El abuelo (Novela en cinco jornadas)

By Benito Pérez Galdós

The Project Gutenberg eBook of El abuelo, by Benito Pérez Galdós

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Title: El abuelo
       Novela en cinco jornadas

Author: Benito Pérez Galdós

Release Date: October 7, 2021 [eBook #66488]

Language: Spanish


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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS. Las acotaciones escénicas aparecen entre
    ~virgulillas~.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido actualizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.

  * Se ha añadido un Índice al final del libro pese a que el original
    impreso no lo incluye.




EL ABUELO




  Es propiedad. Queda hecho
  el depósito que marca la ley.
  Serán furtivos los ejemplares
  que no lleven el sello del
  autor.




  NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
  POR
  B. PÉREZ GALDÓS

  EL ABUELO

  (NOVELA EN CINCO JORNADAS)

  [Ilustración]

  MADRID
  EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO
  IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
  C. de San Francisco, 4
  1897




A los lectores que con tanta indulgencia como constancia me favorecen,
debo manifestarles que en la composición de EL ABUELO he querido
halagar mi gusto y el de ellos, dando el mayor desarrollo posible,
por esta vez, al procedimiento dialogal, y contrayendo a proporciones
mínimas las formas descriptiva y narrativa. Creerán, sin duda, como
yo, que en esto de las formas artísticas o literarias _todo el monte
es orégano_, y que solo debemos poner mal ceño a lo que resultare
necio, inútil o fastidioso. Claro es que si de los pecados de
tontería o vulgaridad fuese yo, en esta o en otra ocasión, culpable,
sufriría resignado el desdén de los que me leen; pero al maldecir mi
inhabilidad, no creería que el camino es malo, sino que yo no sé andar
por él.

El sistema dialogal, adoptado ya en _Realidad_, nos da la forja
expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen,
imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando
manifiestan su contextura moral con su propia palabra, y con ella,
como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus
acciones. La palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene,
en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la
impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo
como la _Historia_, que nos cuenta los acontecimientos y nos traza
retratos y escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece
que vemos y oímos sin mediación extraña el suceso y sus actores, y
nos olvidamos más fácilmente del artista oculto que nos ofrece una
ingeniosa imitación de la naturaleza. Por más que se diga, el artista
podrá estar más o menos oculto; pero no desaparece nunca, ni acaban de
esconderle los bastidores del retablo, por bien construidos que estén.
La impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos como sistema
artístico, no es más que un vano emblema de banderas literarias, que si
ondean triunfantes, es por la vigorosa personalidad de los capitanes
que en su mano las llevan.

El que compone un asunto y le da vida poética, así en la Novela como
en el Teatro, está presente siempre: presente en los arrebatos de la
lírica, presente en el relato de pasión o de análisis, presente en
el Teatro mismo. Su espíritu es el fundente indispensable para que
puedan entrar en el molde artístico los seres imaginados que remedan el
palpitar de la vida.

Aunque por su estructura y por la división en jornadas y escenas parece
EL ABUELO obra teatral, no he vacilado en llamarla novela, sin dar a
las denominaciones un valor absoluto, que en esto, como en todo lo
que pertenece al reino infinito del arte, lo más prudente es huir de
los encasillados, y de las clasificaciones catalogales de géneros y
formas. En toda novela en que los personajes hablan, late una obra
dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo
aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres.

El arte escénico, propiamente dicho, ha venido a encerrarse en nuestra
época (por extravíos o cansancios del público, y aun por razones
sociales y económicas que darían materia para un largo estudio)
dentro de un módulo tan estrecho y pobre, que las obras capitales de
los grandes dramáticos nos parecen _novelas habladas_. Saltando de
nuestras pequeñeces a los grandes ejemplos, pregunto: el _Ricardo III_
de Shakespeare, colosal cuadro de la vida y las pasiones humanas,
¿puede ser hoy considerado como obra teatral _práctica_? Hace un siglo
lo representaba Garrick íntegramente, y existía un público capaz de
entenderlo, de sentirlo, y de asimilarse su intensísima savia poética.
Hoy aquella y otras obras inmortales pertenecen al teatro ideal,
leído, sin _ejecución_; arte que por la muchedumbre y variedad de sus
inflexiones, por su intensidad pasional, en un grado que no resiste lo
que llamamos público (mil señoras y mil caballeros sentaditos en una
sala), difícilmente admite intermediario entre el ingenio creador y el
ingenio leyente, que ambos creo han de ser ingenios para que resulte la
emoción y el gusto fino de la belleza.

Que me diga también el que lo sepa si la _Celestina_ es novela o drama.
_Tragicomedia_ la llamó su autor; _drama de lectura_ es realmente, y,
sin duda, la más grande y bella de las novelas habladas. Resulta que
los nombres existentes nada significan, y en literatura la variedad
de formas se sobrepondrá siempre a las nomenclaturas que hacen a su
capricho los retóricos. Solo tengo que decir ya a mis buenos amigos,
que sin cuidarse de _cómo se llama_ esta obra, humilde ensayo de
una forma que creo muy apropiada a nuestra época, tan gustosa de lo
sintético y ejecutivo, la acojan con benevolencia.

  B. P. G.




EL ABUELO




DRAMATIS PERSONÆ


  D. RODRIGO DE ARISTA-POTESTAD, CONDE DE ALBRIT, SEÑOR DE JERUSA Y DE
  POLAN, etc., abuelo de
  LEONOR (NELL), y
  DOROTEA (DOLLY).
  LUCRECIA, CONDESA DE LAÍN, madre de Nell y Dolly, y nuera del Conde.
  SENÉN, criado que fue de la casa de Laín; después, empleado.
  VENANCIO, antiguo colono de la Pardina; actualmente propietario.
  GREGORIA, su mujer.
  EL CURA DE JERUSA (D. Carmelo).
  EL MÉDICO (D. Salvador Angulo).
  EL ALCALDE (D. José M. Monedero).
  LA ALCALDESA (Vicenta).
  D. PÍO CORONADO, preceptor de las niñas Nell y Dolly.
  CONSUELO, viuda rica, chismosa.
  LA MARQUEZA, viuda campesina, pobre.
  EL PRIOR DE LOS JERÓNIMOS (Padre Maroto).


~La acción se supone en la villa de _Jerusa_ y sus alrededores; las
principales escenas en la _Pardina_, granja que perteneció a los
Estados de Laín. Careciendo esta obra de colorido local, no tienen
determinación geográfica el país ni el mar que lo baña. Todos los
nombres de pueblos y lugares son imaginarios. Época contemporánea.~




JORNADA PRIMERA


ESCENA PRIMERA

~Terraza en la _Pardina_. A la derecha, la casa; al fondo, frondosa
arboleda de frutales; a lo lejos, el mar.~

~GREGORIA, junto a una mesa de piedra, desgranando judías en la falda;
VENANCIO, que viene por la huerta y se entretiene con un criado,
observando los frutales. En la mesa una cesta de hortalizas.~

GREGORIA

¡Eh... Venancio!... Que estoy aquí.

VENANCIO

Voy... Más de cincuenta _duquesas_ se han caído con el ventoleo de
anoche.

GREGORIA

¡Anda con Dios!... Deja las peras, y ven a contarme... ¿Es verdad
que...?

~(Entra _Venancio_, respirando fuerte, y limpiándose el sudor de la
cabeza, trasquilada al rape. Gregoria espera impaciente la respuesta.~

~Son marido y mujer, de más de cincuenta años, ambos regordetes y
de talla corta, de cariz saludable, coloración sanguínea y mirar
inexpresivo. Pertenecen a la clase ordinaria, que ha sabido ganar
con paciencia, sordidez y astucia una holgada posición, y descansa
en la indiferencia pasional, y en la santa ignorancia de los grandes
problemas de la vida. El rostro de ella es como una manzana, y el de
él como pera, de las de piel empañada y pecosa. No tienen hijos, y
cansados de desearlos principian a alegrarse de que no hayan querido
nacer. Se aman por rutina, y apenas se dan cuenta de su felicidad,
que es un bienestar amasado en la sosería metódica y sin accidentes.
Gruñen a veces, y rezongan por contrariedades menudas que alteran la
normalidad de reloj de sus plácidas existencias. En edad madura viven
donde han nacido, y son propietarios donde fueron colonos. Su única
ambición es vivir, seguir viviendo, sin que ninguna piedrecilla estorbe
el manso correr de la onda vital. El hoy es para ellos la serie de
actos que tiene por objeto producir un mañana enteramente igual al
ayer. Visten el traje corriente y general, así en pueblos como en
ciudades, muy apañaditos, limpios, modestos. Gregoria es hacendosa,
guisandera excelente, tocada del fanatismo económico, lo mismo que su
marido. Este entiende de labranza y horticultura, de caza y pesca,
de algunas industrias agrícolas, y no es lerdo en jurisprudencia
hipotecaria, ni en todo lo tocante a propiedad, arrendamientos,
servidumbres, etc. Para entrambos la Naturaleza es una contratista
puntual, y una despensera honrada, como ellos prosaica, avarienta,
guardadora.)~

VENANCIO

¡Brrr...!

GREGORIA

Pero, hombre, sácame de dudas. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremos
tarasca?

VENANCIO

Sí. ¿Has visto tú alguna vez que falle una mala noticia?

GREGORIA, ~suspensa~.

¿Y cuándo llega la señora Condesa?

VENANCIO

Hoy... Pero no te apures: se alojará en casa del señor Alcalde.

GREGORIA

Menos mal. ~(Volviendo a desgranar.)~ Pues otra... Si llega también el
señor Conde, se juntarán aquí el agua y el fuego.

VENANCIO

Se pelearán, hoy como ayer... Suegro y nuera rabian de verse juntos.
Si no quedaran de uno y otro más que los rabos, ¡qué alegría!... Por
supuesto, al señor Conde habremos de alojarle.

GREGORIA

¿Qué duda tiene? No faltaba más... Yo digo: ¿vienen y se topan aquí
por casualidad... o es que se dan cita para tratar de asuntos de la
casa?... porque de resultas de la muerte del Condesito habrá enredos...

VENANCIO

¿Yo que sé? La Condesa Lucrecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo
a sus hijas.

GREGORIA

Y a pagarnos la anualidad vencida por el cuidado, manutención y
servicio de las dos señoritas que puso a nuestro cargo... ¡Ah,
ruin pécora...! Las tiene en este destierro para poder zancajear y
divertirse sola por esos Parises y esas Ingalaterras de Dios... o del
diablo... ¡Tunanta! Lo que yo te digo, Venancio: comprendo que su
suegro, el señor Conde de Albrit, que es el primer caballero de España,
¡y que lo digan! le tenga tan mala voluntad a esa condenada extranjera,
de quien se enamoró como un tontaina su hijo (que esté en gloria)... Lo
que no me cabe en la cabeza es que parezca por aquí, si sabe que ha de
hocicar con ella... O será que lo ignora... ¿Qué piensas, hombre?

VENANCIO, ~revolviendo en la cesta de hortalizas~.

Pronto hemos de ver si vienen a posta los dos, o si la casualidad les
hace empalmar en Jerusa... ¡Y que no traerán ella y él las uñas bien
afiladas!... Créetelo... hemos de ver por tierra mechones de barbas
blancas o de pelos rubios, y tiras de pellejo... porque si el Conde D.
Rodrigo quiere a su hija política como a un dolor de muelas, ella en la
misma moneda le paga.

GREGORIA

Yo digo lo que tú: el pobre D. Rodrigo viene a que le demos de comer.

VENANCIO

Así lo pensé cuando supe su viaje.

GREGORIA

Es cosa averiguada que no ha traído de América el polvo amarillo que
fue a buscar.

VENANCIO

Ha traído el día y la noche. Cuando embarcó para allá, había
desperdigado toda su fortuna... Esperaba recoger otra, que le ofreció
el Gobierno del Perú por las minas de oro que allá tuvo su abuelo, el
que fue Virrey... Pero no le dieron más que sofoquinas, y ha vuelto
pobre como las ratas, enfermo y casi ciego, sin más cargamento que el
de los años, que ya pasan de los setenta... Luego, se le muere el hijo,
en quien adoraba...

GREGORIA

¡Infeliz señor!... Venancio, tenemos que ampararle.

VENANCIO

Sí, sí, no salgan diciendo que no es uno cristiano. ¡Quién lo había
de pensar!... ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer al Conde de Albrit,
el grande, el poderoso, con una cáfila de reyes y príncipes en su
parentela, el que no hace veinte años todavía era dueño de los términos
de Laín, Jerusa y Polan!... Díganme luego que no da vueltas el mundo...

GREGORIA, ~acentuando con un manojo de judías~.

¿Oyes lo que te digo? Que tenemos que ampararle. Es nuestro deber.

VENANCIO, ~filosofando con un tomate que coge de la cesta~.

¡Qué caídas y tropezones, Gregoria; qué caer los de arriba, y qué
empinarse los de abajo!... Claro, le ampararemos, le socorreremos.
Ha sido nuestro señor, nuestro amo; en su casa hemos comido, hemos
trabajado... Con las migajas de su mesa hemos ido amasando nuestro
pasar. ~(Levántase con aire de protección.)~ Pues, sí: hay aquí
cristianismo, delicadeza... ~(Coge otro tomate y admira su belleza
y tamaño.)~ Estos son tomates, Gregoria... Que venga el Cura
refregándonos los suyos por las narices... Pues, sí, mujer: me da
lástima del buen D. Rodrigo.

GREGORIA, ~contestando a la apología del tomate~.

Pero las judías no granaron bien. ~(Mostrándolas.)~ Mira esto...
También a mí me aflige ver tan caidito al señor Conde... Parece
castigo... y si no castigo, enseñanza.

VENANCIO

Castigo, has dicho bien. Todo ello por no ser económico, y no pensar
más que en darse la gran vida, sin mirar al día de mañana. Ahí tienes
el caso, Gregoria, y pónselo delante a los que le critican a uno por
la economía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, en convitazos
y otras mil vanidades, se le escurrieron al señor los bienes de la
casa de Albrit, y parte de los de Laín, que eran de su madre. La casa
venía empeñada de atrás, pues dicen las historias que ningún Conde de
Albrit supo arreglarse. Mira por dónde las culpas de todos las paga
este desdichado. Ya ves, después que le dejan en cueros los acreedores,
le falla el negocio de América; luego le quita Dios el hijo, y se
encuentra mi hombre al fin de la vida, miserable, enfermo, sin ningún
cariño... Es triste, ¿verdad?

GREGORIA

Ahora caigo en que viene a ver a sus nietas: sí, Venancio, anda en
busca de un querer que dé consuelo a su alma solitaria...

VENANCIO, ~cogiendo de la cesta una berenjena~.

Puede ser... ¿Y qué tienes que decir de estas berenjenas?

GREGORIA

No son malas... Lo que digo es que al señor Conde le atrae el
calorcillo de la familia.

VENANCIO

Pero ya verás: mi D. Rodrigo, buscando el agasajo, mete la mano en el
nidal, y toca una cosa fría que resbala... ¡Ay! Es el culebrón de la
madre, es la extranjera, la mala sombra de la familia, pues desde que
el Conde D. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó a hundirse...
~(Poniendo en el cesto la berenjena con que acciona.)~ En fin, que
en tomates y berenjenas no hay quien nos tosa... pero no sabemos qué
vientos echan para acá al señor Conde de Albrit.

GREGORIA

Él nos lo dirá. Y si se lo calla, no callarán sus hechos. ~(Dando por
terminada su tarea, y pasando de la falda a un cesto las judías.)~
No te descuides, Gregoria; que venga por lo que venga, tienes que
prepararle una buena mesa... Ya es un respiro que la extranjera no se
nos meta en casa.

VENANCIO

Y aunque viniera... Nunca está más de dos días o tres. Jerusa es muy
chica; y esa necesita tierra ancha para zancajear a gusto.

GREGORIA, ~asaltada de una idea~.

¡Ay, Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡No haber caído en ello
ni tú ni yo! ¿Apostamos a que Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?

VENANCIO, ~permaneciendo largo rato con la boca abierta~.

Puede que aciertes... Ya son grandecitas... mujercitas ya. Pues, mira,
nos fastidia...

GREGORIA

¡Hijo de mi alma, cuándo nos caerá otra breva como esta!

VENANCIO, ~paseándose meditabundo~.

No es mucho lo que nos pasa cada trimestre por cuidarlas y mantenerlas;
pero algo es algo: rentita puntual, saneada... No, no: verás como no se
las lleva.

GREGORIA

Ea, no nos devanemos los sesos por adivinar hoy lo que sabremos mañana.
~(Dispónese a pasar a la casa.)~

VENANCIO

¿Sabes tú quién nos lo va a decir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.

GREGORIA

¿Senén?... ¿El de la Coscoja?... Sí: las niñas me dijeron que le habían
visto, y que está hecho un caballero.

VENANCIO

Empleado público, funcionario, como quien dice, nada menos que en las
oficinas de Hacienda de Durante[1]. Fue criado de la Condesa, que en
premio de sus buenos servicios le ha dado credenciales, ascensos; en
fin, que de un gaznápiro ha hecho un hombre.

  [1] La capital de la provincia.

GREGORIA

Le protege, según dicen, porque le servía de correveidile y de
tapa-enredos en sus...

VENANCIO

Chist... Cuidado... puede llegar... Le espero. Ha quedado en traerme
noticias.

GREGORIA, ~bajando la voz~.

De tapadera en sus trapisondas amorosas... Ello es que siempre que nos
visita la señora, recala Senén, y no la deja vivir con su pordioseo
impertinente: que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe; que
si la carta al Ministro, o al demonio coronado... Y como la tal Condesa
es persona de grandes influencias, y trae a los personajes de allá
cogidos por el morro...

VENANCIO

Senén es listo, se cuela por el ojo de una aguja. Pues me ha contado
que doña Lucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquí irá a visitar a
los señores de Donesteve en sus posesiones de Verola. Todo lo sabe el
indino. Él es quien ha dicho al Alcalde que la señora llega hoy, y...
¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Le harán un gran recibimiento, por
los grandes beneficios y mejoras que Jerusa le debe.

GREGORIA

¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamos nada!... Y de esta visita del Conde,
¿tenía Senén conocimiento?

VENANCIO

¡Pues no! Como que se le han respingado las narices de tanto olfatear,
de tanto meterlas en todos los secreticos de la casa en que sirvió
antes de andar en oficinas. Se cartea con marmitones y cocheros de la
casa de Laín, y allí no vuela una mosca sin que él lo sepa.

GREGORIA, ~alegre~.

Pues ese, ese pachón de vidas ajenas nos ha de sacar de dudas.

VENANCIO

Ya tarda... Me dijo que a las diez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la
estación de Laín, y al Alcalde de Polan...

GREGORIA, ~mirando a la huerta~.

Me parece que está ahí... Alguien anda por la huerta llamándote.

VENANCIO

Él es... ~(Llama.)~ ¡Senén, Senén, chicooo...!


ESCENA II

~GREGORIA, VENANCIO; SENÉN, de veintiocho años, más bien más que menos,
vestido a la moda, con afectada elegancia de plebeyo que ha querido
cambiar rápidamente y sin estudio la grosería por las buenas formas.
Su estatura es corta; sus facciones aniñadas, bonitas en detalle, pero
formando un conjunto ferozmente antipático. Pelito rizado; chapas
carminosas en las mejillas; bigote rubio retorcido en sortijilla. Lucha
por su existencia en el terreno de la intriga, olfateando las ocasiones
ventajosas, y utilizando la protección y gratitud de las personas a
quienes ha prestado servicios de ínfima calidad, sobre los cuales
guarda cuidadoso secreto. Ya no se acuerda de cuando andaba descalzo
y harapiento por las mal empedradas calles de Jerusa. Nacido de la
_Coscoja_, viuda pobre, que adormecía sus penas emborrachándose, Senén
vivió de la caridad pública hasta que fue recogido por los Condes de
Laín, que lo pusieron a la escuela, y después le tomaron a su servicio.
Fue pinche de cocina, escribiente, ayuda de cámara, hasta que su
agudeza, reforzada por ardiente ambición de dinero, le emancipó de la
servidumbre. En diversos trabajos y granjerías, hubo de probar fortuna:
viajante de comercio, corredor de vinos, administrador de periódicos, y
por fin la Condesa le abrió los espacios de la Administración pública
con un destinillo de Hacienda, al que siguieron ascensos, comisiones y
otras gangas. Compensa la cortedad de su inteligencia con su constancia
y sagacidad en la adulación, su olfato de las oportunidades, y su arte
para el pordioseo de recomendaciones. Su egoísmo toma más bien formas
solapadas que brutales, y para disimularlo, el instinto, más que la
voluntad, le sugiere la economía, y todo el ahorro compatible con el
lucimiento y afeite de su persona. Guarda su dinero, y se apropia
todo lo que sin peligro puede apropiarse. En lo que no es ostensible,
o sea en el comer, gasta lo indispensable, reservando casi todo su
peculio para el _coram vobis_. Su vicio es la buena ropa, y su pasión
las alhajas; lleva constantemente tres sortijas de piedras finas en el
meñique de la mano izquierda, y al llegar a Jerusa ha sacado a relucir
un alfiler de corbata, que es ¡ay! la desazón de sus compatriotas de
ambos sexos.~

SENÉN

Allá voy. Estaba mirando las peras... ~(Entra en la terraza.)~ Hola,
Gregoria; usted siempre tan famosa.

GREGORIA

¡Y tú qué guapo... y qué bien hueles, condenado! Estás hecho un
príncipe.

SENÉN

Hay que pintarla un poquillo, Gregoria. Es uno esclavo de la posición.

VENANCIO, ~impaciente~.

Vengan pronto esas noticias.

SENÉN

La Condesa llegará a Laín en el tren de las doce y cinco. He tenido
un parte. ~(Mostrándolo.)~ Se lo he llevado al Alcalde, que no estaba
seguro de la hora de llegada.

GREGORIA

Y D. José irá a esperarla en su coche.

VENANCIO

Claro.

SENÉN, ~sentándose con indolencia. (Se cuida mucho de emplear un
lenguaje muy fino.)~

Y el Municipio ¡oh! le prepara un gran recibimiento, una ovación
entusiasta.

GREGORIA

¡A tu ama!

SENÉN

A la que fue mi ama. ¡Estaría bueno que no se hicieran los honores
debidos a la ilustre señora, por cuya influencia ha obtenido Jerusa
la estación telegráfica, la carretera de Forbes, amén de las dos
condonaciones!

GREGORIA

Puede que, si hay festejos, tengamos aquí a Doña Lucrecia más tiempo
del que acostumbra.

SENÉN

Creo que no; está invitada a pasar unos días en Verola con los señores
de Donesteve.

VENANCIO

¿Y del Conde qué me dices?

SENÉN

Que Su Excelencia debió llegar a Laín anoche, o esta mañana en el
primer tren. De modo que no me explico... digo que no me explico, mi
querido Venancio, que no le tengas ya en tu casa.

GREGORIA

De fijo habrá ido a Polan a visitar el sepulcro de su esposa, la
Condesa Adelaida.

VENANCIO

Bueno, Senén. Tú que todo lo sabes... naturalmente, has vivido en la
intimidad de la familia, conoces sus costumbres, la manera de pensar de
cada uno, sus discordias y zaragatas, dinos... ¿D. Rodrigo y su nuera
se encontrarán aquí por casualidad, o es que...?

SENÉN, ~seguro, dándose importancia.~

No: se han dado cita en Jerusa.

GREGORIA

¿Cómo es eso? ¿Y para qué se citan los que se aborrecen? ¿Qué hacen?

SENÉN

Lo contrario de lo que hacen los que se aman. Los amantes se acarician;
estos se muerden.

VENANCIO

Vamos, es al modo de un desafío... Dicen: «en tal parte, a tal hora,
nos juntamos para rompernos el bautismo.»

GREGORIA

Será que el señor Conde, que no ha visto a su nuera desde que él
embarcó para el Perú, querrá ajustar con ella alguna cuenta...

VENANCIO

De interés, o de cosas tocantes al honor de la familia, pues para nadie
es un secreto... no te enfades, Senenillo... que tu protectora la
señora Condesa... En fin, no está bien que yo repita...

SENÉN

Sí, que el repetir es cosa fea. ¿Qué les importa a ustedes, ni qué me
importa a mí, que el señor Conde de Albrit y su nuera la Condesa viuda
de Laín se peleen, se arañen y se tiren de los pelos por un pedacito
así de honra, o por un pedazo grande...? pongamos que es un pedazo de
honra tan grande como esta casa.

VENANCIO

Tiene razón Senén. _Haiga_ virtud o no la _haiga_, nada nos dan ni nada
nos quitan.

SENÉN

Yo no sé sino que el viejo Albrit, que hasta ahora, desde la muerte de
su hijo, no se ha movido de Valencia, escribió a la Condesa...

VENANCIO, ~riendo~.

Pidiéndole dinero.

SENÉN

Hombre, no: le proponía una entrevista para tratar de asuntos graves...

GREGORIA

De asuntos de familia. Y como la Condesa no quiere altercados en
Madrid, porque allí puede haber escándalo, y se entera todo el mundo,
y hasta lo sacan los papeles, le ha citado en este rincón de Jerusa,
donde solo vivimos cuatro papanatas, y si hay zipizape aquí se queda, y
la ropa sucia, en casita se lava. ¿Qué tal, señor cortesano, entiendo
yo a mi gente?

VENANCIO

Dí que no es lista mi mujer.

SENÉN, ~risueño y galante.~

Sabe griego y latín. ¡Vaya un talento! Y para acabar de granjearse mi
estimación, me va a traer un vasito de cerveza. Estoy abrasado.

GREGORIA

Ahora mismo: hubiéraslo dicho antes. ~(Entra en la casa, llevándose las
hortalizas.)~

VENANCIO

Y tú, rey de las hormigas, ¿qué pretendes ahora de tu ama? ¿Otro
ascenso, una plaza mejor?

SENÉN

Quiero adelantar, salir de esta miseria de la nómina, del triste jornal
que el Gobierno nos da por aburrirnos, y aburrir al país que paga.

VENANCIO

Picas alto. Digan lo que quieran, chico, tú tienes mucho mérito. Yo te
vi salir del lodo.

SENÉN

Y me verás subir, subir... El lodo, créeme, es un gran trampolín para
dar el salto.

~GREGORIA, que vuelve con la cerveza y copas, y les sirve.~

Dime, Senenillo, ¿y para tus medros, no te agarras también a los
faldones del señor Conde?

SENÉN

Albrit no tiene una peseta, y nadie le hace caso ya.

VENANCIO

Ese roble ya no da sombra, y solo sirve para leña.

~GREGORIA, que sentándose entre los dos bebedores de cerveza, acaricia
a Senén.~

Vamos a ver, hijo, ¿por qué no nos cuentas el por qué y el cómo de que
tan mal se quieran la Condesa viuda y el abuelo? Tú lo sabes todo.

VENANCIO

Vaya si lo sabe; pero no muerde el gozque a quien le da de comer.
~(Senén paladea la cerveza, dándose aires de madrileño, y calla.)~

GREGORIA

Ya lo ves: callado como un besugo. Dinos otra cosa. Será cuento todo
eso que se dice de tu señora... Es cuento, ¿verdad?

SENÉN, ~enfático.~

Me permitiréis, queridos amigos, que no hable mal de mi bienhechora.
Os diré tan solo que es un corazón tierno, y una voluntad generosa y
franca hasta dejárselo de sobra. No le pidáis gazmoñerías, eso no. Es
mujer de muchísimo desahogo... Compadece a los desgraciados y consuela
a los afligidos. Y como persona de instrucción, no hay otra: habla
cuatro lenguas, y en todas ellas sabe decir cosas que encantan y
enamoran.

VENANCIO

Todas esas lenguas, y más que supiera, no bastan para contar los
horrores que acerca de ella corren en castellano neto.

SENÉN, ~endilgando sabidurías que aprendió en los cafés.~

¡Horrores!... No hagáis caso. La honradez y la no honradez, señores
míos, son cosas tan elásticas, que cada país y cada civilización...
cada civilización, digo, las aprecia de distinto modo. Pretendéis
que la moralidad sea la misma en los pueblos patriarcales, digamos
primitivos, como esta pobre Jerusa, y en los _grandes centros_...
¿Habéis vivido vosotros en los _grandes centros_?

VENANCIO

Ni falta.

SENÉN

Pues en los _grandes centros_ veríais otro mundo, otras ideas, otra
moralidad. La Condesa Lucrecia no es una mujer; es una dama, una gran
señora. ¿Qué? ¿Que le gusta divertirse? Cierto que sí; se divierte por
la noche, por la mañana y por la tarde... No, no me saquéis el Cristo
de la moralidad. Yo os digo, y lo pruebo, que es cosa esencial en las
sociedades que las damas se diviertan, porque del divertirse damas y
galanes viene el lujo, que es cosa muy buena... ~(Riendo del asombro de
sus interlocutores.)~ Ya... papanatas; creéis que es malo el lujo...
Vivís en Babia. Pues os digo, y lo pruebo, que el lujo es lo que
sostiene la industria... la industria de los _grandes centros_, por la
cual y con la cual, lo pruebo, come todo el mundo. _Reasumiendo_: que
si hubiera moralidad, tal y como vosotros la entendéis, la gente no se
divertiría, y sin diversiones, no tendríamos lujo, y _por ende_, no
habría industrias: la mitad de los que hoy comen se morirían de hambre,
y la otra mitad mascarían tronchos de berzas.

VENANCIO

Vaya que eres parlanchín, y entiendes la aguja de marear.

GREGORIA, ~imitando, sin saberlo, a las brujas de Macbeth.~

¡Senén, tú serás ministro!

SENÉN

¿Ministro yo? No, no: mi ambición, como nacida del lodo, no quiere
viento, sino barro, barro substancioso que amasar. _Mis tendencias_ son
a lo positivo; _tiendo_ a ganar dinero, mucho dinero. No me conformo
con un sueldo más o menos cuantioso; ambiciono más, ambiciono el
trabajo libre...

GREGORIA

Manos libres, quieres decir.

VENANCIO. ~(Da un cigarro a Senén, y fuman los dos.)~

Lo que tú buscas, tunante, es una dote; andas a la husma de una rica
heredera.

GREGORIA

Por eso vistes tan elegantito, y te quitas el pan de la boca para
comprarte trapos... Por eso gastas anillos, y te echas esencia en el
pañuelo. Vaya, que hueles bien. ~(Oliéndole.)~ ¿Qué es eso? ¿Heliotropo?

SENÉN, ~reventando de fatuidad~.

Es mi perfume favorito... Pues no he pensado en casarme, y lo pruebo.
Claro, si se me presentase una buena ganga matrimonial, no la
desperdiciaría. Estamos a la que salta.

GREGORIA

Por un camino o por otro, has de ser rico.

VENANCIO

A trabajar, se ha dicho. En la corte hay mil maneras de afanar el
garbanzo.

GREGORIA

Allí donde hay bambolla, derroche, y donde los ricos por su casa
gastan, según dicen, más de lo que tienen, el pobre allegador,
económico y despabilado como tú, sabe encontrar piltrafa. Ahí tienes el
caso del señor Conde. Toda su riqueza se ha repartido entre muchos que
andaban quizás con los codos al aire.

VENANCIO

Prestamistas, curiales, cuervos y buitres, y todos los golosos de carne
muerta.

SENÉN, ~desdeñoso~.

Mal fin ha tenido el prócer. Vaya usted preparando, Gregoria, las
buenas calderadas de patatas, las sopitas de leche, para que se
acostumbre a la frugalidad, y olvide sus hábitos gastronómicos.

GREGORIA

No, no: lo que es hoy, al menos, si viene, tengo que prepararle una
buena comida.

VENANCIO

Como se entretenga en Polan y no coja el coche que ha salido de allí a
las diez, no vendrá hasta mañana.

SENÉN

_Me inclino a creer_ que le veremos venir en carreta, porque el buen
señor padece tal _tronitis_, que no tendrá para el coche.

GREGORIA

No exageres... Esos nobles arrumbados siempre guardan algo para sus
últimas, y también te digo que suelen encontrar algún tonto que les
alimente los vicios.

SENÉN

Albrit no tiene más vicios que la rabia de verse pobre, y el orgullo de
casta, que se le ha recrudecido con la pobreza.

GREGORIA, ~intranquila~.

Dime, Senén, ¿y al señor Conde no le dará la ventolera de quitarnos a
las niñas?

SENÉN

¿Para qué?... ¿Y a dónde las lleva?

VENANCIO

A un colegio de Francia.

SENÉN

No temáis perder esta ganga. El Conde no tiene con qué pagarles un buen
colegio, y la mamá no está por esos gastos, que _dejarían indotado_ su
presupuesto. Todo es poco para ella. Además, la presencia de las niñas
en sociedad junto a ella, la envejece. _Su obsesión_ es ser joven, o
parecerlo.

VENANCIO

Su... ¿qué has dicho? ¡Vaya unas palabras finas que te traes!

GREGORIA, ~incomodándose~.

Pero ya son creciditas, jinojo... Algún día tiene que presentarlas en
la corte, casarlas...

SENÉN

¿Casarlas? Dificilillo es... y lo pruebo.

GREGORIA

¿Cómo no, si son tan monas?

SENÉN

Les concedo el buen palmito. Pero cualquiera carga con ellas, educadas
en la ñoñería, con hábitos y maneras de pueblo, y, por añadidura,
pobres... porque la Condesa está dando aire a la fortuna, y cuando
toquen a liquidar, no habrá más que pagarés vencidos, cuentas no
liquidadas, y el diluvio... Ya lo dijo Luis XV ~(estropeando el
francés)~: _Apré muá, le diluch._

GREGORIA, ~incomodándose más~.

La madre será lo que quieran: una feróstica, una púa extranjera; pero
Dorotea y Leonor a ella no salen, digo que no salen... y lo pruebo
también.

VENANCIO

Son buenísimas, aunque algo traviesas; almas puras, ángeles de Dios,
como dice D. Carmelo.

GREGORIA

Créelo, Senén; las quiero como si fueran mis hijas, y el día que se las
lleven me ha de costar algunas lágrimas.

SENÉN, ~con impertinencia~.

¿Y de instrucción, qué tal?

VENANCIO

Poca cosa les enseña D. Pío, el maestro jubilado del pueblo. Sobre
que él sabe poco, no tiene carácter, y las chicas le han tomado por
monigote para divertirse.

GREGORIA

Todo el día se lo pasan enredando. Ya se ve: no están en su esfera,
como dice Angulo, nuestro médico.

VENANCIO, ~repitiendo una frase del Doctor~.

Su institutriz es la Naturaleza, su elegancia la libertad, su salón el
bosque. Bailan al compás de la mar con la orquesta del viento.

SENÉN, ~que se levanta, recordando con inquietud algo que había
olvidado~.

¡Buena la hemos hecho!

VENANCIO

¿Qué te pasa?

SENÉN

Que con tanto charlar se me olvidó el encargo del señor Alcalde.

GREGORIA

¿Para nosotros?

SENÉN

Sí... ¡qué cabeza! Pues que inmediatamente le llevéis las niñas, para
que la Condesa las vea en cuanto llegue.

VENANCIO

Es natural. Y comerán allí.

SENÉN

¿Están en casa?

GREGORIA

De paseo andan por el bosque. ~(Mirando hacia la izquierda.)~ No las
veo.

VENANCIO

Correteando, y de juego en juego, se habrán ido a media legua de
Jerusa.

SENÉN

¿Y las dejáis andar solas por el bosque?

GREGORIA

Solitas van. Todo el mundo las respeta.

VENANCIO

Hay que ir corriendo a buscarlas.

SENÉN

Si queréis, iré yo... ¿No saben todavía que hoy viene su mamá?

GREGORIA

No lo saben... ¡pobres hijas!

SENÉN

Pues yo se lo diré, y las traeré por delante, como un pavero de Navidad.

VENANCIO

Las encontrarás, de fijo, bosque arriba, en el sendero de Polan... Pero
mira, chico, no les hagas la corte. Verdad que sería inútil.

SENÉN, ~con ganas de irse pronto~.

¿La corte yo?... ¿Yo, _este cura_? ¡Señoritas que no viven en _su
elemento_ y reúnen todo lo malo, orgullo y pobreza...!

GREGORIA

Están verdes.

SENÉN

Que las madure quien quiera. ¿Decís que bosque adentro?...

VENANCIO

Vete, y tráelas pronto.

GREGORIA

Vivo... ~(Viéndole partir.)~ ¡Vaya un pájaro!

VENANCIO

¡Vaya un peje!


ESCENA III

~Bosque en las inmediaciones de Jerusa, formado de corpulentos robles,
hayas y encinas. Lo atraviesa un tortuoso sendero, donde se ven los
surcos trazados por los carros del país. Por el Norte, formidable
cantil de roca y conglomerado, en cuyos cimientos baten las olas del
mar; al Sur cierra el paisaje la espesura de la vegetación; hacia el
Oeste serpentea y se subdivide el sendero, atravesando algunas calvas y
espesos matorrales.~

~LEONOR y DOROTEA, niñas de quince y catorce años respectivamente,
lindas, graciosas, de tipo aristocrático, la tez bronceada por el
aire marino y el sol. Son negros sus ojos, rasgados, melancólicos;
negro también su cabello, peinado al descuido en moño alto. Se lo
adornan con flores silvestres, que van clavando en él como se clavan
los alfileres en un acerico. La diferencia de edad, un año y meses,
apenas en ellas se distingue, y por gemelas las tienen muchos, viendo
la semejanza de sus rostros, y la igualdad del talle y estatura. Son
ágiles, correntonas, traviesas; dos diablillos encantadores. Visten,
con sencillez graciosa y elegancia no aprendida, trajecitos claros,
cortados y cosidos en Jerusa. La modestia da más realce a su gentileza
vivaracha, y les imprime cierta gravedad dulce cuando están quietas.
Desde la niñez, su madre, irlandesa, las nombraba con los diminutivos
ingleses NELL y DOLLY, y estos nombres exóticos prevalecieron en Madrid
como en Jerusa. Las acompaña y juega y brinca con ellas un perrito
canelo, de pelo largo y fino, hocico muy inteligente, rabo que parece
un abanico. Atiende por _Capitán_.~

DOLLY

Estoy cansada; yo me siento. ~(Se recuesta en el tronco de un roble.)~

NELL

Estoy entumecida; yo quiero correr. ~(Disparándose en carrera circular,
vuelve al punto de partida.)~

DOLLY, ~mirando a la copa del árbol~.

¡Qué gusto poder subir, y posarse en una rama!... ¡Nell!

NELL

¿Qué quieres?

DOLLY

Decirte una cosa. ¿Qué te apuestas a que me subo a este árbol?

NELL

Te desgarrarás el vestido...

DOLLY

Lo coseré... sé coser tan bien como tú... ¿A que me subo?

NELL

No está bien. Nos tomarían por chiquillas de pueblo.

DOLLY, ~que suspendiéndose de una rama, se balancea~.

Pues ser chiquilla de pueblo o parecerlo, ¿crees tú que me importa
algo? Dime, Nell, ¿andarías tú descalza?

NELL

Yo no.

DOLLY

Yo sí... Y me reiría de los zapateros. ~(Viendo que Nell se sienta y
saca un librito.)~ ¿Qué haces?

NELL

Quiero repasar mi lección de Historia. Ya hemos corrido bastante;
estudiemos ahora un poquito. Acuérdate, Dolly: ayer, D. Pío te dijo que
no sabes jota de Historia antigua ni moderna, y en buenas formas te
llamó burra.

DOLLY

Burro él... Yo sé una cosa mejor que él: sé que no sé nada, y D. Pío no
sabe que no sabe ni pizca.

NELL

Eso es verdad... Pero debemos estudiar algo, aunque no sea más que por
ver la cara que pone el maestrillo cuando le respondemos bien. Es un
alma de Dios.

DOLLY

Mejor la pone cuando le damos alguna golosina, de las que guardamos
para _Capitán_.

NELL

Anda, ven; estudiemos un poquito. ¿Sabes que es un lío tremendo esto de
los Reyes godos?

DOLLY

El demonio cargue con ellos. Son ciento y la madre... y con unos
nombres que pican como las zarzas, cuando una quiere metérselos en la
memoria.

NELL

Ninguno tan antipático y majadero como este señor de Mauregato.

DOLLY

¡Valiente bruto!

NELL

Nada: que tenían que echarle cien doncellas por año para desenfadarle.

DOLLY

Para desengrasar, como dice D. Carmelo.

NELL

La verdad es que la Historia nos trae acá mil chismes y enredos que no
nos importan nada.

DOLLY. ~(Siéntase junto a su hermana. El perro se echa entre las dos.)~

Figúrate qué tendremos que ver nosotras con que hubiera un señor que se
llamaba Julio César, muy vivo de genio... Ni qué nos va ni nos viene
con que le matara otro caballero, cuyo nombre de pila era Bruto... ¿A
mí qué me cuenta usted, señora Historia?

NELL

Pero, hija, la ilustración... ¿A ti no te gustaría ser ilustrada?

DOLLY, ~acariciando al perrito~.

Ilústrate tú también, _Capitán_. La verdad: me carga la ilustración
desde que he visto que también se ha hecho ilustrado Senén. ¿Te
acuerdas de cuando estuvo aquí hace dos meses, creyendo que venía mamá?

NELL

Sí: a cada instante sacaba la Edad Media, y qué sé yo qué.

DOLLY

¡Qué tendremos nosotras que ver con las edades medias o partidas!... Y
el mejor día nos salen con que a Cleopatra le dolían las muelas.

NELL

O que a Doña Urraca le salieron sabañones.

DOLLY

Pero, en fin, nos ilustraremos algo, puesto que mamá, en todas sus
cartas, nos manda que aprendamos, que seamos aplicaditas.

NELL

Mamá nos idolatra; pero no nos lleva consigo. ~(Con tristeza.)~ ¿Por
qué será esto?

DOLLY

Porque, porque... Ya nos lo ha dicho. Como nos criamos tan raquíticas,
quiere que engordemos con los aires del campo. Ya sabe mamá lo que hace.

NELL

Mamá es muy buena. Pero que venga al campo con nosotras a robustecerse
también.

DOLLY

Tonta, ¿no le oíste decir que se espanta de engordar, y que lo que
quiere ahora es enflaquecer?

NELL

Gorda o flaca, mamá es guapísima.

DOLLY

Sí que lo es... Ya nos llevará consigo cuando seamos mayores. Yo no
tengo prisa.

NELL, ~rayando la tierra con su dedito~.

Como prisa, yo tampoco.

DOLLY

Me gusta el campo.

NELL

Y la soledad, ¡que me gusta!

DOLLY

En la soledad piensa una mejor que entre personas.

NELL

¡Y esta libertad...!

DOLLY, ~poniendo en dos patas al perrito~.

Yo te digo una cosa: creo que cuanto más salvajes, más felices somos.

NELL

Eso no: la civilización, Dolly...

DOLLY

Me carga la civilización desde que oigo hablar tanto de ella a nuestro
amigo el Alcalde, que se ha hecho rico y personaje fabricando fideos.

NELL, ~mordiendo el palo de una florecita~.

Salvaje no quiero yo ser... ni civilizada a estilo de D. José Monedero.
También te digo que dentro de la civilización puede existir la soledad
que tanto me agrada. ¿A ti no se te ha ocurrido alguna vez ser monjita?

DOLLY

¡Ay, no! Nunca he pensado en eso.

NELL

Yo sí, sobre todo cuando nos llevan a misa a las Dominicas. ¡Qué
iglesita más mona y más sosegada! Me figuro yo que de aquellas rejas
para dentro hay una paz, una tranquilidad...

DOLLY, ~recogiendo piedrecitas~.

La religión es cosa bonita... lo mejor entre lo bueno. El rezar
consuela... Pero eso de estar siempre rezando, siempre, siempre...
francamente, hija... Y metida entre rejas, como están las monjas, ni
ves árboles, ni ves flores...

NELL

Tonta, si tienen huertas y jardines...

DOLLY

Pero no ves el mar.

NELL

¡Bah!... Veo a Dios, que es más grande.

DOLLY

¡Si Dios está en todas partes! ¿Crees que no está también aquí, oyendo
todo lo que decimos?

NELL

Pero no le vemos ni le oímos nosotras.

DOLLY

Hay que mirar bien, Nell, y escuchar callandito.

~(Pausa. Las dos, silenciosas y un tanto sobrecogidas, exploran con
lento mirar el horizonte, mar y cielo, y la sombría espesura del
bosque.)~

NELL

¿Qué oyes?

DOLLY

Como un aliento muy grande. ¿Y tú, qué ves?

NELL

Como una mirada grandísima. ~(Otra pausa larga. Bruscamente, como quien
vuelve sobre sí, se incorpora.)~ Pero se nos va el tiempo charlando, y
no hemos estudiado ni una letra.

DOLLY

¡Está el día tan hermoso!

NELL

Salimos con ganas de leer. Tú dijiste que estudiaríamos en el campo
mejor que en casa.

DOLLY

Porque allí nos molestaban los berridos de Venancio.

NELL, ~repitiendo una frase de su maestro~.

¡Sus, valientes, y a los libros! ~(Dando a su hermana el manualito de
Historia.)~ Mira, lees en alta voz, y así nos enteramos las dos a un
tiempo.

DOLLY. ~(Toma el libro y levántase de un brinco.)~

Dame acá. ¿Sabes lo que se me ocurre? Que conviene que se instruyan
también los pájaros... Toda la ciencia no ha de ser para nosotras.
~(Lanzando el libro a los aires con fuerte impulso.)~

NELL

¿Qué haces, tonta? ~(El libro, abierto en el aire y dando al viento sus
hojas, describe una curva, y se detiene al fin en una rama de encina,
como pájaro que se posa.)~

DOLLY

Ya lo ves. ~(El perro se entrega al trajín inocente de cazar moscas.)~

NELL

¡Buena la has hecho! ¿Y cómo lo cogemos ahora?

DOLLY

De ninguna manera. Los pájaros se enterarán ahora de lo que hicieron D.
Alejandro Magno, el señor de Atila y el moro Muza.

NELL, ~riendo~.

¡Si a los pajaritos todo eso les tiene sin cuidado!

DOLLY

Como a mí.

NELL

¡Vaya un compromiso! ¡Si pasara por ahí un chiquillo que se subiera a
cogerlo!

DOLLY

Me subiré yo. ~(Disponiéndose a encaramarse en la encina.)~

NELL, ~tirándole de la falda~.

No, no, que te desnucas.

DOLLY

Espérate; le tiraré piedras a ver si se atonta y cae. ~(Hace lo que
dice.)~

NELL

Hay viento... Puede que vuele el libro.

DOLLY

¡Ay, no, que es muy pesado! ~(Tirando piedras.)~ A mí, bribón; baja,
ven acá... ~(El perro cree de su obligación ladrar fuertemente al libro
para que baje.)~

NELL, ~sintiendo pasos~.

Basta, Dolly. Viene gente... ¡Qué vergüenza! Te tomarán por una
desarrapada del pueblo.

DOLLY

¿Y qué me importa?

NELL

Que te estés quieta. ~(Mirando a lo largo del sendero.)~ Aquí viene un
señor, un hombre... por el camino que baja de Polan, ¿ves?... Mira.
~(Aparece por entre los robles el Conde de Albrit, con lento paso.)~

DOLLY

No le veo.

NELL

Mírale... Se ha parado al vernos, y allí le tienes como una estatua. No
nos quita los ojos...


ESCENA IV

~NELL y DOLLY.--D. RODRIGO DE ARISTA-POTESTAD, CONDE DE ALBRIT, MARQUÉS
DE LOS BAZTANES, SEÑOR DE JERUSA Y DE POLAN, GRANDE DE ESPAÑA, etc...
Es un hermoso y noble anciano, de luenga barba blanca y corpulenta
figura, ligeramente encorvado. Viste buena ropa de viaje, muy usada;
calza gruesos zapatones, y se apoya en garrote nudoso. Revela en su
empaque la desdichada ruina y acabamiento de una personalidad ilustre.~

NELL, ~observándole medrosa~.

Es un pobre viejo... ¿Por qué nos mira así? ¿Nos hará daño?

DOLLY

Parece el Santa Closs de los cuentos ingleses. Pero no trae saco a la
espalda.

NELL

¿Sabes que tengo miedo, Dolly?

DOLLY

Yo también. ¿Será un mendigo?

NELL

Si tuviéramos cuartos, se los daríamos... ¡Ay, no se mueve!...

DOLLY

Y ahora, en nosotras clava los ojos...

NELL, ~palideciendo~.

Parece que habla solo... ¡Qué miedo!

DOLLY, ~trémula~.

Y no pasa un alma. Si llamamos, nadie nos oirá.

NELL

No nos hará nada, creo yo.

DOLLY

Lo mejor es hablarle.

NELL

Háblale tú... Dile: «Señor mendigo...»

DOLLY

Mendigo no es. Parece más bien una persona decente mal trajeada.
~(Lánzase el perrillo con furiosos ladridos hacia el Conde.)~

NELL

_Capitán_, ven acá...

DOLLY

¡Ay, Nell, yo conozco esa cara!...

NELL

Y yo también. Yo le he visto en alguna parte... ¡Ay, ay! ~(Se juntan
las dos, como para protegerse mutuamente.)~ Ahora se adelanta... Nos
hace señas...

DOLLY

Parece que llora. ¡Pobre señor!...

EL CONDE, ~con voz grave, avanzando~.

Preciosas niñas, no me tengáis miedo. ¿Sois Leonor y Dorotea?

NELL

Sí, señor: así nos llamamos.

EL CONDE, ~llegándose a ellas~.

Pues abrazadme. Soy vuestro abuelo. ¿No me conocéis? ¡Ay! Han pasado
algunos años desde que me visteis por última vez. Erais entonces
chiquitinas, y tan monas... Me volvíais loco con vuestra gracia, con
vuestra donosura angelical... ~(Las abraza, las besa en la frente.)~

DOLLY

¡Abuelito!

NELL

Yo decía: le conozco.

DOLLY

Por el retrato te conocemos.

EL CONDE

Y yo a vosotras por la voz. No sé qué hay en el timbre de vuestras
vocecitas, que me remueve toda el alma. ¿Y como es que los dos sonidos
me parecen uno solo? Dejadme que os mire bien: ¿serán iguales vuestras
caritas como lo son vuestras voces?... No, no puedo veros bien, hijas
de mi alma. Estoy casi ciego. Vamos, sigamos hacia Jerusa. ~(_Capitán_
abre la marcha.)~

NELL

¡Qué sorpresa tan agradable, abuelito! Pues, mira, te tuvimos miedo.

EL CONDE

¿Miedo a mí, que os adoro?

DOLLY

Senén nos dijo anoche que venías; pero no creímos que llegaras tan
pronto.

NELL

¿Y cómo no has venido en el coche?

EL CONDE

Me molesta horriblemente el traqueteo de ese armatoste... y el venir
prensado entre personas groseras y estúpidas... No, no... He preferido
venirme a pie, sin más compañía que la de este palo, que me ha regalado
un pastor de mis tiempos, a quien encontré en Polan. ¡Figuraos si será
viejo el hombre! Era yo un niño, y él un mocetón como un castillo que
me llevaba a la pela por estos montes...

NELL

¿Pero vienes de Polan?

EL CONDE

Allí pasé la noche, en la cabaña de Martín Paz... Luego me he venido
pasito a paso por el filo del cantil, recordando mis tiempos. ¡Ah!
Todos los caminos y veredas de este país me conocen; conócenme las
breñas, las rocas, los árboles... Hasta los pájaros creo que son los
mismos de mi niñez... Esta hermosa Naturaleza fue mi nodriza. No
podréis comprender, niñas inocentes que empezáis a vivir, cuán grato,
y cuán triste al mismo tiempo, es para mí recorrer estos sitios, ni
cuánto padezco y gozo haciendo revivir a mi paso cosas y personas. Todo
lo que me rodea paréceme a mí que me ve y me reconoce... y que desde el
mar grande al insecto casi invisible, todo cuanto aquí vive, se queda
en suspenso... no sé cómo decirlo... se para y mira... para ver pasar
al desdichado Conde de Albrit. ~(Las dos niñas suspiran.)~

DOLLY

Apóyate en mi brazo, abuelito.

NELL

En el mío.

EL CONDE

En los dos... Una por cada lado. Así... Me lleváis como en volandas.


ESCENA V

~NELL y DOLLY; EL CONDE; SENÉN, que ha presenciado de lejos, oculto
tras un árbol, el encuentro del abuelo y sus nietas.~

SENÉN

¡Qué estropeado y qué caído está el viejo león de Albrit!... Hoy
por hoy, no me conviene malquistarme con él. Nunca se sabe de qué
cuadrante sopla la suerte. ~(Viendo avanzar el grupo, se adelanta
sombrero en mano.)~ Señor Conde, bien venido sea, mil veces bien
venido, a la tierra de sus mayores. ¡Qué hermosa figura hace Vuecencia
en medio de estos dos ángeles!

EL CONDE, ~parándose~.

¿Quién me habla?

NELL

Es Senén, papá.

DOLLY

¿No te acuerdas?

SENÉN

Senén Corchado, señor, el que fue... no me avergüenzo de decirlo...
criado del señor Conde de Laín.

EL CONDE

¡Ah, lacayo! ~(Con súbita cólera, requiriendo el garrote.)~ ¿Vienes a
que te dé dos palos?

SENÉN, ~retirándose~.

¡Señor...!

NELL

Abuelito, ¿qué haces?

DOLLY

¡Si es de casa, si es nuestro amigo!

EL CONDE, ~reportándose~.

Perdonadme, niñas queridas... he confundido sin duda... Y tú, Séneca,
Cenón, o como quiera que te llames, perdóname también... te he tomado
por otro. Pensé que eras tú el infame que se permitió decirme... Ven
acá, dame la mano. Tengo el genio poco sufrido...

SENÉN, ~dándole la mano~.

Siempre fue lo mismo Vuecencia.

EL CONDE

Luego, esta continua disminución de mi vista no me permite distinguir a
los bribones de las personas honradas. La ceguera me hace irascible...
¿Y qué tal? Ya recuerdo que me hablaron de ti: sé que estás hecho un
hombre.

SENÉN, ~con falsa humildad~.

Aunque me iba muy bien en casa del señor Conde de Laín, me dio por
abandonar la servidumbre y trabajar en cualquiera industria o negocio...

EL CONDE

Muy bien pensado. Así se hacen los hombres. ¿Y qué eres ahora?
¿Zapatero?

SENÉN

Señor, no.

NELL

Papá, si es empleado.

DOLLY

Empleado de Hacienda con tantos miles de sueldo.

EL CONDE

Vamos, que tú querías ganar dinero a todo trance... El dinero lo ganan,
Senén, todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás
de los que lo pierden: fíjate en esto.

SENÉN, ~inflándose~.

La señora Condesa me consiguió un destinito...

NELL

Mamá le ha protegido y le protege, porque es buen muchacho...

EL CONDE

La Condesa es una gran potencia. Nadie le niega nada. Ya sabes tú,
picaruelo, a qué aldabones te agarras.

DOLLY

Aquí donde le ves, papá, es la economía andando, y mira por su ropa
como una mujer.

EL CONDE

Séneca, digo, Senén, tú pitarás. Y ahora, ¿estás aquí con licencia?

SENÉN

He venido de Durante para tener el honor de saludar al señor Conde de
Albrit y a la señora Condesa de Laín, que también debe de llegar hoy.

NELL

¡Que viene mamá! ~(Despréndense las dos de los brazos de su abuelo, y
saltan gozosas.)~

DOLLY

¡Jesús, qué alegría!

NELL

Pues no sabíamos nada. ¿Lo sabías tú, abuelito?

EL CONDE, ~pensativo~.

Sí.

DOLLY, ~volviendo a coger el brazo de Albrit~.

Vamos, a prisita.

NELL, ~inquieta~.

Tenemos que arreglarnos.

SENÉN

Las señoritas han de ir al _hotel_ del señor Alcalde, a esperar a su
mamá.

NELL

¿Pero va mamá a casa del Alcalde?

DOLLY

¿Por qué no viene a la Pardina con nosotros, con Abuelito? ~(Senén se
encoge de hombros.)~

EL CONDE

La Pardina no le parecerá a tu mamá bastante cómoda... En fin, no
quiero que os detengáis por mí... Vamos, hijas mías.

NELL

¡Ah! Se me olvidaba... Amigo Senén, ¿querrías hacernos un favor?

SENÉN

Todo lo que las señoritas quieran. ¿Qué es?

NELL

Subirse a aquel árbol a coger la Historia.

EL CONDE

¡A coger la Historia!

DOLLY

El pícaro libro, que se echó a volar.

NELL

Jugando, lo tiramos al aire.

EL CONDE, ~gozoso~.

Comprendo, sí... Estudiáis mirando al cielo... Senén, intrépido Senén,
sube pronto, hijo... Anda, que cuando eras muchacho ya treparías más de
una vez para coger nidos.

SENÉN ~(disimulando su disgusto, se quita la americana)~.

Allá voy.

NELL

Ten cuidado no se te rompa el traje.

SENÉN

Que es nuevo... ya lo ven.

DOLLY

¡Vaya un alfiler de corbata que te traes!... Por Dios, no te caigas.

EL CONDE

No temáis: este sabe subir y agarrarse bien. Si cae, será porque le
tiene cuenta.

SENÉN

Por ahora, señor Conde, me tiene más cuenta apoyarme bien en las ramas
fuertes... Ajajá... Ya te cojo, Historia maldita.

DOLLY

Bájate pronto... ~(Desciende Senén a las ramas bajas, y se tira de un
salto.)~

NELL, ~cogiendo el libro~.

Dios te lo pague. Vaya, sigamos.

DOLLY

¿No quiere el abuelito entrar por el pueblo?

EL CONDE

No, no: vamos por el atajo, que nos lleva directamente a la Pardina sin
pisar las calles de Jerusa. No quiero ver gente, y menos jerusanos.

SENÉN, ~poniéndose la americana~.

¡Lástima no haber sabido antes que venía el señor Conde! El pueblo le
habría preparado un buen recibimiento.

EL CONDE, ~con desdén~.

¿A mí?... ¿A mí Jerusa?... Brrr...

SENÉN

Habría salido la música, el orfeón... No faltaría el arquito de ramaje;
y luego _lunch_ en la Casa Consistorial.

EL CONDE

Veo que eres un cursi tremendo. Conozco esos homenajes, que en otro
tiempo, cuando los merecía y estaba en disposición de recibirlos, me
halagaban, sí. Hoy me harían el efecto de una burla cruel. Antes de
verme tan viejo y tan pobre como ahora, tuve ocasión de apreciar la
villana ingratitud de mis compatriotas, los habitantes del Señorío de
Jerusa. ~(Se detiene y suspira.)~ Veinte años ha, la última vez que
aquí estuve, los colonos que habían llegado a ser ¡Dios sabe cómo!
propietarios de mis tierras, los señoritingos nacidos de mis cocineras,
o engendrados por mis mozos de cuadra, me recibieron con frío desdén,
que me llenó de tristeza y amargura. Dijéronme que la villa se había
civilizado. Era una civilización improvisada y postiza, como la levita
que compra el patán en un bazar de ropas hechas.

