Los apostólicos

By Benito Pérez Galdós

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Title: Los apostólicos


Author: Benito Pérez Galdós

Release date: December 11, 2023 [eBook #72373]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Perlado, Páez y Compañía, 1906

Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries.)


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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del párrafo en que se las llama.




EPISODIOS NACIONALES

LOS APOSTÓLICOS




  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.




  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  SEGUNDA SERIE

  LOS
  APOSTÓLICOS

  34.000

  [Ilustración]

  MADRID
  PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
  (Sucesores de Hernando)
  ARENAL, 11
  1906




  MADRID. — Imp. de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.




LOS APOSTÓLICOS

I


Tradiciones fielmente conservadas, y ciertos documentos comerciales
que podrían llamarse el Archivo Histórico de la familia de Cordero,
convienen en que doña Robustiana de los Toros de Guisando, esposa
del héroe de Boteros, falleció el 11 de diciembre de 1826. ¿Fue
peritonitis, pulmonía matritense o tabardillo pintado lo que arrancó
del seno de su amante familia y de las delicias de este valle de
lágrimas a tan digna y ejemplar señora? Este es un terreno oscuro, en
el cual no ha podido penetrar nuestra investigación ni aun acompañada
de todas las luces de la crítica.

Esa pícara Historia, que en tratándose de reyes y príncipes, no hay
cosa trivial ni hecho insignificante que no saque a relucir, no ha
tenido una palabra sola para la estupenda hazaña de Boteros, ni tampoco
para la ocasión lastimosa en que el héroe se quedó viudo con cinco
hijos, de los cuales los dos últimos vinieron al mundo después que el
giro de los acontecimientos nos obligó a perder de vista a la familia
Cordero.

Cuando murió la señora, Juanito Jacobo (a quien se dio este nombre
en memoria de cierto filósofo que no es necesario nombrar) tenía dos
meses no cumplidos, y por su insaciable apetito, así como su berrear
constante, declaraba la raza y poderoso abolengo de Toros de Guisando.
Sus bruscas manotadas y la fiereza con que se llevaba los puños a
la boca, ávido de mamarse a sí mismo por no poder secar un par de
amas cada mes, señales eran de vigor e independencia, por lo que don
Benigno, sin dejar de agradecer a Dios las buenas dotes vitales que
había dado a su criatura, pasaba la pena negra en su triste papel de
viudo; y ora valiéndose de cabras y biberones, cuando faltaban las
nodrizas, ora buscando por Puerta Cerrada y ambas Cavas lo mejor que
viniera de Asturias y la Alcarria en el maleado género de _amas para
casa de los padres_; ya desechando a esta por enferma y a aquella por
desabrida, taimada y ladrona; ya suplicando a tal cual señora de su
conocimiento que diera una mamada al muchacho cuando le faltaba el
pecho mercenario, era un infeliz esclavo de los deberes paternales, y
perdía el seso, el humor, la salud, el sueño, si bien jamás perdía la
paciencia.

En las frías y largas noches ¿quién sino él habría podido echarse en
brazos la infantil carga y acallar los berridos con paseos, arrullos,
y cantorrios? ¿Quién sino él habría soportado las largas vigilias y el
cuneo incesante y otros muchos menesteres que no son para contados?
Pero don Benigno tenía un axioma que en todas estas ocasiones penosas
le servía de grandísimo consuelo, y recordándolo en los momentos de
mayor sofoco, decía:

—El cumplimiento estricto del deber en las diferentes circunstancias de
la existencia, es lo que hace al hombre buen cristiano, buen ciudadano,
buen padre de familia. El rodar de la vida nos pone en situaciones muy
diversas, exigiéndonos ahora esa virtud, más tarde aquella. Es preciso
que nos adaptemos, hasta donde sea posible, a esas situaciones y casos
distintos, respondiendo según podamos a lo que la sociedad y el autor
de todas las cosas exigen de nosotros. A veces nos piden heroísmo, que
es la virtud reconcentrada en un punto y momento; a veces paciencia,
que es el heroísmo diluido en larga serie de instantes.

Después solía recordar que Catón el Censor abandonaba los negocios más
arduos del gobierno de Roma para presenciar y dirigir la lactancia, el
lavatorio y los cambios de vestido de su hijo, y que el mismo Augusto,
señor y amo del mundo, hacía otro tanto con sus nietecillos. Con esto
recibía don Benigno gran consuelo, y después de leer de cabo a rabo el
libro del Emilio que trata de las nodrizas, de la buena leche, de los
gorritos y de todo lo concerniente a la primera crianza, contemplaba
lleno de orgullo a su querido retoño, repitiendo las palabras del gran
ginebrino: «así como hay hombres que no salen jamás de la infancia, hay
otros de quienes se puede decir que nunca han entrado en ella, y son
hombres desde que nacen».

Con estos trabajos, que hacía más llevaderos la satisfacción de un
noble deber cumplido, iba pasando el tiempo. El primer aniversario del
fallecimiento de su mujer renovó en Cordero las hondas tristezas de
aquel luctuoso día, y negándose al trivial recreo de la tertulia de
amigos y parroquianos, cerró la tienda y se retiró a su alcoba, donde
las memorias de la difunta parecían tomar realidad y figura sensible
para acompañarle. El segundo aniversario halló bastante cambiadas
personas y cosas: la tienda había crecido, los niños también. Juanito
Jacobo, ni un ápice mermado en su constitución becerril, atronaba la
casa con sus gritos y daba buena cuenta de todo objeto frágil que en su
mano caía. En el alma de don Benigno iba declinando mansamente el dolor
cual noche que se recoge expulsada poco a poco por la claridad del
nuevo día.

En el tercer aniversario (11 de diciembre de 1829) el cambio era mucho
mayor, y don Benigno, restablecido en la majestad de su carácter
sencillo, bondadoso y lleno de discreción y prudencia, parecía un
soberano que torna al solio heredado después de lastimosos destierros
y trapisondas. No dejaron, sin embargo, de asaltarle en la mañanita de
aquel día pensamientos tristes; pero al volver de la misa conmemorativa
que había encargado, según costumbre de todo aniversario, y oído
devotamente en Santa Cruz, viósele en su natural humor cotidiano,
llenando la tienda con su activa mirada y su atención diligente.
Después de cerrar la vidriera para que no se enfriara el local, palpó
con suavidad cariñosa las cajas que contenían el _género_; hojeó el
libro de cuentas; pasó la vista por el _Diario_ que acababan de traer;
dio órdenes al mancebo para llevar a dos o tres casas algunas compras
hechas la noche anterior; cortó un par de plumas con el minucioso
esmero que la gente de los buenos tiempos ponía en operación tan
delicada, y habría puesto sobre el papel algunos renglones de aquella
hermosa letra redonda que ya solo se ve en los archivos, si no le
sorprendieran de súbito sus niños, que salieron de la trastienda
cartera en cinto, los libros en correa, la pizarra a la espalda y el
gorrete en la mano para pedir a padre la bendición.

—¡Cómo! —exclamó don Benigno, entregando su mano a los labios y a los
húmedos hociquillos de los Corderos—. ¿No os he dicho que hoy no hay
escuela?... Ahora caigo en que no me había acordado de decíroslo; pues
ya había pensado que en este día, que para nosotros no es alegre y para
toda España será, según dicen, un día felicísimo, todos los buenos
madrileños deben ir o batir palmas delante de ese astro que nos traen
de Nápoles, de esa reina tan ponderada, tan trompeteada y puesta en
los mismos cuernos de la luna, como si con ella nos vinieran acá mil
dichas y tesoros... Hablo también con usted, apreciable _Hormiga_: pase
usted... no me molesta ahora ni en ningún momento.

Dirigíase don Benigno o una mujer que se había presentado en la puerta
de la trastienda, deteniéndose en ella con timidez. Los chicos, luego
que oyeron el anuncio feliz de que no había escuela, no quisieron
esperar a conocer las razones de aquel sapientísimo acuerdo, y
despojándose velozmente de los arreos estudiantiles, se lanzaron a la
calle en busca de otros caballeritos de la vecindad.

—Tome usted asiento —añadió Cordero, dejando su silla, que era la más
cómoda de la tienda, para ofrecérsela a la joven—. Ayude usted mi flaca
memoria. ¿Qué nombre tiene nuestra nueva reina?

—María Cristina.

—Eso es... María Cristina... ¡Cómo se me olvidan los nombres!... Dícese
que este casamiento nos va a traer grandes felicidades, porque la
napolitana... pásmese usted...

El héroe, después de mirar a la puerta para estar seguro de que nadie
le oía, añadió en voz baja:

—Pásmese usted... es una francmasona, una insurgente, mejor dicho, una
real dama en quien los principios liberales y filosóficos se unen a
los sentimientos más humanitarios. Es decir, que tendremos una reina
domesticadora de las fierezas que se usan por acá.

—A mí me han dicho que ha puesto por condición para casarse que el rey
levante el destierro a todos los emigrados.

—A mí me han dicho algo más —añadió Cordero, dando una importancia
extraordinaria a su revelación—: a mí me han dicho que en Nápoles bordó
secretamente una bandera para los insurrectos de... de no sé qué
insurrección. ¿Qué cree usted? La mandan aquí, porque si se queda en
Italia da la niña al traste con todas las tiranías... Que ella es de
lo fino en materia de liberalismo ilustrado y filosófico me lo prueba,
más que el bordar pendones, el odio que le tiene toda la turbamulta
inquisidora y apostólica de España y Europa y de las cinco partes del
globo terráqueo. ¿Estaba usted anoche aquí cuando el señor de Pipaón
leyó un papel francés que llaman la _Quotidienne_? ¡Barástolis! ¡Y
qué herejías le dicen! Ya se sabe que esa gente, cuando no puede
atacar nuestro sistema gloriosísimo a tiros y puñaladas, lo atacan con
embustes y calumnias. Bendita sea la princesa ilustre que ya trae el
diploma de su liberalismo en las injurias de los realistas. Nada le
falta, ni aun la hermosura; y para juzgar si es tan acabada como dicen
los papeles extranjeros, vamos usted y yo a darnos el gustazo de verla
entrar.

La persona a quien de este modo hablaba el tendero de encajes, no tenía
un interés muy vivo en aquellas graves cosas de que pendía quizás
el porvenir de la patria; pero llevada de su respeto a don Benigno,
le miraba atenta y pronunciaba un sí al fin de cada parrafillo.
Conocida de nuestros lectores desde 1821,[1] esta discreta joven había
pasado por no pocas vicisitudes y conflictos durante los ocho años
transcurridos desde aquella fecha liberalesca hasta el año quinto
de Calomarde en que la volvemos a encontrar. Su carácter, altamente
dotado de cualidades de resistencia y energía, que son como el
antemural que defiende al alma de los embates de la desesperación, era
la causa principal de que las desgracias frecuentes no desmejorasen su
persona. Por el contrario, la vida activa del corazón, determinando
actividades no menos grandes en el orden físico, le había traído un
desarrollo felicísimo, no solo por lo que con él ganaba su salud, sino
por el provecho que de él sacaba su belleza. Esta no era brillante ni
mucho menos, como ya se sabe, y más que belleza en el concepto plástico
era un conjunto de gracias accesorias, realzando y como adornando el
principal encanto de su fisonomía, la expresión de una bondad superior.

      [1] Véase _El Grande Oriente_.

La madurez de juicio y la rectitud en el pensar, el don singularísimo
de convertir en fáciles los quehaceres más enojosos, la disposición
para el gobierno doméstico, la fuerza moral que tenía de sobra para
poder darla a los demás en días de infortunio, la perfecta igualdad del
ánimo en todas las ocasiones, y, finalmente, aquella manera de hacer
frente a todas las cosas de la vida con serenidad digna, cristiana y
sin afán, como quien la mira más bien por el lado de los deberes que
por el de los derechos, hacían da ella la más hermosa figura de un tipo
social que no escasea ciertamente en España, para gloria de nuestra
cultura.

—Los que no la ven a usted desde el año 24 —le dijo aquel mismo día
don Benigno, observándola con tanta atención como complacencia—, no la
conocerán ahora. Me tengo por muy feliz al considerar que en mi casa
ha sido donde ha ganado usted esos frescos colores de su cara, y que
bajo este techo humilde ha engrosado usted considerablemente... digo
mal, porque no está usted como mi pobre Robustiana ni mucho menos...,
quiero decir, proporcionadamente, de un modo adecuado a su estatura
mediana, a su talle gracioso, a su cuerpo esbelto. Beneficios de la
vida tranquila, de la virtud, del trabajo, ¿no es verdad?... Todos los
que la vieron a usted en aquellos tristes días, cuando a entrambos nos
pusieron a la sombra y colgaron al pobre Sarmiento...

Este recuerdo entristeció mucho a la joven, impidiendo que su amor
propio se vanagloriase con los elogios galantes que acaba de oír.
Eran ya las once de la mañana, y vestida como en día de fiesta para
acompañar a don Benigno, esperaba en la tienda la señal de partida.

—Aguarde usted: voy a hacer un par de asientos en el libro —dijo este
sentándose en su escritorio—. Todavía tenemos tiempo de sobra. Iremos
a la casa de don Francisco Bringas, de cuyos balcones se ha de ver muy
requetebién toda la comitiva. Los pequeños se quedarán con mi hermana,
y llevaremos a Primitivo y a Segundo. ¿Están vestidos?

Los dos muchachos, de doce y diez años respectivamente, no tenían
la soltura que a tal edad es común en los polluelos de nuestros
días: antes bien, encogidos y temerosos, vestidos poco menos que a
mujeriegas, representaban aquella deliciosa perpetuidad de la niñez que
era el encanto de la generación pasada. Despabilados y libertinos en
las travesuras de la calle, eran dentro de casa humildes, taciturnos y
frecuentemente hipócritas.

Gozosos de salir con su padre a ver la entrada de la cuarta reina,
esperaban impacientes la hora; y formando alrededor de la joven
grupo semejante al que emplean los artistas para representar a la
Caridad, la manoseaban so pretexto de acariciarla, le estrujaban la
mantilla, arrugándole las mangas y curioseando dentro del ridículo.
A cada instante acudía la joven a remediar los desperfectos que los
dos inquietos y pegajosos muchachos se hacían en su propio vestido,
y ya atando el uno la cinta de la gorra o cachucha, o abotonándole
el casaquín, ya asegurando al otro con alfileres la corbata, no daba
reposo a sus manos ni podía quitárseles de encima.

—No seáis pesados —les dijo con enfado su padre— y no sobéis tanto a
nuestra querida _Hormiguita_. Para verla, para darle a entender que
la queréis mucho, no es preciso que le pongáis encima esas manazas...
que sabe Dios cómo estarán de limpias, ni hace falta que la llenéis de
saliva besuqueándola...

Esta reprimenda les alejó un poco del objeto de su adoración; pero
siguieron contemplándola como bobos, cortados y ruborosos, mientras
ella, la sonrisa en los labios, reparaba tranquilamente las chafaduras
de su vestido y las arrugas del encaje, para abrir luego su abanico
y darse aire con aquel ademán ceremonioso y acompasado, propio de la
mujer española.

Entre tanto, allá arriba, en la vivienda de la familia, oíase batahola
y patadillas con llanto y becerreo, señal del pronunciamiento de los
dos Corderos menores, Rafaelito y Juan Jacobo, rebelándose contra la
orden que les dejaba encerrados en casa, en la fastidiosa compañía de
la tía Crucita.

—Ya escampa —dijo Cordero señalando al techo con el rabo de la pluma—:
oiga usted al pueblo soberano que aborrece las cadenas... Verdad que mi
hermana no es de aquellas personas organizadas por la naturaleza para
hacer llevadero y hasta simpático el despotismo.

Y dejando por un momento la escritura, entró en la trastienda,
dirigiendo hacia arriba, por el hueco de la tortuosa escalerilla, estas
palabras:

—Cruz y Calvario, no les pegues, que harta desazón tienen con quedarse
en casa en día de tanto festejo.

—Idos de una vez a la calle y dejadme en paz —contestó de arriba una
voz nada armoniosa ni afable—, que yo me entenderé con los enemigos.
Ya sé cómo he de tratarles... Eso es, marchaos vosotros, marchaos al
paseíto tú y la linda Marizápalos, que aquí se queda esta pobre mártir
para cuidar serpentones y aguantar porrazos, siempre sacrificada entre
estos dos cachidiablos... Idos enhorabuena..., a bien que en la otra
vida le darán a cada cual su merecido.

Violento golpe de una puerta fue punto final de este agrio discurso,
y en seguida se oyeron más fuertes las patadillas infantiles de los
Corderos y el sermoneo de la pastora.

—Siempre regañando —dijo don Benigno con jovialidad— y arrojando
venablos por esa bendita boca, que, con ser casi tan atronadora como la
de un cañón de a ocho, no trae su charla insufrible de malas entrañas
ni de un corazón perverso. Mil veces lo he dicho de mi inaguantable
hermana, y ahora lo repito: «es la paloma que ladra».

Esto lo dijo Cordero guardando en su lugar las plumas con el libro
de cuentas y todos los trebejos de escribir, y tomó después con una
mano el sombrero para llevarlo a la cabeza, mientras la otra mano
transportaba el gorro carmesí de la cabeza a la espetera en que el
sombrero estuvo.

—Vámonos ya, que si no llegamos pronto, encontraremos ocupados los
balcones de Bringas.

La joven alzaba la tabla del mostrador para salir con los chicos,
cuando la tienda se oscureció por la aparición de un rechondo pedazo
de humanidad que casi llenaba el marco de la puerta con su bordada
casaca, sus tiesos encajes, su espadín, su sombrero, sus brazos, que no
sabían cómo ponerse para dar a la persona un aspecto pomposo en que la
rotundidad se uniera con la soltura.

—Felices, señor don Juan de Pipaón —dijo don Benigno observando de
pies a cabeza al personaje—. Pues no viene usted poco majo... Así me
gusta a mí la gente de corte... Eso es vestirse con gana y paramentarse
de veras. A ver, vuélvase usted de espaldas... ¡Magnífico! ¡Qué
faldones!... A ver de frente... ¡Qué pechera! Alce usted el brazo: muy
bien. ¡Cómo se conoce la tijera de Rouget! De mis encajes nada tengo
que decir..., ¡qué saldrá de esta casa que no sea la bondad misma!
Póngase usted el sombrero a ver qué tal cae... _Superlative_... ¡Con
qué gracia está puesta la llave dorada sobre la cadera!... Esas medias
serán de casa de Bárcenas... ¡Qué bien hacen las cruces sobre el paño
oscuro...! Una, dos, tres, cuatro veneras... Bien ganaditas todas, ¿no
es verdad, ilustrísimo señor don Juan?... ¡Barástolis! Parece usted
un patriarca griego, un sultán, un califa, el rey que rabió, o el
mismísimo mágico de Astracán.

Conforme lo decía iba examinando pieza por pieza, haciendo dar vueltas
al personaje como si este fuera un maniquí giratorio. Don Benigno y la
joven, no menos admirada que él, ponderaban con grandes exclamaciones
la belleza y lujo de todas las partes del vestido, mientras el
cortesano se dejaba mirar y en silencio asentía, con un palmo de boca
abierta, todo satisfecho y embobado de gozo, a los encarecimientos de
su persona.

—Todo es nuevo —observó la damita.

—Todo —repitió Pipaón mirándose a sí mismo en redondo como un pavo
real—. Mi destino de la Secretaría de Su Majestad ha exigido estos
dispendios.

En seguida fue enumerando lo que le había costado cada pieza de aquel
torreón de seda, galones, plumas, plata, encajes, piedras y ballenas,
rematado en su cúspide por la carátula más redonda, más alborozada, más
contenta de sí misma que se ha visto jamás sobre un montón de carne
humana.

—Pero no nos detengamos —dijo al fin—, ustedes salían...

—Vamos a casa de Bringas. ¿Va usted también allá?

—¿Yo? No, hombre de Dios. Mi cargo me obliga a estar en Palacio con los
señores ministros y los señores del Consejo para escribir allí a...

Acercó su boca al oído de don Benigno, y protegiéndola con la palma de
la mano, dijo en voz baja:

—A la francmasona...

Ambos se echaron a reír, y don Benigno se envolvió en su capa diciendo:

—¡Pues viva la reina francmasona! El desfrancmasonizador que la
desfrancmasonice buen desfrancmasonizador será.

—Eso no lo dice Rousseau.

—Pero lo digo yo... Y andando, que es tarde.

—Andandito... —murmuró Pipaón, incrustando su persona toda en el hueco
de la puerta para ofrecerla a la admiración de los transeúntes—. Pero
se me olvidaba el objeto de mi visita.

—¿Pues no ha venido usted a que le viéramos?

—Sí, y también a otra cosa. Tengo que dar una noticia a la señora doña
Sola.

La joven se puso pálida primero, después como la grana, siguiendo con
los ojos el movimiento de la mano de Pipaón, que sacaba unos papeles
del bolsillo del pecho.

—¿Noticias? Siempre que sean buenas... —dijo Cordero cerrando y
asegurando una de las hojas de la puerta.

—Buenas son... Al fin nuestro hombre da señales de vida. Me ha escrito,
y en la mía incluye esta carta para usted.

Soledad tomó la carta, y en su turbación la dejó caer; la recogió y
quiso leerla, y tras un rato de vacilación y aturdimiento, guardola
para leerla después.

—Y no me detengo más —dijo Pipaón—, que voy a llegar tarde a Palacio—.
Hablaremos esta noche, señor don Benigno, señora doña _Hormiga_. Abur.

Se eclipsó aquel astro. Por la calle abajo iba como si rodara,
semejante a un globo de luz, deslumbrando los ojos de los transeúntes
con los mil reflejos de sus entorchados y cruces, y siendo pasmo de los
chicos, admiración de las mujeres, envidia de los ambiciosos, y orgullo
de sí mismo.

Cuando el héroe de Boteros, dada la última vuelta a la llave de la
puerta y embozado en su pañosa, se puso en marcha, habló de este modo
a su compañera:

—¿Noticias de aquel hombre?... Bien. ¿Cartas venidas por conducto de
Pipaón?..., _malum signum_. No tenemos propiamente correo... Querida
_Hormiga_, es preciso desconfiar en todo de este tunante de Bragas y
de sus melosas afabilidades y cortesanías. Mil veces le he definido, y
ahora le vuelvo a definir: «es el cocodrilo que besa».




II


¿Por qué vivía en casa de Cordero la hija de Gil de la Cuadra? ¿Desde
cuándo estaba allí? Es urgente aclarar esto.

Cuando pasó a mejor vida, del modo lamentable e inicuo que todos
sabemos, don Patricio Sarmiento, Soledad siguió viviendo sola en la
casa de la calle de Coloreros. Don Benigno y su familia continuaron
también en el piso principal de la misma casa. La continuada vecindad,
y más aún la comunidad de desgracias y de peligros en que se habían
visto, aumentaron a afición de Sola a los Corderos y el cariño de los
Corderos a Sola, hasta el punto de que todos se consideraban como de
una misma familia, y llegó el caso de que en la vecindad llamaran a la
huérfana _doña Sola Cordero_.

A poco de nacer Rafaelito, trasladose don Benigno a la subida de
Santa Cruz, y al principal de la casa donde estaba su tienda; y como
allí el local era espacioso, instaron a su amiga para que viviera con
ellos. Después de muchos ruegos y excusas quedó concertado el plan de
residencia. En aquellos días se casó Elena con el jovenzuelo Angelito
Seudoquis, el cual, destinado a Filipinas cuatro meses después de la
boda, emprendió con su muñeca el viaje por el Cabo, y a los catorce
meses los señores de Cordero recibieron en una misma carta dos
noticias interesantes: que sus hijos habían llegado a Manila, y que
antes de llegar les habían dado un nietecillo.

Lo mismo don Benigno que su esposa veían que la huérfana iba llenando
poco a poco el hueco que en la familia y en la casa había dejado
la hija ausente. Pruebas dio aquella bien pronto de ser merecedora
del afecto paternal que marido y mujer le mostraban. Asistió a doña
Robustiana en su larga y penosa enfermedad con tanta solicitud y
abnegación tan grande, que no lo haría mejor una santa. Nadie, ni
aun ella misma, hizo la observación de que había pasado su juventud
toda cuidando enfermos. Gil de la Cuadra, doña Fermina, Sarmiento y
doña Robustiana, marcaban las fechas culminantes y sucesivas de una
existencia consagrada al alivio de los males ajenos, siempre con
absoluto desconocimiento del bien propio.

Doña Robustiana sucumbió. Las buenas costumbres y el respeto a las
apariencias morales, que no sin razón auxilian a la moral verdadera,
no permitían que una joven soltera viviese en compañía de un señor
viudo. Fue necesario separarse. Don Benigno tenía una hermana vieja y
solterona, avecindada en Madrid, medianamente rica, y de cuya suavidad,
semejante a la de un puerco-espín, tiene el lector noticia. Poseía doña
Cruz Cordero un carácter espinoso, insufrible, inexpugnable como una
ruda fortaleza natural de displicencia, artillada con los cañones de
las palabras agrias y duras. No se llegaba al interior de tal plaza
ni por la violencia ni por el cariño. No se rendía a los ataques ni se
dejaba sorprender por la zapa. El pobre don Benigno apuró todos los
medios para conseguir que su hermana se fuera a vivir con él, a fin de
constituir la casa en pie mujeril, y poder retener a su lado a Sola
sin miedo a contravenir las prácticas sociales. Pero doña Cruz hacía
tan poco caso de la voz de la razón como de las voces del cariño, y se
fortalecía más cada vez en el baluarte de su egoísmo. Todo provenía
de su odio a los muchachos, ya fueran de pecho, ya pollancones o
barbiponientes. En esto no había diferencias: aborrecía la flor de la
humanidad, cualquiera que fuese su estado, y seguramente se dudara de
la aptitud de su corazón para toda clase de amor, si no existiesen
gatos y perros y aun mirlos para probar lo contrario.

Si no pudo conseguir don Benigno que doña Cruz fuese a vivir con él,
logró que admitiese en su compañía a Sola, no sin que pusiera mil
enojosas condiciones la vieja. A tal época pertenecen los apuros de
don Benigno, su soledad de padre viudo entre biberones y amas de
cría, y otros ruines trabajos que hemos descrito al principio de esta
narración. La de Gil de la Cuadra ayudábale un poco durante el día,
pero no en las noches, porque doña Cruz había hecho la gracia de irse
a vivir al extremo de la Villa, lindando con el Seminario de Nobles;
rarísima vez visitaba a su hermano, y esto en horas incómodas.

Llegó un día en que la paciencia de don Benigno, como todo aquello
que ha tenido largo y abundante uso, tocó a su límite. Ya no había
más paciencia en aquella alma, tan generosamente dotada de nobles
prendas por Dios. Pero aún había, en dosis no pequeña, la decisión para
acometer grandes cosas: la bravura de la acción unida a la audacia del
pensamiento, que en una fecha memorable le pusieron al nivel de los más
grandes héroes.

So pretexto de una enfermedad grave, Cordero hizo venir a doña Crucita
a su casa, y luego que la tuvo allí, le endilgó este discurso,
amenazándola con una gruesa llave que en la mano tenía:

—Sepa usted, señora doña Basilisco, que de aquí no se saldrá si no es
para el cementerio, siempre que no se conforme a vivir en compañía de
su hermano. Solo estoy y viudo, con hijos pequeños y uno todavía mamón.
Dígame si es propio que yo abandone los quehaceres de mi comercio para
arrullar muchachos, teniendo, como tengo, dos mujeres en mi familia que
lo harán mejor que yo... ¡Silencio, porque pego!... De aquí no se sale.

Doña Crucita alborotó la casa, y aun quiso llamar a la justicia;
pero don Benigno, Sola y el padre Alelí, que era muy amigo de ambos
hermanos, lograron calmarla, para lo cual fue preciso anteponer a las
razones la traslación de todos los bichos que en su morada tenía la
señora, añadiendo a la colección nuevos ejemplares que Cordero compró
para acabar de conquistar la voluntad de la _paloma ladrante_. Al digno
señor no le importaba ver su casa convertida en un arca de Noé, con
tal de tener en ella la compañía que deseaba.

Desde entonces varió la existencia de Cordero, así como la de Sola.
Aquel volvió a sus quehaceres naturales. Los chicos tuvieron quien les
cuidara bien, y todo marchó a pedir de boca. Crucita, sin dejar de
renegar de su hermano, de los endiablados borregos y del insoportable
ruido de la calle, se fue conformando poco a poco.

Pronto se conoció que el gobierno de la casa estaba en buenas manos.
Sola la encontró como una leonera y la puso en un pie de orden,
limpieza y arreglo, que inundaba de gozo el corazón de don Benigno.
Ni aun en tiempo de su Robustiana había él visto cosa semejante. Ya
no se volvió a ver ninguna pieza descosida sobre el cuerpo de los
Corderillos, ni se echó de menos botón, faja ni cinta. Ninguna prenda
ni objeto se vio fuera de su sitio, ni rodaba la loza por el suelo,
ni subía el polvo a los vasares, ni estaban las sillas patas arriba
y las lámparas boca abajo. Todo mueble ocupó su lugar conveniente, y
toda ocupación tuvo su hora fija e inalterable. No se buscaba cosa
alguna que al punto no se encontrara, ni se hacía esperar la comida ni
la cena. Los objetos preciosos no podían confundirse con los últimos
cachivaches, porque había sido inaugurado el reinado de las distancias.
El latón brillaba como la plata, y el cerezo tenía el lustre de la
caoba. Don Benigno estaba embelesado, y repetía aquel pasaje de su
autor favorito: «Sofía conoce maravillosamente todos los detalles
del gobierno de la casa, entiende de cocina, sabe el precio de los
comestibles, y lleva muy bien las cuentas. Tiene un talento agradable
sin ser brillante, y sólido sin ser profundo... La felicidad de una
joven de esta clase consiste en labrar la de un hombre honrado».

La casa era grande, tortuosa y oscura como un laberinto. Había que
conocerla bien para andar sin tropiezo por sus negros pasillos y
aposentos, construidos a estilo de rompecabezas. Solo dos piezas tenían
ambiente y luz, y en una de ellas, la mejor de la casa, fue preciso
instalar a Crucita con las doce jaulas de pájaros, que eran su delicia.
No faltaba en el estrado ningún objeto de los que entonces constituían
el lujo, pues a don Benigno se le había despertado el amor de las cosas
elegantes, cómodas y decentes; y como no carecía de dinero, cada día
daba permiso a su diligente _Hormiga_ para introducir alguna novedad.
Con las onzas de Cordero y el buen gusto de Sola, viose pronto la casa
en un pie de elegancia que era el asombro de la vecindad. Fue vestida
la sala de hermoso papel imitando mármol, y una tanda de sillas de
caoba sustituyó a las antiguas de nogal y cerezo. El brasero era como
un gran artesón de cobre, sustentado sobre cuatro garras leoninas,
y con la badila y reja no pesaba menos de medio quintal. El sofá y
los dos sillones, que hoy nos parecerían potros de suplicio, eran de
lo más selecto. Las cortinas de percal blanco con franjas de tafetán
encarnado, tenían aspecto risueño, y se conceptuaban entonces como
lo más lujoso y elegante. No faltaban las mesillas de juego con sus
indispensables candeleros de plata, ni las célebres y ya olvidadas
rinconeras llenas de baratijas y objetos de arte y ciencia, tales como
cajas, caracoles, figurillas de yeso, algún jarro, libros y un par de
pajaritos disecados. En el marco del espejo apaisado, veíanse algunas
plumas de pavo real puestas con arte y simetría, como las pintan en las
cabezas de los salvajes. En cuestión de láminas, habíanse conservado
las antiguas, que eran _El león de Florencia devorando a un niño, La
desgraciada muerte de Luis XVI_ y _La caída de Ícaro_.

Vistos de la calle los balcones, presentaban el aspecto más alegre que
puede imaginarse. Los tiestos, con ser tantos, no eran bastantes para
quitar sitio a las jaulas, colgadas unas sobre otras. Interiormente no
cesaba la algarabía formada por el piar de algunos pájaros, el canto
de otros, el ladrido de los falderillos, el mayido de los gatos y los
roncos discursos de la cotorra. El esmero con que Crucita atendía al
cuidado y a las necesidades todas de su colección zoológica, hacía que
la existencia de tanto bicho no fuera incompatible con el perfecto aseo
de la casa.

Contentísimo estaba don Benigno del buen arreglo que Sola había
hecho en el gabinete donde él vivía. Sus ropas abundantes, tan bien
dispuestas que jamás notó en ellas rotura de más ni botón de menos,
le recreaban la vista, así como la limpieza de su variada colección
de sombreros. No le cautivaba menos el ver libres de polvo sus
adminículos de caza (diversión a que era muy aficionado), ni la
buena colocación que se había dado a las estampas de Santa Leocadia
y la Virgen del Sagrario (ambas proclamando el toledano abolengo del
propietario), ni la acertada ordenación de los libros. Estos no eran
muchos, pero sí escogidos, y solo formaban dos obras: las de Rousseau,
edición de 1827, en veinticinco tomitos, y el _Año Cristiano_ en doce.
Aunque alineados en dos grupos distintos, no por eso dejaban de andar
a cabezadas, dentro de un mismo estante, el _Vicario Saboyano_ y San
Agustín.

Con el orden perfecto en la disposición de todo lo de la casa, corría
parejas la buena concordia entre sus habitantes, si se exceptúan las
genialidades de Crucita, que fueron menos molestas desde que Sola
adoptó el sistema de hacerle poco caso sin aparentar contrariarla.

Desapacible y brusca con los chicos, no consentía que se le acercaran a
dos varas a la redonda. No obstante, el frecuente trato con ellos y la
dulzura de su hermano y de la _Hormiga_ fueron poco a poco arrancando
las espinas de aquel carácter endiablado, y al fin, sin dejar de
hablarles en el lenguaje más duro y desabrido que se puede imaginar,
manifestaba algún interés por los cuatro _enemigos_, ayudaba a
cuidarles, y aun se permitía contarles algún trasnochado y soso cuento.

Los muchachos, a excepción del más pequeño, eran pacíficos. Primitivo
y Segundo adelantaban regularmente en sus estudios, y en cuanto a
vocaciones, el tono especial de la época y los personajes de aquel
tiempo despertaban en ellos ambiciones varias. El mayor quería ser
Padre Guardián, para tomar mucho chocolate, dar a besar su mano a los
transeúntes y salir a paseo entre un par de duques o marqueses. El
segundo, que era vanidosillo y fachendoso, quería ser tambor mayor de
la Guardia Real, porque eso de ir delante de un regimiento haciendo
gestos y espantando moscas con un bastón de porra, le parecía el
colmo de la dicha. Rafaelito era más modesto. No le hablaran a él de
figuraciones ni altas dignidades: él no quería ser sino confitero, para
poder atracarse de dulces desde la mañana a la noche y hacer bonitas
velas para los santos. En cuanto a Juanito Jacobo, aunque no hablara,
bien se le conocía que su vocación era la de gigante Goliat o Hércules,
según lo que destrozaba, berreaba y las diabluras que hacía andando a
gatas, sin dejarse amedrentar por cocos ni espantajos.

Tranquilo, feliz, gozoso del orden en que vivía, y que amaba por
naturaleza y costumbre, Cordero veía pasar suavemente los días. El
método en la existencia le encantaba, y la semejanza entre el hoy y el
ayer era su principal delicia.

Hombre laborioso, de sentimientos dulces y prácticas sencillas;
aborrecedor de las impresiones fuertes y de las mudanzas bruscas, don
Benigno amaba la vida monótona y regular, que es la verdaderamente
fecunda. Compartiendo su espíritu entre los gratos afanes de su
comercio y los puros goces de la familia; libre de ansiedad política;
amante de la paz en la casa, en la ciudad y en el estado; respetuoso
con la instituciones que protegían aquella paz; amigo de sus amigos;
amparador de los menesterosos; implacable con los pillos, fuesen
grandes o pequeños; sabiendo conciliar el decoro con la modestia,
y conociendo el justo medio entre lo distinguido y lo popular, era
acabado tipo del burgués español que se formaba del antiguo pechero
fundido con el hijodalgo, y que más tarde había de tomar gran vuelo
con las compras de bienes nacionales y la creación de las carreras
facultativas hasta llegar al punto culminante en que ahora se encuentra.

La formidable clase media, que hoy es el poder omnímodo que todo lo
hace y deshace, llamándose política, magistratura, administración,
ciencia, ejército, nació en Cádiz entre el estruendo de las
bombas francesas y las peroratas de un congreso híbrido, inocente
extranjerizado si se quiere, pero que brotado había como un
sentimiento, o como un instinto ciego, incontrastable, del espíritu
nacional. El tercer estado creció, abriéndose paso entre frailes y
nobles; y echando a un lado con desprecio estas dos fuerzas atrofiadas
y sin savia, llegó a imperar en absoluto, formando con sus grandezas y
sus defectos una España nueva.

Perdónesenos la digresión, y volvamos a Cordero, del cual nos falta
decir que en los últimos años había prosperado grandemente en su
comercio. Pocas noches antes de aquel día en que suponemos comenzada
esta narración, el héroe estaba en su gabinete contando el dinero de
la semana. Después que tomó nota de las cantidades y distribuyó estas
cariñosamente en las cestillas de paja que servían para el caso, llamó
a Sola, y haciéndola sentar frente a él, le dijo así:

—Si no comunico a alguien lo que en este instante pienso, apreciable
_Hormiguita_, reviento de seguro.

Sola sonreía, dando más luz al _quinqué_, que repartía en proporción
igual su resplandor a los dos personajes. Don Benigno se reía también,
y ya se acariciaba la barba redondita y arrebolada, como una manzana
recién cogida, ya se arreglaba las gafas de oro, cuya tendencia a
resbalar sobre la nariz picuda y fina iba en aumento cada día.

—Pues lo que pienso —añadió— es que sin saber cómo, me encuentro
rico... es decir, no muy rico, entendámonos, sino simplemente en ese
estado de buen acomodo que me permitiría, si quisiera, renunciar al
comercio y retirarme a vivir tranquilo en mis queridos Cigarrales,
donde no me ocuparía más que en labrar el campo y criar a mis hijos.

Sola le respondió a estas palabras con otras de felicitación, y el
héroe, que se sentía aquella noche con muchas ganas de charlar,
continuó de este modo:

—Con usted no hay secretos. Sepa usted que ayer he pagado el último
plazo de esta casa en que vivimos: de modo que es mía, tan mía como mis
anteojos y mi corbata de suela. En los Cigarrales he comprado ya más
de cien fanegadas para agregarlas a las que heredé de mis padres, y
pienso comprar las del tío _Rezaquedito_, que saldrán a la venta muy
pronto. De modo que ya estamos libres de perder el sueño por cavilar
en el día de mañana; y si por acaso me da un torozón (que no me dará),
no estaré afligido en mi última hora con la idea de que mis hijos
tengan que vivir a expensas de parientes y amigos, vea usted por dónde
la Divina Providencia ha premiado mi laboriosidad, y nada más que mi
laboriosidad, pues talentos no los tengo, y en cuanto a picardías, ya
se sabe que esa moneda no corre dentro de mi casa.

—Dios ha querido que un hombre tan bueno y tan cabal en todo —le dijo
Sola— tenga su merecido en el mundo, porque si al bueno no le da Dios
los medios de ser caritativo y generoso, ¿qué sería de los pobres, de
los abandonados, de los huérfanos?

—No, no... —replicó Cordero un sí es no es conmovido—, no hay aquí
generosidades que alabar ni virtudes que enaltecer. Algo he hecho
por los menesterosos; y si alguna persona ha recibido especialmente
de mí ciertos beneficios, estos han sido menores de los que ella se
merece. Dios no puede estar satisfecho de mí en esta parte... Que se
han sucedido buenos años para el género; que los cambios políticos,
improvisando posiciones, han desarrollado el lujo; que las modas han
favorecido grandemente el comercio de blondas y puntillas; que la
paz de estos años de despotismo ha traído muchos bailes y saraos,
equivalentes a gran despilfarro de Valenciennes, Flandes y Malinas;
que el restablecimiento del culto y clero después de los tres años
trajo la renovación de toda la ropa de altar y mucho consumo de
encajería religiosa; que mi puntualidad y honradez me dieron la
preferencia entre las damas; que la corte misma, a pesar de que son
bien notorias mis ideas contrarias a la tiranía, no quiere ver entrar
por las puertas de Palacio ni media vara de Almagro que no sea de casa
de Cordero, y, en fin, que Dios lo ha querido, y con esto se dice todo.
Bendigámosle y pidámosle luces para acertar a hacer el bien que aún no
hemos hecho, y que es a manera de una sagrada deuda pendiente con la
sociedad, con la conciencia...

El héroe se atascó en su propia retórica, como le pasaba siempre que
quería expresar una idea no bien determinada aún en su espíritu, y un
sentimiento oprimido en las fuertes redes de la timidez y la delicadeza.

—Acabe usted, que me da gusto oírle —le dijo Sola sonriendo—, pero
prontito, que hay mucho que hacer esta noche.

—Descanse usted un momento, por amor de Dios. ¿Siempre hemos de estar
sobre un pie?... ¡Oh!, por mi parte, _Hormiga_, estoy decidido a
descansar. Verdad es que no soy un niño. Tengo cincuenta y dos años.

Dicho esto, don Benigno miró como extasiado a su protegida, que a su
vez contemplaba fijamente la luz, a riesgo de quedarse deslumbrada.

—Cincuenta y dos años, que es mucho y es poco, según se considere
—añadió el héroe con cierta turbación—. Todo es relativo, hasta los
años, y yo, con mi constitución recia y firme, mis acerados músculos,
mi desconocimiento absoluto de lo que son médicos y boticas, no me
cambio por esos pisaverdes de color de cera de muerto, que se llaman
muchachos por una equivocación del tiempo.

—Es usted rico; goza de perfecta salud —murmuró Sola, cuyas miradas,
como mariposas, gustaban de recrearse en la llama—; es además bueno
como el buen pan; tiene buen nombre y fama limpia. ¿Qué más puede
desear?

Don Benigno dio un suspiro, y mirando al tapete, dijo así:

—Es verdad: nada puedo desear. Temeridad e impertinencia sería pedir
más.

Ambos callaron.

—¿Tiene usted algo más que decirme? —preguntó Sola levantándose.

—Nada, nada, apreciable _Hormiga_ —dijo don Benigno irradiando bondad y
sentimientos puros de su cara de rosa—. Nada más sino que... Dios sobre
todo.

Después que la joven se fue, Cordero tomó a Rousseau como se toma el
brazo de un amigo para apoyarse en él, y abriendo el libro por donde
estaba la marca, indicando sin duda capítulo, renglón o párrafo de
gran interés, se quedó un buen rato meditando en la extraordinaria
profundidad, intención y filosofía de la sentencia con que el ginebrino
encabeza el libro quinto del Emilio.

Dice así: _No es bueno que el hombre esté solo_.




III


El día era de los mejores que suele tener Madrid en invierno, con cielo
limpio y espléndido sol. Los madrileños, que por su índole castiza no
necesitaban entonces ni ahora de grandes atractivos para echarse en
tropel a la calle, invadieron aquel día la carrera de las procesiones
regias que va desde las puertas de Toledo o Atocha hasta Palacio, vía
ciertamente histórica y muy interesante, por la cual han pasado tantos
monarcas felices o desgraciados, y no pocos ídolos populares. Si fuera
posible reproducir la serie de comitivas diversas que han recorrido
ese camino del entusiasmo desde la primera entrada de Fernando VII en
mayo de 1808, tendríamos una galería curiosa, en la cual muy pocas
pinceladas tendría que añadir la historia para hacer el cuadro completo
de las sucesivas idolatrías españolas. El quemar de los ídolos, cuando
estamos cansados de adorarlos, se verifica en otra parte.

Estas grandiosas comparsas tienen una monotonía que desespera; pero
el pueblo no se cansa de ver los mismos lacayos con las mismas
pelucas, los mismos penachos en la frente de los mismos caballos, y
el inacabable desfilar de uniformes abigarrados, de coches enormes
más ricos que elegantes, de generales en número infinito, y el
trompeteo, la bulla, el oscilar mareante de plumachos mil, el fulgor de
bayonetas, y, por último, el revoloteo de palomitas y de hojas de papel
conteniendo los peores sonetos y madrigales que pueden imaginarse.

Aquel día de diciembre de 1829, el pueblo de Madrid admiró
principalmente la hermosura de la nueva reina, la cual era, según
la expresión que corría de boca en boca, _una divinidad_. Su cara,
incomparablemente graciosa y dulce, tenía un sonreír constante, que
se entraba, como decían entonces, hasta el corazón de todo el pueblo,
despertando ardientes simpatías. Bastaba verla para conocer su agudo
talento, que tanto había de brillar en las lides cortesanas, y para
prever las nobles conquistas que la gracia y la confianza habían de
hacer prontamente en el terreno de la brutalidad y del recelo. Jamás
paloma alguna entró con más valentía que aquella en el negro nidal de
los búhos; y aunque no pudo hacerles amar la luz, consiguió someterles
a su talante y albedrío, consiguiendo de este modo que pareciesen menos
malos de lo que eran. Fue mirada su belleza como un sol de piedad
que venía, si bien un poco tarde, a iluminar los antros de venganza
y barbarie en que vivía, como un criminal aherrojado, el sentimiento
nacional.

No ha existido persona Real a quien se hayan dedicado más versos. Por
ella sola se han fatigado más _las deidades de Hipocrene_ y ha hecho
más corvetas el buen Pegaso que por todas las demás reinas juntas. A
ella se le dijo que si el Vesubio la había despedido con _refulgentes
destellos_, el Manzanares la recibió _vestido de flores_; se le dijo
que _Pirene_ había inclinado la _erguida espalda_ para dejarla pasar, y
que en los _vergeles de Aretusa_ tocaba la lira el _virginal concilio_
celebrando a la _ninfa bella de Parténope_.

La hermosa reina fue también cantada por los grandes poetas; que
no todo había de ser ruido en las diversas cataratas de versos
que celebraron su casamiento, su entrada, su embarazo, sus dos
alumbramientos, sus días, sus actos políticos más notables, y en
particular el glorioso hecho de la amnistía. Don Juan Bautista Arriaza,
que desde el año 8 venía haciendo todos los versos decorativos y de
circunstancias, la letra de todos los himnos y las inscripciones de
todos los arcos triunfales, echó el resto, como decirse suele, en las
fiestas del año 29. Quintana dedicó al _feliz enlace de Fernando VII_
una canción epitalámica que no quiso incluir en las ediciones de sus
obras, y otros insignes vates de la época la ensalzaron en aquellas
odas resonantes y tiesas, algo parecidas al parche duro y ruidoso
de una caja de guerra, y cuya lectura deja en los oídos impresión
semejante a la que produciría una banda de tambores en día de parada.
Con todo, en la corona poética de esta insigue reina se encuentran
altos pensamientos y graciosas imágenes, principalmente en todo aquello
que aparece inspirado por la seductora sonrisa,

    _que cuanto más se ve más enamora._

Entró Cristina en coche acompañada de sus padres los reyes de Nápoles.
Al estribo derecho venía el esposo y tío, rigiendo magistralmente
su hermoso caballo. Era, según dicen, el primer jinete de su época;
verdaderamente nuestro rey tenía un aspecto tan majestuoso como
gallardo cuando montaba en uno de aquellos apopléticos corceles cuya
pesadez y arrogancia nos han transmitido Velázquez y Goya. La alzada
del animal, el corpulento busto del monarca, su rico uniforme, su alto
sombrero de tres picos, muy parecido, según la absurda moda de la
época, a las mitras o tinajones que llevan en su cabeza los bueyes de
la arquitectura asiria, daban a la colosal figura no sé qué apariencia
babilónica que infundía respeto y algo de miedo supersticioso.

Pero la arrogancia de la majestad ecuestre, la misma riqueza abigarrada
de su traje de gala, no disimulaban en Fernando aquella decadencia
precoz que le hacía viejo a los cuarenta y cinco años. En su rostro
duro y de pocos amigos (por lo que se acomodaba perfectamente al
carácter) parecía que la nariz se había agrandado, impaciente de
juntarse al labio belfo, el que por su parte se estiraba a más no
poder, como si quisiera echarse fuera de tal cara. Su color, que era
una mezcla enfermiza del verdoso y del amoratado, extendía por sus
mejillas como una sombra lúgubre, en la cual lucían mejor sus ojos
grandes y negros, por donde en ciertos momentos se asomaban, con el
instantáneo fulgor del relámpago, sus alborotadas pasiones.

Pasaron. Aquel río de morriones, pelucas, sables desnudos, entorchados,
pompones y cabezas mil que se movían al compás de la marcha de tanto
caballo festoneado y lleno de garambainas; la sucesión de tanto y
tanto coche, semejante a canastillas hechas con todos los materiales
posibles, desde la concha y el marfil hasta el cobre y la madera; el
estruendo solemne de la marcha real y todo lo demás que realza estas
procesiones, tenían tan absorto y embobado al pueblo madrileño, amante
de estas cosas como ningún otro pueblo del mundo, que si la corte
hubiera estado pasando y repasando de aquella manera por espacio de
tres meses seguidos, no faltarían ni un momento las grandes líneas de
gente con la boca abierta, a un lado y otro de la carrera.

Por la multitud de caras bonitas y la variedad de colores que en
ellos había, parecían babilónicos pensiles los balcones de las casas.
En los de la de Bringas, que daban a la calle Mayor, hallábase don
Benigno con Sola y los chicos, amén de otras familias amigas del rico
comerciante que dio su nombre a los soportales cercanos a Platerías.
Quiso la desgraciada suerte de Sola que le tocase salir al mismo
balcón donde estaba una señora a quien ciertamente no gustaba de ver
en parte alguna, y no porque la dama fuese de mal aspecto, sino por
otros motivos muy poderosos. Era de tal manera hermosa, que cautivaba
los ojos y el corazón de cuantos la miraban. Por singular capricho de
la naturaleza, el tiempo, que de ordinario es enemigo y destructor
de la hermosura, allí era su cultivador y como su custodio, pues
la conservaba fielmente, y aun parecía aumentarla cada año. De esta
galantería del tiempo, unida a los adornos escogidos y a un esmero
constante y casi religioso en la persona, resultaba el _boccato di
cardinale_ más rico que podría imaginarse. Para mayor gracia, había
tenido el buen acuerdo de vestirse de maja, lo mismo que otras muchas
damas que en aquel día clásico adoptaron el traje nacional. Llevaba,
pues, falda de alepín inglés color de amaranto con abalorios negros,
chaquetilla de terciopelo con muchos botoncitos de filigrana de oro,
mantilla de casco de tafetán con gran velo de blonda, y peineta de pico
de pato, todo puesto con extraordinaria bizarría.




IV


Cuando Sola se vio junto a ella, tuvo que disimular su espanto,
obligada a recibir el saludo de la dama y a devolverlo cortésmente.
Después hablaron las dos de lo bonita que estaba la carrera, de la
hermosura del tiempo, de los dichos y hechos que se contaban de la
reina Cristina y del excesivo número de personas que había en casa de
Bringas, las cuales rebosaban por los balcones como guindas en cesta.

Ocupada la mejor parte de los balcones por las señoras, los hombres
poco o casi nada podían ver. Cordero paseaba de largo a largo por
la sala, charlando con su amigo don Francisco Bringas de cosas
sustanciosas y muy importantes, como la paz entre Rusia y Turquía, la
cuestión de Grecia, que pronto iba a ser reino independiente, y las
tristes nuevas que habían llegado de la expedición americana, deshecha
y rota en Tampico, con lo que parecía terminada nuestra dominación en
aquel continente.

Don Benigno, que leía diariamente la _Gaceta_ y _Diario_, estaba al
tanto de todo, y sobre cada asunto daba juiciosos dictámenes. Los
impronunciables nombres de los puntos donde se batían turcos y rusos
salían de la boca de nuestro héroe con no poca dificultad, y Bringas,
que seguía con grandísimo ahínco el negocio de la nueva Grecia,
barajaba los nombres gatunos de los personajes de aquel país, y así
no se oía otra cosa que Miaulis, Mauromichales y también Kalocotroni,
Maurocordato y Capodistria.

Pronto tomó la conversación otro rumbo con la llegada de cierto joven
de arrogante presencia, alto de cuerpo, agraciadísimo de rostro, con el
pelo en rizos, las mejillas rosadas, el color blanco, los ojos garzos,
los ademanes desenvueltos, el vestir elegante. Respondía al nombre de
Salustiano Olózaga y era un abogado de veinticuatro años, medio célebre
ya por sus brillantes alegatos forenses, y mayormente por la defensa
que había hecho ante el Consejo y Cámara de Castilla de un pobre
albañil inclusero condenado a muerte por el robo de dos libras de
tocino. La Milicia nacional cuando había Milicia, el foro cuando había
foro y la política siempre, consumían todo el ardor de su existencia.

Era el campeón juvenil de la idea naciente; la Providencia habíale
dado, entre otras notables prendas, elocuencia, si no brillante,
varonil y sobria, con una lógica irresistible.

Los jóvenes de hoy, alumnos aprovechados del eclecticismo y del
justo medio, no comprenderán quizás el entusiasmo y valentía de
aquellos muchachos que sintiendo en su mente, por la natural índole
de los tiempos, una especie de inspiración sacerdotal, hablaban de
los déspotas y de la libertad como hablaría un romano de la primera
república. Y no se paraban en barras; aún deseaban martirios heroicos,
y se metían en las conspiraciones más absurdas e inocentes, y osaban
decir en pleno foro, delante de los consejeros, cosas que pasman por lo
valerosas o intencionadas.

Desde que entró Salustiano no se habló más de Miaulis ni del bueno de
Kalocotroni. Alejados un tanto del salón principal, y reforzado el
grupo con otras personas, el librero Miyar, el ingeniero Marcoartú y
un comerciante de la calle de Postas, llamado Bárcenas, se despacharon
todos a su gusto, siendo Olózaga tan hablador y contudente que no se
paraba en pelillos, y con su lengua, que más bien era un hacha, iba
dejando muy mal parada a lo que ya se llamaba _la situación_.

Don Benigno, que no gustaba de engolfarse mucho en política por los
peligros que pudiera traer, dejó a sus amigos para buscar en los
balcones la tertulia más grata y segura de las damas. La que vestía
de maja se había puesto a bromear con el marqués de Falfán de los
Godos, el hombre más mujeriego de aquel tiempo y también el más fino
y galante, si bien su persona, camino ya de la ruina, le ayudaba
poco en lo que él quisiera que le ayudase. A Sola, en tanto, le daba
conversación una señora muy impertinente llamada doña Salomé Porreño,
que a cada rato ponía los ojos en blanco y echaba suspiros, cual si
no tuviera en el mundo otra misión ni empleo que estarse lamentando
a todas horas de una cosa perdida. Al lado de ella campaba una joven
muy bonita, casada y por añadidura en aquel interesante estado que
anuncia la maternidad. La de Presentacioncita, que así se llamaba,
debía estar ya muy próxima, según se echaba de ver al primer examen.
Era su marido un tal don Gaspar de Grijalva, con más riqueza que buen
seso, y muy aficionado a meterse en trapisondas políticas, por lo que
Presentación se afligía mucho y estaba siempre sobre ascuas temiendo
que le ahorcasen. Esta señora, lo mismo que Sola, parecían tener muy
pocas ganas de conversación; pero doña Salomé, colocada entre ellas
como una especie de mediador parlante, suplía la desgana de ellas
con un insaciable apetito de palique, y no cesaba de hacer preguntas
y observaciones, poniendo en el discurso, como se pone la sal en la
comida, los suspiros y el incesante revolver de sus ojos.

Jenara, o sea la maja, hacia atrás volvía su rostro a cada instante
para responder a Falfán de los Godos, y en uno de estos dimes y diretes
habló así:

—Sí, hoy mismo he tenido noticias suyas. Pipaón me entregó esta mañana
una carta que es de perlas, por las muchas cosas ingeniosas que me
dice. Creo que en mucho tiempo no le veremos por acá. Me anuncia que
piensa casarse.

Jenara hablaba en voz muy alta; pero como Falfán de los Godos era algo
teniente, es decir, algo sordo, nadie lo extrañaba. Al mismo tiempo la
de Porreño daba con el codo a Sola y le decía:

—¿Pero no me oye usted lo que le pregunto? Tres veces le he preguntado
a usted que si conoce a aquel comandante que pasa, y no me ha dado
contestación... Por lo visto aquí todos son sordos... Se ha quedado
usted lela; ¿en qué piensa usted que está tan pálida?... ¿No oye
usted?...

—Sí, sí —replicó Sola, como se replicaría a las avispas, si la picada
de estas fuera, en vez de picada, pregunta—. He oído perfectamente.

La de Porreño, al ver que por aquella banda no sacaba nada de provecho,
se volvió a la otra y a Presentación. Después que la oyó, Presentación,
que era muy maligna, dijo así:

—Aguarde usted. Mandaré a casa por la _Guía de Forasteros_, y con
ella en la mano le diré a usted los nombres de todos los comandantes,
capitanes y coroneles que hay en España.

La de Porreño miró al cielo como si quisiera ponerle por testimonio de
tanta injusticia. Bueno es decir que no vestía de maja ni de cosa que
lo pareciera, sino a la moda pura y neta de 1822, con dulleta que ella
misma había trocado en pelliza, aplicándole los restos de un capisayo
antiguo. Su tocado era el llamado de turbante, guarnecido de cordones
que fueron de oro y unas plumas que más parecían de escribano que de
avestruz, como no pudieran aplicarse a uno y otro.

