Compendio del viaje del joven Anacarsis a la Grecia (1 de 2)

By Barthélemy

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Title: Compendio del viaje del joven Anacarsis a la Grecia (1 de 2)

Author: Jean-Jacques Barthélemy

Release date: October 19, 2024 [eBook #74604]

Language: Spanish

Original publication: Spain: Oliva

Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive / Fondo antiguo de la Universidad de Sevilla.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS A LA GRECIA (1 DE 2) ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También se ha modernizado la puntuación así como los nombres propios
    de personas y lugares, y los gentilicios.

  * Los nombres de dioses y héroes aparecen con la denominación griega,
    no con la romana. Es decir, Venus y Hércules aparecen como Afrodita
    y Heracles.

  * En los casos de inteligencia dudosa se ha seguido el texto del
    original francés no compendiado.

  * Las rayas intrapárrafo que indican diálogo se han sustituido por
    comillas.




  COMPENDIO
  DEL VIAJE
  DEL
  JOVEN ANACARSIS.
  —
  TOMO I.




  BARCELONA: EN LA LIBRERÍA DE OLIVA,
  JUNTO A LA PLAZA DE SANTA MARÍA.




  COMPENDIO
  DEL VIAJE
  DEL
  JOVEN ANACARSIS
  A LA GRECIA.

  Por Juan Santiago Bartelemi.

  EXTRACTADO POR ANT. C.**
  Traducido del Francés y aumentado
  _Por J. March._


  TOMO PRIMERO.


  GERONA: Diciembre 1830.
  EN LA OFICINA DE A. OLIVA, IMPRESOR DE S. M.
  —
  _Con las licencias necesarias._




  Todos los ejemplares van rubricados por el propietario de la obra,
  quien demandará en juicio al que la reimprima sin su consentimiento.
  [Ilustración]




PRÓLOGO DEL EDITOR.


Aunque es bien conocido entre nosotros el singular mérito de la obra
titulada _Viaje del joven Anacarsis a la Grecia_, cuya excelente
traducción en castellano se publicó en Madrid en el año 1814, era de
desear que se removiesen dos inconvenientes que privaban de la posesión
de ella y de su interesante lectura a muchas personas amantes del
conocimiento de la historia: a los unos la imposibilidad de adquirir
la obra, atendido su costoso precio, por ser muy voluminosa, y a los
otros, en particular a la juventud naturalmente poco reflexiva, el
encontrarla a su entender difusa, sin embargo de que nada tiene que sea
superfluo, ni prolijo.

Con el fin de vencer estos obstáculos, facilitando y propagando el
conocimiento de una obra tan apreciada, que hace mirar como incompleta
en la parte histórica la biblioteca en que no se halle, se juzgó
acertado publicar en nuestro idioma este compendio, lisonjeándose
el editor con la grata idea de que hacia así un servicio a sus
compatriotas.

Sin perder de vista la grande obra con que hizo inmortal su nombre,
_Juan Santiago Barthelemi_, al traducir el compendio de ella se han
salvado cuidadosamente algunas equivocaciones en que incurrió el autor
del mismo, y además se han añadido algunos pasajes interesantes del
original, mejorando de este modo el presente compendio.

Conservando pues el espíritu del _Viaje del Joven Anacarsis_, aunque
reducidos a dos tomos los siete de que consta la obra principal, bajo
un método conciso podrá adquirir fácilmente la juventud, y toda clase
de personas, las noticias más útiles y precisas de la historia de la
Grecia; de aquella región la más célebre del orbe, que fue, digámoslo
así, un modelo de usos y costumbres, de valor y de virtudes, de
ciencias y leyes, para todas las naciones cultas.




INTRODUCCIÓN.


Los primeros habitantes de la Grecia, según antiguas tradiciones, solo
tenían por morada grutas profundas, de las cuales salían únicamente
para disputar a las bestias los alimentos más groseros, y algunas veces
nocivos. Capitaneados después por caudillos audaces, aumentaron sus
luces, y por consecuencia sus necesidades y sus males, al paso que
la fuerza constituía todo su derecho. Arribaron a las costas de la
Argólida algunos legisladores egipcios, que se propusieron civilizar
a aquellos pueblos salvajes, los cuales salieron a su encuentro y así
consiguieron pasar sus días en un estado de inocencia y tranquilidad,
que dieron el nombre de edad de oro a aquellos siglos remotos.

Aconteció esta revolución bajo Ínaco, quien condujo la primera colonia
egipcia, 1970 años antes de J. C., y continuando la empresa su hijo
Foroneo cambiaron en breve de faz la Argólida, la Arcadia y los países
vecinos. Cerca de tres siglos después llegaron Cécrope, Cadmo y
Dánao, el primero al Ática, el segundo a la Beocia, y el tercero a la
Argólida; llevando consigo nuevas colonias de egipcios y de fenicios.
La industria y las artes traspasaron los límites del Peloponeso, y sus
progresos añadieron, digámoslo así, nuevos pueblos al género humano.

El reinado de Foroneo es la época más antigua de la historia de Grecia,
y el de Cécrope de la historia de los atenienses. Desde este último
príncipe hasta al fin de la guerra del Peloponeso, transcurrieron cerca
de 1250 años, que se dividen en dos intervalos: el uno termina en la
primera olimpiada (776 años antes de J. C.) y el otro en la toma de
Atenas por los lacedemonios (año 404). De los cuales van a referirse
los principales acontecimientos.




PRIMERA PARTE.

Acontecimientos que han pasado desde Cécrope, hasta el fin de la
primera olimpiada.


La colonia de Cécrope era oriunda de la ciudad de Sais en Egipto. Dejó
las fértiles orillas del Nilo para evadirse de la ley de un vencedor,
y después de una larga navegación arribó a las costas del Ática,
habitadas siempre por un pueblo que desdeñaron sojuzgar las naciones
feroces de la Grecia; pero Cécrope, poniéndose al frente de ellos, se
propuso hacer feliz la patria que acababa de adoptar entonces. Los
egipcios y los habitantes del Ática formaron en breve un solo pueblo,
y sometidos a leyes sabias, origen de virtudes y placeres inocentes,
pasaron muy pronto del estado salvaje a la civilización. Los primeros
griegos ofrecían sus homenajes a dioses, cuyos nombres ignoraban; mas
las colonias extranjeras dieron a estas divinidades los nombres que
tenían en Egipto, en Libia y en Fenicia, atribuyendo a cada una un
poder limitado, y unas funciones privativas. La ciudad de Argos fue
consagrada especialmente a Hera, la de Atenas a Atenea, y la de Tebas
a Dioniso. Multiplicando Cécrope los objetos de veneración pública,
invocó al soberano de los dioses, bajo el título de todopoderoso,
y erigió templos y altares en todas partes; pero prohibió que se
derramase en ellos la sangre de las víctimas, ya para conservar los
animales útiles para la agricultura, y ya para inspirar a sus súbditos
el horror de las bárbaras escenas representadas en la Arcadia. El
homenaje que Cécrope ofreció a sus dioses era más digno de la bondad de
aquel legislador, pues se reducía a espigas o granos, primicias de las
mieses que enriquecían el Ática, y tortas tributo de la industria que
empezaban a conocer sus habitantes.

Todos los reglamentos de Cécrope respiraban sabiduría y humanidad,
brillando particularmente estas virtudes en el tribunal del Areópago,
que parece fue fundado a fines del reinado de aquel príncipe, o al
empezar el de su sucesor. Jamás se pronunció en él desde su origen un
fallo injusto, contribuyendo a dar con esto a los griegos las primeras
nociones de la justicia. Fueron tan rápidos los efectos de esta sabia
legislación, que el Ática se vio muy pronto poblada de veinte mil
habitantes, los cuales fueron divididos en tres tribus. Estos progresos
llamaron la atención de los pueblos que solo vivían de rapiña, y a
fin de poner Cécrope los pueblos a cubierto de los corsarios que
talaban sus campos y esparcían el temor entre aquellos habitantes,
les persuadió a que reuniesen sus moradas, esparcidas hasta entonces,
y que las guareciesen con un recinto de muros. Puso los cimientos de
Atenas en la colina donde hoy se ve su ciudadela, y edificáronse otras
ciudades en diferentes sitios.

Murió Cécrope después de un reinado de cincuenta años, y durante el
transcurso de 565 le sucedieron diecisiete príncipes, siendo Codro
el último de ellos. Bajo el reinado de Cránao, inmediato sucesor
de Cécrope, penetraron en Beocia las luces de oriente: Cadmo, a la
cabeza de una colonia de fenicios, introdujo la escritura, arte el más
sublime, y de allí a poco tiempo se transmitió al Ática. En el reinado
de Erictonio fueron uncidos al carro por primera vez los caballos ya
dóciles al freno, y, aprovechándose de las útiles tareas de las abejas,
se perpetuó la raza de estos industriosos insectos en el monte Himeto.
Hizo nuevos progresos la agricultura en tiempo de Pandión, y Erecteo,
sucesor suyo, ilustró su reinado con útiles establecimientos, por lo
cual los atenienses le erigieron un templo después de su muerte.

A proporción que el reino de Atenas se fortificaba con las leyes y
las artes, veíanse aumentar insensiblemente y continuar su revolución
sobre la escena del mundo los de Argos, Arcadia, Lacedemonia, Corinto,
Sición, Tebas, Tesalia y Epiro.

En tanto la antigua barbarie volvía a aparecer con desprecio de las
leyes y las costumbres, levantándose de cuando en cuando hombres
fuertes y feroces que atemorizaban a los pueblos con sus latrocinios,
o príncipes crueles que atormentaban a súbditos inocentes con lentos
y dolorosos suplicios; pero la naturaleza, que hace contrapeso al mal
con el bien, produjo para destruirlos otros hombres más robustos que
aquellos y más poderosos y justos que los demás, los cuales libertaron
la Grecia de tan terribles calamidades; y entonces dio principio el
imperio de aquellos héroes de la antigüedad, que afearon su vida
maravillosa con manchas vergonzosas.

Muchos de estos, bajo el nombre de Argonautas, concibieron el proyecto
de pasar a un clima lejano para apoderarse de los tesoros de Eetes,
rey de Cólquida, y llevaron a cabo su empresa arrostrando los peligros
de una larga navegación por mares desconocidos. Entre aquellos héroes
se hallaba Jasón, que sedujo y arrebató a Medea, hija de Eetes;
Cástor y Pólux, hijos de Tindáreo, rey de Esparta; Peleo, rey de la
Ftía y padre de Aquiles, que le excedió en valor; el poeta Orfeo y,
últimamente, Heracles, mortal el más ilustre. Este héroe, tan célebre
en la historia, descendía de los reyes de Argos: y se dice que era
hijo de Zeus y de Alcmena, esposa de Anfitrión; que venció al león de
Nemea, al toro de Creta, al jabalí de Erimanto, a la hidra de Lerna y
a algunos monstruos aún más feroces: a Busiris, rey de Egipto, que por
su propia mano quitaba la vida a los extranjeros; a Anteo de Libia, que
les daba muerte después de vencerlos en la lucha; a los gigantes de
Sicilia, los centauros de Tesalia y todos los bandidos de la tierra,
cuyos límites fijó por occidente, así como lo hizo Dioniso por la parte
oriental. Añaden que separó montañas, y abrió estrechos para reunir
los mares, y que mediante su poder triunfaron los dioses en la batalla
con los gigantes. Su historia es un ensarte de prodigios, o más bien
la historia de todos cuantos han tenido su nombre, y sufrido iguales
trabajos. Exagerando sus hazañas y atribuyéndolas todas a un solo
hombre, se le han atribuido también todas las grandes empresas, cuyos
autores se ignoraban; se le ha ensalzado, en fin, hasta quererle hacer
superior a la especie humana, cuando solo es un fantasma de grandeza
elevada entre el cielo y la tierra, como para llenar su intervalo.

Otro de los héroes fue Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, y de Etra,
hija del sabio Piteo, que gobernaba en Trecén. Venció al cruel Sinis,
que ataba los vencidos a las ramas de los árboles, que curvaba con
esfuerzo, y que se enderezaban cargadas con los miembros ensangrentados
de aquellos infelices; a Esciro, que precipitaba los viajeros al mar
desde una alta montaña; y a Procusto, que los tendía en un catre de
hierro, cuya longitud debía ser exacta con la de sus cuerpos, y la
acortaba o prolongaba dándoles horrorosos tormentos. A todos estos
bandidos les hizo morir en los mismos suplicios que ellos inventaron.
Deshizo la facción de los Palántidas, que querían usurpar el trono a
su padre; marchó luego a los campos de Maratón, asolados muchos años
hacía por un furioso toro; le domó y presentole encadenado ante los
atenienses, no menos absortos de la victoria que espantados del combate.

Minos, rey de Creta, acusó a los atenienses de haber dado muerte a su
hijo Androgeo, y obligoles a la fuerza a entregarle en ciertos plazos
un número de mancebos y doncellas que debían ser encerrados en el
laberinto de Creta, y entregados a la voracidad del Minotauro, monstruo
medio hombre y medio toro, nacido de los amores infames de Pasífae,
reina de Creta. Toma Teseo a su cargo la ardua empresa de libertar a
su afligida patria de aquel tributo vergonzoso, y poniéndose en el
número de las víctimas se embarca para Creta. Apenas llega al terrible
laberinto, mata al monstruo y sale del encierro con sus jóvenes
compatriotas, favorecido por Ariadna, hija del rey, la cual le dio
un hilo que le sirvió de guía para salir del laberinto. Siguiole la
princesa, y experimentó después el dolor de verse abandonada por él
en las playas de Naxos. Tal es la relación de los atenienses acerca
de estos hechos. Los cretenses dicen, al contrario, que los rehenes
estaban destinados a los vencedores en los juegos celebrados en honor
de Androgeo; que Teseo obtuvo permiso para entrar en lid, que venció
a Tauro, general de las tropas de Minos, y que el príncipe fue tan
generoso que hizo justicia a su valor y perdonó a los atenienses.

Apenas subió este héroe al trono de su padre Egeo, cambió la faz del
gobierno de los atenienses convirtiéndose en democrático. Las doce
ciudades o pueblos del Ática no tuvieron ya magistrados particulares.
Atenas se hizo metrópoli y centro del estado, y el poder legislativo
únicamente residió desde entonces en la asamblea general de la nación,
compuesta de los nobles, agricultores y artesanos. Instituyose al mismo
tiempo que Teseo, a la cabeza de la república, haría ejecutar las leyes
y tendría el mando supremo del ejército.

Después de haber dado Teseo la libertad a su patria, y ensanchado
los límites del estado, se cansó de los pacíficos homenajes de sus
conciudadanos y contrajo amistad íntima con Heracles y Pirítoo,
anhelante como ellos de acometer empresas célebres. Triunfó de las
amazonas en las orillas del Termodonte y en las llanuras del Ática;
concurrió a la caza del enorme jabalí de Calidón, y se distinguió
contra los centauros de Tesalia, aquellos hombres audaces, los primeros
que se ejercitaron en los combates a caballo.

En medio de tantas acciones gloriosas, resolvió de acuerdo con Pirítoo
el robo de Helena, princesa de Esparta, y de Perséfone, hija del rey de
los molosos. Solo pudieron ejecutar este vergonzoso proyecto en cuanto
a la primera; pero después de haberse fugado con ella de Lacedemonia,
fueron detenidos en Epiro, cuyo rey hizo que devorasen a Pirítoo unos
perros horribles, y que encerrasen a Teseo en una prisión, de que fue
liberado por Heracles.

Cuando Teseo regresó a sus estados encontró a su familia cubierta de
oprobio por la infame pasión que Fedra, su esposa, tenía a Hipólito,
cuyo hijo tuvo él de Antíope, reina de las amazonas. Para complemento
de su pena, encontró la ciudad en anarquía por la facción de los
Palántidas, y el territorio del Ática asolado por Cástor y Pólux,
hermanos de Helena. Siendo ya para los atenienses un objeto de odio
y de desprecio, quiso hacer uso de la fuerza para hacerse obedecer;
pero este medio no tuvo el éxito que deseaba, y entonces se acogió a la
protección del rey Licomedes en la isla de Esciros, donde pereció poco
después, bien por accidente, o bien por la traición de aquel príncipe,
amigo de Menesteo, sucesor suyo. Muchos siglos después, Cimón, hijo
de Milcíades, trasladó los huesos de Teseo a los muros de Atenas, y
habiendo construido sobre su sepulcro un templo embellecido por las
artes, llegó a ser aquel punto un asilo de los desgraciados.


EDIPO.

Cadmo, arrojado del trono que había elevado, Polidoro, despedazado por
las bacantes, y Lábdaco, arrebatado por una muerte temprana sin dejar
más que un hijo en la cuna y rodeado de enemigos; tal había sido desde
su origen la suerte de la familia real de Tebas cuando Layo, hijo y
sucesor de Lábdaco, se casó con Yocasta, hija de Meneceo. Apenas fue
celebrado este enlace cuando un oráculo predijo que el hijo que naciese
de él sería el asesino de su padre y el esposo de su madre. Nació
efectivamente este hijo, y sus padres le condenaron a ser presa de las
fieras, dejándole abandonado en una selva; pero habiéndolo encontrado
un pastor, lo recogió, y presentole a la reina de Corinto, que le crió
en su palacio bajo el nombre de Edipo, adoptándolo por hijo. Siendo ya
joven, salió un día de Corinto y tomó el camino de la Fócida; encontró
en un sendero un viejo que le mandó con altanería que se apartase, y
quiso obligarle a ello a la fuerza. Entonces Edipo se arrojó sobre el
viejo, que era Layo, y le quitó la vida.

Después de este funesto accidente, la mano de Yocasta y el reino
de Tebas fueron prometidos al que liberase a los tebanos de los
salteamientos y horrores de Esfinge, hija natural de Layo, que unida a
unos malhechores asolaba el país, detenía a los viajeros haciéndoles
preguntas capciosas y enigmáticas, y los extraviaba en lo intrincado
del monte Fineo para entregarlos a sus pérfidos compañeros. Edipo
adivinó sus enigmas, dispersó y quitó la vida a los facinerosos;
Esfinge, despechada, se dio muerte estrellándose contra una roca, y el
vencedor se casó con la viuda de Layo.

No tardaron en reconocerse ambos esposos. Yocasta, horrorizada, terminó
sus días dándose muerte violenta. Edipo, según algunos autores, se
sacó los ojos y fue a morir al Ática, y según otros, contrajo segundas
nupcias, y tuvo por hijos a Eteocles, Polinices, Antígona e Ismene.


PRIMERA Y SEGUNDA GUERRA DE TEBAS.

(Año 1329 antes de J. C.) Apenas tuvieron edad para reinar Eteocles y
Polinices, cuando cerraron a su padre en lo interior de su palacio, y
convinieron en reinar alternativamente, gobernando cada cual un año sí
y otro no. Subió Eteocles el primero al trono y rehusó dejarlo, por lo
cual se acogió Polinices a la protección de Adrasto, rey de Argos, que
le ofreció poderosos socorros.

Dividió Adrasto con Polinices el mando del ejército, a cuya cabeza
estaba el bravo Tideo, el impetuoso Capaneo, el adivino Anfiarao,
Hipomedonte y Partenopeo.

Todos estos generales instituyeron los juegos nemeos al pasar por
el bosque de Nemea. Al acercarse a Tebas, las tropas de Eteocles se
encerraron en los muros; el sitio de la ciudad fue largo, y en él
perecieron un gran número de guerreros de ambas partes. Acababa de ser
precipitado Capaneo de lo alto de una escala, asaltando el muro, cuando
Eteocles y Polinices resolvieron terminar su querella en un combate
particular. Señalaron día y sitio, y acometiéronse los dos príncipes
en presencia de ambos ejércitos, hasta que los dos cayeron muertos
acribillados de heridas y fueron conducidos por sus soldados a una
misma hoguera.

Después de sus funerales continuó defendiéndose con éxito la ciudad
de Tebas, mandada por Creonte, hermano de Yocasta, y tutor del joven
Laodamante, hijo de Eteocles, hasta que al fin terminó aquel sitio
mortífero con una salida aún más desastrosa, en que los tebanos dieron
muerte a Tideo y a la mayor parte de los generales argivos. Obligado,
pues, Adrasto a levantar el sitio, se retiró a su reino sin haber
podido honrar con funerales a los guerreros que quedaron en el campo de
batalla.

(Año 1319 antes de J. C.) Algunos años después, los jóvenes príncipes,
hijos de los generales argivos, resolvieron vengar a sus padres. Entre
ellos se distinguieron Diomedes y Esténelo, el primero hijo de Tideo y
el segundo de Capaneo. Quedaron los tebanos derrotados en una famosa
batalla y abandonaron la ciudad, que fue entregada al saqueo.


GUERRA DE TROYA.

Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, ciudad situada al pie del monte
Ida en la costa del Asia, a la parte opuesta de la Grecia, pasó a la
corte de Menelao, rey de Esparta, donde la belleza de Helena, mujer de
este príncipe, llamaba la atención de todos. Sedujo a esta princesa,
que abandonó esposo y trono por seguirle, y a la nueva de este
atentado, por el cual el ultrajado esposo pidió en vano satisfacción
al rey Príamo, los príncipes griegos indignados resolvieron vengarse
de un modo ruidoso. Reúnense pues en Micenas, reconocen a Agamenón, el
más poderoso de todos ellos, por jefe de la empresa, y juran reducir a
cenizas la ciudad de Ilión. Entre ellos se hallaba el viejo y elocuente
Néstor, rey de Pilos; el artificioso Odiseo, rey de Ítaca; Áyax de
Salamina; Diomedes de Argos; Idomeneo de Creta; Aquiles hijo de Peleo;
y una multitud de jóvenes y fogosos guerreros. Después de largos,
costosos y formidables preparativos, el ejército, que se componía
de cerca de cien mil hombres, se reunió en el puerto de Áulide y,
embarcado en mil doscientas naves, pasó a las costas de la Tróade.

La ciudad de Troya, fortificada con murallas y torres, estaba además
defendida por un ejército numeroso mandado por Héctor, hijo de Príamo,
el cual tenía bajo sus órdenes varios príncipes aliados que juntaron
sus tropas a las de los troyanos. Los griegos rechazaron a sus enemigos
reunidos en la costa, y atrincheraron luego su campo, en el cual se
encerraron.

Ambos ejércitos midieron de nuevo sus fuerzas, y siendo el éxito dudoso
en varios combates, se entrevió que el sitio duraría largo tiempo.

Entre la ciudad de Troya y la costa que ocupaban las tiendas y las
naves de los griegos, se extendía una vasta llanura, teatro del valor
y la ferocidad de sitiados y sitiadores. Troyanos y griegos, armados
de picas, mazas y espadas, de flechas y venablos, cubiertos de cascos,
de corazas y de broqueles, con las filas cerradas y los generales al
frente, se abalanzaban unos contra otros, alzando los primeros grandes
gritos, y guardando los segundos un silencio imponente. Embestíanse las
tropas y se rompían las falanges con grande confusión y estrépito; la
noche separaba a los combatientes, y la victoria costaba mucha sangre,
sin que produjese fruto alguno. Al día siguiente la llama de las
hogueras devoraba a los que la muerte había segado; honraban su memoria
con lágrimas y juegos fúnebres, y apenas expiraba la tregua volvían de
nuevo a la pelea con más furor que antes.

Jamás fueron tan comunes las asociaciones de armas y sentimientos como
durante la guerra de Troya. Aquiles y Patroclo, Áyax y Teucro, Diomedes
y Esténelo, Idomeneo y Meríones; otros muchos héroes, en fin, dignos de
seguir las huellas de aquellos, combatían frecuentemente el uno al lado
del otro y arrojándose al combate participaban así de los peligros y de
la gloria.

Todo el mundo tenía fija su atención en los campos de Troya, y todos
los príncipes, uno en pos de otro, se apresuraban a ir a señalarse
en aquella carrera abierta a la fama de las naciones (año 1282 antes
de J. C.). En fin, después de diez años de resistencia, después de
haber perdido la flor de sus guerreros, cayó la ciudad vencida por
los esfuerzos y artificios de los griegos. Sus muros, sus casas y sus
templos, reducidos a polvo y cenizas; Príamo expirante al pie de los
altares y rodeado de sus hijos degollados; Hécuba, su esposa, Casandra,
su hija, Andrómaca, viuda de Héctor, que murió a manos de Aquiles, y
otras muchas princesas, cargadas de cadenas y llevadas como esclavas de
los vencedores... He aquí el desenlace trágico de aquella guerra fatal
y memorable.

El regreso de los griegos a sus reinos fue marcado por siniestros
reveses y contratiempos. Áyax, rey de la Lócrida, pereció con su
escuadra; Odiseo anduvo errante diez años por los mares antes de
volver a entrar en su isla de Ítaca, e Idomeneo, Filoctetes, Diomedes
y Teucro, vendidos por sus padres, parientes y amigos se retiraron
a países desconocidos; Agamenón, en fin, murió asesinado por
Clitemnestra, su infiel esposa, quien algún tiempo después pereció a
manos de su hijo Orestes. En el decurso de algunas generaciones se vio
extinguida la mayor parte de las casas soberanas que habían destruido
la de Príamo, y ochenta años después de la ruina de Troya, una parte
del Peloponeso cayó en poder de los Heráclidas, o descendientes de
Heracles.


VUELTA DE LOS HERÁCLIDAS.

(Año 1220 antes de J. C.) Los descendientes de Heracles habían sido
desterrados del Peloponeso por los de Pélope, e hicieron repetidas
tentativas, aunque inútiles, para volver a entrar en aquel país. Eran
aquellos tres hermanos, llamados Témeno, Cresfontes y Aristodemo,
quienes, habiéndose asociado con los dorios, entraron con ellos en la
patria de sus antecesores, de la cual arrojaron a los descendientes
de Agamenón y de Néstor. Argos tocó en suerte a Témeno, la Mesenia a
Cresfontes, y Eurístenes y Procles, hijos de Aristodemo, reinaron en
Lacedemonia.

Poco tiempo después atacaron los vencedores a Codro, rey de Atenas, que
había dado asilo a sus enemigos. Este príncipe, habiendo sabido que el
oráculo prometía la victoria al ejército que perdiese su general en
la batalla, se expuso voluntariamente a la muerte, y este sacrificio
inspiró tal ardor a sus tropas que derrotaron a los Heráclidas (año
1092 antes de J. C.).

Aquí terminan los siglos llamados heroicos, cuya historia solo ofrece
una mezcla confusa de verdades y mentiras, de tradiciones respetables
y de imágenes risueñas inventadas por los poetas, que eran entonces
los únicos historiadores de la Grecia y aun sus únicos teólogos.
Las metáforas con que adornaron sus poemas fueron admirables,
particularmente por su novedad, y la lengua, llegando a ser poética,
produjo a un tiempo mismo el sistema más absurdo y maravilloso.


ESTABLECIMIENTO DE LOS JONIOS EN EL ASIA MENOR.

El Ática, y los países comarcanos estaban entonces sobrecargados de
habitantes, y las conquistas de los Heráclidas habían hecho refluir en
ella la nación entera de los jonios, que ocupaban doce ciudades en el
Peloponeso. Los hermanos de Medonte, que reinaba en Ática, condujeron
a aquellos extranjeros a las ricas campiñas donde termina el Asia, a
la parte opuesta de Europa. Esta colonia a favor de las conquistas que
hizo entre los bárbaros se vio muy pronto dueña de tantas ciudades como
tenía en el Peloponeso, entre las cuales sobresalían Mileto y Éfeso, y
todas ellas compusieron por su unión el cuerpo jónico.

Medonte transmitió a sus descendientes la dignidad de arconte, cuyo
ejercicio limitaron después los atenienses al espacio de diez años, y
por último la dividieron entre magistrados anuales, que conservaron
también el nombre de arcontes.

Estas son las novedades que nos presenta la historia de Atenas desde
la muerte de Codro hasta la primera olimpiada, en el espacio de
trescientos dieciséis años. Durante la calma que reinó en el Ática en
aquel largo transcurso de tiempo, se vieron florecer tres hombres, los
más grandes que jamás existieron: Homero, Licurgo, y Aristómenes.


HOMERO.

(Hacia el año 900 antes de J. C.) Floreció Homero cerca de cuatro
siglos después de la guerra de Troya. En aquel tiempo era ya conocido
Orfeo, Lino, Museo y otros muchos poetas, cuyas obras se han perdido.
Acababa de entrar también en la carrera Hesíodo, que con un estilo
lleno de dulzura y armonía describió las genealogías de los dioses, los
trabajos del campo y otros asuntos y objetos, a los cuales supo hacer
interesantes.

Homero, en su Ilíada y su Odisea, se hizo superior a todos los poetas
conocidos hasta entonces, y aun a aquellos que después han escrito. En
el primero de estos poemas describió algunos pasajes de la guerra de
Troya, y en el segundo la vuelta de Odiseo a sus estados.

Insultado Aquiles por Agamenón durante el sitio de Troya, se retiró
a su campo, y en su ausencia Héctor, a la cabeza de los troyanos,
consiguió ventajas sobre los griegos, persiguiéndolos hasta sus tiendas
y quitando la vida a Patroclo en un combate. Aquiles, hasta entonces
inflexible a los ruegos de los jefes del ejército griego, vuela de
nuevo a la pelea, venga la muerte de su amigo dándosela al general
troyano, dispone sus funerales y restituye al desgraciado Príamo el
cuerpo de su hijo Héctor. Estos hechos ocurridos en muy pocos días,
dieron campo bastante para la Ilíada. Al componerla, Homero se sujetó
al orden histórico, pero a fin de dar mayor brillo a su relación,
supuso que desde el principio de la guerra los dioses estaban divididos
entre griegos y troyanos, y para hacerla aún más interesante, puso las
personas en acción, con sumo arte y elocuencia.

Diez años habían transcurrido desde que Odiseo dejó las costas de
Ilión. Disipaban sus bienes infames usurpadores, y querían obligar a su
desolada esposa a contraer segundas nupcias, y hacer una elección que
ya no podía diferir. En este momento se abre la escena de la Odisea:
Telémaco, hijo de Odiseo, va al continente de la Grecia a preguntar
a Néstor y Menelao sobre la suerte y paradero de su padre. Durante
su mansión en Lacedemonia, parte Odiseo de la isla de Calipso, y una
tempestad le arroja a la isla de los feacios, próxima a Ítaca. Allí
refiere al príncipe reinante los prodigios de que ha sido testigo, los
males y contratiempos que ha sufrido y logra socorros para volver a sus
estados. Llega, se da a conocer a su hijo, y acuerda con él las medidas
convenientes para vengarse de sus comunes enemigos. La acción de la
Odisea no dura más de cuarenta días.

Cuando Licurgo se dejó ver en Jonia, apenas eran conocidas la Ilíada y
la Odisea, pero aquel legislador, descubriendo lecciones de sabiduría
en lo que el vulgo no veía más que ficciones agradables, copió los dos
poemas y con ellos enriqueció su patria. De allí se comunicaron a los
griegos, y entonces se vieron cantores, conocidos bajo el nombre de
rapsodas, sacar fragmentos de aquellos escritos y recorrer la Grecia,
que absorta los escuchaba. Como quiera que esta costumbre alteraba y
destruía la estructura de los poemas, Solón prohibió a muchos rapsodas
el que se apartasen del texto de Homero, interrumpiéndole por tomar
hechos aislados, y les prescribió que siguiesen en sus relaciones el
orden que el autor había observado. Después de Solón, Pisístrato e
Hiparco, su hijo, observando muchas alteraciones introducidas en los
poemas por un efecto del entusiasmo de aquellos que los cantaban o
interpretaban públicamente, hicieron restablecer el texto en su pureza,
valiéndose para ello de hábiles gramáticos.

Aumentose la gloria de Homero a proporción que se iban conociendo más y
mejor sus obras, y que se estaba en mayor disposición de apreciarlas.
Dispútanse muchas ciudades el honor de ser su patria nativa; otros
le han consagrado templos, y sus versos resuenan por toda la Grecia,
siendo el ornato y el brillo de sus fiestas. En ellos es donde los
mejores autores han hallado la mayor parte de las bellezas que
sembraron en sus escritos, y donde el escultor Fidias y el pintor
Eufránor aprendieron a representar dignamente al soberano de los dioses.

Sean rígidos enhorabuena contra los defectos de Homero aquellos
que pueden resistir a sus bellezas, porque, a la verdad, ¿por qué
disimularlo? Unas veces descansa y otras dormita, pero su reposo es
como el del águila que, después de haber recorrido por los aires sus
vastos dominios, cae fatigada sobre una alta montaña, y su sueño parece
al de Zeus que despierta lanzando el rayo, según el mismo Homero.




SEGUNDA PARTE.


Hablando con exactitud, la historia de los atenienses no empieza
hasta cerca de ciento cincuenta años después de la primera olimpiada.
Así pues, podemos dividirla en tres épocas, marcadas por caracteres
particulares: a la primera denominaremos el siglo de Solón o de las
leyes; a la segunda, el de Temístocles y Arístides, que es el de la
gloria; y a la tercera, el de Pericles, que es el de las artes.




SECCIÓN PRIMERA.

Siglo de Solón, desde el año 630 hasta el 490 antes de J. C.


Estaba gobernada la república por nueve arcontes o magistrados anuales,
cuya autoridad no era suficiente para mantener la tranquilidad en el
estado; y el Ática estaba dividida en tres facciones, que eran la de
los pobres, la de los ricos, y la de los habitantes en las costas. Los
primeros estaban por la democracia, los segundos por la oligarquía,
y los terceros, dados a la marina y al comercio, querían un gobierno
mixto, que les asegurase sus posesiones con la independencia. En tal
estado de cosas las leyes antiguas carecían de vigor, y la licencia
quedaba impune o solo se la imponían penas arbitrarias.


DRACÓN.

En esta anarquía, que amenazaba al estado su próxima ruina, fue
escogido Dracón para tratar del arreglo de toda la legislación,
extendiéndola y aplicándola hasta los más leves pormenores. Este
legislador compuso un código de leyes y de moral por el cual se
lisonjeaba de poder formar hombres libres y virtuosos; pero la
extremada severidad de sus leyes solo hizo descontentos, cuyas
murmuraciones le obligaron a retirarse a la isla de Egina, donde murió
de allí a poco tiempo. Había dado en sus leyes un testimonio de su
genio, que las hizo tan severas como lo fue siempre su carácter. La
muerte es la pena que impone a la ociosidad, y la única que aplica
tanto a los crímenes más leves, como a las maldades más atroces.

Como no había tocado a la forma de gobierno, se aumentaron de día en
día las disensiones intestinas después de su ausencia. Uno de los
principales ciudadanos, llamado Cilón, se apodera entonces de la
autoridad, le sitian en la ciudadela, y evita, en fin, con la fuga el
suplicio que le aguardaba. Mas sus cómplices son extraídos del templo
de Atenea, donde tomaron asilo, y al punto fueron degollados contra la
palabra que se les dio de perdonarles la vida. Esta perfidia de los
vencedores excitó la indignación general. Poco después se recibió la
noticia de que los megarenses se habían apoderado de Nisea y de la isla
de Salamina, y casi al mismo tiempo propagose por toda la ciudad una
enfermedad epidémica.


EPIMÉNIDES.

En aquellas tristes circunstancias en que las imaginaciones estaban
poseídas de un terror pánico, se consultó a los oráculos y adivinos,
y oída su respuesta hicieron venir de Creta a Epiménides, mirado en
su tiempo como un hombre que tenía comunicación con los dioses, y
adivinaba lo futuro. Recibiole Atenas con aquel entusiasmo que inspiran
la esperanza y el temor a un mismo tiempo en tales circunstancias.
Después de haber hecho sacrificios en nuevos templos y sobre nuevos
altares, aprovechose Epiménides de su ascendiente para hacer
innovaciones en las ceremonias religiosas, y mediante una multitud de
reglamentos trató de reducir a los atenienses a principios de unión
y de equidad. Marchó, en fin, cubierto de gloria, honrado con el
sentimiento del pueblo, que lloraba su ausencia, y rehusando admitir
presentes considerables, únicamente pidió un ramo de olivo consagrado a
Atenea. Poco tiempo después de su marcha volvieron a encenderse con más
furor las disensiones civiles.


LEGISLACIÓN DE SOLÓN.

(Año 514 antes de J. C.) Para sostener al estado cuando amenazaba su
ruina, la voz unánime elevó a Solón a la dignidad de primer magistrado,
de legislador, y de árbitro soberano. Descendía de los antiguos reyes
de Atenas; aplicose desde su juventud al comercio y viajó después por
varios países para aumentar sus conocimientos.

El depósito de estos se hallaba entonces en manos de algunos hombres
virtuosos, conocidos bajo el nombre de sabios, y distribuidos en
diferentes países de la Grecia. Su único estudio se dirigía a conocer
al hombre según lo que es, lo que debe ser y cómo se le debe instruir y
gobernar. Enlazados con una amistad íntima, se reunían algunas veces en
un mismo lugar para comunicarse sus luces, y ocuparse en los intereses
de la humanidad. En estas augustas reuniones se veían Tales de Mileto,
Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos, Milón de Quíos,
Quilón de Lacedemonia y Solón de Atenas, que era el más ilustre de
todos. Al número de estos sabios se puede añadir el antiguo Anacarsis,
quien atrajo a Grecia desde lo interior de la Escitia la fama de la
reputación de aquel país. A los conocimientos que Solón adquirió con el
trato de aquellos sabios reunía talentos distinguidos, siendo uno de
ellos el de la poesía, que recibió al nacer y cultivó hasta su edad más
avanzada, pero siempre sin esfuerzos ni pretensiones. En los últimos
años de su vida inventó pintar en un poema las revoluciones acontecidas
en nuestro globo, y las guerras de los atenienses contra los habitantes
de la isla atlántica, situada más allá de las columnas de Heracles,
sumergida después por los mares.

El primer acto de autoridad que ejerció, cuando se vio a la cabeza de
la república, fue el de conciliar los intereses de los ricos y de los
pobres, rehusando el repartimiento de las tierras que estos pedían a
gritos. En este apuro, Solón abolió las deudas particulares, anuló
todos los actos que comprometían la libertad del ciudadano y negó el
repartimiento de las tierras. Ricos y pobres murmuraban al principio,
creyendo que todo lo habían perdido porque no lo habían logrado todo;
pero viendo en breve renacer la industria, restablecerse la confianza
y volver en fin al seno de su patria tantos infelices alejados de
ella por la crueldad de los acreedores, admiraron la sabiduría de su
legislador y le concedieron nuevos poderes, de que se aprovechó para
revisar las leyes de Dracón, dejando intactas las concernientes al
homicidio.

Alentado Solón con éxito tan feliz, acabó la obra de su legislación
y, prefiriendo a cualquiera otro el gobierno que entonces existía,
se ocupó lo primero de tres objetos esenciales cuales eran el de la
asamblea de la nación, la elección de magistrados y el arreglo de los
tribunales de justicia.

Instituyose que el supremo poder residiese en las asambleas, a donde
todos los ciudadanos tendrían derecho de asistir, y que en ellas se
decidiría sobre la paz y la guerra, las leyes, los impuestos y todos
los grandes intereses del estado.

Para dirigir a la multitud en sus deliberaciones, estableció un senado
compuesto de cuatrocientos individuos, sacados de las cuatro tribus que
componían entonces el Ática. Estos cuatrocientos individuos fueron como
diputados y representantes de la nación. A toda decisión del pueblo
debía preceder un decreto del senado: instituyose también que los
primeros opinantes en la asamblea popular tuviesen la edad de cincuenta
años cumplidos, y que todo orador, antes de hablar sobre los asuntos
públicos, sufriese un examen que versaría sobre su conducta; se dio
permiso en fin a todo ciudadano para perseguir en justicia al orador
que se hubiese valido de artificios y de amaños para ocultar en este
examen la irregularidad de sus costumbres y de su conducta.

Dejó Solón a la asamblea general el poder de elegir los magistrados, y
el de hacerse dar cuenta de su administración. Esto no obstante, juzgó
también conveniente el dejar las magistraturas en manos de los ricos,
que las habían tenido hasta entonces, fundándose en que así las haría
más respetables a la multitud. Después llegaron a ser anuales; las
principales dependieron de la elección y las demás fueron dadas por
suerte.

Los nueve magistrados o arcontes presidían los tribunales, de cuyos
juicios o sentencias se apelaba a los tribunales superiores. Para
proveer los empleos de todos estos, decidió Solón que todos los
ciudadanos sin distinción se presentasen a llenar las plazas de jueces,
y que entre ellos decidiese la suerte. Tenía Atenas en el Areópago
un tribunal respetado del pueblo por sus luces y su antigüedad. Para
conciliarle aún más respeto e instruirle a fondo de los intereses
públicos, quiso que los arcontes, al cesar en su empleo, fuesen
contados en el número de los senadores, después de un maduro examen.
De esta suerte, el senado del Areópago y el de los cuatrocientos se
hacían dos contrapesos muy poderosos para poner la república a cubierto
de las tempestades que suelen amenazar a los estados; pues el primero
reprimía las tentativas de los ricos, y el segundo enfrenaba los
excesos de la multitud.

Estas disposiciones fueron sostenidas por varias leyes, siendo una de
las más notables la que imponía penas contra los ciudadanos que en las
turbulencias del estado no se declarasen por alguno de los partidos.
Con está disposición admirable se proponía el legislador sacar a los
hombres de bien de una inacción funesta, echarlos en medio de las
facciones y salvar el estado con el ascendiente y la fuerza de la
virtud. Por otra ley se condena a muerte a todo súbdito convencido
de haber querido apoderarse de la autoridad soberana. Últimamente,
en el caso de que uno u otro gobierno se elevase sobre las ruinas
del popular, los magistrados deben hacer dimisión de sus empleos y a
todo súbdito será lícito quitar la vida, no solo a un usurpador de la
autoridad suprema y a sus cómplices, sino también al magistrado que
continúe en sus funciones después de la usurpación del gobierno. Tal es
en compendio la república de Solón.

A estas disposiciones fundamentales siguió un código de leyes
criminales y civiles, según las cuales el ciudadano debe ser
considerado bajo tres aspectos, a saber: 1.º en su persona, como que
hace parte del estado; 2.º en la mayor parte de las obligaciones que
contrae como individuo de una familia, que pertenece también al estado;
y 3.º en su conducta, como miembro de una sociedad, cuyas costumbres
constituyen la fuerza del estado mismo.

Para dar una idea de su legislación bajo estos tres puntos de vista,
basta referir aquí algunas disposiciones generales.

Cuando un ateniense intenta quitarse la vida, se hace reo del estado,
porque le priva de un individuo; en este caso se enterraba separada su
mano, y esta circunstancia era una afrenta. Pero si atentase contra la
vida de su padre, las leyes guardan silencio contra esta atrocidad: así
inspiraba Solón más horror a semejante crimen, suponiendo que no estaba
en el orden de las cosas posibles el cometerle. Imponiendo la nota de
infame al hombre ocioso, dispuso también Solón que el Areópago indagase
el modo de vivir y proveer a su subsistencia cada particular; a todos
ellos les permite ejercer artes mecánicas, y al que no ha cuidado de
enseñar un oficio a su hijo, le priva del derecho de los socorros que
como padre debía esperar de él en su vejez.

El que se hace famoso por la depravación de sus costumbres, cualquiera
que sea su estado, su clase y su talento, queda excluido del
sacerdocio, de la magistratura, del senado y de la asamblea general;
no podrá hablar en público, ni ser encargado de una embajada, ni tener
tampoco asiento en los tribunales; y si ejerciere alguna de estas
funciones, será acusado criminalmente y sufrirá las penas prescritas
por las leyes.

Las de Solón no debían conservar su fuerza más de un siglo, cuyo
término señaló para no irritar a los atenienses con la perspectiva de
un yugo eterno. Cuando ya fueron meditadas detenidamente, viose Solón
rodeado de una multitud de importunos que le aburrían con preguntas,
consejos, alabanzas o vituperios. Habiendo apurado todos los medios de
suavidad y paciencia, y comprendiendo que el tiempo era lo único que
podía consolidar su obra, tomó la resolución de ausentarse por diez
años, y por un juramento personal obligó a los atenienses a que no
tocasen a sus leyes hasta su vuelta.

Fue al Egipto, donde trató con aquellos sacerdotes que se creen tener
en sus manos los anales del mundo, y de allí pasó a Creta, donde
instruyó al soberano de un reducido país en el arte de reinar y dio su
nombre a una ciudad, cuya dicha había procurado.

A su vuelta encontró a los atenienses muy próximos a caer de nuevo en
la anarquía, y, siendo acogido con los más distinguidos honores, se
aprovechó de estas favorables disposiciones para calmar la agitación
de los partidos. Al principio se creyó poderosamente ayudado por
Pisístrato; pero no tardó en conocer que este diestro político ocultaba
una ambición sin límites bajo una moderación fingida.


PISÍSTRATO.

Jamás hubo hombre alguno que reuniese más circunstancias que este para
cautivar los corazones, pues se hallaba dotado de un nacimiento ilustre
y de grandes riquezas; de un valor acreditado, un aspecto y presencia
que infundían respeto, una elocuencia persuasiva y un entendimiento
abundante en dotes naturales e ilustrado con el estudio. Con tan
grandes ventajas que le hacían accesible a los menores ciudadanos y
les prodigaba los consuelos y socorros con que el hombre se granjea el
afecto y la voluntad de sus semejantes. Así es que, haciéndose con su
conducta el ídolo de la multitud, creyó poder elevarse fácilmente al
poder soberano, y para ello se valió de la estratagema siguiente.

Preséntase un día en la plaza pública acribillado de heridas que se
había hecho él mismo, e implora la protección del pueblo. Convócase
la asamblea; muestra ante ella sus heridas, y acusa al senado, tanto
como a los cabezas de las demás facciones, de haber querido quitarle
la vida. Óyense gritos a su favor por todas partes, y los principales
ciudadanos callan o temen. Solón indignado de su cobardía, trata de
inspirarles serenidad y valor, pero su voz, ya débil por la edad, es
sofocada por los gritos sediciosos de la multitud preocupada, y la
asamblea termina concediendo a Pisístrato una guardia de satélites
encargados de custodiar su persona. Haciendo uso de esta fuerza,
apodérase luego de la ciudadela, desarma al pueblo, y usurpa la
soberanía.

Solón, aunque consultado varias veces por el usurpador, a quien no
dejaba de dar pruebas de deferencia y de respeto, no sobrevivió mucho
tiempo a la esclavitud de su patria.

Treinta y tres años transcurrieron desde esta revolución hasta la
muerte de Pisístrato; pero se vio obligado por dos veces a dejar el
Ática, en fuerza del crédito de sus adversarios, y no estuvo más de
diecisiete años al frente del gobierno. Esto no obstante, antes de su
muerte tuvo el consuelo de ver establecida su autoridad en su familia.

Preciso es hacerle justicia confesando que, mientras estuvo al frente
de la administración, consagró sus días a la utilidad pública,
señalándolos con nuevos beneficios o con nuevas virtudes. Como no temía
los progresos de las luces, publicó una nueva edición de las obras de
Homero, y formó para el uso de los atenienses una biblioteca compuesta
de los mejores libros conocidos hasta entonces.

Justo será también añadir algunos rasgos que manifiestan su grandeza
de alma. Jamás incurrió en la debilidad de vengarse de los insultos
que le hicieron. Habiendo asistido su hija a una ceremonia religiosa,
acercose a ella y le dio un abrazo un joven que la amaba con pasión, y
poco tiempo después intentó robarla. Pisístrato respondió a su familia
que le incitaba a la venganza: «Si aborrecemos a las personas que
nos aman, ¿qué haremos con aquellas que nos aborrecen?». Y luego se
la dio al joven por esposa. En fin: algunos de sus amigos, resueltos
a separarse de su obediencia, se retiraron a una plaza fuerte, y
habiéndolos él seguido inmediatamente con algunos esclavos que llevaban
su equipaje, le preguntaron los conjurados cuál era su designio, a lo
cual respondió: «Es preciso que me persuadáis a quedarme con vosotros,
o que yo os persuada a que volváis conmigo». Estas palabras bastaron
para reducirlos otra vez a su obediencia.

Sucedieron a Pisístrato sus dos hijos, Hipias e Hiparco, que,
aunque con menos prendas, gobernaron con igual sabiduría; pero
desgraciadamente el segundo cometió una injusticia de la cual fue
víctima.

Harmodio y Aristogitón, dos jóvenes atenienses, unidos con amistad
íntima, habiendo recibido una injuria difícil de olvidar, juraron
quitar la vida a Hiparco y a su hermano. El día en que se celebraba la
fiesta de las Panateneas, encubrieron sus puñales con ramos de mirto
y se fueron a un sitio donde ambos príncipes ordenaban una procesión
que debían conducir al templo de Atenea, y acercándose a Hiparco le
clavan el puñal en el corazón. Muere también Harmodio en el acto a
manos de los satélites del príncipe, y Aristogitón, arrestado casi al
mismo instante, es llevado al tormento: nombra cómo cómplices a los más
fieles partidarios de Hipias, y sin tardanza fueron llevados al cadalso.

Desde entonces Hipias solo se hizo memorable por medio de injusticias;
pero de allí a tres años le obligó a abdicar el trono Clístenes, jefe
de los Alcmeónidas, familia poderosa de Atenas siempre enemiga de los
Pisistrátidas, el cual había reunido bajo su mando a los descontentos
y logró que le socorriesen los lacedemonios. Hipias, después de haber
andado errante algún tiempo con su familia, se acogió a la protección
de Darío, rey de los persas, y pereció en fin en la batalla de Maratón.

Después de la expulsión de los Pisistrátidas, Clístenes, a fin de
conciliarse la adhesión del pueblo, dividió en diez tribus las cuatro
que desde Cécrope comprendían los habitantes del Ática, y anualmente
se sacaban a la suerte de cada tribu cincuenta senadores, llegando así
el número de estos a quinientos. Estas diez tribus, cual otras tantas
repúblicas pequeñas, tenían cada una su presidente, sus empleados, sus
tribunales y sus intereses. Desde esta época hasta la corrupción de las
costumbres de los atenienses apenas transcurrió medio siglo.




SECCIÓN SEGUNDA.

Siglo de Temístocles y de Arístides, desde el año 490 hasta el 444
antes de J. C.


Darío 1.º, rey de Persia, acababa de volver de la funesta expedición
que emprendió para subyugar a los escitas, cuando las ciudades de
Jonia, queriendo recobrar su libertad perdida por las conquistas de
Ciro, expulsaron a sus gobernadores, incendiaron la ciudad de Sardes,
capital del antiguo reino de Lidia, y envolvieron en su revolución
a los pueblos de Caria y de la isla de Chipre. Los lacedemonios
tomaron el partido de no acceder a esta liga, y los atenienses el
de favorecerla sin declararse abiertamente; bajo este plan enviaron
a Jonia algunas tropas que contribuyeron a la toma de Sardes, y los
eretrios de la Eubea siguieron inmediatamente su ejemplo.

El principal autor de esta sublevación fue Histieo de Mileto, que,
desterrado en Susa, corte de Persia, e impaciente por volver a su
patria, se valió de las turbulencias que en ella excitó bajo mano para
que le alzasen el destierro. Mas no quedó su traición impune por mucho
tiempo, pues fue cogido con las armas en la mano y los generales de
Darío le dieron muerte al punto.

Luego que Darío tuvo noticia del incendio de Sardes, juró vengarse de
la revolución de los jonios y de la conducta de los atenienses; pero,
antes de hostilizar a estos, dirigió sus armas contra los primeros.
Esta guerra, que duró algunos años, terminó con la sumisión entera de
la Jonia, la conquista de muchas islas del mar Egeo y de todas las
ciudades del Helesponto.

Darío, antes de romper abiertamente con la Grecia, envió por todas
partes heraldos o reyes de armas pidiendo la tierra y el agua: esta
era la fórmula que usaban los persas para exigir tributo y homenaje
de las naciones. La mayor parte de las islas y de los pueblos del
continente lo dieron sin titubear; pero los lacedemonios y atenienses
no solamente lo negaron, sino que, con una violación manifiesta del
derecho de gentes, arrojaron a los embajadores del rey en una profunda
fosa. Los primeros llevaron aún a más extremo su indignación, pues
condenaron a muerte al intérprete que había manchado la lengua griega
explicando las órdenes de un bárbaro.

Así que Darío recibió esta noticia, dio el mando de sus tropas a un
medo llamado Datis, con orden de destruir las ciudades de Atenas y
Eretria y de traerle los habitantes encadenados.

Juntose el ejército y, embarcado en seiscientos bajeles, pasó luego a
la isla de Eubea. La ciudad de Eretria fue tomada por la traición de
algunos ciudadanos, después de haberse defendido vigorosamente durante
seis días; sus templos fueron arrasados y sus moradores cargados de
cadenas. La escuadra victoriosa, habiendo aportado luego a las costas
del Ática, desembarcó cien mil infantes y diez mil caballos cerca del
pueblo de Maratón, distante de Atenas unas seis leguas. A la noticia
de este desembarco los atenienses, consternados, imploraron el socorro
de los pueblos vecinos, y los lacedemonios fueron los únicos que les
prometieron tropas: pero varias circunstancias imprevistas impidieron
su pronta reunión a los atenienses.

Por fortuna se dejaron ver entonces tres hombres destinados a dar un
nuevo vuelo a los sentimientos y al entusiasmo patrio. Estos eran
Milcíades, Arístides y Temístocles. El primero había militado mucho
tiempo en Tracia, donde había adquirido una reputación esclarecida;
basta un rasgo solamente para pintar a Arístides: fue el ateniense
más justo y más virtuoso. Muchos serían necesarios para explicar sus
talentos, los recursos y las altas miras de Temístocles.

Inflamados de amor patrio con el ejemplo y los discursos de estos tres
ilustres ciudadanos, cada una de las diez tribus presentó mil infantes
con un capitán al frente, pero fue no obstante necesario alistar
esclavos para completar su número. Luego que estas tropas estuvieron
reunidas, salieron de la ciudad y bajaron a la llanura de Maratón,
donde los habitantes de Platea, en Beocia, les enviaron un refuerzo de
mil infantes.

Apenas estuvo este corto ejército en presencia del enemigo, cuando
Milcíades propuso atacarle. Para asegurar el éxito, Arístides y los
demás generales dieron a Milcíades el mando que cada uno tenía por
turno; mas él, a fin de ponerlos al abrigo de los acontecimientos,
esperó a que llegase el día en que le tocaba de derecho ponerse al
frente del ejército. Luego que hubo llegado, ordenó sus tropas al pie
de un monte en un sitio cubierto de árboles, que debían detener la
caballería persa, mediando un espacio de ocho estadios (o sean 760
toesas) entre el ejército de los griegos y el de los persas.

A la primera señal del combate, los atenienses atravesaron corriendo
esta distancia, y los persas, admirados de un modo de atacar tan
extraño, permanecen al principio inmóviles; pero en breve oponen al
furor impetuoso de sus enemigos un furor más tranquilo y no menos
temible. Después de algunas horas de combate obstinado, las dos alas
del ejército de los griegos empiezan a fijar la victoria derrotando las
de los persas que se les oponen, y decídese en fin cuando en seguida se
dirigen contra el centro del enemigo, que acosaba al cuerpo de batalla
mandado por Arístides y Temístocles.

Los persas, rechazados por todas partes, huyen hacia su escuadra; el
vencedor los persigue a sangre y fuego; prende, quema, echa a pique
muchas de sus naves, y sálvanse las demás a fuerza de remos.

Milcíades salió herido, e Hipias y dos generales atenienses perecieron
en el combate. Apenas se había decidido la victoria, cuando un soldado
rendido de cansancio, concibió el proyecto de llevar a los magistrados
de Atenas la primera noticia de este suceso: cargado de sus armas,
corre, vuela, llega, anúnciales la victoria, y cae muerto a sus pies.

Esta gran batalla se dio en el tercer año de la olimpiada setenta y
dos, día 29 de septiembre del año 490 antes de J. C. Al día siguiente
llegaron al campo de los atenienses dos mil espartanos que habían
andado en tres días con sus noches 1200 estadios (cerca de 46 leguas
y media) y no se retiraron hasta después de dar a los vencedores los
elogios merecidos.

Nada omitieron los atenienses para eternizar la memoria de los héroes
que murieron en el combate. Hiciéronseles honrosas exequias, y fueron
grabados sus nombres en medias columnas levantadas en la llanura de
Maratón, y un hábil artista pintó circunstanciadamente la batalla en
uno de los pórticos más frecuentados de la ciudad: allí representó a
Milcíades a la cabeza de los generales, en el momento de exhortar las
tropas del combate.

No tardaron los atenienses en vengarse ellos mismos de Darío. Habían
elevado tanto a Milcíades que empezaron a temerle: los que envidiaban
sus glorias representaban que mientras mandaba en Tracia había ejercido
todos los derechos de la soberanía, y que era tiempo de estar alerta
tanto sobre sus virtudes como sobre su gloria. El mal éxito de una
expedición que dirigió contra la isla de Paros dio nuevo pretexto al
encono de sus enemigos. Acusáronle de haberse dejado corromper por el
oro de los persas, y, a pesar de las declamaciones y solicitudes de los
más honrados ciudadanos, fue condenado a ser arrojado en la fosa donde
hacían perecer a los malhechores. Opúsose el magistrado a la ejecución
de esta sentencia y fue conmutada la pena en una multa de cincuenta
talentos (1.005.882 reales); pero no hallándose en disposición de
poderla pagar, se vio al vencedor de Darío expirar entre cadenas en una
prisión, de resultas de las heridas que había recibido en defensa de
la patria.


TEMÍSTOCLES Y ARÍSTIDES.

Estos dos ilustres atenienses tomaban sobre sus conciudadanos aquel
ascendiente que el uno merecía por sus varios y apreciables talentos,
y el otro por la diversidad de su conducta, enteramente consagrada al
bien público. Opuestos ambos en principios y en proyectos, llenaban
de tal modo la plaza pública con sus divisiones que un día Arístides,
después de haber conseguido una ventaja sobre su adversario, no pudo
desentenderse de decir «que la república perecía si no le echaban a él
y a Temístocles en una fosa profunda».

He aquí un rasgo que da a conocer perfectamente la diferencia de
carácter de estos dos atenienses. Anunció Temístocles públicamente que
había formado un proyecto importante, cuyo buen éxito dependía de un
secreto el más impenetrable; y el pueblo respondió: «Sea Arístides el
depositario de ese secreto, y nos conformamos con su parecer». Llamó
a este aparte Temístocles y le dijo: «La escuadra de nuestros aliados
está tranquila en el puerto de Pagasas; propongo que la incendiemos y
seremos dueños de la Grecia». «Atenienses», dijo entonces Arístides,
«nada hay tan útil como el proyecto de Temístocles, pero nada tan
injusto». «Lo reprobamos pues», contestaron a una voz los de la
asamblea.

Al fin triunfaron de la intriga el talento y la virtud. Como quiera
que Arístides se conducía cual un árbitro en las discordias de los
particulares, la reputación de su equidad hizo que estuviesen desiertos
los tribunales de justicia. Acusole la facción de Temístocles de que
establecía una realeza tanto más temible cuanto que estaba fundada
en el amor del pueblo, y concluyó pidiendo que se le impusiese la
pena de destierro. Estaban juntas las tribus que debían dar su voto
por escrito, y Arístides asistía al juicio. Un ciudadano oscuro, que
estaba sentado junto a él, le suplicó que le escribiese el nombre del
acusado en una conchita que le presentó. «¿Os ha hecho algún agravio?»,
preguntó Arístides. «No», contestó el incógnito, «pero estoy fastidiado
de oírle llamar por todas partes _el Justo_». Arístides escribió
entonces su nombre, fue condenado y salió de la ciudad deseando el bien
de su patria.

Siguiose a su destierro la muerte de Darío. Jerjes, hijo y sucesor de
este príncipe, se dejó fácilmente persuadir de Mardonio, su cuñado,
para que reuniese la Grecia y la Europa entera al imperio de los
persas: declarose la guerra y toda el Asia se conmovió. Se emplearon
cuatro años en levantar tropas y hacer grandes preparativos, y cuando
estuvieron acabados, salió de Susa el rey y fue a Sardes, en Lidia,
desde donde envió reyes de armas a toda la Grecia, excepto al país de
los lacedemonios y atenienses.

En la primavera del año cuarto de la olimpiada setenta y cuatro (480
años antes de J. C.), llegó Jerjes con un ejército a las orillas del
Helesponto, y queriendo recrearse en el espectáculo de su poder, subió
a un trono elevadísimo, y desde allí vio la mar cubierta de sus naves,
y la campiña de sus tropas. En aquel paraje solamente está separada de
la Europa la costa de Asia por un brazo de mar de siete estadios de
anchura, o sea un cuarto de legua. Dos puentes de barcas fuertemente
ancladas, unieron las costas opuestas; pero habiendo destruido esta
obra una tempestad, Jerjes mandó cortar la cabeza a los obreros, y
queriendo tratar a la mar como esclava, mandó también que la azotasen
con látigos, que la marcasen con un hierro ardiendo, y que echasen al
fondo un par de cadenas. Su ejército, que se componía de un millón
setecientos mil infantes y ochenta mil caballos, gastó siete días
y siete noches en pasar el estrecho, y sus bagajes un mes entero.
Habiendo llegado a la llanura de Dorisco, regada por el Hebro, revistó
sus tropas y pasó luego a su escuadra, que siendo compuesta de mil
doscientas siete galeras de tres órdenes de remos, podía llevar lo
menos doscientos cuarenta mil hombres. A estas fuerzas, traídas del
Asia, se juntaron en breve trescientos mil combatientes, sacados de
muchas regiones europeas sometidas al rey de Persia.

Después de haber pasado Jerjes revista a sus tropas de mar y tierra,
consultó con el rey Demarato que, desterrado de Lacedemonia algunos
años antes, había hallado un asilo en la corte de Susa; pero quedando
poco satisfecho de las respuestas de este espartano, dio sus órdenes
y el ejército se puso en marcha dividido en tres columnas, una de
las cuales seguía la costa. Las naves todas cargadas de víveres iban
costeando y reglaban sus movimientos por los del ejército que marchaba
hacia la Tesalia, talando las campiñas, y consumiendo en un día las
cosechas de muchos años. El monte Atos se prolonga dentro del mar
formando una península, y este obstáculo retardaba la navegación de la
escuadra que debía doblarle, mandó Jerjes que se abriese un paso por
aquel istmo, y una multitud de obreros lo ejecutó ocupando mucho tiempo
en hacer un canal, por el cual pasó la escuadra a dos galeras de frente.

Viendo cercano el riesgo que les amenazaba, trataron los lacedemonios
y atenienses de formar una liga general de todos los pueblos de la
Grecia; convocaron una dieta en el istmo de Corinto y enviaron de
ciudad en ciudad diputados encargados de difundir e inspirar por allí
el entusiasmo y ardor de que ellos estaban animados. Mas sus esfuerzos
no tuvieron el éxito deseado, porque los argivos, debilitados con
las pérdidas considerables que habían tenido en una guerra contra
Lacedemonia, permanecieron tranquilos hasta que por último estuvieron
secretamente en correspondencia con Jerjes. Gelón, rey de Siracusa,
no quiso darles socorros sino bajo la condición inadmisible de que él
mandaría el ejército confederado, y los tesalios, en lugar de impedir
el paso a los persas, resolvieron hacer convenios con ellos. De este
modo no quedaba ya para la defensa de la Grecia más apoyo que el de un
corto número de pueblos y ciudades, cuyas esperanzas procuraba reanimar
Temístocles.

