De Oñate a La Granja

By Benito Pérez Galdós

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Title: De Oñate a La Granja

Author: Benito Pérez Galdós

Release date: June 10, 2025 [eBook #76264]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Librería de los Sucesores de Hernando, 1907

Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/University of Toronto - Robarts Library.)


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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * La puntuación también ha sufrido ligeros retoques para su
    modernización, así como la toponimia y los leísmos y laísmos más
    patentes.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos
    usos ortotipográficos.

  * Las cartas y misivas se presentan sangradas para mejor distinguirlas
    de otros entrecomillados.




EPISODIOS NACIONALES

DE OÑATE A LA GRANJA




  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.




  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  TERCERA SERIE

  DE OÑATE A LA GRANJA

  14.º millar.

  MADRID
  LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
  Calle del Arenal, núm. 11.
  —
  1907




DE OÑATE A LA GRANJA

I


Debemos dar crédito a los cronistas que consignan el extremado
aburrimiento de los reos políticos, don Fernando Calpena y don Pedro
Hillo, en sus primeros días de cárcel. Y que los subsiguientes también
fueron días muy tristes no debe dudarse, si hemos de suplir con la
buena lógica la falta de históricas referencias. Instaláronse en una
habitación de pago, de las destinadas a los presos que disponían de
dinero, y se pasaban todo el día tumbados en sus camastros, charlando
si se les ocurría algo que decir, o si juzgaban prudente decirse lo que
pensaban, y cuando no, mirábanse taciturnos. El aposento, con ventana
enrejada al primer patio, no hubiera sido más desapacible y feo si
de intento lo construyeran para hacer aborrecible la vida al infeliz
que morara en él. Componíase el mueblaje de dos camas jorobadas, de
una mesa que bailaba en cuanto se ponía un dedo sobre ella, de una
jofaina y jarro en armadura de pino sin pintar, de cuatro sillas de
paja, y una percha con garfios como los de las carnicerías, clavada
torcidamente en la pared. Depositario Hillo de los dineros de la
incógnita, podían permitirse aquel lujo, propio de conspiradores,
que les apartaba de la ingrata compañía de ladrones y asesinos.
Otros presos políticos habíanse aposentado en iguales estancias del
departamento de pago; en ellas han comido el pan del cautiverio,
generación tras generación, innumerables héroes de los clubs y del
periodismo, que desde tales cavernas se han abierto paso, ya por los
aires, ya por bajo tierra, hacia las cómodas salas del Estado.

Días tardó el señor de Hillo en salir de su cavilación silenciosa; no
estaba conforme, ni mucho menos, con el papel que forzosamente se le
hacía representar en aquella comedia lúgubre, y una noche, después de
cenar malamente, quiso romper ya el freno de la reserva o cortedad que
le impedía dar suelta a las turbaciones de su alma; mas no encontrando
la formulilla propia para empezar, se arrancó con unos versos de don
Francisco Javier de Burgos, a quien tenía por el primer poeta del
siglo, y en tono altisonante recitó:

      De cera en alas se levanta, Julio,
    Quien competir con Píndaro ambicione;
    Ícaro nuevo, para dar al claro
            Piélago nombre...

—No me recite versos clásicos, don Pedro —le dijo Calpena—, si no
quiere que yo vomite lo que cené... ¡Vaya con lo que sale ahora!

      —O al púgil claro que la elea palma
    Al cielo eleva, o rápidos bridones
    Inmortalice...

—Que se calle usted, hombre, o allá le tiro una bota.

—Ya no me acordaba de que nos hemos hecho románticos. Así estamos.
Hemos caído, _nuevos Ícaros_, derretidas las alitas de cera, y nos
hemos roto el espinazo...

—Y no en un _claro_ mar, sino en esta cárcel nauseabunda ha venido
usted a purgar el pecado de meterse a redentor... Yo me alegro; créalo,
me alegro como si me hubiera caído la lotería... Porque todo lo que le
pase se lo tiene usted bien merecido.

—Es verdad; lo reconozco. Y con toda la honradez de mi carácter,
declaro que la conducta de la señora invisible con este su humilde
servidor es la conducta de un sátrapa de Oriente.

—¿Lo ves, clérigo, lo ves? —dijo riendo Calpena, que empezó a tutearle
con familiaridad desdeñosa—. ¿No me oíste protestar del despotismo de
_la velada_?... Ahora que sientes el palo sobre ti, lo reconoces...

—Ahora sí, pues si considero natural que la señora incógnita desee que
una persona grave y sesuda custodie al niño en este encierro donde
ha sido forzoso meterle, no me parece bien que arroje sobre mí el
vilipendio de la prisión, sin acordarse de que soy sacerdote, aunque
indigno...

—Las incógnitas, mi querido clérigo, suelen ser desmemoriadas. Esta
que ahora nos ha metido en el _estaribel_, no se para en pelillos; va
a su objeto, caiga el que caiga. A los que se prestan a servirla, les
convierte pronto en esclavos.

—Bien sabe Dios —dijo don Pedro suspirando— que me metí en este
negocio de tu corrección con alma y vida, llevado de un sentimiento
fraternal... Ningún sacrificio me parecía bastante. Olvidé hasta mi
dignidad, vistiéndome de seglar y metiéndome en los clubs, donde he
contrariado mis gustos y perdido el estómago, oyendo _de ciega plebe el
vocear insano_... Por amor al bien y a ti, por respeto de esa señora
deidad, hice mil desatinos y ridiculeces. ¿Merecía yo que se arrastrara
por la inmundicia de una cárcel la sagrada orden que profeso? Dime
tú ahora con qué cara me presento yo en una iglesia pidiendo misa.
¿Mas qué digo, si a estas horas ya me habrá retirado el diocesano las
licencias? Verdad que yo ahorqué los hábitos; pero me proponía volver
a ponérmelos cuando lograra mi santo propósito de echarte el lazo y
traerte a la virtud y a la honestidad. ¿Y ahora, quién me quitará
la tacha de clerizonte renegado? ¡Preso por conspiración jacobina,
envilecido mi nombre, pues aunque todo resulte de mentirijillas, a la
opinión no le consta, en lo que me queda de vida, ¡ay!, he de pasar por
un sacrílego, por uno de esos desdichados monstruos, como el organista
de Vitoria en Zaragoza, el infame fray Crisóstomo de Caspe, que de
fraile se trocó en masón, y de revolucionario en asesino!

—Yo creo —indicó Fernando con sorna— que la señora maga, si ha tenido
poder para meternos en _chirona_ con tanto salero, lo tendrá para darte
a ti, ¡oh venerable capellán!, la reparación que te debe. ¿No dices
que todo esto es pura comedia? Pues luego se te darán satisfacciones:
resultará que te han preso por equivocación, que eres un sacerdote
ejemplar, un santo misionero que ibas a las logias a predicar el amor
al despotismo y la mansedumbre de los carneros de Dios... Como esta
es luz, ten por cierto que la invisible no se quedará corta en la
compensación. Para mí, en cuanto suban los nuestros, digo, los de ella,
te largan una mitra, clérigo, una mitra, y no veo que se puedan tasar
en menos los sofocones que te han dado.

—¡Mitra! No te burles.

—Bien te la has ganado, hijo; ya estoy viendo a _Tu Ilustrísima_
echando bendiciones. Por de pronto, para quitarte el amargor de la
cárcel, te tendrán dispuesta una canonjía..., eso seguro, como si lo
viera... A estas horas tendrá firmado el nombramiento el señor Álvarez
Becerra...

—¿Crees tú...? Hombre, no puede ser... Pues mira, en justicia... No
es que yo lo pretenda, que soy, como sabes, desinteresado hasta la
pazguatería... Pero...

—Pero tú debes renunciarlo; debes mantenerte en tu forzado papel de
presbítero de armas tomar, y rebelarte ahora contra la incógnita y
contra todos los poderosos que nos oprimen... Pásate a mi partido;
unámonos contra ese poder oculto que nos trata como a parias;
persigámosle hasta dar con él, y asaltemos esa Bastilla hasta no dejar
piedra sobre piedra.

—Fernando, no disparates más o quien tira la bota soy yo, y te rompo
con ella las narices.

—Ahora pienso, mi buen clerizonte, que, en efecto, desvarío, porque la
estoy llamando _incógnita_, y para ti no debe de serlo ya..., para ti,
afortunado mortal eclesiástico, se ha quitado la careta...

—¡Por san Blas, por san Críspulo, tanto la conozco como a mi
tatarabuela! No, hijo, no se ha quitado la careta; lo que hizo aquel
día fue señalarme los medios perentorios de comunicación con su
escondidísima y siempre encapuchada persona, y por tal medio pude
participarle lo emperrado que estabas en el mal, para que tomara, si
quería, las medidas heroicas... que... ya sabes... ¡Cuán lejos estaba
yo que de la tal medicina heroica me había de tocar a mí esta toma, más
amarga que la hiel!...

—¿Y en los días que llevamos en este infierno, no has recibido la
cartita de letra menuda?

Don Pedro, clavados en el techo los aburridos ojos, denegó con la
cabeza; y como el otro insistiese, denegó también con los pies, y por
fin, con la boca.

—Puedes creer que no ha venido carta. Lo que trajo ayer _Edipo_ fue
recado verbal, que me dio en el rastrillo. No hizo más que preguntarme
si estábamos bien asistidos y si necesitábamos algo: ropa, dinero
y comida buena. Yo contesté que todo lo comprendido en estos tres
sustantivos nos vendrá muy bien, mientras no nos devuelvan la preciosa
libertad.

—¡De modo —dijo Calpena echando por delante de la frase un sonoro y
descarado terno— que no sabemos cuándo nos sacarán de aquí! Esto es
horrible, criminal. Si en España hubiera justicia, ya veríamos en
qué paraban estas bromas horripilantes. Alguien había de sentirlo...
Y ahora, ¿a quién, a quién, san Cacaseno bendito, hemos de endilgar
nuestros chillidos de rabia y desesperación? ¿Es esto un país
civilizado? ¿Así se prende a las personas; así se priva de libertad a
un ciudadano, aunque sea enchiquerándole en calabozo de preferencia
y pagándole la bazofia? También a los que están en capilla se les da
de comer cuanto piden. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué indigna y cruel farsa!...
Ya ves que no ha parecido por aquí ningún cuervo jurídico a tomarnos
declaración. ¿Y aquellas terribles conjuras en que estábamos metidos?
¿Y los delitos de lesa majestad, dónde están? Un país que tal consiente
merece ser gobernado por mi jefe de oficina, el patriarca de los
mansos, don Eduardo Oliván e Iznardi.

No dijo más, y se volvió hacia la pared, donde se proyectaba su sombra
a la macilenta luz del quinqué. La situación psicológica del antes
protegido y después encarcelado mozo no era fácilmente apreciable y
definible a los pocos días del encierro. La primera noche de prisión
fue terrible: acometido Calpena de violentísimo frenesí, no cesaba de
blasfemar, clavados los dedos en el cráneo; y se arrancaba los cabellos
mostrando su ira en formas destempladas y tremebundas. Trabajillo le
costó a don Pedro contenerle: si no es por él, sabe Dios lo que habría
ocurrido, y a qué extremos de furor y barbarie hubiera llegado el pobre
Fernandito. Vino al siguiente día la sedación, y lentamente fue cayendo
el preso en un estoicismo melancólico. Su pensamiento tejía sin término
el monólogo doliente, inacabable:

«¿Qué habrá sido de Aura? ¿Qué pensará de mí? ¿Sabe acaso que estoy
preso?».

Conocedor del temple arrebatado y de la fogosa fantasía de su dama,
no podía menos de temer los efectos de la desesperación. Aura tenía
instintos trágicos: misteriosas querencias la llamaban a los desenlaces
fatalistas, puestos en moda por la literatura... La casa, la infernal
cueva de la Zahón no se apartaba de su mente. ¿Habría llegado el tío
carnal para llevarse a la infeliz huérfana? Y esta, ¿se habría dejado
conducir sin oponer siquiera resistencia pasiva, que es la fuerza de
los débiles? Sin duda pasaban o habían pasado tremendas cosas, y el
no saberlas le abrumaba más que le abrumaría el conocimiento de las
mayores desdichas.

«Es seguro —pensaba entre pensamientos mil— que esta farsa de mi
prisión concluirá cuando esté conseguido el objeto; cuando Aura, si
es que aún vive, haya salido de Madrid... Habrán tomado precauciones
para que yo ignore el punto a donde se la llevan, y quizás me tengan
aquí más tiempo, pues transcurriendo días entre su partida y mi
libertad, me será más difícil averiguar a dónde tengo que dirigirme
para encontrarla... O quizás confían en la acción del tiempo, en mi
cansancio. Esperan que me dé por vencido, que desmaye mi voluntad...
¡En qué error están, Dios mío! Mi voluntad con el castigo se crece...
Como ignoro a quién debo la vida, digo que mi padre es el _No importa_,
y mi madre el _Más vale así_».

El tiempo, que en aquel cautiverio tristísimo centuplicaba su
extensión, le llevó a donde menos podía pensar. Es el tiempo un
océano de aguas hondas y corrientes insensibles, que lleva los
objetos flotantes a playas desconocidas y los arroja donde menos se
piensa. Si en las primeras horas de su encierro, veía Calpena en la
desconocida gobernadora de su vida un tirano insoportable, lentamente
fueron ganando otras ideas el campo de su turbado espíritu. Sin dejar
de creerse víctima, sin que se amenguaran los dolores del tremendo
garrotazo que había recibido, la figura ideal de la persona designada
con el vago nombre de mano oculta, fue perdiendo aquel aspecto de
deidad inexorable con que se la representaba su imaginación... Como
se manifiestan indecisas por oriente las primeras luces del alba,
apuntaron en el alma de Fernando sentimientos más benignos respecto a
la desconocida. Y aumentada de hora en hora la intensidad de estos
sentimientos, se modificó su criterio en aquel punto, llegando a ver en
el acto de la prisión algo que podía ser comparado a los procedimientos
de la cirugía, la crueldad y la piedad juntas. La tiranía no podía
negarse; pero ¿cómo dudar que el móvil de ella era un sentimiento
tutelar, intensísimo?... Determinaron estas razones el ansia vivísima
de descubrir a la invisible y arrancarla el velo, para comunicarse con
ella, en la esperanza de llegar a la paz, conciliando las ideas de una
y otro. Tal idea fue la verdadera medicina de su grave turbación, y
acariciándola y fomentándola en su alma, llegó a soportar resignado la
sombría tristeza de la clausura. La idea de que se restableciese pronto
la comunicación con el mundo, donde había dejado sus afectos más vivos,
le alentaba, y deseando diariamente el mañana, esperándolo con fe,
parecía que las horas eran menos pesadas, menos lentas. Viniera pronto
noticia del exterior, aunque fuese mala, viniera pronto carta, papel
o cifra que revelasen el negro misterio de lo sucedido en los días de
cautividad. Que alguna voz sonara en aquella sepulcral caverna, aunque
fuese la fingida voz de la mascarita, de la piadosa tirana.

No estaba menos inquieto Hillo por la tardanza de algún papel con
explicaciones que confirmaran el carácter inofensivo de aquel
bromazo, pues recelaba verse empapelado para toda su vida, y metido
en deshonrosos líos policíacos o judiciales, Por fin, en la mañanita
que siguió al coloquio que referido queda, fue llamado al despacho
del sotaalcaide el señor don Pedro, y allí recibió de manos del señor
_Edipo_ un voluminoso pliego. ¡_Hosanna_!... La conocida letra del
sobrescrito le colmó de júbilo. Para mayor satisfacción, Fernando,
que había pasado la noche en vela, dormía como un tronco, y así pudo
el buen clérigo entregarse a sus anchas a la lectura, reservándose el
dar cuenta o no a su amiguito del contenido de la carta, según fueran
comunicables o secretas las instrucciones que contenía.




II


  «¿Con qué palabras, mi buen Hillo —leyó este—, pediré a usted
  perdón por el ultraje que de esta pecadora por caminos tan ocultos
  ha recibido? No hay términos para expresar mi pena, como no puede
  haberlos para la expresión de su inaudita paciencia y bondad. Porque
  no solo ha sabido usted sufrir a Fernando en su demencia, sino que
  me sufre a mí en esta locura que padezco, y que voy soportando con
  ayuda de las almas caritativas, como el señor don Pedro Hillo...
  Sí, mi excelso amigo y capellán: obra mía y de mis artes infernales
  es el paso audacísimo, la temeraria estrategia de su detención y
  encierro. ¿Verdad que usted aguanta ese atropello y esos sonrojos por
  amor al prójimo, por amor a Fernando? ¿Verdad que usted, como buen
  sacerdote, sabe padecer por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo?
  ¿Verdad que en su conciencia siente el gozo del bien obrar, y
  desprecia las opiniones humanas? Me consuelo pensando que tales son
  sus sentimientos, caro señor mío, y si me equivoco, que Dios me
  confunda. Las atrocidades que la demencia de Fernando proyectaba, yo
  no podía impedirlas sino encerrándole en una cárcel, único sitio de
  donde no se sale a voluntad. Yo no podía dejarle solo en ese antro
  sombrío; su desesperación y su abatimiento me daban más miedo que
  sus ignominiosos amores. ¿A qué persona en el mundo, como no fuera
  usted, podía yo confiar su custodia en tan peregrinas y nunca vistas
  circunstancias? ¡Qué hacer, Dios mío! Calcule usted mi ansiedad y
  discúlpeme. “A Roma por todo —me dije—, y que Dios y el señor de
  Hillo me perdonen”. ¿Hice mal?... Aún no he podido determinarlo en mi
  conciencia: solo sé que no podía hacer otra cosa.

  »Pues bien: dicho lo más amargo, voy a manifestar lo que estimo
  triaca de tanto veneno. ¿Soy mala, señor mío? Quizás lo haya usted
  pensado así. ¿Podré algún día destruir esa desfavorable opinión,
  apartando de mi pobre cabeza las maldiciones que arrojado habrá sobre
  ella la indignación de mi noble víctima? Lo veremos. Por de pronto,
  sepa el señor don Pedro que sobre su respetable persona no recaerá
  ningún oprobio por esta prisión; sepa que su nombre figura en los
  registros de la cárcel de tal modo desfigurado, que no le conoce ni
  el cura que se lo dio en el bautismo; sepa que saldrá sin mácula de
  ese muladar, y que sus delitos políticos se cargarán a cualquiera de
  los cándidos masones comprendidos en la última redada. No quedará
  rastro, señor de Hillo, ni nadie ha de vituperarle. Solo me resta
  decirle que, siendo de estricta justicia que mi víctima tenga la
  compensación que por su extraordinario desinterés le corresponde,
  le doy a escoger entre los dos métodos o caminos para alcanzarla.
  ¿Se decide por colgar el manteo, renunciando a la ventaja que pueda
  ofrecerle su carácter eclesiástico? Pues no vacile en secularizarse,
  y junto a Fernando tendrá usted siempre una posición, no digo de
  tutor, sino de amigo, de esos amigos que igualan a los hermanos más
  cariñosos. ¿Que no quiere usted renunciar a la carrera sacerdotal?
  Muy bien: pues yo le garantizo que tendrá la que más le acomode, y
  ya puede ir pensándolo mientras llega la anhelada libertad... Por
  hoy, mi buen presbítero, le recomiendo otra pequeña dosis, o toma,
  como usted quiera, de aquel precioso elixir que llamamos paciencia,
  y que corre en el mundo con la bien acreditada marca de Job. Entre
  paréntesis, hay marcas mejores, aunque no son del dominio público. Yo
  las conozco... y las uso, ¡ay!».

Al llegar a este punto, tuvo Hillo que suspender la lectura para
respirar. Sentimientos diversos agobiaban su espíritu y oprimían su
corazón. «¡Extraordinaria mujer! —pensaba—. ¡Cuánto sabe!... Que
quieras que no, Pedro Hillo, perteneces a ella en cuerpo y alma. Con su
garra enguantada te tiene cogido... Ya no escapas, no. Si Dios así lo
quiere, adelante. Sigamos la lectura»:

  «Ya estoy viendo la cara que me pone mi bendito don Pedro al llegar
  a este párrafo de mi carta. “Pero esta mujer estrafalaria, ¿hasta
  cuándo nos va a tener encerrados aquí?... ¿Me ha tomado a mí por
  instrumento de sus artimañas y enredos?... ¡Vive Dios, que ya se me
  está subiendo a la coronilla el tal Fernandito! ¿Qué tengo yo que
  ver con que se le lleven los demonios, o los Zahones y Negrettis,
  que es lo mismo? ¿Ni qué me va ni qué me viene a mí con que esta
  dama incógnita quiera o no quiera resguardar al niño y apartarle
  de la perdición? ¿Por qué no lo hace ella? ¿Por qué no le llama a
  su lado?...”. Esto dice usted, y yo respondo: “Espérese un poco,
  carísimo maestro y capellán. Usted es muy bueno, y no se me enfadará
  si le digo que puesto ya en el camino del sacrificio y la abnegación,
  no hay más remedio que recorrerlo hasta el fin. Todavía, siento
  decírselo, tienen ustedes Saladero para un rato, más claro, para unos
  días. ¿Qué significa esa corta esclavitud si la comparamos con la de
  los infelices magnates que estuvieron encerraditos en la Bastilla
  veinte y treinta años? ¿Y los que en otras prisiones o fortalezas,
  sin más culpa que la de usted en este caso, entraron jóvenes,
  rebosando vida, y salieron encorvados y llenos de canas? Hay que
  conformarse, y esperar días, señor don Pedro, porque usted imagínese
  que si suelto a Fernando hoy o mañana, poco habremos adelantado,
  encontrándonos ante los mismos peligros y cuidados graves de aquella
  tristísima noche”.

  »Si son ciertas, como creo, las noticias que me traen, hoy o mañana
  debe partir con su tío Negretti, a quien la endosa Mendizábal, la
  muñeca romántica por quien ha enloquecido el niño. Pásmese usted, don
  Pedro: en su desesperación, creyéndose abandonada de su amante, hizo
  el paripé de querer quitarse la vida. Bajo la almohada le encontraron
  un cuchillo carnicero. Han tenido que ponerle centinelas de vista...
  En fin, que se la llevan con mil demonios, no sé aún adónde. Creo
  que al Norte. Me dicen que ese Negretti es hoy armero de don Carlos,
  contratista de cartuchos, y fundidor de cañones para la Causa. Nada
  de esto me importa: que le hagan a don Carlos cien mil piezas de
  artillería, con tal de que me tengan por allá a esa calamidad de niña
  hasta el día del Juicio... Ahora conviene que el prisionero no esté
  libre hasta que le pase la calentura. Podría volver a las andadas;
  podría antojársele correr tras ella. No, no: que no sepa dónde está.
  De eso nos cuidaremos oportunamente... Entre paréntesis, señor cura:
  tengo que decirle que he comprado el famoso abanico que vio usted
  en casa de la Zahón. Era gusto mío, capricho, disculpable vanidad.
  Fue allá una persona de toda mi confianza, que conoce la joya, y se
  hizo trato por ochocientos duros. Ya lo tengo en mi poder. Es cosa
  lindísima, de gran mérito: me paso algunos ratos contemplándolo.
  Cuando usted salga, me hará el favor de volver allá, y comprará unas
  perlas que necesito, ya le diré cuántas, para emparejar con otras
  que poseo... También quiero unos brillantes superiores. Le preparo
  una sorpresa a Fernando para cuando sea bueno, y se nos entregue
  arrepentido y bien curado de su demencia. Pero es prematuro hablar de
  esto.

  »Repito, mi querido capellán, que deseche todo recelo, pues no
  figurará usted ni como conspirador, ni como clerizonte renegado...
  Las buenas disposiciones de la policía las habrá comprendido usted
  por el hecho de no haberle registrado ni retenido sus papeles. Bien
  guardaditas habrán quedado allá mis cartas y el aljófar comprado a la
  Zahón. Y si se pierde, que se pierda. Volverá usted a casa de Méndez
  con la _verídica historia_ de que ha estado ausente por una misión
  electoral que le confió el gobierno..., o misión eclesiástica, lo
  mismo da...».

Hillo tomó segunda vez aliento, y se dijo: «¡Pero qué enredadora es
esta madama oculta, y qué cosas discurre! Verdad que arma sus tramoyas
con suma gracia, movida de un elevado y nobilísimo sentimiento. No hay
más remedio que bajar la cabeza, y decir a todo _amén_. Adelante, y
déjeme yo querer hasta que vea en qué paran estas misas». La carta
concluía con varias advertencias:

  «Si tiene usted algo que decirme, escríbalo y dé la carta a _Edipo_.
  Pero mucho cuidado, amigo mío: este recurso no debe usted emplearlo
  sino en caso urgentísimo y perentorio. No siendo así, vale más que
  se guarde sus pensamientos para mejor ocasión. Acompañan a esta
  tres pliegos, que son para Fernando. Ya sé que la estancia de pago
  en que viven ustedes no es de las peores... ¿Y qué tal les dan de
  comer? Supongo que será malísimamente. Veré si puedo mandarles algo
  superior... Adiós, mi buen amigo y capellán. Que Dios le asista en
  su santa obra; que vigile usted la salud, la vida, el honor de esa
  criatura, no por demente menos adorada... Adiós».

Por los tres pliegos escritos a Calpena pasó rápidamente su vista
don Pedro, y aguardó a que despertara para entregárselos. Dormía el
joven profundamente; en su rostro demacrado advertíanse huellas de
los pasados insomnios, de la cólera y tribulación de aquellos días.
Contemplole el clérigo con entrañable piedad, creyéndole digno de los
extremados sacrificios que por él se hacían. En la sangre juvenil, en
los hervores de la imaginación, en la misma inteligencia soberana de
Fernando, hallaba disculpa de su desvarío, que esperaba sería sofocado
pronto por las hermosas prendas de su alma. «Todo te lo mereces, hijo
—decía—, y andaremos de cabeza hasta llevarte a puerto seguro... Y que
no es floja tarea... _Tantæ molis erat_...».

En esto despertó Calpena desperezándose, y al verle abrir los ojos, le
dijo Hillo con risueño semblante:

—¡Lo que te has perdido, hombre, por dormilón!...

—¿Qué hay..., clérigo maldito? ¿Ha llegado carta?

—¡Qué carta ni qué niño muerto! ¡Si ha estado aquí la señora deidad, y
te miró dormidito...!

—¡Aquí!... No fuera malo. Pues mira tú: yo soñé que venía, que entraba
la máscara, con su careta puesta..., y...

—¿Y qué? ¿No te enteraste de que dejaba para ti estos tres pliegos?

—¡Me ha escrito!... A ver —gritó Calpena arrojándose del lecho—. ¿Quién
lo ha traído? ¿Qué dice? ¿Y a ti no te escribe? ¿Hasta cuándo nos va a
tener en este panteón?

—En esta cripta funeraria estaremos hasta que a Su Señoría le dé la
gana. Somos románticos, y la nueva escuela manda que nos tengamos por
felices en la tumba, máxime si hay ciprés. Quédanos el recurso de
tomar un filtro narcotizante que nos haga parecer difuntos, para que
nos lleven a enterrar, y así salimos... Luego le damos una bofetada al
sepulturero y pegamos un brinco... Toma, entérate...




III


  «¡Buena la has hecho, niño; buena la has hecho! —leyó Fernando medio
  vestido y sentado en la cama—. No te faltaba más que ser preso por
  masón y revolucionario, por vociferar en los clubs como el último de
  los patriotas hambrones ¿Te parece que está eso bien? Ya ves, ya ves
  a dónde conducen las fogosidades políticas, ¡oh mancebo inexperto
  y desatinado! ¿Creías tú, nuevo Mirabeau, o Danton en ciernes, que
  ibas a traernos con un gesto una revolucioncita a la francesa,
  con degollina, Convención y su poquito de _derechos del hombre_?
  Vamos, tal vez piensas que el trono de la _angélica Isabelita_ se
  tambalea con el aire que hacen tus discursos. ¿Crees que halagando
  las orejas de los patrioteros, milicianos y demás alimañas _libres_,
  se puede alcanzar otra cosa que vilipendio, cárcel y coscorrones?
  Todo te lo tienes muy bien merecido. ¡Vaya que hablar horrores del
  _paternal gobierno que nos rige_, y confundir en un mismo anatema al
  gabinete Toreno, al gabinete Martínez, al gabinete Cea, y a todos
  los gabinetes y camarines que hemos tenido desde que Dios llamó a
  su seno al angélico Fernando! Ahora te fastidias, y si esperas que
  yo te saque, estás en grave error, pues quiero que recibas el duro
  pago de tus delitos contra la patria, contra el orden santísimo,
  contra la religión pública, y la libertad de nuestros mayores. De
  todos esos sagrados objetos hiciste escarnio, y es justo que caiga
  sobre tu cabeza _democratista_ la cortante espada de la ley. No,
  no te saco: podría hacerlo con una palabra, y lo que siento es que
  no haya en esa Bastilla mazmorras muy oscuritas y muy románticas
  donde no veas la luz del día, y sayones que te atormenten, y un
  fiero alcaide que te ponga a pan y agua hasta que te quedes diáfano,
  transparente, con la melena larga como esclavina, bien enjutito y en
  los puros huesos, conforme al ritual de la escuela... Para que tus
  ensueños sean reales, quiera Dios que te visiten espectros, que te
  rodeen telarañas, que tengas por ropita un sudario y un capuz, que
  oigas responsos y _Dies iræ_, que a las rejas de tu cárcel se asomen
  los simpáticos murciélagos, y por las grietas del suelo penetren los
  diligentes ratones para cantarte la _pitita_ y el _trágala_, únicas
  trovas que cuadran a la insulsa canturria de tu romanticismo. Dime
  una cosa, niño: ¿qué pensarán de esto Víctor Hugo y Dumas? Llámalos
  para que vayan en tu ayuda. ¿Y Robespierre, Saint-Just y Vergniaud,
  los románticos de la política, qué hacen que no te sacan? Buena es la
  cárcel, buena, buena, buena..., como diría tu amigo Miguelito, porque
  en ella han tenido fin las inauditas aventuras de nuestro inflamado
  caballero».

—Puedes creer, amigo Hillo —dijo Fernando, sonriendo por primera vez
desde que estaba en la cárcel—, que me gusta esta señora, quien quiera
que sea, por el donaire que pone en sus burlas despiadadas. ¿Y sostiene
que esto es cariño? No diré que no. Sigamos leyendo, que el cartapacio
parece que trae miga.

  «Soy justa; pero no soy inhumana: no he de acortar el castigo que
  mereces; pero quiero y debo hacértelo menos penoso, proporcionándote
  algún esparcimiento en tus horas tristes. Te contaré diversas cosas
  buenas y malas que van ocurriendo en Madrid durante tu prisión, para
  que la soledad no te abrume; para que tus ideas se acompañen de otras
  ideas, enviadas a tu calabozo por el mundo de fuera, a que ahora no
  perteneces. La noticia, dulce amiga del hombre, te visitará y te
  consolará.

  »¡Lo que te has perdido, badulaque, por meterte a politiquear en
  tonto! Si hubieras seguido formal y obediente, habrías asistido al
  estreno de _El trovador_ en el Príncipe. ¡Qué bonito drama, qué
  versos primorosos! Pocas veces ha estado nuestro gran coliseo tan
  brillante como aquella noche... ¡Qué selecto gentío, qué lujo, qué
  elegancia! La obra es de esas que hacen llorar en algunos pasajes,
  y en otros encienden el entusiasmo. Quizás tú la conozcas; el autor
  es un jovencito de Chiclana que andaba contigo y con Miguel de los
  Santos. Cuentan que la presentó a Grimaldi hace unos meses, y que
  este la estimó en poco, determinando que fuese estrenada en la Cruz.
  Carlos Latorre fue el primero que vio en _El trovador_, por la
  lectura, una obra de éxito probable, y algo de esto hubo de olfatear
  Guzmán, porque la escogió para su beneficio. La primera escena, en
  prosa, pasó bien; las siguientes, en verso, gustaron: todo el acto
  fue bien acogido; el segundo, con las escenas de la gitana, cautivó
  al público; el tercero le entusiasmó, y el cuarto le arrebató.
  Me parece a mi que este drama esconde una médula revolucionaria
  dentro de la vestidura caballeresca: en él se enaltece al pueblo,
  al hombre desamparado, de oscuro abolengo, formado y robustecido
  en la soledad; hijo, en fin, de sus obras; y salen mal libradas
  las clases superiores, presentadas como egoístas, tiránicas, sin
  ley ni humanidad. ¡Vaya con lo que sacan ahora estos niños nuevos!
  El hecho que constituye la patética emoción del final de la obra,
  aquello de resultar hermanos los dos rivales, también tiene su miga:
  no es otra cosa que el principio de igualdad, proclamado en forma
  dramática. Bueno, bueno. Si he de manifestar lo que pienso, no creo
  en la igualdad, digan lo que quieran poetas y filósofos. La prosa
  y el verso nos hablarán de igualdad sin lograr convencerme... Pero
  ello no quita que en el fingido mundo del teatro admitamos todas las
  ideas cuando el artificio que las expone es de buena ley: por eso
  aplaudimos a rabiar a ese inspirado chico, después de haber mojado
  los pañuelos con nuestras lágrimas... Cree que en uno de los mejores
  pasajes me acordé de ti. Al trovador me le tienen encerradito en una
  torre, y allí coge el laúd y se pone a cantar. ¡Pobrecito! Y esto lo
  hace cuando ya le tienen en capilla y andan pidiendo por su alma los
  agonizantes. Pensaba yo si tendrás ahí guitarra o bandurria con que
  acompañar las trovas que eches al viento por la reja, y si habrá por
  la calle alguna naranjera que te oiga, y, compadecida, riegue con sus
  lágrimas el feo muro de tu cárcel... Por fortuna, no estás condenado
  a muerte, aunque por menos de lo que tú haces le cortaron la cabeza
  al sin ventura Manrique... En fin, que _El trovador_ gustó de veras,
  y no contento el público con aplaudir frenéticamente al autor, pidió
  que compareciese en las tablas. ¡Ay, qué paso, y cuánto siento que no
  lo hubieras visto! ¡Cómo salió allí el pobre hijo, casi arrastrado
  por la Concha Rodríguez! Es una criatura; cayó soldado en la quinta
  de 100.000 hombres, y se hallaba de guarnición en Leganés, de donde
  ha venido a gozar este ruidoso triunfo... ¡Cómo estaría aquella
  pobre alma!, digo yo. No sé si tiene madre... Cuentan que en el
  teatro estaba vestidito de soldado, y que para salir a las tablas le
  quitaron el uniforme y le pusieron una levita de Ventura Vega. Esto
  me parece una tontería. Véase cómo los partidarios de la igualdad la
  contradicen en los actos corrientes de la vida. ¿Por qué no salió el
  hijo del pueblo con su verdadero traje a recibir el homenaje de las
  clases altas? ¿A qué esa levita, que es una nueva y postiza ficción?
  En fin, no hagas caso; no sé lo que digo. Continúo no creyendo en la
  igualdad.

  »Me han dicho que en los pasillos no se hablaba más que del drama,
  y de los alientos que se trae este chico. Todo era elogios,
  congratulaciones, calor de simpatía, y esperanzas risueñas de días
  luminosos para la literatura. Pero no faltaban ratoncillos que entre
  los grupos se deslizaran, hincando el envidioso diente. Para que
  fuese completo y redondo el éxito de _El trovador_, los roedores,
  mordiendo el laurel, lo hicieron más fragante. Uno de los que
  mordían, _sotto voce_, era ese amigo tuyo y compañero de oficina, que
  está tísico pasado. Para él no hay nada bello, como nada hay puro ni
  honrado. Quisieran estos que el universo se volviese tísico, como
  ellos; que el sol enflaqueciera, y escupiese con horribles toses la
  pálida luna. Ahora me acuerdo: se llama Serrano. ¿No sabes? De ti
  cuenta horrores. Tan pronto dice que eres pariente del verdugo, como
  que desciendes del moro Muza, y que fue tu nodriza una princesa del
  Congo. Asegura que estás preso por haber hociqueado en un complot
  para asesinar a Mendizábal... ¡Ya ves qué desatinos! Lo gracioso
  es que él habla de su jefe peor que tú, y está libre. Ha dicho que
  don Juan y Medio lleva _señoras_ a su despacho ministerial, por las
  noches, y que allí trincan y retozan, derrochando el _champagne_.
  ¡Qué infamia! ¡Dios mío, en qué repugnante atmósfera de hablillas
  indecentes viven nuestros pobres políticos! ¡Con qué armas tan
  viles les atacan! No sé cómo hay quien se resigne a ser hombre
  público en este país. Ya ves la que le armaron al pobre Toreno el
  año pasado con la hermosa gallega, cuyos favores se disputaban él
  y el embajador de Inglaterra, Williers... Como que este asunto, y
  los catálogos que armaron las lenguas viperinas, contribuyeron no
  poco a que el conde saliese del ministerio. La chismografía se ha
  tomado en esta desdichada tierra las atribuciones que en otros países
  corresponden a la opinión. Y que la manejan bien los españoles. Esto
  y las guerrillas son las dos manifestaciones más poderosas del genio
  nacional.

  »Quiero hablarte de Mendizábal, para que veas la injusticia con que
  le has denigrado en logias y cafés. El hombre está ya con un pie
  fuera del poder, aunque crea o aparente creer otra cosa. Es indudable
  que _Palacio_ le ha hecho la cruz, y que se aguarda la apertura del
  nuevo Estamento para que el puntapié sea parlamentario, parodiando
  ridículamente la política inglesa. Está el buen señor tan ciego, tan
  penetrado del carácter providencial de su papel político, que no hace
  caso de las advertencias de los amigos más leales. Con todo, creo
  que la procesión le anda por dentro. Su amor propio no le permite
  declararse vencido, fracasado (¡como todos, niño, como todos!); pero
  en su _forro interno_, como dice mi peluquero, se siente enfermo
  del mal político más grave: del desafecto de _Palacio_. ¡Abajo,
  pues, y otra vez será! Esto le decimos, y su cara se pone sombría.
  Es realmente hombre de gran mérito por sus cualidades morales, que
  no abundan en la gente política de acá. Quiere hacer el bien; su
  ambición es espiritual; anhela que perpetúen su nombre los bronces
  de la historia... Cree, tal vez, que lo de los frailes le valdrá una
  estatua. Podrá ser; pero por de pronto, su ambición de gloria estorba
  a otras ambiciones menos desinteresadas, y es forzoso quitarle de
  en medio. La prensa se ha desatado en denigrarle. En los corrillos
  se pondera su ignorancia, su falta de lecturas, como si nuestros
  políticos fueran prodigios de ciencia y erudición. Salvo dos o
  tres, la turbamulta no es más que un cúmulo de ignorancia; el craso
  desconocimiento de todas las cosas, envuelto en una cascarita de
  latín, y con tropezones de abogacía indigesta.

  »Si es injusto tildarle de ignorante, aquí donde hay ministros que
  creen que La Habana es camino para Filipinas, la injusticia sube
  de punto cuando le tachan de interesado, de poco escrupuloso en la
  administración de los dineros del procomún. Tal juicio es absurdo,
  villano: no ha gobernado a España hombre más puro, menos picado de
  la codicia. En él la pasión patriótica es una verdad, no un papel,
  como los que otros desempeñan, mejor o peor aprendido. Por venir a
  salvarnos, por la ilusión de implantar en su país ideas nuevas,
  este hombre, este niño grande, tiró una fortuna por la ventana. De
  aquellas ideas solo ha podido realizar una pequeña parte. Lo demás...
  no le han dejado ni siquiera planearlo. Le tiran de los pies, de
  las manos, del cabello, de los faldones, y le imposibilitan todo
  movimiento. Lo que le falta a don Juan de Dios no es entusiasmo ni
  voluntad recta: fáltale coordinación en las ideas, madurez, método.
  Quiere hacer muchas cosas a la vez; se encariña demasiado con sus
  proyectos, y en su viva imaginación llega a persuadirse de que es
  un hecho consumado lo que no es más que deseo ardiente. No conoce
  bien el personal político, ni tampoco el país que gobierna. Ha
  vivido largo tiempo fuera de España, medio seguro para equivocarse
  respecto a cosas y personas de acá. El hombre de Estado se forma en
  la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la
  administración... No se gobierna con éxito a un país con los resortes
  del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los
  ensayos atrevidos. Se necesitan otras dotes que da la práctica, y
  que, unidas al entendimiento, producen el perfecto gobernante. Aquí
  no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la
  oposición, y unos caciquillos en el poder».

—Para, hombre, para —dijo el clérigo echándose atrás en la silla, para
poder expresar más vivamente su entusiasmo— y déjame que extático
admire ese talento sin par... ¿Pero quien esto escribe es una mujer,
o un monstruo compuesto de los siete sabios de Grecia? ¿Has visto, has
conocido quien con más arte y donosura exprese la triste realidad de
nuestras pequeñeces políticas?... No, nuestra incógnita no es una dama.
Estamos en grave error..., es Séneca redivivo, quizás con faldas... ¿Y
tú, gaznápiro, no te admiras, no te deleitas, no pierdes el sentido
ante los esplendores de ese entendimiento, y ante las gallardías de esa
pluma, que sí, sí..., es de mujer, ahora lo veo, por el claro análisis,
por la gotita maliciosa que pone en sus conceptos? Créelo, este
amarguillo me sabe a gloria. Sigue, hijo, sigue, que esto es oro molido.




IV


—Pues si me tomas juramento —dijo Calpena—, declaro que estoy pasando
un rato delicioso con lo que se ha servido escribir para nuestro recreo
la señora tirana. Quien esto escribe es persona corrida, que ha visto
mucho mundo, y adquirido en él fino trato de gentes. Sigo:

  «Como en la cárcel no tendrás periódicos, yo me encargaré de
  contarte lo que dicen, y bien puedes agradecérmelo, que no es tarea
  fácil ni breve echarse al coleto todo este fárrago. Fuera de _La
  Abeja_, que en extremo me agrada, todo el periodismo me resulta
  enfadoso, indigesto y de escasa sustancia... Se escribe para los
  sectarios, no para la gente pacífica y neutral. Me encantan, eso
  sí, las letrillas políticas de Bretón, poniendo en solfa los
  acontecimientos de la semana con donaire decoroso, sin tocar jamás
  en la grosería, empleando extraños ritmos y consonantes endiablados,
  de extraordinario efecto cómico. Se pegan al oído ferozmente estas
  coplas; hace tres días que no ceso de repetir:

      _Así, beodo como un atún,_
      _Marat hablaba del procomún._
          _¡Trun, trun, trun!..._

  »No puedo resistir los artículos que llaman serios, escritos por
  jóvenes ilustrados. No negaré su mérito; pero que los lea quien
  quiera. Han tomado ahora la muletilla del _espíritu del siglo_,
  y a todo sacan el argumento espirituoso. Los del grupo templado
  encuentran _anárquico_ cuanto dicen y hacen los de enfrente, y los
  _libres_ denigran a los otros, echándoles en cara el _despotismo_, el
  _oscurantismo_, las _ideas retrógradas_ y otras cosas muy malas. _El
  Jorobado_ ha roto el freno, y no respeta ya ni la vida privada: a tal
  extremo llegan su desvergüenza y procacidad. _El Eco del Comercio_,
  con buenas formas, reparte navajazos a diestro y siniestro, y sus
  biografías continúan dando disgustos. El lance entre el general
  Bretón y Fermín Caballero, no ha curado a este de sus mañas: continúa
  mordaz, agresivo, y no dice cosa alguna sin intención aviesa. Un
  artículo de la semana pasada parece que dará lugar a la dimisión de
  Córdova, lo que algunos estiman como la única calamidad que faltaba
  para consumar la perdición del país. Háblase de un nuevo periódico
  que fundará Carnerero, y que será agridulce, como todos los suyos;
  pastelero y anfibio, sin contentar a nadie. En la _Revista Española,
  Mensajero de las Cortes_, continúa el anónimo articulista sacudiendo
  zurriagazos a Mendizábal. Parece que es Galiano el autor de estas
  fraternas. ¡Y eran íntimos amigos! No en vano dice Martínez de la
  Rosa, en las tertulias a que asiste, que vivimos _en el caos_, y
  propone como único remedio que traigamos, aunque sea embotellado, el
  _espíritu del siglo_. Que lo traigan, y en barricas el _justo medio_.

  »Aumentan las desazones por la censura de la prensa. Quién afirma
  que de todo este _caos_ tienen la culpa los censores del gobierno,
  que no cortan y rajan todo lo que deberían; quién abomina del
  demasiado rigor, pidiendo que se permita mayor desenfreno, para que
  la libertad, así dicen, cure y cicatrice las mismas heridas que
  abre; más claro, que el palo de la libertad es un palo medicinal
  como la quina, el regaliz y la cuasia. A los censores les juzga la
  opinión, mejor será decir la chismografía, con variados criterios:
  a unos, como Ángel Fernández de los Ríos, Lorenzo Feijoo y Miguel
  Vitoria, les ponen en el cuerno de la luna, por su tolerancia, por
  no prestarse a los rigores extremados, y _dejar correr_ algunos
  escritos de solapada oposición. En cambio, ponen cual no digan
  dueñas a don Juan Nicasio Gallego, a don Jerónimo de la Escosura
  y a Cipriano Clemencín, a quienes llaman _los inquisidores de la
  prensa_. Estos son los que aprietan las clavijas. Les acusan de
  que, por conservar sus puestos, han hecho escarnio de la sacrosanta
  libertad de la imprenta, contraviniendo... _el espíritu del siglo_.
  Me consta que a don Juan Nicasio le tiene sin cuidado todo lo que
  de él se dice. Por nada se altera, y continúa muy amigo de todo el
  mundo, con aquella imperturbable pachorra y aquel cinismo de buen
  tono. Es un Diógenes ordenado _in sacris_, que ha tomado la vida
  por el lado práctico, aprovechando las bonanzas que nos ofrece, y
  presentando a las tempestades el murallón de una filosofía pasiva, de
  que son emblema su corpulencia, su sonrisa bonachona y sus epigramas
  flemáticos. Como aquí los literatos y poetas no pueden vivir de
  la pluma, porque todos los españoles leen los libros prestados, y
  las ediciones se hacen cortitas, para regalar, este, como los más,
  vive al amparo del gran mecenas de hogaño, que es el gobierno.
  Habrás observado que todas las obras maestras de nuestros tiempos
  están escritas en papel de oficio, y con la excelente tinta de las
  oficinas. Pero hay alguno a quien no le sale la cuenta, pues a
  Ventura de la Vega acaban de limpiarle el comedero en _Lo Interior_,
  por si escribió o dijo no sé qué. Hoy tienen que tener cuidado esos
  señoritos con el chiste, y ponerse el bozal para ir de café en café.
  A Espronceda le solicitan para el nuevo periódico que van a publicar
  los allegados de Mendizábal (_El Liberal_ creo que se llamará); pero
  se resiste: está preparando un folleto que arde. Cuentan también con
  Larra; pero este se arrima a los moderados, y ahora proyecta su viaje
  a París para sacudirse las murrias. Es de los que no caben aquí,
  según dice, y tiene razón. Yo sé de otras personas, no ciertamente
  del gremio literario ni político, que se hallan en el mismo caso.
  No caben, no encajan, y sin embargo, aquí envejecen, porque a ello
  les obligan afecciones sagradas o deberes que cumplir. _Inteligente
  paca_, como dice mi peluquero.

  »Ea, niño, que me canso. Tres pliegos llevo escritos, y me parece que
  es bastante por hoy. Mi objeto no es otro que crearte con esta dulce
  conversación escrita una atmósfera plácida, que sirva de lenitivo a
  tu alma enferma. De este modo, te voy infiltrando las ideas sanas,
  te adormezco en el _justo medio_, calmo tus locas ansiedades, te
  reconcilio con el mundo en que estás destinado a vivir, y voy poquito
  a poco restableciendo en ti el equilibrio de humores, y templando,
  hasta ponerlas en el son debido, las harto tirantes o harto flojas
  cuerdas de tus nervios. Ya no escribo más, que también yo necesito
  equilibrio. Otro día continuaré... Espero salvarte. Aún no has
  comprendido bien de cuánto es capaz una... Chitón».

Quedáronse ambos meditabundos, ensimismados, y comentaron luego la
sabrosa carta, leída segunda vez por Hillo. Dos días después la
incógnita escribía:

  «¿No sabes? La belleza marmórea tiene otro novio, Ramón Narváez, no
  sé si te acordarás, coronel de ejército, cara dura, dejo andaluz,
  carácter de hierro, más propio para manejar soldados y ganar plazas
  que para la expugnación de mujeres. Me consta que a la familia de
  ella agradan estas relaciones, porque el mozo, según dicen, va para
  general: tales condiciones ha demostrado, y fiereza tanta contra
  los _anárquicos_ de aquí y los _serviles_ de allá. Pero como sale
  dentro de unos días para el Norte a mandar el _Infante_, es fácil
  que sea sustituido por otro, quizá perteneciente a la clase civil,
  a esa echadura de abogados habladores que la nación empolla para
  sacar ministros. Así andará ello. Todos estos niños zangolotinos
  que hablan de Benjamín Constant, de Thiers y Guizot, del Parlamento
  inglés y del _bill de indemnidad_ me apestan. La petulancia militar,
  con ser grande, ofende menos que la de los juristas, por lo que voy
  sospechando y temiéndome que los generales han de ser los principales
  mangoneadores políticos, cuando lleguemos a la paz. ¿Qué te parece
  esta observación? En tiempos de guerra mandan los civiles; en tiempo
  de paz mandarán los espadones..., no será floja empolladura la que
  nos dejará la guerra civil...

  »Me dicen que en el Prado empieza el calorcillo primaveral. El
  tiempo delicioso favorece la aparición de esas humanas flores que se
  llaman María Cimera, las dos Malpicas, Pepa Parsent y Encarnación
  Camarasa. ¿Qué piensas de esto, niño? ¿Has perdido de tal modo el
  gusto y las aficiones de caballero, que no anhelas la libertad para
  rendir homenaje a la belleza noble y honrada? ¿No te acuerdas ya
  de las ilustres casas que no necesito nombrar? ¿No conociste allí
  damas finísimas, cuya conversación tan solo, honesta y graciosa,
  te enseñaba las buenas formas, te sugería pensamientos felices,
  y educaba tu voluntad y tu inteligencia para un porvenir noble y
  hasta glorioso? ¿No se te ha pasado por las mientes, loco de remate,
  que podrías hallar, andando el tiempo, y prosiguiendo en el seguro
  camino que se te trazó, una compañera de tu vida tan bella, tan
  virtuosa y distinguida como la que hoy es marquesa de Selva-Alegre?
  ¿Ya no tienes aspiraciones hidalgas? ¿Te has encariñado tanto con
  las violencias, con el colorido chillón, con la nota discordante,
  con el contraste duro, que eres ya insensible al buen tono, a la
  gracia, a la armonía? No, no puedo creerlo... De fijo sientes ya
  en tu alma la reversión a los pasados gustos. ¿Verdad que deseas
  ver el _Prado por abril de flores lleno_? La novedad de este año
  es que se presentarán tres pimpollos, recién salidos del colegio;
  tres chiquillas monísimas. ¿No aciertas? Son las de Oñate, Juliana,
  Matilde y Carolina... Rabia, que ninguna ha de ser para ti; y si
  ante ellas te presentaras, con tu aire jacobino, y esos modales
  _anárquicos_ que has adquirido ahora, las pobres niñas se asustarían,
  y echarían a correr chillando: “Que se lleven de aquí a este pillo, y
  le vuelvan a meter en la cárcel”. Ya ves, ya ves, a lo que has venido
  a parar... Me figuro que arrugas el ceño por esta fuerte peluca que
  te estoy echando, y casi, casi sientes impulsos de estrujar la carta
  y arrojarla sin concluir su lectura. Pues no señor: aguántese usted y
  lea hasta el fin, que aún falta lo mejor.

  »Corren voces de que dimite Córdova. Se comprende que el hombre esté
  volado. Aquí se le censura porque no da una batalla por la mañana
  y otra por la tarde, creyendo que el dar batallas es tan fácil en
  el campo como en las mesas de los cafés. Y al paso que se hace una
  crítica estúpida de las operaciones militares, no se le mandan al
  general los recursos que solicita. Con un ejército descalzo, mal
  comido, y sin pagas, quieren campañas victoriosas. Oyes en un café
  a cada instante esta opinión impertinente: “¿Por qué no se ocupa
  el Baztán?... ¿Por qué no se fortifican los pueblos de la orilla
  derecha del Arga?...”. “Sí, hombre, les diría yo: vayan ustedes a
  posesionarse del Baztán, a ver si ello es tan divertido como hacer
  carambolas en el billar”. Yo mandaría al Norte a los carambolistas de
  Madrid, y a los vagos que por matar el aburrimiento se dedican a la
  estrategia... A todos les pondría el chopo en la mano, y les diría:
  “Hijos míos, id a la guerra y desfogad vuestro bélico ardor, y no
  volváis sino trayendo la cabeza del último faccioso...”. La prensa no
  hace más que denigrar al general en jefe. _El Jorobado_ le llena de
  injurias; el _Eco_ le mortifica con malignas reticencias. Los demás,
  o le defienden tibiamente, o callan hipócritas, haciendo más daño con
  su silencio que los otros con su procacidad. Esto es indigno: toda
  injusticia me subleva, y si en mi mano tuviera yo los rayos, como
  dicen que los tenía Júpiter, no haría más que repartirlos a diestro y
  siniestro, aniquilando tontos y malvados.

  »¿No piensas tú como yo, pobre iluso?... ¿No ves en Córdova la
  gran figura militar y política? ¿Has pensado alguna vez en ese
  hombre, que no nos merecemos, no, que se sale del cuadro de nuestras
  mezquindades y pequeñeces? Aquí somos miniatura; él retrato de gran
  talla. ¿No lo ves así? ¿Por ventura tu inteligencia no se recrea en
  estos ejemplos vivos? ¿Los hombres culminantes, que sobresalen en
  este hormiguero, no te cautivan ya, despertando en ti la admiración,
  ya que no el deseo de imitarlos? Medita un poco; y si tus devaneos
  no te han privado de la facultad de discernir, verás en Córdova la
  representación más alta de la inteligencia y la voluntad en tres
  órdenes distintos, el militar, el político y el diplomático. De ese
  ilustre soldado digo lo que ya te indiqué a propósito de Larra: es de
  los que no caben aquí. Se me ocurre una comparación, que me parece
  que no es mía: es de algún poeta, no sé cuál..., en fin, puede que
  sea mía, y allá va. Córdova es un roble plantado en un tiesto. El
  árbol crece... Naturalmente el tiesto se rompe...».

—Quien esto escribe —dijo Calpena con gravedad, suspendiendo la
lectura— no es mujer... No veo aquí a la mujer.

—Pues yo —replicó Hillo, no menos grave y caviloso que su amigo— te
aseguro que ahora..., en este pasaje..., se me representa más mujer que
nunca. Sigue, sigue.




V


  «No pretendo echármelas de Plutarco... Esto sería ridículo. ¿Y qué
  podré decirte yo que tú no sepas? Si sigo hablándote de Córdova y
  haciendo la debida justicia a sus altas prendas, quizás me digas tú:
  “¿Para qué se me ponen ante la vista ejemplos que no he de poder
  seguir? Yo no soy militar”. En efecto, militar no eres, porque...,
  no es ocasión aún de que sepas este _por qué_: a su tiempo lo
  sabrás. ¿Acaso no se abren a tu inteligencia otros caminos que el
  de la milicia? La política y la diplomacia ofrecen ancho campo al
  talento, si es asistido de dos cualidades preciosas: la honradez
  y la independencia. No me digas que hace falta el paso por las
  universidades. Eso sí que no: detesto a los leguleyos. Lo que
  hace falta es el paso por los libros, y esa facultad todo chico
  aplicado y con posibles la tiene en su casa. Te pongo ante los ojos
  el ejemplo de Córdova para que veas que los grandes hombres que
  descuellan en la humanidad se lo deben todo a sí propios, y son
  hechura de su mismo espíritu. La desgracia de este hombre es haber
  nacido aquí. En el suelo ancho y fecundo de otro país, habría sido
  árbol corpulento. Bonaparte y él se parecen como dos gotas de agua.
  El hecho heroico de la Cortadura es hermano gemelo del estreno de
  Bonaparte en Tolón. El 7 de julio debía ser otra página como la de
  Brumario en las calles de París: si no lo fue, no le culpemos a él,
  sino a la estrechez de tierra en el maldito tiesto. Mendigorría es
  otro Marengo: si no concluyó la guerra después de aquel brillante
  hecho de armas, fue por la misma causa..., el tiesto, niño, el
  tiesto... Como diplomático, Berlín, París y Lisboa le conocen. Sus
  escritos de cancillería como sus proclamas militares son un modelo,
  aquellos de precisión y sagacidad, estas de calurosa elocuencia...
  ¿Y dónde me dejas al político? Observa cómo, aplacados los ardores
  liberales de la juventud, vino a profesar y sostener el realismo en
  su noble pureza. Este no es de los que se encastillan en las ideas
  de la primera edad, quedándose para toda la vida, como unos bobos,
  en _Las ruinas de Palmira_; este es de los que aprenden a vivir en
  la realidad, en los hechos. La monarquía tradicional tuvo y tiene
  en él un acérrimo defensor; pero no quiere el brutal absolutismo,
  con su siniestro cortejo de verdugos e inquisidores, como lo soñaron
  don Víctor Sáez y Calomarde, no. Ya sabrás que declaró la guerra al
  sistema de _purificación_ y a las Comisiones militares hasta acabar
  con tanta barbarie... Es liberal sin morrión, monárquico sin cogulla.
  Cree que el despotismo mata a los pueblos por parálisis, como el
  estado continuo de revolución los mata... por el mal de San Vito».

No pudo refrenar Calpena el comentario que de la mente al labio le
salía, y dijo, apartando los ojos de la carta:

—Lo que noto yo aquí es una gran incongruencia. ¿A qué viene este
panegírico del general Córdova? En ninguna de sus cartas se ha dedicado
mi señora incógnita a trazar vidas plutarquinas. Casi siempre trata
con dureza o con desdén a los contemporáneos célebres. Las únicas
excepciones son Mendizábal y don Luis Fernández de Córdova; pero a este
me lo pone por encima de todos..., sin venir a cuento..., digo sin
venir a cuento, mi querido Hillo, porque yo y mi prisión, y los motivos
de ella, ¿qué relación pueden tener...?

—Hijo, la relación quizás no la veamos nosotros; pero que alguna hay,
aunque escondida, no lo dudes. Adelante.

—Sigo:

  «Te he pintado la figura, antes de decirte que corre por ahí muy
  válida la idea de investir a Córdova de las facultades de _dictador_,
  para salir del atolladero en que estamos metidos. Asumiría las
  atribuciones de general en jefe del ejército y de presidente del
  Consejo de Ministros; la corte se trasladaría a Burgos, y los
  Estamentos..., probablemente a esas logias legales y públicas se
  les echaría la llave hasta que la guerra quedase definitivamente
  concluida. ¿Sabes quién ha lanzado esta idea, quién la patrocina
  y está catequizando a Córdova para que se deje querer? Pues
  Serafín Estébanez Calderón, auditor en Logroño. No te acordarás:
  es un malagueño muy despabilado a quien has visto en casa de
  Puñonrostro...».

—¿Pero yo, por vida de Quinto Curcio y de las once mil vírgenes —dijo
Calpena en la mayor confusión—, qué tengo que ver con todo esto?

Hillo meditaba, la barba apoyada en los dedos, la vista fija en el
tapete mugriento y agujereado de la mesa.

—¿Qué piensas, clérigo?

—No, hijo, no pienso nada; no digo nada. Pero en tanto que se nos
descubre el hondo pensamiento de la autora de ese escrito apologético,
hagamos nuestras sus ideas, participemos de su ardiente devoción del
afortunado caudillo. Aquí estamos para la obediencia, y no hemos de
tocar nosotros el pandero, sino ella... Y a fe que está en buenas
manos. A ver, ¿qué más dice?

—Pues sigue el panegírico del santo.

  «Córdova tiene todas las cualidades de César... Es guerrero y
  político... Si él no hace de esta tribu de alborotadores una nación,
  perdamos la esperanza de redimirnos. Mendizábal ha fracasado, porque
  no ha sabido rematar la suerte... Córdova la rematará... Es el hombre
  único... Esperar nuestra salvación del Estatuto o de la Constitución
  del 12, es vivir en el reino de las pamplinas... Córdova es el
  Bonaparte sin ambición, bello ideal de los dictadores... Una espada
  que piense: esto es lo que nos hace falta...».

—¿Y no dice más?

—Dice también que me pone ante los ojos esta noble figura militar
y política, para que me familiarice con la grandeza del personaje,
aprendiendo en él a juntar la gallardía caballeresca con los primores
intelectuales. La caballería, aun con su poquito de romanticismo,
encaja, creo yo, dentro de la perfecta disciplina social...

—Ya, ya voy viendo algo...

—Pues yo no veo nada...

—¿Y qué más dice?

—Nada más.

Miráronse los dos largo rato, como si cada cual quisiera leer en la
cara del otro un pensamiento, una conjetura, una sospecha... Suspiraron
luego casi al unísono, y algo se dijeron, sin que ninguno diera a
conocer lo que pensaba.

—Fernandito —indicó Hillo, poniendo término a sus cavilaciones—, ¿no te
parece que debemos pedir que nos den de comer? Porque con estas cosas
de dictaduras, y de generales de la cepa de los Césares y Bonapartes,
se le despierta a uno el apetito de un modo horroroso.

—Soy de la misma opinión, clérigo insigne, y comeré lo que nos traigan,
aunque sean los hígados de Chaperón, conservados en vinagre.

