Luchana

By Benito Pérez Galdós

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Title: Luchana

Author: Benito Pérez Galdós

Release date: July 27, 2025 [eBook #76572]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Perlado, Páez y Compañía, 1906

Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/University of Toronto - Robarts Library.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LUCHANA ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * La puntuación también ha sufrido ligeros retoques para su
    modernización, así como la toponimia.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos
    usos ortotipográficos.

  * Las cartas y misivas se presentan sangradas para mejor distinguirlas
    de otros entrecomillados.




EPISODIOS NACIONALES

LUCHANA




  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.




  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  TERCERA SERIE

  LUCHANA

  14.000

  MADRID
  PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
  (Sucesores de Hernando)
  Arenal, 11
  1906




  EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO
  IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
  Carrera de San Francisco, 4.




LUCHANA

I


  «En mi carta de ayer —decía la señora incógnita con fecha 14 de
  agosto— te referí que nuestro buen Hillo me mandó recado al mediodía,
  recomendándome que no saliese a paseo por el pueblo, ni aun por los
  jardines, porque corrían voces de que los soldados y clases del
  Cuarto de la Guardia, los de la Real Provincial y los granaderos de
  a caballo, andaban soliviantados, y se temía que nos dieran un día
  de jarana, cuando no de luto y desórdenes sangrientos. Naturalmente,
  hice todo lo contrario de lo que nuestro sabio Mentor con notoria
  prudencia me aconsejaba: salí de paseo con dos amigos, señora y
  caballero, prolongándose la caminata más que de costumbre, y no
  exagero si te digo que anduvimos cerca de un cuarto de legua por
  el camino de Valsaín; luego atravesamos todo el pueblo, llegando
  hasta más allá del Pajarón, y nos volvimos a casita con un sí es no
  es de desconsuelo, pues no vimos turbas sediciosas, ni soldadesca
  desenfrenada, ni cosa alguna fuera de lo vulgar y corriente. El drama
  callejero, _género histórico_ en España, que deseábamos ver, no sin
  sobresalto en nuestra viva curiosidad, permanecía entre bastidores,
  en ensayo tal vez. Sus autores, temerosos de una silba, no se
  atrevían a mandar alzar el telón.

  »Por mi parte, te aseguro que no sentía miedo; mis acompañantes, sí:
  solo con la idea de que la revolución anunciada no pasase de comedia,
  se atrevían a presenciarla. Y comedia tenía que ser en la presunción
  de todos, pues de los jefes, del comandante general del Real Sitio,
  conde de San Román, nada debía temerse, conocida de todo el mundo su
  adhesión a la reina y a Istúriz; de los jefes tampoco, que eran _lo
  mejor de cada casa_. Las clases y tropa no son capaces de escribir
  por sí solas una página de la historia de España, y el día en que la
  escribieran, ¡ay!, veríamos, a más de la mala gramática de hoy, una
  ortografía detestable.

  »Al pasar por el teatro, nos hizo reír el título de la comedia
  anunciada: _A las diez de la noche, o los síntomas de una
  conjuración_. En las puertas del café del teatro vimos paisanos
  y sargentos en grupos muy animados, y por las palabras sueltas
  que al paso hirieron nuestros oídos, comprendimos que hablaban de
  política. Luego nos dijo Pepito Urbistondo, a quien encontramos
  junto a la Comandancia, que las clases de toda la guarnición estaban
  incomodadas porque el general había prohibido, bajo graves penas,
  cantar canciones patrióticas, y mandado que las bandas y músicas no
  tocasen otras marchas que las de ordenanza. A este Pepe Urbistondo
  no le conoces: ha venido no hace un mes del ejército de Aragón; es
  valiente y audaz en la guerra; en los saraos de Madrid el primero y
  más arrojado bailarín de gavotas y mazurcas; buen chico, solo que
  tartamudea un poco, y empalaga un mucho con sus alardes de finura,
  a veces sin venir a cuento. Hoy le tienes aquí de ayudante de San
  Román, y es el que anima con sus donaires los corros que diariamente,
  mañana y tarde, se forman en las _Tres Gracias_ o en _Andrómeda_...
  Pues sigo diciéndote que la noticia comunicada por Pepito del mal
  humor de los señores cabos y sargentos no nos causó grande inquietud.
  Pero luego nos encontramos al canónigo de la Colegiata, don Blas de
  Torres, que nos puso en cuidado refiriéndonos lo que había ocurrido
  momentos antes, en el acto de la _lista_. Después de la música, y
  cuando ya la tropa formaba para volver al cuartel, el tambor mayor
  mandó a la banda tocar la marcha granadera. Obedecieron los tambores;
  pero no los pífanos, que salieron por el himno de Riego, resultando
  un guirigay de mil demonios, efecto de la discordancia entre músicas
  tan diferentes. El comandante, volado, mandó callar la banda, y
  la tropa se dirigió al cuartel al son de sus propias pisadas. La
  vimos pasar. Era una escena triste, lúgubre. No sé por qué me
  impresionó aquel marchar de los soldados sin ningún son de música o
  ruido militar. Me fijé en las caras de muchos, y no eran, no, las
  habituales caras de soldados españoles, siempre alegres. Cuando
  entrábamos en casa de mis amigos, volvimos a encontrar a Urbistondo,
  y nos dijo que, al llegar al cuartel, el comandante había mandado
  arrestar a toda la banda; que al tambor mayor, a quien se atribuía
  connivencia con los desentonados pífanos, le habían metido en un
  calabozo. La oficialidad recibió orden de permanecer en el cuartel
  toda la noche, y se prohibió que salieran los sargentos. Cuando nos
  daba Pepito estos informes, ya casi anochecía; los paseantes de
  los jardines volvían presurosos a sus casas; notábase en algunos
  aprensión, recelo; de la sierra bajaba un airecillo sutil, que
  nos hacía echar de menos los abrigos. Yo mandé a casa por el mío:
  la persona que me lo trajo, traía también un billete en que se me
  instaba, mejor dicho, en que se me hacía el honor de llamarme a
  Palacio... Yo tiritaba; me había enfriado un poco al volver de paseo:
  creo que contribuyó a ello el ver aquellos soldados tan tristes,
  marchando sin tambores ni cornetas... Aplacé la visita a Palacio para
  después de comer; pero luego vino un recadito más apremiante, verbal,
  y tomando el brazo del digno caballero que lo había llevado, me fui
  allá. Quién me llamó de Palacio, no puedo decírtelo, niño, ni hay
  para qué.

  »Creí encontrar alarma en la morada real, pero me equivoqué... ¡en
  tantas cosas nos equivocamos! Sabían todo lo ocurrido en el cuartel
  del Pajarón y en la lista; tenían noticia de la descompuesta actitud
  de los sargentos en el café del teatro, donde suelen reunirse; de la
  llegada de paisanos de Madrid, siniestros pajarracos que anuncian las
  tempestades políticas; mas no por eso habían perdido la tranquilidad
  y confianza. No debo ocultarte que yo había recibido de la Villa y
  Corte informes preciosos de lo que piensan y dicen ciertas personas
  de las que influyen en la cosa pública, lo mismo cuando están en
  candelero que cuando están caídas. Alguien se enteró de que yo
  tenía tales referencias y quiso oírlas de mis propios labios. De lo
  que yo sabía, comuniqué lo que estimaba prudente y oportuno en las
  circunstancias actuales, lo que a mi parecer podría ser de utilidad y
  enseñanza para la persona que me interrogaba; lo demás me lo callé.
  ¿No te parece que hice bien? Ya veo que afirmas. Me gusta que opines
  en todo como yo.

  »Pues verás: pasé un rato muy agradable con las niñas cuando las
  acostaban. La reinita Isabel discurre como una mujercita; Luisa
  Fernanda le gana en formalidad. Es grave la pequeñuela, y en su corta
  edad parece sentir y comprender ya que tanto ella como su hermanita
  son personajes históricos, y que están llamadas a desempeñar primeros
  papeles en la escena del mundo. Isabel despunta por su inteligencia:
  cuentan de ella salidas y réplicas verdaderamente prodigiosas. Ya
  conoce por sus nombres a todos los palaciegos y a muchos generales;
  distingue los cuerpos y armas del ejército por los uniformes, y los
  grados y empleos de los oficiales por los galones y charreteras. La
  cronología de los reyes, desde los Católicos para acá la sabe de
  corrido, y en etiqueta suele dar opiniones saladísimas, que revelan
  su agudeza y disposición. Es muy juguetona, demasiado, según dicen
  algunos, para reina. Pero esto es una tontería, porque los niños ¿qué
  han de hacer más que enredar? Nuestra _angélica Isabel_, a quien
  aclaman pueblo y ejército como la esperanza de la patria, se iría
  gustosa, si la dejaran, a jugar a la calle con las chiquillas pobres.
  Dios la bendiga. Si esa guerra tiene el término que deseamos y el don
  Carlos se queda como el gallo de Morón, veremos a Isabel en el trono,
  digo, la verás tú, que yo no pienso vivir tanto.

  »No sé por qué me figuro que la juguetona y despabilada Isabel ha
  de ser una gran reina, como la primera de su nombre. El toque está
  en que sepan rodearla, en sus primeros años de reinado, de personas
  buenas, de severo trato y rectitud, de conocimiento en los negocios
  de Estado, pues no siendo así, ¿qué ha de hacer la pobre niña? Ni
  con las dotes más excelsas que Dios pone en la voluntad y en la
  inteligencia de sus criaturas, podría desenvolverse Isabelita en
  medio del desconcierto de un país que todavía anda buscando la
  mejor de las constituciones posibles, y que no parece dispuesto a
  dejarse gobernar con sosiego hasta que no la encuentre; de un país
  que todavía emplea como principal resorte político el entusiasmo,
  cosa muy buena para hacer revoluciones cuando estas vienen a cuento,
  mas no para gobernar a los pueblos... En fin, no quiero que me
  llames fastidiosa, y suspendo aquí mis acerbos juicios acerca de
  un país que todavía ha de tardar siglos en curarse de sus hábitos
  sentimentales... Conque ya ves lo que le espera a la pobre niña,
  mayormente si la dejan sola y no cuidan de poner a su lado quien la
  guíe y aconseje. Quiera Dios que mis recelos sean infundados, y que
  Isabel reine sin tropiezos, y haga feliz, poderosa y rica a esta
  pobrecita nación. Yo no he de ver su reinado, y si es próspero y
  grande, eso me pierdo. Lo que en la historia resulte de la preciosa
  niña, a quien he dado tantos besos esta noche, tú me lo contarás
  cuando nos veamos en el otro mundo.

  »Bueno: pues sabrás que al salir del cuarto de las niñas, me dieron
  la noticia de que cuatro compañías de la Guardia Real Provincial,
  alojadas en el Pajarón, se habían sublevado. Me lo dijo una dama
  en quien el ingenio corre parejas con la edad (uno y otra son
  grandes), y sin duda porque su conocimiento práctico de la historia
  del siglo la familiariza con los motines, no acompañó la noticia de
  demostraciones de sobresalto. Ya no era joven cuando el tumulto de
  Aranjuez, en marzo del año 8, que presenció y refiere con todos sus
  pelos y señales. ¡Conque figúrate si habiendo visto desde la barrera
  aquella función y todas las que han venido después, estará curada
  de espanto la pobre señora! “No se asuste usted —me dijo—. No será
  de cuidado: todo quedará reducido a que nos machaquen los oídos
  con el _himno_, y a que pidan quitar el Estatuto u otra majadería
  semejante. Yo, a ser la reina, no vacilaría en variar el nombre
  de la primera ley del Estado, pues esto ni da ni quita poder...
  Estos pobres liberales son unas criaturas que se pasan la vida
  mudando motes y letreros, sin reparar en que varían los nombres,
  y las cosas son siempre las mismas. Ahora les da por jugar a las
  constitucioncitas..., ¡qué inocentes!... Yo me río... En fin, veremos
  en qué para esto. No le arriendo la ganancia al amigo Istúriz”.

  »Respondile que no podía yo participar de su tranquilidad, y
  hallándome bastante desfallecida y con un poquito de susto en mi
  pobre espíritu, le rogué que mandase me dieran una taza de caldo.
  “Pediré otra para mí, y además dos copitas de Jerez con sus bizcochos
  correspondientes, porque, amiga mía, no puedo avenirme a esta
  novísima costumbre de comer a las tres y cenar a las once de la
  noche..., costumbres napolitanas deben de ser estas... Y además,
  como podría suceder que en noche de revolución no haya la debida
  puntualidad en la hora de la cena, bueno es que nos preparemos
  para los ayunos que nos depare Dios de aquí a mañana. Y si a usted
  le parece, mandaremos que nos sirvan algún fiambre, o una perita en
  dulce...”.

  »A todas estas, notamos entrada y salida de militares, vimos caras
  de sobresalto; mas ningún rumor desusado se oía por la parte del
  pueblo. Cuando mi amiga y yo estábamos en el comedor chico haciendo
  por la vida, nos dijo el mayordomo de semana, todo trémulo y
  asustadico, que se había cerrado la puerta de hierro que comunica
  con la población, trayendo las llaves a Palacio; pero se temía que
  los sublevados de fuera violentarían la puerta de la verja con ayuda
  de los sublevados de dentro. “¡Los de dentro! —exclamó mi amiga—.
  ¿Según eso, los del cuarto regimiento también...? Era natural. Ya
  lo tendrían bien amasado entre todos”. Añadió el informante que el
  jefe de Provinciales y parte de la oficialidad trataban de contener
  el movimiento con exhortaciones y buenos consejos; pero se dudaba
  que lo consiguiesen. Aún quedaba la esperanza de que los Guardias de
  Corps se mantuviesen fieles a la disciplina, y en este caso, andarían
  a tiros unos contra otros. A esto, dijimos las dos señoras que no,
  no..., de ninguna manera..., nada de tiros ni matarse, no, no... Que
  se avinieran todos, y a la buena de Dios; que si ello quedaba en un
  cambio de gobierno, con himno a pasto, proclamas, _entusiasmo_ y un
  gracioso cubileteo de constituciones, nos dábamos por satisfechas...
  Sobre todo, lo que hubiera de venir, viniera pronto, para poder
  cenar, aunque fuese un poquito tarde, y dormir tranquilamente.

  »Al volver a la antecámara, ya sentimos extraordinario ruido al
  exterior, y en Palacio turbación, perplejidad, azoramiento, miedo».




II


  «“Por aquí, por aquí”, nos dijeron señalando las salas cuyos
  balcones dan a la plazuela llamada la _Cacharrería_, y allá nos
  fuimos mi amiga y yo, deseosas de ver y gozar las escenas que se
  preparaban, presumiendo, no sé por qué, que estas no habían de ser
  tumultuosas, ni menos sangrientas. Sonaron algunos tiros, ¡ay qué
  miedo!; advirtieron por allí que eran disparados al aire, más en son
  de fiesta que de hostilidad, y el murmullo de voces que subía de
  la plazoleta no parecía en verdad resuello de revolución, sino más
  bien algo del ¡_ah, ah_! con que en los teatros imitan torpemente
  el bramido de las multitudes furiosas. La noche no era muy clara.
  Desde los balcones, atisbando tras de los cristales, distinguíamos
  el hormigueo de bultos oscuros moviéndose sin cesar, brillo fugaz de
  objetos metálicos, bayonetas, cañones de fusil, chapas de morriones,
  charreteras. Se intentaba, sin duda, la formación ordenada, y no era
  fácil lograr tal intento. En los vivas, que a poco de llegar los
  sublevados a la plazuela empezaron a oírse, alternaba la reina con
  la libertad, uno y otro grito proferidos con igual ardor, de lo que
  deducíamos que nuestras vidas, así como las de las reinas, no corrían
  peligro alguno. Revolución que aclama a las personas que encarnan
  la autoridad, no viene con mal vino. “Puede que ahora —observó mi
  amiga— salgan esos infelices con que han armado toda esta tremolina
  para pedir aumento de paga, lo que me parece muy justo, porque ya
  sabrá usted que ya no les dan más que nueve cuartos, de los cuales
  ocho son para el rancho. Reconozcamos que el soldado español es la
  virtud misma, pues _por un cuarto_ diario consagra a la patria su
  existencia, _por un cuarto_ se somete a los rigores de la disciplina,
  _por un cuarto_ nos custodia y nos defiende hasta dejarse matar. No
  creo que en ningún país exista abnegación más barata. Pero ya verá
  usted cómo estos desdichados vienen pidiendo algo que no les importa,
  algo que no ha de remediar su pobreza. Verá usted cómo se descuelgan
  reclamando más libertad..., libertad que no ha de hacerles a ellos
  más libres, ni tampoco menos pobres. Alguno habrá quizás entre ellos
  que crea que la Constitución del 12 les va a dar cuarto y medio”.

  »Otra dama que se nos agregó, esposa de un general que ha hecho
  su brillante carrera hollando alfombras palatinas (no te digo su
  nombre: es feíta la pobre; tan poco agraciada que todo el mundo
  cree que tiene talento..., y el mundo se equivoca), nos aseguró que
  el escándalo que presenciábamos era obra del masonismo; que los
  soldados de la Guardia no entendían de constituciones, ni sabían si
  la libertad se comía con cuchara o con tenedor, y que se sublevaban
  porque las logias les habían repartido dinero. Cuatro días antes
  habían llegado de Madrid doce mil duros... Mi amiga la interrumpió
  para decirle que no creía en esos viajes de las talegas. Yo fui de la
  misma opinión. Pero ella insistió, asegurando lo de los miles como
  si los hubiera contado. Lo sabía por la doncella de una camarista,
  que tenía un novio cabo de Provinciales. El domingo anterior habían
  salido de paseo, y él la convidó a merendar en la Boca del Asno, y
  le mostró piezas columnarias, de esas que tienen dos globos y el
  letrero que dice _más allá_... Dijo a esto mi amiga, revistiendo
  su socarronería de exquisitas formas, que con tales señas no podía
  ponerse en duda la venalidad de los sargentos sediciosos, y yo me
  vi precisada a expresar la misma opinión, añadiendo que en ningún
  caso es conveniente que las logias tengan dinero. Las tres hubimos
  de maravillarnos de que, poseyendo el rey y la grandeza los mayores
  caudales de la nación, sean todas las revoluciones contrarias a
  la monarquía y a la aristocracia. Por fuerza tiene que haber gran
  cantidad de moneda oculta, repartida en muchos poquitos entre la
  masa enorme de gentes ordinarias, oscuras y aun descamisadas que
  hormiguean en ciudades y aldeas.

  »Bruscamente apartaron nuestra atención de estas filosofías a lo
  mujeril el aumento de ruido en la plaza y en la entrada de Palacio,
  la estrepitosa sonoridad del himno de Riego, cantado por mil voces,
  y el movimiento que advertimos hacia la escalera principal. Pronto
  vimos que subían los jefes de las compañías sublevadas. San Román
  y el duque de Alagón salieron a recibirles. No olvidaré nunca el
  breve, picante diálogo entre los generales palatinos y los jefes
  que tan desairado papel representaban en aquella comedia. “¡Pero
  ustedes...!”. “Mi general, nosotros...”, y no decían más. Escribían
  un poquito de historia con estas palabras premiosas, acompañadas de
  un expresivo encoger de hombros. Uno de ellos pudo al fin explicarse
  con más claras razones: “Nosotros no nos sublevamos..., los sargentos
  de todos los cuerpos son los que se sublevan... ¿Qué habíamos de
  hacer? Hemos tenido que seguirles para evitar el derramamiento
  de sangre”. Y Alagón repetía: “¡Pero ustedes!...”. “Mi general
  —se aventuró a decir el comandante de Provinciales—, creemos que
  dejándonos llevar de esta corriente irresistible, prestaremos un
  servicio a la reina... Sin nosotros, sabe Dios a dónde llegaría el
  movimiento...”.

  »San Román, pálido, dando pataditas, estampa viva del azoramiento
  y la perplejidad, creyendo que era su deber incomodarse para decir
  las cosas más sencillas, desplegó toda su cólera en estas palabras:
  “Pues ahora van ustedes a manifestar a la reina..., eso, eso..., a
  explicarle las causas del escándalo..., y eso..., eso..., que ustedes
  se han dejado llevar, se han dejado traer, para evitar mayores
  males..., y eso..., el derramamiento de sangre”.

  »Más sereno Alagón, como hombre de trastienda y con más conchas
  que un galápago, les invitó a pasar a la presencia de Su Majestad,
  con el fin de darle conocimiento de lo ocurrido y de reiterarle
  su firme lealtad y adhesión. Adentro fueron todos, y los de fuera
  seguían desgañifándose con el himno, cual si lo hubieran aprendido en
  viernes. Poco duró la conferencia de los jefes con la Gobernadora. Al
  verles salir, acompañados de un conde y un duque, no pudimos menos de
  observar que si ridícula era la situación de la oficialidad dejándose
  mover de la indisciplina de los inferiores, más ridículamente
  desprestigiados resultaban los generales, cuyo papel quedaba reducido
  al de introductores de las embajadas que los sediciosos enviaban a la
  reina.

  »“Que suba una comisión, una comisión de las clases... —decía San
  Román—: veremos qué piden... Que suban seis”. Opinó Alagón que
  era excesivo este número. Bastaba, según él, que subieran uno
  de Provinciales y otro de la Guardia..., todo lo más tres: un
  tercero por los granaderos de Caballería... En esto reclamaron a
  mi amiga de parte de la reina. A mí se me llamó poco después, y
  entró con otras dos señoras en el comedor pequeño, donde estaba Su
  Majestad disponiéndose a cenar antes de recibir a la comisión de los
  amotinados. No podía disimular la ilustre señora su turbación, su
  miedo ante aquel problema que el pueblo le planteaba, y que tenía
  que resolver pronto y con entereza, sin que la ayudaran ministros ni
  próceres. Creo que desde las tremendas noches de septiembre del 32,
  en aquel mismo palacio, cuando se vio sola junto al rey moribundo,
  y enfrente la intriga de los apostólicos, no se ha visto doña María
  Cristina en trance tan apretado como el de agosto del año que corre.
  Quería comer, y lo dejaba por hablar y hacer preguntas atropelladas;
  queriendo decir algo importante, interrumpía los conceptos para comer
  precipitadamente sin saber lo que comía. Probó de una sopa, picó de
  un asado, tomaba la cuchara cuando debía coger el tenedor... Y en su
  exquisita amabilidad y hábito de corte, para todos tuvo una palabra
  grata, equivocando personas y nombres: eso ni que decir tiene.
  Advertí su rostro un poco arrebatado; a cada instante se pasaba la
  mano por la frente... ¡y qué frente aquella más bonita!..., o miraba
  en derredor, fijándose, más que en las personas, en los huecos que
  estas dejaban al moverse. ¿Qué buscaba? Sin duda lo que no tenía ni
  podía tener: un hombre, un rey.

  »Vestía la reina de blanco con sencillez soberana. Ordinariamente Su
  Majestad come muy bien. Aquella noche, un tanto tempestuosa para la
  corona, la inapetencia, la nerviosa ansiedad del primer tripulante
  del bajel del Estado, revelaban que no era insensible al malestar
  del mareo. Verdad que los tumbos del barquito eran horrorosos: la
  caña del timón había venido a ser irrisoria, como la que le pusieron
  a Cristo en su santa mano. Tan turbada estaba la señora, que nos
  preguntó muy sorprendida que por qué no cenábamos, sin reparar que
  no cenábamos porque no nos servían. La servían a ella sola. Pronto
  echó de ver su inadvertencia, lo que fue causa de endulzar con un
  poco de risa forzada los amargores de la situación. Algo dijo la
  reina, no lo entendí bien, de que luego cenaríamos chicos y grandes
  con formalidad, si la revolución nos dejaba llegar a media noche
  con vida; y de aquí tomaron pie los presentes para bromear un poco,
  mientras seguía por dentro de cada uno la tumultuosa procesión. Ni
  aun en aquel caso se eclipsaba la sonrisa ideal de María Cristina;
  sonrisa que era como un astro siempre luminoso en medio de tales
  tristezas. Los hoyuelos lindísimos de su cara, el repliegue de
  aquella boca no tienen semejante, ni creo exista en humanos rostros
  un anzuelo tan bien cebado para pescar corazones. Cuantos españoles
  han visto a esta reina se sienten dominados por su atractiva belleza.
  Es, creo yo, entre todas las testas coronadas, la única que posee
  el secreto del estilo gracioso, con preferencia al grave, para la
  expresión de la majestad.

  »Como anunciara el duque que los sublevados habían elegido ya
  su comisión, y que esta esperaba la venia de la soberana para
  presentarse a ella, se discutió en qué departamento del Palacio se
  recibiría tan singular embajada. No por humillar a los sargentos,
  sino por alejarse lo más posible de las estancias donde se sentía
  el temeroso bullicio militar y el insufrible sonsonete del himno,
  dispuso la reina recibir a la comisión en una de las salas del
  archivo, que están en la parte del norte, lo más desamparado, triste
  y recogido de la casa. Te daré una idea de la estancia en que se
  efectuó el imponente careo entre pueblo y rey, que, según dicen, ha
  de cambiar la faz del país... (Puede que varíe la cara nacional;
  el alma poco variará...). Es el archivo una pieza larguísima, como
  de doce varas, con la mitad de anchura, rodeada toda de armarios
  de madera rotulados, que supongo estarán llenos de papeles del
  Patrimonio, los cuales tengo para mí que no servirán para nada. El
  cielo raso del techo se ha caído en algunas partes, mostrando la
  armadura y tillado; el suelo está cubierto por esteras de las más
  ordinarias. Los muebles son una mesa de nogal y otra de mármol,
  arrimada a un lado como un trasto que estorbaba en otra parte y lo
  han metido allí, donde también estorba. Elegida esta pieza para
  parlamentar la corona y la revolución, llevaron un sitial para
  la reina, dos grandes candelabros con bujías, y creo que nada
  más. Pusieron guardias de Alabarderos en todo el trayecto desde la
  escalera hasta el archivo; en la puerta de este dos guardias de
  Corps, y un número grande de ellos en la pieza inmediata. Preparado
  todo, se dijo a la plebe armada que podía pasar.

  »Formaban la diputación de los sublevados dos sargentos. El soldado
  que entró con ellos creímos que venía representando la clase de
  tropa; después supimos que, movido de la curiosidad, la cual debía de
  ser en él tan grande como su frescura, se había colado, agregándose
  a los sargentos sin que nadie le dijera nada. Así andaban las cosas
  aquella noche. En la escalera les recibieron el duque de Alagón y
  el general San Román, que después de mandarles dejar las armas,
  les echaron la correspondiente exhortación a la prudencia, no como
  autoridades inflexibles, sino como compañeros, pues se había borrado
  toda jerarquía, aunque los signos de estas permanecieran adornando
  las personas, sin más valor que el que podrían tener los botones y
  ojales de la ropa. Dijéronles que miraran bien lo que decían ante
  la augusta persona de la reina; que doblaran ante ella la rodilla y
  le besaran la mano respetuosamente, y que si Su Majestad, siempre
  bondadosa, les recomendaba que se retiraran a sus cuarteles, lo
  hicieran calladitos y sin ningún alboroto. A esto dijo uno de los
  sargentos con bastante firmeza: “Mi general, si no hemos de poder
  manifestar a la señora las causas de esta revolución y lo que pide
  España, excusado es que entremos”. A este golpetazo de lógica, nada
  pudo contestar el jefe de la guarnición. El duque añadió: “Sí, sí,
  entrad... Su Majestad quiere veros y que le digáis las razones
  de haber dado vosotros este paso, sin que nadie os lo mandara...
  Entraréis; ¡pero cuidado, cuidado...! No nos deis una noche de
  vergüenza, ni nos pongáis en el caso de...”. Lo demás no se oía...
  Precedidos de los generales, acompañados, escoltados más bien por los
  jefes de Provinciales y de la Guardia, avanzaron de sala en sala los
  dos sargentos y el soldado intruso. El nombre de este no lo supimos;
  los de los sargentos nos los dijeron ellos mismos a la salida: el uno
  se llama Alejandro Gómez y tiene veintidós años; el otro Juan Lucas
  y dos años más de edad. Ya ves qué pronto y con qué poco trabajo
  han entrado en la Historia estos dos caballeros: ¡Alejandro Gómez,
  Juan Lucas! ¿Qué significa esto?, te pregunto yo. ¿Cómo se entra
  en la Historia? Y tú me responderás que en la Historia, como en
  todas partes donde hay puertas, gateras o ventanillos, se entra...
  entrando».




III


  «Cuando llegaron a lo que en aquel caso era sala de embajadores, los
  tres emisarios de la revolución iban tan azorados y temerosos, que se
  habrían alegrado, creo yo, de que les mandaran volver a la plazuela.
  El lujo de Palacio, para ellos sorprendente, desconocido; las
  personas graves, de alta representación social, que a su paso veían;
  la idea de encontrarse pronto frente a la majestad representada en
  la hermosa reina, toda gentileza, elegancia, superioridad por donde
  quiera que se la mirase les abrumaba, les hacía temblar como reos
  míseros. Te aseguro que el soldado tenía cara de tonto; pero que no
  lo era, bien lo probaba su audacia. Y no hubo entre los palaciegos
  que les recibían o entre los jefes que les acompañaban uno a quien
  se le ocurriera decir: “Pero tú, soldadillo, ¿qué tienes que hacer
  aquí? ¿Quién te ha llamado, quién te ha dado poderes para llegar en
  comisión nada menos que al pie del trono?”. Esto te probará cuán
  azorados andaban aquella noche los grandes y los medianos. La ola que
  subió tan súbitamente les privaba de todo sentido.

  »De los sargentos, el Gómez era sin duda el más despabilado:
  arrogante muchacho, de color moreno encendido, vivos los ojos.
  Lucas parecía menos listo. Miraba al suelo: su papel político le
  agobiaba como un remordimiento. Por fin, entraron en el archivo
  silenciosos. Y al ver a la reina, rodeada de tantas personas de
  categoría y de la alta servidumbre, quedáronse como encandilados, tan
  cohibidos los pobres, que sus jefes tuvieron que cogerles del brazo
  para hacerles avanzar a lo largo de la sala. Detrás y a los lados
  del sillón regio estaban el señor Barrio Ayuso, ministro de Gracia
  y Justicia, el marqués de Cerralbo, el alcalde de La Granja, señor
  Ayzaga, y varias damas. San Román y Alagón se situaron a derecha e
  izquierda de Su Majestad. Hincaron la rodilla los tres representantes
  de la revolución y besaron la mano de la Gobernadora, que desde
  aquel instante pareció recobrar su serenidad. Abriendo camino a
  las explicaciones, la reina les electrizó con la sonrisa primero,
  y después con estas cariñosas palabras: “Hijos míos, ¿qué tenéis?,
  ¿qué queréis?, ¿qué os sucede?...”. La contestación de ellos tardó
  un mediano rato, que a todos pareció larguísimo. Los sargentos se
  miraban uno a otro, como diciéndose: “Habla tú”; pero ninguno de
  los dos rompía. Tuvo la reina que repetir su pregunta, y al fin,
  el comandante de Provinciales mandó al Gómez con gesto imperioso
  que contestase. En voz muy baja, balbuciente, rectificándose a cada
  sílaba, dijo el sargento algo muy extraño, que no parecía tener
  congruencia con la pregunta. Interpretando las cortadas expresiones
  del joven militar, como se interpreta una borrosa inscripción, o como
  se lee una carta rota, cuyos pedazos no están completos, resultaba
  poco más o menos el siguiente concepto: “Señora, lo que nosotros
  pedimos a Vuestra Majestad es que conceda a la nación _aquello_...,
  _aquello_ por que nos hemos batido en el Norte durante tres años,
  _aquello_ por que han perecido la mayor parte de nuestros compañeros”.

  »La reina interpretó al instante en el sentido más conforme con sus
  ideas las inciertas demostraciones del militar, que, en su rudeza,
  quería ser delicado evitando la palabra poco grata a los reyes, y el
  pobrecillo no tenía bastante dominio del lenguaje para poder emplear
  eufemismos hipócritas. Pues bien: la señora reina se aprovechó de la
  turbación del soldado para sostener que _aquello_ era ni más ni menos
  que los legítimos derechos de su hija la reina de las Españas doña
  Isabel II.

  »Vimos entonces en el rostro del sargento la rápida iluminación que
  da el hallazgo del concepto apropiado a las ideas que se quieren
  expresar. “Sí, señora —dijo—: nos hemos batido por los legítimos
  derechos de nuestra reina; pero también creíamos que peleábamos por
  la Libertad”. Viendo la Gobernadora que no le valía la evasiva,
  extremó su bondad para decir: “Sí, hijos míos: por la Libertad, por
  la Libertad”. Animándose Gómez con su primer éxito, se atrevió a
  responder: “De la Libertad se habla mucho; pero no veo yo que la
  tengamos”. Expresó entonces la reina una idea de las que más han
  usado y manoseado los _estatuistas_: Libertad es que tengan fuerza
  las leyes; que se respete y obedezca a las autoridades constituidas.
  Al oír esto, despabilose súbitamente el sargento, y en tono decidido,
  dueño ya de su palabra y de su asunto, salió con esta retahíla que
  habría sido fácil ajustar a la música del himno famoso: “Entonces,
  señora, no será Libertad el oponerse a la voluntad de todas las
  provincias para que se _ponga_ la Constitución; no será Libertad
  el desarme de la Milicia Nacional en todos los puntos donde está
  pronunciada; ni la persecución de liberales, como está sucediendo
  hoy mismo en Madrid; ni será tampoco Libertad el que vayan al Norte
  comisionados a proponer arreglos y tratos con los facciosos para
  concluir la guerra”.

  »Iba tomando un carácter poco grato la conferencia, que casi picaba
  en disputa, y la reina, un tanto nerviosa, la exacerbó asegurando que
  lo dicho por Gómez no tenía nada que ver con la dichosa Libertad,
  y que por su parte desconocía las persecuciones de liberales y los
  pronunciamientos de la Milicia Nacional. Ya notaban todos que el
  sargentito no se mordía la lengua. San Román estaba de veinticinco
  colores, y Alagón de uno solo: su palidez era intensa, su silencio
  absoluto. Gómez no perdía ripio: allí fue contando por los dedos
  las capitales pronunciadas, particularizando a Zaragoza, y, por
  último, se dejó decir que si Su Majestad no sabía lo que pasaba en
  el reino, era porque le ocultaban la verdad. ¡Amigo, esta fue la
  gorda! Sonó un murmullo en toda la sala. La reina dejó de sonreír;
  el ilustre concurso estimaba irreverente y absurda la conferencia,
  que únicamente el miedo podía consentir. ¿Y quién era el guapo que la
  suspendía? ¿Quién mandaba a los sargentos retirarse con las compañías
  al cuartel? No había más remedio que hacer de tripas corazón. Los
  sublevados tenían la fuerza: cuanto miraban delante de ellos no era
  más que una debilidad ostentosa. Creciéndose más a cada instante,
  el sargento de veintidós años declaró respetuosamente, en nombre de
  sus compañeros, y juzgándose intérprete de miles y aun de millones
  de españoles, que para devolver la tranquilidad a España y evitar el
  derramamiento de sangre, _se hacía indispensable_ que Su Majestad
  _mandase publicar_ el Código constitucional del 12, pues no era otro
  el motivo de la insurrección.

  »Tragando un poquito de saliva, quiso probar la Gobernadora los
  efectos de su graciosa sonrisa para reducir y aniquilar a su
  contrario, el cual, si nada representaba por sí, por la masa humana
  que tenía detrás adquiría proporciones gigantescas. “¿Pero tú conoces
  la Constitución del 12? ¿La has leído?”, le dijo; y él contestó
  impávido que en ella había aprendido a leer. Prodújose en todos
  los presentes un movimiento de sorpresa, de hilaridad, y la reina
  mandó traer el libro de la Constitución. No fue preciso salir de la
  estancia, pues ya lo tenían allí preparado. El señor Barrio Ayuso,
  ministro de Gracia y Justicia, era de los que creían que aquella
  grave situación se dominaba con triquiñuelas, y entre él y la reina
  habían armado una: la oportunidad de ponerla en práctica no tardó en
  llegar. Abrió María Cristina el venerable librote, y leyó el artículo
  192, que previene han de ser tres o cinco los regentes. “¡Según eso
  —exclamó Su Majestad— sois vosotros los que queréis traer a don
  Carlos al trono! (_Asombro e indignación de los sublevados_). Sí,
  vosotros, pues por esta Constitución no puedo ser yo la regente del
  reino ni tutora de mis hijas, y eso por vosotros, que tantas pruebas
  me habéis dado de adhesión”.

  »El efecto de este argumento fue desastroso en los inocentes
  revolucionarios, y las caras de triunfo que ponían los palaciegos al
  oír a su señora acabaron de desconcertarles. Miráronse por segunda
  vez uno y otro sargento, como diciéndose: “Ahora sí que estamos
  lucidos”, y el señor Barrio Ayuso, reventando de vanagloria por el
  éxito de su pasmosa zancadilla, reforzó las palabras de la soberana
  con otras hinchadas y oscuras, de jurisprudencia constituyente, con
  las cuales creía llevar a su último extremo la confusión y apabullo
  de los sublevados. El alcalde señor Ayzaga, que en el curso de la
  conferencia había demostrado su parcialidad, apoyando con mímica
  expresiva cuanto decía una de las partes, y poniendo morros de burla
  y menosprecio siempre que hablaba Gómez, se creció con el triunfo
  de la reina, y quiso acabar de hundir a la desdichada comisión,
  interrogando al pobrecito soldado que en ella desempeñaba un papel
  mudo, pues aún no se le había oído el metal de voz... “Y tú, vamos
  a ver —le preguntó, entre las risas de los circunstantes—, ¿qué
  razones tienes para querer la Constitución del 12?”. Como el soldado,
  estupefacto y hecho un poste, no contestara, repitió el otro la
  carga. “Te pregunto, fíjate bien, que por qué te gusta a ti la
  Constitución”. El soldado miró al techo, como los chicos que no se
  saben la lección, y respondió al fin con no poco trabajo: “La quiero,
  la queremos..., porque es mejor”.

  »Ya iba picando en sainete la histórica escena: la inocencia del
  soldadillo había puesto fin a toda seriedad, y de ello se aprovechó
  el alcalde para estrecharle y confundir más a sus compañeros de
  armas. “Pero, hombre, explícate mejor: di a Su Majestad en qué te
  fundas para creer que esa Constitución que ahora defiendes es mejor
  que otra cualquiera”. Tanto le apremiaron, que el pobre chico se
  arrancó con sus razones. “Pues yo no sé..., lo que sé es que el año
  20, en mi pueblo, que es La Coruña, para servirles, estaba libre la
  sal (_Risas_), y libre el tabaco”.

  »Y con estas candideces se regocijaban más los primates allí
  congregados sin acordarse de que a pocos pasos de la estancia real,
  donde tales simplezas oían, se apiñaba inquieta y displicente una
  muchedumbre armada que pedía la Constitución del 12, sin que ninguno
  de los sediciosos supiera justificar su deseo con razones de más
  sustancia que aquella expresada por el soldado: _que era mejor_.

  »Explícame esto, tú que sabes tanto. ¿Cómo se forma el sentimiento
  popular, casi siempre irresistible? ¿Quién enseña a las multitudes a
  querer ardientemente una cosa, sin saber decir por qué la quieren?
  ¿Cómo es que la sinrazón popular, cuando es persistente y honda,
  tiene siempre razón? Explícamelo tú, que sabes de estas cosas...
  Pero no: ahora no me expliques nada, porque no tendría yo cabeza
  para enterarme de tu sabiduría, como no la tengo, ni ojos, ni
  tampoco mano, para seguir escribiendo. El sueño me rinde. No puedo
  más. Me permitirás que termine aquí esta carta, y no me reñirás por
  suspenderla en lo más interesante. Mañana seguiré, tontín; mejor
  dicho, empezaré otra, pues esta quiero que salga en el correo que
  parte del Real Sitio al amanecer. Mas no la terminaré sin decirte
  que en la presente confirmo y ratifico cuanto en otras te manifesté
  respecto a mi tolerancia y deseos de transacción. No solo no pongo
  ya el veto a tu frenesí amoroso, sino que para evitar mayores males
  te incito a que vayas en seguimiento de tu Aura. Sí, niño, sí:
  ¿tú lo quieres? Pues sea. Como reventarías si no la encontraras
  y la hicieras tuya, tómala, te lo permito. Quiero que despejes
  esa incógnita de tu destino. Si he de decirte la verdad, ya me va
  interesando también a mi esa pobre joven, tan traída y llevada por
  parientes y tutores, oprimida y explotada por gentes mercenarias. Es
  muy triste no tener padres, ¿verdad? Mira tú, por esto solo, por ser
  huérfana tu novia, he principiado yo a encariñarme con ella. Y es de
  poco tiempo acá la transformación de mis sentimientos con respecto a
  tu Aura. Debo esta mudanza a la señora de que te hablé... ¿ya no te
  acuerdas? la que te ha visto y no te ha visto; la que te conoce y no
  te conoce; la que... Vamos, niño, tengo mucho sueño. Hasta mañana».




IV


  «¿En qué habíamos quedado? —decía la dama invisible en su carta del
  15 de agosto—. ¡Ah!, ya recuerdo. Quedaron cual atontados palominos
  los tres individuos que representaban a la revolución. El Gómez, no
  obstante, se rehizo y sacó de su cacumen un argumento que revelaba
  mayor agudeza de la que esperaban reina y cortesanos. Asimilándose
  con rápido instinto las marrullerías del ministro allí presente,
  propuso que se mandase publicar la Constitución con la cláusula de
  que quedase en vigor toda ella, menos el artículo referente a la
  regencia. A esto replicaron que no era posible extender el decreto
  sin que se reuniera el ministerio para refrendarlo. Ante obstáculo
  tan insuperable, la única solución era que los sublevados se fueran
  calladitos al cuartel, con el mayor orden, satisfechos con la promesa
  que les hacía la señora de presentar en la próxima reunión de Cortes
  un proyecto de Constitución, que había de ser muy buena, mejor
  todavía que la de Cádiz.

  »Conformes en ello los tres militares, dudaban que sus compañeros
  se aplacaran con tal expediente, y no querían volver a la plazuela
  temerosos de ser mal recibidos. Entablose una discusión larguísima
  y fastidiosa entre el ministro, el alcalde, Alagón y San Román de
  una parte, y de otra, el sargento Gómez, pues Lucas no hacía más
  que asentir con cabezadas a cuanto el otro decía, y el soldadillo
  había renunciado cuerdamente al uso de la palabra... Por último,
  los señores primates, maestros en pastelería sublime, que era su
  única ciencia, discurrieron amansar la fiera con una real orden en
  que la Gobernadora manifestaba al general San Román su voluntad
  de adoptar nueva Constitución con el concurso de las Cortes. Allí
  mismo la redactaron, y a los sargentos, crédulos y respetuosos, no
  les pareció mal. Así lo manifestó Gómez, añadiendo la duda de que
  con tal emoliente se diesen por satisfechos los sublevados. Pronto
  lo sabrían, pues con la venia de Su Majestad bajaban a manifestar
  a sus compañeros el resultado de la _junta_, en la que se habían
  empleado tres horas: ya era más de la una cuando salieron a la
  _Cacharrería_, donde impacientes aguardaban pueblo y tropa, roncos
  ya de cantar el himno. Al punto, según oí contar, fueron rodeados de
  sargentos y oficiales que ansiosos les preguntaban si traían ya el
  decretito firmado por _el Ama_. La noticia de que no traían más que
  una real orden dilatoria, les sacó de quicio. San Román mandó dar un
  toque de atención, y obtenido el silencio preparose a leer el _papel
  mojado_, empleando antes como vendaje el recurso de los vivas. ¡Viva
  la reina! ¡Viva la guarnición de La Granja! ¡Vivan los vencedores de
  Mendigorría! Las contestaciones fueron calurosas, y el general creyó
  dominar la situación. Arrancose a leer, y no bien hubo llegado a la
  mitad del documento, oyó un murmullo, y luego el grito de “¡Fuera!
  ¡Fuera!”. En fin, que el hombre no tuvo más remedio que guardar su
  papelito; y como sonaran disparos al aire, dio media vuelta y se
  metió en Palacio.

  »Todo lo que fuera ocurría repercutió bien pronto en las apartadas
  estancias donde aguardaba María Cristina, desesperanzada ya de
  que el conflicto se arreglase fácilmente con arbitrios engañosos
  y evasivas oficinescas. Sin ejército ni gobierno que apoyaran su
  dignidad y sus prerrogativas, no tuvo más remedio que darse por
  vencida, y contestando con desdeñoso gesto a los palaciegos que aún
  veían términos de acomodo, ordenó que volviese a subir la comisión
  de sublevados. Sin duda pensaba que los primates que en tal trance
  la habían puesto con su abandono y desgobierno merecían la bofetada
  que el pueblo les daba con la blanca y blanda mano de su hermosa
  reina. Adelante, pues, con el pueblo, que era en suma el burro de las
  cargas, el sostén de cuanto allí existía, el defensor de los derechos
  dinásticos, el único guerrero que guerreaba, el único político que
  dirigía, con rudeza y desatino, eso sí, pero con fuerza. “¡Viva la
  fuerza, sea la que fuere!”, debió decir para sus adentros la graciosa
  dama, que plebe y trono no habían de reñir por una Constitución de
  más o de menos.

  »Aquí lo tienes ya bien explicado todo. Subieron los sargentos,
  cerca ya de las dos de la madrugada, y manifestado por ellos que la
  guarnición no se satisfacía con la real orden, se pensó en extender
  el decreto. El alcalde, señor Ayzaga, que no cabía en sí de mal
  humor y despecho, fue encargado por la reina de redactarlo. Nada
  de esto presencié yo: me lo contó mi amiga en la antecámara, donde
  nos habíamos refugiado, rendidas de fatiga y de hambre, todas las
  personas que ya no tenían alientos para presenciar la fastidiosa
  escena histórica. Considerábamos que la página era interesante; pero
  ya nos aburría y deseábamos volver la hoja.

  »Allí nos dio un poco de parola don Fernando Muñoz, que se mostró
  indignado, primero contra la Guardia, después contra el gobierno,
  por no haber previsto suceso tan escandaloso. Ya él se había quejado
  de que la guarnición del Real Sitio era escasa, y hecho ver al
  ministro que estaba maleada por las logias: a esto nos permitimos
  oponer una observación que me parece irrebatible. Si hubieran mandado
  más tropa al Real Sitio, la revolución se habría hecho quizás con
  mayor escándalo y transgresión más violenta de la disciplina. Después
  de todo, no habían pasado las cosas tan mal: “Ay, mi señor don
  Fernando —le dijo mi amiga, demostrando su profundo conocimiento de
  España y de los españoles—, dé usted gracias a Dios por haber tenido
  aquí tan solo a la Guardia Real, que con otros cuerpos, más tocados
  del maleficio revolucionario, no sabemos lo que habría ocurrido. Lo
  que había de acontecer, acontece con el menor daño posible. Y si no,
  vea usted cómo está Madrid, enteramente entregado a la anarquía.
  Barricadas, tumultos, muertes, atropellos. Pues aquí, donde parece
  que se desenlaza el drama, todo queda reducido a una revolución
  _di camera_, ni más ni menos. Con una escenita de ópera cómica,
  hemos transformado la política, nos hemos divertido un poco con las
  gansadas del soldado intruso, y hemos visto que la monarquía no ha
  perdido el respeto del ejército. ¡Ay de nosotros el día en que ese
  respeto falte!”. No se dio a partido tu tocayo con estas razones, y
  agregó que la revolución _di camera_ no podía formar estado, como
  hecha por sorpresa, violentando el ánimo de la señora; que nada
  adelantarían los sublevados del Real Sitio si en Madrid se mantenía
  el gobierno _en sus trece_. Órdenes se habían dado ya para que
  resistiera Quesada a todo trance el empuje de las turbas, ya fueran
  de milicianos, ya de plebe turbulenta, y Quesada era hombre con
  quien no se jugaba. Ya le conocían los patriotas: de él se esperaba
  el triunfo de la legalidad, de los buenos principios de gobierno.
  Si el pueblo quería nueva Constitución, manifestáralo por las vías
  derechas, por sus representantes naturales. Tanto mi amiga como yo
  creímos oportuno expresar nuestra conformidad con estas rutinas,
  puesto que de rutinas vivimos todos, cada cual en su esfera, y los
  reyes más que nadie.

  »Las tres eran ya cuando firmó doña María Cristina el decreto
  mandando promulgar el _divino Código_, y se retiró a sus
  habitaciones, dándonos las buenas noches con amable sonrisa. Llegó la
  hora de que celebráramos la feliz terminación del conflicto, comiendo
  alguna cosa, y así lo hicimos. Mi amiga me ofreció aposentarme, pues
  no era prudente que saliéramos tan a deshora los que vivíamos fuera
  de Palacio. A las cuatro todo estaba en silencio, y la tropa se había
  retirado a sus cuarteles. Contáronnos al siguiente día que al bajar
  de nuevo San Román con el decreto, los sublevados prorrumpieron
  en vivas y mueras, estos últimos dirigidos principalmente contra
  la camarilla, sin mencionar a nadie. Algunos dudaban que fuese
  auténtica la firma de la Gobernadora; pero les tranquilizó sobre este
  punto un tal Higinio García, escribiente de San Román, el cual _dio
  fe_ de que no había engañifa en la firma y rúbrica de Su Majestad.
  Agregose Higinio a los sublevados. Resultó que también era sargento,
  y desde aquella ocasión ha continuado funcionando como uno de tantos
  cabezas de motín. Me dicen que fue con veinte soldados y un oficial
  a Segovia _para hacer allí el pronunciamiento_. Todos estos trámites
  son fastidiosos, ¿verdad? Las juntas, la proclamación, los actos de
  entusiasmo con lápida de mal pintado lienzo; la continua y mareante
  cancamurria del himno, quizás con alguna estrofa y estribillo nuevos,
  debidos al numen de cualquier patriota versificador; los abrazos
  en medio de la calle; las congratulaciones de los ilusos que creen
  entramos en una era de felicidad: todo esto aburre, y si pudiéramos
  escondernos en el último rincón de España, para no verlo ni oírlo,
  ¡qué bien estaríamos!

  »Consecuencia de aquella mala noche en Palacio, viendo cómo se
  escribe, mejor dicho, cómo se hace la historia, fue un dolor de
  cabeza que ayer y hoy me ha retenido en casa sin poder dar mi paseo
  de costumbre. Desde mi balcón vi anteayer la jura en la plaza, con
  asistencia de toda la guarnición de gran gala, y mucho paisanaje,
  prodigando unos y otros, pueblo y tropa, las demostraciones de
  júbilo. Creo yo que la política no se hace con sentimientos, sino
  con virtudes, y como no tenemos estas, poco adelantamos. El acto de
  la jura fue muy vistoso, con profusión de damasco rojo y amarillo
  en el adorno del tablado que se armó frente al Ayuntamiento. En
  esto llevamos ventaja a Madrid, donde no se ven más que percales
  indecentes para festejar los grandes sucesos. Tocó la música el
  himno, _por variar_, y los vivas atronaron el espacio cuando se
  descubrió la lápida, en cuya pintura puso sus cinco sentidos un tal
  Monje, encargado en el teatro de aviar las luces y de embadurnar los
  telones. Esmerose el hombre en la artística obra, poniéndole unos
  veteados que imitan mármoles con gran propiedad; en la línea inferior
  hay un león amarillo muy incomodado, con una garra en la bandera
  española, otra en una rama de laurel, y la feroz vista clavada en el
  libro de la Constitución, como si lo estuviera leyendo y enterándose
  bien de lo que dice para contárselo a la leona. En medio campean las
  letras “¡Viva Isabel II y la Constitución!”. ¡Con qué gana daban los
  vivas y con qué ardor eran contestados por la multitud! Gritaban
  hasta los chiquillos, y las nodrizas, y las criadas de servir. ¿Qué
  pensarán de todo esto? Allí queda la lápida, que ya hoy empieza a
  tener buches, y se ven hincharse y deprimirse con el viento los
  mármoles que en ella figuró el artista. Pronto las lluvias otoñales
  la pondrán hecha una sopa, y el león se convertirá en perro de aguas,
  y el libro de la Constitución quedará totalmente inservible. Durante
  el invierno colgarán jirones descoloridos, y quizás encuentren
  abrigo los pobres pájaros bajo el lienzo roto, y allí fabricarán sus
  industriosos nidos, para que no pueda decirse que todo aquel aparato
  es enteramente inútil.

  »Tu amigo Hillo fue ayer a Madrid, por acuerdo mío, con objeto de
  agenciar algo que a ti se refiere. No te digo lo que es, ni hay
  para qué decirlo por ahora. Desde allá te escribirá tu Mentor, que
  no desea otra cosa que servirte y hacerte grata la vida. Por su
  gusto iría contigo; pero yo no le dejo por ahora. Tu carta última
  me informa de que estás bien de la herida, y de que esta no inspiró
  nunca ningún cuidado; dices que te asisten los mismos ángeles...
  Necesito más pormenores. Cuéntale a don Pedro lo que él y yo
  ignoramos, pues no ha de faltarte tiempo para escribir, a no ser
  que con tantos mimos y con ese sibaritismo en que vives se te haya
  embotado la voluntad.

  »Quedamos en que te traes a tu Aura. Falta solo que te la den. Como
  eres tan poco comunicativo, no sé si te agradaría que alguien hablase
  de este asunto al señor Mendizábal. Explícate, hombre; habla: pide
  por esa boca. ¿También te enfadas porque cambio ahora los papeles,
  trocándome de tirana en sierva? ¡Si ahora eres tú el tiranuelo!

  »Ya principian a decir que Córdova no vuelve al Norte. Cualquiera que
  sea su sucesor, llámese Oráa, Rodil o Espartero, tendrás una eficaz
  recomendación para que te den todo el auxilio que necesites en tus
  románticas empresas. No te maravilles de esto: vivimos en el país
  de las recomendaciones y del favor personal. La amistad es aquí la
  suprema razón de la existencia, así en lo grande como en lo pequeño,
  así en lo individual como en lo colectivo... Y este descubrimiento,
  ¿no vale nada? Es verdad, ¿sí o no? ¿Qué tienes que decir?».




V


Conforme leía, Calpena daba cuenta a los visitantes de la casa de
Castro de lo sustancial de estas cartas, o sea de aquella parte que
era o había de ser histórica. Reuníanse allí por la noche media docena
de personas de lo más granadito del pueblo, y charlaban de política,
inclinándose los más a los temperamentos medios o incoloros. El general
lamento era que España tenía todo lo bueno que Dios crió, menos
gobernantes que supieran su obligación, resultando que con unos y otros
siempre estábamos lo mismo. Alguno de los tertulianos respiraba por
el régimen absoluto, pero en la forma antigua, patriarcal, no con las
ferocidades que se traían los adeptos de don Carlos, y dos tan solo,
menos aún, uno y medio casi, eran resueltamente liberales, también
con mesura y templanza, renegando del faroleo continuo de la Milicia
nacional y de los desafueros de las logias. Excusado es decir que todos
los concurrentes a la plácida reunión poseían bienes raíces, y aun
adquirirían muchos más cuando pasara el escrúpulo de comprar las fincas
de los conventos. Aburríase Fernando en la tal tertulia de medias
tintas, de una opacidad tristísima en las ideas, y si no estuvieran
allí Demetria y Gracia, le sería intolerable la sociedad de aquellos
señores tan bien entonados. Más grato que la tertulia había venido a
ser para él rezar el rosario con las niñas, doña María Tirgo, don José
y la servidumbre. Rezando, su mente vagaba por ideales esferas, donde
veía resplandores místicos o profanos, a veces filosóficos, y hermosas
imágenes, todo más bello que las opiniones grises y deslucidas de los
notables de Laguardia.

Pasada la Virgen de Agosto (fecha de la fiesta y feria del pueblo, que
aquel año, por motivo de la guerra, fue de muy escaso lucimiento),
pudo Calpena salir a la calle, cojeando un poco. Don José María le
acompañaba casi siempre, y le mostraba lo notable de la villa, dándole
frecuentes descansos, ora en la botica de Montenegro, ora en la tienda
de Sacristán, para concluir en la iglesia, en la cual le fue enseñando
todo lo que en ella había: altares, cuadros, sepulcros, ropas y vasos
sagrados. Tan minuciosa prolijidad empleaba en la descripción y en la
historia de cada objeto, que fueron precisas cinco largas tardes para
que don Fernando se enterase de todo. Ni en la catedral de Toledo ni
en San Pedro de Roma tardara más un cicerone de conciencia en mostrar
antiguas riquezas. Y eso que las obras de arte de la parroquia de
Laguardia no eran cosa del otro jueves. La última tarde, cuando Calpena
no ignoraba ningún detalle cronológico ni artístico, y conocía los
santos de todos los altares como a personas de su intimidad, le metió
don José en la sacristía, y obsequiándole con vino blanco y bizcochos,
se dispuso a comunicarle cosas de la mayor importancia.

—Aquí solitos, señor don Fernando —le dijo, sentados ambos en
viejísimos sillones de cuero—, quiero poner en su conocimiento un
delicado asunto referente a la casa de Castro, y no solo me mueve
a ello el deseo, casi estoy por decir la obligación, de enterarle
de tal asunto, sino mi propósito..., yo soy así..., mi propósito de
consultarle acerca del mismo.

—¿De qué se trata, señor don José María? —dijo Calpena, comenzando a
asustarse por el tonillo misterioso que tomaba el clérigo—. ¿Qué ocurre?

—No ocurre nada de particular, señor mío —replicó Navarridas
aproximando más su sillón—: el caso es sencillísimo, aunque nuevo en
esta juvenil generación de la familia de Castro. Tratamos de casar a
Demetria.

—¡Ah!..., no creía, no sabía..., no sospechaba —dijo balbuciente el
joven, mirando a un lienzo antiquísimo, colgado en la pared frontera,
y en el cual, entre las negruras del óleo secular, se distinguía la
cara de un santo de sexo indefinido—. Es muy natural..., sí, señor...,
casar a Demetria.

—Ya ve usted. Mi hermana y yo venimos poniendo en ello de un mes acá
nuestros cinco sentidos, que son diez sentidos... La chica anda ya en
los veintiún años. Es, como usted sabe, una rica mayorazga, la más rica
de este término. Conviene, pues, buscarle marido; pues aunque ella no
necesita de ayuda de varón para el gobierno de su hacienda, no es bien
que la poseedora de estos estados permanezca soltera. Para la felicidad
de ella, para su equilibrio, vamos al decir, así como para lustre de
su nombre y de su casa, conviene que la niña tenga esposo. ¿No piensa
usted lo mismo?

—Exactamente lo mismo —respondió el joven, que volvió a mirar al santo;
y ya en aquel punto, o porque entrase más luz, o porque sus ojos se
habituasen a la penumbra, ello es que le pareció mujer, es decir, santa
y bonita.

—Celebro que sea usted de mi parecer. Pues un mes llevamos María y yo
en este negocio, y creo que nos aproximamos a un resultado felicísimo,
pues el punto delicado de la elección de esposo está casi resuelto.

—¿Y quién es..., se puede saber..., quién es el venturoso mortal a
quien se cree digno de poseer tal joya?

—Tiene usted razón: joya es de gran precio la niña, y mucho tiene que
valer el que se la lleve... Ahí estaba la dificultad: elegir un hombre
que si no igualase en prendas a Demetria, se le aproximara; vamos, que
fuera de lo más selecto entre los jóvenes del día. Pues sí, señor:
hemos encontrado ese _rara avis_.

—¿Puedo saber quién es? ¿Acaso le conozco?

—Espérese usted un poco. Como me consta el interés vivísimo con que
usted mira cuanto a mis sobrinas se refiere; como no puedo olvidar que
ha sido usted el espíritu valiente que las redimió de aquel endiablado
cautiverio de Oñate; como sé todo esto...

—Acabe usted, por Dios.

—Como sé todo esto, y me consta la gratitud que las niñas le tienen y
lo mucho que estiman su caballerosidad, su hidalguía, su..., en fin,
que usted debe saberlo antes que nadie. Pero el asunto es reservado;
queda entre los dos... Pues decía..., ya..., a ello voy; decía que
después de mucho discurrir mi hermana y yo, y de pasar revista a los
linajes y circunstancias de todas las casas ilustres de veinte leguas a
la redonda..., mi hermana..., para que usted lo sepa..., es muy fuerte
en linajes y en historias de familias..., decía que al fin nos fijamos
en la noble casa de Idiáquez. ¿La conoce usted?

—No, señor..., ese apellido me suena..., pero no..., no conozco.

—Los Idiáquez son una rama de la antiquísima casa de Lazcano, que viene
a enlazarse por sucesivos entroncamientos con los Palafox y con los
Gurreas de Aragón, de la estirpe del Rey Católico; con los Borjas y
Pignatellis, con los...

—Pero en puridad, señor don José María, ¿quién es el novio?

—El novio, señor mío, es y no puede ser otro que don Rodrigo de
Urdaneta Idiáquez, Conde de Saviñán y de Villarroya de la Sierra, el
cual tiene su casa señorial en la renombrada villa de Cintruénigo; hijo
de don Fadrique, o don Federico, lo mismo da, de Urdaneta, ya difunto,
y de doña Juana Teresa de Idiáquez y demás hierbas, pues si fuera a
designar todos los apellidos, no acabaría en media semana.

—Bien; me parece muy bien —dijo Calpena, volviendo a mirar la pintura,
que ya no le pareció santa, sino santo, y bastante feo. Fijándose más,
vio que a los pies tenía una corona, como si la despreciara, y en la
mano una calavera, que antes le había parecido un queso con ojos.

—Como usted comprende —añadió con gravedad don José María—, teniendo en
cuenta todas las partes del individuo, no hemos reparado principalmente
en su alcurnia, que es altísima, ni en su lucida riqueza, sino en
sus virtudes, las cuales son tantas, al decir de la fama, que no hay
lenguas que puedan elogiarle como se merece. Su edad es de veintiséis
años, su presencia gallardísima, su rostro hermoso, espejo de un alma
noble, sus acciones señoriles, su lenguaje comedido y muy galán..., en
fin, que parece haber venido al mundo adrede para emparejar con esta
sin par niña, cuyos méritos conoce usted. Hace días que María y yo, por
medio de una discretísima correspondencia, venimos tratando de este
matrimonio, que esperamos bendecirá Dios, concediéndole numerosa prole.

—Según eso —dijo Fernando sin ocultar su asombro—, ¿no conocen ustedes
al candidato?

—Le conocemos y no le conocemos. El año 21 o 22, con ocasión del
destierro de don Beltrán de Urdaneta... ¿No ha oído usted nombrar a don
Beltrán de Urdaneta?

—¡Yo qué he de oír nombrar a ese señor!

—Pues es en estas tierras más conocido que la ruda. Decía que con
motivo de su destierro por trapisondas políticas, residió aquí la
familia como unos ocho meses. Rodriguito era entonces un chiquillo
precioso: diez u once años todo lo más. Demetria tenía seis, si mal no
recuerdo. Las dos familias intimaron: el niño y la niña no se separaban
en todo el día, fraternizando en sus juegos infantiles. Recuerdo que
en aquella Navidad les hice un nacimiento en la misma habitación donde
usted mora. Lo que yo gozaba con ellos no es fácil imaginarlo. Desde
entonces, me dio el corazón que aquellos dos seres tan graciosos y
angelicales habían de juntarse, con el tiempo, en santa coyunda. Don
Beltrán, abuelo de Rodrigo, y don Fadrique, su padre, salían con Alonso
a cacerías interminables. Verdad que desde entonces no hemos vuelto
a verles; pero mi hermana, que entabló cordial amistad con doña Juana
Teresa de Idiáquez, ha seguido sosteniendo con ella correspondencia
tirada; mi cuñado Anselmo de Tirgo tuvo en arrendamiento, por no sé
cuántos años, la propiedad de los Urdanetas que llaman _Mojón de los
tres reyes_, y fue de los que ayudaron a desempeñar la casa, que vino
muy a menos por las imprevisiones y larguezas desmedidas del don
Beltrán.

—Y Demetria, ¿tampoco ha vuelto a ver al don Rodrigo desde que jugaban
juntos y usted les hacía los belenes?

—No han vuelto a verse, no señor.

—¿Y se ha enterado de que quieren ustedes casarla?

—Se lo hemos dicho, naturalmente; y como es tan discreta y sesuda, nos
ha contestado que agradecía mucho el interés que tomábamos por ella;
que, en efecto, tiene noticia de las virtudes y méritos del señor don
Rodrigo, y que accederá a ser su esposa, si, después de tratarle en
esta edad del discernimiento, le encuentra digno de concederle, con su
mano, su corazón.

—Muy bien contestado, señor don José. En todo revela su entendimiento
superior.

—Los informes que tenemos del ilustre joven, fidedignos, tomados en
fuentes diversas, convienen en que es un dechado de grandes y nobles
cualidades; perfecto caballero, que cuida de conservar intacta la
dignidad de sus mayores; de tan intachable conducta en lo moral, que
nadie podría echarle en cara ni aun aquellas transgresiones leves
que tan disculpables son en la juventud; grave en su trato, en su
lenguaje comedido, llano con los humildes, digno entre los poderosos
sus iguales, formal en sus tratos, esclavo de su palabra, señor en
sus actos todos; enemigo de juegos y pasatiempos que no conducen más
que al pecado; desconocedor de todos los vicios, amante de todas las
virtudes...

—Diga usted de una vez que es santo y acabará más pronto.

—Pues nos han contado de él rasgos que casi elevan su virtud a la
categoría de santidad, sí, señor. Para poder restaurar la hacienda
de Idiáquez, que, como antes he dicho, quedó maltrecha con los
despilfarros de don Beltrán y del don Fadrique, nuestro Rodrigo se
consagró en cuerpo y alma a la práctica del orden, de la regularidad
administrativa, imponiéndose a la edad de veintiún años una economía
implacable, que no solo significaba la privación de todos los goces de
la juventud, sino que le imponía una estrechez de vida más propia de
padres del yermo que de caballeros de este siglo. ¡Mire usted que es
virtud!

—O necesidad..., según como estuvieran las cosas.

—Virtud, digo, porque no era para tanto, señor mío. Verdad que en
esto le ayudaba su madre doña Juana Teresa. Esta sí que es una santa.
Ella fue quien le enseñó la economía prodigiosa, gracias a la cual
han sacado adelante los intereses, conservando casi todos los bienes
raíces. Otro rasgo de virtud es que jamás se le ha oído a don Rodrigo
una palabra malsonante, pues hasta para reñir a un criado que falta
a su obligación emplea formas corteses. Sus pensamientos son siempre
limpios; su vida de una pureza ejemplar. Actos de religiosidad y
cristianismo se cuentan de él a millares, señalándose principalmente
por el rigor piadoso con que ayuna toda la Cuaresma, sin hacer gala de
ello, y por su devoción a la Virgen... En el gobierno de su hacienda,
lleva las cuentas de frutos y gastos con una prolijidad minuciosa, de
modo que no se le escapa un maravedí, y en la casa, con tal sistema,
todo marcha a maravilla... Conque vea usted por qué caminos de Dios
vienen a unirse los que atesoran las mismas cualidades. ¿Qué ha de
resultar de esto, señor don Fernando, más que la misma perfección, y
por ende la felicidad suprema?

—Pues si me permite usted una observación, señor don José María, y me
promete tenerla por sincera y leal, allá va. Si el don Rodrigo es tal y
como usted me le pinta; si hay completa fidelidad en ese retrato, yo me
atrevo a declarar, porque así lo pienso, que Demetria no ha de gustar
de su novio cuando le trate.

—¡Por Dios, señor don Fernando!...

—Esta es mi opinión, señor de Navarridas. Apréciela usted como quiera.
Puede que me equivoque; puede resultar que el don Rodrigo no sea
enteramente igual al retrato que usted por referencias hace, pues
no le trata hoy ni le ha visto desde que él era niño. Y también digo
que si, retocando la pintura, le quita usted algunas de esas virtudes
eminentes, tal vez sea más grato a la niña.

—¿Qué dice usted...? ¿Más grato a la niña cuanto menos virtuoso...?

—No depende el atractivo personal de las virtudes exclusivamente,
señor mío. Claro que las virtudes algo significan; pero no son ellas
solas las que hacen al hombre agradable, propicio al amor. No sé si me
explico bien. Usted es un santo. Si este grave asunto se ha de decidir
entre santos, tendré que inhibirme, porque yo no lo soy. Sujeto a las
debilidades humanas, creo poder juzgar de cosas de amor, de simpatía,
mejor que usted. Y perdóneme esta franqueza, mi buen amigo.

—Sí que le perdono... Usted me confunde. Tengo al señor Calpena en
gran estimación y le coloco entre los primeros caballeros del mundo,
conocedor de la sociedad y del corazón humano... Por lo que usted me
ha contado, poniendo en mí su confianza, sé que tiene motivos para
dar lecciones al más pintado en lo tocante a los afectos entre hombre
y mujer. Puede que esté en lo cierto... Pero como nada ha de hacerse
sin que preceda el trato de los novios, y mi sobrina, según su gusto y
parecer, es la que ha de decidirlo en definitiva, esperemos. Dentro de
poco tiempo serán las vistas, pues aquí ha de venir el don Rodrigo con
su madre y su abuelo don Beltrán, y entonces se sabrá si...

—Todo eso me lo contará usted, porque yo he de marcharme pronto. Mis
asuntos apremian, y no estaré en Laguardia cuando se celebren las
vistas, precursoras de esto que parece matrimonio de reyes.

—¡Sí que lo parece!... ¡Ja, ja!... —dijo gozoso Navarridas—. Aquí
tenemos nuevo ejemplo del casorio de Isabel de Castilla con Fernando
de Aragón. Veremos unidas dos casas poderosas, Castro-Idiáquez o
Idiáquez-Castro... _Tanto Monta_.




VI


En esto entró doña María Tirgo, que había pasado toda la tarde con
otras amigas suyas en el camarín de la Virgen, desnudando a esta de las
ropas de gran gala que le pusieron para la fiesta, y vistiéndola con el
manto y túnica que usaría la Señora hasta el Adviento. No bien entró la
dama, la informó su hermano de lo que acababa de revelar al amigo de la
casa; y como añadiese nuevas observaciones laudatorias de la parentela
ilustre de los Idiáquez y Urdanetas, tuvo que corregirle doña María,
mostrando tanta suficiencia como fácil memoria:

—Por Dios, José María, todo lo trabucas. El entronque de don Rodrigo
con los Iraetas no es por los Idiáquez, sino por los Asos de
Sobremonte, que proceden de una sobrina carnal del propio San Ignacio
de Loyola. Los Garros, que también tienen parentesco con los Tirgos,
son los que enlazan la rama de los Idiáquez con los Javierres y los
Aragón, por el casamiento de doña Justa de Garro Idiáquez con don
Alonso de Gurrea, de donde vinieron Mariquita y Luisita, una de las
cuales casó con don Calixto de Borja, biznieto de un hermano del
siervo de Dios, San Francisco. Siempre confundes esta familia con los
Palafox, que son de otra cepa. Doña Juana Teresa es Palafox por su
madre, no Gurrea, prima hermana de los Marqueses de Lazán. Ya sabes que
Pepito, el de Robustiana Palafox, casó con una señora de los Gonzagas
de Italia, prima segunda del glorioso San Luis; y la Rosita..., ¿te
acuerdas de Rosita, la de Alcanadre, que tuvo aquel pleito famoso con
los Tirgos? Pues la Rosita era viuda de un Pignatelli; casó después
con Jacinto Palafox, sobrino del padrastro de su primer marido, y
en terceras nupcias con Gurrea y Azlor, emparentado con la casa de
Aragón...