Este grande hombre había emprendido el plan de que los atenienses
volviesen sus miras hacia el mar, y les persuadió a que las sumas que
rendían sus minas de plata se invirtiesen en construir doscientas
galeras, ya para atacar a los habitantes de la isla de Egina, con los
cuales estaban en guerra, y ya para resistir un día a los persas.

Mientras que Jerjes continuaba su marcha, se resolvió en la dieta del
istmo que un cuerpo de tropas capitaneado por Leónidas, rey de Esparta,
se apoderase del paso de las Termópilas situado entre la Tesalia y la
Lócrida, y que el ejército naval de la confederación esperase al de
los persas en un estrecho formado por las costas de Tesalia y las de
Eubea. Los atenienses que debían armar un número de galeras mucho más
considerable que el de los lacedemonios, para evitar las consecuencias
tuvieron a bien desistir de sus pretensiones al mando de la escuadra,
cediéndolo a estos últimos. Eligieron por general a Euribíades,
quedando sometido a sus órdenes Temístocles y los jefes de las demás
naciones. Tomadas estas medidas, todas las naves se reunieron cerca de
un paraje llamado Artemisio, en la costa septentrional de la Eubea.

Enterado Leónidas de la resolución de la dieta, únicamente llevó
consigo trescientos espartanos, cuyos sentimientos conocía. Aquellos
valientes celebraron de antemano su muerte, algunos días después, con
un combate fúnebre, y terminada esta ceremonia, salieron de la ciudad,
seguidos de sus parientes y amigos, de quienes recibieron eternas
despedidas.

Al pasar por las tierras de los tebanos, cuya fe era dudosa, el rey de
Esparta recibió de ellos cuatrocientos hombres, con los cuales fue a
apostarse en las Termópilas. Llegáronle en breve incesantemente tropas,
más o menos numerosas, de diferentes ciudades, y con ellas hicieron
ascender sus fuerzas a más de siete mil hombres.

Apenas había tomado Leónidas estas disposiciones para oponerse al paso
del inmenso ejército de Jerjes, cuando se vio a este cubrir con sus
tiendas la vasta llanura de Traquinia. Espantados de este espectáculo,
la mayor parte de los jefes propusieron retirarse al istmo de Corinto;
pero Leónidas desechó este parecer y contentose con enviar correos para
acelerar la llegada de los socorros de las ciudades aliadas.

Atónito Jerjes al ver la tranquilidad de los lacedemonios, esperó
algunos días para darles tiempo a la reflexión, y al quinto escribió
a Leónidas diciendo: «Si quieres someterte, te daré el imperio de la
Grecia». Y Leónidas respondió: «Quiero más morir por mi patria que
esclavizarla». Dirigiole Jerjes otra carta diciéndole: «_Entrégame tus
armas_», y Leónidas escribió en el reverso: «_Ven a tomarlas_».

Jerjes, furioso de cólera, hizo marchar a los medos y a los sirios con
orden de que cogiesen y le llevasen vivos los trescientos espartanos,
a que creía estar reducidas las fuerzas de Leónidas. Fueron entonces
corriendo algunos soldados de este príncipe a decirle: «Los persas
están cerca de nosotros». Y él respondió fríamente: «Decid más bien
que nosotros estamos cerca de ellos». Sale inmediatamente de sus
atrincheramientos, con lo escogido de sus tropas, y da la señal del
combate: las primeras filas de los medos caen traspasadas de heridas,
y otras que las reemplazan experimentan igual suerte. Suceden nuevas
tropas a las primeras, pero después de repetidos e infructuosos
ataques, emprenden por fin la fuga con desorden. Avanza contra los
griegos la tropa de los diez mil inmortales, hácese el combate más
sangriento, y por último se retiran después de haber sufrido una
pérdida horrorosa.

Al siguiente día comenzó de nuevo el combate, pero con tan poco éxito
como los primeros por parte de los persas. Desesperaba ya Jerjes de
forzar el paso de las Termópilas, cuando un habitante del país, llamado
Epialtes, fue a descubrirle un sendero por el cual podía cercar a los
griegos. Enajenado Jerjes de contento, hizo partir inmediatamente el
cuerpo de los inmortales dirigido por aquel guía: favorecidos por las
tinieblas de la noche, penetran por un espeso bosque y llegan hacia
los sitios donde Leónidas había puesto un destacamento compuesto del
contingente de los focidios. Habiéndose replegado esta tropa de bravos
sobre las alturas vecinas, continúan los persas su marcha. Aquella
noche supo Leónidas, por unos desertores de los persas, el proyecto de
estos, y a la mañana siguiente uno de sus centinelas avanzados, que
se retiró del monte, le enteró de la aproximación del enemigo. En tan
crítica situación, envió fuera de los desfiladeros las tropas aliadas,
y quedose únicamente con sus espartanos, y los tespienses y tebanos,
que juraron no abandonarle.

Desesperando de poder defender las Termópilas, toma la audaz resolución
de marchar a la tienda de Jerjes e inmolar a este príncipe o perecer en
medio de su campo; lo propone a sus soldados y todos le siguen gozosos:
les hace tomar una comida frugal, y añade: _pronto tomaremos otra con
Hades_.

Próximo ya a atacar al enemigo, enterneciose en pensar en la suerte
de dos espartanos parientes y amigos suyos; y habiendo dado una
carta al uno, y al otro una comisión secreta para los magistrados de
Lacedemonia: «No estamos aquí», le dicen ambos, «para llevar órdenes,
y sí para pelear», y sin esperar respuesta fueron a colocarse en las
filas que les estaban señaladas.

Salen los griegos a media noche del desfiladero, capitaneados por
Leónidas; arrollan los puestos avanzados del enemigo, penetran en
la tienda de Jerjes, que acaba de dejarla, entran sin detención en
las inmediatas, y esparcen por todo el campamento el terror y la
carnicería. Reúnense en fin los persas y atacan a sus enemigos por
todas partes, y cae Leónidas bajo una nube de dardos. Después de un
terrible combate, los griegos se apoderan del cuerpo de su general,
rechazan por cuatro veces al enemigo, consiguen llegar al desfiladero
y, saltando el atrincheramiento, van a situarse sobre la pequeña
colina que está cerca de Antela. Allí, después de haberse defendido con
el más heroico valor contra las tropas que los cercaban, perecieron
todos a manos de sus enemigos.

Perdonad, oh sombras generosas; perdonad a la debilidad de mis
expresiones. Yo os ofrecí un homenaje más digno cuando estuve en esta
colina donde exhalasteis el último suspiro; y, recostado en uno de
vuestros sepulcros, regué con mis lágrimas los parajes teñidos con la
sangre vuestra. Hecho esto, ¿qué podría añadir la elocuencia a este
sacrificio tan grande como extraordinario? Vuestra memoria subsistirá
mucho más tiempo que el imperio de los persas, a quienes resististeis,
y hasta el fin de los siglos vuestro ejemplo excitará en el corazón de
los que aman a su patria el entusiasmo de la admiración.

El sacrificio de Leónidas y sus compañeros produjo mejor efecto que la
victoria más brillante, pues enseñó a los griegos el secreto de sus
fuerzas, y a los persas el de su debilidad.

Mientras Jerjes estaba en las Termópilas, su armada naval, después
de haber experimentado una violenta tempestad en que se perdieron
cuatrocientas galeras y muchos barcos de transporte, fue a anclar a
unas dos leguas de distancia de la escuadra griega, encargada de la
defensa del paso entre la Eubea y tierra firme. Al acercarse aquella,
esta resolvió abandonar el estrecho, pero Temístocles la hizo
detenerse allí, hasta que, habiendo sabido el paso de las Termópilas
por los persas, se retiró en buen orden a la isla de Salamina.

En tanto, el ejército terrestre de los griegos se había situado en
el istmo de Corinto, y solo pensaba ya en disputar la entrada en el
Peloponeso. Esta medida contrariaba el sistema de defensa adoptado por
Temístocles, y a fin de que renunciasen a ella los atenienses les dice
que es preciso abandonar los lugares que la cólera celestial entregaba
al furor de los persas; que su escuadra por sí sola es un asilo seguro,
y apoya en fin sus discursos en los oráculos que ha logrado de la Pitia.

El pueblo se deja persuadir, y entonces expide un decreto mandando que
la ciudad quede bajo la protección de Atenea: que todos los habitantes
de armas tomar pasasen a las naves, y que cada particular cuidase
de su mujer, sus hijos y sus esclavos. Ejecutose sin dilación este
decreto: los soldados se embarcaron en la escuadra; los hombres de edad
avanzada, las mujeres y los niños fueron conducidos en otras naves a
Egina, a Trecén y a Salamina, y aquellos ancianos que por sus achaques
no podían embarcarse, quedaron en la ciudad poseídos del dolor de verse
separarados de sus familias desoladas.

Jerjes salía entonces de las Termópilas y entraba en la Fócida, cuyas
campiñas fueron taladas y las ciudades destruidas. Sometiose la Beocia,
a excepción de Platea y Tespias que fueron arrasadas.

Después de haber devastado el Ática, entraron los bárbaros en Atenas,
donde solo hallaron algunos ancianos que esperaban la muerte, y
un corto número de ciudadanos resueltos a defender la ciudadela.
Rechazaron durante algunos días los ataques repetidos de los
sitiadores, pero al fin vencieron estos, que saquearon la ciudad y la
entregaron a las llamas.

Este incendio causó una impresión tan viva en el ejército de los
griegos, cuya escuadra fondeaba en las costas de Salamina, a corta
distancia de la de los persas, que la mayor parte de los jefes
resolvieron acercarse al istmo de Corinto, donde se habían atrincherado
las tropas del ejército terrestre. Debía efectuarse la marcha en el
día siguiente y durante la noche, que era la del 18 al 19 de octubre
del año 480 antes de J. C. Temístocles se avistó con el lacedemonio
Euribíades, almirante de escuadra, y trató de disuadirle del designio
de abandonar la posición que se había tomado. Euribíades convoca
inmediatamente el consejo de generales, opónense todos contra el
dictamen de Temístocles, y en medio de sus acaloradas y tumultuosas
discusiones, el general lacedemonio levantó su bastón para herirle,
pero Temístocles en lugar de irritarse por tal ultraje, le dice
con serenidad: «Descarga, pero escucha». Este rasgo de grandeza de
alma asombra al espartano, hace reinar el silencio, y Temístocles,
recobrando su ascendiente, patentiza al consejo con razones
convincentes que el interés de todos los griegos se funda en combatir
a los persas en Salamina. Su discurso, y más que todo su firmeza y su
serenidad, persuadieron de tal suerte a Euribíades que al punto mandó
que permaneciese la escuadra cerca de las costas de Salamina.

Los mismos intereses se trataban al mismo tiempo en ambas escuadras.
Jerjes, después de haber oído el dictamen de jefes de su escuadra,
entre los cuales se hallaban los reyes de Sidón, de Chipre y de Tiro,
Artemisia, reina de Halicarnaso, y otros muchos soberanos tributarios,
mandó que avanzase la escuadra hacia la isla de Salamina, y su ejército
de tierra hacia el istmo de Corinto.

Este movimiento hizo adoptar a la mayor parte de los generales de
la escuadra griega el designio de ir al socorro del Peloponeso, y
Temístocles, cuyo dictamen prevaleció en el consejo, despachó durante
la noche un hombre encargado de anunciar de su parte a los jefes de
la escuadra enemiga que una parte de los griegos, con el general de
los atenienses al frente, estaban dispuestos a declararse por el rey;
que los otros, sobrecogidos de espanto, trataban de hacer una pronta
retirada, y que debilitados por sus divisiones, si se viesen de repente
rodeados del ejército persa, serían forzados a rendir sus armas o
volverlas contra ellos mismos.

Engañados los persas con esta relación, avanzan a favor de las
tinieblas de la noche, y bloquean todas las salidas del estrecho por
donde hubieran podido escaparse los griegos. Arístides, que poco antes
había sido llamado a su patria levantándole el destierro, pasaba a la
sazón desde la isla de Egina al ejército de los griegos. Advirtió el
movimiento de los persas, y luego que hubo llegado a Salamina se fue al
paraje donde los jefes estaban reunidos e hizo llamar a Temístocles, y
le dijo: «Un solo interés debe animarnos hoy, que es el de salvar la
Grecia, tú dando órdenes y yo ejecutándolas. Decid a los griegos que no
se trata ya de deliberar, y que el enemigo acaba de hacerse dueño de
los pasos que pudieran favorecer su fuga». Así dice, y enterado de la
estratagema de Temístocles, entra en el consejo donde fue confirmada
su relación por otros testigos oculares que llegaban a cada instante.
Disolviose inmediatamente la junta, y solo se trató ya de prepararse
para el combate.

Queriendo Jerjes animar con su presencia a su armada, se situó en
una altura inmediata al estrecho, rodeado de secretarios que debían
describir todas las circunstancias de la batalla, y apenas se dejó ver
cuando las dos alas de su escuadra se pusieron en movimiento.

La suerte de la acción que iba a darse dependía de lo que pasase en
el ala derecha de los griegos y a la izquierda de los persas, porque
allí se encontraban los atenienses y fenicios, siendo mandados estos
por un hermano de Jerjes. Muévense ambas escuadras: unos y otros se
acometen y rechazan en el desfiladero, siendo Temístocles testigo de
todos los peligros y riesgos. Se arroja en fin impetuosamente una
galera ateniense sobre el almirante fenicio; el joven príncipe hermano
de Jerjes se abalanza indignado sobre ella, cae al punto acribillado de
heridas, y su muerte esparce la consternación entre los fenicios; reina
una confusión horrible que dispersa sus naves; los chipriotas y otras
naciones de oriente quieren restablecer el combate, aunque en vano, y
después de una larga resistencia se dispersan como los fenicios.

Poco satisfecho aún de esta ventaja, Temístocles condujo su ala
victoriosa al socorro de los lacedemonios y de los otros aliados que se
defendían contra los jonios. Estos, de los cuales muchos se reunieron a
los griegos durante la batalla, combatieron con mucho valor sin pensar
en la retirada hasta que se vieron encima todas las fuerzas enemigas.
Entonces la reina Artemisia, rodeada de las naves griegas, no titubeó
en echar a pique un buque de la escuadra de Jerjes. Un capitán
ateniense, que la iba al alcance, se creyó por esta maniobra que la
reina desertaba del partido de los persas y dejó de perseguirla, por lo
cual Jerjes, persuadido de que la nave perdida era de los griegos, no
pudo menos de decir que en aquel día los hombres se habían portado como
mujeres, y las mujeres como hombres.

El ejército vencido se retiró al puerto de Falero después de haber
perdido un gran número de naves; al paso que la pérdida de los griegos
no ascendió de cuarenta galeras.

Durante el combate, Jerjes se sintió agitado por la alegría, el temor
y la desesperación. Cuando vio la derrota de su armada, cayó en un
profundo abatimiento, del cual solamente volvió en sí para ordenar los
preparativos de un nuevo ataque, y juntar por una calzada la isla de
Salamina al continente. De ambas partes estaban preparados para nueva
batalla cuando, habiendo reunido aquel príncipe sus generales, la reina
Artemisia le persuadió a que dejase a Mardonio el cargo de acabar su
empresa, y que él se retirase a sus estados. Abrazó este consejo y
dio al momento las órdenes para que su escuadra pasase al punto al
Helesponto, y que cuidase de conservar el puente de barcas; pero el
ejército de los aliados, siguiendo el dictamen de Euribíades, en lugar
de perseguirle fue a invernar en el puerto de Pagasas.

Algunos días después tomó el rey el camino de la Tesalia, donde
Mardonio hizo tomar cuarteles de invierno a trescientos mil hombres,
que había pedido y escogido de todo el ejército. Continuando Jerjes
su ruta desde allí, llegó a las márgenes del Helesponto con un corto
número de tropas, y encontrando el puente destruido por una tempestad,
se metió como fugitivo en un esquife, seis meses después de haber
pasado por allí como conquistador, y se trasladó a la Frigia para
edificar y fortificar palacios.

Lo primero que hicieron los vencedores cuando ganaron la batalla, fue
enviar a Delfos las primicias de los despojos enemigos que se habían
repartido, y en seguida los generales se reunieron en el istmo de
Corinto para conceder coronas a aquellos que más habían contribuido a
la victoria. Temístocles fue conducido a Lacedemonia, y allí recibió
con Euribíades una corona de olivo. Al ausentarse le colmaron de
honores, regaláronle una magnífica carroza, y trescientos jóvenes a
caballo, de las familias más distinguidas de Esparta, tuvieron orden de
acompañarle hasta las fronteras de Laconia.

En tanto, Mardonio trataba de apartar de la liga a los atenienses, y
con este designio hizo que marchase para Atenas Alejandro, rey de
Macedonia, que estaba unido con aquellos por lazos de hospitalidad.
Pero los esfuerzos de este embajador fueron inútiles, y Arístides
hizo que la asamblea del pueblo expidiese un decreto mandando a los
sacerdotes que sacrificasen a los dioses infernales todos aquellos
que tuviesen inteligencias con los persas y se apartasen de la
confederación con los griegos.

Sabedor Mardonio de la resolución de los atenienses, hizo marchar
luego sus tropas al Ática, cuyos habitantes se habían refugiado por
segunda vez en la isla de Salamina; volvió a entrar en la Beocia, cuyos
pueblos, a excepción de los plateos y tespienses, se habían declarado
por los persas, y estableció su campo en la llanura de Tebas, a lo
largo del río Asopo, cuya orilla izquierda ocupaba hasta las fronteras
del país de los plateos.

Los griegos, en número de cerca de ciento diez mil hombres, en los
cuales se contaban diez mil espartanos y cinco mil atenienses, se
situaron enfrente, al pie y sobre el declive del monte Citerón.
Arístides mandaba los atenienses y Pausanias, rey de Esparta, todo
el ejército. La dificultad de procurarse agua en presencia de la
caballería de los persas, obligoles muy pronto a desfilar a lo largo
del monte Citerón y entrar en el país de los plateos. No fue más pronto
saber Mardonio que los griegos habían mudado de posición, retirándose
al territorio de Platea, que hacer subir su ejército a lo largo del
Asopo y situarle otra vez a su presencia.

Ambos ejércitos permanecieron enfrente uno de otro por espacio de
once días. Al undécimo los griegos, faltos ya de provisiones y de
agua, levantaron su campo durante la noche con objeto de trasladarse
más lejos, estableciéndole en una isla formada por dos brazos del
Asopo. Desde allí debían mandar al paso del monte Citerón la mitad de
sus fuerzas para arrojar de él a los persas, que interceptaban los
convoyes. Al romper el día tomaron los atenienses el camino del llano,
y los lacedemonios, seguidos de tres mil tegeatas, desfilaron al pie
del monte; pero habiendo estos llegado al templo de Deméter, distante
diez estadios de su primera posición y de la ciudad de Platea, se
detienen para esperar a uno de sus cuerpos, que había rehusado mucho
abandonar su puesto, y allí los alcanza la caballería persa. Al mismo
tiempo Mardonio, a la cabeza de sus mejores tropas, pasa el río,
avanza con paso acelerado a ocupar el llano, y su ala derecha ataca
inmediatamente a los atenienses para impedir que den socorro a los
lacedemonios.

Forma Pausanias sus tropas en un terreno pendiente y desigual cerca de
un arroyo y del recinto consagrado a Deméter, y se pone a consultar las
entrañas de las víctimas. Como durante este intervalo quedaban sus
tropas expuestas al alcance de las flechas enemigas sin atreverse a la
defensa, los tegeatas, no pudiendo resistir el ardor que les animaba,
se pusieron en movimiento y fueron inmediatamente sostenidos por los
espartanos. Al acercarse, estrechan los persas sus filas, cúbrense con
sus broqueles y forman una masa cuya espesura y el impulso de ella
detienen y rechazan el furor del enemigo. Mardonio, al frente de mil
soldados escogidos, hizo balancear por largo tiempo la victoria, pero
cayó al fin herido mortalmente, y desde aquel momento, introduciéndose
el desorden entre los persas, son arrollados y emprenden la fuga. Su
caballería contuvo durante algún tiempo a los griegos victoriosos,
pero no pudo impedir que llegasen al pie del atrincheramiento que
Mardonio había levantado cerca del Asopo. Los atenienses, que habían
tenido igual éxito en el ala izquierda, a pesar de la vigorosa
resistencia de los beocios, lejos de perseguir a estos fueron a
reunirse inmediatamente a los lacedemonios que atacaban el campo persa.
Apodéranse de los atrincheramientos, precipítanse allí todos, y los
vencidos se dejan degollar como víctimas, quedando la tierra cubierta
de los ricos despojos de los persas, en cuyas tiendas resplandecía el
oro y la plata. Artabazo huyó anticipadamente tomando el camino de la
Fócida, y se fue al Asia donde miraron como un mérito el que salvase
una parte del ejército.

Diose la batalla de Platea el 21 de septiembre del año 479 antes de J.
C. Los vencedores concedieron el honor de la victoria a los plateos,
poniendo así en armonía a los atenienses y lacedemonios, que se lo
disputaban con acaloramiento, y después de repartido el botín, cuya
décima parte quedó reservada para el templo de Delfos, concedieron toda
clase de honores a los que habían perecido con las armas en la mano.
Cada nación hizo levantar un monumento a sus guerreros, y Arístides
hizo expedir un decreto previniendo, entre otras cosas, que los plateos
fuesen considerados como una nación inviolable y consagrada a la
divinidad.

En el mismo día de la batalla de Platea, la escuadra griega mandada por
Leotíquidas, rey de Lacedemonia, y por Jantipo el ateniense, alcanzó
una victoria señalada sobre los persas cerca del promontorio de Mícala
en Jonia.

Este fue el fin de la guerra de Jerjes, conocida más bien bajo el
nombre de guerra meda. Duró dos años, y los pueblos respiraron en fin.
Los atenienses se restituyeron a su ciudad, reedificaron sus murallas,
a pesar de las quejas de los aliados que empezaban a tener celos de
la gloria de aquel pueblo, y, no obstante las representaciones de los
lacedemonios, cuyo dictamen era el de desmantelar las plazas de la
Grecia situadas fuera del Peloponeso, temerosos de que en una nueva
invasión sirviesen de retiro a los persas. Temístocles supo conjurar
hábilmente la tempestad que en esta ocasión amenazaba a los atenienses,
empeñándoles además a que formasen en el Pireo un puerto guarecido de
un terrible recinto, y construir cada año un cierto número de galeras.

Al mismo tiempo, una escuadra numerosa de los aliados, comandada por
Pausanias, obligaba al enemigo a abandonar la isla de Chipre y la
ciudad de Bizancio, situada en el Helesponto; pero estos resultados
completaron la ruina de Pausanias, pues orgulloso de su gloria no se
mostró ya a los ojos de los aliados sino como un duro e insolente
sátrapa, y así es que se vio a los pueblos confederados proponer a los
atenienses el combatir bajo sus órdenes.

Sabedores los lacedemonios de esta sublevación, llamaron luego a
Pausanias, le despojaron del mando y de allí a poco tiempo le dieron
muerte, mediante pruebas de que había estado en correspondencia con el
rey de Persia. Este castigo no bastó para aplacar a los aliados, pues
lejos de estar acordes se negaron a reconocer al sucesor de Pausanias.

En tan críticas circunstancias los lacedemonios deliberaron sobre el
partido que habían de tomar. Entonces se les vio renunciar al antiguo
derecho que tenían de mandar los ejércitos, y ceder a los atenienses el
imperio del mar, y el cargo de continuar la guerra contra los persas.

Determinadas todas las naciones por este generoso sacrificio, pusieron
sus intereses en manos de Arístides, quien, después de haber repartido
con la mayor equidad las contribuciones que debían pagar aquellos
pueblos, resolvió atacar sin dilación a los persas. Mientras que este
ilustre ateniense se adquiría el aprecio universal, elevándose por su
mérito al primer lugar entre los griegos, Temístocles se hacia odioso
tanto a los lacedemonios como a los aliados: a los primeros por haber
dispuesto que fuesen admitidos en la asamblea de los anfictiones los
pueblos que habían abrazado el partido de Jerjes, y a los segundos
por las exacciones que hacía en el mar Egeo. Quejáronse además una
multitud de particulares, los unos de sus injusticias, los otros de las
riquezas que había adquirido, y todos del extremado deseo que tenía de
dominar. Al fin prevalecieron sobre sus servicios tantos enemigos, y,
siendo desterrado, se retiró al Peloponeso; pero acusado luego de que
estaba en correspondencia criminal con Artajerjes, sucesor de Jerjes,
le persiguieron de ciudad en ciudad, y precisado a refugiarse entre los
persas, murió muchos años después.

Los atenienses apenas conocieron esta pérdida, pues tenían a Arístides
y a Cimón, hijo de Milcíades. Encargado este del mando de la escuadra
griega, sale del Pireo con trescientas galeras, y obliga con su
presencia y sus armas a las ciudades de Caria y de Licia a que se
declaren contra los persas. Encuentra luego a la altura de la isla de
Chipre la escuadra de estos últimos, echa a pique una parte de ella, y
se apodera del resto. Aquella misma noche desembarca en las costas de
Panfilia, ataca al ejército enemigo, lo dispersa y vuelve a su escuadra
con un número prodigioso de prisioneros y de inmensos despojos.

Esta doble victoria, la conquista de la península de Tracia, que se
verificó a continuación, y algunas otras ventajas de que aquellas
fueron precursoras, aumentaron sucesivamente la gloria de los
atenienses y las confianzas que tenían en sus fuerzas. Acreció aún más
su poder con el abandono que los aliados hicieron de sus naves, y la
toma de las islas de Esciros, de Naxos y de Tasos, cuyos habitantes,
exasperados por su orgullo, se habían separado de ellos mirándose como
independientes.

Los socorros que dieron a los lacedemonios contra sus esclavos
sublevados en algunas ciudades de la Laconia, que se habían dejado
llevar de la rebelión, dieron motivo entre ellos y Lacedemonia a
un encono que producía funestas guerras. Creyeron advertir los
lacedemonios que los generales atenienses estaban en correspondencia
con los sublevados, y bajo pretextos plausibles les rogaron que se
retirasen; pero los atenienses, irritados de semejantes sospechas,
rompieron el tratado que les unía a los lacedemonios desde el principio
de la guerra meda, y se apresuraron a celebrar otro con los argivos sus
enemigos.

(Año 462 antes de J. C.) Aumenta de día en día la ambición de Atenas.
Al mismo tiempo que enviaba socorros al rey de Egipto contra los
persas, sus tropas hostilizaban a los pueblos de Corinto y de Epidauro,
triunfaban de los beocios y sicionios; dispersaban la escuadra del
Peloponeso; precisaban a los habitantes de Egina a entregar sus naves,
a demoler sus murallas y pagarles un tributo, y a Tesalia a restablecer
un príncipe desgraciado sobre el trono de sus padres.

No hacían entonces directamente la guerra a Lacedemonia los atenienses,
pero ejercían contra ella y sus aliados frecuentes hostilidades. De
concierto con los argivos, quisieron un día oponerse al regreso de
un cuerpo de tropas que por intereses particulares habían atraído
del Peloponeso a Beocia; pero fueron batidos, y los lacedemonios
continuaron tranquilamente su marcha. Temiendo entonces Atenas un
rompimiento, llamó sin tardanza a Cimón, a quien había desterrado
algunos años antes.

(Año 450 antes de J. C.) Este grande hombre de regreso a su patria
empeñó sus conciudadanos a firmar una tregua de veinte años, pero
no encontrándose ya bien con el reposo que gozaban, se apresuró a
llevarlos a Chipre, donde logró tan grandes ventajas contra los persas,
que obligó a Artajerjes a pedir la paz bajo condiciones las más
humillantes. Mas no gozó por mucho tiempo de su gloria, pues terminó
sus días en Chipre, siendo su muerte el término de las prosperidades de
los atenienses.




SECCIÓN TERCERA.

Siglo de Pericles, desde el año 444 hasta el 404 antes de J. C.


Pericles, ateniense de ilustre nacimiento y posesor de grandes
riquezas, consagró sus primeros años al estudio de la filosofía, sin
mezclarse en los negocios públicos, ni manifestar otra ambición que
la de distinguirse por el valor. Cuando empezó a dejarse ver en la
tribuna, sus primeros ensayos admiraron a los atenienses. Debía a la
naturaleza el ser un hombre el más elocuente, y a la aplicación y al
estudio el primero de los oradores de la Grecia.

Conocía muy bien Pericles el carácter de su nación, y por tanto no
solo fundaba sus esperanzas en el talento de la palabra, sino que era
también el primero que respetaba la excelencia de este talento. Antes
de presentarse en público, se advertía a sí mismo en secreto, que iba a
hablar a hombres libres, a griegos, a atenienses.

Apartábase no obstante cuanto podía de la tribuna; porque atento
siempre a seguir con lentitud el plan de su elevación, temía elevar
demasiado pronto la admiración del pueblo hasta aquel punto de donde
ya es preciso descender. Júzguese pues si merecía la confianza que no
ambicionaba un orador que desdeñaba unos aplausos de los que estaba
seguro. Concibiose una alta idea del poder que tenía sobre sí mismo
cuando, un día que la asamblea se alargó hasta la noche, vieron a
un simple particular insultarle sin cesar, seguirle hasta su casa
injuriándole, y a Pericles mandar fríamente a uno de sus esclavos que
tomase un hachón y acompañase a su ofensor hasta su propia casa.

No solamente entusiasmó Pericles a los atenienses con su talento sino
también con sus eminentes virtudes, propias de todas las circunstancias
en que se vio, siendo esto el principio de su elevación y sus honores.
Así es que supo mantenerla en el decurso de cerca de cuarenta años,
en una nación ilustrada, celosa de su autoridad, y que se cansaba tan
fácilmente de su administración como de su obediencia.

Al principio dividió el favor público con Cimón: este se hallaba al
frente de los nobles y los ricos, y Pericles se declaró por la multitud
que él despreciaba, y que le dio un partido considerable. Para hacerla
enteramente de su parte, llenó la ciudad de Atenas de obras clásicas,
asignó pensiones a los ciudadanos pobres, distribuyoles una parte de
las tierras conquistadas, multiplicó las fiestas y concedió un derecho
de presencia a los jueces, y a los que asistieren a los espectáculos
y a las asambleas generales. El tesoro de los atenienses y el de los
aliados sufragaban a todos estos gastos, pero el pueblo, no viendo más
que la mano que daba, cerraba los ojos para no ver la fuente de donde
aquella mano se surtía. Mediante el crédito que se adquirió, hizo
desterrar a Cimón, falsamente acusado de comunicaciones sospechosas con
los lacedemonios, y bajo frívolos pretextos destruyó la autoridad del
Areópago, que se oponía con vigor a las innovaciones y la introducción
de las malas costumbres.

Después de la muerte de Cimón, trató su cuñado de reanimar el partido
vacilante de los principales ciudadanos, y durante algún tiempo mantuvo
el equilibrio, pero al fin terminó su empresa siendo desterrado.

Desde este momento varió Pericles de sistema. Después de haber
subyugado, por medio de la multitud, la facción de los ricos, subyugó
a la multitud misma reprimiendo sus caprichos, ya con una oposición
invencible, y ya con la sabiduría de sus consejos o los encantos de su
elocuencia. Cuanto más aumentaba su poder, menos prodigaba su crédito
y su presencia. Limitado al trato de unos cuantos parientes y amigos,
desde lo interior de su retiro, velaba sobre todas las partes del
gobierno, mientras solo se le creía ocupado en pacificar o trastornar
la Grecia.

Extendió los dominios de la república con victorias brillantes, pero
cuando vio que el poder de los atenienses había llegado a cierta
elevación creyó que sería una vergüenza el permitir que se debilitase,
así como una desgracia el procurar su mayor aumento. Este pensamiento
fue la norma de todas sus operaciones, y el triunfo de su política, el
haber tenido a los atenienses en la inacción durante mucho tiempo, a
los aliados en la dependencia y a los lacedemonios en el respeto.

Era natural que tuviese Pericles un gran número de enemigos, no
solamente entre las naciones de la Grecia, a las cuales se había hecho
odioso y temible, sino también entre los mismos atenienses. Los de
Atenas, no pudiendo atacarle directamente, dirigieron sus tiros contra
aquellas personas que habían merecido su protección o su amistad.
Fidias, encargado de la dirección de los soberbios monumentos de
Atenas, fue acusado de haber sustraído una parte del oro con que debía
adornar y enriquecer la estatua de Atenea; justificose de la calumnia,
mas no por esto dejó de morir en una prisión. Anaxágoras, quizás el más
religioso de los filósofos, fue citado ante la justicia por crimen de
impiedad y precisado a huir. La esposa, la tierna amiga de Pericles,
la célebre Aspasia, acusada de haber ultrajado la religión con sus
discursos y las costumbres con su conducta, defendió por sí misma su
causa, y las lágrimas de su esposo apenas pudieron salvarla de la
severidad de los jueces.

Estos ataques no eran más que el preludio de los que hubiera sufrido
personalmente, cuando un suceso imprevisto aseguró su autoridad.

Hacía algunos años que Córcira estaba en guerra con Corinto, de donde
traía su origen; los atenienses, admitiendo esta isla en su alianza,
la dieron socorros, y los corintios declararon que aquellos habían
quebrantado la tregua estipulada algunos años antes. Potidea, una de
las colonias de Corinto, abrazó el partido de los atenienses, y estos,
sospechando de su fidelidad, mandaron que entregasen los rehenes, que
demoliesen sus murallas y que arrojasen los magistrados que recibían
cada año de su metrópoli; pero habiéndose negado a ello Potidea,
y noticiosos de que se había reunido a la liga del Peloponeso, la
sitiaron los atenienses. Algún tiempo antes habían estos prohibido
bajo leves pretextos la entrada en sus puertos y mercados a los de
Mégara, aliados de Lacedemonia, al mismo tiempo que otras ciudades
se quejaban amargamente de la pérdida de sus leyes y de su libertad.
Corinto escuchó sus quejas y supo empeñarles a tomar venganza de
los lacedemonios, jefes de la liga del Peloponeso. Llegan pues a
Lacedemonia los diputados de aquellas diferentes ciudades, los juntan
y exponen sus agravios con tanta acrimonia como vehemencia. Habían ido
también a Lacedemonia otros diputados de Atenas a tratar de diversos
negocios, y pidieron la palabra para responder a las acusaciones
que acababan de oír; mas los lacedemonios no eran sus jueces, y por
tanto querían reducir la asamblea a suspender una decisión que podía
tener las consecuencias más funestas. Concluido su discurso, en que
recordaron las batallas de Maratón y de Salamina, y todo cuanto habían
hecho por la libertad de la Grecia, salieron los embajadores de la
asamblea.

Después de su ausencia, el rey Arquidamo, que a una profunda sabiduría
reunía una larga experiencia, conociendo por la agitación de los
espíritus que la guerra era inevitable, quiso retardar el momento de su
declaración, y al efecto pronunció un discurso en que, después de haber
expuesto las dificultades y los peligros, propuso que se entablase
con los atenienses una negociación capaz de arreglar las cosas cual
deseaban los aliados. Sus reflexiones hubieran detenido acaso a los
lacedemonios si, para estorbar su efecto, uno de los éforos, llamado
Estenelaidas, no le hubiese incitado a opinar en el acto por la guerra
contra los atenienses, opresores de la libertad de los pueblos. Así
que hubo hablado la mayoría de los concurrentes, decidió que los
atenienses habían quebrantado la tregua, y se acordó convocar una junta
general de los diputados de las ciudades del Peloponeso para resolver
definitivamente.

Al llegar estos diputados, se puso de nuevo el asunto en deliberación
y decidiose la guerra a pluralidad de votos, pero no estando aún en
disposición de comenzarla, se encargaron los lacedemonios de enviar
embajadores a Atenas para exponer allí las quejas de la liga del
Peloponeso. Enviaron sucesivamente tres embajadores, y todos ellos se
retiraron sin haber podido alcanzar nada de los atenienses, a quienes
Pericles impelía a la guerra aún con más calor, aunque eran provocados
a ella por los lacedemonios. (Año 431 antes de J. C.) Desde aquel
momento se ocuparon por una y otra parte en hacer preparativos para una
guerra la más larga y funesta que jamás ha desolado la Grecia, pues
duró veintisiete años.

Los lacedemonios tenían de su parte a los beocios, focidios y locrios,
los de Mégara, de Ambracia, Leucadia, Anactorio y todo el Peloponeso,
excepto los argivos que se quedaron neutrales.

Por parte de los atenienses estaban las ciudades griegas situadas en
las costas del Asia, las de Tracia y del Helesponto, casi toda la
Acarnania, algunos otros pueblos pequeños y casi todos los isleños,
excepto los de Melos y de Tera. Además de estos socorros, podían ellos
mismos suministrar a la liga más de dieciséis mil hombres. Las mismas
fuerzas, poco más o menos, de gente escogida entre ciudadanos muy
jóvenes o muy viejos y extranjeros, se encargaron de la defensa de la
ciudad y de las fortalezas del Ática. Para hacer frente a los gastos de
armamento y demás de la guerra, había depositados en la ciudadela seis
mil talentos, contando además con otros quinientos que podían adquirir
valiéndose de diferentes recursos.

Comenzó Arquidamo la campaña avanzando hacia el Ática al frente de
sesenta mil hombres. Antes de entrar en aquel territorio, quiso
entablar una negociación con los atenienses, y no habiendo sido
recibido su embajador, marchó adelante esparciendo por todas partes el
estrago y la desolación; pero en breve se vio precisado a la retirada
a causa de no encontrar subsistencia para sus tropas. Pericles, por
su parte, hizo marchar hacia el Peloponeso una escuadra de cien velas
que taló todas las costas, y a su vuelta tomó la isla de Egina. Tales
fueron los principales acontecimientos de esta primera campaña. Las
que siguieron no ofrecen tampoco más que una continuación de acciones
particulares, de rápidas correrías y de empresas que parecen ajenas del
objeto que unos y otros se proponían.

En el año séptimo de la guerra, los lacedemonios, por salvar un
destacamento de soldados que los atenienses tenían sitiados en una
isla, entregaron sesenta galeras bajo condición de que les serían
restituidas si fuese desechada su demanda, pero no habiendo sido
entregados los prisioneros por los atenienses, ni devueltas por estos
las galeras, quedó así destruida la marina del Peloponeso, y no se
restableció hasta el año veinte de la guerra cuando el rey de Persia
se obligó a mantenerla mediante tratados. Entonces las naves de los
lacedemonios cubrieron los mares; las dos naciones midieron sus
fuerzas, y después de una alternativa de prosperidades y reveses, el
poder de la una cedió a la potencia de la otra.

Al principio del segundo año de la guerra volvieron a entrar los
enemigos en el Ática, y la peste se declaró en Atenas. Este azote,
que tuvo su origen en la Etiopía, se había extendido por el Egipto,
la Libia, una parte de la Persia, la isla de Lemnos y otros lugares.
Un buque mercante la introdujo sin duda por el Pireo, donde se
manifestó primeramente y de allí se difundió con furor por la ciudad,
y particularmente se difundió en las moradas oscuras y malsanas, donde
los habitantes del campo vivían apiñados.

La enfermedad parecía que despreciaba las reglas de la experiencia.
Viendo el rey Artajerjes que ejercía sus estragos en muchas provincias
de la Persia, resolvió llamar en su socorro al célebre Hipócrates, que
se hallaba entonces en la isla de Cos. En vano le convidó con riquezas,
haciendo brillar a sus ojos el oro y el fasto: este grande hombre
respondió al poderosísimo monarca que no tenía necesidades ni deseos, y
que se debía sacrificar por los griegos más bien que por sus enemigos.
Fue en efecto a ofrecer sus servicios y conocimientos a los atenienses,
que le recibieron con tanto reconocimiento cuanto era el apuro en
que se hallaban, por haber perecido la mayor parte de sus médicos,
víctimas de su celo. Agotó los recursos de su arte exponiendo muchas
veces su vida, y si no logró todo el éxito que merecían tan preciosos
sacrificios y tan grandes talentos, a lo menos prodigó consuelos y
esperanzas.

Al cabo de dos años parecía que calmaba ya aquella peste, que había
hecho los mayores estragos y mudado enteramente la faz de Atenas: pero
esta lisonjera perspectiva no era más que un reposo de la enfermedad,
pues se advirtió más de una vez que no estaba su germen destruido.
Desenvolviose ocho meses después, y en el decurso de un año entero
renovó las mismas escenas de luto y de horror que había anteriormente
producido.

La pérdida más irreparable para Atenas fue la de Pericles, que murió de
resultas de la enfermedad en el tercer año de la guerra. Algún tiempo
antes los atenienses, incomodados por el exceso de sus males, le habían
despojado de su autoridad y condenado a pagar una multa; acababan de
reconocer su injusticia, y Pericles se la había perdonado. Al tiempo de
morir dijo incorporándose en la cama, y dirigiéndose a sus amigos que
le rodeaban refiriendo sus victorias: «El único elogio que merezco es
el de no haber hecho poner luto a ningún ciudadano».

Fue reemplazado por Cleón, hombre de humilde nacimiento, sin talento
verdadero, pero vano, audaz, arrebatado y por lo mismo del gusto de la
muchedumbre. Los buenos y honrados ciudadanos le opusieron a Nicias,
uno de los primeros y más ricos particulares de Atenas, que había
mandado los ejércitos y logrado muchas ventajas, pero únicamente gozó
consideración y nunca crédito mientras vivió Cleón, que tenía mucho
más talento para excitar a la plebe y ganar su voluntad.

Después de la muerte de Cleón, que pereció en Tracia en un combate dado
por él a Brásidas, el general más hábil de los lacedemonios, entabló
Nicias negociaciones con Lacedemonia, a las cuales sucedió en breve
una alianza ofensiva y defensiva, que debía durar cincuenta años; pero
este tratado, que volvía las cosas a su primer estado, no subsistió
sin embargo más de seis años y diez meses, y el rompimiento de que fue
seguido lo causó la ambición de Alcibíades.

Un origen ilustre, riquezas considerables, la más hermosa fisonomía
y presencia, las gracias más seductoras, un entendimiento vasto y
penetrante, el honor en fin de ser hechura de Pericles fueron otras
tantas ventajas que deslumbraron desde luego a los atenienses, y
con que él mismo se deslumbró primero. En una edad en que el hombre
necesita más que todo indulgencia y consejos, Alcibíades tuvo ya una
corte y aduladores: admiró a sus maestros por su docilidad y a los
atenienses por sus costumbres licenciosas. Sócrates mismo solicitó su
amistad conociendo que este joven sería el más peligroso para Atenas, y
habiéndola conseguido a fuerza de cuidados no la perdió jamás.

Cuando entró en la carrera de los honores, quiso deberlos con
particularidad a los atractivos de su elocuencia. Dejose ver en la
tribuna, y en breve fue tenido por uno de los más grandes oradores de
Atenas, y acordándose todos de que había dado grandes pruebas de valor
durante las primeras campañas, previeron que llegaría a ser un día el
general más hábil de la Grecia.

Tenía un carácter tan flexible que la necesidad de dominar o el deseo
de complacer le hacía acomodarse fácilmente a las circunstancias o
coyunturas en que se hallaba. Todos los pueblos fijaron en él su
atención, y se hizo dueño de la opinión pública. Los espartanos
quedaron absortos de su frugalidad; los tracios de su intemperancia;
los beocios de su afición a los ejercicios más violentos; los jonios de
su gusto por la pereza y la voluptuosidad, y los sátrapas del Asia por
un lujo que ellos no podían igualar. Pero los rasgos de ligereza, de
insustancialidad y de imprudencia, propios de su juventud, desaparecían
en las ocasiones que requerían reflexión y constancia. Entonces juntaba
la prudencia a la actividad, y los placeres no le robaban ya ninguno de
los instantes que debía a su gloria o a sus intereses.

Nacido en una república, debía elevarla haciéndola superior a sí
misma antes de ponerla a sus pies. Este era sin duda el secreto de
las brillantes empresas a que él arrastró a los atenienses. Con sus
soldados hubiera sojuzgado pueblos, y sin advertirlo se hubieran visto
esclavizados los mismos atenienses.

Su primera desgracia, deteniéndole casi al principio de su carrera,
hizo ver que su genio y sus proyectos eran muy vastos para la dicha de
su patria. Dícese que la Grecia no podía sufrir dos Alcibíades; pero se
debe añadir que Atenas tuvo uno de más. Él fue quien hizo decretar la
guerra contra la Sicilia.


GUERRA DE LOS ATENIENSES EN SICILIA.

La ciudad de Egesta en Sicilia, que se decía estar oprimida por los
de Selinunte y Siracusa, imploró el auxilio de los atenienses, sus
aliados. Atenas envió diputados a Sicilia, y cuando regresaron hicieron
una relación infiel del estado de las cosas. Resolviose la expedición
y fueron nombrados por generales de ella, Alcibíades, Nicias y Lámaco.
Lisonjeábanse de tal manera de su buen éxito que el senado arregló de
antemano la suerte de los diferentes pueblos de la Sicilia.

El primer proyecto fue el de enviar inmediatamente sesenta galeras a
esta isla. Nicias, que se había opuesto a tal expedición, queriendo
impedirla por una vía indirecta, expuso que además de la escuadra
era necesario un ejército terrestre, y presentó a la vista de los
ciudadanos el espantoso cuadro de los preparativos, de los gastos y del
número de tropas que exigía tal empresa, mas la asamblea, lejos de
anonadarse, dio a los generales plenos poderes para disponer de todas
las fuerzas de la república.

(Año 415 antes de J. C.) Todo estaba ya pronto para partir, cuando
Alcibíades fue denunciado por haber mutilado durante la noche, con
algunos compañeros, las estatuas de Hermes, colocadas en los diferentes
barrios de la ciudad, y representado además, al salir de una cena,
las ceremonias de los terribles misterios de Eleusis. Puesto a salvo
del furor de la plebe mediante las disposiciones del ejército y de la
escuadra, se presenta a la asamblea, desvanece las sospechas suscitadas
contra él, y pide una de dos cosas: la muerte si es culpable, o una
reparación satisfactoria si no lo es. Sus enemigos hacen diferir el
fallo hasta que regrese, y él marcha cargado de una acusación que tiene
la cuchilla de la ley pendiente sobre su cabeza.

La escuadra, compuesta de trescientas velas, se había reunido en
Córcira, y desde allí pasó a Regio, al extremo de la Italia. Alcibíades
y Nicias manifestaron sus miras en el primer consejo que se tuvo.
El segundo quería atenerse al decreto de los atenienses, el cual
solo prevenía que se tratase de arreglar los negocios de la Sicilia
del modo más ventajoso a los intereses de la república, y que para
conseguirlo se protegiese a los egestanos contra los de Selinunte; y
si las circunstancias lo permitiesen, que obligasen a los siracusanos
a restituir a los leontinos las posesiones de que les habían privado.
No era este el modo de pensar de Alcibíades y de Lámaco. Este último
quería aún más que Alcibíades, el cual era de opinión que debía
comenzarse haciendo negociaciones con algunas ciudades, a fin de
sublevarlas contra los de Siracusa, al paso que Lámaco deseaba que al
instante se marchase contra la ciudad de Siracusa. Pero no fue seguido
este dictamen, y todos se conformaron con el de Alcibíades.

Este general se apoderó lo primero de Catania por sorpresa, y Naxos
le abrió luego sus puertas. La ciudad de Mesina iba a seguir este
ejemplo, cuando se supo que habían llegado de Atenas unos emisarios de
sus enemigos para prenderle. Al principio se propuso ir a confundir a
sus acusadores, pero reflexionando después sobre las injusticias de
los atenienses, se escapó retirándose al Peloponeso, y su retirada
difundió el desaliento en el ejército. Para reanimar el ardor de
los soldados, Nicias se determinó a sitiar a Siracusa. Esta ciudad,
sumamente estrechada, estaba ya a punto de rendirse, cuando un general
lacedemonio, llamado Gilipo, consiguió entrar en ella con algunas
tropas, reanimó el valor de los sitiados, batió a los sitiadores y los
tuvo encerrados en sus atrincheramientos.

Vino a anclar cerca de Siracusa una nueva escuadra ateniense a las
órdenes de Demóstenes y de Eurimedonte, pero estas nuevas tropas
no fueron más felices que aquellas a las cuales reforzaron. Por
causa de Nicias, que no quiso volver a hacerse a la vela, como se
lo había aconsejado Demóstenes, los atenienses fueron batidos por
mar y por tierra, y precisados a abandonar su campo, sus enfermos y
sus naves, y a retirarse en número de cuarenta mil hombres a algunas
ciudades de Sicilia. En su retirada fueron perseguidos por Gilipo
al frente de los siracusanos, y tuvieron que luchar contra muchos
e incesantes obstáculos. Demóstenes, que mandaba la retaguardia,
habiendo sido arrinconado en un paraje estrecho, se vio forzado a
rendirse; Nicias, no más dichoso, perdió ocho mil hombres cerca del
río Asinaro y rindiose también a Gilipo. Fueron conducidos a Siracusa
un número considerable de prisioneros y todos perecieron, los unos de
enfermedades y los otros en prisiones como esclavos, a excepción de
algunos de estos que debieron su libertad a las poesías de Eurípides,
apenas conocidas entonces en Sicilia, y de las cuales recitaban a sus
señores los mejores trozos. Nicias y Demóstenes fueron condenados a
muerte, a pesar de los esfuerzos que hizo Gilipo para salvarles la vida.

Experimentó Atenas en esta ocasión un revés tan grande como
imprevisto, pero aún la esperaban otras desgracias. Sus aliados
estaban ya dispuestos a sacudir su yugo; los demás pueblos juraban su
pérdida, y los del Peloponeso se creían ya autorizados con su ejemplo
para romper la tregua. Gozaba Alcibíades en Lacedemonia el crédito
que sabía adquirirse en todas partes, y después de haber empeñado a
los lacedemonios a dar socorro a los siracusanos y a comenzar de
nuevo sus correrías en Ática, presentose en las costas del Asia menor,
donde hizo que se declarasen en favor suyo Quíos, Mileto y otras
ciudades florecientes. Cautivó con su agrado y buen trato a Tisafernes,
gobernador de Sardes, y el rey de Persia se encargó del mantenimiento
de la escuadra del Peloponeso.

Hubiese terminado muy pronto esta segunda guerra, si Alcibíades,
perseguido por Agis, rey de Lacedemonia, a cuya esposa había seducido,
y por los demás jefes de la liga, a quienes su gloria daba celos,
no hubiese suspendido los esfuerzos de Tisafernes y los socorros de
la Persia, bajo pretexto de que convenía al gran rey el dejar a los
griegos debilitarse mutuamente.

No tardaron los atenienses en revocar el decreto del destierro de
Alcibíades: pónese entonces al frente de ellos, somete las plazas del
Helesponto, obliga a los gobernadores del rey de Persia a firmar
un tratado ventajoso para los atenienses, y Lacedemonia a pedirles
la paz, cuya petición fue desechada, porque creyéndose en adelante
invencibles bajo el mando de Alcibíades, habían pasado rápidamente de
la consternación más profunda a la más insolente presunción.

Cuando este general volvió a su patria, su llegada a ella, su mansión
y la prisa que se dio para justificarse fueron para él una serie
continuada de triunfos y de fiestas para el pueblo; y cuando le vieron
salir del Pireo con una escuadra de cien naves, nadie dudó que los
pueblos del Peloponeso sufrirían en breve la ley del vencedor, y que a
continuación anunciaría un correo la conquista de la Jonia.

Engolfados se hallaban en tan lisonjeras esperanzas, cuando se supo que
quince galeras atenienses habían caído en poder de los lacedemonios,
a causa de un combate dado en ausencia y contra las órdenes de
Alcibíades, y en ocasión que este había pasado a la Jonia obligado de
la necesidad de exigir contribuciones para el mantenimiento de las
tropas. A la primera noticia de este revés, volvió atrás y presentó
la batalla al vencedor que no se atrevió a aceptarla. Había reparado
el honor de Atenas y la pérdida era corta; pero bastó para que sus
enemigos lograsen irritar al pueblo, que le quitó el mando de los
ejércitos.

La guerra continuó durante algunos años, siempre por mar, y concluyose
con la batalla de Egospótamos, ganada por los lacedemonios en el
estrecho del Helesponto. Lisandro, que los mandaba, sorprendió a
la escuadra ateniense y se hizo dueño de ella cogiendo tres mil
prisioneros (año 405 antes de J. C.).

La pérdida de esta batalla trajo consigo la de Atenas, que después
de un sitio de algunos meses se rindió por falta de víveres. Sus
habitantes fueron condenados no solamente a demoler las fortificaciones
del Pireo, sino también a entregar sus galeras a excepción de doce;
a llamar a los desterrados, a sacar las guarniciones de las ciudades
de que se habían apoderado, y a seguir a sus vencedores por mar y por
tierra inmediatamente que se les mandase.

Sus murallas fueron destruidas al son de música, y algunos meses
después les fue permitido el elegir treinta magistrados, que en lugar
de establecer una nueva forma de gobierno usurparon la autoridad.

Protegían abiertamente sus injusticias las tropas lacedemonias que les
facilitó Lisandro, y tres mil ciudadanos, que se asociaron para afirmar
su potencia. La nación desarmada cae de repente en el exceso de la
servidumbre y el destierro, las cadenas y la muerte son el patrimonio
de aquellos que se atreven a quejarse contra la tiranía, o que parece
la condenan con su silencio. Esta opresión no duró más de ocho meses, y
en este corto espacio de tiempo más de mil quinientos ciudadanos fueron
degollados y privados de los honores fúnebres; la mayor parte abandonó
una ciudad donde las víctimas y los testigos de la opresión no se
atrevían a manifestar sus quejas.

Hallábase entonces Alcibíades en un lugar de la Frigia, bajo el
gobierno de Farnabaces, que le dio pruebas de distinción y amistad.
Creíase en perfecta seguridad, cuando de repente cercan su casa unos
asesinos enviados por el sátrapa, y no teniendo valor para invadirla,
le pegan fuego. Arrójase él con espada en mano por entre las llamas,
aparta a los bárbaros, y cae muerto entre una lluvia de dardos; siendo
entonces de edad de cuarenta años.

Estaba reservada a Trasíbulo la gloria de libertar a su patria. Este
generoso ciudadano, puesto por su mérito a la cabeza de aquellos
que habían huido, se apoderó del Pireo y llamó al pueblo a la
independencia. Algunos de los opresores perecieron con las armas en
la mano y otros fueron condenados a muerte. Publicose una amnistía
general, y bastó para restablecer el orden y la tranquilidad en Atenas.
Algunos años después sacudió esta ciudad el yugo de Lacedemonia,
restableció su gobierno, y aceptó el tratado de paz que celebró con
Artajerjes el espartano Antálcidas. Por este tratado, las colonias
griegas del Asia menor y algunas cercanas fueron abandonadas a la
Persia, y los demás pueblos de la Grecia recobraron sus leyes y su
independencia. Así terminaron las desavenencias causadas por las
guerras de los medos y del Peloponeso.


REFLEXIONES SOBRE EL SIGLO DE PERICLES.

Al principio de la guerra del Peloponeso debieron sorprenderse
extraordinariamente los atenienses al verse tan diferentes de lo que
fueron sus padres. El mérito no obtuvo en breve más que una débil
estimación, y todas las consideraciones fueron reservadas para el
crédito: todas las pasiones se dirigieron hacia el interés personal,
y todas las fuentes de corrupción se derramaron con profusión por
el estado. El amor, que antes se cubría con el velo del himeneo y
del pudor, encendió abiertamente fuegos ilegítimos: multiplicose en
el Ática y en toda la Grecia el número de mujeres públicas, venidas
la mayor parte de ellas de la Jonia, y Pericles, testigo ocular del
abuso que favorecía sus miras ambiciosas, no trató de corregirlo como
debiera. La célebre Aspasia, natural de Mileto, en Jonia, su querida
y después su esposa, favoreció sus miras con sus gracias, su belleza
y su talento. Ella se atrevió a formar una reunión de cortesanas,
cuyos atractivos debían atraer a los jóvenes atenienses al partido de
Pericles. Desencadenáronse contra ella los poetas cómicos, mas no la
impidieron que reuniese en su casa la más lucida tertulia de Atenas.

Pericles autorizó el libertinaje, Aspasia lo propagó, y Alcibíades lo
hizo amable: la nación, arrastrada por los encantos de este ateniense,
se hizo cómplice de sus extravíos, y a fuerza de excusarlos acabó por
defenderlos, de modo que su funesta influencia sobre las costumbres
públicas subsistió mucho después de su muerte.

Hacia el tiempo de la guerra del Peloponeso, y cuando el desenfreno
progresaba de día en día, la naturaleza redobló sus esfuerzos y prodigó
repentinamente muchos genios en todos géneros. Atenas dio muchos a
luz, y vio venir aún mayor número a solicitar allí los honores de
su aprobación. Sófocles, Eurípides y Aristófanes brillaban sobre la
escena; Antifonte, Andócides y Lisias se distinguían en la elocuencia;
Tucídides, movido aún por los aplausos que había merecido Heródoto
cuando leyó su historia a los atenienses, se disponía para merecer
otros semejantes. Sócrates transmitía una doctrina sublime a unos
discípulos, de que muchos han fundado escuelas; hábiles generales
hacían triunfar las armas de la república: levantáronse los más
soberbios edificios diseñados por los más sabios arquitectos; y los
pinceles de Polignoto, de Parrasio y Zeuxis, y los cinceles de Fidias
y de Alcámenes hermoseaban a porfía los templos, los pórticos y las
plazas públicas. Todos estos grandes hombres, todos aquellos que
florecían en otros países de la Grecia, se reproducían en discípulos
dignos de reemplazarlos, y era fácil prever que el siglo más corrompido
sería en breve el siglo más ilustrado.

Las ciencias se manifestaban cada día con nuevas luces y las artes
hacían nuevos progresos: la poesía no aumentaba su brillo, pero,
conservando el que tenía, lo empleaba con preferencia en adornar las
tragedias y la comedia, que llegaron de repente a su perfección. La
historia, sujeta a las leyes de la crítica, desechaba lo maravilloso,
discutía los hechos y llegaba a ser una lección poderosa que daba
lo pasado a lo futuro. Las reglas de la lógica y de la retórica,
las abstracciones de la metafísica, las máximas de la moral, fueron
desenvueltas en unas obras que reunían a la regularidad de planes la
exactitud de las ideas y la elegancia del estilo.

La Grecia debió en parte estos adelantos a la influencia de la
filosofía, que salió de la oscuridad después de las victorias
alcanzadas sobre los persas. Apareció Zenón y los atenienses se
ejercitaron en las sutilidades de la escuela de Elea. Anaxágoras les
trajo las luces de las de Tales, y empezábase a creer, en fin, que los
eclipses, los monstruos y los diversos fenómenos o descarríos de la
naturaleza no debían ya mirarse como prodigios; pero se veían en la
dura precisión de decírselo unos a otros con reserva, porque el pueblo,
acostumbrado a mirar estos fenómenos como avisos del cielo, se enconaba
contra los filósofos que trataban de despreocuparle. Perseguidos y
desterrados, aprendieron muy a costa suya que, para que la verdad sea
admitida entre los hombres, no debe presentarse a cara descubierta sino
deslizarse furtivamente en pos de los errores.

Las artes, no encontrando preocupaciones que combatir, alzaron de
repente el vuelo. Hubo concursos en Delfos, en Corinto, en Atenas y en
otros lugares; pero Atenas sobrepujó en magnificencia a todas las demás
ciudades de la Grecia. En tiempo de Pericles empezó a introducirse el
buen gusto por las artes entre un corto número de ciudadanos, y el de
los cuadros y las estatuas entre las gentes pudientes. Desde entonces
empezaron a apreciar y se estimuló con premios a los artistas que
más se distinguían por sus obras. Los unos trabajaban gratuitamente
por la república, y les concedieron honores y distinciones: otros se
enriquecieron, ya formando discípulos, y ya exigiendo un tributo de
aquellos que iban a sus talleres a admirar las obras excelentes de
sus manos. Zeuxis llegó a tal estado de opulencia que, al fin de sus
días, regalaba sus cuadros bajo pretexto de que nadie se encontraba en
disposición de poder pagarlos.

[Ilustración: _Encontramos en Panticapea un bajel de Lesbos pronto para
hacerse a la vela. T. 1, P. 3. J. Amilla g._]




  COMPENDIO
  DEL VIAJE
  DEL JOVEN ANACARSIS
  EN GRECIA.

CAPÍTULO I.

Salida de Escitia. — El Ponto Euxino. — Estado de la Grecia desde la
toma de Atenas año 404 antes de J. C. hasta el momento del viaje. — El
Bósforo de Tracia. — Llegada a Bizancio.


Anacarsis, escita de nación, hijo de Toxatis, es el autor de esta obra
que dirige a sus amigos. Empieza exponiéndoles los motivos de su viaje.

Desciendo, como sabéis, del sabio Anacarsis, tan célebre entre los
griegos como indignamente tratado por los escitas. Tenía yo la edad
de dieciocho años cuando un esclavo griego que adquirí me inspiró el
deseo de ver la Grecia. Era este de una familia distinguida de Tebas
en Beocia, quedó prisionero en la célebre retirada de los diez mil,
y, después de haber arrastrado las cadenas en diferentes naciones,
vino a parar adonde yo habitaba. Hasta entonces no había yo visto más
que tiendas, rebaños y desiertos, y así es que todo cuanto me refirió
hizo en mi una impresión profunda. En adelante, no pudiendo sufrir la
vida errante que había pasado, y la profunda ignorancia en que estaba,
resolví abandonar el país nativo.

He pasado mis más floridos años en Grecia, en Egipto y en Persia, pero
en el primero de estos países es donde más me he detenido: he gozado de
los últimos momentos de su gloria, y no he salido de allí hasta después
de haber visto expirar su libertad en la llanura de Queronea.

(Año 365 antes de J. C.) A fines del primer año de la olimpiada ciento
cuatro, partí con Timágenes, a quien acababa de dar libertad: después
de haber atravesado vastas soledades, llegamos a las orillas del
Tanais, cerca del paraje donde desemboca en la mar la laguna Meotis
y de allí pasamos por mar a la ciudad de Panticapea, situada en una
altura hacia la entrada del Bósforo cimerio. Esta ciudad, donde los
griegos establecieron en otro tiempo una colonia, ha llegado a ser la
capital de un pequeño estado que se extiende por la costa oriental del
Quersoneso táurico. Reinaba en ella Leucón hacía ya cerca de treinta
años, pero nosotros no le vimos porque entonces se hallaba al frente de
su ejército haciendo la guerra a los habitantes de Heraclea en Bitinia.