El señorito se encontraba en un estado de ánimo favorable a las
picantes bromas. Mientras comían un cocido de caldo flaco y de garbanzo
duro, dijo a su mentor y capellán:

—En vez de dedicarse con tanto ahínco a la literatura plutarquina,
podía decirnos cuándo piensa sacarnos de aquí. Si esto es una humorada,
que venga Dios y me diga si no es ya insostenible.

—Dame tu palabra de que irás conmigo a donde yo te lleve, y mañana
mismo estamos en la calle.

—No puedo dar esa palabra, y si la diera no la cumpliría. Mi voluntad
es libre, ya que mi cuerpo no lo es hoy, por causa de un bárbaro
atropello... Pero esto no puede durar, y si durara, sería preciso creer
que la justicia es aquí un nombre vano.

—¡Y tan vano!

—Y la política una farsa.

—Un sainete que hace llorar a algunos.

—Y la policía un hato de bandoleros, vendidos a la intriga o a la
venganza... Bien, Señor: murámonos aquí.

—Morirnos no, porque todo es broma, y por mi cuenta, no han de pasar
las semanas de Daniel sin que se nos eche, por no resultar nada contra
nuestras honradas personas.

Fernando no dijo más. Antes de concluir de comer abandonó la mesa, y
se puso a medir con febril paseo la habitación, así a lo largo como a
lo ancho. Luego, a media tarde, propuso que dieran una vuelta por los
patios. Esto no le hacía maldita gracia a don Pedro, temeroso de ser
visto de la canalla, y con prudentes razones intentó quitárselo de la
cabeza. Mas tanto machacó el joven prisionero, que no pudo disuadirle
su amigo del propósito de salir. Verdaderamente, tal vida de quietud no
era para llegar a viejo. Deseaba moverse, estirar las piernas, respirar
otro aire, aunque no fuera menos infecto que el de su cuarto; y como
no le importaba nada codearse con la chusma del patio, bajó a dar una
vuelta por aquella triste región. Don Pedro no quiso acompañarle, y se
quedó en el corredor alto, paseando en corto, sin alejarse de la puerta
de su madriguera, para escabullirse dentro en caso de sentir pasos de
carceleros o visitantes.

Vio Calpena en el patio diferentes tipos de presos y detenidos, algunos
chicos vagabundos, y un cabo que cuidaba del orden en el departamento.
Cuatro hombres de aspecto mísero, las carnes bronceadas del sol, los
vestidos hechos jirones, robustos, con calañés terciado sobre la oreja,
eran los únicos que tenían aspecto de criminales. Hallábanse sentados
en ruedo, jugando con piedrecillas blancas y negras sobre un tablero
trazado con carbón, y no apartaban de su juego la mirada más que para
fijarla en el cabo, que iba de un lado a otro, las manos a la espalda,
y a ratos se aproximaba familiarmente a un grupo de presos pacíficos,
que parecían gente habituada a tal vida y a tal sociedad. El tono
de su conversación, su aire y modos reposados eran como de quien no
siente la menor extrañeza de hallarse donde se halla. Miroles Calpena,
y ellos le miraron, sin denotar curiosidad ni interés alguno. Algo
les dijo el cabo, y siguieron charlando de cosas que debían de ser
amenas, plácidas, quizás de lo buena que es la vida, y de lo acertado
que estuvo Dios al criar al hombre, y este al hacer las leyes y las
cárceles.

Después de pasear un rato, se fijó Calpena en tres individuos que
permanecían inmóviles, arrimados a la pared junto al portalón cerrado
del segundo patio, que ya en aquel tiempo se llamaba _de los micos_.
Eran jóvenes, mal vestidos; el uno parecía no tener camisa, y se
había levantado el cuello del levitín para disimularlo; otro llevaba
por sombrero una gorra como las de cuartel, y el tercero botas de
montar, zamarra muy ceñida con cordones y un sombrero de ala ancha.
Observó Fernando que ninguno de los tres le quitaba los ojos desde
que le vieron, y le seguían con la vista por donde quiera que fuese,
demostrando, no solo que le conocían, sino que algo y aun algos tenían
que decir de él. No era ciertamente hostil ni burlona la mirada de los
tres desconocidos, por lo cual se le despertó a Calpena la curiosidad,
y después las ganas de entrar en coloquio con ellos. Encendió un
cigarro, y este fue el incidente feliz que determinó la aproximación.
Destacose del grupo el de la gorra de cuartel, y con donaire campechano
pidió a Fernando candela; diósela este, y al devolver el otro el
cigarro, todo con los mejores modos, le dijo:

—Señor de Calpena, muchas gracias, y que no sea esta la última vez que
tengamos el gusto de verle por este patio.

—¿Me conoce usted? —dijo Fernando vivamente—. Pues yo a usted..., no
recuerdo.

—Zoilo Rufete... No se acordará. Soy hermano de un valiente militar
perseguido por sus opiniones libres.

—En efecto: ese nombre...

—Nos conocemos de la logia, señor de Calpena; solo que está usted
trascordado... En una misma noche hablamos los dos, y fuimos aplaudidos
bárbaramente.

—Ya, ya voy haciendo memoria.

—Usted habló de la responsabilidad ministerial, y de la manera de
hacerla cumplir; yo de la intervención extranjera, sosteniendo que los
españoles nos bastamos y nos sobramos para defender la libertad contra
todos los déspotas de la Europa y del Asia... Después me metí con los
frailes, y probé que entre ellos y los palaciegos nos han traído la
guerra civil...

—Es verdad, sí... ¿Y qué hacemos por aquí?

—Pues esperar... Creen que por prendernos adelantan algo... Yo me río
de las prisiones... ¿Qué es ello? _Maquiavelismo_..., y si me apuran,
miedo... Es la cuarta vez que me traen aquí, y aquellos dos compañeros
llevan ya nueve encerronas... Si patriotas entramos, más patriotas
salimos. Hoy más _libres_ que ayer, y mañana más que hoy. ¿No piensa
usted lo mismo?

—Exactamente lo mismo. Y dígame, ¿nos soltarán pronto? Porque la
verdad, este es un bromazo...

—No creo que nos suelten hasta que se abran los Estamentos. Están
locos... Créame usted, amigo Calpena: prenden a treinta o cuarenta
por aquello de que vea _Palacio_ que miran por el orden, y mientras
usted y yo, y otros mártires del despotismo, nos aburrimos en este
_pandemonio_, cientos y miles de compañeros trabajan fuera de aquí
por la causa del pueblo, sin meter bulla. Yo soy de los que dicen:
revolución, revolución, y siempre revolución.

—Siempre, siempre. Vengan terremotos, y encima... el diluvio.

—Lo que es ahora no tardará en estallar el trueno gordo. ¿Y qué me dice
de la guarnición? ¿La tenemos ya bien catequizada?...

—¿Sé yo acaso...?

—¿Que no sabe...? ¡Bah, señor Calpena, misterios conmigo! Si aquí todos
somos unos..., todos _apóstoles_ de la revolución, y cada uno trabaja
en su terreno.

Comprendiendo que aquel tipo le tomaba por un conspirador de oficio,
Fernando siguió la broma: de algún modo le convenía justificar ante el
vulgo su permanencia en la cárcel. Prisión por _patriotismo_, antes
enaltecía que deshonraba.

—Pues sí —dijo tomando el tonillo y los aires de un perfecto muñidor de
motines—, el ejército es nuestro.

—Ya lo sabía yo... ¿Pues por qué está usted aquí sino por ser el que
pone los puntos a la Guardia Real?... Yo se los pongo a la Milicia, y
puedo asegurarle que toda ella respira por la santísima libertad...

—Así tiene que ser... ¡Buena se armará!

—¿De modo que la Guardia...?

—Como un solo hombre.

—Chitón... El cabo viene para acá. Disimulemos. Si tiene usted
cigarrillos, señor de Calpena, le agradeceríamos que nos prestase media
docena. Andamos mal de tabaco.

—Tome usted... Coja más. Arriba tengo para muchos días.

—Basta con diez. Muchísimas gracias. Esta tarde han de traernos tabaco,
y yo pondré a su disposición buenos puros... El cabo nos mira... Me
temo que me diga algo con la vara... Disimulemos... Es muy bruto ese
cabo. Ha sido lego de convento y voluntario realista.

—Yo me vuelvo a mi cuarto.

—Usted allá, y nosotros aquí... _Meditemos_..., el triunfo es cosa de
días. Bájese acá mañana, y hablaremos: tenemos mucho que hablar...
Conviene que nos pongamos de acuerdo...

—Enteramente de acuerdo...

—Sobre este y el otro punto... ¿Usted qué opina? ¿Constitución del 12?

—Hombre, pues claro está...

—No deje de correrse al patio mañana..., antes de la comida, de diez
a once. A esa hora tenemos un cabo muy bueno: Francisco, de apodo
_Resplandor_, uno que estuvo con Porlier... Podremos hablar... Mi
compañero Canencia desea echar con usted un parrafito, para quedar
también de acuerdo...

—¿Quién es Canencia?

—El del sombrero ancho y botas. Ahora nos mira y se sonríe. Ha llegado
hace días de Zaragoza. Ese es un lince para los de Artillería. Les
tiene sorbido el seso.

—¿Y el otro quién es?

—¿Pero no le conoce? Si es Fonsagrada, primo hermano de los amigos de
usted.

—¿Los Fonsagrada..., dos mocetones muy guapos, sargentos de la Guardia?

—Cabal. Este chico vale más que pesa. Tiene minada la Caballería por
dentro, por donde no se ve..., como la carcoma.

—Conozco a sus primos.

—Eleuterio, el mayor, estuvo ayer a vernos..., y hablamos de usted...,
y encargó a Zacarías..., así se llama este..., que le diese a usted
memorias, y...

—¿Y qué más?

—¡Oído!..., que viene el cabo... Compañero Calpena, hasta mañana.

—Hasta mañana, compañero Rufete.




VI


Subió Calpena a su cuarto, muy dichoso de haber hecho aquel
conocimiento, no solo porque rompía el monótono y acompasado tedio de
la vida carcelaria, sino porque del trato de aquella desdichada hez de
la plebe turbulenta esperaba obtener noticias de sucesos exteriores
para él muy interesantes. Encontró a Hillo muy embebecido en la lectura
de un librote que el segundo alcaide le había prestado, y era nada
menos que la _Vida de Carlos XII de Suecia_, del amigo Voltaire.

—¿No sabes, clérigo —le dijo gozoso—, lo que me pasa? Pues sin
sospecharlo, ni tener de ello la menor noticia, he sido un conspirador
terrible... Mi especialidad es seducir a los cabos y sargentos de
la Guardia Real, encariñándoles con la libertad y con el _venerando
código_ del 12.

—Hijo, de algún modo se ha de justificar tu prisión. ¿Y de mí qué se
dice?

—¿De ti? Que armabas un complot tremebundo para implantar una
republiquita a estilo ateniense..., poniendo de protector o de _tirano_
democrático...

—¿A quién?

—Al espejo de los caballeros, general Córdova...

—Pues mira, no estaría mal... Me satisface haber tenido esa idea —dijo
Hillo siguiendo la broma—. Pero en mi calidad de eclesiástico, más
cuerdo sería proponer para cabeza de esa república a fray Cirilo de
Alameda y Brea.

—¡Si ese está con don Carlos...!

—Pues entonces..., crearíamos una Tetrarquía que representara los
cuatro brazos, o las cuatro patas del cuerpo social. Yo por el Clero;
tú por la Aristocracia; por el Ejército pondríamos a Rufete, y por el
Pueblo al gran Aviraneta.

Toda la tarde la entretuvieron con estas bromas. Durmió Calpena
intranquilo, y al despertar sobresaltado, no se apartaba de su mente la
imagen de los dos Fonsagrada, a quienes conocía por las relaciones de
aquella familia con la Zahón. El más joven de ellos era novio de una de
las chicas de Milagro. Lo que le turbaba el sueño era que Eleuterio,
el mayor de los dos hermanos sargentos, le hubiese mandado memorias
con aquellos perdidos del patio. Y según el dicho de Rufete, habían
hablado largamente de él. ¿Qué dirían, santo Dios; qué dirían de Aura?
Ansioso esperaba el día siguiente para entrar en palique con los tres
presos, en quienes vio acabados tipos de _jamancios_, o sea la variedad
política y revolucionaria de los que conspiraban por hambre, metiéndose
en mil trapisondas con la mira de pescar algo de lo que repartían las
logias en vísperas de motín.

Por la mañana, al salir a dar una vuelta por el pasillo, se encontró a
Iglesias, que al cuarto de un preso de pago se dirigía, y hablaron, no
maravillándose Nicomedes de verle en tal sitio.

—No todos los corifeos de la Libertad —le dijo con cierta vanagloria—
hemos disfrutado las delicias de un cuchitril de pago... Las dos
temporaditas de prisión política que tengo en mi hoja de servicios,
amigo Calpena, me las cargué en el patio y cuadra correspondiente,
en amigable cohabitación con barateros y asesinos... Usted es de los
privilegiados de la fortuna. También en esta región del martirio
patriótico hay aristocracia, jerarquías...

—Dígame, querido Iglesias, ¿cuándo se arma? ¿Ha caído Mendizábal..., se
ha sublevado el ejército al grito mágico... de..., vamos, a cualquier
grito mágico?

—La cosa está muy madura... No puedo decir más.

—¿También ahora secretos...? ¡Amigo Nicomedes, si me parece que estoy
en la logia! Baja uno a ese inmundo patio, y en cada tipo de calañés y
zamarra le sale un compañero.

—Naturalmente, la masonería tiene en la cárcel sus ramificaciones.
Aquí se conspira lo mismo que en cualquier otra parte. Comandante he
conocido yo aquí que nos delató porque no quisimos hacerle _Venerable_;
y entre los cabos hay muchos que hasta hace poco cobraban la peseta
diaria que se daba por ciertos trabajos. En los días que estuvo aquí
don Eugenio Aviraneta, el primer genio del mundo en el conspirar, era
este el centro de todos los Orientes grandes y chicos, y aquí venían
comunicaciones cifradas de los institutos armados, de las cancillerías
extranjeras, y hasta de los ministros... En fin, no puedo decir más.
Paciencia, amigo, que pronto, muy pronto ha de cambiar la faz de la
nación...

—¡Qué gusto! Dígame: será cosa tremenda, desquiciamiento total,
confusión, ruinas...

—Poco a poco, amigo mío: los que hoy somos _corifeos_ de la Libertad,
nos creemos llamados a gobernar a la nación, no a destruirla.
Trabajamos contra los malos gobiernos, contra las instituciones
opresoras; pero queremos el bien del país.

—Yo también..., pero el bien del país exige un cataclismo.

—Lo habrá, hijo, lo habrá... Cataclismo prudente, en beneficio de la
Libertad y de los _libres_... Paciencia, calma, patriotismo.

—Sea como fuere..., ¿será pronto?

—¡Oh, eso sí! No puedo decir más. Y usted, mártir ahora de la causa,
esté muy orgulloso y alégrese de su suerte, esperando el día del
triunfo... Pero no me pregunte cuándo será, pues si yo lo supiera, no
se lo diría... Adiós, adiós. Mi enhorabuena.

Y se metió en el cuarto, donde sufría larga y enfadosa detención, según
Calpena supo luego, un tal Civit, compinche en otros días de Aviraneta,
y que después se lanzó a trabajar por cuenta propia. Jamás salía de su
cuarto. El cabo que servía a los de preferencia contó a Fernando que
el señor Civit se pasaba todo el día y parte de la noche escribiendo.
¿Qué hacía? ¿Fabricaba constituciones, formaba listas de proscripción o
listines de empleados nuevos? Nunca se supo.

A la hora señalada por Rufete bajó Fernando al patio, y si él fue
puntual, más lo fueron los otros: en el mismo sitio del primer
conocimiento les encontró, y apenas le vieron, abalanzáronse a
recibirle, alentados por la presencia del más benigno de los cabos, el
tal _Resplandor_, hechura de la masonería del año 20.

El jaquetón de sombrero ancho y botas, con patillitas de _boca e
jacha_, quiso distinguirse por lo cariñoso y expresivo. Saludó con
acento andaluz, qué a Calpena le pareció afectado y mentiroso. En
efecto: el señor Canencia, vástago de una dinastía de conspiradores
que venía alborotando desde la _francesada_, era un andaluz muy
_crúo_, natural de... Candelario. Pero habiendo rodado por Sevilla y
Cádiz, algo también por Melilla, adoptó la pronunciación de aquellas
tierras, por creerla más en armonía con sus pensamientos audaces,
revoltosos y su natural pendenciero. Ceceaba por presunción de guapeza;
su _andalucismo_ era más de cuarteles madrileños que de sevillanos
bodegones. Lo mismo servía para enseñar a los pobres _pistolos_ la
buena doctrina constituyente, que para dirimir las contiendas de
juego, _mojando_ en el primero que se le ponía por delante. Pero si
le apuraban a reñir de verdad, y se encontraba frente a un rival
_poeroso_, se llenaba de prudencia, y decía: _No quiero espuntar
la navaja en er güeso de un amigo_. Era el abanderado de todos los
motines, y el que más bulla metía, el más arrastrado y avieso si en
el motín corría sangre; desplegaba un valor heroico siempre que en la
asonada hubiese tropa _fraternizando_ con el pueblo. En un tiempo en
que las cartas motinescas venían mal dadas, metiose a contrabandista,
allá por Huelva; pero le salió mal la cuenta, y el bromazo le costó dos
años de andar en malos pasos, con _calcetas de Vizcaya_, que pesan como
un demonio.

Pues, señor, después del primer despotrique de Canencia, que se
declaró conmilitón de don Fernando en la obra grande de exterminar el
despotismo, tomó la palabra Fonsagrada, el que para ocultar la falta de
camisa o por defenderse del frío, llevaba subido el cuello del levitín,
con todos los botones prendidos, y además refuerzo de alfileres allí
donde los botones faltaban. El paño que de sobra lucía en su pescuezo
escaseaba en los codos, no siendo estas las únicas claraboyas por donde
se le ventilaba la carne. Cubría su cabeza con una elegante cachucha,
prenda nuevecita, que formaba vivo contraste con las demás de su atavío.

—Pues sí, señor de Calpena, ayer cuando le vimos a usted nos dieron
ganas de hablarle; pero la verdad, yo no me atrevía... Ahora que
estamos juntos, congratulémonos de fraternizar aquí, y bendito sea
este martirio, pues por él la igualdad... _es un hecho_. Henos aquí
confundidos sufriendo la misma pena, usted, aristócrata, y nosotros que
nos orgullecemos de ser pueblo.

—Hoy más pueblo que ayer, y mañana más pueblo que hoy —dijo otro, no
consta cuál.

—Las masas no son tales masas sino cuando en ellas se mezclan las
clases todas... _Hermanados_ grandes y chicos en una masa, la
revolución... _es un hecho_. Pues a lo que iba, señor de Calpena: mi
primo Eleuterio le conoce a usted mucho, y _antier_ me dio memorias
para usted.

—Siento no haberle visto. Quizás me diera noticias de personas que me
interesan, y de las cuales nada he sabido desde que esta pillería del
gobierno me prendió.

—_Es un hecho_ —dijo Rufete— que el gobierno, por venganza, le
ha desterrado a la novia. Lo mismo hicieron conmigo el año 34.
_Maquiavelismo_... pero no les vale, no les vale.

—No les vale —repitió Calpena—, porque yo, en cuanto me suelten,
revolveré toda la tierra hasta encontrarla... ¿Ha dicho Eleuterio si
mi novia vive, si se la llevó aquel tío que ahora cuida de ella, por
disposición de Mendizábal?

—Pero, señor, ¿hasta en eso se meten los ministros?... ¿En quitarle a
uno su _jembra_?

—Sí, señor: vive y está buena; solo que un poco desmejorada. Ya van en
camino de...

—¿De dónde?

—Pues mire que no me acuerdo. Pero es cosa de las provincias, allá por
donde anda el Pretendiente con toda su facción.

—¿Será Fuenterrabía, Tolosa...?

—Me parece que no... Yo se lo preguntaré a mi primo cuando vuelva. Mi
familia lo sabe todo por Lopresti, a quien despidió la Jacoba, y en
casa le tenemos.

Tal impresión causaron a Calpena estas noticias rápidamente
comunicadas, que disimular no pudo su alegría. Maquinalmente
estrechó las manos de los tres conspiradores, los cuales atribuyeron
demostración tan cariñosa al entusiasmo de sectario, a una viva efusión
de fraternidad. Contestaron unánimes con igual calor, diciendo el que
ceceaba, en confianzudo y jovial estilo:

—_Zeñó Carpena, España pa loj españole. Diaquí a poco naide noz toze.
Cuente zumerzé con ezte amigo pa cualziquiera coza de poer._

—¿Creen ustedes que estallará pronto el trueno gordo?

—Ya se le oye retumbando lejos; ya viene la tormenta —aseguró Rufete.

—Y cuando triunfemos —afirmó Fonsagrada asegurando los alfileres que
cerraban su ropa—, podrá uno comer como buen ciudadano, y vestirse, y
apalear a toda la canalla que nos ha quitado la libertad... Ya verán
esos _maquiavélicos_ lo que es el pueblo, y la soberanía de nuestra
_masa_.

—Amigos, adiós —dijo Fernando, deseoso de perderles de vista—. Bajaré
mañana para que me den más noticias, pues Eleuterio volverá.

—Para servirle, don Fernando.

Pretextando ocupaciones, se alejó Calpena del patio, y la expansión de
su alegría le llevaba por aquellas escaleras arriba como un pájaro.
¡Aura vivía! ¿Qué más podía desear por el momento el desconsolado
amante? Aura vivía; el mundo recobraba su placidez luminosa; el
sol alumbraba placentero, y la cárcel misma era un lugar risueño y
hermoso. Renovadas en él con súbito incendio las energías de su pasión,
comprimidas, que no sofocadas, por el cautiverio, pensó que ante el
hecho de existir Aurora, carecía de importancia su salida de Madrid
bajo el poder del tío carnal. Ya la buscaría y la encontraría su fiel
amante, aunque España fuese diez veces mayor de lo que es... ¡Aura no
había sido víctima de su desesperación!... La catástrofe romántica, ya
con puñal, ya con braserillo de carbón o con veneno, aquel espectro
que había sido espanto del galán en sus noches de insomnio, ya no era
más que un temor disipado. Aura vivía; y en camino para su destierro,
se confortaba con la seguridad de que volaría tras ella su caballero
libertador. ¡Bonita empresa, singular aventura se preparaba, digna
de los Amadises y Esplandianes, por donde había de resultar que las
hermosuras morales de la edad de la caballería, en la nuestra, prosaica
y materialista, gallardamente se renovaban!

Tan alegre entró en su cuarto, y con tal brillo de los negros ojos, que
Hillo entendió que algún feliz encuentro había tenido en el patio. Y
al verse abrazado por su amigo, no pudo menos de interrogarle inquieto.

—Estamos de enhorabuena, mi querido clérigo. ¿No adivinas por qué?
Porque se armará pronto... La _cosa_ está madura. La Milicia como un
solo hombre, el Ejército como un hombre solo.

—¡Que nos coja confesados, hijo!

—No, que nos coja libres..., y si no, caerán los muros de esta infame
Bastilla. El rugido popular ya se oye, clérigo mío; la indignación de
la masa ya pronto estallará...

—¿Quién te ha llenado la cabeza, ¡oh joven inexperto!, de ese viento
malsano?

—¿Pero no sabes? La masonería invade el Saladero; se mete aquí con
los presos políticos, y hace prosélitos de los cabos de vara... Y
ahora, ¿no te parece que debes pedir a nuestra incógnita que nos saque
pronto de este infierno? Si sigo aquí, conspiro, te lo anuncio; haré
la propaganda del degüello de ministros, y créeme que hay en esos
patios gente abonada para merendarse un par de ministerios, y los dos
Estamentos si fuese menester.

Perplejo y un tanto temeroso, cerró Hillo pausadamente el libro de
Voltaire, y fijó la atención y los ojos en su amigo:

—Sí, sí, Fernando —dijo tras breve pausa—. Paréceme que ya para bromazo
basta. ¿Qué hacemos aquí? Y si esto es un hervidero de conspiraciones,
como dices, podría resultar que algún pillo nos comprometiera, y que la
humorada se convirtiese en chanza pesadísima.

—Que yo he de conspirar, liándome con los patriotas calzados y con
los jacobinos descalzos que he tenido el honor de conocer aquí, no lo
dudes. Entré inocente de toda culpa política, y saldré para el motín o
para la horca.

—¿Y qué quieres que haga yo, Fernandito de mi alma —dijo Hillo
cruzándose de brazos—, si la mascarita no resuelve nuestra libertad, y
da en guardarnos aquí hasta que nos convirtamos en cecina o bacalao? Y
me inquieta que van ya cuatro días sin que el _señor Edipo_ nos traiga
algún consuelo. Desde que recibimos el refuerzo de lengua ahumada,
dátiles de Berbería y vinito blanco, no ha vuelto el tal a parecer.
Y yo digo: ¿si se habrán olvidado de nosotros, y acabaremos por ser
empapelados inicuamente?

Breve rato permanecieron los dos mirándose. Lo que con sus ojos se
decían no es para traducido en palabras. Con ellas, y bien expresivas,
manifestó Calpena que él discurriría con sus amigos del patio alguna
sutil tramoya para escaparse. Hillo, caviloso y triste, no supo qué
responderle, ni tuvo ánimos para contradecirle.

Transcurrieron tres días, en los cuales llegaron a Calpena, por el
mismo Eleuterio Fonsagrada, nuevas importantísimas. Primero: que
Aura iba camino de las Provincias Vascongadas con su tío el señor
Negretti, y que entrarían en Francia por Canfranc, para tomar luego
la frontera. El señor Negretti era contratista y constructor de armas
de fuego en el campo carlista. Agregó a estas nuevas el sargento que
_Palacio_ preparaba un cambio político, dando el pasaporte a Mendizábal
y sustituyéndole con Istúriz; que al reunirse los nuevos Estamentos,
procuradores y próceres se tirarían los trastos a la cabeza; que
Lopresti contaba mil donaires del furor de la Zahón, y de las
dramáticas, ruidosas escenas que presenció la casa y gozó el vecindario
al partir la bella Aurorita, desolada y fuera de sí.

Con estos interesantes informes coincidió carta de la incógnita, que
llegó inopinadamente, cuando los presos comían. ¡Ay, era muy triste;
revelaba inquietudes, aprensiones, amargura y desaliento!




VII


  «Estoy enferma —decía la carta—. He pasado unos días crueles, privada
  del placer de escribir a mis buenos amigos. Ya estoy mejor; pero no
  ha sido, no, mal de mimo, que tan fácilmente padecemos las señoras.
  Aquí han creído que me moría. Gracias a Dios, de esta me parece que
  no caigo. Y no me mortificaban poco en mi enfermedad la idea y la
  imagen de mis prisioneritos. “¡Buena la hemos hecho! —me decía yo,
  en mis horas de febril insomnio—. Si ahora me muero, ¿qué va a ser
  de mis pobres conspiradores, Dios mío? ¿Quién les amparará, quién
  cuidará de ponerles en la calle?...”. Hijos míos, dad gracias a Dios
  por mi mejoría, que si llegáis a perderme, trabajillo os habría
  costado deshacer el bromazo y recobrar vuestra preciosa libertad.

  »Al volver en mí, no ceso de pensar en vosotros... Mi soledad, mi
  tristeza, el miedo a la muerte, cuya descarnada mano he visto tan
  próxima, me han sugerido la idea de que debo dar por terminada la
  encerrona de mi capellán y de su amiguito. El primer objeto que se
  quería lograr con este ingenioso golpe de mano, bien cumplido está.
  El objeto segundo, que era extinguir la demencia en el turbado
  cerebro de mi señor don Fernandito, no sé si lo hemos conseguido.
  Presumo que no. Se hace lo que se puede: no debemos ir más adelante,
  so pena de incurrir en crueldad y despotismo. Dispongo, pues, ¡oh
  capellán mío, y tú, incauto jovenzuelo!, que se os abran prontito
  las puertas de esa mansión de tristeza. Tendreislo entendido, y
  os cuidaréis de tomar las medidas conducentes a vuestra próxima
  libertad».

—¡Oh, bien, bien, y viva la incógnita! —exclamó Calpena batiendo
palmas—. Ya somos libres. Clérigo, abrázame.

—Despacito: veamos lo que dice después... Prosigo.

  «Escribo a los dos, porque deseo abreviar, y porque no hay nada que
  Mentor deba reservar de su extraviado Telémaco. Con los dos hablo
  a la vez. Estenme atentos. Si después de esta reclusión, que ha
  sido barrera contra los malos deseos, castigo de la temeridad, y
  garantía del honor, no se da Fernando por limpio y curado de su
  mal de aventuras deshonrosas, entiendo que es locura proseguir mi
  empresa. No puedo más. Hice cuanto de mí dependía para levantar un
  valladar entre su presente ignominioso y el brillante porvenir que he
  soñado para él. Le he brindado con la paz, le exigí sumisión. ¿Quiere
  someterse y poner su existencia totalmente en mis manos? Me dará con
  esto la más grande alegría de mi vida. ¿No se somete, no se da por
  vencido, no quiere la paz que le ofrezco, y que para él representa el
  bienestar, la posición, el honor y la regularidad de la vida? Pues yo
  lloraré sobre su ingratitud; a mí, entonces, me corresponderá darme
  por vencida. Llena el alma de dolor, renuncio a proseguir esta ruda
  batalla».

La emoción que el clérigo sentía le cortó la lectura.

—Fernando, Fernando, hijo mío: ¿este noble lenguaje no hará profundo
surco en tu alma? ¿Eres capaz de rebelarte aún?... ¿No ves cuán grande
es su pena, al suponerte contumaz?...

—Sigue —dijo Fernando, que ávido de mayor conocimiento, leía por encima
del hombro de su amigo—. Aún falta lo principal.

—A ello voy:

  «En la puerta de la cárcel, la voz amiga, la voz tutelar dice a
  Fernando: “Te ofrezco el destino de Cádiz, a donde partirás con
  tu mentor y capellán sin pérdida de tiempo. ¿No quieres? Pues no
  volverás a saber de mí. Y por mi parte procuraré que a mí no
  lleguen noticias tuyas. Uno a otro nos extenderemos la partida de
  defunción... No están los tiempos para vivir en plena zozobra,
  añadiendo por nuestra voluntad nuevas tristezas a las que ya nos
  rodean, y que pertenecen a la vida común, al conjunto de males
  colectivos. La disminución de nuestros sinsabores bien merece la
  pérdida de un afecto, aunque al arrancarlo nos duela. Conque ya
  sabes. Libertad... Decide ahora de tu suerte”.»

Quedose Fernando pensativo, dejando vagar sus ideas por el insondable
espacio que las últimas frases de la carta abrían ante él. Hillo le
sacó de su abstracción con severo lenguaje:

—Ya sabes: a Cádiz conmigo, o solito al infierno.

—Salgamos, salgamos pronto de aquí —dijo Calpena, paseándose inquieto,
con las manos en los bolsillos—. Dentro de esta cisterna, es imposible
el discernimiento... Salgamos, y al respirar el aire libre decidiré.

Comprendiendo el presbítero que la resolución de la incógnita había
hecho profunda impresión en su amigo, no quiso desvirtuarla con
razonamientos y nuevas admoniciones. Mejor era dejarle solo con su
conciencia, en la cual la verdad iba labrando el hondo surco. Después
de la enseñanza y severo castigo de aquel encierro; ausente ya la que
había sido causa de su locura, ¿no era razonable esperar que el joven
adquiriese la serenidad suficiente para medir y pesar el pro y el
contra de las acciones humanas?... Confiado en una victoria decisiva,
Hillo recreaba su espíritu en la esperanza de libertad; mas no se veía
totalmente libre de zozobra con las seguridades de que no sufriría
menoscabo en su dignidad ni en su reputación. Por cierto que en la
carta recibida en la cárcel el penúltimo día (en ocasión que Calpena
rondaba por el patio), iba un pliego reservado para don Pedro, en el
cual se le daban nuevas instrucciones, previendo todo lo que pudiera
ocurrir. Si Fernando, sometido incondicionalmente, aceptaba el destino
de Cádiz, las cosas marcharían sin ningún tropiezo, y la situación
de Hillo sería la de mentor o caballero de compañía, liberalmente
remunerado. En caso de rebeldía, la señora no pensaba desentenderse ni
abandonarle, como le había dicho, empleando una ficción argumental,
de la que esperaba gran efecto sedativo. A donde quiera que fuese el
descarriado joven, le seguiría el pensamiento y la acción tutelar de la
deidad misteriosa que le protegía. Pero no atreviéndose a comprometer
en empresas tan arriesgadas a su bondadoso capellán, se manifestaba
dispuesta a desprenderse del incógnito, para él solamente, en plazo no
lejano. La señora y el buen don Pedro celebrarían una conferencia, en
la cual la primera le entregaría la llave de su confianza, el segundo
prometería solemnemente guardar sobre cuanto oyese reserva absoluta, y
entre los dos determinarían los planes más convenientes para ulteriores
campañas. Muy bien le parecieron a don Pedro estas resoluciones,
sobre todo la de arrojar la careta, enseñando el rostro verdadero,
pues la lealtad y abnegación que él en tan delicado asunto mostraba,
bien merecían la supresión del disfraz. Otra cosa sería ya denigrante
para él, ofensiva de su decoro. Tanto se penetró de esta idea el
buen presbítero, que hizo firme propósito de _renunciar el cargo_ si
la señora no le daba prueba palmaria de su confianza abandonando el
misterioso disfraz. Pareciole asimismo muy conveniente y grato lo del
viajecito a Cádiz y el establecerse en aquella ciudad, pues no del
todo tranquilo respecto al efecto moral de su prisión, deseaba perder
de vista a Madrid y a sus conocimientos de acá. Así nadie le haría
preguntas impertinentes acerca de su cautiverio por motivos políticos,
ni tendría que dar explicaciones del error de la policía, de la torpeza
del gobierno... Sí, sí, a Cádiz; lejos, lejos, pues lo de la prisión,
peor era meneallo.

Subió Calpena del patio, muy excitado, con informes fresquecitos; pero
se guardó bien de comunicárselos a su mentor. Pusiéronse a tratar de
varios asuntos relacionados con su próxima libertad, y lo primero que
dijo Hillo fue que ni él volvería a la casa de Méndez ni Calpena a la
calle de las Urosas, debiendo ambos instalarse juntos en una fonda,
de donde partirían para Cádiz lo más pronto posible. Convino en ello
Fernando, y eligió la _fonda de Genieys_. Designó esta casa, como
hubiera designado la _Posada del Peine_ o el _Parador de los Huevos_,
porque de nada podía enterarse: tan violenta era la tempestad que
desató en su cerebro el reciente coloquio con Eleuterio Fonsagrada.
Estupendas noticias le dio este del martirio de Aura, y de los
dramáticos resortes que fue necesario emplear para llevársela, pues
hasta hubo intervención de la policía, y qué sé yo qué... Con esto,
recayó Calpena en la gravísima dolencia de sus amores furibundos, se
encendió en su cerebro un hirviente volcán de ideas peregrinas, y en su
voluntad resurgieron los estímulos más osados y caballerescos.

Llegó por fin el ansiado día de libertad, que les fue notificada sin
explicación del motivo por qué entraron y por qué salían, ni de los
términos del sobreseimiento. Entregaron a Calpena un papel, y a Hillo
otro papel, en el cual se le llamaba don Pedro Timoneda; y si esta
burla de las leyes fue del agrado de ambos, no dejaba de inspirarles
profundo desprecio del poder público. Aunque vestido de seglar, no
gustaba Hillo de recorrer la calle en pleno día, y mandó traer un coche
simón donde metieron su escasa impedimenta, y se fueron a la fonda
simulando que venían de Leganés.

Las mejores habitaciones de Genieys, calle de las Infantas, estaban
ocupadas por el célebre banquero don Alejandro Aguado, que había
llegado de París dos días antes. Viajaba este prócer de la alta banca
con gran aparato, en sillas de postas de su propiedad, y acotaba para
sí, su familia y servidumbre la mejor parte de la única fonda decente
que había en Madrid. Los dos licenciados del Saladero tuvieron que
acomodarse en una celda interior, oscura, con vistas al húmedo patio
donde los cocineros desplumaban las aves y arrojaban los desperdicios
de la cocina. Poco grata era tal residencia, y clamaron por otra mejor;
mas el encargado, un italiano injerto en catalán, les notificó que no
podía mejorarles de cuarto hasta que saliera para Andalucía el señor
banquero, añadiendo por vía de consuelo que en otras ocasiones había
este señor tomado mayor espacio. El año 29, cuando vino con Rossini,
los huéspedes habituales de la casa habían tenido que dormir en los
pasillos.

Instalados al fin de mala manera, se descolgó por allí Fonsagrada, que
había convenido con Fernando en verse aquella misma noche. No le hizo
gracia a don Pedro tal visita, temeroso de las trapisondas de marras,
y mayor fue su disgusto cuando Fernando le anunció la presentación del
capellán del segundo regimiento de la Guardia, don Víctor Ibraim y
Coronel, que deseaba reanudar una amistad antigua. A Ibraim le conocía
don Pedro de la sacristía del Carmen Descalzo, donde ambos celebraban
años atrás, y nunca hicieron buenas migas, por ser de encontrada índole
y gustos diferentes. A Hillo le cargaba el tal clérigo por andaluz, por
charlatán, entrometido y farfantón.

Pues, señor, cenaron los tres (convidado Fonsagrada por Calpena), y
cuando estaban en las almendras y pasas, vieron entrar en el comedor,
metiendo bulla y bastoneando fuerte, en traje de paisano, al tal don
Víctor Ibraim, que se fue derecho a Hillo, y previo palmoteo en los
hombros, le dijo:

—_Grasiaj a Dios, amigo Jiyo, que noj echamo la vista ensima_.

Y al punto, pegada la hebra, por cada palabra de don Pedro pronunciaba
doscientas el otro: era una taravilla _seseosa_ que agradaba un rato,
y después aburría. De pronto, el señorito Calpena, con la incumbencia
de tener que proveerse de tabaco, guantes y otras cosillas, salió a la
calle con Fonsagrada, dejando a su amigo en las astas del toro. ¡Bonita
noche le esperaba al pobre clérigo, aguantando el jeringazo continuo
de la charla de Ibraim, que hablaba de lo propio y lo ajeno, sin
medida ni pausas, eliminando las zedas de su pronunciación, y usando
voquibles gitanescos! Pero lo que le requemaba a don Pedro era que el
pillo de Calpena, confabulado quizás con Fonsagrada, le había traído
al castrense para que estuviese al _quite_, entreteniendo a Mentor con
su capote, mientras Telémaco hacía un quiebro, y tomaba bonitamente el
olivo.

«¡A dónde habrá ido ese tunante!... —pensaba el capellán, sin sosiego,
oyendo a Ibraim como se oye el zumbido de un abejón—. ¡Y a qué horas
volverá...!».




VIII


¿Y qué le decía el castrense andaluz? Nada que pudiese interesarle.
Empezó declarándose liberal, atribuyendo el radicalismo de sus ideas a
la influencia de las clases y oficialidad del _ilustrado_ regimiento de
la Guardia en que servía. Refractario al despotismo, Ibraim sostenía
que la Iglesia de Cristo y la Libertad podían comer en un mismo plato.
El clero regular no servía más que para desacreditar con su holganza
la santa religión. Con el clero parroquial, el catedral y el castrense
bastaba para esplendor de la Iglesia, y conservar la pureza del dogma.
Por no enredarse en disputas que excitarían más la verbosidad del
capellán, Hillo daba su asentimiento a las estolideces que oía. Y algo
dijo el otro después que le cargó soberanamente, por ejemplo: que
entre los clérigos amigos de ambos criticaban a Hillo por meterse en
belenes revolucionarios, arrimándose a las logias; y aunque su prisión
había sido, según se contaba, un error de la policía, no le hacía
favor el paso por el Saladero. Por lo demás, le veía con gusto entre
los pocos eclesiásticos que hacían ascos a la facción, y se agarraban
a las falditas de la _angélica Isabé_, pues el carlismo no había de
triunfar, y el porvenir era de los de acá, conforme al _ejpíritu der
siglo_. Él iba siempre con _er siglo_, y por ver en su compañero
iguales ideas, _simpatisaban_. Debía don Pedro mirar con desprecio las
murmuraciones oscurantistas, y seguir adelante, procurando ingresar en
el cuerpo castrense, pues convenía formar un plantel de capellanes,
_gente güena_, que diera la norma del futuro personal eclesiástico;
y si venía una ley (que sí vendría) abriéndole el caminito de los
cabildos catedrales, como descanso y premio del militar servicio, la
carrera _de tropa_ era una _bendisión_. Cierto que la vida de campaña
tenía sus trabajos y penalidades; pero todo se compensaba con lo
divertido de andar entre gente ilustrada y de humor alegre, y con
lo que _uno se solasa_ cuando le toca la _sircustansia_ de un buen
alojamiento.

Seguía Hillo dando a todo su aquiescencia, por ver si paraba un poco
el molinillo de la palabra de Ibraim; pero ni por esas. Mientras más
conforme aparecía don Pedro, el otro apretaba más en su despotrique, y,
por fin, se metió en la política palpitante. A Mendizábal no le podía
ver, aunque eran casi paisanos (don Víctor había visto la luz en Coria
del Río, _a la verita e Seviya_). Mil ejemplos podría citar el clérigo
hablador del detestable gobierno de don _Juan y Medio_; pero como para
muestra bastaba un botón, denunciaría la incapacidad del ministro con
este solo caso. A poco de sentarse en la poltrona el gaditano, llegó él
(Ibraim) de la propia Sevilla con buenas recomendaciones. No pretendía
cosa mayor: el arcedianato de Morón o la rectoral de Osuna. Trabajó
el asunto; ayudáronle los procuradores sevillanos don Juan Morales
Díez de la Cortina y don Francisco Javier Osuna. Pero cuando ya creía
tener bien trincado lo de Morón, quedose como _er gayo der mismo_, sin
pluma y cacareando, porque el _arrastrao don Juan_ dio la plaza a un
pariente suyo, un tal Méndez, de Chiclana, que en su vida las había
visto más gordas, pues ni latín sabía, y se pasaba el tiempo derribando
vacas. Gestionó luego don Víctor lo de Osuna, y quedose también _per
istam_. Se lo llevó uno que en sus sermones llamaba a los liberales
_loj alurnoj e Lusifé_. Así estaba todo..., lo mismo que en tiempo
de Calomarde. ¡Y para esto traían de _London un ministro santiguaor
que iba a poné la justisia_!... Gracias que el pobre clérigo andaluz,
después de _aquer feo que le hiso_ el ministro, pudo encontrar alguna
protección en su paisano Joaquín Francisco Pacheco, que le metió en lo
castrense con no poco trabajo.

Deseaba, pues, ardientemente el rencoroso Ibraim que cayese y reventara
pronto _ese tío campanero_, que no era más que un _jormiguiya_,
mucho moverse, mucho proyectar _de fantasía_, y poco _chapitel_. Y
seguramente, sus días estaban contados: abierto el nuevo Estamento, se
armaría la gran _saragata_, y adiós mi don Juan para toda la vida. No
recataba el castrense sus instintos revolucionarios, diciendo: _Debemo
poné en la caye a ese sopenco, y hasé un ministerio de libres, con
Argüeyes a la cabesa_. También con esto hubo de manifestarse conforme
don Pedro, dispuesto a decir amén a las mayores atrocidades; y no
pudiendo aguantar más, indicó con bostezos y pestañeo sus ganas de
dormir, por ver si Ibraim se _najaba_. Lo que este hizo fue invitarle
a ir un ratito al café, con lo cual vio el cielo abierto don Pedro,
porque negándose cortésmente a gandulear tan a deshora, el otro, que
debía de ser un gandul de primera, se marcharía solo. Pero no quiso
Dios que tan a gusto de Hillo pasaran las cosas, porque Ibraim, lejos
de parecer contrariado por la negativa de su colega, se mostró muy
satisfecho, y dijo que mejor y más _desahogaos_ estarían allí. Al
punto tiró de la campanilla, y al mozo que vino le mandó traer copas y
cigarros.

En vista de esto, no le quedaban a Hillo más que dos partidos que
tomar: o coger una silla y estampársela en la cabeza al enfadoso
castrense, o resignarse y hacer cuenta de que Dios le aceptaría
sufrimiento tan grande en descargo de sus culpas. Prefirió este
último partido, y se recargó de paciencia, invocando mentalmente la
misericordia divina.

—_Laj onse_ —dijo Ibraim mirando su reloj—. ¡Qué temprano!

Era el castrense un mocetón como un castillo, bien plantado, esbelto,
de poco más de treinta años, morena y agitanada la tez, los ojos
negros, desmesurados, que habrían podido surtir dos caras, sobrando
todavía un poco de ojos; temple sanguíneo muy acentuado; el testuz con
remolinos de pelo que el corte frecuente hacía más ásperos; el morrillo
formidable, bocado exquisito si cae en manos de antropófagos; no grande
ni fea la pezuña, la mano fuerte, el entrecejo tenebroso por la enorme
cantidad de ceja, la fisonomía poco atractiva, el aire total como de
contrabandista o mayoral de diligencias. Hombre de poquísimas letras,
fue metido en la carrera eclesiástica por no servir para otra cosa. De
muchacho, era el primer gallina del pueblo, y jamás se querelló con
nadie; ni siquiera era fachendoso. Tenía su fuerza en la palabra, en
el hablar sin término, almacenando con prodigiosa retentiva todos los
chismes de cuatro leguas a la redonda. Se hizo cura sin esfuerzo, no
viendo en las pasiones obstáculo grande para tal carrera. Luego fue
adquiriendo vicios con el contagio de la vida de tropa. Midiéndolo por
el nivel medio moral que comúnmente usamos, no fue un mal sacerdote
antes de ser castrense, y hasta llegaron a contarse de él actos de
virtud de los más vulgares. Para el púlpito no servía por su mala
pronunciación y su falta de luces; para el confesonario, tal cual; era
largo en las misas, y algún malicioso dijo que por el afán de hablar,
añadía latines de su cosecha al formulario litúrgico. En funciones de
ceremonia lucía por su gallarda estatura, y como siempre tuvo sonora y
vibrante voz, aunque poco afinada, cantando la Epístola era un hermoso
becerro con dalmática.

No le clasificó entre los rumiantes el bueno de Hillo, que la noche
aquella, tediosa cual ninguna, hubo de hacer en su mente, para
encontrar el símil de Ibraim, una chabacana combinación zoológica,
fundiendo en una pieza el atún de las almadrabas de Huelva y la cotorra
de las selvas africanas.

Las once y media, y Fernando no parecía... En el hueco que la ausencia
de Telémaco dejaba en el espíritu del triste Mentor, Ibraim arrojaba
sin cesar conceptos incoherentes, sin conseguir llenarlo. Entre los
diversos temas que iba tomando y dejando al compás de los sorbos
de ron, nada le cargó tanto a Hillo como el impertinente y avieso
comentario que de la conducta de Fernando hizo. Notó don Pedro que
su hablador colega quería fisgonear, enterarse de lo que no sabía,
adoptando el desleal sistema de las preguntas capciosas, y de soltar
mentiras para sorprender verdades. Pero a buena parte iba: Hillo solo
contestaba con vagas expresiones. Entre otras chismografías, Ibraim
soltó la especie de que a Calpena no le habían preso por conspirador,
sino porque se había metido a enamorar a la _hija de Mendizábal_.
Echose a reír el otro clérigo, sin ganas, por dar tono de burla a su
respuesta, y el andaluz insistió en que lo había oído, apelando al
testimonio de personas conocidas de entrambos.

—_La chica e Mendisába_, hombre; una hija de extranjis, cuarterona
de inglesa, que estaba en _poer_ de una tal que _yaman la Sayona_,
prendera o marchanta de piedras... El _gobierno ha tenido que escondé
a la chavala y prendé a Carpena_. Ya ve en qué se ocupa mi don Juan.

Negó todo esto resueltamente don Pedro, calificándolo de absurdo y
ridículo; el otro, deseoso de inquirir el origen de don Fernando,
afirmó que alguien le tenía por nacido de altas personas. Hizo Hillo
el papel de quien guarda un secreto, y no sabiendo nada, puso en mayor
curiosidad a Ibraim, que terminó aquel tratado asegurando que él lo
averiguaría.

Al filo de las doce se descolgó Calpena en la fonda, mostrando en su
rostro aburrimiento y fatiga, como quien ha pasado las horas en pasos
o indagaciones ineficaces. Hillo no le pidió cuentas de su tardanza,
conociéndole en el rostro que no estaba en disposición de darlas. Lo
que dio fue un gran bufido a Ibraim, que a tales horas aún intentaba
pegar la hebra. Tocando retreta, se despidió el hablador hasta el día
siguiente.

Acostáronse Mentor y Telémaco sin pedirse ni darse explicaciones de
nada, y don Pedro se pasó parte de la noche revolviendo en su mente
nuevas inquietudes por la situación que se presentaba. Pensaba que no
pasaría el día venidero sin que el señor _Edipo_ recalase con una carta
sustanciosa, y trajese, amén de instrucciones, los fondos necesarios
para el viaje a Cádiz, si en efecto lo había; y anticipándose a lo que
el papel dijera, fabricaba el capellán con loca fantasía estupendos
castillos. Pero ¡ay!, la anhelada carta no vino al siguiente día, ni al
otro, ni al otro, lo que, unido a que Calpena salía y entraba sin dar
cuenta de sus actos, puso al clérigo en un estado de nerviosa ansiedad,
semejante a la pasión de ánimo. Al cuarto día el hombre no vivía;
perdió el apetito, el sueño; fue atacado de una especie de histerismo,
que llevaba trazas de trocarse en locura. ¿Por qué callaba la señora
cuando más falta hacían su voz y su autoridad? Tan pronto a enfermedad
lo atribuía, tan pronto a muerte; y hasta llegó a imaginar que en todo
aquello no había más que una refinada burla, de que él era la primera
víctima. La tutelar deidad desaparecía entre nubes cuando llegaba
la ocasión de cumplir el compromiso de desenmascararse. ¿Acaso la
autora de las donosísimas y tiernas cartas era una guasona de primera,
que se había divertido con él metiéndole en la cárcel, ofreciéndole
canonjías y volviéndole más loco que lo estaban los orates de todos
los manicomios del reino? Esto no podía ser, no, no..., la protección
a Fernando bien efectiva era, con el dinerito por delante, y en ello
no cabían chanzas ni sainetes. Y ¿a quién, por san Caralampio bendito,
a quién dirigirse para salir de la horrible duda? ¿Qué camino tomar
para llegarse hasta la incógnita y decirle: «Pues usted no se descubre,
aquí vengo yo a descubrirla, que ya no puedo más, que estoy loco, que
me muero de congoja, de confusión; me muero del mal de ignorancia, el
peor de los males»? No sabiendo qué hacer, echose por las calles en
averiguación de qué señoras de la aristocracia se habían muerto en
aquellos días o estaban _in articulo mortis_.

Qué tal sería su trastorno, que hasta llegó a encontrar grata la
compañía de Ibraim, y se aventuró a confiarle algo de sus cuitas,
recibiendo de él consuelos y esperanzas, con la oferta de ayuda
fraternal en el trabajo indagatorio. Ya Calpena le había dicho
resueltamente que no contara con él para el viaje a Cádiz; y
reiterándole su amistad franca y leal, le anunciaba que muy pronto
habrían de separarse. Patético y grave estaba don Fernando; don Pedro,
acongojado y lívido, como si le acosaran espectros. El primero dábase
por totalmente abandonado de la divinidad tutelar; el segundo, por
perdido en abismos de confusión y descrédito. No era fácil determinar
si el eclipse de la incógnita causaba gozo a Calpena, pues a veces así
lo parecía; pero de improviso se le veía meditabundo y apenado, como
el que ha perdido una ilusión o un bien positivo. Por otra parte, de
las averiguaciones de Mentor burlábase Telémaco, juzgándolas inútiles,
y este a su vez indagaba con febril actividad cosas de índole diversa.
Tan loco estaba Juan como Pedro: don Víctor mediaba entre ellos,
queriendo conciliar sus respectivas locuras; mas con tan poco arte, que
solo consiguió aburrirles y embarullarles más de lo que estaban.

Y de las primeras requisitorias tocantes a la probable enfermedad o
muerte de alguna señorona aristocrática, ¿qué había resultado? Nada.
Atribuyéndolo don Pedro a que hacía sus pesquisas en un menguado
círculo social, resolvió subir a más altas esferas. No estaban a su
alcance más que las políticas, y a ellas se dirigió con ánimo resuelto
y las entendederas bien aguzadas.




IX


Para ver _gente buena_, de esa que con un codo toca al pueblo, y con
otro a la aristocracia, ningún sitio como el Estamento de Procuradores,
que en aquellos días inauguraba la nueva legislatura, con Real discurso
y todo el ceremonial de rúbrica. Según el famoso dicho de Larra, no
se abría el Estamento; quien se abría era el señor don Juan Álvarez
Mendizábal, elegido por diez provincias... La política entraba en
honda crisis, resuelto _Palacio_ a cambiar de gobierno, y siendo el
Parlamento, como era, no más que una sombra de régimen, tapadera de
la arbitrariedad, del capricho y de las veleidades cortesanas. Bastó,
pues, que tres hombres de fama, un gran orador, un político hábil y
un eximio poeta, marcasen un magistral cambiazo, y se apartaran de
Mendizábal declarándose devotos ardientes del _justo medio_, que por
entonces, como en todo el reinado siguiente, era el barro de que se
echaba mano para la fabricación de ministros; bastó, digo, que aquellos
tres señores se lanzaran al campo _moderado_, para que los liberales
se vieran mandados a sus casas, y el poder pasase a los otros, a los
de la suprema inteligencia y finas artes de gobierno. ¿Quiénes eran
los tres? Alcalá Galiano, Istúriz, el duque de Rivas. Este fue a la
conjuración llevado por amistades más fuertes que sus convencimientos
políticos, de ningún modo por ambición, pues un hombre que había
hecho el _Don Álvaro_, bien podía conformarse con un papel incoloro y
secundario en aquel teatro todo mentira y rencores. Los otros dos eran
ambiciosos, con motivos para serlo, y su presente y su porvenir estaban
dentro del escenario político.

La batalla política, dada en el terreno del mensaje, como ordenan la
lógica y la costumbre, era de esas que, repetidas hasta la saciedad
en nuestra historia parlamentaria, siempre con los mismos tonos y
peripecias, resultan, vistas a estas alturas, absolutamente insípidas y
sin ningún interés. Batallas son estas que, por el ruido que en ellas
se hace, parece que entrañan alguna transcendencia; en realidad no
interesan más que a las cuadrillas de desocupados que esperan destinos,
o temen perder los que poseen. En estos oleajes, comúnmente todo es
espuma; en el de abril de 1836, apuraban los oradores un asunto ya
resuelto por el poder Real. Pero se creía necesario un simulacro de
parlamentarismo, por aquello de que era _fashionable_ vestir a la
inglesa, imitando los debates políticos, como se imitaban los fraques.

—¿Qué hay por aquí? —dijo Hillo, que con Ibraim, los dos vestidos de
seglares, sin collarín ni ningún signo eclesiástico, brujuleaba por los
pasillos del Estamento, llenos de gente inquieta, bulliciosa.

Y enterado por Iglesias, que le salió al encuentro, de que Istúriz
y Mendizábal se liaban en agrias disputas por un estira y afloja de
conducta o principios..., palabras, hojarasca, juguetería política de
muchachos grandes, expresó con buen sentido esta opinión sintética:

—¡Qué ganas de perder tiempo y saliva! ¿A qué disputar un poder que ya
se sabe está destinado a la _moderación_? Yo que el señor don Juan,
no me prestaría a esta farsa, y cogiendo mi sombrero, les diría a los
Procuradores: «Compadres: ya sé que estoy de más aquí. Ahí tienen
ustedes el poder, las carteras y las actas y credenciales, que yo me
voy al corral por mi pie, antes que me arrastren las mulillas». Y a la
señora reina le diría: «Señora: para quitarnos los collares y ponerlos
en otros pescuezos, no es preciso que estemos aquí, como rabaneras,
días y más días, apurando el vocablo. Si la opinión no tiene influencia
efectiva, ¿a qué fingirla con nuestros deslavazados, interminables
despotriques? Hoy decimos lo mismo que ayer, y mañana eructaremos lo
de hoy. Conque... ahí tiene Vuestra Majestad la confianza que me dio.
Puesto que ha resuelto quitármela, se la devuelvo, y así le ahorro
el disgusto de despedirme como a un criado. Yo soy un hombre serio y
formal, que amo a mi patria. No he logrado hacerla feliz, como me
propuse y prometí. Mi voluntad ha podido menos que las intrigas y
obstáculos con que desde el primer día han embarazado mi camino los
políticos de profesión, y las camarillas parlamentarias y palaciegas.
Si no hice más, fue porque no me dejaron... De todo se le echa la
culpa al pueblo. El pueblo es el gato, el pueblo es el niño malcriado,
mocoso y llorón que trastorna la casa. Pues si quieren que el pueblo
aprenda a desempeñar su papel político, enséñenle los de arriba con
el exacto y honrado cumplimiento del suyo. Conque... a los reales
pies, _etcétera_..., que yo me voy a mi casa, de donde veré pasar las
revoluciones...». Esto diría yo a ser don Juan de Dios, y me marcharía
cantando bajito, dejando a los Istúriz y Galianos desenvolverse
como pudieran, bajo los auspicios de doña María Cristina y de sus
tertuliantes del Pardo y la Granja. Caballeros...

No parecieron mal a los circunstantes estas ideas, y alguno, al
comentarlas, extremó la amargura y escepticismo que revelaban. En
aquellos días, la opinión de la gente que politiqueaba y de los
ciudadanos pacíficos empezó a mostrarse favorable a Mendizábal. Todo
el mundo veía el juego que se traían palaciegos y estatuistas para
plantarle en la calle, sustituyéndole con el que había sido su amigo
íntimo, don Javier Istúriz. Hasta Nicomedes Iglesias, que meses antes
echaba de su boca sapos y culebras contra el buen gaditano, reconocía
la injusticia con que se le trataba, y casi casi se inclinaba a
defenderle. Verdad que no era todo generosidad en esta conducta,
pues el infatigable pretendiente, desairado por tercera vez en las
elecciones, había adquirido pruebas de que no fue Mendizábal el
causante de su desventura. Le constaba de un modo indudable que el
ministro, ocho días antes de la elección, había querido sacarle _por
los cabellos_ en la provincia de Gerona; pero le marró la suerte,
por confabulación de intrigas entre moderados y patriotas catalanes.
Viéndose nuevamente detenido en el camino de su ambición, se tragó sus
hieles, deplorando la doblez de algunos amigos que habían trabajado en
contra suya, y empezó a sentirse minado por el desaliento y la falta
de fe. Pues no se le daba el honroso puesto que en la política creía
merecer, lo asaltaría. Cuando no se puede avanzar ordenadamente con
la ley, se avanza saltando con los motines, y pues se le marchitaban
los ideales, daría un sesgo positivista a sus aspiraciones... ¿Con
qué bandera conspiraría? He aquí el problema. Su despecho, a vueltas
de largos insomnios y cálculos, le sugirió que la bandera que
resueltamente debía seguir era la del Éxito. ¡Unirse a los que podían y
debían triunfar! ¿Quiénes eran estos? Nadie sabría determinarlo hasta
la solución de la crisis.

En esta situación de ánimo, su olfato finísimo le permitió apreciar
que Mendizábal, caído tan a destiempo, víctima de sus propios amigos y
de adversarios envidiosos, quedaría con fuerza moral no menos grande
que la que tuvo al venir de Londres. En cambio, Istúriz y comparsa, al
remontarse en la cucaña, empujados por _Palacio_, triunfaban en pleno
estado de debilidad. «Los vencedores —se dijo Iglesias— son gente
muerta: en cambio, el vencido vivirá». De aquí que se inclinara a
formar en el partido del ministro desairado y aparentemente maltrecho.
Pensaba que don Juan de Dios se lanzaría con resolución a la política
de venganza, que soplando el cuerno revolucionario, haría revivir su
popularidad, para con ella, y los jirones que aún le restaban de sus
desgarrados planes, causar terror y desconcierto en los estatuistas de
viejo y nuevo cuño. El hombre de mañana era precisamente el ministro
despedido y vilipendiado de hoy. Así lo presagiaba el instinto de
Iglesias, y con esta presunción bastábale para saber a qué faldones
agarrarse debía. «Me voy con todo el que apunte alto y sepa hacer
blanco seguro —se decía—. ¿Qué bandera? Supongo que don Juan tremolará
la Constitución del 12, para decirle a _Palacio_ que _al que no quiere
caldo, taza y media_. Presumo que nos apoyaremos en el elemento
popular, la Milicia Urbana. ¡Ay del que toque a la Milicia!».

Revolviendo en su mente estas ideas, preparaba su probable, casi segura
reconciliación con don Juan Álvarez, hablando de él, en aquellas
críticas circunstancias, con una benevolencia compasiva, que sería
precursora de las alabanzas una vez que el largo cuerpo del gaditano
acabase de caer al suelo.

—Sí, hay que reconocer que lo que se hace con este hombre es inicuo
—decía en un apretado corrillo en que estaban Trueba y Cossío, Donoso
y otros muchachos inteligentes—. Nadie le ha combatido como yo, cuando
le he visto metido en transacciones peligrosas con el enemigo...
Pero ahora que se le quiere atropellar..., ahora, ¡oh! nosotros, los
patriotas de toda la vida, no tenemos vergüenza si no nos ponemos a su
lado.

