Zumalacárregui

By Benito Pérez Galdós

The Project Gutenberg eBook of Zumalacárregui
    
This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and
most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions
whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms
of the Project Gutenberg License included with this ebook or online
at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States,
you will have to check the laws of the country where you are located
before using this eBook.

Title: Zumalacárregui

Author: Benito Pérez Galdós

Release date: December 12, 2024 [eBook #74881]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Librería de los Sucesores de Hernando

Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/American Libraries.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK ZUMALACÁRREGUI ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. También
    ha sido modernizada la grafía los nombres propios de persona y lugar,
    y los gentilicios.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos
    usos ortotipográficos. La puntuación también ha sufrido ligeros
    retoques para su modernización.




EPISODIOS NACIONALES

ZUMALACÁRREGUI




  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


Artes Gráficas «PLUS-ULTRA», Zurbano, 68.—MADRID




  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  (Tercera serie.)

  ZUMALACÁRREGUI

  26.000

  MADRID
  LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
  Calle del Arenal, núm. 11
  1924




Al terminar con _Un faccioso más y algunos frailes menos_ la Segunda
serie de los EPISODIOS NACIONALES, hice juramento de no poner la mano
por tercera vez en novelas históricas. ¡Cuán claramente veo ahora que
esto de jurar es cosa mala, como todo lo que resolvemos menospreciando
o desconociendo la acción del tiempo, y las rectificaciones que este
tirano suele imponer a nuestra voluntad y a nuestros juicios! A los
diecinueve años, no justos, de aquel juramento, los amigos que me
favorecen, público, lectores, o como quiera llamárseles, me mandan
quebrantar el voto, y lo quebranto; me mandan escribir la Tercera serie
de EPISODIOS, y la escribo. En reducida esfera, los escritores vivimos,
como en esfera amplísima los políticos, gobernados por la opinión,
y la opinión es responsable de esta inconsecuencia mía. Ella me ha
hecho pecar, y ella me absolverá si cree que al fin de la jornada lo
merezco. Los diez tomos de la _Tercera serie_ serán: _Zumalacárregui.
— Mendizábal. — De Oñate a la Granja. — Luchana. — La campaña del
Maestrazgo. — La estafeta romántica. — Vergara. — Montes de Oca. — Los
Ayacuchos. — Bodas Reales._

B. P. G.

Madrid, abril de 1898.




ZUMALACÁRREGUI

I


Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa,
Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres
ríos: Ega, Arga y Aragón. Bien podría denominarse aquel movimiento
_procesión militar_, porque el afortunado guerrero del absolutismo
llevaba consigo _el santo_, para que los pueblos lo fueran besando
unos tras otros, al paso, con religiosa y bélica fe, acto que se
efectuaba con suma presteza, aquí te tomo aquí te dejo, conforme a la
táctica de un ejército formado, instruido y aleccionado diariamente en
la movilización prodigiosa, en las marchas inverosímiles, cual si lo
compusieran, no ya soldados monteses y fieros, sino leopardos con alas.
Que estos llevaban en volandas a la tortuga, no hay para qué decirlo.
Mostraban el ídolo a los pueblos, y el entusiasmo en que estos ardían
era un excelente botín de moral política que robustecía la moral
militar.

Y mientras realizaba este acto de hábil santonismo, Zumalacárregui no
cesaba de combatir, en la boca el ruego, en la mano el mazo. Maestro
sin igual en el gobierno de tropas y en el arte de construir, con
hombres, formidables mecanismos de guerra, daba cada día a su gente
faena militar para conservarla vigorosa y flexible. De continuo la
fogueaba, ya seguro de la victoria, ya previendo la retirada ante un
enemigo superior. ¿Qué le importaba esto, si su campaña, a más del
objeto inmediato de obtener ventajas aquí y allí, tenía otro más grande
y artístico, si así puede decirse, el de educar a sus fieros soldados
y hacerles duros, tenaces, absolutamente confiados en su poder y en la
soberana inteligencia del jefe? Atacaba las guarniciones de villas y
lugares, tomando lo que podía, dejando lo que le exigía excesivo empleo
de energía y tiempo; procuraba ganar las pocas voluntades que no eran
suyas, poniendo en ejecución medios militares o políticos, así los
más crueles como los más habilidosos, y lo que se obstinaba en no ser
suyo, quiero decir, del rey, vidas o haciendas, lo destruía con fría
severidad, poniendo en su conciencia los deberes militares sobre todo
sentimiento de humanidad. Movido de la idea, guiado por su prodigiosa
inteligencia y conocimientos del arte guerrero, iba trazando, con
garra de león, sobre aquel suelo ardiente, un carácter histórico...
¡Zumalacárregui, página bella y triste! España la hace suya, así por su
hermosura como por su tristeza.


Ribera de Navarra, Noviembre de 1834.

Gustoso de referir las cosas pequeñas antes que las grandes, anticipo
este incidente que la Historia apenas cree digno de una breve mención:
«Habiendo llegado a manos de Zumalacárregui un parte oficial en que
el alcalde de Miranda de Arga avisaba al comandante de Tafalla la
reciente entrada de los facciosos, con expresión de su fuerza y otras
particularidades, mandó que le cogieran (al alcalde) y por primera
providencia le pasaran por las armas». Tales justicias, que dentro del
convencionalismo de la religión militar así se nombran, disponíanse
con sencillez suma, y con fría puntualidad y presteza se ejecutaban,
como diligencia usual en los órdenes vulgares de la vida. Cortar
bárbaramente la del que se conceptúa traidor, y que por la parte
contraria resulta dechado de lealtad, quizás de heroica entereza,
era en aquellos ejércitos acto tan sencillo como los ordinarios de
carnicería ambulante: la matanza de ovejas, carneros o bueyes para
alimentarse.

Metieron, pues, al desgraciado Ulibarri en la sacristía de una ermita
que está como a mitad del camino entre Miranda y Falces, y le dijeron:

—Estese ahí un rato, don Adrián. Le traeremos un cura del Cuartel Real,
porque los nuestros van ya camino de Peralta.

Dijéronle esto con naturalidad y hasta con cortesía campechana,
añadiendo:

—Aquí dejamos un jarro de vino por si tiene sed, y un atado de
cigarrillos.

Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas,
abrazado a sí mismo. Su grande espíritu se envolvía en la resignación,
y agasajándose dentro de ella, anticipaba el tránsito doloroso. Lo
que había de ser, que fuera pronto. Si él pudiera morirse por la
fuerza concentrada de la voluntad, de buena gana lo haría, evitando a
los enemigos el trabajo penoso de acribillar a balazos su corpachón
robusto. Era muy grande, y duro de matar. Aunque no quería pensar en
nada referente al cuerpo, pensaba sin poder remediarlo. El espíritu
se echaba fuera de aquel envoltijo de la resignación, y al instante
encontraba razones contra la sentencia que pronto le había de lanzar
de este mundo. Malo, muy malo es este mundo; pero de tanto vivir en
él, nos connaturalizamos con sus miserias y con todo el fárrago de
desdichas que nos abruman. Si él fuera un hombre enfermo, muy bien le
vendría el sistema de curación definitiva que se le estaba preparando;
pero, ¡por vida de las casualidades!, era robusto, de salud a prueba de
bomba, macizo y vigoroso, fabricado para burlar a la muerte hasta los
noventa, y a la sazón andaba en los sesenta y dos.

En fin, pues Dios así lo había dispuesto (y Ulibarri creía firmemente
que lo que le pasaba era por disposición divina), se abrazaba otra
vez estrechamente a su resignación, buscando en lo íntimo de aquel
abrigo la idea de un morir noble y cristiano. La sublimidad no es fácil
comúnmente; pero hombres del temple de Ulibarri saben realizar estos
supremos imposibles.

Olvidado del tiempo, la víctima no se hacía cargo de que la habían
encerrado a las cuatro de la madrugada: por momentos interrumpían su
abstracción los ruidos externos, el pasar de carros, el vociferar de
soldados y carreteros. Hasta creyó reconocer voces amigas en aquel
tumulto, entre otras la voz de Iturralde, con quien había comido un
cordero y probado el vino de la penúltima cosecha tres meses antes, en
su finca de Berbinzana. Mandaba el tal la retaguardia en aquel aciago
día, y a todo trance quería salir de Falces al romper de la aurora.
Daba sus órdenes destempladamente, como hombre de genio muy vivo, que a
todos quería comunicar su viveza; valiente, incansable, buena persona,
excelente amigo en la paz, en la guerra indómito y sin entrañas.
Considerando esto, a don Adrián no le pasó por el pensamiento que el
bueno de Iturralde podía concederle la vida. Conocía cómo las gastaba
Zumalacárregui, y con qué inflexible severidad, razón indudable de sus
éxitos, hacía cumplir sus determinaciones. A _don Tomás_ no le trataba;
pero en Pamplona y en casa de la familia de unos parientes de su mujer
(la de Ulibarri) había conocido a doña Pancracia Ollo (la esposa del
general), y a las niñas, que eran, por cierto, paliduchas y de pocas
carnes. Las veía en las tinieblas de aquel fúnebre encierro, a la luz
de su mente, cual si delante las tuviera.

Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo guarnecido de
telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró por
la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la
fuerza, cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la
estrechez de la prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de
iglesia, restos de bancos, túmulos y retablos en ruinas, todo hecho
pedazos y cubierto de polvo y telarañas. En el montón más bajo se
había sentado el reo, bebiendo un trago de vino momentos antes de que
penetrara el hombre cuya presencia se determinó por una escueta y
larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era indudablemente
un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto, y había
venido a caballo. «Quizás en mula —pensó Ulibarri—; en mula, que es más
propio».

Frente a frente el uno del otro, el reo intentó decir la primera
palabra; pero no acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro
de que el sacerdote, a quien correspondía decirla, se despacharía
muy a gusto de entrambos. Aumentada gradualmente la claridad, se fue
dibujando la figura de don Adrián Ulibarri, alto, casi giganteo, de
proporcionada grosura, cabellos blancos, de rostro grave y ceñudo,
totalmente afeitado, tipo de rústico noble. Y como transcurrían
lúgubres los segundos sin que el clérigo se arrancara con la fórmula
religiosa del caso, el reo se impacientó, y la curiosidad y desasosiego
le picaban extraordinariamente. Miró al otro; el otro no le miraba,
y cruzadas las manos inclinaba al suelo su rostro, más que pálido,
amarillo como cera de _requiem_. Entablose un diálogo de suspiros,
pues al hondísimo que exhaló el alcalde, contestó el clérigo con
otro que más bien parecía el mugido de un buey en la antesala del
matadero; y así, con este patético lenguaje, departieron un rato,
hasta que Ulibarri, no pudiendo aguantar que prolongara su agonía el
que aliviársela debiera, fue vencido de su genio impetuoso, y lanzó
el terno habitual en sus labios, seguido de palabras de calurosa
impaciencia.

Irguió por fin el clérigo su cuerpo encorvado, y llevándose las manos
a la cabeza, soltó con voz opaca, enronquecida por emoción muy viva,
estas singulares expresiones:

—Señor don Adrián, me han traído para auxiliar a usted, y yo no
puedo... ¿Para qué me han traído, si no puedo ni debo...? Bien sabe
Dios que quisiera morirme en este instante, que debiera morirme en su
presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago.

Oyó este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada que debía
cortar su existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el
sacerdote, cuando este con tales aspavientos tomaba la palabra; pero
el _yo soy José Fago_ fue como un disparo que lanzó al infeliz reo
contra el montón de madera rota, dejándole arrumbado en él, abierto de
manos y piernas, la cabeza rebotando en la pared.

—Soy José Fago —repitió el otro encorvándose de nuevo hacia adelante
y cruzando las manos—; y no está bien que quien ha ofendido a usted
gravemente, ahora reciba su confesión. Este es un caso en que el malo
no puede, no debe ser confesor del bueno... Tres años hace que no nos
hemos visto, y en esos tres años, señor don Adrián de mi alma, han
pasado cosas que usted debe saber, para que no me crea peor de lo que
soy; para que usted, hombre recto y puro, juzgue a este pecador, y...

Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri contestase palabra alguna,
pues ni voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago tomó aliento, y
tragó mucha saliva antes de continuar sus doloridas lamentaciones.

—Dios que ve nuestras almas —dijo—, sabe que en este singular caso, el
reo soy yo, y usted el sacerdote.

Un bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con
declaración tan grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente
cuyo corazón se despedaza, siguió:

—El señor don Adrián debe saber que este hombre sin ventura puso
término a su existencia borrascosa abrazando, con pleno arrepentimiento
de aquella vida, el estado eclesiástico. Dos padres de Veruela
me acogieron moribundo de cuerpo, dañado del alma, y me curaron,
enseñándome los caminos de Dios, contrarios a los del pecado, por donde
yo venía. De Veruela pasé a Jaca, donde recibí enseñanza eclesiástica;
de Jaca lleváronme a Oloron de Francia, y allí canté misa. Diferentes
vicisitudes trajéronme luego a Fuenterrabía, y de allí a Oñate, donde
continuaba mis estudios cuando sobrevino esta espantosa guerra. El
señor Arespacochaga me tomó de capellán, y con él heme incorporado
al Cuartel Real, al que sigo por obediencia y reconocimiento a mis
favorecedores... Dios ha querido someterme a esta prueba durísima,
poniendo mi conciencia, aún turbada, frente a la del hombre en quien
reconozco las virtudes que yo no tuve. ¡Y me traen a auxiliarle en su
muerte, a mí, que necesito del auxilio de su perdón para poder dar
tranquilidad a mi vida tristísima! ¡Y me dicen: «Confiésale, para que
podamos matarle...» a mí, que en rigor de justicia debiera recibir de
esas nobles manos la muerte; a mí, que no acierto a ejercer ahora mi
carácter sacerdotal, pues antes de perdonar en nombre de Dios necesito
que en nombre de Dios se me perdone!... Para esto, noble señor mío,
es forzoso que yo declare y confiese mis delitos, anteriores a mi
conversión, en aquellos días en que mi vida era toda libertinaje,
escándalo, vergüenza... Y firme en mi conciencia, declaro que mi
ceguedad me llevó a los mayores vilipendios. Yo, José Fago, seduje
y arrebaté del hogar paterno a la hija única de don Adrián Ulibarri,
ante quien depongo ahora todo el fárrago de mis culpas. Enamorado de
_Saloma_, que así nombraban familiarmente a Salomé, y no pudiendo
obtener de usted el consentimiento para casarme con ella, la hice mía
con escándalo... Huimos a las Villas de Aragón, y de allí a tierra
de Barbastro... Después pasaron cosas que usted ignora, o que sabe
por noticias incompletas, lejanas, y yo he de decírselas ahora con
sinceridad y contrición, como si hablara con Dios en el tribunal de la
penitencia. Ahora es usted mi sacerdote... Óigame, don Adrián.

Más aterrado que curioso, en aquella inopinada fase de su agonía,
el alcalde no remuzgaba. Su mano inquieta golpeaba un rimero
de palitroques. Del montón de madera despedazada caían por el
suelo doradas astillas, trozos con cabecitas de ángel y florones
churriguerescos. Al propio tiempo el duro cráneo del reo golpeaba con
ritmo lúgubre la pared, y el polvo ensuciaba su venerable canicie.

Y el penitente, humillando su rostro en el suelo, como si besar
quisiera las frías baldosas, decía:

—Mi carácter violento, mis hábitos de disolución y el desorden de
mi conducta fueron causa de que, a los tres meses de aquella vida
errante, Saloma y yo pareciéramos enemigos encarnizados más que amigos
o amantes. Una noche de diciembre, la infeliz huyó de mi lado...
No he vuelto a verla más, ni a saber de ella... Entrome furor de
encontrarla, que fue como la renovación del amor primero. Revolví
toda la tierra de Barbastro, y luego las Cinco Villas buscándola.
¡Inútil!... Pasaba yo por loco, y en los pueblos se asustaban de verme.
Allá me apedreaban, aquí me prendían. Fui de cárcel en cárcel: en Ejea
de los Caballeros caí gravemente enfermo de calenturas, que me tuvieron
un mes largo entre la vida y la muerte. Al revivir era idiota: no me
acordaba de Saloma ni de cosa alguna. Pasé no sé cuánto tiempo en un
muladar, y mis amigos eran los cerdos, y mi alimento lo que querían
arrojarme unos aldeanos compasivos de Añosa de Torreseca... Pero de
esta crisis salió no sé cómo la renovación de mi ser; en mí encendió el
Señor un espíritu nuevo, y pude decir: «¡Oh, Dios! en Ti resucito, y te
reconozco, y a Ti me entrego». ¿Quién me llevó a Veruela? Una viejecita
medio ciega que pedía limosna. Guiándonos el uno al otro por senderos
y atajos, ella sin vista, extenuado yo y sin poder andar más que en
jornadas cortísimas, llegamos por fin a la paz del monasterio, donde yo
había de encontrar la salud del cuerpo y del alma... Lo demás, antes lo
dije. No quiero cansarle, don Adrián...

En este punto abriose la puerta, y una voz dijo: «¿Estamos ya?...»,
seguido de un refunfuño de impaciencia que, traducido al lenguaje,
era poco más o menos así: «¡Con qué calma lo toman!... En campaña,
¡redios!, hay que abreviar el sacramento...». Y luego, en voz alta:
«Que salimos, que nos vamos... Despachen de una vez».

Levantose Fago del suelo, y sin atender a las voces de fuera, porque
el estado de su ánimo difícilmente se lo permitía, repitió la frase
culminante de su confesión:

—No he vuelto a saber de ella, don Adrián... Créamelo, que hablando con
usted ahora, hablando estoy con el Dios que nos ha criado a todos, y
que a todos ha de juzgarnos.

Algo quiso decir Ulibarri; pero la voz no le salía de la garganta, y
su intención no era poderosa para sacarla a los labios. Lo que decir
quiso era breve y tristísimo, palabras como estas: «Tú no has vuelto a
verla..., yo tampoco...».

Sonaron con tal estrépito las voces en el exterior, que ambos hubieron
de recaer violentamente en la realidad más inmediata, en la situación
efectiva y palpable. José Fago se arrodilló ante don Adrián, y posando
sus manos respetuosamente sobre las rodillas de él, como las posaría
sobre el ara sagrada, le dijo:

—En este supremo trance, nunca visto, señor y padre mío, yo me despojo
de la autoridad que mi religión me da para perdonar los pecados, seguro
de que Dios a usted la transfiere, haciendo del penitente el sacerdote.
Hombre recto y cabal en todo tiempo, ahora es usted un santo. Ante el
santo me humillo yo, y le pido perdón del agravio que le hice, pues
no me basta haber descargado mi conciencia, en otras ocasiones, de
los errores de mi vida, confesándolos con amargura y dolor; no me
basta, no: mi conciencia necesita ahora nuevo y definitivo descargo,
reparación más eficaz que ninguna otra, y de usted espera mi alma la
paz que aún no ha logrado, señor...

Levantose Ulibarri con soberano esfuerzo, pues el hombre parecía
moribundo, y soltó gravemente, con lentitud, estas patéticas
expresiones:

—José Fago, yo te perdono para que te perdone Dios..., y me perdone
también a mí.

Se abrazaron con efusión, y Fago le besó las mejillas, mojadas de
lágrimas ardientes; le besó los cabellos blancos, y acarició el cráneo
del infeliz alcalde de Miranda de Arga, que cinco minutos después era
traspasado por cuatro balas de fusil a espaldas de la ermita.




II


Bien sabe Dios que los que fusilaron al pobre Ulibarri hiciéronlo
compadecidos y en extremo pesarosos, cumpliendo a regañadientes la
inexorable Ordenanza que arrancaba la vida a un hombre honrado, muy
querido en el país, sin otra culpa que la tibieza que mostraba por la
llamada legitimidad, y su amistad con Espoz y Mina, adhesión puramente
personal y como de familia. El capitán encargado de la ejecución
estaba pálido como un muerto; un soldado se echó a llorar; pero todos
supieron cumplir su deber. Con esto, la retaguardia se puso en camino
hacia Peralta con una veintena de carros que cargaban vituallas tomadas
en Falces. José Fago, llegándose al muerto, que yacía donde mismo había
caído, dijo resueltamente:

—Yo no me voy sin enterrarle. Si me dejan aquí, que me dejen. Iré solo
al Cuartel Real, y nada me importa que me cojan los cristinos y hagan
conmigo lo que habéis hecho vosotros con este santo varón.

Hablaba con dos carreteros y tres soldados del 5.º de Navarra, que
de fijo le habrían ayudado, si pudieran, en la obra de misericordia.
Algunos campesinos viejos, dos o tres ancianas y bastantes chiquillos,
formaban círculo de curiosidad compasiva en torno al cadáver. Entre
aquella pobre gente hubo alguien que trajo un azadón y una pala de
dos picos, que en el país llaman laya, y Fago no necesitó más para
cavar la fosa. Las viejas le ayudaban con el azadón, y él se las
componía con la laya, hincándola en tierra con el pie y levantando los
duros terrones. Ahondando poco a poco, pues su fuerza muscular no era
entonces mucha, las lágrimas le rodaban por las mejillas, y de la nariz
y barba goteaban sobre el hoyo. Callaban todos; pero con las lágrimas
del cavador creyérase que se exteriorizaba su pensamiento, y que estas
decían lo que la boca no sabía ni podía decir... Y también pudiera
creerse que los picos de la laya, al rasgar la tierra y separarla
blandamente, hablaban con ella, y que salían palabras tristes del
rumorcillo del hierro entre los pelmazones de la dura arcilla. Era la
misma confesión de antes, repetida, adicionada con nuevos conceptos y
explicaciones que debieron decirse y no se dijeron: «Yo no abandoné
a Saloma, como sin duda contaron malas lenguas. Fue ella quien a mí
me abandonó, señor..., y notoriamente lo hizo, movida del miedo que
llegaron a inspirarla mis locuras... La culpa fue mía, y responsable
soy de aquella desgracia... Yo la quería..., la quise más cuando huyó
de mí... ¡Ay!, si me hubiera muerto entonces, como deseaba mientras iba
en su busca, ardería en los infiernos, pues mi alma era el depósito
corrupto de todos los pecados mortales que es posible imaginar. Pero
Dios quiso salvarme y sanarme en vida, y me sanó, ¡ay de mí!, y, por
fin, me ha sometido al purgatorio horrendo de hoy; a ese paso terrible
del cual creo salir puro, Señor, enteramente redimido.., enteramente
sano...».

El hoyo no podía ser muy profundo, porque los carreteros daban prisa,
no queriendo dejar rezagado al clérigo del Cuartel Real. Pusieron
dentro de la tierra el cuerpo del alcalde, y rezando, Fago y las viejas
iban echándole tierra encima. Cubrieron primero todo el cuerpo, que
había quedado con alguna inclinación, el tronco más alto que los pies,
y cuando ya no se vio más que el rostro, y las lívidas facciones iban
desapareciendo tras un velo de tierra, la emoción del capellán fue tan
viva, que ni respirar podía ya, y habría caído redondo al suelo si no
le sostuvieran dos mujeres del corro. Sin duda el rostro de Ulibarri le
hablaba con tiernísimo acento de despedida...

—Don Adrián de mi alma —dijo Fago con gemidos, pues las palabras no
querían salir—, no la abandoné yo..., sino ella a mí..., por mi culpa,
por mis maldades... Yo le aseguro que no he vuelto a verla...

Diciendo esto, era tal su afán, que habría dado su vida porque el
rostro de Ulibarri le hablase, o con un solo signo mudo le respondiese
a esta pregunta: «¿Y usted ha vuelto a verla? ¿Sabe usted de
Saloma?...». En estas horribles ansias del pensamiento y la voluntad,
la cabeza del alcalde fue cubierta, y trabajando todos con ahínco,
el hoyo quedó lleno, y cristianamente sepultada la víctima de las
horribles leyes militares, obra maestra del infierno. De rodillas rezó
Fago sobre la sepultura, y cuando los carreteros le tiraban de los
brazos para llevársele, les dijo con desvarío:

—Debiera yo ahora convertirme, por divina sentencia, en cruz de piedra,
para quedar aquí eternamente clavado sobre esta sepultura.

No creyéndose los otros obligados, por razón de su oficio militar, a
permanecer afligidos después de enterrado el alcalde, tomaron a broma
lo de la cruz, y como Fago se resistiese a seguirles, cogiéronle
entre cuatro, y que quieras que no, a puñados le metieron en una de
las galeras, entre sacos y pellejos. Tan turbado estaba el pobre
capellán, que apenas se dio cuenta de cómo le cogieron y embarcaron; ni
oyó la gritería y los trallazos con que se puso en marcha la cola del
ejército, para unirse al cuerpo del mismo, que ya había pasado el Arga
por Peralta.

Dos guapos chicos aragoneses acompañaban a Fago, tumbados sobre el
cargamento de la galera: uno de ellos manco, el otro cojo, inútiles de
la guerra y auxiliares de ella en aquel servicio de administración,
por gusto y querencia de la campaña facciosa. Apenas echó a andar la
galera, rompieron a cantar la graciosa rondalla, pues, en verdad, no
veían ellos motivo alguno para estar tristes. Hechos a los espectáculos
de muerte y a presenciar cuantas atrocidades caben en la fiereza
humana, se habían impuesto un júbilo filosófico, la sazón más propia
de la clase de vida que llevaban. A cada instante empinaban la bota,
y compadecidos de su compañero de viaje, que tumbado iba de largo a
largo, descompuesto el rostro, sin más señales de vida que los suspiros
hondísimos con que a cada momento echaba el alma por la boca, le
requirieron a que bebiese, sin conseguirlo; mas tanto puede la ruda
cortesía aragonesa que, al fin, incorporándole uno, aplicándole el otro
a los labios el pito de la bota, hubo de reconocer el macilento cura
que era bueno meter en su estómago una corta porción de vino. Remediada
con este la extenuación de sus fuerzas, el hombre vio claro en sí
mismo; todo en él recobró vitalidad, cuerpo y alma, el pensamiento
y la conciencia. Al poco rato, pidió que le diesen el zaque, y lo
empinó pensando que era improcedente y hasta pecaminoso dejarse morir
de tristeza e inanición. Avínose más adelante a comer un poco de pan
y medio chorizo, y cuando llegaban a Peralta ya era otro hombre: sus
facultades habían recobrado la franca lucidez de otros días; huyeron
de su mente las monstruosas quimeras, y vio el trágico suceso de
Ulibarri en sus proporciones efectivas, sin que por esta reversión a
la realidad fuese menos vivo el dolor que aquel caso le producía. La
franqueza hidalga de los dos chicos hubo de comunicársele, y platicaron
de la guerra, del buen giro que tomaba para la causa, de la pericia del
general, y del entusiasmo con que los pueblos recibían al rey legítimo.
De uno en otro tema, Fago hizo recaer la conversación en algo que
tenazmente a su pensamiento se aferraba, y dijo a los muchachos:

—El acento baturro muy pronunciado declara que son ustedes de las Cinco
Villas, quizás de Ejea de los Caballeros.

—No, señor —replicó el manco, jovencillo muy despierto, como de veinte
años—, yo soy de Petilla, lugar de tierra de Sos, y este es de Júnez,
cuatro leguas de mi pueblo. Los dos nos venimos a la faición el mes de
mayo, y lo mismico fue entrar yo en esté sirvicio, que me lisiaron en
la aición de Muez..., ya sabe..., y me quedé inútil; pero tanto gusto
le tomé a la guerra que no vuelvo a mi casa hasta que se acabe, si se
acaba algún día, y ha de ser cuando arreemos al rey hasta los mismos
Madriles.

—Yo estuve en la cuchipanda de San Fausto, pues, en el mes de agosto...
—dijo el otro—. Maté más cristinos que pelos tengo en la cabeza... Pero
en Viana, el 3 de septiembre, ya sabe..., me atizaron un tanganazo en
la pierna, y aquí me tiene en la impedimenta, que es muy aburría...
En cuanto pueda me vuelvo a mi casa, donde hago más falta que aquí,
ridiós... A la guerra le llama a uno el gustico que da, pero también
llama la casa, y el aquel de la paz...

El otro cantaba con voz agudísima y vibrante:

      Navarrito, navarrito,
    no seas tan fanfarrón,
    que los cuartos de Navarra
    no pasan en Aragón.

De confianza en confianza, el clérigo aceptó también un cigarro; y
empezando a chupar, habló así con sus compañeros de viaje:

—Amigos míos, yo les agradecería mucho que me dijesen si en algún lugar
de las Villas de Aragón habían conocido a una tal Saloma, o Salomé, que
de ambos modos se la llamaba..., natural de Miranda de Arga...

—¿Saloma?... ¿Era por casualidad tuerta del derecho?

—Hombre, no; que Dios puso en su cara dos ojos negros, hermosísimos...

—¿Baja de cuerpo y algo cargadica de espaldas?

—Quita allá. No ha nacido cuerpo más gallardo: ni grande ni chico,
ni gordo ni flaco, bien repartido de hueso y músculo... ¿Queréis más
señas? El habla dulce, el mirar sereno y un poquito triste, cara oval,
manos un tanto curtidas, pero de buena forma. Os pregunto si recordáis
haberla visto, porque ignoro si vive o muere, y la persona que podía
informarme de su destino no se hallaba en situación para referir cosas
de este jaez. Me interesa saberlo por puro interés de conciencia,
pues si me aseguran que murió, rezaré todos los días de mi vida por
su eterno descanso; y si llegara a mí noticia que vive, evitaría
cuidadosamente el topar con ella, y pediría a Dios en mis oraciones que
la hiciese buena y feliz. Os lo digo con absoluta sinceridad, porque
tenéis buen fondo, sois honrados y sentiréis la rectitud con que os
hablo de estas cosas.

Procuraron hacer memoria los baturros; mas ninguno de los dos pudo dar
referencia exacta de la descarriada moza, y comprendiendo Fago que no
era discreto tratar de aquel asunto con gente inferior, recogió sus
ideas, las cuales, aun después de confortado el cerebro con el corto
alimento, permanecían dispersas. Ejerció presión de voluntad sobre
sí, y se dijo: «Serénate, hijo, y mira bien el hábito que vistes, y
la mesura a que estás obligado por tu ministerio. El caso inaudito de
don Adrián Ulibarri te ha trastornado la cabeza, y ya es hora de que
vuelvas al estado de perfecto reposo espiritual en que la oración, el
estudio y una vida ordenada y pura te pusieron... Medita y calla».




III


Cerca ya de Peralta, los disparos que oyeron y la columna de negro
humo que del pueblo salía, enroscándose, pausada y lúgubre, les
anunciaron que Zumalacárregui había mandado atacar el fuerte defendido
por los urbanos. Si tenaces y fieros eran los sitiadores, no les iban
en zaga los de dentro, mandados por un tal Iracheta, de casta de
leones. Ansioso de ver de cerca el combate, saltó Fago de la galera
y adelantose al pueblo. Sentía inexplicable comezón de impresiones
trágicas, y anhelo de ver escenas en que el furor de los hombres con
toda fuerza se desplegara. Y sin darse cuenta de lo mal que cuadraba
esta querencia con su anterior propósito de recobrar la quietud del
alma, obra del estudio y la oración, su mente, no bien curada aún
de la fiebre poemática, ansiaba el espectáculo de la historia viva,
de la página contemplada antes de perder en las manos del artífice
historiador el encanto de la realidad.

No pudo aproximarse al lugar donde batían el cobre, porque el pueblo
estaba circundado de tropas, que no dejaban fácilmente espacio a los
curiosos. De adobes eran las casas de Peralta, frágiles y esponjosas,
edificadas sobre terreno desigual. En la joroba del centro, más alta
que las demás, alzábase la iglesia, de sillería, convertida en fuerte
desde el mando de Rodil; sólida y robusta posición que aquel día
hicieron inexpugnable unos cuantos urbanos con su increíble tesón.
El bueno de Fago pudo observar que, dueños los facciosos de toda la
parte baja del pueblo, sacaban de las casas cuanto podía servirles
para reforzar los parapetos en derredor de la iglesia, y tal acopio
de colchones hicieron que no debía quedar uno para muestra. Por una
callejuela enfilada al centro, Fago veía movibles figuras tiznadas; los
tiros sonaban continuamente, sin que se sintiera ese rumor extraño que
indica victoria o esperanzas de ella; voces de mando llegaban hasta
afuera, airadas, blasfemantes. Por fin, como nada sacara en limpio de
su fisgoneo por los contornos de la acción bélica, y además se sintiera
cansado y algo aburrido, alejose hacia el campo donde había tropas que
estaban mano sobre mano. Allí oyó decir:

—Nada se conseguirá sin artillería. Es perder vidas y tiempo.

Más allá, los soldados de Villarreal mostraban hastío, impaciencia
de que el general dispusiera levantar el sitio de Peralta, que
llevaba traza de interminable. No tardó el curita en participar del
aburrimiento de la tropa, y en verdad que aquella página militar no le
resultaba interesante y quería volverla pronto, imaginando hallar en la
siguiente asunto menos fastidioso. Un capellán del 7.º, que le conocía
de Oñate, agregose a él en busca de palique, obsequiándole al propio
tiempo con una sustanciosa merienda. Comieron y bebieron en una venta,
pasado el puente sobre el Arga, camino de Marcilla, y luego platicaron
de guerra y política todo lo que les dio la gana, viendo de lejos las
humaredas pavorosas. Era el capellán en extremo hablador, con lo que se
dice que era pequeñuelo, vivaracho y de corta nariz. Presumía de gran
estratégico, y no reconocía en artes de guerra más superioridad que la
del general de la causa.

—Don Tomás me dispense —decía—; pero estamos perdiendo un tiempo
precioso. Y ha de saber usted, amigo Fago, que este don Fermín Iracheta
que manda los urbanos es uno de los hombres más templados de Navarra.
Amigo es de nuestro general, y conociéndose como se conocen, están
ahí jugando a cuál es más bravo y terco. Había usted de ver las
comunicaciones que se cruzaron esta mañana entre Zumalacárregui y el
jefe de los urbanos: «Fermín, que te rindas». Y el otro: «Tomás, no me
da la gana...». «Fermín, que vas a morir abrasado...». «Tomás, bonita
muerte con el frío que hace...». Y tiros van, tiros vienen; pero lo
que es el fuerte no se rinde... ¿Y quién creerá usted que llevaba del
fuerte a los parapetos y viceversa los papelitos con el _ríndete_ y el
_no me rindo_? Pues una vieja del pueblo, la cual fue ama de cría de
Iracheta, loba navarra que dio la teta a ese nuevo Rómulo. En la plaza
había usted de verla esta tarde vociferando delante del general, con
estas expresiones: «Váyase de aquí, don Tomás, que ese tiene la cabeza
muy dura».

Ya iba fijando Fago su atención en el suceso de Peralta, que tan
insignificante le había parecido, y acabó de interesarse en él oyendo
contar a su colega Ibarburu, que así se llamaba el capellancito, el
estupendo ardid ideado por el sitiador para quebrantar la entereza del
valeroso caudillo de los urbanos.

—Sepa usted que la esposa de Iracheta fue llevada esta tarde al pie
del muro, y rompiendo a llorar se puso a gritarle: «Ríndete, Fermín,
ríndete, que si no pegarán fuego a la iglesia y pereceréis todos
achicharrados...» Y él, ¿qué hizo? Asomar por una de las ventanas y
decirle: «O te quitas de ahí ahora mismo, puerca, y te vas a casa,
o hacemos fuego sobre ti. Fermín Iracheta sabe morir; pero no sabe
deshonrarse». ¿Qué tal?... Con hombres de esta fibra, ¿no podríamos
conquistar el mundo? Lástima que Iracheta no sea de los nuestros. Pero
lo será. La causa conquista poco a poco el suelo y los corazones: vamos
al triunfo de Dios y del rey; pero pronto, prontito... La fruta está
madura. La caterva cristina no espera más que una buena coyuntura para
venirse acá. Se le conoce en la manera de combatir. ¿Quiere usted
que le diga mi opinión con toda franqueza? Pues ya debemos soltar los
andadores; más claro, ya no nos hace falta el arrimo de los montes
navarros. Al llano, señores. A pasar pronto ese gran Ebro, famoso
entre los ríos; a Miranda, o más seguro, a Ezcaray y Pradoluengo, para
proveernos de paños, y caer de allí sobre Burgos como la maza de Fraga.
Una vez en Burgos, las potencias nos reconocen, y a Madrid con los
faroles.

Oyendo estas cosas, Fago meditaba mirando al suelo, y momentos después,
mientras Ibarburu, infatigable charlador, pegaba la hebra con unos
militares que entraron a refrescar, sintió un sueño intensísimo, como
hombre que ya llevaba unas treinta horas sin dormir: arrimándose al
ángulo en que se juntaban los asientos, apoyó la cabeza en la pared,
y se quedó dormido con la boca abierta. Su sueño febril era como
esos monólogos cerebrales en que ovillamos y desovillamos una idea;
monólogo en el cual Fago se reconocía también estratégico, pues tenía
el sentido geográfico, o de las distancias y diferencias de altura
entre los terrenos. Sin haberlo estudiado, conocía la importancia y
valor de los ríos y los montes, de las divisorias y sus puertos, que
permiten comunicar una con otra cuenca. Y asociando con estas ideas
teóricas su conocimiento práctico de diferentes territorios, recorría
mentalmente la Canal de Berdún, que conocía palmo a palmo; el puerto
de Loarre, que separa las aguas del Gállego de las del Cinca, los
valles de Hecho y Ansó en la montaña, y en tierra baja las Cinco
Villas de Aragón, de reseco y quebrado suelo, surcado por ríos míseros
en verano, y en invierno torrenciales... Al recargarse el sueño, se
le confundían estas nociones geográficas con sus recuerdos del país
vasco, los valles profundos del Urola, Deva y Oria, las eminencias de
Elosua y Pagochaeta, junto a Azpeitia, y en la vecindad de Oñate, las
sierras de Elguea y Aránzazu. Peñas y corrientes de agua rondaban por
su cerebro, juntamente con subidas y bajadas, y mucho ir y venir de
hombres presurosos... En esto, le despertaron tirándole de los pies, y
oyó toques de tambor y cornetas, ruido de marcha, gran rebullicio de
gente.

Salió a la puerta del parador, restregándose los ojos. Era noche
oscura, alumbrada por los fulgores siniestros de Peralta, que ardía por
entero. Levantado el sitio del fuerte, por ser los urbanos y su jefe
Iracheta muy duros de pelar, los facciosos anegaron el suelo soltando
las cubas de vino en todas las bodegas, y se dirigieron presurosos
a Villafranca, donde también había fuerte y urbanos. Desfilaban
ordenadamente los batallones, cuando el clérigo triste salió al camino,
y se entregó a la corriente humana, marchando maquinalmente al paso
de la tropa, sin preguntar a dónde iba. Toda la noche anduvieron a
regular paso, y al amanecer pasaban el Aragón por Marcilla. En este
pueblo, tomando la mañana, topó Fago otra vez con su amigo Ibarburu,
el capellán hablador, y por él supo que en Villafranca se esperaba una
reñida pelea con la guarnición cristina. Se decía también que salía de
Pamplona un cuerpo de ejército para provocar a Zumalacárregui a batalla
campal en la Solana, al retirarse de la Ribera.

Dudó Fago si incorporarse al Cuartel Real, que solo estaba a dos leguas
de aquel pueblo, o seguir perdido entre el ejército de Zumalacárregui.
Aún no había visto al afamado guerrero, al organizador genial que de
gavillas indisciplinadas hizo formidables batallones; al que con su
extraordinaria pericia había tenido en jaque a las tropas de la reina,
mandadas primero por Sarsfield, después por Quesada y últimamente por
Rodil. En la mente del clérigo, la figura del héroe de aquella guerra
se agigantaba de tal modo que, con su anhelo de verle de cerca y
hablarle y oírle, se confundía el temor de que tan grande y gloriosa
figura se le deslustrara al pasar de la ilusión a la verdad. En
Villafranca quedó satisfecha su ardiente curiosidad, en la ocasión y
forma que se verá después.




IV


Los urbanos o cívicos (que de entrambos modos se les llamaba),
defensores de Villafranca, no eran menos templados que los del otro
pueblo, y, como allá, se encastillaron en la iglesia, el único edificio
sólido y fuerte de la villa, la cual parecía de barro y yesca, como la
tierra circundante. Los carlistas situaron a la puerta del templo los
dos únicos cañoncitos que llevaban, y batiéronla y se hicieron dueños
de ella. Replegáronse los urbanos en la torre, de robusta construcción,
y con ellos se encerraron sus hijos y mujeres. Debe advertirse que
si en el vecindario dominaba la opinión facciosa, no eran pocos los
cristinos furibundos; y enconadas las pasiones, el sexo femenino, con
su locuaz vehemencia, exaltaba el ánimo de los hombres y les hacía
sanguinarios y feroces. Al encastillarse con sus maridos en la torre,
las _urbanas_, antes que por un móvil heroico, hacíanlo por miedo a las
uñas y a las lenguas de las mujeres del otro bando.

Ganada la iglesia por los facciosos, resolvieron pegarle fuego. Los
lugares sagrados, mediante una breve salvedad de conciencia, caen
también dentro del fuero de guerra, y los militares atan y desatan al
demonio según les conviene. Hacinaron bancos, túmulos y confesonarios;
metieron mucha paja, y poco después las imágenes se veían envueltas
en humo que no era de incienso. Antes se había cuidado de poner a
salvo las Sagradas Formas, que llevaron a la ermita de Santa Ana,
sin que en ello prestara ayuda el bueno de Fago, el cual, atónito,
presenciaba cosas tan extrañas y nunca vistas. Impávidos en la elevada
torre, los cívicos hacían fuego certero desde el campanario; tenían
municiones abundantes y los víveres precisos para resistir; apuntaban
bien, y mataban todo lo que podían. Vino la noche, y como el fuego de
la iglesia no cundiese con rapidez, metieron los sitiadores más paja,
atizaron de firme, y el altar mayor, que era un armatoste grandísimo
y muy apropiado a la propagación del incendio, llevó las llamas a la
techumbre. Por fuera, guedejas de humo negro y espesísimo coronaban el
caballete, enroscándose, por causa del viento, en dirección opuesta
a la torre, lo que daba algún respiro a los urbanos. Y el tiroteo
no cesaba. La claridad del incendio permitió a los sitiados hacer
puntería, y con las balas salían del campanario apóstrofes injuriosos,
y cuchufletas impropias de la gravedad de la contienda. Las mujeres
chillaban más que los hombres.

Durante la noche ardió parte del tejado y el tramo superior de la
escalera del campanario, la cual era exenta y se apoyaba en el
caballete, quedando así incomunicados los cívicos y sus mujeres y
chiquillos; mas no por eso menos decididos a defenderse a todo trance.
Lo peor fue que el humo, penetrando en la torre por diferentes huecos,
les molestaba más de lo que quisieran; a media noche parlamentaron con
los sitiadores por un ventanucho ojival, distante como doce varas del
suelo, y reiterando el propósito de no rendirse, pidieron al general
consintiese la salida de las mujeres y niños, que no merecían correr
la triste suerte de los hombres. Oyó esta propuesta Zaratiegui, que
al pie de la torre vino con tal objeto, y al punto fue a ver al jefe,
alojado en la rectoral, y que, según se dijo, estaba pasando una
noche de perros, molestado por el mal de orina que aquejarle solía.
Con la respuesta consoladora de que se salvase a las mujeres, volvió
Zaratiegui al poco rato; pero como el fuego había devorado la escalera
superior, y los sitiados no tenían escalas ni cosa semejante, se
discurrió suministrarles medios de salvamento. Toda la madrugada duró
el trajín para reunir sogas, y hacer con ellas y palitroques escalas
de bastante resistencia para el objeto, y no hay que decir que esta
operación fue como un paréntesis de esparcimiento y jovialidad en
la cruelísima lucha. Fago ayudaba en aquella faena con gran celo y
actividad, y sus manos encallecieron de tanto hacer nudos con ásperos
cáñamos. Él fue el primero que, encaramado en los hombros de un
gastador, y valiéndose de una larga percha, alargó el rollo de cuerda,
para que lo cogiese la mano flaca, perteneciente a un enjuto y tiznado
brazo, que se estiraba en la ventana ojival. Dueños ya de una soga, los
sitiados subieron con ella las escalas y todo el aparejo necesario para
el salvamento.

Habríale gustado a Fago encontrarse arriba para prestar su concurso en
el dificilísimo y peligroso descendimiento; se le ocurrían advertencias
de aparejador mañoso, y haciendo bocina con sus manos, gritaba:

—¿Tenéis un madero fuerte?... ¿No?... Pues asegurad la cuerda en el
pivote de las campanas, no en la barandilla, que parece endeble...
Sujetad a las mujeres con cuerdas por bajo de los sobacos, y retenedlas
a medida que vayan bajando...

Prolongose la tregua hasta la mañana para que tuvieran tiempo los
sitiados de disponer lo conveniente, y los facciosos, luego que
retiraron sus heridos y muertos, descansaban, confiados en que tras
de las mujeres se descolgarían los hombres, rindiéndose a discreción.
Era gran locura o necedad obstinarse en la resistencia, rodeados de
llamas y humo, sin esperanza de que vinieran tropas de Pamplona a
socorrerles. En esta confianza, no se curaban de atizar el fuego, que
parecía encalmado después de media noche por la quietud del aire. A lo
largo del caballete corrían llamitas fantásticas, graciosas, en algunos
puntos humorísticas, que hacían mil figuras, signos de un lenguaje
luminoso semejante al dulce platicar de los tizones de una chimenea.
A ratos, avivada la lumbre por una racha de viento, alumbraba con
siniestro resplandor la plaza y calles circundantes, enrojeciendo las
fachadas de las viviendas y las caras de los soldados. El pueblo no
dormía; todos los vecinos estaban en la calle, mirando a la torre, aún
entera, erguida, arrogante en medio de tanta desolación, despertando
el interés de los seres vivos, que tienen alma. Callaban sus campanas;
pero todo en ella era rostro y muda expresión que decía: yo vivo, yo
pienso, yo padezco.

Al despuntar el día, se intimó desde abajo que despacharan pronto, y
comenzaron a reunirse gentes diversas en los sitios más próximos a la
torre. Zaratiegui mandó que no se permitiera acercarse a las mujeres;
pero estas, en fuerte pelotón, gravitaron sobre la línea de soldados,
y convencidos estos de que _no se podía con ellas_, dejáronlas llegar
a donde quisieron. Conviniendo mucho a la facción contemporizar con
el vecindario de los pueblos adictos y aun halagar sus pasiones, se
toleraba a las mujeres de la causa todos los alborotos, chillidos y
escandaleras que no perjudicasen a la moral del soldado; moral militar
se entiende, que de la otra no tenía por qué cuidarse la Ordenanza.
No bien empezó la operación de descolgar las hembras y criaturas, la
muchedumbre no pudo contener su inquietud. Las mujeres de los urbanos
no eran bien miradas en el pueblo. Rivalidades de familia, que la feroz
política exacerbaba, produjeron escisiones, continuas querellas,
habladurías. La _Fulana_, por ser _cívica_, había llegado a tener
mal concepto entre sus convecinas. La _Zutana_, carlista furibunda,
era motejada entre el bello sexo _urbano_ del modo más cruel. Así es
la política, en las aldeas como en las ciudades populosas. El día
anterior, las hembras encerradas con sus maridos en la torre, mientras
estos hacían fuego, insultaban a las facciosas.

—Ya sabes dónde te has puesto, bribona —les contestaban estas,
chillando desaforadamente—. Abajo eras carraca, y arriba campana. No
voltees mucho, que puedes caerte...

Y como las bravatas de las _urbanas_ terminaron pidiendo misericordia,
y se les permitió el descenso, que era como concederles la vida, al
comenzar el acto caritativo, las _señoras de la causa_ no pudieron
contener su inquina, y allí fue el cantarles el _Trágala_ y el ponerlas
de oro y azul. Bajaron primero tres niños: los de arriba poníanles
cuidadosamente en los últimos peldaños de la escala, y eran recogidos
por soldados, que trepaban cuidadosamente para esta operación. El
descenso se hacía paso a paso, presenciado con ansiedad por unos y
otros. Llegaron a tierra felizmente los chiquillos, y fueron auxiliados
al punto de ropa y comida, pues se hallaban ateridos y muertecitos de
hambre. Al descender la primera _urbana_, la muchedumbre la saludó con
aullidos de burla, por ser la que el día anterior con más desvergüenza
injuriaba a los facciosos.

—Anda, gran púa, saltamontes..., ya ves cómo te perdonamos... Merecías
colgar ahorcada, y te descolgamos con vida...

La segunda, que era de libras, fue asegurada con una cuerda por debajo
de los sobacos, y así la iban aguantando en el penoso descenso por si
acaso faltaba la escala.

—Anda, anda, y no te tapes, descaradota. ¡Tapujos ahora, si cuando
debías taparte no lo hiciste!... ¡Miren que salir ahora con
vergüenzas!... ¿Vergüenza tú?

En esto ocurrió un incidente que excitó más los ánimos, y en un tris
estuvo que se malograse la difícil operación de salvamento. Un soldado
llamado Díaz, natural de Lerín, mozo de mucha viveza y travesura, que
ayudaba en el trajín de las escalas, se pasó de un brinco a la parte de
tejado que aún se conservaba libre del fuego, y se aproximó al boquete
de la destruida escalera de la torre, el cual los sitiados habían
tapado malamente con cascote y maderas. Creyeron, sin duda, los urbanos
que se trataba de atizar candela por el interior de la torre, y sin
encomendarse a Dios ni al diablo, ínterin descendían trabajosamente
las hembras, hicieron fuego sobre Díaz, y le hirieron en la paletilla.
No hay para qué decir que se armó gran tumulto, y que la falta o
ligereza de los sitiados por poco la pagan con su vida las tres pobres
mujeres que en aquel momento descendían, hallándose una a pocos pasos
del suelo, otra a mitad del espacio, y la tercera arriba, tratando de
afianzar sus pies para descender. Si no contienen a las mujeronas _de
la causa_ que al pie de la torre chillaban, fácil hubiera sido que
estas rompieran la cuerda y que se estrellaran dos por lo menos de las
tres infelices que estaban en el aire. La agitación era grande; el
de Lerín bajó rápidamente con el hombro ensangrentado; las _cívicas_
de la torre lloraban afligidas; las otras las insultaban; gritaban
todos. Algunos querían matarlas, para castigar en ellas la increíble
torpeza de los urbanos que así rompían la tregua, y respondían tan
indignamente a la generosidad con que se les había concedido la vida
de sus esposas. Se avisó al general en jefe, y pronto cundió entre la
muchedumbre la voz: «¡Ya viene, ya viene!...» Los soldados, a culatazo
limpio, quisieron despejar, y se arremolinó el mujerío procaz; pero
al fin, donde menos parecía que pudiera abrirse un hueco, el hueco se
abrió, y este hueco en la masa humana lo fue aumentando la tropa por
el procedimiento sencillísimo de arrear golpes a diestro y siniestro,
sin reparar en pechos, espaldas ni barrigas, hasta formar como una
plazoleta vacía de gente. Esto no bastaba, y continuaron rompiendo
calle por entre el apretado gentío, hasta comunicar con la casa del
cura, donde se alojaba el general de los ejércitos de Carlos V. Consta
que el héroe, hallándose frente a la ventana de su habitación, ocupado
en cosa tan vulgar como afeitarse, veía descender las hembras por
la escala, y al oír el tiro y la algazara que se produjo, apresuró
la operación barberil, en la que comúnmente perdía muy poco de su
precioso tiempo, y todavía con algo de jabón pegado a las orejas,
poniéndose la zamarra y abrochándose los cordones, salió a la salita
próxima, donde le aguardaban su ayudante Plaza, dos o tres notables
del pueblo y el cura don Fabricio, que aunque furibundo sectario de
la legitimidad, no se consolaba del incendio y destrucción de su
querida iglesia. Al entrar don Tomás, el reverendo, dando un puñetazo
en la mesa y apretando los dientes, decía:

—¡_Guaidiós_, que esas _hi-de-porra_, malas _chandras_, tienen la culpa
de todo! Yo que usted, mi general, yo, Fabricio Gallipienzo, en vez
de colgar esa carne podrida afuera, la habría colgado dentro de la
santísima iglesia, cuando ardían los santísimos altares, para que se
les ahumaran bien los tocinos.




V


«Gracias a Dios —se dijo Fago—, que voy a ver a ese portento, el
caudillo de los soldados de la fe, el Macabeo redivivo». Y poniéndose
en el sitio que creía mejor, no quitaba los ojos del camino que
debía traer el héroe, viniendo de la rectoral. Rodeado, más bien
seguido, de diversa gente militar, paisana y eclesiástica, apareció
Zumalacárregui, andando con viveza, la boina azul de las comunes muy
calada sobre el entrecejo, ceñidos los cordones de la zamarra, botas
altas, en la mano un látigo. Le precedían dos perros de caza, blancos
con lunares canelos, que olfateaban a los soldados y agradecían
sus caricias. Era el general de aventajaba estatura y regulares
carnes, con un hombro más alto que otro. Por esto, y por su ligera
inclinación hacia adelante, efecto sin duda de un padecimiento renal,
no era su cuerpo tan garboso como debiera. En él clavó sus ojos Fago,
examinándole bien la cara, y al pronto se desilusionó enteramente,
pues se lo figuraba de facciones duras, abultadas y terroríficas, con
hermosura semejante a la de algunas imágenes de la clase de tropa,
como los guerreros bíblicos Aarón, Sansón y Josué. Como en aquel
tiempo no circulaban retratos de celebridades, bien se explica que
Fago no tuviese conocimiento de la estampa real del caudillo, el cual
era un tipo melancólico, adusto, cara de sufrimiento y meditación. La
firmeza de su voluntad se revelaba más en el trato que a la simple
contemplación del rostro, y había que oírle expresar sus deseos,
siempre en el tono de mandatos indiscutibles, para comprender su temple
extraordinario de gobernador de hombres, de amasador de voluntades
dentro del férreo puño de la suya.

Con tan intensa atención le miraba el bueno de Fago, que si en aquel
punto dejase de verle, nunca más olvidaría el rostro enjuto y tostado,
la nariz fina, bien cortada y picuda, el entrecejo melancólico, el
bigote negro, que enlazaba con las patillitas recortadas desde la
oreja, el maxilar duro y bien marcado bajo la piel. Su voz era un
tanto velada; el mirar grave, sin fiereza en aquel momento. Después
de cambiar algunas palabras con Zaratiegui y otros que allí mandaban,
llegose a las _urbanas_, que acababan de poner el pie en tierra, y
arreó a cada una un par de latigazos, diciéndoles iracundo:

—Bribonas, por culpa vuestra perecerán esos desgraciados... Y ya veis
cómo corresponden a mi generosidad. ¿Qué demonios hacíais vosotras en
la torre, ni qué teníais que pintar arriba, condenadas? Y si yo mandase
fusilar ahora mismo a la que no acreditara ser esposa, hija o hermana
de algún _urbano_, ¿qué diríais?, a ver, ¿qué diríais?