—También a mí me han dicho que piensa casarse —manifestó Falfán de los
Godos.

Entonces se oyó un murmullo, una voz sorda y general que, sin decir
nada, claramente decía: «Ya viene, ya viene, ya, ya...». La multitud se
agitó cual una gran culebra que pone en movimiento todas sus vértebras,
y en los balcones hubo un hondo suspiro de ansiedad que corrió de un
cabo a otro de la calle. Todos los ojos miraban a la Puerta del Sol,
por donde sonaba como el mugido de un mar, y al poco rato se vio que
se agitaba la superficie de cabezas, y que brincaban saltando por
encima de la gente penachos de caballos, plumas de morriones y espadas
desnudas. El murmullo creció, estalló la marcha real como un trueno, y
empezó a pasar la corte.

Sola no veía nada, sino una confusa corriente de colorines y formas,
caballos que parecían hombres, hombres que trotaban, y un rodar
continuo de formas y magnificencias, todo en tropel y borrosamente, al
modo de nube formada de la disolución de todas las visiones humanas. Un
cerebro que desfallece, permitiendo la alteración de las sensaciones
ópticas, suele producir desvanecimiento y síncope; pero Sola hizo un
esfuerzo, cerró los ojos, dejando pasar la mareante comparsa, y así
resistió, fuertemente asida a los hierros del balcón. Cuando, pasada
la corriente de abigarrados coches, solo quedaban los escuadrones
de escolta, principió a serenarse: pero todavía su visión estaba
perturbada, y las casas y balcones cuajados de damas, seguían corriendo
juntamente con la caballería.

Después de desfilar por delante de Palacio, los regimientos de
infantería pasaban por la calle.

—Ese, ese coronel, ¿quién es? —preguntó súbitamente la de Porreño.

—Si no me engaño, es el moro Muza —replicó Presentación.

Diciéndolo, el caballo que montaba el teniente coronel señalado
por Salomé resbaló, y sin que el jinete pudiera sujetarlo, cayó
pesadamente, arrastrando a este. La caída fue tremenda. Oyose inmensa
gritería mujeril. Detúvose la gente, arremolinose el regimiento,
acudieron soldados y paisanos al infeliz jinete, magullado y aturdido
por la fuerza del golpe, y alzándole del suelo, le entraron en una
tienda para darle algún socorro. Era un hombre de cuerpo largo y flaco,
cara morena y varonil. Al ser levantado del suelo hacía recordar
involuntariamente la figura de don Quijote tendido en tierra después de
cualquiera de sus desventuradas aventuras.

En los balcones de Bringas agolpáronse todos para ver al caído.

—¡Pobre hombre! —exclamó Cordero.

—¡Y qué bien iba en el caballo! —dijo la de Porreño.

—Se parece al de la Triste Figura —indicó Bringas.

—Es el mismísimo don Quijote —observó Olózaga.

Jenara volviose prontamente, y con cierto tonillo de enfado dijo así:

—Pues no es don Quijote, señor discursista, sino don Tomás
Zumalacárregui, apostólico neto y con un corazón mayor que esta casa.

Cuando poco o nada había que ver en los balcones, Bringas obsequió a
sus amigos con algunas golosinas acompañadas de licores y agua fresca,
y unos hartos de dulces, otros sin probarlos, empezó el desfile. Don
Benigno, con Sola y sus hijos, fue a recorrer las calles para ver
los preparativos de las grandes fiestas que empezaban aquel día, y
principalmente para contemplar y admirar por sus cuatro costados _el
templete_, monumento de lienzo pintado de que se hablaba mucho, y que
con grandes dispendios se construyó en la Puerta del Sol sobre la misma
Mariblanca. Era la máquina más bonita que habían visto los madrileños
hasta entonces. Millares de personas la admiraban sin cesar, formando
un círculo de papamoscas, y a la verdad, las columnas pintadas, las
cuatro estatuas y el globo terráqueo, que remataba la construcción como
un bonete, harían caer de espaldas a Miguel Ángel, Herrera y demás
célebres arquitectos.

Todo lo fue examinando Cordero, y sobre todos los preparativos dio
opiniones muy discretas. En los días y noches siguientes llevó a su
familia a ver las comparsas e iluminaciones, y a admirar la gran
novedad del carro triunfal alegórico mitológico manolesco, dispuesto
por el corregidor Barrajón, y en el cual iban haciendo de ninfas varias
bellezas de Madrid, entre ellas _Pepa la Naranjera_, que, subida en el
escabel más alto, representaba a la diosa Venus.

La gente decía que iba _vestida de Venus_, de lo que resultaba un
contrasentido; pero el decoro de nuestras costumbres y la santidad de
los tiempos no habrían consentido que las diosas salieran a la calle
como andaban por el Olimpo.




V


Entre las muchas sociedades más o menos secretas que amenazaron el
poder de Calomarde, hubo una que no precisamente por lo temible, sino
por otras razones, merece las simpatías de la posteridad. Llamose de
los _Numantinos_, y componíase de mucha y diversa gente. Entre los
atrevidos fundadores de ella hubo tres, cuyos nombres ilustres conserva
y conservará siempre la historia patria: llamábanse Veguita, Pepe y
Patricio.

El objeto de los _Numantinos_ era, como quien no dice nada, _derrocar
la tiranía_. Los medios para conseguir este fin no podían ser más
sencillos. Todo se haría bonitamente por medio de la siguiente receta:
_matar al tirano_ y _fundar una república a estilo griego_.

Retratemos a los tres audaces patriotas, ante cuya grandeza heroica
palidecerían los Gracos, Brutos y Aristogitones.

El primero, _Veguita_, tenía dieciocho años y era de la piel de
Barrabás, inquieto, vivo, saltón, con la más grande inventiva que se ha
visto para idear travesuras, bien fueran una fiestecilla de pólvora,
un escalamiento de tapias, una paliza dada a tiempo, o cualquier otro
desafuero. Su casta americana se revelaba en el brillo de sus negros
ojos, en su palidez y en sus extremadas alternativas de agitación o
indolencia. Vino de América casi a la ventura. Su madre le envió a
Europa para educarse y para heredar. Si esto último no fue logrado,
en cambio su nueva patria heredó de él abundantes bienes de la mejor
calidad. Pertenecía a la célebre empolladura del colegio de San Mateo,
donde dos retóricos eminentes sacaron una robusta generación de poetas.
Antes de ser derrocador de tiranos fundó la academia del _Mirto_, cuyo
objeto era hacer versos, y allí, entre sáficos y espondeos, nació el
complot _numantino_; que en España, ya es sabido, se pasa fácilmente de
las musas a la política.

El segundo, _Pepe_, tenía quince años. Nació en un camino, entre el
estruendo de un ejército en marcha; arrullaron su primer sueño los
cañones de la guerra de la Independencia. Creció en medio de soldados
y cureñas, y a los cinco años montaba a caballo. Sus juguetes fueron
balas. Ya mozo, era mediano de cuerpo y agraciado de rostro, en lo
moral generoso, arrojado hasta la temeridad, ardiente en sus deseos,
pobre en caudales, rico en palabra, cuando triste tétrico, cuando
alegre casi loco. Educose también en San Mateo con los retóricos, y
desde aquella primera campaña con los libros, le atormentaba el anhelo
de cosas grandes, bien fueran hechas o sentidas. Los embriones de su
genio, brotando y creciendo antes de tiempo con fuerza impetuosa,
le exigieron acción, y de esta necesidad precoz salió la sociedad
_numantina_. También le exigían arte, y por eso en la sesiones de
la asamblea infantil, a Pepe le salía del cuerpo y del alma, en
borbotones, una elocuencia inocentemente heroica que entusiasmaba a
todo el concurso. Él no pedía niñerías; aspiraba nada menos que a
_quebrantar las cadenas que oprimían a la patria_, empresa en verdad
muy humanitaria y que iba a ser realizada en un periquete.

El tercero, _Patricio_, tenía, como _Veguita_, dieciocho años. Se le
contaba, por lo tanto, entre los respetables.

Era formalillo, atildado, de buena presencia, palabra fácil y
fantasía levantisca y alborotada. Sentía vocación por las armas y
por las letras, y lo mismo despachaba un madrigal que dirigía un
formidable ejército de estudiantes en los claustros de Doña María
de Aragón. También era orador, que es casi lo mismo que ser español
y español poeta. En los _Numantinos_ asombraba por su energía y el
aborrecimiento que mostraba a todos los tiranos del mundo. Insistía
mucho en lo de hacer trizas a Calomarde, medio excelente para llegar
después a la pulverización completa de la tiranía.

Las reuniones se celebraban en una botica de la calle de Hortaleza las
más de las veces, otras en una imprenta, y cuando cundían olores de
persecución, toda _Numancia_ se refugiaba en una cueva de las que había
en la parte inculta del Retiro, no lejos del Observatorio. Los mayores
de la cuadrilla no pasaban de veinte abriles: estos eran los ancianos,
_expertos_, o _maestros sublimes perfectos_; que, a decir verdad, la
pandilla gustaba de darse aires masónicos, sin lo cual todo habría sido
muy soso y descolorido.

Si aquello no era inocente, lo parecía, porque a lo mejor, los enemigos
del tirano, bien se hallaran en la botica, bien en la novelesca cueva
del Retiro, se distraían sin saber cómo de su misión heroica y se
ponían a acertar charadas y a representar comedias. Otras veces, cuando
alguno de ellos tenía dineros, cosa muy extraordinaria y fuera de lo
natural, alquilaban borricos y se iban en escuadrón por las afueras
dando costaladas y buscando aventuras, que siempre concluían con alguna
pesada chanza de _Pepe_.

Fuera o no pueril la sociedad _Numantinos_, lo cierto es que Calomarde
la descubrió y puso la mano en ella, dando con todos los chicos en la
cárcel de Corte, y metiendo más ruido que si cada uno de ellos fuese
un Catilina, y todos juntos el mismo Averno. La importancia que dio
aquel gobierno menguado y cobarde a la conspiración infantil puso en
gran zozobra a las familias. Se creyó que los más traviesos iban a
ser ahorcados, y había razón para temerlo, pues quien supo ahorcar
a hombres y mujeres, bien podía hacer lo mismo con los muchachos,
que era el mejor medio para extirpar el liberalismo futuro. Mas por
fortuna Calomarde no gustó de hacer el papel de Herodes, y después de
tener algunos meses en la cárcel a los que no se salvaron huyendo, les
repartió por los conventos _para que aprendieran la doctrina_.

_Patricio_ se escapó a Francia. A _Pepe_ me le enviaron al convento de
franciscanos de Guadalajara, y a _Veguita_ le tuvieron recluso en la
Trinidad de Madrid. Esta prisión eclesiástica fue muy provechosa a los
dos, porque los frailes les tomaron cariño, les perfeccionaron en el
latín y en la filosofía, y les quitaron de la cabeza todo aquel fárrago
masónico numantino y el derribo de tiranías para edificar repúblicas
griegas.




VI


Lo azaroso de los tiempos traía entonces mudanzas muy bruscas en
todo, y las pandillas variaban a menudo, modificadas por las muertes
y destierros. En 1827 echábase de menos a _Patricio_, que estaba en
París, y a _Pepe_, que, perseguido nuevamente por sus calaveradas, se
había marchado a Lisboa con muchas ilusiones y pocas pesetas, que por
cierto arrojó al mar en la boca del Tajo. Quedaba _Veguita_, a quien
hallamos siendo núcleo de una nueva cuadrilla. Ya no se ocupaba de
política inocente. La juventud abría los ojos, columbrando la grandeza
lejana de sus destinos. ¡Generación valiente, en buen hora naciste!

Junto a _Veguita_ hallamos a un joven riojano y por añadidura tuerto,
que hacía ya las comedias más saladas que podrían imaginarse. Había
sido primero soldado raso y después empleado en los tres años, con
su impurificación correspondiente el 24. Tenía las chuscadas más
ingeniosas y las ocurrencias más felices. Hablaba mejor en verso que
en prosa, y montaba mejor en el Pegaso que en un burro alquilón, pues
restablecido en la partida el uso de las expediciones asnales, nuestro
soldado poeta apenas sabía tenerse sobre la albarda. Era el mismo
demonio para contar cuentos y para buscar consonantes, siendo tal en
esto su destreza, que no le arredraban los más difíciles y enrevesados.

El más notable después de estos, era un muchacho que hacía muy malos
versos y no muy buena prosa, medio traductor de Homero, casi abogado,
casi empleado, casi médico, que había empezado varias carreras sin
concluir ninguna. Sabía lenguas extranjeras. Tenía veinte años, y en
tan corta edad había pasado de una infancia alegre a una juventud
taciturna. Tan bruscas eran a veces las oscilaciones de su ánimo
arrebatado en un vértigo de afectos vehementes, que no se podía
distinguir en él la risa del llanto, ni el dudoso equívoco de la
expresión sincera. Había en su tono y en su lenguaje un doble sentido
que aterraba y un epigramático gracejo que seducía. Era pequeño
de cuerpo y bien proporcionado de miembros. A su pelo muy negro
acompañaban bigote y barba precoces; su color era malo, bilioso, y sus
ojos grandes y tristes. Tenía mala boca y peores dientes, lo cual le
afeaba bastante. Fumaba sin descanso, como si padeciera una sed de humo
que jamás podía aplacarse, y era en su vestir pulcro, elegante y casi
lechuguino.

Educado en Francia, afectaba a veces desprecio de su nación y la
censuraba con acritud, quejándose de ella como el prisionero que se
queja de la estrechez incómoda de su jaula. Frecuentemente, después de
alborotar en el grupo de un café con palabras impetuosas o mordaces,
se retiraba a un rincón rechazando toda compañía, o despidiéndose a la
francesa, huía. Después de largas ausencias tornaba a la pandilla con
humor hipocondríaco.

Daba su opinión sobre poesía y literatura con un aplomo y una
originalidad de juicios que pasmaba a todos. Ni _Veguita_ ni el tuerto
autor de comedias tenían conocimiento, por lo que sus maestros de aquí
les enseñaban, de aquel nuevo y peregrino modo de juzgar, buscando
el fondo más bien que la forma de las obras. Pero cuando nuestro
atrabiliario quería echarse a poeta, los mismos que le admiraban como
juez, se reían en sus barbas diciéndole que _una cosa es predicar otra
dar trigo_. Por mucho tiempo fue objeto de risa y chacota su oda a los
Terremotos de Murcia, que es de lo peor que en nuestra lengua se ha
escrito. Cuando se anunció que la reina Cristina estaba encinta, todos
los poetas echaron otra vez mano o la lira, y el hipocondríaco endilgó
su soneto

    _Guarda ya el seno de Cristina hermosa_
    _Vástago incierto de alta dinastía..._

Verdad es que no eran mucho mejores los que al mismo asunto compusieron
_Veguita_ y el autor de comedias.

Se agregaron a la pandilla otros muchos chicos. De ellos, algunos no
serán mencionados en razón de la oscuridad en que siempre han vivido;
otros lo serán más tarde, cuando las necesidades de esta verídica
historia lo reclamen.

Reuníanse primero en el café de Venecia y después en el del Príncipe,
que desde entonces sacó el nombre de _Parnasillo_. Entonces la juventud
no tenía más que dos medios para dar desahogo a su ardor, y eran: hacer
versos o hacer diabluras. Los estudios estaban muertos; la prensa
no existía; las letras mismas y el teatro principalmente, yacían
encadenados por una censura bestial y vergonzosa; el conspirar olía a
cáñamo; la política era patrimonio de las camarillas; las bellas artes,
música y pintura, hallábanse en su alborada primera. Los muchachos
que no sentían gusto por los soeces ejercicios de la tauromaquia, se
entretenían en trepar por las asperezas del Olimpo, y como la mayor
parte carecían de estro, no tenían más recurso que la murmuración
y las travesuras. De todas las musas, la que más andaba entre los
de la pandilla, tratándoles de tú, era la _Décima_, por otro nombre
_el hambre_, a quien _Veguita_ dedicó una composición muy chusca.
Sin dinero, sin ocupación, sin estímulo, aquellos insignes poetas o
prosistas o simples mortales vivían de la poderosa fuerza íntima, que
en unos era la fantasía, en otros la conciencia de un gran valer, y en
todos el presagio de que habían de ser principio y fundamento de una
generación fecunda.

Todo cansa en el mundo, hasta el hacer versos. Así es que no podían
satisfacer al bullidor espíritu de tales muchachos las sesiones del
_Parnasillo_ y el ardiente disputar sobre odas, comedias y poemas. La
juventud necesita acción, necesita el elemento dramático de la vida,
sin el cual esta no es más que un soliloquio de dolor o un quietismo
morboso. La juventud de aquel tiempo, la más ilustre que había tenido
España desde que envejeció la gran pléyade del siglo XVII, no sabía
vivir sin drama. Es verdad que había amores y de lo fino; pero las
aventuras galantes no podían satisfacer completamente a una generación
que era la empolladura de una gran época. Si la hubiesen dejado, habría
hecho revoluciones, derribado gobiernos, aplastado ídolos entre el
tumulto estrepitoso de millares de discursos. Sentía en sí, mezclado
con la facultad y la facilidad versificante, el germen de la gloriosa
oratoria parlamentaria, que en nuestra tierra y en nuestro genio es una
especie de poesía combatiente. En España es común que el fuego de las
ambiciones rompa las liras para forjar con ellas las espadas.

La acción, que era una necesidad, un apetito irresistible de la
insigne pandilla, estaba circunscrita por Calomarde a la esfera del
_Parnasillo_. La policía no estorbaba que allí dentro se dispararan
ovillejos, quintillas y décimas, llenas de pimienta como los antiguos
vejámenes; pero el libro, el drama, el periódico, todas las grandes
armas del pensamiento, les estaban vedadas. No se les permitía más que
los alfileres.

Su instinto de grandes empresas con la palabra o con la acción les
llevaba derechamente a las travesuras, y aquellos rapaces inspirados se
ocupaban de noche en salir por ahí a romper faroles y a dar bromazos
a los vecinos pacíficos. ¡Romper un farol! ¡Cuántas delicias, cuánto
ingenio, cuánta charla preparatoria y cuántos trámites para obra
tan regocijada! Escogida por el día la víctima inocente, bien por
la diafanidad relativa de sus vidrios, bien por hallarse próxima a
cualquier casa de habitantes pusilánimes, se le formaba causa criminal.
Uno defendía en toda regla al farol, alegando sus buenos servicios,
otro le acusaba, probando su complicidad en las tinieblas de la
calle, o, por el contrario, el robo que había hecho de los rayos del
sol. Después de consultar toda la jurisprudencia farolística, recaía
sentencia en verso, y se nombraba la comisión ejecutiva. Por la noche
un repentino estruendo y el salpicar de los vidrios rotos anunciaba el
terrible cumplimiento de la justicia; con la oscuridad, la alarma de
los vecinos y la intromisión de algunos de estos en la gresca, venían
nuevas trapisondas y al cabo palos y carreras.

Otras veces se entretenían en llamar con fuertes aldabonazos a las
puertas, y daban aviso a media docena de médicos, diciéndoles con mucho
apuro que tal o cual enfermo se hallaba en crisis. Enviaban la partera
a casa de quien menos la necesitaba, y la caja de muerto a quien gozaba
de excelente salud.

Desde Santa Catalina hasta la Cuaresma, menudeaban entonces las
reuniones de máscaras, diversión que prevalece en épocas de poca
libertad. Eran célebres y vistosas las de Aristizábal, Commoto y
Mariátegui, familias ricas tal que recibían y obsequiaban en el tono y
forma de la urbanidad moderna. Pero el españolismo rancio tenía tantas
raíces, que las tertulias de tal especie eran señaladas y aun puestas
en ridículo por los enemigos de los cumplimientos, partidarios de la
antigua llaneza ramplona, de quien eran secuaces la incomodidad, el
desaseo, los modales burdos y la grosería.

Entre las pocas tertulias donde no imperaba el españolismo rancio,
había una que era sin duda la más agradable de todas. No ha llegado su
fama hasta nuestros días; pero esto no importa ni hace al caso, toda
vez que apenas hemos tenido, como los tuvo Francia, _salones_ célebres
que fueran centro de hábiles tramas políticas. La tertulia o salón de
doña Jenara, que tal nombre se le daba, no tuvo importancia mayor como
centro político ni podía tenerla en aquellos días; no era tampoco de
primer orden por la riqueza de su dueña, y sus únicas preeminencias
consistían en el buen gusto, en el trato amable, festivo, ligero y
exquisitamente urbano, tan distante de la afectada etiqueta como de la
llaneza; en lo escogido de los manjares, en la comodidad del servicio
de estos, en la libertad un tanto excesiva de los juegos de azar, y
principalmente en la chispa inagotable de la charla ingeniosa, rica
intención y travesura. Era opinión común que allí no entraban los
tontos. Concurrían a la tertulia menos mujeres que hombres. De los
poetas nuevos no faltaba uno, y de la gente antigua y machucha iba toda
la turbamulta volteriana.

No quiere decir esto que la tertulia fuese un centro liberalesco, ni
el volterianismo significaba de modo alguno entonces ideas avanzadas
en política; por el contrario, los más heterodoxos eran comúnmente los
más _cangrejos_, como solía decirse. Si algún color político dominaba
en las reuniones, era el absolutista tolerante o ilustrado, el ideal
monárquico con Carta a lo Luis XVIII, habilidosa componenda de donde en
tiempos más próximos había de salir el Estatuto, y luego los moderados,
doctrinarios, etc.

La dueña de la casa parecía complacerse en sostener equilibrio perfecto
entre el elemento apostólico y el reformista, pues ambos tenían algún
corifeo en sus tertulias. Pero no todo era política. Casi casi las
tres cuartas partes del tiempo se invertían en leer versos y hablar de
comedias, y la música no ocupaba el último lugar. Después que algún
aficionado tocaba al clave una sonatina de Haydn o gorjeaba un aria
de la _Zelmira_ cualquier italiano de la compañía de ópera, solía el
ama de la casa tomar la guitarra, y entonces... No hay otra manera de
expresar la gracia de su persona y de su canto sino diciendo que era
la misma Euterpe bajada del Parnaso para proclamar el descrédito del
plectro y hacer de nuestro grave instrumento nacional la verdadera lira
de los dioses.

Era hermosa sobre toda ponderación, y mujer de historia. Separada de
su esposo, no se le conocían desvaríos. Si alguien se aventuraba a
hablar de cosas que ofendieran su buen nombre, era tan por lo bajo
que aquellos vientecillos de murmuración apenas salían de un pequeño
círculo. Había viajado mucho y hablaba el francés con perfección, lo
que ya era de grandísimo valor entre los elegantes. Ofrecía su vida
pasajes misteriosos que nadie acertaba a explicar bien, y que, por el
propio misterio, se trocaban en dramáticos; y finalmente, mariposeaban
en torno a ella muchos individuos con pretensiones de cortejos;
pero aunque a todas horas le echaban memoriales de suspiros o de
galanterías, a ninguno dio ocasión para que se creyera favorecido.

La danza no podía faltar en las tertulias. ¡Ah!, entonces el baile
era baile, un verdadero arte con todos los elementos plásticos que le
hicieron eminente en Oriente y Grecia, por donde parece natural mirarle
como antecesor de la escultura. Entonces había caderas, piernas,
cinturas, agilidad, pies y brazos; hoy no hay más que armazones
desgarbadas dentro de la funda negra del traje moderno.

Al ver en estos últimos años a ciertos hombres eminentes que han sido
(y los que viven lo son todavía) el _summum_ de la gravedad en la
magistratura, en la política y en el ejército; al mirarles, repetimos,
ora en el sillón presidencial del Senado, ora en el banco azul, ya
vestidos con la toga de la justicia, ya con el respetabilísimo uniforme
de generales, no hemos podido tener la risa considerando que vimos a
esos mismos señores dando brincos y haciendo trenzados en el salón de
doña Jenara con loco entusiasmo.

La política se trataba en aquella, casa con toda la discreción que la
época exigía. Ninguno de los sucesos que ocuparon la atención pública
desde 1829 a 1831 dejó de tratarse allí, mezclándose los exteriores
con los nacionales, según los traía la revuelta corriente del tiempo.
Allí se dijo cuanto podía decirse de la transcendentalísima Pragmática
Sanción del 29 de marzo del 30, origen inmediato de varias guerras
crueles, pretexto de esa horrible contienda histórica, secular,
característica del genio español del siglo XIX, y que no ha concluido,
no, aunque así lo indiquen las treguas en que el pérfido monstruo toma
aliento.

Esa batalla grandiosa en que han peleado con saña los ideales
hermosos y las tradiciones poéticas, los entusiasmos más firmes y
las ranciedades más respetables, los intereses más nobles y los más
bastardos, mezclándose en una y otra parte el legítimo anhelo de la
reforma con la terquedad de la costumbre, el vuelo del pensamiento con
la exaltación de la fe; esa batalla, digo, trabada hace tiempo en el
corazón y en el pensar de España, tarde o temprano había de venir al
terreno de las armas. Así tenía que ser por ley ineludible. Quiso el
cielo que nuestra revolución fuera larga, sangrienta, toda compuesta
de fieros encuentros, heroísmos, infamias y martirios, como una gran
prueba; quiso que se desataran las pasiones en una guerra sin fin,
empezada, concluida y vuelta a empezar y concluir en larga serie de
años de zozobra.

Hay pueblos que se transforman en sosiego, charlando y discutiendo
con algaradas sangrientas de tres, cuatro o cinco años, pero más bien
turbados por las lenguas que por las espadas. El nuestro ha de seguir
su camino con saltos y caídas, tumultos y atropellos. Nuestro mapa no
es una carta geográfica, sino el plano estratégico de una batalla sin
fin. Nuestro pueblo no es pueblo, sino un ejército. Nuestro gobierno
no gobierna: se defiende. Nuestros partidos no son partidos mientras
no tienen generales. Nuestros montes son trincheras, por lo cual están
sabiamente desprovistos de árboles. Nuestros campos no se cultivan,
para que pueda correr por ellos la artillería. En nuestro comercio se
advierte una timidez secular originada por la idea fija de que mañana
habrá jaleo. Lo que llamamos paz es entre nosotros como la frialdad
en física, un estado negativo, la ausencia de calor, la tregua de la
guerra. La paz es aquí un prepararse para la lucha, y un ponerse vendas
y limpiar armas para empezar de nuevo.

Pues esta guerra, esta inquietud, que ha llegado a ser en la madre
patria como un crónico mal de San Vito, se declaró abiertamente,
después de ciertos amagos, cuando se quiso averiguar quién sucedería en
el trono a nuestro amado soberano, toda vez que era creencia general
que se nos moriría pronto. Felipe V establece la ley Sálica, y Carlos
IV la deroga en secreto. Fernando VII quiere hacerlo en público, y
lo hace. El problema terrible, o sea la rivalidad de las dos ideas
cardinales, encuentra al fin un hecho en que encarnarse: la sucesión.
Tradición y libertad se miran y aguardan con mano armada y corazón
palpitante lo que dirá la esfinge. La esfinge en aquellos críticos días
es una reina encinta.

¿Varón o hembra? He aquí la duda, la pregunta general, la esperanza
y el temor juntos, la cifra misteriosa. Cuando llegó el día 10 de
octubre de 1830, día culminante en nuestra historia, y retumbó el cañón
llevando la alegría o el miedo a todos los habitantes de la Villa,
el ingenioso cortesano de 1815, don Juan de Pipaón, entró sofocado y
sudoroso en casa de Jenara. Venía sin aliento, echando los bofes, la
cara como un tomate, por la violencia del correr y de las emociones.

—¿Qué?... ¿Qué es? —preguntó Jenara con calma.

Pipaón se dejó caer en un sofá, y dándose aire con el pañuelo exclamó:

—¡Hembra!... España es nuestra.

—¡Hembra! —repitió Jenara—. ¡Pobre España!




VII


Inútil es decir que las fiestas sucedieron a las fiestas; que al júbilo
oficial correspondió el del inocente pueblo, y que la inmensa mayoría
de este no comprendió la importancia extraordinaria del suceso, origen
de tanto cañoneo y regocijos tantos. Arrojada la moneda al juego de
_cara o cruz_, había salido _cara_. Los de la _cruz_ estaban como es
fácil suponer. Había que oírles en sus camarillas, conventículos y
madrigueras oscuras. No se hablaba más que de las Partidas, del Auto
acordado y de la Pragmática Sanción, y la palabra _legitimidad_ se
escribió en la oculta bandera.

Luego que Jenara y Pipaón dijeron lo que escrito queda, empezaron a
llegar a la casa los amigos, unos contentos, otros reservados. Aquella
misma noche leyeron algunos poetas los versos en que celebraban el
feliz alumbramiento de la hermosa reina, y la señora de la casa
obsequió a todos con espléndido _ambigú_, en el cual hubo tanta alegría
y abundancia tal de exquisitos vinos, que algunos salieron a la calle
con más soltura de lengua y más flaqueza de piernas de lo que fuera
menester.

Por mucho tiempo los temas de política extranjera cedieron en la
tertulia ante el grave tema de nuestros negocios. Ya no se habló más
de la revolución de julio en Francia, asunto socorridísimo que dio
para todo el verano y otoño, ni del nuevo reinillo de Grecia, ni del
reconocimiento de Luis Felipe, ni de Polonia, ni aun siquiera del
famoso decreto de 1.º de octubre, en el cual, para acabar más pronto
con los llamados _negros_, se condenaba a muerte a todo el género
humano o poco menos. Y la causa de esta barrabasada draconiana fue que
el buenazo de Luis Felipe, viendo que aquí no le querían reconocer como
rey de los franceses, abrió la frontera a los emigrados, y aun dícese
que les dio auxilio y adelantó algunos dineros. Ellos, que necesitaban
poco para armarla, cuando se vieron protegidos por el francés,
asomaron impávidos por diversas partes del Pirineo. Mina, Valdés y
Chapalangarra, acompañados de López Baños, Jáuregui, Sancho y otros
andantescos de la revolución, aparecieron por Navarra. Cataluña vio
en sus riscos a Miláns y a Brunet, y por Roncesvalles vinieron Gurrea
y Plasencia. En Gibraltar los más temibles aguardaban coyuntura para
hacer un desembarco. Pero estos amagos no pasaron adelante. El gobierno
acabó pronto con todas las partidas, y habiendo caído en la cuenta
de que debía reconocer a Luis Felipe, hízolo así, y Francia cerró la
frontera. De este modo ha jugado siempre la buena vecina con nuestras
discordias, y lo mismo será mientras haya discordias, emigrados y
fronteras.

Muchas particularidades desconocidas del público y aun del gobierno en
las frustradas intentonas, fueron sabidas de los tertulios de Jenara.
En la casa de esta había un grupo que solía reunirse a solas presidido
por la señora, y en él la confianza y la amistad habían apretado sus
dulces lazos. Allí solían leerse algunas cartas venidas de Francia, no
ciertamente con intento de conspirar, sino como mensajes de cariño.
Vega (a quien ya no es conveniente llamar _Veguita_) contaba que Pepe
Espronceda había estado en la frontera batiéndose al lado del bravo
y desgraciado Chapalangarra. Todo lo sabía Ventura por una carta que
recibió en noviembre, y en la cual se referían las aventuras que le
salieron a Espronceda desde que entró en Lisboa hasta que pasó el
Pirineo, las cuales eran tantas y tan maravillosas que bastaran a
componer la más entretenida novela de amores y batallas.

En Lisboa le metieron en un pontón, donde se enamoró de la hija de
cierto militar compañero de encierro. Este le parecía ya, más que
cárcel, un paraíso, cuando me le cogieron, y embarcándole en un pesado
buque, me le zamparon en Londres. Allí vivió, mejor dicho, murió algún
tiempo de tristeza y desesperación, cuando cierto día en que acertó
a pasar por el Támesis vio que desembarcaba su amada. Días felices
siguieron a aquel encuentro; pero cuáles serían las aventuras del
poeta, que tuvo que salir a toda prisa de Inglaterra y huir a Francia,
donde encontró a muchos emigrados, y juntándose con ellos y con
estudiantes y periodistas, empezó a alborotar en los clubs. Vinieron
las célebres ordenanzas de Polignac contra los periódicos. Ya se sabe
que de las ruinas de la prensa nacen las barricadas. Espronceda se
batió en ellas bravamente, y sucio de pólvora y fango respiró con
delicia y gritó con entusiasmo, viendo por el suelo la más venerada
monarquía del mundo, que con toda su veneración había caído ya tres
veces con estruendo pavoroso.

Espronceda no se contentaba con libertar a Francia. Era preciso
libertar también a Polonia. Entonces era casi una moda el compadecer
al pueblo mártir, al pueblo amarrado, desnacionalizado, cesante de
su soberanía. La cuestión polaca fue llevada al sentimentalismo, y
al paso que se hicieron innumerables versos y cantatas con el título
de _Lágrimas de Polonia_, se formaban ejércitos de patriotas para
restablecer en su trono a la nación destituida. El que cantó al Cosaco
se alistó en uno de aquellos ejércitos, que en honor de la verdad más
tenían de sentimentales que de aguerridos. Pero afortunadamente para
el poeta, Luis Felipe, que como rey nuevecito quería estar bien con
todo el mundo, incluso con los rusos, prohibió el alistamiento. A la
sazón el banquero Lafitte daba (con mucho sigilo se entiende) dinero
y armas a los emigrados españoles para que vinieran a meter cizaña
a la frontera. En esto era correveidile del francés, que deseaba
probar a España los inconvenientes de no reconocer a los reyes nuevos.
Espronceda, que se ilusionaba fácilmente, como buen poeta, al ver
los aprestos de la emigración creyó que ya no había más que entrar,
combatir, avanzar, ganar a Madrid, repetir en él las jornadas de
julio, y quitar a Fernando el dictado de rey de España para llamarle
_de los españoles_, trocándolo de absoluto y neto en soberano popular,
_bourgeois_, _bonnet de coton_, o como quisiera llamársele. Ya se sabe
el término que tuvieron estas ilusiones. Después de las escaramuzas
quedamos, con el sanguinario decreto de octubre, más absolutos, más
netos, más apostólicos, más _narizotas_ y más _calomardizados_ que
antes.

Si Vega y otros de los tertulios recibían de peras a higos alguna
carta, Jenara las tenía constantemente y con puntualidad, cosa notable
en un tiempo en que la correspondencia, o no circulaba, o circulaba
después que la paternal policía se enteraba bien de su contenido para
evitar camorras. La correspondencia de Jenara se salvaba por mediación
del gran Bragas, que la sacaba incólume del correo, y al mismo
tiempo recibía de él numerosas confidencias de sucesos más o menos
misteriosos. De estas confidencias, muchas no le servían para nada,
otras las utilizaba para favorecer a los amigos que caían en desgracia
del gobierno, y de todas tomaba pie para burlarse a la calladita de
Calomarde, personaje a quien estimaba lo menos posible.

Habían pasado muchos días desde el nacimiento de la princesa de
Asturias, esperanza de la patria, cuando Pipaón fue a ver a Jenara y le
anunció con misterio que tenía que comunicarle cosas de importancia.

—O yo no soy quien soy —dijo sentándose junto a ella en el gabinete— y
he perdido el olfato, o nuestro endemoniado amigo está en Madrid.

—¿Será posible? ¡En Madrid!..., ¡qué locura!, ¡y sin ponerse bajo
nuestra protección! —exclamó la dama palideciendo un poco.

—Yo no le he visto; pero hay en Gracia y Justicia algunos datos que
permiten creer que está aquí... Y no habrá venido seguramente a matar
moscas. Algún jaleo lindísimo traen entre manos esos bribones, que
no quieren dejarnos en paz. El gobierno teme algo en Andalucía, por
lo cual no hay carta que no se abra, ni vivienda que no se registre.
Manzanares, Torrijos y Flores Calderón andan por allá preparando algo,
y al fin, tanto va a la fuente el cántaro de la represión, que en una
de estas se rompe...

—¡Sangre..., horca! —dijo maquinalmente Jenara mirando al suelo.

—Don Tadeo pierde cada día su fuerza, y el rey se está haciendo
todo mantecas, a medida que la gente de orden y el respetabilísimo
clero ponen los ojos en el infante, única esperanza de esta nación
francmasonizada y hecha trizas por el ateísmo. Ya no es nuestro rey
aquel hombre que se ponía verde siempre que le hablaban de liberalismo.
Con los achaques y el mal de ojo que le ha hecho la reina, pues el amor
que le tiene parece maleficio, está más embobado que novio en vísperas.
Doña Cristina sabe a dónde va, y dulcifica que te dulcificarás, está
haciendo la cama al democratismo. Ya se habla de amnistía, de abrir la
puerta a los lobos, señora, y traernos otros tres añitos como los de
marras.

Al decir esto, el ilustre don Juan, inflamado en patriótica ira, dio un
porrazo en el suelo con la contera de su bastón, añadiendo luego:

—Pero no será, no será, que antes que doblar el cuello a las
melifluidades de la napolitana, antes que dejarnos llevar por ella a la
ratonera liberalesca, echaremos a rodar Pragmática y reina, y la _áurea
cuna de la angélica Isabel_, como dicen esos menguados poetastros, y
habrá aquí un Vesubio, señora, un Etna...

La señora no le hizo caso y seguía meditando.

—Se levantará la nación —dijo el cortesano levantándose de la silla
para expresar emblemáticamente su idea— y veremos cuántas son cinco.
Tenemos un príncipe varón, sabio, religioso, honesto; tenemos
doscientos mil voluntarios realistas que se beberán el ejército como un
vaso de agua; tenemos el reverendo clero con los reverendísimos obispos
a su cabeza; tenemos el apoyo de la Europa, que, fuera de la nación
francesa, marcha por las vías apostólicas. ¡Viva el señor don...!

—¡Silencio! —indicó la dama—. No me atormente usted con su entusiasmo.
Estoy de apostólicos hasta la corona, y deseo que los _kirieleysones_
del cuarto de don Carlos no lleguen hasta mi casa trayéndome el
olorcillo a sacristía que tanto me enfada... Pasando a otra cosa,
¿sabe usted que es temeridad venir a Madrid sin ponerse bajo nuestro
amparo?... Yo le ofrecí mi protección para que viniera... Sin ella está
en grandísimo peligro, y tan bien ahorcan a Juan como a Pedro.

—Exactamente. ¿Pero le ha visto usted hacer cosa alguna que no fuera
temeridad, locura y disparate?

—Trabajo le doy a quien intente averiguar dónde está escondido —dijo la
dama sin cuidarse de disimular su inquietud—. ¿Será posible averiguarlo?

—Muy posible —repuso Pipaón soplando fuerte, que era en él signo claro
de orgullo—. Como que ya tengo, si no averiguado, casi casi...

—¿De veras? Estará en casa de algún amigo.

—Que te quemas... digo, que se quema usted.

—¿En casa de Bringas?

—No.

—¿En casa de Olózaga?

—Nones.

—¿En casa de Marcoartú?

—Requetenones... En suma, señora mía, yo no sé fijamente dónde está;
pero tengo una presunción, una sospecha...

—Venga... Si no me lo dice usted pronto, le contaré a Calomarde sus
picardías.

—No por la amenaza de usted, sino por mi cortesía y deseo de
complacerla, le diré que me tendré por el más bobo, por el más torpe de
los cortesanos de este planeta, si no resultase que nuestro temerario
trapisondista está en casa de Cordero.

—¡En casa de Cordero!

La dama pronunció estas palabras con asombro, y quedó luego sumergida
en el mar de sus pensamientos, sin que los comentarios de Pipaón
lograran sacarla a la superficie.

—¿Estorbo? —dijo al fin el cortesano, advirtiendo que la dama no le
hacía más caso que a un mueble.

—Sí —afirmó ella con la franqueza que tanta gracia le daba en ocasiones.

—¿Va usted de paseo?

—No... me duele la cabeza... Abur, Pipaón, no olvide usted mis
recomendaciones, a saber: la canonjía, la canonjía, santo Dios; que
esos benditos primos me tienen loca..., la bandolera para el sobrino
del canónigo; que su familia no me deja respirar..., el pronto
despacho en la censura de teatros de ese nuevo drama traducido por el
busca-ruidos...; en fin, no sé qué más. Esto no es casa, es una agencia.

Despidiose Pipaón después de prometer activar aquellos asuntos, y
la dama, al punto que se vio sola, empezó a vestirse con gran prisa
y turbación. Le había ocurrido que aquel día necesitaba de ciertos
encajes, y no quería dilatar un minuto en ir a comprarlos.




VIII


A pesar de su amor a la vida inalterable y metódica, don Benigno
no veía con gusto que transcurriese el tiempo sin traer cambios o
novedades en su existencia. Es que se había amparado del alma del héroe
cierta comezoncilla o desasosiego que le sacaba a veces de su natural
índole reposada. A menudo se ponía triste, cosa también muy fuera de su
condición, y sufría grandes distracciones, de lo que se asombraban los
parroquianos, los amigos y el mancebo.

En la casa no había más variaciones que las que trae consigo el tiempo:
los muchachos crecían, los pájaros se multiplicaban, los gatos y perros
rodeábanse de numerosa y agraciada prole, Crucita gruñía un poco menos
y Sola había engrosado un poco más.

De todos los amigos de Cordero, el más querido era el buen padre
Alelí, de la Orden de la Merced, viejísimo, bondadoso, campechano. Era
de Toledo, como don Benigno, y aun medio pariente suyo. Le ganaba en
edad por valor de unos treinta años, y acostumbrado a tratarle como un
chico desde que Cordero andaba a gatas por los cerros de Polán, seguía
llamándole por inveterado uso, _chicuelo, don Piojo, harto de bazofia,
el de las bragas cortas_. Cordero, por su parte, trataba a su amigo
con mucho desenfado y libertad, y como las ideas políticas de uno y
otro eran diametralmente opuestas, y Alelí no disimulaba su absolutismo
neto ni Cordero sus aficiones liberalescas, se armaba entre los dos
cada zaragata que la trastienda parecía un Congreso. Felizmente, toda
esta bulla acababa en apretones de manos, risas y platos de migas al
uso de la tierra, rociadas con vino de Yepes o Esquivias.

He aquí un modelo de conversación Alelí-Corderesca:

—Buenos días, Benignillo. ¿Cómo vas de _régimen nefando_?

—Padre Monumento, vamos tal cual. Los del régimen se entretienen en
tirarse coces unos a otros y no se acuerdan de perseguirnos.

—Don Fulastre, don Piojo, el asno será él. ¿Sabes algo del nuevo papa
que tenemos, Gregorio XVI, el cual, o no será tal papa, o no dejará un
rey liberal en toda la Europa?

—¡Barástolis! No sé más sino que allá me las den todas y que le beso la
sandalia a mi señor don Gregorio, como católico que soy.

—¿Católico y jacobista? Átame esa mosca. Oye tú, _el de las bragas
cortas_, ¿qué pasaje leíste anoche?

—Tío Latinajo, leí el pasaje que dice: _He visto en la religión la
misma falsedad que en la política. No hay religión, por buena que sea,
que no haya derramado sangre inocente._

—Sigue, que me muero de risa. Eres un filósofo de agua y lana. Cuando
acabes de volverte loco con tu _Emilio_ saldremos a enseñarte en las
ferias a dos cuartos por barba. Ven acá, almacén de sandeces y tienda
de majaderías, ¿qué sabes tú lo que es religión?

—Me lo enseñan los de sayo y teja, a quienes se puede decir... _Je, je,
son tontos y piden para las ánimas_.

—Cuando tú y tus amigos los liberales herejes os desocupéis de la
paliza que os están dando en toda la Europa, y soltéis el ronzal para
formar Congreso y decir: «señor presidente, pido el rebuzno», no
faltará quien os enseñe a hablar con respeto de las cosas sagradas.

—Día vendrá en que rompamos el ronzal, padre definidor, y entonces
definiremos la _conventualla_, diciendo: _Al fraile soga verde y
almendro seco_.

—También se dijo: _Donde las dan las toman_.

—Y también _Cuentas de beato y uñas de gato_.

—¡Ah!, mercachifle, si fueras bueno no serías rico. Esas sí que son
uñas de gato, que es como decir de filósofo.

—No sé si dijo por mí aquello de _A la puerta del rezador nunca eches
tu trigo al sol_.

—Ladrón y rapante tú; mas no nosotros, que de limosna vivimos.

—¿De limosna, eh? ¡Ah!, señor _don Cepillo de Ánimas_, qué bien dijo el
que dijo: _Reniego de sermón que acaba en daca_.

—Yo he oído que tienes la cabeza a pájaros.

—A propósito de pájaros. Yo he oído que el _abad y el gorrión dos malas
aves son_.

—Mira, Benigno —dijo Alelí cuando el tiroteo llegaba a este punto—,
vete al mismo cuerno, y echa acá un cigarrillo.

Cordero alargó su petaca al fraile, diciéndole:

—A la paz de Dios. Viva mil años mi fraile.

—¿Cómo están hoy tus nenes? —preguntó Alelí encendiendo su cigarro—.
Lo de Rafaelillo resultó indigestión como te dije, ¿no es verdad? Dale
hojas de Sen y créeme.

—No solo de Sen, sino de Can y Jafet se las ha dado Cruz, que tiene en
casa el herbolario más completo de Madrid.

—¿Ha parido la podenca?

—Todavía no; pero parirá su merced. Para ser un Retiro, a esto no
le falta más que el estanque; que de animales y hierbas tenemos
cuanto Dios crió, sin que falte el león, que es mi hermana... ¡Ah!,
me olvidaba: las perdices que traje ayer las están aderezando a la
toledana; a lo Castañar puro. Si viene usted, tendremos para diez
perdices cuatro.

—¿Pues no he de venir, hombre de Dios, señor don _Ladrón de encajes_?
No faltaba más sino desairar a la tierra... ¿Hoy?

—Hoy mismo. Además yo tengo que hablar con usted de un asunto grave.

Al decir esto, Cordero tomó un aire de seriedad y de temor, que puso en
gran curiosidad al padre Alelí.

—¿Un asunto grave? No será el primero que me consultas.

—Pero es seguramente el más delicado, el más peliagudo. Necesito
consejo y ayuda.

—Para eso estoy yo. Vengan esos cinco.

Se estrecharon las manos, y Cordero besó las flacas y temblorosas del
anciano fraile con mucho cariño.

—El mal camino andarlo pronto, y pues esto urge, tratémoslo ahora.

—Cuando quieras, hijo. A bien que ambos somos toledanos y parientes.

—¡Viva la Virgen del Sagrario! —dijo Cordero con emoción—. Es temprano:
ahora viene poca gente. El chico se quedará en la tienda. Subamos a mi
cuarto y hablaremos.

—¿Es cosa larga?

—Primero una confesión, un secreto, que si no lo suelto pronto, creo
que me hará daño; después un consejo sobre lo que se ha de hacer, y
por último... a ver si se luce el buen padre _Engarza-Credos_ con una
comisión delicada.

—Vamos, por el hábito que visto, que estoy curioso.

Salieron. Media hora después, don Benigno y su amigo reaparecieron en
la trastienda. El comerciante traía el semblante alegre y las mejillas
más que de ordinario encendidas. Alelí movía su cabeza, con más
nerviosidad y temblor que de ordinario, y al despedirse de su paisano,
le dijo:

—Me parece muy bien, Benigno de mi corazón. Yo quedo encargado de
arreglarlo.




IX


Dulce melancolía inundaba el alma pura del buen Cordero. Parecíale
que todo lo de la tienda, incluso el feo hortera, concordaba con el
estado de su espíritu, tiñéndose de inexplicable color lisonjero, y
que había una sonrisa general en todo lo externo, como si cada objeto
fuera espejo en que a sí propio se miraba. Para más dicha, hasta hubo
muchas ventas aquel día, que fue, si no fallan los informes, uno de los
de febrero del año de 1831, al cual se podría llamar, como se verá más
adelante, el año sangriento.

Serían las once cuando entró en la tienda una dama y tomó asiento.
Era parroquiana y amiga. Don Benigno la saludó, y al punto empezó a
sacar género y más género, blondas de Almagro, Valenciennes, Bruselas,
Cambray, Malinas, en tal abundancia y variedad que no parecía sino que
la señora iba a llevarse todo Flandes a su casa.

—¡Qué carero se ha vuelto usted!... Ya no vuelvo más acá... Me voy a
casa de Capistrana... ¿Cincuenta y seis reales? ¡Qué herejía!... Esto
no vale nada... Es imitación... Vaya una carestía... No doy más que
tres onzas por todo.

—No es sino muy barato... Por ser usted lo llevará en cincuenta duros
todo... ¿Capistrana? No hay allí más que maulas, señora... Volverá
usted por más... Es legítimo de Malinas... lo recibí la semana pasada.
Este encaje de Inglaterra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dinero.

—Lo que pierde usted es la caridad... ¡Santo Dios, cómo nos desuella!
Así está más rico que un perulero... Con estos precios que aquí usan,
¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas y más casas.

Tantos dimes y diretes concluyeron con que la dama pagó en buenas onzas
y doblones. Mientras Cordero empaquetaba las compras para mandarlas a
la casa de la señora, esta le preguntó si era cierto que se había hecho
propietario de la finca donde estaba la tienda, y como el encajero le
contestara que sí, la parroquiana aparentó alegrarse mucho diciendo:

—Precisamente estoy muy descontenta del cuarto en que vivo y deseo
mudarme. ¿No viven en este principal los de Muñoz? ¿No se van de
Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.

—Mucho me alegraré —replicó el héroe—. Pero me figuro que mi principal
será pequeño para quien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe en sus
tertulias.

—¡Oh!, no... Pienso reducirme mucho y vivir más para mí que para los
otros —dijo la dama con mucha gracia—. Estoy cansada de poetas, de
mazurcas y de chismes políticos. El gobierno ha principiado a mirar
con malos ojos mis reuniones, a pesar de que mi absolutismo pasa por
artículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomarde y toda esa gente: van
de exageración en exageración... Están ciegos. El poder absoluto es
como el vino, una cosa muy buena y un vicio, según el uso que de él se
haga. No lo dude usted, esa gente está borracha, y mientras más bebe
y más se turba, más quiere beber. El año comienza mal, y según dicen,
las conspiraciones arrecian, y el gobierno no se para en pelillos para
ahorcar.

—No faltará tampoco quien amanse y dulcifique —dijo Cordero apoyando
sus codos en el mostrador para atender mejor a un tema tan de su
gusto—. La reina...

—¡Oh, sí, la reina!... —exclamó la dama con ironía—. Sus
dulcificaciones, de que tanto se ha hablado, son pura música. Ya lo
ve usted, ha fundado un Conservatorio por aquello de que _el arte a
las fieras domestica_. Me hace reír esto de querer arreglar a España
con músicas. Al menos el rey es consecuente, y al fundar su escuela
de tauromaquia, cerrando antes con cien llaves las universidades,
ha querido probar que aquí no hay más doctor que Pedro Romero. Eso
es, dedíquese la juventud a las dos únicas carreras posibles hoy,
que son las de músico y torero, y el rey barbarizando y la reina
dulcificando, nos darán una nación bonita... ¡Ah!, me olvidaba de otra
de las principales dulcificaciones de Cristina. Por intercesión de
ella, ¡oh alma generosa!, se va a suprimir la horca para sustituirla,
¡enternézcase usted, amigo Cordero!..., para sustituirla con el
garrote... No sé si en el Conservatorio se creará también una cátedra
de dar garrote... con acompañamiento de arpa.

Don Benigno se rio de estas despiadadas burlas; mas lo hizo por pura
galantería, pues siendo entusiasta admirador de la joven y generosa
reina, no admitía las interpretaciones malignas de su parroquiana.

—Ello es, querido don Benigno —añadió esta—, que yo he determinado
quitarme de en medio. Presiento no sé qué desgracias y persecuciones.
Deseo una vida retirada y oscura. No más tertulias, no más versos
dedicados a bodas reales, embarazos de reinas y nacimientos de
princesas, no más murmuración ni secreteo sobre lo que no me importa.
Si su casa de usted me gusta, a ella me vengo y en ella me encierro...
Decidido, señor de Cordero.

—Como buena y cómoda no hay otra en Madrid.

—Yo quisiera verla.

—Lo haré presente al señor de Muñoz y de seguro me dará permiso para
que usted la vea.

—No, no se moleste usted —dijo la dama observando con atención el
rostro de Cordero, por ver si se turbaba—. ¿No son iguales todos los
pisos?

—Todos enteramente iguales.

—Pues enséñeme usted el entresuelo, donde usted vive... Pero ahora
mismo. Tengo prisa. Quiero decidir de una vez.

Levantose resueltamente, dirigiéndose a alzar la tabla del mostrador
para pasar a la trastienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacía ella
todas sus cosas.

—No hay inconveniente, señora —dijo Cordero, manifestando más bien
agrado que contrariedad—. Pero la señora me permitirá que no la
acompañe, porque tendría que dejar la tienda sola. El chico no está.

—No faltaba más sino que también conmigo gastara usted cumplidos.
Quédese usted..., subiré sola, ya sé el camino..., por esta
escalerilla...

—¡Sola!... ¡Cruz!... —gritó don Benigno desde el primer peldaño.

La dama subió con ágil pie por la escalera, la cual era tan estrecha
que en la angostura de las paredes se le chafaron a la señora las
huecas mangas de jamón, y el chal de cachemira se le resbaló de los
hombros.

En aquel mismo momento, Crucita estaba limpiando jaulas y soplando la
paja del alpiste, sin parar un momento en su conversación con todos los
pájaros, la cual era un lenguaje compuesto de suavísimas interjecciones
cariñosas, de voces incomprensibles cuyas variadas inflexiones no
expresaban ideas, sino un vago sentimiento de arrullo o los apetitos y
anhelos del instinto. Era aquella charla como los rudimentos o albores
de la palabra humana cuando el hombre, pegado aún a la naturaleza
por el cordón umbilical de la barbarie, desconocía las relaciones
sociales. ¡Oh, qué dato para aquel filósofo que tenía en don Benigno
el más entusiasta de sus admiradores! Oyendo hablar a doña Crucita
con los habitantes enjaulados de su selva de balcón, Rousseau habría
comprendido mejor el estado feliz y perfecto del hombre, y su amigo
Voltaire se habría puesto de cuatro pies para practicar, no de burlas,
sino de puras veras, las teorías del autor del _Contrato_.

Doña Cruz era una mujercita seca y bastante vieja, muy limpia, fuerte y
dispuesta como una muchacha, lista de pies y manos, con la cabeza medio
escondida dentro de una escofieta que parecía alzarse y bajarse con el
mover de la cabeza, como las moñas o tocas de ciertas aves. Para mirar
daba a la cara un brusco movimiento lateral, lo mismo que los pájaros
cuando están azorados o en acecho. Fuera por la asociación de ideas o
por verdadera semejanza, ello es que al verla daban ganas de echarle
alpiste.

Interrumpida en lo mejor de su faena, doña Cruz se escandalizó, se
asustó, aleteó un tanto con los bracitos flacos, miró de lado, graznó
un poquillo. Al mismo tiempo, dos, tres o quizás cuatro perrillos se
abalanzaron a la dama ladrando y chillando, rodeándola de tal modo
que, si fueran mastines en vez de falderos, la dejarían malparada. La
cotorra y el loro ponían en aquel desacorde tumulto algunos comentarios
roncos que aumentaban la confusión. La dama expresó el objeto de su
subida al entresuelo; mas como Crucita no podía oírla, fuele preciso
alzar la voz, y con esto alzaron la suya los perros, mayaron los
gatos, se enfadaron cotorra y loro, y los pájaros prorrumpieron en una
carcajada estrepitosa de cantos y píos. Mientras más gritaba la turba
zoológica, más se desgañitaba doña Cruz diciendo: «¿Qué se le ofrece
a usted? ¿Por quién pregunta usted?». Y a cada subida del diapasón de
la vieja, más elevaba el suyo la señora, mientras don Benigno desde la
escalera gritaba sin que le escucharan: «¡Cruz! ¡Sola!», armándose tal
laberinto que sin duda hubiera parado en algo desagradable si no se
presentara afortunadamente la _Hormiga_ a desvanecer aquella confusión,
inponiendo silencio y enterándose de lo que la dama quería.

Sorprendida y algo cortada estaba Sola ante aquel brusco modo de ver
casas, y pasado el asombro primero, dio en sospechar que otra intención
distinta de la manifestada tenía la dama. Aunque esta le inspiraba
miedo, por figurársele que su presencia le anunciaba alguna trapisonda,
quiso disimular su temor. Tan bien lo consiguió que la señora empezó a
sorprenderse a su vez de hallar en la protegida de Cordero un semblante
tan festivo, un ánimo tan sereno, y tal disposición a la complacencia,
que dijo para sí con despecho y tristeza: «O esta disimula mejor que
yo, o no hay aquí hombre escondido ni cosa que lo valga».




X


Vieron la casa toda, que la señora encontró más pequeña de lo que creía
y bastante oscura en lo interior. Después Sola, que no había tenido
tiempo de echarse un mantón por los hombros, ni aun de quitarse el
delantal, que era su librea de gala por las mañanas, acompañó a la
señora a la sala para que descansase, y le pidió indulgencia por el mal
pergenio con que la recibía. Considerándose ella como una especie de
ama de gobierno más bien que como dueña de la casa, su posición frente
a la otra era, en verdad, un poco desairada. Pero no le importaba nada
ser allí un poco más o menos señora, y sentándose a cierta distancia
de la visitante, esperó a que Crucita o el mismo don Benigno vinieran
a relevarla de su señorío provisional. Crucita se había encerrado en
el gabinete para colgar las jaulas y echar agua a los tiestos, y no se
cuidaba de que hubiese o no en el estrado una persona extraña. Cordero
estaba vendiendo, y tampoco podía subir.