Encontramos en Panticapea un bajel de Lesbos pronto para hacerse a la
vela, y Cleómedes, que lo mandaba, nos ofreció admitirnos a su bordo.
Esperando el día de la marcha, iba y venía yo al puerto, y desde
los muros y fuera de ellos fijaba mi atención en todos los objetos
con la más viva curiosidad. Todo aquello que me causaba extrañeza
o me sorprendía iba a decirlo a Timágenes cual si fuere para él un
descubrimiento, así como lo era para mí. Preguntábale si el lago Meotis
era el mayor de los mares, y si Panticapea la ciudad más hermosa del
universo.

No me es fácil manifestar la sensación que experimenté cuando se
presentó insensiblemente a mis ojos en toda su extensión la mar
denominada el Ponto-Euxino. Es un inmenso lago casi rodeado por todas
partes de altas montañas, más o menos lejanas de su orilla, y en el
cual cerca de cuarenta ríos vierten las aguas de una parte del Asia
y de la Europa. En sus orillas habitan naciones que se diferencian
entre sí por su origen, sus costumbres y lenguaje. Esta mar se ve con
frecuencia cubierta de vapores sombríos y agitada por tempestades
violentas, pero no es profunda sino hacia su parte oriental, donde la
naturaleza ha abierto abismos insondables.

Temiendo Cleómedes alejarse de las costas, dirigió su rumbo hacia el
oeste, y en seguida hacia el sur, y vimos de lejos la embocadura del
Borístenes,[1] la del Istro,[2] y algunos otros ríos.

    [1] Hoy día el Dniéper.

    [2] Antiguo nombre del Danubio.

Un día el mismo Cleómedes, después de habernos hablado de la expedición
del joven Ciro y del destierro de Jenofonte, nos hizo un elogio de
Epaminondas, y refirió también la gloriosa revolución de los tebanos:
«Ya sabréis», dijo a Timágenes, que estaba sorprendido de lo que
oyó decir de Jenofonte, su antiguo general, y de Epaminondas, su
compatriota, (año 404 antes de J. C.), «ya sabréis que por la toma de
Atenas todas nuestras repúblicas se hallaron en algún modo esclavizadas
por los lacedemonios. Las excelentes prendas de Agesilao y sus hazañas
la amenazaban de una larga servidumbre, cuando el rey Artajerjes, que
concibió el proyecto de llevar sus terribles fuerzas hasta el centro de
aquellos estados, consiguió separar de Lacedemonia muchas ciudades de
la Grecia. Tebas, Corinto, Argos y otros muchos pueblos formaron una
liga poderosa y reunieron sus tropas en los campos de Coronea en Beocia
(año 393 antes de J. C.). Vinieron muy pronto a las manos con los de
Agesilao; venció este príncipe, y los tebanos tuvieron la gloria de
retirarse sin emprender la fuga.

»Esta victoria consolidó el poder de Esparta, pero hizo estallar
nuevas turbulencias y nuevas ligas entre los mismos vencedores, porque
los unos estaban como cansados de vencer y los otros de la gloria de
Agesilao. Estos últimos, teniendo al frente al espartano Antálcidas,
propusieron al rey Artajerjes que diese la paz a las naciones de la
Grecia: el tratado que se celebró obligaba a los tebanos a reconocer
la independencia de las ciudades de Beocia, y estos, de concierto con
los de Argos, no accedieron a él hasta que se vieron precisados por la
fuerza.

(Año 382 antes de J. C.) »Algunos años después, el espartano Fébidas,
pasando a la Beocia con un cuerpo de tropas, acampó delante de Tebas.
La ciudad estaba dividida en dos bandos: Leontíades, jefe del partido
adicto a los lacedemonios, empeñó a Fébidas a que se apoderase de la
ciudadela, y para ello le facilitó los medios. Se estaba entonces en
plena paz y era el momento en que los tebanos celebraban las fiestas de
Deméter. Tan extraña perfidia se hizo aún más odiosa por las crueldades
ejercidas contra aquellos ciudadanos que eran sumamente adictos a
su patria. Cuatrocientos de ellos se acogieron a los atenienses, e
Ismenias, jefe de aquel partido, sufrió la pena de muerte bajo vanos
pretextos.

»Alzose un grito general en toda la Grecia, y los lacedemonios
mismos se estremecieron de indignación. Leontíades, que había ido a
Lacedemonia, tranquilizó los espíritus irritándolos contra los tebanos.
Decidiose por fin que se conservase la ciudadela de Tebas, y que
Fébidas pagase una fuerte multa». «Así», dijo Timágenes interrumpiendo
a Cleómedes, «se aprovechó Lacedemonia del crimen, y castigó al
culpable al mismo tiempo; mas ¿cuál fue la conducta de Agesilao?».
«Acusáronle», respondió Cleómedes, «de haber sido el autor oculto de
la empresa y del decreto que llevó a su colmo la iniquidad.

»Este decreto fue la época de la decadencia de los lacedemonios. La
mayor parte de sus aliados los abandonaron, y tres o cuatro años
después, los tebanos sacudieron un yugo odioso. Algunos ciudadanos
intrépidos destruyeron una noche en un instante a los partidarios de la
opresión, y secundando el pueblo sus esfuerzos fueron arrojados de la
ciudadela los espartanos; uno de los desterrados, el joven Pelópidas,
de ilustre nacimiento y distinguido por sus riquezas, fue uno de los
primeros autores de esta conspiración famosa.

»A la noticia de estos acontecimientos hicieron los lacedemonios
algunas irrupciones en Beocia; Agesilao condujo por dos veces sus
tropas a aquel país y fue herido en una acción poco decisiva. Cada
día conducía Pelópidas a los tebanos contra el enemigo y enseñábales
a medir sus fuerzas en varias escaramuzas con los espartanos, cuya
reputación temían no menos que su valor. Instruido por sus propias
faltas y los ejemplos de Agesilao, en una de las campañas siguientes
recogió el fruto de sus fatigas y reflexiones.

»Estando en la Beocia, se adelantaba hacia Tebas en ocasión que volvía
por el camino un cuerpo de lacedemonios mucho más numeroso que el
suyo. Un soldado de a caballo, que se había adelantado, los vio salir
del desfiladero y volvió corriendo a decir a Pelópidas: “hemos caído
en manos de los enemigos”. “¿Y por qué no han de haber caído ellos
en las nuestras?”. Así responde el general y los ataca; pelean con
encarnizamiento y permanece la victoria indecisa mucho tiempo; pero
vencen al fin los tebanos, y los lacedemonios, después de haber perdido
sus generales y lo mejor de sus tropas, se dispersan por el llano.

»Este éxito inesperado admiró a Lacedemonia, Atenas y todas las
repúblicas de la Grecia. Para terminar amistosamente sus desavenencias,
envió cada cual sus diputados a una dieta convocada en Lacedemonia, y
Epaminondas, a la edad de cuarenta años, se presentó en ella con los
demás representantes de Tebas. Agesilao decidió las sesiones de esta
gran asamblea, que terminó con un tratado en el cual no tuvieron parte
alguna los tebanos.

»Apenas habían regresado estos a su patria, cuando el rey Cleómbroto,
que mandaba en la Fócida el ejército de los aliados, tuvo orden de
conducirle a la Beocia. Las fuerzas de los tebanos eran inferiores a
las suyas casi en la mitad, pero tenían a su cabeza a Epaminondas, y
Pelópidas mandaba sujeto a sus órdenes. Hallábanse los dos ejércitos
en un paraje de la Beocia llamado Leuctra (año 371 antes de J. C.).
Al siguiente día se dio aquella batalla que los talentos del general
tebano harán memorable para siempre, y en que los prodigios de valor de
Cleómbroto no pudieron salvarle de la muerte, ni a su ejército de una
completa derrota.

»Los vencedores, cuya pérdida fue muy leve, levantaron un trofeo en
el campo de batalla y se ensoberbecieron tanto con la victoria que el
filósofo Antístenes decía: “me parece que veo a escolares orgullosos de
haber pegado a su maestro”.

»Dos años después fueron nombrados jefes de la liga beocia Epaminondas
y Pelópidas. Estos dos ilustres amigos entraron juntos en el
Peloponeso, y Epaminondas, que mandaba como general en jefe, condujo a
Lacedemonia el ejército compuesto de setenta mil hombres, con esperanza
de hacerse dueño de aquella ciudad y levantar en ella un trofeo. Al
acercarse formó Agesilao su ejército en una eminencia situada entre
aquella ciudad y el Eurotas, que iba crecido considerablemente con
motivo de las nieves derretidas de los montes. Epaminondas hizo cuanto
pudo para atraerle a la llanura, pero no pudo conseguirlo; y viendo
que el invierno estaba próximo, que sus tropas, debilitándose cada día
más y más, empezaban a carecer de víveres, y noticioso también de que
los atenienses y otros pueblos hacían levas considerables en favor de
Lacedemonia, taló los campos de la Laconia y retiró tranquilamente su
ejército a Beocia.

»A su vuelta fue acusado con Pelópidas y citado en juicio por haber
conservado el mando de la liga beocia cuatro meses más del término
prescrito por las leyes. El último se defendió sin dignidad y tuvo que
recurrir a las súplicas; pero Epaminondas se justificó refiriendo sus
hazañas, y sus jueces le absolvieron lejos de atreverse a condenarle;
mas no por eso se libró de los tiros de la envidia. En la distribución
de premios creyeron humillar sus émulos al vencedor de Leuctra,
encargándole de la policía de las calles y la limpieza de los albañales
y desagües de la ciudad, pero desempeñó perfectamente este encargo,
probando así con su ejemplo que no se debe juzgar a los hombres por los
empleos, sino a los empleos por los hombres que los ocupan.

»Durante los diez años siguientes, Epaminondas hizo respetar más de
una vez los ejércitos tebanos en el Peloponeso. Pelópidas, después de
haber triunfado en Tesalia, pasó a la corte de Susa donde trastornó
los planes de Atenas y de Lacedemonia, y en obsequio de su patria
celebró un tratado que la unía estrechamente con el rey de Persia.
(Año 364 antes de J. C.). Poco tiempo después de su vuelta, marchó
contra un tirano de Tesalia llamado Alejandro, y pereció en el combate
persiguiendo al enemigo después de haberle puesto en fuga vergonzosa.
Tebas ha perdido uno de sus apoyos, pero aún le queda Epaminondas. Este
grande hombre se ha propuesto dar a Lacedemonia el último golpe, y se
cree que los atenienses se unirán a los lacedemonios; pero la primavera
próxima decidirá sin duda esta gran cuestión». Aquí dio fin la relación
de Cleómedes.

Al cabo de muchos días de una feliz navegación llegamos al Bósforo de
Tracia, que separa la Europa del Asia. Su longitud desde el templo de
Zeus hasta la ciudad de Bizancio, donde termina, es de ciento veinte
estadios. Su anchura varía: a la entrada es de cuatro estadios y a la
parte opuesta de catorce. En ciertos parajes las aguas forman grandes
balsas y profundas bahías. Hacia el medio de este canal nos mostraron
el paraje donde Darío, rey de Persia, hizo pasar por un puente de
barcas setecientos mil hombres que conducía contra los escitas. El
estrecho, que solo tiene cinco estadios de anchura, se halla ceñido
por un promontorio sobre el cual hay un templo de Hermes. En aquel
sitio puestos dos hombres uno en Asia y otro en Europa pueden hablarse
muy fácilmente. Poco después descubrimos la ciudadela y los muros de
Bizancio, y entramos en su puerto dejando a la izquierda la ciudad de
Crisópolis y habiendo avistado hacia la misma parte la de Calcedonia.




CAPÍTULO II.

Descripción de Bizancio. — Viaje desde esta ciudad a Lesbos. — El
estrecho del Helesponto, etc.


Bizancio, fundada en otro tiempo por los megarenses, está situada
sobre un promontorio cuya forma es casi triangular. No puede darse a
la verdad situación más bella ni perspectiva más agradable. La vista
recorriendo el horizonte se recrea a la derecha en el mar llamado
Propóntide, enfrente y más allá de un canal estrecho, en las ciudades
de Calcedonia y Crisópolis, en seguida en el Bósforo y por último en
fértiles colinas y en un golfo que sirve de puerto y se mete en tierra
hasta la distancia de siete estadios. Además de un gimnasio y muchos
edificios públicos, se encuentran en esta ciudad cuantas comodidades
puede proporcionar un pueblo rico y numeroso. Su territorio produce
abundantes cosechas de granos y de frutos; su puerto, inaccesible a
las tempestades, atrae los navíos de todos los pueblos de la Grecia.
Su posición a la cabeza del estrecho le facilita el medio de detener o
sujetar a subidos derechos los que trafican en el Ponto-Euxino, y de
privar de las subsistencias a las naciones que de ella se proveen. De
esto proceden los esfuerzos que hacen los atenienses y lacedemonios
para atraerla a sus intereses y tenerla por aliada, pero ella ha
preferido a los primeros.

Luego que Cleómedes despachó sus negocios de Bizancio, salimos del
puerto y entramos en la Propóntide. La anchura de este mar es, según
se dice, de quinientos estadios (cerca de 19 leguas) y su longitud de
mil cuatrocientos (cerca de 52 leguas). Sobre sus orillas se ven muchas
ciudades célebres, fundadas o conquistadas por los griegos; de una
parte Selimbria, Perinto y Bizancio, y de la otra Ástaco en Bitinia,
y Cícico en Misia. «Por más allá de las costas, en las cuales se han
establecido los griegos, tenemos a la derecha», me dijo Timágenes, «las
fértiles campiñas de la Tracia, y a la izquierda los límites del grande
imperio de los persas, ocupados por los bitinios y los misios: estos
últimos se extienden a lo largo del Helesponto, donde vamos a entrar».

Este estrecho era el tercero que encontraba en mi navegación desde
que salí de Escitia: su longitud es de 400 estadios (15 leguas y 300
toesas). Le pasamos en poco tiempo porque el viento era favorable y
rápida la corriente; a las orillas de esta ría, que tal debe llamarse,
se ven de trecho en trecho risueñas colinas pobladas de ciudades y de
aldeas. A un lado la ciudad de Lámpsaco, cuyo territorio es famoso
por sus viñedos; por otro la embocadura de un riachuelo llamado
Egospótamos, donde Lisandro ganó sobre la escuadra ateniense aquella
célebre victoria con que dio fin a la guerra del Peloponeso. Más allá
están las ciudades de Sesto y de Abido, casi la una en frente de la
otra. Cerca de la primera está la torre de Hero, donde, según dicen,
una joven sacerdotisa de Afrodita se arrojó a las olas por haberse
sumergido allí Leandro, su amante, quien para ir a verla tenía que
atravesar el canal a nado.

Dicen también que por esta parte solo tiene de anchura el estrecho
siete estadios (cerca de un cuarto de legua). Jerjes, al frente de un
ejército numeroso, atravesó por allí el mar, pasando por un puente
doble que hizo construir, y poco tiempo después volvió a pasarle por
el mismo paraje en una barca de pescador. En aquella parte está el
sepulcro de Hécuba, mujer del rey Príamo, y en la otra el de Áyax. Este
es el puerto a donde arribó la escuadra de Agamenón cuando fue al Asia,
y aquellas son las costas del reino de Príamo. Nos hallábamos entonces
a la punta del estrecho, y mi mente estaba poseída de la memoria de
Homero y de sus pasiones; pedí con instancias que me echasen a tierra
y me arrojé ansioso a la orilla; pero se desvaneció mi ilusión cuando
no pude reconocer los lugares inmortalizados por aquel grande poeta,
pues ya no quedan ni vestigios de la ciudad de Troya: hasta sus ruinas
han desaparecido. Las arenas y el fango arrojados por el mar, y los
temblores de tierra han mudado enteramente la faz de este país.

Volví a la nave y me regocijé al saber que iba a terminar nuestro
viaje; que nos hallábamos ya en el mar Egeo, y que al día siguiente
entraríamos en Mitilene, una de las principales ciudades de Lesbos.
Dejamos a la derecha las islas de Imbros, de Samotracia y de Tasos;
célebre la última por sus minas de oro y la segunda por sus misterios.
A media noche costeamos la isla de Ténedos; al amanecer entramos
en el canal que separa a Lesbos del continente, y a breve rato nos
vimos enfrente de Mitilene. El día estaba sereno, un céfiro suave
jugueteaba en nuestras velas y yo estaba tan absorto que no advertí
que nos hallábamos en el puerto. Cleómedes encontró en el muelle a sus
parientes y amigos, que le recibieron enajenados de alegría, y fuimos a
hospedarnos rodeados de una multitud de marineros y artesanos, para los
cuales era yo un objeto de curiosidad.




CAPÍTULO III.

Descripción de Lesbos. — Pítaco. — Arión. — Terpandro. — Alfeo. —
Safo.

Aprovecheme de mi mansión en la isla de Lesbos para instruirme de todo
cuanto había en ella digno de atención.

Dan a Lesbos mil y cien estadios de circunferencia (cerca de 42
leguas). La principal riqueza de sus habitantes consiste en sus vinos,
que en varios países los prefieren a los de Grecia. Lo largo de la
costa está cortada de bahías por la naturaleza, alrededor de las cuales
han edificado ciudades que ha fortificado el arte, y que el comercio ha
hecho florecientes: tales son Mitilene, Arisba, Ereso y Antisa; cuya
historia solo ofrece una serie de revoluciones. Después de haber gozado
por mucho tiempo de la libertad o gemido en la servidumbre, sacudieron
el yugo de los persas en tiempo de Jerjes, y durante la guerra del
Peloponeso se apartaron más de una vez de la alianza de los atenienses;
pero siempre se vieron en la precisión de volver a entrar en ella y la
conservan en el día.

Lesbos es la mansión de los placeres o más bien del libertinaje más
desenfrenado. Sus habitantes tienen, con respeto a su moral, unas
máximas que ceden a su voluntad y se acomodan a las circunstancias
con la misma facilidad que ciertas reglas de plomo de que usan los
arquitectos. Reinaba en este nuevo mundo una libertad de ideas y de
sentimientos que me afligió al principio; pero los hombres me enseñaron
insensiblemente a ruborizarme de mi sobriedad y las mujeres de mi
recato. Menos rápidos fueron a la verdad mis progresos en la urbanidad
y el lenguaje.

Durante esta educación ocupábame en observar aquellos célebres
personajes que Lesbos ha producido. Citaré al frente de los nombres
más distinguidos el de Pítaco, a quien contaba la Grecia en el número
de sus sabios. Después de haber libertado a su patria de la opresión,
de la guerra contra los atenienses y de sus divisiones intestinas, no
aceptó el poder que se le dio sino para hacerla el presente de una
sabia legislación, y cuando estuvieron sus leyes en vigor, abdicó sin
fasto el poder soberano.

A continuación de Pítaco debo nombrar a Arión de Metimna, y Terpandro
de Antisa. El primero, que vivía hace unos trescientos años, ha dejado
una colección de poesías que cantaba al son de su lira, como lo hacían
entonces todos los poetas. A su vuelta de Sicilia, donde ganó el premio
en un certamen de música, se embarcó en Tarento a bordo de un buque
corintio. Iban los marineros a echarle al mar para apoderarse de su
equipaje, cuando se precipitó él mismo después de haber tratado en
vano de disuadirles y aplacarles con la melodía de su voz; y se dice
que un delfín, mostrándose más sensible que ellos, le transportó al
promontorio de Ténaro. Este hecho, atestiguado por el mismo Arión en
uno de sus himnos, conservado en la tradición de los lesbios, me lo
confirmaron en Corinto, donde dicen que Periandro hizo sufrir la pena
de muerte a los marineros.

Terpandro vivía casi en el mismo tiempo que Arión; añadió tres cuerdas
a la lira, que antes no tenía más de cuatro, compuso para varios
instrumentos sonatas que sirvieron de modelos, introdujo nuevos ritmos
en la poesía, y puso en acción y por consecuencia dio interés a los
himnos que se cantaban en los certámenes de música.

Cerca de cincuenta años después de Terpandro, florecieron en Mitilene
Alfeo y Safo, que ocupan el primer lugar entre los poetas líricos.
El primero cantó a los dioses, particularmente a los que presiden
los placeres; sus amores, sus hazañas militares, sus viajes y sus
desgracias en el destierro. Su ingenio necesitaba del estímulo de la
intemperancia, y en una especie de embriaguez componía aquellas obras
que han excitado la admiración en la posteridad. Reunió la dulzura a la
fuerza de la expresión, y la riqueza a la precisión y claridad.

La imagen de Safo está esculpida en las monedas de los lesbios,
que tienen en gran veneración su memoria. «¿Pero cómo se puede
conciliar», pregunté a un ciudadano de Mitilene, «los sentimientos
que ha manifestado en sus escritos y los honores que la concedéis en
público, con las costumbres infames que sordamente la atribuyen?». «No
conocemos suficientemente», me respondió, «los pormenores de su vida
para juzgar según ellos. Cuando leo algunas de sus obras, no me atrevo
a absolverla, pero tuvo méritos y enemigos, y tampoco me atrevo a
condenarla».

Después de muerto su esposo consagró sus días a las letras, cuyo gusto
quiso inspirar a las mujeres de Lesbos. Muchas de ellas, y aun algunas
extranjeras, se hicieron discípulas de Safo, y amándolas con suma
terneza, porque no sabía amar de otro modo, manifestábales su afecto
con la violencia de la pasión. Sus intenciones eran quizás muy puras,
pero una cierta facilidad de costumbres y el fuego de sus expresiones
bastaron para engendrar el encono de algunas mujeres poderosas, a
quienes humillaba su superioridad. Perseguida por ellas tuvo al fin que
huir, y se retiró a Sicilia, donde oigo decir que se trata de erigirle
una estatua.

Safo era extremadamente sensible. Amó a Faón, de quien se vio
abandonada, y desesperando de ser feliz en adelante, intentó el salto
de Léucade y pereció en las aguas.

Esta mujer célebre compuso odas, elegías y otras varias poesías, la
mayor parte en metros que ella inventó e introdujo, y todas llenas
de gracia y expresión con que ha enriquecido la lengua. ¡Oh, cuán
admirable es su esmero en la elección de asuntos y palabras! Ella ha
pintado cuanto la naturaleza ofrece de más bello y risueño con los
colores más vivos y variados. Su gusto brilla hasta en el mecanismo de
su estilo. Con dificultad se encontraría en una composición entera de
las suyas algunos sones que quisiera suprimir el oído más delicado.




CAPÍTULO IV.

Partida de Mitilene. — Descripción de la Eubea. — Llegada a Tebas.


Al día siguiente nos dieron prisa para embarcarnos y salimos de
Mitilene con sentimiento. Al dejar el puerto, la tripulación cantaba
himnos en honor de los dioses y en voz alta les dirigía sus votos para
que nos diese próspero viento. Cuando hubimos doblado el cabo de Malea,
situado al extremo meridional de la isla, tendieron la vela, y nuestra
travesía fue dichosa y sin acontecimientos.

Empezábamos a descubrir la cumbre de una montaña llamada Oché y que
domina a todas las de la Eubea. «Esta isla», me dijo Fanes, capitán
de la nave, «se extiende a lo largo del Ática, la Beocia, del país
de los locrios y de una parte de la Tesalia; pero su anchura no es
proporcionada a su longitud. Produce mucho trigo, vino, aceite, frutas,
cobre y hierro; excelentes puertos, ciudades opulentas, ricas mieses
que proveen muchas veces a Atenas; todo esto junto a su ventajosa
posición, dan motivos para creer que el que se hiciese dueño de
esta isla, pondría fácilmente trabas a las naciones vecinas. Menos
súbditos que aliados de los atenienses, a favor de un tributo que les
pagamos, podemos gozar en paz de nuestras leyes y de las ventajas de
nuestra forma de gobierno. Podemos convocar en fin asambleas generales
en Calcis, para tratar en ellas de los intereses y pretensiones de
nuestras ciudades».

Habiendo dado el capitán sus órdenes a la tripulación, doblamos el
cabo meridional de la isla y entramos en un estrecho cuyas playas nos
ofrecían por ambos lados ciudades más o menos grandes; pasamos por
cerca de los muros de Caristo y de Eretria y arribamos en fin a Calcis.

Esta ciudad está situada en un estrecho, o corto brazo de mar, llamado
Euripo. Aquí se ve insensiblemente un fenómeno cuya causa no se ha
comprendido todavía. Con frecuencia, durante el día y la noche, las
aguas del mar suben y bajan alternativamente al norte y mediodía, y
gastan el mismo tiempo en bajar que en subir. En ciertos días parece
que el flujo y reflujo están sujetos a leyes constantes, como el
océano, pero muy luego se advierte que no guardan regla alguna.

Calcis está construida en la falda de una montaña del mismo nombre.
Los altos y frondosos árboles que se elevan en las plazas y en los
jardines preservan de los ardores del sol a los habitantes, y les surte
de agua un manantial abundante llamado la fuente de Aretusa. La ciudad
está hermoseada con un teatro, gimnasios y pórticos, templos, estatuas
y pinturas. Pasamos allí la noche, y al amanecer del día siguiente
arribamos a la costa opuesta al pueblo de Áulide, lugarcillo cerca del
cual hay una gran bahía, donde la escuadra de Agamenón estuvo mucho
tiempo detenida por los vientos contrarios.

Desde Áulide pasamos a Antedón por un camino muy llano. Es una ciudad
pequeña, con una plaza cubierta de árboles en la cual brotan muchas
fuentes, y está rodeada de pórticos. Quedábanos que andar aún más
de ciento sesenta estadios para llegar a Tebas, pero nos acercamos
en breve a esta gran ciudad por el camino de la llanura. Al aspecto
de la ciudadela, que descubrimos desde larga distancia, Timágenes
no pudo contener sus sollozos. La esperanza y el temor se pintaron
alternativamente en su rostro, porque al ausentarse de su patria dejó
en ella a sus padres, un hermano y una hermana, y dudaba si tendría el
dulce placer de encontrarlos todavía. Llegamos a Tebas, y las primeras
noticias clavaron el puñal en el seno de mi amigo. Los autores de
sus días habían fallecido de pena a causa de su ausencia, su hermano
había muerto en una batalla, y su hermana, que casó en Atenas, tampoco
existía ya, y había dejado un hijo y una hija solamente. Su dolor fue
extremado, pero le mitigaron no obstante en algún modo los consuelos
que le prodigaron sus conciudadanos y en particular Epaminondas.




CAPÍTULO V.

Mansión en Tebas. — Epaminondas. — Filipo de Macedonia.


En la relación de otro viaje que hice a Beocia, hablaré de la ciudad de
Tebas y de las costumbres de los tebanos. En el primer viaje solo fijé
mi atención en Epaminondas.

Me presentó a él Timágenes. Conocía mucho al sabio Anacarsis, y por
tanto no pudo menos de sorprenderle mi nombre. Hízome algunas preguntas
relativas a los escitas, pero yo estaba sobrecogido de tal respeto que
titubeé para responderle. Él lo advirtió, y mudando de conversación
habló de la expedición del joven Ciro y la retirada de los diez mil,
rogándonos por último que le visitásemos a menudo. Me acuerdo con un
placer mezclado de orgullo de haber vivido en familiaridad con el
más grande hombre que quizás ha producido la Grecia. Mas ¿cómo no se
ha de conceder este título al general que perfeccionó el arte de la
guerra, que eclipsó la gloria de los generales más célebres, y jamás
fue vencido sino por la fortuna; al político que dio a los tebanos
una superioridad que jamás tuvieron y que desapareció con su muerte;
al negociador que siempre tomó en las dietas el ascendiente sobre
los diputados de Grecia, y que supo mantener en la alianza de Tebas,
su patria, las naciones celosas del acrecentamiento de esta nueva
potencia; al que fue, en fin, tan elocuente como la mayor parte de los
oradores de Atenas, tan amante de su patria como Leónidas, y más justo
quizás que el mismo Arístides?

La casa de este ilustre tebano era más bien el asilo que el santuario
de la pobreza; en ella reinaba con la alegría pura de la inocencia, con
la paz inalterable de la dicha; reinaba en fin con tales virtudes, y
con tal desprendimiento de las grandezas que parece increíble. Un día
le encontramos acompañado de muchos amigos suyos que había juntado,
y les decía: «Esfodrias tiene una hija en edad de tomar estado; pero
él es tan pobre que no puede dotarla, y por lo mismo he dispuesto que
cada uno de vosotros contribuya a esto en proporción de sus haberes. Me
veo precisado a no salir de casa en algunos días, pero al momento que
salga os presentaré a este honrado ciudadano. Justo es que reciba de
vosotros este beneficio, y que conozca al mismo tiempo a sus autores».
Todos se conformaron con lo que había dispuesto, y se despidieron de él
dándole gracias por su confianza. Timágenes, inquieto al oír su intento
de no salir de casa, le preguntó el motivo, y Epaminondas respondió
francamente: «Tengo que hacer lavar mi manto». En efecto, no tenía más
que uno.

Siendo un celoso discípulo de Pitágoras, imitaba su frugalidad en
términos que se había prohibido el uso del vino, y su alimento
ordinario solía ser un poco de miel. La música que aprendió de muy
hábiles maestros era algunas veces su encanto a las horas de descanso.
Sobresalía en tocar la flauta y en los convites, donde le rogaban para
que cantase, cuando le tocaba el turno se lucía acompañando el canto
con su lira.

Jamás pretendió ni rehusó los cargos públicos: más de una vez sirvió
como simple soldado a las órdenes de generales inexpertos que fueron
preferidos a él por la intriga, y más de una vez las tropas sitiadas
en su campo, y reducidas a los más lamentables extremos, imploraron
su auxilio. Entonces dirigía las operaciones, rechazaba al enemigo, y
volvía tranquilamente con el ejército a sus hogares sin acordarse de la
injusticia de su patria ni del servicio que acababa de hacer.

Teníamos frecuentes ocasiones de ver a Polimnis, padre de Epaminondas.
Los tebanos habían encargado a este respetable anciano que velase
sobre el joven Filipo, hermano de Pérdicas, rey de Macedonia. Habiendo
pacificado Pelópidas las turbulencias de este reino, recibió a este
príncipe en rehenes con treinta jóvenes nobles de Macedonia. Filipo,
de edad de cerca de dieciocho años, reunía ya el talento al deseo de
agradar. Al verle causaba admiración su hermosura, no menos su talento,
su memoria y su elocuencia al escucharle, pues sus gracias daban
encantos a sus palabras. Siempre al lado de Epaminondas, estudiaba en
el genio de este grande hombre el secreto de llegarlo a ser un día;
escuchaba y aprendía con afán sus discursos, así como sus ejemplos,
y en esta excelente escuela aprendió a moderarse, a oír la verdad, a
retractar sus errores, a conocer a los griegos y a sujetarlos.




CAPÍTULO VI.

Partida de Tebas. — Llegada a Atenas. — Habitantes del Ática.


(Año 362 antes de J. C.) Ya dije que no quedaba a Timágenes más que un
sobrino y una sobrina establecidos en Atenas. El sobrino se llamaba
Filotas y la sobrina Epicaris, la cual se casó con un rico ateniense
llamado Apolodoro. Vinieron a Tebas en los primeros días de nuestra
llegada, y siendo Filotas de la misma edad que yo, me uní a él y fue mi
guía, mi compañero y amigo.

Al separarnos nos hicieron darles palabra de que iríamos pronto a
juntarnos con ellos; nos despedimos de Epaminondas algún tiempo
después con un sentimiento de que él se dignó participar, y pasamos
sin detención a Atenas, donde hallamos en casa de Apolodoro las
satisfacciones y socorros que podíamos esperar de sus riquezas y su
crédito.

A la mañana siguiente a mi llegada, fijé mi atención en ver la ciudad,
y durante algunos días admiré sus monumentos y recorrí sus cercanías.

Atenas está como dividida en tres partes, a saber: la ciudadela,
construida sobre un peñasco; en torno de este se halla situada la
ciudad; y por último los puertos de Falero, de Muniquia y del Pireo.
El circuito de la ciudad, comprendiendo en ella los tres puertos que
están dentro de sus murallas, y muchísimas casas, templos y monumentos
de toda especie, se considera de cerca de doscientos estadios (siete
leguas y catorce toesas). El suelo es sumamente desigual: las calles
en general son tortuosas, y la mayor parte de las casas, pequeñas
y poco cómodas. A primera vista, los extranjeros buscan en Atenas
aquella ciudad tan célebre en el universo, pero su admiración se
aumenta insensiblemente cuando examinan a su placer aquellos templos,
aquellos pórticos y aquellos edificios públicos donde todas las artes
se han disputado la gloria de embellecerlos. Alrededor de la ciudad
serpentean el Iliso y el Cefiso, y cerca de sus orillas se ven varios
paseos públicos.

El Ática es una especie de península de forma triangular. Su
superficie, de cincuenta y tres mil doscientos estadios cuadrados
(76 leguas cuadradas). Por todas partes está cortada de montañas y
peñas; es muy estéril por sí misma, y solo a fuerza de cultivo rinde
al labrador el fruto de sus fatigas; pero las leyes, la industria, el
comercio y la extrema pureza del aire han favorecido de tal modo la
población de este pequeño país, que en el día está cubierto de aldeas y
lugares cuya capital es Atenas.

Divídense los habitantes del Ática en tres clases: la primera comprende
los ciudadanos, la segunda los extranjeros domiciliados, y la tercera
los esclavos.

Los esclavos de toda edad, sexo y nación son un artículo considerable
de comercio en la Grecia. Los comerciantes usureros los transportan
incesantemente de un lugar a otro, los amontonan en las plazas
públicas, cual si fuesen viles animales, y cuando se presenta un
comprador los hacen danzar en corro, a fin de que se pueda formar
juicio de sus fuerzas y de su agilidad.

En casi toda la Grecia el número de los esclavos excede infinitamente
al de los ciudadanos. Casi en todas partes se buscan y apuran
los recursos para tenerlos en la dependencia. Se cuentan sobre
cuatrocientos mil de ellos en el Ática: cultivan las tierras, dan valor
a las manufacturas, explotan las minas, trabajan en las canteras, y
están encargados en las casas de todo el servicio mecánico.

Cuando se da libertad a un esclavo, no pasa a la clase de ciudadano
y sí a la de domiciliado, que participa de la primera en cuanto a la
libertad, quedando como esclavo con respecto a la poca consideración de
que goza.

Los domiciliados son extranjeros establecidos con sus familias en el
Ática, deben elegirse entre los ciudadanos un patrono que responda de
su conducta, y pagar anualmente un tributo al tesoro; pero si hiciesen
al estado servicios distinguidos, en tal caso se les concede la
exención de aquel impuesto.

Es ciudadano todo aquel que tiene padres conocidos como esposos; pero
los atenienses por adopción gozan casi de los mismos derechos que los
atenienses de origen.

Se cuentan entre los ciudadanos del Ática veinte mil hombres capaces de
llevar las armas.

Todos aquellos que se distinguen por sus virtudes, su talento y sus
riquezas forman aquí, como casi en todas partes, la principal clase
de los ciudadanos, que puede llamarse la clase de los nobles. En
ella se comprenden los ricos, porque llevan las cargas del estado,
y los hombres virtuosos e ilustrados, porque ellos son los que más
contribuyen a su conservación y su gloria. En cuanto al nacimiento,
se les respeta, porque es de presumir que transmite de padres a hijos
sentimientos los más nobles y mayor amor a la patria. Los nobles
no forman cuerpo particular, ni gozan de privilegio alguno, ni de
precedencia; pero su educación les da derechos a los primeros empleos y
la opinión pública les facilita el medio de ocuparlos.

La ciudad de Atenas tiene, sin contar los esclavos, más de treinta mil
habitantes.




CAPÍTULO VII.

Asistencia en la Academia.


Luego que hube visto, aunque rápidamente, las curiosidades de la ciudad
de Atenas, mi huésped Apolodoro me propuso que fuese a la Academia.

Atravesamos un barrio de la ciudad, llamado el Cerámico o las
Tejeras y, saliendo por la puerta Dípilon nos hallamos en los campos
denominados también cerámicos; allí vimos a lo largo del camino muchos
sepulcros entre los cuales sobresalían el de Pericles y los de algunos
atenienses a quienes concedieron honores después de su muerte, cual si
hubiesen perdido la vida en las batallas.

La Academia solo dista de la ciudad seis estadios (un cuarto de legua).
Era antes un solar que pertenecía a un tal Academo, y en la actualidad
se ve allí un gimnasio y un jardín cercado de tapias, adornado con
paseos cubiertos y deliciosos, y hermoseado con las aguas que corren
a la sombra de los plátanos y de otras muchas especies de árboles. A
la entrada está el altar del Amor y la estatua de este dios, y en lo
interior se ven los altares de otras muchas divinidades. No lejos de
allí ha fijado Platón su residencia, cerca de un templete consagrado
a las Musas. Concurre todos los días a la Academia, y nosotros le
encontramos allí en medio de sus discípulos.

Aunque tenía ya cerca de sesenta y ocho años, conservaba aún cierta
viveza en el rostro. La naturaleza le había dotado de un cuerpo
robusto: sus largos viajes alteraron su salud, pero la había
restablecido con un régimen austero y solo se notaba en él una
melancolía habitual, cual la tuvieron Sócrates, Empédocles y otros
hombres ilustres. Recibiome con tanta urbanidad como sencillez, me
hizo un elogio sublime del filósofo Anacarsis, de quien yo desciendo,
y aunque se expresaba con lentitud, parecía que salían de sus labios
las gracias de la persuasión. Voy a añadir oportunamente algunas
particularidades que me contó entonces Apolodoro.

«La madre de Platón», me dijo, «era de la misma familia que Solón, y
su padre atribuía su origen a Codro, último de nuestros reyes, que
murió hace ya cerca de setecientos años. Dotado de una imaginación
fuerte y fecunda, compuso en su juventud ditirambos, se ejercitó en el
género épico, y habiendo comparado sus versos con los de Homero los
quemó luego. Compuso en seguida algunas tragedias; pero en tanto que
los actores se preparaban para representarlas, conoció a Sócrates,
recogió sus piezas y se dedicó enteramente a la filosofía. Estrechado
por la necesidad de ser útil a los hombres, resolvió aumentar sus
conocimientos y consagrarse a la instrucción nuestra. Con esta mira
pasó a Mégara en Italia, a Cirene en Egipto, y a todos los países donde
el entendimiento humano había hecho progresos.

»Tenía cerca de cuarenta años cuando hizo el viaje a Sicilia para ver
el Etna. Dionisio, tirano de Siracusa, deseó conversar con él, pero
durante la conversación se atrevió a decir Platón que no hay hombre tan
cobarde y desgraciado como un príncipe injusto, y Dionisio encolerizado
le dijo: “Hablas como un delirante”. “Y tu como un tirano”, respondió
Platón. Poco faltó para que esta respuesta le costase la vida, y
Dionisio no le permitió que se embarcase hasta que exigió en secreto
del capitán del buque la promesa de que le echaría al mar, o le
vendería como un vil esclavo. Fue vendido en efecto, rescatado y vuelto
a su patria.

»A su regreso se ocupó en recoger las luces esparcidas en los países
que había recorrido; y coordinando las opiniones de los filósofos
que le habían precedido, compuso un sistema que desenvolvió en sus
escritos y conferencias. Sus obras están en forma de diálogo, Sócrates
es el principal interlocutor, y se dice que valiéndose de este nombre,
acredita las ideas que él ha concebido o adoptado».

Cuando Apolodoro acababa de hablar le pregunté: «¿Quién es ese joven
flaco y seco que está cerca de Platón, que tartamudea y tiene los
ojos pequeños y centelleantes?». «Ese», me dijo, «es Aristóteles
de Estagira, hijo de un médico amigo de Amintas, rey de Macedonia:
no conozco a nadie que tenga tanto talento y aplicación. Platón le
distingue entre todos sus discípulos, y solo le reprende el ser muy
pulcro en el vestido.

»Aquel que veis al lado de Aristóteles», continuó Apolodoro, «es
Jenócrates de Calcedonia, hombre de poco espíritu y sin amenidad.
Platón le exhorta frecuentemente a que sacrifique a las gracias, y dice
de él y de Aristóteles, que el uno necesita freno y el otro espuela.

»Este otro joven, que parece ser de complexión débil y que de cuando
en cuando se encoge de hombros, es Demóstenes, que acaba de ganar un
pleito contra sus tutores, los cuales querían defraudarle una parte
de sus bienes. Ha defendido él mismo su causa, aunque apenas tiene
diecisiete años y acaba de dedicarse al foro. La naturaleza le ha
dado una voz débil, una respiración anhelosa y una pronunciación
desagradable, pero al mismo tiempo le ha dotado de uno de aquellos
caracteres firmes que se irritan cuando encuentran obstáculos. Si
viene a este lugar, es con el objeto de adquirir a la vez principios de
filosofía y tomar lecciones de elocuencia.

»Igual motivo atrae a los tres discípulos que veis junto a Demóstenes.
El uno se llama Esquines, joven de robusta salud, que tiene gracias,
despejo y talento, y cultiva con fruto la poesía. El segundo se llama
Hipérides y el tercero Licurgo. Este último es de una de las familias
más antiguas de la república».

Platón daba comúnmente sus lecciones en las arboledas de la Academia,
porque miraba el paseo como más saludable que los ejercicios violentos
del gimnasio. Mientras conferenciaba con sus discípulos, sus amigos
y aun enemigos, vi llegar un hombre de unos cuarenta y cinco años,
descalzo, sin túnica, la barba larga, con un báculo en la mano, una
alforja al hombro y una capa, bajo la cual llevaba un gallo vivo y
pelado: echole en medio del concurso y dijo: «ved ahí el hombre de
Platón», y al punto se fue. Sonriose Platón, y Apolodoro me dijo:
«Platón había definido el hombre diciendo que es un animal de dos
pies sin pluma, y Diógenes ha querido probar que esta definición no
es exacta. Vamos a sentarnos a la sombra de este plátano», añadió
Apolodoro, «y os diré en pocas palabras quién es aquel desconocido,
dándoos a conocer también algunos atenienses célebres que se pasean en
las arboledas inmediatas». Sentámonos pues enfrente de una torre que
tiene el nombre de Timón el misántropo, y de una colina cubierta de
verdor y de casas llamada Colono.

«Por el tiempo en que Platón tenía su escuela en la Academia», continuó
Apolodoro, «Antístenes, uno de los discípulos de Sócrates, estableció
la suya en una colina situada a la otra parte de la ciudad. Decía que
la virtud consistía en el desprecio de las riquezas y los deleites, y
para acreditar sus máximas se dejó ver en público con un palo en la
mano y una alforja al hombro, como uno de aquellos mendigos que se
presentan a los pasajeros. Lo singular de este espectáculo le atrajo
en un principio discípulos, entre los cuales se veía a Diógenes, que
acababa de ser desterrado de su patria con su padre, el cual fue
acusado de falsificar moneda. Antístenes trataba de corregir las
pasiones, y Diógenes quiso destruirlas. El hombre, de que este se ha
formado el modelo y al cual busca algunas veces con una linterna en la
mano; este hombre extraño a cuanto le rodea, inaccesible a todo lo que
lisonjea los sentidos, que se dice ciudadano del universo, sin saberlo
ser de su patria, este hombre en fin, sería tan inútil como desgraciado
en las sociedades cultas y no ha existido antes de nacer Diógenes.

»Para bosquejar en sí mismo este hombre imaginario, se ha sujetado a
las pruebas más duras, y ha sacudido en fin las trabas menos fuertes.
Le veréis luchar contra el hambre, saciarla con los alimentos más
groseros, alargar algunas veces la mano al pasajero, meterse durante
la noche en una cuba; revolcarse en estío por la ardiente arena; andar
descalzo en invierno por la nieve; satisfacer todas sus necesidades en
público y en los parajes frecuentados por el populacho; arrostrar y
sufrir con valor el ridículo, el insulto y la injusticia; y oponerse a
las cosas más indiferentes establecidas por el uso.

»Este hombre singular tiene un talento profundo, firmeza de alma y
carácter alegre. La libertad con que se expresa en sus discursos
le hace amable al pueblo. Le admiten en las tertulias, cuyo tedio
desvanece con sus chistes repentinos, algunas veces agudos y siempre
continuos, porque nada le detiene. No puedo creer que se entregue a
los excesos de que le acusan sus enemigos, y me conformaría siempre con
el juicio de Platón, quien dice de él: “Este es Sócrates delirante”».

En aquel momento vimos pasar un hombre que se paseaba despacio cerca
de nosotros, y parecía de edad de unos cuarenta años. Apolodoro se
acercó a él presuroso, con cierto respeto mezclado de admiración y
cariño, y después volviendo donde yo estaba me dijo: «Este es Foción.
Este nombre debe despertar siempre en nosotros la idea de la probidad
misma: concurrió desde muy joven a la Academia, y luego que salió de
ella militó bajo el mando de Cabrias, quien le debió en gran parte la
victoria de Naxos. En otras ocasiones ha dado también a conocer sus
talentos militares. Durante la paz cultiva un reducido campo que posee,
cuyo producto apenas sufraga a las necesidades del hombre más moderado,
pero le da no obstante a Foción un excedente con el cual alivia las
necesidades de los otros.

»Jamás le veréis ni reír ni llorar, aunque sea feliz y sensible. Ni os
espante tampoco el ver su aspecto como cubierto de una nube sombría,
pues Foción es humano, afable, indulgente para nuestras flaquezas, así
como amargo y severo para aquellos que corrompen las costumbres con sus
ejemplos, o pierden el estado con sus consejos».

Venían tras de Foción dos atenienses, uno de los cuales llamaba la
atención por su estatura majestuosa y su fisonomía respetable. «Ese
es hijo de un zapatero, y yerno de Cotis, rey de Tracia», me dijo
Apolodoro, «y se llama Ifícrates. El otro es Timoteo, hijo de Conón,
que fue uno de los hombres más grandes de este siglo. Ambos han
mantenido a la cabeza de nuestros ejércitos la gloria de la república
durante muchos años, y ambos han sabido juntar las luces a los
talentos, las reflexiones a las experiencias y la astucia al valor; son
en fin elocuentes oradores. La elocuencia de Ifícrates es retumbante e
hinchada; la de Timoteo, más sencilla y persuasiva. Les hemos erigido
estatuas y acaso los desterraremos algún día».




CAPÍTULO VIII.

Liceo. — Gimnasios. — Isócrates. — Palestras. — Funerales de los
atenienses.


Fue otro día Apolodoro a invitarme para ir a pasear al Liceo. Acababa
yo de leer un discurso de Isócrates, y encantado de mi lectura le rogué
que me llevase a ver este grande orador, a lo cual me respondió: iremos
a su casa cuando volvamos del Liceo.

Pasamos por el barrio de los pantanos, y saliendo por la puerta de
Egeo seguimos una senda a lo largo del Iliso, torrente impetuoso o
arroyuelo pacífico, que unas veces se precipita y otras se desliza
corriendo mansamente al pie de una colina donde termina el monte
Himeto, en el cual prosperan las abejas formando enjambres numerosos
atraídos por el serpol y otras hierbas odoríferas que produce en
abundancia: estos insectos, libando las flores, sacan de ellas precioso
jugo, del cual hacen una miel estimada en toda la Grecia.

Después de haber vuelto a pasar por el Iliso, nos hallamos en un
camino que va al Liceo: este es el nombre de uno de los tres gimnasios
destinados por los atenienses a la instrucción de la juventud. Son los
gimnasios unos vastos edificios rodeados de jardines, en medio de un
bosque sagrado, y en ellos se ejercitan los jóvenes en la lucha y la
carrera de a pie, cuyos ejercicios están mandados por la ley, sujetos a
reglas, animados con los elogios de los maestros, y aún más todavía por
la emulación de los discípulos. Toda la Grecia los mira como la parte
más esencial de la educación, porque hacen al hombre ágil, robusto,
capaz de sufrir las fatigas de la guerra y de resistir a las delicias
de la paz.

El Liceo se ha ido aumentando y hermoseando sucesivamente. Las paredes
están adornadas de pinturas preciosas. Apolo es la divinidad tutelar
del lugar, y a la entrada se ve su estatua. Los jardines, que están
hermoseados con frondosas y bien plantadas arboledas, fueron renovados
en los últimos años de mi mansión en la Grecia; los poyos o asientos
puestos bajo los árboles convidan a descansar en aquel sitio.

Después de haber asistido a los ejercicios de los alumnos, y
pasado algunos momentos en las salas donde se agitaban cuestiones
sucesivamente interesantes y frívolas, tomamos el camino que va desde
el Liceo a la Academia, junto a los muros de la ciudad. Apenas
habíamos dado algunos pasos, cuando encontramos a un anciano venerable
que Apolodoro se alegró de ver y, habiéndole saludado, le preguntó
a dónde iba. «Voy», le respondió el anciano con voz aguda, «a cenar
en casa de Platón con Éforo y Teopompo que me aguardan en la puerta
Dípilon». «Cabalmente ese es también nuestro camino», añadió Apolodoro,
«y tendremos mucho gusto de acompañaros».

Entonces principiamos una conversación que me movió la curiosidad y
el deseo de saber el nombre del anciano. Tenía una familia amable,
salud robusta, un haber decente e innumerables discípulos; su nombre
era célebre y sus virtudes le daban valimiento entre los más honrados
ciudadanos de Atenas. A pesar de todas estas excelentes circunstancias
se tenía por el hombre más infeliz porque la debilidad de su voz y
una excesiva timidez le habían impedido llegar a ser magistrado, y
aunque con sus lecciones y sus escritos había acelerado los progresos
del arte oratoria de los sofistas audaces y los institutores
ingratos que enseñaban en sus escritos los preceptos y los ejemplos,
distribuyéndolos a sus discípulos, no por eso dejaban de ser estos los
que más le desgarraban con sus lenguas.

Luego que se fue con Éforo y Teopompo, quienes le aguardaban, pregunté
a Apolodoro, quien era aquel anciano tan modesto, con tanto amor
propio, y tan desgraciado con tanta dicha. «Ese es Isócrates», me dijo,
«en cuya casa entraremos a la vuelta. Se cree rodeado de enemigos y
envidiosos porque unos autores, a quienes desprecia, no juzgan de sus
escritos tan favorablemente como él mismo. Desgraciadamente, por un
efecto de amor propio, sus obras, llenas por otra parte de admirables
bellezas, suministran armas poderosas a la crítica. Su estilo es puro y
fluido, lleno de dulzura y armonía, algunas veces pomposo y elegante,
pero otras tan desabrido, difuso y sobrecargado de adorno que le afean.
Disgusta a veces el ver un autor estimable humillarse hasta no ser otra
cosa que un escritor sonoro, y reducido su arte al solo mérito de la
elegancia. Isócrates no diversifica bastante los modos de su estilo, y
así es que acaba entibiando y causando fastidio al que lee sus obras.

»Ha encanecido componiendo, corrigiendo, limando y rehaciendo un corto
número de obras. Su panegírico de Atenas le costó, según dicen, diez
años de tarea, mas a pesar de estos defectos, a que sus enemigos
añaden otros muchos, sus escritos ofrecen giros felices y sanas máximas
que servirán de modelo a los que tengan talento para estudiarlos. Éforo
de Cime y Teopompo de Quíos pueden dar pruebas convincentes de ello.
Después de haber dado vuelo al primero y reprimido la impetuosidad
del segundo, ha destinado a entrambos a escribir la historia, y sus
primeros ensayos hacen honor a la sagacidad del maestro y a los
talentos de los discípulos».

Mientras Apolodoro me instruía en estos pormenores, atravesamos la
plaza pública, y llevándome luego por la calle de las Hermas, me hizo
entrar en la palestra de Táureas, situada enfrente del pórtico real.

Ejercítanse los niños en los gimnasios y los atletas de profesión en
las palestras. La lucha, el salto, la palanca, todos los ejercicios del
Liceo se renovaron a nuestra vista en aquel recinto bajo formas más
variadas, con más fuerza y destreza por parte de los actores. Entre los
diversos grupos que formaban, se distinguían algunos hombres muy bellos
y dignos de servir de modelo a los artistas.

El régimen de estos atletas es proporcionado a sus respectivos
destinos. Muchos de ellos se abstienen de las mujeres y del vino, y
los hay que observan una vida muy frugal; pero aquellos que se sujetan
a pruebas difíciles y laboriosas necesitan para reponerse una gran
cantidad de comidas sustanciosas, como son carne asada de vaca y de
puerco.

Se citan muchos que hacían un consumo espantoso; cuentan que Teágenes
de Tasos se comía en un día un buey entero. El mismo hecho se atribuye
a Milón de Crotona, cuya comida ordinaria era veinte minas de pan[3]
y tres congios de vino;[4] añaden en fin que Astidamas de Mileto,
encontrándose en la mesa del sátrapa Ariobarzanes, devoró él solo la
cena que se había preparado para nueve convidados.

    [3] Cerca de 18 libras.

    [4] Cerca de 7 azumbres.

Cuando estos atletas pueden satisfacer su voracidad sin riesgo,
adquieren un vigor extremado, su estatura suele llegar a ser
gigantesca, y sus adversarios, aterrorizados, o huyen de la lid o
sucumben bajo el peso de aquellas masas enormes. El exceso de alimento
les fatiga de tal manera, que se ven obligados a pasar durmiendo
profundamente una parte de su vida. Luego adquieren una grosura que
desfigura sus facciones, y de ello les sobrevienen unas enfermedades
que les hacen tan infelices cuanto inútiles han sido siempre a su
patria. Estos luchadores de profesión son malos soldados, porque
no pueden sufrir el hambre ni la sed, las vigilias ni la más leve
incomodidad.

Al salir de la palestra supimos que Telaira, mujer de Pirro, pariente
y amigo de Apolodoro, acababa de ser acometida de un accidente que
arriesgaba su vida. Fuimos allá inmediatamente, y hallamos que los
parientes rodeaban la cama y hacían súplicas a Hermes, conductor de las
almas, y el desgraciado esposo recibía las tiernas y últimas despedidas
de la moribunda. Cuando esta exhaló el último suspiro, resonaron por
toda la casa los gritos y sollozos de dolor. El cuerpo fue lavado,
perfumado y vestido de una ropa preciosa; pusiéronle un velo en la
cabeza y una corona de flores; en las manos una torta de harina y miel
para apaciguar al Cerbero, y en la boca una moneda de plata de uno o
dos óbolos para pagar a Caronte. En esta disposición estuvo de cuerpo
presente un día entero en el portal de la casa, rodeada de cirios
encendidos, y en la puerta había un vaso de agua lustral, que sirve
para purificar los que han tocado un cadáver.

El acompañamiento estaba citado para el siguiente día antes de salir el
sol, y habiendo concurrido los parientes y amigos, pusieron el cuerpo
sobre un carro en un féretro de ciprés. Los hombres iban delante y
las mujeres detrás, todos con la vista hacia el suelo, vestidos de
luto y precedidos de un coro de músicos que entonaban cantos fúnebres.
Llegamos a una casa de Pirro cerca de Falero, donde estaban los
sepulcros de sus padres; allí pusieron el cadáver de Telaira en una
hoguera y habiéndole consumido el fuego, los más cercanos parientes
recogieron las cenizas, que metidas en una urna fueron sepultadas.

Concluida esta ceremonia, nos llamaron al convite fúnebre y durante
él solo se habló de las virtudes de Telaira. A los nueve y a los
treinta días sus parientes vestidos de blanco y coronados de flores,
se reunieron otra vez para tributar nuevos honores a sus manes, y
determinaron que todos los años en el día de su nacimiento renovarían
la memoria de su pérdida, como si acabase de ocurrir. Este juramento
tan laudable se suele perpetuar muchas veces en una familia, en una
compañía de amigos y entre los discípulos de un filósofo.




CAPÍTULO IX.

Viaje a Corinto. — Jenofonte. — Timoleón.


Impaciente estaba Timágenes por ver a Jenofonte, quien habiendo dejado
el Peloponeso se había establecido con sus hijos en Corinto.

Partimos con Filotas, cuya familia tenía relaciones de hospitalidad
con la de Timodemo, una de las más antiguas de esta ciudad. Así que
llegamos, nos condujo Timodemo a casa de Jenofonte, que había salido,
y de allí pasamos a un templo inmediato donde se hallaba ofreciendo un
sacrificio. Consideraba yo a este hombre con un interés el más vivo.
Parecía de edad de setenta y cinco años, y su rostro conservaba aún
algunos restos de aquella belleza que le había distinguido cuando joven.

Apenas se acabó la ceremonia arrójase Timágenes al cuello de Jenofonte,
y con voz balbuciente le llama su general, su salvador, su amigo, y
el anciano le mira con asombro; procura recordar quién es aquel cuyo
semblante no le es desconocido, y al fin exclama: «¡Es Timágenes!».
A esta exclamación siguieron tiernos y estrechos abrazos, y durante
nuestra mansión en Corinto pasaron los días contándose mutuamente los
sucesos de su vida.

Jenofonte, nacido en un lugar del Ática y educado en la escuela de
Sócrates, sirvió primeramente a su patria con las armas, y después
se alistó voluntario en el ejército que reunía el joven Ciro para
destronar a su hermano Artajerjes, rey de Persia. Después de la muerte
de Ciro, se encargó con otros cuatro oficiales del mando de las tropas
griegas, y entonces fue cuando hicieron aquella famosa retirada, tan
admirable en su línea como lo es en la suya la relación que de ella
nos ha dado él mismo. A su vuelta pasó al servicio de Agesilao, rey de
Lacedemonia, de cuya gloria participó mereciendo al mismo tiempo su
amistad. Algún tiempo después le condenaron a destierro los atenienses,
envidiosos sin duda de la preferencia que concedía a los lacedemonios.

Mientras que permanecimos en Corinto, contraje íntima amistad con
Timoleón, hijo segundo de Timodemo, en cuya casa estábamos hospedados.
Nadie tuvo tanta semejanza como él con Epaminondas, a quien por un
secreto instinto había tomado por modelo.

Gozaba de la estimación pública y de la propia, cuando el exceso de
su virtud le enajenó todas las voluntades y le hizo el hombre más
desdichado. Su hermano Timófanes, sostenido por cuatrocientos satélites
y el populacho ganado con sus larguezas, ejercía una horrible tiranía
sobre los más virtuosos ciudadanos. Después de haberle exhortado,
aunque en vano, a que abdicase un poder odioso, fue a su casa pasados
algunos días con dos amigos, uno de los cuales era cuñado de Timófanes.
Habían convenido antes en que si se negase abiertamente a la abdicación
pretendida, esto mismo sería como la señal de su pérdida. Negose
efectivamente, y los dos amigos de Timoleón clavaron el puñal en el
pecho de Timófanes, en tanto que su hermano, cubriéndose la cabeza
con la falda de su manto, prorrumpía en lágrimas en un rincón de la
estancia.

Entre los corintios, los unos miraban este asesinato como un acto
heroico y los otros como un crimen. Intentaron contra el hermano una
acusación que no tuvo efecto alguno, pero él mismo se juzgaba con más
severidad. Apenas advirtió que su acción era reprobada por la mayoría
del público, dudó de su inocencia y salió de Corinto, llevando sobre
sí las maldiciones de su madre. Anduvo algunos años errante por lugares
solitarios, lamentándose amargamente de los extravíos de su virtud y a
veces de la ingratitud de los corintios.

Algún día le veremos comparecer con más brillo, y labrar la felicidad
de un grande imperio que le será deudor de su independencia.

Las turbulencias ocasionadas por la muerte de su hermano apresuraron
nuestra marcha. Vinieron con nosotros los dos hijos de Jenofonte, que
debían servir en un cuerpo de tropas que los atenienses enviaban a los
lacedemonios.




CAPÍTULO X.

Levas, revista, y ejercicios de las tropas de los atenienses.


Dos días después de nuestra vuelta a Atenas, fuimos a una plaza donde
se hacía el alistamiento de tropas que se trataba de enviar a los
lacedemonios y otros pueblos contra los tebanos y sus aliados. El
estratega o general estaba sentado en una silla elevada; cerca de él
un tajiarca, oficial general, tenía el registro en que están notados
todos los ciudadanos en estado de llevar las armas, los cuales debían
presentarse a este tribunal, y él los llamaba en voz alta uno por uno y
tomaba nota de aquellos que el general escogía.

Los atenienses están sujetos al servicio militar desde la edad de
dieciocho años hasta la de sesenta. Están exentos de servir los
arrendadores de impuestos públicos y los que representan en las fiestas
de Dioniso. Únicamente en los casos de urgencia grave hacen servir
a los esclavos, a los extranjeros establecidos en el Ática y a los
ciudadanos pobres de solemnidad. La ley solo impone el honroso cargo de
defender la patria a los ciudadanos que poseen alguna hacienda, y los
más ricos sirven en clase de soldados.

Algunos días después se hizo la revista de tropas, que constaban de
seis mil hombres de infantería y caballería. Fui a verla en compañía
de Timágenes, Apolodoro y Filotas, y encontramos allí a Ifícrates,
Timoteo, Foción, Cabrias, todos los generales antiguos y los del año
corriente. Estos últimos habían sido nombrados por suerte, según
costumbre en la asamblea del pueblo, y eran en número de diez, uno por
cada tribu.

La infantería estaba compuesta de tres clases de soldados: los
_hoplitas_ o armados pesadamente; las tropas ligeras y los
_peltastas_, cuyas armas eran menos pesadas que las de los primeros
y no tan ligeras como las de los segundos. Estos se llaman también
_peltas_, nombre de un escudo pequeño que llevan.

En tanto que yo hablaba con Apolodoro y le hacía varias preguntas sobre
muchos objetos, vimos un hombre vestido con una túnica que le llegaba
a las rodillas, y sobre la cual se conocía que debía haberse puesto
una coraza que traía sobre el brazo con las demás armas. Acercose al
tajiarca o teniente general de su tribu, junto al cual nos hallábamos,
y este le dijo: «¿Camarada, porque no os ponéis la coraza?». «He
cumplido el tiempo de mi servicio, respondió al punto; ayer cuando
pasaron revista estaba yo labrando mis tierras. Estoy notado en el
padrón de la milicia del arcontado de Calias: reconoced la lista de los
arcontes, y veréis que desde entonces acá han pasado ya más de cuarenta
y dos años. Esto no obstante, por si mi patria me necesita, he traído
mis armas». Reconoció el oficial la lista y viendo justificado el
hecho, después de hablar con el general, borró el nombre de aquel buen
patricio y puso otro en su lugar.

A poco rato indiqué a Apolodoro un hombre que tenía una corona en la
cabeza y en la mano un caduceo. «He visto pasar ya», le dije, «otros
muchos como ese». «Son los heraldos», me respondió. «Su persona es
sagrada, denuncian la guerra, proponen la tregua o la paz, publican las
órdenes del general, convocan al ejército, pronuncian los mandatos,
anuncian el momento de la marcha, el sitio a donde se ha de ir, para
cuantos días se han de hacer provisiones, etc.».

En seguida fuimos al Liceo, donde pasaban revista a la caballería. La
mandan por derecho dos generales que tienen bajo sus órdenes jefes
particulares: solo consta de mil doscientos hombres, de los cuales cada
tribu ha suministrado ciento veinte, con el jefe que debe mandarlos.
El número de estos que se ponen en pie de guerra se arregla comúnmente
por el número de soldados pesadamente armados; es decir, que se juntan
doscientos caballos a dos mil hoplitas. Únicamente los ricos pueden
entrar en la caballería, y de aquí nace la consideración que goza
este servicio. Nadie puede ser admitido sin el beneplácito de los
generales, de los jefes particulares, y sobre todo del senado, que
cuida especialmente del mantenimiento y el brillo de un cuerpo tan
distinguido. Sus armas son el casco, la coraza, el escudo, la espada,
la lanza o el venablo, un manto corto, etc.