NELL

Papaíto, no olvida tu pueblo los beneficios que de ti ha recibido.

DOLLY

No los olvida, no. La calle principal de Jerusa se llama _de Potestad_.

NELL

La fuente de los cinco caños, junto a la iglesia, se llama _del Buen
Conde_.

EL CONDE

Sí, sí, mi abuelo paterno. Historia, cosas pasadas que solo dejan tras
sí un letrero, una inscripción... Todo se borra, ¡ay! aun las piedras
escritas. Cuando la roña y el musgo las empuercan, y se han criado en
ellas cien generaciones de arañas y lagartijas, viene el progreso,
y las manda picar para escribir otra cosa... o aprovecharlas en una
alcantarilla. No me quejo, no. Ese es el mundo. Rodamos todos hacia lo
infinito.

SENÉN, ~enfáticamente~.

Jerusa, por más que digan, no puede olvidar que debe su existencia a
los Albrit de la Edad Media.

EL CONDE, ~meditabundo~.

Y a mis abuelos y a mí todo lo que en ella es de algún valor. La casa
Ayuntamiento, que era el primitivo palacio de los Condes de Laín, fue
donada por D. Martín de Potestad, capitán de las galeras de Nápoles. La
calzada de Verola y el puente sobre el río Caudo, obra fue de mi madre.
Mi abuelo materno hizo el hospital y la casa-cuna; y yo traje las aguas
riquísimas de Santaorra; levanté el muro de contención que defiende
al pueblo de las avenidas del Caudo; fundé y doté la hermandad de
Pescadores, haciéndoles además una dársena para abrigo de sus lanchas;
repoblé el monte comunal... sin contar otras mejoras de que ya no me
acuerdo. ¿Y cómo pagaron mis paisanos tantos beneficios? Pues cuando me
vieron mal de intereses, recargaban horrorosamente mis propiedades en
todos los repartos de contribución, para obligarme a vendérselas... Y
lo conseguían... En sus manos rapaces está todo.

NELL

Abuelito, no pienses cosas tristes.

DOLLY

¿No estás alegre de vernos y de tenernos a tu lado?

EL CONDE, ~deteniéndose para abrazarlas y besarlas con efusión~.

Sí, sí, ángeles inocentes. Soy feliz con vosotras, y lo demás nada me
importa.

SENÉN, ~con malicia indiscreta, que resulta más antipática por lo
pedantesco de la expresión~.

Y de que no seríamos justos achacando a Jerusa el pecado de la
ingratitud, tenemos hoy una prueba elocuente, señor Conde, porque,
sabida con antelación la llegada de la señora Condesa de Laín, se le
prepara un recibimiento entusiasta, cual corresponde a quien tan grande
fomento ha dado a los intereses materiales y morales de esta villa.
Saldrá el Alcalde a la estación...

EL CONDE

Y se dispararán cohetes. Todo eso está muy en carácter.

NELL, ~impaciente~.

¡Cohetes, música...! Vamos, vamos pronto.

DOLLY

Abuelito, por aquí, si quieres que vayamos derechos a la Pardina.

EL CONDE

¿Estamos ya en la loma que llaman la _Asomada_?

SENÉN

Sí, señor: de aquí se ve toda la villa; y si Vuecencia quiere dar un
vistazo a la población, en dos minutos estamos en la plaza.

EL CONDE

No, no. Gracias. Por esta otra calleja bajamos a la Pardina.
~(Deteniéndose y mirando al pueblo, que en aquel punto se ve
totalmente, rodeado de arboledas y verdes lomas.)~ Sí, sí... te
conozco, Jerusa; distingo un montón de tejados rojos y de ventanales
blancos... más allá manchas de verde lozano. Eres Jerusa; te siento
bajo mis pies, te huelo al pisarte... Tu ingratitud me da en el olfato.
Hiciste escarnio del que fue tu señor, aplicándole un mote burlesco...
Pues ahora, el _león flaco de Albrit_, que nada te pide, que para nada
te necesita, te manifiesta su desprecio con toda la efusión de su alma,
no queriendo de ti ni un pedazo de tierra para sepultar sus pobres
huesos. ~(Volviéndose hacia las niñas.)~ Si me muero aquí, que me
lleven a enterrar a Polan, o que me tiren al mar.

DOLLY

Papaíto, no es hoy día de cosas tristes.

NELL

¡Si estamos muy contentas!

EL CONDE, ~limpiándose una lágrima~.

Sí, sí... Vamos, para que lleguéis a tiempo de presenciar los homenajes
a vuestra mamá.

SENÉN

Por esta calleja llegamos en un instante a la Pardina.

EL CONDE

Conozco bien el camino... En este sitio, torciendo a la izquierda,
dejamos de ver el mar. ~(Parándose a contemplar el Océano.)~ ¡Oh, qué
hermosura! Es el amigo de mi infancia.

NELL

¡Y qué espléndido, qué azul! Hoy se viste de gala para recibirte.

EL CONDE

¿Sabéis por qué gozo tanto en mirarle? Porque le veo... es lo único que
distingo bien, por razón de su magnitud. Desde que voy perdiendo la
vista, hijas mías, mis pobres ojos no aprecian bien más que las cosas
grandes... ¡Cuanto mayores son, mejor las veo! Quisiera que en el mundo
fuera todo colosal, inmenso... Lo pequeño, creedlo, me entristece, me
enfada...

~(Se internan en la calleja.)~


ESCENA VI

~Sala baja en la Pardina. En paredes, techo y muebles, aspecto de
venerable antigüedad, bien conservada.~

GREGORIA, VENANCIO

GREGORIA, ~asomándose a una ventana~.

Ya está aquí _Capitán_... ¡Oh!... allí vienen. ~(Asustada.)~ ¡Jesús, lo
que veo!

VENANCIO

¿Qué?

GREGORIA

¡El Conde con ellas, el señor Conde!

VENANCIO

Sin duda ha venido a pie por el atajo del bosque. Es gran andarín.

GREGORIA

¡Pero qué viejo está! Mira, mira.

VENANCIO, ~mirando~.

¡Y qué mal trajeado! Da pena verle... ¡Quien fue siempre la misma
elegancia...!

GREGORIA

¿Sales a recibirle?

VENANCIO, ~con prisa~.

A escape... Prepárale café, que de fijo lo pide al entrar...

GREGORIA

Sí, sí...

VENANCIO, ~desde la puerta~.

Y manda un recado al señor Cura, que nos dijo que le avisáramos en
cuanto el Conde llegase...

GREGORIA, ~aturdida, sin saber a qué atender primero~.

El café... recado al Cura... ¿Y la comida? Voy. ¡Pero si ya están aquí!
¡Jesús me valga!...


ESCENA VII

GREGORIA, EL CONDE, LAS DOS NIÑAS, SENÉN, VENANCIO

GREGORIA, ~besando la mano al Conde~.

Bien venido sea mi señor...

VENANCIO

Y que entre en su casa con bendición.

EL CONDE, ~con señoril bondad~.

Gracias, gracias, mis buenos amigos Venancio y Gregoria. Me alegro
de veros contentos y saludables... digo, como veros... ~(Mirándoles
fijamente.)~ No, no veo bien más que las cosas grandes.

VENANCIO

¿Se sienta el señor aquí? ~(Conduciéndole a un sillón de vaqueta, junto
a la mesa de nogal.)~

EL CONDE

Donde quieras.

NELL

Y ahora nosotras, abuelito, hemos de vestirnos a escape...

EL CONDE

Sí, sí; no os detengáis.

DOLLY

Pronto volveremos, papaíto... Vendrá mamá con nosotras... supongo.

EL CONDE

Sí, sí... ~(Las besa.)~ Hasta luego...

GREGORIA, ~dándoles prisa~.

Vivo, vivo... Vais a llegar tarde.

~(Vase Gregoria con las niñas.)~

SENÉN

Yo también, con permiso del señor Conde, me retiro.

EL CONDE

Sí, sí... Ve a disparar cohetes...

SENÉN

Si el señor me necesita...

EL CONDE

No... muchas gracias... Y me alegro de que te ausentes... No, no es por
nada ofensivo para ti, Séneca... o Senén. ¿Te lo digo?

SENÉN

Nada que usía me diga puede ofenderme.

EL CONDE

Pues deseo que te marches, porque... Hijo, gastas un perfume que
marea. Los aromas demasiado fuertes me dan vahídos... Dispénsame
~(dándole la mano, y acariciando la de Senén)~, perdóname que te
despida con una impertinencia.

SENÉN, ~desconcertado~.

Señor... unas gotitas de heliotropo...

EL CONDE

No he dicho nada... Abur.

SENÉN, ~aparte, retirándose~.

Malas pulgas trae el _león flaco de Albrit_.


ESCENA VIII

EL CONDE, VENANCIO

~Larga pausa. El Conde inclina la cabeza sobre el pecho, y se cubre
los ojos con la mano. Venancio permanece en pie, a bastante distancia,
contemplándole.~

EL CONDE, ~alzando la cabeza y llevándose la mano al pecho, en que
siente opresión~.

¡Ay, Venancio! La emoción que he sentido al entrar aquí, no me deja
respirar... ~(Venancio suspira y calla.)~ No creí volver a verte, casa
mía, casa bendita de mis mayores, de mi madre... No esperaba recibir en
mi alma esta ola de vida, formada por los recuerdos, embate de calor y
de salud, que al pronto reanima al ser caduco; pero después... mata,
sí, mata. La memoria me abruma, el sentimiento me ahoga... ~(Vuelve a
pasarse la mano por los ojos.)~ No debí venir, no, no.

VENANCIO

Señor, los recuerdos de la Pardina serán gratos para Vuecencia.

EL CONDE, ~señalando a la derecha~.

En esa alcoba nací yo... En ella nació también mi madre, y en la de
arriba murió... No sé si es que me engaña mi poca vista; paréceme que
nada ha variado, que los muebles son los mismos... ¡Qué ilusión!

VENANCIO

Poco hemos cambiado. Se conserva todo a fuerza de cuidado y aseo.

EL CONDE, ~con profunda tristeza~.

Aquí pasé mi infancia, al lado de mi madre, que enviudó a los pocos
días de mi nacimiento... Heredero de los Condados de Albrit y de
Laín, ¡cuántas veces, joven, en la plenitud de la vida, y con todo
el verdor de las ilusiones fomentadas por la grandeza de mi linaje;
cuántas veces, solo, con mi esposa, o con mis amigos, vine a pasar
alegres temporadas en la Pardina! En aquel tiempo tú eras un niño. Tus
padres, y otros padres de gentes ingratas que andan por esos mundos
en diferentes oficios, eran entonces mis servidores. En mi veíais al
señor, al rey de la Pardina, y hasta cierto punto, al amo de toda
Jerusa... Pasó tiempo; creció mi hijo Rafael. Correspondiéronle por
muerte de su madre, y según el fuero de Laín, este Condado y esta
casa... Yo volví a la Pardina: ya no era el señor; mas era el padre
del señor, y tú, ya grandecito, y los demás servidores de esta antigua
casa, me mirábais con respeto, con cariño, con veneración. El Conde de
Albrit, poderoso todavía, os remuneraba vuestros servicios con la noble
largueza que era en él habitual.

VENANCIO

Siempre fue Vuecencia el primer caballero de España.

EL CONDE, ~con melancólica dignidad, levantándose~.

Pues hoy, el primer caballero de España, el generoso y grande, viene
a pedirte hospitalidad. Vicisitudes y trastornos que no quisiera
recordar, esta revolución crónica que hace y deshace los Estados y las
familias, y todo lo trueca y baraja, te han dado a ti la propiedad de
la Pardina. En ella entro yo a pedirte albergue, no como señor, sino
como desvalido sin hogar, abandonado de todo el mundo. Si me la das,
ya sabes que has de hacerlo por pura caridad, no por remuneración ni
recompensa. Soy pobre; todo lo he perdido.

VENANCIO

El señor Conde viene siempre a su casa, y nosotros, hoy como ayer,
somos sus criados.

EL CONDE, ~se sienta~.

Gracias... Te lo digo tranquilo y sin ninguna afectación, pues con la
realidad no caben juegos de retórica. He llegado a los escalones más
bajos de la pobreza; pero por mucho que descienda, no he llegado ni
llegaré nunca al deshonor. Fuera de la decadencia material, soy y seré
hasta el último día lo que fui.

VENANCIO

Y yo igualmente, hoy como ayer, servidor humilde del señor D. Rodrigo.

EL CONDE

Te lo agradezco, créeme que te lo agradezco en el alma... Pero... bien
mirado, es tu obligación, y cumples como cristiano. Todo lo que eres y
todo lo que tienes, me lo debes a mí.

VENANCIO

Sin duda.

EL CONDE

No haces nada de más en ampararme... en ver en mí a tu señor, y en
respetar, no solo mi nombre y mi historia, sino mi ancianidad, mis
achaques... Las desgracias, hijo mío, me han hecho algo quejumbroso,
algo impertinente. Mi genio altivo se exacerba cada día más con la
pérdida de la vista... No puedo sofocar mis ímpetus de absolutismo, de
persona acostumbrada a mandar.

VENANCIO

Bien, señor.

EL CONDE

Y a ser obedecida.

VENANCIO

También tengo el hábito de la obediencia... Y ante todo, señor, ¿en qué
aposento quiere vuecencia dormir?

EL CONDE

Arriba, en la alcoba que fue de mi madre.

VENANCIO, ~contrariado~.

¿La que da al pasillo grande? La tenemos llena de trastos.

EL CONDE

Pues sacas los trastos y me metes a mí.

VENANCIO

Señor, es un trastorno...

EL CONDE, ~sulfurándose ligeramente~.

¿Ya empezamos?

VENANCIO

La hemos convertido en secadero: allí colgamos las judías...

EL CONDE, ~sulfurándose más~.

Pon las judías en otra parte. ¿Vale tan poco mi persona que no
merece... una molestia insignificante de las señoras hortalizas?

VENANCIO, ~sin acabar de resignarse~.

Bien, señor... Ello es que...

EL CONDE

¿Todavía refunfuñas? Debiste, desde que te lo dije, asentir con
delicadeza obsequiosa. ¿Será preciso que te lo mande?... Por poco me
apuras ~(golpeando el brazo del sillón.)~ ¡Oh, triste cosa es para mí
ser huésped de mis inferiores! Venancio, quiero someterme al destino,
quiero olvidarme de mí mismo, y no puedo, no puedo. La autoridad es
esencial en mí. Por Cristo, súfreme o arrójame de mi casa, quiero
decir, de la tuya.

VENANCIO

Eso no... ~(viendo venir al Cura.)~ Ya tiene vuecencia aquí a su amigo
D. Carmelo.


ESCENA IX

~EL CONDE, VENANCIO; EL CURA, hombrachón de buen año; de aventajadas
dimensiones, enormemente barrigudo, sin carecer por eso de cierta
agilidad y soltura de miembros. Su cara es arrebolada, su boca risueña,
su nariz como pico de garbanzo, sus ojos pillines. Usa gafas de un azul
muy claro, que se le corren sobre el caballete. Viene a palo seco, es
decir, sin balandrán, por ser buen tiempo. Es limpio, y la sarga de su
sotana, pulcra y reluciente, ciñe y modela sin arrugas la redondez del
abdomen, bien atacados todos los botoncitos que corren desde el cuello
hasta la panza. Usa gorro negro alto, con caída de fleco, y paraguas de
reglamento, que así le sirve para el sol como para la lluvia. Entra
en la casa y en la habitación presuroso metiendo bulla, y se dirige al
Conde con los brazos abiertos.~

EL CURA

¡Carísimo amigo y dueño, D. Rodrigo de mi alma!...

EL CONDE, ~abrazándole~.

¡_Pastor Curiambro_, ven a mis brazos!... Pero, hijo, ¡qué gordísimo
estás!... No me cabes... ¿ves? no me cabes... Me cuesta trabajo poner
en tu espalda las palmas de mis manos.

EL CURA

¡Qué sorpresa tan grata, qué alegría!

EL CONDE, ~tocándole~.

Pero, chico, ¿es tuyo todo esto? ¿Es esta tu barriga, o te has traído
por delante el púlpito de tu iglesia?

EL CURA, ~riendo~.

Es que en esta tierra, Sr. D. Rodrigo, de nada le sirve a uno hacer
penitencia.

EL CONDE

¿Penitencia tú? ¡Hombre, qué cosa tan rara!... En fin, siempre que des
gusto a tus feligreses...

VENANCIO, ~lisonjero~.

Tenemos un párroco que vale más que pesa.

EL CONDE

¿Y de salud, bravamente? Tu cara... ~(Observándole.)~ Pues, mira, te
veo, te veo bien. ¡Como eres tan grandón! ¡Ah!... me permitirás que te
tutee, a pesar del tiempo transcurrido.

EL CURA, ~con modestia suma~.

¡Señor Conde, por amor de Dios!...

EL CONDE, ~muy cariñoso~.

Bien, Carmelo; bien, _Pastor Curiambro_. Siéntate a mi lado. ¡Cómo
corren, ¡ay! cómo se escabullen los pícaros años! Tú... a ver si
acierto... andarás en los cincuenta.

EL CURA

Andaba en ellos... dos años ha.

VENANCIO

Como yo. Somos del mismo tiempo.

EL CONDE

No podía ser menos. Tenías veintiséis cuando...

EL CURA

Cuando murió mi padre. A la generosidad del señor Conde debí el poder
terminar mi carrera de Teología y Derecho.

EL CONDE, ~con natural delicadeza~.

Pues, mira tú, de eso no me acordaba.

EL CURA

¡Ah, yo sí!

EL CONDE

¿Te acuerdas de aquellas merendonas del Soto de Aguillón? Desde
entonces, te profeticé que serías _la première fourchette de l’Espagne_.

EL CURA, ~riendo~.

Era un tenedor tremendo, sí, sí...

EL CONDE

¿Y sigues con la higiénica costumbre de comer copiosamente, y de
digerir clavos?

EL CURA

Ya no soy ni sombra de lo que fui; pero todavía...

VENANCIO

Todavía... si el caso llega, no deja mal puesto el pabellón.

EL CONDE

¿Te acuerdas de cuando apostabas con Valentín, el escribano de Verola,
a quién comía más?

EL CURA, ~riendo a carcajadas~.

Y siempre le gané, siempre.

EL CONDE

Un día de vigilia... Venancio, no lo creerás, pero es verdad... le vi
comerse una langosta de este tamaño, entera y verdadera, detrás de un
arroz con pescado y marisco... y delante de docena y media de torrijas.

EL CURA

Esos tiempos pasaron.

VENANCIO

Pero hasta hace poco... yo recuerdo el día de la jira en Novoa... su
postre era un queso de bola, enterito.

EL CONDE

¡Lo que yo gozaba viéndole comer!

EL CURA

Me tranquiliza sobre ese punto la opinión de San Francisco de Sales,
que dice: «Lo que entra por la boca no daña al alma.»

EL CONDE

Y tenía razón.


ESCENA X

~DICHOS; GREGORIA, vestida para salir. Trae servicio de café.~

GREGORIA

Aunque el señor no lo ha pedido, como sé que le gusta tanto el café...
~(Lo pone en la mesa.)~

EL CONDE

¡Oh, qué bien!... Tu previsión, hija mía, es muy de alabar. Carmelo, te
sirvo...

GREGORIA

Las señoritas están concluyendo de arreglarse. En seguida nos iremos.

EL CONDE

Que no se entretengan; ya será hora. ~(Al Cura, sirviéndole azúcar.)~ A
ti te gusta dulzón, si no recuerdo mal.

EL CURA

¡Qué memoria tiene usted!

EL CONDE

No siendo para los favores que me hacen, también la pierdo, como la
vista.

GREGORIA

¿Se le ofrece algo más al señor?

EL CONDE

No... Gracias. ~(Vase Gregoria.)~

EL CURA, ~paladeando el café~.

¿Y qué?... Señor Conde, ¿qué le parecen a usted sus nietecitas? ¿No las
había visto después de su regreso de América?

EL CONDE

No.

EL CURA

Son angelicales... ¡Y qué lindas, qué graciosas! Se le meten a uno en
el corazón... Verlas, tratarlas y no quererlas, es imposible. ~(El
Conde, ensimismado, calla. Durante la pausa, D. Carmelo le observa.)~
Dios ha hecho en ellas una parejita encantadora, para regocijo y
orgullo de su madre... y de usted.

EL CONDE, ~como volviendo en sí~.

¿Decías?... ¡Ah! Sí, son hechiceras las chiquillas.

EL CURA, ~queriendo sonsacarle el motivo de su estancia en Jerusa~.

Comprendo la impaciencia de usted por verlas. Al santo anhelo de
conocer a sus nietas y abrazarlas, debemos el honor de tenerle en
Jerusa...

EL CONDE

Yo he venido a Jerusa, principalmente, por... ~(A Venancio, con
autoridad, pero sin altanería.)~ Tú...

VENANCIO

¿Señor?...

EL CONDE

Haz el favor de dejarnos solos.

~(Vase Venancio.)~


ESCENA XI

EL CONDE, EL CURA

EL CURA

Ya me dijo Senén que la Condesa y usted se habían citado aquí... ~(Su
solapada curiosidad quiere apoderarse del pensamiento del Conde,
tomándole las vueltas.)~ Aquí pueden ventilar con toda calma las
cuestiones de intereses... ~(Pausa. El Conde no dice nada.)~ O las
cuestiones de otra índole, cualesquiera que sean.

EL CONDE

Volviendo a las niñas, te diré, querido Carmelo, que han producido en
mi alma una impresión hondísima.

EL CURA

¿De alegría?...

EL CONDE

Sí... Estas alegrías pronto las convierto yo en intensísima tristeza,
agobiado como me veo por crueles desgracias, perseguido de pensamientos
revoltosos, obra de esta fiebre de análisis que traen consigo la
experiencia del mal, el excesivo tesón de mi carácter, los años, la
ceguera misma... Figúrome que no me entiendes, mi buen Carmelo, y has
de permitirme que por ahora no te diga más.

EL CURA

Francamente, me he quedado en ayunas.

EL CONDE, ~con humorismo~.

¿En ayunas tú?... No lo creo.

EL CURA

¿Tienen algo que ver esas tristezas, que sin duda son nerviosas, con el
porvenir de las señoritas?

EL CONDE, ~rehuyendo entrar en el asunto~.

No sé... Déjame que te diga otra cosa. Mi primera impresión al verlas
y oírlas, fue... claro que fue excelente, de gran regocijo y orgullo,
como has dicho. Creí notar una perfecta consonancia, igualdad más
bien, en el timbre de sus voces. Como no veo bien, sus rostros me han
parecido como dos reproducciones exactas de un mismo tipo. ¿Serán, por
ventura, iguales también sus caracteres, sus almas?

EL CURA, ~después de un ratito de perplejidad~.

¡Oh, no, Sr. D. Rodrigo! Ni son iguales sus voces, ni sus caras, ni
menos sus caracteres.

EL CONDE, ~con gran interés~.

Pues siendo distintas, la una será forzosamente mejor que la otra.
Dime, tú que las has tratado y visto bien, ¿cuál de las dos es la más
inteligente; cuál la de corazón más puro, recto y generoso?...

EL CURA

Difícil es, a fe mía, la respuesta. Ambas son buenas, dóciles,
inteligentes, de corazón hermoso y nobilísimo... algo traviesas, eso
sí; pero observantes de la ley del pudor, muy firmes en los principios
elementales, temerosas de Dios...

EL CONDE

Todo eso es lo que hay en ellas de común: comprendido. ¿Y qué las
diferencia?

EL CURA

Pues discrepan... Verá usted... Dolly toma la iniciativa en las
travesuras; Nell parece más inclinadita a las cosas graves, más
previsora... Dolly es una imaginación viva, una voluntad impetuosa;
Nell, una naturaleza reflexiva, más fija y constante que la otra en
sus aficiones; Dolly, divagando, muestra pasmosas aptitudes para la
vida práctica; Nell, haciendo diabluras, nos deslumbra con destellos
de asombrosa inteligencia... ¿Pero qué he de decirle yo al señor D.
Rodrigo, si en cuanto las trate familiar y diariamente, usted ha de
conocerlas y diferenciarlas mejor que nadie?

EL CONDE, ~dejándose llevar de su sinceridad~.

De eso trato; a eso he venido.

EL CURA

¿Ha venido a...?

EL CONDE

A estudiarlas, a intentar un análisis detenido de sus caracteres...
Las razones de esto no está bien que las sepas por ahora... ~(Variando
de tono.)~ Oye, Carmelo, ¿por qué no te quedas hoy a comer conmigo?
Gregoria no te tratará mal.

EL CURA

La conozco... y sé lo que vale. Pero sin perjuicio de tributar a
Gregoria en otra ocasión los honores debidos, hoy, lo que es hoy, señor
Conde de Albrit, se viene usted a mi casa, a hacer penitencia con _este
cura_.

EL CONDE

Acepto; sí, señor, acepto... ¿A qué hora?

EL CURA

A la una y media en punto.


ESCENA XII

~EL CONDE, EL CURA; EL MÉDICO, joven, pequeñito, de conjunto simpático
y mirar inteligente. Viene de levita y sombrero de copa, el cual revela
en su forma ser prenda de respeto, usada tan solo de año en año, en
ocasiones muy solemnes.~

EL CURA

¡Oh, mediquillo, ven!... ~(Presentándole.)~ Salvador Angulo, nuestro
médico titular.

EL CONDE, ~estrechándole la mano~.

Muy señor mío.

EL MÉDICO

Vengo a ofrecer mis respetos al Señor de Jerusa y de Polan...

EL CONDE, ~recordando~.

Angulo, Angulo... espérese usted...

EL CURA

Es hijo de Bonifacio Angulo, aquel que llamaban aquí por mal nombre
_Cachorro_, guarda de los montes de Laín.

EL CONDE

¡Oh, sí!... _Cachorro_, hombre sencillo y un tanto rudo... servidor
fiel... Le recuerdo perfectamente. ~(Le da otra vez la mano, que el
médico le besa.)~

EL CURA

Y no habrá olvidado el Sr. D. Rodrigo que a este chico le costeó la
carrera en Valladolid.

EL MÉDICO

Por lo cual, debo al señor Conde lo poco que soy, y lo poco que valgo.

EL CONDE

De eso no me acordaba... mi palabra que no me acordaba.

EL CURA

Pues ha de saber usted... no es porque esté delante... que este chico
es una notabilidad... pero una notabilidad, en la ciencia médica.

EL MÉDICO

Por Dios, D. Carmelo...

EL CONDE, ~muy cariñoso~.

Bien, hijo mío; dame un abrazo. ~(Le abraza.)~ Me permitirás que te
tutee. No puedo corregir este hábito de familiaridad, desde que entro
en Jerusa. ~(El médico asiente con mudas demostraciones de respeto.)~

EL CURA

Y ya, ya sé por qué vienes tan pitre, cañamoncito de Jerusa.

EL MÉDICO

Me han nombrado de la comisión que ha de recibir a la señora Condesa de
Laín... Dispénseme, señor Conde, si después de saludarle con el debido
respeto, me retiro...

EL CURA

Hijo, no hay prisa todavía.

EL CONDE

Sí, sí: ve, anda.

EL CURA

Oye, Salvador. En cuanto se acabe la función, una vez que el pueblo
desfogue su entusiasmo con un poco de pólvora y cuatro berridos, y
suene en los aires la última simpleza del discurso que ha de pronunciar
D. José Monedero, te vienes corriendito a casa, y tendrás el honor de
comer con el señor Conde y conmigo.

EL MÉDICO

Bien, bien. ¡Qué honra tan grande!

EL CONDE, ~con alegría~.

¡Qué feliz coyuntura para consultarle con toda calma...!

EL MÉDICO

¿Un padecimiento?

EL CONDE

No es eso. Tú conoces a mis nietecillas; las habrás asistido en alguna
dolencia.

EL MÉDICO

Nell y Dolly disfrutan de una salud enteramente campesina y plebeya.
Las he visitado para indisposiciones sin importancia.

EL CONDE

Pero que a ti, como perspicaz observador, te habrán bastado para
conocer sus temperamentos, qué afecciones prevalecen en cada una, qué
predisposiciones patológicas se marcan en una y otra naturaleza...
porque de seguro habrá diferencia grande en la complexión, en la
constitución anatómica y fisiológica de las dos chiquillas. No sé si me
explico.

EL MÉDICO

Perfectamente. Pero hasta hoy no he tenido ocasión de determinar entre
una y otra notorias diferencias.

EL CURA

En fin, ya tendrán ustedes ocasión de hablar largo y tendido. ~(Suena
un cohete.)~

EL CONDE, ~estremeciéndose~.

Ya está aquí.

EL MÉDICO, ~con mucha prisa~.

Ya llega...

EL CONDE

Anda, hijo, anda.

EL MÉDICO

Con su permiso... No necesito decirle... Humildísimo, incondicional
servidor... ~(Suenan más cohetes.)~

EL CONDE, al Cura.

¿Y tú, no vas, Carmelo?

EL CURA

Indefectiblemente tengo que asomar las narices por allí. No diga la
Condesa que soy descortés...

EL CONDE

No eche de menos la población figura tan culminante en esta clase de
ceremonias.

EL CURA

Si, sí... Me voy. Cuidado, señor Conde. A la una y media en punto.

EL CONDE

No faltaré. De las pocas cosas que me quedan, una es el respeto, la
religión de la puntualidad. ~(Óyese música lejana.)~

EL MÉDICO

Hasta luego.

EL CONDE

Divertirse...

~(Vanse el Cura y el Médico.)~

EL CONDE, ~solo, meditabundo~.

¿Me ayudarán estos en mis investigaciones?... ¿Se penetrarán del
espíritu de rectitud, del sentimiento de justicia con que procedo?...
~(Con desaliento.)~ Lo dudo... Viven en ambiente formado por las
conveniencias, el egoísmo y la hipocresía, y cuando se les habla de la
suprema ley de honor, ponen cara de asombro estúpido, como si oyeran
referir cuentos de brujas. Si no me auxilian, trabajaré yo solo. El
viejo Albrit se basta y se sobra. ~(Suenan más cerca la música y el
rumor popular.)~ ¡Ah! Ya llega, ya entra en Jerusa Lucrecia Richmond...
¡Ya estás aquí, bestia engalanada, estatua viva, deshonesta! ¡Cuánto
deseaba yo esta ocasión!... ¡Tú y yo solos, frente a frente! ~(Se asoma
a una ventana.)~ No sé quién es peor: si tú que paseas impune por el
mundo tu desvergüenza, o un pueblo servil y degradado que te festeja
y te adula. ~(Óyense campanas.)~ Repican por ti... y luego tocarán a
la oración. ~(Furioso, gritando en la ventana, hacia afuera.)~ ¡Pueblo
imbécil, esa que a ti llega es un monstruo de liviandad, una infame
falsaria! No la victorees, no la agasajes. Apedréala, escúpela.


FIN DE LA JORNADA PRIMERA




JORNADA SEGUNDA


ESCENA PRIMERA

~Sala baja en la casa del señor Alcalde de Jerusa, D. José María
Monedero, decorada con lujo barato, en toda la plenitud de la
cursilería con dinero. Cubren las paredes paisajes al óleo, de los
que en parejas, con marco y todo, se venden al aire libre en calles
céntricas de Madrid, obra de artistas desdichados. _Hacen juego_ con
estos mamarrachos, cromos de cacerías o de revistas navales, figuras
de bazar, fruslerías bordadas, mil laborcillas fáciles de mujer, de
esas cuya explicación y dibujo traen en su sección de recreos útiles
los periódicos de modas. Flores de trapo, en tiestos de cartón, exhalan
en los ángulos su fragancia de cola y tintes descompuestos. Piano
desafinado, musiquero, retratos prendidos en esterillas japonesas,
redoma de peces.~

~NELL y DOLLY; LUCRECIA, CONDESA VIUDA DE LAÍN. Es mujer hermosa, de
treinta y cuatro años, del tipo que comunmente llamamos _interesante_,
mezcla feliz de belleza, dulzura y melancolía; castaño el cabello, el
rostro alabastrino, de un perfil elegante, precioso modelo de raza
anglo-sajona, recriada en América. Sus ojos son grandes, obscuros, con
ráfagas de oro, y el mirar sereno y triste, como de tigre enjaulado que
dormita sin acordarse de que es fiera. En su talle esbelto se inicia
la gordura, fácil de corregir todavía con la ortopedia escultórica
del corsé. Viste con elegancia traje de luto. En su habla, apenas se
percibe el acento extranjero.~

LUCRECIA, ~abrazando y besando a las niñas~.

Hijas mías, no me harto de besaros. ¿Teníais ganitas de verme?

NELL

Figúrate...

DOLLY

Hemos venido a la carrera... ¡Cuánta gente! Creí que no podíamos
entrar, y que nos atropellaban los coches.

LUCRECIA

¡Qué fastidio! Vengo a Jerusa solo por ver a mis niñas, y me encuentro
con este horrible entorpecimiento del entusiasmo público.

NELL

Mamá, la gratitud del pueblo...

LUCRECIA

Creed que he pasado un sofoco y una vergüenza...

DOLLY

Te quieren.

LUCRECIA

Demostraciones tan molestas como ridículas. ¿Y a mí, por qué me
aclaman?... En fin, ya hemos pasado el mal rato de la entrada
triunfal... ~(Mirándolas cariñosamente.)~ Estáis muy bien... las caras
tostaditas. Eso quiero: que se os ponga la tez como de manzanas pardas,
señal de salud y buena sangre...

NELL

Mamá, tú sí que estás guapísima.

LUCRECIA, ~besándolas otra vez~.

Vosotras, mis ángeles salvajitos, sí que sois bellas y buenas, y...
~(La interrumpe la Alcaldesa entrando de improviso.)~


ESCENA II

~DICHAS; LA ALCALDESA, señora enjuta y menudita, que no tiene en aquel
momento más preocupación que parecer fina, y este singular estado de su
espíritu, con la tirantez consiguiente, se revela en todos sus actos,
en sus palabras melosas, y hasta en los mohines estudiados de su boca
y nariz. Viste bata azul, elegante, que le han enviado de Madrid. Poco
después de ella entra EL ALCALDE, señorón macizo, sanote y jovial que,
al contrario de su mujer, pone todo su esmero en parecer muy bruto,
dejando al descubierto, desnudo de toda gala retórica, su natural llano
y la tosca armazón de su ser moral. Entiende que los hombres deben
ser _claros_, cada cual mostrándose como Dios le ha hecho. De origen
humildísimo, empezó a sacar el pie del lodo con la carretería; trabajó
honradamente después en distintas industrias, hasta que halló su suerte
en la fabricación de pastas para sopa. Su laboriosidad le hizo rico,
y la herencia de un tío de América le ascendió a millonario. Viste
levita, y su chistera, que usa con frecuencia por razón de su cargo,
es sin disputa la mejor del pueblo. Su esposa cuida de renovar esta
prenda con la precisa oportunidad para que no sea ridícula.~

LA ALCALDESA, ~finísima~.

Dispense usted, Condesa. Mi esposo y yo hemos tenido que convencer
a los notables del pueblo de que usted, por razón de su luto y del
cansancio del viaje, no puede recibir a nadie...

NELL, ~asomándose a la ventana~.

Mamá, mamá, si está la plaza llena de gente.

DOLLY

Quieren que te asomes para darte vivas.

LUCRECIA

Por Dios, Vicenta, líbreme usted de este compromiso... ¡Vivas a mí! Yo
no salgo; no sirvo para eso... Por Dios, que se vayan, que me dejen. Yo
lo agradezco en el alma...

LA ALCALDESA

Las ovaciones populares, por más que sean merecidas, molestan y
fastidian... Jerusa no puede mostrarse ingrata, ni olvidar los
beneficios que usted le prodigó....

LUCRECIA, ~aterrada del rumor popular~.

¿Qué beneficios ni qué niño muerto? Yo no he hecho nada, absolutamente
nada. ¿Pero están locos aquí? Créalo usted, Vicenta, me da miedo _la
voz pública_.

NELL

Mamá, que te asomes... Quieren despedirse de ti.

DOLLY

Hay pueblo y señores... y hasta curas... Mamita, ¿qué te importa que te
victoreen? Mira que si no sales, nos darán los vivas a nosotras.

LUCRECIA

Que no salgo, vamos. Vicenta, por Dios, que su marido de usted me haga
el favor de echarles una arenga, diciéndoles... que estoy enferma, y
que les agradezco infinito sus manifestaciones... que no las merezco...
En fin, él sabrá.

EL ALCALDE, ~limpiándose el sudor de la frente, la levita desabrochada,
el chaleco abotonado a medias~.

Ya, ya se van... ¿Pero qué le costaba a usted, Condesa, asomarse un
poquito? Con una inclinación de cabeza cumplía usted. Pero, en fin,
respeto su repugnancia de las apoteosis. Lo mismo me pasa a mí. Siempre
que me ovacionan me echo a llorar, y se me descompone el vientre.

LUCRECIA

¿Pero qué he hecho yo, Sr. D. José de mi alma, para estos obsequios,
este entusiasmo?

LA ALCALDESA

Hija, la carretera de Forbes, la estación telegráfica... la
condonación...

LUCRECIA

Me bastó pedírselo al Ministro...

EL ALCALDE

Más que todo eso vale el Instituto de segunda enseñanza, que nos
disputaban los de Durante. Nada agradecen tanto los pueblos, señora
mía, como el que les den algo que se le quita al vecino. Cuestión de
amor propio: la entidad pueblo es lo mismo que la entidad persona.
Fastidiar al vecino, y caiga el que caiga. Jerusa verá siempre en la
ilustre Condesa de Laín una individualidad digna de todos nuestros
respetos. Y yo, que llevo el corazón en la mano, que digo siempre
la verdad llana y monda... soy así, muy bruto, muy francote... le
aseguro a usted que la queremos aquí... como sabe querer Jerusa; y si
lográramos que nos concedieran la Escuela de Comercio que pretenden los
de Durante, no le quiero decir a usted... La apoteosis que le haríamos
retumbaría en la China.

LUCRECIA, ~sonriente~.

Yo sí que no vuelvo de mi apoteosis.

DOLLY, ~desde la ventana~.

Ya, ya se retiran.

NELL

Parece que van descontentos. ¡Y cómo nos miran!

LA ALCALDESA

No extrañe usted, Condesa, las vehemencias de mi marido. Desde que es
_edil_ ~(marcando bien la palabra)~, no vive. La fiebre de la cosa
pública altera su genio pacífico. Verdad que no hay otro que mejor
cumpla, ni que sepa consagrarse tan de lleno a los deberes de un cargo
espinoso.

LUCRECIA, ~por decir algo~.

Estos son los hombres, estos son los grandes ciudadanos...

UNA CRIADA, ~entrando con una bandeja de huevos moles~.

Esto mandan a la señora Condesa las monjas Dominicas.

NELL, ~corriendo a verlo~.

¡Huevos moles! ¡Qué ricos!

DOLLY

¡Vaya un regalo, mamá!

EL ALCALDE

Para que diga usted que no se portan bien las monjitas de mi tierra.

LUCRECIA

¡Pobrecillas! Tendré que visitarlas.

LA ALCALDESA

Iremos. Son finísimas.

OTRA CRIADA, ~entrando con un descomunal ramo de flores~.

De parte de los capataces de la Granja modelo...

LUCRECIA

También tendré que hacerles una visita.

EL ALCALDE

Iremos; sí, señora. Verá usted los carneros moruecos, que han traído
ahora para padres.

LA ALCALDESA, ~que ha salido un momento, vuelve trayendo una labor de
tapicería y mostacilla~.

Mire usted, Lucrecia, lo que le manda la maestra del colegio de niñas.

NELL

¡Ay, qué precioso!

DOLLY

Mira, mamá. ¿Es un gorro?

LUCRECIA

No, hija: es un _cosy_ para cubrir las teteras...

LA ALCALDESA, ~pesarosa de no haber acertado antes el uso de aquel
chisme~.

Es un adminículo extranjero. Aquí no lo usamos.

EL ALCALDE

Tiene usted que visitar el colegio.

LA ALCALDESA

¡Pobre Condesa! Ya le cayó quehacer.

EL ALCALDE

Y podrá decir que en ninguna parte del mundo ha visto usted labores
tan primorosas como las que hacen las alumnas del colegio de Doña
Severiana.

LA ALCALDESA

Bordan a maravilla... Ya lo ve usted... Y allí tiene usted a las
chicuelas todo el santo día sobre los bastidores...

EL ALCALDE, ~mirando su reloj, descomunal pieza de oro~.

Y a todas estas, Vicenta, son las tantas y no comemos. Mi señora Doña
Lucrecia tiene apetito... las niñas están desfallecidas. ¿Verdad,
_Nelita_ y _Dolita_, que deseáis sentaros a la mesa?... y yo... ¿por
qué no he de decirlo? estoy ladrando de hambre. Conque...

LUCRECIA

Me arreglaré en un momento.

LA ALCALDESA

Subamos a mi tocador. Mientras usted se arregla, dispondré que nos
sirvan la comida.

EL ALCALDE

Y yo, si la señora Condesa me lo permite, voy a librarla de otra _lata_
horrorosa.

LUCRECIA

¿Qué?

EL ALCALDE

El orfeón del pueblo quiere venir a cantar durante la comida.

LUCRECIA

¡No, por Dios!

EL ALCALDE

Ahí está el director. Voy a quitárselo de la cabeza...

LUCRECIA

Sí, sí; que lo agradezco, que siento mucho...

LA ALCALDESA

Que está muy fatigadita. Crea usted que no perdemos nada. Desafinan
como perros.

EL ALCALDE

Y que, motivado al luto, no está usted para músicas... Ya, ya sabré
despacharles... Y sobre todo, que lo mando yo, ea...

~(Vase presuroso.)~


ESCENA III

~Tocador de la Alcaldesa.~

~LUCRECIA, DOLLY y NELL; una criada extranjera que ayuda a vestir a su
ama y no habla; después LA ALCALDESA.~

LUCRECIA

¡Qué descanso! Solas un momento. Prefiero una enfermedad a los
entusiasmos de Jerusa.

NELL

Mamá, es que te quieren.

LUCRECIA

Sí, sí: cariños que reclaman la fuga inmediata, como quien escapa de
una epidemia. Es violentísimo tener que mostrar gratitud ante estas
mojigangas.

DOLLY

Mamá, ten paciencia.

LUCRECIA, ~bajando la voz~.

Lo mismo que soportar las amabilidades de estos pobres cursis... Son
muy buenos, lo reconozco... y les aprecio verdaderamente. Pero en
Jerusa no quiero ver a nadie más que a vosotras.

NELL

Mamá, ¿cuándo nos llevas contigo?

LUCRECIA, ~meditabunda~.

No sé... Tal vez muy pronto. Depende de circunstancias eventuales...

DOLLY, ~vivamente~.

Mamá, ¿no sabes? Ha llegado el abuelito.

LUCRECIA, ~disimulando su disgusto, que solo se trasluce en rápidos
destellos de sus pupilas rasgueadas de oro~.

Ya, ya lo sé... Llegó esta mañana. ¿Y qué? Tan gruñón y desabrido como
siempre.

NELL

A nosotras nos quiere mucho.

DOLLY

Irás a verle...

LUCRECIA

Sin duda. Ya sé que hoy come con D. Carmelo... ¿Y con vosotras ha
estado muy expansivo? ¿Qué hacíais cuando llegó?

DOLLY

Le encontramos en el bosque. Primero tuvimos mucho miedo, porque no le
conocíamos.

LUCRECIA

Y después de conocerle, más.

NELL

No, no: el pobrecito no acababa de hacernos cariños. Nos da mucha
lástima de verle tan agobiado, viejecito, casi ciego.

LUCRECIA

Y en el camino del bosque a la Pardina, ¿no habló con nadie? ¿No le
salió al encuentro alguna persona conocida?

DOLLY

Sí, mamá: Senén.

LUCRECIA, ~disgustada~.

Ya me han dicho que está aquí ese tábano. El tal marea... y pica. Os
recomiendo el menor trato posible con él.

LA ALCALDESA, ~entrando~.

Cuando usted quiera.

LUCRECIA

Ya estoy.

LA ALCALDESA, ~llevándola a la ventana, y mostrándole al Alcalde, que
en la calle habla con un joven~.

Vea usted, Lucrecia, los apuros que pasa mi esposo por defenderla
a usted de impertinencias. Ese con quien habla es Pepito Cea, el
periodista de Jerusa, que quiere colarse aquí para celebrar con usted
una _interview_.

LUCRECIA

¡Una _interview_!... ¿Pero está loco ese hombre?

LA ALCALDESA

Mire usted... mire usted a José María, más colorado que un pavo...
Parece que quiere romperle el bastón en la cabeza... Ahora le coge de
las solapas... Al fin parece que le convence.

LUCRECIA

¿Pero qué quiere preguntarme ese tipo, ni qué tengo yo que decirle?

LA ALCALDESA

Pues nada: a qué hora entró en el tren; si le gustó el paisaje; si le
prueba bien Jerusa; si quedó contenta de la ovación o le ha parecido
poca, y, por fin, cuál es su actitud en el asunto de la Cámara de
Comercio, es decir, si apoyará a raja-tabla en Madrid las pretensiones
de esta villa.

LUCRECIA

¡Dios me ampare!

LA ALCALDESA, ~mirando~.

Ya, ya le ha despachado. Allá va el pobre Cea con viento fresco.
Pondrá esta noche las paparruchas que le habrá encajado José María...
Que usted adora al pueblo; que ha venido muy cansada y con dolores de
reúma, y que se desvivirá por conseguirnos lo de la Cámara de Comercio,
apabullando a los de Durante... Ya entra mi marido. Bajemos al comedor.

LUCRECIA. ~(Salen las dos señoras, enlazadas del brazo; las niñas
delante.)~

Es delicioso. Pero no me hace ninguna gracia que ponga ese majadero la
noticia falsa de mi reumatismo. Es una enfermedad que me desagrada más
que otras, porque, no siendo grave, hace engordar.

LA ALCALDESA, ~bajando la escalera~.

Es muchacho fino, y dirá que está usted nerviosa.

LUCRECIA

Menos mal.

~En la puerta del comedor encuentran al señor Alcalde, que ofrece su
brazo a la Condesa. Sofocado, aunque de buen humor, da cuenta del
gracioso _quite_ con que logró evitar la formidable tabarra con que
les amenazaba el audaz foliculario. Debe decirse, tributando a la
verdad los honores debidos, que fue excelente y copiosa la comida,
feliz combinación del _estilo de fonda_ y del arte casero en casa
rica; el servicio atropellado y lento, pues las pobrecitas criadas
no acertaban a desenvolverse en aquel mete-y-saca y quita-y-pon de
platos, fuentes y salseras. Sentáronse a la mesa, a más de la Condesa
y sus hijas y los dueños de la casa, los dos niños de estos, escolares
encogidos que se hallaban en plena _edad del pavo_, y eran de lo más
desaborido que en tan lastimosa edad comunmente se ve. De personas
extrañas solo había una, la que toda Jerusa conocía por CONSUELITO, de
apodo la _Solitaria_, prima del Alcalde, viuda rica sin hijos, que en
investigar vidas ajenas se pasaba mansamente la suya, y era, por tanto,
un viviente archivo de historias, enredos y chismes. Amenizó el señor
Alcalde la comida con un jaquecoso disertar sobre las mejoras pasadas,
presentes y venideras de Jerusa, y a nadie dejaba meter baza. Pugnaba
su esposa por intercalar observaciones finas en medio de la gárrula
oratoria del buen Monedero: pero rara vez vio coronado por el éxito
su laudable propósito. Cuando servían el café (que, entre paréntesis,
llegó a la mesa mal hecho, recalentado y frío), entraron a saludar a la
Condesa EL SEÑOR CURA, que ya la había visto, y SENÉN, que aún no había
tenido el honor de besarle la mano.~


ESCENA IV

~Jardín que no necesita descripción, pues ya se comprende que es un
afectado y ridículo plagio en pequeño del estilo inglés en grande;
trazado en curvas, con praderas, macizos, bosquecillos y plantaciones
ornamentales de variada coloración.~

~LUCRECIA, NELL y DOLLY; EL ALCALDE, LA ALCALDESA, sus DOS HIJOS, que
no hablan, y peor sería que hablaran; CONSUELITO, EL CURA, SENÉN.~

~Fórmanse grupos distintos que cambian de figuras.~

EL CURA, ~sentándose con la Condesa y la Alcaldesa en un banco
_rústico_, de los muchos que hay en el jardín, alternando con los
_civilizados_~.

Ya comprenderá la señora Condesa que no he venido esta tarde solo por
el gusto de verla, que siempre es grande, sino...

LUCRECIA

Ya, ya... Ha comido usted con _él_... y me trae algún mensaje; recadito
por lo menos.

EL CURA

Dispénseme si le digo que se equivoca. El señor Conde no me ha dado
ninguna comisión ni recado para la Condesa de Laín.

LUCRECIA

Entonces...

EL CURA

Lo que yo diga será por cuenta mía, por inspiración propia y consejo de
amigo.

LUCRECIA, ~a la Alcaldesa, que se aparta discretamente~.

No, no se retire usted, Vicenta. No hablamos nada reservado. Puede
usted oírlo... Siga, Don Carmelo. Mi ilustre papá político, como si lo
viera, habrá dicho de mí... qué sé yo... horrores espeluznantes.

EL CURA

No, señora. Ni una sola vez la ha nombrado a usted durante la comida.

LUCRECIA

Permítame el Sr. D. Carmelo que no le crea, con todo el respeto debido.
Es usted un santo, que en este instante no dice la verdad... por exceso
de virtud. Se dan casos.

EL CURA

Habló mucho de su hijo muerto, dignísimo esposo de usted; ponderó sus
virtudes, su mérito no común, lloró...

LUCRECIA, ~que palidece, e intenta desviar la conversación~.

También hablaría de su desdichado viaje a América. Lo emprendió atraído
por la ilusión, por el espejismo de un caudal que allí dejó su abuelo
el Virrey, y después de mil fatigas y trabajos, sufriendo desaires y
persecuciones, ha vuelto descorazonado y sin una peseta. Al diantre
se le ocurre plantarse en el Perú a reclamar las famosas minas de
Hualgayoc, olvidadas durante un siglo.

EL CURA

También nos habló de eso... y de otras cosas. Demuestra un cariño
ardiente a sus nietas. Oyéndole hablar de ellas, hemos observado
Angulo y yo cierta exaltación del afecto paternal, y una tenacidad
monomaníaca en el propósito de estudiar y desentrañar los caracteres de
una y otra... Por la incoherencia con que se expresa, no hemos podido
apoderarnos de su pensamiento, si es que alguno tiene. Angulo cree más
bien que en aquella cabeza hay un desconcierto lastimoso, ideas de
grandeza, ideas de venganza, el orgullo y la miseria, que rabian de
verse juntos.

LUCRECIA

No será extraño que las desdichas, amargando su alma, toda soberbia y
altanería, lleven al buen D. Rodrigo a la locura...

EL CURA

No diré yo tanto. Solo apunto la idea de que el señor Conde, por su
ancianidad, por su pobreza, por el estado de amargura e irritación
de su espíritu, merece y reclama exquisitos cuidados, y de esto
precisamente quería que hablásemos usted y yo.

LUCRECIA

Por mí no ha de quedar. Pienso decir a Venancio que si el Conde
permanece en la Pardina tenga con él toda clase de miramientos, le
cuide, le agasaje, atienda con delicadeza a sus necesidades. Pero yo
dudo que acepte estos beneficios dispuestos por mí. Usted le conoce...

EL CURA

Sí, y sé que es atrabiliario, descontentadizo, y que la exaltación de
la dignidad le impulsará a rechazar el bien que usted le ofrezca.

LUCRECIA, ~cruzándose de brazos~.

Entonces, ¿qué debo hacer? Vicenta, dé usted su opinión.

LA ALCALDESA, ~con finura~.

Yo... ¿Qué quiere usted que le diga? Paréceme que no será difícil
encontrar un medio de darle amparo decoroso, digno de su alcurnia, sin
que la vidriosa dignidad de D. Rodrigo se sintiera ofendida.

EL CURA, ~aprobando enfáticamente~.

Mucho, mucho... Vicenta, con su talento admirable, nos indica el mejor
camino. Pues bien: yo tengo una idea, que quiero someter al buen
criterio de usted...

EL ALCALDE, ~presuroso, hacia la Condesa~.

Lucrecia, ahí tiene usted una visita. El Prior y dos Padres Jerónimos
del convento de Zaratán vienen a ofrecer a usted sus respetos.

LUCRECIA

¡Ah!... Zaratán... Ya me acuerdo. Dí una cantidad para la
restauración... y Rafael consiguió del Gobierno un dineral para que
estos benditos pudieran instalarse.

LA ALCALDESA

¿Están en la sala? Vamos un momento. No tema usted que la fastidien.
Son finísimos.

EL CURA

Vamos allá... ¡Qué oportunidad, qué feliz coincidencia!

~(Entran en la casa Lucrecia, el Cura, el Alcalde y su señora.)~

SENÉN, ~en otro grupo, con Nell y Dolly, Consuelito y los niños del
Alcalde, que no hablan ni a tiros~.

¿Quieren ver la pajarera?

NELL

Lo que queremos ver es las sortijas que llevas tú en el dedo meñique.

DOLLY

Son preciosas. Ya podías regalárnoslas.

SENÉN

Están a su disposición.

DOLLY

¡Truhan! Ya sabes que no las tomaríamos.

SENÉN

¿Por qué no? Hagan la prueba.

NELL

Te morirías de rabia.

CONSUELITO

Las necesita para deslumbrar a las chicas del pueblo.

DOLLY

¿Cuántas novias tienes? Dinos la verdad.

NELL

Lo menos dos docenas.

CONSUELITO

Que yo conozca, tres... A mí no me lo negarás, pillo, engañador. Te he
visto de telégrafos con Delfina, la del confitero; sé que te carteas
con Amalia Ruiz, y es de dominio público que le mandas versitos a ese
retaco de Hilaria Sevillano, y que ella te envía, con la mujer del peón
caminero, peras de su huerta. Todo se sabe, amiguito.

SENÉN

Sí, y lo primero que sabemos es que se deja usted tamañita a _La
Correspondencia_. Todo lo averigua y todo lo trabuca. Para que se
entere, no han sido peras, sino abridores.

CONSUELITO

Y ahora te está preparando una calabaza de cabello de ángel. Es rica la
niña, aunque cargadita de espaldas; pero los padres, que son plateros y
conocen el oro falso, no te pasan... Tienes liga...

~(No se oye lo que contesta Senén, porque Nell y Dolly, viendo pasar
a un sujeto al través de la verja que da a la calle de Potestad, se
abalanzan gozosas a llamarle.)~

DOLLY

¡D. Pío, Pío, Piito, venga, ven acá!... entra.

CONSUELITO, ~dejando a Senén con la palabra en la boca~.

¿Es Coronado, vuestro maestro?

NELL, ~gritando~.

Maestro, maestrillo, entra. Mamá quiere verte.

DOLLY

No seas vergonzoso... ven.

SENÉN

No entrará ni a tiros. Es muy corto de genio. ~(Se asoman los cuatro, y
ven a un anciano que se aleja calle adelante, y risueño saluda con la
mano.)~

NELL

¡Pobrecillo!... ¡Le queremos más...!

~Los dos niños del Alcalde se dedican, con perseverancia digna de mejor
causa, a untarse las manos de tierra mojada. La _Solitaria_, viendo
salir a los frailes, y a las señoras, que en la verja de la plaza les
despiden, corre a gulusmear. Fórmanse nuevos grupos: en un lado están
el Cura, la Alcaldesa y Consuelito; en otro, el Alcalde, la Condesa,
Senén y las niñas.~

CONSUELITO, ~a la Alcaldesa~.

¿Se puede saber a qué han venido los padricos de Zaratán?

LA ALCALDESA

Visita de parabién, y nada más. ~(Al Cura.)~ La verdad, D. Carmelo,
aquí que nadie nos oye: ¿D. Rodrigo le dijo o no le dijo a usted los
horrores que supone Lucrecia?

EL CURA, ~escurriendo el bulto~.

Psch... Exageraciones, monomanías... chocheces.

CONSUELITO

A esta buena señora no le vendría mal mirar un poquito por su
reputación... Ella será buena; pero no puede hacerlo creer a nadie.

LA ALCALDESA

Chitón, Consuelo. Lucrecia está en mi casa.

EL CURA

De todas las historias que por ahí corren, descontemos lo que añaden la
malicia, la envidia, el afán de los chistes, y...

CONSUELITO

Quite usted todo el _jierro_ que quiera, y siempre quedará lo que es
público y notorio.

LA ALCALDESA

¿Y quién te asegura que no sea invención?

CONSUELITO

No creo en las invenciones, ni siquiera en la de la pólvora... Esta
Vicenta, cuando se pone a no querer entender las cosas...

LA ALCALDESA

Indicábamos que podría ser invención...

CONSUELITO

¿He inventado yo que esta buena señora no tenía ni pizca de amor a su
marido... y que le dejó morir como un perro en una fonda de Valencia?

LA ALCALDESA

¡Consuelo, por Dios...!

CONSUELITO

Hija, en Madrid lo oí... Los chicos de la calle no sabían otra cosa.
Bueno: que es mentira. ¿Queréis que diga y sostenga que miente todo
el mundo? Pues lo digo: a benevolencia nadie me gana. Pero también os
aseguro una cosa: en mi fuero interno creo que el Conde de Albrit tiene
razón en odiar a su nuera, y lo pruebo, como diría Senén.

EL CURA, ~riendo~.

Recomiéndele usted a su fuero interno que no sea tan malicioso.

CONSUELITO

Pero no puedo recomendar a mis ojos que no vean lo que ven; y han visto
que la cara de la Condesa se queda como el mármol cuando le nombran a
su suegro.

EL CURA

De mármol blanco. Es que tiene una tez que ya la quisiera usted para
los días de fiesta.

CONSUELITO

Yo no presumo.

EL CURA

Podía...

LA ALCALDESA, ~cortando la cuestión~.

Basta. Mientras esta señora esté en mi casa, yo no tolero...

CONSUELITO

Claro... pero conste que ella viene a honrarse a tu casa... no eres tú
quien se honra con recibirla y agasajarla. ¡Pues no le han dado hoy
poquita ovación!... Y dice que no le gustan los vivas... A poco más
revienta de orgullo.