—Yo no sé cómo mi hermana —dijo festivamente don José María— tiene
cabeza para desenmarañar esa madeja de entronques y parentescos... Pero
dejemos esto para otra ocasión, y vámonos a casa, que las niñas nos
estarán esperando.

Salieron de la iglesia, agregándose en la puerta las dos señoras que
con doña María habían vestido a la Virgen, y tomaron por calles y
plazuelas la dirección del palacio de Castro-Amézaga, marchando delante
Navarridas con las de Álava (que así se llamaban las señoras, primas
o sobrinas en tercer grado del célebre general de Marina de aquel
nombre), y detrás Calpena con doña María.

—No debe usted darse por entendido con las niñas de este negocio del
casamiento. A Demetria le hemos dicho que nadie sabe una palabra de
nuestro plan. A usted le parece bien, seguramente. Como mi hermano está
un poco ido de memoria, habrá olvidado decir a usted que don Rodrigo
es caballero del hábito de Santiago. Pero no le elegimos por eso, ni
por los dos condados, sino por sus virtudes. ¡Ah!... Según me ha dicho
Demetria, usted nos deja pronto. Quiera Dios que cuando vuelva por aquí
les encuentre casados.

Creyó entender Calpena, por el tonillo de doña María, que no deseaba la
permanencia del huésped en la casa mucho tiempo más, y se apresuró a
darle gusto diciendo que, por lo apremiante de sus quehaceres, pensaba
partir dentro de dos o tres días.

—Sí, sí, no sería prudente ni delicado retenerle a usted. Lo que yo
digo: por más que no lo manifieste, se comprende que está aburrido en
este poblacho, donde no hay sociedad para una persona como usted, tan
alta, acostumbrada a las pompas de la Corte y al trato de otra clase de
gente.

Replicó Fernando que el trato de las familias de Castro y de Navarridas
era para él gratísimo, y aseguró que no había conocido nunca sociedad
mejor.

—Vamos —dijo doña María presumiendo de agudeza—, no se nos haga usted
el chiquito. ¡Si de nada le vale a usted ocultarnos su condición
elevadísima! Yo estoy en el secreto, porque lo que saben las sobrinas
lo sé yo... No nos engaña el señor don Fernando con su modestia.

—Me confunde usted, señora, suponiendo que soy lo que no soy.

—Cuando salía usted herido de Salvatierra, en la galera, y venían
detrás mis dos sobrinas en otro carro, bien se acordará..., se
agregaron dándoles escolta, dos oficialillos muy simpáticos, Serrano y
Alaminos (mi memoria prodigiosa me permite recordar los nombres). Pues
Alaminos y Serrano, charlando con las niñas, les dijeron que, según
la pública voz, es usted de un origen muy encumbrado. Las razones que
tendrá para no revelar ese origen, usted las sabrá. Solo digo que esas
cosas no pueden ocultarse, sobre todo a las personas de fino olfato,
como una servidora de usted. La sangre, la cuna, la educación saltan
siempre a la vista, señor mío, y en usted está el mejor ejemplo de lo
que digo, pues en su conducta, en su menor palabra, en su mirar, en el
gesto más insignificante, se conoce que viene usted de muy alto... No,
no, si no le pido revelaciones... Cada cual sabe lo que debe callar...

No quiso Fernando entrar en largas discusiones con la dama, y creyó
más discreto dejarla en aquel error, que tal vez no lo sería. Si él
no sabía nada, lo más prudente era callarse siempre que tal tema le
tocaran. En el gran patio de la casa encontraron a Demetria y Gracia
con varias señoras amigas, tomando la fresca: Gracia y otras de menor
edad jugaban a las cuatro esquinas. La mayorazga, sentada en el corro
de las personas graves, que acababan de tomar chocolate, no quitaba
los ojos de la puerta, esperando ver entrar a cada instante a sus tíos
con don Fernando. Algo se habló de labores de campo, por iniciativa de
las señoras de Álava, propietarias muy fuertes; Demetria dijo que ya
había concluido de trillar las cebadas, y que la cosecha era mediana
en cantidad, pero el grano superior. En estas y otras conversaciones
se hizo de noche; retiráronse las amigas; a poco de subir don Fernando
a su cuarto, entraron Demetria y doña María Tirgo, y la primera empezó
a reñirle porque se había vuelto muy correntón, y no nacía caso de las
advertencias de don Segundo.

—¡Pero si ya está bien! —dijo la de Tirgo—. No le riñas, hija, que
harta paciencia ha tenido el pobre. Mira que aguantarse tres meses y
días en este lugarón, entre gentes rústicas... Sí, hija, pongámonos en
lo justo; no le des vueltas: somos rústicas, y el señor don Fernando
está acostumbrado a una sociedad más refinada que la nuestra.

—No, si no digo nada. Comprendo que debe marcharse... Y a propósito:
aquí tiene ya su ropita, don Fernando. Va usted a salir de aquí hecho
un señorito de pueblo. ¡Y que no se reirán poco de usted cuando le vean
tan elegantón! Van a creer que este corte es de la moda de Londres, y
preguntarán: ¿pero qué tijeras son esas, hombre, que te han cortado
esas prendas admirables?

Fernando se reía mirando la ropa, y ella continuaba sus donosas chanzas:

—Ya, ya va usted bien apañadito. Le van a tomar por un alumno del
seminario de Tarazona que vuelve de vacaciones.

—Pues la ropa, búrlese usted todo lo que quiera, parece muy bien
cortada. Mañana me la pondré para que usted la vea, y quizás varíe de
parecer.

—Sí, sí, lo mismito que la que dejó usted en Madrid. Lástima que no le
hayan hecho también fraque las sastras de acá, para que lo luzca en las
recepciones palaciegas cuando vuelva a la corte... ¡Ah, qué cabeza! Se
me olvidaba lo principal. Ha venido esta tarde en busca de usted un
capitán de Infantería, que ha llegado de Madrid.

—¿Cómo se llama? ¿Trae cartas?

—No me dijo su nombre. Le trae a usted otras veinte onzas, y carta. Las
pataconas no ha querido dejarlas. Díjome que volvería; la carta aquí
está.

—¡Pero si en el tiempo que lleva en casa, ya es la tercera vez que le
mandan veinte onzas! —exclamó doña María Tirgo—. ¡Ay! En cuanto coja
aire por esos mundos, adiós mi dinero. Bien, hijo, bien: no se prive
usted de ningún gusto de los que dan tono a la verdadera grandeza;
derroche y triunfe, que por lo visto hay por allá una mina inagotable.

—Sí, señora, inagotable —afirmó Calpena, siguiendo el bromazo, que para
las damas no lo era—: soy muy rico, soy muy grande, soy el niño mimado
del destino...

—No, no lo tome a broma —dijo Demetria—. Muy grande, sí, y nosotras
unas pobres palurdas; pero es al propio tiempo tan delicado, que no nos
deja conocer la diferencia entre usted y nosotras: diferencia por la
clase, por la educación, por la ilustración...

—Si eso me lo dijera otra persona, crea usted no se lo perdonaría.
Pero usted está autorizada para todo, hasta para llamarme fatuo, que
fatuidad grande sería en mí creer en esa desigualdad.

—Pues me callo, señor... En fin, no le quitemos tiempo, que querrá leer
la carta de su amigo.

—La leeré después.

—No, ahora, que nosotras nos vamos. Y si no ha de venir a rezar el
rosario, dígalo para no esperarle.

—¡Pues no he de ir! ¡Y poco que me gusta a mí rezar el rosario con la
familia!

—Pero que no pase lo de la otra noche —indicó Demetria entre severa y
jovial, delicada fusión de tan distintos matices en las luces de sus
ojos.

—¿Qué pasó la otra noche?

—Pues nada en gracia de Dios. Que dijo que iba al rosario, y nosotras
allá esperándole un cuarto de hora, con el primer padrenuestro en la
boca.

—Pues vamos ahora mismo. Después leeré la carta.

—No, no —dijo doña María cogiendo por un brazo a su sobrina y
llevándosela—. Déjale, déjale... No le marees.

—Voy en seguida.

Pasó rápidamente la vista don Fernando por la carta de Hillo,
enterándose de lo más sustancial, con ánimo de leerla entera después
del rosario y la cena. Así lo hizo. Al acostarse, tuvo conocimiento
de todo lo que el buen presbítero le decía, y que en extracto a
continuación se refiere:

  «Aquí me tienes desde el 14 que vine a ciertas comisiones y
  encarguillos de la _Gobernadora_ (no me refiero a nuestra soberana,
  hija de Parténope, sino a la reina sin corona que a ti y a mi nos
  gobierna, y bien puedes dar gracias a Dios de que así sea), los
  cuales aún no han tenido cumplimiento por lo trastornado que está
  todo en esta villa, a quien los retóricos llamamos _Ursaria_, y que
  debiera llamarse hoy _Babilonia la chica_. ¡Qué barullo, Dios mío,
  qué espantosa confusión, no diré de lenguas, pues todos hablan lo
  mismo, pero sí de ideas y de voluntades! Por la mañana andan a tiros
  milicianos y soldados; por la tarde salen cantando el himno. Los
  ministros, con su señor Istúriz al frente, no saben qué hacer. A
  La Granja, donde yo dejé la revolución bien guisada, acudió Méndez
  Vigo, ministro de la Guerra, con ánimo de sofocar el movimiento.
  No llevaba tropas: llevaba dinero, que es, según dicen, la _summa
  ratio_ de estas subidas y bajadas de constituciones; pero nada pudo
  conseguir. Ahora me dicen que hoy ha vuelto Su Excelencia acompañado
  de los sargentos triunfadores; entró en Madrid el representante del
  ejército, llevando en su propio coche al sargento Gómez, uno de
  los héroes del día; ha sido un espectáculo edificante el paso del
  general por San Vicente y Caballerizas, hasta Ministerios, donde se
  han apeado. Si esto no es una casa de locos, no sé yo lo que es, mi
  querido Fernando.

  »La Milicia Nacional, derrotada y desarmada en todas partes, conserva
  la posición que ganó en los Basilios, arrojando de allí a los
  _peseteros_ que defendían el convento. El gobierno, tan pronto se
  cree vencido y se dispone a sucumbir ante el magistral _engaño_ de
  los sargentos, como se _encampana, escarba, humilla_, pretendiendo
  restablecer con un buen _hachazo_ el principio de autoridad. Pero
  este, ¿dónde está? ¿Quién es el guapo que lo tiene? Si se confirma
  que Méndez Vigo y el señor Gómez, sargento de Provinciales, han
  traído del Real Sitio varios decretos firmados por la reina
  destituyendo a no sé qué ministros y nombrando otros, ¿dónde se ha
  metido el principio de autoridad? ¿Lo tienen Gómez, Lucas y García,
  lo tienen las logias, o no lo tiene nadie? Me inclino a creer
  esto último... Y vamos a otra cosa, pues entiendo que más que las
  noticias de este inmenso Carnaval en que vivimos, te interesará
  saber que por el capitán don Teobaldo García (no tiene nada que ver
  con el esclarecido sargento del mismo nombre) te mando otras veinte
  onzas, por encargo de quien tiene esto y mucho más para subvenir
  a tus necesidades. Confiamos en que a la tolerancia de arriba
  corresponderás tú, desde tu posición inferior, con una conducta
  ajustada a la razón y a los buenos principios. No sabes tú bien lo
  que te perderías si así no lo hicieras. El sentido de tu última
  carta, aunque breve, sustanciosa, me da esperanzas de que te veremos
  formal y comedido. Sientes el hastío de los actos irregulares; ansías
  la paz de la conciencia, el reposo del ánimo. Muy bien: ya estás en
  el buen camino...

  »Se transige con Aura, a pesar del origen no muy ejemplar de tu
  dama. Pero no hemos de ahondar demasiado en los fundamentos de cosas
  y personas, porque haciéndolo, la vida sería imposible. Ello es
  que vivimos en plena revolución. En proceso revolucionario está la
  sociedad, y lo mismo puede decirse de las familias y de las personas.
  El pueblo va ganando la partida: hoy avanza un paso, mañana otro,
  y los viejos alcázares se desploman. La nación transige con los
  sargentos, acepta de ellos _la traída de la Constitución_. Pidamos
  a Dios que no salgan luego los cabos trayéndonos otra. En tu esfera
  has hecho la revolución, y de arriba, viene la soberana voz que te
  dice: “Paciencia; aceptemos los hechos consumados”. Recoge, pues, a
  tu Aura; pero no pienses en que se te ha de consentir otra cosa que
  el matrimonio religioso y legal. Revolucionarios somos; pero _no tan
  calvos_, amigo mío.

  »Y cuanto más pronto decidas ese punto capital, mejor, querido
  Fernandito. Si, como dices, ya estás curado de tu herida, abandona
  las delicias de esa Capua, y vete a tu negocio. Con las onzas
  recibirás el salvo conducto, y en un paquete separado esta carta,
  y las dos que presentarás a don Juan Bautista Erro, el Mendizábal
  del absolutismo, y al general Maroto; ambos te facilitarán tus
  diligencias en el país carlista. Ya verás que son bastante
  expresivas. Me ha dicho hoy Iglesias que aquí se consigue todo con
  buenas amistades. Pero yo veo que el pobre poco adelanta con llamar
  amigos a las tres cuartas partes de los españoles; de donde colijo
  que el abuso de los bienes es siempre un mal muy grande. Me asegura
  Nicomedes, invariable en su inquietud y en el anhelo de nuevas
  posturas, que esta revolución sargentil es un modelo del género,
  pues ha realizado una eficaz y provechosa mudanza por los medios
  más breves y pacíficos, sin derramar sangre inocente. Cree él que
  las naciones extranjeras nos han de copiar esta receta sencilla
  y familiar de los pronunciamientos, que hace inútiles las altas
  jerarquías de la milicia y la política. Allá veremos.

  »Concluyo con una noticia que he adquirido esta tarde por feliz
  casualidad, pues tal ha sido mi encuentro con el señor Maturana
  cuando yo volvía de recoger las onzas. Sabrás, amado Telémaco, que
  don Ildefonso Negretti ha caído en desgracia en la Corte absolutista,
  por habérsele descubierto chicoleos epistolares con Mendizábal, a
  quien escribía cosas que no debieron ser del agrado de aquellos
  fantasmones. Interceptada la correspondencia por la Comisaría
  carlista de correos, fue reducido a prisión el culpable, y lo habría
  pasado muy mal sin la protección que le dispensa el infante don
  Sebastián. No pudo decirme Maturana dónde se encuentra hoy. Tú lo
  sabrás pronto.

  »Viene el señor don Teobaldo a decirme que no sale hasta mañana, y
  aprovecho la dilación para endilgarte un par de pliegos más esta
  noche, con referencias del giro que van tomando estas humoradas del
  Carnaval político, y con algo de lo que a ti pueda interesarte. —
  _Vale_».




VII


  «¡Lo que te has perdido! —continuaba el buen clérigo—. No un día,
  sino dos, se ha retrasado en su marcha el señor don Teobaldo, lo que
  me permite notificarte que hoy tempranito hizo la reina su entrada
  en Madrid. ¡Vaya una ovación! ¡Qué calurosos vítores, qué delirio,
  qué derroche de flores, todo al compás del himno! Lo presencié
  en Caballerizas, y te aseguro que me conmovió la sincera alegría
  popular. Todas aquellas mujeres, que como locas gritaban, ¿qué
  idea tendrán de la Constitución del año 12? Y si no tienen ninguna
  idea, un sentimiento ya tendrán; algo es algo. Ese sentimiento
  indefinido viene siendo la energía que mueve toda la máquina social
  y política; pero, ¡ay!, andaremos mal si no se traduce pronto en
  ideas, en hechos pacíficos, pues no vive un país con el solo alimento
  de entusiasmos y cantatas. Hoy está todo Madrid _colgado_, que así
  expresamos el ornato de balcones con abigarrados lienzos, banderas, o
  colchas donde no hay otra cosa; y esta noche tendremos lo que llaman
  iluminación, que es un gran derroche de cabos de vela y lamparillas
  en los edificios públicos y particulares. Su Majestad parecía muy
  satisfecha: las niñas, monísimas, saludaban con sus enguantadas
  manecitas, y el pueblo tan satisfecho. He visto a muchos abrazarse
  en medio de la calle. Luego me dijeron que esperaban que bajara
  el pan, y que todos los empleos se darían a los que _profesan el
  patriotismo_. Pues aún falta lo mejor, chiquillo. Dos horas después
  de la entrada de la reina, hicieron la suya los sublevados de La
  Granja, encarnación del principio de Libertad, ahora triunfante, y
  aquí fue el repetir las ovaciones con más ardor y franqueza, porque
  el respeto de los reyes siempre cohíbe un poco en la manifestación
  del júbilo. Uno de los corifeos, el Higinio García, venía a caballo
  detrás del general Rodil, con su uniforme tan majo que daba gusto
  verle. Oí decir que el caballo es prestado, y que él se ha erigido
  en plaza ecuestre, o en caballero del orden civil, sin que nadie se
  lo mande. Lo cierto es que su buena presencia, su vistoso uniforme,
  y la circunstancia de venir _a la verita_ del general, como figura
  importante de la Milicia, le señalaron más a la admiración del
  pueblo, y para él fueron los grandes aplausos y los vivas más
  calurosos, tocándole menor parte al Alejandro Gómez, que marchaba en
  su puesto en la compañía de Provinciales. Oí decir en los corrillos
  que el autor de todo el fregado era Gómez, y que a él debía la patria
  regenerada mayor servicio que al Higinio; pero que este sabía ponerse
  en lugar más visible, y apropiarse los plácemes y obsequios de que
  el otro era merecedor. Se aseguraba, como cosa hecha, que a los dos
  les van a nombrar comandantes del resguardo, sin darles ascenso en
  el cuerpo a que pertenecen, porque esto no ha parecido a todos muy
  regular. Ya ves que no carecen de modestia los pobres, y se contentan
  con bien poca cosa, pues si en proporción de lo que han hecho se les
  premiara, los dos a estas horas debieran ser ya generales. O hay
  lógica o no hay lógica, amigo mío. No me negarás que llevando las
  cosas con rigor, si por el criterio de la aplicación de la Ordenanza
  les corresponde la pena de muerte, por el de los hechos consumados
  les corresponde la gracia del generalato. Esto es claro como el agua.

  »En el trayecto por el interior de Madrid, pues fueron a parar al
  cuartel del Pósito, los vítores y palmas llegaban al delirio, y luego
  que quedaron francos de servicio Gómez, García y Lucas, cayeron sobre
  ellos bandadas de los patriotas más pudientes, y les convidaron a
  comer de fonda y a fumar buenos puros del estanco. Entre tanto, no
  quiero decirte la quina que habrán tragado a estas horas Istúriz,
  Galiano, Saavedra y los agarrados a ese ministerio, que vino al mundo
  con la intriga que puso en el arroyo a nuestro bonísimo don Juan
  Álvarez. ¡Y que no echaban pocas roncas esos caballeros, ni se daban
  poco tono con su _suprema inteligencia_! Quisiera saber lo que piensa
  de todo esto tu amigo el señor Rapella, muñidor que fue del gobierno
  de Istúriz, pues él llevaba y traía los recaditos al Pardo. Olózaga
  lo cuenta muy bien. Como que él descubrió el embuchado en la Puerta
  de Hierro, y por no escandalizar ni dar un mal rato a la reina,
  taparon... Pero pronto se descubrió el pastel, y si una intriga de
  _opereta_ derribó a Mendizábal para entronizar a su amigo Istúriz,
  este cae a su vez ignominiosamente por un enredijo de _entremés
  con tonadilla_. La historia de España, que hasta hace poco gastaba
  el coturno trágico, paréceme que se aficiona a la comodidad de los
  zapatos de orillo, o al desgaire de la alpargata.

  »¿No sabes? Ya tenemos ministerio nuevo. Don José María Calatrava lo
  preside, según acaba de decirme Nicomedes, que ha entrado como una
  exhalación y volvió a salir como una centella. Díjome los nombres
  de los demás ministros, pero se me han ido de la memoria. Paréceme
  recordar que en Gobernación entra Gil de la Cuadra, y en Guerra
  el general Rodil. De lo que estoy bien seguro es de que tenemos
  de capitán general de Madrid a don Antonio Seoane, en sustitución
  de Quesada, a quien los patriotas han tomado aborrecimiento y le
  llaman _liberticida_ y qué sé yo qué. Luego empezarán los cambios de
  personal. Nicomedes cuenta con que le harán jefe político. Espronceda
  ocupará un alto puesto, y tu antiguo jefe Oliván se ganará el
  ascenso que le corresponde en estos cambios revolucionarios, cuando
  vienen con mansedumbre. Te diré, además, que el bruto de Ibraim ha
  dado pruebas estos días de la elasticidad de su estómago de buitre,
  pues ha estado de servilleta prendida en todas las comilonas con
  que obsequia a los sargentos _libertadores_ la dislocada juventud
  de _Tepa_ o de las _Tres Cruces_. Y para señalarse más, después de
  hartarse bien, larga unos brindis hinchados y chabacanos, que son la
  risa de sus oyentes. Serrano el tísico los repite, y tan bien remeda
  la voz y el tonillo andaluz, que es morirse de risa. No creo, como
  consta en las _rapsodias ibraizantes_ de Serrano, que el capellán
  comparase a Gómez con Julio César; sí creo la imagen de que la
  Constitución ha venido en un carro triunfal, de que tiraban Gómez y
  García, y lo de que la Constitución será en España el cuerno de la
  abundancia. De mi sé decirte que solo siento ser sacerdote, porque mi
  estado religioso me impide atizar un par de morradas a ese ganso, por
  haberme dicho en abril último la mayor mentira que de humanos labios
  ha salido desde que hay mundo... Pues ayer tarde me aseguró que don
  José Landero y Corchado le ofrece una canonjía, y se me ha metido en
  la cabeza que se la van a dar. España está loca. Su manía consiste en
  hacer verosímil lo absurdo.

  »Y la mía, querido Fernando, pues también yo estoy algo loco, es que
  regularices tu vida, y no nos des más sofoquinas. Si he de decirte
  la verdad, soy menos indulgente que la señora incógnita, y creo en
  conciencia que las transacciones y tolerancias deben limitarse a la
  autorización de tus amores, siempre que les des el giro matrimoñesco
  que exige el decoro. Si fuera yo el tirano, te fijaría un plazo para
  recobrar tu novia y unirte con ella en santa coyunda, dando con esto
  por cerrado el ciclo de tus aventuras caballerescas, y obligándote
  a volver acá, donde hallarías casa y medios de vivir pacífica y
  holgadamente.

  »No puedo ocultarte que mi mayor deseo es que la señora incógnita
  me mande a tu lado. Se lo he propuesto, y con mucha delicadeza me
  ha contestado negativamente. Te reproduciré sus propias palabras,
  que están bien fijas en mi memoria: “Quiero probar si ejerzo o no
  verdadera atracción sobre él; si mi autoridad, expresada con dulzura,
  es un lenguaje inteligible para su corazón. Como esta prueba no sería
  eficaz sin libertad, se la concedo y aguardo. Quiero que venga al
  bien, a la paz, a mi cariño, con espontaneidad y efusión; no atraído
  por maestros o empujado por rodrigones. El sistema de la vigilancia,
  del espionaje, de la previsión, me dio un resultado desastroso: ha
  sido la derrota del régimen absoluto. He de probar ahora el régimen
  contrario: la libertad. Triunfaré si consigo de su albedrío lo que
  no logré desplegando, al uso despótico, todo el lujo de medidas
  autoritarias y policiacas. No, no... Marchemos, como dijo el otro,
  por la senda constitucional. Yo legislo y no gobierno... Le marco a
  Fernando los caminos que creo conducentes a su felicidad, y cruzadita
  de brazos espero”. ¿Qué te parece? Cuando esto me dijo, no pude menos
  de lanzar un “¡Viva la libertad!” con toda mi alma, y aun creo que
  canté un poco el himno.

  »Pues bien, amadísimo Fernando: Pedro Hillo, tu mejor amigo, se
  permite decirte, por vía de consejo, que no abuses de la libertad.
  Aborda tu asunto por las vías derechas; preséntate al señor
  Negretti, y pídele a la niña; tómala, y vente corriendito para acá
  por el camino más corto y por los medios de locomoción más veloces.
  Créeme a mí... Tu viejo amigo no te engaña. Ya sabes, derecho al
  bulto, y _fijándote en la rectitud_. No hagas _pases de telón_, ni
  _cambiados_, sino exclusivamente _naturales_.

  »Vaya, ¿qué me das si te digo una cosa? Pues aunque no me des nada
  te la diré, para alumbrar con viva luz el camino que piensas seguir.
  Si te presentas al señor Negretti y le pides la niña como caballero
  leal, la niña es tuya... Ea, ya lo sabes. Cuando Hillo te lo dice,
  por algo será, tontín... Conque vete pronto en busca de tu desenlace,
  y no te pese encontrarlo desabrido y sin peripecias; que los dramas
  son muy bonitos en el teatro o en la plaza de toros; pero en la
  vida..., líbrete Dios».

Reanudada la tarea epistolar por la noche, decía don Pedro:

  «Hoy he tenido el honor de hablar con una persona dignísima, en un
  tiempo respetada y admirada por ti; después... ¡Ah!, pillo, ya me
  has comprendido; ya sabes que el sujeto a que me refiero es don
  Juan Álvarez Mendizábal. Le he visto hoy por tercera vez desde que
  estoy en Madrid. ¿Creerás que me ha llevado a su casa un asunto
  político? Nada de eso, chiquillo: hemos hablado de cosas privadas,
  sin perjuicio de tirar un par de chinas al gobierno. Hombre más
  amable y servicial que este don Juan de Dios no creo que lo haya.
  Estoy contento de él. No creas, se acuerda de ti, y te tiene por muy
  despierto y simpático. ¿Qué tal? ¡Y luego dirás...!

  »_Ultimátum_: cuidarás de tenerme al corriente de los puntos donde
  resides, caminos por donde vas, _et reliqua_. Esto es indispensable.
  Si el despotismo vive en las tinieblas, o sea en la ceguera de la
  opinión, la libertad requiere luz, mucha luz. Fuera misterios; el
  régimen pide que estén las ollas destapadas para saber lo que se
  guisa. Dos veces por semana me escribirás, dando cuenta de tus pasos,
  y especificando los lugares a donde debo dirigirte mis cartas. Niño
  de mi corazón, que vuelvas pronto. Con el alma en un hilo, te espera
  tu viejo Mentor. — _Pedro Hillo._

  »_Epílogo_.— Corre la voz de que han asesinado al general Quesada.
  Ello ha sido en Hortaleza, donde buscó más bien descanso que
  escondite el animoso general vencido: averiguado su paradero por
  las turbas rencorosas, le acosaron hasta dar con él, matándole
  villanamente.¡Y creíamos que la revolución _de opereta_ venía
  embolada! Me cuenta Nicomedes que este crimen estúpido, inútil,
  indisculpable, perpetrado a sangre fría después de la fácil victoria
  del pueblo, es obra de una pandilla de _jamancios_, algunos de
  los cuales estaban en el Saladero cuando nos encerró allí la
  señora incógnita por nuestros pecados. Frecuentaban en noches de
  tumulto las reuniones de _Tepa_. Tú les conocerás. Lamentan hoy los
  revolucionarios que cuatro sinvergüenzas canallas hayan desvirtuado
  la bonita leyenda de este movimiento popular, que empezó con la
  tenacidad, hasta cierto punto simpática, de los urbanos, y concluyó
  con el audaz golpe, hasta cierto punto caballeresco, de los sargentos
  de la Guardia Real. Pero yo veo que si no hay función sin tarasca,
  no puede haber motín sin coces. Desconfía de la revolución que se
  pone guantes, porque entorpecida de las manos, te _acaricia_ con las
  patas. Ea, no más. Adiós».




VIII


Esta y las anteriores cartas de tal modo perturbaron el espíritu del
señor de Calpena, que no dormía con sosiego, asaltado de pensamientos
contradictorios. No poco le inquietaba la noticia del disfavor de
Negretti en la corte de Carlos, y como no había contestado el tal
a tres cartas que Fernando le llevaba escritas durante su largo
encantamento en Laguardia, era lógico suponer que ya no estaba al
servicio del Pretendiente. ¿A dónde se dirigiría para dar cumplimiento
a la empresa en que no solo su amor, sino su honor y su dignidad
estaban empeñados? Este problema se le presentaba, pues, oscuro y
dificultoso. Por otra parte, dábanle ánimo ciertas expresiones vagas
de la incógnita, y las reticencias, algo menos nebulosas, del buen
Hillo: indudablemente se había influido con Mendizábal para que este
recabara de Negretti el consentimiento, desenlace trivial de la comedia
de costumbres moralizadoras. Las visitas de Hillo a don Juan Álvarez
no podían tener otro objeto. Todos los caminos se le franqueaban
al enamorado joven, y se le abrían las puertas de su ventura con
áureas llaves; querían trocarle su drama emocional y caballeresco en
cuento infantil, de esos en que sale un hada benéfica que en un dos
por tres lo arregla todo graciosamente. ¡Fácil y cómodo final! Pero
tanta dicha era por punzantes dudas acibarada. ¿Dónde estaba Negretti?
Si Mendizábal sabía su residencia, ¿cómo Hillo no tuvo la previsión
de averiguar dato tan importante para comunicarlo a su Telémaco? Y si
don Juan Álvarez no lo sabía, ninguna eficacia podía tener su noble
mediación.

Analizando estas dificultades, pensaba en Rapella, que a fuer de
intrigante y entrometido farsantón, habría sido el más útil guía en tal
laberinto. Pero ignoraba el paradero del siciliano, a quien dos veces
había escrito sin obtener respuesta. Probablemente había desempeñado
su comisión política, y vuéltose a Madrid, a Nápoles, o al quinto
infierno. En medio de estas confusiones, sentíase agitado el buen
Calpena por un sentimiento de calidad desconocida, que despacito y por
lentos avances se le iba metiendo en el corazón, en aquellas regiones
de él que hasta entonces permanecieron vacías. ¿Qué podía ser más que
el afecto puro y hondo de la señora incógnita que le llamaba, que le
atraía, cual si le estuvieran tirando, tirando, de un hilo misterioso,
el cual era más fuerte mientras en mayor tensión lo ponían? ¡Y qué
instinto tan seguro el de la invisible al aplicar a su protegido el
tratamiento de la libertad! Si por el sistema de la tiranía policiaca
no logró hacerse querer, el nuevo régimen establecía la feliz concordia
entre el pueblo y la autoridad, en cierto modo de derecho divino.
Fernando la quería ya; pensaba en ella en sus insomnios; trataba de
darle fisonomía y visible ser en su imaginación, y a ratos anhelaba
ardientemente aproximarse a ella, maldiciendo airado la prolongación
del misterio. ¿Por qué no se le revelaba de una vez para siempre? ¿Por
qué ignoraba él lo que Hillo sin duda sabía ya? ¿Había alguna poderosa
razón para perpetuar el juego de máscaras? ¿Se enojaría la divinidad
si él resueltamente se aproximaba y con cariñosa mano arrancaba el
velo? No: era lo más prudente dejar que la dama tapase y descubriese,
según su deseo y conveniencia, pues la oportunidad de un acto de tal
naturaleza solo ella podía apreciarla. Lo que indudablemente persistía
en el ánimo de Calpena, bien mirado el problema por todas sus facetas
y aspectos diferentes, era la resolución de obedecer a su gobernadora
en cuanto le ordenase; obediencia que debía de ser el signo más claro
de gratitud por haber ella transigido en el magno negocio de los
amores. Pues la corona aceptaba lealmente el principio democrático, el
pueblo sumiso celebraba firme y honrada alianza con el trono. ¡Feliz
concordia, que es el sueño de las naciones! En España no es sueño, es
pesadilla, y al despertar de ella duelen los huesos.

Señaló por fin don Fernando, entrado septiembre, un día que debía ser
término fatal de su encantamento, pues ya su vida en Laguardia no era
descanso, sino ocio. Aún insistía Demetria en que no estaba bien curado
de _su patita coja_, y le incitaba a esperar a la época de la vendimia;
pero él, estimando delicadamente estas insinuaciones como dictadas de
la cortesía, no se dio a partido y dispuso todo para su marcha. Como
nada debe ocultarse, sépase que recompensó a los servidores de la casa
con tan desusada largueza, que por mucho tiempo perduró en Laguardia la
fama de la generosidad del caballero don Fernando, a quien tenían por
uno de los mayores potentados del mundo. A don José María de Navarridas
dio también una buena pella para que la repartiese entre los pobres del
pueblo, y tuvo además la feliz idea de hacer sus visitas a cada una de
las casas que conocía, sin olvidar las más humildes, lo que acabó de
fijar en el ánimo del vecindario la opinión de la hidalguía y verdadera
grandeza del huésped de Castro.

Y se alegraba este de haber dispuesto tan en sazón su partida, porque
según le dijo una tarde el cura, llevándole aparte con misterio, pronto
debían de llegar a Laguardia los Idiáquez y Urdanetas, hijo y madre,
que venían a vistas con aparatoso séquito de criados. También vendría
el abuelo paterno del don Rodrigo, don Beltrán de Urdaneta; pero este
señor, muy anciano ya, aunque todavía templado y entero, no haría más
que tomar descanso de un par de días en Laguardia, para seguir después
hacia el valle de Mena, donde vivía su hija Valvanera, casada con uno
de los ricos Maltranas, y madre de numerosa prole. No sentía malditas
ganas Calpena de encontrarse con aquella familia, a pesar de la aureola
de virtudes de que la rodeaba el bonísimo Navarridas, y se alegraba
de llevar dirección contraria, para no topar con ellos en el camino.
Venían de oriente los Idiáquez, como los Reyes Magos, y él se iba hacia
Miranda de Ebro (occidente).

El día de la partida, avanzado ya septiembre, fue para todos muy
triste. Habiendo determinado el viajero salir a la caída de la tarde,
revelaron todos su pena a la hora de comer con una inapetencia desusada
en aquella casa. Habían regalado las niñas a don Fernando un caballo
hermoso, con los mejores arreos que daba de sí la industria del país;
fineza que agradeció, como es de suponer, en tales circunstancias,
prometiéndose corresponder a ella con otra superior en cuanto llegase
a Madrid. Y como manifestara deseos de tomar a su servicio, para
llevársele, al mozo de la casa de Castro llamado Sabas, uno de los que
acompañaron a las niñas en el viaje a Oñate, accedió Demetria gozosa,
y el hombre, ya maduro, de probada lealtad y diligencia, no vaciló en
admitir la propuesta, pues no había para él mayor gusto que emplearse
en el cuidado y servicio de tan noble caballero. Las cuatro serían
cuando abandonó don Fernando la ilustre morada de Castro. Multitud de
personas fueron a despedirle. Las niñas, con doña María Tirgo, don José
Navarridas y el señor de Crispijana, bajaron de la villa al camino,
y al llegar a este se apeó don Fernando para seguir todos a pie un
buen trecho, pues la tarde estaba fresca y convidaba a dar un paseíto.
Hablaron, como es de rúbrica en estos casos, de la próxima vuelta.

—Ya, ya: ¡si seremos tan tontas que creamos que vuelve por aquí!
Deseando está él perdernos de vista —decía Demetria.

Y Navarridas:

—No, mujer, no digas tal. ¿Pues no ha de volver? Me lo ha prometido, y
las promesas de caballeros de esta calidad son como una escritura ante
notario...

—Sí, sí, fíese usted de escrituras ni de promesas.

Y Gracia:

—También a mí me ha dado palabra de volver, y si no vuelve, no tiene él
la culpa, sino la novia, que le atará a la pata de una silla.

Y doña María Tirgo:

—Dejadle, tontuelas, que ya sabrá él lo que tiene que hacer. Venga o no
venga, cuando ande por esas cortes y en esas grandezas, se acordará de
estas pobres aldeanas, que se han esmerado en hacerle la vida agradable.

Calpena sentía un nudo en su garganta; deseaba poner fin a la
despedida, que se iba haciendo en extremo patética, y no sabía ya qué
decir, ni con qué tonos y actitudes expresar la emoción vivísima que le
embargaba. Dio el alto don José María, diciendo:

—Vaya, de aquí no pasamos.

Y el viajero apresuró la escena final. Dejose abrazar por el cura;
apretó con efusión las manos de las niñas y de doña María, y añadiendo
pocas y oportunas palabras, montó a caballo y se alejó al paso,
volviendo atrás la vista. Gracia y don José María lloraban. Demetria,
un tanto descolorida, conservaba su hermosa serenidad, mordiéndose
los labios. Le vio alejarse con tristeza grave. Doña María agitaba su
pañuelo.

Picaron espuelas amo y escudero, y al llegar a la vuelta del camino
donde perderían de vista a la noble familia, se pararon para darle
el último adiós. Las dos niñas y la señora azotaban el aire con sus
pañuelos; Navarridas repetía estas demostraciones con su paraguas en
una mano y el sombrero en la otra... Y ya no se vieron más.

A la hora y media de camino, don Fernando, que iba cabizbajo y
melancólico, sintió un súbito anhelo de volver atrás. Tan repentino
fue, y al propio tiempo tan vivo, que maquinalmente paró el caballo, y
preguntó a Sabas:

—¿Dónde estamos? ¿Cuánto hemos andado?

—¿Qué, señor, se ha olvidado algo? ¿Tenemos que volvernos?

—No, es que... En efecto, se me olvidó algo; pero no me hace falta.
Sigamos.

—Se está tan bien en la casa de Castro, señor, que siempre que uno
sale, cree que se deja algo en ella. ¿Y qué es lo que se deja? La
querencia, señor, la querencia de casa tan buena.

Permaneció don Fernando silencioso, y con igual economía de palabras
continuó larguísimo trecho, hasta que, ya de noche, aproximándose a
Labastida, entablaron amo y escudero el siguiente diálogo:

—Bueno, Sabas: ya que se nos va pasando el amargor de la despedida...,
las despedidas, ¡ay!, son siempre muy penosas, y más cuando uno se
separa de personas tan buenas, tan puras, tan..., en fin, ya que
avanzamos en nuestro camino, y vuelven a posesionarse de esta cabeza
mía los pensamientos que motivan mi viaje, te diré que me han movido a
tomarte a mi servicio, además de tus buenas prendas, otras razones...
No me entiendes. Recordarás que anoche, hablando tú y yo de la corte
carlista, donde padeciste cautiverio y mil penalidades, dijiste, entre
otras cosas, ya terribles, ya joviales, algo que ha sido para mí la
única luz que distingo en la oscuridad que me rodea.

—¿Qué dije, señor, que pueda ser luz de su merced? Ya no me acuerdo.

—Que el jueves llegaron de Vizcaya dos hombres, los cuales habían
servido hasta el mes pasado en la maestranza carlista; que el uno es
compadre tuyo, y que marchó a un pueblecillo cerca de Miranda, de
donde es natural. Aquí tienes la razón dé que yo corra hacia Miranda.
Necesito hablar con ese hombre esta noche misma, si es posible. Llévame
allá, que para eso, y nada más que para eso, vienes conmigo.

—Verdad, señor: el que vino de allá, escapado, corrido, muerto de
hambre, y sin ganas de volver, es Bonifacio Gay, primo y compadre mío,
y ahora está con su familia en Leciñana del Camino, a legua y media de
Miranda.

—Pues allá nos vamos.

—Si el señor tiene prisa, con seis horas de descanso en Labastida será
bastante para el ganado. Si salimos al alba, llegaremos a Miranda
entre ocho y nueve. Tomamos un bocado, y a la hora de comer caemos en
Leciñana.

—Perfectamente... ¿Estás bien seguro de que tu primo trabajaba en la
maestranza?

—Donde hacen las balas, sí, señor. Es herrero y fundidor, y entiende
de toda suerte de artificios, verbigracia: norias, relojes, molinos y
chocolateras. Diez meses se ha llevado trabajando para la facción, y
visto que no había _de aquí_, y que sobre no pagarle le acusaban de
masón, se escabulló y con mil trabajos pudo llegar a Salvatierra, de
donde tomó el camino de su pueblo, pasando por Laguardia el jueves,
como dije a su merced.

—Quisiera tener alas para llegar de un vuelo a ese lugar —dijo
Fernando, picando espuelas—, pues cuando se me mete en el alma la
curiosidad, no sé lo que es paciencia, y quisiera convertir las horas
en minutos.

La conversación de los jinetes saltaba de tema en tema: la guerra, la
paz, las cosechas, y fueron a parar al punto de partida de su jornada.

—¿Qué estarán haciendo ahora en la casa de Castro? Se habrán puesto a
cenar. De seguro se preguntan unos a otros: «¿En dónde estarán ya don
Fernando y Sabas? ¿Habrán llegado a Labastida?...». La vida no es más
que esto, señor —dijo el escudero—, y ella y la muerte son lo mismo:
unos que se van y otros que se quedan..., unos que vienen y otros que
están, porque vinieron antes, los cuales un día les tocará también
ser... _idos_. Todos, señor, fuimos _venidos_, y seremos _idos_.

Nada les ocurrió en Labastida digno de referencia; nada tampoco en
Miranda, a donde llegaron al siguiente día. Vieron mucha tropa ociosa;
no había operaciones; el ejército del Norte aguardaba que sus generales
tuvieran un plan. Todo el interés de la guerra lo absorbían entonces
las atrevidas expediciones de Gómez y de don Basilio. El primero se
paseaba por las Castillas y Extremadura como por su casa, y el segundo
regresaba a las Provincias después de haber asolado la Rioja, Soria, y
corrídose por el riñón de Castilla hasta muy cerca de La Granja.

Sin detenerse en Miranda más que lo preciso para dar pienso y descanso
a las caballerías, continuaron Calpena y Sabas su marcha, hasta parar
en Leciñana del Camino, lugar misero rodeado de arideces, no lejos del
Ebro y al pie de la sierra de Turiso. Con tan buena suerte y tan a
punto llegaron, que no hubo necesidad de indagaciones para encontrar
al señor Gay, pues en las primeras casas del pueblo dieron con él, a
la puerta de un herradero, en ocasión en que con otros hombrachos se
ocupaba en calzar unos mulos.

—Bonifacio —le dijo su compadre, sin más ceremonia—, venimos en tu
busca, porque este caballero noble quiere plática contigo.

Un tanto receloso y huraño en los primeros momentos, después franco
y comunicativo, Gay, que era un hombre membrudo, como de cincuenta
años, la cabeza blanqueada por canicie precoz, las manos ennegrecidas
por la forja, dio los últimos martillazos en la pezuña del animal, y
mandando traer un jarro de vino, entró con su compadre y el caballero
en la única pieza vividera de la herrería. Atizándose tragos de mosto,
respondió a las preguntas de Calpena con estas o parecidas expresiones.




IX


—¡Que si conozco al señor Negretti!... ¡Si era yo el obrero que más
quería don Ildefonso, y a don Ildefonso le quería yo como a mi padre,
por más que seamos los dos de la misma edad, año más, año menos! Y no
se hallará otro, lo digo yo, que mejor entienda de todas las mecánicas
del mundo, así como no le hay de tanta conciencia para el trabajo,
pues a cuanto sale de sus manos o de las manos que obedecen su idea, no
hay que ponerle pero... Es lo que el señor dice: tal hombre no cuadra
en el servicio de aquella gente y de aquel gobierno tan eclesiástico.
Tanto a él, como a todos los demás que no éramos de Guipúzcoa, nos
traían entre ojos, y como por la influencia del _sacerdocio_, que
allí siempre está de centinela, había entre nosotros tantos soplones
y cuenteros, pronto empezaron a decir si don Ildefonso era masón
_volterano_, que si no confesaba, que si tal... Hasta que un día, allá
por julio, hallándonos en Durango, los mequetrefes de la Comisión
que son los registradores de cartas, todos ellos muy aclerigados,
legos de convento, mandaderos de monjas y _viceversa_, salieron con
la gaita de que don Ildefonso se carteaba con ese ministro de Madrid
que les ha limpiado a los frailes el santo pesebre... Justo, el señor
Mendizábal. Resultado: que al maestro le llevaron preso a Tolosa,
por delito que llaman de _ilesa majestad_. Salió a su defensa el
infante don Sebastián, diciendo al rey que cerraba la maestranza si le
quitaban al hombre que más valía en ella y que mejor hacía las cosas.
Resultado: que le soltaron; pero no le dejaban vivir, y a donde quiera
que iba le seguían dos o tres _iscariotes_, y el hombre andaba tan
aburrido que hasta perdió las ganas de comer. Por aquellos días nos
pusieron un comandante nuevo de director de talleres. Era una acémila
muy aclerigada, que no entendía jota de nuestro oficio. Había sido
seminarista, ordenado de menores; después sirvió en las guerrillas de
Guergué, y en la corte tuvo padrinos de la camarilla frailuna que le
hicieron capitán de golpe y porrazo; y como el rey es así, que no ve
más que por los ojos de cuatro cebones que están siempre gruñendo a su
lado, aún pensaba que andaba corto en su carrera el tal Gorostia, en
lengua de ellos _acebo_, y hágote comandante de ingenieros. Pues una
mañana estábamos trabajando como locos para terminar unas granadas,
cuando el tal comandante le dijo al maestro que aquello estaba mal:
trabáronse de palabras, y don Ildefonso, que es hombre de malas pulgas,
de mucho pundonor, y tiene las manos de hierro, de tanto andar con él,
le arreó una bofetada tan tremenda que le puso patas arriba, echando
espumarajos por la boca. No le quiero decir a vuecencia la que se armó.
Resultado: que a don Ildefonso le metieron preso otra vez, y venga
consejo de guerra, y vengan papeles... El hombre, cargado, dijo que se
marchaba, y que la culpa tenía él por haberse metido al servicio de
cosa tan desatinada como es la facción...

»Pues hay más, señor. Luego empezaron a buscarnos camorra a mí y a
otros dos castellanos. Que si éramos de la cáscara amarga, masones o
perdularios ateos. Yo no hacía caso, y seguía en mi trabajo. Pero un
día me acusó un chico de Éibar de que yo había dicho no sé qué cosa de
la Virgen..., de esas expresiones que uno suelta sin pensar, cuando no
le sale bien un trabajo, o cuando a uno le salta una brasa a la cara
y le quema..., pues de esas cosas que se dicen: total, nada. ¿Pero,
Señor, yo, buen cristiano siempre, cómo había de hablar mal de la
Virgen? Y aunque algo dijera, es un suponer, no por eso deja uno de ser
apostólico romano, al igual de ellos. Siempre he sido devoto de Nuestra
Señora. Aquí, colgada de mi pecho, llevo, mírela usía, la medalla de la
Pilarica, que me puso mi madre... Pues nada, que allí salió el capataz,
uno de Lezo, que le llaman Choriya, de esos que se comen los santos,
y amenazándome con un martillo dijo que yo merecía que me atravesaran
la lengua con un clavo ardiendo, por haber hablado de _peinetas_
nombrando a la Virgen; y yo le respondí que las _peinetas_ eran para
él, y tres más. Resultado: que me castigaron, y vino un capellán a
echarme predicaciones, y lo mandé también a donde me pareció. Por esto,
y porque a uno no le pagaban, resolví marcharme, y una noche me escapé
con otros dos mozos, que también son de acá. No más, no más facción.
Buen chasco nos habíamos llevado, pues creímos que allá ganaríamos un
jornal lucido, por ser aquello reino _pretendiente_; pero nos salió la
cuenta fallida, porque allí no hay más que miseria, malos tratos, y
desconfianza de todo el que ha mamado leche castellana, como yo, que
en tierra de Burgos, donde mismamente estampó sus patas el caballo
de Santiago, vine al mundo. Resultado: que hemos vuelto acá sin un
maravedí, ladrando de hambre, y ahora nos vemos en nuestra tierra mal
mirados por haber servido a ese pavo acuático, que antes cegará que
verse rey de las Españas.

»A eso voy, sí, señor... Ya, ya entiendo que lo que le interesa conocer
es todo lo que yo sepa al tenor de la familia del señor Negretti. Voy
a eso: bebamos otro poco, que esto da la vida. Una de las razones por
que deseaba volverme a mi terreno, era el no ver tasado el vino, que
allí se lo daban a uno por medida, y harto de agua, mientras que aquí
lo bebemos de lo mejor sin pensar en que tiene fin... Pues voy a lo de
la familia. Una sola vez vi a doña Prudencia y a la sobrina. ¡Carachis,
qué guapa es; vaya un golpe de ojos! Oí decir que en Madrid un señor
príncipe estuvo loco de amores por ella, y que los padres de él, por
quitarle de que se casara, le encerraron en una torre, donde se arrancó
la vida; que a ella, para que se le pasara la ilusión de su príncipe,
la trajeron acá, y qué sé yo qué más historias... ¡Ah!, ya me acuerdo:
que la niña, a quien llaman doña Laura o cosa así, es rica, pues su
padre le dejó mucha pedrería fina de diamantes y topacios amarillos;
pero que tenía más _opulencia_ el príncipe su novio, el cual solo
en tierras había de heredar media España y una porción de islas de
mar adentro. No sé, señor: cosas que dicen los criados, y que serán
mentira, pienso yo... Vi a la tía y sobrina en Elorrio; luego se fueron
a Bermeo, y ya no sé más sino que don Ildefonso iba allá los sábados
para volverse los lunes. De su paradero hoy, no puedo decirle sino que
cuando se retiró del servicio de la facción se fue a Bilbao, donde
vive la familia de Prudencia. No he vuelto a ver al señor Negretti, ni
he tenido de él más noticias que lo que decía este o el otro de mis
compañeros, hablar por hablar...

—Haga usted memoria, señor Gay —dijo Fernando gozoso por lo que sabía,
ansiando saber más—, y cuénteme todo lo que oyó, sin omitir nada, ni
aun lo que charlaban sus compañeros sin conocimiento de causa, por
presunciones o conjeturas.

—Ahora voy... Antes diré a usía una cosa que se me había olvidado. Por
dos veces me preguntó el señor Negretti si yo conocía algún chico de
confianza para mandarlo de propio, con carta de interés, a Laguardia,
y yo le contesté que a ninguno conocía, como era la verdad. Digo esto,
porque como el señor viene de Laguardia, y según parece ha estado allí
tres meses largos, calculo yo si aquello que me preguntó el maestro
tendría que ver con la persona de vuecencia.

—Indudablemente, el mensaje, carta, o recado era para mí; pero si al
fin lo despachó Negretti, no llegó a Laguardia.

—No puedo asegurar a usía que don Ildefonso llegara a mandar el
propio; pero se me antoja que sí, porque había en Durango un tuerto
recadista que iba por los pueblos con un niño Jesús pidiendo para el
santuario de Iciar, y en aquellos días le vimos vestido con la ropa
vieja de Negretti, y nos dijo que iba a dar la vuelta de Álava con su
santirulico; después no le vimos más.

—Tampoco pareció por allá ese mensajero. Siga, siga, que aún le queda
mucho en la memoria.

—Sigo. Pues en Durango dijeron que doña Prudencia se veía y se deseaba
para resguardar a la niña de tantísimo pretendiente como la acosaba,
por el aquel de su hermosura... ¡Carape, qué boca de cielo, qué gancho!
Un capitán de barco la vio, y quedó enamorado. Dos más de Bermeo, y un
coronel carlista, la pidieron para esposa; pero ella diz que a ninguno
hacía caso, motivado a que no podía echar de su pensamiento al príncipe
difunto. De esto hablábamos los amigos de don Ildefonso, y uno de
nuestra pandilla llamado _Bachi guzur_ (_Bautista el embustero_), chico
de mucha idea, a quien da el naipe por inventar cosas, nos decía: «Yo
me pienso que el príncipe no se ha muerto, y que a ella le han dicho
la mentira de la defunción para desenamorarla, porque así conviene a
la familia; y apostaría yo a que el serenísimo galán anda de la ceca a
la meca disfrazado, buscándola al modo de lo que pasa en las historias
inventadas, que a mí me parecen verdad; y creo que nada de lo que rezan
los libros es mentira, o que las mentiras son verdades que se miran por
el revés». Nada, señor: con estas habladurías nos entreteníamos a la
salida del trabajo, y uno decía peras, otro decía higos, y pasábamos
el rato... En fin, señor, creo haber declarado a vuecencia todo lo que
sé. Si algo más me viene a la memoria, se lo diré esta tarde, en el
presupuesto de que no se vaya hasta la noche o hasta mañana.

—Quisiera partir ahora mismo..., yo soy así... ¿Cree usted que
encontraré en Bilbao al señor Negretti?

—Seguro... Y si él no está, estará la familia, de contado. No tiene
usía más que preguntar en Bilbao por la casa de los Arratias. Cualquier
chico de las calles le dará razón. Es allí por la Ribera. No tiene
pérdida.

—¿Y esos Arratias son...?

—Hermanos de doña Prudencia. Tienen barcos que andan en la mar.

—Vamos, son armadores.

—Y comerciantes, que traen del Norte duelas, bacalao y toneles de una
bebida que llaman _cerveza_, más amarga que los demonios; y arman
también barcos chicos para _la pesquería del escabeche_... Si no
estuvieran allí don Ildefonso y su esposa y sobrina, los Arratias le
darán razón cierta de dónde moran.

Consultado Gay acerca del camino más corto y más seguro para ir de
Leciñana a la capital de Vizcaya, manifestó que aunque lo más derecho
era tomar la vuelta de Orduña, no le aconsejaba tal camino, por estar
toda aquella parte plagada de facciosos.

—Tú ya sabes —dijo a su compadre—. Te vas derechito por esta orilla
del Ebro, hasta Trespaderne, y allí tiras para arriba, a esta mano.
¿Sabes la Sierra del Gato? Pues la vas faldeando. Pasas por Cebolleros,
Villacomparada y Villamezán, y ya estás en tierra de Mena. De allí
a Valmaseda es como andar por una calle. Total, que puedes llevar a
vuecencia en cuatro días, con descanso.

No paraba mientes en ningún peligro don Fernando, que sin oír otra voz
que la de su esforzado corazón, ansiaba lanzarse hacia el cumplimiento
y remate de la empresa, por tan desgraciados accidentes entorpecida.
Su espíritu de nuevo se inflamaba en la querencia de los actos
maravillosos, en todo aquello que rompiese los moldes de lo común. ¡A
Bilbao por Aura! Tal era su divisa, y ya se le hacían lentas las horas,
pausados los minutos que tardara en realizar algún descomunal esfuerzo
por la idea y fines que tal emblema expresaba.

Ocurría esto un miércoles. El jueves por la noche entraban en
Trespaderne, a punto que salía un destacamento de fuerzas cristinas,
y no tardaron en informarse de que una partida que había bajado del
puerto de los Tornos, y otra que anduvo por Peña Complacera, se
juntaban en San Pelayo, punto muy principal del valle de Mena, para
recorrer aquellos pueblos y llevarse cuanto encontraran. A todos
los trajinantes que iban en tal derrotero encarecía el alcalde de
Trespaderne la conveniencia de que se detuvieran dos o tres días hasta
que la situación se despejase. Insistía Calpena en continuar al
siguiente día su camino; pero tales razones le dio Sabas, apoyado muy
cuerdamente por el alcalde, hombre tosco y de buen sentido, que hubo de
resignarse, pataleando, a una corta espera, que aseguró no pasaría de
veinticuatro horas. La realidad, no obstante, impuso mayor detención,
y hacer acopio de paciencia. El mesón o parador en que se habían
instalado era de lo peor del género, similar de las famosas ventas
manchegas: la única estancia que ofrecía relativa comodidad ocupábala
Calpena; y no sabiendo este qué hacer en el largo aburrimiento y
plantón fastidioso, pidió tintero y pluma, pues desde que salió de
Laguardia le había entrado una viva comezón de escribir. ¿A quién? A
los tres puntos cardinales de su afecto: al norte, Negretti y Aura,
los amigos de Laguardia al este, al sur los de Madrid. La náutica rosa
de aquel corazón no tenía occidente... Como la querencia del sur había
tomado en él extraordinaria viveza, por el camino redactó mentalmente
multitud de cartas dirigidas a la misteriosa deidad que le protegía,
haciéndole suyo en el presente y en el porvenir. En posesión ya de
los avíos de escribir, se dijo, preparándose de papel: «Lo primero a
_ella_...». Pero con toda su aplicación, no pudo pasar de la primera
línea: «Mi señora desconocida...», fórmula que varió hasta lo infinito,
sin encontrar la más apropiada. «Señora incógnita, mi muy amada
protectora...». Y luego de encontrada la fórmula, ¿qué le diría? En
estas perplejidades, mirando al papel, mordiendo las barbas de la
pluma, encontrole Sabas, que subió a decirle presuroso:

—Ahí está ese señor... Oiga las voces que da, y el ruido que arman sus
criados y caballerías. Es el viejo Urdaneta, don Beltrán de Urdaneta,
¿sabe, señor?, el abuelo del don Rodrigo que esperaban en Laguardia con
toda su familia... Verá qué viejo más salado. Va también hacia Mena,
donde está su hija, casada con el mayorazgo de Maltrana.




X


—¡Al demonio tú y don Beltrán! Me has asustado. Creí que se trataba de
otra persona. ¡Si yo no conozco a ese viejo, ni le he visto en mi vida!

—Pues ahora tendrá por fuerza que verle y que tratarle, porque es
parroquiano antiquísimo de este mesón, y en él para desde el siglo
pasado, siempre que va y viene. Como el único cuarto decente es este,
él tiene costumbre de ocuparlo: el mesonero le ha dicho que se acomode
aquí con el señor, que también es persona de la grandeza de España.

—No quiero —dijo Calpena, a quien molestaba en aquella ocasión hacer
conocimientos—. Me iré a un pajar, y que venga ese don Beltrán o don
Cuerno a ocupar su aposento.

Y cuando se levantaba, decidido a escabullirse antes que el nuevo
huésped llegara, ábrese la desvencijada puerta y penetra un simpático y
noble anciano, de buena estatura, algo rendido al peso de la edad, de
afable rostro y modales finísimos, revelando en todo el alto nacimiento
y el refinado trato social.

—Perdone usted, señor mío, esta invasión de su aposento. La edad nos
da privilegios bien tristes. No quiero, no, desalojarle..., no faltaba
más. Me atrevo a proponerle que, pues en nuestro _hotel_ no hay más que
una estancia, la compartamos los dos como buenos amigos. Ni usted me
estorba, ni yo he de estorbarle; y sabiendo ya con quién he de vivir
veinticuatro horas, solo añado que es para mí gran satisfacción la
compañía de persona tan principal.

Correspondiendo Fernando a la cortesanía del insinuante viejo, propuso
retirarse dejándole toda la pieza, para mayor comodidad y desahogo; a
lo que contestó don Beltrán que por ningún caso lo aceptaría.

—Respondo de que, a poco que nos tratemos, mi compañía no ha de serle
a usted desagradable, pues a mí, que hoy le veo por primera vez, me
encanta ya la suya.

A un movimiento de sorpresa interrogativa del joven, dio respuesta con
estas palabras:

—No nos conocemos y nos conocemos, señor de Calpena, porque ha de
saber usted que vengo de Laguardia, donde he dejado a mi nuera y a mi
nieto, y en las veinticuatro horas que allí me detuve, no han cesado
aquellas buenas personas de hablarme de usted. El cura Navarridas y las
niñas de Castro estiman a su huésped en todo lo que vale. Ya sé, ya
sabemos todo..., por qué serie de accidentes fue usted a parar allí,
el servicio que prestó a las niñas, su conducta valerosa, gallarda...
Y como al propio tiempo sé que don José María le habló a usted de mí,
démonos por recíprocamente presentados, y tengámonos por amigos de
larga fecha..., digo, larga no, porque es usted casi un niño.

Decía esto, tomando asiento, después de despojarse de su abrigo de
viaje. Sin dar tiempo a que Fernando le expresara su agrado por tantas
amabilidades, le dijo, reparando en el papel y tintero:

—Si estaba usted escribiendo, puede seguir. Tome la silla, y pues no
hay otra, yo me pasearé en el domicilio común mientras usted escribe.

—No, señor: solo por matar mi aburrimiento pensé escribir..., pero
ahora que tengo compañía tan grata, quédese para mañana la escritura...

—Pues si usted no escribe, le propongo que nos vayamos a la cocina,
donde tenemos un buen fuego, y estaremos muy bien. Siempre que paro
aquí, me paso las horas junto al hogar, en compañía de estas gentes
sencillas y honradas, y de los gatos y perros. Ya me conocen hasta los
animales.

—También a mí me gusta engañar las horas en las cocinas de los pueblos,
mirando las llamas del fogón, sintiendo el hervir de los pucheros, y
echando un párrafo con los aldeanos. Vamos, vamos, señor don Beltrán.

—Deme usted el brazo, joven, que no me hace gracia, a mis años, tomar
medida a estas desvencijadas escaleras. ¡Qué recuerdos tiene para mí
esta casa! No le exagero a usted si le digo que he parado en ella
unas sesenta veces. La primera, no hace nada de tiempo... el año
780, yendo con mi padre a una cacería, invitados por mi pariente el
condestable, el padre de Bernardino Frías, a quien usted conocerá; la
segunda, cuando llevamos a mi hermana a profesar en las franciscanas
de Medina de Pomar; la tercera..., ni me acuerdo ya. Por aquí pasé
para llevar a mi hija Valvanera a sus bodas con Maltrana, y a casa de
mi hija voy también ahora. La fecha de aquel casamiento es de las que
no se olvidan. En este parador, cuando íbamos a Villarcayo, nos dieron
la noticia de la batalla de Bailén... En fin, pasé también el 28,
huyendo de las bandas apostólicas, y había pasado el 23, por evitar un
encuentro con las tropas de Angulema. Íbamos hacia la frontera Osuna y
yo, el duque viejo (padre de estos chicos), Pedro Alcántara y Mariano,
y tuvimos que dar un largo rodeo para tomar un barco que salía de
Santoña, y nos llevó a La Rochelle... En fin, mi vida es muy larga, y
en ella no faltan peripecias.

Tomaron posesión del mejor banco de la cocina, junto a la mesa de
castaño, y don Beltrán anunció alegremente que había mandado asar un
cordero y preparar ajilimójilis.

—Esta llaneza —dijo gozoso— me encanta; estas comidas elementales y
primitivas son mi delicia. O esto, o los refinamientos de la cocina
parisiense. Y en cuanto a la sociedad, o la más alta, o la de estos
infelices, reforzada por los gatos y perros, que ya tiene usted aquí,
buscando mis halagos.

En efecto: uno de los dos michos de la casa, se le había subido en el
brazo, y el otro se rascaba contra sus piernas. Dos magníficos lebreles
le hacían la guardia a un lado y otro de la silla.

—A mí, señor don Fernando —continuó—, no me dé usted términos medios.
O los palacios resplandecientes de lujo, o esta humilde cocina. Y en
cuestión de bello sexo, que siempre fue una de mis más caras aficiones,
o las damas encopetadas, o estas gallardas bestias campesinas... Que
nos traigan vino blanco, que aquí lo hay superior. Chica, llévate
esto, y dile a Ginés que si no tiene vino blanco, que mande por él
inmediatamente a casa de Sopelana.

—Lo hay, señor marqués —dijo la moza—, y ahora mesmito se lo traigo.

—Pues date prisa, que aunque no me atiendas a mí por viejo... (¿Tú
sabes lo que dijo Carlos V..., no este Carlos V, sino el otro?...
Luego te lo diré...). Pues si a mí no me atiendes, porque soy un pobre
vejestorio inservible, no harás lo mismo con este caballero tan guapo.

—A fe mía que lleva usted bien sus años, señor don Beltrán —dijo
Calpena—. Conserva usted su agilidad, su buen humor, con las prendas
todas del caballero de raza.

—¡Oh! no, amigo mío: ya estoy muy acabado; ya no soy ni sombra de lo
que fui. Verdad que no me falta la cabeza, y discurro como en mis
mejores tiempos; pero la vista se me va. Hay días en que no veo tres
sobre un burro, y si sigo así, pronto quedaré ciego. Esto me aflige,
porque me he propuesto llegar a los noventa. Respecto de mi edad, habrá
usted oído mil leyendas. Hay quien cree que he cumplido el siglo, y
que me rebajo... Patraña: hace lo menos diez años que renuncié a ese
inocente coquetismo.

—No representa usted —dijo Calpena queriendo halagarle— arriba de
setenta..., setenta y dos todo lo más.

—¡Ay, qué lisonjero y qué _bon enfant_! No, hijo..., aumente usted un
poquito, y llegue hasta los setenta y ocho. Sí señor: yo vine al mundo
en la noble ciudad de Olite, en 1758. Eche usted una mirada a todo lo
que comprende el espacio entre esa fecha y este pícaro 36. Sí señor, en
1758: le llevo once años a Napoleón y a Wellington, que nacieron el 69;
Mozart era más viejo que yo en dos años, y Schiller un año más joven.
Goya, mi amigo, el pintor celebérrimo, me llevaba doce años, y yo le
llevo nueve a don Manuel Godoy. Como Napoleón, otras celebridades que
ya se han muerto, Beethoven, Moratín, Talma, eran mucho más jóvenes que
yo...

—¡Qué prodigiosa memoria!

—No diga usted memoria; diga usted años. Cuando uno va de capa caída,
se entretiene en ajustar estas tristes cuentas, en comparar vejeces...
Consolemos, yo mis cansados años, usted los suyos verdes, con este
vinito blanco... ¡Ah, señor de Calpena!, habrá usted pasado en la casa
de Castro una temporada agradabilísima...

Ponderó Fernando con frase entusiasta las excelencias de la vida en
aquella señoril y opulenta mansión, y al panegírico que hizo de sus
habitantes, asentía don Beltrán entornando los ojos y paladeando el
vino.

—Sí, sí..., las niñas son dos ángeles, Demetria un prodigio, Navarridas
un santo, tan cariñoso, tan servicial..., aunque a veces el exceso de
su amabilidad resulta un poquitín enfadoso, ¿verdad? Y en cuanto a doña
María Tirgo, que es otra santa, otro prodigio, otro ángel, no dudo que
le habrá mareado a usted más de la cuenta, hablándole de linajes, su
ciencia y su manía.

—Algo me hizo ver la señora de sus conocimientos genealógicos: por
ella estoy bien enterado de la nobleza de los Urdanetas e Idiáquez.
De los entronques con las primeras casas de Aragón y Navarra resulta
que llevan ustedes sangre de mil y mil varones insignes, y de santos
gloriosos.

—Sí, sí: no falta parentela ilustre por los cuatro costados —dijo
gravemente don Beltrán, con cierto desdén de buen tono hacia las
humanas grandezas—. También nos vanagloriamos de que muchos de nuestra
sangre estén en los altares... Y esta vena de la santidad no creo yo
que se haya extinguido en mi familia.

—También supe por doña María y su hermano —prosiguió Calpena— el
proyecto de enlazar familia tan ilustre con la también noble y poderosa
de Castro-Amézaga, casando a su nieto de usted, el señor don Rodrigo,
con ese espejo de las doncellas, Demetria, de quien solo con nombrarla
creo hacer el más cumplido elogio.

—Oh, sí: la niña es una monada, y da gusto verla jugando a la
administración.

—Pues, por lo que me han dicho, para encontrar quien en virtudes y
mérito pueda igualar a tal niña, han tenido que pedir un esposo a la
casa de Idiáquez.

—Sí, sí... —murmuró con Beltrán indiferente, pensativo, dejando correr
su mente por espacios distantes.

—Y solo en ella se ha encontrado un varón digno de tal hembra.

—Sí, sí...

—No puede usted figurarse los encarecimientos que de su señor nieto de
usted, don Rodrigo, me han hecho los hermanos Navarridas.

—Sí, sí... La fama no hay quien se la quite... Posee cualidades,
indudablemente, grandes cualidades... ¿Qué duda tiene?... Juicioso,
grave, reposado... cumplidor de todos los preceptos...

Grande fue la sorpresa de Calpena ante la frialdad de don Beltrán en
aquel asunto, pues esperaba todo lo contrario: que al noble anciano
se le caería la baba en demostración de su orgullo por ser dos veces
padre del prodigioso marqués de Sariñán. Notó además en el buen
señor contrariedad o disgusto, deseo de hablar de otra cosa. Su cara
inteligente habíase alargado; parecía más viejo, por la desaparición de
la sonrisa que le rejuvenecía. Dos suspiros hondos salieron de su pecho.

Sentíase Calpena devorado de abrasadora curiosidad, y anhelando
satisfacerla, se dijo: «Aquí hay algún secreto, quizás discordias de
familia. ¿Qué será? He de tirarle de la lengua a este vejete para
poner a prueba su discreción». Pensando así, no cesaba de observar a
Urdaneta, que en aquel instante hablaba paternalmente con un pobre
aldeano. No había visto nunca Fernando rostro tan expresivo, de tanta
movilidad y viveza, máscara de consumado histrión que _interpreta_ las
agudezas y marrullerías así como las benevolencias seniles. De todo
había en la cara de don Beltrán, finamente aristocrática, de líneas
un tanto angulosas ya, por causa de la vejez. Calpena recordaba las
imágenes que había visto de Voltaire, de Talleyrand, del abate L’Épée.

Las horas se deslizaron plácidas en la cocina, gozando don Beltrán
las delicias de su popularidad en aquellas tierras. No cesaban de
entrar aldeanos a saludarle, y él, dando a besar su mano, a todos les
trataba con afabilidad exquisita de gran señor que sabe mantenerse en
su puesto, mostrándose bondadoso y familiar con los humildes. Admiró
Fernando la gracia y flexibilidad con que adaptaba su lenguaje al de
aquellos infelices, y pudo observar que no era todo buenas palabras,
pues cuando alguno de los visitantes se condolía de su precaria
situación, echaba mano don Beltrán a su culebrina de seda verde, y allí
era el salir de monedas. Para los chicos llevaba siempre provisión de
cuartos, que profusamente repartía. A pesar de pertenecer el noble
anciano a lo que podríamos llamar el _siglo de las tabaqueras_, no
había gastado nunca rapé. El contemporáneo de Napoleón, de Haydn y de
Luis XVIII, anticipándose al siglo siguiente, fumaba, y de su repuesto
de buenos cigarros puros y de papel, liados en una vejiga olorosa,
participaba todo el mundo, chicos y grandes. A este rumbo y gallardía,
arte supremo de ser aristócrata en medio de la plebe, que poseen tan
pocos, debía su popularidad en todo el país, desde Zaragoza a las
Fuentes del Ebro, y desde el Pirineo al Moncayo.

Despachado entre nobles y villanos un sabroso cordero con ajilimójilis,
trató Calpena de sonsacar a don Beltrán alguna revelación que
aclarase el punto oscuro que aquel había creído ver en la familia de
Idiáquez-Urdaneta; pero el sagaz viejo esquivaba el bulto, sin soltar
prenda. Cuando subían a su aposento para recogerse, don Beltrán,
apoyándose en el brazo de Calpena, dijo a este:

—¡Ay, querido!, me acuerdo en este momento de que existe una razón
poderosísima para que no durmamos los dos en el mismo cuarto. No se me
había ocurrido antes... ¿No adivina usted lo que es?... Pues que ronco
estrepitosamente..., toco la trompa y el violín, imito el trueno y el
gallo..., según me han dicho, que yo no me oigo..., y con mis ronquidos
no podrá usted pegar los ojos en toda la noche.