Los días siguientes fueron destinados al ejercicio de las tropas.
Encontramos cerca del monte Anquesmo un cuerpo de diez mil seiscientos
hombres de infantería, pesadamente armados y formados a dieciséis
de fondo y ciento de frente. A este cuerpo se juntaba un número
determinado de armados a la ligera.

Los mejores soldados estaban en las primeras y últimas filas, y
en particular los jefes de fila y los cabos eran todos hombres
distinguidos por su bravura y su experiencia. Mandaba los movimientos
uno de los oficiales, que decía en voz alta: _Tomen las armas. —
Criados, salid de la falange. — Pica arriba. — Pica abajo. — Estrechen
las filas. — Alinearse. — Tomen distancias. — A derecha. — A izquierda.
— Pica tras el escudo. — Marchen. — Alto. — Doblen las filas. —
Estrecharse. — Evolución lacedemónica, etc._

A la voz de este oficial se veía la falange obedecer y ejecutar los
movimientos. Se la veía presentar unas veces una línea continuada,
otras cortada, cuyos espacios ocupaban algunas veces los armados a la
ligera, y tomar en fin por medio de las evoluciones prescritas todas
las formas de que es susceptible, y marchar formada en columna, en
cuadro perfecto, en cuadrilongo ya de centro vacío, ya lleno, etc.

Apenas habían acabado estas maniobras, cuando vimos levantarse a lo
lejos una polvareda. Los puestos avanzados anunciaron la proximidad
del enemigo, que era otro cuerpo de infantería que acababa de hacer
el ejercicio en el Liceo, y se había propuesto llegar a las manos con
el primero para ofrecer el simulacro de un combate. Al punto gritan
al arma y los soldados corren a sus puestos. Suena luego la trompeta
dando la señal, las tropas entonan el himno marcial, el general da la
voz del combate, y apenas la oyen repiten todos los soldados: «¡Eleleu!
¡Eleleu!». Después de la acción los vencedores hicieron resonar por
todas partes la palabra _alalé_, que es el grito de la victoria.

Retirámonos a media noche, y la mañana siguiente y durante muchos días
consecutivos vimos los de a caballo hacer diferentes ejercicios en el
Liceo y cerca de la Academia.

El ejército se preparaba para salir, por cuyo motivo se veían muchas
familias consternadas. Mientras que las madres y esposas se entregaban
al temor, los embajadores de Lacedemonia nos hablaban del valor que en
estas ocasiones manifestaban las espartanas. Un soldado nuevo decía a
su madre enseñándole su espada: «Es demasiado corta». «Pues bien», le
respondía ella, «darás un paso más». Otra, dando un escudo a su hijo,
le dijo: «Vuelve con él o sobre él».

Asistieron las tropas a las fiestas de Dioniso, en cuyo día se hacia
una ceremonia propia de las circunstancias, y la presenció el senado,
un número infinito de ciudadanos de todas clases y de extranjeros de
varios países.




CAPÍTULO XI.

Concurrencia al teatro.


(Año 362 antes de J. C.) El último día de las fiestas de Dioniso vi una
tragedia, y tanta fue la confusión de ideas que se agolparon a mi mente
que solo puedo hacer de ello una pintura rápida.

El teatro se abre al amanecer, y fui a él con Filotas. No hay a la
verdad cosa más imponente al primer golpe de vista. Por una parte la
escena adornada de decoraciones hechas por los más hábiles artistas,
por la otra un vasto anfiteatro cubierto de gradas que se elevan unas
sobre otras hasta una grandísima altura, varias banquetas y escaleras,
que se prolongan y cruzan por intervalos, facilitan la comunicación y
dividen las gradas en varias particiones, de las cuales hay algunas
reservadas para ciertos cuerpos y ciertas clases.

En medio de la multitud fueron llegando los nueve arcontes o primeros
magistrados de la república, los tribunales de justicia, el senado de
los quinientos, los oficiales generales del ejército y los ministros
del culto. Todos estos cuerpos ocuparon las gradas inferiores. Más
arriba se pusieron los jóvenes de al menos dieciocho años y las mujeres
en otro paraje, separadas de los hombres y de las rameras. El lugar
de la orquesta estaba desocupado, porque está reservado para los
certámenes de poesía, de música y de danza, que se celebran después de
las representaciones dramáticas.

Viéndome Filotas absorto por el numeroso concurso que había, me dijo
que cabían en el teatro hasta treinta mil personas, y que la solemnidad
de las grandes fiestas de Dioniso atraía muchas gentes de todas partes
de la Grecia. «El concurso de las piezas dramáticas solo se ve en otras
dos fiestas, pero los autores reservan lo mejor para la presente. Se
nos ha prometido unas siete a ocho piezas nuevas, pero algunas veces
repetimos las de nuestros autores antiguos, y ahora van a dar principio
a la competición con la Antígona de Sófocles. Tendréis mucho gusto de
oír a dos excelentes actores, Teodoro y Aristodemo.»

Apenas acababa de hablar Filotas cuando un heraldo, después de haber
impuesto silencio, dijo en voz alta: «Salga el coro de Sófocles». Este
era el anuncio de la pieza. Conforme se iba desenlazando el argumento,
mi sorpresa se aumentaba más y más, y llevado de los prestigios que me
cercaban, halleme en medio de Tebas. ¿Qué arte es pues aqueste que me
hace experimentar a un mismo tiempo tanto placer y dolor, y me liga tan
íntimamente con las desgracias, cuyo aspecto me era intolerable? ¡Oh
conjunto maravilloso de ilusiones y realidades! Yo he visto a Antígona
hacer los funerales a Polinices, a pesar de la severa prohibición de
Creonte, y al tirano hacerlos arrastrar con violencia hacia una caverna
oscura que había de ser su sepulcro. Espantado al punto por las
amenazas del cielo, se adelanta hacia la caverna, de donde salen unos
gritos horrorosos lanzados por Hemón, su hijo, que estrecha entre sus
brazos a la infeliz Antígona, a quien un nudo fatal había terminado sus
días. La presencia de Creonte irrita su furor, saca la espada contra
su padre, traspásase el pecho con ella, y va a caer a los pies de su
amante, a quien tiene abrazada hasta que expira.

Treinta mil espectadores derramando lágrimas manifestaban muy al vivo
la sensación y enajenamiento que les causaba aquel espectáculo, y yo
como uno de ellos, concluida la tragedia de Sófocles, ya no tenía
lágrimas que derramar, ni fijaba mi atención en las otra piezas que
iban a representar.




CAPÍTULO XII.

Descripción de Atenas y de sus principales monumentos.


Entre todas las ciudades de la Grecia, Atenas es la que presenta mayor
número de monumentos respetables y célebres por su antigüedad y su
elegancia. Las obras excelentes de escultura son tantas que se ven
hasta en las plazas públicas, y hermosean, de concierto con las de
pintura, los pórticos y los templos.

Conduciendo al lector a los diferentes barrios de Atenas, nos
pondremos en los últimos años de mi estancia en la Grecia, y daremos
principio aportando al Pireo.

En este puerto, que contiene otros tres menores, se ven ancladas
algunas veces hasta trescientas galeras, y puede haber en él hasta
cuatrocientas. Temístocles hizo, digámoslo así, este descubrimiento
cuando quiso dar una máxima a los atenienses. Una piedra cuadrada y
sin adornos que se ve en el promontorio inmediato es el sepulcro de
aquel grande hombre, cuyo cuerpo fue llevado allí desde el lugar de su
destierro.

Entremos bajo uno de los pórticos que rodean el puerto. En él se verán
encima de mesas diferentes mercancías del Bósforo y las muestras de
trigo recién traído del Ponto, de Tracia, de Siria, de Egipto, de Libia
y de Sicilia. Vamos a la plaza de Hipodamo, nombre de un arquitecto de
Mileto que la ha construido, y allí veremos acumuladas las producciones
de todos los países, pudiendo decirse que no es el mercado de Atenas y
sí el de toda la Grecia.

El Pireo está adornado con un teatro, varios templos y muchas estatuas.
Debiendo Temístocles asegurar en este puerto las subsistencias de
Atenas, le puso a cubierto de una sorpresa haciendo construir aquella
hermosa muralla que sirve de recinto al lugar del Pireo y al puerto de
Muniquia. Su longitud es de sesenta estadios (dos leguas y cuarto),
su altura de cuarenta codos (poco más de cincuenta y seis pies) y su
anchura más de lo necesario para pasar dos carros de frente.

Tomemos el camino de Atenas y sigamos aquella larga muralla que se
extiende desde el Pireo hasta la puerta de la ciudad, en una longitud
de cuarenta estadios. Esta obra fue también proyecto de Temístocles,
ejecutado prontamente bajo la dirección y gobierno de Cimón y de
Pericles. Algunos años después se construyó otra semejante, acaso tan
larga, desde los muros de la ciudad hasta el puerto de Falero. Por
medio de estos dos muros de comunicación, está el Pireo encerrado
hoy día en el recinto de Atenas, siendo su baluarte. Este camino que
seguimos, está frecuentado en todo tiempo y a toda hora por un gran
número de personas atraídas al puerto por la proximidad del Pireo, su
comercio y las fiestas.

Entramos en la ciudad y se ve uno confuso para escoger entre las muchas
obras clásicas que la adornan y se ofrecen a la vista. Antes de llegar
al pie de la escalera por donde se sube a la ciudadela, fijaremos
primeramente la atención en el pórtico donde el segundo arconte,
llamado el arconte rey, tiene su tribunal y donde reúne algunas veces
el del Areópago; en seguida sobre el pórtico llamado Pecile, en cuya
entrada se ve la estatua de Solón y cuyas paredes interiores están
enriquecidas con las obras de Polignoto, de Micón, de Paneno y de otros
muchos pintores célebres.

La plaza pública, en la cual termina el pórtico, es muy espaciosa y
está adornada de muchos edificios sobresalientes destinados al culto
de los dioses o al servicio del estado, y que sirven de asilo algunas
veces a los desgraciados y no pocas a los culpables. Todos los costados
de esta plaza están adornados de estatuas de tal perfección y belleza
que llaman la atención. En medio de las diez estatuas de aquellos que
dieron su nombre a las diez tribus de Atenas, tiene establecido su
tribunal el primer arconte.

Voy a conduciros ahora al templo de Teseo, que fue construido por Cimón
algunos años después de la batalla de Salamina, aunque menor que el
de Atenea, del cual hablaré en breve y al que parece haber servido de
modelo, es de orden dórico, de una forma muy elegante y enriquecido
con obras de hábiles pintores. Después de haber observado algunos
otros monumentos dignos de notarse, llegamos en fin a la escalera por
donde se sube a la ciudadela. Al subir, la vista se explaya y recrea
por todas partes. Detengámonos delante de este soberbio edificio de
orden dórico que se llama los Propileos o vestíbulos de la ciudadela.
Pericles los hizo construir de mármol, según los diseños y bajo
la dirección del arquitecto Mnesicles, y se dice que costaron mil
doscientos talentos (sobre cuarenta millones de reales).

El templo que tenemos a la izquierda está consagrado a la Victoria;
adornan sus paredes varias pinturas admirables, la mayor parte de la
mano de Polignoto; sostienen el frontón seis hermosas columnas; el
vestíbulo está dividido en tres partes por dos órdenes de columnas
jónicas, y a la parte opuesta termina por cinco puertas, entre las
cuales se descubren las columnas del peristilo que mira a lo interior
de la ciudadela. Entramos en ella, y la vista se para a ver el
prodigioso número de estatuas que han erigido allí la religión y la
gratitud, y que parecen animadas por el cincel de los Mirones, los
Fidias, los Alcámenes y otros célebres escultores.

Todas las regiones del Ática están bajo la protección de Atenea, mas
cualquiera diría que ha fijado su residencia en la ciudadela de Atenas.
¡Oh, cuántas estatuas, altares y edificios se ven erigidos en honor
suyo! Entre las estatuas hay tres cuya materia y trabajo atestiguan
los progresos del lujo y de las artes. La primera es tan antigua que
se diría haber bajado del cielo informe y de madera de olivo. La
segunda de aquel tiempo en que los atenienses no usaban más metales
que el hierro para adquirir triunfos y el bronce para eternizarlos.
La tercera, que es de oro y de marfil, está en aquel famoso templo
de la diosa, uno de los más hermosos monumentos de Atenas, conocido
bajo el nombre de Partenón. Esta estatua es célebre por su magnitud,
la riqueza de su materia y la hermosura del trabajo. En la majestad
sublime que brilla en todas las facciones y la efigie de Atenea, se
conoce fácilmente la mano de Fidias. Las ideas de este artista tenían
un carácter tan grande que ha tenido el acierto de representar mejor
los dioses que los hombres, y así es que cualquiera diría que ve los
segundos de muy alto y los primeros de muy cerca. La altura de la
estatua es de veintiséis codos (36 pies 10 pulgadas). Está en pie,
cubierta de la égida y vestida con una larga túnica: tiene en una mano
la lanza y en la otra una efigie de la victoria, de tres codos de
alta (cinco pies ocho pulgadas). Su casco, dominado por una esfinge,
tiene en las partes laterales dos grifos. En la superficie exterior
del escudo que se ve a los pies de la diosa, Fidias ha representado
el combate de las amazonas, y en la interior el de los dioses y los
gigantes; en el calzado el de los centauros y los lapitas, y en el
pedestal el nacimiento de Pandora y otros muchos objetos; las partes
aparentes del cuerpo son de marfil, excepto los ojos en que el iris
está figurado con una piedra singular.

Antes de comenzar esta obra, se vio Fidias obligado a informar a la
asamblea del pueblo acerca de la materia que se gastaría y prefería el
mármol, porque su brillo sería muy duradero. Escucháronle con atención;
pero cuando añadió que el gasto sería menor, le impusieron silencio y
resolvieron que la estatua fuese de oro y marfil. Escogieron el oro
más puro, y fue preciso una cantidad de cuarenta talentos (sobre ocho
millones y treinta mil reales).

Siguiendo Fidias el parecer de Pericles, invirtió este metal de tal
manera que se podía desprender fácilmente, cuyo dictamen se fundaba
en dos motivos. El uno previendo el momento en que podría emplearse
aquel oro para atender a las urgencias del estado, lo cual se propuso
al principiar la guerra del Peloponeso; y el otro evitar que se les
acusase a entrambos de haber extraído una parte de aquel metal; mas
no por esto evitaron la acusación que se verificó, y en virtud de la
precaución que habían tenido, convirtiose por fin en vergüenza de sus
enemigos.

El templo de Atenea, el de Teseo y aun algunos otros son verdaderamente
el triunfo de la arquitectura y de la escultura. Observad otros muchos
edificios a los lados y en las cercanías de la ciudadela. Tales
son entre ellos el Odeón y el templo de Zeus olímpico. El primero
es aquella especie de teatro que Pericles hizo edificar para los
certámenes de música, y en el cual los seis últimos arcontes celebran
alguna vez sus sesiones.

Después de correr apresurados por lo interior de la ciudad, vamos a
echar una ojeada por lo exterior. Al levante está el monte Himeto,
que las abejas enriquecen con su miel, la cual exhala el perfume del
romero: en torno de los muros serpentea el Iliso que corre por la
falda del monte; y encima de este se ven los gimnasios del Cinosargo
y del Liceo. Hacia el norte se descubre la Academia y algo más lejos
una colina llamada Colono, donde Sófocles ha establecido la escena
del Edipo que tiene el mismo nombre. El Cefiso, después de fertilizar
con sus aguas este país, viene a mezclarlas con las del Iliso, que se
agota algunas veces cuando los grandes calores. La vista se recrea a su
placer por las hermosas casas de campo, que se ven por doquiera que se
mire.




CAPÍTULO XIII.

Batalla de Mantinea. — Muerte de Epaminondas.


(Año 362 antes de J. C.) Tocaba ya la Grecia en el momento de una
revolución. Epaminondas estaba al frente de un ejército, y su victoria
o su derrota iba a decidir, en fin, si habían de ser los tebanos o los
lacedemonios quienes diesen leyes a los demás pueblos.

Partió una tarde de Tegea, en Arcadia, para sorprender a Lacedemonia.
Esta ciudad, enteramente abierta, solamente tenía entonces para su
defensa niños y ancianos. Una parte de las tropas se encontraba en
Arcadia, y la otra volvía a su país capitaneada por Agesilao. Llegan
los tebanos al amanecer, y ven inmediatamente a Agesilao pronto a
recibirlos. Avisado este por un desertor de la marcha de Epaminondas,
había vuelto atrás aceleradamente y sus soldados ocupaban ya los
puestos más importantes. El general tebano, sorprendido pero no
desalentado, dispone varios ataques, y había ya penetrado hasta la
plaza pública, haciéndose dueño de una parte de la ciudad, cuando
Agesilao, no escuchando más que su desesperación y, aunque de edad
de cerca de ochenta años, se arroja en medio del peligro y, ayudado
por el valiente Arquidamo, su hijo, rechaza al enemigo y le obliga a
retirarse. Isadas dio en estas circunstancias un ejemplo que excitó la
admiración y la severidad de los magistrados. Este espartano que apenas
había salido de la infancia, tan hermoso como el amor y tan valiente
como Aquiles, no teniendo más armas que la pica y la espada, se mete
impetuosamente por entre los batallones lacedemonios y acometiendo a
los tebanos derriba a sus pies todo cuanto se opone a su furor. Los
éforos le concedieron una corona para premiar su valor, y al mismo
tiempo le impusieron una multa porque había peleado sin coraza y sin
escudo.

Retirose Epaminondas sin que le siguiese el enemigo, y a fin de reparar
la mengua de su retirada con una victoria, marchó a la Arcadia, donde
se habían reunido las principales fuerzas de la Grecia. Avistáronse
luego los dos ejércitos: el de los lacedemonios y sus aliados constaba
de más de veinte mil infantes y cerca de dos mil caballos, y el de la
liga tebana de treinta mil infantes y cerca de tres mil caballos.

Epaminondas observó en su orden de batalla los principios que le
hicieron ganar la victoria de Leuctra. Una de sus alas, formada en
columna, cayó sobre la falange de los lacedemonios, a la cual jamás
hubiera forzado si él en persona no hubiese acudido a fortificar sus
tropas con su ejemplo y un cuerpo de tropas escogidas. Los enemigos,
sobrecogidos de espanto al acercarse, se desordenan y huyen; los
persigue con un furor que no puede contener, y se halla cercado de
un cuerpo de espartanos que disparan sobre él una nube de dardos.
Después de haber luchado largo rato con la muerte y tendido en tierra
una multitud de guerreros, cae traspasado de un venablo cuyo acero se
le queda clavado en el pecho. El honor de recoger su cuerpo empeñó una
acción tan reñida y sangrienta como la primera, y sus dignos compañeros
redoblando sus esfuerzos tuvieron el triste consuelo de llevarle a su
tienda. Su herida contuvo la carnicería en la otra ala, donde combatían
con una alternativa de triunfo y de pérdida, y dando en fin la señal
de retirada por una y otra parte, levantaron un trofeo en el campo de
batalla.

Aún respiraba Epaminondas. Los cirujanos declararon que expiraría
al punto que le sacasen el acero de la herida. Temió que su escudo
hubiese caído en manos del enemigo; mostrarónselo, y lo besó como el
instrumento de su gloria. Manifestose inquieto por el éxito de la
batalla; dijéronle que los tebanos la habían ganado, y contestó sereno:
«Estoy contento; ya he vivido bastante». Preguntó seguidamente por
dos generales a quienes juzgaba dignos de reemplazarle, y habiéndole
dicho que habían muerto: «persuadid pues a los tebanos», añadió, «a
que hagan la paz». Apenas hubo pronunciado estas palabras mandó que le
arrancasen el acero, y habiendo exclamado uno de sus amigos, a quien
dominaba la pena: «¡Conque mueres, Epaminondas! ¡Ah, si a lo menos
dejases hijos!». «Dejo», respondió expirando, «dos hijas inmortales:
la victoria de Leuctra y la de Mantinea».

Su muerte fue precedida de la de mi amigo Timágenes, que había
desaparecido de repente ocho días antes de la batalla, habiendo dejado
una carta sobre la mesa a su sobrina Epicaris, y en ella nos decía que
iba a reunirse con Epaminondas. Mi corazón se despedazó al leer esta
carta y quise partir al instante; pero Apolodoro, a cuyo ruego fui
considerado como ateniense, me hizo presente que no podía tomar las
armas contra mi nueva patria. Esta consideración me detuvo y por ello
no fui testigo de las proezas de mi amigo ni morí con él.

La batalla de Mantinea aumentó en adelante las turbulencias de la
Grecia, pero en el primer momento terminó la guerra. Los atenienses
tuvieron cuidado de recoger los cadáveres de aquellos que habían
perdido, los quemaron en una hoguera y llevaron sus cenizas a Atenas
para hacer los funerales.




CAPÍTULO XIV.

Del gobierno actual de Atenas.


Las ciudades y los arrabales del Ática están divididas en ciento
setenta y cuatro distritos, que por sus diferentes reuniones forman
diez tribus. Todos los ciudadanos están clasificados en estos
distritos, y obligados a inscribir sus nombres en uno de los registros
de aquel a que pertenecen.

En los primeros días de cada año se juntan las tribus separadamente
para formar un senado compuesto de quinientos diputados, que deben
tener a lo menos treinta años. Cada una de ellas presenta cincuenta, y
al mismo tiempo se nombran cincuenta suplentes, unos y otros sacados
por suerte.

Este senado se renueva cada año; durante el tiempo de su ejercicio debe
excluir aquellos miembros suyos cuya conducta sea reprensible y rendir
cuentas antes de separarse, se reúne todos los días, excepto en los
festivos y aquellos que se tienen por aciagos.

Las asambleas del pueblo suelen ofrecer poco o nada interesante. Como
para empeñar a los ciudadanos a que concurran se les concede un derecho
de presencia de tres óbolos (dos reales), y al mismo tiempo no se
impone pena alguna contra aquellos que no concurren, sucede que los
pobres son allí más que los ricos.

Además de estas asambleas, hay otras extraordinarias cuando el estado
se ve amenazado de un riesgo inminente. Si las circunstancias lo
permiten, se convoca a todos los habitantes del Ática.

No pueden asistir a la asamblea las mujeres, ni tampoco los hombres
de menos de treinta años: quedan excluidos los que están tachados de
infamia, y les está prohibido a los extranjeros el asistir bajo pena de
muerte.

La sesión se abre al amanecer, y se tiene en el teatro de Dioniso, o
en la plaza pública, o en el Pnix, que es un gran recinto inmediato a
la ciudadela. Son necesarios seis mil votos para que tengan fuerza de
ley sus decretos. La presiden los jefes del senado, que en ocasiones
importantes asiste en cuerpo; tienen asiento distinguido los oficiales
militares; la guardia de la ciudad, compuesta de escitas, está
encargada de mantener allí el orden.

Cuando todos están sentados en el circo purificado con la sangre de las
víctimas, y que se han hecho ya otras muchas ceremonias religiosas,
propone un heraldo el asunto que va a deliberarse, contenido
regularmente en un decreto preliminar del senado que se lee en voz alta.

Aunque desde este momento cada asistente tiene libertad para subir a la
tribuna, comúnmente no se ven en ella más que los oradores de estado.
Estos son ciudadanos distinguidos por sus talentos, y especialmente
encargados de los intereses del estado en las asambleas del senado y
del pueblo. Hay simples particulares que tienen casi siempre en las
deliberaciones públicas la influencia que el senado debiera tener en
ellas. Los unos son facciosos de la más baja extracción, que ganan y
llevan tras sí la multitud; los otros ciudadanos ricos que la corrompen
con sus larguezas: los más acreditados son unos hombres elocuentes
que renunciando a toda otra ocupación, dedican todo el tiempo a los
negocios de estado. Estos regularmente empiezan a ensayarse en los
tribunales de justicia, y cuando se distinguen en ellos por el don de
la palabra, entran en una carrera más noble y toman sobre sí el penoso
cargo de ilustrar al estado y de conducir el pueblo.

Las leyes, previendo el imperio que tomarían sobre los ánimos unos
hombres tan útiles y peligrosos, requieren que no se haga uso de sus
talentos hasta después de haberse asegurado de su conducta. No permiten
que ocupe la tribuna el que haya puesto manos violentas en los autores
de sus días o les hubiese negado la subsistencia. Excluyen también al
que disipa la herencia de sus padres; el que no tenga hijos legítimos
o no posea bienes en el Ática; el que rehúse tomar las armas a la voz
del general o que abandone el escudo en la pelea, y aun aquel que se
entrega a placeres vergonzosos, porque la cobardía y la corrupción
abrirían su alma a toda especie de traición o alevosía.

Es preciso, pues, que el orador suba a la tribuna con la seguridad y
autoridad de una vida irreprensible. Por desgracia, entre los oradores
de Atenas hoy día los unos venden sus talentos y su honor a naciones
enemigas de su patria; los otros tienen a su disposición ciudadanos
que por medio de una humillación pasajera, aspiran a elevarse a los
primeros empleos; y haciéndose todos una guerra de reputación y de
interés, ambicionan la gloria y la ventaja de conducir el pueblo más
ilustrado de la Grecia y del universo.




CAPÍTULO XV.

De los tribunales de justicia de Atenas.


El número de los jueces en Atenas es tan inmenso que asciende a seis
mil, poco más o menos. Un ateniense que pasa de treinta años, que ha
observado una vida irreprensible y no es deudor a los fondos públicos,
tiene las cualidades que se requiere para administrar justicia. La
suerte decide todos los años cual es el tribunal a que pertenece. Este
es el modo de proveer las plazas de los tribunales. Se cuentan diez de
estos principales: cuatro para conocer de las causas de asesinatos, y
seis de las demás, tanto civiles como criminales.

Estos diez tribunales soberanos, compuestos la mayor parte de
quinientos jueces y algunos de mayor número, no tienen actividad alguna
por sí mismos, y los ponen en acción los nueve arcontes. Cada uno de
estos magistrados lleva a él la causa de que ha tomado conocimiento, y
preside el tribunal en tanto que la causa se sustancia. El más célebre
de todos es el de los Heliastas, donde se presentan todas las grandes
causas que interesan al estado o los particulares. En ciertas ocasiones
los magistrados disponen que se reúnan a ellos otros tribunales, y
entonces el número de los jueces suele llegar hasta seis mil.

Todos los años recorren cuarenta ministros subalternos los pueblos
del Ática y tienen allí sus juzgados, estatuyen sobre ciertos actos
de violencia, terminan aquellos pleitos en que solo se trata de una
corta suma, como de diez dracmas (33 reales 18 maravedís), y pasan a
los árbitros las causas más graves. Estos árbitros son hombres de buen
concepto y de edad de unos sesenta años. Al fin de cada año se les
nombra por suerte en cada tribu, en número de cuarenta.

Los habitantes de las islas y ciudades sometidas a la república están
obligadas a elevar sus causas a los tribunales de Atenas, para que
allí se juzguen en última apelación. El estado se utiliza así de los
derechos que pagan al entrar en el puerto y del gasto que hacen en
la ciudad. Otro motivo les priva de la ventaja de terminar entre
ellos sus pleitos. Si tuviesen jurisdicción soberana, no tendrían que
solicitar más que la protección de sus gobernadores, y podrían oprimir
en muchas ocasiones a los partidarios del gobierno de Atenas, en lugar
de que atrayéndolos aquí, se les obliga a humillarse ante el pueblo que
les aguarda en los tribunales, y está muy propenso a medir la justicia
que les hace por los grados de afecto que profesan a su autoridad.




CAPÍTULO XVI.

Del Areópago.


El senado del Areópago es el más antiguo y al mismo tiempo el más
íntegro de los tribunales de Atenas. Se reúne algunas veces en el
pórtico real, pero comúnmente sobre una colina poco distante de la
ciudadela, y en una especie de sala puesta al abrigo de la inclemencia
del tiempo solamente por medio de un techo rústico.

Las plazas de los senadores son perpetuas: el número de magistrados
ilimitado. Los arcontes son admitidos en el Areópago después de su
año de tales, pero deben justificar en un examen solemne que han
desempeñado sus funciones con tanto celo como fidelidad.

La reputación de que goza este tribunal muchos siglos hace, se funda
en títulos que la transmitirán a los siglos venideros. La inocencia,
obligada a comparecer ante él, se acerca sin temor, y los culpables
convencidos y condenados se retiran sin atreverse a quejarse del
fallo. Atribúyese su primer origen al tiempo de Cécrope, pero debe
otro más brillante a Solón que le dio el encargo de velar sobre las
costumbres. Entonces conoció de todos los crímenes, los vicios y los
abusos. Debilitada considerablemente su autoridad por Pisístrato, en
la actualidad únicamente ejerce una jurisdicción propiamente tal con
respecto a los homicidios premeditados, incendios, envenenamientos
y algunos delitos menos graves. Preceden a los juicios ceremonias
espantosas. Ambas partes, situadas en medio de los restos sangrientos
de las víctimas, hacen un juramento y le confirman con imprecaciones
terribles contra ellas mismas y sus familias; ponen por testigos a las
terribles Euménides, que desde un templo inmediato, donde las veneran,
parece que oyen su voz y se proponen castigar los perjurios. Después
de estos preliminares se discute la causa. Aquí la verdad es la única
que tiene derecho de presentarse ante los jueces: temen la elocuencia
tanto como la mentira; los abogados deben desterrar severamente de sus
discursos los exordios, las peroraciones, las digresiones y adornos del
estilo, y aun el tono del sentimiento. En vano se pintaría la pasión en
los ojos y los ademanes del orador, pues el Areópago tiene casi siempre
de noche sus sesiones.

Cuando el punto está suficientemente aclarado, los jueces ponen
secretamente sus votos en dos urnas, una llamada de la muerte, y otra
de la misericordia. En caso de empate, un ministro subalterno añade
en favor del acusado el voto de Atenea, llamado así porque, según una
tradición antigua, esta diosa, asistiendo al mismo tribunal cuando
juzgó a Orestes, dio su voto para decidir sobre el empate de los jueces.




CAPÍTULO XVII.

De las acusaciones y procedimientos entre los atenienses.


Las causas que corresponden a los tribunales de justicia, versan
siempre sobre delitos que interesan al gobierno o a los particulares.
Cuando son de la primera especie, todo individuo del estado puede
constituirse acusador; pero siendo de la segunda, solo tiene derecho
para ello la persona agraviada. En las primeras, se falla muchas veces
pronunciando las penas de muerte; en las otras, solo se impone la pena
de indemnización o satisfacciones pecuniarias. Los trámites varían en
algunos puntos, tanto según la diferencia de los tribunales, como la de
los delitos. Las causas públicas se llevan algunas veces ante el senado
o el pueblo, que después del primer juicio acostumbra a remitirlas al
tribunal superior; pero comúnmente se dirige el acusador a uno de los
principales magistrados, que le pregunta si ha reflexionado bien sobre
su iniciativa, e indica a continuación el tribunal adonde debe acudir.
Las partes hacen juramento de decir la verdad, empiezan a discutir
ellas mismas, y se les concede para ello un tiempo medido por unas
gotas de agua que caen de un vaso: cuando han acabado de hablar, pueden
implorar el socorro de los oradores.

Durante el litigio los testigos hacen en voz alta sus declaraciones,
porque tanto en lo criminal como en lo civil, la instrucción debe ser
pública. El acusador puede pedir que se dé tormento a los esclavos de
la parte adversa. Algunas veces una de las partes presenta por sí misma
sus esclavos a esta prueba cruel. No se puede mandar el tormento contra
un ciudadano sino en casos extraordinarios.

El que no prosigue la acusación que ha intentado o no obtiene la quinta
parte de los votos, es comúnmente condenado a una multa de mil dracmas
(cerca de cuatro mil reales); pero como nada es tan fácil como abusar
de la religión, se condena a veces a la pena de muerte a un hombre que
acusa a otro de impiedad sin poder hacerle condenar.

Las causas particulares siguen en muchos puntos la misma marcha que las
causas públicas. Hay algunas que se pueden proseguir civilmente por una
acusación particular, y criminalmente por una acción pública. Tal es la
de insulto hecho a un ciudadano. Las leyes, con el objeto de atender
a su seguridad, autorizan a cualquiera para denunciar públicamente al
agresor; pero dejan al ofendido la elección de la venganza, que puede
limitarse al pago de una cantidad si el asunto se insta como civil, y
llega hasta la imposición de pena capital si se sigue por lo criminal.
Los oradores abusan con frecuencia de estas leyes cambiando con rodeos
insidiosos los negocios civiles en causas criminales.




CAPÍTULO XVIII.

De los delitos y penas.


Todos los atenienses están sujetos a las mismas penas; todos pueden ser
privados de la vida, de la libertad y de su patria, de sus bienes y
de sus privilegios. Castígase de muerte el sacrilegio, la profanación
de los misterios, los atentados contra el estado y sobre todo contra
la forma de gobierno; los desertores, los que entregan al enemigo una
plaza, una galera, un destacamento de tropas, etc. El robo cometido de
día, cuando se trata de más de cincuenta dracmas (cerca de 200 reales),
merece la misma pena, así como el robo cualquiera que sea, si se ha
cometido de noche o en los baños y los gimnasios.

Por lo común se quita la vida a los delincuentes con el cordel, el
hierro y el veneno; algunas veces mueren a palos; otras los echan al
mar o a una fosa erizada de puntas cortantes para acelerar su muerte.

Detienen en la prisión al acusado de ciertos crímenes hasta que sea
juzgado, al sentenciado a muerte hasta que sea ejecutada y al deudor
hasta que haya pagado. Hay ciertos delitos que se expían con muchos
años o algunos días de prisión; otros deben serlo con una prisión
perpetua.

El destierro es un suplicio tanto más riguroso para un ateniense
cuanto no encuentra en parte alguna los placeres de su patria, y que
no pueden suavizar su infortunio los recursos de la amistad. En tales
casos, cualquier ciudadano que le diese asilo, sufrirá igual pena.
Esta proscripción tiene efecto: 1.º cuando un hombre queda absuelto
de un asesinato involuntario, en cuyo caso debe ausentarse de Atenas
durante un año y no volver hasta después de haber dado una satisfacción
a los parientes del muerto y hallarse purificado por medio de ciertas
ceremonias religiosas; 2.º cuando se le acusa de un asesinato
premeditado ante el Areópago, si desespera de su causa después de la
primera defensa, puede, antes que los jueces pasen a votar, condenarse
el mismo al destierro y retirarse tranquilamente. Confíscanse sus
bienes y su persona queda segura con tal de que no se deje ver ni en
el territorio de la república ni en las solemnidades de la Grecia;
pues si quebranta este precepto, cualquier ateniense puede acusarle en
justicia o matarle.

La degradación priva a un hombre de todos los derechos de que gozan
los demás súbditos; no es una afrenta el haberse introducido en la
caballería sin haber sufrido un examen; tampoco el ser deudor a los
fondos públicos, porque pagando su deuda puede volver al goce de los
derechos que gozan los demás hombres; pero se irroga infamia al que ha
maltratado a sus padres, o que cobardemente abandonó su puesto o perdió
el escudo.




CAPÍTULO XIX.

Costumbres y vida civil de los atenienses.


Al cantar el gallo entran en la ciudad los habitantes del campo con sus
provisiones cantando canciones antiguas. Al mismo tiempo se abren con
estrépito las tiendas y todos los atenienses se ponen en movimiento.
Entre el pueblo lo mismo que en el ejército, se hacen dos comidas al
día; pero las personas de cierta clase se contentan con una sola, que
hacen al medio día o antes de ponerse el sol. Después del medio día
duermen un rato o juegan a la taba, a los dados y a varios juegos
de comercio. En los intervalos del día, particularmente de mañana y
por la tarde antes de comer y cenar, se va a las orillas del Iliso
y alrededor de la ciudad a tomar el fresco o respirar el aire puro;
pero comúnmente van las gentes a la plaza pública, paraje el más
concurrido de la ciudad, porque allí tiene muchas veces sus sesiones la
asamblea general, y está también el palacio del senado y el tribunal
del primer arconte. Alrededor de esta plaza están las tiendas de los
perfumadores, de los plateros, barberos, etc., abiertas para que entre
quien guste, y allí se habla con ruido de los intereses del estado, de
las anécdotas de las familias y de los vicios y las extravagancias de
los particulares. Esto no obstante, se oyen ocurrencias graciosas y
chistes agudos, y se ven algunos corrillos donde se oyen conversaciones
instructivas y amenas. Estas especies de citas que allí se dan debían
multiplicarse entre los atenienses, porque su gusto insaciable por las
novedades, consecuencia de su activo genio y de su vida ociosa, les
mueve a buscarse unos a otros y reunirse. Esta afición se reanima con
frenesí en tiempos de guerra; entonces sus conversaciones públicas
y privadas versan sobre expediciones militares; antes de saludarse
se preguntan con afán: ¿qué hay de nuevo? Se ven por todas partes
enjambres de noveleros trazar en el suelo o la pared el mapa del país
donde se halla el ejército, anunciar noticias favorables en voz alta,
reveses en secreto, y extender y abultar rumores que alegran en extremo
a las gentes o causan temores y sobresaltos.

Suelen invertir las horas ociosas en la caza y los ejercicios del
gimnasio. Además de los baños públicos, adonde el pueblo acude en
tropel, los particulares pudientes los tienen en su misma casa. Se
bañan a veces después del paseo, pero lo más común es antes de comer, y
salen del baño perfumados de esencias.

Los más de los atenienses visten solamente encima una túnica que les
llega hasta media pierna, un manto que les cubre cuasi enteramente.
Muchos de ellos van descalzos; otros, ya estén en la ciudad, ya vayan
de viaje, y aun a veces en las procesiones, se ponen un sombrero
alicaído.

Las mujeres llevan: 1.º Una túnica blanca, que sujetan por los hombros
con botones, y la ciñen bajo el seno con una cinta ancha, y cae
plegada y ondeante hasta los pies. 2.º Un vestido más corto, ajustado
a la cintura con un ancho listón, que en la parte inferior termina de
la misma manera que la túnica, con listas o bandas de varios colores,
y a veces llevan mangas cortas hasta medio brazo. 3.º Un manto que
unas veces suelen llevar cogido en forma de chal o banda, y que otras,
desplegado sobre el cuerpo, parece, según sus bellos contornos, que
solo se hizo para dibujarle. También suelen llevar un capotillo
ligero, y cuando salen de casa se ponen un velo. Se tiñen de negro las
cejas y se pintan el rostro con albayalde y carmín: se echan en el
pelo, coronado de flores, unos polvos amarillos, y llevan el calzado
más o menos alto según su estatura. Encerradas en sus aposentos, no
pueden salir de ellos sino en ciertas circunstancias, y de noche
solo en carruaje y con una antorcha que les alumbre. Pero encuentran
bastantes y frecuentes motivos para salir a la calle: ciertas fiestas,
prohibidas a los hombres, las reúnen muchas veces entre sí; en las
fiestas públicas asisten también a los espectáculos, no menos que
a las funciones religiosas, pero en general no pueden salir sino
acompañadas de eunucos o esclavas suyas o alquiladas para llevar mayor
acompañamiento.

Regularmente se va a pie, bien sea en la ciudad o bien en sus
cercanías. Los ricos suelen ir en litera o acompañados de un sirviente
que lleva una silla de tijera para que pueda sentarse donde se le
antoje.

En las calles principales se tropieza continuamente con el gentío,
y se ve uno estrechado y atropellado por los que van a caballo, los
carreteros, aguadores y voceadores de edictos, mendigos, artesanos
y otras varias gentes del pueblo. Un día que estaba yo con Diógenes
viendo hacer habilidades a unos perros, pasó un peón de albañil cargado
con una viga, le tropezó con mucha fuerza y al mismo tiempo gritó:
«¡Cuidado!», a lo cual Diógenes respondió al momento: «¿Quieres acaso
darme otra vez?».

El pueblo es sobrio naturalmente, y su alimento más común se reduce a
salazones y legumbres. Todos aquellos que no tienen de qué subsistir,
ya porque han quedado imposibilitados en la guerra, ya porque sus
achaques les impiden trabajar, reciben diariamente por decreto de la
asamblea uno o dos óbolos diarios, pagados por el erario. Los pobres
encuentran también alivio en su miseria, pues cada luna nueva ponen
los ricos en las encrucijadas, en honor de la diosa Hécate, varias
cosas de comer a merced del pueblo.

El pueblo es aquí más vocinglero que en ninguna otra parte. En la
primera clase de gentes reinan aquella decencia y decoro que da a
entender que el hombre se estima a sí mismo, y aquella urbanidad
que persuade que estima a los otros. El trato exige decencia en las
expresiones y en el exterior, como igualmente cierta docilidad de
costumbres, lejana de aquella complacencia que todo lo aprueba y de
aquella austeridad fastidiosa que no aprueba cosa alguna. El tono de la
buena compañía se ha formado casi en nuestro tiempo, y para convencerse
de esto no hay más que comparar el teatro antiguo con el moderno.
Hará como un medio siglo que las comedias estaban llenas de injurias
groseras y obscenidades escandalosas que no se permiten hoy día en boca
de los actores.

Entre las diferentes sociedades de esta ciudad hay una cuyo único
objeto es el de recoger toda especie de ridiculeces y divertirse con
chanzas y jocosidades. Son sesenta sus individuos, todos gente de
buen humor y de talento. Se juntan de cuando en cuando en el templo
de Heracles, para dar allí decretos en presencia de una multitud de
testigos atraídos por lo raro del espectáculo. Las desgracias o reveses
del estado jamás han interrumpido sus juntas.




CAPÍTULO XX.

De la religión, de los ministros sagrados y de los principales delitos
contra la religión.


Solo se trata aquí de la religión dominante. El culto público se funda
en esta ley: «Honrad en público y privadamente a los dioses y a los
héroes del país, y cada cual les ofrezca anualmente las primicias de
las mieses, según sus facultades y los ritos establecidos».

Habíanse multiplicado desde los tiempos más remotos los objetos del
culto entre los atenienses. Recibieron de los egipcios las doce
principales divinidades, y otras de los libios y diferentes pueblos.
Fue también antiguamente una institución muy bella la de consagrar con
monumentos y fiestas la memoria de los reyes y de los particulares que
habían hecho grandes servicios a la humanidad; tal es el origen de la
profunda veneración que se tiene a los héroes. Los atenienses cuentan
en el número de estos a Teseo, primer autor de su independencia; a
Erecteo, uno de sus antiguos reyes, los que fueron dignos de que se
diese su nombre a las doce tribus, y otros muchos, entre los cuales
debe contarse a Heracles. El culto de estos últimos se diferencia
esencialmente del de los dioses. Los griegos se postran ante la
divinidad para reconocer su dependencia, implorar su protección o
darle gracias por sus beneficios: consagran templos, altares, bosques,
celebran fiestas y juegos en honor de los héroes para eternizar sus
glorias y recordar sus ejemplos. Se enseñan dogmas secretos en los
misterios de Eleusis, de Dioniso y de algunas otras divinidades, pero
la religión dominante consiste toda en lo exterior, sin presentar
ningún cuerpo de doctrina ni instrucción alguna pública como debiera.

Los particulares dirigen sus oraciones a los dioses al empezar una
obra, por la mañana, por la tarde, al salir y al ponerse el sol y la
luna. Algunas veces se presentan en el templo con la vista baja y un
aire de recogimiento y modestia que parecen suplicantes; besan el
suelo, hacen oración de rodillas, postrados, teniendo ramos en las
manos, los cuales levantan hacia el cielo o los tienden hacia la
estatua del dios, después de haberlos llevado a la boca. Si el homenaje
se dirige al dios de los infiernos, para llamar su atención dan golpes
en tierra con los pies y con las manos.

En las solemnidades públicas los atenienses pronuncian en común sus
votos por la prosperidad del estado y la de sus aliados; algunas veces
por la conservación de los frutos de la tierra, para que llueva o haga
buen tiempo; y otras para librarse también de la peste y del hambre.

En otro tiempo solo se presentaba a los dioses frutos de la tierra,
y costó mucha repugnancia el introducir los sacrificios sangrientos.
Horrorizábase el hombre de clavar el hierro en el seno de un animal
destinado a la labranza, y que había llegado a ser como un compañero
de sus afanes. Se lo prohibía expresamente una ley bajo pena de
muerte, y el uso general le empeñaba a abstenerse de la carne de los
animales. Cuando los hombres se alimentaban solamente con frutos de la
tierra, tenían cuidado de reservar una porción de ellos para ofrenda
a los dioses; esta costumbre fue observada también cuando empezaron
a alimentarse con la carne de los animales; de aquí viene quizás los
sacrificios sangrientos, que no son en efecto más que convites en
obsequio de los dioses, y de los cuales participan los asistentes. La
víctima se reparte entre los dioses, los sacerdotes y aquellos que la
han presentado: consume el fuego la porción que toca a los dioses; la
de los sacerdotes constituye una parte de sus rentas, y la tercera
sirve de pretexto a los que la reciben para dar un convite a sus
amigos. Como el sacrificio de buey es el más estimado, hacen para los
pobres tortitas en figura de aquel animal, y los sacerdotes tienen
a bien contentarse con esta ofrenda. Cada particular puede ofrecer
sacrificios en un altar situado a la puerta de su casa en una capilla
privada. Allí he visto yo muchas veces a un padre virtuoso, rodeado
de sus hijos, confundir la ofrenda de estos con la suya y hacer votos
dictados por la terneza, dignos de ser oídos. No pudiendo ejercer esta
especie de sacerdocio sino en una misma y sola familia, ha sido preciso
establecer ministros pura el culto público.

No hay ciudades donde se encuentren tantos sacerdotes y sacerdotisas
como en Atenas, porque no hay pueblo donde se hayan erigido tantos
templos ni donde se celebren tantas fiestas. En los diferentes lugares
del Ática y del resto de la Grecia basta un solo sacerdote para el
servicio de un templo; en las ciudades populosas las obligaciones del
ministerio se distribuyen entre muchas personas que forman como una
comunidad, y tienen diferentes nombres y están bajo la obediencia del
ministro del dios, calificado algunas veces con el título de gran
sacerdote. Los sacerdotes celebran con ricos ornamentos, en los cuales
se ven trazados con letras de oro los nombres de los particulares que
los han regalado al templo. Esta magnificencia tiene más realce con
la belleza del rostro, la presencia majestuosa, el tono de voz de
los ministros y, sobre todo, por los atributos de la divinidad a que
corresponden. Así es que la sacerdotisa de Deméter se presenta coronada
de adormideras y de espigas, y la de Atenea con la égida, la coraza y
el yelmo adornado de garzotas.

Nadie puede llegar al sacerdocio sin un examen relativo a su persona y
sus costumbres. Es necesario que el nuevo ministro no tenga deformidad
alguna en el cuerpo, y que su conducta haya sido siempre irreprensible;
con respecto a la ciencia, basta con que sepa el ritual del templo a
que pertenece, que haga con decencia las ceremonias, y sepa distinguir
las diversas especies de ofrendas y de oraciones que se deben dirigir a
los dioses.

Los sacerdotes no forman un cuerpo particular e independiente. No hay
relación alguna de interés entre los ministros de diversos templos; aun
las causas que les conciernen personalmente se siguen en los tribunales
ordinarios.

La clase inmediata a la de los sacerdotes es la de los adivinos, cuya
profesión honra y mantiene el estado en el Pritaneo. Suponen que leen
lo futuro en el vuelo de las aves y en las entrañas de las víctimas.
Van siempre con los ejércitos, y de sus decisiones, compradas algunas
veces a excesivo precio, dependen muchas veces las revoluciones de los
gobiernos y las operaciones militares. Hay adivinos por toda la Grecia,
pero los más famosos son los de la Élide, donde hace muchos siglos que
dos o tres familias se transmiten de padres a hijos el arte de predecir
los acontecimientos y suspender las calamidades de los mortales.

La incredulidad de los atenienses ha hecho rápidos progresos de tres
siglos a esta parte. Desde que los griegos recibieron las luces de
la filosofía, algunos de ellos admirados de las irregularidades y de
los escándalos de la naturaleza, no pudieron dejar de sorprenderse
también de no encontrar la solución de ello en el sistema informe de la
religión que habían seguido hasta entonces. Sucedieron las dudas a la
ignorancia y produjeron opiniones licenciosas que la juventud abrazó
con ansia, pero sus autores se convirtieron luego en objeto del odio
público, y puedo citar muchos juicios en que los tribunales de Atenas
han pronunciado sentencias contra el crimen de impiedad, hace cerca de
un siglo.

El poeta Esquilo fue denunciado por haber revelado en una de sus
tragedias lo vergonzoso de sus misterios, y su hermano Amenias trató de
conmover a los jueces mostrando las heridas que había recibido en la
batalla de Salamina. Este medio no hubiera quizás bastado si Esquilo no
hubiese probado claramente que no estaba iniciado.

El filósofo Diágoras, acusado de haber revelado los misterios y negado
la existencia de los dioses, tuvo que huir de su patria. Prometieron
recompensa al que le entregase muerto o vivo, y el decreto que le
cubría de infamia quedó grabado sobre una columna de bronce.

Protágoras, uno de los más ilustres sofistas de su tiempo, habiendo
empezado una de sus obras con estas palabras: _No sé si hay dioses
o no_, fue procesado criminalmente y tuvo que fugarse. Buscáronse
sus escritos en las casas particulares y fueron quemados en la plaza
pública.

Pródico de Ceos fue condenado a beber la cicuta por haberse atrevido
a decir que los hombres habían puesto en la clase de los dioses a
aquellos seres de los que sacaban utilidad, tales como el sol, la luna,
las fuentes, etc.

La facción opuesta a Pericles, no atreviéndose a atacarle abiertamente,
resolvió perderle valiéndose de medios indirectos. Era amigo de
Anaxágoras, quien admitía una inteligencia suprema, y en virtud de
un decreto expedido contra aquellos que negaban la existencia de los
dioses, Anaxágoras fue encerrado en una cárcel. Tuvo a favor suyo
algunos votos más que su acusador, debiendo esta dicha a los ruegos y
las lágrimas de Pericles, que le hizo salir de Atenas; y a no ser por
el crédito de su protector, el más religioso de los filósofos hubiera
sido apedreado como ateo.

Ya hemos visto que Alcibíades fue acusado de haber mutilado en una
noche las estatuas de Hermes, antes de embarcarse para la expedición de
Sicilia; que fue citado en juicio al tiempo de marchar para apoderarse
de Mesina, y que habiéndose negado a comparecer le condenaron a muerte.
Algún tiempo después ocurrió el juicio de Sócrates, para lo cual sirvió
de pretexto la religión, acerca de lo cual hablaré después.

Los atenienses no son más indulgentes en cuanto al sacrilegio. Las
leyes imponen la pena de muerte por este crimen y privan al delincuente
de los honores de la sepultura. Parece increíble que se hayan visto
ciudadanos condenados a perecer, los unos por haber arrancado un
arbolito en el bosque sagrado, y los otros por haber muerto no sé
qué ave consagrada a Esculapio. Óigase un hecho aún más horroroso.
Habiéndose caído una hoja de oro de la corona de Artemisa, la recogió
un niño, y, atendida su corta edad, fue preciso hacer prueba de su
discernimiento: presentáronle de nuevo la hoja con unos dados, un
sonajero y una moneda grande de plata, y habiendo echado mano al
instante a la moneda, los jueces declararon que tenía ya bastante
entendimiento para ser culpado y le condenaron a muerte.




CAPÍTULO XXI.

Viaje a la Fócida. — Juegos píticos. — Templo y oráculo de Delfos.


(Año 361 antes de J. C.) Salimos de Atenas a la entrada de la primavera
del año tercero de la olimpiada ciento y cuatro, con el objeto de
asistir a la solemnidad de los Juegos píticos, que se celebran de
cuatro en cuatro años en Delfos, en Fócida. Fuimos a embarcarnos cerca
del istmo de Corinto, y en breve llegamos a Cirra, pequeña ciudad
situada al pie del monte Cirfis, y de allí pasamos a Delfos por un
sendero.

Esta ciudad célebre presenta en anfiteatro, a la falda del monte
Parnaso, una cadena de montañas que se extiende hacia el norte y que en
su parte meridional termina en dos puntas. Delfos solo tiene dieciséis
estadios de circuito y la rodean por tres partes unos precipicios. Está
bajo la protección de Apolo, y asocian al culto de este dios a Leto,
Artemisa y Atenea. Sus templos están a la entrada de la ciudad.

Detuvímonos un instante en el de Atenea, donde vimos un broquel de oro
enviado por Creso, rey de Lidia, y a la parte de afuera una grande
estatua de bronce, consagrada por los marselleses de las Galias.
Pasamos por junto al gimnasio y llegamos a las márgenes de la fuente
Castalia, con cuyas aguas purifican a los ministros del culto y a los
que van a consultar al oráculo. De allí pasamos al templo de Apolo,
situado en la parte superior de la ciudad, el cual está rodeado de un
vasto recinto y lleno de ofrendas preciosas hechas a la divinidad.

Los pueblos y los reyes que reciben respuestas favorables, los que
ganan victorias, y aquellos que se libran de las desgracias de que se
ven amenazados, se creen obligados a erigir monumentos de gratitud
en aquellos lugares. Los particulares que han alcanzado coronas en
los juegos públicos de la Grecia, los que se hacen útiles a la patria
mediante servicios, o que se ilustran por sus talentos, obtienen en
este mismo recinto monumentos de gloria. Allí se ve uno rodeado de un
pueblo de héroes; todo recuerda allí los acontecimientos más célebres
de la historia, y el arte de la escultura brilla con más esplendor que
en todos los demás países de la Grecia.

Íbamos ya a recorrer aquella inmensa colección cuando un habitante de
Delfos llamado Cleón se ofreció a servirnos de guía y de intérprete.
Llamaron nuestra atención sucesivamente una infinidad de monumentos en
el primer recinto, de los cuales un gran número son de oro macizo; y
si los ojos quedaban encantados de la magnificencia de tantas ofrendas
reunidas en Delfos, no lo estaban menos del primor con que todo estaba
trabajado. Saliendo del recinto sagrado entramos en el templo que fue
construido hace ya cerca de ciento cincuenta años. Habiendo consumido
las llamas el que había allí anteriormente, mandaron los anfictiones
que fuese reedificado, y el arquitecto corintio Espíntaro se empeñó en
concluirle por la suma de trescientos talentos.

El edificio está construido con piedra hermosísima, y el frontispicio
es de mármol de Paros. En él han representado dos hábiles escultores de
Atenas a Artemisa, Leto, Apolo, las Musas, Dioniso, etc. Los capiteles
de las columnas están cargados de armas doradas, y en particular de
escudos que ofrecieron los atenienses en memoria de la batalla de
Maratón. El vestíbulo está adornado de pinturas que representan el
combate de Heracles contra la hidra, el de los gigantes contra los
dioses, y el de Belerofonte contra la Quimera. Se ven allí también
altares, un busto de Homero, vasos de agua lustral, y otros vasos
grandes donde se mezcla el vino y el agua para hacer las libaciones. En
aquella pared se ven escritas muchas sentencias, de las cuales algunas
fueron trazadas, según se dice, por los siete sabios de Grecia. No me
detendré en describir las riquezas de lo interior del templo, pues se
puede juzgar de ellas por las de lo exterior. En el santuario se ve
una estatua de Apolo de oro y aquel famoso oráculo cuyas respuestas
decidieron tantas veces del destino de los imperios. Su descubrimiento
fue efecto de una casualidad. Andaban errantes unas cabras por los
peñascales del monte Parnaso, y habiéndose acercado a una abertura
de donde salían exhalaciones malignas, dicen que fueron agitadas
repentinamente de movimientos extraordinarios y convulsivos. El pastor
que las guardaba y los habitantes de los lugares cercanos acuden
presurosos al ver este prodigio, respiran el mismo vapor, experimentan
los mismos efectos y pronuncian en su delirio palabras sin concierto
ni consecuencia. Tómanse inmediatamente por predicciones aquellas
palabras, y el vapor de la caverna por un soplo divino que revela lo
futuro.

Salimos del templo y pasamos al teatro, donde se ejecutan los
certámenes de poesía y de música, presididos por los anfictiones.
Entraron en competencia muchos poetas: el objeto del premio es un himno
a Apolo que canta el mismo autor acompañándose con la cítara. Los
poemas que oímos tenían grandes bellezas. El que alcanzó la corona,
recibió aplausos tan repetidos que los heraldos se vieron obligados
a imponer silencio, e inmediatamente se presentaron los tocadores
de flauta. El asunto que se acostumbra proponerles es el combate de
Apolo contra la serpiente Pitón. Apenas adjudicaron el premio los
anfictiones, cuando pasaron al estadio y allí dieron principio las
carreras de a pie, la lucha, el pugilato y otros muchos combates de
que hablaré cuando se trate de los juegos olímpicos. El día siguiente
fuimos al templo con unos diputados atenienses que iban con el fin
de consultar al oráculo. Filotas y yo dimos nuestras preguntas por
escrito y esperamos a que la suerte decidiese del momento en que
podríamos acercarnos a la Pitia. Apenas se nos hizo saber, cuando la
vimos atravesar el templo acompañada de sacerdotes y poetas, triste,
abatida, parecía que iba por fuerza, como una víctima que conducen al
altar: mascaba laurel, tenía la cabeza coronada y la frente ceñida de
una banda.

En otro tiempo solo había una Pitia en Delfos, pero luego que se
aumentó el concurso para consultar al oráculo, se establecieron tres,
estatuyendo que pasasen de la edad de cincuenta años. Escógenlas entre
los habitantes de Delfos y en la clase más oscura, y sirven por turno.
Regularmente son doncellas pobres, sin educación ni experiencia;
de costumbres muy puras y de un talento muy limitado: deben vestir
sencillamente, no perfumarse jamás con esencias y pasar su vida en el
ejercicio de las prácticas religiosas.

Luego que nos purificaron con el agua santa, y que hubimos ofrecido un
toro y una cabra, entramos en el templo coronados de laurel y llevando
en la mano un ramo rodeado de una banda de lana blanca, y en seguida
nos introdujeron en una capilla donde se respira de repente un olor
suave en extremo. A poco rato vino un sacerdote a buscarnos y nos
llevó al santuario, especie de caverna profunda cuyas paredes están
adornadas con diferentes ofrendas. En el medio hay un respiradero,
del cual sale una exhalación profética. Se va hasta él por una bajada
insensible, pero no se puede verlo porque está cubierto con un trípode
tan rodeado de coronas y ramas de laurel que no puede difundirse el
vapor por afuera. La Pitia, fatigadísima, rehusaba contestar a nuestras
preguntas, y los ministros que la rodeaban hacían uso alternativamente
de amenazas y violencia. Cediendo en fin a sus esfuerzos se puso en
la trípode después de haber bebido una agua que mana del santuario
y sirve, según dicen, para descubrir lo futuro. Apenas bastarían
los colores más vivos para pintar los arrebatos que se apoderaron
de ella repentinamente. Vimos su pecho inflarse, su rostro ponerse
encarnado y luego pálido, y agitarse todos sus miembros con movimientos
involuntarios; mas a pesar de todo esto, no se le oían más que gritos
lamentables y largos gemidos. Centellando en breve sus ojos, echando
espuma por la boca y erizándosele el cabello, no pudiendo ya resistir
el vapor que la ahogaba ni arrojarse del trípode, donde la tenían
sujeta los sacerdotes, desgarró su banda y en medio de terribles y
espantosos alaridos pronunció algunas palabras, que los sacerdotes
se apresuraron a recoger; las coordinaron luego y nos las dieron por
escrito. Había yo preguntado si tendría la desgracia de sobrevivir a
mi amigo, y Filotas, sin ponerse de acuerdo conmigo, había hecho igual
pregunta; pero la respuesta era tan oscura y equívoca, que la hicimos
pedazos al salir del templo.

Al día siguiente bajamos a la llanura para ver las carreras de
caballos y carros. El hipódromo, nombre que dan al espacio que se debe
recorrer, es tan vasto que en él se ven algunas veces hasta cuarenta
carros disputarse la victoria. Vimos partir diez a un tiempo de la
barrera, y solo volvieron unos cuantos, porque los demás se estrellaron
y rompieron contra la meta o en medio de la carrera. Acabadas las
corridas subimos otra vez a Delfos para ser testigos de los honores
fúnebres que debían hacer a los manes de Neoptólemo y de la ceremonia
que debía precederlos. Después fuimos a un banquete, al cual estaban
convidados los sacerdotes, los principales habitantes de Delfos y los
diputados de otras ciudades de la Grecia. Este convite fue suntuosísimo
y muy largo. Hubo tocadores de flauta; un coro de tesalias cantaron
tonadas tiernas, y los tesalios nos presentaron la imagen de los
combates en sus danzas ejecutadas diestramente. Algunos días después
subimos hasta el manantial de la fuente Castalia, cuyas aguas puras y
de una frescura deliciosa forman bellas cascadas por la falda de la
montaña. De allí, continuando nuestro camino hacia el norte, llegamos
a la cueva de Coricio, llamada también la gruta de las ninfas porque
les está consagrada lo mismo que a los dioses Dioniso y Pan. Aunque
profunda, está clara toda ella, pues entra bien la luz del día por
varias partes. Es tan espaciosa que cuando la expedición de Jerjes,
la mayor parte de los habitantes de Delfos tomaron el partido de
refugiarse en ella. Enseñáronnos en las cercanías otras varias grutas
que excitan la veneración de los pueblos, porque en estos lugares
solitarios todo está consagrado y poblado de genios.

Cerca de Panopea, ciudad situada en los confines de la Fócida y la
Beocia, alcanzamos a ver unos carros llenos de mujeres que se apeaban y
danzaban en corro. Nuestros guías las conocieron y nos dijeron que eran
las tíades atenienses, mujeres iniciadas en los misterios de Dioniso.
Van todos los años a juntarse con las de Delfos, para subir todas
juntas a las cumbres del Parnaso, y celebrar allí con furor las orgías
de aquel dios. Continuando nuestro camino entre montañas aglomeradas
unas sobre otras, llegamos al pie del monte de Licorea, el más alto de
todos los del Parnaso y quizás de los de Grecia. Intentamos subir a él
pero, después de dar muchas caídas, conocimos que si bien es fácil de
subir hasta ciertas alturas del Parnaso, es dificilísimo llegar a la
cumbre. Bajamos pues y fuimos a Elatea, ciudad principal de la Fócida,
que defiende aquella reducida provincia de las incursiones de los
tesalios.

Al norte y al este del Parnaso se encuentran deliciosas llanuras
regadas por el Cefiso, que nace al pie del monte Eta encima de la
ciudad de Lilea. Corre sereno dando vueltas y revueltas en su curso,
en medio de campiñas pobladas de diversas especies de árboles y
cubiertas de granos y pastos diferentes. Parece que, apasionado a sus
mismos beneficios, no acierta a salir de los sitios que hermosea. Los
demás distritos de la Fócida se distinguen por diversas producciones
particulares. Son muy estimados el aceite de Titorea y el eléboro de
Anticira, ciudad situada en la costa del mar de Corinto. No lejos de
allí, los pescadores de Bulis recogen aquellas conchas preciosas con
que se tiñe la púrpura. Más arriba vimos en el valle de Ambriso ricos
viñedos y muchos árboles, de los que producen aquellos granitos que dan
a la lana un hermoso encarnado.