EL CURA

Señora Doña Consuelito, no abre usted la boca sin decir algo en ofensa
del prójimo. Haga caso de mí, que la quiero bien: ponga mesura en sus
palabras, y enfrene un poco su curiosidad de las vidas ajenas.

CONSUELITO

¿Qué mal hay en saber lo que pasa, siendo verdad? La curiosidad es hija
de Dios, y de la curiosidad nace la historia que usted cultiva, y nace
la ciencia que descubre tantas cosas.

EL CURA

La curiosidad perdió a Eva.

CONSUELITO

Hay opiniones...

EL CURA, ~riendo~.

Es dogma.

CONSUELITO

Bueno... lo creo por ser dogma, que si no, no lo creía. Una cosa
siento, acordándome de lo del Paraíso... Sí, señor, siento no haberlo
visto yo, para que nadie me lo contara.

LA ALCALDESA, ~viendo llegar a la Condesa~.

Silencio... Aquí viene.

LUCRECIA

¡Pobre Senén! Las chiquillas le traen loco.

~La inopinada presencia del periodista en la verja de entrada exige
nueva intervención de la muleta del señor Alcalde. Preséntase también
el director del orfeón. La Alcaldesa se ve precisada a poner coto a los
juegos inocentes de sus hijuelos, y acude al estanque, donde se lavan
las manos, mojándose la ropita nueva. Nell y Dolly llaman a Consuelito
y al Cura. Senén y la Condesa se encuentran un rato solos.~

LUCRECIA, ~sentada a la sombra de una magnolia frondosísima~.

Ya sé que has visto a ese hombre, que le has hablado.

SENÉN, ~en pie, respetuoso~.

Viene de malas.

LUCRECIA, ~disimulando su miedo~.

¿Y qué me importa? Forzoso es darle algo para que viva... Me dejará en
paz.

SENÉN

Lo dudo... Como soberbio que es, no querrá limosna; como quisquilloso y
camorrista, querrá escándalo.

LUCRECIA, ~trémula~.

¡Escándalo!... ¿Qué?... ¿te ha dicho algo?

SENÉN, ~haciéndose el misterioso~.

A mí, no... En Madrid, un amigo mío que vivió en Valencia con el señor
Conde, me dijo que este, desde la muerte de su hijo (Dios le tenga
en su gloria), no vive más que para un fin: revolver lo pasado, los
desechos del pasado...

LUCRECIA

Como los traperos en los montones de basura.

SENÉN

Revolver para sacar... lo que encuentre.

LUCRECIA, ~muy inquieta~.

Y a ti te haría mil preguntas... Sabe que fuiste mi criado... y los
criados siempre poseen algún secreto... digo mal, algún dato de las
intimidades de sus amos.

SENÉN, ~enfáticamente~.

En mí tuvo y tendrá siempre la señora Condesa un servidor leal...

LUCRECIA

Lo sé... Confío en ti.

SENÉN

Y aunque no me obligaran a la lealtad los motivos de agradecimiento
que me hacen esclavo de la señora, seré fiel y seguro porque tengo la
honradez metida en las entrañas...

LUCRECIA

Lo sé... ~(Apuradísima por librar su olfato del insoportable perfume de
heliotropo que Senén despide de su ropa, saca el pañuelo, y se acaricia
con él la nariz, fingiendo constipación.)~

SENÉN

Sirvo a la Condesa de Laín desinteresadamente en todo aquello que guste
mandarme, sea lo que fuere... Pero no olvide la señora que su humilde
protegido, el pobre Senén, no merece quedarse a mitad del camino en su
carrera.

LUCRECIA, ~con hastío y desdén~.

¿Pero qué... quieres más? ¿Solicitas otro ascenso? Ahora es imposible.

SENÉN, ~quejumbroso~.

No es eso. Por la administración a secas no se va a ninguna parte.

LUCRECIA

¿Pues qué pretendes?... Dilo pronto y acaba de una vez. ¿Quieres el
arzobispado de Toledo, o la cruz laureada de San Fernando?

SENÉN

Aspiro a una posición obscura y de mucho trabajo, con lo cual podré
asegurar mi subsistencia en lo que me quede de vida.

LUCRECIA, ~impaciente, deseando que se vaya~.

Bueno: la tendrás. ¿Es cosa que puedo hacer yo?

SENÉN

Facilísimamente, no dejando pasar la ocasión. Es cosa muy sencilla. Que
me nombren agente ejecutivo para la cobranza de Derechos Reales.

LUCRECIA

¿Y eso da dinero?

SENÉN

¡Que si da!...

LUCRECIA

¿De modo que pidiéndolo al Ministro...?

SENÉN

Como tenerlo en la mano.

LUCRECIA, ~levantándose, por huir del perfume y del perfumado~.

Si es así, cuenta con ello.

SENÉN

Permítame la señora un momentito...

LUCRECIA

¡Insufrible pedigüeño! ¿Todavía más?

SENÉN

Se me olvidó decir a la señora que para desempeñar ese cargo necesito
fianza.

LUCRECIA, ~muy displicente~.

¿También eso?

SENÉN

Una fuerte fianza.

LUCRECIA, ~sofocando su ira~.

Yo no puedo ponértela...

SENÉN, ~dando un paso hacia ella~.

Pero el señor Marqués de Pescara me la facilitará solo con que la
señora se lo diga... o se lo mande.

LUCRECIA

¡Oh!... Esto ya es absurdo... Pides cosas difíciles, enfadosas.

SENÉN, ~dando otro paso en seguimiento de la Condesa, que se aleja~.

Si la señora no quiere molestarse para que yo salga de pobre, no he
dicho nada... Se me olvidaba manifestarle que el dinero estará seguro,
y el señor Marqués cobrará intereses de la Caja de Depósitos.

LUCRECIA, ~deseando concluir~.

Está bien... Pero es dudoso que yo pueda ver a Ricardo...

SENÉN, ~con seguridad~.

Le verá mañana o pasado.

LUCRECIA, ~con súbito interés, aproximándose a él, sin temor a la
fragancia heliotrópica~.

¿Dónde?... ¿Qué dices?... ¿Dónde?

SENÉN

En Verola, a donde la señora va desde aquí.

LUCRECIA

¿Y cómo lo sabes?

SENÉN

Cuando lo digo, es porque lo sé... y lo pruebo.

LUCRECIA

¡Él también en Verola!... ¡Ah! lo sabes por su ayuda de cámara, que es
tu primo. ¿Estás seguro?

SENÉN

Prométame la señora que si encuentra allí al señor Marqués le pedirá la
fianza. Con eso me basta.

LUCRECIA, ~rehaciéndose, avergonzada de sostener coloquio familiar con
un inferior~.

Yo veré... Ignoro en qué disposición encontraré a Ricardo.

SENÉN, ~muy animado~.

Prométame hablarle de mi fianza si le encuentra en buena disposición.
Me conformo.

LUCRECIA

Te prometo no olvidar el asunto, mirarlo con interés... siempre que tú
me asegures una lealtad a toda prueba...

SENÉN, ~con aspavientos de adhesión~.

¡Señora!...

LUCRECIA, ~tapándose la nariz~.

Retírate...

SENÉN

¿Qué... está la señora constipada?

LUCRECIA, ~burlona~.

No, hombre... Es que usas unos perfumes tan fuertes, que no se puede
estar a tu lado... Vete ya.

SENÉN, ~turbado~.

Pues yo creía... No molesto más... ~(Saludando a distancia.)~ Señora...

LUCRECIA, ~agitando con su pañuelo el aire, para alejar los miasmas
olorosos~.

¡Qué desgraciada soy, Dios mío! ¡Tener que soportar a ese animalejo, y
oírle, y olerle... solo porque le temo!...

LA ALCALDESA, ~que vuelve de meter en cintura a sus niños~.

¿Qué hace usted, Lucrecia?

LUCRECIA

Limpiar la atmósfera de los perfumes que usa este imbécil.

LA ALCALDESA, ~riendo~.

Sí, sí: tiene infestada... toda la población.

~(Entra en el jardín _Capitán_, el perrito de la Pardina, y corre hacia
las niñas, brincando de alegría, y meneando el plumacho que tiene por
cola.)~

DOLLY, ~bajándose para cogerle de las patas delanteras~.

Hola, pillo, ¿vienes a ver a tus niñas?

NELL

¿Qué trae por aquí el chiquitín de la casa? Tú no has venido solo,
_Capitán_.

DOLLY

¿Con quién has venido?

EL ALCALDE, ~a Lucrecia~.

Ahí tiene usted a Venancio, con un recado del _León de Albrit_...
Cuidado que no le llamo flaco ni gordo, ni hablo de sus pulgas.

LUCRECIA, ~demudada~.

Voy... ¿Qué será? ~(Entra en la casa, acompañada de la Alcaldesa.)~

EL ALCALDE, ~a Consuelito, que ávida de noticias se le aproxima~.

Esta tarde no podremos librarnos del orfeón. Ya le he dicho a Fandiño
que con un par de cantatas nos daremos por bien servidos.

CONSUELITO

Y echarán, aplicándolo a tu amiga, el coro dedicado a Isabel la
Católica, que dice: «Salve, matrona excelsa...» ~(Cantando.)~

EL ALCALDE

El tábano de Cea debiera celebrar su _interbú_ contigo. Pero como estás
sorda, le encargaré que se traiga una trompetilla.

CONSUELITO, ~amenazándole con su abanico~.

¡Sorda yo!

EL ALCALDE

Quiero decir que debieras serlo... y muda.

CONSUELITO

Eso quisieras tú, para hacer mangas y capirotes en el Ayuntamiento.

LUCRECIA, ~que vuelve de la casa, con la Alcaldesa y el Cura~.

Mi noble suegro me pide hora y sitio para nuestra entrevista. He dicho
a Venancio que le contestaré esta tarde.

EL CURA

Me parece bien que no se demore el careo. Sea usted humilde si él es
orgulloso. Tiene usted la juventud, la fuerza, no sé si la razón... Él
es anciano, infeliz... Merece indulgencia.

LUCRECIA, ~mirando más al suelo que a los que la rodean~.

No sé qué pretenderá... Lo sabremos mañana.

EL ALCALDE

Citémosle aquí. Verá usted cómo conmigo no se desmanda. ¡Leoncitos a
mí!

LUCRECIA, ~vacilando~.

No sé... no sé...

CONSUELITO

Si quiere usted celebrar la entrevista en mi casa, pongo a su
disposición una sala hermosísima... Con franqueza. Estarán ustedes
solitos... Se cierran bien las puertas...

LUCRECIA

No, gracias... Iré a la Pardina.

EL CURA

Fije usted la hora, y yo le llevaré el recado.

LUCRECIA

Mañana, a las diez.

LA ALCALDESA, ~desconsolada~.

¡Mañana que pensaba yo llevármela a visitar a las monjitas!

EL ALCALDE

Y el colegio, y la fábrica, y el matadero, y los casinos de la _masa
obrera_, y el hospital, y el instituto, y las escuelas... Condesa, que
espere el león un día más.

LUCRECIA

No puede ser, mi querido D. José María, porque me voy mañana.

LA ALCALDESA, ~con asombro y cierta indignación, de que participa su
esposo~.

¿Cómo es eso? ¡Lucrecia, por Dios...!

EL ALCALDE, ~dando resoplidos~.

¡Trómpolis! Eso no es lo tratado.

LA ALCALDESA

No, hija mía; no lo consentimos. Dijo usted que cuatro días.

EL ALCALDE

Me opongo. Saco la vara.

EL CURA

Y yo saco el Cristo.

CONSUELITO

¡Ingrata! ¡Dejarnos tan pronto!

LUCRECIA, ~remilgada, suspirando~.

Lo siento en el alma...

EL CURA

¿Pero tan mal la tratamos?

CONSUELITO, ~poniendo morros~.

Sin duda la tratan mejor en Verola, en el castillo de sus amigos los
Donesteve.

LUCRECIA

Compromiso ineludible. Me esperan mañana. Pero no hay que apurarse...
volveré.

EL ALCALDE, ~con grosería~.

¿De veras? ¡Cómo nos está tomando el pelo!

LA ALCALDESA

No, no nos engaña. Volverá.

LUCRECIA

Como que es muy probable que allí determine llevarme a las
chiquillas... Francamente, me inquieta un poco dejarlas en Jerusa.

EL CURA, ~frunciendo el ceño~.

Tal vez...

NELL, ~corriendo hacia su madre~.

¡Mamá, el orfeón!

DOLLY

¡El orfeón! Ahí están.

NELL, ~batiendo palmas~.

¡Qué gusto!

DOLLY

¡Qué alegría!

CONSUELITO, ~cantando bajito~.

«Salve, matrona excelsa...»


ESCENA V

~Sala baja en la Pardina.~

LUCRECIA, ~sentada, melancólica, mirando al suelo~; EL CONDE, ~que
entra por el foro~.

EL CONDE

Señora Condesa... ~(Se inclina respetuosamente. Saluda ella con fría
reverencia.)~ Agradezco a usted que haya tenido la bondad de concederme
esta entrevista, aunque para merecer yo favor tan grande haya tenido
que venir a Jerusa. ~(Toma una silla, y se sienta cerca de ella.)~

LUCRECIA

Es obligación sagrada para mí acceder a su ruego... aquí o en cualquier
parte. Obligación digo: durante algún tiempo me ha llamado usted su
hija.

EL CONDE

Pero ya no... Esos tiempos pasaron. Fue usted, como si dijéramos, una
hija eventual... transitoria, una hija de paso...

LUCRECIA, ~esforzándose en sonreír para engañar su miedo~.

Y a las hijas de paso... cañazo.

EL CONDE

Extranjera por la nacionalidad, y más aún por los sentimientos, jamás
se identificó usted con mi familia, ni con el carácter español.
Contra mi voluntad, mi adorado Rafael eligió por esposa a la hija de
un irlandés establecido en los Estados Unidos, el cual vino aquí a
negocios de petróleo... ~(Suspirando.)~ ¡Funestísima ha sido para mí la
América!... Pues bien: como todo el mundo sabe, me opuse al matrimonio
del Conde de Laín; luché con su obstinación y ceguera... fui vencido.
Me han dado la razón el tiempo y usted; usted, sí, haciendo infeliz a
mi hijo, y acelerando su muerte.

LUCRECIA, ~airada, y todavía medrosa~.

Señor Conde... eso no es verdad.

EL CONDE, ~fríamente autoritario~.

Señora Condesa, es verdad lo que digo. Mi pobre hijo ha muerto de
tristeza, de dolor, de vergüenza.

LUCRECIA, ~sacando fuerzas de flaqueza~.

No puedo tolerar...

EL CONDE

Calma, calma. No se acalore usted tan pronto... cuando apenas he
comenzado...

LUCRECIA

Es monstruoso que se me pida una entrevista para mortificarme, para
ultrajarme. ~(Afligida.)~ Señor Conde, usted nunca me ha querido.

EL CONDE

Nunca... Ya ve usted si soy sincero. Mi penetración, mi conocimiento
del mundo no me engañaban. Desde que vi a Lucrecia Richmond la tuve
por mala, y si en algo han fallado mis augurios ha sido en que... en
que salió usted peor de lo que yo pensaba y temía.

LUCRECIA, ~levantándose altanera~.

Si esta conferencia, que yo no he solicitado, es para insultarme, me
retiro.

EL CONDE, ~sin alterarse~.

Como usted guste. Si prefiere que lo que tengo que decirle lo diga
a todo el mundo, retírese en buen hora. Por la cuenta que le tiene,
preferirá sin duda oírlo sola, por mucho que le desagraden mi voz y
mis acusaciones. ¿No es eso? El oprobio de que pienso hablarle quedará
entre los dos. Nos lo repartiremos por igual, sin dejar nada para los
extraños. ¿No es esto mejor que arrojarlo fuera, a puñados, sobre
la multitud? ~(La Condesa, que vacila entre salir y quedarse, da un
paso hacia su asiento.)~ ¿Ve usted cómo no le conviene dejarme con la
palabra en la boca?... Así es mejor.

LUCRECIA, ~angustiada, pasándose la mano por los ojos y la frente~.

Sí, sí... Le suplico la brevedad... Lo que se propone decirme, dígalo
pronto, pronto...

EL CONDE

Es un poquito largo... ~(Le señala el asiento.)~ ¿A qué tanta prisa?
¡Cuánto mejor está usted aquí conmigo, oyendo las terribles verdades
que salen de mi boca, que entre gentes aduladoras y embusteras,
que públicamente la festejan, y en privado la denigran! ¿Acaso es
usted tan candorosa que se paga de esa estúpida farsa de la ovación
callejera, y los vivas y los cohetes? Todos los que se han quedado
roncos aclamando a la Condesa de Laín, se aclaran la voz contando
aventuras galantes, anécdotas maliciosas. Y también digo que, con ser
usted mala, no lo es tanto como creen y afirman los imbéciles que ayer
la vitorearon.

LUCRECIA, ~queriendo serenarse~.

Más vale así... Siempre es un consuelo ser mejor de lo que nos creen
los amigos.

EL CONDE

Siéntese usted. Después de oír tantos embustes y lisonjas, no le viene
mal oír la voz de la justicia, de la verdad... y oírla con paciencia
cristiana.

LUCRECIA

¡Paciencia! Ya ve usted que la tengo, aunque no sea tanta como su
malicia. Pero no hay que abusar, señor mío; no vea usted cobardía en lo
que es respeto a la ancianidad, a los lazos que nos unen y que usted no
puede desconocer, a sus terribles infortunios...

EL CONDE, ~con gran abatimiento~.

Sí, sí: soy muy desgraciado.

LUCRECIA, ~envalentonándose al ver desmayar a su enemigo~.

Pero usted, Sr. D. Rodrigo, no aprende nunca. Las desgracias, que
son lecciones y avisos de la Providencia, doman al más soberbio, y
suavizan al más atrabiliario. Esta ley, sin duda, no reza con usted.
Francamente, yo creí que la pérdida total de su fortuna y el horrible
desengaño de América, amansarían su orgullo... Veo que no. El león,
caduco y pobre, vuelve a España más fiero.

EL CONDE

¿Qué quiere usted?... Dios me ha hecho fiero, y fiero he de morir.

LUCRECIA, ~intentando tomar una posición ofensiva~.

Es usted, según creo, el hombre de las equivocaciones, y bien puede
decirse que todo aquello en que pone la mano le sale mal. Le hacen
creer que el Gobierno peruano está dispuesto a reconocerle la propiedad
de las minas de Hualgayoc, y se embarca, la cabeza llena de viento,
discurriendo cómo traerá la enorme carga de millones que allá le tenían
muy guardaditos... Pero la realidad le deparó tan solo desprecios,
cansancio inútil, humillaciones... Y no teniendo sobre quién descargar
su despecho, se revuelve contra una pobre mujer, y la injuria y la
maldice.

EL CONDE

Si al regresar de aquella excursión que consumó mi ruina hubiera yo
encontrado a mi hijo vivo, su cariño me habría hecho olvidar mi triste
situación. Pero la muerte de Rafael, acaecida hace cuatro meses, avivó
en mí la irascibilidad, despecho si usted quiere, el sabor amargo que
en mi alma dejaron las desdichas... y avivó también el odio a la
persona que creo responsable de la infelicidad y de la muerte de aquel
hombre tan bueno y leal.

LUCRECIA, ~altanera~.

¡Responsable yo de su muerte! Eso es una infamia, señor Conde.

EL CONDE, ~con gran entereza~.

Mi hijo ha muerto... del abatimiento, del bochorno a que le llevaron
los escándalos de su esposa. Eso lo sabe todo el mundo.

LUCRECIA, ~airada, levantándose~.

Mire usted lo que dice. Se hace usted eco de viles calumnias. Tengo
enemigos.

EL CONDE

Más que los enemigos, difaman a Lucrecia Richmond... sus amigos.

LUCRECIA, ~desconcertada~.

Repito que es calumnia.

EL CONDE, ~levantándose también~.

Ahora lo veremos... ~(Con cierta dulzura.)~ Lucrecia... aún podría
suceder que yo me equivocara, que fuese usted mejor de lo que
supongo... Este error mío lo confirmaría usted, dándome con ello una
dura lección, si tuviera el arranque de confesarme la verdad...

LUCRECIA, ~aturdida~.

¿La verdad?...

EL CONDE

Sí... sobre un punto delicadísimo sobre el cual la interrogaré.

LUCRECIA, ~medrosa~.

¿Cuándo?

EL CONDE

Ahora mismo... sí, y contestándome sin pérdida de tiempo, me
proporcionará el placer inefable de perdonarla. Crea usted que al fin
de mi vida, quebrantado, triste, moribundo casi, el perdonar es gran
consuelo para mí.

LUCRECIA, ~con terror~.

¡Interrogarme! ¿Soy acaso criminal?

EL CONDE

Sí.

LUCRECIA, ~luchando con su conciencia, que anhela manifestarse~.

Todos somos imperfectos... No me tengo por impecable... ¿Pero a
usted... quién le ha hecho confesor... y juez?

EL CONDE

Me hago yo mismo... Quiero y debo serlo, como jefe de la familia de
Albrit, y guardador de mi decoro.

LUCRECIA, ~con pánico, queriendo huir~.

Esto es insoportable... No puedo más...

EL CONDE, ~deteniéndola por un brazo~.

No, no. No puede usted negarse a responderme... al menos para
demostrarme que no tengo razón, si en efecto no la tuviera y usted
pudiese probarlo. Lo que voy a preguntar es grave, y el acto de
preguntarlo yo, de contestarme usted, ha de revestir cierta solemnidad.
Ahora no soy yo quien habla: es el marido de la que me escucha, es mi
hijo, que resucita en mí... ~(Pausa.)~ Siéntese usted. ~(La lleva al
sillón.)~

LUCRECIA, ~cayendo desfallecida en el sillón~.

Por piedad, señor... Me está usted martirizando.

EL CONDE

Perdóneme usted... Es preciso... Hay que sufrir algo, Lucrecia. No
todo ha de ser gozar y divertirse. ~(Pausa. La Condesa, ansiosa,
no se atreve a mirarle.)~ Al llegar a Cádiz de mi frustrado viaje,
entregáronme una carta de Rafael, en la cual me manifestaba su dolor,
su amargura hondísima. La vida había perdido para él todo interés.
Hallábase enfermo, y en su desesperación no anhelaba curarse. Le
consumía el desaliento, la pérdida de toda ilusión, la vergüenza de ver
ultrajado su nombre...

LUCRECIA, ~revolviéndose~.

¡Señor Conde, por Dios...!

EL CONDE

Mi hijo vivía separado de su esposa desde el año anterior.

LUCRECIA

¿Y quién asegura que fue por culpa mía?

EL CONDE

Yo lo aseguro: por culpa de usted.

LUCRECIA

No es cierto.

EL CONDE, ~colérico~.

No me desmienta usted. Calle ahora y escuche. ~(Recobrando el tono
narrativo.)~ Rafael no me decía nada concreto. Expresaba tan solo el
estado de su espíritu, sin exponer las causas...

LUCRECIA, ~con viveza~.

No decía nada concreto. Luego...

EL CONDE

Pero, a poco de recibir la carta, me dio cuenta detallada de las
aventuras de la Condesa de Laín un amigo mío queridísimo, persona de
intachable veracidad, que no solo refería lo que era público y notorio,
sino algo que por circunstancias excepcionales tuvo ocasión de conocer
y comprobar; hombre que no ha mentido nunca, tan bueno y noble, que
al hacerme la triste historia de aquellos escándalos, casi, casi los
atenuaba... No necesito nombrarle. Usted le conoce.

LUCRECIA, ~aterrada, casi sin voz~.

Yo... no.

EL CONDE

Usted sabe quién es. Y no se atreve, no se atreve a sostener que ha
mentido, porque su conciencia, Lucrecia, se sobrepone a su cinismo;
y antes dudará usted de la luz que de la veracidad de ese hombre,
venerado de todo el mundo, gloria de la magistratura...

LUCRECIA, ~agarrándose a un clavo ardiendo~.

El hombre más recto puede equivocarse... sobre todo si respira un
ambiente malsano de hablillas y embustes...

EL CONDE

Sigo. Me refirió todo, todo... es decir, todo no. Falta algo, tan
secreto, que solo usted lo sabe... y usted me lo va a decir.

LUCRECIA, ~con angustias de muerte~.

¡Qué suplicio, Dios mío!

EL CONDE

¡Suplicio! No se acuerda usted del de su esposo, fugitivo, solo,
muriendo de melancolía, sin que ningún cariño le consolara... porque
yo estaba ausente, y usted, que no le amaba, no hacía más que rebuscar
pretextos para apartarse de su lado... Claro que al recibir la carta
y al oír los informes de mi amigo, me faltó tiempo para correr al
lado de Rafael. Tomé el tren, y sin parar en ninguna parte, me fui a
Valencia...

LUCRECIA

¡Ay de mí!

EL CONDE, ~con voz lúgubre~.

Dos horas antes de llegar yo, mi adorado hijo había muerto. Agravose su
enfermedad en aquellos días. Él no hacía caso... Un tremendo acceso de
disnea, el espasmo... la muerte. Todo en unas cuantas horas... ~(Llora.
Pausa.)~ Murió en el cuarto de una fonda... vestido sobre la cama...
mal asistido de gente mercenaria... ¡Jesús... qué dolor...!

LUCRECIA, ~muy conmovida, sollozando~.

¡Oh! Señor Conde, aunque usted no lo crea, yo le amaba...

EL CONDE, ~iracundo, limpiándose las lágrimas~.

¡Mentira! Si le amaba usted, ¿por qué no corrió a su lado al saber que
estaba enfermo?

LUCRECIA, ~sin saber qué decir~.

Porque... no sé... Complicaciones de la vida que no puedo explicar en
breves palabras. Yo...

EL CONDE

Déjeme concluir... Fácilmente comprenderá mi desesperación al
encontrarle muerto. ¡No escuchar de sus labios explicaciones que solo
él podría darme! Terrible cosa era perderle; pero más terrible aún
verle yerto, frío, mudo para siempre, como le vi yo... y no poder
consolarle, no poder decirle: «cuéntame tus martirios, y tu padre te
contará los suyos.» ~(Cruza las manos, sollozando.)~ ¡Oh, pena inmensa,
agonía lenta de mi vejez, más espantosa que cuantos males en todo
tiempo sufrí! Verle cadáver, hablarle sin obtener respuesta, sin que
a mis caricias respondiese con un gesto, con una mirada, con una voz.
¡Y sabiendo yo el infinito dolor que amargó sus últimos días, ver que
todo se lo llevaba, todo, al abismo del silencio, la muerte, sin darme
una parte, un poco del dolor suyo, que era su alma!... ~(La Condesa,
agitada y poseída de profunda emoción, llora, apretándose el pañuelo
contra los ojos.)~ ¡Horrible, pavoroso!... Usted no tiene corazón y no
sabe lo que es esto. ~(La ve llorar. Pausa.)~ ¡Qué hermoso sería que en
este instante pudiéramos llorar usted y yo por aquel ser querido!...
~(La Condesa da algunos pasos hacia él; están a punto de abrazarse...
vacilan... El Conde la rechaza secamente.)~ No... Tú, no... usted, no.

LUCRECIA

Sinceras son mis lágrimas.

EL CONDE

Naturalmente... Viendo mi pena... No es usted de bronce, no es usted
una fiera... Pero no, no sostenga que amaba a su esposo; al hombre
que se ama no se le engaña solapadamente, pisoteando su honra, y
arrojando al escándalo y a la befa del público su nombre sin tacha.
~(La Condesa inclina la cabeza, y fijos los ojos en el suelo, no dice
nada.)~ Al fin calla usted. Ahora, ahora veo a la desdichada Lucrecia
en el único terreno en que debe ponerse, que es el de la resignación
sumisa, esperando un fallo de justicia. ~(Pausa.)~ ¿Declara usted que
su conducta con mi hijo, al menos en determinadas épocas de su vida, no
fue buena?

LUCRECIA, ~tímidamente~.

Lo declaro... Pero algo debo decir en descargo mío...

EL CONDE

Ya escucho.

LUCRECIA

Mis desavenencias con Rafael son antiguas.

EL CONDE

Lo sé... Datan de los primeros años del matrimonio, porque usted,
penoso es decirlo, no hubo de esperar mucho tiempo para lanzarse por
mal camino. ¿Lo niega usted?

LUCRECIA, ~cohibida, abrumada, queriendo y no queriendo decirlo~.

Acusada con tanta fiereza, no acierto a buscar razones, que algunas hay
siempre en estos casos, para disculparme.

EL CONDE

Búsquelas usted... pero antes, ¿reconoce sus faltas?

LUCRECIA, ~con gran esfuerzo~.

Las reconozco. Sería una hipocresía indigna de mí negarlas en absoluto.
Pero...

EL CONDE

¿Pero qué...?

LUCRECIA

Digo que Rafael, llevándome desde el principio, contra mi gusto, a la
esfera social más favorable a la relajación del vínculo matrimonial,
contribuyó a perderme. Me vi rodeada de gente frívola, de aduladores,
de personas sin conciencia...

EL CONDE

¡Sin conciencia! Tuviérala usted, ¿y qué le importaban los demás?

LUCRECIA, ~premiosa~.

En aquel ambiente no supe o no pude combatir el mal. A mi lado no tenía
un censor severo de mi propia debilidad, un guardián vigilante...

EL CONDE

Difícil es guardar a la que guardarse no quiere.

LUCRECIA, ~batiéndose desesperadamente~.

¡Oh, señor Conde: si hubiera usted encontrado vivo a su hijo, si
hubiera podido escuchar de sus labios la confidencia o confesión que
deseaba... estoy segura de ello, Rafael, que era sincero y justo,
habría tenido la generosidad, la rectitud de decirle: «no solo es ella
culpable; yo también...»!

EL CONDE

No lo habría dicho, no.

LUCRECIA, ~con firmeza~.

Creo, como esta es luz, que Rafael, al juzgarme, no habría sido
extremadamente duro.

EL CONDE

Fue, más que duro, implacable.

LUCRECIA

¿En sus últimos momentos?

EL CONDE

En sus últimos momentos: fíjese usted en lo que afirmo.

LUCRECIA, ~con estupor~.

Pero si acaba usted de decirme...

EL CONDE

Que le encontré muerto... sí.

LUCRECIA

Entonces... ~(Pausa. Ambos se miran.)~

EL CONDE

Los muertos hablan.

LUCRECIA, ~con terror~.

¡Y Rafael...! ~(Vacilante entre la incredulidad y un miedo
supersticioso.)~

EL CONDE

Desesperado, loco, permanecí... no sé cuántas horas... ante el cadáver
de mi pobre hijo, sin darme cuenta de nada que no fuera él y el
misterio inmenso de la muerte. Pasado algún tiempo, empecé a fijar
mi atención en lo que me rodeaba, en sus ropas, en los objetos que
le pertenecieron, en los muebles que había usado, en la estancia...
~(Pausa. La Condesa le escucha con ansiosa expectación.)~ En la
estancia había una mesa con varios libros y papeles, y entre ellos una
carta...

LUCRECIA, ~temblando~.

¡Una carta...!

EL CONDE

Sí. Rafael estaba escribiéndola a las tres de la madrugada, cuando se
sintió mal. Vino bruscamente la muerte, le atacó con furia, ¡ay!...
El infeliz llamó; acudieron... Se le prestaron los auxilios más
perentorios... Todo inútil... La carta allí quedó medio escrita... Allí
estaba ¡hablando... y viva! hablando... ¡era él!... La leí sin cogerla,
sin tocarla, inclinado sobre la mesa, como me habría inclinado sobre su
lecho si le hubiera encontrado vivo... La carta dice...

LUCRECIA, ~casi sin aliento, la boca seca~.

¿Era para mí?

EL CONDE

Sí.

LUCRECIA

Démela usted. ~(El Conde deniega con la cabeza.)~ ¿Pues cómo he de
enterarme...?

EL CONDE

Basta que yo repita su contenido. La sé de memoria.

LUCRECIA

No basta... Si me acusa, necesito leerla, reconocer su letra...

EL CONDE

No es preciso. Yo no miento. Bien lo sabe usted... Principia con un
párrafo de amargas quejas que pintan la discordia matrimonial, lo
inconciliable de los caracteres. Siguen estos gravísimos conceptos
~(repitiéndolos palabra por palabra)~: «Te anuncio que si no me envías
pronto a mi hija, la reclamaré. Quiero tenerla a mi lado. La otra...
la que, según declaración tuya en la desdichada carta que escribiste a
Eraul, y que pusieron en mi mano sus enemigos... no es hija mía... te
la dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara...» ~(Pausa silenciosa.)~

LUCRECIA, ~con estupor, que casi es embrutecimiento~.

¿Eso decía... eso dice...?

EL CONDE

Esto dice... ~(Repitiendo con pausa.)~ «La otra... la que no es mi
hija, te la dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara.» Y luego
añade: «Ya sabes que lo sé. No puedes negármelo... Tengo pruebas.»

LUCRECIA, ~buscando una salida~.

¡Pruebas!... ¡Quiero ver la carta!

EL CONDE

¿Duda usted de lo que digo...?

LUCRECIA

No lo dudo... no sé... Pero la carta puede ser falsa. La escribiría
algún enemigo mío para vilipendiarme.

EL CONDE, ~con ademán de sacar la carta~.

La escribió mi hijo.

LUCRECIA, ~espantada~.

No, no quiero verla... ¡Qué abominación!

EL CONDE

Luego, usted niega...

LUCRECIA, ~maquinalmente~.

Lo niego.

EL CONDE

Y yo ¡necio de mí! esperaba encontrar en usted la suficiente grandeza
de alma para revelarme toda la verdad, sin ocultar nada, única manera
de obtener el perdón. Llevado de este noble anhelo, solicité la
entrevista, y aspiraba y aspiro a que la infeliz Lucrecia complete su
revelación diciéndome...

LUCRECIA, ~en el colmo del terror~.

¿Qué... qué más...?

EL CONDE, ~con austera frialdad~.

Diciéndome... cuál de sus dos hijas es la que usurpa mi nombre, la que
simboliza y personifica mi deshonor.

LUCRECIA

¡Infame idea!... No, no es verdad.

EL CONDE, ~repitiendo las graves palabras~.

«Ya sabes que lo sé... No puedes negármelo.»

LUCRECIA, ~decidida a la negativa, y negando con ahinco~.

Lo niego... Es falso...

EL CONDE

¿Niega usted que hizo... a Carlos Eraul, pintor, muerto hace un año...
la grave revelación que ahora le pido?

LUCRECIA, ~vivamente, sin poder contenerse~.

¿La tiene usted?

EL CONDE

Luego existe...

LUCRECIA, ~volviendo sobre sí~.

Quiero decir que si la tiene usted, si posee algún papel que me
comprometa, será falso... habrán imitado mi letra.

EL CONDE

Como no puedo mentir, diré que no poseo ese precioso documento. Lo he
buscado inútilmente entre los papeles de mi hijo.

LUCRECIA, ~respirando~.

Todo esto es una farsa, una impostura, de la cual no culpo a nadie...
solo acuso a mi destino.

EL CONDE

Ya que no satisface usted mi anhelo de la verdad, conteste al menos a
esta otra pregunta: ¿Ama usted lo mismo a las dos niñas?...

LUCRECIA, ~rabiosa, paseándose muy agitada~.

No, lo mismo no... digo, sí... a las dos igual... Deseche usted esa
torpe idea.

EL CONDE

Antes hará usted del día noche y de la noche día, que conseguir
arrancarme de la mente la idea de que lo escrito por mi hijo es la pura
verdad. ~(Con autoridad severa.)~ Dígame usted pronto, pronto, cuál
de esas dos adorables niñas es la falsa... o cuál la verdadera: es lo
mismo. Necesito saberlo, tengo derecho a saberlo, como jefe de la casa
de Albrit, en la cual jamás hubo hijos espúreos, traídos por el vicio.
Esta casa histórica, grande en su pasado, madre de reyes y príncipes en
su origen, fecunda después en magnates y guerreros, en santas mujeres,
ha mantenido incólume el honor de su nombre. Sin tacha lo he conservado
yo en mi esplendor y en mi miseria... No puedo impedir hoy, ¡triste de
mí! este caso vergonzoso de bastardía legal; no puedo impedir que la
ley transmita mi nombre a mis dos herederas, esas niñas inocentes. Pero
quiero hacer en favor de la auténtica, de la que es mi sangre, una
exclusiva transmisión moral. Esa será la verdadera sucesora, esa será
mi honor y mi alcurnia en la posteridad... La otra, no. Falsa rama de
Albrit, la repudio, la maldigo... maldigo su extracción villana y su
existencia usurpadora.

LUCRECIA

Por piedad... No puedo más. ~(Cae en el sillón consternada, sollozando.
Pausa larga.)~

EL CONDE

Lucrecia, ¿reconoce usted al fin la razón que me asiste?... Llora
usted... ~(Creyendo que los procedimientos de suavidad serán más
eficaces.)~ Sin duda expongo mis quejas con demasiada severidad;
sin duda interrogo con altanería... No puedo vencer la fiereza de
mi carácter. Perdóneme usted. ~(Con dulzura.)~ Ahora no mando...
no acuso... no soy el juez... soy el amigo... el padre, y como tal
suplico a usted que me saque de esta horrible duda. ~(La Condesa calla,
mordiendo su pañuelo.)~ Valor... Una palabra me basta... Después de
oírla no he de decir nada desagradable... La verdad, Lucrecia, la
verdad es lo que salva.

LUCRECIA, ~que después de horrible lucha, se levanta bruscamente, y
desesperada y como loca recorre la estancia~.

¡Oh, no puedo más!... ¡Un balcón abierto para arrojarme!.. Huir, volar,
esconderme... Este hombre me mata... ¡Favor!

EL CONDE

Bueno, bueno... Veo que no quiere usted entrar en razón... ¿No me
contesta?...

LUCRECIA, ~con fiereza, con resolución inquebrantable, parándose ante
él~.

¡Nunca!

EL CONDE

¿De veras?

LUCRECIA, ~con más energía~.

¡Nunca!... ¡Antes morir!

EL CONDE

Bien. ~(Se sienta, calmoso.)~ Pues lo que usted no quiere decirme, yo
lo averiguaré.

LUCRECIA

¿Cómo?

EL CONDE

¡Ah!... yo me entiendo.

LUCRECIA

Está usted loco... Su demencia me inspira compasión.

EL CONDE

La de usted, a mí no me inspira lástima. No se compadece a los seres
corrompidos, encenagados en el mal.

LUCRECIA, ~iracunda~.

Continúa injuriándome, ¡a mí, a la viuda de su hijo!

EL CONDE, ~levantándose altanero~.

La que me habla no es la viuda de mi hijo, pues aunque la ley, una ley
imperfecta, así lo dispone, por encima de esa ley está la autoridad
moral del jefe de la familia de Albrit, que la coge a usted, y la
arranca, como cosa extraña y pegadiza, y la arroja a la podredumbre en
que quiere vivir.

LUCRECIA, ~furiosa, descompuesta~.

¡Albrit!... raza de locos... caballería burlesca... honor de bambolla
para encubrir la mendicidad. ¡Qué sería del viejo león si yo no le
amparase! Soy generosa, le perdono sus injurias, y cuidaré de que no
muera en un hospital, o arrastrando su melena gloriosa por los caminos.

EL CONDE, ~con supremo desdén~.

Lucrecia Richmond, quizás Dios te perdone. Yo... también te
perdonaría... si pudieran ir juntos el perdón y el desprecio.

LUCRECIA, ~dirigiéndose a la puerta~.

Basta ya. ~(A las niñas, que entreabren la puerta, sin atreverse a
entrar.)~ Podéis pasar.


ESCENA VI

~NELL y DOLLY, que corren a abrazar a su madre; tras ellas GREGORIA y
VENANCIO. Poco después EL CURA y EL MÉDICO.~

LUCRECIA

Prendas queridas, dadme mil besos. ~(Se besan.)~

NELL, ~observándole el rostro~.

Mamita, tú has llorado.

DOLLY

Estás sofocadísima...

LUCRECIA

El abuelo y yo hemos evocado recuerdos tristes.

NELL, ~mirando al Conde, que permanece sentado, inmóvil~.

También el abuelito ha llorado. ~(Se acerca.)~

EL CONDE

Venid... abrazadme... ¡Os quiero tanto!

~(Las dos acuden a él, y le abrazan y besan, cada una por un lado.)~

LUCRECIA, ~hablando aparte con Gregoria y Venancio~.

Le atenderéis, le cuidaréis como a mí misma. Pero no dejéis de
vigilarle siempre, siempre...

DOLLY, ~al Conde~.

Esta tarde pasearemos.

EL CONDE

Sí, sí: no me separaré de vosotras... Charlaremos, estudiaremos.

NELL

Nos enseñarás la Aritmética, la Historia...

EL CONDE

La Historia... No, esa vosotras me la enseñaréis a mí.

~(Entran por el foro el Cura y el Médico; ambos se dirigen a la
Condesa.)~

EL CURA

¿Qué tal? ¿Tenemos reconciliación?

LUCRECIA, ~en voz baja~.

Calle usted... Encargo mucha vigilancia... ~(Al Médico.)~ Y a usted,
Sr. Angulo, no me cansaré de recomendarle que le observe bien. ~(Dando
a entender que padece desvarío mental.)~

EL CURA

Señor Conde... ~(Le saluda y sigue a su lado. A bastante distancia se
agrupan la Condesa, el Médico, Gregoria y Venancio.)~

EL MÉDICO

Descuide usted... Le observaremos...

LUCRECIA

Y a mi regreso dispondré...

EL MÉDICO

¿Pero insiste usted en dejarnos hoy?

LUCRECIA

Volveré pronto... ~(El Médico pasa a saludar al Conde, y el Cura vuelve
al lado de Lucrecia.)~

EL CURA, ~en voz baja a la Condesa~.

No se vaya usted.

LUCRECIA

Tengo que estar en Verola hoy mismo. Es para mí... no se cómo
decirlo... cuestión de vida o muerte. Adiós.

NELL

Mamita, ¿te acompañamos a tu casa, o nos quedamos un rato con el abuelo?

LUCRECIA

Como queráis.

DOLLY

No, no: decídelo.

LUCRECIA

Lo que el abuelo disponga.

EL CONDE

Me parece natural que si vuestra mamá se va esta tarde, estéis a su
lado hasta la hora de partir. ~(Besa a las niñas.)~ ¡Oh! no os veo
bien, no os distingo; me parecéis una sola...

EL MÉDICO

¿Qué? ¿La vista no anda bien?

EL CONDE. ~(Se levanta.)~

Mal estamos hoy... Toda la mañana he notado una obscuridad, una
vaguedad en los objetos... ~(Mirando en derredor, con ojos que se
esfuerzan en ver.)~ No veo nada... apenas distingo... ~(Fijándose en
la Condesa que, altanera, le clava la mirada.)~ No veo bien más que a
Lucrecia... a esa, sí... la veo... allí está... Mi ceguera creciente
no me permite ver más que las cosas grandes... el mar, la inmensidad...
y ella es grande... enorme... la veo... como el mar... Es otro mar, un
mar de... de... de... ~(Su voz se extingue. Queda inmóvil y rígido.
Profundo silencio. Todos se miran.)~


FIN DE LA JORNADA SEGUNDA




JORNADA TERCERA


ESCENA PRIMERA

~NELL, DOLLY, D. PÍO CORONADO, sentados los tres alrededor de una mesa
de estudio, donde se ven papeles, tintero, libros de texto.~

~Es el maestro de las niñas de Albrit un anciano de estatura menguada,
muy tieso de busto y cuello, y algo dobladito de cintura, las piernas
muy cortas. La expresión bonachona de su rostro no lograron borrarla
los años con todo su poder, ni los pesares domésticos con toda su
gravedad. Guiña los ojuelos, y al mirar de cerca sin anteojos, los
entorna, tomando un cariz de agudeza socarrona, puramente superficial,
pues hombre más candoroso, puro y sin hiel no ha nacido de madre.
Un rastrojo de bigote de varios colores, recortado como un cepillo,
cubre su labio superior. Viste con pobreza limpia anticuadas ropas,
recompuestas y vueltas del revés, atento siempre al decoro de la
presencia en público.~

~Maestro de escuela jubilado, desempeñó con eficacia su ministerio
durante treinta años, distinguiéndose además como profesor privado de
materias de la primera y segunda enseñanza. Su defecto era la flojedad
del carácter, y la tolerancia excesiva con la niñez escolar. Sabía el
hombre todo lo que saber necesita un maestro, y algo más; pero con la
edad y las inauditas adversidades que le agobiaban, fue perdiendo los
papeles, y hasta la afición. Su cabeza llegó a pertenecer al reino de
los pájaros; su memoria era una casa ruinosa y desalojada, en la cual
ninguna idea podía encontrar aposento; todo lo que perdía en ciencia
lo ganaba en debilidad y relajación del carácter. En esta situación le
designó D. Carmelo para maestro de las niñas de Albrit, teniendo en
cuenta tres razones: que si no sabía mucho, no había en Jerusa quien le
aventajara; que era honrado, honesto, absolutamente incapaz de enseñar
a sus discípulos ninguna cosa contraria a la moral, y, por último, que
al aceptarle para aquel cargo realizaba la Condesa un acto caritativo.
Su bondad, la excesiva blandura de corazón, eran ya en Coronado un
defecto, casi un vicio, por lo cual, lamentándose de sus acerbas
desdichas, solía decir, elevando al cielo los ojos y las palmas de las
manos: «¡Señor, qué malo es ser bueno!»~

~Al comenzar la escena llevaba ya el maestro una hora de inútiles
tentativas para introducir en las molleras de sus alumnas los
conocimientos históricos, aritméticos y gramaticales.~

DOLLY, ~dando un golpe en la mesa~.

¿Que no sé una palabra? Mejor... Ni falta que me hace.

D. PÍO, ~apelando a la emulación~.

No dirá lo mismo Nell, que desea aprender.

NELL

Sí, señor, digo lo mismo: ni falta que me hace.

D. PÍO, ~con severidad fingida, que no convence~.

Está bien, muy bien. He aquí dos niñas finas, criadas para la alta
sociedad, y que se empeñan en ser unas palurdas.

DOLLY

Sí, señor: queremos ser palurdas.

NELL

Salvajes, como quien dice.

D. PÍO

¡Anda, salero! ¡Salvajes las herederas de los condados de Albrit y Laín!

DOLLY, ~tirándole suavemente de una oreja~.

Sí, sí, maestrillo salado. ¿No eres tú muy ilustradito?

NELL

¿Y de qué te sirve?

DOLLY

¡Vaya un pelo que has echado con tu ilustración!

D. PÍO, ~suspirando~.

Puede que estéis en lo cierto, niñas de mi alma... Bueno, sigamos.
Dolly, otra miajita de Historia... ¡Vamos allá!

DOLLY ~(Apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos, le
contempla risueña.)~

¡Piito, qué guapo eres!

D. PÍO, ~tocando las castañuelas con los dedos~.

Señorita Dolly, juicio.

NELL

Tu cara parece una rosa. Si no fueras viejo y no te conociéramos,
diríamos que te pintabas.

D. PÍO

Juicio, Nell... ¡Pintarme yo!

DOLLY

Dime otra cosa: ¿es verdad que cuando eras pollo hacías muchas
conquistas?

D. PÍO, ~tocando con más rápido movimiento las castañuelas, que es su
manera especial de llamar al orden~.

Juicio, niñas. Sigamos la lección.

NELL

Nos han dicho que las matabas callando.

DOLLY

Y que tenías las novias por docenas.

D. PÍO

¿Novias...? Oh, no: quítenme allá eso... Son muy malas las mujeres.

NELL, ~pegándole suavemente en el cuello~.

Peores son los hombres. No hables mal de nosotras.

D. PÍO

Vaya, que estáis hoy juguetonas y desatinadas. ~(Queriendo enfadarse.)~
¡Por vida de...! Si no dais la lección, os lo digo con toda mi alma, os
lo juro...

NELL

¿Qué?

D. PÍO, ~deseando enfadarse~.

Que me enfado.

DOLLY

Ya lo había conocido. Estamos temblando.

NELL

Toca, toca las castañuelas.

D. PÍO, ~decidido a tomar la lección~.

Orden, juicio. A ver: decidme algo de Temístocles.

DOLLY

Sí: el que le cortó la cabeza a una mala mujer, que llamaban la Medusa.

D. PÍO, ~llevándose las manos al cráneo~.

¡Por Dios, por todos los santos de la corte celestial, no me confundáis
la Historia con la Mitología!

NELL

Tan mentira es una como otra.

DOLLY

Y nos importan lo mismo.

D. PÍO

¡Ay, ay, cómo estáis hoy!... ¡Silencio, formalidad! Pronto, referidme
los principales hechos de la vida de Temístocles.

DOLLY

No nos gusta meternos en vidas ajenas.

D. PÍO

Temístocles, grande hombre de la Grecia, natural de Tebas, vencedor
de los lacedemonios. ~(Corrigiéndose.)~ ¡Ah! no... le confundo con
Epaminondas... ¡Cómo tengo la cabeza!...

NELL

¡Ay, que no lo sabe, que no lo sabe!...

DOLLY

¡Vaya con el preceptor de pega!

D. PÍO, ~afligido~.

Es que me volvéis loco con vuestros juegos, con vuestras tonterías.
~(Con gravedad.)~ Así no podemos seguir.

NELL

Digo lo mismo.

DOLLY

Queremos ser burras, y salir a los prados a comer yerba.

D. PÍO

Pero mi conciencia no me permite engañar a la Condesa, que sin duda
cree que os enseño algo, y que vosotras lo aprendéis...

DOLLY, ~poniéndose las antiparras de Coronado, que están sobre la mesa~.

Piito, estamos aburridísimas.

D. PÍO, ~queriendo recobrar sus anteojos~.

¡Que me los rompes, hija!

NELL

Piito salado ¿no sería mejor que nos fuéramos los tres a dar un paseo
por la playa?

D. PÍO

Está bien, muy bien. ¡Magnífico! ¡De pingo todo el santo día, aun las
horas dedicadas a la educación! Muy bonito; sí, señoras, muy bonito...
Y heme aquí de figurón, de monigote irrisorio; yo, que soy la ciencia;
yo, yo, que estoy aquí para inculcaros...

DOLLY

Piito, no nos inculques nada, y vámonos.

NELL

En la playa seguiremos dando lección. Frente al mar, la del viaje de
Colón a América.

DOLLY

Y el paso del Mar Rojo.

D. PÍO, ~suspirando, desalentado~.

¡Ay, qué niñas! ¡No hay quien pueda con ellas! Bueno, pues transijo...
Pero antes pasemos un poco de Gramática.

NELL, ~tocando las castañuelas~.

¡Viva Coronado!

DOLLY, ~de carrerilla~.

La Gramática es el arte de hablar correctamente el castellano...

D. PÍO

Vamos más adelante. Dolly, dígame usted qué es participio.

DOLLY, ~flemática~.

No me da la gana.

NELL

Participio... Una cosa que se parte por el principio.

D. PÍO, ~poniendo el paño al púlpito~.

¡Tontas, casquivanas, que no tenéis aquel punto de amor propio que veo
yo en otras niñas, ¡Señor!, en otras niñas aplicaditas y formales, que
aprenden para lucirse en los exámenes, y para que a sus padres se les
caiga la baba oyéndolas!

DOLLY

No queremos lucirnos, ni a mamá se le cae ninguna baba... ¡Vaya con el
maestrillo este!

NELL

Coronadito, si no tienes juicio, te pondremos de rodillas.

D. PÍO

¡Anda, salero!... ¿Pero qué trabajo os cuesta retener en la memoria
cosas tan fáciles? Luego seréis mujercitas aristocráticas, y cuando
vuestra ilustre mamá os lleve a los salones, os vais a lucir, como hay
Dios... Figuraos que en los saraos se habla del participio, y vosotras
no sabéis lo que es. ¡Bonito papel harán mis niñas! Dirá la gente:
«¿pero de qué monte ha traído la Condesa este par de mulas?» Eso dirán,
y se reirán de vosotras, y no os querrán vuestros novios.

DOLLY

Los novios nos querrán aunque no sepamos el participio, ni la
conjunción, ni nada.

NELL

Que seamos bonitas, que seamos elegantes, y verás tú si nos quieren.

D. PÍO

Sí, sí: lindas borriquitas seréis. Pues yo me planto, señoras mías; ya
sabéis que soy atroz cuando me planto: tengo mal genio.

NELL

¡Terrible!

DOLLY

¡Ay, qué miedo!

NELL, ~que, apoyada en la mesa con indolencia, le mira burlona~.

¿Sabes, Piillo, que estoy observando una cosa? Tienes los ojos muy
bonitos.

DOLLY

Parecen dos soles... pillines.

D. PÍO, ~cruzándose de brazos~.

Ea, burlaos de mí todo lo que queráis.

NELL

No es burla, es confianza.

DOLLY

Es que te queremos, maestrillo, porque eres muy bueno y no tienes
malicia.

NELL, ~acariciándole la barba~.

¡Es un buenazo este D. Pío! Por eso te hacen rabiar las niñas de
Albrit, que son y serán siempre tus amiguitas...

D. PÍO, ~embobado~.

¡Zalameras, melosas, carantoñeras!

DOLLY

Dí una cosa: ¿es verdad que tienes muchas hijas?

D. PÍO, ~lanzando un suspiro muy hondo y fuerte. (Diríase que lo saca
de los talones~.)

Muchas, sí...

NELL

¿Son guapas?

D. PÍO

No tanto como lo presente.

DOLLY

¿Te quieren?

D. PÍO, ~intentando sacar otro suspiro hondo, que se le queda
atravesado en el pecho, cortándole la respiración~.

¡Quererme... ellas!

NELL

Me han dicho que no. Si es así, no te importe, que bien te queremos
nosotras.

DOLLY

¿Y tú, nos quieres? ~(D. Pío hace signos afirmativos.)~

NELL

Nos idolatra... Estudiamos cuando se nos antoja, y cuando no, jugamos.

DOLLY

Y eso haremos hoy: jugar, irnos a la playa.

D. PÍO, ~vencido~.

¡A la playa!

NELL

Está un día espléndido. ~(Mira por la ventana.)~

DOLLY, ~tocando las castañuelas~.

Y el cielo y la mar nos dicen: venid, volad, y traed a vuestro adorado
preceptor.

D. PÍO, ~deseando ir, pero no queriendo manifestarlo~.

¿Yo... también yo?... ¡Viva la indisciplina!

NELL

Vendrás con nosotras, porque si no, Venancio no nos dejará salir ahora.
Tú tienes que decirle: «hoy han estudiado tanto, que en premio de su
aplicación las saco a dar una vuelta.»

D. PÍO

¡Anda, morena! ¡Vaya, que si la señora Condesa se enterara de cómo
cumplo mis deberes profesionales!...

DOLLY

Lo que quiere mamá es que estemos siempre a la intemperie, y nos
hagamos robustas como unas aldeanotas.

D. PÍO

¡Y qué diría vuestro abuelo!

NELL

El abuelito nos quiere lo mismo en bruto que pulimentadas.

D. PÍO

Os adora, sí. Como que sois sus nietas. Acompañadle, dadle palique,
hacedle mimos: también él es niño. Y cuando le oigáis un disparate muy
gordo, se lo contáis al señor Cura y al Médico.

DOLLY, ~enojada~.

No dice disparates el abuelo.

D. PÍO

Ayer me decía que vosotras dos no sois más que una para él...

NELL

Y eso, ¿por qué ha de ser disparate, maestrillo?

DOLLY

Quiere decir...

NELL

Que el grande amor que nos tiene nos iguala, y hace de las dos una sola.

D. PÍO

Esta chica es un portento.

DOLLY

Hola, hola; ¿y para mí no hay piropo?

D. PÍO

¿Te enfadas, ángel?

DOLLY, ~riendo~.

Está eso bueno. Mi hermana es un portento... y yo nada.

D. PÍO

Tú, otro portento... ¡Vivan las nenas de Albrit!

NELL, ~alborotando~.

¡Viva el más sabio profesor y catedrático de la antigüedad pagana,
mitológica... y cosmopolita! En fin, ¿nos vamos o qué?

D. PÍO, ~deteniéndolas~.

Esperad. Parece que viene alguien.

DOLLY

Siento el vocerrón de D. Carmelo.

D. PÍO, ~tomando el tonillo profesional~.

¡Orden, formalidad! Pues hemos dado un repasito a la Gramática, venga
ahora un buen jabón a la Historia. Niñas, el Papado y el Imperio... A
ver...


ESCENA II

NELL y DOLLY, D. PÍO, EL SEÑOR CURA, VENANCIO

EL CURA, ~riendo, en la puerta~.

Presentes, mi general. Yo soy el Papado, y el Imperio es este.
~(Entran.)~

VENANCIO

¿Cómo vamos de lección?

EL CURA

¿Saben, saben mucho estas picaruelas?

D. PÍO

Regular... Hoy, vamos, hoy, no lo han hecho del todo mal.

EL CURA

No me fío. Este Coronado es la pura manteca. ~(Saludando a las niñas y
acariciando sus manos.)~ ¡Qué monada de criaturas!

VENANCIO

Muy monas, pero desaplicaditas... No quieren más que corretear por el
campo.

EL CURA

Mejor... ¡Aire, aire!

VENANCIO

Y su abuelito, en vez de reprenderlas para que se apliquen, les
dice que la señora Gramática y la señora Aritmética son unas viejas
charlatanas, histéricas y mocosas, con las cuales no se debe tener
ningún trato.

EL CURA

¡Qué bueno!... Si digo que el Conde...

VENANCIO, ~a D. Pío~.

¿Y anoche, cuál fue la tecla que nos tocó?

D. PÍO

Que no debo introducir más paja en la cabeza de las señoritas, pues lo
que les conviene es educar la voluntad.

EL CURA

No está mal...

DOLLY

Por eso a mí no me gusta saber nada de libros, sino de cosas.

EL CURA

¡Brava!

VENANCIO

¿Y qué son cosas, señorita?

NELL

Pues cosas.

DOLLY

Cosas.

EL CURA, ~comprendiendo~.

Ya... Pero el arte de la vida ya lo iréis aprendiendo en la vida misma.

VENANCIO

Y eso no quita que estudien lo de los libros, ¿verdad, D. Pío? ~(El
maestro hace signos afirmativos.)~ Tan distraídas están con el
corretear continuo, que ya Dolly ni siquiera dibuja.

EL CURA

¡Qué lástima!... ~(A Dolly.)~ Y aquellos monigotitos, y aquellas
vaquitas, y aquellos... ~(Dolly se encoge de hombros.)~

NELL

Ya no dibuja. Le gusta más cocinar.

EL CURA

¿De veras?... ¡Oh, serafín de los cielos!