En cambio, Juanito Jacobo se adelantaba lentamente pegado a la pared y
rozándose con las sillas, como babosa que marcha pegada a las piedras
de una tapia. Con el ceño fruncido, un dedo en la boca y ambas manos
teñidas con la pintura de un caballejo de palo, a quien acababa de dar
un baño en la cocina, miraba a Sola y a la otra señora, esperando que
cualquiera de ellas le llamase.

—¿Es este el niño más pequeño de don Benigno? —preguntó la dama.

—Sí, señora..., ¡y es tan malo!... Ven acá, chico, ven; saluda a esta
señora.

El muchacho no se hizo de rogar y se acercó, con ademán de recelo y
desconfianza, metiéndose, no ya el dedo, sino toda la mano dentro de
la boca. La abundante pintura negra y roja que en los dedos tenía, se
le pasó a los labios y carrillos.

—Estás bonito por cierto... Pareces un salvaje —le dijo Sola—. ¿No te
da vergüenza de que te vean así, grandísimo tunante?

—No le riña usted.

—¡Eh!..., no te acerques a la señora con esas manazas puercas... Tira
ese caballo, que está chorreando pintura. Le ha dado ahora por lavar
todo lo que encuentra, y el otro día metió en la tinaja las gafas de su
padre.

—Es un fenómeno de robustez esta criatura —afirmó la señora
acariciándole.

—Eso sí: está más sano que una manzana, y come más que un sabañón —dijo
Sola, apretándole una nalga y dándole un palmetazo en el cogote, para
que por el chasquido de las carnazas del chiquillo juzgase la señora de
su robustez.

Parecía una madre en plena manifestación de su orgullo de tal.

Juan Jacobo miró a la señora con expresión de desvergüenza, la cual se
aumentaba con los manchurrones de su cara.

—¿Quieres mucho a esta señorita? —le preguntó la dama, dándole un golpe
con su abanico.

El muchacho, que apoyaba sus codos en las rodillas de Sola, alzó la
pierna para montarse arriba.

—No, no; fuera, fuera... —dijo Sola quitándose de encima la preciosa
carga—. No faltaba más... A fe que es chiquito el elefante para
llevarlo en brazos... Quita allá, mostrenco.

—¿Un hombre como tú no tiene vergüenza de que le coja en brazos una
mujer? —le dijo la señora riendo.

—¡Le tenemos tan mimoso...! —dijo Sola con naturalidad—. Como es el más
pequeño... Su padre está medio bobo con él, y yo...

No pudo seguir porque el muchacho, que era tan ágil como fuerte, saltó
de un brinco sobre las rodillas de Sola, y echándola los brazos al
cuello, la apretó fuertemente.

—Ya ve usted... —dijo ella—, me tiene crucificada este sayón... Si le
dejara, así estaría todo el día... Vaya, vaya; basta de fiestas... Sí,
sí; ya sé que me quieres mucho. Haz el favor de no quererme tanto...
Abajo, abajo... ¡Qué pensará de ti esta señora! Dirá que eres un
malcriado, un niño feo...

—No extraño que los hijos de Cordero la quieran a usted tanto...
—manifestó la dama—. ¡Es usted tan buena, y les ha criado con tanto
esmero!... Así está don Benigno tan orgulloso de usted, y así no
concluye cuando empieza a elogiarla. ¡Cómo la pone en las nubes!... Y
verdaderamente, el amigo Cordero ha encontrado una joya de inestimable
precio para su casa. Yo creo que en el caso presente el agradecimiento
le corresponde a él más bien que a usted.

Sola protestó de esta idea con exclamaciones, y también con movimientos
negativos de cabeza.

—¿Pues qué ha hecho usted sino sacrificarse? —añadió la dama—. Bien
podría vivir hoy, si lo hubiera querido, en otra posición, en otro
estado, que de seguro sería más independiente... pero dudo que fuera
más tranquilo y feliz.

—No creo que para mí pudieran existir posición ni estado mejores que
los que ahora tengo —repuso la _Hormiga_ con sequedad.

—Verdaderamente así es, porque si no recuerdo mal, usted se encontró
después de la muerte de su señor padre, sola y abandonada en el mundo.
Me parece haber oído que alguien la protegió a usted en aquellos días;
pero como andando el tiempo, ese alguien, o se murió, o desapareció,
o no quiso acordarse más de usted, el resultado es, hija mía, que su
orfandad no ha tenido verdadero amparo hasta que este angelical don
Benigno la trajo a su casa. En él tiene usted un padre cariñoso...
¡Oh!, páguele usted con un cariño de hija, y no busque fuera de esta
casa otros afectos ni otro estado de mejor apariencia. Cuidado con
casarse; no cambie usted el arrimo de este santo varón por el de
cualquier hombrecillo que no sepa comprender su mérito.

Siguió apurando el tema la señora, y vino a parar en una filípica
contra los hombres, sin especificar si la merecían en el concepto de
maridos, o en el de novios o cortejos; pero deteniéndose de repente, se
echó a reír.

—Mas usted dirá que le doy consejos sin que me los pida, y que hablo de
lo que no me importa.

—No, señora; todo lo que usted dice me parece muy puesto en razón, y es
natural que dé el consejo quien tiene la experiencia... Estate quieto
por amor de Dios, chiquillo....

—Bien, bien —dijo la dama riendo otra vez—. En fin, señora, yo estoy
molestando a usted y quitándole el tiempo...

—De ningún modo.

Levantáronse ambas.

—Tiene una hermosa sala el amigo Cordero —indicó la señora, alargando
la mano a Sola, y observando al mismo tiempo las cortinas blancas, las
rinconeras, los candeleros de plata y las plumas de pavo real—. La
parte de la casa que da a la calle me parece muy bonita... En fin, en
mí tiene usted una servidora... Adiós, hermoso, dame un beso... ¡Ah!,
¿no sabe usted lo que me ocurre en este momento?

La señora, que ya iba en camino de la puerta, se detuvo, retrocedió
algunos pasos, y mirando a Sola fijamente, le dijo así:

—Me olvidaba de hacer a usted una pregunta.

Sola esperó, palideciendo un poco, por sentir corazonada de que la tal
pregunta iba a ser de cosa triste. Su instinto zahorí lo adivinaba;
parecía leer en los ojos de la hermosa dama la pregunta misma con todas
sus palabras antes de que la primera de estas fuese pronunciada.

—Dígame usted —preguntó la señora, afectando poco interés—: aquel
caballero, aquel joven, aquel, en fin, a quien usted llamaba su
hermano, ¿dónde está?

—No lo sé, señora —replicó Sola pasando bruscamente de la palidez al
rubor—. Hace tiempo que no sé nada.

—¿Vive, o que es de él?

—No sé una palabra. Hace dos años que no me escribe... ¿Usted sabe algo?

El rubor desapareció en ella, dejándola en su natural color y aspecto
tranquilo.

—Dos años justos hace que tampoco sé nada... Es muy particular...

Para la astuta dama no pasó inadvertida la circunstancia de que si
la joven se turbó al recibir la primera impresión de la pregunta,
supo contestar con serenidad a ella. Ya fuese por disimulo, ya
porque realmente se interesaba poco por el personaje recordado tan
bruscamente, no se afectó como la otra creía.

«O está aquí —pensó la dama— y la muy pícara lo oculta con admirable
disimulo, o si no está, no se cuida ya de él para maldita cosa».

—Quiero ser franca con usted —dijo después de ligera pausa, en que la
miró a los ojos como se miraría en un espejo—. Me dijeron hace días que
estuvo en Madrid y que don Benigno le había ocultado en su casa.

—¡Aquí!... ¡Señora! —exclamó Sola echando la sorpresa por sus ojos con
tanta naturalidad que la dama no pudo menos de sorprenderse también—.
La han engañado a usted... Apuesto a que Pipaón... ¡Ah!, ese buen
don Juan miente más que habla... Todos los días viene contando unas
patrañas que nos hacen reír... En cuanto a ese desgraciado, yo creo que
no puede ocultarse aquí ni en ninguna parte...

—¿Por qué?

—Yo tengo mis razones para creer... Sí, bien lo puedo asegurar casi
sin temor de equivocarme: mi hermano ha muerto.

Parecía que iba a llorar un poco; pero no lloró ni poco ni mucho. La
dama vaciló un momento entre la emoción y la incredulidad. Llevose
el pañuelo a la boca, como si quisiera poner a raya los suspiros que
contra todas las leyes del disimulo querían echarse fuera, y dijo esto:

—¡Válganos Dios, y cómo mata usted a la gente!... Con permiso de usted,
no creo...

¡Horrible y nunca oída algazara! Quiso el demonio, o por mejor hablar,
doña Crucita, que en el momento de decir la señora _no creo_, se
abriese la puerta del gabinete y diera salida a dos falderillos, un
doguito y un pachón, que, soltando a un tiempo el ladrido, atronaron
la sala, y como por la misma puerta venía el chillar de los pájaros,
y como de añadidura subían por la angosta escalera los tres chicos de
Cordero, procedentes de la escuela, se armó un barullo tal, que no lo
armara mayor la diosa misma de la jaqueca, caso de que pueda haber
tal diosa. Los perros se tiraban a acariciar a los Corderillos, los
Corderillos a los perros, y en medio del tumulto se oyó la pacífica voz
de don Benigno, que también por la escalera subía diciendo: «orden,
silencio, compostura, que hay visita en casa».

Detrás de don Benigno apareció la figura de Zurbarán, a quien llamaban
padre Alelí, y con el furor que los chicos ponían en besar la mano del
padre y la correa del amigo, se aumentó el estruendo, porque los perros
también querían dar pruebas de su veneración con ladridos. Al fin,
para que nada faltara, apareció doña Crucita echando toda la culpa de
la bulla a los muchachos, y les llamó _perros_, y a los perros _nenes_,
y a su hermano _Borrego de Cristo_, y a Sola _doña Aquí me estoy_, y al
buen fraile el _Zancarrón de Mahoma_.

—Cállate, _Cruz del Mal Ladrón_ —dijo Alelí riendo—, y guarda adentro
toda esta jauría de Satanás... ¡Oh! Cuánto bueno por aquí. Sí, ya me ha
dicho Benigno que había subido usted a ver la casa. ¿Y qué tal? Tiene
magníficas vistas nocturnas el patio, y en jardines colgantes no le
ganaría Babilonia, así como en diversidad de alimañas no le ganaría el
África entera.

La dama habló un momento de las condiciones de la casa; después se
despidió para marcharse, porque era la una, hora sacramental de la
comida.

—Un momento, señora —dijo don Benigno, ahuyentando a sus hijos y a los
perros—. Aquí tiene usted al buen Alelí con más miedo que un masón
delante de las comisiones militares. Usted, que tiene valimiento, puede
sacarle de este apuro. Figúrese usted...

—Nada, nada, señora —dijo Alelí nerviosamente, con extraordinaria
recrudescencia en el temblor de su cabeza sobre el cuello, que
parecía de alambre—. No es más sino que hace un rato se ha metido por
la puerta de mi celda un emigrado, un terrible _democracio_ que ha
venido a España sin pedir permiso a Dios ni al diablo, y con palabras
angustiosas me ha rogado que le ampare y le esconda allí...

—¿Y qué es un _democracio_? —preguntó la dama riendo.

—Un perdis, un masón, un liberalote, un conspirador, un _democracio_:
así les llamamos.

—¿Y cuál es su nombre?

—Eso, señora —dijo Alelí con gravedad—, no lo revelaré, pues aunque
estoy decidido a no tenerle oculto más que el tiempo necesario para
que reciba contestación escrita de los que puedan o quieran protegerle
mejor, no cantaré quién es aunque me ahorquen. Confío en la discreción
de todos los presentes. Bien saben que no amparo conspiradores
contra mi rey y la religión que profeso, y si a este he amparado,
hícelo porque me juró que no venía acá para armar camorra, sino para
corregirse y vivir pacíficamente, confiado en el perdón que espera
alcanzar de Su Majestad.

—¡Sabe Dios a qué vendrá mi hombre! —dijo Cordero, gozándose en
aumentar el susto de su amigo—. Me parece que de la Trinidad Calzada
van a salir sapos y culebras si Calomarde no da una vuelta por allí.

—Yo me lavo las manos... y callandito, que estamos hablando más de la
cuenta. Benigno, a comer se ha dicho. Esta señora nos va a acompañar a
hacer penitencia.

Rehusando los obsequios e invitaciones de aquella buena gente, retirose
la dama con harto dolor suyo, por no poder alcanzar el fin de la
interesante noticia que el fraile traía del convento. Por la calle iba
pensando en el desconocido que se acogía al amparo de la celda de
Alelí. Al llegar a su casa encontró a Pipaón, que la aguardaba.

—¡Necio! —exclamó, sentándose muy fatigada—. En casa de Cordero no hay
nada... Como siga usted rastreando de este modo, pronto le dedicará
Calomarde a coger moscas... Pero una feliz casualidad...

—¿Ha descubierto usted...?

—Sí, hombre; ¿qué cosa habrá que yo no descubra? Vea usted por dónde...
Déjeme usted que descanse.

—En Gracia y Justicia se sabe que continúa funcionando en Francia,
más envalentonado que nunca, el famoso _Directorio provisional del
levantamiento de España contra la tiranía_.

—¡Noticia fresca!

—Se sabe —añadió Pipaón dándose mucha importancia— que constituyen el
tal _Directorio_ los patriotas, o dígase perdularios, Valdés, Sancho,
Calatrava, Istúriz y Vadillo.

—Que Mendizábal es el depositario de los fondos.

—Que Lafayette les protege ocultamente y les busca dinero, y
finalmente, que han enviado a Madrid a cierto individuo con nombre
supuesto...

—El cual, o yo soy incapaz de sacramento, o está en la Trinidad Calzada.

Pipaón abrió su boca todo lo que su boca podía abrirse, y después de
permanecer buen rato haciendo competencia a las carátulas de mármol que
de antiguo existen en los buzones del correo, repitió con asombro:

—¡En la Trinidad Calzada!




XI


El padre Alelí amenizó la comida con su charla, que habría sido la
más sabrosa del mundo, si por efecto de los muchos años no tuviera
la cabeza tan desvanecida y descuadernada que todo era desorden y
divagaciones en sus discursos. Sucedía que el buen señor empezaba a
contar una cosa, y sin saber cómo se escurría fuera del tema principal,
y pasando de un incidente a otro, hallábase a lo mejor a cien leguas
del punto a donde quería ir. Era hombre que antes de llegar a la
decrepitud, tuvo una memoria fresquísima y una chispa especial para
contar cosas pasadas y presentes; pero estaba ya tan débil de cascos,
que de aquel recordar prodigioso y de aquel arte admirable para la
narración ya no quedaba más que una facundia deshilvanada, un chorrear
de ideas y palabras, y un grandísimo enfado si alguien le interrumpía o
intentaba llamarle al orden.

—Puesto que queréis conocer el caso del _democracio_ que se ha metido
por las puertas de mi celda —dijo al principiar la comida—, os lo voy a
contar como se deben contar las cosas, con todos sus pelos y señales.
Empecemos por donde debe empezarse. Pues, señor..., iba yo por la
calle de Carretas arriba, y al llegar a la esquina de Majaderitos
veo que viene hacia mí un elefante con los brazos abiertos. Era para
causar espanto a cualquiera la acometida de aquel monstruo con sotana y
manteo; pero yo, que conozco a mis fieras, me dejé abrazar y le abracé
también con mucho gozo. «¿Cómo va? Bien, ¿y tú, gigantón?...». En fin,
para no cansar, era Juan Nicasio Gallego. Ya sabéis que fue discípulo
mío en Salamanca, donde leí sagrados cánones por los años de 792 a
794. Era entonces Nicasio el jayán más guapote que había salido de la
tierra del garbanzo; sus disposiciones eran grandes, tan grandes como
su pereza, y hubiéramos tenido en él un acabado canonista si no cayera
en la tentación de enamorarse de Horacio y Virgilio, fomentadores de la
holgazanería. El bribón de Meléndez le tomó mucho cariño, y lo mismo el
calzonazos de Iglesias, que fabricó su reputación con chascarrillos...
Yo digo que si Iglesias no se llega a morir a los treinta y ocho años,
hubiera puesto el Breviario en epigramas... Pero sigo contando con
orden. Quedamos en que una tarde paseábamos por el Zurguén el maestro
Peláez, Meléndez, Gallego y yo. Por aquellos días había venido la
noticia de la degollación de Luis XVI, y estábamos consternados, muy
consternados, atrozmente consternados. A mí no me digan, ¿hay en la
historia antigua ni moderna un crimen tan atroz?...

—Por vida de Sancho Panza —dijo don Benigno riendo—, que eso se parece
al cuento del hidalgo y el labrador... ¿A dónde va usted a parar
con sus divagaciones, ni qué tiene que ver Luis XVI con el poeta
zamorano?...

—Allá voy, hombre, allá voy —replicó Alelí muy amostazado—. Yo sé lo
que cuento y no necesito de apuntadores.

—Sepamos ante todo lo que le dijo Gallego en la esquina de Majaderitos,
si es que esto tiene algo que ver con el cuento del _democracio_.

—Seguramente tiene que ver. Gallego es también un grande y descomedido
_democracio_, y a eso iba... Pues me contó Juan Nicasio cómo le está
engañando Calomarde, fingiéndole protección, y cómo el rey le ha
prometido no sé cuántas prebendas sin darle ninguna. Además, el hombre
está temblando porque le han delatado por francmasón, y bien sabemos
todos que el año 8 fue empleado de los liberales en Cádiz, y el año 10
diputado en las pestíferas Cortes.

—Eso de pestíferas no pasa —exclamó Cordero, dando un golpe en la mesa
con el mango del tenedor—. Repórtese el fraile o se sabrá quién es
Calleja.

—Vete con dos mil demonios.

—Siga el cuento.

—Sigo, y no interrumpirme.

—Pero cuidado con echar por los cerros de Úbeda.

—Que diga Sola si voy mal.

—Va admirablemente —replicó ella sonriendo—. Eso se llama contar bien,
y no falta sino saber lo que dijo ese señor _gallego_ o asturiano.

—Pues dijo que está empleado en la biblioteca del duque de Frías, y que
hace poco le fueron a prender por revoltoso, y equivocándose los de
policía, en vez de cogerle a él, cogieron al archivero y le plantaron
en la cárcel. Cuando el rey lo supo se rio mucho, y dijo a Calomarde:
_Tan malos sois como tontos_. Después, Gallego fue a ver al rey, y como
este tiene debilidad por los poetas... Ya sabéis cuánto se entusiasma
con Moratín. ¡Ah!, hace dos años que murió ese buen hombre, y yo me
acuerdo, como si fuera de ayer, de haberle visto trabajando en la
platería de su tío el joyero del rey. Creo haberos contado que Moratín
tuvo una novia, una tal doña Paquita, hija de la dueña de la casa donde
vivía _Mustafá_. Ya sabéis que así llamábamos al pobre Juan Antonio
Conde, por ser escritor de cosas de moros.

—Nos lo ha contado unas doscientas veces —dijo Cordero al oído de Sola.

—No sabíamos eso —añadió esta en voz alta, para no desanimar al
bondadoso fraile—. ¿Conque Moratín...?

—Sí, hija mía: estuvo enamorado de esa doña Paquita, habitante en la
calle de Valverde con su madre, la señora doña María Ortiz, que fue el
pintiparado modelo de la saladísima doña Irene de _El sí de las niñas_.
Moratín ya no era mozo, y doña Paquita apenas tendría los dieciocho
años, es decir, que con veinte de por medio entre los dos, ¡qué había
de suceder...! Leandro, enamorado como suelen estarlo los machuchos que
se reverdecen, la niña afectando acceder por timidez, por hipocresía
o por agradecimiento, hasta que vino el desengaño, un desengaño cruel,
horrible...

—¡Barástolis...! Señor don Plomo —exclamó Cordero con repentino
enfado—, que estamos hartos de oírle contar lo de Moratín y doña
Paquita. ¿Qué tiene eso que ver ni con el amigo que encontró en
Majaderitos, ni menos con el _democracio_ que está escondido en la
Trinidad?

—A ello voy, a ello voy, señor don Azogue —replicó Alelí enojándose
también—. Pues qué, ¿no se han de contar los antecedentes de los
sucesos? Precisamente iba a decir que en el momento de despedirme
de Gallego acertó a pasar ese muchacho americano, Veguita, un
enredadorzuelo que dio que hablar cuando aquella barrabasada de los
_Numantinos_, y fue castigado con dos meses de encierro en nuestra casa
para que le enseñáramos la doctrina. El tal es de buena pasta. Pronto
le tomamos afición. Cantaba con nosotros en el coro y rezaba las horas.
Yo le daba golosinas y le hacía leer y traducir autores latinos, y él
me leía sus versos o me representaba trozos de comedias. Esto lo hace
tan perfectamente, que si mucho tiene de poeta, más tiene de cómico.
Yo le animaba para que abandonase el mundo y entrase en la Orden...
¡Oh, amigos míos!... ¡Cuando uno considera que en nuestra Orden vivió
y murió el primero de los predicadores del mundo, fray Hortensio
Paravicino, cuya celda ocupo en la actualidad...!

—Que te descarrías, que te pierdes —dijo riendo don Benigno—. Por Dios,
querido padre mío, ya está usted otra vez a setecientas leguas de su
cuento.

—Iba diciendo que Ventura me besó las manos, y después se las besó
al _padre de la Constitución_, que así llama a Gallego la gente
apostólica, y de esta manera le calificó en su infame delación el
religioso agonizante fray José María Díaz y Jiménez, a quien nuestro
soberano llama el _número uno de los podencos_, por lo bien que
huele, rastrea, señala y acusa toda conspiración de esos tontainas de
liberales. No sé si os he dicho que, según confesión del buen elefante
zamorano, Calomarde le odia más que a un tabardillo pintado, y si no
fuera porque don Miguel Grijalva, amigo mío y de Nicasio, vio a Su
Majestad y le llevó aquel famoso soneto que hizo Gallego cuando la
reina estaba de parto...

—Al grano, al grano, que eso, más que referir sucedidos, es marear a
Cristo.

—Un poquitín de paciencia, señores. Yo decía que se llegó a nosotros
Veguita, a quien, después del encarcelamiento en nuestra casa, yo no
había visto más que dos veces, una en casa de Norzagaray cuando él y
sus amigos ensayaban la comedia de Zabala, _Faustina y Gerwal_, y otra
en la Puerta del Sol cuando le llevaban preso por tener la audacia
de dejarse las melenas largas, al uso masónico. Por cierto que ese
atrevidillo se ha dejado crecer un bigote que no hay más que ver, y con
aquellos precoces pelos insulta públicamente a la gente que manda,
y hace descarado alarde de liberalismo... En una palabra, queridos:
Venturilla y Gallego empezaron a hablar del censor de teatros,
reverendo padre Carrillo, y excuso deciros que le pusieron como siete
caños porque no deja resollar a los autores. Después..., y aquí entra
lo principal de mi cuento...

—Gracias a Dios... Aleluya.

—Pues Veguita dijo una cosa al oído de Gallego..., y después acercose
a mí poniéndose de puntillas, porque él es muy pequeño y yo más que
regularmente alto, y me dijo también cuatro palabras al oído.

—¿Qué? —preguntó con mucha curiosidad Cordero.

—¡Pues no faltaba más sino que os fuera a revelar lo que se me confió
como un secreto!




XII


—¡Barástolis!, que estamos enterados —dijo Cordero comiéndose las
últimas almendras del postre.

Pero el famoso Alelí no paró mientes en estas palabras, y empezó a
rezar en acción de gracias por la comida. Poco después se habían
levantado los manteles, y los muchachos, bien fregoteadas las manos y
la boca, tornaron a la escuela. Don Benigno, que acostumbraba dormir
muy breve siesta, la suprimió aquel día y bajó sin demora a la tienda,
porque la comida había sido más larga que de ordinario. Doña Crucita,
que no podía pasarse sin su regalado sueño de dos o tres horas, se fue
a su cuarto, llevando en un plato las golosinas con que solía obsequiar
en tal hora a sus queridas alimañas, y tras ella se fue Juan Jacobo,
con el sombrero del padre Alelí encajado en la cabeza hasta tocar los
hombros, y en la mano un látigo que él mismo había hecho con una orilla
de paño amarrada al mango roto de un molinillo de chocolate. Alelí
buscó el blando acomodo de un sillón que en el testero del comedor
estaba, y que parecía decir _dormid en mí_ con la suave hondura de su
asiento, la inclinación de su viejo respaldo gordinflón y la curva de
sus cariñosos brazos. Allí dormía antaño la siesta doña Robustiana,
y allí solía hacer sus digestiones el buen Alelí, las cuales no eran
difíciles, por ser él la sobriedad misma.

Para mayor comodidad, Sola le ponía delante una silla para que estirase
las piernas, y tras de la cabeza una mofletuda almohada de su propia
cama, con lo que el padre estaba tan bien que ni en la misma gloria.
Aquella tarde, cuando Sola trajo silla y almohada, el fraile le tomó
una mano, y mirándola con sus ojos soñolientos, le dijo:

—Cordera...

Sonriendo como la misma bondad sonreiría, Sola acomodó en la almohada
la venerable cabeza, que parecía la de un santo, y dijo así:

—¿Qué me quiere su reverencia?

—Cordera —murmuró el fraile sonriendo también como un bienaventurado—,
vete al cuarto de Benigno, y en el chaquetón, bolsillo de la
izquierda... ¿entiendes?

—Sí, un cigarrito.

—Se me olvidó pedírselo antes que bajara...

Ni medio minuto tardó la joven en traer el cigarrito, y con él la
lumbre para encenderlo.

—Es que quiero echar una fumada para despabilarme, porque desearía no
dormir siesta... ¿entiendes, paloma?

Como el fraile estaba con la cabeza echada atrás, en la más blanda y
cómoda postura que pueden apetecer humanos huesos, Sola no quiso que
se incorporase, y ella misma le encendió el cigarro en el braserillo,
no siendo aquella la primera vez que tal cosa hacía. Chupó un poco
con la inhabilidad que en tal caso es propia de mujeres (como no sean
hombrunas), y cuando logró hacer ascua de tabaco, no sin perder mucha
saliva, presentó el cigarro a su amigo, cerrando los ojos por el picor
que el humo le causaba en ellos.

—Gracias, gracias, serafín de esta casa. Comprendo muy bien que ese
santo varón... Pues, hija de mi alma, quiero despabilarme con este
cigarrito, porque necesito hablarte de una cosa grave, delicada, digo
mal, archidelicadísima.

A Sola le pasó una nube por la frente, quiero decir que se puso seria y
pensativa.

—Tiempo hay de hablar todo lo que se quiera —dijo, inclinada sobre
uno de los brazos del sillón en que el religioso estaba—. Duerma su
reverencia.

—Bueno, hijita; con tal que me llames a las tres y media...

—Eso es poco. A las cinco.

—No, no. Si me duermo, no podré hablarte del susodicho negocio, y lo he
prometido, cordera, he prometido que esta tarde misma...

Esto decía, cuando llegó un corpulento y bellísimo gato, que solía
echar sus dormidas en el mismo sillón donde estaba Alelí; y viendo
ocupado aquel lugar delicioso, dio algunas vueltas por delante con
rostro lastimero. Al fin, discurriendo que había sitio para todos,
subió al regazo del fraile, y como encontrara agasajo, se enroscó y se
echó a dormir como un bendito.

A poco de esto oyose un ruido estrepitoso, y fue que Juanito Jacobo
había cogido una bandeja de latón vieja, que olvidada estaba en
la despensa, y venía batiendo generala sobre ella con el palo del
molinillo, tan fuertemente que habría puesto en pie, con el estrépito
que hacía, a los siete durmientes. Acudió Sola y le trajo prisionero
por un brazo.

—¡Condenado chico! ¿No sabes que está tu tía durmiendo la siesta?...
Ven acá: suelta eso... Ya, ya es tiempo de que tu padre te mande a
la amiga... Ríñale, padre Alelí. No se le puede aguantar. Cuando el
señorito está de vena, parece que hay un ejército en la casa.

Diciendo esto, Sola le iba quitando sombrero, bandeja y palo, y después
de sentarse le acercó a sí y le acarició, pasando suavemente su mano
por los hermosos cabellos del niño.

—Si mete bulla —dijo Alelí acariciando también con su mano los rizos—,
no le traeré a mi señor don Juan Jacobo las hostias que le prometí,
ni las velitas de cera, ni el San Miguel de alcorza... Pues te decía,
hija, que ahora vamos a hablar los dos de un asunto superlativamente
delicado... Mira, vuelve al chaquetón de Benigno y traeme otro
cigarrito, o mejor dos.

Sola hizo lo que le mandaba el reverendo, y se volvió a sentar,
aguardando el delicado asunto que manifestarle quería. Durante un rato
no pequeño, los dos estuvieron callados, y Alelí fijaba sus ojos en el
reloj, que era de los antiguos con las pesas colgando al descubierto.
La péndula se paseaba lenta y solemnemente en el breve espacio que las
leyes de la gravedad y las de la mecánica le señalan, y así marcaba con
el tono más severo el compás de la vida. Sola, por mirar algo, y el
mirar es acto preciso a las meditaciones, contemplaba _La Creación_,
gran lámina que con otra representando el monumento de la catedral
de Toledo, decoraba artísticamente el comedor. En la primera estaban
nuestros primeros padres en el traje que es de suponer, en medio
de un fértil país poblado de todas suertes de animales, recibiendo
la bendición del Padre Eterno, que, muy barbado y envuelto en una
especie de capote, se asomaba por un balcón de nubes.

—¡Qué buenos cigarros tiene Benigno! —dijo Alelí, que al fin había
encontrado la fórmula del exordio—. Pero mejor que sus cigarros es
él mismo. Te digo con toda verdad que yo he visto muchos hombres
buenos; pero ninguno como nuestro Benigno. Es el corazón más puro y
la voluntad más cristiana que he conocido en mi larga vida; es incapaz
de hacer nada malo, y capaz de las bondades más extraordinarias. Su
razón es firme, sus sentimientos generosos, su vida la carrera del
bien. No aborrece a nadie, y cuando quiere, quiere con toda su alma.
Tiene un carácter entero para hacer frente a las adversidades, y en
las bienandanzas no puede vivir contento si no distribuye su ventura
entre los que le rodean, quedándose él con la absolutamente precisa
para no ser desventurado. Si tú nos oyes diciéndonos majaderías, es
por lo mucho que nos queremos. Él me llama _Tío Engarza-Credos_, y yo
le llamo _Don Leño_ o _Chirivitas_, y así nos reímos. Eso sí, en ideas
políticas somos, como quien dice, el _toma_ y el _daca_, lo más opuesto
que puede existir; pero estos arrumacos de la política no han de tocar,
no, a las cosas del alma ni a la amistad... Porque yo digo, ¿qué me
importa que Benigno tenga la manía de leer a ese perdido hereje de
Rousseau, si por eso no deja de ser buen cristiano y de obedecer a la
Iglesia en todo?... Viva Benigno, y viva con su pepita, es decir, con
su _Emilio_ y su _Contrato social_, que así me cuido yo de estas cosas
como de los que ahora se están afeitando en la luna... No creas tú,
los padres del convento me critican por esta tolerancia mía, y yo les
contesto: «vale más un amigo en la mano que cien teorías volando». Mi
carácter es así; en burlas disputo y machaco como todos los españoles;
pero antes que tronos y repúblicas, antes que congresos y horcas, está
el corazón... ¡Cómo me reí una tarde hablando de esto! Paseaba yo a eso
de las cinco por Atocha con dos hombres de ideas contrarias, don José
Somoza, liberal, poeta, hombre ameno, dulce y cabal si los hay, y don
Juan Bautista Erro, absolutista siempre, ahora apostólico vergonzante.
Pues, señor...

—Paréceme —dijo Sola, cortando la digresión— que se resbala usted,
como dice don Benigno. Ya está sabe Dios a cuántas leguas de lo que me
estaba contando...

—¡Ah! Sí, perdona, hija..., me distraje. Te decía que ese bendito
juan-jacobesco es el mejor tragador de pan y garbanzos que he conocido,
y que ahora ha dado en la flor de querer casarse...

—¡Casarse! —exclamó Sola poniéndose encarnada.

—¿Te asombras, hija?... Más me asombré yo... No, no; no me asombré: al
contrario, me pareció muy natural. Le conviene por mil razones; y ahora
te pregunto yo: cuando Benigno tome estado, ¿no será para ti un gran
motivo de amargura el salir de esta casa, donde has sido tan amada, y
separarte de estos chicos que has criado y que como a madre te miran?...

El padre Alelí fijó en ella sus ojos, ávidos de leer en los de la
joven lo que de su alma saliese al rostro, si es que algo salía. El
buen fraile, que a pesar de su decrepitud, ocasionada a perturbaciones
mentales, conservaba algo de su antigua penetración, creyó ver en
Sola una pena muy viva. Esto le hacía sonreír, diciendo para su sayo:
«mujercita tenemos».

—Don Benigno no se casará —dijo ella—. ¿Será posible que caiga en
tan mala tentación? Yo de mí sé decir que si salgo de esta casa me
moriré de pena; tan tranquila, tan considerada y tan feliz he vivido
en ella. Y luego, estos diablillos del cielo, como yo les llamo; estos
muchachos, a quienes quiero tanto sin ser míos, y no tengo mejor gusto
que ocuparme de ellos... No, digo que don Benigno no se casará. Sería
un disparate; ya no está en edad para eso.

—¿Qué dices ahí, tontuela? —exclamó Alelí incorporándose con enojo—.
¿Conque mi amigo no está en edad de casarse? ¿Es acaso algún viejo
chocho? ¿Está por ventura enfermo? No, más sana y limpia está su
persona y su sangre noble que la de todos esos mozuelos del día.

Esto decía, cuando Juan Jacobo, cansado de estarse quieto tanto tiempo
y no teniendo interés en la conversación, empezó a tirarle de los
bigotes al gato, que dormido estaba en la falda del fraile. Sentirse el
animal tan malamente interrumpido en su sueño de canónigo y empezar a
dar bufidos y a sacar las uñas, fue todo uno. Alborotose el fraile con
los rasguños, y dio un coscorrón al chico; Sola le aplicó dos nalgadas,
y todo concluyó con enfadarse el muchacho y coger el gato en brazos y
marcharse con él a un rincón, donde le puso el sombrero del mercedario
para que durmiera.

—Eso es, sí, está mi sombrero para cama de gatos —refunfuñó Alelí.

—¡Jesús qué criatura!... Le voy a matar —dijo Sola amenazándole con la
mano—. Trae acá el sombrero.

Juan trajo el sombrero, y aprovechándose del interés que en la
corversación tenían el fraile y la joven, rescató su molinillo y su
bandeja y bajó a la tienda para escaparse a la calle.

—Vaya con la tonta —dijo Alelí continuando su interrumpido tema—. ¡Si
Benigno es un muchacho, un chiquillo...! ¡Si me parece que fue ayer
cuando le vi arrastrándose a gatas por un cerrillo que hay delante de
su casa...! ¡Qué piernazas aquellas, qué brazos y qué manotas tenía!
¡Y cómo se agarraba al pecho de su madre, y qué mordidas le daba el
muy antropófago! Yo le cogía en brazos y le daba unos palmetazos
en los muslos... Sabrás que fui al pueblo a restablecerme de unas
intermitentes que cogí en Madrid cuando vine a las elecciones de la
Orden. Entonces conocí al bueno de Jovellanos, un Voltaire encubierto,
dígase lo que se quiera, y al conde de Aranda, que era un Pombal
español, y a mi señor don Carlos III, que era un Federico de Prusia
españolizado...

—Al grano, al grano.

—Justo es que al grano vayamos. Cuando Nicolás Moratín y yo
disputábamos...

—Al grano.

—Pues digo que Benigno es un mozalbete. ¿No ves su arrogancia, su buen
color, sus bríos? Bah, bah... Oye una cosa, hijita: Benigno se casará,
tú te quedarás sola, y entonces será bien añadir a tu nombre otra
palabra, llamándote _Sola y Monda_ en vez de Sola a secas. Pero aquí
viene bien darte un consejo... ¿Sabes, hija mía, que me está entrando
un sueño tal, que la cabeza me parece de plomo?

—Pues deme su reverencia el consejo y duérmase después —repuso ella con
impaciencia.

—El consejo es que te cases tú también, y así, del matrimonio de
Benigno no podrá resultar ninguna desgracia... ¡Qué sueño, santo Dios!

Sola se echó a reír.

—¡Casarme yo!... Qué bromas gasta el padrito.

—Hija, el sueño me rinde... no puedo más —dijo Alelí luchando con su
propia cabeza, que sobre el pecho se caía, y tirando de sus propios
párpados con nervioso esfuerzo para impedir que se cerraran cual
pesadas compuertas.

—Otro cigarrito.

—Sí..., chupetón..., humo —murmuró Alelí, cuya flaca naturaleza era
bruscamente vencida por la necesidad del reposo.




XIII


Sola corrió a buscar el despertador, y a su vuelta encontró al pobre
religioso más que medianamente dormido, la cabeza inclinada a un lado,
la boca entreabierta, roncando como un viejo y sonriendo como un niño.
No quiso despertarle, aunque tenía curiosidad por saber en qué pararía
aquel asunto del casamiento de su protector. Sospechaba la intención
del fraile y todo el intríngulis de aquella conferencia cortada por el
sueño, y se reía interiormente, considerando los rodeos y la timidez de
su protector.

Acomodó la cabeza del anciano en la almohada, le puso una manta en
las piernas para que no se enfriase, y le dejó dormir. Sentada en una
silla al pie de _La Creación_, le miró mucho, cual si en el semblante
frailesco estuvieran estampadas y legibles las palabras que Alelí había
dicho y las que no había tenido tiempo de decir. Profundo silencio
reinaba en el comedor. Oíase, sin embargo, el paseo igual y sereno de
la péndula y un roncar lejano, profundo, que tenía algo de la trompa
épica, y era la melopea del sueño de doña Crucita, cantada en tonante
estilo por sus órganos respiratorios. Los del reverendo Alelí no
tardaron en unir su voz a la que de la alcoba venía, y sonando primero
en aflautados preludios, después en rotundos períodos, llegaron a
concertarse tan bien con la otra música, que no parecía sino que el
mismo Haydn había andado en ello.

Entre las dos ventanas de la pieza, que recibían de un patio la poca
luz de que este podía disponer, había un armario lleno de loza fina,
tan bien dispuesta, que bastaba una ojeada para enterarse de las
distintas piezas allí guardadas. Las copas, puestas en fila y boca
abajo, sustentando cada cual una naranja, parecían enanos con turbante
amarillos. En todas las tablas, las cenefas de papel recortado caían
graciosamente formando picos como un encaje, y de este modo los
arabescos de la loza tenían mayor realce. Algunas cafeteras y jarras
echaban hacia fuera sus picos como aves que, después de tomar agua,
estiran el cuello para tragarla mejor, y las redondas soperas se
estaban muy quietas sobre su plato, como gallinas que sacan pollos. En
el chinesco juego de té que regalaron a don Benigno el día de su santo,
las tacitas puestas en círculo, semejando la empolladura recién salida
y piando junto a la madre. Un alto y descomedido botellón, cuya boca
figuraba la de un animalejo, era el rey de toda aquella muchedumbre
porcelanesca; diríase que amenazaba a las piezas vasallas con cierta
ley escrita en el fondo de una fuente. Era un letrero dorado que decía:
«Me soy de Benigno Cordero de Paz. Año de 1827».

Junto al armario había una silla de tijera, en la cual estaba Sola
con los brazos cruzados. Miraba a Alelí, a la lámpara de cuatro
brazos, a _La Creación_, al monumento de Toledo y al suelo cubierto
de estera común. También fue objeto de sus miradas el aguamanil, cuya
llavecita, un poco desgastada, dejaba caer una gota de agua a cada diez
oscilaciones de la péndula. La caja de latón en que estaba el agua
tenía pintado un pajarillo picando una flor, con tan desdichado arte,
que más bien parecía que la flor se comía al ave. También miraba Sola
al techo, donde había cuatro ligeras manchas de humo, correspondientes
a los cuatro _quinquets_ de cada uno de los brazos de la lámpara. Tales
manchas eran las únicas nubes que empañaban el azul de aquel cielo de
yeso, que en verano se estrellaba de moscas.

A todas estas partes dirigía la joven sus ojos, cual si estuviese
buscando sus pensamientos perdidos y desparramados por la estancia.
Creeríase que habían salido a holgar, volando como mariposas a
distintos parajes, y que su dueña los iba recogiendo uno a uno, o dos a
dos, para traerlos a casa y someterlos al yugo del raciocinio.

Y así era en efecto. Ella tenía que concertar algo en su cabeza y
discurrir. Convidábanla a ello la soledad en que estaba y la suave
sombra que empezaba a ocupar el comedor, dominando primero los ángulos,
el techo, y extendiéndose poco a poco y avanzando un paso al compás de
los que daba la péndula. Las voces, o dígase ronquidos, se apagaron
un momento, cual si los músicos que las producían descansasen para
tomar más fuerza. La de doña Crucita empezó luego a crecer, a crecer,
desafiando a la del padre Alelí. La de este sonaba entonces en el
registro del caramillo pastoril, y parecía convidar a la égloga con su
gorjeo cariñoso.

Y en tanto, el murmullo de Crucita se tornaba de llamativo en
provocador y de provocador en insolente, cual si decir quisiera: «en
esta casa nadie ronca más que yo».

Indudablemente Sola discurría con muy buen juicio en medio de estas
músicas. Pensaba que era un disparate vivir tanto tiempo en un mundo
quimérico. La edad avanzaba; la juventud, aunque todavía rozagante y
lozana en ella, había dejado ya atrás una buena parte de sí misma.
Su vida marchaba ya muy cerca de aquel límite en que están la razón
y la prudencia, las posibilidades y las prosas, de tal modo que las
ilusiones se iban quedando atrás envueltas en brumas de recuerdos,
mal iluminados por la luz vespertina de esperanzas desvanecidas.
La fantasía se cansaba de su trabajo estéril, de aquella fatigosa
edificación de castillos llevados del viento y descompuestos en aire
como las bovedillas de la espuma, que no son más que juegos del jabón,
transformándose por un instante en pedrería de mil matices. Llegaba
doña _Sola y Monda_ a la edad en que parece verificarse en la mente
un despejo de todas las jugueterías y figuraciones que traemos de
la niñez, y queda aquel aposento de nuestro espíritu limpio de las
telarañas, que parecen tapices por capricho de la luz filtrada.

El sentimiento de la realidad empezaba a hacer en ella su tardía y
radical conquista, y así sentía la imposición ineludible de ciertas
ideas. ¿Cómo vivir más tiempo por y para un fantasma? ¿Cómo subordinar
toda la existencia a lo que tal vez no tenía ya existencia real, o
si la tenía estaba tan distante que su alejamiento equivalía al no
existir? ¿No podía suceder que, sin quererlo ella misma, se destruyesen
en su alma ciertos afectos, y que de las ruinas de estos nacieran otros
con menos intensidad y lozanía, pero con más condiciones de realidad y
firmeza?

Tan abstraída estaba, que no advirtió cuán bravamente aceptaba la voz
del padre Alelí el reto de los lejanos bramidos de doña Crucita, y
dejando el tono pastoril, iba aumentando en intensidad sonora hasta
llegar a un toque de clarines que habrían infundido ideas belicosas
a todo aquel que los oyera. Los cañones respiratorios del reverendo
decían seguramente en su enérgico lenguaje: «cuando yo ronco en esta
casa, nadie me levanta el gallo». Acobardada y humillada por tan
marcial alboroto, doña Crucita se recogió y se fue aplacando, hasta que
su música no fue más que un murmullo como el de los perezosos beatos
que rezan dentro de una vasta catedral, y luego se cambió en el sollozo
de las hojas de otoño arrancadas por el viento y bailando con él.

A su vez, el victorioso ronquido de Alelí remedó el fagot de un coro de
frailes, y después dejo oír varias notas vagas, suspironas, fugitivas,
como los murmullos del órgano cuando el organista pasa los dedos sobre
el teclado en tanto que el oficiante le da con sus preces la señal de
empezar. La música roncadora se había hecho triste, coincidiendo con la
oscuridad casi completa que llenaba la pieza.

Pero el alma de doña _Sola y Monda_ no estaba triste. Había echado una
mirada al porvenir y lo había visto placentero, tranquilo, honroso
y honrado. Su corazón, al declararse vencido por las realidades
un poco brutales, como conquistadoras que eran, no estaba vacío
de sentimientos, antes bien se llenaba de los afectos más puros,
más delicados, más nobles. La vida nueva que se le ofrecía, debía
inaugurarse, eso sí, con un poco de tristeza; pero ¡cuánta dignidad
en aquella nueva vida!, ¡qué hermoso realce en la personalidad!,
¡qué ocasión para mostrar los más nobles sentimientos, tales como la
abnegación, la constancia, la fidelidad, el trabajo!, ¡qué ocasión
para perfeccionarse constantemente y ser cada día mejor, realizando el
bien en todas las formas posibles y gozando en el sostenimiento de esa
deliciosa carga que se llama el deber!

¿Pero qué estruendo, qué fragor temeroso era aquel que Sola sentía
tan cerca y que interrumpía sus discretos pensamientos en lo mejor de
ellos? Sonaban ya sin duda las trompetas del Juicio final, pues no de
otro modo debían llamarse los destemplados y altísonos ronquidos de
Crucita y el padre Alelí. Los de este se detuvieron bruscamente, cual
si fuera a despertar, y oyose su voz que entre sueños decía:

—Vete, vete de mi celda, terrible _democracio_... ¿Qué buscas aquí?
¿a qué vienes a España y a Madrid, si no es a que te ahorquen?...
¡Vuélvete a la emigración de donde jamás debiste salir!...
¡Conspirador..., vagabundo!

Doña _Sola y Monda_ se acercó al fraile para oír mejor lo que entre
dientes seguía diciendo.

Alelí extendió los brazos, quedándose un buen rato como un crucifijo en
sabroso estiramiento de músculos, y con voz clara y entera dijo así:

—Esproncedilla..., busca-ruidos..., mequetrefe, no me comprometas...,
vete de mi celda.

Sola se acercó y le tomó una mano.

—¿Pero qué osscuridad es esta? ¿En dónde estoy?

—¡Vaya un modo de dormir y de disparatar! —replicó Sola riendo.

—¿Pues qué, he dormido yo?... Si no he hecho más que aletargarme un
instante, cinco minutos todo lo más... Vaya, que se pone pronto el sol
en esta dichosa casa... Chiquilla, dame mi sombrero, que me voy.

—Primero voy a traer luz —dijo la _Hormiga_ saliendo.

Al poco rato volvió con una lámpara, cuyos rayos ofendieron la vista
del fraile.

—Yo creí que ya habían empezado a crecer los días... ¿Qué hora es? Las
cinco y media... Lo dicho, dicho, querida señorita... ¿Reflexionarás en
lo que te he manifestado?

—¿Pues qué he de hacer sino reflexionar?

—¿Y comprenderás que se te entra por las puertas la fortuna, y que vas
a ser la más dichosa de las mujeres?

—Pues claro que sí.

—¡Bendita seas tú y bendito quien te trajo a esta casa! —exclamó Alelí
con acento muy evangélico.

Abriose con no poco estrépito la puerta del comedor, y apareció Crucita
de malísimo talante, diciendo:

—No he podido pegar los ojos en toda la tarde con la dichosa
conversación de la niña y el fraile.

—Quita allá, _Cruz del Mal Ladrón_ —replicó Alelí—. Lo que ha sido
es que con la trompeta de tus roncamientos no me has dejado a mí
descabezar un mal sueño.

—Sí, porque a fe que el padrito toca algún cascabelillo sordo cuando
duerme... Me habéis tenido toda la tarde despabilada como un lince,
primero con la charla de sus mercedes y luego con los piporrazos de su
reverencia... ¡Qué importunidad, Santo Dios! Busque usted un momento de
tranquilidad en esta casa.

—Cállate, _serpiente del Paraíso_, que así guardas silencio dormida
como despierta, y no hables de eso, que el que más y el que menos,
todos, todos repicamos, y abur.

Echáronse a reír Sola y el fraile, y al fin también se rio un poco
Crucita, pues su genio arisco también tenía flores de cuando en cuando,
si bien estas eran como las plantas marinas, que están en el fondo y
casi siempre en el fondo mueren.




XIV


En la tienda, don Benigno preguntó con gran interés a su amigo por el
resultado de la conferencia que con Sola había tenido.

—Muy bien —dijo Alelí—, admirablemente bien.

Después se quedó perplejo, con los ojos fijos en el suelo y el dedo
sobre el labio, como revolviendo en el caótico montón de sus recuerdos;
y al cabo de tantas meditaciones, habló así:

—Pues, hijo, ahora caigo en que no llegué a decirle lo más importante,
porque me acometió un sueño tal, que no lo hubiera podido vencer aunque
me echaran encima un jarro de agua fría... Ya la tenía preparada; ya,
si no me engaño, había ella comprendido el objeto de mi discurso, y
manifestaba un gran contento por la felicidad que Dios le depara,
cuando... Yo no sé sino que me desperté en la oscuridad de tu comedor,
que parece la boca de un lobo... Y qué quieres, hijo..., lo demás
puedes decírselo tú, o se lo diré yo mañana. Quédate con Dios y con la
Virgen.

Marchose Alelí, y don Benigno se quedó muy contrariado y ofendido de la
poca destreza de su amigo. Juró no volver a confiar misiones delicadas
a un viejo decrépito y medio lelo, y al mismo tiempo se sentía él muy
cobarde para desempeñar por sí mismo el papel que había confiado al
otro. Cuando subió, después de cerrar la tienda, en compañía de Juan
Jacobo, que había entrado de la calle con un chichón en la frente, dijo
a Sola:

—Ya estoy convencido de que ese estafermo de Alelí es el bobo de
Coria... Apreciabilísima _Hormiga_, quisiera hablar con usted...

—¿Hablar conmigo?... Ahora mismo; ya escucho —dijo ella, sonriendo de
tal modo que a Cordero se le encandilaron los ojos.

Pero en el mismo instante le acometió la timidez de tal modo, que no se
atrevió a decir lo que decir quería, y solo balbució estas palabras:

—Es que conviene ponerle a este enemigo una venda y dos cuartos sobre
el chichón, que es el mejor medio de curarlo.

Aquella noche don Benigno estuvo muy triste y se pasó algunas horas en
su cuarto, sin leer a Rousseau, aunque bien se le acordaba aquel pasaje
del libro quinto del _Emilio_:

  «Emilio es hombre, Sofía es mujer... Sofía no enamora al primer golpe
  de vista, pero agrada más cada día. Sus encantos se van manifestando
  por grados en la intimidad del trato. Su educación no es ni brillante
  ni estrecha. Tiene gusto sin estudio, talento sin arte, y criterio
  sin erudición... La desconformidad de los matrimonios no nace de la
  edad, sino del carácter...».

Y luego añadía, alterando un poco el texto:

  «Sofía había leído el _Telémaco_, y estaba prendada de él; pero ya
  su tierno corazón ha cambiado de objeto y palpita por el buen Mentor».

Después Cordero se reía de sí mismo y de su timidez, haciendo juramento
de vencerla al día siguiente, pues lo que él sentía era un afecto
decoroso, un sentimiento de gratitud y de respeto, y no pasión ni
capricho de mozalbete.

Al día siguiente, Sola mostraba excelente humor que rayaba en festivo,
lo que dio muy buena espina al héroe de Boteros. Canturreaba entre
dientes, cosa que no hacía todos los días, y en su cara se notaba
animación, si bien podía observarse que tenía los ojos algo encendidos.
Sin duda había visto y aceptado la posibilidad de un destino nuevo,
honrado y honroso en extremo, y se complacía en él, creyéndolo
dispuesto por Dios con extraordinaria sabiduría. Pero si no se entra
en la vida sin llanto, también parece natural que no se entre en
las felicidades nuevas sin algo de lágrimas. Los nuevos estados,
aunque sean muy buenos y hermosos, no siempre seducen tanto que hagan
aborrecible la situación vieja por detestable que haya sido. De aquí
venía, sin duda, el que estando de tan buen humor, tuviese en lo
encendido de sus ojos el testimonio de haber lloriqueado algo.

O quizás la alegría que mostraba venía más bien de la voluntad que
del corazón, como si su espíritu, tan hecho a la observancia de los
deberes, hubiese resuelto que convenía estar alegre. La razón sin duda
lo mandaba así, y la razón iba siendo la señora de ella... No hay más
sino que se dominaba maravillosamente, y lograba alcanzar tan grande
victoria sobre sí misma, que era al fin, si es permitido decirlo así,
un producto humano de todas las ideas razonables, una conciencia puesta
en acción.

Su protector le dijo que aquella tarde se verían los dos en su cuarto
para hablar a solas. El héroe se atrevía al fin. Prometió ella ser
puntual, y esperó la hora. Pero Dios, que sin duda por móviles
altísimos o inexplicables quería estorbar los honestos impulsos del
héroe, dispuso las cosas de otra manera. Ya se sabe lo que significan
todas las voluntades humanas cuando _Él_ quiere imponer la suya.

Sucedió que poco antes de la hora de comer, Juanito Jacobo, todavía
vendado por los chichones del día anterior, andaba enredando con una
pelota. Trabáronse de palabras él y su hermano Rafaelito sobre a quién
pertenecía el tal juguete. Hay indicios y aun antecedentes jurídicos
para creer que el verdadero propietario era el pequeñuelo, y así debió
sentirlo en su conciencia Rafael; que tanto imperio tiene la justicia
en la conciencia humana aunque sea conciencia en agraz.

Pero de reconocerlo en la conciencia a declararlo, hay gran distancia,
y si tal distancia no existiera, no habría abogados ni curiales en el
mundo. Por eso Rafael, no sintiéndose bastante egoísta para apandar
la pelota, ni bastante generoso para dejársela a su rival, hizo lo
que suelen hacer los chicos en estas contiendas, es a saber; cogió la
pelota y la arrojó a lo alto del armario del comedor, donde no podría
ser alcanzada ni por uno ni por otro.

¡Valiente hazaña la de Rafaelito!... Pero el pequeño Hércules no
había nacido para retroceder ante contrariedades tan tontas. ¡Bonito
genio tenía él para acobardarse porque el techo esté más alto que el
suelo!... Arrastró el sillón hasta acercarlo al armario; puso sobre
el sillón una silla, sobre la silla una banqueta, y ya trepaba él por
aquella frágil torre, cuando esta se vino al suelo con estruendo, y
rodó el chico y se abrió la cabeza contra una de las patas de la mesa.

El laberinto que se armó en la casa no es para descrito. Salió don
Benigno, acudió Sola, puso el grito en el cielo Crucita, ladraron todos
los perros, maldijo la criada todas las pelotas habidas y por haber,
lloró Rafael, gimieron sus hermanos, y el herido fue alzado del suelo
sin conocimiento. Pronto volvió en sí, y la descalabradura no parecía
grave, gracias a la mucha sangre que salió de aquella cabezota. En
tanto que Sola batía aceite con vino, y la criada, partidaria de otro
sistema, mascaba romero para hacer un emplasto, doña Crucita, que en
todas estas ocasiones se remontaba siempre al origen de los conflictos,
repartía una zurribanda general entre los muchachos mayores,
azotándoles sin piedad uno tras otro. Los perros seguían chillando, y
hasta la cotorra tuvo algo que decir acerca de tan memorable suceso.

Toda la tarde duró la agitación y nadie tuvo ganas de comer, porque el
muchacho padecía bastante con su herida. Vino el médico y dijo que, sin
ser grave, la herida era penosa y exigía mucho cuidado. No hubo, pues,
conferencia entre Cordero y Sola, porque la ocasión no era propicia.
Por la noche Juanito Jacobo se durmió sosegadamente. Sola, que en la
misma pieza puso su cama, estaba alerta vigilando al enfermito. Ya muy
tarde se despertó este intranquilo, calenturiento, pidiendo de beber y
quejándose de dolores en todo el cuerpo. Sola se arrojó del lecho medio
vestida, y echándose un mantón sobre los hombros salió para llamar
a la criada. Levantose esta, y entre las dos prepararon medicinas,
encendieron la lumbre, fueron y vinieron por los helados pasillos. A la
madrugada, cuando el chico se durmió, al parecer sosegado y repuesto,
Sola sintió un frío intensísimo con bruscas alternativas de calor
sofocante. Arrojose en su lecho y al punto sintió una postración tan
grande que su cuerpo parecía de plomo. La respiración érale a cada
instante más difícil, y no podía resistir el agudo dolor de las sienes.
La tos seca y profunda añadía una molestia más a tantas molestias, y en
su costado derecho le habían seguramente clavado un gran clavo, pues no
otra cosa parecía la insufrible punzada que la atormentaba en aquella
parte.