CAPÍTULO XXII.

Acontecimientos memorables en la Grecia, desde el año 361 hasta el
de 357 antes de J. C. — Muerte de Agesilao, rey de Lacedemonia. —
Advenimiento de Filipo al trono de Macedonia. — Guerra social.


Mientras estábamos en los juegos olímpicos, oímos hablar varias veces
de la última expedición de Agesilao, y cuando regresamos supimos su
muerte.

No pudiendo tolerar la idea de una vida quieta y de una muerte oscura,
a pesar de sus ochenta años, al frente de mil lacedemonios se fue a
servir bajo las órdenes de Teos, rey de Egipto, para hacer la guerra
al rey de Persia. Esperábanle con impaciencia los egipcios, y a su
llegada los principales de ellos se apresuraron a reunirse a un
héroe que hacía muchos años que era famoso en el orbe; pero quedaron
sorprendidos cuando vieron en la playa un anciano bajito, de figura
despreciable, sentado en el suelo en medio de algunos espartanos, cuyo
exterior tan desaliñado como el de su jefe no distinguía los súbditos
del soberano. Los oficiales de Teos ostentan a sus ojos los presentes
de la hospitalidad, que consistían en diversas provisiones, y Agesilao
tomando algunos alimentos groseros distribuyó entre los esclavos los
manjares más delicados y los perfumes. Echáronse entonces a reír a
carcajadas muchos de los espectadores, pero los más prudentes se
contentaron con manifestar su desprecio.

Otros disgustos más sensibles pusieron en breve su paciencia a prueba.
Teos se negó a darle el mando de sus tropas y desdeñó sus consejos.
Agesilao esperaba, pues, la ocasión de salir del envilecimiento a que
estaba reducido, y no tardó en presentársele. Habiéndose sublevado
el ejército egipcio, formó dos partidos que querían destronar a Teos
y nombrar otro rey. El de Esparta se declaró por Nectanebo, uno de
los aspirantes al trono; dirigiole en sus operaciones, y después de
haber consolidado su autoridad, salió de Egipto colmado de honores y
con una suma de doscientos talentos que el nuevo rey enviaba a los
lacedemonios. Obligole a saltar en tierra en la costa desierta de Libia
una tempestad violenta, y allí murió de edad de ochenta y cuatro años.
Al cabo de dos después de su muerte, sobrevino un suceso del cual no
hicieron caso los atenienses, aunque debía mudar el semblante de las
cosas de Grecia y de todo el mundo conocido.

Muerto Pérdicas, rey de Macedonia, que pereció con la mayor parte de
su ejército en una batalla contra los ilirios, Filipo su hermano, a
quien yo vi en rehenes de los tebanos, burló la vigilancia de sus
guardias, volvió a Macedonia y, aunque no tenía más de veintidós
años, fue nombrado tutor del hijo de este príncipe. Estaba entonces
amenazada de próxima ruina la Macedonia, ya por las divisiones y
guerras extranjeras, ya por estar agotadas sus rentas, y ya por
el desaliento de las tropas. No se espanta Filipo de esta crítica
situación del reino, antes bien se propone hacer de su nación lo que
había hecho de la suya Epaminondas, su modelo. Algunos triunfos,
aunque insignificantes, enseñan al soldado a considerarse capaz de
defenderse: la administración se arregla más y más, la falange de
Macedonia adquiere nueva forma, los peonios que ocupaban las fronteras
son ganados con dádivas y se retiran: el rey de Tracia sacrifica a
Pausanias, que aspiraba a la corona, y los atenienses, que habían
auxiliado a Argeo, quedan derrotados y sus prisioneros libres, sin
rescate.

Persuadidos los macedonios de que solo debía gobernarlos aquel que
podía y sabía defenderlos, despojaron de la autoridad soberana al
hijo de Pérdicas y diéronsela a Filipo. Animado este príncipe con la
elección que en él había recaído, reunió a su reino una parte de la
Peonia, derrotó a los ilirios y los redujo a sus antiguos límites.
Poco tiempo después se apoderó de Anfípolis, plaza importante para
el comercio de Atenas con la alta Tracia, pero nada aumentó más el
poder de Filipo que el descubrimiento de algunas minas de oro que hizo
explotar y de las que sacó más de mil talentos. En tanto hicieron liga
la ciudad de Bizancio y las islas de Quíos, de Cos y de Rodas, para
sustraerse a la dependencia de los atenienses, y empezó la guerra por
el sitio de Quíos. Comandaba Cabrias la escuadra ateniense y Cares el
ejército terrestre. El primero, incapaz de moderar su ardor, entró solo
en el puerto y fue inmediatamente embestido por la escuadra enemiga.
Al cabo de una defensa obstinada, se echaron a nado sus soldados
para alcanzar las otras galeras, y aunque él podía seguir su ejemplo
prefirió perecer antes que abandonar su nave.




CAPÍTULO XXIII.

De las fiestas de los atenienses.


Las primeras fiestas de los griegos fueron caracterizadas por la
alegría y el reconocimiento. Después de la cosecha de los frutos de la
tierra, se reunían los pueblos para ofrecer sacrificios y entregarse a
los arrebatos de alegría que inspira la abundancia. Aún dan indicios
de este origen muchas de las fiestas de los atenienses, y así es
que celebran el regreso del verdor de los campos, de la vendimia y
de las cuatro estaciones del año. Con el tiempo la memoria de los
acontecimientos útiles o gloriosos se fijó en días señalados para
perpetuarlos en lo venidero. Recorred los meses de los atenienses y en
ellos hallaréis un compendio de sus anales y los rasgos principales de
su gloria. Además de las fiestas que debe hacer toda la nación, las hay
particulares en cada uno de los pueblos.

Las solemnidades públicas se repiten anualmente o al cabo de unos
cuantos años, y algunas se celebran con suma magnificencia. Más de
ochenta días arrebatados a la industria y a la agricultura se invierten
en espectáculos que aficionan el pueblo a la religión y al gobierno.
Estos son unos sacrificios que causan respeto por el aparato pomposo de
las ceremonias; procesiones en que la juventud de ambos sexos ostenta
sus atractivos; representaciones teatrales, fruto de los mejores
ingenios de la Grecia; danzas, cánticos y combates, donde compiten la
destreza con los talentos.

En los primeros concursos, que se llaman gímnicos, se disputan el
premio de la carrera, de la lucha y de otros ejercicios del gimnasio;
en los otros es del canto y la danza: unos y otros son el ornato de
las fiestas principales. Están consagrados muchos días del año al
culto de Dioniso; su nombre resuena alternativamente en la ciudad, en
el Pireo, en la campiña y en los lugares. Yo he visto más de una vez
sumergida la ciudad en la más profunda embriaguez: he visto cuadrillas
de bacantes de ambos sexos, coronados de yedra, de hinojo y de álamo,
agitarse, danzar, aullar por las calles, invocar al dios con bárbaras
aclamaciones, desgarrar con las uñas y los dientes las entrañas
crudas de las víctimas, estrujar sierpes con sus manos, entrelazarlas
en sus cabellos, ceñirse el cuerpo con ellas, y con estas especies de
prestigios espantar o interesar a la multitud.

Estas escenas se repiten en parte en una fiesta que se celebra al
entrar la primavera. Entonces se ve en una procesión que representa el
triunfo de Dioniso, el mismo acompañamiento que tenía este dios, según
dicen, cuando fue a la conquista de la India; sátiros, dioses Pan,
hombres arrastrando chivos para inmolarlos, otros en asnos a imitación
de Sileno; otros disfrazados de mujeres, otros que cantan himnos cuya
licencia es extremada; en fin, toda clase de personas de uno y otro
sexo bajo diversos trajes, borrachos o fingiendo que lo están. Mientras
duran estas fiestas, se mira como un crimen el menor acto violento
contra un ciudadano, y está prohibido el proceder contra deudor
alguno. En los días siguientes se castigan con severidad los delitos y
desórdenes que se cometen.

Las mujeres son las únicas que participan de las fiestas de Adonis, las
cuales bajo el nombre de Tesmoforias se celebran en honor de Deméter
y de Perséfone. Se repiten cada año hacia el medio del otoño y duran
muchos días. Para su celebración van a Eleusis casadas y solteras, y
pasan allí todo un día en el templo, sentadas en el suelo, y observando
riguroso ayuno, en memoria de la abstinencia de Deméter cuando buscaba
a su hija Perséfone.




CAPÍTULO XXIV.

De las casas y comidas de los atenienses.


La mayor parte de las casas de Atenas son de dos apartamentos: uno en
alto para las mujeres y otro abajo para los hombres, y están cubiertas
de terrados cuyos aleros tienen mucho vuelo. Se cuentan más de diez
mil, y hay un gran número de ellas que tienen detrás un jardín, delante
un patio pequeño y muchas una especie de pórtico en cuyo centro está la
puerta de la calle.

Enseñan a los forasteros las casas de Milcíades, de Arístides,
Temístocles y de los grandes hombres del último siglo: en nada se
distinguían en otro tiempo, pero hoy día sobresalen por el contraste
que hacen con los palacios que han construido cerca de estas humildes
moradas unos hombres sin reputación y sin virtudes. Desde que se
introdujo el buen gusto en los edificios, las artes hacen esfuerzos
de día en día para extenderle. Se ha tomado la disposición de hacer
las calles a cordel, de dividir las casas nuevas en dos cuerpos,
poniendo en los pisos bajos la habitación del matrimonio, y hacerlas
más cómodas, con acertadas distribuciones, y más elegantes por los
adornos que en ellas se multiplican. Tal era la que ocupaba Dinias, uno
de los ciudadanos más ricos y voluptuosos de Atenas, la cual ostentaba
un fasto que acabó en breve con sus bienes. Un día le rogué que me
la enseñase. Se iba rectamente a la habitación de las mujeres por
una arboleda larga y estrecha. Pasamos por una praderilla rodeada de
tres pórticos y llegamos a una pieza muy capaz donde estaba su mujer
Lisístrata, a quien nos presentaron. Tenían a esta señora por una de
las mujeres más bonitas de Atenas, y procuraba sostener esta fama con
la elegancia de sus atavíos. Al cabo de una conversación interrumpida
con la llegada de un amigo suyo, le pedimos permiso para ver lo demás
de la casa. Me detuve primeramente en ver el tocador, que me causó
admiración por los muchos muebles grandes y pequeños que en él había,
todos de lujo, preciosos. Al notar Dinias mi sorpresa, me dijo que
gustando de la industria y de la grande habilidad de los artesanos
extranjeros, hizo traer las sillas de Tesalia, los colchones de Corinto
y las almohadas de Cartago. Viendo que se aumentaba mi admiración,
riose de mi sencillez, y para disculparse añadió que Jenofonte se
dejaba ver en el ejército con un escudo de Argos, una coraza de Atenas,
un yelmo de Beocia y un caballo de Epidauro.

Pasamos a la habitación de los hombres, en cuyas piezas todas se
ostentaba el lujo y el buen gusto. El oro, el ébano y el marfil
realzaban el brillo de los muebles. Los techos y las paredes estaban
hermoseados con pinturas: en las mamparas y alfombras hechas en
Babilonia se veían representados persas con sus ricas ropas talares,
buitres, otras aves y muchos animales fantásticos. El lujo que
Dinias ostentaba en su casa reinaba también en su mesa. Diré algunos
pormenores acerca de la primera cena a que nos convidó a Filotas y a
mí, y suprimiré todo aquello que sea poco interesante. Debían juntarse
todos por la tarde, y nosotros tuvimos el cuidado de no llegar ni tarde
ni temprano. Antes de sentarnos a la mesa, nos echaron agua clara en
las manos unos esclavos, y nos pusieron luego coronas en la cabeza. Se
saca a la suerte el rey del banquete, cuyas funciones eran las de no
permitir licencia alguna que ofenda al decoro, decir cuando se debe
beber a un tiempo, indicar los brindis y cuidar de la observancia
de las leyes establecidas entre los bebedores. Sentámonos luego en
unos almohadones forrados de púrpura, y empezó la cena. Sacaron lo
primero mariscos, huevos frescos, salchichas, pies de puerco, hígado
de jabalí, una cabeza de cordero, vientre de cerda y pajaritos. Al
segundo cubierto, caza de la más exquisita, tanto de pelo como de
pluma, y pescado de varias clases. El tercer cubierto se componía de
frutas varias y exquisitas. Tratándose de representar los banquetes de
los sabios, el rey del festín decidió que cada uno hablase por turnos,
y que expusiese ideas con mucha gravedad, sin detenerse en pormenores
ni olvidarlos enteramente. Habiéndome llegado el turno, di entonces
una idea de los convites de los escitas, diciendo en pocas palabras
que desde su infancia se alimentaban con miel y leche de vaca o de
burra, cuyo líquido batían por largo rato para separar la nata, y que
estaban destinados a hacer esta operación aquellos enemigos suyos que
caían en sus manos, a los cuales privaban de la vista para impedir que
se escapasen. Tomaron sucesivamente la palabra los demás convidados,
y muchos de ellos hablaron de los alimentos que constituyen un buen
banquete. Filotas se extendió sobre lo exquisitas que son las legumbres
del Ática; un parásito elogió las tortas y los pasteles de Atenas, y
al acabar su discurso se apoderó de una torta de mosto y almendra que
acababan de sacar. Otro convidado nos habló de la historia del arte de
cocina que describió cual superior a todas las demás. Entre los autores
que han tratado de la materia, citó con elogio a Arquéstrato, amigo de
uno de los hijos de Pericles, el cual compuso sobre la gastronomía un
poema del que cada verso es un precepto. A este interlocutor sucedió un
médico que devoraba, callando y sin distinción de manjares, todo cuanto
presentaban, donde él podía alcanzarlo. Hablonos primeramente de la
elección de los alimentos, y citó todos los preceptos de Hipócrates
acerca del asunto. No olvidó las propiedades de cada bebida y el efecto
que causa cada uno de los diferentes vinos. Nunca habría acabado, si
Dinias no le hubiese interrumpido para continuar el discurso sobre las
diferentes clases de vino, a que él daba la preferencia.

Acabó de hablar Dinias y mandó sacar muchas botellas de un vino
que conservaba diez años había y que fue reemplazado por otro aún
más añejo. Bebimos entonces sin interrupción, y Demócares, rey del
banquete, después de haber echado varios brindis tomó una lira, y en
tanto que la templaba nos habló del uso que siempre se ha seguido,
de mezclar el canto a los placeres de la mesa. En otro tiempo, nos
decía, todos los convidados cantaban juntos y al unísono; en seguida se
dispuso que cada cual cantase por turno, teniendo en la mano un ramo
de mirto o de laurel. La alegría era menos ruidosa ciertamente, pero
también fue menos animada; la restringieron aún más cuando se unió la
lira a la voz, y entonces muchos convidados se vieron en la precisión
de callar. En un principio las canciones de mesa no contenían más que
expresiones de reconocimiento o lecciones de sabiduría. Con ellas
celebrábamos y celebramos aún a los dioses, los héroes y los ciudadanos
útiles a su patria. A estos graves asuntos juntose después el elogio
del vino, y de aquí resultaron muchas canciones báquicas, llenas de
máximas ya sobre la dicha y la virtud, y ya sobre el amor y la amistad.
Muchos autores se han ejercitado en este género de poesía y algunos han
sobresalido: Alceo y Anacreonte han hecho célebre este género, el cual,
lejos de exigir esfuerzo, requiere naturalidad y es opuesto a toda
afectación y violencia. «Entreguémonos al enajenamiento que inspira
este feliz momento, cantemos juntos en coro y tomemos en nuestras manos
ramos de laurel o de mirto».

Así dijo Demócares; al instante ejecutamos sus órdenes, y habiendo
repetido muchas canciones acomodadas a las circunstancias, todo el
coro entonó la de Harmodio y de Aristogitón. Acompañonos Demócares
por intervalos, pero dominado repentinamente de un nuevo entusiasmo,
«mi lira rebelde», exclamó, «se niega a tan nobles asuntos», e
inmediatamente nos obliga a cantar con él una canción cuyo estribillo
es el siguiente:

    _Amemos, bebamos, cantemos a Dioniso._

Aún no habíamos acabado la canción, cuando oímos a la puerta un
gran ruido, y vimos entrar unos jóvenes que nos traían danzarines y
tocadores de flauta. Empezaron a bailar al punto la mayor parte de los
convidados, y al mismo tiempo nos sacaron varios manjares propios para
excitar el apetito. Todo esto, acompañado de una nueva provisión de
vino para beber en copas mayores que las primeras, anunciaba excesos
que fueron felizmente reprimidos por un espectáculo inesperado.
Uno de los convidados que había salido de la sala, volvió a entrar
seguido de unos jugadores de manos y farsantes, de aquellos que en las
plazas públicas divierten al populacho y le sacan el dinero con sus
prestigios. Quitaron la mesa de allí a poco, hicimos libaciones en
honor del buen genio y de Zeus salvador, y después de habernos lavado
las manos en una agua odorífera empezaron los farsantes sus habilidades.




CAPÍTULO XXV.

Educación de los atenienses.


El objeto de la educación es procurar al cuerpo la fuerza que debe
tener, y al alma la perfección de que es susceptible, y así es que
entre los atenienses empieza desde que nace un niño y no concluye hasta
la edad de veinte años.

Estando recién parida de un niño Epicaris, mujer de Apolodoro, en
cuya casa estaba yo hospedado, vi suspender a la puerta de la calle
una corona de olivo, símbolo de la agricultura a que está destinado
el hombre. Si hubiese sido niña el recién nacido, una faja de lana
puesta al lado de la corona hubiera designado la especie de trabajo en
que deben ocuparse las mujeres. Este uso, que recuerda las costumbres
antiguas, anuncia al estado que acaba de adquirir un ciudadano.

Lavan al niño con agua tibia, según el dictamen de Hipócrates, y en
seguida le acuestan en una de aquellas banastas de mimbre que usan
para separar el grano de la paja, lo cual es el presagio de una grande
opulencia o de una numerosa posteridad. Siendo muy famosas las nodrizas
de Lacedemonia, Apolodoro hizo venir una de ellas y le confió la
lactancia de su hijo. Al recibirle tuvo la precaución de no envolverle,
antes bien para acostumbrarle al frío desde muy temprano, se contentó
con ponerle unos pañales delgados.

Al quinto día le tomó en brazos una mujer y, acompañada de todas las
personas de casa, le purificó, pasándole repetidas veces alrededor
del fuego que ardía en un altar. Dos días después, habiendo reunido
Apolodoro a sus parientes, los de su mujer y sus amigos, dio en su
presencia el nombre de Lisis a su hijo porque así se llamaba su padre,
atendiendo a que, según el uso, el primogénito de una familia conserva
el nombre de su abuelo. Siguió a esta ceremonia un sacrificio y un
convite, y algunos días después se hizo una ceremonia más santa, cual
es la de la iniciación en los misterios de Eleusis. A los cuarenta
días salió de casa Epicaris: esto fue motivo de una fiesta para la
familia de Apolodoro, y ambos esposos, después de recibir segundas
enhorabuenas de todos sus amigos, se dedicaron con mayor celo a la
educación del hijo. Deidamía, que así se llamaba la nodriza, escuchaba
sus consejos y ella misma los ilustraba con su experiencia. Desde que
el niño pudo tenerse en pie, esta discreta aya le enseñó a andar,
siempre atenta a sostenerle, y le daba instrumentos cuyo ruido podía
distraerle y divertirle; pero no tardó mucho en dedicarse a otros
deberes más importantes. Acostumbró a su alumno a que no hiciese
diferencia entre los alimentos que le presentaba, y jamás se valió
de la fuerza y el miedo para acallar su llanto; pues le pareció más
conveniente evitarlo al momento que conocía la causa, y dejar que se
desahogase cuando no la conocía. Así es que dejó de derramar lágrimas
desde que pudo manifestar con ademanes sus necesidades o sus deseos.
Atenta particularmente a las primeras impresiones que podía recibir
el infante, apartaba todo objeto de terror en lugar de hacerle miedo,
amenazarle o darle golpes.

Lisis era sano y robusto. No se le trataba ni con aquel exceso
de indulgencia que hace a los niños indóciles, impacientes e
inaguantables, ni con un extremo de severidad que los hace tímidos y
los envilece. Oponíanse a sus gustos sin recordarle su dependencia, y
castigábanle sus faltas sin añadir el insulto a la corrección. Pero lo
que Apolodoro encargaba particularmente era que se tuviese cuidado de
que no tratase mucho con los criados de la casa, y así es que prohibió
severamente a estos que diesen a su hijo la más leve idea del vicio, ya
fuese con palabras o ya con su ejemplo.

Dedicó Apolodoro los cinco primeros años al desenvolvimiento y firmeza
de su cuerpo, y a los seis le confió al cuidado de un conductor o
pedagogo, el cual era un esclavo de confianza encargado de acompañarlo
a todas partes y particularmente a casa de los maestros que le daban
lección de los primeros elementos de las ciencias. Pero antes de
confiarle al esclavo, determinó que fuese tenido por ciudadano, y al
efecto se fue a una capilla que pertenecía a la curia de la tribu
en que estaba comprendido, donde se hallaban reunidos muchos de sus
parientes, los principales de aquella curia y de la clase particular
de que era individuo. Presentoles su hijo con una oveja que se debía
inmolar, y en tanto que la llama devoraba una parte de la víctima, se
adelantó, y teniendo a Lisis de la mano puso a los dioses por testigos
de que aquel niño había nacido de él y de una mujer ateniense, en
legítimo matrimonio. Recogieron luego los votos, e inmediatamente fue
inscrito el niño con el nombre de Lisis, hijo de Apolodoro, en el
padrón de la curia.

Este acto, por el cual se comprende a un niño en tal tribu, tal curia,
tal clase de la curia, es el único que atestigua la legitimidad de su
nacimiento y le concede el derecho a la sucesión de sus padres.

Para ser la educación conforme al espíritu del gobierno, debe imprimir
en el corazón de los jóvenes los mismos sentimientos y los mismos
principios, y de aquí es que los antiguos legisladores los sujetaron a
una institución común. La mayor parte se educan hoy día en el seno de
su familia, circunstancia que choca abiertamente contra el espíritu del
gobierno; pero Apolodoro, que no quiso apartarse del antiguo sistema,
enviaba lodos los días su hijo a las escuelas públicas.

Entre los institutores a quienes se confía la juventud ateniense,
suelen encontrarse hombres de mérito sobresaliente. Tal fue en otro
tiempo Damón, que dio lecciones de música a Sócrates y de política a
Pericles: en mi tiempo Filótimo, que había concurrido a la escuela
de Platón y juntaba al conocimiento de las artes las luces de una
sana filosofía. Apolodoro, que le amaba mucho, había conseguido que
fuese como un consultor acerca del modo de educar a su hijo. El curso
de los estudios comprende la música y la gimnástica; es decir, todo
lo relativo a las ciencias del entendimiento y a las del cuerpo. En
esta división, la voz música está tomada bajo un sentido muy extenso.
Conocer la forma y valor de las letras, trazarlas con elegancia y
facilidad, dar a las sílabas el movimiento y la entonación que les
conviene, tales fueron los primeros estudios del joven Lisis. Se le
recomendaba que observase exactamente la puntuación mientras se le
pudiesen dar reglas para ello. Leía repetidas veces las fábulas de
Esopo, y en muchas ocasiones recitaba los versos que sabía de memoria.
En efecto, para ejercitar la memoria de sus discípulos, los profesores
de gramática les hacen aprender fragmentos sacados de Homero, de
Hesíodo y de los poetas líricos, y con este fin se han formado para
su uso una recolección de piezas escogidas, cuya moral es la más
pura. Una de estas recolecciones puso en manos de Lisis su maestro, y
después le dio una noticia de las tropas que se hallaron en el sitio de
Troya, según la relación que hace la Ilíada. Algunos legisladores han
decretado que en las escuelas se acostumbrase a los niños a recitarla,
porque contiene los nombres de las ciudades y de las casas más antiguas
de la Grecia.

Atendiendo a que la gramática, con respecto a los sonidos que causan
las letras, según lo más o menos juntas que están, tiene alguna
relación con la música, el mismo institutor está por lo regular
encargado de enseñar a sus discípulos los elementos de una y otra.
Presencié algunas veces las lecciones que Filótimo daba a Lisis, y vi
como este aprendía a cantar con gusto acompañándose con la lira. Nunca
le dieron instrumentos de aquellos que agitan el alma con violencia o
que solo sirven para afeminarla, y de aquí es que no le permitieron
tocar la flauta, porque esta excita y calma alternativamente las
pasiones. Salí de Atenas para Egipto, pero antes de emprender el viaje,
rogué a Filótimo que me dijese por escrito los trámites y progresos de
este método de educación, y según su diario voy a continuar la historia.

Tuvo Lisis en adelante diferentes maestros según el estudio que
seguía; aprendió la aritmética jugando con ella, porque el medio más
acertado para facilitar el estudio a los niños es el de acostumbrarlos
ya a repartir entre ellos, según su número, una cierta porción de
manzanas y algunas coronas, ya a mezclarse en sus ejercicios, según
las combinaciones hechas, de manera que el niño ocupa cada puesto a su
vez. Apolodoro apreciaba la aritmética, porque entre otras ventajas que
lleva consigo, aumenta la sagacidad del ingenio y le predispone para el
conocimiento de la geometría y la astronomía. Tomó Lisis una tintura de
estas dos ciencias, porque con el conocimiento de la primera, viéndose
un día al frente de los ejércitos, podría con más facilidad sentar
un campamento, estrechar un sitio, formar los ejércitos en batalla y
hacerles mover rápidamente en una marcha o en una acción. La segunda
podía preservarle de los espantos que no hace mucho tiempo inspiraban a
los soldados los eclipses y los fenómenos extraordinarios.

Nuestro joven alumno aprendía al mismo tiempo a atravesar los ríos a
nado y a domar un caballo. La danza medía sus pasos y daba gracia a
todos sus movimientos, e iba frecuentemente al gimnasio. Los niños
empiezan sus ejercicios muy temprano, algunos a la edad de siete años y
continúan en ellos hasta la de veinte. Primeramente se les acostumbra
a tolerar el frío, el calor, todas las intemperies de las cuatro
estaciones, y en seguida a jugar a las bochas y a la pelota. Este juego
y otros semejantes son el preludio de las pruebas laboriosas que se les
hace sufrir a medida que aumentan sus fuerzas. Corren por los arenales,
lanzan venablos, saltan un foso o una valla llevando en las manos unas
barras de plomo, tirando a lo alto o a lo largo tejos de piedra o de
bronce, y a veces atraviesan corriendo el estadio cargados de armas
pesadas; pero en lo que más se ejercitan es en la lucha, el pugilato y
las diferentes contiendas que describiré cuando hable de los juegos
olímpicos.

Por la tarde, cuando Lisis se volvía a su casa, unas veces se divertía
en cantar acompañándose con la lira, otras se entretenía dibujando, y
muchas de ellas leía en presencia de sus padres algún libro que pudiera
instruirle o divertirle. Preguntó un día cómo se juzgaba del mérito de
un libro, y Aristóteles, que se encontró presente, respondió: «Si el
autor dice todo lo que es necesario; si no dice más que lo necesario;
si lo dice como es necesario». Educábanle sus padres con aquella
urbanidad doble, de que ellos eran modelos. Deseo de agradar, docilidad
en el trato social, consecuencia de carácter, ser atento con los de
mayor edad cediéndoles el puesto, decencia en el porte y el talante, en
el exterior, en las maneras, en las expresiones; todo estaba prescrito
sin violencia y ejecutado sin esfuerzo.

En otro tiempo los sofistas iban en gran número a esta ciudad, e
incitaban a los jóvenes atenienses a disertar superficialmente sobre
todas materias. Aunque ha minorado su número, se ven no obstante
algunos que, rodeados de sus discípulos, atruenan con sus exclamaciones
y sus disputas las salas del gimnasio. Lisis asistía pocas veces a
estas contiendas, porque unos institutores más ilustrados le daban
lecciones, y talentos del primer orden sabios consejos: de estos
últimos era Platón, Isócrates y Aristóteles, todos tres amigos de
Apolodoro.

La lógica dio nuevas fuerzas y la retórica nuevos encantos a su
razón. La historia de la Grecia lo iluminó acerca de las faltas y las
preocupaciones de los pueblos que la habitan. Siguió el foro mientras
pudo, a ejemplo de Temístocles y otros grandes hombres, defendiendo
allí la causa de la inocencia. El estudio de la moral no le costó
ninguna lágrima porque su padre le había puesto al lado de personas
que le instruían con su conducta y no con demostraciones importunas.
En su infancia le reprendía sus faltas con dulzura, y cuando empezó
a tener uso de razón le hacía entrever que eran contrarias a sus
mismos intereses. Le era difícil acertar en la elección de libros que
tratan de la moral, porque la mayor parte de sus autores o son poco
seguros en sus principios, o solo nos dan falsas ideas de lo que son
nuestros deberes. En las conversaciones que se tenían en presencia de
Lisis, Isócrates lisonjeaba su oído, Aristóteles iluminaba su mente,
y Platón inflamaba su alma. Este último unas veces le explicaba la
doctrina de Sócrates y otras le desenvolvía el plan de la república: en
algunas ocasiones le hacía conocer que no existe verdadera elevación
ni perfecta independencia sino en un alma virtuosa. Las más veces les
mostraba circunstanciadamente que la ciencia consiste en la ciencia del
sumo bien, que es Dios. De este modo mientras que otros filósofos solo
daban por recompensa a la virtud la estimación pública y la felicidad
pasajera de esta vida, Platón le ofrecía un apoyo y un premio más noble.

«La virtud», decía, «es hija de Dios: únicamente podréis adquirirla
conociéndoos a vos mismo, consiguiendo la sabiduría y prefiriéndoos a
lo que os pertenece. Seguidme, Lisis: vuestro cuerpo, vuestras riquezas
son vuestras, pero no son vos mismo. El hombre está todo entero en su
alma. Para saber lo que es y lo que debe hacer, es menester que se mire
en su inteligencia, en aquella parte del alma donde brilla la sabiduría
divina; luz pura que conducirá insensiblemente su alma al manantial de
donde emana. Cuando haya llegado a conseguirlo, cuando haya contemplado
aquel ejemplar eterno de todas las perfecciones, entonces conocerá
que es de su mayor interés el representárselas a sí mismo, y hacerse
semejante a la divinidad, a lo menos tanto como es posible el semejar
tan débil copia a un modelo tan hermoso. Dios es la justa medida de
cada cosa, y nada hay bueno ni estimable en el mundo sino aquella que
tiene alguna conformidad con él. Es soberanamente sabio, santo y justo,
y el único medio de agradarle es el llenarse de sabiduría, de justicia
y santidad.

»Llamado a tan alto destino, colocaos en la clase de aquellos que,
como dicen los sabios, unen por sus virtudes los cielos con la tierra,
los dioses con los hombres. Ofrezca pues vuestra vida el sistema más
feliz para vos y el espectáculo más bello para los otros, cual es el
de un alma en que todas las virtudes están en perfecta armonía. Varias
veces os he hablado de las consecuencias que tienen estas verdades,
íntimamente unidas, si me atrevo a decirlo así, por relaciones de
hierro y de diamante; pero, antes de acabar, debo recordaros que el
vicio, además de envilecer nuestra alma, experimenta temprano o tarde
el suplicio que merece. Dios, como se ha dicho antes de nosotros,
recorre el universo teniendo en su mano el principio, el medio y el fin
de todos los seres. La justicia sigue sus pasos pronta a castigar los
ultrajes hechos a la ley divina. El hombre humilde y modesto encuentra
su dicha en seguirla; el vano se aleja de ella y Dios le abandona a
sus pasiones. Por algún tiempo parece ser alguna cosa a los ojos del
vulgo, pero en breve cae sobre él la divina venganza, y si le perdona
en este mundo, le persigue con furor en el otro. No es pues en medio
de los honores ni en la opinión de los hombres donde debemos tratar de
distinguirnos, y sí ante aquel tribunal terrible que nos ha de juzgar
severamente después de nuestra muerte.»

Tenía Lisis diecisiete años: su alma estaba llena de pasiones y su
imaginación era viva y despejada. Explicábase con tanta gracia como
soltura: sus amigos no cesaban de ensalzar estas prendas, y tanto
con sus ejemplos como con sus chistes, la violencia con que había
vivido hasta entonces; pero Filótimo le dijo un día: «Los niños y los
jóvenes estaban más sujetos en otro tiempo que lo están hoy día. Solo
usaban vestidos ligeros para preservarse del rigor de las estaciones
y saciaban el hambre con alimentos los más comunes. En las calles, en
casa de sus maestros y de sus padres y parientes, se presentaban con
la vista baja y con una postura modesta. No se atrevían a desplegar
los labios en presencia de las personas de mayor edad, y se les
acostumbraba de tal modo a la decencia que estando sentados se hubieran
avergonzado de cruzar las piernas». «¿Y que resultaba de esta rudeza
de costumbres?», preguntó Lisis. «Aquellos hombres rudos», respondió
Filótimo, «derrotaron a los persas y salvaron a la Grecia». «También
los derrotaríamos nosotros». «Lo dudo: cuando en las fiestas de Atenea
veo a nuestra juventud que apenas puede sostener el escudo, al mismo
tiempo que mide los pasos de danzas groseras con tanta afeminación y
elegancia.»

Los triunfos de los oradores públicos excitaban la ambición de Lisis.
Por casualidad oyó en el Liceo a algunos sofistas disertar largamente
sobre política y creyose en estado de ilustrar a los atenienses.
Reprobaba con calor la administración presente, y esperaba con igual
impaciencia que la mayor parte de los de su edad el momento en que le
fuese permitido subir a la tribuna; pero su padre le desvaneció esta
ilusión, así como Sócrates destruyó la del joven hermano de Platón.

Quedose Lisis pasmado al ver la extensión de conocimientos que eran
necesarios al hombre de estado, cuyos pormenores le manifestaron.
Aristóteles le instruyó de la naturaleza de las diferentes especies de
gobierno, cuya idea habían concebido los legisladores; su padre, de la
legislación, de las fuerzas y del comercio, tanto de su nación como de
los otros pueblos; en seguida se decidió que, después de perfeccionada
su educación, viajaría por todos aquellos que tenían algunas relaciones
de interés con los atenienses.

Yo llegué entonces de Persia y encontré a Lisis en la edad de dieciocho
años, que es cuando los hijos de los atenienses pasan a la clase de
los efebos y son alistados en la milicia. Condujeron pues a Lisis a la
capilla de Agraula y allí, ante los altares, hizo el juramento solemne
de no deshonrar las armas de la república, de no abandonar su puesto,
de sacrificar su vida por la patria y de dejarla más floreciente que
la había encontrado. No salió de Atenas en todo el año: velaba por
la seguridad de la ciudad, hacía las guardias con puntualidad y se
instruía en la disciplina militar. Satisfecho el pueblo de su conducta,
a principios del año siguiente le entregó en la asamblea general el
escudo y la lanza, partió sin detención y fue empleado sucesivamente
en las plazas situadas sobre las fronteras del Ática. A su vuelta,
habiendo llegado ya a la edad de veinte años, le faltaba un requisito
formal cual era un acto que le pusiese en el goce de todos los derechos
de ciudadano ateniense. Presentole pues su padre a la asamblea del
distrito a que estaba agregada su familia, con cuyo acto había sido ya
reconocido en la curia. Obtuvo Lisis los votos necesarios de aquella
asamblea, quedó inscrito en el padrón, y desde aquel momento tuvo el
derecho de asistir a las juntas, de aspirar a las magistraturas y
de administrar sus bienes si llegaba a quedar sin padre. De vuelta
a Atenas, pasamos segunda vez a la capilla de Agraula, donde Lisis,
revestido de sus armas, renovó el juramento que había hecho ya dos años
antes.




CAPÍTULO XXVI.

De la música de los atenienses.


Fui un día a ver a Filótimo en una casita que tenía extramuros de
Atenas en la colina del Cinosargo, distante tres estadios de la puerta
Melítida. La situación era deliciosa: por todas partes se recreaba la
vista en cuadros preciosos y variados. Después de haber recorrido los
diferentes barrios de la ciudad y sus cercanías, se extendía hasta
las montañas de Salamina, de Corinto y aun de la Arcadia. Pasamos a un
huertecito que Filótimo mismo cultivaba y le daba frutas y legumbres en
abundancia. Todo su adorno consistía en un bosque de plátanos, en medio
del cual se veía un altar consagrado a las Musas. «Experimento sumo
disgusto», dijo Filótimo, «cada vez que tengo que dejar este retiro.
Vigilaré la educación del hijo de Apolodoro, pues lo he prometido,
pero es el último sacrificio que haré de mi libertad». Y conociendo la
sorpresa que me causaba este lenguaje, «los atenienses», añadió, «no
necesitan ya instrucción; ¡son tan amables! Porque, en verdad, ¿qué
puedo yo decir a unas gentes que establecen por principio que el placer
de una sensación es preferible a todas las verdades de la moral?».

La casa me pareció adornada con tanta decencia como gusto. Vimos en un
gabinete liras, flautas e instrumentos de diferentes formas, de los
cuales algunos ya no servían; y estaban ocupados varios estantes con
libros de música. Supliqué a Filótimo que me indicase los que fuesen
a propósito para enseñarme los principios, y me respondió que no había
ninguno entre tantos. «Nosotros no tenemos», añadió, «más que un corto
número de obras, muy superficiales, sobre el género enarmónico, y un
número mayor sobre la preferencia que debe darse en la educación a
ciertas especies de música. Ningún autor ha emprendido hasta ahora el
ilustrar metódicamente todas y cada una de las partes de esta ciencia».
Manifestele entonces un vivo deseo de tener a lo menos alguna noción, y
cediendo a mis instancias, se explicó en los términos siguientes.

«Podéis juzgar de nuestro gusto en la música por la multitud de
acepciones que damos a esta palabra, pues la aplicamos indiferentemente
a la melodía, a la medida, a la poesía, a la danza, al ademán, al gesto
y a la reunión de casi todas las artes. Aún no basta. El espíritu de
combinación que se ha introducido entre nosotros hace ya cerca de dos
siglos, y que por todas partes nos obliga a buscar aproximaciones,
ha querido someter a las leyes de la armonía los movimientos de los
cuerpos celestes y los de nuestra alma». Después de este preámbulo,
me habló de la música en su esencia. No referiré aquí todo lo que me
dijo acerca del sonido, los intervalos, las concordancias, los géneros,
los modos y el ritmo, pues todos estos pormenores serían quizás
impertinentes y fastidiosos para la mayor parte de los lectores; pero
juzgo útil hacerles una relación en compendio de la conversación que
tuvimos juntos el día siguiente sobre la parte moral de la música.

Levanteme en aquella hora en que los habitantes del campo llevan las
provisiones a la plaza y los de la ciudad se esparcen confusamente por
las calles. El cielo estaba despejado y sereno, gozaban mis sentidos de
una frescura deliciosa, y parecía que me daba una nueva existencia. El
oriente brillaba con los fulgores del Sol, y toda la tierra respiraba
con la salida de este astro que parece reproducirla cada día. Absorto
en vista de un espectáculo tan hermoso, no había reparado en la llegada
de Filótimo, el cual me dijo: «os he sorprendido en una especie de
arrebato». «No ceso de experimentarle», le respondí, «desde que estoy
en Grecia. La extremada pureza del aire que en ella se respira, y los
vivos colores con que se presentan a mis ojos los objetos, parece que
ensanchan mi alma y la causan nuevas sensaciones». Tomamos pues de
aquí ocasión para hablar de la influencia del clima. Filótimo atribuía
a esta causa la admirable sensibilidad de los griegos, la cual, decía,
es para ellos un manantial inagotable de placeres y de errores que
parece se aumentan de día en día. «Yo creía, al contrario», repliqué,
«que empezaba a debilitarse. Si me engaño, decidme pues: ¿por qué
la música no obra los mismos prodigios que en otro tiempo?». «Es»,
respondió, «porque en otro tiempo era más grosera y las naciones
estaban todavía en su infancia. Si en algunos hombres cuya alegría solo
se excitaba con sonidos estrepitosos, una voz acompañada de algunos
instrumentos les hacía conocer una melodía muy sencilla, aunque sujeta
a ciertas reglas, en breve se les veía también, enajenados de gozo,
explicar su admiración con las más fuertes hipérboles: he aquí lo que
experimentaron los pueblos de la Grecia antes de la guerra de Troya.
Anfión animaba con sus cantos a los obreros que construían la fortaleza
de Tebas, como se ha practicado después cuando se reedificaron los
muros de Mesina: por esto se dice que se habían levantado las murallas
de Tebas al son de su lira. Orfeo modulaba la suya con un corto
número de sones agradables, y no obstante se dice que los tigres se
amansaban y venían a lamerle los pies». «No remonto», le dije, «a
aquellos siglos remotos; pero os cito los lacedemonios, divididos entre
ellos y de repente reunidos a los ecos armoniosos de Terpandro; los
atenienses, dominados por los cantos de Solón en la isla de Salamina,
con desprecio de un decreto que condenaba a muerte a un orador harto
atrevido para proponer la conquista de aquella isla; las costumbres
de los habitantes de Arcadia suavizadas por la música; y dejo de
referir otros muchos hechos que ignoro, o de que no se tiene noticia,
a pesar de las investigaciones vuestras». «Los conozco bastante»,
dijo Filótimo, «para aseguraros que desaparece lo maravilloso cuando
se examina detenidamente. Terpandro y Solón debieron sus buenos
resultados no tanto a la música como a la poesía; y menos quizás a
esta que a las circunstancias particulares. Era preciso, pues, que los
lacedemonios hubiesen comenzado ya a cansarse de sus desavenencias,
pues consintieron en escuchar a Terpandro. En cuanto a la revocación
del decreto conseguida por Solón, entiendo que jamás causará admiración
a los que conocen la ligereza de carácter de los atenienses. El ejemplo
de los habitantes de la Arcadia es más admirable. Estos pueblos habían
contraído en un clima riguroso y en unos trabajos duros, una ferocidad
que les hacía desgraciados. Sus primeros legisladores advirtieron la
impresión que el canto hacía en sus almas, y los juzgaron susceptibles
de la dicha, porque eran sensibles. Los niños aprendieron a celebrar
a los dioses y los héroes del país. Establecieron las fiestas de los
sacrificios públicos, pompas solemnes y fiestas de mancebos y de
doncellas. Estas instituciones que aún duran, redujeron insensiblemente
al trato unos hombres agrestes; llegaron a ser dóciles, humanos y
benéficos; pero ¡cuántas causas no contribuyeron con la música a este
cambiamiento!

»Desde que la música ha hecho tan grandes progresos, ha perdido el
augusto privilegio de instruir a los hombres y de hacerlos mejores».
«¿En qué consiste», le dije, «que un arte que tiene tanto imperio en
nuestras almas, se hace menos útil cuanto es más agradable?». «Vos
mismo lo comprenderéis quizás», me respondió, «si comparáis la música
antigua con la moderna. Sencilla en su origen, más rica y más varia
después, animó sucesivamente los versos de Hesíodo y de Homero, de
Arquíloco y de Terpandro, de Simónides y de Píndaro. Inseparable de la
poesía, adquiría los encantos de esta o más bien le prestaba los suyos.

»No hay más que una expresión para manifestar con toda su fuerza una
imagen o un sentimiento. En la música vocal, la expresión única es
la especie de entonación que conviene a cada palabra, a cada verso.
Así es que los antiguos poetas que eran a la vez músicos, filósofos y
legisladores, jamás perdieron de vista este principio. Las palabras,
la melodía, el ritmo, confiados a una misma mano, dirigían sus
esfuerzos de modo que todo concurría igualmente a la unidad de la
expresión. Emplearon nuestros tres principales modos, y los aplicaron
con preferencia a las tres especies de asuntos que se veían obligados
a tratar casi siempre. Si se trataba de animar al combate una nación
belicosa o hablarle de sus hazañas, entonces la armonía dórica
prestaba su majestad y su fuerza; si era necesario para instruirle
en la ciencia de la desgracia, ofrecen a su vista grandes ejemplos
de infortunio las elegías, las endechas tomaban el tono penetrante y
patético de la armonía lidia. Cuando era menester, en fin, inspirarle
respeto y gratitud hacia los dioses, se hacia uso de la frigia, como
la más propia para los cantos sagrados. Así es cómo los himnos de los
primeros poetas inspiraban la piedad; sus poemas, el deseo de gloria;
y sus elegías, la firmeza en los reveses. Los cantos fáciles, nobles
y expresivos, imprimían fácilmente en la memoria los ejemplos con los
preceptos; y la juventud, acostumbrada desde muy temprano a repetir
estos cantos, adquiría con gusto el amor al deber y la idea de la
verdadera belleza.

»¿Por qué motivo la más bella institución de los hombres no ha de
servir hoy día más que a nuestros placeres? ¿Sabéis que es lo que más
ha contribuido al descrédito de la música antigua? Pues son los jonios:
sí, este pueblo que no ha podido defender su independencia contra los
persas, y que en un país fértil y bajo el cielo más hermoso del mundo
se consuela de esta pérdida en el seno de las artes y del deleite.
Su música ligera, brillante, llena de gracias, da a conocer al mismo
tiempo la molicie en que se vive gozando de aquel clima afortunado.
Nos costó algún trabajo y dificultad acostumbrarnos a sus acentos. Uno
de aquellos jonios llamado Timoteo, fue en un principio silbado en
nuestro teatro; pero Eurípides, que conocía el genio de su nación, le
predijo que reinaría en la escena, y así ha sido. Entre nosotros los
artesanos o los mercenarios deciden de la suerte de las composiciones
filarmónicas. Llenan el teatro, asisten a los combates de este arte
y se constituyen en los árbitros del gusto: como necesitan agitación
más bien que entusiasmo, cuanto más atrevida, fogosa y arrebatada es
la música, tanto más les arrebata; y así es que por más que algunos
filósofos han querido gritar que el admitir semejantes innovaciones
era trastornar los cimientos del estado, y a pesar de que los autores
dramáticos lanzaron mil dardos contra aquellos que introducían las
novedades, como quiera que no tenían decretos que lanzar en favor de
la antigua música, los encantos de su enemiga han venido a parar en
subyugarlo todo. Yo aprecio en las producciones de los antiguos un
poeta que me haga amar mis deberes, y admiro en las de los modernos
un músico que me causa placer. ¡Oh, qué lección me da un flautista
cuando remeda el canto del ruiseñor, y en nuestros juegos el silbo de
la serpiente, cuando en un pasaje bien ejecutado de su música, reúne en
mi oído una multitud de sones rápidamente acumulados uno sobre otro!
Yo he visto a Platón preguntar ¿qué significaba este ruido? Y en
tanto que la mayor parte de los espectadores aplaudían con entusiasmo
el atrevimiento del músico, tacharle de ignorante y presuntuoso; de
una parte, porque no tenía la menor idea de lo que es la verdadera
belleza, y de otra, porque solo aspiraba a la vanagloria de vencer una
dificultad. Y en verdad, ¿qué efecto pueden causar unas palabras que,
arrastradas por el canto, fuera de orden, contrariadas en su marcha, no
pueden llamar la atención, aplicada únicamente a la melodía?

»Se debe vituperar sin embargo en la música actual aquella dulce
molicie, aquellos sones encantadores que arrebatan a la multitud, y
cuya expresión, no teniendo objeto determinado, es siempre interpretada
en favor de su pasión dominante. Su único efecto es el de enervar más
y más una nación, donde las almas, sin vigor y sin carácter, solo se
distinguen por los diferentes grados de su pusilanimidad.

»No creáis», añadió Filótimo, «que la música pueda jamás levantarse de
su caída. Sería menester cambiar nuestras costumbres y restituirnos
nuestras virtudes, y es más difícil reformar una nación que
civilizarla. Nosotros ya no tenemos costumbres; tenemos placeres. La
antigua música convenía a los atenienses vencedores en Maratón; la
nueva conviene a los atenienses vencidos en Egospótamos».

«¿Por qué, pues», le pregunté, «por qué enseñáis a vuestro discípulo un
arte tan funesto? ¿De qué sirve efectivamente?». «¿Para qué sirve?»,
repitió riendo. «Sirve como de chupete a los niños de toda edad para
impedir que rompan los muebles de la casa. Ocupa y distrae a aquellos
cuya ociosidad sería temible en un gobierno como el nuestro; divierte,
en fin, a los que, no siendo temibles sino por el fastidio que llevan
consigo, no saben en qué pasar las horas.

»Lisis aprenderá música porque, estando destinado a ocupar los primeros
empleos de la república, debe estar en disposición de dar su dictamen
sobre las composiciones que se representen, ya sea en el teatro, ya en
las contiendas musicales. Conocerá todos los tipos de armonía, y solo
apreciará los que puedan influir en sus costumbres; porque a pesar
de su depravación, la música puede darnos todavía algunas lecciones
útiles. Yo le daré algunos instrumentos, bajo condición de que nunca
llegue a ser tan diestro como los profesores del arte. Quiero que una
música selecta ocupe agradablemente los ratos que pueda tener ociosos;
que le descanse de sus tareas en lugar de aumentarlas, y que modere
sus pasiones si es muy sensible. Quiero en fin que tenga presente esta
máxima: que la música nos llama al placer y la filosofía a la virtud,
pero que por medio del placer y de la virtud la naturaleza nos conduce
a la dicha».




CAPÍTULO XXVII.

Continuación sobre las costumbres de los atenienses.


Ya he dicho antes que en ciertas horas del día los atenienses se
reunían en la plaza pública o en las tiendas que hay alrededor de ella.
También fui yo allí muchas veces, ya para aprender alguna cosa nueva y
ya para estudiar el carácter del pueblo.

Me puse, pues, un día a recorrer los diferentes corrillos que había
alrededor de la plaza, compuestos de gentes de toda edad y de todos
estados, y habiendo vuelto la cabeza para ver una partida de dados, se
acercó a mí un hombre muy apresurado y me dijo: «¿Sabéis la noticia
que corre?». «No», le respondí. «¡Cómo! ¿Lo ignoráis? Tengo el mayor
gusto de decírosla: me la ha dado Nicerato, que acaba de llegar de
Macedonia. El rey Filipo ha sido derrotado por los ilirios y está
prisionero, ha muerto». «¡Cómo!, ¿será cierto?». «No hay la menor
duda. Acabo de encontrar a dos arcontes nuestros, y he visto pintada
la alegría en sus rostros. Sin embargo, reservadlo y sobre todo no me
citéis». Dejome al instante y se fue a comunicar el secreto a todo el
mundo.

Así que se marchó, me introduje en un grupo de gente que había
alrededor de un adivino que se lamentaba de la incredulidad de los
atenienses y exclamaba diciendo: «Cuando en la asamblea general hablo
de las cosas divinas y os revelo lo futuro, os burláis de mí como de
un loco; esto no obstante, los acontecimientos han acreditado mis
predicciones; pero vosotros tenéis envidia a todos los que tienen
luces superiores a las vuestras». Iba a continuar cuando vimos venir
a Diógenes, que acababa de llegar de Lacedemonia. «¿De donde venís?»,
le preguntó uno. «Del aposento de los hombres al de las mujeres»,
respondió. «¿Había mucha gente en los juegos olímpicos?», le dijo
otro. «Muchos espectadores y pocos hombres». Estas respuestas fueron
aplaudidas, y al instante se vio Diógenes rodeado de una multitud de
atenienses que le incitaba para que dijese agudezas. «¿Por qué coméis
en el mercado?», le decía uno. «Porque tengo hambre en el mercado».
«¿Cómo podré vengarme de mi enemigo?», preguntaba otro. «Siendo
más virtuoso que él». «Diógenes», le dijo otro, «os ponen nombres
ridículos». «Pero yo no los tomo». Un extranjero natural de Mindo,
quiso saber qué le había parecido aquella ciudad. «He aconsejado a los
habitantes», respondió, «que cierren las puertas para que no se les
escape». El parásito Critón, que estaba subido encima de una silla,
le preguntó por qué le llamaban perro. «Porque acaricio a los que me
dan de comer, ladro a los que me lo niegan y muerdo a los malvados».
«¿Y cuál es», replicó el parásito, «el animal más dañoso?». «Entre los
animales salvajes el calumniador, entre los domésticos el que adula».
Al oír esto los circunstantes soltaron la carcajada; el parásito
desapareció y continuaron con más calor las incitaciones. «¿De dónde
sois, Diógenes?», le dijo uno. «Soy ciudadano del universo», respondió.
«No», replicó otro, «es de Sinope, y los vecinos le obligaron a
salir de la ciudad». «Y yo les he condenado a quedar en ella». Un
joven bien parecido se adelantó, y dijo una expresión tan indecente
que se abochornó uno de sus amigos de la misma edad, y Diógenes le
dijo a este: «Valor, hijo mío; esos son los colores de la virtud», y
dirigiéndose en seguida al primero: «¿No tenéis vergüenza», le dijo,
«de sacar una espada de plomo de una vaina de marfil?» El joven,
encolerizado, le dio un bofetón y él sin inmutarse respondió: «muy
bien; me enseñas una cosa, y es que tengo necesidad de un casco».
«¿Qué fruto habéis sacado de vuestra filosofía?», le preguntó entonces
uno. «Ya lo veis», respondió, «el estar preparado a todos los
acontecimientos.»

En aquel momento estaba cayendo agua de lo alto de una casa a Diógenes
en la cabeza y no mudaba de sitio. Algunos circunstantes manifestaron
compadecerse, y Platón, que por casualidad pasaba por allí, les dijo:
«Si queréis que le aproveche vuestra compasión, haced como que no lo
veis».

Un día encontré en el pórtico de Zeus algunos atenienses que suscitaban
cuestiones filosóficas. «No», decía un antiguo discípulo de Heráclito,
«no puedo contemplar la naturaleza sin un secreto espanto. Los seres
insensibles están en un estado continuo de guerra o destrucción. Los
que viven en los aires, en la tierra, en el agua, no han recibido
la fuerza o la astucia sino para perseguirse o destruirse. Yo mismo
devoro el animal que he criado por mi mano, en tanto que unos viles
insectos me devoran a mí también». «Yo fijo mi vista», dijo un joven
partidario de Demócrito, «en objetos más risueños: el flujo y reflujo
de las generaciones no me aflige más que la sucesión periódica de las
olas del mar o las hojas de los árboles. ¿Qué me importa a mí que
tales individuos aparezcan o desaparezcan? La tierra es una escena que
muda de decoración a cada instante. ¿Acaso no se cubre todos los años
con nuevas flores y nuevos frutos? Los átomos de que estoy compuesto,
después de haberse separado se reunirán un día, y yo volveré a vivir
bajo otra forma».

Salimos del pórtico y fui a las orillas del Iliso, reflexionando
sobre lo que acababa de oír sobre unos sistemas los más raros o más
extravagantes con que me habían entretenido unos hombres llamados
filósofos. Cansado de mi paseo y aún más de mis reflexiones, me senté
al pie de un plátano bajo el cual solía ir Sócrates algunas veces a
conferenciar con sus amigos. Invoqué en alta voz a aquel hombre tan
sabio, y regaba con mi llanto aquel paraje donde estaba sentado,
cuando vi desde lejos a Foco, hijo de Foción, y a Ctesipo, hijo de
Cabrias, acompañados de algunos jóvenes. Como yo tenía relaciones
con ellos, se acercaron a mí y me precisaron a seguirlos. Fuimos a
la plaza pública, y nos enseñaron unos epigramas y cantares contra
los que estaban al frente de los negocios, y se decidió que el mejor
gobierno era el de Lacedemonia. Desde allí nos dirigimos al teatro,
donde representaban aquel día unas piezas nuevas que nosotros silbamos
pero que tuvieron aceptación. Luego montamos a caballo y fuimos a
bañarnos, y a la vuelta nos quedamos a cenar con unas cantantes y unos
flautistas. Entonces olvidé el pórtico, el plátano y Sócrates. Pasamos
una parte de la noche bebiendo, y el resto en pasear por las calles
insultando a los que pasaban. Cuando volví en mí, determiné fijar mis
ideas sobre las opiniones que había oído manifestar en el pórtico,
frecuentar la biblioteca de un ateniense amigo mío, y aprovecharme de
esta ocasión para enterarme circunstanciadamente de los diferentes
ramos de la literatura griega.




CAPÍTULO XXVIII.

Biblioteca de un ateniense. Clase de filosofía.


Había muchos atenienses que tenían colecciones de buenos libros,
pero la más digna de atención era la de Euclides. La adquirió de sus
padres, y merecía poseerla porque conocía su mérito. Al entrar en ella
experimenté admiración y placer al mismo tiempo, pues me hallaba en
medio de los ingenios más ilustres de la Grecia. La reunión de todos
los soberanos de estas regiones me hubiese parecido quizás menos
imponente, y así es que exclamé al cabo de algunos momentos: «¡Ay de
mí! ¡Qué de conocimientos están negados a los escitas!». Y después
he dicho más de una vez: «¡Oh, cuántos conocimientos inútiles a los
hombres!».

Omitiré el hablar aquí de todos los materiales que se emplean para
escribir sobre ellos. Sucesivamente se usaron pieles de cabra y de
oveja y diversas especies de telas; después se echó mano de un papel
hecho de las capas interiores del tallo de una planta que se cría
en los lagos del Egipto, en medio de las aguas muertas del Nilo,
después de sus inundaciones. De él hacen rollos, a cuya extremidad
cuelgan un rótulo que contiene el título del libro. Solo escriben en
una de las caras de cada rollo, y para que se pueda leer los dividen
en varias partes o páginas. Hay copiantes de profesión que solo se
ocupan en trasladar las obras que llegan a sus manos, aunque a veces
algunos particulares se toman este trabajo con el deseo de instruirse.
Demóstenes me dijo un día que, para formar su estilo, había copiado
de su mano la historia de Tucídides. De aquí es que multiplican los
ejemplares; pero a causa del coste de la copia no son bastante comunes,
y de esto resulta que las luces se difunden con tanta lentitud. Un
libro se hace más raro cuando sale a luz en un país lejano, o cuando
trata de materias que no están al alcance de todo el mundo. Yo he
visto al mismo Platón, a pesar de la correspondencia que tenía con la
Italia, lograr con dificultad ciertas obras de filosofía, y dar cien
minas (cerca de cuarenta mil reales) por tres obritas de Filolao.
Los libreros de Atenas no pueden ni tomar esto a su cargo, ni hacer
semejantes desembolsos; así es que por lo común tienen un surtido
de libros de pura diversión, de los cuales envían una parte a los
países limítrofes y a veces a las colonias griegas establecidas en
las costas del Ponto Euxino. El frenesí de escribir fomenta sin cesar
este comercio. Los griegos se han ejercitado en todos los géneros de
literatura, y se puede juzgar de ello por las diversas noticias que
daré relativas a la biblioteca de Euclides.

Daré principio pues por la clase de filosofía, cuya ciencia solo
remonta su origen al siglo de Solón, que floreció unos doscientos
cincuenta años hace. Anteriormente tenían los griegos teólogos y no
conocían a ningún filósofo. Cuidándose poco de estudiar la naturaleza,
los poetas recogían y acreditaban con sus obras los embustes y las
supersticiones que reinaban entre el pueblo; pero en tiempo de aquel
legislador se hizo repentinamente una revolución maravillosa en las
luces. Tales y Pitágoras echaron los cimientos de su filosofía; Cadmo
de Mileto escribía la historia en prosa; Tespis dio nueva forma a la
tragedia y Susarión a la comedia.

Tales de Mileto, en Jonia, uno de los siete sabios de Grecia, nació en
el año primero de la tercera olimpiada (hacia el 580 antes de J. C.).
Desempeñó primeramente con tino los empleos distinguidos, a que le
llamaron su sabiduría y su ilustre nacimiento, y luego la necesidad de
instruirse más y más le obligó a viajar entre las naciones extrañas. A
su vuelta se dedicó al estudio de la naturaleza, dejó atónita la Grecia
con la predicción de un eclipse de sol, y la ilustró comunicándole las
luces que había adquirido en Egipto sobre la geometría y astronomía;
vivió libre, gozó pacíficamente de su reputación y murió exento de
pesares.

Nada hay tan célebre como el nombre de Pitágoras; nada tan poco
conocido como los pormenores de la vida de este filósofo. Parece que
en su juventud tomó lecciones de Tales y de Ferécides de Siros, y que
después residió mucho tiempo en Egipto. Los arcanos de los misterios
de los egipcios y las largas meditaciones de los sabios del oriente
tuvieron tanto atractivo para su imaginación ardiente como le tuvo
para su carácter firme el régimen severo que la mayor parte de ellos
habían abrazado. Cuando volvió de sus viajes, hallando su patria
oprimida por un tirano, fue a establecerse en Crotona de Italia. Los
habitantes de esta ciudad se hallaban entregados a la mayor corrupción,
pero sus instrucciones y sus ejemplos tuvieron tal influencia en su
conducta que en un solo día se vio a las mujeres, subyugadas por su
elocuencia, consagrar en un templo los más ricos adornos con que se
ataviaban. Poco satisfecho de este triunfo, quiso perpetuarle educando
a la juventud en los principios que le habían procurado. Imaginó pues
un sistema de educación que, para hacer las almas capaces de la verdad,
debía hacerlas independientes de los sentidos. Entonces fue cuando
formó aquel famoso instituto que hasta en estos últimos tiempos se ha
distinguido entre las demás sectas filosóficas.

Habiendo llegado a una extrema vejez, tuvo el dolor de ver su obra casi
destruida por la envidia de los principales habitantes de Crotona.
Precisado a huir, anduvo errante de ciudad en ciudad hasta el momento
en que su muerte hizo callar la envidia y tributar a su memoria los
honores que el recuerdo de sus infortunios llevó al exceso. La escuela
de Jonia debe su origen a Tales; la de Italia a Pitágoras; estas dos
escuelas han formado otras que todas han producido grandes hombres.
Euclides, al reunir sus escritos, tuvo cuidado de clasificarlos según
los diferentes sistemas de filosofía. A continuación de Tales se
veían las obras de los que se han trasmitido su doctrina. Estos son
Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, el primero que enseñó filosofía en
Atenas, y Arquelao que fue el maestro de Sócrates. Sus escritos tratan
de la formación del universo, de la naturaleza de las cosas, de la
geometría y de la astronomía.

Los tratados siguientes tenían mucha más relación con la moral, porque
Sócrates y sus discípulos se han ocupado menos de la naturaleza en
general que del hombre en particular. Sócrates únicamente ha dejado
por escrito un himno en honor de Apolo y algunas fábulas de Esopo que
puso en verso cuando estaba preso. Encontré en casa de Euclides estas
dos piececitas y las obras producidas por la escuela de este filósofo.
Casi todas están en forma de diálogos en que Sócrates es el principal
interlocutor, porque se propuso recordar así sus conversaciones.