Fernando replicó que no le importaba, aunque, la verdad, no le hacía
maldita gracia la música, que con programa y todo le anunciaba su amigo.

—No, no —añadió este—, no consiento que duerma usted aquí. ¡Buena noche
le voy a dar!... ¡Sabina, Gervasia, chicas!...

Acudieron a sus voces el mesonero y las mujeres de la casa, y don
Beltrán, que allí no pedía, sino mandaba, les dijo:

—Chicas, dejad vuestra habitación a este caballero. Podéis, por una
noche, dormir las muchachas con Sabina, y tú, Ginés, bien lo puedes
pasar en la cuadra. Accedieron aquellas pobres gentes a lo que el
prócer disponía, y Urdaneta, mientras su paje le desnudaba, ya
preparado el lecho con buen abrigo, bromeó con don Fernando:

—La solución no ha podido ser más oportuna. Ventajas para mí: que no
estaré cohibido, y podré desplegar toda mi orquesta, seguro de no tener
público. Ventajas para usted: que no oirá mis acordes, lo primero; lo
segundo, que siendo a mi parecer sonámbula una de las mozas, la más
bonita por cierto, es fácil que se le meta a usted en el cuarto a media
noche... Vaya, divertirse... Querido, hasta mañana.




XI


Lo que menos pensaba don Fernando, al entrar en el cuarto que le
dispusieron, era que aquella misma noche y por inesperado conducto
había de conocer algunos hechos que le descifraban el enigma de la
familia de Idiáquez.

—Señor —le dijo Sabas cuando entró a prestarle servicio de ayuda de
cámara—, si no tiene mucho sueño le contaré los chismorreos de la casa
de don Beltrán que me ha estado refiriendo su espolique Tomé, el cual
habla por siete, y se pirra por sacar a relucir las... cosas de sus
amos.

—Cuéntamelo, por Dios, aunque ello sea tan largo que no acabes hasta
mañana, y procura que nada se te olvide de esas hablillas de tu amigo,
sin reparar que sean mentira o verdad.

—Pues sabrá su merced que este vejete salado y su nieto don Rodrigo
están a matar. Don Beltrán ha sido toda su vida un disipador de lo suyo
y de lo ajeno; como que no ha hecho más que divertirse y darse buena
vida en los Parises y otras tierras de vicio. En cambio, su nieto ha
salido tan allegador y de puño tan cerrado, que no hay más que pedir.
Vea su merced trocados los papeles: el viejo pródigo y manirroto, como
un muchacho que está en la edad del gastar; el chico agarrado a la
cuenta y razón, como un viejo que mira por el orden y la hacienda.
Me nacieron los dientes oyendo decir que don Beltrán ha sido y es el
primer calavera del reino, y que se ha pasado la vida en comilonas,
cacerías, recreos y larguezas de príncipe, con mucho aquel de buenas
mozas, y viajes para acá y para allá. El lujo de su casa y los trenes
que tenía daban que hablar, señor. Verdad que otro más generoso y más
galán no le hubo: él se divertía; pero lo pagaba bien. Y a su puerta no
llegó ningún pobre que se fuera desconsolado. Semejante a don Beltrán
en lo dadivoso, aunque menos caballero, fue su hijo don Federico, a
quien llamaban _don Fatrique_ o _don Futraque_; y entre uno y otro
dejaron en los huesos la casa de Urdaneta, tan poderosa antes...,
la cual quedó hecha polvo; y con los restos de ella, y el caudal no
grande, pero limpio, de los Idiáquez, ha podido doña Juana Teresa,
marquesa de Sariñán, esposa del _don Futraque_ y madre del don Rodrigo,
amasar una fortunita, que es la que hogaño quieren hijo y madre
librar de las manos pecadoras de este vejete... Desde la muerte del
don Federico, la señora viuda y el marquesito ataron corto al abuelo.
Este rezongaba; ¿pero qué remedio tenía más que bajar la cabeza? Cada
poco tiempo, gran pelotera en la familia, porque don Beltrán pedía
ocho para sus necesidades y no le daban más que tres. Si corto le ató
la señora, más corto hubo de atarle el nieto al llegar a la edad de
gobierno, y al hacerse cargo de manejar el caudal. Cada día le daban
a don Beltrán menos _de aquí_, y el pobre señor, con el aguijón de sus
vicios rancios, trinaba y se le comían los demonios. Había venido a ser
un niño, el niño de la casa, el señorito juguetón y travieso a quien se
dan los domingos unas pesetillas mal contadas para que se divierta. A
la postre, viendo que no podían hacer carrera de él, y que cuanto más
le daban, más pedía, le privaron de emprender viajes, quitáronle coches
y caballerías, y hasta le tasaron el tabaco... Tan desesperado se vio
el niño anciano, que fue y quiso despeñarse por una gran sima que hay
más allá de Cintruénigo; pero... lo dejó para otro día. Y también se
fue una noche hacia el Ebro para darse un remojón; solo que por estar
el agua muy fría, no se determinó.

Lo demás que refirió Sabas, repitiendo los anales transmitidos por el
cronista de la casa de Idiáquez, Tomé Torres, quedó bien presente en la
memoria de Calpena, que con aquellas noticias se durmió, aplacada la
sed de su curiosidad. Cuando se veía don Beltrán en extremas apreturas,
porque sus proveedores le fiaban y no hallaba medio de pagar, tomaba
dinero a préstamo, pues por artes del demonio su crédito era grande
en aquellos pueblos, y la casa no tenía más remedio que pagar las
deudas contraídas por el gran niño, para evitar desdoro y escándalos,
resultando de aquí mayores disturbios entre los tres, abuelo, nuera y
nieto. Últimamente, al tratarse en familia el magno asunto de la boda
con la mayorazga de Castro, iniciado por doña María Tirgo, don Beltrán
no intervino para nada. Mostrose después algo inclinado a la oposición;
pero su nieto lo estimó como un artificio para obtener dinero, y se
mantuvo en sus trece, dejando al anciano que saliese por donde le
dictasen sus marrullerías. El venir a Laguardia con la familia, no fue
por acompañarla en las vistas precursoras de matrimonio, ni por gusto
de visitar a las niñas y a sus tíos, con quienes tuvo siempre amistad.
Era que el noble Urdaneta, cuando los de Cintruénigo le sitiaban por
hambre, arrancábase como los lobos en tiempo de nieve. Del primer tirón
se iba a Villarcayo a que le sacase de apuros su hija Valvanera, esposa
de un ricachón: allí pasar solía grandes temporadas explotando a su
yerno, hasta que este y la hija se cansaban, y con buenos modales le
reexpedían para Ciutruénigo.

Con su servidumbre salieron los tres de la casa señorial y tomaron el
camino de Laguardia. Don Beltrán se había procurado algún dinero, no
se sabe cómo, y llevaba su tren de costumbre: mula bien aparejada, los
criados con las maletas, y cuanto pudiera necesitar un gran señor que
viaja por recreo. En Laguardia hicieron alto los marqueses de Sariñán
y el señor de Urdaneta, con el objeto que ya se sabe. Alojados en la
rectoral, no faltaron querellas entre el abuelo y el nieto por la
eterna cuestión de ochavos; mas todo quedó en la familia, sin que
Navarridas se enterara. Instaba este a don Beltrán a que se quedase por
lo menos una semana; pero el prócer, pretextando negocios apremiantes
y el deseo ardiente de abrazar a su hija y nietos de otra banda, dejó
los ocios de Laguardia al día y medio de reposo. Cabalgando a los
alcances de Calpena por los mismos caminos, reuniéronse en la venta
de Trespaderne, donde ocurrió lo que referido queda hasta la noche
en que mudaron de cuarto a Fernando para evitarle la desazón de los
ronquidos. Durmió tranquilamente el joven, sin que turbase su sueño el
sonambulismo de la moza bonita, como anunciado le había don Beltrán, y
por la mañana, cuando Sabas le ayudaba a vestirse, entró Tomé Torres
a decirle de parte de su señor que le esperaba para tomar juntos el
desayuno.

—¿Y para cuándo —dijo Calpena a su noble amigo, sentados frente a
frente en la cocina, tomando chocolate—, para cuándo calcula usted que
se verificará la boda?

—¿Qué boda?

—La de su nieto con Demetria. Supongo que de las vistas saldrá la
conformidad de ambos...

—O no... ¿Usted qué sabe? Podría suceder que el trato determinara una
repulsión, un antagonismo de caracteres... Perdóneme, querido Calpena;
pero no puedo ser más explícito. El respeto que debo a la familia
me veda extenderme más en asunto tan delicado... Y si usted no se
ofendiera, le diría que nuestra amistad es muy reciente para que pueda
yo ponerle en autos de mis desavenencias con Rodrigo. Mi nieto y yo no
congeniamos. Su carácter es radicalmente opuesto al mío... En cuanto a
la boda, no pienso intervenir para nada en ella. Allá se entiendan.

—¿Acaso teme usted que don Rodrigo no sea feliz?

—Quizás... y puesto a temer, no estoy muy seguro de que Demetria
alcance la felicidad al lado de mi virtuoso nieto.

—¡Oh! Eso es imposible.

—O es usted un inocente, querido Fernando, o se pasa de listo y
pretende de mí que le diga lo que sabe mejor que yo.

—Don Beltrán, ignoro por qué me habla usted de ese modo.

—¿Quiere las cosas claras? Pues allá van las cosas claras. Me
equivocaré mucho si no resultara el completo fracaso de los planes de
doña María Tirgo. Soy perro viejo; conozco el mundo, y el corazón de
las niñas casaderas no tiene para mí ningún secreto. El fracaso puede
venir, o porque Demetria no guste de mi nieto, o porque esté enamorada
de otra persona.

—¡Oh, no creo...!

—Pues si es usted simple, yo no, a Dios gracias, y ahora sí que lo
afirmo resueltamente. Demetria no puede elegir ya. Su corazón pertenece
a otro.

—¡Don Beltrán...!

—¡Don Fernando! Advierta usted que habla con setenta y ocho años de
experiencia, de observación y conocimiento de las humanas pasiones. Me
basta una palabra, un gesto; me basta el tono, el acento de una frase,
para comprender lo que pasa en el ánimo de quien la pronuncia... He
pasado un día en la casa de Castro. Allí me contaron sucesos, escenas,
lances, aventuras... Las he oído de boca de Navarridas, que las reviste
de su candor. Las he oído de boca de las niñas, que en ellas ponían
su alma. No he necesitado más. Salí de Laguardia con la impresión de
que Demetria espiritualmente no se pertenece. La pobre niña, sin darse
cuenta de ello quizás, ha entregado sus pensamientos y su alma toda
a un hombre que no es mi nieto... Ea, no digo más: es usted un gran
tuno, si persiste en que yo le regale el oído con mis cuentos de viejo
corrido. También usted corre que se las pela. A su edad, sabía yo lo
mismo que sé ahora o poco menos... Y punto final. Hablemos de otra cosa.

—Hablemos de lo que usted quiera.

Trataron en seguida de la continuación del viaje. Calpena mostró gran
impaciencia. Don Beltrán no tenía prisa. Su opinión era que esperaran
tres días más, para ir más seguros. Como don Fernando manifestase el
propósito de seguir solo, le dijo quejumbroso:

—Lo siento en el alma, porque me inspira usted una gran simpatía. ¡Y yo
que iba a proponerle que se pasara unos días en Villarcayo! Verá usted
qué agradable familia la de Maltrana. Tengo dos nietas lindísimas.

—No puedo, señor don Beltrán, no puedo detenerme. Créame que lo siento.

—Sí, sí, ya recuerdo: me contó Navarridas que tiene usted su novia
en Bermeo, o no sé dónde..., que es un compromiso antiguo, un afecto
hondo, un lazo indisoluble. ¿Qué es ello? Alguna pasión de estas
que nos ha traído el romanticismo. Cuéntemelo usted todo. Siento
que mis años, y más que mis años, esta ceguera maldita, me impidan
acompañarle..., asistirle como amigo, ver y admirar a su amada, que me
figuro será muy bella.

—Todo cuanto usted imagine, señor don Beltrán, será pálido ante la
realidad de esa hermosura pasmosa.

—Mire usted que yo he visto mucho... Por delante de estos ojos,
que ahora se empeñan en borrarme los objetos, han pasado bellezas
verdaderamente soberanas, bellezas celestiales..., sublimes.

—Con todo, si usted viera esta, declararía que antes no había visto
nada.

—Hombre, es mucho decir... Me pica usted la curiosidad de un modo
terrible.

Y al expresar esto, el rostro de don Beltrán se rejuvenecía: se le
encandilaban los ojos, medio ciegos ya, y se le aguaban los labios.

—Lo que sí estimaré en grado sumo, recibiendo en ello la mejor prueba
de su amistad, es que no nos separemos hasta Villarcayo.

—Si no se detiene usted mucho en el camino, para mí será gran
satisfacción.

—Gracias... Y yo le compensaré a usted su esclavitud refiriéndole los
motivos de mis discordias con Rodrigo de Urdaneta; seré más explícito
en mis apreciaciones acerca del probable fracaso de las vistas de
Laguardia; aventuraré algún consejo para que se aproveche de ese
fracaso quien debe aprovecharse..., ya usted me entiende... En fin, ¿se
aviene usted a que vayamos juntos?

—Sí, señor; pero no accedo a permanecer en Villarcayo más que horas.

—Bueno..., ya se verá eso... Hoy pasaremos aquí el día tranquilamente,
charlando de nuestras cosas. Pero, voto a Sanes, no sea usted tan
callado, ni me reserve sus afectos, sus planes, sus pasiones con tan
extremada discreción. La juventud se ha vuelto ahora más taciturna y
sombría que la vejez. Volvamos a los tiempos clásicos, amigo Calpena,
y pongamos todos los misterios del alma encima de una mesa y entre dos
copas de buen vino.

Propuso Calpena dar un paseo; pero como el cariz del tiempo anunciaba
lluvia, quedáronse, después de una corta salida, al amor del fogón, en
la cocina hospitalaria, acompañados de gatos y perros, viendo a Sabina
y Gervasia mover cacharros y atizar la leña crujiente.

—Amigo mío —dijo don Beltrán, refrescando memorias de su mocedad
borrascosa—, mi experiencia cree prestar a su juventud un gran
servicio, enseñándole con mi ejemplo a poner frenos a la imaginación,
a no abandonar lo cierto por correr tras lo dudoso. ¿No me entiende?
Pues oiga un poquito de historia personal mía, que se relaciona con
la historia del mundo. El año 795 me fui a París en persecución de
una hermosura sorprendente, de esas que parecen hechas por Dios para
trastornar a la humanidad, para quitarnos el poquito seso que nos queda
después de las revoluciones y degollinas que armamos por las ideas, por
el pan o por el poder...

—Dispénseme, don Beltrán. Ha dicho usted el 95. Me había contado
Navarridas que estuvo usted en París de secretario de la embajada el
89, y que presenció parte de la revolución francesa.

—Es verdad. Lo tomaré desde más arriba. Yo me casé el 87 con una
ilustre dama, sobrina del duque de Granada de Ega; enviudé el 88,
al mes de haber nacido mi único hijo Federico; deseando aventar mis
penas, pedí a Aranda que me destinase a una embajada y, en efecto,
fui nombrado segundo secretario de la de París. Todos los sucesos de
la revolución, desde los Estados Generales hasta junio del 91, en que
el rey fugitivo con su familia fue detenido en Varennes y llevado
prisionero a París, los presencié. Retirose la embajada, y casi todo
el personal volvió a España, y en España y en mis estados permanecí yo
hasta el 95... Como no es mi objeto contarle a usted aquel incendio
terrible, la Revolución, voy a mi cuento, y lo sigo repitiendo que el
95 me fui a París en persecución de una hermosura sobrehumana, a quien
conocí en Zaragoza en casa de mis primos los condes de Bureta.




XII


—Adelante. Loco de amor fue usted a París...

—En pleno Directorio, hijo mío. ¡Qué distinto de aquel París del 88,
tan aristocrático, tan tónico y elegante, en medio de los sustos que ya
ocasionaba la revolución incipiente!... Pero, ¡ay!, querido, se me ha
olvidado un detalle, y tengo que volver un poquito atrás.

—Volvamos... Salió usted de Zaragoza...

—Despreciando un partido de segundas nupcias que me arregló mi buen
padre...

—¿Y era hermosa, don Beltrán?

—Agradable, esbelta, mayorazga riquísima, de familia noble, bien
educadita, hacendosa. En fin, una alhaja, querido, incomparable para
una vida de descanso, de opulencia prosaica, con probabilidades de
larga sucesión, y mucha labranza, recreos de campo y caza... Pero yo no
estaba por la prosa. Mi padre quiso sujetarme. Yo me escapé a París,
como digo, y aquí viene la moraleja...

—¿Tan pronto? Según eso, la hermosura ideal que usted perseguía...

—Era un fantasma, y los fantasmas hacen la gracia de no dejarse coger.
A los tres meses de revolver todo París buscándola, pues la vida y
las circunstancias especialísimas de aquella mujer la rodeaban de
misterios, la encontré, sí... En una palabra: la que para mí más que
mujer era una diosa, la que en España me juró amor eterno, se había
casado con un jefe de policía, protegido de Barras.

—¡Demonio! Pues con la policía parisiense no jugaría usted, don
Beltrán, si es que persistió en perseguir a la beldad fantástica.

—Persistí: soy navarro. Cultivando mis antiguas relaciones, y
mariposeando de salón en salón, llegué a ser uno de los predilectos en
el de madame de Beauharnais. Por cierto que... No, no olvidaré la noche
en que vi entrar por primera vez a un joven militar, melenudo y pálido,
de menos que mediana estatura.

—Ya le veo, ya...

—Era un _chico que prometía_. Al poco tiempo, la dueña de la casa, que
era una gran coqueta, para que usted lo sepa, una coqueta saladísima y
temible, atroz, enloqueció al chico de Córcega. Barras no influyó poco
para que se casaran... Pues sigo mi cuento. Conté mi triste historia a
Josefina, y Josefina se la contó a Napoleón. A poco de salir este para
mandar el ejército de Italia, la generala Bonaparte dio en protegerme,
interesándose vivamente en mi causa amorosa. La hermosura fantástica
no tardó en aparecer en los salones de Josefina.

—Y allí...

—Sí; pero ya el espectáculo del libertinaje parisién me había arrancado
toda ilusión. La prodigiosa hermosura se me deshizo en humo..., no sé
cómo expresarlo. La sociedad del Directorio transformó completamente
mis gustos. ¿Quiere usted que lo cuente todo? Pues Josefina me agradaba
extraordinariamente, y acabó por enloquecerme.

—¿Y sé atrevió usted, don Beltrán?

—¿Que si me atreví? A fe que era la niña asustadiza. Créalo usted:
Napoleón era celosísimo, y algunos, no diré muchos, algunos motivos
tenía para ser tan escamón... Y ya no le cuento nada más, porque es
usted un niño, y los malos ejemplos no convienen a las imaginaciones
juveniles, exaltadas. Basta, pues, basta...

—Corriente. Respeto sus escrúpulos. Pero debo decirle que la lección
que ha querido darme no encaja en el caso mío: no hay paridad.

—Eso usted lo verá... Mire, hijo, cuando el destino nos pone al pie
de un árbol de buena sombra, cargado de fruto, y nos dice «siéntate
y come», es locura desobedecerle y lanzarse en busca de esos otros
árboles fantásticos, estériles, que en vez de raíces tienen patas..., y
corren... Yo desobedecí a mi destino, y por aquella desobediencia, no
he tenido paz en mi larga vida. Créalo: donde no hay raíces, no hay
paz. Ea, doblemos la hoja.

—Doblémosla. Un momento, don Beltrán.... ¿Y no volvió usted a ver a
Napoleón?

—Le vi entrar en París victorioso después de Austerlitz. Años después,
cuando la guerra de España, volví allá con mi primo Pepe Villahermosa,
con Lorenzo Pignatelli y otros. Era entonces embajador mi primo Diego
Frías, que hizo entonces la tontería de afrancesarse. _Don José I_ le
mandó allí representando a la España napoleónica... ¡triste papel! Gran
empeño tuvo mi primo en presentarme al _chico de Córcega_ en el apogeo
de su grandeza. ¡Y yo le había conocido ciruelo, es decir, novio de la
viudita Beauharnais!... Me resistí heroicamente a saludar al verdugo de
mi patria.

—¿Y a Josefina?

—Emperatriz, no la vi nunca. Después del divorcio, que, entre
paréntesis, le estuvo muy bien empleado, fui un día a la Malmaison a
ofrecerle mis respetos. Pero no se dignó recibirme. Era muy lagarta.
Murió a los tres meses de mi visita. Fui a su entierro.

Otras anécdotas de su borrascosa vida galante contó don Beltrán a
su amigo, cuidando siempre en sus relatos de poner de relieve lo
que sugiriese alguna enseñanza útil al joven Calpena, y esquivando
los ejemplos de depravación o cinismo. Terminaban casi siempre las
historias con sabios consejos, mandándole que aplicara a su gobierno
ciertas enseñanzas, y que en otras pusiese todo su estudio en no
tomarle por maestro, en hacer todo lo contrario de lo que el biógrafo
de sí mismo había hecho. Así demostraba el señor de Urdaneta el afecto
que con el trato continuo iba tomando a su compañero de viaje, y este,
quedándose a media miel en algunos pasajes interesantísimos de la vida
del prócer libertino, agradecía el móvil honrado de las frecuentes
omisiones históricas.

—No, hijo, no —le decía don Beltrán al segundo día, permitiéndose ya
tutearle—. Yo he hecho locuras, y no quiero que tú las hagas, no. Eres
un chico excelente y muy agudo y entendido. Mereces una vida pacífica
y ordenada, por más que sea oscura, y no una vida de ansiedades y
tropezones como la mía. Placeres sin fin he gustado; pero grandes
amarguras he tenido que tragarme, y heme aquí al fin de la vida,
malquistado con mi descendencia... Esto es muy triste, Fernandito, y no
lo deseo para ti.

Y cuando iban de camino (pues al fin se arrancaron del mesón de
Trespaderne, después de dos y medio días de parada) platicando al paso
de la pacífica mula de don Beltrán, repitió este la parábola del árbol:

—No me cansaré de decírtelo, hijo. El que en su camino encuentra un
árbol de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no
se planta allí... Si lo desprecias y sigues andando, te expones a
no encontrar más que paisajes fantásticos, efecto de eso que llaman
miraje. Corres, corres..., ¿y qué ves?... Pues un magnífico plantío de
cardos borriqueros.

En Villacomparada hicieron otra paradita, que hubo de ser más larga,
porque el paso por Medina de Pomar era peligrosísimo. Renegaba Calpena
de estos plantones, y a pesar del afecto que iba tomando al viejo, se
proponía dejarle y partir solo, arrostrando con su criado los peligros
de la facción. Mas Urdaneta, con el poder de su razonamiento, ya grave,
ya jocoso, pero siempre sugestivo y cautivador, le aplacaba los fuegos,
reteniéndole junto a sí. La confianza, que rápidamente crecía, le fue
quitando los escrúpulos de descubrir sus interioridades domésticas,
y por fin, una noche, hallándose en la cocina de Villacomparada, se
arrancó a decir:

—Este nieto mío no sale a los Urdanetas, donde no hubo nunca roñicas.
Su madre, que es noble por los Idiáquez, procede, por la línea materna,
de los Rodríguez Almonte de Tarazona, que hicieron un gran capital
con la usura, y dejaron fama por la miseria con que vivían. A estos
sale mi nieto, en quien verás algo de lo que en la opinión corriente
se llama virtud; cualidades buenas en principio, pero que dejan de
serlo practicadas con abuso y aisladamente. Sabrás que mi nieto mostró
desde chiquitín una extraordinaria capacidad para el arreglo: a los
veinte años era un prodigio; a los veinticuatro una calamidad. Si le
dejaran, arreglaría el cielo y la tierra, y pondría cuenta y razón
hasta en los dones de la naturaleza. Figúrate que tiene veintiséis
años, y ya es calvo... Sí, hijo mío: se le cae el pelo de tanto cavilar
haciendo números, y enfilando largas baterías de reales y maravedises.
Su calvicie procede también de la sordidez, de la sequedad del
entendimiento, donde no han entrado más que los números. Su cabeza es
hermosa; su rostro correctísimo, con una expresión glacial. La fantasía
no existe en él. Es una máquina de hacer cuentas: no se tuerce, no
imagina, no sueña, no teme, no desea... Dime: ¿en conciencia crees tú
que el no tener ningún vicio equivale a tener todas las virtudes?

—¡Oh! No, seguramente. Pero no me pida usted opinión sobre un personaje
que no conozco, pues la pintura que usted me hace, con ser muy buena,
es pintura, y entre un retrato y su original hay siempre un abismo.

—Es verdad. No quisiera yo decir nada malo de mi nieto... ¡Oh, no!...
Quisiera decir mucho bueno... Y lo diré, sí; te lo diré, aunque me
violente un poco. Rodrigo administra su hacienda como un matemático.
Rodrigo es religioso, devoto de la Virgen; cumple con la Iglesia; jamás
ha salido de sus labios una blasfemia, ni una palabra malsonante.
Enredos de mujeres nunca los ha tenido... Es la misma castidad. Rodrigo
no ha tomado nunca nada que no sea suyo: sobre su conciencia no pesa
un solo maravedí de propiedad ajena. Rodrigo no dice una mentira ni
que le maten; no trasnocha, ni pierde el tiempo en vanas tertulias de
holgazanes. Rodrigo no fuma; Rodrigo no bebe; Rodrigo no escandaliza...
Con esta pintura, querido, creerás que mi nieto es un santo.

—¡Oh! Nunca. Veo cualidades negativas.. Todo ser humano tiene su
reverso.

—Y el reverso es muy feo... Si te empeñas en que yo desdore mi casa
dándotelo a conocer, lo haré... Rodrigo desconoce la compasión; para
él la caridad es muy semejante a las funciones administrativas, y
se reduce a ir juntando ochavos toda la semana, para repartirlos
metódicamente el sábado a los pobres que llaman a la puerta de la casa.
¿Quieres que me alabe un poco? No me gusta alabarme; pero lo haré para
que me salga el argumento. Si tuviera yo en este instante las rentas
que he perdonado a mis caseros cuando se veían apurados por las malas
cosechas o por otra desgracia, ¡los pobres!, sería hoy el primer
ricachón de España.

—Y su nieto de usted, ¿no ha perdonado nunca?

—¡Perdonar!... ¡Él! Primero se hunde el firmamento. En fin, querido,
permíteme que no diga más. No es decoroso para mí sacar a pública
vergüenza los defectos de personas de la familia. Yo he sido un
disipador, un pródigo, lo reconozco; pero soy el jefe de una casa
ilustre; soy un pobre viejo, un glorioso árbol caído, y merezco, si
no que se me ame, al menos que se me respete. Juana Teresa me odia
porque siempre he sabido ser noble, y ella no, porque los inferiores,
los humildes me llaman a mí don Beltrán _el Grande_, y a ella _doña
Urraca_. Es tan corta de alcances, que no ha enseñado a mi nieto más
que tres cosas: rezar de carretilla, contar dinero y aborrecer a
su abuelo... Dos años llevamos de guerra sorda: el pasado rumboso y
el presente cominero son incompatibles. Entre la madre y el hijo,
rivalizando los dos en crueldad y sordidez, me han reducido a una
estrechez humillante... y lo peor es que ponen a prueba mi dignidad,
obligándome a pedirles lo que necesito. De aquí las cuestiones, el
choque inevitable entre mis apremios y sus negativas..., entre mi
carácter de noble en decadencia y el de ellos, plebe enriquecida... Yo
no puedo menos de ser gran señor... Noble nací, noble moriré... ¿Ver yo
una necesidad y no socorrerla? Imposible. ¿Escatimar yo las recompensas
a quien me sirve? Imposible. Soy así; me glorío de serlo, y creo que mi
piedad es el contrapeso de mis faltas. Me presentaré ante Dios, y le
diré: «Señor, he sido un tal y un cual... pero vea Su Divina Majestad
estas cositas buenas que aquí traigo en mi haber...». Yo, poniéndome en
lo razonable, Fernandito, comprendo que se me tase, que se me sujete a
cierta medida, ahora que soy viejo; pero no tanto, no. Ni paso porque
mi nieto me trate con esa sequedad administrativa que me envenena
la sangre, ni por que trastorne de un modo monstruoso la ley de
naturaleza, tratándome como a un niño mal criado, y erigiéndose él en
viejo autoritario. Esto es absurdo, esto es repugnante, esto clama al
cielo. ¡Yo un niño calavera..., él un viejo regañón!... ¿Has visto...?
Tanto él como _doña Urraca_ se me suben a las barbas, y me riñen con
cierta suavidad más cargante aún que el desabrimiento, con cierta
mónita y caída de ojos propias de mojigatos... Un día se escandaliza
mi nieto porque, no pudiendo desmentir mi natural obsequioso, digo
cuatro chicoleos de buen tono a las muchachas bonitas que van a casa.
Otro día se me remonta _doña Urraca_ porque he ido tarde a misa,
porque me escabullo a la salida de la procesión, o porque digo que
nuestro capellán es un bendito alcornoque... Y luego me atacan los dos
juntos, porque me quejo de la poca variedad de las comidas, o porque
no se me dispone toda la ropa blanca que exige mi costumbre de mudarme
diariamente; porque hablo de París, o porque sostengo que lo más bello
que Dios ha creado es la mujer; porque me río de los que se mortifican
y se dan disciplinazos, y sostengo que Dios no nos ha puesto en el
mundo para que nos destrocemos las carnes, sino para que nos demos la
mejor vida posible y seamos dichosos; porque doy mi ropa en mediano uso
al veterinario, al maestro de escuela, o porque me miro un ratito al
espejo; porque no quiero arrinconar los retratos de algunas hermosas
damas que fueron mis amigas, o por otras mil y mil cosas inocentes,
propias de mi edad, de mi hábito noble, de mi condición generosa...
¿Verdad, querido Fernandito, que soy muy desgraciado en mi vejez, y que
merezco otra familia? ¡Ay..., la entereza me falta!... Me siento decaer
horriblemente; creo que el perder la vista es una forma física de la
pérdida de la dignidad... Que me muera pronto es lo que me conviene.
¿Verdad que debo morirme, para no ser humillado, para no padecer...?

Terminó el pobre anciano sus quejas poseído de viva emoción, que se
manifestaba en cortados suspiros, en la humedad de la nariz y de los
ojos tiernos, la cual llegó a ser tanta, que hubo de acudir a ella con
el pañuelo.




XIII


—Vamos, don Beltrán, no se aflija —le decía el joven con sincera y
honda lástima—. Sería usted muy desgraciado si fuera esa su única
familia. Pero por dicha suya, tiene a su hija Valvanera...

—Sí, sí... es cierto... —murmuró don Beltrán sonándose fuerte—. Pero
tampoco allá, ¡ay!, faltan espinas... No es tanto como en Cintruénigo.
Cree que Cintruénigo es para mí un purgatorio anticipado, donde estoy
pagando todas mis tropelías contra la moral, querido Fernando... Pero
déjales, que también ellos purgarán sus crueldades conmigo... Sí,
me las pagan, me las pagan, y pronto. Dios es justiciero, Dios es
vengador, Dios da a cada uno su merecido. Me recreo en mi venganza, en
el castigo divino... Tú lo has de ver; no quisiera morirme sin verlo...

—¿Y qué hemos de ver?

—¿No caes en ello? Pues las calabazas garrafales que le está preparando
la mayorazga de Castro... La chica tiene entendimiento, sabe juzgar
fríamente las cosas. Imposible que, después de tratarle un poco, deje
de ver la sequedad de aquella alma, aquel villano egoísmo, aquella
sordidez repugnante; y viendo esto, es imposible que le ame, mayormente
cuando su voluntad se encariña con otro hombre, en verdad digno de
ella. Demetria no es de estas que se alucinan: no se dejará coger,
no, en las redes candorosas de doña María Tirgo, ni en las astutas
trampas de mi _doña Urraca_... De modo que..., figúrate mi alegrón
si triunfamos..., y triunfaremos... ¡Ah, ese roñica ha entrado en
Laguardia pensando que pronto meterá en sus baterías de números las
rentas del mayorazgo de Castro-Amézaga!... No es flojo chasco el que se
llevará... ¡Ay!, si Dios me concede que vuelvan a Cintruénigo corridos,
no me quedaré sin ir a presenciar espectáculo tan delicioso... Créelo:
pensándolo, me rejuvenezco.

A esta última parte de las quejas y resquemores de don Beltrán, no
prestó Calpena toda su atención, porque le distraía un sujeto harto
enigmático que momentos antes se había sentado junto al hogar, y no
cesaba de mirarle con fijeza impertinente. No era la primera vez que
le veía, pues al entrar en Villacomparada se les apareció por delante
caballero en un gallardo burro; luego se puso a retaguardia, y fue
siguiendo la caravana, acomodando al paso de esta el andar de su
pollino. No era el tal de aspecto desapacible, ni sus trazas las que
suelen caracterizar a la gente sospechosa. Representaba veinticinco
años lo más, y era su estatura garbosa y aventajada; su rostro más bien
hermoso que feo, aunque ceñudo y lleno de oscuridades; su vestimenta
y calzado de hombre rudo, huésped de las alturas pedregosas más que
de los valles amenos: zamarra y botas altas, boina, todo de un gris
terroso. Si llevaba armas, no se le veían. No hablaba con nadie;
consumía fuertes raciones de carne y vino, y comiendo y bebiendo, o
sin más ocupación que hurgar el fuego con su vara, empleaba casi todo
el tiempo en mirar a don Fernando, haciéndole objeto de un enfadoso
y cansado estudio. Naturalmente, viéndose tan mirado, Calpena le
observaba también; y cómo nada advirtiese por donde pudiera descubrir
el motivo de aquel examen descortés, aprovechó las cortas ausencias del
sujeto para indagar quién era. Los mesoneros no supieron darle razón.
Por el habla parecíales vizcaíno: si llevara armas, creerían que era
cazador. No le habían oído hablar con nadie más que con el burro, al
cual debía querer como a hermano, pues a menudo daba una vueltecita por
la cuadra para verle comer y acariciarle el lomo.

Por la noche, mientras cenaba, observó Calpena que el del asno, sentado
a la mesa pequeña con otros dos, persistía en mirarle, como si le
estuviera retratando. Ya le cargaba tanto aquel tipo, que estuvo a
punto de acercarse a él y pedirle explicaciones. Pero consultado el
caso con don Beltrán, advirtiole este que lo más propio de personas
principales era no parar mientes en tal hombre, ni cuidarse de él para
nada.

—Porque ahora resultará que él puede quejarse de la misma impertinencia
por parte tuya, pues mirando a ver si miran, ello es que los dos se
provocan, y confunden en una sola necedad sus necedades respectivas.
Cambiemos de asiento, y así le tendrás a la espalda... Pues a mí
también me mira... Voy a echarle un saludo con la mano... ¿Sabes que
más que de cazador tiene trazas de chalán o tratante en caballerías?
Verás cómo después de tanto mirar, se sale con la gaita de que le
compremos su burro.

Al siguiente día, caminando los viajeros hacia la sierra, pues por
alejarse de Medina de Pomar, donde andaban a tiros cristinos y
facciosos, tuvieron que dar un largo rodeo, se les apareció de nuevo
el caballero del borrico, que casi juntamente con ellos entraba en la
venta de Villatomil.

—Oye —dijo don Fernando a su criado—, hazme el favor de llegarte a ese
hombre, y con cualquier pretexto averigua quién es, qué demonios busca
por aquí, y cómo se llama; y si consigues entrar en confianza con él,
le preguntas que por qué me mira.

Cuando cenaban los señores, entró Sabas a manifestar a su amo el
resultado de sus investigaciones, el cual, contra su voluntad y
diligencia, era enteramente nulo. Preguntado había, sí, todo cuanto
preguntar puede un hombre que sabe su oficio de preguntón; pero el otro
no respondía más que un marmolillo.

—Es mudo, señor.

Observó a esto Calpena que él le había oído hablar con su burro y con
el mesonero de Villacomparada.

—Pues entonces, señor, sordo es —afirmó Sabas—: más gritos que yo le he
dado, no le daría el pregonero de mi lugar, y no se enteraba ni chispa.

Riéronse, y no se habló más del asunto hasta dos días después,
hallándose en los altos de Medina, con un tiempo horroroso de agua,
viento y nieve, que les obligó a guarecerse en unas cabañas de
Recuenco. Despejado un poco el cielo, aprovecharon una clara para
seguir su camino en busca de mejor pueblo donde alojarse, y no habían
andado media legua cuando divisaron burro y caballero, por vanguardia,
saliendo de un bosque. Como a distancia de un tiro de fusil anduvo
toda la tarde el desconocido, y al llegar al llano que hay cerca de
Valmayor, empezó a dar carreras muy lucidas de una parte a otra, cual
si quisiera ofrecer a los caminantes una verdadera función de jineta
borriquil. Admiraban aquellos las airosas carreras del asno, sus
desplantes y corvetas, y celebraron la destreza con que lo manejaba
su extravagante caballero. Más adelante viéronle parado junto a unos
pastores. Como era indudable que hablaban, ya fuese con palabras, ya
por señas, mandó don Fernando a su escudero que se adelantase para
pedir informes de sujeto tan extraño.

—Y que le proponga que nos venda el burro —dijo don Beltrán—, que
bien merece se le dé diploma de nobleza, elevándole a la categoría de
caballo de orejas grandes.

Volvió Sabas al poco rato con las referencias que le dieron los
pastores. No sabían más sino que el tal era bilbaíno y que solía
venir por aquellas tierras a tratar de cortas de maderas para las
ferrerías. A consecuencia de una enfermedad de la cabeza, se había
quedado sordo; y aunque no era mudo, como lo decía todo en vascuence o
en un castellano de perros, costaba Dios y ayuda entenderse con él. Le
llamaban _Churi_.

Con esto, que no era poco, hubo de contentarse don Fernando, creyendo
que el señor aquel no estaba bueno de la cabeza. En Valmayor
encontraron los viajeros mejor acomodo, y no les vino mal, porque
arreció el temporal de duro toda la noche, y fue una suerte que no les
cogiera en despoblado. Tres o cuatro días tuvieron que permanecer allí,
pues los caminos quedaron intransitables, y la glacial temperatura
convidaba a no abandonar la proximidad del fogón. Reíase don Beltrán de
ver a su amiguito tan descontento, y gozoso le decía:

—No te apures, hijo, que ya llegaremos, ya llegarás a donde te llama
tu locura. Te advierto que no siempre estriba nuestra felicidad en
llegar pronto a donde queremos ir, como dice un refrán; que yo sé por
experiencia cuán venturoso es llegar tarde en multitud de casos, tarde,
sí, y cuando ya las cosas no tienen remedio.

No solo sentía Calpena contrariedad y disgusto por los entorpecimientos
de su viaje, sino tristezas hondísimas, motivadas por causas que
no sabía desentrañar. Encontrábase ya demasiado lejos de la señora
invisible; veía muy agrandado el espacio entre su persona y la
desconocida y amante deidad protectora. Tantos días sin saber de allá
le inquietaban, le entristecían, ennegreciendo horrorosamente la
impresión de su soledad en el mundo. Una noche de espantosa ventisca,
aburrido y desalentado, sin que lograsen sacarle de su melancolía los
cuentos galantes y las festivas anécdotas de don Beltrán, llegó hasta
sentir miedo de seguir avanzando hacia Vizcaya. Casi delirante, pensó
que debía volverse. ¿A dónde? ¿A Laguardia, a Madrid? Ni él mismo podía
determinar a dónde le llamaban sus recónditos anhelos. La mañana calmó
su confusión, y despejado su cerebro, volvieron a dominar los antiguos
planes y propósitos. Adelante, pues, pon la orgullosa divisa: _A Bilbao
por Aura_.

Estaba de Dios que en vez de disminuir acreciesen los estorbos que
así la naturaleza como los hombres oponían al generoso anhelo de
don Fernando, porque no bien abonanzó el tiempo y se secaron los
caminos, viéronse detenidos los viajeros por un tropel de gente que
en dirección opuesta corría: aldeanos, mujeres, familias enteras, con
sus animales, carros, provisiones y aperos de labranza. Eran meneses
fugitivos, que abandonaban sus hogares amenazados por la facción. El
pánico de que venían poseídos no les permitía precisar las noticias que
daban. A muchos interrogó don Beltrán, sin sacar en limpio más que el
hecho indudable de que los carlistas ocupaban parte del valle de Mena,
y seguían avanzando, como con intento de cruzar la provincia de Burgos.
Quién afirmaba que componían la expedición seis batallones mandados
por Zaratiegui, con muchos caballos y artillería; quién que eran la
mitad de la mitad, pero los bastantes para asolar y revolver toda la
comarca. Entre tanta gente, hubo algunos que conocían a don Beltrán, y
le dijeron:

—Señor, vuélvase, y no piense en ir a Villarcayo. Su familia se ha
refugiado en Espinosa de los Monteros.

No necesitó Urdaneta saber más para volver grupas, siguiéndole Calpena
de malísimo talante. Desandado el camino, como a unas dos leguas
encontraron tropas cristinas, las cuales les anunciaron que en Medina
de Pomar no había ya facciosos, y que allí podían refugiarse con
toda seguridad, añadiendo que no tardaría mucho la tropa liberal en
despejar todo el valle de Mena hasta Valmaseda, guarneciendo el puerto
de los Tornos y Sierra Salvada, a fin de cortar el paso del enemigo a
la provincia de Burgos. Si intentara correrse por las Encartaciones
hacia la de Santander, también se le pondrían buenas compuertas en
Ramales y Guardamino. Con tantas contrariedades y las repetidas tomas
de resignación, había llegado ya Calpena a un estoicismo torvo y
displicente.

—¿Qué remedio tienes, hijo —le decía don Beltrán—, más que bajar la
cabeza ante el destino, o hablando cristianamente, ante la voluntad de
Dios? Bien podría suceder que esto que juzgas adverso, fuera todo lo
contrario: el principio de tu felicidad.

Y he aquí que Medina de Pomar, histórica villa, les recogió y agasajó
rumbosa, pues allí tenía Urdaneta amigos y parientes; y no llevaban
cinco días de aquella cómoda residencia, que para don Beltrán era un
descanso y para Calpena una esclavitud, cuando vieron llegar buen golpe
de tropas cristinas. Sucedíanse los batallones, que se iban escalonando
en los pueblos del valle hasta Villasante; la división de Alaix llegó
la primera, con numerosa caballería y trenes de batir; siguió la de
Oráa, y por fin, una tarde vieron llegar con su lucido Estado Mayor al
general en jefe del ejército del Norte, don Baldomero Espartero, que se
alojó en el Palacio del Condestable.

—En todo ha de tener suerte este Baldomero —dijo don Beltrán a su
amigo, a poco de verle pasar—. Por traer consigo todo lo bueno, hasta
el buen tiempo trae. ¿Cuántos días llevábamos sin ver la cara del sol?
Lo menos diez. Pues lo mismo es llegar mi hombre que se abre un gran
boquete en la panzaburra de las nubes, y los rayos del sol salen a
juguetear en los entorchados del afortunado caudillo. ¿No advertiste
que cuando entraba en la plaza, se despejó el cielo y nos vimos
inundados de claridad y de un dulce calor? Pues es la suerte, hijo,
la suerte de este hombre, que vino al mundo en el signo de _Piscis_,
los Peces, por donde ha resultado que es un pescador formidable. Ya
le tienes hecho un tenientazo general, y no por chiripa, sino ganando
sus grados en acciones de guerra, batiéndose con arrojo y con éxito;
y no es esto solo, pues en aguas muy distintas de la milicia ha
demostrado que es gran pescador. Aquí, donde me ves, soy su víctima,
querido Fernando; víctima de la loca estrella de este hombre, que
no pone mano en cosa alguna que no le colme de ventajas. ¿Quieres
que te lo cuente? Antes de ir a visitarle..., ya me vio al pasar...,
notarías que me saludó muy afable, sonriendo..., pues antes de subir
a su alojamiento, quiero satisfacer tu curiosidad, y al propio tiempo
ofrecerte una saludable enseñanza que espero te sea provechosa... El
año 26 vino Baldomero de América con reputación de valiente soldado, y
le destinaron a Pamplona, donde yo residía entonces. Pronto nos hicimos
amigos. Él y otros jefes militares, con diversos señores y señoritos
de la aristocracia navarra, matábamos el ocio de la tediosa vida de
aquella ciudad en la agradable mansión de un amigo nuestro, segundón de
Ezpeleta, donde teníamos una trinca..., hombres solos...

—Y allí se entretenían en verlas venir... pasatiempo muy de militares
más o menos gloriosos, y de nobles más o menos arruinados.

—Tú lo has dicho. Ya me había prevenido Ezpeleta: «No juegues con ese
_ayacucho_, que ha traído de América, con la pérdida de las colonias,
una racha espantosa para perdernos a los de acá». Pero yo no hice
caso. Dominado por el maldito vicio, una noche nos pusimos a matar el
tiempo... En menos de dos horas y media me ganó cuatrocientas onzas...,
cuatrocientas onzas, querido Fernando, que todavía me están doliendo...
Ya ves qué a pelo viene la moraleja. Hijo mío, no juegues, no te dejes
dominar de ese vicio insano... Ten mucho cuidado con los héroes; que
los afortunados en la guerra no lo son menos en el naipe.




XIV


»Mi desgracia, lejos de enfriar la amistad con Baldomero, la hizo
más firme y cordial. Y en vez de mostrarme vengativo, aproveché la
ocasión que me presentó el acaso para prestar a mi desvalijador un gran
servicio. Nada, que el _chico de Granátula_ me debe su felicidad, la
mayor y más bella victoria que ha ganado en el mundo. ¿Recuerdas el
consejo que te he dado a ti? Pues hallándose Espartero en una situación
de perplejidad semejante a la tuya, le dije: «Hijo mío,, cuando
encuentres un árbol de grata sombra y cargado de fruto, _etcétera,
etcétera_...». Como tú, el buen _ayacucho_ había encontrado el árbol,
y como tú vacilaba, perdido el seso por una hermosura tras de la cual
corría sin poder atraparla, una visión ideal... Pero yo, que gusto de
encaminar a la juventud por las buenas vías que no supo seguir, no le
dejaba de la mano, y en nuestros paseos por la Taconera, o charlando
en la casa donde teníamos la timba, le enjaretaba a cada instante
mi sermón fastidioso: «Cuando encuentres un árbol, _etcétera_...».
Pues el hombre, al contrario de lo que haces tú, se penetró de la
sabiduría de mi consejo y se sentó a la sombra. El árbol riquísimo es
Jacinta Sicilia, rica heredera de Logroño que se hallaba de temporada
en Pamplona con su padre, grande amigo mío. Tuve la satisfacción de
apadrinarla en su boda con Baldomero, lo que era un doble padrinazgo,
porque la saqué de pila: es mi ahijada... Conque ya ves: pensé darte
ahora una sola lección, y te he dado dos: la del juego y la del árbol.
Mírate en ese espejo; mírate en ese general de fortuna, que hoy tiene
cuanto puede apetecer un hombre: la gloria militar y la felicidad
doméstica. ¡Qué mujer se ha llevado! No le echa Demetria el pie
adelante en lo honrada y hacendosa, y en hermosura se queda a la zaga
de Jacintita, que es, para que lo sepas, una preciosidad.

—Contesto lo mismo que antes, señor don Beltrán... No hay paridad. Este
don Baldomero es el hombre de la suerte...

—Nació en _Piscis_: por eso ha pescado.

—Pues yo debí nacer en _Escorpión_, signo de la desgracia: todo se me
dispone al revés de como lo deseo.

—Ríete de cuentos. Es que haces siempre lo contrario de lo que ordena
la lógica.

—Dígame: ¿le ordenaba a usted la lógica ponerse a jugar con Espartero?

—En el juego no hay lógica; no hay más que suerte. Y que Espartero la
tenía favorable, no puede ponerse en duda. Oye este golpe que me ha
contado él mismo. Hallábase prisionero en no sé qué plaza de América y
a punto de ser fusilado, cuando por intercesión de una hermosa dama,
a quien obsequiaba el gran Bolívar, consiguió que le perdonasen la
vida. Escapó como pudo, y estando en Quilea, en espera de un buque que
le trajese a España, encontrose mi hombre sin ropa, sin alhajas, sin
dinero, en situación absolutamente precaria...

—¿Y qué?... ¿Le deparó Dios un árbol?

—Precisamente. Según ha contado más de una vez, encontró en su camino
árboles grandísimos que le convidaban a ahorcarse... Pero no lo hizo...
Dios le deparó un alemán, sí, un alemanote rico, que iba también
buscando barco. Hospedáronse en un caserío, donde no había nada que
comer. Buscando por aquí y por allí, encontraron una baraja, y por
matar el tiempo y engañar el hambre se pusieron a jugar. ¡Cuando te
digo que nació en _Piscis_!... En un par de horas, Espartero le ganó al
alemán ¡dieciséis mil duros! Ya ves: ¿es eso suerte o lógica?

—Es lógica, porque al alemán le quedaría otro tanto, y bueno era partir
para que el otro pobre se remediara.

—Puede que estés en lo cierto. En fin, me voy a darle un apretón de
manos. Ya habrá pasado todo el barullo de la recepción de autoridades.
Espérame aquí, que no pienso entretenerme mucho.

Fuese don Beltrán a visitar al general en jefe, y Calpena le aguardó
en la plaza charlando con algunos oficiales que conocía. Enterose de
que los carlistas se cernían sobre Bilbao, lo que le puso en grande
inquietud, aunque sus amigos, con optimismo juvenil muy propio de
la raza, aseguraban que sería cuestión de días el hacerles levantar
el cerco. Espartero no se andaba en chiquitas: hombre de formidable
empuje, poseía el don divino de infundir a las tropas su bravura y
llevarlas como a rastras a la victoria. No era un general de estudio,
sino de inspiración, chapado a la española, hombre de arranques, de
_cosas_, con el corazón en la cabeza. Las propias ideas le expresó don
Beltrán al regreso de su visita. Los facciosos se disponían a sitiar a
Bilbao en toda regla, decididos a perecer o tomarla. Por segunda vez
ponían sus ojos y su alma toda en la valerosa villa, esperando domarla
al fin y hacerla suya. Pero el hueso era demasiado duro, y Espartero
había jurado que allí se dejarían los dientes. Por de pronto tenía
que atender a cortar los vuelos a los facciosos mandados por Sanz,
que merodeaban ya en el valle de Mena y querían pasarse a Castilla la
Vieja. Desbaratada la expedición, llevaría todo su ejército contra los
sitiadores de Bilbao. Los elementos con que contaba eran el valor de
sus tropas, su buena estrella y la ayuda de Dios.

—Después de lo que me ha dicho Baldomero —añadió don Beltrán—,
conceptúo, querido Fernando, que no hay locura comparable a la tuya si
te empeñas en ir a Bilbao.

—Pues téngame usted por rematado —replicó el joven—. Antes que los
carlistas establezcan su línea, he de intentar penetrar en ese pueblo
glorioso que ya rechazó un sitio formidable, y rechazará también el
segundo... Emprenderé mi caminata hoy mismo; y si no puedo entrar por
el valle de Mena, intentaré correrme a la parte de Santander para
escurrirme por la costa.

—Por una y otra parte encontrarás peligros invencibles. Ya me aflige
la pena, el presentimiento de que no volveré a verte, si persistes
en tu disparatado empeño. Yo que tú, me agarraría a los faldones del
afortunado general y correría la suerte del ejército de la reina. Si
este rompe el cerco, entraría con él, y si no, me quedaría tan fresco
de esta otra parte, viendo venir los acontecimientos, que es la gran
filosofía.

Objetó Fernando que aguardar a que Espartero entrase a socorrer la
plaza, era diferir por tiempo indeterminado su empresa. Decíale
el corazón que no debía perder ni un día ni una hora. Al juicioso
consejo de que esperara siquiera los días necesarios para recoger en
Villarcayo las cartas que de Madrid le escribirían, replicó que si
Dios le favorecía en su empresa, tardaría poco en volver satisfecho
y triunfante, y que entonces recogería las cartas. Estrechándole
más, anunciole Urdaneta irremisible perdición si emprendía el viaje
a caballo con su escudero, en el pergeño de señorito rico que viaja
por recreo; y a esto contestó Fernando que él y su criado dejarían
los caballos en Medina al cuidado de los servidores de don Beltrán,
y emprenderían su caminata a pie, disfrazados magistralmente. Aún no
había agotado el tenaz viejo sus argumentos, y por la noche, cenando,
volvió a la carga con estas marrullerías:

—¿No sabes, Fernandito? Hablé de ti a Espartero, y me dijo que te
conocía... No, no; no te conoce personalmente. Tanto él como Jacinta
han recibido cartas de Madrid, rogándoles que se interesen por ti,
que no te permitan hacer locuras. Esto si que es raro. ¿Quién les ha
escrito esas cartas? No ha querido decírmelo. Yo quedé en presentarte a
él.

—A la vuelta, don Beltrán. Por más que usted crea lo contrario, volveré
pronto. Al amanecer me pongo en camino. Pasado mañana estaremos Sabas
y yo en Bilbao.

—Te apuesto lo que quieras a que no.

—Lo que usted quiera.

—Has dicho que me dejas tu caballo. Pues si antes de tres días estás de
vuelta en el cuartel general, pierdes.

—Y se queda usted con el caballo. Pongo cien onzas encima.

—Cierro.

—Cerrado. Y si dentro de ocho días estoy en el cuartel general trayendo
conmigo lo que voy a buscar, ¿qué me da usted?

—No puedo darte onzas, porque no las tengo. Tuyos son mis dos mejores
caballos.

—Cerrado. ¿Gano también la apuesta en el caso de no traer conmigo lo
que voy a buscar?

—¿La hembra...? No, no: si no la traes, pierdes. Venga la niña, pues no
hay otra manera de acreditar que has entrado en Bilbao. A no ser que
traigas su cabeza, o siquiera su cabellera. Retratos no valen.

—Pues sostengo la apuesta. Tres días para volverme si no puedo entrar.

—Pongamos ocho días para el pro y para el contra. Si vuelves sin ella,
pierdes. Si la traes, mis caballos son tuyos, y de añadidura seré tu
padrino de boda, siempre y cuando tus ideas sean matrimoniales.

—Lo son... Ya verá qué árbol, don Beltrán.

—Árbol que va y viene, no tendrá muchas raíces.

—Lo veremos. Tenga presente que el padrinazgo es parte integrante de
la apuesta.

—Que cerrada entre los dos es como escritura pública. Mis dos mejores
caballos y padrino de boda. No hay más que hablar.

—Mi caballo y cien onzas encima.

—¡Cerrado!

A la mañana siguiente, hallándose Calpena con Sabas en un caserío
próximo a Medina tratando de la adquisición de unos vestidos para
disfrazarse, vieron al sordo que aparejaba su borrico majo para montar
en él. Al verles llegar, dejó el animal atado a un árbol y entró
presuroso en la casa; Sabas fue tras él, y le vio de rodillas junto a
un arcón, muy atento a lo que con dificultad escribía con lápiz en un
arrugado papel.

—Señor —dijo el escudero a su amo—, está haciendo palotes, y le cuesta,
le cuesta, sin duda porque son palotes vascuences.

Al poco rato viéronle montar en su pollino y partir a la carrera sin
mirar atrás. Una mujer se llegó a Calpena, y dándole un papel le dijo
que _Churi_ había dejado para él aquella escritura, la cual era tan
tosca, que a duras penas pudo descifrar Fernando sus groseros trazos.
Con dificultad pudo interpretar este concepto:

  «_Señor don Fernando: bayga sarri sarri Bilbo_».

—Ese tonto —dijo Calpena—, me recomienda que vaya a Bilbao, y pronto,
pronto, pues cosa de prontitud creo que significan las palabras _sarri,
sarri_. Ha querido decírmelo en castellano; pero a la mitad le ha
faltado la suficiencia.

Discutieron amo y criado si aquella misteriosa indicación era de amigo
o de enemigo, inclinándose don Fernando a lo primero. Opinó Sabas que
debían andarse con tiento en hacer caso de tal advertencia, que bien
podía ser reclamo de ladrones o de facciosos para armarles una celada
en las revueltas del camino. A esto hubo de objetar don Fernando que
no sabía que en ningún tiempo empleasen los bandoleros tales añagazas.
Obra de un pobre demente, más que de un malvado, era el tal papelejo,
que ni le quitaba las ganas de ir a _Bilbo_, ni a darse prisa le
estimulaba.

Cerca de Lanestosa volvieron a encontrarle, sin que mediara entre unos
y otros manifestación alguna, y más adelante, mucho más, próximos a
Ontón, en la costa cantábrica, cuando se vieron detenidos por una
imponente banda de carlistas, apareció de nuevo el sordo. A la ligereza
de sus pies debieron Calpena y Sabas, con otros trajinantes que les
acompañaban, salvar la pelleja en aquel conflicto, y mal lo hubieran
pasado si no buscaran pronto refugio en una estrecha garganta por
donde salieron a las Encartaciones. En su veloz huida, pudo Sabas
advertir que al sordo le quitaban el jumento. ¿Perdió también la vida?
Esto no trataron de averiguarlo, atentos a poner en seguro la propia.
Tenaz hasta la temeridad loca, intentó don Fernando tres días después
atravesar la línea por Valmaseda, y allí, con mayor riesgo de perecer,
hubo de darse por vencido, retrocediendo al valle de Mena con el pesar
de ver frustrado su audacísimo intento.

—¡Cómo se va a reír mi amigo Urdaneta cuando nos vea llegar! —decía
recorriendo con Sabas veredas y atajos, temerosos aún de ver salir tras
de cada mata el odiado fusil del guerrillero carlista—. ¡Y cómo se
alegrará de haberme ganado la apuesta, pícaro viejo!... ¿Querrás creer
que no puedo apartar de mi pensamiento al maldito sordo? ¿Le mataron?
¿Pudiste observar si escapó como nosotros, o si acabaron allí sus
correrías?

—Señor —dijo el escudero—, cuando le quitaron el pollino acometió a los
facciosos. O es loco rematado, o más valiente que el Cid, pues solo la
emprendió a patadas y mordiscos con un tropel de ellos. Juraría que en
pelea tan desigual le vi caer patas arriba.




XV


Cierta era la anterior referencia. El desgraciado _Churi_, estimando
más la posesión del asno que su propia existencia, embistió a los
fieros enemigos que le arrebataron lo que más amaba en el mundo.
Alguno de los facciosos le conocía, sin duda, o intercedió para que no
le mataran. Le apalearon de lo lindo, dejándole, como observó Sabas,
patas arriba. Pero en cuanto los carlistas se desocuparon de él, púsose
patas abajo, todo magullado y con los huesos doloridos, y se dejó
caer, o se deslizó gateando por un cantil hacia las rocas donde batía
la mar brava, y allí estuvo escondido hasta que, asomando una y otra
vez la cabeza entre peñas, adquirió la certidumbre de que los bárbaros
iban lejos. Andando con los cuatro remos de costado por los cantos
resbaladizos, más parecido a un enorme cangrejo que a un hombre, avanzó
todo lo que pudo por la costa hacia el este, pues los carlistas habían
seguido hacia occidente. Le anocheció cerca de la rada de Berrón.
Recogido al amanecer por una lancha de Plencia, desembarcó en Algorta,
y de allí salvó en otra lancha la barra, desembarcando al fin sus
pobres huesos a la siguiente noche oscura en el propio Desierto. Entró
en Bilbao por su pie; en su casa le agasajaron sus primos, padre y
tíos, que alarmados estaban ya por su demora, y el primer cuidado fue
darle friegas con aguardiente en todo el cuerpo y meterle en la cama,
donde solo permaneció horas, porque su viveza era incompatible con el
reposo, y no quería más que correr a enterarse de cuanto en la gloriosa
villa ocurría. Era la casa una de las de la Ribera frente a la Merced,
con tienda famosa de artículos de mar, bien provista de toda clase de
aprestos para la navegación de vela. La muestra ostentaba una fragata
bastante bien pintada al óleo, navegando a toda vela, sin añadidura de
nombre alguno ni especificación de lo que allí se vendía. Los dueños
vivían en el entresuelo: el piso bajo estaba ocupado totalmente por
el género comercial, hierros, lonas, cabos, y mil objetos tan extraños
de forma como de nombre, que la gente de tierra adentro habría creído
caprichosos, fantásticos. El olor de alquitrán era como el alma del
recinto; y tan connaturalizados con él se hallaban los habitantes de la
casa, que les olía mal el aire libre cuando pasaban de la tienda a la
calle.

Eran a la sazón dueños del establecimiento los hermanos Valentín,
Sabino y Prudencia Arratia, hijos del difunto José María de Arratia,
comerciante bilbaíno, que murió el 30, dejando un nombre intachable, y
restos de una fortuna quebrantada por malos negocios. Cada uno de los
tres hermanos necesita filiación propia, por ser los tres caracteres
muy significados y castizos en aquella raza tan inteligente como
trabajadora.

Valentín Arratia, el primogénito, con cincuenta y tres años el 36, era
piloto de altura, y había pasado lo mejor de su vida _rompiendo mares_
en América y en el Norte. Mandó primero barco ajeno, después barco
propio, del cual fue capitán y armador. El 28 se divorció de la mar
salada para dedicarse al comercio de tablazón, que hubo de abandonar
al principio de la guerra, refugiándose en el establecimiento paterno.
Era hombre al propio tiempo duro y dulce, como el turrón de Alicante,
aferrado a un corto número de ideas en el orden social y moral, y con
gran caudal de ellas en todo lo referente a la náutica y gobierno de
naves. Enviudó de su mujer el mismo año en que le hizo la cruz a
la mar. Esta le dejó un reúma que le cogía todo el costado derecho,
haciéndole andar escorado, y su esposa le dejó un hijo, que es el
_Churi_ del burro, y además una ferrería situada en Lupardo, barrio de
Miravalles.

Prudencia, a quien se da el segundo lugar por respeto a la cronología,
con cincuenta y un años el 36, casó en Éibar con un rico armero. Viuda
a los tres años de matrimonio, contrajo segundas nupcias con Ildefonso
Negretti, residiendo muchos años en Burdeos y Bayona. Esposa dos veces,
nunca fue madre.

Sabino, el más joven de los tres hermanos, estuvo largo tiempo en
desacuerdo con sus padres, por haberse casado a disgusto de ellos
con una moza de Bermeo, hija de pescadores. Hechas las paces con la
familia, vivió algunos años en Bilbao dedicado a la construcción
de buques; era un habilísimo carpintero de ribera, y muy fuerte en
arquitectura naval, que no aprendió por principios, sino por reglas
y módulos de maestros empíricos. De su astillero salieron buques
muy afamados, algunos tan veleros, que iban a parar a manos de los
tratantes y cargadores de esclavos en el Golfo de Guinea. Era además
buen mecánico en todo lo que se relacionaba con el arte naval, y muy
entendido en la fundición y forja del hierro. Su mujer, que falleció
del cólera, le dejó tres hijos: José, Martín y Zoilo, que el 36 eran
unos tagarotes de veintitantos años, y no desmentían la cepa vigorosa
de la familia ni su consistente devoción al trabajo.

Lo más admirable en los Arratias era la unión y concordia que entre
ellos, desde la muerte del padre, reinaba, haciendo de los tres
hermanos y de su prole una verdadera piña. Apretados uno contra otro,
sin que ninguno mirase al interés individual, aplicándose todos con
alma y vida al bien común, ofrecían gallardo ejemplo de la fuerza que,
según el proverbio, es producto de la unión. Se agruparon, no solo por
virtud, sino por necesidad o espíritu de defensa, pues cuando perdieron
a su padre, los negocios de este iban de capa caída, y no se hallaban
en situación más próspera los de cada uno de los hijos. Valentín había
tenido desgracia en sus últimas expediciones comerciales, perdiendo
en las del Norte lo que había ganado en las de América. El bergantín
_Aurra_ (_el niño_) se le quedó en los hielos de Stettin, y solo pudo
salvar parte de la madera de que estaba cargado, el velamen y los
instrumentos. La fragata Victoriano, construida por su hermano, fue
vendida a desprecio para cumplir compromisos comerciales, resultado
de una operación demasiado ambiciosa en cacaos de Carúpano y La
Guaira. Quedábale después de estos desastres un capitalito que empleó
en el comercio de maderas de Riga, el cual habría sido de seguros
rendimientos si no viniera la guerra a entorpecer y paralizar las
transacciones.

Por su parte, Sabino había tenido también reveses: el tráfico de
pescado estaba muerto por la falta de comunicación con el interior, y
la ferrería de su hermano, que a su cargo tomó, exigía para funcionar
con fruto un gasto considerable, por hallarse en mal estado la turbina
y toda la maquinaria. A ello se aplicó con ahínco; mas cuando pudo
vencer las dificultades y empezó a trabajar, fue menester dar a los
carlistas a bajo precio, por vía de canon, la mayor parte de los
frutos de aquella industria. En tanto Negretti, que iba medianamente
en la fabricación de armas, fue solicitado para poner sus grandes
conocimientos mecánicos al servicio de la causa absolutista. Le
repugnaba comprometer su apacible neutralidad política; pero de tal
modo le deslumbraron con fantásticas promesas, que al fin cayó en
la red, y se ajustó con los agentes de Carlos V, contando con la
colaboración de su cuñado Sabino; mas este, influido por los patriotas
de Bilbao, se asustó y no quiso ir a Oñate. Trabajó Negretti solo,
primero con éxito y valiosas recompensas; después con dificultades
y contratiempos mil, hasta que le salieron envidiosos y enemigos en
número alarmante, y acusado de masón, fue perseguido y encarcelado
inicuamente.

El fracaso de aquel trabajador tan inteligente como honrado, produjo
verdadera consternación en la familia, y les movió más a todos a
estrechar la piña o fraternal agrupación, así para ir a la conquista
de la fortuna, como para defenderse de la adversidad. Y conviene
advertir, para mayor esclarecimiento de la eficacia de la trinca, que
el esposo de Prudencia era para Valentín y Sabino tan hermano como
la hermana misma; que a falta de hijos a quienes querer como tales,
Ildefonso y Prudencia amaban a los de sus hermanos como si fueran de
ellos, y que todos, tíos y sobrinos, hermanos y cuñado, padres o hijos,
se confundían en un sentimiento amoroso, que era el aglutinante de
aquella humana concentración de fuerzas.

Aunque ya se sabe también, bueno es repetir que antes de establecerse
Negretti en el real de don Carlos como maestro armero y constructor
de proyectiles para la artillería, fue a Madrid llamado por un amigo
a quien respetaba, y de aquel viaje se trajo una sobrinita, llamada
Aurora, que confiaban a su tutela y protección. Sábese que mientras
Ildefonso trabajaba en Oñate o Durango, la niña residía en Bermeo con
su tía Prudencia, alternando en acompañarla Valentín, _Churi_ y los
hijos de Sabino. Alguien creerá que al agregar a la familia la persona
de Aura, mujer de excepcional hermosura, de educación harto distinta
de la de los Arratias, algo anárquica en sus pensamientos, antojadiza,
nerviosa por todo extremo y poco dispuesta a la subordinación, se
introducía en ella un principio disolvente, un disgregador poderoso.
Así lo creyó Prudencia en los primeros días de su tutela, que fueron
en verdad penosos por el desorden mental y el desenfreno imaginativo
en que Aurorita se encontraba. Poco a poco se fue adaptando esta al
modo de ser de los Arratias, y la realidad, el roce continuo con los
parientes de su tío, efectuaron en ella como una segunda educación.
Algunas molestias ocasionó a Prudencia, en los comienzos de la
temporada de Bermeo, el cuidado y disciplina de la joven, y no porque
esta hiciese o pensase cosas malas, sino porque todo lo que pensaba y
hacía era extrañísimo, perteneciente a otro mundo, a otro planeta...
También consideraba Prudencia como una calamidad no floja la belleza,
no ya humana, sino divina, de la hija de Jenaro Negretti. Hermosuras
tan extremadas, cuyo semejante se encontraba solo en las pinturas, en
las imágenes de santos, o en las estatuas mitológicas, eran, según
ella, una aberración dentro de la humanidad. ¿A qué conducía, Señor,
que las mujeres fuesen tan rematadamente guapas, más que a producir
mil quebrantos y desdichas? Cuantos hombres veían a la moza se volvían
locos por ella. Un general carlista que la vio a las dos de la tarde,
le escribió a las tres una carta amorosa, y a las cuatro fue a pedirla
en matrimonio. Los muchachos no cesaban de rondarle la calle. Los más
atrevidos acosábanla en el paseo con requiebros fastidiosos; otros
disparaban contra la casa un fuego nutrido de cartitas y amorosos
mensajes. Verdad que la hechicera niña, lejos de favorecer estas
demostraciones, a todos ponía cara de pocos amigos, y fiel a la
devoción sagrada de su amor primero y único, no hacía cosa alguna por
donde se la pudiese acusar de liviandad, de inconstancia ni aun de
coquetismo. Falta decir que Aura correspondió al cariño de sus tíos
con una adhesión intensa, y aunque este sentimiento no llenaba ni con
mucho el vacío de su alma, servíale de gran consuelo para soportar la
dolorosa ausencia, forma sensible de la muerte, como esta silenciosa,
con lentitudes de tiempo que daban la impresión de la eternidad.

Desde los primeros días de convivencia, lo mismo Ildefonso que su mujer
y los hermanos y sobrinos de esta, respetaron en Aura el conflicto
misterioso que la joven se traía consigo, aquella pasión, aquel drama
no bien conocido, y del cual el mismo Negretti no tenía más que vagas
impresiones o referencias. La niña se había dejado en Madrid a su
enamorado, que era un príncipe o cosa así; un joven a quien muchos
tenían por hijo de potentado, quizás de un rey, quizás del propio
Napoleón. La familia de este nobilísimo joven había gestionado la
separación o el destierro de la enamorada. ¡Qué drama, qué hermosa
poesía! Había, pues, traído la niña de Madrid su leyenda, y con ella
un inmenso duelo, que respetaron con singular delicadeza los Negrettis
y Arratias. Ninguno de ellos trató de desvirtuar la leyenda ni aplicar
al dolor los emolientes vulgares. Nadie le dijo: «Olvida eso, que es un
delirio, un sueño, una idea...».




XVI


Seguramente no se equivocaba la niña al pensar que gente mejor que
aquella no existía en el mundo. ¡Qué diferencia de Jacoba! No podía
desconocer que el cambio de tutela había sido felicísimo, aunque se
hubiera efectuado en las circunstancias más tristes de su vida. Había
pasado del infierno al cielo: verdad que era un cielo sin Dios, porque
este se le había quedado por allá, en regiones desconocidas, perdido
en lontananzas tenebrosas. La temporada de Bermeo fue relativamente
grata para la joven, porque allí recobró la salud y adquirió un gran
amigo que le rehizo el alma, no combatiendo de frente su dolor,
sino suavizándolo con tristezas calmantes, después con melancólicas
dulzuras; arrullándola con acentos de vaga poesía; entreteniéndola con
juegos y ejercicios muy saludables; templando sus nervios y regalando
su imaginación con espectáculos plácidos o sublimes; asustándola a
veces un poquito, como para fortificar su innata valentía: este amigo
era el mar.