No decían nada las pobrecitas: tal era su terror. Y por contera del
discurso, ¡zas!, otro par de latigazos a cada una, agraciando también
a la que en aquel momento ponía el pie en tierra. Con aclamaciones y
vítores acogió la multitud las palabras y el hecho del general, que
por tales medios halagar quería las pasiones populares, movido de un
fin político. En aquella terrible guerra, más que ganar batallas urgía
sostener el tesón de la causa, y esto no se lograba sino aboliendo
en absoluto toda compasión delante de los sectarios; tratando con
crueldad al enemigo fuerte, con menosprecio al débil, para que cundiese
y se afianzase la idea de que el _cristino_ era forzosamente,
por naturaleza, un ser inferior, abyecto, indigno hasta de las
consideraciones más elementales. Solo así se formaba un partido viril,
duro, resistente a toda adversidad. Para poder lanzar confiadamente
las masas de hombres a combates desesperados, era forzoso encender en
ellos sentimientos de implacable furor, los cuales debían tomar cebo y
sustancia de los odios mujeriles. El genio de Zumalacárregui veía este
resorte, por muchos inapreciable, del mecanismo de la guerra, y quería
producir la ferocidad del varón con las pasioncillas villanas de la
hembra. Azotó a las mujeres de los urbanos, no por gusto de maltratar
inhumanamente a seres indefensos, sino por contentar a las otras, a
las furias chillonas de la causa, que sostenían con su procacidad la
exaltación populachera, fermento necesario en las guerras civiles.

No comprendiendo esta trastienda política el aturdido Fago, al ver
el bárbaro tratamiento que el general daba a las pobres mujeres, la
indignación hizo vibrar todos sus nervios, y apretó los dientes, y se
clavó los dedos de una mano en otra, movido de su natural corajudo,
que se sobreponía en ocasiones como aquella, sin poder remediarlo, a
la mansedumbre propia del estado eclesiástico. Olvidado de la orden
que profesaba, de buena gana habría salido del ruedo, y acometiendo
al orgulloso caudillo, le habría dado un par de morradas buenas, pero
buenas, de las que él sabía y solía dar en sus tiempos de seglar
levantisco y pendenciero. Pero ello no fue más que un fugaz estímulo,
que logró dominar al punto, y para mejor apartar de sí ideas tan
peligrosas en aquellos momentos, trató de alejarse y dar una vuelta
solo por las inmediaciones del desgraciado pueblo. No lo hizo, porque
cuando rompía trabajosamente por entre la multitud, oyó estas voces,
que le dejaron helado:

—Ahora bajan a la última que quedaba..., Saloma..., la gallarda
Saloma...

Creyó que aquellas voces y aquel nombre habíanlos pronunciado todos
los demonios del infierno, difundidos invisibles por los aires, y
volvió a donde estaba, y oyó nueva algazara de mujeres chillonas...
y, mirando para arriba, vio un bulto, una mujer con la cara tapada...
Dudoso estuvo entre huir campos afuera o quedarse para ver la hembra
descolgada, a quien el pueblo, bullicioso, nombraba y denostaba al
propio tiempo, juntando el nombre y los insultos. ¡Dios poderoso!, lo
que sufrió el hombre en breves momentos no es para referido. Bajaron a
la moza, y si cuando se aproximaba al suelo, descubierto ya su rostro,
pudo creer por un instante que era la hija del infortunado Ulibarri,
al verla de cerca la reconoció como absolutamente distinta: aunque
hermosa, como aquella, no se le parecía ni en las facciones ni en el
color del rostro. Vamos, que era otra Saloma. El hombre dio gracias a
Dios con toda su alma, pues verdaderamente, si hubiera resultado la
Saloma de su historia, dificilillo le habría sido contenerse viéndola
de tal modo escarnecida e insultada.

El general se había vuelto a su alojamiento; el que mandaba la
tropa al pie de la torre ordenó que no se hiciese daño a las pobres
_urbanas_, y las familias de estas, con la timidez natural de quien se
siente minoría en el pueblo y se halla bajo la presión moral de masas
irritadas y vencedoras, las auxiliaban con ropas y alimentos.

Mandaron despejar, y las _urbanas_ y sus hijos retiráronse en compañía
de algunos vecinos notados de _cristinismo_; las unas, absolutamente
decaídas de espíritu, lloraban sin consuelo; las otras, bravas e
iracundas, enronquecían de tanto gritar contra la facción y su
insolente general, y todas creían perdidos a los bravos defensores de
la torre si no se entregaban pronto y sin condiciones. Compadecido de
aquellas infelices, Fago las siguió al través de las tortuosas calles,
hasta que acamparon en los últimos corrales del pueblo, o en medio
de las eras, temerosas siempre de ser atropelladas. Pero no querían
ausentarse de Villafranca sin conocer la suerte de sus infelices
maridos, hermanos o lo que fuesen, que sobre esto había dudas.
Tratando Fago de inquirir con buenos modos el verdadero parentesco de
las azotadas heroínas con los héroes de la torre, entabló coloquio
con la llamada Saloma, cuyas facciones no se hartaba de examinar
para cerciorarse de su desemejanza con las de la extraviada hija de
Ulibarri, y ella, que desde los primeros momentos dio a conocer su
desahogada condición, no tardó en franquearse con él en esta forma:

—Yo, señor, no soy mujer de naide, aunque no es por culpa mía, que
bien quise y bien quisieron mis padres darme marido por la Iglesia
santísima. Huérfana quedé a los veinte años, y me engañó, ya digo, un
tal _Sedaliz_, que en la faición está, malos truenos le confundan, y
era alpargatero en mi pueblo, que llaman Borja, para servir a usted.

—Lo conozco —dijo Fago—, y sé que sus habitantes no son los menos
brutos ni los menos nobles de Aragón.

—Dispénseme, señor: usted es de iglesia.

—Efectivamente: soy sacerdote.

—Se le conoce en lo _aflegidico_... Los hay de dos clases: los
_aflegidicos_, que son los buenos, y los de pelo en pecho, que
mataban franceses en la otra guerra, y ahora salen contra los pobres
_cuscos_... Pues, señor, si quiere que le diga lo que hay tocante a mí,
lo primero, ya digo, es que después que me plantó _Sedaliz_ en metad
de la calle, dejándome con lo puesto, me amparó uno que le llamaban
_Comecome_, de junto a la Huecha; mas como era casado, le dejé, ya
digo, porque a honradez podrán ganarme, pero a conciencia no..., y
me fui a Zaragoza, donde hablé con un chicarrón de infantería de la
Guardia Real, ya sabe, los primeros que vinieron hace dos años a
sofocar la faición, lo cual que no la sofocaron. Era el tal de junto
a Tarazona, bueno como el pan, pero muy cuitadico, en fin, de _los que
no encuentran agua en el Ebro_. Con su casaca abrochadica, el correaje
en cruz, y la gorra de pelo con la chapa, estaba como un sol. A los
de la Guardia se les llamó entonces _guiris_ porque llevaban tres
letras, G. R. I., en la gorra y en la cartuchera, y _guiris_ se les
llama todavía. Pues, ya digo, aquel y yo contábamos casarnos cuando
acabara el servicio..., era un pedazo de animal como los ángeles...
Pasó el Cuerpo a Logroño, y yo detrás del Cuerpo... Mandaba el general
Lorenzo... Siguió el Cuerpo a Navarra al mando del general Rodil... Yo
no podía menos de ir detrás del Cuerpo, donde tenía mi alma... ¡Ay!, ya
digo, se me parte el corazón cuando lo cuento. En la aición de Artaza
me le mataron..., ¡pobre _maño_, rico mío! Le vi cadáver, arrimado a
una peña, que parecía dormidico... Estuve mala de la desazón, y me
acogieron unos vecinos de Abárzuza. No le puedo contar, porque es cosa
larga, cómo vine a parar a Funes, orilla de este pueblo, donde hice
conocimiento con Pascual Muruve, por mote _Mediagorra_, que es uno de
los _urbanos_ de más calzones que tiene usted en la torre, y allí se
batirá hasta dar las boqueadas, porque, ya digo, es muy entero, y él
sabe que por ser tan bravo hablo con él, que si no, no hablaba.

A este punto llegaba la moza de su relación, cuando oyeron gran tiroteo
y vieron aumentada la humareda que envolvía la iglesia.

—Padrico del alma —dijo una de las más afligidas, llamada Claudia, que
era mujer legítima de un urbano—, lléguese a ver qué pasa...

—Por lo visto —replicó Fago—, se han roto las hostilidades, y creo que
los señores cívicos lo pasarán mal.

—Son tercos, y morirán antes de rendirse —observó otra llorando, pero
sin perder la entereza.

—Mosén, vea lo que hay, y venga después a contárnoslo —indicó una
tercera—. Si les dan cuartel, deberían rendirse, que harto han hecho
ya por la bandera urbana y por la reina chiquitita. ¡Ay, Dios mío, qué
será de ellos!

—Que Dios les dé fortaleza; que no se entreguen.

—Que vivan, aunque tengan que entregarse.

—No, no..., rendirse no. Cada uno mira por la honrilla... ¡Que viva el
_Cuerpo_!

—Eso, eso... Lo primerico, el _Cuerpo_.

—Que es el alma, como quien dice, el amor propio de uno..., de una
también, porque lo que aquí sobra es patriotismo.

Pronto se enteró Fago de lo que ocurría, que era lo más sencillo, lo
más conforme a la marcha natural de los acontecimientos. Salvadas las
mujeres, se rompieron de nuevo las hostilidades con recrudecimiento de
fiereza por una parte y otra. Hacia el mediodía preguntaron los urbanos
si daban cuartel, y como les respondieran que no, siguieron apurando
su defensa con la débil esperanza de que por cansancio levantasen
los facciosos el sitio y se largaran a expugnar otro pueblo. Pero
lo que hicieron fue atizar más el fuego de la iglesia, y abrir una
comunicación directa de esta con la torre, para que el humo envolviera
completamente a los sitiados. La tarde fue para estos angustiosa: el
humo les ahogaba, y recalentada toda la fábrica, sentían que se les
quemaban las plantas de los pies. Al anochecer, lograron los facciosos
arrojar materia combustible en la parte baja de la torre. La mitad de
los urbanos o habían muerto o estaban fuera de combate; los restantes
aún hacían fuego desesperados, al amparo de las campanas, y de tiempo
en tiempo gritaban: «Cuartel, cuartel»; pero de abajo respondían:
«Discreción, y pronto, pronto».

Con estas noticias, que Fago llevaba a la tribu de _urbanas_ acampadas
en las eras y corralizas del pueblo, las pobres mujeres no hacían más
que llorar y lamentar su suerte. Esposas eran algunas, hermanas otras,
arrimadas las menos: todas amaban en diferentes estilos. Tan pronto
rezaban invocando a la Virgen y a los santos con fervor sincero, como
arrojaban de sus bocas horrendas maldiciones contra la facción, contra
su general, su rey, y el demonio que los trajo al mundo. La gallarda
Saloma decía:

—¡Que no se rindan, contro!... Tú no te rindes, Mediagorra; ¿verdad que
no te rindes, _maño_ mío?




VI


A media noche, los urbanos que aún vivían, no pudiendo resistir más
el calor que les abrasaba, medio locos de furia, de hambre y de sed,
dejaron de hacer fuego. Lentamente descendieron por las escalas,
tiznados, los ojos enrojecidos, manos y pies como carbón. Al llegar al
suelo apenas podían tenerse en pie.

—Vamos, hombres —les dijeron—, por zoquetes os pasa esto. Ved aquí lo
que habéis adelantado con vuestra terquedad.

—Qué..., ¡recontra! ¿Nos van a fusilar? —preguntó el más significado de
ellos.

—Naturalmente —replicó el capitán, con toda la naturalidad del mundo
en la entonación de la palabra—. Pues ¿qué queríais?... Vaya, que os
traigan un trago de vino.

—_Chiquio_ —dijo uno, que era de Borja—, nos mandan al _pocico_.

—Qué..., ¿te pena?

—_Mia_ que yo...

Aterrado se alejó Fago, y no sabía cómo dar la tremenda noticia a las
mujeres. No se atrevió a decirles más que esta frase:

—Se han rendido... Ahora los de abajo les convidan a vino.

Prorrumpieron en chillidos las mujeres, gritando:

—Les dan la _bebía_: es la señal de _afusilar_.

La más brava era siempre Saloma, que dijo:

—Mediagorra no tiembla... ¿Qué ha de temblar si es de bronce?

Desde media noche empezaron las tropas a evacuar el pueblo. Salieron
primero el 7.º y 5.º de Navarra; luego los granaderos, el Cuartel
General. Zaratiegui partió a las dos, y Eraso quedó el último. El
vecindario no pudo entregarse al descanso, pues como se levantara
viento, temieron que el fuego cundiera de la iglesia a las casas
próximas, y se quemase todo Villafranca. Ocupáronse con los soldados
del 3.º y parte de los Guías en cortar el incendio, y los del 1.º de
Guipúzcoa ejecutaban la orden de vaciar las cubas de vino en las casas
y bodegas de cristinos, resorte de guerra que se empleaba siempre en
la Ribera, a fin de empobrecer al enemigo y aterrar a los labradores
desafectos. Corría el líquido por las calles, mezclándose en algunos
sitios con el rojo de la sangre, tan fácilmente derramada como si los
cuerpos humanos fuesen odres que se vacían para volverlos a llenar.

Las _urbanas_ quisieron reunirse a sus hombres. Aún ignoraban algunas
de ellas si el suyo o los suyos habían perecido en la torre, o estaban
entre los vivos condenados a muerte. Corrieron hacia la plaza; pero
el movimiento de la tropa que evacuaba el pueblo les cortaba el
paso a cada instante, y en la oscuridad de la noche se separaron en
diferentes grupos, se perdían, volvían a encontrarse para separarse de
nuevo. Llamaban a los suyos: nadie las escuchaba. No faltaron gentes
piadosas del otro bando que las auxiliaban y querían consolarlas.
El incendio, medio extinguido ya, alumbraba muy poco; la noche era
lóbrega; no soplaba viento; el humo pesaba sobre las angostas calles;
el olor de madera quemada infestaba toda la villa; no se respiraba
aire, sino ambiente de maldiciones mezcladas a un aliento insano, como
transpiración de enfermo corrupto. Sin llegar a donde querían ir,
porque los cordones de tropa se lo impedían, cada una de las urbanas
iba por su lado, como en los viajes de pesadilla, revolviéndose por las
calles, siempre a oscuras, entre el vértigo de los soldados y paisanos
que corrían de un lado para otro. Con Saloma y Claudia iba Fago,
decidido a consolarlas en su tribulación, y encontraron a otras dos,
y los cinco se dirigieron por una callejuela que conducía a la ermita
de San Bartolomé. Habían oído decir: «Por ahí los llevan», y corrieron
tras el tumulto. No bien llegaban a unos treinta pasos de la ermita,
un pelotón de soldados les cortó el paso. Detuviéronse ellas y él
aterrados, sin resuello, con la corazonada de un inmenso duelo. Oyeron
una exclamación salvaje, horrendo coro de seis, ocho o veinte voces (no
se podía apreciar el número) que con desconcertados y roncos acentos
gritaba: «¡Muera Carlos V!...». Siguió una descarga cerrada, varios
disparos sueltos..., después un silencio lúgubre.

¡Pobres urbanos! ¡Así pagaban su tenaz constancia celtibérica! ¡Así
se derrochaba el tesoro inmenso de la energía española! ¡Es verdadero
milagro que después de tan imprudente despilfarro del caudal por uno y
otro bando, todavía quedara mucho, y quedará siempre, y quede todavía!

Pues, señor, Fago se encontró solo con Saloma. La Claudia había dado un
salto y desaparecido en dirección del sitio de la hecatombe. Otra de
ellas yacía desmayada en el suelo. Al oír la descarga, Saloma, a quien
el capellán quiso tapar la boca para que no gritase alguna barbaridad
que les comprometiera a todos, le mordió la mano, y tanto hincó los
dientes que al buen cura le quedó señal para mucho tiempo. Luego, dando
un resoplido, con ronca voz dijo:

—Acábate, mundo, pa no ver esto... ¡Ay, ay!..., padrico, lléveme a
donde pueda gritar y desahogar todo este veneno de mi alma.

El movimiento de la tropa, que regresaba del lugar del suplicio,
obligoles a volverse por donde habían venido; pasaron junto a la plaza,
donde no se respiraba más que humo fétido (porque en los últimos
momentos del sitio de la torre habían quemado en el interior de esta
gran cantidad de pimentones, a fin de asfixiar más pronto a los
sitiados); pasaron de largo a toda prisa; buscaban la salida del pueblo
por el lado del río, y en el arrabal encontraron a otras dos _urbanas_,
que se arrancaban los pelos en el paroxismo de la desesperación,
rodeadas de gentes compasivas que con palabras piadosas y dulces
trataban de mitigar su pena. Sin detenerse más que breves momentos,
Fago y Saloma siguieron adelante, pisando fango, resbalando sobre el
suelo reblandecido, metiendo los pies en charcos inmundos.

—Pisamos sangre humana —dijo el clérigo con terror.

Y replicó Saloma:

—No, mosén, que es vino. ¿No vio que soltaban las cubas?

Llegado que hubieron a la salida de Villafranca, se desviaron de la
dirección que llevaba la tropa, y Fago se plantó de pronto diciendo:

—¿Pero a dónde voy yo? Tengo que seguir al ejército, hasta reunirme con
el Cuartel Real.

—¿Con esos, va usted con esos?

—Naturalmente... Son los míos.

—Pues los míos, ¡recontro!, son los otros —gritó la moza con ronca
fiereza, agitando las manos tan cerca de la cara del cura, que este
creyó que le abofeteaba—. Los otros, sí..., y este _don Zamarra,
general Meampucheros_, me la tiene que pagar.

—No seas loca, que las mujeres nada tienen que hacer en estas guerras.

—¿Que no? ¿Que no somos guerreras nosotras? Ya lo verán —dijo con
exaltación delirante—. ¡Muerto _Mediagorra_! Pus ¡viva _Mediagorra_,
vivan los hombres que saben morir con decencia! Soy de Borja, padrico.
He mamado de la teta del Moncayo... No sé hablar más que con hombres
valientes, ea... Si es usted _falso_ (cobarde), buenas noches.

—Yo no soy _falso_ ni valiente: soy sacerdote.

—Pues oiga: en Cadreita, dos leguas de aquí, hay un cura que ha
levantado una partida liberal, y mata faiciosos como moscas.

—_Vade retro_. Ese será un perdido.

—Un ganado... Si quiere, nos vamos allí.

—¿Yo? ¿Por quién me tomas? Soy capellán del Cuartel Real.

—Buen provecho. ¡_Mia_ que rey ese!...

—Es rey, el monarca legítimo, Saloma, y todo lo demás es intriga y
usurpación de los impíos y masones de Madrid. Pero el infierno no puede
triunfar, aunque Dios le permita ventajas pasajeras para probar a los
buenos.

—¿Y los buenos son esos, esos, los de _don Zamarra_? —preguntó la
baturra, picaresca, con toda la malicia y desvergüenza del mundo en su
bello rostro—. ¿Lo cree usted, padrico?

—Como esta es noche. Creo en la legitimidad, creo en los derechos
indiscutibles de don Carlos, creo que los ejércitos carlinos defienden
al verdadero rey y al Dios verdadero.

—Y yo creo que es usted bobo. _Mia_ que Dios... ¿Qué tiene que ver
Dios con la guerra? ¿A Dios le puede gustar que haigan fusilado a
_Mediagorra_?

Fago callaba, sin saber qué decir. Atravesaron solos un campo yermo, y
halláronse sin saber cómo en el camino por donde marchaban las tropas.
Un mozo de los que habían conocido a Fago en Falces se llegó al grupo,
y extrañando ver al clérigo en tal compañía, le dijo:

—_Mosén Custodio_, no se deje engañar de esa. La conozco, y sé que es
muy perra.

Trabáronse de palabras y un poco de empujones la moza y el baturro,
llevando la mejor parte Saloma, que le dijo:

—Anda allá, _falso_... ¿Tú quién eres? Un hambrón... Has venido aquí pa
comer, porque en tu casa no lo hay.

—Vete, vete pronto _a orilla_ de los _guiris_.

—Sí que me voy. Y tú y Zamarra..., detrás de la boñiga del _legítimo_.

—A mucha honra.

—Y yo voy _onde_ quiero. Con _bustedes_ si me da la gana.

Agregáronse otros, y con jovialidades de dudoso gusto la incitaban a
subir con ellos a una de las galeras.

—¡_Mia_ que yo...! Voy a Cadreita, donde dejé mi _legítima_..., la
burra, hombre... Allí me monto, y muera la _faición_.

—Anda, saltamontes, zanganota.

—Llévense al mosén, que está _arguelladico_.

Apareciose de improviso el capellán Ibarburu, furioso contra los
chicos, a los que amenazaba con su bastón, diciéndoles:

—Animales, os estoy buscando hace una hora. ¿En dónde tenéis el carro?

—Allí está, señor. Monte cuando guste.

Reparó Ibarburu en el bulto del capellán, y al pronto no le reconoció
por estar encorvado, calladico y pasado de frío, hambre y tristeza.

—Sí, sí —respondió tímidamente—: soy José Fago.

—Véngase conmigo, y por el camino comeremos un bocadito.

Al coger del brazo a su colega, Ibarburu reparó en Saloma.

—¿Qué pájara es esta? —preguntó a los chicos.

Y como respondiesen que era _la de Mediagorra_, el capellán echó mano
al bolsillo, y sacando una peseta se la dio a la baturra con estas
compasivas palabras:

—Toma, hija, y vete con Dios... ¡Pobre Pascual! Mañana le aplicaré la
misa.

Sin oír lo que Saloma agradecida le contestaba, dirigiose al vehículo,
donde ya un chico de tropa le había puesto las alforjas y la maleta.
Fago le siguió silencioso. La baturra se despidió airosamente de sus
paisanos con breves palabras despreciativas:

—¡Arre, _asolutos_!




VII


—Vamos a Caparroso —dijo Ibarburu al ponerse en marcha la galera—: buen
pueblo, totalmente adicto a la causa. El Cuartel Real ya está allá, y
seguirá mañana hacia Carcastillo... Qué, ¿se duerme usted, señor de
Fago?

Por un rato intentó este sobreponer su cortesía a su cansancio,
sosteniendo con monosílabos la verbosidad del hablador Ibarburu; pero
tanto pudo al fin el desmayo de su cuerpo y de su espíritu, que se
durmió profundamente, obligando al otro a hacer lo mismo. El horrible
zarandeo del carro por tan ásperos caminos no quebrantaba el profundo
reposo de aquellos cuerpos, endurecidos ya en las continuas molestias
y trabajos de la guerra. Diéronles en Caparroso alojamiento comodísimo
en una casa de labradores, a la entrada del pueblo; y bien instalados
en la cocina, que era la mejor pieza, ante un fuego de sarmientos que
chisporroteaban con alegre sonido, pasaron una mañana agradabilísima, y
repararon uno y otro sus estómagos, que bien lo necesitaban, sobre todo
el del aragonés por causa de los prolongados ayunos que agravaban sus
hondas tristezas. Pero aquel día, animado por el ejemplo de su colega,
que quería vivir a todo trance, comió con tanta gana que entre los dos
despacharon medio cordero, asado a su vista, echándole encima porción
cumplida de vino del país, fresco y confortante. Al fin del almuerzo
parecía Fago otro hombre, y hasta se volvió comunicativo, arrancándose
a contar a Ibarburu diferentes hechos de su vida que a nadie había
querido contar.

Siguieron la misma tarde de aquel día para Carcastillo, donde, de
noche ya, les deparó la providencia otra cocina con buena lumbre de
sarmientos, el cazuelo de sopas, el cordero, el vinito y una gente
obsequiosa y hospitalaria que se desvivía por agasajarles. Con los
soldados que allí se alojaban, las mujeres de la casa y dos o tres
viejas, rezaron el rosario, y echaron después un parrafito, todos con
mucho sueño, acerca de la guerra y de las contingencias favorables
que se barruntaban, asegurando Ibarburu que estaba _al caer_ la
presentación de muchos _peces gordos del cristinismo_, oficiales de
artillería e ingenieros, y tal vez, tal vez más de cuatro generales
de los más calificados. Con esto empezaron a roncar los de tropa
acomodándose en el suelo, entre mantas; las viejas siguieron rezando
para que Dios hiciese bueno todo aquello que el capellán decía; y
mientras los chiquillos apuraban el contenido de los platos, y los dos
michos de la casa y el mastín afanaban lo que podían, los dos clérigos
se fueron a la alcoba de los patrones, que obsequiosamente se les había
cedido, y durmieron como príncipes.

Al día siguiente pudo Fago reunirse con el señor consejero de Castilla,
don Blas Arespacochaga, de quien era capellán, y le explicó las razones
de haberse extraviado en el camino, quedándose en la retaguardia del
ejército, sin maleta y sin caballo. Recobradas una y otro, tanto él
como Ibarburu dieron betún a sus botas, rasparon hasta donde era
posible las cascarrias de sus balandranes, se asearon un poco, y se
fueron tan ternes al cercano monasterio de bernardos de Oliva, con
objeto de besar la mano a la Majestad de Carlos V, que allí tenía su
alojamiento. En la Sala Capitular, rodeado de frailes, estaba el rey,
por cierto con menos ceremonia y tiesura de la que al absolutismo
parecía corresponder, y a todos los que entraban y le hacían la
reverencia les agraciaba con una sonrisita bonachona, en la cual era
más fácil distinguir al pretendiente que al soberano. Hicieron los dos
clérigos puntualmente todo lo que mandaba la etiqueta, mostrándose
Ibarburu extremadamente flexible de espinazo; y después de reparar el
estómago con bizcochitos y vasos de vino que en el refectorio ofrecían
los bernardos, se volvieron a Carcastillo con descansado andar,
charlando en tonos de la mayor confianza. En aquel paseo hizo Fago al
otro clérigo confidencias tan interesantes que es forzoso reproducirlas
punto por punto.

—Puesto que es irresistible en mí el anhelo de manifestar todo
lo que siento y todo lo que discurro, ¿qué mejor ocasión que la
presente, teniendo al lado al que como amigo y como sacerdote puede
escucharme? Esto será confidencia amistosa, y al propio tiempo efusión
de conciencia. Luego que usted sepa lo que anda por dentro de este
desgraciado, podrá aconsejarme y dirigirme con buen criterio. Creo que
no hay que repetir los antecedentes.

—No: recuerdo muy bien lo que usted me contó en Caparroso, su vida
licenciosa de seglar. Era usted un libertino; el demonio le tenía
entre sus uñas, y no había pecado mortal que usted no cometiese...
Perfectamente: el robo de Saloma, su desaparición..., todo lo
recuerdo bien. Después vino el arrepentimiento. Dios quiso recobrar
el alma perdida... El demonio entregó su presa... Muy bien. Se hizo
usted sacerdote, y el estudio y la oración fortificaron su alma,
eliminando de ella hasta las últimas heces del pecado y los vicios...
Perfectamente.

—Y recordará usted también el suceso terrible de mi encuentro con
Ulibarri...

—Sí, sí... Mandáronle a usted auxiliar a un reo de muerte y...
¡conflicto extrañísimo y altamente patético! Dios le puso frente al
hombre que había ofendido..., ¡y en qué situación uno y otro! Reo él,
usted confesor. ¡Sorprendente caso de conciencia! ¡Cómo se ve la mano
de Dios!... Adelante. Comprendo la sacudida, la intensísima emoción
que usted sufriría... Sin el favor del cielo, habría usted perdido la
razón, amigo mío.

—Así lo creo. No me he vuelto loco por especial favor de Dios, que en
aquella ocasión terrible, como en otras de mi vida, ha mirado por este
siervo indigno.

—Perfectamente. Cuénteme usted lo demás, pues lo que sigue al entierro
del alcalde de Miranda me es desconocido.

—Lo que ha seguido es simplemente un estado de conciencia y de
pensamiento que me tiene en grandísima zozobra.

—¿Conciencia?... ¡Hola, hola!

—Aguarde usted... Yo no había visto nunca de cerca la guerra. Me ha
impresionado profundamente...

—Inspirándole repulsión, tristeza, lástima de las innumerables
víctimas...

—No, señor: eso me ocurrió el primer día; después, no. Ante todo,
quiero que me dé usted su opinión sobre un punto que creo elemental,
y que desde anoche me sugiere angustiosas dudas. Yo pregunto: ¿Dios
autoriza las guerras? ¿Dios puede tomar partido por uno de los
combatientes, amparándole contra el otro, o abomina por igual de todos
los que derraman sangre humana?

—Amigo mío, Dios ha de mirar mejor a los que defienden sus derechos.

—¡Los derechos de Dios! ¿Qué es eso?

—Hombre, la fe... Me parece que esto es claro. Quiero decir que entre
dos que luchan, Dios ensalzará al que le adora, y hundirá al que le
escarnece. Paréceme que de esto hay elocuentes ejemplos en la historia
sagrada y profana.

—No acabo de convencerme, señor mío... Dios ha dicho: «No matar».

—Sí; pero distingamos: salen dos grupos de hombres, uno que defiende la
verdad y la justicia, otro que patrocina el error y el pecado. Cruzan
las espadas. Dios ha dicho: «No matéis»; pero...

—¿Pero qué?

—Digo que es forzoso impedir, _como se pueda_, que el mal impere sobre
la tierra.

—Y esto solo se consigue matando.

—Justo.

—Luego las guerras pueden tener su lado humano y su lado divino, y hay
o puede haber ejército de Dios y del diablo.

—¿Qué duda tiene?

—Bueno: pues admitido que Dios autoriza el matar, surge nueva duda en
mí, que me confunde y anonada. Se me ocurre que el _exequatur_ de Dios,
o sea su permiso para que nos matemos, se concreta exclusivamente a
los actos de agresión que constituyen el combatir propiamente dicho.
En la lucha, muy santo y muy bueno que haya muertes, pues de otro modo
no habría lucha, ni victoria del bien sobre el mal. Lo que no me ha
entrado todavía en la cabeza es que Dios consienta el matar frío y
carnicero, como sacrificio de reses, por las llamadas leyes de guerra,
bien con el fin de asegurar la disciplina, bien con el de aterrorizar
al enemigo, y quitarle auxiliares o medios de comunicación. ¿Me explico?

—La guerra no puede ser eficaz de otra manera, amigo mío. Si no
admitimos el eclipse total de la benignidad y compasión por motivos
de disciplina, o de organismo militar, no hay victoria posible, y el
matar, que es un mal, sería interminable, y la paz, el supremo bien,
no se restablecería nunca. Las crueldades que vemos un día y otro son
actos de política, absolutamente necesarios.

—¿Y hay política de Dios, como hay guerra de Dios?

—¡Oh!, seguramente.

—Y admitido que, para resolver el tremendo litigio entre la verdad y
el error, no hay más remedio que armar soldados y efectuar con ellos
todo lo que manda el arte de la guerra, hemos de admitir necesariamente
los duros castigos, las represalias, etc., etc. Luego ¿todo el
organismo bélico, con la matanza del enemigo, el burlarle con engaños,
la continua destrucción de vidas y haciendas, el castigo de inocentes
conforme a la política militar, la guerra, en fin, puede ser y es en
algunos casos de Dios?

—Así lo creo, y en conciencia lo afirmo.

—Muy bien: opinión tan resuelta me tranquiliza sobre el punto capital;
pero aún andan rondándome el espíritu ciertas dudas. Vamos a ver. Yo
pregunto: ¿este ejército que defiende la causa de Carlos V contra la
causa de la hija de Fernando VII, podemos y debemos considerarlo como
verdadera milicia cristiana? Me parece bastante dar este nombre a lo
que antes llamábamos _ejército de Dios_.

—Hombre, no sé cómo abriga usted tales dudas. Supongo que habrá
estudiado el caso histórico. Un sacerdote no debe tener escrúpulos
en lo tocante a los derechos augustos de la legitimidad, ni vacilar
tampoco en la creencia de que don Carlos es la religión, la virtud, la
moral, el bien de los pueblos.

—Contra el mal, contra la impiedad y el libertinaje: estamos conformes.
Por consiguiente, si esta es milicia cristiana, la otra es milicia
impía, verdadero ejército del demonio o de todos los demonios. ¡Si no
lo pongo en duda!... Quería yo que usted confirmase esta opinión con su
autoridad. Yo dudé, tenía mis escrúpulos: deseaba que el dictamen de
un hombre de estudio los disipara. Ya no dudo, ya sé a qué atenerme:
puedo manifestarle sin rebozo ese estado singularísimo de mi espíritu
de que antes le hablé.

Apenas llegaban a las primeras casas de Carcastillo, vieron movimiento
de tropas. No tardaron en informarse de que pronto saldrían el ejército
y el Cuartel Real en dirección a Sangüesa, por lo que se dieron prisa a
entrar en su alojamiento y a disponer la marcha.




VIII


No sin dificultad pudo Ibarburu conseguir un mulo y una yegua, y
caballeros los dos fueron juntos y en agradable conversación por todo
el camino; mas Fago no tocó el tema que había quedado pendiente, pues
tales cosas, según dijo, no eran para tratadas a la ligera, galopando
entre el bullicio de la tropa en marcha. En Sangüesa fueron alojados,
juntamente con el brigadier La Torre y el auditor Lázaro, en una de
las mejores casas de la población, y por la noche, después de cenar
en buena compañía, con señoras y todo (a las cuales La Torre, hombre
de refinado trato social, entretuvo con donaires del mejor gusto), se
les destinó una alcoba con tres camas para ellos dos y el auditor, no
siendo posible mejor acomodo, porque la ciudad le venía muy chica a
ejército tan grande. Decididos a esperar el sueño de su compañero de
cuarto para charlar a gusto, tuvieron la suerte de que el señor Lázaro,
apenas puso la cabeza en la almohada, rompiera en ronquidos profundos.
Al son de esta música, que más era molestia que estorbo, hizo Fago a su
amigo la confesión siguiente:

—Ha de saber usted que desde que ando entre soldados, mejor dicho,
desde que vi al general Zumalacárregui, se me ha metido en el alma un
ardentísimo deseo de tomar las armas.

—¡Hola, hola!...

—De lo que he luchado en mi conciencia para combatir este sentimiento
guerrero, que me parecía inspiración del demonio, no puede usted tener
idea. Porque lo que siento, créame usted, es una furia, un frenesí
impulsivo, y al propio tiempo un profundo desprecio de la vida de mis
semejantes, sobre todo si son del bando o facción contraria a nuestras
ideas. Y como conceptúo que este sentimiento se da de trompicones con
la mansedumbre, cualidad primera del sacerdote, de aquí mi confusión,
mi terror más bien, viendo perdida en un instante la serenidad
conquistada por mi pobre alma en tres años de oración y quietud, de
comercio intelectual y moral con varones sapientísimos y virtuosos...
Yo había conseguido la paz de mi alma, y ahora me siento, ¡ay de mí!,
abrasado en loca ambición, ansioso de que mi nombre suene en todos
los oídos, ávido de imponer mi voluntad, y de satisfacer un diabólico
prurito de acción, de acción, señor Ibarburu, que me abrasa las
entrañas y enciende llamaradas en mi cerebro. ¿Qué es esto? ¿Es que el
demonio me vuelve a coger entre sus garras?

—Poco a poco, amigo mío; no se exalte usted, y estudiemos el asunto
—dijo Ibarburu un tanto inquieto—. Bien podría ser que eso no fuese
cosa del demonio.

—Pues de Dios no es..., ¡oh!, de Dios no —exclamó Fago levantándose
para estirar su cuerpo entumecido.

—No podemos afirmarlo tan pronto.

—¿Cree usted que es de Dios?

—No sé... Examinémoslo... Puede ser de Dios... ¿Por qué teme que no lo
sea? ¿Por la orden sagrada que le obliga...?

—A la modestia, a la pasividad, a la obediencia, a la humildad, a la
vida oscura, al amor de los semejantes, sin distinción alguna.

—Distingamos, amigo Fago.

—No, no distingo. Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no puedo
ser sacerdote, no quiere Dios que lo sea, me autoriza para dejar de
serlo... Resultará que me equivoqué, amigo Ibarburu; que una falsa
vocación, producida por debilidad mental, por pesadumbres, por
cansancio, no sé por qué, extravió mi espíritu. Lo diré más claro:
yo sospecho ahora que todo esto, como cosa postiza y mal pegada,
se descompone, dejando al descubierto el antiguo ser, el hombre
pendenciero, el bravo, el que jamás conoció el miedo... Porque ha de
saber usted, y no lo digo por alabarme, que no había nadie capaz de
medirse en arrogancia con José Fago.

—¿Fue usted militar?

—No, señor; pero tenía todos los instintos militares, la rapidez de la
acción en las aventuras, el golpe de vista audacísimo, el desprecio de
todo obstáculo, la resistencia física, la persistencia en mis fines,
la energía indomable para imponer mi voluntad. Y en el fondo de todo
eso, una gran rectitud moral, un sentimiento profundísimo del bien, que
interpretaba a mi manera.

—¿Y cómo, señor mío —preguntó Ibarburu con asombro—, pasó usted de ese
estado a otro tan diferente?

—Fijándome en ello, veo ahora que la diferencia no es tan grande. Al
entrar en la vida eclesiástica, aun entrando por equivocación, yo
llevaba los elementos de mi ser antiguo; yo ambicionaba la lucha por
la fe, el martirio, la predicación a infieles, las misiones... No es
tan diferente, señor Ibarburu, no es tan diferente... Resultó que no
encontré terreno apropiado a mis anhelos... Sin saber cómo, en vez de
las glorias eclesiásticas, fui a parar a la política cristiana, y de la
política cristiana a la guerra de Dios...

—Explíqueme usted otra cosa —dijo Ibarburu, lleno de dudas y buscando
la lógica en las fluctuaciones del carácter de aquel extraño sujeto—.
En presencia de la horrible tragedia de Ulibarri, ¿no sintió usted que
se le desgarraba el alma; no sintió espanto de la guerra, y piedad
inmensa del inocente sacrificado?

—Sí, señor: sentí desgarrado mi corazón, porque yo había ofendido a
Ulibarri, porque este era un hombre honrado y bueno, porque me habían
llevado a su presencia para que le perdonase los pecados, y él era,
él, quien debía perdonarme a mí los míos. Por eso se conturbó mi alma
horrorosamente.

—Y después, al enterrarle, ¿no derramó usted lágrimas amargas, ofrenda
de piedad al muerto, y a Dios, que nos enseñó las obras de misericordia?

—Sí, señor: lloré, y lloré con el alma, porque yo había ofendido a don
Adrián... Su desastroso fin me anonadaba. Parecíame que era yo quien le
había matado.

—Y en aquellos angustiosos minutos, ¿empezó usted a sentirse guerrero?

—Todavía no. En Falces, en Peralta, yo no sé lo que deseaba. El
ardiente anhelo de tomar las armas estalló furibundo cuando vi por
primera vez de mi vida al general Zumalacárregui, en el momento aquel
de bajar de la torre las mujeres de los urbanos.

—¿Cuando las azotó?

—Cuando las azotó... No, no; antes, en el momento de verle aproximarse,
látigo en mano.

—Explíqueme usted por qué la presencia del grande hombre del
absolutismo, del realismo, mejor dicho, despertó tan súbitamente en
usted ese anhelo...

—En mí son frecuentes las explosiones de un sentimiento... ¿lo llamaré
virtud, lo llamaré defecto? No sé cómo llamarlo. Lo mismo puede ser una
cosa que otra. ¿Sabe usted lo que es? La emulación. Yo soy un hombre
que en presencia de cualquier individuo que en algo se distinga, siento
un irresistible empeño de sobrepujarle y hacer más que él.

—Cualidad es esa, amigo mío, que puede conducir a la gloria, o a
grandes desastres y miserias... Ya comprendo. Vio usted al general y se
dijo: «Todo lo que tú has hecho lo habría hecho yo. Aquí hay un hombre
que se siente con bríos para eclipsar tus empresas».

—Exactamente.

—Antes de pasar adelante, dígame usted: al abrazar el estado
eclesiástico, guiado, como ha dicho, por una vocación más o menos
verdadera, ¿sintió usted también el estímulo de sobreponerse a las
personas religiosas?

—No he visto personas religiosas que despertaran en mí esa emulación.
Ya ve usted que digo todo lo que pienso con absoluta sinceridad... Yo
sentía, sí, anhelo de igualarme a los santos.

—¿A los santos? Brava ambición a fe mía.

—Pero no he hallado atmósfera donde pudiera fomentarla. He conocido
sacerdotes ejemplarísimos, sí; pero me ha parecido tan fácil igualarles
y aun superarles, que la emulación apenas se ha manifestado en mí, y
no he sentido por ello la menor inquietud... Pero si no he encontrado
atmósfera de santidad, sencillamente porque no la hay, he encontrado
atmósfera guerrera y política. La historia viva, tan patética y
hermosa; la presencia de un hombre que rebasa la línea de la multitud,
me han trastornado. Aquí, en el seno de esta dulce confianza que entre
los dos se ha establecido, hablando con el amigo, con el confesor, yo
me despojo de todo artificio de falsa modestia para decir: «Lo que ha
hecho Zumalacárregui, lo habría hecho yo...», no se ría usted de mí...,
lo habría hecho yo tan bien como él..., y si me apuran, diré que mejor.
Mi carácter ha sido siempre de una franqueza escandalosa. No oculto
nada de lo que siento.

—Señor mío —dijo Ibarburu, con un granito de sal irónica—, hace usted
bien en manifestar tan sin artificio sus pensamientos. Ahora, vengan
los hechos a demostrarnos que usted no se equivoca.

—La realidad, la maldita realidad —afirmó el otro clérigo con pena—
siempre se compone de modo que mis ideas resulten burladas. Llegué
tarde a la santidad; llego tarde a la guerra. Otro ha hecho lo que
yo habría podido y sabido hacer. Crea usted que esto de organizar
tropas, convirtiendo en batallones aguerridos las bandas de campesinos
indisciplinados, es en mí un instinto poderoso que vengo alentando
desde la tierna infancia. La obra de este hombre, hermosa en alto
grado, paréceme que es obra mía, y que mi espíritu se ha introducido en
él para inspirarle sus resoluciones... No se ría usted, que esto no es
cosa de broma. Digo todo le que siento... Pues bien: yo llego tarde al
terreno de los hechos. ¿Qué puedo esperar? Que me pongan en filas, que
me den el mando de una compañía...

—Ciertamente: por algo se empieza; y si su valor y pericia responden
a esos alientos, podrá usted prestar eminentes servicios a la causa
sacratísima de la religión y del rey.

—¡Ay, amigo mío —replicó Fago con desaliento—, como digo lo uno
digo lo otro! O sirvo para todo, o no sirvo para nada... Dudo que
en una situación subalterna pudiera prestar servicios eficaces...
Entendámonos: digo que lo dudo; no niego en absoluto que pueda
prestarlos... Sea lo que quiera, he llegado tarde a la guerra, como
llegué fuera de tiempo a la santidad.

—¡Quién lo sabe! En una y otra esfera no hay linderos para el hombre de
gran corazón, de inteligencia poderosa.

—Los hay, sí, señor, y la emulación queda reducida a un anhelo
impotente, horrible suplicio del alma... Puesto que todo se ha de
decir, sepa usted que toda mi vida he sentido en mí la conciencia
estratégica, la apreciación de las distancias, de las alturas, del
obstáculo que ofrecen los ríos... Yo conocía que en mi espíritu se
formaba un arte, una ciencia; pero no se me presentó nunca la ocasión
de aplicarla... Ahora ¿de qué me sirve sentir intensamente la geografía
militar..., y le advierto a usted que conozco la de este país palmo
a palmo, porque si no guerrero, he sido cazador, y allá se va lo uno
con lo otro..., de qué me sirve, digo, sentir la distribución, marcha
y colocación de tropas sobre el terreno, y saber calcular, al menos
yo me lo creo así, un ajuste perfecto entre el tiempo y la acción?...
Si he de manifestar todo, todo lo que me bulle por dentro, sin falsa
modestia, diré que hoy veo el desarrollo de la guerra, paso a paso;
y puesto yo en el lugar de Zumalacárregui, me sería muy fácil llevar
triunfantes las banderas de Carlos V a la orilla derecha del Ebro,
ganar Burgos y Zaragoza, y plantarme en Madrid, terminando la campaña
en cuatro meses.

—Oh, no crea usted que me parece un disparate —dijo Ibarburu,
frotándose los soñolientos ojos—. Yo no me siento, como usted, capaz de
tan grande hazaña; pero de que puede y debe realizarse no tengo duda.

—¿La realizará este buen señor?

Fatigado ya de tanta conversación, y contemplando con envidia el sueño
beatífico del auditor, Ibarburu no respondió sino con monosílabos
pronunciados en bostezos:

—¿No le parece a usted, amigo Fago, que debemos echarnos a dormir y
dejar para mejor ocasión eso de si vamos o no vamos triunfantes a
Madrid... la semana que viene?

Dicho esto, empezó a desnudarse, mientras el otro, sin ganas de dormir,
se paseaba por el largo aposento, con las manos a la espalda. Temeroso
de haberle lastimado con la última expresión, un tanto burlona, agregó
Ibarburu palabras afectuosas:

—Mañana trataremos de que se presente usted al general y hablé
largamente con él. Conviene que don Tomás le conozca... Es hombre muy
perspicaz, ¡oh!..., gran catador de caracteres... Escóndase el mérito
todo lo que quiera, ¡ah!..., yo le respondo a usted de que ese lo
descubre..., y es más, yo le respondo a usted de que lo utiliza.

—¿Le trata usted?

—¿Al general? Hombre, ¿cómo no? Y me distingue mucho. Yo he venido a la
guerra con Iturralde. Soy, pues, más antiguo aquí que el general mismo.
Respondo de que será usted bien recibido.

—Pero yo —murmuró Fago con sencillez infantil—, yo, pobre de mí, ¿qué
le voy a decir?

—¡Hombre de Dios! —replicó el otro agazapándose en las sábanas—.
Modestísimo estáis.

—Dígame una cosa antes de dormirse. Y usted, tanto tiempo en la guerra,
capellán de Iturralde, capellán de Eraso, capellán de Gómez, ¿no se ha
sentido alguna vez, con el contacto diario de esos nobles guerreros, no
se ha sentido..., pues...?

—¿Belicoso? —dijo Ibarburu anticipándose a la expresión completa del
pensamiento—. No, amigo mío. No sirvo para eso. Ayudo a la causa en
mi humilde esfera eclesiástica, y jamás he pensado en las glorias de
Marte. No quiero tampoco achicarme, ni diré con falsa modestia que no
sirvo para nada. Es más: le imito a usted en su noble sinceridad,
y digo a boca llena que he prestado y presto servicios de la mayor
importancia. Yo he desempeñado misiones arriesgadísimas; yo he
redactado manifiestos; yo he sostenido correspondencia con prelados,
juntas de España y el extranjero, y cuando llega un apuro de personal,
yo arrimo el hombro a la Intendencia..., que lo diga el que ronca...,
yo no me desdeño de echar una mano a Sanidad... Y añada usted el
diario, el continuo servicio de implorar al Todopoderoso para que
incline siempre de nuestro lado la suerte de las armas... Que no lo
consiguen todo las balas, amigo mío; que algo y algos, y mucho y
remucho hacen las oraciones. ¿No cree usted lo mismo?

—¿Se permite contestar con absoluta sinceridad?

—Hombre, sí.

—Pues, tratándose de los éxitos de la guerra, más fe tengo en las balas
que en las oraciones. ¿Es herejía?

—Herejía, no... Y puede que lo sea, porque pone usted en duda la
excelsa sabiduría y el supremo criterio con que el Altísimo decide las
querellas de los hombres, haciendo prevalecer a los buenos sobre los
malos.

—Bueno; pues concedo. No riñamos por eso.

—Y en prueba de concordia sobre este punto importantísimo, recemos,
amigo Fago, recemos; no solo para pedir a Dios perdón de nuestras
culpas, sino para que nos conceda...

—Un poco de artillería, que es lo que más falta nos hace —declaró Fago
terminando jovialmente el concepto.

—Diga usted que es lo único que nos hace falta. Que nos den cañones...
y me río yo del paso del Ebro... En fin, recemos.

Rezaron un buen cuarto de hora, y luego Ibarburu, disponiéndose a
dormir, rebozada la cabeza en la sábana, por no tener gorro con que
defenderla del frío, se despidió de su amigo con estas palabras:

—¿Y a mí se me permite hablar con sinceridad, sin el artificio de la
falsa modestia, diciendo, a estilo de Fago, todo, todito lo que pienso?

—Claro que se permite... Es más: se prohíbe en absoluto la hipocresía;
quedan abolidos los remilgos del disimulo.

—Pues Ceferino Ibarburu no se ruboriza de afirmar que se conceptúa
necesario en el ejército del rey legítimo, y que está plenamente
convencido de que, el día del triunfo, sus servicios no pueden ser en
justicia recompensados con menos que con una mitra.

Ya no dijo más, y se quedó dormido. «¡Una mitra! —pensó Fago
paseándose—. Este será obispo..., y yo... nada». Sorprendiéronle en
vela las primeras luces del día.




IX


De Sangüesa marcharon los carlistas con su rey a Lumbier, y sin
detenerse aquí más que algunas horas, continuaron en dirección de Aoiz.
Temiendo que fuerzas considerables mandadas de Pamplona le cortaran el
paso de Zubiri, apresuró Zumalacárregui su marcha, corriéndose por el
norte de la capital en busca de su habitual base de operaciones, las
fragosidades de Andía y Urbasa. El único hecho militar de importancia,
en los días de esta atrevida marcha, fue el combate, desgraciado
para los carlistas, entre la columna de Mancho y la división del
general cristino Linares: ocurrió muy a la derecha del ejército de
Zumalacárregui, en la Foz de Aispuri, cerca de la frontera de Aragón.
Las ventajas obtenidas en aquellos días por don Carlos, consistieron
en la presentación de bastantes oficiales del ejército nacional,
perseguidos o postergados por sus opiniones realistas, descollando,
entre estas valiosas adquisiciones, la del artillero don Vicente Reina,
a quien recibieron como enviado del cielo. Solo tres cañones de montaña
tenía Zumalacárregui, y como no era fácil quitarle piezas al enemigo,
ni menos traerlas del extranjero, daba vueltas en su fecundo magín a
la idea de construirlas en el país. A principios de aquel año había
sorprendido la fábrica de municiones de Orbaiceta, apoderándose de gran
cantidad de proyectiles, que mandó enterrar en diferentes puntos de los
enmarañados montes. Lo primero que hizo Reina fue examinar uno por uno
aquellos depósitos, y conocidos el calibre de las bombas y granadas,
Zumalacárregui propuso al oficial y a un químico navarro, llamado
Balda, que le fundieran dos obuses.

Por este tiempo, y hallándose el Cuartel Real y el ejército en el
valle de Araquil, tuvo Fago ocasión de tratar a Gómez, que mandaba dos
batallones; mozo despierto y valientísimo, a quien, andando el tiempo,
había de hacer famoso la audaz expedición o correría que en la historia
lleva su nombre. Por un cambalache de caballos entraron en relaciones,
y comieron juntos y merendaron más de una vez. Era Gómez franco y
decidor; Fago, taciturno: por esta diferencia quizás simpatizaron. Una
noche le mandó llamar a su alojamiento para decirle que sabedor el
general de sus aficiones belicosas, por más que de ellas no hiciera
alarde, deseaba verle. A la mañana siguiente le designó sitio y hora el
ayudante Plaza, y, con efecto, a punto de las diez entraba el clérigo
en la casa del cura, donde el guerrero famoso se alojaba. Una horita
de antesala tuvo que aguantarse, porque estaban de conferencia el
artillero Reina, el químico Balda y dos señorones del Cuartel Real.
Al fin pasó mi hombre, y fue recibido por Zumalacárregui con severa
cortesía, tan distante de la familiaridad como de la rigidez orgullosa.
Mandole sentar, le pidió permiso para repasar unos papeles, y después,
mirándole fijamente, con aquella atención penetrante que era en él
habitual, le dijo:

—Amigos de usted me han informado de sus aficiones a la guerra. Déjeme
usted ser franco y decirle que los curas armados me gustan poco.

—Y a mí menos, mi general.

—Algunos he tenido muy bravos; pero no los quiero, no los quiero. El
soldado es el soldado, y el cura, el cura: cada cual en su profesión...
El soldado combatiendo sirve a Dios, y el cura rezando sirve al rey.
¿No le parece a usted?

—Sí, señor.

—A los que se me han presentado con ganas de pelea, y a los que estaban
con Iturralde cuando yo me hice cargo del mando, les he puesto en
filas. Unos se han cansado y se han ido. Otros, muy pocos, continúan y
son soldados excelentes. Pero no les dejo capitanear partidas volantes,
porque tengo para mí que nos afea la causa el espectáculo de Cristo con
un par de pistolas.

—Lo que dice vuecencia me parece muy atinado —declaró Fago con fría
conformidad—. Pero si así piensa, sírvase decirme para qué me ha
llamado.

—Tenga usted paciencia —contestó Zumalacárregui, atravesándole otra vez
con su mirada como con una aguja—. Si es muy vivo el entusiasmo de
usted por la causa, como me han dicho, quizás encuentre yo medios de
utilizar las cualidades que sin duda tiene. El señor Arespacochaga me
ha dicho que abrazó usted el estado eclesiástico como arrepentimiento y
corrección de una vida disipada.

—Es verdad.

—¿Es usted navarro?

—No, señor: soy aragonés, de la Canal de Berdún.

—¿Conoce bien su país?

—En mi país y en todo el territorio de las Cinco Villas, no hay
rincón que no me sea tan familiar como mi propia casa. La Ribera de
Navarra también me la sé palmo a palmo, y la merindad de Sangüesa lo
mismo. Del resto de Navarra que he recorrido como cazador o paseante
en mis tiempos de mozo, y de la parte de Guipúzcoa donde he vivido
últimamente, solo diré que montes y ríos me conocen a mí.

Zumalacárregui le observó un rato sin decir nada. Era hombre que oía
más que hablaba, y que no gustaba de palabras ociosas.

—Sin el conocimiento práctico del terreno —dijo después de una pausa—,
no se puede ser buen militar. Y según mis noticias, usted, que ha
corrido tanto por estos vericuetos, debe de conocer a los hombres tanto
o más que a los ríos y montañas... Señor Fago, yo podría encargarle
a usted de una comisión, que no es muy militar que digamos; comisión
poco gloriosa, poco brillante, pero que, en las circunstancias
presentes, desempeñada con diligencia y sagacidad, nos resolvería un
gran problema... Y se me figura que usted sabría prestar este servicio
al rey con el sigilo y la prontitud que el caso requiere... Fíjese
usted. No se trata de ninguna empresa heroica, sino de un trabajo
modesto, para el cual se necesita paciencia, astucia, honradez, amor a
la causa, y... valor; también se necesita valor, porque la cosa tiene
sus peligros.

—Dígamelo pronto, mi general —replicó Fago, que se abrasaba en
impaciencia.

—Pues verá usted: poseemos gran cantidad de proyectiles, de los que
cogimos en Orbaiceta; pero nos faltan cañones... Si yo tuviera un
par de obuses, no se reirían de mí las guarniciones de las villas de
Navarra. ¿Y cómo me las compongo para adquirir esas dos piezas? Se me
ha ocurrido hacerlas. Reina y Balda me han dicho ayer, y hoy me lo han
repetido, que si les doy metal, fundirán los obuses en la ferrería de
Labayen. ¿Pero de dónde saco yo el metal?

—Lo mismo digo: ¿el metal dónde está? Habrá que extraerlo de las
entrañas de la tierra.