Olózaga, que en aquellos días hizo su estreno parlamentario, sentando
plaza de orador de primer orden, sostenía lo mismo que Iglesias, aunque
con menos ardor, porque su posición le imponía otros miramientos. López
y Caballero aspiraban a formar grupito aparte, y los _santones_, con
Argüelles a la cabeza, se mostraban fríos en la defensa de Mendizábal,
cual si desearan su anulación antes que pudiese adquirir la jefatura
indiscutible del poderoso bando popular.

Indiferente a la marejada política; poco atento al drama de la sesión
en que unos y otros se peleaban por interpretaciones de conceptos, de
poco valor práctico, don Pedro Hillo practicaba en aquel laberinto sus
extrañas diligencias. Alguien encontró que podía darle luz: parásitos
de las casas grandes; periodistas que democratizaban en las redacciones
o en las logias, después de haber asistido a prima noche, vestiditos de
fraque, a comidas aristocráticas; procuradores noveles, fruto elegante
del nepotismo moderado, que alternaban con lo más florido de Madrid.
No tuvo que hacer don Pedro flojas combinaciones dialécticas para
formular sus interrogatorios con la debida discreción, y al fin, ¿qué
sacó en limpio? Véanse por la muestra los informes que adquirió del
mundo elegante: La condesa de S. A., una de las más bellas Montúfares,
padecía de horroroso dolor de muelas, que privaba a los amigos del
placer de admirar su hermosura. La marquesa de B., ya en meses mayores,
no se presentaba en sociedad; se sentía horriblemente molesta. La
duquesa viuda de H. iba saliendo de su pulmonía, que ofrecía cuidado
por la edad de la señora: ochenta y cinco años. La marquesita de A., la
menor de tres hermanas célebres por su gracia y hermosura, estaba en
cama, de sobreparto; pero iba bien: contaba veintitrés años y meses.

No satisfacían al buen clérigo estas gacetillas de sociedad, y en el
ardor de su mente empezó a sospechar que quizás era error suponer a
la incógnita perteneciente a la clase más alta de la sociedad. ¿Sería
de familia de comerciantes acaudalados, de banqueros o asentistas?
¿Sería...? El hombre se volvía loco, y cada vez se ennegrecían más
los horizontes que le cercaban, pues también fueron infructuosos los
pasos que dio para buscar a _Edipo_. Este había sido destinado a una
sección de vigilancia en pueblos cercanos a Madrid, y se ignoraba
cuándo volvería. Mas no vencido Hillo con estas contrariedades,
siguió metiendo el cuezo en los Estamentos, aficionándose más al de
Próceres. Una tarde fue sorprendido por la candente noticia de que
Mendizábal e Istúriz se desafiaban. ¡Y habían sido Pílades y Orestes,
camaradas en la adversidad, amigos en la próspera fortuna! Istúriz
dijo al primer ministro, en un arranque de franqueza oratoria, que
_no desempeñaba su destino con dignidad_. Sensación, réplicas airadas
de banco a banco, tumulto... Todo esto se lo contó a don Pedro Luis
González, y luego vino Ibraim a confirmarlo, dándole las proporciones
que el asunto tomó en cuanto lo cogieron de su cuenta las lenguas
de la populachería. Corrieron ambos al otro Estamento, donde ya era
público y notorio que Mendizábal había designado a Seoane para que
le apadrinara, pues estaba decidido a _lavar la afrenta_. Istúriz,
a las primeras de cambio, se negó a dar satisfacciones, nombrando
su representante al conde de las Navas. Este y Seoane trataron de
arreglarlo. A eso de las diez, hallándose los dos clérigos en el café
de Solís, agregados a una bulliciosa partida de periodistas, poetas
y funcionarios públicos, supieron que no había componenda; que los
dos insignes rivales se batirían a pistola, a las seis de la mañana
siguiente, en una posesión del señor de la Coreja, más allá del puente
de Segovia; que el ministro estaba a la sazón en su despacho arreglando
papeles, y dictando las disposiciones que el caso exigía: testamento
político, testamento privado quizás; que las pistolas con que se habían
de fusilar eran de don Andrés Borrego, armas construidas ex profeso
para lances de honor; que aún estaban discutiendo Navas y Seoane si
la tragedia sería a veinte o a treinta pasos; que en las logias, los
patriotas alborotados declaraban que armarían gran tremolina si el
duelo resultaba una _tramoya moderada_ para asesinar al ministro,
_venganza de los frailes_, o _represalias del servilismo_..., con otras
particularidades, y los mil fantásticos comentos que había de producir
un caso tan emocional en aquella situación ya bastante dramatizada por
las trifulcas políticas y militares. Para que el romanticismo, ya bien
manifiesto en la guerra civil, se extendiese a todos los órdenes, como
un contagio epidémico, hasta los ministros presidentes iban al terreno,
pistola en mano, con ánimo caballeresco, para castigar los desmanes de
la oposición. En los campos del Norte, la cuestión dinástica se sometía
al juicio de Dios. Los políticos, ciegos, medio locos ya, no pudiendo
entenderse con la palabra que de todas las bocas afluía sin tasa,
apelaban a la pólvora.




X


Despidiose Hillo de la sabrosa tertulia y del bruto de Ibraim, que aún
permaneció en el café con otros zánganos, para irse desde allí sabe
Dios a qué lugares vitandos y pecaminosos. Alguno de aquellos perdidos
propuso a don Pedro una bonita excursión matinal: largarse todos
temprano al sitio del lance, ya que no para presenciarlo, pues esto era
difícil, para estar a la mira, oír los disparos, ver llegar y partir
a los duelistas y a los padrinos, enterarse pronto del desenlace, y
_acompañar el cadáver_ si del encuentro resultaba, que todo podía
ser..., y hasta resultar podía que los dos contendientes quedaran patas
arriba.

No quiso ser de la partida don Pedro, conformándose con que le
contasen al otro día lo que diera de sí el tremendo lance; y se
fue a coger la almohada, ávido de soltar sobre ella la balumba de
sus graves pensamientos. Quiso su mala suerte que aquella noche no
pareciese por la fonda el don Fernando, lo que puso a su mentor en
grande intranquilidad, privándole del sueño. Presumió que andaría de
francachela con los chicos de la Guardia, por entonces su sociedad
favorita, y que no dejaría de acudir con ellos o con otros, por la
mañana, a las inmediaciones del lugar del desafío, para curiosear
y traerse a Madrid las primicias informativas del extraordinario
suceso, que lo mismo podía concluir en urbana comedia que en tragedia
lastimosa. Véase por dónde tuvieron los propósitos de Hillo mudanza
total; y no habiendo querido ir a la _feria del duelo_, allá fue, y no
de los últimos, con esperanza de encontrar a su Telémaco y echarle el
lazo.

No habiendo pegado los ojos en toda la noche, era su cerebro un horno,
sus ideas lúgubres, de una melancolía intensa, como si en el alma se le
fuera metiendo el romanticismo de la clase nocturna y sepulcral, ese
que huele a tierra de osarios y a siemprevivas putrefactas. Caminito
de la puente segoviana iba el hombre muy cabizbajo, revolviendo en su
magín el grave conflicto que le abrumaba: la desaparición o eclipse
inexplicable de la dama incógnita; el tenebroso porvenir del infeliz
joven a quien amaba como a hermano, o como a muchos hermanos juntos,
y su propia situación, que veía ya comprometida para siempre, por
aquel _enredo de comedia de máscaras_ en que tan mansamente y sin
pensarlo se había metido. Recorrió todo el trayecto sin darse cuenta
de su longitud, y hasta más allá del puente no empezó a volver en sí,
fijándose en las personas que encontraba, algunas de las cuales venían
ya de la _feria_. En un grupo de muchachos alegres vio a Miguel de los
Santos, y le paró para preguntarle el resultado del lance. Afectado de
negro pesimismo, creía don Pedro que de los dos combatientes no habían
quedado más que _los rabos_, y su sorpresa fue grande cuando el guasón
y maleante Miguelito le dijo que los curiosos volvían chasqueados,
pidiendo que les devolviesen el dinero.

—Luego, ¿no ha corrido la sangre? —dijo Hillo.

A lo que contestó Álvarez que no, que lo que había corrido era bilis.

—Ha sido un duelo _a primera bilis_, y ya está el honor satisfecho.

Siguieron los jóvenes su camino y don Pedro el suyo, sin ver a
Fernando ni encontrar a nadie que de él le diera razón. Luis Bravo le
contó que los duelistas habían cambiado un par de tiros a veinte pasos,
sin tocarse; antes de repetir, Istúriz dio satisfacción y todo quedó
terminado, sin que fuese preciso usar el esparadrapo y tafetán.

—Los dos se han conducido con dignidad y valor. Total, nada. Un
escándalo más; un nuevo motivo para que este don Juan Álvarez se vaya
pronto a su casa y nos deje el campo libre.

Cuando esto dijo, pasaron los coches que conducían a los rivales, que
acababan de recobrar el honor. El postrero, en que iba Istúriz con Las
Navas, paró, por indicación de este, para recoger a González Bravo,
quien se despidió del presbítero, dejándole en mitad de la carretera.
No había concluido de saludar a los del coche, cuando se llegó a él
un hombracho formidable, los zapatos y el pantalón blanqueados por
el polvo: era Ibraim, que en tal facha, encendido el rostro por las
múltiples mañanas que había tomado, parecía más bárbaro que nunca.
Apartándose de un grupo que venía del _anfiteatro del suseso_ (de este
modo expresaba el capellán andaluz la proximidad del lugar dramático),
se mostró gozoso de encontrar a Hillo.

—¿No sigue usted con sus amigos? —le dijo don Pedro.

Y él respondió:

—No. Son unos locos que le comprometen a uno. Me quedo con _usté,
selebrando_ el encuentro; tengo que hablarle.

—¿A mí?

—_A usté. ¿Quié que entremoj antej en un merendero a tomá la mañana?_

—Hombre, yo no tomo mañanas ni tardes. Tómelas usted si quiere, aunque
me parece que ya las tiene en el cuerpo. ¿Ha visto a Fernando?

—_No señó... Der propio señorito hamos de platicá._

Fue todo oídos don Pedro, sobresaltado por el tonillo misterioso que
en sus palabras el otro ponía, y no tardó en escuchar de los labios
gitanescos una interesantísima declaración. Don Víctor Ibraim, la noche
anterior, después de las horas pasadas en el café, había tenido ocasión
de ver absolutamente disipadas las tinieblas que rodeaban la persona
de Calpena, su origen, sus padres..., en fin, ya no había enigma. Todo
estaba descubierto y tan claro como la luz del sol. En su estupor, no
pudo articular palabra don Pedro, y a la terrible sorpresa siguieron
ansiosas dudas. O Ibraim se chanceaba, o alguien le había llenado la
cabeza de mentiras. Hubo de insistir en sus terminantes afirmaciones el
capellán de tropa, entrando en la explicación del cómo y cuándo de su
portentoso descubrimiento.

—¿De modo —dijo Hillo— que ya sabemos quién es la incógnita dama...
que...?

Preparábase el buen presbítero a oír un retumbante título de princesa
o duquesa, y notó con disgusto que su amigo retardaba la declaración
final, poniendo una cara burlona y guiñando los ojazos del modo más
impertinente. Exasperado Hillo de tal falta de respeto, le incitó a
expresarse claro, pronto, y con la formalidad que el caso requería,
pues la cuestión de parentescos y filiaciones de personas ilustres
no era para tratada como los chismes de café. El demonio del clérigo
gitano, mientras más serio se ponía su colega, más tentado parecía de
la risa.

—La madre..., la madre..., ¡una gran señora...! —dijo don Pedro, cuya
curiosidad se iba convirtiendo en coraje.

—Compañero, si _ej usté_ un simple..., si no hay tal gran señora, ni
_prinsesa_, ni archipámpana..., si es una grandísima _coima_...

Don Pedro sintió que toda su sangre se le agolpaba en la cabeza... se
le nublaron los ojos... se agarró a un árbol. Y el otro, con fiera boca
y alma llena de vileza, continuó su terrible información. La madre
de Calpena era mujer de historia, que había ganado mucho dinero con
tratos nefandos, de esos que la sociedad consiente por una inexplicable
aberración de la moral pública. Su casa era muy conocida en Madrid.
Pronunció Ibraim el nombre, que aquí no se estampa. «La...». Para don
Pedro fue el tal nombre como si le entrara un rayo por el oído. ¿Pero
cómo, cómo había podido averiguar...? No, no tenía ni visos lejanos de
verosimilitud tal infamia. La señora invisible revelaba en sus cartas
una cultura que no podía existir en ninguna hembra de tal estofa...
¡No podía ser..., no, mil veces no! A esto replicó Ibraim que la
persona que había dado el ser a don Fernando Calpena, aunque de origen
humilde y viviendo en la degradación de su comercio vil, era mujer de
excepcionales dotes, de un talento superior no cultivado, y si no sabía
escribir como los primeros literatos, secretarios tenía que le llevaban
la correspondencia, distinguiéndose uno, el íntimo, el favorito, que
era un célebre poeta...

Por un momento flaqueó la sólida convicción de Hillo; pero se rehizo al
punto, diciendo con gran entereza:

—Repito que no puede ser. Lo niego rotundamente. Aunque admitiéramos
el engaño del estilo, hay algo en las cartas en que no cabe artificio
ni fingimiento, y es la nobleza..., eso que da el nacimiento, la
clase... No; repito que es un execrable embuste, y extraño mucho que un
sacerdote, un caballero se preste a propalarlo.

Sin hacer caso de este arañazo, Ibraim prosiguió con fría crueldad,
rebatiendo el argumento de la nobleza, y oponiendo a las razones de su
amigo otras que le desconcertaron.

—Además, nuestra buena incógnita es persona de posición, de riqueza
—dijo don Pedro creyéndose seguro en este terreno lógico.

Pero el otro paró el golpe afirmando que la tal poseía un capitalito,
que dedicaba en parte, tocada ya de arrepentimiento, a obras de
caridad, y a sostener parientes pobres.

—No puede ser... Esto es una farsa injuriosa, una burla sangrienta
—gritó Hillo en tal exaltación, que su amigo hubo de retirarse
cauteloso—. Si usted, señor don Ibraim o don Diablo, no quiere que yo
le tenga por un embustero, ahora mismo, sin perder un minuto, lléveme
a la vivienda de esa mujer; quiero verla, quiero hablarla, quiero
conocer por ella misma el oprobio del desgraciado Fernando, a quien
miro como hermano querido... En otras circunstancias, habría creído
deshonrarme entrando en esa casa, a donde usted me llevará; pero ahora
más puede mi ansiedad que mis escrúpulos, y voy, sí señor, pero ahora
mismo... Vamos.

Y viendo que el otro vacilaba, se exaltó más, y cogiéndole por un brazo
quiso arrastrarle hacia el puente.

—No, si no tiene usted más remedio que llevarme. Quiero ir, quiero
ver a esa persona, sea quien fuere, y aunque sus vicios sean tales
que desaten el infierno en derredor suyo, la he de ver, por san Judas
Tadeo... ¿Pues qué, se dicen cosas de tal ignominia, sin probarlas al
instante?

—Se probará, _señó Jiyo_, se probará —replicaba el otro, acoquinado,
tratando de tomarlo a risa, y luchando con las contracciones de su
rostro, que se le alargaba—. Si quiere _usté que vayamoj, iremo_; pero
sepa que la tal está de cuerpo presente. Ha _fallesido_ anoche.

Agregó a esto que le habían llamado sus amigos para prestar a una
señora moribunda los auxilios espirituales; pero la muerte le había
cogido la delantera. Subió a la casa, cuyas señas indicó. La difunta
no se había enfriado aún. Las personas de ambos sexos que en la
cámara mortuoria estaban, algunas de las cuales éranle a Ibraim bien
conocidas, le contaron la historia. Cierto que no habían nombrado
a Calpena; pero todas las referencias que del hijo de la muerta
daban aquellas bocas deshonradas, concordaban con el individuo,
circunstancias y calidades del don Fernando. Al llegar a este punto, se
rehizo don Pedro, y vio que se desmoronaba el edificio lógico fabricado
con podridos materiales por don Víctor; pero su curiosidad seguía
siendo ardorosa, y le incitó a seguir narrando, a referir textualmente
lo que en aquel lugar nefando y fúnebre le dijeron, las cosas y objetos
que allí vio, todo, en fin, cuanto pudiera esclarecer el tremendo
enigma, más inexcrutable ahora, representado por una esfinge muerta.

Contó Ibraim lo que su frágil memoria recordaba, y lo refería mal, con
torpeza y desorden. Las personas que rodeaban el cadáver de la prójima
revelaban sentimiento de su muerte, y ponderaron sus buenas prendas
y excelente corazón, que algo bueno puede existir en los seres más
envilecidos. Mujeres eran cuatro; hombres, tres: una de aquellas debía
de ser parienta de la difunta, pues tenía las llaves de las cómodas y
alacenas donde guardaba sus riquezas la que no había de disfrutarlas
ya. A eso de las dos de la madrugada empezaron a sacar cosas, para
hacer examen y aproximada valoración de todo. ¡Dios, lo que allí
sacaron!... encajes, aderezos, tabaqueras, abanicos, joyas diversas,
pedrería suelta, grandes cantidades de esas perlitas que llaman
_arjofa_, y cartuchitos de onzas y ochentines. La mujer que parecía
parienta, otra más joven que no cesaba de llorar por la muerta, y un
señor de mediana edad, muy calvo, efectuaron el rápido escrutinio,
alumbrados por una vela que hubo de mantener en sus manos el señor de
Ibraim, quien más ganas tenía de largarse a la calle que de hacer el
desairado papel de candelero. Entre tanto, las otras dos individuas y
los dos amigos de Ibraim (uno de ellos oficial de la Guardia) que le
habían llevado a presenciar escenas tan desagradables, ocupábanse en
amortajar a la que pronto había de vestirse de tierra y gusanos. Una de
ellas dijo, besando el cadáver:

—¡Pobre _tal_..., parece que estás viva!

—¡Quién sabe si lo estaría! —dijo Hillo, que echaba chispas de puro
nervioso—. Otra cosa: y ese señor calvo, ¿no sabe usted cómo se llama?

Respondió don Víctor que no había oído su nombre; mas por algo que
habló el tal con las mujeronas, dio a conocer que era de la policía.

—Bien. Pues ahora, procure usted recordar qué objetos vio en aquel
escrutinio, a la luz del candelero que usted mantenía. ¿Vio retratos de
familia, alhajas de precio...? ¿Y no había paquetes de cartas?

Contestó Ibraim que había visto sacar, ya de estuches primorosos, ya de
envoltorios de papel, cosas lindísimas: un retrato de militar, joyeles
de diamantes, hilos de perlas, y un abanico que los presentes alabaron
como la mejor y más rara pieza que había en el mundo, tanto por su
antigüedad como por su belleza.

La cara de Hillo parecía de cera: apenas respiraba. Pidió la
descripción del abanico, y el otro, rascándose la cabeza y plegando los
ojos, como si aquel juego muscular le sirviese para atizar el mortecino
rescoldo de su memoria, refirió que la joya había sido adquirida poco
antes por la difunta, a un alto precio. De la cifra no se acordaba.

—¿Y el vendedor?

Creía recordar Ibraim que más bien habían hablado de vendedora; pero
el nombre, si es que lo dijeron, no se le quedó presente. En cuanto
al abanico, era en verdad cosa linda... Varillaje de nácar caladito
con mucho primor, y las figuras de señorío a lo pastoril, con sus
borreguitos correspondientes. En fin, pintura más bonita no se podía
ver.

—¿Y no reparó usted si al extremo de la derecha, en la base de una
columna decorativa —dijo Hillo, poniendo toda su alma en la pregunta—,
había...? Me refiero al país del abanico...

—Comprendido.

—¿No reparó si en ese basamento..., a la derecha, junto a una pastora
con peluca muy alta, había un letrero en latín, una divisa heráldica,
que dice...?

—¿Qué _dise_?

—_Virtus in arduis._

Tenía don Víctor idea de haber visto unas letras, así como imitando
inscripción en piedra jaspe, al modo de los epitafios..., pero no se
fijó en si expresaban aquellos u otros latines.

Oído esto, fue acometido el buen Hillo de un temblor epiléptico, y
montando después en cólera, se fue derecho a Ibraim, le agarró de las
solapas, y con tremebunda voz, acompañada de ademanes descompuestos, le
soltó esta andanada:

—Usted me engaña, usted se ha propuesto burlarme y escarnecerme, usted
es un vil. Hasta aquí he podido oírle con paciencia; pero ya no sufro
más, y le digo a usted que esas historias que me cuenta son fábulas de
su grosera invención... ¡Yo, yo lo digo, y lo sostengo en el terreno
que usted quiera!

Desprendió el otro con no pequeño esfuerzo sus solapas de la furibunda
garra de Hillo, y de un brinco se puso a seis pasos; de otro brinco a
una distancia considerable, que bien querría fuese de un par de leguas.
Con atropelladas frases protestó de su veracidad, presa de un terror
convulsivo que la espantosa ira del buen don Pedro justificaba. Corrió
este en seguimiento del andaluz, enarbolando el palo, y aterrándole más
con estas roncas expresiones:

—Sepa usted, mal caballero, que aquí está Pedro Hillo, el hombre
pacífico y apocado, ahora dispuesto a volver por el decoro de una
ilustre dama entre las más ilustres, y a no permitir que ese decoro
sufra la menor mancilla en boca de quien ha intentado confundir su
persona con la de una miserable cortesana. Ahora mismo se desdice usted
de los embustes que ha contado o, de lo contrario, no volveremos los
dos a Madrid: volverá uno solo.

Echó a correr Ibraim, que era el primer gallina del mundo, con toda su
estampa de perdonavidas, y no hacía más que decir:

—_¿Se ha güerto loco?... ¡Señó Jiyo..., por lo clavoj e Cristo!_

—No hay clavos que valgan —gritaba don Pedro, que invadido se sintió
inopinadamente de un ardor caballeresco, el cual en un punto hizo gran
revolución en su alma—. No habla el sacerdote, no habla el amigo:
habla el caballero, y sostiene que no debe consentir el ultraje que un
deslenguado infiere a la madre de Calpena, a la señora entre todas las
señoras del orbe, a la dama nobilísima...

El otro, con más miedo que vergüenza, no hacía más que escurrir el
bulto, tratando de calmar a Hillo con expresiones conciliadoras. Había
referido hechos presenciados por él. No respondía de que fuesen una
misma cosa lo que él había visto y oído y la historia de Calpena.
Podía ser, podía no ser. Averiguáralo don Pedro si quería... Esto
dijo en cortadas frases, temblando, casi lloroso, mientras su colega,
cuya mansedumbre se había trocado en bravura, trataba de cogerle las
vueltas y cortarle el paso. Habíanse metido en terrenos sembrados entre
tapiales y casuchas, que debían de ser guarida de gitanos. Don Pedro
gritaba:

—¡Estamos solos..., en el campo estamos, campo del honor...! ¡Yo te
reto, Ibraim!... ¡No traemos armas!... ¡Oh, quién tuviera las que han
usado hoy esos duelistas de engañifa!... Pero si no hay armas cortantes
ni de fuego, tenemos bastones... ¡Dame satisfacción, menguado Ibraim,
o te verás conmigo en duelo leal..., en lid de caballeros..., aquí
mismo, sin que nadie lo pueda evitar!

—_Satifasión, Jiyo, satifasión_ —decía el clérigo de tropa, siempre a
distancia.

—Pero no corras; mala bestia. Ten valor para sostener tus infamias...
Y si no quieres admitir el duelo, si como caballero no sabes responder
de lo que has dicho, estoy decidido a apalearte... ¡So embustero! ¡Ven
acá! ¿Para qué quieres ese corpacho, y ese trapío, y ese testuz, y esos
remos?...

Despavorido, y sin malditas ganas de aceptar el caballeresco juicio de
Dios que el otro le proponía, don Víctor no pensó más que en ponerse en
salvo, y recogiéndose los largos faldones, apretó a correr con toda la
ligereza de piernas que le permitía su robusta humanidad, de libras.
Sin volver atrás la vista, brincó entre zarzales, franqueó zanjas de
inmundicia, y hasta que no se puso a larga distancia, no tomó resuello.
Don Pedro le persiguió furibundo, esgrimiendo el palo, hasta que
rendida del colosal esfuerzo su máquina respiratoria, cayó en tierra
como un tronco, rezongando:

—Canalla, me la pagarás... ¡Decir que es tal!... ¡Difamar a mi
señora!... O te desdices, o...




XI


No pudo apreciar el desdichado presbítero el tiempo que tendido estuvo
en aquel terreno, más parecido a muladar que a campo de sembradura.
Harapientas mujeres le ayudaron a levantarse, y le limpiaron parte
mínima del polvo y basura que decoraba su ropa negra. Apenas podía
moverse de dolores agudísimos en todo el cuerpo; tardó un rato en
recobrar el sentido de su situación, y en traer a su mente claras
imágenes de lo que había hecho y dicho. Dudaba de la realidad de la
escena que le reproducía su turbada memoria, y cuando trató de dar las
gracias a las tarascas que le socorrían, su lengua torpe no acertaba a
formular sus pensamientos. Sentáronle sobre una piedra para descansar;
pidió agua; se la dieron, y reponiéndose poco a poco, se determinó al
fin a emprender la marcha hacia el puente y calle de Segovia.

«No quisiera topar con Ibraim, porque si le veo, me volverá la rabia...
¡Dios mío!, ¿cómo he podido olvidar que soy sacerdote?... ¿Será cierto
que hice y dije todo lo que me va repitiendo la memoria? ¿Y qué fue?
Que perdí el sentido, que al oír los disparates de ese bruto me volví
caballero... ¿Puede uno volverse caballero en momentos dados, aun
siendo sacerdote? Se conoce que sí. He faltado a la moderación, a la
humildad, a la paciencia que me impone el sacramento; he faltado, y
tendré que expiar mi culpa... Es que de algún tiempo acá, desde que
la desconocida mamá de Calpena me fue metiendo con suavidad en este
berenjenal romántico, no me conozco; no soy el Pedro Hillo de antes,
de tantos años pacíficos y oscuros dentro de la paz sacerdotal...,
me he convertido insensiblemente en otro ser, menos de Dios y más
del siglo... Cuando he soportado que me encarcelaran, como un caso
natural, ¿qué me queda ya que ver ni que sentir?... Soy hombre, sí; soy
caballero, y no consiento que la llamen _coima_... Al que me lo diga,
le enseñaré yo quién es _señó Jiyo_, como dice ese bestia... No quiero,
no quiero la deshonra de Fernando, a quien amo con todo mi corazón, y
no le amaría más si le hubiera yo engendrado».

En todo el trayecto hasta su casa, que fue lento y penoso, sus ideas
sufrían una oscilación de balanza puesta en el fiel, y empujada arriba
y abajo por manos invisibles. Ya creía que lo dicho por Ibraim era
falso, un embuste, una historia equivocada; ya veía en ello una verdad
aterradora; y cuando esta idea de la posible veracidad del odioso
cuento se clavaba en su magín, le entraba de nuevo la furia, y ganas de
emprenderla a bastonazos con el primerito que encontrase...

«¡Vaya, que si es verdad...! El polizonte, el abanico..., el misterioso
resplandor testifical que irradian de sí las cosas verdaderas...».

Así pensaba un largo rato, y luego daba en creer que todo era mentira.

«No puede ser..., no, no. No se finge la nobleza; no hay arte que lleve
el engaño a tal extremo de perfección».

Había olvidado las señas de la casa mortuoria que le diera don Víctor;
dudaba si había dicho _Fuencarral_ o _Arenal_: era cosa acabada en
_al_. Por san Hermógenes bendito, debía buscar a Ibraim, pedirle perdón
de las injurias, y recoger de su boca la exacta dirección de la difunta
incógnita. ¿Pero qué noticias iba a pedirle a una pobre muerta? ¿Y
quién le aseguraba que los adláteres, el de la policía, las mujeres
malas, no tirarían a sostenerle en el engaño, a embarullarle más, y
acabar de volverle loco?

Con estas dudas angustiosas llegó a Genieys, y agotadas sus fuerzas se
arrojó en el lecho; no tenía ganas de comer: ningún alimento pasaría
por su abrasado, seco y amarguísimo gaznate. No quería más que dormir,
olvidar...

Calpena, que, según le dijo el mozo, había ido a las siete, marchándose
después de tomar un copioso desayuno, volvió a casa por la tarde, y le
acompañó largas horas. A ratos lloraba el buen presbítero, sin que su
amigo obtuviese de él explicaciones sobre los motivos de su pena. A
los dos días recobraba la tranquilidad externa; pero su cabeza sufría
extraños accidentes, pérdida repentina de la memoria, seguida del
fenómeno contrario, esto es, extraordinaria viveza de los recuerdos.
Fue Iglesias a visitarle, y se alarmó del lastimoso estado cerebral de
su amigo; y como notara que no se le atendía en la fonda con el esmero
que su delicada salud requería, propuso llevársele otra vez a la casa
de Méndez, lo que realizó aquella misma noche sin aguardar a que el
enfermo lo decidiera. Pagada la fonda con los cortos dineros que a
Hillo le quedaban, fue trasladado a su antiguo hospedaje, a donde le
siguió también Calpena.

—Amigo Nicomedes —le dijo don Pedro una noche, hallándose solos, el
clérigo en su lecho, el otro sentado, leyéndole periódicos—. Si usted
no se enfada, le diré que no me interesa nada de eso que cuentan los
papeles. Ahórrese el trabajo de leer en alta voz, y lea para sí, que yo
me estaré aquí calladito, pensando en mis cosas.

—Precisamente, amigo Hillo, leo en alta voz para distraerle de esos
pensamientos que le traen tan extenuado. Es preciso que usted se ponga
en cura resueltamente.

—A eso voy, y de eso trato. Esta noche pensaba pedirle a usted un
favor, en asunto pertinente a mi salud.

—Dígalo pronto, y si es cosa que está en mis facultades, delo por hecho.

—Pues usted, hombre de relaciones, conocerá a los señores de la Junta
de Beneficencia. ¿No son estos los que han de dar licencia para entrar
en las casas de orates?

—Seguramente. ¿Tiene usted que visitar a algún pariente o amigo que
esté encerrado en el Nuncio de Toledo, o en Zaragoza?

—Pregunto si hay que dirigirse a esos señores solicitando el ingreso de
un enfermo de enajenación.

—En efecto: los individuos de la Junta, previo informe de profesores de
Medicina, dan la cédula de ingreso.

—Pues consígame al instante una cédula.

—¿Tiene usted pariente o amigo que se halle en ese triste caso?

—Tengo un amigo íntimo, sí señor; tan íntimo, que usa mi nombre y
apellido. El loco que deseo encerrar soy yo mismo, caro don Nicomedes,
y dese usted prisa, porque los dineros se me acaban; yo no tengo ya
posibles ni de dónde me vengan... y como me siento rematado, en ninguna
parte estaré mejor que en el Nuncio de Toledo.

Trató el bueno de Iglesias de apartarle de sus melancolías con festivas
bromas; pero Hillo se confirmó más en ellas, añadiendo estas alarmantes
expresiones:

—Sí, lo digo a boca llena: estoy más perdido que don Quijote, y que
cuantos locos hicieron disparates y simplezas en el mundo. Figúrese
usted si lo sabré yo, que a todas horas no hago más que contemplar
el barullo de mis ideas, los extraños sentimientos de que me veo
acometido. Yo mismo he llegado a tomarme miedo, y quiero que me
encierren, sí, señor, que me encierren y me aíslen...

—Don Pedro, ningún loco discurre así sobre su propio desvarío. Pues
no me lo diga mucho, porque doy en sospechar si estaré yo también
trastornado.

—Cuidado, amigo, que así empecé yo —dijo don Pedro incorporándose en
el lecho bruscamente, y mirando a su amigo con refulgentes ojos—. Y no
crea que soy tan pacífico; no se fíe usted de mi natural tranquilo y
manso..., no, no, no se fíe. Que también me dan terribles arrechuchos,
y se me mete en el magín la convicción de que no soy sacerdote, sino
caballero, desfacedor de agravios, como quien dice; y cuando me da esa
tremolina, hago y digo atrocidades sin número. Desafío a todo el que se
me pone por delante, y me siento con ánimo de comerme a bocados al que
no diga y confiese...

Oyendo esto, y viendo cómo braceaba el clérigo al decirlo, Iglesias
tuvo miedo y retiró hacia atrás la silla en que se sentaba.

—Confío en que su amistad y sentimientos humanitarios —agregó Hillo,
calmada su excitación— le inducirán a dar los pasos convenientes para
meterme en el Nuncio, antes hoy que mañana. Temo empeorar, ponerme
más perdido... ¿Conque lo toma como cosa suya? Crea usted que se lo
agradezco, y desde mi encierro pediré al Señor que no siga usted mi
camino.

—Hombre, no..., allá me espere usted largo tiempo —dijo Nicomedes
tomándolo a broma; pero con la pulga en el oído, más inquieto de lo que
parecía.

Viéndole tranquilo, Iglesias le manifestó que él se sentía también
un poco trastornado por la maldita política. No sabía ya qué camino
tomar, ni a qué aldabas agarrarse, porque ni los caminos conocidos ya
le llevaban a ninguna parte, ni las aldabas, repicadas con furor, le
abrían ninguna puerta. Su juego de acogerse a Mendizábal, casi en el
suelo ya, no parecía resultarle eficaz, porque don Juan de Dios, en su
orgullo, acababa de manifestar el deseo de _caer solo_, sin solicitar
colchones ni paracaídas del partido en que militaba. No quería que los
_santones_ le echaran una mano, ni que le recibieran en las suyas las
sociedades secretas.

—¿Sabe usted, amigo don Pedro, lo que ha dicho hoy en los pasillos del
_Casón_? Yo mismo se lo oí. «Me voy a una casita que tengo a noventa
millas de Londres, y allí me estaré con mi familia, _viendo la marcha
de las cosas de este país..._». Y luego en otro corrillo le dijo al
propio Argüelles: «Sé vivir con _ochocientos reales mensuales_ en
Londres, con mi familia, y vivir feliz. Traje mucho, y nada me llevo.
Que ustedes se diviertan».

—Gran filosofía es esa. El señor don Juan Álvarez merece toda mi
admiración.

—Se retira..., al menos así lo asegura. Y henos aquí abandonados, los
que no hemos querido hacer causa común con el _santonismo_.

—De modo que ahora se encuentra usted como el alma de Garibay —dijo don
Pedro con una risa atronadora que puso muy en cuidado a su compañero de
casa—. Pues decídase de una vez, Iglesias, y véngase conmigo.

—¿A dónde?

—Al Nuncio de Toledo. Allá estaremos tan ricamente, y nos contaremos
uno a otro nuestras cuitas: yo le diré por qué peno, y usted me hará
la historia de sus desairadas tentativas. Créame, no se puede luchar
con el destino, y el mío, como el de usted, es no llegar nunca... Hemos
nacido con desgracia: la obstinación en esta desigual batalla nos ha
trastornado la cabeza. Aún estamos a tiempo, señor don Nicomedes;
vámonos, encerrémonos antes de que salgamos por las calles tirando
piedras. Corremos el peligro de hacer una barbaridad inesperadamente,
y si no coincidimos en la ocasión de hacerla, es fácil que nos
enchiqueren por separado, a mi en una parte, a usted en otra, y en este
caso no hallaremos en la compañía el consuelo que deseamos.

Al siguiente día, repitió Hillo su cantinela del Nuncio de Toledo, ya
con verdadera reiteración monomaníaca, lo que puso en mayores cuidados
a Iglesias. Conceptuando peligroso contrariarle, le aseguró que ya
había pedido la recomendación para ingresar los dos en cualquier casa
de orates; y a este propósito dijo don Pedro cosas tan oportunas y
juiciosas que Nicomedes hubo de enmendar su opinión respecto a él,
teniéndole por la misma cordura.

—A usted y a mí, señor de Iglesias, nos pasan tantas desventuras
por habernos salido de nuestra jurisdicción, del terreno en que por
nacimiento, por naturales gustos y por ley del tiempo y de la vida
debimos permanecer. En vez de mantenernos en jurisdicción, nos hemos
ido por los cerros de Úbeda, y henos aquí desorientados, _huidos_, en
una palabra, sin saber qué rumbo tomar, pues ya no hay fin seguro para
nosotros, como no sea el de la perdición. Yo, presbítero, me salí de mi
terreno, arrastrado por un noble afán del bien, eso sí; y aquí me tiene
usted castigado por Dios, que no ha visto con buenos ojos el abandono
de mis deberes eclesiásticos, por meterme en caballerías impropias de
la milicia cristiana a que pertenezco. Verdad que mi conciencia no
me arguye ningún pecado grave; pero en religión, como en moral, no
solo es menester ser bueno, sino parecerlo, y yo no parezco un buen
sacerdote. La nobleza de los fines que me arrastraron a esta vida de
sobresalto no me exime de responsabilidad ante el clero; no, señor,
no me exime, y hoy todo mi afán es volver humilde y sumiso al rebaño
eclesiástico, prosternarme ante el Sacramento y elevar a Dios mi alma,
haciéndome digno de celebrar nuevamente el Santo Sacrificio... Pues
expresada mi situación, voy a la de usted, que estimo muy semejante
a la mía, aunque a primera vista no lo parezca. Por lanzarse a este
vértigo de la política, donde esperaba satisfacer legítimas ambiciones,
abandonó usted el bienestar y la paz rústica de su casa manchega; dio
usted de lado a sus padres y hermanos, y trocó la tranquilidad oscura
y modesta por los afanes ruidosos. Reconozco que sus aspiraciones
eran rectas y nobles: servir al país, ilustrarle; aspiraba usted a
manifestar en las Cortes sus ideas y el fruto de sus estudios, a
desempeñar un ministerio, cosas muy santas y muy buenas... Empezó mi
hombre su campaña con entusiasmo y brío, metiéndose en todo, huroneando
en el periodismo, cultivando amistades; sin sentirlo se fue metiendo
en intrigas de mala ley, porque es la política un terreno movedizo
y desigual, y andando por ella, ya se pone el pie en firme, ya se
hunde en ciénagas malsanas. Cuando ha querido recordar, ya estaba el
hombre metido hasta el cuello. Quizás por su misma inquietud, por el
afán de llegar pronto, se ha perdido en estos laberintos, y ahora los
esfuerzos para salir le meten en mayor confusión y en más cenagosos
atolladeros... Trajo usted con sus aspiraciones legítimas una dosis no
corta de soberbia, amigo mío, y por querer sentar plaza en los altos
puestos, como a su parecer le correspondía, despreció los secundarios
que se le ofrecieron, y ahora se dará con un canto en los pechos si
obtener puede un destinillo de tercero o cuarto orden. No ha sabido
usted esperar; ha olvidado aquel sabio precepto que se atribuye al
último rey: _vísteme despacio, que estoy de prisa_; y por vestirse
atropelladamente se ha puesto el chaleco donde debió estar la camisa,
y la camisa en la cabeza a guisa de turbante. Está usted hecho un
mamarracho.

Sonreía Iglesias oyendo este retrato, en el cual vio la destreza del
pintor, y alentándole a seguir, continuó el clérigo de este modo:

—Compare usted está tracamundana en que ahora se encuentra, abandonado
de sus amigos, y sin saber a qué santos o _santones_ encomendarse, con
la paz y la dulce _mediócritas_ de su casa. En su querido Daimiel dejó
usted padres y hermanos labradores; su hacienda bastaba para sostén
de la familia, y con el trabajo de todos podía ser aumentada. Vino
y pan abundantes, caza de lagunas, caza de jarales le sustentaban,
ofreciéndole los esparcimientos y el saludable ejercicio del campo.
Todo lo dejó usted por venir a quitarle motas a don Martín de los
Heros, o a ver escupir por el colmillo a Ramoncito Narváez. De estos
esperaba usted la ínsula que ambicionó su compatriota Sancho Panza, y
la ínsula no parece, y don Martín, don Juan de Dios, don Salustiano,
don Javier, don Francisco y don Fermín no hacen más que marearle y
traerle de Herodes a Pilatos con una soga al pescuezo. Y en tanto su
familia, según usted mismo me ha contado, yo no lo invento, se ha
cargado de deudas por sostenerle aquí, siempre en espera de que llegue
carta con la feliz nueva de que el señorito es procurador, ministro,
o por lo menos director de Rentas, y lo que llega es la requisitoria
angustiosa del madrileño, pidiendo más dinero, más, porque la vida
de la corte es cara, y no se pescan truchas a bragas enjutas; que
si buena cartera se ha de ganar, buenos cuartos le cuestan las
apariencias y ostentaciones que trae consigo la posición política.
Total, que los viejos no saben ya qué hacer para el sostenimiento en
Madrid del hijo _que va para gobernador_, y ya no tienen tierras que
empeñar, ni granos que vender, ni tinajas de vino que malbaratar, y su
único recurso será desprenderse de la camisa que llevan puesta para
atender al grande hombre. ¿Es esto cierto, si o no? ¿No estaría usted
mejor allá, muy tranquilito en su labranza, comiendo buenas sopas de
ajo y suculentas migas, harto más sabrosas, ¡ay!, que los bodrios
indecentes que le da Genieys cuando usted convida o le convidan sus
amigotes? Allá no le dirían que es un Mirabeau en agraz, ni que tiene
el cuerpo lleno de _espíritu del siglo_, ni le meterían en la cabeza
tanto viento y hojarasca; pero viviría usted en paz con Dios y con los
hombres, y sería usted un hijo ejemplar y un buen padre de familia...,
pues usted me ha contado, yo no lo invento, que le tenían preparado
el ayuntarle..., repito que no lo invento..., con una hija de ricos
labradores, _alta de pechos y ademán brioso_, como Dulcinea; y usted
despreció el partido, porque la lozana joven comía cebolla cruda...,
¡vaya una tontería!... Y no es sino que al niño se le metió en la
cabeza que aquí estaban las hijas de duques y marqueses esperándole
para darle su blanca mano, y ambicionaba el trato social muy fino, las
etiquetas y bobadas cortesanas... Confiésemelo: ¿era como lo digo?...
Pues la moza de allá se casó con otro, y ha parido dos hijos ya, como
terneros..., yo no lo invento, y es feliz, y usted anda por aquí con
la cabeza a pájaros, buscando un acomodo que no encuentra, ni en lo
social, ni en lo político, ni en nada, ea. De buena gana, si pudiera
volver los hechos al punto de lo pasado, y desandarlo todo, renegaría
el buen Iglesias de su vida de estos años, amando lo que despreció,
y amparándose a lo que antes tan mal le parecía. Hoy le viniera bien
poder cambiar la fragancia de droguería que usan estas damiselas
enfermizas, como disimulo de las pestilencias de la civilización, por
aquel tufillo de cebolla, compañero de la salud del alma y del cuerpo.
¿Verdad que desharía usted la tela del tiempo, amigo Nicomedes, y la
volvería a tejer con la urdimbre aquella..., y con la labradora de la
Mancha?




XII


Iglesias se reía, ocultando con el humorismo su tristeza.

—¿No nos vendría bien a los dos —prosiguió el presbítero— volver a
nuestra jurisdicción, yo a mi clerecía y al humilde magisterio de
retórica, usted a la paz de su Daimiel? Diría usted con el gran poeta:

      ¡Oh campo, oh monte, oh río,
    oh secreto seguro deleitoso!
    Roto casi el navío,
    a vuestro almo reposo
    huyo de aqueste mar tempestuoso.

Y a mí me tocaría decir con el mismo poeta, volviendo la espalda al
tráfago social:

      No condeno del mundo
    la máquina, pues es de Dios hechura:
    en sus abusos fundo
    la presente escritura,
    cuya verdad el campo me asegura.

Interrumpió esta grata y al propio tiempo triste conferencia, la
llegada de una esquela para don Pedro, la cual bruscamente llevó
la atención de entrambos a negocio de mayor interés. La letra del
sobrescrito revelaba la mano de Calpena. Hillo se puso de veinticinco
colores previendo una nueva desdicha que llorar, y rogó a Nicomedes que
leyese, pues él sentía gran debilidad de vista y de cerebro. Iglesias
leyó:

  «Amado clérigo, mi dulce amigo, perdóname si me ausento sin
  despedirme. La despedida sería harto penosa, y en ella, si mi locura
  se viera combatida por tu razón, todos los esfuerzos de esta serían
  inútiles, y prefiero que mi desobediencia no vaya precedida de una
  discusión inútil. Me voy. ¿Adónde? Ya te lo diré. He averiguado
  dónde está el único fin de mi vida, y tras ese fin sin fin corre mi
  destino ciego... Nunca te olvida tu — _Fernando_».

—Y con su poquito de culteranismo —dijo Iglesias dejando la carta sobre
la mesa—. Ese chico está más trastornado que nosotros.

—¡El romanticismo, el gran monstruo, es la tromba que a todos nos
arrastra! —exclamó don Pedro dando un gran suspiro—. Bien, hijo, bien;
la noticia no me coge de nuevas. Me lo temía. El destino sobre todo...
Arrojémonos a los profundos abismos, pues así lo quiere Dios... Dios,
sí, que obra suya es el romanticismo, como lo es la vida clásica...
Bien, hijo, bien; vete en busca de tu ídolo, y que Dios te ampare y te
guíe por ese despeñadero. Y bien mirado, si eres nacido de _esa_, vale
más que huyas y desaparezcas... Deshonra por deshonra, no sé con cuál
me quede... Pero si me engañó el maldito gitano, si no es _esa_, sino
_aquella_... Dios decidirá de su suerte y de la mía. Venga la luz, y
cualquier forma que traiga la verdad, admitámosla y acatémosla.

Poco después manifestó deseos de vestirse y echarse a la calle: sentía
vivas ganas de dar un paseo. No se brindó Nicomedes a acompañarle,
porque tenía que acudir al trajín político, ver a _Salustiano_,
recorrer tres o cuatro redacciones, los dos Estamentos y otros lugares
donde hervía la actualidad, y había que comerla calentita. Era hombre
que cuando estaba dos horas sin politiquear no vivía, le faltaba el
aire respirable: tan profundamente metido en el alma tenía el nefando
vicio. Se fue, mientras el otro se vestía presuroso, ávido de rodar por
esos mundos en busca de la puerta de su porvenir, que ni cerrada ni
abierta encontraba ya. Ocurrió en aquellos días la caída de Mendizábal,
suceso que no se efectuó sin estruendo. Aunque en Palacio le tenían
sentenciado desde marzo, y estaba hecha ya la cama para Istúriz, se
esperó una coyuntura decorosa, la propuesta de nombramientos militares
para las Inspecciones de Milicias, Infantería y Artillería. Desconforme
Su Majestad con los ministros, puso a estos en el caso ineludible de
presentar sus dimisiones. Mendizábal soltó la caña del timón, que había
tenido en su mano durante siete meses, y empuñola Istúriz, cuya vida
ministerial había de ser aún más corta.

Así hemos venido todo el siglo, navegando con sinnúmero de patrones,
y así ha corrido el barco por un mar siempre proceloso, a punto de
estrellarse más de una vez; anegado siempre, rara vez con bonanzas, y
corriendo iguales peligros con tiempo duro y en las calmas chichas. Es
una nave esta que por su mala construcción no va nunca a donde debe ir:
los remiendos de velamen y de toda la obra muerta y viva de costados no
mejoran sus condiciones marineras, pues el defecto capital está en la
quilla, y mientras no se emprenda la reforma por lo hondo, construyendo
de nuevo todo el casco, no hay esperanzas de próspera navegación. Las
cuadrillas de tripulantes que en ella entran y salen se ocupan más
del repuesto de víveres que del buen orden y acierto en las maniobras.
Muchos pasan el viaje tumbados a la bartola, y otros se cuidan, más
que del aparejo, de quitar y poner lindas banderas. Son, digan lo que
quieran, inexpertos marinos: valiera más que se emborracharan, como los
ingleses, y que borrachos perdidos supieran dirigir la embarcación. Los
más se marean, y la horrorosa molestia del mar la combaten comiendo;
algunos, desde la borda, se entretienen en pescar. Todos hablan sin
término, en la falsa creencia de que la palabra es viento que hace
andar la nave. Esta obedece tan mal, que a las veces el timonel quiere
hacerla virar a babor y la condenada se va sobre estribor. De donde
resulta, ¡ay!, que la dejan ir a donde las olas, el viento y los
discursos quieren llevarla.

Aquella noche hubo en los clubs grande algarada. En el Estamento mismo
no faltó quien propusiera _destronar a la reina_ sin pérdida de tiempo,
y _crear una regencia de otro sexo_. Las logias ardían; los círculos
de la Milicia Nacional eran verdaderos volcanes; el nuevo gobierno,
apoyado en la guarnición, tomó sus medidas para reprimir cualquier
algarada, y preparaba el decreto para disolver las Cortes, elegidas el
mes anterior. ¡Y hasta otra!

En casa de Seoane, a donde fue Nicomedes por la noche, vio este a
Mendizábal, que recibía parabienes por su caída. La adulación de unos,
la cariñosa amistad de otros, quería pintarle su muerte como su mejor
vida, su batacazo político como un éxito evidente. Iglesias no vaciló
en felicitarle también, augurándole una resurrección como la del Fénix;
pero el despedido ministro no daba gran valor a estos consuelos, y se
aferraba más a la idea de abandonar un terreno en el cual no sabía
moverse con desembarazo. Entre otras cosas dijo estas palabras, que
como textuales se copian aquí:

—Yo no soy hombre de partido; la prueba es que el que se decía mi
partido me ha abandonado: ¿y por qué? Porque he sido y soy y seré
independiente: esta es mi gloria.

Y en un grupo que se formó después, agregándose varias señoras, repitió
el grande hombre lo de los _ochocientos reales_ que le bastaban para
vivir con su familia en el _cottage_ que poseía a noventa millas de
Londres. También dijo esto, que es histórico y consta como en escritura:

—Si tuve ambición de ser ministro, ya lo fui; y si hacemos el
inventario, me parece que estamos mejor que lo estábamos cuando me hice
cargo, en septiembre. Conmigo traje mucho; conmigo no llevaré nada
más que ojos para llorar la desgracia de mi inocente familia, a quien
por la cuarta vez he arrebatado cuanto le pertenecía. Mis enemigos me
llaman honrado y patriota, y esto no es flojo consuelo. Conserve yo
tales motes, y todo lo demás nada me importa.

Hablando con el propio Nicomedes y con Olózaga, que vaticinaban una
trifulca próxima, y con ella la segura rehabilitación del partido
de Mendizábal y su nuevo llamamiento al poder, se mostró escéptico,
desilusionado, sin entusiasmo por los pronunciamientos y sediciones,
y sin malditas ganas de volver a empuñar el timón de bajel tan
desconcertado y peligroso.

—Siempre que mi patria me llamó —dijo, y esto es también textual—, me
encontró. Nada quise, nada recibí, nada recibiré. Tengo parientes aptos
para los empleos públicos: no los han obtenido; y para que no me llamen
descastado, les formé un capital de mi pensión por lo que me pedían. En
mi retiro, en mi rincón seré siempre feliz, y podré decir: _Hice lo que
pude, lo que debí; nada le he costado a mi patria_.

A la una próximamente se retiró a su casa, cuya escalera subió
meditabundo, triste. Su amor propio se resentía de la conmoción del
porrazo. Creíase capaz aún de grandes cosas, y el no poder realizarlas,
ni siquiera emprenderlas, le inspiraba coraje de sí mismo y lástima
de la nación que tal hombre se perdía. Reconociendo sus errores, sus
inexperiencias, de unos y otras se lamentaba en el sombrío examen
de su caída. ¡Oh, si se pudiera empezar de nuevo!... Pensando en su
fama, en la gloria que ambicionaba, no vio muy claro su nombre en las
doradas páginas de la Historia. Pensó también en las calumnias con que
le había obsequiado el vano vulgo antes de su fracaso, y se dijo: «A
estas horas no habrá un solo español que crea que entro en mi casa
con las manos absolutamente limpias... Por Dios que tan limpias las
habrá, pero más no». Al verle salir de casa de Seoane, Joaquín María
López había hecho con cuatro palabras el exacto retrato del ministro de
la Desamortización: «_Alma candorosa y apasionada, cabeza fecunda en
recursos, corazón a la vez de héroe y de niño_».

Traspasada la puerta de su morada, recibió, como una onda salutífera,
el embate de calor doméstico. Niños, mujeres, salían a su encuentro,
personas queridas, deudos y parientes. Entre la turbamulta distinguió
una modesta figura, un anciano, que en último término permanecía,
medroso de avanzar a saludarle: Era Milagro. Al reconocerle, no sin
dificultad, pues no había exceso de luz en el recibimiento, don Juan de
Dios expresó contrariedad y lástima...

—¡Por Dios, Milagro, usted aquí todavía! Cuando le dije que se pasara
por mi casa esta noche y me aguardase en ella, no contaba con esta
inesperada cena en casa de Seoane. Dispénseme, amigo mío. Le he dado a
usted un plantón horroroso.

—No importa, señor —dijo Milagro humilde y atento—. Mucho gusto en
servirle.

—¿Desde qué hora está usted aquí?

—Desde las ocho, señor.

—¡Y es la una! Carambo... Dispénseme.

—No importa, señor...

—Carambo, es usted el empleado _no importa_.

—Dice bien vuecencia: ese es mi lema... Las infinitas cesantías que he
padecido me han obligado a adoptar esa fórmula de resignación.

—Pues ahora... Cuando las barbas de tu vecino veas arder...

—Sí, señor: ya..., ya he puesto las mías de remojo.

—Será ministro de mi ramo el señor Aguirre Solarte, buena persona...
Agárrese usted como pueda... Bueno, pues no quiero detenerle más. Un
momento, señor Milagro.

Hízole pasar a su despacho, y en pie los dos, el caído ministro dijo al
vacilante funcionario:

—Pues le he mandado venir a usted porque pienso utilizar sus servicios
en trabajos que preparo para la defensa de mi gestión ministerial, si,
como presumo, soy atacado y acusado con mala fe... Y por de pronto,
antes de encargarle las copias de estados y documentos que tengo ya en
casa, me hará usted un favor de otra índole.

—Vuecencia me tiene a su disposición para todo.

—¿Conoce usted a ese Maturana, diamantista que fue de Palacio?...

—Es grande amigo mío.

—Perito en alhajas, tasador, comerciante...

—Y hombre de gran conocimiento en todo lo concerniente a pedrería
y metales preciosos..., muy relacionado con la grandeza, con los
marchantes extranjeros... Trabajó treinta y tantos años para la Casa
Real.

—Y le despidieron el año 14 por afrancesado, por amigo de Godoy...,
no sé por qué ni me importa. Vamos al caso. Puesto que es tan amigo
de usted, búsquele mañana mismo. Le dice usted que Mendizábal desea
hablarle..., tener con él una conferencia...

Dicho esto, el exministro permaneció un momento taciturno, fija la
mirada en el suelo, oprimiéndose con dos dedos el labio inferior...

—Conferencia, sí..., que hablemos detenidamente de un asunto...

—Bien, señor. Mañana, de nueve a diez, estaré en su casa.

—Y si accede, como creo, me le trae usted... No saldré de aquí hasta
las doce.

Con esto quedó despachado el buen don José. Al despedirle, don Juan
Álvarez Mendizábal le vio con pena salir... Era el ministerio, la
poltrona, la oficina, el diario trajín político que cesaban, se perdían
en una triste lontananza absorbidos por el pasado. Suspiró don Juan...
¡Carambo, qué importaba! Mejor: salía del país, y entraba en la familia.




XIII


Ya cargaba don Javier Istúriz, en medio de un gran barullo, la cruz
de la presidencia ministerial, llevando por cirineos a don Ángel de
Saavedra y a don Antonio Alcalá Galiano, cuando el gran Nicomedes
Iglesias, que ningún sendero veía para sus ambiciones fuera de la
travesura revolucionaria, extremaba la oposición al gobierno en la
prensa y en las logias, con la añadidura de su hablar malévolo en cafés
y tertulias, que era la peor y más terrible arma. Una tarde del florido
mayo le encontramos en _Solís_, perorando con todo el veneno del mundo,
en la mesa del rincón, al frente de una pandilla de desocupados, de
los que matan las horas arreglando el país entre terrones de azúcar y
copitas de aguardiente. Asistían al sacro colegio, entre otros puntos,
Eleuterio Fonsagrada, un amigote suyo sargento de la Guardia Real,
cuyo nombre no hace al caso, y el tísico Serrano, que amenazado de
cesantía, llamaba a Cachán con dos tejas. Menos pesimista en lo tocante
a su enfermedad, porque los aires primaverales le habían remendado el
destruido pecho, se forjaba la ilusión de seguir viviendo; pretendía
nada menos que ascender, tener dinero, darse buena vida; y si esto
no podía ser, vinieran pronto las catástrofes a hacer tabla rasa de
todo. Que su cadáver y el del país, su pobreza y la de la nación,
tuvieran una sola inmensísima tumba. Los tiros de aquel destacamento de
patriotas, después de hacer gran destrozo en las cabezas ministeriales,
apuntaban a más altas cabezas.

—Me parece —dijo Iglesias, medio ronco ya de tanto vociferar— que esa
buena señora tendrá que volverse pronto a su pueblo, a esa Parténope
con que nos han mareado los poetas.

—En ese caso —indicó Serrano, más ronco todavía que su compañero—,
¿conservaremos la Regencia una, o estableceremos la trina?

—Tan torcidas pueden venir las cosas —afirmó Iglesias dando a sus
palabras una intención profética y misteriosa— que ni Regencia
necesitemos. ¿Quién sabe lo que puede sobrevenir? Tales disparates
hacen en _Palacio_ y tan ciegos están _allí_, que los cálculos y
previsiones de los más expertos fallan... Esto es ya una casa de locos.
¿Adónde vamos? La honda no sabe a dónde irá a parar la piedra.

—Pues todavía falta lo mejor. Resueltamente deja el mando del Norte el
general Córdova —dijo Fonsagrada—. ¿A quién nombrarán?

—A cualquiera —indicó Iglesias—. Para lo que ha de nacer, lo mismo
da Pedro que Juan. Esta guerra no se acaba ya por los procedimientos
comunes. Puesto que no tenemos un Hoche...

El auditorio se quedó suspenso: ninguno de los presentes sabía quién
era Hoche...

—Mientras no se haga un escarmiento como el de la Vendée, nada se
conseguirá por las armas. Tendrán que partir a España en dos reinos,
quedando para los liberales, o sea para la _angélica_, los estados de
Getafe y Alcorcón.

—Madrid —dijo Serrano con humorismo catarral, echando luengas babas—
se constituirá en República de Capricornio, bajo la presidencia de mi
coronado jefe don Eduardo de Oliván e Iznardi...

—¿Y ese, no quedará cesante?

—¡Hombre! ¡Qué cosas tiene Iglesias! ¡Cesante el esposo putativo de
la de Oliván! Buena se armaba; sí señor, buena, buena, como dice
Miguelito. Esa, sin ser de Parténope, tiene más poder que la señora de
Muñoz, y como se le atufaran las narices, como le dejaran cesante a su
Eduardito, crujía el Estatuto y se tambaleaba el trono angélico... Ya
lo verán ustedes: no pasan tres días sin que el señor Aguirre Solarte
le dé un ascenso al primer manso de Madrid. Ya sabrá ella manejar el
tinglado. No hay cambio de situación sin que Eduardito dé un paso
adelante en su carrera. Tiene la historia contemporánea claramente
escrita en su cabeza, como los ciervos llevan la cifra de su edad en
cada rama.... pues...

Echose a reír la pandilla, y Nicomedes afirmó que los tiempos eran
desastrosos, que todo anunciaba próximos cataclismos.

—Lo que ocurre en todos los órdenes contradice la verdad y la lógica.
La realidad es más peregrina que las invenciones de los poetas.

    Trocádose han las cosas de manera
    que nos parece fábula la Historia.

—Pues espérense ustedes un poco —dijo el de la Guardia, no Fonsagrada,
sino el otro cuyo nombre no hace al caso—, que ahora va a venir lo más
gordo.

—¿Qué? —preguntaron todos ávidos de mayores desatinos, de mayores
calamidades públicas y privadas.

—Pues que se están preparando los datos para demostrar que la señora
doña Cristina..., chitón, que esto es muy delicado..., que la señora
doña Cristina, no contenta con los dinerales que le dejó _Narizotas_, y
queriendo meterse en mayores negocios de minas de carbón y saneamiento
de marismas, ha hecho pacotilla de todas las alhajas de la Corona, para
venderlas. Y que no era floja cantidad de pedrerías la que guardaban en
Palacio los reyes, desde el que rabió: cientos de miles de diamantes,
cientos de miles de esmeraldas, celemines de perlas, entre las cuales
había una grandísima, que Felipe IV llevaba en el sombrero, y había
costado una fortuna.

—Algo de eso oímos anoche en _Tepa_ —dijo otro, anónimo también, pues
el mismo Iglesias no sabía cómo se llamaba, exejecutor de apremios,
encausado tres veces—. Y a lo que parece, el señor Aguado, don
Alejandrón, no ha venido a otra cosa que al negocio ese de las alhajas.

—Se asegura que el tal Aguado viene a establecer, con dinero de la
reina, una línea de barcos de humo, digo, de vapor.

—Pues yo, francamente —declaró Iglesias, alardeando siempre de
autoridad—, sin defender a doña Cristina del cargo de allegadora,
sostengo que eso de las alhajas es paparrucha. ¡Si todo el tesoro de
Palacio se lo llevó Murat!