Instaladas en la casa de Sabino, fue a vivir con ellas Valentín. Los
primos alternaban; no había igualdad en el turno, pues José abandonaba
muy de tarde en tarde la ferrería, y Martín apenas se apartaba de la
tienda, en la cual ninguno podía sustituirle sin quebranto. Los que
más gozaron de los pasatiempos de la villa marítima fueron _Churi_ y
el hijo menor de Sabino, a quien pusieron Zoilo por su madre, Zoila
Maruri. El hijo único de Valentín se llamaba lo mismo que su padre;
mas todo el mundo le conocía por aquel apodo. Le vino del nombre
de un balandro que tuvo su abuelo, en el cual pasó el chico toda
su adolescencia, por desmedida afición a la mar. Fue bautizada la
embarcación con el nombre de _Choria_ (el pájaro) convertido por el
uso popular y las bocas marineras en _Churi_. Era el chico de una
rudeza tal, que no pudieron aplicarle a ninguna profesión ni oficio, y
se pasaba la vida entre los _chochos_ de la ría, remando en chalanas
de cuatro tablas podridas, o lanzándose a prodigiosos ejercicios de
natación. Resistía largas horas en el mar, braceando o tendido de
espaldas; y cuando se ofrecía bucear, ninguno de aquellos vagabundos
anfibios aguantaba más tiempo en las profundidades. Jamás se logró
meter en la cabeza dura de _Churi_ ni una fórmula aritmética ni un
concepto gramatical. Toda su geografía estaba comprendida entre
Machichaco y Quejo; toda su ciencia en el gobierno de una pequeña
embarcación de vela, que manejaba con arte singular, gallardísimo, en
días de nordeste frescachón. Taciturno y medio salvaje, su vocabulario
era muy escaso; sus ideas no debían de ser luminosas ni abundantes,
como no las guardara para mejor ocasión; su voluntad no tomaba otras
formas que la de la contumacia en su vivir independiente, y la de una
completa inacción en tierra firme. Viendo que no podían hacer carrera
de él, la familia se resignó a dejarle en aquel salvajismo y rudeza,
tratando de utilizarle en menesteres bajos de los buques de la casa
cuando estos se hallaban en puerto. A los dieciocho años contrajo unas
calenturas tíficas que le tuvieron entre la vida y la muerte. Decían
que esta le tenía ya cogido, y creyéndole pez, le había soltado con
media vida en alta mar. Al sanar había perdido el pelo y la memoria,
quedándosele la cabeza como un cudón totalmente limpio, sin ninguna
aspereza por fuera ni ideas por dentro. Recobrado el cabello al
contacto del agua salada, contrajo nueva enfermedad del cerebro, y
al término de ella encontrose con que le había vuelto la memoria y
se le había quedado por allá un sentido. Su sordera era como la de
una campana que pierde el badajo y cae en los hondos abismos del mar.
_Churi_ no volvió a oír ningún ruido.

Con el don de oír se le fue también la palabra; pero esto
temporalmente, porque a los tres meses de quedarse como una tapia,
empezó a sacar de su cabeza términos y frases vascuences. Diríase que
pescaba con gancho las voces una por una, extrayéndolas como restos de
un naufragio. A duras penas reconstruyó una lenta y torpe expresión,
mitad éuskara mitad castellana, que usaba para comunicarse con el
mundo, reforzándola con señales muy parecidas a las marítimas, y
movimientos de maniobra velera, que él solo y sus compañeros de mar
entendían.

Lo más extraño en _Churi_ fue que la transformación traída por la
sordera le hizo menos insociable; la familia pudo retenerle en la casa
más tiempo, y aun emplearle en comisiones que nunca había querido
desempeñar, como la estiba de maderas en el almacén, y el transporte de
mena y carbón en Lupardo. Al año de la sordera, ya se pasaba _Churi_
meses enteros sin salir a la mar y aun sin verla, y a los dos años
había tomado tanto gusto a la ferrería, que no sabía salir de ella.
De la índole de los trabajos que allí se hacían provino la mudanza de
sus aficiones, el cambio de lo que hoy llamamos _sport_ y entonces no
tenía nombre: se aficionó locamente al balandro vivo de cuatro patas; y
si el primer día que montó en él estuvo a punto de desnucarse, pronto
su terquedad vizcaína venció los rudimentos de la equitación, y al
poco tiempo era un centauro asnal. Varios jumentos tuvo, que vendía
para comprar otro mejor, y en ellos hacía excursiones a los montes
próximos y lejanos para tratar cortas de leña y partidas de carbón
vegetal, alimento de la industria ferrera. De este modo el vagabundo
había llegado a ser un brazo más, aunque el menos útil ciertamente, en
aquella familia de obreros incansables.

También Zoilo había sido de niño aficionado a la mar, como _Churi_, y
buceaba en la ría, y se iba lejos, mar afuera, con sus amigos, en una
_zapatilla_, sin miedo a los peligros que en costa tan brava ofrece la
naturaleza. Pero su inteligencia, su amor a la familia y el deseo de
ser hombre y de ganarse la vida, le moderaban en aquellas infantiles
vagancias. Estudió algo de pilotaje; era aplicadillo y muy formal;
practicó la carpintería de ribera con su padre; servía también para
el comercio, y tenía mucho tesón, amor propio, vagas ambiciones de
riqueza y poder. Sano y vigoroso, dotado de un temple acerado y de
una naturaleza a prueba de inclemencias, no conocía el cansancio. A
los veintidós años gustaba de mostrar su fuerza hercúlea en cuantas
ocasiones se le presentaban. En el trinquete era un prodigio; en el
trabajo del hierro no tenía igual. Su terquedad vizcaína tomaba en él
a veces formas de una paciencia dulce, con la cual soportaba las más
rudas tareas sin quejarse, siempre alegre y decidor. A su pujante vigor
muscular correspondía su intachable conformación corpórea, de líneas
estatuarias, y un rostro atezado, de serena expresión, toda lealtad y
nobleza sin pulir. Cuando se reía, hacíalo con alma y vida, sacando
enterito el corazón al semblante; no conocía ningún arte social de
aquellos que tienen por instrumento la palabra; no usaba el disimulo,
ni las perífrasis, ni la ironía. Expresaba con bárbaro candor todo lo
que le apuntaba la mente, siendo a veces tan cruda su sinceridad, que
la familia tenía que reprenderle y hasta castigarle. En el ardor del
trabajo del hierro sus negros ojos echaban chispas, y los resoplidos de
su nariz, que se hinchaba respondiendo al énfasis interno, armonizaban
con la música del fuego atacado por los chorros de aire. Tenía
conciencia de su fuerza física, y esta era su mayor gala; teníala
también de su valor indomable, que también le enorgullecía; pero no
sospechaba que era hermoso siempre, y más cuando tiznado y cubierto de
sudor domaba la dureza de un metal menos consistente que su voluntad.

Su tío Valentín le llevó a Bermeo para que estuviese al cuidado de la
casa y de sus moradoras mientras él pasaba un par de días en Lupardo, y
tanto Zoilo como _Churi_, que iba cuando le parecía y se marchaba sin
despedirse, se lanzaron a divertimientos de mar. Ambos consideraban
a la niña de Negretti como un ser superior, y sentían junto a ella
cortedad y hasta miedo. En los primeros días, tuvo Aura más de un
acceso nervioso con gran disloque muscular, llanto interminable,
gemidos y otras manifestaciones de desorden cerebral o de histerismo.
Los dos chicos, que no habían visto nada semejante en las muchachas
que trataban, creían que era aquella dolencia signo de principalidad,
achaque propio de los seres de exquisita y refinada complexión, y
viéndola sufrir, casi la admiraban tanto como la compadecían. A las dos
semanas de esto, y cuando Aurora se iba calmando, Zoilo la incitaba
a salir con ellos a la mar, donde podría arrojar todas sus penas para
que el agua y el viento se las comiesen. _Churi_ no le decía nada: no
hacía más que mirarla, sin hartarse nunca; la sordera le aumentaba
el uso y los goces de la vista. Cuanto Aura decía, producíale a
Zoilo unos accesos de risa no menos bulliciosos que los traqueteos
espasmódicos de la hermosa doncella. El otro no se reía nunca. Era por
naturaleza refractario a la demostración facial del gozo del alma, y
cuando lo sentía, expresábalo cantando, pero muy serio, y desentonando
horrorosamente por la falta de oído.

Por nada del mundo dejaría Prudencia que Aura saliese a la mar con
aquellos tarambanas. No, no: la niña se embarcaría (pasatiempo muy
indicado para su salud) con el tío Valentín. Debe indicarse que Aura,
al poco tiempo de residir en Bermeo, llamaba tíos a los hermanos
de Prudencia, y a los cuatro muchachones, primos. Pues sí: el tío
Valentín, que no quería más que complacerla, en cuanto vino de Lupardo
preparó una lancha de las mejores, arreglándola de velamen y de todo lo
preciso. Lo que gozó Aurorita en sus excursiones cantábricas no es para
dicho. Más intrépida que los marinos que dirigían la gallarda nave,
cuando las mares gruesas con su hinchazón y el viento con su mugido les
ordenaban volver, ella pedía que fuesen más allá, siempre más allá.
Miraba el rostro impasible de Valentín, viejo amigote del océano y de
las tempestades, y como no advirtiera en él alteración, quería que el
paseo se prolongase. Rara vez dejaba Valentín a su hijo la caña del
timón, no por falta de confianza, sino porque retirado de aquellas
luchas y otras mayores, todavía gustaba de hacer gala de su pericia.
Zoilo llevaba la escota. Entre los dos primos arriaban e izaban la vela
en las bordadas, y si a la entrada del puerto era forzoso empuñar los
remos, desplegaban en ruda competencia cada cual su vigor de puños, y
callados bogaban, atentos a las órdenes del patrón, en quien veían un
dominador infalible de todas las fierezas de la mar. Allí no se conocía
el miedo: Aura, viéndoles tan animosos, tampoco temía nada. Un día de
temporal duro habló Valentín, antes de decidirse al paseo, lenguaje de
prudencia. No convenía salir. Asombrose Aura, y más aún al oír que los
dos chicos apoyaban el dicho del veterano. Creyó que tenían miedo.

—Como es por recreo —indicó Zoilo— y no por necesidad, hoy no salimos.
Si padre te deja ir sola conmigo, te llevo... Yo te respondo de que nos
mojaremos, pero no nos ahogaremos.

Claro que Valentín no había de permitir tan loca aventura. _Churi_, que
falto de oído se enteraba de cuanto se hablaba, reprendió a su primo
por fachendoso. No se atrevía, no, ni era hombre para tanto. Él sí se
atrevía, y en embarcación pequeña, mejor: una mano en la caña y otra en
la escota...

—Lo mismo lo hago yo —dijo Zoilo riendo—, y si quieren verlo...

Aura les aplacó cuando la cuestión iba rayando en disputa,
proponiéndoles que el primer día que estuviera buena la barra saldrían
los cuatro a pescar; a lo que asintió Valentín, mandando a Zoilo
que preparase los mejores aparejos que en el pueblo, famoso por sus
pesquerías, se pudieran encontrar. Pero aconteció que el primer día
bueno hubo de salir Zoilo para Lupardo con un recado urgente, y no pudo
el pobre chico disfrutar de los goces de la pesca, que fue un recreo
divertidísimo para la niña. Al tercer día de este entretenimiento,
llegó Martín, el hijo segundo, que ordinariamente regentaba la tienda.
Era el más afinadito de los tres; el que parecía más espiritual, sin
duda porque no ostentaba formas atléticas, como José María y Zoilo,
ni desarrollaba la muscular energía con la espléndida brutalidad de
sus hermanos. Era, sin género de duda, el más civil, el que más se
adaptaba a la vida urbana de la capital vizcaína por los vínculos
de sociabilidad propios del comercio. Hablaba Martín castellano
correctísimo, usando frases atildadas y finas, al uso corriente. De
los tres, de los cuatro, contando con su primo, fue el que menos
zapatos pudrió en playazos y arenales, el que menos tiempo conservó las
manos callosas del ajetreo de los remos. Poseía bastante instrucción,
distinguiéndose en todo lo comercial; hablaba unas miajas de inglés,
y sabía las reglas usuales de la decencia y aun de la elegancia. En
aquellos tiempos, la confraternidad de toda la juventud bilbaína era
un hecho lisonjero, del cual tomó la villa su tesón incontrastable para
resistir los asedios carlistas. El entusiasmo político la estrechó
más, haciéndola invencible; el buen humor, propio de la raza, la
refrescaba dándole más vida; el trabajo en la paz la vigorizaba, y el
común esfuerzo en guerra la elevaba a superior virtud. Partícipe de
los sentimientos que daban un vigor homogéneo a la juventud bilbaína,
Martín Arratia se afilió en la Milicia Nacional desde el primer sitio,
y aún continuaba satisfecho y confiado en aquel cuerpo, esperando que
la patria, es decir, Bilbao, pidiera a sus hijos nuevos sacrificios
para su defensa. Tal era Martín, pieza bien concertada en aquel
formidable organismo comercial y guerrero que supo hacer de Bilbao un
baluarte inexpugnable contra el absolutismo y un emporio de riqueza.
Pasaba en la familia por el de más talento; en la villa le alababan
tanto como merecía por sus excelentes prendas, y no hay para qué
añadir que en el comercio se distinguía por su severa honradez, pues
siendo general esta cualidad en tales tiempos y en tal raza, es ocioso
señalarla y hacer de ella un rasgo característico.

Dos días muy agradables pasó allí Martín, entretenido también en la
pesca y en paseos por el mar, que le agradaban con buen tiempo. Aura se
reía en sus barbas viéndole palidecer cuando eran fuertes las cabezadas
de la lancha, y él, sin temor de parecer cobarde, aseguraba que cada
día era más terrestre, añadiendo que en tierra no faltan ocasiones de
mostrar un valor heroico. Si terribles son las olas embravecidas, no
es menos pavoroso en ciertos casos el cumplimiento del deber, así en
la guerra como en el comercio. Todo es navegar; todo es una continuada
lucha, un gran derroche de esfuerzos, arte y valor para no ahogarse.




XVII


Aunque era Martín la misma sobriedad en los días laborables, cuando
llegaba el domingo se le reconcentraban los comprimidos apetitos de
toda la semana, y su estómago no tenía fondo. La jira campestre era
su delicia, o la comilona en casa, con enorme consumo de merluza en
salsa, escabeches y fritangas, de añadidura mariscos, angulas, y
encima y en medio de todo tomas muy fuertes del chacolí de la tierra.
El domingo que le cogió en Bermeo rindió el debido culto a Baco y a
Ceres, con espanto y risa de Aura, que se asombraba de ver comer a sus
primos, y de ver cuánto chacolí se atizaban sin emborracharse. Ya iba
comprendiendo que no era buen bilbaíno el que no supiera banquetear
en días festivos, después de haber sido la misma templanza en los de
entre semana. Cada cosa en su tiempo: trabajaban con ahínco, hasta
con hambre si era menester; pero en tocando a holgar, no había quien
les aventajara: así reponían cuerpo y espíritu para volver con más
ardor a la faena. Y estos ejemplos no fueron perdidos para la niña de
Negretti, en quien se excitaba el apetito cuando sus primos tocaban a
refectorio dominguero. También ella iba aprendiendo a comer fuerte y a
empinar el codo, con lo que tomaba su faz un color luminoso que ya lo
quisieran para los días de fiesta las ninfas de los sagrados bosques
helénicos. Total: que con los comistrajos, los paseos marítimos, y la
vida plácida entre personas que se desvivían por distraerla, se le
iban amansando a la enamorada joven las penas intensísimas de su alma.
Se divertía viendo el gozo y voracidad de sus primos, que en tales
jaranas se ponían como locos, hablando sin término y con donaire, pues
el comer les inspiraba, les hacía ingeniosos, a ratos poetas. Y el
cascado Valentín, con su medio siglo y su reúma que le hacía ir siempre
de bolina, dejábase arrastrar también del vértigo juvenil: él había
hecho lo mismo en su mocedad, y estaba dispuesto a repetirlo hasta
llegar a la suma vejez, pues no sería buen bilbaíno si no hiciera en
cualquier ocasión los honores debidos a un buen plato de bacalao con
aquella salsa de bermellón, y a una azumbre de chacolí de Somorrostro.
Valentín reía con los demás, disparataba, hasta se permitía bailar en
mangas de camisa, y hacer un gasto horroroso de vocablos vascuences,
de exclamaciones y juramentos de mar. El alborozo de la familia se
introducía en el alma de Aura, ensanchando sus pulmones y avivando su
sangre. Iba tomando su rostro, por la exposición continua al sol y al
aire, un tono tostado caliente, de _terracota_, enteramente gitanesco.
El negro rabioso del pelo armonizaba con la tez, de un bronceado
finísimo con veladuras de rosa. Sus ojos eran una inmensa dulzura con
llamaradas. El ejercicio había extremado la flexibilidad de su cuerpo,
acentuando sus líneas incomparables, dando mayor delgadez a lo delgado,
mayor turgencia a lo carnoso. Hasta la voz parecía más vibrante en
las alegrías, más blanda y cariñosa en las tristezas... Un domingo
en que Martín no estaba, hicieron tantas locuras _Churi_ y Zoilo a
competencia, que Valentín, a pesar de no encontrarse en disposición
de severidad, hubo de llamarles al orden. _Churi_ se subía a los
árboles como un gato, y luego se tiraba de alturas increíbles; Zoilo le
desafiaba a correr, y partían como exhalaciones; luego se enredaban en
un partido de pelota, o en gimnasias rudas, dando vueltas de carnero,
o saltando el uno a los hombros del otro y de los hombros a la cabeza.
La de _Churi_ parecía de piedra. Incitándoles a divertirse con menos
tosquedad, Valentín dijo a Aura:

—¡Qué par de brutos! El mío es un modelo de barbarie, como ves; pero
Zoilo no le va en zaga. Con todo, son dos criaturas; son buenos,
inocentes, siempre listos para el trabajo. Mi hermano ha tenido suerte
con sus tres hijos: cada uno en su género es una alhaja. Ya conoces a
Martín, tan finito, tan caballero... chico de gran porvenir. José María
vale lo que pesa, y este Zoilo, aunque abrutado como ves, no tiene
pelo de tonto y sabe ganar el pan que come. Ninguno de ellos se queja,
aunque les tengas trabajando seis semanas seguidas, sin ningún recreo.
Vicios no los conocen... Mira ese par de angelones con qué juego tan
primitivo se entretienen: así caen luego en la cama, como piedras.
No remuzgan en toda la noche. ¡Qué conciencias! Bendígales Dios. En
sus cabezas no ha entrado nunca un mal pensamiento; no les oirás una
palabra fea.

Esto no era rigurosamente exacto, porque en el ardor del pelotarismo y
la gimnasia, las pronunciaban a cada instante sin reparar que les oían
mujeres.

De pronto le dio a _Churi_ la ventolera de tirarse al mar. Hallábanse
en un patio emparrado, cerca de la dársena, y en tres minutos se fueron
todos a la punta del muelle a ver nadar al sordo. Pronto se procuró
este traje de baño, el mejor posible, y se arrojó de cabeza, levantando
un gran espumarajo. Salió a flor de agua muy lejos, y se le vio enfilar
afuera y perderse en la inmensidad, braceando. La mar estaba serena,
en pleamar viva, y daba gozo mirar en la escarpa del malecón el agua
verde y profunda. Multitud de pilletes, desnudándose en las piedras más
avanzadas de la escollera, se arrojaban al agua como Dios les echó al
mundo; se veían luego sus cabezas, sus mofletes hinchados de soplar,
y los cuatro remos en constante brega con el agua. Algunos salían
tiritando y pasaban mil fatigas para enfundarse la camisa; otros, ya
medio vestidos, se volvían a desnudar, por estímulos y competencias
entre ellos, y si reñían por la palma de la habilidad natatoria, se
pegaban, al vestirse, porque uno se había puesto los mojados calzones
del otro. Aunque Prudencia había dicho a Zoilo que no nadara, porque
estaba sudando y sofocadísimo, el chico se permitió en aquella ocasión
desobedecerla, ganoso de no ser menos que su primo; y ansiando mostrar
que este no le aventajaba en resistencia de pulmones ni en fuerza
de brazos, fue por un traje y vino ya en pergeño de bañista, con su
formidable tórax y sus piernas estatuarias al aire. Aura y sus tíos no
le vieron llegar. Arrancándose silencioso junto a ellos en el borde del
abismo, se lanzó de golpe, describiendo una airosa curva en el aire
hasta romper el agua con las manos enfiladas sobre la cabeza. Aura
dio un grito al ver de súbito el rápido salto y la violenta caída del
cuerpo, como si rompiera un cristal, levantando astillas mil, espumas y
latigazos de agua que todo lo enturbiaron. La cortada superficie hervía
y se llenaba de desgarrones blanquecinos.

—¡Qué susto me ha dado! —dijo Aura—. Este Zoilo es de la piel del
diablo.

Y miraban al fondo sin ver nada. La pleamar era tan viva, que daba una
profundidad de treinta pies.

—¡Pero no sale, no sale! —exclamó Aura, explorando la inmensidad
líquida—; ¿o es que va a salir allá lejos, como _Churi_?

—No temas, que ya saldrá —dijo Valentín sonriendo, y Prudencia lo mismo.

—Pero tarda mucho... ¿Cómo se puede estar tanto tiempo sin respirar? De
pensarlo solo siento yo una opresión...

Pasó tiempo. Imposible precisar los segundos...

Por fin distinguió Aura, en medio de la opacidad cristalina del agua,
una forma movible, que a medida que subía se determinaba mejor. Era
un cuerpo de verdosa blancura, con movimientos de rana. Avanzaba
subiendo... hasta que asomó la cabeza de Zoilo, que soplaba y escupía.
Brazos y piernas, seguían moviéndose para mantener el cuerpo en postura
casi vertical.

—No seas bestia; no te aguantes tanto —le dijo Valentín—. Podrías
pasarlo mal.

Volteando sobre la cintura, Zoilo se zambulló de nuevo. Se le vio
descender con las zancas de rana funcionando hacia arriba pausadamente.
El segundo cole fue más breve que el primero, y el tío, al verle salir,
repitió sus gruñidos:

—Que no juegues, pedazo de atún. Ea, lárgate afuera con descanso a
encontrar a _Churi_, que debe de estar de vuelta.

—No se le ve —dijo Aura—. Este ejercicio me pasma, me maravilla. Gran
mérito es nadar así.

—Esto no es mérito —indicó Prudencia—. ¡Si desde que gatean se echan
al agua estos diablillos! Ya el mar les conoce y hasta parece que se
divierte con ellos sin hacerles daño.

—Y es la verdad —agregó Valentín—, que adquieren una fuerza y una
robustez que en ningún otro ejercicio se logra, amén del valor, de la
serenidad que nos vemos obligados a sacar de dentro. Todo lo que ves
hacer a esos, lo he hecho yo cuando tenía su edad. Mi _Churi_ es un
verdadero pez; y en cuanto a Zoilo, no hay quien le saque ventaja en
ningún elemento, porque en tierra es una fiera para el trabajo. Así
tiene esa naturaleza que le asegura una vida de salud y de poder para
las luchas por el pan. El día que este chico se case, ¡vaya unos hijos
que traerá al mundo! Será una generación de Hércules chiquitos, que
después serán Hércules grandullones...

—Ya no se ve a Zoilo —dijo Prudencia—; al menos, yo no le distingo.

—Ya parecerán los dos. Como se vayan muy lejos, no podrán volver tan
pronto, porque la marea antes de media hora tirará para afuera. _Churi_
es muy capaz de ir a tomar tierra en cualquier playazo y volverse a la
noche, cuando suba el agua. Mirando con ojo experto a la inmensidad,
creyó distinguir un punto: era un nadador.

—Zoilo vuelve. Por mucho que presuma, no resiste como su primo. Ea,
vámonos al pueblo.

A poco de regresar a casa la familia, entró Zoilo con la cara y manos
extraordinariamente lavadas, húmeda la ropa de haberse vestido sin
secarse el cuerpo. No podía ocultar su mal humor por no haber alcanzado
a _Churi_, y si no siguió tras él, no fue por falta de poder para ello,
sino por obedecer a la tía Prudencia y a la prima Aura, que le mandaron
volver pronto.

En aquellos días anunció Negretti en una misma carta la toma de Arlabán
por los cristinos, la salida de Oñate para Durango, y el encuentro con
el señor de Calpena, noticia esta última que fue para la señorita como
el estallar de un furibundo trueno. Quedose al oírla como atontada, y
luego prorrumpió en llanto y alabanzas al Señor por haber escuchado
su ruego. La fuerza del gozo la ponía triste, temerosa de que tanta
ventura se desvaneciera súbitamente con nuevas desdichas. ¡Don Fernando
en Oñate, a cuatro pasos de allí! ¿Vendría pronto? Seguramente era
cuestión de un par de días. No tardó el mismo Ildefonso en referir
de palabra todo lo que había escrito, añadiendo que el don Fernando
le había parecido un caballero de excelente educación y sentimientos
honrados.

Algo dijo después que enfrió el júbilo y los entusiasmos de la pobre
joven: don Fernando, según informe del señor italiano que con él vino
de Madrid, había ido hacia Vitoria la misma noche de la evacuación
de Oñate, acompañando a unas muchachas y a un señor enfermo escapado
del hospital. Lo natural y lógico era que volviese cuanto antes.
Consternada se quedó Aura al saber esto, y mil cavilaciones lúgubres y
conjeturas pesimistas la desvelaron aquella noche. ¿Por que retrocedía
Fernando cuando estaba tan cerca? ¿Qué mujeres eran las que acompañaba?
¿Y el enfermo quién sería? Se atormentaba imaginando sucesos absurdos,
personas monstruosas; y comunicadas sus inquietudes a Prudencia,
esta le recomendaba, entre severa y burlona, que tuviese calma, pues
la verdad de aquellas idas y venidas se sabría cuando llegase don
Fernando..., y si no venía pronto, sus fines no eran buenos, sus
intenciones no eran limpias.

A solas Prudencia y su marido, desahogó aquella el mal humor que
la noticia del encuentro con don Fernando le produjo. La repentina
aparición del señorito de Madrid, cuando se creía que le habían llevado
muy lejos los vientos del olvido, desbarataba sus planes de mujer
práctica y allegadora. La señora de Negretti, que físicamente era
corpulentísima, bigotuda, recia, de palabra viva y cortante, en lo
espiritual atesoraba una voluntad firme, constancia en los afectos, más
aún en los caprichos y manías; además un ardiente amor a la familia,
y un sentido calculista y aritmético, que ya lo quisieran para los
días de fiesta los Arratias masculinos. Desde que fue a sus manos la
sobrinita de Ildefonso, pensó que aquella joya, en uno y otro sentido
inapreciable, debía ser para la familia. ¿No era tristísimo que una
niña tan bella, dueña de un capital no menos bonito, fuese pescada por
un aristócrata madrileño, que quizás era un silbante, un hambrón, un
mala cabeza? Cierto que Aurora tenía clavado muy en lo hondo el dardo
de aquella pasión, y no era prudente arrancárselo tirando de él muy
fuerte: lo mejor sería que el tal don Fernando se quedase para siempre
en los limbos de la ausencia. El tiempo, gran milagrero, iría curando
a la niña de afición tan desatinada, puro mimo, cosas de chicos, y
despertaría en ella inclinación más conforme con su clase, nacida al
calorcillo de la familia con quien moraba, y que la había hecho suya,
rodeándola de cariños y atenciones.

No era la primera vez que Prudencia dejaba traslucir a Negretti la
prodigiosa concepción de su genio doméstico. Aquella noche la reveló
completa con cierto orgullo y vanagloria, como si se tratara de un
invento mecánico, para mover mejor el ánimo de su marido, entusiasta
de las invenciones. La maquinaria de Prudencia era que Aurora y su
capitalito quedaran definitivamente en casa. Bien para ella y bien para
la familia. Modo de conseguir esto: casarla con uno de los sobrinos.
El más indicado para tal objeto era Martín, por su educación, por su
finura, por la respetabilidad que iba adquiriendo en el comercio. Era
la gala y la honra de los Arratias, y uno de los jóvenes más guapos y
decentitos que a la sazón había en Bilbao. Claro que esto no se haría
forzando las voluntades, sino amañándolas con destreza hasta que ellas
mismas quisieran acoplarse... Dejáranla a ella sola en el manejo de
Aura; quitárase de en medio el fantasmón de Madrid, y ella respondía
de que la niña habría de comprender bien pronto el mérito del primo, y
todo iría como una seda.

Reconoció Negretti la bondad del invento de su mujer, y lo tuvo por
cosa excelente; mas no veía manera de llevarlo de la teoría a la
práctica, porque el amor de la niña era muy fuerte, y viniendo el
galán con buen fin y propósitos de matrimonio, sería locura pensar en
desunirles. Ni por todo el oro del mundo, ni por los intereses todos
que hay de tejas abajo, haría él cosa contraria a lo que su conciencia,
su idea firmísima del bien y del mal, le dictaban. Solo resultaría
práctico el invento en el caso de que el compromiso entre los amantes
quedase desbaratado y nulo por sí mismo, por cosas de ellos, cualquier
incidente o sesgo inopinado del drama de amor. Sin este desenlace
previo él no haría nada por desviar las cosas de su dirección natural.
Su conciencia antes que todo. Y lo que él no haría, no consentía
tampoco que lo hiciera su mujer. Dejar a Dios lo que es del alma...,
ver venir serenamente los hechos humanos, mirando siempre a la verdad,
a la rectitud.

Aunque Prudencia no practicaba el culto de la verdad con esta devoción
suprema que hacía de Negretti un carácter excepcional, no tuvo más
remedio que acatar lo que él decía y ordenaba. Y pues don Fernando
venía como primer ocupante, con indiscutible derecho, y Aura le
esperaba y le quería, dejarles su bien, dejarles su paz.

—Ya sabes —le dijo Ildefonso al partir— que mi tema es: a cada uno lo
suyo, y a Dios siempre lo divino.




XVIII


Zoilo y _Churi_ se fueron a Lupardo, recorriendo el largo camino con
la escasa comodidad que les ofrecía un solo burro para los dos. Aunque
Zoilo llevaba siempre el salvoconducto que le permitía franquear sin
tropiezo las regiones ocupadas por carlistas, la seguridad de aquel
documento (amplio favor que Sabino Arratia debía a su grande amigo
el cabecilla Sarasa) no era absoluta, y más de una vez hubieron de
esquivar con grandes rodeos o veloces marchas el encuentro con la
gente armada de Carlos V. Todo esto solía ser diversión para los dos
muchachos, y motivo para desplegar en competencia su pasmosa agilidad y
bravura. Alegres empezaban la caminata, y alegres la concluían. Llegó
un tiempo, ¡ay!, en que de sus caminatas debía decirse lo contrario:
enojados y displicentes la comenzaban, furiosos la concluían.

Antes de la dichosa o infeliz (pues no era fácil discernirlo)
aparición de Aura en la familia, Zoilo y _Churi_ vivían unidos por
una hermosísima fraternidad. Sus viajes eran un continuo juego con
emulaciones que terminaban en bromas afectuosas; sus bienes terrenos,
comida, moneda de plata o cobre eran comunes, como las armas y
herramientas; comían en el mismo plato, en el mismo vaso bebían, y
se tumbaban en el mismo rincón de la choza donde les cogía la noche.
Zoilo suplía en _Churi_ la falta del oído, comunicándole con signos de
su invención, solo de ambos comprendidos, los hechos materiales más
difíciles de exponer sin palabra, las cosas del espíritu que aun con
la palabra son de dificilísima expresión. Se entendían con mugidos,
con muecas y patadas, con grotescas contracciones faciales, con rápida
telegrafía de manos y dedos.

Pero llegó el día fatal, y aquel amor recíproco trocose en recelo, y
el libre lenguaje que los dos idearon para comunicarse su cariño, solo
sirvió para arrojarse el uno al otro centellas de rivalidad, dicterios
y amenazas. La causa de este que bien puede conceptuarse como uno de
los mayores desórdenes de la naturaleza, fue la presencia inopinada
de una mujer en la familia. A las dos semanas de tal suceso, Zoilo y
_Churi_ dejaron de quererse. Como los dos disimulaban instintivamente
ante la familia, la rivalidad que les desunía no se reveló hasta que
se hallaron solos, camino de Lupardo. Iban por la cuesta de Unzaga:
_Churi_, sombrío, taciturno; Zoilo, con alegría febril, cantando,
divirtiéndose en pegar brincos para arrancar a tirones las ramas de
los árboles. De pronto le cogió _Churi_ por un brazo, y le dijo con
desabrimiento, en vascuence:

—No me lo negarás: tú quieres a Aura... Aura te gusta, pillo.

Más sorprendido que asustado, respondió Zoilo que sí, y todo
espontaneidad y efusión, agregó que Dios había pegado fuego a su alma,
y que mientras podía conseguir que la prima le quisiese, se consolaba
con amarla a su modo, pensando en ella siempre... diciéndole cosas
de las que se piensan más que se dicen. ¿Cómo se había enterado el
sordo de este secreto que la misma Aura no conocía? Era _Churi_ un
observador prodigioso; veía en la mirada, en el gesto, en los actos y
en la abstención de los mismos, la verdad de los fenómenos del alma. Su
penetración era el contrapeso de su sordera.

Allá se las compuso Zoilo como pudo para expresarle que no admitía su
injerencia en aquel asunto; que él (_Churi_) no tenía nada que ver con
que él (Zoilo) adorase a la niña por el aquel de adorarla, y que en las
soledades de su conciencia se casase con ella, y fabricara su felicidad
con suposiciones o cálculos de cabeza, con un tremendo fuego de amor en
toda su alma...

—Lo que tú tienes que hacer —le dijo, expresando las ideas con lenguaje
verdaderamente epiléptico— es no meterte en lo que no te importa. ¿Qué
entiendes tú de esto? ¡Amarla tú! No puedes. Eres sordo, y ¿cómo va a
querer Aura a un hombre que no oye?

Este argumento no tenía réplica, y _Churi_ se lo tragó entre amarguras,
quedándose buen rato sin saber qué decir. De pronto saltó con una
retahíla, acompañada también de gesticulación epiléptica, mezcla de
torpes cláusulas castellanas y éuskaras, que reducidas a un solo idioma
eran así:

—Pues eso es un pecado muy grande, Zoilo, y ya verás cómo se ponen los
tíos y los primos cuando lo sepan... Y aunque te volvieras otro de lo
que eres, aunque Dios te diera un mundo de méritos, sin fin de cosas,
Aura no te querría, porque ya tiene su corazón entregado a otro amor, a
un novio más guapo y más fino que tú...

—¿Quién? —gritó Zoilo con furia, enarbolando una estaca que arrancado
había de un árbol próximo.

—_Madrilgo gizona_ (el hombre de Madrid).

Lanzó Zoilo carcajada burlona, y doblando por la mitad la fuerte rama,
como si fuese junco, sin cuidarse de que _Churi_ entendiera o no lo que
decía, hablando solo más bien, exclamó:

—¡_Madrilgo gizona_! Ese no viene, se ha muerto; y si vive y viene, ya
verá Aura que debe quererme a mí, y no a él; y si así no lo hiciera, si
se aferrara a querer al otro..., entonces, ¡ah!, le mato, me mato...,
mato a todos, a ella, a mí, a ti...

Viendo tal decisión, aunque los términos en que Zoilo la expresara no
le resultaban inteligibles, se recogió en la tristeza de su mente, en
aquella bóveda sin ecos, pues el verbo humano solo producía en ella
sonidos ideales, y largo rato estuvo sin articular palabra, mientras
el primo, que continuaba poseído de su furor de elocuencia, hablaba
con los árboles: lo mismo podían ser para estos que para _Churi_ sus
ardientes expresiones.

—Mía, mía tiene que ser..., para mí, para mí..., o se sabrá quién es
Zoilo. Aunque no le he dicho nada, conozco yo..., esto se conoce...,
que sabe que la quiero; y yo sé que si ahora no me quiere ella, me
querrá después, cuando vaya viendo... Pues cuando hay muchos en casa,
al que más mira es a mí, y cuando dice algo que es de reír, me mira
a ver si me ha hecho gracia... y a los demás no les mira... Y cuando
llego, conozco yo que se alegra un tantico, y aunque a cada instante me
llama bruto, lo dice como diciendo... «Bruto, te quiero..., pues...».

—Ven acá —le dijo _Churi_ tras largo rato de silencio—. Cuando los tíos
y tus hermanos sepan eso, verás cómo no te perdonan la desvergüenza.
Porque Aura espera que venga el de allá, y si no viniere, bien puedes
estar seguro de que no será para ti... Yo no oigo, pero veo, y veo más
que tú, y nada de lo que piensan nuestros tíos se me escapa..., siento
en mí los pasos que dan los sentires, los pensares de ellos cuando
andan paseando por sus almas; lo siento todo, Zoilo; dentro de mí
retumba... Pues te diré una cosa para que se te quite la esperanza. La
tía Prudencia, que es la que manda en el tío Ildefonso, hace ascos al
novio de Madrid y quiere que no venga, porque está en la idea de casar
a la niña con tu hermano Martín, que es el señorito de la familia y el
que vale más, porque nosotros, tú y yo, somos unos grandes gaznápiros,
y él es fino, como quien dice, ilustrado. Pues sí; esta es la idea
de la tía Prudencia; yo se la he sacado por la manera como mira a
Martín cuando viene, y por el modo de mirar a Aura cuando habla de tu
hermano... ¿Y ahora qué dices, ganso? Porque a tu hermano no le has de
matar... ¡Estaría bueno eso: matar a un hermano!... ¿Qué dices, qué
piensas?

Zoilo no pensaba sino que el firmamento se le venía encima, y alzó las
manos como para detenerlo antes que le aplastara.

—Eso no es verdad —dijo—; tú me engañas, _Churi_; tú eres un
envidioso... Pero conmigo no juegas.

Momentos después, en gran abatimiento, lloraba como un niño. Puestos
de nuevo en marcha, no hablaron más en todo el camino. Alojados en un
caserío humilde, no se acostaron en el mismo montón de paja de maíz.
Metiose _Churi_ en el lugar más escondido, con la cabeza apoyada en un
yugo, y allí se pasó la noche en triste monólogo, oyendo la respiración
de su primo que profundamente dormía.

«Yo también la quiero —decía entre otros mil peregrinos conceptos...—.
¿Cómo no, si es tan preciosa como los ángeles, o más?... ¡Que no me
digan a mí de ángeles ni ángelas!... Donde está ella que se quiten
todos... ¿Pero qué caso ha de hacer de mí?... ¿Cómo ha de querer a un
sordo..., a quien no le oye su voz?... Pues si yo oyera, Dios, ¿quién
me la quitaba? ¡Ay, no hay mujer bonita ni fea que quiera al hombre
falto de oído!..., pues aunque se puede ser buen marido sin oír nada,
no quieren ellas, no quieren..., y yo me pongo en lo justo... Pero si
para mí no es, para este bestia de Zoilo tampoco... ¡Estaría bueno!
¿Qué ventaja me lleva mi primo? Que oye... ¿Y quién me asegura que a
él no le falta también algo? ¡A saber!... Y si no le falta nada, le
sobra fatuidad... No, no será suya, sino del caballero de Madrid...
¡Ojalá viniera mañana, para que se la llevara, y nos quitáramos todos
de este suplicio!... ¡Como me reiría yo de este tontaina, fantasioso,
fullero!... Echa roncas porque oye; que a lo demás no me gana, porque
yo puedo más que él, y soy más valiente, y hasta más guapo... ¿Qué
tiene Zoilo de más guapo que yo? Nada. Los ojos que le brillan... ¡Vaya
una gracia! También me brillaban a mí antes de venirme el silencio...,
pero ahora..., con el silencio, todo se le apaga a uno. Y Zoilo es un
descarado que se está siempre riendo, enseñando los dientes... Pues eso
no debe de gustarle a ninguna mujer... Que venga, que venga pronto ese
caballero de Madrid... ¿Y el tal cómo será? Seguramente que silencioso
no es... Pero será elegante, y tan fino, ¡arre allá!, que se meterá por
los ojos de las mujeres... ¡Mundo maldito! Debiera uno morirse para no
verte».

A los pocos días de esto, hallándose Zoilo en Lupardo y _Churi_ en
Bermeo, se enteró este del encuentro del tío Ildefonso con Calpena, y
le faltó tiempo para ir a contárselo a su rival. En aquel viaje llegó
el pobre burro llenó de mataduras; tanto le arreó el jinete para llegar
pronto. Y llevando aparte a su primo, le soltó la tremenda noticia.

—Ya está; ya pareció..., ya viene... ¿No caes en ello? Zopenco...
¡_Madrilgo gizona_!... Habló con Ildefonso en Oñate... Ya viene...,
mañana... verás.

—Es mentira —replicó Zoilo blandiendo las tenazas—. No viene... Y si
viene, sin ella se volverá. Juro que no se la lleva...

Al día siguiente fue _Churi_ a las Encartaciones a contratar leña, y
los dos primos estuvieron dos semanas sin verse. Pasó en este tiempo
Zoilo algunos días en Bermeo, donde tuvo la satisfacción de ver que
fallaban los anuncios de la próxima llegada del señor de Madrid,
príncipe o archipámpano. Observó en Aura tristeza, duelo, reproducción
de los arrechuchos nerviosos, y viéndola llorar se decía:

«Llora, llora, que lo que es a ese no le verás más... Aquí está el
hombre que ha de consolarte, tu Zoilo, a quien has de querer, porque
él se lo merece..., y si no, pruébalo y verás... Este, que te mira sin
atreverse a decirte nada, por cortedad, te tiene guardado un amor como
el de todos los corazones que hay en el universo..., de todos juntos en
uno. El corazón mío es de un tamaño como de aquí al sol, o un poco más
allá, según voy viendo... Llora, llora, que tras mucho llorar, vendrá
el olvidar... Con tanta lágrima se te lava el alma del amor viejo, y
vendrás a tu Zoilo, a quien has de querer y adorar como él te adora y
te quiere, que así lo manda la divinidad».

Tales eran sus mudas declaraciones siempre que junto a ella se veía.
En esto llegaron las tristes noticias del disfavor de Negretti, de
las acusaciones con que la ignorancia o la perfidia le denigraron, de
su prisión y de la causa que por infidencia o masonismo le formaban.
Fácilmente se comprenderá la desazón que estos hechos causaron a toda
la familia, particularmente a Prudencia, que adoraba a su esposo.
Valentín rugía de cólera, Sabino ponía el grito en el cielo. Y esta
es la ocasión de referir que el buen Sabino era el único de los
Arratias que sentía inclinaciones hacia el absolutismo, siquiera
fuesen platónicas, determinadas por móviles religiosos más que
políticos. Hombre piadoso, formulista y un tanto santurrón, disentía
de su hermano Valentín, algo dañado de volterianismo, lo que no
impedía que, profesadas una y otra opinión con tibieza y en el terreno
ideológico, viviesen los dos en armonía perfecta, sin significarse
públicamente por uno ni otro partido. Nunca llevó a mal Sabino que sus
hijos perteneciesen a la Milicia Urbana, pues sus ideas retrógradas
en ciertos y determinados puntos, cedían ante la suprema devoción de
a ciudadanía bilbaína. Pero si nadie podía tacharle de carlista,
tampoco él podía negar sus grandes amistades en el campo enemigo, de
las cuales supo obtener alguna ventaja para los negocios de la casa de
Arratia. El comandante general de la división de Vizcaya, Sarasa, era
su íntimo y cariñoso amigo desde la infancia, y amigos eran también
Guergué, los coroneles Urréjola y Altolaguirre, el brigadier Tarragual,
de la división navarra, y el jefe de la división cántabra, don Cástor
Andéchaga. A estos conocimientos debía el paso franco por la zona
comprendida entre Bilbao y Bermeo, y el favor inapreciable de que le
permitieran trabajar en la ferrería de Lupardo, con la obligación de
ceder a la maestranza de Vizcaya cierta cantidad de hierro a precio
bajo, forma indirecta de canon o impuesto de guerra.

Fiado en sus excelentes relaciones, corrió Sabino al interior del
reino carlista, y ni en Durango, donde estaba el rey, ni en Tolosa,
donde sufría Negretti la prisión, pudo conseguir nada en pro de su
hermano político, el cual no habría concluido en bien sin la decidida
protección del ilustrado príncipe don Sebastián. Y en tanto que esto
ocurría, la familia continuaba agobiada de pesadumbres, pues para que
nada faltase, ni parecía el don Fernando, ni de los motivos de su
tardanza se tenían noticias, dando lugar este singularísimo caso a que
se le creyera muerto en alguna escaramuza o lance de guerra. Mientras
Aura languidecía, mostrándose al fin como fatigada de tan larga
espera, con habilidad trataba su tía de infundirle el convencimiento
de que el galán de Madrid había pasado a mejor vida, y era locura
aguardarle más tiempo y subordinar una lozana juventud a las idas y
venidas de un fantasma. Bien podía la niña excusarse de llorarle más,
pues todo lo que suspirado había por la ausencia se le tomaría en
cuenta por el fallecimiento. Que este debió de ser glorioso no podía
dudarse, siendo Calpena un noble caballero esclavo del honor. A pesar
de que esto pensaba y decía, Prudencia, consecuente con su nombre, no
se lanzaba a determinaciones radicales, y esperaba la eficaz ayuda del
tiempo para proponer a su sobrina, resuelta y gozosa, los desposorios
con Martín Arratia.




XIX


Que Zoilo estaba en sus glorias con el largo eclipse del caballero
de Madrid, y que _Churi_, por el contrario, se daba a los demonios y
habría corrido gozoso en su busca, no hay para qué decirlo. El primero,
fiado en su buena estrella, alentado por la fe que le infundía su
ardorosa pasión, creía firmemente que el caballero no vendría ya, sin
meterse en cálculos y averiguaciones del por qué de tal ausencia; el
segundo, nutriendo su credulidad en su malicia y en el odio al primo,
siempre esperaba que _Madrilgo gizona_ se aparecería, cuando menos se
pensase, a reclamar lo suyo, y esta esperanza era el consuelo picante,
amargo, de su existencia silenciosa.

Por fin, a mediados de agosto, comunicó Ildefonso que estaba libre;
pero tan harto de la suspicacia, estrechez de miras e ingratitud de la
sociedad del nuevo reino, que no deseaba más que perderla de vista.
Como no creía prudente que su escapatoria terminase en Bermeo, ni esta
villa era muy segura ya para la familia, por alcanzar también al buen
Sabino las malquerencias y desconfianzas de los facciosos, ordenaba
que se fuesen todos a la ferrería y en ella permanecieran hasta que
otra cosa se determinara. En el acto se dispuso Prudencia a levantar
el campo, pues ya le incomodaba la residencia de Bermeo, donde todo
se volvía perseguir a la niña mozos y señoretes, y hasta vejestorios,
con ridículas manifestaciones de amor, y una mañanita salió para
Lupardo con Aura, Sabino y _Churi_. No se cansaba la buena señora de
lamentar la desgracia de su marido en el servicio del pretendiente,
_lavándose las manos_ al tratar de un asunto en que Negretti obró en
absoluto desacuerdo con ella. Bien le había dicho y redicho que no
accediera a las instancias con que los artilleros de Oñate asediaban
su voluntad. Honrado y crédulo en demasía, Ildefonso había tomado en
sentido recto las ofertas pomposas de aquellos señores, las cuales no
eran más que cantos de sirena. ¿Qué resultó? Que el hombre se había
matado a trabajar sin que parecieran por ninguna parte las villas y
castillos que se le ofrecieron. Salía de la corte de Carlos V como
había entrado, desnudo de todo capital y además perdido en el concepto
de los liberales. Bien caro pagaba su obstinación, y el desoír las
advertencias de la mujer práctica, que siempre vio un señuelo falaz,
una engañifa, en las galanas cuentas que se le ponían ante los ojos
para deslumbrarle. ¡Perdido el trabajo de sus manos, perdido el fruto
de su mente! Pero el sino de Ildefonso era sucumbir ante la maldad
y el egoísmo, por ser excesivamente recto, confiado, esclavo de la
conciencia hasta en las cosas nimias.

—Es un santo —decía Prudencia, terminando con un gran suspiro—, y yo,
por más que he revuelto todo el Año Cristiano, buscando la santidad
en la industria, no he podido encontrarla. De los conventos y de las
soledades han salido todos aquellos benditos; ninguno de los talleres.

Llegaron a Lupardo con felicidad, lo que no era poca suerte, según
estaba el país de soliviantado por la facción, y allí vio Aura
escenario bien distinto del de Bermeo. Hecha a los grandiosos
espectáculos marítimos, que favorecen las expansiones del alma, y
estimulan el atrevido volar del pensamiento, la primera impresión de
Aura fue de tristeza, como de caer en honda sima, y sentir sobre sí
pesos enormes de tierra y cielo desplomados. La estrechez del valle le
oprimía el corazón. ¡Qué diferencia de aquella inmensa lejanía de los
horizontes oceánicos, que hacía casi realizable el ensueño de medir lo
infinito! ¿Pues y la pureza de los aires, aquella frescura que con la
intensidad de la luz inundaba cuerpo y alma? En el valle del Nervión
pesaba la atmósfera, y las alturas verdes, las laderas cultivadas eran
composturas mal hechas en la naturaleza por el hombre, y arreglitos
que la echaban a perder. Entre las dos vertientes, a la orilla del
río entintado por la arcilla ferruginosa, se alzaba el edificio de
la ferrería, roja de medio abajo, de medio arriba negra, despidiendo
humo denso a todas horas; harto parecida a un monstruo iracundo, por
su respiración cadenciosa y los ruidos espantables que acompañaban
sus funciones: el bullicio medroso de la turbina en lo más hondo,
el martilleo con estridores metálicos arriba, y el soplido ansioso
del fuelle. Respiraba la ferrería, latía su sangre, daba puñetazos
continuamente sobre la materia indomable. Así lo vio Aura en su viva
imaginación.

La casa en que moraban los trabajadores era humilde, también roja y
negra, sin más que lo preciso para que tuvieran breve descanso los
duros huesos de aquellos atletas. Una alcoba pequeña que ocuparon
las dos señoras; una grande, donde dormían todos los hombres; otra
pieza donde comían, pagaban los jornales y hacían sus cuentas, eran
las piezas altas. En las bajas, tenían la cocina, depósitos de leña
y carbón vegetal; del lingote producido, enormes piezas dobladas por
la mitad, y algunas formando lazo. Allí encontró Aura al mayor de los
primos enteramente transformado, pues las dos veces que le vio en
Bermeo iba vestido de señor con bastante desavío, y en Lupardo cubría
todo su cuerpo con un largo camisón de lienzo veteado de negro y rojo,
mena y humo, los brazos arremangados, los pies en almadreñas, la
cabeza descubierta. Era el más alto de la familia, y el menos guapo de
rostro, de pocas carnes, seco, acerado. Su rostro revelaba cansancio,
resignación honda de todas las facultades ante la pesadumbre del deber,
quizás desconfianza del éxito. Se parecía bastante a Zoilo, siendo este
hermoso y José María no. Su actividad no era vertiginosa, como la de
_Churi_ y Zoilo, sino reflexiva, paciente, llegando hasta una tensión
increíble.

Prefería Sabino el trabajo directivo al material; era menos forzudo que
sus hijos, los cuales, a excepción de Martín, habían heredado de su
madre Zoila Maruri la constitución hercúlea. De esta señora se decía
que si no la hubiera matado el cólera, habría vivido un siglo. Su
madre y su abuela vivían aún, en Mundaca; contaba la primera ochenta
años, y la segunda ciento dos. Pues su Sabino tenía especial acierto
para organizar el trabajo de los demás, y daba sus órdenes de un modo
paternal, persuasivo, sin gritos ni alboroto alguno. En cambio, Zoilo
era todo viveza, todo ruido y alegría; desde el punto y hora en que
Aura llegó a la ferrería, se multiplicaba en el trabajo, y redoblaba
hasta lo increíble la cháchara y gorjeos de su alborozo juvenil. Coplas
castellanas y vascuences salían sin cesar de sus labios; los rizos que
ornaban su frente parecían, en manos del viento, aureola de salvajes
crines. Su rostro era una paleta en que dominaban el rojo y el negro,
mezclados y revueltos por el sudor copioso; la blancura de sus dientes
y el carmín de sus labios brillaban con colorido picante en medio de
tanta suciedad; sus manos tiznadas eran manos de un diablo que se
ocupara en los menesteres más bajos del infierno; su gala era ser
negro, y en los febriles accesos de júbilo cogía tizne con los dedos
y se pintaba rayas en la frente y brazos. Renunciando a todo calzado,
lo mismo chapoteaba en el fango que las lluvias acumulaban junto a los
montones de mena, que en las verdosas aguas de la presa. Para secarse
restregaba los pies en el polvo de carbón: hacía esto, según decía,
para sacarse lustre a las botas. Iba de una parte a otra saltando,
aunque transportara grandes pesos. Acudía más pronto que la vista a
donde se le llamaba, sin repugnar ninguna faena por difícil y enojosa
que fuese; su ardor era el asombro de todos, y no se le reñía más
que por lo mucho que alborotaba y por sus expresiones incongruentes,
pues no había que chillar tanto para hacer bien las cosas. Al llegar
la hora de la comida, y tomar su asiento en la humilde mesa sin
manteles, hacía, sin melindres, desmedidos honores a la pitanza, con
gran contentamiento de Aura, que gozaba y reía viéndole comer, por lo
cual extremaba él su apetito sin incurrir en la fea glotonería. Después
de la cena, Sabino les convocaba en torno suyo para rezar el rosario
y dar gracias a Dios, con jaculatorias de su invención, por la salud
que disfrutaba toda la familia, para pedirle que esta recogiese el
fruto de tanto trabajo, y que se acabara pronto la guerra. Terminadas
las devociones, se acostaban todos. Zoilo tardaba en dormirse,
porque su cerebro era una devanadera en que sin cesar envolvía hilos
interminables: amor, esperanzas, proyectos, palabras que pensaba decir
a Aura, palabras que, a su parecer, esta le diría. Cuando sentía que su
padre y su hermano dormían, se echaba del camastro donde reposaba medio
vestido, y se iba al otro lado de la habitación, acurrucándose junto a
un tabique desnudo y frío. Allí se pasaba otro rato devanando sus hilos
con la más pura espiritualidad, y antes de dormirse daba repetidos
besos al tabique. Al otro lado, en la próxima estancia, dormía la niña
bonita.

Ningún mal pensamiento oscurecía el cielo purísimo de aquella pasión,
toda nobleza y frescura infantil. Era Zoilo un hombre hecho y derecho,
pues ya había cumplido veintidós años; pero su pasión le reverdecía la
niñez con todas las candideces deliciosas de esta, con sus ensueños
y la facilidad increíble para ver trocadas en realidad las cosas más
absurdas. No carecía de estudio su candorosa travesura, pues bien
seguro estaba de que su ardor infatigable en el trabajo, su ligereza
gimnástica, el comer mucho, el hablar cantando, el cantar riendo y
otras extravagancias agradaban a la señora de sus pensamientos. En
esto no se equivocaba. Con penetración de enamorado descubría en los
ojos y en la sonrisa de Aura una complacencia y gusto muy singulares
al verle hacer cosas tan contrarias a la compostura. Empleaba, pues,
el chico un original resorte de agrado que podría muy bien llamarse
la contracoquetería, consistente en aplicar a su persona todas las
reglas opuestas a las de la vulgar presunción. Adivinaba, veía, mejor
dicho, que era más hermoso cuanto más libre en el vestir, dentro de
la decencia, y que no le querían conforme al patrón de los señoritos
atildados.

Más elegante sería cuanto más se pareciese al aire, a las olas, a los
pájaros. Esto no lo razonaba, lo sentía, acariciando un vago propósito
de dejar de ser pájaro y ola cuando las circunstancias le indujeran a
ser hombre verdadero, y hasta hombre _fino_, si fuese menester.

El trabajo de la ferrería era muy duro: lo hacían exclusivamente José
María, Zoilo, _Churi_ y dos guipuzcoanos contratados: vestían todos,
menos Zoilo, largos camisones de lienzo. El capataz o jefe de la tarea
era designado con el nombre vasco de _arotza_. Llamábanse _fundidores_
los que aplicaban el fuego a la primera materia para obtener el hierro,
operación que se hacía en un hoyo revestido de ladrillo, donde metían
el mineral y gran cantidad de carbón. Sabino, José María y uno de
los guipuzcoanos eran muy expertos en apreciar el grado de ignición
y el temple necesario. Cuando estaba el mineral al rojo, formando la
pasta o _zamarra_, comenzaba el trabajo de forja, y allí era de ver
el arte combinado de los _fundidores_ y los llamados _tiradores_, que
descargaban los martillazos sobre la pieza candente, puesta sobre un
firme o yunque, que tenía por base estacas hincadas a gran profundidad.
Un agujero daba entrada al aire que arrojaban pulmones mecánicos,
movidos por la turbina. El martillo tenía por cabeza una masa
formidable de hierro, y por mango un árbol enorme, horizontal cuando
no funcionaba, articulado por su extremo. Un mecanismo rudimentario lo
movía, manipulado por los _tiradores_, mientras los otros manejaban
con grandes tenazas la _zamarra_, dándole las necesarias vueltas para
recibir por una cara y otra el golpe... Las tremendas cabezadas del
martillo batiendo la masa roja y blanda iban limpiándola de escoria,
y ajustando las moléculas de aquel hierro incomparable para todos los
usos de la agricultura y de la industria. Zoilo y un guipuzcoano solían
hacer de tiradores, mientras José María y el otro volteaban la pieza
con las tenazas. El _prestador_ era el obrero de menor categoría en
la forja; sus funciones se concretaban a preparar la comida, amasar
la borona y ponerla entre las planchas calientes, y al propio tiempo
ayudaba a los demás a cargar el horno, llevando espuertas de mena.
De _prestador_ hacía comúnmente _Churi_, que guisaba muy bien, sin
perjuicio de ayudar como el primero en el transporte del material y,
en dar fuego a la hornilla... Quemar mucha leña, atizar candela era su
mayor goce.




XX


Comían ordinariamente caldos de habas secas con cecina, borona y buenos
tragos de chacolí. Al comienzo de la campaña mataban una res, cuya
carne salaban y ponían después al humo. En los días en que Prudencia
y Aura aportaron por allí, mejoró un poco la mesa de los cíclopes de
Lupardo, porque la señora de Negretti había llevado un par de cestos de
provisiones, entre las cuales sobresalía por su magnificencia un pan de
trigo de cuatro libras; lo demás era una gallina asada, patatas, fruta
seca, huevos y pasta de tomate en botellas, de industria doméstica.
Esto fue lo único que pudo traer de Bermeo, donde ya escaseaban las
provisiones de un modo alarmante, pues los arrieros que llevaban pan
de Vitoria una vez por semana, iban ya rara vez; solo abundaba la
merluza, que en aquella época del año, por preocupación incomprensible,
era desestimada, y se vendía a ochavo la libra. Prudencia había
hecho un riquísimo escabeche, que llevaba en orzas grandes bien
acondicionadas.

Con estas viandas, hubo proporción de celebrar en Lupardo verdaderos
festines, de que participaban los guipuzcoanos, estimando estos como
bocado exquisito el pan de trigo que no habían catado en meses, y que
Prudencia repartía en discretas raciones. Y por contra, Aura gustaba
con preferencia de los caldos de habas con cecina y de la borona; no
hay que decir que Zoilo, por agradarla, consumía porciones monstruosas
de aquel grosero alimento.

Hubiérale gustado a la niña bonita poner también sus manos en aquel
rudo trabajo del hierro; pero como Prudencia la vigilaba, manteniéndola
dentro de su jurisdicción de señorita fina, y no hallaba ocasión de
echarse a la cabeza una pesada cesta de mena para descargarla en el
horno. Ya que no podía trabajar, se arrimaba lo más posible a la forja,
sin miedo al calor intenso, sin reparar que se le sentaba en la piel
del rostro el rojo polvillo del mineral. Si tuviera espejo, habríase
visto trocada en figura egipcia, por el encendido color de cerámica
que lucía como proyección de un incendio. Su belleza era entonces más
para que la gozaran los dioses que los pobres humanos, estragados por
el convencionalismo estético y las falsas artes de la presunción. Con
el criterio vulgar de estas juzgaba Prudencia el nuevo cariz de su
sobrina, diciéndole:

—¡Ay, hija, estás hecha una visión! Gracias que no hay aquí gente que
te vea. ¡Lo que pareces con esa cara tan _abochornada_! ¡Cuándo querrá
Dios que nos vayamos a Bilbao para que te adecentes!

No debía esperar mucho la señora para ver cumplidos sus deseos de
adecentar a la niña, porque una tarde, cuando no llevaban cinco días de
estancia en Lupardo, llegó Martín en un caballejo, y tuvo con su padre
un vivo diálogo, del cual había de resultar la suspensión del trabajo
de la ferrería.

—Padre —decía el joven, que a las primeras palabras planteó la
cuestión—, esto no puede ser. En Bilbao nos critican porque mientras
todas las ferrerías de Vizcaya suspenden, la nuestra sola trabaja. ¿Y
por qué? Porque trabaja para ellos, para los carlistas, y de aquí sacan
el material de guerra con que quieren asesinarnos. Esto no puede ser.
Yo he corrido a avisarle para que se entere de lo que por allá dicen
y piensan. Antes que le hagan parar a la fuerza, suspenda el trabajo
por su determinación. Considere que somos bilbaínos, y que tenemos que
vivir con la opinión y con los sentimientos de nuestro querido pueblo.

Algo tuvo que remuzgar Sabino; pero cedió al cabo ante los expresivos
argumentos de Martín.

—Soy miliciano nacional; a gala tengo el pertenecer al cuerpo que
defiende la sagrada villa, y no puedo en ningún caso discrepar del
parecer de mis compañeros.

Lo mismo opinaba Valentín. No convenía, pues, a la familia, por la
índole y el estado de sus negocios, divorciarse de la opinión del
pueblo, donde dominaba el espíritu de resistencia implacable. Bilbao
sería un montón de ruinas antes que consentir que pisara su suelo
Carlos V. O morir todos, o defenderse hasta la desesperación. Ya era
seguro que reunían sus batallones y se repostaban de artillería y
balas para poner cerco a la capital, decididos a conseguir lo que
no pudo Zumalacárregui. No dejaron de hacer su efecto en el ánimo
de Sabino estas razones, pues si bien no sentía maldito entusiasmo
por la causa liberal, érale imposible sustraerse a la solidaridad
bilbaína, no solo por amor al pueblo natal, sino por la influencia
que sobre él ejercían su hermano y su segundo hijo. En otra ocasión
habría tenido sus dudas, pues del campo carlista le tiraban amistades
de gran fuerza, y le seducía el carácter de religioso desagravio que
a su causa imprimía el pretendiente; pero ya no podía ser. Su hermano
mayor había soltado prenda por Isabel, prestándose a que le metieran en
juntas de armamento y defensa; Martín era miliciano, y ambos figuraban
como fervientes apóstoles del _Bilbao no se rinde_. Por nada del mundo
daría Sabino el triste espectáculo de aparecer en desacuerdo con los
suyos. ¡Qué horrible discordia la que hace enemigos a hijos y padres,
a hermanos queridos! No, no. Antes la muerte que ver el odio en su
familia, aunque este odio fuese político. Adelante, y allá se iban
todos bien apretaditos uno contra otro. Bilbao y la familia eran un
solo sentimiento, y al decir _Bilboko echea_ se decía lo más grato al
corazón.

Determinose, pues, que en rematando unas piezas que estaban en la
forja, apagarían los fuegos y se retirarían llevándose todo el material
de hierro que pudiesen, pues el que allí se dejara no tardaría en ser
cogido por la facción. Logrado su objeto, y después de un rato de
plática con Prudencia y Aura, Martín se dispuso a montar de nuevo en su
caballejo, pues no podía faltar de la tienda. Prudencia le dijo:

—Es un dolor ver a esta chica cómo se ha puesto. Mira qué cara, mira
qué manos.

Aura reía, declarando con ingenuidad que aquella vida le gustaba,
y que no creía desmerecer de figura por haberse puesto del color
de la mena. Opinó Martín que aunque se pintara de negro-humo o de
almazarrón, siempre sería una divinidad; pero que no le correspondía
perder su aire de señorita principal; y añadió que habiendo llegado
a Bilbao la fama de su hermosura, ya había por allí muchas personas
que deseaban conocerla. La sociedad bilbaína era muy entonada. Aura
había de causar arrebato... Él se alegraría mucho de que el domingo
próximo, vestidita con su mejor ropa, fuese a ver desfilar la Milicia
Nacional, cuando iba a misa a Santiago. Después tocaba la música en
el Arenal, y allí se paseaban las señoritas con los milicianos y la
oficialidad del ejército. Dicho esto y otras cosas pertinentes a la
guerra y a la amenaza del sitio, se retiró el simpático joven en su
jaco, despidiéndose de las señoras con un afectuoso _hasta mañana_.

Caía la tarde, y no gustando Sabino de que su hijo fuera solo, mandó
a _Churi_ que montase en su burro y le acompañara, volviendo al día
siguiente para ayudar al transporte del material. La familia iría en un
carro del país, bien aparejado, saliendo a hora conveniente para llegar
antes de anochecer.

Mal le supo a Zoilo la disposición paterna de trasladarse a la capital,
porque en aquel salvajismo de Lupardo se encontraba el mozo en sus
glorias; y teniendo allí a su ídolo, y pudiendo tributarle ardiente y
secreto culto a todas horas, no cambiara la ferrería por el paraíso
terrenal. Y casi casi asegurar podía que a la niña tampoco le supo
bien la traslación, porque allí gozaba viendo los trabajos, y, ¡qué
demonio!, viéndole a él; allí tenían los dos por intermediarios de sus
amores, al menos por parte de él, las llamas y el calor de la forja,
el aire del soplete, y aquel campo ameno y triste, el río que mugía,
los pájaros, la mena roja y el carbón negro. Todo aquello hablaba, todo
sonreía, y era bueno y... _amigo_.

Se desesperaba el pobre Zoilo pensando cuán árida y fastidiosa sería
la vida en Bilbao. Allá vestirían a la niña de damisela, llevándola
de visita en visita, o me la tendrían todo el santo día en la sala,
donde él apenas entraba; y si por fin de fiesta le confinaban, como
era muy de temer, en el almacén de maderas de Ripa, se divertiría como
hay Dios. En tanto, gozarían de la dulce presencia de Aura las visitas
cargantes, los señores y señoras de Ibarra, de Gaminde y Vildósola; y
para colmo de fastidio, Martín podría verla a todas horas, y él no.
Esto era en verdad peor que un castigo. Aura bajaría por las mañanas a
la tienda, y como tenía tan bonita letra, puede que Martín la pusiera
en el escritorio, a su lado, a copiar cartas y facturas, tocándose el
codo de él con el de ella... No, no mil veces: esto no lo sufría. Como
viera los codos juntos, de fijo haría cualquier barbaridad. Pensando
estas tonterías se llevó casi toda la noche, y en lo más avanzado de
ella, mientras su padre y hermano dormían, calentó con sus besos el
frío revoco del tabique. Efectuose al siguiente día tranquilamente
el apagar de hornos, la recogida de herramientas, la disposición y
arreglo de todo lo que había de quedar allí, el transporte del hierro
elaborado, y en un carro que mandaron traer de Miravalles se trasladó a
Bilbao toda la familia.

Resultó, ¡ay dolor!, lo que Zoilo temía: que desde la noche de llegada
se vio la casa infestada de visitas, que acudían como las moscas;
señoras y señoritas pegajosas que iban a picotear, a guluzmear, y a
estarse las horas muertas en la sala. Las alabanzas a la bella sobrina
eran entusiasmas; los plácemes por tenerla allí, muy empalagosos. Zoilo
hubiera cogido un zurriago y arrojado a la calle a todo aquel señorío
importuno, que le quitaba a él su bien propio; pues con tanto mirar
a la niña, y tanto sobarla y besuquearla, colmándola de lisonjas,
se llevaban pegadas a las manos y a las bocas partículas de aquel
ser divino. ¿Qué le importaba a nadie que Aura fuese un prodigio de
hermosura? ¿Ni qué tenía que ver aquella gente curiosona, entrometida,
con que fuese huérfana, prometida de un principillo, y qué sé yo qué?
Ya se le iban atufando al hombre las narices, y le entraban ganas de
demostrar a chicos y grandes que solo a él le importaba la guapeza y
demás méritos superiores de su prima... No poco se alegró de que no
le confinaran en el almacén de Ripa, atestado de maderas, barriles de
alquitrán y brea, pues si su padre le señaló un trabajo que allí le
retenía algunas horas, las más del día estaba en la Ribera, ayudando a
Martín en el trajín del despacho. Gracias a esto podía extasiarse en su
divinidad, sin hartarse nunca. Si viéndola en el llano vestir de Bermeo
y en el desgaire de Lupardo se había enamorado de ella como un tonto,
en Bilbao, cuando se la vistieron de señorita para llevarla a misa o
al visiteo, y con los trapitos de cristianar para presentarla en el
Arenal, su tontería se trocó en locura, con hondos desvanecimientos y
accesos de rabia.

Efecto maravilloso y estupefaciente causó Aura en la juventud bilbaína,
cuando hizo su primera salida con Prudencia y la señora y señoritas de
Gaminde en el paseo del Arenal, pues si bien la fama había anticipado
ya ponderaciones de tan singular belleza, la realidad empequeñeció la
obra de la fama, al contrario de lo que en la mayoría de los casos
sucede. Y aunque entonces, como ahora, la gallardía y hermosura
mujeril eran cosa corriente en Bilbao, el tipo de Aura, su sencillez y
majestad, las incomparables líneas de su cuerpo, su helénico perfil, y
la expresión divinamente humana de sus ojos, fueron motivo de general
admiración y embeleso. Mirábanla los hombres encandilados, turulatos
los viejos, con asombro receloso las mujeres, y no se oían a su
paso más que alabanzas. Si por una parte satisfacían a Zoilo tales
demostraciones, por otra le mortificaban horriblemente, porque de
tanto mirarla y alabarla resultaba que no era suya, sino del público.
Rondando solo, separado de sus amigos, por los bordes del paseo, tomaba
las vueltas a su prima y observaba de lejos la cara que ponían los
jóvenes, así militares como paisanos, al pasar junto a ella; o bien iba
detrás de los grupos de paseantes, tratando de escuchar lo que decían.
Las exclamaciones «¡Vaya una mujer!...», «Es más de lo que dijeron...»,
«Esto ya no es mujer, es diosa» eran como otros tantos estiletes que
clavaban en su pecho. Si más que mujer era diosa, los malditos dioses
no consentirían que hembra tan superior fuese para él... Y cuando pudo
ver y oír que en un grupo de milicianos, donde iba su hermano Martín,
felicitaban a este por tener a tal beldad en su casa, y le daban
bromitas, faltó poco para que la emprendiese a bofetada limpia con
aquellos majaderos, desvergonzados... Nervioso y descompuesto, marchaba
en una y otra dirección por el círculo más excéntrico del paseo, que
era como el voltear de una noria, pensando que si hubiera pistolas
de muchos tiros, y él poseyera arma tan prodigiosa, la emplearía
bonitamente en aquella ocasión... ¿Cómo? Arreando un tiro, ¡pim!, a
todos los que al paso de Aura decían ¡ah!, ¡oh!..., y otro tiro, ¡pam!,
a los que se permitieran comentarios de la hermosura, y qué sé yo
qué..., y otro y otro tiro, ¡pim, pam!, a los graciosos y bromistas...
¡Hala!..., ¡y que volvieran por otra!




