, viviendo sin
sobresalto ni peligro. Allí veo, cerca del río, unos grandes árboles,
que me parecen el lugar más hermoso que hemos encontrado en nuestro
viaje.»

Acercáronse y vieron, efectivamente, que á la sombra de aquellos árboles
había el sitio más apetecible y delicioso que podría ambicionar una
pluma para pasar sus días. Césped finísimo cubría el suelo; el río
cercano corría con mansa corriente, ni tan rápida que arrastrara y
revolviera la tierra de las verdes márgenes, ni tan pausada que se
enturbiaran sus aguas: fácil era contar todas las piedrecillas del
fondo; mas no la muchedumbre de peces que divagaban por su transparente
cristal. Las ramas de los árboles, cerniendo la viva luz del sol,
mantenían en templada penumbra el pequeño prado; y de allí habían huído
todos los insectos importunos y sucios, así como todas las aves
impertinentes y casquivanas. Los pocos seres que allí estaban de paso ó
con residencia fija, eran lo más culto y distinguido de la creación:
insectos vestidos de oro y condecorados con admirables pedrerías; aves
sentimentales y discretas que cantaban sus amores en cortesano estilo, y
sólo á ciertas horas de la mañana ó de la tarde. Era el mediodía, y
todas callaban en lo alto de las ramas, entreteniendo el espíritu en
abstractas meditaciones.

«¡Fresco y bonito lugar es éste!--dijo la pluma erizándose de entusiasmo
al verse allí.--Aquí quiero pasar toda mi vida, toda, toda, lo repito
con seguridad completa de no variar de propósito.

Vagaba á la sombra de los árboles, resbalando sobre el fresco césped,
cuando vió que se acercaba una pastora, guiando dos docenas de ovejas
con alguno que otro cordero, y un perro que le servía de custodia y
compañía. La pastora se ocupaba, andando, en tejer una corona de flores
que traía en la falda, y era tanta su hermosura, donaire y elegancia,
que la pluma se quedó absorta.

Sentose la joven, y la pluma remontándose de nuevo por los aires,
empezó a dar vueltas en torno suyo, admirando de cerca y, de lejos, ya
la blancura del cutis, ya la expresión y brillo de los ojos, ya los
cabellos negros, ya sus labios encendidos, todas y cada una de las
perfecciones de tan ejemplar criatura.

«Aquí me he de estar toda la vida--exclamaba la viajera en su enrevesado
idioma.--Esto sí que es vivir. Nunca me cansaré de mirarla, aunque viva
mil años. ¡Qué bien he hecho en establecerme aquí... y qué gran cosa es
el amor! Gracias á Dios que he encontrado la felicidad. ¡Cuan dulcemente
se pasa el tiempo mirándola, ahora y después y siempre! ¿Qué placer
iguala al de pasar rozando sus cabellos, y acariciarle la frente con mis
flequitos? ¿Qué mayor ambición puedo tener que dejarme resbalar por su
cuello hasta escurrirme... qué sé yo dónde, ó esconderme entre su ropa
y su carne para estarme allí haciéndole cosquillas _per saecula
saeculorum_? Esto me vuelve loca... y de veras que estoy loca de amor.
Aquí y sin apartarme de ella un instante, he de pasar toda la vida.»

La pluma volaba y revolaba alrededor de la pastora, hasta que fué á
posarse sutilmente sobre su hombro, y en él hizo mil morisquetas y
remilgos con sus flecos. Vió la muchacha aquel objeto blanco, que al
principio juzgó ser cosa menos delicada caída de las ramas del árbol, y
tomándola, la estrujó entre sus dedos y la arrojó lejos de sí con
indiferencia desdeñosa. Un rato después convocó á su rebaño y se fué.

Mucho tardó nuestra infortunada viajera en volver de su desmayo. Al
abrir los ojos, en vano buscó al objeto de su tierna pasión;
reconociendo el sitio, sacudió sus encajes magullados y rotos, y dió al
viento sus quejas en esta forma:

«Ay, vientecillo, sácame de aquí, por las ánimas benditas; levántame,
que me muero de tristeza. Quiero correr otra vez, pues ahora comprendo
que la felicidad no existe en lo que yo creía. ¡Buena tonta he sido! El
amor, no es más que fatigas y dolores. Basta de amor, que harto conozco
ya lo que trae consigo. Volemos otra vez, y vamos a donde tú quieras,
amiguito. De veras te digo que me cargan estos árboles y este río: estoy
ya hasta la corona de céspedes, prados, arroyos y pajarillos. Démonos
una vueltecita por esos mundos. Levántame: quiero subir hasta las nubes.
Eso es; así me gusta: súbeme todo lo que puedas. Mira, allí a lo lejos
se alcanza a ver una casa que ha de ser muy grande: ¿ves cómo brilla a
los rayos del sol, cual si fuese de plata, y a su lado hay otra y otra,
muchas, muchísimas casas? Sin duda aquello es lo que llaman una ciudad.
Eso, eso es lo que yo deseo ver. Gracias a Dios que encuentro lo que me
gusta. Vámonos derechos allá, y dejémonos de montes y valles, que son
lugares impropios para este genio mío... Ya, ya se ve de cerca la
ciudad. En aquel magnífico palacio que vimos primero nos hemos de meter.
Corre, corre más, que me parece que no llegamos nunca.

NOTA:

[1] Perdón ¡oh lector! iba á cometer la irreverencia de llamar á esto
_poema_.


CANTO SEGUNDO

Pronto se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan
grande y bello que hasta el mismo genio misterioso, que conducía á
nuestra amiga, se quedó absorto ante tanta magnificencia. Oíanse por
allí algazaras como de baile ó festín, y músicas sorprendentes. Flotaban
banderas en los minaretes y azoteas, y por las ventanas se veía
discurrir la gente alegre y bulliciosa.

«Adentro, amiguito--dijo la pluma;--colémonos por este balcón que está
de par en par abierto.»

Así lo hicieron, encontrándose dentro de una gran sala en la cual había
hasta cien personas sentadas alrededor de vasta mesa, llena de ricos
manjares y adornada de flores, todo puesto con arte y soberana
magnificencia. Era igual el número de hombres al de mujeres; y si entre
aquéllos los había de distintas edades, éstas eran todas jóvenes y
hermosas. Los criados vestían riquísimos trajes, y un sin fin de músicos
tocaban armoniosas sonatas en lo alto de una gran tribuna.

Los convidados estaban tendidos sobre cojines cubiertos de vistosos
tapices; ellas adornadas con flores, y tan ligera y graciosamente
vestidas, que su hermosura no podía menos de aparecer realzada con
atavíos tan indiscretos. Las carcajadas, las voces y la música,
impresionando el oído; el aroma de las flores y el olor aperitivo de las
comidas y licores, hiriendo el olfato; la viveza de las miradas, la
variedad de colores, afectando la vista, producían en aquel recinto una
fascinación que habría dado al traste con la fortaleza de todos los
ermitaños de la Tebaida.

La pluma, divagando por la bóveda del salón sintió que desde la mesa
subían á acariciar sus sentidos los dulces vapores de la mesa, y se
embriagaba con la fragancia de los vinos, escanciados sin cesar en copas
de oro. Su entusiasmo y alegría no tenían límites, y la lengua se le
soltó de tal modo, que no cesó de hablar en todo el día, diciendo a su
compañero y conductor:

«Esto si que es delicioso, amiguito; esto sí que es vivir. ¡Bien te
decía yo que aquí habíamos de encontrar la felicidad; bien me lo
anunciaba el corazón! Me están volviendo tarumba las emanaciones de esas
aves, de esas especias, de esas frutas, de esos licores que parecen,
llevar en sí gérmenes de vida y nos infunden aliento y júbilo. Repara en
la incitante belleza do esas mujeres: ¡qué miradas! ¡qué senos! ¡qué
admirable configuración la de sus cuerpos! ¡qué encantadora risa en sus
labios! Pero ¿no te vuelves loco como yo? Aquí he de estarme toda la
vida, ¿sabes? No hay duda que la vida es el placer, y buenos tontos
serán los que se anden por ahí discurriendo insulsamente por montes y
valles. ¡Y yo fuí tan imbécil que vi la felicidad en el amor insípido
que me inspiró aquella pastora! ¡Qué fácilmente nos equivocamos!... pero
ya he conocido mi error, y tengo la seguridad de no equivocarme más. Es
que ya voy teniendo mucha experiencia, no te creas, y de aquí en
adelante ya sé lo que tengo que hacer. Gracias á Dios que encontré lo
definitivo: aquí, aquí hasta que me muera. ¡Qué placer, y qué
embriaguez, y qué mareo tan deliciosos! ¡Sublime es esto, y cuan
desgraciados los que no lo conocen!»

La comida avanzaba, y la locura de los comensales tocaba á su límite:
las ánforas habían dado ya su última ofrenda de vino; los convidados las
habían hecho llenar de nuevo, y hasta las mujeres, aturdidas, ó gritaban
como furias ó callaban con perezoso recogimiento.

La pluma se sintió también atontada: empezó á dar vueltas y más vueltas
en el aire, hasta que poco á poco perdió la conciencia de lo que allí
ocurría. Conservando un resto de vago conocimiento, sintió que las voces
se alejaban; que caían los muebles; que se rompían con estrépito los
vasos; que callaban los músicos; que, obscurecido el sol, lo sustituía
una débil claridad de antorchas; que éstas se extinguían después; que
todo quedaba en silencio. Entonces se sintió caer, abandonada de su
misterioso genio amigo: vió las flores marchitas y pisoteadas por el
suelo, los restos de la comida arrojados en desorden y exhalando
repugnante olor; todo revuelto y disperso, y ningún ser vivo en la sala.
En su desmayo juzgó que pasaban lentamente horas y más horas, que luego
amanecía, y que por fin alguien daba señales de vida en aquel palacio,
ayer del regocijo y hoy de la tristeza. Los pasos se acercaban, y manos
desconocidas intentaron poner en orden los restos del festín. Luego se
sintió arrastrada violentamente á impulsos de un objeto áspero: abrió
los ojos, ya con la cabeza despejada, y vió que era impelida por una
escoba. La barrían juntamente con multitud de objetos despreciables,
ajados, repugnantes y pestíferos: hojas de flores pisoteadas, pedazos de
cristal aún mojados en vino, huesos de frutas aún cubiertos de saliva,
cortezas de pan, espinas de salmón con alguna hilacha de carne, una
cinta manchada de salsa, fresas espachurradas, entre las cuales lucía un
alfiler teñido del zumo rojizo y que semejaba el puñal de un asesino,
piltrafas de jamón, cascaritas de hojaldre y algunos ojos de pescado que
aún fijos á sus rotas cabezas, parecían contemplar con asombro y terror
semejante espectáculo.

Entre estos objetos, rodando todos en tropel, fue nuestra pluma empujada
por la escoba hasta parar á un gran cesto, de donde la arrojaron á un
corral mil veces más inmundo que aquel de donde había salido. Al verse
entre tanta basura, magullada, rota, sucia, oliendo á vino, á especias,
á grasa, á saliva, empezó á lamentarse con estas patéticas frases:

«¡Ay, vientecillo de mi alma, levántame y sácame de aquí, por Dios y
todos los santos! Me muero en este montón de inmundicia; yo quiero ser
libre y pura como antes. A fe que te has lucido, plumita. ¡Qué error tan
grosero! En buena parte has venido á concluir aquella brillante jornada
de placer y felicidad. Que no me digan á mí que el placer lleva consigo
otra cosa que degradaciones, bajezas, dolores y miserias. ¡Por un ratito
de gozo, cuánta amargura! Y gracias á Dios que he salido con vida.
Afortunadamente no seré yo quien vuelva á caer. Sácame de aquí, amigo,
así te dé Dios todos los reinos de la tierra y del mar; sácame ó me
muero en esta podredumbre.»

El geniecillo la levantó con rapidez á grandísima altura, y allá arriba
se ahuecó toda, llena de contento, para purificarse y orear su cuerpo.
Apartó la vista del palacio y de la ciudad, y ambos siguieron luego su
camino sin saber a dónde iban.

«Ni los campos tranquilamente fastidiosos; ni los palacios, que son
mansión del hastío, me hacen a mi maldita gracia--decía la pluma.--Por
fuerza hemos de encontrar pronto lo que cuadra a mi genio. ¿Ves? O yo me
engaño mucho, o aquel gentío que ocupa la llanura que tenemos delante,
nos va a detener allí con el espectáculo de algún acto sublime. Vamos
pronto, que ya siento viva curiosidad. O yo no sé lo que son ejércitos,
o lo que allí se divisa son dos que van a encontrarse y a reñir.
¡Sublime acontecimiento! ¡Bendito sea Dios que nos ha deparado ocasión
de presenciar una batalla! He aquí una cosa que me entusiasma. Me pirro
yo por las batallas. ¡La gloria! Te digo que se me va la cabeza cuando
hablo de esto. Tarde ha sido, amigo, pero al fin he encontrado la norma
de mi destino. Mira, ya van a empezar. Coloquémonos encima de aquellos
que parecen ser los caudillos de uno de los dos ejércitos, y veamos la
que se va a armar aquí.


CANTO TERCERO

Efectivamente, dos grandes y poderosas huestes iban a chocar en aquella
planicie. ¿A qué describir el brillo de las armas, las empresas de los
escudos, el ardor de los combatientes; el relinchar de los corceles y
demás accidentes de la empellada refriega? La pluma, palpitando de
emoción, vió los primeros encuentros, y no apartaba los ojos del que
parecía ser rey del ejército por quien más tarde se decidió la victoria.
El tal rey llevaba un casco de oro, armadura de bruñido acero, y oprimía
los lomos de soberbio caballo tordo. Ninguno le igualaba en furor y
osadía, razón por la cual su gente, entusiasmada con tal ejemplo,
arrollaba á los contrarios cual si fuesen manadas de carneros.

Nuestra viajera no sabía cómo expresar su frenético alborozo ante la
sublime tragedia.

«¡La gloria! ¡Qué gran cosa es la gloria!--exclamaba, siguiendo lo más
cerca posible al rey victorioso.--Estoy en mi centro: ésta es la vida,
esto es lo que cuadra á mi genio, esto es la felicidad: gracias á Dios
que he encontrado lo que quería. ¡Y fuí tan imbécil que perdí el tiempo
en frívolos amores y en livianos placeres! ¡La verdad es que se equivoca
uno tontamente! Pero ya voy teniendo experiencia, y no me equivocaré
más. La gloria es lo que más enaltece el alma. Mira, amiguito mío, cómo
vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso
rey! Daría la mitad de mi vida por ponerme encima de su casco, de aquel
áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura todos los
monarcas y naciones de la tierra. Vamos, esto me enajena. ¿No oyes cómo
crujen las armas, cómo relinchan los caballos y cómo blasfeman los
combatientes, encendidos en marcial coraje? ¡Gloriosa muerte la de los
unos, y gloriosísima victoria la de los otros!»

Ésta fue decisiva para el rey del áureo casco y del caballo tordo. Su
ejército triunfante persiguió en veloz carrera al enemigo, y la pluma
siguió la triunfal marcha revoloteando sobre la cabeza del héroe.
Corrían sin fatigarse hasta que llegó la noche. Luego se detuvieron,
satisfechos de haber aniquilado en su fuga al ejército contrario.
Acamparon los vencederos, se armó la tienda del Rey, preparósele comida
y lecho; y en aquella hora de la reflexión y del reposo, pasada la
exaltación primera, hasta la pluma bajó a la tierra cubierta de
cadáveres, de sangre, de ruinas.

Entonces la viajera sintió frío glacial, extraordinaria fatiga y una
modorra que no pudo vencer evocando los recuerdos del épico combate. En
su letargo, creyó sentir los lamentos de los heridos, mezclados con
horrorosas imprecaciones. No tardaron en venir las madres, las hermanas,
los tiernos hijos, sosteniéndose entre sí, porque el dolor aflojaba sus
desmayados cuerpos, alumbrándose con triste linterna para buscar al
padre, al hijo, al esposo, al hermano. Hombres horribles, tipo medio
entre el sayón y el sepulturero, cavaban la profunda y holgada fosa,
donde eran arrojados los infelices muertos de ambos ejércitos. Las
santas mujeres buscaban aún entre aquellos despojos, mal cubiertos por
la tierra, á los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para
sacarlos de nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no
les dieran la esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que
buscaban. Graznando lúgubremente, bajaron los buitres y demás aves que
tienen su festín en los campos de batalla; la lluvia encharcó el piso,
amasando lechos de fango y sangre para los pobres difuntos, y el frío
remató á los heridos que esperaban escapar á la muerte. ¡Tremenda noche!
Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma que cuanto había visto
no era alucinación, sino realidad clarísima. Quiso huir; pero se detuvo
sobrecogida, porque en la cercana tienda del rey sonaron gritos y
juramentos y fuerte choque de armas. Varios hombres salieron de allí
luchando, y una voz dijo: «muera el tirano,» y otras exclamaron: «¡han
asesinado al rey!» En efecto, así era: el héroe victorioso había sido
sacrificado por sus ambiciosos generales, ávidos de repartirse el botín
y apoderarse del reino.

«Viento querido, amigo mío, sácame de aquí--gritó la pluma agitando su
fleco para volar.--Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no
quiero ver tantos horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los
pícaros que la inventaron! Parece mentira que me haya dejado alucinar
por tan craso disparate. Ya ves que de la gloria no se saca cosa alguna,
si no es la desesperación, el odio, la envidia y todas las bajezas de la
ambición. ¡Cuánto más valen la dulce modestia y una apacible obscuridad!
Gracias á Dios que he salido de las tinieblas del error. Tres veces me
equivoqué; pero al fin la luz ha entrado en mi cabeza y ya tengo la
certeza de no equivocarme más ¡Cuán claro veo ahora todo! ¡Qué bien
considero y profundizo la verdad de las cosas! No, no volveré á incurrir
en tales tonterías. Por supuesto, siempre es conveniente equivocarse
para adquirir experiencia y estudiar y conocer la vida. Felizmente, ya
sé á qué atenerme. Dichosos los que han pasado tantas amarguras y visto
tantísimo mundo.... Pero si no tengo telarañas en los ojos, amigo
vientecillo, allá á lo lejos se distingue una altísima torre que debe de
ser de alguna catedral. Sí: á medida que nos acercamos se va destacando
la mole del edificio.... No parece sino que Dios nos ha encaminado á
este sitio para que nos arrepintamos de nuestras culpas y aprendamos que
El es la única verdad, la única vida y el camino único, fuente de todas
las cosas, consuelo de todas las aflicciones, asilo de todos los
extraviados.... ¡Ay! vamos pronto, que ya tengo deseo de entrar allí:
¿no oyes repicar de las campanas? ¿no ves cómo el perfila con rayos de
oro las mil estatuas erigidas en los pináculos y agujas que rematan el
grandioso monumento por una y otra parte? Date prisa y lleguemos pronto,
amiguito; ¡qué pesado te has vuelto! A ver si encontramos un agujerito
por donde introducirnos.»


CANTO CUARTO

Dieron vueltas alrededor del templo, que era ojival y de sorprendente
hermosura, y al fin, hallando un vidrio roto, se colaron dentro sin
pedir permiso al sacristán. Soberbio espectáculo se ofreció á las
miradas de nuestros dos viajeros. La vasta nave y sus haces de columnas
delicadísimas, que remataban en palmeras, entretejiéndose para formar la
bóveda; las ventanas rasgadas en toda la extensión del pavimento y
cubiertas con el diáfano muro de cristales de colores; la multitud de
figuras representativas; la fauna, la flora; la riqueza de los altares,
las luces, los resplandecientes trajes de los sacerdotes; el incienso,
formando azuladas nubes; el son del órgano, á veces suave y apagado como
la respiración de un niño que duerme, después fuerte y estentóreo como
el resoplido de un gigante colérico; el coro grave, y los rezos
quejumbrosos, todo esto impresionó de tal modo á nuestra viajera, que
estuvo un buen rato pegada á la bóveda, sin, atreverse á descender,
sobrecogida de admiración, piedad y respeto.

«Me falta poco para llorar, amigo vientecillo--dijo.--Aunque un poco
tardío, mi arrepentimiento es seguro. ¡Con cuánto gozo abro mis ojos á
la luz de la verdad! ¿Y habrá quien sostenga que puede haber dicha,
reposo y paz fuera de la religión sacratísima? Santa y sublime fe: á tí
vengo fatigada de las luchas del mundo, el alma llena de congojas y
atormentada por el recuerdo de mis pasados extravíos. Inexperta y
alucinada, juzgué que el mejor empleo y ocupación de mi ser era el amor,
los goces ó la incitante gloria, cosas ¡ay! de liviana realidad que se
desvanecen pasada la ilusión primera. Mi alma está pura, y anhela
reposarse en el bien. Aborrezco el mundo; pienso sólo en Dios, imán de
nuestros corazones, fuente de toda salud, principio de toda
inteligencia. Aquí, en este santo y bello asilo, creado por el arte y la
fe, he de pasar lo que me resta de vida. Segurísima estoy ahora de no
variar de inclinaciones ni de pensamiento. Aquí, siempre aquí. Dulce es,
entre todas las dulzuras, zambullir el pensamiento en la idea de Dios,
adorarle, contemplarle, confundirnos ante su presencia como granos de
polvo ó frágiles plumas que somos las criaturas Vientecillo, puedes
marcharte, que yo me quedo aquí para toda la vida. ¡Cuán feliz soy!»