La criada, que al punto conoció lo grave de tales síntomas, quiso
llamar a don Benigno y a Crucita; pero Sola no consintió que se les
molestara por ella. Era la madrugada. Mientras llegaba el día, la
alcarreña preparó no sé cuántos sudoríficos y emolientes, sin resultado
satisfactorio. Al fin, cuando daban las siete, Crucita dejó las ociosas
plumas, y enterada de lo que pasaba, reprendió a la enferma por haberse
puesto mala voluntariamente; que no otra cosa significaba el haber
tomado aires colados, hallándose, como se hallaba desde hace días, con
un catarro más que regular. La avinagrada señora echó por la boca mil
prescripciones higiénicas para evitar los enfriamientos, y otros tantos
anatemas contra las personas que no se cuidaban. Cuando Cordero se
levantó, Crucita, que gozaba en anunciar los sucesos poco gratos, fue a
su encuentro y le dijo:

—Ya tenemos otro enfermo en campaña. Sola se ha puesto muy mala.

—¿Qué tiene? —dijo el héroe con repentino dolor, como presagiando una
gran desgracia.

—Pues una pulmonía fulminante.

Si lo partiera un rayo, no se quedara don Benigno más tieso, más mudo,
más parado, más muerto que en aquel momento estaba. Creía ver su dicha
futura, sus risueños proyectos desplomándose como un castillo de naipes
al traidor soplo del Guadarrama.

—Veámosla —dijo recobrando la esperanza; y corrió a la alcoba.

Sola le miró con cariñosos y agradecidos ojos. Quiso hablarle, y
la violenta tos se lo impedía. Nada pudo decir don Benigno, porque
indudablemente el corazón se le había partido en dos pedazos, y uno de
estos se le había subido a la garganta. Al fin hizo un esfuerzo, quiso
llenarle de optimismo, y echó una forzada sonrisa diciendo:

—Eso no será nada. Veamos el pulso.

¡Ay!, el pulso era tal que Cordero, en la exaltación de su miedo, creyó
que dentro de las venas de Sola había un caballo que relinchaba.

—Que venga don Pedro Castelló, el médico de Su Majestad —dijo sin poder
contener su alarma—. Que vengan todos los médicos de Madrid... Veamos,
apreciable _Hormiga_: ¿desde cuándo se sintió usted mal?

—Desde ayer tarde —pudo contestar la joven.

—¡Y no había dicho nada!... ¡Qué crueldad consigo mismo y con los demás!

—¡Ya se ve..., no dice nada!... —vociferó Crucita—. ¡Bien merecido
le está!... ¿Hase visto terquedad semejante? Esta es de las que se
morirán sin quejarse... ¿Por qué no se acostó ayer tarde, por qué?
¡Bendito de Dios, qué mujer! Si ella tuviese por costumbre, como es su
deber, consultarme, yo le habría aconsejado anoche que tomara un buen
tazón de flor de malva con unas gotas de aguardiente... Pero ella se
lo hace todo y ella se lo sabe todo... Silencio, Otelo... Vete fuera,
Mortimer... No ladres, Blanquillo.

Y en tanto que su hermana imponía silencio al ejército perruno, el
atribulado don Benigno elevaba el pensamiento a Dios Todopoderoso
pidiéndole misericordia.

Sin pérdida de tiempo hizo venir al médico de la casa, y a todos los
médicos célebres, precedidos por don Pedro Castelló, que era la primera
de las celebridades.




XV


Mientras que esto pasaba en casa del vendedor de encajes, doña Jenara y
Pipaón andaban atortolados por el ningún éxito de sus averiguaciones,
y los días iban pasando y la sombra o fantasma que ambos perseguían se
les escapaba de las manos cuando creían tenerla segura. El terrible
_democracio_ albergado en la Trinidad resultó ser el más inocente y el
más calavera de todos, hombre que jamás haría nada de provecho fuera
de las hazañas en el glorioso campo del arte; gran poeta que pronto
había de señalarse cantando dolores y melancolías desgarradoras. No
sabiendo cómo lo recibiría la Superintendencia, acogiose a los frailes
trinitarios por indicación de Vega, que en aquella casa cumplió seis
años antes su condena, cuando el desastre _numantino_. Influencias de
su familia y amigos le consiguieron pronto el indulto, y decidido a
ser en lo sucesivo todo lo juicioso que su índole de poeta permitiera,
solicitó una plaza en la Guardia de la Real Persona, que le fue
concedida más adelante.

Bretón, desesperado por las horribles trabas del teatro, marchó a
Sevilla con Grimaldi, autor de la _Pata de cabra_. Vega, que luchaba
con la pobreza y era muy perezoso para escribir, quería hacerse cómico
y aun llegó a ajustarse en la compañía de Grimaldi. Considerando esto
los amigos como una deshonra, pusieron el grito en el cielo; pero como
los lamentos no podían sacar al poeta de sus apuros, fue preciso echar
un guante para rescatarle, por haber cobrado con anticipación parte
del sueldo de galán joven. Grimaldi era un empresario hábil que sabía
elegir la gente, y en su memorable excursión por Cádiz y Sevilla, dio
a conocer como actriz de grandísima precocidad a una niña llamada
Matilde, que a los doce años hacía la protagonista de _La huérfana de
Bruselas_ con extraordinario primor.

En Madrid, después de la marcha de Grimaldi, el teatro se alimentaba
de traducciones. Algunas de estas fueron hechas por un muchacho
carpintero, de modestia suma y apellido impronunciable. Era hijo de un
alemán, y hacía sillas y dramas. Fue el primero que acometió en gran
escala la restauración del teatro nacional, para sacar al gran Lope
del polvoriento rincón en que Moratín y los clásicos le habían puesto,
juntamente con los demás inmortales del siglo de oro. El infeliz
ebanista, que no podía ver representadas sus obras originales, traducía
a Voltaire y a Alfieri, refundía a Rojas y al buen Moreto. Pero su mala
estrella no le permitió abrirse camino ni hacer resonar su nombre en la
república literaria. Pocos años después, la víspera del estreno de su
gran obra original, que le llevó de un golpe a las alturas de la fama,
el lenguaraz satírico de la época, el malhumorado y bilioso escritor
a quien ya conocemos, decía: «Pues si el autor es sillero, la obra
debe de tener mucha paja». El enrevesado nombre del ebanista nacido de
alemán y criado en un taller, fue, desde que se conocieron _Los amantes
de Teruel_, uno de los más gloriosos que España tuvo y tiene en el
siglo que corre.

Y el satírico seguía satirizando en la época a que nos referimos
(1831); mas con poca fortuna todavía, y sin anunciar con sus escritos
lo que más tarde fue. Se había casado a los veinte años, y su vida no
era un modelo de arreglo ni de paz doméstica. Recibió protección de
don Manuel Fernández Varela, a quien se debe llamar _El Magnífico_
por serlo en todas sus acciones. Su corazón generoso, su amor a la
esplendidez, a las artes, a las letras, a todo lo noble y antivulgar,
su trato cortesano, las cuantiosas rentas de que dispuso, hacían de él
un verdadero prócer, un Mecenas, un magnate, superior por mil conceptos
a los estirados e ignorantes señorones de su época, a los rutinarios
y suspicaces ministros. Era la figura del señor Varela arrogante y
simpática, su habla afabilísima y galante, sus modales muy finos.
Vestía con magnificencia, y adornaba el severo vestido sacerdotal con
pieles y rasos tan artísticamente, que parecía una figura de otras
edades. En su mesa se comía mejor que en ninguna otra, de lo que fueron
testimonio dos célebres gastrónomos a quienes convidó y obsequió
mucho. El uno se llamaba Aguado, marqués de las Marismas, y el otro
Rossini, no ya marqués, sino príncipe y emperador de la Música.

El señor Varela protegió a mucha y diversa gente, distinguiendo
especialmente a sus paisanos los gallegos; fundó colegios, desecó
lagunas, erigió la estatua de Cervantes que está en la plazuela de las
Cortes, ayudó a Larra, a Espronceda y dio a conocer a Pastor Díaz.

Cuando vino Rossini en marzo de aquel año, le encargó una misa. Rossini
no quería componer misas... «Pues un _Stabat Mater_», le dijo Varela.
El maestro compuso en aquellos días el primer número de su gran obra
religiosa que parece dramática. El resto lo envió desde el extranjero.
Cuentan que Varela le pagó bien.

Algunos números del célebre _Stabat_ se estrenaron aquella Semana
Santa en San Felipe el Real, dirigidos por el mismo Rossini, y hubo
tantas apreturas en la iglesia, que muchos recibieron magulladuras y
contusiones, y se asfixiaron dos o tres personas en medio del tumulto.
Rossini fue obsequiado, como es de suponer, atendida su gran fama.
Tenía próximamente cuarenta años, buena figura, y su hermosa cara, un
poco napoleónica, revelaba, más que el estro músico y el aire de la
familia de Orfeo, su afición al epigrama y a los buenos platos.

Habiendo recibido en un mismo día dos invitaciones a comer, una del
señor Varela y otra de un grande de España, prefirió la del primero.
Preguntada la causa de esta preferencia, respondió:

—Porque en ninguna parte se come mejor que en casa de los curas.

En efecto: la mesa de este generoso y espléndido sacerdote era la mejor
de Madrid. A sus salones de la plazuela de Barajas concurría gente muy
escogida, no faltando en ellos damas elegantes y hermosas, porque,
a decir verdad, el señor Varela no estaba por el ascetismo en esta
materia.

Pero allí la opulencia del señor y su misma gravedad de eclesiástico
no permitían la confianza y esparcimientos de otras tertulias. La de
Cambronero, por el contrario, era de las más agradables y divertidas
dentro de los límites de la decencia más refinada.

Era el señor don Manuel María Cambronero varón dignísimo, de altas
prendas y crédito inmenso como abogado. Durante muchos años no tuvo
rival en el foro de Madrid, y todos los grandes negocios de la
aristocracia estaban a su cargo. Fue en su época lo que posteriormente
Pérez Hernández y más tarde Cortina. Su señora era castellana vieja,
algo chapada a la antigua, y sus hijos siguieron diversos destinos y
carreras. Uno de ellos, don José, casó por aquellos años con Doloritas
Armijo, guapísima muchacha, cuyo nombre parece que no viene al caso en
esta relación, y, sin embargo, está aquí muy en su lugar.

El primer pasante de Cambronero era un joven llamado Juan Bautista
Alonso, a quien el insigne letrado tomó gran cariño, legándole al
morir sus negocios y su rica biblioteca. Alonso, que más tarde fue
también abogado eminente, político y filósofo de nota, tuvo en su
mocedad aficiones de poeta, y, por tanto, amistad con todos los poetas
y literatos jóvenes de la época. Él fue, pues, quien introdujo en las
agradabilísimas y honestas tertulias de Cambronero a Vega, Espronceda,
Felipe Pardo, Juanito Pezuela, y, por último, al misántropo, al que ya
se llamaba con poca fortuna _Duende satírico_, y más tarde se había
de llamar _Pobrecito hablador_, _Bachiller Pérez de Murguía_, _Andrés
Niporesas_, y, finalmente, _Fígaro_.

El entrometido Pipaón iba también a casa de Cambronero. Jenara, sin que
se supiese la causa, había disminuido considerablemente sus tertulias;
recibía poquísima gente, y solo daba convites en muy contados días. En
cambio, frecuentaba la tertulia de Cambronero, donde hallaba casi todo
el contingente de la suya, y además otras personas que no había tratado
hasta entonces; tales como don Ángel Iznardi, don José Rives, don Juan
Bautista Erro, el conde de Negri y otros varios.

También se veía por allí al joven Olózaga, pasante, como Alonso, en el
bufete de Cambronero, si bien menos asiduo en el trabajo. Desde los
principios del año andaba Salustiano tan distraído, que no parecía el
mismo. Iba a las reuniones como por compromiso o por temor de que al
echarse de menos su persona, se le creyese empeñado en conspiraciones
políticas. Su mismo padre, don Celestino, se quejaba de sus frecuentes
ausencias de la casa. Tal conducta no podía atribuirse sino a dos
motivos: política o amores. La familia y los conocidos, inclinándose
siempre a lo menos peligroso, presumían que Salustiano andaba
enamorado. Su buena figura, su elocuencia, sus distinguidos modales,
la misma exaltación de sus ideas políticas y otras prendas de mucha
estima, dándole desde su tierna juventud gran favor entre las damas,
justificaban aquella idea.

De repente, Jenara dejó de asistir también con puntualidad a las
tertulias. El público, que todo lo quiere explicar según su especial
modo de ver, comentó aquellas ausencias con cierta malignidad, y
hasta hubo quien hablara de fuga al extranjero en busca de apartadas
y placenteras soledades, propicias al amor. Se daban pormenores, se
referían entrevistas, se repetían frases, y, sin embargo, todo esto y
lo demás que se dijo y que no es para contado, era un castillo aéreo
levantado por las delicadas manos de la chismografía. Pero acontece
que tales obras, con ser de aire, son mucho más fáciles de levantar
que de destruir, y aquella iba tomando consistencia de día en día y
alzándose más, y engalanándose con torreones de epigramas y chapiteles
de calumnias.




XVI


Mediaba el mes de marzo cuando estas hablillas llegaron a su más alto
grado. Jenara no recibía a nadie; pero no estaba enferma, porque a
menudo se la veía en la calle o paseando en coche, y visitando a
personajes de alto copete.

Un día se encontraron ella y Pipaón en la antesala de la Comisión
Militar. Jenara salía, Pipaón entraba. Eran las cinco de la tarde, hora
excelente para el paseo en aquella estación.

—Iba a su casa de usted —le dijo don Juan—, para prevenirla del peligro
que corre...

—¡Yo! —exclamó la dama con gesto de orgullo—. ¿También yo corro peligro?

—También.

—¿Y por qué?

—Salgamos de esta caverna, señora, que si en todas partes oyen las
paredes, aquí oyen las ropas que vestimos, hasta la sombra que hacemos
sobre el suelo. Vámonos.

—¿Qué hay? —dijo la señora extraordinariamente alarmada—. Quiero ver a
Maroto.

—No recibe ahora... Salgamos y hablaremos. Principiaré diciendo a usted
que hemos errado en todos nuestros cálculos. Buscábamos a nuestro amigo
en casa de Cordero, en el convento de la Trinidad, en la cárcel de
Corte, en el parador de Zaragoza, en el sótano de la botica de la calle
de Hortaleza, en la habitación del jefe del _guardamangier_ de palacio,
y ahora resulta que no estaba en ninguno de estos parajes, sino...

—¿En dónde, en dónde?

—Salgamos de esta casa, señora —añadió Pipaón poniendo el pie en el
último peldaño.

—Advierta usted que no digo está, sino estaba.

—Quiere decir que...

—Quiere decir que le han llevado a un sitio de donde ni usted ni yo
podremos fácilmente sacarle.

—Bravo, bravísimo, señor don Inservible... —dijo la dama, toda colérica
y nerviosa, abriendo con mano firme la portezuela de su coche.

En este había una joven que acompañaba a Jenara en todas sus
excursiones, y a la cual, según las lenguas cortesanas, galanteaba el
bueno de Pipaón con más calor del que la simple urbanidad consiente.
Acomodados los tres en el coche, don Juan dijo a la dama que, siendo
largo lo que tenía que contarle, convenía extender el paseo hasta
Atocha. Así se convino, y partieron.

—Beso a usted los pies, Micaelita —dijo después el cortesano—. ¿Y cómo
está el señor don Felicísimo?

—Furioso con usted porque no ha ido a verle en tres días.

—Esta noche iremos allá. Con estas cosas y el continuo trabajo en que
vivimos nos falta tiempo para dar pábulo...

—¿Ahora salimos con pábulos...? —dijo Jenara impaciente y mal
humorada—. Basta de pesadeces y dígame usted lo que tenía que decirme.

—Pábulo, sí; digo que no hay tiempo para satisfacer los puros goces de
la amistad, ni aun los del corazón.

Micaelita bajó los ojos. Pintémosla en dos palabras. Era fea. Y si
no lo fuera, ¿cómo la habría escogido Jenara para ser su inseparable
compañera, y usarla cual discreta sombra para hacer brillar más la luz
de su hermosura?

—Si empiezan las tonterías, me voy a casa —dijo la dama hermosa—.
Vamos, hable usted, don Plomo.

—Paciencia, señora, paciencia. Dígame usted, ¿se permiten las malas
noticias?

—Se permite todo lo que sea breve.

—Pues derramemos una lágrima aquí, en este sitio nefando...

Al decir esto, el coche pasaba junto al torreón del Ayuntamiento donde
estaba la cárcel de Villa. Micaelita, que para todas las ocasiones
tristes llevaba siempre apercibido un _paternoster_, lo rezó con pausa
y devoción. Jenara se puso pálida y sacó su cabeza por la portezuela
para mirar la torre.

—¡Allí! —exclamó señalando con el abanico y con sus ojos.

Vuelta a su posición primera, echó un suspiro casi tan grande como el
torreón, y habló así:

—Ahora, dígame usted dónde estaba.

—Donde menos creíamos. En casa de Olózaga.

—¿En casa de don Celestino Olózaga?

—Calle de los Preciados.

—Usted bromea: no puede ser —manifestó la dama un poco aturdida—. Veo a
Salustiano todos los días y nada me ha dicho.

—Esas cosas no se dicen.

—A mí sí... Hoy me lo dirá.

—No dirá nada, como no hable la torre.

—¿Por qué?... ¿También Olózaga ha sido preso?

—También está allí, ¡ay! —afirmó lúgubremente Pipaón, señalando la
parte de la calle que iban dejando a la zaga.

—¡Qué atrocidad! Usted me engaña... Que pare el coche. Quiero entrar en
casa de Bringas a preguntarle...

—Guarda, Pablo —dijo el cortesano deteniendo a la señora en su brusco
movimiento para avisar al cochero—. El señor Bringas también...

—¿Está allí, en el torreón?

—No, a ese le han puesto en la de Corte.

—Iznardi me dirá algo... Cochero, a casa de Iznardi.

—¿Iznardi?... Ya pedí permiso para dar malas noticias, señora.

—¿También él?

—Y Miyar. Y la misma suerte habría tenido Marcoartú si no hubiera
saltado por un balcón.

—Es una iniquidad. Yo hablaré a Calomarde —manifestó con soberbia la
dama, echando atrás su mantilla, como si dentro del coche reinase un
verano riguroso.

—¡Oh!, sí, hable usted a Su Excelencia —dijo el cortesano, con aquella
sonrisa traidora que ponía en su cara un brillo semejante al del puñal
asesino al salir de la vaina—. Su Excelencia desea mucho ver a usted.

—¡Dios maldiga a Su Excelencia y a usted! —exclamó Jenara abriendo y
cerrando su abanico con tanta fuerza y rapidez que sonaba como una
carraca—. Pero todavía no me ha dicho usted lo principal.

—A eso voy. Nuestro amigo llegó aquí, según se supone, pues de cierto
no lo sé, con recadillos de Mina, Valdés y demás brujos del aquelarre
democrático. Estuvo oculto en Madrid por algunos días; luego pasó
a Aranjuez y a Quintanar de la Orden para entenderse con ciertos
militares que a estas horas están también a la sombra; regresó después
acá, concertando con Bringas, Olózaga, Miyar y compañeros mártires un
plan de revolución que si les llega a cuajar, ¡ay mi Dios!, se deja
atrás a la de Francia... Nuestro buen amiguito se pinta solo para estas
cosas, y andaba por ahí llamándose don _No sé cuántos_ Escoriaza.

—¿Y está usted seguro de que es él?

—Seguro, seguro, no. Ahora será fácil saberlo, porque el Escoriaza está
en la cárcel de Villa, y en la causa ha de salir su verdadero nombre...
Sigo mi cuento. Un hombre dignísimo, tan enemigo de revoluciones
como amante de la paz del reino, se enteró de la trama y avisó a Su
Excelencia. Yo he visto las cartas del denunciante, que se firma _El
de las diez de la noche_, y si he decir verdad, su ortografía y su
estilo no están a la altura de su realismo. Calomarde recompensó al
desconocido dándole fondos para que pudiera seguir la pista a Escoriaza
y los suyos, y con esto y un habilidoso examen de todas las cartas del
correo, se hizo el hallazgo completo de los nenes, y anoche se les
puso donde siempre debieran estar para escarmiento de bobos. Anoche
no nos acostamos en Gracia y Justicia hasta no saber que los señores
Alcaldes habían salido de su paso. ¡Ah!, esos señores Cavia y Cutanda
valen en oro más de lo que pesan. No sé cuál de los dos fue a casa de
Olózaga; pero un alguacil me ha contado que en el portal encontraron a
Pepe, y mandándole subir, entraron con él en la casa y dieron al pobre
don Celestino un susto más que mediano. Hicieron registro escrupuloso,
encontrando, en vez de papeles de conspiración, muchas cartas de novias
y queridas. Excuso decir que las leyeron todas, porque así cuadraba
al buen servicio de Su Majestad, y cuando estaban en esta ocupación
dulcísima, ved aquí que entra Salustiano muy sereno, con arrogancia,
ya sabedor de que andaba por allí la nariz de los señores Alcaldes.
El padre gimió, desmayose la hermana, siguió el registro, dando por
resultado el hallazgo de un sable, y a la media noche se llevaron a
Salustiano a la Villa, y aquí se acabó mi cuento, _arre borriquito para
el convento..._ ¡Pobre Salustiano, tan joven, tan guapo, tan listo, tan
simpático! ¡Desgraciado él mil veces, y desgraciado también ese amigo
nuestro que ahora se esconde debajo del nombre de Escoriaza! Esta vez
no escapará del peligro como tantas otras en que su misma temeridad le
ha dado alas milagrosas para salir libre y triunfante... ¡Infelices
amigos!

Micaelita, afectada por la tristeza del relato, volvió a cerrar los
ojos y a rezar para sí el _padrenuestro_ que tenía dispuesto para
cuando lo melancólico de las circunstancias lo hiciera menester. Jenara
seguía imprimiendo a su abanico los movimientos de cierra y abre, cuyo
ruido semejaba ya, por lo estrepitoso, más que al instrumento de Semana
Santa, al rasgar de una tela.

Durante un buen rato callaron los tres. Había entrado el coche en
el paseo de Atocha, cuando vieron que por este venía a pie don
Tadeo Calomarde, en compañía de su inseparable sombra el Colector
de Expolios. Paseaba grave y reposadamente, con casaca de galones,
tricornio en facha, bastón de porra de oro, y una comitiva de sucios
chiquillos, que admirados de tanto relumbrón le seguían. El célebre
ministro, a quien Fernando VII tiraba de las orejas, era todo vanidad
y finchazón en la calle. Si en Palacio adquirió gran poder fomentando
los apetitos y doblegándose a las pasiones del rey, frente a frente de
los pobres españoles parecía un ídolo asiático en cuyo pedestal debían
cortarse las cabezas humanas como si fuesen berenjenas. A su lado iba
la carroza ministerial, un armatoste del cual se puede formar idea
considerando un catafalco de funeral tirado por mulas.

—No le salude usted; ocúltese en el fondo del coche —dijo Pipaón con
mucho apuro—. No conviene que la vea a usted.

Mas ella, sacando fuera su linda cabeza y el brazo, saludó con mucha
gracia y amabilidad al poderoso ídolo asiático.

—En estos tiempos —dijo la dama al retirarse de la portezuela—,
conviene estar bien con todos los pillos.

—Señora, que los coches oyen.

—Que oigan.

Seria, cejijunta, descolorida, Jenara murmuró algunas palabras para
expresar el desprecio que le merecía el abigarrado tiranuelo a quien
poco antes saludara con tanta zalamería. En seguida dio orden al
cochero de marchar a casa.

Pasaban por el Prado, cuando Pipaón dijo con cierta timidez, precedida
de su especial modo de sonreír:

—Señora, ¿se permite la verdad?

—Se permite.

—¿Por amarga que sea?

—Aunque sea el mismo acíbar.

—Pues debo decir a usted que no puede ir a su casa.

—¡Que no puedo ir a mi casa!

—No, señora mía apreciabilísima, porque en su casa encontrará al
Alcalde de Casa y Corte y a los alguaciles, que desde las dos de la
tarde tienen la orden de prender a una de las damas más hermosas de
Madrid.

—¡A mí! —exclamó la ofendida, disparando rayos de sus ojos.

—A usted... Triste es decirlo..., pero si yo no lo dijera, sacrificando
a la amistad el servicio del rey, la señora tendría un disgustillo.
Ya está explicado este buen acuerdo mío de entretener a usted toda la
tarde, impidiéndole ir a su casa, y facilitándole, como le facilitaré,
un lugar donde se oculte.

—¡Presa yo!... No siento ira, sino asco, asco, señor de Pipaón —exclamó
la dama demostrando más bien lo primero que lo segundo—. ¿Por qué me
persiguen?

—No sé si será por alguna denuncia malévola, o a causa de los papeles
hallados en casa de Olózaga...

—Alto ahí, señor desconsiderado. En casa de Salustiano no se han
encontrado papeles de mi letra porque no los hay.

—Perdones mil, señora; no tuve intención...

—¡Presa yo!... Será preciso que me oculte hasta ver... ¡Y yo saludaba a
la serpiente!...

La rabia más que el dolor sacó dos ardorosas lágrimas a sus ojos; pero
se las limpió prontamente con el pañuelo, cual si tuviera vergüenza
de llorar. Después rompió en dos el abanico. Al ver estas lamentables
muestras de consternación, Micaelita se conmovió, y sin pensarlo, se le
vino a la boca el _padrenuestro_ que de repuesto llevaba. A la mitad lo
interrumpió para decir a su amiga:

—Puedes venir a casa.

—Me parece muy bien. Nadie sospechará que el señor Carnicero oculta
a los perseguidos de la justicia calomardina... Cochero, a casa de
Micaelita.




XVII


Hacia el promedio de la calle del Duque de Alba vivía el señor don
Felicísimo Carnicero, del cual es bien que se hable en esta ocasión,
no solo porque se prestó a dar asilo a la afligida dama, sino porque
dicho señor merece un párrafo entero y hasta un capítulo. Era de edad
muy avanzada, pero inapreciable, porque sus facciones habían tomado
desde muy atrás un acartonamiento o petrificación que le ponía, sin
que él lo sospechara, en los dominios de la paleontología. Su cara,
donde la piel había tomado cierta consistencia y solidez calcárea, y
donde las arrugas semejaban los hoyos y los cuarteados durísimos de
un guijarro, era de esas caras que no admiten la suposición de haber
sido menos viejas en otra época. Fuera de esta apariencia de hombre
fósil, lo que más sorprendía en la cara de don Felicísimo era lo chato
de su nariz, la cual no avanzaba fuera de la tabla del rostro más que
lo necesario para que él pudiera sonarse. Y la _chateza_ (pase el
vocablo) del señor Carnicero era tal, que no se circunscribía al reino
de la nariz, sino que daba motivo a que el espectador de su merced
hiciera las suposiciones que vamos a apuntar. Todo el que por primera
vez contemplaba al señor don Felicísimo suponía que su rostro había
sido hecho de barro o pasta muy blanda, y que en el momento en que
el artista le daba la última mano, la máscara se deslizó al suelo,
cayendo de golpe boca abajo, con lo que, aplastada la nariz y la región
propiamente facial, resultó una superficie plana desde la raíz del
cabello hasta la barba. El espectador suponía también que el artista,
viendo cómo había quedado su obra, la encontró graciosa, y echándose a
reír, la dejó en tal manera.

Ahora pongamos el santo en su nicho. A esta máscara chata, de color
de tierra, rugosa y dura, añadamos primero por la parte superior un
gorro negro que hasta el campo de las orejas se encaja y tiene su
coronamiento en una borlita que ora se inclina al lado derecho, ora
al izquierdo. Añadámosle por debajo un corbatín negro, a quien sería
mejor llamar corbatón, tan alto, que por ciertas partes se junta con
el gorro, dejando escapar algunos cabellos rucios, que a hurtadillas
salen a estirarse al aire y a la luz, recordando aún, con tristeza
suma, las grasas olientes que han tenido en el pasado siglo. Desde
los dominios de la corbata, en cuyas paredes metálicas parece hallar
eco la voz de don Felicísimo, pongamos un revuelto oleaje de pliegues
negros, el cual, o no es cosa ninguna, o debe llamarse levitón, más que
por la forma, por el ligero matiz de ala de mosca que en las partes
más usadas se advierte; derivemos de este levitón dos cabos o brazos
que a la mitad se enfundan en manguitos verdes con rayas negras como
los mandiles de los maragatos, y hagamos que de las bocas de esos
manguitos salgan, como vomitadas, unas manos, de las cuales no se ven
sino diez taponcillos de corcho que parecen dedos. El resto de la
persona no puede verse porque lo ponemos detrás de la mesa, la cual
está cubierta de negro hule, que en ciertos sitios pasaría por playa,
a causa de la arenilla que en ella se extiende. Es mesa de camilla, y
una faldamenta verde la tapa toda honestamente, la cual enagua no se
mueve sino cuando el gato entra para enroscarse en la banqueta junto a
los pies de don Felicísimo. Encima de la mesa se ve un Cristo pequeño
atado a la columna, con la espalda en pura llaga y la soga al cuello,
obra de un realismo espantoso y aterrador que se atribuye al célebre
Zarcillo. La escultura está a la derecha y vuelve su rostro dolorido y
acardenalado al don Felicísimo, cual si le pidiera informes y cuentas,
más que de los azotes que le han dado los judíos, de los motivos porque
está en aquella mesa y entre tal balumba de legajos como allí se ven.
Son papeles atados con cintas rojas, paquetes de cartas y algunos
libros de cuentas, cuyas sebosas tapas indican los años que llevan de
servicio. La escribanía es de cobre, pues aunque don Felicísimo posee
algunas de plata, no las usa, y en la que allí está, los dos cántaros
amarillos tienen tinta y arena para seis meses. Las plumas, de puro
mosqueadas, no tienen color, y hay un pisapapeles que es la pezuña de
un cabrón imitada en bronce, y está tan al vivo que no le falta más que
correr.

En aquella mesa escribe casi todo el día el señor Carnicero, a quien
el peso de los años no estorba para seguir trabajando; allí toma su
chocolate macho con bollo maimón; allí come su cocidito con más de
vaca que de carnero, algo de oreja cerdosa y algunas hilachas de jamón
que el tenedor busca entre los garbanzos azafranados; allí duerme la
siesta, echando la cabeza sobre las orejeras del sillón; allí se le
sirve la cena, que empieza invariablemente en migas esponjosas y acaba
en guisado de ternera, todo muy especioso y aromático; allí cuenta el
dinero, que es, según dicen, el más constante de sus visitadores, y se
desliza sin hacer ruido por entre sus dedos alcornoqueños, cual si por
virtud rara también el oro se sometiese a tomar las apariencias del
corcho o del pergamino en aquel imperio del silencio; allí recibe a los
que van a ocuparle, y son por lo general clérigos o frailes, y allí
está cuando entran Jenara, Pipaón y Micaelita.

Era ya de noche. Un gran candil de cuatro mecheros, de los cuales solo
dos estaban encendidos, echaba luz no muy copiosa, que la pantalla
dirigía sobre el pupitre. Al sentir gente, don Felicísimo alzó la
pantalla de cobre, y entonces la claridad le hirió de frente en su cara
plana, que parecía un bajorrelieve gótico roído por los siglos. Pero
esto duró poco tiempo, porque abatiendo la pantalla, volvió la luz a
caer forzosamente sobre los papeles como un estudiante desaplicado a
quien se obliga a no apartar la vista de los libros.

—¡Oh!..., _gratias tibi Domine_... Bendito Pipaón, ¿usted por aquí?
—dijo don Felicísimo con agrado—. ¡Oh! ¿Es Jenarita? La misma que
viste y calza. Sea muy bien venida a esta humilde morada. ¡Cuánto bueno
por aquí!

Y alzando la voz, que era chillona y desapacible, prosiguió:

—Sagrario, Sagrario, ven, mira quién está aquí. Micaelita, di a tu tía
que venga, y de paso da una voz en la cocina para que me traigan la
cena.

Mientras viene doña María del Sagrario, hija del señor don Felicísimo,
demos acerca de este señor las noticias que son necesarias. Llevaba más
de cuarenta años en la profesión de agente de negocios eclesiásticos,
y le había sido tan favorable la fortuna que, según el dicho del
público, estaba _podrido de dinero_. Por los rótulos de los legajos y
papeles que sobre su mesa estaban, podía venirse en conocimiento de la
multiplicidad de asuntos que bajo el dominio de sus talentos agenciales
caían. Contemplaba él con no disimulado embeleso los dichos rótulos,
asemejándose, aunque esté mal la comparación, a un borracho que antes
de beber se deleita leyendo las etiquetas de las botellas. Por un
lado se leía _Subcolecturía de Expolios, Vacantes, Medias Annatas y
Fondo pío beneficial del obispado de León_; por otro, _Santa Iglesia
Metropolitana de Granada_; más allá, _Juzgado ordinario de Capellanías,
Patronatos, Visita Eclesiástica_, etcétera; junto a esto, _Tribunal
de Cruzada_, y al lado, _Racioneros medios patrimoniales de Tarazona,
Arcedianato de Murviedro_ o _Señores Pabordres de Valencia_; al opuesto
extremo, _Agustinos Descalzos_; más lejos, _Reyes Nuevos de Toledo_, o
bien _Nuestra Señora del Favor de Padres Teatinos_.

Preciso es decir que don Felicísimo se había distinguido siempre por
su celo y actividad en despachar los mil y mil asuntos que se le
confiaban. Tomábales cariño, mirándolos como cosa propia, y ponía en
ellos sus cinco sentidos y su alma toda en tal manera que llegó a
identificarse con ellos y a asimilárselos, trayéndolos como a formar
parte de su propia sustancia. Así no había en su larga vida suceso ni
accidente que no se confundiera con cualquier negocio de su lucrativa
profesión, y así jamás contaba cosa alguna sin empezar de este o
parecido modo: _Cuando el señor Vicario Foráneo de Paterna venía a esta
casa_, o bien así: _Cuando me convidó a comer el padre prepósito de
Portaceli_...

Otra afición también muy vehemente, aunque secundaria, reinaba en el
espíritu de nuestro insigne Carnicero: era la afición a los toros,
fiesta que, si no existieran los negocios eclesiásticos, sería para él
cosa punto menos que sagrada. Como ya era tan viejo y no salía ya de
casa, contentábase con hablar de los toros pretéritos, poniéndolo cien
codos más altos que los presentes, y en estas conversaciones también
era común oírle decir: _Cierto día en que Sentimientos y el señor
Rector del Hospital de Convalecencia de Unciones vinieron a buscarme
para ir a ver el encierro_... u otra frase por el estilo.

La cantidad de dinero que don Felicísimo había ganado en tantos años
de actividad, celo y honradez, no era calculable. Hacíanla subir
algunos a un número grande de talegas, otros reducían un poco la cifra;
pero el vulgo y los vecinos juraban que siempre que se daba un golpe
en los tabiques de la casa de Carnicero o en el lienzo de los cuadros
viejos que allí tenía, sonaba un cierto tintineo como de monedas
anacoretas que en todos los huecos y escondrijos habitaban, huyendo
del mundo y sus pompas vanas. Él gastaba poco, tan poco que se había
llegado a hacer la ilusión de que era pobre siendo rico. Contaban que
para ilusionar a los demás en esta materia se negaba con tenacidad
heroica a dar dinero, y ya podían irle con lamentos los menesterosos,
que así les hacía caso como si fueran predicadores moros. Únicamente
se desprendía de alguna cantidad siempre que mediaran garantías y un
módico interés, así como de diez por ciento al mes u otra friolera
semejante.

La casa en que vivía era de su propiedad y estaba toda blanqueada,
sin papeles ni pinturas, con las vigas del techo apanzadas cual toldo
de lienzo. Era de un solo piso alto, antiquísima, y en invierno tenía
condiciones inmejorables para que cuantos entraban en ella se hicieran
cargo de cómo es la Siberia. Había sido edificada en los tiempos en
que la calle del Duque de Alba se llamaba _de la Emperatriz_, y ya,
con tan largos servicios, no podía disimular las ganas que tenía de
reposarse en el suelo, soltando el peso del techo, estirándose de
tabiques y paredes para sepultar su cornisa en el sótano y rascarse
con las tejas de su cabeza los entumecidos pies de sus cimientos. Pero
don Felicísimo, que no consentía que su casa viviera menos que él, la
apuntaló toda, y así, desde el portal se encontraban fuertes vigas
que daban el _quién vive_. La escalera, que partía de menguados arcos
de yeso, también tenía dos o tres muletas, y los escalones se echaban
de un lado como si quisieran dormir la siesta. Arriba los pisos eran
tales, que una naranja tirada en ellos hubiera estado rodando una
hora antes de encontrar sitio en que pararse, y por los pasillos era
necesario ir con tiento, so pena de tropezar con algún poste que estaba
de centinela como un suizo, con orden de no permitir que el techo se
cayera mientras él estuviese allí.

Don Felicísimo era toledano, no se sabe a punto fijo si de Tembleque
o de Turleque, o de Manzaneque, que los biógrafos no están acordes
todavía. Estuvo casado con doña María del Sagrario Tablajero, de la que
nacieron Mariquita del Sagrario y Leocadia. De esta, que casó pronto y
mal con un tratante en ganado de cerda, nació Micaelita, que se quedó
huérfana de padre y madre a los seis años. Esta Micaelita era, pues,
heredera universal del señor don Felicísimo, circunstancia que, a pesar
de su escasa belleza, debía hacer de ella un partido apetitoso. Sin
embargo, habiendo tenido en sus quince años ciertos devaneos precoces
con un muchacho de la vecindad, quedó muy mal parada su honra. El
mancebo se fue a las Américas; don Felicísimo enfermó del disgusto;
doña María del Sagrario, tía de la joven, enfermó también; divulgose el
caso, salió mal que bien de su paso Micaelita, y ya no hubo galán que
la pretendiera. Cuentan los cronistas toledanos que desde entonces se
arraigó en Micaelita la piadosa costumbre de reservar un padrenuestro
para todas las ocasiones apuradas en que se encontrase.

Pasados algunos años, la situación de la joven había cambiado: su
carácter, agriándose en extremo, hacíala menos simpática aún de lo que
realmente era. Su abuelo, que entrañablemente la amaba, permitíale
frecuentar la sociedad y gastar algo en tocados y ropas de moda. Ella
quería borrar su mancha; pero no lo podía conseguir, careciendo de
aquellas prendas que fácilmente inspiran el perdón o el olvido. Lo
singular es que a su mal genio unía un cierto orgullito, sobremanera
repulsivo, y que sin duda nacía de su seguridad de enriquecer
considerablemente al fallecimiento del abuelo.

Todas las noches del año, en el de 1831, luego que don Felicísimo,
con un mediano vaso de vino, echaba la rúbrica a su cena (frase de
don Felicísimo), se levantaba de aquella especie de trono, y tomando
con su propia mano el candil de cuatro mecheros, dirigíase a la sala,
donde ya doña María del Sagrario había encendido una lámpara de las
llamadas de _Monsieur Quinquet_, y allí se encontraba a varios amigos
que se reunían en amena tertulia. La estancia era como una gran sala
de capítulo conventual; pero estaba blanqueada, sin más adorno que un
gran cuadro del Purgatorio, donde ardían hasta diez docenas de ánimas.
Dos cortinas de sarga, cuya amarillez declaraba haber sido verde,
cubrían los balcones, y por las cuatro paredes se enfilaban en batería
tres docenas de sillas de caoba con el respaldo tieso y el asiento
durísimo. Cuatro sillones de claveteado cuero, contemporáneo del cuadro
de las Ánimas del Purgatorio, si no del Purgatorio mismo, servían para
la comodidad relativa; una urna con imagen vestida servía para la
devoción, y una mesa que parecía pila bautismal, para que dieran golpes
sobre ella los de la tertulia. Don Felicísimo entraba diciendo: _Pax
vobis_, y después saludaba sucesivamente a sus amigos.

—Buenas noches, Elías, ¿cómo te va?... Señor conde de Negri, buenas
noches... Buenas noches, señor don Rafael Maroto.




XVIII


Veamos ahora lo que pasó aquella noche. Jenara tomó asiento en el
despacho del señor don Felicísimo, y Pipaón, acercándose a este, le
habló un poco al oído para contarle lo que a la dama le pasaba. A
cada dos palabras que oía, don Felicísimo articulaba una especie de
chillido, un ji, ji, que más tenía de suspiro que de interjección, y
que al mismo tiempo expresaba hipo y burla.

—Bueno, bueno —murmuró el anciano moviendo la cabeza en ademán de
conciliación—. En mi casa no será molestada; yo le respondo de que no
será molestada, ji, ji.

—Gracias —dijo la dama secamente tratando de darse aire con los restos
de su abanico.

—El señor don Miguel de Baraona y yo fuimos muy amigos —añadió
Carnicero, volviendo a Jenara su faz plana, fría, sin expresión de
sentimiento alguno—, pero muy amigos. Cuando aquellas cuestiones de
la Santa Iglesia Colegial de Vitoria con los _Canónigos quartos de
frutos_ de Calahorra, vino aquí don José Marqués, _canónigo entero_;
don Vicente Morales, _racionero medio_, y don Andrés de Baraona,
_canónigo quarto de optación_, hermano de su abuelo de usted, que
también vino. Yo le conseguí el arcedianato de Berberiega para su
primo. ¡Cuántas tardes pasamos juntos en este despacho hablando de
sermones y toros! Era en los tiempos de Pedro Romero, y dicho se está
que había materia para dos buenos aficionados como nosotros. Si el
señor de Baraona viviera, se acordaría de cuando vimos la cogida de
Pepe-Hillo y la célebre cornada de José Cándido, motivada por haberse
_escupido_ el toro, con lo que se atolondró José y quiso matarlo fuera
de jurisdicción, recibiendo un encontronazo...

Estas últimas frases no las dirigía don Felicísimo a Jenara, sino a
cierto personaje, desconocido para nosotros, que a su lado estaba, y
había entrado poco antes que nuestros amigos. Era un joven de aspecto
más bien ordinario que fino, de rostro tan salpicado de viruelas, que
parecía criba, de complexión sanguínea y algo gigántea; de ajustada
chaqueta vestido, con el pelo corto y la frente más corta acaso. Su
facha, su traje y cierta expresión inequívoca que impresa en su rostro
estaba como un letrero, decían que aquel hombre era del gremio de
tablajeros, cortadores o tratantes en carnes. Los tres oficios había
tenido, mas con tan poco aprovechamiento, que los cambió por una
plaza de demandadero en la cárcel de Villa. Era hijo de una antigua
sirviente de don Felicísimo, y este le había criado en su casa y le
tenía bastante cariño. Pedro López, por otro nombre _Tablas_ (que así
le bautizaron en el Matadero), respetaba mucho a su protector. Iba
a verle diariamente al anochecer, se sentaba a su lado, le hablaba
un poco de la cárcel, de becerros si era invierno y de toros si era
verano; después le servía la cena, y, por último, le acompañaba a rezar
el rosario, devoción a que no faltó don Felicísimo ni en un solo día de
su vida.

Doña María del Sagrario no tardó en venir. Era una señora que
aparentaba más edad de la que realmente tenía, por causa de una
lamentable emigración de todos los dientes de su boca, no quedando en
aquellos reinos más que algunas muelas, que temblando habían pedido
también sus pasaportes. Ella no tenía pretensiones de belleza ni aun de
buen parecer, y así su elegancia era la sencillez, su perfumería la
limpieza y su peinado simplicísimo. Consistía en recoger en una sola
trenza los cabellos fieles que le quedaban y hacer con esta un moño
chiquito, el cual, atravesado de una horquilla o flecha, como corazón
simbólico, parecía una limosna de cabellos enviada por el cielo sobre
su cráneo, que iba igualando a las encías en sus condiciones de país
desierto. Por lo demás, doña María del Sagrario era bondadosa, de
excelente corazón y de mucho palique; pero tanto desentonaba su voz,
por causa de estar su boca tan solitaria como casa de mostrencos, que
las palabras parecían salir y entrar por aquellas cavidades jugando
y haciendo cabriolas. Cuando reía creeríase que lloraba, y cuando
regañaba a la criada parecía mandar un batallón, y el rezar era en ella
como un soplamiento de fuelles rotos.

—Mucho nos honra usted, Jenarita —le dijo besándola—, con aceptar
nuestra hospitalidad. Eso no será nada. Algún mal entendido. ¡Es tan
fácil ahora que los buenos se confundan con los pícaros! Ayer mismo
¿no apalearon en esta misma calle al sacristán de la Venerable Orden
Tercera por confundirlo con un pícaro zapatero que fue condenado a
horca y luego indultado en el _llamado tiempo constitucional_, que ni
fue tal tiempo ni cosa que lo valga?

—Sagrario, mucha conversación es esa, ji, ji —dijo a este punto don
Felicísimo—. Jenarita no es persona con quien debemos gastar cumplidos
ni etiquetas; por tanto, tráeme mi cena, que la gusana me dice que es
hora.

Poco después, el señor Carnicero tenía delante la servilleta en lugar
del papel, y la cuchara en vez de la pluma. Tras los primeros bocados,
habló así:

—No es extraño, Jenarita, que con la marcha que lleva este gobierno
por el camino de la francmasonería, sean perseguidos los buenos
españoles. Ese pobre rey se ha entregado en manos de la herejía y
del democratismo; la reina nos quiere embobar con músicas; pero no
le valdrán sus mañas para hacernos tragar la sucesión de su hija
Isabelita, que así será reina de España como yo emperador de la China,
ji, ji. Ellos ven venir el nublado y se preparan; pero nosotros nos
preparamos también... y es flojita cosa la que defendemos... así como
quien no dice nada... la religión sacratísima, el trono español y
nuestras costumbres tradicionales, puras, nobles y sencillas. ¡Ah!,
perdóneme usted, Jenarita, me olvidé de decirle si gustaba cenar. Pero
aquí no andamos con etiquetas, y en mi casa todo es llaneza y confianza.

—Gracias —repuso Jenara que, solicitada de otros pensamientos, no oyó
ni una sola palabra del discurso del señor Carnicero.

Pipaón y Micaelita cuchicheaban en la sala inmediata, y doña María del
Sagrario había ido a preparar la cena para todos, lo que requería no
poca habilidad por haber aumentado las bocas y no los manjares. Tablas
servía la cena al señor don Felicísimo, el cual le hablaba de este modo:

—Pues volviendo a lo que te decía cuando entraron estos señores, el
toreo está ahora tan por los suelos que no se puede hablar de él sin
que se le caiga a uno la cara de vergüenza. Y no me digan que se ha
fundado un Conservatorio de Tauromaquia. Tonto de capirote es el que lo
inventó. Yo admiro a don Pedro Romero, yo le tengo por un Cid de los
tiempos modernos; por eso no quisiera verle hecho un catedrático de
brega. Mira tú, los toreros de hoy dan asco... Si el Señor Omnipotente
te hubiera querido hacer el favor de criarte en aquel tiempo en que
todo era mejor que ahora, todo; en que era más honrada la gente,
más rico el país, más barata la comida, más guapas las mujeres, más
religiosos los hombres, más valientes los militares, más benigno el
frío, más alegre el cielo, más honestas las costumbres, más bravos los
toros, y más, mucho más hábiles los toreros..., ji, ji... ¿Por qué te
ríes?

El hipo de don Felicísimo arreció de tal modo, que hubo de pararse un
rato para tomar aire. Después prosiguió así:

—Si hubieras vivido en aquel feliz tiempo, te habrías desbaratado de
gusto viendo en medio del redondel a Joaquín Rodríguez, por otro nombre
_Costillares_, o a José Delgado, mi amigo queridísimo, por otro nombre
_Pepe-Hillo_. Me parece que le estoy mirando cuando el toro se ceñía.
Entonces tenía que ver su serenidad y destreza, ji. Él lo llamaba de
frente, tomando la rectitud de su terreno conforme las piernas que le
advertía la fiera, y luego que le partía, ji, le empezaba a cargar
y tender la suerte, ¿entiendes? Con este quiebro, el toro se iba
desviando del terreno del diestro, y cuando llegaba a jurisdicción, le
daba el remate seguro, ji, ji, ji.

Con las cabezadas que daba don Felicísimo brillaban sus ojos en el
semblante plano como los agujeros de una palmeta. Al mismo tiempo su
mano, armada de tenedor, tomaba las actitudes toreriles amenazando el
vaso de vino, puesto en el lugar del tintero.

—Señora, usted se aburrirá con esta conversación mía —dijo el anciano
contemplando a Jenara, que permanecía con los ojos bajos—. Como aquí
no hay cumplimientos, que es palabra compuesta de _cumplo_ y _miento_,
ni las pamemas que llaman etiqueta, yo hablo de lo que más me gusta,
ji. Este buen _Tablas_ es un chiquilicuatro que por no tener alma no
ha emprendido el oficio de mirar cara a cara a la cuerna, y está de
demandadero en la cárcel de Villa. Si no tuviera el defecto de coger
sus monas los lunes y aun los martes, sería un cumplido muchacho,
siempre que se corrigiera del vicio de sobar las cuarenta.

Tablas se ruborizó al oír su panegírico.

—Jenara, venga usted a cenar —dijo Sagrario entrando—. Deme usted su
mantilla.

Don Felicísimo había concluido.

—Hija, ¿ha venido esta tarde el padre Alelí? —preguntó.

—No ha parecido su reverencia.

—¿No se sabe nada de la pupila de Benigno Cordero, que está con
pulmonía?

—Iba mejor, pero ha recaído. ¡Cristo, qué desgracia! —exclamó Sagrario
en un desentono tan singular que parecía enjuagarse la boca con las
palabras—. Cruz fue esta tarde a la iglesia y me dijo que el pobre
Benigno está como alma en pena. Va a la botica por las medicinas y se
deja el sombrero sobre el mostrador, habla solo, y cuando vende no
cobra, y cuando cobra no da la vuelta, y cuando la da, da oro por cobre.

—Es un alma de cántaro, ji... Tablas, ve después a preguntar por la
enferma. Benigno es loco, pero es paisano y le aprecio... Jenarita,
¿por qué tiene usted ese aire de tristeza y abatimiento? Aquí no hay
nada que temer. Estamos en sagrado, es decir, en una casa pura y
absolutamente, ji, ji..., apostólica.

Jenara no cenó. Había perdido el apetito, y la especial manera de
guisar que en aquella casa había no era la más a propósito para
despertarlo. A esta feliz circunstancia de la desgana de un convidado
debió Pipaón que le tocara algo, aunque no fue mucho, según consta en
las crónicas que de aquellos acontecimientos quedaron escritas.

Levantose Jenara de la mesa antes que los demás para decir una cosa
importante al señor don Felicísimo, que aún no había salido de su
guarida, y al llegar a la puerta de esta, oyó la voz del anciano muy
desentonada y colérica. Decía así:

—Ladrón, verdugo, borracho, no te daré un maravedí aunque te me pongas
de rodillas delante y me enciendas velas. Yo no soy bueno, yo no soy
santo; no pienses que me embobarás con tus lisonjas. ¿Tengo yo alguna
mina, ji? ¿Acuño moneda, ji? Quítateme, ji, de delante y púdrete si
quieres. No hay un cuarto; hoy no se fía aquí. Toca a otra puerta,
muérete, revienta, pégate un tiro, y si no basta, ji, ji..., te pegas
dos o media docena.

Con voz humilde y ahogada por la pena, Tablas habló después para pintar
con frases amañadas la enormidad de su apuro, y Carnicero redobló sus
negativas, sus bufidos, sus hipos, todo en defensa de su bolsa. Jenara
no necesitó oír más, y al punto renunció a decir a don Felicísimo lo
que había pensado. Mujer de recursos intelectuales, improvisaba planes
con la celeridad propia de todo grande y fecundo ingenio.

La campanilla sonó, y Tablas fue a abrir la puerta. Llegaron tres
señores que se dirigieron a la sala, donde Sagrario acababa de poner
luz. Entrando otra vez en el comedor, la dama vio que Pipaón y
Micaelita no parecían disgustados de hallarse juntos. Sagrario andaba
por la cocina riñendo con la criada, en lenguaje discorde e inarmónico,
semejando un órgano que tuviera todos los tubos agujereados. Jenara
volvió al pasillo, que era largo, complicado, anguloso, y a causa
del blanqueo daba más cuerpo a las sombras que sobre él caían. Allí
vio la atlética figura de Tablas que salía del cuarto del señor, y
dirigiéndose a un ángulo obscuro donde estaban algunos muebles viejos
como en destierro, dejábase caer sobre una silla y apoyaba la cabezota
en ambas manos mirando al cielo. Jenara se llegó a él. Era el ángel del
consuelo.




XIX


—¿Cómo te va, Elías? Señor conde de Negri, buenas noches. Buenas
noches, señor don Rafael Maroto.

Así saludó don Felicísimo a sus amigos, entrando en la sala, candilón
en mano. Como aún no le hemos visto andar, no hemos podido decir que
andaba a pasitos cortos, muy cortos, y así tardó una buena pieza en
llegar al centro de la estancia. Viose entonces la longitud de su
levitón negro, el cual le llegaba hasta los pies, de modo que no
parecía que andaba, sino que estaba fijo sobre una tablilla con ruedas,
de la cual tirara con lentitud una invisible mano. Puso el candilón
sobre la mesa, y como la vecindad de la lámpara hacía que aquel
palideciera de envidia, lo apagó.

—Usted siempre tan fuerte —dijo uno de los amigos dando un palmetazo en
la rodilla de Carnicero.

Era este amigo un señor pequeño, o por mejor decir, archipequeño,
adamado y no muy viejo.

—Defendiéndonos admirablemente —repuso Carnicero, cogiéndose una pierna
con las manos y levantándola para ponerla sobre la otra.

—Un cigarrito —dijo aquel de los amigos que llamaban Maroto, y era
el más joven de los tres, de buena presencia, bigotudo y con señalado
aspecto marcial.

El conde de Negri, con el cigarrito en la boca, sacó eslabón y piedra
y empezó a echar chispas. Durilla era la faena, y la mecha no quería
encenderse.

—¡Maldito pedernal! —murmuró el señor conde.

Y las chispas iban en todas direcciones menos en la que se quería. Una
fue a estrellarse en la cara plana de don Felicísimo como proyectil
ardiente en la muralla de un bastión formidable; otra parecía que se
le quería meter por los ojos al propio señor conde, y chispa hubo que
llegó hasta el cuadro de Ánimas, dando instantáneamente un resplandor
verdadero a aquel purgatorio figurado. Al fin prendió la mecha.

—¡Gracias a Dios que tenemos fuego! —dijo don Felicísimo entre dos
hipos—. Con estos tubos de vidrio que han inventado ahora para encerrar
las luces, no se puede encender en las lámparas.

En tanto, el tercero de los amigos, que era bastante anciano y se
distinguía por la curvatura exagerada de su nariz, había puesto unos
papeles sobre la mesa, y los miraba y revolvía atentamente. De repente
dijo así:

—No hay que contar con Zumalacárregui.

—¡Todo sea por Dios! —exclamó Carnicero—. ¿Ha escrito? Pues a mi carta
no se dignó contestar. ¿Sigue en el Ferrol?

—Pues nos pasaremos sin él —indicó el conde de Negri—. La causa
revienta de partidarios, quiero decir que los tiene de sobra en todas
las clases de la sociedad, y así no es bien que solicite coroneles,
como es uso y costumbre entre liberalejos.

—Ya sabemos —dijo con tono de autoridad el llamado Elías, alzando los
ojos del papel— que la causa que defendemos es legalmente una batalla
ganada. Habiendo sucesor varón no puede suceder una hembra. Moralmente
también es cosa fuera de duda. El clero en masa apoya al partido de la
religión, y con el clero la mayoría del reino y la aristocracia.

—Y el ejército —declaró el conde pequeñito, plegando mucho los párpados
porque le ofendía la luz.

—Eso está por ver —replicó Elías Orejón—. Desde la guerra de la
Independencia, el ejército, lo mismo que la marina, están carcomidos
por la masonería. La revolución del 23 obra fue de los masones
militares; las intentonas de estos años también son cosa suya, y
en estos momentos, señores, se está formando una sociedad llamada
la _Confederación Isabelina_, en la que andan muchos pajarracos de
alto vuelo, y que por el rotulillo ya da a entender a dónde va.
Necesitamos...

—¡Claro, clarísimo, indubitable! —exclamó Carnicero, que deseaba meter
baza, por no hallarse conforme con su amigo en aquel tema.

—Necesitamos —prosiguió el otro alzando la voz en señal de enojo por
verse interrumpido—, necesitamos, aunque el escrupuloso señor infante
no lo crea así, asegurar y comprometer aquellas cabezas militares más
potentes. Ya se puede decir que son _de acá_ los siguientes señores:
el conde de España, capitán general del Principado; el señor González
Moreno, gobernador militar de Málaga...

—Buenos, buenos, bonísimos —dijo Carnicero, que no podía contener sus
ganas de interrumpir a cada instante.

Orejón citó otros nombres, añadiendo luego:

—En el ramo de hombres civiles o eclesiásticos de gran nota, andamos a
la conquista del señor Abarca, obispo de León, y de don Juan Bautista
Erro, consejero de Estado, a los cuales solo les falta el canto de un
duro para caer también de la parte acá.

—Bueno es que los clérigos y hombres civiles vengan —dijo Maroto—, pero
por santa y gloriosa que sea la causa de Su Alteza, y yo doy de barato
que es la causa de Dios, no se hará nada sin tropa.