—No, señor: hay que sacarlo de las entrañas de las cocinas y comedores
de todas las casas de Navarra y Aragón, y el buscarlo y traérmelo es la
misión que se me ha ocurrido encargar a usted.

—Comprendido, mi general. Vuecencia quiere que yo haga una colecta
de cacerolas, badilas, almireces, aros de herradas, chocolateras,
velones, braseros, y demás objetos de cobre.

—En cantidad considerable —indicó don Tomás sin mirarle, trazando con
la pluma una rápida cuenta sobre el papel que delante tenía —porque...,
señor mío, no me contento ya con los dos obuses, y haré dos piezas de
batalla de a ocho, y quizás cuatro..., vamos, seis. Crea usted que si
conseguimos esto, la campaña tomará otro giro... ¿Qué tiene usted que
decir?

—Que se necesitan..., no puedo calcularlo..., pero creo que no hay
bastantes badilas y almireces en Navarra y Aragón para esa obra, mi
general.

—¿Pues no ha de haber?

—¿Y ese material, entendámonos, se compra, se pide... o se toma?

—Tráigamelo usted, y arréglese como pueda para obtenerlo. La habilidad
del comisionado consiste en reunir metales con el menor gasto posible.
En los pueblos adictos hallará usted muchas familias que ofrezcan su
chocolatera para fundir los cañones de la monarquía legítima; otras
menos fervorosas darán ese adminículo por poco dinero, y habrá también
quien lo niegue... Al que lo niegue, se le quita, respetando siempre
los conventos y casas de religión... En fin, que la causa necesita
artillería, y el país debe proporcionar los medios de fabricarla. El
sacrificio no es grande. Que sustituyan, durante algún tiempo, el cobre
con el barro. ¿Qué más da?

—Admiro —dijo Fago con profundo respeto— la energía de vuecencia, la
fecundidad de su mente y la firmísima voluntad que aplica a cosas al
parecer nimias, para llegar a la realización de grandes fines. Lo que
yo siento es no poder prestarle el servicio que me propone, no por
falta de buenos deseos, sino porque no me reconozco con aptitudes para
eso que..., no sé si es tráfico de quinquillero, o postulación de
mendicante..., o algo que requiere mañas parecidas a las de los gitanos.

—Es un servicio de guerra como otro cualquiera; servicio que requiere
destreza, habilidad y valor, porque si usted consigue reunir, como es
mi deseo, grandes cantidades de metal en las Cinco Villas, y me las
trae, fíjese bien, franqueando los caminos carretiles, donde es muy
fácil encontrar columnas cristinas, necesitará desplegar cualidades
militares que no son comunes. Le daré a usted alguna fuerza.

—¿Cuántos hombres? —preguntó Fago con inmenso interés.

—A ver..., dígalo usted... Le advierto que necesito el metal pronto, y
que le señalo a usted ocho días, a lo sumo, para traerme los quinientos
quintales.

—Pues ponga vuecencia a mi disposición una columna de doscientos
hombres.

—¡Doscientos hombres! Es mucho —dijo Zumalacárregui sin mirarle, liando
un cigarrillo—. No me vaya usted a salir con una partidita volante
que moleste a los pueblos de Aragón sin gran ventaja para la causa.
En aquel terreno, figúrese usted lo que tardarían en merendársela los
cristinos... ¡Doscientos hombres!... ¿Y para qué? Para saquear las
cocinas de los pueblos... No me conviene, no. Convénzase usted de que
esta no es campaña de guerrillas, sino de ejércitos: las guerrillas
pasaron, señor mío; hicieron su papel en la guerra de la Independencia
y en las trifulcas del 20 al 23; pero todo eso está mandado recoger.
Los llamados partidarios no llevarán a Su Majestad a Madrid.

—Mi general —dijo Fago con vivísima intensidad en la expresión de
su deseo—, deme vuecencia los doscientos hombres, y antes de ocho
días pongo en Labayen mil quintales de metal a disposición del señor
Reina, que ya puede ir preparando los hornos. Las operaciones que en
esos ocho días realice yo, dentro del territorio de las Cinco Villas
exclusivamente, serán de mi responsabilidad. Quedo obligado por mi
honor a presentarme a vuecencia con los doscientos hombres, o con los
que me queden, y vuecencia decidirá si sigo o no sigo.

Zumalacárregui le miró como se mira a un loco. Comprendiendo Fago el
sentido de aquella mirada, se levantó para coger el sombrero, y se
despidió en esta forma:

—Mi general, dispénseme. En la mirada de vuecencia he conocido que le
parece disparate lo que le propongo. Con seguridad hallará vuecencia
persona más apta que yo para ese servicio de reunir trastos de cobre.
Y como no quiero que por mí pierda el general su precioso tiempo, le
pido su venia para retirarme.

Púsose en pie Zumalacárregui, y con movimiento pausado y noble, sin
perder ni un instante su gravedad, le quitó el sombrero de las manos,
diciéndole:

—No tenga usted tanta prisa, que aún no hemos acabado. Siéntese usted.

Algo había visto en el carácter del aragonés que le agradaba, o que,
por lo menos, despertaba en alto grado su interés y curiosidad. Quería,
pues, penetrar en el antro de resoluciones atrevidas y pensamientos
tenaces que, sin duda, existía detrás de aquella cara de vigorosas
líneas, de aquella frente pálida, de aquellos ojos ya fulgurantes,
ya mortecinos, como escritura cifrada que necesita clave para su
interpretación.

—No le doy a usted los doscientos hombres —dijo don Tomás poniéndole la
mano en el hombro—. Le daré doce nada más, con los cuales tendrá fuerza
bastante para otra comisión que voy a proponerle.




X


Entró un ayudante con despachos que debían ser urgentes, porque
el general se aplicó a leerlos con avidez, y la conferencia fue
interrumpida.

—Si vuecencia necesita despachar, o quiere recibir a alguien —le dijo
el clérigo—, en la antesala aguardaré hasta que se me ordene.

—Sí, hágame el favor.

Retirose Fago a la sala próxima, donde esperaban dos hombres del pueblo
y algunos militares. No vio ninguna cara conocida, de lo que se alegró,
pues no tenía gana de andar en saludos ni de entrar en conversación. En
su aburrimiento se puso a contemplar el adorno de imágenes y estampas
de la sala, el cual era tan variado como edificante: un Niño Jesús
bien vestidito, un San Joaquín con faldas ahuecadas, y entre ellos una
laminota de barcos de guerra peleándose. Corderillos bordados y un
retrato de caballero con peluquín y chorreras, y en la mano una carta
doblada en pico, completaban el ornato. Extremada era la limpieza
de todo, y el piso, de tablas desiguales enceradas, ostentaba un
lustre excepcional de días de fiesta. Cuando más solo se creía Fago,
sorprendiole el cura, dueño de la casa y patrón del general, llegándose
a saludarle con la confianza natural entre colegas. Era un hombre
de mediana edad, pequeñín, torcido de cuerpo, de cara feísima, boca
jimiosa y risueña, y ojos ratoniles.

—¡Pero este señor general, qué poco se cuida de su salud! —dijo de
buenas a primeras—. Pidió la comida para las doce, y son ya las dos...
Ayer fue lo mismo; en conferencias y visitas se pasó la tarde, y a las
seis le servimos el puchero. No gusta de hacer esperar a nadie. Todo
el mundo por delante, y él el último.

—Pone toda su atención en los asuntos de la guerra —indicó Fago
disimulando sus pocas ganas de palique—, y no se acuerda de las
necesidades corporales: es todo espíritu, y su descanso es un continuo
trabajar.

—Dios le conserve ese talentazo y esa actividad prodigiosa. Lo mismo se
inquieta de las cosas grandes que de las pequeñas. Pero en la guerra,
digo yo, no hay nada insignificante. De cualquier futesa depende el
éxito; cualquier descuido trae un desastre; en la última piedrecilla
tropieza y cae un ejército.

—Es la pura verdad —dijo Fago, teniendo por discreto al cura, que a
primera vista le había parecido tonto—. Un general como este, que sabe
su obligación y mide sus responsabilidades, duerme en la almohada de
sus pensamientos, y come en la mesa de sus afanes.

El clérigo torcido y feo se frotó las manos; rasgó su boca en una larga
sonrisa, señal de que variaba bruscamente de conversación, y dijo estas
palabras no exentas de malicia:

—¿Conque ya tenemos en campaña a su señor tío de usted, el gran _pastor
navarro_?

—No comprendo lo que usted dice, señor cura.

—Que ya tenemos de general en jefe de los cristinos y virrey de Navarra
a su tío de usted, don Francisco Espoz y Mina. ¡Si ya lo sabe todo el
mundo!

—Menos yo, que también ignoraba que fuese sobrino de don Francisco.

—Entonces nos confundimos... ¡Oh!, dispénseme... —dijo el curita
estrechándole las manos—. Le tomé a usted por Aquilino, el cura de
Elizondo, sobrino carnal de Mina, digo, de su primera mujer. Vaya, que
se le parece usted en la color morena, en el ceño adusto, y en el metal
de voz sobre todo. ¿Conque no? Por muchos años. Yo me alegro; porque
francamente, como tenemos en contra al gran guerrillero, y hemos de
cachifollarlo todo lo que podamos, celebro infinito que no sea usted su
pariente. Pues yo, al entrar, le vi a usted y me dije: «¡Hola!, aquí
tenemos al curita de Elizondo, enviado por su tío para parlamentar...».
¡Si hasta se ha dicho que Mina se nos venía a casa! Yo no lo creo.
Pero, francamente, al ver al cura de Elizondo..., que luego resulta no
ser el cura de Elizondo..., pensé: «Tratos tenemos y recaditos. Mina
es astuto, este más. Puede que se entiendan, y unidos los dos, nos
traigan en cuatro días el triunfo del Altar y el Trono». Yo discurría
con buena lógica..., porque... la cosa es clara..., usted en Elizondo,
a dos pasos de la frontera por acá; Mina en Cambo, a dos pasos de la
frontera por allá. «Nada, nada —pensé yo—: el sobrino se ha puesto al
habla con el tío, y ahora trae el recado, y luego vuelta a Cambo con la
contestación...». Digan lo que quieran, es usted el retrato de Aquilino
Errazu, y el general, cuando le vea, le dirá...

—El general ya me ha visto, y no me ha dicho nada de eso.

Con la palabra en la boca se quedó el cura. Fago fue introducido
nuevamente de orden de don Tomás, y este le dijo, permaneciendo los dos
en pie:

—Le doy a usted doce hombres, que escogerá a su gusto, y con ellos se
me encarga de una comisión para la cual se necesita arrojo, astucia
y actividad extraordinaria. Dígame ante todo: ¿conoce usted bien los
senderos de Vizcaya en el límite con Guipúzcoa?

—Los senderos que no conozca los aprenderé al instante.

—Tiene usted que ir a la costa, entre Motrico y Ondárroa. Cerca de
esta villa, en un playazo, hay un cañón de hierro, excelente, de a
doce, abandonado por el Gobierno cristino. Va usted, lo coge, y me lo
trae. Cómo se las ha de componer para transportar esa mole, usted verá.
Escogeremos soldados que sepan de carpintería, pues será preciso hacer
un carro. Piense usted y determine el camino que ha de seguir para
transportar esa carga, burlando a las autoridades cristinas, y evitando
que la noticia se divulgue. El cañón quiero que esté en Alsasua dentro
de seis días. Hoy sale usted de aquí con los doce hombres y ocho onzas
para los gastos que se ocasionen. Creo que bastará, aun suponiendo
que sea menester emplear parejas de bueyes y pagar algunos jornales.
Calculo yo que mis paisanos ayudarán todo lo que puedan sin interés
alguno.

Presentado el asunto con tanta sencillez, el general aguardó un ratito
la respuesta de Fago, que mirando al suelo parecía meditar en las
dificultades de la empresa.

—¿Qué? —preguntó Zumalacárregui impaciente y algo desdeñoso—. ¿Cree
usted que la cosa es difícil, imposible?

—Nada hay imposible —afirmó el otro afrontando la mirada del héroe—. Si
esto fuera fácil, creo que vuecencia no me lo encargaría a mí. Traeré
el cañón. Me parece poco seis días.

—Pues sean ocho. Hoy es miércoles. Del martes al jueves próximos
estaremos en la sierra de Urbasa. Villarreal se adelantará a la ermita
de San Adrián para esperar a usted. Sobre los medios que ha de emplear
para el transporte, nada le digo, y lo fío todo a su ingenio, audacia y
buena disposición. Construirán ustedes un carro...

—Mejor será una narria...

—Es verdad, narria..., y aprovechando estas noches larguísimas... ¿Qué
luna tenemos?

—Ayer ha sido el menguante.

—Mejor... Nos conviene la mayor oscuridad. Tenga usted presente que
corre el riesgo de encontrar las columnas cristinas de Carratalá,
de Jáuregui o de Espartero. En cambio, puede favorecerle la columna
nuestra que manda Eraso. Pero le advierto que se ve obligada a operar
constantemente, y que tan pronto está en Vizcaya como en Guipúzcoa.
Procure usted indagar sus movimientos y aproximarse a ella... Y por
último, no necesito encarecer a usted el sigilo, aun aquí mismo. Nadie
tiene que enterarse de esto, y los doce hombres que le acompañen no
deben saberlo hasta que estén en camino. Sin vacilar escójalos usted
guipuzcoanos.

—He pensado lo mismo... En este momento se me ocurre una idea.

—Dígala usted pronto.

—Me basta con ocho hombres.

—Perfectamente..., y guipuzcoanos los ocho, conocedores del terreno.
Hay dos de mi pueblo, que son capaces de subir a lo alto del monte
Aizgorri la torre de la iglesia.

—¿Cuándo salgo?

—Esta tarde. Plaza le arreglará a usted todo... Y no hay más que
hablar. Hasta el lunes o martes.

—Mi general..., hasta la vuelta.

—Y si me demuestra, con el buen cumplimiento de esta comisión, que
aciertan los que ven en usted un hombre de grandes aptitudes para la
guerra..., ya hablaremos.

—Ya hablaremos —repitió Fago estrechándole la mano.

Pero por el pronto ya no se habló más, pues ni uno ni otro eran
inclinados a la verbosidad. No salió, no, sin que le asaltara en la
habitación próxima el dueño de la casa, oficiosamente expresivo, y con
ardientes picazones de curiosidad. Algún trabajo le costó al aragonés
sacudirse aquella mosca, y salir a escape hacia su alojamiento. Allí
se vio obligado a despistar a Ibarburu, endilgando todas las mentiras
que requería la diplomacia, arte en contradicción con la rigidez del
decálogo, y no pensó más que en prepararse para la expedición. Poco
después del anochecer salió con los ocho hombres; dejaron en la aldea
próxima los unos su traje militar, el otro sus arreos eclesiásticos,
vistiéndose de aldeanos vascos y calzando peales, y a la calladita
franquearon la alta sierra para descender al valle donde nace el
Oria, por las inmediaciones de Cegama. Eran los expedicionarios gente
decidida, honrada hasta la inocencia, fuertes, incansables, buenos
como los ángeles en tiempo de paz; en la guerra, dotados de un valor
flemático y de una pasividad fatalista, que les hacía de hierro para
atacar, de peña para resistir. Dispuso el capellán que se dividiera
la cuadrilla en tres grupos para mejor disimulo, y les marcó los
sitios y fechas en que debían tomar un descanso de pocas horas; les
encargó que evitaran el paso por las poblaciones, deslizándose por
las afueras de Villarreal y Azpeitia, y ganando la boca del río Urola
para seguir luego por la costa hasta las inmediaciones de Motrico, a
donde llegarían al amanecer del viernes. Los que Fago dejó consigo eran
dos hermosos ejemplares de raza vasca: el uno, impetuoso y jovial,
de cuarenta años, carpintero, natural de Azcoitia; el otro, fuerte
y membrudo como un oso, de mucha andadura y pocas palabras, era del
mismo Ondárroa. Se le había encargado poner al jefe de la expedición en
contacto con dos individuos de aquel pueblo, para quienes llevaba una
carta redactada en forma convencional.

Cumpliose con toda exactitud el plan de ida, y reunidos, con diferencia
de pocas horas, en el punto designado, encamináronse juntos a Ondárroa
por la costa, pues allí no era necesaria tanta precaución. Todo el
viernes lo empleó Fago en hacerse cargo de la pieza que los hermanos
Ciquiroa le mostraron, y en labrar una sólida narria, para lo cual se
les facilitó lo preciso en un taller de carpinteros de ribera: tres de
la partida se destacaron a Motrico para contratar parejas de bueyes,
que debían esperar a media noche en el camino de Garagarza, y la
salida de Ondárroa se verificó con yuntas de la localidad, al amparo
de personas adictas, tan desinteresadas como discretas. Serían las
diez de la noche cuando el cañón fue movido y arrastrado por aquellos
arenales, y después por caminos duros, no sin que hubiera que vencer, a
trechos, obstáculos y pendientes. Pero la fuerza hercúlea de los ocho
expedicionarios, y la serena dirección de su jefe, ayudado por los que
en la salida arrimaban el hombro al bronce de la causa, salvaron las
dificultades, adiestrándose para las mayores que en el resto del camino
habían de sobrevenir.




XI


Hombre previsor, y que no fiaba al acaso la ejecución de su plan, Fago
enviaba por delante a dos o tres de sus hombres para que buscasen
bueyes y los tuviesen preparados en sitios convenientes. Había que
resolver el problema de salvar la divisoria entre el Deva y el Urola,
evitando el paso por los caminos reales, donde era fácil encontrar
tropas cristinas de las divisiones de Jáuregui o Carratalá. Y ningún
auxilio debían esperar de la columna de Eraso, que, según les dijeron,
había tenido que replegarse a Éibar, y de aquí a Durango, acosada por
Espartero. Mas sin acobardarse por este desamparo, y esperándolo todo
de la providencia divina, franquearon sin accidentes insuperables las
enormes pendientes del monte San Isidro, arrastrando el cañón con
cuatro parejas por un difícil y áspero sendero. A cada paso tenían que
apartar piedras y troncos, o desatascar la narria, o vencer obstáculos
que la desigualdad del camino les ofrecía; trabajo de cíclopes que solo
pueden acometer y consumar la ruda perseverancia, la inquebrantable
adhesión a una causa más religiosa que política, cualidades asistidas
de un vigor muscular a toda prueba. Todo esto lo tenían aquellos
hombres, almas encendidas en ingenuo fanatismo, cuerpos atléticos. Eran
niños en el sentir, gigantes en el hacer; cuando parecían extenuados,
de su cansancio sacaban nuevos bríos.

Dificilísima fue la ascensión a San Isidro; penoso el descenso hacia
Urralegui, en la noche oscura, rodeados de una densa neblina, que al
amanecer se hizo de tal manera espesa que no sabían por dónde andaban.
Solo encontraron algunos carboneros. El resplandor de una ferrería
en el fondo del valle, muy conocida de algunos expedicionarios que
habían trabajado en ella, les sirvió de guía para orientarse. Llegaron
contentos y orgullosos a las inmediaciones de Azcoitia, y se ocultaron
en la espesura del bosque, para tomar descanso durante el día, y
estudiar el paso del Urola, que sería de gran dificultad si andaban
por allí tropas cristinas. Mandó Fago cinco hombres hacia la venta de
Elosua, a reconocer el puente próximo, tantear a la gente del país y
procurarse las parejas necesarias para continuar a la noche siguiente.
Uno que era de Azpeitia se encargó de acercarse a su pueblo para ver si
había tropas, y con los otros dos se quedó solo el jefe, custodiando
el cañón en sitio bastante cerrado de monte. _Chomín_ llamaban a uno
de ellos, y era de Éibar, hábil herrero y un poco maquinista; mocetón
fornido, de corazón infantil y mollera tan dura como el hierro que
sabía trabajar. El otro, de armazón ciclópea, superaba en corpulencia
y vigor a todos los de la partida; levantaba pesos inverosímiles,
y la barra usual de hierro era para él un juguete. Por lo demás, un
pedazo de pan como carácter. Llamábanle Gorria, y era del señorío de
Lazcano. Durmieron los tres como unas dos horas, y luego comieron de
lo que _Chomín_ traía en su morral: pan duro, que reblandecían en
el agua de un manantial próximo, y queso áspero de Cegama. Gorria,
que servía en la causa desde los principios de la guerra, contó a
Fago cómo había sustituido Zumalacárregui a Iturralde en el mando de
Navarra; las cuestiones entre la Junta y el primitivo cabecilla; cómo
el gran don Tomás organizó con tenaz energía su ejército, enseñando
a los campesinos tiradores el oficio de soldado, inculcándoles la
disciplina y haciéndoles bravos, serenos, obedientes. Contaban esto los
guipuzcoanos en lenguaje tan sencillo como incorrecto, pues hablaban
detestablemente el castellano, y el aragonés lo oía con tristeza,
pues todo aquello grande y práctico con que había ilustrado su nombre
don Tomás lo habría hecho él si le dieran ocasión de ello. Gorria le
contó el gran suceso de Arguijas, y luego lo de Salvatierra, con la
derrota de Doyle. Aseguró que si pudieran hacerse con algunas piezas
de artillería, la causa estaba ganada, y se merendarían a Mina, que ya
se preparaba a darles batalla, y venía muy fanfarrón. Dijo Fago que
Mina era muy querido en Navarra y la conocía palmo a palmo; pero que
no podría con Zumalacárregui si este tomaba buenas posiciones y le
esperaba tranquilo. Más guerrillero que general, y enfermo y viejo,
no había caído Mina en la cuenta de que los tiempos eran otros: no en
vano pasan veinte años de política sobre los pueblos. El Ejército Real
no valía menos, como tal ejército, que los mejores de Napoleón, con la
ventaja sobre estos de _estar en casa_, en un país enteramente adicto,
donde todo le favorecía, la naturaleza y las personas. Los cristinos
venían a ser como extranjeros: nadie les quería, pocos les ayudaban.
Tenían que llevar consigo las armas y el pan, y fortificarse en todo
punto donde ponían su planta. Por último, entonaron los tres un himno
en alabanza de la sublime artillería, y juraron afrontar, no solo lo
difícil, sino lo imposible, hasta llevarle a don Tomás la pieza de
Ondárroa, cuyos formidables disparos se imaginaban ellos semejantes al
retumbar de mil truenos.

—Y si don Tomás —añadió el capellán— sabe escoger el mejor terreno; si
atrae a Mina o a Córdova a una batallita en regla, mucho será que no
os apoderéis de cuatro o seis piezas de campaña, con las cuales yo...,
digo él, pasaría el Ebro por Cenicero, dirigiéndonos como un rayo a
Ezcaray, para seguir luego sobre Burgos, y... Pero dejemos venir los
acontecimientos, que de fijo vendrán tal y como yo os los anticipo.

El descanso de los tres hombres fue turbado por uno de los compañeros,
que se les presentó jadeante, y les dijo:

—En el camino de Elosua, los cristinos..., muchos, muchos...,
caballería grande... Detenerse para ración... Pasar hacen por aquí
bajo, hacia Azcoitia, pues.

De los otros compañeros vinieron luego dos confirmando la noticia. Los
otros tres habían pasado el río, subiendo a las alturas de Pagochaeta
en busca de juntas de bueyes. Dispuso Fago internar más el cañón en el
bosque, pues solo se hallaban a un tiro de fusil del camino real que en
lo hondo del valle serpenteaba. Echaron todos sus formidables manos, y
tomado el tiento a la pesada mole, lograron moverla monte arriba como
unas veinte varas, poniéndola en un sitio más escondido, al amparo de
las ruinas de una cabaña de carboneros... A poco de esto les sobresaltó
un tiroteo lejano, señal de que alguna partida suelta molestaba a los
cristinos desde las alturas de Elosua; fueron hacia allá, dejando el
cañón custodiado por la providencia divina, en la cual confiaban todos,
y a la media hora de presuroso caminar, divisaron a lo lejos algunos
hombres que iban a buen paso en dirección contraria al Urola, como
hacia Placencia. Ordenó Fago que los más ligeros de piernas corrieran
a su alcance, y les ordenaran detenerse de orden de Zumalacárregui.
Eran escopeteros de la partida de Bidaurre; _Chomín_ les conocía;
corrió el primero; tras él fue Arizmendi, natural de Éibar, y pronto
se pusieron unos y otros al habla. Por los de la partida supo el
capellán que la columna cristina que se racionaba en Elosua era la
de Carratalá. Reconociéndose todos al punto como defensores de la
causa, en pocas palabras expuso Fago a los guerrilleros el objeto de
su expedición, añadiendo que el general, al encargarle de transportar
la pieza de artillería, habíale asegurado que las partidas volantes
que operaban en combinación con la columna de Eraso le ayudarían en
cualquier aprieto que pudiera ocurrirle. Un poco tardíos en hacerse
cargo de la situación, los partidarios vacilaban; pero tal autoridad
supo mostrar el aragonés, y con tan elocuente energía les habló, que se
convencieron, prestándose a cuanto exigiera el servicio de la causa.
Gorria, _Chomín_ y los demás, hablando con los otros en vascuence,
establecieron la más franca cordialidad. El principal de la partida les
dijo:

—¿Y qué tenemos que hacer?... ¿Defender la pieza por si quieren
quitárnosla?

—No —replicó Fago—. Si quisieran quitárnosla, sería imposible
defenderla. Lo que tenemos que hacer es impedir que la descubran;
ocultarnos todos cuidadosamente, sin hacer el menor ruido, y una vez
que la retaguardia cristina avance y nos deje el río libre, echar entre
todos mano al cañón, y pasarlo por el puente de Elosua. Si por acaso
los cristinos dejan alguna fuerza en el puente, embestirla sin miedo,
acuchillarla, y adelante. Pasado el cañón a la otra orilla, no nos
faltarán parejas con que llevarlo esta noche a Urrestillo, y franquear
luego el monte Murumendi.

Aprobado este plan, Fago mandó apartarse más hacia occidente, dejando
una guardia que vigilase el movimiento de los cristinos. Los de la
partida eran once bien armados, con municiones abundantes; los otros
seis: diecisiete hombres en junto, de gran fortaleza y decisión.
Contaron los escopeteros que Bidaurre les había mandado tirotear a
Carratalá desde el monte, molestándole sin darle tiempo a la defensa, y
que con rápida marcha se corrieran luego hacia Azcoitia para repetir la
propia operación desde las alturas del puerto de Azcárate. El resto de
la fuerza andaba por las cercanías de Azpeitia.

No se habían internado gran trecho en la espesura, cuando sintieron los
clarines de la caballería cristina que avanzaba. Los vigías que habían
dejado en las peñas que dominan a Elosua avisaron que aún quedaban allá
grupos de fusileros en acecho, ocupando las alturas más accesibles.
Toda su autoridad hubo de desplegar Fago para contener a los de la
partida, que nada menos pretendían que cazar, _como erbias_ (liebres),
a los soldados cristinos. Hízose por fin lo que la prudencia y el buen
gobierno de la situación aconsejaban. Echáronse todos en tierra, con
orden de no hablar, evitando la repercusión de sonidos en la sierra
fragorosa, y así permanecieron hasta que la gradual lejanía del rumor
militar les anunció que la columna enemiga había pasado río abajo.
Decidió entonces Fago aprovechar el tiempo, y dirigiéndose hacia donde
había dejado el cañón, ordenó que entre todos, utilizando el repuesto
de sogas que llevaban, tiraran de él para bajarlo al puente. Diecisiete
hombres de poderosa musculatura bien podían desarrollar la fuerza
de tiro de dos parejas; o, por lo menos, había que intentarlo hasta
conseguirlo o reventar, pues se recibió la noticia de que tras aquella
columna venía otra, que había salido de Villarreal al mediodía: su
paso por el sitio de peligro sería dentro de hora y media o dos horas
lo más. ¿Qué remedio había más que acelerar el transporte de la narria
a la otra orilla, so pena de no poder hacerlo hasta muy tarde de la
noche, o de correr el gravísimo riesgo de caer todos, cañón y hombres,
en poder de los cristinos? Ánimo y adelante.

Los dieciséis hombres, los treinta y dos brazos tiraron, obteniendo
la unidad del esfuerzo con el grito rítmico de la gente de mar, y
el pesado armatoste resbaló por el suelo, suave en algunos sitios
alfombrados de grama, áspero en otros. Pero tal energía desplegaban,
tan extraordinario poder desarrollaron los brazos de aquellos hombres,
excitándose con frases de ardiente entusiasmo y fervor por la causa,
que en veinte minutos trasladaron la carga a corta distancia del
puente, situándola en un altozano, al borde de un talud, por donde era
forzoso precipitarla. El peligro de que la mole, resbalando a impulso
de su propio peso, arrollara a los más impetuosos fue salvado con las
serenas disposiciones que tomó el jefe. Felizmente, los cristinos no
dejaron fuerza en la venta, con lo que ya no había más que acelerar el
paso a la otra orilla antes de que llegara la segunda columna. Los de
la venta, adictos también, ofrecieron su ayuda, y por fin, en media
hora de colosales esfuerzos, tirando todos, arreándoles Fago con gritos
y trallazos, salvó el cañón la joroba del puente, y pasó a la margen
derecha del Urola, donde había un caminejo bastante expedito que les
permitió internar la carga a trescientas o más varas de la orilla. No
era el sitio seguro, ni mucho menos; pero imposibilitado de seguir
adelante sin yuntas, ordenó Fago a los escopeteros que se volviesen a
la orilla izquierda y tomaran posiciones en lo alto de las peñas para
molestar a la columna cuando llegara, distrayéndola por aquella parte.
Como la noche se venía encima, dispuso también que en las alturas donde
habían estado antes se encendiesen hogueras, a fin de que la atención
del jefe de la columna se desviara del sitio que interesaba mantener
libre de toda sospecha.

Retirose con esto la partida, y despedidos los de la venta, previa
la amenaza de fusilarles si daban el soplo a los cristinos, Fago y
los suyos esperaron con vivísima ansiedad, pues en aquel caso se
jugaban la vida. Discurrieron abrir un gran hoyo y enterrar el cañón:
solo una pala y una azada tenían; pero con tanto ahínco trabajaron,
haciendo sus manos oficio de paletas, que el hoyo quedó abierto en
media hora, y la pieza desapareció dentro de tierra y bajo una capa
de hierbas y pedruscos. Hecho esto, se dispersaron, y situados en
alturas fragosas, acecharon el paso de la columna. Temía Fago que los
de la venta, por miedo o cobardía, revelaran el secreto a la tropa,
o a la patrulla de _chapelgorris_, que seguramente vendría de noche;
recelaba que si no los hombres, las mujeres, siempre charlatanas y
enredadoras, dejaran traslucir algo, y no tenía tranquilidad hasta no
salir de aquella comprometida situación. Al anochecer pasó la columna
sin detenerse, circunstancia felicísima a que los expedicionarios
debieron su salvación: sin duda quería llegar a Azcoitia a hora
conveniente para alojarse. Los escopeteros tirotearon como a un cuarto
de legua más abajo, conforme Fago les había advertido: todo iba bien,
admirablemente combinado por la previsión suya, ayudada del acaso. Solo
podía entorpecer el éxito la inopinada presencia de los miqueletes,
sobre todo si algún maligno o indiscreto les ponía sobre la pista del
enterrado tesoro; pero este peligro se disponían a conjurarlo _Chomín_
y Gorria, proponiéndose quitar de en medio a la patrulla, sin darle
tiempo a respirar.




XII


Llegaron por allí dos mujeres que Fago no vio con buenos ojos. No temía
de ellas la traición deliberada, sino la infidencia inocente, por
indiscretas habladurías.

—¿Saben ustedes —les preguntó— si están en la venta los miqueletes?

—Ya se fueron, pues, con tropa. Volver ya harán, pues, a las diez. La
cena ya pedirle han hecho a Casiana.

—_Chapelgorris_ dormir hacen por la noche..., y algunas noches ya hemos
visto, pues, subir monte, y hablar confianza con partidas.

—No me fío —dijo Fago—; y ahora van ustedes a hacer lo que yo les
mande, pero sin tratar de engañarme, porque en este caso lo pasarán mal.

—Serviremos ya, pues.

—Ahora se van ustedes a buen pasito por este sendero arriba, y en el
primer caserío que encuentren se enteran de si hay pareja de bueyes, y
la tratan, ofreciendo una dobla por media noche, y me la traen aquí; y
si en vez de un par me consiguen dos, les daré a ustedes media onza de
oro, con la cual paga este leal trabajo nuestro rey Carlos V. Accedan
o no a prestarme este servicio, sepan que mientras estemos aquí no
les permito pasar el puente para volver a la venta. Y no traten de
engañarme, dando un rodeo para vadear el río, porque mi gente las
vigila, y no hay forma de escapar. La que intentare pasar a la otra
orilla antes que yo se lo permita, será pasada... por las armas.
Conque... ya saben. Si me obedecen, media onza y viva Carlos V; si no,
la muerte. Decídanse pronto.

Ambas gustaban en verdad de servir a la causa; pero la una tenía
que volver a su casa con leña; las urgencias de la otra, que era
corpulentísima, consistían en la obligación de dar la teta a su niño.

—Tú llevarás la leña después —les dijo Fago—; y el crío tuyo que
espere. Por nada del mundo os permito volver a la venta.

Ante tan resuelta actitud, diéronse prisa las dos a desempeñar su
comisión, y con paso ligero emprendieron la marcha. Advirtioles el jefe
que si encontraban a los dos hombres de la partida que habían salido
con el mismo encargo de buscar yuntas, les diesen exacto conocimiento
del lugar donde él y los suyos se encontraban.

—Y otra cosa —agregó llamándolas después que echaron a correr—: que no
me traigáis parejas con carro. Como yo sienta el chirrido de ruedas con
los ejes desengrasados, hago un escarmiento en vosotras, en los boyeros
y en los bueyes mismos... ¡Eh, andando!

Antes que las mujeres, se presentaron de regreso los dos hombres con
una sola yunta, pues no habían podido conseguir más. Transcurrieron
las primeras horas de la noche en gran ansiedad, con el temor de que
apareciesen los miqueletes reforzados con tropa cristina; pero nada de
esto ocurrió. No se oía más ruido que el del Urola saltando entre las
peñas de su lecho. El vigía que pusieron junto al puente, ordenándole
que permaneciese tumbado con el oído sobre la tierra, comunicó que los
_boinas rojas_ habían llegado, y después de permanecer un rato en la
venta, cenando quizás, habían vuelto a salir, alejándose río arriba.
Receló después Fago que las familias de las dos mujeres, que en aquel
momento servían la causa del rey, se inquietaran por su tardanza y
saliesen en su busca; recelo que se confirmó antes de las once con la
aparición de una vieja y un chico preguntando por las ausentes. Una
y otro confirmaron la ausencia de los _chapelgorris_; la vieja, con
su ardiente adhesión a la causa, manifestada espontáneamente, inspiró
confianza al jefe; era madre de la mujerona que criaba: el esposo de
esta servía con Zumalacárregui. Expresados el nombre y la filiación del
tal, resultó que _Chomín_ le conocía; eran grandes amigotes.

—¡Vaya, Tomás Mutiloa!

Echándose a llorar, dijo la vieja que el apóstol Santiago se le había
aparecido la noche anterior, asegurándole que ella no se moriría
sin ver a don Carlos en el trono, y a la santa religión triunfante.
Preguntole Fago si no había en su casa algún nombre forzudo que
quisiese trabajar, a lo que respondió la anciana que en su familia no
había más hombre que su hija Ignacia, la cual tenía una fuerza como la
de una vaca. Tiraba de un carro de abono tan guapamente; araba como la
mejor pareja, y para romper la tierra no había otra.

—Pues tráele aquí la cría para que le dé la teta en cuanto venga, y así
podrá ayudarnos.

No quería la vieja más que obedecer, poniéndose decididamente a las
órdenes de aquel personaje desconocido, en quien su senil imaginación
y su fanatismo veían a un príncipe de la familia real, disfrazado.
Pronto regresó con el chico, que parecía un ternero; media hora después
volvían el marimacho y su compañera con una pareja de bueyes, única que
habían podido encontrar.

Con los escasos elementos de que disponía, organizó Fago su marcha, y
desenterrado en un momento el cañón, engancharon, y ¡hala monte arriba!
Gorria formó yunta con la Ignacia, y daba gloria verles tirando de la
pieza. La otra mujer también ayudaba, y el chico, que era su hermano,
igualmente. Delante iba la vieja con el ternero en brazos, animando a
los bravos campeones de ambos sexos con palabras de alegría y confianza
en la causa:

—¡Arrear, arrear ya, _mutillac_! y háganse cargo de que al propio rey
a su palacio llevan. ¿Pesa, pesa? Ya vale, pues. Con este cañón que
llevar hacéis, ya querrá Dios que don Tomás hacer polvo a los negros...
¿Cansar hacéis? Aquí no cansar ninguno. Pensar, pues, que a rastra
llevar el mismo religión, y quitar el de herejes... Pensar esto, pues,
y Dios ya dará fuerzas a vos, hará que fuerzas tener como bueyes y
caballos... ¡Arrear, arrear!

La noche era oscura, glacial, y la neblina condensada se resolvía
en lluvia menudísima, que habría enfriado los huesos de los
expedicionarios si el rudo ejercicio del tiro no les hiciese entrar
en calor. Ignacia echaba fuego de su rostro; pero, incansable, daba
ejemplo de resistencia a los hombres. Sin detenerse más que breves
momentos en los puntos que designaba el jefe para tomar descanso,
llegaron al amanecer a las alturas que dominan a Villarreal, y de allí,
sin perder tiempo, cuesta abajo ya, se dirigieron a la cuenca del Oria
por Astigarreta, donde ya tenían contratadas yuntas para bajar hasta
Beasaín. La vieja con su ternero, la gigantesca Ignacia, y la otra con
el chico se despidieron allí para volver a su casa, después de bien
recompensadas en nombre de Su Majestad, encargando la mujer-vaca que
dijeran a su marido Mutiloa el grande servicio que ella había prestado
a la causa, y que no dejara de portarse en toda ocasión como un
valiente, pues el rey y Dios, de una manera o de otra, se lo habían de
premiar.

Acordó Fago un descanso de medio día, cinco horas de sueño y una para
comer, y _Chomín_ propuso que visitaran a un ermitaño que en aquellas
soledades gozaba opinión de santo, y aun se permitía milagrear un
poco. Llamábanle Borra, y hacía doce años que se había dado a la vida
ascética, construyendo su cabaña de piedra y barro, techo de juncos
y tierra, en una de las vertientes del Murumendi. Vivía de limosnas y
del fruto de un huertecito que cultivaba junto a la cabaña. _Chomín_ y
Gorria, mientras conducían a su jefe a visitar al ermitaño, contaron
que este había militado en las partidas realistas del año 22, y que
habiéndole sorprendido Mina en actos de espionaje, le condenó a muerte,
conmutándole luego la pena por la menos cruel y más infamante de
cortarle las orejas. Se las cortaron, ¡ay!, y el pobre hombre se fue
a su casa, sin gana ya de volver a guerrear por los realistas ni por
ningún nacido. Agobiado de tristeza y soledad, pues además de la falta
de orejas lloraba la de familia, vendió su corta hacienda y se fue al
monte, ávido de quietud religiosa, lejos de las pasiones humanas y del
loco trajín del mundo. No volvieron a entrar tijeras en su barba y
cabello, y estos le cubrían la mutilación nefanda. Vestía un capote de
pastor, y se hallaba acompañado de una cabra y un perro. Como a veinte
pasos de su cabaña, había plantado una enorme cruz hecha con troncos, y
allí rezaba las horas muertas: aquella era su iglesia, y no tenía más,
ni le hacía falta para nada. El huerto dábale coles y borrajas, alguna
patata; no cazaba, ni poseía instrumentos para quitar la vida a ningún
ser. Sus devotos, que en Beasaín y Larza los tenía muy fieles, solían
subirle cosas de más sustancia: alguna trucha del Oria, queso, pan, y
en las solemnidades huevos, y algún chorizo de añadidura.

Distaban aún cien pasos de la choza Fago y sus compañeros, cuando se
encontraron al ermitaño, que paseaba al sol, precedido de la cabra y
el perro. Era alto y huesudo, tan tieso que parecía de madera; figura
semejante a muchas que se ven en nichos polvorosos de las iglesias,
olvidadas de la devoción, sin ofrendas, sin culto. El cabello entrecano
le caía hasta los hombros, y la barba era de variados colores, uno y
otra de extraordinaria aspereza. Calzaba peales, y se cubría todo el
cuerpo con un ropón de jerga, remendado con cierto esmero, ceñido a la
cintura por cuerda de cáñamo. En una mano llevaba el garrote, y en la
otra un cuenco de media calabaza, con el cual bebía el agua cristalina
de una fuente próxima a su vivienda. Saludado por los visitantes, miró
a Fago con recelo, que el capellán disipó con palabras afectuosas.

—Eres tú aragonés —le dijo el venerable—. Por el acento te conocí. Vi
y traté a muchos aragoneses en mi tiempo de pecador, y todos guapos
chicos, pero muy quijotes..., camorristas, bebedores, cantadores y
enamorados.

Siguieron hablando de cosas indiferentes, y luego propuso Borra que
le acompañasen a la fuente, donde catarían con él el agua más rica
del mundo. De aquel líquido se daba el solitario, según dijo, grandes
atracones mañana y tarde, y a ello debía su inalterable salud. Fueron,
pues, al manantial, y sentados en el césped finísimo, bebieron de un
agua cristalina y glacial, que a Fago le pareció como todas las aguas,
y a _Chomín_ inferior al peor vino. El de Navarra fue ardientemente
elogiado por Gorria, y de aquí saltó la conversación a la guerra,
diciendo Fago:

—Nosotros tres y los compañeros que abajo quedan, somos servidores del
rey don Carlos V, en favor de quien tú, bendito Borra, seguramente
imploras los auxilios del cielo. Unos con las oraciones y otros con las
armas, todos ayudamos a la causa.

Respondió el ermitaño con frialdad, no inferior al agua que habían
bebido, que él, desde que se retiró a la aspereza del monte, había
hecho corte de cuentas con todo lo que fuera política, reyes y
ambiciones armadas o pacíficas. Nada le importaba ya que mandase Juan
o Pedro, y le gustaba más mirar a las estrellas que a los hombres.
Hasta su soledad llegaban a veces rumores de tropas que pasaban por el
fondo de los valles; pero él les hacía el mismo caso que si fueran las
caravanas de hormigas que andan afanosas por la tierra.

—Óiganme, señores míos, y si quieren hacerme caso, bien, y si no,
también. Yo les digo que la guerra es pecado, el pecado mayor que
se puede cometer, y que el lugar más terrible de los infiernos está
señalado para los generales que mandan tropas, para los armeros que
fabrican espadas o fusiles, y para todos, todos los que llevan a los
hombres a ese matadero con reglas. La gloria militar es la aureola de
fuego con que el demonio adorna su cabeza. El que guerrea se condena,
y no le vale decir que guerrea por la religión, pues la religión no
necesita que nadie ande a trastazos por ella. ¿Es santa, es divina?
Luego no entra con las espadas. La sangre que había que derramar por la
verdad, ya la derramó Cristo, y era su sangre, no la de sus enemigos.
¿Quién es ese que llaman el enemigo? Pues es otro como yo mismo, el
prójimo. No hay más enemigo que Satanás, y contra ese deben ir todos
los tiros, y los tiros que a este le matan son nuestras buenas ideas,
nuestras buenas acciones.

Quiso Fago replicarle defendiendo las guerras cuyo fin es refrenar
la maldad; pero el anacoreta no quiso escuchar tales argumentos, y
levantándose y esgrimiendo el garrote, no con manera hostil, sino en
forma oratoria, dijo estas palabras:

—No, no, no... ¡A mí con esas! Condenado Fernando VII, condenado
don Carlos María Isidro, y condenadas todas las reinas, magnates y
archipámpanos que andan en este pleito.

—Y condenados también nosotros —dijo Fago, un poco mohíno, levantándose.

—También, si no vuelven la espalda al demonio —agregó el ermitaño,
poniéndose en camino pausadamente en dirección de su cabaña—. Y más les
digo: dos cosas malas, remalas hay en el mundo: la guerra y la mujer...
¡La guerra!, por el son de la palabra ya se ve que también es mujer.
Detrás de las matanzas entre hombres, hay siempre querellas, envidias y
trapisondas de mujeres.

—¿Crees también que está condenado el bello sexo? —le preguntó Fago con
un poquito de socarronería.

—Condenadas todas no —replicó el otro con autoridad—, porque algunas
hay buenas..., aunque pocas... Pero que el infierno está lleno de
mujerío, no lo duden ustedes.

—¿Verlo tú, pues, padre? —preguntó _Chomín_.

—No necesito verlo —dijo el solitario alzando el garrote con alguna
viveza— para saber lo que hay allí; y si lo dudas, pronto te
desengañarás, porque pronto te has de morir, y has de morir matando.

—Y de mí —preguntó Fago—, ¿qué piensas? ¿cómo y cuándo crees que he de
morir?

El eremita se detuvo, y mirándole grave y detenidamente al rostro, le
dijo:

—De ti no sé nada... No te entiendo... En ti veo mucho malo y mucho
bueno. En tus ojos hay dos ángeles distintos: el uno con rayos de luz,
el otro con cuernos. Yo no sé lo que será de ti. Tú harás maldades, tú
harás bondades... No sé.

Siguieron un buen trecho silenciosos, hasta que Gorria, queriendo
soliviantar al solitario, se dejó decir:

—¿No sabes, santo Borra? Tenemos ya de general en jefe de los cristinos
a Mina.

Al oír este nombre se inmutó ligeramente el solitario, y con un
movimiento maquinal se llevó ambas manos a las orejas, mejor dicho, a
los oídos, cubiertos por la enmarañada y polvorosa guedeja.

—Mina, Mina... —dijo algo turbado y balbuciente—, no es ese más ni
menos perro que otros perros asesinos.

—Tu religión, nuestra religión —le dijo Fago—, te manda perdonar a tus
enemigos.

—Y los perdono. Pero Dios no los perdonará..., digo, no sé. Allá Él. Yo
rezo todos los días por que los militares abran los ojos a la verdad,
y abominen de las matanzas. Pero nada consigo. Todos los que vienen a
verme me dicen que cada día es más terrible la guerra, y ya no guerrean
solo los hombres, sino los viejos y hasta los niños. Vosotros, que
venís a dar un consuelo al pobre ermitaño, guerreros sois también, y
sin duda de los que andan al acarreo de armas y municiones.

—Así es: honra mucha —dijo _Chomín_ impetuoso—. Llevar hacemos un cañón
grandísimo para el Ejército Real, y muy pronto, pues, oír tienes sus
disparos.

—Mientras tú rezas —dijo Gorria—, nosotros disparamos..., quiere
decirse que rezamos con pólvora.

—Ese rezo es para Satanás maldito.

—¿Estás bien seguro de lo que afirmas? —le dijo Fago, queriendo poner
fin a la conferencia y volver a su obligación.

—Tan seguro —replicó amoscándose el desorejado eremita— como lo estoy
de que los tres sois alcahuetes de la guerra, y mequetrefes de Satanás.
Ya os estáis marchando para abajo, que yo me encuentro mejor en la
compañía de los pájaros y de las moscas que en vuestra compañía.

—Nos vamos, sí —dijo Fago tranquilamente, sacando del bolsillo una
moneda—. Nos llama nuestra obligación. Te dejaré una limosna.

—¿Dinero?... Gracias. No me hace falta para nada —replicó el santón,
alejándose de los tres—. Ahí tenéis otro motivo de condenación,
el maldito dinero, que no sirve más que para hacer a los hombres
codiciosos y avarientos. Por dinero salta el hombre y baila la mujer,
y de estos brincos sale la guerra... Guárdate tu moneda, que yo no
tengo bolsillo. Mira las hormigas cómo viven sin dinero. Pues lo mismo
soy yo: como y estoy bueno sin ver un cuarto... ¡Cuartos! ¡Vaya una
inmundicia!...

—También tengo plata...

—¡Plata! ¡Qué roña!

—Y oro.

—De plata tiene los cuernos Lucifer, y de oro la pezuña. Váyanse,
váyanse con Dios... Ustedes matan, yo rezo...




XIII


Se alejaron, dejándole en la proximidad de la cruz, en actitud de
oración. A distancia como de cien pasos, Gorria cogió una piedra,
diciendo:

—¿Quieren que se la estampe en mitad de la frente para que se le
aclaren las entendederas a ese viejo estúpido?

—No, no; déjale... O es un bienaventurado de muy pocos alcances —dijo
Fago— o un vividor de mucha trastienda. Sea lo que quiera, ha resuelto
el problema de la vida, y es un hombre feliz. No se le haga ningún
daño, pues él a nadie ofende, y vámonos, que es tarde.

Con toda felicidad bajaron al anochecer a Larza, y sin ningún
percance pasaron el Oria, donde tenían parejas preparadas, siguiendo
inmediatamente hacia Lazcano y Atáun, monte arriba, en busca de la
sierra de Araquil. Ya no temían el encuentro de tropas cristinas;
iban tranquilos, contando las horas que faltaban para llegar al
término de su arriesgado viaje. Sanos y salvos los nueve, se creían
ostensiblemente favorecidos de la providencia, por la felicidad con
que se les habían allanado los obstáculos y conjurado los peligros
en su difícil aventura. En San Gregorio, donde en alegre descanso
y esparcimiento pasaron el domingo, encontraron personas amigas,
entre ellas el cura, a quien Gorria y _Chomín_ trataban con bastante
confianza, por haber sido el tal fusilero en el 5.º de Navarra
durante un mes no más, distinguiéndose por su entusiasmo, ya que no
por sus condiciones militares. El general fue quien le disuadió de
sus guerreras aficiones, mandándole recoger los hábitos que ahorcado
había, y convencido el hombre, mas no curado de su entusiasmo, se hizo
soldado platónico, siguiendo con afán desde su iglesia el desarrollo
de la campaña. Con Fago hizo o quiso hacer al instante buenas migas,
alabándole su expedición, y atribuyendo el éxito de esta a su consumada
pericia; lo que él sentía era no poder agregarse a ellos para entrar
nuevamente en filas. Pero no podía, no; estaba visto que no servía para
el caso, pues su fiereza y acometividad se enfriaban enormemente al
empezar el fuego, y le entraba un insano temblor que si no era miedo,
se le parecía como un huevo a otro.

Hablando, hablando, propuso a Fago que, para festejar dignamente la
feliz llegada del cañón, dijese misa; y si al pronto el aragonés
no rechazó la idea, luego sintió en su alma secreta repugnancia de
celebrar: no se creía digno; no se encontraba en la disposición de
conciencia que el acto requiere, y al suponerse revestido ante el
altar, se le contraía el corazón y se le enfriaba toda la sangre,
afectado de un miedo semejante al de su colega cuando sonaban los
primeros tiros de una batalla. El uno temblaba ante los escopetazos;
el otro ante la grave solemnidad del altar sagrado, ante el Evangelio
abierto sobre el atril, ante el crucifijo. Este singular encogimiento
de su espíritu le tuvo en gran tristeza todo aquel día, y necesitó de
toda su voluntad para poder aguantar, con la conveniente cortesía,
los despotriques belicosos del otro cura. A la noche continuaron
el arrastre del cañón por ásperas pendientes pobladas de bosque.
Felizmente, tenían en su ayuda a los mejores guías del país,
enteramente afecto a la causa, y si no pudieron procurarse más de dos
parejas, porque no las había, las suplieron con el _tiro personal_.
Hombres y mujeres dejáronse enganchar gozosos, y hasta el cura, mejor
dotado de musculatura que de corazón, se puso a tirar de la narria
uncido con el sacristán. ¡Hala, hala por empinados senderos!... Y a las
tres de la madrugada llegaban al alto de Lizarrasti, divisoria entre
las aguas de Navarra y Guipúzcoa. Ya estaban en casa, ya veían a sus
pies el valle de la Borunda. Despidiéronse los de San Gregorio para
regresar a sus hogares, y los compañeros de Fago, no pudiendo contener
su júbilo por ver coronada de un éxito feliz la empresa que habían
acometido, lanzaron en lo alto del monte el grito céltico _Hiujujú_,
característico de las razas cántabras y éuskaras, relincho salvaje,
pastoril, guerrero, pues todo lo expresa y dice sin decir nada. Resuena
en la silenciosa cavidad de los valles profundos como voz de los
montes, convertidos en genios de piedra, con cabellera y pelambre de
bosques, con túnica de nieblas y cimera de celajes desgarrados. A poco
de lanzar su grito, oyeron la respuesta lejana. _Hiujujú_, dijeron
las profundidades de la Borunda, y el corazón de los expedicionarios
palpitó de alegría. Volvieron a soltar el relincho, que quería decir:
«Aquí estamos; volvemos con felicidad. Traemos el cañón, la esperanza».
Y los de abajo, los hermanos, los compañeros de armas y de fe,
respondían: «Os aguardamos, valientes. Al amanecer nos reuniremos.
¡Viva Carlos V!».

Viéndose en el término y remate de su arriesgada empresa, los
expedicionarios, con la sola excepción del jefe, se entregaron a
extremos de alegría delirante, y a la media noche se durmieron. Fago
estaba triste, caviloso, y sus pensamientos tuviéronle en vela hasta
hora muy avanzada. Se paseaba por entre los grupos de los compañeros
entregados al sueño, o se sentaba en la narria para contemplar a su
gusto el cielo, que en aquel punto y hora se despejó, cual si quisiera
recrearle mostrándole su azul inmensidad poblada de estrellas.

Provenía la tristeza de Fago de una repentina intranquilidad de su
conciencia. Todo aquello que hacía, ¿no era contrario a la ley de
Dios? Las ideas toscamente expresadas por el ermitaño Borra se habían
aferrado a su espíritu, y las antiguas dudas acerca de la divinidad de
la causa defendida por la facción volvieron a atormentarle. «¿En qué
consiste —se decía— que a veces me siento guerrero, tan guerrero como
el que más, y dotado de las esenciales miras y talentos de un caudillo
militar, y a veces me siento profundamente religioso, con anhelos
vivísimos de perfección? ¿Será posible que entre uno y otro sentimiento
pueda existir concordia? El hombre de guerra, maestro de tropas,
organizador de combates, y el hombre consagrado a las espirituales
batallas del Evangelio, ¿pueden fundirse, como si dijéramos, en una
sola persona? Para resolver este problema, he de asentar previamente
que en el cúmulo de causas o banderías humanas, puede haber alguna
que Dios apadrine, haciéndola suya. Las historias, y antes que las
historias los profetas, nos dicen que hubo un _pueblo de Dios_, un
pueblo a quien Dios protegió ostensiblemente en sus esfuerzos para
librarle de la esclavitud, y después le guió en sus campañas contra
la idolatría, inspirando a sus caudillos, dándoles el divino aliento
estratégico y táctico. Sobre esto no hay duda».