Calló la pluma y se acurrucó con devota compostura en la punta de una de
las espinas que ceñían la frente del dorado Cristo suspendido en lo más
alto del retablo. Cesaron los cantos, apagáronse las luces. Rumores
extraños de misales que se cierran, de goznes rechinantes, de papeles de
música que se arrollan, de cortinas que se corren tapando un santo, de
llaves que crujen en la enmohecida cerradura, de acólitos que tropiezan
corriendo hacia la sacristía, de rosarios que se guardan, sustituyeron á
la imponente salmodia de antes; y las pisadas de los hombres y las
faldas de las mujeres levantaron ligera nube de polvo que subió á
confundirse con los desgarrados celajes del incienso, vagabundos aún por
las altas bóvedas, como los jirones de nubes que corren por el cielo
después de una tempestad.

Vino la noche, y los vidrios se obscurecieron, tomando tintas suaves y
misteriosas. La gran nave quedó por fin en completa sombra; mas en lo
alto de sus muros velaban, como espectros de moribundo resplandor, las
pintadas efigies de cristal. En el centro del lóbrego santuario lucía un
punto de luz: era la lámpara del altar, que como un alma despierta y
vigilante oraba en el recinto. Su débil claridad apenas iluminaba los
pies del Santo Cristo próximo, y el blanco cuerpo de un obispo de
mármol que, tendido en su mausoleo, parecía como que á ratos abría la
boca para bostezar.

Pasaron horas y más horas, que por lo largas parecían noches empalmadas,
sin días que las separasen, y la pluma acabó sus rezos y los volvió á
empezar, y acabados de nuevo, y agotado todo el repertorio de oraciones
que sabía, dijo otras que sacaba de su cabeza, hasta que al fin, no
ocurriéndosele nada, aburrida de aburrirse, se dejó decir:

«Vientecillo, me alegro de que no te hayas ido. Ven acá un momento:
¿sabes que siento así como ganas de dar un paseíto por ahí fuera? No es
que quiera abandonar este sitio, pues lo dicho dicho: aquí he de estarme
toda la vida. Es que, hablando con sinceridad, esto es bastante triste,
no sé, no sé... las horas tienen una longitud desmesurada. Si me
apuras, te diré con mi habitual franqueza que me aburro soberanamente.
¿Por qué no hemos de salir á refrescarnos la cabeza y a ver el cielo?
pues por mucha que sea nuestra devoción, no hemos de estar siempre reza
que te reza, y conviene dar al ánimo esparcimiento para cobrar fuerzas y
... ya me entiendes. Salgamos, que en realidad no tiene maldita gracia
que nos estemos aquí hechos unos pasmarotes. Y repara que después que
aquellos señores acabaron de cantar, esto está tan solo y obscuro que
antes impone miedo que piedad. Larguémonos fuera un ratito, que una cosa
es la fe y otra el saludable recreo del cuerpo y del alma.


CANTO QUINTO

Salieron por donde habían entrado, y al hallarse fuera, la pluma
prorrumpió en exclamaciones:

«¡Oh, gracias á Dios que veo otra vez el profundo cielo, las altas
estrellas y la luna! ¡Qué hermosura! Paréceme que hace años que no he
visto este admirable espectáculo, siempre nuevo y seductor. Mira,
alarguemos nuestro paseíto, que en nada se admira tanto á Dios como en
la naturaleza, ni nada es en ésta tan bello como la noche. Vaya, con
franqueza, amigo viento: ¿no es esto más hermoso que el antro sombrío y
estrecho de la catedral? Compara aquella lámpara con estas luminarias
celestiales que tenemos encima de nuestras cabezas.... Sigamos un
poquitín más allá; que si no volviéramos, ya encontraríamos otra
catedral en que meternos. Hay muchas, mientras que cielos no hay más que
uno.... ¡Cuánto se aprende viviendo! ¿Sabes lo que se me ha ocurrido?
Pues que la religión es cosa admirable; pero que consagrarse enteramente
á ella sin pensar en nada más, me parece una gran majadería. Ya voy
teniendo experiencia, y veo todas las cosas con mucha claridad. Para
alabar á Dios y honrarle, me parece á mí que antes que pasarnos la vida
metidas en las iglesias, debemos las plumas emplear constantemente
nuestro pensamiento en conocer y apreciar las leyes por el mismo Dios
creadas. Yo, si quieres que te hable con el corazón en la mano, no tengo
muchas ganas de volver á la catedral, fuera de que ya hemos perdido el
camino y no lo encontraremos fácilmente. ¿No te parece que debemos
lanzarnos por esos espacios anchísimos buscando en ellos la razón de
todas las cosas? Siento tal curiosidad, que no sé qué haría por
satisfacerla. ¡Saber! Ese es el objeto de nuestra vida; en saber
consiste la felicidad. No negaré yo que la Fe es muy estimable; pero la
Ciencia, amigo mío, ¡cuánto más estimable es! Por consiguiente, te
confieso con toda ingenuidad que he variado de ideas, pero con el firme
propósito de que ésta sea la última vez. Quiero, á fe de pluma de origen
divino, examinar cómo y por qué se mueven esos astros; á qué distancia
están unos de otros; qué tamaño y qué cantidad de agua tienen los mares;
qué hay dentro de la tierra; cómo se hacen la lluvia, el rayo, el
granizo; de qué diablos está compuesto el sol; qué cosa es la luz y qué
el calor, etcétera, etc. Me da la gana de saber todas esas cosas.
Gracias á Dios que he encontrado la verdadera y legítima ocupación de mi
espíritu. Ni el amor pastoril, ni los placeres sensuales, ni la terrible
y estúpida gloria, ni el misticismo estéril, enaltecen al ser. ¡El
conocimiento! ahí tienes la vida, la verdadera vida, amigo vientecillo.
Bendigo mis errores, de cuyas tinieblas saqué la luz de mi experiencia y
la certeza del destino que tenemos las plumas. Llévame, amigo, llévame
por ahí, pronto, que hay mucho que ver y mucho que estudiar.»

Corrieron, volaron, y la pluma no se cansaba de sus observaciones
especulativas. Estudió la marcha de los astros y las distancias á que
están de la tierra; atravesó el inmenso Océano de una orilla á otra;
hízose cargo de la configuración y trazado de las costas; midió el
globo, fijando la atención en la diversidad de sus climas y habitantes;
penetró en las cavernas profundas, donde existen los indescifrables
documentos de la Mineralogía, y leyó el gran libro Geológico, en cuyas
páginas ó capas hablan idioma parecido al de los jeroglíficos la
multitud de fósiles, siglos muertos que tan bien saben contar el
misterio de las pasadas vidas; todo lo estudió, lo conoció y se lo metió
en el magín, y entre tanto no cesaba de repetir:

«¡Gran cosa es la Ciencia! ¡Y cuánto me felicito de haber entrado por
este camino, el único digno de nuestro noble origen!... Pero lo que me
enfada es que nunca llegamos al fin: á medida que voy aprendiendo, se me
presentan nuevos misterios y enigmas. Yo quisiera aprendérmelo todo de
una vez. Es mucho cuento éste de que nunca se le ve el fondo al odre de
la sabiduría. ¡Ay! Vientecillo perezoso, corre más, á ver si conseguimos
llegar á un punto donde no haya más tierra, ni más mar, ni más cielo, ni
más estrellas.... Esto no se acaba nunca. Corramos, volemos, que no ha
de haber cosa que yo no vea ni examine, ni arcano que no se me revele.
He de saber cómo es Dios, cómo es el alma humana, de dónde salimos las
plumas y á dónde volvemos, después de dar nuestro último vuelo e el
viaje de la existencia.»

       *       *       *       *       *

Y así transcurrió un lapso de tiempo indeterminable, y ni se veía el fin
de la Ciencia, ni la sed de saber encontraba donde saciarse por
completo. Ya habían recorrido toda la atmósfera que rodea nuestro
planeta; y la buena pluma, cansada y aburrida, sin fuerzas para avanzar
más, giraba alrededor de su eje con desorden y aturdimiento, como un
astro que se vuelve loco y olvida la ley de su rotación.

«¡Ay! vientecillo--exclamaba lánguidamente,--ya estoy confusa, ya estoy
mareada. ¿De qué vale la ciencia, si al fin, después de tanto investigar
más me espanta lo que ignoro que me satisface lo que sé ¡Ay! compañero
mío de desengaños, _sólo sé que no se una condenada palabra de nada._
Esto es para volverse una loca. Llévame á un sitio recóndito donde
encuentre el consuelo del olvido. Quiero aniquilarme; quiero reposar en
completa calma, dando paz al pensamiento y á la imaginación siempre
ambiciosa. ¡Cuántas equivocaciones en tan breve tiempo! Ni el amor, ni
el placer, ni la gloria, ni la religión, ni la ciencia me satisfacen. El
lugar de paz y de contento perdurable con que soñaba para pasar la vida,
no se encuentra en parte alguna. Experiencia lenta y dolorosa, ¿de qué
sirves? Si ese lugar que busco no existe por aquí, forzosamente ha de
existir en alguna otra región. Busquémoslo, amigo leal y ya
inseparable.... Veo que no estás menos aburrido y desilusionado que yo.
¡Ay! yo desfallezco; apenas puedo sostenerme en tus brazos; todo me
desagrada: el aire, la luz, los árboles, la mar, el espacio, las
estrellas, el sol.»

Fijaron la vista en la tierra, de la cual muy cerca estaban, y vieron
una como procesión que se dirigía á un bosquecillo frondoso, entre cuya
verdura se destacaban objetos de blanquísimo mármol. Era un cementerio,
y la procesión un entierro. Observaron nuestros viajeros que sobre la
tierra había sido colocado un ataúd pequeño y azul. Abriéronlo algunos
de los circunstantes, y todos los demás se agruparon en derredor para
ver las facciones de la muerta: era una niña como de diez años, coronada
de flores, las manecitas cruzadas en actitud de rezar no se sabe qué y
semejante á un ángel de cera, tan bonito y puro, que al verle todos se
admiraban de que se hubiera tomado el trabajo de vivir.

«Aquí, aquí quiero estar siempre, querido vientecillo. Suéltame, déjame
caer»--dijo la pluma, desasiéndose de los brazos de su amado conductor,
para caer dentro del ataúd.

Este se cerró, y el vientecillo, que empezaba á dar revoloteos para
sacarla con maña, no pudo conseguirlo, y la pluma quedó dentro.

¿Acabarán con esto tus paseos, oh alma humana?

Abril de 1872.





LA CONJURACIÓN DE LAS PALABRAS


Erase un gran edificio llamado _Diccionario de la Lengua Castellana_, de
tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas,
ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas á
varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer á un
viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal
edificio en el estante de su dueño, la tabla que lo sostenía amenazaba
desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos
anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en
la fachada, que era también de cuero, se veía un ancho cartel con
doradas letras, que decían al mundo y á la posteridad el nombre y
significación de aquel gran monumento.

Por dentro era un laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se
le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus
numeros llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres
corredores ó crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban
innumerables celdas, ocupadas por los ochocientos ó novecientos mil
seres que en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estos seres
se llamaban palabras.

       *       *       *       *       *

Una mañana sintióse gran ruido de voces, patadas, choque de armas, roce
de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se
levantara y vistiese á toda prisa, apercibiéndose para una tremenda
batalla. Y á la verdad, cosa de guerra debía de ser, porque á poco rato
salieron todas ó casi todas las palabras del _Diccionario_, con fuertes
y relucientes armas, formando un escuadrón tan grande que no cupiera en
la misma Biblioteca Nacional. Magnífico y sorprendente era el
espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo
ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual
testigo ocular era un viejísimo _Flos sanctorum_, forrado en pergamino
que en el propio estante se hallaba á la sazón.

Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del
edificio. Trataré de describir el orden y aparato de aquel ejército
siguiendo fielmente la veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi
amigo el _Flos sanctorum_. Delante marchaban unos heraldos llamados
Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas y cotas de finísimo acero:
no llevaban armas, y sí los escudos de sus señores los Sustantivos que
venían un poco más atrás. Estos, en número casi infinito, eran tan
vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban
resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera
ondeaban plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo,
recamadas de oro y plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes
talares, á modo de senadores venecianos. Aquellos montaban poderosos
potros ricamente enjaezados, y otros iban á pie. Algunos parecían menos
ricos y lujosos que los demás; y aun puede asegurarse que había
bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran poco vistos, porque el
brillo y elegancia de los otros como que les ocultaba y obscurecía.
Junto á los Sustantivos marchaban los Pronombres; que iban á pie y
delante, llevando la brida de los caballos, ó detrás, sosteniendo la
cola del vestido de sus amos, ya guiándoles á guisa de lazarillos, ya
dándoles el brazo para sostén de sus flacos cuerpos, porque, sea dicho
de paso, también había Sustantivos muy valetudinarios y decrépitos, y
algunos parecían próximos á morir. También se veían no pocos Pronombres
representando á sus amos, que se quedaron en cama por enfermos ó
perezosos, y estos Pronombres formaban en la línea de los Sustantivos
como si de tales hubieran categoría. No es necesario decir que los había
de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire que los
hombres, y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos.

Detrás venían los Adjetivos, todos á pie; y eran como servidores ó
satélites de los Sustantivos, porque formaban al lado de ellos,
atendiendo á sus órdenes para obedecerlas. Era cosa sabida que ningún
caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el auxilio de un buen
escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero éstos, á pesar de
la fuerza y significación que prestaban á sus amos, no valían solos ni
un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos. Eran
brillantes y caprichosos adornos y trajes, de colores vivos y formas muy
determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, este tomaba
el color y la forma de aquellos, quedando transformado al exterior
aunque en esencia el mismo.

Como a diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores
de lo más extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía.

No es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus
facciones, ni contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud.
Basta saber que se movían mucho y á todos lados, y tan pronto iban
hacia atrás como hacia adelante y se juntaban dos para andar
emparejados. Lo cierto del caso, según me aseguró el _Flos sanctorum_,
es que sin los tales personajes no se hacía cosa á derechas en aquella
República, y si bien los Sustantivos eran muy útiles, no podían hacer
nada por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo no
los dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de
pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida á los
Verbos y servirles en todo. Es fama que eran parientes de los Adjetivos,
como lo acreditaban viejísimos pergaminos genealógicos, y aun había
Adjetivos que desempeñaban en comisión la plaza de Adverbios, para lo
cual bastaba ponerles una cola ó falda que decía: _mente_.

Las Preposiciones eran enanas, y más que personas parecían cosas,
moviéndose automáticamente: iban junto á los Sustantivos para llevar
recado á algún Verbo, ó viceversa. Las Conjunciones andaban por todos
lados metiendo bulla; y una de ellas especialmente, llamada _que_, era
el mismo enemigo y á todos los tenía revueltos y alborotados, porque
indisponía á un señor Sustantivo con un señor Verbo, y á veces
trastornaba lo que éste decía, variando completamente el sentido. Detrás
de todos marchaban las Interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan
sólo cabeza, con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y
se manejaban solas; que aunque pocas en número es fama que sabían
hacerse valer.

De estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos
delicadas empresas, por donde se venía en conocimiento de su abolengo
latino o árabe; otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran
nuevecillas, plebeyas o de poco más o menos. Las nobles las trataban con
desprecio. Algunas había también en calidad de emigradas de Francia,
esperando el tiempo de adquirir nacionalidad. Otras, en cambio,
indígenas hasta la pared de enfrente, se caían de puro viejas, y yacían
arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración a sus arrugas; y
las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban a las demás
mirándolas enfáticamente.

Llegaron á la plaza del Estante la ocuparon de punta á punta. El verbo
_Ser_ hizo una especie de cadalso ó tribuna con dos admiraciones y
algunas comas que por allí rodaban, y subió á él con intención de
despotricarse; pero le quitó la palabra un Sustantivo muy travieso y
hablador llamado _Hombre_, el cual, subiendo á los hombros de sus
edecanes, los simpáticos Adjetivos _Racional_ y _Libre_, saludó á la
multitud, quitándose la H, que á guisa de sombrero le cubría, empezó á
hablar en estos ó parecidos términos:

«Señores: la osadía de los escritores españoles ha irritado nuestros
ánimos, y es preciso darles les justo y pronto castigo. Ya no les basta
introducir en sus libros contrabando francés, con gran detrimento de la
riqueza nacional, sino que cuando por casualidad se nos emplea,
trastornan nuestro sentido y nos hacen decir lo contrario de nuestra
intención. (_Bien, bien_.) De nada sirve nuestro noble origen latino,
para que esos tales respeten nuestro significado. Se nos desfigura de un
modo que da grima y dolor. Así, permitidme que me conmueva, porque las
lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la emoción.» _(Nutridos
aplausos.)_

El orador se enjugó las lágrimas con la punta de la _e_, que de faldón
le servía, y ya se preparaba á continuar, cuando le distrajo el rumor de
una disputa que no lejos se había entablado.

Era que el Sustantivo _Sentido_ estaba dando de mojicones al Adjetivo
_Común_, y le decía:

«Perro, follón y sucio vocablo, por tí me traen asendereado, y me ponen
como salvaguardia de toda clase de destinos. Desde que cualquier
escritor no entiende palotada de una ciencia, se escuda con el _Sentido
Común_, y ya le parece que es el más sabio de la tierra. Vete, negro y
pestífero Adjetivo, lejos de mi, ó te juro que no saldrás con vida de
mis manos.»

Y al decir esto, el _Sentido_ enarbóló la _t_, y dándole un garrotazo
con ella á su escudero, le dejó tan mal parado, que tuvieron que ponerle
un vendaje en la _o_, y bizmarle las costillas de la _m_ porque se iba
desangrando por allí á toda prisa.

«Haya paz, señores--dijo un Sustantivo Femenino llamado _Filosofía_, que
con dueñescas tocas blancas apareció entre el tumulto. Mas en cuanto le
vió otra palabra llamada _Música_, se echó sobre ella y empezó á mesarla
los cabellos y á darle coces, cantando así:

--Miren la bellaca, la sandia, la loca; ¿pues no quiere llevarme
encadenada con una Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no
tengo sino Música, hermana. Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía
de la _Alemana_ que es otra vieja loca.

--Quita allá, bullanguera--dijo la _Filosofía_ arrancándole a la
_Música_ el penacho ó acento que muy erguido sobre la _u_ llevaba;--que
allá, que para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril.

--Poco á poco, señoras mías--gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y
medio tísico, llamado el _Sentimiento_.--A ver, señora _Filosofía_ si no
me dice usted esas cosas á mi hermana tendremos que vernos las caras.
Estése usted quieta y deje á Perico en su casa, porque todos tenemos
trapitos que lavar, y si yo saco los suyos, ni con colada habrán de
quedar limpios.

--Miren el mocoso--dijo la _Razón_ que andaba por allí en paños menores
y un poquillo desmelenada,--¿qué sería de esos badulaques sin mí? No
reñir, y cada uno á su puesto, que si me incomodo....

--No ha de ser--dijo el Sustantivo _Mal_, que en todo había de meterse.

--¿Quién le ha dado á usted vela en este entierro, tío _Mal_? Váyase al
Infierno, que ya está de más en el mundo.

--No, señoras; perdonen usías, que no estoy sino muy retebien. Un poco
decaidillo andaba; pero después que tomé este lacayo, que ahora me
sirve, me voy remediando.--Y mostró un lacayo, que era el Adjetivo
_Necesario_.

--Quítenmela, que la mato--chillaba la _Religión_, que había venido á
las manos con la _Política_;--quítenmela, que me ha usurpado el nombre
para disimular en el mundo sus socaliñas y gatuperios.

--Basta de indirectas. ¡Orden!--dijo el Sustantivo _Gobierno_, que se
presentó para poner paz en el asunto.

-Déjelas que se arañen, hermano--observó la _Justicia_;--déjelas que se
arañen, que ya sabe vuecencia que rabian de verse juntas. Procuremos
nosotros no andar también á la greña, y adelante con los faroles.»

Mientras esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con
relucientes armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema
de plata y oro. Llamábase el _Honor_, y venía a quejarse de los
innumerables desatinos que hacían los humanos en su nombre, dándole las
más raras aplicaciones, y haciéndole significar lo que más les venía á
cuento. Pero el sustantivo _Moral_, que estaba en un rincón atándose un
hilo en la que se le había roto en la anterior refriega, se presentó,
atrayendo la atención general. Quejóse de que se le subían á las barbas
ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que no le gustaban
ciertas compañías, y que más le valia andar solo; de lo cual se rieron
otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis
Adjetivos de servidumbre.