VENANCIO

A lo mejor se nos mete en la cocina, se pone su delantal de arpillera,
y allí la tiene usted entre cacerolas, tiznada, hecha una visión...

EL CURA

¡Divino!

VENANCIO

¡Miren que una señorita de la aristocracia, con las manos ásperas y
llenas de pringue!

EL CURA

Eso es juego... Pero no está de más saber de todo... por lo que pueda
tronar. ¿Y Nell, no cocina?

DOLLY

A mi hermana le gusta más lavar cristales... mojarse, fregotear, pegar
cosas rotas, limpiar las jaulas de los pájaros, y echarles la comidita.

EL CURA

También es útil. Bien, bien, niñas saladísimas; seguid estudiando...

NELL

Es que...

DOLLY

D. Pío había dicho que... pues hoy hemos trabajado bárbaramente...
podíamos pasear.

D. PÍO

¡Ah!... permítanme... dije que si acabábamos la Aritmética, saldríamos,
y en el bosque les explicaría algo de Geografía.

EL CURA

Paseen, sí.

VENANCIO

Pero por el bosque no.

DOLLY

A la playa. ~(Las dos se quitan los delantales.)~

VENANCIO, ~aparte a D. Pío~.

El Conde suele pasear por el bosque. Llévelas usted a la playa... No se
separe de ellas... ¿Se entera de lo que le digo?...

D. PÍO

Sí, hombre. A la playa...

NELL, ~a Venancio~.

¿Ha salido ya el abuelito?

VENANCIO

No; ni creo que salga. Vayan las señoritas con el maestro.

NELL

¿Y usted se queda, D. Carmelo?

EL CURA

Sí, hija mía: espero al amigo Angulo, con quien tengo que hablar.

VENANCIO, ~mirando por la ventana~.

Ya está aquí.

EL CURA

Pues bajemos todos. Las niñas por delante.

DOLLY, ~que sale la primera, gozosa~.

En marcha. ~(Llamando al perrito.)~ _¡Capitán!_

NELL, ~detrás de su hermana~.

_¡Capitán!_

~(Salen los demás.)~


ESCENA III

~Sala baja en la Pardina.~

~GREGORIA, EL MÉDICO; después VENANCIO, EL CURA~

EL MÉDICO

¿Cómo es que no ha salido aún a dar su paseo de la mañana?

GREGORIA

¿Yo qué sé?... Todavía le tiene usted en su cuarto. He mirado por el
agujero de la llave, y está dando paseos arriba y abajo, con las manos
en los bolsillos.

EL MÉDICO

¿Come bien?

GREGORIA

Regular.

EL MÉDICO

¿Sabe usted si duerme?

GREGORIA

Esta mañana, cuando le entré el desayuno, le dije... con todo el
respeto del mundo, claro: «¿Qué tal ha pasado la noche el señor Conde?»
y me contesto: «Bien;» pero en seco, y con un tonillo que, a mi
parecer, era lo mismo que decir: «Mal.»

EL CURA

¿Qué? ¿Hay algo de nuevo?

EL MÉDICO

Nada. Hoy no le he visto aún. En la conversación que anoche tuvimos,
pude, observar que a la exaltación del orgullo aristocrático, añade
nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral
rígida, en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las
sociedades modernas.

EL CURA

Lo mismo observé yo en nuestro paseo de ayer tarde. Por cierto que...
me hizo pasar un mal rato.

EL MÉDICO

¿Qué ocurrió?

EL CURA

Nada... Es que por lo visto gusta de pasear solo... Desde que salimos,
hube de comprender que le desagradaba mi compañía. Claro que no me
despidió de mala manera: su buena educación no se desmiente nunca.
Pero con perífrasis ingeniosas, me decía: «Mejor voy solo que mal
acompañado.» Francamente, creía yo hacerle un favor dándole el brazo,
entreteniéndole con una conversación grata...

EL MÉDICO

Pues mire usted, D. Carmelo: en esto no conviene contrariarle. ¿Quiere
andar solo? Pues solo. No, no se cae. En mi opinión, ve bastante más
de lo que dice. ~(A Venancio.)~ Lo que puede usted hacer es mandar un
criado que le vigile a distancia...

GREGORIA, ~de mal temple~.

En esta época, Sr. de Angulo, no tenemos a nuestra gente tan
desocupada...

VENANCIO, ~arrancándose~.

D. Carmelo, D. Salvador, yo que ustedes, diría a la Condesa que su
señor suegro estará mejor en otra parte. Y esto no significa que
queramos echarle. Es nuestro deber tenerle aquí; hemos sido... fuimos,
como quien dice, sus criados...

GREGORIA

El cuento es que el Sr. D. Rodrigo, por haber venido tan a menos, no
encaja en nuestras costumbres de gente pobre, ni se acomoda al trato
modestito que le damos. Y es natural: yo me pongo en su caso.

VENANCIO, ~rascándose la cabeza~.

Hay que mirarlo todo, señores. Con la consignación que nos ha señalado
la señora no podemos hacer milagros. A un grande de España, por más
que ahora sea _chico_, no hemos de tenerle aquí como un estudiantón,
hartándole de puchero, y... vamos, que con tanto extraordinario y tanta
finura de cocina, se nos van nuestros ahorros que es un gusto.

EL CURA

En efecto...

GREGORIA

Y, por añadidura, vivimos siempre sobresaltados... Que si sale, que
si tarda, que si le habrá pasado algo... Se necesita un regimiento de
criados para servirle y atenderle.

VENANCIO

Tenemos aquí muchos trajines. Vivimos de nuestro trabajo.

GREGORIA

Atendemos a la tierra, a las plantas, al fruto. Hay que mirar a todo.

VENANCIO

Al ganado de pelo y de pluma.

GREGORIA

Ahora me tienen ustedes todo el santo día en la cocina; y que no
trabajo menos con la cabeza que con las manos: ¡Señor, qué pondré
hoy!... ¡Si le gustarán las manos de ternera!... ¡Si acertaré a freír
el filete!... ¡Ay, Jesús!... Y a todas estas, mis judías sin coger, mis
tomates pudriéndose en las ramas... y mis gallinitas olvidadas...

VENANCIO

Olvidadas, no, que aquí estoy yo para retorcerles el pescuezo... A este
paso, señores míos, pronto liquidará la Pardina.

EL CURA

Vamos... siempre habéis de ser lo mismo... aldeanos que se ahogan,
aunque naden en la abundancia.

EL MÉDICO

Siempre llorando... y escondiendo a la espalda las llaves del granero.

EL CURA

¡Avarientos, mezquinos!

VENANCIO, ~achicándose~.

Sr. D. Carmelo, no hemos dicho nada.

GREGORIA, ~suspirando~.

Sr. D. Salvador... ustedes mandan.

EL CURA

Por lo demás, yo creo también que el pobre león de Albrit estará mejor
en otra leonera.

EL MÉDICO

A ver si ha pensado usted lo mismo que yo.

EL CURA, ~enfatuado~.

Tengo una idea...

VENANCIO, ~adivinando~.

Yo tengo también una idea...

EL MÉDICO

Llevarle a Zaratán.

EL CURA

Al convento de Jerónimos.

VENANCIO, ~asintiendo con viveza, lo mismo que Gregoria~.

Eso, eso.

EL CURA

Solución que debe ser la mejor, pues se aprueba por unanimidad.

EL MÉDICO

Allí estará como un príncipe. Falta que los reverendos quieran.

EL CURA

Deseándolo, querido Salvador, deseándolo. Locos de contento en cuanto
les propuse...

VENANCIO

¿Pero habló usted con el Prior?...

EL CURA

¡Toma! ¿Creen que soy de los que cuando dan con una feliz idea, la
están rumiando siete meses?... Y no solo he hablado con el Prior, sino
que he escrito a la Condesa...

GREGORIA, ~viendo llegar al Conde~.

Cuidadito, que aquí viene.


ESCENA IV

~EL MÉDICO, EL CURA, VENANCIO, GREGORIA; EL CONDE, a paso lento,
apoyado en su palo. Nótase más deterioro y descuido en su ropa. Avanza
muy abstraído, sin parar mientes en las personas que están en la
habitación.~

EL CURA

¿Señor Conde, cómo va ese valor?

EL CONDE

¡Ah! _pastor Curiambro_, ¿estás aquí? No te había visto... ~(Examinando
las personas.)~ ¿Y este bulto...?

EL CURA

No es bulto, es nuestro gran médico...

EL MÉDICO, ~saludándole~.

Señor Conde...

EL CONDE, ~muy afectuoso~.

Perdona, hijo... ¡Veo tan poco!... Y aquel es Venancio... a ese le
conozco sin verle... Y Gregoria... Ya está aquí todo el cónclave...
Bien, bien... Antes de que me lo preguntes, médico ilustre, te digo
que, fuera de este achaque de la vista, me encuentro muy bien... ¡Y
qué contento vivo en la Pardina! Venancio, Gregoria, sabed que estoy
contentísimo, y que tendréis la satisfacción de alojarme por mucho
tiempo...

VENANCIO

Es lo que deseamos...

EL MÉDICO

¿Va el señor Conde a dar su paseo?...

EL CONDE

Si ustedes no disponen otra cosa... Pero me quedaré un poquito por
hacer los honores debidos a las dignas personas que honran mi casa.
~(Se sienta en el sillón.)~

EL CURA

Mil gracias, señor Conde. Veníamos...

EL CONDE

Ya me lo figuro: a pasar revista a la huerta y examinar los tomates, y
armar las grandes peloteras con Gregoria sobre si son mejores los de
allá o los de acá... ~(Todos ríen.)~

EL CURA

Los míos son así de gordos.

GREGORIA

Ya quisiera...

EL CONDE

Basta de polémicas, y si arrojáis en esta placentera reunión el tomate
de la discordia, yo, deferente con el bello sexo, adjudico el premio a
mi patrona... Gregoria, Venancio, Dios os colme de prosperidades... a
ver si salís de pobres... ~(Con ironía sutil.)~ En ello voy ganando,
porque de lo que tengáis, hijos míos, algo ha de participar siempre
este pobre viejo... ¿Verdad que sí?...

VENANCIO, ~secamente~.

Sí, señor.

EL MÉDICO, ~que, sentado a su lado, le pone la mano en el hombro~.

¿Conque bien...?

EL CONDE

Pero no de la vista. Cada día se nublan más mis ojos.

GREGORIA, ~con un alarde de osadía~.

El señor se pondría bueno de la vista... y de la cabeza... ¿lo digo? si
no tuviera tan mal genio.

EL CONDE

¡Mal genio yo! Si con la voluntad siempre en guardia he logrado
dominarme, y ya no riño, ya no me oiréis gruñir...

VENANCIO

Nos dice palabras blandas, pero con intención dura... Entre flores
esconde el látigo con que...

EL CONDE

¿Yo? No, hijo mío. Precisamente quería aprovechar esta ocasión para
decirte que admiro y alabo tus hábitos de arreglo, y tus grandes dotes
de administrador.

VENANCIO, ~sobresaltado~.

¿Qué quiere decir Vuecencia?

EL CONDE

Que eres un ejemplo digno de ser imitado por cuantos manejan intereses
propios o ajenos. Así prosperan las casas. Si no eres ya rico,
Venancio, yo te auguro que lo que posees en tomates y berenjenas, lo
tendrás pronto en peluconas. Carmelo, Salvador, oigan este golpe:
cuando llegué a la Pardina, este buen amigo mío y antiguo servidor puso
a mis órdenes a un muchacho llamado Rogelio, inteligente, listo, para
que fuese mi ayuda de cámara. Toda mi vida he tenido un servidor de
esta clase. Mentira me parecía que pudiera pasarme sin él... Pero me
paso, sí, señor, me paso... porque ayer me quitaron el criadito, y ya
ven... estoy perfectamente.

VENANCIO, ~mascando las palabras~.

Señor, es que... Rogelio...

GREGORIA

Fue preciso mandarle a traer yerba... ~(El Médico y el Cura se miran,
hablan con los ojos.)~

EL CONDE, ~con ironía finísima~.

Pero, tontos, si no os riño; si me parece bien lo que habéis hecho...
si os lo agradezco, porque así me vais educando en la pobreza, y
enseñándome a ser como vosotros, económico, administrativo... No quiero
ser gravoso; quiero que prosperéis; y con medidas como esta claro es
que habéis de llegar a ser riquísimos.

VENANCIO

Señor, díganos las cosas claras.

EL CONDE

Digo lo que siento. Y otra: tienes una mujer que no te la mereces. Esta
Gregoria vale más que pesa, y con su instinto de gobernante de casa te
ayudará, te empujará para que subas pronto a la cima de la opulencia.

GREGORIA, ~asustada~.

Señor, ¿por qué lo dice?

EL CONDE

Porque es verdad. ¡Cuánto siento no estar ya en edad de tomaros por
modelo!

EL CURA

¿Pero qué...?

EL CONDE

Que esta Gregoria, con su arte sublime de mujer casera, me ha suprimido
mi bebida favorita: el buen café.

GREGORIA

Señor, si se lo llevé esta mañana.

EL CONDE

Me serviste un cocimiento de achicoria, recalentado y frío, que...
Pero no te riño, no. Si está muy bien. Siempre me dais mucho más de lo
que merece este pobre viejo inútil, enfadoso... Prosperad, prosperad
vosotros, y que os vea yo llenos de bienestar, desde el fondo de esta
miseria en que he caído.

VENANCIO

No somos ricos, ni aspiramos a serlo.

EL MÉDICO, ~con severidad~.

Conviene que se sirva al señor Conde un café muy bueno. Yo lo mando.

EL CURA

Y yo... Y si no se le da como es debido, lo haré yo en casa, y se lo
enviaré.

EL CONDE

Gracias... Pero ya veis que no me enfado... Soy pobre, y como a pobre
quiero que me traten. Este Venancio, esta Gregoria, que tanto me
quieren y no pueden olvidar los beneficios que de mí han recibido,
desean hacerme a su imagen y semejanza, y que como ellos viva, y como
ellos coma, para de este modo sujetarme y tenerme siempre a su lado.
¿Verdad que es esto lo que anheláis? Pues me tendréis. De aquí no me
muevo. Estad tranquilos, que vuestro huésped seré... tendréis Conde de
Albrit para un rato.

EL MÉDICO

Seguramente. Estos aires le prueban bien.

EL CONDE, ~con gravedad~.

No me cuido yo de los aires, sino de la misión que tengo que cumplir.

EL CURA, ~receloso~.

¿Aquí precisamente?

EL CONDE

Aquí... al menos por ahora. ~(El Médico y el Cura se sientan junto al
Conde, uno por cada lado. Venancio y Gregoria se retiran y vuelven de
puntillas, poniéndose tras el sillón a escuchar lo que hablan.)~

EL MÉDICO

Pues si el señor Conde quiere oír un consejo de amigo y de médico...
de médico más que de amigo, me permitiré decirle que la misión más
adecuada a su edad y a sus achaquillos es darse buena vida.

EL CURA

Y no cuidarse de nada ni de nadie.

EL CONDE

La ancianidad da derecho al egoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me
han rejuvenecido las desgracias, y tras las desgracias han venido las
ideas a darme vigor. Por unas y otras, yo tengo aún que hacer algo en
el mundo. ~(El Médico y el Cura se miran, comunicándose con los ojos
sus impresiones.)~

EL MÉDICO

¿Sería tan amable el Sr. D. Rodrigo que nos dijera qué misión es esa?

EL CONDE

Misión que, en cierto modo, tiene cierto paralelismo con la tuya,
Salvador, y con la tuya, Carmelo.

EL CURA

Tres misiones paralelas.

EL CONDE

Tú, _pastor Curiambro_, luchas en el terreno de la moral, disputando
almas al pecado; tú, Salvador, te bates con la muerte en el terreno
físico, tratando de arrancarle los pobres cuerpos humanos; yo combato
en la esfera moral contra el deshonor ~(Pausa; D. Carmelo y Angulo
se hacen guiños)~, que es lo mismo que decir: por el derecho, por la
justicia... ~(Pausa. Sonríe benévolamente.)~ Veo poco, amigos míos;
pero lo bastante para hacerme cargo de que os reís de mí.

EL CURA

¡Oh! no, Sr. D. Rodrigo...

EL CONDE

Si no me enfado, no. ¡Ay! El quijotismo inspira siempre más lástima
que respeto. Si compadecéis el mío, yo compadeceré el vuestro: el
religioso y el científico... ¡Cómo ha de ser! En la relajación a que
hemos llegado, el honor ha venido a ser un sentimiento casi burlesco.

EL CURA

Reconozcamos, mi señor D. Rodrigo, que lo han desacreditado los
duelistas...

EL CONDE

Sí, sí, y los nobles presumidos. Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver
la relación íntima del honor con la justicia, con el derecho público
y privado? No, no la veis... Sin duda sois más ciegos que yo... Y
decidme ahora, tontainas: ¿también os parecen cosa baladí la pureza de
las razas, el lustre y grandeza de los nombres, bienes que no existen,
que no pueden existir sin la virtud acrisolada de las personas que...?
~(Sus interlocutores callan, observándole.)~ No, no me entendéis. Tú,
clérigo, y tú, doctorcillo, vivís envenenados por los miasmas de la
despreocupación actual, de ese asqueroso _lo mismo da_, de ese inmundo
¿_y qué_?

EL CURA

Comprendemos la idea; pero...

EL MÉDICO

Es una idea feliz; pero...

EL CONDE, ~irritándose~.

¡Pero qué!... ~(Se calma y sonríe con desdén.)~ Si tuviera tiempo y
ganas de entretenerme, os explicaría... ~(Sintiendo ruido detrás
del sillón.)~ ¿Quién anda ahí? ~(Descubre a Venancio y su mujer.)~
Venancio, Gregoria, ¿por qué andáis por ahí acechando como espías?
Venid a mi lado, que lo que digo, decirlo puedo y quiero también
delante de vosotros. Ya todos somos iguales. Venid. ~(Se acercan
tímidamente.)~ Pues decía: a ti y a ti ~(por el Cura y el Médico)~,
según veo, os importa un ardite que las familias honradas... y no me
refiero solo a las aristocráticas, sino a toda familia pundonorosa
y decente... conserven la limpieza del nombre y de la sangre... ~(A
Venancio y Gregoria.)~ ¿Y vosotros, qué pensáis, papanatas? También
a vosotros os tienen sin cuidado las usurpaciones ignominiosas de
estado civil, nombre, riqueza... ~(Callan los cuatro, observándole
compadecidos.)~ ¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignorante, igualmente
ciegos ante el sol de la moral pura, de la verdad!... ~(Bruscamente,
levantándose.)~ Me voy... no quiero más conversación, no quiero...

EL CURA, ~queriendo detenerle~.

Pero, señor Conde...

EL MÉDICO

Señor, aguarde...

EL CONDE, ~nervioso, rechazándoles~.

No quiero, no... Me voy... Abur, abur.

~(Sale.)~


ESCENA V

~EL CURA, EL MÉDICO, VENANCIO, GREGORIA~

VENANCIO, ~viéndole alejarse~.

Allá va: habla solo, golpea el suelo con su palo.

GREGORIA

¿Qué les parece a ustedes?

EL CURA

A mí, cosa perdida.

VENANCIO

A mí... peligroso.

EL MÉDICO, ~más reflexivo que los otros~.

No precipitarse a juzgar. Le tengo por uno de tantos. El hombre piensa;
su idea le invade el espíritu; su voluntad aspira a la realización
de la idea. Uno de tantos, digo, como usted y como yo, mi querido D.
Carmelo.

EL CURA

¿No ves la demencia en ese pobre anciano?

EL MÉDICO

Veo la exaltación de un sentimiento, una inteligencia que trabaja
sin desmayar nunca, una voluntad agitándose en el vacío, con fuerza
hercúlea que no puede aplicarse...

VENANCIO, ~desdeñoso~.

Estos médicos siempre han de dar a las cosas nombres raros.

GREGORIA

Para que no entendamos.

VENANCIO

¿Es eso locura, o qué es?

EL MÉDICO

¿Queréis que os hable con toda sinceridad, como médico honrado? Pues no
lo sé.

EL CURA, ~confuso~.

¿Es o no clara la monomanía?

EL MÉDICO

En toda monomanía hay una razón.

EL CURA, ~mirando al techo en busca de una idea que se le escapa~.

Bueno: yo veo...

VENANCIO, ~rascándose el cráneo~.

Sí: yo veo también...

GREGORIA, ~más sincera que los demás~.

Todos vemos que... Lo diré claro: las barrabasadas de la señora Condesa
han influido en que nuestro D. Rodrigo esté tan perdido del caletre...

EL CURA

Exactamente... De ahí le viene la tos al gato.

EL MÉDICO

Porque... aquí que nadie nos oye, señores... la Condesa...

EL CURA, ~limpiando sus gafas~.

Todo lo que digas es poco.

VENANCIO

No siga usted, D. Salvador... La señora...

GREGORIA

Callamos por respeto; pero ello es que la tal Doña Lucrecia...

EL CURA, ~sonriente~.

Chitón...

VENANCIO

No chistamos...

EL CURA, ~poniéndose las gafas~.

Nos sale al encuentro un caso delicadísimo de la vida privada, y ante
él cerramos nuestros picos, y nos lavamos nuestras manos. La misión de
los que ahora estamos aquí reunidos no es enmendar los yerros de la
Condesa de Laín, ni tampoco sacarla a la vergüenza pública. Nuestra
misión... ~(Tosiendo, para tomar luego un tonillo oratorio.)~ nuestra
misión, digo, es tan solo aliviar, en lo que de nosotros dependa, la
triste situación física y moral de ese anciano desvalido, de ese
prócer ilustre, verdadero mártir de la sociedad, amigos míos. Y
recordando que en la época de su poderío y grandeza él nos tendió la
mano y fue nuestro sostén, correspondámosle ahora con nuestra filial
solicitud y cariñoso amparo.

~(Demostraciones de asentimiento. Sigue a ellas amplísima y a ratos
calurosa discusión. Aceptada en principio por los cuatro vocales la
conveniencia de alojar al anciano Albrit en los Jerónimos de Zaratán,
surgen criterios distintos acerca de la forma y manera de realizar
lo que creen benéfica y santa obra. Mientras Venancio opina que debe
conducírsele al Monasterio con toda la derechura y sencillez con que
se traslada un buey de este al otro prado, Gregoria, más delicada y
benigna, propone que los propios monjes vengan por él, y le conviden
a una fiesta, y le hagan muchas carantoñas hasta llevársele; y una
vez allí, que le trinquen bien y le pongan ronzal de seda. El Médico,
por el contrario, niégase a autorizar nada que transcienda a forzado
encierro, y sostiene que D. Rodrigo debe entrar en Zaratán voluntaria
y libremente, y quedarse allí sin ninguna violencia, única manera de
precaver un desorden mental verdaderamente grave. Y el Cura, hombre
conciliador, que todo lo pesa y mide, se ofrece a buscar una fórmula
que sea como resultante mecánica de las diversas opiniones expuestas,
y a proponer un procedimiento que a unos y otros satisfaga. Nómbranle
por unanimidad _Comisión ejecutiva_, y como él se pirra por todo lo
que sea dirección y mangoneo, promete desplegar en el asunto toda su
diplomacia, y el hábil manejo con que sabe acometer las empresas más
arriesgadas y dificultosas.~

~Despídese Angulo para continuar sus visitas, y Don Carmelo, con los
dueños de la casa, se dirige al espacioso y bien poblado gallinero de
la Pardina. Examinando huevos, pollos y echaduras, se pasa parte de
la mañana, y, por último, se convida a comer. Gregoria le aconseja
que prefiera la cena, y propone invitar también al Médico. Aprobación
unánime.)~


ESCENA VI

~Bosque.~

EL CONDE, ~solo, paseando lentamente~.

¡Qué hermoso día!... aire manso y tibio, cielo claro, las nubes
replegadas sobre el horizonte, el mar azul, tendido, adormilado...
el bosque en silencio. ¡Qué solemne tranquilidad! El paso del hombre
no ensucia este cuadro grandioso y puro... ~(Mira hacia el sendero
que corta el bosque en dirección a Jerusa, y detiénese, creyendo
sentir voces.)~ ¿Vendrán las nenas de paseo? Pareciome oír sus voces
lejanas... El corazón me ha saltado en el pecho... No son ellas, no.
Es que el bosque tiene ruidos extraños, modulaciones misteriosas
que a veces semejan llanto de niños, a veces risotadas de muchachas
que anduvieran volando entre el ramaje. ~(Óyense, en efecto, voces,
risas.)~ ¡Ah! ¿Serán ellas? No... son insectos o no sé qué animaluchos,
que remedan la voz humana. ~(Aparecen mujeres del campo, charlando y
riendo.)~ Por allí vienen... Pero no son ellas. Esas voces ordinarias
no son las de las graciosas niñas de Albrit. ~(Pasan las aldeanas y le
saludan respetuosas; el Conde contesta con afecto paternal al saludo.)~
Adiós, hijas; que os divirtáis mucho... ~(Sigue andando.)~ Ya estoy
solo otra vez... No sé qué voz del alma me dice que no vendrán por
aquí mis chiquillas. ¡Cómo han de venir las pobres, si toda la mañana
las tienen encerradas con el preceptor, un simple, a quien se paga para
embrutecerlas! Pero no conseguirán haceros idiotas, ¿verdad, hijas
mías?... ~(Suspirando.)~ ¡Nell, Dolly! ¿cuál de vosotras es mi nieta,
heredera de mi sangre y de mi nombre? ~(Deteniéndose y cruzando las
manos, dolorido.)~ Señor, ¿las amo o las aborrezco? En mi corazón hay
plétora de amor a mi descendencia. Pero la certidumbre de que una de
las dos, una... no es de ley, me vuelve loco... No, no es esto locura,
no puede serlo; esto es razón, derecho, justicia, el sentimiento
del honor en toda su grandeza... ~(Desesperado.)~ Daría mi vida por
ellas... las mataría... no sé. ~(Continúa andando, agitadísimo.)~
No puedo, no debo consentir intrusos en mi linaje... Al fuego la
hierba mala, traída a mi hogar con engaño, contrabando del vicio...
Esa diabólica mujer no ha querido decirme cuál es la falsa; pero no
importa... Verás, verás, infame, cómo yo lo averiguo sin ajeno auxilio,
sin interrogar a los que seguramente conocen tus secretos... Dios me
dé una intensa penetración para desentrañar la verdad; sabré leer la
historia de mi deshonra en esas preciosas caras; y si por mi ceguera
no acierto a descifrar los rostros, leeré la invisible cifra de los
pensamientos, penetraré en la hondura de los caracteres, y no necesito
más, pues los caracteres son el temperamento, la sangre, el organismo,
la casta... Adelante, Rodrigo de Albrit... Voy a sentarme en aquel
altozano del bosque que parece suspendido sobre el mar, y que está
siempre seco y bien bañado del sol. ~(Apresura el paso.)~ No se qué
tengo hoy, que no me canso nada, pero nada. Andaría mis dos leguas como
un hombre...

~Otra parte del bosque.~

~Terreno quebrado, donde escasean los árboles, y abundan los chaparros
y arbustería silvestre entre rocas musgosas. Al Norte, el cantil que
desciende con rápido declive hasta la playa, la cual se extiende limpia
y arenosa en toda la profundidad del paisaje. En una peña que le
ofrece cómodo asiento se recuesta el anciano, meditabundo, y contempla
abstraído la costa, y el oleaje manso y rumoroso.~

¡Cómo pica el sol! Turbonada esta tarde... Allá lejos, en la playa,
distingo unos bultitos blancos que se mueven... Dios mío, ¿serán ellas?
~(Haciendo anteojo con su puño para ver mejor.)~ Sí, sí... juraría que
son ellas... Aquel vagar rápido, aquel vuelo de mariposas... ~(Con
súbita alegría.)~ Ellas son. Hasta me parece que oigo sus chillidos
alegres. ~(Bajando un poco, entre las peñas.)~ Y distingo también un
bulto negro, una especie de cigarrón que las persigue... Es el maestro,
el pobre Coronado... ¿Qué haré? ¿Las llamo, les hago una seña con el
pañuelo, voy a buscarlas? ~(Vuelve a sentarse, indeciso.)~ ¡Dios mío,
estas lindas criaturas serían mi encanto, mi gloria, mi consuelo,
si no me amargara la vida el convencimiento de que una de ellas es
intrusa, fraudulenta, usurpadora! Quiero idolatrarlas; pero antes,
urge separar la verdad de la mentira, para poder amar exclusivamente
a la que lo merezca... ¿Cuál es, cuál de las dos, Señor? ~(Se golpea
el cráneo con el puño cerrado.)~ Misterio terrible, ¿será posible que
yo no pueda penetrar en ti?... ~(Pausa.)~ ¿Qué atracción es esta que
hacia ellas me llama?... Fuerza superior a mi voluntad. No quiero ir,
y voy... Atracción del enigma, el ansia inmensa del _¡qué será!_...
~(Se levanta.)~ ¡Ah, parece que me han visto! Creo notar una agitación
de cosas blancas, como si me saludaran con los pañuelos. Sí, sí: ya
percibo sus vocecitas, más dulces, más musicales que cuantos sones hay
en la Naturaleza... ~(Gritando.)~ Sí, sí, Nell, Dolly; aquí estoy...
Ya os había visto... os veo en medio de la inmensidad... ¿Queréis que
baje, o subís vosotras?... ~(Gozoso.)~ Ya, ya vienen. No corren, vuelan.


ESCENA VII

~EL CONDE, NELL, DOLLY, D. PÍO~

NELL, ~cuya voz suena lejos~.

¡Abuelo, abuelo!

EL CONDE

No corráis, hijas, que podéis caeros.

DOLLY ~(Suena la voz menos lejana.)~

Abuelo, te vimos, te vimos.

NELL, ~cerca~.

Yo fui la que primero te vi.

DOLLY, ~más cerca~.

No, que fui yo.

EL CONDE

Yo bajaría; pero este camino, lleno de zarzas, es tan quebrado que temo
caerme.

NELL, ~próxima~.

No te muevas, que allá vamos.

DOLLY, ~más próxima~.

Por esta veredita, Nell.

NELL

Por aquí. ~(Llegan a un tiempo las dos, sofocadas, sin aliento, junto
al anciano, que las abraza y las besa.)~

EL CONDE

¿Por qué habéis venido tan a prisa? Claro, como sois ángeles, nada os
cuesta volar.

NELL

D. Pío no quería que viniésemos.

DOLLY, ~sujetándose el cabello, que el viento le ha soltado~.

Allá sube como una tortuga el pobre viejo... ¡Qué trabajo le cuesta
seguirnos!

EL CONDE

Sentaos ya, y descansad aquí conmigo.

DOLLY

¿Estás ya contento?

EL CONDE

¿No lo ves? ¿Por qué me lo preguntas?

NELL

¡Como esta mañana estabas de tan mal humor!... ~(Sorpresa del
anciano.)~ Sí, sí... y cuando entramos a darte los buenos días, nos
asustaste.

DOLLY

Nos dijiste: «¡Idos; dejadme solo!»

EL CONDE

No hagáis caso. ¡Es que Gregoria me había servido tan mal...!

DOLLY, ~con mimo~.

De veras, ¿no estás enfadado con nosotras?

EL CONDE

Nunca. Os quiero, os idolatro.

NELL, ~cariñosa~.

Y como Gregoria y Venancio te sirvan mal, ya les ajustaremos las
cuentas. ¡Vaya...!

EL CONDE

Niñas mías, la gente pequeña, cuando se hincha de vanidad y coge debajo
a los que fueron grandes, es terrible, es peor que las fieras.

D. PÍO, ~que llega jadeante, medio muerto de fatiga, y se arroja en el
suelo~.

Señor Conde, saludo a usía. Como soy viejo, no puedo seguir a estas
criaturas, que tienen alas de mariposa.

EL CONDE

¡Pobre Coronado, cuánto le marean a usted! ¿Y qué tal? ¿Se han sabido
la lección?

D. PÍO, ~con suprema honradez~.

Señor, ni palotada. Me lo puede creer.

EL CONDE

¡Habrá picaruelas...!

D. PÍO

Como usía es tan tolerante, puedo decírselo: hacen burla de la ciencia
y de mí.

EL CONDE, ~jovial~.

¡Qué monas! ¡Ángeles divinos! Besadme otra vez, Nell y Dolly, amables
borriquitas. Vuestro D. Pío, que os consiente todas las travesuras,
y juega con vosotras cultivándoos en la ignorancia, demuestra ser un
verdadero sabio.

NELL, ~irónica~.

Dí que queremos sorprenderle, y aprendemos sin que él lo note.

DOLLY, ~maleante~.

Le hacemos rabiar un poquito para amansarle el genio, porque este D.
Pío, aquí donde le ves, tan suavecito, es un tigre.

EL CONDE

No, hijas mías, es un cordero, un santo cordero... ¿No le veis esa
cara?... Dios le hizo santo, y su familia le ha hecho mártir. Yo le
quiero. Seremos amigos.

D. PÍO, ~con emoción~.

Señor, usía me honra demasiado.

NELL, ~con lástima~.

¿Y por qué es mártir D. Pío?

DOLLY

¿No tiene muchas hijas?

EL CONDE

Pero no son buenas, como vosotras.

NELL

¡Ay, pobrecito, cuánto padecerá!

DOLLY, ~compadecida~.

Ya no volveremos a hacerle rabiar.

EL CONDE, ~notando, por los hondos suspiros que exhala Coronado, su
disgusto de aquella conversación~.

No se hable más de eso. Y ahora que nos hemos encontrado y no necesita
usted estar al cuidado de las señoritas, puede irse a descansar, Sr.
Coronado.

D. PÍO, ~tímidamente~.

Señor Conde, yo no puedo dejar a las señoritas, porque el Sr. Venancio
me encargó mucho que no les consintiera separarse de mí; que con ellas
salía y con ellas tenía que volver a casa.

EL CONDE, ~picado~.

Ya que no es usted su maestro, porque ellas no aprenden, le mandan a
usted que sea su pastor. Pues para pastorear este rebaño, me basto y me
sobro, Sr. Coronado.

D. PÍO

No se incomode, señor. Yo no hago más que cumplir las órdenes de
Venancio.

EL CONDE, ~dominando su ira por hallarse frente a un ser débil e
inofensivo~.

¿Y mis órdenes no significan nada para usted? Ese bestia mandará en su
casa, pero no en mi familia.

NELL, ~asustada~.

Abuelito, por amor de Dios, no te incomodes.

DOLLY

¡Si D. Pío se va!... ¿Qué tiene que hacer más que lo que tú le mandes?

EL CONDE

Ya ves cómo no lo hace, y me obligará a decirlo segunda vez, cuando
estoy acostumbrado a que a la primera se me obedezca.

NELL

Váyase, D. Pío... Piito, lárgate.

D. PÍO, ~levantándose perezoso~.

Señor Conde, yo creí...

EL CONDE, ~impaciente, sin poder contenerse~.

Pronto... Retírese usted.

D. PÍO, ~tocando las castañuelas~.

Me retiro, puesto que lo manda usía con tanto imperio... Y si me riñen
allá, que me riñan... Lo que yo digo: es malo ser bueno.

~(Saluda y se aleja.)~


ESCENA VIII

EL CONDE, NELL, DOLLY

NELL

Ya estamos solitos los tres.

DOLLY

¡Qué gusto!

EL CONDE

Los dos, digo, los tres, porque vosotras, ¡ay! sois dos, aunque a mí me
parezcáis una.

NELL

¡Que parecemos una!

EL CONDE

Lo he dicho al revés: sois una, aunque parezcáis dos... No está bien
hoy mi cabeza... Quiero decir que en vosotras hay algo que sobra.

DOLLY

¿Algo que sobra? Ahora lo entiendo menos.

NELL, ~con agudeza~.

Quiere decir el abuelo que en nosotras, en las dos, no en una sola, hay
lo malo y lo bueno.

DOLLY

Y lo malo es lo que sobra.

EL CONDE

Y debe quitarse, arrojarse fuera.

NELL

O será que una de nosotras es mala, y la otra buena. ~(Míranle atentas
al rostro.)~

EL CONDE

Quizás...

NELL, ~generosa~.

En ese caso, la mala soy yo y la buena Dolly.

DOLLY, ~correspondiendo~.

No, no: la mala soy yo, que siempre estoy haciendo diabluras.

EL CONDE, ~atormentado de una idea~.

Chiquillas, acercaos más a mi; aproximad vuestros rostros para que os
vea bien. ~(Se ponen una a cada lado, y él las abraza. Las tres cabezas
resultan casi juntas.)~ Así, así... ~(Mirándolas fijamente y con
profunda atención.)~ No veo, no veo bien... ~(Con desaliento.)~ Esta
condenada vista se me va, se me escapa cuando más la necesito... Y por
más que os miro, no hallo diferencia en vuestros semblantes.

NELL

Dicen que nos parecemos. Pero Dolly es un poquito más morena que yo,
menos blanca.

EL CONDE, ~con gran interés~.

¿Y el cabello, lo tenéis negro las dos, muy negro, muy negro?

DOLLY

Sí, _estrepitosamente_ negro. El pelo castaño de mamá es más bonito.

EL CONDE

¡Qué ha de ser!

DOLLY

Otra diferencia tenemos. Mi nariz es un poquitín más gruesa.

NELL

Y mi boca más chica que la tuya.

EL CONDE

¿Y los dientes?

NELL

Las dos los tenemos preciosos; no es por alabarnos.

DOLLY

Pero yo tengo este colmillo un poquito encaramado... así, como
retorcido. Toca, abuelito. ~(Llevándose a la boca el dedo del Conde.)~

EL CONDE

Es verdad... colmillo retorcido.

NELL

Otra diferencia tengo yo: un lunar en este hombro.

DOLLY

Yo tengo dos más abajo, así de grandes.

EL CONDE, ~preocupado~.

¿Dos?

DOLLY

Sí, señor: dos que parecen tres.

EL CONDE, ~soltándolas de sus brazos.~

Vuestros ojos, cuando los examino con mi corta vista, me parecen
igualmente bellos. Nell, hazme el favor de mirar bien el color de los
ojos de tu hermana... Y tú, Dolly, fíjate bien en los de Nell. Decidme
el color... justo.

NELL

Los ojos de Dolly son negros.

DOLLY

Los de Nell son negros: pero los míos son más.

EL CONDE, ~con interés ansioso.~

¿Más? ¿Los tuyos, Dolly, tienen acaso un viso verde?

NELL

Me parece que sí... entre verde y azul.

DOLLY, ~mirando de cerca los ojos de su hermana.~

Lo que tienen los tuyos es rayitas doradas... Sí, sí, y también algo de
verde.

EL CONDE

Pero son negros. Los de vuestro papá, mi querido hijo, negros eran como
el ala del cuervo.

NELL

Era guapísimo papá.

EL CONDE, ~suspirando~.

¿Os acordáis de él?

DOLLY

¡Pues no hemos de acordarnos!

NELL

¡Pobrecito, cuánto nos quería!

DOLLY

Nos adoraba.

EL CONDE

¿Cuándo le visteis por última vez?

NELL

Hace... creo que dos años, cuando se fue a París. Entonces nos sacaron
del colegio.

EL CONDE, ~vivamente~.

¿Se despidió de vosotras?

DOLLY

Sí, sí. Dijo que volvía pronto, y no volvió más. Después fue a Valencia.

NELL

Mamá salió también para París, pero se quedó en Barcelona. No nos llevó.

DOLLY

Al volver a Madrid estaba muy disgustada, sin duda por la ausencia de
papá.

EL CONDE

¿Y en qué le conocíais su disgusto?

NELL

En que se aburría, y estaba siempre en la calle. Nosotras comíamos
solas.

EL CONDE

¿Y en esa época os trajeron aquí?

DOLLY

Sí, señor.

EL CONDE, ~con dulzura~.

Decidme otra cosa. ¿Queríais mucho a vuestro papá?

NELL

Muchísimo.

EL CONDE

Me figuro que una de vosotras le quería menos que la otra.

LAS DOS, ~protestando~.

No, no, no... Las dos igual.

EL CONDE, ~después de una pausa, clavando en ellas sus ojos, que poco
ven~.

¿Y creéis que él quería lo mismo a entrambas?

DOLLY

A las dos lo mismo.

EL CONDE

¿Estáis bien seguras?

NELL

Segurísimas. Desde París nos escribía cartitas.

EL CONDE

¿A cada una por separado?

DOLLY

No; a las dos en un solo papel, y nos decía: «Florecitas de mi alma,
únicas estrellas de mi cielo...» Pero de Valencia no nos escribió
nunca.

NELL

Ninguna carta recibimos de Valencia. Nosotras le escribíamos, y él no
nos contestaba.

~(Larga pausa. El Conde apoya la frente en sus manos, con las cuales
empuña el palo, y permanece un rato en profunda meditación.)~

DOLLY

Abuelito, ¿te has dormido?

EL CONDE. ~(Suspirando, alza la cabeza y se frota los ojos.)~

¿Queréis que andemos un poquito?

NELL

Sí.

~(Se ponen las dos en pie, le dan la mano, y le ayudan a levantarse.)~

DOLLY

¿A dónde quieres que vayamos?

EL CONDE, ~indiferente~.

Guiad vosotras.

DOLLY

Iremos hacia el Calvario y la gruta de Santorojo.

NELL

No nos alejaremos mucho.

EL CONDE

Nos alejaremos todo lo que queramos, y volveremos cuando nos dé la
gana... Parece que sopla viento de turbonada... ¿Qué? ¿Se ha nublado el
sol?

DOLLY

Sí, y de aquel lado vienen nubes gruesas. Lloverá.

EL CONDE

Si llueve, que llueva, y si nos mojamos, que nos mojemos.

DOLLY

¿Quieres que te demos el brazo?

EL CONDE

No, chiquillas, no quiero aprisionaros. Corred solas y con libertad...
Ya estamos en sendero franco, y pisamos la finísima alfombra del bosque
sombrío.

NELL, ~a Dolly~.

¿A que no me coges?

~(Se alejan corriendo.)~

EL CONDE, hablando solo, ~desalentado~.

Las facciones nada me dicen... ~(Animándose.)~ Hablarán los
caracteres... Ya se clarean, ya. Nell paréceme más grave, más reposada;
Dolly más frívola y traviesa... Pero noto que cambian, permutan las
cualidades de una y otra, de modo que aquella parece esta, y esta,
aquella. Observemos mejor. ~(Las niñas juegan a cuál corre más.)~

DOLLY, ~que vuelve triunfante, casi sin respiración~.

No me has cogido, no.

NELL, ~jadeante también~.

Que sí... Corro yo más que tú.

DOLLY

Nunca.

NELL

Ayer te gané.

DOLLY

Mentira.

NELL

Yo digo la verdad.

DOLLY. ~(Picadas las dos.)~

Ahora no... Es que eres tú muy orgullosa.

NELL

Abuelo, me ha dicho que miento.

EL CONDE

Y tú no mientes nunca; no está en tu natural la mentira.

DOLLY

Ella me dijo ayer a mí... embustera.

EL CONDE

¿Y qué hiciste?

DOLLY

Echarme a reír.

NELL

Pues yo no consiento que me digan que miento. ~(Lloriquea.)~

EL CONDE

¿Lloras, Nell?

DOLLY, ~riendo~.

Tonterías, abuelo.

NELL

Soy muy delicada. Mi dignidad por la menor cosa se ofende.

EL CONDE

¡Tu dignidad!

DOLLY

Lo que tiene es envidia.

EL CONDE

¿De qué?

DOLLY, ~con travesura jovial~.

De que todos me quieren más a mí.

NELL

Yo no soy envidiosa.

EL CONDE

Vaya, Nell, no llores, pues no hay motivo para tanto. Y tú, Dolly, no
te rías. ¿No ves que la has ofendido?

NELL

Siempre es así. Todo lo toma a risa.

EL CONDE, ~para sí~.

Nell tiene dignidad. Esta es la buena. ~(A Dolly, con un poquito de
severidad.)~ Dolly, te he mandado que no te rías.

DOLLY

Es que me hace gracia.

EL CONDE, ~a Nell, acariciándola~.

Tú eres noble, Nell. En ti se revela la sangre, la raza... Vaya, haced
las paces.

NELL

No quiero.

DOLLY

Ni yo...

EL CONDE

Esa risita, Dolly, es un poquito ordinaria.

DOLLY, ~poniéndose seria~.

Bueno.

~(Súbitamente se lanza a la carrera.)~

EL CONDE, a Nell.

Estoy algo cansado. Dame el brazo.

NELL

Dolly está sentida... Le has dicho ordinaria, y esto le llega al alma.
¡Pobrecilla!

EL CONDE

Dime, hija mía, ¿has notado otra vez en Dolly estos arranques...?

NELL

¿De qué?

EL CONDE

De naturaleza ordinaria.

NELL

No, papá... ¡Qué cosas tienes! Dolly no es ordinaria. Creo que se lo
has dicho en broma. Dolly es muy buena.

EL CONDE

¿La quieres?

NELL

Muchísimo.

EL CONDE

¿Y no estás incomodada con ella porque te dijo que mentías?

NELL

Yo no... Cosas de nosotras. Reñimos, y en seguida hacemos las paces.
Dolly es un ángel: le falta sentar un poquito la cabeza. Yo la quiero;
nos queremos... ¡Ya tengo unas ganas de abrazarla y decirle que me
perdone!

EL CONDE, ~con júbilo~.

¡Otro rasgo de nobleza! Nell, tú eres noble. Ven a mí... ~(La abraza.)~
Y esa loca, ¿dónde está?

NELL

Ya viene.

DOLLY, ~volviendo como una exhalación~.

Abuelito, llueve. Me ha caído una gota de agua en la nariz.

NELL, ~deseando coyuntura para hacer las paces~.

Y a mí dos.

DOLLY

Papá, ¿quieres que nos metamos en la gruta de Santorojo? Has hecho mal
en no traer paraguas.

EL CONDE

Es un chisme que no he usado nunca.

DOLLY

¡Ya... acostumbrado a andar siempre en coche! Pero ahora no tienes más
remedio que andar a patita, como nosotras.

EL CONDE, ~para sí~.

Se burla de mí... ¡Qué innoble!

NELL

¡Ay, qué gotas tan gordas!

DOLLY

¡Menudo chaparrón nos viene encima!... Abuelito, ¿quieres que vaya a
casa en cuatro brincos, y te traiga un capote de agua?

EL CONDE

No. ~(Para sí.)~ Ahora quiere desenojarme con sus zalamerías.

NELL

Nos meteremos en la gruta. Oiremos el eco. ~(Dirígense por un sendero
áspero, entre peñas y zarzales.)~

DOLLY

Por aquí. Yo iré delante, apartando las zarzas para que el abuelo no se
pinche... ¡Ay, ay, qué pinchazo me he dado! ~(Chupándose la herida.)~

EL CONDE

¿Te has hecho sangre?... Ya ves: por traviesa, por correntona.

DOLLY

Si ha sido por abrirte camino, para que no te hicieras daño. ¡Así me lo
agradeces!

EL CONDE

Sí que te lo agradezco, tontuela.

NELL, ~que soltando el brazo del anciano, y recogiéndose el vestido
para no engancharse, se adelanta~.

Dolly, da el brazo a papaíto, y tráele con cuidado.

EL CONDE, ~dejándose guiar por Dolly, que continúa chupándose el dedito
lastimado~.

Chiquilla, ¿de veras te has hecho sangre?

DOLLY

Poca cosa. La he derramado por ti. Derramaría más: toda la que tengo.

EL CONDE, ~parándose~.

¿De veras?

DOLLY

¡Oh, sí!... Pruébalo... ¡Si pudiera probarse...!

EL CONDE

¿Tanto me amas?

DOLLY

Más de lo que crees.

EL CONDE

¿Me querrás más que tu hermana?

DOLLY

No, más no. Ofendería a Nell si dijera que ella te quiere menos que yo.
Las dos somos tus nietas, y te queremos lo mismo.

EL CONDE, ~para sí~.

Pues esto es nobleza... y de la fina. ¿Resultará esta la legítima y la
otra la falsa?... ¡Dios mío, luz, luz! ~(Alto.)~ ¿Dónde está Nell?

DOLLY

Ha dado un rodeo para no engancharse el vestido. Sabe sortear las púas.

EL CONDE

¿Y tú?

DOLLY

¿Yo? Tengo la piel mechada y endurecida de tanto aguijonazo, y una
encarnadura que no me la merezco. Mi hermana es más delicada que yo.
Por eso, cuando me has llamado ordinaria, dije para mí que tenías razón.

EL CONDE, ~para sí, aturdido, sin saber qué pensar~.

Razón... verdad... duda... problema.

NELL, ~desde lejos, mirando hacia atrás~.

Dolly, ¿por qué nos has traído por esta vereda? Es la peor.

DOLLY

¿Qué sabes tú...? Sigue, sigue, que a la vuelta tienes la entrada de la
gruta.

EL CONDE

Llueve... Vamos a prisa.

NELL, ~encontrando el paso fácil hacia la gruta~.

Que os mojáis... Yo estoy en salvo ya.

EL CONDE, ~para sí~.

Paréceme Nell un poco egoísta... ¡Qué horrible duda, Señor! ¡Si
resultará que Dolly es la buena! (Alto.) ¿Llegamos por fin?

DOLLY

Abuelo, por aquí... cuidado... Otro escaloncito, otro... ~(Llueve
copiosamente.)~

NELL, ~guarecida en la boca de la cueva~.

Os habéis mojado; yo no.

~Gruta de Santorojo.~

~Cavidad ancha y profunda en la fragorosa peña. Festonean su boca
parietarias viciosas, raíces de árboles cercanos, helechos y plantas
mil de variado follaje. El interior se compone de masas cretáceas
de variado color, con formas de una arquitectura de pesadilla. Las
concreciones de la bóveda son como un sueño de bizarras magnificencias,
labradas en cristal, azúcar y estearina.~

EL CONDE, ~sentándose en una piedra~.

¡Cuántas veces, niño, me he refugiado, como ahora, en esta soberbia
estancia natural de Santorojo!

NELL

¿Y es cierto que aquí vivió y murió un ermitaño llamado Toronjillo, que
hacía milagros?

EL CONDE

Es tradición que viene labrando en la mente popular desde el siglo
XIII. Ejecutorias de la casa de Laín mencionan al santo Toronjillo, que
desde este balcón amansaba las olas furibundas con un gesto... Aquí
abajo, al pie de la pendiente llena de malezas, bate la mar.

DOLLY, ~asomándose~.

Ya se ven de aquí los espumarajos.

EL CONDE

¿Y esto no te da miedo? ¡Si te cayeras...!

DOLLY

Llegaría al mar en pedacitos así.

NELL, ~cariñosa~.

Por Dios, hermana, no te acerques al abismo.

EL CONDE

Dolly, no hagas tonterías... Una tarde, siendo Rafael niño, quiso
descender por esta escarpa... Al primer salto que dio, ya no podía
bajar ni subir. ¡Qué susto pasó su madre! ¡Nos costó un trabajo subirle!

DOLLY

¡Qué trance!...

NELL

De pensarlo, me da escalofríos.

DOLLY

Dicen que nuestra abuelita era muy hermosa... ~(Se sientan las dos
junto al Conde.)~

EL CONDE

Sí: la figura más arrogante y noble que podríais imaginar.

DOLLY

Y que Nell se le parece mucho.

EL CONDE, ~mirando a Nell~.

No sé... no veo bien las facciones de tu hermana.

NELL

Por el retrato que hay en casa, más se parece a Dolly que a mí.

DOLLY

¡Si fuera verdad! ¡Qué gusto parecerse a una señora tan santa y tan...
bonita! Abuelo, mírame bien, y haz memoria.

EL CONDE

Dime que haga vista.

DOLLY

¿Me parezco?

EL CONDE, ~confuso, mirándola de cerca~.

No sé... No veo...

NELL, ~que se ha levantado para sentarse en mejor sitio, junto a la
roca~.

Eso no puede decirlo más que el abuelo.

DOLLY

Eso no puede decirlo más que el abuelo.

EL CONDE, ~sobrecogido por la igualdad del timbre de las voces~.

¿Quién habla?

LAS DOS

Yo.

EL ECO, ~repitiendo la voz de Nell~.

Yo.

EL CONDE

Ese _yo_ me ha sonado como si lo pronunciara mi pobre Adelaida, vuestra
abuela.

NELL, ~riendo~.

Es el eco, papá. ~(Gritando.)~ Conde de Albrit, soy yo.

DOLLY, ~que corre junto a su hermana y grita~.

Soy yo... yo... ~(El eco repite la voz de entrambas.)~

EL CONDE, ~tembloroso, profundamente excitado~.

Venid aquí... No os apartéis de mi lado... No hagáis hablar al eco...
Me asusta.

DOLLY

¿De veras?

NELL

No creas, a mí también me asusta un poquitín.

EL CONDE, ~para sí~.

¡Confusión horrible!... «Soy yo,» dice la Naturaleza... ¿Y quién
eres tú?... ~(Reflexionando.)~ ¿Será Nell la mala?... ¿Será Dolly?
~(Se clava los dedos en el cráneo, y permanece un rato en actitud de
meditación o somnolencia. Un trueno retumba, con formidable sucesión de
sonidos pavorosos.)~

DOLLY

¡Jesús, qué miedo!

NELL

¡María Santísima!

EL CONDE, ~vivamente, creyendo hallar un dato~.

¿Cuál de las dos se asusta de los truenos?

NELL

Yo.

DOLLY

Y yo... pero me hago la valiente. No me rinde un poco de ruido.

EL CONDE, ~para sí~.

Carácter entero.

NELL

Yo no finjo, yo no disimulo la falta de valor. Digo lo que siento.
Cualidad de la familia, como decía papá.

EL CONDE

Es cierto... Ven acá, que yo te bese.

DOLLY

¿Y a mí no?

EL CONDE

También a ti. ~(Las besa y abraza.)~

NELL, ~con efusión~.

Abuelo del alma, las niñas de Albrit te adoran.

EL CONDE, ~asustado~.

Por Dios, no gritéis, no hagáis hablar al eco... Me espanta... no lo
puedo remediar.

DOLLY

¿Y los truenos no te impresionan? ~(Retumba otro.)~

EL CONDE

Los truenos, no; el eco, sí. La tempestad corre hacia el Este.

NELL

Hay una clara. ¿Quieres que nos vayamos?

EL CONDE, ~levantándose~.

Sí... La gruta me confunde más de lo que estoy... Estas rocas son mi
propio cerebro... Siento el eco aquí, como si mis ideas hablasen solas.

DOLLY

Ahora no llueve. Aprovechemos esta clara, y vámonos. En cinco minutos
llegaremos a las primeras casas; y si el aguacero se repite, nos
metemos en la casucha de la tía Marqueza.

NELL

Bien pensado. Y con cualquiera de los chicos mandamos un recado a la
Pardina.

EL CONDE

Sí, vamos... Llevadme. ~(Salen de la gruta.)~


ESCENA IX

~Casa pobre de campo, de un solo piso, de una sola puerta, con dos
ventanuchos tuertos. Sale el humo en bocanadas por entre las tejas
musgosas, que en sus junturas y en las jorobas del caballete ostentan
un jardín botánico en miniatura, colección lindísima de criptógamas y
plantas parásitas. Junto a la casa, un huerto mal cercado de pedruscos,
con un albérchigo desgarbado, un madroño copudo, varios girasoles con
sus caras amarillas, atónitos ante la lumbre del sol, y unas cuantas
coles agujereadas por los gusanos. La fauna consiste en un cerdo libre,
que hociquea en el charco formado por la lluvia; dos patos, gallinas, y
todos los caracoles y babosas que se quieran poner. Las moscas, huyendo
de la lluvia, han querido refugiarse en el interior de la casa, y como
el humo las expulsa, voltejean en la puerta sin saber si entrar o
salir.~

~Agréganse a la fauna niño y niña, descalzos y con la menor ropa
posible, y una vieja corpulentísima, mujer de excepcional naturaleza,
nacida para poblar el mundo de gastadores, y que por su musculatura, en
cierto modo grandiosa, parece prima hermana de la Sibila de Cumas, obra
de Miguel Ángel.~

~LA MARQUEZA, EL CONDE, NELL y DOLLY; los dos NIÑOS~

LA MARQUEZA

Mira, Gilillo, ¿no es aquel el señor Conde con sus nenas?

NIÑO

Sí que son... madre, ellos... _Cá_ vienen.

LA MARQUEZA, ~adelantándose a recibirles~.

Señor mi Conde, Dios le guarde. ¡Quién pensara verle más!... ¿Quiere
descansar?

NELL

Sí: descansaremos un rato.

DOLLY

No llueve. Madre Marqueza, sáquenos el banquito.

EL CONDE, ~muy complacido, mientras la anciana le besa la mano~.

Gracias, mujer... ¿Era tu marido Zacarías Márquez?

LA MARQUEZA

¡Ay, señor... no me haga llorar recordándomelo!... Hace dos meses que
me le quitó Dios...

EL CONDE

Era más viejo que yo, mucho más. Buen hombre, recio como ninguno para
el trabajo, y honrado a carta cabal.

LA MARQUEZA

Vea, señor, a qué pobreza hemos llegado desde el tiempo de usía...
Entonces teníamos hacienda, ganado, y Zacarías traía napoleones a casa.

EL CONDE

¡Ay! desde aquel tiempo ha dado muchas vueltas y sacudidas el mundo, y
se han caído algunas torres. Otros conozco yo que eran más ricos que
tú, mucho más, y ahora son pobres, más pobres que tú... Y tus hijos,
¿qué ha sido de ellos? Yo recuerdo unos mocetones como castillos...

LA MARQUEZA

En la América están dos... Dicen que ricachones. Los demás se han
muerto. Para mí, muertos todos... Pasó la nube, señor, y se llevó lo
bueno, dejándome a mí para rociarlo con mis lágrimas. Estas criaturas
son de mi hija la Facunda, que enviudó por San Roque, y en las minas
trabaja como una mula. Vivimos en miseria. Dispénseme, señor mi Conde;
pero no tengo nada que ofrecerle.

EL CONDE

Gracias. Yo tampoco puedo darte más que palabras tristes... el tesoro
del pobre. Estamos iguales.

NELL

Marqueza, yo te voy a traer ropita para tus nietas.

DOLLY

Y yo los cuartitos que tengo ahorrados, para que tú les compres lo que
quieras. ~(Se van a jugar con los chicos junto a unos troncos.)~

LA MARQUEZA

Bendígalas Dios... ¡Qué par de pimpollos tiene aquí el buen Conde! Da
gloria verlas tan reguapas, tan bien apañaditas... ¡Ay, qué vieja soy,
y cuánto he visto en este mundo! El día en que nació el señor Condesito
Rafael, padre de estas nenas, estábamos mi hermana y yo en la Pardina.
Las dos le planchábamos a la señora Condesa. Usía no se acordará...