Y continuando en la contemplación de las estrellas como si con ellas
hablara, y ellas le respondieran dando vigor a sus argumentos,
prosiguió en su ardiente soliloquio: «En tiempos relativamente
modernos, tenemos la épica guerra secular contra los moros desde Pelayo
a Isabel la Católica, y vemos la intervención divina en las batallas.
Creo en la presencia militar del apóstol Santiago en Clavijo, y en
los estragos materiales causados por su acero; creo en los prodigios
de la cruz en Las Navas de Tolosa; y viniéndome más acá, casi a un
ayer cercano, veo en Lepanto la intercesión milagrosa de la Virgen del
Rosario. No hay duda de que el cielo autoriza las guerras, de que toma
partido por los que salen a la defensa de la ley cristiana. Y ahora,
ya veo muy claro que puede existir y ha existido lo que yo buscaba,
la amalgama o fusión del hombre que acaudilla soldados y les lleva a
la victoria, con el hombre que sirve a Dios en la paz soberana de la
religión. Esta síntesis la veo clara en San Fernando: ¿quién me lo
negará? San Fernando fue santo y capitán general de los ejércitos de
Castilla. San Fernando expugnó fortalezas, tomó ciudades y villas,
ganó batallas campales, para lo cual hubo de matar grandes manadas
de moros. Y al propio tiempo mereció por su virtud los honores de La
canonización. Era místico y guerrero: sin duda rezaba en el momento de
machacar cabezas de infieles...».

Tanto alborozo produjo en su alma esta idea, que se disparó a pasear de
un lado para otro, inquieto, febril. Era como un incensario que va y
viene, echando humo, y el humo eran las ideas. Pero de pronto le asaltó
una que hubo de apagar repentinamente el hogar que las demás formaban.
Fue una objeción que a su mente vino; hubiera podido creer que un
espíritu invisible le apuntaba al oído: «San Fernando fue guerrero
y santo, es verdad: peleó, porque a ello le indujo su condición de
rey, maestro y amo de los pueblos. Religioso y santo era, mas no
sacerdote... Fíjate bien, hombre, y no desbarres: no era sacerdote».

Sentadito en el cañón volvió a contemplar las estrellas, y estas le
facilitaron, con su dulce centelleo, nuevos argumentos consoladores.
«Pero casos hay, casos hay de sacerdotes guerreros. En las Cruzadas
y en nuestra Reconquista, más de un obispo, más de un abad montaron
a caballo, o en mula, y acaudillaron tropas... El cardenal Albornoz
es otro ejemplo... Tenemos, pues, innumerables ejemplos de guerreros
religiosos o por la religión». Nuevas dudas, nuevo soplo de la voz
misteriosa, que al oído le dijo: «Pero no fueron santos».

«¿Y por qué habían de ser santos? —se dijo volviendo a su febril paseo,
con las manos en los bolsillos—. La santidad rara vez se alcanza.
Basta con que fueran buenos cristianos y supieran cumplir sus dos
ministerios: el ministerio sacerdotal y el otro..., el de gobernar
tropas y destruir con ellas la impiedad... Y ahora me pregunto: ¿estoy
bien seguro, bien bien seguro de que esta causa nuestra tiene por
objeto destruir la impiedad y entronizar el reino de Dios? ¿Representa
nuestro don Carlos la ley divina? Los de la otra parte, los que mandan
Oraa, Córdova o Mina, ¿son realmente la maldad, la herejía, la ley del
demonio? Este cañón que yo he traído, ¿será destructor del pecado?
Los proyectiles que salgan ardiendo de su boca, ¿serán lenguas de la
verdad? ¿Nuestro don Tomás recibe de los ángeles la virtud estratégica?
Lo que en nuestro rey parece ambición, ¿es convencimiento de una misión
divina?... Sáqueme Dios de esta duda, y yo seré..., ¡qué sé yo lo que
seré!..., el primer soldado de Dios, y el primer eclesiástico de los
hombres».

Terminó su soliloquio con una fervorosa oración, de rodillas,
embebecido en contemplar el cielo, esmaltado de infinitas luces.
«Señor, líbrame de esta horrible duda, y dime que puedo ser guerrero
sin dejar de ser tuyo. Concédeme la gloria de restaurar la fe en la
patria de San Fernando, sin menoscabo del sacramento que me otorgaste.
Dime que puedo matar impíos con este cañón que he traído de Guipúzcoa,
y celebrar tu santo sacrificio; coger la espada sin que mis manos se
imposibiliten para tomar la hostia; dirigir tropas y perdonar los
pecados».

El sueño le rindió al fin, y se quedó dormido diciéndose: «Grande,
desmedida ambición es esta... Guerrero vencedor... y sacerdote
militante... Triunfar del pecado con la espada y con...».




XIV

Al amanecer llegaron hasta ellos las avanzadas de la división de Eraso,
que aguardándoles estaban, y con francas demostraciones de alegría
cambiaron unos y otros noticias y saludos, y se pusieron al tanto de lo
ocurrido en la expedición y en el ejército. _Chomín_ y Gorria contaron
con vivo lenguaje las fatigas y apuros del transporte del cañón, y
los otros, después de manifestar que no habían tenido encuentros
importantes con los cristinos, dijeron que el grueso del ejército iba
en marcha hacia el valle de Berrueza, donde se daría una batalla que
debía de ser la más sonada de toda la campaña, y quizás la decisiva. Al
descender a la Borunda, encontraron a Eraso, que, en cumplimiento de
órdenes del general, mandó dar sepultura al cañón en una ladera próxima
a la venta de Urbasa. La tropa no se cansaba de admirar la soberbia
mole, y los aldeanos de ambos sexos y hasta los chiquillos acudían a
contemplarla gozosos, y la palpaban con blandura y cariño, ponderando
los estragos que haría cuando empezase a vomitar por su negra boca
balas y más balas. El popular entusiasmo se manifestó al fin bautizando
la pieza con el gráfico nombre de _El Abuelo_, y nadie la llamó de otro
modo en todo el curso de aquella memorable guerra.

Incorporáronse a sus respectivos cuerpos los compañeros de Fago, y
este se fue al Cuartel general para presentarse a Zumalacárregui y
darle cuenta del feliz cumplimiento de la misión que le había confiado.
Diéronle caballo en Alsasua, y con el 1.º de Guipúzcoa atravesó la
sierra de Andía en dirección a la Berrueza. El tiempo era magnífico;
comenzaba diciembre con apariencias de octubre; la naturaleza favorecía
la campaña, se hacía también guerrera, obsequiando con temperatura
bonancible y tibia sequedad a los dos ejércitos, que ansiaban una
batalla campal decisiva. Entre los carlistas era general la creencia
de que esta se daría en las posiciones de Mendaza, y que tendrían que
habérselas con las dos divisiones de Oraa y Córdova, acantonadas en Los
Arcos y en Viana.

Atravesando la Améscoa baja, fueron a dormir en Artaza, y al día
siguiente encontraron la división de Iturralde acantonada en Aucín.
Zumalacárregui, con don Bruno Villarreal y los batallones alaveses,
estaba en Piedramillera. Antes que al general vio Fago a su amigo
Ibarburu, el cual le abrazó con efusión, felicitándole por su feliz
arribo. Ya se sabía en todo el ejército la hazaña realizada por el buen
sacerdote y sus ocho auxiliares. ¡Oh!, bien merecía tal hazaña una
cruz, la cruz de San Fernando, sí señor, y es seguro que don Carlos
adornaría muy pronto con ella el noble pecho de uno de sus primeros
capellanes. Replicó Fago a estas cariñosas demostraciones que ninguna
falta le hacían cruces ni calvarios, pues él servía desinteresadamente
al rey, creyendo servir a Dios.

También dijo Ibarburu con gran alborozo a su amigo que el ejército
de la fe iba adquiriendo las deseadas piezas de artillería, arma
indispensable en todo organismo de guerra: además del _Abuelo_, tenían
ya dos cañones de batalla que los señores Reina y Balda habían logrado
fundir en Labayen con el metal de cacerolas y chocolateras reunido en
Navarra.

—Ya hay cañones en casa, y ahora podremos hablar gordo a la impiedad.
Lo único en que la impiedad nos ha llevado ventaja ha sido en esto,
en poseer cañones. Pues ahora nos veremos, señores cristinos. Trátase
de saber si ustedes nos los quitan, o si nosotros les quitamos los
suyos... Ya no hay razón que aconseje el circunscribirnos a la guerra
de montaña, amigo Fago. Al llano, a Castilla, ¿no cree usted lo mismo?
A pasar el Ebro, después de merendarnos a Oraa y a Córdova... y quédese
aquí el señor de Mina echando discursos a los alcaldes, cortando
puentes que no habríamos de pasar, y fortificando villorrios que no
habríamos de acometer, pues ninguna falta nos hace poseerlos. Nuestra
ambición santa va más lejos, y los poblachos que queremos tomar se
llaman Miranda de Ebro, Burgos, Madrid...

Fago no decía nada y, atacado de intensísima melancolía, contemplaba
las cazuelas y sartenes puestas a la lumbre. Hallábase esperando la
comida en la cocina de la casa, donde Ibarburu se alojaba. Gatos y
perros les daban compañía, y un viejo decrépito, veterano del Rosellón
y de la Independencia, les refería la expedición del marqués de la
Romana y la vuelta del norte, aderezándola con embustes novelescos.
Ibarburu tomaba en serio cuanto el anciano decía, y Fago deseaba comer
y marcharse, para estar solo y platicar a sus anchas consigo mismo.

Al siguiente día vio al gran don Tomás en el campo, en ocasión que el
general salía con su escolta a recorrer las inmediaciones de Mendaza.
Volvía Fago de dar un paseo a caballo con dos amigos, más bien
conocidos, del batallón 1.º de Lanceros. Zumalacárregui le conoció al
punto, mandole acercarse y hablaron de silla a silla, poniendo los
caballos al paso. Lo primero fue felicitarle con urbana frialdad, como
si no quisiera dar a la expedición desmedida importancia. El capellán,
alardeando de modestia, se la quitó por entero, y expresó su afán de
que se le encargaran cosas de mayor dificultad.

—El método de organización que vengo empleando —le dijo don Tomás— no
me permite dar a usted el mando de una compañía. Esto sería contrario
a las Ordenanzas, que aquí se cumplen lo mismo que en cualquiera de
los ejércitos regulares de Europa. Si usted quiere combatir por la
causa, no hay más remedio que entrar en filas. Yo le aseguro que si se
porta bien, adelantará conforme a sus servicios; y si nos hace algo
extraordinario, extraordinaria será también la recompensa.

No podía Fago mostrarse exigente ni soberbio, ni era aquella la ocasión
más propicia para ponerse a discutir con el general. Reconociendo que
el orden de la milicia tiene, como todos los órdenes, su método de
ingreso, que alterarse no puede sino en casos excepcionales, dijo:

—Principio quieren las cosas, y a los principios me atengo. Seré
soldado, mi general. Fácil es que no pase de ahí; mas no tengo por
imposible el merecer algún adelantamiento; y mereciéndolo, no hay duda
que Vuecencia me lo dará.

Despidiéronse con esto, y poco después le veía recorriendo la falda de
la altura riscosa que domina a Mendaza. Como los lanceros le dejaran
solo, pudo el capellán observar al general en su paseo, que al parecer
no tenía otro fin que un examen y estudio del terreno. Le vio rodear la
montaña, alargándose por la parte norte, en el camino que conduce al
puente de Murieta sobre el Ega. Detúvose un rato, hablando con los que
le acompañaban; volvió grupas, y recorrió el llano que separa a Mendaza
de Azarta. Fago no le perdía de vista. Fingió ocuparse en adiestrar
su caballo, galopando en derredor de las eras de Nasar. Por fin,
Zumalacárregui examinó la angostura que conduce de Azarta a Santa Cruz
por un escabroso sendero. Sin duda quería reconocer la distancia a que
está el Ega por aquella parte.

Y luciendo habilidades de entendido jinete, más que por presunción, por
disimulo, Fago se decía: «Ya, ya conozco tu plan: no puede ser otro
que el que la configuración del terreno te señala y te inspira. Estoy
dentro de tu cerebro, y sé todo lo que vas a disponer mañana, pasado
mañana, o cuando sea».

Al ver a don Tomás de regreso hacia Mendaza y Piedramillera, se
retiró también, rodeando, y se fue a su alojamiento. Aquella misma
noche se le notificó su ingreso en filas, y dándole fusil, correaje y
canana bien abastecida de cartuchos, le destinaron al 5.º de Navarra.
Sin entusiasmo ni desaliento, en un estado de pasividad estoica,
resignábase el capellán a ser uno de tantos resortes comunes de la
máquina de guerra. Esperaba que en la primera coyuntura le señalase
su destino alguna senda, o se las cerrara todas; mas no tuvo tiempo
de pensar en ello, porque a la madrugada su batallón recibió orden de
marchar a los altos de Mendaza. Cuatro batallones, tres navarros y uno
guipuzcoano, iban al mando de Iturralde, el rival de Zumalacárregui
en los comienzos de la guerra, y después su más sumiso lugarteniente
o general de división; hombre tosco, más notado por su temeraria
bravura que por su pericia militar. Zumalacárregui le encomendaba
las situaciones de empeño, los avances peligrosos, dándole órdenes
estrictas respecto a posición y marchas, como freno de su impetuosidad,
que unas veces precipitaba el éxito y otras lo entorpecía. Era el
audaz guerrillero cuyas dotes utilizaba el general habilidosamente,
educándole en el gobierno de tropas regulares; teníale siempre sujeto
con una rienda que aflojaba o requería, según los casos.

Al amanecer iban en marcha los cuatro batallones hacia Mendaza. En
las filas del suyo se encontró Fago a _Chomín_, que había pasado del
1.º Guipuzcoano al 5.º de Navarra. En el capitán de su compañía, don
Antonio Alzaa, natural de Sangüesa, reconoció una amistad antigua:
era un valiente oficial, hijo de sus obras y de sus méritos, pues de
soldado raso había ido ganando poquito a poco sus ascensos, y con
moderada ambición y conducta intachable esperaba seguir adelante. A
uno de los tenientes, Saráchaga, le conocía también, por ser íntimo
de Ibarburu. El coronel era un aristócrata navarro, pariente de los
Ezpeletas, hombre enérgico, de buenas formas, excelente militar y
cumplido caballero. Ostentaba en su zamarra la cruz de Santiago.

A las nueve ya habían tomado posiciones las fuerzas de Iturralde
en la falda del monte de Mendaza, y al propio tiempo otros cuatro
batallones, mandados por Zumalacárregui en persona, se dirigieron
a Asarta. La caballería y los tres batallones alaveses al mando de
Villarreal ocupaban el llano entre los dos pueblos. Al observar estos
movimientos, veía Fago confirmadas sus ideas de la tarde anterior.
El plan de don Tomás era el suyo; y el suyo era el mejor, el único,
el que resultaba de la disposición y accidentes del terreno. Podría
creerse que sus ideas penetraban en el cerebro del general al modo
de inspiración divina, y allí obraban sobre la voluntad que a la
práctica resueltamente las llevaba. Y a todas estas, los cristinos no
parecían: se les esperaba por el desfiladero de San Gregorio. Faltaba
que vinieran pronto, y que cayeran en la ratonera que se les había
preparado.

La columna o división de Iturralde extendiose a la falda de la montaña
de Mendaza, circundándola por el poniente y el norte, y Fago se
encontró en un sitio desde donde no veía nada. «Naturalmente —pensó—,
estos cuatro batallones deben permanecer ocultos a la vista del
enemigo. De otro modo, el plan resultaría un desatino, a menos que
Córdova y Oraa no vinieran con los ojos vendados». Y tanto tardaban en
presentarse las tropas de la reina que los facciosos llegaron a creer
que no vendrían. Por fin, a eso de las diez, corrió en el batallón la
voz: «Ya vienen, ya están ahí». Un rumor vago, de inquietud y alegría,
corrió por todo el ejército. Desde su posición, detrás de la montaña,
conocía Fago la ansiedad de las tropas situadas en la llanura. Veía
un movimiento singular de lanzas, como vibración del aire, y oía un
resollar lejano. De las tropas de Asarta nada se veía, porque lo
estorbaba una protuberancia del terreno. Tiros no sonaban aún.

De pronto las cornetas ordenaron marcha. Uno de los batallones
rebasó la línea del pueblo; los demás les seguían: cada uno ocupaba
sucesivamente las posiciones que el anterior dejaba. El 5.º Navarro,
que era el último, se colocó donde antes estaba el 1.º Guipuzcoano. Al
efectuar este movimiento, oyó decir Fago que el enemigo avanzaba hacia
el centro en formación de columna; mas él no veía nada. Lo vio después,
cuando Iturralde mandó desplegar sus cuatro batallones en la falda de
la montaña; impetuoso movimiento de impaciencia en que se revelaba el
guerrillero, y que determinó un cambio en la dirección que traían los
cristinos. Oraa, que mandaba la vanguardia de estos, en vez de marchar
contra el centro, que era el cebo de la ratonera hábilmente armada por
Zumalacárregui, se fue sobre la izquierda, o sea los cuatro batallones
del bravo Iturralde. La impetuosidad de este alteró gravemente la
posición de las piezas en el tablero, y la jugada no podía ser ya tal
como la concibió y preparó el general, inspirado por los ángeles, o por
Fago, que este así lo creía y así lo expresaba en un breve soliloquio.
«Ya nos ha reventado este señor Iturralde con su acometimiento de
principiante. Se le mandó que tuviese ocultos, tras la montaña, los
cuatro batallones, y los presenta de cara al enemigo... Señor don
Tomás, ¿qué hace usted en este momento al ver la pifia de su amigote?
Pues rabiar y patear, como pateo y rabio yo. Esta acción, no lo dude
usted..., la perdemos».




XV


Oraa, con certero golpe de vista, lanzó sus tropas hacia Mendaza,
mandándolas flanquear la altura y atacar a Iturralde de flanco.
Los cuatro batallones tuvieron que moverse de nuevo: al sonar los
primeros tiros, su posición era ya muy desventajosa. Difícilmente pudo
el Guipuzcoano y uno de los Navarros sostener el fuego contra los
cristinos; los otros dos Navarros no sabían dónde ponerse. Iturralde
les mandó bajar, y luego subir, y luego estarse quietos. Con la
conciencia de su falta, el hombre no sabía ya qué hacer, ni cómo
arreglarse para salir airoso de aquel mal paso. En tanto, el amigo
Fago, que aún no había disparado un tiro, intentaba hacerse cargo de
lo que ocurría en el centro. Por allá también se batían. Sin duda
la división de Córdova atacaba las fuerzas mandadas por don Bruno
Villarreal, consistentes en tres batallones y la caballería, y en
apoyo de estos corría sin duda el propio Zumalacárregui con los cuatro
batallones situados en Asarta. Esto se lo figuraba el capellán soldado:
lo veía en su mente a la luz de la lógica; pero no en la realidad,
pues desde el repecho en que había quedado el 5.º de Navarra, sin
poder avanzar ni retroceder, nada se distinguía claramente. Por entre
las ondulaciones del terreno de roja arcilla, salpicado de olivos en
algunos trozos, en las más enteramente calvo, veíase humo de fogonazos;
pero nada más. El tiroteo arreciaba; el rumor de batalla era ya
formidable estruendo.

Por el lado de Mendaza, los del bravo Iturralde resistían el empuje
de las tropas de Oraa, batiéndose con su habitual denuedo; pero los
cristinos habían sabido ganar mejores posiciones, y llevaban la mejor
parte en la refriega. El bueno de Iturralde y su gente lo habrían
pasado mal, si la acción no cobrase un vivo interés en el centro. El
coronel del 5.º, descontento de su desairada situación, ávido de entrar
en fuego, maniobró hacia la llanura, corriendo por su cuenta y riesgo
en apoyo de los alaveses. Ya tenéis a Fago batiéndose en primera línea,
impávido, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa. Con seguro
instinto sabía escoger en el pequeño radio de que disponía la mejor
posición; alentaba a sus compañeros, y antes daba que recibía de ellos
el ejemplo de serena audacia, pasando más bien por veterano que por
bisoño.

Desplegado el batallón en columnas, más de una hora sostuvieron estas
el fuego al amparo de un grupo de olivos. Avanzaron dos o tres veces;
tuvieron que retroceder a su primera posición, perdiendo algunos
hombres. A la una de la tarde, las bajas de la compañía de Fago eran
cuatro muertos y unos catorce heridos, entre ellos el capitán Alzaa. El
coronel se impacientaba: no tenía costumbre de batirse largas horas en
un mismo sitio; sus valientes soldados se habían educado en los avances
rápidos. Pero en aquella desdichada ocasión les atacaba un poderoso
enemigo, apoyado en la columna de Oraa, que rápidamente les quitó la
ventaja del terreno alto; de poco les valió a los carlistas aventurarse
a una fogosa carga a la bayoneta, porque la tropa contraria _les tenía
ganas_, se sentía en mejor posición y con mayor fuerza moral. Mandábala
un general de grandes alientos, joven, instruido, hecho a las luchas
diplomáticas y militares, tan buen conocedor de la sociedad cortesana
como de los campos de batalla. Desde el primer momento conocieron los
facciosos que el contrario era duro de pelar, y por aquella vez la
extraordinaria pericia de don Tomás no les llevaba a una fácil victoria.

Los batallones que mandaba el propio Zumalacárregui adquirieron alguna
ventaja sobre los cristinos a las dos de la tarde. Pero como por el sur
de Mendaza Iturralde se vio desalojado de sus posiciones, teniendo que
replegarse con alguna confusión, Córdova no tardó en ganar el terreno
perdido, y a las tres la caballería cristina, mandada por López,
acometió con extraordinario brío, y los facciosos no pudieron con ella.
Desconcertado desde el primer momento el plan de Zumalacárregui, apenas
pudo este sacar partido de sus setecientos de a caballo. Harto hizo
con proteger la retirada de los castigados batallones, que abandonaban
la victoria con más tristeza que desaliento, sintiéndose dispuestos a
empezar otra vez en aquel mismo instante, si así se les ordenaba.

El 5.º de Navarra sostuvo el fuego hasta que no pudo más, y perdiendo
mucha gente, apoyó la retirada de los alaveses. De tal modo habíase
adiestrado el capellán aragonés en la táctica que preveía todo lo
que habían de mandarle, y más de una vez sus movimientos y los de
los compañeros que a su lado combatían se anticiparon a las órdenes
de los jefes. La serenidad del coronel y su práctica de la guerra;
la firmeza de los valientes oficiales que supieron mantenerse en
el heroísmo pasivo y en la resistencia deslucida; la conducta de la
tropa, penetrándose con seguro instinto de estas ideas y realizándolas
admirablemente, enaltecieron al 5.º de Navarra en aquel día. Gracias a
él, la derrota de los carlistas no fue una desbandada vergonzosa.

La retirada de los tres batallones a cuyo frente seguía Iturralde
no pudo hacerse sin algún desorden; los del centro hiciéronla con
admirable serenidad. Al anochecer todo el ejército carlista iba en
busca del puente de Arquijas. El general mismo corrió peligro de que
le cogieran prisionero, por habérsele caído el caballo cerca de Acedo.
Los minutos que tardó en reponerse, auxiliado por los suyos con toda
diligencia, decidieron de la suerte del Cuartel General. Un minuto más,
y todo se habría perdido. Favorecidas de la noche, las tropas de Carlos
V pasaron el Ega, por junto a la ermita de Nuestra Señora de Arquijas,
y acamparon en las inmediaciones de Zúñiga, en campo raso. El ejército
cristino durmió en las posiciones de Mendaza y Asarta: dormir hoy donde
durmió anoche el enemigo es la victoria. Si los facciosos hubieran
hecho su cama en Los Arcos y en Viana, es fácil que a los ocho días
don Carlos hubiera puesto sus almohadas en el palacio de Madrid. Pero
aquel Dios, que muchos suponían tan calurosamente afecto a uno de los
bandos, dispuso las cosas de distinta manera, y pasó lo que según unos
no debió pasar, y según otros sí. Estas sorpresas, que nada tienen de
sobrenaturales, obra de la divina imparcialidad, son tan comunes que
con ellas casi exclusivamente se forma ese tejido de variados hechos
que llamamos historia, expresando con esta voz la que escriben los
hombres, pues la que deben tener escrita los ángeles no la conocemos ni
por el forro.

Ya cerrada la noche, los valientes cristinos, acampados en las
posiciones realistas, formaban pabellones, encendían hogueras,
preparaban su cena frugal. En los caseríos de Mendaza y Asarta se
alojaban los jefes y alguna tropa, y se habían instalado los hospitales
de sangre para auxiliar a los quinientos heridos de aquel sangriento
día. La cifra de muertos de uno y otro bando no se conocía bien a
prima noche. Al pie del cerro de Mendaza había como sesenta, y en
el llano de Asarta muchos más, yacentes en una faja de terreno de
reducida anchura, que revelaba la firmeza del choque entre las dos
fuerzas. Las diez serían cuando avanzaba por el camino de Arquijas,
en dirección contraria al puente, un general con su escolta: sin duda
venía de practicar un reconocimiento del campo de batalla, y de las
nuevas posiciones que en su retirada había tomado Zumalacárregui. Al
pasar por entre los grupos de soldados que vivaqueaban satisfechos y
gozosos, con ese estoicismo festivo que es la virtud culminante de la
infantería española, el resplandor de las hogueras iluminó su busto.
Era un viejo fornido, de rostro totalmente afeitado, el cabello corto,
el perfil a la romana, con cierta dureza hermosa, a estilo napoleónico.
Los soldados, al verle venir, abandonaron sus cacerolas, donde guisaban
habas con un poco de tocino, y prorrumpieron en exclamaciones de cariño
ardiente:

—¡Viva el general Oraa!... ¡Viva nuestro padre, y mueran ellos!...

Y más lejos gritaban:

—¡A ellos ahora mismo!... A quitarles las camas... ¡Viva Oraa, viva
Córdova, viva la reina!

Dirigiose el general al alojamiento de Córdova, en Mendaza, y allí
estuvieron, hasta muy avanzada la noche, en largas conferencias y
estudio de la marcha que debían seguir con sus diecisiete batallones.
¿Forzarían el paso de Arquijas? ¿Operarían parabólicamente, pasando el
Ega, cuatro leguas más arriba, para buscarle camorra al enemigo en el
valle de Campezu? Cualquiera sabe lo que discutieron y determinaron.
Es probable que adoptado un plan aquella noche, lo modificaran al día
siguiente, en vista de las noticias que por buenos espías tuvieron de
los movimientos del enemigo, y de la inducción más o menos acertada que
con ellas hicieran de las sagaces intenciones de Zumalacárregui.

Avanzada la noche, se acallaron los ruidos del campamento. Muchos
soldados dormían; otros hablaban sosegadamente, aventurando juicios y
cálculos para el día próximo. Veíanse bultos que exploraban el campo,
reconociendo muertos con auxilio de farolillos, pues la noche era
tenebrosa y el celaje espesísimo no dejaba ver la luna creciente.
El estrago de un encarnizado combate, como el del 12 de diciembre
en Mendaza, no lo revela el día, sino la oscura, la callada noche,
cuando examina recelosa el campo de batalla y los tristes despojos
esparcidos en él; cuando se pregunta a los muertos su número, quizás
sus nombres; cuando se busca entre los rostros lívidos alguno que entre
los vivos no parece. Tras de los ejércitos van personas que hacen esta
triste investigación mejor que los mismos de tropa; gentes que aman al
soldado, que le sirven, le ayudan, le auxilian, que rara vez estorban
a la disciplina militar, y a menudo fortifican la llamada satisfacción
interna.

Más abundaban estas cuadrillas abyecticias en el ejército cristino que
en el de don Carlos, y en ocasiones llegaron a ser en tanto número que
los generales hubieron de limitar el parasitismo, expulsando vagos,
mercachifles y mujeres. A los grupos que aquella noche andaban a la
busca y reconocimiento de muertos agregáronse soldados que anhelaban
encontrar al compañero, al paisano, al amigo. Iban de acá para allá,
alumbrando el suelo con la luz de las mustias linternas, y al encontrar
un muerto le nombraban.

—¡Ah, Fulano, pobrecico!...

A otros nadie les conocía: llamaban con fuertes voces a soldados
distantes.

—Tú, ven, a ver si sabes quién es este... Juraría que es Juanico,
cabo del sexto... ¿Y aquel no es Samaniego, el guipuzcoano jugador de
pelota?... ¡_Mia, mia_, qué cuerpo tan grande! Digo que no va a haber
tierra donde meterlo... Ved aquí al pobre _Chomín_ con pierna y media
nada más, y la cabeza rota... El que no comparece es Gurumendi, más
bravo que el Cid, y más feo que el hambre. ¡Ay!, aquí está el chico ese
de Cirauqui... Blasillo. Su madre quedaba esta tarde en Piedramillera
rezando porque no le tocaran las balas. Tiene atravesado el pecho.
Maldito si saben las balas adónde van... ¡Qué dolor!... Y gracias que
hoy no se han reído esos pillos, y en retirada fueron... Pero verás tú
la que traman ahora... Lo que yo digo es que con este don Córdova no
juegan... Denles mañana otra batida como esta, y veremos a dónde va a
parar la taifa _legítima_... ¿Y por qué no viene el _asoluto_ a ponerse
aquí, en los sitios donde pegan? ¡Ah!, mientras sus soldados echaban
aquí el alma, él tan tranquilo en Artaza, sentadito al amor de los
tizones... Ellos, ellos, el don Isidro ese, y la Isidra de allá, doña
Cristina, debieran ser los primeros en meterse en el fuego..., pues
de no, no veo la equidad. ¡Ay, españoles, que es lo mismo que decir
bobos!...

—Cállate, Saloma —murmuró, reprobando este concepto un granadero
esbeltísimo, portador de la linterna—, que no es esta ocasión de bromas.

—No me callo —replicó la baturra cuadrándose—, que lo que digo es la
verdad de Dios.

—Decir españoles —manifestó un vejete riojano que llevaba en un borrico
su bien surtida provisión de bebida, con lo cual ganaba mucho dinero—
es lo mesmo que decir héroes. ¿Pues qué eran sino españoles netos
Hernán Cortés, Colón y la Agustina de Zaragoza?... ¿Qué me contáis a
mí, que estuve en la de Arapiles y en la de Vitoria? Aquí, donde me
veis, un día le cosí una bota al propio _lor Vellinton_... Me la trajo
su asistente. Un servidor de ustedes era el primer zapatero de todo
el ejército aliado... Y con gran primor le cosí la bota, y él se la
puso, y con ella ganó la batalla; quiero decir, que le dio la puntera
a Marmont... Conque yo sé más que vosotros..., y digo que españoles y
héroes es lo mesmo.

—¿Qué sabes tú, borracho? —le contestó la baturra—. Lo que yo digo es
que en Borja conocí dos chicarrones que eran más simples que el caldo
de borrajas. Les metías el dedo en la boca, y no te mordían..., en fin,
bobos como los corderos de la Virgen... Vinieron al ejército cristino;
el general Lorenzo les mandó a llevar un parte a la guarnición de Los
Arcos. Los pobrecicos lo llevaron, y al volver por Logroño encontraron
la partida de Lucus, cien hombres. Lucus les dijo: «¿De dónde venéis
vos?». Y ellos responden: «Del _jinojo_...». «Mirad que os afusilamos
si no decís la verdad...». «Semos de Borja y decimos lo que nos da la
gana». Murieron, ¡angélicos!, gritando: «Venimos del _jinojo_ y al
_jinojo_ nos vamos».

—Eso es decencia. Murieron antes que vender el secreto del general. ¿Y
dices que eran simples?

—Como borregos.

—Di que mártires, como los de Dios vivo.

—Pues eso.

—Los santos, ¿qué son?

—Eso..., son de Borja..., personas decentes.

—¿Qué es un baturro?

—Un simple que no quiere vida sin honor.

—Pues eso digo.

—Eso..., _jinojo_..., y ahora danos una copita de aguardiente.




XVI


Al entrar en Zúñiga, donde Zumalacárregui rehizo a su gente, dándole
descanso y municiones, Fago fue hecho sargento, sin pasar por la
jerarquía de cabo. Así se lo notificó el coronel, elogiándole por su
valerosa conducta. Todo el día 13 se ocuparon en preparar un nuevo
combate, presumiendo ser atacados por Arquijas. Cortaron algunos
árboles de la orilla izquierda, y destruyeron luego el puente de
madera. Los heridos fueron llevados a Orbiso, donde estaba el Cuartel
Real, que por disposición de Zumalacárregui debía replegarse, para
mayor seguridad, a San Vicente de Arana, desde donde podría pasar
fácilmente, franqueando los altos de Encía, a tierra de Álava. Tres
batallones fueron situados en las alturas que dominan a Zúñiga,
plantadas de olivos, y las restantes fuerzas las escalonó en las
posiciones convenientes, esperando el ataque de Córdova. No tardó Fago
en hacer estudio del terreno, y conceptuó seguro que los cristinos
habrían de atacar por un flanco o por otro, o por los dos a la vez.

Sin duda una división pasaría el Ega por Acedo, a fin de embestir
por el valle de Lana. Otro cuerpo de ejército podría presentarse por
el valle de Santa Cruz. Quizás las dos operaciones se verificarían
simultáneamente, en cuyo caso Córdova y Oraa tenían que dividir su
ejército en tres partes. Pensó el novel sargento que el general,
obligado a la adivinación de estos movimientos, sabría ya a qué
atenerse. «Y si el general no lo adivina, lo adivinaré yo —se dijo,
olfateando el aire como un sabueso que rastrea la caza—. Vendrán por un
lado y por otro. Como no se prevenga don Tomás para este triple ataque,
estamos perdidos». El 14 por la tarde, hallándose con su batallón
en un olivar próximo a Zúñiga, vio venir al general con su escolta,
inspeccionando las posiciones y enterándose de que sus órdenes estaban
bien cumplidas. El coronel del 5.º le salió al encuentro y hablaron un
rato, denotando en su actitud perfecta satisfacción del estado de las
cosas. Zumalacárregui, que todo lo veía, vio también a Fago cuando
este le hizo el saludo militar; paró su caballo diciendo:

—Ya sé, ya sé que tenemos un soldado más, excelente, bueno entre los
buenos. Adelante, señor Fago, y no desmayar.

Y siguió su camino.

El capellán sargento se quedó meditando: en la mirada del general
hubo de reconocer sus propias ideas, por virtud de una transfusión
milagrosa, y se dijo: «Todo lo que yo pienso, lo piensa él; pero lo
piensa después que yo... Está convencido de que nos atacarán por el
frente y por las dos alas, y ha tomado sus medidas para esterilizar
la combinación. El escalonar los batallones a lo largo de este camino
demuestra una gran pericia; las posiciones son acertadísimas para
acudir a una parte u otra con presteza y seguridad. Todo va bien, como
a mí se me ocurre, como debe ser, como es, porque o se tiene lógica o
no se tiene. Yo la tengo, y acierto siempre... Y como acierto siempre,
señor don Tomás de mi alma (decía esto viéndole perderse con su escolta
tras un grupo de olivos), debo manifestar a vuecencia que yo no me
asusto de que pasen el Ega por la ermita de Nuestra Señora de Arquijas:
al contrario, que vengan, que vengan pronto a esta orilla, donde hemos
tomado posiciones inexpugnables. Y si mi jefe me lo permite, añadiré
que yo no habría mandado cortar el puente. El río es fácil de vadear
por esa parte. El puente habría sido para ellos una facilidad; la
facilidad trae la confianza, y la confianza es la perdición cuando
se está en una puerta que conduce a un calabozo. Trampa será para
ellos este cerco de montañas. Mientras más pronto entren, más pronto
conocerán que no pueden salir.

»Y ahora, se me ocurre meterme en el pensamiento del señor de Córdova.
Si yo mandara las fuerzas cristinas, renunciaría al paso del Ega por
Arquijas. Yo no combato nunca donde le conviene al enemigo, sino donde
me conviene a mí. Pero el espíritu de imitación tiene tal fuerza, que
el hombre de guerra no puede sustraerse a la atracción que ejercen
sobre él los actos de su contrario. ¿Vas tú por allí? Pues yo detrás.
Donde tú estás ahora, estaré yo mañana, y he de ir por el camino que
tú recorriste... Pues no, señor... Iré por donde menos pienses tú
que debo ir. Yo Córdova, después de amagar por Arquijas, llevaría
durante la noche todo mi ejército a Campezu, y desconcertaría el plan
de Zumalacárregui, es decir, el mío, porque yo lo he pensado, y él
conmigo... Pero para este caso hay también previsiones, y yo vencería,
obteniendo con mi victoria todos los cañones de batalla que trae
Córdova; y reforzado mi ejército y cubierto de gloria, franquearía sin
pérdida de tiempo la Sonsierra, caería sobre La Guardia, y luego sobre
Haro y Miranda de Ebro. Pasado el Ebro, se salva Pancorbo, y ya estamos
en Burgos...».

—Mi primero —le dijo el furriel despertándole bruscamente de su
espléndido sueño militar—, para el rancho de hoy me han dado una cosa
que llaman patatas. Mire, mire: son como piedras. ¿Esto se come?

—¡Qué bruto! Es una comida excelente. ¿De dónde eres tú?

—Mi primero, yo soy de Sansoáin, orilla de Lumbier. En mi pueblo no
comen esto las presonas, sino las monjas por penitencia, según dicen, y
los marranos, con perdón.

—Pues en el mío y en todos se cultivan las patatas y se comen, y saben
tan ricas. Se introdujo en España este comestible cuando la guerra del
francés. Muchos no querían comerlo por ser fruto traído de Francia;
pero ya vamos entrando con él, que para el buen comer no hay fronteras.

—Mi primero, oí que comiendo estas pelotas sacadas de la tierra, se
pierde la buena sangre, y nos volvemos todos gabachos o ingleses de
la parte de mar afuera, diendo para La Habana. Yo no entiendo; pero
le diré que las probé y me supieron al jabón que traen de Tafalla y
Artajona. Si es para limpiar tripas, bueno va. Pero no me digan que
esto cría sangre.

—Échales vino encima y verás.

—Con el vino solo me apaño, y estas pelotas que las coman los guiris,
para que revienten de una vez.

—Ponlas y calla, y el que no las quiera que las deje. Si no tenemos
bastante vino, yo lo compro de mi bolsillo: ya sabes que no me falta
un duro para obsequiar a la sección. Pídele cuatro o seis pintas al
_Riquitrún_, y tenlas aquí antes de que toquen a rancho.

—Mi primero, por si no lo sabe, pongo en su conocimiento que el
_Riquitrún_ es muy malo, y siempre nos lo da con agua. Ese tunante ha
sido sacristán, y esto basta para que no venda vino de ley. De usted
se reía esta mañana, diciendo que en Oñate le ayudó la misa y que se
equivocó usted tres veces, trabucando los latines, poniendo el cáliz
donde no debía ponerlo, y haciendo muchas morisquetas.

—Miente el bellaco —replicó el capellán, pálido de ira—. Yo no me
equivoco en la misa ni en nada. Y si vuelven a decirme tal injuria, el
sacristán y tú sabréis quién es José Fago.

Al día siguiente, 15, atacaron los cristinos por Arquijas. Vadearon
el río; se batían en las dos orillas bravamente, con mucha menos
tropa de la que presentaron en Mendaza el día 12. No había duda de
que aparecerían por Santa Cruz o por el valle de Lana. A las dos de
la tarde se despejó la incógnita: Oraa se apoderaba de la Peña de la
Gallina, y contra él fueron cinco batallones mandados por Villarreal
e Iturralde. Zumalacárregui estaba en el camino que va de Zúñiga a
Orbiso, en lugar culminante, y como adivinaba un tercer ataque por
su derecha, tenía dispuestos cuatro batallones. Sereno y previsor,
con su ejército y el enemigo metidos dentro de la cabeza, viendo
y sintiendo la totalidad del terreno con sus varios accidentes y
distancias, aguardaba el desarrollo de la acción con la tranquilidad
del maestro que domina su oficio. Todo en aquel día feliz marchaba como
el programa de una función histriónica, y los distintos papeles eran
desempeñados con puntual exactitud, no solo por parte de los suyos,
sino de los contrarios. El enemigo hacía lo previsto, lo calculado,
sin ninguna iniciativa nueva, sin ninguna sorpresa o improvisación que
desconcertara el plan general. Este, por su sencillez lógica, parecía
la página más elemental de un tratado de estrategia.

Los cinco batallones de la izquierda realista, el 5.º entre ellos,
atacaron la división de Oraa, sin darle tiempo a descansar de su
fatigosa marcha. Iguales eran las fuerzas por una y otra parte; en
bravura fuera difícil hallar diferencia. La que resultó a la caída
de la tarde tuvo por causa la ocupación de mejores posiciones por
los facciosos, y el desaliento de los cristinos al enterarse de que
las tropas que rodearon el Ega por Arquijas volvían a pasar a la
orilla derecha y se retiraban hacia el caserío de Acedo. Replegose
Oraa a su primera posición de la Peña de la Gallina; los carlistas,
sintiéndose con indudable ventaja, le acosaron; Iturralde quiso reponer
su fama de la pérdida lamentable del día 12, y como hallara en los
cristinos pasividad heroica y resistencia formidable, apretó los
resortes de su máquina; puso en el último grado de tensión el vigor
navarro, y, perdiendo gente, arrebató muchas vidas al enemigo. Toda
la tarde combatió Fago con impávida constancia, comunicando su valor
sereno a los hombres que estaban a sus órdenes, haciéndoles audaces
y temerarios, al mismo tiempo que prudentes y astutos. Ya se venía
la noche encima, cuando medio batallón de los de Oraa, revolviéndose
desesperado, como el león herido, acometió con zarpazo furibundo al 5.º
de Navarra, que fieramente le hostigaba. Trabose lucha a la bayoneta;
corrió la sangre; cayó un frente de carlistas de más de veinte hombres,
como la mies rápidamente segada por la hoz.

Pero aún había navarros en gran número para vengar a sus compañeros,
y multitud de cristinos cayeron acuchillados sin piedad. Fago iba
delante, pues había llegado el momento del ardor fogoso, de la
embestida frenética con uñas y dientes. En el ardor de la refriega,
y en una de esas pausas de segundos que median entre los golpes,
vio entre los enemigos que avanzaban una figura extraordinariamente
terrible, un hombre de cabellos blancos, corpulento... Desde lejos
le miraba, y parecía dirigirle la afilada punta de la bayoneta al
pecho o al estómago... El capellán se vio acometido de un miedo
súbito: su consternación le privó como por ensalmo de toda su energía
militar, arrancándole su conciencia de soldado. Aquel hombre, más bien
irritada fiera que contra él venía, era Ulibarri, el propio don Adrián
Ulibarri; no podía dudarlo: le vio como a diez varas; sus facciones
no mentían, no podían mentir, ni había confusión posible con otra
persona... En mucho menos tiempo del que se emplea en referirlo, el
fantasma, o lo que fuera, estuvo a dos pasos... Fago reconoció la voz,
la mirada: era él... Su terror fue inmenso..., se dejaba matar. Pero
cuando solo un palmo distaba de su vientre la bayoneta del furibundo
cristino, dispararon contra este los navarros dos o tres tiros que le
hirieron gravemente. Cayó Ulibarri, y se volvió a levantar. Fago vio en
sus ojos moribundos el odio y la ferocidad: una mano de tigre le agarró
convulsiva el cuello: una voz le lanzó el mayor insulto que boca humana
puede proferir... Recobró el capellán súbitamente su personalidad
corajuda; dio un paso atrás, requiriendo su fusil armado de bayoneta, y
se hartó de clavarla en el cuerpo de su enemigo.




XVII


Hecho esto, salió corriendo por encima del cadáver, impulsado de un
instinto de fuga. Corrió hacia las líneas enemigas; no iba solo.
Sus compañeros le agarraron; viose envuelto por los suyos, que
retrocedían... Sin conciencia de sus actos, anduvo después largo
trecho por entre los combatientes, pisando muertos y heridos, oyendo
voces que ignoraba si eran de carlistas o de liberales, y, por último,
fue a caer sin conocimiento al pie de un olivo. Nunca supo lo que
duró su espasmo; al recobrarse de él, viose en completa oscuridad,
pues la noche había cerrado ya. Las voces de sus compañeros sonaban
cerca; distinguió algunas que le eran familiares. Dirigiose allá casi
a tientas, porque apenas veía. «¿Es noche oscura —pensaba— o estoy
yo ciego?». Miró al cielo, y vio algunas estrellas; luego empezó a
distinguir los accidentes del terreno, y movibles bultos, pelotones de
hombres que se alejaban.

Ya se consideraba próximo al sitio donde creía encontrar a los de su
batallón, cuando se hizo cargo de que no tenía fusil. Trató de volver
al pie del olivo donde había caído como desmayado, mas no acertó a
encontrarlo. Los árboles salían a su encuentro, como diciéndole: «Yo
soy, yo soy el olivo». Pero luego resultaba que no eran. Determinose
a seguir sin fusil, y tampoco pudo reconocer la dirección que antes
había tomado. Ni las voces se oían ya, ni los bultos informes se
veían tampoco. Aquí y allá tropezaba con muertos. ¿Eran cristinos o
carlistas? Por las boinas o morriones los determinaba fácilmente.
Miró al cielo, buscando la Osa mayor para orientarse; pero ya no se
veían las estrellas, y la tierra se iba envolviendo en una niebla
blanquecina, cuyos vellones espesos venían de un punto que el
aturdido capellán no pudo discernir si era el norte o el sur. Al fin,
plantándose y llamando a sí toda su inteligencia, ansioso de encontrar
una idea meteorológica, pudo hacer este razonamiento: «De allí viene la
niebla; pues por allí está el río».

Anduvo presuroso en la dirección que estimaba contraria al curso del
Ega. La niebla parecía perseguirle, y cuanto más andaba, más envuelto
se veía en las masas lechosas. Ningún ruido turbaba la lúgubre quietud
del ambiente. Los olivos iban a su encuentro; algunos troncos le
cortaban el paso con brutal choque, sacudiéndole formidable testarazo;
otros huían deslizándose por su flanco, y le azotaban el rostro con
sus ramas mojadas. La tierra le abría zanjas en que se hundía, o le
presentaba parapetos para hacerle caer de rodillas. Tropezó en un
tronco, y al poner las manos en tierra tocó ropas, cabellos... Era un
cadáver. «¿Será este? —pensó el infeliz capellán poseído nuevamente de
glacial terror—. ¿Habré venido a parar junto al cuerpo de Ulibarri,
a quien ensarté no sé cuántas veces con mi bayoneta?». Reconocido
el muerto, vio que tenía barbas y casco. No era el alcalde de
Villafranca... Más allá encontró un caballo; después otros muertos, y
un fusil, que tomó. Era un arma cristina.

Siguió adelante, sin saber ya por dónde iba, pues lo desigual del
terreno obligábale a variar de dirección a cada instante. «Paréceme
—se dijo echándose fatigado en el suelo— que me encuentro en el
campo de batalla de hoy, en el paraje donde rechazamos el ataque
de los cristinos, a arma blanca, donde vi a Ulibarri vivo... No,
no: esto o puede ser, porque sería un milagro... ¡Milagro! ¿Y quién
me asegura que Dios no haya querido sacar de la tierra al buen don
Adrián, y darle realidad o apariencias de vida para confundir con una
imagen terrorífica mi estúpida arrogancia militar, para despertar
mi conciencia de sacerdote, y enseñarme que las manos que cogen la
hostia no deben derramar sangre humana? ¿Será esto? Ejemplos hay de
apariciones sobrenaturales dispuestas por Dios para expresar a un alma
extraviada la divina voluntad. Si Dios puede hacer que tomen forma
corpórea los fenecidos para revelar la justicia y la verdad a los
vivientes, ¿por qué no admitir, desde luego, el milagro de la presencia
de aquel buen hombre en el campo de batalla? No hay que decirme que
pudo ser el que maté persona que al muerto de Falces se pareciese. No
era semejanza, era identidad: el que vi, el que maté, era el alcalde de
Villafranca. Aún le estoy viendo; aún veo la blancura de sus cabellos,
el ardor de su rostro; veo sus ojos iracundos que me traspasaban, que
me daban más miedo que todas las bayonetas cristinas... Era él, era
él. No es aquella imagen obra de mis sentidos, que la tomaron de la
conciencia alborotada: era efectiva, real, y esta realidad solo Dios
pudo disponerla. Creo en los milagros; creo que he visto al padre de
Saloma, que le he matado, que por aquí debe de estar su cadáver».

Dio algunos pasos; anduvo un buen trecho a gatas, abandonando el fusil
que poco antes cogiera, y luego se echó de nuevo en tierra, asaltado
de ideas turbulentas que contradecían las ideas anteriores. «¿Y quién
me dice que fuera real la muerte de don Adrián en Falces? ¿Quién
me asegura que lo que vi en aquella tristísima noche y en aquella
alborada sangrienta no fue el milagro verdadero? Bien pudo ser que
mi conciencia y mis sentidos forjaran, por disposición del cielo, el
suplicio del hombre que ofendí; bien pudo ser que Dios me pusiera ante
los ojos mi ignominia en aquella forma. Si, en efecto, Ulibarri no
pereció en Falces, nada tiene de absurdo que se me presentara en las
filas cristinas, sin necesidad de milagro... ¡Ay!, en todo caso mi
conciencia se alborota, estalla, ahogándome toda el alma. Milagroso
o no, el hombre que vi y que maté en un momento de furor instintivo,
me reveló con su presencia que estoy nuevamente encenagado en el mal,
que escarnezco la sagrada orden, cogiendo en mis manos un arma y
matando sin piedad cristianos con ella... ¡Si al menos fuesen moros!...
Pero tampoco..., ni moros ni nada... Que los maten los militares, si
necesario es para el cumplimiento de la ley de Dios y el triunfo del
Evangelio... ¡Pero yo, yo matar!... Reventé a Ulibarri o a su imagen,
por la ley física que nos mueve a defendernos cuando nos atacan... Es
uno hombre sin poderlo remediar. Un santo haría lo mismo... Estalla
el coraje cuando menos se piensa..., y al recobrarnos de la horrible
locura, ni aun sabemos a ciencia cierta lo que hemos hecho. Llega
un momento en que al hombre civilizado se le cae la ropa, y aparece
el salvaje. Luego nos da vergüenza de vernos desnudos, y volvemos a
encapillarnos la levita, la sotana, o lo que sea...».

Corrió luego desaforadamente, gritando como un loco:

—Estoy en pecado mortal... Piedad, Señor, piedad... En mí llevo el
infierno, la guerra; mis planes estratégicos son los caminos de
Satanás...; mi régimen de movilización de tropas, idas y venidas de
demonios... ¡Piedad, Señor, piedad!...

Oyó cantar un gallo, por donde vino a conocer que eran las dos de
la mañana, hora en que habitualmente deja oír su voz el reloj de la
noche. Aventurose en la dirección del canto, creyendo encontrar un
caserío; pero la niebla era ya tan densa que no sabía por dónde iba.
Oyendo después que el gallo cantaba a su espalda, volvió hacia atrás,
cada vez más perdido en el seno de aquella opacidad algodonácea que
envolvía la naturaleza como un sudario. Había dejado de tropezar con
olivos, y de pronto se presentó un escuadrón de ellos, plantados con
orden y estorbándole el paso... Vino luego un parral, cuyas cepas a
cada instante se le enredaban en los pies. Eran garras que le cogían, y
horquillas que le enganchaban. El hombre volvió a arrojarse en tierra,
exánime, más afligido aún de la negra desesperación que del cansancio.
Lágrimas brotaron de sus ojos. No podía consolarse de haber dado muerte
al que en rigor de justicia debió ser antes y después, y siempre, su
matador... No con lloros y suspiros, ni con la pena ardiente, ni con
el razonar febril, podía desahogar su alma, ni aliviarla de aquella
colosal pesadumbre. Pasó algún tiempo en tan triste situación, y
al fin amaneció: triste claridad se manifestaba al través de aquel
pesado velo, más denso al avanzar el día, más lúgubre blanqueado por
la luz. A veinte pasos no se distinguían los objetos: árboles y peñas
desaparecían como tras una cortina. Los ojos llevaban consigo aquella
ceguera de las cosas; el circuito blanco se movía con el espectador.

No hacía media hora que era día, cuando sintió el capellán voces
humanas. ¿Por qué parte? No podía precisarlo. Tan pronto sonaban
aquellos ruidos por su derecha como por su izquierda. O había gente
por todas partes o la niebla jugaba con el sonido, echándolo de un
lado para otro. Eran ecos extraños de voces roncas de mujeres, como
disputando con voces más ásperas aún de hombres. Por un momento creyó
escuchar la dureza del vascuence. Pero no: era castellano, tirando un
poco a baturro. Creyendo reconocer voces de compañeros de la facción,
anduvo en seguimiento del ruido; se equivocó de rumbo: llamó, le
contestaron y, por fin, encontrose junto a un grupo de personas
diversas, sentadas en el suelo. Habían encendido una hoguera para
guisar algún comistrajo y calentarse. Algunos dormían: el aspecto de
todos era de extraordinario aburrimiento y fatiga. No bien apareció
junto a ellos el clérigo aragonés, saliendo como espectro de los
blancos vellones de la niebla, fue reconocido por una mujer del grupo
que asustada dijo:

—No es nadie. Creímos que venían carlistas. Es el clérigo de
Villafranca vestido de paisano, y sin armas... ¿Qué le pasa, padrico?
¿Está su merced en servicio militar o sigue de capellán?... ¿Vienen más
facciosos con usted? Nosotros somos gente de paz.

—Y vendemos aguardiente —dijo un vejete, señalando el borrico atado al
árbol más próximo.

—Con esta condenada niebla nos hemos perdido —agregó otra mujerona
que atizaba la lumbre—, y aguardamos a que abra para seguir a nuestro
ejército.

—Según eso —dijo Fago, echándose en el suelo, gozoso del calor y de la
compañía—, estoy en el campo cristino.

—¿Viene usted del campo faccioso?

—Sí; ayer tarde me separé de mis compañeros del 5.º de Navarra, y no he
podido reunirme con ellos. Cegado por la niebla, he andado a ratos toda
la noche, y en este momento ignoro dónde estoy.

—A poca distancia de Santa Cruz de Campezu... Mucho tiene que andar
para juntarse con los suyos, que deben de estar en Zúñiga... Tómelo
con calma; y para recobrarse del cansancio eche un trago de vino, y
luego probará de estas pobres sopas. Aquí somos todos de paz, y estamos
a ganar un pedazo de pan, con remuchísimo patriotismo... Yo he servido
en Fusileros de San Fernando, con don Carlos España... Derrotamos al
francés en Arapiles... ¿Sabe usted lo que fue Arapiles?

—¿Pues no he de saberlo?... Batalla ganada por Lord Wellington junto a
Salamanca... Y a propósito: no sé aún el resultado de la acción de ayer
entre Arquijas y Zúñiga.

—Por el cuento, parece que la hemos perdido.

—Quita allá —dijo Saloma—. ¿Tú qué entiendes? El retirarse Córdova
es engaño, para cogerlos luego por allá..., qué sé yo. Nosotros
nada sabemos. Córdova sabe más que el _tío Zamarra_, y por un lado
o por otro le tiene que coger..., y como le coja, se acabaron los
_asolutos_... ¿Qué les quedará si pierden ese general? Pondrán al
frente de las tropas a un clérigo de misa y trabuco..., o el mismico
don Isidro tomará las riendas, como quien dice, el rosario.