XXI


No le fue muy fácil a la hermosa doncella adaptarse al nuevo molde
de vida, y hacerse a tal ambiente; pero al fin hubo de rendirse al
fuero de la necesidad y de la costumbre. La estrechez de la casa,
un entresuelo sin luces en la parte interior, causábale opresión,
angustia. Mejor respiraba en la tienda, aunque en ella dejaban poco
desahogo los rollos de cabos, las piezas de lona, y los innumerables
hierros de barco que por todas partes había. Pronto se familiarizó con
el olor de alquitrán, y gustaba de bajar a la tienda, y de presenciar
las animadas escenas de la venta y compra. El lenguaje marinero la
encantaba, y la rudeza de aquellos rostros curtidos por el viento
despertaba en ella simpatía y admiración. Llamada más de una vez por
Martín para que le ayudase en el escritorio, descendía gozosa, y
copiaba facturas y cartas; después divagaba por el local, enterándose
de la extraña nomenclatura marítima. Las tardes de poco despacho, los
dos dependientes, viejos navegantes desembarcados ya por inútiles, se
esmeraban en darle lecciones. Aura les preguntaba: «¿Para qué sirve
esto? ¿Aquello para qué es?». Y ellos, bondadosos, respondían a todo,
dándole una idea de las maniobras en que habían gastado sus mejores
años.

El escritorio era un rincón de la tienda, separado de esta por tabique
de cristales, que en tal sitio debía llamarse propiamente _mamparo_. No
había más espacio que el preciso para revolverse con estrechez entre
la mesa, con carpeta para dos personas, y el estantillo de los libros.
Dos taburetes, la menor cantidad de asiento posible, completaban el
mueblaje. Lo demás del reducido garitón lo ocupaban estantes atestados
de género, casi todo lo de pesca, paquetes de anzuelos, redes, plomos;
en otra parte, piezas de lanilla para banderas, brochas, cepillos,
defensas, y más arriba, pendientes del techo, bombillas de diferente
forma, faroles de costado, etcétera...

Martín iba y venía del escritorio a la tienda por una puerta estrecha,
no más holgada que las que suelen dar paso al camarote de un buque de
mediana comodidad. Salvo a la hora en que le era forzoso escribir,
recorría todo el local, desde la pieza grande, que daba a la calle,
a la más interior, fin de una serie tortuosa de aposentos en que el
olor del alquitrán y la oscuridad y falta de aire remedaban el ahogado
recinto de la bodega de un barco. En lo más hondo estaban los barriles
de brea en piedra, de alquitrán, los bloques de sebo; y a lo largo de
las estancias, los rollos de jarcia formaban una estiba bien ordenada,
como sillares de una serie de columnas, dejando para el paso un angosto
callejón. Viendo cómo cortaban de los rollos pedazos de cuerda y cómo
los pesaban y vendían, aprendió Aura los nombres de las diferentes
piezas de cáñamo usadas en la navegación, y supo distinguir el
calabrote y la guindaleza de la flechadura y cabo de acolladores. Todo
lo preguntaba, y todo lo retenía en su prodigiosa memoria.

—¿Te gusta este comercio? —le preguntaba Martín, que buscaba la manera
de echarle una flor, sin poder conseguirlo: tales eran su timidez y
respeto.

Y ella respondía:

—Las cosas feas se vuelven bonitas cuando vamos aprendiendo a ver
en ellas la utilidad. Esto que parece tan feo, va dejando de serlo a
medida que entendemos para qué sirve. Mira tú: yo me he criado entre
piedras preciosas. ¡Como que he jugado con ellas! ¿Pues creerás tú que
ese comercio nunca me hizo gracia?

—Como que es un comercio que solo vive de la vanidad —dijo Martín,
henchido de satisfacción—. Las piedras son objetos de puro lujo, y
esto, Aura, esto es la vida, esto es el pan... Porque si no hubiera
barcos, fíjate bien, prima, no habría comercio, y sin comercio no
tendríamos ni camisa que ponernos, y viviríamos como los salvajes.

Cuando entraba Zoilo y la veía sentadita en el escritorio, junto
a Martín, y él corrigiéndole las copias, para lo cual se acercaba
demasiado, juntando casi cabeza con cabeza, el pobre chico no sabía lo
que le pasaba. ¡Vaya que también esa!... ¡Y _dar la casualidad_ de que
aquel hombre fuera su hermano! Si no lo fuese, ya le habría enseñado
a ponerse a la distancia que debe guardarse entre caballero y señora
cuando no son novios. Por suerte de Zoilo, existía la guerra, que
evidentemente le favorecía. La _casualidad_ de que hubiese guerra tenía
sobre las armas a la Milicia Urbana, y a cada momento, mañana o tarde,
venía el ordenanza con avisos que hacían salir a Martín de estampía.
«Don Martín, revista a las tres... Don Martín, a las dos, ejercicio».
Y primero faltaba una estrella del cielo que dejar el joven de acudir
al llamamiento de la patria y de la libertad. Gracias a esto, Zoilo
quedábase solito con Aura, y si había venta de cosas menudas, la
enseñaba a despachar, o le daba previamente instrucciones para cuando
viniese alguien en busca de agujas de coser lonas, de hierros para
calafatear.

—¿Para qué sirve —le preguntaba ella— este zoquete redondo de madera
con tres agujeros, que parece una cara con sus ojitos y abajo la
boca?...

—Esto llamamos _bigota_, y sirve para las flechaduras de la jarcia.

Seguía una larga lección de aparejo, que comúnmente Aura no entendía.
Ello es que, sin entenderlo bien, pedía la niña noticia de todo; y él,
con seriedad científica, le explicaba la aplicación de las distintas
clases de grilletes, guarda cabos y demás hierros. Le mostraba un
_rempujo_ y la manera de usarlo para coser velas, y se lo ponía y
sujetaba con la hebilla, para que se hiciera cargo de aquel _dedal de
la palma de la mano_; la instruía en el modo de calafatear, metiendo en
la unión de las tablas y apretándola bien con hierros, la filástica,
que era la estopa de los cabos inútiles...

—Te enseñaré cómo se hace la filástica. Pero tus dedos son muy finos
para esta operación. No, no: déjame a mí. No hay más que ir abriendo la
estopa... Es muy fácil.

—¡Vaya, con todas las cosas que hay dentro de un barco! Me gustaría
tener una fragata muy grande, muy grande.

—Y a mí. Para ir a ver tierras tú y yo... Y luego la traíamos llena de
perlas y brillantes; cargada de piedras preciosas hasta las escotillas.

—¡Jesús qué disparate!

—Sí: de piedras preciosas, que, aun con ser tantas, serían pocas para
adornar tu hermosura. Di que sí.

—¡Qué tonto!

—Es verdad. ¿Qué son las piedras? Morralla... Para adornarte a ti no
hay más que el sol y las estrellas, con la luna en medio, y dos docenas
de rayos por cada banda.

—¡María Santísima..., divino Dios!

—No hay más Dios divino, ni más divinidad que tú... Yo lo digo, y aquí
estoy para sostenerlo...

Al fin se arrancó el hombre. Entre seria y festiva, Aura le contestaba
riendo y volviendo la cabeza, burlándose un poco, o asombrándose de su
audacia.

—Pero, Zoilo, ¿estás loco?

—Si, sí..., me da la gana de estar loco. Es mi gusto... Como lo será el
morirme o matarme si tú no me quieres...

—Cállate, Zoilo..., no bromees con eso... Cállate, que la tía baja...
Me parece que la siento.

Lo que hacía Prudencia era llamarla desde lo alto de la estrechísima
escalera, más bien escala de barco, que comunicaba la tienda con el
entresuelo. «Voy, tía», gritaba Aura, mientras Zoilo, contento de haber
roto el fuego, de haber puesto fin a un mutismo que le requemaba el
alma, se decía: «Esta lagartona de mi tía Prudencia la manda abajo
cuando está Martín, para que el otro le diga cosas, y la llama cuando
yo estoy, para que yo no pueda decírselas... Ya le enseñaré yo a mi
señora tía quién es Zoilo Arratia». Y se puso a medir brazas de cabos,
que los dos dependientes iban pesando.

Sabino y su hijo mayor se pasaban casi todo el día en el almacén de
Ripa, donde tenían gran cantidad de duela, magníficas tosas de caoba
y cedro, y una regular partida de teca y riga que no lograban vender
en aquellos calamitosos tiempos por estar encalmada la construcción de
buques. Por la noche reuníanse todos en el entresuelo de la Ribera y
cenaban juntos, comentando la guerra, llevando al seno de la laboriosa
familia ecos de la opinión del pueblo respecto a la inminencia de un
segundo sitio, más apretado que el primero. Valentín, Martín y Aura
eran partidarios de la resistencia a todo trance, y confiaban en el
éxito, movidos de la ardorosa fe bilbaína. Sabino y José María se
hacían intérpretes de la minoría desconfiada y algo pesimista del
vecindario. Temían que la villa tuviera que rendirse; no daban excesivo
valor a las bravatas de los milicianos, ni estimaban posible que la
guarnición escasa hiciese maravillas. Al primer partido, patriótico
y entusiasta, se arrimó Zoilo, afirmando que quería derramar su
sangre por Bilbao, y contribuir a la defensa con todos sus bríos.
Apoyábanle unos, otros se reían, y Prudencia declaró, siempre dentro
del sagaz criterio que le imponía su nombre, que la familia no debía
significarse toda del lado isabelino, sino dividirse en las dos
opiniones para estar a las resultas de los acontecimientos.

—Si todos —decía— nos vamos con la Libertad, ¡ay de nosotros en el
caso de que venga la mala, y se vaya la Libertad a paseo y triunfe el
oscurantismo!

Pero estas razones las rebatió con firme lógica y hasta con elocuencia
Valentín, sosteniendo que no era decoroso el doble juego, sino poner
las dos velas a Dios y ninguna al diablo. Dios era la Libertad. De
esta definición hubo de protestar Sabino, asentando que no había
que mezclar a Dios en cosas de política. Que se juzgase conveniente
defender la Libertad y el trono de Isabel, muy santo y muy bueno; pero
nada de meter a Dios en estos líos, porque Él no era constitucional
ni realista, sino Dios a secas, y su divina voluntad era que no se
derramase tan locamente sangre de cristianos.

En ello convinieron todos, como también en que si a Zoilo le pedía
el cuerpo andar a tiros, se le procurase el ingreso en la Milicia
Nacional. Con gran alegría acogió esta idea el interesado, y Aura,
también gozosa, propuso que se comprara sin pérdida de tiempo la tela
para el uniforme, y que una vez cortado por el sastre, ella lo cosería
con sus propias manos, aunque tuviese que velar.

—Ya tenemos a Periquito hecho fraile —dijo Prudencia—. Coseremos pronto
la ropita, para que pueda lucirla en la formación del domingo.

Aquella misma noche, andaba por el comedor y los pasillos con aire
marcial. Sentía no tener listo su uniforme antes de que viniera
_Churi_, el cual se había ido en su asno a sus acostumbradas
exploraciones del país encartado o del valle de Mena, por puro vicio
de independencia, más bien de vagancia, pues ya no había para qué
traer leña y carbón. ¡Qué sorpresa le iba a dar, si cuando volviese le
encontraba en todo el esplendor y magnificencia de su facha militar! ¡Y
que no rabiaría poco al verle! Que rabiara, sí, y que se le llevasen
los demonios, en castigo de las burradas que al partir le había
dicho. De lo último que hablaron se copia lo menos violento, dejando
intraducidas y al natural las locuciones del maligno sordo.


ZOILO.— Estoy seguro de que me quiere... ya no pienso en matarme, sino
en vivir, en hacer cosas de mucha dignidad, en aprender todo lo que no
sé, en ser valiente, en portarme como un caballero.

CHURI.— _Patuo_, no _cuerras_ tanto..., por detrás el pingajo te cae...
¡Qué _pamparria_ tener tú!... Eso _dite_, pues.

ZOILO.— Hazte a un lado, zopenco.

CHURI (_sin entenderle_).— _Prinsipe arrecho_ vendrá él, y casarse
hará con ella, y más... Al _dimonio_ tú aquí mismo, y más. Eso _dite_,
pues... ¿Qué harás si la tía _Pudrencia_ saberlo ella?... ¿Para qué es
desir? Murirte harás... Reírme yo... _dite_ qué _patuo_ eres, _patuo_ y
_parol_.

ZOILO.— Cállate... o verás.

CHURI.— Aura _sielo_ es, y más... Tú _sarama_... _Sarama_ al _sielo_
subirse no hará... Con escoba que te arrecojan...


Ingresó Zoilo en la Milicia; hizo solemne estreno de su uniforme, y el
endiablado sordo no parecía. Quien llegó fue Negretti, en un estado
moral lastimoso, herido de cruel desengaño, renegando de la hora en
que puso su inteligencia al servicio de la _Pretensión_. Hombre de
sinceridad, reconocía su error y se lamentaba honradamente de no haber
seguido la opinión y consejos de su esposa. ¡Ay!, las mujeres suelen
tener, en asuntos de negocios relacionados con la vida social, olfato
más seguro y vista más penetrante que los hombres... Toda la familia
se aplicó a consolarle desde el primer día, rodeándole de atenciones
y cuidados, pues su salud, con tan graves quebrantos y sinsabores,
se había resentido notablemente. Hablando a solas con Valentín del
tristísimo pasado, del negro presente, y de las cerrazones del
porvenir, le decía:

—Me siento tan abatido, tan descorazonado, que como no vengan estímulos
de fuera de mí, dudo que pueda yo sacarlos de aquí dentro. Espero que
pasen días, muchos días, a ver qué giro toma esta maldita guerra.
Y también te aseguro que solo he venido a Bilbao por tomar algún
descanso, y por el gusto de pasar unos días con vosotros antes de irme
a Francia. Aquí no me encuentro, querido Valentín; no me atrevo a salir
a la calle, temeroso de que me echen en cara el haber traído acá
pegadas a las manos las limaduras de la maestranza de don Carlos. Me
tendrán por enemigo, quizás por espía... No me conocen lo bastante para
ver en mí al obrero neutral, que sirve donde le pagan. La realidad,
las flaquezas humanas, me han hecho comprender que la neutralidad es
imposible, y por ello no se acaba esta guerra... Tesón allá, tesón
aquí... ¡Desdichado de aquel que, como yo, se ve cogido y aplastado
entre los dos tesones!... ¡Ah!, vosotros, más felices que yo, podéis
levantar una bandera, y defenderla, y hasta morir por ella... Yo no
puedo..., me he inutilizado para este partido y para el otro... Lo que
sí te digo es que ya podéis prepararos bien, porque os van a sitiar, y
con poderosos elementos. Nadie los conoce como yo... Os apretarán de
firme, y como no venga un buen ejército a romper la línea de ellos,
habréis de veros muy mal, pero muy mal, créelo. Si Bilbao no hace
una hombrada, me parece que pronto seréis vasallos de Carlos V... Es
triste; y si en mi mano tuviera yo el fuego del cielo os lo daría para
resistir. Porque... no soy vengativo, eso no, ni quiero el daño de
nadie; pero a esos, ¡ah!, a esos les deseo que se les indigeste Bilbao,
a ver si revientan de una vez.

Los anuncios de Negretti respecto a la inminencia del sitio, se
confirmaron en los días siguientes. El 21 y 22 de octubre los carlistas
abrían trincheras en Artagán. Al otro lado del monte Archanda, sobre
el camino de Bermeo, tenían los cañones que habían de emplazar en
diferentes puntos, para dominar Begoña y Achuri. Hacia Ollargan
preparaban fuertes baterías contra San Mamés y la Concepción, y por
Sodupe disponían los ataques a Burceña y el Desierto. La situación era,
pues, gravísima. Desde las alturas de Santo Domingo y Archanda, por la
orilla derecha del Nervión, y por la derecha desde las de Ollargan, los
carlistas miraban a Bilbao en el fondo de la cazuela, y no tenían más
que alargar la mano para coger el pobrecito _chimbo_ y devorarlo.

Y mientras a la defensa se aprestaba, más parecía la capital de Vizcaya
un pueblo en plena fiesta que un pueblo condenado a los horrores de
la guerra de sitio: diríase que se habían propuesto los bilbaínos
animarse unos a otros con enfáticos alardes de júbilo y desprecio del
peligro. Su actividad en los preparativos cobraba nuevos alientos de
aquel gozo común, de aquella confianza que o sentían o simulaban. Gran
virtud es en estos casos la ficción de entereza. Los pueblos viven del
sentimiento colectivo, y los bilbaínos supieron en tan suprema ocasión
cultivarlo, creándose previamente la atmósfera en que debían consumar
sus inauditas hazañas; atmósfera falsa, si se quiere, pero que los
hechos, la constancia y tesón de aquel divino mentir convertirían luego
en real y positiva. Y organizaban el éxito con prematuros alardes,
sostenidos sin desmayo, como papeles de una comedia heroica. Los
histriones dejarían de serlo a fuerza de fingir bien y de mostrarse
alegres cuando la realidad les imponía la tristeza. Era un pueblo de
imaginativos, y los imaginativos que proceden con intensidad en su
labor psicológica, acaban por crear.




XXII


Bien se comprende que en esta organización previa del éxito por la
fanática confianza del pueblo en sí mismo, tenían la mayor parte las
mujeres, y entre estas, las jóvenes trabajaban más que las maduras en
la composición de la atmósfera marcial. Las señoras y señoritas de la
clase mayorazguil, las del patriciado comercial, las de menestrales
y tenderos, eran la nube en que se formaban aquellos elementos de
extraordinaria eficacia, de donde luego tomarían el rayo los hombres.
El fuego lo hacían ellas. Ejemplo de esta elaboración de coraje ofrecía
la hermosa Aura, que ligada ya por lazos de amistad con las niñas de
Gaminde, con las de Orbegozo y otras de la villa, se pasaba todo el
día picoteando en círculos femeniles acerca de lo que se hacía en las
fortificaciones, de la distribución y destino de las piezas, de lo que
hacía y pensaba el gobernador don Santos San Miguel, de lo que disponía
el Ayuntamiento con los corregidores de Albia y Begoña, y comentando
los planes del brigadier de ingenieros don Miguel de Arechavala, lo que
preparaban la Junta de armamento y defensa, la Diputación, y el verbo
coronado. Todas ellas tenían el hermano, el primo, el novio, en la
Milicia Urbana; los padres de unas pertenecían a la Junta de armamento;
los de otras a la Diputación. Sabían, pues, todo lo que ocurría, y lo
que no sabían lo inventaban, sin darse cuenta de su fecundísimo numen
militar. Tan pronto se pasaba Aura la tarde en casa de las de Gaminde,
calle del Víctor, como en casa de las de Busturia (Artecalle), o bien
asaltaban todas el domicilio de Arratia, y aquí y acullá, sus manecitas
diligentes trabajaban sin descanso, con más gozo que en los aprestos
de un baile, en la tarea lindísima de coser sacos de lienzo para los
parapetos, en vaciar colchones para llenar sacas de lana, en disponer
las camas para los hospitales de sangre, y en hacer hilas, aunque esto
no les parecía lo más urgente, porque antes que hubiera heridos tenía
que haber baluartes y defensas; y las banderas debían ser muy vistosas;
y todo lo que significase triunfos de la Libertad y palos al carlismo
había de obtener la preferencia; las hilas y vendajes, que los hiciera
el enemigo, como más necesitado de tales remedios.

Zoilo, una vez metido de hoz y de coz en la vida militar, hizo nuevos
conocimientos con señoritos de las primeras familias, y apretó más el
lazo de sus antiguas amistades. Destinado a la cuarta compañía del
primer batallón, eran sus compañeros inseparables Pepe Iturbide, hijo
del polero que tenía taller de motones, patescas y cuadernales junto
al almacén de los Arratias en Ripa, y Víctor Gaminde, hermano de las
señoritas con quienes había hecho Aura tanta intimidad. Comúnmente iba
con su amigo a casa de este, cuando quedaban francos de servicio, y
allí se encontraba a su ídolo, que ansiosa le preguntaba:

—¿Dónde has estado hoy, primo? ¿Qué hay? ¿Qué has visto?... Cuéntanos.

—Pues por la mañana se ha trabajado en el fuerte del Morro, en Achuri,
donde hemos puesto dos cañones más, y tres que había, cinco, que harán
polvo todo el tinglado que están armando ellos más arriba. En Artagán
tenemos cuatro piezas, di que cuatro infiernos, que arrasarán cuanto
ellos se traigan por Santo Domingo y por Matalobos. Por la tarde hemos
trabajado en San Agustín, donde hay una pieza de 36, más grande que
este cuarto, y dos de 24, que da gusto verlas, y otras dos, y un obús
que, cuando escupa, ya verán ellos lo que es canela. Dicen que mañana
vamos a Sabalbide y a la batería de la _Reinaga_, donde pondremos sin
fin de cañones que echarán el fuego más allá de Begoña. No deseo más
que empezar para que vean cómo barremos para afuera. ¿Crees tú que no?

—Yo sí; yo creo que les barreréis, que no quedará uno para contarlo.

Y acompañándola después a casa, con su hermano José María y una señora
tía de las de Gaminde, que iba a pasar un rato con Prudencia, de quien
era amiga de la infancia, hablaron los dos cuanto quisieron, porque
José y la señora mayor, que era muy pesada, iban detrás, y ellos con
juvenil ligereza se adelantaron.

—Aura —dijo Zoilo con grave acento—, no quiero más sino que _den el
primer toque_, para que veas tú de lo que soy capaz. ¿Qué tienes que
decirme a esto?

—No digo nada, Zoilo. Yo quiero que seas valiente... Me gustaría mucho
que te celebraran y te pusieran en las nubes.

—¿Y si me celebran y me ponen más arribita de las nubes?

—Me alegraré mucho, créelo.

—Yo quiero que se diga que el más valiente defensor de Bilbao es
uno..., uno que a ti te quiere, que te quiere más que a su propia
vida... Y dirán: «¡Dichosa ella, que la quiere el más valiente de
Bilbao!».

—Bien, _Zoiluchu_... Si me lo dicen, me alegraré... Falta que seas tan
animoso de obra como de palabra.

—Tú lo verás... Di que empecemos pronto... Que haya tiros, que lluevan
granadas y bombas deseo yo, y que tengamos que ir contra ellos a pecho
descubierto... Ya me cansa tanto preparativo. Hacer fuego y atacar a la
bayoneta, mándeme pronto... Lo mucho que te quiero me ha de salvar de
la muerte. Con decir «Aura, mi Aura me favorezca», no habrá bala que se
atreva conmigo... Pero si no me quieres, las balas no me respetarán;
di que no.

—No seas tonto. ¿Qué tienen que ver las balas con el cariño?

—Sí tienen que ver, di que sí. Yo estoy seguro de que diciendo: «Aura
me ama; atrás, fuego de pólvora», no he de tener ni un rasguño. Y si no
lo crees, lo verás, y lo creerás. Quiéreme, y dime dónde hay siete mil
serviles para ir solo contra ellos, solo yo.

—¡Jesús, qué locura!

—No, no te rías... Tú pídele a Dios y a la Virgen que empecemos de una
vez... Que rompan ellos contra nosotros, que escupan, y ya subiremos
nosotros a taparles las bocas, y a meterles el hierro en las barrigas.
Yo me consumo esperando, esperando. ¿Por qué no rompemos, con cien mil
gaitas?

—Pues ya tengo curiosidad de saber en qué paran todas esas valentías
tuyas. También quiero que rompan. Esto es hermoso. Un pueblo chiquito,
metido en un hondo, defenderse contra tantos miles de hombres furiosos
que le tiran desde las alturas. ¡Cosa magnífica, Zoilo; cosa sublime!
Yo quiero verlo... ¿Me contarás todo lo que veas?

—Todo, todo te contaré, y tú me querrás, di que sí.

—No seas fastidioso... Ya sabes que no puede ser. Yo te quiero, porque
eres mi primo; pero otra cosa no... Eres un buen chico, que puedes
llegar a ser un gran hombre. ¿En qué serás gran hombre? Yo no lo sé:
tal vez en el comercio, tal vez en la industria..., ¿y quién dice que
no lo serás en la milicia?

—Yo seré lo que tú me mandes. ¿Que me aplique a la milicia y que llegue
a general, quieres tú?

—¡Jesús y María..., tan pronto!

—Si la guerra sigue, hazte cuenta... Yo seré lo que tú mandes; pero no
me digas que no puedes quererme. Si me quieres, si me crees digno de tu
amor, ¿por qué me lo niegas? ¡Buena tonta serías si me despreciaras a
mí por uno que no ha de venir!

—Yo no te desprecio, _Zoiluchu_.

—Pues quiéreme..., verás qué valiente... ¿Qué cosa levanta más al
hombre que el valor?

—Realmente... el valor es más que nada.

—Pues yo soy tuyo, y todo mi valor es tuyo, y lo que yo hiciere gloria
tuya es, porque yo, si no te quisiera, sería muy cobarde, y me metería
debajo de una mesa. Pero del quererte sale que yo desee subirme hasta
las estrellas. Igualarme a ti, concédame Dios. Ya verás luego... Espera
un poquito.

—No, si yo espero... Ya ves que me paso la vida esperando.

—Esperando por otro lado lo que no ha de venir..., y aquí estoy yo para
que no esperes más tiempo... Una batalla dame, y verás.

—¿Pero yo cómo te he de dar una batalla?

—Diciendo que me quieres. Se me ha metido en la cabeza que si me
dices eso, en el momento de decírmelo estallarán en esos montes, y
en aquellos, y en los de más allá, todos de una vez, ¡_brmm_!, los
cañones carlistas.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida. Lo que es natural, Aura, tiene que venir. Lo
natural es que tú me quieras y que los carlistas ataquen.

—Claro: tú llamas natural a lo que deseas. Pues a mí todo lo que deseo
se me vuelve sobrenatural.

—Porque no haces caso de mí, que soy lo natural, Aura; fíjate... ¿Pues
qué soy yo más que lo natural?

No pudieron decir más. En la puerta de la tienda encontraron a Martín,
que les dio la noticia de la llegada de _Churi_, magullado, hecho
una lástima, y además sin burro. Le habían hecho acostar; pero al
anochecer, cansado de estar en la cama, se lanzó a la calle, corriendo
a curiosear en los puntos fortificados. Se anticipó la cena de Martín
y Zoilo para que volvieran a sus puestos, el uno en el Morrillo, el
otro en Solocoeche. Habría querido su padre que estuviesen en la
misma compañía, a fin de que se prestaran auxilio en algún aprieto
y cuidasen el uno del otro; pero no había podido ser. En la casa
todo era tristeza. Sabino, que dirigía el rezo doméstico, agregó al
rosario de costumbre infinidad de preces, recitadas unas, leídas otras
devotamente, de rodillas, en un libro piadoso. Todo era por impetrar
del Señor que pusiese fin a la guerra entre hermanos. Y tan largo fue
el rezo, que cuando se pusieron a cenar ya estaban desfallecidos.

¡Terminar la guerra por intercesión divina! Ya, ya; bonita terminación
se preparaba. A fe que soplaban vientos de paz. Desde el amanecer de
Dios empezaron los carlistas a largar bombas y granadas sobre la pobre
villa. La plaza les contestaba en toda la línea de fortificaciones,
desde Achuri a San Agustín, y desde Ripa a San Francisco. El día fue
de alarma, aunque no tanto como el siguiente. En casa de Arratia
hallábanse solas las mujeres y Negretti, que forzosamente retenido
en Bilbao por el sitio, no salía de casa, permaneciendo en un cuarto
interior entregado a estudios y cálculos de mecánica. Algunas señoras
de los pisos superiores bajaban al entresuelo, y cuando apretó el
miedo, porque se dijo que habían caído bombas en la calle Somera y en
Artecalle, bajáronse todas a la tienda, donde se creían más seguras.
Ignorantes de lo que ocurría estuvieron hasta que, muy avanzada
la noche, llegó Valentín a referirles que la defensa había sido
brillante. Sabino había ido hacia Sabalbide, donde, según le dijeron,
estaba Martín, y José María funcionaba en el hospital de sangre de la
Concepción como individuo de la Junta de Socorro y Sanidad.

—¿Quién va ganando? —preguntó Negretti, que solo por satisfacer esta
curiosidad asomó a la puerta de su cuarto.

—¡Hombre, qué pregunta!... Nosotros —dijo Valentín.

Ildefonso pareció complacido, y volvió a engolfarse en su tarea,
mientras su cuñado explicaba a las mujeres de la casa y a las vecinas
allí congregadas los combates de aquel día en los diferentes puntos de
defensa. En todos demostraron los bilbaínos tanta serenidad como valor.
Las bajas no eran muchas, y los serviles no habían avanzado un palmo de
terreno.

El siguiente día fue de grande ansiedad para los vecinos de aquella
parte de la Ribera, porque a las primeras horas de la mañana se
procedió a levantar un parapeto y barricada en la esquina del teatro,
y trajeron un cañón grandísimo para hacer fuego desde allí contra
las posiciones carlistas de Uribarri. En medio de alegre bullanga y
animación, lleváronse adelante los trabajos toda la mañana: chiquillos,
viejos y algunas mujeres ayudaban a llenar sacos de tierra, mientras
los soldados y milicianos desempedraban la calle. Todo se hizo
rápidamente. Cuando empezaron a disparar, retumbaban los tiros en la
casa de Arratia como si se viniera el mundo abajo. Guarecidas las
mujeres en lo más hondo de la tienda, de allí no se movieron hasta que
cesaron de oír disparos cercanos. Negretti continuaba en su aposento
del entresuelo, paseándose inquieto y nervioso. Al oír un zambombazo
decía: «¡Esa es buena..., a ellos!...», y vuelta a revolverse y a
suspirar fuerte, pasándose a cada instante la mano por la cabeza, a
contrapelo, cual si quisiera hacer de esta un perfecto escobillón. Su
mujer quería llevarle a la tienda; pero se resistía, asegurando que
la casa era sólida: lo más que podía ocurrir era que se hundiese el
tejado. Dos días pasaron en esta situación, sin que ninguno de los
Arratias pareciese por allí. Temían que Valentín, dejándose llevar de
su temple fogoso, se lanzara al combate. Una vecina dijo que le había
visto pasar al frente de una partida de paisanos que iban con picos
y palas corriendo hacia el Arenal, donde también estaban emplazando
piezas. Esta noticia las tranquilizó; y por la noche llegó Sabino,
¡gracias a Dios!, con nuevas felices de todos menos de _Zoiluchu_.
Valentín, después de haber trabajado como un negro, estaba en el
Consulado, donde se reunía la Junta de armamento. José María había
pasado del hospital de Bilbao la Vieja al de Achuri; Martín quedaba en
Solocoeche sano y salvo, y de Zoilo no se sabía nada. Probablemente
continuaba en el fuerte de Mallona. A _Churi_ le había encontrado
trabajando en la barricada de la Cendeja.

—¿Quién va ganando? —preguntó Negretti, entreabriendo la puerta de su
escondrijo.

—_Estos_, replicó Sabino.

Y como en aquel punto entrara Valentín y oyese, subiendo la escalera,
el _estos_ pronunciado por su hermano, gritó con fuerza y entusiasmo:

—¡_Estos_ no; _nosotros_, nosotros!

Aunque a media noche llegó Martín con la referencia de que Zoilo estaba
vivo y sano en el fuerte de Mallona, no acabaron de tranquilizarse,
pues su hermano no le había visto... Venía el pobre muchacho
fatigadísimo, desencajado; el pundonor, más que el marcial denuedo,
le sostenía, aunque se hallaba dispuesto a volver a empezar en cuanto
se lo ordenasen. Su lividez, el desmayo de su cuerpo aterido, el
sobresalto de su mirar, pedían tregua para reponer la enorme dosis de
coraje y entusiasmo gastada en las últimas lides.

—El deber, hijo, el deber ante todo —le dijo su padre, acariciando el
libro de rezos—. Cumplamos con lo que nos pide el honor de nuestro
pueblo, y Dios dispondrá lo que nos convenga a todos. ¿Que dispone
triunfar? Pues triunfemos... ¿Que dispone morir? Pues muerte.

Valentín se había lanzado ya a un formidable ataque contra la cena,
ya medio fría, que Aura ponía en la mesa. Martín le secundó con brío,
y ambos anunciaron su intención de posponer el rezar al comer. Tomó
Negretti en silencio algunas cucharadas de sopa, sin poner atención a
nada de lo que se decía, y Prudencia se extremaba en las órdenes que
daba a su sobrina para cuidar y atender a Martín.

—Sí, tía —dijo Aura—, no me olvidé de guardarle el medio pollo. Lo he
puesto a calentar. Ahora lo traeré.

Y sirviéndoselo, le decía cariñosa:

—Come, pobrecito. Tranquilízate... ¿Has hecho mucho, mucho fuego? ¡Qué
sería de Bilbao sin los hombres valientes!... De fijo que _Zoiluchu_
habrá hecho alguna calaverada..., alguna barbaridad...

—Es tan arrojado —dijo Valentín—, que me temo que sus bravuras le
cuesten caras.

—Pero no hay que temer —añadió Prudencia—. A ese no le parte un rayo.

Martín no dijo nada: comía en silencio, con la avidez de reparación de
la materia egoísta. La entrada de _Churi_ renovó en todos la inquietud
por Zoilo. Observando la cara sombría del sordo, temían que fuese
portador de alguna mala noticia; pero a las interrogaciones que le
hicieron, harto expresivas sin necesidad de usar la palabra, contestó
con desabrimiento:

—¿Yo qué saber? Diecisiete muertos de Mallona sacar... Yo verlos. No
estar Zoilo; ningún muerto de los diecisiete es él mismo... Más no sé...




XXIII


No se conformaba Aura con ignorar la suerte del menor de sus primos,
y en la mañana del 26, a cuantos entraron en la casa preguntaba si
sabían algo, si habían visto los muertos de Mallona. Nadie le dio
razón. Todo aquel día, que lo fue de grande inquietud, porque en él
dieron las compañías carlistas llamadas de _argelinos_ un terrible
asalto por Mallona, no llegó a la casa de Arratia noticia alguna de
los hombres de la familia. Por la noche, sabedoras Aura y Prudencia
de que a Víctor Gaminde le habían llevado herido a su casa, fueron
corriendo allá. Prudencia no quería más que informarse y comadrear un
poco, y dejando allí a su sobrina, se volvió para que Ildefonso no
estuviera solo. Vio Aura al joven herido, y a la familia consternada:
las hermanitas lloraban; la madre no sabía qué hacer, y el padre, don
Francisco Gaminde, persona en quien la bondad no excluía la entereza de
carácter, sonreía con heroico dominio de sí mismo, asegurando que el
puntazo del niño no era de muerte; le curarían, le darían buenos caldos
para reponer la sangre perdida, y «¡hala, otra vez al puesto! Bilbao no
quiere gallinas, sino buenos gallos con espolones». Todo se reducía a
un desgarrón de bayoneta en el costado derecho, rozando las costillas.
Hilas, esparadrapo, y a los tres días ya podía coger otra vez el chopo.
También él lo cogería si fuera menester... Y en último caso, antes
que consentir que el absoluto entrase en Bilbao, hasta las niñas, las
bravas bilbaínas, tendrían que ir al fuego.

Conservaba el herido su buen humor, y no estaba conforme con que
le metieran en la cama. En esto entraron dos de sus compañeros, y
alegrándose mucho de verles, se lamentó de no poder estar enteramente
curado al siguiente día, para volver allá. No había acabado de decirlo,
cuando entró un tercer miliciano, manchado de sangre, la cara negra,
de humo, de tizne, del oscuro fango de las baterías: era Zoilo, el
mismísimo Zoilo, pero en tal facha que Aura tardó en reconocerle;
parecía más delgado, más alto..., ¡qué cosa tan rara!..., era otro...,
no, no..., el mismo en espíritu; pero más estirado de cuerpo, ahuecada
la voz, enflaquecido el rostro. A pesar de estas novedades _de
aspecto_, bien se le reconocía en el mirar grave, en la arrogancia de
su actitud sin asomos de fanfarronería, en el aplomo con que presentaba
su rudeza ante personas finas de uno y otro sexo, no dejándose vencer
de la cortedad. No había concluido de saludar a todos los presentes
y de estrechar la mano de su amigo, cuando llegó presuroso Valentín,
encargado de comunicar al señor Gaminde acuerdos importantes de la
Junta, y de rogarle en nombre de sus compañeros que fuese al instante a
donde estaban reunidos. Entre el cúmulo de asuntos diversos que, este
y el otro, reunidos al acaso, expresaban con conceptos tan diferentes,
descolló un instante la voz del miliciano herido, diciendo:

—Los héroes de Mallona han sido dos... el pobre Mendiburu, y otro
que está presente. Cuando los primeros veinte argelinos entraron por
la brecha, más parecidos a fieras que a hombres, cinco de nosotros
se abalanzaron a ellos... De esos cinco, tres se quedaron a media
distancia; dos solos avanzaron resueltos. De los dos, Mendiburu cayó
muerto; el otro está vivo, y es este _Luchu_ que ven ustedes aquí. Tras
el muerto y el vivo corrimos los demás... No sé cómo fue aquello...,
un milagro, un sueño..., no sé... Aún tengo dudas de que vivamos los
que vivimos, y de que quedaran en tierra destripados no se cuantos
argelinos... Ni sé cómo pudo pasar lo que pasó..., no sé, no sé...

Manifestó Zoilo, ante el relato de su hazaña, una calmosa modestia, sin
hipócritas denegaciones ni alardes vanidosos. Su tío Valentín le dio
una bofetada de cariño y tres besos que parecían mordidas, gritando:

—¡Si es Arratia, bilbaíno de las Siete Calles!... y no hay más que
decir.

Gaminde, sin extremar la admiración, pues tales hechos debían
considerarse, según él, como cumplimiento estricto del deber, no dijo
más que:

—Bilbao está lleno de estos cachorros, que saben cumplir. ¡Cualquier
día entran aquí los _absolutos_! Vámonos, Valentín.

—Vámonos —dijo Arratia a su sobrina—, que es tarde. Al pasar te dejaré
en casa.

—Vámonos, _Luchu_. Vente a descansar —dijo la niña al heroico joven.

Y eslabonándose unos a otros con aquel _vámonos_, salieron en cadena
los cuatro. En la calle, se adelantaron prima y primo; detrás, las dos
personas mayores hablaban de cosas graves.

—¿Es verdad que has hecho lo que cuenta Víctor? —preguntó la doncella.

—Di que nada... —replicó el mozo muy serio—. No me alabo yo de cosas
que valen poco.

—Has sido muy valiente... no lo puedes negar.

—Más habría hecho si me dejaran... Pero no le dejan a uno. ¡Qué rabia!
Si los demás hubieran querido, salimos, y no queda un argelino para
muestra.

—Has sido muy valiente —repitió Aura, parándose y mirándole a los ojos.
Los de ella resplandecían de júbilo.

Valentín y Gaminde se habían quedado muy atrás.

—No lo dude usted, don Francisco —decía el primero—. Es noticia
auténtica. La han traído dos artilleros facciosos que se pasaron esta
noche.

—Pero no es creíble...

—Pues créalo usted. Levantan el sitio. No tienen municiones. Las que
han repartido hoy son las últimas.

—No nos caerá esa breva, Valentín.

—Además, hay piques entre ellos. Villarreal y Simón de La Torre están a
matar, y este se retiró hacia Munguía, negándose a obedecerle.

—Eso lo creo; pero no que se retiren.

—¡Que levantan el sitio, don Francisco!

Al decir esto se aproximaban a la otra pareja, y Zoilo pescó el
concepto «levantar el sitio». No pudo expresar la rabia que esto le
produjo, porque llegaron a la tienda, y se vio rodeado de su padre,
hermano y tía, que por su vuelta le felicitaban cariñosos. Valentín y
el señor Gaminde siguieron hacia San Antón, mientras Zoilo, subiendo
de mala gana al entresuelo, viose obligado a contestar a mil preguntas
impertinentes. Él no había hecho nada de particular: no le hablaran,
pues, de hazañas ni heroísmos.

—Muy bien —díjole Sabino—: el buen soldado cumple con hacer lo que le
manden, sin meterse a farolear. Cada cual en su deber, y luego Dios
dispone.

Aura le sacó golosinas que guardara para él, lo mejor que en la casa
había. Pero el chico, tristemente impresionado por la frase de su
tío, _levantan el sitio_, no tenía ganas de comer. La indignación, el
despecho le trastornaban. Sentía escarnecido su amor patrio, su risueña
ilusión por los suelos.

—¡Levantar el sitio! —exclamó golpeando en la mesa con el mango del
cuchillo, cuando Aura y él se quedaron solos—. No, no: eso no puede
ser. Si se retiran, tras ellos hay que ir, y trincarles de una oreja,
¡cobardes!, y volver a traerles a las trincheras... ¡Allí..., fuego...!
¿No queríais sitio de Bilbao? Pues sitio de Bilbao... Firmes..., hasta
que no quede uno... ¡Qué rabia! ¡Retirarse cuando apenas habíamos
empezado a cascarles!... ¿Qué dices, Aura? ¿Te burlas de mí?

—Yo no me burlo, no... Me gusta verte tan fogoso —replicó la doncella—.
Pero si ya has hecho bastante, si te has portado como un valiente, ¿a
qué quieres más gloria, tonto?

—Yo no hice nada —afirmó el miliciano levantándose de golpe, fiero,
ceñudo—. Esos niños bonitos se admiran de cualquier cosa... Ea, no
quiero cenar. Más comida no me saques; no quiero... Me pone furioso eso
de que levantan el sitio; y de la rabia que tengo, no puedo pasar la
comida... Me haría daño; se me volvería veneno. Para mi hermano Martín
guárdala; que vendrá luego, y vendrá muy contento si sabe lo que yo
sé... Me voy a ver qué se dice. Estoy franco hasta las doce; pero no
tengo sosiego hasta que sepa si seguimos o no seguimos. ¿Tú qué piensas?

—Pienso —dijo Aura— que sí, que levantan el sitio.

—¡Aura!

—Aguárdate..., se retiran para organizarse mejor, y reunir más gente
y más cañones y más balas. Cuando tengan todo eso, volverán. Se han
propuesto coger a Bilbao, y lo cogerán si tú los dejas.

—¡Yo!... ¡Como no les deje yo!... Aura, no juegues... Si no te
quisiera, me importaría poco..., pero te quiero... Tú estás muy alta,
yo muy bajo. Para llegar a ti, no más que un caminito hay: estrecho es
y muy pendiente, formado todo de cuerpos carlistas; de cuerpos vivos,
quiero decir, tan vivos que todos se echan el fusil a la cara cuando me
ven. Pues por encima de todos esos cuerpos tengo que pasar para llegar
arriba..., y para pisar sobre ellos, y hacerles escalones míos, tengo
que matarles antes... Conque hazte cuenta...

Aura sintió una corriente de frío intensísimo a lo largo de su
espinazo. Dando diente con diente, le dijo:

—Se retiran..., volverán con más cañones, con más fusiles, con más
balas... ¡Pobre _Zoiluchu_!

—No me digas ¡pobre!..., así como por lástima. Yo no soy ¡pobre!... ¿Y
por qué tiemblas? Tienes frío...

—Sííí...

—¿Es de miedo?

—O de lo contrario..., no sééé...

Retumbó en aquel instante un cañonazo que hizo estremecer la casa. Las
mujeres chillaron, y oyose la voz de Sabino diciendo que era el fuego
de la batería que _ellos_ habían armado en Uribarri. De un brinco se
abalanzó Zoilo a coger su fusil, y se lanzó a la escalera como una
exhalación, sin que su padre, ni su tía, ni la misma Aura pudieran
contenerle. De seis en seis escalones bajó gritando:

—¡Viva Isabel... —y ya estaba en la calle cuando acabó de decirlo—:
...Segunda!

Cañonearon toda la noche, y aunque siguieron el día 27 hostilizando la
plaza, cundía de hora en hora la noticia de que levantaban el sitio,
sin otra razón, a juicio de los bilbaínos, que el vigoroso escarmiento
que recibieron al intentar la embestida de Mallona. El 28, flojos
ya en sus ataques, empezaron a retirar alguna artillería de la que
habían armado contra Banderas, y también por la parte de Ollargan.
Al anochecer, las campanas de San Agustín anunciaron la retirada de
considerable fuerza enemiga. Entregose Bilbao a demostraciones de
júbilo; pero los muchachos no las tenían todas consigo. La pobrecita
Aura, queriendo decir a su primo una frase consoladora, había hecho
una profecía. Lo raro fue que Negretti opinaba lo propio, asegurando
secamente que volverían. Dudábalo Valentín; declaraba Sabino que sería
lo que Dios quisiese, y Martín, ávido de descanso y con vivas ganas
de cambiar el bélico ardor por la pacífica lucha comercial, presagiaba
conforme a sus deseos:

—La lección ha sido dura, y no es fácil que vuelvan por otra.

Como todos los puestos seguían guarnecidos, y los servicios de plaza no
sufrieron interrupción, Zoilo no parecía por su casa; según informes
de José María, trabajaba en la reparación de los fuertes de Mallona,
Circo y barranco de Iturribide, desplegando una actividad loca, pues
sus brazos infatigables no descansaban de día ni de noche, insensible
a la lluvia y al frío. Se había metido un tiempo del noroeste capaz
de apagar los entusiasmos más ardientes y de entumecer los músculos
más vigorosos. Pero al novel soldado no le importaba el temporal: sus
compañeros y los trabajadores mercenarios turnaban; él no turnaba más
que consigo mismo, y solía decir:

—Esto es lo natural, Señor. Hago lo que debo, y debo hacer lo que
puedo. Si puedo mucho, yo me sé por qué. ¡Hala!

Una noche (debió de ser la del 5) fue a su casa a mudarse. Aura le
encontró más enjuto, el mirar más penetrante y luminoso, los rizos de
la frente más juguetones, el rostro ennegrecido, las manos como enormes
tenazas de acero. Era la encarnación de la fuerza física, alimentada
por el horno interno, inextinguible, de la energía moral; formidable
máquina muscular movida por la fe.

—¡Cómo acertaste! —dijo a su prima, gozoso, echando chispas de sus ojos
negros—. Vuelven... Otra vez ya sobre Bilbao. Ahora..., dos docenas de
argelinos, que me traigan.

—Te has empeñado en ello —dijo Aura, sonriendo, mirándole a los ojos—.
Ya estás contento...

—Di que sí... Han vuelto porque yo lo he querido, como yo sé querer las
cosas. Todo lo que se quiere con fuerza, se tiene, Aura.

—Hombre, todo no.

—Yo digo que sí.

Metiose en el cuarto donde su tía le tenía preparado un buen lavatorio
y ropa limpia, y cuando salió con la cabellera húmeda, en mechones
duros y enroscados, semejantes a las serpientes de Medusa, se abrochaba
con dificultad los botones del cuello de la camisa, por causa de la
aspereza de sus dedos.

—Aura, échame aquí una mano...

Mientras la tía y la sobrina le pasaban los botoncitos, él en jarras,
mirando al techo, decía:

—Ahora se verá lo que es mi pueblo... Padre, ¿no sabe? Ya no manda
Villarreal el _ganado servil_, sino el manco Eguía. A Villarreal me le
han soplado en las Encartaciones para que no deje pasar a Espartero...
¡Si serán bobos!

—Hijo —indicó Sabino—, no califiquemos... Lo que Dios disponga será. No
sabemos nada.

—Yo sí sé una cosa...: que Espartero pasará por encima de Villarreal,
como yo paso por encima de esa estera; y que el marqués de Casa-Eguía
entrará en Bilbao dentro de dos meses, el día de Reyes... Vendrá de
Rey Mago, montado en el burro de _Churi_, luciendo su sombrerito de
copa forrado de hule.

—Hijo, no bromees con las cosas santas ni con los sucesos de la guerra,
que están sujetos al azar y a mil eventualidades... Yo, qué quieres,
siempre deseo la paz. A todas horas le pido a Dios...

—¿La paz?... Pues yo la guerra..., yo le pido la guerra..., y ya ven
cómo me hace más caso que a usted.

—Hijo, no desvaríes. No intentemos penetrar los altos designios...

—Padre —añadió el miliciano ya vestido, ostentando su derrotado
uniforme, gallardísimo siempre—, ¿a que no sabe usted lo que dijo Dios
cuando hizo el mundo?

—Hombre, pues dijo..., dijo..., Aura, ¿qué fue lo que dijo?

—Pues, tío, me parece que dijo: «Hágase la luz».

—Y la luz fue hecha. _Amén_.

—No, no es eso... —continuó Zoilo—. Después: más acá, cuando hizo a la
humanidad.

—Dios no hizo a la humanidad toda entera de golpe y porrazo. No seas
hereje... Dios hizo al primer hombre...

—Y a la primera mujer, y a poco ya estaba hecha la humanidad. Pues
cuando Dios tuvo formada la humanidad, dijo: «¡Fuego!...», que quiere
decir: «Hágase la guerra».

Cenaron sin Negretti, que, melancólico y enfermo, no salía de su
cuarto; Martín y Valentín cenaban con sus amigos los de Vildósola;
_Churi_ se había largado a pescar su burro... que se le cayó al mar en
aguas de Ontón, como burlescamente decía Zoilo; José María estaba en
la tienda con los dos dependientes preparando un pedido de grilletes y
jarcia que habían hecho aquella tarde los barcos de la Marina inglesa,
_Ringdowe_ y _Sarracen_. Al concluir de cenar, Prudencia fue llamada
por Ildefonso, y Sabino se quedó dormidito, apoyando la frente en el
piadoso libro de oraciones. Solos Aura y Zoilo, preguntole ella:

—¿Por qué eres tan belicoso? ¿Por qué te ha dado por querer la guerra?

—A quien quiero es a ti, que eres mi guerra, y mi Bilbao, y mi
_angélica Isabel_... O te conquisto, o muero... ¡Conquistar, morir!
Decir esto, ¿no es lo mismo que decir guerra?...

Sintió Aura, como en noche anterior, el frío intensísimo que le corría
por el espinazo.

—¿Ya estás tiritando? Las mujeres quieren la paz: son medrosas... Yo
te quiero a ti; me gusta la guerra, porque ella nos enseña a ganar lo
imposible. Un querer fuerte, con mucho fuego dentro, y la voluntad como
hierro bien batido, todo lo vence... ¿No crees tú lo mismo?

—Sííí...

—Pues prepárate. ¿Harás lo que yo te mande?

—Sííí...

—Pues nada... Yo me voy —dijo el galán mirando al pasillo, en cuyo
término se oía la voz de Prudencia hablando con la criada—. Hasta que
Dios quiera.

Despidiose de la tía; esperó a que esta volviese a entrar en el cuarto
de Ildefonso. Solos otra vez, junto a la escalera, Zoilo repitió, no ya
interrogando, sino con acento afirmativo:

—Harás lo que te mande.

Asintió la joven con movimientos de cabeza. En esta llevaba un pañuelo
de seda, cuyas puntas anudó sobre la boca, mordiendo el nudo. Sentía
mucho frío y desmayo completo de la voluntad, correspondiente a un
súbito agotamiento de su fuerza nerviosa. Se agarró al barandal de la
escalera para no caer.

—Harás lo que te mando —repitió Zoilo, que habiendo bajado ya tres
escalones, tenía su cabeza al nivel de la cintura de ella—. Pues
lo primero..., acércate más para decírtelo bajito..., desconfía de
_Churi_, que es muy malo... Desconfía también de la tía Prudencia...

—¡Oh!, eso no... Prudencia me quiere.

—A ti, sí; pero a mí, no. Quiere más a otro... Paréceme que la
siento... Adiós.




XXIV


Cumpliéronse hacia el 8 de noviembre los deseos de Zoilo, que tuvo
la satisfacción de ver en los altos de Archanda numeroso _ganado_
carlista que subía de Munguía. Traían gruesos cañones que emplazaron
en Santo Domingo amenazando a Banderas. El 9 recorrió las líneas el
general Eguía con su sombrero de copa forrado de hule y su largo
levitón, metida en el bolsillo la única mano de que podía disponer.
Todo indicaba que atacarían los fuertes exteriores, sin perjuicio de
hostilizar el interior de la plaza. ¡Y Espartero sin parecer! En vano
le llamaba el telégrafo de Miravilla, enarbolando sin cesar bolas y
banderas. De Portugalete respondían con monótono lenguaje: «Ya vamos;
esperarse un poco». Bilbao esperaba con estoica entereza, sin llegar
aún a la suprema ocasión de apurar todas sus energías. Aún era grande
el repuesto de fanatismo por la defensa, de coraje y de amor propio,
que doblaban su fuerza con la sal y el picor de la jovialidad.

En la casa de Arratia propiamente dicha no había más novedad que la
rotura de cristales y el apabullo de los buhardillones, con amago de
incendio que se cortó felizmente; en la familia no eran grandes tampoco
las novedades, ni habían ocurrido sucesos que modificaran de un modo
notorio la vida impuesta a todos por las circunstancias; pero algo
pasaba en ella que, aun perteneciendo al orden oscuro y sin ningún
brillo heroico, no merece el olvido. El narrador no dice nada. Deja
que hable Prudencia, la cual, cogiendo a su hermano Valentín en el
escritorio, donde acaloradamente disputaba con Vildósola sobre si era
fácil o difícil tomar el fuerte de Banderas, le hizo subir, y por la
escalera le manifestó lo que se copia:

—Apártate, hermano, siquiera por un rato de estas novelerías de la
guerra y del sitio, y ven en mi ayuda, por Dios, que ya principio
a temer, no solo por la salud, sino por la vida de Ildefonso. ¿Has
reparado cómo está? En quince días ha perdido la mitad de su peso,
los dos tercios de sus carnes, y toda, absolutamente toda la alegría
de su espíritu. ¿Qué es esto? ¿Es enfermedad, es tristeza, es pasión
de ánimo?... Fíjate en aquella cara que languidece; en aquellos ojos
que tan pronto parecen muertos, tan pronto relampaguean; observa cómo
al ponerse en pie se le tuerce todo el cuerpo... y se apoya en las
paredes para no desplomarse, él antes tan erguido, tan fuerte, tan
vivo, hierro y pólvora... No, no: Ildefonso no está bueno; Ildefonso
no puede seguir así. Quiero que le vean los mejores médicos de Bilbao;
quiero que acabéis pronto el sitio para llevármele a Francia, a la
bendita Francia, lejos de estas luchas, de estos horrores... Valentín,
por Dios, entra en su cuarto: no como otras veces, la entrada por la
salida..., acompáñale, dale conversación, háblale como tú sabes hacerlo
cuando quieres, con gracia..., procura desviar su entendimiento de
la idea que le está devorando... Yo he agotado mi labia..., no he
conseguido nada; no puedo más.

—Sí que lo haré... ¡Pobre Ildefonso! Ayer no me gustó...,
francamente... ¿Continúa sin apetito?

—Hoy no ha comido más que un poco de borona. Dice que no puede pasar
otro alimento... Borona, y si está quemada, oliendo a chamusquina,
mejor... Oye lo que se me ha ocurrido: ¿si le habrán traído a ese
estado los malditos inventos en que tiene zambullida a todas horas
su imaginación? ¿Esos planos que hace y deshace, y tacha y borra, y
vuelta a pintar, con tantas rayas y letritas chicas, qué son? Pues ¿y
cuando se está toda la noche llenando de numeritos un pliego de papel,
y vengan numeritos, y numeritos, que parecen patas de pulga..., y acaba
un pliego y vuelta a empezar?...

—Mujer, son cálculos, dibujos..., proyectos de alguna mecánica..., qué
sé yo... Entraré ahora mismo. Déjame solo con él... No te metas tú
a farolear. Las mujeres, hablando más de la cuenta, lo echan todo a
perder.

Entró Valentín en el cuarto de Ildefonso, y este, sin levantar los ojos
del papel en que trazaba líneas y guarismos microscópicos, le dijo:

—Parece que quieren quitaros Banderas. ¿Qué crees tú? ¿Se saldrán con
la suya?

—No debes tú pensar tanto en si toman o dejan, Ildefonso. De eso, de
disputarles un palmo de terreno, nos cuidamos nosotros. Hazte cargo de
que no estás en una plaza sitiada, y si tiran, que tiren.

Respondió Negretti entre suspiros, suspendiendo por un instante su
trabajo, que no podía sustraerse a los sobresaltos y al terror del
asedio, porque si Bilbao no era su patria, éralo de su esposa y de
los hermanos de esta, a quienes como hermanos miraba; que habiendo
cometido la insigne torpeza de servir a don Carlos como industrial
y maquinista mercenario, sin entender que en ello comprometía su
neutralidad política, se encontraba en tristísima situación moral,
huésped de un pueblo que los carlistas asesinaban con las armas
fabricadas por Ildefonso Negretti. Hallábase condenado a martirio
indecible, y cada vez que sonaba un disparo, sentía que los demonios
corrían de un lado para otro en diferentes partes de su cuerpo, pero
principalmente en la cabeza y en el corazón. Siempre había tenido
gran afecto a Bilbao, y admiraba a los bilbaínos por su honradez y
laboriosidad. Eran la flor y nata de los hombres... ¡Y él había hecho
los proyectiles con que les abrasaban! No, no tenía consuelo. Gracias
que las carcasas incendiarias no eran obra suya, sino del francés a
quien llamaban _Tutorras_, y no servían para nada. Ya lo dijo él cuando
las estaban construyendo. Pero a las granadas y bombas..., por hijas
las conocía. Él las engendró, ¡ay!, para que destruyeran a la rica y
noble Bilbao...

—¡Eh!..., no sigas, no sigas —le dijo Valentín, echándole los brazos
al cuello—. Ildefonso, ¿tú qué culpa tienes? Nosotros no te odiamos.
Bilbao no te quiere mal... Ni una palabra más de guerra y sitio. A
olvidar tocan.

—A eso voy, eso quiero..., ahogar mis penas discurriendo, calculando.

—Pero no te metas muy a fondo en los cálculos —le dijo cariñoso su
hermano—, que pudiera ser el remedio peor que la enfermedad... ¿Y eso
qué es?... ¿Puedo saberlo?

—Recordarás que una tarde, en Bermeo, viendo pasar hacia levante un
barco de vapor, te dije...

—Sí, me acuerdo: que la navegación al vapor, tal como hoy está el
invento, no tiene porvenir, sobre todo en la guerra... Yo siempre dije
que esas paletas al costado son buenas para navegar en ríos; pero en la
mar, con tiempo duro, no hay gobierno posible. Viene mar gruesa, y la
menor avería en las paletas deja la embarcación hecha una boya. Si el
viento la hace escorar hasta mojar los penoles, ya tienes al animal con
una pata debajo del agua y la otra en el aire. Esto es un engaña bobos.

—Los inconvenientes de las ruedas al costado, en el buque de vapor
—dijo Negretti con la frialdad y convicción del hombre de ciencia—,
quedarán vencidos cuando se aplique un nuevo invento, del cual se
hicieron ensayos en Francia. Yo los he presenciado... Consiste en
sustituir las dos ruedas por una sola.

—Ya..., una sola rueda en el centro, funcionando dentro de un
escotillón rectangular, abierto al agua. Eso es complicadísimo...

—Una sola rueda, Valentín, colocada a popa, en una perpendicular
paralela al codaste.

—¿Rueda vertical, girando en sentido de la quilla? —dijo Valentín, con
la incredulidad pintada en su atezado rostro—. ¿Y cómo la mueves?...
¿Con palancas, con bielas? ¿Cómo te gobiernas para que la transmisión
funcione dentro del agua?

—No lo has comprendido. El problema es sencillísimo, algo por el estilo
del famoso huevo de Colón. ¿No ves cómo anda un bote, una chalana, con
un solo remo por la popa? El movimiento lateral de ese remo basta a
imprimir a la embarcación una marcha uniforme, avante siempre en línea
recta.

—Eso sí... la suma de impulsos laterales, alternos, en sesgo más bien,
dan...

—En sesgo, eso es. Pues construye tú un remo que produzca esos impulsos
en sucesión rotatoria...

—¡Un remo!...

—Llámalo rueda, pues se reduce a un movimiento circular.

—¿Con paletas que...?

—Resultará esto —dijo Negretti con aire de triunfo, mostrando un
dibujo que a Valentín le pareció una rueda de fuegos artificiales—.
¿Me comprendes? Esto es una hélice. Aquí tienes la teoría muy bien
expuesta. ¿Conoces tú la _Rosca de Arquímedes_?

—Mejor conozco las de harina.

—Sobre el eje reposan dos segmentos helicoidales...

—Mira, mira, a mí no me presentes el problema de la hélice, o de la
rosca, en forma matemática. Soy yo muy bruto para entenderlo así.
Explícamelo con ejemplos.

Diole Negretti explicaciones vulgares de la hélice como organismo de
propulsión, añadiendo que no era invento suyo, sino de un francés que
no había logrado aún llevarlo a la práctica, por las dificultades que
ofrecen la rutina y la envidia a toda innovación grandiosa.

—Yo lo estudio, y si Dios me da vida y se acaba la guerra, trataré de
hacer aquí un ensayo. He modificado la teoría del francés, haciendo
más agudo el ángulo de las paletas con la normal del barco; y en
cuanto a la transmisión, me lanzo a un sistema nuevo, que ahora estoy
calculando...

—Para que la transmisión sea práctica, la máquina tiene que colocarse a
popa.

—¡Ah!, no. Yo me lanzo a colocar la máquina en el centro de la
embarcación, sobre la cuaderna maestra.

—El barco ha de ser pequeño.

—Yo estudio mi proyecto en un barco ideal, de tamaño doble del mayor
que hoy se conoce.

—¿A ver cuánto? Mi _Victoriana_, tenía doscientos cuarenta pies. El
mayor barco mercante que he visto no pasaba de trescientos.

—Pues mi barco mide cuatrocientos pies —dijo Negretti con expresión de
iluminado.

—¿Y colocas el eje de tu máquina de vapor sobre la cuaderna maestra?
—preguntó Valentín, más atento al desvarío pintado en los ojos de
Ildefonso que al problema mecánico—. Y para transmitir el movimiento...
¿qué pones? ¿Un rosario de noria, un juego de codillos, ruedas
dentadas, o qué?...

—No..., pongo un árbol de acero.

—Que tendrá forzosamente ciento ochenta pies lo menos: ese árbol girará
sobre su eje...

—Conectado con la hélice..., ya ves qué cosa tan sencilla... Por el
otro extremo le imprimirá movimiento una excéntrica.

—¿Que diámetro tendrá ese arbolito?

—Pie y medio...

—Y de acero..., todo forjado, naturalmente... Dime otra cosa: con
semejante chocolatera, andará tu nave... lo menos, lo menos diez millas.

—¡Veinte millas, Valentín; veinte millas por hora!

—Hombre, de poner..., pon cien millas —dijo el marino sin disimular ya
su burlón escepticismo—. Y otra cosa: ¿la hélice queda debajo del agua?

—Exactamente.

—Y el árbol tiene ciento ochenta pies..., y es de acero..., y el barco
mide, entre perpendiculares...

—Cuatrocientos pies...

—Pues, hijo..., avísame cuando todo eso esté, para ir a verlo. Y yo te
pregunto: ¿de qué cargamos ese barco? Podríamos meter dentro de él una
montaña.

—Justo: una montaña... —murmuró Negretti, engolfándose en su trabajo.

Salió el viejo marino de la estancia tan descorazonado y mustio que
Prudencia no tuvo que preguntarle su opinión acerca del desgraciado
calculista. Para sí decía Valentín: «Es hombre al agua. ¡Pobre
Ildefonso! Su talento macho acaba con él». Pero no queriendo alarmar a
su hermana, atenuó su dictamen en esta forma:

—Le encuentro un poco ido de la jícara; y si por un lado veo la causa
del trastorno en esta tragedia del sitio, por otro paréceme que los
cálculos, en vez de ser un remedio, le acaban de rematar. ¡No es mala
rosca la que el pobre tiene dentro de su cabeza!... ¡Qué cosas me ha
dicho; qué invenciones, hija, obra del mismo demonio!... ¡Figúrate tú
un árbol de acero de ciento ochenta pies de largo y pie y medio de
diámetro..., puesto así en semejante forma, y la máquina en la cuaderna
maestra!... Perdido, hija, perdido... Pero si le contrarías, es peor...
Dejarle, dejarle que invente barcos monstruos, con hélices a popa, y
un andar de ochenta millas por minuto..., digo, por hora... Dejarle,
dejarle... Yo traeré a don José Caño, que es el mejor médico del
pueblo... Y entre tanto, cuida de hacerle comer..., inventa tú también
la manera de meter carga en esa bodega y víveres en esa gambuza... Si
no, tu marido casca... o se quedará lelo, que es peor... Yo volveré...,
voy a ver qué ocurre... Hace un rato que no se oyen tiros...




XXV


Consternada oyó Prudencia estas apreciaciones, que no hacían más
que confirmarla en su pesimismo, y comunicando este a su sobrina,
departieron ambas acerca del mejor modo de distraer al enfermo y
apartar su espíritu así de la tenebrosa cavilación del sitio como de
los malditos cálculos de mecánica, capaces de secar el cerebro más
jugoso y firme. Aura entraba en el cuarto algunos ratitos, y procuraba,
con grata conversación risueña, llevar su pensamiento a regiones
apacibles. Desgraciadamente, la situación de la plaza sitiada, que en
aquellos días de noviembre se agravó con nuevos desastres y quebrantos,
no favorecía los deseos de la joven. El tiroteo era continuo; a cada
instante llegaba noticia de hundimientos de techos, o de estropicios
semejantes en diferentes puntos, y no había medio de ocultar a Negretti
la verdad de tantas desdichas. Entró José María cuando menos se
pensaba, con la triste certidumbre de que los facciosos habían tomado
el fuerte de Banderas, y que también Capuchinos estaba al caer. Faltó
poco para que Aura se echase a llorar de pena y rabia.

—No atribuyamos esto a negros ni a blancos —dijo Sabino con unción,
que en aquel caso no era muy pertinente—: Dios es el que todo lo
dispone. Ni ellos deben envanecerse, ni nosotros afligirnos demasiado.
Los designios del Señor sobre todo... Si dispone que muramos, será
porque nos conviene.

No pararon en esto las desdichas, pues al día siguiente se rindió San
Mamés, tras una defensa briosa, y la misma suerte cupo a los fuertes de
Luchana y Burceña.

—Ni nosotros ni ellos hemos de decidirlo —decía Sabino a su hijo
Martín, que entró abatidísimo por la pérdida de casi toda la línea
exterior, con lo que se debilitaba sensiblemente la defensa—. Con la
conciencia tranquila acataremos lo que resulte.

—Pues yo no acato —gritó Valentín furioso, dando puñetazos—. Con
fuertes o sin fuertes, Bilbao no se rinde; Bilbao perecerá, y que
vengan por los escombros de las casas y por los huesos de los vecinos.

La opinión de Zoilo no se sabía, porque no aportaba por allí;
continuaba peleando como un león en la batería nueva de la Cendeja.
Martín, engranado espiritual y físicamente en la máquina de la opinión
general, aseguraba como su tío que Bilbao se mantendría firme, siempre
batallador, siempre glorioso y grande. El comedido Arratia no se tenía
por héroe; pero sabría ocupar el puesto que se le designara, fuese o no
de peligro, y obedecería ciegamente las órdenes de sus jefes. Nadie le
superaba en el cumplimiento estricto del deber.

En una nueva entrevista que tuvieron Negretti y Valentín, aquel le dijo:

—Llevo cuenta aproximada de lo que va consumiendo el enemigo. Balas
rasas de las que yo hice, han tirado como unas trescientas de a 24 y
ochenta de a 36. _Mis_ bombas de 14 pulgadas se van agotando... Usarán
pronto otras, que ojalá estén peor fabricadas que las mías. De las de 7
_mías_, han hecho gran consumo... Los botes de metralla de 36 y de 24
no _me pertenecen_: lo declaro en descargo de mi conciencia...

Más desesperanzado y pesimista salía cada vez Valentín de aquellas
pláticas con su hermano, y al punto comunicaba sus impresiones a
Prudencia para ver si entre los dos discurrían algún remedio.

—Figúrate tú —le decía— si estará trastornado el hombre, que hoy,
después de darme cuenta de las balas que arrojan los _serviles_, me
ha largado más explicaciones de sus proyectos, sosteniendo que los
barcos no se harán ya de madera, sino de hierro... todos de hierro...
tú figúrate. Cierto que un casco metálico flota mientras esté vacío;
pero échale a una embarcación de hierro de cuatrocientos pies máquina
en proporción, y luego ese molinillo que él dice, de ciento ochenta
pies... ¡Qué cosas discurre un cerebro desquiciado! Yo no he querido
contrariarle, porque don José Caño recomienda que se le deje en el
pleno goce de su chocolatera, pues si le escondiéramos los papeles
o se los quemáramos, tendría quizás accesos de furor... No, eso no:
el tratamiento, ya sabes, es darle de comer todo lo que se pueda;
estibarle bien, aunque sea de borona, y evitar que se le remonte
el genio... Y cuando se acabe el sitio, si vivimos, te le llevas a
Francia, qué allí bien puede ser que el hombre despliegue con más
tino sus invenciones. España no es país para eso: aquí inventamos
guerras y trapisondas. Cosas de maquinaria, siempre vi que venían del
extranjero..., de donde deduzco que lo que aquí es locura, en otra
parte no lo será.

Ni dentro ni fuera de España veía la buena mujer enmienda para el
trastorno cerebral de su pobre marido, víctima, según ella, de su
puntillosa rectitud y delicadeza... No, no debían ser los hombres
tan rematados en la honradez. Prueba de las desventajas del excesivo
puritanismo era Negretti, que se había pasado su vida trabajando,
explotado por este y por el otro, con escasísimo provecho suyo, y
desgaste de sus notorias energías. Pensando en esto, Prudencia se
aprestó a recabar dentro del matrimonio la autoridad que hasta entonces
había ejercido su esposo, el cual, consultando a veces a su costilla,
determinaba por sí y ante sí, conforme a su rígida conciencia. Ya esto
no podía ser: hallábase Ildefonso incapacitado para el gobierno; ella,
pues, asumía todos los poderes, disponiéndose a resolver cualquier
asunto pendiente, aunque fuese de los más graves. Ciertamente, sus
resoluciones serían menos rigoristas que las de Negretti, pero más
prácticas, inspiradas siempre en el bien de todos, y en las eternas
leyes del sentido común. Pensaba esto Prudencia, por encontrarse
frente a un problema doméstico muy delicado; y después de mucho vacilar
entre someterlo al dictamen y sentencia de Ildefonso, o resolverlo
por sí, se decidió por este último temperamento, como más cómodo y
expedito. Sobre sí tomaba la responsabilidad y la gloria del caso.