Entre tanto, la _Inquisición_, una viejecilla que no se podía tener,
estaba pegando fuego á la hoguera que había hecho con interrogantes
gastados, palos de _T_ y paréntesis rotos, en la cual hoguera dicen que
queria quemar á la _Libertad_ que andaba dando zancajos por allí con
muchísima gracia y desenvoltura. Por otro lado estaba el Verbo _Matar_,
dando grandes voces, y cerrando el puño con rabia, decía de vez en
cuando:

«¡Si me conjugo...!»

Oyendo lo cual el Sustantivo _Paz_, acudió corriendo tan á prisa, que
tropezó en la _z_ con que venía calzada, y cayó cuan larga era, dando un
gran batacazo.

«Allá voy--gritó el Sustantivo _Arte_, que ya se había metido á
zapatero.--Allá voy á componer este zapato, que es cosa de mi
incumbencia.»

Y con unas comas, le clavó la _z_ á la _Paz_, que tomó vuelo, y se fué á
hacer cabriolas ante el Sustantivo _Cañón_, de quien dicen estaba
perdidamente enamorada.

No pudiendo ni el Verbo _Ser_, ni el Sustantivo _Hombre_, ni el Adjetivo
_Racional_, poner en orden á aquella gente, y comprendiendo que de
aquella manera iban á ser vencidos en la desigual batalla que con los
escritores españoles tendrían que emprender, resolvieron volverse á su
casa. Dieron orden de que cada cual entrara en su celda, y así se
cumplió, costando gran trabajo encerrar á algunas camorristas, que se
empeñaban en alborotar y hacer el coco.

Resultaron de este tumulto bastantes heridos, que aún están en el
hospital de sangre, ó sea _Fe de erratas_ del _Diccionario_. Han
determinado congregarse de nuevo para examinar los medios de imponerse á
la gente de letras. Se está redactando las pragmáticas, que establecerán
el orden en las discusiones. No tuvo resultado el pronunciamiento, por
gastar el tiempo los conjurados en estériles debates y luchas de amor
propio, en vez de congregarse para combatir al enemigo común; así es que
concluyó aquello como el Rosario de la Aurora.

El _Flos sanctorum_ me asegura que la _Gramática_ había mandado al
_Diccionario_ una embajada de géneros, números y casos, para ver si por
las buenas, y sin derramamiento de sangre, se arreglaban los
trastornados asuntos de la _Lengua Castellana_.

Madrid, Abril de 1868.





UN TRIBUNAL LITERARIO


I

«Me gustaría enteramente sentimental, que llegase al alma, que hiciera
llorar.... Yo, cuando leo y no lloro, me parece que no he leído. ¿Qué
quiere usted? Yo soy así--me dijo el Duque de Cantarranas, haciendo con
frente, boca y narices uno de aquellos gestos nerviosos que le
distinguen de los demás duques y de todos los mortales.

Yo le aseguro á usted que será sentimental, será de esas que dan
convulsiones y síncopes; hará llorar á todo el género humano, querido
señor Duque--le contesté abriendo el manuscrito por la primera página.

--Eso es lo que hace falta, amigo mío: sentimiento, sentimiento. En este
siglo materialista, conviene al arte despertar los nobles afectos. Es
preciso hacer llorar á las muchedumbres, cuyo corazón está endurecido
por la pasión política, cuya mente está extraviada por las ideas de
vanidad que les han imbuído los socialistas. Si no pone usted ahí mucho
lloro, mucho suspiro, mucho amor contrariado, mucha terneza, mucha
languidez, mucha tórtola y mucha codorniz, le auguro un éxito triste, y
lo que es peor, el tremendo fallo de reprobación y anatema de la
posteridad enfurecida.

Dijo; y afectando la gravedad de un Mecenas, miróme el Duque de
Cantarranas con expresión de superioridad, no sin hacer otro gesto
nervioso que parecía hundirle la nariz, romperle la boca y rasgarle el
cuero de la frente, de su frente olímpica en que resplandecía el genio
apacible, dulzón y melancólico de la poesía sentimental.

Aquello me turbó. ¡Tal autoridad tenía para mí el prócer insigne! Cerré
y abrí el manuscrito varias veces; pasé fuertemente el dedo por el
interior de la parte cosida, queriendo obligar á las hojas á estar
abiertas sin necesidad de sujetarlas con la mano; paseé la vista por los
primeros renglones; leí el título, tosí, moví la silla, y, con franqueza
lo declaro, habría deseado en aquel momento que un pretexto cualquiera,
_verbi gracia_, un incendio en la casa vecina, un hundimiento ó
terremoto, me hubieran impedido leer, porque, á la verdad, me hallaba
sobrecogido ante el respetable auditorio que á escucharme iba.
Componíase de cuatro ilustres personajes de tanto peso y autoridad en
la república de las letras, que apenas comprendo hoy cómo fuí capaz de
convocarles para una lectura de cosa mía, naturalmente pobre y sin
valor. Aterrábame, sobre todo, el mencionado Duque de los gestos
nerviosos, el más eminente crítico de mi tiempo, según opinión de amigos
y adversarios.

Sin embargo, Su Excelencia había ido allí como los demás, para oírme
leer aquel mal parto de mi infecundo ingenio, y era preciso hacer un
esfuerzo. Me llené, pues, de resolución, y empecé á leer.

Pero permitidme, antes de referir lo que leí, que os dé alguna noticia
del grande, del ilustre, del imponderable Duque de Cantarranas.

Era un hidalguillo de poco más ó menos, atendida su fortuna, que
consistía en una _posesión_ enclavada en Meco, dos casas en Alcobendas y
un coto en la Puebla de Montalbán; también disfrutaba de unos censos en
el mismo lugar y de unos dinerillos dados á rédito. A esto habían venido
los estados de los Cantarranas, ducado cuyo origen es de los mas
empingorotados. Así es que el buen Duque era pobre de solemnidad, porque
la posesión no le daba más que unos dos mil reales, y esos mal pagados;
las casas no producían tres maravedises, porque la una estaba
destechada, y la otra, la solariega por más señas, era un palacio
destartalado, que no esperaba sino un pretexto para venirse al suelo
con escudo y todo. Nadie lo quería alquilar, porque tenía fama de estar
habitado por brujas, y los alcobendanos decían que allí se aparecían de
noche las irritadas sombras de los Cantarranas difuntos.

El coto no tenía más que catorce árboles, y esos malos. En cuanto á
caza, ni con hurones se encontraba, por atravesar la finca una
servidumbre desde principios del siglo, en que huyó de allí el último
conejo de que hay noticia. Los dinerillos le producían, salvos
disgustos, apremios y tardanzas, unos tres mil realejos. Así es que Su
Excelencia no poseía más que gloria y un inmenso caudal de metáforas,
que gastaba con la prodigalidad de un millonario. Su ciencia era mucha,
su fortuna escasa, su corazón bueno, su alma una retórica viviente, su
persona... su persona merece párrafo aparte.

Frisaba en los cuarenta y cinco años; y esto que sé por casualidad, se
confía aquí como sagrado secreto, porque él ni á tirones pasaba de los
treinta y nueve. Era colorado y barbipuntiagudo, con lentes que parecían
haber echado raíces en lo alto de su nariz. Estas llamaron siempre la
atención de los frenólogos por una especial configuración en que se
traslucía lo que él llamaba _exquisito olfato moral_. Para la ciencia
eran magnífico ejemplar de estudio, un tesoro; para el vulgo eran
meramente grandes. Pero lo más table de su cáriz era la afección
nerviosa que padecía, pues no pasaban dos minutos sin que hiciese tantos
y tan violentos visajes, que sólo por respeto á tan alta persona no se
morían de risa los que le miraban.

Su vestido era lección ó tratado de economía doméstica. Describir cómo
variaba los cortes de sus chalecos para que siempre pareciesen de moda,
no es empresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba
todas las mañanas sus dos levitas, y con qué amor profundo les daba
aguardiente en la tapa del cuello, cuidando siempre de cogerlas con las
puntas de los dedos para que no se le rompieran, es hazaña reservada á
más puntuales cronistas.

¿Pues y la escrupulosa revista de roturas que pasaba cada día á sus dos
pantalones, y los remojos, planchados y frotamientos con que martirizaba
su gabán, prenda inocente que había encontrado un purgatorio en este
mundo? En cuanto á su sombrero, basta decir que era un problema de
longevidad. Se ignora qué talismán poseía el Duque para que ni un átomo
de polvo, ni una gota de agua manchasen nunca sus inmaculados pelos.
Añádase á esto que siempre fué un misterio profundo la salud inalterable
de un paraguas de ballena que le conocí toda la vida, y que mejor que el
Observatorio podría dar cuenta de todos los temporales que se han
sucedido en veinte años. Por lo que hace á los guantes, que habían
paseado por Madrid durante cinco abriles su demacrada amarillez, puede
asegurarse que la alquimia doméstica tomaba mucha parte en aquel
prodigio. Además, el Duque tenía un modo singularísimo de poner las
manos, y á esto, más que á nada, se debe la vida perdurable de aquellas
prendas, que él, usando una de sus figuras predilectas, llamaba _el
coturno de las manos_. Puede formarse idea de su modo de andar
recordando que las botas me visitaron tres años seguidos, después de
tres remontas; y sólo á un sistema de locomoción tan ingenioso como
prudente, se deben las etapas de vida que tuvieron las que, valiéndonos
de la retórica del Duque, podremos llamar _las quirotecas de los pies_.

Usaba joyas, muchos anillos, prefiriendo siempre uno, donde campeaba una
esmeralda del tamaño de media peseta, tan disforme, que parecía falsa, y
lo era, en efecto, según testimonio de los más reputados cronistas que
de la casa de Cantarranas han escrito. No reina la misma uniformidad de
pareceres, y aun son muy distintas las versiones respecto á cierta
cadena que hermoseaba su chaleco, pues aunque todos convienen en que era
de _double_, hay quien asegura ser alhaja de familia, y haber
pertenecido á un magnate de la casa, que fué virrey de Napóles, donde
la compró á unos genoveses por un grueso puñado de maravedises.

Corría, con visos de muy autorizada, la voz de que el Duque de
Cantarranas era un _cursi_ (ya podemos escribir la palabrilla sin
remordimientos; gracias á la condescendencia del _Diccionario_ de la
Academia); pero esto no sirve sino para probar que los tiros de la
envidia se asestan siempre á lo más alto, del mismo modo que los
huracanes hacen mayores estragos en las corpulentas encinas.

El Duque, por su parte, despreciaba estas hablillas, como cumple á las
almas grandes. Pero llegaron tiempos en que salía poco de día, porque en
su levita había descubierto la astronomía vulgar no sé qué manchas. En
esto se parecía al sol, aunque, por raro fenómeno, era un sol que no
lucía sino por las noches. Frecuentaba varias tertulias, tomaba café,
iba tres veces al año al teatro, paseaba en invierno por el Prado y en
verano por la Montaña, y se retiraba á su casa después de conversar un
rato con el sereno.

La índole de su talento le inclinaba á la contemplación. Leía mucho,
deleitándose sobremanera con las novelas sentimentales, que tanta boga
tuvieron hace cuarenta años. En esto, es fuerza confesar que vivía un
poco atrasadillo, pero los grandes ingenios tienen esa ventaja sobre el
común de las gentes, es decir, pueden quedarse allí donde les conviene,
venciendo el oleaje revolucionario, que también arrastra á las letras.
Para él, las novelas de Mad. Genlis eran el prototipo, y siempre creyó
que ni antiguos ni modernos habían llegado al zancajo de Mad. de Staël
en su _Corina_. No le agradaba tanto, aunque sí la tenía en gran
aprecio, _La nueva Eloísa_, de Rousseau, porque decía que sus
pretensiones eruditas y filosóficas atenuaban en parte el puro encanto
de la acción sentimental. Pero lo que le sacaba de sus casillas eran
_Las noches de Young_, traducidas por Escóiquiz; y él se sumergía en
aquél océano de tristezas, identificándose de tal modo con el personaje,
que á veces le encontraban por las mañanas pálido, extenuado y sin
acertar á pronunciar palabra que no fuera lúgubre y sombría como un
responso. En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque
empleaba frecuentemente la quincalla de figuras retóricas que sus
autores favoritos le habían depositado en el cerebro. Su imagen
predilecta era el sauce entre los vegetales, y la codorniz entre los
vertebrados. Cuando veía una higuera, la llamaba sauce; todos los chopos
eran para él cipreses; las gallinas antojábansele palomas y no hubo
jilguero ni calandria que él con la fuerza de su fantasía, no trocara en
ruiseñor. Más de una vez le oí nombrar Pamela á su criada, y sé que
únicamente dejó de llamar Clarisa á su lavandera señá Clara, cuando
ésta manifestó que no gustaba de que la pusiesen motes.

¿Será necesario afirmar que, aun concretado á una especialidad, el Duque
de Cantarranas era un excelente crítico? Baste decir que sus consejos
tenían fuerza de ley y sus dictámenes eran tan decisivos, que jamás se
apeló contra ellos al tribunal augusto de la opinión pública. Por eso le
cité, en unión de los otros tres personajes que describiré luego, para
que juzgase mi obrilla.

Era ésta una novela mal concebida y peor hilvanada, incapaz, por lo
tanto, de hombrearse con las muchas que, por tantos y tan preclaros
ingenios producidas, enaltecen actualmente las letras en este afortunado
país. Luego que los cuatro ilustres senadores que formaban mi auditorio
se colocaron bien en sus sillas, saqué fuerzas de flaqueza, tosí, miré á
todos lados con angustia, respiré con fuerza, y con voz apagada y
temblorosa, empecé de esta manera:

«_Capítulo primero_.--Alejo era un joven bastante feo, hijo de honrados
padres, chico de estudio, de sanas y muy honestas costumbres, pobre de
solemnidad, y bueno como una manzana. Vivía encajonado en su buhardilla,
y desde allí contemplaba los gorriones que iban á pararse en la chimenea
y los gatos que retozaban por el tejado. Miraba de vez en cuando al
cielo, y de vez en cuando á la tierra, para ver, ya las estrellas, ya
los simones. Alejo estudiaba abogacía, lo cual le aburría mucho, y no
tenía más distracción que asomarse al ventanillo de su tugurio.
¿Describiré la habitación de esta desventurada excrecencia de la
sociedad? Sí: voy á describirla.

«Imaginaos cuatro sucias paredes sosteniendo un inclinado techo, al
través del cual el agua del invierno por innumerables goteras se
escurre. Andrajos de uno á modo de papel azul, pendían de los muros; y
la cama, enclavada en un rincón, era paralela al techo, es decir,
inclinada por los pies. Una mesa que no los tenía completos, sostenía
apenas dos docenas de libros muy usados, un tintero y una sombrerera.
Allí formaban estrecho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una
guitarra, de la cual habían huido á toda prisa las cuatro cuerdas,
quedando una sola, con que Alejo se acompañaba cierta seguidilla que
sabía desde muy niño. Allí alternaban dos pares y medio de guantes
descosidos, restos de una conquista, con un tarro de betún y un frasco
de agua de Colonia, al cual los vaivenes de la suerte convirtieron en
botella de tinta, después de haber sido mucho tiempo alcuza de aceite.
De inválida percha pendían una capa, una cartuchera de miliciano (1854),
dos chalecos de rayas encarnadas y una faja que parecía soga. Un clavo
sostenía el sombrero perteneciente á la anterior generación, y un baúl
guardaba en sus antros algunas piezas de ropa, en las cuales los
remiendos, aunque muchos y diversos, no eran tantos ni tan pintorescos
como los agujeros no remendados.

»Pero asomémonos á la ventana. Desde ella se ve el tejado de enfrente,
con sus buhardillas, sus chimeneas y sus misifuces. Más abajo se divisa
el tercer piso de la casa; bajando más la vista, el segundo, y, por fin
el principal. En éste hay un cierro de cristales con flores, pájaros y
...¡otra cosa! Alejo miraba continuamente la _otra cosa_, que contenía
el cierro. ¿Diremos lo que era? Pues era una dama. Alejo la contemplaba
todos los días, y por un singular efecto de imaginación, estaba viéndola
después toda la noche, despierto y en sueños: si escribía, en el fondo
del tintero; si meditaba, revoloteando como espectro de mariposa
alrededor de la macilenta luz que hacía veces de astro en el paraíso del
estudiante.

»Mirando desde allí hacia el piso principal de enfrente, se distinguía
en primer término una mano; después un brazo, el cual estaba adherido á
un admirable busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven,
singularmente hermosa ¿Me atreveré á describirla? ¿Me atreveré á decir
que era una de las damas más bellas, de más alto origen, de más
distinguido trato que ha dado á la sociedad esta raza humana, tan
fecunda en duquesas y marquesas? Sí, me atrevo.

»Desde arriba, Alejo devoraba con sus ojos una gran cabellera negra,
espléndida, profusa; un río de cabellos, como diría mi amigo el ilustre
Cantarranas. (Al oir este símil en que yo rendía público tributo de
admiración al esclarecido prócer, éste se inclinó con modestia y se
ruborizó unas miajas.) Debajo de estos cabellos, Alejo admiraba un arco
blanco en forma de media luna: era la frente, que desde tan alto punto
de vista afectaba esta singular forma. De la nariz y barba sólo asomaba
la punta. Pero lo que se podía contemplar entero, magnífico, eran los
hombros, admirable muestra de escultura humana, que la tela no podía
disimular. Suavemente caía el cabello sobre la espalda; el color de su
rostro al mismo mármol semejaba, y no ha existido cuello de cisne más
blanco, airoso y suave que el suyo ni seno como aquél, en que parecían
haberse dado cita todos los deleites. La gracia de sus movimientos era
tal, que á nuestro joven se le derretía el cerebro siempre que la
consideraba saludando á un traseunte ó á la amiga de enfrente. Cuando no
estaba puesta al balcón, las voces de un soberbio piano la llevaban,
trocada en armonías, á la zahúrda del pobre estudiante. Si no la
admiraba, la oía: tal poder tiene el amor que se vale de todos los
sentidos para consolidar su dominio pérfido. Pero, ¡extraño caso! jamás
en el largo espacio de un trienio alzó la vista hacia el nido de Alejo,
no observar aquella cosa fea que desde tan alto la miraba y la escuchaba
con el puro fervor del idealismo.


»Añadamos que Alejo era miope: el estudio y las vigilias habían
aumentado esta flaqueza que no le permitía distinguir tres sobre un
asno. Felizmente, el autor de este libro goza una vista admirable, y,
por lo tanto, puede ver desde la buhardilla de Alejo lo que éste no
podía: la dama, tal cual era en su forma real, despojada de todos los
encantos con que la fantasía de un miope la había revestido; las máculas
que le salpicaban el rostro bastante empañado después de su quinto
parto; podía advertir (y para esto hubo de reunir datos que facilitó
cierta doncella) que para formar aquella sorprendente cabellera habían
intervenido, primero Dios, que la creó no sabemos en qué cabeza, y
después un peluquero muy hábil que se la arregló á la señora. También
hubo de notar que no era su talle tan airoso como desde las boreales
regiones de Alejo parecía, y que la nariz estaba teñida de un ligero
rosicler, no suficiente á disimular su magnitud. En cuanto al piano,
juraría que la dama no tocó en tres años otra cosa que un _pot-pourri_
que empezaba en _Norma_ y acababa en _Barba Azul_, pieza extravagante
que su inhabilidad había compuesto de lo que oyó al maestro; y por
último, por lo que respecta al seno, sería capaz de apostar que...»

Al llegar aquí me interrumpieron. Desde que leí lo de las máculas,
notaba yo ciertos murmullos mal contenidos. Fueron en crescendo, hasta
que, llegando al citado pasaje, una exclamación de horror me cortó la
palabra y me hizo suspender la lectura.

Cantarranas estaba nervioso, y la poetisa se abanicaba con furia, ciega
de enojo y hecha un basilisco. No sé si he dicho que una de las cuatro
personas de mi auditorio, era una poetisa. Creo llegada la ocasión de
describir á esta ilustre hembra.


II

La cual pasaba por literata muy docta y de mucha fama en todo el mundo,
por haber escrito varios tomos de poesía, y borronado madrigales en
todos los álbumes de la humanidad. Cumpliendo cierta misteriosa ley
fisionómica, era rubia como todas las poetisas, y obedeciendo a la misma
fatalidad, alta y huesuda. La adornaba una muy picuda y afilada nariz, y
una boca hecha de encargo para respirar por ella, pues no eran sus
órganos respiratorios los más fáciles y expeditos. No sé qué tenían sus
obras, que llevaban siempre el sello de su nariz, visión que me
persiguió en sueños varias noches; y el mismo efecto de pesadilla me
causaban dos rizos tan largos como poco frondosos, que de una y otra
sien le colgaban. Por lo que el traje, dejaba traslucir, era fácil
suponer su cuerpo como de lo más flaco, amojamado y pobrecillo que en
Safos se acostumbra.