—Así lo han dicho para despistar a los incautos. Murat afanó lo que
pudo; pero se dejó lo mejor. En fin, ustedes lo verán.

—¿Y podrá probarse...?

—En ello andan. No están los palillos en malas manos.

Presentose en esto don José del Milagro con cara tan mustia que
daba lástima verle. Al llegar a la mesa, dejó sobre ella un fajo de
papelotes que bajo el brazo traía, y se limpió fatigado el sudor de la
calva.

—¿Que traes, Milagrito? —le dijo uno de los tertulios, que con él tenía
confianza—. ¿Por qué tan patibulario?

—No es preciso que nos lo cuente —indicó Nicomedes—, pues el pobre trae
escrita en su cara la sentencia fatal.

—¡Cesante! —exclamó Serrano, lívido, esputando.

—Hoy, señores, hoy —manifestó Milagro lúgubremente—, al llegar a mi
oficina..., ya me lo anunciaba el corazón..., me encontré el jicarazo.
Ese perro de Aguirre Solarte declara en este papelejo inmundo que el
Estado no necesita de mis servicios... ¿Saben ustedes a quién le dan el
triste hueso que yo roía? Pues al niño mayor de Oliván. ¡Válgame Dios,
qué familia esa!

—Si apenas le apunta el bozo.

—Pero le apuntan los botones en la frente —dijo Serrano.

—¡Luego se espantarán de que haya revoluciones!

—Y de que arda Madrid.

—Y de que reviente España como un polvorín, harta de estas vergüenzas y
de tanta injusticia.

—Pueden creerlo —agregó otro, que no bajaba el embozo de la capa,
muerto de frío en pleno mayo—, la Milicia está que trina.

—La desarmarán, hombre —dijo Iglesias con amargura pesimista—. Si ya
hemos visto para lo que sirve la Milicia: para formar en las _Minervas_
y hacer tonterías.

—¡Desarmarla!... ¿A que no se atreven?

—¡Pues no se han de atrever! Y el día en que toquen a desarmar, veremos
a los bravos milicianos escondiéndose en las carboneras de sus cocinas,
o entre las faldas de sus mujeres... Ya pasaron los tiempos de la
vergüenza miliciana. Ya no hay un don Benigno Cordero, comerciante de
encajes, que con un puñado de valientes sacuda el polvo a toda una
Guardia Real en el Arco de Boteros.

—Poco a poco —dijo el sargento incógnito—, no se permiten alusiones
_maquiavélicas_... La Guardia de hoy no es como la de ayer, _órgano_
del despotismo. Hoy la Guardia es o será _órgano_ del pueblo...

—De Móstoles querrá usted decir.

—Digo y repito que el Segundo Regimiento, por lo menos, no _rendirá
parias_ al absolutismo.

—¡Hombre, _parias_...!

—En el Segundo Regimiento, que es el más ilustrado, reina un espíritu...

—¿Cómo es ese espíritu? —dijo Serrano—. No será el _espíritu del
siglo_, que ese lo tienen cogido los moderados.

—Un espíritu..., muy bueno.

—Entonces será el de vino, que es el mejor que se conoce.

Como recayese otra vez la conversación en lo de las alhajas de la
Corona, tomó la palabra Milagro para expresar una opinión, según dijo,
de autoridad irrebatible. La _señora_ era inocente de la sustracción
y venta de pedrerías de Palacio, y las acusaciones que en tal sentido
se le hacían enteramente gratuitas y mentirosas. ¿Quién probaba esto?
Quien tenía medios sobrados de conocimiento para demostrar que el
verdadero y único afanador de aquellos tesoros fue el _señor don
Joaquín Murat_, general de mamelucos y después rey de Nápoles. Y por
de pronto no decía más, aunque algo más sabía: la discreción, la
confianza que en él habían puesto personas ilustres, le vedaban entrar
en pormenores de asunto tan delicado.

—¿Es cierto, Milagrito —le preguntó el que más familiarmente le
trataba—, que le estás ayudando a _don Juan y Medio_ a escribir la
defensa de los planes que no realizó?

—Yo no pico tan alto. El señor Mendizábal me ha encargado ciertos
trabajillos; pero yo no le escribo su _Defensa_: en todo caso, lo que
haré será ponerla en limpio... Y ya que hablamos de don Juan de Dios,
diré a usted que la mayor de las infamias es sostener y propalar, como
hacen por ahí más de cuatro deslenguados, que el señor exministro ha
movido este zafarrancho de las alhajas palatinas para vengarse de quien
tan sin razón le ha despedido del gobierno...

—Pues la cosa es muy lógica —apuntó Iglesias—: don Juan debe tomar el
desquite... Yo en su lugar...

—Usted en su lugar no lo haría, señor don Nicomedes —afirmó Milagro
con gran entereza, dando porrazos sobre el papelorio que tenía en la
mesa—, porque es usted caballero, ni más ni menos que don Juan Álvarez
Mendizábal, y aquí estoy yo para sostener, como lo sostengo, que
don Juan Álvarez no es el que ha levantado esta polvareda contra la
Gobernadora, sino el que se propone arrojar sobre el susodicho polvo
un gran jarro de agua. Sí, señores y amigos: ese grande hombre, esa
alma nobilísima, le dirá pronto a Su Majestad: «No te apures, hija, que
yo, yo, el caído, el despedido, me dispongo a demostrar al mundo que
no tienes arte ni parte en esa distracción de las piedras finas de tus
mayores. Estate descuidada, que yo pago de este modo los agravios que
recibo. Yo, Juan Álvarez y Méndez, caballero que tiene la verdad por
Dulcinea, yo, yo..., yo lo demostraré».

Decía esto Milagro con grande vehemencia, dándose un fuerte golpe en la
caja del pecho cada vez que pronunciaba un _yo_. Después le ofrecieron
un vaso de agua, y apagó, bebiéndolo sin respirar, el volcán de
indignación que en su seno ardía.

—No me parece inverosímil —dijo Iglesias— lo que Milagro nos cuenta.
Mendizábal será lo que se quiera: un loco, un arbitrista, un hombre de
triquiñuelas y de golpes de efecto..., pero le tengo por la persona
más decente que ha calentado una poltrona ministerial... Por lo que
usted nos dice, amigo don José, don Juan le amparará en su cesantía
encargándole trabajillos...

—Espero que Su Excelencia no me abandonará. Con eso y mis traducciones
daré de comer al ganado de casa. Vean lo que acaba de entregarme
el editor don Tomás Jordán para que se lo traduzca: _El último
Abencerraje_ y las _Cartas Persianas_. También llevo números de _El
almacén universal_, para traducir articulitos de relleno, que me toma
el amigo Mesonero para su _Semanario_, sin perjuicio de las leyendas
caballerescas que pienso escribir para el mismo, género que gusta
mucho. Ya tengo los _Infantes de Lara_ y _La peña de los Enamorados_...
Haré tres o cuatro docenas; todo de asunto español, romántico, pero con
buen fin.

—Sí —dijo Serrano—: todo torreones, reinas enamoradas, alguno que
otro moro, y luego el indispensable laúd, que lo lleva y lo tañe un
individuo que en los grabados nos pintan con medias muy ceñidas y unos
zapatos de larguísima punta... Señores, yo pregunto cómo se podía andar
por los caminos con semejante calzado...

En las convulsiones de la tos que le ahogaba, seguía diciendo:

—Me pongo furioso, furioso..., cuando me quieren hacer creer que hubo
hombres..., ¡qué barbaridad!..., hombres que andaban en tal facha por
los caminos... Mentira, mentira todo... Me ahogo... ¡y con laúd a
cuestas!...

—Pero, Serranito —le dijo Iglesias, zumbón—, ¿qué nos importa que en la
_Edad Media_ usaran, para andar de viaje, zapatillas puntiagudas? ¿O es
usted de los que no creen en los _siglos medios_? Pues mire, aquí viene
Ibraim, morisco auténtico, trasconejado...

—Es un caso de _metempsícosis_, como dice Juanito Donoso.

—Creo yo que este era uno de los que acarreaban ladrillo para la
construcción de la Giralda.

—Hombre, no: era la acémila que llevaba los trastos de san Fernando y
el cofre de doña Berenguela, cuando iban de viaje... Chitón, que ya le
tenemos encima.




XIV


Acercábase Ibraim a la mesa, diciendo: «_Cabayeros_...», y al instante
empezaban todos a divertirse con su credulidad y falta de seso,
encajándole bolas terribles, que ningún estómago, como no fuera el del
proceroso castrense, habría podido digerir. Muestra de paparruchas:
Aquella misma tarde había junta de rabadanes de la Milicia para acordar
el momento preciso de echarse a la calle toda la fuerza popular,
proclamando la _Niña bonita_, o sea la Constitución del 12, _el mejor
de los códigos_... Ya estaban de acuerdo Quesada, Van Halen, Rodil,
el duque de Almodóvar, el de Ahumada y otros generales para secundar
el movimiento, fraternizando tropa y milicianos... Se le daría el
canuto a doña María Cristina, constituyendo, no Regencia triple, sino
Directorio, formado por don Evaristo San Miguel, Palafox y el divino
Argüelles. Luego sería nombrado Palafox _Primer Cónsul_... Del general
Córdova decíase que se había pasado a don Carlos con parte de su Estado
Mayor. Olózaga formaría el primer ministerio del Directorio, con don
Eduardo Oliván de ministro de Hacienda, y el infante don Francisco
de Marina... La Guardia Real se llamaría en lo sucesivo _la Guardia
amarilla_, uniformándose de este color... Y el rudo capellán tragaba,
tragaba, salvo en los casos de excesiva magnitud del notición que
se le quería ingerir. Después él, llevando la información a otros
círculos, lo trabucaba todo, y hacía unos pistos que corrían por Madrid
y llenaban de confusión a los ciudadanos pacíficos. En el fondo no era
mal hombre; a su amigo don Pedro no le guardaba rencor por la violenta
escena y acometida de marras. Siempre que iba a la _mesa de Solís_,
preguntaba a Iglesias con vivo interés por el señor de _Jiyo_.

Este no parecía ya por los cafés; pasaba el tiempo en casa, revisando
las cartas de la incógnita, y poniéndolas por orden de fechas en
paquetitos cruzados con balduque, o bien se iba despacio, solito,
por las afueras, meditando en su triste suerte. Sus noches eran casi
siempre malas, y las pasaba de claro en claro, sin poder conciliar
el sueño. Padecía de un mal que tiene su denominación retórica, como
achaque de poetas y de los héroes trágicos y épicos, y consiste en la
presencia de personajes imaginarios que hablan, sombras de entes que
han existido, y que vuelven a este mundo a manifestar algo de interés
para los vivos. A tal forma de personificación llaman los eruditos
_idolopeya_. Comúnmente, a don Pedro se le aparecía la incógnita en
forma cadavérica, que dejaba entrever su hermosura, y se ponía a
decirle cosas... «Me he muerto... ¿No ves que soy difunta?... ¡En
buena te he metido, pobre capellán de secano!... Bien hubiera querido
evitarlo; pero como me morí tan de repente..., ya ves... No puede una
dejar de morirse cuando Dios lo dispone... Hice un gran esfuerzo por
vivir un poco más, anhelando decirte lo que debía, y librar tu alma de
tan grande zozobra, pobre clérigo; pero no pude..., y me morí pensando
en ti y en él... ¡Pobre Fernando!, ¿qué hará?... Me maldice... Mi
alma no halla la paz; la muerte no me ha dado el descanso... Horrible
pena, ansiedad sin nombre me hacen insensible a las llamas del
purgatorio. No me duelen las quemaduras: me duele la conciencia...
Pedro Hillo, perdóname...». Recitado este parlamento u otro no menos
espeluznante, la sombra se iba por donde había venido, y don Pedro se
cubría la cabeza con la sábana, tratando de evitar la repetición de la
_idolopeya_.

Por fin, ¡alabado sea Dios!, cuando él menos lo pensaba, tuvieron
término feliz las angustias del bendito sacerdote, víctima de su
inmensa bondad. La misma tarde en que ocurría la escena de café que
poco antes se ha referido, quiso espaciar su ánimo don Pedro, y tiró
hacia el Campo de Guardias, en cuya aridez esteparia estuvo dando
vueltas y más vueltas como una media hora, deletreando los cardos
y yerbecillas petisecas del suelo, hasta que sintió un deseo, una
indefinible comezón de volverse a Madrid y a su casa. Ya caía la tarde
cuando entraba por la Puerta de Fuencarral. En la calle del mismo
nombre detúvose para comprar papel de cartas, pues tenía propósito de
reanudar la comunicación epistolar con los parientes que le quedaban
en Zamora; compró asimismo una cajita de obleas, y avivó después el
paso hacia su domicilio, pensando en que para distraerse y evitar las
_idolopeyas_ se pasaría la mayor parte de la noche escribiendo.

Pues, señor: llega mi hombre a la casa de Méndez, y al abrirle la
puerta, Delfinita le da el jicarazo:

—¡Vaya unas horas de venir! Aquí ha tenido usted una señora esperándole
toda la tarde.

El estupor de don Pedro fue tal, que se le atragantó la palabra. Creía
soñar. Añadió la chica nuevas explicaciones, conduciéndole a su cuarto,
pues el pobre clérigo no sabía por dónde andaba y se daba de hocicos
contra las paredes.

—¡Una señora!... ¿De qué clase?... ¿Gran señora..., mujer..., criada?

—Bien vestida..., muy decente. Madre dice que parece criada de personas
muy principales. Cansada de esperar se ha ido, dejando una carta.
Mañana volverá por la contestación.

—¡Una carta!... Delfinita de mi alma, no bromees... Por Dios, una
luz... ¿Dónde está esa carta?..., yo no la veo..., no veo...

Entró en el cuarto doña Cayetana, con el quinqué encendido. _Fiat lux_.
¡Dios poderoso! Cuando don Pedro cogió con mano trémula la carta y vio
en el sobrescrito la tan conocida y deseada letra de la incógnita, a
punto estuvo de perder el conocimiento. Se dejó caer en una silla. En
sus oídos zumbaba la campana gorda de Toledo.

—Hijo, no se asuste... —le dijo la patrona—. Le daré una tacita de
caldo.

Por señas, pues hablar no podía, díjoles don Pedro que no quería caldo,
sino que le dejaran solo con su carta, con su quinqué encendido, con su
sensación hondísima de terror, de júbilo, no sabía de qué... Salieron
las hembras, y lo primero que hizo el hombre, la carta sin abrir en
su mano fría, fue recoger su espíritu y dar gracias a Dios... Era su
letra, su letra, aunque un poco insegura; era ella misma, la divinidad,
que o no se había muerto, o resucitaba en forma epistolar... ¡Ay,
ay!..., ¿qué sería, qué diría..., qué...? Veámoslo.

  «Señor don Pedro, mi grande y fiel amigo: No me he muerto, no... Pero
  si así lo ha creído usted, ¡qué poco, ¡Jesús mío!, ha faltado para
  que acierte!... He pisado el negro umbral; he visto la inmensidad
  eterna... Dios no me dejó dar el último paso, y quiso que atrás me
  volviera: me mandó vivir algo más, no sé cuanto..., presumo que
  no será mucho... Me sacramentaron..., por muerta me tuvieron. No
  duró menos de tres horas aquel simulacro de muerte. Sospecho que
  me amortajaron... Volví a este mundo: me encontré de súbito en la
  compañía de mis penas, por lo que conocí que vivía...

  »Notará usted que mi pulso flaquea. Con gran esfuerzo puedo escribir
  esta, que no será larga, no. Diré no más que lo muy preciso...
  Manifestado el motivo de mi largo silencio, no necesitaría pedir a
  usted perdón. No obstante, lo pido. Considero lo que habrá sufrido
  usted, pobrecito capellán mío, y el sobresalto, la incertidumbre de
  su alma generosa. Creo yo que me han vuelto a la vida mi ansiedad,
  el deseo ardiente de hablar con usted, de hablar de Fernando, de
  proseguir mirando por él y luchando por recobrarle. ¿Le recobraremos?
  ¡Ay, mi pena es muy honda!... Pienso que ya no le veré más, que
  ha huido de nosotros para siempre, que se va, que se nos pierde
  en el torbellino de sus pasiones exaltadas... Quizás tengo yo la
  culpa, y esto me quita todo consuelo. Quizás mi intransigencia y
  excesivo rigor le alejan de mí..., y no puedo, no puedo resignarme
  a ello... Al borde del sepulcro, sintiéndome ligada a la vida por
  un solo pensamiento, vi claramente mi error, y juré enmendarlo en
  cuanto pudiera. Transijo..., cedo..., cedemos y transigimos, señor
  capellán. ¡Deshonor, rebajamiento, palabras vanas! Lo que importa
  es que Fernando viva; que esté, ya que no conmigo, cerca de mí;
  que yo le sienta próximo; que pueda dirigirle; que yo alimente mi
  cariño diciéndole lo que se me ocurra, aunque él no me haga caso.
  Comprenderá usted, señor don Pedro, la formidable razón de este
  anhelo mío. Nunca quise expresar mis sentimientos con explícita
  frase: dejándolos velados, como mi persona, me parecía que eran _más
  míos_..., no sé si me explico bien. Pero ya no, ya no más misterios
  inútiles..., ya me estorba la discreción, la delicadeza me es
  odiosa. Aunque la perspicacia de usted me ha cogido la delantera, yo
  quiero decirle lo que ya sabe, y así mi pobre alma se descarga de un
  insoportable peso. Fernando es mi hijo... Y esto que escribo quisiera
  que él lo leyese, y a él mismo se lo escribiría gozosa, añadiendo:
  “Hijo de mi alma, perdóname. Reconozco tu independencia; acato tu
  libre albedrío. Tus amores no me gustan, pero los respeto. Acabemos
  esta horrenda lucha. Dime tus condiciones, y nos entenderemos”.

  »¿Qué le parece a usted, mi buen amigo? No estoy para más luchas.
  Viviré corto tiempo. Depongo mi orgullo, ridiculeces, artificios de
  clase y de nacimiento, cuyo valor es nulo ante la naturaleza, ante
  los afectos elementales. Me resta poca vida. En esta poca vida quiero
  tener un día, un solo día inefable: aquel en que yo pueda decir a
  mi Fernando lo que soy para él. Su corazón es noble. Tiene a quien
  salir. Confío que él hará muy dulce y bello ese día, ese gran día,
  después del cual pocos han de quedarme.

  »¿Y dónde está? ¿A dónde ha ido a parar esa criatura, arrastrada de
  su vértigo y demencia? Mis noticias son vagas, incompletas; no me
  fío: no me inspiran los informadores que ahora me sirven la confianza
  de los que en otros días me comunicaban hasta el respirar de mi
  querido Fernando... Lo que sí tengo por indudable es que partió de
  Madrid el día 14 en la diligencia de Valladolid y Burgos. Antes
  de salir de aquí escribió a su amigote Escosura, que ha vuelto al
  servicio activo en el ejército de Córdova. Debo rectificar lo que
  dije en nuestra anterior campaña respecto al oficialete de Artillería
  y al apoyo y protección que daba a las locuras de Fernando. Un error
  de información me hizo atribuir al don Patricio la culpa de otro
  tarambana, amigo de los dos, y no menos desordenado en su vida.
  Espronceda, el poeta de las pasiones violentas, de los ayes de
  desesperación, cantor de piratas, corsarios y ladrones, fue quien
  alentó a Fernando a la rebeldía, enseñándole la teoría y práctica
  de los raptos de muchachas. El que de niño ya conspiraba, fundando
  los _Numantinos_, sociedad de jacobinismo infantil; el que en unión
  de otros chicuelos mal educados escandalizó a Madrid con la llamada
  _Partida del Trueno_, que se divertía en apalear, romper cristales
  y cometer mil desafueros, no podía inspirar cosa buena a ese ángel
  echado a perder. ¡Con tal maestro, qué había de hacer Fernando!

  »Me consta de un modo indudable que Espronceda le ha incitado a
  correr tras de la chica de Negretti, calentándole los cascos con
  la poética al uso, que es en aquellas cabezas destornilladas lo
  que los libros de caballerías en la del pobre don Quijote. Esto de
  romper todo vínculo social; esto de despreciar toda conveniencia
  por satisfacer anhelos del alma soñadora; esto de querer traernos a
  la vida presente los hechos de generaciones medio salvajes, falaz
  armazón de dramas y poemas; esto de tomar en serio los delirios de
  los poetas del día para quienes la vida no es más que una visión de
  lo pasado, es muy del carácter de Espronceda, a quien yo metería de
  buena gana en una casa de orates. Su simpatía por Fernando se funda
  en la comunidad de errores, pues también Espronceda está enfermo
  de pasión insana, y corre tras de una _Aura_ que conoció en Lisboa
  cuando estuvo emigrado. Por último, mi señor don Pedro, el endiablado
  cantor de aventureros, cosacos y otras gentes de mal vivir, ha
  facilitado a Fernando su viaje al Norte, poniéndole en relaciones
  con un sujeto de historia, que va también hacia allá con fines que
  ignoro, aunque me da en la nariz que son políticos. Es el tal un
  sujeto llamado Rapella, natural de Palermo, que hace años andaba por
  Argel, ejerciendo la medicina; casó allá con una española; vino a
  Madrid, donde se estableció como cambiante, logrando injerirse en
  Palacio y ser honrado por Su Majestad con diferentes comisiones,
  entre ellas la de traer y llevar recados a Nápoles. Él fue quien
  acompañó a la princesa que vino a casarse con don Sebastián. Pero
  en lo que más se ha lucido el hombre ha sido en tender hábilmente
  los hilos de la intriga que ha dado en tierra con nuestro bonísimo
  Mendizábal. El siciliano servía de correo de gabinete entre Istúriz
  y la reina, y todas las noches iba al Pardo secretamente, no siempre
  solo, pues el mismo Istúriz u otros le acompañaron más de una vez. El
  viaje de este pájaro al Norte paréceme a mí que significa una nueva
  y desesperada tentativa para el arreglo con don Carlos, mediante un
  convenio de familia o pastel dinástico, que aún no ha sido puesto al
  horno y ya huele a quemado. Allá veremos.

  »Pues bien, mi querido y respetable Hillo: en compañía de ese
  intrigante y correveidile salió Fernando de Madrid. Como Rapella
  lleva salvoconducto, podrán penetrar en el campo faccioso, en el
  campo cristino y donde quieran. ¡Qué cosas vemos en nuestra bendita
  nación! Ignoro si ese descarriado hijo intimará verdaderamente con
  su acompañante: me figuro que no, por más que cerca de él desempeña
  las funciones de secretario, o quizás las de escudero. Esto me
  enloquece... ¿Y aún no abrirá los ojos nuestro pobre Telémaco?

  »Ya no puedo más. El esfuerzo que he tenido que hacer para escribir
  esta, solo Dios lo sabe. Pero mi voluntad se sobrepone a mi extremada
  languidez. Después de esta valentía, estoy más sosegada. No, ya
  no le impulsaré a usted a nuevas aventuras, mi pobre Hillo; ya no
  comprometeré más su buen nombre, su decoro. Han cambiado las cosas.
  Transigimos, y ya no es ocasión de decir a nuestro Mentor que se
  lance por senderos tenebrosos tras de su discípulo. Basta, basta de
  locuras. Pero si no hemos de perseguirle, pensaremos en averiguar
  su paradero, para que usted, con su dulce voz de amigo, le diga:
  “Ven, hijo, ven: todo se te perdona y todo se te permite”. Y como
  esto hemos de concertarlo juntos, se acabó el incógnito: me quito
  la careta. La invisible, la escondida tutora se revela por fin. El
  misterio es ya imposible. Mi revelación, eso sí, permanecerá como un
  hecho absolutamente reservado, secreta inteligencia entre usted y
  yo; no necesito de su juramento para saber que puedo contar con su
  incondicional lealtad en este punto.

  »La persona que lleva esta carta es de mi confianza. Me traerá
  esta noche su respuesta; todo lo que usted quiera escribirme.
  Presumo no serán pocas las cosillas que tiene que contarme. No haga
  usted preguntas de ninguna clase a la intermediaria, porque es la
  discreción misma, y ya sabe que su única misión es llevar y traer
  los recados que se le confíen. Por ella sabrá usted el día y ocasión
  en que ha de verme, para que hablemos y dispongamos todo lo que nos
  dé la gana. Solo espero a reponerme un poco, dos o tres días no más.
  Me siento muy fatigada; vivo de milagro... Que me escriba, señor
  capellán; que me diga usted muchas cosas, muchas, aunque sea para
  reñirme. Adiós, hasta luego».

Leyó de nuevo la carta don Pedro, más que gozoso, alborozado; y aunque
la carta no aclaraba por completo las dudas respecto a la condición
social de la mascarita, la promesa que esta le hacía de quitarse el
velo, que así ocultaba su rostro como su personalidad, motivo era de
satisfacción y júbilo. Sin acordarse de comer ni parar mientes en que
para este fin capital le había ya llamado dos veces Delfinita, no pensó
más que en escribir a la velada, pareciéndole poco el papel que al
volver a casa se le había ocurrido comprar.

«¡Vaya, que no ha sido esta mala corazonada! —se decía sonriente,
preparándose de tintero y pluma—. ¿Por qué me dio aquel súpito de
comprar papel?... ¿Por escribir a los primos? No, no, no era esto:
tres veces les he escrito, y no me han contestado esos tunantes...
Fue que yo barruntaba... Lo presentía dudándolo; lo creía temeroso de
equivocarme... ¿Qué voz secreta me dijo en la calle de Fuencarral que
esta noche necesitaría escribir?... ¿Qué travieso geniecillo...? ¡Oh,
no hablemos de geniecillos los que creemos en el Espíritu Santo!».




XV


Es ahora forzoso que así el que lee como el que escribe corran en
seguimiento del llamado Rapella con toda la celeridad que los medios
de locomoción de aquellos calamitosos tiempos permitan. Ello es que
como el tal siciliano, argelino, o lo que fuese, y las personas que
le acompañan hacia el Norte nos han tomado la delantera en estos
endiablados caminos, no hallaremos galeras bastante veloces ni postas
bastante rápidas para darles alcance, como es nuestro deseo, en los
llanos de Castilla. ¡Y gracias que a todo tirar y a todo correr,
reventando un pobre rucio con alas, degenerada descendencia del Pegaso,
podemos cazarles en un poblado llamado Gamarra, radicante a corta
distancia, por el norte, de la nobilísima ciudad de Vitoria! Gran dicha
fue para los que les perseguíamos que en aquel lugar se detuviesen los
viajeros, pues de continuar su camino con la atroz arrancada que traían
de Madrid, no les cogiéramos en toda la vida. Recorrido en diligencia
el largo trayecto desde Madrid a Burgos, siguieron hasta Miranda en
postas que pudieron conseguir con gran dispendio; de allí en carromato
hasta La Puebla de Arganzón, donde alquilaron caballerías para llegar
a Vitoria, y sin entrar en la ciudad, escabulléndose por las Brígidas
y todo el contorno de poniente, fueron a coger el camino de Bilbao,
hasta dar con sus molidos huesos en Gamarra Mayor. Detuviéronse allí
con el doble objeto de tomar algún descanso y de procurarse medios de
proseguir su caminata, la cual no podía ser ni cómoda ni divertida,
metiéndose, como era su propósito, en un país en armas, en el cráter
mismo de la espantosa guerra civil.

El parador propiamente dicho hallábase ocupado en aquellos días por
portugueses de la legión mandada por d’Antas; los viajeros hubieron
de albergarse en una casa próxima, casi llena también de soldados
lusitanos y españoles, con mayor número de caballerías que de personas.
Instalados sin ninguna comodidad, el furibundo apetito les sazonaba
la mala comida, y el cansancio les hacía llevaderas las fementidas
camas. Allí se les dijo que el país venía padeciendo desde el año 34 la
continua invasión militar, alternando facciosos con isabelinos. Toda
la Llanada estaba perdida, la labranza muerta, los ganados dispersos;
el invierno había sido muy crudo; el deshielo de las grandes nevadas
aumentaba extraordinariamente el caudal de los ríos, y al humilde
Zadorra se le habían hinchado de tal modo las narices, que ningún
cristiano se atreviera con él para vadearlo. Corría ya la segunda
quincena de mayo, y aún había copiosa nieve en los altos de San Adrián
y la Borunda.

De tres personas no más constaba la caravana que hemos venido
persiguiendo, y era jefe o capitán de ella un sujeto espigado y enjuto,
en quien podría verse la reproducción exacta de don Quijote, quitando
a este diez años, dándole un poco más de carnes, y una ligera mano de
belleza y frescura en el rostro. Pero si en la figura recordaba al
hidalgo cervantino, en la palabra, dulcificada por el acento italiano,
se perdía toda semejanza, y más aún en la expresión y modales, pues
aunque de perfecta educación y notable finura, el personaje poseía
todas estas prendas sin entonarlas con la gravedad ceremoniosa del gran
caballero de la Mancha. El primer rasgo de carácter que sorprendía el
observador en el aventurero Aníbal Rapella, al echarle la vista encima
en su alojamiento de Gamarra Mayor, era la presunción, el cuidado de
su persona. Llevaba infaliblemente consigo una cajita con los avíos y
menjurjes de la decoración capilar y facial, y ya le cogiera la mañana
navegando con mal tiempo en un falucho entre África y Europa, ya en la
breve parada de diligencia o carromato, rodando por inhospitalarias
tierras, nunca dejaba de consagrar a su _toalleta_, una horita larga,
cuando menos media hora, en casos de premura. A esta devoción del
buen ver unía el siciliano el orgullo de una salud de hierro, de
la que hacía continuo alarde, y el apostolado de ciertos preceptos
higiénicos que entonces ofrecían novedad. Así, en aquella fría mañana
de mayo, entre siete y ocho, le vemos en mangas de camisa, al aire
libre, lavoteándose con agua fría en un artesón que pudo procurarse.
Y entre la admiración y risa de los que le contemplaban, sostenía,
tiritando, que aquello era el puntal de la vida. Lo que hizo después,
metido en su aposento, cuya puerta no se cerraba y cuya ventana tenía
los cristales rotos, debió de ser largo y prolijo, porque el hombre
quedó fresco, refulgente, afeitado con gran esmero, limpio y oloroso;
su largo bigote relucía totalmente negro, y en la ropa no se veía una
mota. Aún no había terminado, cuando se le presentó el que llamaremos
segundo de la caravana, español y navarro, natural de Ablitas, que solo
se parecía al escudero de don Quijote en llamarse Sancho (de apellido,
no de nombre: Ezequiel Sancho), sujeto de mediana estatura y complexión
recia, amarilla la tez, ojos verdosos, y el pelo en escobillón. Habíale
mandado el señor con un recado que, por la razón que traía, debió de
resultar infructuoso.

—No está el brigadier. Después de recorrer una por una las casas del
pueblo, me ha dicho persona verídica que la brigada que manda ese señor
no está ya en el ejército del Norte, sino en el de Aragón.

—La brigada podrá estar en otra parte; pero Narváez puede haber quedado
mandando otra división. Al menos así se decía en Madrid.

—En Madrid dirán lo que quieran; pero el señor don Ramón María Narváez
no está aquí, porque está en Aragón, a no ser que pueda un nombre estar
mismamente en dos partes del mundo, Aragón y la Llanada de Álava.

—¡Cuerpo de tal, sí!... Como tú, que estás al propio tiempo aquí y en
Babia... ¿Quién te ha dado esos informes?

—Un señor coronel a quien conozco desde que él tenía diez años. Serví
en su casa: su madre, gran señora; sus hermanos, guapísimos. Como hijos
de militar, arrimados a la milicia... La señora me regañaba porque en
los ratos libres nos poníamos todos, niños y criados, a jugar a los
soldaditos. A este le quise más que a ninguno, y el día que salí de la
casa lloraba el pobrecico... Yo también lloré, porque le quería. Era
un ángel... La señora nos hacía rezar el rosario de rodillas, y él se
ponía junto a mí, haciéndome garatusas... Pues como iba contando, todos
los hermanos siguieron la carrera militar..., este...

—¿Quién es?... ¡Acaba de una vez, condenado! —exclamó Rapella dando una
patada—. Aburres al Verbo Divino con tus historias.

—A eso iba.

—Quién es, te pregunto.

—Don Leopoldo O’Donnell.

—Acabáramos.

—Decía que todos los hermanos, respirando como la madre por el
absolutismo, se han ido a la facción; este es el único que ha dicho:
«¡Pues libertad, ea!», y ahí le tiene usted con veintiséis años y ya
coronel, propuesto para brigadier. ¡Me da un gozo cuando le veo!...
Oiga usted: a los once años ingresó en el _Imperial Alejandro_; a los
quince era la misma formalidad, tan gallardo con su uniformito...

—Basta... ¡Si no quiero cuentos, Sancho; si me apestan tus historias!
¿Dónde y cuándo has visto a O’Donnell? Te advierto que es amigo mío;
luego nos hemos de ver, y si me cuentas algún embuste o le has contado
a él alguna inconveniencia, ten por seguro que lo he de saber.

—Le encontré no hace un cuarto de hora, cuando volvía yo para acá,
después de despernarme por todo el pueblo. Salía de su hospedaje, dos
casas más arriba, con cuatro oficiales de su regimiento...

—¿Manda _Gerona_?

—_Gerona_, sí, señor. Por cierto que el año 34, siendo Leopoldito
segundo comandante de la Guardia...

—¡Que no quiero historias, que no quiero historias! —gritó Rapella
fuera de sí, esgrimiendo unas pinzas con que se arrancaba algunos pelos
que asomaban en su nariz—. Adelante... A lo que te pregunto.

—Pues iba diciendo que en cuanto le vi, me fui derecho a él... ¡Qué
sorpresa, qué alegría! Claro que me reconoció, y dijo: «¡Sancho!»,
así, con..., con confianza..., y yo dije: «Niño mío, mi don
Leopoldito...», así, con..., con tristeza, porque me acordaba de
aquellos tiempos felices, que ya no volverán... Me acordaba de cuando
su mamá, aquella respetabilísima y santa señora...

—Sancho, que te pego.

—Voy..., voy... Pues hablamos un ratito..., le dije que venía al
servicio de un señor diplomático...

—Muy bien.

—Y él se admiró..., y luego..., nada... Notando yo que quería seguir
hablando con sus compañeros, de cosas del servicio, me despedí, y
cuando le besaba la mano tuve el buen acuerdo de preguntar por el señor
brigadier Narváez, y me dijo lo que consta.

—Vamos, hombre, gracias a Dios que dejas a un lado la paja y vienes al
grano. Pues mira, Sancho, corre al instante en seguimiento del coronel
de _Gerona_, y el mismo recado que te di para Narváez se lo encajas a
él. ¿Has perdido la boleta con mi nombre?... Ahí la tienes: bien...
Pues vas, le sueltas la boleta y le dices que deseo hablarle; que me
señale hora y sitio... ¿Estás? Corre, Sancho amigo, que necesitamos
ganar horas, minutos...

Salió Sancho presuroso, y el señor Rapella, abreviando los últimos
trámites de su complejo tocador, dio golpes con los nudillos en una
puerta próxima, diciendo a gritos:

—Fernando, hijo, ¿duermes todavía?

Como no recibiera contestación, empujó las mal ajustadas tablas
que componían la puerta, y penetró en un camaranchón que recibía la
claridad de un tragaluz del tamaño de medio pliego de papel. Allí,
entre arcones cubiertos de polvo, sacos de paja y viejos instrumentos
de labranza, yacía durmiendo bajo una manta Fernando Calpena, el cual,
si despertó a las voces que daba su amigo, hubo de tardar algún tiempo
en vencer el embrutecimiento que un profundo dormir en cuerpo tan
cansado producía. Viéndole desperezarse, Rapella le dijo:

—Levántate pronto, y vístete y arréglate. ¿Conoces tú a O’Donnell?

—¿Enrique?

—No: Leopoldo.

—No le conozco. A su hermano sí: en Madrid le dejamos.

—Porque verás: tropezamos con un grave inconveniente. Mi íntimo
amigo Ramón Narváez, con quien yo contaba para que nos proporcionase
caballos, no está ya en este ejército. Yo, la verdad, aunque traigo
carta para Córdova, no me atrevo a presentarme en el cuartel general
en estas circunstancias... En el momento de iniciarse un movimiento de
avance hacia las líneas de Arlabán, no me parece oportuno dar a conocer
que vamos al cuartel de don Carlos.

—Sí; podrían creer que llevábamos noticias de los movimientos del
ejército cristino —dijo Calpena sacudiendo la pereza—. ¿Y en efecto,
se mueve Córdova?... Yo creí que soñaba, oyendo desde antes del alba
cornetas y tambores... Soñé, ¡qué desatino!, que debajo de mi jergón se
estaba dando la batalla de Bailén, y que no la ganaba Castaños, sino
Mendizábal. Ya ve usted qué desatino...

—Intentaré entenderme con O’Donnell: le trato poco; es muy frío; parece
un reverendo inglés. ¿Y a quién conoces tú en el ejército?

—A muchos. Pero con encontrar a Patricio de la Escosura, tendremos lo
que queramos.

—Facilillo es hoy cogerle. ¡_Mali pri mia_! —dijo Rapella, lanzando una
exclamación siciliana—. Ya siento que no entráramos en Vitoria.

—Si el ejército se pone en marcha, será como buscar una aguja en un
pajar. ¡Fuera pereza!... ¡Ah!, también conozco a Juanito Pezuela y a
Ros de Olano.

—Pues anda, hijo, anda, y mientras tú brujuleas por un lado, yo
procuraré conquistar la fría voluntad del coronel de _Gerona_, y
buscaré a Malibrán, grande amigo mío, y a Pepe Concha. También está
en el cuartel real Mariano Girón, el hermano del duque de Osuna; a
los dos les trato... Pero no es prudente que nos vayamos tan a fondo.
Procurémonos tres caballerías, aunque sean de desecho, y escapemos
hoy mismo por el camino de Villarreal, donde, según lo que allí nos
digan, tomaremos la dirección más expedita para colarnos pronto en la
mismísima corte del señor Pretendiente.




XVI


Arreglose Fernando a toda prisa, chapuzándose en agua fría, que el
mismo Rapella con todo su empaque le trajo en un cubo, y al cuarto
de hora ya corrían los dos por las calles del pueblo, inquiriendo y
tomando lenguas en busca de estos o los otros amigos. El don Leopoldo
recibió al italiano en medio de la calle con glacial cortesía, y
a las primeras de cambio, hubo de oponer a su pretensión reparos
y dificultades que equivalían a una cortante negativa. Así lo
comprendió el otro, y como hombre agudísimo, de larga vista social, no
insistió, absteniéndose al propio tiempo de preguntar cosa alguna que
transcendiese a movimientos de tropas. Con astuta diplomacia, no ocultó
al coronel que llevaba al cuartel de don Carlos una misión reservada
cerca del infante don Sebastián Gabriel:

—Arreglos de familia, ciertas negociaciones, ¿me entiende usted?, para
las cuales llevo poderes de Su Majestad el rey de las dos Sicilias, de
la princesa Carolina... y de otras elevadísimas personas..., asunto
que, si bien de carácter doméstico, podría influir grandemente en la
cosa pública, en la guerra, en la paz...

Oyó estas historias don Leopoldo con flemática atención, sin demostrar
un interés muy vivo en tales componendas. Era un chicarrón de alta
estatura y de cabellos de oro, bigote escaso, azules ojos de mirar
sereno y dulce; fisonomía impasible, estatuaria, a prueba de emociones;
para todos los casos, alegres o adversos, tenía la misma sonrisa tenue,
delicada, como de finísima burla a estilo anglosajón. Despidiose,
al fin, cortésmente del estirado Rapella, dejándole en extremo
descorazonado. ¡Ah, si estuviera allí Narváez, aquel temperamento
ardiente, imperioso, altanero, gran servidor de sus amigos! Para las
situaciones de grande apremio, había puesto Dios en el mundo a los
andaluces, con toda la vehemencia de sus afectos y todo el fuego de su
torera sangre.

Más suerte tuvo don Fernando, que, a fuerza de huronear, metiéndose en
los grupos de oficiales que a lo largo de la carretera encontraba, dio
al fin con Ros de Olano, que a caballo venía con Pepe Cotoner. Grande
y placentera fue la sorpresa de los simpáticos jóvenes al encontrarse
en el propio teatro de la guerra a un disperso amigo de Madrid, con
quien habían alternado _en los dorados salones_, como solía decirse.
Los interrogatorios fueron festivos y breves por una y otra parte, pues
no era ocasión de entretenerse en extensos relatos. Formuló Calpena la
pretensión suya y de su compañero Rapella, a quien de nombre conocían
los otros por la fama de su metimiento en Palacio, y no respondieron
dando esperanzas de una fácil solución. Cuando les notificó que iban
al cuartel de don Carlos, mostraron inquietud y asombro; pero Fernando
se apresuró a quitar por su parte todo matiz político a tan desatinado
viaje, diciéndoles:

—El objeto de mi compañero es un asunto de la Familia Real, cosas
del rey de Nápoles y del infante don Sebastián; el objeto mío es
apoderarme, por la fuerza o por la astucia, como pueda, de una mujer,
de mi novia, que me ha sido robada infamemente. Es huérfana, señores,
¡cuidado!; se la disputo a un tutor, como en las comedias que ya están
pasadas de moda.

Acogida fue tal revelación con grandes risotadas, y para predisponerles
más a su favor, encareció Calpena los peligros y el dramático misterio
de la aventura que emprendía sin auxilio de nadie, y en la cual,
puesta resueltamente toda su voluntad, no veía más que dos términos:
la victoria o la muerte. Imaginaciones lozanas, espíritus juveniles
y entusiastas, que adoraban el bien y la belleza, Ros y Cotoner
manifestaron a Fernando una simpatía ardorosa, y a este, que no a otro
resorte, debieron los expedicionarios la solución de la dificultad en
que les puso la ausencia del brigadier don Ramón Narváez.

A la hora y media de este coloquio de Calpena con sus amigos en medio
del camino, él a pie, los otros a caballo, recibieron los viajeros dos
magníficos jamelgos cojitrancos y un mulo lleno de mataduras, que les
parecieron bajados del cielo, y las más gallardas cabalgaduras que
habían visto en su vida. No quisieron entretenerse allí, temerosos de
que se las quitaran, y tomando a toda prisa un par de bocados y algunos
tragos de vino, picaron espuela por el camino de Villarreal; Rapella
y Fernando caballeros en los rocines, Sancho con las maletas en el
matalón.

Mientras estuvieron a la vista del pueblo no iban muy tranquilos, y
arrimaban espuela y látigo a las caballerías para ponerse pronto a la
mayor distancia; después aflojaron, porque harto les significaban las
pobres bestias que por su edad y achaques no estaban ellas para largos
trotes. En todo el día, nada les aconteció digno de referirse. A la
caída de la tarde, merendaron de los abastecimientos que el precavido
Sancho había cuidado de recoger en el parador, y a eso de las siete les
dieron el alto las avanzadas carlistas. Como iban con toda seguridad,
pues Rapella llevaba pasaportes y salvoconductos expedidos por quien
podía hacerlo, y además cartas para Villarreal, Guergué y otros a
quienes personalmente conocía, nadie les molestó, y siguiendo hacia el
interior del Estado faccioso, franquearon, con ayuda de un guía del
país, un alto monte hasta dar en un caserío próximo a Arechavaleta,
donde se aposentaron y durmieron unas tres horas. Al siguiente día
continuaron su marcha por laderas pobladas de bosque, hasta salvar la
divisoria entre los ríos Deva y Aránzazu por Beloña, y a media tarde
vieron bajo sus pies las torres y chapiteles de la noble Oñate, en la
cual hicieron su triunfal entrada a punto de las seis.

Como a tal hora volvían a sus viviendas innumerables paseantes, la
entrada de los tres viajeros en la capital del absolutismo por la
calle _Zarra_ fue objeto de gran curiosidad y sensación. Los grupos de
clérigos y señorones se paraban a contemplarles; los chiquillos corrían
tras ellos; en ventanas y balcones asomaban las mujeres sus lindas
caras. El tipo de caballero noble que a Rapella distinguía, la juvenil
elegancia de Calpena, motivo fueron de comentarios, que corrían de boca
en boca con la rápida transmisión propia del ambiente social de un
pueblo aislado en que moran la ambición y la ansiedad. Favorables a los
viajeros eran las opiniones que a su vista se formulaban aquí y allá,
y el que menos los tenía por aristócratas castellanos o andaluces que
venían a rendir pleito homenaje a la majestad del rey legítimo. Los más
avisados creyéronles extranjeros, plenipotenciarios de alguna de las
cortes del Norte, que llegaban con mensajes y quizás con dinero.

—Para mí —decía apoyándose en su bastón de puño de oro el señor don
Francisco Bruno Esteban, canónigo dignidad de Osma y Teniente Vicario
general castrense—, vienen de parte del rey de Prusia, y traerán un par
de millones cuando menos, que de este envío y de tal plenipotencia hubo
noticias no hace dos semanas.

—No hay nada de millones ni de prusianos —afirmó el Ordenador, jefe de
la Hacienda militar y civil, señor Labandero—. Si acaso, traerá buenas
palabras... Me da en la nariz que son de la familia del entusiasta,
del generoso conde Roberto de Custine. ¿No notan ustedes el tipo de
caballeros a la antigua?

—Ya lo hemos notado —dijo el orondo don Tiburcio Eguiluz,
Superintendente general de Vigilancia pública—. Para mí, no es otro que
el vizconde de la Rochefoucauld Jaquelin.

—Hombre, me parece que está usted soñando, señor don Tiburcio.

—Ya veremos quién sueña...

Por indicación de Sancho, que conocía la localidad, apeáronse junto al
Ayuntamiento, a la entrada de la calle _Barria_, frente a la iglesia de
San Miguel, la mayor y principal del pueblo. Allí les era fácil tomar
lenguas de la mejor posada para los señores y de un parador para las
caballerías. Viéronse al punto rodeados de diversa gente. Militares,
paisanos, viejos, chiquillos y algunos clerizontes se abalanzaban a
ellos deseosos de servirles, con la tradicional afabilidad vascongada.
Sin que lo preguntaran, se les indicó el palacio de Artazcos,
residencia de Su Majestad, quien aquel día se encontraba en Elorrio.
Al oír esto, mostrose Rapella muy contrariado; pero habiéndole dicho
los circunstantes que Su Alteza el infante don Sebastián permanecía en
la villa y que residía en la Universidad, exclamó gozoso y enfático el
siciliano:

—No podía Su Alteza, mi grande amigo, albergarse más que en el propio
templo de la sabiduría.

Resolvió entonces entrar en una tienda de licores y pasteles que vio en
el costado de la plaza, sin que le moviera otro propósito que librarse
del enjambre de curiosos impertinentes y de chiquillos pegajosos, y
allá se colaron también dos señores capellanes, extremando su cortesía.

—El mayor obsequio que pueden hacerme los que tan atentos se muestran,
es llevar al Serenísimo señor Infante un aviso de mi parte. Basta con
decirle que ha llegado su amigo Rapella y que desea pasar a ver a Su
Alteza en cuanto este se digne señalar hora para recibirle.

No habían transcurrido quince minutos cuando a sus oídos llegaba esta
grata respuesta:

—Su Alteza acaba de entrar de paseo, y dice que le espera a usted ahora
mismo.

—Ya sabía yo —dijo reventando de satisfacción el siciliano y dándose un
tono tremendo entre aquella gente—, ya sabía yo que me recibiría sin
pérdida de tiempo. Tú, Fernando, espérame aquí. Si Su Alteza me convida
a cenar, como espero, te mandaré recado. Entre tanto, busca por ahí, en
lugar céntrico, un buen alojamiento para los tres.

Y partió al instante con un capellán por cada lado y detrás un reguero
de gente diversa. En la puerta de la repostería dieron a Calpena razón
de un alojamiento próximo, añadiendo que tenían que resignarse a vivir
con alguna estrechez, por estar Oñate lleno de gente forastera, con
tanto empleado y tanto señor de oficina. Más que en la comodidad del
pupilaje, el pensamiento de Calpena se fijaba tenaz en el capital
asunto que embargaba su ánimo, y al punto empezó a formular preguntas:

—¿Conocen ustedes a un señor don Ildefonso Negretti, que ha venido a la
contrata de armas y municiones?

—¿Cómo dice usted...? ¿Negretti? El nombre no me suena. ¡Vienen tantos,
unos a proponer pólvoras, otros armas, otros provisiones de boca! ¿Es
por casualidad francés?

—No, pero quizás lo parezca. Ha venido con él una sobrina, hermosa
joven, morena.

—Ya sé quien es: bajito, la ceja corrida; mira un poco torcido. Trae
consigo una vieja y una señorita que parece tísica.

—¡Tísica! No puede ser, a menos que... —dijo Fernando en la mayor
confusión—. A ver, denme las señas de esa enferma. Puede una salud
robusta desmejorarse rápidamente con los malos tratos.

—Una damita flaca —dijéronle en vasco mal castellanizado—, con el pelo
de color de cola de buey.

—No, no es esa... En fin: llévenme, si gustan, al alojamiento que crean
mejor, y ya emprenderé mis indagaciones con toda calma.

Dos angelones como de doce a catorce años, guapines, rubios, cuyos
rostros infantiles mostraban ya la seriedad y aplomo de la raza, le
guiaron a la posada, de la cual era patrona la madre de uno de ellos,
el más tierno, de aficiones militares, según contó a Calpena. EL
otro, en quien ya la voz llueca manifestaba el paso de niño a hombre,
estudiaba para cura, y por de pronto, aprendía música con su padre,
organista de la iglesia mayor, y cantaba con él en las funciones.
Hallábase la hospedería en una calle estrecha que pone en comunicación
la _Barria_ con la de Santa María, y sale frente al torreón viejo del
palaciote de Artazcos, morada del rey absoluto. Buena era ciertamente
la tal casa; mas en días de tanta aglomeración resultaba estrecha,
incómoda, y los huéspedes vivían en ella como sardinas en banasta,
acomodándose cuatro en estancias donde tres no habrían tenido
suficiente holgura. A Calpena le metieron en una alcoba donde moraban
dos señores: un capellán nombrado Ibarburu, que del servicio castrense
pasó a desempeñar la secretaría del _Despacho de Gracia y Justicia_,
y un teniente coronel, impedido de una mano, que prestaba servicio
burocrático en la _Junta Provisional Consultiva de Guerra_; llamábase
Cerio, y era hombre muy vehemente, la pura pólvora, de un optimismo
delirante. Con ambos trabó conversación y amistad Calpena en cuanto
se instaló, y en la cena, servida a punto de las ocho, con lentitud y
apreturas, por ser corta la mesa para veinte que a ella se sentaban,
oyó mil noticiones y el animadísimo platicar de toda aquella gente.
Entre los comensales descollaba como número uno de los habladores el
tal don Ceferino Ibarburu, y metían bastante bulla don Teodoro Gelos,
médico de cámara, vocal de la _Junta Superior Gubernativa de Medicina
y Cirugía del Ejército_; don Juan Francisco de Ochoa, intendente, y el
señor Sureda, gentilhombre de Palacio.

—¡Menuda paliza se habrán llevado a estas horas! —dijo Cerio, el
incorregible soñador de triunfos—. Y si no se la han ganado todavía, se
la ganarán mañana.

—¡Vaya con las gracias que quiere hacer el señor de Córdova! —dijo
Ibarburu—. ¿Pues no se le ocurre al niño querer tomar las alturas de
Arlabán?

Una carcajada burlona corrió de boca en boca por toda la mesa, y el
señor Gelos, que se preciaba de táctico, aseguró que las alturas de
Arlabán no las tomarían los cristinos ni con doscientos mil hombres.

—La desgracia que tuvimos en enero en aquellas posiciones, cuando las
ocupó Narváez, fue por sorpresa...

—Como que entonces no nos cuidábamos de aquella posición —indicó el
intendente—, y ahora la hemos fortificado. Es un hueso muy duro, donde
se dejarán los dientes esos señores si intentan roerlo.

—Pero hablamos aquí sin conocimiento de causa —dijo Ibarburu
emprendiéndola con las habichuelas—. ¿Quién asegura que los cristinos
van contra Arlabán? Entiendo que el objeto de Cordovita es una simple
demostración militar hacia la Borunda. Este caballero (_señalando a
Calpena_), que acaba de llegar de Vitoria, nos dirá si las tropas
enemigas se dirigían hacia la Barranca o hacia las lomas de San Adrián.

Declaró Fernando que a su paso por Vitoria, él y sus compañeros
de viaje habían notado movimiento de tropas, sin poder precisar
qué posiciones tomaban los cristinos ni a qué lugares, para él
desconocidos, se dirigían.

—¿Pero el señor viene de Castilla? —dijo el gentilhombre Sureda
mirándole con su lente, pues era algo cegato, de formas corteses y
un tanto atildadas, calvo, muy limpio, prototipo de figura palatina
para desempeñar un papel decorativo junto a los candelabros y mesas
barrocas—. Yo entendí que estos señores diplomáticos venían de Francia,
y me dijeron que traían la estafeta de Viena y Berlín. Dispense usted.
No es que yo pretenda saber cuál es su misión. Ya sé que el otro señor
ha sido invitado por Su Alteza.

—Es, según oí —apuntó Ibarburu—, napolitano, persona ilustradísima, que
en Madrid ayudaba al señor Infante en sus investigaciones arqueológicas.

A todo asintió Calpena con medias palabras. De pronto, el médico Gelos,
con notoria grosería, se dejó decir:

—¿Y qué...? ¿Nos traen ustedes _conquibus_? Porque para palabras
bonitas, excusaban de venir... Dispense..., aquí somos muy francotes.
Hace tiempo nos están mareando con el empréstito de Turín, que hoy, que
mañana... Pero el tiempo pasa, y _la mosca_ no parece. Cuando vuelva
usted a las cortes de Europa, señor mío, bien puede decir a esos
caballeros que ya basta de protección platónica; que aquí luchamos por
la causa de todas las potencias, por los tronos legítimos, contra las
revoluciones y el jacobinismo, y que deben ayudar a nuestro excelso
rey, no con _metáforas_ floridas, sino con metálicas razones... _por
cuanto vos contribuisteis_... pues así venceremos más pronto... Digo
más pronto, porque de todos modos, tarde o temprano, la victoria es
segura. Está decretada por el Altísimo, y a donde no lleguen las
valientes tropas de Su Majestad, llegará la intercesión de nuestra
Generalísima invencible, la Virgen de los Dolores.




XVII


De aquel inoportuno y desconsiderado Gelos se contaba que había sido
barbero, luego maestro de cirugía menor, pasando a titularse doctor
en Medicina por una serie de transiciones lentas. No carecía de
habilidad empírica; teníale el rey por un sabio, y puso en sus manos
la asistencia de los heridos de su ejército: fue de los enviados desde
Durango a la cura de Zumalacárregui, que resultó indocta, tardía,
funesta. Distinguíase Gelos en el real de don Carlos por sus opiniones
intransigentes; militaba con rabioso entusiasmo en el partido zaguero,
arrimado a las violencias absolutistas, a la cacería y exterminio de
liberales, partido en quien la barbarie no era inferior a la candidez.
Llamábanse los tales _netos_, _puros_, y su ridículo y brutal fanatismo
ocasionó el _menoscabo y vuelco_ de la Causa, como diría el historiador
Mor de Fuentes. Entre los netos y las principales figuras del ejército
real latía una guerra honda, que se manifestaba en la superficie con
el tiroteo continuo de acusaciones solapadas. Los valientes jefes de
división, sucesores de Zumalacárregui, detestaban a la camarilla,
haciéndola responsable de todas las desdichas. En cambio, los puros,
en cuyo negro enjambre descollaba la frailuna personalidad de don Juan
Echevarría, tenían por traidores a Villarreal, Gómez, Zaratiegui,
soldados valientes que habían ganado palmo a palmo el terreno donde
Carlos V pretendía establecer un ridículo simulacro de organización
política y administrativa. Era un Estado de papel, compuesto de
denominaciones enfáticas, burocracia sin materia administrable,
palaciegos sin palacio, intendencias sin dinero, ministros con las
carteras y las cabezas totalmente vacías.

En la _posada de Iriarte_, que así llamaban al hospedaje de Calpena,
marcábanse claramente los dos partidos, pues si Gelos y Ochoa se
preciaban de facciosos a machamartillo, Sureda, Cerio, el mismo
Ibarburu y la mayoría de los demás huéspedes no veían con buenos ojos
la insolente preponderancia clerical; reconocían la lealtad y bravura
de los militares, y mostrándose devotos de la Virgen, y asistiendo
con edificación a todas las funciones de iglesia a que les llevaba la
santurrona piedad del rey, fiaban, más que en los rezos y letanías, en
el poder de las armas, en el eficaz aprovisionamiento de las tropas,
en la política seria, dirigida con templanza y arte mundano. A menudo,
en las conversaciones de la mesa salían a relucir estas diferencias,
atemperándose los disputadores al tono forzosamente grave y al matiz
opaco de aquella sociedad, donde eran mal mirados los que hablaban
demasiado fuerte, y tachados de masones los que proferían palabrotas
picantes.

—Si el señor Gelos me lo permite —dijo con exquisita finura el
palaciego Sureda, echando vinagre en su plato de judías verdes—,
indicaré que de los empréstitos y de levantar fondos en el extranjero
se cuidará nuestro gran ministro don Juan Bautista Erro, que para algo
le ha traído de Londres Su Majestad.

—Me aseguró ayer el señor obispo de León —manifestó Ibarburu,
impaciente ya por meter su cucharada— que el ministro trae planes
sublimes. Su Ilustrísima y don Juan vinieron juntos hasta la
frontera... Es indudable que al salir de Londres dejó el señor Erro
ultimado un empréstito de algunos milloncitos de libras esterlinas,
_vulgo_ monedas de oro de a cinco pesos. No nos saldrá este grilla,
como les salió a los cristinos el tal don Juan Mendizábal, que se vino
también de Londres con mucho viento en la cabeza, y luego... ¿qué?
Miseria, el inicuo despojo del clero regular, que es un robo, señores;
es como sacarle a uno el reloj del bolsillo...

—Yo me alegro, sí señor, me alegro —dijo el señor Gelos, congestionado
de tanto comer, y aflojándose el dogal que la servilleta le hacía en
el cuello—. Ese escandaloso robo será la mecha que ponga fuego a la
mina. Los cristinos, en su satánica demencia, desafían a Dios..., ¡le
meten la mano en el bolsillo a Dios, señores, para quitarle lo que
pertenece a la santa Iglesia!... Me alegro, sí, me alegro, para que
vean, para que aprendan los que aún no están convencidos... Hablando
de esto, decíame esta tarde el señor Echevarría: «Es lo único que
faltaba para que Dios y la Virgen Santísima estuviesen de nuestra
parte...». Pues qué, todos esos caudales, ¿de quién son sino de nuestra
Generala? La piedad se los dio, el infierno se los quita. Bien, bien:
esto nos favorece. ¡Imagínense ustedes la cólera de Dios cuando haya
visto...! ¡Están locos, locos!..., y nosotros más locos todavía, si no
nos aprovechamos de estos desaciertos del masonismo, abandonando los
enjuagues y paños calientes para marchar decididos al exterminio de la
impiedad, de la revolución.

—Muy bien: así habla un devoto fiel de la religión y el trono —dijo,
al extremo de la mesa, uno que se ocupaba en partir nueces para sí
y los inmediatos, y era un antiguo guerrillero cojo, empleado en la
_Superintendencia de Vigilancia pública_.

—Yo no me meto en dibujos —declaró Cerio, comiendo también nueces,
único postre que había— ni entiendo de si se deben llevar las cosas por
lo blando o por lo duro. No pienso más que en el pie de paliza que a
estas horas habrá dado Villarreal a Cordovita.

—¿Pero se ha roto el fuego ya? No hemos oído tiros.

—Yo, sí. Esta tarde, viniendo de paseo por el camino de Aránzazu,
oíamos un espantoso tiroteo. Y unos viejos que bajaban del monte nos
dijeron que ayer rompió el fuego la división de Espartero contra el
castillo de Guevara, y que a la primera embestida quedaron patas arriba
como unos dos mil cristinos; que uno de los muertos es O’Donnell,
coronel del regimiento de _Gerona_, del cual solo han quedado doce
hombres.

—Me parece, señor don Matías, que no está usted bueno.

—Hombre, quién sabe, quién sabe... ¿Y dice usted que unos viejos que
venían...?

—De San Adrián, a donde fueron a retirar cuatro vacas. Pues sí: Ribero,
con su división, atacó por Zuazo de Salvatierra, y toda la caballería
que llevaba se precipitó en un barranco, donde ya pueden ustedes
figurarse cómo quedaría. Desde aquí estoy viendo yo el montón de huesos
de hombres y caballos.

—¡Bonito montón! También nosotros lo vemos, amigo Urra.

—No reírse, señores, no reírse —dijo con gravedad el intendente señor
Ochoa—, que bien puede ser verdad lo que nos cuenta el amigo Urra.

—Y aún se ha dicho más —prosiguió don Matías—. Unas mujeres que venían
de Ulibarri Gamboa contaron que reventó un cañón y mató a Córdova,
entrándole un casco por semejante parte, con perdón...

—También cae dentro de la jurisdicción de lo posible —dijo don Teodoro
Gelos—; pero hasta que no venga el parte, pongamos en cuarentena
rigurosa todos esos barrancos llenos de caballería muerta, y esos
cañones que se hacen añicos tan oportunamente... Como yo soy de los que
creen en la Providencia..., ¡y lo digo muy alto!..., en la justicia
divina..., no me río de esas noticias..., las oigo y espero.