XVIII


En el abatimiento y confusión de su espíritu, no mostraba Fago gran
deseo de conocer el resultado de los combates del día anterior.
Batallas más terribles, libradas en el campo oscuro de su conciencia,
secuestraban su atención, y compartida esta entre el conflicto
propio y los hechos que el anciano cantinero refería, apenas pudo
enterarse de la victoria facciosa, o se enteró de un modo incompleto,
recogiendo solo retazos, noticias sueltas. Córdova se había retirado
inopinadamente de Arquijas. Oraa fue rechazado en Lana, y Gurrea,
que intentó atacar por la derecha, había llegado tarde. En retirada
quedaron, pues, al anochecer los cristinos, y aún no se sabía por dónde
andaban. Prisioneros de la niebla, los dos ejércitos aguardaban que el
sol les libertase para volver a combatir en las mismas posiciones, o en
otras.

—¿Qué le parece? —le preguntó el vejete—. ¿Pelearán en las mismas
posiciones?... ¿Qué piensa, buen hombre?... ¿O es que, por no
entenderlo, no piensa nada?

—No pienso, no se me ocurre nada —dijo Fago demostrando en el mirar y
en el gesto extraordinaria confusión—. ¿Qué entiendo yo de posiciones?

—Es usted sargento, ¡contro!

—Soy un pobre cura que se ha visto obligado a... No sé lo qué digo...
Dadme un poco e vino para que pueda coordinar las ideas.

—Bien se ve que le han engañado esos puercos —dijo Saloma alargándole
el jarro—. No hay más que verle para saber que es usted un mosén muy
cuitadico, y que no sirve para manejar el chopo. Váyase, váyase pronto
a coger el cáliz, para que Su Divina Majestad le perdone el meterse en
estas _jerarquías_.

Y otra mujer saltó diciendo:

—En la cara se le conoce que es cobarde... ¿Qué le pasó, mosén?...
¿que al oír los primeros tiricos le entró lo que los vizcaínos llaman
_bildurra_, y se le movieron las tripas?

La actitud silenciosa y sombría de Fago, confirmó a la baturra en
su creencia, y por caridad, se apresuró a darle participación en
la comida, que ya había sido apartada del fuego, y repartidas las
cucharas, comieron todos de la misma cazuela en que las sopas habían
hervido. No estará de más representar con cuatro perfiles a las
personas que componían la cuadrilla parasitaria del ejército cristino.
Saloma ya es conocida; la otra mujer tenía por apodo la _Maja de la
seda_, y llevaba muchos años de ejercer el comercio ambulante, rodando
por Rioja y Cinco Villas. Su patria era el Bocal; sus ojos bizcos
fulguraban picardía y malas artes; su cuerpo igualaba en flexibilidad
al de una lagartija. Comúnmente la llamaban _Seda_, y se titulaba
esposa de otro punto de la partida, por mal nombre _el tonto de la
Uva_, o simplemente _Uva_, de rostro atezado y cuerpo contrahecho. Era
del Valle de Arán, y se hacía pasar por francés, hablando a veces un
_patois_ de su invención. El vejete, que ostentaba el timbre glorioso
de haberle cosido a Wellington una bota, la víspera de Arapiles,
procedía también del Bocal de Aragón, y le llamaban el _tío Concejil_.
Ganaba dinero con su mercadería ambulante, era consecuente en su
filiación liberal, y había sido fiel parásito de Sarsfield, de Quesada,
después de Rodil, y últimamente de _don Francisco_, que era su amigo.
En Puente la Reina, el año 24, le había dado Mina la mano, cuando
le llevó la noticia de que los realistas, escapados de Cirauqui al
anochecer, habían llegado a Oteiza a las dos de la madrugada. Otros dos
hombres había en la cuadrilla, que eran como bestias de _Uva_; cargaban
enormes mochilas parecidas a cuévanos, repletas de tabaco.

Saloma era entre los parásitos como una huésped: daba un tanto al día
por participar de su comida, y también comerciaba en pequeña escala.
Conocía por sus nombres y apellidos a un centenar de soldados cristinos
de todas armas; mas no se crea que andaba entre ellos con malos fines:
les trataba, les tenía ley, se interesaba en sus triunfos, dábales
alientos con palabras expresivas; pero se mantenía fiel al granadero
Manuel Díaz, natural de Herramélluri, entre Haro y Santo Domingo de la
Calzada; mocetón de buen ver, que más pronto tomaba las mozas que las
trincheras de la facción. No era esta cuadrilla la única que seguía las
legiones de la reina; había otras, y algunas promiscuaban, sirviendo a
carlistas y constitucionales alternativamente, según les convenía.

A mitad de la comida, se arrancó Saloma con este grave aforismo:

—Un aragonés no puede ser cobarde, aunque sea clérigo, señor de Fago...
Esto lo digo yo que soy de Borja...

—Es verdad —replicó el capellán haciendo honor a las calientes sopas—.
Un aragonés es... un aragonés.

—Y está dicho todo. El día que se desbarate España, para volver a
jacerla tendrán que poner por pedernal del cimiento los corazones de
Aragón.

—Y que lo digas. ¿No piensa lo mesmo el señor cura?

—Lo mismo pienso, y en verdad os aseguro que deshonro a mi tierra,
porque soy cobarde. Me creí valiente..., me engañé a mí mismo, me
engañaron diciéndome que era yo muy entero.

—Y en cuanto oyó los primeros tiros...

—No, no fue a los primeros tiros, sino a los últimos.

—Eso sí que es raro —dijo Saloma—. Pues mire, padrico, ándese con
cuidado, que si le cogen los faiciosos, le afusilan por desertor, y si
le pescan los cristinos, no lo pasará bien... Ya se está usted quitando
las _ensinias_ de sargento. Como no tiene uniforme, no le estorba el
chaquetón; pero algo debe disfrazarse, que aunque sea _falso_, a veces
no parece que lo es, y hasta podrían tomarle por un valiente triste,
quiere decirse, _aflegidico_ por mor de amores o qué sé yo qué.

Tal era el desaliento de Fago y tan aplanante su pasividad, que no hizo
el menor movimiento cuando Saloma descosió con sus puercas uñas las
insignias que en las mangas llevaba.

—Y ahora, si no quiere que sospechen, quédese con nosotros —agregó la
baturra—, y aquí comerá de lo que haiga. Si no tiene dinero para el
gasto, no le importe, que a mí no me falta un duro para los amigos, y
más si son de la tierra... Donde yo estoy está Aragón... Conque...

De tal modo sentía el clérigo deshecha y caída su voluntad que nada
supo contestar a estas razones, y a todo asintió, agradeciendo al
propio tiempo el socorro de comida y fuego que a los buenos parásitos
debía. Pensando en aquella inesperada situación a que le había traído
su destino, sorprendió y reconoció en su alma una glacial indiferencia
política. Lo mismo le importaba hallarse entre liberales que entre
facciosos. Empequeñecidos ambos bandos, eran de la misma talla mezquina
ante la magnitud del tremendo conflicto que él llevaba en su alma. ¿Ni
cómo podía ser de Dios uno de los ejércitos, y el otro no? Dios estaba
en todos y en ninguno, y los hombres no se podían diferenciar ante Dios
más que por sus conciencias. Pero con estos razonamientos y otros no
podía calmar la suya, ni ver nuevos horizontes en su vida ulterior.
¿Qué haría? ¿A dónde trasladarse, qué partido tomar, y qué conducta
preferir, y a qué ideas aferrarse?

Rasgó el sol con punzantes rayos la niebla, y se aclaró un espacio
que permitía ver los objetos a distancia de tiro de fusil. Pero luego
cerrose de nuevo la espesa cortina, y a oscuras quedáronse otra vez
dentro de aquella ceguera blanca, que era como el ver que no se veía
nada. Oíanse, no obstante, tambores y cornetas. Los batallones más
próximos marchaban ya, sin que se pudiera saber a dónde. _Uva_, que
había ido a explorar, volvió diciendo:

—San Fernando y la caballería de López vuelven a Mendaza. Los demás,
sabe Dios por dónde andan.

—¿Y ellos?

—La facción, dicen que va hacia la Améscoa; pero no es más que un decir.

Las diez serían cuando acabó de deshilacharse la niebla, y la cuadrilla
se puso en marcha, llevando el burro por delante: Fago se dejó llevar;
no tenía voluntad. Vio soldados cristinos en marcha, caballos,
acémilas; vio a Saloma hablando con sus amigos y conocimientos; vio
un capellán en mula, en quien reconoció a un antiguo colegial de
Vergara. Afortunadamente no fue conocido. _Uva_ se emparejó con él,
y quiso distraerle con su charlar festivo; pero el aragonés, atacado
de un mental marasmo, parecido a la imbecilidad, no acertaba en las
contestaciones, y de rato en rato decía:

—Amigo _Uva_, ¿a dónde vamos? Yo quisiera ir a Veruela.

—No creo que vaigamos tan lejos. Pero usted, mosén, si quiere, por Los
Arcos y Viana se puede pasar a Logroño, y de allí, caminito arriba,
hasta Tarazona... En el coche de San Francisco, cinco días o seis.

Rendido de sueño, el infortunado capellán, aprovechando el descanso de
la cuadrilla en un humilladero que les ofrecía comodidad, se tumbó en
el rincón más abrigado, y mal envuelto en pedazos de manta que pusieron
a su disposición las baturras, se durmió profundamente. Soñó primero
mil disparates inconexos: que _Uva_ estaba jugando a la pelota con
Zumalacárregui; que Saloma era la Saloma de Ulibarri, transfigurada
físicamente; que _Seda_ iba del brazo del general Córdova por la
calle principal de Ejea de los Caballeros, y, por último, su cerebro
forjó una serie de imágenes y hechos, combinados con relativa lógica,
imitando la realidad en todo lo que los sueños imitarla pueden. Viose
en manos de los monjes de Veruela, que de nuevo le rescataban del
infierno, entregándole a Dios... Otra vez se veía cubierto del traje
eclesiástico, y pasaba de Veruela a un lugar sin nombre, con sus casas
cimentadas en escalones sobre altísimas peñas. En el pico más alto
estaba la iglesia, como un nido de cuervos, apoyando sus contrafuertes
en las grietas musgosas de la roca. El sueño le representó después
diciendo Misa en la iglesia roquera, delante de un grupo de fieles
vestidos de negro, con cirios... No tardó en cambiar la decoración, y
viose en otra iglesia pequeñita y oscura. También en ella celebraba, y
en el momento de salir revestido con casulla blanca, por ser la fiesta
del papa San Gregorio, oyó tiros cercanos, gran tumulto de batalla.

Los cristinos cercaban el pueblo; ya eran dueños de las casas
exteriores, y seguían adelante, destruyendo todo lo que encontraban al
paso. Mas él, impávido, apartando su mente de todo lo que fuese guerra
y matanza entre cristianos, empezó su Misa. La decía despacio, muy
despacio, recreándose en las bellezas del simbolismo litúrgico. Pero
cuando llegaba a la consagración, los tiros sonaron en los propios
muros del templo. El pueblo salió despavorido: mujeres y hombres
acudían a la defensa armados de fusiles, palos, o esgrimiendo cirios,
blandones, incensarios, y lo primero que encontraban. El acólito
abandonó el altar, y de la caja del púlpito sacó una escopeta. El
oficiante sintió el demonio de la guerra en su alma, dejó el cáliz
sobre el ara, y sin pensar en quitarse las sagradas ropas, pues el
aprieto del ataque no le daba tiempo para ello, corrió a la ventana,
por donde entraba, con el grandísimo estruendo, humo y polvo de un
batallar furioso. Alguien, no supo quién, puso en sus manos un fusil.
Cogiolo, y saliendo intrepido a la ventana, echóselo a la cara. Los
cristinos subían con escalas. Les recibió a tiros, acertando en todos.
Cada disparo era una muerte. Mientras disparaba un fusil, le cargaban
otro y otro. Llovían balas contra él; pero todas se estrellaban en su
casulla como en una coraza milagrosa... Con gritos de coraje alentaba
a los suyos, y con horribles expresiones blasfemantes denostaba a los
enemigos que asaltaban la iglesia. Tantos mató que caían en racimos
al pie del muro. Y él indemne, viva imagen del dios Marte, vestido de
alba y casulla, mostrando un valor heroico y una pericia no inferior
a su bravura. No contento con rechazar a los que osaron meterse por
la ventana, salió al frente de su cuadrilla por la puerta lateral, y
persiguió al enemigo en retirada, acuchillándolo sin piedad, machacando
cráneos, rasgando vientres, cercenando piernas y brazos. En fin, que
a poco de emprender esta feroz batalla, no quedaba un enemigo para
contarlo. Transcurrió un lapso de tiempo, que apreciar no podía; mas al
término de él, continuaba tan tranquilo su Misa, como si nada hubiese
pasado. Su casulla, que era blanca al empezar, se había vuelto roja de
la sangre de la batalla, y la festividad, que antes era de confesores,
después lo fue de mártires. El vino de la consagración le supo a
pólvora; el acólito, en vez de campanilla, tocaba un tambor... «¡Cuánto
disparate, y qué sueño tan absurdo e irreverente!» dijo el capellán
despertando a los tirones de pies que le daba _Uva_.

—Padrico, que nos vamos. Levántese si no quiere que le dejemos aquí.

—¿En dónde estamos? ¿Qué pueblo es este?

—El pueblo es Mirafuentes. Esto se llama el Cristo de la Caña...
Volvemos a Los Arcos, amiguito, a repostarnos de municiones para
emprenderla otra vez contra esos pillos, que no pelean; lo que hacen es
escurrirse como culebras cuando les tenemos cogidos... Dese prisa, si
no quiere quedarse.

En marcha ya, la mente del tránsfuga, que con el sueño se había
despejado considerablemente, pudo hacer apreciaciones razonables de su
verdadera situación, y la voluntad, libre ya del horrible desconcierto
de la noche anterior, supo determinar algo conforme a lógica y
al sentido común. «No se me había ocurrido hasta ahora que debo
presentarme al señor Arespacochaga, mi protector y amigo, por quien he
venido a estas endemoniadas aventuras. Debo manifestarle el estado de
mi conciencia, mis horribles dudas, el espanto que me produjo la visión
de Ulibarri, el desaliento que ahora me invade, y todo, todo, para que
lo sepa y decida. Él me trajo; él dispondrá de mí».

—Amigos míos —dijo a los cantineros, parándose en mitad del camino—,
cuando nos encontramos, la luz de mi razón hallábase apagada. Ya se ha
encendido; ya veo claro. Agradeciendo a ustedes la caridad que me han
hecho, me veo precisado a dejarles. Tengo que ir al Cuartel Real de
Carlos V.

Diéronle medio pan y un palo, y despidiéndose afablemente tiró hacia
el norte, camino de Mendaza y del puente de Arquijas.




XIX


Toda aquella tarde anduvo sin encontrar tropas. Las de Córdova fueron
hacia el sur, y la división de Oraa habíase retirado por la estrechura
de San Gregorio. Encontró, sí, gentes dispersas, que corrían a recobrar
los hogares abandonados; rebaños fugitivos, y, de trecho en trecho,
caballos muertos, despojados ya de sus arzones militares; algunos
cadáveres de cristinos y facciosos, que nadie se había cuidado de
enterrar, y multitud de objetos de vestuario y armamento, despojos
tristísimos de la guerra. Ignorante de la verdadera residencia del
Cuartel Real, confiaba que algún campesino adicto a la causa, y por
allí casi todos lo eran, se lo dijese; mas no quiso formular su
pregunta hasta no hallarse más cerca del terreno dominado por los
realistas. Mas no le habría gustado encontrar al ejército, y si pudiera
meterse en el Cuartel Real sin pasar por entre los batallones de
Zumalacárregui, se creería dichoso.

Por la noche pidió albergue en el primer caserío que encontró, y allí
le dieron noticias contradictorias respecto al Cuartel Real: que había
pasado a tierra de Álava, que iba hacia el Baztán, que continuaba en
la Améscoa... Confiaba que a la siguiente mañana no faltarían noticias
ciertas, y se durmió sosegado, después de cenar habas mal cocidas y
un poco de leche de ovejas. Lo que trajo el día subsiguiente no fue
la noticia fidedigna que Fago deseaba, sino una nevada formidable.
Amaneció todo el país cubierto de nieve, borrados los caminos, el
horizonte ceñudo, el cielo arrojando copos. Era, pues, el tránsfuga
prisionero de la naturaleza, como la noche anterior, y toda su voluntad
resucitada no podía con el tremendo obstáculo de la nieve y del frío.
Resolvió esperar, toda vez que sus patronos, con gallarda nobleza, le
ofrecieron hospitalidad por todo el tiempo que quisiese. No se les
ocultaba, juzgando por el habla, que era persona principal, quizás
de alta categoría, y le escuchaban con respeto y se desvivían por
agasajarle.

—Señor —le dijo el anciano, jefe de la familia, compuesta de viejas,
muchachas y niños, pues todos los mozos estaban en la facción—,
vocencia me dispensará si le digo que le hemos conocido, y que no
tiene por qué ocultarse de nosotros. Aquí somos fieles a la causa,
y puede estar tranquilo, pues. Sabemos que vocencia eminentísima es
ese príncipe, primo hermano de la sacra católica real Majestad; ese
que le nombran don Sebastián, don _Grabiel_, o no sé cómo, y que anda
por estos lugares desaminando pueblos al ojeto de ver dónde se pone
una grande fortaleza o laberiento de trincheras que piensan hacer,
para que se apoyen las tropas, y den las batallas en regla. Aquí está
vocencia seguro, y puede sacar los pinceles y compases para pintar la
tierra y montes y honduras radicantes arriba y abajo. Yo también he
sido militar, del 1.º de Zapadores: me encontré en Zaragoza con el
comandante de Ingenieros señor Sangenís, y sé lo que son escarpas y
contra-escarpas, líneas quebradas, y obras de tierra y fagina. De modo
que aunque estoy algo mal de la vista, y por ello gasto antiparras,
bien podré ayudarle, y conmigo las muchachas, que todas se despepitan
por servir a la real persona.

Respondió Fago que él no era príncipe ni magnate, sino un pobre
capellán del Cuartel Real, que se había extraviado en la acción de
Arquijas, y deseaba volver a reunirse con los suyos. No se dio por
convencido el viejo, y continuaba mirándole con las antiparras de
redondos vidrios, montados en gruesa armadura de cuerno.

—Pues diré a vocencia que, para mí, el Cuartel Real está ya sobre
Salvatierra, y las tropas van a forzar el paso de Pancorbo para
plantarnos en Burgos en menos que canta un gallo.

Las viejas tomaron parte en la conversación, y propusieron a Fago
darle un balandrán de cura que cogido habían en el campo de batalla.
No le pareció mal este ofrecimiento, y aún le pareció mejor al ver la
prenda de ropa enteramente ajustada a su talla y cuerpo, y tan buena
que revelaba ser de canónigo. Aceptada desde luego, se la puso para
abrigarse: el frío era intenso; seguía nevando, y no había que pensar
en salir tan pronto. Los pastores que en cabañas próximas recogían su
ganado aseguraban que el rey con toda su corte estaba en la Améscoa
Baja, y también el ejército, y que hasta pasada Navidad no habría
operaciones, por causa del mal tiempo. El viejo de las antiparras no
se separaba de su huésped, tratando de hacerle menos aburridas las
horas con su charlar continuo de la guerra, entreverado de anécdotas
navarras, y de noticias referentes a linajes, familias y personas:
de todo ello coligió Fago que había tenido posición y hacienda muy
superiores a la pobreza en que a la sazón vivía. Era ribereño, de
Murillo el Cuende, y se llamaba Fulgencio Pitillas. Comprometido en
las campañas realistas del 22 y 28, Mina le había quemado sus casas
y graneros, y quitádole los ganados. Todo lo perdió por defender una
idea; pero no le importaba con tal de ver la idea victoriosa. ¿Qué
valían unos cuantos carneros y algunos sacos de trigo en comparanza de
la religión católica, y del trono legítimo? Dios sobre todo.

Oía esto con indiferencia el buen Fago, hasta que de concepto en
concepto, picando el señor de Pitillas en uno y otro asunto, vino a
resultar inopinadamente que había conocido a don Adrián Ulibarri. De
tal modo se desconcertó el capellán al oír nombrar a la víctima de
Falces, que en un punto estuvo que apretase a correr, poseído de un
pánico semejante al que sintió en la batalla de Arquijas. Como el buen
Pitillas era tan cegato que no veía _tres sobre un burro_, no advirtió
la turbación y palidez del otro, y siguió diciendo que en sus buenos
tiempos había tratado íntimamente a Ulibarri, y que la difunta de este,
doña Saturnina Dorronsoro, y la difunta de Pitillas, doña Manuela
Mendívil, eran primas segundas. Agregó que había sabido el fusilamiento
de don Adrián, pena que le estaba bien merecida, por meterse a dar
soplo a los cristinos de los movimientos de los leales; cosa fea,
porque el buen navarro debía pertenecer en cuerpo y alma a la causa
_disoluta_. Titubeó Fago entre nombrar a Saloma o callar este nombre,
que removía en su alma heces amarguísimas; pero su ardiente curiosidad
pudo más que su miedo, y Pitillas, contestando a la tímida pregunta,
dijo:

—Esa desgraciada, que conocía muy bien el genio que gastaba su padre,
no se atrevió a presentarse a él después del estropicio, y ahora...

—¿Ahora qué?

—Dicen que dicen... Yo no gusto de conversaciones, y mejor es que me
calle.

—¿Luego vive?

—¿Que si vive? Ahora la tiene usted de ama de cura.

—¡Jesús mío!

—Dicen que dicen..., yo no digo nada... Volviose con el mismo que la
perdió; este, que es un gran tunante, para esconder sus pecados debajo
de la religión se hizo cura, y ella...

—Eso no es verdad, señor Pitillas —afirmó el capellán con acento tan
distinto del que comúnmente usaba que el viejo se desconcertó.

—Yo no lo he inventado.

—Pues es falso, y quien lo haya dicho, miente como un bellaco.

—Así será, pues vocencia lo asegura. De que lo dicen respondo. Ahora,
que sea o no verídica, no sé... Yo he creído que ella y él no se han
metido en nuestra religión santísima, sino en otra de esas en que hay
_clérigas_, quiero decir, donde los curas son al modo de matrimonios
casados, y cada canónigo tiene su sacerdotisa para que le cosa la
ropa... Eso pienso; no sé.

—¿Y dónde están?

—Que me condene si lo sé. Pero aquí viene este Fermín Iralde, que debe
de saberlo, porque una noche contó que había visto a la Saloma tocando
las campanas en la iglesia de un lugar, de cuyo nombre no me acuerdo.

Llegose al grupo un pastor cojitranco, con peales y zahones, hirsuto,
de color gitanesco. Interrogado por Pitillas, dijo que Saloma era ama
de un cura que peleaba en la facción.

—¿Y se llama...?

—No lo sé... Solo sé que es aragonés, y que está en el 5.º de Navarra.

—Eso no es verdad. Y ese clérigo, antes de meterse a soldado, ¿era
quizás párroco de algún pueblo?

—Capellán del Cuartel Real.

—¿Y es el mismo que...?

—No, señor: es otro.

—Mentira, más mentira todavía. ¿De dónde habéis sacado esas fábulas
indecentes?... Otra cosa. ¿Y dónde decís que habéis visto a Saloma
Ulibarri tocando las campanas?

—Repicando..., cuando entraba en el pueblo Su Majestad don Carlos
Isidro. La vio un pastor que se llama Orden.

—¿Dónde? ¿Qué pueblo era ese?

—Aranarache, en la Améscoa Baja.

—También lo niego. Yo sostengo que es falso de toda falsedad, y a ver
quién es el guapo que me desmiente. Sois unos zopencos; hacéis mal
en tomar en boca a personas honradas, que ni han escandalizado ni
escandalizarán jamás. Saloma no es ama de cura, ni _clériga_, ni nada
de eso, y al que diga le enseñaré yo el respeto que se debe a la mujer
virtuosa: donde quiera que ahora resida, llorará la muerte de su padre
y sus propias culpas. Para mí está o debe estar en algún recogimiento,
casa de religión o cosa así.

—No se incomode vocencia —le dijo Pitillas tirándole del balandrán,
pues Fago se había puesto en pie y accionaba enérgicamente con el
garrote—. ¿A nosotros qué nos va ni qué nos viene en esto?

—Nos va y nos viene, señor mío, que no debemos dar curso a la
calumnia, sino cortarla donde quiera que la encontremos. Yo salgo a la
defensa de toda persona calumniada, ahora y siempre.

—Bueno, señor. Hágase cargo de que no hemos dicho nada, y vámonos a
comer, que ya es hora.

Comió Fago de mal talante, y a cuanto le decían sus patronos contestaba
tan solo con monosílabos incoherentes. Por la tarde, con gran sorpresa
de toda la familia pitillesca, afirmó que no podía detenerse; y
resistiendo a los halagos de aquella gente infeliz, se despidió, ávido
de lanzarse a los caminos, de agitarse y correr, movido sin duda de
la necesidad de ejercicio físico, o quizás de una impaciencia que ni
él mismo sabía si era caballeresco-militar, caballeresco-religiosa, o
caballeresco... ¿qué, Señor? El tiempo y los hechos lo dirían.

No acobardado del mal cariz del cielo, ni de la nieve que en espesa
capa cubría la tierra, marchó resueltamente hacia el norte en busca
del paso del Ega más próximo, que era el de Acedo. Escasos dineros
llevaba: dos pesetas columnarias, y una regular porción de cuartos.
Sus víveres eran un pan con chorizo entre la miga, que al salir le
dieron los Pitillas; su compañía, sus pensamientos y el garrote. No
llevaba media hora de marcha, cuando empezó a ser atormentado por una
idea, y esta no le abandonó hasta el fin de la jornada. Era como un
compañero de viaje que al compás de los pasos, y convirtiendo en voz
humana el singular crujido de la nieve bajo los pies, le hablase al
oído. ¿Qué decía? Pues que en el bolsillo del balandrán que puesto
llevaba, generosa ofrenda de los Pitillas, había, cuando se lo dieron,
una carta olvidada. Recordaba que en el momento de tomar la prenda de
ropa de manos de la vieja, había registrado los bolsillos, encontrando
en ellos un pedazo de yesca, dos cuartos, y un papel escrito. Rompió
el papel la anciana, sin que a él se le ocurriese impedirlo, por no
sospechar que pudiera ser interesante. Pues bien, al ponerse en camino
dio en pensar que el papelejo era una carta de la persona cuyo nombre,
pronunciado inopinadamente aquella mañana, había removido su ser todo.
La hija de Ulibarri escribía muy mal, y firmaba solo con la sílaba
_Me_, abreviatura de Salomé, con que de niña la nombraba su abuela.
«Parece que es esto obra del demonio —pensaba—. Ahora veo los pedazos
del papelejo, rotos y echados al viento por señá Martina, y creo
recordar, creo recordar..., como no sea esto una artimaña del espíritu
maligno..., creo recordar que en uno de aquellos pedacitos, que volaba
delante de mis ojos, estaba escrito: _Me_... Y yo digo: ¿esto del creer
recordar, es como recordar verdaderamente? Si vi pasar la palabra _Me_
por el aire, ¿cómo no me causó la impresión que ahora me causa el
querer recordarlo? Luego no hubo tal palabra... ¿Y no podría suceder
que viera la sílaba sin darme cuenta de lo que significaba?...».

Por todo el camino, sobre la blancura inmaculada de la nieve, fue
viendo algo como huellas de una cabra, un signo que evidentemente
decía: _Me, Me, Me_...




XX


La noche le cogió en el arrabal de Acedo: pidió y le cedieron albergue
en una choza humilde, y a la mañana siguiente, muy temprano, se agregó
a una cuadrilla de campesinos que le llevaron en borrico unas cuatro
leguas. El tiempo había mejorado; pero al deshacerse la nieve, los
caminos y senderos se ponían intransitables. Sin desmayar por esto,
el peregrino seguía, y a medida que se aproximaba a las alturas de la
Améscoa, iba encontrando gente que iba o venía, caballerías cargadas
de provisiones, y alguna descubierta de soldados a pie o a caballo. En
Galbarra encontró a dos conocidos, el uno aragonés, el otro navarro,
y por ellos se informó de las posiciones de la tropa, sin dar a
entender que deseaba conocerlas para evitar su encuentro. Agregaron
que el Cuartel Real estaba en Artaza, y que allí permanecería cuando
el ejército saliese a operaciones, pasada la fiesta de Navidad. Con
estas noticias determinó emprender un largo rodeo, a fin de meterse
en Artaza sin pasar por los pueblos donde acampaban las tropas de
Zumalacárregui. Esto le ocasionó una tardanza de tres días, durante
los cuales iba viendo el _Me, Me_, ya representado por la huella de
cabras, ya por letreros diferentes, trazados con negro en esquinazos de
iglesias o en tapiales de caserones.

Llegó a Artaza de noche. El pueblo dormía; los centinelas obligáronle
a esperar el día para entrar en las calles, y arrimose a un vivac,
donde encontró conocidos y amigos, entre ellos uno del propio Oñate.
Este le notificó que se le tenía por muerto en la batalla de Arquijas,
y que el señor Arespacochaga había mandado echarle responsos. Hablando
de operaciones, díjole el mismo que pasada Navidad se emprendería la
guerra por la parte de Guipúzcoa, donde andaban muy envalentonadas las
divisiones de Espartero y Jáuregui.

No sentía Fago ningún interés por estas noticias de guerra; pero se
guardó de dar a conocer su desencanto. Tales confianzas no podía
tenerlas más que con su protector y amigo, el señor Arespacochaga, ante
quien se presentó por la mañana, no causándole menos impresión que si
fuese alma del otro mundo. Era el tal cortesano de don Carlos persona
de muy cortas luces, ambicioso forrado en beato, de ideas comunes y
palabras rebuscadas y ampulosas. Su edad no pasaba de los cincuenta
años; era de buenas carnes, de rostro frío y redondo, afeitado;
facciones que podrían llamarse eclesiásticas, con la salvedad de que
carecían de toda expresión mística. Su mirada se esforzaba en ser aguda
y luminosa; pero no lograba la vanidad lo que solo es privilegio de
la inteligencia: resultaba un mirar de desconfianza oficinesca, o de
comerciante en mercedes palatinas. Usaba en el trato social tosecillas,
pausas, caídas de ojos, y otros medios auxiliares de expresión que
conceptuaba indicadores de pensamientos recónditos: realmente eran un
juego que respondía a la vaciedad de su inteligencia. Y como había
otros más negados que él, para estos tenía un repertorio de frases
comunes, adquiridas en lecturas o cosechadas en el trato de otros
prohombres burocráticos, las cuales le servían para deslumbrar a la
muchedumbre de casacón y sombrero de tres picos, que es sin duda la más
fina y selecta variedad en la familia extensísima del humano vulgo.

Pues bien: serían las nueve de la mañana cuando el asendereado
presbítero se presentó al señor Arespacochaga, el cual habría
desmentido su carácter si no le recibiera con toda la gravedad que
gastar solía, así en los actos ordinarios como en los más solemnes de
la vida. A poco de entrar Fago, sirvieron a los dos el chocolate. Su
Excelencia oyó, frunciendo el ceño, las explicaciones que el capellán
le diera de su desaliento militar, de aquella inesperada fuga, que
parecía una deserción, pues no estando herido debió incorporarse
inmediatamente al 5.º de Navarra.

—Con estas cosas, señor de Fago, y estas rarezas de su carácter —dijo
el consejero de Castilla— me ha puesto usted en ridículo, pues yo le
aseguré al señor general en jefe que usted era un gran soldado y un
sagaz estratégico: así me lo manifestaron personas que le conocen
desde su juventud. Y ahora pregunto: ¿usted sirve o no sirve para
las armas? Porque si en el terreno militar no ha de hacer nada en
gloria y provecho de nuestro augusto soberano, lo mejor será que
vuelva a ponerse la sobrepelliz y procure sernos útil en la esfera
eclesiástica...

—Señor —replicó Fago con efusión humilde—, yo no sirvo: ni en una ni en
otra esfera podré hacer nada de mediano provecho.

—Pues entonces, ¿a qué aspira usted?

—Aspiro a encerrarme en un recogimiento, y a dar de mano a todas estas
contiendas, así políticas como militares, pues unas y otras las creo de
una vanidad absoluta.

—Hubiera usted empezado por manifestarme esas ideas egoístas —dijo el
consejero sin mirarle— y yo no le habría sacado de Oñate. Le tuve por
un gran hallazgo, como hombre de inteligencia; después salimos con
que era usted hombre de acción, y, a la primera prueba, nos resulta
fallido... Hábleme con franqueza: ¿es que le falta a usted la primera
condición de todo militar, el valor?

—De sobra he tenido esa cualidad en algunos momentos; en otros, la
verdad, me ha faltado.

—Pero yo pregunto: ¿el valor personal, el arrojo del soldado, son
indispensables en quien, como usted, según repetidas veces me han
dicho, descuella por el sentido estratégico y las combinaciones?

—El valor personal es necesario siempre. Sin él todas las aptitudes
guerreras no sirven para nada.

—Hombre, hombre..., no estamos conformes... Y yo pregunto: ¿cree usted
poseer la ciencia estratégica, ese don innato, ese...?

—Francamente, señor, creí poseerla: en mi obcecación y soberbia llegué
a imaginar que los pensamientos del general en jefe no eran más que una
reproducción de mis propios pensamientos; pero ya me he curado de esa
presunción ridícula... Yo no sé nada; yo no sirvo para nada.

—Hombre, hombre... Pues estamos bien. Me deja usted lucido... Aquí
nos desvivimos por traer a la causa todos los elementos útiles, así
religiosos como políticos y militares; descubro a Fago; creo haber
hecho una adquisición, y ahora, usted mismo, con esa santa pachorra, me
dice: «Señor, soy un necio», lo que significa que más necio fui yo al
considerarle discreto.

Al llegar a este punto, el señor Arespacochaga, apurado el chocolate,
y bebida con gran fruición el agua, empezó a medir la estancia, las
manos a la espalda, jugando con los faldones de su larga levita. Fago
continuaba sentado, y aun mojaba bizcochitos en el soconusco.

—No, no, señor mío —prosiguió el cortesano, alardeando de penetración y
agudeza—, aquí hay algo que usted no quiere decir, algo que se propone
ocultarme con esos artificios de su ineptitud, de su supuesta cobardía,
etc., etc. Aquí hay algo, y yo, que veo mosquitos en el horizonte, veo
el oculto pensamiento de usted, y le demostraré ahora mismo que a todos
engañará, pero a mí no.

—Ni a usted ni a nadie —dijo el capellán mirando fijamente al
consejero, el cual se paró ante él, y puso entre ambos una silla, en
cuyo respaldo reforzaba con golpes sus severas palabras.

—Toda esa historia que usted me cuenta es una fábula grosera con
que quiere ocultarme sus recientes inclinaciones al cristinismo, al
liberalismo, al bando infame contra el cual peleamos... ¡Ah!, es esto,
y no puede ser otra cosa... ¿Por qué no lo dice usted claro?

—Ni claro ni oscuro puedo decirlo, porque no es verdad. Grandes
turbaciones he sentido; pero eso..., líbreme Dios. ¡Yo cristino,
yo liberal! Señor don Fructuoso, es usted conmigo injusto, cruel,
despiadado.

—¿Me negará usted que estuvo en el campo de Córdova en la mañana
siguiente al combate de Arquijas?

—Estuve, sí señor, porque me perdí..., porque...

—Se perdió usted..., y tan perdido... Ya lo veo.

—Si yo me hubiera pasado al cristinismo, no estaría en este momento
donde estoy...

—Es que..., bien podría suceder que acá se nos viniera con fines de
espionaje... Valor se necesita para ello... De su conducta, señor
capellán, deduzco que usted podrá ser todo lo que se quiera, pero
cobarde no es.

—Sí que lo soy, señor don Fructuoso —dijo el otro poniéndose en pie—,
pues usted me injuria gravemente, usted me llama espía, y yo... lo
aguanto; yo... continúo respetando al que ha sido mi protector y mi
amigo.

Viendo pasear al consejero con las manos en los faldones, Fago se
sintió acometido de un vivísimo impulso: coger a su protector, y
tirarle por la ventana.

—Permítame usted que me retire —le dijo, temiendo que su sangre
impetuosa le lanzara bruscamente a una brutal acción.

—¡Ah!, no... ¿Cree usted que he concluido? ¿Cree que renuncio a obtener
las explicaciones que estimo pertinentes?

—¿Explicaciones? Ya las he dado todas.

—Ahora lo veremos. Siéntese usted... Considere que, si se me alborota,
me será fácil mandarle preso..., y un consejo de guerra decidirá si el
curita Fago es simplemente un desertor medroso, o un valiente vendido a
los enemigos de la fe.

—Mándeme, si gusta, al consejo de guerra, pues nada temo, ni me
importa. Que me juzguen como quieran.

—Le digo a usted que se siente, y oiga.

—Oigo sentado...

—Pues... yo pregunto al capellán Fago: ¿quién es una mujer, una mujer
digo, que la víspera de la batalla de Arquijas, se presentó en el
Cuartel Real pidiendo noticias de usted?

—¿De mí?... ¿Una mujer? Lo ignoro —replicó el capellán palideciendo.

—Y bien se comprendía que no preguntaba la tal por un desconocido. Su
lenguaje y el interés de sus interrogaciones demostraban confianza y
antiguo conocimiento con el señor capellán.

—¿La vio usted? —dijo Fago con apagada voz, tragando saliva—. ¿Qué
señas tenía?

—Alta, buena presencia, ojerosa..., vestida de negro.

—¿Edad?

—Como unos veinticinco años..., quizás menos.

Y creyendo ver en la intensísima palidez del clérigo indicio seguro de
culpa, prosiguió con hueca severidad:

—Le vende a usted su turbación, y todo lo que diga no le servirá más
que para enredarse en sus propias mentiras.

—Yo no miento... Por las señas, esa mujer es la hija de Ulibarri...

—¿Y cuándo hizo usted conocimiento con ella?

—¡Ah!, es cosa muy antigua, anterior a la época en que abracé el estado
eclesiástico.

—¿Y que clase de relaciones...? ¿Se puede saber...?

—Se puede saber; pero no se sabe, porque yo no he de decirlo, ni a
usted le importa nada ese asunto, enteramente personal y que nada tiene
que ver con la guerra.

—¿Que nada tiene que ver con la guerra? Muy pronto lo dice.

—Lo digo y lo sostengo, sin más explicaciones.

La actitud resuelta y valiente del aragonés desconcertó al señor
Arespacochaga, que se pasaba la mano por la frente, anunciando con este
movimiento la pronta emisión de una idea luminosa.

—Si no se tratara más que de los grandísimos pecados mortales cometidos
por usted en su vida de seglar licencioso, nada tendría que decir. Debo
creer que usted limpió su conciencia de aquellos crímenes contra la ley
de Dios, y que fue absuelto en el tribunal de la penitencia. Pero no se
trata de eso. La mujer de quien hablamos no es, no puede ser extraña a
la deserción de usted, ni a su visita al campamento enemigo.

—¡Qué absurdo! Pruébemelo usted.

—A eso voy. Dos días antes de aquel en que se presentó en Orbiso la
señora esa, se recibió una carta dirigida al capellán don José Fago.

—¿Y la abrió usted?

—Naturalmente. Su Majestad me ha encargado del servicio de correos y
policía. El estado de guerra me autoriza a leer todas las cartas, y
mayormente las de mis subalternos. Usted es mi capellán; pero aunque
no lo fuera..., aunque no lo fuera... La carta, muy mal escrita, le
decía a usted que saliera al anochecer a la primera venta que hay en el
camino de Antoñana, _Parador del Manco_ se llama, donde la firmante le
esperaba para hablarle de un asunto.

—¿Y firmaba...?

—Firmaba _Me_.




XXI


—Es ella, es ella —dijo Fago poseído de febril inquietud, levantándose
para espaciar su espíritu y respirar fuerte—. Pero, pero...

—¿Pero qué?... No sabe usted por dónde salir.

—¿La carta...?

—La mandé a su destino, y por mis vigilantes supe que el señor capellán
acudió a la cita.

—Eso no es verdad, como no lo es que yo recibiera tal carta: se lo
juro. Tiene usted un servicio de espías detestable. Le han engañado,
señor mío.

—Para que vea usted que soy leal y que no quiero cogerle en una trampa
—manifestó el consejero empleando toda su gravedad—, le diré que mis
informes sobre el particular no son de los que alejan toda duda. Al
punto de cita acudió un hombre de balandrán. No me han asegurado que
fuese usted. Bien pudo suceder que la señora _Me_ citara a varios
clérigos para celebrar algún concilio, o junta de rabadanes.

Esta broma no le pareció bien a Fago que sentándose otra vez dio un
golpe en la silla que les separaba, diciendo:

—La señora _Me_ no tiene por qué celebrar concilios, ni es persona
capaz de andar en tratos de mala ley, en enredos políticos o militares.

—¿Que no? ¿Se atreve usted a decir que no? Pues sepa que esa señora
pasó la noche del 14 al 15 de diciembre en el alojamiento de los
ayudantes del general; sepa usted que algunos días antes, el 10 o el
11, estuvo en Los Arcos en compañía del capellán de Gerona, con quien
parece ha vivido o vive en gran intimidad. Es indudable que ha pasado
de un campamento a otro, trayendo y llevando recados. Hay sospechas
de que para sus espionajes se disfraza de monja, en compañía de otra
mujer, figurando que pertenecen a la comunidad de dominicas de Los
Arcos, desalojadas por los cristinos... ¿Qué tiene usted que decir?
¿Por qué me pone esa cara de estupor y atontamiento?

—Pongo esta cara porque realmente me siento atontado y estúpido.
Paréceme que sueño; que oigo contar cuentos de duendes y trasgos. Yo me
vuelvo loco, señor Arespacochaga, y no sé si creer o no creer lo que
escucho.

—Pues yo, en mi sano juicio, sostengo que esa señora, disfrazada de
monja, se ha visto con usted el día antes de Mendaza, quizás el mismo
día, y le ha inducido a llevar proposiciones de componenda, quizás de
traición al general don Luis Fernández de Córdova. Y usted ha visto a
Córdova, no me lo niegue, y usted, antes de venir aquí, ha llevado a
Zumalacárregui algún mensaje del jefe cristino, y usted...

—Señor mío —dijo el capellán con acento solemne, dueño de sí, no
turbado ni balbuciente, sino con la energía y el aplomo de quien
expresa la verdad, y pone la verdad sobre todas las cosas, sin
exceptuar la vida—, yo, José Fago, por la orden sagrada que recibí,
ante Dios que ha de juzgarme, ante los hombres a quienes entrego mi
vida, juro que estoy inocente de todo delito de traición y espionaje,
que no he visto a Córdova ni a Zumalacárregui, que no he visto a
esa mujer a quien suponen ocupada en traer y llevar recados de uno
a otro campamento, que todo lo que usted me cuenta es absolutamente
desconocido para mí. Y si no es verdad lo que juro, que me mate
Dios ahora mismo, y mande mi alma a los infiernos; y si usted no me
cree, disponga que me lleven ante un consejo de guerra y me fusilen
inmediatamente, pues para nada quiero una vida calumniada. Honrado
soy en mi conciencia, y me basta; por eso no temo la muerte; casi la
deseo, y matándome se me da la gloria del martirio, que apetezco, que
ambiciono.

Esta vez fue Arespacochaga quien palideció, afectado por la actitud
arrogantísima del capellán, por su voz entera y vibrante, por el fuego
de sus ojos.

—¿Me cree usted o no me cree? —añadió Fago dando un paso hacia él.

No quiso el consejero dar su brazo a torcer tan pronto, ni declarar el
efecto que la solemne manifestación del aragonés le había producido.
Dominando su turbación, echó mano de su gravedad, del recurso de las
medias palabras que nada dicen, y parecen revelar pensamientos hondos...

—Tengamos calma... Yo opino... ¿Cree usted que a mí se me engaña...,
que no sé distinguir?... Poco a poco. Ya sabe que le aprecio, que le he
protegido, que mi mayor gozo es verle triunfante de la calumnia...

—¿Me cree usted, sí o no?

—Calma, señor capellán... Puede que de esta conferencia salga la
certidumbre de que no es usted traidor... Yo la deseo..., estoy
dispuesto a admitir todas las explicaciones razonables.

—Y hay más —declaró Fago con enérgica resolución y acento firmísimo—:
creo que todo eso que a usted le cuentan sus espías y polizontes,
es falso. Unos por congraciarse con sus jefes y aparentar servicios
ilusorios, otros por la recompensa pecuniaria que se les da, le traen
a usted mil embustes y enredos... No hay, no hay, no puede haber tales
tratos entre el ejército de la legitimidad y el ejército impío; yo lo
niego: le engañan a usted, abusan de su credulidad, señor don Fructuoso.

—¡Carape!..., ahora sí que tengo a usted por un inocente, digno de
que le entierren con palma —replicó el consejero alardeando de hombre
agudo, sabedor de secretos gravísimos—. Admito..., ya ve usted si
le considero..., admito que mi capellán no tenga parte alguna en
esos enjuagues y componendas... Las manifestaciones que usted acaba
de hacerme serían una hipocresía monstruosa si no fuesen verdaderas.
Admito su inocencia, señor Fago; pero dudar de que existen proyectos
contrarios a las grandiosas aspiraciones de nuestro rey augusto...,
¡ah!..., eso no, eso no puedo dudarlo; porque en mi mano tengo
más de un hilo, que me traerá el ovillo de esta indigna conjura.
Todos los servidores de Su Majestad no tienen el mismo grado de fe
y entusiasmo. No diré que nos vendan al enemigo, eso no... Pero
algunos, o por falta de convicción, o por exceso de soberbia, buscan
la alianza con determinados personajes cristinos, proponiéndoles
concesiones políticas, señor mío; ofreciendo cosas tan absurdas como el
otorgamiento de una Constitución prudente, y libertades que no están
ni pueden estar en nuestro programa, porque son contrarias al dogma
religioso... Total: que se quiere acelerar el triunfo de la causa, por
medio de un arreglo en el cual quedarían por el suelo las sagradas
prerrogativas de nuestro soberano... Y yo pregunto: ¿triunfar de ese
modo, es verdadero triunfo?

Fago no chistó. Las ideas expresadas por su patrono eran de tal
extrañeza y novedad que no podía, sin mayor detenimiento, admitirlas ni
rechazarlas.

—No hablo de traición, no —dijo el consejero en el tono de quien no
quiere manifestar más que una parte de lo que sabe—, porque si ha
llegado la hora de las intrigas, no ha llegado, ni quizás llegue,
la hora de las traiciones. ¿Me entiende usted? Yo pregunto: ¿las
operaciones de nuestro ejército obedecen a un plan conveniente y
práctico? Yo creo que no. No se necesita ser estratégico de profesión
para comprender que, derrotada la impiedad en Arquijas, nuestros
soldados vencedores debieron perseguirla en el camino de Los Arcos,
batirla aquí y en Viana, y después acometer sin miedo el paso del
Ebro por Logroño, o por Cenicero, si el paso de Cenicero se creía más
seguro. ¿Usted qué opina?

—Que por Cenicero.

—Y cuando todos creíamos que Zumalacárregui operaría sobre Los
Arcos, nos hablan de una expedicioncita a Guipúzcoa. ¿Para qué? Para
coger moscas, para perseguir a las columnas de Espartero, Jáuregui y
Carratalá. ¿Usted no piensa como yo que esto es un disparate, y si
no un disparate militar, una..., ¿cómo diré?, un pretexto para ganar
tiempo, hasta que se pueda llegar a la pastelada política con Mina o
con Córdova?

Y viendo que Fago, la mirada fija tenazmente en el suelo, no decía
nada, le incitó con instancias a manifestar su opinión.

—Creo —dijo al fin el capellán—, y esta no es opinión técnica, sino
de sentido común; creo que no estamos aún en disposición de pasar
el Ebro. En Arquijas, según tengo entendido, no se cogió al enemigo
ninguna pieza de artillería.

—Ta, ta, ta..., siempre el mismo cuento. A eso replico que si no las
tomaron, fue porque no quisieron. Mis noticias son que el 5.º de
Navarra tuvo los cañones cristinos poco menos que entre las manos.

—Eso no es verdad: lo niego como testigo que fui.

—Los batallones que mandaba Villarreal también pudieron ganar algunas
piezas, y no las ganaron.

—Lo dudo.

Callaron ambos, y mientras el consejero se paseaba, Fago retrotraía su
imaginación al día y campo de la refriega de Arquijas, buscando en sus
recuerdos la certeza o falsedad de lo que su patrono afirmaba. Nunca
había tenido Fago muy alta idea de las dotes intelectuales del señor
don Fructuoso, y en aquella ocasión no encontró motivos para rectificar
su criterio sobre este punto. Tiempo es de decir que se hallaban en una
estancia grandísima de superficie, mas tan baja de techo que parecía un
pajar; indigno alojamiento de funciones políticas y burocráticas que
constituían algo semejante a un ministerio de nuestros días. El piso de
madera ofrecía ondulaciones como las del mar; desnudas de todo adorno
estaban las paredes, y los muebles eran dos papeleras desvencijadas
y una mesa, que más bien parecía mostrador, atestadas de legajos. En
una habitación próxima, abuhardillada y polvorienta, trabajaba el
individuo que era como la representación sintética de todo el personal
del departamento, un pobre chico, acólito en Oñate, donde le ayudaba
las misas a Fago, en campaña escribiente, secretario y ayuda de cámara
del señor consejero. Lo mismo le limpiaba las botas que extendía
la minuta de un real decreto. Natural era que viviese con tales
estrecheces y privaciones una corte ambulante, más rica en entusiasmo
y fe que en materiales recursos, y en la cual las dependencias de un
gobierno embrionario funcionaban difícilmente, corriendo de un pueblo a
otro con los archivos en una galera, los tinteros vacíos, y las cabezas
más llenas de esperanzas que de sólidas ideas.

En pueblos tan pobres como Artaza, gracias que pudiera alojarse con
relativo decoro la Católica Majestad, ocupando los cómodos aposentos
de la casa del cura. Los del séquito, reducido en aquel tiempo, por
consejo de Zumalacárregui, al personal absolutamente indispensable
para el real servicio, se aposentaban donde podían, no desdeñando los
desvanes, graneros y cuadras, cuando no se encontraba cosa mejor. Cien
hombres escogidos daban escolta al Cuartel Real, y solían dormir en la
sacristía o dependencias de la iglesia, o en la sala del Ayuntamiento,
teniendo por cama común el suelo duro y frío. La suerte era que ninguno
se quejaba: no hay colchón como la fe.

Antes de proseguir hablando, reconoció el consejero las dos puertas de
la habitación, cerrándolas después cuidadosamente, y ni aun así dio a
su voz toda la sonoridad que acostumbraba.

—Dejando a un lado si pudimos o no pudimos tomar piezas, ello es, amigo
Fago, que esta desviación de las operaciones hacia Guipúzcoa es un
gran desatino. Todas las personas entendidas en asuntos militares lo
censuran: el rey..., y le advierto a usted que nuestro augusto soberano
posee un gran conocimiento de las cosas militares..., el rey, digo, no
parece muy satisfecho de las disposiciones tomadas últimamente por su
generalísimo. Claro que esto no puede decirse, y yo se lo digo a usted
con la mayor reserva...

—Y con toda reserva pregunto yo: ¿acaso Su Majestad piensa cambiar de
general en jefe?

Al oír esto, volvió don Fructuoso al examen y revisión de puertas, y
con la certidumbre de que nadie le oía, dijo:

—Aquí, en confianza, amigo Fago, estamos preparando un real decreto por
el cual Su Majestad, inflamado en intenso fervor religioso, elige por
Generalísima de sus ejércitos...

—¿A una mujer?

—A la Purísima Concepción, y se pone bajo el amparo de la excelsa
Señora, para que dé la victoria a las armas que se esgrimen en defensa
de la fe de nuestros padres.

—¡Oh!..., me parece muy bien. Es una nueva muestra de la piedad de este
excelso príncipe... Pero la Virgen no ha de ponerse al frente de las
tropas..., creo yo, y siempre ha de haber un hombre que desempeñe las
funciones del orden práctico y material, en el bien entendido de que
si esas funciones no son desempeñadas con criterio y rectitud, de poco
valdría, ¡ay!, la tutelar protección de la Reina de los Cielos.




XXII


Tras una pausa en que uno y otro parecían embebecidos en hondísimas
meditaciones, prosiguió Fago:

—Lo que pregunto a usted es si piensa Su Majestad variar de
generalísimo... terrestre.

—No creo que, por ahora, de eso se trate. Su Majestad, mientras los
acontecimientos no prueben que Zumalacárregui va por mal camino, no
puede retirar a este su confianza. El señor es hombre de gran prudencia
y tacto, y toma sus resoluciones después de bien meditadas...

—¿Hay acaso en el Cuartel Real personas que hayan demostrado o
demuestren aptitudes excepcionales para el gobierno de un ejército?

—Acá para _inter nos_, amigo Fago, la organización de tropas y el
llevarlas al combate y a la victoria, previo estudio del terreno en
que han de pelear, me parece a mí que no es ciencia tan sublime como
algunos creen. Vea usted lo que han tenido de Aníbales o Pompeyos
nuestros generales más afamados. Y no quiero hablarle a usted de los
guerrilleros. La mayor parte de ellos ladran... Para mí es cuestión de
sentido común y un poco de sangre fría, ni más ni menos. En el Cuartel
Real tenemos sujetos de gran conocimiento en estos asuntos, algunos
del orden civil. Cuando el soberano nos hace el honor de reunirnos en
su tertulia, hablamos, discutimos, y haciendo la crítica menuda de las
marchas y disposiciones del general, unas veces nos parecen bien, y
otras..., ¡qué quiere usted que le diga!..., nos parecen medianas.

—¿Y al consejo áulico de Su Majestad no asisten militares? La opinión
de estos me parece muy digna de tomarse en cuenta, y no es esto
despreciar el criterio de los señores del orden civil.

—¿Militares dice usted? Su Majestad tiene a su disposición a más de
cuatro que se distinguieron en la guerra de la Independencia y en
la campaña realista; hombres de conocimientos, de práctica en la
manipulación de tropas, y señalados además por la firmeza y fervor de
sus creencias religiosas. Sin ir más lejos, aquí está el señor González
Moreno, de quien debemos esperar días gloriosos para la causa; persona
muy sensata, muy grave, de las que a mí me gustan... ¡Pocas palabras,
¿me entiende usted?, una seguridad en el juicio, una entereza en
el carácter!... Tenga usted por cierto que con ese no juegan los
caballeros constitucionales y masónicos.

—Y ese señor González..., ¿quién es? Perdone usted mi ignorancia. ¿Con
qué hazañas, o siquiera hechos de algún viso, ha ilustrado su nombre?

—Por Dios, amigo Fago, ¿de qué dehesa sale usted? ¿Es de veras que no
ha oído nombrar al señor González Moreno, el afamado gobernador militar
de Málaga, que en los últimos años de don Fernando VII descubrió y
aniquiló la conspiración de Torrijos y otros corifeos del democratismo,
atrayéndolos de Gibraltar a Málaga, y...?

—Ya, ya sé... Si he de hablar con franqueza, señor don Fructuoso de
mi alma, esa página histórica no resulta muy gloriosa que digamos...;
expreso lo que siento..., y bien mirado, ello es un acto político más
que militar.

—Yo le aseguro a usted —afirmó el consejero enfáticamente—, y puedo
probarlo, que el señor González Moreno posee en grado altísimo talentos
militares, con los cuales emulará, _Deo volente_, a los caudillos más
insignes.