Y que el problema era delicadísimo se mostrará con solo enunciarlo.
El 2 de noviembre, uno de los días que mediaron entre el segundo y
el tercer sitio de la valiente Bilbao, llegaron a esta tres correos
de Castilla, escoltados por el batallón de Toro y otros refuerzos
que fueron de Portugalete, al mando del brigadier don Miguel Araoz.
Recibiose en casa de Arratia, con varias cartas comerciales, una
para Ildefonso Negretti. Cogiola Prudencia, y conociendo la letra
del sobrescrito, la guardó, con ánimo de no entregarla a su marido
mientras se hallase tan lastimosamente afectado del ánimo. Convenía
evitarle quebraderos de cabeza, y alguno se traía la tal carta, de puño
y letra del señor de Mendizábal. No era su ánimo abrirla, que esto
habría sido contravenir la subordinación a su dueño y señor; pero pasó
tiempo; Ildefonso no mejoraba; según las impresiones de Valentín y el
dictamen de don José Caño, su trastorno era indudable. No se hallaba,
pues, en disposición de ocuparse de nada. Sentíase Prudencia abrasada
en curiosidad por ver el contenido de la carta. ¿Qué inconveniente
había ya en abrirla? La enfermedad de Ildefonso era la abdicación
de la soberanía matrimonial, que de hecho a la mujer correspondía.
Fortalecida su conciencia con estos razonamientos, hizo lo que no había
hecho nunca: abrir una carta dirigida a su esposo.

Grande fue su asombro y disgusto al enterarse de lo que don Juan
Álvarez a Ildefonso escribiera. ¡Vaya por dónde salía el buen señor!
Que si se presentaba don Fernando Calpena a pedir a la niña en
matrimonio, no se le pusiera ningún obstáculo, y se dispusiese el
inmediato casamiento de Aura con el tal don Fernando... Que este era un
sujeto de elevadas prendas, nacido de padres de la más alta alcurnia...
Que poseía regular fortuna, y la poseería aún más cuantiosa dentro de
algún tiempo... y que patatín y que patatán...

«¡Persona elevada! —decía para sí Prudencia, guardando la carta en los
profundos abismos de un cofre donde permanecería sin ver la luz por
los siglos de los siglos—. ¡Tan elevada que desaparece en los aires!
Si este señor quiere tanto a la niña, ¿por qué no ha venido antes?...
¿Por qué la tiene en este abandono?... ¿Qué amor es ese que no se
digna presentarse, ni siquiera escribir? Bajo mi responsabilidad, como
mujer honrada y que mira por los suyos, me permito mandar a paseo al
señor don Juan _de las campanas_, y disponer lo necesario para la
felicidad de mi sobrina. ¡Sabe Dios en qué malos pasos andará el tal
don Fernando, y cuáles serán los motivos de su ausencia!... No, no:
aquí no creemos en brujas, ni en elevados personajes que no se sabe de
quién han nacido... ¡Pues si con tanta facha resulta que el Calpena
es un perdido, uno de esos que escriben en los papeles, un gorrón, un
catasalsas!... No, no: bajo mi responsabilidad, la orden se acata,
pero no se cumple. Si Ildefonso lo decidiera, seguramente añadiría
una simpleza más a las muchas que ha hecho en su vida. Por ser tan
rigorista está como está: pobre y arrumbado...».

Dicho esto, se afirmó en su resolución, y de tal modo expresaba su
rostro la dureza de su carácter y el propósito de ir a su objeto sin
vacilaciones ni melindres, que el entrecejo parecía más nebuloso, la
mandíbula inferior más larga, las arrugas de su frente más hondas,
y hasta podría creerse que le crecía el bigote. Sin consultar con
Ildefonso ni darle cuenta de nada, pues el hombre no estaba para
calentarse la cabeza, determinó encaminar pronta y hábilmente los
acontecimientos hasta ver realizado su sueño de oro. ¡Oh, qué ideal!
Casar a Aurorita con Martín. Si esto conseguía, más había hecho ella
por el bien de la familia que todos los Arratias desde la quinta
generación.

Comprendiendo la necesidad de colaboradores, pensó que debía
comunicar sus planes a Sabino. Con Martín había que contar, sin
duda, aleccionándole previamente, pues era también de la cepa de
los delicados, de los rígidos, de conciencia irreductible... Se
procuraría llevar las cosas por lo derecho, fomentando la afición y
simpatía entre los dos seres que habían de casarse. Lo más difícil era
convencer a la chiquilla y curarla de aquella ridícula deformación de
su voluntad: el amor a un galán fantástico, volátil y perdidizo, que
no parecía por ninguna parte. Pero si Aurora pecaba en ocasiones de
independiente y arisca, sabiendo manejarla y aprovechar los giros de
su imaginación y los desmayos de sus nervios, fácil era hacer de ella
todo lo que se quería. Adelante, pues, y a trabajar con fe. En aquella
familia de trabajadores, no había de quedarse atrás la valiente obrera
de las artes pertenecientes al alma.

Así, mientras los carlistas, tomadas las posiciones principales de la
línea exterior de defensa, armaban de noche, a la calladita, nuevas
barricadas y parapetos para emplazar su artillería contra la pobre
Bilbao, Prudencia y Sabino, paralelamente a la labor facciosa, dieron
comienzo a sus trabajos de asedio para expugnar el corazón de Aura y
establecer en el su dominio.

—Es indispensable obrar con prontitud —decía la señora a su hermano—, y
llegar al fin antes que se acabe el sitio.

Y como manifestara Sabino que en tal negocio no convenían prisas
que pudieran transcender a secuestro, se le hincharon las narices a
Prudencia y contestó airada:

—Tú siempre con tus calmas, con tu _veremos_ y tu _mañana será_... Ya
ves el pelo que has echado con tal sistema. Déjame a mí, que con los
calzones de Ildefonso, llevándolos mejor que él y que todos vosotros,
sabré realizar esta gran idea.

Habíase guardado muy bien de comunicar a su hermano lo de la carta,
temerosa de que saliese Sabino con la gaita del rigorismo y del
caso de conciencia. ¡Otro que tal! ¡Así estaban todos tan perdidos!
También ella tenía conciencia; pero una conciencia práctica, y con su
conciencia práctica arreglaría las cosas de modo que cuando viniese
el madrileñito con sus manos lavadas a pedir a la niña, pudiera ella
(Prudencia) salir y decirle con mucha finura, haciéndose de nuevas:

—¿Qué niña, señor? Usted se ha equivocado. Aurora Negretti es la señora
de don Martín de Arratia.




XXVI


No desalentó a los bilbaínos la pérdida de los fuertes de Banderas,
Capuchinos, San Mamés, Burceña y Luchana; antes bien, creciéndose al
castigo, sacaron de sus desventuras nuevas energías para defenderse.
Ni la guarnición se acobardaba, ni la Milicia y los vecinos tampoco.
Cada cual sostenía su entereza, reforzándola con la alegría, de lo que
resultaba una colectiva fuerza irresistible. El 17 de noviembre fue
un día penoso: duró el fuego siete horas, sin ninguna interrupción.
Era principal objetivo de los facciosos poner su mano en lo que creían
llave de Bilbao, el convento de San Agustín, situado entre el Arenal y
el Campo Volantín, al pie de cerros elevados y casi al borde de la ría.
Las compañías de Toro, Trujillo y Compostela se portaron heroicamente,
secundadas por los milicianos. Los muros del convento se deshacían, se
resquebrajaban con el cañoneo enemigo, y abiertos varios boquetes entre
la mampostería derrumbada o hecha polvo, intentó el enemigo con empuje
el asalto. Un empuje mayor de bayonetas y pechos valerosos, les paraba
la acometida. Allí se quedaban hechos trizas parte de los combatientes;
pero las piedras de San Agustín continuaban bajo el poder y la insignia
de Isabel II.

Sobrevino el 18 un temporal violentísimo del noroeste, con viento
y lluvia; cesó el fuego en San Agustín, ocupándose los sitiados en
reparar los destrozos con sacos de tierra. Pero en el centro de la
villa, y particularmente en las Siete Calles, cayeron bombas que
hicieron estragos en edificios y personas. Amenazaba hundirse la casa
de Busturia en Artecalle, y sus habitantes se repartieron en casas
de amigos, yendo a parar a la de Arratia dos señoras y un niño. En
_Goienkale_, hoy calle Somera, casi todos los vecinos se habían bajado
a las bodegas y sótanos. La animación era extraordinaria, mezclándose
lloros de mujeres con cánticos de muchachos animosos y alegres. Ya
escaseaban los víveres, y la relativa abundancia de esta familia iba
en socorro de las escaseces de la otra, con admirable fraternidad.
Corrían entre tanta desolación frases de esperanza, fantasías del
patriotismo, centelleos de la fe que nunca se apaga. Espartero recalaba
ya en Portugalete con tantísimos miles de hombres, y no tardaría en
reventar las líneas carlistas, en apabullar el sombrero de hule del
general Eguía, y hacerles a todos polvo... Caían bombas aquí y allá;
lloraban las nubes; las calles eran lodo, apestando a pólvora. Rojiza
claridad siniestra iluminaba la villa. El viento avivaba el fuego, lo
esparcía, lo llevaba de una parte a otra. De los sótanos subían los
valientes bilbaínos a las techumbres para cortar incendios; andaban por
arriba como gatos; descendían negros, ahumados, y en las profundidades
de las casas, refugio de los seres débiles, respiraban atmósfera de
cuerpos febriles; en las calles pisaban lodo, sangre en las baterías, y
si no se volvían locos en noches como aquella era porque sus cerebros
se hallaban construidos a prueba de locura, y fortificados por un
convencimiento más duro que todos los metales que hay en la naturaleza.

Amenazada de incendio la casa vecina de la de los Arratias, dispuso
Prudencia trasladarse con Negretti a la morada de su amigo Antonio
Cirilo de Vildósola, corredor de cambios, en el Portal de Zamudio. Aura
y sus amigas las de Busturia se fueron a la casa del señor Gaminde,
ya del lector conocido, comerciante fuerte, que operaba en bacalao,
lanas y otros artículos. En estas idas y venidas, hubo dispersiones.
Los hombres no podían estar en todo, pues atendiendo a la mudanza
y trasiego de mujeres, habían de abandonar urgentes trabajos en la
batería de las Cujas y en la Cendeja. Prudencia, con las dos señoras de
Busturia, encontró a Martín en Bidebarrieta, acompañando a la esposa y
niños de Ibarra; se detuvo para decirle:

—No sé si Aura habrá llegado a casa de don Francisco. Iba con Nicolás
Ledesma, el organista, y Manuela Echavarri.

La tranquilizó Martín, asegurando que la había visto minutos antes con
las referidas personas, y con su hermano Zoilo.

—Entonces no hay cuidado. Recordarás lo que te encargué —díjole
Prudencia aparte—. Vas a cenar _donde_ Gaminde, y allí tendrás a Aura
en buena disposición para decirle lo que sabes... Procura ser galán, y
deja a un lado la sosería.

Observó el muchacho que la ocasión no era muy apropiada para las
expansiones amorosas. Algo le había dicho ya por la mañana en su
casa y en la de Vildósola, cuando fueron a llevar al tío Ildefonso,
y por cierto que no se había mostrado la niña muy complacida de sus
indirectas, que indirectas eran, pues a otra cosa no se atrevía.

—Eres un santo —le dijo Prudencia—, y a los santos, en cosas de amor,
hay que dárselo todo hecho.

Siguieron las de Ibarra hacia la calle del Perro; Prudencia se fue al
Portal de Zamudio; poco después entraba Martín en casa de Gaminde,
componiendo en su mente una patética explanación de sus puros afectos
para espetársela a su prima sin pérdida de tiempo. Por desgracia, había
salido Aura con don Francisco y las chicas de Orbegozo en demanda de la
morada de estas, donde acababan de llevar herido a Juanito Orbegozo,
de la 2.ª de Milicianos, y a uno de los chicos de Gandasegui. Hubo de
renunciar Martín por aquella noche a proseguir su amorosa batalla,
porque otras obligaciones le llamaban a la batería de Mallona, donde
entraba de servicio. Por el camino se encontró a José Blas de Arana,
que le ajustó la cuenta de las bajas de aquel día, añadiendo con acento
lastimoso:

—Como Espartero no se dé prisa, paréceme que tendremos que dejarnos
aquí los huesos.

—Si es preciso; si Bilbao lo quiere —dijo Martín—, los dejaremos, y
vayan por delante los míos, que para poco sirven.

Pues en medio de tantos desastres tuvieron calma y humor aquellos
hombres para celebrar los días de la reina (19), recorriendo las
calles en grupos clamorosos y vitoreándose recíprocamente tropa y
milicianos, cual si se hallaran en vísperas del triunfo. Toda la tarde
estuvo tocando la música en la batería del Circo, y las canciones
enronquecieron las gargantas de muchos. Dios no les dejaba morir de
tristeza y desconsuelo, sugiriéndoles cada día nuevas esperanzas. El
26, cuando el fuerte del Desierto anunció con salva de 21 cañonazos
que Espartero había entrado en Portugalete, respiró la gloriosa
villa por los pulmones y las bocas risueñas de todos sus hijos,
cantando victoria, y haciendo befa y escarnio del terrible enemigo. La
artillería de este enmudeció, como si lo que anunciaba el cañón del
Desierto impusiera pavura en el sitiador embravecido. Pero su silencio
era el sordo trabajo preparatorio de la furibunda embestida que
pensaban dar al día siguiente, 27. Al anochecer del 26 descansaron los
carlistas en la firme creencia de hallarse en la víspera del fin. Una
noche no más les separaba del premio de su constancia: la rendición de
Bilbao.

Cinco días estuvo Aura sin ver a Zoilo, y tres sin saber nada de
Martín. Por uno y por otro pasó intranquilidad la familia, y Sabino
no hacía más que ir de fuerte en fuerte, interrogando a todo el que
encontraba. Acompañole Aura en una de estas excursiones, sin temor al
peligro, y al cabo, volviendo del Circo, supieron que Martín no tenía
novedad y había pasado a Solocoeche.

—Vaya, ya estás tranquila —le dijo su tío—. El chico vive y tú
resucitas. Con esa impresionabilidad que te ha dado Dios, parecías
muerta de susto y pena.

—Pero aún no debemos alegrarnos, tío: no sabemos nada de _Zoiluchu_.

—Es verdad; bien comprendo que ese no te llama tanto como Martín; pero
también es hijo de Dios, y debemos mirar por él. Aunque parece un
tarambana, mi Zoilo vale mucho; a valiente le ganan pocos; tiene su
pundonor, y sabe llevar el nombre de la familia Pero no se igualará
nunca a su hermano Martín, pues este es de los que entran pocos en
libra. No podrás tú ni nadie señalar una buena cualidad que él no tenga.

Aura no dijo nada, y sintiendo Sabino la necesidad imperiosa de
practicar dentro de un recinto sagrado las devociones con que
diariamente alimentaba su fe, propuso a la joven entrar en la
primera iglesia que hallasen abierta. Por fortuna, en la capilla de
la Misericordia estaba el Señor de manifiesto, y allí se metieron,
empleando ambos como una media hora en rezos y meditaciones. Sentose
Aura; permaneció Sabino de rodillas larguísimo rato.

—He pedido al Señor dos cosas —dijo a su sobrina, tomando al fin
asiento junto a ella, todavía con la boca llena de sílabas de rezos—.
Primera, que nos conserve la vida del pequeño como nos ha conservado
la de su hermano, y que igualmente, ellos y nosotros lleguemos vivos y
con salud a la terminación del sitio, sea cual fuere la solución que Su
Divina Majestad le dé. Segunda, que me conceda el cumplimiento de un
deseo santísimo que me alienta, tocante a Martín y a ti...

Aura no chistaba. Entráronle súbitas ganas de rezar, y se puso de
rodillas, dejando un tanto cortado al buen Sabino. Pero este no se
abatía por tan poco; echó también a media voz, en pie, cruzadas las
manos, una larga oración; y poco después cuando estuvieron al habla
para salir, volvió al ataque.

—Comprendo que la cortedad, el pudor, la timidez propia de una
doncella pura, no te permitan manifestar tus sentimientos..., pero tú
quieres a mi hijo, ¿verdad? Tú reconoces en Martín el único marido
_práctico_ que te corresponde..., ¿verdad?... Confiésamelo, dímelo aquí
delante de Jesús Sacramentado.

—¿Qué quiere que le diga? —murmuró Aura con expresión dolorosa—. Que
las cualidades de Martín son muy buenas..., únicas.

—Eso ya lo sé..., dime lo otro; dime que aprecias esas cualidades, y
que quieres hacer con las tuyas y las de él un hermoso ramillete de...

No le salía la figura. Sacole de sus apuros retóricos la hermosa
doncella, declarando que no quería oír hablar de casorios con Martín ni
con nadie, porque estaba resuelta a no casarse más que con...

No acabó. Sabino le quitó la palabra de la boca para poner la suya:

—Quien vive de ensueños, hija mía, soñando muere. Tú lo pensarás...
No has nacido para vestir imágenes, sino para que a ti te vistan de
felicidades. A Martín no le faltan partidos; pero te quiere a ti...
Ten compasión, que es la madre del cariño, y este el padre del amor...
Conviene que seas _práctica_, a estilo de todos nosotros; conviene que
no mires tanto a lo pasado, pues el que mira mucho atrás, atrás se
queda..., y el que vive entre fantasmas en fantasma se convierte..., o
en estatua de sal, como la otra..., no me acuerdo cómo se llamaba... En
fin, no te digo más, que aquí vienen doña María Epalza y Juanita.

Dos señoras, madre e hija, que acababan sus prolijos rezos, se les
agregaron, y a todas dio agua bendita con sus dedos glaciales el bueno
de Sabino. Picotearon un rato en la puerta sobre los desastres del
sitio y la escasez de víveres. Ya no había carne, ni aun salada.

—Si ese generalote no viene pronto —dijo la señora mayor—, ¡pobre
Bilbao!... Pero quieren que perezcamos todos gritando «¡Viva Isabel
II!», y aquí estamos también las mujeres dispuestas a cumplir el
programa.

—Será, señoras mías —manifestó Sabino con fervor, terciándose la capa—,
lo que disponga el de arriba, que es quien dicta los programas. ¿Qué
hemos de hacer más que acatar la divina voluntad?

—Y la voluntad divina —afirmó la señora menor, viudita joven muy guapa—
ordena que Bilbao perezca antes que rendirse.

—No, hija: que ni se rinda ni perezca..., pues pereciendo no tiene
gracia. Hay que sacar adelante a la niña, a nuestra angélica reina...
¿No piensa usted lo mismo, Sabino?

—Señora, yo pienso...

En la punta de la lengua tuvo ya el conocido dicho de _quien con
niños se acuesta_..., pero se abstuvo de soltarlo, por escrúpulos de
lenguaje y respeto a las damas. Propuso la viudita que pues aquel día
no _tiraban_, podían correrse pasito a paso hacia la Cendeja, para ver
todo lo que allí habían hecho los nuestros, las defensas magníficas,
imponentes, donde se estrellaría el coraje faccioso. Dudaba la señora
mayor; manifestó Sabino recelo de andar por tales sitios; pero tan
decidida y entusiasta curiosidad mostraron las muchachas que allá se
fueron por toda la calle de Ascao y la de la Esperanza, hasta que ya
en el término de esta les estorbaron el paso lo desigual del piso
desempedrado, los charcos y lodazales, los montones de escombros. Por
encima de un espaldón de tablas, reforzado con faginas, vieron que
asomaba una cabeza desmelenada; la cabeza de un diablo guapísimo,
alegre, que llamaba con fuertes voces. Era Zoilo. Aura fue la primera
que le vio.

—Tío Sabino, mire donde está ese pillo.

Corrió el padre, corrieron las damas. Alargando su cabeza por encima
del tablón todo lo que podía, el miliciano les dijo:

—Aura, padre, ¿han visto el letrero que hemos puesto por la parte de
afuera de la batería para que lo vean ellos?

—Ya, ya sabemos —dijo Aura mirándole gozosa—. Una calavera con dos
canillas, pintada sobre negro.

—Y un letrero que dice: _Tránsito a la muerte_, o lo que es lo mismo:
que todo el que venga a tomar esta barricada, muere, y que los que la
defendemos, aquí estaremos hasta que nos maten.

—Bien, hijo, bien: no hemos visto el letrero; pero nos figuramos lo
bonito que será. Dios te la depare buena. No sabíamos de ti.

—Oye, Zoilo —dijo la señora mayor—: ¿está aquí Luisito Bringas, el hijo
de mi sobrina, sabes?

—¿Luis el del indiano? Sí, señora. Aquí cerca, en las Cujas está. Hace
un rato comimos juntos él y yo.

—Dirasle que a su mamá le supo muy mal que pidiera venir aquí, donde
hay tanto peligro, y que no hace más que llorar.

—Ese es de los temerarios, locos, como mi hijo —observó Sabino—. Dios
cuida de ellos.

—¡Bravo, _Luchu_! —exclamó Aura—. ¿Desde cuándo estás aquí?

—Dos días llevo ya. No salgo, no sea que el puesto me quiten.

—¿Por qué no avisaste a casa, hijo? Estábamos con cuidado. Tu prima y
yo venimos del Circo y de Mallona, donde hemos preguntado por ti. Dime,
¿no tienes miedo?

—Sí, señor: un miedo tengo, uno solo. Temo que esos cobardes, después
de tanto boquear, no nos ataquen mañana como dicen.

—¡_Tránsito a la muerte_! —repitió Aura con admiración, sintiendo no
ver el lúgubre letrero—. Pero no morirán... Eso se dice...

—Y se hace.

—Vámonos, vámonos... —dijo Sabino—. Este no es sitio para señoras.
Zoilo, por si no lo sabes, José María y yo dormimos en casa de
Melquiades Echevarri. Vámonos, no sea que...

—¡Si ahora no tiran! Están rezando el rosario.

Al despedirse Sabino tiernamente de su hijo, se le saltaron las
lágrimas, y Aura, de verle llorar, lloraba también.

—¡Ay, qué hijos estos! —decía suspirando la señora mayor—. ¡Lo que
inventan! ¡_Tránsito a la muerte_!

—Es cosa de los de Trujillo, de los de Compostela —indicó la viudita.

—Y de estos, de los nacionales. Todos son unos.

—¡Sangre de chicos, corazones de hombres!

Y doña María Epalza, con súbito arranque impropio de sus años y de su
obesidad, se cuadró, y elevando sus brazos con frenesí convulsivo hacia
el tablero por donde asomaban varias cabezas, gritó:

—Sí, cachorros de mi tierra. ¡Viva Bilbao, viva Isabel II!

Se alejaron pisando fango, escombros, astillas..., oíanse lejanos
disparos de fusilería; por la parte del barranco de San Agustín
venía una humareda negra, olor de pólvora... Hasta el convento de la
Esperanza fue Aura mirando para atrás para ver los aspavientos que
hacia Zoilo, alargando medio cuerpo fuera del espaldón de tablas. La
señora mayor, agarrándose a la capa de Sabino, le decía:

—¡Ay, me descompuse; me entró como un furor de alegría, de entusiasmo
al ver el tesón de esos chicarrones!... No se puede remediar..., está
en la sangre bilbaína...

Y la señora menor completó el pensamiento con esta frase:

—Bilbao muere, pero no se rinde.

—Así sea —dijo Sabino—. Y por encima de todo, la voluntad de Dios...
Por de pronto, señora doña María, hoy tenemos las alubias a veintiséis
cuartos, y el bacalao a siete reales... Pero dicen que no importa...
No somos nada; el pueblo es todo, el pueblo dice: «Morir antes que
rendirse».

Doña María, que apenas tenía movimiento después del esfuerzo que hizo
para engallarse y soltar los furibundos vivas, modificó el concepto:
_Morir, tal vez; rendirse, nunca_.




XXVII


Lisonjera fue la mañana del 27. Cundió por la villa la creencia de
que Espartero iba sobre Castrejana, y si conseguía forzar el puente
y pasar a la orilla derecha del Cadagua, los sitiadores se verían
comprometidos. Valentín Arratia, que conservaba su excelente vista
marinera, subió a la torre de Miravilla, y puesto su ojo en buenos
catalejos, distinguió los batallones isabelinos desfilando por el valle
de Baracaldo. En Bidebarrieta y el Arenal los patriotas difundían la
buena noticia de corrillo en corrillo.

—Para mí —decía Valentín Arratia— no pasa de mañana el tener aquí a
don Baldomero. He visto las tropas de la reina como les veo a ustedes,
marchando en columnas hacia el puente.

—Lo que resultará no lo sabemos; pero que se están zurrando de lo lindo
es evidente —dijo Antonio Cirilo de Vildósola—. Lo que fuere sonará.

—¡Si ya está sonando! Hemos oído un tiroteo horroroso —aseguró don
Francisco Bringas, rico indiano, exaltado liberal y el primer optimista
de la villa—. Apuesto lo que quieran a que levantan el sitio esta
tarde..., ¡contro!...

—Diga usted que convida, don Francisco, y todos seremos de su opinión.

—Pues me corro, ¡contro!... Aún me quedan dos docenas de botellas de
chacolí de Baquio.

—Tanto como esta tarde, no diré yo que nos perdonen la vida —indicó
Arratia—; pero mañana temprano... Aquí llega el amigo Arana. Viene de
la Diputación, donde habrán llegado gordas y buenas.

—José Blas, ¿qué sabes?

—Solo sé que no sé nada, como dijo el otro.

—Te lo callas, por no convidar.

El tal José Blas de Arana, uno de los más exaltados corifeos de la
defensa, era comerciante en sebo, sardinas de barril, raba y otros
artículos similares. En su campechana modestia, permitía que los amigos
le llamasen _Borra_, y se cobraba esta conformidad aplicando apodos a
sus conciudadanos.

—¿Convidar yo?... ¿A qué? A metralla, si quieren. Con todo, si se
confirma que _renuncian generosamente a la mano de Leonorita_, como
dice Guzmán en _La Pata_, convido. Poseo una bacalada y hasta medio
ciento de galletas mohosas.

Acercose Tomás Epalza, rico por su casa, banquero, como los anteriores
perteneciente a la Junta de Armamento. Era hombre jovial, satisfecho
en toda ocasión y circunstancias, de una fe ciega en la resistencia de
Bilbao, dispuesto a dar cuanto tenía si de ello dependiera el completo
apabullo de la _Pretensión_.

—Estos no piensan más que en comer —dijo riendo—. Bueno anda ello... A
lo que parece, Espartero viene y nos trae pan de trigo.

—Y si no nos lo trajere o se perdiera en el camino —apuntó Arana—, aquí
están los ricos de Bilbao, los más ricos, dispuestos a comer borona y
gato estofado hasta que San Juan baje el dedo.

—Los ricos de Bilbao —afirmó el indiano Bringas con jactancia de buena
sombra, que no ofendía— tienen su dinero para gastarlo en la defensa,
¡contro!, y en su mesa siempre hay un plato para todos los _Borras_,
que no se rinden al _yugo servil_. Ya sabes..., en la calle del Ferro
tienes la mesa puesta... ¿Te has comido ya todas las velas de sebo?...
Pues en casa hay de todo, verbigracia, cacao en grano y nueces...
Conque sepamos, ¿qué se cuenta?

—Que cansados de obtener victorias —dijo Vildósola, el cual se ponía
muy serio para bromear—, se van a ponerle sitio a la peña de Orduña,
donde está el tesoro escondido.

El indiano expresaba su regocijo rascándose la sotabarba, con cerquillo
o carrillera de pelos grises, y dando pataditas para entrar en calor.

—Compañero —le dijo Epalza—, si tiene usted ganas de bailar el
_aurrescu_, aquí viene Ostolaza, que no desea otra cosa, para celebrar
la venida de Espartero.

Era el llamado Ostolaza uno de los más calientes patricios, comerciante
en las Siete Calles, tan aficionado a la danza éuskara que no perdía
coyuntura de armarla por cualquier motivo que hiciera vibrar la fibra
patriótica.

Antes de que el tal hablase, retumbaron terribles cañonazos.

—Ostolaza, ahí los tienes —le dijeron—. ¿No querías _aurrescu_? Don
Nazario quiere bailarlo contigo.

—Bonita música, compañeros —replicó el bailarín gozoso, restregándose
las manos—. Yo sé por qué tiran... Es miedo; se les van las aguas de
puro canguelo, y creen que tirando nos engañan, para que no hagamos una
salida.

—Como les embista esta tarde el amigo Espartero, señores —dijo
Bringas—, y dispongamos aquí una salidita con gracia, no se escapa ni
una rata.

Acercose al grupo don Juan Durán, el valiente coronel de Trujillo, que
venía de casa del gobernador San Miguel, y les dijo:

—Nada, nada: esto es claro. Quieren gastar las municiones para hacernos
todo el daño posible antes de retirarse.

—¿Está en Castrejana don Baldomero?

—Y arreando de firme, según parece.

—Pronto saldremos de dudas. Señores, a comer la puchera el que la
tenga.

—La tengo yo para todos —dijo Bringas—, con cecina superior, ¡contro!

—Ea, señores, a comer. Cada cual a su borona... A las tres, junta.

—Y a las cuatro, _aurrescu_.

—Y a las cinco, abrazos... ¡Espartero!... ¡Arriba Bilbao!

Al dispersarse, tomó Valentín la dirección de San Nicolás, donde tenía
que dejar una orden de la Comisión de Guerra, y no había andado veinte
pasos cuando vio venir a _Churi_ con otros corriendo a todo escape. En
el mismo instante sonó vivo tiroteo hacia San Agustín. Llegándose a su
padre, el sordo, con aterrada expresión, hablando más con el gesto que
con la palabra, le dijo:

—En San Agustín, ellos..., visto yo... Fuego mucho... Por bajo
entraron... Corra; veralos piso alto..., fuego.

Otros que venían de allí decían lo mismo con distintas expresiones. La
noticia cundía con rapidez eléctrica... Valentín se plantó detrás de
San Nicolás, vacilante... La curiosidad y el patriotismo empujábanle
hacia San Agustín; el miedo le mandaba retroceder. Casi sin darse
cuenta de ello fue arrastrado por un tropel de paisanos y nacionales
que hacia la Cendeja corrían. Entre ellos vio a _Churi_, y cogiéndole
por un brazo le llevó consigo.

—No te separes de mí... Vamos al fuego. Si hace falta gente, aquí llevo
un sordo y un cojo: no tengo más.

Habían hecho los carlistas sigilosamente una excavación, por donde
penetraron en la alcantarilla del convento; de ella subieron al
piso principal, dominando la portería y claustros bajos. Sorprendida
la tropa que guarnecía el edificio, se defendió con bizarría entre
paredes, en las crujías bajas, viéndose obligada a retirarse ante la
superioridad dominante de las posiciones del enemigo. Diose una batalla
disputando el paso a la sacristía. Ganada esta por los facciosos,
empeñose otra acción por el paso de la sacristía a la iglesia. Los
valientes de Trujillo hubieron de retirarse, dejando media compañía
prisionera. Aún intentaron defender a la desesperada el paso al coro, y
el de este a la próxima casa llamada de Menchaca; pero sucumbieron ante
el número. En aquella serie de acciones breves, terribles, dentro de un
laberinto formado por murallones ruinosos y tapiales medio destruidos,
aprovechando unos y otros las ventajas de un ángulo, de un boquete,
de un escalón, desarrollaban instintivamente los mismos principios
estratégicos que en un gran campo de guerra, donde hay río, colinas,
desfiladeros y otros accidentes. ¡Espantosa miniatura! Todo lo que
disminuía el tamaño del escenario aumentaba el horror de la tragedia;
y los combatientes eran más grandes cuanto más chico el campo de su
encarnizada porfía. Quedaron al fin los carlistas dueños del edificio y
casa próxima; desde las altas ventanas dominaban las baterías que antes
fueron segunda línea de defensa, y ya eran primera línea. En el frente
de esta podían leer la lúgubre inscripción: _Tránsito a la muerte_.

Cuando llegaban Valentín y _Churi_ a la calle de la Esperanza, el
fuego era horroroso. Las baterías carlistas cañoneaban sin cesar.
Considerado el espacio entre San Agustín y el Arenal como llave de la
plaza, el sitiador no tenía más que alargar la mano, alargar el pie
para franquear aquel breve terreno, cosa en verdad muy fácil si allí no
estuviera el corazón bilbaíno. Y este se apresuró a obstruir el paso
con tanta celeridad como bravura. Acudieron todos los jefes militares,
todos los nacionales que no hacían falta en otros puntos, los paisanos
que se hallaban en disposición de tomar un fusil. Mucha carne hacía
falta para cerrar aquel boquete. Allí se jugaban los bilbaínos la
suerte de su querida villa: un paso más de los facciosos, y Bilbao les
pertenecía.

Toda la tarde duró el formidable duelo: uno de los primeros heridos
fue el gobernador de la plaza, don Santos San Miguel, y a poco cayó
también el brigadier Araoz: ni uno ni otro tenían heridas graves; pero
quedaron inutilizados. Urgía elegir otro jefe de la defensa. Reunida
en San Nicolás la Comisión permanente de guerra, nombro al brigadier
Arechavala, que mandaba en Larrinaga. Fue a buscarle Valentín Arratia,
ansioso de ser útil, ya que no se creía apto para la lucha, pues
ningún arma sabía manejar. Maquinalmente, sin darse cuenta de lo que
hacía, entregó a _Churi_ el fusil y los cartuchos que le habían dado
momentos antes, y se fue corriendo hacia Larrinaga. No bien se vio el
sordo armado y con pertrechos de guerra, corrió a donde con más ardor
hacían fuego nacionales y tropa. Él también tiraba; su puntería no
era mala. Del cañoneo y estruendo del combate no percibía más que un
mugido y trepidaciones hondas; ¿pero qué le importaba? En un momento
gastó los cartuchos que le había dejado su padre, y pidió más, y se
los dieron, y sin cesar hizo fuego, con vivo deleite de su alma ruda,
solitaria. Habría querido poseer un arma que de un solo tiro lanzase
infinidad de balas para matar a muchos de una vez, no importándole gran
cosa que al caer los facciosos cayera también alguno de los _de acá_.
Estimaba en poco las vidas humanas, y pues él no era feliz, ni podía
serlo por carecer de un precioso sentido, extendiérase por el mundo la
infelicidad, y reinara la muerte donde debía florecer la vida. Ignoraba
absolutamente el por qué fundamental de la guerra, y no había sabido
discernir el motivo de que la causa de _una_ Isabel fuera mejor que
la de _un_ Carlos. Participaba, eso si, sin darse cuenta de ello, de
la fiera terquedad bilbaína. ¡Defenderse a todo trance! Esto era una
causa, una razón, una bandera.

Corrió, pues, Valentín al cumplimiento de su misión, como individuo
de la Junta, y en la calle de la Ronda se encontró a José María, que
venía del hospital con un convoy de camillas, llevadas por viejos del
Hospicio y algunas mujeres.

—Corre, hijo, corre, que buena falta hará todo esto... ¡No es mal
chubasco el que hay por allá! Pero antes que las camillas, harán falta
buenos tiradores... Antes que pensar en heridos, pensemos en matar...
Oye, oye. Si no te dan un fusil, ayuda al acarreo del agua... Llévate
todas las mujeres del barrio... y señoras llévate... que trabajen _a la
hormiga_. Cubos hay en San Nicolás... Hoy perece Bilbao, si no echamos
el resto...

Partieron en dirección contraria. Al regreso de Larrinaga, pasando
por la calle de Ascao, multitud de mujeres, así del pueblo como del
señorío, refugiadas en tiendas y portales, querían detenerle con sus
clamores, con ansiosas preguntas.

—¿Es cierto que también atacan por el Circo? ¿Y de la Cendeja qué sabe,
Valentín? ¿Hay muchos heridos?... ¡Qué horror de día! ¿Se acabará
pronto?... ¿Entrarán?... ¡Como no entren!

De un grupo de señoritas y muchachas del pueblo, en deliciosa
confusión, vio salir a Aura, pálida, desordenado el pelo, los ojos
echando chispas.

—Tío Valentín, ¿están allí Zoilo y su hermano? ¿Sabe algo de ellos?

—Hija, no es ocasión de dar noticias..., ni puedo detenerme... No
sabemos cómo acabará esto. Apretada anda la cosa.

—¿Entrarán?... ¿Pero entrarán?

—¿Quién? ¿Ellos? ¡Nunca!...

Irguiéndose en medio de la calle, soltó el registro más ronco de su voz
para gritar:

—¡Viva Isabel II, viva la Libertad! Y sepan que donde está Bilbao esta
la bravura española...

Las exclamaciones que respondieron a estos gritos atronaban la calle.

—Niñas, mujeres, señoras, _ser_ valientes... Que los nombres no os vean
cobardes... Si vosotras sois bravas, el _chimbo_ no cae, ¡qué ha de
caer!... Ánimo, y que desde allá os oigan reír, no llorar..., llorar
no. Hoy no se llora aquí... Y si os mandan llevar cubos de agua, para
refrescar los cañones... ¡hala con ellos, _a la hormiga_!

Los desplantes que tuvo que hacer al largar los vivas recrudecieron su
dolor crónico, y se fue renqueando, mas no por eso menos presuroso,
aunque le molestaba horrorosamente su antigua avería en la _aleta de
estribor_. Oíase en toda la calle el coro, con diversidad de voces,
cantando las animadas estrofas del himno compuesto en aquellos días por
los milicianos Zearrote y Casales:

      Entre ruinas, valientes bilbaínos,
    vuestras sienes ceñís de laurel,
    y en estruendo marcial solo se oye
    libertad y que viva Isabel.

Soldados de _Trujillo_ y _Toro_, y algunas compañías de Nacionales,
defendían la Cendeja, llave del Arenal y de Bilbao, con un tesón de
que solo se encontraría ejemplo en las épicas jornadas de Zaragoza y
Gerona. Decididos a que los dueños de la posición de San Agustín no
dieran un paso fuera de ella, juraron hacer con su carne y sus huesos
una compuerta que no abriría el sitiador sin desembarazarse antes de
las vidas que la componían. Tan firme voluntad, entereza tan grande,
produjeron en el curso de la tarde estupendas hazañas particulares y
colectivas y lastimosas muertes. Cada instante el número de heroicos
bilbaínos mermaba dolorosamente. Antes que resignarse los vivos a una
muerte segura, discurrieron un arbitrio que les permitiría fortificar
sus posiciones y redoblar su esfuerzo. Para que los carlistas no
pudieran hostilizarles con tan terrible insistencia en las formidables
posiciones que habían conquistado, era menester proporcionarles
ocupación distinta del tiroteo de cañón y fusil. Pensaron algunos
combatientes de la Cendeja que si lograban pegar fuego a San Agustín
y a la casa de Menchaca, el enemigo tendría bastante que hacer con
apagarlo. Esta idea se fue condensando en las cabezas calientes que
allí había, y al fin tomó cuerpo de eficaz resolución en la cabeza
principal, en el jefe de la defensa, el brigadier don Miguel de
Arechavala. Propúsolo en la cruda forma propia del apretado caso:

—Muchachos, ¿os atrevéis a incendiar el convento?

Respondieron que sí. Y el jefe de Nacionales, don Antonio de Arana,
gritó:

—El enemigo quiere fumar: ¿hay quien se atreva a llevarle candela?

No se oía más que «¡Yo, yo, yo!».




XXVIII


Muy pronto lo dijeron; pero una vez dicho, no había más remedio que
ejecutarlo. José María Arratia, que había hecho fuego sin cesar,
agregado a los Cazadores Salvaguardias, fue de los primeros en traer de
San Nicolás cantidad de paja en haces; otros acarreaban jergones, brea
y alquitrán. Ya tenían la candela. ¿Quién era el guapo que al enemigo
se acercaba para brindársela? El teniente de Nacionales don Luciano
Celaya dio el ejemplo de temeridad loca, dirigiéndose a la puerta de
la casa de Menchaca con un jergón debajo del brazo, como quien lleva
un libro, y una tea encendida en la otra. Los carlistas abrieron la
puerta, y la volvieron a cerrar azorados; entretanto, dos salvaguardias
y un chico nacional trepaban por montones de escombros hasta ganar una
ventana, y arrojaron dentro del edificio paja encendida. El nacional,
que no era otro que Zoilo Arratia, se guindó aún a mayor altura,
descalzo, y metió por donde pudo, despreciando la lluvia de balas,
listones dados de azufre y ardiendo, que le alargaban otros no menos
atrevidos, aunque no tan ágiles para trepar gatescamente, agarrándose
con una mano y llevando el fuego en la otra... Tras de Zoilo subieron
dos más: uno se cayó a la mitad de la ascensión, estropeándose una
pierna; el otro, agarrado a una reja, cayó muerto de un disparo que
le hicieron a quemarropa. En tanto, subieron dos más por la cortadura
de la casa de Menchaca. Llevaban botes de alquitrán, haces de paja
y mechas de pólvora. Felizmente, Zoilo consiguió ganar el tejado,
y poniéndose panza abajo en el alero, logro coger de manos de sus
camaradas las materias combustibles, y arrojarlas por una buhardilla
medio deshecha; todo con tal rapidez y habilidad, que cuando acudieron
los carlistas ya estaba él descolgándose por un canalón, en el cual no
pudo realizar todo el descenso porque se desprendió la mohosa hojalata,
y con ella vino guarda abajo el animoso chico. Por suerte, todo el daño
que se hizo fue en la ropa, y la sangre que echaba de un pie era de un
rasguño sin importancia.

Repitiose la tentativa de incendio con increíble arrojo, perdiendo
mucha gente. La mitad de los incendiarios se quedaba en el camino, a
la ida o a la vuelta; el fuego de la fusilería enemiga era horroroso,
apoyado por el cañón de los fuertes de Albia, Campo Volantín y
Uribarri. A la caída de la tarde, el baluarte de la Cendeja hallábase
atestado de muertos y heridos, que no era ocasión de retirar todavía,
ni había quien lo hiciese; los vivos seguían batiéndose en ese
paroxismo del coraje que no da espacio a la flaqueza ni tiempo a la
reflexión, y el convento con la casa inmediata ardía como un infierno.
El objeto estaba conseguido: los facciosos tenían dentro de casa un
enemigo más, favorecido por furioso viento del noroeste, que había
venido a ser partidario de Isabel II.

Contuvo la quemazón a los carlistas y salvó a Bilbao. Llegada la noche,
los héroes de la Cendeja, no molestados ya por la fusilería facciosa,
pudieron recoger sus heridos y retirar los muertos. Pero nadie descansó
aquella noche, porque toda fue empleada en reparar los destrozos del
baluarte, reforzando la cortadura de la primera línea desde Quintana a
la Cendeja, y estableciendo otras dos de _caballos de frisa_. Además,
se engrosó la batería por el costado que miraba al cañón de Albia;
se dio mayor consistencia a los merlones en la parte del muelle,
y, por último, se prepararon las casas de la calle de la Esperanza
para incendiarlas en caso de grande aprieto. Todo el vecindario que
no estaba sobre las armas, ayudaba en esta operación. Si el enemigo
lograba conquistar en combates sucesivos el palmo de terreno radicante
entre San Agustín y la Cendeja, se encontraría ante una inmensa
barricada de fuego, que luego lo sería de escombros. El tenaz bilbaíno,
por defender a todo trance el recinto de su villa sagrada, cogía una
casa y se la estampaba en los morros al fiero sitiador; y si no bastaba
una, allá iban dos, tres y más. ¡Fuego y piedra en ellos!

Vagaba _Churi_ inconsolable por las inmediaciones de San Nicolás,
viendo el tráfago incesante de los que entraban y salían con
herramientas, sacas de lana y demás material de ingeniería militar.
Le habían quitado su fusil para darlo a un combatiente más útil;
mandábanle a veces cosas que al revés entendía, y por fin, ordenáronle
salir, pues allí no era más que un estorbo. Incitado por José María,
que se le encontró sentado en el quicio de una puerta con la cabeza
apoyada en las manos, _oyéndose a sí mismo_, ayudó al transporte de
heridos, y desde las diez de la noche hasta el amanecer estuvo cargando
camillas, sin más descanso que el que se tomó en San Antón para
comer un poco de pan y bacalao crudo. Su padre se agregó también al
servicio sanitario, rivalizando en actividad con ilustres mayorazgos
y comerciantes ricos. En el hospital, Sabino Arratia asistía con
entrañable amor y piedad a los heridos, y consolaba a los moribundos,
asegurándoles que de par en par se les abrían las puertas del cielo, y
que en este encontrarían el eterno galardón por haber cumplido con su
deber.

—Allá, digan lo que quieran, no se distingue entre absolutistas y
liberales, y Dios les mira a todos como hijos, sin _fijarse_ en que
peleen por estas o las otras causas. Esto de las _causas_ y de los
derechos es cosa de los hombres, con un poquito de mangoneo de Satanás.

Dicho esto, iba por el Viático, que para los más era ya la única
medicina.

También había hospital de sangre en Santa Mónica, con asistencia
caritativa de _señoras_ y _mujeres_, sin distinción de clases. A
poco de amanecer arrimose a la puerta Prudencia Arratia, con mantón,
acompañada de la criada, que llevaba una cesta al brazo como si fuera a
la compra. Necesitaba procurarse carne, aunque fuese de la peor, para
dar a Ildefonso algo de sustancia, pues estaba el buen hombre perdido
de la cabeza. Salió de la casa de Vildósola, y antes de dirigirse a
Belosticalle, donde esperaba encontrar cabra y siquiera un par de
huevos, llegose a Santa Mónica por ver a su sobrina, que allí, entre el
mujerío principal y plebeyo, prestaba a los heridos asistencia. No se
determinaba a entrar la buena señora, temerosa de que la obligaran, mal
de su grado, a funcionar de enfermera, esperó a que recalara persona
conocida que la comunicase con Aura. Ella tenía su enfermo en casa, su
herido grave, y del cerebro, que es lesión peor que cualquier pérdida
de pata o brazo, y cuidándole bien cumplía con Dios y con Bilbao.
Llegaron en esto doña María Epalza y la viudita, y de ellas se valió
Prudencia para transmitir a la niña la fausta nueva de que Martín
estaba bueno y sano.

—Me hará el favor de decírselo en cuanto la vea, señora doña María...,
que estará la pobre muerta de ansiedad... No ha sido flojo milagro que
escapase el chico en medio de aquel horroroso fuego. La Providencia,
señora. Dios protege a los buenos.

—Pues bien bueno era Fernando Cotoner —dijo la viudita prontamente,
arqueando las cejas y frunciendo la boca— y está si vive o muere.

Convinieron las tres al fin en que debían abstenerse de cargar tales
cuentas a la divinidad, y sentir las desgracias y alegrarse de las
venturas, dando gracias a Dios por estas sin meterse en más dibujos.
Como dejara traslucir Prudencia el objeto de su salida, le dijo la
señora mayor que no se cansara en buscar huevos, porque difícilmente
los encontraría. Ella había comprado el día anterior los últimos que
había en casa de Gorriti (calle de la Ronda), al precio exorbitante
de veinte reales la media docena. Con un gesto de resignación se
despidieron, y doña María Epalza y su hija entraron en Santa Mónica.
No tardó la viudita en tropezarse con Aura en medio de aquel barullo,
y le soltó las albricias, maravillándose de que no las recibiese con
tanto júbilo como ella esperaba. Fueron las dos a la cocina en busca
de tazas de sopa para los heridos, las cuales recogieron de manos de
las ilustres cocineras señoras de Orbegozo, de Arana y de Mac-Mahón.
También las pobres enfermeras tenían que mirar por su vida; y una vez
cumplida su obligación, se fueron a un ángulo de la cocina a tomar un
sopicaldo.

—¿Sabes? —dijo a su amiga la viudita, que era muy despabilada y un
tanto maliciosa—. Anoche nos quedamos en casa de mis tíos los de Arana.
Llegó esta mañana Antonio Arana, ¿sabes?, el comandante de la Milicia,
y nos contó las heroicidades de tu primo... creo que Martín; pero
no estoy segura. Él llevó el primer fuego a la casa de Menchaca y al
convento, y toda la tarde fue el número uno en el peligro..., en fin,
que ha sido el asombro de todos...

—Nada de eso sabía —dijo Aura sintiéndose orgullosa, y orgullo debía
de ser el ardor que le salió a la cara—: ahora lo oigo por primera
vez; pero si alguno de mis primos ha hecho valentías, créete que no es
Martín, sino su hermano.

—¿El pequeño?

—¿Pequeño? Es un hombre como hay pocos, con un corazón tan grande, que
casi da miedo. No hallarás ninguno tan valiente, ni que sepa, como él,
poner toda su alma en lo que mandan el honor y el deber.

—Y es guapo, más guapo que Martín.

—Ea, vámonos, que estamos haciendo falta.

Todo el día estuvo Aura pensando en lo que le contó la viudita; y
como por diferente conducto llegaran a ella noticias de las hazañas
de su primo, sentíase muy satisfecha por la honra que en ello recibía
la familia, y deseaba ver al héroe para darle la enhorabuena. Por la
noche, cuando vino Sabino a recogerla para llevarla con las señoritas
de Gaminde a casa de este, hablaron de lo mismo. Al padre se le caía
la baba repitiendo las alabanzas que en todo el pueblo se hacían del
inaudito arrojo del chico.

—Se ha portado como un valiente, y ha subido hasta las estrellas el
nombre de Arratia. Dicen que van a proponerle para la cruz de San
Fernando, y también puede ser que de golpe y porrazo me le hagan
teniente o capitán. Esto lo sentiría..., porque como es así, de un
genio tan fogoso, podría tomar afición a la milicia..., y los militares
no son de mi devoción. Estoy por lo civil, por lo comercial, por lo
pacífico...

En casa de Gaminde contaron que aquella mañana, después de la brava
respuesta que dio la plaza a la intimación del general carlista Eguía,
reuniéronse Arana y otros jefes de la Milicia en el café del Correo,
y convidaron a Zoilo, que por allí pasaba. Largo rato estuvieron
brindando y cantando coplas, y victoreando a Bilbao y a la Libertad.
El uno improvisaba discursos, el otro nuevas estrofas del himno.
En un rapto de alegría, Zoilo se soltó su brindis, en el cual las
ingenuidades y las bravatas chistosas sonaban a militar elocuencia:

—Él no era valiente sino terco... No le mataban porque se moría de
ganas de vivir... Todo lo que el hombre quiere, lo consigue cuando hay
voluntad firme, que por nada se tuerce ni se dobla... Los carlistas
no entrarían en Bilbao; quedaban en la villa muchas piedras, mucho
fuego, las pelotas de los trinquetes, los puños de los hombres... y los
corazones de las mujeres, de donde salía toda la fuerza...

Tanto se entusiasmó Arana al oír estas frases ardorosas, que, después
de abrazarle, le regaló una magnífica pistola que llevaba al cinto. Un
señor muy anciano, bilbaíno, don Calixto Ansótegui, veterano de la
guerra del Rosellón, se llegó a Zoilo y, estrechándole en sus brazos,
le besó en la cabeza y le dijo:

—En nombre de mi pueblo, te beso y te bendigo.

Estas y otras escenas y sucesos de aquel día despertaron en la mente
de Aura ideas bélicas, de militar grandeza, y toda la noche se la
pasó soñando, entre dormida y despierta, con héroes legendarios y
con maravillosas hazañas. Los que había conocido humildes se crecían
a su lado, y eran ya grandes capitanes, caudillos, reyes..., ¡qué
delirio! Y Bilbao era el pueblo sagrado, intangible, gracias al valor
de sus hijos, que lo defendían y lo ilustraban con sus hazañas para
luego hacerle rico y próspero entre todos los pueblos de la tierra.
Se reía con lágrimas pensando esto, y deseaba vivir para presenciar
tantas grandezas. Y cuando Zoilo le contara sus actos de heroísmo,
ella disimularía su admiración, y se haría la indiferente, pues no era
discreto ni decoroso que la viese tan entusiasmada... ¡Qué diría, qué
pensaría!...




XXIX


Envalentonados por la fácil conquista de San Agustín, que aunque les
resultó un guiso quemado, conquista era, emprendieron los facciosos
el asalto de la Concepción, convento destinado a cuartel a la otra
parte del río. Después que se hartaron de cañonearlo con las baterías
de Mena y Santa Clara, y cuando ya tenían hechos polvo los débiles
muros de aquel edificio, lo asaltaron con denuedo. Los bilbaínos, sin
más apoyo que el que les daba el cañón situado en la torre de San
Francisco y la fusilería de la Merced, les resistieron bravamente a la
bayoneta. Setenta muertos se dejaron allí los carlistas y más de cien
heridos, algunos de los cuales pudieron retirar. Con este feliz suceso,
que levantó los ánimos, coincidió el feliz parte transmitido desde
Portugalete a Miravilla, por el telégrafo óptico, que decía: «_Continúe
Bilbao defendiéndose. Pronto será socorrida_».

En la defensa de la Concepción fue Martín levemente herido en el
brazo izquierdo. No se contaba de él nada extraordinario: era un
exacto cumplidor del deber, sin excederse nunca. La herida no tenía
importancia; casi se avergonzaba de hablar de ella, refractario en toda
ocasión a los alardes de valentía. Resistiose a que le hicieran la cura
en el hospital, donde había que atender a casos más graves, y se fue
a casa de Vildósola, buscando el arrimo de Negretti y Prudencia. Esta
mandó al instante a buscar a Aura, y al verla entrar le dijo:

—Nos ha caído que hacer. Tenemos a Martín herido; y aunque no parece
cosa muy grave, me temo que se complique, por ser del lado del
corazón... Ahí le tienes tan pálido y triste que da lástima verle.

Al instante procedieron las dos a curarle con gran solicitud, y él,
recobrada su serenidad y buen humor, bromeaba con Aura, permitiéndose
ponderar su belleza, y concluyendo con la exquisita galantería de
que se conceptuaba dichoso de aquel estropicio para que tales manos
se emplearan en curarle. Respondió la niña con buena sombra que la
honra era para quien podía con su inutilidad prestar ayuda a la causa
bilbaína, auxiliando a los héroes; rechazó con modestia el galán
dictado tan sonoro, que a su hermano correspondía, y aseguró no
apetecer más glorias que las de una ciudadanía decorosa consagrada al
trabajo. Así estuvieron tiroteándose un ratito, hasta que llegó la
criada de Gaminde con el recado de que fuera pronto allá la señorita
Aura, pues Jesusita se había puesto mala y deseaba tenerla a su lado.
Respondió Prudencia que más tarde iría con su tío Valentín. En vez de
este llegó Sabino, con un poco de bálsamo samaritano que había ido a
buscar para la cura de su hijo, y con él salió al poco rato la niña.
El hombre tenía prisa, pues había quedado en acompañar el Viático que
a la misma hora daban a Leonardo Allende y a Paco Amézaga, heridos
mortalmente en los últimos combates. Quiso la buena suerte de Arratia
que antes de llegar a la esquina de la calle del Matadero, se les
apareciese Zoilo, que iba, después de tantos días, a echar un vistazo
a la familia. Coyuntura tan feliz alegró al padre, que no quería más
que largarse al Viático, como si pensara que este no era eficaz sin su
concurso.

—¡Qué oportunamente llegas, _Luchu_! —le dijo—. Cuando te encontré
en Santa Mónica y te mande venir, no creí que anduvieras tan listo.
Luego subirás a ver a tus tíos y a tu hermano: la herida de este es
insignificante. Ahora acompañas a tu prima a casa de Gaminde, y yo me
voy por aquí a Santiago.

—Corra, padre, corra; que si se descuida no alcanza...

Habíase quedado la niña de Negretti completamente paralizada de voz
y pensamiento al ver a su primo. Tenía muy pensadas las expresiones
que debía dirigirle la primera vez que le viese después de sus
heroicidades, y todo se le borró de la memoria.

—Vamos —dijo Zoilo, viendo desaparecer a su padre por la calle de la
Tendería.

Y ella repitió «Vamos», creyendo que con esto decía bastante.

«¿Por qué estará tan callado? —se preguntó cuando, recorrida toda
la calle de la Cruz, llegaban al ángulo de la Sombrerería—. ¿Estará
enfadado conmigo?... No sé por qué podrá ser».

Al llegar a la entrada de la Plaza Nueva, dijo el miliciano secamente:

—Por aquí, por aquí es por donde vamos.

—¿Qué pasa? —indicó ella—. ¿Está interceptada la calle de la
Sombrerería?

—No: es que hace días, muchos días, que no nos vemos, Aura, y he
dispuesto que demos un paseo... nosotros mismos.

—¡Pero, chico, si me están esperando!...

—Que esperen... Más he esperado yo... ¡Tantísimos días sin verte, y
a cada instante creyéndome que llegaba mi última hora y que ya no te
vería más!

—Ya sé que has sido muy valiente. Todo se sabe. Todito me lo han
contado, y yo he dicho: «Se porta como quien es, y hace lo que se
propone».

—Para eso está uno en este mundo, dilo. Se hace siempre lo que se debe,
y con voluntad se tiene cuanto se desea.

—¿Y qué tienes? ¿Qué has ganado con tus heroísmos?

—¿Qué he ganado?... ¿Pues te parece poco? Algo que vale lo que el mundo
entero, y más. Te gano a ti.

—¡A mí!... ¡Qué cosas tienes!... Pero di, tonto, ¿a dónde me llevas?
¿Salimos por aquí al Arenal? No vayamos muy lejos. Que el paseo sea
cortito.

—El paseo será del tamaño que disponga yo mismo.

—Arrogante estás.

—¿Cómo no, llevándote conmigo?

—Un ratito corto.

—O largo...

—Si tardo, me reñirá tu tía.

—A ti no tiene que reñirte mi tía ni ninguna tía del mundo, porque en
ti nadie manda más que una persona.

—Pero esa persona no está aquí.

—Esa persona está aquí, y soy yo, —afirmó el miliciano parándose en
firme...

—_Zoiluchu_, no digas tonterías; yo no te pertenezco.

—Tú me perteneces. Te he conquistado... Que he sabido ganarte, sábeslo
tú, sábelo Dios... Sigamos hasta la Ribera, que aún tenemos mucho que
hablar.

—Cuidado... ¡Si nos ven solos por aquí...!

—Si nos ven solos, dirán: «Ahí va Zoilo Arratia, pues, con su mujer».

—¡Jesús, qué barbaridad!

—Porque si no lo eres todavía, lo serás, sin que nadie pueda evitarlo,
porque yo lo quiero, y también tú..., tú y yo, que es como decir
_nosotros en uno mismo_... Puede que mi padre y mi tía lo lleven a
mal, porque otros planes tienen; pero ni mi tía, ni mi padre, ni la
familia entera, ni todo el género humano, impedirán lo que yo quiero,
llamándome _nosotros_, lo que debe ser y será.

La firme voluntad de Zoilo, tan categóricamente formulada, sin
atenuación alguna; poder incontrastable, irreductible, del orden de
los hechos fatales o de las leyes de la naturaleza, actuaba sobre el
espíritu de Aura como una fascinación, como un exorcismo, más bien como
la atracción sideral. Era ella el cuerpo pequeño que se veía arrancado
de su órbita, asumido a la órbita del cuerpo mayor. El inmenso querer,
el inmenso desear de Zoilo la envolvía y se la llevaba consigo en un
giro infinitamente grande.

—¿Pero qué estás diciendo?... Que tú..., que nosotros..., que yo...

—Digo que eres mi mujer, y dilo tú; que pues yo lo he querido, es
así..., y ante esto, Aura, la familia y el mundo entero tienen que
bajar la cabeza... Lo que vas a decirme, ya lo sé.

Sonó un cañonazo. Albia despidió un proyectil curvo; a los pocos
segundos disparó otro Landaverde. El uno se pasó; el otro vino a caer
en la ría, más abajo del Arenal.

—Vámonos por Barrencalle a coger los Cantones... Por aquí... No tengas
miedo. Esos mentecatos tiran a esta hora por las Ánimas benditas... No
temas nada. Dios ha dicho que ni tú ni yo moriremos en el sitio. Porque
lo sé soy animoso, no por valor propiamente..., ¿me has entendido? Mi
valor es Aura, mi fe es Aura, dilo..., y creyendo en Aura y teniéndola,
no hay balas, no puede haber balas que a uno le toquen.

—Sí, fíate... —murmuró la doncella queriendo reír.

—Pues sí; ya sé lo que a decirme vas: que si el compromiso, que si
don Fernando... Don Fernando no viene ya..., o se ha muerto, o no
es caballero... Y aunque venga..., ¿qué?... Reino abandonado, reino
perdido. En su trono me he sentado yo, Zoilo Arratia, y a ver si me
echa él..., con sus manos lavadas..., con sus manos bonitas... Las
mías, quemadas y oliendo a pólvora, más que las suyas podrán.

—Eso no... _Luchu_, eso no... —dijo la niña muy apurada, no sabiendo
encontrar en su mente fecunda más que aquella denegación anodina,
infantil...

—Yo digo que sí... Nada temo. Estorbos para mí no hay. Voy contra un
ejército si es necesario... No sé lo que es desconfianza; lo que es
miedo no sé... Ni a ti misma te temo. Sé que he de triunfar de todo,
y nada me importa don Fernando, venga o no venga, ni el mismo san
Fernando, si del cielo bajara, me importaría.

—¡Cómo te creces, primo! —exclamó Aura pensativa, subyugada por aquel
torrente irresistible de voluntad—. Arrogante estás.

—¡Que si me crezco! Di que tengo vida de sobra... ¡Y lo que falta!
Aura, por mucho que yo suba, aún estás tú más alta. Y verte tan arriba
no me pesa... Mejor, así crezco yo más.

Muy poco adelantaban en su paseo, porque se paraban a cada frase para
poder verse las caras frente a frente, y aumentar con la vista y el
mutuo llamear de sus ojos la expresión de lo que decían.

—¿De modo —dijo Aura— que tú nada temes?

—Nada. Dios me dice que tendré todo lo que quiero, porque lo sé querer.

—¿Según eso, tú, Zoilo..., no dudas?

—¡Dudar yo! ¿De qué? Eres mi mujer, te tengo... Nadie te apartará de
mi...

—Muy pronto lo has dicho. ¿Y si yo, suponiendo que quisiera ser tuya,
no pudiera serlo?

—¡No poder..., queriendo!... ¡Ah! ya sé por qué lo dices... ¿Crees que
hago caso de esa bobada de mi tía Prudencia, que quiere casarte con
Martín?... Yo me río; ¿y tú?

—También.

—Pero no has tenido valor para decirle a la tía Prudencia y a mi padre
que eso no puede ser.

—¡Oh, no me atrevo!

—Pues yo sí. Ahora mismo voy y se lo digo.

—¡Oh, no, por Dios!... Lo que has de hacer ahora mismo es llevarme a
casa de Gaminde. Basta ya de paseíto. ¡Qué dirán, qué pensarán!...

—Pensarán que debemos casarnos pronto.

—¡Dale!

—Nada: ¿no tiene don Francisco un hermano cura?

—Sí, don Apolinar: allí está siempre.

—Pues voy a verte, y después hablo con él para que nos case.

—¡Zoilo! —exclamó Aura, dando un paso atrás aterrada de tan
extraordinaria decisión.

No había visto ella nunca una fuerza que a la de su primo se asemejara.
El fogoso chico era la acción misma; no imploraba los favores del
destino, sino que cogía por el pescuezo al propio destino y lo hacía su
esclavo. Mientras dio la niña aquel paso en retirada, dijo Zoilo que si
don Apolinar no quería casarles, él conocía un capellán de tropa que
lo haría en menos que canta un gallo. La atracción, gravitación o lo
que fuera, actuó de nuevo sobre el espíritu de Aura, que dio el paso
adelante, sin atreverse a decir más que esto:

—Bueno, primo; creo que debemos irnos ya...

—Como quieras... Quedamos en que iré a verte a casa de Gaminde.

—¡Oh, cuánto hablaron de ti ayer, y cómo te ponían en las nubes! Yo,
naturalmente, estaba muy orgullosa..., por la familia, por ti...

—Di que por ti más...

—También contaron lo del café; el brindis que echaste, lo que te dijo
Arana al regalarte la pistola, y el beso que te dio, en nombre de
Bilbao, el viejecito Ansótegui.

—El beso no era para mí, Aura.

Diciendo esto, y sin darle tiempo a retirarse, le cogió la cabeza, y
apretándola fuertemente, le estampó como unos veintitantos besos en
diferentes partes, desde la coronilla a la garganta.

—Por Dios, ¡ay, ay!, no seas bruto... ¡Qué atrevido, qué...! Déjame...
Ya no más... Me haces daño... No, no; quita, quita... Que pasa gente...
¡Ay, no!

—Si pasa gente, que pase —dijo Zoilo al concluir—. Estaría bueno que no
pudiera uno acariciar a su mujer donde se proporciona...

Ocurriéronsele a la niña razones de gran fuerza para protestar de
aquella bárbara violación de la compostura, del respeto que ella
merecía; pero entre la mente y los labios perdiéronse las razones, y
cuando quiso buscarlas no parecían... Solo pronunció entrecortadas
voces que eran, empleando un símil guerrero, como migas de pan
arrojadas contra un baluarte de granito. La joven siguió su camino
temblando, como una brava res cogida y amarrada por potente cazador.

—Eres muy atrevido, Zoilo —dijo rehaciéndose cuando pasaban de la
soledad de la calle de la Torre a la plazuela de Santiago—, y eso no
está bien... Te repito que no está bien... Llegaré muy tarde, y me
reñirán.

—No hagas caso. Yo soy tu dueño, y no te riño, pues.

—Y a ti te regañará tu padre, si sabe...

—Soy hombre... Mi padre me respetará como yo le respeto a él... Si algo
me dice, que estoy casado le responderé.

—Eres atroz, _Luchu_.

—Soy terrible... Cuando me convenzo de que tengo que ir a un punto,
voy. Nada me acobarda... Nadie me domina, y yo domino todo lo que
quiero, y más.

—Es mucho decir...

—Más hago que digo... Yo hablo con las acciones.

En esto llegaron a la casa de Gaminde, y él fue tan juicioso que no la
detuvo en el portal.

—Súbete pronto. Ya sabes que vendré a verte cuando el servicio me lo
permita.

—Adiós... No hagas barbaridades. Bastante te has lucido ya.

—Yo no quiero lucirme... Me ejercito; me lo pide el cuerpo..., y el
alma... Así se hace uno fuerte para lo que venga, Aura. Adiós.

—Adiós... Me subo volando.




XXX


Al sentirse físicamente lejos de la esfera de atracción de aquella
voluntad potente, volvió la niña a girar en su órbita y sintió
recobrada en parte su personal fuerza.

«Es un bruto —se decía—; pero no hallo la manera de sustraerme a su
poder. ¡Qué hombre, qué energía!... ¡Ay!, tendré que hacer un esfuerzo
para no dejarme dominar, pues de lo contrario, no sé lo que pasará...
Como mérito, lo tiene... ¿De qué será capaz Zoilo, si no le mata una
bala? Pues de las cosas más grandes. Me asusta, verdaderamente me
causa tanto miedo como admiración... ¡Qué mal he hecho en dejarme
besar! Se creerá que le pertenezco, y eso sí que no. Pero me cogió tan
desprevenida, ¡qué pillo!, que no pude... Cualquiera le dice que no
a nada. Este es de los que no se dejan gobernar, y gobiernan a todo
el mundo... Yo no sé lo que me pasa... Cuando estoy lejos de él, soy
muy valiente..., pero se me acerca, y ya estoy temblando... ¡Vaya un
hombre!... Pero no: es preciso que yo me mantenga en mi deber y en
mi consecuencia, porque no puedo faltar a lo jurado... El _mío_ es
otro..., y aunque estoy muy enojada con Fernando porque no viene, ni
se anuncia, ni nada, debo mantenerme firme... La verdad es que ya
pesa, Señor, ya pesa este abandono en que estoy, y si yo me declarara
independiente, no tendría razón ninguna en quejarse. Sabe Dios que
le he querido y le quiero como cuando nos conocimos... No dirá que
he faltado. Él es quien falta... ¿Y quién me asegura que no se ha
entretenido lejos de mí con otra mujer? Esto sería ya inicuo, esto
sería ultrajante para mí... Pero yo soy quien soy, y espero, espero,
espero... ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?... Digan lo que quieran,
tengo yo mucho mérito, y la palma de la constancia nadie me la puede
quitar...».

Pensando en esto, que era su continuo pensar, hizo propósito de esperar
a Fernando hasta unos días después de la terminación del sitio..., ¿Y
si llegaba después del plazo que ella fijara, y daba explicaciones
satisfactorias de su tardanza?... No, no: había que aguardarle hasta
que se tuviese la certidumbre de que no había de venir.

Acontecía que en sus cavilaciones nocturnas sobre este tema, a veces
la persona de Fernando presentábase en la mente de Aura un tanto
desvirtuada en sus atributos. Como todo se gasta y perece, aquel ser
tan traído y llevado en los sueños de la sensible joven, desmerecía,
se deslustraba, como las bellezas materiales que el tiempo y el uso
van carcomiendo, como las flores que se marchitan, como las nobles
vestiduras que se ajan, como las finas armas que se enmohecen... Sobre
cuanto existe actúa el tiempo, artista minucioso que deshace unas
obras, pieza por pieza, para hacer otras, o las reduce a polvo para
vaciarlas en mejor molde. El maldito no está nunca quieto, y no hay
cosa peor que dejar en su poder, para que lo guarde, algún objeto
moral o físico de gran mérito y estimación. Si no se queda con él, lo
devuelve transformado.

No estaba ociosa la niña de Negretti en aquellos días, pues sus
amiguitas no la dejaban de la mano, llevándola de casa en casa, a
patrióticas reuniones femeniles para coser sacos, preparar hilas
y vendajes, cuando no iban a Santa Mónica, según los turnos que
designaban las señoras mayores. Una tarde, reunida una cuadrilla en que
no había menos de dos docenas de muchachas, algunas de las más bonitas
del pueblo, discurrieron ir a visitar al oficial herido Fernando
Cotoner, que por su gentileza y donosura tenía gran partido entre
el bello sexo. Custodiadas por una comisión de mamás, invadieron su
casa, y halláronle en vías de convalecencia, alegre y decidor como de
ordinario; y tanto se excitó con la irrupción de niñas guapas, y tales
apetitos de hablar mucho y vivo le entraron, que el médico tuvo que
ordenar la inmediata salida del enjambre.

—De esta no muero, amigas de mi alma —les decía clavado en un sillón,
gesticulando con exceso, pues condenado a quietud absoluta sin más
juego que el de los brazos, usaba de estos desmedidamente—. Solo ha
sido un agujero más, y ya he perdido la cuenta de los que debo a la
guerra. La que se case conmigo, ya sabe que se casa con una criba...
Fernando Cotoner no entra en acción sin que le toque alguna china...
Es el niño mimado de las balas... ¿Saben la carrera que sigo? La
carrera de inválido... Adiós, flores bellas, alegría de mi corazón...
Un momento, aguarden un ratito... ¡Vivan las niñas de Bilbao! ¡Viva la
Libertad, y muera Carlos V!

Respondió el alegre coro desde la puerta y en el pasillo, a donde las
empujaba el médico don Miguel Medina, sacudiéndolas con su pañuelo como
si ahuyentara moscas.