El tal don Matías Urra, infeliz veterano del absolutismo, había
comenzado su carrera gloriosa en la Regencia de Urgel y en el servicio
privado del barón de Eroles. Emigrado a Francia, volvió a su tierra
en calidad de ayuda de cámara del conde Penne de Villemur, el cual le
tomó grande afición por su lealtad y esmero en el servicio. Deseando
asegurarle un porvenir decoroso, le colocó, siendo ministro de la
Guerra de don Carlos, en una humilde posición de Provisiones Militares.
Poco después, el señor Arias Teijeiro, prendado de su fidelidad, se lo
llevó a Gracia y Justicia como auxiliar de Secretaría, cargo puramente
nominal, pues le ocupaban en diversos menesteres; tan pronto se le
veía en _Correos_, como en la Comisaría de Vigilancia, siempre leal,
atento a lo que se le ordenaba, celosísimo por la causa del rey y
la religión. Queríalo todo el mundo en la llamada corte, y no por
humildes eran menos apreciados sus servicios. Hombre sencillísimo,
sin pretensiones, con tanta fe en la Causa como en Dios, distinguíase
por su actividad en la transmisión de todas las gratas mentiras que
eran el consuelo de la _ojalatería_ facciosa. No tenía familia, ni
más amor que el rey, por quien habría dado cien veces su inútil vida.
A más de poner en circulación mañana y tarde las nuevas fresquecitas
de descalabros cristinos, del pánico que reinaba en Madrid, de la
fuga de la Gobernadora, se había constituido en _avisador_ de todos
los triduos, novenas, funciones mayores, rosarios y demás religiosos
actos que en las iglesias y oratorios de Oñate se celebraban, para
edificación de las almas y alimento de las esperanzas políticas. El
bueno de Urra informaba puntualmente, preguntáranle o no; y dotado de
actividad prodigiosa, iba de casa en casa anunciando:

—Esta noche desagravios en San Miguel; mañana trisagio en las
Franciscanas; en Santa Marina completas y salve, y en Bidaurreta
manifiesto y sermón del padre prepósito de San Agustín...

Continuó picando la conversación en el candente asunto de la embestida
de los cristinos a las posiciones de Arlabán, que unos tenían por
cierto y otros no, y al fin, hartos de judías, huevos cocidos, pescado
en salmuera y nueces, empezaron a desfilar: los más impacientes y
activos resolvieron no acostarse sin ver confirmadas o desmentidas las
noticias guerreras que corrían, y para esto no había cosa mejor que
dirigirse a los _centros_, donde seguramente habrían llegado partes.

—Yo me voy a _Guerra_ —dijo uno—, que algo sabrán allí.

—Y yo a Palacio —declaró Sureda—; entro de guardia esta noche.

—Pues yo —manifestó Ibarburu con retintín— me voy a _Gracia y
Justicia_, donde tenemos multitud de asuntos al despacho, y
francamente, ni el señor Arias Teijeiro ni yo gustamos de que se
aglomeren los negocios.

Gelos se fue a la tertulia del señor Echevarría, al extremo de calle
_Barria_, y Matías Urra no se acostaba sin meter sus narices en la
botica, primero, y después en casa del señor vicario, su grande amigo.

Retirose Calpena contento a su dormitorio, porque el trato de aquellos
señores, en general afables y comunicativos, dábale esperanzas del
pronto esclarecimiento de su magno asunto, y fijándose especialmente
en Urra, en quien vio un eficaz correveidile, sabedor de cuanto en el
pueblo ocurría, se propuso utilizar con maña su oficiosa complacencia.
Rendido de sueño, se acostó pensando que tal vez estaba muy cerca de
Aura. Bien podía ser que la enamorada doncella se encontrase a la otra
parte de aquel tabique o pared a que su lecho tocaba... Bien podía
ser, Señor; y si no era tanta la proximidad, en otro cualquier sitio
de la población o de los caseríos del valle se encontraría. Ya la
estaba viendo; la sentía respirar, la alcanzaba con su mano... Quedose
dormido con esta idea, y toda la noche se la pasó en un sueño, del cual
lo sacó Rapella muy de mañana tirándole de una oreja.

—Levántate —le dijo— que es tarde y tenemos que hablar. Su Alteza me
hizo el honor de invitarme a su mesa. Llegué muy tarde a la posada.
Quisieron acomodarme aquí, en catre de tijera; pero yo, por estar
solo, he preferido un camaranchón alto donde guardan las ristras de
cebollas... Para poder uno arreglarse y hacerse la _toilette_, es
indispensable una habitación independiente, por pequeña y mala que sea.

Notó Fernando, incorporándose para vestirse, que su amigo y jefe
estaba ya perfectamente revocado en rostro, cabellera y bigotes, bien
cepillado de ropa, limpio y oloroso. Se había sentado a los pies de
la cama, por no hallar silla disponible. Ibarburu, en planta desde
el amanecer, tomaba su chocolate en el comedor próximo. Cerio dormía
entapujado con la sábana, y roncaba.

—¿Y qué tal? —le preguntó Calpena saltando del lecho—. ¿Cómo andamos de
negociaciones?

—Chitón. Vístete, arréglate, y en la calle hablaremos. Yo me bajo, que
tengo que dar órdenes a Sancho. Te espero en el pórtico de la iglesia.
Ponte tu mejor ropa: vas a venir conmigo a ver al Infante, que desea
conocerte.

Antes de veinte minutos se reunían Rapella y Fernando en el pórtico de
San Miguel y lo primero que hicieron fue entrar a oír misa.

—Aquí, amigo mío —dijo el siciliano—, hay que atemperarse a las
costumbres y a la atmósfera levítica del pueblo. Oigamos misa
devotamente, y si cuadra oír dos, no será malo.

¡Miren qué casualidad! Por entrar en la iglesia, se les apareció
Urra ofreciéndoles el agua bendita. Calpena se alegró de verle, y
afectuosamente le preguntó:

—¿Se alcanza esta, amigo don Matías?

—Ya no... —respondió el vejete, deshaciéndose en amabilidad—. Pero
entren los señores en la capilla del Sagrario y aguarden un poquito,
que va a salir la del señor padre prepósito.

Oyeron su misa con gran recogimiento, y a la salida volvieron a
encontrarse a Urra, que les embistió amabilísimo:

—¿No se quedan los señores a misa mayor?

—Hoy no podemos —dijo Rapella—. Nos aguarda el Infante, y quizás
tengamos que ir antes de mediodía a Elorrio a presentarnos a Su
Majestad.

—Su Majestad viene esta tarde. Por si no lo sabían, lo advierto a los
señores. También les digo que para confesar, la mejor hora es entre
nueve y diez. Ahora, ya ven los señores cómo están estos confesonarios.
Hoy se nos ha venido junta toda la oficialidad de Artillería, que
comulgará después en la tercera misa del Sagrario... Hasta más ver. Al
señor Infante le hallarán ahora en misa.

Salieron, y por hacer tiempo hasta la hora de visitar al Infante
y poder charlar a gusto, fuéronse a recorrer el pueblo, que en su
pequeñez ofrece bastante interés, por la grandeza y hermosura de sus
edificios públicos y particulares. Pasaron por delante de _Palacio_,
subieron por la calle de Santa María hasta el camino de Legaspia,
donde echaron un vistazo al convento de Bidaurreta, contemporáneo de
doña Juana la Loca; bajáronse luego hacia San Antón, y cortando las
calles _Zarra_ y su paralela _Ikasola Kalea_, fueron a parar junto al
río, no lejos del gallardísimo edificio de la Universidad. En el curso
de este largo paseo, sin que nadie pudiera oírle, Rapella expresó a
su compañero la pena que sentía por el resultado escaso, más bien
nulo, que en la primera entrevista con el Infante habían tenido sus
negociaciones.

—Has de saber, y esto es reservadísimo, Fernando, que el tal
don Sebastián no se da a partido. Creían allá que con ofrecerle
dignidades y honores se le ganaba, y todos nos hemos equivocado de
medio a medio. Y no son flojas prebendas las que desprecia o afecta
despreciar: Capitán general del ejército español, reposición en el
Priorato de San Juan de Jerusalén, categoría de Infante de España
con renta fija de medio millón de reales, cesión del Real Sitio de
Aranjuez para su residencia y acomodo de museos y colecciones, con
la Flamenca y demás... Ya se ve: ha jurado odio eterno a la reina
Gobernadora, y estos rencores personales son difíciles de reducir.
Los que tratábamos al Infante en Madrid por los años del 31 al 33,
le teníamos por inclinado al liberalismo templado. Yo frecuentaba
su cuarto, con Martínez de la Rosa, con el matemático Vallejo y el
humanista Tordera. Veíamos que la ilustración y el trato de los sabios
podían en el príncipe más que la tradicional intransigencia borbónica.
Créelo, resplandecía _el espíritu del siglo_ en derredor suyo, y
poco adelantaba su madre, la Princesa de Beira, queriendo rodearle
de tinieblas... Juró a Isabel, como sabes; todos le teníamos por un
decidido campeón de la _angélica_ reina, cuando de la noche a la
mañana, por piques o disensiones que permanecen veladas en el arcano
de la intimidad doméstica, se nos tuerce el buen Infante, prendándose
locamente de las ideas absolutistas... Para mí, y esto es reservado,
Fernando, reservadísimo, para mí el cambiazo de este caballero ilustre
data de los días que precedieron al casamiento secreto de la reina con
Muñoz. No vio don Sebastián en los preliminares de este suceso toda la
dignidad, todo el decoro que debe acompañar a los actos, a las pasiones
mismas de las testas coronadas, y...

—Oí contar..., estas son hablillas de logias y clubs, que quizás no
tengan fundamento..., pues oí decir que el Serenísimo don Sebastián,
príncipe ilustrado, artista, matemático, políglota, reúne a estas
prendas una mediana ambición..., lo que no tiene nada de particular,
pues quien mucho vale, mucho alienta..., y debemos presumir que su
ambición no se limitaría a los honores del Infantazgo..., soñaba con la
Regencia.

—¡Qué disparate! Nunca le pasó a don Sebastián por la cabeza tal
pensamiento.

—Perdone usted..., debieron pasarle ese y otros, si no cuando la muerte
del rey, algún tiempo después..., ¿me entiende usted?... Al tener
noticia del noviazgo, llamémoslo así, de la reina con Muñoz...

—El Infante se puso furioso...

—O se alegró..., lo humano es que se alegrara, porque el matrimonio
morganático, en rigor de ley, debía inutilizar a doña Cristina para la
Regencia.

—Patraña...

—O realidad. Yo me agarro a la filosofía de la historia, y reconstruyo
con elementos humanos un personaje oscuro. El príncipe se alegró,
diciendo para su sayo: reina casada, regenta eliminada. Pero la
Gobernadora fue más lista; no declaró oficialmente sus nupcias; se
entendió con Roma..., manda sus hijos a criar al campo. Ni siquiera
figuran sus alumbramientos en el registro de la Facultad de Palacio. En
la _Gaceta_, y dentro de las leyes del reino, es tan viuda de Fernando
VII como lo era el 30 de septiembre de 1833, a las veinticuatro horas
de expirar el padre de Isabel II. De modo que su amigo de usted se
vio totalmente chasqueado, y es cosa muy natural y muy humana, que cae
también dentro de la filosofía de la historia, que un príncipe, en tal
situación de amargura y desengaño, se encariñe con el absolutismo y se
lance a pelear por él.

—No conoces a Su Alteza, carísimo, como le conozco yo, ni estás al
tanto de los acontecimientos. Déjame que te explique...

—¿Para qué? Doy por verídico lo que usted piensa y quiere contarme, y
retiro mi hipótesis, querido Rapella... no es más que una hipótesis.
¿Qué nos importa, ni qué le importa a nadie que don Sebastián
ambicionara la Regencia? ¡Si no se la han de dar, ni a nosotros han
de darnos nada tampoco por averiguarlo!... Y a propósito, me ha dicho
usted que me lleva a presencia de ese señor Serenísimo, y a eso,
ilustre Rapella, tengo que oponer una resistencia heroica, porque yo no
he venido aquí a ver príncipes más o menos serenos, ni a ocuparme de
nada que no sea el interés grande, para mí inmenso, que me ha traído a
estas tierras. ¿Qué trato hicimos en Madrid cuando nos reunimos para
emprender este viaje? Pues se convino en que yo no le estorbaría a
usted en sus negociaciones, y que usted me ayudaría en las mías todo lo
que pudiese. ¿Fue eso lo tratado?




XVIII


—Eso fue lo convenido y lo cumplo lealmente —prosiguió el siciliano—.
¡Que si te ayudo! ¿Y si yo te dijera que ya no estoy tan ignorante como
tú de la presa que perseguimos?

—¿Sabe usted algo? Por Dios, dígamelo, dígamelo pronto.

—Calma, que estas cosas son delicadas... Déjalo, déjalo de mi cuenta...
¿Pero tú sabes con quién hablas? ¿Te has enterado de que tu amigo
Rapella es perro viejo en aventuras de amor? ¿Sabes que tiene sobre
su conciencia de galán empecatado media docena de duelos con maridos
celosos, burlas sin fin de padres severos o tutores ruines, y como
unos diez raptos, dos de los cuales han sido del género novelesco, con
escalamiento nocturno, incendio, pistoletazo y fuga a uña de caballo
con la hembra a la grupa?

—Eso habrá sido en Sicilia, donde la vida romántica es cosa corriente.

—Eso ha sido en Italia, en España, también en Argel, con la
circunstancia agravante del uso de cimitarra y del trato con eunucos
y demás gentuza de serrallo. El caso tuyo es una simpleza, una
comedia de principiante. Yo te respondo de que antes de tres días,
si andan por aquí el tío de su sobrina y la sobrina de su tío, les
encontramos, les sorprendemos y cargamos con la niña en pleno Estado
absolutista y patriarcal, burlando tíos, clérigos, monjas, alcaldes,
justicias, pues en ninguna parte son más fáciles las burlas que en
estas sociedades rigoristas, donde se alambica la moral y se extreman
las precauciones... ¿Me aseguras tú que la niña desea que la robes, que
preferirá escaparse contigo a permanecer bajo el poder de su guardián?
¿Estás seguro de eso?

—Como de mi propia vida.

—¿Es ella valiente, de estas que corren tras el amor, como la
mariposa tras de la luz, y que prefieren la quemadura y la muerte al
aburrimiento de una vida regular?

—Es animosa, corazón grande, imaginación viva.

—Conozco el género. Pierde cuidado, niño.

—Pero dígame si ha podido averiguar...

—Cállate ahora. Pon tu asunto en mis manos.

—No puedo traspasar mi iniciativa. Si no me dice usted pronto lo que
sepa, no le acompaño a la visita del Infante.

—Pues tú te lo pierdes, carísimo; porque si no me acompañas a la visita
no te diré nada, y tardarás sabe Dios cuanto tiempo en averiguar lo que
quizás sepamos dentro de media hora.

Calpena se paró en mitad de la calle para mirar fijamente la cara del
italiano, que resplandecía de malicia, de doblez; cara de intrigante
de oficio, curtido en enredos políticos de camarilla y en tramoyas
mujeriles y palaciegas. Su fino sonreír dejaba entrever a Fernando
un mundo de historias y una rutinaria destreza en artes que no se
practican a la luz del día. Por un momento sintió desprecio del
italiano, después miedo. Comprendiendo al fin la inconveniencia de huir
de su lado en tal ocasión y en circunstancias tales, determinó seguir
el impulso adquirido, hasta ver en qué paraban aquellos misterios.

—Pero yo quiero que me diga usted con sinceridad: ¿qué tengo yo que
pintar en el palacio de Su Alteza, ni en qué bodegón hemos comido
juntos ese señor y yo?

—Es sencillísimo. Su Alteza me preguntó: «Y ese joven que ha venido
contigo, ¿quién es?». Contesté la verdad: que eres un chico de gran
familia, instruidísimo, de una educación perfecta, así en lo moral como
en lo intelectual..., que posees el latín como Tito Livio y Cicerón, y
eres consumado humanista...

—Eh..., ¿qué bromas son esas? Me ha puesto usted en ridículo.

—Que sabes también el griego...

—Hombre, no.

—Algo de griego, le dije...; que posees vastísimos conocimientos en
Historia y Arqueología.

—¡Ya escampa!

—Hijo mío, la verdad es una diosa muy bonita, que reside en el cielo,
y como allá la obligan a estar siempre en cueros, nunca desciende
a nuestra pobre Tierra... Es muy vergonzosa. Adorámosla como ideal;
pero...

—Pero la realidad nos impone la idolatría del mentir, ¿no es eso?

—Sí, porque siendo mentiroso cuanto nos rodea, si blasonamos
de verdaderos, o nos encierran por locos o nos apalean a cada
triquitraque. Falso es todo lo que ves, carísimo, y en esta corte
diminuta no hallarás más verdad que en la grande de Madrid; farsa
es la religiosidad de la mayoría de estos cortesanos; hipócrita la
creencia en el derecho divino de este pobre rey de comedia; engañoso
el entusiasmo de los que mangonean en el ejército y en las oficinas.
Solo es verídico el pueblo en su ignorancia y candidez; por eso es el
burro de las cargas. Él lo hace todo; él pelea, él paga los gastos
de la campaña, él muere, él se pudre en la miseria, para que estos
fantasmones vivan y satisfagan sus apetitos de mando y riquezas.
No imitemos al pueblo, el gran inocente, el eterno bobo del mundo
civilizado, el polichinela sobre cuya joroba recaen todos los palos. Y
pues hemos de comer y de vivir y abrirnos paso en el tumulto de esta
mascarada, pongámonos la careta. Dime, simple, ¿piensas que la empresa
de arrebatar a la mujer que amas es realizable con los procederes de la
verdad?

—Eso no...

—Pues entonces déjate conducir. Silencio y entremos a saludar al
Infante.

A este punto llegaban ante el grandioso edificio de la Universidad,
fundación del oñatiense don Rodrigo de Mercado, obispo de Ávila.
Calpena se detuvo a contemplar la mole gallarda, la elegancia de
sus contrafuertes, exornados de exquisita labor plateresca. La
acción del tiempo y de la humedad, desgastando aquella hermosa pieza
arquitectónica, dábale una pátina musgosa, y espiritualizaba la
morbidez pagana de sus líneas. En el portalón había guardia, por estar
destinado el edificio, en aquel lastimoso imperio de Marte, a cuartel y
oficinas militares. Soldados, oficiales de diversa graduación sin más
distintivo que la espada, entraban y salían, y no faltaban los grupos
de mujeres y chicos que acuden al reclamo de la milicia activa. En dos
de las crujías del claustro bajo, divididas por endebles tabiques, se
habían instalado dependencias, designadas sobre las puertas con toscos
letreros.

En el claustro alto veíanse también rótulos indicadores de los
diferentes ramos del organismo militar, a excepción de la crujía de
poniente, separada de las demás por una cancela provisional, con
mampara. Por allí se entraba a la rectoral y biblioteca, y a la
residencia del príncipe. Un portero anciano, con casaca amarilla, les
introdujo al instante en la biblioteca, donde comúnmente recibía Su
Alteza las visitas. Era don Sebastián de estatura mediana, tirando a
corta, de pocas carnes, el rostro grave y desapacible, con un poco
de estrabismo en los ojos, bien afeitado, el cabello compuesto al
uso con un poquito de melena ahuecada sobre las orejas, y la raya
al lado izquierdo del cráneo. Si vulgarísimo era por su figura, no
así por sus modales, de exquisita distinción: digno sin altanería,
accesible, cariñoso, conservando siempre la superior postura. Sabía
ser infante de España; sabía sostener su papel de ilustrado, peregrino
papel en príncipes, y aun engalanarse con la flor de la modestia, que
tan difícilmente se cría en la seca atmósfera de la adulación. Muy
grata fue para Calpena la amabilidad con que don Sebastián Gabriel le
recibió. Aunque Su Alteza disponía de poco tiempo, les mandó sentarse
junto a una mesa atestada de mapas y librotes voluminosos.

—Ya me ha dicho Rapella lo mucho que usted vale. Siento que su venida
a esta ciudad haya sido en ocasión tan impropia para platicar de cosas
de arte, lenguas y literatura. También yo tengo mis aficiones; pero la
guerra, ¡ay!, y esta situación de continua inestabilidad me privan de
consagrarme a mis estudios favoritos. Confío en que vendrán tiempos
mejores; ya iremos a Madrid, y allí, con toda calma... ¿Verdad, amigo
Rapella, que iremos pronto a Madrid? ¿Qué piensa usted?

—Señor —dijo el siciliano inclinándose respetuoso—, puesto que Vuestra
Alteza anhela volver allá, solo debo manifestarle que Madrid echa
siempre de menos al mantenedor entusiasta de las artes y las letras.

—El señor Calpena —indicó el príncipe con gracia— no cree que vayamos
pronto a Madrid; estima en poco la _causa_ que aquí defendemos. Se lo
conozco en la cara. Naturalmente, tiene sus ideas, sus preocupaciones;
trae todo el barullo liberal metido en la cabeza.

—Señor —replicó Fernando con firmeza—, puedo asegurar a Su Alteza que
más de una vez, no solo aquí, sino en Madrid, he considerado posible
y probable que la _causa_, por una serie de victorias decisivas, vea
pronto expedito el camino de la capital de la nación.

—De eso se trata... —dijo el príncipe con orgullo, y variando al
instante de tema, por ser muy de personas reales el hacer grata la
conversación cambiándola oportunamente, prosiguió así—: Ya sé que es
usted un gran latino.

—Señor, Rapella me quiere tanto, que abulta espantosamente mis pobres
méritos.

—Yo también he tenido mis aficiones latinas, y cuando disponía de
tiempo y de tranquilidad, los clásicos eran mi delicia. No crea
usted, también me permití ciertos atrevimientos; traduje la elegía de
Propercio _Ad amicum_...

—Si, sí..., la conozco. Es una en que se queja de que le han robado a
su amada, y llora y se desespera. Si no recuerdo mal, empieza así:

    _Eripitur nobis jam pridem cara puella._

—Justo; y luego dice:

    _Et tu me lacrymas fundere, amice, vetas..._

—¡Ah, Propercio me encanta! También yo, con la presunción, con la
audacia que dan los quince años, me metí a traductor... Sí, señor:
traduje en verso libre la elegía _Hora mortis incerta_.

—¡Oh, sí! —exclamó don Sebastián con júbilo—. Es preciosísima. Comienza:

    _At vos incertam mortales funeris horam_
    _Quæritis, et qua sit mors aditura via..._

Aún repitió media docena más de versos, gozoso de mostrar su buena
memoria, y después, cambiando el tono entusiasta por el quejumbroso,
continuó:

—Ya ve usted si es triste abandonar los ocios dulcísimos de la buena
literatura por esta actividad ansiosa, a que obligan los asuntos de un
Estado incipiente, de un Estado en el cual tenemos que crearlo todo, y
por el estruendo de la guerra, que siempre es cruel y bárbara aunque
sea gloriosa... Desde que llegué a este país, no ne podido abrir un
libro de los que han sido, en épocas más bonancibles, mi mayor deleite.
Encargado por Su Majestad de organizar las Maestranzas de Artillería
y de Ingenieros, y de atender a las mil dificultades que ocurren a
cada paso por falta de utensilios, de material, de personal idóneo, me
paso la vida en un trabajo azaroso, no siempre coronado por el éxito.
Verdad que me ayudan hombres inteligentísimos; pero el entendimiento
nos da ideas, no la materia para traducirlas en hechos. Hemos podido, a
fuerza de tenacidad y de maña, establecer la fabricación de cureñas y
montajes; hemos fundido algunas piezas... En fin, no estoy quejoso, y
la historia dirá con qué pobres elementos hemos realizado trabajos tan
difíciles. Asombra el considerar lo que pueden la inteligencia y la fe,
¿por qué no decirlo?, la fe de estos dignísimos oficiales, ayudada por
la terquedad vizcaína. Con la fe hemos hecho algo que si no es mover
las montañas, se le parece mucho.

—Y entiendo —agregó Rapella con oficiosidad— que en los proyectiles de
obuses no tiene este ejército nada que envidiar al cristino.

—Algo hemos adelantado, gracias a las nuevas máquinas que nos ha traído
Negretti...

Lo que siguió no pudo oírlo Calpena; fue un murmullo, dominado por
la sonora y vibrante voz, que aun después de salir de los labios
del príncipe continuaba sonando con estruendo: ¡Negretti! Era como
un trueno... Tal fue la impresión recibida, que el joven no paró
mientes en que proseguían conversando el Infante y Rapella. ¿De qué
hablaban?... No lo sabía, ni se curaba más que de aquel Negretti que en
sus oídos retumbaba.

—¿Es usted aficionado a estas materias, a la balística, a la fundición
de metales?

—Sí, señor —replicó el joven impulsado de su gozo ardiente y del deseo
de seguir tratando aquel tema antes de que Su Alteza pasase a otro—.
Soy muy aficionado.

Turbose un instante. Comprendiendo al punto que un mentir descarado
podría infundir sospechas, se apresuró a _ponerse en la rectitud_, como
diría Hillo.

—Dispense Vuestra Alteza mi distracción... Quise decir: aficionado a
Propercio.

En efecto: nada más imprudente que mostrar interés y conocimiento en
las materias científicas de la Maestranza. Sobre que todo engaño de
esta naturaleza sería pronto descubierto, aconsejaba la más vulgar
discreción aparecer indiferente a tales trabajos, que sin duda se
hacían con cuidadosa reserva, recatándolos de la mirada de gentes
extrañas y forasteras.

—Soy enteramente lego, señor —repitió Fernando—, en cosas de milicia y
de ciencia militar.

Y Rapella con seguro instinto acudió a reforzar esta idea, diciendo:

—Tenemos aquí a un hombre que desde niño ha ejercitado sus facultades
en los estudios históricos y literarios, y fuera de ellos es un ángel
de inocencia. Me permitiré hacer una observación. Su carácter altivo y
la independencia de que goza son causa de que no haya ocupado aún en
la esfera escolástica del reino la posición que le corresponde... Sí,
sí, querido Calpena, hago traición a tu modestia, manifestando a Su
Alteza que acaricias la ilusión de desempeñar en este apartado pueblo,
tan propicio al estudio, el noble ministerio de la enseñanza... No te
atreves a decirlo; pero yo sé que esa es tu idea... Te encanta este
honrado país, te empujan hacia acá tus hábitos metódicos, tu carácter
apacible; te solicita desde aquí, ¿por qué no decirlo de una vez?, la
atracción que ejercen sobre tu espíritu las ideas de estos ilustres
señores y el régimen absoluto. Conocedor de tus pensamientos, porque
poseo tu confianza, quiero ser tu órgano de expresión; la facultad
de la franqueza que te falta, yo la suplo con mi atrevimiento... Sí,
sí, Serenísimo Señor, este joven sería feliz consagrando su vida y su
talento a las tareas de la enseñanza en cualquier localidad de la nueva
monarquía... Pues él no lo dice, lo digo yo, que le quiero como a un
hermano, y no deseo más que su bien.

Si a las primeras palabras del siciliano, Calpena vacilaba entre el
asombro y la ira, por tan audaz mentir, antes de que Rapella terminase,
ya pudo ver Fernando que aquel giro no era descabellado, y podía servir
a la buena terminación de su asunto. Con la mirada y una leve sonrisa,
prestó asentimiento a la declaración de su amigo, que obtuvo del
Infante esta velada respuesta:

—Mucho me congratulo de las felices disposiciones y de los deseos de
este joven, y por mi parte no he de oponerme a que los realice. Pero
le advierto que no soy yo quien ha de decidirlo, pues ello incumbe
al señor obispo de León, encargado de la Enseñanza. Para ejercer el
profesorado en esta Universidad, la ley exige condiciones que sin duda
podrá llenar cumplidamente el señor Calpena, aptitudes y conocimientos
bien probados, pruebas también de piedad y de pureza de costumbres.
Toda precaución es poca en las circunstancias de un Estado nuevo que
quiere ser de todo en todo contrario al Estado caduco y corrompido
que tenemos enfrente, y por eso se han establecido los ejercicios de
reválida.

Diciendo esto, Su Alteza se levantó, señal de haber terminado la visita.

—Dispénsenme —les dijo alargándoles la mano, que Rapella besó—. Hoy
es día de acontecimientos graves. Es seguro que han atacado nuestras
posiciones por San Adrián. Desde muy temprano se oye tiroteo muy vivo...

Y no acababa de decirlo cuando entraron presurosos dos señores, uno de
ellos Cerio, el otro un ayudante de González Moreno: traían noticias
que comunicaron a Su Alteza sin que Rapella y su amigo pudieran
enterarse. Las noticias no debían de ser muy buenas, a juzgar por la
cara que puso don Sebastián al oírles. Volviose luego a los visitantes,
con cierta premura, como queriendo significarles de una manera delicada
que tomaran la puerta.

—No debemos entretener más tiempo a Vuestra Alteza —dijo Rapella.

Y el príncipe:

—Nos veremos otra vez... Ya sabe el señor... Reválida para la
incorporación de grados, pruebas de piedad..., juramento de defender
el misterio de la Inmaculada Concepción, de condenar la impía doctrina
del regicidio, la absurda soberanía del pueblo, el filosofismo
anárquico..., juramento de no pertenecer ni haber pertenecido a ninguna
sociedad secreta..., en fin, vea la _Gaceta_, decreto del 9 de abril...
Adiós, señores...




XIX


Observaron al salir a la calle grupos de presurosa gente que iba de
una parte a otra. Por las palabras sueltas que oían, coligieron que no
lejos de Oñate, en las alturas que dominan el valle de Aránzazu, se
estaban batiendo cristinos y facciosos. En la plaza eran más compactos
los grupos, y de ellos se destacaban clérigos y militares que acudían
a _Palacio_ y a la Universidad en busca de noticias. No querían hablar
Rapella y Fernando de lo que les incumbía hasta no encontrar un sitio
solitario; con feliz acuerdo metiéronse en la iglesia, donde había
terminado el culto de la mañana, y recorriéndola, como que admiraban
los retablos, la espaciosa nave y la capilla en que reposan los restos
del fundador de la Universidad, sin más testigos que algunas señoras
y ancianos entregados a sus rezos y meditaciones, charlaron cuanto
quisieron, _sotto voce_, cuidando de disimular al paso de algún
sacristán o clérigo rezagado.

—A lo que parece, se están batiendo ahí arriba —dijo Rapella—. ¡Qué
bien me vendría que se llevaran estos caballeros una paliza fenomenal!
Confío mucho en Córdova y su gente.

—Yo también. ¡Pero si les pegan y se ven obligados a salir de Oñate...!

—Mejor. Derrotados y fugitivos entrarán en negociaciones más fácilmente
que envalentonados y triunfantes. ¡Duro en ellos!

—Pues si en mi mano estuviera, yo detendría en este momento la espada
de Córdova. Me conviene el _statu quo_ para las averiguaciones que
pienso emprender esta tarde misma: si está Negretti aquí; si le
acompañan su mujer y su sobrina; si no le acompañan; si ha dejado
la familia en otra parte; si ha depositado a la sobrina en algún
convento...

—Calla, hombre, calla. ¡Si te enterarás al fin de quién es Rapella!...
¡Si cuando tú vas a un punto ya estoy yo de vuelta! Todo eso que
quieres saber, ya lo sé yo... ¿Por quién me tomas? ¡A fe que tengo
bonito genio para estar tanto tiempo ignorante de lo que interesa a mis
amigos!

La aproximación de un sacerdote que se detuvo en medio de la nave
mirándoles atentamente, les obligó a callar.

—¿Quieres saberlo? —prosiguió el siciliano, libre ya del importuno
clérigo—. Pues déjame terminar lo que diciendo venía. Para tu asunto
es indiferente que evacúen o no evacúen la gloriosa villa de Oñate,
porque... vamos, aplacaré tu curiosidad: Negretti está aquí; tu niña,
no... Ya te contaré cómo lo supe.

—Cuéntemelo usted ahora.

—Silencio, que nos mira aquel tío gordo que parece un fraile vestido de
paisano. Conviene que nos arrodillemos y hagamos como que rezamos un
poco... Mucho cuidado con esta gente.

—No me tenga usted en esta ansiedad —dijo Fernando de rodillas,
persignándose.

—Repito que para tu asunto es indiferente —prosiguió Rapella dándose
golpes de pecho—, y para el mío de gran interés que les arreen a
estos caballeros una paliza muy gorda. No encuentro en don Sebastián
las blanduras que yo creía: la amistad y el cariño que en Madrid me
manifestaba se recatan ahora, se revisten, como si dijéramos, de una
capa de desconfianza. Su ambición, que es grande y legítima, no se
rinde a los reclamos de allá mientras de este lado tenga flores el
árbol de la esperanza. Venga un cierzo que arranque toda la flor del
árbol, y la ambición del príncipe no será tan arisca... Pero yo no he
venido aquí a negociar solo con don Sebastián Gabriel. Traigo otro
grande embuchado para su tío, el rey absolutísimo, de quien no sacaré
jugo mientras esté boyante y entero. Pero si sufre un descalabro y le
cojo por ahí, con las manos en la cabeza, entre el barullo de sus
soldados fugitivos, cree que se le aplacarán los humos. La Santísima
Virgen, su inspiradora y Generala, ha de aconsejarle que me oiga, y que
acceda a lo que le propondré... Esto es más que reservado, y no esperes
que te lo diga.

—Ni me importa saberlo. Lo que ha de decirme usted pronto...

—Voy... Pues supe que Negretti está en la Maestranza por el señor
Roa, secretario de Su Alteza, con quien habló anoche más de una hora
de cosas de Madrid, de Oñate y de medio mundo. Aquí, sobre todo, hay
materia larga para la historia y la chismografía. Dos partidos que
se aborrecen cordialmente, que sin cesar se vituperan, se calumnian,
tirándose al degüello, minan el suelo del flamante Estado absolutista,
y el mejor día vendrá el terremoto que todo lo convierta en ruinas.
Pero vuelvo a tu asunto.

—Por Dios, sí..., me tiene usted en ascuas. ¿De modo que el señor
Negretti está en la Maestranza?

—Y la Maestranza en la planta baja de la Universidad. Hemos pasado
junto a esta oficina cuando subíamos a ver al Infante.

—¡Ay!, ya me lo dijo el corazón... Allí trabaja Negretti, allí estudia.
¿Acaso vive allí?

—Eso no lo sé. Lo que sí puedo asegurarte es que tu niña no está en
Oñate. No se separa de ella la mujer de Negretti, que es una vascongada
como un castillo. Hasta hace unos días hallábanse en Durango; pero tu
Aura se puso malucha, calenturas leves, anginas, no sé qué, y su tía se
la llevó a un pueblo de la costa.

—¿Cuál? ¿Qué pueblo es ese?

—El nombre no me lo dijo Roa; pero lo sabremos, descuida.

—Salgamos de aquí. Me ahogo en esta iglesia.

Echaron un vistazo al claustro y salieron por él a la calle, Rapella
deseando noticias; Fernando ávido de aire, de ver cielo y luz. La
opresión de su pecho no le dejaba respirar. Halláronse en aquella
parte de la plaza donde está cubierto el río, el cual corre un buen
trecho por cauce abovedado, metiéndose por debajo del claustro de la
parroquia. En los pórticos de esta, y en el ángulo que forma con la
mole del claustro, hallaron mucha gente, grupos en que se condensaba la
ansiedad, la avidez de noticias. Allí, mirando a _Palacio_, residencia
del rey (en aquel día ausente), mirando al Ayuntamiento, donde estaban
el _Principal_, el Estado Mayor y además la oficina del llamado
_Ministerio Universal_, los pobres _ojalateros_ ponían su alma en el
suceso del día. En el centro del más nutrido grupo un clérigo alto y
bastote exclamaba, abriendo los brazos:

—¡Si no puede ser, Señor, si no puede ser! Conozco aquel terreno palmo
a palmo. Conozco las fortificaciones de Arlabán como si las hubiera
parido, y declaro que son intomables.

—Eso mismo sostengo yo —dijo otro en quien reconoció Calpena a uno de
los huéspedes de su posada—. Si la acción ha sido en Salvatierra,
¿cómo es posible que los nuestros hayan dejado desamparado San
Adrián?... No puede ser, no puede ser.

—Para mí —apuntó un tercero, que era el mismísimo señor Modet,
personaje en otros días de gran valimiento, entonces en desgracia—, de
lo que ha tratado Córdova es de apoderarse del castillo de Guevara. Por
aquella parte sonaba el gran cañoneo. Llevaban tren de batir.

—¡Pero si acaban de decirnos..., y esto es para volverse uno loco...,
que Espartero marchaba a las diez de Salvatierra hacia acá, como en
dirección de Elguea! No puede ser, no puede ser.

Y con el _no puede ser_ lo arreglaban todo. Metiéndose Rapella en el
grupo con la oficiosidad urbana que sabía gastar como nadie, les dijo:

—Permítanme una observación, señores..., y esto no es discurrir por
conjeturas; es fijar los hechos, hechos indudables que yo he visto.
Vengo de los altos de Aloña, y puedo asegurar que se distinguen
perfectamente los batallones de Su Majestad, corriéndose desde San
Adrián hacia poniente. ¿No es lógico ver en este hecho una hábil
estratagema de Villarreal para caer sobre la retaguardia del enemigo y
destrozarla?

—Cabalmente: tal era mi idea —dijo muy orgulloso el clérigo, que no era
otro que el propio Echevarría, alma del partido neto—. Y si Villarreal
no ha hecho eso, ¿de qué nos sirve? ¿De qué le ha servido la escuela
de don Tomás? No basta decir: «Me bato, soy valiente». Un general
en jefe es una cabeza, señores, una cabeza que a cada momento debe
inventar algún ardid para engañar al enemigo.

Y un señorete pequeñín, agobiado bajo el peso de un disforme sombrero
de copa, sujeto de circunstancias que desempeñaba en Gracia y Justicia
el negociado de _Títulos del reino_, expresó con biliosa amargura una
triste opinión:

—¡Pero si aquí no tenemos cabezas, en lo militar se entiende!... ¡Si
las que parecen llenas las guardamos en casa para simiente, y mandamos
a la guerra las vacías!

—Prudencia, amigo Barbáchano, y vámonos en busca de la puchera, que es
hora. Esta tarde sabremos la verdad, y Dios y la Virgen nos la deparen
buena.

Saludáronse, y disuelto el grupo, Rapella y Fernando se fueron a comer
a la posada. En la mesa no se hablaba más que del militar suceso, que
cada cual arreglaba a su gusto, tirando siempre a la favorable. El
bueno de Urra llegó hasta el delirio.

—Puedo asegurar como si lo hubiera visto, señores, que esta mañana,
a eso de las ocho, Espartero iba en desorden hacia Ulibarri Gamboa,
perseguido por Simón de la Torre... Y me consta también, ¡oído!, me
consta, que el _Requeté_ embistió solo a cuatro batallones, matando
todo lo que quiso, y que quedó sobre el campo un O’Donnell, coronel de
_Gerona_, y la flor de la oficialidad cristina...

No producían los optimismos de Urra, expresados con vivísima fe, el
entusiasmo de otros días, pues por entre las encontradas noticias
y opiniones flotaba en el espíritu de todos una sombra negra, el
presentimiento de un revés, cuya importancia no podía calcularse
aún. Gelos, bilioso y cejijunto, había perdido el apetito, mostraba
desconfianza de Villarreal, y no se recataba de sostener que fue gran
disparate quitar el mando a Eguía, cuyo único defecto era el carácter
arrebatado, las palabras violentas. ¡Caramelos!, que blasfemase alguna
vez, bregando con soldados, no quería decir que fuese descreído. Al
contrario, era hombre muy pío, soldado de Dios, incapaz de transigir
con la revolución usurpadora. De otros no se podía decir lo mismo,
y..., más valía callar.

Hizo gala el señor Rapella, en todo el curso de la comida, de su
exquisita urbanidad, y para cada uno de los comensales tuvo una frase
grata. Manifestó que se abstenía delicadamente, porque así se lo
ordenaba su carácter diplomático, de expresar opiniones de _política
interior_ y del _giro de la campaña_, aunque hacía votos por que el
Altísimo bendijera las armas de Carlos V. Buscó y halló coyuntura
para deslizar en la conversación algunas ideas que enaltecieran su
personalidad a los ojos de aquellos inocentes funcionarios de un reino
ilusorio. Véase la muestra:

—Créanlo ustedes: _en el extranjero_, todas las miradas están fijas en
este naciente reino... Si algo vale mi opinión, no esperen ustedes
gran cosa de Roma. ¡Roma, señores...!, la conozco bien... Roma es
Roma, la cabeza del orbe católico..., pero por lo mismo, por su misión
universal y divina, no puede volver la espalda resueltamente a un
Estado establecido... ¿De Viena y Berlín qué he de decirles? Es un
asunto este del cual me permitirán que no diga nada. Turín y Nápoles
son amigos leales, y harán todo lo que puedan... Pero con quien hay
que tener mucho cuidado es con Londres, con ese _Saint James_ astuto,
cuyo poder en el concierto europeo es indudable. Ya sabrán ustedes que
a Canning le ha sabido mal el decreto de Su Majestad Católica contra
los extranjeros que sirven en el ejército cristino. Este decreto
inhumano no puede ser grato a la Inglaterra; esperamos que el rey don
Carlos acuerde su revocación; de eso se trata... Su Majestad, que es un
entendimiento luminoso, se hará cargo de las razones que se le exponen.

Y cuando le incitaban a ser más explícito, más se complacía en dejarles
a media miel. Urra y los dos que a su lado machacaban nueces, le oían
con la boca abierta. Gelos, que siempre desentonaba, salió por este
registro:

—Demos un par de golpes buenos con las armas; inspire la Virgen a
nuestros caudillos; únase la espada de san Miguel a la de estos
valientes, y me río yo de Vienas y Berlines, y de todas esas cortes
que tan mal nos agradecen la gran obra emprendida por nuestro rey
de aplastar la serpiente de la revolución europea. Porque aquí,
para que usted lo sepa y pueda decirlo por esos mundos, estamos
combatiendo contra el filosofismo, y una de dos: o perecemos todos, o
el filosofismo y el ateísmo no levantan más la cabeza.

—¿Y tendremos el gusto de verle a usted muchos días en Oñate, señor de
Rapella? —le preguntó Sureda rivalizando en finura con el siciliano.

—¡Ah, oh...! No depende de mí el permanecer mucho en residencia tan
grata... Si Su Majestad viene esta tarde, y tengo mañana el honor de
ser recibido..., no sé..., tal vez... Mejor que nadie comprende usted
que no puedo precisar si Su Majestad me retendrá algunos días, o se
servirá despedirme mañana mismo.

Una voz tonante gritó en la puerta del comedor:

—Señores, Su Majestad el rey entra en Oñate. Ya viene como a dos tiros
de fusil de Golibán.

Tumulto, levantamiento general, golpeteo de innumerables patas de silla:

—¡A esperar al rey, a recibir y aclamar al soberano! —gritaron a una.

Y el comedor se quedó vacío, el no muy limpio mantel lleno de migas y
cáscaras de nueces. El pájaro del reloj, asomándose a la ventanita y
haciendo sus cortesías, cantó las dos.




XX


El esquilón de la ermita del Santo Cristo, situada al extremo del
pueblo por el camino de San Prudencio, fue el primer bronce que anunció
la llegada del rey, y bien pronto a su alegre clamor se unieron las
campanas de la parroquia de San Miguel, de las monjitas de Santa
Ana y de los frailes de Bidaurreta, de San Antón y de Santa Marina.
La gente corría presurosa hacia la plaza y calle _Zarra_, por donde
necesariamente había de entrar, y aunque le estaban viendo de continuo,
ni de verle ni de aclamarle se cansaban los buenos oñatienses,
que tenían la dicha, la gloria más bien, de ser convecinos del
representante del trono legítimo y de la santa religión. Le querían de
veras, sin conocerle más que como se conoce a las imágenes de iglesia,
que no hablan ni se mueven, pues si hablasen, quizás muchas de ellas no
tendrían tantos devotos.

Allá corrieron también Rapella y Fernando, metiéndose entre el gentío
que aguardaba en la plaza el paso del rey de Oñate, y colocados en el
mejor sitio, viéronle pasar caballero en un alazán de mediano pelo,
llevando a su derecha al infante don Sebastián, que había salido a
encontrarle; a su izquierda a González Moreno; detrás la turbamulta
del Estado Mayor: ayudantes, Asesor general, Mayordomo de Palacio, y
otros que iban vestidos de paisano con sombrero de copa. Don Carlos
vestía de capitán general, con sombrero de tres picos, sin más insignia
que la cruz de Carlos III. Era el único faccioso que por razón de
su alta categoría no usaba boina. Aclamado por el pueblo con gritos
castellanos y vascuences, que se mezclaban formando una algarabía
discorde, saludaba con la afabilidad fría y austera que contribuía no
poco a fortalecer su prestigio ante aquella raza creyente, grave. Al
satisfacer su curiosidad, tuvo también Fernando la satisfacción de
que el personaje resultara como él se lo figuraba; que es un gusto
sorprender en la realidad un reflejo de nuestras ideas. Vio, pues,
Calpena en la encarnación del absolutismo el tipo que se había forjado
en su mente; la cara de Fernando VII con menos nariz, más quijada, el
labio grueso, bigote y patillas cortas, la mirada fría y oscura, de
las que no penetran ni alumbran, señal de entendimientos apagados.
Bien podía expresar la mandíbula del rey, más larga que saliente, la
terquedad, que hacía las veces de voluntad firme, y su mirar vago el
fatalismo religioso, que ocupaba el lugar de las ideas. La prolongación
del maxilar hacia muy desapacible el soberano rostro, sin llegar a la
fealdad que al de su hermano daba la trompa que tenía por nariz. Uno
y otro eran diestros jinetes; se asemejaban asimismo en la desmedida
soberbia y en la contumacia de sus creencias acerca del derecho divino,
como enviados al mundo para oprimir a estos desgraciados pueblos.

Hizo Calpena mental paralelo entre su tocayo _Narizotas_ y el llamado
_Pretendiente_, llegando a la conclusión triste de que si hubiera un
infierno especial para los reyes, en el más calentito rescoldo de este
tártaro regio debían purgar sus pecados contra la humanidad estos dos
señores, que simbolizando la misma idea, por la supuesta ley de sus
derechos mataron o dejaron matar tal número de españoles, que con los
huesos de aquellos nobles muertos, víctimas unos de su ciego fanatismo,
inmolados otros por el deber o en matanzas y represalias feroces, se
podría formar una pira tan alta como el Moncayo. En todos los países,
la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado
enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni
aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la
política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte. La
historia de las persecuciones del 14 al 20, de la reacción del 24, de
las campañas apostólicas y realistas, así como del recíproco exterminio
de españoles en la guerra dinástica hasta el Convenio de Vergara,
causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan
extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en
cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la
nación.

Considerados en lo moral, grande era la diferencia entre Fernando y
Carlos, pues la bajeza y sentimientos innobles de aquel no tuvieron
imitación en su hermano, varón puro y honrado, con toda la probidad
posible dentro de aquella artificial realeza y de la superstición de
soberanía providencial. Trasladados los dos a la vida privada, donde
no pudieran llamarnos _vasallos_ ni suponerse reyes cogiditos de la
mano de Dios, Fernando hubiera sido siempre un mal hombre; don Carlos
un hombre de bien, sin pena ni gloria. En inteligencia, allá se iban,
ganando Fernando a su hermano, si no en ideas propiamente tales, en
marrullerías y artes de la vida práctica. Las ideas de don Carlos eran
pocas, tenaces, agarradas al magín duro, como el molusco a la roca,
con el conglutinante del formulismo religioso, que en su espíritu
tenía todo el vigor de la fe. De la piedad de Fernando no había mucho
que fiar, como fundada en su propia conveniencia; la de don Carlos
se manifestaba en santurronerías sin sustancia, propias de viejas
histéricas, más que en actos de elevado cristianismo. En sus reveses
políticos, no supo Fernando conservarse tan entero como cuando ejercía
de tiranuelo, comiéndose los niños crudos; don Carlos mantuvo su
dignidad en el ostracismo y en la mala ventura, y acabó sus días amado
de los que le habían servido. Fernando se compuso de manera que, al
morir, los enemigos le aborrecían tanto como le despreciaban los amigos.

Entró el rey en Palacio, la casa-solar de los Artazcos, en la plaza,
haciendo esquina con la calle de Santa María, no lejos del trinquete
o juego de pelota. Era un bello edificio señorial, del mejor estilo
del país, con airosos contrafuertes terminados en pináculos. Allí
le esperaban don Juan Bautista Erro y el improvisado personal de
dignatarios políticos y palatinos. El gentío continuaba dando vivas a
la religión, al ejército y al rey; pero este no se asomó al balcón,
sin duda porque graves asuntos le solicitaron desde el instante de su
llegada. Vio Calpena que no cesaba de entrar y salir gente de viso,
presurosa, y en la calle se acentuaba la ansiedad por las noticias de
Arlabán. A media tarde, las impresiones no eran ya muy optimistas,
salvo en aquellos que no se convencían nunca, resistiendo heroicos a
toda realidad desfavorable.

Salió de Palacio don Juan Bautista Erro con cara mustia, incapaz de
disimular las malas nuevas que traía, y al punto fue rodeado por los
curiosos. Calpena se introdujo lo más cerca posible, y le oyó decir:

—Nada, señores, no nay que apurarse, pues no se acaba el mundo por un
revés pasajero. La acción sigue, y esperamos que Villarreal tome el
desquite mañana mismo.

Y se abrió paso con esfuerzo de sus brazos vigorosos. Calpena le
observó bien, admirando su alta estatura, no inferior a la de
Mendizábal; como este bien parecido, de edad poco más o menos la
misma, vestido con cierto esmero inglés. Como los liberales a don
Juan Álvarez, los facciosos habían traído de Londres al señor Erro,
movidos de su fama de gran rentista, y entró el hombre en el real de
don Carlos prometiendo atar los perros con longanizas, terminar la
guerra en seis meses, como el otro, y sacar dinero de debajo de las
piedras. Luego resultó que todo era ensueños, cuentas galanas, humo...
Acompañado de su secretario el capellán Ibarburu, salió también el
señor Arias Teijeiro, hombre vulgar y antipático, que improvisándose
faccioso después de haber jurado a Isabel y hecho en Madrid aspavientos
de liberalismo, había ganado el corazón de don Carlos y era en su corte
uno de los más furibundos _ojalateros_. Descollaba por querer meter en
todo el formalismo burocrático, por el flujo de dar y quitar empleos,
y fue una de las más inútiles y maléficas yerbas que crecían en el
campo de la facción, estorbando allí donde no podían hacer daño. Pasó
muy estirado y cejijunto entre la multitud, negándose a satisfacer la
natural ansia de los vasallos del _Pretendiente_; pero menos discreto
Ibarburu, que en ningún caso desmentía su índole locuaz, formó corro al
instante para decir _ore rotundo_:

—Señores, hay que tener calma y no ver un descalabro en lo que es
pura y simplemente... una fase, una peripecia de la acción, que no
ha terminado todavía. Ya vendrá esta noche el conocimiento total
de la batalla, que ha sido, que es, mejor dicho, empeñadísima,
desarrollándose en una extensión de muchas leguas. Lo que puedo
asegurar, pues de ello se tiene noticia exacta, es que las bajas de los
cristinos han sido horrorosas..., horrorosas.

—¡Horrorosas! —repitieron los del corrillo, y la palabra resonó
extendiéndose y atenuándose con la distancia, como la onda en la
superficie del agua.

—Tengamos calma; confiemos en la pericia de nuestros generales..., y
sobre todo, hay que confiar siempre en la protección del cielo, que
no nos abandona, que no puede abandonarnos, porque somos la fe, la
razón, el derecho, la justicia, la honradez... ¡Pues estaría bueno que
el cielo, la suma sabiduría, diera la victoria al filosofismo, a la
usurpación, a las _ateas discordias_!... No puede ser. Repitamos todos
que no puede ser.

Y se conformaron por el pronto, repitiendo como papagayos que no podía
ser y que no podía ser. Otro de los que abandonaron a media tarde la
regia morada fue don Rafael Maroto, figura de primera magnitud en
el carlismo, que abrazó con ardor desde los primeros días del cisma
dinástico. Había ingresado en la facción con el grado de teniente
general; gozaba fama de ilustración, de práctica guerrera; pero la
inquina que cordialmente le profesaba González Moreno, el brazo
derecho y el seso militar de don Carlos, no le había permitido lucir,
como pudiera, sus excelsas cualidades. La malquerencia entre Maroto
y González Moreno era vieja en el estadillo absolutista, y en su
cuenta se podían cargar casi todos los atascos y tropiezos de la Causa.
Uno y otro tenían sus pandillitas o taifas que fomentaban aquella
discordia, lanzándose fieros dardos de calumnia y dicterios crueles;
pero Moreno llevaba la inmensa ventaja de haberle ganado al otro la
delantera en la confianza lela del rey, quien no respiraba sin previa
consulta con su jefe de Estado Mayor. Ni la paliza que el tal Moreno
se ganó en Mendigorría, ni otros muchos descalabros que en acciones
parciales sufrió, ni los odios que despertaba en el ejército, movieron
a don Carlos a retirarle su gracia. No tiene esto más explicación que
la recóndita simpatía o afinidad que establece la naturaleza entre
dos grandes ineptitudes, como entre dos inteligencias superiores. La
nulidad de Moreno y la de don Carlos se compenetraban. Uno y otro,
formando una sola ceguera, desconocieron a Zumalacárregui; metiéronle
en aquel desastroso empeño de Bilbao, donde perdió la vida el primero
y único capitán del absolutismo. La página histórica que ha dado
más celebridad a González Moreno fue la trampa que armó a Torrijos
en Málaga para fusilarle impía y cobardemente con sus desgraciados
compañeros. Si don Carlos no veía estos borrones, ¿qué había de ver el
pobre señor?

Pues salió, como se cuenta, el señor Maroto de la real audiencia y
del consejo, presidido por Su Majestad, que acababa de celebrar la
_Junta Provisional Consultiva de Guerra_ (que tales retumbancias
denominativas eran alegría y entretenimiento del flamante Estado), y le
rodearon al punto amigos y prosélitos, ávidos de oír su parecer:

—¿Y qué han acordado ustedes? ¿Se puede saber? —le preguntó el señor
Ochoa, intendente general.

—¡Hombre, qué pregunta!... Están ustedes en Babia —replicó Maroto, que
era de boca un poco libre—. Naturalmente, hemos acordado que somos
todos unos imbéciles. Siempre que nos reunimos acordamos lo mismo.

—Y de Arlabán, ¿qué?

Soltó don Rafael Maroto dos o tres voquibles muy de tierra castellana,
con lo cual, si no esclarecía el asunto, expresaba su indignación.
Tenía fama de mal hablado el general, costumbre muy conforme con la
rudeza militar y con el ajetreo de mandar tropa. Don Carlos no le
perdonó nunca que en una ocasión de gran aprieto, atravesando los dos
de incógnito una fragosa sierra en Portugal, largase en su presencia
una señora interjección, tan rotunda como expresiva, que hirió las
timoratas orejas del protegido de la Virgen. Y tan no se lo perdonó,
que desde entonces hubo de caer Maroto en desgracia; mas no le sirvió
de lección, porque rara vez hablaba sin remachar su discurso con
aquellos clavos de acero de la elocuencia familiar española.

—¿De Arlabán, que quieren que diga? ¡Porra! No podía suceder más que lo
que ha sucedido. ¿Qué se puede esperar, ¡porra!, de la dirección que
da a la guerra ese rocín? ¡Porra!

—Pero si dicen que la acción no ha concluido, que todavía...

—Que todavía falta...

—Sí, falta la más negra, ¡porra, contraporra!

—Ha sido una peripecia.

—Sí, sí, buena peripecia nos dé Dios, ¡porra! Ha sido..., aquí en
secreto, aquí en gran confianza, una paliza tremenda, una carrera en
pelo como la de Mendigorría... ¡Si no podía ser de otra manera!... Si
lo vengo diciendo.

—Pero todavía... podría ser que nos rehiciéramos.

—Sí, sí; para rehacernos está el tiempo. Lo que pueden ustedes rehacer
es la maleta, ¡porra!, porque, o yo me engaño mucho, o esta noche se
plantan aquí.

—¿Quién?

—Córdova... Espartero... Qué sé yo.

Y se fue a su alojamiento, seguido de su comparsa que aún no se
cansaba de oírle. Era don Rafael Maroto de buena presencia, gallardo,
casi atildado, de palabra expresiva y amena conversación, en la que
no era fácil separar la frase feliz del abusivo adorno de _porras_ y
_contraporras_.




XXI


Avanzada la tarde, se fue generalizando en el pueblo la triste idea
de la necesidad de la evacuación. Con un movimiento admirable,
nuevo testimonio de las grandes dotes tácticas del insigne Córdova,
secundadas por los generales de división Espartero y Ribero, el
ejército cristino habíase posesionado con relativa facilidad de las
formidables alturas del puerto de Arlabán, y era dueño de las sierras
de Elguea y del monte de San Adrián, que cae sobre Aránzazu. Desde las
lomas que cercan a Oñate, así como de las torres de las iglesias y de
los tejados de algunas casas, se veía perfectamente esta posición,
ocupada ya por las tropas de la reina. A poco que estas se dejaran
caer, ¡adiós corte de Carlos V, adiós capital del flamante Estado
_absolutamente absoluto_! Y no había tiempo que perder. Antes de
medianoche era forzoso que escapasen del pueblo, en busca de lugar
seguro, el rey con toda su alta y baja servidumbre, el _Ministerio
Universal_ con sus dependencias, las Secretarías llamadas _Ministerios_
con sus respectivas cáfilas de empleados, el _Estado Mayor_, todos los
ramos y ramilletes de _Guerra_, la _Superintendencia de Vigilancia
Pública_, la _Junta Superior Gubernativa de Medicina y Cirugía_,
las diferentes _Intendencias_, _Contadurías_ y _Pagadurías_, la
_Maestranza_, etcétera, etc..., con todo el papelorio, que en el poco
tiempo de existencia formaba ya una costra formidable, y el balduque,
los tinteros, las obleas, los polvos de secar, y todo, Señor, todo,
pues con ser aquello un reino en miniatura, abultaba ya casi tanto como
la mitad o los dos tercios de un reino grande.

Y si no era floja impedimenta la caravana eclesiástica que llevaban
por doquiera —capellanes sin número, familiares del obispo de León y
de otros reverendos, confesores, ministros de la Generalísima—, la
caterva militar y palatina la superaba, pues había _Guardias de honor_
de infantería y caballería para la Real persona, y un cuerpecito de
_Guardias de Corps_, que no tenía más objeto que custodiar y hacer los
honores debidos al estandarte de la Virgen de los Dolores, que don
Carlos llevaba por delante en sus frecuentes correrías de soberano
caracol, siempre con el trono a cuestas... No se veían más que señores
que, desalados, corrían a las oficinas, a empaquetar legajos, y después
a sus casas, con medio palmo de lengua fuera, a guardar las casacas, el
que las tenía, y los trapitos de ceremonia.

—He de intentar colarme en Palacio, ofreciendo mis servicios al Infante
—dijo Rapella a su amigo, contemplando el inmenso trasiego de gente
presurosa entre Artazcos y el _Principal_—. Y como estamos en peligro
de quedarnos sin caballerías, porque los prófugos echarán mano de
todas las que hay en el pueblo, conviene que mientras yo busco por aquí
quien me introduzca, vayas tú a prevenir a Sancho para que dé un pienso
a nuestros animales, y ensille y disponga todo, que el golpe bueno es
salir antes que nadie, y agregarnos por el camino a la comitiva del rey
o de don Sebastián.

Cuando esto decía vieron salir de Palacio un grupo, en el cual el
siciliano reconoció a su amigo Roa, secretario del Infante, y se fue
derecho a él. Era un señor de hermosa presencia, mejor vestido que
el príncipe su amo, y de trato afable y meloso. Hablaban rápidamente
de lo difícil que era en momentos tan críticos obtener audiencia del
rey o del Infante, cuando se aproximaron otras personas que azoradas
y medrosas hablaban de preparativos de marcha. Del ayuntamiento salió
un nuevo grupo. El señor Roa, que continuaba en medio de la calle
charlando con Rapella y Fernando, dijo:

—¿No me preguntaba usted anoche por Negretti, el mecánico de la
Maestranza? Aquí viene. Fíjense: es aquel de alta estatura, moreno, con
boina azul y chaquetón de pana.

No necesitó más Calpena para poner toda su vista y toda su alma en el
pelotón que del ayuntamiento acababa de salir. Las señas que daba Roa
no permitían confusión, pues Negretti descollaba en el grupo con su
gallardía escueta de ciprés, alto, derecho y oscuro. Calpena le miró;
en aquel punto desaparecieron de su mente la corte, Oñate, Rapella, el
carlismo y cuanto le rodeaba. No vio más que al hombre corpulento,
fornido, de morena tez; no vio más que el rostro meridional, tostado,
casi ennegrecido por el cálido resplandor de la fragua. Representaba
unos cuarenta y cinco años; era su cuerpo de Hércules, su hermosa cara,
de matiz pizarroso en la piel del bigote y barba, afeitados con esmero;
la expresión grave, los ojos dulces. Sus facciones delataban la raza,
la incomparable estirpe de que era ejemplar perfecto la hermosísima
Aurora. Por todo esto y por otros sentimientos que de súbito asaltaron
a Calpena, el Negretti que de lejos veía le fue simpático. Fijose más
en él, aproximándose, y Negretti también le miraba. Como si esta mirada
fuese chispa eléctrica, sintió el joven un terrible sacudimiento dentro
de sí y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, movido de irresistible
impulso, se fue derecho a él y descubriéndose cortésmente le dijo:

—Es usted el señor Negretti...