—¿Y los voluntarios realistas?

—Son buenos como auxilio, pero nada más. Denme generales aguerridos,
jefes de valor y prestigio, y el día en que don Fernando acabe, que no
tardará, al decir de los médicos, don Carlos será rey por encima de
todas las cosas.

—Eso, eso —afirmó Elías sentando la palma de la mano sobre los
papeles—, generales aguerridos, jefes militares de valor y prestigio;
al grano, al grano.

—Todo vendrá —indicó Carnicero— cuando el caso llegue. Cuando se
cuenta, como ahora, ji, con el santo clero en masa, capaz de alzar
en masa al reino todo, como en la guerra de la Independencia, lo
demás vendrá por sus pasos contados. En cartas y por manifestaciones
verbales, me han demostrado su conformidad las siguientes órdenes
y religiones: los Agustinos Calzados, de Madrid; la Congregación
benedictina Tarraconense Cesaraugustana, de la Corona de Aragón y
de Navarra; los Menores de San Francisco, los Agustinos Recoletos o
Calzados, los Canónigos seglares del Orden Premonstratense.

—Espadas, espadas —dijo bruscamente Maroto—, y con espadas, no solo no
estarán de más las correas o rosarios, sino que servirán de mucho.

—Y yo —indicó el conde de Negri dirigiéndose al balcón a punto que
sonaba en la calle el estrepitoso rodar de un coche— me atrevo a
proponer que todas las conquistas se pospongan a la conquista del
vecino.

El coche paró junto a la casa. Era el carruaje de Calomarde, que vivía
frente por frente de Carnicero, en el palacio del duque de Alba.

—Su Excelencia ha entrado en su palacio —dijo el conde de Negri,
atisbando por los vidrios verdosos y pequeñuelos de uno de los balcones.

—Todo se andará —manifestó don Felicísimo—. La conversación que tuvimos
él y yo hace dos días, me hace creer que don Tadeo tardará en ser
apostólico lo que tarde Su Majestad en tener, ji, el ataque de gota que
corresponde al otoño próximo.

—Y si no —dijo Negri tornando a su asiento—, le barrerán. Después
veremos quién toma la escoba... ¡Cuidado con doña Cristina y qué humos
gasta! ¡Si creerá que está en Nápoles y que aquí somos _lazzaronis_...!
¿Pues no se atrevió a pedir mi destitución del puesto que tengo en
la mayordomía del señor infante? Gracias a que los señores me han
sostenido contra viento y marea. Aquí, entre cuatro amigos —añadió el
conde bajando la voz—, puede revelarse un secreto. He dado ayer un
bromazo a nuestra soberana provisional, que va a dar mucho que reír en
la corte. En imprenta que no necesito nombrar se están imprimiendo unos
versos de no sé qué poeta en elogio de su majestad napolitana. Hacia
la mitad de la composición se habla de la _angélica_ Isabel y de la
_inmortal Cristina_. Pues yo...

El conde se detuvo, sofocado por la risa.

—¿Qué?

—Pues yo, como tengo relaciones en todas partes, me introduje en la
imprenta, y di ocho duros al corrector de pruebas para que quitara
bonitamente la _t_ de la palabra inmortal.

—La _inmoral_ Cristina, ji, ji...

—Espadas, espadas —gruñó Maroto—, y no bromas de esa especie.

—Toda cooperación debe aceptarse —dijo Elías refunfuñando—, aunque sea
la cooperación de una errata de imprenta.

Cuando esto decían, la luz de la lámpara, ya fuera porque doña María
del Sagrario, firme en sus principios económicos, no le ponía todo el
aceite necesario, ya porque don Felicísimo descompusiera, a fuerza de
darle arriba y abajo, el sencillo mecanismo que mueve la mecha, empezó
a decrecer, oscureciendo por grados la estancia.

—Voy a contar a ustedes, señores —dijo Elías—, la conversación que ayer
tuve con el señor Abarca, obispo de León, el hombre de confianza de Su
Majestad... Pero, don Felicísimo, esa luz...

—Empiece usted. Es que la mecha... —replicó Carnicero moviendo la llave.

—Pues el señor Abarca me pidió informes de lo que se pensaba y se decía
en el cuarto del infante. Yo creí que con un hombre tan sabio y leal
como el señor Abarca no debía guardar misterios... Le dije pan pan,
vino vino... Pero esa luz...

—No es nada; siga usted; ya arderá.

—Le expuse la situación del país, anhelante de verse gobernado por un
príncipe real y verdaderamente absoluto, que no transija con masones,
que no admita principios revolucionarios, que cierre la puerta a las
novedades, que se apoye en el clero, que robustezca al clero, que dé
preeminencias al clero, que atienda al clero, que mime al clero... Pero
esa luz, señor don Felicísimo...

—Verdaderamente no sé qué tiene. Siga usted.

—Convino conmigo Su Ilustrísima en que por el camino que va el
rey marchamos francamente, y él el primero, por la senda de la
revolución... ¡Que nos quedamos a oscuras!...

La luz decrecía tanto que los cuatro personajes principiaron a dejar
de verse con claridad. Las sombras crecían en torno suyo. Los
empingorotados respaldos de los sillones parecían extenderse por las
paredes en correcta formación, simulando un cabildo de fantasmas
congregados para deliberar sobre el destino que debía darse a las
ánimas. Las rojas llamas del cuadro se perdían en la oscuridad, y solo
se veían los cuerpos retorcidos.

—Díjome también Su Ilustrísima que ahora se va a emprender una campaña
de exterminio contra los liberales... ¡Por Dios, señor don Felicísimo,
luz, luz!

La lámpara se debilitaba y moría, derramando con esfuerzos su última
claridad por las paredes blancas y por el techo blanco también. Lanzaba
a ratos la llama un destelllo triste, como si suspirase, y después
despedía un hilo de humo negro que se enroscaba fuera del tubo. Luego
se contraía en la grasienta mecha, y burbujeando con una especie de
lamento estertoroso, se tornaba en rojiza. Las cuatro caras aparecían
ora encendidas, ora macilentas, y la sombra jugaba en las paredes y
subía al techo, invadiendo a ratos todo el aposento, retirándose a
ratos al suelo para esconderse entre los pies y debajo de los muebles.

—Esa campaña de exterminio que se va a emprender, fíjense ustedes bien
—prosiguió Orejón—, no favorece al rey, sino al infante. Todo lo que
ahora sea reprimir es en ventaja de la gente apostólica. Así nos lo
darán todo hecho, y lo odioso del castigo caerá sobre ellos, mientras
que nosotros... ¡Luz, luz!

Don Felicísimo quiso llamar; pero en aquella casa no se conocían las
campanillas. Así es que empezó a gritar también:

—¡Luz, luz; que traigan una luz!

La lámpara se extinguió completamente y todos quedaron de un color.

—¡Luz, luz! —volvió a gritar don Felicísimo.

Orejón, que estaba muy lleno de su asunto y no quería soltarlo de la
boca, a pesar de la oscuridad, prosiguió así:

—Que utilizando con energía la horca y los fusilamientos, limpien el
reino de esas perversas alimañas, es cosa que nos viene de molde.

—Aguarde usted, hombre... Estamos a oscuras...

—Ji..., se han dormido y no nos traen luz —dijo don Felicísimo—.
Sagrario, Sagrario. Tablas... Nada, todos dormidos.

Así era en verdad.

—¿Tiene usted avíos de encender, señor conde? Aquí, en este cajoncillo
de la mesa, debe de haber, ji, ji, pajuela.

Pronto se oyó el chasquido del eslabón contra el pedernal. Las súbitas
chispas sacaban momentáneamente la estancia de la oscuridad. Se veían
como luz de relámpago las cuatro caras apostólicas, la fúnebre fila de
sillas de caoba y el cuadro de ánimas.

—La raza liberalesca y masónica estará ya exterminada cuando llegue
el momento de la sucesión de la corona —decía Orejón entusiasmado—.
¡Admirable, señores!

Don Felicísimo tenía la pajuela en la mano para acercarla a la mecha
luego que esta prendiese, y al brotar de la chispa, su cara plana, en
que se pintaban la ansiedad y la atención, parecía figura de pesadilla
o alma en pena.

—Trabajan para nosotros, y ahorcando a los liberales se ahorcan a sí
mismos.

—Es evidente —murmuró don Rafael Maroto.

—¡Demonches de pedernal!

—¡Luz, luz! —volvió a decir don Felicísimo—. Pero Sagrario... Nada, lo
que digo, todos dormidos.

Por fin prendió la mecha, y aplicada a ella la pajuela de azufre, ardió
rechinando como un condenado cuyas carnes se fríen en las ollas de
Pedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuela reaparecieron las cuatro
caras, bañadas de un tinte lívido, y la estancia parecía más grande,
más fría, más blanca, más sepulcral...

—De modo —continuaba Elías, cuando don Felicísimo encendía el candilón
de cuatro mecheros— que en vez de apartarles de ese camino, debemos
instarles a que por él sigan.

—Sí, que limpien, que despojen...

—Pues ahora —dijo Negri— contaré yo la conversación que tuve con Su
Alteza la infanta doña Francisca.

—Y yo —añadió Carnicero— referiré lo que me dijo ayer fray Cirilo de
Alameda y Brea.




XX


Jenara no pudo dormir en el camastro abominable que le destinara doña
María del Sagrario, el cual estaba en un cuarto más grande que bonito,
todo blanco, todo frío, todo triste, con alto ventanillo por donde
venían mayidos y algazara de gatos. Al amanecer pudo aletargarse un
poco, y en su desvariado sueño creía ver a don Felicísimo hecho un
demonio, ora volando montado en su pluma, ora descuartizando gente con
la misma pluma, en cuchillo convertida. La casa se le representaba
como un lisiado que suelta sus muletas para arrojarse al suelo, y allí
eran el crujir de tabiques, el desplome de paredes, la pulverización
de techos y las nubes de polvo, en medio del cual, como ave rapante,
revoloteaba don Felicísimo llorando con lúgubre graznido, mientras los
demás habitantes de la casa se asfixiaban sepultados entre cascote y
astillas.

Al despertar sin haber hallado reposo, sus ojos enrojecidos
reconocieron la estancia, que más tenía de prisión que de albergue, y
acometida de viva aflicción lloró mucho. Después las reflexiones, los
planes habilísimos que había concebido, y más que nada la valentía
natural de su espíritu, la fueron serenando. Vistiose y acicalose
como pudo, echando muy de menos los primores de su tocador, y pudo
presentarse a Micaelita y a doña Sagrario con semblante risueño.

En sus planes entraba el de amoldar su conducta y sus opiniones a las
opiniones y conducta de los dueños de la casa, y así, cuando visitó
al señor don Felicísimo en su despacho y hablaron los dos, era tan
apostólica que el mismo infante la habría juzgado digna de una cartera
en su ministerio futuro. Según ella, la perseguían por apostólica, y
su _apostoliquismo_ (fue su palabra) era de tal naturaleza, que la
llevaría valientemente a la lucha y al martirio. Carnicero, que en
su marrullería no carecía de inocencia (virtud hasta cierto punto
apostólica), creyó cuanto la dama le dijo, y establecida entre ambos
la confianza, el anciano le contaba diariamente mil cosas de gran
sustancia y meollo, referentes a la causa. Sirvan de ejemplo las
siguientes confidencias.

«¡Bomba, señora! Direle a usted lo más importante que he sabido anoche.
Una monjita de las Agustinas Recoletas de la Encarnación soñó no hace
mucho que el infante se ceñía la corona asistido de no sé cuantas
legiones de ángeles. Escribió su sueño en una esquelita que remitió a
Su Alteza, el cual la besó y tuvo con esto un grandísimo gozo. Me lo ha
contado Orejón».

«¡Bomba, señora! La trapisonda de Andalucía ha terminado. Los marinos
que se sublevaron en San Fernando están ya fusilados, y el bribón de
Manzanares, que desembarcó con unos cuantos tunantes, ha perecido
también. ¡Si no hay sahumerio como la pólvora para limpiar un reino!
Que desembarquen más si quieren. El gobierno se ha preparado, arma al
brazo. Ahora, vengan pillos».

«¡Gran bomba, señora! Mañana ahorcan a Miyar, el librero de la calle
del Príncipe, por escribir cartas democráticas. Pronto le harán
compañía Olózaga, Bringas y Ángel Iznardi». Generalmente estas
noticias eran dadas al anochecer o durante la cena, en presencia de
Tablas. Después se rezaba el rosario, con asistencia de todos los de
la casa, y de Jenara, que desempeñaba su parte con extraordinario
recogimiento y edificación.

Ya se habrá comprendido que la muy pícara se valió de los ahogos
pecuniarios del bueno de Perico Tablas para sobornarle y ponerle de su
parte. El demandadero de la cárcel de Villa, que no era ciertamente un
Catón, se rindió a la voluntad dispendiosa de Jenara, sirviéndole como
se sirve a una dama que reúne en sí afabilidad, hermosura y dinero.

Dos días habían pasado desde la prisión de Olózaga, cuando se vio a
Tablas y a Pepe Olózaga, hermano menor de Salustiano, bebiendo _medios
chicos_ de vino en la taberna de la calle Mayor, esquina a la de
Milaneses. Jenara no solo supo explotar en provecho propio los buenos
servicios de Tablas, sino que los utilizó en pro de Salustiano, por
quien mucho se interesaba.

Este insigne joven, que había de alcanzar fama tan grande como orador y
hábil político, fue primero encerrado en lo que llamaban _El Infierno_,
lugar tenebroso, pero más horrendo aún por sus habitantes que por
sus tinieblas, pues estaba ocupado por bandidos y rateros, la peor
y más desvergonzada canalla del mundo. No creyéndole seguro en _El
Infierno_, el alcaide le trasladó a un calabozo, y de allí a una de
las altas buhardillas de la torre. Antes de que mediara Tablas, pudo
Pepe Olózaga ponerse en comunicación con su hermano, valiéndose de una
fiambrera de doble fondo y del palo del molinillo de la chocolatera.

El ingenio, la serenidad, la travesura de Salustiano eran tales, que
en pocos días se hizo querer y admirar de los presos que le rodeaban
y que allí entraron por raterías y otros desafueros. Los demás presos
no se comunicaban con él. Pepe Olózaga, después de ganar a Tablas,
a quien hizo creer que su hermano estaba encarcelado por _cosas de
mujeres_, intentó ganar también a uno de los carceleros; pero no pudo
conseguirlo. Más afortunado fue Salustiano, que, seduciendo dentro de
la prisión a sus guardianes con aquella sutilísima labia y trastienda
que Dios le dio, pudo comunicarse con Bringas. Ambos sabían que si no
se fugaban serían irremisiblemente ahorcados. Discurrieron los medios
de alargar los procedimientos para ver si ganando tiempo adelantaba
el negocio de su salvación, y al cabo convinieron en que Bringas se
fingiría mudo y Olózaga loco.

Tan bien desempeñó este su papel, que por poco le cuesta la vida.
Principió por fingirse borracho; propinose una pulmonía acostándose
desnudo sobre los ladrillos, y los carceleros le hallaron por la mañana
tieso y helado como un cadáver. Tras esto venía tan bien la farsa de su
locura, que siete médicos realistas le declararon sin juicio. Así ganó
un mes.

Miyar, que no era travieso, ni abogado, ni hombre resuelto, pereció en
la horca el 11 de abril.

Mejor le fue a Olózaga con su locura que a Bringas con su mutismo,
porque impacientes los jueces con aquel tenaz silencio, que les impedía
despachar pronto, imaginaron darle un ingenioso tormento, el cual
consistía en clavarle en las uñas astillas o estacas de caña. Nada
consiguieron con esto; pero Bringas perdió la salud y no salió de la
cárcel sino para morirse. Es un mártir oscuro, del cual se ha hablado
poco, y que merece tanta veneración como lástima.

Pepe Olózaga y los amigos de Salustiano trabajaban sin reposo. Las
comunicaciones con el preso eran frecuentes, y no solo recibió este
ganzúas y dinero, que son dos clases de llaves falsas, sino también
el correspondiente puñal y un poquillo de veneno para el momento
desesperado. Antes el suicidio que la horca.

Jenara, que salía de noche furtivamente de la casa de don Felicísimo,
iba donde se le antojaba sin que nadie la molestase, y así pudo ayudar
a la familia de Olózaga. Hízose muy amiga de la mujer del escribano
señor Raya, y también de la mujer del alcaide. A la sangre fría del
preso primeramente, a la constancia y diplomacia de su hermano Pepe,
al oro de la familia, y, por último, a la compasión y buen ingenio
de algunas mujeres, debiose la atrevidísima y dramática evasión que
referiremos más adelante en breves palabras, aunque referida está del
modo más elocuente por quien debía y sabía hacerlo mucho mejor que
nadie.

Jenara, preciso es declararlo, no tenía puestos los ojos en la cárcel
de Villa por el solo interés de Salustiano y su apreciabilísima
familia. Allí, en la siniestra torre que modernamente han pintado de
rojo, para darle cierto aire risueño, estaba un preso menos joven que
Olózaga, de gentil presencia y muchísima farándula, el cual pasaba
por preso político entre los rateros, y por un ladronzuelo entre
los políticos. Era, según Tablas, hombre de grandes fingimientos
y transmutaciones, al parecer instruido y cortés. Figuraba en los
registros con dos o tres nombres, sin que se hubiera podido averiguar
cuál era el suyo verdadero. Tablas reveló a la señora que no era ella
sola quien se interesaba por aquel hombre, sino que otras muchas de la
corte le agasajaban y atendían.

Las señas que el demandadero indicaba de la persona del preso,
convencían a Jenara de que era quien ella creía, y más aún las
respuestas que a sus preguntas daba. No obstante, la dama no pudo
lograr ver su letra, por más que a entablar correspondencia le instó
por conducto del demandadero. El preso pidió algunas onzas y se las
mandaron con mil amores. Se trabajó con jueces y escribanos para
que le soltaran, estudiose la causa, y ¿cuál sería la sorpresa, el
despecho y la vergüenza de Jenara, al descubrir que el preso misterioso
no era otro que el celebérrimo Candelas, el hombre de las múltiples
personalidades y de los infinitos nombres y disfraces, figura eminente
del reinado de Fernando VII, y que compartió con José María los
laureles de la caballería ladronera, siendo el héroe legendario de las
ciudades como aquel lo fue de los campos?

Corrida y enojada, la señora descargó su cólera contra Pipaón, a quien
puso cual no digan dueñas, y no le faltaba motivo para ello, porque
el astuto cortesano de 1815 la había engañado, aunque no a sabiendas,
diciéndole que el que buscaba estuvo primero en casa de Olózaga y
después preso en la Villa con los demás conjurados, noticias ambas
enteramente contrarias a la verdad.

A todas estas, Jenara no tenía valor para abandonar la hospitalidad
que le había ofrecido don Felicísimo, y continuaba embaucándole con
su entusiasmo apostólico, sabedora de que la mayor tontería que podía
hacerse en tan benditos tiempos, era enemistarse con la gente de aquel
odioso partido.

Al anochecer de cierto día de mayo, Jenara vio salir al padre Alelí
del cuarto de don Felicísimo, y poco después de la casa. Como no tenía
noticias de Sola ni del estado de su peligrosa y larga enfermedad,
luego que el fraile se marchó fue derecha a la madriguera de don
Felicísimo para saber de la protegida del señor Cordero.

—¡Grande, estupenda bomba, señora! —dijo el anciano, a quien
acompañaba, rosario en mano, el atlético Tablas.

—¿Se sabe algo de esa joven?...

—Ya pasó a mejor o peor vida, que eso Dios lo sabrá —repuso Carnicero
volviendo hacia Jenara su cara plana, que iluminada de soslayo parecía
una luna en cuarto menguante.

—¡Ha muerto! —exclamó la dama con aflicción grande.

—Ya le han dado su merecido. Conozco que es algo atroz; pero no están
los tiempos para blanduras. Hazme la barba y hacerte he el copete.

—Yo pregunto por la pupila de nuestro amigo Cordero —insistió Jenara.

—Acabáramos: yo me refiero a esa señora que han ahorcado en Granada.
¿Cómo la llamaban, Tablillas?

—Mariana Pineda.

Eso es. Bordadme banderitas para los liberales desembarcadores. El
cabello se pone de punta al ver las iniquidades que se cometen. ¡Bordar
una bandera, servir de estafeta a los liberales!, y ¡sabe Dios las
demás picardías que los señores jueces habrán querido dejar ocultas por
miramientos al sexo femenino...!

—¡Y esa señora ha sido ahorcada! —exclamó Jenara, lívida a causa de la
indigación y el susto.

—¿Que si ha sido...? Y lo sería otra vez si resucitara. O hay justicia
o no hay justicia. Como el gobierno afloje un poco, la revolución lo
arrastra todo, monarquía, religión, clases, propiedad... Esta doña
Mariana Pineda debe ser nieta de un don Cosme Pineda que vino aquí por
los años de 98 a gestionar conmigo cierto negocio de las capellanías
de Guadix... Buena persona, sí, buena. Era poseedor de una de las
mejores ganaderías de Andalucía, la única que podía competir con la de
los Religiosos Dominicos de Jerez de la Frontera, donde se crían los
mejores toros del mundo.

—Y esa doña Mariana —dijo Jenara— era, según he oído, joven, hermosa,
discreta... ¡Bendito sea Dios que entre tantas maravillas de hermosura,
ha criado, Él sabrá por qué, tantos monstruos terribles, los leones,
las serpientes, los osos y los señores de las Comisiones Militares...!

—¿Chafalditas tenemos...? —dijo don Felicísimo echando de su boca un
como triquitraque de hipos, sonrisillas y exclamaciones que no llegaban
a ser juramentos—. Mire usted que se puede decir: «al que a mí me
trasquiló, las tijeras, ji, ji, le quedaron en la mano».

La dama le miró, reconcentrada en el corazón la ira; mas no tanto
que faltase en sus ojos un destello de aquel odio intenso que tantos
estragos hacía cuando pasaba de la voluntad a los hechos. En aquel
momento Jenara hubiera dado algunos días de su vida por poder llegarse
a don Felicísimo y retorcerle el pescuezo, como retuerce el ladrón la
fruta para arrancarla de la rama; pero excusado es decir que no solo no
puso por obra este atrevido pensamiento homicida, sino que se guardó
muy bien de manifestarlo.

—Yo no soy tampoco de piedra —añadió Carnicero echando un suspiro—;
yo me duelo de que se ahorque a una mujer; pero ella se lo ha guisado
y ella se lo ha comido, porque ¿es o no cierto que bordó la bandera?
Demostrado está que sí. Pues la ley es ley, y el decreto de octubre ha
proclamado el tente-tieso. Conque adóbenme esos liberales. Dicen que
fueron tigres los señores jueces de Granada. Calumnia, enredo. Yo sé
de buena tinta..., vea usted: aquí tengo la carta del señor Santaella,
racionero medio y tiple de la Catedral de Granada..., hombre veraz
y muy apersonado, que por no gustar del clima de Andalucía, quiere
una plaza de tiple en la Real Capilla de Madrid... Pues me dice,
vea usted, me dice que cuando la delincuente subió al patíbulo, los
voluntarios realistas que formaban el cuadro se echaron a llorar... Un
padrenuestro, Tablas; recémosle un padrenuestro a esa pobre señora.

Igual congoja que los voluntarios realistas sintió Jenara al oír el
rezo de Carnicero y Tablas; pero dominándose con su voluntad poderosa,
varió de conversación diciendo:

—¿Se sabe de la pupila de Cordero?

—Esa... —replicó don Felicísimo con desdén— está fuera de peligro.
Hierba ruin no muere.




XXI


—Sí, ya está fuera de peligro, gracias al Señor y a su Santísima y
única Madre la Virgen del Sagrario. Decir lo que he padecido durante
esta larga y complicada dolencia de la apreciable _Hormiga_, durante
estos cuarenta y tantos días de vicisitudes, mejorías, inesperados
recargos y amenazas de muerte, fuera imposible. El corazón se me partía
dentro del pecho al ver cómo caía y se deslizaba hasta el borde del
sepulcro aquella criatura ejemplar, dotada por el cielo de tantas
riquezas de espíritu, y que parece puesta adrede en el mundo para
que sirva de espejo a los que necesitamos mirarnos en un alma grande
para poder engrandecer un poquito la nuestra. Y más me angustiaba el
ver cómo se moría sin quejarse, aceptando los dolores como si fueran
deberes: que su costumbre es llevar sobre sí las pesadumbres de la
vida, como llevamos todos nuestra ropa.

»Ya está fuera de peligro, y gracias a Dios sigue bien. Me parece
mentira que es así, y a cada instante tiemblo, figurándome que su cara
no recobra tan prontamente como yo quisiera los colores de la salud.
Si la oigo toser, tiemblo; si la veo triste, tiemblo también. Pero don
Pedro Castelló, que es el primer Esculapio de España, me asegura que ya
no debo temer nada. Es fabuloso lo que he gastado en médicos y botica;
pero hubiera dado hasta el último maravedí de mi fortuna por obtener
una probabilidad sola de vida. Mi conciencia está tranquila. Ni sueño
ni descanso ha habido para mí en este período terrible. He olvidado mi
tienda, mis negocios, mi persona, y al fin, con la ayuda de Dios, he
dado un bofetón a la pícara y fea muerte. ¡Viva la Virgen del Sagrario,
viva don Pedro Castelló y también Rousseau, que dice aquello tan sabio
y profundo: _no conviene que el hombre esté solo_!

Así hablaba don Benigno Cordero en la tienda con un amigo suyo muy
estimado, el marqués de Falfán. Y era verdad lo que decía de sus
congojas y del gran peligro en que había puesto a Sola una traidora
pleuresía aguda. La naturaleza, con ayuda de la ciencia y de cuidados
exquisitos, triunfó al cabo; pero después recayó la enferma, hallándose
en peligro igual, si no superior, al primero. Cuanto humanamente puede
hacerse para disputar una víctima a la muerte, lo hizo don Benigno, ya
rodeándose de los facultativos más reputados, ya procurando que las
medicinas fueran escogidas, aunque costaran doble, y principalmente
asistiendo a la enferma con un cuidado minucioso, y con puntualidad tan
refinada, que casi rayaba en extravagancia. Digamos en honor suyo que
había hecho lo mismo por su difunta esposa.

Aunque parezca extraño, doña Crucita manifestó en aquella ocasión
lastimosa una bondad de sentimientos y una ternura franca y solícita
de que antes no tenían noticia más que los irracionales. Sin dejar
de gruñir por motivos pueriles, atendía a la enferma con el más vivo
interés, velaba y hacía las medicinas caseras con paciencia y esmero.
Bueno es decir, para que lo sepa la posteridad, que doña Crucita tenía
en su gabinete el mejor herbolario de todo Madrid.

Cuando don Pedro Castelló dijo que la enferma no tenía remedio, don
Benigno manifestó grandeza de ánimo y resignación. No hizo aspavientos
ni habló a lo sentimental. Solamente decía: «Dios lo quiere así; ¿qué
hemos de hacer? Cúmplase la voluntad de Dios». La _Paloma ladrante_,
que tenía en su natural genio el quejarse de todo, no supo mantenerse
en aquellos límites de cristiana prudencia, y dijo algunas picardías
inocentes de los santos tutelares de la casa; pero a solas, cuando
nadie podía verla, se secaba las lágrimas que corrían de sus ojos. La
posteridad se enterará con asombro de las palizas que la buena señora
daba a sus perros para que no hicieran bulla ni salieran del gabinete
en que estaban encerrados.

Los Corderillos mayores compartían la pena de su padre y tía, y los
minúsculos, sin darse cuenta de lo que sentían, estaban taciturnos
y con poco humor para pilladas. Deportados con las cotorras en el
gabinete de su tía, jugaban en silencio, desbaratando una obra de
encaje que Crucita tenía empezada, para rehacerla después ellos a su
modo. Cuando Sola estuvo fuera de peligro y sin fiebre, lo primero
que pidió fue ver a los chicos. Radiante de alegría les llevó don
Benigno al cuarto de la enferma diciendo: «aquí está la Guardia Real
Granadera», y al mismo tiempo se le aguaron un poco los ojos. Sola les
besó uno tras otro, y puso sobre su cama a Juan Jacobo, diciendo:

—¡Cómo ha crecido este!... Y ¡qué gordo está! Bendito sea Dios, que me
ha dejado vivir para que os siga viendo y queriendo a todos.

Cordero se había vuelto de espaldas y hacía como que jugaba con el
gato. Después se quitó las gafas para limpiarlas. Lo que realmente
hacía era defender su emoción de las miradas de Sola y los chicos. Aun
en aquel primer día de su convalecencia, pudo Sola hacer a la _Guardia
Real Granadera_ un obsequio inusitado. Desde el día anterior había
guardado cuatro piedras de azúcar de pilón, y dio una a cada muchacho,
destinando la mayor a Juanito Jacobo, precisamente por ser el más chico
y a la vez el más goloso.

—Un ángel —les dijo— que ha venido todas las noches a preguntar por mí
y a ver si se me ofrecía algo, me dio anoche estos terrones para todos,
encargándome que no se los diera si no se habían portado bien. Yo no sé
qué tal se han portado...

—Muy mal, muy mal —dijo doña Crucita—. No merecían sino azúcar de
acebuche y miel de fresno.

—Lo pasado, pasado —añadió Sola—. Ahora se portarán bien.

No había concluido de decirlo, cuando ya se oían los fuertes chasquidos
de los dientes de Juanito Jacobo partiendo el azúcar. Los cuatro
besaron a la que había hecho con ellos veces de madre, y se retiraron
muy contentos. Don Benigno no podía contener cierta expansión de gozosa
generosidad que, naciendo en su corazón, lo llenaba todo entero. Fue
tras los muchachos, y dio cuatro cuartos a cada uno para que compraran
chufas, triquitraques, pasteles o lo que quisieran. Después le pareció
poco, y a los dos mayores les dio una peseta por barba, advirtiéndoles
que aquel dinero era para correrla en celebración del restablecimiento
de Sola, y, por tanto, no debía ser metido en la hucha. Cada uno tenía
su hucha con sendos capitales.

Crucita se fue a sus quehaceres, y don Benigno se quedó solo con la
_Hormiga_. En los días de gravedad, cuando le acometía fuertemente la
calentura, Sola deliraba. Los individuos conservan en sus desvaríos
febriles casi todas las cualidades que les adornan hallándose en
estado de perfecta salud, y así Sola enferma era diligente, bondadosa
y afable. Agitándose en su lecho con horrible desvarío, mandaba a los
chicos a la escuela, le pasaba lección a Rafaelito, reñía a Juanito
Jacobo por romper los figurines del _Correo de las Damas_, bromeaba
con Crucita por cuestión de pájaras lluecas o de perros con moquillo,
daba órdenes a la criada sobre la comida, se afligía porque no estaban
planchadas las camisas de don Benigno, le pedía a este cigarros para
el padre Alelí, preguntaba a los dos qué plato era el más de su gusto
para la próxima cena, y hablaba con todos de los Cigarrales y de cierta
expedición que tenían proyectada; era una reproducción o un lúgubre
espejismo de su actividad y de sus pensamientos todos en la vida
ordinaria. Acontecía que después de un largo período de exaltación
febril, Sola se quedaba muda y sosegada otro largo rato, sin decir más
que algunas palabras a media voz. Don Benigno, que atendía a estos
monólogos con tanto dolor como interés, pudo entender algunas palabras;
entre ellas, _don Jaime Servet_.[2]

      [2] Véase _Un voluntario realista_.

Aquel famoso día de los terrones de azúcar, don Benigno, luego que con
ella se quedó solo, le preguntó quién era el tal don Jaime Servet que
en sueños nombraba, y ella quiso explicárselo punto por punto; pero
apenas había empezado, cuando entraron Primitivo y Segundo trayendo un
grande, magnífico y oloroso ramo de rosas, que ofrecieron a Sola con
cierto énfasis de galantería caballeresca. Los dos chiquillos tuvieron
la excelente idea de emplear las dos pesetas que les dio su padre en
comprar flores para obsequiar con ellas a su segunda madre en el fausto
día de su restablecimiento; y en verdad que era de alabar la delicadeza
exquisita con que procedían, demostrando que en la edad de las
travesuras no escasea cierta inspiración precoz de acciones generosas y
de la más alta cortesía. Decir cuánto agradeció Sola la fineza, fuera
imposible; y si el fuerte olor de las flores no la marease un poco,
habría puesto el ramo sobre la almohada. Les dio besos, y luego pasó el
ramo a Cordero para que aspirase la rica fragancia.

Don Benigno no cabía en sí de satisfacción. Se puso nervioso, se
le resbalaron las gafas nariz abajo, y esta parecía hacerse más
picuda, tomando no sé qué expresión de órgano inteligente. Sonrisa de
vanagloria retozaba en sus labios, y aquel aroma parecíale que llevaba
a su alma un regalado confortamiento, paz deleitosa, esperanza, una
vida nueva. Los muchachos, al ver el éxito de su hazaña, reventaban de
orgullo.

Don Benigno se los llevó prontamente a su cuarto y les dijo:

—Tomad..., un duro para cada uno. Sois caballeros finos y agradecidos.
Muy bien; muy bien, señoritos: este rasgo me ha gustado. En vez de
comprar golosinas que os ensucian el estómago... comprasteis el
ramo..., pues... Idos a paseo: no vayáis esta tarde al colegio. Yo lo
mando... Adiós... Un duro a cada uno.

Cuando volvió al lado de Sola, Crucita había llevado, para que la
enferma los viera, los pajarillos en cría, pelados y trémulos dentro
del nido, mientras la pájara saltaba inquieta de un palo a otro, y el
pájaro ponía muy mal gesto por aquel desconsiderado transporte de la
jaula. Sola admiró todo lo que allí había que admirar, la sabiduría y
la paciencia de aquellos menudos animalillos, que así pregonaban con
su manera de criar la sabiduría maravillosa y el poder del Criador, el
cual, en todas partes donde algo respira, ha puesto un bosquejo de la
familia humana.

—Lléveselos usted —dijo Sola—, que se asustan y se enojan, y creo que
lo van a pagar los pequeñuelos, quedándose hoy sin almorzar.

Después cargó Crucita, no sin trabajo, con algunos tiestos de minutisa
y pensamientos para que Sola viera cómo con el calor de la estación se
cubrían de pintadas florecillas, las unas formando ramilletes o grupos,
como un canastillo de piedras preciosas, otras sueltas con diferentes
tamaños y matices; pero todas guapas y alegres. También trajo un lirio
que parecía un obispo, vestido de largas faldamentas moradas; un moco
de pavo, que más bien parecía gallo de cresta roja, y otras muchas
hierbas que llevaban la alegría a la alcoba, pocos días antes tan
silenciosa y fúnebre. ¡Con cuánto gusto recibía Sola aquellas visitas!
Era la vida, que tales mensajes le enviaba para cumplimentarla; era
la amada casa, que saludaba con lo hermoso y agradable que en sí
tenía. Para que nada faltase, vino también la cotorra, a quien Sola
encontró más crecida; vino el loro, que le pareció haber sufrido algún
desperfecto en su casaca verde, y, por último, entraron también los
perros en tropel, y se lanzaron a la cama aullando y lamiendo. En
tanto, don Benigno, después de permanecer un rato como en éxtasis, bajó
los ojos y apoyó la barba en su mano trémula. O rezaba o recitaba algún
famoso texto de Rousseau: en esto no parecen acordes las crónicas, y
por eso se apuntan las dos versiones para que el lector elija la que
más le cuadre.

Pasó un rato. Todo estaba en silencio. El héroe de Boteros saboreaba en
el pensamiento la dicha presente, que no era sino anticipado anuncio de
su futura dicha.

—Pues como decía a usted... —indicó Sola.

—Eso es, apreciable _Hormiga_. Siga usted su cuento y dígame quién es
ese don Jaime Servet.

Sola satisfizo cumplidamente la curiosidad de su amigo.




XXII


Habiendo ordenado los médicos que la enferma fuera a convalecer en
el campo, empezó don Benigno a preparar el viaje a los Cigarrales
de Toledo, donde poseía extensas tierras y una casa de labranza.
Extraordinario gusto tenía el héroe en estos preparativos, por ser muy
aficionado a la dulce vida del campo, al cultivo de frutales, a la
caza, y a la crianza de aves y brutos domésticos. Por su desgracia, no
podía abandonar su comercio en aquella estación, y érale forzoso seguir
en la tienda por lo menos hasta que pasase el Corpus, fiesta de gran
despacho de encajes para Iglesia y modistería. Pero resignándose a su
esclavitud en la corte, se deleitaba pensando en el dichoso verano que
iba a pasar. Amaba la naturaleza por afición innata y por asimilación
de lo que había leído en su autor favorito y maestro. Así, nada le
parecía tan de perlas como aquella frase: _el campo enseña a amar a la
humanidad y a servirla_.

Su plan era llevar a Sola a últimos de mayo acompañada de Crucita y los
niños menores. Inmediatamente regresaría él solo a Madrid, y cuando
acabase junio, volvería con los otros dos chicos a los Cigarrales,
donde estarían todos hasta fin de septiembre.

¡Los Cigarrales! ¡Cuánta poesía, cuántas amenidades, qué de inocentes
gustos y de puros amores despertaba esta palabra sola en el alma del
buen Cordero! ¡Qué meriendas de albaricoques, qué gratos paseos por
entre almendros y olivos, qué mañanitas frescas para salir con el perro
y la escopeta a levantar algún conejo entre las olorosas matas de
tomillo, romero y mejorana! ¡Qué limpieza y frescura la de las aguas,
qué color tan hermoso el de las cerezas, y qué dulzura y maravilla en
los panales fabricados por el pasmoso arte de las abejas en el tronco
hueco de añosos alcornoques, o entre peñas y jaras! En los cercanos
montes el gruñido del jabalí hace temblar de ansiedad el corazón del
audaz montero, y abajo, junto a la margen del río aurífero, del río
profeta que ha visto levantarse y caer tan diferentes imperios, la peña
seca y el remanso profundo solicitan al pescador de caña, flor y espejo
de la paciencia. Pensando en estos cuadros poéticos, y gozando ya con
la fantasía estos legítimos placeres, don Benigno se sonreía solo, se
frotaba las manos y decía para sí:

—Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

¡Y luego...! Esta reticencia le regocijaba más que aquellas
risueñas perspectivas bucólicas. Había decidido no hablar a Sola de
cierto asunto hasta que ambos estuvieran en los Cigarrales y ella
completamente restablecida.

Cordero fue una mañana a la Cava Baja en busca de arrieros y
trajinantes para arreglar con ellos su viaje. Entró en la posada de
la Villa, y en la que antiguamente se llamaba del Dragón. En esta
encontró a un mayoral que ha tiempo conocía, y después de concertar
ambos las condiciones del viaje, siguieron en caloroso diálogo sobre
el mismo asunto, porque se había despertado en don Benigno cierto
entusiasmo pueril por la dichosa expedición. Allí preguntó varias veces
Cordero la distancia que hay desde Madrid a Toledo; hizo comentarios
sobre tal cuesta, sobre cuál mal paso, y, finalmente, disertó largo
rato sobre si llovería o no al día siguiente, que era el señalado
para la salida. Cordero opinaba resueltamente que no llovería. Ya se
marchaba, cuando al pasar por el corredor alto, donde había varias
puertecillas numeradas, vio a un hombre que tocaba en una de estas. El
hombre preguntó en voz alta:

—¿Don Jaime Servet, vive aquí?

Detúvose Cordero y oyó una voz que de dentro gritaba:

—No ha llegado todavía.

El héroe no dio a lo que había oído más importancia de la que merece
una simple coincidencia de nombres.

¡Qué afán puso el buen señor en preparar su viaje, en disponer lo
referente a vestidos, provisiones y todo lo demás que se había
de llevar! Creeríase que iban a dar la vuelta al mundo, según la
prolijidad con que Cordero se proveía de todo, y las infinitas
precauciones que tomaba, las advertencias que hacía, el itinerario
escrupuloso que trazaba, la elección de vituallas, y el acopio de
drogas por si ocurrían descalabraduras o molimiento de huesos. Todo
le parecía poco para que a Sola no faltara ninguna comodidad, ni se
privase de nada que pudiera convenir a su espíritu y su salud. Y
deseando anticipar las delicias del viaje, aquella noche le habló de
la distancia, le describió los pueblos que habían de recorrer, pintole
paisajes de ríos y montañas, diciendo estas o parecidas cosas:

—Cuando pasemos de Torrejón de la Calzada a Casarrubuelos, fíjese en
aquellas lomas de viñas que están en fila y hacen unos bailes tan
graciosos cuando pasa el coche corriendo... Después, en tierra de la
Sagra, verá usted unos panoramas que encantan... Luego que se pasa de
Olías se quedará pasmada cuando vea allá lejos la torre de la Catedral,
que parece saluda al viajero... sin quitarse el sombrero, se entiende,
el cual es un capacete que está emparentando con el cielo y que trata
de tú a los rayos...

En fin, llegó la mañana y se marcharon despedidos por Alelí, que se
quedó muy triste. Cuando el coche, dejando atrás el puente de Toledo,
entró en la extensa, libre y alegre campiña inundada de luz, don
Benigno sintió que la alegría se rebosaba del vaso de su espíritu,
chorreando fuera como las caídas de una fuente de Aranjuez, y aquel
chorrear de la alegría era en él risas, frases, exclamaciones,
chascarrillos, y, por último, la elocuente frase:

—Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

Aquel mismo día corrió por Madrid la noticia de haberse escapado de la
cárcel de Villa el preso que ya estaba destinado a la horca. Jenara
se alegró tanto cuando Pipaón se lo dijo, que al instante salió a la
calle para felicitar a don Celestino. Hacía ya dos semanas que había
empezado a perder el miedo, y salía de noche a pie acompañada de
Micaelita, vestidas ambas en traje tan humilde que difícilmente podían
ser conocidas.

Después de dar la enhorabuena a don Celestino y a su hija, regresó a
casa de Carnicero y se entretuvo escribiendo algunas cartas. Pipaón la
visitó en su cuarto, donde hablaron un poco de la política. Jenara fue
luego a ver cenar a don Felicísimo, operación que le hacía gracia por
las singularidades y extravagancia de aquel santo hombre en tan solemne
instante, y le halló sumamente ocupado con un alón que por ninguna
parte quería dejarse comer, según estaba de cartilaginoso y duro.

—¡Bomba, señora...! —dijo Carnicero picoteando el hueso por aquí y
por allá, de modo que unas veces se lo ponía por bigote y otras lo
tascaba como un freno—. En Portugal el señor don Miguel está apretando
las clavijas a aquel insubordinado reino. Ahora dicen que vendrán del
Brasil don Pedro y doña María de la Gloria a disputar la corona a don
Miguel... Quisiera yo ver eso... Sigue, querido Tablas, lo que me
estabas contando, que esta señora no puede ser insensible a las glorias
del toreo, y si es verdad, como dices, que ese muchacho rondeño...

Tablas aseguró que el muchacho rondeño que acababa de llegar a Madrid
y se llamaba Montes, por sobrenombre _Paquiro_, era un enviado de Dios
para restablecer la decaída y casi muerta orden de la tauromaquia.
Dijo también que cuando Madrid le conociera bien sería puesto por
encima de todos sus predecesores en aquel arte, incluso Pepe-Hillo y
Romero, pues tenía todas las cualidades de los antiguos y aun algunas
más, siendo autor de varias suertes y reglas, y de un toreo nuevo...

—Por lo que deberá llamarse —dijo don Felicísimo riendo como un bobo—
el Moratín de la muleta.

Algo más se habló de este tema, aventurando en él Jenara algunas
observaciones; mas como esta dijera que se verificaría una _revolución_
en el toreo, se enfadó Carnicero al oír la palabra, y dijo que no
habría revoluciones en nada, y que bien estaba el mundo como estaba,
aunque estuviera sin toros. Dio Jenara su asentimiento, y mientras
el anciano tomaba sus últimos bocados, se entretuvo en observar la
habitación, pues nunca se cansaba de mirarla ni de reconocer la
extraordinaria concordancia que había entre ella y su habitador, de
tal manera que así como el capullo es molde del gusano, así parecía
que don Felicísimo había hilado su despacho envolviéndose en él.
Detrás del sillón de la mesa había un largo estante del tamaño de la
pared, cuyas puertas tenían, en vez de vidrios, rejillas de alambres,
y por los huecos de estas asomaban sus caras amarillentas los legajos,
como enfermos que se asoman a las rejas de un hospital. Muchos tenían
cruzados de cintas rojas y cartoncillos colgantes con rótulos. Algunos
estaban tendidos horizontalmente, semejando, no ya enfermos, sino
verdaderos cadáveres que no volverían a la vida aunque les royeran
ratones mil; otros estaban inclinados sobre sus compañeros, como
borrachos o mal heridos, y los menos aparecían completamente erguidos
y derechos. Estos eran los que se asían a las rejillas, y aun echaban
fuera sus cintas rojas cual si meditaran una evasión arriesgada. En el
más alto andamio de la sepulcral estantería, Jenara vio una colección
de objetos que semejaban tinajas negras, alternando con otros que, si
no eran avechuchos disecados, lo parecían. Eran los sombreros que había
usado don Felicísimo en su larga vida, y que en aquel retiro estaban
gozando de una pingüe jubilación de polvo y telarañas, ilusionados aún
con remozarse y pasar a cubrir las cabezas de otra generación menos
ingrata.

Todo lo que decimos iba pasando por la fantasía de Jenara, y después
esta se fijó en la mesa, donde aquella noche había, no ya un montón,
sino una cordillera de legajos por cuya recortada cima aparecía de vez
en cuando la cara de don Felicísimo, iluminada de lleno por la lámpara,
como luna que platea las cumbres de los montes. En aquella altura, que
podría ser Calvario, estaba el Cristo de la espalda en llaga y del
cuello en soga, y era de ver cómo volvía su rostro ensangrentado hacia
la pezuña de macho cabrío, pidiéndole misericordia, y cómo no hacía
maldito caso la pezuña, solo ocupada en oprimir duramente, cual si
quisiera patearla, una carta en cuyo sobrescrito se leía:

_Al señor don Jaime Servet. — Posada del Dragón._




XXIII


Jenara no vio tal carta. Llamáronla a cenar y cenó. Después doña María
del Sagrario, siguiendo su tradicional costumbre, que por lo infalible
debía haberse puesto en el Almanaque, se quedó dormida en un sillón,
mientras Micaelita y Bragas, que acababa de entrar, se secreteaban
de lo lindo en el comedor. La dama huésped esperó a que Tablas y la
criada cenasen también para ir con aquel al rincón de los muebles
viejos, donde solían hablar de cosas reservadas. Llegó la ocasión, y
Tablas, que obedecía servilmente a la señora y era como un esclavo, por
la cuenta que le tenía, contestó a las apremiantes preguntas de esta
manera:

—Fue a las dos en punto. El señorito don José, el señor don Celestino
y yo habíamos convenido en que las dos era la mejor hora. Yo di al
carcelero las onzas que me dio el señor don Celestino y el carcelero
pidió más, y le llevé más, luego dijo que no era bastante, y se le
dieron otras pocas onzas. Al preso le llevé las mangas con galones
de teniente coronel, y la gorra de cuartel, que eran el trapo para
engañar a cualquier carcelero de sentido. Ya se le había llevado puñal
y pistola y un cinto de onzas, que son la mejor brega para parar los
pies a la justicia y hacerla que obedezca al engaño. El carcelero y yo
habíamos convenido en correr el cerrojo sin echarle el gancho, y don
Salustiano tenía ya una cuerda para descorrerle desde dentro. Para que
no hiciera ruido, untamos de aceite al cerrojo. El preso salió: yo no
sé cómo se las compuso para que no ladraran los dos grandes perros que
se quedan todas las noches en el pasillo. Debió echarles pan o hacerles
maleficio, porque aquellos animales no se empapan en el engaño. Ello
es que bajó, y por la escalera se le apagó la luz y tuvo que volver a
subir para encender otra. Yo le sentía desde abajo, y no me atrevía a
ayudarle ni a decir esta boca es mía, por miedo a que los carceleros
se escurrieran fuera percatándose del engaño. Todos habían recibido
sus pases de dinero para que se atontaran; pero yo no tenía confianza
y estaba con el alma en un hilo, esperando a ver qué tal se portaba la
cuadrilla. Por fin, señora, apareció el preso en la sala de guardia
de la cárcel donde estábamos varios, algunos vendidos y otros que no
se habían dejado comprar, echándoselas de bravos y boyantes. Yo les
había convidado a beber, y estaban un poco fuera de la jurisdicción
del tino. Al ver al preso se quedaron pasmados. Venía con la capa
terciada, enseñando la manga derecha y los galones de oro. En aquella
mano traía un puñal, y en la otra la muleta, o sea un puñado de onzas.
¡Qué momento! Don Salustiano arrojó al suelo las onzas y amenazó con la
herramienta, gritando: «¡_Onzas y muertes reparto_!... Allá voy».

Había sonado la campanilla, y Tablas, interrumpiendo su relación,
corrió a abrir. Aquella noche venía más gente que de ordinario a la
misteriosa tertulia de don Felicísimo, y la campanilla no sabía estar
callada ni un cuarto de hora.

—Pues decía —añadió Tablas— que al ver las onzas por el suelo y el
puñal en el aire, se quedaron todos parados, ciñéndose en el engaño
sin saber si atender al oro o al hierro, al trapo o al estoque. Pero
la mayor parte se fueron al capote y anduvieron un rato a cuatro pies.
Otros quisieron cortar el terreno. Ya el preso tenía la llave en la
cerradura para abrir la puerta... Esta llave se había hecho días antes
por moldes de cera que yo saqué...

La campanilla volvió a sonar. Jenara hizo un gesto de impaciencia.
Cuando después de abrir volvió Tablas, dijo a la señora con mucho
misterio:

—Ahí está.

—¿Quién?

—El de ahí enfrente.

—¿Pero quién es el de ahí enfrente?

—El culebrón con pintas... Viene muy embozado en su capa, y le acompaña
un cura.

—¿Pero quién?

—El que se casó con la jorobada, el degollador de España, Calomarde,
señora.

—Bien, siga usted.

—Puso la llave en la cerradura; pero en esto, el bribón de Poela, que
es el que había tomado más varas, quiero decir más onzas; se fue a
él con muchos pies y le tiró a matar con un puñal. Felizmente no le
hirió, porque el preso llevaba sobre el pecho la tapa de un misal. Pero
con el encontronazo, la llave se le cayó de la cerradura y de la mano.
Yo hice un cuarteo, apagué la luz, recogí la llave, se la di, abrió él
a fondo, sin vacilar. En un mete y saca quedó hecho todo, y digo mete
y saca porque don Salustiano, después de abrir, tuvo alma para sacar
la llave, salir y cerrar por fuera. Lo que pasó en la calle no lo sé;
pero, según entiendo, ya está ese caballero en corral seguro. En la
cárcel hubo luego porrazos, caídas, puños y varas. Yo saqué un rasguño
en esta mano. Vinieron dos Alcaldes de Casa y Corte, y estuvieron
tomando declaraciones... a mí con esas. ¡Buen trasteo les dimos! Yo,
aunque me citaban sus mercedes sobre corto y sobre largo, y a la
derecha y a izquierda, no quise embestir a la palabra, y me callé como
un cabestro.

Apenas concluyó el atleta, oyose allá en el fondo del pasillo una voz
que decía: «¡Luz, luz!».

Era que aquella noche, como en otra ya mencionada, la lámpara que
alumbraba el congresillo furibundo resolvió apagarse, y de nada
valieron contra esta determinación autocrática las exclamaciones y
protestas de don Felicísimo. Es fama que la luz comenzó a palidecer
precisamente cuando la tertulia llegaba a su grado más alto de calor
político y de cólera apostólica, por lo que, contrariados todos al ver
que desaparecían las caras, clamaban en tonos distintos: «¡Luz, luz!».

Allá corrió Tablas, y sacando la lámpara les dejó completamente a
oscuras, mas no callados. Salía de la sala un murmullo impaciente, del
cual Jenara no pudo entender cosa alguna. Cuando volvió Tablas llevando
en alto la lámpara encendida, como el coloso antiguo alumbrando el
puerto de Rodas, la dama pudo ver por la entornada puerta las sombras
que se movían en aquel antro blanquecino. Conoció a algunos, y
haciéndose cruces, se apartó de allí y dijo:

—¡También don Juan Bautista Erro!

—Y el señor obispo de León —murmuró Tablas—. Es el que mete más ruido y
el que, cuando yo entré, decía: «Para nada hace falta la luz».

—Tiene razón. Para nada les hace falta. Y si no que se lo pregunten a
los topos.

Después de que supo cuanto podía saber de la evasión de Olózaga,
intentó pescar algunas frases de las que en la sala se decían. Acercose
y puso atención; pero el espesor de las antiguas puertas no permitía
que se oyeran palabras. Aburrida, dio algunos paseos por el corredor
blanco, en el cual los puntales interrumpían a cada instante la marcha,
y los ladrillos del piso tecleaban bajo los pies. Sobre el yeso veíanse
las correderas, que de noche salían de las infinitas grietas de la
casa para hacer sus excursiones, y el gato corría cazando, trepaba por
las vigas y desaparecía por ignorados agujeros, para reaparecer en la
habitación más lejana, o bien se estiraba perezoso en el rincón de
los muebles viejos, donde sus ojos brillaban como dos gotas de oro
encendido. Cuando alguien andaba por los pasillos con paso muy vivo,
sentíase un estremecimiento temeroso en la casa toda, y los puntales
parecían temblar, como los músculos del atleta que hace un esfuerzo
grande, y caían algunas cascarillas de yeso de las paredes y el techo.
La cara tenía, pues, sus palpitaciones súbitas y sus corazonadas
nerviosas.

Jenara se retiró a su cuarto y apagó la luz, fingiendo que se acostaba.
Cuando los apostólicos salieron, y se fue Pipaón y se encerró en su
dormitorio don Felicísimo, la dama salió envuelta en manto negro y
andando tan quedamente, que sus pasos no se sentían más que los del
gato. Vio a Tablas, le habló en secreto, indicándole que deseaba
salir sin que nadie lo supiera en la casa, vaciló un momento el
gigante; pero su venalidad fue también llave de aquella evasión, no
tan cara como la de Olózaga. ¿A dónde iba la aventurera? ¿A su casa
que continuaba puesta y servida, como si ella estuviera de viaje, o a
otra parte misteriosa y no sabida de ser alguno vendido ni por vender?
Lo ignoramos. Este es un punto en el cual todas nuestras pesquisas y
diligencias han valido poco, y al tratarlo sin conocimiento nos ocurre
decir, como los apostólicos: «¡Luz, luz!».

Al día siguiente muy temprano, cuando don Felicísimo y su hermana
se levantaron, Jenara estaba en casa; pero salió muy tarde de su
habitación, porque había pasado, según indicó, muy mala noche. Cuando
fue a saludar a Carnicero, este le dijo:

—¡Qué mala noticia tenemos hoy! Ese bribón de Olózaga, que se escapó
de la cárcel de Villa, no parece. Se ha revuelto todo Madrid... ¡Ah!,
es que no se habrá revuelto bien. Si la policía supiera cumplir con
su deber... Por cierto, señora mía, que anoche uno de los amigos que
me honran viniendo a mi tertulia me habló de usted... Por de contado,
señora, ni las moscas saben que está usted en mi casa.

—¿Y no se puede saber por qué motivo me tomó en boca ese amigo de usted?

—Ese amigo —dijo Carnicero— sostiene que usted debe saber dónde se
oculta Olózaga.

—¿Yo? Su amigo de usted es tonto rematado. ¡Qué sandeces se permiten
algunas personas!

Y no dijo más porque, habiéndose acercado a la mesa de don Felicísimo,
tenía los cinco sentidos puestos en el sobre de la carta que bajo la
pezuña estaba.

—Tablas, Tablas —gritó a la sazón el anciano—. Pero, hombre, ¿que nunca
has de estar aquí cuando haces falta...? Toma, ve, corre, lleva esta
carta a la posada del Dragón.

Y levantó la pezuña de macho cabrío para tomar la carta, que,
violentamente oprimida por aquel pesado objeto, parecía hallarse a
punto de reventar echando fuera todas sus letras.

—Pues sí, señora mía —prosiguió don Felicísimo luego que marchó Tablas
con el recado—. Eso me decía mi amigo, y me lo repitió tres veces...
«Ella debe saberlo, ella debe saberlo, y ella debe saberlo...». Y que
le apearan de esto.

—Su amigo de usted —replicó Jenara— será un gran farsante y un perverso
calumniador, porque esto envuelve una calumnia, señor Carnicero.