A menudo iba Aurora a pasar un ratito con su tío Ildefonso, que con
ella se animaba, saliendo por breves momentos de su taciturnidad
sombría. Gustaba de que ella, y no los demás, le refiriese las
sucesivas ocurrencias del sitio, las victorias que con su heroico
tesón iba ganando el pueblo, la situación probable o supuesta de las
tropas que venían en socorro de la plaza. Y él, siempre bondadoso, no
desmemoriado a pesar de la turbación de su mente, gustaba de decirle lo
que consideraba más grato para ella:

—Si Espartero viene pronto y salva a Bilbao, en cuanto se abran las
comunicaciones tendremos aquí, creo yo, al buen don Fernando.

Y otro día, con gran reconcomio de Prudencia, que se mordía los labios
para comprimir sus ganas de controversia, dijo:

—Me da el corazón que el señor de Calpena está con Espartero, y que
entrará con él.

Pasaron días sin que Aura y Zoilo se viesen, por causa de la
permanencia casi continua del valiente chico en las líneas de defensa.
En cambio, siempre que iba la niña a casa de Vildósola, era infalible
su encuentro con Martín, que tardaba en restablecerse de su herida más
de lo que parecía natural. Prudencia daba largas al proceso traumático,
aplicando vendajes con unturillas de su invención, completamente
inofensivas. En el largo espacio que daba el tratamiento dilatorio,
logró el benemérito joven, con no poco estudio, aguijoneado por su tía,
declarar a la hermosa doncella el amor puro, de honradísimos y santos
fines, que le inflamaba, gastando en ello fórmulas algo semejantes a
las farmacopeas de Prudencia. Contestábale Aura agradeciendo sus nobles
sentimientos, y declarándose imposibilitada de corresponderle por el
compromiso antiguo que a otra persona la ligaba. Por su parte, la sagaz
gobernante, siempre que a solas la cogía, incitábala a no ser tan
huraña con Martín, asegurando que partido mejor no encontraría aunque
lo buscara con pregón. La pobre joven rompía en llanto; deseaba que
el tío Ildefonso se pusiera bueno para contarle sus cuitas y pedirle
consejo; pero esto era muy difícil, porque Prudencia nunca la dejaba
sola con su marido, temerosa de que Ildefonso, con su puritanismo y
el rigor de sus principios, tan contrarios al sentido práctico, la
torciese más de lo que estaba.

Y por desgracia, el pobre Negretti iba de mal en peor. Una tarde,
hablando de ello Vildósola, Valentín y Prudencia, delante de Aura,
expresó aquella con lágrimas su dolor por el desvarío manifiesto de las
ideas de su esposo.

—Ayer —manifestó Valentín suspirando— seguía con el tema de que ya
no se harán los barcos de madera, sino de hierro, todo el casco de
hierro...

—Esto no es absurdo, no, amigo mío —dijo Vildósola, hombre
indulgentísimo, muy crédulo, y que no era pesimista en el caso de
Negretti.

—Absurdo no... Científicamente, puede ser. Lo gordo es que, según
Ildefonso, todo ese hierro que se necesita para construir los barcos de
mañana se llevará de Bilbao a Inglaterra. Vean por dónde nos vamos a
quedar sin montañas.

—Poco a poco, Valentín. Hablando con franqueza, no veo el delirio, no
veo el disparate...

—Pero, hombre, ¿estás tú loco?... ¡Embarcar toda Vizcaya en naves de
hierro para llevarla a Inglaterra! ¡Ah, tunante!, como buen corredor de
cambios, ya se te hace la boca agua pensando en el papel Londres que
vas a colocar el día que...

—No es eso... yo digo...

—Cállate, Cirilo... Se trata de barcos, y yo...

—Se trata de comercio, y yo...

—Esperen... —dijo Prudencia, cortándola cuestión—. A mí me aseguró que
toda nuestra ría no será bastante para contener las embarcaciones
grandes, grandes...

—A mí me dijo que dentro de cuarenta años se verían en estas aguas
cuatrocientos barcos de dos mil a tres mil toneladas, descargando
carbón y llevándose la mena... Para ese tiempo se empedrarían las
calles de Bilbao con libras esterlinas, y tendríamos aquí fábricas y
talleres tan grandes como de aquí al paseo de los Caños...

—Pues ese delirio —afirmó el corredor— merece mi aplauso, y no he
necesitado más que oírlo mencionar para sentirme contagiado. Yo deliro
también, Valentín. Yo creo en el hierro..., yo lo veo...

—Lo que tú ves es el cambio, los chelines y peniques. Tú no estás
bueno, Cirilo... El sitio a todos nos volverá locos.

—Yo veo el hierro...

—Sí: tendremos que echarnos cabezas de hierro para poder pensar.
Adelante.

—Con ser un delirio eso de exportar las montañas —añadió Prudencia—,
no me resulta tan desatinado como la que me soltó esta mañana.
Hablábamos del sitio, de si viene o no viene Espartero, y él muy serio,
convencidísimo y enteramente aferrado a su opinión, se dejó decir
que para que Bilbao llevase su defensa hasta la última extremidad,
volviendo locos a los carlistas y obligándoles a largarse corridos,
era menester que pusieran de gobernador de la plaza, ¿a quién creéis?,
a nuestro sobrino Zoilo. Dice que _Luchu_ es la más fuerte energía
militar que tenemos aquí. Y que si él estuviera al frente del ejército
del Norte, ya no quedaría un carlista para un remedio.

—Es que anoche —indicó Vildósola— estuvo Zoilo contándole cosas de
cañoneo y batallas, con las exageraciones y el ardor que el chico pone
en todo lo que dice.

—Ya me cuidaré yo —afirmó Prudencia— de que no vuelva a pasar...
Cuente Zoilo sus hazañas a los que están buenos, no a los enfermos del
magín, que fácilmente se ponen perdidos oyendo hablar de encuentros,
degollinas, zambombazos y demás gracias de la guerra, que a mí no me
hacen ninguna gracia.

Oía estas cosas Aura sin aventurar de su parte observación alguna, y
lo único que se le ocurrió fue el propósito de advertir a su primo, en
cuanto le viese, que se abstuviera de contar al tío lances guerreros,
ni nada en que figurasen bombas, granadas y metralla. El día 5 de
diciembre, poco antes de la salida que hicieron los sitiadores por la
parte de Artagán, creyendo obrar en combinación con Espartero, vio la
niña al miliciano; pero no pudo hablarle. Iba ella con las de Gaminde
y las de Ibarra por la calle del Correo, a oír misa en Santiago,
cuando pasaron las compañías de milicianos y de Trujillo en dirección
de Achuri: Zoilo la vio, y ella a él. Aura no hizo más que sonreír
y ponerse muy encarnada; él la saludó graciosamente con una sonrisa
y fugaz movimiento de los labios. Por la noche, oyendo contar que
la salida, aunque brillante, no resultó eficaz por el mal acuerdo de
haberla hecho solo con cuatrocientos hombres, pensaba la hermosa joven
que si Zoilo hubiera dispuesto la operación, habrían salido lo menos
mil... Vamos, ¿a quién se le ocurría mandar cuatrocientos hombres, ni
aun contando con el apoyo de Espartero _por el lado de allá_? También
ella se iba volviendo estratégica. La verdad, no comprendía cómo sus
tíos encontraban tan disparatadas las ideas de Negretti con respecto
a _Luchu_... ¿Pues qué? ¿Dónde había voluntad como la suya? ¿Quién
le igualaba en grandeza de corazón, en bravura y serenidad? Pues así
como tenía estas dotes, bien podía tener las otras, las del cálculo
para saber por dónde se atacaba, y con qué fuerzas, y en qué ocasión y
momento.

Acostose con la cabeza dolorida, congestionada de tanto pensar, y pasó
malísima noche, sin poder conciliar el sueño, atormentada por una
idea tenaz, monomaníaca, consistente en establecer paralelo entre don
Fernando y su primo, midiendo y aquilatando las excelsas cualidades
de uno y otro. Sin duda había pocos como Fernando, cuya inteligencia,
caballerosidad, exquisita educación y finura cautivaban... Esto no
quitaba que el otro fuera más hombre, más..., no sabía cómo expresarlo.
Era todo lo hombre que se puede ser. Con la voluntad que a él le
sobraba, se podían hacer cien personas enérgicas, o mil... No había más
que mirar aquellos ojos para comprender que era su alma toda acción,
de las que gobiernan y no se dejan gobernar, de las que subyugan
y avasallan... Pero por ser menos hombre, no perdía sus hermosos
méritos Fernando. ¡Qué talento, qué gracia, qué elegancia de formas!
¡Luego sabía tantas cosas, había leído tanto!... En cambio, Zoilo era
un bruto, un bruto, eso sí, capaz de aprender en poco tiempo todo
lo que no sabía, y llenar de conocimientos el profundo pozo de su
ignorancia... Insistía la gentil niña, dando extensión absurda a estos
paralelos febriles, en pertenecer a Calpena, en mantenerse fiel a su
compromiso; pero mucho tenía que fortificar su voluntad para oponerse
al torrente del querer de Zoilo, de aquel querer que no admitía
réplica ni oposición, que todo lo arrollaba hasta imponer y afianzar
su imperio. Para defenderse del audaz tirano, lo más conveniente sería
no verle más, no hablar con él... ¿Y cómo podía ser esto? Si Fernando
viniese pronto, todo se arreglaría; pero, ¡ay!, le daba el corazón
que Fernando, o tardaría mucho, o no vendría más. La insistencia de
Ildefonso al afirmar que vendría con Espartero, era un desatino de la
perturbada mente del buen mecánico... Imposible, pues, sustraerse a la
sugestión avasalladora, soberana, fatal, de su primo. Dios le había
dado el don de querer con tan grande intensidad, que cuanto quería se
le realizaba. No soñaba, hacía; pensamiento y ejecución significaban en
él lo mismo.

Como era la niña tan inteligente, y además poseía su poquito de
instrucción, extraordinaria para las muchachas de aquel tiempo, podía
discurrir sobre estas cosas de humanos caracteres, y hasta encontrar
forma relativamente apropiada para expresar sus juicios. Prosiguiendo
el ingenioso paralelo, se dijo:

«Y este _Luchu_, ¿es romántico?... Puede que sí; pero no como Fernando,
un romántico de soñación, sino de acción... Así lo veo yo. Todo el
romanticismo y toda la poesía de Fernando es la de los dramas, la de
los libros que andan ahora: en los libros y en los dramas, que son pura
mentira, ha bebido él su romanticismo, como las abejas en las flores...
Este _Luchu_ no es así: todo lo tiene en su alma desde que Dios la
hizo. Don Fernando sueña, se emborracha con lo que ha leído..., quiere
llevar todo aquello a la acción y no puede..., no le sale... Claro,
como que no es suyo... (_Pausa larga de aturdimiento y confusión_).
Pero ahora caigo en ello. Zoilo no es romántico, sino clásico, tan
clásico, que no puede serlo más... Se me ocurre el disparate de
compararle con los dioses antiguos, que tomaban figura de hombres, y a
veces de animales, para andar por el mundo y hacer lo que les daba la
gana... Y se metían entre los ejércitos, y daban la victoria a quien
querían, y destruían pueblos, y soltaban rayos, y seducían mujeres...,
sin que nadie pudiera oponerse a su voluntad... Naturalmente, como que
eran dioses».




XXXI


Tenía Valentín por ineficaz aquella dispersión de la familia en
diferentes moradas, pues ningún lugar era seguro en el casco de la
villa. El inmenso peligro que los vecinos de la Ribera vieron en
esta parte del pueblo cuando los carlistas preparaban su ataque a la
Concepción, fue conjurado por la bravura bilbaína en la sangrienta
jornada del 29 de noviembre. Si el enemigo hubiera conquistado aquella
línea, poniéndose a tiro de fusil de todo el frente de la Ribera, esta
habría resultado inhabitable desde el teatro hasta Barrencalle. Pero
como continuaban en sus antiguas posiciones de Santa Clara y barrio de
Mena, y lógicamente no habían de meterse en arriesgadas aventuras por
aquella parte, pues toda su fuerza y vigilancia la necesitaban de la
Salve para abajo, atentos a las pisadas de Espartero, los vecinos de la
Ribera recobraban su tranquilidad, y los menos tímidos se iban metiendo
en sus hogares. Determináronse, pues, Sabino y Valentín a congregar
la dispersa familia: ya José María y _Churi_, que se instalaron en la
casa para estar al cuidado de todo, habían comenzado las reparaciones
convenientes en el tejado.

Prudencia opinaba como sus hermanos respecto a la concentración, pues
no se hallaba muy a gusto en casa de Vildósola. Este y Rufina, su
mujer, eran excelentes personas; no así la suegra, que de continuo
cerdeaba y se ponía fastidiosa, dando a entender que la molestaban los
huéspedes. Además, todo aquel barrio de Zamudio había venido a ser el
más inseguro; las baterías facciosas del barranco de Santo Domingo y
de Iturribide atizaban candela y bombas; en la calle de la Cruz y en
la vuelta de la de la Ronda habían caído proyectiles destrozando dos
edificios. Para colmo de desdichas, en la noche del 13 una carcasa pegó
fuego a la finca medianera con la de Vildósola; los vecinos de esta
hubieron de desalojar de prisa y corriendo, y Negretti fue llevado a
casa de don José Antonio de Ibarra, amigo de la familia, procurador y
comerciante con tienda y almacén en la calle de la Sombrerería. Aunque
los Ibarras eran gente bonísima, hospitalaria y servicial, Prudencia no
estaba conforme con vivir en prestados hogares, y decía, refunfuñando:

—Cada lobo a su cueva, y sea lo que Dios disponga.

Todo el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones en la Sanidad,
empleábalo José María en el arreglo de la casa, ayudado por _Churi_,
el cual cada día hacía menos uso el don de la palabra. Con un gesto
expresaba todo lo que tenía que decir; con un mohín daba respuesta
categórica y breve a cuanto se le preguntaba. Obedecía ciegamente a su
primo, y juntos iban a comer a casa de Miguel Ostolaza, el individuo
de la Junta y comerciante de las Siete Calles que se distinguía por
su bullicioso patriotismo y su desmedida afición al _aurrescu_. Otro
de los Ostolazas tenía botica en Artecalle: con este o con Miguel
vivían indistintamente, según las peripecias del sitio, la madre y
una hermana, Juanita Ostolaza, de quien era novio José María, con
relaciones de exquisita honradez y compostura, y planes de matrimonio.
Desde que ambos eran niños, andaban en aquellos honestos tratos, y de
acuerdo ambas familias habían concertado la boda para cuando Bilbao
estuviese triunfante y libre. Comían los dos primos de Arratia en la
botica de Francisco o en la tienda de Miguel Ostolaza, y tornaban sin
pérdida de tiempo a sus ocupaciones.

Frecuentaba también Zoilo la casa paterna por mudarse de ropa, lo
que hacía con desusada frecuencia. Habíase vuelto muy presumido; se
acicalaba; tenía su uniforme en perfecto estado de limpieza; iba a
los combates como a la parada, gallardo, guapísimo, la cabellera
corta bien peinada, el bigotito juvenil atusado con marcial donaire,
bien afeitada la barbilla, los botones del uniforme relumbrantes. Si
por acaso se encontraban en la tienda los dos primos rivales, no se
dirigían la palabra: _Churi_ ni siquiera miraba a Zoilo, y este tampoco
era muy expresivo con su hermano mayor. Atribuía el buenazo de José
estas reservas a genialidades de uno y otro: _Churi_, con su sordera
aisladora, se envolvía cada vez más en sus tristezas, labrándose un
capullo para sepultarse dentro; _Luchu_, por el contrario, con sus
ruidosos triunfos militares, propendía fatalmente a la expansión
locuaz, al dominio. No desconocía José los méritos de su hermano, ni
los servicios que con su bravura y serenidad heroica había prestado a
la causa bilbaína; casi encontraba justificado su creciente orgullo.
Sencillote y benévolo, era el primero en extender a toda la familia las
glorias del _gallito de Arratia_, y en gozar de su prestigio y fama, de
lo que resultaba un reconocimiento tácito de su superioridad.

Continuaba Aura en casa de Gaminde, tan querida de las niñas Florencia
y Jesusita que no sabían separarse. Pero aconteció que la pequeñuela
contrajo una calentura eruptiva, y temerosa Prudencia del contagio,
llevó a su sobrina a casa de Orbegozo, donde también la querían y
agasajaban. La señorita de Orbegozo poseía algunos tomos de novelas,
que leyó Aura, entre ellas _Valeria y Beaumanoir_, de Madama Genlis.
Manjar tan empalagoso no era del gusto de la joven, que lo apetecía
más tónico y amargo. Dulzona era también Socorrito, y muy aficionada
a novedades de moda y perifollos. No congeniaban. Más a gusto se
encontraba Aura con las de Busturia, chicas criadas en una trastienda,
sencillas, trabajadoras, heroínas domésticas sin afectación; pero
aunque festejada por unas y por otras, y deseando conservar tan buenas
amistades, anhelaba volver a su casa, vivir entre los suyos, que suyos
eran ya, con vínculos del alma, los Arratias chicos y grandes. Al
propio tiempo que estas dispersiones enfadosas ocurrían, aumentaba
el malestar de todos la escasez de víveres, ya en proporciones
aterradoras. Una docena de huevos, de remota antigüedad, no podía
adquirirse por menos de sesenta reales. Por una gallina tísica había
quien daba media onza. Los gorriones, que los chicos cazaban y vendían
por _chimbos_, valían como si fueran pollos. Las alubias llegaban a
cotizaciones fabulosas; las patatas no existían, y el bacalao comenzaba
a escasear. Algunos días se iba _Churi_ sin decir nada por el Nervión
arriba hasta cerca de la _Isla_, y traía media taza de angulas, con las
cuales obsequiaba Prudencia a los de Ibarra, festejando el bocado como
un hallazgo preciosísimo en tales tiempos. Iban por allí el corredor
Vildósola y José Blas de Arana, ambos famosos entre la gente bilbaína
por sus anchas comederas, así como por su inteligencia en artes
gastronómicas. Se consolaban de las abstinencias del asedio hablando
de suculentas comidas, de platos castizos, y recordando sus merendonas
y _gaudeamus_ en días mejores. Arana ofreció a _Churi_ un morrión de
miliciano y un sable si le traía una taza de angulas, y Vildósola
refería con buena sombra sus sueños, que eran siempre de comer mucho y
bien.

—Anoche, para hacer boca, despaché cuatro ruedas de merluza, y encima
una docena de _chimbos de higuera_, que fueron seguidos por una tanda
de _barbarines_...

—Ya podías haber guardado algo para nosotros —indicó Prudencia—. A
Ildefonso le gustan locamente los _barbarines_ fritos en papel.

—Pues yo —dijo Arana—, si soñase esas cosas me pondría malo, y al
despertar tendría que purgarme. Me reservo para cuando salgamos de este
bromazo. Lo probable es que perezcamos todos, y moriremos acordándonos
de la Libertad y del bacalao en salsa roja. Pero si tengo la suerte de
salir con vida y de ver reventar a don Carlos, ojalá que esto sea en la
época de los _guibilurdines_ para celebrarlo con un buen atracón de tan
rico vegetal.

—Mira —dijo Vildósola—, yo espero que terminemos antes de que vengan
los _guibilurdines_. Te apuesto todo lo que quieras a que la entrada
de Espartero la celebramos en el propio San Agustín con chacolí de
Quintana, y angulas, y lo demás de la estación... y todo esto antes que
cante el gallo de Navidad.

—Yo te apuesto lo que quieras a que el gallo y pavo de esta Navidad
serán de aquellos que andan por los tejados. Esto va largo, y es
casi seguro que saldremos vestidos de máscara a tirotearnos con los
_serviles_. Espartero está comiendo merluza, y no se acuerda de
nosotros... Pero ¡qué remedio! Comeremos clavos en vinagre. ¿Oye, no
sabes? Bringas me mandó chocolate muy bueno, y dos docenas de bizcochos
que sobraron del primer sitio... En mi casa, con ocho de familia,
nos defendemos con el maíz que quedaba en el almacén de Busturia. Lo
machacamos; Hilaria sabe hacer unas combinaciones muy buenas, bollitos,
fruta de sartén, con un poco de salvado que nos resta, aceite de
linaza, nuez moscada... Te convido si quieres, y para obsequiarte añado
una rata magnífica que cogimos esta mañana en mi almacén..., cebada con
raba y sardina, ya ves.

—Gracias: yo tengo hoy huevos de paloma, y una cecina de macho cabrío
que está diciendo «Comedme».

—No: lo que dice es «Tiradme». Es de la que tenía Cosme el de
Belosticalle, que la untaba de pimiento choricero para que tomase color
y pareciera jamón.

Con estas bromas se entretenían, y conllevaban alegremente las
tristezas de situación tan angustiosa. Desprovista del precioso
humorismo, y sintiendo en sí muy debilitada ya la vibración patriótica,
Prudencia no veía las santas horas de que la pesadilla del sitio
terminase. ¡Ay, sería como un despertar risueño! Ya no se podía sufrir
el constante llover de bombas y granadas, los espectáculos de muertes y
horrores, el hambre, que podían soportar hasta cierto punto los sanos,
pero no los enfermos.

El deber patriótico a todos les traía revueltos, sufriendo mil
molestias, viviendo a las veces en medio de la calle. Sabino, hombre de
gran resistencia, solía llegar a la noche sin haber tomado más que un
ligero desayuno; Valentín llevaba en sus bolsillos mendrugos de borona,
y se iba alimentando en el transcurso de las caminatas y ocupaciones
que a todas horas le imponía su cargo en la Junta. Más de una coche
durmió en un banco del _cuartel_ de la Plaza Nueva, o en el duro suelo
del café llamado _Gari guchi_ (Poco trigo). Eran los _cuarteles_ sitios
de reunión, semejantes a los modernos casinos. Unos cuantos amigos
alquilaban un local en buen sitio, y aligeraban allí con sabrosa
tertulia las largas noches de invierno, o se divertían con pasatiempos
inocentes. El lujo era desconocido en tales instalaciones; el mueblaje
lo indispensable para evitar la incomodidad de sentarse en el suelo, o
de comer con el plato en las rodillas. Había un _cuartel_ en la Plaza
Nueva, perteneciente a un grupo de mayorazgos y segundones; otro en la
calle de la Pelota, donde dominaba el elemento mercantil; y tanto en
estos como en otros de inferior pelaje, marcábase el embrión de los
casinos que hoy son centros de recreo, de holganza y de peores cosas,
en grandes y chicas poblaciones. Durante el sitio, los _cuarteles_
hallábanse abiertos para todo el que en ellos quisiese entrar, y
servían de cómodo apeadero para militares y paisanos que, teniendo que
acudir de un lado a otro, necesitaban tomar un refresco sin necesidad
de acudir a sus casas. Los patriotas se daban cita en ellos; los
individuos de la Junta y los jefes de la guarnición tomaban en este
o el otro _cuartel_ las medidas más apremiantes. A los más ocupados,
que no podían descansar en toda la noche, les mandaban la cena al
_cuartel_. La fraternidad era cordialísima, los alimentos comunes. El
que por cualquier causa, descuido de la familia o falta de aviso, no
tenía que cenar, metía confiadamente la mano en el plato del amigo.

El _Gari guchi_ era una combinación de cafetín y _cuartel_, pues en el
entresuelo, alquilado por varios mercaderes de las Siete Calles, habían
estos establecido su recreo de billar y mesas de tresillo. Ni allí,
ni en el café del Correo, ni en ninguno de los _cuarteles_ se hacía
de comer. Pero ya se iniciaba de un modo rudimentario este progreso,
pues si no se guisaba, calentaban la comida que de tal o cual casa
traían; y el conserje o encargado también hacia café para los señores,
los cuales no pagaban la taza, sino que _ponían_ los ingredientes,
resultando gratis la obra culinaria: no se le pasaba por las mientes al
guardián del local el tomar dinero por aquel servicio. De tal modo las
costumbres patriarcales apuntaban su evolución primera, anunciando esta
moderna organización del egoísmo. Las guerras deshicieron el antiguo
régimen patriarcal de las sociedades, y fueron creando el vivir que
ahora conocemos, donde todo se tiene y se paga, donde se desarrollan
la comodidad y libertad individuales en el calor del hogar público,
mientras se quedan solas las mujeres en el doméstico, cuidando de que
no se apaguen las últimas brasas.




XXXII


Rendido de fatiga y con más hambre que cómico en Cuaresma, arribó
Valentín al _cuartel_ de la Plaza, donde tuvo la suerte de hallar al
mayorazgo don Nemesio Mac-Mahón, exaltado patriota, que le brindó a
participar de las sopas que comía. En la misma mesa de despintado
pino, hacían por la vida los individuos de la Diputación don Vicente
Ansótegui y don Antonio Irigoyen, con un capitán de Trujillo y otro
de Toro. Versó la conversación sobre los movimientos de Espartero,
que después de inútiles tentativas por la parte de Aspe y Azúa, se
había vuelto a la orilla izquierda, y a la sazón celebraba consejo de
generales para resolver que se haría en situación tan apretada, pues
Bilbao, desangrada ya y sin víveres, parecía llegar al límite de la
constancia. El telégrafo había dicho por tercera vez: «Siga Bilbao
defendiéndose, que pronto será socorrida». Pero el socorro, ¡vive
Dios!, tardaba en llegar. Como en la mente y en la voluntad de todos
la rendición era el mayor absurdo, no les quedaba más recurso que un
morir glorioso, numantino.

En esto entraron Zoilo Arratia y su amigo Víctor Gaminde; Valentín dejó
a los señores para correr junto a los muchachos, en quienes encontraba
siempre viva la llama patriótica y el nativo coraje de la tierra.
Habló Zoilo con el encargado del _cuartel_, un vejete con antiparras
y cachucha, que jamás se quitaba la pipa de la boca. Entregole un
envoltorio de papel que traía, recomendándole la mayor actividad en la
confección del menjurje, pues uno y otro se hallaban desfallecidos.

—¿Qué es eso, _Zoiluchu_? ¿Café por casualidad?...

—Por casualidad es cáscara de cacao. Tengo más, y si usted quiere...

—Y azúcar —dijo Víctor Gaminde dando al guardián otro cucurucho—.
Lo hemos encontrado entre las ruinas de una casa que se quemó en la
Esperanza. No tiene más sino que está hecha caramelo, por el fuego. —Y
la ofreció a los señores, con obsequiosa finura—. Si quieren ustedes
caramelo, aquí hay. Tenemos mucho más, y ahora vamos a tomarnos un
cocimiento de cáscara de cacao bien dulce. Desde ayer no ha entrado en
nuestros cuerpos nada caliente.

En esto llegó Sabino con la capa chorreando agua, porque llovía
copiosamente; la colgó de una percha, diciendo con avinagrado mohín:

—A fe que se pone buen tiempo para que don Baldomero nos socorra. Me
parece a mí que ese...

—¡Pero este Sabino!... Ya viene murmurando del general en jefe —dijo
Mac-Mahón—. ¿También tiene Espartero la culpa de que llueva?

—La tiene de no haber emprendido las operaciones antes de que el
temporal se nos echara encima. Para eso es generalísimo. Dios manda el
tiempo bueno y malo. El hombre debe mirar al cielo, y aprovechar las
claras.

—¿Pero tú no sabes que no hay clara... que sea de fiar?

—Lo que sé, señor don Nemesio, es que no hay general cristino que no
sea un pelmazo.

—Vamos, hombre, cálmate, que vas a enflaquecer. Siéntate aquí: te
daremos unas cucharadas de sopa.

—Un poco tarde llegas, Sabino —le dijo Ansótegui—. Ni rebañaduras hay
ya. Como no te entretengas en lamer todos los platos...

—Gracias: vengo del café de _Posi_, donde Blas Arana y yo hemos partido
media docena de sardinas y un plato de alubias... Allí me han dicho
que don Baldomero, por variar, vuelve al otro lado del Nervión, y que
están desarbolando quechemarines para armar un puente de barcas... ¡A
este paso...! En preparativos se ha llevado el buen señor un mes, y
todavía no ha concluido de resolver por qué orilla se arrancará... ¡Y
Bilbao aguantando sitio y más sitio!... No me digan a mí de Numancia y
Sagunto... ¡Deliciosa Navidad nos espera!

—Hombre, sí: Navidad sin pesebre.

—¡Y que tenga uno que celebrar el nacimiento del Hijo de Dios en esta
situación!... Ya lo creo: el don Baldomero, con merluza y besugo a todo
pasto, no tiene prisa... ¿Qué le importa que aquí nos comamos unos a
otros?

—Pero, hijo, si la voluntad de Dios así lo dispone, ¿qué quieres que
hagamos?

—No me quejo por mí. Pero he dado a Bilbao mis tres hijos, lo único que
poseo, y no quiero verles morir de hambre... Ni a Dios puede gustarle
eso. Dios dice: cumplid vuestro deber... pero comed, alimentaos.

—¿Estás bien seguro de que Dios dice eso?

—Ahí están las Sagradas Escrituras... ¿Pues para qué multiplicó los
panes y los peces?

—Ahí tienes tú un milagro que ahora nos vendría muy bien.

—Con que multiplicara los gatos, nos dábamos por bien servidos.

Arrimado a la mesa donde los jóvenes esperaban el remedio de su
necesidad, pidió Valentín a Zoilo su opinión sobre lo que podría
suceder si la tardanza de Espartero se prolongaba. Largo rato
disertaron sobre ello. Había el miliciano adquirido tanta autoridad en
la familia por razón de su denuedo y militar aptitud, que ya su tío
gustaba de escucharle, y estimaba en mucho su discernimiento y parecer
en cosas de guerra. La arrogancia del chico no excluía su deferencia
con las personas mayores. Zoilo se había crecido moralmente en el
espacio de un mes, adquiriendo aplomo, serena energía, y una descomunal
fuerza de convicción en cuanto sostenía y pensaba. Sin darse cuenta,
su padre y tío aceptaban gradualmente la superioridad del inferior, la
grandeza del pequeño, y no se sentían humillados por ello.

—Oye, hijo mío —díjole Valentín, mientras los tres saboreaban en sendos
tazones la infusión caliente y dulce—: cuando Bilbao sea libre, te
decidirás por la carrera militar, para la cual muestras disposiciones
de padre y muy señor mío... Si así lo haces, me alegrare por ti; lo
sentiré por la casa.

—No, tío —replico lacónicamente Zoilo—; no seré militar.

—Antes de diez años, si la guerra siguiera, te veríamos de general: tal
creo —aseguró Valentín, sacando de su bolsillo mendrugos de borona que
partía con los muchachos, apresurándose a reblandecer el suyo en su
taza.

—Seguiré como estaba... Y si usted quiere, para que mi padre descanse,
me pondré al frente de la ferrería.

—Francamente, a un hombre como tú, tan cortado para la milicia,
valiente como ninguno, paréceme que no le cuadra el oficio modesto de
_ferrón_.

—Pues si no soy _ferrón_, seré otra cosa: trabajaré por mi cuenta, y
haré pronto un capital. Proponiéndomelo, he de conseguirlo... Todo lo
que el hombre quiere con firme voluntad, lo tiene, y más.

—¡Qué alientos gastas, chico! Dios te los conserve... Celebraré verte
al lado de la familia, para que a todos nos ayudes... Luego que se
acabe esta guerra maldita, nos pondremos a trabajar como fieras, y
sacaremos a flote la casa. Vosotros, los sobrinos, debéis estableceros
en nuevas familias debajo de nuestro amparo. Casaremos inmediatamente
a José María, que tanto él como su novia están corrientes de papeles,
con el cura a bordo; luego empalmaremos a Martín con Aura, que también
están concertados; y tú bien puedes ir buscando novia, pues un pájaro
de tu condición debe tener nido, y engendrar hijos robustotes y
valientes.

—¿Novia dice usted?... Ya la tengo...

—¿Ya?... Bien, hijo bien; así me gustan a mí los hombres: decididos,
querenciosos. ¿Que se proponen un objeto, un fin? Pues a él, ¡contro!
Cuando los otros van, ya tú vienes de vuelta encontrada... ¿Y quién es
la parienta? ¿se puede saber?

Callaron los dos mozos; Víctor Gaminde sonreía.

—Víctor sabe quién es... ¿No puedo saberlo yo? Bueno: estas cosas son
un poco vergonzosas... Tú no has de hacer una mala elección. Me gustará
mucho verte _abarloado_ con una de las chicas más bonitas y honestas de
la población. Y si la encuentras de esas... que pesan, ¿sabes?..., que
pesan..., porque hay lastre de onzas en el arca, mejor, _Zoiluchu_,
mejor. Has demostrado que vales mucho; tienes un gran porvenir. Para
decirlo todo, hijo, eres guapísimo: nada te falta. Ya puedes traernos
a casa lo mejorcito de Bilbao, que bien te lo mereces, bien te lo has
ganado.

—Lo mejor del pueblo llevaré..., pierda usted cuidado... No sería quien
soy si así no lo hiciera.

—Eres un hombre...

—Soy... Zoilo Arratia, hijo de sus obras..., que cuando quiere...,
quiere.

—Tú pitarás..., el mundo es tuyo.

Una vez tomada su frugal cena, levantáronse los muchachos. Iban al
_Gari guchi_ a entretener, jugando al billar, la horita y media que les
quedaba antes de volver de facción a la Cendeja.

—Llueve a cántaros, hijos míos.

—¿Qué nos importa el agua?

—Como no nos importa el fuego.

—Iremos arrimaditos a las casas.

—Aguardad, aguardad un momento. Si Sabino me presta su capa, voy con
vosotros... No me gusta la compañía de los viejos: prefiero arrimarme a
la gente joven, para calentarme en el fuego de vuestros corazones, que
no temen, que desean con fuerza...

Obtenida la capa, se fue con ellos, y andaban por las calles enfilados
unos tras otros, buscando el amparo de los aleros y cornisones. Cuando
llegaban a la calle Nueva, donde estaba el _Gari guchi_, dijo Valentín
a sus amiguitos:

—No solo vengo por acompañaros, sino por ver si alguien, en este café,
me da noticias de _Churi_, a quien he perdido de vista hace tres días.

—Anoche andaba por la ría en una chalana —refirió Víctor Gaminde—. Nos
lo dijo Iturbide, que le vio.

—Para mí —agregó Zoilo—, lo que quiere _Churi_ es escapar de Bilbao, no
sé por qué... ni qué interés puede tener en ello.

—Cosas de ese chico —afirmó el padre—, que está más loco que una cabra.
Me dijeron que hace días quiso pasar las líneas _de ellos_ por encima
de la Salve...

—Y no pudiendo escapar por tierra, puede que intente escabullirse de
noche por la ría.

—¿Y a dónde va?... ¿Qué se le ha perdido?

—Querrá comer, tío.

—Es la única explicación que me satisface. Pues si Dios me le libra de
un balazo, y logra escapar, y come hasta hartarse; si después de tal
hazaña emprende la contraria, el retorno, aprovechando estas noches de
lluvia y cerrazón, y se descuelga por aquí con un par de merluzas, vaya
y venga bendito de Dios... ¿Qué os parece? Mientras llega el momento
de gritar: «¡Viva Espartero, que nos trae la Libertad!», gritaremos:
«¡Viva _Churi_, el que nos trae las merluzas!».




XXXIII


Toda la mañana del 19 la pasó Prudencia en su casa, de limpieza y
arreglo, ayudada por la criada de Vildósola, pues la suya había caído
enferma de anginas. En la tienda, José María y un almacenero de Ripa
trabajaban mañana y tarde, poniendo cada cosa en su sitio; que en
los días del pánico, habiendo entregado los Arratias para las obras
de la defensa gran cantidad de clavazón, alambre, barriles vacíos y
otros objetos, sacáronlo precipitadamente, y todo quedó revuelto y
contundido. Llegó Martín, aprovechando un rato que tenía libre, y les
dijo:

—Recójanme toda la clavazón que está esparcida por el suelo,
separándome con cuidado los tres tamaños. Veremos si se pueden rehacer
los paquetes deshechos. Y ya que se han bajado las pilas de cabos, yo
las armaría en otra forma, de modo que estorbaran menos.

—Ha dicho Zoilo —indicó José María— que pusiéramos las pilas de cabos
de mayor a menor, no formando cilindros, sino conos.

—No hagáis caso, y ponérmelo como estaba. Mi hermano entiende más que
yo de cosas militares; pero en este tinglado sé yo más que él... Otra
cosa os encargo: no me toquéis nada en el escritorio: aunque lo veáis
todo revuelto, dejádmelo como está, que yo lo arreglaré.

—Zoilo es de parecer que se despeje un poco el escritorio, sacando a la
tienda las chumaceras, los pasadores, las mallas y rasquetas, y dejando
solo el género de pesca.

—Realmente es más metódico... Ya lo arreglaremos así en otra ocasión.
También deben quitarse de ahí los cáncamos y zunchos... Tiene razón
mi hermano... En el escritorio no se cabe... Pero no toquéis nada por
ahora... Temo que me desarregléis los libros, y que se deshagan los
paquetes de cartas.

Ya se marchaba cuando bajó Prudencia, y llamándole aparte, le dijo:

—Estoy afligidísima. Ildefonso cada día peor. Ahora su manía es que
en cuanto entre Espartero nos vayamos a Francia en el primer barco
que salga, llevándonos a la niña, naturalmente... Me temo que cuando
se entere de nuestro plan pondrá el grito en el cielo, y yo...,
figúrate... No hay para mí mayor pena que contrariarle...

—Pues desistamos, tía —dijo Martín con un sentimiento en que se
confundían la timidez y la delicadeza—. No quiero que por mí haya
desacuerdos y disgustos en la familia... Aplacemos, por lo menos, el
asunto, con la esperanza de que el tiempo nos lo resuelva.

—Todo iría como la misma seda, si esa loquilla entrara en razón y se
hiciera cargo de lo que conviene a su felicidad.

—¡Ay, tía de mi corazón! —replicó Martín con tristeza, suspirando—,
Aura no me quiere ni tanto así..., vamos, yo no le gusto... Ante este
hecho no hay más remedio que bajar la cabeza...

—Pues hay que saber gustar, caballerito; hay que matar el pavo y
adquirir salero y gracia. Fuera yo hombre, y verías tú si sabía yo
domar a una bestezuela bonita y respingona...

—¿Pero qué puedo hacer yo, tía? —dijo el pobre miliciano apuradísimo,
cruzándose de brazos—. Ordéneme usted lo que quiera, siempre que no me
mande cosa contraria a la honradez.

—No, hijo, no te mando nada... Déjame; estoy loca... Vete a matar
carlistas..., que es lo único para que servís... Por vuestro bien
trabajo: buena tonta soy... Debiera ser egoísta y no importárseme
nada... Anda, anda, que harás falta en otra parte.

Se fue el simpático joven, mohíno y cabizbajo, al punto de servicio, y
antes de llegar a él oyó el cañón de la _Perla_ de Albia, que furioso
tronaba contra las _Cujas_. El nombre de esta batería, ilustrada por
memorables hazañas, provenía de unos bancos situados al extremo del
Arenal y calle de la Estufa. Tenían los respaldos en forma semejante
a las cabeceras de las camas que entonces se usaban, y se llamaban
_cujas_. Allí, terminado el tiroteo de la tarde, nutrido y penoso, con
algunas bajas, fue Sabino en busca de Martín, para tratar con él de
asuntos de familia; pero no le encontró, porque trocadas las compañías,
le destinaron a la batería del Circo: en cambio estaba Zoilo, que desde
lejos dijo a su padre que le esperase para ir juntos a casa.

Había pasado el buen Sabino la mañana en Santiago, donde encontró a
sus amigos de iglesia, y a la salida se consolaron de sus amarguras
hablando mal de Espartero, porque no iba pronto, aunque fuese por los
aires. Tanto preparativo era miedo... Ya estaba visto que don Nazario,
aunque manco, sabía donde tienen los hombres la mano derecha. ¿Pues
qué creían?... De la iglesia se fue al _cuartel_ de la Plaza, donde
Ibarra le dio malas noticias de Negretti, y acudió allá inmediatamente,
encontrando a su cuñado bastante caído, taciturno y con cierta
propensión a la ira. No hablaba más que para echar pestes contra
Espartero, llamándole lacónicamente inepto y cobarde.

—Aquí no hay más que un hombre que sepa mandar tropas —dijo descargando
en la mesa un fuerte puñetazo—, y ese militar único es tu hijo Zoilo.

Por no irritarle con la contradicción, se manifestó Sabino conforme
con criterio tan extravagante, añadiendo que _Zoiluchu_ sería pronto
general, y para entonces no se verían los bilbaínos condenados a comer
ratones. Vildósola llegó a la sazón, y entre uno y otro trataron de
desviar a Ildefonso de su vértigo maníaco.

En tanto Prudencia trabajaba incansable en arreglar la casa. A media
tarde mandó llamar a su sobrina para que la ayudase, y las dos
trajinaron hasta el anochecer con la muchacha de Vildósola, que se
retiró a las obligaciones de su casa. Encendida la luz, continuaron las
dos lavando la vajilla, hasta que de súbito llegó un recado urgente de
casa de Ibarra, traído por el portero. El señor don Ildefonso se había
puesto muy malo: le había dado un accidente; se le trababa la lengua, y
no podía mover el brazo izquierdo...

—Vamos, vamos a escape —dijo Aura, lavándose las manos.

Y Prudencia, para quien la noticia fue como un rayo, después de
permanecer un ratito muda de terror, sin respirar, se secó también las
manos precipitadamente, diciendo:

—Vamos, sí... No, no, yo iré sola... Tú te quedas... Ya no me acordaba.
Ha dicho mi hermano Valentín que vendría a recogernos. No faltará. Con
él vendrá Martín, que sale de servicio a las siete... ¿Tienes miedo de
quedarte sola?

—Sí, tía: tengo miedo...

—Pues vámonos... Ellos, al ver cerrada la puerta, irán a buscarnos allá.

Bajaban la escalera cuando entraron dos hombres. Eran Zoilo y su padre.
Enterados de la ocurrencia, Sabino dijo:

—Me lo temía: esta tarde, cuando le vi, no me gustó nada.

—Sea lo que Dios quiera.

—¡Cúmplase su santa voluntad!... ¿Y Martín, no está aquí?

—Estábamos esperándole. Quedó en venir con su tío.

—Quédate, _Luchu_ —ordenó Sabino—, acompañando a la niña, que Valentín
y tu hermano no tardarán...

—Subíos arriba... que esto está muy oscuro..., o bajad aquí la luz
—dijo Prudencia—. Pero tened cuidado con el fuego.

—Descuide usted, tía... No nos quemaremos.

Salieron presurosos los dos Arratias, y Zoilo, al tomar la mano de
Aura, creyó coger un pedazo de hielo tembloroso.

—¿Por qué tienes las manos tan frías?

—Me las lavé hace un rato... Luego, al saber que el tío Ildefonso...
¿Qué será?... Me he quedado yerta... ¿Subimos?

—No..., lo que haré es cerrar la puerta —dijo el miliciano haciéndolo
al instante.

—¿Por qué cierras?

—Para que no pueda entrar nadie... Y ahora bajaré la luz y la pondré en
el escritorio...

—Por Dios, no pegues fuego.

Zoilo, que de cuatro brincos subió por la luz, bajó sin ella. No traía
la luz; pero sí una claridad tenue.

—La he dejado en el pasillo, junto a la escalera.

—Por Dios, primo, no se queme algo.

—Allí no hay cuidado... ¿Por qué te llevas el pañuelo a la nariz? —le
preguntó, observándola fijamente.

—Porque ahora siento el olor de alquitrán como no lo he sentido
nunca... Parece que me envuelve toda, que penetra dentro de mí... Se me
va la cabeza.

Cerrando los ojos, dejose caer, como extenuada de cansancio, sobre un
montón de rollos de jarcia.

—Hemos trabajado bárbaramente... Me canso..., el alquitrán me marea...
No es que me disguste el olor; pero..., te lo juro..., nunca me ha
penetrado tanto.

—¿Tienes frío?

—Estoy helada..., muerta de miedo.

—¿Miedo estando yo aquí?

—Ya ves..., por estar tú quizás...

—No pensé venir... pero me dijo mi padre que hoy quedaría concertado tu
casamiento con Martín, y aquí estoy para impedirlo.

—¡Mujer yo de Martín! Eso no será, _Luchu_...

—Lo dices..., lo piensas así... Pero... ¿y si por medrosa te dejas
llevar, te dejas casar...?

—Soy más valiente de lo que crees... Pero si necesitara más valor del
que tengo..., tú me lo darías.

—A eso vengo, te digo... Aquí estoy yo, un hombre, que por nada del
mundo consentirá que le quiten a su mujer..., y en tratándose de esto,
para mí no hay hermanos, para mí no hay tío, para mí no hay padre...
Soy mi dueño, y tú mía en esta vida y en la otra.

Antes de acabar de decirlo, la estrujó en sus brazos y le dio cuantos
besos quiso sin hartarse nunca.

—Zoilo..., _Luchu_..., por Dios..., que me dejes..., que no seas
malo... Así no te quiero.

—¿Pues cómo, cómo?

—Te lo diré..., déjame..., déjame hablarte.

—Dímelo pronto.

Casi sin respiración Aura le dijo:

—Tienes grandes cualidades, Luchu... Mucho te estimo... Te admiro por
la voluntad, por el valor; pero...

—¿Pero qué..., pero qué...?

—Te falta una cualidad, primo... No, no la tienes.

—¿Qué me falta? Dímelo, dímelo pronto para tenerlo al instante...

—Pues... te falta..., sí que te lo digo... Que no eres caballero.

Quedose el muchacho suspenso y absorto. El tremendo hachazo recibido en
su amor propio conmovió todo su ser...

—¡Que no soy caballero! Mira, mira lo que dices... ¡Que no soy
caballero! Si otra persona me lo dijera, ¡vive Cristo!... Pero como me
lo dices tú..., miro para dentro de mí, por verme, por ver si es verdad
lo que dices..., y si yo me encontrara con que no soy caballero, aquí
mismo me quitaba la vida.




XXXIV


—Si quieres —prosiguió Aura— que yo te tenga por caballero, pórtate
como tal.

—¿Y qué debo hacer?

—Lo contrario de lo que haces... Zoilo, abre la puerta.

—Abierta está —dijo él, corriendo de un salto a la puerta y dando
vuelta a la llave.

—Así, así me gusta. Siempre no has de mandar tú. El que quiere que le
obedezcan, aprenda a obedecer... Ahora siéntate ahí frente a mí.

—Dime todo lo que me falta para ser digno de la mujer que he cogido
para mí, sin que nadie pueda quitármela. Te he cogido; me perteneces.
Si estoy decidido a no soltarte nunca, también deseo que estés contenta
de ser mía.

—¿Que no me sueltas?

—No, no; di que no..., primero se hunde el firmamento. Si la familia no
quiere, me importa poco la familia... Te cojo, te tomo a cuestas...,
me voy contigo al cabo del mundo: yo sé hacer las cosas... Pero no me
contento con hacer..., necesito también que tu corazón sea mío, y que
digas: «Satisfecha estoy de que este hombre me haya cogido..., no hay
otro como él».

—No hay otro como él —repitió Aura en el torbellino de la atracción,
gravitando hacia él con infalible ley física—. No hay hombre como
tú..., _Luchu_, si me convenciera de esto, sería yo muy feliz.

—¿Qué me falta para que puedas decirlo? —le preguntó el miliciano
echando fuego por los ojos, mas guardándose a distancia de ella—. ¿Me
falta instrucción? No soy torpe. Todo lo que otro sepa, lo sé yo. Para
eso están los libros, para eso los maestros. Aprenderé pronto todo
lo que no sé..., cosas de ciencia y arte... ¿Qué más me falta? ¿La
caballería? También la tengo, y tanto como el que más. Soy generoso,
soy delicado. A honradez nadie me gana... Lo que me falta, tú me lo
enseñarás con solo quererme.

—¡Ay!, _Luchu_, primo mío..., no sé cómo decírtelo... Yo te quiero y
no te quiero..., yo tengo el alma dividida... Ahora se me va de una
parte, luego se me va de otra. No hago más que cavilar y volverme
loca... Cuando quiero no pensar en ti, pienso. Cuando quiero sujetar el
pensamiento a ti, se me va... Soy muy desgraciada. Que Dios me acabe de
traer mi bien, y me lo ponga delante; pero un bien, uno solo: que no me
traiga dos, que no me tenga como el péndulo de un reloj... Esto no es
vivir..., yo pienso en ti, y cuando te elogian me lleno de orgullo...
¡Ser tuya, tuya para siempre, eso ya es más difícil!... Me cogerás, me
llevarás a la fuerza..., te llevarás la mitad de mí, quizás un poquito
más de la mitad..., cada día será la mitad más un poquito, _Luchu_...
Yo estoy loca, no sé lo que me pasa; no hagas caso...

—Pues ahora sí te digo que me harán pedacitos así antes que soltar
yo mi conquista... ¿Qué hablas ahí de mitades?... Toda, toda entera
para mí, pues aunque creas eso de los poquitos sobre la mitad, es una
figuración tuya, cosa de tu cabeza más que de tu corazón... Con un
día que vivamos juntos estoy seguro que me dirás: «_Luchu_, ya no más
poquitos, sino toditos para ti mismo». Me lo dirás, ¿a qué sí? ¿Para
qué es hablar más, Aura?... Di que todo está dicho... Esta noche sin
falta me abocaré con don Apolinar.

—Hombre, todavía no... Espera...

—¡Esperar! Esa palabra la he borrado yo de mis papeles. Yo no espero
cuando veo el fin de las cosas, cuando las toco, cuando las cosas me
dicen: «¡Ven!». El que deja para mañana lo que puede hacer hoy, no
merece tener la vida que Dios le ha dado. ¿Has visto tú que Dios espere
a mañana? ¿Has visto tú que diga el Sol: «Hoy no salgo, mañana sí»?
En la naturaleza todas las cosas son y vienen a punto, y no se queda
nada para después. ¿Está determinado que tal día salga un pollito del
huevo? Pues sale; no dice: «Voy a quedarme dentro de mi cascarón una
semana más». Los árboles nos enseñan la puntualidad: el que da fruta
en agosto, no la guarda para diciembre. Lo que ha de ser, lo que está
maduro, no ha de dejarse que se pudra... Hace un rato me dijiste que
no soy caballero... Pues para que no dudes de mi caballerosidad, en
cuanto venga alguien de la familia, aunque sea Martín, te dejo para
irme en busca de don Apolinar, que es mi gran amigo, para que lo sepas,
y me quiere... Ya le he dicho algo, y el hombre me pregunta siempre
que me ve: «_Luchu_, número uno de los _chimbos_, ¿cuándo os echo el
_ballestrinque_?». Es muy marinero don Apolinar, aficionado a dos
cosas: a la pesca, y a casar a todo el mundo... Pues esta noche le
pesco yo a él y le digo: «Don Apolinar, el _chimbo_ y la _chimba_ se
quieren casar... Son honrados, se aman... pero muchísimo, sin mitades
con poquitos, y desean verse unidos por la santa Iglesia para que no
diga la gente...».

Fue acometida la gentil Aura de una risa nerviosa. Las expresiones
y argumentos de Zoilo hacíanle muchísima gracia; y aquel determinar
perentorio, aquella colosal aptitud para la ejecución, la subyugaban:
eran como un poder milagroso, enormemente sugestivo, de irresistible
influencia sobre la mujer... Revolvíase la pobre niña con instinto
de defensa; pero caía nuevamente, sujeta con invisibles lazos, que
ignoraba si eran humanos o divinos. Gozoso de verla reír, continuó
Zoilo exponiendo sus planes para lo futuro, y en esto empujaron la
puerta. Eran Sabino y Valentín.

—¡Qué alegres están por aquí! —dijo Sabino, avanzando en la penumbra,
con las manos por delante, como los ciegos, mientras Valentín reconocía
el suelo con el bastón—. ¿Por qué estáis a oscuras?

—Aura teme tanto al fuego, que no quise bajar la luz.

—¿Estáis solos? —dijo Valentín.

—Sí, señor —replicó el miliciano—: solitos y tan contentos. ¿Qué saben
del tío Ildefonso?

—Que no es tanto como se temió... Un hervor de sangre... Ya pasó el
peligro.

—No me conformo con esta oscuridad —dijo Sabino subiendo en busca de la
luz.

—¿Y que hacíais aquí tan solitos? —preguntó Valentín acercándose a
la niña—. Aura..., ¿qué dices?... Al entrar te sentimos reír... ¿Te
contaba este alguna gracia?

—Sí, tío: me contaba... no se qué de don Apolinar... No, no era eso...
Cosas de _Luchu_.

—Cosas de _Luchu_ —repitió este, las manos en la cintura—. Las cosas
de _Luchu_ van ahora por caminos que usted no conoce, tío... pero debe
conocerlos. Ni usted ni mi padre se han enterado de que Aura, aquí
presente..., es mi mujer...

Valentín creyó haber oído mal, o que el chico bromeaba. Miroles a
entrambos. Aura bajaba la cabeza; Zoilo repitió el concepto, a punto
que Sabino descendía con la luz.

—Hijo mío —dijo parándose a mitad de la escalera—. En un hombre como
tú, en un caballero militar, no caen bien las burlas sobre cosas tan
delicadas.

—Yo no me burlo, padre. Soy muy formal, y ahora más que nunca. Aura
es mi esposa. Ella lo quiere, y yo más. Nadie se opondrá, y el que se
opusiere no será mi padre, ni mi tío, ni nada para mí. Mando en mí
mismo y en ella... y sépalo todo el género humano.

Sabino miró a Valentín, y Valentín a Sabino, ambos con la boca
entreabierta, embobecida. Aura se llevó el pañuelo a los ojos.

—Siento —agregó Zoilo— que no haya venido también Martín, para que
supiera lo que ustedes saben ya. Aura Negretti es mi esposa, o lo será
mañana si don Apolinar me cumple lo prometido, y si no, curas no me
faltan. Tómenlo como quieran. Siempre fui un buen hijo, y ahora lo seré
también, declarando que en este negocio, por encima de mi voluntad no
hay voluntad ninguna: mi razón, como hombre libre, está por encima de
todas las razones. No pido nada: me basto y me sobro.

—O estamos soñando —dijo Valentín— o este chico tiene los diablos en
el cuerpo, y quien dice los diablos dice los ángeles o el rayo de la
divinidad...

—Hijo mío, mucho te quiero —declaró Sabino, dejando a un lado la luz y
desembarazándose de la capa, que aquella noche venía también mojada—.
Pero ya sabes que la familia tenía otros proyectos.

—Los proyectos de la familia —replicó Zoilo— quedan reducidos por el
querer mío, por el de ella, a una cháchara sin sustancia. La familia no
sabe hacer las cosas; yo, sí. Y si quieren probarlo, al frente de la
casa que me pongan, cuando termine el sitio.

—¡Por Dios vivo y sacramentado —exclamó Sabino, que de la fuerza de la
emoción y del asombro hallábase a punto de caer al suelo—, que no sé lo
que me pasa!... Dejen que me tranquilice, que medite el caso, y si veo
en él la voluntad de Dios...

—Aura, hija mía —le dijo Valentín cariñoso—, sácanos de esta duda.
¿Crees que tu primo se ha vuelto loco?

—Sí, tío: loco está... y yo también —repuso la hermosa joven abrazando
al viejo navegante.

—¿Pero tú...?

—Yo no sé... No me pregunte usted nada. No sé afirmar ni negar nada...
Si me muero, mejor. Así no padeceré más.

—Y como no me gusta dejar las cosas para mañana, ni aun para después
—dijo Zoilo—, en busca de don Apolinar me voy, pues.

—Hace poco entraba en casa de Achútegui —indicó el padre.

—Allá me voy. Don Canuto es mi amigo.

—Ven acá, fuego del cielo, temporal del sudoeste —dijo Valentín,
cogiéndolo por un brazo—; párate y oye: no puedes entretenerte en
correr tras de un clérigo. ¿No sabes lo que pasa? Se ha descubierto
que el enemigo está minando en San Agustín. Por acá hemos empezado
una contramina para salirle al encuentro debajo de tierra. En bonita
ocasión vas a faltar de tu puesto.

—No falto, que allá mismo me voy ahora... A don Apolinar que me le
hablen... Ello ha de ser como yo quiero, y de otra manera no... ¿Ya
se van enterando de quién es Zoilo Arratia? Lo mío, yo lo dispongo.
Respeto a los mayores; no les temo. Digan que yo sé hacer las cosas...,
ya lo han visto... Pues aún les queda mucho que ver.

Despidiose cariñosamente, con medias palabras, de la que llamaba su
mujer, y de los que efectivamente eran padre y tío, y como exhalación
corrió a la disputada y cada día más gloriosa Cendeja.

Apremiada por sus tíos, que la cogían cada uno de un brazo, sentaditos
a izquierda y derecha en el montón de jarcia, Aura con acongojada voz
dio estas explicaciones:

—Sí, sí..., hace tiempo que _Zoiluchu_ me quiere..., y yo a él...,
yo un poquito..., digo mal, un muchito... No, no hagan caso; no sé
lo que digo... Es un hombre, y no hay otro como él... Vale él solo
más que toda la familia de Arratia, habida y por haber. Con su genio
bravo domina cuanto quiere. Mandará en mí, en ustedes todos, en Bilbao
entero, si se lo propone... ¿Que si le quiero me preguntan? No sé qué
contestar... Estoy ahora como los que salen de un mundo para entrar en
otro... Un pie lo tengo en aquel mundo; otro pie en este... ¿Dónde debo
poner los dos pies? Yo no sé... Digo que estoy loca, y que no quiero
estarlo. Que Dios me ilumine de una vez, y sepa yo dónde estoy...
Realmente no lo sé... ¿Voy o vengo? ¿A dónde vuelvo la cara?...

—Hija mía —le dijo Valentín con afecto, mientras Sabino no hacía más
que suspirar—, serénate, reflexiona... Consulta tu corazón. Por lo que
acabo de oírte, calculo yo..., vamos, tú quieres a Zoilo...

—Pero casarme no..., yo quiero esperar... Mi conciencia me dice que
todavía no... Esperemos a que pase el sitio; esperemos más, más.

En este punto, creyó Sabino llegada la ocasión de emitir su voto, y lo
hizo con gravedad y el tonillo sermonario que emplear solía:

—Niña de mi alma, manifiestos los designios celestiales, el dilatar su
cumplimiento será como si los pusiéramos en tela de juicio.

Dicho esto, sin obtener respuesta, pues tanto Aura como Valentín
callaban mirando al suelo, el buen Sabino arrastró también sus
miradas por lo bajo; y como viera multitud de clavos y tirafondos
esparcidos, se puso a recogerlos uno a uno, cuidando de que ni aun
los más chicos se le escaparan. En esta operación asaltaron al pobre
señor pensamientos lúgubres. Sus dos hijos, Martín y Zoilo, esperanza
y gloria de la familia, hallábanse a la sazón en el puesto de mayor
peligro, excavando la contramina para buscar al _absoluto_ en las
entrañas de la tierra. ¡Vaya que si a Dios le daba por decretar que
pereciese uno de los dos en la espantosa refriega subterránea!...
Aparte de esto, tristísimo sobre toda ponderación, reconocía y
comprobaba que era enorme la cantidad de clavos de distintos tamaños
esparcidos por el suelo. Mientras los recogía y agrupaba sobre un
banco, pudiera creer que invisible ángel le susurraba al oído, de
parte de la divinidad, que uno de sus hijos moriría... La sangre se
le congelaba en las venas... «No, Señor; eso no: aparta de mí ese
cáliz...».

Advirtió que Valentín y la sobrinita hablaban susurrando; pero no se
enteró de lo que decían, porque el rincón donde recolectaba clavos
era el más distante del rimero de jarcia. Seguramente, Valentín le
aconsejaría que fuese razonable y se dejara de esperar la venida del
Anticristo. Pero no era esto lo que le decía, sino estotro:

—Tranquilízate... y aguardemos al día de mañana, pues los dos chicos
tienen sus vidas jugadas a cara o cruz... Estamos aquí haciendo
cálculos sobre las vidas, y para nada nos acordamos de la muerte, que a
veces es la que nos saca de nuestras dudas...

—¡En peligro, en peligro _Luchu_! —exclamó Aura consternada—. Pues no
quiero, no quiero... Que salga de la batería, que venga a casa. Basta
de hazañas y de heroísmo... La familia es lo primero...

—Hija, el deber, el honor... —murmuró Sabino, que aproximándose pudo
enterarse de este concepto.

—¡_Luchu_ en peligro! —repitió Aura en el tono de los niños mimosos—.
No quiero más glorias..., no, no.

—Ea, no llores —dijo Sabino—; y si lloramos, que sea por los dos.

Al expresar esta idea, y a punto que dejaba sobre el banco el puñado
de hierro que acababa de recoger, le asaltó el pensamiento lúgubre en
forma más terrorífica, y el ángel volvió a secretear en su oído...
La terrible sentencia no era ya que moriría uno de los dos hermanos.
El Supremo Juez y Sumo Ejecutor hería de un golpe las dos cabezas.
Temblaba el buen padre, y no se le ocurrió más que acudir al instante
a la iglesia que estuviese abierta para prosternarse y regar con sus
lágrimas el suelo, diciendo a la divinidad:

—Los dos no, Señor: eso sería demasiado... En todo caso, uno, uno no
más... y aun es mucho.




XXXV


Prudencia les mandó llamar, añadiendo al mensaje que Ildefonso se
había tranquilizado, recobrando el uso de la palabra. Acudieron los
tres allá, y nada dijeron aquella noche del caso de la niña; mas al
siguiente día, apenas efectuada la mudanza, y reunido todo el cotarro
en casa propia, estimó Sabino de gran oportunidad someter al eximio
criterio de su hermana el nuevo problema que los chicos planteado
habían sin encomendarse a Dios ni al diablo. No tuvo tiempo la señora
de Negretti de expresar su estupor y disgusto, porque fue preciso
acudir a la niña bonita, que cayó primero con un síncope, después con
un acceso nervioso y convulsivo, seguido de aplanamiento, delirio y
congojas.

No decía más que:

—No quiero... _Luchu_ muerto no... Esperar, esperar...

Atendiéndola cariñosa, Prudencia sentía la chafadura de su amor propio,
y no se conformaba con que su idea se desviase tan visiblemente de la
línea por donde ella con toda previsión y talento quiso encaminarla.
¡El pobre Martín chasqueado, y ella desconceptuada como directora y
gobernante! Era una jugarreta de la realidad, que tenía la maldita maña
de resolver las cosas por sí y ante sí, haciendo mangas y capirotes de
la lógica y el sentido común... Pero, en fin, del mal el menos. Siempre
resultaba lo sustancial de su proyecto: que todo quedara en casa, y que
el gandul de Madrid se fuese, si acaso venía, con las orejas gachas.
A medida que la nueva inesperada solución iba haciéndose hueco en el
pensamiento de la mujer práctica, reconocía esta las cualidades de
Zoilo, y con mayor benevolencia le juzgaba. No podía menos de alabar
el garbo y audacia con que había tomado la delantera al sosaina de su
hermano, demostrando una resolución enteramente varonil. Era un hombre,
era un bilbaíno neto. Con su arrojo en la guerra, y aquella _franqueza_
gallarda para apoderarse de la niña y hacerla suya, sin pedir permiso a
nadie, ni andar en melindres, se había puesto de un golpe a la cabeza
de todos los Arratias, y parecía dispuesto a no abandonar la bien
ganada supremacía.

Aprovechando los ratos de sosiego de Aura y la relativa tranquilidad
de Ildefonso, llamó Prudencia a don Apolinar y celebró con él una
conferencia en el comedor, a puerta cerrada. Era forzoso casar a los
chicos inmediatamente, porque habían demostrado tal impaciencia que se
hacía indispensable arrojar sobre aquel amor la capa del matrimonio. Si
así no se hiciera, podrían sobrevenir escándalo y deshonra. Mostrose
conforme don Apolinar, para quien no había plato de más gusto que
casar a alguien, y propuso explorar el ánimo de la niña y echar un
parrafito con ella. Poseía el tal clérigo una singular delicadeza
para meter sus dedos en la boca de las señoritas más vergonzosas y
pudibundas; pero en aquel caso no sacó las revelaciones que obtener
creía. Afligidísima y con más ganas de llorar que de confesarse, Aura
solo dijo que a _Luchu_, sí..., le quería..., que _Luchu_ era un
hombre, y que con su voluntad era capaz de mover las montañas... Pero
que ella no quería casarse hasta que no pasara mucho tiempo, mucho,
pues había un compromiso antiguo, que en conciencia debía respetar...
Su amor primero no se le había salido aún del pensamiento. Desalojaba
poquito a poco..., pero aún tenía dentro la cabeza..., o los pies...
No podía ella discernir si eran los pies o la cabeza del otro amor,
lo que todavía no se le arrancaba... De aquí provenían sus dudas, su
desazón del alma y del cuerpo, su falta de resolución..., su miedo de
precipitarse..., sus ganas de reposo y de un largo _veremos_...

Prudencia, enemiga declarada de los _veremos_, protestaba contra
estas vacilaciones; pero ni ella ni don Apolinar pudieron reducir a
la hermosa niña. ¡Vaya que era terca! A solas otra vez la señora y el
clérigo, resolvieron prepararlo todo para las bendiciones, pues bien
podía ser que los aplazamientos de Aura fuesen un coquetismo intenso,
de arte sutil; que los nerviosos engañan y se engañan, dando por
abominable lo que más ardientemente desean. La noticia de la espantosa
lucha entablada en las tenebrosas galerías, abiertas por sitiadores y
sitiados entre Uribarri y la casa de Quintana, por bajo de San Agustín,
desvió de aquel asunto las ideas de tía y sobrina, y no quedó en sus
almas más que el terror. Aura, delirante, tan pronto se sumergía en un
duelo lúgubre, como quería lanzarse a la calle, ansiosa de llegar hasta
el lugar trágico, y oír los tiros, y ver sacar los muertos, y apurar la
impresión directa de la catástrofe, como se apura un tósigo que pone
fin al humano sufrimiento. Su romanticismo causaba extrañeza a la tía y
al cura, que lo conceptuaron fenómeno patológico.

—No quiero dudas —decía—. Vivir o morir... Ni a media vida ni a media
muerte quiero verme... Si ha de hundirse todo Bilbao en un segundo,
sea... Así acabaremos de dudar.

Con estos temores y sobresaltos, Aura desbordando su imaginación,
Prudencia y el cura encomendándose a la Virgen, Negretti a ratos solo,
a ratos con su mujer, sumido en una meditación cavernosa, pasaron
toda la tarde, hasta que llegó Valentín con mejores noticias, dando a
entender que se había conjurado el peligro. Venía el pobre navegante
fatigadísimo, tiznado y lívido el rostro, tan fieramente dominado por
su crónico reúma, que con gran trabajo tiraba de la pierna derecha para
servirse de ella. Dejose caer en una silla, los brazos colgando, el
sombrero echado atrás..., aguardó un ratito hasta que sus pulmones y su
laringe pudieron funcionar regularmente.

—No he visto caso igual —les dijo entre toses—; yo me asomé a la
contramina, y salí horrorizado. A las ocho y media de la noche la
empezaron con dos ramales. Había que ver a los chicos de tropa y
milicia trabajando como los topos. Los viejos, entre los cuales estuve
más de dos horas maniobrando de espuerta, sacábamos la tierra. A la
madrugada, uno de los dos ramales de acá se encontró con el de ellos.
El oscurantismo venía hocicando en la tierra, y escarbando con las uñas
desde la fuente de Uribarri, para buscar el tamborete de la casa de
Quintana, que querían volar... Pero no contaban con que también aquí
tenemos topos, no de los serviles que no ven, sino de la Libertad, muy
despabilados... Cuando el boquete de acá y el de allá se juntaron, el
sargento de zapadores, Elizagárate, agarró la pala facciosa, y dio un
achuchón tan fuerte, que del palazo destrozó la barriga del minero de
allá... Solo dos hombres podían trabajar en el frente de la galería,
ancho de tres pies por una parte y otra. Abriendo hueco a todo escape,
los de acá se precipitaron al otro lado: _Zoiluchu_ reventó a uno con
la pala, y mató a otro de un pistoletazo. El agujero, que ya era corto,
acortose más con los dos cadáveres. ¿Pasarían ellos acá, o nosotros
allá? Y entre tanto, si la tierra se hundía, pues bien podía ser,
allí quedaban todos sepultados... Yo llegué hasta cerca del boquete
de comunicación y me entró tal miedo, que salí despavorido. Denme a
mí agua y ventarrón: ni a la una ni al otro temo; pero con la tierra
_jonda_ no juego... Me espanta verme en el sepulcro antes de morirme...
Cuando salí al aire, me pareció que resucitaba. No hay quien respire
allá dentro... Y a la luz de las linternas ve uno brazos que le cogen y
le enganchan la ropa... Son raíces de árboles...

Tomado aliento, refirió después cómo ahumaron las galerías con
pimiento quemado para ahuyentar a los sitiadores. Los topos de allá se
escabulleron, y cuando se iba disipando aquella pestilencia asfixiante,
los de acá lanzáronse por la mina, respirando a medias. Contaban que
llegaron hasta la boca, y que halláronla cerrada con sacos de tierra,
como si quisieran defenderla. Luego se han escalonado los nuestros a
lo largo del tubo, esperando a ver si se atreven a hocicar otra vez.
Si se atrevieran, ¡Dios sabe lo que pasaría!... Pero avisados como
estamos, no podrán ellos cargar la mina; nos hemos salvado, aunque
queden las galerías cegadas con carne y huesos de valientes... Por fin,
con las precauciones tomadas, piensan todos que si hemos sabido cortar
los vuelos del águila, y cogerle las vueltas al gato, también sabremos
taparle los agujeros al ratoncito faccioso.

A punto que tomaban una frugal cena, dando un huevo a Negretti, y otro
a la niña, con sopita de vino, entró Sabino sofocado y gozoso. Después
de pasarse todo el día de iglesia en iglesia, implorando la Divina
Misericordia, se había personado en la Cendeja, donde acababa de tener
la satisfacción de ver vivo y sano a su hijo Zoilo. A Martín no le
había visto; pero por Pepe Iturbide sabía que continuaba en las Cujas
sin novedad.

—Gracias sean dadas al Señor —dijo Valentín; y Aura, con las felices
nuevas, parecía recobrar la animación y el contento.

Pasaron la noche tal cual, y al día siguiente muy temprano, continuando
Prudencia en los arreglos de casa, dispuso una variación que le parecía
pertinente. En la alcoba grande, donde antaño dormían sus padres, que
después ocupó ella con Negretti, por temporadas, y que últimamente
servía de dormitorio a Valentín, creyó que debía instalar a su sobrino.
Preparó, pues, la pomposa cama matrimonial, y aunque despertó Aura con
ganitas de levantarse, no consintió su tía que se diese de alta tan
pronto. Desplegando exquisita amabilidad y dulzura, la trasladó de
habitación y de lecho, diciéndole:

—No, hija, no: estás desmadejada..., bien conozco tu naturaleza... y sé
que necesitas largo reposo para recobrar tu equilibrio. Te paso a la
alcoba grande, para que vayas entendiendo que lo mejor de la casa debe
ser para ti, y que todos nos desvivimos porque esté contenta y a gusto
la perlita de la familia. Aquí tienes buena luz, por si te aburres y
quieres leer un ratito. O te traeré tu costura, tu labor de gancho...
Pero levantarte, ¡ay!, no lo pienses, que estás muy débil y tendrías
que volver a acostarte...