EL CONDE

Mi memoria flaquea. ¿Y tú te acuerdas de mi hijo?

LA MARQUEZA

Como si lo tuviera delante. Ya sé que está gozando de Dios.

EL CONDE

Dime una cosa: ¿se parecen a él mis nietas?

LA MARQUEZA, ~mirándolas detenidamente~.

Se parece la señorita _Nela_. Es la misma cara.

EL CONDE

¿Y su hermana?

LA MARQUEZA

La señorita _Dola_ no... digo, sí, también tiene la pinta; pero cuando
se ríe, nada más que cuando se ríe.

EL CONDE, ~secamente~.

Rafael era muy serio...

LA MARQUEZA

¡Y qué galán! Tan caballero y _respetoso_ que toda Jerusa se quitaba el
sombrero cuando pasaba, y hasta la torre de la iglesia parecía como si
le hiciera la reverencia.

EL CONDE, ~que mira y no ve, impaciente~.

Dime, Marqueza, ¿qué hacen ahora las niñas? Oigo sus risotadas; pero no
las veo.

LA MARQUEZA

Juegan con mis chicos... ¡Qué bonicas son, y qué afables con el pobre!
La señorita _Nela_ quiere bailar con mi Narda, y la señorita _Dola_ y
mi Gil están ahora cogiendo moras. Las niñas de la Pardina llevan la
alegría por donde quiera que van. ¡Ay, si el señor las hubiera visto
aquí, esta primavera, cuando venían a pintar...!

EL CONDE, ~sorprendido~.

¡A pintar!... ¿Acaso mis nietas son pintoras?

LA MARQUEZA

Anda, anda... ¿Pues no sabe...? Si pintan como los serafines. Pues en
un librote grande retrataron toda esta casa, y a mí mesma... y hasta
el guarro, con perdón, hasta el guarro, tan parecido, que era él en
persona.

EL CONDE, ~excitadísimo, llamando~.

Nell, Nell... Ven acá, hija... ~(Se acerca.)~ Oye lo que dice la
Marqueza... ~(Esta repite lo del guarro.)~

NELL

Yo, no. Es Dolly la que dibuja y hace acuarelitas...

EL CONDE, ~llamando~.

Dolly... ven... ¿Es verdad esto, Dolly?... ~(Acércase esta, sofocada.)~
¡Qué callado te lo tenías! ¡Tú pintora!

DOLLY, ~con modestia~.

Me dio por hacer monigotes. Aquí veníamos algunas mañanas, por ser este
el sitio más bonito de los alrededores de Jerusa.

NELL, ~que quiere congraciarse con Dolly~.

Tiene un álbum lleno de apuntes preciosos.

DOLLY

No valen nada, abuelito.

NELL

Dí que sí. Pinta y dibuja... ¡Si tuviera fundamento, qué preciosidades
haría!

DOLLY

Quita, quita.

EL CONDE, ~con profundo interés~.

¿Quién te ha dado lecciones?

DOLLY

Nadie: lo que sé lo he aprendido yo solita, mirando las cosas. Me
gusta, eso sí, y cuando me pongo a ello no sé acabar.

LA MARQUEZA

Unos señores que vinieron acá una tarde... eran de Madrid, y traían
unas cajas con trebejos y cartuchitos de pintura... vieron lo que
hacía la señorita Dola, y se pasmaron...

DOLLY, ~ruborizada~.

No hagas caso, papá.

NELL

Y dijeron que esta chica, si estudiara, sería una gran artista... sí
que lo dijeron. No vengas ahora con farsas.

EL CONDE, ~con gran agitación, que procura disimular~.

¡Eres pintora, Dolly... y te avergüenzas de serlo! Dime, ¿sientes una
afición honda, un gusto intenso de la pintura? ¿Te sale del fondo del
alma el anhelo de reproducir lo que ves? ¿Ayúdante los ojos y la mano,
y encuentras facilidad para dar satisfacción a tu deseo?

DOLLY

Facilidad, sí... digo, no... Me gusta... Quiero, y a veces no puedo...

EL CONDE

¿Y hace tiempo que sientes en ti ese ardor, esa fiebre del arte, don
concedido a la criatura desde el nacer, que no se aprende, que se trae
de otro mundo, de...?

DOLLY

Me entró la afición... qué sé yo cuándo.

NELL

Desde niña hacía garabatos...

EL CONDE

Ya me acuerdo. Cinco años tenías, y me quitabas todos los lápices.

LA MARQUEZA

¡Ángel de Dios!

EL CONDE

Y tú, Nell, ¿no dibujas?

NELL

¡Soy más torpe...! No sirvo... no acierto. Me aburro.

EL CONDE, ~con viveza~.

¡Tú eres pintora, Dolly, tú... tú!... ¡Y te avergüenzas!... Bueno,
hijas, seguid jugando... Dejad aquí a los viejos que hablemos de cosas
tristes. ~(Nell y Dolly se alejan y continúan su juego.)~

LA MARQUEZA

¡Qué par de serafines! Ya puede el señor estar contento. ~(El Conde no
contesta. Mirando al suelo se sumerge en profunda abstracción.)~ ¿Qué
tiene, mi señor, que está tan triste?

EL CONDE, ~como quien vuelve de un letargo~.

¡Ay, Marqueza, qué malo es vivir mucho!

LA MARQUEZA

Lleva razón. Mientras más se vive, más cosas malas se ven. Digo yo,
gran señor, que los niños de pecho ya saben lo que hacen al morirse.

EL CONDE, ~con tristeza~.

¡Y otros ¡ay! qué bien harían en no nacer!... Porque después de nacidos
y crecidos, ya no hay remedio...

LA MARQUEZA

¿Y los viejos, qué tenemos que hacer aquí?

EL CONDE

Por algo estamos cuando estamos.

LA MARQUEZA

Es verdad: somos troncos, que servimos para que las plantas tiernas se
agarren y vivan.

EL CONDE

Tú eres útil, Marqueza. Hoy me has hecho un gran servicio.

LA MARQUEZA

¿Yo? ~(Pausa larga. El Conde vuelve a quedarse abstraído, cual si su
espíritu se sumergiera en abismos profundos.)~ Señor... ¿qué le pasa
que no habla?

EL CONDE, ~después de otra pausa~.

Has sido la Sibila que me ha revelado lo que yo quería saber. Dios me
trajo a tu choza.

LA MARQUEZA, ~confusa~.

¿Qué dice que soy?

EL CONDE

Mis horribles dudas, gracias a ti, se han trocado en triste
certidumbre...

LA MARQUEZA, ~creyendo fundado lo que se dice del desorden mental del
Señor de Jerusa~.

¿Quiere que le dé un vasito de vino? Lo tengo blanco y bueno.

EL CONDE

No, gracias.

LA MARQUEZA

Lo que tiene mi Conde es debilidad.

EL CONDE

Es tristeza, y mi tristeza no se disipa bebiendo. Es muy honda. A veces
el descubrimiento de la verdad nos amarga la existencia más que la
duda. No sé cuál es más terrible monstruo, si la madre o la hija, si la
duda o la verdad...

LA MARQUEZA, ~con espontánea filosofía, por decir algo~.

No se caliente la cabeza, señor... porque ¿de cavilar, qué sacamos? El
cuento de que las mentiras son verdades y las verdades mentiras. Todo
es dudar, gran señor... Vivimos dudando, y dudando caemos en el hoyo.

EL CONDE, ~con ingenua indecisión~.

¿Y qué debo hacer yo?

LA MARQUEZA

Pues dude siempre el buen padre, y hártese de dudar y de vivir...
tomando las cosas como vienen, y vienen siempre dudosas.

EL CONDE

Eres la Sibila de la duda. Te agradezco tu filosofía. No sé si podré
seguirla.

NELL, ~corriendo hacia el anciano~.

Abuelo, vienen a buscarnos.

EL CONDE

Sí, es Venancio; oigo su rebuzno.

~(Aparecen Venancio y un Mozo por entre un grupo de castaños.)~


ESCENA X

~LOS MISMOS; VENANCIO y un MOZO con paraguas y capotes.~

VENANCIO

Locos buscándole, señor Conde... En cuanto vi venir el nublado,
salimos... Mira por aquí, mira por allá. Nos dicen que en el bosque...
nos dicen que en la playa, nos dicen que en la gruta...

EL CONDE

Es muy de agradecer tu solicitud. Nos hemos mojado poco. Las chiquillas
tan contentas.

VENANCIO

A casa. La humedad no es buena para usía. Lo ha dicho el médico.

EL CONDE, ~con humorismo~.

Pues si lo ha dicho el médico... boca abajo. Vamos a donde quieras. Tú
mandas, Venancio.

VENANCIO

Yo no mando, señor.

EL CONDE, ~levantándose~.

Que sí. Eres el amo, y aquí estamos todos para obedecerte...

DOLLY, ~displicente~.

No necesitamos de tu oficiosidad, Venancio. Nada nos pasa, y sabemos
volver a casa.

EL CONDE, ~chancero~.

Ya lo ves... Te riñe esta mocosa. Chiquilla, no: hay que respetar las
jerarquías... Vaya, pongámonos en marcha, conforme al deseo del señor
de la Pardina... Yo te digo, Venancio, que hoy has sido muy previsor...
No, no quiero capote. Supongo que será tuyo... Póntelo tú.

NELL, ~dando el brazo a su abuelo~.

Yo contigo.

EL CONDE

Sí... y vayan delante Venancio y la pintora. Adelantaos todo lo que
queráis. Esta y yo no tenemos prisa, ni hemos de perdernos. Adiós,
Marqueza. Que prosperes... que vivas muchos años.

LA MARQUEZA, ~despidiéndoles afectuosa~.

Vayan con Dios... Señorita _Nela_, señorita _Dola_, la Virgen las
acompañe.


ESCENA XI

~Comedor en la Pardina.~

~EL CONDE, NELL, DOLLY, EL CURA, EL MÉDICO, sentados a la mesa;
VENANCIO y GREGORIA, que les sirven.~

~La cena toca a su fin. El Conde, en el sitial, a la cabecera de la
mesa, tiene a su derecha a Nell; enfrente el Cura, teniendo a su
derecha a Dolly. Entre las dos parejas el Médico.~

EL CONDE

¿Qué secretos son esos, _pastor Curiambro_? Toda la noche picoteando
con Dolly.

EL CURA, ~riendo~.

¡Ah! son cosas nuestras. La señorita Dolly es muy simpática y
ocurrente. Yo celebro infinito que el señor D. Rodrigo haya alterado
esta noche la colocación de costumbre, y me haya cedido a una de sus
nietas...

EL CONDE

Por variar. Cuando están las dos a mi lado me aturden.

EL CURA

A mí esta me encanta... ¡Qué pico, qué sal!

DOLLY

Como está tan desganadito, no sé cuántas cosas tengo que decirle para
hacerle comer.

EL CURA, ~riendo~.

¡Si es ella la que no come, y tengo que partirle la comida en
pedacitos, y dárselos envueltos en un poco de sermón para que no me
desaire!

DOLLY

Yo me como el sermón y él los pedacitos. Cada uno lo que más le
aprovecha.

EL CURA, ~riendo más fuerte~.

¿Te gustan mis sermones?

DOLLY

Si, padre; quiero enflaquecer. ~(Todos ríen.)~

EL CONDE, ~deseando volver a un tema interrumpido~.

Cuando acabes de reír las gracias de Dolly, continuaremos lo que
hablábamos de los monjes de Zaratán, y del Prior...

EL CURA, ~tragando a prisa para poder hablar~.

¡Ah! sí... ahora voy...

EL CONDE, ~al Médico~.

¿Decís que el Prior desea verme?

EL MÉDICO

Sí, señor... quiere ofrecer sus respetos a D. Rodrigo de
Arista-Potestad, cuyos antecesores fundaron aquel insigne Monasterio.

EL CONDE

Y lo dotaron espléndidamente. Después vinieron años malos, la
exclaustración. Siendo yo niño vi frailes en Zaratán. Desde aquel
tiempo hasta hace poco, ha permanecido el edificio como un panteón en
ruinas.

EL CURA

Hasta que el Conde de Laín, Diputado por Durante, gestionó que se
incluyera una partida para restauración, y que volvieran los monjes...

EL MÉDICO

No ha tenido poca parte en la resurrección del Monasterio el actual
Prior, hombre de gran virtud, de una actividad asombrosa, conocedor del
mundo...

EL CURA

Como que es de la escuela romana... hombre de mucha sociedad,
instruidísimo. Treinta y tantos años ha estado en las oficinas _De
Propaganda Fide._

EL CONDE

¿Y cómo se llama ese sujeto?

EL MÉDICO

Padre Baldomero Maroto...

EL CONDE, ~festivo~.

Baldomero... Maroto... Pues debiera llamarse con más propiedad _El
abrazo de Vergara_.

EL CURA

Eso dice él... y se ríe... Su nombre y apellido no carecen de
simbolismo, porque el hombre es el puro espíritu de la conciliación...

EL MÉDICO

Enlace entre las ideas que pasaron y las vigentes, siempre dentro del
dogma...

EL CURA, ~con énfasis en el elogio~.

Y por su trato se diría que ha pasado la vida entre aristócratas...
¡Que finura, qué tacto y delicadeza en la conversación!

EL MÉDICO

He oído que procede de una gran familia.

EL CONDE

¿Es navarro quizás?

EL CURA

No, señor, malagueño... Es punto muy fuerte en heráldica, y cuando se
pone a hablar de linajes no acaba. Conoce el _Becerro_ como nadie.

EL CONDE

¡Ah!... pues sí, me gustaría charlar con él.

NELL, ~bajito al Conde~.

Abuelito, ¿qué _Becerro_ es ese?

EL CONDE

Un libro... ya te lo explicaré.

DOLLY, ~por lo bajo al Cura~.

D. Carmelo, ¿qué es el _Becerro_?

EL CURA

Ya te lo diré.

NELL, ~a Dolly~.

Un libro. Debe de ser como un Diccionario.

EL CURA, ~encomiástico~.

¡Ah! lo que tiene usted que ver, Sr. D. Rodrigo, es el Monasterio.

EL MÉDICO

Han hecho maravillas, en el año y medio escaso que llevan en él.

EL CONDE

Yo lo he conocido habitado por los lagartos.

EL MÉDICO

Pues ahora... ¡qué amplitud, qué comodidad! Luz y ambiente por los
cuatro costados. No hay en toda la provincia lugar más higiénico.

EL CONDE

¿De veras...?

EL CURA

Resguardado de los vientos del Norte por el monte de Verola, disfruta
de un temple meridional.

EL MÉDICO

Y la huerta, que propiamente es un extenso parque, rodeado de tapias,
mide ochenta hectáreas.

EL CURA, ~hiperbólico~.

¡Oh! allí verá usted toda clase de cultivos, desde el naranjo al
almendro.

EL MÉDICO

Son agrónomos de primera... Además, tienen vacas holandesas, faisanes,
un palomar con más de quinientos pares, gallinas de famosas razas,
colmenas... estanques con riquísimas carpas... y qué sé yo...

EL CONDE, ~con donaire~.

Convengamos, amigos míos, en que esos pobres frailecitos se dan una
vida de perros.

EL MÉDICO

Ellos trabajan infatigables, eso sí, de sol a sol. Por la vida común,
por la igualdad en el disfrute de los dones de la tierra, por el orden
y la división del trabajo, vemos en el instituto religioso de Zaratán
como un _esquema_ de las futuras organizaciones sociológicas...

EL CURA

¡Ah, ya te lo diré yo...!

~(Arde en ganas de definir el verdadero papel de la Iglesia en la vida
social; pero no conviniéndole abandonar el asunto que en aquel momento
se trata, aplaza discretamente el punto evangélico-sociológico. Nell y
Dolly atienden con toda su alma, sin chistar, a la conversación de los
mayores.)~

DOLLY, ~muy bajito~.

D. Carmelo, ¿qué es _esquema_?

EL CURA

Es... ~(Con desdén.)~ Cosas de estos sabios... nada.

~(Las dos niñas, de un lado a otro de la mesa, con visajes y alguna
palabra suelta, se entienden, y comentan lo que oyen.)~

EL CONDE

Hermoso será sin duda.

EL CURA

De mí sé decir que siempre que voy a Zaratán me dan ganas de ponerme la
cogulla y quedarme allí.

EL CONDE

¿Por qué no te quedas? Te convendría, créeme, entablar relaciones con
el azadón.

EL CURA, ~suspirando~.

¡Oh! sí... Pero no soy libre. Pertenezco a mis feligreses. Usted sí,
Sr. D. Rodrigo; usted sí que debería ser el Carlos V de ese Yuste.

EL CONDE, ~vagamente, sin mirarles~.

No es mala idea...

EL MÉDICO, ~pensando que no es pertinente manifestar el deseo ni menos
el propósito de llevarle a Zaratán~.

El señor Conde no gustará quizás del excesivo regalo y _confort_ que
allí tendría.

EL CURA

Seguramente no. Los monjes le tratarán con demasiado mimo, y el mimo y
los agasajos excesivos pugnan con el carácter rudo y llanote del Conde
de Albrit.

EL CONDE

Según y conforme, amigos míos. ~(Con sutil malicia.)~ Antes de resolver
nada en este delicado punto, la primera persona con quien debo
consultar es Venancio, a quien debo generosa hospitalidad... Venancio,
acércate. ¿Has oído? Sí, tú todo lo oyes. ¿Qué te parece? ¿Debo ir a
Zaratán?

VENANCIO. ~(Oportunamente aleccionado por el Médico y el Cura, contesta
todo lo contrario de lo que tan ardientemente desea.)~

Señor, en ninguna parte está usía como en su casa.

EL CONDE, ~con finísima marrullería~.

Ya veis... ¡Cómo he de desairar yo a este hombre tan bueno para mí...
que me hace la limosna con cristiana delicadeza!... Ea, hablemos de
otra cosa.

EL CURA, ~contrariado de que el Conde desvíe tan bruscamente la
conversación~.

Pero esto no es óbice para que el señor Conde reciba al Prior...

EL MÉDICO

Ni para que le pague la visita. Iremos todos. Yo quiero que se haga
cargo de la organización admirable de Zaratán.

NELL, ~gozosa~.

¿Iremos, abuelito?

DOLLY

D. Carmelo... ¿iremos nosotras?

EL CONDE, ~impaciente por pasar a otro asunto~.

Veremos esa maravilla... Gregoria. ~(Adelántase Gregoria.)~ Ven acá,
mujer... Quiero felicitarte delante de todos por la excelente cena que
nos has dado. Sin necesidad de que yo te lo advirtiera, te has esmerado
esta noche, porque tenemos dos buenos amigos a nuestra mesa. Así me
gusta. El régimen de sobriedad y economía se guarda, naturalmente, para
cuando estamos solos las niñas y yo.

GREGORIA, ~azorada~.

Señor...

EL CONDE, ~envolviendo su sátira en formas exquisitas~.

Yo alabo tu arreglo, y me parece muy bien que, cuando como solo con
estas, no se conozca que eres buena cocinera, ni que tu despensa está
bien surtida, ni que posees vajilla elegante y manteles limpios.
Decidido a dejarme educar por vosotros en la sordidez y en la miseria,
que tan bien cuadran a este tristísimo fin de mi vida, os daría la
satisfacción, si lo quisiérais, de comer con vosotros en la cocina...
~(Mutismo enojoso de Gregoria y Venancio. Este traga saliva muy amarga.
El Cura y el Médico no saben qué decir.)~ Yo te felicito una y otra
vez, porque distingues, con claro talento, entre mi persona humilde
y la de mis amigos. Nos debemos a la sociedad. ~(Gregoria recoge las
migajas y el servicio del postre sin decir una palabra. La procesión
va por dentro. Venancio se retira.)~ Y estoy bien seguro, porque te
conozco, de que el café de esta noche será excelente, como tú sabes
hacerlo cuando no estamos en familia, en la santa llaneza a que os
obligan vuestros escasos recursos...

GREGORIA, ~tragándose la ira~.

El Sr. Angulo toma té, ¿verdad?

EL MÉDICO

Sí: el café me desvela.

EL CURA

A mí, no: venga café.

DOLLY

Lo serviremos nosotras.

NELL, ~levantándose~.

Ponlo en aquella mesita.

GREGORIA, ~poniendo el servicio donde se le indica~.

Aquí está.

~(El Cura saca su petaca, y da un cigarro al Conde. Ambos encienden. El
Médico no fuma.)~

EL CONDE

Chiquillas, servidnos ya.

NELL, ~vivamente~.

Yo le sirvo al abuelo.

DOLLY

Le sirvo yo.

NELL

Yo...

DOLLY

A mí me corresponde.

NELL

¿A ti, por qué?

DOLLY

Porque no me senté a su lado. De algún modo se ha de compensar...

NELL

No me conformo. ~(Disputan con cierto calor sobre cuál servirá al
abuelo.)~

EL CURA

Vaya, no reñir, niñas. ¿Qué más da?

DOLLY, ~testaruda~.

Sí da.

EL MÉDICO

Pues que lo echen a la suerte.

NELL

Eso es: dos pajitas.

EL CURA

Vaya... A la suerte. ~(Coge rabillos de guindas que han quedado en
la mesa.)~ Una pajita grande y otra chica. ~(Las prepara y las da al
Conde.)~ En manos del _león de Albrit_ está la suerte.

EL CONDE

Sea. Chiquillas, venid, y aquí tenéis la solución de vuestro destino.

~(Van las niñas, y de los dedos del abuelo cada una saca un palito.)~

NELL, ~con alegría~.

Yo gané. ~(Muestra la pajita grande.)~

DOLLY, ~retirándose corrida~.

Ha habido trampa.

NELL

¿Qué?

DOLLY, ~con ligereza, sin saber lo que dice~.

El abuelo ha hecho trampa.

EL CONDE

¡Que yo hago trampas!

DOLLY

Porque no me quiere.

EL CONDE, ~meditabundo, hablando solo~.

¡Qué innoble! No hay duda, es la falsa, la mala, la intrusa.

~(Las niñas llenan las tazas.)~

EL CURA

¡Si os quiere a las dos! Dolly, no te enfades.

DOLLY

Yo no me enfado. ~(Se ríe.)~

EL CONDE, ~para sí~.

¡Se ríe... qué descarada... después de ofenderme!

NELL, ~llevando al abuelo su taza~.

Abuelo... ahí lo tienes como te gusta, amarguito.

EL CURA

Dolly me sirve a mí. Ya sabes: pónmelo dulzacho.

DOLLY

Ahí va. Ahora el té para el doctor.

EL CONDE, ~para sí~.

¡Y aún se ríe!... Carece de delicadeza... No le hacen mella los
desaires. Epidermis moral muy gruesa... extracción villana. ~(Alto.)~
¿Qué tal os sirve la pintora?

EL CURA

Divinamente.

EL CONDE

Siempre juguetona y atropellada.

EL MÉDICO

Señor Conde, un poquito de ron. ~(Ofreciéndole de una botella que acaba
de traer Gregoria.)~ Es riquísimo; le probará bien.

EL CONDE

No me sientan bien los alcoholes. Pero si te empeñas... Y parece muy
bueno. ~(Catándolo.)~ ¡Qué guardadito lo tenías, Gregoria! Así se hace:
estas cosas ricas para las ocasiones.

EL CURA, ~después de servirse ron~.

Ahora, chicuelas, un poquito para vosotras.

NELL, ~retirando su copa~.

No, no... ¡qué asco!

DOLLY

Yo, sí... póngame media copa, D. Carmelo.

EL CURA, ~riendo~.

Te emborrachas unas miajas, y a la camita.

EL CONDE, ~para sí, mirándola beber~.

¡También eso!... ¡Qué ordinaria! ¡Buena diferencia de esta mía, que
en todo revela su origen noble!... ~(Bebe de un trago, y al instante
siente desvanecimiento en su cabeza.)~

EL MÉDICO, ~observando que cierra los ojos, y articula palabras
ininteligibles~.

¿Qué... qué es eso?

EL CONDE

Nada... se me va un poco la cabeza... Ya te dije... los alcohólicos...
~(Se confunden sus ideas; aléjase la realidad; ve a los comensales y a
sus nietas como sombras esfuminadas, y oye sus voces como un murmullo
distante de hojas secas que arrastra el viento.)~

EL CURA

Parece que se aletarga.

EL MÉDICO, ~sacudiéndole suavemente el brazo~.

Sr. D. Rodrigo...

NELL

Está fatigado. ~(Llamándole.)~ ¡Abuelito!

EL CONDE, ~volviendo en sí, y pasándose la mano por los ojos~.

Lo he soñado.

DOLLY

¡Pero si no has tenido tiempo de soñar nada! Ha sido un instante.

EL MÉDICO

Medio minuto.

EL CONDE, ~mirando detenidamente a todos~.

Lo he soñado... ¡Qué imitación tan perfecta de la realidad!

DOLLY, ~asustada~.

¿Qué dices?

EL CONDE

Le he visto... como ahora te veo a ti.

NELL

¿A quién?

EL CONDE

A tu padre... Entró por aquella puerta. No le veíais, yo sí... Acercose
a la mesa, y se sentó junto a Dolly... sin decir nada... A mí solo
miraba.

~(Vuelve a pasarse la mano por los ojos. Dolly, medrosa, no acierta a
pronunciar palabra alguna. Venancio y Gregoria espían desde la puerta.)~

NELL, ~abrazándole~.

Papaíto, debes retirarte... Estás rendido.

EL CURA

Sí, sí: a la cama.

EL MÉDICO

Vamos. ~(Dispuesto a llevársele, le coge del brazo.)~ Sr. D. Rodrigo, a
dormir.

EL CONDE, ~levantándose con dificultad, ayudado de Nell y de Angulo~.

No tengo sueño ya... Pero, pues tú lo quieres, Nell, vamos... Tú
mandas, hija mía...

NELL

Señores, mi abuelito les pide permiso para retirarse.

EL CURA

Sin cumplidos... ¡No faltaba más!

EL MÉDICO, ~viendo que el Conde suelta su brazo~.

¿No quiere que le acompañe a su dormitorio?

EL CONDE

No es preciso. Gracias, querido Salvador. Estoy bien... muy bien.
Carmelo, buenas noches.

DOLLY, ~despidiéndose del Cura y del Médico~.

Buenas noches. ~(Va tras de su abuelo, que, apoyado en Nell, avanza
lentamente hacia la puerta.)~

EL CONDE, ~volviéndose hacia ella bruscamente~.

No vengas. ~(Con displicencia.)~ Acompaña a estos señores. Aprende a
ser cortés. ~(Pausa.)~

~(Retíranse despacio el Conde y Nell. Dolly vuelve al centro de la
estancia, se sienta, apoya en la mesa los codos, la cara en las palmas
de las manos.)~

EL CURA

¿Qué tienes, chiquilla?

EL MÉDICO

También la marea el ron.

DOLLY, ~sollozando~.

El... abuelo... no me quiere.


ESCENA XII

~Dormitorio del Conde. Es de noche. Una lamparilla de aceite, puesta
en una rinconera, alumbra la estancia; la luz es chiquita, tímida,
llorona, un punto de claridad que vagamente dibuja y pinta de tristeza
los muebles viejos, las luengas y lúgubres cortinas del lecho y del
balcón. Profundo silencio, que permite oír el mugido lejano del mar
como los fabordones de un órgano. El viento, a ratos, gime, rascándose
en los ángulos robustos de la casa.~

EL CONDE, ~solo. (Después de un sueño breve y profundo, se viste
precipitadamente, y se sienta en el borde de la cama.)~

Bien despierto estoy, no puedo dudarlo... En vela, paréceme que duermo;
dormido, veo y toco la realidad. ¿Qué es esto? Tan cierto como esa es
luz, yo vi a Rafael entrar en el comedor, acercarse a la pequeña y...
La primera vez no hizo más que mirarme... movimiento, ninguno: no tenía
brazos. La segunda vez, Rafael tenía brazo derecho y mano... nada más
que un brazo y una mano. No sé qué arma era la que llevaba. Solo sé
que así, así... de un golpe, mató a Dolly. La pobre niña no dijo ¡ay!
Murió calladita y risueña... como un ángel, cumpliendo la ley del
destino, que ordena que las hijas paguen las culpas de las madres...
~(Tratando de despejarse, da algunos pasos.)~ Sueño ha sido; mas no
debemos despreciar los sueños como obra caprichosa de los sentidos,
ni creer que estos, al dormirnos, se sueltan, se embriagan, se dan a
la imitación burlesca y desenfrenada de los actos normales dictados
por el juicio... No, no son los sueños un Carnaval en nuestro cerebro.
Es que... bien claro lo veo ahora... es que el mundo espiritual,
invisible, que en derredor nuestro vive y se extiende, posee la razón
y la verdad, y por medio de imágenes, por medio de proyecciones de
lo de allá sobre lo de acá, nos enseña, nos advierte lo que debemos
hacer... ~(Se pasea vacilante, sin guardar la línea recta en sus idas
y venidas.)~ ¡Cómo suena esta noche la mar! ¡Y yo, durmiendo, creía
que ese _bum-bum_ eran mis ronquidos!... ¡Y es el mar el que ronca!
~(Detiénese a escuchar.)~ ¡Qué silencio en la casa! Todos duermen: las
niñas también, ignorantes de que urge expulsar a la intrusa. Ley de
justicia es. No he inventado yo el honor, no he inventado la verdad. De
Dios viene todo eso; de Dios viene también la muerte, fácil solución
de los conflictos graves. Tiene razón Laín: el que usurpa, debe morir,
debe ser separado... Rafael y yo separamos, apartamos lo que por
fraude se ha introducido en el santuario de nuestra familia. ~(Coge
maquinalmente su palo, por costumbre de andar con él.)~ Esto es más
claro que la luz. Siempre lo has dicho, Albrit; siempre lo has dicho.
La causa de que las sociedades estén tan podridas, la causa de que
todo se desmorone es la bastardía infame... el injerto de la mentira
en la verdad, de la villanía en la nobleza... Tú lo has dicho, Albrit;
tú debes sostenerlo, Albrit...

~(Sale de su cuarto cautelosamente, y tentando las paredes avanza
por un largo pasillo. La claridad de la luna le permite llegar sin
tropiezos insuperables basta una puerta, por cuyos resquicios se filtra
luz. Es el cuarto donde duermen Nell y Dolly. Aproxímase, procurando
evitar todo ruido, y aplica el oído a la cerradura.)~

No duermen... Parece que rezan. Oigo confusas sus dos voces, que no son
más que una. ~(Con súbita emoción afectiva.)~ ¡Oh, Dios! ¡Si me parece
que las amo a las dos; que no puedo separarlas en mi amor; que la
falsa se agarra a la verdadera y se hace con ella una sola persona...!
Esto no puede ser; esto es una cobardía... Albrit, mira quién eres:
la justicia, la verdad están en tu mano... ¡Oh! ahora distingo mejor
las voces... ~(Poniendo toda su alma en el oído.)~ No, no hay cántico
de ángeles que iguale a sus vocecitas... No rezan; ahora hablan. Nell
parece que quiere consolar a Dolly... Oigo mi nombre... «el abuelo...»
Dolly solloza... sin duda se aflige porque la reñí, porque le manifesté
despego, diciéndole que no viniera conmigo, como de costumbre. ~(Con
desesperación muda.)~ ¡Señor, Señor, haz que las dos sean legítimas!...
Pero ni Dios, con todo su poder, puede impedir que Dolly sea falsa...
La denuncia su carácter villano... es el contrabando infame introducido
en mi casa por esa ladrona de mi honor... ~(Asaltado de una idea
terrible, se clava en el cráneo las uñas de la mano derecha.)~ ¡Y si
las dos son falsas, si las dos son...! ~(Pone la mano en la puerta, con
intención de abrirla suavemente. Espantado de sí mismo, se aleja.)~
No, no, Albrit; tú no puedes, no sabes... no sirves para la ejecución
de estas obras crueles, por más que sean justas... ~(Volviendo a la
puerta.)~ ¿Y de qué modo se amputa y arroja la maleza, si una ley
torpe, inicua, ampara el fraude? ~(Nueva indecisión. Su voluntad,
turbada, gira rápidamente a impulsos de un huracán.)~ ¡Pobrecitas, se
asustarán si entro tan a deshora!... Y Nell me dirá... de seguro me lo
dirá... «Abuelo, no mates a Dolly.» Tú lo has dicho también, Albrit;
tú lo has dicho: «Todo ser humano que tiene vida debe vivir.» Dios se
la dio... nosotros no debemos quitársela... ~(Se aleja pausadamente.)~
Hasta podría ser... sí... podría suceder que la espúrea, que es Dolly,
fuera buena... buena y espúrea, ¡qué sarcasmo!... ¡Así anda el mundo,
así anda la justicia!... Pero de eso no tenemos culpa los pobres
mortales: es el de arriba quien tiene la culpa, el que permite la
rareza extravagante de que salga buena la falsa... ~(Avanza. En mitad
del pasillo es sorprendido por Venancio.)~


ESCENA XIII

~EL CONDE, VENANCIO; después GREGORIA y CRIADOS~

VENANCIO, ~con malos modos~.

¿Por qué está levantado el señor Conde?

EL CONDE, ~arrogante~.

Porque quiero... ¿Quién eres tú para interrogarme en esa forma
descortés?

VENANCIO

Nada tiene que hacer usía a estas horas en los pasillos obscuros,
rondando como alma en pena.

EL CONDE

Si tengo o no tengo que hacer, eso no es cuenta tuya.

VENANCIO, ~con autoridad~.

Entre usía en su alcoba.

EL CONDE

¡Lacayo!... ¿te atreves a mandarme?

VENANCIO

Me atrevo a guardar el orden en mi casa, y a no permitir...

EL CONDE, ~furioso~.

Vil... vete de mi presencia.

VENANCIO

Estoy en mi casa.

EL CONDE, ~que devora su ira, apretando los dientes y los puños~.

¡En tu casa, sí!... Pero eso no es razón para que te insolentes con tu
señor.

VENANCIO

No hay señor que valga. A mí solo me manda una persona, la señora
Condesa de Laín.

EL CONDE, ~con intenso coraje reconcentrado~.

Es cierto... Eres un villano que dice la verdad... y yo estoy aquí de
limosna... Pues bien: quiero mandar un recado a tu ama, dignísima reina
de tal vasallo.

VENANCIO

¿Qué?

EL CONDE

Un mensaje de gratitud... ~(Con rápida acción enarbola el palo, y con
la fuerza que le imprime su insensata cólera, lo descarga sobre la
cabeza de Venancio, sin darle tiempo a esquivar el golpe. Es palo de
ciego, palo nocturno. Formidable acierto.)~ Toma... De mi parte.

VENANCIO

¡Ay!... ¡Maldito viejo!

GREGORIA, ~que acude en paños menores; tras ella, dos criados con un
farol~.

¡Sujetarle!... Ese hombre está loco.

EL CONDE, ~cuadrándose fiero~.

¡Villanos, al que se atreva a poner la mano en _el león de Albrit_, al
que manche estas canas, al que toque estos huesos, le mato, le tiendo a
mis pies, le despedazo!

~(Inmóviles y mudos, no se atreven a llegar a él. Dirígese Albrit
impávido a su estancia, y penetra en ella sin mirarles.)~

VENANCIO, ~mientras se restaña con un pañuelo la herida, de que brota
sangre~.

¡Encerrarle, encerrarle!

~(Un criado da vuelta a la llave y la quita.)~


FIN DE LA JORNADA TERCERA




JORNADA CUARTA


ESCENA PRIMERA

~Terraza en la Pardina.~

~GREGORIA, disponiendo la mesa para servir al Conde su desayuno;
VENANCIO, con la cabeza vendada; SENÉN, que entra por el fondo con una
maletita de mano.~

SENÉN

Aquí me tenéis otra vez.

VENANCIO, ~abrazándole~.

Senén de todos los demonios, te juro que me alegro de verte.

GREGORIA

Muy pronto has vuelto de Verola.

VENANCIO

¿Qué?... ¿traes instrucciones de la Condesa?

SENÉN

Sí... lo primero, que me alojéis aquí... Descuidad: os molestaré muy
poco.

GREGORIA

Te pondremos en el cuartito de arriba.

VENANCIO

Próximo al del Conde. Sin duda la señora quiere que nos ayudes a
quitarle las pulgas al león.

GREGORIA

¡Y qué pulgas, Senén!

SENÉN, ~fijándose en la venda de Venancio~.

Ya, ya llegó a Verola la noticia de tu descalabradura. Una caricia de
la fiera.

VENANCIO, ~renegando~.

¡Que uno aguante esto!

SENÉN

Es un viejo de cuidado. A los setenta años conserva los músculos de
acero de sus buenos tiempos, y la voluntad de bronce. No hay quien le
amanse. Te digo que más quiero verme ante un tigre hambriento que ante
el Conde de Albrit irritado.

VENANCIO, ~dando patadas~.

Pues yo le juro que de mí no se ríe. Un hombre libre, que vive de
su trabajo y paga contribución, no está en el caso de sufrir esas
arrogancias de figurón de comedia.

SENÉN

Poco a poco, Venancio. La señora Condesa me encarga te diga que...
tengas paciencia.

VENANCIO

¿Más paciencia, jinojo?

SENÉN

Y que sigáis guardándole las consideraciones que se le deben por su
rango, por sus desgracias, sin perjuicio de vigilarle...

GREGORIA

Y si nos mata, que nos mate.

VENANCIO

Por si acaso, desde ayer le vigilo... con un revólver.

SENÉN

Calma... ~(Receloso, mirando.)~ ¿Vendrá por aquí?

GREGORIA

Me ha mandado que le sirva el desayuno en la terraza.

SENÉN

Pues le espero.

VENANCIO

¿También traes instrucciones para él?

SENÉN

No; pero necesito... sondearle. Ya sabéis: soy muy largo; me pierdo de
vista. Conque... me tenéis de huésped.

GREGORIA, ~cogiendo la maleta~.

¿Vienes a tu cuarto?

SENÉN

Luego. Me atrevo a suplicar a mi simpática patrona que en el cuidado de
esta maleta ponga sus cinco sentidos. La quiero como a las niñas de mis
ojos.

VENANCIO

¿Qué traes ahí?

GREGORIA

Pues pesa, pesa...

SENÉN

Es mi relicario. Recuerdos, cositas que solo para mí tienen interés.
Y juro por mi honor, que no la estimaría más si la trajera llena de
brillantes del tamaño de almendras. En fin, Gregoria, usted me responde
de ese tesoro.

VENANCIO, ~mirando por la derecha~.

El _león_ viene.

GREGORIA

Voy por el café.


ESCENA II

~VENANCIO, SENÉN, EL CONDE, GREGORIA~

EL CONDE

Buenos días... Hola, Senén, ¿qué traes por aquí?

SENÉN

¿Qué ha de traer el pobre más que las ganas de dejar de serlo?

EL CONDE

Y con las ganas, la decidida voluntad de enriquecerte. Eres joven;
tienes estómago de buitre, epidermis de cocodrilo, tentáculos de pulpo:
llegarás, llegarás... ¿Y tú, Venancio?... ¿Cómo va esa herida? Vamos,
hombre, no es para tanto. Poco mal y bien quejado. Ya estarás bien.

VENANCIO

Todavía, todavía... El señor tiene un genio imposible.

EL CONDE

Sí, sí... Y tú crees que la miseria debe ser mordaza y grillete para
este genio maldito que me ha dado Dios. No sé, no sé: gran domadora es
la pobreza; pero soy yo muy bravo. Me propongo contenerme dentro de la
humildad y sumisión; pero llega un momento de prueba... un insensato
que con frase agresiva me ofende, echándome al rostro mi humillante
miseria, y entonces... ¡ay! no soy dueño de mí, pierdo la cabeza...

GREGORIA, ~poniendo en la mesa el servicio de café, que se compone de
piezas de latón y loza ordinaria~.

Aquí tiene, señor.

EL CONDE, ~sentándose~.

Pero no tardo en recobrar mi serenidad de persona bien nacida y bien
educada; vuelvo a sentir la hidalga benevolencia con que he tratado
siempre a los inferiores, y... ya tienes al león aplacado, y pesaroso
de su fiereza...

VENANCIO

Pensara el señor esas cosas antes de levantar el palo...

EL CONDE

Es mi manera de aleccionar a los que quiero bien... En fin, Venancio,
hoy, como ayer, te pido que me perdones. Yo no te faltaré... pero has
de guardarme, fíjate bien en esto, la consideración que me debes... ~(A
Senén.)~ ¿Quieres café?

SENÉN

Mil gracias, señor Conde. Me desayuné con aguardiente y buñuelos en el
parador.

EL CONDE, ~examinando el servicio con repugnancia~.

¿Pero qué servicio es este?

GREGORIA, ~para sí~.

Fastídiate, viejo regañón.

EL CONDE

¿Qué habéis hecho de la cafetera y del jarrito de plata en que me
servísteis estos días?

VENANCIO

Mandamos que los limpiaran, y...

GREGORIA

Y para no hacer esperar al señor...

EL CONDE

¿Y aquellas tacitas de porcelana fina...? En fin, con tal que el café
esté bueno... ~(Se sirve.)~ ¿Lo has hecho tú?

GREGORIA

Con muchísimo cuidado... Veremos si hoy está a su gusto.

EL CONDE, probándolo.

¿Qué es esto? ~(Con asco.)~ ¡Agua indecente de achicoria... y
recalentada... y fría!... Vamos, las sobras del café de anoche, que ya
era malo adrede... ~(Cogiendo el pan y tratando de partirlo.)~ ¿Y de
dónde habéis sacado esta piedra que me dais por pan?... Con ser tan
duro, no lo es tanto como vuestros corazones.

VENANCIO

Culpa del panadero, señor...

EL CONDE

Culpa de vuestra sordidez villana. ~(Les arroja el pan.)~ Echad esto a
vuestros perros, y dadme a mí lo que para ellos tenéis, pues de fijo
les dais trato mejor que a mí. Guardad esta preciosa vajilla, no se os
deteriore, no se os desgaste en mi servicio. ~(Arroja al suelo todas
las piezas de loza y latón.)~ ¡Queréis aburrirme, queréis hacerme
imposible la vida! Al último pastor de cabras, al último mendigo
que llegara con hambre a vuestra puerta, le haríais la limosna sin
humillarle. ¿Por qué, ingratos, me humilláis a mí?

VENANCIO, ~que aterrado, lo mismo que Gregoria, no sabe por dónde
salir~.

Se servirá otra vez... Nosotros...

EL CONDE, ~con arrogancia~.

No quiero. Me quedaré en ayunas.

SENÉN

Eso no. Mandaré traerlo del café...

EL CONDE

No te molestes... ~(A Venancio y Gregoria, con majestuosa
indignación.)~ No tenéis ni un destello de generosidad en vuestras
almas ennegrecidas por la avaricia; no sois cristianos; no sois nobles,
que también los de origen humilde saben serlo; no sois delicados,
porque en vez de dar un consuelo a mi grandeza caída, la pisoteáis,
vosotros que en el calor, en el abrigo de mi casa, pasásteis de
animales a personas. Sois ricos... pero no sabéis serlo. Yo sabré ser
pobre, y puesto que con vuestras groserías me arrojáis, me iré de esta
casa, en que no hay piedra que no llore las desgracias de Albrit.

SENÉN, ~con afectada gravedad y adulación~.

Los deseos de la Condesa son que se prodiguen al señor todas las
atenciones que merece por su categoría...

EL CONDE

Ya lo veis: esa mujer liviana y sin pudor es más cristiana que
vosotros, y más generosa y delicada.

VENANCIO, ~turbadísimo, tragándose la ira~.

La Condesa no puede mandarme... yo... digo, la Condesa es mi señora...
dueña de todo...

GREGORIA, ~vivamente~.

De la Pardina no.

VENANCIO

La Pardina es mía.

EL CONDE, ~arrogante~.

Sea de quien fuere, y en tanto que decido si me quedo o me voy, no
quiero veros. Idos de mi presencia.

VENANCIO, ~dudando~.

Decídalo pronto, porque...

EL CONDE, ~despidiéndoles con gesto de autoridad~.

Pronto.

VENANCIO, ~saliendo con Gregoria~.

Sufrámosle un día más, un solo día.

GREGORIA

Y es mucho... ¡jinojo!


ESCENA III

~EL CONDE, SENÉN~

EL CONDE, ~serenándose~.

Siéntate aquí, Senén... Tengo que hablar contigo.

SENÉN, ~con fatuidad, sentándose~.

Nada más temible que esta plebe hinchada, señor; estos patanes hartos
de bazofia, que porque han logrado reunir cuatro cuartos se atreven a
medirse con las personas _comilfot_...

EL CONDE

La villanía es perdonable; la ingratitud, no... En mi cuarto había un
lavabo bastante bueno, muy cómodo para mí. Ayer me lo han quitado esos
viles, poniendo una palangana de latón de este tamaño, como las que hay
en los asilos...

SENÉN, ~afectando indignación~.

¡Qué atrocidad!

EL CONDE

Parece que escogen las servilletas y manteles más sucios para ponerlos
en mi mesa. Saben que me gusta la mantelería limpia...

SENÉN

Pues, como he dicho, traigo instrucciones precisas de la Condesa...
¡Oh! crea usía que si se entera de estas infamias, se pondrá furiosa.

EL CONDE

Sí. Me odia, como yo a ella; pero no desconoce que mi persona exige
atenciones, respetos...

SENÉN

¡Qué duda tiene...!

EL CONDE

Y aunque obra suya es seguramente la intriga que se traen Carmelo y el
Doctor para arreglarme una jaula en los Jerónimos...

SENÉN, ~haciéndose de nuevas~.

¡Oh! no sé... no tengo noticia...

EL CONDE

Pues sí: desde ayer andan de mucho trasteo conmigo. Yo les calo la
intención... y me hago el tonto... Pero dejemos esto, Senén, que de
cosa más grave y de mayor transcendencia para mí quiero hablarte.

SENÉN

Ya escucho.

EL CONDE, ~receloso~.

¿Nos oye alguien?

SENÉN

Nadie, señor. Estamos solos.

EL CONDE

Estos miserables se ponen en acecho tras de las puertas, oyendo lo que
se habla.

SENÉN, ~examinando las puertas~.

Nadie nos oye. Puede hablar el Excelentísimo Sr. D. Rodrigo de
Arista-Potestad.

EL CONDE

Dudo mucho que seas bastante afecto a mi persona para responder a todo
lo que te pregunte.

SENÉN

Usía debe contar siempre con mi adhesión incondicional... ~(dándose
importancia)~ como cuento yo con que el señor Conde no ha de pedirme
nada contrario a mi dignidad.

EL CONDE, ~asombrado~.

¡Tu dignidad!... Dispénsame: creí que no la habías adquirido aún... Ya
sé que estás en camino de adquirirla... vas muy bien... llegarás..

SENÉN

Señor Conde de Albrit, aunque humilde, yo... me parece.

EL CONDE

Nada, nada. Ya no te hago las preguntas.

SENÉN

¡Ah! puede usía interrogarme con toda confianza. ~(Queriendo
familiarizarse.)~ Señor Conde... de usía para mí... ~(Se atreve a
ponerle la mano en el hombro.)~ Entre amigos...

EL CONDE

No, no, porque si salimos ahora con que hay dignidad, o esta dignidad
es incorruptible o es venal... En el primer caso, Senén, no me dirás
nada... en el segundo... Soy pobre y no podré cotizarla en lo que vale.

SENÉN, ~afectando seriedad~.

Creo que nos hallaríamos en el primer caso.

EL CONDE

Pues, hijo... ~(despidiéndole)~. Adiós.

SENÉN, ~queriendo provocarle a la interrogación, para conocer su
pensamiento~.

Si el señor Conde me lo permite, diré una palabra. Usía quiere
preguntarme... algo referente a su hija política, en el tiempo en que
tuve el honor de servirla.

EL CONDE

Y cuando aún no habías echado dignidad.

SENÉN

La eché después... Y ahora, sin faltar al respeto que debo a usía,
tengo el sentimiento de manifestarle que por gratitud, por estimación
de mí mismo, por mil razones, no puedo en manera alguna revelar
secretos que no me pertenecen.

EL CONDE, ~con vivo interés~.

No se trata de secretos... que quizás no lo sean para mí. Quiero tan
solo informaciones exactas acerca de una persona...

SENÉN

Ya...

EL CONDE

Íntimamente relacionada...

SENÉN

Comprendido.

EL CONDE

El pintor Carlos Eraul. Tú estuviste a su servicio algún tiempo,
al dejar el de mi hijo; tú... ~(Con ardor.)~ Senén, por lo que más
quieras, por la memoria de tu madre, revélame cuanto sepas.

SENÉN, ~con pujos de delicadeza~.

Sr. D. Rodrigo, por todos los gloriosos antepasados de usía, le ruego
que nada me pregunte, pues antes perdería la vida que responderle.

EL CONDE, ~con intenso afán~.

Dame al menos alguna luz... sin ofender a nadie, sin faltar a los
respetos que debes a tu ama. Dime: ese hombre era de baja extracción.

SENÉN, ~secamente~.

Sí.

EL CONDE

Hijo de un pobre vaquero de la ganadería de Eraul, en Navarra. ~(Senén
responde afirmativamente con la cabeza.)~ El cual, despedido por mala
conducta, se metió a contrabandista. ~(Con triste humorismo.)~ Carlos,
el hijo, también despuntó por el contrabando...

SENÉN

¡Oh, no...!

EL CONDE

Sé lo que digo... Su genio pictórico le abrió camino. Fuera de la
educación artística, que se debió a sí mismo y al estudio del natural,
era un ignorante, un bruto...

SENÉN

Poco menos.

EL CONDE

Ni alto ni bajo, moreno, de ojos negros... vigoroso... voluntad
potente... ~(Senén afirma.)~ Su apellido era Vicente, pero él firmaba
con el nombre de la ganadería: Eraul.

SENÉN

Exacto.

EL CONDE

Le conoció Lucrecia en una de esas rifas o _kermessas_ que organizan
las señoras para...

SENÉN, ~interrumpiéndole~.

Basta, señor Conde. No sé nada más.

EL CONDE, ~imperioso~.

Responde.

SENÉN, ~inflado como un sapo~.

No sé nada. Usía no me conoce.

EL CONDE, ~rabioso~.

Te conozco, sí. Tu discreción no es virtud; es... cobardía, servilismo,
complicidad. No eres el hombre digno que calla la culpa ajena; eres el
esclavo, obediente a los halagos o al látigo del amo que le compró.
~(Apostrofándole con solemne acento.)~ ¡Maldígate Dios, villano! Que la
luz que me niegas, a ti te falte. ¡Que enmudezca tu voz para siempre,
que cieguen tus ojos! ¡Que vivas sin poseer la verdad, rodeado de
tinieblas, en eterna y terrible duda, palpando en el vacío, tropezando
en la realidad!... ¡Que busques la justicia, el honor, y encuentres
mentira, infamia, dentro de un vacío tan grande como tu imbecilidad!...
~(Con desprecio.)~ Vete, vete; no te acerques a mí.

SENÉN, ~a distancia~.

¡Demonio!... Saca las uñas el león... ¡Hola, hola!... ~(Vuelve el Conde
a su asiento. Entra Nell con un servicio de café, elegante, en bandeja
de plata.)~ ¡Ah!... señorita Nell... ~(Ofreciéndose a tomar de su mano
la bandeja.)~ Deme acá.

NELL

No, no... ya puedo.

SENÉN, ~aparte a la niña~.

Cuidadito con él... Está de malas. ~(Vase.)~


ESCENA IV

~EL CONDE, NELL; después DOLLY.~

EL CONDE

¡Ah! Nell... ¿qué traes ahí?

NELL

¿Cómo habíamos de consentir que no te desayunaras? Hemos reñido a
Gregoria.

EL CONDE

¡Oh! ¡qué ángel!... A ver... ¡Oh, esto sí que es bueno!... recién
hecho... ¡qué aroma!... Dios te bendiga.

NELL

No merezco yo las bendiciones, sino Dolly, que es quien te lo ha hecho.

EL CONDE

Pero la idea habrá sido tuya. ~(Se sirve.)~

NELL

No quiero engalanarme con plumas ajenas. La idea fue de ella... Se ha
puesto furiosa... Y a Venancio, le ha echado una buena peluca.

EL CONDE

¡Atrevidilla!

NELL

Le gusta cocinar... y sabe... ¿Qué tal está?

EL CONDE

Riquísimo... ¿Dices que Dolly sabe cocinar?

NELL

Le gusta. Quiere aprender. Pues ahora está preparando un guisote, y
luego te hará fruta de sartén. Verás qué bueno.

EL CONDE

¡Qué criatura! Dile que venga.

NELL

Cree que estás enfadado con ella, y no se atreve a venir.

EL CONDE, ~imperioso~.

Que venga, digo.

NELL, ~en la puerta de la casa, llamando~.

A Dolly, que venga. Dolly, ven... Dice que no está enfadado.

DOLLY, ~con mandil de arpillera, remangados los brazos~.

Abuelito, con esta facha no quería presentarme a ti.

EL CONDE

Ven... no seas tonta... Gracias, chiquilla, por el excelente café que
me has hecho.

DOLLY

Y si me dejase Gregoria, te haría un arroz... que te chupabas los
dedos.

EL CONDE, ~sonriendo benévolo~.

Bien, bien... Vaya, posees el genio de dos artes muy difíciles: la
pintura y la culinaria.

DOLLY, ~haciendo una graciosa reverencia~.

Para servir a usía, señor Conde.

NELL

Mientras nosotras estemos aquí, no te faltará nada, papaíto.

EL CONDE, ~a Dolly~.

Pues aplícate, hija, aplícate, y serás una excelente cocinera. Quizás
te conviene más de lo que tú crees. ¿Y Nell, no guisa?

NELL

¡Ay! yo no sirvo para eso. Me da repugnancia... Además, no sé; vamos,
que no me gusta.

EL CONDE

Cada cual según su temperamento.

DOLLY, ~riendo~.

Esta es tan _finústica_, que para fregar un plato, es preciso que el
plato esté limpio.

NELL, ~riendo~.

Esta es tan a la pata la llana, que no lava las cosas sino cuando están
muy sucias.

DOLLY

Claro.

EL CONDE

Cada cual, chiquillas, es como es, y no puede ser de otra manera. ¡Y
yo que no veía diferencia entre vosotras! Ahora, no solo os distingo,
sino que os considero con absoluta desigualdad. Ya separo vuestros
caracteres, separo vuestras voces, separo vuestras almas... Sois el día
y la noche, el alfa y la omega... la... No, no os digo lo que pienso,
pobrecitas; no me entenderíais.


ESCENA V

~EL CONDE, NELL y DOLLY, EL CURA; después D. PÍO~

EL CURA

La paz sea en esta casa.

EL CONDE

_Curiambro_, buenos días... Yo bien, ¿y tú?

EL CURA

Pasando... Ya me enteré... Venancio y Gregoria se han llevado un
mediano réspice. No se repetirá el disgusto; yo se lo aseguro al noble
_león de Albrit_.

EL CONDE

_El león de Albrit_, que no teme las fieras, pero siente repugnancia de
las alimañas inferiores, tendrá que buscar otra cueva.

EL CURA

A propósito de cuevas, el Prior de Zaratán, que, entre paréntesis,
quedó ayer encantadísimo de la exquisita cordialidad con que usted le
recibió, nos invita hoy a tomar un bocadillo en su Monasterio.

EL CONDE

¿A mí también?

EL CURA

A usted principalmente. Iremos Monedero, Angulo y yo, en calidad de
séquito, de cortesanos o chambelanes de Vuestra Señoría, por no decir
Majestad.

EL CONDE

Gracias... Pues no me opongo. A cortesía nadie me gana. Visitaré
gustoso el Monasterio.

EL CURA, ~a Nell, que le hace señas~.

No, si vosotras no vais. No queremos estorbos. Además, Vicenta
Monedero, por mi conducto, os invita a comer en su casa, y a pasar allá
la tarde.

EL CONDE

¿La Alcaldesa?

EL CURA

Celebra su fiesta onomástica... Allí tendréis a toda la juventud
florida de Jerusa.

DOLLY

Lo siento... Mejor me estaba yo todo el día en mi cocinita.

NELL

¡Tonta, si el abuelo no ha de comer aquí!

EL CONDE

¿Cómo no?

EL CURA

Seguramente, los señores frailes no nos soltarán a dos tirones. Me
figuro el convitazo que habrán dispuesto, algo así como las bodas de
Camacho, o los festines de Lúculo. Ea, chiquillas; hoy secuestro al
león. Yo cuidaré de que no se aburra lejos de vosotras.

DOLLY

Malditas ganas tengo yo de festejo.

NELL, ~gozosa~.

Sí que iremos. Nos divertiremos mucho.

EL CURA

Nell es más sociable que Dolly... ~(A Dolly.)~ Pero, tonta, ¿no te
avergüenzas de que te vean tiznada?... ¡Uy! ¡cómo apestas a cebolla!

DOLLY

Mejor. Pues a usted bien le gusta que le den comiditas buenas... y bien
se regodea y se relame.

EL CURA

Veremos lo que te dura esa ventolera de los afanes domésticos... ~(Mira
al Conde como pidiéndole su parecer; pero D. Rodrigo, profundamente
abstraído, no atiende a la conversación.)~

EL CONDE, ~con una idea fija~.

Cada cual, según es...

D. PÍO, ~con timidez, desde la puerta~.

¿Dan permiso?

EL CURA

Adelante, gran Coronado.

DOLLY

Hoy no hay lección, Piito. Tengo mucho que hacer.

NELL

¡Qué gracia! El juego de las comiditas. ~(Al Cura.)~ Pues hoy me da a
mí por estudiar de firme, ea.

EL CURA

¡Bravísimo!

NELL, ~con estímulo de amor propio~.

Quiero aprender, quiero instruirme. La ignorancia me avergüenza, y
empieza a estorbarme. Hoy estudiaré por las dos. ¿Te gusta, abuelito?

EL CONDE, ~divagando~.

Cada una, según su natural...

D. PÍO, ~a Nell~.

¿Vamos?

DOLLY

Yo, a mis cacerolas.

NELL

Y yo, a darle la jaqueca a D. Pío.

EL CURA

Y yo, a ponerme de acuerdo con el Alcalde sobre la hora a que hemos de
salir. ~(Dando su mano al Conde.)~ Vendremos por usted.

EL CONDE

Hasta luego, hijo.

EL CURA, ~a las niñas~.

Cuando terminen, la una sus lecciones, la otra su trajín, prepárense
para la fiesta de Vicenta. Que os pongáis bien guapas, ¿eh?... Cuidado,
chiquillas, que representáis en el mundo la gloria, la nobleza, la
tradicional elegancia de Albrit.

DOLLY

Bueno, bueno. Estamos enteradas. ~(Se detiene, esperando que el abuelo
le diga algo.)~

EL CONDE

Dolly...