Y era verdad que la dama aventurera no sabía dónde se ocultaba el
que después fue insigne tribuno y jefe de un partido. Siendo ella
una de las personas que más ayudaron en el oscuro complot de la
evasión, no fue partícipe del secreto del escondite, el cual, por
excesivamente delicado y peligroso, no salió de la familia. Hoy se
sabe que Salustiano, al salir de la cárcel, cerrando por fuera la
puerta, tropezó con un nuevo obstáculo, el centinela. Estaba concertado
que un amigo, fingiéndose asistente del supuesto teniente coronel,
entretendría al centinela contándole cuentos. Pero este amigo había
faltado, y el centinela se paseaba solo a la claridad de la luna,
que aquella noche brillaba de un modo tan poético como importuno. Un
_buenas noches, centinela_, pronunciado con serenidad asombrosa, salvó
a Salustiano de este nuevo peligro. Avanzó tranquilamente, y en la
esquina de la calle de Luzón se le unió un amigo que le aguardaba. Por
las calles menos concurridas se apartaron a buen paso de la cárcel,
dirigiéndose a la vivienda destinada a servir de refugio al fugitivo,
la cual era una sombrerería de la Puerta del Sol. Llegaron al centro de
Madrid, y vieron que en el Principal se agolpaba la gente. Ya se tenía
allí noticia de la escapatoria. Olózaga tuvo que dar un rodeo de un
cuarto de legua para dirigirse a la sombrerería, entrando en la Puerta
del Sol por la Carrera de San Jerónimo, y al fin se vio seguro en el
asilo que se le había preparado. Baráibar se llamaba el sombrerero,
patriota generoso, que guardó el secreto con fidelidad admirable y supo
arrancar al absolutismo una de sus víctimas. Escondido en el sótano de
la tienda, estuvo Salustiano muchos días, mientras se preparaba el no
menos difícil ardid de ausentarle de España. Había trocado una prisión
por otra; pero en esta última, la esperanza, la idea de libertad y de
triunfo, le acompañaban en las solitarias horas. Por las noches, contra
la opinión de su amigo Baráibar, que temblaba con las temeridades de
Olózaga, este se disfrazaba hábilmente y se salía del sótano y de la
casa, no precisamente para pasearse por Madrid, sino para correr a
misteriosas citas, en que no tenía participación la política. Como
estas atrevidas expediciones nocturnas son de un carácter reservado,
debe interponerse entre ellas y la luz de la historia la pantalla de
la discreción; y así, doblando esta página, solo escribiremos en ella:
«Oscuridad, oscuridad».




XXIV


—¡Barástolis, mayoral, que ya estamos casa; pare usted, pare usted!

Esto decía don Benigno, y al punto el desclavijado vehículo se detuvo
en lo más fragoso de un caminejo lleno de guijarros y junto a una tapia
carcomida. Bajaron todos molidos y aporreados, y don Benigno enderezó
la caminata hacia la casa, que distaba como dos tiros de fusil del
lugar donde había parado el coche. Cada uno de los chicos iba abrazado
con su hucha, y entre todos conducían mal que bien los cinco perros de
Crucita. Esta no había querido confiar a nadie sus dos gatos, y por
el camino no había cesado de echar maldiciones contra el mayoral, el
camino y el coche, que era una verdadera fábrica de chichones.

El panorama de la finca se presentó de un golpe a la contemplación de
los viajeros. Don Benigno no cabía en sí de gozo, y a cada paso decía a
Sola:

—Vea usted cómo están esos almendros... ¿Quién diría que esos olivos
no tienen más que diez años?... Aquellos otros, que aún son estacas,
los planté yo por mi mano tres años ha... Mire usted a la derecha; pues
aquello es lo del tío Rezaquedito, tierras que vendrán a ser mías el
año que viene.

La casa era de labor, medianamente arreglada para vivienda cómoda.
Tenía una huertecilla, a la que daba frescura y sustancia el agua clara
de una noria. Más allá había un prado muy lucido, en el cual pastaban
algunos carneros, y las gallinas en bandadas, que regía un arrogante
y enfatuado gallo, recorrían libremente todo, olivar, viñas y prado,
respetando la huerta, donde les prohibía la entrada, con muy mal gesto,
una cerca de zarza erizada de púas.

El sitio no era prodigio de hermosura, pero sí muy agradable, y tenía
los inapreciables encantos de la soledad, del silencio campesino y del
verdor perenne, aunque un poco triste, de los olivos. Los horizontes
eran anchos, la luz viva, el aire puro y sano. Todo convidaba allí a
la vida sosegada y a desencadenar de tristezas y preocupaciones el
espíritu, dejándole libre y a sus anchas.

Interiormente la casa valía poco; pero Sola, en cuanto la vio, hizo
mentalmente la reforma y compostura de toda ella, prometiéndose
ponerla, si la dejaban, en un grado tal de limpieza, comodidad y
arreglo, que podrían allí vivir canónigos y aun obispos. Todo lo
observaba ella, y si al principio no decía nada, cuando Cordero le
preguntó su opinión, no pudo menos de darla, diciendo:

—¡Qué bien vendría aquí un tabique...!, y abrir allá una puerta..., y
alargar este corredor, poniéndole escalera exterior para bajar a la
huerta..., y en la huerta yo plantaría una fila de árboles que dieran
sombra a la casa por esta parte..., y quitaría el gallinero de donde
está para ponerlo allá en el fondo del corral, donde están las mulas...
Hay que cuidar mejor de la huerta y componer esa noria, que sin duda es
del tiempo de los moros.

Todo esto lo oía extasiado don Benigno, prometiéndose formalmente hacer
las reformas indicadas por Sola y aun algunas más.

Desgraciadamente para él, no podía estar en los Cigarrales sino un par
de días, porque le precisaba volver a Madrid; pero ¡qué feliz sería
cuando volviese definitivamente a sus queridas tierras para pasar todo
el verano! Sí, sí, sí: era ya cosa decidida en el espíritu del bueno
del comerciante liquidar cuentas, traspasar la tienda, renunciar al
comercio y hacerse labrador para el resto de sus días. Estos dulces
pensamientos le hacían sonreír a solas.

La historia cuenta que don Benigno regresó a Madrid sin que le
ocurriera nada de particular en su viaje, dejando buenos y sanos, y
además muy contentos, a los que en los Cigarrales se quedaron. También
dice que vendió muchos encajes en la temporada del Corpus, y que allá
por los últimos días de junio el héroe hizo entrega de la tienda a
un amigo de toda su confianza, y se dispuso a partir para Toledo con
sus dos hijos, Primitivo y Segundo, que ya estaban de vacaciones, con
buenas notas y las correspondientes huchas llenas de dinero. Para
colmo de dicha, el padre Alelí, a quien los médicos de la Orden habían
prescrito sosiego y campo, se disponía a acompañarle a los Cigarrales.
¿Qué faltaba? Solo faltaba para poner la veleta al edificio de la
felicidad Corderil que se resolviera un asunto del alma, un problema
de corazón, del cual pendían todos los demás problemas, cuestiones y
proyectos del héroe de Boteros. Una de las dificultades más graves, que
era la de la enunciación o planteamiento verbal del problema, estaba ya
vencida, porque don Benigno halló un medio excelente de vencer, o mejor
dicho, de esquivar su timidez, y fue escribir a Sola una larga carta
cuando ella se hallaba en los Cigarrales y él en Madrid.

La carta era tan fina, tan discreta y comedida, que no vacilamos en
reproducir algunos párrafos de ella. Decían así:

  «Esto que siento no es una pasión de mozalbete, que sería impropia
  de mi edad: es un afecto que empezó siendo compasión, y poco a
  poco se fue volviendo un tanto egoísta; luego se robusteció con
  admiraciones de las virtudes de usted, y más tarde se hizo fuerte con
  la consideración de asociar a mi vida una vida tan útil por todos
  conceptos, y que me traería tan gran dote de riquezas morales y de
  méritos positivos.

  »Aquí, apreciabilísima _Hormiga_, viene por sus pasos contados las
  cuestión del agradecimiento. Usted dirá que lo tiene por mí, y yo
  replico que mayor debe ser el mío, porque los favores que me ha hecho
  son de los que no se pagan con nada del mundo. Usted ha criado a mis
  hijos, usted ha ordenado mi casa, usted ha hecho agradable, fácil y
  metódica la vida. Y quien tanto ha hecho, quien tanto merece, ¿no ha
  de tener una posición digna en el mundo? Sí, y mil veces sí. Huérfana
  y sola, pobre y sin más tesoro que sus virtudes, su amor al trabajo,
  su tierna solicitud por todas las criaturas débiles o enfermas, usted
  ha cautivado mi corazón, no con afecto ardiente de esos que más bien
  hacen desgraciados que felices a los hombres, sino despertando en mí
  un sentimiento puro, en el cual se enlazan el amor y el respeto, la
  consideración y la ternura, el deseo vivísimo de ser feliz, y el más
  vivo aún de hacer feliz, rica, considerada y señora a quien ya tiene
  en su alma todas las señorías de Dios.

  »No me conteste usted por escrito. Medite usted mi proposición, y
  cuando yo vaya, que será dentro de ocho o diez días, me responderá
  verbalmente y con una sola palabra; en la inteligencia, apreciable
  _Hormiga_, de que si mi proposición mereciera una negativa, siempre
  sería usted para mí lo mismo que ahora es, la primera y más santa de
  las amigas, y siempre sería yo para usted el mismo leal, admirador y
  ferviente amigo,

  _Benigno Cordero_».

Muy satisfecho y descansado se encontró el hombre después de escrita la
carta. Leída y aprobada por el padre Alelí, don Benigno la entregó por
su propia mano al ordinario de Toledo. Aquel día vendió muchos encajes.
Dios estaba de su parte.




XXV


Por fin vino el último día de junio, y el héroe, con sus dos hijos y el
padre Alelí, se embanastó en el coche, y helos aquí en camino de los
Cigarrales. Durante el viaje hablaba el fraile por siete, siendo tan
extremado aquel día el desorden caótico de su cabeza, que no hablara
mejor ni con más gracia el mismo descubridor de los _cerros de Úbeda_,
o el fabricante de los _pies de banco_. A cada instante suspendía sus
paliques para quedarse mirando al cielo, con el dedo en el labio y
el entrecejo lleno de pliegues y laberínticas arrugas, imagen exacta
de la confusión que dentro reinaba. Las únicas palabras que entonces
profería, eran estas:

—Benignillo, yo tenía que decirte una cosa... ¿Qué es lo que yo tenía
que decirte, Benignillo?... Pues no me acuerdo.

El de Boteros, aunque anheloso y lleno de dudas, tenía presentimientos
felices, y el corazón le auguraba que sería venturoso el término o
solución de sus amorosas ansiedades. Llegaron. Sola, doña Crucita y los
chicos menores, con regular escolta de perrillos y perrazos, salieron
a recibirles al camino. Por un rato no se oyó más que el estallido de
los besos con que se saludaban los hermanos. No poca parte del besuqueo
fue para la correa y las flacas manos de Alelí, el cual, sintiendo un
gozo superior a lo que las palabras podían expresar, echaba bendiciones
a derecha e izquierda, como sembrador que desparrama a puñados el trigo
sobre un fértil terreno. Don Benigno se encontró bastante cohibido en
presencia de Sola; y así sus frases fueron balbucientes, truncadas y
sosas. Ella estaba en su natural buen humor, alegre por la llegada
de los viajeros, y un poco más decidora que de costumbre. Crucita no
parecía la misma, y andaba por el campo hecha una zagaleja, vestida con
un _deshabillé_ extravagante y cómodo, que no era ciertamente tomado de
los figurines de la Arcadia ni del Zurguén.

Era una naturaleza constituida moralmente para la vida del campo, por
su amor a las flores y a los animales, su espíritu de independencia
y su actividad. Así, cuando vio trocadas las arboledas de sus
balcones por aquel espacioso tiesto en que había olivares, viñedos,
albaricoques, establos, huerta, cerros y horizonte, enloqueció de
contento, y todo el día andaba por aquellos campos con un pañuelo liado
a la cabeza y un garrote en la mano, echando de comer a las gallinas,
vigilando los carneros, expulsando a los guarros de los sitios donde
no debían estar, o bien cogiendo fruta, regando lechugas, arreglando
una espaldera de cañas para que se enredaran trepando las tiernas
y vacilantes judías. Los chicos, que ya llevaban un mes en aquella
vida, estaban negros como cuervos de tanto andar por el campo, jugando
a todas horas con tierra, palitroques y guijarros. Parecían dos
pintiparados paletos, y en sus caras, de color de pucheros de Alcorcón,
brillaban los ojos de azabache despidiendo centellas de picardías.

Antes de que llegara la noche, don Benigno recorrió la casa, hallando
en ella y en la distribución de sus escasos muebles tanta novedad y
arreglo, que su corazón bailó de contento. Ya se conocía bien qué manos
divinas habían andado por allí, y qué instinto sublime había hecho de
un caserón un hogar, y del desmantelado hueco un delicioso nido.

—¡Qué admirable, qué encantadora manera de responder a mi proposición!
—dijo Cordero para sí—. Me contesta con hechos, no con palabras. Estas
paredes y estos muebles me responden por ella, diciéndome: «Nos ha
arreglado la señora de la casa».

En la huerta halló Cordero nuevos motivos de admiración. No parecía
la misma que él había dejado al regresar a Madrid. Todos los cuadros
estaban sembrados de hortaliza; las gallinas, expulsadas de allí,
tenían mejor acomodo en un local admirablemente elegido y dispuesto. La
cerca, limpia y podada, reverdecía y echaba verdadera espuma de tiernos
renuevos, como si en sus venas hirviera la savia; las callejuelas y
paseos, admirablemente enarenados, parecían recibir con agradecimiento
la blanda pisada del amo, cuando por aquellos frescos contornos se
paseaba. La noria estaba ya compuesta, y no se desperdiciaba el agua,
ni quedaba ningún canjilón roto. Toda la máquina funcionaba dando
vueltas majestuosamente y sin chirridos, semejando una vida serena,
arreglada y prudente que iba sacando del hondo depósito del tiempo
futuro los días para vaciarlos serenamente en el manso río del pasado.
A don Benigno se le antojaba que los árboles habían crecido, y en
verdad que si no eran mayores, estaban verdes y lozanos por haber
sido limpiados de todo el ramaje viejo y seco. Extendían los morales
su fresquísimo follaje como diciendo: «Hemos echado estas hojas tan
grandes y tan verdes para coronar a la señora de la casa».

—Parece mentira —dijo don Benigno sintiendo su garganta oprimida por
un dogal de satisfacción, pues también hay dogales de gozo—; parece
mentira, apreciable Sola, que haya hecho usted tantas maravillas con el
poco dinero que le dejé. La casa está transformada y la huerta también.
De este tugurio y de este rincón de tierra, ha hecho usted con su mano
de oro un palacio y un edén.

Sola se ruborizó un poco, y dijo que era preciso echar abajo dos
tabiques y plantar una nueva fila de árboles, y traer algunos muebles.

¿Muebles? ¡Ah! Don Benigno habría traído, si en su mano estuviera,
el trono de las Españas para sentar en él a la que de este modo
inundaba su alma y su vida de esperanza y de alegría. Al hablar de
las reformas de la finca, Sola hablaba ingenuamente el lenguaje de la
señora de la casa. Y en esto no había afectación de ninguna clase, ni
menos desenfado de advenediza, sino que se expresaba así porque todo
aquello le parecía suyo y muy suyo de hecho, aunque no mediasen las
circunstancias que de derecho se lo iban a dar.

Cenaron. La cena fue alegre y opulenta. Abundante caza, sabrosos
salmorejos, perdices escabechadas; estofado de vaca, que propagó por
toda la casa su exquisito olor de refectorio; legumbres fritas en
menestra, festoneada con ruedecillas de huevos duros; vino viejo de
Esquivias, y luego un bandejón de albaricoques de la finca, frescos,
ruborizados, y echando pura miel por aquella boquirrita con que se
pegaban al árbol, compusieron la colación. En la mesa se contaron cosas
de los Cigarrales y cosas de Madrid. Llevaba en esto la palabra el
fraile, que en tocando a hablar se parecía a la noria tal como estaba
antes, echando agua sin concierto ni orden. Más de una vez se quedó
parado y lelo, diciendo:

—Benignillo, yo tenía que contarte una cosilla... ¡Ah!, ya caigo
—añadía dando un grito. Y después decía—: Pues no: se me fue. Me anda
dando vueltas por el magín y no la puedo atrapar.

Con estas cosas se acabó la cena y el fraile rezó el rosario,
contestado por Benigno y Sola, porque Crucita y los cuatro muchachos
se quedaron dormidos, teniendo entre los dientes el último hueso de
albaricoque y el primer padrenuestro.

—_Ite, mensa est_. A acostarse todo el mundo —gritó al concluir Alelí—.
Estamos muertos de cansancio.

Y se acostaron todos. Don Benigno durmió con plácido sosiego, y soñó
que estaba su cabeza circundada de una aureola, de un disco de luz
como el que tienen los santos. Por la mañana, cuando se levantó y salió
de su alcoba, persistía en él la ilusión de tener en su cabeza el nimbo
y de estar despidiendo de sus sienes chorros de luz. Tomó su chocolate,
encendió un cigarrillo, entró en la sala baja, y vio a Sola que estaba
abriendo las maderas para que entrara el aire puro del campo, y al
mismo tiempo para atar la cuerda donde se había de colgar la ropa que
se estaba lavando. El otro extremo de la cuerda debía atarse en el
moral grande que había en medio de la huerta. Don Benigno tomó la soga
y salió muy contento de ayudar a su protegida en aquel trajín doméstico.

—Más fuerte —le dijo Sola riendo.

Si Cordero se atara la soga en el mismo cogollo de su corazón, no
sintiera este más alborotado y palpitante.

—Más flojo —dijo Sola.

—¿Así?

—No tanto. Si se tira mucho se rompe, y si se afloja mucho, el viento
se lleva la ropa. Ahora está bien.

Don Benigno volvió a la sala. Una gran cesta de ropa blanca aguardaba a
la robusta moza que había de llevarla a la huerta. La moza salió; Sola
se quedó allí mirando al campo. Don Benigno se acercó a ella. Ambos
hablaron un rato, diciéndose todo lo más quince palabras que nadie pudo
oír, ni aun el narrador mismo, que todo lo oye. La moza y dos criados
más entraron. Salió don Benigno con la aureola de su cabeza tan
crecida, que le parecía ir derramando una claridad celestial por donde
quiera que iba. Pasó a la huerta, donde topó de manos a boca con un
maestro de obras que había mandado venir de Toledo para encargarle las
reformas de la casa.

Aunque don Benigno no le conocía, le dio un abrazo. Estaba muy
nervioso; pero su discreción y buen juicio pugnaron por sobreponerse a
aquella exaltación, y al fin pudo lograrlo.

—Maestro —dijo—, es preciso emprender las obras inmediatamente. Hay
que derribar dos tabiques y construir una galería exterior sobre la
huerta... En fin, la señora le dirá a usted; póngase usted a las
órdenes de la señora. ¡Ah!... Lo principal es arreglar la pieza que
va a ser gabinete de la señora, ¿me entiende usted?, gabinete de la
señora. ¿Cuánto se tardará en las obras? Hay que concluirlas pronto;
pero muy pronto. ¡Tienen ustedes una calma!...

—Señor...

—Sí, mucha calma. Empiece usted pronto. ¿Ha traído las herramientas?

—Si no sabía...

—¡Qué cachaza! Quiero que la casa sea una tacita de plata. La señora
dirigirá las obras. Pensamos vivir aquí constantemente. ¿Qué hace usted
que no toma medidas? ¡Qué cachaza! ¡Barástolis, barástolis!

El maestro se excusó de no haber empezado las obras que aún no estaban
formalmente encargadas, y don Benigno, que en los momentos de mayor
exaltación era hombre razonable, comprendió la justicia de las excusas
y le dio otro abrazo. Juntos recorrieron la casa. Uniose a ellos Sola,
y durante un rato no se habló más que de pies castellanos, de una
puerta por aquí, de cuatro vigas por allá, de las paredes que debían
empapelarse y de las que debían ser pintadas, del nuevo corredor para
ir a la cocina, del cielo raso y de otras menudencias. Sola explanaba
sus proyectos y deseos con una claridad admirable, demostrando en todo
la elevación de su genio doméstico.

Cuando el maestro se retiró, Cordero y Sola hablaron larguísimo rato.
Separáronse al fin, porque ella no podía abandonar ciertas ocupaciones
de la casa, y cuando entró Sola en el cuarto donde estaban planchando
se secó los ojos, que pestañeaban como si quisieran lloriquear un
poquito. Después cantó entre dientes, apartando la ropa que iba a
repasar.

Don Benigno salió a la huerta y de la huerta al campo, porque
necesitaba dar un paseo largo que sirviera de expansión a su alma. Iba
por en medio de los olivos, cuando oyó la voz de Alelí que decía:

—Benigno, ¿dónde estás?

La espesura de los árboles no permitía que se vieran.

—¿Dónde está usted, padre Monumento?

—Hijo, aquí estoy. Este enemigo malo, esta buena pieza de Jacobito me
ha traído a estos andurriales para que viera un nido, y aquí estoy en
una zanja de donde no puedo salir.

Acercose Cordero a donde la voz sonaba, y vio a su venerable amigo en
lo más bajo de una hondonada. Jacobito se había subido a los hombros
del fraile, montando a horcajadas sobre su cuello, y desde aquella
eminencia alargaba la mano con un palo, queriendo alcanzar el nido.

—Mírame aquí sirviendo de caballería al bergante de tu hijo... Lobezno,
si coges el nido o lo rompes te tiro al suelo. No espolees, verdugo,
que me rompes una clavícula. Benigno, por Dios, quítame este jinete y
ayúdame a salir del hoyo.

—Abajo, abajo, atrevido, insolente chiquillo —dijo Benigno riendo—.
¿Pues qué, nuestro amigo es campanario?

Desmontose el muchacho, y Alelí, libre de tan molesto peso y ayudado de
Cordero, salió del atolladero en que estaba. Arreglándose el hábito,
tomó de la mano a su amigo y le dijo así:

—Ya me acuerdo qué tenía que decirte. Vaya con mi memoria, que está
dando vueltas como una veleta, y tan pronto apunta al norte como al
sur. ¿Sabes lo que tenía que decirte? Pues era que se susurra que Su
Majestad napolitana está otra vez encinta. Como salga varón, ¡quién
verá la cara que ponen mis señores los apostólicos!

—Eso me lo ha dicho usted catorce veces durante el viaje, tío
Engarza-Credos.

—Dale bola, es verdad —repitió Alelí pegando en el suelo—. Pues no era
eso. Era que... ¿qué era?

Después de una larga pausa diose un palmetazo en la frente, y agarrando
a don Benigno por la solapa, tiró de él y le dijo:

—Ya lo pesqué... ya di con mi idea... ¡Cómo se escapan las ideas! Oye
tú, _don Sábelo Todo_. ¿Quién es _monsieure_ Servet?

Don Benigno miró al cielo.

—No sé —dijo—, ni me importa.

Después estuvo un momento confuso, porque aquel nombre sonaba en sus
oídos de un modo extraño.

—Pues el día de nuestra salida, cuando tú estabas fuera de casa
arreglando las cosas del viaje y yo en tu tienda charlando con el
mancebo, llegó un caballero preguntando por ti. Preguntó por todos los
de la casa, y dijo que no podía esperar porque tenía prisa. Se fue
soltándonos su nombre, que era don _Yo no sé cuántos_ Servet, y como
por el empaque y el modo de vestir, por la arrogancia, el habla y el
sonsonete del apellido me pareció francés, lo llamo _monsieure_.

Alelí pronunciaba esta palabra, así como toda palabra francesa, lo
mismo que se escribe.

—¿Y no dejó recado?

—Que ya volvería. Pero la del humo. El mancebo y yo opinamos que es un
extranjero de los que vienen a enredar y hacer revoluciones.

Don Benigno meditó un momento. Después desechó las ideas que le
asaltaban, diciendo:

—No sé quién es, ni me importa. Ese apellido lo han llevado otras
personas que ya no existen. Conque, padre Monumento, basta de sandeces
y vamos de paseo. Jacobito, ven. Corre por delante: no te alejes de
nosotros... Reverendísimo fraile, todo va bien, muy bien.

—Gracias a Dios... ¿Y para cuándo?

—Lo más pronto posible. Hoy mismo se pedirán los papeles. Barástolis...

—Sí, echa, echa de ese cuerpo dos docenas de barástolis, y yo te
acompañaré echando cuatro... Ya era tiempo, ya era tiempo.




XXVI


Deseoso de que su dicha fuera realidad dentro del más breve plazo, don
Benigno arregló sus papeles y pidió los de Sola, que estaban en un
pueblo del reino de León. Entre tanto que venían aquellos malhadados
documentos, sin los cuales no es posible encender cristianamente la
antorcha de Himeneo, los futuros cónyuges vivían en intimidad honesta y
dulce, en una especie de luna de miel de la amistad, en pleno reinado
de la paz doméstica, cuyos encantos se multiplicaban con la deliciosa
existencia campesina. Los días pasaban empujándose suavemente unos
a otros, y cada uno de ellos tenía sobre sus propias alegrías la
esperanza de las alegrías del siguiente. Nunca faltaba una operación
de labranza, un paseo al monte, una merienda en las praderas del río,
y nunca como en aquellas gratas ocasiones se le venían a la memoria
al buen Cordero los pensamientos del filósofo de la libertad y la
naturaleza. Tan pronto recitaba aquel pasaje en que Rousseau encomia
las dulzuras de la amistad, como aquel otro en que hace el panegírico
de las _comidas rústicas preparadas por el ejercicio, sazonadas por el
apetito, la libertad y la alegría_. El anatema de los convites urbanos
no es menos enérgico que la apología de las meriendas sobre la hierba.

Emprendiéronse las reformas de la casa con gran actividad. Cordero
encargó a Madrid los regalos con que pensaba expresar a Sola la pureza
de su afecto y la enormidad de su admiración. También ella hacía sus
preparativos, aunque en pequeña escala, pues quería que los nuevos
dominios que iba a poseer se rigieran por la ley de sus dominios
antiguos, que era la modestia.

Solo una contrariedad agriaba el ánimo de Cordero, poniéndole de mal
humor a ratos. Era que los papeles de Sola no venían. Era que en
los libros parroquiales de La Bañeza había no sabemos qué embrollo
o confusión, y quizás algo de ineptitud o mala fe en la persona
comisionada para arreglar el asunto. Llegó el mes de agosto, y los
dichosos papeles no parecían. A mediados de dicho mes, el cansancio
de Cordero no podía ser mayor; y recordando que tenía en Madrid un
amigo que era el mejor agente de negocios eclesiásticos de toda
España, escribiole una larga carta encomendándole la reclamación y
pronto despacho de aquel asunto, que era la clave de su dicha. En el
sobrescrito puso: «Señor don Felicísimo Carnicero, calle del Duque de
Alba, en Madrid».

¿Y qué? ¿Perderemos esta ocasión de trasladarnos otra vez a la Villa
y Corte sin pagar costas de viaje? No mil veces; que estas ocasiones
no se presentan todos los días. Callandito nos deslizamos dentro de la
carta, y henos aquí en poder del ordinario de Toledo, que puntualmente
la llevará a su destino, y a nosotros con ella.

Muy bien se va dentro de una carta. Además de que no hay mejor
aposento que un pedazo de papel doblado, tenemos la ventaja de conocer
los secretos que nuestras compañeras de viaje, las señoras letras,
llevan consigo. Una oblea es llave de nuestra breve cárcel, y un dedo
vacilante, rompiendo la frágil pared, nos devuelve la libertad.

Ya estamos.

Abierto el papel, salimos un poco estropeados y entumecidos a causa de
la postura violenta que es indispensable en los viajes epistolares, y
pronto nos hallamos frente a frente de una tabla que se esforzaba en
ser semblante humano. Era don Felicísimo, que en aquel momento en que
le vemos, decía:

—Permítame usted que lea esta carta.

Tenía visita. Miramos, y en efecto, frente a la mesa estaba un
caballero de muy buena presencia, el cual, si no tenía cuarenta años,
andaba muy cerca de ellos. Vestía bien. Su rostro era moreno, su frente
alta y hermosa, su complexión robusta, sin dejar de ser delicada, su
modo de mirar triste, sus ojos negros y ardientes a la vez, como las
noches de verano.

Carnicero leyó la carta, y dijo entre dientes: «bueno».

Después la puso bajo el pie de cabrón, y prosiguió lo que con aquel
buen señor hablaba cuando llegamos.

—Decía que el negocio de usted es de los más delicados que he visto.
Parte de la fortuna de su tío de usted, el señor canónigo de la Sonora,
ha debido pasar al Monte Pío Beneficial de la diócesis de Pamplona. Lo
que está en la escribanía de la Puebla de Arganzón puede ser recogido
por usted si tiene valimiento y activa el asunto. ¿Por qué no se
presentó usted a recoger su herencia cuando tuvo noticia del depósito?
Ya me ha dicho usted que en aquellos días estaba emigrado y perseguido
por las leyes. Pero eso no es una razón. Hoy también lo está usted, y
si se le deja en paz y aun se le permite abandonar la farsa del nombre
supuesto, es porque ha traído recomendaciones de altos personajes
legitimistas... Yo..., puesto en lugar de usted, me decidiría a perder
la mitad de la herencia del señor canónigo de la Sonora con tal de
sacar libre la otra mitad, y confiaría mi pleito a un agente hábil y
astuto que supiera mover los trastos y sacar adelante el negocio con
toda prontitud.

—Ya lo he pensado —dijo el caballero—, y no tengo inconveniente en
ceder la mitad de la herencia a la persona que arregle esta cuestión
sacando del Monte Pío Beneficial de Pamplona lo que indebidamente ha
sido llevado a él. ¿Quiere usted que hagamos el convenio ahora mismo?

Don Felicísimo pareció dudar. Su cara de fósil sufrió transformaciones
ligerísimas en color y contextura, cual si estuviera sometida en un
laboratorio a fuertes influencias químicas. Variaron sus mejillas del
gris cretáceo al rojo de cinabrio, su frente se llenó de arrugas como
un terreno que se cuartea a causa de un recalentamiento interior, y sus
ojos cambiaron un momento la transparencia imperfecta del talco por el
brillo del feldespato.

—La mitad, la mitad, y punto concluido —dijo el otro, que sin duda era
más vivo que un azogue y gustaba de las resoluciones prontas—. Hagamos
el contrato hoy mismo, y fijemos seis meses para el despacho del
negocio. Si a los seis meses está resuelto, la mitad para mí, la mitad
para usted.

Don Felicísimo empezó a balbucir excusas y a presentar sus muchos años
y su retraimiento de los negocios como un obstáculo para emprender
aquel que se le proponía. Habló mucho reconociéndose incapaz. Por los
dos ángulos de su boca salía la saliva como una erupción bituminosa,
que en aquellas concreciones y repliegues de la barba rapada se dividía
en menudos arroyos. El taimado viejo ponderaba las dificultades del
pleito y su ineptitud, sin duda porque no le parecía bastante la mitad
y quería dos tercios de la herencia.

—La mitad —manifestó resueltamente el otro—. ¿Quiere usted, sí o no?

—Por ser usted recomendado del señor don Alejandro Aguado, marqués de
las Marismas — replicó el viejo—, acepto y tomo a mi cargo su negocio.

—La mitad... seis meses.

—La mitad... seis meses —repitió Carnicero, y su vocecilla salió de la
espelunca de su boca rugiendo como el oso prehistórico—. Hagamos hoy
nuestra escritura.

Tomando el pie de cabrón con su mano de corcho, dio un porrazo sobre la
mesa que hizo temblar hasta en sus cimientos el montón de legajos.

Después rodó la conversación sobre diversos asuntos, y concluyó en
política. Acerca de ella dijo el caballero lo siguiente:

—He perdido todas las ilusiones. He vivido mucho tiempo en España en
medio de las tempestades de los partidos victoriosos, y mucho tiempo
también en el extranjero en medio del despecho de los españoles
vencidos y desterrados. La experiencia me ha hecho ver que son
igualmente estériles los gobiernos que persiguen defendiéndose y los
bandos que atacan conspirando. Yo he conspirado también algunas veces,
y en aquellos trabajos oscuros he visto en derredor mío pocos móviles
generosos y muchas, muchísimas ambiciones locas, apetitos y rencores
que no se diferenciaban de los del despotismo más que en el nombre. La
realidad me ha ido desencantando poco a poco y llenándome de hastío,
del cual nace este mi aborrecimiento de la política, y el propósito
firme de huir de ella en lo que me quedare de vida.

—Bien, bien —dijo don Felicísimo agitándose en su asiento y golpeando
sus manos una con otra en señal de júbilo—. Es usted un enemigo más
de esas endiabladas teorías constitucionales y de esas invenciones
satánicas llamadas partidos, y del estira y afloja de Cortes que
gobiernan y rey que reina, y hurga por aquí y escarba por allá, y el
demonio que lo entienda... De pensar así a ser apostólico, proclamando
esta gloriosa monarquía del porvenir, no hay más que un paso. Le veo a
usted en el buen camino y en jurisdicción apostólica.

El caballero no pudo reprimir la risa que estas palabras provocaron en
él.

—¡Yo apostólico! —dijo—. No espere tal cosa el señor don Felicísimo.
Para que eso suceda será preciso que Dios varíe mi natural ser, y
arranque de mí la memoria. Esa forma nueva del despotismo que se
anuncia ahora será más brutal que cuantos despotismos se han conocido,
porque sobre todos sus inconvenientes va a tener el de ser populachero.
No es el absolutismo de Felipe II o de Luis XIV, grande, aristocrático,
batallador, adornado de mil glorias militares y artísticas, y que
disculpa sus atrocidades con grandes empresas y conquistas de mundos;
va a ser un sistema de mojigatería y desconfianza, adicionado con
todas las corruptelas de las camarillas que vienen funcionando desde
los tiempos de Godoy. Se alimentará del suelo por dos grandes raíces,
una que estará en las sacristías, claustros y locutorios de monjas, y
otra que se fijará en las tabernas donde se reúnen los voluntarios
realistas. Va a ser una tiranía ramplona que si es sufrida por nuestro
país, lo que dudo mucho, pondrá a este en un lugar que no envidiará
seguramente ninguna región del África.

Al oír esto, don Felicísimo hizo un gesto tan displicente que su cara
se arrugó toda, y desaparecían los ojos, y los pliegues de sus labios
se extendieron, multiplicándose y describiendo un número infinito de
rayas hasta el último confín de las orejas.

—Según eso es usted liberal...

—Lo soy, sí señor, soy liberal en idea, y deploro que el país
entero no lo sea. Si no estuvieran tan arraigadas aquí las rutinas,
la ignorancia, y, sobre todo, la docilidad para dejarse gobernar,
otro gallo nos cantara. El absolutismo sería imposible y no habría
apostólicos más que en el Congo o en la Hotentocia. Por desgracia,
nuestro país no es liberal ni sabe lo que es libertad, ni tiene de los
nuevos modos de gobernar más que ideas vagas. Puede asegurarse que la
libertad no ha llegado todavía a él más que como un susurro. Es algo
que ha hecho ligera impresión en sus oídos, pero que no ha penetrado en
su entendimiento ni menos en su conciencia. No se tiene idea de lo que
es el respeto mutuo, ni se comprende que para establecer la libertad
fecunda es preciso que los pueblos se acostumbren a dos esclavitudes,
a la de las leyes y a la del trabajo. A excepción de tres docenas de
personas..., no pongo sino tres docenas..., los españoles que más
gritan pidiendo libertad, entienden que esta consiste en hacer cada
cual su santo gusto y en burlarse de la autoridad. En una palabra: cada
español, al pedir libertad, reclama la suya, importándole poco la del
prójimo...

—Luego usted —dijo don Felicísimo, que ya había recobrado la fijeza
pétrea de su rostro— no es liberal al modo de acá.

—Lo soy al modo mío, según mi idea, y creo que estos principios,
aprendidos donde no son solo principios, sino hechos, prevalecerán
en todo el mundo y conquistarán todas las tierras, incluso España;
pero cuando me detengo a calcular el tiempo que tardaremos en ser
conquistados, me confundo, me mareo, porque cien años me parecen pocos
para tan grande obra. De aquí mi escepticismo, que no es realmente
escepticismo, sino tristeza. Creo en la libertad porque he visto sus
frutos en otras partes; pero no creo que esa misma libertad pueda
darlos allí donde hay poquísimos liberales, y de estos la mayor parte
lo son de nombre. España tiene hoy la controversia en los labios, una
aspiración vaga en la mente, cierto instinto ciego de mudanza; pero el
despotismo está en su corazón y en sus venas. Es su naturaleza, es su
humor, es la herencia leprosa de los siglos, que no se cura sino con
medicina de siglos. He visto hombres que han predicado con elocuencia
las ideas liberales, que con ellas han hecho revoluciones y con ellas
han gobernado. Pues bien: esos han sido en todos sus autos déspotas
insufribles. Aquí es déspota el ministro liberal, déspota el empleado,
el portero y el miliciano nacional; es tiranuelo el periodista, el
muñidor de elecciones, el juntero del pueblo y el que grita por las
calles himnos y bravatas patrióticas. La idea de libertad, entrando
súbitamente aquí a principios del siglo, nos dio fórmulas, discursos,
modificó algo las inteligencias; pero, ¡ay!, los corazones siguen
perteneciendo al absolutismo que los crió. Mientras no se modifiquen
los sentimientos, mientras la envidia, que aquí es como una segunda
naturaleza, no ceda su puesto al respeto mutuo, no habrá libertades.
Mientras el amor al trabajo no venza los bajos apetitos y el prurito de
vivir a costa ajena, no habrá libertades. No habrá libertades mientras
no concluya lo que se llama sobriedad española, que es la holgazanería
del cuerpo y del espíritu alimentada por la rutina; porque las pasiones
sanguinarias, la envidia, la ociosidad, el vivir de limosna, el
esperarlo todo del suelo fértil o de la piedad de los ricos, el anhelo
de someter al prójimo, la ambición de sueldo y de destinos para tener
alguien sobre quien machacar, no son más que las distintas caras que
toma el absolutismo, el cual se manifiesta según las edades, ya servil
y rastrero, ya levantisco y alborotado.

—Según eso —dijo don Felicísimo confuso—, usted considera a nuestro
país inepto para las libertades. Por consiguiente, como no puede haber
más que dos clases de gobiernos, y el liberal es imposible, tenemos que
aceptar el absoluto.

—No —replicó el otro—, porque una ley ineludible arrastrará, mal
de su grado, a España por el camino que ha tomado la civilización.
La civilización ha sido en otras épocas conquista, privilegios,
conventos, fueros, obediencia ciega, y España ha marchado con ella
en lugar eminente; hoy la civilización, tan constante en la mudanza
de sus medios como en la fijeza de sus fines, es trabajo, industria,
investigación, igualdad, derechos, y no hay más remedio que seguir
adelante con ella, bien a la cabeza, bien a la cola. España se pone
las sandalias, toma su palo y anda: seguramente andará a trompicones,
cayendo y levantándose a cada paso; pero andará. El absolutismo es
una imposibilidad, y el liberalismo es una dificultad. A lo difícil
me atengo, rechazando lo imposible. Hemos de pasar por un siglo de
tentativas, ensayos, dolores y convulsiones terribles.

—¡Un siglo!

—Sí, y esta es la causa de mi tristeza. Yo me encuentro en la mitad de
mi vida. He trabajado mucho por la idea salvadora; pero ya me siento
fatigado y me reconozco sin fuerzas para esta labor inmensa, que será
cada día más dura. Otros vendrán que arrimen el hombro a tan terrible
carga. Yo no puedo más. Las circunstancias en que me encuentro, solo,
sin familia, lleno de tedio y viendo cuán poco hemos adelantado en
la cuarta parte de un siglo, me desaniman atrozmente. Reconozco que
cuanto de mis fuerzas dependía ya lo hice; está mi conciencia tranquila
y me retiro. Hasta hoy no he vivido para mí ni un solo día. Llega
la hora del egoísmo: necesito vivir un poco para mí. No obteniendo
gloria ni siquiera éxito, el sacrificio de mi existencia a un ideal
sería estéril; pues vivamos siquiera un poco y descansemos. Sobre las
ruinas de mis quiméricas ambiciones se levanta hoy una ambición grande,
potente; la ambición de ser feliz, tener una familia y vivir de los
afectos puros, humildes, domésticos. ¡Es tan dulce no ser nada para
el público y serlo todo para los nuestros! Apartado de la política,
deseando el olvido, miro a todas partes buscando un rincón en que
ocultarme y a donde no llegue el fragor de la lucha.

Don Felicísimo movía la cabeza sonriendo. Creía firmemente que el
caballero, su amigo y cliente, tenía la cabeza vacía de lo que llaman
seso; pues ¿qué mayor locura, en aquellos agitados días, que no ser
apostólico, ni absolutista, ni siquiera liberal?

Ya iba a decir algo muy ingenioso sobre esta enfermiza manía de no ser
nada, absolutamente nada, cuando entró Pipaón, y estrechando con ímpetu
amistoso la mano del caballero, le dijo:

—Enhorabuenas mil, queridísimo amigo. Vengo de ver a Su Excelencia,
que ya ha leído las cartas que trajiste del señor don Alejandro
Aguado, marqués de las Marismas, y de su parte te aseguro que puedes
vivir aquí tan libremente como en el mismo París o Londres. El señor
Aguado, como soberano absoluto del dinero, es una potencia de primer
orden, una autoridad indiscutible. Ahora bien: considerando que el
mencionado señor Aguado (Pipaón no abandonaba jamás su estilo de
expediente) garantiza bajo su palabra de oro que vienes exclusivamente
con la misión de comprarle cuadros para su rica galería, y además a
asuntillos tuyos que nada tienen que ver con la política, se ha dado
cuenta a Su Majestad de todo lo actuado, y Su Majestad se ha servido
disponer que no se te moleste en lo más mínimo. Tendreislo entendido, y
ahora, discreto amigo, ruégote que adoptes tu verdadero nombre y vengas
a comer conmigo a mi casa, donde encontrarás personas que más desean
verte que escribirte...

El caballero se levantó, y muy gozoso dijo:

—Confío sin vacilar en la libertad que se me ofrece, y recobro mi
nombre.




XXVII


Tenía sus papeles en regla, pasaporte, partida de bautismo, a más de
otros documentos importantes, y aquel mismo día se celebró la escritura
para llevar adelante lo pactado con don Felicísimo, asistiendo a este
acto solemne, como notario, el licenciado Lobo, a quien conocemos
desde hace veinticuatro años. Por la tarde Pipaón se llevó al amigo a
su casa, donde le obsequió bizarramente con suntuosa comida, cigarros
exquisitos y licores de primera. Esta esplendidez y el lujo de la
vivienda admiraron mucho al convidado, que no podía menos de traer a
la memoria la humildad con que el señor Bragas dio los primeros pasos
en la carrera de covachuelista. El medro había sido grandísimo y el
aprovechamiento tan colosal, que allí podrían tomar lecciones cuantas
hormigas hay en el mundo.

Los dos camaradas charlaron de lo lindo sobre cosas diversas; pero
especialmente sobre el destino y vicisitudes del amigo que por tanto
tiempo había estado ausente de España y envuelto en misterios.
Las preguntas sucedían a las preguntas y las explicaciones a las
explicaciones, y no fue todo paz y concordia en su interesante
diálogo, porque a lo mejor de él hubo peligro de que los ánimos
se soliviantaran, dando al traste con la amistad y buena armonía,
compañeras inseparables de una serie de buenos platos. Parece ser que
el amigo había enviado a Pipaón, durante los últimos años, todas las
cartas que tenía que dirigir a Madrid. El objeto de esta mediación
era que el diestro cortesano salvara de las asechanzas de la policía
en Correos una correspondencia inocente en que nada se hablaba de
política. Así lo hizo durante algún tiempo; pero desde mediados del
29, don Juan Bragas, que en las cosas privadas, lo mismo que en las
públicas, había de mostrar la doblez y bajeza de su carácter, abusó de
la confianza del emigrado, dejando de entregar algunas de sus cartas a
la persona a quien se dirigían, para dárselas a otra.

La cuestión de las cartas salió, pues, a relucir en la mesa, y Pipaón,
que en frescura y demás dotes para el fingimiento no tenía rival en el
mundo, se desenvolvió gallardamente de aquel compromiso. Su sofistería,
sus protestas de amistad, auxiliadas de su astucia, hacían quiebros
admirables, y no se dejaba él coger en mentira aunque la lógica misma
se encargara de acometerle.

—Puedes estar seguro, amigo Salvador —le decía—, de que desde octubre
del 29 no he recibido ningún paquete tuyo. Si lo recibiera, tonto,
¿para qué lo quería yo? ¿De qué podrían valerme tus cartas, no
trayendo nada de política? Y aunque trajeran algo, hombre, aunque
fuera cada letra de ellas una bomba explosiva, ¿me crees capaz de
vender a un amigo de la niñez? ¿Me crees capaz de abusar indignamente
de tu confianza? ¿Me crees capaz de violar el sacratísimo misterio
de la correspondencia...? ¡Oh!, no me des a entender que hay en ti,
no digo sospecha, pero ni siquiera un átomo de sospecha, porque nace
en mí cierta indignación terrible que me hará olvidar la amistad, la
consideración; me desvanezco, me exalto, me sulfuro... No, tú no puedes
tener de mí tan baja opinión, tú bromeas, tú has perdido la memoria de
mis buenas partes, y allá en la emigración has olvidado lo arraigada
que está la hidalguía en pechos españoles.

El amigo no se convenció con estas vehementes razones; pero no
queriendo volver sobre lo pasado, dejó aquel tema para tomar otro.
Apremiado por Bragas, contó lo más notable de su vida durante las
largas ausencias, extendiéndose mucho en los dramáticos sucesos de
su expedición a Cataluña, durante la insurrección apostólica de este
país. Pasmado le oyó el buen cortesano, y cuando su amigo llegaba a
narrar un peligro extraordinario o el acometimiento de alguna aventura
terrible, temblaba y sudaba como si él mismo se sintiera empeñado en
aquellos grandes riesgos y compromisos; tal verdad e interés había en
la relación.

Ya estaban en los postres, cuando Pipaón, oído el relato del convidado,
contó a su vez los chascos que él (Pipaón) y otra persona (Jenara) se
habían llevado en Madrid, creyendo ver al buen amigo en cada uno de los
individuos que sucesivamente iba deteniendo la policía por creerlos
emisarios de Mina o Valdés.

—Como no recibíamos cartas tuyas —dijo—, y en tanto los emigrados se
agitaban en París y Londres, siempre que teníamos noticia de la llegada
misteriosa de algún conspirador, creíamos que eras tú. En Gracia y
Justicia me enteraba yo de los soplos de la policía, y... francamente,
como siempre tuviste afición a zurcir voluntades de revolucionarios y
preparar sediciones..., no levantaban una pieza los buenos podencos
de la Superintendencia sin que Jenara y yo dijéramos «él es». Cuando
Espronceda vino y se escondió por unas horas en la Trinidad, creímos
que eras tú. ¿Llegó un tipo, un no sé quién, y estuvo tres días en la
botica de la calle de Hortaleza?..., pues eras tú. ¿Hablose de otro
que se metió en el _guardamangier_ de Palacio, y que luego resultó
ser un choricero perseguido por haber dado una paliza?..., pues tú.
¿Súpose por los serenos que un hombre encopetado había entrado a
deshora varias noches en casa de Olózaga?..., pues tú. Pero el más
gracioso engaño fue el que padeció nuestra paisanita durante la prisión
de Olózaga, engaño en el cual no he tenido parte ni responsabilidad.
Ella sobornó carceleros y compró mequetrefes de cárcel, de esos que
traen y llevan recados. Esta gente sirve bien, como anden las onzas
por medio, y lo prueba la evasión de Olózaga. Pues bien. En el torreón
de la Villa había un preso a quien daban el nombre de Escoriaza, el
cual unas veces atribuía su encerramiento a cosas de mujeres, y otras
a tramas políticas. Intrigando para salvar a Olózaga, nuestra amiga,
cuyo corazón es tan grande como su entendimiento, se interesaba por el
misterioso Escoriaza, creyendo..., no podía faltar la muletilla...,
creyendo que eras tú. Él recibió recados y dineros, comprendió que
había un engaño, y lo sostuvo hábilmente. En fin, querido, a la postre
resultó ser ese raterillo a quien llaman Candelas, que si Dios no lo
remedia, pasará a la posteridad por sus hazañas. Mira, Salvador, cuando
lo supe, estuve riéndome dos horas... Por último, al cabo de tantas
equivocaciones vino la verdad, y la sin par Generosa, que te buscaba
en todas partes, te encontró de improviso en su propia casa, en casa
de don Felicísimo. Y fue de la manera más inesperada y más teatral.
Un día vio sobre la mesa de Carnicero una carta para don Jaime Servet,
nombre que usaste en Cataluña, según nos dijo el marqués de Falfán de
los Godos, que te encontró en Canfranc cuando volvías sano y salvo a
Francia. Al punto Jenara..., ya sabes que es un fuego vivo de actividad
y de impaciencia..., corrió a la posada del Dragón... ¡Qué desgracia!,
no estabas... Pasaron días. La carta para ti volvió a la mesa de don
Felicísimo. Pero ayer nuestra amiga sintió una voz en el despacho
de Carnicero; ella y Micaela se acercaron, entreabrieron la puerta,
miraron... Eras tú, tú mismo, real, verdadero, efectivo. Jenara se
desmayó en el pasillo; Micaela y yo la llevamos a su cuarto, donde, sin
más medicina que un vasito de agua, volvió en sí y de repente me dijo
entre riendo y llorando: «Ha engrosado bastante ese badulaque»... Y en
conclusión, chico, esta tarde tendrás el gusto de verla, porque para
eso estás aquí y para eso te he convidado de acuerdo con ella; y ya...

El cortesano miró el reloj, añadiendo con socarronería:

—No, no es hora todavía... ¿Llevarás a mal lo que he hecho? ¡Qué
demonios! Si supieras el interés que tiene por ti... Te quiere como a
un hijo.

Salvador no dijo cosa alguna concreta acerca de este inopinado amor
de madre que la señora le tenía, y volviendo al tema pasado riose
mucho de los lances cómicos ocurridos con su supuesta persona, y
principalmente de haber sido confundido con dos hombres que habían
de ser pronto celebridades del siglo, si bien de orden muy distinto:
Espronceda y Candelas. Dijo luego que al volver a Francia de vuelta
de Cataluña, había seguido ayudando a Mina en sus planes; pero
que, desde la intentona del año 30, había cesado en sus trabajos,
renunciando para siempre y con decidido propósito a la política.
Desde que tal resolución tomó, habíase aplicado a buscar los medios
de volver libremente a España, donde le llamaban afectos nobles y una
regular herencia por recoger. Tuvo la suerte entonces de conocer a
don Alejandro Aguado, el cual le empleó en diferentes comisiones en
Bélgica e Inglaterra. Sirvió con celo y habilidad al banquero, y este
se encargó de abrirle las puertas de España. Quiso traerle cuando
vino Rossini en marzo del 31; pero entonces no fue posible. A la
vuelta de Aguado a Francia, el célebre contratista dio a Salvador el
encargo de reunirle cuadros para su afamada colección (que hoy puede
admirarse en el Louvre), y a fin de hacerle posible la residencia en
España, escribió en su obsequio cartas de recomendación, de esas que
todos los obstáculos allanan, y vencen dificultades que al oro mismo
son rebeldes. Aguado era el prestamista del Tesoro español; tenía en
su mano la fortuna pública y gran parte de la privada de esta nación
venturosísima. Por estas causas, sus relaciones en Madrid eran sólidas,
y su firma como una especie de fórmula abreviada del evangelio.

A principios de 1831 tuvo don Felicísimo correspondencia con Aguado,
con motivo de ciertos negocios de los Santos Lugares que este arregló
en París y Roma. Concluidas y zanjadas las cuentas a gusto de ambos,
lo mismo el banquero que el agente eclesiástico deseaban ocasión de
servirse mutuamente, y como en poder de Carnicero obraba todavía una
cantidad, resto de la negociación realizada y de la cual debía disponer
Aguado, este suplicó a su amigo la entregase al señor don Jaime Servet,
su deudo y corresponsal, que llegaría a Madrid en época concertada.
Reservadamente enteraba Aguado a Carnicero de quién era este Servet
y de su verdadero nombre, así como de los propósitos pacíficos que
llevaba a Madrid, por lo cual esperaba que le ayudase en todo. Con esto
y con las cartas que Salvador trajo para Calomarde, Varela, Ballesteros
y la reina Cristina, no fue difícil que al llegar a Madrid dejase su
falso nombre, entrando en el pleno goce de lo que podría llamarse
derechos civiles, y que era en realidad tolerancia o benignidad del
gobierno absoluto. La carta para Cristina, que entregó el primer día,
fue, como es de suponer, eficacísima, y todo lo demás se le hizo fácil.
Ya tenemos noticia de las buenas disposiciones de Carnicero, el cual
miraba al señor Aguado como a un Dios; pues en aquel espíritu el furor
apostólico no excluía la adoración de becerros de oro con todos los
servilismos que este culto insano trae consigo.

Ya habían concluido de comer y estaban de sobremesa fumando excelentes
puros, cuando sonó la campanilla, y Pipaón dijo a su amigo:

—Me parece que ya está ahí. Es puntual como la hora triste.

Salvador hizo una pregunta interesante por demás, a la cual contestó
el tunante de Pipaón con sonrisa maliciosa y en voz tan baja, que el
narrador se quedó en ayunas. Es evidente que la pregunta se refería a
la señora que en aquel momento a la puerta llamaba, y también lo es que
Pipaón contestó con un nombre. Lo único que pudimos percibir de este
oscurísimo coloquio, fue la observación de Salvador, diciendo:

—Me lo figuré... Le vi en Francia... ¡Qué cosas!

Era ella, en efecto. Salvador, dejando a su amigo, fue a la sala, donde
la encontró de pie, fijos los ojos en la puerta. Se saludaron con
afecto, demostrándose el uno al otro sentimientos de amistad y alegría
por verse después de tanto tiempo. En ella había cierto alborozo del
alma que luchaba por encerrarse en el círculo de lo que se llama
satisfacción en lenguaje de urbanidad, y en él había frialdad que se
mostraba de improviso, rompiendo el velo de expresiones convencionales
con que las quería cubrir. Ella estaba turbada, tan turbada, que
después de los primeros saludos decía una cosa por otra; él no parecía
sereno, pero se recobró antes que ella, y fue el primero que rio. ¡Sabe
Dios cuál sería el último!

La discreción, que en el uno emanaba naturalmente del desamor y en la
otra del remordimiento, les llevó a una conversación en que ni por
incidencia se tocó ningún punto de la vida pasada de ambos. Hablaron
del tiempo y de política, los dos temas obligados en toda reunión donde
no hay nada de qué hablar. Allí parecía más bien que ella y él temían
abordar otros asuntos. Lo único que se permitió Jenara, fuera de los
lugares comunes de la política y el tiempo, fue algunas exhortaciones
que demostraban bastante interés por el que fue su amigo.

—No te fíes de esta gente, ni de la buena acogida que te han hecho —le
dijo—. Esta canalla es más temible cuanto más halaga, y cuando parece
que perdona, es que prepara el golpe de muerte. La protección de la
reina Cristina, que tanto considera al señor Aguado, te servirá de
mucho mientras haya tal reina; pero, hijo, aquí no hay nada seguro;
estamos sobre un abismo. Al rey le repiten ya con más frecuencia los
ataques de gota, y el mejor día nos quedamos sin él. Ya supones lo que
pasará en la botella de cerveza el día que le falte el corcho. Muerto
el rey, adiós reina y Roque; se armará aquí una marimorena de todos los
demonios; el bando apostólico será dueño del reino y nos hará gustar
las delicias del gobierno de Cafrería. Como no me resigno a que me
gobiernen a la africana, tengo todo preparado para marchar en cuanto
haya síntomas; así, desde que el rey cojea del pie izquierdo, ya me
tienes haciendo las maletas. Prepárate tú también, y no te fíes de la
protección de Cristina, un ídolo a quien derribará de su pedestal el
último suspiro del rey.

Conviniendo en muchas de estas apreciaciones, respondió Salvador que
por nada del mundo volvería a la emigración, y que resuelto a huir de
la política, esperaba que nadie le molestaría. No queda duda alguna
de que la hermosa dama, oyéndole hablar, sentía en su alma eso que no
se puede designar sino diciendo que la agobiaba un formidable peso.
Claramente decían sus ojos que tras de la fórmula artificiosa y vana
que articulaban los labios, había una reserva de palabras verdaderas,
que al menor descuido de la voluntad saldrían en torrente diciendo
lo que ellas solas sabían decir. Que se echara fuera, por capricho
o audacia, una palabra sola, y las demás saldrían vibrando con el
sentimiento que las nutría. Por un instante se habría creído que el
volcán (demos al fenómeno referido su convencional nombre metafórico),
llegaba al momento supino de la erupción, echando fuera su lava y su
humo. Salvador tembló al ver con cuánto afán, digno de mejor motivo,
contaba la señora las varillas de su abanico, pasándolas entre los
dedos cual si fueran cuentas de rosario, y mirándolo y remirándolo
como si él también hablase. Después alzó la dama los ojos, que
empañados tenía, cual si fluctuara sobre aquel cielo azul la niebla
del lloriqueo, y echando sobre su amigo una mirada que era más bien
explosión de miradas, desplegó los labios, empezó una sílaba, y se la
tragó en seguida juntamente con otras muchas que estaban entre los
lindos dientes esperando vez. La señora se sometió a sí misma con
formidable tiranía, y en vez de aquello que iba a decir, no dijo más
que esto:

—Hoy me han regalado una cesta de albaricoques.