Con estas salidas de tono, expresadas en el lenguaje oficinesco que
tan bien manejaba, solía tapar don Fructuoso las bocas de diversos
personajes, amigos o rivales suyos, con quienes comúnmente departía, y
que si no le eran inferiores en cacumen, no le llegaban al zancajo en
la emisión de conceptos graves, de fácil sonsonete persuasivo. Fingió
Fago que se convencía, y aceptando al señor Moreno por un segundo
Napoleón, se permitió poner en duda la ciencia militar de los que
sahumaban con vano incienso la persona del llamado rey legítimo.

—Dejemos este asunto del cambio de general —dijo luego don Fructuoso
desarrugando el ceño— a la autoridad augusta del soberano, y ocupémonos
en lo que es de nuestra humilde incumbencia. Encargado estoy de velar
por la seguridad de esta gloriosa monarquía; a mí me compete el acechar
a los enemigos, el buscarles las vueltas y atajarles los pasos. Creo
haber adquirido noticias de grandísimo precio para desbaratar las
intrigas de los constitucionales; pero la red es tan espesa, amigo mío,
que aún me falta coger muchos de sus hilos. Los que andan sueltos por
ahí espero atraparlos con la ayuda de usted.

—¡Yo! ¿Qué puedo hacer yo, triste de mí?

—Mucho, amigo Fago, mucho. Las dudas que acerca de su lealtad me
asaltaron al verle hoy, se han disipado. Creo en su inocencia. Para
creer en su adhesión incondicional a la causa, necesito que me preste
usted un servicio..., ¡ah!, un servicio que no vacilo en llamar
eminente.

—Dígamelo pronto, y si es cosa que puedo y sé...

—¿Que si puede y sabe? No se le exige ciencia militar ni teología
dogmática. Esta no es empresa de guerrero ni de sacerdote.

—¿Pues de qué?

—De hombre..., simplemente de hombre, señor Fago. La causa exige de
usted en estos momentos que deje a un lado las aptitudes militares, si
es que las tiene, y las disposiciones evangélicas, para no ser más que
el José Fago vulgar, el de marras.

—No entiendo, señor don Fructuoso: explíquemelo mejor.

—Más claro: necesito que vaya usted en seguimiento de esa mujer, que la
rastree, que la persiga, que la encuentre y me la traiga.

—¿Esa...?

—Esa _Me_..., o como quiera que se llame. No se haga usted el tonto.
Yo le señalaré un itinerario seguro para encontrarla. Verá usted cómo
no falla, y cobraremos esa hermosa pieza, ya se disfrace de monja
dominica, ya de aldeana rústica o ama de cría. Para ganar su confianza
y apoderarse de sus secretos, empleará usted los medios que crea
eficaces, cualesquiera que sean, pues la santidad del fin todo lo
justifica y ennoblece. Quiero decir que no sea usted remilgado, pues
esa debe de ser pájara de cuenta..., en fin, ¿qué he de decirle, si
usted mejor que yo la conoce?

—Señor don Fructuoso de mi alma —dijo el capellán con gran
consternación, palideciendo—. Yo no puedo desempeñar esa comisión...,
yo no quiero ni debo ver a esa mujer, a quien conocí y traté más de
lo conveniente, en mis tiempos de seglar desalmado y libertino. Mi
conciencia me prohíbe avivar el fuego que sofoqué para bien de mi
alma... No me lance usted a ese peligro, por Dios; se lo ruego...

—¡Hombre, qué ridículos escrúpulos!... Yo no le digo a usted que
caiga nuevamente en el pecado, ni de eso se trata. Ya sé que hablo
con un sacerdote. Pero la causa es la causa, y no se la puede servir
eficazmente sin algún sacrificio... No pido el sacrificio de la
conciencia; basta con el de los actos, basta con una apariencia de...
Poniéndome en su caso, entiendo que no me sería difícil conquistar o
reconquistar la voluntad de esa hembra, conservando mi conciencia en
paz, y ofreciendo a Dios la pureza de mis intenciones y el servicio que
presto a la fe, como garantía de la nulidad de algún pecadillo formal
que pudiera cometer..., formal digo, de forma, _per accidens_..., usted
me entiende.

—Dispénseme usted —dijo Fago con grandísima turbación, la frente
empapada en sudor frío—; pero yo no puedo, no me determino... Me entra
el pánico, señor; ese pánico que me hizo correr en el campo de batalla.
No soy dueño de mí, no tengo voluntad.

—Bueno, bueno: tranquilícese, amigo don José..., y piense con calma lo
que le propongo, para que pueda darme de hoy a mañana su conformidad.

Trémulo y desconcertado, el capellán se levantó, tendiendo su mano a
don Fructuoso. Quería marcharse, huir, correr. Sentía las ansias del
pánico, y no se conceptuaba seguro hasta no poner la mayor distancia
posible entre su persona y la del grave consejero, que era en aquel
instante su demonio tentador. Aún quiso este retenerle, estrechando sus
manos abrasadas; pero Fago no podía más, no. Si no escapaba pronto, su
temblor se convertiría en ataque epiléptico. Despidiose con palabras
balbucientes, y salió de estampía, tropezando en los muebles, haciendo
retemblar las hojas de la puerta.

Largo rato vagó por el pueblo, recorriendo de punta a punta su calle
única, empinada y fangosa, sin que con el desgaste de la energía
muscular se calmase la vivísima agitación que le dominaba. Encontrose
uno, dos amigos, y hablando con ellos de cosas en que fijar no podía ni
el oído ni la atención, sintió un frío muy intenso, que le hacía dar
diente con diente; después un calor que le abrasaba el rostro. Uno de
aquellos señores, contador de la Real Intendencia, tomándole el pulso
le dijo:

—Querido don José, está usted malo, muy malo: lo mejor que puede hacer
es meterse en la cama, si es que la tiene, que en este condenado pueblo
no podemos revolvernos los que componemos la corte. A mí me tiene
usted en un pajar, y gracias que me ha tocado una patrona con buenos
colchones... Si quiere, y no ha encontrado aún alojamiento, véngase
conmigo.

Tan malo se encontraba el buen capellán, que no recordó el ofrecimiento
que don Fructuoso le había hecho de su casa ministerial, y aceptó la
invitación del otro sujeto, mejor dicho, se dejó conducir de él. En un
camaranchón le metieron, y en el suelo le acostaron, sobre un mediano
colchón, con abrigo de mantas y un grueso capote de su amigo. El resto
del día y toda la noche pasó con calentura intensísima, inquietud y
delirio; al día siguiente parecía mejorado; al tercero dijo el médico
que se moría; al cuarto faltó poco para que le dieran el Viático. Una
mejoría repentina hizo concebir esperanzas, y al octavo se le declaró
fuera de peligro; pero su convalecencia había de ser larga. ¿Cuál era
su enfermedad? Tabardillo, fiebre nerviosa, no sé qué. Ni él ni tampoco
el médico lo sabían. Lo cierto fue que después de los crueles días de
gravedad, se quedó aplanadísimo, como atontado, y sin ganas de vivir.
Indiferente a todo, se pasaba los días mirando al techo, bostezando
a ratos, y tarareando una monótona canción de los tiempos juveniles,
que revivió en su memoria en los críticos días de ardorosa fiebre. Su
amigo trataba de distraerle, y le proporcionaba buenos alimentos y aun
golosinas para despertarle el apetito; mas nada conseguía. Ni aun el
señor Arespacochaga, con su conversación grave y sus frases en estilo
de cancillería, lograba sacarle de aquel estado de atónica tristeza.
Pasó la Navidad, pasó el día de Año Nuevo (1835), y hasta la Epifanía
no empezó el hombre a entrar en caja.

Por fin, gracias a Dios, dejó el camastro, y empezando a tomar
alimento, recobraba las fuerzas del cuerpo y el vigor del espíritu.
Aun después de restablecido conservaba la costumbre de permanecer largo
rato mirando al techo, y era que como la estancia no tenía vistas
al campo ni a la calle, sino tan solo a un sombrío corral, el techo
hacía las veces de horizonte, y en él vislumbraba el convaleciente las
extrañas cosas que, en las vagas lejanías de la naturaleza, recrean
nuestra alma más que nuestros ojos.

—Ea, ya estamos bien —dijo Arespacochaga, entrando a verlo un día de
enero—. Basta ya de hacer el niño mimoso, y el enfermito remolón. A la
calle, al campo, y a defender la causa, que para eso vivimos todos.
Conviene enterarle de lo ocurrido en este paréntesis de su enfermedad.
¿Qué dice?..., ¿que no le importa nada?

—No he dicho tal cosa. Ya sé que nuestro ejército opera en Guipúzcoa.

—Y yo puedo darle a usted noticia de acciones perdidas, de acciones
ganadas. La fortuna se muestra ahora variable, caprichosa... Efectos,
digo yo, de que no hay plan, o de que el plan obedece a móviles que
no son militares. Verá usted. En Villarreal de Zumárraga, doloroso
es confesarlo, recibió nuestra gente una soberana paliza: las cosas
claras. ¿A quién se le ocurre presentar batalla con cuatro mil hombres
a las fuerzas dobles o triples de Espartero y Carratalá?... Este buen
señor, este don Tomás de mis pecados, dicho sea entre nosotros con la
mayor reserva, paréceme a mí que ha perdido los papeles. Verdad que se
desquitó en Ormáiztegui, por aquello de que es su pueblo natal, y no
quiere hacer mal papel ante sus convecinos. En Ormáiztegui, hay que
decirlo, quedamos bien, gracias al arrojo de Iturralde y a la pericia
de Gómez. Los cristinos salieron con las manos en la cabeza, y a estas
horas no se sabe dónde han ido a componerse la descalabradura... ¿Qué
me dice usted de todo esto? Parece que le conmueve poco... Veremos si
otro asunto le interesa más. Ha de saber el amigo Fago que, en vista de
las repugnancias que me manifestó el día de su llegada, he pensado en
encargar a otra persona la delicada comisión... ¿Qué, no se acuerda?...
¿Nos hemos quedado sin memoria? ¿Qué significa esa cara de sorpresa y
estupefacción?... Más bien creía yo que durante su enfermedad no ha
pensado en otra cosa, y que la fiebre le ha tenido en constante lucha
con la imagen de...

—Con la imagen... ¿de quién?

—Ello es que la noche en que el pobre Fago estuvo peor, vine aquí...
Usted deliraba, y no decía más que _Me, Me, Me_...

—¿_Me_ decía? Pues mire usted, don Fructuoso, bien pude pronunciar
esa sílaba, porque, en efecto, soñé que la hija de Ulibarri estaba en
Zumárraga hablando con nuestro general.

—La mitad de su sueño es cierta, la otra mitad mentira. En Zumárraga
estuvo: noticias fidedignas tengo de ello. Pero no me consta que
Zumalacárregui le hiciera el honor de admitirla a conferenciar... He
sabido también que pasó por Ormáiztegui... Dos días antes la vieron
en Elorrio, donde acampaba Espartero: iba la señora en compañía de un
capellán que sirve a los constitucionales, tan pronto en el cuartel de
Córdova, como en el de Espartero.

—Paréceme que usted, señor don Fructuoso, sueña más que yo.

—Ya lo veremos. Los sueños no son absolutamente obra de un cerebro
desconcertado; los sueños nos ofrecen, en multitud de casos,
maravillosas conexiones con la realidad. La historia sagrada y profana
nos dice que por el conducto del sueño se han revelado a ciertos y
determinados hombres verdades como puños. Dígame usted, puesto que la
vio en Zumárraga: ¿cómo iba vestida?

—De monja.

—¿Lo ve usted?... Y digan que los sueños son burla de los sentidos.
Monja, sí señor; vestidita de monja, lo que no quiere decir que lo sea.
El traje es un artificio o salvoconducto para la conspiración que se
trae esa señora, correveidile de una taifa de capellanes masónicos, y
de carlistas vendidos a la nefanda Constitución. Y no va sola...

—En efecto, no va sola.

—La ha visto usted en compañía de un hato de religiosas expulsadas de
Los Arcos, y que andan buscando un convento desmantelado donde meterse.




XXIII


—Es cierto —prosiguió el capellán—. En lo que no estamos conformes es
en que la hija de Ulibarri sea falsa monja. Mis noticias son que ha
profesado.

—¿Y por dónde, por quién ha recibido usted esa información?

—Por nadie, señor —dijo Fago con desprecio de sí mismo, paseándose—. No
sé nada: es que lo pienso, lo he soñado... No me haga usted caso. Estoy
demente.

—No es eso locura. Mi buen capellán fluctúa tristemente entre lo que le
pinta su imaginación y lo que por mi boca le dice la realidad. Procure
usted concertar su sueño con mis informes; ver si acierta el delirio,
que bien podría ser, o si yo me equivoco, lo que no es improbable.
Intente salir de su horrible duda, aceptando la comisión que le propuse.

—¿Pero no dice usted que ha encargado a otro...?

—Aún no ha salido y puedo darle contraorden.

—Y ese otro, ¿quién es?

—Un hombre muy listo, muy despierto, buena estampa, aficionadillo a las
aventuras.

—¿Militar?... ¿No?... ¿Acaso pertenece también al estado eclesiástico?

—Casi no. No ha recibido más que la primera tonsura, y parece inclinado
a seguir carrera muy distinta. La intendencia y la política le
arrastran. Escribe como un águila cuanto sea menester en defensa de la
causa, y demuestra extraordinaria agudeza y olfato para penetrar el
sentido de los acontecimientos.

—¿Aragonés?

—De las Cinco Villas.

—No me diga usted más. Es Mariano Zapico... ¡Bah! ¡Y a un tonto
semejante encarga usted misión tan delicada! Volverá trayéndole a usted
sin fin de enredos.

—No, no: tiene que traerme a la monja verdadera o apócrifa.

—Yo creo que es auténtica... Si quiere usted saber la verdad, no ponga
ese fino trabajo en manos tan toscas como las de Zapico.

—En las de usted quise ponerle —afirmó don Fructuoso con viveza—,
creyendo fundadamente que ya le tenía cogido.

—Pues venga a las mías, ¡carambo!..., venga —dijo el capellán
levantándose y dando dos briosas patadas que hicieron estremecer el
frágil suelo del desván—. Yo desempeñaré esa comisión, pues ya veo
que no sirvo para otra. Soy un desgraciado que todo lo ambiciona y
nada realiza. Me falló la guerra, no sé si me fallará la religión. Mi
voluntad, que otras veces se ha lanzado a las acciones briosas, movida
de una gran idea, ahora se lanza movida de un instinto. Mi destino así
lo quiere. No sé en dónde me meto. Dios sabrá por dónde salgo.

Frotábase las manos el consejero, y para animarle más en su propósito
le dijo estas sesudas expresiones:

—No estoy conforme, amigo Fago, en que dé usted por muertas sus
ambiciones militares, ni las ambiciones, propósitos más bien, del
orden religioso. Para abrir camino a un hombre que, como el capellán
Fago, posee inteligencia no común, no han de faltarle buenos padrinos.
Aquí estoy yo, para declarar solemnemente que si me desempeña esta
comisión como espero, quedo obligado a proporcionar a usted el mando
de una columna volante de doscientos hombres. Quien puede disponerlo,
lo dispondrá. Y en el caso de que mi buen capellán se decida por la
religión, me obligo a premiar sus servicios, el día del triunfo, con
una buena canongía, o un arciprestazgo de los mejores.

No se mostró el aragonés muy entusiasmado con estos ofrecimientos, y
atento no más que a disponerse para la misión que se le encomendaba,
pidió a don Fructuoso dos onzas, con lo cual creía tener lo necesario
para su viaje. Díjole el consejero que aguardase hasta el día
siguiente, porque la Real Intendencia estaba a la cuarta pregunta, y
para proveerle de los fondos necesarios, era preciso retirarlos de
otras obligaciones. Tenía que conferenciar con el mayordomo de palacio,
con el superintendente, con el colector de rentas, y con media docena
más de figurones y ministriles que a la sazón se alojaban, rodeados de
papelotes, en las míseras casas, graneros o zahúrdas de Aranarache.

Al día siguiente, puestas en manos del capellán las dos peluconas,
quiso don Fructuoso darle instrucciones y marcarle un itinerario,
conforme a los datos que de sus golillas y soplones había recibido;
pero Fago no admitió que en aquel punto se le dirigiera.

—¿Qué quiere usted? ¿Que yo busque a Saloma, que la encuentre, que
la coja y me la traiga? Pues déjeme a mí la disposición de los pasos
que tengo que dar para obtener este resultado. Y si lo obtengo, no me
pregunte el cómo, el cuándo, ni el dónde. Yo me entrego a mi instinto,
en la confianza que este sea más afortunado que lo fueron mis altas,
mis nobles ideas. Adiós.

—Guíele Dios, y acompáñele la Virgen bendita.

—No creo que la Generalísima intervenga para nada en esto.

—Debo decirle, amigo Fago, que no tenga escrúpulos por tratarse de
emprender la captura moral y física de persona perteneciente a una
orden religiosa. Eso no; convénzase de que no es monja: si viste el
santo hábito, es como disfraz de sus pérfidas maquinaciones. No haya,
pues, escrúpulos; no haya, pues, el temor de ofender a Dios... Dios
está con nosotros.

—¡Ah!... ¡Dios...! No llevo el propósito de ofenderle... Quizás me
resulte que podré servirle, arrancando al demonio un alma hermosa,
extraviada. Aún espero realizar una acción grande y bella. Puede que
tras de este instinto surja un esfuerzo brioso de la voluntad. No lo
sé. Me dejo llevar del instinto, que a veces nos guía mejor que la
razón... Adiós otra vez.

Y salió en aquel mismo instante, solo, vestido de aldeano, y se perdió
en las veredas fragosas que conducen a Maestu. ¿A dónde iba? Realmente
no lo sabía, y al tomar aquella dirección, como habría tomado otra
cualquiera, no hizo más que entregarse al ciego acaso, saboreando el
goce de prever lo que le deparase, como saborean los jugadores las
presunciones y corazonadas que preceden al manejo de los naipes.

Hasta la noche, después de descabezar un sueño en la venta de Eulate,
no surgieron en su mente determinaciones claras del camino que debía
tomar. «Me voy a Estella —se dijo—. No sé por qué imagino que no he
de perder el tiempo». Nada le ocurrió al segundo día que merezca
mención; pero al tercero, caminando hacía Zúñiga, sorprendiéronle
unos aldeanos con la noticia de que el ejército carlista iba sobre
la Berrueza para dar batalla al general Lorenzo, sucesor de Córdova
en el mando de la división. Esto le movió a cambiar de ruta, pues no
gustaba de encontrarse con sus compañeros de armas en los días de
Mendaza y Arquijas. Nada temía de Zumalacárregui, porque le constaba
que se le habían escrito expresivas cartas dándole explicaciones de la
desaparición del sargento Fago en la batalla del 12 de diciembre. En
el amañado relato, se suponía que recibió una herida en el cráneo; que
se extravió en las oscuridades de la niebla; que fue a parar cerca de
Estella, donde cayó gravemente enfermo, con afección a la vista. Se
decía también que habiéndose presentado, ya restablecido, en el Cuartel
Real, el señor Arespacochaga le había encargado el importantísimo
servicio de organizar, entre el clero regular navarro, colectas para
las atenciones de la guerra. A pesar de que estas testimoniales del
Cuartel Real le aseguraban contra todo castigo, no sentía maldita
gana de verse en presencia de Zumalacárregui, ni de Iturralde, ni del
coronel del 5.º de Navarra. Torció, pues, su derrotero, discurriendo
qué haría para no infundir sospechas en el campo cristino, hacia el
cual resueltamente se encaminaba.

No lejos de Genevilla, donde se tomó un día de descanso, dijéronle unos
pastores que en el propio Arquijas, lugar sin duda predestinado para
batallas, se había dado una de las más sangrientas entre las tropas de
don Tomás y las de Lorenzo. Unos y otros tuvieron muchas bajas; pero
la victoria fue de la facción. Seguidamente, Zumalacárregui atacaría
la guarnición de Los Arcos, para lo cual había mandado que le llevaran
de la sierra de Urbasa un cañón muy grande llamado el _Abuelo_, y
los dos obuses que el artillero señor Reina le había fabricado con
chocolateras, almireces y badilas. Invitáronle aquellos infelices
a recogerse y pasar la noche en una cabaña que a tiro de piedra se
veía, y el capellán aceptó gozoso, por la confianza que los tales le
inspiraban, como gente hospitalaria y sencilla. En la cabaña le dio
modesto albergue una mujer tuerta, afable, que al punto preparó para
todos la cena, consistente en sopas con grasa de cabrito, y luego
castañas cocidas con leche. Encima de esto echaron el cuartillejo
de vino, con lo cual rompieron todas las lenguas en un despotrique
animadísimo sobre lo bien que iba el negocio de la guerra en Navarra y
Guipúzcoa, y los malos ratos y berrinches que estaba pasando el señor
de Mina, por no poder hacer nada de provecho contra la facción.

—La semana pasada —dijo uno de los pastores— le vi en Puente la Reina.
¡Ay, qué malo está el pobre! ¡Ojos que te vieron en la otra guerra y
que te ven hoy! Antes tan gallardo, ahora como una horquilla; ayer daba
miedo su cara, y hoy da compasión. Monta en una mula blanca, y lleva en
su Estado Mayor dos señoras muy guapas. No se rían: son dos burras de
leche..., no toma más alimento el pobre que la leche de borrica.

—¿El pobre? —dijo otro—. Pues no paice sino que bebe vino de los
infiernos, según es de sanguinario y afusilador. Está dado a los
demonios porque no gana, y la corajina la desfoga en el cuitado que cae
en manos de su tropa.

Sosteniéndoles gallardamente la conversación, aguardaba el capellán
coyuntura favorable para hacerles una pregunta de grande interés, y
hallada por fin la oportunidad, les dijo:

—¿Podríais vosotros darme alguna noticia de las monjas dominicas de Los
Arcos, que por ruina del convento quedaron desalojadas, y anduvieron
después por estas tierras, sin encontrar, ¡las pobres!, un rincón
sagrado en que guarecerse?

—¡Anda, anda, señor: si todas las que corrían por aquí —dijo la
tuerta— eran monjas de engañifa!... ¡Pues no han dado poco que hablar
las tales! Entre ellas venía una frescachona y muy dispuesta que la
llamaban doña Bernardina, de la cual dicen que era un mozo vestido de
mujer.

—Y con esa —dijo Fago prontamente— iba otra más guapa todavía, alta,
morena, ojos negros...

—Sí, señor. Bien se conoce que la ha visto.

—Moza efectiva, no marimacho; pero que no es monja más que por el traje.

—Todo es como lo pinta, señor. ¿Lo ha visto?

—¿Sabes el nombre de esa?

—No sabemos sino que le afusilaron al padre.

—¿Por qué?

—Por capitán de bandoleros.

—Eso no es verdad. Decidme otra cosa. ¿Las dos monjas franqueaban
libremente las líneas facciosas?

—Sí, señor; porque como iban pidiendo limosna, so color de la santa
religión, mandó el buen general que no les hicieran daño. Pero en
la partida de Lucus se descubrió el enredo de esas bribonas, y las
desnudaron para emplumarlas y no sé qué..., resultando que, vistas sin
ropa, las dos eran hembras.

—¡Caramba!... ¿Y esos miserables se atreverían...?

—Señor, el soldado no repara..., por eso es soldado; que si reparara,
no lo sería.

Después de apoyar esta sentencia con conceptos que en distinta forma
venían a decir lo mismo, otro de los pastores aseguró que salvó a las
monjas de un agravio seguro la repentina llegada de la columna cristina
del general Méndez Vigo. Batido rápidamente Lucus y dispersa su gente,
las tropas de Mina les quitó seis caballos y las dos monjas.

—Que llevarían inmediatamente a Pamplona.

—A dónde las llevaron no sabemos, ni lo que hicieron con ellas tampoco;
mas pa mí tengo que no harían nada bueno.

—Horrible cosa es la guerra, que no respeta la vida del hombre, ni el
honor de la mujer.

—¿Y ellas —dijo la tuerta con avinagrada voz y gesto— por qué van a
buscarlo? ¿Qué tienen que hacer las mujeres allí donde deben estar
solos los hombres en su obligación? La enagua en casa, y en la calle
y en la heredad el calzón. Luego no se quejen de que las afusilen...
Bien afusiladas están.

Nadie se atrevió a replicar a tan sabios conceptos. Fago, taciturno,
se retiró al humildísimo lecho que le habían preparado, y a la mañana
siguiente muy temprano partió, andando largo trecho con los pastores.
En Narcué encontraron un convoy faccioso de heridos de la tercera
acción de Arquijas, que iba hacia la Améscoa, custodiado por alaveses,
entre los cuales Fago apenas tenía conocimientos. Lejos de intentar
escabullirse, su generoso corazón le impulsó a llegarse a los carros,
en la parada que hicieron para proveerse de agua fresca, y ofreciéndose
a prestar cualquier auxilio que fuese necesario, examinó a los heridos,
buscando semblantes de amigos y compañeros. A no pocos reconoció; muy
viva fue su pena al ver entre ellos al grande, al gigantesco Gorria
en lastimoso estado, con un balazo en el hombro derecho y otro en
el muslo. El poderoso atleta sufría con cristiana entereza el dolor
de su carne, y estrechando la mano del amigo, díjole que no sentía
morirse más que por no ver triunfante la causa del rey católico. En
cuatro palabras le dio idea de la acción librada frente al Ega, la más
encarnizada y mortal de aquella campaña.

—Perdidas muchas almas; pero ganadas y bien ganadas las posiciones.
Ahora a Los Arcos.

Aprovechando el alto, fueron curados los que más necesidad tenían de
emplastos y vendajes; dieron alimento a los que lo pidieron; agua y
vino a los sedientos, que eran los más; a todos frases de consuelo
y esperanza. En los carros que iban a la zaga, se habían muerto dos
antes de llegar a Narcué. Ayudó Fago a poner los cadáveres en tierra,
y hallándose en este trajín, vio dos monjas dominicas que prestaban
servicio sanitario en la galera próxima. Al llegarse a ellas con viva
curiosidad, una de las dos, joven y agraciada, le miró atentamente. El
capellán no desconocía, no, aquel rostro que, a pesar de las tocas y de
la monjil compostura, no había dejado de ser vivaracho. Ella fue la que
primero se arrancó a hablarle:

—José Fago, ¿crees que no te conozco? En tres años poco has cambiado.
¿No sabes quién soy?

—Oh, sí —replicó el capellán con alegría, súbitamente iluminada su
memoria—. Eres, el nombre no lo recuerdo..., la hija de don Valentín
Ulibarri, de Villafranca de Navarra, prima hermana de...

—Soy Pilar Ulibarri. Cuando yo profesé, tú eras un perdido. Luego te
hiciste sacerdote... ¿Qué clase de sacerdote eres? ¿Eres bueno, o un
demonio coronado?

—No hables así, Pilar. El pasado es negro, todo miseria, ruinas,
muerte, sangre. Hemos nacido en días trágicos. De tu familia nada
queda. Murió tu padre; pereció a manos de la venganza militar tu tío
don Adrián. Dime, dímelo pronto: ¿has visto a Saloma?

—Sí.

—¿Vive?

—No sé. No debieras pensar en ella más que para pedir a Dios que la
conforte en su desgracia, y que la aparte de los caminos del mal.
¿Para qué preguntas por mi prima con ese afán? ¡Ay, José Fago, tú no
perteneces a Dios; perteneces al demonio!

—Solo Dios me posee —replicó el clérigo con vivo afán—. Por Él te pido
que no me ocultes lo que sepas de tu prima.

—Sabrás que al tener conocimiento de la muerte de su padre, vino a mi
convento... Quería entrar en religión.

—¿Dónde estaba, qué hacía cuando mataron al alcalde?

—Estaba en tierra de Álava: no sé más... La recibimos, la consolamos.
Al poco tiempo nos vimos arrojadas de nuestro convento por las tropas
que defienden el ateísmo, y salimos, nos desbandamos: unas hermanas
fueron por este lado, otras por aquel. Estuvo mi prima en mi compañía
una semana. Después... Pero no te digo más, no quiero ni debo. Un
interés mundano es lo que te mueve a preguntarme por esa desgraciada...
No me lo niegues. Tú eres malo, tan malo ahora como entonces, y estás
profanando la orden que recibiste, y ultrajando con tu conducta y
con tus pensamientos al Señor nuestro Dios... No te digo nada, no
me preguntes nada, y déjame... En tus ojos conozco la maldad de tus
intenciones. Vete; apártate, monstruo.

Y uniendo la viveza de la acción al vigor de la palabra, huyó de aquel
sitio antes que el desconcertado capellán pudiese contestar a sus
airadas y despreciativas razones.




XXIV


No dándose por vencido el aragonés, pidió permiso al jefe del convoy
para agregarse a el, decidido a poner sitio en regla a la fiereza de
la monjita. Siguieron todo aquel día por sendas y vericuetos, y en
el descanso de los carros a la caída de la tarde, hallándose junto a
Gorria, que se agravaba de un modo alarmante, vio a las dos monjas en
los carros delanteros, y platicando con ellas a Mariano Zapico, el
veedor o contadorcillo del Cuartel Real, que don Fructuoso le había
designado como competidor suyo en la comisión de atrapar a la volandera
_Me_.

«Este mentecato —se dijo— practica el espionaje por su cuenta, y
sabrá congraciarse con el consejero, llevándole mil enredos y fábulas
novelescas. Veo que asedia a la monjita Ulibarri. Trabajo le mando:
es una fierecilla. Cuando vivía en el siglo, sus padres no podían
aguantarla: le conocí lo menos doce novios; con todos reñía, y les
hacía reñir unos contra otros; traía revuelto al pueblo, y por
causa de ella llovían puñaladas. De pronto le dio la ventolera por
la religión... El fuego de su alma apasionada escapábase por aquel
registro. Sus padres vieron el cielo abierto cuando la chiquilla
manifestó tal vocación, y acelerando los preparativos por temor de
que se arrepintiera, metiéronla en las dominicas de Los Arcos... Es
organista y cantora. Sigámosla hasta que cante..., que al fin cantará».

Poco después de anochecido, dio parte el médico de que a Gorria se le
podían contar los momentos que le quedaban de vida. Acudió Fago junto a
su amigo, y le halló con conocimiento, aunque por minutos se le nublaba.

—Buen Gorria, ¿qué es eso?

—Nada, que me muero... No puedo más... Como soy tan grandón, la muerte
tiene que tirar mucho para llevarme... Por eso me duele...

—Ánimo; ¿quieres beber vino?

—Hombre, sí..., y muérame pronto con este bendito trago.

—A hombres de tu temple no se les entretiene con vanas palabras. ¿Llega
el momento de pasar de esta vida perversa a la vida inmortal? Pues a
morir con entereza de soldado cristiano, valiente en los combates, más
valiente aún en este trance último.

—¡A morir, valientes...! ¡Viva Carlos V, viva Dios!

—¿Tienes algo que disponer? ¿Tu conciencia tiene algún pecado de que
descargarse? Dímelo, y ten confianza en Dios.

—Si no es pecado el guerrear y desearle al enemigo todos los males,
ningún pecado tengo, señor de Fago; pues ni mentira, ni estropicio,
ni nada de mujeres encuentro en mi conciencia, por más que en ella
rebusco. Y si algo hay de que no me acuerdo, perdónemelo Dios y
lléveme a su santo seno... Soy soldado de la religión... Muero peleando
contra los _ateístas_... Señor mío Jesucristo...

Siguió rezando entre dientes, mientras Fago con entera voz le
encomendaba. Aprovechando un momento lúcido, le preguntó si tenía algo
que disponer tocante a intereses. La respuesta fue breve:

—No tengo más bienes que el prado de Urrestillo, cerca de Azpeitia, y
un huerto con doce manzanos y un peral. Quiero que sea para Dominica,
la hermana de mi difunta, que tiene seis hijos. El dinero que llevo
sobre mí..., aquí está... Cójalo para que mande que me apliquen una
misa... Ya no hay más bienes..., digo, sí, mi cuerpo: este cuerpo que
vale por dos, se lo dejo a la tierra... Enterrado en mi huerto... ¡qué
rico abono para los manzanos!... Mi alma para Dios..., y vámonos al
cielo... ¿Los que pelean y matan entran en el reino de Dios? Yo he
matado ayer más de veinte cristinos. ¿Ellos y yo entraremos juntos en
la gloria eterna, o es que los cristinos que luchan por el ateísmo no
pueden entrar?... Dígamelo.

Fago se apresuró a tranquilizarle sobre este delicado punto, diciéndole
que todos los que sucumbían con honor defendiendo la idea que a la
guerra les llevaba, eran acogidos en el seno de nuestro Padre. Los
directores de esta matanza eran los responsables, y entre ellos,
Dios escogería los suyos... Poco más habló el pobre Gorria, y todo
lo restante lo dijo el capellán con ardiente y patético estilo,
exhortándole a fijar sus últimos pensamientos en la misericordia
divina, y a desprenderse de los intereses y miras terrenales, sin
exceptuar los de la causa, pues esta, como todo, debía ser comprendida
entre las pequeñeces despreciables que abandonamos en el umbral de
la otra vida. El capellán de la ambulancia, señor Elío, viejo muy
dispuesto, cojo de un balazo que recibió capitaneando una partidita en
los comienzos de la guerra, dio la extremaunción a Gorria, y el convoy
siguió su marcha. En camino, a las tres de la tarde, entregó su alma el
valiente soldado.

Dejaron el cuerpo en la primera parada, y adelante. Por la noche
intentó Fago nuevamente hablar con la monjita Pilar Ulibarri; pero
esta y su compañera se resistieron a oírle. Al detenerse en Antoñana,
el jefe del convoy, sin duda a excitación de las dominicas, le ordenó
despótica y groseramente que no siguiese unido a la ambulancia,
amenazándole, en caso de desobediencia, con la aplicación inmediata
de cincuenta palos. Devoraba su ira, por no poder castigar tanta
insolencia con un número de bofetadas igual al de palos con que se le
amenazaba, y vio partir el convoy, creyendo al fin que sería quizás
providencial aquel desgraciado suceso. En su ardiente imaginación,
fomentaba la idea de que le convenía dirección distinta para llegar al
fin propuesto.

Toda la noche anduvo por desolados campos, sin dirección fija,
adoptando el acaso por guía único de su andar vagabundo, y creyendo que
los senderos desconocidos suelen conducirnos a donde deseamos. Renegaba
de la previsión, del método, de todo el fárrago de prescripciones
por que se guían los hombres, y que comúnmente resultan de menor
eficacia que los dictados de la fatalidad. Somos unos seres infelices
que creemos saber algo y no sabemos nada, que inventamos reglas y
principios para engañar nuestra impotencia; vivimos a merced de la
naturaleza y de las misteriosas combinaciones del tiempo y el espacio.
Iba, pues, entregado a lo que el espacio y el tiempo, ministros de
Dios, quisieran disponer en su tiránico dominio.

A la madrugada, cuando se aproximaba a un pueblo que creyó sería
Contrasta, sin estar seguro de ello, pues una vaga niebla envolvía
la torre y caseríos circundantes, se vio sorprendido por fuerzas
de caballería que le dieron el alto. Eran cristinos, tropa ligera,
armados de carabinas. Quiso el capellán escabullirse saltando una pared
cercana; pero le apuntaron, se vio cazado como un conejo, y no tuvo más
remedio que entregarse. Interrogado por el jefe de la fuerza, respondió
que era hombre pacífico, del estado eclesiástico; le registraron; pero
aunque nada se le encontró que le comprometiera, no pudo evitar la nota
de sospechoso, y se le llevaron entre los caballos, con la amenaza
de dejarle seco si intentaba la fuga. Aun en tan desdichado trance,
continuaba firme en la devoción del acaso, y se decía: «¿Quién sabe
si este cautiverio será provechoso, y me llevará al fin que persigo?
Todo puede ser. No preveamos nada: esperémoslo todo del arreglo y
disposición que las cosas se dan a sí mismas».

En el pueblo próximo, que no era Contrasta, sino Larraona, entregáronle
como prisionero a una columna de la división de Aldama, y a los dos
días de marcha fatigosa entró en Estella, y fue encerrado en la
cárcel de esta ciudad, donde prisioneros y criminales padecían juntos
la reclusión estrecha y la miseria nauseabunda. Por los cuadros
lastimosos, por las caras de torturante aflicción que vio al entrar
allí a media noche, hubo de comprender que le esperaba una vida de
perros, si no venían en su auxilio las personas que en la ciudad
conocía, o algún oficial de la guarnición cristina, aragonés, de
los muchos con quienes en tiempos mejores había tenido amistad. Por
de pronto, si vio caras conocidas entre los presos, no eran estos
de calidad, y ningún amparo ni protección podía esperar de los que
compartían su infortunio. Dedicose el primer día al solapado examen
del local, por ver si había facilidades de escapatoria; pero sus
observaciones no fueron optimistas. En cambio, si resultaba cierta la
noticia de que les sacaban a trabajar en las fortificaciones de la
plaza, bien podía suceder que, puestos de acuerdo los más animosos,
lograsen la libertad. Fijo en esta idea, empezó a tantear a sus
compañeros, trabando conversación y explorando los caracteres, sin más
objeto que escoger entre ellos los de mayor coraje y decisión.

En efecto, a la mañana siguiente, unos treinta fueron a trabajar en
las obras de fortificación que activamente se hacían más allá del
santuario de Nuestra Señora del Puy. Al menos, trabajando en campo
libre hacían ejercicio, respiraban aire puro, se ponían en contacto con
soldados de la guarnición, y al paso por la ciudad podían descubrir
entre el vecindario caras amigas. Desgraciadamente para Fago, si vio
los primeros días algún rostro que le recordaba antiguos conocimientos,
nadie reparó en él. Diez días mortales se pasaron en triste ansiedad,
sin que una voz amiga sonara en su oído, sin que una mano protectora
le amparase. El desaliento le consumía; la esperanza le abandonaba;
castigábale Dios por su pagana devoción del acaso, y este, el ciego
ordenador de las cosas, también le tenía en olvido y menosprecio,
manteniéndole en la triste monotonía de los sucesos metódicos y
regulares, sin ninguna sorpresa, sin ninguno de esos golpes teatrales
que varían favorable o adversamente el curso tedioso de una vida
esclava.

Y en tanto, nadie le decía por qué estaba cautivo, ni se le
interrogaba, ni se le sometía a procedimientos judiciales o de
consejo de guerra. Le habían detenido _porque sí_, y _porque sí_ le
tendrían preso hasta la consumación de los siglos. En los días de
aquella lúgubre existencia, enterose de la expugnación de Los Arcos
por Zumalacárregui, y del asedio del fuerte de Echarri-Aranaz, que
los cristinos reseñaban a su manera. Poco le importaba todo esto, y
lo mismo le daba que triunfase Juan o Pedro: más que el trono de las
Españas, le interesaba su propia libertad.

Terminadas las trincheras del Puy, les llevaron al otro lado del río,
junto a San Pedro la Rúa, la interesantísima iglesia románica. En
las alturas que la dominan, y en las ruinas próximas de un excelso
monasterio, se trabajaba para fortificar la ciudad, cuya situación,
dentro de un círculo de elevados montes, era en extremo peligrosa
para la guarnición, si esta no se posesionaba fácilmente de todas
las alturas. Otros diez días transcurrieron sin que el pobre Fago
viese alterada la acompasada tristeza de su existencia; la evasión
no se le presentaba fácil ni aun posible, por la vigilancia que se
ejercía sobre los presos. Ya iba transcurrido cerca de un mes de
aquella muerte lenta, cuando el acaso le hizo una mueca que le pareció
precursora de acontecimientos extraordinarios, y, por consiguiente,
favorables. He aquí el suceso: un cabo de Gerona que le había mostrado
benevolencia, y benevolencia quería decir menos crueldad y grosería de
lo que se acostumbraba, le entregó, a la conclusión del trabajo, un
lío conteniendo dos panes, media docena de chorizos, cuatro manzanas
y algunos cigarros, todo envuelto dentro de una servilleta sucia.
El obsequio, que en tales circunstancias era de una extraordinaria
magnificencia, procedía, según el cabo, de una señora que se interesaba
por el pobre capellán prisionero. ¿Cómo se llamaba? El mensajero no lo
sabía. ¿Qué señas tenía? Alta, morena, guapetona. No necesitó más Fago
para creer que era la hija de Ulibarri quien le favorecía, y extrañaba
que no acompañase al regalito una carta en que se le ofreciera la
libertad, o se le propusieran los medios de conseguirla. Todo el
día, loco de júbilo, se lo pasó pensando en ella, y su imaginación
soñadora veía llegar por momentos segundo mensaje con esquela o recado
entablando comunicación para tratar de libertarle. La esclavitud le
había entontecido; pensaba y sentía como un niño, y creía verosímiles
y probables los más absurdos delirios de la mente. Su desilusión fue
grande al siguiente día, cuando por referencias del propio cabo y de
otro soldado de Gerona, vino a cerciorarse de que la señora a quien
debía el obsequio, no era otra que Saloma la baturra. La cuadrilla del
_tío Concejil_ había entrado en Estella cuatro días antes, arrimada a
la división de Gurrea.

En su desaliento, pensó el capellán con seguro juicio que pues no le
salían amigos de valía por ninguna parte, era forzoso buscar el arrimo
y calor de los seres humildes que se habían acordado de favorecerle
en su desventura. Mandó un recado a Saloma la baturra para que a verle
fuera, y una tarde, hallándose en las obras del puente de Azucareros,
se le presentó _Uva_ saludándole afectuoso en nombre de toda la
cuadrilla. Las señoras no iban _por no dar que hablar_. La visita
fue de grandísimo consuelo para Fago, y los conceptos que de boca
del cantinero oyó, resucitaron en el alma del prisionero las muertas
esperanzas.

—El día que entramos —dijo Uva— le vimos a usted trabajando en San
Pedro. Pero no quisimos decirle nada por no llamar la atención...,
que nosotros tenemos que andar con mucho ten con ten para que nos
consientan nuestro tráfico... Sepa el señor capellán que en la
guarnición hay algunos jefes aragoneses, y entre ellos uno que...
Tengo por cierto que ha de conocerle a usted, porque es de la Canal de
Berdún, o de junto a Tiermas.

—¿Cómo se llama?

—Don Rodrigo de Arbués..., alto, seco... Paréceme que es comandante o
teniente coronel... No estoy seguro.

—¡Loado sea Dios! —dijo Fago tan conmovido, que poco le faltó para
echarse a llorar...—. Es mi primo, primo segundo mío, y amigo cariñoso
desde la infancia. En la edad feliz, de los veinte a los veinticinco,
hemos hecho juntos bastantes diabluras... Por lo que más quieras en el
mundo, _Uva_ de mi alma, hazme el favor, hazme la caridad de ir en su
busca ahora mismo, y decirle dónde estoy y el mísero estado en que me
encuentro.

Prestose el buen hombre a desempeñar la caritativa comisión, y dos
horas después tenía Fago el indecible consuelo de verse estrechado en
los brazos de su amigo y pariente don Rodrigo de Arbués.




XXV


—_Chiquio_, el demonio que te conozca. Eres el cadáver de ti mismo —le
dijo con noble y cordial efusión—. ¿Cómo has llegado a ponerte tan
flaco y amarillo? ¿Dónde y cómo caíste prisionero? ¿Qué ha sido de ti
desde que fuiste a Oñate?...

Al cúmulo de preguntas que le hizo, no pudo contestar Fago más que con
expresiones de alegría y reconocimiento; pero repuesto de la alegría
que el feliz encuentro le produjo, emprendió el completo relato de
sus desventuras, cuidando de emplear cierto método histórico, para
que Arbués pudiese formar juicio, y resolver algo que condujese a la
terminación de aquel horrible cautiverio. Hablaron toda la tarde; la
situación del prisionero cambió radicalmente, y el jefe de la prisión
le mostró gran benevolencia; la esperanza brillaba en los espacios, y
sonreía en el alma del pobre capellán. Despidiose Arbués diciéndole que
estuviese tranquilo; él hablaría con su coronel, jefe de la plaza, que
le estimaba mucho, y pronto se resolvería lo más conveniente (estilo
militar).

Al siguiente día por la tarde, oyó Fago de su primo esta extraña
proposición:

—_Chiquio_, darte la libertad de buenas a primeras, sin trámite de la
Auditoría militar, paréceme difícil; proporcionarte la evasión, no
es imposible, ni aun difícil; pero el coronel no quiere gastar esas
bromas. Teme que aproveches tu libertad para volverte a la facción y
pelear contra nosotros. Si nos das una garantía de que no harás armas
contra la reina, se buscará un medio de que seas libre mañana mismo.

—¿Y qué garantía he de dar más que mi palabra de honor?

—No nos basta; digo, a mí sí; pero el coronel es un poco testarudo, y
muy ordenancista.

—Pues mi palabra de sacerdote.

—Las palabras de sacerdote no valen en el fuero militar. Necesitamos
una garantía positiva, eficaz.

—¿De que no haré armas contra los liberales?

—Eso.

—¿Y cómo doy esa garantía?

—De un modo muy fácil y muy claro. Nos convenceremos de que no harás
armas contra nosotros, cuando te veamos batiéndote a nuestro lado y
contra ellos.

—¡Contra los carlistas!... ¿Y no hay otra manera de alcanzar mi
libertad?

—No hay otra.

—Pues _chiquio_, mi libertad _vale una misa_. Acepto, soy tuvo, soy
vuestro.

Siguieron hablando, y Arbués le aseguró que había tenido noticias de
sus proezas en el otro campo. Se decía que gozaba entre los facciosos
fama de gran estratégico, y que Zumalacárregui no tomaba ninguna
determinación sin consultarle. Riendo contestó Fago que no hubo tales
hazañas, y que don Tomás no le había consultado jamás sus planes
de guerra. Confirmó después su escepticismo en cosas de política
militar, manifestándose igualmente desdeñoso de las ideas y móviles
de uno y otro bando; y por último, apuntó la idea de que facciosos y
constitucionales andaban en tratos para amasar un soberano pastel, que
sería la paz mentirosa por unos cuantos años. A esto replicó Arbués,
hablándole al oído:

—Antes de que termine este año de 1835, nos abrazaremos los dos
ejércitos.

Desde aquel día, se le llevó el primo a su alojamiento, y pudo
recorrer libremente la ciudad, hablar con todo el mundo, renovar
antiguas relaciones. Saboreaba la libertad con inefables goces; todo
le parecía bello, el caserío y sus habitantes, hermosas las iglesias,
la campiña risueña, esmaltada de ricos colores. Comúnmente se metía
en el vetusto San Miguel, en San Pedro o en la Virgen del Puy, y se
pasaba largas horas en fervoroso rezo, renegando de su pasada devoción
del acaso. Dios lo gobierna todo, y procede con una lógica insondable,
desconocida para nuestras pobres inteligencias. A Dios debemos acudir
siempre en nuestras necesidades; a Dios debía la libertad; la mano
omnipotente le señalaba el campo cristino. Acordándose de la misión
que le había dado el señor Arespacochaga, vio en este señor a uno de
los mayores mentecatos que andaban por el mundo, y resolvió proseguir
por cuenta propia la cacería de Saloma, sin cuidarse poco ni mucho de
las impertinencias policíacas del Cuartel Real. Ningún nuevo indicio
del paradero de la hija de Ulibarri encontró en Estella, y solo podía
consignar corazonadas, inexplicables fenómenos del espíritu, que
dominaban su voluntad y la llevaban a extraños desvaríos. Una tarde,
volviendo de San Pedro, vio un rebaño de ovejas que entraba en la
ciudad bajando del Santo Sepulcro. Acosadas las reses por el pastor,
corrían balando. Fago las oyó decir _Me, Me_, y esta sílaba, claramente
expresada por los animalitos, impresionó su cerebro y lo llenó de
intensa melancolía. Siguiendo al rebaño por la calle de Santiago
la Nueva, oía la repetición del nombre: los corderos lo decían con
infantil lloriqueo; las madres con familiaridad gangosa. Hasta las
personas que el ganado veían pasar pronunciaban, en el sentir de Fago,
el quejumbroso _Me_, y él también se puso a gritar lo mismo, corriendo
al lado del pastor, y ayudando a este a recoger las reses que se
desviaban de la línea recta.

Siguió la manada hacia las alturas del Puy, y ya cerca del santuario,
vio Fago dos monjas dominicas. Corrió tras ellas; tropezando en
un pedrusco, cayó cuan largo era, y el rebaño le pasó por encima,
llenándole de tierra y basura. Alguien le dio la mano para levantarse,
y un ratito tardó en volver de su turbación y recobrar la vista; el
polvo le cegaba, la violencia de la caída le trastornaba el magín...
Vio el rebaño metiéndose en un olivar cercano; las monjas entraban en
el Puy. Quitándose el polvo, corrió a la iglesia; pero las religiosas
no estaban allí. El sacristán, a quien preguntó, díjole que allí no
habían entrado monjas, sino dos clérigos menores, deudos de la casa, y
que bien pudo suceder que, si el señor no tenía buena vista, hubiese
tomado por monjas a los clérigos, que eran pequeñitos de cuerpo y de
rostros aniñados. No se convenció el capellán, y se obstinaba en que
eran religiosas dominicas, a lo que respondió el acólito que en el
pueblo había benitas, clarisas y recoletas, todas en clausura rigurosa,
y que no encontraría dominicas aunque diera por ellas un ojo de la cara.

Aquella noche refirió su aventura al amigo Arbués, fiel depositario
de su confianza; y sacado a relucir el negocio de Saloma, díjole el
comandante que corrieron voces de que había reanudado amorosos tratos
con la hija de Ulibarri. Le habían visto con ella una noche en el
parador del _Manco_, junto a Antoñana. También oyó decir Arbués que
Saloma andaba de ama de un capellán cristino que sirvió en la división
de Córdova. Muerto el tal de una bala perdida que le cogió en Mendaza,
la _viuda_, si así puede decirse, se había refugiado en un pueblo de la
Améscoa, donde criaba un niño del alcalde. Denegó el capellán la parte
que le correspondía en estas historias, y puso en cuarentena lo demás,
aguardando la ocasión de comprobarlo por sí mismo con ayuda de Dios.

En estas cosas se pasó todo febrero. Las operaciones militares eran
a la sazón en el Baztán. Decíase que la guarnición de Elizondo,
incorporada a las tropas de Lorenzo, partiría..., quién sabe para
dónde. Transcurrieron muchos días sin saberse nada concreto; días
de expectación, que por lo común engendran el desaliento. Mina
inspiraba poca confianza por causa de su enfermiza vejez: notaban
todos la desproporción entre sus arrogantes proyectos y la ineficacia
de los resultados que obtenía, que eran medianos, malos más bien.
Zumalacárregui, dotado de una movilidad prodigiosa, tan pronto se le
aparecía junto al Pirineo, como en la frontera de Álava. Con rapidez
más propia de aves que de hombres, se presentaba en la Ribera cuando
le perseguían en la Borunda. El ejército de la reina, más numeroso que
el carlista, érale inferior en agilidad, quizás por su mayor fuerza
y extensión. Faltábale una cabeza superior, un pastor de tropas que
supiera conducirle por los laberintos de aquella fortaleza ingente,
Navarra, construida por Dios para la guerra civil. La cabeza no
parecía: el gobierno de Madrid seguía buscándola, y ya se indicaba al
ministro de la Guerra, general don Jerónimo Valdés. De todo hablaban
en las aburridas tertulias de la guarnición, y no había nadie que
no deseara combates rudos y decisivos. Las noticias de las acciones
parciales llegaban un día y otro, desfiguradas en su paso al través
del país en guerra. El ataque y gloriosa defensa del fuerte de
Echarri-Aranaz se comentaba como una de las páginas más gloriosas de la
milicia cristina; los combates de Fuenmayor y Ulzama, como una prueba
más de las innegables dotes estratégicas del general de don Carlos.
Súpose también que este había creado el batallón de la Legitimidad, que
con el de Guías agrandaba y fortalecía su ejército. Por fin, era común
creencia que la facción no pasaría jamás el Ebro, que Zumalacárregui
había pedido 400.000 cartuchos y 100.000 pesos para extender sus
operaciones a los llanos de Castilla, y como el pretendiente no podía
darle ni municiones ni dinero en tal cantidad, porque no tenía de dónde
sacarlo, contaban todos con el desfallecimiento de la causa, para dar
al traste con ella, si antes no apencaba con el arreglo que se le
proponía. Andaba en estos cabildeos don Miguel Zumalacárregui, regente
de la Audiencia de Burgos y afecto a la reina. Cartas afectuosas se
cruzaron entre los dos hermanos, llevadas y traídas por los oficiales
cristinos Vidondo y Eraso. De todo esto se hablaba, así como de la
próxima intervención de los ingleses para dar a la guerra un carácter
más humano, estableciendo el canje de prisioneros y otras prácticas de
la guerra, tal como hacerla sabían las naciones más civilizadas.

Por fin, la guarnición de Estella se incorporó a la división del
general Lorenzo, saliendo para Campezu. Habían prometido a Fago darle
el mando de una de las columnas volantes que el ejército cristino
organizaba para hostigar y distraer las fuerzas facciosas; pero
surgieron dudas y vacilaciones sobre el particular, y el hombre fue
agregado a las dos compañías que mandaba su pariente. En verdad que
no le importaba: prefería una posición modesta, no creyéndose llamado
en aquella ocasión a grandes heroicidades. En Campezu acamparon ocho
días aguardando a Lorenzo, y allí supieron que ya no les mandaba Mina,
sino Valdés, y que este llegaría muy pronto de Madrid. De Campezu
fueron a Vitoria, lo que agradó extraordinariamente al capellán, porque
sus corazonadas le indicaron la capital de Álava como punto en que
forzosamente había de adquirir noticias de la persona cuyo hallazgo
deseaba. Nada encontró, ni siquiera indicios, como no fuera la singular
sílaba _Me_, trazada con brochazos de pintura en un muro de los
Arquillos... También la vio en un tinglado, al parecer fragua, por bajo
de Santa María. Pero ello no podía ser obra del demonio. La inscripción
quería decir: _Matías Emparán_...

Llegado Valdés, se habló de su plan de campaña, el cual a todos parecía
grande y sintético, propio de un potente cerebro militar. Consistía
en ocupar con veinticinco mil hombres la Améscoa Alta, el nido donde
Zumalacárregui criaba sus feroces polluelos, y donde fraguaba sus
tremendas maquinaciones y rápidas acometidas. Técnicamente, el plan
era hermoso, y Fago lo tuvo por obra de una capacidad de primer orden.
Faltaba la ejecución, que en esto de planes estratégicos el concepto
teórico carece de valor, mientras no le acompaña la clara percepción de
las medidas que han de hacerlo efectivo.