Era viuda, casada y soltera. Expliquémonos. Siempre se la oyó decir que
era viuda; todos la tenían por casada, y era en realidad soltera. En una
ocasión vivió en cierto lugar con un periodista provinciano, y allí
pasaban por esposos. El infeliz consorte fué un mártir. Llamaba ella á
las piernas _columnas del orden social_, lo cual no era sino gallarda
figura retórica, que cubría su mortal aversión á coser pantalones. Ella
no cogia los puntos á los calcetines, porque, poco fuerte en toda clase
de ortografías, siempre tenía en boca aquella sabia máxima: _no se vive
sólo de pan_, apotegma con que quería disimular su absoluta ignorancia
en materia de guisados. La novela era su pasión: en el folletín del
periódico de su marido, publicó una que éste, aunque enemigo de prodigar
elogios, calificaba de piramidal. Yo leí tres hojas, y confieso que no
me pareció muy católica. También escribió otra que ella llamaba
_eminentemente moral_. No quise moralizarme leyéndola, y regalé el
ejemplar á mi criado, el cual lo traspasó á no sé quién.

Excuso reiterar la veneración que me infundía la tal señora por su
competencia en el arte de novelar. Me había dicho repetidas veces que
quería inculcarme alguno de sus elevados principios, y con este fin
asistía como inexorable juez á la lectura.

La buena de la poetisa se escandalizó viendo el giro que yo daba á la
acción. Rabiosamente idealista, como pretendían demostrar sus rizos y su
nariz, no podía tolerar que en una ficción novelesca entrasen damas que
no fueran la misma hermosura, galanes que no fueran la caballerosidad en
persona. Por eso, saliendo á defender los fueros del idealismo, tomó la
palabra, y con áspera y chillona voz, me dijo:

«¿Pero está usted loco? ¿Qué arte, qué ideal, qué estilo es ése? Usted
escribirá sin duda para gente soez y sin delicadeza, no para espíritus
distinguidos. Yo creí que se me había llamado para oír cosas más cultas,
más elegantes. ¡Oh! No comprendo yo así la novela. Ya veo el sesgo que
va usted a dar a eso: terminará con burlas indignas, como ha empezado.
¡Ay! ¡Encanallar una cosa que empezaba tan bien! Ahí está el germen de
una alta obra moralizadora. ¡Qué lastima! Esa bohardilla, ese joven
pobre que vive en ella, melancólicamente entretenido en contemplar a la
dama del mirador... y pasan días, y la mira... y pasan noches, y la
mira... ¡Que me maten si con eso no era yo capaz de hacer dos tomos! Y
esa dama misteriosa... yo no diría quién era hasta el trigésimo
capítulo. Tenía usted admirablemente preparado el terreno para componer
una obra de largo aliento. ¡Qué lastima!

Al oir esto, no sé qué pasó por mí. Puesto que debo hacer confesión
franca de mis impresiones, aunque me sean desfavorables, me veo
precisado a decir que el dictamen de persona tan perita me desconcertó,
de modo que en mucho tiempo no acerté á decir palabra. Sirva el rubor
con que lo confieso de expiación á mi singular audacia y á la petulante
idea de convocar tan esclarecido jurado, para dar á conocer uno de los
más ridículos abortos que de mente humana han podido salir. Al fin me
serené, gracias á algunas frases bondadosas del siempre magnífico Duque,
y haciendo un esfuerzo, respondí á la poetisa:

«Y dado el principio de la novela; dados los dos personajes, la
buhardilla, el cierro y lo demás, ¿qué discurría usted? ¿Cómo
desarrollaría la acción? (Inútil es decir que al hacer estas preguntas
sólo me guiaba el deseo de aprender, apoderándome de las recetas que
para componer sus artificios literarios usaba aquella incomparable
sibila.)

--¡Oh! ¿Qué haría yo, dice usted?--repuso acercándose á mí con tal
violencia, que pensé que me iba á saltar los ojos con su nariz,--qué
haría yo? Seguramente había de _tirar_ mucho partido de esos elementos.
Supongamos que soy la autora: ese joven pobre es muy hermoso, es moreno
é interesante, un tipo meridional, tórrido, un hijo del desierto. Desde
su ventana mira constantemente á la joven, y pasa la noche oyendo el
triste mayar de los tigres (así llamaremos por ahora á los gatos, hasta
encontrar otro animal más poético), y desde allí se aniquila en el loco
amor que le inspira aquella dama misteriosa, misteriooooosa... ¿Qué
haré? ¡Dios mío! Primero describiría á la dama muy poética...
ticamente, muy lánguida, con cabellos rubios, muy rubios y flotantes, y
una cintura así.... (Al decir esto, hizo un ademán usual, determinando
con los dedos pulgar é índice de ambas manos un circulo no más grande
que la periferia de una cebolla.) La pintaría muy triste, vestida
siempre de blanco, apoyada día y noche en el barandal, la mano en la
mejilla, y contemplando la enredadera que, trepando como vegetal
lagartija por los balcones, hasta sus mismos hombros llegaba.

--Le advierto á usted--dije con timidez--que yo no he puesto jardín,
sino calle.

--No importa--respondió;--yo quito la calle y pongo pensiles. Continúo:
la supondría siempre muy triste, y de vez en cuando una lágrima
_asomaba_ á sus ojos azules, semejando errante gota de rocío que se
detiene á descansar en el cáliz de un jacinto. El joven mira á la dama;
la dama no mira al joven. ¿Quién es aquella dama? ¿Es una esposa
víctima, una hija mártir, una doncella pura, lanzada al torbellino de la
sociedad por la furia de las pasiones? ¿Ama ó aborrece? ¿Espera ó teme?
¡Ah! Esto es lo que yo me guardaría muy bien de decir hasta el capítulo
trigésimo, donde pondría el gran _golge teatral_ de la obra. Veamos cómo
desarrollaría la acción para lograr que se vieran y se conocieran los
dos personajes. Un día la dama llora más que nunca, y mira más fijamente
al jardín; su vestido es más blanco que nunca, y más rubios que nunca
sus cabellos. Un pajarito que juguetea entre las matas viene á apoyarse
en la enredadera, junto á la mano de la dama, y como al ver la yema del
dedo gordo crea que es una cereza, la pica. La joven da un grito, y en
el mismo momento el pajarillo _se salva_ asustado, remonta el vuelo, y
va á posarse en la buhardilla de enfrente. La dama alza la vista
siguiendo al diminuto volátil, y ve... ¿á quién creeréis que ve? Al
joven que ha estado doce capítulos comiéndosela con los ojos sin que
ésta se dignara mirarle. Desde entonces, una corriente eléctrica se
establece entre los dos amantes. ¡Se habían contemplado! ¡Ay!»

Al llegar aquí, volvíme casualmente hacia el Duque de Cantarranas:
estaba pálido de emoción, una _lágrima se asomaba_ á sus ojos verdes,
semejando viajera gota de rocío que se detiene á reposar en el cáliz de
una lechuga. Sentíame yo confundido, anonadado ante la pasmosa
inventiva, la originalidad, el ingenio de aquella mujer, junto á quien
las Safos y Staëlas eran literatas de tres al cuarto. De los demás
personajes de mi auditorio, nada diré todavía.

«¡Bravo, soberbio!--exclamó Cantarranas aplaudiendo con fuerza y
entusiasmándose, de tal modo, que se le saltó el mal pegado botón de la
camisa, y las puntas del cuello postizo quedaron en el aire.»

--¿Le gusta á usted mi pensamiento?--preguntó la poetisa. Esto es el
_canevas_ tan sólo; después viene el estilo y....

--Me entusiasma la idea--repliqué, apuntando con lápiz lo que ella con
el mágico pincel de su fantasía dibujara.

--Ese es el camino que usted debe seguir añadió, dando á Cantarranas un
alfiler para que afirmase el cuello.

--¡Oh! el recurso del pajarillo es encantador.

--El pajarillo--dijo Cantarranas--debe ser el intermediario entre la
dama blanca y el joven meridional.

--Pues yo continuaría desarrollando la acción del modo
siguiente--prosiguió ella.--Veamos: el joven tomó el pajarillo con sus
delicados dedos y dándole algunas miguitas de pan, le alimentó varios
días, consiguiendo domesticarle á fuerza de paciencia. Verá usted qué
raro: le tenía suelto en el cuarto sin que intentara evadirse. Un día le
ató un hilito en la pata y le echó á volar; el pájaro fué á posarse al
balcón en donde estaba la dama, que le acarició mucho y le obsequió con
migajitas de bizcocho mojadas en leche. Volvió después á la buhardilla;
el joven le puso un billete atado al cuello, y el ave se lo llevó á la
dama. Así se estableció una rápida, apasionada y volátil
correspondencia, que duró tres meses. Aquí copiaría yo la
correspondencia, que ocuparía medio libro, de lo más delicado y
elegante. Él empezaba diciendo: «Ignorada señora: Los alados caracteres
que le envío á usted, le dirán, etc...» Y ella contestaría:
«Desconocido caballero: Con rubor y sobresalto he leído su epístola y
mentiría si no le asegurara que desde luego he creído encontrar un leal
amigo, un amigo nada más...» Por esto de los amigos nada más se
empieza. Así se prepara al lector á los grandes aspavientos amorosos que
han de venir después.

--¡Qué ternura, qué suavidad, qué delicadeza!--dijo el Duque en el colmo
de la admiración!

--Acepto el pensamiento--manifesté, anotando todo aquel discreto
artificio para encajarlo después en mi obra como mejor me conviniese.

Después que la poetisa hubo mostrado en todo su esplendor, adornándole
con las galanuras del estilo, su incomparable ingenio; después que me
dejó corrido y vergonzoso por la diferencia que resultaba entre su
inventiva maravillosa y el seco, estéril y encanijado parto de mi
caletre, ¿cómo había de atreverme á continuar leyendo? Ni á dos tirones
me harían despegar los labios; y allí mismo hubiera roto el manuscrito,
si el Duque, que era la misma benevolencia, no me obligase á proseguir,
con ruegos y cortesanías, que vencieron mi modestia y trocaron en valor
mis fundados temores. Busqué, pues, en mi manuscrito el punto donde
había quedado, y leí lo siguiente:

«El joven Alejo era pobre, muy pobre. (Bien--dijo la poetisa.) Sus
padres habían muerto hacía algunos años, y sólo con lo que le pasaba una
tía suya, residente en Alicante, vivía, si vivir era aquello. La mala
sopa y el peor cocido con que Doña Antonia de Trastamara y Peransúrez le
alimentaba eran tales, que no bastarían para mantener en pie á un
cartujo. Y aún así, Doña Antonia de Trastamara y Peransúrez, tan noble
de apellido como fea de catadura, solía quejarse de que el huésped no
pagaba; horrible acusación que hiela la sangre en las venas, pero que es
cierta. (La poetisa articuló una censura que me resonó en el corazón
como un eco siniestro.) Así es que con los doscientos reales que de
Alicante venían, el pobre no tenía más que para palillos que era, en
verdad, la cosa que menos necesitara. Luego las deudas se lo comían, y
no podía echarse á la calle sin ver salir de cada adoquín un acreedor.
Como era miope, las monedas falsas parece que le buscaban. ¡Singular
atracción del bolsillo raras veces ocupado! En cuanto á distracciones,
no tenía, aparte la dama citada, sino las murgas que en bandadas venían
todas las noches, por entretener á la gente colgada de los balcones.

--¡Ay! ¡ay!--observó la poetisa;--eso de las murgas es deplorable. Ya ha
vuelto usted á caer en la sentina.»

Al oir esto, otro de los personajes que me escuchaban rompió por primera
vez su silencio, y con atronadora voz, dando en la mesa un puñetazo que
nos asustó á todos, dijo:

«No está sino muy bien, magnífico, sorprendente. Pues qué, ¿todo ha de
ser lloriqueos, blanduras, dengues, melosidades y tonterías? ¿Se escribe
para doncellas de labor y viejas verdes, ó para hombres formales y
gentes de sentido común?»

Quien así hablaba era la tercera eminencia que componía el jurado, y me
parece llegada la ocasión de describirlo.


III

D. Marcos había sido novelista. Desde que se casó con la comercianta en
paños de la calle de Postas, dejó las musas, que no le produjeron nunca
gran cosa ni le ayudaron á sacar el vientre de mal año. Continuaba, sin
embargo, con sus aficiones; y ya que no se entregara al penoso trabajo
de la creación, solía dedicarse al de la crítica, más fácil y llevadero.
Siempre en sus novelas (la más célebre se titulaba _El Candil de
Anastasio_) brillaba la realidad desnuda. De las muchas diferencias que
existían entre su musa y la de Virgilio, la principal era que la de D.
Marcos huía de las sencillas y puras escenas de la naturaleza; y así
como el pez no puede vivir fuera del agua, la musa susodicha no se
encontraba en su centro fuera de las infectas buhardillas, de los
húmedos sótanos, de todos los sitios desapacibles y repugnantes. Sus
pinturas eran descarnados cuadros, y sus tipos predilectos los más
extraños y deformes seres. Un curioso aficionado á la estadística, hizo
constar que en una de sus novelas salían veintiocho jorobados, ochenta
tuertos, sesenta mujeres _de estas que llaman del partido_, hasta dos
docenas y media de viejos verdes, y otras tantas viejas embaucadoras. Su
teatro era la alcantarilla, y un fango espeso y mal oliente cubría todos
sus personajes. Y tal era el temperamento de aquel hombre insigne, que
cuanto Dios crió lo veía feo, repugnante y asqueroso. Estos epítetos los
encajaba en cada página, ensartados como cuentas de rosario. Era prolijo
en las descripciones, deteniéndose más cuando el objeto reproducido
estaba lleno de telarañas, habitado por las chinches ó colonizado por la
ilustre familia de las ratas, y su estilo tenía un desaliño sublime,
remedio fiel del desorden de la tempestad. ¿Será preciso decir que usaba
de mano maestra los más negros colores, y que sus personajes, sin
excepción, morían ahogados en algún sumidero, asfixiados en laguna
pestilencial, ó asesinados con hacha, sierra ú otra herramienta
estrambótica? No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las
prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en
toda la redondez del globo.

De su vida privada, se contaban mil aventuras á cual más interesantes.
Mientras fué literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio
escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer. El editor que
compraba y publicaba sus lucubraciones, no era tan resuelto en el pagar
como en el imprimir, achaque propio de quien comercia con el talento; y
D. Marcos, cuyo nombre sonaba desde las márgenes del Guadalete hasta las
del Llobregat, desfallecía cubierto de laureles, sin más oro que el de
su fantasía, ni otro caudal que el de su gloria. Pero quiso la suerte
que la persona del insigne autor no pareciese costal de paja á una viuda
que tenía comercio de lana y otros excesos en la calle de Postas; hubo
tierna correspondencia, corteses visitas, honesto trato; y al fin
uniólos Himeneo, no sin que todo aquel barrio murmurara sobre el por
qué, cómo y cuándo de la boda. Lo que las musas lloraron este enlace, no
es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los
poco nutritivos laureles por la prosáica hartura de su nueva vida; y
cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que
de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada. Después de
larga luna de miel, cual nunca se ha visto en comerciantes de tela, se
afirma que no reinó siempre en el hogar la paz más octaviana. No están
conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas, que
pusieron á la esposa en peligro de morir á manos de su esposo: unos lo
atribuyen á veleidades del escritor; otros más concienzudos, y buscando
siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, á que el pesimismo
adquirido cultivando las letras infiltróse de tal modo en su
pensamiento, que llenó su vida de melancolía y fastidio. ¡Tal influjo
tienen las grandes ideas en las grandes almas!

A los ojos del profano vulgo, D. Marcos era siempre el mismo. Aconsejaba
á los jóvenes, procurando guiarles por el camino de la alcantarilla.
Daba su opinión siempre que se la pidieran, y no negaba elogios á los
escritores noveles, siempre que fuesen de su escuela colorista, que era
la escuela del betún.

Este es el tercer personaje de los cuatro que formaban mi auditorio, y
éste el que expuso su modo de pensar, diciendo:

«No está sino muy bien. Hay que pintar la vida tal como es: repugnante,
soez, grosera. El mundo es así: no nos toca á nosotros reformarlo,
suponiéndolo á nuestro capricho y antojo; nos cumple sólo retratar las
cosas como son, y las cosas son feas. Ese joven que usted ha pintado ahí
tiene demasiada luz, y le hace falta una buena dosis de negro. Hoy no
saben dar claro-obscuro al estilo, y desde que han dejado de escribir
ciertas personas que yo me sé, está la novela por los suelos. Si usted
quiere hacer una obra ejemplar, rodee á ese caballerito de toda clase de
lástimas y miserias; arroje usted sobre él la sombra siniestra de la
sociedad, y la tal sociedad es de lo más repugnante, asqueroso é inmundo
que yo me he echado á la cara. Y después, si le conviene ofrecer una
lección moral á sus lectores, haga que el chico se trueque de la noche á
la mañana, por la sola fuerza del hambre y del hastío, en un ser
abyecto, revelando así el fondo de inmundicia que en el corazón de todo
ser humano existe. Preséntele usted con toda la negra realidad de la
vida, braceando en este océano de cieno, sin poder flotar, y ahogándose,
ahogándose, ahogándose.... Pero, eso sí, déjele usted que se enamore con
hidrofobia de la dama de enfrente, porque en ese gran recurso dramático
ha de cimentarse todo el edificio novelesco. Si yo me encargara de
desarrollar el plan, lo haría de ingenioso modo, nunca visto ni en
novelas ni en dramas.

--¿A ver, á ver?--interrogamos todos, yo por afán de penetrar los
pensamientos literarios mi amigo; los demás por curiosidad y deseo de
ver en todo su horror la cloaca intelectual de aquel atroz ingenio.

--Yo haría lo siguiente--continuó:--le supondría muy desesperado, sin
saber qué hace para comunicarse y entablar relaciones con la dama de
enfrente. Suprimo eso del pajarito, que es insufrible. (La poetisa dejó
traslucir, con un movimiento de indignación, su ultrajado amor de
madre.) Él piensa unas veces meterse a bandido para robar a la dama;
otras se le ocurre quemar la casa para sacar a la señora en brazos.
Entre tanto se pone flaco, amarillo, cadavérico, con aspecto de loco o
de brujo: la casa se cae a pedazos, y en su miseria se ve obligado a
comer ratas. (Cantarranas cerró los ojos después de mirar al cielo con
angustia.) Un día se le pasa por las mientes un ardid ingenioso, y para
esto tengo que suponer que vive, no en la casa de enfrente, sino en la
buhardilla de la misma casa. Modificada de este modo la escena, fácil es
comprender su plan, que consiste en introducirse por el cañón de la
chimenea y colarse hasta el piso principal.

--¡Qué horror!--exclamó la poetisa tapándose la cara con las manos.--¡Se
va á tiznar! ¡Si al menos tuviera donde lavarse antes de presentarse á
ella!...

--No importa que se tizne--continuó el novelista.--Yo pintaría á la dama
muy hermosa, sí, pero con una contracción en el rostro que denotara sus
feroces instintos. Ha tenido muchos amantes; es mujer caprichosa: uno de
esos caracteres corrompidos que tanto abundan en la sociedad, marcando
los distintos grados de relajacion á que llega en cada etapa la especie
humana. Ha tenido, como decía, muchísimos querindangos, y al fin viene á
enamorarse de un negro traído de Cuba por cierto banquero, que es un
agiotista inicuo, un bandolero de frac.

Con estos antecedentes, ya puedo desarrollar la situación dramática, de
un efecto horriblemente sublime. Veamos: ella está en su cuarto,
lánguidamente sentada junto á un veladorcillo, y piensa en el Apolo de
Azabache, charolado objeto de su pasión. Hojea un álbum, y de tiempo en
tiempo su rostro se contrae con aquel siniestro mohín que la hace tan
espantablemente guapa. De repente se siente ruido en la chimenea: la
dama tiembla, mira, y ve que de ella sale saltando por encima de los
leños encendidos, un hombre tiznado: en su delirio cree que es el negro:
domínanla al mismo tiempo el estupor y la concupiscencia. La luz se
apaga. ¡Pataplum!... ¿Qué les parece á ustedes esta situación?

--Digo que es usted el mismo demonio o tiene algún mágico encantador que
lo inspire tan admirables cosas-respondí confuso ante la donosa
invención de D. Marcos, que me parecía en aquel momento superior
cuantos, entre antiguos y modernos, habían imaginado las más sutiles
trazas de novela.

La poetisa estaba un tanto cabizbaja, no se si porque le parecía mejor
lo suyo ó porque, teniendo por detestable el engendro de D. Marcos,
consideraba á qué límite de fatal extravío pueden llegar los más
esclarecidos entendimientos. No estará de más que con la mayor reserva
diga yo aquí, para ilustrar á mis lectores, que la poetisa tenía, entre
otros, un defecto que suele ser cosa corriente entre las hembras que
agarran la pluma cuando sólo para la aguja sirven, es decir, la envidia.