A esta noticia insignificante contestó Monsalud diciendo que a él
le gustaban poco los albaricoques, y que delante de un racimo de
uvas no se podía poner ninguna otra especie de fruta. Con esto se
empeñó un eruditísimo coloquio sobre cuáles eran las mejores frutas,
defendiendo la señora, con argumento irrebatible, el melón de Añover y
los albaricoques de Toledo, pasando la conversación a los Cigarrales,
y, por último, a don Benigno Cordero, a cuya obsequiosa amistad debía
Jenara la cestilla mencionada. Entonces el otro dio en hacer preguntas
y más preguntas sobre la honrada familia del encajero, y Jenara dio en
responderle con malísima gana y con tanta avaricia de palabras como
liberalidad de movimientos para darse aire con el abanico. Creeríase
que se estaba azotando el seno para castigarle de haber engrosado
más de la cuenta, y así todos los faralaes de su vestido en aquella
parte se agitaban como flámulas y gallardetes en día de festejo y de
temporal. De repente la señora cortó la conversación diciendo:

—Son las seis, y Micaelita me espera para ir al Prado. Yo estoy libre
también; ya me ha dicho hoy don Felicísimo, por encargo del _esposo de
la jorobada_ (Calomarde), que se acabó la tontería de mi persecución.

Salvador manifestó alegrarse de tal franquicia, y no dijo sino palabras
frías y convencionales para retener a la dama en la visita. También
habló de su próximo viaje a Toledo. Levantose ella, y sus bellos ojos
ya no echaban de sí sentimientos amorosos, sino un chisporroteo de
orgullo. Despidiose secamente diciéndole: «Nos veremos otro día»; y se
retiró majestuosa, como soberana que no sabe lo que es abdicar, y antes
consentirá en equivocarse mil veces que en ceder una sola.




XXVIII


A principios de septiembre, todavía el benignísimo don Benigno no
había podido allanar aquel endiablado obstáculo de los papeles. Nada
de provecho contestaba el agente, y todo era dilaciones, por lo cual
Cordero, que ya iba perdiendo la paciencia, determinó hacer un viaje
a Madrid para comunicar algo de su inquietud y de su prisa al señor
Carnicero. El héroe había resuelto encontrar los papeles, aunque
tuviera que ir por ellos a la misma villa de La Bañeza o al fin del
mundo. Así lo dijo al partir, despidiéndose para poco tiempo.

Dos días después de su partida estaba Sola en una de las piezas altas,
ocupada, por más señas, en pegar botones a una camisa de su futuro
esposo, cuando recibió aviso de que un señor acababa de llegar a la
finca y deseaba hablar con la señorita. Comprendiendo al punto quién
era, Sola se quedó como estatua, sin habla, sin ideas en la cabeza,
sin sangre en las venas, sintiendo una alegría disparatada, que al
mismo tiempo era pena muy viva, y miedo y cortedad de genio. Ella
sabía quién era el visitante; se lo decía aquel mismo azoramiento
súbito en que estaba, y el horrible salto de su corazón alarmado. Tuvo
noticia por don Benigno, dos semanas antes, de la aparición de Salvador
en Madrid, padeciendo con esto un trastorno general en sus ideas.
Pocos días después había recibido una carta del mismo, anunciándole
visita, y desde que recibiera la carta, el barullo de sus ideas y la
estupefacción de su alma habían aumentado. Grandes cosas se preparaban
sin duda, anunciándose en la infeliz joven con sentimientos de miedo
y espasmos de alegría. Armándose de valor, se dispuso a recibir al
que un tiempo se llamó su hermano. Mientras se arreglaba un poco para
presentarse a él, miró por la ventana. Allá abajo, entre los olivos,
había un caballo, sujeto por un muchacho de la casa. Era el caballo de
él. La puertecilla de la huerta, donde se pasaba para llegar a la casa,
estaba abierta. Él la había dejado abierta al pasar. En la salita baja
se sentían pasos. Eran sus pasos.

Sola bajó, apoyándose fuertemente en el barandal para no bajar de
cabeza. Entró en la salita... ¡Qué grueso, qué moreno!... ¡Tenía
algunas canas!... Sola no pudo decir nada, y se dejó abrazar
fuertemente.

—¡Ay! —exclamó sintiéndose inerte entre los brazos de su hermano, que
parecían de hierro.

Sola no se hacía cargo de nada. Estaba pálida y con los labios secos,
muy secos. No se dio cuenta de que él se sentó en un sofá de paja,
que era el principal adorno de la salita; no se dio cuenta de que él,
tomándole las manos, la llevó al mismo sofá y la sentó allí como se
sienta una muñeca; no se dio cuenta tampoco de que Salvador dijo:

—Ya sé que no está don Benigno; ¡cuánto lo siento!

Sola no hacía más que mirarle asombrada, encontrándole grueso, no tan
grueso que perdiera su gallardía de otros tiempos; asombrada de verle
mucho más moreno y curtido que antes y con algunas manchas de canas en
el cabello.

—¡Me miras las canas! —dijo él—. Estoy viejo, hermana, viejo de todo.
A ti te encuentro más guapa, más mujer, más saludable. Ya sé que eres
tan buena como antes o más buena aún, si cabe. El marqués de Falfán me
ha hablado mucho de ti, y me contó tu grave enfermedad. ¡Pobrecita!
También sé que no has recibido mis cartas desde hace dos años, como no
las recibió Falfán ni otros amigos míos. Es una traición de Bragas,
aunque él jura y perjura que no ha recibido paquetes míos en mucho
tiempo. La última carta que me escribiste, la recibí en Inglaterra hace
dos años. Después, yo escribía, escribía, y tú no me contestabas.

Hablaron un rato de aquel extravío de cartas, que no podía ser sino
pillada de Pipaón, falaz intermediario; pero como ya el mal había
pasado, no tenía remedio; dejaron de hablar de ello para ocuparse de
cosas más vivas y más interesantes para uno y otro.

—¡Cuántos años sin verte! —dijo él mirándola de tan buena gana que bien
se conocía el largo ayuno que de aquellas vistas habían tenido sus ojos.

—El marqués de Falfán —repitió ella—, que iba algunas veces a la tienda
de don Benigno y siempre me hablaba de ti, me contó que pasando él la
frontera cierto día del año 27 te encontró. Ibas a caballo, disfrazado,
y te habías puesto el nombre de Jaime Servet. Este nombre se me quedó
tan presente, que lo dije muchas veces cuando estaba delirando. Después
de esto me escribiste desde París. Un día que fuimos a ver entrar a la
reina Cristina a casa de Bringas, me dio Pipaón una carta tuya; fue la
última. Poco después, el marqués de Falfán me dijo que tenía ciertos
indicios para creer que habías muerto.

Salvador le contó luego a grandes rasgos los principales sucesos de su
vida en el período de ausencia, y le explicó las causas de su venida
a España. Lo que más sorprendió a Sola de cuanto dijo su hermano, fue
aquel aborrecimiento a la política y al conspirar. Salvador le dijo:

—Cuando el hombre se enamora desde su niñez de ciertas ideas, o sea
de lo que llamamos ideales..., no sé si me entiendes..., y se lanza
a trabajar en ellos, se crea una vida artificial. Las ambiciones, la
sed de gloria y el afán de todos los días la forman. Así pasa el
tiempo y así consume el hombre las fuerzas de su alma en un combate con
fantasmas. Cuando hay éxito, querida hermanita; cuando Dios dispone
las cosas para que determinados hombres en determinados países sean
instrumentos de planes providenciales, entonces la vida que he llamado
artificial puede dejar de serlo, mudándose en realidad hermosa. Pero
cuando no hay éxito, cuando después de mucho desvarío hallamos que
todo es quimera, sea por el tiempo, por el lugar, o porque realmente
no valemos para maldita de Dios la cosa, resulta uno de estos dos
fenómenos: o la desesperación, o el recogimiento y el deseo de la vida
vulgar, tranquila, compartida entre los afectos comunes y los deberes
fáciles. Yo he querido optar por lo segundo, que es más natural. Un
poeta, hablando de estas cosas, dijo: _Es como una encina plantada
en un vaso: la encina crece y el vaso se rompe_. Yo creo que en la
generalidad de los casos hay que decir: _El vaso es muy duro y la
encina se seca_, y este es el caso mío, querida.

Sola dio un suspiro por único comentario.

—La encina se seca —añadió Monsalud—. En mí se empezó a secar hace
tiempo, y ya quedan en ella muy pocas ramas con vida; pero a su sombra
ha nacido un árbol modesto que vivirá más, y a falta de laureles dará
frutos... Pronto tendré cuarenta años. ¡Si vieras tú qué efecto tan
raro nos hace el vernos cerca de esta edad y reconocer que no hemos
vivido nada en tan larga juventud! Porque un hombre puede haber
emprendido muchas cosas, haber estudiado, leído y haber querido a
muchas mujeres, y, sin embargo, encontrarse el mejor día con la triste
seguridad de no ser nada, ni saber nada, ni amar a nadie. Pronto
empezaré a ser viejo. ¡Qué triste cosa es la vejez sin otros goces que
las memorias de una juventud alborotada, ni más compañía que el rastro
que dejaron todos aquellos fantasmas y figurillas al convertirse en
humo!... Se me figura que comprendes esto perfectamente... ¿Pero a que
no sabes cuál es ahora la aspiración de mi vida?

—Ya me lo has dicho, no ser nada.

—Pues aspiro a ser el vecino tal, de tal calle, de cuál pueblo; nada
más que un vecino, querida. ¿Crees que esto es fácil? Mira que no lo
es. La vida errante me fatiga, la vida solitaria me entristece. Para
ser vecino de tal calle, es preciso fijarse y tener compañía que nos
ate con cuerda de afectos y deberes. No hay nada que tan dulcemente
abrume al hombre como el peso de un techo propio.

Esta frase, dicha así como sentencia, conmovió a Sola hasta lo más
profundo de su alma. Por un momento creyó que todo se volvía negro en
su alrededor.

—¿Qué dices a esto? —le preguntó él—. Hace un año, hallándome en París,
curado ya de la manía del vivir quimérico, y prendado de amores por
la vida posible, por la vida que no temo llamar vulgar, te escribí
manifestándote lo que pensaba.

—¡A mí! —exclamó Sola, figurándose en el acto, como por inspiración
divina, la carta que no había recibido, y viéndola toda letra por letra.

—A ti... Ya sé que no la recibiste. Sería preciso desollar vivo a
Pipaón. En mi carta te consultaba, te pedía consejo. Fue aquel un
tiempo en que tú te realzabas a mis ojos de un modo nuevo, y no iba
mi pensamiento a ninguna parte sin tropezar contigo. Siempre había
admirado yo tus virtudes, siempre había sentido por ti un afecto
entrañable; pero entonces todos los sueños de la vida posible venían a
mi cerebro como envueltos en ti; quiero decir que todas las ideas de
esta nueva existencia y las imágenes de mi reposo y de mi felicidad
futura, se me presentaban como un contorno de tu cara. Esto es concluir
por donde otros han empezado, esto es cosa de mozalbetes; pero los que
no han sabido vivir la vida del corazón cuando niños, la viven cuando
viejos, y así...

La miró un rato, y viéndola perpleja, él, que gustaba de expresar las
cosas con prontitud y claridad, le dijo en un galanteo máximo todo lo
que tenía que decirle. Sus palabras fueron estas:

—Y así, vengo a proponerte que nos casemos.

Sola no estaba ya confusa, sino espantada. Se mordía un labio y la yema
de un dedo. Se los mordía tan bien, que a poco más arrojara sangre.
Al mismo tiempo miraba al suelo, temerosa de mirar a otra parte. Su
alma estaba, si es permitido decirlo así, como una grande y sólida
torre que acababa de desplomarse sacudida por terremotos. No acertaba a
pensar cosa alguna derechamente, ni a concretar sus ideas para formar
un plan de respuesta. Salvador le tomó una mano. Entonces ella, herida
de súbito por no sé qué sentimiento, por el pudor, por la dignidad tal
vez, o quizás por el miedo, retiró su mano y dijo:

—Soy casada.

—¡Tú!...

—Como si lo fuera. He dado mi palabra.

—En Madrid me dijeron eso como una sospecha. Yo creí que era falso.

—Es cierto —dijo Sola que, recobrándose con gran esfuerzo, luchaba con
sus lágrimas para que no salieran—. Si no hubieran ocurrido ciertos
entorpecimientos, ya estaría casada con el mejor de los hombres.

A Salvador tocó entonces morderse el labio y la coyuntura del dedo
índice de su mano derecha. Sola invocó mentalmente a Dios, tomó fuerzas
de su valeroso espíritu y de la idea del deber, que era siempre su
confortante más poderoso, y quiso dominar la situación haciendo el
panegírico de su futuro esposo.

—Hay un hombre —dijo— a quien debo la vida, de quien he sido hija
cuando no tenía padre ni hermano. Siente por mí un respeto que yo no
merezco, y un cariño que no podré pagar con cien vidas mías. Cuantos
miramientos, cuantas atenciones se puedan tener con una persona amada,
ha tenido él para mí. Yo he pedido a Dios que me diera algo con que
poder pagar beneficios tan grandes, y Dios ha puesto en mi corazón
lo que me hacía falta. Ese hombre ha querido tener casas, tierras,
criados, para que yo fuera señora de todo, y él mío por toda la vida.

Salvador miró por la ventana los árboles, la deliciosa paz y abundancia
que todo aquel conjunto rústico expresaba. Sintió el corazón oprimido
de pena y lleno de la noble envidia que infunde el bien no merecido. En
la ventana que frente a él estaba, un arbolillo, agitado por el viento,
tocaba con sus ramas los vidrios. Varias veces durante el curso del
diálogo precedente, Salvador había mirado allí creyendo que alguien
llamaba en los vidrios. Ya llegado el momento de su desengaño, miró la
rama, y viendo que daba más fuerte, murmuró: «Ya me voy, ya me voy».

Volviéndose otra vez a Sola, le dijo:

—Me has hablado en un lenguaje que no admite réplica. No debo
quejarme, pues he venido tarde, y habiendo tenido el bien en mi mano
durante mucho tiempo, lo he soltado para seguir locamente un camino
de aventuras. Pero algo me disculparán mi desgracia, mi destierro y
también mi pobreza, causa de que antes no te propusiera lo que ahora
te propongo. Aquí me tienes razonable, con esperanzas de ser rico, y a
pesar de tales ventajas, más desgraciado y más solo que antes.

Animada por el triunfo que había obtenido en su espíritu, Sola quiso ir
más allá, quiso hacer un alarde de valentía diciendo a su amigo: _ya
encontrarás otra con quien casarte_; pero cuando iba a pronunciar la
primera sílaba de esta frase triste, no tuvo ánimos para ello y fue
vencida por su congoja. No dijo nada.

—Yo quería —dijo Salvador no desesperanzado todavía— que meditaras...

Sola, que vio un abismo delante de sí, quiso hacer lo que vulgarmente
se llama _cortar por lo sano_.

—No hables de eso... —dijo—. No puede ser... Figúrate que no existo.

Sin darse cuenta de ello, le miró con lágrimas. Pero sobrecogida
repentinamente de miedo, se levantó y corriendo a la ventana se puso a
mirar los morales al través de los vidrios. Allí la infeliz imaginó un
engaño o salida ingeniosa para justificar su emoción. Volviose a él,
segura de salir bien de tal empeño.

—¿Sabes por qué lloro? Porque me acuerdo de tu pobre madre, que murió
en mis brazos, desconsolada por no verte... Dejome un encargo para ti,
un paquetito donde hay una carta y varias alhajas, encargándome que a
nadie lo fiara y que te lo diera en tu propia mano. ¡Y yo tan tonta
que no te lo he dado aún, cuando no debí hacer otra cosa desde que
entraste!... Lo que me confió tu madre no se separa nunca de mí... Aquí
lo tengo y voy a traértelo.

Sin esperar respuesta, Sola subió a su habitación, y al poco rato puso
en manos de Monsalud un paquete cuidadosamente cerrado con lacres.
Salvador lo abrió con mano trémula. Lo primero que sacó fue una carta,
que besó muchas veces. En pie al lado de su amigo, que continuaba en el
sofá de paja, Sola no podía apartar los ojos de aquellos interesantes
objetos. La carta tenía varios pliegos. Salvador pasó la vista
rápidamente por ellos antes de leer.

—¡Mira, mira lo que dice aquí! —exclamó señalando una línea—. Mi madre
me suplica que me case contigo.

—Te lo suplicaba hace mucho tiempo —dijo Sola, disimulando su pena con
cierta jocosidad afectada, que si no era propia del momento, venía bien
como pantalla.

—Necesito una hora para leer esto —dijo Monsalud—. ¿Me permites leerlo
aquí?

Sola miró a las ventanas, y por un momento pareció aturdida Su corazón
atenazado le sugería clemencia, mientras la dignidad, el deber y
otros sentimientos muy respetables, pero un poco lúgubres, como los
magistrados que condenan a muerte con arreglo a la justicia, le
ordenaban ser cruel y despiadada con el advenedizo.

—Mucho siento decírtelo, hermano —manifestó la joven sonriendo como se
sonríe a veces el que van a ajusticiar—, lo siento muchísimo; pero...
pronto anochecerá. Tú, que estás ahora tan razonable, me dirás si es
conveniente...

—Sí, debo marcharme —replicó Salvador levantándose.

—Debes marcharte y no volver... y no volver —afirmó ella marcando muy
bien las últimas palabras.

—¿Y qué pensaré de ti?

Sola meditó un rato y dijo:

—¡Que me he muerto!

Se apretaron las manos. Sola miraba fijamente al suelo. Fue aquella
la despedida de menos lances visibles que imaginarse puede. No pasó
nada, absolutamente nada, porque no puede llamarse acontecimiento el
que _doña Sola y Monda_ se acercase a los vidrios de la ventana para
verle salir y que le estuviese mirando hasta que desapareció entre los
olivos, caballero en el más desvencijado rocín que han visto cuadras
toledanas. Ni es tampoco digno de mención el fenómeno (que no sabemos
si será óptico o qué será) de que Sola le siguiese viendo aun después
de que las ramas de los olivos y la creciente penumbra de la tarde
ocultaran completamente su persona.

La noche cayó sobre ella como una losa.

Fatigado y displicente, con los hábitos arremangados y su gran caña de
pescar al hombro, subía el padre Alelí la cuestecilla del olivar. Ya
era de noche. Los muchachos acompañaban al fraile, trayendo el uno la
cesta, otro los aparejos y el pequeño dos ranas grandes y verdes. Esto
era lo único que el reino acuático había concedido aquella tarde a la
expedición piscatoria de que era patrón el buen Alelí. Todas nuestras
noticias están conformes en que tampoco en las tardes anteriores
fueron más provechosas la paciencia del fraile y la constancia de los
muchachos para convencer a las truchas y otras alimañas del aurífero
río de la conveniencia de tragar el anzuelo; por lo que Alelí volvía de
muy mal talante a casa, echando pestes contra el Tajo y sus riberas.

Todavía distaba de la casa unas cincuenta varas, cuando encontró a Sola
que lentamente bajaba como si se paseara, saliendo al encuentro de las
primeras ondas de aire fresco que de los cercanos montes venían. Los
niños menores la conocieron de lejos y volaron hacia ella, saludándola
con cabriolas y gritos, o colgándose de sus manos para saltar más a
gusto.

—¿Usted por aquí a estas horas? —dijo Alelí deteniendo el paso para
descansar—. La noche está buena y fresquecita. ¿Querrá usted creer
que tampoco esta tarde nos han dicho las truchas esta boca es mía?
Nada, pasan por los anzuelos y se ríen. Esos animalillos de Dios han
aprendido mucho desde mis tiempos, y ya no se dejan engañar... Hola,
hola, ¿no son estas pisadas de caballo? Por aquí ha pasado un jinete.
Dígame usted: ¿ha enviado Benigno algún propio con buenas noticias?

Sola dio un grito terrible, que dejó suspenso y azorado al bondadoso
fraile. Fue que Jacobito puso una de las ranas sobre el cuello de la
joven. Sentir aquel contacto viscoso y frío y ver casi al mismo tiempo
el salto del animalucho rozándole la cara, fueron causa de su miedo
repentino; que este modo de asustarse y esta manera de gritar son cosas
propias de mujeres. Alelí esgrimió la caña como un maestro de escuela,
y dio dos cañazos al nene.

—¡Tonto, mal criado!

—No, no han venido buenas noticias —dijo Sola temblando.

Aquella noche cenaron como siempre, en paz y en gracia de Dios,
hablando de Cordero y pronosticando su vuelta para un día próximo. La
vida feliz de aquella buena gente no se alteró tampoco lo más mínimo
en los siguientes días. Sola estaba triste; pero siempre en su puesto,
siempre en su deber, y todas las ocupaciones de la casa seguían su
marcha regular y ordenada. Ninguna cosa faltó de su sitio, ni ningún
hecho normal se retrasó de su marcada hora. La reina y señora de la
casa, inalterable en su imperio, lo regía con rectitud pasmosa, cual
si ninguno de sus pensamientos se distrajese de las faenas domésticas.
Interiormente fortalecía su alma con la conformidad, y exteriormente
con el trabajo.

Fuera de algunos breves momentos, ni el observador más perspicaz habría
notado alteración en ella. Estaba como siempre, grave sin sequedad,
amable con todos, jovial cuando el caso lo requería, enojada jamás. Sin
embargo, cuando Crucita y ella se sentaban a coser, podían oírse en
boca de la hermana de don Benigno observaciones como esta:

—Pero, mujer, está _Mosquetín_ haciéndote caricias, y ni siquiera le
miras.

Sola se reía y acariciaba al perro.

—Hace días que estás no sé cómo... —continuaba el ama de _Mosquetín_—.
Nada, mujer, ya vendrán esos papeles; no te apures, no seas tonta. Pues
qué, ¿han de estar en la China esos cansados legajos?... ¡Vaya cómo se
ponen estas niñas del día cuando les llega el momento de casarse! Todo
no puede ser a qué quieres boca. Menos orgullito, señora, que ya que
el bobalicón de mi hermano ha querido hacerte su mujer, Dios no ha de
permitir que este disparate se realice sin que te cueste malos ratos.

Sola reía de nuevo y acariciaba a _Mosquetín_.

Una mañana, los chicos, que se pasaban el día en la huerta haciendo de
las suyas, empezaron a gritar: «Padre, padre». Don Benigno llegaba.
Entró en la casa sofocado, ceñudo, limpiándose con el pañuelo el
copioso sudor de su inflamado rostro, y dejándose caer en una silla con
muestras de cansancio, no decía más que esto:

—¡Los papeles!... ¡Los papeles!... ¡Don Felicísimo!...

—¿Qué?... ¿Han parecido?... —le preguntó Sola con ansiedad.

—¡Qué han de parecer!... ¡Barástolis! No hay paciencia para esto, no
hay paciencia...




XXIX


¿Y cómo habían de parecer, Santo Dios, si el cura de La Bañeza, a
consecuencia de una reyerta con el obispo de la diócesis, había hecho
la gracia de huir del pueblo, después de arrojar a un pozo todos los
libros parroquiales? Véase aquí por dónde la tremenda y sorda lucha que
entre el régimen absolutista y el espíritu moderno estaba empeñada,
había de estorbar la felicidad de aquel candoroso don Benigno, que
aunque liberal, en nada se metía.

Era el obispo de León, señor Abarca, absolutista furibundo de ideas y
aragonés de nacimiento, con lo que basta para pintarle. De consejero
áulico del rey y atizador de sus pasiones, pasó a la intimidad de
don Carlos y a la dirección del partido de este, llegando a ser más
tarde ministro universal de la corte de Oñate. El cura de La Bañeza
se diferenciaba de su pastor en lo de liberal, y se le igualaba en lo
de aragonés. Puede suponerse lo que sería una pendencia clerical y
política entre dos aragoneses de sotana. El obispo tenía, entre otros
defectos, el de los modos ásperos, los procedimientos brutales y las
palabras destempladas; el cura, sobre todas estas máculas, tenía la de
ser algo más presbítero de Baco que sacerdote de Cristo. Resistiose el
cura a dejar la parroquia (que precisamente estaba a cuatro pasos de
la taberna); insistió el obispo, salieron a relucir mil zarandajas,
canónicas de un lado, liberalescas de otro, y al fin vencido el
subalterno, escapó una noche antes de que le cayera encima el brazo
secular; pero como hombre de ideas filosóficas, pensó que los libros
parroquiales, por ser expresión de la verdad, debían estar como la
verdad misma, en el fondo de un pozo.

De orden de Su Ilustrísima hízose una información en el pueblo para
restablecer los libros, y al cabo de algunos meses, don Benigno supo
por Carnicero que en la partida de bautismo no había ya dificultades.
Pero el demonio, que siempre está inventando diabluras, hizo que
apareciese nueva contrariedad. Uno de los libros del registro de
matrimonios se había conservado, y en el tal libro constaba que
una Soledad Gil de la Cuadra había contraído nupcias en 1823.
Indudablemente no era esta Soledad nuestra simpática heroína; pero
mientras se ponía en claro, ji, ji (así lo decía don Felicísimo a su
cliente Cordero), había de pasar algún tiempo, siendo quizás preciso
llevar el asunto a un tribunal eclesiástico, pues estas delicadas cosas
no son buñuelos que se hacen en un segundo.

Así, entre obispos y curas aragoneses, pozos llenos de libros, agentes
eclesiásticos y torna y vuelve y daca, el héroe de Boteros sufrió el
martirio de Tántalo durante un año largo, pues hasta el verano de
1832 no se allanaron las dificultades. Cuando don Felicísimo escribió
a Cordero participándole este feliz suceso, añadía que solo faltaba
una firma del señor obispo Abarca para que todo aquel grandísimo lío
terminase.

Durante esta larga espera, la familia de Cordero continuaba sin novedad
en la salud y en las costumbres. El invierno lo pasaron en Madrid para
atender a la educación de los niños y a la tienda, que don Benigno juró
no abandonar mientras el edificio de sus felicidades no fuese coronado
con la gallarda cúpula del casamiento. A la entrada de la primavera
se trasladaron todos a los Cigarrales, acompañados de Alelí, que cada
día tomaba más afición a la familia y se entretenía en enseñar a
_Mosquetín_ a andar en dos pies.

Innecesario será decir, pero digámoslo, que don Benigno, si bien
trataba familiarmente a Sola, no traspasó jamás, en aquella larga
antesala de las bodas, los límites del decoro y de la dignidad. Se
estimaba demasiado a sí mismo y amaba a Sola lo bastante para proceder
de aquella manera delicada y caballerosa, magnificando su ya magnífica
conducta con el mérito nuevo de la castidad. Ni siquiera se permitía
tutear a su prometida, porque el tuteo, decía, trae insensiblemente
libertades peligrosas, y porque el decoro del lenguaje es siempre una
garantía del decoro de las acciones.

En este tiempo ocurrió también la dispersión de algunos personajes
muy principales de esta historia. Salvador se fue a Andalucía, donde
encontró abundancia de cuadros y antigüedades de mérito. Luego subió
por Extremadura a Salamanca, vino a Madrid en febrero de 1832 a exigir
de Carnicero el cumplimiento del pacto, y habiendo ocurrido dilaciones,
celebraron un nuevo pacto-prórroga, que terminó cuatro meses después
con feliz éxito el asunto. El aventurero vio al fin en sus manos la
mitad de la herencia de su tío, gracias a las uñas de don Felicísimo,
que acariciando la otra mitad, desenmarañó la madeja. Fue Salvador a
París en la primavera para rendir cuentas a Aguado, y en el verano
tornó a España y a Madrid para ultimar un asunto de vales reales que en
la corte tenía.

Jenara pasó en Madrid el invierno de 1831 a 1832, y en primavera se
trasladó a Valencia, volviendo al poco tiempo para instalarse en San
Ildefonso. La opinión pública que, tal vez sin motivo, le tenía mala
voluntad, hacía correr acerca de su conducta rumores poco favorables,
aunque eran de esos que cualquier dama ilustre de aquellos tiempos,
y de estos y de todos los tiempos soporta sin detrimento alguno en
el lustre de su casa, antes bien aumentándolo y viéndose cada día
más obsequiada y enaltecida. Si en el año anterior fue tildada de
aficionarse con exceso a la oratoria forense y parlamentaria, ahora
decían de ella que se pirraba por la poesía lírica, prefiriendo sobre
todos los géneros el _byroniano_, o sea de las desesperaciones y
lamentos, sin admitir consuelo alguno en este mundo ni en el otro.

Enorme escuadrón de amigos la despidió al marchar a la Granja. Adiós,
gentil Angélica, engañadora Circe. No podemos seguirte aún. Nos llaman
por algún tiempo en Madrid afecciones de literatos que nos son más
caras que las propias niñas de nuestros ojos. Y era curioso ver cómo
se iba encrespando aquel piélago de ideas, de temas literarios e
imágenes poéticas del cafetín llamado Parnasillo. Sin duda, de allí
había de salir algo grande. Ya se hablaba mucho y con ardor de un drama
célebre estrenado en París el 25 de febrero de 1830, y que tenía el
privilegio de dividir y enzarzar a todos los ingenios del mundo en
atroz contienda. El asunto, según algunos de los nuestros, no podía
ser más disparatado. Un príncipe apócrifo que se hace bandolero, una
dama obsequiada por tres pretendientes, un viejo prócer enamorado y un
emperador del mundo, son los personajes principales. Luego hay aquello
de que todos conspiran contra todos, y de que pasan cosas históricas
que la historia no ha tenido el honor de conocer jamás. Y hay un pasaje
en que el prócer que aborrece al bandido lo salva del emperador; y
luego el emperador se lleva la muchacha, y el bandolero se une al
prócer; y como uno de los dos está de más porque ambos quieren a la
señorita, el bandolero jura que se matará cuando el prócer toque un
cierto cuerno que aquel le da en prenda de su palabra; y cuando todo va
a acabar en bien porque el emperador ha perdonado a chicos y grandes
y viene el casorio de los amantes con espléndida fiesta, suena el
consabido cuerno: el príncipe bandolero recuerda que juró matarse, y,
en efecto, se mata.

Si a unos les parece esto el colmo del absurdo, a otros les parece
de perlas. Riñen los exaltados con los retóricos, y en medio de las
disputas sale a relucir una palabra que estos profieren con desprecio,
aquellos con orgullo. ¡_Románticos_!... Aguarde un poco el lector
que ya vendrán a su tiempo la amarillez del rostro, las largas y
descuidadas melenas, las estrechas casacas. Por ahora el romanticismo
no ha pasado a las maneras ni al vestido, y se mantiene gallardo y
majestuoso en la esfera del ideal.

El drama francés es un monstruo para algunos; pero ¡qué aliento de
vida, de inspiración, de grandeza en este monstruo, pariente sin duda
de las hidras calderonianas, ante cuya indómita arrogancia, a veces
sublime, salvaje a veces, parecen gatos disecados las esfinges del
clasicismo! Contra la frialdad de un arte moribundo protesta un arte
incendiario; la corrección es atropellada por el delirio; las reglas,
con sus gastados cachivaches, se hunden para dar paso a la regla
única y soberana de la inspiración. Se acaba la poesía que proscribe
los personajes que no sean reyes, y se proclama la igualdad en el
colosal imperio de los protagonistas. Rómpese como un código irrisorio
la jerarquía de las palabras nobles o innobles, y el pueblo, con su
sencillez y crudeza nativa, habla a las musas de _tú_. Caen heridos
de muerte todos los monopolios: ya no hay asuntos privilegiados, y al
templo del arte se le abren unas puertas muy grandes para dar paso a
la irrupción que se prepara. Se suprimen los títulos nobiliarios de
ciertas ideas, y se ordena que el Mar, por ejemplo, que de antiguo
venía metiendo bulla y soplándose mucho con los retumbantes dictados de
Nereo, Neptuno, Tetis, Anfitrite, sea despojado de estos tratamientos
y se llame simplemente Fulano de Tal, es decir, el _Mar_. Lo mismo les
pasa a la Tierra, al Viento, al Rayo.

Mucho podríamos decir sobre esta revolución que tuvimos la gloria de
presenciar; pero damos punto aquí porque no es llegada aún la sazón de
ella, y sus insignes jefes no eran todavía más que conspiradores. El
café del Príncipe era una logia literaria, donde se elaboraba entre
disputas la gloriosa emancipación de la fantasía, al grito mágico de
¡_España por Calderón_!

El teatro dormitaba solitario y triste; pero ya sonaban cerca las
espuelas de _Don Álvaro_. _Marsilla_ y _Manrique_ estaban más lejos;
pero también se sentían sus pisadas, estremeciendo las podridas tablas
de los antiguos corrales. Comenzaba a invadir los ánimos la fiebre del
sentimiento heroico, y las amarguras y melancolías se ponían de moda.

Las grandes obras de Espronceda no existían aún, y de él solo se
conocían el _Pelayo_, la _Serenata_ compuesta en Londres y otras
composiciones de calidad secundaria. Vivía sin asiento, derramando a
manos llenas los tesoros de la vida y de la inteligencia, llevando
sobre sí, como un fardo enojoso que para todo le estorbaba, su genio
potente y su corazón repleto de exaltados afectos. Unos versos
indiscretos le hicieron perder su puesto en la Guardia Real. Fue
desterrado a la villa de Cuéllar, donde se dedicó a escribir novelas.

Vega había escrito ya composiciones primorosas; pero sin entrar aún
en aquellas íntimas relaciones con Talía, que tanto dieron que hablar
a la Fama; Bretón había vuelto de Andalucía, y con sin igual ingenio
explotaba la rica hacienda heredada de Moratín; Martínez de la Rosa
trabajaba oscuramente en Granada; Gallego vivía a la sazón en Sevilla;
Gil y Zárate, perseguido siempre por la inquisitorial censura del padre
Carrillo, había abandonado el teatro por una cátedra de francés.
Caballero, Villalta, Revilla, Vedia, Segovia y otros insignes jóvenes
cultivaban con brío la lírica, la historia y la crítica.

Al propio tiempo la pintura de la vida real, es decir, del espíritu,
lenguaje y modo de la sociedad en que vivimos, era acometida por un
joven artista madrileño para quien esta grande empresa estaba guardada.

Miradle. No parece tener más de veintiséis o veintisiete años. Es
pequeño de cuerpo, usa anteojos, y siempre que mira parece que se
burla. Es, más que un hombre, la observación humanada uniéndose a la
gracia, y disimulando el aguijoncillo de la curiosidad maleante con el
floreo de la discreción. De sus ojos parte un rayo de viveza que en un
instante explora toda la superficie, y sin saber cómo se mete hasta el
fondo, sacando los corazones a la cara; y al hacerlo parece que se ríe,
como dando a entender que a nadie lastimará en sus disecciones de vivos.

Este joven, a quien estaba destinado el resucitar en nuestro siglo
la muerta y casi olvidada pintura de la realidad de la vida española
tal como la practicó Cervantes, comenzó en 1832 su labor fecunda, que
había de ser principio y fundamento de una larga escuela de prosistas.
Él trajo el cuadro de costumbres, la sátira amena, la rica pintura
de la vida, elementos de que toma su sustancia y hechura la novela.
Él arrojó en esta gran alquitara, donde bulliciosa hierve nuestra
cultura, un género nuevo, despreciado de los clásicos, olvidado de
los románticos, y él solo había de darle su mayor desarrollo y toda
la perfección posible. Tuvo secuaces, como Larra, cuya originalidad
consiste en la crítica literaria y la sátira política, siendo en la
pintura de costumbres discípulo y continuador de _El Curioso Parlante_;
tuvo imitadores sin cuento, y tantos, tantos admiradores que, en su
larga vida, los españoles no han cesado de poner laureles en la frente
de este valeroso soldado de Cervantes.

En 1831 escribió el _Manual de Madrid_, anunciando en él sus dotes
literarias y una pasión que había de ocuparle toda la vida, la
pasión de Madrid. En enero del año siguiente publicó _El Retrato_
en las _Cartas Españolas_ de Carnerero, y tras _El Retrato_ vino
sin interrupción esa galería de deliciosos cuadros matritenses, que
servirá, el día en que la capital de España se pierda, para encontrarla
aunque se meta cien estados bajo tierra. ¡Asombroso poder del ingenio!
Aquellos revueltos tiempos en que se decidió la suerte de la nación
española han quedado más impresos en nuestra mente por su literatura
que por su historia; y antes que la Pragmática Sanción, y el Carlismo
y la Amnistía, antes que el Auto acordado y la Corte de Oñate y el
Estatuto, viven en nuestra memoria don Plácido Cascabelillo, don
Pascual Bailón Corredera, don Solícito Ganzúa, don Homobono Quiñones y
otras dignas personas nacidas de la realidad y lanzadas al mundo con el
perdurable sello del arte.

En agosto del mismo año de 1832 principió a salir el _Pobrecito
Hablador_, de Larra. De este quisiéramos hablar un poco; pero el
insoportable calor nos obliga a salir de Madrid.

Antes de partir haremos una visita a don Felicísimo, en cuya casa
hallamos grandísima novedad, y es que al cabo de no pocas dudas y
vacilaciones, el insigne Pipaón se decidió a manifestar a Micaelita
su propósito de tomarla por esposa, considerando que si buenos
desperfectos tenía, con buenas talegas iban disimulados. Es opinión
admitida por todos los historiadores que Micaelita no rezó ningún
padrenuestro al oír nueva tan lisonjera de los labios del cortesano de
1815. Don Felicísimo y doña Sagrario se regocijaron, pues no podían
soñar mejor partido para aquel poco solicitado género que un individuo
encaminado a ser, por sus prendas excepcionales, el Calomarde de los
tiempos futuros.

Nuestra buena suerte quiso que, al dar un vistazo al agente de asuntos
eclésiasticos, halláramos al señor de Pipaón, que también se despedía.
Deleitosa conversación se entabló entre los dos. Cuando el cortesano
estrechó entre los suyos fuertísimos los dedos de corcho del señor don
Felicísimo, este exhaló un hipo y dijo:

—Me olvidaba... Querido Pipaón, puesto que va usted inmediatamente para
allá, hágame el favor de llevar esta carta.

Y diciéndolo, el anciano levantó el pie de cabrón con ademán que algo
tenía de ceremonioso y cabalístico, como el mágico que alza cubiletes y
descubre signos. El sobre de la carta de que se hizo cargo Pipaón decía:

_Al señor don Carlos Navarro, en San Ildefonso._




XXX


En los primeros días del mes de septiembre, un viajero llegó a la
Posada del Segoviano en la Granja, y pidió cuarto y comida, exigencias
a que con tanto tesón como desabrimiento se negó el fondista. Era
inaudita frescura venir a pedir techo y manteles en una posada que por
su mucha fama y prez estaba llena de gente principal desde el sótano a
los desvanes ¡Ahí era nada en gracia de Dios lo de personajes que en
la casa había! Cuatro consejeros de Estado, un fiscal de la Rota, un
administrador del Noveno y Excusado, dos brigadieres exentos, un padre
prepósito, un definidor y seis cantores de ópera sobrellevaban allí con
paciencia las incomodidades de los cuartos, y compartían el ayuno de
las parcas comidas y mermadas cenas.

—Perdone por Dios, hermano —dijo a nuestro viajero el implacable dueño
del mesón, que reventaba de gordura y orgullo, considerando el buen
esquilmo de aquel año, gracias al ansia de los partidos que tanta gente
llevaba a San Ildefonso.

Y el viajero redoblaba su amabilidad suplicante, en vista de la
negativa venteril. Era tímido y circunspecto, quizá en demasía para
aquel caso en que tenía que habérselas con la ralea de posaderos y
fondistas.

—Deme usted un cuchitril cualquiera —dijo—. No estaré sino el tiempo
necesario para conseguir que Su Ilustrísima el señor Abarca eche una
firma en cierto documento.

—¿El señor Abarca?... Buena persona... Es muy amigo mío —replicó el
ventero—. Pero no puedo alojarle a usted... como no sea en la cuadra.

Ya se había decidido el atribulado señor a aceptar esta oferta, cuando
acertó a pasar don Juan de Pipaón. El viajero y el cortesano se vieron,
se saludaron, se abrazaron, y... ¿cómo había de consentir don Juan que
un tan querido amigo suyo se albergara entre cuadrúpedos, teniendo él
como tenía, en la casa de Pajes, dos hermosísimas y holgadas estancias,
donde estaba como garbanzo en olla?

—Venga conmigo el buen Cordero —dijo con generosa bizarría—, que le
hospedaré como a un príncipe. La Granja rebosa de gente. Amigo —añadió
hablándole al oído, cuando ambos marchaban hacia la casa de Pajes—, el
rey se nos muere.

—De modo que sobrevendrá...

—El diluvio universal... Háblase de componer la cosa en familia. Pero
vamos, vamos a que descanse usted.

Cordero dio un suspiro, y ambos entraron en la casa. Después de un
ligero descanso y del desayuno consiguiente, Cordero salió a ver los
jardines.

¡La Granja! ¿Quién no ha oído hablar de sus maravillosos jardines, de
sus risueños paisajes, de la sorprendente arquitectura líquida de
sus fuentes, de sus laberintos y vergeles?... Versalles, Aranjuez,
Fontainebleau, Caserta, Schönbrunn, Postdam, Windsor, sitios donde
se han labrado un nido los reyes europeos huyendo del tumulto de las
capitales y del roce del pueblo, podrán igualarle, pero no superan al
rinconcito que fundó el primer Borbón para descansar del gobierno. Y no
hay más remedio que admirar esta pasmosa obra del despotismo ilustrado,
reconociéndola conforme a la idea que la hizo nacer. El despotismo
ilustrado fomentó la riqueza en todos los órdenes, desterró abusos,
alivió contribuciones, acometió mejoras en bien del pueblo; pero todo
lo sometió a una reglamentación prolija. Hacía el bien como una merced,
y lo distribuía como se distribuye la sopa a los pobres recogidos en
un asilo. Todo había de sujetarse a canon y a medida, y la nación,
que nada podía hacer por sí, recibía los beneficios con arreglo a
disciplina de hospital.

El despotismo ilustrado da vida en el orden económico a los Pósitos,
a los Bancos privilegiados, a los Gremios; en el orden político crea
los pactos de familia, y en el artístico protege el clasicismo. Llega
al fin un día en que pone su mano en la naturaleza, y entonces aparece
Le Nôtre, el arquitecto de jardines. Este hombre somete la vegetación
a la geometría, y hace jardines con teodolito. A su mando inapelable
los árboles ya no pueden nacer libremente donde la tierra, el agua
y Dios quisieron que naciesen, y se ponen en filas, como soldados,
o en círculo, como bailarines. No basta esto para conseguir aquella
conformidad disciplinaria, que es el mayor gusto del despotismo
ilustrado, y son escogidos los árboles, como Federico de Prusia escoge
a sus granaderos. Es preciso que todos sean de un tamaño y que las
ramas crezcan con regularidad. El hacha se encarga de convertir un
bosque en alameda, y surgen, como por encanto, esos bellos escuadrones
de tilos y esas compañías de olmos, que parecen esperar el grito de un
pino para marchar en orden de parada.

El despotismo ilustrado y sus jardineros aspiran a más: aspiran a que
la naturaleza no parezca naturaleza, sino un reino fiel sometido a la
voluntad de su dueño y señor. Las tijeras, que antes solo eran arma
de los sastres, son ahora la primera herramienta de horticultura, y
con ella se establece una igualdad de vasallaje que confunde en un
solo tamaño al grande y al chico. Es un instrumento de corrección
como la lima de que tanto hablaban los clásicos, y que a fuerza de
pulimentar hacía que todos los versos fueran igualmente fastidiosos.
La tijera hace de los poéticos mirtos y del espeso boj las baratijas
más graciosas que puede imaginarse. Córtalos en todas las formas, y
talla guarniciones, muebles, dibujos, casitas, arcos, escudos, trofeos.
Los jardineros redondean los árboles, dejándoles cual si salieran del
torno, y las esbeltas copas se convierten en pelotas verdes. En el
bajo suelo cortan y recortan el césped como se cortaría el paño para
hacer una casaca, y luego bordan todo esto con flores vivas, que ponen
donde la topografía ordena. Hacen mil juegos y mosaicos, tapicerías y
arabescos. ¡Ay de aquella florecilla indisciplinada que se salga de
su sitio! La arrancan sin piedad. La lozanía excesiva tiene pena de
muerte, como la libertad entre los hombres.

A un jardín le hacen parecer teatro, plaza, cementerio o cosa
semejante. Resulta un lugar frío, triste, desabrido, que trae al
pensamiento las tragedias en que Alejandro salía vestido de Luis XIV.
Es preciso poner algo que anime aquella soledad, algo que se mueva.
¿Quién será el juglar de este escenario amanerado? Pues el agua. El
agua, que es la libertad misma, la independencia, el perpetuo correr,
la risa y la alegría del mundo, es sacada de los plácidos arroyos, de
las tranquilas lagunas, de los agrestes manantiales, sujeta con presas
y trasportada en cañerías, y luego sometida al martirio inquisitorial
de las fuentes, que la obligan a saltar y hacer cabriolas de un modo
indecoroso. El clasicismo hortícola quiere que en todo jardín haya
mucha mitología, faunos groseros, ninfas muy remilgadas, dioses
pedantes, geniecillos traviesos. Pues todos estos individuos no tienen
gracia si no echan un chorro de agua, quién por la boca, quién por
ánforas y caracoles, aquel por todas las partes de su musgoso cuerpo, y
diosa hay que arroja de sus pechos cantidad bastante para abrevar toda
la caballería de un ejército.

En la Granja, la fuente de la Fama escupe al cielo un surtidor de 184
pies de altura, y el Canastillo traza en el espacio todo un problema
geométrico con rayas de agua, mientras Neptuno, rigiendo sus caballos
pisciformes, eleva a los aires sorprendente arquitectura de movible
cristal, que con los juegos de la luz embelesa y fascina. Las fuentes
de Pomona, Anfitrite y los Dragones también hacen con el agua los
volatines más originales. Desde la plaza de las Ocho Calles se ven,
con solo girar la mirada, todas las extravagancias de gimnástica y
coreografía con que el pobre elemento esclavizado divierte a reyes y a
pueblos. Los atónitos ojos del espectador dudan si aquello será verdad
o será sueño, inclinándose a veces a creer que es un manicomio de ríos.

Era primer domingo de mes, y corrían las fuentes. Toda la sociedad
del Real Sitio estaba en los jardines disfrutando de la frescura del
ambiente y de la perspectiva de los árboles, cosa bellísima aunque
académica. Las damas de la corte y las que sin serlo habían ido a
veranear, los militares de todas graduaciones, los señores y los
consejeros, los lechuguinos, y, por último, la gente del pueblo, a
quien se permitía entrar aquel día por causa del correr de las fuentes,
formaban un conjunto tan curioso como rico en matices y animación. Por
aquí corrillos de pastoreo cortesano como el que inspiró a Watteau, por
allá rusticidades en crudo, más lejos Ariadnas que se quieren perder
en laberintillos de boj, y por todas las rectas calles grupos que se
cruzan, bandadas alegres que van y vienen. Como el agua salta risueña
de las tazas de mármol, así surge la conversación chispeante de los
movibles grupos. No se puede entender nada.

Allá va Pipaón con su amigo. Al pasar oímos que este le dice:

—Y Jenara ¿dónde está? No la he visto por ninguna parte.

—¿Qué la has de ver, si ha ido a Cuéllar? —replicó el cortesano.

Y perdiéronse entre el gentío elegante. El vestir ceremonioso era
entonces de rúbrica en los paseos, y no había las libertades que
la comodidad ha introducido después. Entonces ni el calor ni el
esparcimiento estival eran razones bastantes para prescindir de la
etiqueta, y así, lo mismo en el Prado de Madrid que en los jardines de
San Ildefonso, el hombre culto tenía que encorbatinarse al uso de la
época, que era una elegante parodia de la pena de muerte en garrote
vil. ¡Ay de aquel cuya cabeza no se presentara sirviendo de cimiento a
un mediano torreón de felpa negra o blanca con pelos como de zalea, ala
estrecha y figura cónico-truncada que daba gloria verlo!

Las solapas altas, las mangas de pernil, las apretadas cinturas, son
accidentes muy conocidos para que necesitemos pintarlos. El paño oscuro
lo informaba todo, y entonces no había las rabicortas americanas de
frágil tela, ni los trajes cómodos, ni sombreros de paja, ni quitasoles.

¿Pues y el vestido y los diversos atavíos de las damas? Entonces el
peinarse era peinarse; había arquitectura de cabellos, y una peineta
solía tener más importancia que el Congreso de Verona. Para calle las
damas retorcían y alzaban por detrás su pelo, sujetándole en la corona
con una peineta que se llamaba _de teja, de sofá_ o _de pico de pato_,
según su forma. ¡Qué cosa tan bonita!, ¿no es verdad? Pues ved ahora
por delante los rizos batidos, como una fila de pequeños toneles negros
o rubios suspendidos sobre la frente. Esto era monísimo, sobre todo
si se completaba tan lindo artificio con la cadena a la _Ferronière_
y broche a la _Sévigné_ sujetando el cabello. Esto hacía creer que
las señoras llevaban el reloj en el moño, de lo que resultaba mucho
atractivo.

Tentado estoy de describiros el peinado a la _jirafa_ con tres grandes
lazos armados sobre un catafalco de alambre, los cuales lazos aparecían
como en un trono, rodeados de una servil cohorte de rizos huecos.

¡Cielos piadosos, quién pudiera ver ahora aquellas dulletas de
inglesina tan pomposas que parecían sacos, y aquellos abrigos de _gros
tornasol_, de casimir _Fernaux_ o tafetán de Florencia, guarnecidos
de _rulós_ y trenza, todo tan propio y rico que cada señora era un
almacén de modas! ¡Quién pudiera ver ahora resucitados y puestos en uso
aquellos vestidos de invierno, altos de talle, escurridos de falda, y
guarnecidos de marta o chinchilla! Lo más airoso de este traje era el
_gato_, o sea un desmedido rollo de piel que las señoras se envolvían
en el cuello, dejando caer la punta sobre el pecho, y así parecían
víctimas de la voracidad de una cruel serpiente.

Pero estas son cosas de invierno, y volvamos a nuestro verano y a
nuestros jardines de la Granja. Todos los que esto lean, convendrán
en que no podría darse cosa más bonita que aquellas mangas de jamón,
abultadas por medio de ahuecadores de ballena, y con los cuales las
señoras parecían llevar un globo aerostático en cada brazo. ¡Y dicen
que entonces no había modas elegantes! ¿Pues y dónde nos dejan aquel
talle, que por lo alto tocaba el cielo, y aquella falda, que intentaba
seguir el mismo camino huyendo de los pies, y aquel escote recto por
pecho y espalda, que a veces quería bajar al encuentro del talle y
que disimulaba su impudencia con hipocresía de _canesús_ y sofisma
de tules? Si no fuera porque las damas ataviadas en tal guisa se
asemejaban bastante a una alcarraza, este vestido merecía haberse
perpetuado. ¡Qué precioso era! Tenía la ventaja de no alterar las
formas, y entonces el pecho era pecho y las caderas, caderas.

¡Ay!, entonces también los pies eran pies, es decir, que no había
esas falsificaciones de pies que se llaman botinas. Los zapateros no
habían intentado aún enmendar la plana a Dios creando extremidades
convencionales al cuerpo humano. ¿Y qué cosa más bonita que aquellas
galgas y aquel cruzado de cintas por la pierna arriba hasta perderse
donde la vista no podía penetrar? La suela casi plana, el tacón
moderado, el empeine muy bajo, eran indudablemente la última parodia
de aquellas sandalias que usaban las heroínas antiguas, y que servían
para lo que no sirve ningún zapato moderno, para andar.

Ni que me maten dejaré de hablar de las mantillas, las cuales entonces
eran a propósito para echar abajo la teoría de que esta prenda no
sirve para nada. Entonces las mantillas eran mantillas; como que había
unas que se llamaban de toalla, y esto pinta su longitud. Aquellas
prendas tapaban y tenían infinito número de pliegues, cuya disposición
y gobierno, sometidos a la mano de la mujer que la llevaba, eran
casi un lenguaje. La toquilla de ahora es un adorno; la mantilla de
entonces era la persona misma. Las toquillas de hoy se _llevan_; las
mantillas de entonces se _ponían_. Los pliegues relumbrones de su raso
interior, el brillo severo de su terciopelo, la niebla negra de sus
encajes, hechura fantástica de hilos tejidos por moscas, la pasamanería
de sus guarniciones, reunían en derredor de una cara hermosa no sé
qué misterioso cortejo de geniecillos, que ora parecían serios, ora
risueños, y a su modo expresaban el pudor o la provocación, la reserva
o el desenfado. El ideal se hizo trapo, y se llamó mantilla.

En cambio de otras ventajas que el vestir moderno lleva al antiguo,
aquellos tenían la de la variedad de tonos. Entonces los colores eran
colores, y no como hogaño, variantes de gris, del canelo y de los
tintes metálicos. Entonces la gente se vestía de verde, de colorado, de
amarillo, y los jardines de la Granja, vistos a lo lejos, eran un prado
de pintadas florecillas. El alepín, la cúbica, el tafetán de la reina,
el _muaré antic_, las sargas, la inglesina, el _cotepali_, ofrecían
variedad de bultos y colores. Los parisienses, que en esto de hacer
modas se pintan solos, y cuando no pueden inventar formas y colores
nuevos les dan nombres extraños, habían lanzado al mundo el color
_jirafa_, el _pasa de Corinto_, el no menos gracioso _La Vallière_, el
azul _Cristina_; pero los que verdaderamente merecen un puesto en la
historia, son el color _ayes de Polonia_ y el _humo de Marengo_.

El cuadro de interés indumentario con fondos de verdor académico que
hemos trazado, carece aún de ciertos tonos fuertes que echará de menos
todo el que hubiera contemplado el original. Con el pincel gordo
apuntaremos en los primeros términos algunas manchas de encarnado
rabioso, amarillo y pardo, que son las pintorescas sayas de las mujeres
del campo venidas de los inmediatos pueblos. La elegancia de estos
trajes se pierde en la oscuridad de los tiempos, y a nuestro siglo
solo ha llegado una especie de alcachofa de burdos refajos, dentro de
la cual, el cuerpo femenino no parece tal cuerpo, sino una peonza que
da vuelta sobre los pies, mientras los hombres (aquí es preciso volcar
sobre el cuadro toda la pintura negra), fajados y oprimidos dentro de
las enjutas chaquetas y los ahogados pantalones y las medias de punto,
parecen saltamontes puestos de pie, guardando la cabeza bajo anchísimo
queso negro.

El pincel más amanerado nos servirá para apuntar, oscilando sobre esta
multitud de cabezas como las llamas de Pentecostés, los pompones
de los militares; y si hubiera tiempo y lienzo pondríamos en último
término, con tintas graciosas, un zaguanete de alabarderos que,
semejante a un ejército de zarzuela, pasa por el jardín precedido de
su música de tambor y pífanos. Lejos, más lejos aún que la vaporosa
proyección del agua en el aire, ponemos la fachada del palacio,
rectilínea, clásica, de formas discretas y limadas como los versos de
una oda. ¡Ay!, en el momento en que lo contemplamos, gran gentío de
cortesanos, militares y personajes de todas las categorías entra y sale
por las tres grandes puertas del centro con afán oficioso. De pronto el
murmullo alegre de las fuentes cesa, y todas dejan de correr. El agua
vacila en los aires, los chorros se truncan, se desmayan, descienden,
caen, como castillos fantásticos deshechos por la luz de la razón, y en
estanques y tazones se extingue el último silbido de los surtidores,
que vuelven a esconderse en sus misteriosas cañerías. En los jardines
reina un estupor lúgubre; la gente se para, pregunta, contesta,
murmura, y de boca en boca van pasando, como chispazos de pólvora
fugaz, estas palabras: «El rey se muere, el rey se muere».

Las puertas del palacio se abren de par en par. Entremos.




XXXI


—Se ha fijado la gota en el pecho...

—Así parece.

—Peligro inminente..., ¡muerte!

—El Señor lo dispone así...

El que tal dijo (y lo dijo con el aplomo del que está en los secretos
de Dios y mantiene relaciones absolutamente familiares con Él) era
un anciano corpulento, recio y hasta majestuoso, vestido de luengas
ropas moradas. Parecía la efigie de un santo doctor bajado de los
altares, y sus palabras querían tener una autoridad semidivina. Hablaba
dogmáticamente y no admitía réplica. Era obispo y aragonés.

Su interlocutor vestía también ropas talares, pero negras, sin adorno
alguno ni preciadas insignias. No parecía tener más de treinta y cinco
años, y se distinguía por su hermosura, como el obispo de León por su
apostólica majestad. Era el padre Carranza, prepósito de los jesuitas,
hombre listo si los hay, y además de cara bonita, calidad que avaloraba
su extraordinaria elocuencia, de tal modo que cuando subía al púlpito
parecía un ángel con sotana, celestial mensajero para proclamar con
encantadora voz lo pecadores que somos. Por su elocuencia y talento (no
por otras de sus eminentes cualidades, como la malignidad ha dicho
alguna vez) ganó en absoluto la confianza de doña Francisca, a quien
conoceremos en seguida.

—Diga usted a Sus Altezas que Su Majestad me ha llamado para pedirme
consejo en estas críticas circunstancias. En este momento Su Excelencia
el señor Calomarde está en la cámara de Su Majestad, el cual..., Dios
lo quiere así..., continúa en malísimo estado, en deplorable estado...
Cúmplase la voluntad del Altísimo.