—Servidor —replicó el atleta llevándose la mano a la boina con militar
saludo—. Y usted es el señor de Calpena. Le he conocido no sé en qué,
pues es la primera vez que tengo el gusto de verle... Corazonada... En
la manera de mirarme usted le he conocido. Y como el señor Roa me dijo
esta mañana que dos caballeros de Madrid preguntaban con interés por mí
y por mi sobrina...

—¡Aura! —exclamó Calpena tan turbado que no sabía por dónde empezar—.
Aurora...

—Sí, ya sé, ya sé... Hace usted bien en hablar conmigo, y en venir
a nosotros por el camino derecho, porque yo no me como la gente; soy
hombre razonable y sé ponerme en lo natural. Venga usted conmigo
si quiere que hablemos un rato, que el tiempo apremia y tengo que
prepararme.

—Ya sé que la familia —dijo Calpena empezando a recobrar el aliento—
está en un pueblo de la costa.

—Sí señor... Como siempre me pongo en lo mejor, ese es mi natural,
le supongo a usted con intenciones honradas y de caballero. Dígolo,
porque si viniera con propósito de burlarme y de hacernos algún paso
de comedia, ya puede volverse por donde ha venido, porque soy hombre
que no se deja embromar. En el poco tiempo que lleva Aurora al lado
nuestro, le hemos tomado mi mujer y yo gran cariño. La queremos ya como
si fuera nuestra hija...

Algo quiso decir Fernando; pero Negretti le tapó la boca con un gesto,
queriendo abreviar, y prosiguió:

—Ya sabemos la historia. Con lágrimas y suspiros nos ha contado la
niña que le quiere a usted; que no puede querer a otro... Está bien,
muy bien... Ahora, en pocas palabras, señor mío, le manifestaré mi
opinión. Si yo llego a entender que es usted digno de ella, no me
opongo, ni Prudencia, mi esposa, se opondrá tampoco. Demuéstreme el
señor Calpena que es un joven de familia cristiana y limpia; vea yo que
por su honradez, por su seriedad, por sus circunstancias, es merecedor
de tal joya, y ya estamos en vías de acomodarnos. Si me sale con la
gaita de que es poeta o de estos que no tienen más oficio que escribir
en papeles, no hemos hecho nada, señor. Curaremos a la niña de su mal
de amores, lo que podrá ser difícil, pero no imposible, y a rey muerto,
rey puesto.

Nuevamente quiso hablar Calpena; pero el otro le cortó por segunda vez
la palabra con estas:

—Poetas y emborronadores de papel no queremos en casa. ¿Es usted por
casualidad propietario?

—No señor.

—¿Es usted abogado? ¿Tiene alguna carrera?

—No señor.

—Empleado quizás...

—Lo he sido. Puedo volver a serlo.

—Los empleados tampoco nos gustan. Pero, en fin, ya que no tiene
usted carrera, de algo sabrá, siquiera sea un oficio... Me consta,
por lo que relata la niña, que en Madrid pasaba usted por hombre de
gran inteligencia... y no sé por qué, se me figura que en esto no va
Aurorita descaminada. La cara del señor Calpena, sus ojos, me revelan
entendimiento...

—No creo carecer de facultades para cualquier profesión u oficio a que
me dedique.

—¿Sabe usted matemáticas?

—Muy poco.

—¿Latín?

—Eso sí... y humanidades.

—Algo es algo... En fin, señor mío, le acojo con benevolencia; pero no
le abro mis brazos todavía; le mantengo a distancia. Ya ve que no soy
tirano, y si usted ha venido con la idea de representar aquí un paso
de teatro quitándome a la niña con burla o con violencia, no es flojo
chasco el que se lleva.

—No vacilo en confesar a usted —dijo Calpena en un arranque de
sinceridad— que he venido con esas ideas; pero la presencia de usted,
sus palabras, su persona misma y modo de ser me han desconcertado
radicalmente... Hállome aturdido, sin saber qué pensar ni qué decir...
Pero desde luego le aseguro, señor mío, que por nada del mundo he de
renunciar al amor de Aura, y que hacia ella he de ir por el camino que
crea más corto. Si este es el camino de la paz, mejor; por él iré.

—Está bien; pero debo asegurarle a mi vez que no hay para llegar a ella
más que un camino, y en este camino estoy yo, Ildefonso Negretti; está
también mi esposa. Ya ve que soy benévolo, que le hablo con lealtad,
y de mi lealtad quiero darle aún mayor prueba diciéndole que Aurora
reside con mi mujer en la villa de Bermeo; la he mandado a un puerto
de mar, no solo por ser aquel uno de los lugares más tranquilos dentro
del país en guerra, sino porque espero que los aires de la costa han de
probar bien a su salud, bastante delicada desde que salimos de Madrid.
Viven mi mujer y mi sobrina en Bermeo, _Barrencalle_, número 2. Le
digo a usted la dirección de mi casa para que vea que no le temo, que
confío en que ha de responder con su lealtad a la mía.

—_Barrencalle_, 2 —repitió Fernando, que habría querido ir allá de un
vuelo.

—No le doy las señas para que vaya allá, sino para que sabiéndolas se
abstenga de ir, entendiendo que no es mi gusto que vaya, ¿estamos? No
me alborote usted a la niña, ni me le encienda la imaginación, que con
un soplo, como usted sabe, se convierte de rescoldo suave en horno de
ferrería; no me trastorne aquella pobre alma, que fácilmente salta del
sueño al delirio y de la ilusión a la locura, ni me dispare aquellos
nervios que mi mujer y yo, a fuerza de dulzura y paciencia, hemos
conseguido contener y amansar. No, no. Tengamos la fiesta en paz. Si se
planta el novio en Bermeo sin mi permiso, fíjese bien, sin mi permiso,
pues hablo como padre de Aurora, perdemos las amistades y no hay nada
de lo dicho. Por lo que valga, sepa que en la casa de allá no están las
mujeres solas; en ella viven también dos fieras en figura de hombres:
mi cuñado Hilario, capitán de barco, y un primo suyo, que también es
de mar; excelentes personas, bravos y fieles, que no han de consentir
ningún desmán en aquella honrada vivienda.

Por tercera vez quiso Calpena decir algo; pero el hercúleo Negretti,
que tenía prisa, no le dejó tomar resuello:

—Aguárdese un poco, y concluimos. Ya he dicho antes que no soy tirano,
y que acostumbro ponerme en lo natural. Sé lo que son jóvenes; yo he
sido algo joven, yo también he probado el amor, y no desconozco lo que
puede en nuestra alma. Sabedor de todo esto, y siendo además hombre
honrado y buen cristiano, le digo al señor don Fernando que no me
opongo, no señor, no me opongo a que ame a la niña, ni a que se case
con ella. Pero he de advertirle que perlas como esta sobrina no están
ahí para el primero que llega. Sobre lo que ella vale, está lo que
posee, lo que ganó honradamente mi pobre hermano Jenaro, y si todo eso,
la niña y su capital, han de ser para usted, no es mucho pedir que me
demuestre ser merecedor de bienes tan grandes. ¿Es esto claro, es esto
real, es esto noble?

—Si, sí, sí —afirmó Calpena con efusión estrechándole la mano—. En un
momento me ha conquistado usted, me ha hecho suyo, que es el verdadero
camino, bien lo veo, para ser de ella.

—Pues no necesitamos hablar más por ahora. Antes de ir a Bermeo, irá
usted a donde yo esté... y estaré con la corte, pues no puedo apartarme
del servicio de Maestranza en el real de don Carlos. Hable usted
conmigo, entendiendo que para ganar aquella plaza, tiene que ganar
antes los baluartes que la rodean y defienden, y esos baluartes véalos
en mi. Yo soy la muralla. Póngame usted sitio, y por los medios que
emplee para conquistarme, sabré yo si debo o no debo rendirme. Por de
pronto escribiré a la niña, diciéndole que he visto a su galán, para
que esté tranquila... Conque...

—Pero ¡qué!, ¿nos separamos ya? —dijo Fernando con ansiedad, sintiendo
que el tal Negretti se le metía en el corazón.

—Sí, señor. Yo tengo que preparar la salida del material, salvo lo que
por su peso es forzoso dejar aquí. Me parece que ya hemos parlado todo
lo sustancial. Ya sabe dónde me encontrará.

—Pues separémonos; pero no sin decirle que, contra lo que esperaba,
hallo en usted la suma lealtad y la hombría de bien más pura. Yo me le
figuraba un monstruo, un tirano, el mayor y más fiero enemigo de mi
persona y de mi felicidad; pero ya veo...

—Adiós, adiós... Me esperan. Vea usted; allí me están llamando... Hasta
que nos veamos; lo dicho, dicho... Adiós.

Y se metió corriendo en la Universidad, donde multitud de personas,
unas de tipo militar, otras de obreros, le aguardaban inquietas.
Calpena le seguía con sus ojos. ¡Y cuán solo y triste se quedó al verle
desaparecer! En aquel momento ya oscurecía... Lloviznaba... ¡Qué triste
anochecer!




XXII


Como chorro de agua fría derramado en un brasero, fue la presencia
y dichos de Negretti en el espíritu de Calpena, que vio de súbito
convertido en cenizas mojadas todo aquel fuego que encendía su
voluntad; y el drama romántico que el niño se traía, con violencias
y fuertes emociones, con su rapto correspondiente, quizás con
cuchilladas y tiros, se trocó en comedia casera. Verdad que esta
era de las buenas, de las mejores, según se anunciaba; mas, por el
pronto, hubo desilusión, enfriamiento repentino, caída de las alturas,
y esto siempre duele. Un rato estuvo el joven como atontado: casi,
casi llegó a parecerle fantástica la aparición de Negretti, y sus
palabras fingimiento del propio tímpano que las oyera. Por real lo
tuvo reflexionando en ello, y reconoció gozoso que el tío de su amada
era una gran persona, sus palabras sinceras y honradas, en armonía
perfecta con la noble expresión de su rostro. ¡Vaya con los cambiazos
del destino! ¡El enemigo, el tirano, el ogro, convertíase, como por
magia, en un ser bondadoso, de ideas severas, eso sí, pero sanas! ¡Y
con qué firmeza de padre tutelar le había planteado la cuestión de sus
relaciones con Aura! ¡Con qué gracia y donosura había desbaratado el
romántico artificio, como don Quijote acuchillando el retablo de maese
Pedro! ¡Y cuán hábilmente, entre las ruinas del cartón pintado, había
puesto el cimiento angular de la vida razonable, discreta, lógica, como
Dios y la ley la quieren y formulan! Era el tal don Ildefonso todo un
hombre, y no había más remedio que bajar la cabeza ante su voluntad,
juntamente rigorista y protectora, aceptando los procedimientos
pacíficos que proponía, los cuales significaban decencia, lógica y
facilidad.

Dio vueltas Fernando por frente a la Universidad, sin hacerse cargo de
lo que a su alrededor ocurría; tan metido estaba dentro de sí. Pasado
un rato, y obligado por la llovizna a guarecerse bajo un alero, empezó
a ver lo inmediato y circunstancial.

«¿Qué tenía yo que hacer, Señor? —se dijo—. ¡Ah! ya me acuerdo: me
mandó que buscase a Sancho y le mandara preparar las caballerías».

Hallábase al decir esto entre la Universidad y el edificio destinado a
hospital. A dos pasos de allí, en _Ikasola kalea_, estaba el parador
donde a la sazón debía de encontrarse Sancho; pero no acertaba con él:
la noche se había echado encima, oscurísima, y la gente afanosa que por
todas partes bullía le estorbaba el paso. En la puerta posterior de la
Universidad había lo menos diez carros cargando pesados objetos, y en
la Caridad, por un portalón de la huerta, sacaban enfermos en camillas.
El tumulto era grande; alumbraban estas operaciones farolillos mustios,
y el vocerío en vascuence o mal castellano mareaba la cabeza más firme.

Trató Calpena de abrirse paso hacia el parador, y preguntando a este
y al otro pudo enterarse de que los jamelgos del señor Sancho habían
sido embargados para el transporte de los heridos que bajaban de San
Adrián. Pensó dar conocimiento al gran Rapella de estas novedades, que
sin duda imposibilitarían la partida; ¿pero dónde demonios estaba
el siciliano? Desde que se le apareció Negretti en la plaza, habíale
perdido de vista. Si había logrado meterse en Palacio, y se agregaba a
la comitiva de don Sebastián, ¿cómo se las compondrían Sancho y Calpena
para seguirle, no disponiendo de caballos? En fin, Dios diría. Llenose
de paciencia el aburrido joven y continuó buscando al escudero. De
pronto, vio que los hombres y mujeres que antes se agolpaban junto a la
Universidad, corrían hacia la plaza gritando:

—Ya vienen, ya vienen...

Pudo creer el forastero por un momento que los que venían eran los
cristinos victoriosos, posesionándose, con la brutalidad del vencedor,
de la villa y corte indefensas. Pero no; los que venían eran dos
batallones facciosos, el _Requeté_ y el 2.º de Guipúzcoa, que se
retiraban con mediano orden delante del enemigo, trayendo muchos
heridos, hambre, cansancio, ira, y la tristeza del vencimiento. Bajaban
por el camino de Aránzazu, rotas las filas, presurosos. Calpena les
vio entrar en el pueblo por la calle de Santa María: ante el palacio
del rey, dieron algunos vivas con voz apagada y ronca, y pararon luego
en la plaza, en medio de una gran confusión. Oyó los gritos de los
jefes, queriendo ordenar las secciones, para repartirles pan y vino, y
en tanto las mujeres se abalanzaban llorosas a los carros del 2.º de
Guipúzcoa, reconociendo a los heridos, llamándoles por sus nombres,
reconociendo también a los vivos y abrazándoles, si los encontraban.
Era un lastimoso espectáculo que oprimía el corazón, tanto dolor de
una parte, de otra tanta abnegación y entereza, y afligía considerar
el enorme, inútil sacrificio que todas aquellas penas y virtudes
representaban.

En los balcones de Artazcos se veían luces. Quién decía que Carlos V
estaba cenando sus alubias y su sopita de ajo con un poco de vino, para
emprender la marcha inmediatamente hacia San Prudencio; quién que había
cenado y estaba rezando el rosario con su alta y baja servidumbre y
los señores ministros; y esto lo decían con veneración, con el interés
que inspira la persona más amada. En aquel barullo acertó Calpena
a encontrar al chicuelo organista que le había guiado a la casa de
huéspedes el día anterior, y le cogió del brazo, preguntándole:

—¿Has visto, por casualidad, al señor diplomático que ayer llegó
conmigo?

Replicó el chico negativamente, y al punto agregose otro bigardón
afirmando que el caballero flaco había salido de Palacio con el señor
Urra y el señor Echevarría, dirigiéndose al Ayuntamiento, donde se
disponían caballos y coches para el séquito del rey. De Sancho dijeron
que creían haberle visto en la Caridad ayudando a la saca de los
enfermos que debían marchar, y allá corrió Fernando con el organista,
que oficioso se prestó a ser su escudero.

Nuevamente fue acometido Calpena, en ocasión de tanto apuro, del
recuerdo de Negretti:

«¡Qué bueno sería —pensaba— que nos encontrásemos ahora y lograra yo
que me llevase consigo en los carros de la Maestranza!».

Con estas ideas se entremezcló la consideración del cambiazo súbito
que le marcaba su destino, y al decir destino daba este nombre
indebidamente al soberano gobierno de Dios, que dispone a veces, según
su alta voluntad, todo lo contrario de lo que propone nuestra pequeñez
ignorante y ciega. Bastaron unos minutos de coloquio con persona que
trataba por primera vez, para ver alterado totalmente el rumbo de sus
caminos, vueltas del revés sus ideas, y en la esfera de su voluntad
sustituidas unas energías por otras. ¡Cuán lejos estaba el soñador
Fernando de que su destino, Dios mejor dicho, le preparaba desviaciones
más radicales y sorprendentes!

Entró con su ayudante en el patio grande de la Caridad, donde vieron
algunos enfermos medianamente acondicionados en camillas para partir
con la corte. Eran soldados, oficiales, paisanos, víctimas de la
guerra dinástica. Familia o amigos cuidaban de su transporte, y no
había ya más dificultad que encontrar músculos vigorosos que cargaran
las camillas por lo menos hasta San Prudencio. Los que se hallaban en
mejor disposición se acomodaron en los carros de la Maestranza, entre
bombas, cartuchería y maquinaria, y algunos fueron llevados a la plaza
para agregarse a la impedimenta del _Requeté_ o del 2.º de Guipúzcoa.
Recorrieron todo el patio en busca de Sancho, y en una de estas vueltas
Calpena se sintió cogido de la esclavina de su abrigo; volviose, y vio
a una mujer lacrimosa que, cruzadas las manos y mirándole con vivísima
ansiedad de postulante, como los que apremiados por la miseria imploran
la caridad pública, le dijo:

—Señor mío, caballero..., no me negará usted que lo es, porque el
que ha nacido caballero no lo puede negar... Si es usted tan noble
y piadoso como me ha parecido, me atrevo a pedirle que ampare a una
familia desgraciada...

Hizo ademán Calpena de sacar limosna, y ella, retirando su mano,
prosiguió:

—No, no; la caridad que pido no es esa; pido su auxilio para salir de
aquí, para proteger la vida de mi padre...

—Señora —dijo Fernando cortés y compasivo—, mucho siento no poder
ampararla... Soy forastero, no conozco a nadie, y busco también quien
me facilite la salida. Perdóneme usted..., no puedo...

Se alejó; pero no había dado diez pasos cuando sintió en su corazón el
golpetazo de la piedad, en su garganta el ahogo de la conciencia que se
rebela contra el egoísmo, y volvió hacia la mujer, que arrimada al muro
lloraba sin consuelo.

—Bueno —le dijo—, veamos en qué puedo servirla. No llore y
explíqueme... Difícilmente podré yo...

—No me equivoqué —replicó ella—, al pensar que es usted persona
hidalga. Entre tantos indiferentes o despiadados, solo en usted, cuando
le vi pasar, vi la esperanza.

—¿Pero qué puedo hacer? Soy forastero...

—Yo también. Tanto usted como yo somos aquí gente extraña, enemiga
quizás al sentir de ellos... Bien se ve que no es usted de esta
tierra...

—En efecto...

—Ni faccioso quizás. ¿Y qué? También hay en la facción caballeros, y
usted lo es.

—De tal me precio... Pero... dígame... Lo primero: ¿quién es usted, qué
clase de socorro desea?...

—Ya sabrá quién soy, quiénes somos, pues conmigo está mi hermanita,
más pequeña que yo. Por el momento, y en este grave apuro, solo digo
que tenemos aquí a nuestro padre enfermo, y queremos llevárnoslo,
huir, escapar de esta casa y de este pueblo. La vida de mi padre
corre peligro... Moriremos nosotros con él, antes que abandonarle...
¿Podremos salir aprovechando esta desbandada?

—Perdóneme... No acabo de enterarme. Su padre de usted ¿dónde está?

—Arriba...

—¿Quién es?

—Don Alonso de Castro-Amézaga, persona de gran posición y nobleza,
natural de Laguardia, prisionero, enfermo, condenado a muerte un día, y
al siguiente indultado por la piedad de Carlos V; aborrecido del pueblo
oñatiense, y de las tropas y servidores de este rey, de quien no quiero
decir nada malo. Observe usted que no digo nada malo.

Lo que observó Calpena, en ocasión que los farolillos movibles
alumbraban el rostro de la pobre señora, fue que a esta le cuadraba
más bien la denominación de moza o señorita. A oscuras y desfigurada
por el llanto, habíala creído mujer del pueblo, joven.

—Soy una persona decente —dijo la llorona, comprendiendo que Calpena
rectificaba su primer juicio—. Aunque me ve usted en este abandono de
vestir, motivado por los trabajos que nos impone nuestra desgracia,
mi hermana y yo somos dos señoritas de una familia rica y noble. Cómo
hemos venido aquí, cómo nos encontramos prisioneras con mi padre,
secuestradas propiamente por nuestro amor filial, sin amparo, sin
consuelo, es cosa muy larga de contar. ¿Será usted bastante discreto
para no pedirme ahora más explicaciones, y bastante generoso para
prestarme, como caballero, antes que se las dé, su apoyo y protección?

—Sí, sí..., veamos.

—No tardará usted en conocer por qué circunstancias y casos tan
peregrinos se encuentran aquí dos damitas muy principales, al cuidado
de un noble señor a quien sus entusiasmos locos han traído a esta
terrible situación.

—Ya voy comprendiendo... Pues apela usted a mi caballerosidad, yo le
aseguro que no ha llamado a la puerta del egoísmo... Señora, en lo que
de mí dependa... Y ahora, ya que me ha dicho usted el nombre de su
desgraciado padre, dígame el suyo.

—¿El mío? Me llamo Demetria... Mi hermana es Gracia, y solo tiene
catorce años. Yo he cumplido veinte.

—¡Veinte años! —exclamó Calpena—, ¡y a los veinte años, en posición
decente, encontrarse aquí..., así...!

Por un momento dudó Fernando. Pero en aquel punto pasó un fraile que
llevaba farol; a la luz de este vio el rostro de la que se había
llamado damita, en el cual efectivamente se revelaban, sin que pudiera
decir cómo, la principalidad y la buena educación. ¿Era bella? A la
fugaz claridad del farol pareciole insignificante. Pero acertó a pasar
otra linterna, y la luz de esta pintó la cara de Demetria con formas y
matices que se aproximaban a una mediana hermosura.

—Quedamos en que Dios me ha deparado un caballero. Se lo pedí con toda
el alma —declaró la joven mostrando su espíritu, gallardo y animoso, ya
que no su semblante, que continuaba desvanecido en la penumbra—. Vamos,
suba usted conmigo.

—Si el caballero que Dios concede a usted soy yo, señora —dijo Calpena
con no menos gallardía—, sepa que cuando se trata de amparar al
desvalido no conozco el miedo. Adelante, pues, y Dios sea con nosotros.




XXIII


Subieron a punto que bajaban hombres y mujeres; pero nadie reparó en
ellos: cada cual iba derecho a su asunto sin cuidarse del prójimo. En
un cuarto mísero, lleno de trastos, el primero que a mano derecha se
encontraba, entraron Demetria y su protector, seguidos del chicuelo
organista, a quien Fernando mandó retirarse. En la galería había luz:
abriendo la puerta de la estancia se podía ver a medias el interior de
esta. Demetria entró dando albricias:

—Ya tenemos quien nos salve. Nuestro salvador aquí está: no le conozco;
pero no importa. Dios me lo ha deparado.

No distinguía Calpena la figura del don Alonso, que yacía taciturno
sobre un montón de esteras liadas. Destacose la figura de Gracia,
delicada, esbeltísima, bañado también en lágrimas el rostro, y saliendo
a la puerta, expresó su turbación en estos términos:

—¿Y el señor sabe quienes somos?... ¿Le has dicho...?

—En este cuarto —dijo la hermana mayor— dormíamos nosotras. Cuando
se empezó a decir que la corte evacuaba la ciudad, no pensamos más
que en la manera más fácil y pronta de escapar de aquí. Felizmente,
señor... Pero no estará de más que me diga usted su nombre, y así nos
entenderemos mejor... Pues sí, señor don Fernando..., felizmente los
celadores y enfermeros no hicieron ningún caso de mi padre, y cuando
empezaban a sacar heridos, echáronle de la cama y de la sala...

—Como a un perro —añadió la otra niña con rabiosa aflicción.

—¿Qué hacemos ahora? Incapaces nosotras de determinar nada, nos
entregamos a la voluntad y a la iniciativa de usted.

—¿Hay algún peligro en que su señor padre salga públicamente... por
entre el vecindario?

—Sí, señor; lo hay, puede haberlo..., porque..., verá usted...

En esto llegó arriba presuroso el organista con la nueva feliz de que
el señor Sancho había parecido, y estaba en el patio. Rogó Calpena a
las niñas que aguardasen un momento mientras bajaba en busca de quien
podía prestarle eficaz ayuda en aquel empeño. Presurosa salió Demetria
a la escalera para decirle:

—Por Dios, no tarde usted mucho. Si usted no volviera o tardara, nos
moriríamos de pena.

—Esté tranquila. Volveré al instante.

—¿Cómo demostrarle que no es conveniente exponer a mi padre a que le
vean paisanos y soldados de Oñate en las calles del pueblo? Necesitaría
contar a usted una parte larguísima de esta triste historia para que
lo comprendiese bien. Pero usted, sin explicaciones, me creerá..., me
creerá sin pruebas. ¿Verdad, señor don Fernando?

—Creo..., sí... —afirmó Calpena; y al decirlo, mirándola de abajo
arriba, pues ella se paraba en los escalones más altos y él descendía
lentamente, vio en sus ojos algo que le infundía ciega fe. Demetria,
bien lo observó entonces, era de estatura más que mediana, esbelta y de
admirable conformación de cuerpo y talle.

En los últimos peldaños de la escalera le cogió Sancho, endilgándole
apremiantes órdenes de su señor:

—Don Aníbal se va con el Infante. Me dice que a usted le acomodará en
un birlocho de los señores eclesiásticos, donde irán apretaditos, y a
mí en una mula de los mismos, a la grupa del fraile de menos libras. Me
dice que...

—¿Más todavía?

—Que recojamos del alojamiento sus pistolas, el abrigo de monte, la
gorra de ídem, y las demás prendas que allí tienen los señores, y
que con todas estas cosas y nuestras personas nos dejemos caer por
el Ayuntamiento, donde él se encuentra con el señor Erro y otros
principales de acá.

No necesitó Calpena saber más para concebir con rápido pensamiento un
plan y ponerlo en ejecución con voluntad decidida, en la cual no cabían
dudas ni vacilaciones.

—Aguárdame aquí: tardaré un cuarto de hora todo lo más. Si no te
encuentro cuando vuelva, Sancho, te aseguro que me la pagas. Obedéceme,
o sabrás quién soy. Aquí..., no te muevas..., te necesito. Un cuarto de
hora...

Corrió a la calle; veinte minutos después hallábase de vuelta,
trayendo las pistolas y dos capotones de viaje, uno de los cuales
a Rapella pertenecía. El motivo de haber tardado un poco más de lo
presupuesto fue que al salir de casa de Iriarte, recogidos los bártulos
y pagado el hospedaje, encontró interceptado el paso por la comitiva
del rey. Iba Carlos V en su coche, tirado por tres poderosas mulas.
Aun en tan desairada y triste ocasión, el pueblo le aclamaba, adorando
más bien la idea que la persona, a la cual no veía. Con lentitud
atravesó el carruaje la plaza, llena de tropa, y entró en la calle
_Zarra_, seguido de otros coches y de innumerables jinetes, entre los
cuales descollaba por su militar arrogancia la guardia de honor del
estandarte de la Generalísima. Lloviznaba otra vez, y las mujeres se
echaban una enagua por la cabeza: los soldados aguantaban impávidos la
lluvia como poco antes habían resistido las balas. El tambor sonaba
en las calles lejanas, aproximándose por esta parte, alejándose y
perdiéndose por la otra. En los corrillos que a su paso encontraba, oyó
Calpena un alarmante rumor. Venían, venían los cristinos por San Adrián
abajo..., ya estaban cerca de Aránzazu... Antes de amanecer ocuparían
la ciudad... ¡Pobre Oñate, pobres casas, infelices mujeres!

—¿Y la caja del señor, y el estuche, afeites y pinturas del señor don
Aníbal?... —preguntó Sancho, quedándose como en éxtasis.

—Sube conmigo, y cállate la boca —dijo Calpena entregándole todo lo
que había traído, menos las pistolas—. El estuche se lo he mandado al
Ayuntamiento con la criada de Iriarte. A nosotros no nos hace falta,
porque no nos pintamos. Lo que pudiéramos necesitar, aquí lo tengo ya.
Vamos, arriba pronto.

Demetria le salió al encuentro gozosa, cruzando las manos como quien da
gracias a Dios. Ya estaba medio muerta de ansiedad, sespechando que su
protector no volvería.

—Me detuve, señora doña Demetria, viendo pasar al rey, que ya va camino
de San Prudencio y Vergara... Y dicen por ahí que vienen tropas de Oráa
a ocupar el pueblo. ¿Esto nos favorece o nos perjudica?

—¡Nos favorece! —exclamó la joven volviendo a cruzar las manos y
elevándolas al cielo—. ¡Dios mío, si fuera verdad...! Pero no perdamos
tiempo, señor don Fernando... ¿Qué tal está de gente la calle?

—Por aquí escasea ya; en la plaza un gentío inmenso... Vea usted este
abrigo largo. Se lo pondremos a su señor padre. Es de un amigo mío que
se va con la corte.

—¿Qué trae ahí? Pistolas... ¡Ah! Parece que ha leído usted mis
pensamientos, señor de Calpena, o que viene inspirado por Dios. Ya
pensé yo que debía usted llevar armas por lo que pueda ocurrir.

—Nos defenderemos si es preciso. ¿Hay alguien aquí que nos estorbe la
salida?

—Puede ser... no sé. En la confusión de este momento angustioso para
el pueblo, saldremos, o intentaremos salir después de encomendarnos a
Dios fervorosamente.

Entró Calpena en la estancia precedido por Demetria y seguido de
Sancho. En el suelo había un farol. Don Alonso se había puesto en pie;
miraba con espantados ojos a los dos hombres. Era un señor de tipo
militar, grave, hermoso, tan horriblemente demacrado, que representaba
sesenta años no contando más que cuarenta y siete.

—Son amigos —le dijo Demetria acariciándole—, amigos de los buenos, que
nos acompañarán fuera de aquí hasta donde queramos; hasta nuestra casa.
¿Verdad, señores, que nos acompañarán?

—Amigos —balbució el enfermo con torpísima voz, sin quitar de ellos sus
atónitos ojos—. ¿De qué tierra...?

—De la nuestra, de allá... Vamos, vamos pronto. Póngase el abriguito
que le ha traído este buen señor, y arrópese bien, y cálese la capucha,
que hace mucho frío... Así, así... ¿Ve qué bien está?

Calpena se ciñó el cinto de las pistolas. En aquel momento entró una
vieja, que presurosa recogió del suelo el farol, diciendo en voz muy
baja:

—Ocasión como esta para salir, en toda la noche la hallarán. ¡Ánimo
y afuera! Abierto todo... Corpas y Berastegui han ido corriendo a la
plaza.

—Este buen señor —indicó Calpena viendo que don Alonso se movía con
notoria dificultad— ¿está paralítico?

—Le llevaremos entre todos —dijo la niña mayor, angustiada.

—Sancho —ordenó don Fernando a su escudero en tono que no admitía
réplica—, tú que eres fuerte, cógele en brazos. Afuera todo el mundo...
Demetria, agárrese usted de mi abrigo por este lado... Gracia, por la
izquierda. Déjenme los brazos libres... Buena mujer, haga el favor de
llevar este lío de ropa, que es mucho peso para la niña. Yo, con mis
dos mujeres, delante; sígueme tú, Sancho, con el señor a cuestas...
Vamos. Derechos a la salida por la puerta principal. Y luego todo el
mundo a la derecha lo más vivamente posible hasta coger el puente y
ponernos al otro lado del río. ¡Dios sea con nosotros! Saldremos sin
tropiezo, y al que quiera detenernos no le doy tiempo a respirar.

Salieron en el orden dispuesto, con vivo paso, sin mirar a nadie. Por
fortuna, en el patio había poca gente. Sentía Fernando el temblor de
las dos muchachas, cada una por un lado, y su ardimiento varonil se
centuplicaba entre aquellos dos miedos femeninos... Todo fue muy bien
hasta que, franqueada la puerta y torciendo hacia el río, pasaban
frente a la Universidad. Dos galeras paradas en medio de la calle
obligáronles a un largo rodeo, y en esto se les plantaron delante dos
hombres, con boina blanca (_chapelchuris_), que parecían servidores de
alguna ambulancia:

—Eh, ¿qué es eso, a dónde van estos pájaros?... Atrás —dijo uno de
ellos revelando en la pureza del habla que no era vascongado.

Sin contestarle, Calpena le dio un empujón, diciendo a su escudero:

—¡Vivo, Sancho, vivo!

—¡Atrás! ¿quién es usted? —gritó el otro _chapelchuri_ cortándole el
paso.

Fernando le apuntó a la cara diciendo:

—¿Que quién soy? Vas a verlo. Un hombre que te dejará seco ahora mismo,
si le estorbas el paso...

Y como los otros retrocedieran, más sorprendidos que atemorizados,
añadió en el mismo tono:

—Animales, ¿no veis que acompaño a dos señoras? ¿De qué tierra sois,
que no respetáis a las damas?...

—_Semos_ de Cascante. ¿Y qué?

—Pues yo soy de _Cascón_. ¡Paso! No somos ladrones... No nos llevamos
nada que no sea nuestro.

—_Pensemos_ que venían de la cárcel.

—Abur, amigos... —dijo Calpena avivando el paso, siempre con la
impedimenta de las dos aterradas niñas a un lado y otro—. El que quiera
media onza, venga por ella; el que quiera una bala, también...

Y diciéndolo llegaron al puente, y pasáronlo a escape, sin mirar atrás.
Las señoritas, adquiriendo por el miedo mismo súbita ligereza, no
corrían, volaban, y Fernando con ellas. Sancho, con supremo esfuerzo de
sus aceradas piernas, se puso prontamente a mayor distancia. La vieja
que cargaba el lío de ropa fue la más rezagada; pero llegó la pobre,
renqueando, sin tropiezo alguno.

—Si esos brutos —dijo Calpena cuando pudieron tomar aliento— vienen
acá, que escojan entre una buena recompensa por ayudarnos y un par de
tiros bien certeros por perseguirnos.

—Señor, no hay que temer —dijo sofocado el escudero, dejando en el
suelo a don Alonso—. Esos mostrencos son de Cascante, media legua
de mi pueblo, que es Ablitas. Les conozco: están en la facción por
compromiso. Son de los que llaman _pasados_, y sirven por los nueve
cuartos. Si vienen, con una buena propina le servirán a usted de cabeza.

—No, no; más vale que no vengan. No quiero nada de Oñate, y menos de
_chaquelchuris_ o _chapeles_ del infierno. Alejémonos un poco más, y
luego tomaremos algún descanso. Ánimo, señoras, que ya estamos fuera.
Y tú, Sancho, imita, hasta donde puedas, al bravo Esain, _el burro de
don Carlos_. Solo que nuestro pobre don Alonso pesa menos que el rey
absoluto. Adelante. Esta buena señora hará el favor de llevar su carga
un poquito más lejos. Allí se ve una luz. ¿Qué es aquello? ¿Hacia dónde
vamos?

—Es la ermita del Santo Ángel de la Guardia —indicó la vieja.

—Él nos favorezca y nos acompañe —dijo Demetria más animosa, haciendo
la señal de la cruz.

—El señor Echevarría ha mandado que se alumbre la imagen toda la noche.

—¡Qué previsión la del señor confesor del rey!, esa luz piadosa nos
guía en esta oscuridad —dijo Calpena—. Creo que nadie nos sigue...
¡Eh! Sancho, párate un poco. Cruzamos un camino. ¿Hacia dónde se va por
aquí?

—Tirando a la izquierda, vamos a Lamiátegui.

—¿Es camino contrario al que lleva la corte?

—Sí, señor; podremos, faldeando el monte Aloña, subirnos hacia
Aránzazu...

—Eso, eso —dijo Demetria prontamente—. Aránzazu... Aránzazu es nuestro
camino...




XXIV


Dispuso el jefe de la expedición dirigirse al barrio de Lamiátegui,
donde se procurarían medios para alejarse de la villa con más presteza
y comodidad. Continuaron su marcha silenciosos, y llegado que hubieron
cerca de las primeras casas de la anteiglesia, arrimáronse a un
humilladero que les pareció lugar muy apropiado para descansar y
orientarse. Puesto en pie don Alonso, sostenido por sus dos hijas,
mirábales a todos uno por uno con ojos de sorpresa y terror.

—¿Dónde está Oñate? —preguntó con ronca voz, y mayor espanto en su
mirada.

Los cuatro a un tiempo señalaron hacia donde se veían las mortecinas
luces de la villa entre montes y espesuras borrosas..., y le hicieron
notar el triste son de tambores que hacia aquella parte se oía.
Encarose don Alonso, erguido y fiero, con el espacio oscuro salpicado
de luces, y cual si estuviera delante de una persona, blandió su
bastón, exclamando:

—¡Ca... nallas, lad...!

No pudo concluir: su lengua era como un trapo, y sus esfuerzos por
hacerla funcionar no producían más que sordos mugidos. Volvió a gritar:

—¡Ca... nallas!

Y lo que no pudo decir con la boca, decíalo con el bastón, pues más
de cinco minutos estuvo apaleando la atmósfera, hasta que sus hijas,
haciéndole sentar en el sitio que escogieron como menos incómodo,
trataron de sosegarle con palabras cariñosas.

—Sí, sí —dijo Demetria mirando a la villa e increpándola con más
amargura que furor—: te hemos maldecido, Oñate; hemos llorado sobre ti
más de lo que pudieran llorar por sus pecados todas las generaciones
que en ti han vivido. Si logramos perderte de vista para siempre, solo
te decimos: «Oñate, quédate con Dios».

En tanto Calpena daba estas órdenes a Sancho, acompañadas del dinero
preciso:

—Necesitamos a todo trance víveres y un carro del país. Este pobre
señor no puede moverse; ya lo ves. En caballería, si alguna se
encontrara, tampoco podríamos llevarle. Busca por las casas de
Lamiátegui un carro de bueyes, y lo tratas sin reparar en precio. De
paso que haces esta diligencia, te traes la comida que encuentres, y
un par de botellas de vino, todo bien acondicionado en una cesta.
¡Figúrate qué noche nos espera si nos lanzamos por esos caminos
llevando a cuestas a don Alonso, con estas pobres niñas hambrientas
y nosotros desfallecidos! Si tuviéramos la suerte de que bajaran
tropas cristinas a ocupar a Oñate, menos mal. Pero me temo que no nos
caerá esa breva... Anda, hijo, no perdamos tiempo. Toma más dinero si
quieres, y tráeme lo que te digo.

—Un carro si lo hay, que no lo habrá..., y víveres si los encuentro,
que los encontraré..., pero no querrán dármelos. Bueno.

—Anda, y no seas agorero... Ya oíste que las señoritas quieren llegar
hasta Aránzazu. Tratas el carro; si te preguntan qué clase de pasajeros
han de ocuparlo, dices que peregrinos..., que un enfermo..., que un
monje..., en fin, di lo que quieras. A tu talento y agudeza lo fío...
Vete volando.

Partió el escudero con más diligencia que confianza, desesperanzado
de hallar lo que deseaban los fugitivos, y estos aguardaron su vuelta
sentados al abrigo del humilladero. Don Alonso, arropado por la vieja,
reclinó su cabeza sobre el hombro de Gracia, que le mimaba y arrullaba
como a un niño. A la izquierda de este grupo, Demetria y Fernando
permanecían en silencio, hasta que la joven lo rompió con estas o
parecidas expresiones:

—Aprovecho este descanso, señor mío, para dar a usted noticia de
las infelices personas a quienes concede hidalgamente su protección
sin conocerlas. Si en todo caso merecería usted nuestra gratitud,
amparándonos sin conocernos merece reconocimiento más grande, de esos
que nunca pueden extinguirse. Sabrá usted, ante todo, que somos de
Laguardia, villa de Álava, tan famosa por su antigüedad como por la
riqueza que le dan sus campos de viñedo y sembradura; sepa también
que mi padre, a quien ve usted en estado tan lastimoso, es uno de
los señores de más ilustre abolengo en el país, y que a su nobleza
corresponde un rico mayorazgo, que se extiende por las mejores tierras
de Páganos y Elciego. No estará de más decirle también que en nuestra
familia no solo es tradicional la nobleza, sino la virtud, y que
tuvimos y conservamos, y Dios quiera que siempre nos dure, el respeto
y el amor de nuestros deudos y convecinos. Perdió mi padre a su
esposa, nuestra querida madre, el año 33, y fue tan extremado nuestro
duelo que no creíamos que el tiempo nos pudiera consolar de aquella
desgracia, porque..., ¡ay!, no tiene usted idea de lo que valía mi
madre, en quien la virtud y la suma discreción se juntaban, persona
única, sin semejante, y tan hermosa además, para que nada le faltara,
que a nosotras nos parecía tener en casa a la Virgen Santísima, así
como veíamos en mi padre al primer caballero del mundo. Solo me falta
decirle, para darle a conocer la familia, que mis padres no tuvieron
hijos varones, y que su única descendencia son estas dos pobres niñas,
mujer y niña más bien, que hoy tiene usted bajo su amparo.

Fernando la oía con toda su alma, y ella, tomado aliento, prosiguió así:

—La ocupación constante de mi padre, desde los tiempos que yo puedo
recordar, fue siempre el gobierno de su casa y hacienda, la dirección
de la labranza, en que empleaba, y empleamos aún, muchos caseros y
servidores, el cuidado de los lagares y bodegas, de donde salen los
más afamados, los más ricos vinos de aquella tierra. Distracción única
o descanso de sus quehaceres era la caza, por la que tenía verdadero
delirio. Su colección de escopetas y otros arreos era la envidia de
todos los aficionados de la villa, y sus perros no conocían rivales.
Salía mi buen padre con sus amigos, y se pasaba días enteros en aquel
ejercicio saludable, del cual volvía siempre gozoso, pensando en
nuevas campañas contra los pobres conejos o contra las perdices que en
la Sonsierra tanto abundan. La vida, como usted ve, no podía ser más
placentera en mi casa; los días se sucedían felices, empleados unos
tras otros en el trabajo productivo y sin afanes, como de familia rica
a quien todo le sobra, en socorrer a los necesitados, y en los deberes
religiosos, que entre nosotros se han cumplido siempre con puntualidad
y hasta con rigidez. Toda esta paz la trastornó la muerte de mi madre,
ocurrida el 29 de septiembre del 33, de una enfermedad que empezó sin
inspirar cuidado, hasta que hubo de complicarse con un fuerte mal de
corazón; y acometida de síncopes, en uno de ellos se nos quedó, y la
perdimos, y Dios se llevó, ¡ay!, en un momento toda la felicidad de
mi casa. Fíjese usted, señor, en la coincidencia de que perdimos a mi
madre el día mismo del fallecimiento del rey don Fernando VII, a quien
tengo por causante de los males que nos ocurren, no solo a nosotras,
sino a toda España; hombre funesto, del cual no puedo decir, por estar
en el otro mundo, sino que le perdone Dios el mal que ha hecho... Si se
cansa usted de oírme, callaré, señor don Fernando.

—No, hija mía, no; estoy encantado. Siga usted. Ya noté la coincidencia
al oír la fecha. Con efecto: ese tiranuelo ha dejado a su patria una
herencia lamentable, la espantosa guerra, estas discordias que hacen y
harán de España por mucho tiempo un inmenso manicomio suelto. A ver:
dígame ahora cómo pudo influir la muerte del rey en las desventuras de
su familia.

—Pues como ha influido en las de toda la nación, no solo la muerte,
sino la vida de aquel rey que no supo gobernar en paz en sus estados,
teniendo, como tuvo, medios de sobra para hacerlo, solo con apoyarse en
el cariño que le tenían los pueblos cuando vino de Francia. ¿Es esto un
disparate?

—¿Qué ha de ser, Demetria? No es sino una observación muy atinada, que
revela su buen juicio y superior talento. Adelante. La muerte del rey
desató el infierno, y su padre de usted, que hasta entonces había sido
un señor muy pacífico, atento a sus intereses, se dejó tentar de uno de
los partidos, de una de las banderías en que se dividió la nación...
¿Es esto?

—Parece que me adivina usted. Es eso mismo, señor don Fernando. Mi
padre, que jamás había parado mientes en la política, pues ni aun
el año 20, según oí contar, tomó partido por nadie, en cuanto se
quedó viudo, por influencia quizás de la soledad y tristeza, varió
completamente de costumbres y aficiones, desviándose hasta de su placer
favorito, la caza. En aquellos días, Laguardia era un torbellino de
pasiones y entusiasmos por esta o la otra causa, por estos o los otros
derechos malditos, y mi padre fue arrastrado en aquellos oleajes,
alzando bandera por la reina niña con tanta fe, con tanto calor, que
nos puso en gran desasosiego a mi hermana y a mí... porque ha de saber
usted que en la villa andaban a tiros cada lunes y cada martes por un
_Quítame allá un Carlos_, o un _Ponme acá una Isabel_. No puede usted
figurarse qué alborotos, qué trapisondas, qué sustos... Siempre había
sido mi padre aficionado a las buenas lecturas, y por las noches, en
las veladas de invierno, se recreaba en su escogida biblioteca, y a mi
madre y a nosotras nos leía masajes entretenidos de viajes, novelas,
o de historias muy interesantes. Pero desde que le tocó la demencia
política, ¿usted sabe los libros y papeles que entraban en casa? Tres
veces por semana nos traía el bagajero de Vitoria un fajo así, de
folletos y periódicos, todos echando chispas, vomitando veneno. Y con
los papelotes chicos venían después carros cargados de enciclopedias,
de obras como misales, que trataban de libertad y cortes, de
revoluciones y demonios coronados. En fin, que mi padre se pasaba
los días y las noches devorando todo aquel fárrago, o discutiendo de
política con los amigos que iban a darle tertulia, y de tanto leer y de
tanto pensar en aquellos maldecidos negocios, se fue poniendo como don
Quijote con los libros de caballería, enteramente perdido de la cabeza,
sin hablar de cosa alguna que no fuera aquel cansado tema, y llegando
hasta creer que Dios le mandaba realizar no sé qué hazañas fabulosas,
por las cuales reinaría en España y en todo el mundo la Dulcinea que
adoraba... Advierta usted que la Dulcinea de mi buen padre era la
Libertad, esa señora hermosísima, según dicen, pero que a mí me parece
tan imaginaria como la del Toboso; vamos, que no existe más que en la
voluntad de los caballeros que la han tomado por divisa y bandera de
sus aventuras.

(Pausa. Fernando reía).

—Pero ¡qué!, ¿se ríe usted?

—Sí señora: tiene usted muchísima gracia. Adelante.

—Pues a tal extremo llegó su desatino, que abandonó por completo los
asuntos de su casa, y la labranza, y las bodegas, y tuve yo que entrar
a gobernarlo todo, lo que no me fue difícil, por los ejemplos que había
visto en mi madre y en él. Me puse al frente de la casa; me entendí
con los caseros, pastores y criados, y gracias a esto se pudo evitar
el trastorno grande que se nos venía encima. Mi padre, erre que erre
en su política, soñando despierto, inventando constituciones, leyes, y
echando discursos de cortes y embajadas. Mi hermana y yo, asistidas de
un tío de mi madre, cura párroco del pueblo, ideamos quemarle un día
todos los libros y papeles, y tapiarle la puerta de su librería; pero
no nos atrevimos, temiendo que con esto se entristeciera demasiado y
cayese en locuras más peligrosas. Estalló luego la guerra civil, y no
quiero decirle a usted cómo se ponía cuando le contaban las batallas
y encuentros de cristinos y facciosos... Nuestra pobre villa fue de
las primeras que sufrieron la calamidad de la guerra. Un día se nos
entraban allí los liberales, otro los carlistas. Tan pronto estábamos
bajo el poder de Córdova o Rodil como bajo el de Zumalacárregui, y en
uno y otro poder las bodegas y los graneros pagaban el gasto. ¡Qué
días, señor, qué meses angustiosos! Felizmente, llevamos algún tiempo
bajo la dominación cristina, y ojalá no tuviéramos allí más peripecias.

—Hasta ahora —dijo Fernando— no veo en el buen don Alonso más que un
entusiasmo platónico. Sin duda se lanzó después a empresas de acción...

—¡Ay, cómo lo acierta usted!... Pues sí, sin decirnos nada, antes bien,
llevando sus propósitos con gran reserva, organizó una partida volante
en la cual entraron algunos caseros de nuestras tierras, y dos o tres
cabezas ligeras de la villa, gente toda muy al caso para cualquier
barbaridad: valientes, cazadores que conocían palmo a palmo toda la
Sonsierra. Una mañana, callandito, salieron por la puerta del corral, y
ya tiene usted a mi padre dispuesto a romper una lanza por Isabel II, y
a comerse crudos a todos los malandrines del otro bando.

—Ya..., y le derrotaron, y...

—¡Quiá! espérese un poco... Ahora no ha sido usted muy buen adivino.
Lo que hizo fue dar un palizón tremendo a la partida de un guerrillero
que llaman Lucus, matándole seis hombres y cogiéndole no sé cuántos
prisioneros... A los dos días se batió con la vanguardia de no sé qué
tropa carlista, y también les dio un revolcón muy grande...

—¡Vamos!

—¡Como que Oráa le felicitó delante de las tropas, y Córdova le dio
una cruz! ¡Vaya! ¿Pues usted qué se creía? Siguió guerreando por esos
montes, sacudiendo de firme a las partidas que encontraba, hasta que
le hirieron en la cabeza y volvió a casa muy alicaído. Sus compañeros
de hazañas se dispersaron, no quedándole más que dos: un tal Polación
y José Díaz, que le llevaron a Laguardia. Desde entonces se nos volvió
taciturno, desconfiado, de genio regañón; y aunque curó de su herida,
quedó muy propenso a padecer desvaríos, a veces accesos de furor.
Tomamos cuantas precauciones puede usted imaginar para retenerle
y apartarle de aventuras tan peligrosas, hasta que llegó un día
funestísimo en que se alborotó la villa por una cuestión entre alojados
del general Oráa y algunos vecinos del pueblo. Hubo tiros, sustos,
carreras, un infernal barullo. En esta confusión, mi desgraciado padre
saltó por la ventana de la bodega; uniéronsele dos de su anterior
partida, el tal José Díaz y otro muy pendenciero a quien llaman
_Puche_, escaparon a la sierra los tres solitos, a caballo, y de allí
se fueron al cuartel general de Córdova. Sin duda esperaban encontrar
otros desalmados que se les agregaran; tal vez soñaban que el jefe
del ejército les daría soldados, para con ellos y el ardimiento que
los tres llevaban en su alma, conquistar medio mundo. Ante esta nueva
desdicha no pude contenerme; no vi más solución que correr yo misma
en busca de mi padre, y traérmele. Mi genio es vivo, mis resoluciones
prontas. Cuando se me ocurre una idea que creo salvadora, me persuado
de que Dios la inspira. Pensado y hecho. Mandé preparar un coche... Mi
hermana no quiso separarse de mí, y abrazándose a mi cuello, me pidió
llorando que fuésemos juntas; cedí..., salimos una tarde acompañadas
de dos criados de casa, de mi absoluta confianza, y a todo escape
nos dirigimos a Vitoria. Mi pensamiento era suplicar al general que
ordenase a mi padre la vuelta a Laguardia, negándole todo auxilio de
guerra... No creía yo difícil obtener esto. En Vitoria contábamos
con la ayuda de familias que nos aprecian... Todo lo vi fácil, todo
realizado prontamente, conforme a mi deseo... Iba, pues, alentada por
el amor filial, por el recuerdo de mi madre, por la satisfacción de
ver representados en mí los sentimientos de la familia, el honor y la
respetabilidad de nuestro nombre, y no bien llegamos a Vitoria...

Aquí fue interrumpida la historia por la llegada de Sancho.




XXV


El cual con cara gozosa dio cuenta de haber reunido algunas vituallas,
que fue sacando ordenadamente de una cesta:

—Cuatro quesitos, dos botellas de vino, tres panes de a dos libras,
docena y media de sardinas saladas, que, si a usted le parece, las
tiraremos, pues esta no es buena comida para señores, y menos en
viaje..., cuatro bizcochos de Oñate más viejos que mi abuelo..., pero,
en fin, valen, y nueces. Ya ve usted cuántas. Las he probado, y más
de la mitad salen fallidas. Del carro le diré que al fin encontré uno
pequeño; pero quieren, por la subida hasta Aránzazu, onza y media, y
además que el señor responda de la pareja, abonando su valor, si la
secuestran carlistas o isabelinos. Esto es un abuso...

—Mayor abuso es que nos quedemos aquí toda la noche, o que tengamos que
subir a pie, llevando en brazos al señor don Alonso. Anda y cierra
trato en seguida, por lo que quieran, y venga pronto... Cuídate de
que le unten bien los ejes para que no chille, pues no tiene gracia
ir cantando por esos valles..., y haces que pongan un buen fondo de
yerba seca, para que podamos llevar al enfermo acostado. Supongo que el
carro tendrá toldo. Si no, que se lo pongan, y si no quieren ponérselo,
no por eso deje de venir, que a mal tiempo buena cara... Si de paso
encuentras algo más de bucólica, venga, cueste lo que cueste. Deja
aquí la cesta, y llévate las sardinas para tirarlas, si no quieres
comértelas. No te entretengas, que es tarde.

En el tiempo que duró la segunda ausencia del buen Sancho, siguió la
damisela su interesante relación. En Vitoria no hallaron a su padre;
el general en jefe, a quien se presentó Demetria, le dijo que el señor
de Castro campaba por sus respetos sin sujeción a ninguna disciplina,
y que le mandaría preso y bien custodiado a su pueblo si se lo traían.
De las familias que en la ciudad conocía solo encontró a dos señoras de
Armendáriz, viejas, y a otro vejestorio incapaz, el conde de Samaniego,
arqueólogo y numismático, por el cual supo que don Alonso había ido
hacia Salvatierra, ganoso de gloria. Corrieron allá las dos muchachas,
a quienes el cariño filial daba extraordinario valor y alientos. En
Salvatierra les dijo persona bien informada que el incansable paladín
cristino, con sus dos compañeros y otros tres que se le agregaron,
había partido hacia Galarreta, lugar que se halla en la falda de una
sierra muy áspera, y a la cual no podía subir el coche, por la ruindad
de aquellos pedregosos caminos. Viéronse allí abandonadas de Dios y
de los hombres; mas ni en tan terrible desamparo se abatió el corazón
de la animosa doncella, que resolvió seguir adelante en su empresa
nobilísima, desafiando todas las inclemencias y obstáculos que la
naturaleza y la humanidad le ofrecían. Gracia, agobiada de cansancio,
no hacía más que llorar; Demetria, ya que no acobardada, afligida de la
tribulación de su hermanita, llegó a sentir vacilación y dudas: uno de
los criados aconsejó la retirada, el otro, seguir adelante. Hallábanse
en estas angustiosas deliberaciones, cuando unos soldados trajeron
la noticia de que el señor don Alonso y su gente habían tenido un
desgraciado encuentro con facciosos en el puerto de Arrida, con pérdida
de los dos tercios de su cuadrilla, o sea cuatro hombres, quedando el
jefe desmontado y gravemente herido sobre el campo, mas no prisionero,
porque pudo ir por su pie a una venta próxima, donde le ampararon,
y allí le habían dejado ellos, tendido en un pajar, con la cabeza
vendada, y hecho todo una lástima.

No necesitó saber más la temeraria joven para decidirse, y allá se
fueron los cuatro monte arriba, encomendándose a Dios y a la Virgen,
único amparo que podían esperar en aquellas soledades. Ni los temores
de encontrar facciosos arredraban a Demetria, pues creía, juzgando
la voluntad de los demás por la suya generosa, que con exponerles el
objeto de su peregrinación, no solo no recibiría de ellos ningún daño,
sino que quizás la favorecerían. Después de un fatigoso caminar toda la
noche y parte de la mañana, llegaron a la venta de Arrida, donde les
esperaban nuevo desengaño y tribulaciones mayores que las pasadas. A
media noche había pasado por allí una avanzada carlista, y descubierto
don Alonso, por los gritos que daba en su desbordada locura, se lo
llevaron prisionero a Oñate: de sus dos conmilitones, el uno logró
escapar saliéndose al tejado; el otro, prisionero iba también con su
señor.

Ya en este punto las cosas, y presentando tan mal cariz la continuación
del viaje, que exigía penetrar resueltamente en el terreno de la
facción, los dos criados votaron por el retroceso. Gracia lloraba,
asegurando que no se separaría de su hermanita, y esta declaró que
aunque supiera que en ello se jugaba la vida, había de intentar
rescatar a su padre de las autoridades facciosas, presentándose a
cabecillas o generales, al rey mismo si necesario fuese. Dijo a
sus criados que se volvieran si tenían miedo, y ellos ¿qué habían
de hacer más que seguirlas hasta el fin del mundo? Adelante, pues.
No habían andado media legua, cuando encontraron al compañero de
don Alonso que había logrado escapar de la venta, el cual venía
tan azorado y temeroso que daba compasión verle; además, herido,
con un brazo atravesado por bala de fusil, desangrándose. Contó el
infeliz peripecias que partían el corazón: el señor don Alonso estaba
completamente ido del cerebro. Su tema no era ya combatir en el campo,
donde creía haber alcanzado tantas victorias. Precisamente, cuando le
sorprendió la avanzada que le deshizo, dejándole tendido en un zarzal,
iba con una idea desatinada, que sus amigos no podían quitarle de
la cabeza. Se proponía presentarse a don Carlos y retarle a desafío
para decidir en juicio de Dios, peleando con toda lealtad, la grave
cuestión que motivaba la guerra. De este modo, según él discurría con
su trastornado entendimiento, se pondrían en claro los disputados
derechos al trono de España. El duelo había de ser a muerte, en campo
abierto, a caballo los dos paladines, delante de los testigos que una
y otra parte designaran. Todo esto lo decía con gritos desaforados,
y cuando se hallaba en el pajar, los facciosos que entraron en la
venta no le habrían descubierto, a no ser por las tremendas voces
que daba proponiendo a don Carlos, como si delante le tuviera, el
singular combate en que había de decidirse la suerte de España.
Terminó su relato _Puche_, que este era su nombre, diciendo que ya no
podía resistir ni el dolor de sus heridas ni el hambre y sed que le
devoraban, por lo cual no podía volverse en compañía de las señoritas.
Buscaba una cabaña de pastores en que guarecerse, para sanar o
morirse. Don Alonso con José Díaz, que también iba prisionero, debía de
estar ya más abajo de Aránzazu, camino de Oñate. Demetria socorrió al
desgraciado _Puche_ con dinero, y siguieron adelante, siempre con la
idea consoladora de que Dios en trance tan terrible no les abandonaría.

En este punto de la historia, llegó Sancho con cuatro bizcochones
más y unas ciruelas pasas, y tras él vino el carro, que Fernando y
Demetria vieron con grande alegría, como si les mandara el cielo un
barco encantado, o el mágico clavileño de don Quijote. Sin perder
tiempo acomodaron a don Alonso sobre la yerba olorosa y le cubrieron
con el capote de Rapella, poniéndole por almohada el lío de ropa: el
pobre señor dejábase tratar como cuerpo muerto; les miraba atónito y
no profería una palabra. Tratose luego de si Sancho les acompañaba o
no, y las razones que dio este a Fernando le convencieron de que debía
volverse a Oñate y partir en pos de su amo. Urgía dar al siciliano
alguna explicación de aquellos inesperados sucesos, y del secuestro
de su gabán. Seguramente lo aprobaría, pues era hombre que se pirraba
por las aventuras, por todo lo que fuera intervención de lo inesperado
y sorprendente en las cosas de la vida. Entregó Fernando al escudero
un bolsillo con onzas, propiedad de don Aníbal, cogiendo algunas para
agregarlas a lo suyo, por si le hacían falta en aquella empresa, y le
despidió con estas razones:

—Le dices que yo, de hoy a mañana, en cuanto deje a esta desgraciada
familia en lugar seguro, de donde pueda volver a su casa, no pararé
hasta reunirme con él y con la corte y séquito del señor Pretendiente.

Saludó Sancho a las señoritas, deseándoles un buen viaje y el feliz
cumplimiento de sus deseos, y despidiose también la vieja con
expresiones de cariño; Demetria y Gracia subieron al carro, y este
emprendió su marcha lenta y sin chillidos por las cuestas de Aloña.
Lo primero que hizo Calpena fue invitar a las niñas a una frugal
cena, y ellas, que con las esperanzas se veían ya menos agobiadas de
su tristeza, no se hicieron de rogar; partido el pan, dieron a su
libertador una rebanada y medio quesito, pues a él tampoco le venía
mal hacer por la vida. Comiendo se arrimó al boyero para trabar
conversación con él y sondearle, pues de su lealtad y buena disposición
dependía el éxito del viaje. Era un vejete forzudo y de pocas palabras,
que hablaba medianamente el castellano; llamábase Gaínza y no parecía
mal hombre; comentando la guerra, expresó la idea de que el país estaba
ya harto de tanta trapisonda, esquilmado por las sacas continuas de
mozos, forrajes, pan y contribuciones. Lo que el país ansiaba era: o
que don Carlos se sentase en el _trono de todo el reino_, o que se
entendiese con su cuñada para reinar los dos _apareados_. No desagradó
a Fernando esta actitud, y sin mostrarse amigo ni enemigo de la Causa,
le recomendó que llevase su carro por los caminos que creyera menos
frecuentados de tropas, así facciosas como cristinas, añadiendo que
le recompensaría con toda largueza si lograba llevar salvas hasta la
sierra a las dos niñas y a su padre enfermo, el cual era un señor muy
pudiente que había venido a Oñate enviado por el rey de Francia para
tratar con don Carlos de asuntos _católicos_, y habiendo cogido un
aire de perlesía, iba en busca de unos afamados médicos de Vitoria
que curaban este mal con aguas frías y calientes. A esto dijo Gaínza,
picando sus bueyes, que él había oído algo de curar el _paralís_ con
_chorros físicos y destemplados_.