—Deseo vivamente ver cómo este señor acomete tal empresa —decía el
capellán a su pariente, sintiéndose otra vez tocado de la monomanía
estratégica—. ¡Ocupar la Améscoa Alta! ¿Se cuenta con que el otro
no la ocupará antes? ¿Dispone el señor Valdés de medios para obrar
con rapidez, poniendo entre el pensamiento y la ejecución el menor
tiempo posible? Cierto que veinticinco mil hombres son muchos hombres,
¡carambo!, para estas guerras. Y si llevan bastante artillería de
montaña, y se escalonan bien las fuerzas, de modo que no se apelmacen
en corto espacio y puedan operar con desahogo; si se fortifican tres
o cuatro puntos que yo me sé, y se marcan bien las líneas en que ha de
operar cada división, designándoles las respectivas convergencias; si
no hay atropello ni desorden; si las provisiones no faltan en tiempo y
lugar oportunos; si se señalan los puntos de retirada de cada cuerpo, y
el punto del máximo avance; si los que mandan las divisiones se atienen
escrupulosamente a lo que se les ordene; si la cabeza principal no
pierde la serenidad, y sabe lo que son y lo que representan veinticinco
mil soldados bajo una sola mano, veo un éxito, querido Rodrigo; veo una
victoria grande y quizás decisiva. Para frustrar este plan grandioso,
necesita don Tomás discurrir alguna diablura, y bien podría ser que
la discurriese. Le conozco, es tremendo: nada se le escapa, y contra
la lógica de los demás tiene él la suya, que es la lógica madre. Digo
yo: ¿se puede descomponer con diez mil hombres este plan de ocupar
la Améscoa con veinticinco mil? ¡Se puede, ya lo creo que se puede!
El cómo, yo lo sé, yo lo veo; tú también lo verás, pues este sentido
estratégico es ni más ni menos que el sentido común; pero tanto tú como
yo nos guardaremos de manifestar estas ideas teóricas, para que no nos
tengan por soberbios o presumidos.

Díjole Arbués que él no sabía más que batirse donde le mandaban, y
que rara vez se le ocurrían pensamientos referentes a organización y
unidad de mando. Veía la guerra en la táctica menuda; no le cabían en
la cabeza más que sus dos compañías, y aun de ellas le sobraban unas
cuantas docenas de soldados.




XXVI


Llegaban a Vitoria constantemente tropas y más tropas: unas venían
de Miranda de Ebro y Rioja; otras de Guipúzcoa, fatigadas, mal
vestidas, conservando intacta la moral, mas un tanto quebrantada la fe.
Desplegaba Valdés en su palacio toda la actividad oficinesca que la
previa organización de la campaña, en lo militar, en lo administrativo
y sanitario, requería. Adiestrado en las guerras de América, no
ignoraba lo que traía entre manos. Era hombre modestísimo, afable,
de bastante edad, espíritu fuerte, cuerpo flaco y mísero: vestido
de paisano, habría pasado por clérigo; de uniforme, representaba
la persona venerable de un honrado capellán. Oyó contar Fago que
Valdés, al llegar a Vitoria con su nombramiento de general en jefe del
ejército del Norte, no llevaba séquito ni escolta; no llevaba equipaje
ni dinero, ni aun siquiera sombrero militar: a tal punto llegaba el
menosprecio de toda ostentación y boato en su propia persona. Comía lo
que querían darle; aceptaba de los generales a sus órdenes prendas
de vestir, y tenía su administración personal en manos de un fiel
asistente. Y al propio tiempo, sabía infundir a todo el mundo respeto:
los soldados le querían, los jefes le veneraban. Era un buen padre de
su ejército. «Para ser completo —pensaba Fago—, sepamos si conducirá a
sus hijos a una victoria eficaz, resistiendo firme y pegando fuerte».

No duraron los preparativos más de veinte días: transcurridos estos,
empezaron a salir fuerzas en dirección de la sierra de Andía. Llevaban
piezas de montaña, abundantes víveres, municiones y todo lo necesario.
Las tropas de Lorenzo, procedentes de Los Arcos, y las de Méndez Vigo,
viniendo de Pamplona, marchaban también hacia la Améscoa. Ocupada
esta por fuerza numerosa, ¿qué remedio tenía don Tomás más que correr
hacia la frontera de Francia? Tan seguro se creía esto, que se habían
dado a las autoridades francesas los necesarios avisos para el desarme
e internación de las bandas carlistas vencidas. Tanta confianza, en
cosas de guerra, no parecía el colmo de la prudencia. Pero, en fin, con
estas seguridades, las tropas iban a sus posiciones muy animadas, y con
ganitas de pelear.

Destinaron a Fago al Provincial de Toro, que mandaba Barrenechea,
jefe instruido y de grande arrojo; Arbués le afilió en una de las dos
compañías que mandaba, nombrándole cabo. Llevaba el capellán uniforme
completo, excelente fusil, y su cartuchera bien provista. No tardó en
sentir nuevamente ímpetus guerreros, influencia natural del medio, del
compañerismo, de la emulación.

La marcha no fue penosa, y tardaron tres días en llegar a Contrasta. De
allí empezaron a franquear las alturas, penetrando por bosques espesos,
bordeando abismos, escalando peñas. En los míseros pueblos, esquilmados
ya por los carlistas, no encontraban reses, ni alimento de ninguna
clase; dormían al fresco en campamentos dispuestos con arte. El jefe de
la columna, barón del Solar de Espinosa, era un militar que sabía su
oficio, y del general de la división, don Luis de Córdova, nada hay que
decir, pues harto se conocen sus altas dotes militares, que más tarde
había de enaltecer en la grandiosa jornada de Mendigorría.

Delante de esta división iban otras, trepando a las fragosas alturas,
que hallaban absolutamente limpias de facciosos. Esto alegraba a los
poco entendidos. Zumalacárregui abandonaba las altas posiciones. Una
de dos: o retrocedía hacia la frontera de Francia, o se situaba en la
Améscoa Baja, donde su posición era desventajosa, endemoniada. Así
razonaban los que, como el bueno de Arbués y otros, no poseían el don
estratégico. Pero Fago, viendo que don Tomás abandonaba por completo
las alturas, dejando a Valdés internarse y perderse en ellas, empezó
a entrever el plan del jefe carlista, el cual no podía ser otro que
esperar en la Améscoa Baja hasta el momento preciso en que Valdés
_se hiciera un lío_ en la espesura de los bosques y en los picachos
inaccesibles de la sierra, viéndose obligado a situar sus batallones
en una línea extensísima, donde gran parte de la fuerza no podía
revolverse ni acudir aquí o allá, conforme a las exigencias de la lucha.

Interrogado por su pariente, que aún no se apeaba de su optimismo, le
dijo Fago:

—_Chiquio_, convéncete de que esto va mal. El plan de ocupar la Améscoa
fue bueno mientras otra cabeza no discurrió uno mejor. Zumalacárregui,
que sabe mucho, pero mucho, nos deja meter nuestros veinticinco
batallones en la sierra, y él acampa tan tranquilo en los pueblos de
abajo, confiado en que pasaremos el tiempo mirando a las estrellas,
pues la mayor parte de las tropas que van peñas arriba no pueden
hacer otra cosa. Verás cómo no pasa de mañana sin atacarnos por la
retaguardia. A esta división le tocará aguantar la embestida, para lo
cual tendremos que cambiar de frente. Y todo ese ejército que anda a
gatas por los montes, ¿de qué nos sirve? ¿Cómo vendrá a auxiliarnos
si no puede moverse con agilidad en estas intrincadas espesuras? Los
grandes ejércitos son para operar en el llano. La guerra de montaña
tiene su táctica especial, que en este caso no he visto aplicada.

Puntualmente se ajustaron los hechos a lo que el capellán pensaba.
Al día siguiente por la tarde, fueron atacados por cuatro batallones
carlistas en las inmediaciones de Artaza. Los cristinos se batieron
con bravura, y a fuerza de constancia conservaban al anochecer sus
posiciones. El terreno no les favorecía: era estrecho, limitado aquí
por picachos inaccesibles, allá por cortaduras y barranqueras en cuyo
fondo mugían torrentes. Pelear en tal sitio era la mejor prueba a que
puede someterse el valor y la tenacidad de un ejército: lo que hicieron
los constitucionales en aquel día supera con mucho a cuantas proezas
pudieran imaginarse. Y para que la prueba fuese más terrible, pasaron
toda la noche en la angustiosa expectación de ser atacados con mayores
fuerzas al día siguiente. ¿Que harían? ¿Continuar avanzando hacia la
sierra? Esto era peligrosísimo, porque al avanzar empujarían hacia
el norte a los demás batallones, y en este caso, marchando siempre
hacia arriba, la salida tenía que ser por los valles de la vertiente
del Cantábrico, o por la frontera pirenaica. El retroceso era también
difícil, porque si los realistas, como parecía seguro, se situaban
en el portillo de Artaza, podrían, no ya embestir, sino fusilar a
los batallones, atacándolos uno por uno. Fago explicó a su primo la
situación con un ejemplo:

—Figúrate —le dijo— que nuestros veinticinco batallones son veinticinco
barcos, y que nos hemos metido en un canal o bahía larga y estrecha.
Esta división es el navío de retaguardia. En la boca del canal nos
atacan buques enemigos. Si salimos, mal; si entramos, hemos de navegar
empujándonos unos a otros hasta salir por el opuesto extremo del
canal. Si nos retiramos por donde hemos venido, a medida que vayan
saliendo barcos, el enemigo los irá cazando a su gusto y abrasándolos
sin piedad. ¿Lo comprendes ahora?

—Sí; la dificultad y el error están en que, a lo largo de la sierra,
nuestros batallones no pueden desplegarse en un extenso frente de
combate. Tienen que ir enfilados, con un frente estrechísimo, unos tras
otros.

Y no solo les afligió el desaliento durante la noche, sino también la
sed. En aquellas alturas no había agua. Un chusco dijo que tenían que
contentarse con beberla por las orejas, porque oían ruidos de espumosos
torrentes bajo sus pies, a profundidades a que solo con el pensamiento,
no con la mirada, podían llegar. Reforzada la columna durante la noche
con el batallón más próximo, preparáronse para la pelea del siguiente
22 de abril, que debía de ser, y fue realmente, una página épica. Los
carlistas embistieron muy temprano; sus guerrillas habían trepado a
alturas donde era increíble que pudiesen hombres mantenerse y pelear,
no convirtiéndose en gatos o ardillas. En las espesuras cercanas y en
los picachos del otro lado de la barranquera, los fogonazos simulaban
el incendio del bosque. Sin la artillería de montaña, manejada con
toda la pericia del mundo, la retaguardia cristina habría perecido
en la puerta de la ratonera. Al mediodía, Valdés y Córdova acordaron
descender, arrostrando las desventajas de la posición, y el 5.º de
Ligeros fue el primero que se lanzó impávido por el desfiladero de
Artaza, hostilizado por un lado y por otro... El Provincial de Toro y
otros cuerpos siguiéronle con el mismo brío. Los carlistas, rechazados
en una vuelta del camino, se escabullían por aquellas angosturas para
reaparecer luego más abajo, encastillados entre peñas. Caían soldados
de la reina sin cesar; los jefes de los cuerpos combatían en primera
línea. Córdova y el barón del Solar defendían sus vidas como el último
de los soldados. De este modo, y perdiendo mucha gente, llegaron con
extraordinaria gallardía al pueblo de Baríndano, que encontraron
desierto. Allí ya podían respirar, poner en orden los desconcertados
batallones y atender a los heridos que habían podido recoger. Perdieron
carros de municiones y víveres; perdieron muchas vidas. Ya no había más
plan que emprender la retirada hacia Estella con todo el arte posible.

Y durante la noche, la retaguardia, que por el cambio de frente había
llegado a ser vanguardia del ejército de la reina, desde Baríndano
seguía viendo nutrido fuego en el desfiladero de Artaza, señal de
que las demás divisiones descendían del laberinto con las mismas
dificultades. A media noche cesó el fuego, porque a los carlistas se
les habían acabado las municiones, y se replegaban hacia Aranarache y
Contrasta.

Lo peor de aquella tremenda jornada era que los cristinos no
encontraban ningún apoyo en el país: el vecindario huía de los
pueblos, poniéndose al amparo de la facción; a ningún precio se
encontraban aldeanos ni pastores que quisieran practicar el espionaje;
la ignorancia de los movimientos del enemigo y de los puntos en que
pernoctaba eran motivo de grande confusión para los generales; nadie
sabía nada; había que esperar los hechos, subordinando todo plan a lo
que resultara de los del enemigo, por lo cual el verdadero director de
la campaña era Zumalacárregui como jefe de su ejército, dueño absoluto
del país en que operaba y de todo el paisanaje navarro.

La mañana del 23 se empleó en organizar la retirada a Estella. La
vanguardia debía marchar aquel mismo día hacia Abárzuza. Era probable
que los carlistas, repuestos del cansancio y provistos de víveres,
atacarían por Arlabia o Echevarri. Manteníase aún bravo y arrogante el
ejército cristino, confiando siempre en sus jefes. También él tenía fe
en su causa, aunque no la mostrara por modo tan vehemente e infantil
como su hermano el faccioso. Se había hecho a la desgracia, soportaba
resignado la enemiga y desafecto del país, y sobre esta desventaja
hacía recaer la culpa de su vencimiento en aquella jornada.

La última división que quedaba en la cumbre emprendió el descenso por
el desfiladero de Goyano, que ofrecía la ventaja sobre el de Artaza
de tener una cumbre accesible. Apoderándose de ella, la retirada
podía efectuarse en buenas condiciones. Quiso tomar Zumalacárregui
la eminencia; pero Valdés, con Aldama y Seoane, anduvieron más
listos, y con supremo esfuerzo lograron emplazar en lo más alto dos
obuses; hazaña de gigantes que no se creyera si no se la viese con
tanta prontitud realizada. No tuvieron los carlistas más remedio
que abandonar las posiciones. Zumalacárregui, que personalmente les
mandaba, viendo el desaliento de su tropa, les dijo:

—Mejor: dejémosles que bajen, que allá tenemos otra angostura en que
les sacudiremos con más comodidad.

En efecto, al descender de Goyano por pendientes llenas de cadáveres,
hubieron de sufrir otro ataque en el camino de Abárzuza, en una vuelta
del río Urederra. Zumalacárregui reapareció en una altura formidable,
donde les hizo más bajas, cogió algunos prisioneros y dos carros. Al
anochecer, entraban Seoane y Aldama en Abárzuza con sus tropas más que
diezmadas, muertas de fatiga, de hambre y sed. Y lo peor era que al día
siguiente tendrían que sostener nuevos encuentros, pues el carlista
no cejaba; quería recoger todas las ventajas de su victoria, y acosar
hasta en su último refugio a las heroicas cuanto desgraciadas tropas de
la reina.

Dos días después entraban en Estella los veinticinco batallones,
sin convencerse aún de que había llevado la peor parte la causa que
defendían; tristes y fatigados, pero sin dar su brazo a torcer; seguros
de poder repetir la hazaña, si sus jefes, con error o sin él, les
llevaban a un nuevo combate. La tenacidad, la gallardía caballeresca,
componen toda la historia de una raza que, al inclinarse para caer en
tierra, ya está pensando en cómo ha de levantarse.




XXVII


No extrañó al comandante Arbués perder de vista a su primo el capellán
durante la acción de Artaza. En la confusión de la pelea en retirada,
cada cual atiende a sí propio y a su obligación y defensa, sin parar
mientes en los demás. En Abárzuza no pareció tampoco el aragonés;
pero aún esperaba su primo encontrarle en Estella, pues nadie le
había visto caer muerto ni herido, y las últimas noticias de él eran
que se batía heroicamente. Bien pudo quedar rezagado, agregarse a la
división de Méndez Vigo o caer prisionero en los combates que esta
sostuvo. Desgraciadamente, fueron inútiles todas las investigaciones
que hizo Arbués en Estella, cuando ya descansaban allí del trágico
duelo los soldados de la reina. Nadie pudo dar noticia cierta del pobre
capellán. ¿Debía contársele entre los muertos o entre los prisioneros?
Lo probable, según Arbués, era que se hubiera dejado matar antes que
rendirse, conforme a su temple de aragonés legítimo.

En tanto, Zumalacárregui se había ido a Asarta, donde quiso disimular
la falta de cartuchos con una orden del día en que daba ocho de
descanso a sus valientes tropas. Comunicada al rey su carencia de
municiones, el Cuartel Real, que estaba en Segura, se conmovió con la
triste noticia. La Real Hacienda acudió con arbitrios mil al remedio de
tan gran daño; se organizó de prisa y corriendo un activo contrabando
para traer de Francia _el pan de la guerra_, y se enviaron comisionados
a los que lo amasaban en diferentes puntos del Baztán, para que
activasen todo lo posible la fabricación. Gracias a estas medidas, pudo
Zumalacárregui tener provisión bastante para lanzarse a nuevo combate
antes de la semana, engañando una vez más a los cristinos, pues nunca
pensó en que sus tropas estuvieran tanto tiempo en la ociosidad. Si no
reanudó las operaciones antes de los ocho días, no fue por falta de
ganas, ni porque careciera de planes bien determinados, sino porque la
Majestad de Carlos V le ordenó que permaneciese en Asarta hasta recibir
la visita de los enviados del gobierno de Inglaterra, lord Elliot y sir
Gurwood, para proponer a uno y otro ejército un convenio que diese a la
guerra carácter humanitario, poniendo fin a las sangrientas represalias.

Ya don Carlos había recibido a los ingleses, que eran personas
distinguidísimas, ambos conocedores de España; y mostrándose
dispuesto a entrar por el aro de la benignidad y templanza, nada
quiso resolver sin el parecer de su general en jefe. Este recibió a
los extranjeros con la cortesía concisa y un tanto seca que gastar
solía. Los de Albión, que también eran secos y lacónicos, simpatizaron
extraordinariamente con el caudillo del absolutismo; conferenciaron;
admitió Zumalacárregui lo que se le propuso, que en rigor de verdad
significaba el reconocimiento de beligerancia por las potencias, y
acordadas las bases de arreglo, don Tomás convidó a los ingleses a
compartir con él un modesto cocido, que era su habitual sustento en
campaña.

Aceptaron gustosos los comisionados; _trincaron_ del buen vinito
navarro, sin cortedad de genio, y fuéronse luego camino de Logroño,
donde les recibió Córdova, por delegación del general Valdés. Nueva
conferencia, acuerdo por entrambas partes. No consta que hubiera cocido
y vino riojano; pero sí que los emisarios de Inglaterra partieron
muy satisfechos de la _politesse_ de Córdova, que además de experto
general era un fino diplomático. Puesto en vigor a los pocos días
el convenio Elliot, ya no se fusilaba sin piedad a los infelices
prisioneros. Este espantoso resorte de guerra, propio de hordas
salvajes, quedaba totalmente abolido en los ejércitos que guerreaban
en el norte; se establecían reglas clarísimas para el canje de
oficiales y soldados, conforme a las prácticas militares de todas las
naciones del mundo. Por desgracia nuestra y baldón de España, otros
caudillos carlistas y liberales de gran renombre, en las asperezas del
Maestrazgo, o la montaña de Cataluña, habían de olvidar pronto los
procederes humanitarios, derramando a torrentes la sangre cristiana, y
escarneciendo con sus crueldades los ideales que decían defender: el
honor patrio, la religión, la fe.

Reanudadas las operaciones, Zumalacárregui mandó a Gómez a Vizcaya,
donde se unió al guerrillero Sarasa y juntos atacaron a Guernica.
Los generales Iriarte y Espartero salieron mal librados. No bien se
enteró de la toma de Guernica, don Tomás fue contra Treviño, plaza
fortificada, y la sitió en las mismas barbas de Valdés, y la tomó a las
cuarenta y ocho horas, cogiendo prisioneros a los seiscientos hombres
de la guarnición, y arramblando con los cañones. Cuando Valdés acudió
al socorro de Treviño con las tropas de Estella, ya era tarde. La plaza
estaba desmantelada, y los carlistas vencedores en la Berrueza. Antes
de que Valdés determinara qué camino seguir, Zumalacárregui, sabedor de
la evacuación de Estella, se dirigió a esta ciudad, y en ella hizo su
entrada triunfal, aclamado con entusiasta delirio por los habitantes,
en su gran mayoría frenéticos sectarios del pretendiente. Hombres
y mujeres rodeaban a la tropa realista, saludándola con ardientes
demostraciones, cantos guerreros y populares. Las coplas sonaron todo
el día por calles y plazuelas, y el famoso estribillo _Ay, ay, ay,
Motilá_ pasaba de las bocas de los ancianos a las de las mujeres, y
por fin a las de los chiquillos... ¡Gran día de expansión febril y
de entusiasmo loco fue aquel para los soldados de Zumalacárregui! La
pintoresca ciudad ardía en regocijo y triunfal estruendo; las campanas
de sus iglesias románicas, de venerable antigüedad, no cesaban de
voltear con alegres repiques; aquí y allí convites parciales a la
intemperie, mesas en medio de la calle, libaciones copiosas, alegría,
seguridad del triunfo de la fe.

Mas no era Zumalacárregui hombre que permitiera a sus tropas
adormecerse en el triunfo, ni perder su fiereza en las fiestas
obsequiosas y en los enervantes descansos. Sabedor de que partían de
Pamplona tres mil infantes y trescientos caballos, salió de Estella
para cortarles el paso. Le había dado en la nariz que la tal columna
iba en auxilio de algún convoy salido de la Ribera, y no se contentaba
con menos que con batir la columna y apoderarse del convoy. Con
celeridad pasmosa se plantó en Puente la Reina, y de allí, con dos
batallones y toda su caballería, ocupó las alturas del Perdón. Al
propio tiempo esparcía una nube de espías por todos los pueblos y
caminos circundantes, y preparó el golpe antes de que los cristinos
sospecharan el mal encuentro que en su marcha les esperaba. Pelearon
unos y otros con gran bizarría casi a la vista de Pamplona. Ganó
Zumalacárregui, si se mira tan solo a la conquista de la posición y a
los cien prisioneros que hizo; pero la jornada le fue desfavorable en
otro respecto, porque perdió al jefe y organizador de su caballería,
don Carlos O’Donnell. Viéndole moribundo, dijo:

—Pérdida irreparable. Valía él mucho más que todo lo que hemos ganado
en este encuentro.

Mientras esto ocurría en el Perdón, en Velate las columnas facciosas de
Elío y Sagastibelza atacaban a Oraa, el cual se retiraba con pérdidas.
Con esto, y con la evacuación por los cristinos de tantas plazas de
segundo orden fortificadas, Navarra, a excepción de Pamplona y de
los pueblos de la Ribera, era ya totalmente del dominio carlista,
comprendiendo la línea de la frontera hasta el mismísimo Irún. ¿Qué
faltaba? Tomar a San Sebastián y a Pamplona. Mas para esto urgía ganar
antes a Vitoria, y la llave de Vitoria eran las plazas fortificadas
de Villafranca, Vergara y Tolosa, en Guipúzcoa. Pensado y hecho: ya
le tenéis en marcha, trasladando de un punto a otro sus masas de
hombres con presteza increíble. En aquella expedición debía tropezar
con Jáuregui, con Iriarte y con Espartero, que ya ilustraba su nombre
con gallardas valentías, y ganaba el aplauso y la admiración de las
muchedumbres.

En el asedio de Villafranca hubo de sufrir Zumalacárregui
desfallecimientos de sus tropas; pero su energía supo trocar el
desánimo en loco frenesí de combate. Acude Espartero desde Durango
en auxilio de la plaza guipuzcoana; sábelo Zumalacárregui y, con la
celeridad del rayo, corren sus batallones a cortarle el camino. Trábase
furioso combate en Descarga; Espartero se ve obligado a retroceder;
vuelven los vencedores de Descarga sobre Villafranca; el asedio es
formidable, épico; los cristinos rinden las armas en condiciones
honrosas; la facción gana en aquel día una posición importantísima, mil
quinientos fusiles y víveres abundantes. Y velozmente, siguiendo la
acción a la idea, como el disparo al requerimiento del gatillo, Eraso
caía sobre Éibar, Gómez sobre Tolosa.

Y cuando el mismo Zumalacárregui disponíase a tomar a Vergara, recibe
un apremiante aviso de don Carlos llamándole a su Cuartel Real de
Segura.

Como jarro de agua fría cayó este aviso sobre la ardiente voluntad del
caudillo guipuzcoano, y de malísimo talante se puso en marcha hacia
Segura, pasando por Ormáiztegui, su pueblo natal, donde sus paisanos y
amigos le acogieron llorando de entusiasmo y cariño, apenados de ver
cómo se acentuaba en su rostro la tristeza, que atribuían a la falta de
salud, efecto del desmedido trabajo. Los laureles ganados en tan corto
tiempo, las ventajas adquiridas en la conquista del suelo español para
la monarquía absoluta, más parecían entristecer que alegrar al héroe
de aquella campaña. Su mirada penetrante se fijaba con mayor tenacidad
en el suelo, y su cuerpo se encorvaba hacia la tierra, cediendo más al
peso de las aprensiones y cuidados, que al de las triunfales coronas
que su frente ceñía. En Segura fue recibido afablemente por don Carlos,
que se mostró benévolo y agradecido, estimando mucho el ánimo, la
perseverancia y abnegación que en el mando del ejército desplegaba.
Abrevió el caudillo su visita cuanto pudo, no solo por la prisa de
expugnar a Vergara, sino porque le asfixiaba la atmósfera, el tufo
de camarilla; y aunque ninguno de los corifeos del Cuartel Real le
mostraba desafecto, no ignoraba que en la tertulia del rey y en los
corrillos de toda aquella caterva de vagos y aduladores, se le iba
formando una opinión adversa, regateándole sus méritos o servicios,
censurando sus actos. Las victorias que uno y otro día alcanzaba la
facción, se atribuían al valor de las tropas realistas, y al desmayo
y falta de fe de las de la reina. Indudablemente Zumalacárregui,
según los habladores y comentaristas del Cuartel Real, había hecho
bastante, quizás mucho; pero sin duda pudo hacer más, y seguramente
otro general se habría plantado ya en tierra de Castilla, abriendo
al rey legítimo el camino de Madrid. Los estratégicos de gabinete, o
de corrillos callejeros, hormigueaban en la corte trashumante, y los
últimos covachuelistas y acólitos se permitían planes de guerra. Ganaba
terreno la opinión de que el propio rey debía ponerse al frente del
ejército y dirigir por sí mismo las operaciones, en la seguridad de que
el Espíritu Santo, como a predilecto de Dios, le asistiría con luces de
ciencia militar, concediéndole los laureles de Pelayo, los Alfonsos y
el Cid.

Sabía todo esto Zumalacárregui, y lo sufría con cristiana paciencia,
sin desmayar en el cumplimiento de sus deberes. Su honradez era
tan grande como su talento militar. Al rey que proclamó, a la idea
monárquica pura pertenecía, y ajustando su conducta a un proceder de
línea recta, por nada del mundo de ella se desviaba. A esta excelsa
cualidad unía otra, la de no tener ambición política, virtud rara en
los militares de su tiempo, de uno y otro bando. Realzada con tan
hermosa modestia su figura guerrera, el hijo de Ormáiztegui oscurece a
todos sus contemporáneos ilustres, y a cuantos en el gobierno de las
armas, así cristinos como liberales, le sucedieron.

Expugnó, pues, a Vergara, cuya guarnición, tras una débil resistencia,
capituló quedando prisionera, y el vencedor penetró en la plaza con
gloria, pero sin salud. El mal que padecía y con el cual luchaba de
continuo su voluntad, pudo más que esta al fin, obligándola a rendirse.
Tres días pasó en cama con horrible sufrimiento, quejándose poco, y
empleando los cortos instantes de alivio en completar sus disposiciones
militares. En medio de las tristezas de su estado, no dejaba de llegar
hasta él el rumor de las envidias del Cuartel Real, y en un acceso
de negra melancolía, complicada con dolores físicos, escribió su
dimisión y se la mandó al rey. No quiso admitirla don Carlos, y para
darle testimonio de su real aprecio, fue a Vergara al siguiente día.
Algo mejorado de su enfermedad, salió Zumalacárregui a recibirle, a
caballo, con su Estado Mayor, y rey y general atravesaron la ciudad con
aclamaciones del pueblo y tropa, entre el estruendo de las campanas
echadas a vuelo y de las salvas de artillería.

Las conferencias de aquellos días entre el rey don Carlos y el más
ilustre de sus súbditos, provocaron acontecimientos en los que no es
difícil ver la desviación de la línea de prosperidades marcada por el
destino desde que un distinguido coronel, avecindado en Pamplona en
situación de retiro, cogió en sus manos las partidas indisciplinadas
de Navarra y Guipúzcoa, y con ellas hizo un ejército. ¡Qué diferencia
de tiempos y personas entre aquel día, 20 de octubre de 1833, en que
el coronel don Tomás Zumalacárregui salía por la puerta del Carmen,
vestido de uniforme, y al pasar junto a los centinelas se alzaba el
embozo de su capote gris, como deseando no ser conocido! Siguió a buen
paso por la carretera, pasó el puente sobre el Arga, y al llegar como a
distancia de tiro de cañón, le salió al encuentro un hombre que tenía
del diestro un caballo. Montó en él el militar, y a buen trote tomó la
dirección de la Berrueza. La causa de don Carlos tuvo aquel día lo que
le faltaba: una cabeza. Luego veremos cómo y cuándo esta grande y noble
cabeza se perdió para siempre.




XXVIII


Desde aquel otoño de 1833 hasta la primavera del 35, ¡cuántas páginas
de patética historia, cuántos hechos brillantes o bárbaros, cuántos
esfuerzos de sublimidad heroica, de honrada abnegación o de fanatismo
delirante! En tan breve tiempo crece y se complementa una figura
militar, que sería muy grande si no la hubiera criado a sus pechos la
odiosa guerra civil. Y en la precisa oportunidad histórica, el destino
dispone la integración de la figura del insigne guerrero, agregando
a sus coronas de laurel la de abrojos que para él había de tejer
puntualmente la envidia; que sin esto la figura no podía ser completa.
Aproximábase a su ocaso, con todos los sacramentos, la gloria que
enaltece, la ingratitud que roe, el público aplauso que empuja hacia
arriba, la envidia que tira de los pies para hacer bajar al sujeto y
poner su cabeza al nivel de las pelonas de la muchedumbre.

Reservadísimas eran las conferencias entre don Carlos y su general, y
cuando se celebraba consejo, al que asistían, además de Zumalacárregui,
los llamados ministros, no se revelaban al público ni las discusiones
ni los acuerdos. Pero algo transcendía siempre, como es natural,
mayormente entre españoles, raza inepta para guardar secretos; y en los
corrillos de la plaza, en las dos boticas, en los pórticos de la Casa
Consistorial y en todos los demás mentideros de la ilustre villa, se
hablaba de los grandiosos planes que de aquellas encerronas habían de
salir muy pronto. No será preciso advertir que el señor don Fructuoso
de Arespacochaga y Vidondo, natural de Vergara, unido al vecindario por
vínculos de sangre y por multitud de conocimientos, no podía salir a
la calle sin que le acometiera la caterva de impertinentes curiosos.
En las galerías del Seminario Real y Patriótico le asaltaron una tarde
las turbas, pidiéndole los secretos o la vida, y él, ante el número
y poder de los asaltantes, no tuvo más remedio que rendirse, dando
noticias incompletas. Juntose después al capellán Ibarburu, y se fueron
a la sala de Capítulo de San Pedro de Ariznoa. En grata tertulia con
el párroco y dos racioneros de los más significados, dejó salir por su
boca don Fructuoso cuanto tenía en el buche.

—Pero, en fin —preguntó Ibarburu con viva impaciencia—, ¿dimite o no
dimite?

—¡Qué ha de dimitir! ¿Cree usted que brevas como el generalato de tan
grandes huestes se sueltan por una cuestión de amor propio?

—¿Y su enfermedad —dijo el párroco no sin malicia—, es real, o un nuevo
ardid estratégico y político?

—Es real. Padece de la orina. Bien se le conoce en la cara ese
alifafe... Figúrome que exagera un poquito, con la intención marrullera
de que Su Majestad, que le aprecia verdaderamente, ceda en sus
resoluciones por no contrariarle.

—Pero a buena parte va —observó uno de los racioneros, que por
su gordura no cabía en ningún sillón y tenía que mantenerse en
pie—. Tenemos un rey que por su carácter entero, así como por su
religiosidad, merecería gobernar todita la Europa.

—La cuestión es la siguiente —dijo Arespacochaga, a quien faltaba
poco para reventar como una bomba de la satisfacción que el dar
noticias auténticas le causaba—: varias casas holandesas han ofrecido
a Su Majestad un empréstito de consideración tan pronto como caiga
en nuestro poder una plaza de importancia... Quien dice plaza de
importancia dice Bilbao, que además es villa de gran riqueza, y podría
darnos un botín cuantiosísimo, señores. En fin, repetiré textualmente
las palabras de Su Majestad, que oí de sus augustos labios: «He
decidido que tan pronto como te restablezcas y te halles en disposición
de poder montar a caballo, te dirijas a Bilbao».

—Textual, ¿eh?

—Y él..., naturalmente, ¡cómo había de atreverse a contradecir el
soberano mandato!

—Hizo protestas de sumisión, obediencia y lealtad... ¡Qué menos,
señores! Pero a renglón seguido, con muchísimo respeto, hubo de
presentar su opinión contraria a la del rey, y a la de todos los
dignatarios, así civiles como militares, que teníamos voz y voto en
el consejo. Allí nos habló de los inconvenientes y peligros que a su
juicio ofrece el asedio de Bilbao, y de la facilidad con que podría
tomar a Miranda y Vitoria. Ganadas estas dos plazas, la invasión de
Castilla será cosa de un par de semanitas.

—No estoy conforme —dijo el párroco gravemente, tomando y ofreciendo de
su rapé oloroso—. En las cosas de guerra se prefiere siempre lo fácil
a lo difícil. Si ese criterio prevalece, que nos den el mando a los
curas, y pónganse los militares a rezar.

—Justo..., esa es mi opinión y la de todo el que discurra con buena
lógica —afirmó Arespacochaga—. Acométanse las cosas difíciles, que
las fáciles, las de cuesta abajo, por sí solas se resolverán luego.
Pues bien, señores: a mí me tocó la honra de concretar la cuestión
en el consejo. Su Majestad tuvo la dignación de pedir mi dictamen,
y yo..., respetando las razones estratégicas que expuesto había mi
señor don Tomás, llevé el problema al terreno político, alegando altas
razones, de más peso que las razones militares, y mirando al decoro y
dignidad del trono. Palabras mías textuales: «¿Tiene el general don
Tomás Zumalacárregui fuerzas para tomar a Bilbao? Si considera que no
las tiene, nada digo. Pero si cree, como creen conmigo otros príncipes
de la milicia, a cuya autorizada opinión me remito, que tiene fuerzas
sobradas para tal empresa, no debe hablarse una palabra más del
asunto. Pues el rey quiere que se tome a Bilbao, esto basta para que se
intente la empresa, no siendo, como no es, imposible».

—Bien, admirable..., ¿y qué contestó?

—Por de pronto, ni una palabra. Parecía desconcertado. Su rostro de
color de cera permaneció inalterable. El rey, mientras yo peroraba, no
quitó de mí sus ojos, asintiendo con fuertes cabezadas. Zumalacárregui,
apremiado por Su Majestad para que concretase si era posible o no tomar
la plaza, no se atrevió a negar que poseía fuerza bastante para tal
fin. Allí nos habló de que las dificultados podrían sobrevenir después.
Pero no nos convencimos, ni Su Majestad tampoco. En fin, señores,
el consejo acordó el ataque a Bilbao..., y mande quien mande las
operaciones, Bilbao será nuestro antes de quince días.

—¡Mande quien mande! —repitió Ibarburu—. ¿Luego cree usted probable que
dimita?

—Sí; pero también creo que no se le admitirá la dimisión. Si se le
aceptara, no faltaría un general de grandes miras y conocimiento que
llevara nuestros batallones a este gran triunfo, y así lo llamo porque
Bilbao carlista es el empréstito holandés, y con dinero, que es lo
único que nos falta, haremos un caminito seguro y breve por donde las
reinas de Madrid se vayan a Francia, y nosotros a la Villa y Corte.

Siguieron haciendo _caminitos_ y cuentas galanas hasta que les
sirvieron el chocolate con que el Capítulo les obsequiaba, y tomado
este, Ibarburu se fue solo a la calle, taciturno y caviloso. No sabía
a qué carta quedarse, ni a qué santo encomendar el logro de sus
desmedidas ambiciones. ¿De qué le valía adular a Zumalacárregui si este
dimitía? Y si no dimitía, ¿qué eficacia tendrían sus adulaciones a
González Moreno y Arespacochaga? Su instinto cortesano, afinado por la
ilusión de la mitra que quería ponerse en la cabeza, le guió hacia el
alojamiento de don Tomás, que era el palacio de los Elóseguis, amigos
suyos; y en el portal salió a su encuentro Celestino Elósegui, a quien
con viva ansiedad preguntó: «¿Dimite o no dimite?».

Llevole adentro y arriba, y tuvo la suerte de sorprender al general en
uno de esos instantes en que la espontaneidad no puede contenerse, y en
que se manifiestan sin rebozo los sentimientos que llenan el corazón.
Acompañaban a don Tomás su amigo íntimo don Juan Francisco de Alzaa,
y el dueño de la casa, D. Matías Elósegui. Quitándose el capote y
arrojándolo sobre una silla, como si con él arrojara la investidura de
general en jefe, dio una patada y dijo con rabia:

—Esto es inaguantable... Ya lo presentía yo... ¡Tener que ejecutar
proyectos que juzgo disparatados en el estado actual de cosas!

Sin hacer gran caso de lo que tímidamente le dijo don Matías para
calmar su irritación, dejose caer en un sofá con notorio desaliento,
y expresó con estas graves palabras la grande agitación de su noble
espíritu:

—Dejo a la enfermedad o a una bala enemiga el cuidado de sacarme de
esta situación.

Oído esto, se arrancó Ibarburu con un encomiástico discurso,
pronunciado con cierto énfasis político:

—Mi general, quien ha conquistado los lauros que enaltecen el nombre
glorioso de Zumalacárregui, ese nombre escrito ya con letras de oro en
el libro de la historia, nada debe temer. Donde vaya Zumalacárregui irá
la victoria. Nuestro rey reina por el esfuerzo de este gran caudillo, y
por el camino de Bilbao, lo mismo que por el de Vitoria, con la ayuda
de Dios nuestro Padre, y de la Reina de los Cielos María Santísima, las
tropas que con sabia mano rige vuecencia llevarán a la corte de las
Españas al representante de la monarquía legítima y de los derechos de
la religión.

Con una mirada benévola y dos o tres monosílabos de modestia,
rechazando honores tan desmedidos, disimuló Zumalacárregui el desprecio
que le merecían las gárrulas demostraciones del capellán de su
ejército. Entró a este punto el médico, y el general se fue con él a su
habitación.

Contento de sí mismo y del buen golpe que había dado, Ibarburu salió
en busca de otros capellanes y militronches amigos suyos, para dar un
paseo y poder contar cuanto sabía; noticias bebidas en los propios
manantiales de información. Toda la tarde estuvo despotricando: en
la conversación deambulatoria, el optimismo embriagaba las almas de
los pobres _ojalateros_, pues cuál más, cuál menos, todos tenían sus
esperanzas de medro en diferentes carreras y profesiones. Al regresar
a sus hogares, donde les esperaba la menestra de borrajas, la sopita,
el huevo pasado, _et reliqua_, se mecían en dulcísimas ilusiones. Este
veía las insignias de coronel, aquel la congrua eclesiástica, el uno la
judicial toga, el otro la mitra, y todos estos símbolos de autoridad y
posición se les representaban en forma extrañísima, bombas y granadas
cayendo sobre la infeliz Bilbao.

A la siguiente mañana, y cuando el señor capellán a partir se disponía
con el ejército por el camino de Durango, le anunció su patrón una
visita, advirtiéndole al propio tiempo que no la recibiera porque debía
de ser enfadosa.

—¿Quién es?

—Señor, dos ermitaños que piden limosna; pretenden ver a usted para que
les libre de no sé qué pena que se les ha impuesto por espías.

Bajó presuroso el señor Ibarburu, y con indecible sorpresa reconoció
en uno de los dos infelices que a implorar venían su protección al
mismísimo don José Fago, excapellán, exsargento, santo en ciernes por
temporadas, gran estratégico en ocasiones, y notado siempre por su
falta de seso y sobra de ambiciones desapoderadas. Vestía el desdichado
aragonés un balandrán deslucido y roto, ceñido a la cintura por cuerda
de esparto; calzaba alpargatas; habíale crecido la barba y cabello, y
su aspecto semisalvaje inspiraba más compasión que miedo.

—Amigo mío, ¿qué es esto? —le dijo Ibarburu con estupor no exento de
severidad—. ¿Qué le pasa a usted? Nos dijeron que se había dejado
seducir por la impiedad cristina..., yo no lo creí. Luego se corrió la
voz de que había perecido en la tremenda degollina de la Améscoa...
¿Qué significa esa facha miserable, y quién es este hombre que le
acompaña?

—Mi facha significa el desengaño de todas las cosas, el hastío del
mundo y el gusto de la soledad... Y este que me acompaña es el santo
ermitaño Borra, que tenía su cabaña en el monte Murumendi, y fue días
hace inicuamente expulsado de ella por los soldados de la facción, y
luego él y yo perseguidos y amenazados de no sé qué horrendos castigos,
por lo que llaman delito de vagancia y espionaje.

—Señor capellán —dijo el otro con grave acento—: yo, Simeón Borra,
vivía en Murumendi lejos de todo comercio con el mundo, consagrado a la
oración y abominando de las opiniones que hacen fieras a los hombres y
les llevan a guerrear. Con nadie me metía ni nunca hice daño a nadie.
Vivía de lo que me querían dar y del fruto de una huertecilla. Este
amigo vino a pedirme consejo para conseguir la paz de su alma: contome
su historia; pidiome luego que le admitiese en mi compañía, y a ello me
resistí: no quiero formar comunidad. Estableciose por mi advertencia
en un sitio cercano a mi choza; labró la suya, y vivíamos como a dos
tiros de fusil...

—Y cuando más seguros nos creemos —prosiguió Fago—, una columna
facciosa nos destruye las casas; se nos acusa de espionaje; se nos
amarra y nos traen aquí, donde hallamos un señor Mayor de plaza,
hombre caritativo, el cual nos libra de la muerte, y promete ponernos
en libertad si hay alguien en el ejército que garantice que no somos
rateros ni traidores.

Uno de los militares que les acompañaban manifestó que el menor castigo
que podía imponérseles por espionaje era cortarles las orejas.

—A mí no puede ser, ¡carambo! —afirmó Borra apartando las guedejas que
caían sobre sus sienes—, porque ya me las cortó el tunante de Mina
el año 22, y no porque yo cometiese delito alguno, sino por crueldad
sanguinaria... De modo que si alguna pena me aplican, sea la de muerte,
y pronto, que nada le importa a quien aprecia la vida en menos que un
cabello.

—Lo mismo digo —afirmó Fago—. Que me maten si quieren, si no han de
darme la libertad.

Los militares, que atraídos de la curiosidad formaban corrillo en torno
de los dos infelices, más se inclinaban a la burla compasiva que a la
severidad. Ibarburu, profundamente apenado del lastimoso sino del que
fue su amigo, y a quien verdaderamente apreciaba, le cogió de la mano,
como si resueltamente bajo su amparo le tomase, y con acento firme dijo
al militar que les acompañaba:

—Bajo mi responsabilidad, amigo Zuazo, deje usted libres a estos
hombres, pues a entrambos les tengo por tontos, que es lo mismo que
decir inocentes. Váyanse a donde quieran, a hacer vida boba, que
también podría ser vida regalona. Ea, despejen, que tenemos que marchar
a Durango... Usted, señor santo Borrajo, o como quiera que se llame,
puede ir adonde quiera, y volverse a su monte o al mismo infierno; pero
lo que es a este no le suelto. Amigo Fago, no puedo consentir que un
hombre de su inteligencia y carácter se deje inducir a la extravagancia
que revelan su traje y modos... No, no, no lo consiento, y si no de
grado, por fuerza se viene usted con nosotros. Eh, amigo Zuazo, me le
lleva usted por delante, entre bayonetas. Yo hablaré al coronel, y
respondo de que ordenará lo que digo... Adelante, entre bayonetas. Este
no puede ser libre; este me pertenece: quiero salvarle de su propia
insanidad, de su propia tristeza... En marcha... Don José Fago, es
usted prisionero de su amigo el capellán Ibarburu. No haga resistencia,
o el coronel mandará que le apliquen cincuenta palos.




XXIX


Contento como unas pascuas se fue Borra, y en verdad que no le penaba
ir solo, pues la soledad era su mejor amigo. Fago, secuestrado por el
capellán con cariñosa tiranía, no tuvo más remedio que dejarse conducir
en la ambulancia sanitaria; y cuando ya marchaban a media legua de la
villa, caminito de Elorrio, aproximó Ibarburu su mula al pelotón que le
conducía y hablaron un rato, el uno a pie, caballero el otro.

—Agradezco mucho a usted su buena voluntad; pero créame..., mejor
servicio me haría dejándome zambullir en la soledad y apartarme de
todos estos belenes.

—Déjese, déjese llevar, y no sea usted obstinado y majadero. ¿Qué sabe
usted lo que dice? En la primer parada que hagamos me contará el cómo
y cuándo de haber venido a la desolación de esa vida, y hablaremos del
modo de restaurarle a su estado decoroso... Y aprovecharé el descanso
de esta noche para proveerle de ropa, y vestirle con la decencia que le
corresponde. Somos de la misma estatura y carnes, y mi ropa le vendrá
como suya.

En la primera parada, arrimaditos a una venta próxima al camino, en la
cual comieron y refrescaron, Fago contó a su amigo todos los inauditos
accidentes de su vida, desde el punto y hora en que dejaron de verse,
en diciembre del año anterior. Oyó Ibarburu el relato como un confesor
que no quiere perder sílaba, atento a los íntimos pormenores de
conciencia, para formar cabal juicio del estado moral del penitente;
y al llegar al caso de la defección de Fago y de su ingreso en las
filas cristinas, al oírle que por ganar la libertad había vendido sus
convicciones realistas, combatiendo por Isabelita II en las jornadas
sangrientas de la Améscoa, se mostró tan irritado y severo, que poco
faltó para que terminase allí la confesión, y con ella la amistad de
los dos capellanes.

Pero Fago, con su noble sinceridad, ganó el corazón de Ibarburu. Todo
lo refería lealmente, sin atenuar sus culpas ni empequeñecer su mérito
donde lo hubiera. No ocultó que el principal fin de todos sus actos en
aquella parte de la campaña, era perseguir y cazar a la descarriada
Saloma. Los diversos episodios y peripecias, las vivísimas esperanzas
y desengaños tristes de esta cacería fueron tales, que creyó perder la
razón. Saloma, como fantasma vano, en todas partes se presentaba, y en
los aires se desvanecía cuando las manos se alargaban para cogerla.
Rezagado en las angosturas de Artaza, tuvo que esconderse en unos
breñales para no caer prisionero de los realistas, que le habrían
fusilado sin piedad. Huyó después montes arriba, repugnando el seguir
en filas liberales, y con asco también de las facciosas; vagó tres o
cuatro días, precedido del fantasma, hasta que Dios quiso desengañarle
de aquel vano error, iluminando su entendimiento con ideas claras. La
torpeza y sinrazón de aquel empeño se posesionaron de su espíritu, y
unido a ello el hastío de la humanidad, sintió la querencia hondísima
de la vida ascética. Andando, andando, sin pensar a dónde iba, llevado
más bien de la fatal dirección mecánica de sus pasos, fue a parar al
monte Murumendi, y allí se acordó del solitario Borra. Llegose a la
cabaña, hablaron... Lo demás ya lo había oído Ibarburu de los propios
labios del anacoreta.

—Todo sea por Dios —dijo entre suspiros el capellán guipuzcoano al
ponerse de nuevo en camino—. Dele usted gracias por haber caído en
mis manos; que si se quedara entregado a sus desvaríos, no tardaría
en volverse loco. Ahora, calma y completa sumisión a lo que yo le
ordene: soy su amigo, su protector y su médico. Prescribo, como remedio
salvador, que prepare usted su espíritu y su voluntad para volver lo
más pronto posible al estado eclesiástico. Todo lo que sea del orden de
guerras y política, y el capitulito ese de la persecución de _féminas_,
debe pasar a la historia. Basta de locuras. Sea usted sacerdote, y no
eche el pie fuera de la sábana de una modesta posición eclesiástica...
Adelante: va usted preso. Esta noche le vestiré, y ahora voy a decir
que le dejen ir en un carro de sanidad para que no se fatigue.

A todo se prestó el aragonés, que había vuelto a ser pasivo, abdicando
su voluntad en las voluntades ajenas, y sintiendo de nuevo la devoción
del acaso. Siguieron andando todo aquel día y el siguiente. Por
referencias supieron que Zumalacárregui no había tenido que expugnar a
Durango por encontrar evacuada esta villa. Mas no queriendo emprender
operación tan comprometida como el sitio de Bilbao, dejando una
considerable fuerza cristina en la fortificada villa de Ochandiano,
que domina el llano de Álava, resolvió acudir allá rápidamente. Dicho
y hecho: embistió el pueblo y la torre que lo defendía; a los dos días
se rindió la guarnición. Contemplando Zumalacárregui desde las alturas
de Ochandiano el llano de Álava, en cuyas lejanías se distinguen las
torres de Vitoria, sintiose encariñado con su pensamiento militar, de
cuya ejecución le desviaba la obcecada terquedad de don Carlos. Aún
esperaba convencer a este. Procurándose un excelente guía de ligeros
pies, envió a Vergara un breve mensaje, que decía: «Ochandiano está
en nuestro poder. Desde aquí contemplo el camino que tendremos que
recorrer para proclamar a Vuestra Majestad en Vitoria, mañana, si
Vuestra Majestad me autoriza para desistir de sitiar a Bilbao».

En Durango recibió por respuesta una lacónica pregunta: «¿Se puede
tomar a Bilbao?».

Estrujando en su nerviosa mano el papel, Zumalacárregui exclamó:

—¡Como poderse tomar, sí!... Después, Dios dirá.

Los pocos días transcurridos desde la presentación en Vergara del
capellán aragonés convertido en salvaje anacoreta, bastaron a Ibarburu
para transformarle. Le afeitaron y vistieron, y con esto y el buen
alimento parecía otro nombre, el mismo de antaño, solo que más
enflaquecido y mustio. Al propio tiempo, ganó bastante en serenidad de
espíritu y claridad del entendimiento, y parecía dispuesto a seguir las
prescripciones de Ibarburu, encerrándose en la modestia de una vida
eclesiástica rutinaria y sin pretensiones. Se le declaró libre de toda
pena, atendiendo a que había sido hecho prisionero por los cristinos,
y que estos le obligaron a combatir en sus filas so pena de la vida.
Habiendo llegado a los propios oídos de Zumalacárregui estas amañadas
historias, demostró interés por el desdichado capellán, y deseó verle.

La noche antes de la salida de Durango para Bilbao presentose Ibarburu
con su amigo en el alojamiento del general, que era la casa-palacio
de los Emparanes, y después de una breve antesala, fueron admitidos a
la presencia de don Tomás. De tal modo se pintaba la tristeza en el
semblante de este, que causaba lastimoso respeto a los que le veían.
Sin duda la causa de ello era, además de la dolencia penosa, la inmensa
tribulación de haber visto morir frente a Ochandiano a su entrañable
amigo don Juan Francisco Alzaa, antiguo jefe de los voluntarios de
Oñate.

Sintiose Fago cohibido en presencia del general, cuya figura militar
y política ante sus ojos se agigantaba. Nunca le había visto tan
soberanamente investido de la majestad que dan el talento superior y la
honradez sin tacha. Poco le faltó al capellán, en su profunda emoción,
para arrodillarse delante del caudillo y mostrarle un acatamiento
incondicional, pidiéndole perdón por haber hecho armas contra él. Casi
con lágrimas en los ojos, hizo ademán de besarle la mano, y lo habría
hecho si el otro se lo permitiera.

—¿Qué cuenta usted, buen Fago? —le dijo el general con melancólica
benevolencia—. ¡Ah!... ¿Sabe usted que el famoso cañón que me
trajo usted de Ondárroa nos ha prestado grandes servicios? Pero en
Villafranca, el pobre _Abuelo_, cascado ya y medio chocho, se nos quedó
inútil. Bastante ha servido el infeliz... Todo pasa, todo se gasta y
todo se concluye.

—General —replicó el capellán con voz temblorosa—, mi mayor pena es
que, por mi incapacidad, no pueda yo prestarle algún servicio con la
firme resolución que vuecencia merece.

—Todavía, ¡quién sabe!

—Ya no, ya no... Soy hombre muerto.

Y en aquel mismo instante sintió Fago en su espíritu el fenómeno
extraño que en ocasiones diferentes había sentido: la transfusión de
su pensamiento en el del insigne guerrero, es decir, que sus ideas se
anticipaban a las de este, o que concordaban milagrosamente en dos
cerebros distintos.

—Mi general —dijo después de una pausa—, permítame que le felicite por
sus triunfos, que la historia ha de consignar. Permítame exponer con
sinceridad una idea que tengo aquí... Será temeridad que yo la exprese,
será tal vez descortesía... Vuecencia estima que es un desatino la
expugnación de Bilbao; vuecencia, esclavo de su deber, obedece órdenes
disparatadas del rey...

—¡Eh, cuidado! No puede hablarse así de nuestro soberano... Eso no es
cierto, amigo Fago.

—Tenga vuecencia la dignación de oír todos los dislates que se me
ocurren. Vuecencia no debe obedecer..., debe presentar la dimisión
resueltamente, y que venga otro a ejecutar los propósitos que concibe
el cerebro vacío de los que rodean a nuestro buen rey... Si esto que
digo merece castigo, mande vuecencia que me den veinticinco, cincuenta
palos, y yo resignado los recibiré. Pero déjeme decir todo lo que
pienso: se acerca el término fatal de su carrera gloriosa. ¿Cómo lo sé?
No sé cómo lo sé; pero muy claro lo veo, y vuecencia lo ve lo mismo que
yo.

—Solo Dios sabe lo que puede suceder —dijo Zumalacárregui queriendo
sonreír, y sin poder conseguirlo.

Y el otro terminó:

—Vuecencia lo sabe y yo también... El héroe de esta guerra, el
restaurador de la monarquía legítima... no tomará a Bilbao... El
porqué... él lo sabe... y yo también.

—Mucho saber es ese, amigo Fago —indicó Zumalacárregui sonriendo al fin
de veras—. Yo no soy profeta; por lo visto usted lo es.

—Vámonos, vámonos —dijo Ibarburu con gran zozobra, tomando del brazo a
su amigo para cortar conversación que tenía por impertinente—. Basta de
profecías... Estamos molestando al señor general...

—¡Oh, no!... Pueden quedarse...

Algo más quiso decir Fago; pero el otro, azarado y algo colérico, se
despidió brevemente por los dos y salió, llevándose a su amigo casi a
rastras. Al tomar aliento en la escalera, le reprendió con aspereza,
como a un niño mal criado que acaba de hacer una tontería.

—¿Pero, hombre, está en su juicio?... ¡Qué rato me ha hecho usted
pasar!... Al demonio se le ocurre, ¡carape!..., decirle al general que
no tomaremos..., que no tomará a Bilbao... ¿Ha querido usted anunciar
su muerte?

—He dicho lo que siento, lo que veo..., lo mismo que ve y siente él...
Es como la luz, amigo Ibarburu, y me sorprende que usted no lo vea.

—Lo que veo yo —dijo el castrense encalabrinándose— es que si seguimos
con esas salidas de tono, le daré a usted por desahuciado, y le
abandonaré a su desdichada suerte.