Esto se decía en lujosa antecámara de esas que abundan en nuestros
palacios reales, y que en su ornato y mueblaje ofrecían mezcla confusa
del estilo Luis XV y del gusto neoclásico puesto en moda por el
imperio francés. La tapicería era rica y graciosa; el piso, cubierto
de finísimo junco, daba carácter español al recinto, y por el techo
corrían, entre nubecillas semejantes a espuma de huevo batido, varias
ninfas a lo Bayeu que parecían representaciones de la retórica de
Hermosilla y de la poesía moratiniana, según las baratijas simbólicas
que cada una llevaba en la mano para dar a conocer su empleo en el
vasto reino de lo ideal. La luz que alumbraba la pieza era escasa;
apenas se distinguía un Carlos IV en traje de caza que en la pared
principal estaba, escopeta en mano, la bondadosa boca contraída por
la sonrisa, con la vista un poco extraviada hacia el techo, cual si
intentara dar un susto a las ninfas que por él se paseaban tranquilas
sin meterse con nadie.

La hermosa figura del obispo y el elegante cuerpo negro del jesuita
concordaban admirablemente con aquel fondo o decoración palatina. Ambos
dijeron algunas palabras precipitadas que no pudimos oír, y salieron
a prisa por distintas puertas. Seguiremos al jesuita guapo, quien
rápidamente nos llevó a otra monumental y vistosa sala, donde salieron
a recibirle dos damas más notables por su rango que por su belleza.
Eran la infanta doña Francisca y la princesa de Beira, brasileñas y
ambiciosas. La primera habría sido hermosa si no afeara sus facciones
el tinte rojizo, comúnmente llamado color de hígado. La segunda llamaba
la atención por su arremangada nariz, su boca fruncida, su entrecejo
displicente, rasgos de los cuales resultaba un conjunto orgulloso y
nada simpático, como emblema del despotismo degenerado que se usaba por
aquellos tiempos.

El padre Carranza les habló con nerviosa precipitación, y ellas le
oyeron con la complacencia, mejor dicho, con la fe que el buen señor
les inspiraba, y en el ardiente y vivísimo coloquio, semejante a un
secreteo de confesonario, se destacaban estas frases: «Dios lo dispone
así... Veremos lo que resulta de ese consejo... ¿Y qué hará esa pobre
Cristina?».

Los tres pasaron luego a la pieza inmediata, solo ocupada en aquel
momento por un hombre, en el cual conviene que nos fijemos por ser
de estos individuos que, aun careciendo de todo mérito personal y
también de maldades y vicios, dejan a su paso por el mundo más memoria
y un rastro mayor que todos los virtuosos y los malvados todos de
una generación. Hallábase sentado, apoyado el codo en el pupitre y la
mejilla en la palma de la mano, serio, meditabundo, parecido por causa
del lugar y las circunstancias a un grande emperador de cuyos planes y
designios depende la suerte del mundo. Y la de España dependía entonces
de aquel hombre, extraordinariamente pequeño para colocado en las
alturas de la monarquía. Tenía todas las cualidades de un buen padre
de familia y de un honrado vecino de cualquier villa o aldea; pero ni
una sola de las que son necesarias al oficio de rey verdadero. Siendo,
como era, rey de pretensiones, y, por lo tanto, batallador, su nulidad
se manifestaba más, y no hubo momento en su vida, desde que empezó la
reclamación armada de sus derechos, en que aquella nulidad no saliese a
relucir, ya en lo político, ya en lo marcial. Era un genio negativo, o
hablando familiarmente, no valía para maldita de Dios la cosa.

Su Alteza se parecía poco al rey Fernando. Su mirada turbia y sin
brillo no anunciaba, como en este, pasiones violentas, sino la
tranquilidad del hombre pasivo, cuyo destino es ser juguete de los
acontecimientos. Era su cara de esas que no tienen el don de hacer
amigos; y si no fuera por los derechos que llevaba en sí como un
prestigio indiscutible emanado del cielo, no habrían sido muchos los
secuaces de aquel hombre frío de rostro, de mirar, de palabra, de
afectos y de deseos, como no fuera el vehemente prurito de reinar. Su
boca era grande y menos fea que la de Fernando, pues su labio no iba
tan afuera; pero el gran desarrollo de su mandíbula inferior, alargando
considerablemente su cara, le hacía desmerecer mucho. El tipo austríaco
se revelaba en él más que el borbónico, y bajo sus facciones reales se
veía pasar confusa la fisonomía de aquel espectro que se llamó Carlos
II el Hechizado. A pesar del lejano parentesco, la quijada era la
misma, solo que tenía más carne.

Cuando entraron las infantas, don Carlos levantó los ojos de su
pupitre, miró con tristeza a las damas, después a un cuadro que frente
a él estaba, y era la imagen de la Purísima Concepción. El soberano
de los apostólicos dio un suspiro como los que daba don Quijote en la
presencia ideal de Dulcinea del Toboso, y luego se quedó mirando un
rato a la pintura cual si mentalmente rezara.

—Francisquita —dijo al concluir—, no me traigas recados, como no sean
para darme cuenta de la enfermedad de mi adorado hermano. No quiero
intrigas palaciegas, ni menos conspiraciones para sublevar tropa,
paisanos o voluntarios realistas. Mis derechos son claros y vienen de
Dios: no necesitan más que su propia fuerza divina para triunfar, y
aquí están de más las espadas y bayonetas. No se ha de derramar sangre
por mí, ni es necesario tampoco. Yo no conquisto, tomo lo mío de mano
del Altísimo que me lo ha de dar. Esa, esa augusta Señora —añadió
señalando el cuadro— es la patrona de mi causa y la generalísima
de nuestros ejércitos: ella nos dará todo hecho sin necesidad de
intrigas, ni de sangre, ni de conspiraciones y atropellos.

Doña Francisca miró a la imagen bendita, y aunque era, como su ilustre
esposo, mujer de sincera devoción, no parecía fiar mucho, en aquellos
momentos, de la excelsa patrona y generalísima. La de Beira fue la
primera que tomó la palabra para decir a Su Alteza:

—Carlitos, no podemos estar mano sobre mano ni esperar los
acontecimientos con esa santa calma tuya, cuando se van a decidir
las cosas más graves. Nosotras no intrigamos, lo que hacemos es
apercibirnos para cortar las intrigas que se traman contra ti, legítimo
heredero del trono, y contra nosotras. No conspiramos; pero estamos a
la mira de la conspiración asquerosa de los liberales, que ahora se
llamarán _cristinos_, para burlar tus derechos, emanados de Dios, y
alterar la ley sagrada de la sucesión a la corona. En este momento,
Cristina, por encargo del rey, llama a consejo al ministro Calomarde,
al obispo de León y al conde de la Alcudia. ¿Sabes para qué?

—¿Para qué?

—Para proponer un arreglo, una componenda —dijo prontamente doña
Francisca, no menos iracunda que su hermana—. Pronto lo sabremos. Esa
pobre Cristina apelará a todos los medios para embrollar las cosas y
ganar tiempo, hasta que se desencadenen las furias de la revolución,
que es su esperanza.

—¡Un arreglo!... —dijo don Carlos con entereza—. ¿Con quién y de qué?
Entre los derechos legítimos, sagrados y la usurpación ilegal no puede
haber arreglo posible.

Dijo esto con tanto aplomo, que parecía un sabio. Después miró a la
Virgen como para tener la satisfacción de ver que ella opinaba lo mismo.

—Basta de cuestiones políticas —dijo Su Alteza volviendo a tomar una
actitud tranquila—. ¿Sigue Fernando más aliviado del paroxismo de esta
tarde?

—Hasta ahora no hay síntomas de que se repita...

—Pero puede suceder que de un momento a otro...

—¡Pobre Fernando! —exclamó don Carlos dando un gran suspiro y apoyando
la barba en el pecho. Incapaz de fingimiento y de mentira, la
apariencia tétrica del infante era fiel expresión de la vivísima pena
que sentía. Amaba entrañablemente a su hermano. Para que todo fuera
en desventaja de los españoles, Dios quiso que estos se dividieran en
bandos de aborrecimiento, mientras los hermanos que ocasionaron tantos
desastres vivieron siempre enlazados por el afecto más leal y cariñoso.

Poco más de lo transcrito hablaron el infante y las dos damas,
porque empezó a reunirse la camarilla en el salón inmediato, y doña
Francisca y su hermana abandonaron a don Carlos para recibir a los
aduladores, pretendientes y cofrades reverendos de aquella cortesana
intriga. En poco tiempo llenose la cámara de personajes diversos:
el conde de Negri, el padre Carranza, el embajador de Nápoles,
vendido secretamente a los apostólicos desde mucho antes, y don Juan
de Pipaón, que, según todas las apariencias, representaba en el
seno de la comunidad apostólica a Calomarde. Luego aparecieron el
obispo de León y el conde de la Alcudia, y entonces la cámara fue un
hervidero de preguntas y comentarios. Vanidad, servilismo, adulación,
los rostros pálidos, las palabras ansiosas, el respeto olvidado, el
rencor no satisfecho, la esperanza cohibida por el temor... todo esto
había bajo aquel techo habitado por sosas ninfas, entre aquellos
tapices representando borracheras a lo Teniers, remilgadas pastoras, o
cabriolas de sátiros en los jardines de Helicona.

—Una proposición inaudita, señores —dijo el reverendo obispo con
fiereza—. Veremos lo que opina el señor. Ahí es nada... Quieren que
durante la enfermedad del rey se encargue del gobierno doña Cristina, y
que el serenísimo señor infante sea... su consejero.

Una exclamación de horror acogió estas palabras. La princesa de Beira
casi lloraba de rabia, y a la orgullosa doña Francisca le temblaban los
labios y no podía hablar.

—Es una desvergüenza —se atrevió a decir Pipaón, que siempre quería
dejar atrás a todos en la expresión extremada del entusiasmo apostólico.

—Es una jugarreta napolitana —indicó Negri, que en estas ocasiones
gustaba de decir algo que hiciera reír.

—Es burlarse de los designios del Altísimo —afirmó Abarca, atento
siempre a entrometer a la Divinidad en aquellas danzas.

—Es simplemente una tontería —dijo el de la Alcudia—. Veamos la opinión
de Su Alteza.

El ministro y el obispo pasaron a ver a don Carlos, que hasta entonces
tenía la digna costumbre de huir de los conventículos donde se
ventilaban entre aspavientos y lamentaciones los intereses de su causa,
y al poco rato salieron radiantes de gozo. Su Alteza había contestado
con enérgica negativa a la proposición de la _madre de Isabelita_; que
de este modo solían allí nombrar a la reina Cristina.

Corrieron entonces los cortesanos del cuarto del infante a la cámara
real, donde, en vista de la denegación, se buscaban nuevas fórmulas
para llegar al deseado arreglo. Hora y media pasó en ansiedades y locas
impaciencias. La reina y los ministros conferenciaban en la antecámara
del rey. En la alcoba de este nadie podía penetrar, a excepción de
Cristina, los médicos y los ayudas de cámara de Su Majestad. El infante
no salía del rincón de su cuarto en que se recogía como un cenobita que
hace penitencia; pero la bulliciosa infanta, la implacable princesa
de Beira, su hijo don Sebastián y la mujer de este no se daban punto
de reposo, inquiriendo, atisbando, en medio del vertiginoso ciclón de
cortesanos que iba y venía y volteaba con mareante susurro.

Al fin aparecieron el obispo y el conde de la Alcudia trayendo las
nuevas proposiciones de arreglo. ¿Cuáles eran? «¡Una regencia compuesta
de Cristina y don Carlos, con tal que este empeñase solemnemente su
palabra de no atentar a los derechos de la princesa Isabel!». Tal era
la proposición, que a unos parecía absurda, a otros insolente, a los
más ridícula. Hubo exclamaciones, monosílabos de desprecio y amargas
risas. «¡Los derechos de Isabelita!». Esta idea ponía fuera de sí a la
enfática y siempre hinchada princesa de Beira.

¿Y quién sabrá pintar la escena del cuarto de don Carlos, cuando el
obispo y el ministro le comunicaron la última proposición de los reyes?
Por todos los santos se puede jurar que el que tal escena vio no la
olvidará aunque mil años viva. Nosotros, que la vimos presente, la
tenemos cual si hubiera pasado ayer; ¿pero cómo acertar a describirla?
Es tan rica de matices y al propio tiempo tan sencilla, que fácilmente
se perderá en las manos del arte. ¡Pasó allí tan poca cosa, y fue de
tanta transcendencia lo que allí pasó!... No hubo ruido; pero en el
silencio grave de aquella sala se engendraron las mayores tempestades
españolas del siglo.

Al ver entrar al obispo y al ministro, seguidos de las infantas, don
Sebastián y el agraciadísimo padre Carranza, levantose don Carlos
solemnemente. Era hombre que sabía dar a ciertos actos una majestad
severa que contrastaba con su llaneza en la vida privada. Mientras
Alcudia leía el borrador del decreto en que se establecía la doble
regencia, la princesa de Beira estaba lívida y doña Francisca mordía
las puntas del pañuelo. Ambas hermanas vestían modestamente. ¿Quién
olvidará sus talles altos, sus ampulosos senos, sus peinados de tres
lazos y sus pañoletas de colores? Eran como dos estatuas de la ambición
doméstico-palatina, erigidas en el centro del arco que formaba la
comisión de príncipes y magnates. Miraban ansiosos a don Carlos, cual
si temieran que el grande amor que al rey tenía venciera su entereza
en aquel crítico instante, haciéndole incurrir en una debilidad que se
confundiría con la bajeza.

Don Carlos no tenía talento, pero tenía fe, una fe tan grande en sus
derechos, que estos y los Santos Evangelios venían a ser para Su Alteza
Serenísima una misma cosa. La fe, que en lo moral producía en él la
honradez más pura y en los actos políticos una terquedad lamentable,
fue lo que en tal momento salvó la causa apostólica, llenando de júbilo
los corazones de aquellos señorones codiciosos y princesas levantiscas.
Mientras duró la lectura, don Carlos no quitó los ojos del cuadro de
la Purísima, a quien sería mejor llamar Capitana por las prerrogativas
militares que el príncipe le había dado. Siguió a esto una pausa
silenciosa, durante la cual no se oía más que el rumorcillo del papel
al ser doblado por el conde de la Alcudia. Las infantas miraban a los
labios de don Carlos, y don Carlos se puso pálido, alzó la frente, más
ancha que hermosa, y tosió ligeramente. Parecía que iba a decir las
cosas más estupendas de que es capaz la palabra humana, o a dictar
leyes al mundo como su homónimo el de Gante las dictaba desde un rincón
del Alcázar de Toledo. Con voz campanuda dijo así:

—No ambiciono ser rey; antes por el contrario, desearía librarme de
carga tan pesada, que reconozco superior a mis fuerzas... pero...

Aquí se detuvo buscando la frase. Doña Francisca estuvo a punto de
desmayarse, y la de Beira echaba fuego por sus ojos.

—Pero Dios —añadió don Carlos—, que me ha colocado en esta posición, me
guiará en este valle de lágrimas... Dios me permitirá cumplir tan alta
empresa.

Aún no se sabía qué empresa era aquella que Dios, protector decidido de
la causa, tomaba a su cargo en este valle de lágrimas. El conde de la
Alcudia, que a pesar de estar secretamente afiliado al partido de don
Carlos quería cumplir la misión que le había dado el rey, dijo algunas
palabras en pro de la avenencia. Pero entonces don Carlos, como si
recibiera una inspiración del cielo, habló con facilidad y energía en
estos términos, que son exactos y textuales:

—«No estoy engañado, no, pues sé muy bien que si yo por cualquier
motivo cediese esta corona a quien no tiene derecho a ella, me tomaría
Dios estrechísima cuenta en el otro mundo, y mi confesor en este no me
lo perdonaría; y esta cuenta sería aún más estrecha, perjudicando yo a
tantos otros y siendo yo causa de todo lo que resultare; por tanto, no
hay que cansarse, pues no mudo de parecer».

Dijo, y se sentó cansado. Las infantas dejaron a sus abanicos
la expresión del orgullo y vanagloria que sentían por aquellas
cristianísimas palabras. ¿Qué cosa más admirable que un príncipe
decidido a reinar sobre nosotros, no por ambición, no por deseo de
aplicar al gobierno un entendimiento que se siente poderoso, sino
por cristianismo puro, por temor de Dios y por miedo al infierno? En
aquel breve discurso nos explicó Su Alteza Serenísima la clave de sus
ideas, de su modo de hacer la guerra y de gobernar. No era ambicioso
ni conquistador, sino una especie de cruzado de la Tierra Santa de
sus derechos. Según él, Dios estaba profundamente interesado en aquel
negocio; no se sabe lo que habría pasado en los reinos celestiales si
al buen infante le da la mala tentación de dejar reinar a _Isabelita_.
Es sabido que estas contiendas de familia se miran allá arriba como
cosa de casa. Bien enterado estaba de todo el confesor de Su Alteza,
que así le había pintado la imposibilidad de ser modesto, y la urgente
precisión de ceñirse la corona, por estar así acordado allá donde se
hacen y deshacen los imperios. ¿Y cómo se iba a atrever el pobre don
Carlos a confesar en el temeroso tribunal de la penitencia el horrible
delito de no querer ser rey? ¿Y además, no estaba de por medio la
infeliz España, a quien Dios no podía abandonar? ¿Y qué era el príncipe
más que el instrumento de Dios, protector decidido en todos tiempos
de nuestra nación, con preferencia a todas las demás que ocupan la
interesante Europa, la América lozana, la negra África y el Asia
opulenta? ¡Instrumento de la Providencia! Esto y no otra cosa era don
Carlos, y bien lo comprendía así el bueno, el evangélico, el seráfico
obispo de León, cuando al salir de la cámara del infante se abrió paso
entre la multitud de cortesanos, diciendo con entusiasmo:

—¡Paso al partido del Altísimo!

Olvidábamos decir que don Carlos, luego que dio aquella respuesta digna
de un arcángel encargado de defender una celestial fortaleza sitiada
por los pícaros demonios, habló con sus amigos y con su esposa y
cuñada, repitiéndoles lo que ya les había dicho muchas veces, a saber:
que se negaba resueltamente a apelar a las armas, que desaprobaba todas
las conspiraciones fraguadas en su nombre, y que se le enterase cada
poco rato del estado de la salud del rey.

Luego se encerró en su oratorio, donde rezó gran parte de la noche,
pidiendo a Dios, su superior jerárquico, y a la Limpia y Pura, su
generala en jefe, que salvaran la vida de su amado hermano Fernando.
Tal era, ni más ni menos, aquel don Carlos que en España ha llenado
el siglo con su nombre lúgubre, monstruo de candor y de fanatismo, de
honradez y de ineptitud.




XXXII


Agitábanse sin descanso los manipuladores de aquella intriga, pero
ninguno como Pipaón, el correveidile de Calomarde, el que tan pronto
llevaba un recado al embajador de Nápoles, caballero Antonini, como un
papelito al padre Carranza para que lo diera a las infantas. Cuando el
barullo cesó en los salones y empezó a reinar un poco de sosiego, el
bueno de Bragas retirose con Calomarde y Carranza a una pieza remota,
donde estuvieron charlando acaloradamente y revolviendo papeles y
haciendo números hasta por la mañana. Cuando amaneció tenía la augusta
cabeza tan caldeada por el cúmulo de ideas y proyectos que en aquella
cavidad bullían, que juzgó prudente no acostarse y salir a los jardines
para dar por ellos algunas vueltas.

Largo rato estuvo recorriendo alamedas y bosquecillos de tallado mirto,
sin parar mientes en la hermosura de la naturaleza en tal hora, porque
su ambición ocupaba al cortesano todas las potencias y sentidos. Así,
la deliciosa frescura de la mañana, el despertar de los pajarillos, la
quietud soñolienta de la atmósfera, la gala de las flores humedecidas
por el rocío, eran para aquel infeliz esclavo de las pasiones como
páginas de un idioma desconocido, del cual no comprendía ni una letra
ni un rasgo.

Ciego para todo, menos para su loco apetito, no veía sino la cartera
ministerial, el sueldazo, las obvenciones, las veneras, el título de
nobleza, y todo lo demás que del próximo triunfo de los apostólicos
podía obtener.

Junto a la fuente de Pomona tropezó con don Benigno Cordero, que volvía
de su paseo matinal. Era hombre que madrugaba como los pájaros y daba
paseos de leguas antes del desayuno. Aquella mañana el héroe estaba
tan meditabundo como Pipaón; pero por diferentes motivos.

—No he dormido en toda la noche, señor don Benigno —dijo el cortesano
con énfasis—. Hemos trabajado para evitar derramamiento de sangre. El
rey se nos muere hoy: quizá no llegará a la noche. ¡España por don
Carlos!

—Yo tampoco he dormido; pero no me desvelan a mí esas trapisondas
palaciegas, no —repuso el héroe melancólico—. Barástolis,
rebarástolis..., ¡pensar que hasta ahora no he podido conseguir de
ese intrigante la cosa más fácil y sencilla que se puede pedir a un
obispo!... ¡Una firma, una, don Juan, una firma! He prometido una
gran cesta de albaricoques, amén de otras cosas, al familiar de Su
Ilustrísima y... ni por esas... Su Ilustrísima no se puede ocupar de
eso; Su Ilustrísima se debe al rey y al estado y al... ¿En qué país
vivimos? ¿Se tratan así los intereses más respetables? ¿Es esto ser
obispo?... ¡Le digo a usted, amigo don Juan, que estoy de obispos hasta
la corona!... ¿Qué es lo que pido? Una firma, nada más que una firma en
documento corriente, informado y vuelto a informar, y que ha pasado por
más manos que moneda vieja... ¡Oh, malhadada España! ¡Y estos hombres
hablan de regenerarte!

¡Una firma, nada más que una firma! Indudablemente el revoltoso obispo
debía ser ahorcado. Pipaón consoló a su amigo lo mejor que pudo,
prometiéndole recomendar el caso a Su Ilustrísima, y conseguirle si
triunfaban los apostólicos, no una firma, sino cuatro o cinco docenas
de ellas.

Cuatro o cinco docenas de _Barástolis_ echó después de su boca don
Benigno, y juntos él y Bragas se dirigieron hacia la casa de Pajes.

—Si estuviera aquí Jenarita —decía Cordero—, ella, con su irresistible
poder, haría firmar a ese condenado.

Pipaón se acostó; pero llamado a poco rato por Su Excelencia, tuvo que
dejar el blando sueño para acudir a los cónclaves que se preparaban
para aquel día. El inconsolable y aburridísimo Cordero, luego que
se desayunó, volvió a los jardines, único punto donde hallaba algún
esparcimiento en su tristeza, y no había llegado aún a la Fuente de la
Fama, cuando topó con Monsalud, que venía de malísimo talante. El día
anterior se habían visto y saludado un momento, como amigos antiguos
que eran desde las trapisondas de la Milicia nacional el año 22,
memorable por la hazaña del nunca bastante célebre arco de Boteros.
Alegrose don Benigno de verle, por tener alguien con quien hablar en
aquella desolada corte, tan llena de interés para otros y para él más
triste y solitaria que un desierto. De manos a boca Monsalud le habló
de Sola, del casamiento, y tales elogios hizo de ella y con tanto
calor la nombró, que Cordero sintió inexplicables inquietudes en su
alma generosa. No sabía por qué le era desagradable la persona y la
amistad de aquel hombre, protector y amigo de su futura en otro tiempo,
y luego nombrado en sueños por ella. Recordó claramente cuán triste
se ponía la huérfana si le faltaban cartas de él, y cuánto se alegraba
al recibir noticias suyas; pero al mismo tiempo le consoló el recuerdo
de la perfecta sinceridad, signo de pureza de conciencia, con que Sola
le supo referir su entrevista con Salvador en los Cigarrales, mientras
Cordero estaba en Madrid ocupado de los nunca bastante vituperados
papeles. Recordó muchas cosas: unas que le agitaban, otras que calmaban
su inquietud, y, por último, la fe ciega que tenía en el afecto puro y
sencillo de la que iba a ser su señora le confortaba singularmente. No
obstante, quiso evitar la compañía de aquel hombre, y ya preparaba la
conversación para buscar un pretexto de ausencia, cuando Salvador dijo:

—Reniego de esta cansada y revoltosa corte. Aquí estoy hace seis días
atado por una pretensión sencilla y fácil, y aunque tengo relaciones
en Palacio, nada puedo conseguir. A usted no le sorprenderá el saber
que lo que pretendo no es más que una firma, nada más que una firma
en documento corriente. Pero el señor Calomarde, que para daño eterno
de nuestro país sigue sin reventar todavía, no se ha decidido aún a
tomar la pluma. ¡Y de que la tome y rubrique dependen mi fortuna y mi
porvenir!

—Nuestra cuita es la misma —exclamó don Benigno sintiéndose consolado
con la desgracia ajena—. Yo también me aburro y me desespero y me quemo
la sangre solo por una firma.

—¡Qué ministros!

—Están intrigando para arrancar al rey un codicilo que dé la corona a
don Carlos.

—¡Qué menguados hombres!... ¡Que una nación esté en tales manos!...

—Y según los vientos que corren, barástolis, lo estará para _in
eternum_. La consigna de esa gente es que el rey se muere hoy. Parece
que han sobornado al Altísimo.

—Es gracioso.

—Ya tratan a don Carlos de Majestad.

—Lo creo. Será rey. Vamos progresando. ¿Piensa usted emigrar?

—¿Yo? —dijo Cordero sorprendido—. Si triunfa ese partido brutal lo
sentiré mucho, porque, en fin, tengo ideas liberales... algo ha leído
uno en autores filosóficos...

—Sí, ya sé que lee usted a Rousseau. Rousseau dice: «no hay patria
donde no hay libertad». ¿Piensa usted emigrar?

—Emigrar no, porque no me mezclo en política. Viviré retirado de estos
trapicheos, dejándoles que destrocen a su antojo lo que todavía se
llama España, y con ellos se llamará como Dios quiera. Un padre de
familia no debe comprometerse en aventuras peligrosas. Usted...

—Yo no soy padre de familia ni cosa que lo valga —dijo el otro dejando
traslucir claramente una pena muy viva—. No tengo a nadie en el
mundo. No hay casa, ni hogar, ni rincón que guarden para mí un poco
de calor; soy tan extranjero aquí como en Francia; soy esclavo de la
tristeza; no tengo en derredor mío ningún elemento de vida pacífica;
la última ilusión la perdí radicalmente; vivo en el vacío; no tengo,
pues, otro remedio, si he de seguir existiendo, que lanzarme otra vez
a las aventuras desconocidas, a los caminos peligrosos de la idea
política, cuyo término se ignora. Mi antigua vocación de revolucionario
y conspirador, que estaba amortiguada y como vencida en mí, vuelve a
nacer ahora, porque el freno que le puse se ha roto, porque la vocación
nueva con que traté de matar aquella se ha convertido en humo. Hay que
volver al humo pasado, a las locuras, a la lucha, a las ideas, cuya
realización, por lo difícil, toca los límites de lo imposible.

Don Benigno le oía con estupor. Habíanse internado en uno de aquellos
laberintos hechos con tijeras, que parecen decoraciones teatrales
construidas para una sosa comedia galante, o para una opereta de
Metastasio. Solidarias y placenteras estaban las callejuelas y las
bovedillas verdes. Nadie podía oírles allí. Salvador no puso trabas a
su lengua, y se expresó de este modo:

—Cuando vine aquí persistía en mi propósito de huir para siempre de
la política; pero sin determinar aún qué dirección o empleo había de
dar a mi pensamiento y a mi voluntad. No se puede vivir de monólogos,
como yo vivo ahora. Mi desgracia o mi fortuna, que esto no lo sé
bien, quisieron que entrara algunas veces en Palacio. Allí traté a
gentilhombres y cortesanos, hice amistad con ministriles y empleadillos
menudos; todo por el negocio maldito de esta rúbrica que pido a Su
Excelencia y que no me quiere dar. Además soy amigo de un montero
de Espinosa, que me ha enterado de todo lo ocurrido ayer y anoche.
¡Qué cosas, amigo mío; qué horrores! Si cuando se lee la historia
sentimos emociones tan hondas y queremos ser actores en los sucesos
pintados, ¿qué será cuando vemos la historia viva, antes de ser libro,
y asistimos a los hechos antes de que sean páginas? El drama de anoche
me ha espeluznado. Pues se prepara otro drama, junto al cual el de
anoche será comedia. No, no es posible ver esto como se ven por anteojo
los muñecos y las vistas de un _tutilimundi_. De repente me he sentido
exaltado, y mis antiguas vocaciones renacen con ímpetu irresistible.

—Cuidado, cuidado —dijo don Benigno, temeroso del sesgo peligroso que
aquella conversación tomaba—. Los arbolitos oyen; chitón. Le veo a
usted en camino de ser un cristino furibundo.

—Yo no sé por qué camino voy: solo sé que cuando veo a esa reina
joven, hermosa, inocente de todos los crímenes del absolutismo; cuando
considero sus virtudes y la piedad con que asiste al rey enfermo, que
solo merece lástima; cuando veo los peligros que la cercan, los infames
lazos que se le tienden y el desdén con que la miran los mismos que
hace poco se arrastraban a sus pies, siento arder la sangre en mis
venas, y no sé qué daría, créame usted, don Benigno, por hallarme en
situación de enseñar a estos murciélagos apostólicos cómo se respeta
a una señora y a una reina. En la corona que no han podido quitarle
todavía, y que sobre su hermosa frente tiene mayor brillo, veo la
monarquía templada que celebra alianzas de amistad con el pueblo; pero
en la corona de hierro que esos clérigos y cortesanos intrigantes están
forjando en el cuarto de don Carlos, veo la monarquía desconfiada,
implacable, que no admite más derechos que los suyos. No, no hay ya
en España caballeros, si España consiente que esa turba de fanáticos
expulse a la reina y arrebate la corona a su hija...

—Sí, sí —exclamó Cordero sintiendo que revivía lentamente en su alma el
antiguo entusiasmo liberalesco—. Pero cuidado, mucho cuidado, amigo.
Lo que usted dice es peligrosísimo. Todo el Real Sitio es de los
apostólicos. No nos metamos en lo que no nos importa.

—¿Cómo que no nos importa? —dijo el otro con viveza—. Es cuestión de
vida o muerte, de ser o no ser. En estos momentos se está decidiendo,
y pronto se probará, si los españoles no merecen otro destino que el
de un hato de carneros o si son dignos de llamar nación a la tierra en
que viven. Yo, que había tomado en aborrecimiento las revoluciones y el
conspirar, ahora siento en mí un apetito de rebeldía que me llevaría a
las mayores locuras si viera junto a mí quien me ayudase. Desanimado
ayer y deseoso de la oscuridad, hoy, que la vida doméstica me es negada
por Dios, quisiera tener medios de revolver a España, y amotinar
gente, y romper todos los lazos, y levantar todos los destierros, y
desencadenar cuanto encadena este régimen brutal. Yo iría a esa reina
atribulada y le diría: «Señora, lance Vuestra Majestad un grito, un
grito solo en medio de este país que parece dormido y no está sino
asustado. No tema Vuestra Majestad; estas situaciones se vencen con el
valor y la confianza. Abra Vuestra Majestad las puertas de la patria
a los emigrados, a todos absolutamente sin distinción. Para vencer
al infante se necesita una bandera; para hacer frente a un principio
se necesita otro; nada de términos medios ni acomodos vergonzosos;
esa gente pide todo o nada; pues nada, y guerra a muerte. Levántese
Vuestra Majestad y ande con paso seguro; no se deje asustar por los
errores de los que no han sabido establecer la libertad. Es preciso
tolerarles como son, porque son la salvación, y si aseguran el trono
y la libertad, sus imperfecciones y extravíos les serán perdonados. Y
entonces, Señora, se alzará del seno de España, oprimida y deseosa de
mejor suerte, un sentimiento, un prurito incontrastable, y miles de
hombres generosos se agruparán al lado de Vuestra Majestad protestando
con la voz y con la espada de que quieren por soberana a la reina del
porvenir, la reina liberal, Isabel II».




XXXIII


—¡Chitón, chitón por todos los santos del cielo! —dijo don Benigno
poniéndole la mano en la boca para hacerle callar.

Participaba el héroe de aquel noble ardor; pero temía que tales
demostraciones les trajeran a entrambos algún perjuicio. Tembloroso
y ruborizado, Cordero llevó a su amigo fuera del verde laberinto,
incitándole a que callara, porque —y lo dijo en la plenitud de la
convicción— si el obispo Abarca y el ministro Calomarde llegaban a
tener noticia de lo que se habló en los jardines, no firmarían ni en
tres siglos. Salvador tranquilizó al buen comerciante sobre aquel
endiablado negocio de las firmas, y cuando se separaron invitole a que
comieran juntos aquella tarde. Excusose don Benigno, por sentirse, al
oír la invitación, tocado de aquella misma inquietud o recelo de que
antes hablamos; pero las reiteradas cortesanías del otro le vencieron
al fin. Mientras Cordero entraba en la casa de Pajes pensando en el
convite, en la muerte del rey, en la firma, y, sobre todo, en su
familia de los Cigarrales, Salvador penetró en Palacio y no se le vio
más en todo el día.

Era aquel el 18 de septiembre, día inolvidable en los anales de la
guerra civil, porque si bien en él no se disparó un solo cartucho, fue
un día que engendró sangrientas batallas; un día en el cual se puede
decir figuradamente que se cargaron todos los fusiles y cañones. Desde
muy temprano volvió a reinar el desasosiego en Palacio. Su Majestad
seguía muy grave, y a cada vahído del monarca la causa apostólica daba
un salto en señal de vida y buena salud: así es que cuando circulaban
noticias desconsoladoras no se veía el dolor pintado en todas las
caras, como sucede en ocasiones de esta naturaleza, aun en regios
alcázares, sino que a muchos les bailaban los ojos de contento, y
otros, aunque disimulaban el gozo, no lo hacían tanto que escondieran
por completo la repugnante ansiedad de sus corazones corrompidos.

En medio de esta barahúnda, la reina apuraba sola en el silencio
lúgubre de la alcoba regia el cáliz amargo de la situación más triste
y desairada en que pueda verse quien ha llevado una corona. Los
cortesanos huían de ella; a cada hora, a cada minuto veía disminuir el
número de los que parecían fieles a su causa, y cada suspiro del rey
moribundo producía una defección en el débil partido de la reina. El
día anterior aún tenía confianza en la guardia de Palacio; pero desde
la mañana del 18 las revelaciones de algunos servidores leales la
advirtieron de que, muerto el rey, la guardia y probablemente todas las
fuerzas del Real Sitio abrazarían el partido del infante.

Cristina se vistió en aquellos días el hábito de la Virgen del Carmen,
y con la saya de lana blanca estaba más guapa aún que con manto regio
y corona de diamantes. No salía de la real alcoba sino breves momentos,
cuando el rey parecía sosegado y ella necesitaba ver a sus hijas, o
desahogar su pena en llanto amarguísimo, derramado sin testigos en su
cámara particular. Allí también habla bullicio y movimiento, porque la
servidumbre arreglaba las maletas y embaulaba el ajuar de la reina en
previsión de una fuga precipitada.

Por la noche Cristina no dormía. Sentada junto al lecho del rey,
vigilaba su enfermedad, atendía a sus dolores, preparaba por sí
misma las medicinas y se las daba, dirigíale palabras de esperanza y
consuelo, no permitía que los criados hicieran cosa alguna que pudiera
hacer ella, esclava entonces de sus deberes de esposa con tanto rigor
como la compañera del último súbdito del tirano enfermo. Haciendo
entonces lo que no suelen ni saben hacer generalmente las reinas, María
Cristina se puso una corona de esas que no están sujetas a los azares
de un destronamiento ni a los desaires de la abdicación.

La historia no dice lo que pasó por la mente del atormentador de España
al ver que en pago de sus violencias, de su bárbaro orgullo, de sus
vicios y de su egoísmo brutal, Dios le enviaba aquel ángel en su última
hora para que el autor de tantas agonías viera endulzada la suya y
pudiera morirse en paz, como se mueren los que no han hecho daño a
nadie. Cuando se entraba en la alcoba real, no se podía ver sin horror
el enorme cuerpo del rey en el lecho, hinchado, inmóvil, oprimido por
bizmas, ungido con emplastos, que a pesar de sus virtudes no vencían
los dolores; hecho todo una miseria; conjunto lastimoso de desdichas
físicas, que así remedaban la moral más perversa que ha informado un
alma humana.

Su rostro variaba entre el verdoso de la muerte y el amoratado de la
congestión. Ligeramente incorporado sobre las almohadas, su cabeza
estaba inerte, su mirada fija y mortecina, su nariz colgaba cual si
quisiera caer saltando al suelo, y de su entreabierta boca no salía
sino un quejido constante, que en los breves momentos de sosiego era
estertor difícil. Por fin le tocaba a él también un poco de potro.
Debía de estar su conciencia bastante despierta en aquellos momentos,
porque no se quejaba desesperado como si en el fondo de su alma
existiese una aprobación de aquel horrible quebrantamiento de huesos y
hervor de sangre que sufría. La cama del rey, por el estado de aquel
desdichado cuerpo que desde algún tiempo vivía corrompiéndose, parecía
más bien un ensayo de las descomposiciones del sepulcro. Esto solo es
un elocuente elogio de la cristiana abnegación de la reina.

Había en la alcoba dos o tres crucifijos e imágenes, solicitados por la
piedad de Cristina para que no permitieran que España se quedara sin
rey. Mas por el momento no había síntomas de que tan noble anhelo fuera
atendido, porque Fernando VII se moría a pedazos. Aquella masa inerte,
tan solo vivificada por un gemido, no era ya rey, ni siquiera hombre.
Hacia el mediodía se temió la pérdida absoluta de las facultades
mentales, y antes que esto llegara se reconoció la necesidad de dar
solución al tremendo conflicto. Una chispa de razón quedaba en el
espíritu del rey. Era urgente, indispensable, que a la débil luz de esa
chispa se resolviese el problema.

Cristina hubiera dilatado aquel momento, ganando algunas horas para dar
tiempo a que llegara su hermana la infanta doña Carlota, mujer de brío
y resolución para tal caso. Desde que se agravó Su Majestad le habían
enviado correos al Puerto de Santa María, rogándola que viniese, y ya
la infanta debía de estar cerca, quizás en Madrid, quizás en camino
del Real Sitio. Pero el aniquilamiento rápido del enfermo no permitía
esperar más. Entraron, pues, en la real cámara tres figuras horrendas:
Calomarde, el de la Alcudia y el obispo de León. La reina y el confesor
del rey habían llegado poco antes y estaban a un lado y otro de Su
Majestad, Cristina casi tocando su cabeza, el clérigo bastante cerca
para hablar al oído del pobre enfermo. Había llegado un momento en que
ninguna alma cristiana podía conservar rencor ante tanta desdicha. No
era posible ver a Fernando VII en aquel trance sin sentir ganas de
perdonarle de todo corazón.

Los tres temerosos figurones se situaron a los pies de la cama, después
de besar uno tras otro con apariencia cariñosa aquella mano lívida que
había firmado tantas atrocidades. El obispo estaba grave, imponente,
como quien suponiéndose con autoridad divina, se cree por encima de
todas las miserias humanas; el conde de la Alcudia triste y acobardado
por la solemnidad del momento, y Calomarde, el hombre rastrero y vil,
cuya existencia y cuyo gobierno no fueron más que pura bajeza y engaño,
arqueaba las cejas mucho más que las arqueaba de ordinario, pestañeaba
sin cesar y hacía pucheros. Cruel con los débiles, servil con los
poderosos, cobarde siempre, este hombre abominable adornaba con una
lagrimilla la traición infame que a su amo hacía en los umbrales de la
muerte.

Quien presenció aquella escena terrible cuenta que la luz de la
estancia era escasa; que los tres consejeros estaban casi en la sombra;
que el rey volvía su rostro hacia la reina, vestida de hábito blanco;
que hubo un momento en que el confesor no hacía más que morderse las
uñas; que la hermosura de Cristina era la única luz de aquel cuadro
sombrío, intriga política, horrible fraude, vil escamoteo de una corona
perpetrado al borde de un sepulcro.

Cuenta también el testigo presencial de aquella escena que el primero
que habló, y habló con entereza, fue el obispo de León. Puesto de pie,
parecía que llegaba al techo. Su voz hueca de sochantre retumbaba
en la cámara como voz de ultratumba. Aquel hombre, tan rígido como
astuto, principió tocando una fibra del corazón del rey: habló de
_las inocentes niñas_ de Su Majestad y de la _virtuosa reina_, que
según él corrían gran peligro si no pasaba la corona a las sienes de
don Carlos. Después pintó el estado del reino, en el cual, según
dijo, no había un solo hombre que no fuera partidario de la monarquía
eclesiástica representada por el infante.

Fernando dio un gran suspiro y fijó sus aterrados ojos en el obispo.
Este se sentó. Puesto en pie, Calomarde dijo que su emoción al ver en
aquel estado al mejor de los reyes, y al mejor de los padres, y al
mejor de los esposos, y al mejor de los hombres, no le permitía hablar
con serenidad; dijo que se veía en la durísima precisión de no ocultar
a su amado soberano la verdad de lo que ocurría; que había tanteado
el ejército, y todo el ejército se pronunciaría por don Carlos si no
se modificaba en favor de este la Pragmática sanción del 29 de marzo
de 1830; que los voluntarios realistas, sin excepción de uno solo,
proclamaban ya abiertamente como rey de derecho divino al mismo señor
don Carlos, y que para evitar una lucha inútil y el derramamiento de
sangre, convenía a los intereses del reino...

El infame hacía tales pucheros que no pudo continuar la frase. Sintiose
que el cuerpo dolorido del rey se estremecía en su cama o potro de
angustia. Oyose luego la voz moribunda, que dijo entre dos lamentos:

—-Cúmplase la voluntad de Dios.

El confesor silbó en su oído palabras no entendidas por los demás, y
entonces la reina Cristina, sin mirar a las tres sombras, volviendo su
rostro al rey y haciendo un heroico esfuerzo para no dar a conocer su
dolor, pronunció estas palabras:

—Que España sea feliz, que en España haya paz.

El rey exhaló un gran suspiro mirando al techo, y después dijo algo que
pareció el mugido de un león enfermo. La reina tomó su pañuelo, y sin
decir nada, dejando correr libremente sus lágrimas, limpió el sudor
abundante que bañaba la frente del rey.

Siguió a esto un discursillo del conde de la Alcudia confirmando el
dictamen de los otros dos apostólicos. Aquel famoso triunvirato traía
la comedia bien aprendida, y en el cuarto de don Carlos se habían
estudiado antes detenidamente los discursos, pesando cada palabra.
El confesor dijo también en voz alta su opinión, asegurando bajo su
palabra que el Altísimo estaba en un todo conforme con lo expuesto por
los señores allí presentes. ¡Y se quedó tan satisfecho después de este
mensaje...!

Fernando pareció llamar a sí todas sus fuerzas. Claramente dijo:

—¿En qué forma se ha de hacer?

No vacilaron los apostólicos en la contestación, pues para todo estaban
prevenidos. Calomarde, fingiendo que se le ocurría en aquel mismo
instante, propuso que el rey otorgase un codicilo-decreto derogando la
Pragmática sanción del 30, y revocando las disposiciones testamentarias
en la parte referente a la regencia y a la sucesión de la corona.

Después de una pausa, el rey se hizo repetir la proposición del
ministro, y oída por segunda vez, Cristina volvió a limpiar el sudor
que corría por la frente de su marido. Con un gesto y la mano derecha,
este mandó a los tres apostólicos consejeros que salieran de la
estancia, y se quedó solo con su esposa y con su confesor, el cual
salió también poco después. Consternados los tres escamoteadores, y
dudando del éxito de su infame comedia, no decían una palabra, y con
los ojos se comunicaban aquella duda y el temor que sentían. Calomarde
y el obispo dieron algunos paseos lentamente por la cámara, esperando
que el rey les volviera a llamar, y el conde de la Alcudia aplicó el
oído a la puerta y dijo en voz baja y temerosa:

—Parece que llora Su Majestad.

—No lo creo —murmuró el obispo, acercando también su oído.

Entonces se abrió la puerta y apareció el confesor con las manos
cruzadas y el semblante compungido, imagen exacta de la hipocresía.
Los cuatro cuchichearon un momento como viejas chismosas. Media hora
después, Cristina les llamó y volvieron a entrar. Fernando no estaba
ya incorporado en su cama, sino completamente tendido de largo a
largo, fijos los ojos en el techo, rígido, pesado, el resuello lento y
difícil. Sin mirar a los que habían sido sus amigos, sus aduladores,
terceros de sus caprichos políticos y servidores de sus gustos con
la lealtad y sumisión del perro, Fernando VII les manifestó en pocas
palabras que aceptaba el sacrificio que se le imponía. Esforzándose un
poco, habló más para exigir secreto absoluto de lo acordado hasta que
él muriese.

Los tres apostólicos bajaron; encerráronse en un gabinete. Entre tanto,
la chusma del cuarto de don Carlos ardía en impaciencias; sobresaltadas
y nerviosas, las dos infantas padecían atroz martirio. La historia, muy
descuidada en cierras cosas, no dice el número de tazas de tila que
se consumieron aquel día. El obispo, Calomarde y Alcudia mostráronse
tan reservados aquella tarde, que los _carlinos_ se impacientaban
y aturdían cada vez más. No obstante, algunas palabras optimistas,
aunque enigmáticas, de Abarca al salir del gabinete en que los tres se
encerraron para extender el decreto-codicilo, hicieron comprender a la
muchedumbre apostólica que las cosas iban por buen camino. Finalmente,
al llegar la noche, y cuando se difundía por Palacio, corriendo y
repercutiéndose de sala en sala como un trueno, la voz de _el rey ha
muerto_, el señor Abarca entró triunfante en la cámara donde la corte
del porvenir se hallaba reunida. En su mano alzaba el reverendo un
papel, con el cual amenazar parecía, o que lo tremolaba como estandarte
o divisa de una ley suprema. Moisés bajando del Sinaí no apareció
seguramente más terrible que el señor Abarca cuando, mostrando el
decreto-codicilo, exclamó:

—Señores, óiganme.

Oyeron leer con atención profunda, y poco faltó para que algunos se
prosternaran, quién por servilismo mezclado de entusiasmo, quién por
ese especial instinto a lo Nabucodonosor que algunos entes civilizados
no pueden ocultar aunque vistan casaca bordada. Toda la corte de don
Carlos estaba allí, menos don Carlos, el candidato divino, que a tal
hora se hallaba en su oratorio con la frente humillada y el corazón
oprimido, pidiendo a Dios que no quitara la vida a su hermano.




XXXIV


Al llegar aquí, el narrador no puede contener su asombro ante el
peregrino suceso que va a referir, y deteniendo su relato, exclama: ¡Oh
admirables designios de la Providencia! ¡Oh vanidad de los cálculos
humanos! ¡Oh peligro de jugar con las cosas del cielo, eslabonándolas
con los apetitos o intereses de un bando político! De este modo el
ánimo del lector queda perfectamente dispuesto para saber que Dios
Todopoderoso, estimando sin duda más a don Carlos que a su partido,
atendió al ruego que con amor fraternal y piedad cristiana le dirigió
aquel; y así dispuso que Fernando, ya casi muerto, tornase a la
vida, dando al traste con las esperanzas de lo que el obispo de León
llamaba _el partido del Altísimo_. De este modo el Padre de todas
las cosas abandonaba a su grey en lo mejor de la pelea, seguido de
la Generalísima, a quien también pidió muy ardientemente don Carlos
la vida de su hermano. Hasta con su cristiandad se perjudicaba a sí
mismo don Carlos como jefe visible del partido absolutista-religioso,
y si le dejaran rezar mucho, es fácil que los furibundos apostólicos
perdieran todas las batallas cortesanas y marciales que en lo futuro
habían de dar.

Fernando se aletargó por la noche. Todos le creyeron muerto; la
tremenda noticia circuló por el Real Sitio, llegó hasta Madrid, y aun
fue transmitida a las cortes europeas. Pero a la mañana siguiente,
de aquel cadáver volvieron a salir quejas y suspiros, se reanimó con
oportunas sustancias y medicinas, y en Palacio y en los jardines no
se decía sino _el rey vive, el rey vive_, frase de consternación
para algunos, de esperanzas para los menos. Muchas caras variaron
bruscamente, y Cristina vio sonreír a los que el día anterior estaban
cejijuntos y tenían en su rostro protervo el indefinible airecillo
de la defección. ¡Y el señor obispo, que la tarde del 18 salió a los
jardines diciendo en voz alta en un corro de amigos: «Ya no volverán a
levantar la cabeza los liberales...»! ¡Y el gracioso padre Carranza,
que aquella noche había prometido solemnemente a sus allegados más de
cuarenta canonjías y beneficios simples!

En todo el día 19 fueron llegando al Real Sitio muchos jóvenes de la
aristocracia y militares de todas graduaciones, que iban a ponerse
a las órdenes de la reina Cristina. Con estas adquisiciones hechas
por un partido que se creía muerto, iban rápidamente abatiéndose los
ánimos de los apostólicos, y no se sabe qué cantidad fabulosa de tazas
de tila tuvieron que tomar doña Francisca y su hermana para poner a
raya sus desconcertados nervios. ¡Dios y la Generalísima ayudaban a la
napolitana!

Con la irrupción de personajes civiles y militares en el Real Sitio,
las habitaciones escasearon en tales términos, que Pipaón tuvo que
rogar a don Benigno le dejase libre el cuarto que ocupaba en la casa de
Pajes, lo que no sintió mucho el héroe, porque estaba hasta la corona
de cortesanos, obispos y palaciegos.

—Lo siento mucho —dijo don Juan al despedirle—. Pero ya ve usted, media
España ha venido aquí a ponerse a las órdenes de la reina... ¡Es un
ángel esa señora! Aunque no lo parezca, sepa usted que yo la admiro.
Dicen que será nombrada regente... y no me pesa, no me pesa...

Cuando iba Cordero por el jardín acompañado de un chico que le llevaba
la maleta, encontró a Salvador, el cual se empeñó en compartir con
él su alojamiento, aunque estrecho, suficiente para los dos. Dio mil
excusas don Benigno, que en aquel momento sintió más vivo que nunca el
misterioso recelo que su amigo le inspiraba; pero al fin no tuvo más
remedio que aceptar, so pena de tener que dormir en la calle o en un
banco de los jardines.

—No hay que pensar ahora —le dijo Monsalud con cariño— en que esos
señores firmen. Ninguno de ellos, en estos días, sabe dónde tiene la
mano derecha. Esperando a ver en qué para esto, viviremos juntos, nos
contaremos nuestras desdichas y nos consolaremos mutuamente.

Al día siguiente cobró Fernando algunas fuerzas, y serenándose su mente
empezó a comprender la infame sorpresa de que había sido víctima. No
obstante, todavía los reyes legítimos estaban en Palacio como cohibidos
por la gente apostólica, cuyo poder era grande aún, a pesar de la
situación desfavorable en que se encontraban. Esperábales todavía el
golpe de gracia, que había de darles muerte en la esfera cortesana,
cerrándoles todo camino que no fuera el de la guerra. En la madrugada
del 22 llegó a San Ildefonso la infanta Carlota, esposa del infante don
Francisco y hermana de Cristina, mujer resuelta, varonil, desparpajada,
libre y francota de palabras, alta, airosa y algo manolesca de figura,
valerosa hasta lo sumo, y tan ardiente de genio que, según pública
opinión, trataba despóticamente, cuando el caso lo requería, a las
personas ligadas a ella por el parentesco más íntimo. Odiaba con toda
su alma a las dos princesas brasileñas, doña Francisca y la de Beira, y
este aborrecimiento podrá explicar mejor que ninguna razón política la
guerra que había declarado a los apostólicos. ¡Formidable influencia de
la mujer en el destino de los pueblos! Los hombres, pensando, plantean
las teorías y los sistemas, crean los partidos; las mujeres, amando
o aborreciendo, determinan la acción. Comparando la historia con un
drama, el hombre es el histrión y la mujer el autor. No ha existido
ningún gran suceso político que no haya venido a la historia impulsado
por manos femeninas, y esa académica nave del Estado de que tanto
hablan los tratados políticos, no navegaría las más de las veces si no
tiraran de ella las voladoras palomitas de Venus.

Doña Carlota entró en Palacio hablando a gritos, tratando con modales
bruscos a todo el mundo, gentilhombres y damas; presentose a su
hermana, y después de abrazarla la llamó tonta unas veinte veces.
El testigo presencial de estas escenas, que ya no eran de tragedia
ni de drama, sino de opereta, cuenta que como Cristina y Carlota
hablaban acaloradamente en italiano, no era posible a los presentes
entender bien lo que decían; solo comprendían algunas palabras, como
_sciocca, pazza, regina de gallería... sceleratezza..._ Después la
infanta descansó un momento, y a hora avanzada de la mañana anunció
que recibiría a los ministros y demás personajes que quisieran
cumplimentarla. Cuando Calomarde y el conde de la Alcudia entraron,
doña Carlota afectó serenidad y preguntó al ministro de Gracia y
Justicia la razón de haber revelado el secreto del codicilo, contra lo
dispuesto por Su Majestad. Tembloroso y cortado, don Tadeo se excusó
con el letargo del rey, que parecía muerto.

—Su Majestad —dijo doña Carlota disimulando su ira— quiere recoger el
original del codicilo, y me encarga decir a usted que lo presente ahora
mismo.

El ministro se inclinó, saliendo en busca de lo que se le pedía. Entre
tanto, los que no se habían manifestado muy claramente partidarios del
infante, se reunían en la cámara. En pie y moviéndose sin cesar de
un lado para otro, altiva, nerviosa, respirando fuerte, doña Carlota
parecía que imaginaba crueldades y violencias impropias de mujer y de
princesa. Los circunstantes no le dijeron nada, y Cristina misma, con
ojos encendidos de tanto llorar, el seno palpitante, enmudecía ante la
arrogantísima actitud de aquella nueva Semíramis.

Cuando Calomarde entregó a la infanta el manuscrito que tantos desvelos
y fingimiento había costado a los apostólicos, Carlota no se tomó el
trabajo de leerlo y lo rasgó con furia en multitud de pedazos. Con el
mismo desprecio y enojo con que arrojó al suelo los trozos de papel,
echó sobre la persona del ministro estas duras palabras, que no suelen
oírse en boca de príncipes:

—Vea usted en lo que paran sus infamias. Usted ha engañado, usted ha
sorprendido a Su Majestad abusando de su estado moribundo; usted, al
emplear tales medios para esta traición, ha obrado en conformidad con
su carácter de siempre, que es la bajeza, la doblez, la hipocresía.

Rojo como una amapola, si es permitido comparar el rubor de un ministro
a la hermosura de una flor campesina, Calomarde bajó los ojos. Aquella
furibunda y no vista humillación del tiranuelo era el contrapeso de sus
nueve años de insolente poder. En su cobardía quiso humillarse más, y
balbució algunas palabras.

—Señora..., yo...

—Todavía —exclamó la Semíramis borbónica en la exaltación de su ira—,
todavía se atreve usted a defenderse, y a insultarnos con su presencia
y con sus palabras. Salga usted inmediatamente.

Ciega de furor, dejándose arrebatar de sus ímpetus de coraje, la
infanta dio algunos pasos hacia Su Excelencia, alzó el membrudo brazo,
disparó la mano carnosa... ¡Plaf! Sobre los mofletes del ministro
resonó la más soberana bofetada que se ha dado jamás.

Todos nos quedamos pálidos y suspensos, y digo _nos_ porque el narrador
tuvo la suerte de presenciar este gran suceso. Calomarde se llevó la
mano a la parte dolorida, y lívido, sudoroso, muerto, solo dijo con
ahogado acento:

—Señora, manos blancas...

No dijo más. La infanta le volvió la espalda.

Calomarde acabó para siempre como hombre político. Los apostólicos,
cuando se llamaron carlistas, le despreciaron, y el execrable ministril
se murió de tristeza en país extranjero.




XXXV


A la misma hora, la muchedumbre, paseando en los amenísimos jardines,
comentaba los sucesos de aquellos días. Don Benigno y Salvador
paseaban juntos como viejos amigos, y ya se habían contado parte de
sus secretos. Cordero estaba triste, Monsalud se iba exaltando más
cada día con la idea política. De pronto vieron que la multitud se
agolpaba en un sitio, por donde discurría en abigarrada procesión gente
de Palacio, con dorados uniformes y huecos casacones. Abría calle el
público para dar paso a estos señores. Cordero y Monsalud se acercaron
para ver mejor. Sostenida por una nodriza, rodeada de damas, seguida de
personajes, una niña de dos años andaba con dificultad, batiendo palmas
y riendo de alegría. Aquellos eran los primeros pasos de una reina.

Del gentío salió una voz que gritó con furor: «¡_Viva Isabel II_!».
Y una exclamación inmensa recorrió los jardines, perdiéndose y
desparramándose como los primeros ecos de una tempestad naciente.

La tempestad estaba cerca: oíanse los primeros truenos; pero el que
quiera conocer los notables sucesos, ya privados, ya públicos, que
restan por referir, tenga paciencia y espere a leer lo que con toda
verdad se dirá en el libro siguiente.


FIN DE «LOS APOSTÓLICOS»


Madrid. — Mayo-junio de 1879.




        
            *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LOS APOSTÓLICOS ***
        

    

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