—¿Querrá usted creer, don Fernando —dijo Demetria a su caballero de
a pie, cuando este acomodó su paso al del carro, apoyando la mano en
el tablón zaguero—, querrá usted creer que esto poquito que hemos
cenado nos ha sabido a gloria? Hacía tiempo que no conocíamos lo que
era apetito, sustancia ni sabor de nada. Comíamos amargura y bebíamos
nuestras lágrimas.

—Los quesitos son muy buenos, ¿verdad, don Fernando? —dijo Gracia—. Y
los bizcochos, aunque saben a viejo, no están mal... Lo peor es que las
hormigas se me suben por la cara y quieren comerme a mí.

—Ahora que están ustedes tranquilas, todo les sabe bien...

—¡Ay! ¿Ya cree usted que no debemos temer nada? Muy pronto lo dice,
don Fernando. Yo no estoy tranquila. Lo dice usted por animarnos, y
nosotros se lo agradecemos mucho... Mi hermana y yo, mientras usted
hablaba con el viejo del carro, decíamos que si no es por usted no
salimos nunca de aquel infierno... Verdaderamente, señor, no vale con
decirle que nuestra gratitud será eterna, pues ni con eternidades se
paga este inmenso beneficio.

—¡Oh, por Dios, no dé usted valor a un acto tan sencillo, tan
elemental!... El cumplimiento de un deber no merece alabanzas.

—Ahora se hace usted el chiquito... No, no, que bien grande se nos ha
mostrado. ¡Sabe Dios lo que significa para usted el sacrificio de su
tiempo; sabe Dios los perjuicios que le traerá su buena obra! ¿Y quién
me asegura que no le llamaban a usted a otra parte, esta noche misma,
afecciones, compromisos sagrados, qué sé yo...?

—¡Oh, para todo hay tiempo! Lo principal, que era sacarlas a ustedes
de su cautiverio, ya está hecho. Pero aún falta un poquito, Demetria.
Veremos si de aquí al día...

—No me asuste usted. ¿Nos abandonará Dios después de habernos amparado?
No, no lo creo. El corazón me dice que triunfaremos, gracias a usted, a
su firme voluntad y corazón valiente.

—¡Ay! —dijo Gracia temerosa, sacando la cabeza fuera del toldo para
observar el país que atravesaban—. Me parece que fue aquí...

—No, mujer, fue más arriba, mucho más arriba... No me lo recuerdes,
que pierdo otra vez los ánimos y se me renueva el terror de aquella
noche...

—¡Qué...! ¿Les pasó algo en estas soledades cuando bajaban hacia Oñate?

—¡Ay, si aún no le he contado todo! ¡Si nos han pasado cosas terribles,
señor don Fernando! Aún no sabe usted lo mejor, digo, lo peor de aquel
tristísimo caminar en busca de mi padre... No, no fue por aquí, Gracia;
fue en un lugar muy feo y desolado, donde hay cavernas y abismos
espantosos... ¿En qué quedamos de mi relación?

—Cuando se encontraron con _Puche_, y lo socorrió usted...




XXVI


—Y seguimos, sí... Pues ahora es cuando empiezan los grandes desastres.
Poco después de medio día, tuvimos un encuentro con soldados facciosos,
que nos dieron el alto. Afortunadamente, el teniente que les mandaba,
alto, delgadito, era todo un caballero; yo me arrodillé delante de él,
y le pedí por Dios que no nos mataran, contándole después lo mejor
que pude el objeto de nuestro viaje. El hombre se portó hidalgamente.
Siento no recordar su nombre, pues si al fin nos salvamos, quisiera
expresarle mi gratitud. Tratonos con miramiento; nos dio agua, pues ya
estábamos muertas de sed, y no contento con esto, nos acompañó un buen
trecho, diciéndonos palabras consoladoras... Pero, ¡ay!, algunas horas
después, ya cerrada la noche, que era de las más oscuras, nos salen
unos tíos, ¡ay, qué gente, señor don Fernando, qué modales, qué voces,
qué aspecto más de bandoleros que de tropa regular! A lo primero que
dije, tratando de interesarles en favor mío, contestaron con injurias
soeces. Uno de mis criados no supo contener su coraje; pero antes de
que pudiera hacer uso de las pistolas que llevaba, le dispararon un
tiro de fusil, que por fortuna no le ocasionó más que una herida leve
en el brazo. Nosotras nos pusimos a chillar pidiendo misericordia, y
el jefe, o más bien capitán de ladrones, ordenó que no se nos hiciera
daño alguno, siempre que los dos hombres entregaran sus armas y se
dieran prisioneros. Ofuscada yo, vacilante, aturdida, creí que las
mejores razones para convencer a aquellos cafres eran las onzas de
oro, y saqué una culebrina que llevaba en el pecho. Nunca tal hiciera,
pues sin aguardar a que yo les diese lo que me parecía sobrado para
comprar su benevolencia y el paso franco que deseábamos, me quitaron
todo el dinero, y nos llevaron presas... ¡Ay, qué paso, señor mío, qué
horas de angustia por aquellos senderos pavorosos, entre bayonetas y
trabucos, como criminales... las personas honradas y buenas conducidas
ignominiosamente por los salteadores de caminos!... Mi hermana y
yo, enlazaditas del brazo, obligadas a llevar el paso presuroso de
aquellas bestias con humana figura, rezábamos; todo el camino lo
pasamos rezando, hasta que al amanecer de Dios, amanecer más triste que
la más negra noche, entrábamos por la plaza de Oñate, y caíamos muertas
de cansancio en las baldosas de la casa de Ayuntamiento, en una cuadra
lóbrega, donde nos encerraron como a fieras dañinas... ¡Ay, no puedo
seguir contando, porque se me nubla la esperanza, la alegría de esta
escapatoria!... Luego seguiré... ¿En dónde estamos? ¿Hemos avanzado
mucho? ¿Traspasaremos la cordillera antes de rayar el día?... ¿No nos
saldrá otra partidita de realistas salteadores?...

Agotó Fernando los recursos de su palabra para darle alientos y
desvanecer sus inquietudes, demostrándole, hasta donde esto demostrarse
puede, que así como los males vienen siempre encadenados, tirando unos
de otros, al iniciarse el bien vienen asimismo de reata y en creciente
progresión los sucesos favorables. La ley de este fenómeno se esconde a
nuestra penetración; pero su existencia misteriosa revélase a todo el
que sabe vivir por duplicado, esto es: viviendo y observando la vida...
En esto la pobre Gracia, rindiendo al cansancio su endeble naturaleza,
se quedó dormidita, reclinada junto al cuerpo de su padre, que
reposaba en un tranquilo sueño. Manteníase Demetria muy despabilada,
insensible a la fatiga, atenta a los accidentes del país agreste, a
los ruidos próximos y luces lejanas, y por más que Fernando al descanso
la incitaba, no pudo obtener que se reclinara para descabezar un
sueñecillo. Transcurrido un rato sin que ninguno de los dos hablase,
dijo Demetria:

—Voy completamente entumecida, y no puedo entrar en calor. Si a usted
le parece, bajaré: necesito ejercicio.

Parado un momento el carro, se apeó de un brinco la viajera, y
siguieron ella y Fernando a pie larguísimo trecho, a ratos delante de
los bueyes, a ratos detrás.

—¿De modo que los cuatro quedaron presos en el Ayuntamiento? —preguntó
Calpena deseando conocer todas las desventuras de sus protegidas.

—No señor; a mi hermana y a mi nos llevaron en seguida a la Caridad,
por no haber en Oñate cárcel de mujeres, y nos pusieron en aquel
cuartito donde usted nos ha visto. Los dos criados quedaron allá. El
paso de nuestra separación fue por demás doloroso, como comprenderá
usted; al vernos apartadas de nuestros leales servidores, el cielo
se nos caía encima. Florencio y Sabas fueron conducidos al día
siguiente a Tolosa, donde los carlistas organizan un batallón con los
penados, prófugos y toda la gente advenediza que cae en su poder, así
extranjeros como castellanos, sin diferencias de edades ni talla. Eso
he podido averiguar, pues a mis dos servidores no les he vuelto a ver,
ni he sabido nada de ellos... ¿Ve usted cuánta desdicha? ¿No era esto
para desesperarse y desear la muerte? ¡Y con tantos golpes, nosotras
siempre confiadas en Dios, sacando de nuestra propia tribulación
energía para salvarnos y salvar a nuestro infeliz padre! Cualquiera
se habría rendido a la adversidad, viéndose como yo me veía, presa y
sin ningún amparo, en pueblo desconocido, donde todos eran enemigos,
y nos habían tomado por mujeres malas, de esas que merodean en los
ejércitos de uno y otro bando. ¿Cómo disipar esta mala idea? ¿Cómo
hacerles comprender quiénes eramos y quién era mi padre? ¿Creerá usted
que pasaron dos días sin tener conocimiento de la suerte del infeliz
prisionero, casi convencidas ya de que nos lo habían fusilado?

—Es verdaderamente horrible —dijo Fernando con inmensa compasión—.
¿Pero no contaba usted con algún conocimiento, con relaciones en ese
maldito pueblo?

—Verá usted: en aquel conflicto teníamos puesta toda nuestra esperanza
en un señor que sabíamos ocupaba en la corte de este rey una elevada
posición: don Fructuoso Arespacochaga... ¿Le conoce usted?

—No señora. Entre las personas que he visto aquí no recuerdo a ese
sujeto.

—¡Cómo le había de ver, si no está! Pues mis carceleros, gente mala
y suspicaz, después de un día de lucha, me permitieron escribir a
don Fructuoso. Es el tal de Vergara, si mal no recuerdo; solía pasar
temporadas en Laguardia, donde tenía intereses; mi padre y él se
hicieron muy amigos, y juntos iban de caza. Creía yo que con decirle
mi nombre y el de mi padre bastaba para que tuvieran término pronto y
feliz las calamidades que nos afligían. La ansiedad con que esperábamos
la vuelta del que llevó la carta ya puede usted figurársela. Cada vez
que sentíamos pasos en la escalera creíamos que subía don Fructuoso.
¡Ay, qué dolor, qué abatimiento cuando nos llevaron la noticia de
que le habían mandado a Viena o qué sé yo adónde, con una misión
diplomática!... ¿Le parece a usted?... ¡Misión diplomática! Hasta los
gatos quieren zapatos.

—Pero, por Dios, ¿no quedaba en Oñate alguien de la familia de ese don
Fructuoso?

—Sí, señor..., por lo cual verá usted que no estábamos enteramente
dejadas de la mano de Dios. Mi carta fue a parar a manos de un señor
Ibarburu...

—¿Clérigo...?

—Y empleado en lo que llaman aquí el ramo de... no sé qué.

—De Gracia y Justicia... Le conozco: hemos sido compañeros de vivienda.
Es un capellán joven, con gafas, hablador, bastante fatuo.

—El mismo, sí señor: muy redicho, de una amabilidad empalagosa, de
estos que se oyen y se felicitan cuando hablan... Pues fue el capellán
a vernos, y nos dijo que, encargado por don Fructuoso de todos los
asuntos de este, deseaba servirnos en lo que de él dependiera, siempre
que no le pidiésemos cosa alguna en detrimento de la santísima Causa
que defendía. Con todas estas rimbombancias y otras que no recuerdo
nos hablaba el señor aquel, más fino que cariñoso, dejando entrever su
egoísmo en sus actos de cortesía.

—No sé qué es peor, Demetria —dijo Fernando nervioso—, si tratar con
bandidos o con fatuos, intrigantes, como ese clérigo.

—¡Ay! no diga usted eso, no: que el señor capellán, con toda su vanidad
seca, nos sirvió. Gracias a él logramos ver a mi padre, tenerle a
nuestro lado. Pudo hacer más de lo que hizo; pero hizo bastante: por
mediación de él, Dios, si no puso fin a nuestras desgracias, las
alivió, quitándoles crudeza. ¡Ay, sí! Mucho tenemos que agradecer al
señor Ibarburu, por cuyo valimiento en la corte alcancé la altísima
honra, ¡pásmese usted!, de ser recibida en audiencia por Su Majestad
el rey don Carlos V... ¡Qué! ¿Se ríe usted?... ¡Pero si las cosas
que nos han pasado, todo en el breve término de dos semanas, pues
no ha transcurrido más tiempo desde que salimos de casa, son tales,
que con ellas se podría escribir un libro!... Sucesos tristes,
tristísimos, enlazados y contrapuestos con lances graciosos; horrores
y tragedias por un lado; mil ridiculeces por otro: todo esto ha sido
mi vida en tan breve tiempo. A usted le habrá pasado, leyendo libros
de entretenimiento, que todo le parece mentira, exageración de los
que escriben tales obras; y recreándose en aquellos lances tan bien
urdidos, no les da crédito... Yo he pensado lo mismo; pero ya no,
ya no; creeré cuanto lea, y aún me parecerá pálido todo el cúmulo
de desdichas y calamidades entretejidas que a veces nos ponen, para
cautivar nuestra atención y hacernos sufrir y gozar, los autores de
novelas. No, no: ya sé yo que la vida sabe más que los autores, y lo
inventa mejor, y más doloroso, más intrincado, y con más sorpresas y
novedades.

—Muy bien. La realidad tiene más talento que los poetas.

—Y más..., ¿cómo dicen?

—Más inspiración.

Oyeron voces, y la inquietud les cortó el sabroso diálogo. Pero los
que venían eran gente de paz: dos muchachos y una vieja que bajaban
con leña. Interrogados en vascuence por Gaínza acerca del avance
de las tropas de Córdova, respondieron los leñadores que no habían
visto sombra de cristinos en aquellas cañadas. Por referencia de unos
carboneros sabían que más arriba de Aránzazu, como a dos tiros de
fusil, la partida carlista de _Basurde_ se había tiroteado al anochecer
con las avanzadas de Espartero, teniendo la partida que correrse hacia
la sierra de Elguea. Y nada más. Buenas noches.

—Verá usted —dijo Demetria a Fernando— cómo no nos amanece sin algún
mal encuentro, que sería la segunda parte de aquel famoso que le he
contado a usted. Si Dios dispone que cuando creemos tocar la salvación,
perezcamos, cúmplase su santa voluntad.

Para despejar de temores aquel noble espíritu, Calpena se mostró
alegre, confiado, asegurando que el reciente triunfo de Córdova habría
limpiado de facciosos el país que recorrían. Como soplaba un airecillo
picante, y andado había ya más de un cuarto de legua a pie por suelo
tan desigual, Demetria volvió al carro, encontrando a su hermana como
un tronco, y a su padre despierto. Ocasión era, pues, de darle algún
alimento. Fernando mandó parar. Incorporaron al enfermo; diéronle
pedacitos de pan, queso y bizcocho, que comió con ansia, y encima
traguitos de vino. Dejábase manejar don Alonso sin oponer resistencia a
nada de lo que con él hacían, como hombre que ya hubiera entregado a la
muerte la mayor parte de su ser, y paladeando el vino que su hija en un
vaso le ponía en los labios, decía cada vez que tomaba resuello:

—¡A casa!

—Sí, padrecito querido, a casa... Me parece que ya es tiempo, ¡Ay, casa
querida! Ahora..., a dormir otro poquitín.

Y tendido nuevamente en su lecho de yerba, zarandeado por los
traqueteos del vehículo, siguió repitiendo:

—¡A casa!...

No decía más, ni sabía decir otra cosa, porque la parálisis le iba
quitando gradualmente, por zonas, sus energías y facultades, ideas,
memoria, palabras; de estas quedábanle ya muy pocas. Observando que a
cada instante ladeaba la cabeza a una parte y otra, y que se llevaba al
pecho la única mano de que disponía, su hija, inquieta, le preguntó si
sentía alguna molestia o dolor. El denegó con la cabeza, respondiendo
tan solo:

—A casa...

Luego pareció más sosegado; cerró los ojos.

—Duérmase, padrecito, descanse. Ya somos felices..., ya hemos salido de
aquel purgatorio.

Inmóvil, aletargado, aún dijo tres veces:

—¡A casa!




XXVII


Condolíase Demetria de que su caballero salvador tuviese que echarse
a pechos, a pie, los empinados y ásperos vericuetos por donde iban,
sin tomarse ningún descanso ni dormir siquiera un par de horas; pero
Fernando le aseguró estar muy acostumbrado a pasar malos días y peores
noches, encareciendo la urgencia de ganar tiempo y zafarse pronto de
la peligrosa divisoria entre la España de don Carlos y la de Isabel.
Reanudó entonces Demetria la historia de sus _dos semanas_, refiriendo
que la causa de que el señor Ibarburu no pudiese resolver el conflicto
de la familia de Castro fue una inesperada complicación, que parecía
obra del mismo demonio. Por aquellos días fue descubierto un complot
para matar a don Carlos. Un desalmado catalán que había pertenecido a
la Compañía de Jesús, de la cual le expulsaron en 1819, que después
sirvió en el ejército carlista, y fue condenado a muerte por intento
de vender al enemigo una compañía, logrando salvar la pelleja con una
audaz escapatoria, entró en Guipúzcoa por Alsasua, con dos mujeres
jóvenes que vendían baratijas. Proponíase quitar de en medio a don
Carlos. Delatado y cogido cerca de Oñate, le llevaron codo con codo
a la cárcel de Vergara, y se empezó a formar una causa en que los
señores del Consejo de Guerra quisieron sin duda lucirse, complicando
en ella a toda persona desconocida que a la sazón aportara por allí.
La coincidencia diabólica de que el presunto asesino se llamase Juan
Díaz, y José Díaz el compañero de don Alonso; la también endiablada
circunstancia de que este, en su triste locura, no hablase más que
de resolver la cuestión dinástica, cuerpo a cuerpo, entre él y don
Carlos, en el campo del honor, fue parte a que metieran al pobre don
Alonso y al cuitado de Díaz en aquel embrollo, no pudiendo eximirse
de culpabilidad las pobres niñas, como hijas del Castro, _según
declaración propia_, y sobrinas, _según indicios_, del Díaz. Gracias
que el señor Ibarburu, única persona que las amparaba, no creía en tal
complicidad, y cediendo a los ruegos de la valerosa joven, gestionó que
don Carlos la concediese el honor de recibirla en audiencia.

Dos días fueron empleados en este negocio, desplegando Ibarburu toda
la solicitud que su egoísmo le permitía. Aconsejó a Demetria que tanto
ella como su hermana confesasen y comulgasen en la capilla de la
Caridad, pues les convenía dar público testimonio de su catolicismo
y devoción, encomendándose además a la Virgen de los Dolores, abogada
de los que sufren persecución de la justicia, patrona santísima de la
Causa y Generala de sus ejércitos. Insistía Ibarburu en recomendar
esta demostración religiosa, porque Su Majestad, monarca muy atento a
las conciencias de sus vasallos, se enteraba de quién cumplía y quién
no cumplía con Dios en el naciente reino. Gozosas se apresuraron las
dos niñas a seguir el consejo del capellán, en lo cual satisfacían
un deseo vivísimo de sus piadosos corazones, y al día siguiente fue
Demetria a la audiencia, el alma llena de zozobra, avergonzada del
deterioro en que se hallaba su traje, sin recursos para vestirse como
le correspondía por su posición. A pesar de esto, rechazó la oferta que
le hizo una señora presa de facilitarle un vestido de merino azul, pues
prefería ir mal a ponerse ropa prestada.

—¡Ay, qué cosas, qué incidentes, señor don Fernando! La pobre señora se
empeñó en peinarme a la moda y en ponerme sus peinetas, y no sabe usted
el trabajo que me costó evitarlo sin que se ofendiera.

Recibió don Carlos a Demetria momentos antes de salir para Elorrio.
Hallábanse junto a él en la Real Cámara (una sala destartalada, muy
fea, con cortinas amarillas y unos cuadros grandes de pasajes de la
Biblia), dos señores muy estirados, uno de los cuales entendió Demetria
que era el señor Erro; el otro, eclesiástico rudo y agreste, como un
tronco sin descortezar, debía de ser el señor Echevarría; mal gesto,
ojos suspicaces. Más que su turbación pudo en el ánimo de Demetria el
grave anhelo que llevaba a _las gradas del trono_, el martirio de su
padre inocente, y arrodillándose delante de la pretendida Realeza,
expuso con claridad y modestia su cuita. Don Carlos, en pie, la
mandó levantarse, dándole a besar su real mano, y se mostró benigno,
sin abandonar la tiesura y frialdad de rostro estatuario que le
caracterizaban. Hombre de buenos sentimientos en lo que no tocara a
sus derechos y pretensiones, los manifestaba con austeridad, parco en
palabras cariñosas:

—Ya se dispuso —dijo— la suspensión de la sentencia, y hoy he mandado
que el preso sea trasladado de la cárcel a la Caridad, donde podrán
cuidarle sus hijas. Su estado mental exige asistencia médica... Pero
no estará libre de responsabilidad hasta que informen los facultativos
acerca de si es o no fingida su locura, que todo puede ser...

Atreviose la joven a exponer tímidamente una opinión respecto al
carácter de su padre, refractario a la mentira. Pero Carlos V, oyéndola
con benevolencia, agregó que no insistiera sobre aquel punto, pues
harto había conseguido, y, ante todo, él tenía que cuidar de que se
cumplieran las leyes. En esto de cumplir las leyes puso un acento de
convicción honrada, candorosa, señal de que estaba el buen señor con
las leyes como chiquillo con zapatos nuevos, cosa muy natural en estos
reinados de creación repentina. Y no hubo más: salió Demetria, si no
enteramente satisfecha, consolada en su grande aflicción. Aquella misma
tarde tuvieron las niñas de Castro el inmenso gozo de abrazar a su
padre.

—Pero, ¡ay!, señor don Fernando: nuestro gozo fue muy incompleto,
muy amargado por la realidad, pues aquel hombre que estrechábamos en
nuestros brazos, que besábamos con delirio, no era ya más que una
sombra de nuestro padre. Un ataque de perlesía que en la prisión le
dio, no sabemos en qué fecha, le tenía como usted le ve, sin vida más
que en la mitad de su cuerpo, y esa tan débil y mermada, que tememos
llegue a extinguirse cuando menos se piense: la inteligencia limitada a
un corto espacio de ideas; estas muy apagadas; la palabra balbuciente,
reducida a unos cuantos términos que repite sin cesar. ¡Dios mío, qué
lastimoso cuadro! ¿Y será posible que Dios nos conceda, siquiera como
compensación de tan atroz martirio, que logremos con nuestros cuidados,
ya que no volverle la salud y la vida, al menos mejorarle, conservarle
algún tiempo para nosotras, para su familia y para sus amigos?

—Sí, Demetria —afirmó Fernando sin creer lo que decía—: el hogar
propio, el ambiente doméstico, hacen prodigios en estas dolencias.
Tenga usted esperanza, convénzase de que Dios le ha de conceder al fin
muchos bienes en desquite de tantos males..., que parecen injustos,
arrojados sobre estas cabezas inocentes... Dígame usted otra cosa: ¿y
Díaz?

—A ese infeliz no le han soltado. En la cárcel está, según dicen, _a
las resultas_, y sabe Dios hasta cuándo durará su martirio.

—Con tiempo y buenas relaciones, créalo usted, gestionaremos para que
le den libertad... Supongo, Demetria, que con el último pasaje de su
historia ha puesto usted punto final a sus desdichas...

—¡Oh, no, todavía hay más, mucho más! No sigo por no cansarle, que
esto ha de agobiar el espíritu del que lo oye, como agobia el de quien
lo recuerda. No me pida usted más tristezas... Procuremos confortar
nuestras almas con la esperanza; olvidemos..., miremos al mañana,
pensando que el mañana será hermoso... ¿Qué hora es?

—La una.

—¡Oh!, pronto será de día... En esta temporada tristísima, he
aprendido, con ayuda de los insomnios, a leer en el cielo la hora en
que principia el día. A las tres y media ya clarea el horizonte; a las
dos cantarán los gallitos, y luego de tres a cuatro. Por aquí no hay
gallitos que le digan a una la hora.

—Más adelante los oíremos; descuide usted. Paréceme, Demetria, que
tiene usted un sueño que no se lo merece. Recline la cabeza en el
toldo, y duerma un poquito. Yo voy al cuidado de todo.

—Sí que intentaré descabezar un sueñecito; pero si canta algún gallo,
despiérteme: quiero oírlo.

—Bueno, bueno; a dormir hasta que cante el gallo.

Durmiose Demetria profundamente, y a la media hora despertó Gracia
sobresaltada. Creyó Fernando que la oía llorar, que la oía quejarse.
Acercose.

—Gracia, ¿qué ocurre, qué le pasa a usted?

—¿Dónde está mi hermana? —dijo la pequeña con gran azoramiento y
aflicción—. Padre está muy malo... ¿En dónde está mi padre?

—Pero si ahí le tiene usted dormidito, y tan sosegado.

—No..., le toco y no le siento... Yo he visto a mi padre muy malo, yo
le he sentido decirnos adiós.

—Vamos, un mal sueño, Gracia, una pesadilla. Dormía usted con una
postura muy molesta.

Despertó a las voces la otra hermana, y con aquel terror que la
costumbre de sus desventuras solía dar a su acento en ocasiones
críticas, preguntó qué ocurría: ¿Venían ladrones, partida volante,
carceleros del rey?

—Padre está muy malo —dijo Gracia llorando—. He visto que está muy
malo... Yo me creía dormida; yo no sé si estaba despierta..., pero
padre no puede mirarnos ya...

—¿Cómo habías de ver en esta oscuridad? Por Dios, me pones en zozobra
—dijo Demetria, acudiendo a examinar al enfermo y acariciándole el
rostro.

En esto don Alonso movió ligeramente la cabeza, y sin abrir los ojos
pronunció bien claro y distinto su invariable tema:

—¡A casa!

—¿Ves, Gracia, cómo no hay ninguna novedad? Pero no estoy tranquila,
no sé por qué... Paréceme que se enfría un poco. Arropémosle mejor.
Quítate de ahí, Gracia, pásate a este lado... ¡Ay!, con estos balances,
no podemos. Fernando, hágame el favor de mandar parar un momento... Yo
me paso ahí, me siento en la delantera de modo que pueda poner sobre mí
la cabeza de padre... Pásate tú aquí... ¡Ay, canta un gallito!... Don
Fernando, ¿lo ha oído usted?... ¡Que me gusta!... Son las dos.




XXVIII


Colocáronse las dos señoritas en la disposición ordenada por Demetria,
y emprendida de nuevo la marcha, no recobró la valerosa doncella
su tranquilidad. Oía la respiración de su padre más bronca que de
ordinario, como si sufriera presión muy fuerte o cerramiento de la
garganta.

—¡A casa, sí, a casita! —le dijo para animarle.

Y no obteniendo contestación, añadió:

—Padrecito, le vamos a dar una sopita en vino; mandaré parar para que
la tome con descanso... ¿Quiere que le incorporemos? Se aburre, ¿no
es verdad?, de tanto tiempo tendido a lo largo. ¿Se atrevería mi
padrecito a fumarse un cigarro, que le encendería este caballero que
nos acompaña, que nos guía, que nos ha sacado de la cautividad de Oñate?

Don Alonso no se movía ni daba acuerdo de sí. Esperó Demetria un ratito
más, y de pronto se oyó como un gran suspiro, que al salir a los labios
permitió la articulación tenue del invariable «a casa».

En los breves ratos en que la atención de Calpena quedaba libre del
cuidado de las simpáticas niñas y de su infeliz padre, se abstraía,
metiéndose en la contemplación de sus propias tristezas. Veía la
gallarda figura de Negretti; oía su palabra severa y franca; las calles
y casas de Bermeo tomaban apariencias de realidad en su mente, y allá,
en los cantiles batidos por el oleaje cantábrico, se le representaba
de continuo la persona de Aura, melancólica, como imagen de la poesía
osiánica, que une sus lamentos al mugido de las tempestades. Guardada
en su alma, como en el sagrario la custodia, la pasión de Aura, le
tributaba culto respetuoso y mudo, anhelando acercarse pronto al objeto
de su devoción, y verlo y adorarlo, aunque se interpusieran cristales
tan opacos como el señor Negretti y su esposa doña Prudencia. En
esto pensaba, cuando sintió rebullicio en el carro. Gracia chillaba,
Demetria dijo con voz angustiosa:

—Don Fernando, por Dios, venga usted...

Parados los bueyes, Calpena subió; mas en la oscuridad no pudo hacerse
cargo de nada. Demetria decía que el enfermo había perdido el habla
en absoluto, pues notó en él esfuerzos inútiles para articular alguna
palabra. Gracia, besando el frío rostro de don Alonso, decía:

—Yo te aseguro que así, puestas cara con cara, le oí decir: «a casa»;
pero tan bajito lo dijo, que nadie más que yo pudo oírlo.

—Mi padre está muy malo, mi padre se muere —dijo Demetria con la
entereza que le daba el hábito del infortunio—. Don Fernando, haga
usted el favor, tómele el pulso; yo no se lo encuentro. ¡Dios mío, esta
oscuridad! ¿En dónde estamos? ¿Hay cerca de aquí alguna casa donde
puedan prestarnos socorro?

Buscó Fernando inútilmente señales de vida en las dos manos del señor
de Castro, y no las encontró. En sus sienes no percibió ni un vago
latido.

—¿Y el corazón? —dijo ansiosa la hija mayor.

Pensó el joven engañarla; pero ¿a qué tales supercherías en situación
como aquella, excepcional, de las que reclaman verdad y valor? Los
consuelos caritativos habían de ser tan poco duraderos, que valía más
afrontar la dolorosa certidumbre.

—Pues... el corazón..., la verdad, no lo siento... ¡Carretero! ¿Dónde
estamos? ¿Hemos pasado de Aránzazu?

Dijo el guipuzcoano que el monasterio quedaba allá, a la izquierda,
pues había tomado por un atajo para cortar camino y evitar el paso por
lugares poblados...

—¿No hay allí monjes?

—¡Qué ha de haber, señor! No hay más que ruinas. Hace dos años, el
general Rodil, cuando vino a Oñate con tantos miles de hombres, cogió
presos a los frailes y mandó pegar fuego al convento. Yo le vi arder
por los cuatro costados.

Diciendo esto, oyose el canto de un gallo hacia la parte donde el
carretero señalaba las ruinas.

—Pero ahí vive gente... Oiga usted..., canta un gallo..., y otro.

—Sí señor, gente hay: pastores y carboneros miserables de estos montes,
que en las ruinas han hecho sus albergues al amparo de los muros que
quedan, y aprovechando las bóvedas que no se han caído.

Como añadiese que en un par de leguas a la redonda no había pueblo, ni
aldea, ni más viviendas que las de los infelices que se aposentaban en
Aránzazu, mandó Calpena guiar hacia el destruido convento. La noche
cerrada, el húmedo frío, la aflictiva situación de los viajeros, con la
inmensidad oscura delante de sí y la muerte entre sus brazos, eran para
humillar los ánimos más valerosos. Acertado fue dirigirse en busca de
seres humanos, aunque estos fueran los más pobres y humildes: alguna
puerta hospitalaria se les abriría; verían rostros compasivos... En
aquel trayecto, más que ninguno lento y fatigante, pues el carro no
pudo descender sino dando un largo rodeo por sendas inverosímiles,
las niñas lloraban silenciosas, encalmadas en la hondura de su pena
con resignación sublime. Si Gracia manifestó esperanzas, Demetria
no, afirmándose en la seguridad de que Dios les mandaba apurar hasta
el fin las amargas heces del cáliz. Fernando no les decía nada. ¡Ni
qué había de decirles! Aseguró Gaínza, cuando ya estaban cerca, que
los habitantes de las ruinas abandonaban sus madrigueras antes del
día, para ir al trabajo. Por fin detúvose el carro ante la masa negra
del incendiado monasterio: no se sentía ruido alguno que anunciase
la proximidad de seres vivos, como no fuese el cantar de gallo, que
resonaba dentro de los muros. El único consuelo que Calpena pudo dar a
las pobres niñas fue anunciarles el día, y como si quisiera apresurar
el amanecer con su deseo, aseguro que se iniciaba por oriente la dulce
claridad del alba.

Gaínza y don Fernando dieron fuertísimos golpes en el portalón que
delante tenían, sin que nadie respondiera, ni se oyese rumor alguno.
La parada junto a las ruinas en espera de alma cristiana a quien pedir
socorro fue un siglo para el caballero y las dos damitas. Estas rezaban
atribuladas, y con más dolor que miedo contemplaban el misterio inmenso
de la muerte, explorando con los ojos del espíritu los espacios que
tras de ese misterio señala la convicción... Por fin, al apremiante
llamar de los viajeros, respondió una voz cascada y lúgubre. Poco
después se abrió la puerta. Dirigiose Calpena al que abría, anciano
de alta estatura, venerable hermoso, vestido con pobreza, pero sin
andrajos, y en pocas palabras elocuentes le informó del doloroso caso
que motivaba la petición de auxilio tan a deshora. El viejo entendía
el castellano, pero no lo hablaba. Ayudado por el carretero, logró
que se enterara Fernando de estas sinceras manifestaciones: él era
muy pobre, y no podía ofrecer a los viajeros más que un rincón del
claustro en que con vigas medio quemadas y pedazos de cascote se había
compuesto un humildísimo albergue donde vivía con su mujer. Pero en el
mismo claustro había viviendas mejores, y hasta cómodas, habitadas por
familias menos pobres que el que hablaba, y allí seguramente podrían
encontrar los señores su remedio. En esto apareció una mujer con un
farol, que no fue poca suerte para Calpena, pues no sabía por dónde
andaba en aquella lobreguez, y tras la mujer presentose un hombre, no
tan viejo como el anterior, con un capote por la cabeza, figura que
al pronto imponía miedo. Lo mismo que había dicho antes, repitiolo el
joven con mayor vehemencia, y no tardó en oír palabras de consuelo.
Ofreciéronle aquellos desdichados cuanto tenían, y le mostraron su
casita, hábilmente construida en el coro bajo de la iglesia, la única
parte del edificio totalmente respetada por la catástrofe. Al punto
salió Fernando a comunicar a las pobres viajeras su hallazgo y el plan
que imaginó rápidamente ante los apuros de aquel caso inaudito.

—Demetria, lo más urgente es que ustedes entren, y descansen, y
se repongan de tanta ansiedad y pena tan grande. Hay aquí gentes
bondadosas, caritativas, que no desean más que amparar a los
desgraciados. Adentro pues, y mientras ustedes se tranquilizan, estos
buenos amigos y yo veremos qué remedios debemos aplicar a don Alonso.

Oyó esto Demetria con el respeto que su favorecedor le merecía; mas no
hizo ademán de moverse del lado de don Alonso, pues aunque tenía el
convencimiento de que era cadáver, hay lazos que ni en las ocasiones de
necesidad suma pueden romperse fácilmente.

—No quisiéramos separarnos de nuestro pobre padre; pero pues usted
lo cree preciso, y así nos lo manda, obedecemos, que aquí no hay más
voluntad que la de nuestro salvador.

A pesar de esta demostración, costó trabajo sacarlas del carro.
Abrazadas al inanimado cuerpo, no se hartaban de besarle.

—Vamos. Yo acompaño a ustedes, y luego me vuelvo aquí —dijo Fernando
por decir algo, que en tal situación no hay frase que sea oportuna, ni
consuelo que no resulte una tontería.

Gracia se desmayó al bajar, y en brazos hubo de llevarla Gaínza;
Demetria, agarrándose con mano convulsa al abrigo de su libertador,
y apretándose el pañuelo contra la boca, le seguía con paso lento.
De este modo entraron en el claustro, y precedidos de la mujer que
alumbraba, llegaron a la vivienda labrada en el coro, la cual en su
pobreza no carecía de acomodo. Los vetustos muebles revelaban en sus
remiendos y composturas una mano habilidosa.

Lo primero que hizo Demetria al entrar en aquel tugurio, fue ponerse
a rezar de rodillas sobre un ruedo de estera, y lo mismo hizo Gracia,
cuando volvió de su desvanecimiento.

—Sí, sí —les dijo Calpena—, recen un ratito. Aunque no lo parece, aquí
están en la iglesia. Vean estos machones de sillería gótica. Por allí
aparecen los pies de un santo, y en aquella otra parte asoma una cabeza
con nimbo.

En esto salieron de un cuchitril próximo dos preciosas chicuelas
que se brindaron a servir a las señoritas en todo lo que se les
mandase. Llegaron luego otros vecinos, un matrimonio joven, dos viejas
muy despabiladas, y todos se mostraron sinceramente caritativos,
misericordiosos.

Cuando ya aclaraba el día, salió Fernando acompañado del dueño de la
covacha, hombre obsequioso, alavés fronterizo de Burgos, que hablaba
perfectamente el castellano, y mostraba conocimiento práctico de mil
cosas diversas. Examinaron el cuerpo del infeliz don Alonso; reuniose
allí todo el vecindario con el propio objeto; de la inspección de unos
y otros resultó la tristísima verdad de que el señor estaba muerto,
y la opinión de que el fallecimiento había ocurrido dos o tres horas
antes. Sin ninguna duda respecto a la muerte, lo primero en que pensó
Fernando fue en disponer que se diese a las niñas algún alimento, y
ofreciendo recompensar con largueza los servicios que en tan crítica
situación se les prestaran, mandó a sus aposentadores encender lumbre
y preparar lo que tuviesen, con la mayor prontitud posible. Entró de
nuevo en la casucha, donde pensaba que era indispensable su presencia.
Aunque Demetria, perdida toda esperanza, se abrazaba a la resignación,
le miró a la cara, atenta a las impresiones de él para modificar o
sostener las suyas. Pero el rostro del caballero solo expresaba un
dolor calmoso.

—No necesita usted decirnos que somos huérfanas... Ya lo sabemos...
Pero aunque lo sepamos y usted nos lo diga, yo lo dudo..., no puedo
creerlo..., no, no es verdad: mi padre vive.

Y se lanzó como una loca fuera del cuarto, antes que pudieran
sujetarla. Juzgó Calpena inconveniente que por sí misma se cerciorase
de la tremenda verdad, y corrió tras ella; no quería llevarla, y la
llevó, sintiéndose sin autoridad para impedir escena tan aflictiva.
Tuvo ánimo Demetria para examinar el rostro del que fue don Alonso,
para besarle una y mil veces cara y manos, y no perdió el conocimiento
ni la firmeza de su alma, hecha sin duda para los grandes empeños de
la vida. Con dificultad apartáronla del carro, que había venido a ser
lecho fúnebre, y volvió por su pie al mísero albergue donde había
dejado a su hermana vencida del dolor...

—Somos huérfanas —le dijo, abrazándose las dos estrechamente—; somos
huérfanas, Dios no ha querido que entremos en casa con nuestro padre.

Ninguno de los presentes dejó de poner de su parte cuanto le inspiraba
la compasión para calmar tanta pena. Palabras tiernas, ofrecimientos de
proporcionar a las señoritas descanso, comodidad, alguna distracción,
todo lo agotaron aquellos infelices. Reunido lo mejor de cada casa,
arreglaron dos camas bastante bien apañaditas para que las huérfanas
descansasen.

—Al entrar aquí —le dijo Fernando a Demetria—, aseguró usted que me
obedecería. ¿No fue así? Pues bien, empiezo a usar la autoridad que se
ha dignado darme, y con ella dispongo que no se ocupen ustedes más que
de reparar sus fuerzas en la medida que sea posible. Yo me encargo de
todo, y sabré cumplir cuanto me ordenan la ley de Dios y la conciencia
de mi deber.

—Sé que mejor que nosotras mismas sabrá usted disponer lo que aún
falta. No es fácil que descansemos; sí lo es que tengamos confianza
plena en la disposición, en la inagotable caridad de nuestro salvador.

—No merezco ese nombre. Soy su criado: en esta ocasión me glorío de
serlo, y en ello tengo mucha honra.

—Criado, nunca. Mirándole como amigo, como protector de mi familia
en tan terrible ocasión, estas pobres huérfanas ruegan a usted que
se sirva dar cumplimiento a las resoluciones que voy a manifestarle.
Dios ha querido afligirnos hasta el extremo de arrebatarnos la vida de
nuestro padre en lugar tan desamparado. Ni hemos podido disponer de
un médico que le asistiera moribundo, ni, muerto, podemos tributar
a sus pobres restos la asistencia religiosa. No hay aquí, ni en los
contornos, sacerdote alguno, y mi buen padre ha de ser sepultado sin
las oraciones de la Iglesia, que no faltan al último de los mendigos.
Imposible también llevarle con nosotras, por la larga distancia y
por dificultades materiales superiores a nuestro deseo. Por tanto,
es nuestra voluntad que se dé tierra a mi padre a la hora que usted
disponga y en el lugar que designe, que bien podrá ser la cripta o
panteón de los frailes de este monasterio. Bien señalado por usted el
lugar de la sepultura, nosotras nos cuidaremos, en el plazo consentido
por las leyes, de trasladar estos queridos restos al enterramiento de
la familia en Laguardia. Asimismo hacemos voto solemne de socorrer a
las humildes personas que nos han dado asilo y amparo en trance tan
horrible. Dios ha querido que nuestro padre, en vida poderoso y rico,
haya terminado sus días en medio de los seres más pobres, entre los
pequeños, entre los desgraciados; que en su muerte no reciba honores
mundanos ni religiosos; que su sepultura sea la misma humildad, la
suma pobreza. Así acaban las grandezas humanas, y con estas lecciones
nos dice el Señor que no somos nada. Pues bien: no por vanidad, sino
por efusión de nuestras almas, mi hermana y yo ofrecemos que si
llegamos a Laguardia con vida y salud, estos pobres, a cuya cristiandad
confiamos el cuerpo de nuestro padre, serán socorridos en lo que les
reste de vida. El que hoy viva de limosna, no tendrá que pedirla
más. Nosotras les agregamos a nuestra familia, y cuidaremos de que
tengan pan y vivienda segura. Estos son los honores fúnebres que las
pobres huérfanas tributan al noble caballero cristiano don Alonso de
Castro-Amézaga.




XXIX


Oyeron todos los presentes con emoción muy viva las sentidas
demostraciones de la infeliz doncella, y don Fernando se cuidó de
rodear a las que llamaba sus amas de las comodidades posibles en la
morada de los _Peciñas_, que este era el nombre de los carboneros
dueños de aquel escondrijo. Confinándolas dentro de él, sin permitirles
salir, para obligarlas más al reposo, se ocupó en disponer, de acuerdo
con los habitantes de las ruinas, el sepelio de don Alonso, el cual
se efectuó por la tarde en la cripta que bajo la iglesia servía de
enterramiento a los franciscanos. En espíritu asistieron Demetria y
Gracia a estos actos, tan penetradas de ellos como si los vieran con
sus ojos, y tan confiadas en don Fernando para tan tristes diligencias
como en persona de la familia. Por la noche les fue servida una pobre
cena; tratando de la continuación del viaje, manifestó Demetria que
por su gusto se detendría un día más en las ruinas, como un tributo de
presencia a las caras cenizas de don Alonso, y el caballero lo aprobó
sin reparo, pues así era mayor el descanso de las huérfanas. Dos días
pasaron allí, y a la segunda noche se dispuso todo para continuar
de madrugada. Gaínza recibió de Calpena aumento de lo estipulado,
comprometiéndose a llevarles hasta el primer puesto de tropas
cristinas. La despedida fue tiernísima, y los pobres habitantes de los
tugurios les vieron partir con duelo y emoción. A Gracia la venció
la pena; a Demetria no, porque los repetidos sufrimientos habíanla
enseñado a soportar con cristiana entereza los males que humanamente no
tenían remedio.

Despejose el cielo a poco de amanecer, anunciándoles un buen día
de viaje. Instaba Demetria a su caballero libertador a que entrase
también en el carro; pero él no quiso, por ser más propio y galante
ir fuera, y por no mermar el espacio que las niñas necesitaban para
su comodidad. Suponiendo que toda la cordillera estaría ocupada por
soldados de Isabel II, deliberaron acerca del camino más corto para
ponerse en salvo, y como opinase el boyero que debían picar hacia la
venta de Arrida, se acordó tomar aquella dirección, aunque el nombre de
la maldita venta fue un mal presagio para las huérfanas, que no podían
olvidar las tristísimas ocurrencias de su viaje de ida. Transcurrió
toda la mañana sin ninguna novedad. Admiraban los grandiosos
espectáculos que a una parte y otra les ofrecía la ingente cordillera,
los inaccesibles picachos, los abismos insondables. El sendero se
escurría tímidamente al pie de las eminencias y al borde de las simas,
evitando el caer en estas, deslizándose como reptil por las angosturas.
Gracias al conocimiento de Gaínza y a la pausa cautelosa con que
andaban los bueyes, pudieron franquear los peligros de la montaña sin
perecer en ellos.

Hacia el mediodía hicieron alto en un abrigo para comer del repuesto
que les habían dado los pobres, y emprendida la marcha charlaron de
diferentes cosas. No queriendo Demetria volver sobre las desdichas
pasadas, por no entristecer su espíritu más de lo que estaba, dijo a su
libertador:

—Cuando nos hallemos completamente tranquilas contaré a usted la última
parte de nuestro cautiverio, que es la peor y más dolorosa. Bástele
ahora saber que, cuando mi padre fue conducido desde su prisión a la
Caridad, quisieron matarle en medio de la calle. Pueblo y soldadesca
le acosaban maldiciéndole... Y después, en la Caridad, ¡ay!... Los dos
últimos días fueron terribles. En la propia sala de los enfermos, un
herido gravísimo, delirante, saltó furioso de su lecho para lanzarse
sobre mi padre... No teniendo armas para herirle, le mordió... ¡Dios
mío, qué terrible escena!... Un señor Corpas, guardián o administrador
de la casa, nos trataba con grosería y crueldad. Decíanos a cada
instante que a mi padre no le valdría su fingida locura para librarse
de un tremendo castigo por desafiar al rey, y qué sé yo... No, no
quiero recordarlo. Hay penas que con gozo conservamos en nuestra
memoria; otras piden olvido, olvido.

En estas y otras conversaciones llegaron a un punto desde donde
divisaban inmenso horizonte. Comenzaba el descenso, y a las plantas de
los viajeros se desarrollaban en inmenso paisaje los rápidos declives,
las corrientes y barranqueras que caían hacia el sur en busca del cauce
del Zadorra. De pronto paró el carro, y Gaínza dijo a Calpena:

—Señor, por aquella loma..., mire, por aquí, enfilando estas
encinas..., vienen hombres armados.

—¿Distingue usted desde aquí si son cristinos o facciosos?

Mientras las dos niñas, muertas de miedo, se encomendaban a la
misericordia divina, Fernando y el boyero se apartaron un poco para
explorar el peligro, y, en efecto, vieron unos seis hombres, con
escopetas, que avanzaban subiendo, como a distancia de tiro de fusil.

—Parécenme facciosos —dijo Calpena—. Sean lo que fueren, adelante, y no
entiendan que les tenemos miedo.

Tranquilizó como pudo a las damas, y siguieron. En las revueltas del
camino, los escopeteros desaparecían y volvían a presentarse, cada
vez más cerca. Por último, cuando estuvieron al habla se adelantó
Fernando, viendo que también del grupo se destacaba uno, al modo de
parlamentario.

Las primeras palabras fueron:

—¡Alto! ¡Viva Carlos V!

Y Fernando respondió:

—Viva quien usted quiera; pero no nos estorbe el paso, que nosotros
somos gente de paz... Vean ustedes: dos señoras y yo que las acompaño.
Vamos a Salvatierra para asuntos de familia. Si cobra usted peaje,
porque así se lo ordenan, estoy dispuesto a pagarlo. Pero no me pida
que detenga mi viaje, porque esto no puede ser.

—Ya, ya veo las mujeres —dijo el escopetero, un mocetón guapo, de
marcial apostura, que por el habla parecía vasco—. No estorbo el viaje,
no molestaré a las señoras, ni tampoco al caballero. Pero necesitamos
los bueyes. Vengan pronto los bueyes.

Puso el grito en el cielo el dueño de los pacíficos animales, soltando
una retahíla en vascuence, colérico y fuera de sí, y el otro le
contestó lo mismo. El _gurri gurri_ llegó a tomar tonos tan violentos,
que poco faltó para que vinieran a las manos. Y mientras, Gracia y
Demetria chillaban:

—Sí, sí, que se lleven los bueyes..., seguiremos a pie; don Fernando,
diga usted que sí.

Calpena contestó a la intimación que no podía dar la pareja porque no
era suya; que daría, en todo caso, una cantidad por peaje, siempre
que no se les molestara más, y se retirara la _fuerza_ que a corta
distancia permanecía arma al brazo, en actitud no muy tranquilizadora.
Y el bárbaro insistía:

—Los bueyes, vengan pronto los bueyes —haciendo ademán de desuncirlos
para llevárselos.

En esto se oyeron disparos a la parte de una profunda encañada que
desde allí no se veía, por interponerse formidables peñas, y lo
mismo fue oírlos, que se demudó el que parecía capitán de aquellos
desalmados. Miró hacia donde estaban los suyos; les gritó en vascuence;
los de abajo, antes de contestarle, apretaron a correr, no sin dirigir
miradas de zozobra hacia la encañada por donde sonaron los tiros. Uno
de ellos, más valeroso que sus compañeros, les abandonó en la veloz
fuga y subió como en ayuda del jefe. Este vociferaba, incitándole a
correr más ligero, y luego se volvía para repetir nervioso y hostil su
intimación:

—¡Los bueyes, pronto los bueyes!

Ciego de coraje ya, Calpena requirió su pistola y le soltó un tiro
a boca de jarro, sin darle tiempo a hacer uso del fusil; vaciló el
escopetero, braceando y echando maldiciones por aquella boca, y Gaínza,
más pronto que el rayo, le quitó el arma, y empuñándola vigorosamente
por el cañón le estampó la culata sobre el cráneo con tan rápido
acierto, que el hombre cayó como tronco al borde del camino. Y mientras
el boyero con ferocidad trataba de rematarle, Fernando gritaba al otro:

—Ven, ven pronto tú también, canalla; aquí te espero.

Debió el segundo escopetero comprender con seguro instinto que venían
mal dadas, y que estaba expuesto a caer en peores peligros si no
escurría el bulto, porque apretó a correr como un gamo en demanda
de sus compañeros. Estos se detuvieron en un cerro frontero al
camino, separado de este por profundo barranco, y al amparo de las
peñas hicieron una descarga cerrada, último escarceo de su frustrada
escaramuza. El boyero seguía machacando al otro con la escopeta y con
piedras de gran calibre. Hasta que corrió don Fernando a comunicar
su victoria a las dos niñas, que de rodillas en el carro llamaban en
su ayuda a todas las vírgenes y santos de la corte celestial, no se
hizo cargo de que estaba herido. En la descarga que hicieron aquellos
tunantes, le habían metido una bala en la pierna derecha.

—Ya no hay miedo; nos hemos salvado... Gracias a Dios y a que está
próximo un destacamento de tropas, hemos puesto en fuga a esos
bribones. Si nos cogen solos, nos quedamos sin bueyes... Gaínza,
adelante..., vámonos. Por aquí, a la revuelta, vienen cristinos...
¡Viva Isabel II!... Avancemos un poco para encontrarles pronto... ¡Ay!,
me han herido esos perros...

—¡Herido! ¡Jesús me valga! —exclamó Gracia.

—¡Herido! ¡Santo Dios, qué desdicha!...

Y las dos quisieron echarse del carro.

—¡Si no ha sido nada!... ¿A ver?... Aquí, más abajo de la rodilla. Me
duele y no me duele... No, no bajen ustedes que seguimos... No es nada;
ya ven, puedo andar...

Y antes de que el armatoste anduviera veinte varas, cojeaba Fernando
horriblemente.

—No puedo, no puedo andar —dijo—. Pero no es nada, nada; no hay que
asustarse, niñas... Para, para, que voy a subir.




XXX


A los cinco minutos encontraron la tropa isabelina, mandada por un
capitán, que fue como ver abiertas las puertas del cielo. En un
instante, cambiadas rápidamente las informaciones de unos y otros,
tuvieron todos noticia exacta de lo ocurrido, y el capitán felicitó
a don Fernando por su comportamiento en el lance con el jefe de la
partida.

—Ha sido terrible —dijo Demetria—; nuestro caballero se portó como un
héroe.

—No haga usted caso; salimos del conflicto como pudimos, por pura
chiripa... Hay cuartos de hora felices, como los hay desgraciados, y
este mío no ha sido de los mejores, porque me atizaron una bala...,
aquí... en esta pierna.

—No hay que apurarse —dijo el capitán—; le curaremos para que continúe
su viaje sin molestia. Aquí tengo un muchacho que le hará a usted la
primera cura.

Era el capitán un mozo de lo más vivo y simpático que se pudiera
imaginar, mediana estatura, rostro agraciadísimo y sonriente, edad
poco más o menos la de Calpena. Este no cesaba de mirarle queriendo
reconocerle:

—Sí, sí —dijo acudiendo a la memoria del otro para avivar la suya—; yo
le conozco a usted, mi capitán, yo le he visto, yo le he hablado, pero
no puedo recordar...

—Eso mismo pensaba yo en este momento.

—Usted es...

—Francisco Serrano Domínguez, para servir a usted y a estas
señoritas... Nos hemos visto no hace mucho, allá por febrero debió de
ser, en casa de mi madre, en Madrid. Mi madre tiene una tertulia a que
concurren personas muy distinguidas, y usted fue una noche llevado por
Miguel de los Santos.

—¡Oh, sí, ya!... ¡Pues poco que hablamos aquella noche! Fernando
Calpena, para servirle. Deme usted esos cinco, señor Serrano, y hágame
el favor de mandar a su médico, o al albéitar si lo trae, que me mire
esta pierna y me ponga algo que aplaque los dolores que empiezo a
sentir.

—Al momento. Esperar un poco.

Y cuando le vieron alejarse, las dos niñas, consternadas, trataron
de curar a su libertador. Mientras Gracia cortaba el pantalón hasta
descubrir el sitio del balazo, Demetria reunía todos los pañuelos que
llevaban para improvisar un vendaje conveniente. Volvió a la sazón
Serrano muy satisfecho; venía de ver el cadáver del escopetero, y dijo
a Calpena:

—No sabe usted bien el servicio que nos ha hecho librándonos de ese
bandido, el más malo, el más sagaz de cuantos andan por aquí. Merece
usted que se le proponga para una cruz.

—Pues si buena cruz hemos ganado, buen balazo nos cuesta.

—Eso no vale nada. Yo llevo ya cinco en diferentes partes de mi cuerpo,
y ya ve usted... Con suerte, siempre con suerte. A ver, Roldán, ven
acá: examina esta herida y dinos que no es de cuidado. ¡Ay de ti si te
equivocas! Luego le curas de primera intención para que pueda llegar a
Salvatierra, donde hallará médicos de sobra.

El llamado Roldán, que era un sargento practicante, dijo que estaba
dentro la bala, y que no le parecía la herida peligrosa, por no
interesar la rodilla. Si el señor no sentía dolores muy vivos, era
que la bala no había tocado el hueso. No cuadraba más tratamiento
que vendarle, aplicada una unturilla que ellos traían, y después que
cuidara el herido de evitar todo movimiento.

—Pues me divierto —dijo Fernando—. Ya no puedo andar. Pero, en fin,
sea lo que Dios quiera, y cúmplase el destino que está marcado a cada
criatura.

Y mientras Roldán, asistido de las dos doncellas, le curaba, Serrano
le informó de la gran victoria que habían alcanzado días antes con la
ocupación de San Adrián, añadiendo que no bajaron a Oñate porque el
general no lo estimaba práctico ni provechoso, y prefería conservar
aquellas posiciones y tener asegurada la comunicación con Vitoria y
Alsasua. Hablando de sus propios servicios en la campaña, declaró
Serrano que se sentía con alientos para tomar parte en mil y un
combates y avanzar en su carrera. No conocía el miedo; confiaba salir
salvo de todos los encuentros; le enardecía el ruido de los combates,
le embriagaba el olor de la pólvora. Había venido días antes del
ejército de Aragón, donde servía a las órdenes de Palarea, y aunque
sus deseos eran permanecer en el Norte, porque allí se presentaban
más ocasiones de lucimiento militar que en ningún otro campo, pronto
tendría que marchar a Barcelona, donde le reclamaba por ayudante su
padre, el mariscal de campo Serrano y Cuenca. Allá no faltarían quizás
ocasiones de entrar en fuego, que era su delicia; y bien seguro de que
las balas no le tocaban, permitíase jugar al heroísmo, en lo que no
había ningún mérito.

—¡Qué gracioso es este capitán, y qué buen genio el suyo para la
guerra! —dijo Demetria cuando se quedaron solos.

—¡Y qué guapo es, y qué ojos tan pillines los suyos! —observó Gracia.

Convencido el jefe de la fuerza cristina de que no podía dar alcance
a la partida facciosa, resolvió volver a Salvatierra. Los soldados se
entretuvieron en arrojar al fondo del barranco el cadáver del jefe
de los escopeteros, al cual llamaban _Basurde_, que es _Jabalí_ en
lengua éuskara. Para los viajeros fue motivo de alegría que Serrano no
continuase la persecución, porque así tendrían custodia militar hasta
Salvatierra, con lo que podían darse por definitivamente salvados y
libres de todo peligro. Marcharon, pues, hacia abajo, precedidos de
un coro de soldados que alegremente cantaban, llevando _al estribo_ al
capitán, que obsequioso daba conversación a las damas. La tristeza de
estas era honda, no solo por haberse dejado en Aránzazu la mitad de su
alma, sino por aquel funesto accidente de la herida de Calpena, que les
aguaba el contento de su salvación. Toda aquella tarde la pasaron bien:
a Fernando le molestaba poco la pierna agujereada; los tres comieron
algo de los fiambres exquisitos que Serrano les dio, y bebieron en
vaso de metal un poquito de ron, mezclado con agua de los cristalinos
manantiales que encontraban al paso.

Sobre las diez de la noche llegaron a Salvatierra: Calpena iba
intranquilo, un poco febril, empezando a sentir molestia en su herida.
No quisieron las niñas aceptar el estrecho alojamiento que Serrano
les ofreció, prefiriendo aguardar dentro del carro el próximo día.
Ya Demetria no temía nada: en Salvatierra encontraría conocimientos,
recursos para trasladarse a su casa con toda comodidad. Su mayor pena
era la incertidumbre respecto al estado de su libertador, que no le
parecía favorable, a pesar de los esfuerzos con que él disimulaba los
agudos dolores que hacia media noche le atormentaron. Apenas despuntó
el día, partió la joven, acompañada de Gaínza, en busca de los señores
que allí conocía, y no tardó en volver gozosa con un séquito de cuatro
personas, que no deseaban más que ocasiones de servirla. Supo entonces
que dos días antes habían pasado por allí, camino de San Adrián, tres
criados de la casa y varios deudos y amigos, desalados, buscando a las
señoritas y al señor don Alonso. Habíanse repartido por diferentes
senderos, y alguno de ellos no pensaba parar hasta Oñate.

No quiso la valerosa y avisada joven perder el tiempo en inútiles
referencias, y dada cuenta de la pérdida lastimosa de su buen padre,
requirió a los señores de Guinea (que tal era el nombre de aquellos
sujetos, acomodado labrador el uno, el otro extractor de maderas),
para que le proporcionasen inmediatamente: primero, el mejor médico
que hubiese en la villa; después un buen coche, y si no lo había, una
cómoda galera para continuar el viaje; todo ello acompañado del dinero
que las ricas huérfanas necesitaban hasta llegar a Laguardia. Esta
última petición fue prontamente y con creces satisfecha. Facilísimo
estimaron también lo del médico, pues había físicos de tropa,
excelentes, y en cuanto a vehículo, que era lo difícil, ofrecieron
revolver el pueblo y sus alrededores hasta lograr lo que la señorita
deseaba.

—Oiga usted, Demetria —dijo Fernando cuando los tres se quedaron
nuevamente solos—. De mí no hay para qué ocuparse ya. Puesto que se
encuentran ustedes en lugar seguro, donde les sobran medios para
volver a su casa sin ningún peligro, deben ustedes partir sin pérdida
de tiempo, y dejarme aquí, que ya me arreglaré yo con mis amigos del
ejército, para que me proporcionen un alojamiento donde me cure de este
maldito balazo que ha venido a trastornar todos mis planes.

—Al pedirme que le abandonemos —replicó Demetria con gravedad—,
hallándose enfermo, y enfermo por nosotras, pues recibió la herida en
nuestra defensa, me pide usted la cosa más contraria a los sentimientos
de mi hermana y míos... ¡Abandonarle, habiendo recibido de usted la
salvación, la vida!..., porque allí nos habríamos muerto de terror, si
usted no nos saca... No, don Fernando, lo que usted propone no puede
ser: o lo ha dicho por probarnos, o le trastorna el delirio, en cuyo
caso, estando usted peor, no seríamos quien somos si le abandonásemos.
Quiero demostrarle que en mi raza no existe ni puede existir la
ingratitud.

—Nada de lo que usted dice me sorprende, pues en el corto tiempo
nuestro trato, he podido conocer cuanta bondad y nobleza atesora su
alma. Pero yo debo advertirle que me precisa seguir rumbo distinto del
que usted lleva. Me llaman a otra parte deberes sagrados, afecciones
tan hondas, tan estimulantes como las que la llaman a usted a su casa.
Póngase en lo razonable y...

—Me pongo en la razón misma, y le contesto que cuando esté bueno tomará
el rumbo que quiera; pero ¿a dónde va en tal estado el pobrecito don
Fernando, cojo, sin poderse valer? Si le dejamos a usted, de aquí no
podrá moverse en algún tiempo, que esa cura es lenta, si ha de hacerse
bien y sin complicaciones... Y no hablemos más por ahora, que ya viene
el buen Guinea con un señor que debe de ser el médico militar. De lo
que diga depende lo que resolvamos, lo que yo resuelva, pues ahora
se han trocado los papeles, amiguito. Ya no es usted el jefe de la
expedición. Yo he tomado el mando, y a usted toca obedecerme.