«Pues verán ustedes ahora--continuó D. Marcos--cómo armo yo el desenlace
de tan estupendo suceso. A la mañana siguiente hállase la dama en su
tocador, y ha gastado dos pastas de jabón en quitarse el tizne de la
cara. Su rabia es inmensa: está furiosa; ha descubierto el engaño, y en
su desesperación da unos chillidos que se oyen desde la calle. El joven,
por su parte, trata de huir, al ver el enojo de la que adora. Quiere
matar al desconocido mandinga, de quien está celosísimo; pero en lugar
de bajar la escalera, se ve obligado á subir por el mismo cañón de la
chimenea para no ser visto de cierto Conde que entra á la sazón en la
casa.

La fatalidad hace que no pueda subir por el cañón, habiendo sido tan
fácil la bajada; y mientras forcejea trabajosamente para ascender,
resbala y cae al sótano, y de allí, sin saber cómo, á un sumidero, yendo
á parar á la alcantarilla, donde se ahoga como una rata. La ronda le
encuentra al día siguiente, y le llevan, en los carros de la basura, al
cementerio. Como aquí no tenemos _Morgue_, es preciso renunciar á un
buen efecto final.»

Así habló el realista D. Marcos. Cantarranas estaba más nervioso que
nunca, y la poetisa sacó un pomito de esencias, para aplicarlo al
cartucho que tenía por nariz: este singular pomito era el _flacon_ que
había visto en todas las novelas francesas. Es la verdad que D. Marcos
le inspiraba profunda repugnancia, y por eso le llamaba ella _barril de
prosa_, sin duda por vengarse del otro, que en cierto artículo critico
la llamó una vez _espuerta de tonterías_.

Yo no sabía qué hacer en presencia de dos fallos tan autorizados y al
mismo tiempo tan contradictorios. Vacilaba entre figurar á mi héroe
dando migajas de pan al pajarito, ó metiendo la cabeza en los sumideros
del palacio de su amada. Miré al magnífico Duque, y le ví con la cabeza
gacha y colgante, como higo maduro. La poetisa se hallaba en un
paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución
contraria á las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, ó,
para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que
daba sombra á este modesto hisopo de los campos literarios? Y al mismo
tiempo, ¿cómo desairar á Don Marcos, tan experimentado en artes de
novela? ¿Cómo renunciar á su plan, que era el más nuevo, el más extraño,
el más atrevido, el más sorprendente de cuántos había concebido la
humana fantasía? En tan crítica situación me hallaba con el manuscrito
en las manos, la boca abierta, los ojos asombrados, indeciso el magín y
agitado el pecho, cuando vino á sacarme de mi estupor y á cortar el
hilo de mis dudas la voz del cuarto de los personajes que el jurado
componían. Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja,
cuyas crines por innumerables agujeros se salían: allí estaba, con
aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro
severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir á este personaje, el
más importante sin duda de los cuatro, y voy á hacerlo.


IV

Si cuarenta años de incansable laboriosidad, de continuos servicios
prestados al arte, á las letras y á la juventud, son título bastante
para elevar á un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar
más por cima de la vulgar muchedumbre que D. Severiano Carranza,
conocido entre los árcades de Roma por _Flavonio Mastodontiano_. Era
casi académico, porque siempre que vacaba un sillón se presentaba
candidato, aunque nunca quisieron elegirle. Su fuerte era la erudición;
espigaba en todos los campos: en la historia, en la poesía, en las artes
bellas, en la filosofía, en la numismática, en la indumentaria. Recuerdo
su última obra, que estremeció al mundo de polo á polo, por tratar de
una cuestión grave, á saber: de si el Arcipreste de Hita tenía ó no la
costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por
la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick,
Gottinga, Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre
Carranza era un alma de cántaro al atreverse á negar un hecho que
formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su
disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fué causa
de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré
nada, pues corre en manos de todo el mundo, de su famoso discurso sobre
el modo de combinar las _tes_ y las _des_ en el metro de Arte Mayor, el
cual le alzara á los cuernos de la luna, si antes, para gloria de España
y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado á la estampa la
nunca bastante encarecida _Oda á la invención de la pólvora_, en que
llamaba á este producto químico _atmósfera flamínea_. Esta es su única
obra de fantasía. Las demás son todas eruditas, porque vive consagrado á
los apuntes. Como crítico, no se le igualaba ni el mismo Cantarranas,
aunque no faltan biógrafos que le equiparan á él, y hubo alguno que
aseguró le aventajaba en muchas cosas. Basta decir que Carranza había
leído cuanto salió de plumas humanas, siendo de notar que todo libro
que pasase por su memoria dejaba en ella un pequeño sedimento ó
depósito, aunque no fuera más grande que una gota de agua.

No había fecha que él no supiera, ni nombre que ignorara, ni dato que le
fuera desconocido, ni coincidencia que se escapase á su penetración y
colosal memoria. Bien es verdad que de este almacén sacaba el cargamento
de sus críticas, las cuales tenían más de indigestas que de sabrosas,
porque no existe cosa antigua que no sacara á colación, ni autor clásico
que no desenterrara á cada paso para llevarle y traerle como á los
gigantones en día de Corpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se
componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar.
Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y
bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se
les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un
mismo pliego de papel, por miedo á las redundancias y sonsonetes. En
cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del mondadientes de
marfil de una dama, viéndose obligado á repetirlo por la fuerza de la
sintaxis y pareciéndole vulgar la palabra palillo, llamó á aquel objeto
el _ebúrneo estilete_. Por esta razón aparecían en sus escritos unas
palabrejas que sus enemigos, en el furor de la envidia, llamaban
estrambóticas. Tratarle á él de pedante era cosa corriente entre los
malignos gaceterillos, que molestan siempre á los grandes hombres, como
las pulgas al león.

La persona del erudito Carranza era tan notable como sus obras.
Componíase de un destroncado cuerpo sobre dos no muy iguales piernas,
brazos pequeños y los hombros cansadísimos; exornando todo el edificio
un sombrero monumental, bajo el cual solía verse, en días despejados, la
cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que
afectaba cierto desaliño, lo que más descollaba era la boca, donde en un
tiempo moraron todas las gracias, y ahora no quedaba ni un diente; y la
nariz hubiera sido lo más inverosímil de aquel rostro si no ocuparan el
primer lugar unos espejuelos voluminosos tras los cuales el ojo
perspicaz y certero del crítico fulguraba.

Estos ojos fueron los que me miraron con severidad que me turbó; esta
boca fue la que con voz tan solemne como cascada, tomó la palabra y
dijo:

«¡Oh extravío de las imaginaciones juveniles! ¡Oh ruindad de
sentimientos! ¡Oh corrupción del siglo! ¡Oh bajeza de ideas! ¡Oh pérdida
del buen gusto! ¡Oh aniquilamiento de las clásicas reglas! ¿Hay más
formidable máquina de disparates que la que usted escribió ni mayor
balumba de despropósitos que la que esa señora y ese caballero han
dicho? ¿En qué tiempos vivimos? ¿Qué república tenemos? Vaya usted,
señora, á coser sus calcetas y á espumar el puchero, y usted D. Marcos,
á cuidar sus hijos si los há, y usted, joven, á aprender un oficio, que
más cuenta le tiene cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que
componer libros. Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto
para toda clase de _pecus_, ó jardín frondosísimo donde sólo los más
delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros
del pensamiento, á condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que
no es dado á tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se
sirven en el ágape de los dioses.»

Como Semíramis cuando ve aparecer la sombra de Nino para echarle en cara
sus trapicheos; como Hamlet cuando oye al espectro de su padre
revelándole los delitos de la señá Gertrudis; como Moisés cuando
vislumbra á Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos: mudos,
fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por
un oráculo; su singular aspecto, su severa mirada y el eco de su
vocecilla, nos infundieron tal pavor, que hubo de transcurrir buen
espacio de tiempo antes que yo tomase aliento, y sacara la poetisa su
_flacon_, y cerrara la boca el excelente Duque.

Al fin nos repusimos del terror, y Carranza, advirtiendo el buen efecto
que sus palabras habían producido, arremetió de nuevo contra nosotros, y
de tal modo se ensañó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso
sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicarse para
disimular su enojo, mientras Cantarranas parecía inclinado, en fuerza de
su natural bondad, á ponerse de parte del tremendo crítico.

«¡Y para esto me han llamado!--decía éste.--La culpa tiene quien,
dejando serias ocupaciones y la sabrosa compañía de las musas, asiste á
estas lecturas, donde le hacen echar los bofes con tantísimo desatino.»

Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del
Aristarco, le dije:

«Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón
insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme
pudiera, ayudando con sus luces á mejorar este engendro mío que con tan
mala estrella viene al mundo?

--Sí, lo haré de muy buen grado--contestó el sabio, trocándose
repentinamente en el hombre más suave y meloso de la tierra.--Voy á
decir cómo desarrollaría yo mi pensamiento; pero han de prometerme que
no he de ser interrumpido por aplausos ni otra manifestación semejante.
Empezaré, pues, declarando que yo colocaría la acción de mi obra en
tiempos remotos, en los tiempos pintorescos é interesantes, cuando no
había alumbrado público, y sí muchas rondas y gran número de corchetes;
cuando los galanes se abrían en canal por una palabrilla, y las damas
andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y
rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso
quiera decir que no se perdiese en un santiamén. Yo no sé cómo hay
ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época
presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres
doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar
aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas. Por Dios y por
los santos, ¿cabe nada más ridículo que un diálogo amoroso, en que
aparece á cada momento la palabra _usted_, hecha para preguntar cómo
está el tiempo, los precios de la carne, etc.?... Pues bien: yo
figuraría mis personajes en el siglo XVII, y abriría la escena con gran
ruido de cuchilladas y muchos _pardieces_ y _voto á sanes_; después el
ir y venir de los alguaciles, y, por último, la voz cascada de una vieja
alcahueta que acude con su farolito á reconocer la cara del muerto.»

Todos nos mirábamos, sorprendidos ante el pintoresco cuadro que en un
periquete habia trazado aquel maestro incomparable.

«El joven pobre que ha puesto usted en la buhardilla, donde está muy
retebién, le figuraría yo un hidalgo de provincias, sin blanca y con
malísima estrella. Ha llegado á Madrid en busca de fortuna, y solicita
que le hagan capitán de Tercios, para lo cual anda de ceca en meca, sin
poder conseguir otra cosa que desprecios. La dama de enfrente es de la
más alta nobleza, hija de algún montero mayor de la Casa Real, ó cosa
por el estilo, lo cual hace que tenga entrada en Palacio, y sea bien
quista de Reyes, Príncipes é Infantes. Meteremos en el ajo algún
rapabarbas o criado socarrón que haga de tercero, porque novela ó
comedia sin rapista charlatán y enredador, es olla sin tocino y sermón
sin agustino. ¡Y cómo había yo de pintar las escenas de tabernas, las
cuchilladas, las pendencias que dirige siempre un tal Maese Blas ó Maese
Pedrillo! ¿Pues y las escenas de amor? ¡Qué discreción, qué ternezas,
qué riqueza metafórica había yo de poner allí! Carta acá, carta allá, y
entrevista en las Descalzas todos los días, porque la Condesa vieja es
tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de
Madrid sin que ella vaya á meter sus narices en la función. El
hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y
quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre,
que es un Condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un
sol, gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones,
quiere que se case con Don Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, etc., etc.,
etc., que es Contralor, hijo del Virrey de Nápoles, y Secretario del
general _qué sé yo cuántos_, que ha tomado á Amberes, Ostende, Maestrich
ú otra plaza cualquiera. El Rey tiene gran empeño en estas nupcias, y la
Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama
está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un
ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ¡Oh terrible
obstáculo! ¡Oh inesperado suceso! ¡Oh veleidades del destino! ¡Oh
amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha
enterado de que hay un galán que corteja á la niña, y se enfurece de tal
modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con su espada toledana.
Cuenta al Rey lo que pasa; la Reina le echa fuerte reprimenda á nuestra
heroína, y todos convienen en que el galán aquél es un majagranzas, que
no merece ni descalzarle el chapín á la doncella. El mozo ya no rasca
laúdes ni vihuelas, y se pasea por el Cerrillo de San Blas muy cabizbajo
y melancólico. Los criados del Conde le andan buscando para darle una
paliza; pero escapa de ella, gracias á las tretas del socarrón de su
lacayo, que no por estar muerto de hambre deja de ser maestro en
artimañas y sutilezas. Los amantes van á ser separados para siempre. Y
lo peor es que el D. Gaspar se enfurruña, y ya no quiere casarse, y
dice que si topa en la calle al pobre hidalgo, le pondrá como nuevo.
¿Qué hacer? ¡Tate!... Aquí está el _quid_ de la dificultad ¿Cómo
desenredar esta enmarañada madeja? Pues verán ustedes de qué manera
ingeniosa, con qué donosura y originalidad desato yo este intrincado
nudo, en que el lector, suspenso de los imaginarios hechos, los mira
como si fuesen reales y efectivos. ¿Que les parece á ustedes que voy á
inventar? ¿A ver?»

Todos nos quedamos con la boca abierta, sin saber qué contestarle. Yo,
sobre todo, ¿cómo había de imaginar cosa alguna que igualara á los
profundos pensamientos de aquel pozo de ciencia?

«Pues verán ustedes--prosiguió.--Hallándose las cosas como he dicho, de
repente... ¡Que novedad! ¡Qué agudísima é inesperada anagnórisis!...
Pues es el caso que el muchacho tiene un tío, oidor en Indias. Este tío
oidor, que es todo un letrado y persona de pro, muere legando un caudal
inmenso; de modo que cuando menos se lo piensa, el hidalguillo se ve con
doscientos mil escudos en el arca, y es más rico que el Conde de
enfrente. Cátate que en un momento le obsequian todos y le guardan más
miramientos que si fuera el mismo Duque de Lerma, Ministro universal. El
padre de la dama se ablanda; ésta se marcha á Platerías diciendo que va
á comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al
hidalguillo y oir de sus mismo labios la noticia de la herencia; la
Reina se desenoja; el Rey dice que les ha de casar, ó deja de ser quien
es. D. Gaspar se va furioso á las guerras de la Valtellina, donde le
matan de un arcabuzazo, y, por fin, los dos jóvenes se casan, son muy
obsequiados, y viven luengos años en paz y en gracia de Dios. Así,
señores, desarrollaría yo el pensamiento de esta novela, que, expuesta
de tal modo, pienso no seria igualada por ninguna de cuantas en lengua
italiana ó española se han escrito, desde Bocaccio hasta Vicente
Espinel, que yo las he leído todas, y aquí pudiera referirlas _ce_ por
_be_, sin que me quedara una en la cuenta.»

Aquí terminó el dictamen de D. Severiano Carranza, fénix de los
literatos. Esta lección tercera era ya demasiado carga de bochorno y
humillación para mí. Y ¿cómo había yo de continuar leyendo, si en un dos
por tres me habian mostrado aquellos personajes la flaqueza de mi
entendimiento, apto tan sólo para bajas empresas? Me afrentaron, y de
sus enseñanzas saque menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la
entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de
la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D.
Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, señal de que el
discurso no le había parecido de perlas, D. Marcos se reía del insigne
erudito, y el Duque de Cantarranas... (rubor me cuesta el confesarlo,
porque le estimo sobremanera, y desearía ocultar todo lo que le
menoscabase; pero la imparcialidad me obliga á decirlo) el Duque se
había dormido, cosa inexplicable en quien siempre fué la misma cortesía.

Otro suceso doloroso tengo que referir, y sabe Dios cuánto me cuesta
revelar cosas que puedan obscurecer algún tanto la fama que rodea á
estas cuatro venerandas personas. ¿Revelaré este funesto incidente?
¿Llevaré la mundanal consideración y el efecto particular hasta el
extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va á
derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia, y
además, si enseño una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van á
perder la estimación general quienes tantos y tan grandes merecimientos
y títulos de gloria reúnen. Hay momentos en que los más rutilantes
espíritus sufren pasajero eclipse, y entonces, mostrándose la naturaleza
en toda su desnudez, aparecen las malas pasiones que bullen siempre en
el fondo del alma humana.

Esto fué lo que pasó á mis cuatro jueces en aquella noche funesta.
Sucedió que unas palabras de D. Marcos, que fué siempre algo
deslenguado, irritaron al augusto crítico. Quiso intervenir
Cantarranas, y como la poetisa dijese no sé qué tontería de las muchas
que tenía en la cabeza, D. Marcos la increpó duramente; salió á
defenderla con singular tesón el Duque, y recibió de pasada, y como sin
querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fué aquello un campo de
Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito á
D. Marcos, D. Marcos al Duque, este al erudito, el cual se vengaba en la
poetisa, que arañaba á todos y chillaba como un estornino, siendo tal la
baraúnda, que no parecía sino que una legión de demonios se había metido
en mi casa. No pararon los irritados combatientes hasta que D. Marcos no
derramó sangre á raudales, rasguñado por la poetisa; hasta que ésta no
se desmayó, dejando caer sus postizos bucles, y haciéndome en la frente
un chichón del tamaño de una nuez; hasta que el Duque no se le fraccionó
en dos pedazos completos la mejor levita que tenía; hasta que Carranza
no perdió sus espejuelos y la peluca, que era bermeja y muy sebosa.

Así terminó la sesión que ha dejado en mí recuerdos pavorosos. He
revelado esta lamentable escena por amor á la verdad y porque debo ser
severo con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si
hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por
hacer patente lo miserable de la naturaleza humana, que aún en los más
elevados caracteres deja ver alguna ocasión su fondo de perversidad.


V

De la novela, inocente causa de tan reñida controversia y desbarajuste
final, ¿que he de decir, sino que salió cual engendrada en aciaga noche
de escándalo? Como quise adoptar las ideas de cada uno, por parecerme
todas excelentes, mi obra resultó análoga á esas capas tan llenas de
remiendos y pegotes, que no se puede saber cuál es el color y la tela
primitivos. Después de la introdución que he leído, adopté el
pensamiento del pajarito y le puse de intermediario entre los dos
amantes. Luego, pareciéndome de perlas el incidente de la chimenea, hice
que Alejo mudara á la casa de enfrente, y que una noche se deslizara muy
callandito por el interior del ennegrecido tubo, apareciéndose á la dama
cuando ésta se percataba menos. Lo del negro no me fué posible
introducirlo; pero sí el magnífico desenlace del tío en Indias, ideado
por el fénix de los críticos, aunque no pude suponerle oidor sino
tabernero, diferencia que importa poco para el caso. Así la novela,
como hija de distintos progenitores, venía á ser la cosa más pintoresca,
variada y original del mundo, y bien podía decir su autor: _«yo, el
menor padre de todos....»_ Imprimía, porque ningún editor la quería
tomar, aunque yo, llevando mi modestia hasta lo sublime, la daba por
ochenta reales al contado, y otros ochenta, pagaderos á plazos de dos
duros en dos años.

La puse á la venta en las principales librerías, y en un lustro que ha
corrido llevo despachada la friolera de tres ejemplares, con más los que
me tomaron al fiado, y que espero cobrar, si la cosecha es buena, en el
próximo otoño. Un librero de Sevilla me ha prometido comprarme un
ejemplar, si le hago una rebaja de dos reales; y este pedido, con otras
proposiciones que me dirigen de lejanas tierras, me hace esperar que
venderé hasta diez en todo lo que queda de año. No puedo quejarme, en
verdad, porque yo sé que si las cosas estuvieran mejor y sobrase dinero
en el país, no había de quedar un ejemplar para muestra.

De todos modos, me consuela la singular protección que me dispensa,
ahora como antes, el Duque de Cantarranas, mi ilustre Mecenas, quien ha
podido conseguir de un amigo suyo, dueño de una tienda de ultramarinos,
que me compre media edición al peso, y á veinticinco reales la arroba.
Si, merced á la solicitud del prócer ilustre, consigo realizar este
negocio, me servirá de estímulo para proseguir por el fatigoso camino de
las letras, que si tiene toda clase de espinas y zarzales en su largo
trayecto, también nos conduce, como sin querer, á la holgura, á la
satisfacción y á la gloria.

Madrid, Septiembre de 1872.




LA PRINCESA Y EL GRANUJA


I

Pacorrito Migajas era un gran personaje. Alzaba del suelo poco más de
tres cuartas, y su edad apenas pasaba de los siete años. Tenía la piel
curtida del sol y del aire, y una carilla avejentada que más bien le
hacía parecer enano que niño. Sus ojos eran negros y vividores, con
grandes pestañas como alambres y resplandor de pillería. Pero su boca
daba miedo de puro fea, y sus orejas, al modo de aventadores, antes
parecían pegadas que nacidas. Vestía gallardamente una camisa de todos
colores, por lo sucia, y pantalón hecho de remiendos, sostenido con un
solo tirante. En invierno abrigábase con una chaqueta que fué de su
señor abuelo, la cual, después de cortadas las mangas por el codo, á
Pacorrito le venía que ni pintada para gabán. En el cuello le daba
varias vueltas, á manera de serpiente, un guiñapo con aspiraciones de
bufanda, y cubría la mollera con una gorrita que afanó en el Rastro. No
usaba zapatos, por serle esta prenda de grandísimo estorbo, ni tampoco
medias, porque le molestaba el punto.