DOLLY, ~presentando su mejilla~.

Abuelito...

EL CONDE, ~besándola~.

No estoy enfadado contigo. ¿Y tú conmigo?

DOLLY

Lo estuve... pero ya pasó... ~(Vase gozosa.)~

EL CONDE, ~tomando el brazo de Nell~.

Nell, aguarda... Quiero asistir a tu lección. Llévame, hija mía.

~(Entran en la casa, seguidos de D. Pío.)~


ESCENA VI

~Dormitorio del Conde.~

EL CONDE, ~que entra~; DOLLY, ~barriendo~.

EL CONDE

¿Qué haces, chiquilla?

DOLLY

Ya lo ves: arreglándote la leonera. ¿No has reparado que esa bribona de
Gregoria, ni limpia aquí, ni barre?... Toda la casa la tiene como una
tacita de plata, menos esta alcoba tuya, que debiera ser el sagrario...

EL CONDE

Hija mía, como no veo bien...

DOLLY

Te digo que la maldad de esta gente me subleva... Entérate de lo que
he dispuesto. Entre la Pacorrita y yo hemos traído el lavabo bueno,
que esos indinos quitaron de aquí para ponerlo en nuestro cuarto. Luego
te mudaremos la cama, poniéndola en aquel rincón, para que estés más
resguardadito del aire que entra por las rendijas de la ventana.

EL CONDE, ~embelesado~.

¡Admirable! ¿Y a ti se te ha ocurrido todo eso?

DOLLY

Todito ha salido de esta cabeza.

EL CONDE, ~besándola~.

¿Y has acabado ya tus guisotes?

DOLLY

Como te vas a comer con los frailes, he suspendido lo que tenía
preparado para hoy. Pero mañana te haré una cosa muy rica, que a ti te
gusta mucho.

EL CONDE. ~(Se sienta; la abraza.)~

Eres un ángel... Lo uno no quita lo otro. Cabe en lo humano que seas
lo que eres... y al propio tiempo criatura inocente, buena... quizás
rematadamente buena. ¿Verdad que sí?

DOLLY

Pero tú no me quieres.

EL CONDE, ~confuso~.

Sí te quiero. Es que...

DOLLY

No vayas a creerte que hago yo estas cosas porque me quieras. Pégame, y
haré lo mismo. Las hago porque es mi deber, porque soy tu nieta, y no
puedo ver con calma que a un caballero como tú, poderoso en otro tiempo
y dueño de toda esta comarca, le desatiendan gentes groseras, que no
valen lo que el polvo que llevas en la suela de tus zapatos.

EL CONDE, ~con viva emoción~.

Deja que te bese una y mil veces, criatura. ¿Conque tú...?

DOLLY

Y a esos indecentes, que no se acuerdan de la miseria que tú les
remediaste, ni de que crecieron, yerbecitas chuponas, en el tronco de
Albrit; a esos puercos, arrastrados, canallas, les estaría yo dando en
la cabeza con el palo de esta escoba, hasta que aprendieran a respetar
al que honra su casa solo con pisar en ella.

EL CONDE, ~empañada la voz por la emoción~.

¡Y tú... tú piensas eso!

DOLLY

Y lo digo... y lo hago... Esta noche, cuando vuelva del convite, te
arreglaré toda la ropa, que la tienes bien destrozadita. Esa pánfila de
Gregoria no da una puntada en tu ropa. Fíjate en la de Venancio, que
parece un Duque.

EL CONDE. ~(Cruza las manos y la contempla extático, tratando de
estimular la visión en sus ojos enfermos.)~

¡Y lo haces por mí, por mí!

DOLLY. ~(Se sienta a su lado, la escoba entre las manos.)~

Sabiendo que me quieres menos que a Nell. Reconozco que Nell lo merece
más que yo, porque es más fina... y además tan buena...

EL CONDE, ~algo turbado~.

Pero a ti... a ti te quiero también. Dime la verdad: ¿te incomodaste
porque no te dejé subir conmigo?

DOLLY

¡Vaya con el desprecio que me has hecho... dos noches seguidas! La
primera vez, D. Carmelo y el Médico, que cenaron aquí, me consolaban...
Pero anoche... ¡ay! me entró tal tristeza, que no pude dormir, y los
ratos que dormí tuve sueños muy malos.

EL CONDE

¿Qué soñaste? A ver si lo recuerdas.

DOLLY, ~con emoción un tanto picaresca~.

Pues soñé... Primero soñé que tú eras malo... ¡Ya ves qué desatino!
Después soñé que entraba en nuestro cuarto mi papá... con una cara tan
triste, tan triste... y se llegaba a mi cama, y me daba muchos besos...

EL CONDE

Antes iría a la cama de Nell...

DOLLY

Ni antes ni después... Yo soñaba que Nell no dormía en mi cuarto. Ya
ves. Otro desatino.

EL CONDE

¿Y no te dijo nada tu papá?

DOLLY

Sí: algo me dijo, juntando su cara con la mía; pero no puedo acordarme:
de esto sí que no me acuerdo... ¡Luego hablaba tan bajito, tan
bajito...!

EL CONDE

Es lástima...

DOLLY, ~con donaire~.

No hagas caso. Lo que soñamos es todo mentira, ilusión.

EL CONDE

No aseguro yo tanto. Mi vejez resulta más candorosa que tu infancia. Yo
creo en los sueños.

DOLLY

¡Pues cuando tú lo dices...! ~(El anciano cae en profunda meditación.
Dolly le observa cariñosa, esperando que reanude la conversación.)~
¿Qué tienes, papaíto? ¿Por qué estás triste?

EL CONDE

Hija mía, tu charla inocente, tu ingenuidad, tu alma, que sale con
tu voz, y aletea en tus resoluciones, hacen en mí el efecto de
un tremendo huracán... ¿no entiendes?... sí, de un huracán que me
envuelve, me arrebata, me arroja en medio de la mar...

DOLLY

¡Abuelo...!

EL CONDE, ~levantándose, consternado~.

Sí: aquí me tienes forcejeando en medio de este oleaje de la duda. Una
onda me trae y otra me lleva... y yo... ahogándome sin morir en esta
inmensidad negra y fría... ¡Oh, no puedo vivir, no quiero vivir!...
Señor, o la verdad o la muerte... No te asustes, niña querida. Son
arrebatos que me dan. Tras esta duda quizás venga la certidumbre que
deseo, que pido a Dios con toda mi alma; certidumbre que no será la
que perdí: será otra, qué sé yo... ~(Con intensa ternura.)~ Dolly,
¿dónde estás? Ven a mí; suelta la escobita y abrázame. ~(La abraza
estrechamente y la besa llorando.)~ Si eres tú, porque lo eres... si
no, porque... no sé por qué... porque sí... no lo sé.


ESCENA VII

EL CONDE, DOLLY, EL CURA

EL CURA, ~en la puerta~.

Pero, señor _león de Albrit_, ¿se olvida de que abajo estamos
esperándole?

EL CONDE, ~limpiándose las lágrimas~.

Voy... Perdona... me entretuvo esta chiquilla.

EL CURA, ~dando prisa~.

No nos sobrará el tiempo.

DOLLY

Adiós, abuelito. Toma tu palo y el gabán. ~(Le da ambas cosas.)~ El día
está bueno. Te divertirás mucho.

EL CONDE, ~resignado, dejándose llevar~.

Adiós, hija mía. Quieren que vaya a Zaratán... Pues a Zaratán. Hasta la
noche.


ESCENA VIII

~Monasterio de Zaratán (Jerónimos).~

~Hállase situado en un fértil llano, con ligera inclinación y
corriente de aguas hacia el Mediodía. Lo resguardan de los vientos
septentrionales el verde muro de una selva espesísima, y la fortaleza
de un monte, estribación de la sierra que por el Este se extiende en
escalones hasta la mar. Rodéanlo frondosas arboledas de sombra, adorno
y fruto, y tierras de cultivo y pasto, cerradas por tapia o setos
vivos, en extensión considerable.~

~La construcción románica de la iglesia y de parte del convento aparece
bastardeada, y en algunos puntos ridículamente sustituida por horribles
superfetaciones del pasado siglo, de una imbecilidad que causa enojo y
tristeza. En el frontis de la iglesia, en distintas puertas y ventanas,
campea el escudo de Albrit, león rampante con banderola en la garra, y
el lema: _Potestas Virtus_.~

~No lejos de la fachada de la iglesia, separado de ella por anchurosa
calle de chopos viejos, podados, llenos de jorobas y arrugas, está el
portalón de ingreso. En una plazoleta mal pavimentada de losetones
verdinegros y resbaladizos, que fuera de él se extiende, se para el
coche que conduce al Conde de Albrit y su acompañamiento. Sale toda la
Comunidad a recibirle, con el Prior a la cabeza.~

EL CONDE DE ALBRIT, EL CURA, EL MÉDICO, EL ALCALDE, EL PRIOR y MONJES.

~Es el Padre Maroto varón tosco y agradabilísimo, con sesenta años
que parecen cincuenta; ni bajo, ni flaco, ni gordo, admirablemente
construido por dentro y por fuera, con equilibrio perfecto de músculos,
hueso y cualidades espirituales. La ingeniosa Naturaleza supo armonizar
en él, como en ninguno, la potente estructura corporal con la agudeza
del entendimiento. Su índole nativa de organizador y gobernante en todo
se revela; pero reviste tan hábilmente de dulzura y gracia el báculo de
su autoridad, que ni siquiera duelen los estacazos que suele aplicar a
los díscolos de su corto rebaño. Sin su energía, actividad y metimiento
prodigioso, el fénix de Zaratán no habría renacido de sus cenizas.~

EL CONDE, ~muy afectuoso, contestando con exquisita urbanidad al saludo
de bienvenida que en el portalón le dirige el Prior~.

Me anonada usted, señor Prior, saliendo a recibirme con la dignísima
Comunidad... Vamos, que esto es hacer de mí un Emperador Carlos V.

EL PRIOR

Para nosotros, imperio ha sido la casa de Albrit, y las glorias de
Zaratán se confunden en la historia con la grandeza de los Potestades.

~(Entran en la calle de chopos jorobados; detrás, respetuosamente, el
séquito civil y frailuno.)~

EL CONDE, ~con tristeza~.

¡Oh, grandezas desplomadas!... Albrit y Laín no son ya más que polvo
y ruinas. ~(Pausa solemne.)~ Y agradezco más los honores que en esta
ocasión se me tributan, porque veo en ellos un absoluto desinterés.
Señor Prior de Zaratán, el último Albrit no puede corresponder a tan
noble agasajo con ninguna clase de beneficios. Es pobre.

EL PRIOR

Nosotros también. En los tiempos que corren, no hay más riquezas que la
virtud y el trabajo, y más vale así.

EL CONDE, ~parándose con intento de admirar las hermosas campiñas que a
un lado y otro de la chopera se ven~.

Admirable cultivo. Esta santidad agricultora es un encanto... y un gran
progreso, el único progreso verdad.

EL PRIOR

Trabajamos porque Dios lo manda. Dios quiere que no cultivemos solo el
cielo, sino la tierra; la tierra, que es el complemento de la fe.

EL CONDE

Y, como la fe, la tierra no engaña. Ella nos alimenta vivos; muertos
nos acoge...

~(Entran en el convento, y pasan a una sala cuadrilonga, en cuyas
paredes se ven rastros de un fresco decorativo, que borroso asoma por
entre los remiendos de yeso. La sillería es moderna y ordinaria, porque
los monjes no tienen para más. El Prior hace al Conde la presentación
de los Padres más ancianos, o más significados por sus talentos. El uno
es notable por su facultad oratoria; el otro despunta en la agronomía;
aquel es teólogo insigne; estotro, arquitecto. No falta el organista
ni el veterinario, que al propio tiempo es algo canonista, y muy buen
castrador de colmenas. Terminadas las presentaciones, el Prior quiere
obsequiar al Conde y acompañamiento con un Málaga superior, que le han
enviado de su tierra para celebrar. Acéptalo el Conde con galantería,
y D. Carmelo con júbilo. Sirve un lego, y catan todos del finísimo
licor.)~

EL ALCALDE, ~repantigado en un sillón~.

¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!

EL CURA, ~repitiendo~.

¡Bendita sea la cepa que da este caldo! Debe de ser la que plantó Noé.

EL MÉDICO, ~en voz baja a un fraile, con quien platica~.

Conviene que vea y aprecie las excelencias de Zaratán bajo el punto
de vista de la vida orgánica y de las comodidades, porque, como buen
aristócrata, se inclina al sibaritismo.

EL ALCALDE, ~a un monje que despunta en la agronomía~.

Dígame, compañero, ¿de dónde demonios han sacado ustedes la simiente de
esa remolacha forrajera que he visto en algunos tablares?

EL FRAILE, ~con acento italiano~.

Es de Lombardía, y también el _grano turco_.

EL ALCALDE

¿Qué es eso?... ¡Ah!... el maíz... Buenas cañas. Me han de dar ustedes
unas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas de comerla... También
quiero simiente... Yo no ando con repulgos; soy muy francote... barro
para adentro... Verdad que también doy cuanto tengo... el corazón
inclusive... ~(Pasando junto al Conde.)~ Señor D. Rodrigo, yo que usía,
francamente, me dejaría ya de hacer el caballero andante, y me vendría
a vivir con estos compadres, que me parece... vamos... que no lo pasan
mal.

EL PRIOR, ~que, descuidándose a veces, emplea los tratamientos
italianos~.

¡Oh!... si _monseñor_ viviera con nosotros, nos honraría
extraordinariamente.

EL CURA, ~repitiendo~.

Yo... se lo he dicho... ¡las veces que se lo he dicho!... Pero no
quiere hacerme caso... Él se lo pierde.

EL PRIOR

_Eccellenza_, otra copita.

EL CONDE

No... muchísimas gracias.

EL MÉDICO

No puede desechar el recelo de que en Zaratán carecería de libertad.
¿Verdad, señores, que aquí estaría tan libre como en su casa?

EL PRIOR

Viviría en la más hermosa y abrigada celda que tenemos; comería lo
que más fuese de su agrado; se pasearía de largo a largo por nuestros
plantíos y praderas, y estaría dispensado de asistir a los oficios, y
de ayunos y penitencias. Si esto no es buena vida, que me traigan al
que descubra otra mejor.

EL CURA, _repitiendo_.

Su edad exige cuidados exquisitos, que aquí tendría como en ninguna
parte.

EL CONDE, _con afabilidad_.

Señores míos, yo agradezco infinito su solicitud, y me siento orgulloso
del afecto que me muestran, deseando tenerme en su compañía. Lo
agradezco en el alma; pero no puedo acceder a sus nobles deseos, no y
no. Y rechazo la oferta, no por mí, sino por la Comunidad, por lo mucho
que la quiero, la respeto y la admiro.

EL MÉDICO, _aparte a un fraile_.

¡Viejo más marrullero!...

EL ALCALDE

Veremos por dónde sale.

EL CONDE

Estoy bien seguro de que los señores monjes, a los pocos días de
alojarme aquí, no me podrían aguantar, y renegarían de haberme traído.
Créanlo: tengo un genio imposible.

EL PRIOR

¡_Eccellenza_... por Dios...!

EL ALCALDE, ~volviendo al grupo distante~.

¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, si acabarás por venir aquí y
tomar lo que te den, aunque sean sopas!

EL CONDE

Sí, soy inaguantable. Cuando no ha podido domarme el infortunio, ¿quién
me domará?

EL PRIOR, ~echándose a reír y palmeteándole en el hombro~.

Yo... sí, _monseñor_, yo... ¡También suelo gastar un geniecillo!...

EL CURA, ~repitiendo~.

La dulzura, el tacto, el don de gentes del Padre Maroto, son una
garantía de concordia... Vivirán en santa paz.

EL CONDE

Además, hay otro inconveniente. En mi vejez triste no puedo vivir
sin afectos; me moriría de pena si no pudiera tener a mi lado a mis
nietecillas, una de ellas por lo menos, la que escogiera yo para mi
compañía.

EL ALCALDE, ~en alta voz~.

Pues que las traigan. Es lo único que falta en Zaratán para que esto
sea completo: un par de niñas...

EL PRIOR

¡Ah! eso no. Aquí no pueden vivir mujeres. Las señoritas le escribirían
con frecuencia.

EL CURA, ~repitiendo, sin beber, y aplicándose, con finura, la palma de
la mano a la boca~.

Ya se iría _jaciendo_. Y alguna vez podrían las niñas venir a visitarle.

EL CONDE, ~un poco molesto~.

Que no me conformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?

EL PRIOR

Sí, sí... No se hable más.

EL CONDE, ~con fina marrullería~.

No desconozco la fuerza de las razones expuestas para convencerme.
Ni quiero que vean ustedes en mí un hombre terco, atrabiliario y
desagradecido... No, Prior; no, amigos míos. Mal genio tengo; pero de
las tempestades de mis nervios suele surgir el juicio sereno y claro.
Hermoso es Zaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior y sus dignos
cofrades. ¿Quieren tenerme por compañero y amigo? No digo que sí; no
digo que no... No debo aparecer ingrato, ni tampoco ansioso de un bien
que no merezco.

EL PRIOR, ~repitiendo los palmetazos afectuosos~.

¡Si al fin, _monseñor_, hemos de comer juntos muchos potajitos... y nos
hemos de pelear aquí... como buenos hermanos!

EL ALCALDE, ~dando resoplidos~.

¡Si digo que...!

~El Médico y el Cura cambian una mirada de satisfacción. Propone el
Prior enseñar la sacristía, y dar un paseo por la huerta antes de
comer, y a todos les parece idea felicísima. Aunque el buen Albrit ve
poco, se presta con galana urbanidad a que le muestren prolijamente
las imágenes, los ornamentos, los vasos sagrados. El pobre señor, en
obsequio a los bondadosos frailes, hace como que lo ve todo, y con
discreta lisonja de buena sociedad, todo lo admira y alaba, hasta que
el Prior, abriendo un estuche, saca de él un cáliz y se lo enseña,
diciéndole: «Esta hermosa pieza es donación de la Condesa de Laín.»
Inmútase el anciano, y después de preguntar a Maroto si celebra en la
_hermosa pieza_, y de responderle el fraile que sí, suelta un terno...
y tras el terno una denominación que es escándalo y azoramiento de
todos los que cerca están. Hace el Prior como que no ha oído nada, y
siguen.~

~Se sirve la suculentísima y abundante comida en una salita próxima al
refectorio, mientras come la Comunidad, y solo asisten a ella, a más
de los forasteros, el Prior y un monje anciano, el más calificado de
la casa. Muéstrase, desde la sopa al café, decidor y jovial el buen
Prior, arrancándose a contar salados chascarrillos andaluces de buena
ley; y el Conde, aunque con pocas ganas de conversación, y como atacado
de tristeza o nostalgia, se esfuerza en cumplir la tiránica ley de
cortesía, riendo todos los chistes, incluso los del Alcalde, el cual,
después de un impertinente disputar sobre cosas triviales, barre para
su casa, sosteniendo la supremacía de las pastas españolas para sopa
entre todas las del mundo, incluso las italianas. Termina despotricando
contra el Gobierno, porque no protege la industria nacional recargando
fuertemente en el Arancel... ¡el _fideo extranjero_!~

~De sobremesa, propone el Prior un agradable plan para la tarde:
siesta, el que quisiera dormirla; después, paseo hasta la casa de labor
de abajo, que es la más interesante; visita a los corrales, establos y
cabañas, y, por fin, solemnes vísperas con órgano, Salve, etc.~


ESCENA IX

~Coro de la iglesia conventual de Zaratán.~

~EL PADRE MAROTO, en la silla prioral. A su lado EL CONDE DE ALBRIT.
Siguen a derecha e izquierda los monjes, ocupando con sus venerables
cuerpos más de la mitad de la sillería. En el centro, frente al
facistol, los cantores. No hay verja que separe el coro de la iglesia,
que es tenebrosa, sepulcral, cavidad cuyos límites y contornos se
deslíen en un misterioso ambiente, tachonado por las luces de los
cirios. En el fondo lejano se adivina, más que se ve, el altar mayor,
disforme carpintería barroca y estofada. A la derecha un órgano
pequeño, nuevecito, de excelente son. Toca con maestría el mismo fraile
italiano que antes hablaba de la simiente de alfalfa y remolacha
forrajera.~

EL CONDE, ~que sin darse cuenta de ello, entrelaza y confunde su rezo
con sus meditaciones~.

Señor de los cielos y la tierra, ilumíname, dame la verdad que
busco... No muera yo sin conocerla... Que acabe mi vida con mis dudas
horribles... _Padre nuestro que estás_... Creí que la falsa es Dolly,
y la legítima Nell... y ahora creo lo contrario: Dolly es la buena,
Nell la mala, la intrusa... Señor, que no prevalezca en mi familia la
usurpación infame... _El pan nuestro..._

EL CORO

_Recordare Domine quid acciderit nobis... Intuere et respice opprobrium
nostrum._

EL CONDE

No me tengas, Señor, sobre esta zarza de las dudas... Me revuelvo en
ella, y mi cuerpo es todo una llaga... Dame la verdad, y que la verdad
sea puerta para entrar en la muerte... Líbrame del oprobio de mi
nombre, y aparta de mi descendencia el deshonor.

EL CORO

_Hæreditas nostra versa est ad alienos, domus nostræ ad extraneos..._

~Suena con dulcísimos acordes el órgano. Encantado de oírle, el Conde
se inclina hacia el Prior para elogiar el instrumento y las hábiles
manos que lo tocan.~

EL PRIOR

¡Excelente organito!... Regalo de su hijo de usted, el señor Conde de
Laín, que nos lo mandó de París. La carta en que me anunciaba este
obsequio fue la última que de él recibí.

EL CONDE, ~que desvaría un poco, afectado de la solemnidad del lugar y
ocasión, y de la lúgubre poesía que allí emana de todas las cosas~.

Pues me lo había figurado... Como apenas veo, mi oído tiene una
sutileza extremada, y en esos dulces acentos escuché la propia
voz de mi pobre Rafael resonando en la iglesia... ¡Desdichado hijo
mío! ¿Verdad, P. Maroto, que mi hijo merecía mejor suerte? Pero la
felicidad no es para los buenos.

~(El Prior contesta con cabeceos, por no creer que es ocasión de
largas conversaciones, y continúa rezando. Pasa tiempo. La placidez
del sitio, la suave temperatura, el monótono canto, determinan en el
viejo Albrit una sedación dulcísima, y recostándose sobre la derecha
en el amplio sitial, se adormece. A ratos se despabila, y perdida la
noción de la realidad, olvidado de donde está, dirige al Prior palabras
que este estima de una incongruencia absoluta. En aquel sopor, cuyas
intercadencias no es posible apreciar, ve y oye el desdichado prócer
extrañísimas cosas. Si al despertar tiene algunas por disparates, otras
quedan en su mente como verdades incontrovertibles. No puede dudar que
su hijo Rafael se aparece en el coro, viniendo de la iglesia, vestido
de monje, y avanzando lentamente se llega a su padre, y le habla...
Bien seguro está de que le dice algo, y más le dijera si su imagen no
desapareciese súbitamente como una luz que el viento apaga.)~

EL PRIOR

¿Qué dice el señor D. Rodrigo?

EL CONDE

Me parece que hablo claro... La falsa es Nell. Me lo dice quien lo
sabe... ~(Enteramente despabilado.)~ ¡Ah!... perdone usted... No he
dicho nada. Estas cosas no deben decirse. ~(Mira en torno suyo, y nada
ve. Pero advierte que han cesado los cánticos, y que el oficio ha
concluido. La Comunidad se retira.)~

EL PRIOR, ~levantándose~.

_Eccellenza_... hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mi brazo, y
saldremos.

EL CONDE, ~apoyado en el brazo del Prior~.

Es hermoso poseer la verdad...

EL PRIOR

Cuando se posee.

EL CONDE

Yo la tengo.

EL PRIOR

Verdades hay, amigo mío, que no merecen que las poseamos. Vale más la
duda que ciertas verdades. Lo que hay que tener es fe.

EL CONDE

También la tengo. A ella me acojo, y de ella tomo mi energía para esta
batalla con la espantosa duda... ~(Con grande extrañeza.)~ Pero dígame,
¿dónde se meten Carmelo y el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les
siento. ¿Es que están todavía examinando carneros y vacas?

EL PRIOR, ~retardando la contestación, que supone ha de ser penosa para
el anciano~.

Pues D. Carmelo...

EL CONDE

¿Es que duerme aún la siesta para empalmar mejor la comida con la
merienda? Me asombra que el Alcalde, que es tan beato... por dar
ejemplo a las _masas_, como él dice... no haya venido a las vísperas.

EL PRIOR, ~arrancándose, por aquello de «el mal camino andarlo pronto.»~

Señor Conde de Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.

EL CONDE, ~parándose en firme, erguido. El estupor contiene aún el
estallido de su ira~.

¡Se han vuelto a Jerusa...!

EL PRIOR, ~resuelto~.

Esos caballeros piensan, como yo, que el señor Conde debe permanecer
aquí.

EL CONDE, ~airado~.

Me han traído con engaño, me dejan con perfidia... se van... Me
encierran como a una bestia dañina... ¡Me ponen en manos del carcelero,
que es usted, la Comunidad... Zaratán maldito!


ESCENA X

~Atrio de la iglesia. Alameda. Portalón.~

EL CONDE, EL PRIOR; algunos monjes, que a distancia se mantienen
observando la escena, prontos a intervenir en ella, si lo ordena el
Superior con seña o simple mirada.

EL PRIOR

Yo ruego al ilustre Albrit que se sosiegue, y que vea en esto un acto
sencillísimo, dictado por la amistad, por el afecto que todos le
profesamos.

EL CONDE

¡Encerrarme traidoramente, como a un loco, como a un criminal!

EL PRIOR, ~empleando la persuasión y buenos modos, que estima más
eficaces~.

_Eccellenza_, considere que está en su casa... ¿No dice nada a
su espíritu la paz de este santo instituto? Cuantos aquí vivimos
consagrados al servicio de Dios y al trabajo de la tierra, somos sus
amigos, no sus carceleros.

EL CONDE

Estimo la buena intención, señor mío; pero a mí no se me enjaula,
atentando inicuamente a mi libertad.

EL PRIOR

¿Y para qué quiere usted esa libertad más que para calentarse los
sesos, acometiendo empresas ideológicas en busca de una luz que no ha
de encontrar? ~(Queriendo acariciarle.)~ Créame a mí, que soy su amigo.
Esos señores dejan a mi cuidado al _león de Albrit_, y yo respondo
de que, pasada esta efervescencia de amor propio, _monseñor_ nos lo
agradecerá. Mi orden me manda acoger al desvalido, y practicar en todo
caso las Obras de Misericordia.

EL CONDE, ~decidido a partir~.

Muy bien. La novena dice: «No encerrar al prójimo contra su
voluntad...» Dígame usted por dónde se sale.

EL PRIOR, ~dominándose, y persistiendo en los procedimientos de
dulzura~.

Por segunda vez, Sr. D. Rodrigo, le invito a considerar que es locura
oponerse a esta santa reclusión, dispuesta por la familia, patrocinada
por los amigos, aconsejada por la Facultad... En ninguna parte tendrá
_monseñor_ la paz, la tranquilidad y los bienes materiales que aquí le
prodigaremos sin tasa.

EL CONDE, ~cada vez más colérico~.

Maldigo a la familia, maldigo a los amigos, a la Facultad y a este
endiablado laberinto de Zaratán, donde quieren que yo me vuelva loco...
Pronto, señor Prior, mande usted que me franqueen la salida. ~(Avanza
con paso resuelto por la alameda de chopos jorobados.)~

EL PRIOR, ~tras él, suplicante~.

Reflexione usía, señor Conde; considere que ofende a Dios renegando de
este santo recogimiento, en que la Religión y la Naturaleza le ofrecen
descanso y paz...

EL CONDE, ~revolviéndose furioso~.

No me hable usted de religión... Aquí no la quiero... ¡aquí, donde
tendría que oír las misas que dice usted con ese cáliz!... ~(Con ligera
inflexión humorística, que chisporrotea en medio de su indignación.)~
Del cáliz nada tengo que decir, porque está consagrado... ¡Qué culpa
tiene el pobre cáliz!... ¡Pero la misa... usted... esa _tal_!... No,
no quiero vivir en Zaratán, no quiero estar preso... ¿Ni quién es esa
_cual_ para encerrarme a mí?... Me encierra porque no haga públicas
sus ignominias... ¡Y el Prior de Zaratán es su cómplice; el Prior de
Zaratán dice misa en su cáliz; el Prior de Zaratán se presta a ser
mi carcelero para que no hable, para que no investigue, para que no
descubra la verdad odiosa!... Pero no les vale, no, porque ahora mismo,
señor D. Maroto o señor don Diablo, va usted a mandar que me abran
aquella puerta, que jamás, jamás ha de volver a abrirse para el Conde
de Albrit.

EL PRIOR, ~ya cargado, con fuertes ganas de meter mano al viejo prócer,
y hacerle entrar en razón por el procedimiento más expedito~.

Señor Conde, que ya me va faltando la paciencia.

EL CONDE

¡La salida... pronto, la salida!

EL PRIOR, ~apretando los puños~.

Le digo a usted que conmigo no se juega. Albrit es un niño, y como a
tal habrá que tratarle. A los niños mañosos se les sujeta y se les...

~(Acércanse varios frailes, a quienes el Prior ha hecho seña. El Conde,
que en sus tiempos ha sido un excelente boxeador, se prepara de puños y
brazos, dando a entender su propósito de romper cráneo o clavícula, si
hay alguien tan osado que ponga la mano en su ancianidad venerable.)~

EL CONDE, ~con bravura caballeresca~.

Abusas tú, Prior, de la desigualdad de nuestras fuerzas, y porque me
ves solo pretendes acoquinarme. Pero yo te aseguro que si me vence el
número, no será sin que caiga al suelo alguno de estos bigardones, y
bien podría suceder que el que caiga no se levante más.

EL PRIOR.

Ahora lo veremos. ¡Leoncitos a mí!...

~(Aunque no ha boxeado nunca, es hombre de empuje; sus puños cerrados
igualan a la maza de Fraga, y los músculos de su brazo compiten en
elasticidad y fuerza con el acero. La actitud guerrera del anciano le
saca de quicio, y su primer impulso es dar cuenta de él, sin ayuda de
sus cofrades.)~

EL CONDE, ~ciego de ira, poniéndose en guardia~.

¡Aquí te espero!

~(Rodean los frailes al Prior, haciéndole ver con gestos y palabras
expresivas la inconveniencia de emplear la fuerza. Basta un momento de
reflexión para que así lo comprenda Maroto; se domina: encuéntrase en
la posesión plena de sus facultades perfectamente equilibradas; se ríe
de sí mismo, se ríe del Conde con más lástima que menosprecio, y manda
que se le abra la puerta.)~

EL CONDE

¡Ah! Se me obedece al fin... Abierta la jaula, el león recobra su
libertad... ¡Ay del que quiera sujetarle!

~(Sale presuroso, y se aleja con tal viveza, sacando bríos de sus
piernas cansadas, que su rápido andar parece milagroso.)~

EL PRIOR, ~rodeado de los frailes, viéndole partir~.

¡Pobre demente! Te ofrecemos el descanso y lo rehúsas; te damos el
olvido de lo pasado, y prefieres revolver las escorias inmundas de tu
deshonrada familia. Rechazas nuestra dulce compañía por correr tras un
enigma, cuya solución no has de encontrar... no, no la encontrarás,
porque Dios no lo quiere... ~(Hablando para sí.)~ No, no lo quiere; yo,
único mortal que sabe la verdad, no puedo decírtela, y aunque pudiera,
menguado y díscolo viejo, no te la diría... ~(Alto.)~ Mirad, mirad cómo
corre. Ni una sola vez ha mirado para atrás. La inseguridad de su paso
denuncia el tumulto de sus ideas...

UN FRAILE

Toma la dirección del Páramo.

EL PRIOR

Quiere ir como hacia la mar.

OTRO FRAILE

Hacia el cantil de Santorojo.

EL PRIOR

Dios ataje sus pasos si van en busca de la muerte. Recémosle un
Padrenuestro. ~(Rezan.)~ Ya no se le ve... Cae la tarde, hermanos:
vámonos a cenar en paz y en gracia de Dios.


ESCENA XI

~Meseta árida, en la cual no crecen más que cardos y aliagas. A
trechos, rocas de singulares formas que parecen cuerpos a medio salir
del suelo arenoso. Termina la planicie por el Norte bruscamente, como
si la tajaran de un golpe con arma formidable. Allí está el filo del
cantil, colosal muralla que del mar se eleva, en algunos sitios con
declive de peñas escalonadas, en otros con una verticalidad espantable,
terrorífica. La altura varía, por la desigualdad de la rasante en la
meseta; pero en ninguna parte deja de ser tal, que difícilmente la
soporta sin vértigo la mirada. Sube de lo profundo el murmullo hondo
y persistente de la mar, dando testarazos en la base del cantil.
Anochece. El cielo es tempestuoso.~

EL CONDE, ~solo, andando lenta y descompasadamente, fatigado ya de la
carrera que emprendió en su fuga de Zaratán~.

Ya me lo decía el corazón... Carmelo, el Mediquillo, y ese Alcalde que
envenena a media humanidad con sus fideos falsificados, han vendido sus
conciencias a la infame. ¡Hechuras mías habían de ser! Yo les favorecí,
ellos me crucifican, me escarnecen, quieren enjaularme. ¡Dios mío, las
veces que le he matado el hambre a ese Pepillo Monedero, cuando venían
inviernos crudos y no podía trajinar con sus caballerías!... Con el
vino que me ha robado, cuando me traía las tercerolas de Villarán, se
podría emborrachar Carmelo, cuyo vientre es una bodega... Al padre de
ese mediquejo le libré de presidio, cuando las talas de Laín. Era un
hombre que siempre que Rafael o yo pasábamos por su lado, se ponía
de rodillas, y teníamos que darle de palos para que se levantara...
Y ahora ¡ay!... ¡Generación ingrata, generación descreída y que nada
respetas, generación parricida, pues devoras el pasado, y menosprecias
las grandezas que fueron! El honor, la pureza de los nombres, ¿qué
son para estos menguados, que se pasan la vida hociqueando en el
suelo, para recoger el pedazo de pan que la suerte les arroja? Son de
vista baja, y no ven el cielo, ni el sol que nos alumbra... Y ahora,
recobrada mi libertad, voy detrás de mi idea, como los Reyes Magos
tras de la estrella que les guió al pesebre, en que acababa de nacer la
verdad.

~(Detiénese, un tanto sobrecogido del espantoso estruendo de la mar
en aquel sitio. Retumba el suelo. Las olas, en pleamar, penetran en
tortuosas cavernas, y se revuelven con furia en las profundidades
tenebrosas.)~

¡Cómo brama! Mal vino trae esta noche el agua... Y allá, el reventar de
la ola suena como cañonazos... Desde este borde distingo el tremendo
salivazo de espuma cuando lo escupe para arriba... ¡Hermoso, sublime!
~(Continúa andando, no sin dificultad, porque va de cara al viento, que
sopla del Oeste en rachas violentísimas.)~ Vaya con el aire... hay que
ponerle la proa sin miramientos, y cortarlo con la cabeza, después de
bien asegurado el sombrero. De nada me sirve el palo... ¡Qué soledad!
O yo no veo absolutamente nada, o no pasa alma viviente por estos
sitios... ¿Quién demonios, quién que no sea el estrafalario Albrit,
este loco enjaulable, se ha de arriesgar por el horrible páramo en
noche tempestuosa? ~(El viento le hace girar sobre sí mismo; tiene que
acudir con ambas manos al sombrero; el palo se le cae.)~ Hola, hola,
¿esas tenemos, señor vientecito? Pues ahora nos veremos las caras.
Primero se cansará usted que yo. Recojo mi palo, y adelante. _Potestad_
me llamo; no hay quien me rinda.

~(Es ya noche cerrada, noche lúgubre, de cielo revuelto, invadido de
negras nubes veloces, que corren hacia el Este, montando unas sobre
otras, acometiéndose... Por entre sus vellones deshilachados, se deja
ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez
ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos,
los cuales semejan aquí gatos en acecho, allí esfinges egipcias, más
adentro esqueletos de ballenas.)~

Vaya... parece que afloja la racha. No podía ser menos. ¡Vientecitos a
mí...! Adelante... ~(Sorprendido de oír una voz, que parece humana.)~
¿Qué voz es esa? Si no es que el viento se da a la imitación del
graznido de los hombres, ha sonado una voz. ~(Parándose, para oír
mejor.)~ Sí, hasta parece que oigo mi nombre... No, no: es el viento,
que sabe pronunciar la última sílaba... _brit... brit..._

~(En dirección contraria a la que lleva el Conde, avanza un hombre;
pero como anda a favor del viento, más bien parece que vuela. Lo que en
tan extraño sujeto aparenta alas, son faldones de un largo abrigo. Pasa
veloz junto al Conde. Se para no sin gran esfuerzo, le llama... vuelve
a llamarle.)~


ESCENA XII

~EL CONDE; D. PÍO, sin sombrero, que le ha sustraído el huracán; lleva
bufanda al cuello, que se enrosca y desenrosca a cada instante; levitón
largo, que se le pone por montera; los pantalones arremangados.~

EL CONDE, ~con voz firme~.

¿Quién es... quién me llama? Si es el viento... perdone, hermano, no
llevo suelto.

D. PÍO, ~que se ve obligado a agarrarse al Conde para no caer~.

Soy yo, señor. ¿No me ha conocido? Soy Pío, el profesor de las niñas.

EL CONDE

¡Ah! Coronado... Acabáramos. ¿Y qué traes por estos sitios tan amenos,
en noche tan deliciosa?

D. PÍO

En el momento de encontrar a usía buscaba mi sombrero, que me arrebató
el viento.

EL CONDE

Pues no es fácil que te lo devuelva. Si temes constiparte sin sombrero,
ponte el mío. En verdad, no me sirve más que de estorbo...

D. PÍO

Gracias, señor Conde. Estamos en el peor sitio. Agarrémonos bien el uno
al otro, y vámonos a lugar más abrigado y seguro... Por aquí, señor...
~(Se agarran y se internan, alejándose del cantil.)~

EL CONDE

Por lo visto, las revueltas del Páramo te son familiares.

D. PÍO

Sí, es mi paseo favorito. Esta soledad, esta aridez, este ruido de la
mar me enamoran. Llega para mí un momento, al terminar el día, en que
me hastían de tal modo las personas, que me arrimo a los animales;
pero me hastían también los domésticos, y busco la compañía de los
lagartos, de los saltamontes, de los cangrejos, y de todo lo que más se
diferencia de nosotros.

EL CONDE

Comprendo tu odio al género humano, infeliz Pío. Dícenme que eres muy
desgraciado en tu casa.

D. PÍO, ~llevándole a un sitio resguardado del viento~.

Sí, señor. Más de una vez he venido a estos cantiles con el propósito
de arrojarme por el más empinado. Pero...

EL CONDE

Te ha faltado valor.

D. PÍO, ~candoroso~.

Sí, señor... Me faltan ánimos. Esta noche misma llegué decidido, tan
decidido, que ya me estaba viendo cenado por los peces; pero en el
momento crítico...

EL CONDE

¡Matarse, qué locura! Hay que luchar, luchar sin desmayo para aniquilar
el mal.

D. PÍO, ~con tristeza~.

¡Ah! eso no es para mí. Luche quien pueda. Yo no sirvo; nací para dejar
que todo el mundo haga de mí lo que quiera. Soy un niño, señor Conde, y
no un niño de la raza humana, sino de la raza ovejuna; soy un cordero,
aunque me esté mal el decirlo. Nací sin carácter, y sin carácter he
llegado a viejo. Permítame que me alabe. Soy el hombre más bueno del
mundo; tan bueno, tan bueno, que casi he llegado a despreciarme a mí
mismo, y a _futrarme_, con perdón, en mi propia bondad.

EL CONDE

Y tuya es una frase que corre como proverbial en Jerusa: «¡Qué malo es
ser bueno!»

D. PÍO

Porque de la bondad me vienen todas mis desgracias... parece mentira.
En mí no encuentro fuerza para hacer daño a ningún ser, llámese
mosquito, llámese mujer u hombre. Donde yo estoy, está el bien, la
verdad, el perdón, la dulzura... y llueven sobre mí las desdichas como
si mi bondad fuera un espigón de metal que atrae el rayo... Señor, he
llegado a un extremo tal de sufrimiento, que ya no puedo más; quiero
arrojar por ese cantil el fardo de mi bondad, que es mi vida. Mi vida,
o sea mi bondad, ya me enfada, me apesta, me revuelve el estómago...
¡Váyase a los profundos abismos, bendita de Dios!

EL CONDE

Ten paciencia, Pío. Si eres tan bueno, Dios te dará tu merecido... Pero
si hemos de charlar, desahogando en la confianza y amistad recíprocas
las penas de uno y otro, no será malo, bendito Coronado, que me lleves
a un sitio cómodo donde pueda sentarme. Por mi nombre te juro que estoy
cansado.

D. PÍO, ~guiándole~.

Precisamente llegamos a un recodo donde estaremos a cubierto del
vendaval. Entre estas peñas enormes, que parecen dos formidables
canónigos con sus sombreros de teja, he descabezado yo mis sueñecitos
algunas noches que he dormido fuera de casa. Aquí podemos sentarnos,
sobre esta limpia arena llena de caracolitos, y hablar todo lo que nos
dé la gana. ~(Se sientan.)~

EL CONDE

Dime, Pío: ¿al fin se murió tu mujer?

D. PÍO, ~tocando las castañuelas~.

¡Al fin! sí, señor. Dos años hace ya que el infierno la quiso para sí.

EL CONDE

¡Cuánto habrás padecido, pobre Coronado! De veras te digo que no hay en
la sociedad vicio más desorganizador ni de peores consecuencias que la
infidelidad conyugal; y cuando ese atroz delito trae el falseamiento
de la ley del matrimonio y el fraude de la sucesión, no hay palabra
bastante dura para anatematizarlo. Pues bien: aquí donde me ves, yo
estoy en el mundo para combatir y anular las usurpaciones de estado
civil, producidas por el desacuerdo entre la Ley y la Naturaleza.
Nuestros legisladores no han tenido valor para abordar este problema.
Yo lo tengo. He declarado la guerra a la impureza de los nombres, y a
todas las ilegitimidades producidas por el infame adulterio.

D. PÍO, ~embobado~.

Ya... ¿Y qué hace el señor Conde para...?

EL CONDE

Por de pronto, descubrir la usurpación... sacarla a la vergüenza
pública... ¿Te parece poco? ~(D. Pío, ensimismado, no dice nada.)~ Pero
no hablemos ahora de mis cuitas, sino de las tuyas. Tu mujer, según
creo, te dejó un mediano surtido de hijas.

D. PÍO, ~secamente, mirando al suelo~.

Seis...

EL CONDE

Que son seis arpías, según se cuenta.

D. PÍO, ~con aflicción~.

Llámelas usía demonios o fieras infernales, pues arpías es poco. No me
tienen ningún respeto, ni viven más que para martirizarme.

EL CONDE

¡Y lo aguantas! Tu bondad, pobre Coronado, raya en lo inverosímil,
porque si no miente el vulgo... permíteme que te hable con una
franqueza que resulta tan extremada como tu bondad... tus hijas... no
son tus hijas.

D. PÍO, ~después de una pausa~.

Señor, por duro que sea declararlo, yo... En efecto, tan cierto como
esta es noche, esas hijas... no me pertenecen.

EL CONDE

Y si de ello estás tan seguro, ¿cómo las tienes contigo?

D. PÍO

Por ley de la costumbre, que es la gran encubridora de las perrerías
que hace la bondad. Desde que nacieron las tengo a mi lado. Me quito el
pan de la boca para dárselo a ellas... Las he visto crecer, crecer...
Lo peor es que de niñas me querían, y yo... ¿para qué negarlo?...
las he querido, casi las quiero, no lo puedo remediar... ~(Albrit
suspira.)~ No tengo vergüenza, ¿verdad, señor Conde? No soy digno de
hablar con un caballero como usía.

EL CONDE

Eres un desgraciado, y yo quiero que seamos amigos. Dime otra cosa:
esas tarascas, ¿permanecen solteras?

D. PÍO

Dos casaron con los primeros ladrones del pueblo. A una la abandonó
el marido, y está otra vez en mi casa: empina el codo, y me dice las
cosas más indecentes que se le pueden decir a un hombre. María y
Rosario tienen por novios a dos perdidos: el uno barbero, el otro muy
dado al matute. Esperanza es loca por los hombres, y se va tras ellos
por calles y caminos, sin reparar que sean soldados, amoladores o
titiriteros, y Prudencia, la más chica, me ha salido un poquito bruja.
Echa las cartas, cura por salutaciones... y roba todo lo que puede.

EL CONDE, ~con piadosa lástima~.

No conozco otro ser más dejado de la mano de Dios. Sobre tu bondad caen
todas las maldiciones del cielo. ¿Cómo en tantos años no has tenido un
día, una hora de entereza de carácter, para echar de tu lado a esas
hembras espúreas que te consumen la vida?

D. PÍO

No me pida el señor Conde que tenga carácter, que es como pedir a estas
peñas que den uvas y manzanas. Soy bueno; me reconozco el mejor de los
hombres. En un punto está que uno sea un santo o un mandria. Mi mujer,
que de Satanás goce, me dominaba; me hacía temblar con solo mirarme. Yo
hubiera tenido valor delante de una docena de tigres; delante de aquel
monstruo no lo tenía. Tan grande como mi paciencia era su liviandad. Me
traía los hijos; nacían en casa. Yo le decía verdades como puños; pero
no me escuchaba. ¿Qué había de hacer yo con las pobres criaturas, ni
qué culpa tenían ellas? ¡No las había de tirar en medio de la calle!
Crecían, eran graciosas, se dejaban querer. El tiempo me alargaba la
bondad, y yo era más bueno cada día... y me dejaba ir, me dejaba ir...
Nunca tuve resolución... Mañana será otro día, decía yo, y, en efecto,
señor, todos los días, en vez de ser otros, eran los mismos... El
tiempo es muy malo, es como la bondad... Entre uno y otro hacen estas
maldades que no tienen remedio.

EL CONDE, ~meditabundo~.

Buen Pío, tu filosofía resulta dañina; tu bondad siembra de males toda
la tierra.

D. PÍO

Déjeme que siga contándole, para que acabe de despreciarme. Lo que
sufro con esas culebronas a quienes llamo hijas, no hay palabras
para decirlo. Ellas me pegan, ellas me insultan, ellas me matan de
hambre; ellas gozan con mis dolores, con mi vergüenza... ¡Qué malas,
qué malas son! Cada una es un demonio, y juntas el infierno. Y que
no me vale huir de mi casa y abandonarlas, porque salen desaforadas a
buscarme, y me cogen, y me llevan por fuerza, y me besuquean y hacen
mil carantoñas. Tengo el corazón tan blando, que cuando veo llorar a
alguien soy un río de lágrimas. Pues cuando alguna se pone mala, ¡si
viera usía lo inquieto y apenado que estoy! Nada, que me falta tiempo
para correr a casa del médico, a la botica...

EL CONDE

Eres cosa perdida. Vas al abismo, buen Coronado.

D. PÍO, ~agitadísimo~.

Lo sé, señor Conde... Por eso pido a Dios que me lleve pronto al cielo,
porque allí, lo que es allí... supongo que podrá uno ser tierno de
corazón y de voluntad sin perjudicarse... allí puede uno ser todo amor,
sin que le descalabren, le pellizquen y le aporreen.

EL CONDE

El cielo, sí. Para ti no hay otro sitio. Aquel es tu mundo, y no
debiste, no, Coronado, no debiste venir a este.

D. PÍO, ~con desesperación~.

¿Pero acaso yo me he traído?

EL CONDE

Si no te has traído, puedes volverte cuando quieras. Ahora comprendo la
razón y excelente lógica de tus propósitos de suicidio.

D. PÍO, ~con efusión~.

Me suicido porque soy un ángel, y nada tengo que hacer en este mundo.

EL CONDE, ~indicando la dirección del cantil~.

Es verdad... Vete pronto al tuyo, al cielo. Por hacerme compañía no te
entretengas.

D. PÍO, ~que, sintiendo frío en la cabeza, se la cubre con el pañuelo,
y anuda las puntas bajo la barba~.

Si quisiera el señor Conde prestarme su pañuelo para sonarme, pues el
mío me lo he puesto por la cabeza...

EL CONDE

Hijo, sí; tómalo y suénate todo lo que quieras... Me parece que debemos
continuar andando, porque nos enfriamos. Yo estoy aterido.

D. PÍO

Como el señor Conde guste. ~(Levántase y le da la mano.)~ El viento
afloja; ahora se descubre la luna.

EL CONDE, ~andando los dos del brazo~.

Pues en este momento, mi buen Coronado, se me ocurre una idea que puede
ser tu salvación. Tú te librarás de todo el mal a que tu bondad te ha
traído, y yo tendré el gusto de producir en ti el único bien que has
disfrutado en tu vida.

D. PÍO, ~algo inquieto~.

¿Qué idea es esa, Sr. D. Rodrigo?

EL CONDE

Pues muy sencillo. Tú no tienes valor para lanzarte de este mundo al
otro. El valor que a ti te falta, a mí me sobra. Te agarro, te arrojo
por el cantil, y al llegar abajo ya eres cadáver y se han acabado tus
sufrimientos. ~(Pausa.)~

D. PÍO, ~que se rasca la cabeza, metiendo la mano por debajo del
pañuelo~.

Es una idea excelente. Por mi parte, no me opongo... Al contrario... Lo
único que temo es que la muerte no sea muy rápida...

EL CONDE

¿Pero qué estás diciendo? Morirás en menos de cinco segundos. No,
no encontrarás muerte mejor, ya emplees arma, veneno, o el ácido
carbónico. Muerte instantánea, súbita entrada en la felicidad, en el
Paraíso, del que nunca debiste salir. Si no me engaño, estamos en una
parte del cantil que ni de encargo. Aquí la cortadura es vertical, la
altura vertiginosa... Conque...

D. PÍO, ~algo alelado~.

Sí, sí... Pero ahora caigo en otro inconveniente, y este sí que es
grave, gravísimo, señor Conde. Como alguien nos habrá visto venir
hacia acá, fácil es que acusen a usía de mi muerte; y le metan en la
cárcel... y causa criminal al canto, por homicidio, con nocturnidad,
alevosía... No, no, señor Conde. ¡Cómo había yo de consentirlo!

EL CONDE

Nadie nos ha visto, ni es lógico que sospechen de mí... Decídete: ya
ves qué fácil, ahora... ¿Oyes la mar que brama, como pidiendo que le
arrojen algo con que entretenerse?... Pero hay más, carísimo Pío:
figúrate tú el chasco que se llevarán tus hijas cuando vean que ya no
tienen a quien martirizar, que se les ha escapado la víctima... ¡ja!
¡ja!... Se revolverán unas contra otras, y furiosas, tirándose de los
pelos, se enzarzarán con uñas y dientes...

D. PÍO, ~riendo~.

Sí, sí... y a ver quién les mantiene el pico... ¡Y que van a rabiar
poco esas bribonas cuando yo me vaya! ¡Y con qué júbilo les diré yo
desde allá: «Fastidiaos ahora, grandísimas puercas...!» Por supuesto,
créame el Sr. D. Rodrigo, al recibir la noticia de que me ha tragado la
mar, llorarán... porque, en medio de todo, me quieren... a su modo.

EL CONDE

Y tú a ellas también. Remachas tu bondad con el tremendo deshonor de
amarlas. Para poner fin a tanta ignominia, es preciso... ~(Le agarra
fuertemente por la cintura.)~

D. PÍO, ~riendo, para disimular su temor~.

Otro día, señor Conde, otro día... Esta noche me encuentro algo
destemplado.

EL CONDE, ~soltándole~.

Como tú quieras.

D. PÍO, ~alejándose del cantil~.

No podemos, no podemos tomar esa determinación sin que yo escriba un
papel en que diga que sucumbo de _motu proprio_.

EL CONDE

Bien. No está de más hacer las cosas con la preparación y formalidad
debidas.

D. PÍO, ~gravemente~.

Otra noche, después de disponerlo todo muy bien, nos reuniremos aquí.

EL CONDE

Pues mira, ahora me alegro de que se quede la función para otra noche,
porque así podrás darme algunas informaciones acerca de mis nietas...
Dime: ¿en dónde estamos ya?

D. PÍO

Cerca del Calvario, en el lindero del bosque.

EL CONDE

Pues al pie de la cruz echaremos otra sentada... Me harás el favor de
decirme...

D. PÍO

Todo lo que el señor Conde quiera.

~(Despéjase un poco el cielo, y a la claridad de la luna andan los dos
ancianos con menos lentitud. Llegan al Calvario, y se sientan en la
meseta de granito que sustenta las cruces.)~

EL CONDE

Muy bien estamos aquí... Hablemos de Nell y Dolly. Dime, ante todo: ¿tú
te sientes con el saber, con la suficiencia necesaria para instruir a
mis nietas? ¿Te reconoces verdadero maestro de lo que ellas ignoran?

D. PÍO

Señor Conde, yo...

EL CONDE

Nada, nada: deja a un lado el amor propio, y respóndeme. Olvídate de
quien soy y de quien eres. Somos dos amigos.

D. PÍO, ~olvidando las categorías~.

Pues amigo Albrit, diré a usted... digo, a usía que, tan cierto como
ese astro es luna, yo no sé una palabra de nada. Sabía, sí, sabía
mucho, aunque me esté mal el decirlo; pero las desgracias me han
desconcertado horriblemente el magín. Mi memoria es un desván lleno
de telarañas. Subo a él en busca de mi sabiduría, y solo encuentro
retazos deshechos, trastos inútiles... Y como soy hombre de conciencia,
más de una vez le he dicho a D. Carmelo que busque otro preceptor
para las niñas... Una sola ciencia, o arte más bien, conservo en mi
caletre. Es lo único que me queda, en esta dispersión tristísima de mis
conocimientos.

EL CONDE

¿Qué es?

D. PÍO

Pues la Mitología. Todo lo he olvidado, menos el admirable y poético
simbolismo de los griegos... Es raro, ¿verdad? ¿Y a qué debo atribuir
que se agarre a mi entendimiento la dichosa Mitología? Pues lo atribuyo
a que en ella todo es falso. En conciencia, señor Conde, yo declaro que
no puedo enseñar a las niñas más que dos cosas: la reforma de letra,
por Torío, y la fábula mitológica.

EL CONDE

Ya no tendrás que enseñarles nada, bendito Coronado... Y ahora, vamos
a mi asunto: tú que las has tratado íntimamente; tú que has vivido
en contacto con sus inteligencias en capullo, con sus corazones
virginales, dime: ¿cuál de las dos te parece más noble, más moralmente
bella, más digna de ser amada?

D. PÍO, ~meditabundo~.

No es tan fácil determinar...

EL CONDE

Porque iguales no han de ser. En la Naturaleza no hay dos seres
enteramente iguales.

D. PÍO

Igualdad, en efecto, no hay. Los caracteres son distintos. Vaya usted a
saber si salen al padre, a la madre, o a los abuelos...

EL CONDE

Yo quiero que designes la mejor. Figúrate que una ley ineludible
te obliga a tomar una y a sacrificar la otra. ~(D. Pío se muestra
sorprendido y confuso.)~ Hazte cuenta de que no hay más remedio, de que
no puedes evadir el dilema terrible.

D. PÍO, ~rascándose la cabeza~.

¡Vaya un compromiso! Pues si la cosa es tan por la tremenda, si
no hay más solución que escoger una... ~(Decidiéndose, tras larga
vacilación.)~ Pues... con todas sus travesurillas, con toda su
inquietud diablesca, y, si se quiere, desvergonzada, la preferida es
Dolly.

EL CONDE

¿Y en qué te fundas para tu preferencia?

D. PÍO, ~lleno de confusiones~.

No sé... Hay algo en Dolly que me parece superior a cuanto vemos en
el mundo. O mucho me equivoco, señor de Albrit, o la engendraron los
ángeles.

EL CONDE, ~gozoso de encontrar una afirmación~.

Mi Rafael era un ángel. Soy de tu opinión con respecto a Dolly,
agudísimo Coronado. Veo que tu inteligencia sabe penetrar en la razón
y fundamento de las cosas. Y me figuro que tu juicio se funda en
observaciones...

D. PÍO, ~con inocencia angelical~.

Sí, señor... también. Cuando estuvo aquí toda la familia dos años ha,
observé en el señor Conde de Laín la misma preferencia.

EL CONDE, ~excitado~.

¿De veras?... ¿Qué me dices?

D. PÍO

Cuando paseaban, que era las más de las tardes, Dolly iba colgadita del
brazo de su papá.

EL CONDE

¡Oh, Coronado ilustre, qué consuelo me das!

D. PÍO, ~apoyándose en la rodilla de Albrit~.

Y Nell del de su madre. D. Rafael idolatraba a Dolly.

EL CONDE

¿Dices que hace dos años?

D. PÍO

Y antes lo mismo. Después no volvió por aquí.

EL CONDE, ~animadísimo~.

Pío, gran Pío, abrázame. La concordancia de tus ideas con las mías, me
llena de júbilo.

D. PÍO, ~con desaliento~.

El señor Conde es feliz. Sus nietas le adoran y le dan mil consuelos.
Yo, en cambio, tengo el infierno en mi casa.

EL CONDE, ~gozoso~.

Respira, hijo. Tus infortunios concluirán pronto, gracias a mí, y te
hartarás de bienaventuranza, y tu bondad podrá explayarse, ser eficaz,
y servir de ejemplo en el cielo mismo.

D. PÍO, ~sorprendido de la animación de su amigo~.

Parece que está contento el señor Conde.

EL CONDE

Sí... ¡Siento en mí una alegría...! Me río de pensar en la cara que
pondrán Gregoria y Venancio cuando me vean entrar. Esta noche cenarás
conmigo.

D. PÍO, ~suspirando~.

Bueno: así entraré más tarde en casa. Cuando llegue a las tantas, y
cenado, será ella.

EL CONDE

Te acompaño, ¿quieres? y armados los dos con buenas estacas, daremos un
recorrido a las bribonas de tus hijas.

D. PÍO, ~contagiado del humor festivo del Conde~.

Por Saturno, padre de los dioses, señor, que eso sería un lindo paso.
Pero, ¡ay, cómo se vengarían después las muy perras!

EL CONDE, ~en vena de hilaridad~.

¡Y ese _bon vivant_ de Carmelo, y el Médico, que creen haberme dejado
preso en los Jerónimos, figúrate la cara que pondrán...!

D. PÍO, ~tocando las castañuelas~.

Sí, sí: estará bueno el sainete.