Y el otro, sin parar mientes en la indignación de su amigo, ni
cuidarse de aplacarla, se llevaba las manos a la cabeza, exclamando:

—¡Lástima de hombre!... ¡Qué pérdida, Señor!... ¡Inmenso duelo!

—¿Qué rezonga usted, por cien mil carapes? —gritó el capellán furioso
enarbolando el palo.

—Dios lo quiere, Dios lo ha dispuesto... Así debe ser, sin duda, y así
será.




XXX


Dos días después, hacia el 8 de junio, llegaba el general carlista
a las inmediaciones de Bilbao con catorce batallones y el tren de
batir, bien mezquino por cierto, pues el famoso _Abuelo_, quebrantado
por honrosos servicios, había recibido ya la jubilación. Si pobre era
la artillería facciosa, la empobrecía más la carencia de municiones,
pues para los dos morteros solo había treinta y seis bombas. Con tan
reducidos elementos iba a emprender Zumalacárregui el sitio de una
plaza defendida por cuatro mil hombres de tropas regulares, mandados
por el valiente general conde de Mirasol, y unos dos mil urbanos;
tropa y voluntarios igualmente enardecidos en la fe de la causa
que defendían, pues ya desde los comienzos de la guerra dominaba
en el vecindario de la capital de Vizcaya la opinión liberal, como
contrafuerte de la opinión carlista, dominante con absoluto imperio en
los campos. Si tenaces eran los habitantes de las villas y anteiglesias
en su afecto a don Carlos, no lo eran menos los bilbaínos en su
devoción a los principios representados por Isabel II. Al ardiente
arrojo, a la terquedad ciega de los unos, respondían los otros con
iguales o mayores demostraciones de constancia y bravura. ¡Qué tiempos,
qué hombres! Da dolor ver tanta energía empleada en la guerra de
hermanos. Y cuando la raza no se ha extinguido peleando consigo misma
es porque no puede extinguirse.

Cincuenta piezas, de las cuales la mitad eran de grueso calibre, tenía
Bilbao, emplazadas en los fuertes y reductos construidos en todo lo
largo del circuito. Las municiones no faltaban. Víveres tampoco, ni
faltarían si el asedio no se prolongaba.

Lo primero que hizo Zumalacárregui fue situar sus batallones en los
puntos convenientes para circunvalar la plaza, estableciendo un bloqueo
eficaz que impidiera la entrada de provisiones de boca. Solo por la
ría no pudo cortar la comunicación, porque a ello se opusieron los
comandantes de los dos buques de guerra, uno inglés, francés el otro,
fondeados entre Deusto y San Agustín. Hecho esto, dispuso levantar
frente al santuario de Nuestra Señora de Begoña tres baterías, donde
colocó sus cañones y obuses. Inmediatamente rompieron fuego contra
los fuertes de la plaza. Desde San Agustín, cabecera de la línea de
defensa sobre la ría, hasta Miraflores se habían levantado seis fuertes
enlazados entre sí por paredones y otras obras de defensa. El ataque
por esta parte era temerario, así como por el extremo opuesto, los
fuertes de Miraflores. El punto más débil era Begoña, el camposanto,
la batería del Emparrado, el espaldón de tablas que protegía el camino
cubierto de Santo Domingo, la batería y línea construida con barricas
y sacas de lana junto al Circo. De este grupo de defensas partía el
camino de Begoña hasta el santuario del mismo nombre, junto al cual
estaba la rectoral, donde Zumalacárregui se alojaba. No lejos de allí,
como a cien pasos de la iglesia, se alzaba el llamado Palacio, grande
y macizo, y a poca distancia la casa llamada de Landacoeche. Entre
estos tres edificios, la iglesia, el palacio y la casa, había emplazado
Zumalacárregui un mortero, y junto a Landacoeche un obús: más a la
derecha, la batería con las piezas de menor calibre.

Los dos capellanes, Ibarburu y Fago, movidos de ardiente curiosidad,
subieron a los altos de Artagán, y de allí dominaron todo el panorama
de la villa, que parecía sepultada en el fondo de un pozo. Vieron a su
derecha la mole de San Agustín y la casa de Quintana; enfrente todas
las obras de Mallona, y a la izquierda los fuertes de Solocoeche y
Larrinaga.

—¿Qué le parece a usted, amigo Fago? —dijo Ibarburu con
desfallecimiento—. ¿Tomaremos esto? Antójaseme que es hueso muy duro
para que podamos roerlo.

—Y tan duro... Fíjese usted además en los fuertes de la otra orilla,
del lado de Abando... No se concibe mayor obcecación que la de esos
señores áulicos, que han puesto la causa al borde de este abismo. Ya
verán, ya verán lo que es bueno.

—¿Y no sería conveniente renunciar a batir los fuertes y entretenernos
en arrojar bombas y granadas sobre el caserío para que se produjeran
incendios y ruinas? De este modo el vecindario, lleno de terror,
impondría la rendición.

—Esa barbarie no es militar, ni tampoco política, señor de Ibarburu, y
pongo mi cabeza a que Zumalacárregui no ha de darle a usted gusto.

Siguieron observando toda la mañana. Los sitiadores atizaban candela;
pero la plaza les contestaba con brío, y pasó el día sin que se viese
resultado favorable a la santa causa. Bilbao continuaba impávido,
deseando función más brillante y decisiva.

—Es seguro —dijo Ibarburu al bajar de Artagán— que mañana dispondrá don
Tomás el asalto de San Agustín.

—Don Tomás —replicó Fago secamente— no puede cometer el desatino de
asaltar San Agustín hasta no batir los fuertes de Mallona, y apagarles
parte de sus fuegos, si no todos.

—Me parece que usted entiende poco de asaltos de fortalezas.

—Y usted menos.

—¿Desconfía usted de la bravura de nuestros batallones?

—No..., pero tampoco creo que sean paja los batallones de Trujillo y
Compostela, que defienden los fuertes de Mallona.

—Entonces, ¿qué cree usted, gran táctico?

—Creo que mañana castigará don Tomás los fuertes del Emparrado y del
Circo, y luego quizás lance sus batallones al asalto.

—¿Contra San Agustín?

—No, hombre; contra Mallona, que es la parte más débil; y conquistada
esta, desde allí intimará la rendición a la plaza, la cual,
seguramente, contestará que no se rinde.

—¿Usted qué sabe?

—Lo sé.

—¿Tan poco puede don Tomás?

—Puede; pero no tanto como Dios.

—Ya sale usted con Dios... ¡Bah!... Es irreverencia pensar que Dios
puede estar en contra nuestra.

—Lo está.

Parose Ibarburu para mirarle con enojo despreciativo, y sin decir nada
más bajaron hacia Begoña.

El señor Mendigaña, pagador del ejército, a quien hallaron muy
cabizbajo junto a la casa de Landacoeche, les dijo que el general no
estaba bien de salud, y se había retirado a su alojamiento, donde daba
las órdenes que se habían de ejecutar antes del amanecer del día
siguiente. Pero aunque manifestara el propósito de recogerse pronto,
lo mismo Mendigaña que el intendente señor Lázaro, que sus hábitos
conocían, aseguraron que pasaría toda la noche discurriendo arbitrios y
combinaciones para la decisiva jornada próxima.

Ibarburu retirose a su alojamiento, en una casa del camino de Lezama, y
durmió como un santo. El capellán aragonés se pasó en claro la noche,
que era hermosísima, revolviendo en su mente los probables episodios
del sitio. Grabada en su memoria tenía la configuración de la villa
en la hondura, los montes que la rodeaban, sus líneas de defensa.
Todo lo veía como si delante tuviera un bien detallado plano. Veía el
entusiasmo de los bilbaínos, sus vehementísimos anhelos de rechazar
cuantos asaltos diesen los de arriba con todo el coraje del mundo.
No eran ellos menos corajudos y tercos: eran del propio pedernal que
sirvió de componente a toda la raza. La contienda sería por de pronto
reñidísima. ¡Sabe Dios qué sucedería después, cuando no tuviera la
facción un grande ingenio militar que la dirigiese!... Llegose hasta
Begoña; vio luz en la habitación del general, y estuvo contemplando el
cuadro de claridad un buen espacio de tiempo. Allí pensaba el grande
hombre. Lo mismo que él, pensaba fuera, a la luz de las estrellas,
el hombre pequeño e insignificante a quien todos tenían por tonto o
lunático.

Al amanecer agregose a unos amigos que estaban tomando la mañana, y
departió con ellos. Dijéronle que algunos batallones se preparaban
para el asalto. Había, pues, confianza en que pronto les abrirían
camino los morteros y obuses que sostuvieron el fuego el día anterior.
Después se encontró a Ibarburu, que salía de su alojamiento, radiante
de ilusiones. Dos oficiales que con él venían, manifestaron la
convicción de que antes de tres días almorzarían en Bidebarrieta. A las
ocho, próximamente, llegáronse los dos capellanes al alojamiento de
Zumalacárregui, y le vieron salir, seguido de sus ayudantes y llevando
a su izquierda a Mendigaña. Aproximándose al grupo todo lo que la
etiqueta les permitía, oyeron decir a don Tomás:

—No he pegado los ojos en toda la noche.

Su mirada era febril, lívido el color de su rostro; su tristeza se
disimulaba con la animación que quiso dar a sus palabras. Saludó
sonriendo: más encorvado aún que de costumbre, se dirigió al palacio,
desde cuyas ventanas observar solía con su anteojo las posiciones
enemigas.

Rompiose el fuego. De abajo respondían con cañonazos, y algunos, pocos,
disparos de fusilería. Los curiosos se guarecieron tras de la iglesia,
y no había pasado un cuarto de hora cuando les sobrecogió un rebullicio
de gente, saliendo del palacio. Algo había ocurrido que era motivo de
grande alarma.

—¿Qué hay, qué pasa? —preguntaron.

Y nadie supo nada hasta que salió el cura de Begoña, pálido y
descompuesto, y dijo:

—Herido el general..., poca cosa...

Y luego apareció Mendigaña con ampliaciones balbucientes de la
noticia...

—No es nada, no hay que asustarse..., una rozadura...

Todo esto pasaba en menos tiempo del que en referirlo se emplea. Vieron
bajar a Zumalacárregui por su pie, no más pálido que cuando subió.

—Creo que no es nada —dijo a los que con grande azoramiento y ansiedad
le rodearon.

Pero al decirlo dio un paso en falso..., cojeaba del pie derecho. Dos
pasos más, y ya no pudo andar. Entre Fago y otro le llevaron a su
alojamiento en volandas, y él seguía diciendo:

—No es nada..., no es nada.




XXXI


El ayudante Plaza explicó lo sucedido, que fue... _de la manera más
tonta_ que puede imaginarse. El general observaba con su anteojo los
fuertes enemigos. Algo hubo de ver que le inspiró una resolución
súbita... Vuélvese para ordenar a su ayudante que mande avanzar
inmediatamente el mortero emplazado entre el palacio y la iglesia, y en
el momento en que lo dice, una bala de fusil rebota en el hierro del
balcón, y le hiere en la pierna, por bajo de la rodilla. No dijo más
que... «Vamos, ya está aquí...».

Por momentos se confirmaba la noticia de que la herida no era de
gravedad..., cuestión de media semana. El fuego seguía: a las once
acudió Eraso. Poco después sé dijo que Zumalacárregui resignaba el
mando en su lugarteniente: por todo el ejército corrió la triste
noticia, y los cañones enmudecieron durante un rato.

—Yo sé —dijo a Fago un oficial de Guías, que se mostró afligidísimo,
y no lloraba por creer que las lágrimas deshonran el uniforme—, yo sé
quién ha disparado el tiro infame, aleve, diabólico, que ha herido a
nuestro general. Ha sido un soldado de Compostela, un bribón ferrolano
que tiene la más asombrosa puntería que puede imaginarse. Ya sabe usted
que algunos gallegos aborrecen a don Tomás por los tremendos castigos
que aplicó en el Ferrol, en sus tiempos de coronel, para exterminar
a los bandidos que infestaban aquella tierra. Llámase este asesino
tirador Juan Bouzas, y me consta que juró quitarle la vida al general
si ponía sitio a Bilbao.

—¿Y cómo sabe usted eso, amigo Elizalde?

—Lo sé por una prójima que al gallego conoce, amiga de un capellán
aragonés que sirvió con nosotros hasta lo de Arquijas.

—Ese capellán —dijo Fago con sobresalto, deseando echar a correr— no
es el que usted cree, ni ha tenido nada que ver con..., con la... Ese
aragonés señor mío, no existe, no ha existido nunca..., yo lo aseguro.
Los que hablan de él no saben lo que dicen... Quédese usted con Dios.

Salió de estampía, y de la arrancada se alejó más de una legua sin
fijarse en la dirección que llevaba. Hasta más de mediodía estuvo dando
vueltas por el campo, en lugares donde nada se veía del terrible asedio
de la villa y solo se oía el lejano zumbar de los cañonazos. Las dos
eran ya cuando vio que por el camino adelante venían tropas, en número
de cincuenta hombres, y bastantes paisanos. No tardó en reconocer a los
granaderos de Zumalacárregui, y cuando se aproximaban pudo ver que en
el centro del pelotón transportaban una camilla. Al punto comprendió
que la herida de don Tomás se había agravado, y que le llevaban al
Cuartel Real, a que le vieran y curaran los médicos del rey. Ni lo uno
ni lo otro era verdad, pues la herida se seguía considerando poco menos
que leve, y conducían al general a Cegama, residencia de sus hermanos,
no de su mujer y niñas, que vivían en Francia.

Incorporose al convoy, movido de una adhesión ardiente al mártir
glorioso de su deber, y en la primera parada suplicó a los granaderos
que le permitieran cargar la camilla; mas no quisieron aquellos
valientes ceder a ningún nacido el honor de transportar carga tan
preciosa. A medida que avanzaba el convoy, se iban quedando atrás los
paisanos y mujeres que lo acompañaban; agregáronse otros que salían
de los pueblos, y al enterarse de la triste noticia, prorrumpían
en exclamaciones de dolor. Profundamente turbado el espíritu del
capellán, se apropiaba toda la pena que en los semblantes veía, y
juntábala con la suya. No tenía consuelo; el corazón, rebosando
amargura, le anunciaba infortunios terribles, los cuales no se referían
exclusivamente a los demás, ni al general herido, sino a todos: a la
causa, al país, a él mismo, al pobre capellán que se creía responsable,
sin saber por qué, de las catástrofes que al mundo amenazaban. A su
tristeza se mezclaba el terror, una ansiedad semejante a la que le
acometió en el campo de Arquijas.

Obedeciendo a un instintivo impulso, reconocía los rostros de todas
las mujeres que salían al camino. Las había feas, las había hermosas,
algunas de atlética estatura, como la Ignacia de Elosua; otras
contrahechas y desmedradas. Pero todas eran quienes eran, y nada más.
Al propio tiempo que estas extrañas cosas sentía, no podía pensar que
fuese leve la herida del general, como todos aseguraban. Teníala por
gravísima, mortal, y cuando Zumalacárregui, en la parada de Zornoza,
le llamó a su lado y, ofreciéndole un cigarrillo, le dirigió palabras
afectuosas, le miraba como a un muerto que hablase... La idea de que el
general sería pronto cadáver, si ya no lo era, se aferraba a su mente,
sin que ninguna consideración pudiera desecharla.

—¿Y cómo se encuentra vuecencia? —le preguntó, intentando poner en su
rostro una confianza que no tenía.

—Así, así... —le contestó Zumalacárregui no más triste que antes de la
desgracia—. Los dolores de la pierna se me han calmado con la untura
que me puso este señor médico que me acompaña. Más me molesta mi
enfermedad que la herida, y creo que, aun sin este accidente, habría
tenido que dejar el mando para atender a mi salud.

—La salud es lo primero —dijo Fago—, y que busque la causa otros
generales. En el grado de robustez en que, por obra y gracia de
vuecencia, está la causa, ya puede andar sola... Vengan otras cabezas,
y Dios dispondrá lo que nos convenga a todos.

Tirando con fuerza la colilla, Zumalacárregui dio orden de seguir. Y a
los pocos pasos entabló Fago conversación con fray Cirilo de Pamplona,
hombre muy apersonado, como de cuarenta años, que no gastaba hábito
sino la usual vestimenta de los capellanes. Era pariente de la esposa
del general, y sobre este tenía gran ascendiente. Hallábase con Eraso
en Bolueta cuando tuvo noticia del suceso, y acudió al instante,
determinando acompañarle hasta el propio Cegama. Charlando con el
aragonés, mostrose confiado en la pronta curación del general, sobre
todo si este seguía el consejo que le había dado, y era llamar sin
pérdida de tiempo a un curandero del país, nombrado Petriquillo, hombre
muy práctico en sanar heridas y en entablillar miembros rotos. El tal
vivía en Ermua, y ya se le había mandado un emisario para que saliese
al camino, al pase del enfermo. Más confianza que en los médicos
tenía fray Cirilo en aquel practicón sin estudios que de continuo
realizaba curas maravillosas, empleando los ungüentos y pócimas que,
con hierbas de su conocimiento, él mismo confeccionaba. A todo asintió
Fago, por urbanidad, pues creía firmemente que los enfermos se pierden
o se salvan por sentencia superior, sin que pueda la ciencia humana
precipitar ni atajar la muerte.

Llegaron de noche a Durango, y no bien paró el convoy en el palacio de
los Emparanes, llegó un mensajero del rey, diciendo fuese el médico
señor González Grediaga a informar a Su Majestad del estado del herido.
La visita del soberano se fijó para la siguiente mañana, a fin de que
el general descansase toda la noche. Acudieron no pocos personajes de
la corte trashumante a visitar a don Tomás; pero este no quiso recibir
a nadie. En los arcos de Santa María y en el paseo de la Olmeda, hubo
hasta hora muy avanzada de la noche corrillos, donde se comentaba
con ansiedad el triste accidente. Los más lo creían adverso, algunos
favorable, y no faltó persona bien informada que aseguró no mandaría el
general Eraso las reales tropas por mucho tiempo, pues ya era seguro
que sería nombrado González Moreno, de quien se esperaba la toma de
Bilbao en un abrir y cerrar de ojos.

Tan a disgusto se encontraba Fago en la llamada corte, y tan malas
tripas le hacía el encuentro probable con don Fructuoso, que se fue a
dormir a Abadiano, para incorporarse a la mañana siguiente al convoy
que por aquel pueblo tenía que pasar. Don Carlos visitó a su general
muy temprano. Cuentan que le reconvino cariñosamente por exponer al
peligro vida tan preciosa. Y el herido contestó:

—Señor, sin exponerse, nada se adelanta... Bastante he vivido ya... En
esta guerra tan desigual y destructora, por necesidad hemos de morir
cuantos la hemos comenzado.

Sin penetrarse bien de la profunda tristeza de estas palabras, ni del
sentido pesimista que contenían respecto al curso futuro de la guerra,
don Carlos quitó a la herida de su general toda importancia. Los
médicos González Grediaga y Gelos le habían asegurado que dentro de
quince días podría volver a campaña. Movió la cabeza en señal de duda
Zumalacárregui, y no quiso contradecir los felices augurios de su señor
y rey. Este le incitó a quedarse en Durango, donde le asistirían los
facultativos de la Casa Real, y se le prodigarían exquisitos cuidados.
Pero el herido se defendió con tenacidad de la obsequiosa protección de
Carlos V, insistiendo en que le llevaran al retiro y quietud de Cegama.
Fácil es al historiador penetrar en la mente del héroe, y ver en ella
su repugnancia de la corte, y su aborrecimiento de los intrigantes que
en ella bullían. Despidiéronse sin que mediara ninguna observación
acerca del sitio de Bilbao, ni de las dificultades que ofrecía la
desdichada operación impuesta por los conspicuos del Cuartel Real. Ya
no volverían a verse más en este mundo don Carlos y Zumalacárregui,
representación viva del absolutismo el uno, representación el otro de
la formidable fuerza nacional que lo amaba y lo defendía. La idea y el
brazo se separaban para siempre. En su respetuosa despedida, el gran
caudillo parecía decir: «Ahí queda eso, señor. El que tanto ha hecho
por Vuestra Majestad, no puede hacer más».

Y no bien salió don Carlos del alojamiento, se dieron órdenes para
continuar el transporte de la camilla. Contento iba el general al
partir de Durango, y al perder de vista las enfatuadas figuras de los
cortesanos que acudieron a despedirle. Su amigo Mendigaña, pagador del
ejército, le había dado treinta onzas a cuenta de las pagas atrasadas,
y con ellas obsequió espléndidamente durante el camino a los granaderos
que le conducían. Anhelaba llegar pronto a Cegama, donde le esperaban
deudos y amigos cariñosos; perder de vista el ejército; descansar de la
continua brega; olvidar sus propios esfuerzos físicos y espirituales, y
la ingratitud, irrisorio galardón de tanta inteligencia y desinterés.

Impaciente, daba órdenes para que los granaderos se remudaran, a fin
de acelerar el viaje, que era penoso a causa del calor y la distancia.
Fumaba cigarrillos uno tras otro; en las cortas paradas hablaba con
Capapé, su fiel amigo; con fray Cirilo; con los médicos, que le
renovaban el emplasto para atenuar sus dolores, y con el curandero
Petriquillo, que le auguraba sanarle en cuatro días por procedimientos
de él solo conocidos. Agregándose al convoy en Abadiano, Fago marchó
a retaguardia con la gente menuda, alejado de la camilla por virtud
de una timidez aplanante, tristísima. No gustaba de ver de cerca al
héroe. El sentimiento de emulación que llenaba su alma en los primeros
días de conocerle y tratarle, trocábase ya en suprema piedad, y en
adoración de las virtudes y méritos grandes del caudillo, méritos y
virtudes que comprendía como nadie; y si antes tuvo la pretensión de
penetrar en su mente, adivinándole las ideas militares o anticipándose
a ellas, ahora creía también en la transfusión de su espíritu en el de
Zumalacárregui, y viviendo dentro de él se recreaba en la placidez de
una conciencia limpia, en la entereza de un morir cristiano, sereno,
con la satisfacción de haber desempeñado un papel histórico, agradable
a Dios, y de resignar su poderío terrestre en medio de la paz religiosa
y de los consuelos de la fe.

Meditaba en esto el buen capellán, siguiendo al convoy, y se decía:
«Morirá, morirá, sin duda. Es ley que tiene que cumplirse. Este
endiablado Petriquillo paréceme instrumento de la fatalidad... Y yo me
pregunto: ¿Qué pasaría si este hombre extraordinario no se muriera? Si
yo me engañara y don Tomás curase, ¿qué resultaría del quebrantamiento
de la lógica histórica? Porque su morir es lógico, es bello además,
inmensamente humano y divino, consorcio de lo divino con lo humano.
Si el general viviera, veríamos una falta de armonía en las cosas...
No, no: debe morir, morirá. Allá se las compongan la ciencia y el
charlatanismo para llegar a este resultado preciso... Yo no dudo, no
puedo dudarlo. Dios me ha enseñado a conocer las oportunidades de la
historia, y cuándo es bueno que ocurra lo malo».




XXXII


Penoso fue para el herido el largo trayecto de Durango a Cegama, por
Elgueta, Vergara y Zumárraga, en día caluroso y seco. Remudándose
con frecuencia los granaderos que transportaban la camilla, pudieron
llegar al término del viaje ya entrada la noche. Si triste fue todo el
camino, el paso por el valle del Oria, desde Segura para arriba, en la
oscuridad, llevó a su mayor grado la tristeza de aquella que parecía
procesión del Santo Entierro. Delante iban soldados con hachas de
viento, alumbrando el camino. Nadie hablaba: el cansancio sellaba todas
las bocas. Música de la fúnebre comitiva era el murmullo del río,
que en aquella parte alta del valle donde nace, más bien es torrente.
Venía bastante crecido, y sus saltos y cascadas espumosas resonaban con
mugido profundo en el silencio de la noche. De Cegama bajaron hasta
Segura, al encuentro del convoy, personas de la familia, el cura,
muchos vecinos del pueblo, precedidos de faroles. Las movibles luces
tan pronto iluminaban a las personas, como las dejaban en tinieblas.
En la sombra no eran los rostros más tristes que en la claridad, pues
nadie sonreía.

Entró por fin el convoy en el pueblo, atravesando la calle que conduce
a la plaza de la iglesia, y deteniéndose frente a esta, en una calle
pendiente y corta que parte de la esquina de la Casa Consistorial.
Al extremo de dicha calle, que más bien es irregular plazuela, se
alzaba la vivienda de la familia de Zumalacárregui, donde el general
quería encontrar el reposo de su espíritu, el alivio de sus dolencias
crónicas, y la curación de su herida. ¿Qué menos podía ambicionar quien
tanto había hecho con notoria generosidad y desinterés? Pero no es
cosa segura que los triunfos militares y políticos sean recompensados
por Dios con los bienes terrenos, el mayor de los cuales es la salud.
Por esto, el general, que también era un gran filósofo cristiano,
no contaba con ninguna recompensa, y esperaba que cumpliera Dios su
voluntad como quisiese.

A poco de entrar en la casa la camilla, fueron alojados los granaderos
en el Ayuntamiento; los vecinos se metieron en sus hogares, y todo
quedó en silencio y en sombría soledad. A Fago le brindaron aposento
y cena los granaderos. Durmió toda la noche, y muy de mañana salió a
reconocer el pueblo, empezando por la parroquial iglesia de San Martín,
hermosa y grande como todas las de Guipúzcoa, pero de escaso interés
artístico. Encajonado entre montes altísimos, al pie de la sierra que
divide las aguas de Navarra de las del país vasco, el pueblo carece de
horizontes. Fago lo vio encapuchado en nieblas; la humedad se mascaba;
el frío penetraba los huesos. Entre Bilbao y Cegama, la diferencia de
altitud determinaba temperaturas muy diferentes. Venían del riguroso
verano a un otoño lacrimoso y desapacible.

Cuando el sol empezaba a calentar el suelo, disipando la neblina,
el capellán, que ya había recorrido las cortas calles y callejas de
Cegama, fue a casa del general para enterarse de cómo había pasado la
noche. Desde la plaza de la iglesia, salvando un puentecillo sobre
espumoso torrente que iba a aumentar las aguas del Oria, llegó a una
elevada plazoleta, en la cual vio un caserón con ángulos de sillería
almohadillada y ventanales de piedra, el cual bien podía pasar por
palacio, conforme al tipo de construcciones de Guipúzcoa. En la puerta
había guardia de granaderos; algunas personas del pueblo, gozosas,
decían que el general había pasado buena noche, y que estaba tranquilo
y contento. Anhelando más concretas noticias, entró Fago en el
portal, cuadra enorme, empedrada, con unas grandes pesas colgantes en
el testero de la izquierda. Allí había más gente, sentada en bancos o
en troncos de castaño; caras conocidas: el señor Capapé, el ayudante
Vargas, herido, que se unió al convoy en Segura, y andaba con muletas;
caras desconocidas: el alcalde del pueblo y vecinos pudientes, algunos
con sombrero de copa forrado de hule.

Del grandísimo portal partía la escalera, de piedra el primer tramo,
lo demás de nogal venerable, casi negro ya, los peldaños desnivelados
y lustrosos, crujientes bajo los pies de los que subían y bajaban. No
atreviéndose Fago a subir, se contentó con preguntar a todos los que
conocía. Las buenas noticias se confirmaban. Era cosa de pocos días,
y antes de quince podía el general volver a montar a caballo. Fray
Cirilo de Pamplona y el curandero Petriquillo, hombre menudo, inquieto,
hablador, con la cabeza tan calva y negruzca que parecía una calabaza
de peregrino, eran los más optimistas. En las caras de los médicos
Boluqui y Gelos, a quienes vio bajar poco antes de mediodía, observó
el capellán mayor reserva e inquietud. Y nada más digno de contarse le
ocurrió aquel día, como no sea que hizo amistad con el cura, el cual
le enseñó toda la iglesia, la sacristía, vasos y ornamentos, y las
habitaciones altas de donde se dominaba la villa y sus arrabales.

Pasaron días, y la vida del aragonés compartíase entre un largo plantón
en el portal de la casa de Zumalacárregui, por saber noticias, y un
vago pasear por el pueblo. Al aproximarse a la residencia del general,
solía detenerse en el puentecillo que salva el afluente del Oria, un
riachuelo torrencial que al pie de los muros de la cercana huerta se
remansa, y sirve de lavadero a todas las mujeres de aquel barrio.
Apoyando los codos en el pretil del puente, se pasaba allí el hombre
largos ratos, viendo a las mujeres con media pierna dentro del agua,
golpeando la ropa y charlando en su jerga vascuence, de la cual no
entendía una palabra.

A los tres días de esta vida se sintió enfermo, con mal semejante al
que había tenido en Aranarache. Era reproducción de la fiebre nerviosa,
un acceso leve quizás, y para reponerse admitió la hospitalidad con que
le brindó el sacristán de San Martín. En casa de este le dieron una
regular estancia, y cama muy buena, donde pasó tres días, curándose
solo con agua azucarada y algún caldo. Cuando le pareció que podía
darse de alta, echose a la calle; pero apenas se podía mover, y
agarrándose a las paredes fue a informarse de cómo iba la herida del
general. Dijéronle que las opiniones de la Facultad estaban divididas.
Quién creía que la herida se enconaba, y que el enfermo estaba peor de
su mal crónico; quién que la inflamación de la pierna sería pasajera,
y que se resolvería favorablemente en cuanto extrajeran la bala. En
esto, díjole Capapé que, habiendo dado cuenta al general de que el
capellán Fago permanecía en Cegama, había manifestado deseos de verle,
y no necesitó más el buen aragonés para pedir que le proporcionaran la
dicha de ofrecer sus respetos al héroe y mártir. Aún tuvo que aguardar
un ratito, que un siglo le pareció.

Salieron varias personas, entre ellas el cura; poco después el mismo
Capapé le invitó a subir. En lo alto de la escalera recibiole una
señora menudita y ligera que andaba por aquellos pavimentos lustrosos
sin que se le sintieran los pasos. Era la hermana del general; sonrió
al verle; le hizo pasar a una sala muy limpia y ordenada; esperó el
capellán un rato, en compañía de un niño de unos doce años, sobrino de
don Tomás, y una niña de menos edad, con quienes habló, observando en
sus rostros agraciados el aire de familia. Luego la misma señora de los
pasos ligeros le llevó, por un corredor que rodeaba la escalera, a una
habitación de mediano tamaño, con ventana a la huerta y al torrente
donde lavaban las mujeres. En el ángulo interno de dicho aposento
estaba la cama, y en ella el general, sentado, descansando el busto
y cabeza sobre un rimero de almohadas. Afectó penosamente a Fago la
demacración de su rostro, la lividez de las ojeras, el afilamiento de
la nariz. No obstante, en medio de sus torturas, el general se había
hecho afeitar; bajo la amarilla piel, se le marcaba el afilado hueso
maxilar, como cuchillo envuelto en una funda. A los pies de la cama
había un arcón de nogal, mueble muy común en las casas de aldea. Tenía
el enfermo a su derecha la pared, a su izquierda una mesilla sobre la
cual colgaban, junto a una pilita de plata repujada, algunas imágenes
sujetas al clavo con lazos de seda. Sobre la cabecera de la cama, casi
tocando con los pies la cabeza de Zumalacárregui, había un crucifijo,
y enfrente, entre la ventana y el ángulo externo, un niño Jesús de
tamaño poco menos del natural, sobre un altarito y bajo dosel de raso
violeta bordado con lentejuelas de plata. Lo demás de la pieza era
insignificante.

Sentose Fago en el arcón, a los pies de la cama, y tanta timidez y
cortedad sentía que apenas osó decir al general cosa alguna, fuera
de las palabras elementales referentes a la salud, mejor dicho, a la
enfermedad. Se sentía sobrecogido por la solemnidad misteriosa de
la estancia, que le parecía santuario, y el enfermo un ser de algún
reino inmediato a los cielos, ya que no de los cielos mismos. Ni
podía acostumbrarse a ver en él al guerrero... No era, no, el bravo
caudillo que discurría las admirables suertes estratégicas: era un
santo consumido en la devoción y en las penitencias. Su palabra, ya
cavernosa, llegaba a los oídos de Fago con un son remoto, como ahilado
por la distancia.

—Los médicos —dijo— me aseguran que voy bien. Pero yo no acabo de
creerles, amigo Fago. Y usted, ¿qué tal se encuentra? Me han dicho que
ha estado usted malucho. Quizás no le siente este clima. A mí me gusta.
Detesto el calor; me he criado en la humedad y en el frío de los montes
de Guipúzcoa, y prefiero esta tierra, no solo para vivir, sino para
morirme.

—Yo también —afirmó el capellán Fago con arranque espontáneo—. Crea
vuecencia que me gustaría morirme aquí mejor que en otra parte...

—¡Hombre, qué quiere usted que le diga! Murámonos donde Dios lo
disponga. Lo mismo da.

—En los tiempos que corren —dijo Fago contagiado de la intensísima
melancolía del general—, tiempos de guerra y matanzas, en que vemos
despreciada la vida de los hombres, nos morimos aquí o allá como si nos
bebiéramos un vaso de agua..., y nos quedamos tan frescos.

—Dice usted bien: la guerra es una gran escuela de resignación. Pero
tal como la hemos hecho nosotros, y como la harán los que me sucedan
a mí, no hay naturaleza que la resista. El que no muera de una bala,
morirá de cansancio, o de los disgustos que se ocasionan...

—La guerra, digo yo, deben hacerla en primera línea aquellos a quienes
directamente interesa... Verdad que si tuvieran que hacerla ellos,
quizás no habría guerras, y los pueblos no se enterarían de que existen
estas o las otras _causas_ por las cuales es preciso morir.

Al oír esto, Zumalacárregui permaneció un instante silencioso mirando
al techo.

—Pienso yo, mi general, que nos afanamos más de la cuenta por las
que llaman _causas_, y que entre estas, aun las que parecen más
contradictorias, no hay diferencias tan grandes como grandes son y
profundos los ríos de sangre que las separan...

Tampoco a esto contestó nada el general. Dio un cigarro a su amigo;
encendieron ambos en una estufilla colocada en la mesa próxima a la
cama, y al poco rato el herido reanudó la conversación, desviándola del
terreno resbaladizo a que Fago quería llevarla.

—Yo le alabo a usted, señor capellán, el gusto de preferir la religión
a la guerra. Al saber que tomaba asco a las cosas militares, me
confirmó en la buena opinión que de usted tenía. Siempre me pareció
usted un hombre de superior entendimiento, apto para todo.

—Vuecencia me favorece demasiado. No soy apto para nada.

—Me gusta la modestia, pero no tanta... Digo que ha hecho bien en
volver a su vocación antigua, que es la verdadera. Y aunque usted posee
dotes militares, bien lo he conocido, ha hecho bien en quitarse de esos
afanes y de esos peligros, casi siempre mal recompensados. Vuélvase
a su estado religioso, que allí encontrará el premio. Los méritos de
guerra, por grandes que sean, no tienen recompensa ni aquí... ni allá.

—Lo mismo creo, mi general... Y aquí me tiene usted sin vocación
ninguna, pues todas las he perdido, y con toda verdad le digo que no
sé a dónde han ido a parar. No tengo más que un deseo: el descanso. Y
vuecencia me dirá: «¿Cómo puede estar cansado quien nada ha hecho?».
Respondo que se cansa uno del tráfago del pensamiento tanto como de
las acciones repetidas, obra del cuerpo y la voluntad. Se cansa uno de
pensar lo que no hace, como se cansa de hacer las cosas pensadas por sí
mismo o por otros. Yo soy hombre concluido. En cortos años, mi vida ha
sido muy larga.

—No este usted tan descontento de sí mismo —le dijo don Tomás
revolviéndose con trabajo en su lecho—. Serénese, y la vida le abrirá
nuevos horizontes. Es usted joven: la religión le dará los alientos que
hoy no tiene.

Creyó notar Fago que el general sentía vivos dolores, y que los
disimulaba por atender a la visita. Se levantó para retirarse.

—Mi general —le dijo—, vuecencia necesita descansar, y estoy
molestándole.

—Hombre, no... No tenga usted prisa... Estos malditos dolores no me
dejan, no me dejan... ¡Qué le hemos de hacer!... Sufriremos todo lo que
podamos. Ahora dicen esos señores que será preciso extraerme la bala,
y que cuando la saquen me pondré bien. Allá veremos. Les he dicho que
corten y rajen cuando quieran...

—Mi general —añadió Fago, viendo entrar a la señora de los pasos
ligeros—, estoy molestando a vuecencia... Me retiro... Quiera Dios
darle el alivio que merece.

—Bueno, amigo Fago: si desea marcharse, no le retengo más. Usted..., me
parece..., también debe cuidarse.

—¡Mi vida es tan poco útil!... No digo naciones ni partidos; pero ni
aun familia, ni persona alguna dependen de mí.

—¿Es usted solo?

—Tan solo, que no teniendo más que a mí mismo, paréceme que tengo mucho.

—Hay que cuidarse..., conservar la vida todo lo que se pueda... Adiós,
amigo Fago.

—Mi general, adiós.

—Y ya charlaremos otro poco..., sabe Dios dónde y cuándo... Adiós.

—Adiós.




XXXIII


Salió de la triste estancia el capellán con tan grande angustia en el
alma, que no se fijó en ninguna de las personas que al paso, en la
escalera y portal, iba encontrando. Muchos le preguntaban:

—¿Cómo está el general?

Y él respondía maquinalmente:

—Bien..., está muy bien.

Por todo el camino hasta su casa, que era la del sacristán, fue
diciendo lo mismo: _bien..., está bien_, aunque nadie se lo preguntara;
y al llegar al cuarto en que dormía, se arrojó sobre el lecho boca
abajo, y estuvo llorando toda la tarde. Por la noche le entró fiebre,
temblores convulsivos, y una ansiedad que se expresaba en su mente con
la idea o imagen de ver ante sí un grande, negro, insondable abismo que
le atraía. Nada dijo a su generoso huésped, ni se quejó de mal alguno.
No quería más que estar solo... Por alimento no apetecía más que agua y
mendrugos de pan.

Zumalacárregui pasó la noche con horribles sufrimientos, fiebre y
delirio. Soñaba con Bilbao; todo su afán era que el general Eraso no
cumpliera fielmente lo estipulado con los comandantes de los barcos
extranjeros, acerca de las condiciones en que se verificaría el bloqueo
por la parte de la ría. Sobre esto versaba su desvarío, demostrando
la gravedad que en su conciencia tenía aquel asunto de carácter
internacional.

Los cuatro ayudantes, el fraile, el cura, Capapé, Vargas, la familia
y amigos, estuvieron en la sala hasta más de media noche, en ansiosa
expectativa. Petriquillo ya no parecía por allí; los médicos acordaron
extraer la bala a la mañana siguiente muy temprano. ¡Lástima no haberlo
hecho en cuanto el herido llegó a Cegama! La fatalidad inspiró a
Zumalacárregui y a su pariente una ciega confianza en el curandero. Los
físicos le echaban la culpa a él, y él a los físicos. A todos sin duda
alcanzaba la responsabilidad de la agravación del enfermo en la noche
del 23 al 24 de junio.

No bien amaneció el día de San Juan, los señores Grediaga y Gelos
extrajeron la bala, haciendo gran carnicería en la pierna del héroe.
Terminada la cruel operación con relativa felicidad, creyose conjurado
el peligro, y el contento llenó la casa, y prontamente cundió por todo
el pueblo. Puesta la bala en una bandeja, la fueron mostrando de casa
en casa. Fray Cirilo propuso enviarla a don Carlos, como presente
histórico que Su Majestad tendría en gran aprecio. Pero, ¡ay!, estas
alegrías duraron poco. No eran las ocho cuando el héroe fue atacado de
un temblor convulsivo. Acudieron los médicos, la familia. Con medias
palabras, pues enteras difícilmente podía pronunciarlas, don Tomás,
conservando su entereza moral, les dijo que se moría, y ordenó se
hiciese pronto, pronto, _lo conveniente al caso_ (fórmula militar).

Lo primero fue la asistencia religiosa. El párroco recibió la breve
confesión, y sin pérdida de tiempo entró el escribano, que consternado
y lloroso, como todos los demás, se limitó a preguntar al moribundo:

—Señor don Tomás, ¿qué deja usted, y cuál es su última voluntad?

Con la apagada voz que le quedaba, respondió el general:

—Dejo mi mujer y tres hijos, únicos bienes que poseo. Nada más tengo
que poder dejar.

En tan aflictivas circunstancias, pudieron apreciar los que tal frase
oyeron la soberana modestia del héroe, mas no el profundo humorismo con
que había expresado su pensamiento. Daba prisa él mismo, sintiendo que
se le concluía la vida, y con la resolución que empleaba para ordenar
los movimientos de una batalla, mandó que le llevasen el Viático. Los
médicos opinaron que se le debía obedecer inmediatamente.

Púsose en movimiento el clero de la parroquia. Pueblo y granaderos
acudieron en masa. Fue solemne y patético el acto. Crujían las viejas
tablas de la escalera y de las habitaciones altas al peso de las muchas
personas que subieron: señores y aldeanos, curas y militares. Cuando el
general recibió a Dios, diríase que la impaciente vida se le mantenía
suspensa, en espera de un acto que las creencias del moribundo hacían
inexcusable. No bien terminó el sacerdote las preces, acabó de apagarse
el conocimiento del general. Su hermano político, juntando cara con
cara, le llamó. En sílabas ininteligibles articularon los labios del
moribundo la respuesta que, por venir de tan lejos, ya no podía ser
entendida. Capapé, llorando como un niño, le besaba las manos. El
fraile y la señora de los pasos ligeros rezaban y lloraban de rodillas.
A las diez y media dejó de existir el grande hombre. Alma y brazo de la
monarquía absoluta, la causa que por él y con él vivió, con él moría.
Aunque el ideal carlista no haya adquirido el santo reposo, enterrado
fue con los huesos de Zumalacárregui bajo las losas de la iglesia
parroquial de Cegama... Es que algunos muertos descansan, y otros no.

Honda consternación, duelo inmenso produjo en la humilde villa el
doloroso acontecimiento, cuyo alcance político y social comprendían
pocos, quizás ninguno, en el pacífico vecindario. Veían desaparecer
al más afortunado caudillo de la causa; pero no dudaban que esta, con
la ayuda de Dios, encontraría herederos de las aptitudes militares
del grande hombre. Otros lloraban al amigo, al jefe queridísimo que
terminaba su vida de increíbles proezas, de trabajos hercúleos, con
la dulce tranquilidad de un santo. Caudillo de un poderoso ejército,
apóstol de una causa formidable, moría en absoluta pobreza, y hasta
le faltaba ropa militar con que pudieran amortajarle conforme a su
categoría. De lo que a cuenta de sus pagas le dio Mendigaña al salir de
Bilbao, poco se encontró en sus bolsillos: casi todo lo había empleado
en gratificar y obsequiar a los granaderos que le transportaron en
hombros desde la plaza en mal hora sitiada.

Fueron panegiristas del insigne muerto en aquel triste día de San
Juan todos los que en vida le habían amado: los cuatro ayudantes, el
fraile Cirilo, Capapé, la hermana, el cuñado y sobrinos. El único de
los buenos amigos que nada dijo ni pudo decir, fue el buen capellán
aragonés José Fago. Todas sus ideas y apreciaciones sobre la vida
y muerte del insigne pastor de tropas, se las reservaba para mejor
ocasión. ¿Qué le había ocurrido? Pues nada. Al mediodía del mismo
aciago 24, el sacristán, extrañando no verle, entró en el cuarto donde
dormía, y le encontró inmóvil sobre la cama, boca abajo. Por más que le
llamaba, añadiendo a la palabra tirones de orejas y estrujones en los
brazos, el capellán no daba acuerdo de sí. ¡Qué había de dar si estaba
muerto!...

Más muerto que su abuelo. Corrió el sacristán a contar al cura la
inopinada desgracia, y ambos la comentaron con grande sorpresa y
aspavientos de aflicción.

Sentía el cura de todas veras que el capellán hubiese muerto sin los
auxilios espirituales; mas no teniendo remedio el caso, no había que
pensar más en ello, y lo único procedente era enterrarle y encomendar a
Dios su alma.

—Dios sabrá lo que le conviene —dijo el cura.

Y el sacristán:

—Señor don Florencio, la muerte de este hombre es cosa de grande
confusión. No sabemos qué enfermedad padecía, aunque para mí era un mal
de la cabeza. No regía bien de las entendederas. Decía cosas muy raras,
y peores eran las que se callaba. Anoche, cuando se acostó, fui a
verle. «¿Qué se le ofrece, señor?». Y me contestó: «Un vasito de agua».
Luego no decía más que «nos morimos, nos morimos», y dale con que nos
morimos.

—Puesto que tu huésped enfermo —le dijo el cura—, tan a poca costa te
ha salido por alimento y botica, encomiéndale a Dios fervorosamente,
si fue bueno, porque fue bueno; si fue malo, porque fue malo. Con
nuestras oraciones y nuestros sufragios cumplimos, y a Dios toca darle
su merecido.

Oídas estas graves razones, ya no pensó el sacristán más que en
enterrar a su difunto, y ello hizo el 25 por la mañana, poco antes del
entierro y funerales de Zumalacárregui. A este le vistieron de frac,
por no tener uniforme de general. Asistió todo el pueblo con profunda
desolación.

Cuando le sacaron de la casa para llevarle a la iglesia en hombros de
los fieles granaderos, se produjo en la multitud un silencio grave.
No se oía ni el bullicio de los pájaros en los árboles de la huerta
próxima y en las márgenes del torrente. Casi todas las mujeres que
lavaban, los pies en el río, suspendieron su tarea. Unas rezaban, otras
seguían con curiosa mirada el tristísimo cortejo. Digo casi todas,
porque una de ellas, la más joven quizás, alta, morena, ojerosa, se
mostró insensible al duelo general, y mirando al agua enturbiada por el
jabón, dijo con cruel entereza:

—Bien muerto está... Mandó fusilar a mi padre.


FIN DE «ZUMALACÁRREGUI»


Madrid, abril-mayo de 1898.





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK ZUMALACÁRREGUI ***


    

Updated editions will replace the previous one—the old editions will
be renamed.

Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright
law means that no one owns a United States copyright in these works,
so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United
States without permission and without paying copyright
royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part
of this license, apply to copying and distributing Project
Gutenberg™ electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG™
concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark,
and may not be used if you charge for an eBook, except by following
the terms of the trademark license, including paying royalties for use
of the Project Gutenberg trademark. If you do not charge anything for
copies of this eBook, complying with the trademark license is very
easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation
of derivative works, reports, performances and research. Project
Gutenberg eBooks may be modified and printed and given away—you may
do practically ANYTHING in the United States with eBooks not protected
by U.S. copyright law. Redistribution is subject to the trademark
license, especially commercial redistribution.


START: FULL LICENSE

THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE

PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK

To protect the Project Gutenberg™ mission of promoting the free
distribution of electronic works, by using or distributing this work
(or any other work associated in any way with the phrase “Project
Gutenberg”), you agree to comply with all the terms of the Full
Project Gutenberg™ License available with this file or online at
www.gutenberg.org/license.

Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg™
electronic works

1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg™
electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to
and accept all the terms of this license and intellectual property
(trademark/copyright) agreement. If you do not agree to abide by all
the terms of this agreement, you must cease using and return or
destroy all copies of Project Gutenberg™ electronic works in your
possession. If you paid a fee for obtaining a copy of or access to a
Project Gutenberg™ electronic work and you do not agree to be bound
by the terms of this agreement, you may obtain a refund from the person
or entity to whom you paid the fee as set forth in paragraph 1.E.8.

1.B. “Project Gutenberg” is a registered trademark. It may only be
used on or associated in any way with an electronic work by people who
agree to be bound by the terms of this agreement. There are a few
things that you can do with most Project Gutenberg™ electronic works
even without complying with the full terms of this agreement. See
paragraph 1.C below. There are a lot of things you can do with Project
Gutenberg™ electronic works if you follow the terms of this
agreement and help preserve free future access to Project Gutenberg™
electronic works. See paragraph 1.E below.

1.C. The Project Gutenberg Literary Archive Foundation (“the
Foundation” or PGLAF), owns a compilation copyright in the collection
of Project Gutenberg™ electronic works. Nearly all the individual
works in the collection are in the public domain in the United
States. If an individual work is unprotected by copyright law in the
United States and you are located in the United States, we do not
claim a right to prevent you from copying, distributing, performing,
displaying or creating derivative works based on the work as long as
all references to Project Gutenberg are removed. Of course, we hope
that you will support the Project Gutenberg™ mission of promoting
free access to electronic works by freely sharing Project Gutenberg™
works in compliance with the terms of this agreement for keeping the
Project Gutenberg™ name associated with the work. You can easily
comply with the terms of this agreement by keeping this work in the
same format with its attached full Project Gutenberg™ License when
you share it without charge with others.

1.D. The copyright laws of the place where you are located also govern
what you can do with this work. Copyright laws in most countries are
in a constant state of change. If you are outside the United States,
check the laws of your country in addition to the terms of this
agreement before downloading, copying, displaying, performing,
distributing or creating derivative works based on this work or any
other Project Gutenberg™ work. The Foundation makes no
representations concerning the copyright status of any work in any
country other than the United States.

1.E. Unless you have removed all references to Project Gutenberg:

1.E.1. The following sentence, with active links to, or other
immediate access to, the full Project Gutenberg™ License must appear
prominently whenever any copy of a Project Gutenberg™ work (any work
on which the phrase “Project Gutenberg” appears, or with which the
phrase “Project Gutenberg” is associated) is accessed, displayed,
performed, viewed, copied or distributed:

    This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most
    other parts of the world at no cost and with almost no restrictions
    whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms
    of the Project Gutenberg License included with this eBook or online
    at www.gutenberg.org. If you
    are not located in the United States, you will have to check the laws
    of the country where you are located before using this eBook.
  
1.E.2. If an individual Project Gutenberg™ electronic work is
derived from texts not protected by U.S. copyright law (does not
contain a notice indicating that it is posted with permission of the
copyright holder), the work can be copied and distributed to anyone in
the United States without paying any fees or charges. If you are
redistributing or providing access to a work with the phrase “Project
Gutenberg” associated with or appearing on the work, you must comply
either with the requirements of paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 or
obtain permission for the use of the work and the Project Gutenberg™
trademark as set forth in paragraphs 1.E.8 or 1.E.9.

1.E.3. If an individual Project Gutenberg™ electronic work is posted
with the permission of the copyright holder, your use and distribution
must comply with both paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 and any
additional terms imposed by the copyright holder. Additional terms
will be linked to the Project Gutenberg™ License for all works
posted with the permission of the copyright holder found at the
beginning of this work.

1.E.4. Do not unlink or detach or remove the full Project Gutenberg™
License terms from this work, or any files containing a part of this
work or any other work associated with Project Gutenberg™.

1.E.5. Do not copy, display, perform, distribute or redistribute this
electronic work, or any part of this electronic work, without
prominently displaying the sentence set forth in paragraph 1.E.1 with
active links or immediate access to the full terms of the Project
Gutenberg™ License.

1.E.6. You may convert to and distribute this work in any binary,
compressed, marked up, nonproprietary or proprietary form, including
any word processing or hypertext form. However, if you provide access
to or distribute copies of a Project Gutenberg™ work in a format
other than “Plain Vanilla ASCII” or other format used in the official
version posted on the official Project Gutenberg™ website
(www.gutenberg.org), you must, at no additional cost, fee or expense
to the user, provide a copy, a means of exporting a copy, or a means
of obtaining a copy upon request, of the work in its original “Plain
Vanilla ASCII” or other form. Any alternate format must include the
full Project Gutenberg™ License as specified in paragraph 1.E.1.

1.E.7. Do not charge a fee for access to, viewing, displaying,
performing, copying or distributing any Project Gutenberg™ works
unless you comply with paragraph 1.E.8 or 1.E.9.

1.E.8. You may charge a reasonable fee for copies of or providing
access to or distributing Project Gutenberg™ electronic works
provided that:

    • You pay a royalty fee of 20% of the gross profits you derive from
        the use of Project Gutenberg™ works calculated using the method
        you already use to calculate your applicable taxes. The fee is owed
        to the owner of the Project Gutenberg™ trademark, but he has
        agreed to donate royalties under this paragraph to the Project
        Gutenberg Literary Archive Foundation. Royalty payments must be paid
        within 60 days following each date on which you prepare (or are
        legally required to prepare) your periodic tax returns. Royalty
        payments should be clearly marked as such and sent to the Project
        Gutenberg Literary Archive Foundation at the address specified in
        Section 4, “Information about donations to the Project Gutenberg
        Literary Archive Foundation.”
    
    • You provide a full refund of any money paid by a user who notifies
        you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he
        does not agree to the terms of the full Project Gutenberg™
        License. You must require such a user to return or destroy all
        copies of the works possessed in a physical medium and discontinue
        all use of and all access to other copies of Project Gutenberg™
        works.
    
    • You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of
        any money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the
        electronic work is discovered and reported to you within 90 days of
        receipt of the work.
    
    • You comply with all other terms of this agreement for free
        distribution of Project Gutenberg™ works.
    

1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project
Gutenberg™ electronic work or group of works on different terms than
are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing
from the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the manager of
the Project Gutenberg™ trademark. Contact the Foundation as set
forth in Section 3 below.

1.F.

1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread
works not protected by U.S. copyright law in creating the Project
Gutenberg™ collection. Despite these efforts, Project Gutenberg™
electronic works, and the medium on which they may be stored, may
contain “Defects,” such as, but not limited to, incomplete, inaccurate
or corrupt data, transcription errors, a copyright or other
intellectual property infringement, a defective or damaged disk or
other medium, a computer virus, or computer codes that damage or
cannot be read by your equipment.

1.F.2. LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the “Right
of Replacement or Refund” described in paragraph 1.F.3, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project
Gutenberg™ trademark, and any other party distributing a Project
Gutenberg™ electronic work under this agreement, disclaim all
liability to you for damages, costs and expenses, including legal
fees. YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT
LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE
PROVIDED IN PARAGRAPH 1.F.3. YOU AGREE THAT THE FOUNDATION, THE
TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE
LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR
INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH
DAMAGE.

1.F.3. LIMITED RIGHT OF REPLACEMENT OR REFUND - If you discover a
defect in this electronic work within 90 days of receiving it, you can
receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a
written explanation to the person you received the work from. If you
received the work on a physical medium, you must return the medium
with your written explanation. The person or entity that provided you
with the defective work may elect to provide a replacement copy in
lieu of a refund. If you received the work electronically, the person
or entity providing it to you may choose to give you a second
opportunity to receive the work electronically in lieu of a refund. If
the second copy is also defective, you may demand a refund in writing
without further opportunities to fix the problem.

1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth
in paragraph 1.F.3, this work is provided to you ‘AS-IS’, WITH NO
OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT
LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE.

1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied
warranties or the exclusion or limitation of certain types of
damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement
violates the law of the state applicable to this agreement, the
agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or
limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or
unenforceability of any provision of this agreement shall not void the
remaining provisions.

1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the
trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone
providing copies of Project Gutenberg™ electronic works in
accordance with this agreement, and any volunteers associated with the
production, promotion and distribution of Project Gutenberg™
electronic works, harmless from all liability, costs and expenses,
including legal fees, that arise directly or indirectly from any of
the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this
or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our website which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org.

This website includes information about Project Gutenberg™,
including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.