La familia de Pacorrito Migajas no podía ser más ilustre. Su padre,
acusado de intentar un escalo por la alcantarilla, fué á tomar aires á
Ceuta, donde murió. Su madre, una señora muy apersonada que por muchos
años tuvo puesto de castañas en la Cava de San Miguel, fué también
metida en líos de justicia, y después de muchos embrollos, y dimes y
diretes con jueces y escribanos, me la empaquetaron para el penal de
Alcalá. Aún quedaba á Pacorrito su hermana, pero ésta, abandonando su
plaza en la Fábrica de Tabacos, corrió á Sevilla en amoroso seguimiento
de un cabo de Artillería, y esta es la hora en que no ha vuelto. Estaba,
pues, Migajas solo en el mundo, sin más familia que él mismo, sin más
amparo que el de Dios, ni otro guía que su propia voluntad.


II

¿Pero creerá el pío lector que Pacorrito se acobardó al verse solo? Ni
por pienso. Había tenido ocasión, en su breve existencia, de conocer los
vaivenes del mundo, y algo de lo falso y mentiroso que encierra esta
vida miserable. Llenándose de energía, afrontó la situación como un
héroe. Afortunadamente, tenía buenas relaciones con diversa gente de su
estofa y aun con hombres barbudos que parecían dispuestos á protegerle,
y bulle que bulle, aquí me meto y allí me saco, consiguió dominar su
triste estado.

Vendía fósforos, periódicos y algún billete de Lotería, tres ramos
mercantiles que, explotados con inteligencia, podían asegurarle honradas
ganancias; así es que á Pacorrito nunca le faltaban cuatro cuartos en el
bolsillo para sacar de un apuro á un compañero, ó para obsequiar á las
amigas.

No le inquietaban gran cosa ni las molestias del domicilio ni las
exigencias del casero. Sus palacios eran el Prado en verano, y en
invierno los portales de la casa Panadería. Varón sobrio y enemigo de
pompas mundanas, se contentaba con un rincón cualquiera donde pasar la
noche. Comía, como los pájaros, lo que encontraba, sin que jamás se
apurase por esto, á causa de la conformidad religiosa que existía en su
alma, y de su instintiva fe en los misteriosos auxilios de la
Providencia, que á ningún ser grande ni chico desampara.

Los que esto lean creerán que Migajas era feliz. Parece natural que lo
fuese. Si carecía de familia, gozaba de preciosísima libertad, y como
sus necesidades eran escasas, vivía holgadamente de su trabajo, sin
deber nada á nadie, sin que le quitaran el sueño cuidados ni ambiciones;
pobre, pero tranquilo; desnudo el cuerpo, pero lleno de paz sabrosa el
espíritu. Pues á pesar de esto, el señor de Migajas no era feliz. ¿Por
qué? Porque estaba enamorado hasta las gachas, como suele decirse.

Sí, señores: aquel Pacorrito tan pequeño y tan feo y tan pobre y tan
solo, amaba. ¡Ley inexorable de la vida, que no permite á ningún sér,
cualquiera que sea, redimirse del despótico yugo del amor.

Amaba nuestro héroe con soñador idealismo, libre de todo pensamiento
impuro, á veces con ardoroso fuego que en sus venas ponía un hervor de
todos los demonios. Su corazón volcánico tenía sensaciones de todas
clases para el objeto amado, ora dulces y platónicas como las de
Petrarca, ora arrebatadas como las de Romeo.

¿Y quién había inspirado á Pacorrito pasión tan terrible? Pues una dama
que arrastraba vestidos de seda y terciopelo con vistosas pieles; una
dama de cabellos rubios, que en bucles descendían sobre su alabastrino
cuello. La tal solía gastar quevedos de oro, y á veces estaba sentada al
piano tres días seguidos.


III

Sabed cómo la conoció Pacorro y quién era aquélla celestial hermosura.

Extendía el chico la esfera de sus operaciones mercantiles por la mitad
de una de las calles que afluyen á la Puerta del Sol, calle muy
concurrida y con hermosas tiendas, que de día ostentan en sus
escaparates mil prodigios de la industria, y por las noches se iluminan
con la resplandeciente claridad del gas. Entre estas tiendas, la más
bonita es una que pertenece á un alemán, siempre llena de bagatelas
preciosísimas destinadas á grandes y pequeños. Es el bazar de la
infancia infantil y de la adulta. Por Carnaval se llena de caretas
burlescas; en Semana Santa de figuras piadosas; hacia Navidad de
Nacimientos y árboles cargados de juguetes, y por Año Nuevo de
magníficos objetos para regalos.

La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su
vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes
que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara
de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín
de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas. Sus azules
ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana.
Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón
que los de muchas damas, á los rayos del sol; y las fresas de Abril, las
cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecían cosa fea en
comparación de sus labios rojos.

Eran tan juiciosas, que jamás se movían del sitio en que las colocaban.
Sólo crujía el gozne de madera de sus rodillas, hombros y codos, cuando
el alemán las sentaba al piano, ó las hacía tomar los lentes para mirar
á la calle. De resto, no daban nada que hacer, y jamás se les oyó decir
esta boca es mía.

Entre ellas había ¡ay qué hembra! la más hermosa, la más alta, la más
simpática, la más esbelta, la mejor vestida, la más señora. Debía de ser
mujer de elevada categoría, á juzgar por su ademán grave y pomposo, y
cierto airecillo de protección que á maravilla le sentaba.

--¡Gran mujer!--dijo Pacorrito la primera vez que la vió; y más de una
hora estuvo plantado ante el escaparate, contemplando tan seductora
belleza.


IV

Nuestro personaje se hallaba en ese estado particular de exaltación y
desvarío en que aparecen los héroes de las novelas amatorias. _Su
cerebro hervía; en su corazón se enrroscaban culebras mordedoras; su
pensamiento era un volcán; deseaba la muerte; aborrecía la vida; hablaba
sin cesar consigo mismo; miraba á la luna; se remontaba al quinto
cielo_, etc.

¡Cuántas veces le sorprendió la noche en melancólico éxtasis delante del
cristal, olvidado de todo, hasta de su propio comercio y modo de vivir!
Mas no era por cierto muy desairada la situación del buen Migajas,
quiero decir, que era hasta cierto punto correspondido en su loca
pasión. ¿Quién puede medir la intensidad amorosa de un corazón de estopa
ó serrín? El mundo está lleno de misterios. La ciencia es vana y jamás
llegará á lo íntimo de las cosas. ¡Oh, Dios! ¿será posible algún día
demarcar fijamente la esfera de lo inanimado? ¿Lo inanimado, dónde
empieza? Atrás los pedantes que, deteniéndose delante de una piedra ó de
un corcho, le dicen: «Tú no tienes alma.» Sólo Dios sabe cuáles son las
verdaderas dimensiones de ese Limbo invisible donde yace todo lo que no
ama.

Bien seguro estaba Pacorrito de haber hecho tilín á la dama. Esta le
miraba, y sin moverse ni pestañear ni abrir la boca, decíale mil cosas
deleitables, ya dulces como la esperanza, ya tristes como el
presentimiento de sucesos infaustos. Con esto se encendía más y más en
el corazón del amigo Migajas la llama que le devoraba, y su atrevida
mente concebía dramáticos planes de seducción, rapto y aun de
matrimonio.

Una noche, el amartelado galán acudió puntual á la cita. La señora
estaba sentada al piano, las manos suspendidas sobre las teclas, y el
divino rostro vuelto hacia la calle. El granuja y ella se miraron. ¡Ay!
¡Cuánto idealismo, cuánta pasión en aquella mirada! Los suspiros
sucedieron á los suspiros, y las ternezas á las ternezas, hasta que un
suceso imprevisto cortó el hilo de tan dulce comunicación, truncando de
un golpe la felicidad de los amantes. Fué como esas súbitas catástrofes
que hieren mortalmente los corazones, originando suicidios, tragedias y
otros lamentables casos.

Una mano penetró en el escaparate, por la parte de la tienda, y
cogiendo á la señora por la cintura, se la llevó dentro. Al asombro de
Migajas sucedió una pena tan viva, que deseó morirse en aquel mismo
instante. ¡Ver desaparecer al objeto amado, cual si se lo tragara la
insaciable tumba, y no poder detener aquella existencia que se escapa, y
no poder seguirla aunque fuera al mismo infierno! ¡Desgracia superior á
las fuerzas de un mortal! Migajas estuvo á punto de caer al suelo; pensó
en el suicidio; invocó á Dios y al diablo....

--¡La han vendido!--murmuró sordamente.

Y se arrancó los cabellos, y se arañó el rostro; y en las pataletas de
su desesperación, se le cayeron al suelo los fósforos, los periódicos y
los billetes de Lotería. ¡Intereses del mundo, no valéis lo que un
suspiro!


V

Repuesto al cabo de su violenta emoción, el rapaz miró hacia el interior
de la tienda, y vio á unas niñas y á dos ó tres personas mayores
hablando con el alemán. Una de las chicas sostenía en sus brazos á la
dama de los pensamientos de Migajas. Hubiérase lanzado éste con ímpetu
salvaje dentro del local; pero se detuvo, temeroso de que, viendo su
facha estrambótica, le adjudicaran una paliza ó le entregasen á una
pareja.

Fijo en la puerta, consideraba los horrores de la trata de blancos, de
aquella nefanda institución tirolesa, en la cual unos cuantos duros
deciden la suerte de honradas criaturas, entregándolas á la destructora
ferocidad de niños mal criados. ¡Ay! ¡Cuán miserable le parecía á
Pacorrito la naturaleza humana!

Los que habían comprado á la señora salieron de la tienda y entraron en
un coche de lujo. ¡Cómo reían los tunantes! Hasta el más pequeño, que
era el más mimoso, se permitía tirar de los brazos á la desgraciada
muñeca, á pesar de tener él para su exclusivo goce variedad de
juguetillos propios de su edad. Las personas mayores también parecían
muy satisfechas de la adquisición.

Mientras el lacayo recibía órdenes, Pacorrito, que era hombre de
resoluciones heróicas y audaces, concibió la idea de colgarse á la zaga
del coche. Así lo hizo, con la agilidad cuadrumana que emplean los
granujas cuando quieren pasear en carruaje de un cabo á otro de la
villa.

Alargando el hocico hacia la derecha, veía asomar por la portezuela uno
de los brazos de la dama sacrificada al vil metal. Aquel brazo rígido y
aquel puño de rosa hablaban enérgico lenguaje á la imaginación de
Migajas, que en medio del estrépito de las ruedas oía estas palabras:
--¡Sálvame, Pacorrito mío, sálvame!


VI

En el pórtico de la casa grande, donde se detuvo el coche, cesaron las
ilusiones del granuja, porque un criado le dijo que si manchaba el piso
con sus pies enlodados, le rompería el espinazo. Ante esta abrumadora
razón, Migajas se retiró, lleno el corazón de un ardiente anhelo de
venganza.

Su fogoso temperamento le impulsaba á seguir adelante, arrojándose en
brazos de la fortuna, y en las tinieblas de lo imprevisto. Su alma se
adaptaba á las ruidosas y dramáticas aventuras. ¿Qué hizo el muy pillo?
Pues concertarse con los que iban á recoger la basura á la casa donde
estaba en esclavitud su adorada, y por tal medio, que podrá no ser
poético, pero que revela agudeza de ingenio, y un corazón como la copa
de un pino, Migajas se introdujo en el palacio.

¡Cómo le palpitaba el corazón cuando subía y penetraba en la cocina! La
idea de estar cerca de _ella_ le confundía de tal suerte, que más de una
vez se le cayó la espuerta de la mano, derramándose en la escalera. Pero
de ningún modo podía saciar la ardiente sed de sus ojos, que anhelaban
ver á la hermosa dama. Sintió lejanos chillidos de niños juguetones;
pero nada más. La gran señora por ninguna parte aparecía.

Los criados de la casa, viéndole tan pequeño y tan feo, le hacían mil
burlas; más uno de ello, que era algo compasivo, le daba golosinas. Una
mañana muy fría, el cocinero, ya fuese por lástima, ya por maldad, le
dio á beber de un vino áspero y picón como demonios. El granuja sintió
dulcísimo calor en todo el cuerpo, y un vapor ardiente que á la cabeza
le subía. Sus piernas flaqueaban; sus brazos desmayados caían con
abandono voluptuoso. Del pecho le brotaba una risa juguetona, que iba
afluyendo de su boca, cual arroyo sin fin, y Pacorrito reía y se
agarraba con ambas manos á la pared para no caer.

Un puntapié vigoroso, aplicado en semejante parte, modificó un tanto la
risa, y puesta la mano en la parte dolorida, Pacorrito salió de la
cocina. Su cabeza seguía trastornada. Él no sabía á dónde le conducían
sus pasos. Corrió tambaleándose y riendo de nuevo; pisó fríos ladrillos,
y después suave entarimado, y luego tibias alfombras.

De repente sus ojos se detuvieron en un objeto que en el suelo yacía.
¡Cielos!... Migajas exhaló un rugido de dolor, y cayó de rodillas.

Allí, tendida como un cadáver, los vestidos rasgados y en desorden,
partida la frente alabastrina, roto uno de los brazos, desgreñado el
pelo, estaba la señora de sus pensamientos ¡Lastimoso cuadro que partía
el corazón!

Nuestro héroe, durante un rato, no pudo articular palabra. La voz se
ahogaba en su garganta. Estrechó contra su corazón aquél frío cuerpo
inanimado, cubriéndolo de besos ardientes. La señora tenía abiertos los
ojos, y miraba con melancólica dulzura á su fiel adorador. A pesar de
sus horribles heridas y del lastimoso estado de su cuerpo, la noble dama
vivía. Pacorrito lo conoció en la luz singular de sus quietos ojos
azules, que despedían llamaradas de amor y gratitud.

--Señora, ¿quién os trajo á tan triste estado?--exclamó en tono
patético, angustioso.

Pero pronto al dolor agudísimo sucedió la ira, y Pacorrito pensó tomar
venganza de aquel descomunal agravio.

Como en el mismo instante sintiera pasos, cargó en sus brazos á la
gentil dama, echando á correr con ella fuera de la casa. Bajó la
escalera, atravesó el patio, salió á la calle con tanta velocidad. Su
carrera era como la del pájaro que, al robar su grano, oye el tiro del
cazador, y sintiéndose ileso, quiere poner entre su persona y la
escopeta toda la distancia posible.

Corrió por una, dos, tres, diez calles, hasta que creyéndose bastante
lejos, descansó, poniendo sobre sus rodillas el precioso objeto de su
insensato amor.


VII

Vino la noche, y Pacorrito vió con placer las dulces sombras que
envolvían el atrevido rapto, protegiendo sus honestos amores. Examinando
atentamente las heridas del descalabrado cuerpo de su adorada, observó
que no eran de gravedad, aunque por los agujeros del cráneo se le verían
los sesos, si los tuviera, y toda la estopa del corazón se salía á
borbotones por diferentes heridas. El traje estaba hecho girones, y
parte de la cabellera se había quedado en el camino durante la veloz
corrida. Inundósele el alma de pena al considerar que carecía de fondos
para hacer frente á situación tan apurada. Con el abandono de su
comercio se le habían vaciado los bolsillos, y una mujer amada,
mayormente si no está bien de salud, es fuente inagotable de gastos.
Migajas se tentó aquella parte de su andrajosa ropa donde solía tener
la calderilla, y no halló ni tampoco un triste ochavo.

--Ahora--pensó--ahora necesitaré casa, cama, la mar de médicos y
cirujanos, modista, mucha comida, un buen fuego... y nada tengo.

Pero como estaba tan fatigado, recostó la cabeza sobre el cuerpo de su
ídolo, y se durmió como un ángel.

Entonces, ¡oh prodigio! la señora se fué reanimando, y levantándose al
fin, mostró á Pacorrito su risueño semblante, su noble frente sin
ninguna herida, su cuerpo esbelto sin la más leve rotura, su vestido
completo y limpio, su cabellera rizosa y perfumada, su sombrero
coquetón, que adornaban diminutas flores; en suma, se mostró perfecta y
acabadamente hermosa, tal como la conoció el muchacho en la vitrina.

¡Ay! Migajas se quedó deslumhrado, atónito, suspenso, sin habla. Púsose
de rodillas y adoró á la señora como á una divinidad. Entonces ella tomó
la mano al granuja, y con voz entera, más dulce que el canto de los
ruiseñores, le dijo:

--Pacorrito, sígueme, ven conmigo. Quiero demostrarte mi agradecimiento
y el sublime amor que has sabido inspirarme. Has sido constante, leal,
generoso y heróico, porque me has salvado del poder de aquellos vándalos
que me martirizaban. Mereces mi corazón y mi mano. Ven, sígueme y no
seas bobo, ni te creas inferior á mí porque estás vestido de pingos.

Observó Migajas la deslumbradora apostura de la dama, el lujo con que
vestía, y lleno de pena exclamó:

--Señora, ¿á dónde he de ir yo con esta facha?

La hermosa dama no contestó, y tirando de la mano á Pacorrito, le llevó
por misteriosa región de sombras.


VIII

El granuja vió al cabo una gran sala iluminada y llena de preciosidades,
cuya forma no pudo precisar bien en el primer momento. Al poco rato,
comenzó á percibir con claridad mil figurillas diversas, como las que
poblaban la tienda donde había conocido á su adorada. Lo que más llamó
su atención fué ver que salieron á recibirles, luciendo sus flamantes
vestidos, todas las damas que acompañaban en el escaparate á la gran
señora.

La cual contestó con una grave y ceremoniosa cortesía á los saludos de
todas ellas. Parecía ser de superior condición, algo como princesa,
reina ó emperatriz. Su gesto soberano y su gallardo continente, sin
altanería, revelaban dominio sobre las demás. Al instante presentó á
Pacorrito. Este se quedó todo turbado y más rojo que una amapola cuando
la Princesa, tomándole de la mano, dijo:

--Presento á ustedes al Sr. D. Pacorro de las Migajas, que viene á
honrarnos esta noche.

Al pobre chico se le cayeron las alas del corazón cuando observó el
desmedido lujo que allí reinaba, comparándolo con su pobreza, sus pies
desnudos, sus calzones sujetos con un tirante y su chaqueta cortada por
los codos.

«Ya adivino lo que piensas--manifestó la Princesa con disimulo.--Tu
traje no es el más conveniente para una fiesta como la de esta noche. En
rigor, de verdad, no estás presentable.

--Señora, mi pícaro sastre--murmuró Pacorrito, creyendo que una
mentirilla pondría á salvo su decoro,--no me ha acabado la condenada
ropa.

--Aquí te vestiremos--indicó la noble dama.

Los lacayos de aquella extraña mansión eran monos pequeños y
graciosísimos. De pajes hacían unos loros diminutos, de esos que llaman
_Pericos_, y varias pajaritas de papel. Estas no se apartaban un momento
de la señora.

La servidumbre se ocupó al punto de arreglar un poco la desgraciada
figura del buen Migajas. Con unas fosforeras doradas y muy monas en
forma de zapatos, le calzaron al momento. Por gorguera le pusieron
medio farolillo de papel encarnado, y de una jardinera de mimbres
hiciéronle una especie de sombrerete pastoril, con graciosas flores
adornado. Al cuello le colgaron, á modo de condecoraciones, la chapa de
un kepis elegantísimo, una fosforera redonda que parecía reloj y el
tapón de cristal de un frasquito de esencias. Las pajaritas tuvieron la
buena ocurrencia de ponerle en la cintura, á guisa de espada ó daga, una
lujosa plegadera de marfil. Con éstas y otras invenciones para ocultar
sus haraposos vestidos, el vendedor de periódicos quedó tan guapo que no
parecía el mismo. Mucho se vanaglorió de su persona cuando le pusieron
ante el espejo de un estuche de costura para que se mirase. Estaba el
chico deslumbrador.


IX

En seguida principió el baile. Varios canarios cantaban en sus jaulas
walses y habaneras, y las cajas de música tocaban solas, así como los
clarinetes y cornetines, que se movían á sí mismos sus llaves con gran
destreza. Los violines también se las componían de un modo extraño para
pulsarse á sí propios sus cuerdas, y las trompetas se soplaban unas á
otras. La música era un poco discordante; pero Migajas, en la exaltación
de su espíritu, la hallaba encantadora.

No es necesario decir que la Princesa bailó con nuestro héroe. Las otras
damas tenían por pareja á militares de alta graduación, ó á soberanos
que habían dejado sus caballos á la puerta. Entre aquellas figuras
interesantísimas se veía á Bismarck, al Emperador do Alemania, á
Napoleón y á otros grandes hombres. Migajas no cabía en su pellejo de
puro orgulloso.

Pintar las emociones de su alma cuando se lanzaba á las vertiginosas
curvas del wals con su amada en brazos, fuera imposible. La dulce
respiración de la Princesa y sus cabellos de oro acariciaban blandamente
la cara de Pacorrito, haciéndole cosquillas y causándole cierta
embriaguez. La mirada amorosa de la gentil dama ó un suave quejido de
cansancio acababan de enloquecerle.