Minucioso fue el examen facultativo. Demetria y el físico sostuvieron
breve diálogo:

—¿La bala...?

—Evidentemente no está dentro. En la región superior de la pantorrilla
se ve el rasgón de la salida.

—¿Es grave la herida?

—No, no. La gravedad resultaría si el señor no se sometiese a un
absoluto reposo.

—¿Cuánto tiempo?

—Un mes.

—Bien. ¿Y qué hay que hacer ahora?

—Aplicarle un vendaje que yo prepararé; renovar cada seis horas la
planchuela de Bálsamo Samaritano. Permanecer acostado y con buen abrigo
en todo el cuerpo.

—Perfectamente. ¿Puede el herido hacer un viaje, en coche, con toda
comodidad?

—Sin duda, observando lo que prescribo: la renovación de la planchuela,
el abrigo y la quietud posible dentro de un coche o galera bien
acondicionada, que vaya al paso.

No se habló más. Hizo el médico la cura, y proveyó a Demetria de
bálsamo para tres días. Al ver partir al físico, Gracia rompió en
joviales demostraciones de afecto hacia su libertador, diciéndole:

—Ahora, señor don Fernandito, se ha fastidiado usted, y no tiene más
remedio que ser nuestro prisionero.

—Nos le llevamos encantado —dijo Demetria, que en aquel punto recibió
la noticia de tener dispuesta una hermosa galera—; encantadito en una
jaula, como llevaron a don Quijote a su pueblo.

—¿Pero de veras —dijo Fernando con extrañeza matizada de susto— me
llevan ustedes a Laguardia?

—¡Pues estaría bueno que no! ¿Al hombre que nos ha salvado la vida,
habíamos de dejarle en manos mercenarias, en un pueblo como este,
donde los accidentes de la guerra podrían ponerle en la necesidad de
huir con su patita coja? No señor; por ley de Dios estamos obligadas
a pagar a usted sus beneficios, si no en la misma moneda, porque no
la tenemos, en otra de un valor aproximado. A nuestra casa se viene
usted calladito, y no se moverá de ella hasta que recobre la salud.
Sano y bueno nos envió Dios el caballero que le pedíamos; sano y bueno
deseamos devolvérselo. Y no hay más que hablar ni que discutir. Yo sé
lo que dispongo; ya que no otras cualidades, tengo la de hacerme cargo
fácilmente de mis obligaciones. Ahora el señor don Fernando calla y
obedece, que bien sumisas y obedientes hemos sido nosotras cuando era
él quien mandaba.

Algo contestó Calpena; pero sus razonamientos resultaban débiles ante
la poderosa dialéctica de la huérfana de Castro. ¿A dónde iba, herido
y expuesto a una inflamación de consecuencias mortales? Obligado al
reposo, ¿dónde estaría como bajo la tutela y cuidado de las personas
que le debían eterna gratitud? El destino, Dios, mejor dicho, le
presentaba su abrumadora sentencia revestida de una lógica soberana,
y torciéndole sus caminos, mientras él lanzaba todo su espíritu con
irresistible querencia hacia el norte, le decía: «¿Al norte? pues yo
mando que al sur, y al sur has de ir por el derecho carril que te
trazo». Conformábase el hombre, no sin interiores refunfuños, y pensaba
que, si no el corazón, la pierna derecha había de agradecer aquel
mandato inflexible de la Divina Voluntad.

Mientras Demetria, con actividad prodigiosa en que revelaba sus dotes
de gobierno, preparaba el viaje, arreglando el interior de la galera
con los mayores refinamientos de comodidad, el pobre cojo, viéndola
ir y venir tan dispuesta, no pudo menos de admirar en ella un raro
prodigio de la voluntad humana. Al propio tiempo creía que si la
discreción se encarnara en algún ser de los que andan por la tierra,
no podía tomar otro cuerpo que el de la doncella mayor de Castro.
Desde que llegó a Salvatierra se había transformado; ya su mirada no
expresaba el sobresalto y la fatiga; ya despedían sus ojos el rayo
que determina la acción; ya no era la mujercita encogida y trémula
de la Caridad de Oñate; era la señora que campaba y disponía, con
medios para ello, en su terreno propio; su mal vestir no desvirtuaba
la gallardía de su cuerpo, reflejo de la resolución y aplomo de su
alma. Más agraciada que bella, sin ser una hermosura lo parecía casi
siempre, sobre todo cuando daba órdenes a los inferiores, cuando
expresaba su pensamiento con aquella sencillez persuasiva que no
admitía controversia. Su frente serena y pura, su boca un poco grande,
pero fresca y llena de gracias, componían admirablemente su rostro. El
cabello advirtió Calpena que era castaño, abundantísimo; no pudiendo
en aquel trajín peinarse a su gusto, se lo arreglaba de cualquier
modo, cruzándose en derredor de la cabeza, a la buena de Dios, las
apretadas trenzas. Gracia era más bonita; temple delicado, de esos
que son infantiles aun después de pasada la tierna edad; quejumbrosa,
paliducha, un poco lánguida, las manos no pequeñas, el cuerpo escueto,
el cabello del propio color castaño, mas no tan fuerte como el de su
hermana, blanca la dentadura, pero de un conjunto menos simétrico, la
mirada dulce, amorosa, pasiva...




XXXI


«Por lo que veo —se decía Fernando haciendo análisis de su propia
existencia—, mi destino es sucumbir siempre a las _tiranías cariñosas_.
Quiero tener acción propia y no puedo... Pero ya la tendré, que esto no
ha de durar. Un mes ha dicho el físico. Pues no está mal que me cure
y recobre el uso de mis dos piernas... Porque, lo que dice Demetria:
¿a dónde demonios voy así? Estoy inútil, estoy inválido... ¡Pícaro
destino!... ¡Imposibilitarme cuando más necesito de toda mi energía,
de mi fuerza corporal!... A estas horas el señor Negretti habrá
escrito a Aura diciéndole que me ha visto... ¿Y qué pensará Aura de
mí, si transcurre mucho tiempo sin noticias...? En la primera parada
que hagamos escribiré a don Ildefonso... Pero sabe Dios si recibirá
la carta... Dudo que haya correos regulares entre este país y la
corte trashumante... Veremos, me informaré. Y adelante, cúmplase el
destino... Nuestras pobres vidas obedecen a un gobierno superior y como
dice Miguel de los Santos, nada podemos contra la soberana disposición
que nos arroja al sur como pelota cuando queremos ir al norte...
¡Felices los pájaros, que van a donde quieren...!».

No eran aún las diez, cuando ya Demetria había dispuesto con primor
minucioso la galera destinada a Fernando. Excelentes colchones y
almohadas, mantas de abrigo, cortinas que por ambas bocas del toldo
resguardaran del frío el interior, nada faltaba. Mirando también a
la decencia, determinó que el herido fuese solo en la galera mayor,
arreglándose las dos hermanas en otra más pequeña, tampoco desprovista
de comodidades. En la pequeña metieron varias cestas con víveres y
bebidas, lo mejor que se pudo encontrar en el pueblo. Como tenía la
mayorazga barro a mano, de nada quiso privarse, y el viaje había de ser
como a personas tan principales correspondía. Pensó tomar dos mozos
de la servidumbre del señor Guinea, que les acompañarían en todo el
camino: uno para que fuese al cuidado de don Fernando en el primer
vehículo, y otro al de ellas en el segundo; pero poco antes de partir
presentose uno de los criados de Castro que habían salido a buscarlas,
de lo que se alegraron y se entristecieron las dos niñas, porque el
gozo de verle se amargaba con la pena de notificarle la pérdida del
amo y señor de todos, don Alonso. Lloraron un poquito las huérfanas y
su servidor, que se llamaba Bernardo, mozo muy despierto que valía por
dos, y no faltando ya nada, dio la señora orden de partir. Despidiose
el carretero de Lamiátegui, no sin que mediara una breve querella entre
Fernando y Demetria sobre cuál de los dos le pagaba. Pero la de Castro
cedió sin mostrarse obstinada, dejando al caballero todo el goce de
su delicadeza. Bueyes tiraban de las galeras, por no haber animales
de paso más vivo, lo que en realidad no era desventajoso, porque con
el lento andar de los rumiantes iba más reposado el herido, y lo que
perdían en tiempo ganaríanlo en comodidad. Salió Serrano a despedirles,
acompañado de otro oficial, como él guapín, simpático, con ricitos
sobre la blanca frente, y al presentarle añadió:

—Dice Alaminos (tal era el nombre del camarada) que han venido al
cuartel general cartas para usted, señor Calpena.

—Venían dirigidas a Fernando Córdova, el hermano del general en jefe.
Pero ha salido para Madrid, y las ha dejado no sé si a Echagüe o a
Pepe Concha, para que las entregaran a usted si venía por aquí. Ayer
hablaban de esto.

—¿Es cierto que el general ha ido a Madrid?

—Sí señor; ayer ha salido de Vitoria con su hermano y sus ayudantes,
Casasola, Mariano Girón y el príncipe de Anglona. Pero volverá pronto.
Ya digo: Fernando Córdova habló delante de mí a Pepe Concha de dejarle
las cartas que recibió para usted; pero como luego se trató de si
Concha iba también a Madrid o se quedaba, me parece que debe de
tenerlas Echagüe, porque le oí que se ofreció a desempeñar este encargo.

—Echagüe manda los _chapelgorris_.

—Justamente; y hoy está en la división de Espartero. Ayer le vi en
Vitoria, donde permanecerá unos días restableciéndose de sus heridas.

—Pues tanto al señor Serrano como al señor Alaminos —dijo Demetria— les
suplico yo que cuiden de que esas cartas no se extravíen.

—¡Oh! sí, yo averiguaré quién las tiene...

—Y yo.

—Y lo demás es muy fácil. Que envíen las cartas a Laguardia, a la casa
de esta servidora de ustedes.

—Allá irán. Queda de nuestra cuenta. Cumpliremos, señora.

—Y nos reiteramos _humildes súbditos... a los reales pies de Vuestra
Majestad_...

Con esto apretáronse todos las manos, picaron los mayorales, y las
galeras emprendieron su marcha pausada por la calle principal del
pueblo, hasta salir al camino que atraviesa el ameno valle del
Zadorra. No habían traspasado aún las últimas casas, cuando se les
agregaron otra vez Serrano y Alaminos a caballo, y fueron dando parola
a las niñas larguísimo trecho. Nada les ocurrió en el resto del día,
transcurrido felizmente, ni en el curso del viaje sobrevino ningún
accidente desgraciado. Todo era, pues, bonanza, y por añadidura
el tiempo primaveral les favorecía grandemente. Sin detenerse en
Vitoria más que para dar corto descanso a los bueyes, continuaron en
dirección del Condado de Treviño, y cuanto más avanzaban hacia el
sur, más risueño se les presentaba el paisaje y más lisonjero todo.
Al aproximarse a Peñacerrada, empezaron a encontrar las huérfanas
personas conocidas: aquí pastores de la casa de Castro; allá campesinas
y labriegos, algún cura; de todos recibían noticias de la ansiedad
que reinaba por la ausencia de las niñas, y a todos las daban de sus
trabajos y penalidades, así como de la muerte de don Alonso. Menos de
dos días duró el plácido viaje, pues habiendo salido de Salvatierra
un sábado antes de mediodía, pasaban la sierra de Toloño al amanecer
del lunes, y entraban en la feraz campiña de Páganos a punto de las
ocho. Allí fueron tantos los encuentros de amigos y deudos, servidores,
aldeanos, diversa gente del pueblo campestre, que hubieron de parar las
galeras para dar espacio y tiempo a tanto saludo, a tantos plácemes y
pésames, al incansable besuqueo en las manos de las dos señoritas, que
lloraban de gratitud y emoción.

El mozo que iba al servicio de don Fernando, sin apartarse de su lado,
le dijo:

—¿Ve usted este término con _tantisma_ viña, que parece la gloria de
Dios? ¿Ve usted aquellos trigos en que ahora juega el viento, y ya los
pone verdes, ya amarillos? ¿Ve usted aquel prado y aquel monte con
tantas ovejas? Pues todo es de las señoritas... Sí, señor; son más
ricas que el _Putosín_, y a cuenta que ahora no han de faltarles novios.

Admiró Fernando la belleza de los campos feraces, inundados de sol,
y celebró mucho, en su mente, que todo aquello perteneciese a quien
por sus altas prendas merecía cuantos bienes hay en la tierra. Y no
pudieron recrearse sus ojos en tanta belleza, porque sentía en su
pierna herida tirantez horrible, y de rato en rato punzadas acerbas,
que acrecían con el afán de disimularlas para que no se alarmasen sus
bienhechoras. Con esto y con la pena de verse extraviado de su natural
camino, su alma sobrenadaba en ondas melancólicas. Verdaderamente, era
un prisionero que ya podía dar gracias a Dios por haber caído en tales
manos: admiraba a sus tiranas; teníalas por hermosa hechura de Dios;
pero no concluía de conformarse con aquel giro que a sus planes daba
el destino... ¡Todo por una bala miserable! Si él estuviera bueno, ya
habría revuelto toda Guipúzcoa, Vizcaya entera, en busca del bien de
su vida... Pero ¿qué había de hacer? Paciencia. Dios manda, y en su
nombre, en tal ocasión, las niñas de Castro-Amézaga. Contrariado y
triste, ¡ay!, no podía menos de bendecirlas.

A la salida de Páganos llegose al convoy un anciano cura, que venía por
la carretera adelante con balandrán y gorro negro, bastoneando fuerte.
Era un gozo verle dar abrazos y besos a Demetria y Gracia, como si
quisiera comérselas: tan grande cariño les tenía el pobre viejo. Ya se
sabía en Laguardia, por un propio que mandaron de Peñacerrada, el gran
acontecimiento de la vuelta de las niñas, salvadas milagrosamente por
un cristiano, noble y animoso caballero; sabíase también el desgraciado
fin de don Alonso a mitad del camino de salvación, y uno y otro suceso
fue motivo para que el bendito cura estuviera unos diez minutos
empapando en lágrimas su luengo pañuelo de yerbas.

—¡Ay, hijas, qué días hemos pasado, sin saber de vosotras, maldiciendo
a hora en que tuvisteis la temeridad increíble de lanzaros por esos
mundos en busca del pobre Alonso; pidiendo a Dios que no os perdiérais,
que no os mataran, que volvieseis sanas y salvas a vuestra casita, y a
los brazos amantes de este viejo que os adora, y al pueblo que también
os quiere y os estima como a hijas predilectas!... Pero ya estáis aquí.
¡La Virgen Santísima, a quien después de vuestra partida rezamos todas
las tardes Salve solemne, no nos ha concedido todo lo que le pedíamos,
puesto que no traéis a vuestro padre; pero nos ha concedido mucho, sí,
remucho (vuelta a los besos y a la emisión de lágrimas y babas), porque
os ha traído a vosotras, cielos míos, perlas de la casa y del mundo!

Informado por las niñas de que su generoso salvador, instrumento en
aquel caso de la divina voluntad, era el viajero ocupante del otro
carro; sabedor asimismo de que la herida que le postraba había sido
alcanzada en terrible lid por defenderlas, corrió allá entusiasmado el
buen cura, y quitándose el gorro, húmedo aún el rostro del llanto que
vertía, le dijo:

—Señor mío, este pobre viejo desea el honor de estrechar la mano del
noble caballero a quien debemos el rescate de estos ángeles. No sabe
usted el bien que ha hecho, señor. Dios se lo premiará como mejor le
convenga... Aquí me tiene usted a su servicio, aunque nada valgo...
José María de Navarridas, cura párroco de Santa María..., tío carnal
de la madre de estas dos perlas... ¡Bendito sea mil veces el que nos
ha devuelto nuestro tesoro, y corónele Dios de gloria, rodéele de
bienaventuranzas por su obra hermosísima!

Respondió Calpena mostrándose avergonzado de tales elogios, a lo que
dijo el párroco con muy buen juicio que la modestia siempre ha sido
inseparable del verdadero mérito. Cuando se ponían de nuevo en marcha,
llegaron dos mujeres que hartaron también de besos a las niñas, y don
José María, por no recargar la segunda galera, se subió a la de don
Fernando, diciendo a voces:

—Chicas, yo me subo aquí a dar palique a este caballero, que parece va
un poco triste. Seguid vosotras con esas.

Y después de informarse de las circunstancias y proceso de la herida, y
de aventurar un favorable pronóstico, asegurando que solo con el buen
trato, la dulce quietud y el rico vinito de la tierra se curaría en un
periquete, repitió la cantinela del criado:

—¿Ve usted esta inmensa campiña?... ¡Qué hermoso viñedo, qué gloria
de Dios! ¿Ve usted aquellos trigos que parecen un mar con sus olas
y su vaivén? Pues todo es de estos ángeles... ¡Pobre Alonso! Ya
venía el infeliz tan trastornado, que no podía parar en bien... ¿Le
parece a usted? ¡Desafiar a Carlos V!... Luego la temeridad de estas
muchachas... ¡Lo que bregué con Demetria para quitarle de la cabeza la
idea de ese viaje! «Pero, tío, si no vamos más que hasta Salvatierra,
donde de fijo le encontraremos». Y ya ve usted... Lo que pasa..., que
un poquito más allá, que otro poquito..., y a Oñate. ¡Jesús mío, nada
menos que a Oñate se fueron, como unas bobas!... Pues si Dios no les
depara esta buena alma, este brazo valeroso, no sé qué habría sido de
mis pobres ángeles... ¡Ay, chiquillas, de buena habéis escapado! Bien
os lo dije cuando salisteis... «Demetria, mira lo que haces». Pero ya
habrá usted conocido que esta niña mayor es una voluntad de hierro,
dispuesta como ella sola, tenaz en sus empeños, y cuando dice «por aquí
voy», ya pueden todos echarse a temblar.

No habían andado quince minutos, cuando aparecieron nuevos amigos,
el cirujano don Segundo Crispijana, dos señores de capa, mujeres, y
detrás medio pueblo. Omítense por fastidiosas las escenas de besuqueo y
lágrimas. El don Segundo, señorete de rebajada estatura, cara redonda
con sotabarba, la nariz decorada con dos verrugas, los ojuelos muy
perspicaces, edad como de sesenta años bien llevados, se llegó a la
galera de Fernando, después del saludo a las señoras, y empezó a
funcionar facultativamente a la primera insinuación.

—Eso no es nada. En cuanto lleguemos se dará un vistazo... Cuestión
de un poco de reposo... ¿Y qué, duele? Tirantez de la piel, afectando
hasta los músculos del tobillo... Perfectamente. ¿Qué médico le vio
a usted en Salvatierra? ¿Aseguró que había salido la bala?... Eso lo
veremos..., calma..., lo veremos... ¿Conque... duele?

—Sí señor; no puedo ocultarlo ya... Me duele, ¡ay!, horrorosamente.

—Pues no lo disimule, caray... Chille todo lo que le salga de dentro.

—No señor, no chillo..., le aseguro a usted que no chillo... Sé sufrir;
sé comerme mis dolores... No quiero que las señoritas se alarmen..., se
disgusten.

—Ya estamos en casa. Vea usted la ilustre villa de Laguardia.

Mirando por la delantera, vio Fernando una ciudad medieval, en lo
alto de una escueta colina elíptica, rodeada de almenados muros con
gallardos torreones. De entre aquella cintura de piedra se destacaba
el caserío en agrupación cónica, con el remate de un castillo, torres,
esbeltos campanarios, techumbres de peregrina forma. La vista de la
ciudad fantástica, que surgía del suelo más bien como un hermoso
embuste de la leyenda o del teatro que como una verdad de la historia,
embelesó los sentidos del pobre viajero, amortiguando por un instante
sus dolores.




XXXII


Entraron por la puerta de Páganos, al oeste de la población, con lento
andar por causa de la pendiente y del gentío que en torno a las galeras
se agolpaba, y dieron fondo, no lejos de la puerta, en la señorial
casa de Castro-Amézaga, la cual con sus anejos le pareció a Fernando
tan grande como una mediana ciudad. Al gran patio principal, en cuyo
fondo arrancaba la escalera, acudieron diferentes personas, muchedumbre
de criadas, familias pobres, familias ricas, que aguardaban a las
viajeras: los unos para darles el parabién y el pésame, las otras, para
besuquearlas; y en medio del tumulto salieron también tres, cuatro,
seis o más perros de diferentes castas, cazadores los más, que armaron
terrible algazara de ladridos, brincos y demostraciones de alegría.
Para todos tuvieron caricias las huérfanas llorosas, principalmente
para dos magníficos galgos, favoritos de don Alonso, los cuales no las
dejaban dar un paso, echándoles sus patas al pecho y lamiéndoles las
manos.

Todo esto lo vio Fernando, mientras le bajaban en volandas de la
galera, pues él no podía moverse, y le subían cuidadosamente dos
robustos criados, bajo la inspección del señor cura, que puso sus
cinco sentidos en tan delicada operación. Sin duda porque su estado
febril le agrandaba los objetos, a Calpena se le representaba la casa
con dimensiones colosales, como de castillo o alcázar de reyes; los
corredores que daban vuelta al primer patio, en forma claustral, no se
acababan nunca; las habitaciones por donde le pasaron eran inmensas
cuadras de elevado techo; todo grandísimo, todo limpio y respirando
bienestar y opulencia; mucho nogal oscuro y brillante; los pisos de
baldosines rojos bien bruñidos; las paredes, o blancas como la pura
cal, o pintadas con festones y guirnaldas al temple; aquí cortinas de
damasco; allá muselinas tiesas; severa elegancia, riqueza de pueblo y
acumulación de cosas pasadas, con escasas novedades y desprecio de las
modas.

Lo primero de que se ocupó la familia fue de preparar el lecho en
que debía descansar el herido, en uno de los más claros y hermosos
aposentos de la casa. Era el tal mueble imitación de un navío de
tres puentes, el _Santísima Trinidad_ de los lechos, con cabeceras
de nogal, popa y proa, en las cuales el tallado adorno de patos o
cisnes completaba la semejanza con los artefactos destinados a la
navegación. Bien abarrotada de mullidos colchones y con su cobertor de
damasco rojo, era una cama olímpica. No bien acostaron a don Fernando
y repararon sus fuerzas con caldo y vino, le tomó de su cuenta el
señor Crispijana, que por orden expresa de las señoritas quería
proceder sin pérdida de tiempo al examen y cura de la herida. Poseía
don Segundo gran conocimiento y práctica en achaques de traumatismo, y
no tardó en dominar con ojo certero el caso que allí se le presentaba.
Positivamente, la bala no había quedado dentro: en el lado interno de
la pierna se veía el punto de salida más grande que el de entrada,
mediando un conducto bastante extenso, sin tocar en el hueso. La
articulación estaba completamente indemne. Las molestias que sentía don
Fernando y las que sentiría después eran motivadas por el flemón que
se le formaba, complicación harto frecuente en esta clase de heridas.
El caso, sencillísimo, no ofrecía peligro alguno, y don Segundo lo
había tratado mil veces con feliz éxito en su vida profesional. El
tratamiento que comúnmente practicaba era el de las incisiones o
desbridamientos, si el flemón venía difuso, sistema que le había
enseñado su maestro el afamado cirujano de Torrecilla don Ángel Asuero.
Por de pronto, quietud y cataplasmas.

Descansó Calpena sus huesos en aquel lecho magnífico, mas no pudo
conciliar un sueño reparador, porque la agudeza de sus dolores no
le dejaba dormir sino a ratitos; por la noche tuvo fiebre intensa;
su turbado cerebro se atormentaba con la idea de reposar en un
panteón de damasco encarnado. La profusión de esta rica tela en
colcha, almohadones y cortinas le colmaba de inquietud y ansiedad.
En la estancia había dos o tres arcas de nogal, sillones de vaqueta
claveteados, y un cuadro de san Francisco en éxtasis que le infundía
pavor... Reinaba en la casa silencio sepulcral, turbado tan solo por
lejanos ladridos de perros. Por la mañana, el criado que entró a
llevarle el desayuno le enteró de que allí se comía cinco veces al
día, empezando por el chocolate, acompañado de bollitos hechos en casa
y de fruta de sartén. No tardó en presentarse Gracia, a quien Calpena
encontró completamente transformada, vestidita según su clase, muy
graciosa y elegante dentro de la modestia campesina y de los rigores
del luto. Iba la niña dispuesta a estar en su compañía todo el tiempo
que fuese menester, sin molestarle: le daría conversación si esta le
agradaba, y le leería si la lectura no le causaba enojos. En la casa
había muchos y buenos libros.

Agradecido a tantas bondades, Fernando preguntó por Demetria, de la
cual dijo su hermana que vendría a visitar al enfermo cuando le diesen
respiro las distintas tareas que embargaban absolutamente su persona
durante la mañana, pues todo el trajín de casa tan grande estaba debajo
de su jurisdicción y cuidado. Entretanto, Gracia abrió las maderas de
la ventana que caía frente al lecho por la fachada sur de la casa, y
don Fernando pudo admirar el grandioso paisaje de la sierra de Cameros
por aquella parte. El sol, que inundaba montes y llanuras, penetró
también en la estancia, rehaciendo el abatido ánimo del enfermo, quien
no pudo menos de ver en Gracia un ángel que le llevaba la luz y la vida.

Entre la lectura y la conversación, Fernando optó por esta, gozando
extraordinariamente con lo que la niña le contaba del pueblo y de
la familia. Como durante la ausencia de las huérfanas no iban los
trabajos de labranza y gobierno doméstico con la debida regularidad,
y estaban las cuentas atrasadas y muchas cosas sin hacer, Demetria
daba ejemplo con su diligencia y actividad al escuadrón de servidores
de ambos sexos. En planta desde antes de amanecer, y consagrada la
primera hora de la mañana al aseo de su persona, recorrió luego las
varias dependencias de la casa, dando sus disposiciones y previniendo
las diversas faenas del día. Esto lo hacía la niña mayor desde que,
por muerte de su madre, se hizo cargo de las llaves y tomó el mando
doméstico, en el cual no mostraba menos desenvoltura y facultades
que aquella. La dolencia del padre la obligó a dar extensión a su
autoridad; no tuvo más remedio que encargarse de dirigir y administrar
la labranza, de atender a los ganados, al laboreo de montes,
explotación de leñas, y todas las demás faenas que abarcaba la extensa
propiedad del opulento mayorazgo. La cooperación de servidores y
mayordomos antiguos le facilitó los conocimientos necesarios para el
manejo de tan grandes intereses, y a los pocos meses de tener bajo
su mano la cuantiosa hacienda de Castro-Amézaga, ya sabía más que
todos. Habíala dotado Dios de un sentido práctico que ya lo quisieran
muchos hombres para sí, y de la facultad de ver claro y pronto en los
asuntos más complejos. Era un portento Demetria, y a todo atender sabía
sin embarullarse, siendo tal su método, que siempre le sobraba algún
ratito para labores y cuidados que más pertenecían a la presunción que
a la utilidad. Todo esto lo explicaba Gracia con ingenua admiración
de su hermanita, declarándose incapaz de imitarla, y desprovista de
aquel saber práctico hasta cierto punto vulgar. Fernando se deleitaba
oyéndola, pues aunque había estimado a Demetria como una hembra
superior, nunca pensó que sus méritos y aptitudes llegaran a un grado
tan excelso.

—Mi hermana —prosiguió la niña en su relato— tiene el don de hacerlo
todo bien y pronto, sin ruido. A sus órdenes, los mozos y criadas
parece que tienen cuatro manos en vez de dos, y entre tanto trajín,
no oirá usted una voz más alta que otra. Grandes y chicos en su
obligación, y adelante. Hoy es día de los de más faena: tenemos amasijo
y horno, porque en casa se hace todas las semanas el pan para los
pastores y para los trabajadores del campo. Se les reparte en hogazas
de cinco libras... En el patio grande, donde está el horno, había usted
de ver a mi hermana al amanecer de Dios, mirando si miden bien las
cantidades de harina y moyuelo, inspeccionando a los amasadores, y
vigilando las cochuras. Luego viene el reparto de hogazas: primero los
pastores; siguen los peones de Páganos, y después los de Samaniego.
Mi hermana les lleva sus cuentas de pan, y de las ollas de habas
que se les van entregando. Y al mismo tiempo que hace todo esto, la
tiene usted disponiendo lo de cocina y despensa, dando las órdenes
para lo que hemos de comer cada día, y para el sustento del sinnúmero
de criados de esta casa. Más tarde la verá usted atareada con lo de
bodegas: el vino que sale, el que hay que mandar a los alambiques
porque se ha torcido; ordenar las cuentas de los marchantes, que unos
pagan al contado, otros conforme van cobrando por los pueblos; ver si
se necesitan cubas nuevas o adobar las antiguas; oír a los campesinos
que calculan si la cosecha del año será tanto más cuánto, y si se
necesitarán más o menos cubas... Pues las cuentas del trigo que sale de
nuestros graneros, por ventas, del que se lleva al molino para el gasto
de casa, de la cebada que consumen nuestras mulas y del sobrante que
vendemos, la obliga a llenar de números unos grandes librotes. Por la
noche vienen los arrendatarios, los caseros, y la enteran de cómo está
el campo. Se decide entre ellos y el ama si es conveniente un riego más
en las huertas, si tal o cual tierra necesita otra cava, si se dejan
descansar estos tableros o los otros, si sembramos garbanzos o habas, o
si metemos o no metemos el ganado en tal pieza para que estercole...
Pues no le quiero decir a usted cuando vienen las grandes labores, la
siega, la vendimia, o la trasquila de las ovejas... Entonces mi hermana
se multiplica; tan engolfada la ve usted en su trabajo, que de nadie
hace caso, y no hay que hablarle más que de fanegas de trigo, de cubas
de mosto o de vellones de lana...

Interrumpió en este punto el poema doméstico trazado por Gracia la
entrada de la heroína, en quien vio Fernando una transformación
radical. Entre la muchacha encogidita, de dudosa hermosura, desfigurada
por el miedo, la angustia y el mal vestir, a la mujer gallardísima,
en quien la serenidad era una gracia más y la confianza en sí misma
una real belleza, belleza y gracia que a las de su rostro se añadían
para darle una armonía seductora, había tanta diferencia como de la
oscura noche al día claro. Vestía Demetria de luto, sin afectación de
elegancia, sencillísimo traje casero, y con el blanco delantal, que
al modo de escapulario le caía desde el pecho hasta los pies, habría
parecido una guapa monjita si no tuviera lo que es raro ver en monjas:
talle, cintura y formas corporales superiores. Reparó Calpena en el
donaire con que se peinaba, recogiendo sus trenzas copiosas en copete
de tres potencias; reparó también su limpieza ideal, su aire señoril,
la gravedad y el reposo que se pintaban en su frente marmórea, la
penetración de su mirada, al propio tiempo dulce y picaresca sin
malicia, la frescura de su boca grande; todo, Señor, todo lo reparó, y
porque nada se le quedara, fijose en los manojos de llaves de diversos
tamaños que pendían de su cintura.

—Aquí estábamos hablando horrores de usted, Demetria —le dijo Fernando,
mientras observaba lo que se indica—. Ya sé que está usted muy
atareada, que no tiene un momento de reposo.

—¡Ay, don Fernando!..., lo corriente, lo de todos los días, y nada más.
Parece que no, y cuando falto de aquí no van las cosas como debieran.
Por esto ha de dispensarme que no le acompañe. Gracia, que no tiene
nada que hacer, se encarga de entretenerle para que no se aburra. ¡Ay,
si supiera usted qué pena me da verle así!... ¡Y que eso le haya pasado
por nosotras!... ¡Que se vea usted privado de acudir a sus negocios! En
fin, Dios lo ha querido así..., no hay más remedio que conformarse...
Pero me ha dicho don Segundo que la herida es leve; que todo se reduce
a que se resigne usted a ser nuestro prisionero unos cuantos días,
quizás mes y medio.

—¡Bendita cárcel y benditas carceleras! —exclamó Fernando con tanta
admiración hacia las niñas como agradecimiento a sus bondades—. Lo que
usted dice: Dios lo ha querido así. Sea lo que Dios quiere.

—Pensemos en que lo bueno y lo malo que nos envía es lo que nos
conviene.

—Justo... Y vivamos siempre contentos, sin incomodarnos por nada de lo
que nos pasa.

—Salvo alguna vez que otra. Mire usted: aquí donde usted me ve, hoy
tengo mal humor, estoy enojada...

—¿Por que, Demetria? ¿Qué le pasa a usted?

—Que en el tiempo que hemos estado fuera se me han muerto tres
gallinas... ¡Mire usted qué contratiempo...!

—Sí que lo es... Pues mire usted, lo siento yo también.

—Las tres más bonitas, las más ponedoras que tenía.

—¡Qué lástima!

—No, no se ría... A pesar de estas bajas comerá usted huevos bien
frescos. No hay que apurarse... Pero me estoy entreteniendo aquí como
una tonta. Dispénseme, don Fernando. Hasta ahora.

Viéndola salir tan dispuesta, tan dueña de sí y en pleno dominio de su
misión doméstica y social, cayó Fernando en tristes meditaciones, y
después de reconocer cuán grandes prodigios hace la naturaleza, dio en
considerar los contrastes que la fecundidad de esa universal madre nos
ofrece.

«¡Espantosa desigualdad! —se dijo—. Veo a esta mujer tan útil, tan
activa, repartiendo alegrías en torno suyo y aumentando el bienestar
humano. Luego miro para dentro de mí y observo mi inutilidad, mi
insuficiencia. Necesito de estos ejemplos para cerciorarme de que
no sirvo para nada, de que no soy nada, de que mi existencia es
absolutamente estéril..., al menos hasta ahora... He aquí un hombre
sin carrera, sin profesión, que no sabe cómo vive hoy ni cómo vivirá
mañana..., un hombre que todo lo espera del acaso, que apoya sus
cálculos en lo desconocido..., un hombre que desconoce el trabajo, y
que no da señales de vida en la sociedad más que para perturbarla».




XXXIII


Acrecieron las molestias del herido en los días subsiguientes,
manifestándose fiebre intensa y aumento de la hinchazón, que hacia
la región femoral se corría. Noches malísimas pasó, y sus ánimos se
abatieron grandemente. A la semana de estar allí, habiéndose iniciado
la supuración, practicó el cirujano los desbridamientos con tanta
habilidad y destreza, que el enfermo no tardó en sentir alivio. Como
entonces no se usaban anestésicos, hubo de soportar Fernando el acerbo
dolor que con sus cuchilladas le producía don Segundo; pero trincaba
bien los dientes y no exhalaba una queja, como varón cristiano y
animoso.

Durante aquella semana tristísima, tuvo horas de verdadero
aniquilamiento, en las cuales no era un ser de este mundo, sino un
soñador, un delirante que moraba en negros y lejanos espacios. Apenas
podía fijar la atención en lo que su ángel guardián, la encantadora
Gracia, le contaba. Demetria subía todos los días a verle; pero solo
permanecía breves instantes, por causa de sus quehaceres. En cambio le
acompañaba el buen don José María de Navarridas, que se había instalado
en la casa de Castro con su hermana doña María Tirgo. El motivo de
este traslado de vivienda lo supo Fernando cuando se serenaron sus
espíritus con la mejoría de la pierna. Fue que al llegar las niñas
con su caballero libertador, surgieron en la familia dudas acerca de
la conveniencia de aposentarle en la propia casa. Al discutirse punto
tan delicado, los tíos plantearon la cuestión en estos términos: dos
niñas solas, solteras, hospedan en su morada a un caballero joven,
soltero también... Esto podía dar lugar a necias interpretaciones en
el pueblo, aunque la fama de discreción, pureza y honestidad de las
huérfanas sería de fijo un valladar contra la suspicacia maliciosa.
La respetabilidad de la casa era reconocida y acatada por todo el
vecindario; mas no convenía exponerla a menoscabo, siquiera este
fuese por una inocente contravención de las reglas sociales. Demetria
manifestó con firmeza que la gratitud exigía que las dos hermanas
cuidasen por sí mismas al que había contraído tan grave dolencia
por defenderlas y salvarlas; que ella, firme en su conciencia, tan
segura de su honradez como de que la opinión del pueblo ni un momento
se pronunciaría en contra suya, no estimaba indecoroso alojar al
herido en su propia casa; pero si sus buenos tíos opinaban de otro
modo, ella se sometería gustosa a lo que resolviesen. La hermana del
párroco, doña María Navarridas, viuda, designada comúnmente con el
apellido de su difunto esposo (Tirgo), señora excelente, bondadosa,
discreta, algo cominera, bonita en su vejez como una santa Ana, opinó
que no desmerecía la demostración de agradecimiento llevándose a
don Fernando a la casa del cura, donde estaría como en la gloria.
Reconociendo lo acertado de estas razones, en principio, Demetria les
opuso un argumento que echó por tierra la firme dialéctica de los tíos
venerables.

—Efectivamente —dijo—, don Fernando estará muy bien en la rectoral,
asistido con esmero, ¿quién lo duda?, pero como tendrá tan cerca las
campanas de la parroquia, y estas no cesan de tocar a todas las horas
del día y de echar al viento repiques estrepitosos, el pobrecito no
podrá descansar ni un momento. ¡Buena le espera con aquel toca que toca
continuo en los mismos oídos!

—Tiene razón la chica —dijo don José María, dándose una fuerte palmada
en la rodilla y levantándose airoso—. Ea, ya tengo la solución...
Puesto que Demetria, con su raro entendimiento, nos ha hecho ver esa
gravísima contra de las campanas, no irá, no, el enfermo a donde
carecería de la tranquilidad y silencio que exige su estado, y para
obviar el inconveniente de que se trata, yo y tú, María, nos venimos
a vivir aquí, mientras aquí more el caballero a quien todos debemos
eterna gratitud. De este modo, con nuestra garantía ante el pueblo, no
hay, no puede haber ni asomos de duda en lo que toca al buen parecer,
al decoro de las niñas.

Pareciole muy bien a doña María Tirgo esta fórmula, que ponía en
salvo las conveniencias sociales, y aquella misma tarde se mudaron,
con grandísima complacencia de las huérfanas, que así gozaban de la
continua presencia de sus amados tíos.

A la guardia que hacía Gracia en el cuarto del enfermo, se agregó desde
el segundo día el bondadoso párroco, que sabía distraer a Calpena sin
molestarle con habladurías importunas. ¡Y con qué esmero, con qué
solicitud y cariño le cuidaban todos! No harían más por un hermano
querido ni por su propio padre. ¡Vaya unos calditos sustanciosos que
le daban! ¡Y qué vinitos puros, confortativos, de antiguas cosechas,
elegidos con esmero por el propio don José María en las ricas bodegas
de Castro! Como durante las dos semanas primeras de su encantamiento
la inapetencia de Fernando era absoluta, Demetria y doña María Tirgo,
maestra en artes culinarias, no hacían más que discurrir platitos
sustanciosos, agradables y que no cargasen el estómago, a ver si así
le devolvían las ganas de comer. La impresión del joven era estar
encantado en el más bello alcázar de Jauja y servido por hadas o
serafines. A la hermana mayor la veía poco, mejor dicho, no la veía lo
bastante para darle gracias por tan delicadas atenciones, y como se
quejara de ello un día, Navarridas le dijo:

—A Demetria hemos de dejarla en sus ocupaciones de gobierno. Es una
niña esa que tiene dentro de sí todos los dones del Espíritu Santo.
Para mí está de non en el mundo: yo no he visto otro caso, ni creo que
lo haya. Por más que usted discurra no hallará una virtud que ella no
posea, ni un mérito que no sea suyo.

Así lo reconoció Calpena, y no habían pasado diez minutos, cuando
entraba Demetria con un pliego en la mano, el cual mostró al enfermo
desde la puerta, diciéndole:

—¿Se acuerda, don Fernando, de que los oficiales Serrano y Alaminos nos
dijeron que habían llegado al cuartel general cartas para usted? Pues
temiéndome yo que aquellos loquinarios no se cuidarían del encargo que
les hicimos, mandé un propio a Vitoria por las cartas, y aquí las tiene
usted.

Algo se afectó Fernando al ver las cartas, que seguramente eran de
Madrid: el sobrescrito era letra de Hillo.

—Gracia, si me hiciera el favor de abrirlas..., o usted, señor don José
María, y decirme dónde están fechadas, y quién las firma. Supongo que
serán largas, y no tengo ahora la cabeza en disposición de leer mucho.

Abiertas las cartas por el señor cura, este leyó en una: _La Granja, 30
de mayo_; y en otra: _La Granja, 8 de junio_. La firma en ambas decía:
«Tu cariñoso amigo y capellán — _Pedro Hillo_».

Guardó el enfermo bajo su almohada las cartas con intención de irlas
leyendo a ratos, y no cesaba de pensar a qué habría ido a La Granja
el bueno de Hillo. Un parrafito ahora, otro después, llegó al total
conocimiento del contenido de ambas epístolas. La síntesis de ello era
que la señora incógnita, a la sazón residente en San Ildefonso, había
llamado al clérigo para conferenciar con él. No decía claramente si
la dama se había descubierto o no; pero de algunas expresiones de don
Pedro se desprendía que entre el Mentor y la deidad no había ya ningún
velo. Lo que mayormente sorprendió a Calpena, causándole alegría, era
que la incógnita tirana se inclinaba a la transacción. Por conducto de
Hillo incitábale a declarar su paradero, ofreciéndole respetarle en sus
amores, y repitiendo una de las fórmulas de avenencia empleadas por la
misteriosa entidad en sus cartas de Madrid: «Tus amores no me gustan;
pero acato los hechos consumados». Ignorante de su residencia, dirigía
las cartas a los amigos de él en el cuartel general, con la esperanza
de que a sus manos llegasen, y por duplicado las enviaba también a
personas conocidas del interior de Guipúzcoa y Vizcaya, entre ellas, al
propio don Juan Bautista Erro, ministro universal de don Carlos. Por
uno u otro conducto esperaba establecer la comunicación. Insistía don
Pedro con verdadera pesadez en que Fernando, si recibía las cartas,
le escribiese al punto a La Granja, declarando su residencia (con
señas bien explícitas), a fin de poder remitirle con toda prontitud
el dinero que necesitase y nuevas expresiones de la tolerancia de la
incógnita en la delicada cuestión de amores. Por un lado, se alegraba
Calpena de estas noticias; por otro, se entristecía, pues continuaba
bajo el despótico poder de persona desconocida, y aunque algo se iba
transparentando el carácter de tal despotismo, quería el joven mayor
esclarecimiento de aquella oscura faz de su vida. Por de pronto,
era gran ventaja que no existiese ya la formidable oposición al
inquebrantable propósito de recobrar a Aura y hacerla suya, el cual
llenaba su corazón y su voluntad, sin que lo amenguara lo más mínimo su
encantamiento en la dorada Jauja.

Cuando pudo manejar la pluma sirviole Gracia los avíos necesarios, y
escribió a Hillo notificándole simplemente dónde se encontraba, sin más
explicaciones. Al propio tiempo escribió también a Negretti, dándole
conocimiento del accidente que le imposibilitaba de ir a tratar con él
de sus honrados fines, y dirigió la carta a Durango, donde le dijeron
que a la sazón residían don Carlos y don Sebastián.

Aunque la mejoría era franca a fines de junio, todavía tenía para
un rato, pues persistía algo de inflamación, que exigió nuevo
desbridamiento. A principios de julio empezó a recobrar el apetito
y a reponerse de su grande extenuación. El pobrecillo, con tan larga
inmovilidad, y con las intensas fiebres y dolorosos insomnios que
sufrido había, estaba en los puros huesos: su cara era toda ojos, y
en estos todo espíritu. Al recobrar las ganitas de comer, extremaron
Demetria y Doña María Tirgo sus habilidades culinarias para ofrecerle
sabrosos manjares en cantidad discreta. En cada una de las cinco
comidas que se hacían en aquella Jauja, preparaba Demetria alguna
sorpresa para su enfermo. No hay que hablar de la abundancia, que en
tal casa era como un continuo chorro vivificante de los múltiples dones
de la naturaleza. Allí, las carnes suculentas de cabrito y carnero;
allí, la caza de monte y la pesca de río; allí, las riquísimas verduras
y las frutas tempranas; allí, los sabrosos esquilmos del cerdo; allí,
la miel, la monjil repostería, formaban como una caudalosa corriente
entre la naturaleza y el estómago, entre el divino crear y el humano
digerir, corriente que por la variedad de sus dones no permitía el
cansancio. Bien decía don José María, paladeando su vinito:

—En esta tierra de bendición, señor don Fernando, el que se muere es
porque quiere.

Empezaban a hacer por la vida a las siete de la mañana, con el rico
soconusco de la tarea que labraba en casa el mejor chocolatero de
la villa, y lo acompañaban de unos bollos en que lucían su primor
doña María Tirgo y las cocineras de ambas familias. A las nueve se
servía la sopita de ajo con chorizo, infalible tentempié en aquella
hora, y ya estaban todos como un reloj hasta las doce en punto, en
que se servía la comida con todo el ceremonial de rúbrica. Rompía
plaza la sopa dorada, de pan, bastante a matar el hambre de los menos
favorecidos por la fortuna, y luego entraba el cocido... ¡Compadre,
vaya un cocido! La carne de cebón y los aditamentos cerdosos dábanle
poder para resucitar un muerto; tras él llegaba la verdura exquisita,
con su indispensable oreja, y _ainda mais_, morcilla. De principio,
entraban los pollos asados bien doraditos, tiernos, o los barbos
del río, o la enroscada anguila; y de postre, el dulce de cabello
(también hecho en casa o mandado por las monjas), el mostillo, las
nueces, el queso (también de casa), la miel, el sin fin de frutas
espléndidas que recreaban el gusto, la vista y el olfato..., y, por
último, la indispensable copita de anís. A las cuatro sentíanse ya
desfallecidos, y por vía de sostén tomaban otra vez chocolate con los
correspondientes bollitos. Gracias a esto podían tirar hasta la cena,
a las ocho en punto, empezando por la ensalada cruda, como aperitivo,
siguiendo las sopas de ajo con chorizo, los huevos pasados; luego la
chuletilla de cordero, la trucha frita, el plato de guisantes, judías
verdes o tirabeques, y, por fin, la compota..., esta no podía faltar,
como tampoco un plato de leche, sin contar la interminable tanda de
golosinas..., y otra vez la copita de anís, que tan bien ayuda la
digestión...

A Fernando servíanle en su cuarto, en una mesita con mantelería limpia
como el oro, que junto a su cama ponían, y así estuvo comiendo hasta
muy avanzado julio, en que don Segundo le permitía levantarse algunos
ratos; pero sin andar ni moverse del aposento. Con el trato continuo,
Gracia, que le acompañaba y le servía gozosa, tomó la confianza de
tutearle. Comúnmente le llevaba noticias de las cositas buenas que su
hermana y la tía estaban haciendo para él.

—Hoy te van a poner unos pescaditos al horno, que te vas a chupar los
dedos.

Otra vez entraba con un par de palomos muertos:

—¿Ves esto? —le decía—: pues te los van a poner con arroz. Toca, mira
qué pechugas...

O bien entraba con cestas de frutas riquísimas, acabadas de traer de
las huertas de Páganos, peras de a cuarterón, manzanas fragantes,
cerezas gordas, y se las mostraba, encareciendo su abundancia y
hermosura.

—De todo has de probar hoy, Fernandito. Demetria ha dicho que te haga
comer un poquito de cada cosa, para que veas todo lo bueno que crían
nuestras tierras.

—Sí, hija mía, sí —respondía Fernando, no tan alegre como debiera—: ya
veo, ya veo que Dios os ha dado muchos, muchísimos bienes; pero con ser
tantos, no llegan a lo que vosotras merecéis.




XXXIV


Un mes largo tardó en llegar nueva carta de Hillo, sin duda porque
los correos en tiempo tan desdichado no iban y venían con la debida
regularidad. Manifestaba el buen capellán inquietud por no haber dado
Fernando en su breve carta las explicaciones que se le pidieron. ¿Qué
casa era aquella donde moraba? ¿Por qué decía que no podría salir en
dos meses? ¿Acaso estaba enfermo, herido? ¿Entre qué gentes o con qué
familia vivía? De todo esto se esperaban pronto informes detallados.
Por el pronto se le remitían 20 onzas por un oficial de Ingenieros que
iba a Vitoria. Cuidárase él de recogerlas en dicho pueblo por persona
de confianza. Aguardó Fernando a recibir el dinero para contestar, y
en esto se pasaron otros quince días, pues el propio que se envió tras
el oficial portador de las onzas, no dio con él sino después de muchas
vueltas de una parte a otra. En agosto se recibió nueva epístola de
Hillo, en ocasión que Fernando, convaleciente ya, había dejado el lecho
y podía pasearse por la habitación agarrado al brazo de Gracia o al de
don José María. Continuaba el buen Mentor en La Granja, y hablando en
nombre y por encargo de la próvida divinidad, anunciaba a Telémaco que
esta le escribiría directamente de asuntos interesantísimos. De quien
Fernando no tuvo carta ni noticia, fue de Negretti, lo que le causaba
grande zozobra. ¡Qué habría ocurrido, santo Dios! No veía las santas
horas de recobrar su salud para correr hacia el país vasco, pues tanto
tiempo sin saber de Aura en extremo le afligía. Su encantamiento le
pesaba, era ya una monótona esclavitud; deseaba que el día último de su
prisión llegase, sin dejar por esto de rendir a la gran Demetria, su
nueva tirana, los homenajes que por su virtud, su gracia y adorables
prendas merecía.

Avanzado agosto, llegó carta de la incógnita, que no contenía
revelación alguna de lo que Fernando quería saber. Era el mismo estilo
de antes, la misma voz dulce y un tanto burlona debajo de la careta. Le
expresaba cariñosamente la idea de transacción; le permitía encenderse
y achicharrarse en el amor de Aura; llevaba con paciencia hasta que la
hiciera su esposa; rogábale que no dilatase su vuelta a Madrid, donde
se le arreglaría una posición en armonía con sus méritos, abriéndole
camino brillante en la política; para hacerle el paladar a los sainetes
(en el doble sentido de esta palabra) de la vida pública, le refería
sucesos graves ocurridos en la Villa y Corte por aquellos días, y
presagiaba que en San Ildefonso no irían las cosas por los caminos
derechos. Una carta de Hillo, dos o tres días después, terminaba con
un alarmante párrafo:

  «En este momento me dicen que se ha sublevado la Guardia Real, de
  guarnición en este Real Sitio, y que los sargentos se dirigen a
  Palacio a pedir a Su Majestad que restablezca, proclame y jure la
  Constitución del 12... ¡Dios nos tenga de su mano!».

El mismo día en que tales nuevas recibía don Fernando, y más aún
al siguiente, corrieron por el pueblo rumores de serios trastornos
políticos en Madrid y en La Granja. Los amigos de la casa de Castro,
sabedores de que el huésped de ella se carteaba con personajes del
Real Sitio, acudieron allá por noticias frescas. ¡Válgame Dios, qué
especiotas corrían de boca en boca entre el vecindario! Al coronel que
allí mandaba la fuerza cristina dijéronle que los sargentos habían
atropellado a la reina, llevándola presa al cuartel, porque se negaba
a jurar la _Niña bonita_. En Madrid los milicianos sublevados habían
cometido mil tropelías, asesinando generales y ministros. Total: que se
venía encima una revolución tan terrible y sangrienta como la francesa.

Mostroles don Fernando el conciso párrafo del clérigo; pero bien pronto
pudo satisfacer la curiosidad de sus convecinos, porque recibió segunda
carta de la incógnita, en que le refería con preciosos pormenores la
inaudita trapisonda de La Granja, como persona que todo lo presenciara.
Era, pues, aquel relato la misma verdad, una página histórica, fresca,
real, viva.

—Nada, señores —dijo don Fernando a los notables del pueblo que
invadieron su cuarto en busca de noticias—, no ha ocurrido nada:
ello ha sido un nuevo trámite de la revolución española que venimos
elaborando entre todos desde el año 12. El caso es sencillísimo,
propiamente español, producto de casos anteriores, engendro de nuestro
carácter. La novedad bien a la vista está: lo que otras veces han hecho
los oficiales de mediana y alta graduación, lo han hecho ahora los
sargentos de la Guardia Real. Es la obra del pueblo, el cual, entre
nosotros, no sabe actuar por sí, y se infiltra en las clases militares
para dar forma, realidad tangible a sus ideas. Cómo ha podido suceder
que el espíritu popular, encarnado en la humanidad de cuatro sargentos,
haya sabido burlar la vigilancia de los guardianes de la corte y
sobreponerse a toda disciplina hasta llegar a la reina; cómo han
tenido los tales sargentos energía y discreción bastantes, pues todo
se necesita, para imponer a la Gobernadora nada menos que el cambio
de Constitución, es cosa muy compleja, de la cual no he podido aún
hacerme cargo. La carta que he recibido es extensísima; ya ven: seis
pliegos de letra menuda. He pasado la vista rápidamente por algunos
párrafos; cuando despacio la lea y la relea, daré a ustedes noticia
circunstanciada del suceso tal como me lo cuenta, con pelos y señales,
un testigo presencial.

Los comentarios que hicieron el coronel, el alcalde y otras personas de
viso que visitaban al huésped de Castro, eran muy pesimistas. Vista la
trifulca de La Granja desde tan lejos, resultaba la impresión de que el
mundo se venía abajo; de que España se acababa, con aquel vilipendio
de la autoridad real, pisoteada por cuatro sargentos que probablemente
estarían borrachos. A esto dijo Calpena que no traería el tal suceso
revolucionario más catástrofes que las usuales y corrientes: el cambio
de empleados, el desconcierto de todo, la continuación de la guerra.
Era la enfermedad general, ya crónica, que se agravaba. Mas no por ello
moría el enfermo: España tenía fibra y agallas para resistir tanta
calamidad; su sobriedad de mendigo le garantizaba la existencia; su
pasividad fatalista le permitía seguir arrastrándose y dando tumbos,
hasta que vinieran hombres y tiempos mejores, los cuales..., ¡ay!,
también podría suceder que no vinieran. En esto llegaban diariamente
a Laguardia pormenores de lo ocurrido y papeles que lo traían todo
muy bien parlado. Pero nada era tan sincero, tan profundamente humano
y vivo como el cuadro descrito con femenino análisis y observación
exquisita por la señora incógnita, el cual no cabe en estas páginas por
su excesiva extensión. Podrá leerlo en otras quien tenga en igual grado
la curiosidad y la paciencia.

Entró Demetria a ver a don Fernando, aplaudiendo la gallardía con que
se determinaba a dar solito algunos pasos con la ayuda de su bastón, y
le dijo gozosa:

—Por dos motivos estoy alegre hoy: el primero es que me ha dicho
don Segundo que pronto será usted dado de alta. ¡Cuánto ha pasado,
pobrecito, en esta esclavitud! Ya sé lo que me dirá: que le hemos
tratado muy bien. ¡Pues no faltaba otra cosa! Eso del buen trato no
hay que decirlo, porque es verdad y porque no tiene ningún mérito: el
cumplimiento de un deber, sin hacer nada extraordinario, no merece
elogios.

—¿Y el otro motivo de alegría se puede saber?

—Que han vuelto los dos criados que fueron con nosotras a Oñate, y
quedaron presos en la cárcel cuando a nosotras nos llevaron a la
Caridad. ¡Pobrecillos, qué gozo he tenido al verles! Les llevaron a
Vergara; después a Tolosa; de allí pudieron escaparse a Francia, donde
se embarcaron para Santoña... Ya no pueden tardar los que fueron a
llevar nuestra ofrenda a los infelices que nos dieron socorro en las
ruinas de Aránzazu... De quien no hemos tenido noticia es del pobre
Díaz. ¿Qué habrá sido de él? ¿Le habrán matado; estará preso aún?

—Escribiremos a mi amigo el señor Rapella, para que gestione la
libertad de Díaz mientras llega la ocasión de que pueda hacerlo yo
mismo. En cuanto me asegure en la convalecencia, señora castellana de
este noble castillo, me voy a Guipúzcoa y Vizcaya.

—Ya sé, ya sé que en Bermeo está su novia. Me lo ha contado el tío, con
quien tiene usted sus confianzas —dijo Demetria con toda la serenidad
del mundo—. Permita Dios que se le allanen a usted todos los caminos;
que llegue a donde quiere llegar..., y encuentre a su novia buena de
salud, firme de voluntad, siempre amante y fiel... Quiera Dios que esa
señora nos perdone este secuestro de su galán; que no haya sufrido con
harta crudeza el mal de impaciencia; que sepa ser constante en los
afectos, fuerte en la adversidad... Porque fíjese usted bien, fuerte
en las bienandanzas lo es cualquiera; pero fuerte en el infortunio, en
las largas ausencias, eso ya es harina de otro costal, eso sí que es
mérito, señor don Fernando... Ea, no quiero cansarle; me llaman abajo
para medir la hornada de mañana. Hasta ahora...

Y dio media vuelta para marcharse.

—Eh..., señora castellana, no sea usted tan ejecutiva. Con sus hornadas
y sus continuos quehaceres, ha olvidado usted mis encargos. Le he
pedido que mande venir sastre o costurera que me haga la ropa que
necesito... ¿O es que he de marcharme así, como un triste estudiante
que no lleva más que lo puesto?

—Ya he mandado recado a quien le hará la ropita... El ejecutivo es
usted, que no quiere más sino que le sirvan geniecillos, hadas, y qué
sé yo... Eso; lo de los cuentos de niños: dar una patadita, y ya está
aquí el duende que dice: «Pide por esa boca».

—Aquí no hay más hada, ni más duende, ni más genio que usted... Genio,
sí, y noto que lo va echando malo. De ayer a hoy me ha reñido usted
tres veces.

—Sí, señor, y le riño la cuarta... por impaciente... No parece sino
que le tratamos tan mal aquí. Pues sepa usted, señor fuguilla, que la
opinión de don Segundo es que aún debe estarse quietecito otro mes,
pues si se lanza por esos caminos a caballo o en carreta, está muy
expuesto a una recaída, sí, señor, y a que empeore la pierna, sí,
señor, y la otra pierna, y la cabeza..., sí, señor... Ea, ya no riño
más; y aunque usted no quiera, me voy.

Quedose Calpena meditabundo, pensando en su partida, que con ardor
deseaba, aunque presumía que no podría efectuarla sin pesadumbre. Por
su mente fecundísima pasó una idea. ¡Vaya una idea! La formulaba de
este modo:

«Quisiera tener un amigo muy íntimo, uno de esos amigos que son como
hermanos, uno de esos amigos a quienes amamos entrañablemente... Y
mi mayor gozo sería que este amigo se hiciera amar de Demetria, y
que él la amase a ella, cosa en verdad facilísima. ¡Qué gusto verles
casados, ver a mi amigo compartiendo con ella el gobierno de esta gran
casa!... ¡Ah, se me olvidaba!, es preciso, indispensable, que el amigo
tenga patrimonio para poder realizar decorosamente la feliz coyunda...
¿Pero dónde voy yo a buscar este amigo, dónde? Si al menos tuviera
yo familia, quizás lo encontraría entre mis parientes... ¡Vaya con
el tesoro que se llevaba el tal!... Pues he de buscarlo en cuanto me
vea libre, he de buscarlo, sí... Feliz yo que ya tengo resuelto el
problema de amor; que no sé, ni quiero, ni puedo desviarme de la línea
trazada por mi destino. Al extremo de acá de esta línea, estoy yo;
al otro extremo la verdadera castellana de los alcázares del cielo,
Aura divina, Aura humana, Aura total. Hacia ella me voy pronto, y por
el camino, por todos mis caminos, buscare el amigo, el hermano que
necesito para Demetria...».

Esto pensó, y solicitado luego de la curiosidad, se puso a leer la
extensísima carta, que contenía una prolija narración política, páginas
llenas de vida y color. Atenta a la variedad, como grande artista,
entreveraba los relatos de motines y trastornos con párrafos cariñosos,
íntimos, o apreciaciones burlescas de la corte y de la sociedad que
la rodeaba... Volvía luego a la pintura de escenas, ora cuartelescas,
ora palatinas, conjunción absurda de la grosería popular y del regio
orgullo, en aquel caso desvirtuado por el miedo y la debilidad.
Por transiciones bruscas, la emprendía después con su protegido,
riñéndole amorosa, señalándole los caminos para recobrar su gracia;
consintiéndole sus locuras, siempre que no rebasaran de cierta medida
prudencial; y, entre otros conceptos tan delicados como ingeniosos, le
decía:

  «Esa casa donde estás, ¿qué casa es?... ¿Con quién vives? ¿Has
  encontrado a tu Aura? ¿La tienes contigo?... No; si no te riño.
  Quiérela: te lo permito... ¡Viva don Fernando y viva con su _pepita_,
  digo, con su Aurita!... Pero has de contármelo todo; no me ocultes
  por modestia lo bueno que haces, ni por miedo a mi severidad me
  ocultes lo malo... ¡Dichosa severidad! Cansada del sinnúmero de
  medicinas que he tomado para calmar mis penas, probé la indulgencia,
  y no me va mal con esta droga... Tontín, ¿no sabes? Entre el bueno
  de Hillo y yo hemos descubierto a una pobre señora que te quiere con
  delirio, sin haberte tratado nunca, y esto es lo más raro. ¡Lo que te
  pierdes! Pues te diré: esa tu enamorada no te ha visto de cerca más
  que una vez, ¡y tan de cerca! De esto hace hoy, fíjate en la fecha de
  mi carta, veintitrés años justos y cabales... Rabia, que no te digo
  más».


Santander (San Quintín), octubre-noviembre de 1898.


FIN DE «DE OÑATE A LA GRANJA»






*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK DE OÑATE A LA GRANJA ***


    

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