De la escuela de Italia ha salido un número de escritores mucho mayor
que de la Jonia. Además de algunos tratados que atribuyen a Pitágoras
y que no parecen auténticos, la biblioteca de Euclides contenía casi
todos los escritos de los filósofos que han seguido o modificado su
doctrina. Tales fueron Empédocles de Agrigento, a quien los habitantes
de esta gran ciudad ofrecieron la corona y él prefirió establecer la
igualdad entre ellos; Epicarmo, siciliano, que se atrajo la enemistad
de los demás filósofos por haber revelado el secreto de sus doctrinas
en sus comedias; Ocelo de Lucania, Timeo de Locres y Arquitas de
Tarento, célebre por sus descubrimientos importantes en la mecánica;
Filolao de Crotona, uno de los primeros griegos que hicieron mover la
tierra alrededor del centro del universo; Eudoxo, a quien he visto
muchas veces en casa de Platón, y que fue a un mismo tiempo geómetra,
astrónomo, médico y legislador, en fin otros muchos que no fueron
célebres hasta después de su muerte.

Díjome Euclides que la escuela de Jonia había difundido por la tierra
menos luces que la de Italia, pero que esta había incurrido en
desaciertos, de que era natural que se apartase su rival. En efecto,
los dos grandes hombres que las fundaron pusieron en sus obras el
sello de su ingenio. Tales, distinguido por un juicio profundo, tuvo
por discípulos unos sabios que estudiaron la naturaleza por caminos
sencillos, y su escuela produjo al fin a Anaxágoras y la más pura
teología. Pitágoras, dominado por una imaginación fuerte, fundó una
secta de piadosos entusiastas, que al principio solo vieron en la
naturaleza proporciones y armonía, y pasando luego de un género de
ficciones a otro, dieron origen a la escuela de Elea en Italia y a la
más abstracta metafísica.

Esta última escuela debe su origen a Jenófanes de Colofón, en Jonia. De
ella han salido muchos filósofos muy distinguidos, a saber: Parménides
de Elea, que dio excelentes leyes a su patria; Zenón, que conspiró
contra un opresor y murió sin haber querido declarar quiénes eran sus
cómplices; Arquitas y Meliso, que mandaron ejércitos; Demócrito de
Abdera, en Tracia, que hizo cesión de una parte de sus bienes en favor
de uno de sus hermanos para viajar, a ejemplo de Pitágoras, por los
pueblos que los griegos tratan de bárbaros y que eran depositarios
de las ciencias. Protágoras, que llegó a ser uno de los sofistas más
hábiles de Atenas y que terminó siendo acusado de ateísmo y desterrado
del Ática.

Entre los autores que han escrito de filosofía no debo omitir a
Heráclito de Éfeso, que ha merecido el apodo de _Tenebroso_ por la
oscuridad de su estilo. Este hombre de carácter sombrío y de un orgullo
insufrible empezó confesando que nada sabía, y acabó diciendo que lo
sabía todo. Los de Éfeso quisieron ponerle al frente de su república,
a lo cual se negó irritado porque habían desterrado a Hermodoro, su
amigo. Le pidieron leyes y contestó que estaban muy corrompidos.
Habiéndose hecho odioso a todos, salió de Éfeso y se retiró a los
montes, donde solo se alimentaba de hierbas silvestres y no sacaba más
fruto de sus meditaciones que el aborrecer más y más a los hombres.

Las obras de estos escritores célebres estaban acompañadas de otras
muchas, cuyos autores son menos conocidos. Mientras que yo felicitaba a
Euclides por ser el posesor de una colección tan preciosa, vi entrar en
la biblioteca un hombre venerable por su aspecto, su edad y su porte.
Caíale el cabello suelto por los hombros y tenía la frente ceñida de
una diadema y una corona de mirto. Este era Calias, el hierofante
o gran sacerdote de Deméter, íntimo amigo de Euclides, quien tuvo
la atención de presentarme a él y hablarle en favor mío. Al cabo de
algunos momentos de conversación volví yo a mis libros y los repasé
con tal asombro que Calias lo notó y me preguntó si gustaría de tener
algunas nociones de la doctrina que contenían. Satisfecho de mi
respuesta, empezó a hablar de las causas primeras y de los sistemas
de los filósofos, haciendo un discurso muy largo por el cual me hizo
ver que en la enorme colección que teníamos a la vista las luces más
vivas brillaban en medio de la mayor oscuridad, que el exceso del
delirio estaba unido a lo profundo de la sabiduría, y que el hombre
había desplegado al mismo tiempo la fuerza y la debilidad de su razón.
De todo cuanto me dijo y yo escuchaba sin dejar de manifestarle mi
sorpresa, me complazco en poder retener estas hermosas palabras:
«Acordaos, hijo mío, que la naturaleza está cubierta con un velo de
bronce, que los esfuerzos reunidos de todos los hombres y de todos los
siglos no bastan para poder levantar el borde de este velo, y que la
ciencia del filósofo consiste en discernir el punto donde empiezan los
misterios y la sabiduría, en respetarlos».




CAPÍTULO XXIX.

Continuación de la biblioteca. — La astronomía y la geografía.


Se fue Calias luego que hubo concluido su discurso, y Euclides,
dirigiéndose a mí, me dijo: «Hace mucho tiempo que he mandado buscar
en Sicilia la obra de Petrón de Hímera, quien no solamente admitía
la pluralidad de los mundos, sino que contaba ciento ochenta y tres.
Siguiendo el ejemplo de los egipcios comparaba el universo a un
triángulo: ponía sesenta mundos a cada lado y los tres restantes en los
tres ángulos. En medio del triángulo es el campo de la verdad: allí, en
una inmovilidad profunda, residen los ejemplares y las relaciones de
las cosas que han existido y de las que existirán. Alrededor de estas
esencias puras está la eternidad, de cuyo seno emana el tiempo que,
semejante a un arroyo inagotable, corre y se difunde en esta multitud
de mundos».

«Antes que vuestros filósofos», interrumpí yo, «hubiesen producido
a lo largo tanta multitud de mundos, habían conocido con todos sus
pormenores el que nosotros habitamos, y creo que no hay entre nosotros
un cuerpo, del cual no hayan determinado la naturaleza, la magnitud y
el movimiento». «Cada uno de ellos ha fundado su sistema. Habiéndose
atrevido a decir Anaxágoras, en tiempo de nuestros padres, que la
Luna era una tierra casi semejante a la nuestra y el Sol una tierra
inflamada, lo tuvieron por impío y se vio en la precisión de huir de
Atenas, pues el pueblo quería poner estos dos astros en la clase de los
dioses».

«¿Y cómo se ha probado», dije yo, «que la Luna es semejante a la
tierra?». «No se ha probado», me respondió, «pero así se ha creído.
Hubo uno que dijo: “si hay montes en la Luna, la sombra de ellos en su
superficie será quizás las manchas que a nuestra vista se ofrecen”. Al
punto se dedujo que en la Luna había montañas, valles, ríos, llanuras y
muchas ciudades. A continuación ha sido preciso conocer sus habitantes
que, según Jenófanes, pasan su vida lo mismo que nosotros. Según
algunos discípulos de Pitágoras, las plantas son allí más bellas, los
animales quince veces más grandes y los días quince veces más largos
que los nuestros». «Y sin duda», le dije yo, «serán los hombres quince
veces más inteligentes que los de nuestro globo. Esta idea divierte mi
imaginación. Como quiera que la naturaleza es todavía más rica por las
variedades que por el número de las especies, distribuyo a mi arbitrio
en los diferentes planetas varios pueblos que tienen uno, dos, tres o
cuatro sentidos más que nosotros. En seguida comparo los genios con
los que la Grecia ha producido, y os confieso que compadezco a Homero y
a Pitágoras». «Demócrito», respondió Euclides, «ha salvado su gloria de
este paralelo humillante. Persuadido quizás de la excelencia de nuestra
especie, ha resuelto que los hombres son individualmente los mismos en
todas partes; y, según dice, existimos a un mismo tiempo y de la misma
manera sobre nuestro globo, sobre el de la Luna y en todos los mundos
del universo».

«Se conviene generalmente hoy día», continuó Euclides, «en que
los astros son de una forma esférica. En cuanto a su magnitud, no
hace mucho tiempo que Anaxágoras decía que el sol es mayor que el
Peloponeso, y Heráclito que solo tiene un pie de diámetro».

Después de largas correrías por el cielo volvimos a la tierra, y dije a
Euclides: «En verdad que no hemos traído grandes verdades de tan largo
viaje. Seremos sin duda más felices sin salir de entre nosotros, porque
la mansión que habitan los hombres debe serles perfectamente conocida».

Euclides me preguntó que cómo podía sostenerse en equilibrio en medio
de los aires una masa tan pesada como la tierra. «Esta dificultad
jamás se me ha ocurrido», le respondí, «quizás sucede con la tierra
lo mismo que con las estrellas y los planetas». «Para estos», replicó
Euclides, «se han tomado precauciones a fin de evitar su caída; se les
ha sujetado fuertemente a unas esferas más sólidas, tan trasparentes
como el cristal, de suerte que las esferas giran y con ellas los
cuerpos celestes; pero no vemos alrededor de nosotros ningún punto
de apoyo para suspender la tierra. ¿En qué consiste, pues, que no se
sumerge en el seno del fluido que la rodea? Es, dicen algunos, porque
el aire no la rodea por todas partes; la tierra es como una montaña,
cuyos cimientos o raíces se extienden sin límites hasta el seno
del espacio, y nosotros estamos en la cumbre, donde podemos dormir
tranquilamente. Otros hacen plana su parte inferior, a fin de que pueda
reposar en un número mayor de columnas de aire o nadar sobre el agua.
Pero en primer lugar, está casi demostrado que la tierra es de forma
esférica. Por otra parte si se escoge el aire para sostenerla, este es
muy débil; y si es el agua, se pregunta ¿en qué se apoya este líquido?
Nuestros físicos han hallado en estos tiempos una vía más sencilla para
desvanecer nuestros temores. En virtud de una ley general, dicen ellos,
todos los cuerpos pesados propenden hacia un punto único, que es el
centro del universo, centro de la tierra. Preciso es, pues, que las
partes de esta en lugar de alejarse de este medio, se estrechen unas
sobre otras para aproximarse.

»De aquí es fácil concebir cómo los globos que habitan alrededor de
este globo, y aquellos en particular que se llaman antípodas, pueden
sostenerse sin dificultad, déseles la posición que se quiera». «¿Y
creéis», le pregunté, «que efectivamente hay hombres cuyos pies estén
opuestos a los nuestros?» «Lo ignoro», respondió. «Aunque algunos
autores han dejado descripciones de la tierra, es cierto que nadie la
ha recorrido y que hasta ahora únicamente se conoce una ligera porción
de su superficie. Debemos reírnos de su presunción cuando se les ve
asegurar, sin la menor prueba, que la tierra está por todas partes
rodeada del océano y que la Europa es tan grande como el Asia».

Pregunté a Euclides cuáles eran los países conocidos de los griegos
y tuvo la bondad de satisfacer la curiosidad mía del modo siguiente:
«Pitágoras y Tales dividieron el cielo en cinco zonas: dos heladas
y dos templadas, y una que se extiende a lo largo del ecuador. Los
hombres no pueden existir sino en una parte pequeña del globo, porque
el exceso del frío y del calor no les ha permitido establecerse en las
regiones cercanas a los polos y a la línea equinoccial, y así es que
no se han multiplicado sino en los climas templados. No hay fundamento
para dar en muchos mapas geográficos una figura circular a la porción
de terreno que ocupan, pues la tierra habitada se extiende mucho menos
del mediodía al norte que de oriente a poniente. Al norte del Ponto
Euxino, tenemos las naciones escíticas, de las cuales unas cultivan la
tierra y las otras andan errantes por sus vastos dominios; más allá
habitan diferentes pueblos y entre otros los antropófagos. A la otra
parte de este pueblo suponemos que hay desiertos inmensos.

»Al este, las conquistas de Darío nos han dado a conocer las naciones
que se extienden hasta el Indo. Se dice que más allá de este río hay
una nación tan grande como el resto del Asia, la cual es la India,
de la que una pequeña parte está sometida a la Persia y lo restante
está desconocido. Hacia el nordeste, más arriba del mar Caspio, hay
varios pueblos cuyos nombres se nos ha trasmitido, añadiendo que los
unos duermen seis meses seguidos, que los otros no tienen más que un
ojo y que otros en fin tienen pies de cabra. Juzgad, pues, por estas
relaciones acerca de nuestros conocimientos geográficos.

»Por la parte del oeste, hemos penetrado hasta las columnas de
Heracles, y tenemos una idea confusa de las naciones que habitan
las costas de la Iberia. El interior del país nos es absolutamente
desconocido. Más allá de las columnas se abre un mar llamado Atlántico,
y que, según las apariencias, se extiende hasta la parte oriental de la
India; pero no concurren a él otras naves que las de Tiro y de Cartago,
las cuales aún no se atreven a alejarse de la tierra; porque después de
haber pasado el estrecho, unas bajan hacia el sur costeando el África y
las otras dan vuelta hacia el norte.

»Se han hecho varias tentativas para extender la geografía por la parte
del mediodía. Se dice que por disposición de Necao, que reinaba en
Egipto cerca de doscientos años hace, partieron del golfo de Arabia
unas naves tripuladas de fenicios y volvieron a Egipto dos años después
por el estrecho de Cádiz. Se añade que otros navegantes han dado vuelta
a esta parte del mundo, pero estas expediciones, aun suponiéndolas
verdaderas, no han tenido resultado alguno. Después se contentaron con
frecuentar las costas tanto orientales como occidentales del África,
y en estas últimas establecieron los cartagineses un gran número de
colonias. En cuanto a lo interior de este vasto país, hemos oído hablar
de un camino que lo atraviesa todo, desde la ciudad de Tebas en Egipto
hasta las columnas de Heracles. Se asegura también que existen muchas
naciones grandes en esta parte de la tierra, pero de ellas solo existen
los nombres.




CAPÍTULO XXX.

Aristipo.


Al día siguiente de esta conversación, corrió la voz de que acababa
de llegar Aristipo de Cirene, a quien nunca había yo visto. Mirábanle
muchos como un novador en filosofía, y le acusaban de que quería
establecer la alianza monstruosa de las virtudes y deleites. Al punto
que llegó a Atenas abrió su escuela, donde yo me introduje con la
multitud. Después le traté particularmente, y en las conferencias que
con él tuve me dio algunas nociones de su sistema y de su conducta.

«Aún era yo joven», me dijo, «cuando recibí las nociones de Sócrates,
y como la belleza de la doctrina de este gran filósofo exigía ciertos
sacrificios de que yo no era capaz, resolví emprender otro camino
más cómodo para llegar al término de mis deseos. Siguiendo pues mis
propias reflexiones, me acostumbré a juzgar de todos los objetos por
las impresiones de alegría o de dolor que causaban en mi alma; a buscar
como útiles los que me procuraban sensaciones agradables, y evitar como
dañosas las que producían un efecto contrario.

»Tomando por reglas de mi conducta estas dos especies de sensaciones,
las refiero todo a mí mismo, y no dependiendo del resto del universo
sino por mi interés personal, me constituyo centro y medida de todas
las cosas. Como no quiero que me mortifiquen los pesares ni las
inquietudes, alejo de mí las ideas de lo pasado y lo futuro, y vivo
enteramente entregado a lo presente. Cuando he agotado las delicias
de un clima, voy a otro para hacer nueva cosecha. Aunque extranjero
en todas las naciones, de ninguna soy enemigo; gozo de sus ventajas
y respeto sus leyes. Aun cuando estas no existiesen, el filósofo no
debiera turbar el orden público con máximas atrevidas ni con una
conducta irregular y reprensible. Pasé a la corte de Dionisio, rey de
Siracusa, y este príncipe me preguntó a qué iba a su corte. “Vengo
a trocar”, le dije, “vuestros favores por mis conocimientos y mis
necesidades por las vuestras”. Aceptó Dionisio el trato y me distinguió
de los demás filósofos que le rodeaban».

Sabía Aristipo que le habían desacreditado en la opinión de los
atenienses; y dispuesto siempre a satisfacer los cargos que se le
hacían, me instaba a que le diese ocasiones para justificarse.

«Os acusan», le dije, «de haber adulado a un tirano, y esto es un
crimen horrible». «La corte de Siracusa», me respondió, «estaba llena
de filósofos que se erigían en reformadores. Yo tomé en ella el papel
de cortesano sin dejar el de hombre de bien: aplaudía las buenas
prendas del joven Dionisio, pero no alababa sus defectos ni tampoco los
reprendía, porque no tenía autoridad para ello y solamente sabía que
era más fácil tolerarlas que corregirlas. Jamás he faltado a la verdad
cuando me ha consultado sobre puntos importantes. Cuando no se trataba
de su gobierno, hablaba con libertad y aun a veces con indiscreción.
Un día le dirigí una pretensión en favor de mis amigos, y, viendo que
no me oía, me eché a sus pies y esto se miró como un crimen, a lo cual
respondí: “¿Es culpa mía que este hombre tenga los oídos en los pies?”.

»Mientras yo le instaba inútilmente para que me concediese una
gratificación, le ocurrió hacer una a Platón, el cual no la aceptó, y
entonces dije yo en voz alta: “No hay peligro de que el rey se arruine,
pues da a los que rehúsan, y rehúsa a los que piden”.

»Muchas veces nos proponía problemas, e interrumpiéndonos luego se daba
prisa en resolverlos él mismo. “Tratemos”, me dijo en una ocasión,
“de algunos puntos de filosofía; comenzad”. “Muy bien”, le dije, “así
tendréis el placer de acabar y de enseñarme lo que queréis saber”.
Picose de esto, y a la comida me hizo poner en el último asiento de la
mesa. Al día siguiente me preguntó: “¿Qué os ha parecido aquel sitio?”
“Quisisteis, sin duda”, le respondí, “que fuese el más honroso de todos
durante algunos momentos”».

«Os echan en cara», dije a Aristipo, «la afición que tenéis a las
riquezas, al fasto, a los manjares, a las mujeres, a los perfumes y
a toda clase de sensualidades». «Disfruto», me contestó, «de las
comodidades de la vida y me es fácil pasar sin ellas. En la corte de
Dionisio me han visto vestido de púrpura, en otras partes unas veces
con vestido de lana de Mileto, y otras con un manto grosero. Dionisio
daba libros a Platón, y a mi dinero, que paraba poco en mis manos, por
no mancharlas. Compré una perdiz en cincuenta dracmas (ciento sesenta
y siete reales de vellón), y dije a uno que se admiraba de esto: “¿No
hubierais dado vos un óbolo (diecinueve maravedís)?”. “Sin duda”. “Pues
bien: no estimo yo en más las cincuenta dracmas”.

»Las liberalidades del rey de Siracusa me permitían tener buena mesa,
ricos vestidos y gran número de esclavos. Muchos filósofos, rígidos
partidarios de la moral severa, murmuraban de mí altamente, pero yo
únicamente les respondía con dichos jocosos. Un día Políxeno, que
creía tener en su alma el depósito de todas las virtudes, halló en mi
casa unas lindas mujeres y los preparativos para un gran banquete;
por lo que se entregó sin retentiva a toda la rigidez de su celo. Yo
le dejé decir cuanto quiso y luego le invité a quedarse con nosotros.
Aceptó y nos convenció en breve de que si no gustaba de gastar, a
lo menos le gustaba comer bien, tanto como su corruptor mismo. El
nombre de deleite que doy a la satisfacción interior que debe hacernos
felices no merece el agrado de aquellos entendimientos superficiales
que se sujetan a las palabras más que a las cosas. Algunos filósofos,
olvidando que aman la justicia, han favorecido su opinión, y algunos
de mis discípulos la justificarán quizás cometiendo algunos excesos;
pero ¿cambiará acaso de carácter un excelente principio porque de él se
saquen falsas consecuencias? Quizás llegará un día en que se diga que
Sócrates y Aristipo algunas veces se apartaron de los usos ordinarios,
ya en su conducta y ya en su doctrina, pero también se añadirá, sin
duda, que enmendaron estos leves extravíos con los progresos que han
hecho en la filosofía».




CAPÍTULO XXXI.

Desavenencias entre Dionisio el joven, rey de Siracusa, y Dion su
cuñado. — Viaje de Platón a Sicilia.


Desde que yo me hallaba en Grecia había recorrido las principales
ciudades; pero poco satisfechos de estos viajes Filotas y yo, nos
determinamos a recorrer con mayor detención todas las provincias,
empezando por las del norte.

La víspera de nuestra marcha comimos en casa de Platón, adonde fui
en compañía de Apolodoro y de Filotas. Allí encontramos a Espeusipo,
su sobrino, a muchos de sus antiguos discípulos, y a Timoteo, tan
celebrado por sus victorias. Dijéronnos que Platón estaba encerrado con
Dion de Siracusa, que acababa de llegar de esta ciudad y que, precisado
a dejar su patria seis a siete años antes, había vivido mucho tiempo
en Atenas. A breve rato salieron a reunirse con nosotros, y Platón me
pareció al principio inquieto y pensativo, pero en breve se manifestó
otra vez según su genio naturalmente sereno, y mandó sacar la comida.

Reinaban en la mesa la decencia y el aseo. Algunos de los convidados se
retiraron temprano y Dion les siguió luego. Quedamos todos prendados
de su aspecto y sus discursos, y Platón nos dijo: «En la actualidad
es víctima de la opresión, pero quizás lo será algún día de la
independencia». Instole Timoteo para que se explicase y, accediendo
a sus deseos, lo hizo en estos términos: «Hace treinta y dos años
que, por razones y motivos largos de contar, tuve que hacer un viaje
a Siracusa, donde a la sazón reinaba Dionisio. Quiso conocerme este
príncipe, trató de colmarme de favores, esperando de mí lisonjas,
y solo oyó verdades de mi boca. Omito hablaros ni de su favor que
arrostré, ni de su venganza de que me costó trabajo evadirme. Entonces
hice a favor de la filosofía una conquista de que debe honrarse, y es
Dion, el mismo que acaba de salir de aquí: su hermana Aristómaca fue
una de las dos mujeres con quienes Dionisio se casó en un mismo día. A
las pláticas que yo tuve con Dion deberá su patria la independencia,
si algún día es tan dichosa que puede recobrarla. Su alma, superior
a las demás, se abrió a los primeros rayos de la luz, e inflamándose
de repente con un violento amor a la virtud, renunció sin titubear a
todas las pasiones que le habían antes degradado. Desde este momento se
estremeció al pensar en la esclavitud a que su patria estaba reducida,
y después de la muerte de Dionisio, cuya tiranía había durado treinta
y ocho años, se aprovechó de la ocasión para trabajar por la felicidad
de la Sicilia, dando sabios consejos al joven Dionisio, hijo y sucesor
de este príncipe. Poco satisfecho con instruirle, velaba también
en cuanto a la recta administración del estado; pero por más que
quiso hacer, sus enemigos lograron precipitar a Dionisio en los más
vergonzosos excesos. Esto no obstante, consiguió ponerme en gracia del
príncipe, tanto que uno y otro me escribieron varias cartas expresivas
instándome para que fuese a Siracusa.

»Con la esperanza de realizar mis ideas relativas al mejor gobierno, y
establecer el reino de la justicia en los dominios del rey de Sicilia,
me decidí a emprender el viaje. Hallé la corte de Dionisio llena de
disensiones y turbulencias, siendo Dion al mismo tiempo el blanco
de atroces calumnias». Al oír esto, Espeusipo interrumpió a Platón
diciendo: «Mi tío no se atreve a contaros los honores que le hicieron,
ni las satisfacciones que tuvo a su llegada. El rey le recibió al
saltar en tierra, y habiéndole hecho subir en una carroza magnífica
tirada de cuatro caballos blancos, le llevó en triunfo en medio de un
pueblo inmenso que ocupaba la playa; mandó que a cualquier hora se
le permitiese la entrada en palacio, y ofreció un pomposo sacrificio
en acción de gracias por el beneficio que los dioses concedían a la
Sicilia. En breve se vieron anticiparse los cortesanos a la reforma,
desterrar el lujo de sus mesas y estudiar con afición las figuras
geométricas que varios maestros describían en la arena extendida en las
salas mismas del palacio».

«Los pueblos, atónitos al ver tan súbita mudanza, concibieron las
esperanzas más halagüeñas, pero en breve llegaron a destruirlas los
partidarios de la opresión. Me acusaron», añadió Platón, «de que
favorecía la filosofía contra los intereses del trono, y despertaron
las antiguas prevenciones contra Dion, mi amigo. Durante los primeros
meses de mi mansión en Siracusa dediqué todo mi conato a destruirlas,
pero lejos de conseguirlo, veía debilitarse el crédito de Dion de día
en día.

»Cayó por casualidad en manos de Dionisio una carta que Dion escribió
a los generales de Cartago, con quien la Sicilia estaba en guerra.
El rey ocultó al principio su descontento, y aun se esforzó a fingir
dándole pruebas de bondad; pero un día le llevó a la orilla del mar,
le echa en cara su traición, y sin permitirle que hable una palabra,
le hace embarcar al punto en una nave que al momento se hizo a la
vela. Esta acción fue como un rayo que dejó absorta a la Sicilia y
consternó a los amigos de Dion, temiendo todos que descargase también
sobre nosotros. Pero a esta tempestad violenta sucedió de repente una
profunda calma. El rey, lejos de perseguir a los amigos del proscrito,
no perdonó medio alguno para tranquilizarlos, procurando consolarme a
mí en particular y exhortándome a quedar a su lado; pero yo insistía
siempre en esta alternativa: o el regreso de Dion o mi despedida.
No pudiendo vencer mi resistencia, me hizo trasladar a la ciudadela
en su mismo palacio. Cautivo y con guardias de vista vi a Dionisio
manifestarme mayor terneza y cariño, y siendo nuestras pláticas cada
día más frecuentes, corrió la voz de que yo era el único depositario
del favor del monarca, cuya opinión me hizo odioso al pueblo y al
ejército, que me imputaban los desarreglos del príncipe y las faltas de
la administración pública. Estaba muy ajeno de ser yo el autor de nada
de esto, pues a excepción de algunos preámbulos de ley, en los cuales
trabajé desde mi llegada a Sicilia, había rehusado mezclarme en los
negocios públicos, aun en aquel tiempo en que podía aliviar del peso de
ellos a mi fiel compañero. En vano pedía yo el fin de su destierro y el
mío, cuando se encendió la guerra con Cartago. Llamaron la atención
de Dionisio nuevos cuidados, y no teniendo ya pretexto alguno para
detenerme, consintió en mi partida, para lo cual hicimos una especie
de tratado. Yo prometí volver a su lado luego que se hiciese la paz,
y él me dio palabra de que volvería Dion al mismo tiempo. Tan pronto
como aquella se realizó, escribió a este para que retardase un año su
regreso, y a mí para que apresurase el mío. Le contesté inmediatamente
que mi avanzada edad no me permitía emprender tan largo viaje, y que
faltando él a su palabra quedaba yo libre de la mía; mas no por esto
dejó de escribirme con mayor instancia, ya por sí directamente o ya por
medio de mis amigos de Sicilia, unas veces por los filósofos de Italia
y otras particularmente por Arquitas, que se había ido a Siracusa.

»Me pareció, en fin, que no debía ya resistir a tantas solicitudes.
Costome mucho sentimiento el tener que dejar de nuevo mi retiro e ir en
la edad de cerca de setenta años a hacer frente a un déspota altanero,
cuyos caprichos son tan borrascosos como los mares que me era preciso
atravesar; pero me hice cargo de que no hay virtud sin sacrificio.
Espeusipo quiso acompañarme, y yo acepté sus ofrecimientos,
lisonjeándome de que los atractivos de su genio seducirían al rey, si
la fuerza de mis razones no podían convencerle. Partí en fin y llegué a
Sicilia felizmente.

»Manifestose Dionisio enajenado de contento, como también la reina
y toda la real familia. Tuve muchas conferencias con este príncipe
relativas al destierro de Dion, pero no pude conseguir que hiciese una
reconciliación necesaria a la prosperidad de su reino. Al cabo, tan
cansado como él de mis importunaciones, empecé a quejarme de un viaje
tan infructuoso como molesto. Estábamos en verano y quise aprovechar
la estación para volver a mi patria. Valiose entonces de cuantas
seducciones son imaginables para detenerme, y por último me prometió
una de sus galeras; pero como quiera que al mismo tiempo era árbitro de
retardar los preparativos, pasó la estación favorable para navegar sin
que pudiese embarcarme.

»No me era posible escapar por el jardín sin conocimiento del centinela
que guardaba la entrada. El rey, dueño de mi persona, empezaba ya a
no reprimirse, y procedía sin miramiento alguno a la venta de los
bienes de Dion, a pesar de la palabra que me dio de conservárselos,
verificose la enajenación de una parte como quiso, sin dignarse
hablarme de esto ni escuchar mis quejas. Mi situación se hacía más
crítica de día en día; me vi precisado a salir del palacio, y me
prohibieron no solo toda comunicación con mis amigos sino también
el acercarme al rey. Únicamente oía hablar de sus quejas, de sus
reconvenciones y de sus amenazas. Diéronme aviso de que corría riesgo
mi vida, y en efecto unos satélites del tirano dijeron que me darían
muerte si me encontraban. Hallé por fortuna un medio para enterar
de mi situación a Arquitas y los demás amigos de Tarento. Antes de
mi llegada les había dado Dionisio palabra de que podría dejar la
Sicilia cuando me acomodase, y ellos me habían dado también la suya en
garantía de la del monarca. La reclamé en esta ocasión, y de allí a
poco tiempo llegaron unos diputados de Tarento, los cuales, después de
haber desempeñado una comisión que había servido de pretexto para su
embajada, consiguieron por fin la libertad mía.

»A mi regreso de Sicilia desembarqué en Élide y fui a los juegos
olímpicos, donde Dion me prometió que se hallaría. Le conté el
resultado de mi misión, e indignado de los nuevos ultrajes que yo
acababa de recibir, exclamó de repente: “No se debe ya conducir a
Dionisio a la escuela de la filosofía; sí a la de la adversidad, y yo
voy a abrirle el camino de ella”. En el discurso de tres años me he
valido de diversos pretextos para tenerle en la inacción; pero acaba
de declararme que ya es tiempo de volar al socorro de su patria. Los
principales habitantes de Siracusa, los de la servidumbre, solo esperan
su llegada para romper el yugo. Yo he visto sus cartas; no piden ni
tropas ni dinero, sino su nombre para autorizarlos y su presencia para
reunirlos. Va otra vez al Peloponeso; allí levantará soldados, y luego
que haya hecho sus preparativos, pasará a Sicilia».

Tal fue la relación de Platón. Nos despedimos de él, y al siguiente día
partimos para la Beocia.




CAPÍTULO XXXII.

Viaje a Beocia. — Caverna de Trofonio. — Hesíodo; Píndaro.


Se viaja con mucha seguridad por toda la Grecia, donde se hallan
cómodas posadas en las principales ciudades y en los caminos reales,
pero también extorsionan en ellas sin miramiento alguno. A causa de
ser todo el país montuoso, no se hace uso de carruajes sino en cortas
travesías, y aun en estas es preciso muchas veces echar el freno a las
ruedas. Se prefiere para los viajes largos las mulas, y es necesario
llevar consigo algunos esclavos para conducir el equipaje.

En las principales ciudades se encuentran próxenos encargados de acoger
a los extranjeros. Llámanse así a unos particulares que tienen a veces
relaciones de comercio o de hospitalidad con otras ciudades, o bien
personas de un carácter público, reconocidos por agentes de una ciudad
o nación, que por un decreto solemne los ha elegido con beneplácito
del pueblo a que pertenecen; en fin, los hay que son a un tiempo mismo
agentes de negocios de una ciudad extranjera y de algunos de sus
habitantes.

Salimos de Atenas en la primavera del año tercero de la olimpiada
ciento cinco (año 357 antes de J. C.). Llegamos en la tarde del mismo
día a Oropo por un camino bastante escabroso, aunque plantado en
algunos parajes de muchos laureles. Esta ciudad situada en los confines
de la Beocia y del Ática, está lejana del mar como unos veinte estadios
(cerca de tres cuartos de legua). Inmediato a ella está el templo
de Anfiarao, uno de los jefes de la guerra de Tebas, el cual ejercía
allí las funciones de adivino, y por esto suponen que daba oráculos
después de su muerte. A distancia de treinta estadios (cerca de una
legua) se encuentra en una altura la ciudad de Tanagra, cuyas casas
tienen bastante apariencia. La mayor parte están adornadas con pinturas
encáusticas y vestíbulos. El territorio de esta ciudad, regado por un
riachuelo llamado Termodonte, está cubierto de olivos y árboles de
diferentes especies; produce poco trigo y el mejor vino de la Beocia.
No hay paraje alguno en esta provincia donde los extranjeros tengan que
temer menos extorsiones. Prefieren la agricultura a las demás artes, y
creo que en esto consiste el secreto de sus virtudes.

Corina era natural de Tanagra, donde se dedicó a la poesía con
aprovechamiento. Vimos su sepulcro en un lugar el más público de la
ciudad y su retrato en el gimnasio. Cuando uno lee sus obras, pregunta
por qué en los certámenes de poesía fueron tantas veces preferidas a
las de Píndaro; pero al ver su retrato, se pregunta uno que por qué no
lo fueron siempre.

Salimos de Tanagra y después de haber andado doscientos estadios (seis
leguas y media) por un camino quebrado y pedregoso llegamos a Platea,
ciudad en otro tiempo poderosa y hoy día sepultada en sus ruinas.
Estaba situada al pie del monte Citerón, en aquella hermosa llanura
que riega el Asopo y en la cual fue derrotado Mardonio a la cabeza
de trescientos mil persas. Después de esta batalla se unieron los de
Platea a los atenienses y se sacudieron el yugo de los tebanos, que se
miraban como sus fundadores, y que desde este momento se convirtieron
para ellos en enemigos implacables. Llegó su odio a tal extremo que,
habiéndose juntado a los lacedemonios durante la guerra del Peloponeso,
atacaron la ciudad de Platea y la destruyeron enteramente. Volviose
a poblar poco después, pero, a causa de estar siempre en alianza con
los atenienses, los tebanos volvieron a tomarla y la destruyeron otra
vez, diecisiete años hace. Solo quedan de ella en el día los templos
respetados por los vencedores, algunas casas y una gran hospedería para
los que van a ofrecer sacrificios en aquellos lugares. Es un edificio
que tiene doscientos pies de largo y otros tantos de ancho, con muchas
habitaciones en el piso bajo y en el principal.

Vimos el templo de Atenea construido con los despojos arrebatados a
los persas en Maratón, y adornado de muchísimas pinturas de excelentes
maestros. La estatua de la diosa es obra de Fidias, de madera dorada,
pero el rostro, las manos y los pies son de mármol. Pasamos después por
el lugar de Leuctra y la ciudad de Tespias. Cerca del primero se dio
algunos años antes aquella sangrienta batalla que derribó el poder de
Lacedemonia. La segunda fue destruida, así como Platea, en las guerras
últimas, y los tebanos solo respetaron los monumentos sagrados. Desde
esta última ciudad fuimos a hacer noche en una aldea llamada Ascra,
mansión tan incómoda que no se puede estar en verano ni en invierno;
pero es la patria de Hesíodo.

Al día siguiente fuimos por un sendero estrecho al templo de las Musas;
a la subida nos detuvimos en las márgenes de la fuente Aganipe, y
después junto a la estatua de Lino, uno de los antiguos poetas de la
Grecia, la cual está colocada en una gruta como en un pequeño templo.
Penetrando luego en hermosas arboledas nos creímos transportados a la
brillante corte de las Musas: allí es efectivamente donde su poder y
su influencia se anuncian de un modo extraordinario por los monumentos
que adornan aquellos parajes solitarios y parecen animarlos. Sus
estatuas, trabajadas por diferentes artífices, se ofrecen a los ojos
del espectador y le paran.

Más arriba del bosque corren entre márgenes floridas un riachuelo
llamado el Permeso, la fuente Hipocrene y la de Narciso, donde suponen
que expiró de amor aquel joven, obstinándose en contemplar su imagen en
las aguas tranquilas de esta fuente. Nos hallábamos entonces sobre el
Helicón, aquel monte famoso por la pureza del aire, la abundancia de
las aguas, la fertilidad de los valles, la frescura de sus sombras y la
belleza de los árboles antiguos que le cubren.

Las Musas reinan sobre el Helicón. Su historia no presenta más que
tradiciones absurdas, pero sus nombres indican su origen. Los primeros
poetas solamente reconocieron en un principio tres Musas, Meletea,
Mnemea y Aedea, es decir: la meditación, la memoria y el canto. A
medida que el arte de los versos hizo progresos, personificaron los
caracteres y los efectos, y el número de las Musas aumentose. En
seguida se les asociaron las gracias que deben hermosear la poesía y
el amor que es muchas veces el objeto de ellas.

Estas ideas nacieron en un país bárbaro, en la Tracia, donde en
medio de la ignorancia se dejaron ver de repente Orfeo, Lino y sus
discípulos. Las Musas fueron honradas en los montes de la Piería, y
extendieron desde allí sus conquistas sucesivamente sobre el Pindo, el
Parnaso y el Helicón, y en todos los parajes donde los pintores de la
naturaleza rodeados de las más risueñas imágenes experimentan el calor
de su inspiración divina.

Salimos de aquellos sitios deliciosos, y fuimos a Lebadea, situada al
pie de un monte. Esta ciudad presenta por todas partes monumentos de la
magnificencia y del gusto de los habitantes, y nos paramos a verlos con
placer; aún teníamos mayor deseo de ver la caverna de Trofonio, pero
una indiscreción de Filotas nos impidió bajar a ella.

Una tarde que habíamos comido en casa de uno de los principales de la
ciudad, recayó la conversación sobre las maravillas que se habían visto
en aquella caverna misteriosa. Filotas alegó algunas dudas, y observó
que estos hechos sorprendentes eran por lo común efectos naturales. «Yo
estaba una vez», añadió, «en un templo; la estatua del dios parecía
cubierta de sudor y el pueblo empezó a gritar: “_prodigio, prodigio_”;
pero luego supe que aquella estatua era de una madera que tenía la
propiedad de sudar por intervalos». Apenas pronunció estas palabras
cuando vimos a uno de los convidados ponerse pálido y salirse de allí
a pocos momentos: era este uno de los sacerdotes de Trofonio, y nos
aconsejaron que no nos expusiésemos a la venganza metiéndonos en un
subterráneo cuyas revueltas solo eran conocidas de aquellos ministros.

Algunos días después nos avisaron que iba a bajar un tebano a la
caverna, y tomamos el camino del monte acompañados de unos amigos, y
tras de una muchedumbre de habitantes de Lebadea. Llegamos en breve al
templo de Trofonio situado en medio de un bosque. La estatua que le
representa bajo la figura de Asclepio es obra de la mano de Praxíteles.

Era Trofonio un arquitecto que junto con su hermano Agamedo construyó
el templo de Delfos. Hay variedad en los motivos que le atribuyen para
haber merecido los honores divinos, como sucede con todos los objetos
del culto de los griegos, cuyos orígenes no es posible aclarar, y por
lo mismo inútil el discutirlos. El camino por donde se va de Lebadea a
la caverna de Trofonio, está rodeado de templos y estatuas; la caverna,
abierta un poco más arriba del bosque sagrado, ofrece primeramente a
la vista una especie de vestíbulo rodeado de una balaustrada de mármol
blanco, sobre la cual se levantan unos obeliscos de bronce. Desde allí
se entra en una gruta abierta a pico, de ocho codos de alto y cuatro
de largo. Allí se encuentra la boca de la caverna, a la cual se baja
por una escala, y cuando se ha llegado a cierta profundidad solo se
encuentra una abertura sumamente estrecha, por donde hay que meter los
pies; y cuando con mucha pena se ha introducido el resto del cuerpo, se
siente uno arrastrado con la rapidez de un torrente hasta el fondo del
subterráneo. Si se trata de salir, es uno lanzado cabeza abajo con la
misma velocidad y violencia. Hay que llevar unas composiciones de miel,
y por no soltarlas se ve uno impedido de echar las manos a los resortes
empleados para acelerar la bajada y la subida; mas para desvanecer
todas sospechas de superchería, suponen los sacerdotes que la caverna
está llena de serpientes, y que se libran de sus mordeduras echándoles
tortas de miel.

Nadie puede penetrar en la caverna sino durante la noche y después
de largas preparaciones. El tebano que fue a consultar al oráculo
pasó antes algunos días en una capilla consagrada a la Fortuna y al
buen Genio, usando de baños fríos, absteniéndose del vino y de todas
las cosas vedadas por el ritual, y alimentándose de las víctimas que
él mismo había ofrecido. A la entrada de la noche sacrificaron un
carnero; y los adivinos, habiendo examinado las entrañas, declararon
que Trofonio aceptaba el homenaje de Tersidas, que así se llamaba el
tebano, y que respondería a sus preguntas. Lleváronle en seguida a las
márgenes del arroyo de Hercina, donde dos mancebos de edad de trece
años le frotaron con aceite e hicieron varias abluciones. De allí le
condujeron a dos fuentes cercanas, una de las cuales se llama la fuente
de Lete y la otra Mnemósine. La primera borra la memoria de lo pasado y
la segunda graba en la imaginación lo que se ve o se oye en la caverna.
Introdujéronle luego y le dejaron solo en una capilla, donde hay una
estatua de Trofonio a la que Tersidas dirigió sus oraciones, y se fue
hacia la caverna vestido de una ropa de lino. Le seguimos a la débil
luz de las antorchas que le precedían en la gruta, y desapareció de
nuestra vista.

En tanto que volvía estuvimos oyendo las conversaciones de los demás
espectadores, entre los cuales había muchos que habían estado en la
caverna. Los unos decían que nada habían visto, pero que el oráculo les
había dado su respuesta de viva voz; otros al contrario nada habían
oído, pero sí tenido apariciones capaces de ilustrar sus dudas.

Pasamos la noche y una parte del día siguiente oyendo las diferentes
relaciones, que cotejadas nos fue fácil de ver que los ministros
del templo se introducían en la caverna por caminos secretos y que
juntaban la violencia a los prestigios para turbar la imaginación de
los que iban a consultar el oráculo. Era ya mediodía; Tersidas no
parecía y nosotros andábamos alrededor de la gruta. Al cabo de una hora
observamos la gente en tumulto hacia la balaustrada, y habiendo acudido
nosotros, vimos al tebano sostenido por los sacerdotes que lo sentaron
en una silla llamada de Mnemósine, donde debía decir cuanto había visto
y oído en el subterráneo. Estaba sobrecogido de espanto, con los ojos
amortecidos, sin conocer a nadie. Después de haber recogido de su
boca algunas palabras interrumpidas, que tomaron por la respuesta del
oráculo, los que venían con él le llevaron al templo del buen Genio
y de la Fortuna. Recobró allí poco a poco los sentidos, pero no le
quedaron más que ideas confusas de su mansión en la caverna o más bien
una impresión terrible del trastorno que había allí experimentado; pues
no se consulta este oráculo impunemente, y la mayor parte de los que
salen de la caverna conservan durante su vida tan profunda tristeza
que no pueden dominarla, habiendo dado esto motivo a un proverbio, y
así es que se dice de un hombre melancólico: «_Viene de la caverna de
Trofonio_».

Algunos días después emprendimos la marcha hacia Tebas. Pasamos por
Queronea, cuyos habitantes ofrecen sacrificios al cetro que Hefesto
fabricó por orden de Zeus, y que Pélope pasó sucesivamente a manos
de Atreo y de Agamenón. Desde Queronea fuimos a Tebas, cuya ciudad,
una de las más considerables de la Grecia, está cercada de murallas
y defendida por torreones. Se entra en ella por siete puertas, y su
recinto es de cuarenta y tres estadios (una legua y 1686 pasos). La
ciudadela está situada en una eminencia, donde se establecieron los
primeros habitantes de Tebas. Entre las magnificencias que decoran
los edificios públicos se ven estatuas de la mayor belleza. Admiré
en el templo de Heracles la figura colosal de este héroe hecha por
Alcámenes, y sus trabajos, obras de Praxíteles; en el de Apolo Ismenio,
el Hermes de Fidias, la Atenea de Escopas, y entre muchos trípodes
de bronce de excelente trabajo, uno todo de oro que fue regalado por
Creso, rey de Lidia.

Hay aquí, como en las demás ciudades de la Grecia, un teatro, un
gimnasio o lugar de ejercicio para la juventud, y una espaciosa plaza
pública. La ciudad está muy poblada; sus habitantes están, como los
de Atenas, divididos en tres clases, cuales son: los ciudadanos, los
extranjeros domiciliados y los esclavos. Tebas es no solo el baluarte
de la Beocia sino también la capital de ella. Está a la cabeza de
una grande confederación compuesta de las principales ciudades de la
Beocia, y que puede poner en campaña más de veinte mil hombres. Esta
potencia es tanto más temible cuanto los beocios son en general bravos,
aguerridos y orgullosos por las victorias que han ganado bajo el mando
de Epaminondas; tienen fuerza corporal extraordinaria y la aumentan
sin cesar con los ejercicios del gimnasio.

El aire es muy puro en el Ática, y muy denso en la Beocia, aunque
este último país solo está separado del primero por el monte
Citerón. Esta diferencia parece que es causa de otra semejante que
se nota en los genios, y confirma las observaciones de los filósofos
sobre la influencia del clima, pues los beocios no tienen aquella
penetración, ni aquella vivacidad que caracterizan a los atenienses;
pero quizás es menester atribuirlo aún más a la educación que a la
naturaleza. Si parecen pesados y estúpidos, es porque son ignorantes
y groseros. Ocúpanse en los ejercicios corporales más que en cultivar
el entendimiento, y de aquí es que no tienen ni las gracias de la
elocución, ni las luces que se adquieren con el trato de las letras,
ni tampoco las exterioridades seductoras que vienen más del arte que
de la naturaleza. Sin embargo, no debe creerse que la Beocia haya
sido estéril en hombres de talento, pues muchos tebanos han hecho
honor a la escuela de Sócrates. Epaminondas no se distinguía menos por
sus conocimientos que por sus talentos militares. En Beocia nacieron
Hesíodo, Corina y Píndaro.

Hesíodo ha dejado un nombre célebre y obras muy estimadas, excediendo
en un género de poesía que pide poca elevación; Píndaro en aquel que
más exige. Este último floreció en tiempo de la expedición de Jerjes,
y vivió unos sesenta y cinco años. Tomó varias lecciones de poesía,
de diferentes maestros y en particular de Mirtis, mujer distinguida
por sus talentos, más célebre todavía por haber contado entre sus
discípulos a Píndaro y a la bella Corina, cuyos dos discípulos vivieron
unidos, a lo menos en el amor a las artes. Ejercitose Píndaro en todos
los géneros de poesía, y debió principalmente su reputación a los
himnos que le pidieron ya para honrar las fiestas de los dioses, ya
para ensalzar el triunfo de los vencedores en los juegos públicos de
la Grecia. Su genio vigoroso e independiente solo se manifiesta con
movimientos irregulares, altivos e impetuosos. Si los dioses son objeto
de su canto, se eleva como un águila hasta los pies de sus tronos,
y si son los hombres, se arroja a la lid cual un fogoso caballo. En
los cielos, por la tierra, hace correr, digámoslo así, un torrente de
imágenes sublimes, de metáforas atrevidas, de pensamientos fuertes y de
máximas luminosas.

Las victorias que los griegos acababan de conseguir sobre los persas
les convencieron de que nada exalta más las almas que los testimonios
brillantes de la estimación pública. Aprovechándose Píndaro de las
circunstancias, acumulando las expresiones más enérgicas y las figuras
más brillantes, parecía que tomaban su voz del trueno para decir a los
estados de la Grecia: «No dejéis extinguir el fuego divino que abrasa
vuestros corazones; excitad toda especie de emulación; honrad toda
clase de mérito; y no atendáis más que los actos de valor y de grandeza
de aquel que solo vive para la gloria». A los griegos reunidos en los
campos de Olimpia: «Mirad», les decía, «esos atletas que para alcanzar
a vuestra presencia algunas hojas de olivo, se han sujetado a tan duro
trabajo. ¿Qué no haréis, pues, cuando se trate de vengar a la patria?».

A pesar de la profundidad de estos pensamientos y el desorden aparente
de su estilo, los versos de este gran poeta se llevan siempre los votos
y la aprobación del público. La multitud los admira sin entenderlos,
porque le basta para esto que pasen rápidamente las imágenes por
delante de los ojos; pero los jueces ilustrados colocarán siempre al
autor en el primer lugar de los poetas líricos, y ya los filósofos
citan sus máximas y respetan su autoridad. Píndaro vivió en el seno del
reposo y de la gloria; aunque es verdad que los tebanos le impusieron
una multa por haber elogiado a los atenienses, sus enemigos, y que en
los certámenes las composiciones de Corina fueron preferidas a las
suyas por cinco veces; a estas tempestades pasajeras sucedieron muy
en breve los días serenos. Los atenienses y todas las naciones de la
Grecia le colmaron de honores, y la misma Corina hizo justicia a la
superioridad de su ingenio. En Delfos, cuando se celebraban los juegos
píticos, precisado a ceder a los deseos e instancias de un inmenso
concurso, se colocaba coronado de laureles en un asiento elevado y
tomando su lira hacia oír aquellos sones encantadores que excitaban por
todas partes voces de admiración, y que eran el más bello ornato de las
fiestas. Cuando concluían los sacrificios, el sacerdote de Apolo le
convidaba con toda solemnidad al banquete sagrado, atendiendo a que el
oráculo había mandado que se le reservase una porción de primicias que
le ofrecían en el templo.

Los tebanos son valerosos, insolentes, audaces y vanos; pasan
rápidamente de la cólera al insulto, y del desprecio de las leyes
al olvido de la humanidad. El menor interés es motivo entre ellos
para cometer injusticias manifiestas, y el más leve pretexto para un
asesinato. En vano se buscaría el distintivo de este carácter en un
cuerpo de jóvenes guerreros, llamado el _Batallón sagrado_, el cual
consta de trescientos individuos, todos educados y mantenidos en
comunidad en la ciudadela, a expensas del público. Los ecos melodiosos
de una flauta dirigen sus ejercicios y hasta sus diversiones; y a fin
de evitar que su valor degenere en un furor ciego, les infunden en sus
almas el sentimiento más noble y más vivo.

Cada uno de estos guerreros debe escoger en el cuerpo un amigo con
quien viva siempre inseparable. Toda su ambición consiste en agradarle,
merecer su estimación, participar de sus placeres y sus penas en el
discurso de la vida, y sus trabajos y peligros en la guerra. Si fuese
capaz de faltarse a sí mismo, jamás faltaría a un amigo, cuya censura
es para él uno de los tormentos más crueles, y sus elogios las más
dulces delicias. Esta unión, casi sobrenatural, hace preferir la muerte
a la infamia, y el amor a la gloria a todos los demás intereses. En
lo fuerte de la pelea fue derribado y quedó tendido boca abajo uno de
estos guerreros, y viendo a un soldado enemigo que le iba a meter la
espada por los riñones: «Espera», le dijo incorporándose, «y traspasa
con este acero mi pecho, pues mi amigo se avergonzaría si llegase a
sospechar que he recibido la muerte huyendo».

En otro tiempo formaban estos guerreros en pelotones, al frente de las
diferentes divisiones del ejército. Pelópidas, que tuvo muchas veces el
honor de mandarlos, habiéndoles hecho pelear en cuerpo, los tebanos les
debieron casi todas las ventajas que lograron contra los lacedemonios.
Filipo destruyó en los campos de Queronea esta cohorte, hasta entonces
invencible, y el mismo príncipe, viendo aquellos jóvenes tebanos
tendidos en el campo de batalla, llenos de heridas honrosas y abrazados
unos con otros en el mismo puesto que habían ocupado, no pudo contener
sus lágrimas, y dio un testimonio público de su valor y sus virtudes.

Saliendo de Tebas pasamos por cerca de un gran lago llamado Hílice, en
el cual desaguan los ríos que riegan el territorio de esta ciudad,
y de allí fuimos a las orillas de otro lago llamado Copaide, cuyo
circuito es de trescientos ochenta estadios (más de 12 leguas y media).
Como no tiene ni puede tener ninguna salida aparente, inundaría en
breve la Beocia si la naturaleza o más bien la industria humana no
hubiese abierto en los montes unos conductos ocultos para que salgan
las aguas. Es muy verosímil que el diluvio, o más bien las avenidas que
en tiempo de Ogiges inundaron la Beocia, no tuvo otro origen que el de
haberse atrancado estos conductos subterráneos.

Después de haber pasado por Opunte y algunas otras ciudades de los
locrios, llegamos al paso célebre de las Termópilas. Le anduvimos
muchas veces, fuimos a ver las termas o baños de agua caliente de
donde se deriva su nombre, y vimos la colina adonde se retiraron los
compañeros de Leónidas después de la muerte de este héroe. Acercándonos
a los monumentos que hizo levantar en aquel sitio la asamblea de los
anfictiones, no pudimos resistir el impulso de nuestra admiración y
enternecimiento. Son unos cipos pequeños en honor de los trescientos
espartanos, y de las demás tropas griegas, que pelearon en aquel famoso
día. En el primero que se ofreció a nuestra vista, leímos: «Aquí
pelearon cuatro mil griegos del Peloponeso contra tres millones de
Persas». Nos acercamos al segundo, y en él leímos estas palabras de
Simónides: «Pasajero, ve a decir a Lacedemonia que descansamos aquí
por haber obedecido a sus santas leyes». ¡Oh, con qué sentimiento de
grandeza, con qué indiferencia sublime se han anunciado semejantes
cosas a la posteridad! Después de estos monumentos célebres, hay un
trofeo que Jerjes hizo levantar y que honra más a los vencidos que a
los vencedores.




CAPÍTULO XXXIII.

Viaje a Tesalia. — Anfictiones. — Mágicas. — Reyes de Feres. — Valle de
Tempe.


(Año 357 antes de J. C.) Saliendo de las Termópilas se entra en
la Tesalia. Este país, que comprende la Magnesia y otras muchas
provincias, tiene por límites al este la mar, al norte el monte Olimpo,
al oeste el Pindo, y al sur el Eta. De estos eternos límites salen
otras cordilleras de montes y colinas que hacen varias ondulaciones
en lo interior del país, y abrazan por intervalos fértiles llanuras
que por su figura y circuito, parecen vastos anfiteatros. Elévanse
ciudades opulentas en las alturas que rodean los llanos, y todo el país
está bañado por ríos, de los cuales la mayor parte entran en el Peneo,
que antes de desembocar en el mar atraviesa el famoso valle conocido
bajo el nombre de Tempe.

A pocos estadios de las Termópilas, vimos el lugarcillo de Antela,
célebre por un templo de Deméter y por la junta de los anfictiones que
se celebra allí todos los años. Unos dicen que Anfictión, que reinaba
en las cercanías, fue su fundador, y otros que lo fue Acrisio, rey
de Argos. Lo que parece cierto es que en los tiempos más remotos,
doce naciones del norte de la Grecia, tales como los dorios, los
jonios, focidios, beocios, tesalios, etc., formaron una confederación
para evitar los males que la guerra trae consigo; en esta asociación
determinaron enviar todos los años diputados a Delfos, que fuesen
de la competencia de esta asamblea los atentados cometidos contra
el templo de Apolo, quien había recibido sus juramentos, y todos
aquellos que son contrarios al derecho de gentes, de que ellos debían
ser los defensores; que cada una de las doce naciones tendría voto
en la elección de aquellos diputados y se obligaría a que fuesen
cumplidos los decretos de este tribunal augusto, el cual subsiste hoy
día, casi bajo la misma forma con que fue establecido. La junta de los
anfictiones se celebra en la primavera en Delfos y en otoño en el lugar
de Antela. Concurren un gran número de espectadores y da principio con
los sacrificios ofrecidos por la felicidad y reposo de la Grecia.

De Antela entramos en el país de los traquinios, y vimos en las
cercanías las gentes del campo ocupadas en recoger el eléboro precioso
que se cría en el monte Eta. El ansia de satisfacer nuestra curiosidad
nos obligó a tomar el camino de Hípata, porque nos habían dicho que
allí había muchas mujeres mágicas, que, según decían, tenían la gracia
de poder detener el sol, atraer la luna hacia la tierra, excitar o
calmar las tempestades, resucitar los muertos o precipitar los vivos a
la sepultura. Nos acompañaron en secreto a casa de unas mujeres viejas
cuya miseria era tan excesiva como su ignorancia; se jactaban de tener
hechizos contra las mordeduras de los escorpiones y las víboras, y para
amortiguar y hacer impotente la fogosidad de los esposos jóvenes, o
para matar los ganados y las abejas. Observamos que hacían figuras de
cera, a las cuales echaban mil maldiciones, las metían alfileres por el
corazón, y luego las exponían en algunos barrios de la ciudad. Aquellos
cuyas facciones se hallaban imitadas en tales figuras, aterrorizados
al ver tales objetos, se creían amenazados de muerte, y este miedo
solía abreviar sus días. La profesión de las mágicas se reputa por
infame entre los griegos; el pueblo las detesta mirándolas como la
causa de todas las desdichas, y las acusa de que abren las sepulturas
para mutilar los muertos. Es cierto que la mayor parte de estas mujeres
son capaces de cometer los más horrendos crímenes, y que el veneno les
sirve mejor que sus conjuros, y así es que la justicia las persigue
por todas partes. Durante mi residencia en Atenas vi condenar a una de
ellas a muerte, y sus parientes, como cómplices, sufrieron también la
misma pena.

Desde Hípata fuimos a Lamia, y de allí a Taumacia, donde se nos
presentó el punto de vista más hermoso que se halla en la Grecia,
porque esta ciudad domina un valle inmenso cuyo primer aspecto causa
una sensación inexplicable. En esta rica y soberbia llanura están
situadas muchas ciudades, siendo una de ellas Farsalia, que es de las
ciudades mayores y más opulentas de la Tesalia. Este país ha sido la
mansión de los héroes y el teatro de las hazañas más ilustres. Allí
es donde se dejaron ver los centauros y los lapitas, se embarcaron
los argonautas, murió Heracles, nació Aquiles, vivió Pirítoo, e iban
los guerreros de los países más lejanos a hacerse famosos con hechos
de armas. Los aqueos, los eolios, los dorios, de que descienden los
lacedemonios y otras poderosas naciones de la Grecia, son originarios
de la Tesalia. Los pueblos que se distinguen hoy día, son los tesalios
propiamente tales, los eteos, los ftíos, los malios, magnetes,
perrebos, etc., los cuales estaban sujetos a reyes en otro tiempo, y
la mayor parte se hallan hoy día sometidos al gobierno oligárquico.
La Tesalia puede poner en campaña unos seis mil caballos y diez mil
hombres de infantería, sin contar los arqueros, que son muy diestros,
y su caballería es famosísima, todo el mundo conviene en que es
irresistible su carga. Se dice que los tesalios han sido los primeros
que sujetaron al freno los caballos y los llevaron a la pelea, y añaden
que esto dio motivo para creer que en otro tiempo hubo en Tesalia unos
hombres, medio hombres y medio caballos, llamados centauros, cuya
fábula prueba a lo menos la antigüedad de la equitación entre ellos.

Desde los tiempos más remotos, los habitantes de la Tesalia cultivaron
la poesía, y pretenden haber dado el ser a Orfeo, a Lino y a otros
muchos que vivían en el siglo de los héroes, de cuya gloria eran
partícipes, pero desde aquella época no han producido ningún escritor
ni artista célebre. Hace casi siglo y medio que Simónides los encontró
insensibles a los encantos de sus versos. Tienen tanto gusto y afición
a la danza que aplican los términos de este arte a los usos más nobles.
Hay parajes en que los generales o los magistrados se apellidan jefes
de la danza. Cuando cazan, tienen obligación de respetar a las cigüeñas
e imponen la misma pena que a los homicidas a cualquiera que mata a
estas aves. Admirados de una ley tan extraña, preguntamos la causa de
ello, y nos dijeron que las cigüeñas habían purgado la Tesalia de las
enormes serpientes que antes la infestaban, de modo que, sin la ley
de que se trata, se hubieran visto los tesalios obligados a abandonar
su país, así como la multitud de topos había hecho emigrar a los
habitantes de otra ciudad cuyo nombre he olvidado.

En nuestros días se formó en la ciudad de Feras una potencia cuyo
esplendor fue tan brillante como pasajero. Licofrón puso los primeros
cimientos y su sucesor Jasón le dio tal auge que se hizo temible a la
Grecia y a las naciones lejanas. Algunos años después de la muerte de
este grande hombre, que murió al frente de su ejército, a manos de
siete jóvenes conjurados que se dice estaban cansados de su severidad,
llegamos a Feras, ciudad muy grande, rodeada de jardines.

Alejandro, manchado con la sangre de Polidoro y de Polifrón, hermanos
y sucesores de Jasón, ejercía allí la más vergonzosa tiranía. Una
multitud de fugitivos y vagabundos, conocidos por sus crímenes, aunque
menos pervertidos que Alejandro, siendo sus soldados y sus satélites,
causaban la desolación en sus estados y los pueblos limítrofes.
Los habitantes de Feras vivían atemorizados y con el abatimiento
consecuente al exceso de los males, que es la mayor desgracia. El
tirano mismo, agitado de los temores con que él agitaba a los demás,
vivía en una continua desconfianza, y hasta sus mismos guardias le
daban temores. Pasaba la noche en lo más alto de su palacio, en una
habitación a la cual subía con una escalera de mano, y cuyas avenidas
estaban guardadas por un alano que solo respetaba a su amo, a la reina
y al esclavo encargado de mantenerle. Allí se retiraba todas las
noches, llevando delante a este mismo esclavo con espada en mano, y
el cual registraba cuidadosamente la estancia. Voy a referir un hecho
singular sin detenerme en hacer reflexión alguna.

Eudemo de Chipre, yendo de Atenas a Macedonia, cayó enfermo en Feras,
y con motivo de haberle visto varias veces en casa de Aristóteles, de
quien era amigo, le asistí durante la enfermedad con todo el cuidado
que me fue posible. Una tarde que los médicos me manifestaron lo
mucho que desconfiaban de la curación, me senté junto a su cama y,
enternecido el enfermo al ver mi aflicción, me alargó la mano y me
dijo con voz moribunda: «Voy a confiar a vuestra amistad un secreto
que sería peligroso el revelarlo a cualquier otra persona. En una de
estas últimas noches se me ha aparecido en sueños un joven de singular
belleza anunciándome que curaría, y que dentro de cinco años estaría
de vuelta en su casa. En prueba de su predicción añadió que al tirano
le quedaban pocos días de vida». Escuché esta confidencia de Eudemo
como un síntoma de delirio, y me fui a mi casa traspasado de dolor.
Al amanecer del día siguiente nos despertaron estos gritos mil veces
repetidos: «¡Ya murió! ¡Ya no existe el tirano, ha muerto a manos de
la reina!». Acudimos al instante al palacio, y vimos allí el cadáver
de Alejandro entregado a los insultos de un populacho que le pisaba,
celebrando con entusiasmo el valor de la reina. Ella fue en efecto la
que se puso al frente de la conspiración, bien fuese por odio a la
tiranía o ya por vengar sus injurias personales. Era hija de Jasón
esta princesa. Después de haber formado su plan, se lo comunicó a sus
tres hermanos, los cuales estaban amenazados de muerte por Alejandro,
y al instante se decidieron a favorecer el proyecto de la reina. La
víspera de la ejecución los tuvo ocultos en el palacio: aquella noche
Alejandro bebió con exceso, subió a su aposento, se tendió en el lecho
y durmiose. La reina baja inmediatamente, aleja al esclavo y al alano,
vuelve con los conjurados y se apodera de la espada que estaba colgada
en la cabecera de la cama. En aquel momento parece que desmaya el valor
de sus hermanos, pero amenazándoles de que despertará al rey, si aún
titubean, se arrojan sobre él y le cosen a puñaladas.