EL CONDE, ~impaciente~.

Vamos, vamos, que ya es hora de que nos riamos tú y yo, para
desenmohecer nuestros espíritus, quitándonos las murrias de esta noche
lúgubre... Bendito Coronado, padre general de los pelmazos, compendio
de todos los males que acarrea la bondad, ya mereces la alegría... Ven
a mi casa.

~(Se agarran del brazo, y apoyándose el uno en el otro, se dirigen con
incierto paso a la Pardina.)~


ESCENA XIII

~Comedor en la Pardina.~

~VENANCIO, GREGORIA, SENÉN, disponiéndose a cenar; después EL CONDE y
D. PÍO. Gregoria pone la mesa.~

VENANCIO

Me parece mentira que estemos libres de ese estafermo insoportable.

GREGORIA

¡Ay qué descanso! Ya vivimos otra vez en la gloria. Cenaremos
tranquilos, y nos acostaremos dando gracias a Dios.

SENÉN

¿Y estáis bien seguros de que se conformará con el encierro?

GREGORIA

Y si no se conforma, que llame a Cachán.

VENANCIO

Dice D. Carmelo que se quedó dormidito en el coro. Pues como se
desmande y quiera escabullirse, no faltará quien le sujete; que el
Prior de Zaratán no es hombre de mieles como nosotros, y las gasta
pesadas. ~(Óyese la campana de la puerta.)~

GREGORIA, ~temblando~.

¡Jesús me valga!

VENANCIO

Ha sonado la campana... Alguien entra... ~(Se asoma a la ventana.)~
Será José María...

SENÉN, ~que también se asoma~.

¡Qué chasco, si fuera Albrit!...

GREGORIA, ~trémula~.

Si me parece que he oído su voz diciendo: «¡Ah de casa!»

VENANCIO

No puede ser... ~(Mirando afuera.)~ ¡Rayos y jinojos, él es!

GREGORIA

Será un alma del otro mundo...

SENÉN

Se ha escapado el león...

EL CONDE, ~entrando; tras él D. Pío, que, distraído, conserva su
pañuelo a la cabeza~.

Sí, aquí está la fiera... Soy yo, mis queridísimos Gregoria y Venancio;
el propio Albrit, vuestro señor que fue, después vuestro huésped.
~(Dirígese con calma al sillón que suele ocupar.)~ Y me acompaña mi
buen amigo D. Pío Coronado, a quien veis en esa extraña facha porque el
aire le privó de su sombrero.

D. PÍO, ~con timidez, quitándose el pañuelo~.

Perdón les pido... Me retiraré si estorbo.

EL CONDE

Aquí no estorba nadie... ~(A Venancio y Gregoria.)~ Ya comprenderéis
que no vengo a pediros nuevamente hospitalidad. Con vuestras groserías
me arrojásteis de la Pardina. No veáis en mí al pobre importuno que,
despedido cien veces, cien veces vuelve. No; no entro en vuestra casa;
entro en la casa de mis nietas, a quienes necesito ver esta noche.

VENANCIO

Señor... yo no he arrojado a usía... Es que se creyó que estaría mejor
en los Jerónimos.

EL CONDE

¡Al diablo tú y los Jerónimos!

GREGORIA

La santa Virgen nos ampare.

SENÉN, ~queriendo meter su cucharada~.

Lo que quiere decir el señor Conde es que...

EL CONDE, ~impaciente~.

Lo que quiero decir es que necesito ver a mis nietas pronto. ¿Dónde
están? ¿Por qué no han salido a recibirme?

GREGORIA

Ha olvidado el señor que las convidó la señora del Alcalde.

EL CONDE, ~severo~.

Que vayan a buscarlas inmediatamente. ~(Gregoria y Senén se ofrecen a
traer a las niñas.)~ No, de ti no me fío... Tampoco tú eres de fiar...
D. Pío, hágame el favor de traerme a Nell y Dolly.

SENÉN, ~lisonjero~.

Iré yo también, para que vea usía con qué solicitud ejecuto sus
órdenes. ~(Vanse Senén y D. Pío.)~

VENANCIO, ~haciendo de tripas corazón~.

El señor querrá tomar algo.

GREGORIA

Como no contábamos con usía, nada hay preparado.

EL CONDE

Os lo agradezco. Cuando vengan mis nietas decidiré. Tú, Venancio, me
harás el favor de ir a la Rectoral, y decir a Carmelo que deseo verle
esta noche.

VENANCIO

El señor Cura estará cenando...

EL CONDE

Eso no es cuenta tuya. Haz lo que te digo.

VENANCIO

Bien, señor.

GREGORIA

¿Y a mi qué me manda usía?

EL CONDE

Que puedes irte a tus quehaceres. Deseo estar solo. ~(Apoyando en la
mano su cabeza, quédase meditabundo.)~

GREGORIA, ~a su marido, que, al retirarse, amenaza con un gesto
furtivamente al Conde~.

¡Por Dios, Venancio...!

VENANCIO

¡Otra vez en mi casa...! Yo te juro que mañana no habrá en la Pardina
más que un león... el de piedra, que está en el escudo. ~(Se van.)~


ESCENA XIV

~Jardín y casa del Alcalde. Al llegar Senén y D. Pío, ven y admiran el
jardín, iluminado con farolitos de colores colgados de los árboles.
En la sala baja, cuyas ventanas están abiertas, suena el cascabeleo
del piano. Óyense desde la calle alegres risotadas, cantos juveniles y
pataditas de baile.~

~LA ALCALDESA, SENÉN; después NELL; mucha y diversa gente, pollas y
chicarrones de la localidad.~

SENÉN, ~hablando con la Alcaldesa en la puerta de la sala baja, que
está de bote en bote~.

Sí, señora, que vayan al momento. Nos ha mandado a D. Pío y a mí con
esta comisión. Al maestro le he dejado en el jardín como un palomino
atontado. Esta y no otra es la razón de que vengamos a turbar el
regocijo de su fiesta _monocrástica_.

LA ALCALDESA, ~sofocando la risa~.

Onomástica, Senén.

SENÉN, ~sin dar su brazo a torcer~.

En Madrid lo decimos de varios modos. Decimos también _fiesta
morganática_.

LA ALCALDESA

Bien, hombre, no riñamos por una palabra... Pero no acabo de creer que
el león se haya escapado de la espléndida jaula de Zaratán. Cuando lo
sepa José María, ¡bueno se pondrá! ¡Y D. Carmelo tan confiado en que
el Prior se daría sus mañas para retenerle!

SENÉN

_Me inclino a creer_ que no hay quien pueda con Albrit. Para su
soberbia no se han inventado jaulas ni barrotes bastante fuertes.

LA ALCALDESA

Te advierto que las chicas no saben nada de esta conspiración para
enjaular a su abuelo.

SENÉN

Conviene que lo ignoren.

LA ALCALDESA

Es un dolor que ese viejo extravagante las llame en lo mejor de la
fiesta. ¡Están tan divertidas las pobres! Lo que han gozado esta
tarde no puedes figurártelo. Entra, y tomarás un dulce y una copa.
~(Senén da las gracias, y trata de ganar terreno dentro de la sala;
pero el apretado gentío se lo impide.)~ Está esto imposible... Pues
sí; ahora se ve que a estas infelices niñas de Albrit les gusta la
sociedad, y que para la sociedad han nacido. Da pena verlas hechas unos
saltamontes, del bosque a la playa y de la playa al bosque, cuando su
centro, su atmósfera, como quien dice, es la buena sociedad, el dar
broma con decoro, y el divertirse lícitamente. Esta tarde lo hemos
visto. ¡Virgen, lo que han picoteado con Manolo y Serafín, los de la
confitera! Ellos son saladísimos, llenos de picardía, eso sí; pero
elegantitos. Estudian en Madrid.

SENÉN, ~introduciéndose más~.

Les conozco.

LA ALCALDESA

Van a los estrenos, frecuentan las reuniones, saben de memoria todas
las tonadillas del género chico, montan en bicicleta...

SENÉN

Son chicos muy simpáticos... Allá veo a Dolly de conversación tirada
con el tontaina de Tomasín, el del Registrador. Como hay Dios, que le
está tomando el pelo.

LA ALCALDESA

¿Esa? Es capaz de tomárselo al lucero del alba.

SENÉN

Procure usted, Doña Vicenta, echármelas para acá, y si no puede usted
a las dos, cójame a la que pueda... que ya es tarde, y el león debe de
estar impaciente, sacudiendo las melenas.

~(Intérnase Vicenta. Nell, rompiendo por entre el gentío, sofocada,
fulgurantes los ojos de la batahola del baile y de la excitación de
tanto charloteo, va en busca del antiguo criado de su casa.)~

SENÉN

Señorita Nell, aquí estoy.

NELL

¡Vaya un fastidio, Senén! ¡Qué poco nos dura el contento! ¿Por qué
no nos deja el abuelito cenar aquí? ¿Se ha puesto malo? ~(Senén
deniega.)~ Pues nos iremos. Espérate un poquito... A ver dónde está
Dolly.

SENÉN, ~en tono de protección~.

¡Es lástima que las señoritas no disfruten de la sociedad!... Pero,
según mis _informes autorizados_, pronto se les acabará el aburrimiento
y la sosería de este destierro de Jerusa.

NELL, ~con vivo interés~.

«Según tus noticias,» has dicho... Ah, Senén, tú has estado en Verola.
¿Hablaste con mamá?

SENÉN, ~haciéndose el discreto~.

Vine esta mañana de Verola. Los vientos que allí corren son que la
señora Condesa, cuando regrese a Madrid, no dejará a sus hijas en esta
_villa provinciana_.

LA ALCALDESA, ~en alta voz, en medio de la sala, dando palmadas~.

Aquí no se cabe, señoritas y caballeros. Al jardín, a mi jardín, que
para eso os lo he iluminado a la veneciana.

~(Salida impetuosa de la muchedumbre juvenil de ambos sexos, y de las
personas mayores. La juventud se precipita, toma la delantera a los
viejos, y se desborda fuera del recinto, ávida de mayor y más fresco
espacio en que producir su actividad bulliciosa: la oleada pasa junto a
Senén, pero no le arrastra.)~

NELL, ~que permanece en la sala, conteniendo su afán de correr también
hacia el jardín~.

Dime pronto. ¿Te habló mamá? ¿Nos llevará consigo? ~(Senén afirma.)~
¿Pero es verdad, o suposiciones tuyas? ¿Vuelve mamá por aquí?

SENÉN

Seguramente. Dentro de unos días... Hay allí mucha grandeza, marqueses
y duques.

NELL

¿Y eso qué...?

SENÉN, ~como quien recela decir lo que sabe~.

La señora no podrá... En fin, no sé. Eso depende...

NELL, ~inquieta~.

Habla pronto; dime lo que sepas, o me voy.

SENÉN

No podré _comunicar_ nada a la señorita si no tiene un poquitín de
paciencia. ~(Nell quiere conducirle al jardín.)~ Mejor hablamos aquí.
Ya ve la señorita que nos hemos quedado solos.

NELL, ~en quien por el momento puede más la curiosidad que el anhelo de
divertirse~.

Bueno: pues aquí me estoy.

SENÉN

Por esta noche, me limito a _consignar_... y esta es noticia adquirida
en los centros oficiales... que la señora Condesa ha decidido
presentar a sus niñas en sociedad.

NELL

Tú me engañas, Senén maldito. ¡Oh! Pues si eso fuera verdad, y
acertaras... vamos, te regalaría yo muy pronto un alfiler de corbata
mejor que ese que llevas... ¿Hablas en broma?

SENÉN, ~radiante de fatuidad~.

Hablo con toda la seriedad propia de mi carácter. Y si la señorita me
promete guardar secreto, le diré otra cosa. Pero ha de asegurarme que
esto no saldrá de entre los dos... ¿Palabra?

NELL

Palabra... y el alfiler si resulta que no me engañas. ~(Senén remusga,
haciéndose de rogar.)~ Maldito, habla de una vez... Vamos, no sé qué te
haría.

SENÉN

Queda entre los dos... No fastidiar... Pues... quieren casar a la
señorita...

NELL, ~vivamente, poniéndose muy encarnada~.

¡A mí!

SENÉN

A usted... con el primogénito de los Duques de Utrech... Ya sabe:
Paquito Utrech, Marqués de Breda... lleva ese título hace seis meses.
¡Vaya un partido! ¡Rico él, elegante él, guapo él!...

NELL, ~afectando incredulidad y conteniendo la risa, para que no le
salga al rostro el contento, que, no obstante, sale a borbotones~.

¡Vaya unos embustes que te traes! Quita allá... ¿tú crees que yo soy
tonta?... No me digas esas cosas si no quieres que te...

LA ALCALDESA, ~llamando desde el jardín~.

¡Nell, Nell!

NELL

Aquí estamos... Voy. ~(Corre al jardín, y Senén tras ella.)~

LA ALCALDESA

Hija, no sé dónde se ha metido tu hermana. Hace un momento estaba
aquí...

NELL, ~llamando~.

¡Dolly!

SENÉN

Vámonos pronto.

~(Preguntando en los corros, se averigua que Dolly hablaba momentos
antes con D. Pío, y... no se sabía más.)~

NELL

Se habrá ido con él.

SENÉN

Sin duda. En la Pardina la encontraremos. ~(Despídese Nell, y sale con
Senén, a punto que entra el señor Alcalde, bufando. Viene de la sesión
del Ayuntamiento, que ha sido borrascosa. Sus colegas le han hecho el
desaire de rechazar la moción, por él presentada, para que a la calle
de _Potestad_ se le cambie el nombre, llamándola _Calle del Siglo
XIX_.)~


ESCENA XV

~Comedor en la Pardina.~

~EL CONDE, en la propia actitud en que quedó al final de la escena
XIII. Llegan sucesivamente DOLLY con DON PÍO, NELL con SENÉN; VENANCIO
y GREGORIA, EL CURA, EL ALCALDE.~

EL CONDE, ~oyendo ruido~.

Ya vienen.

DOLLY, ~entrando presurosa~.

¡Abuelito de mi alma... aquí, tan solito, y nosotras de fiesta!

EL CONDE, ~besándola~.

Alma mía, paréceme que hace un siglo que no te veo.

D. PÍO, ~sofocadísimo~.

En cuanto le dije que usía la llamaba, le faltó tiempo para echar a
correr.

EL CONDE

¡Hija querida!

D. PÍO

Ni siquiera se despidió de Doña Vicenta. Me ha traído ¡ay! como si
viniéramos a apagar un fuego.

EL CONDE

¿Y Nell?

DOLLY

Por no detenerme no me cuidé de buscarla entre el tumulto.

D. PÍO

Ya me parece que llega.

NELL, ~entrando, seguida de Senén~.

Albrit... ¿qué ocurre? ¿Qué le pasa al primer caballero de España, mi
ilustre abuelo?

~(Gregoria y Venancio aparecen por el fondo.)~

EL CONDE, ~sorprendido del lenguaje ceremonioso que usa Nell~.

Chiquilla, desde que no nos vemos has estudiado más de lo que creí...
has adelantado prodigiosamente en la ciencia del mundo.

NELL

¿Has paseado mucho...?

DOLLY, ~acariciando al abuelo~.

Demasiado... ¡Pobrecito! ¡Cómo habíamos de permitir tal infamia si la
hubiéramos sabido!

NELL, ~sorprendida~.

¿Pues qué ocurre?

~(Entra el Cura, un tanto cohibido. No sabe a quién dirigirse primero,
si a las niñas o al Conde.)~

DOLLY

D. Carmelo te lo dirá.

EL CURA

Niñas mías, podéis creer que al llevarle a Zaratán nos guiaba el deseo
de aposentarle dignamente. Creía y sigo creyendo...

EL CONDE, ~que sale generosamente a la defensa del Cura~.

No te apures, Carmelo, por sincerarte. Estas tontuelas no están bien
enteradas. Todo se reduce a que me llevásteis a dar un paseo en coche,
y yo tuve la humorada de volverme a pie en compañía del buen Coronado.

EL ALCALDE, ~que entra presuroso, dando resoplidos~.

Me lo temía, sí... me lo temía. El señor Conde se nos ha vuelto un
chiquillo...

EL CURA, ~animándose con el refuerzo del Alcalde~.

Y desconoce el grandísimo bien que hemos querido hacerle.

EL ALCALDE, ~con petulancia~.

¡Vamos, que fugarse del Monasterio! No he visto otra... ¡Desmentir así
su respetabilidad!

EL CONDE, ~con jovialidad desdeñosa~.

Amigo Monedero, no es lo mismo hacer fideos que encerrar leones.

EL ALCALDE, ~quemado~.

En una y otra cosa, Sr. de Albrit, me tengo por hombre que sabe su
obligación.

EL CONDE

No la sabe muy bien cuando tan mal le ha salido esta tentativa.

EL CURA, ~interviniendo pacíficamente~.

Permítame, señor Alcalde...

EL ALCALDE, ~echando roncas~.

Digo y repito que sé mi obligación, y que no necesito que nadie me
enseñe a sujetar a los que no deben estar sueltos.

EL CONDE, ~con desprecio~.

No te conozco... No puedo ver en esas arrogancias al buen Pepe
Monedero, servidor que fue de mi casa, cuando aquí, siguiendo las
tradiciones de mi santa madre, consagrábamos parte de nuestra hacienda
al socorro de los desvalidos.

EL ALCALDE, ~desconcertado~.

Pues si usted me desconoce, le diré...

EL CONDE

No te empeñes en ello. No te conozco. Sobre que no veo bien, la
ingratitud desfigura los rostros...

DOLLY

No sea usted ingrato, D. José María.

EL ALCALDE, ~reventando de vanidad~.

Haga usted entender a su señor abuelo que soy el Alcalde de Jerusa.

DOLLY, ~estallando en ira, con gallarda fiereza~.

Pues al Alcalde de Jerusa, y al Cura de Jerusa, y a todos los alcaldes
y a todos los curas habidos y por haber en el mundo, les digo yo que es
una oficiosidad inicua lo que han querido hacer con mi abuelo...

EL CURA

¿Pero tú...?

EL ALCALDE

¡Esta mocosa...! Usted...

DOLLY, ~creciéndose a cada palabra~.

Sí, señor, yo... yo misma. Han faltado al respeto que merece el noble
desvalido, el anciano, el padre de Jerusa, el que no debiera entrar en
estos valles y en este pueblo sin que antes las piedras se levantaran
para bendecirle, y hasta los árboles se arrodillaran para adorarle...
¿Por qué queréis privarle de libertad? No padece más locura que el
cariño que nos tiene; y si los que se han criado a su sombra le
menosprecian o le ultrajan, aquí estamos nosotras, sus nietas, para
enseñar a todo el mundo la veneración que se le debe.

EL CONDE, ~en pie, cruzando las manos~. ~(La emoción le ahoga.)~

¡Señor, Señor, ella es... es la mía...! Su noble fiereza lo declara...
~(Vuélvese a Coronado, que está junto a él.)~ Esta, esta... la mía.

EL CURA, ~que ha permanecido junto a Nell~.

Cálmate, hija mía: tratábamos de mejorar su situación...

EL MÉDICO

¡Vaya un geniecillo!

NELL, ~corriendo al lado del Conde~.

Abuelito querido, sosiégate. Creyeron que en Zaratán tendrías mejor
albergue que aquí... Y no me parece mala idea, francamente, porque si
nosotras nos vamos con mamá...

EL CONDE, ~con dulzura un poco seca, sin rechazar sus caricias~.

Sí: tú, tú puedes marchar cuando quieras.

NELL, ~sin comprender~.

Se acabó la cuestión... Ahora descansas... Antes se te dispondrá la
cena. Dolly, démosle de cenar.

EL CURA

Podría venir a mi casa...

DOLLY

¡Pero si está en la nuestra!

EL CURA

Dígolo porque... Bien sabéis que las desavenencias de estos días han
creado cierta incompatibilidad entre el señor Conde y Venancio...

NELL

¡Incompatibilidad!... Estamos en nuestra casa.

VENANCIO, ~adelantándose, seguido de Gregoria~.

Perdone la señorita. Las señoritas, lo mismo que el señor Conde, están
en mi casa.

NELL, ~acobardada~.

Es verdad; pero...

DOLLY

¿Qué dices...?

VENANCIO

Digo que, a pesar de todo, por esta noche le alojaremos y le serviremos.

DOLLY, ~con brioso arranque~.

¿Cómo se entiende? ¡Por esta noche! Por esta y por todas las noches del
mundo, mientras nosotras estemos aquí. La casa es tuya, es verdad; pero
somos tus amas nosotras, mi hermana y yo: somos tus amas, ¿lo entiendes
bien? A excepción de esta huerta, las tierras que cultivas y que tienes
en arrendamiento casi de balde, o en administración, nuestras son,
nuestras. Somos las herederas de la casa de Laín, y tú, Venancio, y tú,
Gregoria, servís a mi abuelo, no por caridad, que caridad está visto
que no tenéis, sino porque yo os lo mando, ¿lo entendéis bien? yo os lo
mando... ~(Repite el concepto con firme autoridad.)~

VENANCIO

La que manda... es...

GREGORIA

La señora Condesa.

DOLLY, ~altanera~.

Silencio. A disponer la cena... ~(A Gregoria.)~ Tú a la cocina... de
cabeza... El Conde de Albrit vive con sus nietas. No nos tenéis de
limosna... Cenará aquí, cenaremos los tres aquí ~(Da un fuerte golpe
en la mesa)~, en esta mesa. Dormirá en su aposento, que para eso se lo
arreglé yo misma esta tarde. Y si no queréis ir a la cocina, iré yo...
Y si habéis descompuesto la alcoba, irá Nell a arreglarla... Pronto,
vivo... ~(A Venancio y Gregoria.)~ A poner la mesa... Señores, se les
convida.

EL ALCALDE, ~con desvío~.

Gracias.

EL CURA

Pero, chiquilla, tú...

DOLLY

Yo... Me basto y me sobro. Nieta soy de mi abuelo.

EL CONDE, ~con inmensa ternura y entusiasmo, abrazándola~.

¡Sí, sí!... ¡Sangre mía, corazón de Albrit!


FIN DE LA JORNADA CUARTA




JORNADA QUINTA


ESCENA PRIMERA

~Sala baja en la Pardina.~

~EL CONDE, sentado; EL MÉDICO, que entra a visitarle, y se sienta a su
lado.~

EL MÉDICO

¿Qué tal, señor Conde? ¿Ha pasado usted mala noche?

EL CONDE

Malísima... Insomnio, ideas lúgubres, ideas de exterminio; cosa nueva
en mí, pues aunque de genio impetuoso y autoritario, nunca hice mal a
nadie. Al contrario, mi ruina proviene del...

EL MÉDICO, ~interrumpiéndole~.

Ya lo sé: del altruismo desordenado, de no saber contenerse en la
generosidad y protección a todo bicho viviente.

EL CONDE, ~con amargura~.

He cultivado la ingratitud. En el jardín de mi vida, las rosas que
planté se me han convertido en zarzales, y entre ellos... no faltan
culebras.

EL MÉDICO, ~pulsándole~.

Tenemos que enfrenar los nervios, y, sobre todo, cerrar la llave, el
grifo de la ideación, demasiado afluente.

EL CONDE

Facilillo es eso... ¡Tasarle a uno las ideas o medírselas con
cuenta-gotas!

EL MÉDICO

Todo depende de que usted trate de contener su vida cerebral en
los límites de lo presente, de lo práctico, y, si se quiere, de lo
prosaico. ¿Me explico?

EL CONDE

Sí, hijo, sí. Entiendes por poesía la idea exaltada del honor, de la
justicia. Es un rodeo parabólico para evitar el empleo de la palabra
locura. ~(El Médico deniega, risueño.)~ ¡Y queríais curarme con la
prosa de Zaratán!

EL MÉDICO, ~cortando todo motivo de excitación~.

No se hable más de eso. Considérelo usted como una broma. Y si
me apura, le diré que nos equivocamos... en el procedimiento, se
entiende... ~(El Conde intenta decir algo; pero Angulo, que considera
peligroso aquel tema, le quita la palabra cortesmente.)~ ¡Sí...
la libertad, la preciosa libertad!... Estamos conformes... Ahora
explíqueme usted por qué le encuentro hoy más desanimado y caviloso que
otros días.

EL CONDE

¿Pero estás en Belén? ¿Ignoras que Lucrecia ha vuelto de Verola... y
que viene de mal talante, y con la malvada intención de llevarse a las
niñas?

EL MÉDICO

En su buen juicio, no desconocerá usted que las señoritas necesitan
otro ambiente, otra sociedad...

EL CONDE, ~afligidísimo~.

¡Privarme del único consuelo de mi vida! No, no lo consiento, no puedo
consentirlo. ~(Airado, golpea el brazo del sillón.)~ Me opongo, me
opondré resueltamente, y por cualquier medio, al inicuo monopolio que
esa perversa quiere hacer del cariño filial.

EL MÉDICO

Sosiéguese... Ya trataremos de arreglarlo.

EL CONDE

Sí, sí... ¡Buenos arregladores sois vosotros! ¡Qué amigos me han salido
en esta tierra, donde creí haber arrojado a manos llenas simiente de
bendiciones!... ¡Pero qué remedio!... No puedo hacer que las piedras se
vuelvan amigos.

EL CURA, ~entrando jovial, de rondón~.

¿Qué... qué dice? ¡Ya nos está poniendo de hoja de perejil! ~(El Conde
le mira y calla.)~ ¿Qué ocurre por aquí? Me dicen que el señor Conde
desea verme...

EL CONDE

Sí, Carmelo... Caigo, me hundo, y en mi desolación me agarro a lo único
que encuentro: a las piedras, a vosotros.

EL CURA

Comprendido: se agarra a lo firme, a lo que seguramente le sostendrá.

EL CONDE, ~con tristeza~.

No sois buenos, no... ~(El Cura sonríe, y hace señas al Médico.)~
Pero no está el tiempo para disputas, Carmelo. No eres bueno; pero te
necesito.

EL CURA, ~risueño~.

Quiere decir que soy un mal necesario.

EL CONDE, ~impaciente por entrar en materia~.

Dos palabras: te perdono lo de Zaratán, y a ti también, Angulo. Olvido
la pesada broma, a condición...

EL CURA

A condición de que hagamos comprender a la Condesa que es una triste
gracia arramblar con las niñas.

EL CONDE, ~dolorido~.

Es inicuo, cruel...

EL CURA

Pero como a Lucrecia no le faltan motivos razonables para presentar
a sus hijas en sociedad, a las manifestaciones que le hagamos en el
sentido que pretende nuestro arrogante león de Albrit, contestará
mandándonos a paseo. La cosa es tan lógica, tan sencilla, tan
racional...

EL CONDE, ~vivamente~.

Vete a verla, Carmelo; vete allá...

EL CURA

¡Si de allá vengo! Pero no ha querido recibirme. Ni las moscas pasan
a verla. Según me ha contado Vicenta, viene la Condesa de Laín en un
estado moral lastimoso. Algo ha ocurrido en Verola que la contraría,
que la aflige profundamente. ¿Qué ha sido? Lo ignoramos. Dicen que está
abatidísima, los ojos encendidos de tanto llorar, y la pena que agobia
su alma la desahoga con los pobres pañuelos, haciéndolos trizas con los
dientes.

EL CONDE, ~con hondo interés~.

¿Y qué creéis vosotros? ¿Ese estado de su ánimo será favorable o
adverso a lo que yo pretendo?

EL MÉDICO

Antes de responder, sepamos la causa de ese duelo.

EL CONDE

Sea lo que quiera, tú, _pastor Curiambro_, vuelves allá. Le dices que
vas de parte mía...

EL CURA

¿De parte del león?... Razón más para que me dé con la puerta en los
hocicos.

EL CONDE

No lo creas. Vas como representante de Albrit, para proponerle una
transacción o componenda.

EL CURA

Ya me figuro. Puesto que se disputan las dos niñas... a dividir. Es un
juicio harto más fácil que el de Salomón.

EL MÉDICO

Partes iguales. No está mal pensado.

EL CONDE, ~con gran viveza~.

Ni puede concebirse solución más práctica y elemental. Una para ella,
otra para mí... Pero es condición precisa que yo escoja la mía.

EL CURA

Sí, sí. Con proponérselo nada perdemos. Falta que se ponga al habla, y
que yo pueda hoy dedicar mi tiempo a estos negocios. Señor Conde, esta
noche predico.

EL CONDE

Ya tendrás tu sermón bien guisado... Preséntate a Lucrecia... pero
pronto... No te descuides.


ESCENA II

~EL CONDE, EL CURA, EL MÉDICO, DOLLY~

DOLLY, ~quitándose el sombrero~.

Aquí me tienen otra vez.

EL CURA

¿Y tu mamá, está mejor?

DOLLY

Un poquito más sosegada. ~(Al Conde.)~ Como no podemos atender a las
dos casas a un tiempo, hemos determinado partirnos.

EL CONDE, ~con alborozo~.

¿Os partís?... De eso hablábamos, hija mía.

DOLLY

Allá se queda Nell con mamá, y yo me vengo a la Pardina para cuidarte a
ti.

EL CONDE

¿Lo veis? Su grande inteligencia, sin ninguna sugestión de mi parte,
percibe y pone en ejecución la componenda lógica.

EL CURA

Yo dudo que...

EL CONDE, ~inquietísimo~.

¿Dudas?... Oh, Carmelo, no me quites la esperanza, no aumentes mi
congoja. ¿Te ríes?

EL CURA

Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni he dicho nada, ni me he reído, ni haré
más que cumplir fielmente sus órdenes. Vuelvo allá.

EL CONDE, ~desconcertado, variando de pensamiento a cada instante~.

No, no vayas; aguarda... Sí, sí, vete y dile...

EL CURA

¿En qué quedamos?

EL CONDE, ~decidiéndose~.

En que vas. Pero te limitas a anunciarle que yo la visitaré hoy mismo
para tratar con ella de un asunto de familia. Cosas tan delicadas
no puedo fiarlas a nadie. _Tête à tête_ la pantera y el león, yo
propondré...

EL CURA

Y puede que la convenza, sí, señor... Hay panteras razonables. ~(Se
aparta y habla con Dolly.)~

EL MÉDICO, ~despidiéndose~.

Luego volveré. Supongo que seguirá usted en la Pardina.

EL CONDE

De ningún modo. No me faltará hospitalidad en cualquiera de las casas
de labor, o de las cabañas que fueron mías. En Forbes, en Polan y
Rocamor, todos mis antiguos colonos están deseando que el viejo Albrit
llegue a su puerta, pidiéndoles un pedazo de pan y un albergue
humilde. Verdad que en ninguna de estas casas hallaré las comodidades
de la Pardina. Pero no me importa; prefiero guarecerme en la última
choza de pastores, a soportar aquí la estolidez egoísta de estos
ingratos. A otra parte con mis huesos. Iré de puerta en puerta, con la
esperanza de encontrar un corazón noble, un alma cristiana...

EL CURA

Bueno; pues... ya vendré con la respuesta.

EL CONDE

Aquí te aguardo.

EL MÉDICO

Hasta luego.

EL CURA, ~aparte al Médico, retirándose ambos~.

Al fin, nuestra pobre fiera apencará con Zaratán.

EL MÉDICO

¡Si es lo mejor!

EL CURA

¡Lo único, señor, lo único! ~(Salen hablando.)~

DOLLY

Abuelito, tengo que decirte una cosa. Que te quiero mucho, mucho.

EL CONDE, ~con viva ternura, abrazándola~.

¡Corazón grande!

DOLLY

Y vas a saber otra cosa.

EL CONDE, ~poniendo el oído~.

¿Es también secreta?

DOLLY, ~amorosa~.

Sí, muy reservada... Que no se entere nadie. Quiero seguir tu suerte.
Si pasas trabajos, yo también... Si vas de puerta en puerta, como
dices, también yo... Yo contigo, siempre contigo.

EL CONDE, ~con intensa emoción~.

¡Señor, qué alegría!... ¡Compensación hermosa de mis infortunios! Todo
lo que padecí, quebrantos de fortuna, humillaciones, pérdida de seres
queridos, se contrapesa con este inmenso galardón de tu cariño, que
Dios me da sin yo merecerlo... ~(Abrazándola y besándola con efusión.)~
¿Pues qué merezco yo, que nada soy, que nada valgo ya?... Dios da la
bienaventuranza en esta vida, ya lo veo... a mí me la da. No necesita
uno morirse, no, para entrar en el cielo... ~(Pausa.)~

DOLLY

En la prosperidad o en la desgracia, abuelito, tu Dolly no te
abandonará.

EL CONDE, ~con majestuosa solemnidad, levantándose~.

Y yo, por el nombre de Albrit, por los gloriosos emblemas de mi casa,
por todos y cada uno de los varones insignes y de las santas mujeres
que de ella salieron, asombro y orgullo de las generaciones; por la
conciencia del honor y de la verdad que Dios puso en mi alma, por Dios
mismo, juro que antes me harán pedazos que arrancar de mi lado a la que
es luz, consuelo y gloria de mi vida.


ESCENA III

~Jardín del Alcalde.~

~EL ALCALDE, en zapatillas, con batín de vistosos cordones, como un
húsar; LA ALCALDESA, EL CURA, SENÉN.~

EL CURA, ~que acaba de entrar~.

Aquí otra vez; mas ahora no vengo por mi cuenta. _Mensajero soy,
amigo..._

EL ALCALDE

Ya, ya... Alguna nueva _leonada_.

LA ALCALDESA

¿Pero qué quiere ese hombre?

EL ALCALDE, ~en jarras~.

Ya me va cargando a mí ese fantasmón, que, después de todo, no es
más que un desagradecido, pues bien podía mirar que, enchiquerándole
en Zaratán, le dábamos más de lo que merece la polilla de sus
pergaminos... Agradezca que da con un hombre de mi pasta... ~(No se
refiere a la de sopa.)~

EL CURA

Amigo mío, hay que respetar las grandezas caídas.

EL ALCALDE

Pues digo... ¡los moños que se puso anoche, María Santísima!...

LA ALCALDESA

Hijo, como no somos aristócratas...

EL ALCALDE

Y hay más. Bien sabía el vejete que ayer celebrábamos tu fiesta
_monástica_...

LA ALCALDESA

Onomástica.

EL ALCALDE

Y ni un recado de atención, ni una fineza... Pues digo, la niña
segunda, esa Dolly, ha heredado el tupé y la caballería andante o
cargante de todos los Albrites y Laínes del obscurantismo. ¿Pues no se
me subió a las barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído, Vicenta!...
Y todo ello cuando acabábamos de atracarla de dulces y de atenciones,
aquí, en tu fiesta _numismática_.

LA ALCALDESA

Ono... mástica.

EL ALCALDE, ~bufando~.

Lo mismo da... Sacan ahora unas palabras que le vuelven a uno loco...
Acabaremos por tener que hablar por señas.

EL CURA

Lo de anoche, mi querido Monedero, ha perdido su interés con la vuelta
repentina de la Condesa en ese estado de tribulación que ustedes me
pintaron esta mañana.

EL ALCALDE

Lo que digo a esta: menudo _jollín_ habrán armado en Verola los duques
y marqueses...

EL CURA, ~a la Alcaldesa~.

¿Y no se espontanea con usted, no le cuenta...?

LA ALCALDESA

Ni una palabra.

EL ALCALDE

Este tunante de Senén debe de saber algo. Pero ahora, desde que ha
dado en tener _bouquet_, como el vino de Burdeos, se nos ha vuelto tan
reservadillo, que ni con saca-corchos se le destapa la boca. ~(Los
tres miran hacia un cenador, cubierto de madreselvas, en cuyo interior
está Senén, sentado, tristón, mirando al suelo.)~ Tú, funcionario, ven
acá... o te voy a poner en mi jardín de estatua de la Hacienda pública
esperando un ministro.

LA ALCALDESA

Desde las ocho de la mañana le tiene usted ahí, esperando audiencia de
la que fue su ama.

SENÉN, ~destemplado, acercándose~.

Ya he dicho que no sé nada.

EL ALCALDE

No negarás que estuviste en Verola.

EL CURA

¿Qué personas de viso había en el castillo de Donesteve?

SENÉN

Anda, anda... ¿quién las puede contar?

EL ALCALDE

¿A que no faltaba el Marqués de Pescara?

SENÉN

Llegó el lunes, y con él los Duques de Utrech y sus hijos; y el martes
otros, y otros...

EL CURA

¿Viste a la Condesa?

SENÉN

Sí, señor... Cuatro minutos nada más.

EL CURA

¿Qué cara tenía?

SENÉN

La de siempre: la bonita.

EL CURA, ~riendo~.

Pues si no nos das más noticias, debemos decirte que nos devuelvas el
dinero.

EL ALCALDE

Este es muy cuco y no se compromete.

LA ALCALDESA, ~viendo entrar en el jardín a Consuelito con medio palmo
de lengua fuera~.

Aquí viene Consuelito, y en la cara le conozco que no ha perdido el
tiempo. Trae comidilla.

EL ALCALDE

Con tal que no sea fiambre...


ESCENA IV

~LOS MISMOS; CONSUELITO~

CONSUELITO, ~gozosa~.

Ya estoy de vuelta, y con las alforjas bien repletas.

EL CURA

¿La de la espalda?

CONSUELITO

Las dos... Sois unos mandrias, que aguantáis sin rascaros la comezón de
la curiosidad. Yo no puedo: o averiguo lo que no sé, o reviento.

EL ALCALDE

¿Sabes algo, maestra?

CONSUELITO

¿Cómo algo?

EL CURA

Y algos.

CONSUELITO

No me ofendáis suponiendo que sé las cosas a medias. No: Consuelo
Briján, o las ignora por entero, o las sabe de cabo a rabo; y todo,
todito lo que pasó ayer en Verola lo conoce ya... y vosotros...
ni palabra... y estáis rabiando porque yo os lo cuente: de donde
resulta que sois tan curiosones como yo; pero hipócritas al propio
tiempo, porque os regaláis con la fruta que buscan los que llamáis
chismosos... ¡Ay, dejadme que me siente!... estoy cansadísima... he
venido volando para contaros... No, no: punto en boca. Ahora me vengo
de los hipocritones, negándome a darles la golosina... ~(Gozándose en
la ansiedad de los que la rodean.)~ No, no: no digo nada. Sois más
fisgones que yo, y más ávidos del escándalo ajeno que yo... Mira,
mira los ojos chispos del Alcaldillo... Y el curita... cómo se relame
esperando el dulce... Pues me callo... Soy muy discreta... No me gusta
meterme en vidas ajenas. ~(Con énfasis cómica.)~ Es pecado; es falta
de caridad, de delicadeza... Cada cual se las arregle para buscar la
comidilla, que a mí mi trabajito me ha costado sacarla de las entrañas
de la tierra. ¡Ahora se fastidian, se fastidian!

EL ALCALDE

Vaya, no marees, y dinos lo que sepas.

EL CURA

¿Pero cómo puede usted saber...? ¿Acaso tiene espías en Verola?

EL ALCALDE

Los tiene en todas partes. Son corresponsales que le escriben, y hasta
le ponen telegramas.

CONSUELITO

Espías, no; pero tengo mi representación en Verola. ¿Cómo no, habiendo
allí tanta gente gorda de la que da que hablar, y estando además
Lucrecia, que por sí se basta y se sobra para dar materia a setenta
corresponsales?

LA ALCALDESA

Pues suelta la sin hueso. Abre la espita. ¿Qué ha ocurrido?

CONSUELITO, ~sin poder contenerse~.

Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido con el Marqués de Pescara,
el cual, en una entrevista que tuvieron en la estufa, debió de
insultarla... ¡Cosas tremendas, señores, que ponen los pelos de punta!
¡Qué tal habrá sido la gresca, que de ella resultó desafío...!

EL CURA

Dios nos asista.

CONSUELITO

La conducta del de Pescara no le pareció bien al Duquesito de
Malinas... Que si esto, que si lo otro, que patatín y que patatán.
Salieron desafiados para la frontera, donde a estas horas se habrán
disparado el uno al otro la mar de tiros.

LA ALCALDESA

Pero la causa, el porqué de toda esa zaragata...

EL ALCALDE

Vete a saber. Probablemente celos...

CONSUELITO

Algún motivo daría Lucrecia para que el Marqués echara los pies por
alto.

SENÉN, ~vivamente~.

No habrá sido la Condesa quien ha dado el motivo, sino el Marqués, que
hace tiempo venía faltando...

EL CURA

¡Ah! tunante; luego tú sabes... Permítame la señora Doña
Consuelo Briján que ponga en cuarentena todo ese folletín de _La
Correspondencia_ que acá nos trae...

CONSUELITO

Mis informaciones, Sr. D. Carmelo, son siempre _competentemente
autorizadas_, y proceden...

EL CURA

De chismes de lacayos o marmitones.

EL ALCALDE

Eso no: el corresponsal de mi prima en Verola es un punto que sabe su
obligación.

LA ALCALDESA, ~riendo~.

Tadea, la planchadora de los Donesteve.

EL ALCALDE

Y que no se descuida. Larga unas cartas de seis pliegos, llenos de
garabatos, que parecen una alambrera. Esta sola los entiende.

CONSUELITO

Y que no se le escapa nada. Antes de la gresca, los Donesteve y
Lucrecia habían concertado casar a Nell con el Marquesito de Breda,
primogénito de Utrech.

EL CURA

Buena boda. ¿Y a Dolly?

CONSUELITO

Seguían los tratos para apalabrarla con el hijo segundo.

EL ALCALDE

Eso se llama barrer para adentro.

LA ALCALDESA

¿Y qué más?

CONSUELITO

La noticia gorda, la bomba final... ¡Ah! esa no te la digo si no me la
pagas en lo mucho que vale.

LA ALCALDESA, ~riendo~.

¿Qué quieres por ella?

CONSUELITO

Me has de dar el tarro de dulce de coco con batata que recibiste ayer
de la confitería. Ya sabes que me muero por el coco.

EL CURA, ~a carcajadas~.

Golosa había de ser.

EL ALCALDE

Está bueno. ¡Que le den el dulce por las mentiras!

CONSUELITO, ~poniendo morros~.

Pues si no me lo dan, no hay caso. No suelto una palabra.

LA ALCALDESA

Hija, no: lo que es el coco, no lo catas...

CONSUELITO

Pues no cataréis vosotros la miel que tanto os gusta... ¿Ves, ves al
curita cómo se relame?...

EL CURA, ~riendo~.

Vicenta, dele usted el tarro, ¡por San Blas! porque si no se lo dan, no
habla; y si no habla, revienta.

LA ALCALDESA

Bueno; le cederé la mitad.

CONSUELITO

Anda, cicatera... Pues la noticia es que a Lucrecia le dieron como unos
siete ataques espasmódicos, seguiditos.

EL ALCALDE

Bah, bah...

CONSUELITO

Espérate... Y se tiró de los pelos, y se abofeteó a sí misma,
diciéndose por su propia boca muchas más abominaciones que han dicho de
ella las bocas de los demás.

EL CURA

Principio de arrepentimiento.

CONSUELITO

Como que reconocía que por haber sido ella tan alegre de cascos, pasan
estas trifulcas. Y consternada, medrosa del infierno, volvió los ojos
a la verdad, y... vamos, que se le ocurrió confesarse. ~(Estupor
general.)~

EL CURA, ~oficiosamente, a la Alcaldesa~.

Pásele usted recado, Vicenta. Dígale que estoy a sus órdenes.

CONSUELITO

_Tarde piache._ Desde Verola mandó un propio a Zaratán.

EL ALCALDE

Sí, hombre... Hace dos años, se confesó también con Maroto. Por cierto
que dijimos: «Ya no volverá a las andadas.» Pero al poco tiempo...
¡trómpolis! Lo que hacen estas: vaciar de pecados viejos la conciencia,
para hacer hueco, y poder ir estibando los pecados nuevos.

EL CURA, ~desconcertado~.

Pero entendámonos: ¿mandó aviso a Maroto anunciándole que ella iría a
Zaratán, o le suplicaba que fuese él a Verola?

CONSUELITO

La carta no lo puntualiza. Está escrito en una postdata, momentos antes
de salir el peatón.

EL ALCALDE

Bueno; y después de todo, ¿qué nos importa? La especie de la confesión
apenas vale un cuarto kilo de dulce.

EL CURA, ~cejijunto~.

Sí vale, sí... En fin, Vicenta, hágame el favor de decir a la Condesa...

LA ALCALDESA

Al momento voy. ~(Entra en la casa.)~

EL ALCALDE, ~oyendo la campana que anuncia entrada de visitante por la
puerta principal del jardín, al lado opuesto de la casa~.

¿Quién entra?

SENÉN, ~que ha corrido a enterarse~.

¡D. José, D. José!...

EL ALCALDE

¿Quién es?

SENÉN

El Prior de Zaratán.

EL ALCALDE

Que pase a la sala... ¡Y me coge en zapatillas!...

EL CURA, ~de mal talante~.

Yo le recibiré.

~Momentos de confusión. El Padre Maroto y el cogulla que le acompaña
son recibidos por D. Carmelo. Preséntase luego el Alcalde; baja la
Alcaldesa; median las cortesanías usuales. Sube el Prior a la estancia
de la Condesa. Salen nuevamente al jardín los demás personajes,
entre ellos el monje, a quien anuncia Monedero que el señor Prior
y la compañía comerán en su casa. Alega D. Carmelo mejor derecho
y significación, que los Monederos reconocen. Después, Consuelito
entretiene con ameno coloquio al monje.~

LA ALCALDESA

Yo espero que después de la confesión recibirá a los amigos.

EL CURA, ~displicente~.

¡Y si no los recibe, qué le hemos de hacer...! Yo predico esta noche.
Comenzamos la novena de la Esperanza, y entre repasar el sermón y
vestir un poquito la iglesia, se me va el día... Me parece que no podré
volver.

EL ALCALDE

¿Y las niñas?

LA ALCALDESA

Nell estaba con su mamá... ¿Pero no sabes?... Dolly se ha vuelto a la
Pardina, sin decirnos nada. La Condesa me encarga que la mande venir
inmediatamente. Quiere que las dos estén a su lado.

EL ALCALDE

Lo que digo: es loca esa chicuela. Anda, Senén; vete a la Pardina, y
te la traes. Dile que lo manda su mamá, y que también lo mando yo, el
Presidente del Ayuntamiento. Ya le bajaremos los humos a esa leoncita...

~La confesión dura cinco cuartos de hora, determinados reloj en mano
por Consuelito y D. Carmelo. Este se lleva a su casa a los dos frailes,
que resuelven quedarse en Jerusa hasta el día siguiente, porque el
Prior tiene que solventar asuntos varios en el Ayuntamiento. Alégrase
de esta detención el Cura, para que puedan oír y apreciar su sermón de
aquella noche dos teólogos insignes.~

~Vuelve Senén de la Pardina con la incumbencia de que Dolly no quiere
salir de allí, y que ha hecho burla del Alcalde y de su vara, lo que
saca de quicio a Monedero. Le calma su esposa con el razonamiento de
que es muy natural que la chiquilla desee comer con su abuelo por
última vez. Transige D. José María, asegurando que a la tarde, o viene
la fierecilla, o va él a buscarla con la Guardia civil. Senén, que no
se da por vencido con los repetidos desaires de la Condesa, se va a su
casa, prometiendo volver al plantón a primera hora de la tarde. Es de
los que se imponen por el terror.~

~A la una comen los Monederos con Nell y Consuelito. A Lucrecia se le
sirve en su cuarto. Dan las dos, las tres...~


ESCENA V

~Sala baja en casa del Alcalde.~

~LA ALCALDESA; EL CONDE, que acaba de entrar; después NELL.~

LA ALCALDESA, ~aturdida~.

Ya me figuro, señor Conde de Albrit, a qué debo el honor de verle en mi
casa.

EL CONDE

Deseo hablar con Lucrecia. Y no sé con qué palabras solicitar de usted
la benevolencia que necesito por esta libertad, por esta osadía de mal
gusto con que llego a su casa.

LA ALCALDESA

¡Oh, señor Conde...!

EL CONDE

Es que su esposo de usted y yo no hacemos buenas migas. Anoche hemos
cruzado algunas palabras un tanto mordaces... Si el Sr. Monedero me
arroja de su casa, lo llevaré con paciencia... ~(La Alcaldesa, sin
saber qué decir, hace con ojos y boca diferentes muecas y monerías.)~
Ya no me importa. En el conflicto en que me veo, la dignidad, ¿qué digo
dignidad? la vergüenza, no significa nada para mí. Voy derecho a mi
objeto con cara insensible, y mi objeto es...

LA ALCALDESA, ~recobrando su aplomo~.

Ver a Lucrecia, sí.

EL CONDE

Y me atrevo a rogar a usted que haga comprender a su amiga que solo me
mueve a molestarla la necesidad imprescindible de tratar con ella, sin
recriminaciones, un grave asunto de familia.

LA ALCALDESA

Yo se lo diré. No dude usted que hablaré a mi amiga con vivo interés.

EL CONDE

Gracias, millones de gracias, señora mía. Carmelo quedó en
proporcionarme la entrevista; mas sin duda sus ocupaciones se lo han
impedido. Cansado de esperarle, deshecho, ardiendo en impaciencia, no
he podido refrenar mi temperamento ejecutivo, y arrostrando el disgusto
del señor Alcalde, aquí me tiene usted...

LA ALCALDESA, ~decidida a emplear un lenguaje extremadamente fino~.

Abrigo la esperanza de ser afortunada en la misión que usted me
confía. Pero no puedo evitar al señor Conde la molestia de esperar un
ratito, porque Lucrecia, que ha venido malísima, en un estado nervioso
imposible, ¡ay qué pena! ha podido al fin conciliar el sueño. La
verdad, no me atrevo a despertarla.

EL CONDE, ~alardeando de paciencia~.

Aguardaré todo lo que usted quiera: tres días con sus noches, si fuere
preciso. Para mí no es molestia esperar. Si para usted no lo es tener
a este pobre viejo en su casa, aquí me estoy, sentadito, hasta que mi
ilustre nuera se digne mejorar de sus nervios, y acuerde recibirme.

NELL, ~entrando con timidez~.

Abuelito, hasta ahora no me habían dicho que estabas aquí.

EL CONDE, ~besándola~.

Hija mía, vengo a ver a tu mamá.

NELL

¡Oh, cuánto sufre la pobre! Yo te ruego que no hables con ella más que
un ratito. Y si pudieras dejar la conversación para mañana, mejor.

EL CONDE

Mañana... ¡ah! estoy muy viejo. Los viejos no pueden esperar tanto.

NELL

Lo he dicho pensando que sería lo mismo para ti. ~(El abuelo le
da suavemente en la mejilla.)~ Porque mañana no estará mamá en
disposición de que nos marchemos.

EL CONDE

¿Tienes prisa?

NELL

Ninguna. Lo que tengo es una penita de dejarte... ¡qué pena! Pero yo te
aseguro, te doy mi palabra, ¿me crees?... de que siempre que podamos
vendremos a verte.

EL CONDE, ~con profunda tristeza~.

¡Ojos que te vieron ir...!

LA ALCALDESA

En buena lógica, debemos suponer, y aun afirmar, que vendrán.

EL CONDE

¡Ah! Cuando os encontréis en ese mundo que ha de aprisionaros con sus
mil atractivos y seducciones, no os acordaréis del viejo Albrit, a
quien dejáis en Jerusa aposentado de limosna.

NELL, ~abrazándole~.

Papaíto de mi alma, no digas que te olvidamos, porque me enfadaré
contigo. Ni yo ni Dolly podemos olvidarte. Las dos te queremos lo
mismo. Te escribiremos cartitas, y tú a nosotras también, pidiéndonos
lo que te haga falta. ¿Qué quieres, qué deseas?

EL CONDE

Por el momento, que despierte tu mamá.

NELL

¡Si está despierta! Apenas ha dormido veinte minutos.

LA ALCALDESA

Pues voy allá, oficiando de introductora de embajadores.

EL CONDE

Sí, señora, vaya usted... Se lo agradeceré toda mi vida. ~(Vase la
Alcaldesa.)~

NELL, ~mirando al jardín~.

Desde esta mañana, tenemos aquí a ese cataplasma de Senén con la
pretensión de que mamá le reciba.

EL CONDE

Por lo visto, hay cola. Senén y yo nos encontramos en igual situación
de solicitantes de audiencia; pero como yo estoy en desgracia, pobre
viejo que soy, y regañón insoportable, verás cómo tu madre atiende a
ese lacayo antes que a mí. Tu abuelo será el último, lo verás... No me
importa, no. Ya dijo nuestro Señor: «Los últimos serán los primeros.»
Seamos humildes, aunque, la verdad, se necesita gran violencia y
abnegación grande para ponerse en fila detrás de Senén. ~(Vuelve
la Alcaldesa, y suplica al Conde que aguarde un ratito, pues antes
recibirá Lucrecia a un postulante importuno.)~ ¿No te lo dije?

LA ALCALDESA

No: si es porque se vaya de una vez, y quitarnos de encima esa mosca.

EL CONDE

Bueno. Vaya delante la mosca. Luego pasará el moscardón... ~(Siente
subir a Senén.)~ Ya sube ese hombre. Dios le dé lo que no tiene: la
santa concisión.

~(Asómase a la puerta el Alcalde, que, como ha vuelto a ponerse las
zapatillas, puede aproximarse sin hacer ruido. Contempla con burlona
sonrisa al Conde.)~


ESCENA VI

~Gabinete alto en la misma casa.~

~LUCRECIA, recostada en un sofá con gatuna indolencia, sin corsé,
suelto y en desorden el cabello. Su rostro desmejorado, y el centelleo
insano de sus bellos ojos, son el rastro de la furiosa tempestad;
SENÉN, que, respetuoso, permanece en la puerta.~

LUCRECIA, ~impaciente y altanera~.

Pasa y cierra... Pero no te acerques. Quédate ahí. Traerás, como
siempre, tus endiablados perfumes.

SENÉN

Dispense la señora... He puesto mi ropa al aire...

LUCRECIA, ~desdeñosa~.

No te aproximes... ¿Qué quieres? Dímelo pronto. Ya ves qué mala estoy.

SENÉN, ~con falsa humildad~.

Ya debe suponer la señora que vengo a...

LUCRECIA

Aquello no ha podido ser.

SENÉN

Ya lo sé. Han nombrado a otro. Por eso digo que vengo a quejarme...

LUCRECIA, ~con acritud~.

¡A quejarte! ¿De qué? Pues eso me faltaba. ¿Crees que tengo yo en mi
mano los destinos, las fianzas, y todo eso que ambicionas?

SENÉN, ~sacando las uñas~.

La señora no ha conseguido la fianza, que era lo principal, porque no
ha querido. Teniendo la fianza, la plaza es lo de menos. Ya tenemos
otra vacante de agente ejecutivo.

LUCRECIA

¿Y cómo había de conseguir yo la fianza?

SENÉN, ~tragando saliva~.

Ya, ya sé que al señorito Ricardo no podía pedírsela... No se enfade la
señora: yo me pongo en lo razonable... A D. Ricardo no era posible...
Pero con que la señora hubiera dicho al Duque de Utrech: «Señor Duque,
quiero...»

LUCRECIA, ~interrumpiéndole~.

¿Pero de dónde sales tú? En ese mundo de tu ambición ridícula se
pierde, por lo visto, toda noción de la realidad. Está bien: yo no
tengo más que hacer que importunar a todos mis amigos, pidiendo
fianzas para este gaznápiro.

SENÉN, ~escondiendo las uñas~.

Sí, ya sé... la señora no puede... ¡Qué le hemos de hacer! Es
difícil... y además, ¿quién soy yo para que la señora se moleste por
mí? No, no lo pretendo. Los servicios que he prestado a la Condesa de
Laín, mi lealtad a toda prueba, ¿qué valen?

LUCRECIA, ~con arrogancia~.

Tus servicios bien pagados están. Ea, me canso ya de contemplaciones.
Senén, no te debo nada.

SENÉN, ~erizando el pelo~.

Bueno... sea como la señora dice. Yo me callo. Eso he hecho yo toda mi
vida, callarme; y de tanto callar, me veo tan atrasado en mi carrera...
de tanto callar, sí, señora; y si quieren que lo pruebe, lo pruebo.

LUCRECIA

Tu silencio me importa ya tan poco, que no doy nada por él... No me
tiene cuenta.

SENÉN, ~agachándose para dar el salto, los verdes ojuelos centelleando~.

Eso quiere decir que la señora en nada estima mi fidelidad, esta
fidelidad de perro, que no tiene igual... y lo pruebo.

LUCRECIA

Lo que estás probando tú es mi paciencia.

SENÉN, ~acobardado nuevamente, sin atreverse más que a desenvainar las
uñas de sus patas delanteras~.

No molesto más. Aunque la señora me da este pago, yo no le haré ningún
perjuicio. Pero, en justicia, bien podría desquitarme. Como soy tan
caballero, me he perjudicado por guardarle la consecuencia, por poner
arrimos a su decoro, por custodiarle los secretos, por tapar la boca de
todos los que hablaban de ella... lo que la señora no debiera oír...
~(En su cobardía, no hace más que enseñar los colmillos, y tirar
levemente la zarpa.)~ Vamos, que ni por su madre haría ningún hombre lo
que yo he hecho. De suerte que si la señora dice que no le importa...

LUCRECIA

No me importa. Vete pronto.

SENÉN

Pues bien puedo jurar que a mí me importa menos.

LUCRECIA

Bastante tiempo he sufrido a este animalucho siniestro, con sus garras
clavadas en mí. Ya no más. Si no sales pronto, llamaré para que te
arrojen a escobazos.

SENÉN

No alborote, no alborote, que es peor.

LUCRECIA, ~furiosa, tirando de la campanilla~.

¿Cómo que es peor? ¡Trasto, si no te vas...!

~(Entran precipitadamente una criada, la Alcaldesa, después el
Alcalde.)~

SENÉN, ~turbado por la rabia~.

Si no digo nada; si yo... si es que...

LUCRECIA

Por favor, arrójenme de aquí a este hombre, y a su paso vayan echando
ácido fénico.

EL ALCALDE, ~con un castañeteo de lengua, como el que se emplea para
despedir a un perro~.

¡Eh... tú...!

SENÉN, ~al salir, todo uñas, bufando~.

Ácido fénico... Por donde ella vaya... hace más falta... y lo pruebo.


ESCENA VII

~LUCRECIA, EL ALCALDE, LA ALCALDESA, después NELL.~

LA ALCALDESA

Hija, si llego yo a sospechar esto, cualquier día le dejo pasar.

LUCRECIA, ~tranquilizándoles~.

No; si es mejor así. Se me ha resuelto un absceso; me he sacado una
muela, que me dolía horriblemente.

EL ALCALDE

Pues digo, lo que le espera a usted ahora, mi querida Lucrecia.