Asombrada de tanta finura y obsequios tantos, Aura se dejaba querer.
Donde quiera que la pusieran, allí se estaba con sus cavilaciones, con
sus dudas, con su cruel ansiedad. Llegó sobre las nueve el bendito
don Apolinar, y sin sentarse, preguntó a los tres hermanos, por
dicha reunidos en el comedor, qué se resolvía sobre el grave caso de
conciencia. No habían aún manifestado su opinión por la autorizada
voz de la hermana, cuando sintieron ruido en la tienda. Eran Zoilo y
José María que acababan de entrar. Propuso Sabino que sus hermanos
con el señor sacerdote pasasen a platicar con la niña en la alcoba
grande, mientras él hablaba dos palabritas con su hijo menor, pues su
conciencia no estaría tranquila mientras no dilucidase con él, en el
sagrado recinto del hogar de Arratia, un grave punto de moral... La
moral, la sana conducta, la observancia rigurosa de las leyes divinas
y humanas, habían sido siempre norma de la honesta familia, desde el
primer Arratia venido al mundo, hasta la ocasión presente. Llevose a
Zoilo al rincón último de la trastienda, y con gravedad y dulzura,
hablando como padre y como amigo, le dijo:

—_Motill_, empiezo dándote un abrazo por tu comportamiento militar.
Bilbao te glorifica, y tú, honrando a Bilbao, honras a los tuyos...
Pero hay otro terreno, muy distinto del de la guerra, donde no te has
conducido con la pureza y dignidad de un Arratia.

—¡Qué dice usted, padre! —exclamó Zoilo, que en su fogosidad no podía
contener sus sentimientos dentro de formas comedidas.

—Digo que tu conducta con la niña desmerece de lo que ordena el decoro
de nuestra familia... Si la querías, ¿por qué no te clareaste, para que
nosotros inclinásemos su ánimo...?

—Porque yo me basto y me sobro para... inclinar ánimos.

—Pero luego has cometido una falta mayor, por la cual quiero
reñirte..., con blandura, no creas... —dijo Sabino, que ante la
arrogancia del miliciano se achicó más de la cuenta—: quiero hacerte
ver que has ofendido a Dios..., supongo que en un momento de extravío,
de... No te riño... Se te perdonará si confiesas...

—¿Qué?

—Que por precipitar tu casamiento con la niña y hacer inútiles nuestros
planes con respecto a tu hermano, has...

La mirada fulgurante de Zoilo le confundió. No pudo expresar su
pensamiento ni aun con los eufemismos que el delicado caso requería.
Comprendió el chico lo que su padre, turbado y balbuciente, quería
expresar; y con entera y clara voz, poniendo a su indignación el freno
de las razones corteses y del tono respetuoso, le soltó esta andanada:

—Si lo que usted me dice, o quiere decirme, me lo dijera otro que mi
padre..., si no fuera mi padre quien tal infamia supone en mí, ni
tiempo le daría tan siquiera para arrepentirse de su mal pensamiento.
Soy tan honrado como mi mujer, como la que será mi mujer, y no permito
que en la honra de ella se ponga la menor tacha, ni en la mía tampoco.
Ni una palabra más, señor padre... ¿Para qué es decirlo?

—¡Pero si no te reñía...! Ven acá, no seas tan bravo... Era un
sospechar, hijo; era interrogarte... y no me opongo, no me opongo a que
te cases mañana mismo si quieres.

—¿Cómo mañana? —dijo _Luchu_ volviendo atrás y deslumbrando de nuevo
a su padre con las centellas de sus ojos—. ¿Qué es eso de mañana?...
Esta noche a primera hora me caso. Así lo he dispuesto. Y por si don
Apolinar no quisiera hacerme ese favor, ya tengo hablado al capellán
de Toro, que nos casará por lo militar, con cuatro palotadas... Vamos
arriba.

No le sorprendió que Aura, a quien en su mente y en su voluntad tenía
ya por esposa, ocupase la alcoba de respeto y el grandioso tálamo de
cuja monumental, representación del nido histórico de Arratia. Cuando
entró, las miradas de los que estaban en la habitación rodeando el
lecho, se fijaron en él, y las suyas se clavaron en la hermosa joven,
que agazapadita, temblando de frío (que en aquel instante la acometió),
velaba entre el embozo su lindísima cara, no dejando ver más que los
soles de sus ojos y su negra cabellera desordenada. Le miró Aura,
calladita, y él, por la presencia de la familia y del cura, no se
abalanzó a remediar la destemplanza de su esposa con besos ardientes.
El primero que rompió el silencio fue don Apolinar con esta juiciosa
observación:

—Opina la señorita que debemos esperar.

—Sí, esperaremos —opinó Zoilo con resolución, dando algunos pasos
hasta llegar al lecho y poner su mano en el bulto que hacían los pies
de Aura—. Esperaremos unas horas. Esta tarde, señor don Apolinar, nos
casará usted si quiere, y si no quiere lo hará el capellán de Toro.

—Por mí no queda —balbució el clérigo.

—Pues, como decía, digo que hoy al anochecer nos casamos. Mi prima no
tiene más enfermedad que un poco de susto... Aura, te levantarás al
mediodía.

Nadie se atrevió a replicar a esto, pues el modo de decirlo excluía
toda réplica. Atónita miraba la niña al que con tan tiránicos modos
imponía su autoridad en cosa tan grave; y aunque le andaban por el
magín fórmulas de protesta, estas se tropezaron con sentimientos muy
vivos y estímulos que quitaban toda eficacia a las ideas. Hallábase
bajo el poder magnético, psicológico o lo que fuese; la tremenda
atracción la sacaba de su órbita para llevarla a otra más amplia, de
más rápido movimiento. No tenía voluntad: se entregaba, se sometía...
_Luchu_ la arrebató como se coge un fuego chico para unirlo a un fuego
grande, formando una sola llama.

Valentín se creyó en el caso, como el mayor de la familia, de obtener
de Aura una contestación terminante.

—¿Qué dices a eso, niña? ¿Te parece bien?

La niña se fue eclipsando entre las sábanas... Como el sol que se pone,
se ocultaron sus ojos; después su frente: no quedó fuera más que un
crepúsculo... los cabellos negros esparcidos en las almohadas, como
entre nubes. Prudencia se acercó y la oyó suspirar fuerte, allá entre
los pliegues tibios de la ropa de cama.

—Esto es hecho —dijo en alta voz; y por lo bajo—: En estos casos, quien
suspira otorga.




XXXVI


—Bueno —dijo Sabino en el pasillo, hociqueando con su hermano— se
preparará todo para las siete... Es buena hora... Yo voy a Santiago a
entenderme con el párroco... A las siete en punto, ¿sabes?... ¿Y al
pobre Martín qué le decimos? Ea, se le dirá, que este pillo... No: se
le dirá que la voluntad de Dios ha llevado las cosas, no por el camino,
sino por el atajo... ¿Qué podemos nosotros, pobrecitos mortales,
contra los designios...? Yo le hablaré... A las siete en punto: no te
descuides. Sin aparato, sin bulla... Algo chismorreará mañana la gente;
¿pero qué importa?... Yo daré noticia a las familias conocidas... Diré
que eran novios; que..., puede quedar el matrimonio en secreto hasta
que convenga darle publicidad. Yo hablaré con el párroco don Higinio,
que nada me negará... Somos amigos desde la niñez: él, Guergué y yo nos
pasábamos las tardes jugando al _cotán_ en los Cantones... Valentín,
ya sabes, a las siete en punto. Hay que estar allí a las siete menos
cuarto... Yo me encargo del papelorio... ¿Y a Ildefonso no se le dice
nada?... Mejor será que lo sepa después. Ea, no descuidarse... Yo me
voy.

Sin dejar de prestar a tan importante asunto la atención conveniente,
dedicose el veterano de la mar a buscar a su hijo, cuyas ausencias
y largos eclipses le ponían en cuidado, así como su creciente
taciturnidad y tristeza. Tres días con sus noches hacía que no se
dejaba ver de la familia, y habrían dudado de su existencia, si no
dieran noticia de él los amigos que le vieron a diferentes horas
chapoteando en la ría, a bajamar, o rondando tétrico por los extremos
de la población. Arrastrando su pata coja, corrió Valentín por calles
y plazas sin olvidar las inmediaciones de las baterías, con tan mala
suerte, que en ningún punto le encontró: en muchos de ellos dijéronle
que le habían visto. Creyérase que el endiablado chico le tomaba las
vueltas, burlando su persecución, ligero como un pájaro y escurridizo
como un pez. Por la tarde hubo de renunciar a su fatigosa cacería, y
fue a tomar descanso en las Cujas, donde encontró a su sobrino Martín
ya con la píldora en el cuerpo, administrada por Sabino. Como si
esto no fuera bastante, tenía una herida en la mano derecha, que de
primera intención le curaba el físico cuando llegó su tío de _arribada
forzosa_, navegando con una sola paleta. Por ambos estropicios hubo
de propinarle Valentín los consuelos propios del caso. ¿Qué remedio
había más que tener paciencia? Con travesura y arranque de hombre,
_Zoiluchu_ le había tomado la delantera. Menos mal que todo quedaba en
la familia... Olvidara Martín el desaire, en el cual no habían tenido
poca parte su cortedad y amorosa desmaña, y lleváralo con resignación,
que novias guapas y _de peso_, gracias a Dios, no habían de faltarle.
En cuanto a la herida, bastaríale guardar en completa quietud la mano,
de la cual ya no tenía que nacer uso ni aun para casarse.

—¿Sabe usted el consuelo que me ha dado mi padre? —dijo Martín
queriendo sonreír, cuando aún rodaban por sus mejillas las lágrimas
que le hizo derramar el acerbo dolor de la cura—. Pues, según él, este
balazo es la forma expresiva con que la Divina Voluntad me manifiesta
que no debo casarme. ¡Caramba, ya podía Dios habérmelo dicho de otro
modo!

—Pienso lo mismo. ¡Vaya un modo de señalar que usa el Señor! Con
quitarle a uno la novia bastaba... Ya estaba vista la intención...

De su herida tomó Martín pretexto para no ir a su casa aquella noche.
El médico le había recomendado que fuese al hospital, y su padre
le ofreció pasar la noche con él. _Le venía muy bien lo de la mano_
para librarse del mal rato del bodorrio... Luego que se curase, a su
casa volvería, y lo pasado, pasado: todos hermanos, todos unidos, y a
trabajar por el bien común.

Apenado por la doble desgracia del sobrino, que este soportaba con su
habitual mansedumbre; afligido también por no encontrar a _Churi_, y
acariciando el propósito firme de poner correctivo a su vagancia con
una buena mano de pescozones, se dirigió Valentín, al paso tardo de
_pierna y media_, a la casa de la Ribera. ¡Cuán ajeno estaba de que
al entrar en ella, sobre las cinco de la tarde, hora ya de cerrada
oscuridad en tal estación, no se hallaba lejos de allí el extraviado
_Churi_! Agazapadito junto al pretil de la ría, en actitud semejante
a la de los pobres que piden limosna, el sordo vio entrar a su padre
en la casa; dando un gran suspiro se fue escurriendo a gatas, sin
abandonar la sombra del pretil, en dirección del Arenal, y en todo este
recorrido gatuno iba dando verbal forma a las ideas que agitaban su
alma...

—Señor padre, adiós... —remuzgaba en oscuro lenguaje, que es forzoso
aclarar y traducir—. Ahora que lo he visto, ya nada más tengo que
hacer... Adiós mi padre, adiós mis tíos, y adiós mis primos para
siempre, y adiós tú, casa mía..., que ya no veréis más a _Churi_, ni
_Churi_ ha de veros... porque él mismo se echa fuera de Bilbao, con
intenciones de no volver... No quiero más familia, ni más casa...,
porque para morirme de rabia, o para volverme malo y matón, quiero más
irme lejos, a otras tierras de adentro, o de afuera, o del demonio.

Atravesando a buen paso el Arenal, seguía su cantinela...

—Ya no veo mi casa... Adiós tú, casa, y adiós tú también, Bilbao, mi
pueblo; que todos, familia, casa y pueblo se me habéis vuelto como los
venenos mismos, y si de aquí no me voy, me condeno... Ahora dirán:
«¿Pero dónde está _Churi_ que no parece?». Creerán que me he tirado al
mar, o que me ha cogido por la mitad una bala de cañón... No, señores,
no. _Churi_ se va..., ¿no saben por qué? Pues que se lo pregunten a
ese ladrón de Zoilo, a ese fantasioso, que se coge para sí la mujer de
otro, y la ha conquistado por el miedo... Bien lo he visto... Adiós
tú, Arenal, San Nicolás mío; adiós Cujas y Campo Volantín de mi alma:
ya no me veréis más, porque _Churi_ es bueno; _Churi_ no quiere hacer
una muerte, ni dos muertes, ni ninguna muerte, y para no hacerlas, se
va al cabo del mundo... Puente colgante, adiós, y adiós Siete Calles
y Cantones... Mientras vea tierra por delante, caminaré, que buenas
piernas tengo; y si veo mar y me dejan embarcar, también me voy, lejos,
lejos, a la otra parte de la tierra, que dicen que es redonda como una
naranja, a ver si encuentro un país..., que puede que lo haya..., un
país donde toda la gente sea sorda..., donde vivan _las humanidades_
sin oírse ni una palabra, porque tengan otra manera de entenderse unos
con otros..., ya por señales o guiños de los ojos..., que bien podía
ser... Y el amor no necesita hablarse, sino hacerse, con garatusas...,
en fin, no sé... Puede que lo haya, puede que haya ese país, donde no
tengamos orejas, y en cambio tengamos otros instrumentos más grandes
que aquí, el ver, el gustar..., no sé... El instrumento del oído no
hace falta, ni para comer, ni para dormir, ni para ser uno padre de
familia...; no, no hace falta... Adiós, padre y pueblo, que lejos me
voy...

Las ocho serían cuando navegaba río abajo en una chalana diminuta de
tablas podridas, a la que había echado algunos remiendos la noche
anterior, la menor cantidad de embarcación posible. Previamente había
metido a bordo sus víveres, unos pedazos de borona envueltos en un
trapo. Este era una de las banderitas españolas que solían poner
los combatientes en las baterías: habíala afanado días antes, y la
llevaba para el caso de que los barcos de guerra, al verle recalar en
Portugalete, le mandaran izar pabellón de nacionalidad. Con su bandera,
sus mendrugos de borona y un balde para achicar tenía bastante, y ya no
le quedaba más que encomendarse a Dios para poder rebasar, al amparo
de la cerrazón, los puentes de barcas que los carlistas habían tendido
en San Mamés y en Olaveaga. Afortunadamente para el atrevido mareante,
a poco de soltar sus amarras empezó a llover con gana, y venía por
babor, de la parte de Baracaldo, un noroeste duro con rachas de galerna
que levantaban olas en la ría. La tenebrosa oscuridad, la lluvia, el
horrendo frío, eran causa bastante para que los facciosos no vigilaran;
y para colmo de felicidad, el agua bajaba desde las nueve. Con dejarse
ir al son de marea, arrimándose todo lo posible a barlovento, a la
orilla izquierda, que era la de más abrigo, se escabulliría como un
pez... Experto navegante, conocedor de la ría más que de su propia
casa, sabiendo como nadie buscar los puntos donde más ayudaba la
corriente, se dejó ir, sin hacer uso de los remos, para evitar ruido
y el rebrillar del agua. La agitación de esta, los rumores hondos de
la naturaleza, encubrían su escapatoria. Con que el tripulante se
agachara al deslizarse entre las barcazas que sostenían los tableros de
los puentes, bastaba para que la humilde chalana pasara por un madero
flotante, arrastrado por la marea.

En todo lo que anhelaba fue el pobre _Churi_ favorecido, así por la
naturaleza como por el acaso, y nadie le vio, ni oyó voces humanas, ni
tiros de fusil disparados contra su nave. A las once salvó las barcas
de San Mamés sin novedad, y antes de las doce burló las de Olaveaga; a
la una divisaba las luces de los carlistas vivaqueando en las baterías
de Luchana; pasó sin tropiezo, amparado de una espantosa descarga de
agua, que por lo fría parecía nieve, y de un terrible golpe de viento;
a las dos, dejándose ir a sotavento para alejarse del fortín del
Desierto, cruzaba también inadvertido por este sitio. Vio más tarde,
a estribor, las canteras de Aspe, y en aquellas latitudes, juzgándose
ya salvado, se aguantó con los remos, pues el agua empezaba ya a tirar
para arriba. No tenía que hacer más que mantenerse allí, capeando la
marejada que venía del oeste, y enmendando a cada paso su situación
que la corriente le alteraba. Con esto, y con achicar sin tregua, pues
de lo contrario la chalana se le iba a pique, tenía bastante faena
hasta el alba, que debía de apuntar sobre las siete. Aguantose, pues,
sorteando viento y marea, y al ver por oriente las primeras claridades
de la aurora, arboló a proa su banderita, disponiéndose a ganar puerto.
Sus observaciones, sin más instrumento que los ojos de la cara,
indicáronle demora de un cuarto de milla al este de Portugalete.

Ya no temía el fuego carlista: hallábase en aguas de Isabel. A las
ocho, divisó entre la neblina los bergantines ingleses _Ringdowe_ y
_Sarracen_ (que ya conocía), otro barco de guerra, español, y varias
lanchas cañoneras... La temperatura era glacial; el viento había
rolado al primer cuadrante y traía lluvia fina, puntitas de nieve que
pinchaban como agujas. A las ocho pasaba junto a una cañonera española
que le dio el alto... Comprendiendo que debía expresar sus sentimientos
isabelinos, señaló con orgulloso gesto su pabellón, que sobre los
colores tenía el lema _Isabel II, Libertad_. Desde la borda de la
cañonera le preguntaron:

—¿Traes parte?

Pero no se enteró, y siguió bogando. Poco después vio surgir del seno
de la calima el puente, armado sobre quechemarines y jabeques para
pasar la ría entre Bilbao y las Arenas; sonaban cornetas, tambores,
campanas en tierra y en los buques: para _Churi_ como si no. Por
fin, la valiente _zapatilla_ atracó a la escala de Portugalete, y al
encuentro del audaz marino bajaron muchos preguntándole:

—¿Traes parte? ¿Qué ocurre en Bilbao?

Puso el pie en tierra con la gravedad de un almirante; quitando la
bandera de la proa de la chalana, dio a esta una patada, equivalente
al propósito de no volver a entrar en ella, y subió la escala con
bandera al hombro, sin contestar a los preguntones. Entre estos había
no pocos que al subir le conocieron. «Es _Churi_, el sordo bilbaíno»,
decían, y nadie le molestó más con interrogaciones fastidiosas. Él no
venía con papeles, ni tenía que dar cuenta a nadie de lo qué a buscar
iba en Portugalete. Garantizado por su bandera, que agrupó a su lado
mujeres y chiquillos, encaminose a una hermosa casa, contigua a la del
Ayuntamiento, en la cual entró como persona conocida, sin saludar a
nadie. Dos mujeres freían pescado en grandes sartenes.

—Hola, _Churi_, en buen hora llegas —le dijeron—. Por Bilbao, ¿qué hay?
Mucha hambre, ¿verdad? Siéntate y descansa. ¿Tu padre bueno? Dicen que
muerta gente mucha... Los dientes muy largos traerás, hijo. Dos ruedas
de merluza aquí tienes, pues.

Sin sentarse, _Churi_ devoró lo que se le ponía delante, y miraba a un
lado y otro, como buscando a persona conocida...

—Ya sé a quién buscas, _Churi_ —le dijo otra de las mujeres, que
hablaba castellano correcto—. Aquí no está...

Y como el sordo entendiese que la persona ausente no estaba en aquel
pueblo, afligiéndose mucho al creerlo así, la buena mujer le explicó
como pudo, con terribles gritos acompañados de gesticulaciones
enérgicas, que la señá Saloma se encontraba en la _Casa de Jado_...

—¿Sabes? Por ahí, camino del Desierto. Tenemos la contrata de la Plana
Mayor.

Allá corrió _Churi_, con una rueda de merluza en la boca y otra en la
mano, y de rondón se coló en el edificio que se le designaba, sin hacer
caso de la guardia que quiso detenerle. Metiéndose por una puerta a la
derecha, fue a dar a la cocina, y en ella vio a una mujer gallarda,
morena, guapetona, de ojos negros, que recibía de otra un plato con un
huevo frito y un chorizo.

Contento se fue el sordo hacia la guapa moza, y ella, al verle, lanzó
una festiva risotada, diciendo:

—Hola, _Churi_..., caro te vendes... ¿Por dónde has venido, por la mar
o por los aires? Eres el demonio... Ay, hijo: no puedo entretenerme...
Aguárdate aquí, que voy a llevarle su desayuno al general en jefe...




XXXVII


Vio el sordo soldados y ordenanzas en la cocina, oficiales que sin
cesar subían y bajaban por la escalera principal, a la cual se asomó,
por matar el tiempo, esperando a su amiga. Esta reapareció diciendo:

—No vuelvo más arriba. Los ayudantes no la dejan a una vivir...
Vean qué cardenales tengo en este brazo. Un asistente me ha dicho
que el general está malo y no come nada..., que tengamos caldo para
las doce... Tú, Casiana, dame a mí un poco de guisado, que estoy
desfallecida... Echa, echa más, que comerá conmigo el pobre _Churi_...
¿Verdad, hijo, que tienes gana? ¡Pobre sordito!... Siéntate aquí,
cuéntame...

Tan viva de genio era la tal Saloma, que a veces parecía no estar
en sus cabales. Dejándose llevar de su vena comunicativa, sin parar
mientes en la sordera de _Churi_, le refirió, mientras comían, sucesos
militares de notoria actualidad.

—Mira, hijo, aquí estamos desde primeros del mes queriendo socorrer a
Bilbao, y quedándonos con las ganas de hacerlo. Tan pronto vamos por
la orillita de acá como por la de allá, y en ninguna tenemos suerte.
En Castrejana no hicimos más que perder mucha gente, y nos volvimos
para acá con las orejas gachas. Allí enfrente, en Azúa y Lejona, no
hemos hecho más que apuntar. Gracias que los ingleses, hombres de
mucho tino, han armado en el Desierto un altarito que le dará que
hacer al _servil_. Ahora parece que operamos por allí, y todo será
que tomemos el puente y casas fuertes que esos perros han hecho en
Luchana... Baldomero tiene ganas tremendas de darles una buena entrada
de palos..., pero yo le digo: «Baldomero, ándate con tiento y no te
comprometas... Tira primero tus líneas, mide terrenos y distancias...
Es malo echar carne a la pelea sin haber antes medido bien...». Pero
él no me hace caso... Es tan caliente de su natural, que si no tuviera
armas, a bocados les embestiría... Aquí tenemos a don Marcelino Oráa,
que tan pronto va como viene. Al otro lado están las tropas acampadas
de mala manera, mal comidas, muertas de frío. Dime tú si así se pueden
ganar batallas. Yo digo que no; Baldomero sostiene que la sangre
española no necesita más que de su mismo fuego para pelear y vencer.

Por amabilidad, a todo asentía _Churi_ con cabezadas, sin entender una
jota. Dígase pronto, para evitar malas interpretaciones, que aquel
Baldomero, a cada instante nombrado por la arrogante Saloma, era un
sargento de Guías, que tenía el honor de llamarse como el ilustre
caudillo del Ejército del Norte; y añádase que descollaba por su
arrojo, obteniendo cruces, y hallándose muy cerca de ganar el grado de
alférez. Don Marcelino Oráa, de quien había sido asistente, teníale
en gran estimación, y el mismo Espartero le conocía por su nombre
(Baldomero Galán) y le distinguía.

—Pues para que te enteres mejor —dijo—, los ingleses nos ayudan como
unos caballeros. Tienen talento para el ramo de cañones, y un ojo para
la puntería que da gloria verlo. Baldomero dice que con ellos serviría
más gustoso que con los de acá, porque pagan bien, comen mejor, y son
muy puntuales en todo... Yo le digo: «Aprende de esos a echar líneas
y tomar medidas antes de batirte... Fíjate en que no mueven una pata
sin pensarlo mucho, y examinan bien el pedazo de suelo donde van a
ponerla». Y él me replica: «Sí, mujer, tienes razón: son de mucho
estudio; pero acá uno es riojano, y antes de ponerse a estudiar, se le
enciende la sangre y allá va el coraje sin sentirlo».

Satisfecha su hambre, _Churi_ sentía también vivas ganas de comunicar
a una persona grata sus acerbas penas. Diose por enterado, sin
entenderlo, de lo que Saloma le había dicho, y continuando la
conversación sin lógico enlace de ideas, le dijo en un vascuence mal
castellanizado que es forzoso traducir:

—Efectivamente, Saloma Ulibarri, yo no te olvido; y en cuanto determiné
dejar a mi pueblo y a mi familia para siempre, he pensado en ti; y
vengo a decirte que si estás en volver pronto a tu tierra de Navarra,
como me dijiste la última vez que nos vimos, yo me voy contigo...

—Aquí me tienes pendiente de las operaciones —replicó Saloma—. Por mi
gusto ahora mismo me ponía en camino para mi Aragón de mi alma, pues
casi soy más aragonesa que navarra. Pero todo depende del punto a donde
destinen a Baldomero, que ya va para alférez. Si en estas acciones lo
gana, pedirá que le manden al Centro... Yo también hipo por el Centro.
Estoy harta de estas tierras frías y babosas..., con tanto llover y
tanto comer pescado y alubias... Quiero ver mi Ebro, mi tierra que
abrasa, mi cielo de allá que es la alegría del mundo... ¿De veras te
vendrás con nosotros?... ¡Ah! _Churi_, tú has hecho en tu casa alguna
travesura muy gorda...

Por esta vez coincidió casualmente el primer concepto de _Churi_ con el
último de Saloma.

—No soy culpable —le dijo—, sino desgraciado; tan desgraciado, que de
lástima que me tengo no me determino a quitarme la vida. Me voy, sí.

Súbitamente saltó el sordo con una pregunta que no parecía congruente.

—Dime, Saloma, ¿sabes si está por aquí un caballero joven que le llaman
don Fernando Calpena..., paisano, a no ser que se haya hecho militar de
poco acá..., guapo, noble, fino?...

Al pronto no dio lumbres la moza. ¡Había tanta gente en el Cuartel
general, militares de distintas armas y procedencias, asesores,
físicos, paisanos armados..! Rebuscaba en sus recuerdos, y al fin dio
con la persona que entre la turbamulta buscaba.

—¿Don Fernando dices? Sí, sí: un joven de buena presencia, ojos
bonitos..., muy amigo del general en jefe... Sí... Don Fernando no sé
qué... Arriba está. En uno de los desvanes de esta casa se aloja con
el señor Uhagón, un paisano de ayer, hoy capitán... ¿Es amigo tuyo ese
señor?

—Como amigo no es... Pero tengo que escribirle una carta que tú le
entregarás... Papel y pluma que me traigan.

Algo tardaron en darle lo que pedía, y él, en tanto, deleitábase
contemplando la hermosura lozana y picante de _Saloma la navarra_, como
allí le decían. Bueno es advertir que en anteriores meses, y antes
de que se iniciara en Bermeo la pasión ardiente que a tan lastimoso
estado le había traído, padeció el pobre _Churi_ el mal de amores,
prendándose de Saloma con ansias y desvelos de calidad poco espiritual.
Fue un desvarío juvenil, que se extinguió entre cenizas, después de
mucho requebrar y pretender con resultado nulo. ¡Era desgraciado el
hombre! Todo por la maldita sordera, por aquel tabique _de silencio_
que, levantado entre él y la humanidad, le impedía gustar las dulzuras
del querer... Mal curado de afición tan secundaria y superficial, cayó
en la enfermedad honda que le cogía el cuerpo y el espíritu, lo divino
y humano. Desapareció de su mente Saloma con su gallardía incitante y
su graciosa labia; la pasión integral y soberana eclipsó la parcial y
plebeya. Quedaba, siempre la cariñosa y leal amiga, que departía con
él afablemente, le daba de comer y le agasajaba y atendía, condolida de
la inferioridad a que su sordera le condenaba.

Casi toda la tarde hubo de emplear el sordo en su trabajo de escritura,
porque excesivamente severo consigo mismo, nada de lo que escribía le
contentaba, y unas veces por no acertar con el pensamiento que expresar
quería, otras porque su torpeza caligráfica le hacía incurrir en
garrafales errores, ello es que, rompiendo papel y trazando caracteres
muy gordos, se le iban las horas. Por último, cuando ya oscurecía,
quedó terminado aquel monumento, que leía y releía, buscándole faltas,
añadiendo o raspando comas, sin llegar nunca a la deseada perfección.

—Tómate todo el tiempo que quieras, hijo —le decía Saloma—, y pluméalo
bien, despacito, que el señor para quien es la carta se fue esta mañana
al otro lado y no sabemos cuándo volverá.

Cansado de la penosa escritura, tanto como del viaje, el pobre _Churi_
no se podía tener de sueño y quebranto de huesos. Saloma le dio un
camastro en la casa de Portugalete (donde tenía su establecimiento de
comidas, asociada con Casiana, y los hermanos Anabitarte, vinateros),
y en él cayó como una piedra el sordo, que si no lo fuera, no habría
dejado de sentir aquella noche el horroroso temporal. El oleaje y
remolinos de la barra daban espanto a la vista; el bramido de la
mar unido al del viento ahogaban todos los ruidos de tierra, sin
excluir los cañonazos de las baterías del Desierto contra Luchana.
En toda la noche pudo la navarra pegar los ojos pensando en su pobre
Baldomero acampado al raso o al abrigo de cualquier paredón, allá en
las posiciones del ejército en la orilla derecha. ¡Y que esto pasara
un cristiano por los derechos de Isabelita, de Carlitos, o del demonio
coronado!...

Amaneció nevando. Las nueve serían ya cuando Saloma despertó a _Churi_,
que no se hartaba de dormir, insensible al fragor de la naturaleza.

—Arriba, hijo, que es tarde. ¡Pues no lo has tomado con poca gana! Ya
tienes ahí a tu caballero de Madrid. Con el alférez Ordax ha pasado de
Las Arenas acá en un chinchorro, porque el puente de barcas se ha roto
con la furia de la mar. ¡Esa es otra!... Levántate pronto, gandul, y si
quieres verle, vente conmigo allá, y te arrimas a la escalera, que el
don Fernando ha entrado en la casa de Azcoiti, donde se alojan los de
artillería, y pronto ha de ir a mudarse de ropa. Está caladito... Dame
el _documento_ y se lo llevaré cuando se mude, que no está bien que
entre yo en su cuarto mientras el hombre se aligera de vestido.

Al poco rato de esta conversación, veía _Churi_ entrar al señor de
Calpena y subir presuroso. Era él, el mismo: ya se le podía soltar el
cohete sin ningún cuidado. Y a la media hora volvía Saloma a la cocina
y daba al sordo cuenta de su comisión en estos o parecidos términos:

—¡Ay, hijo, qué jicarazo se ha llevado el pobrecito señor con tu carta!
Se quedó al leerla más blanco que el papel en que la escribiste. Me
preguntó que quién eras tú, y de dónde venías, y yo, naturalmente, le
dije que eres _de los ricos_ de Bilbao, buen chico, muy marinero, solo
que un poco impedido de la _audiencia_... Ahora toma tu desayuno y
arrímate al fogón, que el día no está para rondar por el pueblo.

Solo en su desván, y ya vestido de ropa seca, no apartaba don Fernando
su pensamiento ni sus ojos de la carta que había recibido; y entre dar
crédito a la tremenda afirmación que contenía, o conceptuarla maligna
impostura, transcurría veloz el tiempo sobre la cabeza del joven sin
que este lo sintiera. «_Anoche casó Aura con Zoilo Arratia_», decían
en sustancia los garabatos del papel, trazados en letras gordas, como
para suplir con el tamaño la torpeza de la escritura. En vano su amigo
Uhagón (amistad reciente y cordialísima formada en aquellos meses)
entró a decirle que si el temporal arreciaba, no habría más remedio que
suspender las operaciones. A todo callaba Calpena; él, tan decidor, tan
entusiasta de aquella campaña, tan unido al ejército, que la acción de
este y la suya propia habían venido a ser una sola acción, no decía
nada, no comentaba, ni opinaba siquiera.

—¿Qué piensas? —le preguntó su amigo.

Y él, encerrando dentro de su alma una tempestad más horrorosa que la
que andaba por los aires, se levantó y dijo:

—Pienso... que hacen bien los carlistas en no dejar en Bilbao piedra
sobre piedra...; pienso que la humanidad es una vieja celestina, y la
naturaleza una mujer frágil...




XXXVIII


Arreció en el curso del día el temporal, sin que su violencia estorbara
a las valientes tropas isabelinas para lanzarse a la pelea. Desde el
camastro donde yacía en la casa de Jado, daba Espartero las órdenes de
ataque, previa la distribución de fuerzas en una y otra orilla, para
operar concertadamente contra Luchana. La brigada Mayol, que se hallaba
en Sestao, pasó el Galindo por el puente que habían construido los
ingleses, y ocupó las alturas de Rentegui y la Torre de la Cuarentena
frente a la desembocadura del Azúa. Y en tanto, inutilizado por el
temporal el puente de barcas sobre el Nervión, pasaron este, en
lanchones custodiados por las trincaduras de guerra, ocho compañías
de cazadores, dos del primer regimiento de la Guardia, dos de Soria,
dos de Borbón, una de Zaragoza y otra del 4.º de Ligeros, y fuerza de
ingenieros y artillería. En la travesía penosa, los pobres soldados
coreaban la furibunda cantata del temporal con sus exclamaciones de
ciego entusiasmo. Los zurriagazos de granizo con que les castigaba
la naturaleza, les embravecía más. ¡Bonita ocasión para proclamar la
Libertad y declararse dispuestos a horrendo sacrificio por tan voluble
diosa, que los infelices no habían visto nunca, ni sabían cómo era!...
Desembarcados en la orilla derecha, se apresuraron a entrar en calor
marchando contra el maldecido puente. La división del barón de Meer,
que había pasado el día batiéndose en las riberas del Azúa, reanudó sus
ataques con más brío al verse reforzada; los cazadores se abalanzaron
sobre el puente sin encomendarse a Dios ni al diablo, y no era floja
temeridad la de aquellos locos, porque los carlistas habían cortado
un tramo, y armado poderosas baterías por la otra parte, con cuyos
fuegos y la fusilería incansable podrían abrasar a los mismos ángeles
que se acercaran. Pocos ejemplos de arrojo personal que al de aquella
noche puedan compararse ofrecerá seguramente la historia militar del
mundo; y por mucho que el narrador apure los resortes del lenguaje para
describirlo, siempre ha de resultar como un combate fabuloso entre
fingidos héroes de la mitología o la leyenda.

Luchaban unos y otros en la oscuridad de una noche glacial, pisando
nieve, azotados por el granizo, calados hasta los huesos. Si a esto
se añade que habían comido poco y mal, acrece la inverosimilitud de
aquel esfuerzo, que empezó con una fanfarronería quijotesca y acabó
con una realidad sublime. Rodaban los muertos sobre la nieve; se
arrastraban los heridos entre peñas y charcos sin que nadie les
socorriese; los vivos asaltaban el puente casi a ciegas y a gatas,
y sin duda por no ver el peligro, lo acometieron y lo dominaron. En
pleno día, y con buen tiempo, tal empeño no habría sido quizás más que
una honrosa tentativa. El éxito se convirtió en brillante hazaña, la
más gloriosa quizás de aquella enconada guerra. Pudo suceder que los
carlistas, fiados en la inverosimilitud del movimiento isabelino, y
estimándolo demencia y bravata, se descuidaran en acudir con todo su
poder a la defensa. También ellos luchaban en las tinieblas, envueltos
en la glacial vestimenta del granizo y la lluvia; también a ellos les
entumecía y paralizaba el frío, y la nieve les negaba un suelo seguro
para combatir... A todos les trataba por igual la naturaleza. En una
y otra parte caían en tropel, los más para no volver a levantarse. La
virginal blancura de la nieve se teñía de sangre. A las imprecaciones
y gritos de salvaje marcialidad, respondía el viento con bramidos más
espantosos. Por fin, los liberales se calzaron el puente, lo hicieron
suyo, y pisaron el fango nevado de la orilla izquierda del Azúa.
Emprendieron al punto los ingenieros la compostura del tramo destruido,
para que pudieran pasar cañones, caballos, y todo el ejército cristino.

No se daban cuenta los hasta entonces vencedores de la importancia
de su victoria, ni acertaban a medir los obstáculos que, tomado el
puente, habrían de encontrar todavía, pues los facciosos habían surcado
de formidables trincheras los montes de Cabras y San Pablo. Como no las
tomaran pronto los de acá, todo lo que habían hecho era una sangría
inútil. Tan grande fue en los cristinos el impulso adquirido, y en tal
grado de coraje y excitación se hallaban, que no dieron paz al cuerpo,
ni al ánimo respiro, para seguir en demanda de las trincheras, con la
ambición loca de pisar también en ellas y de hacer trizas a los que las
defendían. De las nueve a las diez de la noche se empeñaron furiosos
duelos a la bayoneta en la aspereza de aquellos montes: los isabelinos
trepando; los otros a pie firme en los inexpugnables zanjones.
Rodaban por acá cuerpos destrozados. Allá expiraban otros. Tan pronto
avanzaban subiendo los liberales, como retrocedían precipitados, con la
nieve hasta las rodillas; se hundían en ella, salían furiosos, y las
bayonetas llegaron a parecer instrumentos de la naturaleza: el hielo y
el granizo convertidos en afiladas puntas y movidos por el huracán.

Una batería enemiga, colocada sobre el flanco derecho de las tropas de
Isabel, les sacudía sin cesar. Pero no hacían caso, y para concluir
pronto y decidirlo de una vez, no había más recurso que el arma blanca.
Repetidos los ataques en una gran extensión, pues las tropas del barón
de Meer pasaron a la orilla izquierda por un improvisado puente, las
trincheras de los carlistas, hondas, labradas en terreno pedregoso
y fuerte, continuaban inexpugnables. Eran hueso muy duro para que
pudieran roerlo los de acá, enorme su extensión para que pudieran
ganarlas por sorpresa. Y la noche no se aclaraba, ni disminuía la
crudeza iracunda del temporal. Diríase que el suelo quería tragarse
a los hombres y convertirse en inmenso pudridero y osario de todo lo
viviente. Serían las diez cuando el animoso y experto general Oráa,
a quien Espartero, por su enfermedad, había conferido el mando, vio
la imposibilidad de avanzar, ya que no la de sostenerse, y pidió
refuerzos. Espartero le envió al instante la primera brigada de la
división de Ceballos Escalera; después la segunda, al mando de este.
Siguieron la espantosa lucha, intentando escalar las trincheras, y
cayendo de espaldas para volver a la embestida, sin desmayo, _por
entrar en calor_. Fueron heridos el barón de Meer, el brigadier Méndez
Vigo, y multitud de oficiales. El jefe de cazadores, Ulibarrena, lo
había sido ya mortalmente en el ataque al puente de Luchana. Los
soldados caían a centenares.

A las diez y media vio el general Oráa que habían llegado al límite del
humano esfuerzo; pronto traspasarían la línea que separa los últimos
alardes de la desesperación eficaz de los primeros espasmos de la
impotencia, y ordenando conservar las posiciones y seguir combatiendo,
bajó a la ría, pasó con dos ayudantes y el coronel Toledo a la orilla
izquierda, y encaminose, ganando minutos, a la residencia del general
en jefe. Oía don Baldomero desde su cama el estruendo de aquella
tenaz contienda, y entre sus dolores que le retenían y sus cuidados
de caudillo que de fuera le solicitaban, se revolvía inquieto, sin
descanso, más castigado de la ansiedad que de la penosa cistitis. En
el momento de su mayor quebranto llegó el valiente Oráa, y con militar
rudeza le pintó en pocas palabras expresivas la situación apretada del
ejército a la otra parte del río. Soltó al instante Espartero media
docena de ternos gordos, y rechazando las ropas del camastro empezó a
vestirse a toda prisa...

—Voy ahora mismo, aunque me cueste la vida... ¡Pues no faltaba más!
Tomado el puente, ¿qué hemos de hacer más que _uparnos_ arriba como
fieras? ¿Qué hora es? Las once. ¡Bonita Nochebuena! Señores, hemos
jurado perecer o salvar a Bilbao. Esta noche se cumplirá nuestro
juramento.

Acudió un asistente a vestirle, y él, calzándose las botas, mandó que
entraran los que permanecían en la estancia próxima aguardando su
determinación.

—Gurrea, adelante... Toledo, pase usted... Pase usted también,
Fernando... Pues ya lo ven: voy a echar el resto. O ellos o yo... Ahora
nos veremos las caras... Ya me van cargando a mí esos ojalateros...
Mi caballo..., pronto, mi caballo... Me ha dicho Oráa que ha muerto
Ulibarrena... Les tengo que cobrar con réditos la vida de ese
valiente... Venga el capote, el bastón... Ya estamos... ¡Pobres
soldados, muertos de frío!... Allá voy, allá voy, y a Bilbao de
cabeza... No quiero tomar nada..., un poco de vino, y basta... Señores,
el que quiera divertirse y oír cantar el gallo de Navidad, que venga
conmigo...

Sobreponiéndose a su dolencia y ahogando la horrorosa molestia y
dolores que sufría, se le vio pronto en militar apostura, gallardo,
bien plantado, risueño. Su rostro amarillo, en que se manifestaba un
reciente derrame bilioso, se animó con el fuego que la pasión guerrera
en su alma encendía. Brillaban sus ojos negros; bajo la piel de la
mandíbula inferior, decorada con patillas cortas, se observaba la
vibración del músculo; fruncía los labios con muequecillas reveladoras
de impaciencia. Mal recortado el bigote, por el descuido propio de la
enfermedad, ofrecía cerdosas puntas negras, y bajo el labio inferior
la mosca se había extendido más de lo que consintiera la presunción.
Aún no gastaba perilla. El bigote de moco daba a su fisonomía carácter
militar, dentro del tono especial de la época: casi todos los sargentos
de su ejército le imitaban en aquel estilo de decoración personal.
Resultaban caras enjutas, secas, con algo de simbolismo masónico en
la disposición triangular de los adornos capilares, y expresión de
tenacidad y constancia.

Pisaba fuertemente el suelo para entrar en calor, y mientras afuera
disponían el paso a la otra orilla. Su mal de la vejiga le obligó a
tomar precauciones, previendo que en noche de largo batallar habían
de faltarle hasta los minutos para las funciones más precisas. Y al
propio tiempo no cesaba de dar prisa. Dijéronle que en cuanto volviesen
las lanchas que habían llevado la segunda brigada de la división de
Ceballos Escalera, pasaría el cuartel general. Tal era el desasosiego
de Espartero, que habría pasado solo en una tabla, y no pudiendo
aguantarse más en aquella inacción, salió masticando la saliva,
y escupiendo alguno que otro venablo y mitades de interjecciones
crudas... Le dolían partes de su cuerpo de las más sensibles; le dolía
la situación comprometidísima de su ejército; le dolía el amor propio.

Cuando llegó al sitio de embarque, advirtiéronle que su caballo ya
iba navegando hacia Luchana. Empezaron a embarcar las compañías de
Extremadura y casi toda la división de Minuisir. En la gabarra que más
a mano encontró, embarcose el general con su plana mayor y agregados
militares y paisanos. El corto bagaje que llevaba, con muy poca ropa,
escasos alimentos, y algunos chismes y drogas, impedimenta impuesta por
la enfermedad, embarcado fue en la misma lancha donde iba el caballo.
Religioso y triste silencio imperó en la travesía. Nadie hablaba. Por
un momento, en un desgarrón de las nubes, dejose ver la luna menguante
con medio rostro apagado. El temporal remuzgaba lejano. Eran las doce,
la hora del nacimiento de Jesús, que allí no anunciaron cantos de
gallo, ni festejó el rabel de inocentes pastores. Más bien las cornetas
y cajas, y el pavoroso silbar del viento, proclamaban la destrucción
del mundo.




XXXIX


Pisó tierra Espartero en la orilla derecha, y con él las tropas que
de refuerzo llevaba. Delante de todos marchó el general a caballo, y
pasado con precaución el puente famoso que había de inmortalizar su
nombre, subió el primero hacia el monte de San Pablo, encontrando a su
paso cadáveres dispersos, sobre los cuales blanqueaba ya el sudario
de la nieve últimamente caída. Empezó por disponer que las tropas de
refuerzo relevasen a los infelices que se habían batido toda la noche
a la desesperada, con los pies insensibles, clavados en el suelo.
Obligado por los accidentes del terreno a echar pie a tierra, departió
don Baldomero con la tropa, contestando con expresiones fraternales a
los vítores y gritos de entusiasmo con que fue saludado. Conferenció
con su jefe de Estado Mayor, el general Oráa, y acordaron suspender el
ataque para organizarlo con toda la fuerza útil disponible, y relevar
al instante los puestos avanzados. O la casualidad o un imprevisto
accidente produjeron hechos contrarios a lo que la rutinaria lógica de
los caudillos disponía.

Sucedió que Oráa dispuso que se diera el toque de alto, y el corneta de
órdenes, sin saber lo que hacía, distraído o alucinado, ebrio quizás
del frenesí batallador, tocó ataque, y lo mismo fue oír el estridor
guerrero, lanzáronse unos y otros monte arriba con ordenado y rápido
movimiento, rivalizando en ardor los que el general traía con los que
allí encontró. Quiso Oráa contenerles y que se cumpliera su mandato,
mal interpretado por el corneta; Espartero, con mejor instinto y rápido
golpe de vista, se aprovechó de aquel felicísimo arranque de la tropa,
y con llama de inspiración, vio que era llegado el momento de seguir
el impulso de los inferiores, de la gran masa bélica. Esta tomaba la
iniciativa; esta, en un fugaz espasmo colectivo, dirigía y mandaba.
Procedía, pues, favorecer este arranque, dirigirlo, extremarlo, y no
permitir que desmayara. Blandiendo su espada, se puso frente a una
columna, y con aquella voz sonora, con aquel tono arrogante y fiero
que electrizaba a las multitudes, adoptando formas de lenguaje muy
enérgicas y al propio tiempo fraternales, les dijo:

—Adelante todo el mundo, y arrollemos a esos descamisados... ¡Coraje,
hijos, coraje!... Ahora verán lo que somos. Delante del que de vosotros
avance más, va vuestro general, que quiere ser el primer soldado...
¡A la bayoneta..., carguen! ¡Coraje, hijos!... Por delante va esta
espada que quiere ser la primer bayoneta... Que mueran ahora mismo
esos canallas, ¡coraje!, o abandonen el campo, que es nuestro. ¡Viva la
Reina, viva el Ejército, viva la Libertad!

Y comunicado este furor a toda la división, avanzaron monte arriba con
estruendo que hizo enmudecer los bramidos de la tempestad. Oráa se puso
al frente de otra columna por la izquierda. Al llegar a la trinchera
enemiga, oyeron rumor de pánico. Muchos carlistas huían, otros se
defendieron con rabia heroica; pero la embestida era tan fuerte, que no
pudo ser larga ni eficaz la resistencia. Ensartados caían de una parte
y otra. La voz del general, no enronquecida, siempre clara y vibrante,
les gritaba.

—No hacer fuego... Bayoneta limpia... ¿No quieren libertad? Pues
metérsela en el cuerpo... Adelante: arriba todo el mundo. ¡Hijos,
coraje!... Bilbao es nuestra, y de ellos la ignominia. Nuestra toda la
gloria. Que vean lo que somos. Arriba, arriba... Ya huyen. ¡Firme en
ellos!

No esperó el enemigo un segundo ataque, y huyó a la desbandada monte
arriba, hacia a segunda línea de trincheras. De improviso, cuando
ordenaban proseguir, descargó una tan fuerte lluvia con granizo, que
los combatientes tuvieron que detenerse. No veían; el pedrisco les
cegaba; el viento furibundo obligábales a guarecerse tras un matojo, al
amparo de cualquier peña, tronco o paredón en ruinas.

—Mi general, aquí —gritó un alférez, viendo a Espartero azotado
vivamente por el temporal, la mano en el sombrero, el capote
desabrochado por las garras del viento.

Guareciéronse en el socaire de una peña. El caudillo le reconoció al
instante:

—Ordax... ¿No es usted Ordax? Avise usted al general Oráa dónde estoy.
Que venga al momento. Esta racha pasará pronto...

El oficial, que era uno de los que más se distinguieron en el ataque
del puente, corrió a cumplimentar las órdenes de su jefe. No tardaron
en encontrar a este sus ayudantes, y se agruparon para darle con sus
cuerpos más abrigo. En la confusión de aquel momento, surcado el aire
y azotada la tierra por los furiosos latigazos del granizo, oíanse
gritos, voces, llamadas, nombres que sonaban desgarrados en medio de la
furiosa tempestad. Espartero dejó oír su voz imperiosa:

—Aquí estoy... ¡Eh! ¡Gurrea..., Toledo..., aquí! ¡Demonio de tiempo!
Ya les llevábamos en vilo..., que venga Oráa..., ¡Oráa!... ¿Dónde está
Ceballos Escalera?

—Aquí, mi general —replicó la voz potente del jefe de la segunda
división.

—¿A qué distancia estamos de Banderas? Yo no veo nada. ¿Dónde está
Banderas?

—Allí, mi general.

—Ya sé que está allí... ¿Pero a qué distancia poco más o menos? ¿Sabe
usted que me encuentro mejor de mis dolores? Me ha sentado bien el
sofoco, y encima del sofoco la mojadura. ¡Vaya una noche! Y dicen que
en esta noche nace Dios... No lo creo.

—Mi general, estamos a un tiro de fusil de Banderas... Pero aún queda
que tomar otra línea de trincheras más arriba.

—¡Qué trincheras ni qué cuerno! De esas les echaremos también..., pero
a culatazos..., a patadas... Otra racha de granizo. Bueno: venga todo
de una vez... Ya, ya para. Que den un toque de atención. No perdamos
tiempo. ¿Qué hora es?

—Las tres y media, mi general.

En esto llegó Oráa, y Espartero le dijo:

—Escoja usted quince hombres decididos, de los que no creen en la
muerte, y un oficial, para que vayan a hacer un reconocimiento en la
altura de Banderas. No podemos presumir la fuerza que tienen allí,
ni si están resueltos a defender el puente a todo trance. Tiempo han
tenido de fortificarse bien. Pero estén como estuvieren, y hayan hecho
más baluartes y baterías que tiene Gibraltar, allá nos vamos ahora
mismo, _con la fresca_, a darles la última pateadura.

Habiendo cesado el chaparrón, salió don Baldomero de su escondrijo,
y encareció a los soldados lo fácil que era subir hasta Banderas.
Probablemente, el enemigo no tendría ya malditas ganas de ver caras
isabelinas por allí, y saldría escapado en cuanto se enterara de la
visita. Restablecidas las líneas que desbarató el temporal, trajéronle
al general su caballo, y se le unió Carondelet, mientras Ceballos
Escalera se alejaba a escape para cumplimentar las últimas órdenes.
Los quince soldados y el oficial que se brindaron a ir de descubierta,
marcharon silenciosos monte arriba. ¡Infelices, cuán grande era
su abnegación! Iban tan solo para probar el grado de fuerza que en
Banderas tenía el enemigo. Si este les recibía con intenso fuego,
señal era de que la elevada posición quería y podía defenderse. En
tanto, las columnas avanzaban con orden de no hacer ruido, callados los
tambores y cornetas, calladas también las bocas. Como a la mitad del
camino, entre el punto de partida y Banderas, los quince tropezaron
con una cabaña en ruinas, infestada de facciosos, los cuales, por los
huecos de los tapiales destruidos, rompieron el fuego. El general
y sus adláteres observaban esto desde una distancia inapreciable
por la oscuridad; mas no veían gran cosa. Roto el silencio por la
estruendosa voz de Espartero mandando ataque, retumbó el trueno en
la masa de tropas, y allá se fueron las columnas como un ventarrón
furibundo, barriendo cuanto encontraban por delante. En las ruinas,
más de la mitad de los quince rodaban por los declives cubiertos de
nieve. En la primera embestida a las trincheras altas, no pudieron los
de acá desalojar al enemigo. El retroceso fue corto. No necesitaron
ser jaleados para volver con ímpetu nuevo. Espartero y sus ayudantes
picaron espuela en busca del sitio de mayor peligro. Esto fue de grande
eficacia para alentar a los soldados, que, despreciando la muerte,
volvieron a desafiarla cara a cara; y al tercer achuchón, los carlistas
que no quedaron tendidos salieron por pies. A la izquierda, en la
falda de San Pablo, la columna mandada por Oráa pudo avanzar con menos
obstáculos. Espartero no la veía. Solo por el ruido de tambores y las
imprecaciones humanas que aventaba el temporal, podían apreciar los
de la primera columna que sus compañeros les llevaban alguna ventaja.
Situándose más arriba de las ruinas de la cabaña, pudo Espartero
distinguir las masas carlistas en el alto de Banderas, moviéndose de
flanco. ¿Iban en retirada? ¿Iniciaban un movimiento envolvente? Sobre
esto hicieron cálculos más o menos aventurados Carondelet y el general
en jefe.

—Para saberlo con certeza —dijo este—, vámonos arriba..., yo el
primero. No hay que darles tiempo a nada... ¡Hijos, coraje! Más valemos
muertos arriba que vivos abajo.

A medida que avanzando iban, veían más claro. Del cielo descendía
escasa luz, aumentada por el reflector blanquísimo y lúgubre que cubría
todo el monte, la nieve, cuya limpia y cándida superficie cortaban los
montones de cuerpos humanos. La cabeza del carlista muerto asomaba
por entre los brazos del liberal inerte. La oscuridad les agrandaba:
creyéraseles cuerpos de gigantes alados, caídos de un espantoso combate
en las nubes pardas, siniestras; estas corrían también, embistiéndose,
y esparcían por el cielo turbio sus desgarrados vellones. En la porfía
de tierra, un horroroso estruendo de tambores, cornetas, gritos,
vivas y mueras marcaba el paso de la nube humana, que se deslizaba
sobre nieve, bramando como el trueno, hiriendo como el rayo. En la
eminencia, el choque rudo produjo instantáneo retroceso. No se veía más
que un trágico tumulto, confusión de cabezas y brazos, y entre ellos
el centelleo de las bayonetas. No lejos de la columna de vanguardia,
Espartero les decía:

—¡Duro, hijos, duro, que ya estamos en casa!... No hay quien pueda con
nosotros... Allá vamos todos, yo el primero...

No tardaron los absolutistas en desbandarse por la vertiente norte.
Iniciado el abandono del fuerte, los de acá pusieron en la cúspide sus
manos, luego sus rodillas. El ejército de Isabel dio por fin en ella la
furibunda patada que estremeció y quebrantó para siempre el inseguro
reino de Carlos V. Serían las cinco cuando el caballo de Espartero
tocaba el himno con su vigorosa pezuña sobre el suelo de la plaza de
armas del fuerte. El noble animal no podía sofocar con sus relinchos la
gritería de los soldados, ebrios de gozo.

El ejército que tal hazaña consumó era un gran ejército; mas para que
luciera en toda su grandeza el santo ardor patriótico y el militar
orgullo que le inflamaban, era necesario que tuviese caudillos que
supieran cogerle de un brazo y llevarle a las cumbres estratégicas,
que simbolizan las altas cimas de la gloria. Sin tales pastores, no
puede haber rebaños tales. Pastoreaba las tropas cristinas, en aquella
noche terrible, un soldado de corazón grande, que supo infundirles
el sentimiento del deber, la convicción de que sacrificando sus vidas
mortales salvarían lo inmortal de la patria, el honor histórico de las
banderas. El tiempo, en vez de amenguar la talla de aquellas figuras,
las agiganta cada día, y hoy las vemos subir, no tanto quizás por
lo que ellas crecen, como por lo que nos achicamos nosotros, y aun
lloramos un poquito, ya con todo el siglo dentro del cuerpo, viendo que
gérmenes tan hermosos no hayan fructificado más que en el campo de la
guerra civil. Creíamos que aquello era el aprendizaje para empresas de
superior magnitud... Pero no era sino precocidad infantil, de las que
luego salen fallidas, dándonos tras el muchachón de extremado vigor
cerebral, hombres raquíticos y sin seso.

No debe mostrarse aislado el ejemplo de Espartero en la gloriosa
Navidad del 36; que unido a otros ejemplos y memorias de aquel
caudillo, resplandece con mayor claridad y nos permite conocer toda la
grandeza de los hombres que fueron. Antes de la liberación le Bilbao,
los suministros del ejército andaban como Dios quería. El gobierno
pedía victorias para darse tono, ¡victorias a soldados descalzos y
hambrientos! Todo el mando de Córdova fue una continua lamentación por
esta incuria. No fue más dichoso Espartero, y en su afán de emprender
vivamente las operaciones, ardiendo en coraje, atento a su decoro y a
la moral de sus tropas, resolvió el conflicto de un modo elemental,
casi inocente. Sin duda por ser del orden familiar, no se ha perpetuado
en letras de oro, sobre mármoles, la carta que con tal motivo escribió
a su mujer, la bonísima, hermosa y sin par Jacinta Sicilia. Decía entre
otras cosas:

  «Empeña tu palabra, la mía, la de los amigos; empeña tus alhajas y
  hasta el piano; reúne todo el dinero que puedas, y mándamelo en oro».

Tan diligente anduvo la dama, que con el mismo mensajero portador de
la carta, remitió a su esposo mil onzas. El general dio de comer a sus
soldados, y a los pocos días, postrado en cama con mal de la vejiga,
y viendo a sus queridas tropas en el grande aprieto de Monte Cabras
y Monte San Pablo, salta del lecho, con una temperatura glacial, y
hace lo que se ha visto... Desgraciada era entonces España; pero tenía
hombres.




XL


Al apuntar el día, que como de los más chicos del año no empezó a
despabilarse hasta las siete, ayudando a su pereza lo turbio del
celaje, vieron los vencedores a los vencidos desfilando a toda prisa
por los senderos que conducen a Erandio y Derio. Otros tomaban
presurosos los caminos de Deusto, para pasar a la orilla izquierda por
los puentes de barcas que tenían en San Mamés y en Olaveaga.

—¡Lástima grande —dijo Espartero, viendo la desbandada del enemigo—
no tener caballería disponible para que se fueran con todos los
sacramentos!

Tomado también, sin disparar un tiro, el Molino de Viento, y dejando
este bien guarnecido, así como el fuerte, siguió Espartero hacia
el caserío de Archanda, donde ocupó la misma casa en que habían
celebrado la Navidad, con espléndida cena, los jefes carlistas Eguía
y Villarreal. Aún encontraron la mesa puesta, y en ella restos de
manjares, todo en desorden, como si los comensales hubieran tenido
que salir escapados, mascando aún, y con las servilletas prendidas.
Invadida la casa por la Plana mayor y ayudantes, Espartero tomó asiento
en el comedor, y les dijo:

—Ya ve España que he cumplido mi palabra. Salí para Bilbao, y en Bilbao
estamos; al menos tenemos la llave de la puerta.

—Mi general —dijo Gurrea, que no cesaba de dar órdenes referentes a
provisiones de boca—, he mandado que nos hagan café.

—Para ustedes. Yo sabes que ahora no lo tomo. Algo caliente tomaría
yo... No he traído nada... No me dio tiempo a llenar la fiambrera...
Oye, que me hagan unas sopas de ajo... Vino caliente quiero.

—¿Qué tal se encuentra usted, mi general? —le preguntó Carondelet—.
¿Apostamos a que el julepe de esta noche le sienta bien?... La gloria,
entiendo yo, es buena medicina.

—Hombre, sí... Yo creí que estaría peor. La misma excitación nerviosa
me ha sostenido... Hubo un momento, lo confieso, en que los ánimos
querían marchárseme. Fue cuando pregunté: «¿Dónde está la Guardia?»
Y de un montón de cadáveres blanqueados por la nieve salió una voz
moribunda que me dijo: «Aquí está lo que queda de la Guardia Real». Al
oír esto, sentí ese frío mortal que me sale de los riñones, y por el
espinazo me sube a la nuca... ¡Pero qué demonio! Di algunas patadas
para soltar el frío y el miedo por las suelas de las botas..., vamos,
que eché un nudo a todos los recelos, y también a los dolores que
me atenazaban las entrañas, y me dije: «No fastidiar ahora... A la
obligación; a reventar aquí, o a vencer». Dios nos ha favorecido: mandó
a los truenos que tocaran el himno... No crean: cuando me eché de la
cama, me daba el corazón que íbamos a cargarnos a toda la ojalatería
habida y por haber... ¡Y eso que la noche, compañeros, ha sido de las
que llaman a Dios de tú!

—Mi general —dijo don Marcelino Oráa, entrando presuroso y risueño—,
tengo una gallina asada, y me parece que después de lo que hemos hecho,
bien podemos comérnosla tranquilamente.

—Sí, hombre, sí; venga: nos la comeremos entre los dos... Pero mande
usted que la calienten.

—Ya están en ello. Los señores _desocupantes_ nos han dejado la cocina
encendida.

—¿Y hay fuego?

—Magnífico. Y ahora lo estamos atizando más.

—Pues vámonos allá... Estoy helado... A la cocina, señores.

Y camino del fogón, don Baldomero, apoyado en el brazo de Carondelet,
pues su dolor de riñones le molestaba más de la cuenta, decía:

—¡Esos pobres soldados muertos de frío, al raso!... Que todos los
cuerpos se provean de leña, que aquí la tendrían abundante los
ojalateros... Que hagan hogueras... Y de rancho, que se les dé lo que
haya, a discreción... Otro día se tasará; hoy no se tasa nada, pues
ellos han dado _a tutiplén_ su sangre y el fuego de sus corazones...
Lo que yo digo: «En días como este, debiera Dios hacer también algo
extraordinario por los pobres soldados; y como es fiesta de Navidad,
¿por qué no manda caer una buena lluvia de pavos, pero asaditos, y de
añadidura capones?». Hombre, todo no ha de ser granizo y balas. Yo,
señores, estoy que no puedo ya con mi alma. Y si a ustedes les parece,
después que me haya comido mi parte de gallina y las sopas de ajo, si
me las dan, descansaré un rato. Oráa, ¿a qué hora entramos en Bilbao?

—Sobre las once me parece la mejor hora —dijo don Marcelino con la boca
llena—. Allí no se han enterado todavía. No tardarán en subir bandadas
de patriotas. El cuento es que de nutrición están peor que nosotros, y
tendremos que darles de lo nuestro.

Con estas bromas comían unos y otros, ofreciéndose recíprocamente
y aceptando lo que cada cual tenía. Sin cesar entraban oficiales
y paisanos más o menos armados, de los que se agregaron al Cuartel
general.

—¡Hola, Uhagón! —dijo Espartero—. Ya hemos salvado a su pueblo. Ya
estará usted tranquilo. ¿Ve usted cómo no hay plazo que no se cumpla?

—Locos de contentos están mis pobres _chimbos_. Ya se oye el repicar de
todas las campanas de Bilbao.

—¡Pobrecitos, qué ganas tendrán de vernos! Y yo a ellos también...
Hola, Fernando: pase, pase. No creí que se hubiera usted atrevido
a subir a este piso principal... bajando de las nubes. ¿Qué tal?
¿Presenció usted la locura de anoche? ¿Vino usted a retaguardia?

—No tan a retaguardia, mi general —dijo Calpena—, que dejara de ver los
milagros del soldado español.

—Milagro ha sido..., bien dicho está. Vea usted, vea usted, señor
madrileño, cómo aquí sabemos cumplir.

—Ya lo he visto, y si no lo viera, nunca lo hubiera creído. Nunca, digo
yo, ha sido la verdad tan inverosímil.

—Ya tiene usted que contar... Siéntese donde pueda, y busque un plato,
que quiero obsequiarle con un alón de gallina.

—Muchas gracias, mi general. Uhagón, Ordax y yo, merodeando en el
Molino de Viento con otros amigos, hemos tenido la suerte de descubrir
nada menos que un cordero asado, y una bandeja de arroz con leche.

—¡Hombre, qué suerte! ¿Y no ha quedado nada?

—Mi general: todo nos lo hemos comido.

—Bien: hay que tomar fuerzas para entrar en la plaza. Ya tiene usted a
Bilbao libre, a Bilbao abierta. Y allí las muchachas bonitas esperando
a la juventud. Entrarán ustedes conmigo.

—Si vuecencia nos lo permite, Uhagón y yo nos iremos por delante, a la
descubierta, mi general. Los dos tenemos aquí familia.

—Enhorabuena: váyanse ahora mismo si gustan..., y digan que a las once
entraré con mi Estado Mayor a saludar a las autoridades de ese heroico
pueblo, al pueblo todo, a la valiente guarnición, a la intrépida
Milicia.

Anunció a la sazón un ayudante que por el camino de Deusto subía mucha
gente, comisiones de la Diputación y Ayuntamiento, y medio pueblo
detrás. No esperaron más Uhagón y Calpena, y se fueron monte abajo
salvando trincheras; pero como por los mismos vericuetos subía bastante
gente, y entre ella muchos conocidos de Uhagón, a cada instante
habían de detenerse. Entre saludos aquí, abrazos allá, y el contestar
a los vivas, y el dar noticia sintética de los combates de la noche
anterior, emplearon cerca de dos horas en llegar a Deusto. Ardiendo
en impaciencia, Calpena tiraba de su amigo como de una impedimenta
fastidiosa y necesaria. Cuando llegaban a la Salve, Uhagón hubo de
contener el paso vivo de Fernando, diciéndole:

—No corras, que aunque volaras, no habríamos de llegar tan pronto como
deseas. Afortunadamente, al entrar en mi pueblo, no necesitarás hacer
averiguaciones para encontrar lo que buscas. Conozco a los Arratias,
Sabino y Valentín; conozco la casa de la Ribera. Lo que siento es no
poder acompañarte: ya comprendes que he de ir inmediatamente a mi casa,
y antes de llegar a ella encontraré parientes, familia, que me cogerán
y me secuestrarán. Si no quieres venirte conmigo a casa, yo buscaré
persona que te llevará a la Ribera... No puedes perderte... Sigues por
esta orilla del Nervión. Ves el paseo del Arenal, y adelante siempre,
junto a la ría; ves el teatro, y adelante... Y ya estás allí... Miras
las puertas de las tiendas, y donde veas una fragata a toda vela...,
una muestra con un barco pintado..., allí es.

A poco de decir esto el bilbaíno, cayeron en un grupo entusiasta,
frenético, en el cual más de veinte individuos abrazaron a Uhagón
porque le conocían, a Calpena sin conocerle, y que quieras que no
hubieron de detenerse a cantar odas y elegías ante los ahumados muros
de San Agustín. Calpena no pudo ser insensible ni a las demostraciones
de aquel patriotismo delirante, ni a la simpatía y afecto con que los
desconocidos le llevaban de un lado a otro, enseñándole las gloriosas
ruinas, los escenarios de muerte, trocados ya en históricos monumentos.

Viéndose separado de Uhagón, que en el barullo fue arrastrado lejos de
su amigo, los que rodeaban a Calpena dijéronle con cariñosa urbanidad:

—Ya encontraremos a Celestino. Usted se vendrá a mi casa.

Y todos se brindaban a llevársele en cuanto vieran entrar al general
victorioso. Agradecido, se excusó el madrileño cortésmente, y sin darse
cuenta del tiempo que engañoso transcurría, se dejó querer, se dejó
llevar. Llegados a la Cendeja, el gentío les estorbó el paso. Quisieron
retroceder, y se encontraron frente a otro tumulto y vocerío más
grandes. Espartero se aproximaba con todo su Estado Mayor para entrar
solemnemente en la plaza como libertador glorioso. En los remolinos del
gentío para abrir calle, viose Calpena separado de los desconocidos
que le acompañaban; buscoles con la vista; pero ni ellos ni Uhagón
aparecían entre las mil caras de la muchedumbre, las cuales por la
unidad del sentimiento que expresaban parecían pertenecientes a un solo
ser. Imposibilitado de avanzar, arrimose a un paredón, y vio al general
a pie, avanzando con marcial gallardía por delante de San Agustín,
atravesando después por el paso que al efecto abrieron en la _Batería
de la Muerte_. La exclamación popular en aquel hermoso momento; el
estallido de la muchedumbre, confusa mezcla de entusiasmo, de gratitud,
de duelo, de amor, fue como un llanto inmenso. Engranado en el
conjunto, y partícipe de la total emoción, Calpena lloraba también con
gritos de alegría.

Mientras Espartero abrazaba en el Arenal a los jefes de la Milicia,
los remolinos de gente llevaron a don Fernando de una parte a otra.
No podía sustraerse al delirio del pueblo; sentía con él el júbilo
de la victoria, y el dejo amargo de los pasados sufrimientos. La ola
humana, que reventaba en cánticos, en vivas y clamores diversos,
le arrastraba. Se sintió ciudadano de la valerosa villa; se sintió
sitiado, hambriento, moribundo, redimido al fin por el propio esfuerzo
y el del héroe que en aquel instante confundía su legítimo orgullo con
el del vecindario, y su fe con la fe bilbaína.

Hasta que fue pasando lo más fuerte de la emoción popular, no se vio
Calpena fuera de la ola... Pensó en orientarse. Reconociendo el punto
por donde había entrado, y observando el curso de la ría, restableció
su rumbo. «Por esta orilla, siempre adelante», le había dicho Uhagón.
No tardó en reconocer el teatro, y hacia él se encaminaba, cuando se
inició un movimiento de la multitud en la propia dirección. Vacilaron
un instante los grupos delanteros. Aquí decían que el general iba al
Ayuntamiento; acullá, que a la Diputación. Pero debieron estar en lo
cierto los que indicaban el primer punto, porque la masa de bilbaínos,
ardiente, bulliciosa, entonando patrióticos cantos y enarbolando
trofeos militares, corrió hacia la Ribera.

«Hacia allá vamos todos», se dijo Calpena, dejándose arrastrar
nuevamente por la ola y arrimándose todo lo que pudo al pretil de
la ría para no perder su derrotero. Miraba una por una las casas
fronteras, y antes de que terminara la curva que en aquella parte
describe la línea de edificios, obediente al curso del Nervión, vio
encima de una puerta una hermosa fragata navegando a toda vela. ¡Allí
era!... La multitud llenaba por completo la vía desde las casas hasta
el río. Sobre el mar de cabezas en movimiento navegaba la fragata en
dirección contraria, embistiendo con su gallarda proa la corriente
humana. Así lo vio Calpena, observando al propio tiempo que en los
balcones inmediatos al barco no había gente, y que la puerta de la
tienda estaba cerrada.

Agarrose al pretil para zafarse de la ola, como el náufrago que se
agarra a la peña. Realmente, trazas de náufrago tenía. El fango le
llegaba a las rodillas; temblaba de ansiedad, de frío...


FIN DE «LUCHANA»


Santander (San Quintín), enero-febrero de 1899.





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LUCHANA ***


    

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Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
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