No me detuve y fui presuroso a dar la noticia a Eudemo, quien no se
admiró al oírla. Recobró sus fuerzas, y cinco años después murió en
Sicilia; Aristóteles, que después hizo un diálogo sobre el alma en
memoria de su amigo, sostenía que el sueño se había verificado en todas
sus partes, pues dejar la tierra es volver a la patria.

Los conjurados, después de haber dejado que respirasen algún tiempo
los habitantes de Feras, dividieron entre ellos el poder soberano, y
cometieron tantas injusticias que sus súbditos se vieron precisados a
llamar en su socorro a Filipo de Macedonia, el cual fue y arrojó no
solamente a los opresores de Feras sino también a los que se habían
establecido en otras ciudades.

Después de haber recorrido las cercanías de Feras, vimos las partes
meridionales de Magnesia, y en seguida tomamos el camino hacia el
norte, dejando a la derecha la cordillera del monte Pelión.

Este país es delicioso por lo benigno de su clima, la variedad de
aspectos, y los muchos valles que forman, particularmente en la parte
más septentrional, las ramas del Pelión y del Osa. Sobre una de las
cumbres del primero hay un templo en honor de Zeus, y cerca de él está
la célebre caverna donde suponen que el centauro Quirón estableció
su morada en otro tiempo. Subimos allá, siguiendo a una procesión de
jóvenes que van todos los años en nombre de una ciudad inmediata a
ofrecer un sacrificio al soberano de los dioses.

Continuando nuestro camino llegamos a Sicurio, ciudad situada en una
colina al pie del monte Osa; y de allí hasta Larisa: el país es fértil
aunque poco poblado y se hace más ameno a proporción que uno se acerca
a esta villa tenida con razón por la más rica y hermosa de la Tesalia.
El Peneo hermosea sus cercanías y baña sus muros con sus aguas tan
delgadas como cristalinas. Teníamos vivos deseos de llegar a Tempe,
cuyo nombre, común a muchos valles que se encuentran en este país, le
dan particularmente al que se forma entre el monte Olimpo y el Osa.
Este es el único camino para ir de Tesalia a Macedonia. Tomamos un
barco, al rayar el alba nos embarcamos en el Peneo y, habiendo pasado
la embocadura del Titaresio, llegamos a Gonos, distante de Larisa cerca
de ciento sesenta estadios (6612 pies). Esta ciudad es importantísima
por su situación como llave de la Tesalia a la parte de Macedonia, lo
mismo que lo son las Termópilas por la parte de la Fócida. El valle se
extiende del sudoeste al noreste; su longitud es de cuarenta estadios
(una legua y 1290 pasos); su anchura de dos estadios y medio, pero
disminuye a veces tanto que solo parece ser de unos cien pies. Los
montes están poblados de álamos, plátanos y fresnos de extraordinaria
hermosura; en las faldas brotan fuentes de agua clara como el cristal,
y en los intervalos que separan sus cumbres se respira un aire fresco
y puro con cierto deleite interior. El río presenta casi por todas
partes un canal sereno, en ciertos parajes forma isletas cuyo verdor es
perenne, y las grutas que se ven abiertas en las laderas de los montes,
tapizadas de céspedes, parecen el asilo del placer y del reposo.
Los laureles y otros varios arbustos forman toldos y bosquecillos,
haciendo un hermoso contraste con los sotos que hay al pie del Olimpo.
Los peñascos están tapizados de una especie de yedra, y los árboles,
adornados de plantas que serpentean rodeando sus troncos, se enredan en
sus ramas, y cuelgan formando festones y guirnaldas. Todo presenta en
fin en estos deliciosos parajes la decoración más risueña y pintoresca:
por todas partes que uno tiende la vista parece que los ojos respiran
la frescura y que el alma recibe nuevo espíritu de vida. Añádese a tan
maravilloso cuadro que en la primavera este valle encantador está por
todos lados esmaltado de flores, y que las bandadas de pajarillos hacen
resonar en él sus armoniosos cantos, a los cuales parece que la soledad
y la estación les prestan una melodía más tierna y encantadora.

Al salir del valle se ofreció a nuestra vista uno de los más bellos
espectáculos, cual es el de una llanura cubierta de casas y de árboles,
donde el río, cuyo cauce es más ancho y el curso más rápido, parece que
se multiplica por sus revueltas. A la distancia de algunos estadios
se ve el golfo Termaico; más allá se descubre la península de Palene
y a lo lejos termina esta hermosa vista el monte Atos. Creíamos poder
volver por la tarde a Gonos pero una tempestad furiosa nos precisó a
pasar la noche en una casa situada en la orilla del mar, cuya posesión
pertenecía a uno de Tesalia que se apresuró a recibirnos. Había estado
algún tiempo en la corte del rey Cotis y durante la comida nos contó
varias anécdotas referentes a este príncipe. «Cotis», nos dijo, «es
el más rico, el más voluptuoso y más desordenado de los reyes de
Tracia. En el verano anda errante con su corte por los bosques, donde
se han abierto cómodos caminos. Cuando llega a las márgenes de algún
arroyo, o algún sitio ameno, fresco y sombrío, hace allí parada y
se entrega a todos los excesos de la gula. Actualmente lo domina un
delirio capaz de causar lástima, si la locura unida al poder no hiciese
crueles las pasiones. ¿Sabéis cuál es el objeto de su amor? Atenea. Al
principio mandó que una de sus mancebas se adornase con los atributos
de su divinidad; pero como esta ilusión le inflamaba más y más, tomó
el partido de casarse con la diosa, y fueron celebradas sus bodas
con la mayor magnificencia, siendo yo convidado a ellas. Esperaba
él con impaciencia a su esposa, y en tanto se embriagó. Al fin del
banquete uno de sus guardias fue de orden suya a la tienda donde estaba
dispuesto el lecho nupcial, y a su vuelta, habiéndole dicho que Atenea
no había llegado todavía, Cotis le traspasó con una flecha que le quitó
la vida. Otro guardia experimentó igual suerte, pero el tercero, en
vista de tales resultados, le dijo que acababa de ver a la diosa, que
estaba acostada y que esperaba al rey. Al oír esto Cotis, sospechando
que su esposa habría sido infiel, concediendo favores al guardia, se
arrojó sobre él furioso y le despedazó con sus propias manos». Esta fue
la relación del tesalio. Poco tiempo después, dos hermanos, Heráclidas
y Pitón, conspiraron contra Cotis y le quitaron la vida.

Disipose la tempestad durante la noche, y cuando despertamos vimos la
mar en calma y el cielo sereno: volvimos al valle y vimos en él los
preparativos para una fiesta que los de Tesalia celebran todos los años
en memoria de un terremoto que, abriendo paso libre a las aguas del
Peneo, descubrió los hermosos llanos de Larisa. Al día siguiente por la
mañana regresamos a esta ciudad, y algunos días después tuvimos ocasión
de ver las corridas de toros. Ya había yo visto otras semejantes en
varias ciudades de la Grecia, pero los habitantes de Larisa mostraron
en estas más destreza que los demás pueblos. Estábamos ya en el otoño
y, como esta temporada es regularmente la más hermosa en Tesalia,
hicimos algunas correrías por las ciudades inmediatas; pero habiendo
llegado el momento de continuar el viaje, determinamos pasar por el
Epiro y tomamos el camino de Gonfos, ciudad situada al pie del monte
Pindo.




CAPÍTULO XXXIV.

Viaje a Epiro, a Acarnania y a Etolia. — Oráculo de Dodona. — Salto
de Léucade.


El monte Pindo separa la Tesalia del Epiro. Le pasamos por más arriba
de Gonfos, y entramos en el país de los atamanes desde donde fuimos
en derechura a Ambracia por un camino muy corto, pero escabroso. Esta
ciudad, colonia de los corintos, está situada cerca de un golfo que
tiene su nombre. Pasamos en ella algunos días, y durante ellos tomamos
nociones generales sobre el Epiro.

El Pindo al levante y el golfo de Ambracia al mediodía separan en
cierto modo este país del resto de la Grecia. En lo interior del
país hay varias sierras, y hacia las costas del mar se encuentran
perspectivas amenas y ricas campiñas. Entre los ríos que la riegan se
distingue el Aqueronte, que desemboca en un lago del mismo nombre, y
el Cocito, cuyas aguas son amargas y saladas. A corta distancia hay un
paraje llamado Aorno o Averno, de donde salen unos vapores que infestan
el aire. Por estas señas se reconoce fácilmente el país donde en los
tiempos remotos pusieron los infiernos. El Epiro tiene muchos puertos
muy buenos. Entre otras cosas se extraen de esta provincia caballos muy
veloces, y mastines excelentes para guardar los rebaños. Hay ciertos
cuadrúpedos que son allí de un tamaño prodigioso. Es preciso estar en
pie, o algo inclinados, para ordeñar las vacas que dan una cantidad
extraordinaria de leche.

En una de las partes septentrionales del Epiro está la ciudad de
Dodona, donde se hallan el templo de Zeus y el oráculo más antiguo de
la Grecia. He aquí como refieren las sacerdotisas del templo el origen
de este oráculo.

Escapáronse un día dos palomas de la ciudad de Tebas, en Egipto, y se
detuvieron la una en Libia y la otra en Dodona. Esta última, habiéndose
parado en una encina, pronunció estas palabras con voz inteligible:
«Fundad aquí un oráculo en honor de Zeus». La otra paloma dijo lo mismo
a los habitantes de la Libia, y ambas fueron miradas como intérpretes
de los dioses. Por absurda que sea esta relación, parece que tiene
algún fundamento verdadero, pues los sacerdotes egipcios sostienen que
dos sacerdotisas llevaron en otro tiempo sus ritos sagrados a Dodona
lo mismo que a Libia.

Dodona está situada al pie del monte Tomaro. El templo y los pórticos
que lo rodean están hermoseados de estatuas sin número y con las
ofrendas de casi todos los pueblos del universo. El bosque sagrado
campea cerca de allí, y entre las encinas que lo pueblan hay una con
el nombre de divina o de profética, consagrada por la piedad de los
pueblos muchos siglos hace. El bosque está rodeado de pantanos, pero
el territorio es en general muy fértil y en sus bellas praderas se ven
andar errantes numerosos rebaños.

Hay tres sacerdotisas encargadas de comunicar las respuestas del
oráculo, y los dioses las revelan sus secretos de diferentes maneras.
Algunas veces van al bosque sagrado, y situándose cerca del árbol
profético, permanecen allí atentas, ya sea al susurro de las hojas
agitadas por el céfiro o ya al gemido de sus ramas combatidas por
la borrasca. Otras veces se paran a la margen de una fuente, y allí
escuchan el ruido que hacen los borbotones de sus aguas fugitivas.

Distinguen diestramente los diferentes sonidos que llegan a su oído,
y teniéndolos por presagio de lo venidero, los interpretan según las
reglas que se han formado, y generalmente según el interés de aquellos
que las consultan.

Conservan los atenienses muchas respuestas del oráculo de Dodona, de
las cuajes voy a referir una, que puede dar a conocer su espíritu.

Ved aquí lo que prescribe a los atenienses el sacerdote de Zeus:
«Habéis dejado pasar el tiempo de los sacrificios y de la diputación:
enviad, enviad sin pérdida de tiempo diputados que, además de los
presentes decretados por el pueblo, vengan a ofrecer a Zeus nueve
bueyes que sean buenos para la labranza, acompañado cada buey de dos
ovejas, que presenten también a Dione una mesa de bronce, un buey y
otras víctimas». Dione era hija de Urano, y participa con Zeus del
incienso que se quema en el templo de Dodona.

Estas eran, entre otras, las cosas que nos contaban en Ambracia.
Entre tanto se acercaba el invierno, y nosotros pensábamos en dejar
esta ciudad. Nos embarcamos en una nave que se hacía a la vela para
Naupacto, ciudad situada en el golfo de Crisa, y luego que se aseguró
el buen tiempo, salimos del puerto y golfo de Ambracia. A poco tiempo
encontramos la península de Léucade, separada del continente por un
istmo muy estrecho. Su extremidad está formada por una montaña muy
elevada, cortada a pico, y en cuya cumbre hay un templo de Apolo, que
los marineros descubren y saludan desde lejos. Según la opinión más
común entre los griegos, el salto que se da desde lo alto del peñasco
de Léucade al mar es un remedio poderoso contra los furores del amor,
y así es que más de una vez se han visto amantes desgraciados ir a
aquel paraje, subir al promontorio, ofrecer sacrificios en el templo
de Apolo, hacer formal voto de arrojarse al mar, y precipitarse
efectivamente ellos mismos.

Se enseña en Léucade el sepulcro de Artemisia, de aquella famosa reina
de Caria que dio tantas pruebas de su valor en la batalla de Salamina.
Dominada de una pasión violenta hacia un joven que no correspondía a su
amor, le sorprendió dormido y le sacó los ojos. En breve se apoderaron
de ella la pena y la desesperación, que la condujeron a Léucade, y allí
pereció en las aguas a pesar de los esfuerzos que hicieron por salvarla.

Tal fue también el fin de la desgraciada Safo. Abandonada de Faón su
amante, fue a buscar allí un alivio a sus penas y solo encontró la
muerte. Estos ejemplares y otros muchos han desacreditado de tal manera
el salto de Léucade, que no se ven ya muchos amantes que se obliguen a
imitarlos con votos indiscretos.

Continuando nuestro camino vimos a la derecha las islas de Ítaca y de
Cefalonia, y a la izquierda las orillas de Acarnania, país separado
de la Etolia por el río Aqueloo, y cuyos habitantes son fieles a su
palabra, y sumamente celosos de su independencia. Habiendo pasado la
embocadura del Aqueloo, costeamos durante un día entero la Etolia. Este
país, donde se encuentran campiñas fértiles, está habitado por una
nación guerrera dividida en muchas poblaciones, que se reúnen todos los
años, por medio de sus diputados, en la ciudad de Termo para elegir los
jefes que deben gobernarlos.

Los de Etolia no respetan ni alianzas ni tratados: cuando se declara
la guerra entre dos naciones vecinas a su país, las dejan debilitarse,
caen luego sobre ellas, y les arrebatan las presas que han hecho,
llamando a esto _robar al ladrón_: son muy dados a la piratería lo
mismo que los acarnanios y los locrios-ozolos.

Al cabo de cuatro días de navegación llegamos a Naupacto, ciudad
situada al pie de un monte. Vimos en la costa un templo de Poseidón, e
inmediato a él una caverna llena de ofrendas, consagrada a Afrodita.
Allí encontramos algunas viudas que habían ido a pedir a la diosa nuevo
esposo. A la mañana del día siguiente tomamos un barco pequeño que nos
condujo a Pagas, puerto de la Megáride, y de allí pasamos a Atenas.




CAPÍTULO XXXV.

Viaje a Mégara, a Corinto, a Sición y a Acaya.


(Año 356 antes de J. C.) Pasamos el invierno en Atenas; después de
haber viajado por las provincias septentrionales de la Grecia, nos
quedaba por recorrer aún las del Peloponeso, y a la entrada de la
primavera nos pusimos en camino.

Atravesamos la ciudad de Eleusis, y entramos en la Megáride, que separa
los estados de Atenas y los de Corinto, donde se encuentran algunas
ciudades y lugares, cuya capital es Mégara. Hay en esta ciudad una
célebre escuela de filosofía, fundada por Euclides, que era uno de los
más celosos discípulos de Sócrates. A pesar de la distancia del sitio,
no obstante la pena de muerte impuesta por los atenienses contra todo
megarense que se atreviera a traspasar sus límites, le vieron más de
una vez salir por la tarde disfrazado de mujer y volver al hacerse de
día. Examinaban juntos en qué consistía el verdadero bien. Sócrates,
que dirigía sus investigaciones hacia este único punto, solo hizo uso
de medios sencillos para alcanzarlo, pero Euclides, muy versado en
los escritos de Parménides y en la escuela de Elea, recurrió luego
al medio de las abstracciones, medio comúnmente peligroso, y muchas
veces impenetrable. Sus principios son muy conformes a los de Platón,
pues decía que el verdadero bien debe ser uno, siempre el mismo. Era
necesario definir sus diferentes propiedades, y bajo este concepto lo
que más nos importa vino a ser lo más difícil de comprender. El método
adoptado de oponer a una proposición la proposición contraria y de
limitarse a disputar sobre ellas mucho tiempo fue lo que más contribuyó
a oscurecerlo. Descubriose entonces un instrumento y con él se aumentó
la confusión más y más; hablo aquí de las reglas del silogismo, cuyos
tiros tan terribles como imprevistos, derriban al adversario que no
es bastante diestro para evadirse de ellos. En breve, valiéndose las
sutilezas de la metafísica, de las astucias de la lógica, las palabras
tomaron el lugar de las cosas, y los discípulos no bebieron en las
escuelas más que el espíritu de acrimonia y de contradicción, llegando
a ser así más celosos para hacer triunfar el error en vez de la verdad.

Para ir al istmo de Corinto, tomamos un guía que nos llevó por alturas
sobre una cornisa abierta en peña, estrechísima y escabrosa, muy
elevada del mar por la falda de un monte que levanta su cabeza hasta
las nubes. Este es el famoso desfiladero donde se dice que estaba
Esciro, aquel que arrojaba los viajeros al mar después de haberlos
robado, y a quien Teseo hizo sufrir el mismo género de muerte.

No hay cosa más espantosa que este paso a primera vista; no nos
atrevíamos a detener nuestras miradas en el abismo, los mugidos de
las olas parecía que a cada instante nos advertían que estábamos
suspensos entre la muerte y la vida. Familiarizados luego con el
peligro, gozamos con placer de un espectáculo interesante. Los
vientos impetuosos que penetraban por la cumbre de los peñascos que
teníamos a la derecha bramaban sobre nuestras cabezas, y, divididos en
torbellinos, caían a plomo sobre diferentes puntos de la superficie
del mar y la alborotaban blanqueándola de espuma en ciertos parajes,
mientras que en los espacios intermedios quedaba unida y tranquila.
El sendero que seguíamos se prolonga durante unos cuarenta estadios
(legua y media), subiendo y bajando alternativamente hasta cerca de
Cromión, puerto y castillo de los corintios, lejano de su capital
ciento y veinte estadios (cuatro leguas y media). Costeando el mar por
un camino más cómodo y alegre llegamos al sitio en que la anchura del
istmo solo es de cuarenta estadios (una legua y 4280 pasos). Allí es
donde los pueblos del Peloponeso han tomado algunas veces el partido de
atrincherarse, y allí también donde celebran los juegos ístmicos, cerca
de un templo de Poseidón y un bosque de abetos consagrado al mismo.

La ciudad de Corinto está situada al pie de un monte en el cual han
edificado una ciudadela. El mar de Crisa y el Sarónico vienen a expirar
a sus pies, y la hermosean un gran número de edificios sagrados y
profanos, antiguos y modernos. Después de haber visto la plaza,
adornada, según el uso, de templos y estatuas, vimos el teatro donde la
asamblea del pueblo delibera sobre los asuntos de estado, y celebran
los certámenes de música y otros juegos que acompañan a las fiestas.
Nos enseñaron el sepulcro de los hijos de Medea, muertos a pedradas
por los corintios y arrancados por estos de los altares, donde esta
madre desgraciada los había depositado. En castigo de este crimen, una
enfermedad epidémica arrebataba de la cuna todos los niños, hasta que,
dóciles a la voz del oráculo, se obligaron a honrar todos los años la
memoria de las víctimas sacrificadas a su furor.

Hay en Corinto muchos almacenes y manufacturas: hacen en esta ciudad,
entre otras cosas, colchas de cama muy apreciadas de las demás
naciones; expende mucho para adquirir estatuas y pinturas de buenos
artífices, pero no ha producido hasta ahora ninguno de aquellos
artistas que hacen tanto honor a la Grecia, ya sea porque no tiene
para las obras clásicas otro gusto que el de mero lujo, o ya que
la naturaleza, reservándose el derecho de crear los genios, deja a
los soberanos el cuidado de buscarlos y hacerlos patentes. Esto no
obstante, se aprecian ciertas obras de bronce y de barro cocido,
que se hacen en Corinto: sus mujeres se distinguen por su hermosura,
los hombres por la afición al lucro y los placeres. Destruyen su
salud con los excesos de la gula, y el amor no es entre ellos más
que una licencia desenfrenada. Su principal divinidad es Afrodita
a quien están consagradas varias rameras, para que les alcancen su
patrocinio. En las grandes calamidades, en los riesgos inminentes,
asisten a los sacrificios y van en procesión con los demás ciudadanos,
cantando himnos sagrados. Voy a dar una idea de las mudanzas que ha
experimentado el gobierno de Corinto.

Cerca de doscientos años después de la guerra de Troya, y al cabo
de treinta de la vuelta de los Heráclidas, Aletes, que descendía de
Heracles, obtuvo el reino de Corinto, y su familia lo poseyó por
espacio de cuatrocientos diecisiete años. La dignidad real fue después
abolida, y el poder supremo puesto en manos de doscientos ciudadanos
que todos debían ser de la sangre de los Heráclidas. Ochenta años
después, restableció Cípselo la dignidad real, que subsistió en su
casa por espacio de setenta y tres años. Pasado este intervalo de
tiempo, habiendo juntado los corintios sus tropas a las de Esparta,
establecieron su gobierno que ha subsistido siempre porque propende más
a la oligarquía que a la democracia, y los asuntos importantes no se
someten en él a la decisión arbitraria de la multitud. Corinto, más que
ninguna ciudad de la Grecia, ha producido ciudadanos hábiles en el arte
de gobernar.

Sición dista poco de Corinto. Pasamos muchos ríos antes de llegar a
aquella ciudad: su territorio, que produce abundantemente trigo, vino y
aceite, es uno de los países más bellos y más ricos de la Grecia. Los
sicionios atribuyen la fundación de su ciudad a una época poco conforme
con las tradiciones de los demás pueblos. Astrato, en cuya casa nos
hospedamos, nos enseñó una larga lista de los príncipes que ocuparon
el trono por espacio de cien años, y de los cuales el último vivía,
poco más o menos, en el tiempo de la guerra de Troya; pero nosotros
le suplicamos que no nos llevase a tiempos tan remotos, y que tampoco
se alejase de tres o cuatro siglos. «Entonces fue», nos dijo, «cuando
pareció una sucesión de soberanos que, para conservar su autoridad
absoluta durante un siglo entero, la contuvieron en sus justos límites
respetando las leyes. Ortágoras fue el primero de ellos y Clístenes el
último. El uno reprimió con su moderación y su prudencia el furor de
las facciones, y el otro se hizo adorar por sus virtudes y temer por su
valor».

Vimos la ciudad, el puerto y la ciudadela. Sición figurará en la
historia de las naciones por el esmero con que allí ha cultivado
las artes. Hacia la primera olimpiada (año 776 antes de J. C.), los
artistas de esta ciudad y los de Corinto, que habían manifestado más
inteligencia en sus dibujos que todos cuantos les habían precedido,
se distinguieron por los ensayos de que se ha conservado memoria y
que causaron admiración por su novedad. Mientras que Dédalo de Sición
separaba los pies y las manos de las estatuas, Cleofanto de Corinto
daba colorido a las facciones del rostro, haciendo uso para ello de
ladrillo cocido y pulverizado.

Hacia el tiempo de la batalla de Maratón, la pintura y la escultura
salieron de su larga infancia, y los progresos rápidos que hicieron la
han llevado al grado de belleza y majestad en que hoy la vemos. Casi
en nuestros días ha producido Sición a Eupompo, jefe de una tercera
escuela de pintura. Antes de él, únicamente se conocían las de Atenas y
de Jonia. De la suya han salido ya artistas célebres, como son, entre
otros, Pausias y Pánfilo, que la dirigía cuando hicimos mansión en
esta ciudad. Sus talentos y su reputación lo atrajeron un gran número
de discípulos que le pagaban un talento (21.117 reales) antes de ser
recibidos. Él, por su parte, se obligaba a darles durante diez años
lecciones fundadas en una excelente teoría y justificadas por el éxito
de sus obras: al mismo tiempo les exhortaba a que cultivasen las letras
y las ciencias, en las cuales estaba muy versado.

Siguiendo su consejo, los magistrados de Sición mandaron que el estudio
del dibujo se comprendiese en adelante en la educación de la juventud,
y que las bellas artes no se entregasen a manos mercenarias. Las demás
ciudades de la Grecia, movidas de este ejemplo, empezaron a conformarse
con él de allí a poco tiempo. Conocimos a dos de sus discípulos que han
adquirido después renombre, cuales son Melanto y Apeles. Tenía grandes
esperanzas del primero y aun mayores del segundo, que se vanagloriaba
de tener tal maestro. Pánfilo se felicitó también en breve de tener tal
discípulo.

Pasamos algunos días en Sición y entramos en la Acaya que es una faja
de tierra limitada al mediodía por la Arcadia y la Élide, y al norte
por el mar de Crisa. Las costas están casi por todas partes erizadas
de peñascos. En lo interior del país la tierra es floja y estéril,
aunque se encuentran buenos viñedos en algunos parajes. Este país fue
ocupado en otro tiempo por los jonios que hoy habitan en la costa
del Asia, y fueron arrojados por los aqueos, cuando estos se vieron
forzados a ceder a los descendientes de Heracles los reinos de Argos
y de Lacedemonia. Establecidos los aqueos en sus nuevas moradas, ya
no se mezclaron en los asuntos de la Grecia hasta que sobrevino la
guerra del Peloponeso. Entonces dejaron su reposo, y se unieron unas
veces a los atenienses y otras a los lacedemonios. Después han hecho
muchas alianzas: algunos años después de nuestro viaje, sus tropas se
distinguieron en la batalla de Queronea.

Habiendo visto ya a Pelene, ciudad pequeña edificada en la falda de
una colina, así como un templo de Dioniso, donde se celebran todos
los años, en una noche, la fiesta de las lámparas, pasamos a Egira,
donde vimos algunos monumentos. Entramos también en una gruta que se
encuentra cerca de esta ciudad, la cual es la mansión de un oráculo
que se vale de la suerte de los dados para anunciar lo futuro. Más
allá todavía vimos las ruinas de Hélice, en otro tiempo lejana del
mar doce estadios (1587 pasos y 5 pies) y destruida en nuestros días
por un temblor de tierra. Todos los habitantes perecieron en esta
espantosa catástrofe, siendo en vano que en los días siguientes se
tratase de sacar sus cuerpos para darles sepultura. Las oscilaciones
del terremoto dícese que no se sintieron en la ciudad de Egio, distante
únicamente cuarenta estadios de Hélice, (una legua y 1290 pasos) pero
llegaron hasta la costa opuesta, y en la ciudad de Bura, que no distaba
de Hélice más que Egio, muros, casas, templos, estatuas, hombres y
animales, todo pereció. Los ciudadanos ausentes edificaron a su vuelta
la ciudad que subsiste hoy día. Después de la destrucción de Hélice,
Egio aumentó su territorio con el de aquella ciudad, y llegó a ser la
principal de la Acaya. En esta ciudad se convocan los estados de las
provincias, los cuales se reúnen en las inmediaciones, en un bosque
consagrado a Zeus cerca del templo de este dios, y a la orilla del mar.
La Acaya está desde los tiempos más antiguos dividida en doce ciudades,
que comprende cada una siete u ocho lugares en su distrito, y todas
tienen derecho de enviar diputados a la asamblea ordinaria que se
celebra al principio de su año, hacia el medio de la primavera. En ella
se expiden los reglamentos que exigen las circunstancias, y se nombran
los magistrados que los deben ejecutar y que pueden convocar asambleas
extraordinarias, cuando sobreviene una guerra o es menester deliberar
sobre una alianza.

Yendo a Patras pasamos por muchas ciudades y lugares, porque la Acaya
está muy poblada. Antes de llegar a dicha ciudad, nos apeamos en un
bosque delicioso, donde muchos jóvenes se ejercitaban en las carreras.
En una de las arboledas encontramos un muchacho de doce a trece años,
muy bien vestido y coronado de espigas de trigo. Hicímosle algunas
preguntas y nos dijo: «Hoy es la fiesta de Dioniso Esimnetes. Todos
los muchachos de la ciudad vamos a las márgenes del Milico; allí nos
formamos en procesión para ir a aquel templo de Artemisa que se ve
allá, donde pondremos esta corona a los pies de la diosa y, después de
habernos lavado en el arroyo, tomaremos una de yedra e iremos al templo
que está al otro lado». «¿Por qué llevas esa corona de espigas?», le
pregunté. «Porque así nos adornaban la cabeza cuando nos inmolaban
en el altar de Artemisa». «¿Y cómo es que os inmolaban?». «¿Pues que
no sabéis la historia del hermoso Melanipo y de la bella Cometo,
sacerdotisa de la diosa? Voy a contárosla:

»Amábanse tanto, que siempre se iban buscando, y cuando no estaban
juntos aún se veían. Pidieron al fin permiso a sus padres para casarse,
y estos malvados se la negaron. Poco tiempo después ocurrieron grandes
enfermedades y hambres en el país: se consultó al oráculo y respondió
que Artemisa estaba enojada, porque Melanipo y Cometo se habían casado
en su mismo templo la noche de su fiesta, y que para apaciguarla era
preciso sacrificarle todos los años un muchacho y una jovencita de las
más hermosas. Más adelante nos prometió el oráculo que cesaría esta
bárbara costumbre cuando un desconocido trajese aquí cierta estatua de
Dioniso. Vino en efecto, se puso la estatua en aquel templo, y desde
entonces en lugar del sacrificio, se hace la procesión y las ceremonias
de que os he hablado. Adiós, extranjero.»

Esta relación, que nos confirmaron personas ilustradas, no nos causó
mucha admiración porque sabíamos que, durante mucho tiempo, no se
conoció mejor medio para aplacar la ira del cielo que el de derramar
sobre los altares la sangre humana, particularmente la de las doncellas.

Después de haber visto detenidamente los monumentos de Patras y de otra
ciudad llamada Dime, pasamos el Lariso y entramos en la Élide.




CAPÍTULO XXXVI.

Viaje a la Élide. — Juegos olímpicos.


La Élide es un país reducido, cuyas costas baña el mar Jónico y se
divide en tres valles. En el más septentrional está la ciudad de Elis
y un río del mismo nombre, pero menos caudaloso que el de Tesalia; el
valle del medio es célebre por el templo de Zeus, situado cerca del río
Alfeo; el último se llama Trifilia.

Este país es de todos los del Peloponeso el más abundante y mejor
poblado. Sus fértiles campiñas están cubiertas de esclavos laboriosos,
y la agricultura florece en ellas porque el gobierno guarda con los
labradores cuantas consideraciones merecen estos últimos ciudadanos.
La ciudad de Elis es muy moderna, y está formada al estilo de otras
muchas ciudades de la Grecia, particularmente del Peloponeso, por la
reunión de muchas aldeas. Está adornada de templos, edificios suntuosos
y muchas estatuas, algunas de ellas obra de Fidias. Entre estos últimos
monumentos, vimos algunos en que el artista mostró tanto ingenio como
habilidad. Tal es el grupo de las Gracias en el templo que les está
consagrado. Su ropaje es suelto y elegante: la primera tiene un ramo
de mirto en honor de Afrodita, la segunda una rosa simbolizando la
primavera, la tercera una taba, símbolo de los juegos de la infancia; y
para que nada falte a los encantos de esta composición, la figura del
amor está en el mismo pedestal de las Gracias.

No hay cosa que dé más lustre a esta provincia que los juegos
olímpicos, celebrados de cuatro en cuatro años en honor de Zeus.
Los instituyó Heracles, y después de una larga interrupción fueron
establecidos por los consejos del célebre Licurgo y por el celo de
Ífito, soberano de una comarca de la Élide. Ciento y ocho años después,
fue inscrito por primera vez en los registros públicos de los eleos
el nombre del que ganó el premio de la carrera en el estadio, que se
llamaba Corebo. Este uso continuó, y de aquí vino aquella larga serie
de vencedores cuyos nombres, indicando las diferentes olimpiadas,
forman otros tantos puntos fijos para la cronología.

Iban a celebrarse los juegos por la centésima sexta vez cuando llegamos
a Elis. Todos los habitantes de la Élide se preparaban para esta
solemnidad augusta, y se había promulgado ya el decreto que suspende
toda hostilidad. Las tropas que entrasen entonces en esta tierra
sagrada debían ser condenadas a una multa de dos minas (610 reales) por
soldado.

Hace cuatro siglos que los eleos tienen a su cargo el gobierno de los
juegos olímpicos, y han dado a este espectáculo toda a perfección de
que era susceptible. En cada olimpiada se sacan por suerte los jueces
o presidentes de los juegos, en número de ocho, porque corresponde uno
a cada tribu. Se reúnen en Elis antes de la celebración de los juegos,
y durante el discurso de diez meses se instruyen por menor de las
funciones que deben desempeñar. A fin de juntar la experiencia a los
preceptos, ejercitan durante igual tiempo los atletas que han ido a
inscribirse para disputar el premio de la carrera, y de la mayor parte
de las contiendas a pie.

Luego que hubimos visto lo que más podía interesarnos, tanto en la
ciudad de Elis como en la de Cilene, que le sirve de puerto, partimos
para Olimpia, adonde se va por dos caminos; el uno por la llanura, de
trescientos estadios de largo (9 leguas y 3670 pasos) y el otro por las
montañas; escogimos el primero, y llegamos a Olimpia después de haber
visto al paso las ciudades de Dispontio y de Letrinos. Esta ciudad,
conocida también bajo el nombre de Pisa, está situada a la orilla
derecha del Alfeo, al pie de una colina que se llama el monte de Cronos.

El Altis contiene en su recinto los objetos más interesantes: es un
bosque sagrado, muy extenso y cercado, en el cual se encuentran el
templo de Zeus y el de Hera, el senado, el teatro y otros muchos
edificios hermosos, en medio de innumerables estatuas. El templo de
Zeus fue construido en el siglo último con los despojos tomados por los
eleos a algunos pueblos que se habían sublevado contra ellos.

Es de orden dórico, rodeado de columnas, y construido de piedra sacada
de las canteras inmediatas, pero tan lustrosa y tan dura como el
mármol de Paros. Tiene de altura de sesenta y ocho pies, de longitud
doscientos treinta, y de anchura noventa y cinco. Un hábil arquitecto
llamado Libón estuvo encargado de la construcción de este edificio,
y dos escultores no menos hábiles enriquecieron los frontispicios de
ambas fachadas con discretas composiciones. Este soberbio templo está
dividido por unas columnas en tres naves. Apenas se entra en él cuando
las miradas se dirigen rápidamente a la estatua y al trono de Zeus.
Esta obra clásica de Fidias y de la escultura hace a primera vista
una impresión tanto más profunda cuanto más se examina. La efigie de
Zeus es de oro y marfil, y, aunque sentada, llega casi al plafón del
templo. En la mano derecha tiene una victoria, también de oro y marfil,
en la izquierda un cetro primorosamente trabajado, enriquecido con
varios metales y coronado con un águila; el calzado es de oro como
también el manto, en el cual hay esculpidos animales y flores, y sobre
todo lirios. El trono descansa en cuatro pies y sobre unas columnas
intermediarias de la misma altura que los pies; todo está refulgente de
oro, marfil, ébano y piedras preciosas, y le decoran varias pinturas y
bajos relieves.

Fidias aprovechó los menores espacios para multiplicar los adornos.
Encima de la cabeza del dios, en la parte superior del trono, se ven
a un lado las tres Gracias que tuvo de Eurínome, y las Estaciones
que tuvo de Temis. Distínguense otros muchos bajos relieves, tanto
en la peana como en la basa o estrado que sostiene aquella enorme,
masa, la mayor parte de ellos de oro, y representando las divinidades
del Olimpo. A los pies de Zeus se lee esta inscripción: _Soy obra de
Fidias, ateniense, hijo de Cármides_. Además de su nombre, el artista,
para eternizar la memoria y la belleza de un joven amigo suyo llamado
Pantarces, grabó su nombre en uno de los dedos de Zeus.

Causa sorpresa la grandeza de la empresa y la riqueza de la materia,
la excelencia del trabajo y la feliz armonía de todas las partes; pero
aún sorprende más la expresión sublime que el artista ha sabido dar a
la cabeza de Zeus. La divinidad misma parece allí infundida con todo
el esplendor de su poder, toda la profundidad de su sabiduría y la
dulzura de su bondad. Antes los artistas no representaban al soberano
de los dioses sino con facciones comunes, sin nobleza y sin carácter
distintivo. Fidias fue el primero que, digámoslo así, alcanzó a la
majestad divina. ¿En qué fuente bebió, pues, tan altas ideas? Él
mismo respondió a los que le hacían esta pregunta citando los versos
de Homero en que este poeta dice que una mirada de Zeus basta para
estremecer el Olimpo.

Desde el templo de Zeus pasamos al de Hera, que es igualmente de orden
dórico, rodeado de columnas, pero mucho más antiguo que el primero. La
mayor parte de las estatuas que hay en él, ya de oro, ya de marfil,
descubren la rudeza del arte, aunque no tienen aún trescientos años de
antigüedad. Cerca de este templo se celebran unos juegos en los cuales
presiden dieciséis mujeres respetables por su virtud, no menos que por
su cuna.

Saliendo de allí recorrimos las calles del recinto sagrado. Entre los
plátanos y los olivos que cubren con su sombra aquellos sitios, se
ofrecían a nuestra vista por todas partes columnas, trofeos, carros
triunfales, estatuas sin número de bronce y mármol, unas de los
dioses y otras de los vencedores. Mientras admirábamos estas obras de
escultura, nuestros intérpretes nos hacían largas relaciones y nos
contaban anécdotas relativas a aquellos cuyo retrato nos enseñaban.
Después de haber visto con detención dos carros de bronce, en uno
de los cuales estaba Gelón, rey de Siracusa, y en el otro Hierón,
su hermano y sucesor, nos hicieron observar de cerca la estatua de
Cleómedes. «Este atleta», nos dijeron, «habiendo tenido la desgracia
de matar a su adversario en el combate de la lucha, los jueces para
castigarle le privaron de la corona, y esto le hizo tanta sensación que
perdió el juicio. Algún tiempo después entró en una casa de educación
de la juventud, asió una columna que sostenía el techo, la derribó, y
perecieron bajo las ruinas del edificio cerca de sesenta niños.

»Esta yegua que aquí veis, la llamaban Viento a causa de su ligereza.
Un día que corría en el estadio, Filotas, que la montaba, se dejó
caer: ella continuó la carrera, dobló el límite y fue a pararse ante
los jueces que concedieron la corona a su amo, y le permitieron que
se representase aquí con el instrumento de su victoria. Este otro
atleta llevó su estatua al hombro, y él mismo la puso en este sitio.
Es el célebre Milón; aquel que en la guerra de los habitantes de
Crotona, su patria, contra los de Síbaris estuvo a la cabeza de las
tropas, y ganó una famosa victoria. Triunfó muchas veces en nuestros
juegos y en los de Delfos, haciendo siempre en ellos pruebas de sus
fuerzas prodigiosas. Algunas veces se ponía sobre una losa untada
de aceite para hacerla más resbaladiza, y a pesar de todo no podían
menearle los más fuertes vaivenes; otras veces empuñaba una granada
y, sin estrujarla, la tenía tan apretada que los atletas más forzudos
no podían abrir sus dedos para arrancársela. Se cuenta también que
recorrió el estadio llevando un buey al hombro, y que encontrándose
un día en una casa con los discípulos de Pitágoras, les salvó la vida
sosteniendo la columna en que se apoyaba el plafón próximo a caer; en
fin, se dice que en su vejez llegó a ser presa de las fieras porque sus
manos se encontraron atrapadas en el tronco de un árbol medio abierto
con sus uñas, y que él intentaba acabar de abrir».

En tanto que nos deteníamos con estas cosas, llegaban en cuadrillas
las gentes a Olimpia, por mar y por tierra, de todas las partes de la
Grecia y de los países más lejanos, presurosos por ver estas fiestas
cuya celebridad excede infinitamente a las demás solemnidades, y que
en el día carecen de un atractivo que antes las hacía más magníficas;
pues ya no se permite en ellas la concurrencia de mujeres a causa de
la desnudez de los atletas. El primer día de las fiestas empieza once
días después de la luna nueva, pasado el solsticio de estío. Duran
cinco días, y al fin del último se hace la proclamación solemne de
los vencedores. Abriéronse las fiestas por la tarde dando principio
con muchos sacrificios ofrecidos en altares dedicados a muchas
divinidades, tanto en el templo de Zeus como en las cercanías. Las
ceremonias duraron hasta muy entrada la noche, y se hicieron al son de
instrumentos, a la claridad de la luna, próxima a estar llena, con tal
orden y magnificencia que inspiraban a un tiempo sorpresa y respeto.
A media noche cuando se acabaron, la mayor parte de los concurrentes
fueron a situarse en la carrera para gozar mejor del espectáculo de los
juegos que iban a dar principio.

La carrera olímpica se divide en dos partes: el estadio y el hipódromo.
El estadio es una calzada de seiscientos pies de largo y de anchura
proporcionada. Allí se hacen las corridas a pie, y se dan la mayor
parte de los combates. El hipódromo es para las corridas de carros y de
caballos; uno de sus lados se extiende por un collado, y el otro, algo
más largo, es formado por una calzada: tiene seiscientos pies de ancho,
doble de largo, y está separado del estadio por medio de un edificio
llamado la barrera, que es un pórtico delante del cual hay un patio
espacioso en figura de una proa de nave; sus paredes van acercándose la
una a la otra, y dejan a su extremidad una abertura más capaz para que
puedan pasar a la vez muchos carros. El estadio y el hipódromo están
adornados de estatuas, de altares y de otros monumentos.

Al rayar el alba fuimos al estadio, que estaba ya lleno de atletas
preludiando los combates, y rodeado de muchos espectadores; pero
había mucho mayor número puestos confusamente sobre una colina que se
presenta en anfiteatro más arriba de la carrera. Luego que hubieron
ocupado sus asientos los ocho jueces presidentes de los juegos,
vestidos magníficamente, gritó un heraldo diciendo: «Preséntense los
corredores del estadio», y al punto se presentó un gran número de
ellos que se formaron en línea, según el puesto que la suerte les
había señalado, y entonces el heraldo publicó sus nombres y el de
su patria. Si estos nombres se habían hecho ilustres con victorias
precedentes, eran aplaudidos repetidas veces. Después de que el
heraldo hubo añadido: «¿Hay alguien que acuse a alguno de estos
atletas de haber estado preso o tenido mala vida?», guardó todo el
mundo un silencio profundo, y en aquellos hombres del pueblo prontos
a disputarse unas hojas de olivo, solamente vi ya hombres libres que
se proponían sostener la gloria de su patria. En las miradas inquietas
de los espectadores se veían pintados el temor y la esperanza, cuyos
sentimientos eran más vivos a proporción que se acercaba el instante
que debía desvanecerlos. La trompeta da en fin la señal, parten los
corredores, llegan en un abrir y cerrar de ojos al término donde
estaban los presidentes de los juegos; el heraldo proclama el nombre
de Poro de Cirene, y mil bocas lo repiten. El honor que lograba es el
primero y más lucido, porque la carrera del estadio sencillo es la más
antigua de cuantas han sido admitidas en estas fiestas.

En los días siguientes fueron llamados otros campeones a recorrer el
estadio doble; es decir, que después de haber llegado al fin y dado
vuelta a la meta, debían retroceder al punto de donde partieron.
Estos últimos fueron reemplazados por otros atletas que corrieron
doce veces a lo largo del estadio. Algunos concurrieron a muchos
de estos ejercicios y ganaron más de un premio. Los vencedores no
debían ser coronados hasta el último día de las fiestas, pero al
fin de su carrera recibieron o más bien tomaron una palma que les
estaba destinada. Este momento fue para ellos el principio de una
serie de triunfos. Cada uno se apresuraba a verlos, a felicitarlos:
sus parientes, sus amigos, sus compatriotas les llevaban en hombros
para que los viesen los concurrentes que esparcían sobre ellos
flores a manos llenas. Al día siguiente, muy temprano, fuimos al
hipódromo, donde debían ejecutarse las corridas de caballos y de
carros. Únicamente las gentes ricas pueden dar estos espectáculos, que
cuestan mucho. Como los que aspiran a los premios no están obligados
a disputarlos por sí mismos, los soberanos y las repúblicas entran
muchas veces en el número de los concurrentes, y confían su gloria a
diestros escuderos. En la lista de los vencedores se hallan Terón,
rey de Agrigento; Gelón e Hierón, reyes de Siracusa; Arquelao, rey de
Macedonia; Pausanias, rey de Lacedemonia; y otros muchos, como también
muchas ciudades de la Grecia.

Mientras esperábamos la señal, nos advirtieron que mirásemos
atentamente a un delfín de bronce puesto al principio de la lid, y
a un águila del mismo metal colocada en el altar en medio de la
barrera. En breve vimos que el delfín se bajaba y ocultaba en tierra,
y que el águila se elevaba con las alas abiertas mostrándose a los
espectadores; y al mismo instante un gran número de jinetes se lanzaron
en el hipódromo, y pasaron por delante de nosotros con la rapidez
del relámpago dando vuelta a la meta que está en la otra parte: los
unos separándose en medio de la carrera, y los otros precipitándola,
hasta que uno de ellos, redoblando sus esfuerzos, dejó atrás a sus
competidores afligidos.

El vencedor había disputado el premio de la carrera en nombre de
Filipo, rey de Macedonia, que aspiraba a toda suerte de gloria, y que
se vio de repente tan satisfecho que pedía a la fortuna que moderase
sus beneficios con una desgracia. Efectivamente, en muy pocos días ganó
esta victoria en los juegos olímpicos, Parmenio, uno de sus generales,
derrotó a los ilirios, y su esposa dio a luz un hijo, que es el famoso
Alejandro.

Después de que los atletas que apenas habían salido de la infancia
anduvieron la misma carrera, se llenó esta de una multitud de carros,
unos tras de otros, y al punto que se oyó la señal, se vieron los
corredores cubiertos de polvo, cruzarse, tropezar y arrastrar los
carros con tal rapidez que apenas podía seguirlos la vista. Aumentábase
su impetuosidad cuando oían el son estrepitoso de las trompetas
situadas cerca de la meta, famosa por los naufragios que ocasiona.
Puesta en lo ancho de la carrera, solo deja para el paso de los
carros un desfiladero muy estrecho, donde se estrella muchas veces la
habilidad de los conductores. El peligro es tanto más terrible cuanto
es menester doblar la meta hasta doce veces, porque hay que correr
otras tantas a lo largo del hipódromo a la ida y a la vuelta.

A cada evolución ocurría algún accidente que excitaba la compasión o la
risa insultante de los espectadores. Algunos carros fueron arrojados
fuera de la lid, otros se estrellaron chocándose con violencia: la
carrera estaba sembrada de despojos que hacían de este modo más
peligrosa la lid. No quedaban ya más de cinco competidores, que eran
un tesalio, un libio, un siracusano, un corintio y un tebano. Los tres
primeros iban a doblar ya la meta por última vez. El tesalio tropieza
en este escollo, cae enredado con las riendas, y mientras sus caballos
caen sobre los del libio que le iba al alcance, y los del siracusano
se precipitan en un barranco cerca de la carrera en aquel sitio;
mientras que por todas partes resuenan en fin mil agudos gritos, el
corintio y el tebano llegan, se aprovechan del momento favorable, pasan
la meta, aguijan sus fogosos caballos y se presentan a los jueces,
quienes conceden el primer premio al corintio y el segundo al tebano.

Mientras duraron las fiestas, y en ciertos intervalos del día,
dejábamos el espectáculo y recorríamos las cercanías de Olimpia,
volviendo muchas veces al recinto sagrado. Allí se nos ofrecían por
todas partes objetos sorprendentes de fasto y de vanidad, porque los
juegos atraen a todos aquellos que han adquirido celebridad o que
quieren adquirirla por sus talentos, su saber o sus riquezas; así
es que iban a exponerse a las miradas de la multitud, que siempre
corre presurosa tras de aquellos que tienen o afectan tener alguna
superioridad.

Después de la batalla de Salamina dejose ver Temístocles en medio del
estadio que inmediatamente resonó en aplausos en honor suyo. Nadie
atendió ya a los juegos, y todos fijaron su atención en él durante el
día. Mostraban a los extranjeros con gritos de alegría y admiración,
aquel hombre que había salvado la Grecia, y Temístocles confesó que
este día había sido el más hermoso de toda su vida.

Supimos que en la última olimpiada ganó Platón un triunfo casi
semejante. Cuando se presentó en estos juegos todo el concurso fijó
la vista en él, y le manifestó con expresiones las más lisonjeras
la alegría que inspiraba su presencia. Nosotros fuimos testigos de
una escena más tierna todavía. Un anciano buscaba donde colocarse, y
después de haber recorrido muchas gradas, repelido siempre por las
chocarrerías ofensivas, llegó donde estaban los lacedemonios. Todos los
jóvenes y la mayor parte de los hombres se levantaron y le ofrecieron
sus asientos. Oyose al instante un gran palmoteo y aplauso por todas
partes, y el anciano enternecido no pudo menos de decir: «Los griegos
conocen las reglas de la buena crianza, los lacedemonios las practican».

Seguíamos constantemente oyendo las lecturas que se hacían en Olimpia.
Los presidentes de los juegos asistían allí algunas veces, y el pueblo
concurría también afanoso. Un día que al parecer escuchaba con más
atención que otros, se oyó resonar por todas partes el nombre de
Polidamas, e inmediatamente acudieron a verle todos los circunstantes.
Era Polidamas un atleta de Tesalia, de una corpulencia y vigor
prodigiosos. Se contaba de él que hallándose sin armas en el monte
Olimpo, venció a un león enorme que expiró por sus golpes; que habiendo
sujetado a un furioso toro, el animal no pudo escaparse sino dejando
una pezuña entre sus manos; y que los caballos más vigorosos no podían
arrastrar un carro que él tuviese agarrado con una sola mano por la
trasera. Había ganado muchas victorias en los juegos, pero habiendo
venido muy tarde a Olimpia en esta ocasión, no fue posible admitirle
al concurso. Más adelante supimos el trágico fin de este hombre
extraordinario. Había entrado con algunos amigos suyos en una caverna
para guardarse del calor; abriose la bóveda de la caverna, huyeron sus
amigos, y, queriendo él sostener el monte, quedó allí sepultado.

Me falta hablar de los ejercicios que exigen más fuerza que los
precedentes, tales como la lucha, el pugilato, el pancracio y el
pentatlo. Interrumpiré el orden con que se dieron estos combates y
empezaré por la lucha.

El objeto de este ejercicio es el derribar al adversario y obligarle
a declararse vencido. Presentáronse tres parejas de luchadores para
combatir, y el séptimo quedó reservado para combatir contra los
vencedores de los otros. Se desnudaron enteramente y, después de
haberlos frotado con aceite, se revolcaron en la arena a fin de que
sus adversarios no pudiesen hacer tanta presa en ellos al asirse.
Presentáronse al punto en el estadio un tebano y un argivo, se acercan,
mídense con la vista y se empuñan por los brazos. Ya apoyando su
frente el uno contra el otro se impelen con fuerza igual, parecen
inmóviles, y se rechazan con esfuerzos inútiles; ya se mueven con
violentas sacudidas, se enredan como serpientes, se estiran y encogen,
se doblan hacia delante, hacia atrás y a los lados, bañan en sudor
copioso sus miembros debilitados, respiran un momento, se agarran por
medio del cuerpo, y después de haber empleado de nuevo la astucia y la
fuerza el tebano levanta a su adversario, pero le dobla el peso; caen,
revuélcanse en el polvo, y tan pronto está uno encima como debajo. Al
fin el tebano, entrelazando sus piernas y sus brazos, suspende todos
los movimientos del contrario, a quien tiene debajo, le aprieta la
garganta, y le precisa a levantar la mano indicando estar vencido.
Mas no basta para ganar la corona, porque es menester que el vencedor
derribe lo menos tres veces a su rival, y comúnmente vienen a las
manos por tres veces. El argivo ganó en la segunda acción, y el tebano
nuevamente en la tercera.

Habiendo acabado sus combates los demás luchadores, los vencidos se
retiraron llenos de vergüenza y de dolor. Quedaron vencedores un
agrigentino, un efesio, y el tebano de quien he hablado. Quedaba
también un rodio reservado por suerte. Tenía este la ventaja de entrar
descansado en la lid, pero no podía ganar el premio si no ganaba más
de un combate. Triunfó del agrigentino, le echó por tierra el efesio,
que luego fue vencido por el tebano, y este último ganó la palma.

No se permite en la lucha dar golpes al adversario, y en el pugilato
solo se permiten los golpes. Ocho atletas se presentaron para este
último ejercicio, y fueron, así como los luchadores, pareados por
suerte. Tenían la cabeza cubierta con un casco de bronce y los puños
sujetos con una especie de guantes hechos de listas de cuero que se
cruzaban por todos lados. Las embestidas fueron tan variadas como los
accidentes que se siguieron. Algunas veces se veían dos atletas hacer
diversos movimientos para que el sol no les diese en la vista, pasar
horas enteras observándose, en espiar cada uno el instante en que su
adversario dejase indefensa una parte del cuerpo, en tener los brazos
levantados y tendidos de modo que estuviese su cabeza a cubierto,
o agitándolos rápidamente para impedir que se acercase el enemigo.
Algunas veces se acometían con furor y se descargaban uno a otro muchos
golpes. Vimos que, precipitándose algunos con el brazo levantado
sobre el enemigo, pronto a evitar el golpe, caían a plomo en tierra y
se quebrantaban todo el cuerpo; otros, exánimes y llenos de heridas
mortales, se incorporaban de repente y desesperados tomaban nuevas
fuerzas; otros, en fin, que los retiraban del campo de batalla con
el rostro desfigurado enteramente y sin otras señales de vida que la
sangre que vomitaban a borbotones.

En los demás ejercicios es fácil juzgar del éxito. En el pugilato es
preciso que uno de los dos combatientes confiese su derrota; pero en
tanto que le queda un grado de fuerza, no desespera de la victoria,
porque esta puede depender de su fortaleza y obstinación. Nos contaron
que habiendo roto a un atleta los dientes de un golpe terrible, tomó
el partido de tragárselos, y viendo su rival lo infructuoso de su
ataque, creyéndose perdido sin recurso se confesó vencido.

Al pugilato sucedió el combate del pancracio, ejercicio compuesto del
primero y del de la lucha. Los atletas no deben asirse al cuerpo, y por
esta razón no llevan guantes: la acción terminó en breve. Había venido
en la víspera un sicionio llamado Sóstrato, célebre por las muchas
coronas que había ganado y las circunstancias que dieron motivo a ello.
A su vista se apartaron la mayor parte de sus rivales, y los demás a
sus primeros ensayos.

Siguió al pancracio el pentatlo, juego que comprende no solamente la
carrera a pie, la lucha, el pugilato y el pancracio, sino también el
salto, el tiro del disco y el del venablo. Los atletas que disputan el
premio, para ganarle deben triunfar a lo menos en los tres primeros
combates en que entran.

El último día de las fiestas se destinó a coronar a los vencedores,
cuya ceremonia se hizo en el bosque sagrado, y fue precedido de
sacrificios pomposos. Cuando se acabaron, los vencedores, siguiendo
a los presidentes de los juegos, fueron al teatro vestidos
magníficamente, y llevando una palma en la mano. Iban embriagados de
alegría, al son de flautas y rodeados de un inmenso pueblo, cuyos
aplausos resonaban en los aires. Habiendo llegado al teatro, los
presidentes de los juegos mandaron que empezase el himno compuesto
en otro tiempo por el poeta Arquíloco y destinado a ensalzar la
gloria de los vencedores y el brillo de las ceremonias. Luego que
los espectadores unieron en cada estribillo sus voces a la de los
músicos, levantose el heraldo y anunció que Poro de Cirene había
ganado el premio del estadio. Este atleta se presentó ante el decano
de los presidentes, que ciñó su frente con una corona de olivo
silvestre, cogida como todas las que se distribuyen en Olimpia, de
un árbol que hay detrás del templo de Zeus, y ha llegado a ser por
su destino el objeto de la veneración pública. Fueron tantas las
expresiones de veneración y de alegría en aquel momento, renovando
las que profusamente le honraron en el acto de ganar la victoria, que
Poro me pareció en el colmo de la gloria. Nos dijeron en esta ocasión
que el sabio Quilón expiró de gozo abrazando a su hijo que acababa
de triunfar, y que la asamblea de los juegos olímpicos miró como un
deber el asistir a sus funerales. En el último siglo, añadieron,
nuestros padres fueron testigos de una escena más interesante todavía.
Diágoras de Rodas que había ensalzado el lustre de su nacimiento con
una victoria ganada en nuestros juegos, trajo a estos lugares dos hijos
suyos que concurrieron y merecieron la corona. Apenas la hubieron
recibido, cuando ciñeron con ella la frente de su padre, y llevándole
en sus hombros, le pasearon en triunfo por en medio de los espectadores
que lo felicitaban, echándole flores, y diciéndole algunos: «Morid,
Diágoras, morid; pues ya nada tenéis que desear». El anciano, no
pudiendo resistir a su dicha, expiró en medio de la asamblea,
enternecido al ver este espectáculo, y bañado en el llanto de sus hijos
que le estrechaban con sus brazos.

El día mismo de la coronación ofrecieron los vencedores sacrificios
en acción de gracias. Fueron inscritos en los registros públicos de
los eleos, y les dieron un magnífico banquete en una de las salas del
Pritaneo. En los días siguientes dieron ellos mismos otro convite,
aumentando los placeres de él con la música y la danza. Encomendose
luego a la poesía que inmortalizase sus nombres, y a la escultura que
los representase en el mármol o en bronce, demostrando algunos la misma
actitud, en que estaban cuando ganaron la victoria. Según el uso
antiguo, estos hombres, colmados ya de honores en el campo de batalla,
vuelven a entrar en sus casas con toda la ostentación y el aparato del
triunfo, precedidos y seguidos de una comitiva numerosa; vestidos de
una ropa de púrpura y a veces en un carro de dos o cuatro caballos,
por una brecha que se abre en las murallas de la ciudad. En ciertos
parajes, el tesoro público les asigna una pensión decente, y en otras
quedan exentos de toda carga concejil; en Lacedemonia tienen el honor
de pelear al lado del rey en un día de batalla. Casi en todas partes
tienen asiento de preferencia en la representación de los juegos,
y el título de vencedor olímpico, agregado a su nombre, les da una
estimación y respeto que contribuyen a su bienestar durante su vida.

Algunos hacen que las distinciones que reciben recaigan en beneficio de
los caballos que se las han proporcionado, para lo cual les procuran
una vejez dichosa, les dan honras, sepultura, y aun a veces les erigen
pirámides sobre ellas.




CAPÍTULO XXXVII.

Continuación del viaje a la Élide. — Jenofonte en Escilunte.


Tenía Jenofonte una habitación en Escilunte, ciudad pequeña situada
a veinte estadios (media legua) de Olimpia. Las turbulencias del
Peloponeso le obligaron a dejar su casa y establecerse en Corinto,
donde le encontré cuando llegué a Grecia. Pero luego que se apaciguaron
volvió a Escilunte, y al día siguiente de las fiestas fuimos a su casa
con Diodoro su hijo, que nos acompañó mientras duraron. La posesión de
Jenofonte era considerable. Reservaba el diezmo de su producto para
mantener un templo que había erigido a Artemisa y para costear un
pomposo sacrificio que hacía todos los años. Cerca del templo hay un
huerto que produce varias especies de frutas. El Selinunte, riachuelo
abundante en pesca, pasea lentamente sus aguas cristalinas al pie de
un rico collado donde apacentan con sosiego los animales destinados a
los sacrificios. Dentro y fuera de la tierra sagrada, hay unos bosques
distribuidos por la llanura o los montes, y sirven de abrigo a los
corzos, a los ciervos y a los jabalíes.

En esta feliz mansión había compuesto Jenofonte la mayor parte de sus
obras. Lo primero de que cuidó fue el proporcionarnos las diversiones
propias de nuestra edad y aquella que el campo ofrece en una edad más
avanzada. Nos enseñó sus caballos, sus plantíos y el arreglo de su
casa, y casi en todas partes vimos puestos en práctica los preceptos
que había sembrado en sus diferentes obras. Otras veces nos instaba
para que fuésemos a cazar, cuyo ejercicio recomendaba frecuentemente a
los jóvenes como el más a propósito para acostumbrarlos a las fatigas
de la guerra. Seguimos su consejo, y durante muchos días, acompañados
de su hijo Diodoro, hicimos guerra a las liebres, los ciervos y los
jabalíes. No habiendo nada tan interesante como estudiar a un grande
hombre en su retiro, pasábamos una parte del día en conversación con
Jenofonte, escuchándole, haciéndole preguntas y enterándonos de todos
los pormenores de su vida privada. Encontrábamos en sus conversaciones
la dulzura y elegancia que reinan en sus escritos. Tenía a un mismo
tiempo el valor de las cosas grandes y de las pequeñas, debiendo a lo
uno una firmeza imperturbable, y a lo otro una paciencia invencible.
Algunos años antes estuvo expuesta su fortaleza a la prueba más dura
para un corazón sensible. Grillo, su hijo mayor, que servía en la
caballería ateniense, fue muerto en la batalla de Mantinea, y le
dieron la fatal noticia en ocasión que estaba rodeado de sus amigos
y criados haciendo un sacrificio. En medio de la ceremonia se oyó un
rumor confuso y lastimero, y acercándose un correo: «Los tebanos»,
dijo, «han vencido y Grillo...». Las lágrimas que inundaron sus ojos
le trabaron la lengua y no pudo acabar. «¿Cómo? ¿Ha muerto?», preguntó
el desgraciado padre quitándose la corona que ceñía su frente. «Sí,
después de las mayores proezas, y con sentimiento general de todo el
ejército», responde el correo. Al oír estas palabras, Jenofonte vuelve
a ponerse la corona y concluye el sacrificio. Quise hablarle un día de
esta pérdida, y se contentó con responderme: «¡Ay de mí! ¡Yo sabía que
era mortal!», y distrajo la conversación.