LA ALCALDESA

¡Ah! el león... Hija mía, no he podido evitarlo... ¿Qué había de
decirle?

EL ALCALDE

Pues muy claro: que llamara a otra puerta. ¡Ah! si soy yo quien le
recibe...

LUCRECIA, ~sorprendiendo a todos con su inesperada serenidad y alegría~.

¿Queréis que os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro, que me
inspiraba un pavor horrible, ya no... Es raro... Vamos, que ya no le
temo.

NELL, ~entrando a la carrera~.

Mamita, por más que le digo al abuelo que mañana, insiste en que ha de
verte hoy.

LUCRECIA

Hoy, sí...

LA ALCALDESA

¿Le digo que...?

LUCRECIA, a Nell.

Ve tú, hija, y suéltame al león. ~(Sale Nell gozosa, y se precipita por
la escalera.)~

EL ALCALDE

Nos pondremos todos en guardia detrás de esa puerta, ¡trómpolis! y en
cuanto oigamos el menor rugido...

LUCRECIA, ~con locuacidad nerviosa~.

No es necesario... ¿No me ven tan tranquila? Me siento ahora muy bien,
despejada, casi alegre, y con ganas de ver a mi papá político, y de
pasarle la mano por la melena... Es que mi espíritu se ha refrescado,
soy otra... aire nuevo en mí. ~(Óyese el tardo paso de Albrit en la
escalera, y la vibrante voz de Nell.~) El león sube. ¡Pobre viejo!...
Ya, ya está aquí... Ya llega... Déjenme sola con él.

EL ALCALDE

Por aquí.

~(Vanse por la puerta de la alcoba.)~


ESCENA VIII

~LUCRECIA, EL CONDE~

EL CONDE

Siento infinito molestar a una persona que, según me dicen, no está
bien de salud.

LUCRECIA, ~que permanece en pie~.

Me siento mejor. Tome usted asiento.

EL CONDE

¿Y usted en pie?

LUCRECIA, ~un tanto cohibida~.

Como por encanto se me ha quitado la pereza. Ya sabe usted que estos
arrechuchos nerviosos... la epidemia de las señoras... de improviso nos
acometen y de improviso también se nos pasan.

EL CONDE, ~suspicaz~.

Lo celebro mucho.

LUCRECIA

Enfermamos como heridas del rayo, y basta una vibración del aire para
ponernos buenas. De la espantosa crisis solo me queda cierta alegría
interna, y un deseo ardientísimo, irresistible...

EL CONDE, ~suspenso~.

¿Qué...?

LUCRECIA

El deseo de besarle a usted la mano... ~(Se arrodilla y le besa la mano
una y otra vez)~ y de pedirle perdón por las injurias que en aquel día
triste le dirigí.

EL CONDE, ~queriendo levantarla~.

Lucrecia... ¿qué es esto?... ~(Por un momento cree que es burla; pero
no tarda en advertir la sincera emoción de la dama.)~

LUCRECIA

Mi única pena es que usted sospechará quizás... que le engaño.

EL CONDE

No, no; creo que es verdad...

LUCRECIA, ~que se levanta, enjugando sus lágrimas~.

Necesito explicar a usted cómo ha venido esta crisis... sacudimiento
moral, revolución de todo mi ser... ~(Se sienta. Su lenguaje es
cortado, febril.)~ Los temblores de tierra trastornan el suelo... Una
catástrofe horrible en mis sentimientos me ha trastornado a mí, me ha
hecho morir y revivir en menos de dos días... ¿Es esto nuevo? Yo creo
que no. Ha ocurrido mil veces... Fácilmente lo comprenderá usted...
Un desengaño de los que anonadan... la perfidia de un hombre...
tempestades del alma que todo lo destruyen y todo lo iluminan. Mi dolor
ha sido como un incendio entre las ruinas... He visto mi conciencia...
la he visto. Ya sé que no debo ser la que he sido, y estoy decidida a
ser otra.

EL CONDE

¡Bendito desengaño, bendita convulsión del alma, que trae el
arrepentimiento!

LUCRECIA

Pero el arrepentimiento, lo reconozco, necesita probarse. Por eso digo:
«Espere usted y verá...»

EL CONDE, ~gozoso~.

Pues lo veremos... y pronto... Si el arrepentimiento es verdad, nos lo
dirán los hechos.

LUCRECIA

Y aguardando confiada los hechos, he querido dar a mi enmienda una
sanción soberana, una garantía que asegure mi convicción y la de los
demás. ~(Pausa.)~ Hoy he confesado con el Padre Maroto.

EL CONDE, ~gratamente sorprendido~.

¡Ah!... ya me dijo la niña que estuvo aquí el Prior... Mas no
sospeché...

LUCRECIA

No tenía sosiego, no podía vivir mientras no descargara mi alma de la
horrible balumba... ¡Qué alivio, qué consuelo!

EL CONDE

Me da usted una grande alegría... Por de pronto, ¡qué situación tan
distinta de aquella... la última vez que hablamos en la Pardina!

LUCRECIA

En efecto, yo he variado radicalmente.

EL CONDE

Yo también.

LUCRECIA

¿Usted? ¡Ah! sí, se ha despejado su razón, y ya no piensa en hacerme
las terribles preguntas que en aquella conferencia me hizo.

EL CONDE

Mi razón no ha estado nunca turbada. ¿Y por qué no había de repetir yo
en esta ocasión la pregunta que usted llama terrible? Ya no lo es. Su
estado de conciencia facilita la respuesta, que sería la confirmación
de lo que sospecho, de lo que sé... porque al fin, Lucrecia, he podido
descubrir...

LUCRECIA, ~con serena frialdad~.

Hoy no puedo incomodarme, señor Conde. No abuse usted de que estoy
desarmada...

EL CONDE

Incomodarse... ¿por qué?

LUCRECIA

Porque viene usted a remover en mi corazón heces muy amargas, a
trastornar de nuevo mi espíritu, queriendo penetrar los misterios
más profundos del alma y de la Naturaleza... Eso, señor mío, eso que
aun de nosotras mismas quisiéramos recatar, porque el pensarlo solo
nos avergüenza, eso, a que no doy nombre, porque si lo tiene yo lo
ignoro... ~(con solemnidad)~ ya lo he dicho a Dios, único a quien debo
decirlo... Y crea usted que, para expresarlo, he tenido que violentar
mi voluntad de un modo espantoso. Todo el que no sea Dios es un
extraño, es un profano, sin derecho ninguno a recibir declaración tan
grave. Ni una palabra más. ~(Pausa.)~

EL CONDE, ~gravemente~.

Sea. Ni una palabra más. Reconozco la extremada delicadeza del asunto,
y no puedo menos de respetar el sosiego reparador en que hoy se halla
su espíritu. No insisto. Ni es justo que la martirice exigiéndole una
manifestación dolorosa, toda vez que lo que usted había de decirme...
ya lo sé.

LUCRECIA, ~desconcertada~.

¡Que lo sabe!

EL CONDE

Sí.

~(Pausa. Ambos se miran.)~

LUCRECIA

Pues si lo sabe, es más generoso no preguntármelo.

EL CONDE, ~muy tranquilo~.

Es verdad. A generoso no me gana nadie. Ahora conviene que haga
usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Si le satisface que crea yo en
su arrepentimiento, empiece usted por ser magnánima, aceptando la
proposición que voy a hacerle.

LUCRECIA

¡Proposición!

EL CONDE

No he venido a otra cosa. Su conformidad con mi deseo establecerá la
concordia inalterable de nuestras almas... En suma, quiero que partamos
el bien que Dios nos ha dado: las niñas. Una para usted, la otra para
mí.

LUCRECIA, ~con profunda intención, que disimula~.

¡Para usted!... ~(Pausa.)~ ¿Cuál?

EL CONDE

Acceda usted a la partición, y después escogeré. ¿A las dos las quiere
usted lo mismo?

LUCRECIA

Lo mismo: son mis hijas.

EL CONDE

Yo no puedo decir lo propio: las dos no son mis nietas.

LUCRECIA, ~con temor~.

Otra vez la tremenda interrogación.

EL CONDE

Otra vez, y siempre... Llévese usted a una de las dos, y déjeme a mí la
otra, la que yo quiera.

LUCRECIA

¡Dejarla aquí, en poder de usted, y sola con usted! Señor Conde de
Albrit, eso es imposible. Además, me hace falta el amor de mis hijas.

EL CONDE, ~fríamente~.

Y a mí el de mi nieta. Tengo derecho a ese consuelo.

LUCRECIA

Hoy es indispensable que las dos estén a mi lado, por muchas razones.
No solo debo atender a su porvenir, sino a la salud de mi alma, a mi
corrección, en una palabra. Como las plantas necesitan aire y luz, yo
necesito el cariño de esas dos criaturas, que fundiré en un solo cariño.

EL CONDE, ~vivamente~.

No son iguales para usted.

LUCRECIA, ~con firmeza~.

Lo son... Otra vez clava usted los ojos de su alma en lo que para usted
será siempre tremendo enigma... Son iguales, y si no lo fuesen, yo haré
que lo sean. Por nada de este mundo me separo de ellas.

EL CONDE, ~con desconsuelo~.

¿Y yo...?

LUCRECIA

En ninguna situación será el Conde de Albrit un extraño para mí. Nell
y Dolly vendrán conmigo a verle... en la temporadita de verano... y
usted, como ahora, a las dos las querrá por igual... por igual. Esa es
condición indispensable para la concordia de nuestras almas, de que
usted me hablaba. Dejemos el misterio allá, ante Dios que lo ve, y
atengámonos a la realidad... convencional, a la realidad de la ley.

EL CONDE, ~con arranque~.

No... ¡Maldita sea la ley...! La Naturaleza...

LUCRECIA

¡La Naturaleza, no... la ley!

EL CONDE, ~encrespándose~.

No, no. Abomino de una ley infame. Quiero a mi nieta; me pertenece, la
reclamo, y usted me la dará.

LUCRECIA

A mí me pertenecen las dos: las he llevado en mi seno.

EL CONDE, ~con desesperación, clavándose en el cráneo los dedos de
ambas manos~.

¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con la madre... contienda
imposible...

LUCRECIA, ~con tesón, levantándose~.

Y ni como madre, ni como tutora, puedo acceder a lo que mi padre
político pretende.

EL CONDE

¿Será usted capaz de rechazar mi proposición, de desairarme, de negar
lo que pide el infortunado Albrit?

LUCRECIA

Con grandísima pena me veo precisada a negarlo. Mis hijas son mis
hijas. A ellas les conviene el calor maternal, y a mí el cariño y
la presencia continua de entrambas para vivir en paz con Dios, y
asegurarme la rectitud de mi alma. La una es mi deber, la otra mi
error. Mi conciencia necesita los dos testigos, las dos presencias,
para que yo pueda tener siempre entre mis brazos, sobre mi corazón, mis
buenas y mis malas acciones.

EL CONDE, ~atribulado~.

Y entre mis brazos y en mi corazón, la soledad, el horrible vacío.
~(Levantándose, altanero.)~ No, no, Lucrecia, no me conformo... Por
Dios, no me lance usted a la desesperación.

LUCRECIA

Sea usted razonable.

EL CONDE, ~suplicante~.

Sea usted generosa.

LUCRECIA

Soy madre...

EL CONDE, ~exaltándose~.

Soy abuelo, soy viejo... Necesito familia, amor.

LUCRECIA

En mí y en mis hijas lo tendrá. ~(Con una idea feliz.)~ Última palabra:
véngase usted con nosotras.

EL CONDE

¡Con usted... con las dos! ¡Nunca!

LUCRECIA

¡Loca obstinación!

EL CONDE, ~brioso~.

Entereza, sentimiento del honor.

LUCRECIA

Demencia.

EL CONDE

Si es demencia, maldita sea la razón.

LUCRECIA

Yo arreglaré la vida de usted... yo...

EL CONDE, ~inflexible~.

Sin lo que pido, sin mi nieta, no quiero nada.

LUCRECIA

No tardará el viejo Albrit en renegar de esa independencia, impropia de
su edad y de su situación. Acójase a mí, o su vejez será muy triste.

EL CONDE

Nada me arredra... nada temo. Lo mismo me importa la vida que la
muerte. ~(Implorando.)~ Lucrecia, por última vez...

LUCRECIA

No insista usted... Se cansa en vano...

EL CONDE

Bien: no diré nada más. Ni está en mi carácter extremar la súplica...
Lucrecia, adiós para siempre.

LUCRECIA

Eso es locura.

EL CONDE, ~trémulo, balbuciente~.

Sí, sí... y los locos pacíficos... cuando no se les da lo que
piden, hacen lo que yo... se van. Mas no saldré sin decir a usted
que no veo, que no toco el cambio moral que debía ser resultado de
su arrepentimiento. No. Lucrecia Richmond es siempre la misma...
Confesada y sin confesar, la misma siempre... No creo que la haya
perdonado Dios... ¡No la ha perdonado, no la ha perdonado, no, no!...

~(Sale con vivísima agitación. Se siente su paso inseguro por la
escalera. Baja agarrándose al pasamanos. Lucrecia, muy agitada, cae en
el sofá llorosa. Acuden presurosos a ella Monedero y su esposa.)~


ESCENA IX

~LUCRECIA, EL ALCALDE, LA ALCALDESA; después NELL~

EL ALCALDE

¿No lo decía yo? ¿Ha sacado la zarpa?... Si estoy por bajar, y
aplacarle un poquito los humos.

LUCRECIA

No, no... ¡Pobre viejo!... Es muy sensible que no pueda yo acceder a lo
que pretende. Dejarle. ~(Atendiendo al ruido de los pasos.)~ ¿Se caerá
en la escalera? Vicenta, mande usted que le acompañe alguien. ~(Sale la
Alcaldesa a dar órdenes.)~

EL ALCALDE

De veras, ¿no se ha desmandado?

LUCRECIA

No... Debemos compadecerle, cuidar de él con todo el cariño del mundo.

LA ALCALDESA, ~que ha visto alejarse al Conde~.

El pobrecito llora... Parece que no puede tenerse en pie. Pero se
resiste a que le acompañe un criado. Quiere andar solo.

LUCRECIA

Solo... ¡Qué dolor! ¡Triste ancianidad!... ~(Sintiendo perturbado su
espíritu.)~ ¡Oh, Dios mío! ¿dónde está la paz que diste a mi alma? Ese
hombre me la quitó... Es el agitador de mi conciencia... ¡Otra vez el
tumulto en mi mente... otra vez la ansiedad, el temor, la duda!...
~(Consternada, alza los brazos, echa la cabeza hacia atrás, cierra los
ojos.)~

LA ALCALDESA

¿Otra vez mal, amiga mía?

EL ALCALDE

Que venga el médico.

LA ALCALDESA

Al instante.

LUCRECIA

Los dos... Que vengan los dos médicos. Quiero ver al Prior... Que
vuelva.

EL ALCALDE, ~oficiosamente~.

Mandar recado a la Rectoral: allí estará.

LUCRECIA, ~agitadísima~.

Sí... yo no quiero ser mala; no quiero padecer... quiero curarme. Se
renueva la herida. Meteré la mano en ella, y si duele, que duela; y si
con el dolor se me acaba la vida, que se acabe. ¿Dónde está mi hija?
Nell, alma mía. ~(Entra Nell y se arroja en sus brazos llorando.)~ Ven,
abrázame. ¿Verdad que no te separarás de mí, que no quieres separarte
de mí?

NELL, ~con emoción infantil~.

Nunca, nunca.


ESCENA X

~Calle de Potestad, callejón del Cristo. Anochece.~

~EL CONDE, que avanza con lentitud, vacilante, tentando las paredes;
después D. PÍO.~

EL CONDE

Ya lo veo, ya lo veo; es lo único que veis, ojos míos... que estoy de
más en el mundo. ¡Pobre Albrit, tu vida termina...! «Imposible, ha
dicho esa mujer, imposible...» Y ese imposible cierra todo espacio a
la esperanza... Ya no hay esperanza... Vida, te acabaste; alma, vete
de aquí... El monstruo me ha negado mi consuelo, me roba el único bien
de mi triste vejez... Señor, Dios mío, ¿qué delito he cometido para
caerme en este abismo de desolación?... ¡No poder estrechar entre mis
brazos a mi hija, a mi Dolly, retoño preciosísimo de mi raza, flor
nueva de una familia que no debe extinguirse!... ¡Y se la lleva... se
las lleva a las dos, quizás para envilecerlas!... Porque no creo en su
arrepentimiento, no. Se siente abrumada por las terribles consecuencias
de sus pecados... le duele el mal... y cuando el pecado duele, el
pecador llora... Sus clamores quieren decir dolor, opresión, empacho
del vicio; mas no quieren decir arrepentimiento. Cuando el glotón se
indigesta, maldice la comida; pero pasa el mal, y vuelve a comer...
No creo en tu enmienda, diablo harto de carne, ni creo que te haya
perdonado Dios... No, a Dios no le engañas... ni tampoco al viejo
Albrit... ¿Verdad, Señor, que no la has perdonado? ~(Detiénese bajo un
farol, y vuelve los ojos al cielo.)~

D. PÍO, ~parado en la acera de enfrente, contemplándole~.

¡Albrit!

EL CONDE

¿Quién me llama? Conozco esa voz; es voz familiar.

D. PÍO, ~acercándose~.

Soy Coronado, tu amigo... quiero decir, el amigo de usía. ~(Le abraza.)~

EL CONDE

¡Ah! mi único amigo quizás... Ven, acompáñame. ¿En dónde estamos? Mi
Jerusa también se vuelve contra mí, y me trastorna con el cariz nuevo
de sus calles reformadas.

D. PÍO, ~guiándole~.

Por aquí. Si va usía a la Pardina, entremos por el callejón del Cristo.

EL CONDE

No sé a dónde voy... ¿Es de noche ya?

D. PÍO

Sí, señor. Júpiter está encendiendo los faroles.

EL CONDE

¿Quién es Júpiter?

D. PÍO

El farolero, señor. Se llama Jove, Pepe Jove, y yo por broma le llamo
Júpiter, aunque más le cuadraría Baco, porque es el primer borracho de
Jerusa.

EL CONDE, ~abismado en sus reflexiones~.

¡Noche triste, más triste que aquella en que nos reunimos en el Páramo!
No hay humano juicio que pueda discernir esta noche cuál de los dos es
más desgraciado.

D. PÍO

¡Ah, señor! ahora y siempre, Coronado se lleva la palma. Y lo
comprendería el señor Conde, si ver pudiera las magulladuras y
cardenales de mi cara, donde esas condenadas han escrito esta tarde,
con sus uñas, la maldad de sus corazones.

EL CONDE

¿Qué me dices?

D. PÍO

Me han insultado, clavándome sus garras en el rostro; me han herido en
la cabeza con una palmatoria... me han tenido todo el día sin comer.
Gracias que en casa de un amigo me dieron estos pedazos de pan...

EL CONDE

¿Y no las matas? Si malo es ser bueno, peor es no ser hombre.

D. PÍO, ~con desprecio de sí mismo~.

Albrit amigo, yo no soy hombre... yo no sé lo que soy.

EL CONDE

Mátalas.

D. PÍO

¿Matar yo?... Ni un mosquito ha recibido la muerte de mi mano. Que
las espachurre Dios si quiere... Y usía, señor D. Rodrigo, tenga la
dignación de acabar conmigo esta misma noche, porque ya no puedo más,
ya no aguanto más. Coronado no ha de ver salir el sol de mañana,
porque ese sol significaría más vida; significaría luz, aire, sonido,
y yo quiero... ver las tinieblas, oír el silencio. ~(Pateando con
desesperación.)~

EL CONDE

Así me gusta. ¿De modo que estás decidido?

D. PÍO

Tan decidido, que todo lo he dispuesto. Escribí la carta, en la que
digo que a nadie se culpe de mi muerte, y no me he vestido de limpio,
porque esas bribonas me han empeñado la ropa... ¿Pero qué me importa la
ropa, si esta noche he de acabar? Ahora iba yo en busca de usía para
que me cumpliera lo ofrecido.

EL CONDE, ~cogiéndole por un brazo y sacudiéndole con nerviosa fuerza~.

Sí... lo haré, lo haré con toda el alma... Me siento esta noche... no
sé... me siento criminal.

D. PÍO

No será crimen, sino favor.

EL CONDE, ~con gran vehemencia~.

Sí... morirás, Pío; caerás rodando por el cantil... antes de llegar
al fondo del abismo, te harás pedazos... Morirás, sí. El hombre
extremadamente bueno debe morir. Es una planta viciosa, estéril... Sí,
bendito Coronado: verás con qué gracia y con qué denuedo te arrojo a la
sombría inmensidad, como si lanzara una pelota. Aún tengo vigor para
eso y para mucho más...

D. PÍO, ~tocando las castañuelas~.

Ahora mismo, si usía quiere...

EL CONDE

No, ahora no. Tengo que ver a mi Dolly, a mi adorada Dolly... quiero
darle el último adiós, comérmela a besos... sí, lo que se llama
comérmela... Abur, Coronado, no me sigas. Puedo andar solo.

D. PÍO

Espero a Vuecencia...

EL CONDE

En el Páramo.

D. PÍO

Más seguro será en las Tres Cruces, al extremo de la calleja que sube a
Santorojo, a la entradita del bosque.

EL CONDE

Bueno... Iré. Déjame ahora.

D. PÍO

¿No quiere usía que le acompañe?

EL CONDE

No... ya estoy cerca.

D. PÍO

Todo seguido. Allí se ve una luz: es la Pardina... Adiós.

EL CONDE

Hasta luego. ~(Renqueando, se pierde en la obscuridad.)~

~(Después de verle entrar en la Pardina, D. Pío se aleja.)~


ESCENA XI

~Habitación del Conde en la Pardina.~

~EL CONDE, VENANCIO, GREGORIA; después SENÉN.~

VENANCIO, ~que entra y ve al Conde revolviendo en su maleta~.

¿Qué hace el señor Conde?

EL CONDE

Ya lo ves: recojo algunos papeles que deseo llevar siempre conmigo.

GREGORIA, ~alarmada~.

¿A dónde va usía?

EL CONDE

A donde a vosotros no os importa. ¿Por qué no viene Dolly? Dos veces la
he mandado llamar.

VENANCIO

Ahora vendrá.

EL CONDE

Pues voy a donde quiero. A vosotros os bastará saber que os dejo en paz.

VENANCIO, ~premioso, rascándose la cabeza~.

Me alegro de que el señor Conde facilite la separación, porque yo vengo
a decir a Vuecencia... que... que no puede seguir en mi casa.

GREGORIA

Nada más que por el carácter soberbio del señor Conde... que por lo
demás...

EL CONDE

Sí: mi carácter altanero no se aviene con el vuestro, tan suave, tan
pacífico.

VENANCIO

Por lo cual, he determinado que Su Excelencia se aloje en donde guste,
fuera de mi casa... Por esta noche puede quedarse; pero mañana...

EL CONDE, ~con dulzura, resignado y calmoso~.

Esta noche misma: no te apures. Tú te quedas en tu Pardina, y yo me
voy... a donde me acomode. No hablemos más. Al fin y a la postre, tengo
que agradeceros la hospitalidad que me habéis dado.

VENANCIO

Nada tiene Vuecencia que agradecernos. Lo que me duele es que no
hayamos podido hacer buenas migas.

EL CONDE

Las migas hacedlas vosotros... y que os aprovechen... Os pido el último
favor. Traedme a Dolly. Los minutos que paso sin verla me parecen
siglos.

VENANCIO

Vamos.

EL CONDE, ~sintiendo ruido en la puerta~.

¡Ah! ella es...

SENÉN, ~entrando~.

Soy yo, señor...

EL CONDE

¡Maldito seas! ~(Exaltado.)~ ¡Que venga Dolly, que venga al instante!

SENÉN, ~aparte a Venancio y Gregoria~.

Dejadle conmigo. No hará nada, y en todo caso, yo sabré ponerle como un
guante.

~(Se van Gregoria y Venancio.)~


ESCENA XII

~EL CONDE, SENÉN; después GREGORIA~

EL CONDE, ~receloso, altanero~.

¡Ah!... te dejan aquí, como de guardia, por temor de que yo...

SENÉN

No, señor: vengo... porque... es _de todo punto indispensable_ que
hable dos palabras con usía.

EL CONDE

¿Conmigo?... ¿Palabritas tú? No: tú vienes a vigilarme. Creen que voy
a pegar fuego a la casa... No, Senén; yo no hago mal a nadie, ~(Óyense
gritos lejanos de Dolly, llorando, pidiendo socorro.)~ ¡Oh! ¿qué es
eso?... ¡Dolly grita... llama! ¿Es su voz... o estoy yo loco y no sé lo
que escucho?... Infames, ¿qué hacéis a mi hija, a mi Dolly? ~(Furioso,
se precipita hacia la puerta. Cesan las voces.)~

SENÉN, ~cortándole el paso~.

Deténgase usía. Ya no puede evitarlo.

EL CONDE

¿Qué?

SENÉN

Que se la llevan. ~(Mira por la ventana.)~ Ya, ya salen con ella.
~(Corre Albrit a la ventana.)~

EL CONDE

¡Bandidos, ladrones! ~(Vuelve a la puerta.)~

SENÉN, ~sujetándole~.

Deténgase, y óigame un instante. ~(Cierra la puerta y quita la llave.)~

EL CONDE, ~amenazante~.

¿Qué haces?... ¡Me encierras!

SENÉN, ~agitadísimo~.

Una palabra, señor Conde, una sola, y usía comprenderá que quiero
prestarle un gran servicio... Yo le explicaré...

EL CONDE

Pronto.

SENÉN

La niña... Su madre la mandó llamar; no quiso ir... Ha venido el
Alcalde con toda su fatuidad, y con una pareja de la Guardia civil, y
se la ha llevado.

EL CONDE, ~fuera de sí~.

Ábreme esa puerta, o te mato ahora mismo. Ciego, aún tengo vigor para
defenderme, para defender al ser amado. Ábreme te digo. ~(Coge una
silla, decidido a estrellársela en la cabeza.)~

SENÉN, ~trémulo~.

Abriré... pero antes... quiero deshacer el grave error de usía.

EL CONDE

Habla... pronto.

SENÉN

Usía, movido del honor, ha pretendido descorrer el velo, señor;
descorrer el velo...

EL CONDE

Acaba.

SENÉN, ~sudando la gota gorda~.

El velo ¡ay! para descubrir la verdad, el endiablado secreto de la
familia.

EL CONDE

Sí.

SENÉN

Y usía no ha visto nada.

EL CONDE

Sí he visto.

SENÉN

Lucrecia no ha querido decir a su padre político la verdad... Ese
secreto, señor Conde, no lo posee más que un hombre en el mundo, y ese
hombre soy yo.

EL CONDE

¡Tú!

SENÉN

Yo, que lo oculté, y ahora lo revelo. La hija falsa, la hija espúrea...
es Dolly.

EL CONDE, ~aterrado~.

¡Oh!... No, no... ¡Tú mientes! ~(Poseído súbitamente de un furor
trágico.)~ Lacayo vil, tú mientes, y yo... ahora mismo ~(Se arroja
sobre él, clavándole ambas manos en el cuello)~, ¡te ahogo, rufián!
~(Forcejean. El Conde, aunque anciano, es mucho más vigoroso que
Senén; le arroja al suelo, y oprimiéndole con el peso de su cuerpo,
le acogota.)~ ¡Villano, serpiente!... te mato, te ahogo, te aplasto.
~(Breve y formidable lucha.)~

SENÉN, ~que al fin, con gran trabajo, logra desasirse del Conde~.

¡Qué furor!... ¡Así paga mi servicio! Tengo pruebas.

EL CONDE

Tus pruebas son falsas.

SENÉN

Ahora lo veremos.

EL CONDE

¡Falsario, traidor! Dolly es mi sangre.

SENÉN, ~trémulo, descompuesto el rostro y el cabello, registrándose los
bolsillos~.

Aquí, aquí la verdad, señor... Tan verdad, como que hay Dios. ~(Saca un
paquetito de papeles.)~

EL CONDE

Venga. ~(Arrebata el paquete que muestra Senén, lo deshace, abre un
pliego, intenta leer aproximándose a la luz.)~ No veo... no veo...
~(Con desesperación.)~ ¡Dios mío, luz a mis ojos; quiero luz!... Este
hombre me engaña.

~(Llaman a la puerta. Óyese la voz de Gregoria.)~

SENÉN

Aguarde un poco.

EL CONDE, ~consternado, indeciso~.

No veo... Toma, toma tus papeles... ~(Se los da, y luego los retira.)~
No... léemelo tú... pero no me engañes.

GREGORIA, ~golpeando la puerta~.

Abrir... Abre, Senén.

EL CONDE

¡Qué importunidad!

SENÉN, ~recogiendo sus papeles de manos del Conde~.

Luego los veremos.

EL CONDE, ~a Gregoria, que sigue llamando~.

¿Qué demonios quieres? ~(Gregoria dice dentro algo que Albrit no
entiende. Senén aplica su oído a la cerradura.)~

SENÉN

Dice que han traído una carta de la Condesa.

EL CONDE

¿Para mí?... Venga pronto. ~(Abre Senén. Entra Gregoria, y da una carta
al Conde, que la abre con temblorosa mano.)~ No veo... ~(A Senén,
dándosela.)~ Léemela tú.

SENÉN, ~leyendo, alumbrado por el farol que trae Gregoria~.

«Señor Conde, por consejo de mi confesor, he autorizado a este para
revelar a usted la verdad que desea saber.--Lucrecia.»

EL CONDE

¿Dice eso?

GREGORIA, ~examinando la carta~.

Eso dice.

EL CONDE

Basta.

SENÉN

El Prior está en la parroquia.

EL CONDE, ~disparado~.

Corro allá.


ESCENA XIII

~Iglesia parroquial de Jerusa, situada al Norte de la villa. Es
irregular, conjunto inarmónico de nobles vestigios, y de restauraciones
y enmiendas de fementido gusto. En el costado de Poniente, conserva
un bello pórtico románico rodeado de poyos de piedra, muy cómodo para
los que van a esperar la misa, o a ver salir la gente. La puerta, que
por allí da ingreso a la nave lateral, es gótica, pintada de ocre, y
sus gastadas esculturas, con las repetidas manos de cal, parecen obra
de pastelería. En un ángulo del pórtico hay una puertecilla, de arco
rebajado, que conduce a la sacristía. En diversas partes del edificio
se ve el escudo de Laín: banda de cuarteles y un águila explayada con
el lema en el pico: _Decor vinxit_. El interior ofrece escaso interés.~

~Como primera noche de la novena de Nuestra Señora de la Esperanza, hay
sermón, que predica D. Carmelo, y Manifiesto. Asisten al piadoso acto
los dos monjes de Zaratán, ocupando los sitiales del presbiterio, en
que antaño se sentaban los Condes de Laín y señores de Jerusa, y hogaño
son para las autoridades y personas de viso. Ha querido D. Carmelo
deslumbrar al Prior, prodigando las luces, con ayuda de las señoras
piadosas de la villa. Cortinas de terciopelo baratito, ramos de dalias
y guirnaldas de follaje, completan la vistosa decoración.~

~Prevalece en Jerusa una costumbre que el progreso no ha podido
destruir, y consiste en que las mujeres usan, para ir a la iglesia,
unas mantellinas o caperuzas de franela, blancas, en forma de saco
abierto por un lado, y ribeteado de estambre de color, con una motita
en el vértice. Este tocado, que ha resistido valiente a las anuales
acometidas de la moda, es extremadamente gracioso y pintoresco, y
da a las multitudes un aspecto medieval. Úsanlo también las señoras
principales, distinguiéndose por la finura de la franela y la mayor
gala del adorno, comunmente de seda.~

~Sube al púlpito D. Carmelo, y enjareta un sermón pesadito, recamado
de retóricas de similor, y el indispensable latiguillo de latinajos al
final de cada período. Óyenlo con gran recogimiento los feligreses, sin
entender palabra, lo que les aumenta la devoción, que tira un poquito a
somnolencia.~

~EL CONDE, SENÉN, en la iglesia, fatigados del plantón y del
kilométrico discurso.~

EL CONDE, ~de mal talante~.

Salgamos; esto es insoportable.

UN HOMBRE DEL PUEBLO, ~abriendo paso al prócer~.

¿Por qué no sube usía a su sitial, en el presbiterio? Por la sacristía
puede pasar sin apreturas.

EL CONDE

Gracias, amigo... me voy fuera. Se ahoga uno aquí con tanto calor y
tanta retórica. ~(Salen y esperan. Ambos permanecen silenciosos. El
Conde da espacio a la ansiedad de su espíritu paseándose.)~

SENÉN. ~(En el camino de la Pardina a la iglesia, le ha contado algo
de las ocurrencias y zaragata de Verola, sin que el Conde demuestre
interés alguno.)~

Pues, señor, D. Carmelo lo ha tomado con gana. ¡Vaya una correa de
sermón que se ha traído!

EL CONDE

Es pesadísimo. Todos estos que comen mucho hablan sin término. El
chorro de palabras les facilita la digestión... ¡Y no es floja
contrariedad para mí! ¿Pero esto, Dios mío, no se acaba nunca?... Sin
duda, Carmelo quiere lucirse con el Prior, y no cae en la cuenta de que
el pobre fraile estará tan aburrido como nosotros.

~(Pasa tiempo. Como todo tiene fin en este mundo, se acaba el sermón
carmelino. Óyense modulaciones de órgano, cantos... Media hora más, y
empieza a salir la gente. Retírase Albrit al ángulo del pórtico, para
dar paso a la multitud, y en esto sale por la puerta de la sacristía
Nell, acompañada de Consuelito y de una criada del Alcalde. Lleva la
niña de Albrit caperuza de franela, que le da aspecto de figura gótica,
arrancada de las vitelas de un misal antiguo. Su rostro, de hermosas
líneas, adquiere distinción severa. Caen sobre sus hombros los pliegues
de la tela con suprema elegancia.~

~Antes que vea Nell a su abuelo, Senén llama la atención de este sobre
la aparición de la niña. Se estremece Albrit de sorpresa y emoción;
la busca con su mirada incierta. Nell le ve al fin, y corriendo hacia
él, le coge las manos y en ellas da sonoros besos. Al aproximarse la
señorita, Senén se escabulle.)~


ESCENA XIV

~EL CONDE, NELL, CONSUELITO~

NELL

Abuelito mío, ¿tú también aquí? ¿Por qué no has pasado? Arriba, junto
al altar, tienes tu silla.

EL CONDE

¡Nell, qué hermosa estás! Te veo; veo la caperuza blanca...

CONSUELITO, ~oficiosamente~.

Esta es una de las que usó su abuelita Adelaida, Condesa de Albrit. La
conservo yo como recuerdo histórico.

EL CONDE, ~con arrobamiento~.

Nell, veo tu rostro. Una aureola de nobleza y majestad lo rodea...

NELL, ~sorprendida de la emoción del anciano~.

Albrit... ¿por qué me miras así? ¿Por qué tiemblan tus manos?...
¿Lloras?

EL CONDE. ~(Siente hondamente removida su alma. En ella entra una ola
impetuosa. Es el convencimiento de que tiene entre sus manos las de la
legítima sucesora de Laín y de Albrit.)~

Hija mía, tu presencia me causa tanto regocijo como orgullo. Te
reconozco. Eres mi descendencia, la continuidad gloriosa de mi sangre.
¡Rama florida de Arista-Potestad, Dios te bendiga!

NELL, ~apenada, atribuyendo las palabras del anciano a desconcierto de
su razón~.

Abuelo querido, ¿por qué has venido tan solo?

CONSUELITO, ~radiante de oficiosidad~.

¿Pero no hay en la Pardina quien le acompañe?

EL CONDE

Mejor estoy solo. Y tu hermana, ¿cómo no ha venido contigo?

NELL

Mamá me ha mandado a la iglesia, encargándome que rece por ella y por
ti.

EL CONDE

Y harás bien en rezar... por ella más que por mí.

NELL

No ha querido que venga Dolly, porque está un poco mañosa.

CONSUELITO, ~que rabia por hablar~.

Como que fue preciso traerla a la fuerza de la Pardina.

NELL

La pobrecita quería estar más tiempo contigo. Mañana iremos las dos a
verte.

EL CONDE, ~muy agitado~.

No vayáis, no vayáis, porque no me encontraréis.

NELL

¿Pues a dónde te vas?

EL CONDE, ~velada la voz por la emoción~.

Sucesora de Albrit, futura Marquesa de Breda... ya sé... ya lo sé...
sigue tu camino lleno de luz, y déjame en el mío tenebroso.

NELL, ~confusa~.

Papaíto, ¿qué razón hay para tanta tristeza? ¡Si te queremos lo mismo!
Yo te aseguro que vendremos a verte, y que nos enfadaremos con mamá si
no nos trae.

EL CONDE

No os traerá... ¿Y para qué? ¿Qué soy yo? Un despojo miserable... El
viejo tronco muere; pero quedas tú, gallardísimo árbol nuevo, que
perpetuará mi nombre y mi raza.

NELL, ~con mayor ternura~.

Abuelo mío, si tanto me quieres, ¿por qué no haces lo que yo digo, lo
que yo te mando? Eres un niño, y los que te aman deben... no digo
mandarte... eso no... dirigirte. ¿Me permites que te dirija?

EL CONDE

Marquesa de Breda, tú mandas.

NELL, ~envaneciéndose~.

Pues si alguna autoridad tengo sobre ti, oye lo que te digo, y hazlo,
hazlo por Dios... Acepta el recogimiento de Zaratán.

EL CONDE, ~lastimado en lo más vivo~.

Adiós, Nell... Vete con tu madre.

NELL

En Zaratán estarás muy bien.

CONSUELITO, ~metiendo su cucharada~.

Como un príncipe, como un emperador.

NELL

Vendremos a verte.

EL CONDE

Adiós, Nell... ~(Se retira tambaleándose.)~ ¿El Prior dónde está?

NELL, ~gozosa, creyendo que su abuelo busca al Prior para tratar con él
de su retiro en Zaratán~.

En la sacristía... Por aquí.

CONSUELITO, ~cogiendo a Nell de la mano y llevándosela~.

Niña, vámonos... Ya le has dicho lo que debías decirle. ¡Pobre anciano!
Es, en verdad, un niño... demente.

NELL

¡Qué pena, Dios mío!... ~(Llamándole.)~ ¡Abuelo, abuelo!...

CONSUELITO

Déjale ya... El león arrogante y fiero entra en la sacristía. No dudes
que nuestro buen Prior le armará una bonita trampa... Verás, verás cómo
cae... ~(Confundidas entre la multitud, se alejan de la parroquia.)~

EL CONDE, ~que, tentando la pared, logra coger la puerta, y se
precipita en las salas que conducen a la sacristía.~

¡Horrible, horrible! Ni siquiera ha manifestado el deseo de vivir en
mi compañía... Ni siquiera me ha dicho, como su madre: «Vente con
nosotras.» Lo que quiere es encerrarme... Esto es dar con el pie al
ser inútil, al ser caído, que estorba... La duda, oh Dios, me asalta
otra vez; la duda sopla otra vez en mi alma como huracán, y de las
pavesas que se iban apagando, levanta llamaradas... No, no es esta la
legítima, no puede serlo. Todos me engañan... Nell no tiene corazón;
su frialdad desdeñosa desmiente la noble sangre. No es, no es...
~(Gritando.)~ ¡Padre Maroto! ¡Prior de Zaratán! ~(Tropezando, se abre
camino. Un monaguillo le conduce. El Prior sale a su encuentro. Cambian
algunas palabras. Para hablar a solas, se encierran en el camarín de la
Virgen.)~

~En la confusión del gentío que se retira, Senén busca al Conde dentro
y fuera de la iglesia. Sospechando que estará en la Rectoral, corre
hacia ella por un atajo. En la obscuridad se desvía; encuéntrase con un
seto que le corta el camino; creyendo abreviar saltándolo, sube a unas
piedras, pega un brinco, y cae en un montón de estiércol.~


ESCENA XV

~Calle del _Buen Conde_, que conduce de la iglesia a la subida del
_Calvario_.~

~EL CONDE, que anda como un ebrio, tropezando en el desigual piso; UN
HOMBRE DEL PUEBLO, LA MARQUEZA.~

EL CONDE, ~viendo venir un bulto~.

Buen hombre, ¿por dónde se va al infierno?

EL HOMBRE DEL PUEBLO, ~que no conoce al Conde~.

¿Tabernas? Por aquí no las hay. ~(Sigue su camino.)~

EL CONDE

¿No hay un rayo del cielo que me haga ceniza? Nell es la verdadera; la
falsa es Dolly, Dolly, ¡la que me quiere más! ¡Vanidades del mundo,
grandezas del honor, con qué mueca tan horrible me miráis! ~(Parándose
ante un machón de pared que permanece vertical entre montones de
ruinas.)~ ¿Quién va? ¿Eres tú, Senén? Lo que me dijiste es verdad. Tu
revelación traidora resulta verdadera. Es verdad. Maroto no miente.
¿Ves qué burla?... Mis ideas me persiguen, no ya como águilas voraces,
que quieren picotearme el cerebro, sino como cotorras charlatanas, que
con su graznido, semejante al habla de hombres afeminados, se mofan
de mí... ¡Maldito rufián, déjame! Eres una babosa perfumada... hueles
horriblemente... y tu contacto da frío. No me toques.

~(Avanza; pasa junto al último farol de Jerusa por aquella parte: sube
por el sendero que conduce al Calvario. En dirección contraria viene
una mujer del pueblo, corpulenta y descarnada, que no es otra que la
anciana Sibila a quien llaman la Marqueza. Lleva una cesta al brazo.)~

LA MARQUEZA, ~parándose y reconociéndole~.

¡Señor, mi Conde, por aquí solito a estas horas!

EL CONDE

¿Quién eres? Soy Albrit, el último Albrit de la línea masculina. ¿Tú,
quién eres? ~(La anciana se nombra.)~ ¡Ah! la Marqueza... Sibila de
Jerusa, aquí me tienes. Ya no dudo: luego no existo... Esto que ves
en mí, no es la persona de Arista-Potestad: es su esqueleto. No te
asustes: los esqueletos no hacen daño. Asustan por el chocar de huesos,
por el mirar burlón de sus ojos vacíos... pero nada más.

LA MARQUEZA

Señor, ¿qué le pasa? ¿Qué disparates dice? Voy a la Pardina con esta
cesta de caracoles que me ha encargado el Sr. Venancio. ¿Quiere algo
para allá? ¿Por qué no se viene conmigo?

EL CONDE

¿Yo a la Pardina?... ¿Has visto a las niñas de Albrit? ¡Qué feas
son!... repugnantes como gusanos venenosos. La legítima no me quiere:
me manda al manicomio. Dolly, que me ama, no es mi nieta. Es hija de
un pintor vicioso y grosero... linaje de contrabandistas en el Alto
Aragón. ~(Riendo sarcásticamente.)~ Dime, Sibila, ¿dónde está el hoyo
más hondo de basura y lodo para meterme, y hacer en él mi cama eterna?
Como escarabajo, allí labraré la nueva casa de Albrit, toda inmundicia.

LA MARQUEZA

Buen señor, no piense cosas malas.

EL CONDE

Vete, déjame. Si ves a Venancio, le dices que me arrodillo ante su
radiante imbecilidad... Adiós, Sibila, adiós.

~(Se aleja dando tumbos. La anciana sigue su camino.)~


ESCENA XVI

~Calvario de Santorojo. Tres cruces en un altozano.~

~EL CONDE, D. PÍO.~

D. PÍO, ~viéndole subir~.

Albrit, hijo mío, ¿qué horas son estas de venir? Ya me cansaba de
esperarte... digo, de esperar a usía.

EL CONDE

¿Quién me llama? Eres tú, excelso Coronado, mi amigo del alma. Gran
filósofo, dame la mano: no puedo ya con mis huesos, que pesan como
barras de plomo.

D. PÍO, ~dándole el brazo~.

Subamos un poco más, y nos sentaremos en la grada de las tres cruces.
¿Qué tal? Yo vengo decidido... Como tenía mucha hambre, me he traído
estos pedazos de pan.

EL CONDE

Dame un poco. También yo estoy desfallecido, hijo. Es cosa poco
higiénica matarse con hambre.

D. PÍO

Claro, tomando algún alimento, podemos aguardar hasta la madrugada,
hora la más propicia...

EL CONDE

Te arrojo a ti, y después yo.

D. PÍO

No, usía no; no lo consiento. Me sublevo; no hay trato.

EL CONDE, ~comiendo pan~.

Bueno; pues juntos, en amor y compaña.

D. PÍO, ~muy apurado~.

Usía no. Mire que aviso, y vienen los celadores. Arrójeme a mí, según
lo tratado, y váyase usía tranquilo a su casa.

EL CONDE

¿Sabes que es amargo tu pan?

D. PÍO, ~suspirando~.

Lo que amarga es la boca.

EL CONDE

Soy todo amargura, y más desgraciado que tú. ¿Sabes una cosa? Mis
nietas, que yo adoraba, se diferencian poco de tus hijas. Con buenas
palabras, Nell me ha arañado el rostro. Espinas de rosas rasguñan
lo mismo que espinas de zarza... Y con todo, Nell es mi legítima
descendencia: lo sé por testimonio irrecusable. Dolly, que me ama, no
es mi descendencia; es una intrusa, la cría infame de la traición, que
con fraude se introdujo en mi casa, y se escondió entre los brocados de
Albrit.

D. PÍO, ~asustado~.

Señor, mire lo que habla.

EL CONDE

Y yo quiero que me digas... antes de caer al abismo, lanzado por mí...
quiero que me digas, gran filósofo: ¿qué piensas tú del honor?

D. PÍO, ~lleno de confusiones~.

El honor... pues el honor... Yo entendía que el honor era... algo así
como las condecoraciones... Se dice también _honores fúnebres, el honor
nacional, el campo del honor_... En fin, no sé lo que es.

EL CONDE

Hablo del honor de las familias, la pureza de las razas, el lustre de
los nombres... Yo he llegado a creer esta noche... y te lo digo con
toda franqueza... que si del honor pudiéramos hacer cosa material,
sería muy bueno para abonar las tierras.

D. PÍO

Y criar la hermosa lechuga y el rico tomate. Para semilleros, he oído
que no hay nada como la gallinaza y palomina.

EL CONDE

Y para la hortaliza social, para este mundo de ahora, nacido sobre
acarreos, la mejor substancia es la ignominia, la impureza y mezcolanza
de sangres nobles y sangres viles... Quedamos en que tú no aciertas
a decirme lo que es el honor, ni te has encontrado nunca esa alimaña
en tus excursiones filosóficas.

~(Se sientan al pie de las cruces. La noche está plácida, y la luna, en
creciente avanzado, platea el cielo y la mar, y baña en dulce claridad
la tierra.)~

D. PÍO, ~aguzando el entendimiento~.

Pues el honor... Si no es la virtud, el amor al prójimo, y el no querer
mal a nadie, ni a nuestros enemigos, juro por las barbas de Júpiter que
no sé lo que es.

EL CONDE, ~con triste sonrisa~.

Ya sales con tu Mitología... Por cierto que en la fábula mitológica no
figura para nada el honor: los dioses hacían el amor a las hijas del
pueblo, así como las diosas se enamoriscaban de cualquier pastor de
cabras.

D. PÍO

Como que no había más aristocracia que la hermosura.

EL CONDE

Pues mira, sería bueno que ahora, después de bien estrellados y
deshechos contra las rocas, nos convirtiéramos tú y yo en dioses o
semidioses mitológicos.

D. PÍO

Aunque fuera cuartos de dioses. Nos pondrían en el séquito de Neptuno.
~(Un escalofrío mortal atraviesa todo su cuerpo, y lo estremece desde
la nuca al tobillo.)~ ¡Abuelo, qué fría estará la mar!...

EL CONDE

Mejor. Así, fresquitos y bien desmenuzados, seremos más del gusto de
los peces.

D. PÍO, ~sintiendo un intenso pavor~.

Es horrible... ¿Y qué hace uno en el estómago del pez?

EL CONDE, ~con lúgubre humorismo~.

Lo que haría probablemente Jonás en el vientre de la ballena:
aburrirse... Porque no se dice que llevara periódicos que leer, ni
baraja para hacer solitarios.

D. PÍO, ~dando diente con diente~.

Yo me figuro que cuando llegue a lo hondo del cantil, ya no estaré
vivo... Y así es mejor, Albrit. No le gusta a uno padecer, ni aun en
el momento crítico de poner fin a sus padecimientos... Esperemos a la
madrugada, hora en que no pasa por aquí alma viviente. Hasta media
noche, hay el peligro de que algún pescador rezagado pase, nos vea, y
nos denuncie... ~(Descubriendo un bulto lejano.)~ ¡Ah! por allí viene
alguien.

EL CONDE

Será un vagabundo... quizás un animal; que en las noches claras, como
en días de brillante sol, suelen confundirse los cuadrúpedos con las
personas.

D. PÍO, ~observando atentamente~.

Es una mujer.

~(Pausa. En el silencio grave de la noche, suena como vibración intensa
de la atmósfera la voz de Dolly gritando: _¡Abuelo!_)~


ESCENA ÚLTIMA

~EL CONDE, D. PÍO, DOLLY~

EL CONDE, ~despavorido, agarrándose a D. Pío~.

¡La voz de Dolly!... ¡Será una racha de viento!... Dios mío, ¡qué
extraña sensación!

D. PÍO

Pues, sí, me parece que es Dolly. ~(Poniéndose en pie y llamando.)~
Niña, estamos aquí.

EL CONDE

¡Dolly! ¿Pero qué...? ¿Se abre la tierra y me traga?

DOLLY, ~andando hacia las cruces, sin correr, porque cojea un poco,
como si le doliera un pie~.

¡Abuelito querido... lo que me ha costado encontrarte! ¿Sabes? Me
escapé de casa. Corrí a la Pardina, y en la puerta me encontré a la
Marqueza con una cesta de caracoles, y me dijo que te había visto
subir hacia el Calvario. ~(Acercándose.)~ ¿Pero qué haces? ¿Vuelves la
cara? ~(El Conde se agarra tan fuertemente a D. Pío, que parece querer
estrujarle.)~

D. PÍO

Cuenta, niña... Hemos oído mal. ¿Dices que te escapaste?

DOLLY

Tuve que saltar por la verja... Me lastimé un pie... A Monedero se le
antojó ponerme presa en su despacho, porque dije a mamá que a todo
trance quiero quedarme en Jerusa con el abuelo, y vivir siempre con
él... ¡Ay, lo que he corrido!

EL CONDE, ~con estupor terrorífico~.

Veo la ignominia, veo la sublimidad, no sé lo que veo... ¿Se hunde el
cielo, se acaba el mundo, o qué pasa aquí?

DOLLY, ~acongojada~.

Papaíto, ¿por qué no miras a tu Dolly?... ¿Qué dices?... ¿Ya no quieres
a tu Dolly?

EL CONDE, ~desconcertado~.

Eres mi oprobio... Dolly... ¿por qué me amas?

DOLLY

¡Vaya una pregunta! ~(Acariciándole.)~ Ya te dije esta mañana en la
Pardina que tu Dolly no se separará nunca de ti... A donde tú vayas,
voy yo... Váyase Nell con mamá; yo quiero compartir tu pobreza,
cuidarte, ser la hijita de tu alma.

EL CONDE, ~con grandísima agitación~.

¡Oh, Dolly, Dolly!...

DOLLY

¿Qué tienes?...

EL CONDE

Parece que me ahogo... Es que Dios me abre el pecho de un puñetazo, y
se mete dentro de mí... Es tan grande, tan grande... ¡ay! que no cabe...

DOLLY

Si Dios entra en tu corazón, allí encontrará a Dolly con su patita
coja... Abuelo, abuelo mío, cuando todos te abandonan, yo soy contigo.
~(Le abraza y le besa.)~

EL CONDE, ~alelado~.

Cuando todos me desprecian, tú eres conmigo... El mundo entero pisotea
el tronco de Albrit, y Dolly hace en él su nido.

DOLLY

Sí que lo haré... De veras digo que si no me llevas en tu compañía a
donde quiera que vayas...

EL CONDE, ~vivamente~.

Si no te llevo, ¿qué?

DOLLY

Me moriré de pena.

EL CONDE, ~elevando hacia el cielo las palmas de sus manos~.

Señor, ¿qué es esto? ¿Tal monstruosidad es obra tuya? ¿Qué nombre debo
dar a esta cosa espantable y enorme que llena mi alma de gozo?... Del
seno del cataclismo salen para mí tus bendiciones... Ya veo que de nada
valen los pensamientos, los cálculos y resoluciones del ser humano.
Todo ello es herrumbre que se desmorona y cae. Lo de dentro es lo que
permanece... El ánima no se oxida.

D. PÍO, ~con hermosa ingenuidad~.

Señor, ¿hacia qué parte de los cielos o de los abismos cae el honor?
¿En dónde está la verdad?

EL CONDE, ~abrazando a Dolly~.

Aquí... ~(Como quien vuelve de un desvanecimiento.)~ Dime, amigo
Coronado, ¿he dicho muchos disparates? Porque siento que vuelve a mí la
razón. Esta chiquilla, trastornándome, me ha vuelto a mi ser, y yo,
trepidando, recobro mi equilibrio. Ya ves... Todos me desprecian; ella
sola me ama, y consagra a este pobre viejo su florida juventud.

DOLLY, ~besándole~.

Albrit, ¿quién te quiere?

EL CONDE

Tú sola.

DOLLY

No te llamaré Albrit, sino _Abuelo_.

EL CONDE

Sí, sí: me gusta ese nombre... ¡Es tan dulce! Puedes darle el sentido
que quieras.

D. PÍO, ~con unción~.

Dios es el abuelo de todas las criaturas.

EL CONDE

Por eso es tan grande. La eternidad, ¿qué es más que el continuo
barajar de las generaciones? Y ahora, Pío, gran filósofo: si te dan a
escoger entre el honor y el amor, ¿qué harás?

D. PÍO, ~sollozando~.

Escojo el amor... el amor mío, porque el ajeno lo desconozco. Nadie me
ha querido. Lo juro por la laguna Estigia.

EL CONDE

¡Eres tan infeliz como yo dichoso, pobre Pío!... ~(Con resolución,
incorporándose.)~ Vámonos.

D. PÍO

¿A dónde?

EL CONDE

A pedir hospitalidad a cualquiera de mis antiguos colonos. Son pobres;
pero a Dolly no le importa la pobreza.

DOLLY

Con mi cariño te haré yo rico.

EL CONDE, ~con ardiente júbilo~.

Coronado, ¿has oído esto?

D. PÍO

Oigo a Dolly... Ángeles he visto yo en sueños; pero siempre mudos.
Ahora hablan.

EL CONDE

Vámonos... Pío, te nombro mi amigo, te hago la síntesis de la amistad.
Ven, síguenos.

D. PÍO. ~señalando el cantil~.

Pero...

EL CONDE

Estás lucido. ¡Matarme yo, que tengo a Dolly! ¡Matarte a ti... que me
tienes a mí! Ven, y esperaremos a morirnos de viejos.

D. PÍO

Escondámonos en cualquier aldea.

EL CONDE

Dios nos protege. ~(A Dolly.)~ ¿Está cojito mi ángel? Ven a mis brazos.
Pesas poco, y yo aún tengo vigor para cargarte. ~(La toma en brazos.)~
Vámonos primero hacia Rocamor. Allí espero encontrar almas compasivas.

~Huyen hacia Occidente. D. Pío, conocedor de los senderos y atajos,
va delante guiando. A ratitos, Dolly, por no cansar al abuelo, se
desprende de los brazos de él y anda. Desaparecen en las lomas que
separan el término de Jerusa del de Rocamor. En la aldea de este nombre
y en una pobre casa de labor, les da generosa y cordial hospitalidad un
matrimonio dedicado a la cría de carneros y vacas; gente sencilla; un
par de viejos honradísimos y joviales, que allí habían nacido, y allí
moraban desde tiempo inmemorial; restos nobilísimos, olvidados ya, del
poderoso Estado de Laín. Amanece.~

~Al filo del mediodía, llega la pareja de la Guardia civil con una
carta de la Condesa. Dolly la lee. Dice así: «_Señor Conde, puesto que
usted quiere a Dolly, y Dolly le quiere, doy mi consentimiento para
que viva en su compañía, por sus días. Y que estos sean muchos desea
ardientemente su hija_--LUCRECIA.»~

D. PÍO, ~entre helechos, filosofando~.

¿El mal... es el bien?


FIN DE LA NOVELA


Santander (San Quintín), Agosto-Septiembre de 1897.




ÍNDICE


                      Págs.

  Prefacio               V

  Dramatis Personæ       2

  JORNADA PRIMERA

  Escena primera         3
  Escena II             13
  Escena III            29
  Escena IV             40
  Escena V              44
  Escena VI             56
  Escena VII            57
  Escena VIII           59
  Escena IX             64
  Escena X              68
  Escena XI             70
  Escena XII            74

  JORNADA SEGUNDA

  Escena primera        81
  Escena II             83
  Escena III            90
  Escena IV             95
  Escena V             118
  Escena VI            140

  JORNADA TERCERA

  Escena primera       145
  Escena II            158
  Escena III           163
  Escena IV            169
  Escena V             179
  Escena VI            183
  Escena VII           186
  Escena VIII          192
  Escena IX            215
  Escena X             225
  Escena XI            227
  Escena XII           243
  Escena XIII          247

  JORNADA CUARTA

  Escena primera       251
  Escena II            254
  Escena III           260
  Escena IV            267
  Escena V             270
  Escena VI            275
  Escena VII           280
  Escena VIII          281
  Escena IX            290
  Escena X             294
  Escena XI            299
  Escena XII           302
  Escena XIII          320
  Escena XIV           325
  Escena XV            332

  JORNADA QUINTA

  Escena primera       341
  Escena II            347
  Escena III           351
  Escena IV            355
  Escena V             365
  Escena VI            370
  Escena VII           374
  Escena VIII          376
  Escena IX            387
  Escena X             389
  Escena XI            394
  Escena XII           397
  Escena XIII          402
  Escena XIV           405
  Escena XV            410
  Escena XVI           412
  Escena última        417

*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL ABUELO ***

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LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE.

1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied
warranties or the exclusion or limitation of certain types of
damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement
violates the law of the state applicable to this agreement, the
agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or
limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or
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1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the
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providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in
accordance with this agreement, and any volunteers associated with the
production, promotion and distribution of Project Gutenberg-tm
electronic works, harmless from all liability, costs and expenses,
including legal fees, that arise directly or indirectly from any of
the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this
or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm

Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's
goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg-tm and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at
www.gutenberg.org

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state's laws.

The Foundation's business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation's website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without
widespread public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular
state visit www.gutenberg.org/donate

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate

Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our website which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org

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including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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