En lo mejor del baile, los monos anunciaron que la cena estaba servida,
y al punto se desconcertó el cotarro. Ya nadie pensó más que en comer, y
al bueno de Migajas se le alegraron los espíritus, porque, sin perjuicio
de la espiritualidad de su amor, tenía un hambre de mil demonios.


X

El comedor era precioso, y la mesa magnífica; las vajillas y toda la
loza de lo mejor que se ha fabricado para muñecas, y multitud de
ramilletes esparcían su fragancia y mostraban sus colores en pequeños
búcaros, en hueveras, y algunos en dedales.

Pacorrito ocupó el asiento á la derecha de la Princesa. Empezaron á
comer. Servían los pericos y las pajaritas tan bien y con tanta
precisión como los soldados que maniobran en una parada á la orden de su
General. Los platos eran exquisitos, y todos crudos ó fiambres. Si la
comida no disgustó á Migajas al comenzar, pronto empezó á producirle
cierto empacho, aun antes de haber tragado como un buitre. Componían el
festín pedacitos de mazapán, pavos más chicos que pájaros y que se
engullían de un solo bocado, filetes y besugos como almendras, un rico
principio de cañamones y un pastel de alpiste _á la canaria_, albóndigas
de miga de pan á la _perdigona_, fricasé de ojos de faisán en salsa de
moras silvestres, ensalada de musgo, dulces riquísimos y frutas de todas
clases, que los pericos habían cosechado en un tapiz donde estaban
bordadas, siendo los melones como uvas y las uvas como lentejas.

Durante la comida, todos charlaban por los codos, excepto Pacorrito, que
por ser muy corto de genio no desplegaba sus labios. La presencia de
aquellos personajes de uniforme y entorchados le tenían perplejo, y se
asombraba mucho de ver tan charlatanes y retozones á los que en el
escaparate estaban tiesos y mudos cual si fuesen de barro.

Principalmente el llamado Bismarck no paraba. Decía mil chirigotas, daba
manotadas sobre la mesa, y arrojaba á la Princesa bolitas de pan. Movía
sus brazos como atolondrado, cual si los goznes de éstos tuviesen un
hilo, y oculta mano tirase de él por debajo de la mesa.

«¡Cómo me estoy divirtiendo!--decía el Canciller.--Querida Princesa,
cuando uno se pasa la vida adornando una chimenea, entre un reloj, una
figura de bronce y un tiesto de begonia, estas fiestas le rejuvenecen y
le dan alegría para todo el año.

--¡Ay! dichosos mil veces--dijo la señora con melancólico acento--los
que no tienen otro oficio que adornar chimeneas y entredoses. Esos se
aburren, pero no padecen como nosotras, que vivimos en continuo
martirio, destinadas á servir de juguete á los hombres chicos. No podré
pintar á usted, señor de Bismarck, lo que se sufre cuando uno nos tira
del brazo derecho, otro del izquierdo; cuando éste nos rompe la cabeza y
aquél nos descuartiza, ó nos pone de remojo, ó nos abre en canal para
ver lo que tenemos dentro del cuerpo.

--Ya lo supongo--contestó el Canciller abriendo los brazos; cerrándolos
repetidas veces.

--¡Oh, desgraciados, desgraciados!--exclamaron en coro los Emperadores,
Espartero y demás personajes.

--Y menos desgraciada yo--añadió la dama,--que encontré un protector y
amigo en el valeroso y constante Migajas, que supo librarme del bárbaro
suplicio.»

Pacorro se puso colorado hasta la raíz del pelo.

«Valeroso y constante--repitieron á una las muñecas todas, en tono de
admiración.

--Por eso--continuó la Princesa--esta noche, en que nuestro Genio
Creador nos permite reunimos para celebrar el primer día del año, he
querido obsequiarle, trayéndole conmigo, y dándole mi mano de esposa, en
señal de alianza y reconciliación entre el linaje muñequil y los niños
juiciosos y compasivos.


XI

Cuando esto decía, el señor de Bismarck miraba á Pacorrito con expresión
de burla tan picante y maligna, que nuestro insigne héroe se llenó de
coraje. En el mismo instante, el tuno del Canciller disparó una bolita
de pan con tanta puntería, que por poco deja ciego á Migajas. Pero éste,
como era tan prudente y el prototipo de la circunspección, calló y
disimuló.

La Princesa le dirigía miradas de amor y gratitud.

«¡Cómo me estoy divirtiendo!--repitió Bismarck dando palmadas con sus
manos de madera.--Mientras llega la hora de volver junto al reloj y de
oir su incesante tic-tac, divirtámonos, embriaguémonos, seamos felices.
Si el caballero Pacorrito quisiera pregonar _La Correspondencia_, nos
reiríamos un rato.

--El señor de Migajas--dijo la Princesa mirándole con benevolencia--no
ha venido aquí á divertirnos. Eso no quita que le oigamos con gusto
pregonar _La Correspondencia_ y los fósforos si quiere hacerlo.»

Hallaba el granuja esta proposición tan contraria á su dignidad y
decoro, que se llenó de aflicción y no supo qué contestar á su adorada.

«¡Qué baile!--gritó el Canciller con desparpajo,--que baile encima de la
mesa. Y si no lo quiere hacer, pido que se le quiten los adornos que se
le han puesto, dejándole cubierto de andrajos y descalzo, como cuando
entró aquí.»

Migajas sintió que afluía toda su sangre al corazón. Su cólera impetuosa
no le permitió pronunciar una sola sílaba.

«No seáis cruel, mi querido Príncipe--dijo la señora sonriendo.--Por lo
demás, yo espero quitarle al buen Migajas esos humos que está echando.»

Una carcajada general acogió estas palabras, y allí era de ver todas las
muñecas, y los más celebres generales y emperadores del mundo, dándose
simultáneamente cachiporrazos en la cabeza como las figuras de Guignol.

«¡Qué baile! ¡Que pregone _La Correspondencia_»--clamaron todos.

Migajas se sintió desfallecer. Era en él tan poderoso el sentimiento de
la dignidad, que antes muriera que pasar por la degradación que se le
proponía. Iba á contestar, cuando el maligno Canciller tomó una paja
larga y fina, sacada al parecer de una costilla de labores, y mojando la
punta en saliva se la metió por una oreja á Pacorrito con tanta
presteza, que éste no se enteró de la grosera familiaridad hasta que
hubo experimentado la sacudida nerviosa que tales chanzas ocasionan.

Ciego de furor, echó mano al cinto y blandió la plegadera. Las damas
prorrumpieron en gritos, y la Princesa se desmayó. Pero no aplacado con
esto el fiero Migajas, sino, por el contrario más rabioso, arremetió
contra los insolentes, y, empezó á repartir estacazos á diestra y
siniestra, rompiendo cabezas que era un primor. Oíanse alaridos, ternos,
amenazas. Hasta los pericos graznaban, y las pajaritas movían sus colas
de papel en señal de pánico.

Un momento después, nadie se burlaba del bravo Migajas. El Canciller
andaba recogiendo del suelo sus dos brazos y sus dos piernas (caso raro
que no puede explicarse), y todos los emperadores se habían quedado sin
nariz. Poco á poco, con saliva y cierta destreza ingénita, se iban
curando todos los desperfectos; que esta ventaja tiene la cirugía
muñequil. La Princesa, repuesta de su desmayo con las esencias que en un
casco de avellana le trajeron sus pajes, llamó aparte al granuja, y
llevándole á su camarín reservado, le habló á solas de esta manera:


XII

«Inclito Migajas, lo que acabas de hacer, lejos le amenguar el amor que
puse en tí, lo aumenta, porque me has probado tu valor indómito,
triunfando con facilidad de toda esa caterva de muñecos bufones, la peor
casta de seres que conozco. Movida por los dulces afectos que me
impulsan hacia tí, te propongo ahora solemnemente que seas mi esposo,
sin pérdida de tiempo.»

Pacorrito cayó de rodillas.

«Cuando nos casemos--continuó la señora--no habrá uno solo de esos
emperadorcillos y cancilleretes que no te acate y reverencie como á mí
misma, porque has de saber que yo soy la Reina de todos los que en
aquesta parte del mundo existen, y mis títulos no son usurpados, sino
transmitidos por la divina Ley muñequil que estableciera el Supremo
Genio que nos creó y nos gobierna.

--Señora, señora mía--dijo, ó quiso decir Migajas--mi dicha es tanta que
no puedo expresarla.

--Pues bien--manifestó la señora con majestad--puesto que quieres ser mi
esposo, y por consiguiente, Príncipe y señor de estos monigotiles
reinos, debo advertirte que para ello es necesario que renuncies á tu
personalidad humana.

--No comprendo lo que quiere decir Vuestra Alteza.

--Tú perteneces al linaje humano, yo no. Siendo distintas nuestras
naturalezas, no podemos unirnos. Es preciso que tú cambies la tuya por
la mía, lo cual puedes hacer fácilmente con sólo quererlo. Respóndeme,
pues. Pacorrito Migajas, hijo del hombre, ¿quieres ser muñeco?

La singularidad de esta pregunta tuvo en suspenso al granuja durante
breve rato.

«¿Y qué es eso de ser muñeco?--preguntó al fin.

--Ser como yo. La naturaleza nuestra es quizás más perfecta que la
humana. Nosotros carecemos de vida, aparentemente; pero la tenemos
grande en nosotros mismos. Para los imperfectos sentidos de los hombres,
carecemos de movimiento, de afectos y de palabra; pero no es así. Ya ves
cómo nos movemos, cómo sentimos y cómo hablamos. Nuestro destino no es,
en verdad, muy lisonjero por ahora, porque servimos para entretener á
los niños de tu linaje, y aun á los hombres del mismo; pero, en cambio
de esta desventaja, somos eternos.

--¡Eternos!

--Sí, nosotros vivimos eternamente. Si nos rompen esos crueles
chiquillos, renacemos de nuestra destrucción y tornamos á vivir,
describiendo sin cesar un tenebroso círculo desde la tienda á las manos
de los niños, y de las manos de los niños á la fábrica tirolesa, y de la
fábrica á la tienda, por los siglos de los siglos.

--¡Por los siglos de los siglos!--repitió Migajas absorto.

--Pasamos malísimos ratos, eso sí--añadió la señora;--pero en cambio no
conocemos el morir, y nuestro Genio Creador nos permite reunirnos en
ciertas festividades para celebrar las glorias de la estirpe, tal como
lo hacemos esta noche. No podemos evadir ninguna de las leyes de nuestra
naturaleza; no nos es dado pasar al reino humano, á pesar de que á los
hombres se les permite venir al nuestro, convirtiéndose en monigotes
netos.

--¡Cosa más particular!--exclamó Migajas lleno de asombro.

--Ya sabes todo lo necesario para la iniciación muñequillesca. Nuestros
dogmas son muy sencillos. Ahora medítalo y responde á mi pregunta:
¿quieres ser muñeco?

La Princesa tenía unos desplantes de sacerdotisa antigua, que cautivaron
más á Pacorrito.

«Quiero ser muñeco,» afirmó el granuja con aplomo.

Y al punto la Princesa trazó unos endiablados signos en el espacio,
pronunciando palabrotas que Pacorro no sabia si eran latín, chino ó
caldeo, pero que de seguro serían tirolés. Después la dama dio un
estrecho abrazo al bravo Migajas, y le dijo:

«Ahora ya eres mi esposo. Yo tengo poder para casar, así como lo tengo
para recibir neófitos en nuestra gran Ley. Amado Principillo mío,
bendito seas por los siglos de los siglos.»

Toda la corte de figurillas entró de repente, cantando con música de
canarios y ruiseñores: «Por los siglos de los siglos.»


XIII

Discurrieron por los salones en parejas. Migajas daba el brazo á su
consorte.

«¡Es lástima--dijo ésta--que nuestras horas de placer sean tan breves!
Pronto tendremos que volver á nuestros puestos.»

El Serenísimo Migajas experimentaba, desde el instante de su
transformación, sensaciones peregrinas. La más extraña era haber perdido
por completo el sentido del paladar y la noción del alimento. Todo lo
que había comido era para él como si su estómago fuese una cesta ó una
caja, y hubiera encerrado en ella mil manjares de cartón que ni se
digerían, ni alimentaban, ni tenían peso, substancia ni gusto.

Además, no se sentía dueño de sus movimientos, y tenía que andar con
cierto compás difícil. Notaba en su cuerpo una gran dureza, como si todo
él fuese hueso, madera ó barro. Al tentarse, su persona sonaba á
porcelana. Hasta la ropa era dura, y nada diferente del cuerpo.

Cuando, solo ya con su mujercita, la estrechó entre sus brazos, no
experimentó sensación alguna de placer divino ni humano, sino el choque
áspero de dos cuerpos duros y fríos. Besóla en las mejillas, y las
encontró heladas. En vano su espíritu, sediento de goces, llamaba con
furor á la naturaleza. La naturaleza en él era cosa de cacharrería.
Sintió palpitar su corazón como una máquina de reloj Sus pensamientos
subsistían, pero todo lo restante era insensible materia.

La Princesa se mostraba muy complacida.

«¿Qué tienes, amor mío?--preguntó á Pacorrito viendo su expresión de
desconsuelo.

--Me aburro soberanamente, chica--dijo el galán, adquiriendo confianza.

--Ya te irás acostumbrando. ¡Oh deliciosos instantes! Si durárais mucho,
no podríamos vivir.

--¡A esto llama delicioso tu Alteza!--exclamó Migajas.--¡Dios mío, qué
frialdad, qué dureza, qué vacío, qué rigidez!

--Tienes aún los resabios humanos, y el vicio de los estragados
sentidos del hombre. Pacorrito, modera tus arrebatos ó trastornarás con
tu mal ejemplo á todo el muñequismo viviente.

--¡Vida, vida, sangre, calor, pellejo!--gritó Migajas con desesperación,
agitándose como un insensato.--¿Qué es esto que pasa en mí?»

La Princesa le estrechó en sus brazos, y besándole con sus rojos labios
de cera, exclamó:

«Eres mío, mío por los siglos de los siglos.»

En aquel instante oyóse gran bulla y muchas voces que decían: «¡La hora,
la hora!»

Doce campanadas saludaron la entrada del Año Nuevo. Todo desapareció de
súbito á los ojos de Pacorrito: Princesa, palacio, muñecos, emperadores,
y se quedó solo.


XIV

Se quedó solo y en obscuridad profunda.

Quiso gritar y no tenía voz. Quiso moverse y carecía de movimiento. Era
piedra.

Lleno de congoja esperó. Vino por fin el día, y entonces Pacorrito se
vió en su antigua forma; pero todo de un color, y al parecer de una
misma materia: cara, brazos, ropa, cabello y hasta los periódicos que
en la mano tenía.

»Ya no me queda duda--exclamó llorando por dentro.--Soy mismamente como
un ladrillo.

Vió que frente á él había un gran cristal con algunas letras del revés.
A un lado multitud de figurillas y objetos de capricho le acompañaban.

«¡Estoy en el escaparate!... ¡Horror!»

Un mozo le tomó cuidadosamente en la mano, y después de limpiarle el
polvo volvió á ponerle en su sitio.

Su Alteza Serenísima vió que en el pedestal donde estaba colocado, había
una tarjeta con esta cifra: 240 _reales_.

«Dios mío, es un tesoro lo que valgo. Esto al menos le consuela á uno.»

Y la gente se detenía por la parte de afuera del cristal, para ver la
graciosa escultura de barro amarillo representando un vendedor de
periódicos y cerillas. Todos alababan la destreza del artista, todos se
reían observando la chusca fisonomía y la chavacana figura del gran
Migajas, mientras éste, en lo íntimo de su insensible barro, no cesaba
de exclamar con angustia:

«Muñeco, muñeco, por los siglos de los siglos!»

Enero de 1879.




JUNIO[2]


I

En el jardín.


Mayo se enojará, lo sé; pero rindiendo culto á la verdad, es preciso
decírselo en sus barbas. Sí: el imperio de las flores en nuestro clima,
no le corresponde.

¡Tunante! ¿Qué dirán de él en la otra vida las almas de aquellas
pobrecitas á quienes dejó morir de frío después de abrasarlas con
importunos calores? En cambio, Junio, si alguna vez las calienta con
demasiado celo (porque es algo brusco, llanote y toma muy á pecho sus
obligaciones), también las orea delicadamente con abanico, no con el
atronador fuelle de los vientos septentrionales; se desvive por tenerlas
en templada atmósfera, las abriga y las refresca, todo con esmerado
pulso y medida; dales savia fecunda, primorosa luz, sustento benéfico,
frescas y transparentes aguas. Hay que ver cómo derrocha este
capitalista sus tesoros, calor, luz, frescura y aire, humedad y lumbre.
Se parecería á muchos ricos de la tierra si no empleara toda su fortuna
en hacer bien.

Aquí están sus obras.

Ved los pensamientos, con sus caritas amarillas y sus caperuzas de
terciopelo. Miran á un lado y á otro, mecidos por el delicioso aliento
de la mañana, y tiemblan de gozo contemplándose tan guapos, tan
saludables, tan vividores. Los ojuelos negros de estos enanos, que, á
semejanza de los ángeles menores, no tienen sino cabeza y alas, nos
miran con picaresca malicia, y hasta parece que se ríen, los muy pillos,
cuando el viento les hace dar cabezadas unos contra otros, agitándolos
en toda la extensión de su inmensa falanje. Los hay pálidos y
linfáticos; los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito
hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; éstos parecen calvos; de
aquéllos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas
pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda: «Compañeros, á vivir
se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos
dando!»

Más juiciosas son esas chiquillas que llaman minutisas, pues si las han
puesto en compañía de tales granujas, saben ellas formar grupos
encantadores, ramilletes que parecen corrillos, y jugando á la rueda sin
admitir á ningún intruso, se entienden solas. Estas lindas estrellas de
la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son
parientas lejanas del orgulloso clavel. ¡Nadie lo diría, porque son tan
modestas...!

Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de
mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano. La
embriagadora poesía que de él brota incita al sibaritismo, á las
ardientes pasiones. ¡Ah calaverón!... Este vicioso es tan popular, que
hasta los pobres más pobres lo crían, aunque sea en una olla rota.
Parece que hace soñar, como el opio, felicidades imposibles. Su fuerte
aroma sensual es como una visión.

No son así las rosas, que aparecen en este mes en primoroso estado de
madurez. Las de Mayo eran niñas, éstas son damas, y en sus abiertas
hojas ahuecadas, blandas, puras, tenues, hay no sé qué magistral arte
del mundo. Si Dios les concediera un soplo más de vida, uno no más,
hablarían seguramente; pero más vale que estén mudas. Una gracia
infinita, una delicadeza incomparable, una hermosura ideal, hacen de
esta flor la sonrisa de la Naturaleza. Cuando las rosas mueren, el
mundo se pone serio.

Allá lejos, encaramado sobre la tapia ó al arrimo de la antigua pared,
buscando la soledad, buscando la altura, esperando con ansia la sosegada
noche, está el galán, el poeta sentimental, el romántico jazmín, en una
palabra. Pálido y pequeño, toda su vida es alma. Le tocan, y cae del
tallo. Vive del sentimiento, ama la noche, y si los aromas fueran
música, el jazmín seria el ruiseñor.

Fijemos la vista en las gallardas peonías. No se necesitan ciertamente
anteojos para verlas, según son de abultadas y presumidas. No merecen
mis simpatías estas enfáticas señoras que todo lo gastan en trapos; y si
está fuera de duda que son bellas, ello es que antes admiran que
enamoran, y su hermosura más tiene de aparente que de real. Nada, nada;
aquí hay algo postizo: estas señoras se pintan.

Grande y vistosa es también aquélla. Saludemos á la magnolia, princesa
india que ha venido de viaje y se ha quedado en nuestro clima. No está
bien de salud la señora; pero ¡qué aristocrática, qué regia es esta
amazona! No se contenta con ser fragante y deliciosa flor, sino que
quiere ser árbol, es decir, hombre. Ved cómo cabalga en la alta rama, y
atrevida mira cara á cara al olmo corpulento, al castaño de mil flores y
al quijotesco eucaliptus.

Por el suelo rastrea muchedumbre de pajes y espoliques, alelíes,
espuelas de caballero, gentezuela menuda que vive de la adulación, á la
sombra de los grandes señores, y el bíblico lirio, vestido siempre de
Nazareno. La madreselva, arisca y melancólica por la nostalgia que la
perturba, busca el campo de donde contra su voluntad la han traído; mira
ansiosa á todos lados para orientarse; se va arrastrando por los
troncos, por las barandillas, por las escalinatas, hasta que logra tocar
con su crispada mano la cerca; sube; va trepando, trepando, y se asoma
para ver horizontes y el libre espacio y hacerse la ilusión de que es
libre. Esta flor, como muchas personas, no tiene más que manos, y son
blancas, finas, aromáticas; pero aunque contrae sus finos dedos, cual si
fuera á coger alguna cosa, jamás coge nada.

¡Paso al pueblo! La inmensa república de geranios todo lo llena. Parece
que no hay tierra bastante para estos gorros colorados que se reproducen
con facilidad maravillosa, y crecen como la plebe, duran como la
ignorancia, y resisten fríos y soles como la pobreza. Para que nada
falte, hasta los cactus, caterva de repugnantes bufones, se engalanan
con gorritos de vistosas plumas; otros se ponen gregüescos amarillos, y
algunos se encargan vestidos completos de Mefistófeles, como estudiantes
en Carnaval, y tienen el descaro de vestir con ellos sus ventrudos
cuerpos. Otros, flacos y verrugosos, siguen con las manos en los
bolsillos, riéndose de todo y agitando el bastón con borlas de
escarlata. Pero á nadie hacen gracia estas caricaturas vegetales, flores
que parecen lagartos, sapos que parecen plantas, y viven aislados, sin
sociedad, visitados tan sólo de las abejas, que á menudo vienen á
decirles un secreto al oído.

Si las violetas no hubiesen exhalado su último aroma en Mayo; si los
jacintos no estuvieran ya en el limbo de sus jóvenes cebolletas; si las
dalias, por el contrario, no durmiesen aún en el vientre de sus batatas;
si las petunias no se hallaran en estado de lactancia, y las campanillas
dando los primeros pasos; si las francesillas no hubiesen bajado también
al frío sepulcro de sus arañuelas, y las extrañas no estuvieran aún
cortando sus múltiples gasas de bailarina para presentarse en el Otoño,
el panorama floreal de Junio sería completo.

NOTA:

[2] Escribióse este artículo para la serie descriptiva de los doce meses
del año, publicada por la _Ilustración Española y Americana_ en su
_Almanaque_ de 1877.


II

En el campo.


Un monstruo, un gigante, un figurón, que parece hombre y no es más que
espantajo, bracea y gesticula en medio del campo. Es el funcionario
inamovible encargado de advertir á los gorriones que el trigo no se ha
sembrado para ellos. ¡Ah! los gorriones, lo más canalla de la creación,
la casta de pillos y rateros más desvergonzados que hay sobre la tierra.
Cuando hicieron sus nidos, se metían en las casas para robar, de los
costureros de las señoras, hilachas y trapos, de que luego, con la mayor
destreza, hacían sábanas, almohadas y edredones para sus hijuelos.
Ahora, estos graciosos bandidos andan por esos mundos ejerciendo su
depravada rapacidad en los trigos y en las hortalizas. Todo se lo comen,
todo lo pican, todo lo han de catar, como si fuese preciso que dieran su
opinión sobre cuanto Dios cría en esta época. Si al menos fueran como
las amapolas, que aunque se meten en todas partes, no toman nada... ¡Qué
hermosos están los trigos! Llovió tan á tiempo, que la espiga ha salido
robusta y cuajada de corpulentos granos. Ya se está poniendo rubio, y
como continúe el tiempo seco y tibio (pues la lluvia, por San Juan,
quita vino y no da pan) pronto se le podrá meter la hoz.

El labrador no le quita los ojos sino para mirar al cielo. Este es el
mes crítico, el mes de las esperanzas, el resumen del año, la cifra
adicional de esta larga cuenta de gastos y beneficios que doce meses
dura. El labrador está contento, y espera pagar la contribución, los
intereses del préstamo que le hizo el judío de la localidad; comprar
aperos nuevos, remendar la casa, regalarse por San Juan, y aun guardar
en el bolso tal cual pieza de á cinco duros para lo que pueda
sobrevenir.

Escarda los trigos y los garbanzos, las lechugas, las habas; aporca las
patatas, y todas las siembras de primavera. Pasa revista á los árboles
frutales, á ver cómo van cuajando. Las cerezas abundan. En cuanto á los
perales, todavía no se sabe á punto fijo lo que darán; pero esta noble
familia, que es sumamente cortés y atenta, manda en este mes, como
regalo extraordinario, unas peritas sabrosas, que aceptamos con júbilo.
San Juan las trae, las apadrina y les da su nombre. El mismo santo, al
venir con su puntualidad acostumbrada, ha traído en el morral excelentes
brevas, y es tan fino y liberal, que dice que para el año que viene
traerá lo mismo.

El labrador azufra las viñas, y después las aporca y arrodriga, dándoles
unos bastoncitos para que se apoyen y estiren sus entumecidos brazos.
Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos,
escarolas diversas, coles de Milán rizadas, brécoles, malpicas, perejil
y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre
las cuales hay excelentes personas que nos acompañan á la mesa y se
dejan comer.

También atiende á una faena tan interesante como útil. Llama á las
ovejas y les dice: «Con el calor que se ha entrado, señoras, para nada
necesitáis esos gabanes de invierno.» ¡Es admirable el equipo de la
muchedumbre pecuaria! Carnero hay que ostenta un carrik con el cual se
envanecerían muchos hombres; otros llevan luengo capote ruso de
blanquísima y espesa lana.--«Venga todo eso, y al fresco,
caballeritos--añade el ganadero--que vuestro próvido sastre os vestirá
gratis el año que viene, mientras yo tengo que arreglarme con vuestra
ropa de desecho.» Suenan las tijeras y empieza la operación de descortar
gabanes, paletós y bufandas. Hasta las ovejas más enseñoradas se quedan
sin sus manteletas, y los corderillos pierden sus chaquetitas de
astracán.

En el corral aparece un día la gallina, muy satisfecha. Allá, como Dios
le da á entender, con sus cacareos sonoros, le dice al amo que ya tiene
_veinte criados más que le sirvan_. Y es buena casta de chicuelos: no
será preciso ponerles ama de cría, que ya saben ellos buscarse la vida.
Con el cuerpecillo cubierto de pelos y algo de cascarón adherido aún á
semejante parte, corren alrededor de su madre, asombrados de todo: del
cielo, de la luz, del aire, dándose el parabién por haber sabido escapar
de aquel lóbrego huevo donde los tenían encerrados contra toda justicia
y razón. Los patitos ven un charco, sienten bullir en su mente el genio
de Colón, y zás... al agua. Cuando regresan, la gallina les echa una
reprimenda por su osadía; pero son tan mal criados, que al poco rato
vuelven á hacer lo mismo.

Los pavos grandecitos se ponen las corbatas rojas y la monterilla, y se
van al campo en manadas, sin juntarse con nadie más que con los de la
familia, porque estos fatuos son muy linajudos, y andan á compás,
gravemente, pronunciando palabrotas huecas y aun echando unos
discursazos, como los de ciertos oradores, llenos de apóstrofes y
epifonemas, pero sin pizca de sentido.

Allá en el monte, entre las negras encinas y los tomillos, una escena
lamentable ocurre. Millares de señoras enfurecidas zumban y pican,
defendiendo el fruto de su maravillosa industria. Son las más diestras y
más pulcras fabricantes de mermeladas, almíbares y caramelos que hay en
la creación, y es por demás lastimoso que de la riquísima confitería con
tanto afán y labor tan prolija formada en largos días, venga á
incautarse un zafio ganapán, que con sus manos lavadas (ó sucias) se
apropia el delicioso néctar. Y no trate de disculparse el desvergonzado
gorrón diciendo que con la miel va á hacer medicinas, y con la cera
velas para los santos... «Aquí no se admiten subterfugios. Atrás, pillo,
ladrón, descamisado, demagogo. Pero todo es inútil. Se lleva, se lleva
nuestra cosecha, nuestro bienestar, nuestra riqueza. Pobres hermanas
arruinadas, ¿qué haremos para recobrar la perdida colmena?» Empezar
otra.

Más allá.... Pero no: ya no se oye aquel persistente chasquido de hojas
magulladas; ya no percibimos el rumor de los voraces dientes.
¡Silencio!... Industriales de la tierra, fabricantes, obreros,
tejedores, artífices, todo el mundo de rodillas. El gusano de seda ha
empezado su capullo.


III

En la cocina.


Como los prados están tan apetitosos para los ganados, la carne de este
mes es la mejor del año. La vaca y el carnero hacen honor á su alto
renombre.

Todavía hay fresa abundante, y las cerezas entran enredadas unas en
otras, porque no les gusta ir solas; que bien se conoce su cortedad de
genio en el vivo rubor que enciende sus mejillas. Las uvas y melones no
vienen aún; pero Toledo nos manda sabrosos albaricoques.

Los guisantes, los rabanitos y las alcachofas se presentan en la plaza
todos los días, acompañados de algún espárrago tardío, que pide mil
perdones por no haber venido antes.

Los pollos nuevos, que hasta ahora no servían más que para guisados,
entran, y con mucha urbanidad nos piden que los asemos con setas.
Galantemente recomiendan, previa presentación, á sus primos los patitos
y á sus parientes las palomas silvestres.

Un caballero, un prócer, un lord, aparece, sombrero en mano, suplicando
que lo metan de una vez en la cazuela, sin olvidarse de advertir que
aquélla ha de ser grande. Es talludo y obeso; viste impermeable blanco,
y su rosada piel indica que tenemos en casa á un caballero inglés. Es el
señor de Salmón. ¡Adelante!

Tras él aparecen, pidiendo fuego y aceite y aromáticas especias, los
primeros lenguados, y traen afectuosos recaditos de las ostras, que no
pueden venir mientras los meses carezcan de _r_; y también asoman
algunos rodaballos y menudos pajeles.

¿Quién más llega? La señora anguila, que viene en embajada de parte del
agua dulce... ¡Adelante!


IV

En la religión.


Por más prisa que se da el pobrecito, no puede llegar hasta el día 13.
Viene jadeante, fatigado, los desnudos pies llenos de sangre por los
picotazos de las zarzas. En el camino ha estado predicando á las aves y
á los peces, y por eso no ha podido venir más pronto. Además, trae gran
pesadumbre sobre sus manos, que sustentan un libro, y sobre el libro un
divino Niño, que es el Redentor del mundo. Trae también una vara de
azucenas.

Su humilde hábito franciscano está lleno de remiendos, señal inequívoca
de pobreza. Es su semblante juvenil, pálido, ardoroso, calenturiento,
porque la devoción le inflama, y sublime, místico amor le espiritualiza.

Tiénele preocupado y melancólico el sinnúmero de matrimonios que le
piden y que no puede dar, así como el mal éxito de los que concedió
generosamente el año pasado. Prepárase á recibir cantidad mediana de
solicitudes pidiendo novios y no pocas demandas de buenas novias. ¡Ay!
él es tan bueno que está dispuesto á darlas, y las daría si las hubiera.

¡Salve, santo de la juventud, de la inocencia, de los tiernos amores,
de las esperanzas risueñas! ¡Salve, adorno preciosísimo de los ciclos
celestiales, joven sublime, gran soldado de Cristo, apóstol de la
humanidad, amor del pobre, huésped cariñoso de las moradas modestas!
¡Salve, encarnación de la fe sencilla, de las creencias puras á que
debieron paz y consuelo las edades todas! Al poner tu descalzo pie en el
rústico altar del pobre, parece que las lóbregas estancias se llenan de
celeste luz. Rosadas nubes te circundan, y de tus azucenas se desprenden
finísimos aromas que embelesan el alma, dándole á conocer el puro
ambiente que en la mansión de los justos se respira.

Recibe las piadosas ofrendas del pobre; acepta el fulgor de esas luces
de aceite, que palidecen entre los torrentes de claridad divina que
traes contigo, y presta oídos á los ruegos, á las recomendaciones y
solicitudes hechas con limpio corazón.

En algunos pueblos son tan impíos, tan ingratos los labradores (esto lo
he visto), que cuando San Antonio no accede al suministro de novios, le
vuelven de espaldas en el altar, poniéndole con la cara hacia la pared,
y sé que una doncella desesperada le metió en el pozo atándole una
cuerda al cuello; pero estas excepciones irreverentes y sacrílegas no
merman en general la devoción y popularidad del santo paduano, ideal
figura del catolicismo, y uno de los seres más perfectos y menos
imitados, mientras anduvo en carne mortal por la tierra.

Tras él viene otro no menos grande. Se ha detenido administrando el
primer Sacramento; pero ya está ahí: sólo que no gusta de entrar hasta
el día 24, y ni un solo año ha faltado á la costumbre. Recíbele, como á
San Antonio, la hueste frescachona de albahacas, unas plantas humildes,
olorosas, con olor de huerto más que de jardín, y muy frescas y
diminutas. Las hay como avellanas, en tiestecitos del tamaño de
almendras.

Acompáñanle ciertos heraldos que se llaman las rosquillas de la tía
Javiera, y á su paso, el suelo está empedrado de buñuelos. Blanquecinas
hojas del árbol del Paraíso embalsaman la atmósfera en torno suyo. Todas
las flores de la estación salen á relucir sus lindas personas en
graciosos grupos que se llaman ramos. Matas diversas adornan las casas,
y los altares parece que reverdecen y se cubren de vegetación. En las
calles, en los campos, en el cerro, en la cabaña, en el monte, no se
encuentra un medio bastante expresivo para declarar la alegría que
inunda el mundo, y en vez de poner flores, encienden hogueras. Rosas y
llamas saludan al enviado de Dios.

Inefable contento llena los pueblos; lo que no es extraño, porque todo
el mundo se llama Juan. La madrugada del 24 es la más poética de las
365 que hay en el año. No amanece, no, como en los demás días. Hay
playas donde aparecen fantásticas ciudades. El sol no se presenta sobre
el horizonte con la circunspección que parece inherente á sujeto de
tanto peso y calidad, no. Su Majestad entra bailando, haciendo graciosas
cabriolas y volteretas, cual si hubiera perdido el juicio ó empinado el
codo. En las puertas de todas las casas, pucheros, palanganas, barreños
llenos de agua reflejan las locuras del Rey de los astros, y los dibujos
que la juguetona luz hace en el líquido espejo son representaciones más
ó menos claras del destino individual.

El rocío de esta madrugada tiene una misión tan singular como
interesante: sirve para conservar la belleza, y hasta las feas se lavan
en él, seguras de hermosear durante el año. Una clara de huevo puesta en
vaso de agua la noche anterior toma las más extrañas formas, y es
jeroglífico cuyos signos hablan, cuyas figuras emblemáticas anuncian las
contingencias de la vida. Si la caprichosa albúmina fabrica un ataúd, la
muerte está cerca.

El santo ha perdido mucho tiempo la noche anterior recorriendo á la
calladita las casas para dejar juguetes en los zapatos de los chicos;
después ha puesto ramos en las ventanas de las mozas; y como éstas son
tantas y no es prudente desenojar á ninguna de ellas, el primo de Jesús
llega un poco tarde á la iglesia. Verdad es que tenemos misa mayor, la
cual no exige extraordinario madrugar. ¡Qué solemnidad, qué alegría, qué
exaltado entusiasmo respira la iglesia! El sermón versa sobre la
infancia de Jesús, asunto que no puede ser más bonito; y oyendo las
palabras del cura, parece que es el santo quien habla, porque alza el
dedo y su boca entreabierta expresa muy al vivo la emisión de la
palabra.

Como el año ha sido bueno, la procesión no deja nada que desear en punto
á brincos, cohetes, vivas, cantares, piporrazos, aleluyas, flores,
ramos, tortas, plegarias. Por la tarde, algunas cabezas dan en el suelo
ó se estrellan contra la esquina. Es el alcohol que sube al pulpito.

De noche, sobre el negro cielo, surgen las más hermosas especies de una
flora rutilante, tallos de fuego que se elevan rápidamente, y alla
arriba echan de improviso cantidad de flores, de luz, que duran un
momento y se deshojan cayendo en chispas: son los cohetes. Flores
gigantescas dan vueltas, como las imágenes luminosas del sueño
calenturiento; y torres fabricadas con arena de estrellas destácanse
imponentes, hasta que un soplo las destruye, cual si fueran ilusiones, y
todo queda más obscuro que antes. Una ráfaga luminosa flota en el negro
espacio, última chispa de la pólvora moribunda, que sonríe al espirar.
Es una cinta que pasa veloz: el gallardete de la cruz del santo. San
Juan se marcha.

Los días pasan alegremente, y el 29 aparecen dos grandes llaves; tras de
las llaves, una mano que las empuña; tras de la mano, un brazo; después
una hermosa cabeza calva, un cuerpo robusto, un hombre con humilde saya
y los pies desnudos. Es el Príncipe de los Apóstoles, el primero de
todos los santos, el Pescador, Pedro, la piedra, el cimiento, la cabeza
de la Iglesia. Mucho hay que decir de él, muchísimo; pero el mismo santo
nos lo estorba, porque frunce el ceño, adelanta un paso, empuña la
llave, da vuelta... ¡charrás! y nos cierra este capítulo.


V

En las escuelas.


Suspenso. Suspenso. Suspenso. Suspenso.

Los campos se llenan de amapolas, el aire de mariposas, de flores el
jardín y la Universidad de calabazas.

Muchos rapaces, sin embargo, se inflan al recibir la nota de
_sobresaliente_, en señal de que han salido del aula hechos unos pozos
de ciencia, y así se lo creen los papás. La estación da bachilleres en
artes con más abundancia que trigo, y es un contento ver tanto sabio
como sale á las anchas esferas del mundo. Por todas partes, matemáticos
jugando al trompo, químicos que saltan en la comba, y filósofos que
cabalgan en un palo.

Los abogadillos en ciernes inundan los pueblos, y al verles, los autos
agitan alegres sus macilentas hojas. Los mediquillos de veintiún años
salen á tomar el pulso á la vida, con gran regocijo de la muerte. ¡Oh!
mes prolífico entre todos los meses; mes de los frutos, de las flores,
de las colmenas, de los mosquitos, de los exámenes; principal delegado
del Criador, porque todo lo crías, hasta los licenciados, falanje
infinita de donde sale el bullidor enjambre de los políticos, semillero
de pretendientes, de empleados, cesantes y agitadores.


VI

En la Historia.


Pero también nos trajiste cosecha de grandes hombres. El día 3 nos diste
al Marqués de la Concordia (1743); el 5 al economista Adam Smith (1723);
el 6 creaste al gran Corneille, Príncipe de los trágicos franceses
(1606), y bautizaste á Velázquez, rey de nuestros pintores (1599); el
día 8 no te pareció bien dar uno solo, y nos echaste dos: el ingeniero
inglés Stephenson (1781), y el orador español Olózaga (1805). El 10
vinieron un marino francés, Duguay-Trouin (1673), y el predicador
Flechier (1632). El 11, entre la opulencia de la primavera andaluza,
llena de luz, flores, aires tibios, arroyos murmuradores y poesía,
Córdoba sonrió, y le diste á Góngora (1561). El 12 aumentaste con Arjona
(1771) el número de los poetas menores. El 13 concediste á Young,
melancólico cantor de las _Noches_ (1773). Pero estos dones te parecían
mezquinos, y el 15 dijiste con orgullo: «allá va eso,» y nació en
Holanda Rembrandt (1606). Para que los españoles no nos enojáramos, nos
regalaste el 17 á Espoz y Mina (1781). Los ingleses, que no querían ser
menos, recibieron el 18 á Castelreagh (1769). Pero tú querías halagar á
Francia en aquella semana, y en un solo día, el 19, le diste á su primer
prosista, Pascal (1623), y á Lamennais (1782), y el 20 á Leconte (1812)
y el 21 á RoyerCollard (1763) y el 22 á Delille (1758). ¡Ay!
Comprendiste que á Alemania no le habías dado nada, y el mismo día 22 la
obsequiaste con Guillermo Humboldt (1767). Mehul (1763) y Malborough
(1650) fueron regalitos del día 24; Carlos XII (1682) del 27.

Reservabas, sin embargo, tus mejores dones para los últimos días, y el
28 dijiste á la humanidad: «Ahí tienes á Rousseau» (1712). En un solo
día, el 29, ¡fecundidad asombrosa! hiciste tres obras maestras, que se
llamaron: Rubens (1577), Leopardi (1798) y Bastiat (1801). El mundo
insaciable pedía más, y el 30 le otorgaste un Emperador, Pedro el Grande
(1672), y un artista, Horacio Vernet (1789).

Problema: dada tu fecundidad para producir grandes hombres, ¡oh Junio!
si hubieras tenido treinta y un días, ¿á quién nos hubieras dado en el
último? Ese hombre que no ha nacido, ¿quién es? ó mejor, ¿quién sería?

       *       *       *       *       *

Pero también has matado gente. El 1.° te llevaste á Berthier; el 2 á D.
Alvaro de Luna; el 4 á Laura, la novia de Petrarca; el 5 á Egmongt y
Horn; el 8 á Jorge Sand; el 10 á Camôens; el 11 á Bacon; el 12 á Xavier
de Maistre; el 14 á Kleber; el 17 á D. Fermín Caballero; el 21 á
Moratín; el 24 á Zumalacárregui; el 25 á Monseñor D'Affre; el 26 á
Pizarro; el 27 al Marqués del Duero, y el 28 á Guillén de Castro. Has
segado, hermanito, has segado bastante. Esto prueba que tienes días
tristes. Muchos cayeron en ellos. En cuanto á mi, deseo que me dejes
para tu 31.

Madrid, 1876.






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