Otra vez le preguntamos cómo había conocido a Sócrates. «Era yo muy
joven», respondió, «cuando le encontré un día en una calle de Atenas
muy estrecha: impidiome el paso con su bastón y preguntome dónde
se encontraban las cosas necesarias para vivir. “En la plaza”, le
respondí. Y él me volvió a preguntar. “Pero ¿dónde se aprende a ser
hombre de bien?”. Viendo que yo titubeaba, añadió: “Seguidme, yo os lo
enseñaré”. Le seguí y ya no me separé de él hasta que fui al ejército
de Ciro. A mi vuelta supe que los atenienses habían dado muerte al
hombre más justo, y no tuve otro consuelo que el de transmitir por mis
escritos las pruebas de su inocencia a las naciones de la Grecia, y
quizás también a la posteridad». Viendo que tomábamos un interés tan
vivo y tan tierno, nos instruyó circunstanciadamente del sistema de
vida que Sócrates había adoptado, y nos expuso su doctrina tal como
era, limitada únicamente a la moral, sin mezcla de dogmas extraños,
exenta de todas aquellas discusiones de física y de metafísica que
Platón ha atribuido a su maestro. ¿Cómo podría yo vituperar, pues,
a Platón, a quien tanto respeto? Preciso es confesar, no obstante,
que se debe estudiar menos en sus diálogos que en los de Jenofonte
las opiniones de Sócrates. Jenofonte escribió con un talento de
conocimientos útiles, y ejercitado por mucho tiempo en la reflexión,
para hacer a los hombres mejores ilustrándolos. Tal era su amor a la
verdad que jamás se fundó en la política sino después de haber sondeado
la naturaleza de los gobiernos; en la historia, para referir los hechos
que en gran parte había él presenciado; en el arte militar, después de
haber servido y mandado con la mayor distinción; y en la moral, después
de haber practicado las lecciones que daba a los demás. He conocido
pocos filósofos tan virtuosos, y pocos hombres tan amables.




CAPÍTULO XXXVIII.

Viaje a Mesenia.


Salimos de Escilunte y, habiendo atravesado la Trifilia, llegamos a las
orillas del Neda, que separa la Élide de la Mesenia.

Siendo nuestro objeto recorrer las costas de esta última provincia,
fuimos a embarcarnos en el puerto de Ciparisia, y al día siguiente
arribamos a Pilos, donde se nos dijo que el sabio Néstor había reinado:
por más que quisimos hacer ver que, según Homero, reinaba en la
Trifilia, por única respuesta se nos mostró la casa de este príncipe,
su retrato, y la gruta donde encerraba a sus bueyes. Quisimos
insistir, pero en breve quedamos convencidos de que los pueblos y los
particulares orgullosos de su origen no siempre gustan que se dispute
acerca de sus títulos.

Después de haber visto muchas ciudades de la costa hasta lo interior
del golfo de Mesenia, llegamos en fin a la embocadura del Pamiso, donde
entramos a toda vela. Este río es el mayor de todos los del Peloponeso,
aunque desde su nacimiento hasta el mar, solo hay la distancia de unos
cien estadios (tres leguas y cuarto). Su curso es corto pero admirable
al mismo tiempo, pues da la idea de una vida corta y de hermosos
días. Sus aguas puras parecen que corren únicamente para la dicha de
todos aquellos que las rodean. En todas las estaciones se cogen en él
exquisitos peces, que a la vuelta de la primavera vienen a sus aguas
para desovar en ellas.

Atravesamos fértiles llanuras, y llegamos a Mesene, situada como
Corinto al pie de un monte, y que ha llegado a ser, como esta ciudad,
uno de los baluartes del Peloponeso. Las murallas de Mesene son de
piedra de sillería, desde que Epaminondas restituyó la libertad a
la Mesenia, y llamó a sus antiguos habitantes; están coronadas de
almenas, flanqueadas de torres, y abrazan en su circuito el monte
Itome. Por dentro vimos una espaciosa plaza adornada de templos, de
estatuas y de una fuente abundante. Por todas partes se elevan hermosos
edificios, y según estos primeros ensayos de la magnificencia de Mesene
se pudiera juzgar de la que ostentaría en adelante. En la cumbre del
monte y en medio de una ciudadela que une a los recursos del arte las
ventajas de la posición, se eleva un templo de Zeus, en el sitio mismo
donde se dice que las ninfas cuidaron de la infancia de este dios, cuya
estatua, obra de Agéladas, estaba depositada en la casa del sacerdote
Celeno.

Desde esta casa se descubre toda la Mesenia, extendiéndose la vista
hasta unos ochocientos estadios (26 leguas y media). Extiéndese también
la vista al norte por la Arcadia y la Élide, al oeste y al sur por la
mar y las islas contiguas, al este por una cordillera de montes que
bajo el nombre de Taigeto separa esta provincia de la de Laconia, y
en seguida se explaya y recrea por el cuadro ameno que encierra este
recinto. Veíamos a diversas distancias ricas campiñas, cruzadas de
colinas y de ríos, cubiertas de rebaños, y en particular de yeguadas
que constituyen las riquezas del país. Entonces, dirigiéndome a
unos cuantos labradores que veíamos: «Me parece», les dije, «que la
población de esta provincia no guarda proporción con su fertilidad».
«No lo atribuyáis», respondió un viejo llamado Jenocles que hacía poco
había vuelto a su patria, «sino a los bárbaros, cuya odiosa vista
nos impiden estos montes. Por espacio de cuatro siglos enteros, los
lacedemonios han asolado la Mesenia, dejando únicamente, en patrimonio
a sus habitantes, la guerra o el destierro, la muerte o la esclavitud».

Únicamente teníamos una leve idea de estas revoluciones funestas.
Jenocles lo conoció, lamentose de ello y, dirigiéndose a su hijo: «Toma
tu lira», le dice, «y canta estas tres elegías con que mi padre, cuando
llegamos a Libia, para aliviar sus penas, quiso eternizar la memoria
de los males que nuestra patria había sufrido». Obedeció el joven y
cantó las tres elegías que comprenden la historia de las tres guerras
que los mesenios tuvieron que sostener contra los lacedemonios, de las
cuales la última terminó con la sumisión completa de la Mesenia, y la
expulsión de los habitantes, que se salvaron en Italia, en Sicilia y
hasta en Libia.

Durante la segunda guerra, los lacedemonios, de conformidad con la
respuesta del oráculo de Delfos, pidieron a los atenienses un jefe que
los dirigiese, pero Atenas, que temía contribuir al engrandecimiento
de Esparta su rival, les propuso a Tirteo, poeta oscuro, que suplía
sus defectos personales y su escasa fortuna con un talento sublime que
los atenienses miraban como una especie de frenesí. Llamado Tirteo
al socorro de una nación guerrera, que le comprendió en breve en el
número de sus ciudadanos, sintió elevarse sus talentos y se entregó
enteramente a su alto destino. Sus cantos inflamados inspiraban
el desprecio de los peligros y de la muerte; se hace oír, y los
lacedemonios, desanimados por un combate anterior, vuelan al campo de
batalla, y en una acción derrotan al ejército de los mesenios.

Cuando el joven dejó la lira, su padre Jenocles preguntó cómo se
había realizado la revolución que le conducía a Mesenia desde las
orillas de la Libia, y Celeno respondió: «Los tebanos, capitaneados
por Epaminondas, habían vencido a los lacedemonios en Leuctra, en
Beocia. A fin de debilitar para siempre su poder, concibió este grande
hombre el proyecto de poner al lado de ellos un enemigo que tuviese
que vengar grandes injurias, y envió por todas partes a invitar a los
mesenios que volviesen a ver la patria de sus padres. Volamos a su
voz, y lo encontré al frente de un ejército formidable, rodeado de
arquitectos que trazaban el plan de una ciudad al pie de esta montaña.
Poderosamente auxiliado por las naciones vecinas, en todo tiempo émulas
de Lacedemonia, su empresa quedó ejecutada en breve. Habiéndose reunido
las tropas, el día de la consagración de la ciudad, los arcadios
presentaron las víctimas, y los de Tebas, de Argos y de Mesenia
ofrecieron separadamente sus homenajes a sus divinidades tutelares.
Todos juntos llamaron a los héroes del país y les suplicaron que
fuesen a tomar posesión de sus nuevas moradas. Entre aquellos nombres
preciosos para la nación excitó aplausos universales el de Aristómenes,
príncipe valeroso que en la última guerra murió en el campo de batalla.
Invirtiéronse en sacrificios y oraciones las primeras horas de aquel
día, y en las siguientes, al son de la flauta pusieron los cimientos
de las murallas, los templos y las casas. Quedó acabada la ciudad
en poco tiempo, y la dieron el nombre de Mesene». Luego que Celeno
acabó de hablar, le hice varias preguntas relativas al estado de las
ciencias y de las artes. «Nunca hemos tenido tiempo», me respondió, «de
dedicarnos a ellas». «¿Y en cuanto a la forma del actual gobierno?»
«Aún no ha adquirido todavía una forma estable». «¿Y qué me decís del
que subsistía durante las guerras con Lacedemonia?» «Que era una mezcla
de realeza y de oligarquía, pero los asuntos se trataban en la asamblea
general de la nación. El origen de la última casa reinante se atribuye
a Cresfontes, que vino al Peloponeso con los otros Heráclidas, ochenta
años después de la guerra de Troya. La Mesenia le tocó en suerte, casó
con Mérope, hija del rey de Arcadia, y fue asesinado con casi todos sus
hijos por los principales de su corte, a causa de haber amado al pueblo
con exceso. La historia ha mirado como un deber el consagrar su memoria
y condenar a la execración la de sus asesinos».

Salimos de Mesenia, y después de haber atravesado el Pamiso, recorrimos
la costa oriental de la provincia. Aquí, lo mismo que en el resto de
la Grecia, el viajero se ve precisado a experimentar a cada paso las
genealogías de los dioses, confundidas con las de los hombres. No hay
ciudad, río, fuente, bosque ni monte que no tenga el nombre de una
ninfa, de un héroe o de un personaje, hoy día más célebre que lo fue
en su tiempo. Entre las numerosas familias que poseían en otro tiempo
pequeños estados en Mesenia, la de Esculapio ocupa en la opinión
pública un lugar distinguido. En la ciudad de Abia nos enseñaron su
templo, en Gerenia el sepulcro de Macaón, su hijo, y en Feres el templo
de Nicómaco y de Górgaso, sus nietos, honrados a cada instante con
sacrificios, ofrendas y concurso de enfermos varios.




CAPÍTULO XXXIX.

Viaje a Laconia.


Embarcámonos en Feres en una nave que se hacía a la vela para el puerto
de Escandea, en la islilla de Citera, situada a la extremidad de la
Laconia. Desde el puerto se sube a la ciudad, donde los lacedemonios
mantienen una guarnición.

El nombre de Citera despertaba en nuestros espíritus ideas las más
halagüeñas. Allí subsiste con brillo, desde tiempo inmemorial, el
templo más antiguo y respetado de cuantos hay consagrados a Afrodita;
allí es donde la diosa se mostró por la vez primera a los mortales, y
con ella tomaron los amores posesión de esta tierra, hermoseada aún en
el día con las flores que se apresuraban a brotar en su presencia.
Desde entonces se conocen en aquel sitio los atractivos de las dulces
conversaciones y de las tiernas sonrisas. ¡Ah!, sin duda los corazones
afortunados solo aspiran a unirse en esta región, y sus habitantes
pasan los días en la abundancia y los placeres.

Pasábamos así el tiempo en conversación con algunos pasajeros de
nuestra edad, cuando el capitán del barco nos dijo que el suelo de la
isla de Citera es árido y erizado de riscos; que sus habitantes sacan
el fruto de él a fuerza del sudor de su frente, y que solo apreciaban
el dinero; la estatua de Afrodita Urania situada en un viejo templo
erigido por los fenicios, estaba llena de armas desde la cabeza hasta
los pies. «Me han dicho, como a vosotros», añadió, «que al salir de la
mar la diosa desembarcó en esta isla, pero también me han asegurado que
subió inmediatamente a Chipre».

De aquestas últimas palabras deducimos inmediatamente que algunos
fenicios habían pasado el mar y arribado al puerto de Escandea, adonde
trajeron el culto de Afrodita que se extendió a los países vecinos, y
de aquí nacieron aquellas fábulas absurdas, cuales son el nacimiento
de Afrodita, su salida del seno de las olas y su llegada a Citera. En
lugar de ir con nuestro capitán a esta isla, le suplicamos que nos
dejase en Ténaro, ciudad de Laconia, cuyo puerto es capaz de contener
muchas naves: está situada cerca de un cabo del mismo nombre dominado
de un templo, como lo están los principales promontorios de la Grecia.
El de Ténaro, dedicado a Poseidón, está circuido de un bosque sagrado,
asilo de criminales. La estatua del dios está a la entrada, y en lo
interior se ve una caverna inmensa y muy famosa entre los griegos,
quienes la miran como una boca de los infiernos, suponiendo que por
allí sacó Heracles al Cerbero y Orfeo a su esposa. Esta caverna tiene
anexo un privilegio del cual gozan otras muchas ciudades. Los adivinos
vienen a ella a invocar las sombras pacíficas de los muertos, o arrojar
al fondo de los abismos los que turban el reposo de los vivos. Hay unas
ceremonias santas que causan estos efectos maravillosos; las primeras
consisten en sacrificios, libaciones, plegarias y fórmulas misteriosas;
es preciso pasar después la noche en el templo, y entonces la sombra,
según dicen, jamás deja de aparecerse en sueño.

«Ignoro», dijo Filotas al sacerdote del templo que nos hacía esta
relación circunstanciada, «hasta qué punto se debe ilustrar al pueblo;
pero a lo menos es preciso ponerle a cubierto del exceso del error. Los
de Tesalia dieron en el último siglo una triste prueba de esta verdad.
Estaba su ejército en presencia del de los focidios, que durante una
noche muy clara destacaron contra el campo enemigo seiscientos hombres
untados de yeso; por más grosera que fuese esta astucia, los tesalios,
acostumbrados desde niños a los cuentos de apariciones de fantasmas,
tuvieron a estos soldados por genios celestes que venían al socorro de
los focidios, hicieron una débil resistencia, y se dejaron degollar
como víctimas».

«Semejante ilusión», respondió el sacerdote, «produjo en otro tiempo
el mismo efecto en nuestro ejército. Hallábase en Mesenia, y creyó ver
a Cástor y Pólux dando esplendor con su presencia a la fiesta que se
celebraba en honor suyo. Dos mesenios, que llamaban la atención por su
juventud y su belleza, se dejaron ver al frente del campo, montados en
soberbios caballos, con lanza en ristre, una túnica blanca, manto de
púrpura, y un gorro puntiagudo y dominado de una estrella; tales en fin
como representan a entrambos héroes, objetos de nuestro culto. Entran y
embisten a los soldados prosternados a sus pies, hacen una carnicería
horrible y se retiran tranquilamente. Los dioses, irritados de esta
perfidia, manifestaron en breve su venganza contra los mesenios».

Salimos de Ténaro después de haber visto en las cercanías una cantera
de donde sacan una piedra negra tan preciosa como el mármol, y fuimos
a Gition, ciudad muy fuerte, con un excelente puerto, donde están
las escuadras de Lacedemonia y se reúne cuanto es necesario para
abastecerlas.

La historia de los lacedemonios ha dado tanto lustre al reducido
país que habitan que nos detuvimos a ver hasta los lugarcillos y las
menores ciudades, tanto en las cercanías del golfo de Laconia como en
lo interior del territorio. Por todas partes nos enseñaban templos,
estatuas, columnas y otros monumentos, los más de ellos de un trabajo
tosco y algunos de una antigüedad respetable. En el gimnasio de
Asopo llamaron nuestra atención unas osamentas humanas de prodigiosa
magnitud.

Llegamos a las márgenes del Eurotas, subimos por su orilla atravesando
un valle que se riega con sus aguas, y en seguida pasamos por medio de
una llanura que se extiende hasta Lacedemonia; el río corría a nuestra
derecha, y a la izquierda teníamos el monte Taigeto, al pie del cual
ha cavado la naturaleza muchas cavernas grandes en el peñasco. En
Briseas vimos un templo de Dioniso, cuya entrada está prohibida a los
hombres, y en el cual únicamente las mujeres tienen derecho de hacer
sacrificios. Anteriormente habíamos visto ya una ciudad de Laconia,
donde las mujeres no asisten a los sacrificios que allí ofrecen al
dios Ares. Desde Briseas nos enseñaron en la cumbre del monte cercano
un lugar llamado Talet, donde inmolan caballos al Sol. Más allá, los
habitantes de un lugarcillo se jactan de haber inventado las piedras
de molino harinero. A breve rato descubrimos la ciudad de Amiclas,
situada a la orilla derecha del Eurotas y alejada de Lacedemonia unos
veinte estadios. Estábamos impacientes por llegar al templo de Apolo,
uno de los más famosos de la Grecia. La estatua del dios, que tiene
de altura cerca de 30 codos (49 pies y medio), es de tosco trabajo
y da indicios del gusto egipcio. Este monumento es antiquísimo;
últimamente fue colocado por un artista llamado Baticles en una base
en forma de altar, en medio de un trono sostenido por las Horas y las
Gracias. Está servido el templo por sacerdotisas; la principal de ellas
toma el nombre de Madre, y cuando muere inscriben en mármol su nombre
y los años de su sacerdocio. Enseñáronnos las tablas que contienen
cronológicamente la serie de estas épocas preciosas, y leímos el nombre
de Laodamía, hija de Amiclas, que reinaba en este país hace más de mil
años.

No lejos del templo de Apolo se ve otro, cuya magnitud solo tiene
cerca de diecisiete pies de largo sobre diez y medio de ancho. Cinco
piedras toscas y negruzcas, de cinco pies de grueso, forman las cuatro
paredes y la cubierta, encima de la cual hay otras dos piedras que
entran más adentro. El edificio tiene tres escalones de una piedra sola
cada uno, y en la puerta se ven grabadas en caracteres antiquísimos
estas palabras: _Eurotas, rey de los ictéucrates, a Onga_. Vivía
este príncipe tres siglos antes de la guerra de Troya; el nombre de
ictéucrates designa el de los antiguos habitantes de Laconia, y el de
Onga una divinidad de Fenicia o de Egipto, la misma, según se cree,
que la Atenea de los griegos. Este edificio es muchos siglos anterior
a los más antiguos de la Grecia. Admirando lo sencillo y sólido de
ella, imaginábamos absortos los numerosos siglos transcurridos desde
su fundación con igual asombro que al llegar al pie de un monte hemos
medido muchas veces con la vista su imponente altura. Lo extenso de la
duración produce el mismo efecto que la del espacio, con la diferencia
de que somos más adictos a la duración que a la grandeza.

Hermosean las cercanías de Amiclas risueñas praderas y pomposos y
elevados árboles. Esta ciudad, cuyo territorio produce excelentes
frutas, es una mansión agradable, muy poblada, y siempre llena de
extranjeros que concurren a ella, ya por sus lucidas fiestas o bien por
motivos religiosos. Salimos de Amiclas para Lacedemonia, nos hospedamos
en casa de Damonax, a quien Jenofonte nos había recomendado, y allí
encontró Filotas algunas cartas que le precisaron a partir para Atenas
el día siguiente. No hablaré de Lacedemonia hasta que haya dado una
idea general de la provincia.

Al este y al sur tiene por límites el mar, al oeste y al norte unos
altos montes, o unas colinas que bajan de ellas y forman en medio
amenos valles. Son tan altas las cumbres de estos montes, llamados
Taigeto, que desde algunos de ellos puede extenderse la vista por
todo el Peloponeso. Sus costados, casi del todo cubiertos de bosques,
son asilo de muchas cabras, osos, jabalíes y ciervos. La naturaleza,
esmerándose en multiplicar estas especies, parece que las ha conservado
para que las destruyan unas razas de perros muy estimados en todos los
pueblos, preferidos en particular para la caza del jabalí. Son ágiles,
vivos, impetuosos y de un olfato finísimo. Por la parte de tierra es
muy difícil la entrada en la Laconia, pues no se entra en ella sino por
colinas escarpadas y desfiladeros fáciles de guardar. En Lacedemonia
se dilata la llanura, y caminando hacia el mediodía se encuentran
territorios fértiles, aunque en ciertos parajes requiere la agricultura
mucho trabajo, atendido lo escabroso del suelo. En la llanura se ven
esparcidas colinas muy elevadas, hechas a fuerza de brazos y antes del
descubrimiento de las artes, para servir de sepulcro a los principales
caudillos de la nación.

En cuanto a las producciones de la Laconia, observaremos que se
encuentran en ella muchas plantas medicinales, que se coge allí un
trigo muy ligero y poco nutritivo, que es necesario regar muy a menudo
las higueras, que los higos maduran más pronto que en cualquiera otra
parte, y, en fin, que en todas las costas de la Laconia, así como en
las de Citera, se hace abundante pesca de aquel marisco del que se saca
una tintura de púrpura muy estimada.

La Laconia está muy expuesta a los temblores de tierra. Dicen que en
otro tiempo comprendía cien ciudades, pero que esto se entiende en
aquellos días en que se daba tal título a cualquier lugarcillo. Lo
único que yo puedo decir es que en la actualidad se halla muy poblada.
Atraviesa el Eurotas todo su territorio, y recibe los arroyos, o más
bien los torrentes, que bajan de las montañas vecinas, de modo que
no se puede vadear en una gran parte del año. Corre siempre por un
estrecho cauce, y en su nacimiento mismo su mérito consiste en tener
más profundidad que superficie. En algunas épocas del año está cubierto
de cisnes blanquísimos, y casi por todas partes de cañas muy estimadas,
porque son altas, rectas y de varios colores. Además de los varios usos
que se hacen de esta planta, los lacedemonios con ella fabrican esteras
y se coronan en algunas de sus fiestas. A la derecha del Eurotas, a
cierta distancia de la orilla, está la ciudad de Lacedemonia, llamada
por otro nombre Esparta. No tiene murallas ni más defensa que el valor
de sus habitantes, y algunas alturas que guarnecen con tropas en caso
de ataque. La más alta sirve de ciudadela, y termina en un espacioso
rellano donde se ven muchos edificios sagrados. Alrededor de esta
colina hay cinco poblaciones, separadas una de otra por intervalos
mayores o menores, y ocupada cada una por una de las cinco tribus de
los espartanos. La plaza mayor, a la cual van a parar muchas calles,
está adornada de templos y de estatuas, y en ellas se distinguen además
las casas donde se reúnen por separado el senado, los éforos y otros
cuerpos de magistrados; sobresale también un pórtico que erigieron
los lacedemonios en memoria de la batalla de Platea a expensas de los
vencidos, cuyos despojos se repartieron. El techo no está sostenido
por columnas y sí por grandes estatuas colosales que representan a
los persas vestidos con largos ropajes. El resto de la ciudad ofrece
también muchos monumentos en honor de los dioses y de los héroes
antiguos.

Sobre la colina más alta se ve un templo de Atenea, en el cual se goza
del derecho de asilo, así como en el bosque que le rodea, y una casita
que de él depende, en la cual dejaron morir de hambre al rey Pausanias.
Esto fue un crimen a los ojos de la diosa, y para apaciguarla mandó
el oráculo a los lacedemonios que erigiesen dos estatuas, las cuales
se ven todavía cerca del altar. El templo es de bronce como lo era
en otro tiempo el de Delfos. A la derecha de este edificio se ve una
estatua de Zeus, la más antigua quizás de cuantas hay de bronce,
porque es del mismo tiempo en que fueron restablecidos los juegos
olímpicos, y está compuesta de varias piezas unidas unas con otras y
aseguradas con clavos. Los panteones de las dos familias que reinan
en Lacedemonia están en dos barrios diferentes. Por todas partes se
ven monumentos heroicos, es decir, edificios y bosques dedicados a los
antiguos héroes. En ellos se renuevan con ceremonias santas la memoria
de Heracles, de Tindáreo, de Cástor, de Pólux, y de otros muchos
personajes más o menos conocidos en la historia, o más o menos dignos
de serlo. Las casas son pequeñas y sin adornos. Se han edificado salas
y pórticos donde van los lacedemonios a tratar de sus negocios o estar
de tertulia. A la parte meridional de la ciudad, está el hipódromo
para las carreras de a pie y a caballo; desde allí se entra en el
Platanisto, lugar de ejercicio para la juventud, sombreado por hermosos
plátanos, y situado a las márgenes del Eurotas y de un riachuelo que
le cierran por medio de un canal de comunicación; se entra en él por
dos puentes; a la entrada del uno está la estatua de Heracles o de la
fuerza que lo doma todo, y a la del otro la imagen de Licurgo o de la
ley que todo lo regula.




CAPÍTULO XL.

De los habitantes de la Laconia.


Habiéndose apoderado de la Laconia los descendientes de Heracles,
sostenidos por un cuerpo de dorios, vivieron sin distinción con los
antiguos habitantes del país. Poco tiempo después les impusieron un
tributo, y les despojaron de una parte de sus derechos. Las ciudades
que convinieron en este arreglo conservaron su libertad; la de Helos
resistió y, precisada a ceder en breve, vio a sus habitantes reducidos
casi a la condición de esclavos. Desuniéronse después los de Esparta,
y los más poderosos confinaron a los débiles en el campo o en las
ciudades inmediatas. Aún se distinguen hoy día los lacedemonios de la
capital de los demás de la provincia, y unos y otros de la multitud
prodigiosa de esclavos dispersos en el país.

Los primeros que comúnmente llamamos espartanos forman aquel cuerpo
de guerreros de que depende el destino de la Laconia, y se dice que
antiguamente ascendía su número a diez mil, aunque eran ocho mil en
tiempo de la expedición de Jerjes. Las últimas guerras los han reducido
de tal manera que al presente se encuentran muy pocas familias antiguas
en Esparta. La mayor parte de las nuevas son oriundas de los ilotas,
que han merecido primero la libertad y luego el título de ciudadanos en
mérito de acciones distinguidas.

Los habitantes de las provincias no reciben la misma educación que los
de la capital. Sus costumbres son más agrestes al paso que su valor
menos célebre. De aquí es que la ciudad ha tomado sobre las demás el
mismo ascendiente que la de Elis sobre las de Élide, y la de Tebas
sobre las de Beocia.

Los ilotas han tomado este nombre de la ciudad de Helos, pero no se
les debe confundir con los verdaderos esclavos, pues conservan más bien
una medianía entre estos últimos y los hombres libres. Su suerte la
suavizan algunas ventajas reales. Semejante a los siervos de Tesalia,
toman el arriendo de las tierras de los espartanos, y al cabo de
mucho tiempo pagan siempre el mismo rédito, que no es de ningún modo
proporcionado al producto. Algunos profesan las artes mecánicas con
tanta habilidad que se buscan en todas partes las llaves, camas, mesas
y sillas que se hacen en Lacedemonia; sirven en la marina en calidad
de marineros, y en el ejército un soldado armado pesadamente lleva
consigo uno o varios ilotas. En la batalla de Platea cada espartano
llevaba siete consigo. En los peligros graves se despierta su celo con
la esperanza de la libertad, la cual han conseguido a veces algunos
destacamentos numerosos en premio de sus acciones distinguidas.
Reciben únicamente del estado este beneficio y ascienden a la clase
de ciudadanos mediante otros servicios nuevos. Los espartanos y los
ilotas, poseídos de una desconfianza mutua, se observan con temor,
y para hacerse obedecer los primeros emplean un rigor que creen ser
necesario, atendidas las circunstancias, porque los ilotas son malos
de gobernar. Su número, su valor y sobre todo su riqueza los hacen
presuntuosos y audaces; de aquí viene que algunos autores ilustrados
condenan esta servidumbre y otros la aprueban.




CAPÍTULO XLI.

Ideas generales sobre la legislación de Licurgo.


Hacía ya algunos días que me hallaba en Esparta sin que nadie lo
extrañase. Me introdujeron a presencia de los dos príncipes que
ocupaban el trono, el uno era Cleómenes, nieto de aquel rey Cleómbroto
que murió en la batalla de Leuctra, y el otro Arquidamo, hijo de
Agesilao. El primero era amante de la paz: el segundo solo respiraba
guerra y gozaba de mucho crédito. Allí conocí a aquel Antálcidas que
treinta años antes ajustó un tratado entre la Grecia y la Persia. Pero
de todos los espartanos, Damonax, en cuya casa estaba yo hospedado, me
pareció el más tratable y más ilustrado.

Un día que le molestaba con preguntas, me dijo: «Juzgar de nuestras
leyes por nuestras costumbres actuales, es lo mismo que juzgar de
la hermosura de un edificio por un montón de ruinas». «Pues bien»,
respondí yo, «pongámonos en el tiempo en que esas leyes estaban
en vigor. ¿Creéis acaso que sea fácil justificar los reglamentos
extraordinarios y raros que ellas contienen?». «Respetad», me dijo, «la
obra de un genio, cuyas miras son siempre nuevas y profundas, y que ha
dado con sus leyes un nuevo carácter a su nación.

»Un cuerpo sano y un alma libre, es todo lo que la naturaleza destina
al hombre para hacerle feliz, y estas son las ventajas que, según
Licurgo, deben servir de fundamento a nuestra dicha. De aquí conoceréis
ya la causa por la que nos prohibió el casar a nuestras hijas muy
temprano; porque ellas no se crían a la sombra de sus rústicos techos,
sino a los ardientes rayos del sol, en el polvo del gimnasio, en
los ejercicios de la lucha, de la carrera, del venablo y del disco.
Debiendo dar ellas ciudadanos robustos al estado, es preciso que se
formen en una constitución fuerte para comunicarla a sus hijos.

»Desde nuestra más tierna infancia damos agilidad, soltura y fuerza
a nuestro cuerpo con el trabajo y los combates no interrumpidos,
porque un régimen severo disipa las enfermedades de que el cuerpo es
susceptible. Aquí se ignora las necesidades facticias, y las leyes han
tenido cuidado de proveer a las necesidades reales. El hambre, la sed,
los sufrimientos, las muertes, todos estos objetos de terror se miran
entre nosotros con una indiferencia que en vano la filosofía procura
imitarla.

»Licurgo, restituyéndonos los bienes de la naturaleza, ha querido
asegurárnoslos dando por contrapeso a nuestras pasiones el amor de la
patria con su energía, su plenitud, sus arrebatos y aun su delirio
mismo. Este amor es tan ardiente y tan impetuoso que en sí solo reúne
todos los intereses y movimientos de nuestro corazón, y no queda ya en
el estado más que un espíritu y una voluntad.

»En el resto de la Grecia, los hijos de un hombre libre están confiados
al cuidado de un hombre que no lo es o no merece serlo; pero ni los
esclavos ni los mercenarios son a propósito para educar espartanos:
la patria misma es quien ejerce esta función tan importante. Nos deja
sin embargo en los primeros años bajo la dirección de nuestros padres;
pero luego que somos capaces de comprensión, hace valer altamente
entre nosotros sus derechos; y sus miradas nos buscan y nos siguen
por todas partes. De su mano recibimos el alimento y el vestido; de
su parte asisten a nuestros juegos los magistrados, los ancianos y
los ciudadanos todos; se inquietan por nuestros defectos, procuran
descubrir en nuestras palabras o acciones algunas semillas de virtud, y
nos enseñan en fin con su tierna solicitud que el estado nada tiene tan
precioso como nosotros.

»Uno de los principales magistrados nos tiene continuamente reunidos a
su vista, y si se viese en la precisión de ausentarse por un momento,
todo ciudadano puede ocupar su puesto y ponerse a nuestro frente.
Auméntanse los deberes con los años: la naturaleza de las instrucciones
se mide según los progresos de la nación, y las pasiones que despuntan
son comprimidas con la multitud de los ejercicios, o hábilmente
dirigidas hacia objetos útiles al estado. Desde el mismo instante
que empiezan a desplegar su furor, dejamos de comparecer en público,
y lo hacemos únicamente en silencio, con el pudor en la frente, la
vista baja, y las manos metidas bajo del manto, como unos iniciados
que se destinan al ministerio de la virtud; el amor de la patria debe
introducir el espíritu de unión entre los ciudadanos, y el deseo de
agradarle inspira la justa emulación. Aquí la unión no será turbada
por las tempestades que en otras partes la destruyen. Licurgo nos ha
preservado de casi todos los motivos de la envidia, porque casi todo lo
ha hecho igual y común entre nosotros. Todos los días somos llamados
a convites públicos donde reina la decencia y la frugalidad. Cuando
las circunstancias lo exigen, me está permitido servirme de esclavos,
carruajes, caballos y todo cuanto pertenece a cualquier otro ciudadano.

»Los reglamentos de Licurgo nos disponen para una especie de
indiferencia hacia los bienes cuya adquisición cuesta más disgustos
que placeres proporciona la posesión de ellos. No conocemos otra
moneda que la de cobre, y su volumen y peso es tal que descubrirían a
cualquier avaro que quisiera ocultarla a la vista de sus esclavos. Si
un particular escondiese en su casa oro o plata, no podría sustraerse
a las pesquisas de los oficiales públicos ni a la severidad de las
leyes. Nosotros no conocemos ni las artes, ni el comercio, ni los
demás medios de multiplicar las necesidades y desgracias de un pueblo.
¿Y qué habíamos de hacer nosotros de la riqueza? Tenemos cabañas,
vestidos y pan. Tenemos hierro y brazos para servir a nuestros amigos y
a la patria, tenemos almas libres, vigorosas, incapaces de tolerar la
opresión de los hombres y de las pasiones nuestras. Estos son nuestros
tesoros.

»Miramos como una debilidad el amor excesivo a la gloria, y como un
crimen el de la celebridad. No tenemos ningún historiador, ningún
orador, ningún panegirista, ninguno de aquellos monumentos que
únicamente sirven para atestiguar la vanidad de una nación. Los
pueblos que hemos vencido dirán a la posteridad nuestras victorias, y
enseñaremos a nuestros hijos a ser tan valientes y virtuosos como sus
padres. El ejemplo de Leónidas, siempre presente a su memoria, les
atormentará día y noche. Preguntadles, y la mayor parte os referirán de
memoria los nombres de los trescientos espartanos que perecieron con
él en las Termópilas. Desde que sale el sol hasta que se pone, desde
nuestros primeros años hasta los últimos, siempre estamos sobre las
armas, y aun observando una disciplina más exacta que si estuviésemos
en su presencia. Volved la vista a todas partes y os parecerá estar
más bien en un campamento que en una ciudad, pues solo veréis muchas
evoluciones, ataques y batallas. A este espíritu militar se atienen
muchas de nuestras leyes. Siendo jóvenes todavía, vamos a cazar todas
las mañanas, y en lo sucesivo siempre que nos lo permiten nuestras
tareas, pues Licurgo nos recomendó este ejercicio como una imagen del
peligro y la victoria.

»Mientras los jóvenes se entregan a él con ardor, les está permitido
recorrer los campos y quitar cuanto les acomode. El mismo permiso
tienen en la ciudad, y son dignos de elogios si no se les convence de
hurto, pero si lo fuesen, son reprendidos y castigados. Esta ley ha
suscitado censores contra Licurgo. Parece en efecto que debía inspirar
a los jóvenes el gusto al desorden, al latrocinio, pero únicamente
produce en ellos actividad y destreza; en los demás ciudadanos más
vigilancia, y en unos y otros más hábito de prever los designios del
enemigo, ponerle acechanzas y preservarse de las suyas.

»No olvidéis», me dijo Damonax al concluir, «que nuestra conversación
solo ha versado sobre el espíritu de las leyes de Licurgo y las
costumbres de los antiguos espartanos».




CAPÍTULO XLII.

Vida de Licurgo.


Ya dije que los descendientes de Heracles, desterrados en otro tiempo
del Peloponeso, volvieron a entrar en él ochenta años después de la
toma de Troya. Témeno, Cresfontes y Aristodemo, todos tres hijos de
Aristómaco, vinieron con un ejército de dorios e hiciéronse dueños
de esta parte de la Grecia. La Argólida tocó en suerte a Témeno, y
la Mesenia a Cresfontes; murió Aristodemo en estas circunstancias, y
Eurístenes y Procles, sus hijos, poseyeron la Laconia. De estos dos
príncipes traen su origen las dos casas que hace cerca de nueve siglos
que reinan juntamente en Lacedemonia.

Este imperio naciente se vio vacilante muchas veces por las facciones
intestinas o a causa de grandes empresas, y estaba amenazado de una
próxima ruina cuando uno de los reyes, llamado Polidectes, murió sin
hijos. Sucediole su hermano Licurgo, ignorándose entonces el embarazo
de la reina. Luego que tuvo noticia de él, declaró que si aquella
princesa daba un heredero al trono, sería el primero en reconocerle,
y en consecuencia no administró el reino sino en clase de tutor del
joven príncipe.

A pesar de esto le dio a entender la reina que si consentía en casarse
con ella, no tendría reparo en dar muerte a su hijo. Para apartarla de
la ejecución de tan bárbaro proyecto, la lisonjeó con esperanzas, y
luego que parió, tomó Licurgo el hijo en los brazos, y presentándole a
los magistrados de Esparta: «Aquí tenéis», les dijo, «el rey que os ha
nacido».

La mayor parte de los ciudadanos le atestiguaron tanto amor como
respeto, pero sus virtudes tenían descontentos a los principales del
estado, favorecidos por la reina que, ansiosa de vengar su afrenta,
sublevaba contra él a sus parientes y amigos. Para desvanecer los
rumores que circulaban contra él, se vio en la precisión de alejarse
de su patria. Fijaron por mucho tiempo su atención en Creta las leyes
del sabio Minos, y para juzgar mejor de los efectos que produce la
diferencia de gobiernos y costumbres, visitó las costas de Asia. Allí
vinieron a parar en sus manos las poesías de Homero, y admirado de las
bellas máximas de moral y de política que hermoseaban las ficciones de
este gran poeta, resolvió enriquecer con ellas la Grecia.

Después de haber recorrido las regiones lejanas, estudiando por todas
partes el genio y la obra de los legisladores, cedió a los deseos de
los lacedemonios que le llamaban, y regresó a su patria. No tardó en
conocer que lejos de tratarse de reparar el edificio de las leyes,
solo se pensaba en destruirlas, elevando otro con nuevas proporciones.
Previó todos los obstáculos y no se espantó de ellos. Antes de
comenzar sus operaciones, las sometió al examen de sus amigos y de
los ciudadanos más distinguidos, entre los cuales escogió treinta que
debían acompañarle armados a las asambleas generales. Esta comitiva no
siempre bastaba para contener el tumulto, y así es que en un alboroto
excitado con motivo de una ley nueva, tomó la resolución de refugiarse
en un templo inmediato; pero habiéndole alcanzado en tal momento un
golpe violento que le privó de un ojo, se contentó con mostrar a sus
perseguidores el rostro bañado en sangre. Al ver tal espectáculo, la
mayor parte, sobrecogidos de vergüenza, le acompañan hasta su casa
detestando el crimen, y le entregan el delincuente, que era un joven
impetuoso e inquieto. Licurgo sin reconvenirle ni proferir siquiera
una queja, le detiene en su casa, hasta que se retiren sus amigos y
criados, y le manda que le cure la herida. Obedece el joven guardando
silencio, y siendo a cada instante testigo de la paciencia y las
grandes prendas de Licurgo, convierte su odio en amor, y siguiendo tan
bello modelo, reprime la violencia de su carácter.

Aprobose en fin la nueva constitución por todas las clases del estado,
mas a pesar de ser excelente en todas sus partes, Licurgo no estaba
satisfecho todavía de su duración. «Me queda que exponeros», dijo al
pueblo reunido, «el artículo más importante de nuestra legislación,
pero antes de todo quiero consultar al oráculo de Delfos. Prometed
que hasta mi vuelta no tocaréis en nada las leyes establecidas».
Los reyes, los senadores, todos los ciudadanos lo prometieron con
juramento. Este compromiso debía ser irrevocable, porque el designio
del legislador era no volver a ver su patria. Al punto se fue a Delfos
y preguntó si las nuevas leyes bastaban para asegurar la dicha de los
espartanos. Habiendo respondido la Pitia que Esparta sería la ciudad
más floreciente mientras mirase como un deber el observarlas, Licurgo
envió este oráculo a Lacedemonia, y se condenó él mismo a destierro.
Murió lejos de la nación que hizo dichosa. Algún tiempo después de su
muerte le consagró ella un templo, donde todos los años se le hace el
honor de un sacrificio, y sus parientes y amigos formaron una sociedad
que se ha perpetuado hasta nosotros, y se reúne de tiempo en tiempo
para recordar la memoria de sus virtudes.




CAPÍTULO XLIII.

Gobierno de Lacedemonia.


Las muchas luces de Licurgo no permitían que abandonase la
administración de los negocios públicos a los caprichos de la
muchedumbre. Veintiocho ancianos de experiencia consumada fueron
elegidos para decidir con los reyes la plenitud del poder, quedando
establecido que los grandes intereses del estado se discutiesen en este
senado augusto; que ambos reyes tendrían el derecho de presidirle, y
que la decisión fuese a pluralidad de votos.

Hasta el tiempo de Polidoro y Teopompo, que reinaron cerca de
ciento treinta años después de Licurgo, el senado había guardado el
equilibrio, pero siendo perpetuas las plazas de los senadores era
de temer que en lo sucesivo se uniesen estrechamente y no hallasen
oposición a su voluntad; por esto hicieron pasar una parte de sus
funciones a manos de los magistrados, llamados éforos o inspectores,
destinados a defender al pueblo en caso de opresión, y el rey Teopompo
estableció esta nueva autoridad intermedia con beneplácito de la
nación. Ambos reyes deben ser de la estirpe de Heracles, y no pueden
casarse con extranjera. Los éforos están encargados de vigilar la
conducta de las reinas, a fin de que estas no den al estado hijos que
no sean de aquella ilustre casa; de manera que si fuesen convencidas
o hubiese vehementes sospechas de su infidelidad, sus hijos quedarían
reducidos a la clase de particulares.

En cada una de las dos ramas reinantes, la corona debe pasar al
primogénito y, en defecto de este, al hermano del rey. Si el
primogénito muere antes que el padre, pertenece al segundo; pero si
deja un hijo, este es preferido a su tío. En defecto de los herederos
próximos en una familia, llaman al trono a los parientes lejanos y
nunca a los de otra casa. Al heredero presuntivo no se le educa con los
demás hijos del estado, mas no por esto es su educación menos atenta,
pues se le da una justa idea de su dignidad y aun más todavía de sus
deberes.

Licurgo ha trabado las manos a los reyes, pero les ha dado al mismo
tiempo unos honores y prerrogativas de que gozan como jefes de la
religión, de la administración y de los ejércitos. Arreglan todo lo
respectivo al culto público, y presiden en las ceremonias religiosas,
así como en el senado, donde proponen el objeto de la deliberación
y vale por dos su voto. Cuando proponen de acuerdo un proyecto
conocidamente útil para la república, a nadie le es permitido oponerse.
La conservación de los caminos, las formalidades de la adopción y la
elección del pariente que debe casarse con una heredera, todo esto está
sometido a la decisión de los reyes.

No puede ausentarse durante la paz, ni ambos a un tiempo durante la
guerra, a menos que se armen dos ejércitos, cuyo mando les corresponde
por derecho. El estado paga la manutención y demás gastos del general
y de su casa, y este jefe, exento de todo cuidado doméstico, solo se
ocupa de los preparativos para la guerra. Los dos éforos que le siguen,
no tienen otra obligación que la de mantener las costumbres, sin
mezclarse en los asuntos que él tenga a bien comunicarles.

Durante la guerra, los reyes no son más que los primeros ciudadanos de
una ciudad libre. Se presentan en público sin fasto y sin comitiva,
pero se les cede el primer lugar, y todo el mundo se levanta en su
presencia, excepto los éforos cuando están en su tribunal. Cuando no
pueden asistir a los banquetes públicos, se les envía una medida de
vino y harina, lo cual se les niega cuando se excusan sin motivo.

Al momento que expira uno de ellos, recorren las mujeres las calles y
anuncian la desgracia pública dando golpes en unos vasos de bronce.
Se cubre de paja el mercado y se prohíbe vender en él durante cuatro
días; salen hombres a caballo para esparcir la noticia por la provincia
y avisar a los hombres libres y a los esclavos que deben asistir a
los funerales. Concurren gentes a millares, cabizbajos y exclamando
entre largos lamentos que ninguno fue mejor de todos cuantos príncipes
han tenido. Cuando muere el rey en una expedición militar, exponen
su imagen en un lecho fúnebre, y durante diez días no se permite ni
convocar la asamblea general ni abrir los tribunales de justicia. Luego
que llega el cuerpo, que se cuida de conservar en miel o en cera, se
le sepulta con las ceremonias acostumbradas en el barrio de la ciudad
donde está el panteón de los reyes.

El senado, compuesto de los dos reyes y de veintiocho gerontes o
ancianos, es el consejo supremo, donde se tratan en primera instancia
la guerra, la paz, las alianzas y los negocios más importantes del
estado. Obtener una plaza en este augusto tribunal es subir al trono
del honor, de modo que únicamente se concede al que desde su infancia
se ha distinguido con virtudes eminentes, y no se logra hasta la edad
de sesenta años para poseerla hasta la muerte.

Depende del senado no solamente la vida de los ciudadanos, sino también
su fortuna, es decir, su honor, porque el verdadero espartano no conoce
otro bien. Se invierten muchos días en examinar y justificar los
delitos que merecen pena capital, y jamás se condena al acusado por
simples presunciones; pero aunque sea absuelto una vez, se le persigue
con más rigor si en adelante se adquieren nuevas pruebas de delito.

Cuando acusan a un rey de haber violado las leyes o hecho traición a
los intereses del estado, el tribunal que ha de juzgarle se compone
de los veintiocho senadores, de los cinco éforos y del rey de la
otra casa; pero puede apelar de su sentencia a la asamblea general
del pueblo. Los éforos o inspectores, llamados así porque extienden
su vigilancia a todos los ramos de la administración, son en número
de cinco y se renuevan anualmente. Ocupan su empleo al principio del
año, que empieza en la luna nueva que sigue al equinoccio de otoño.
El primero de ellos da su nombre al año, y así para recordar la fecha
de un acontecimiento basta decir que pasó u ocurrió en tiempo de tal
éforo. El pueblo tiene el derecho de elegirlos, y de elevar a esta
dignidad a los ciudadanos de todos los estados. Desde que los nombra,
los mira como sus defensores, y bajo esta consideración no ha cesado de
aumentar sus prerrogativas.

Los éforos se toman un cuidado particular de la educación de la
juventud. Diariamente se enteran por sí mismos si los hijos se crían
con demasiada delicadeza, les nombran jefes que exciten su emulación, y
se presentan al frente de ellos en una fiesta militar que se celebra en
honor de Atenea.

Los magistrados vigilan sobre la conducta de los ciudadanos, y es
objeto de su celo y su censura todo aquello que puede atender al orden
público y a los usos establecidos: así es que más de una vez han
reprimido el abuso que hacían de sus talentos los extranjeros admitidos
a sus juegos. Un orador ofreció hablar un día sobre toda suerte de
materias, y ellos le arrojaron de la ciudad. Arquíloco sufrió en otra
ocasión igual suerte, por haberse atrevido a sentar en sus escritos una
máxima de cobardía, y casi en nuestros días el músico Timoteo, habiendo
dejado absortos a los espartanos con la dulzura de sus cantares, se
acercó a él un éforo con un cuchillo en la mano y le dijo: «Os hemos
condenado a cortar cuatro cuerdas de vuestra lira: ¿de qué lado queréis
que las corte?».

Los espartanos tienen diversos intereses, algunos que les son comunes
con los habitantes de las diferentes ciudades de la Laconia, y de aquí
vienen aquellas dos especies de asambleas, a las cuales asisten siempre
los reyes, el senado y las diversas clases de magistrados. Cuando hay
que arreglar la sucesión al trono, elegir o deponer a los magistrados,
pronunciar sobre los delitos públicos, estatuir sobre los grandes
asuntos de religión o de la legislación, la asamblea solamente se
compone de espartanos y se nombra asamblea menor. Cada asistente tiene
derecho de votar, si es de edad de treinta años lo menos, pues antes no
le es permitido hablar en público.

Convócase la asamblea general cuando se trata de guerra, de paz y de
alianzas. Primeramente se compone de los diputados de las ciudades de
la Laconia, a los cuales se juntan los de los pueblos aliados y de las
naciones que vienen a implorar la asistencia de Lacedemonia. Los reyes
y los senadores llevan en ella la palabra comúnmente, y su autoridad es
de mucho peso, pero aun más todavía la de los éforos.




CAPÍTULO XLIV.

De las leyes de Lacedemonia.


Cuando llega un viajero a Lacedemonia, se cree transportado a una
región nueva. La singularidad de los reglamentos de Licurgo le invita
a meditarlos, y en breve queda absorto de aquella profundidad de
miras y de aquella elevación de sentimientos que brillan en la obra
de aquel legislador. Indicaré sucesivamente la mayor parte de estos
reglamentos, hablando lo primero de la distribución de las tierras.
La proposición que Licurgo hizo sobre esto irritó los ánimos, pero al
cabo de las más acaloradas contestaciones fue dividido el distrito de
Esparta en nueve mil porciones de tierra, y en treinta mil el resto
de la Laconia. Cada porción adjudicada a una cabeza de familia, debía
producir además de una cierta cantidad de vino y aceite, setenta
medidas de cebada para él y doce para su esposa.

Hecha esta operación, creyó Licurgo que debía ausentarse para dar
tiempo a que los ánimos reposasen. A su vuelta halló los campos de
la Laconia cubiertos de montones de mieses todos del mismo bulto, y
situados a distancias casi iguales; le pareció ver una gran finca,
cuyas producciones acababan de ser repartidas entre hermanos, y ellos
creyeron ver un padre que en la distribución de sus dones no muestra
más amor a unos hijos que a otros.

¿Pero cómo podría subsistir esta igualdad de bienes? Reservado estaba
a Licurgo el intentar las cosas más extraordinarias y conciliar las
más opuestas. En efecto, por una de sus leyes arregla el número de las
heredades por el de los ciudadanos, y por otra concediendo exenciones
a los que tienen tres hijos, y más aún a los que tienen cuatro, se
expuso a destruir la proporción que quiso establecer, y restablecer la
distinción entre ricos y pobres, que es lo que se propuso destruir.

Los bienes raíces, tan libres como los hombres, no debían ser gravados
con impuestos. El estado no tenía tesoro, en ciertas ocasiones los
ciudadanos contribuían según sus facultades, y en otras recurrían a
medios tales que probaban su excesiva pobreza. Los diputados de Samos
vinieron una vez a pedir en préstamo una suma de dinero; no teniendo la
asamblea otro recurso, propuso un ayuno general, así para los hombres
libres como para los esclavos y los animales domésticos, y el ahorro
que esto produjo se entregó a los diputados.

Todo cedía al genio de Licurgo: empezó a desaparecer la afición a la
propiedad; las pasiones violentas no turbaban ya el orden público, pero
esta calma hubiese sido una desgracia más si el legislador no hubiese
asegurado la duración de ella. Atento Licurgo al poder irresistible de
las impresiones que el hombre recibe en su infancia, y que influyen en
el resto de su vida, hacía mucho tiempo que estaba decidido por un
sistema justificado en Creta por la experiencia. Educar a todos los
hijos mancomunadamente, con una misma disciplina, bajo unos principios
invariables, a la vista de los magistrados y de todo el público, a fin
de que aprendan sus deberes practicándolos, y que los amen después de
practicarlos; tal es el principal medio que creyó deber poner en uso
para consolidar su legislación sobre la propiedad, así como los demás
reglamentos suyos.




CAPÍTULO XLV.

Educación y matrimonio de los espartanos.


Las leyes de Lacedemonia cuidan con sumo esmero de la educación de los
niños; mandan que sea pública y común a los pobres y a los ricos.

Apenas nace un niño le presentan a la junta de los más ancianos de la
tribu, a que pertenece su familia; llaman a la nodriza, y en lugar de
lavarle con agua, le dan lavatorio de vino.

Hecha esta prueba, dañosa a los temperamentos débiles, y practicado
además un reconocimiento riguroso, se pronuncia la sentencia del niño.
Si no conviene ni para él ni para la república que viva más tiempo,
le echan en una profunda sima; pero si parece sano y bien constituido,
se le escoge en nombre de la patria para ser algún día uno de sus
defensores. Vuelto a casa le ponen sobre un escudo, y al lado de esta
especie de cuna le dejan una lanza, a fin de que sus primeras miradas
se acostumbren a ver esta arma. Jamás aprietan sus miembros delicados
con fajas u otras ligaduras que pudieran embarazar sus movimientos;
ni contienen su llanto si se juzga que conviene que le vierta. Le
acostumbran insensiblemente a la soledad, a las tinieblas y a la mayor
indiferencia acerca de la variedad de alimentos. No se les hace ninguna
impresión de terror, ninguna sujeción inútil ni ninguna reprensión;
entregado del todo a sus juegos inocentes, goza completamente de las
dulzuras de la vida y su dicha apresura el desenvolvimiento de sus
fuerzas y de sus cualidades.

La edad de siete años es la época en que acaba comúnmente la educación
doméstica. Entonces se pregunta al padre si quiere que su hijo sea
educado según las leyes: si se niega a ello el padre, queda este
privado del derecho de ciudadano; pero si consiente; el hijo tendrá
en lo sucesivo por ayos no solamente a sus padres, sino también las
leyes, los magistrados y todos los ciudadanos. Se encarga de los
niños uno de los hombres más respetables de la república, que los
distribuye en diferentes clases, presidida cada una de ellas por un
jefe joven, distinguido por su valor y su prudencia. Los niños deben
someterse humildemente a las órdenes que estos les dan y a los castigos
que les imponen, infligidos por otros jóvenes que han llegado a la
pubertad, los cuales usan de disciplinas. La regla se hace más severa
de día en día, les cortan el pelo, andan sin medias ni zapatos para
acostumbrarles al rigor de las estaciones, y algunas veces se les hace
luchar desnudos.

A la edad de doce años dejan la túnica, y se cubren solamente con un
manto que debe durar todo el año. Rara vez se les permite el uso de
baños y perfumes. Cada cuadrilla se acuesta reunida sobre puntas suaves
de unos juncos que se crían en el Eurotas, y que arrancan sin valerse
de instrumento. Los alumnos no pueden sustraerse ni por un momento a
la vista de las personas ancianas que tienen obligación de asistir a
sus ejercicios y mantener allí el decoro; a la del director general
de educación ni a la del irén o jefe particular que manda a cada
división. Este irén es un joven de veinte años que en premio de su
valor y prudencia recibe el honor de dar lecciones a aquellos que se le
confían. Está a su frente cuando lidian, cuando pasan el Eurotas a nado
y cuando van a cazar; cuando aprenden a luchar, a correr y a diferentes
ejercicios del gimnasio. De vuelta a su casa toman un alimento sano
y frugal que ellos mismos se preparan. Los más robustos recogen y
traen leña, los más débiles hierbas y otros alimentos que han pillado,
introduciéndose furtivamente en los huertos y en las salas de los
banquetes públicos. Si son descubiertos, unas veces los azotan y otras
se añade a este castigo la prohibición de acercarse a la mesa: hay
ocasiones en que los llevan a un altar, alrededor del cual les hacen
dar vueltas, cantando versos contra ellos mismos.

No se da a los alumnos más que una ligera tintura de las letras; pero
se les enseña a explicarse con pureza, a representar en los coros de
danza y de música, a perpetuar en sus versos la memoria de los que han
muerto por la patria, y la vergüenza de aquellos que la vendieron. En
estas poesías se expresan con sencillez las grandes ideas y con calor
los sentimientos elevados. Los éforos van a verlos todos los días,
y de tiempo en tiempo van ellos a las casas de los éforos, quienes
examinan si está bien dirigida su educación, si se ha introducido
alguna delicadeza en sus camas y vestidos, y si están en disposición
de engrosar demasiado. Este último punto es muy esencial, tanto que se
han visto alguna vez en Esparta magistrados que citaron al tribunal
de la nación y amenazaron con el destierro a ciudadanos cuya excesiva
grosura parecía ser una prueba de vida desordenada, de debilidad o
de afeminación; un rostro afeminado sería capaz de avergonzar a un
espartano: es necesario pues que el cuerpo, en su incremento, adquiera
agilidad y fuerza, conservando siempre justas proporciones.

He concurrido varias veces a los combates que dan en el Platanisto los
jóvenes que han cumplido dieciocho años. Hacen los preparativos en un
colegio situado en el barrio de Terapne; divididos en dos cuerpos, uno
de los cuales se distingue con el nombre de Heracles y el otro con
el de Licurgo, se adelantan en orden y por caminos diferentes hacia
el campo de batalla. Al oír la señal, se embisten unos a otros y se
empujan y rechazan alternativamente. Aumentose luego su ardor por
grados; se les ve lidiar a patadas y cachetes; desgarrarse a bocados y
tarascadas, continuar una lucha desventajosa; a pesar de las heridas
dolorosas, exponerse a perecer antes que rendirse y aumentar algunas
veces la arrogancia, al paso que disminuían las fuerzas. Yo vi a uno
de ellos, a punto de echar por tierra a su antagonista, exclamar de
repente: «Me muerdes como una mujer». «No», respondió el otro, «te
muerdo como un león». Presencian la acción cuatro magistrados que
pueden moderar el furor con una sola palabra, y pasa a la vista de una
multitud de testigos que unas veces prodigan alabanzas a los vencedores
y otras sarcasmos a los vencidos. Termina la lid cuando los de un
partido se ven precisados a pasar a nado el Eurotas o un canal que,
unido al río, sirve de límite al Platanisto.

He presenciado también otros combates, donde el mayor valor competía
con los más agudos dolores. En una fiesta que se celebra anualmente
en honor de Artemisa llamada Ortia, se sitúan cerca del altar diez
espartanos jóvenes que apenas han salido de la infancia, escogidos
entre todas las clases del estado, y los azotan cruelmente hasta que
empiezan a derramar sangre. La sacerdotisa está presente teniendo en
sus manos una estatuita de Artemisa muy ligera. Si los ejecutores o
verdugos se manifiestan piadosos, exclama la sacerdotisa diciendo que
no puede sostener el peso de la estatua; y redoblando entonces los
golpes, se hace más vivo el interés general. Al mismo tiempo se oyen
los gritos frenéticos de los padres que exhortan a aquellas víctimas
inocentes a no proferir el menor quejido, y estas mismas provocan y
desafían al dolor. La presencia de tantos testigos ocupados en notar
hasta los menores movimientos, y la esperanza del triunfo concedido
al que sufre con mayor constancia, les endurecen de tal manera que se
presentan a estos horribles tormentos con faz serena y una alegría
irritante. «Acordaos», me dijo Damonax, «de aquel muchacho que habiendo
escondido el otro día una zorrilla en su seno, se dejó despedazar las
entrañas antes que confesar el hurto, y con esto tendréis una idea más
de la constancia con que sufren el dolor nuestros jóvenes espartanos».

En muchas ciudades de la Grecia, cuando los jóvenes han cumplido
dieciocho años, dejan de estar bajo la vigilancia de los institutores.
Conocía Licurgo de tal manera el corazón humano, que no podía permitir
que se abandonase a sí mismo en aquellos momentos críticos de los
cuales depende casi siempre la suerte de un ciudadano y muchas veces la
del estado. Opone pues al desenvolvimiento de las pasiones una nueva
sucesión de ejercicios y tareas, y ordena a los jóvenes de Esparta a
que se diseminen por la provincia con las armas en la mano, descalzos,
expuestos a las intemperies de la estación, sin esclavos que los sirvan
y sin techo que les preserve del frío por la noche; unas veces toman
conocimiento del país y aprenden los medios de preservarle de las
incursiones del enemigo; otras corren tras de los jabalíes y demás
fieras; y otras en fin, con el objeto de ensayar varias maniobras del
arte militar, se ponen en acecho y emboscada de día, y a la noche
siguiente acometen y derriban a los ilotas que, aun previendo el
peligro, han tenido la imprudencia de salir y de encontrarlos en el
camino.

Las niñas de Esparta, educadas bajo diferente método que las de
Atenas, no se ven en la precisión de estar encerradas, de hilar lana,
abstenerse del vino y de comidas fuertes, pero las enseñan a cantar,
danzar y luchar entre ellas, a correr con ligereza por la arena, a
lanzar con fuerza el tejo o el venablo, a hacer todos sus ejercicios
sin velo y medio desnudas, en presencia de los reyes y de los
magistrados y ciudadanos, sin exceptuar ni aun los mancebos, a quienes
excitan a la gloria, ya con elogios lisonjeros o con ironías picantes.

En Lacedemonia no se casan hasta que el cuerpo ha adquirido todo su
incremento, y que la razón puede iluminar la elección que se hace.
Ambos esposos deben reunir a las prendas del alma una hermosura
varonil, una estatura ventajosa y una salud robusta. Licurgo, y después
de él los filósofos ilustrados, han mirado con extrañeza que se pusiese
tanto cuidado en mejorar las razas de los animales domésticos y se
descuidase absolutamente la de los hombres. Cumpliéronse sus deseos, y
con el acierto en la unión de ambos sexos, parece haberse añadido a la
naturaleza del hombre un nuevo grado de fuerza y majestad. En efecto,
no hay cosa más bella ni más pura que la sangre de los espartanos.

Hay razones muy poderosas que pueden autorizar a un espartano a no
casarse, pero cuando llega a la vejez no debe esperar las mismas
consideraciones y consuelos que los otros ciudadanos. Cítase el ejemplo
de Dercílidas que había mandado con mucha gloria los ejércitos.
Habiendo ido a la asamblea, le dijo un joven: «No me levanto en tu
presencia, porque no dejarás hijos que puedan levantarse ante mí un
día».




CAPÍTULO XLVI.

Usos y costumbres de los espartanos.


Este capítulo es una continuación del precedente, porque sigue la
educación de los espartanos, digámoslo así, durante toda su vida.

Desde la edad de veinte años se dejan crecer el cabello y la barba.
Cuando los éforos entran en el ejercicio de sus funciones, expiden un
bando a son de trompeta mandando rasurarse el labio superior y que se
sometan a las leyes. Desterrando de su vestido los espartanos toda
especie de adorno, han dado un ejemplo que las demás naciones han
admirado sin imitarle de ningún modo. Entre ellos nada distingue en lo
exterior de la ínfima clase de ciudadanos a los reyes y magistrados.
Llevan todos una túnica muy corta, tejida de lana muy burda, y encima
se ponen un manto o capa gruesa. Usan sandalias u otras especies de
calzado, siendo el más común de color rojo. Representan a Cástor y
Pólux con gorras que, juntas la una a la otra por la parte inferior,
harían la figura de aquel huevo de donde se dice que traen su origen.
Tomad una de estas gorras y tendréis la que usan todavía los espartanos.

Las casas son chicas y hechas sin arte: no se deben labrar las puertas
sino con la sierra y los techos con el hacha. Sirven de vigas y
cuartones troncos de árboles apenas descortezados, y los muebles,
aunque no tan rústicos, participan de la misma sencillez, jamás están
amontonados ni sin orden. El régimen de los espartanos es austero. Un
extranjero que los vio tendidos alrededor de la mesa y en el campo
de batalla, miraba como más fácil sufrir tal muerte que pasar tal
vida. Esto no obstante, Licurgo solo ha suprimido de sus comidas lo
superfluo, debiendo su frugalidad a la virtud y no a la necesidad.
Sus cocineros no se ocupan sino en preparar la carne, y les están
prohibidas las salsas, menos el pisto negro, que es una salsa, cuya
composición he olvidado, y en la cual mojan pan los espartanos,
prefiriéndola a los manjares más exquisitos. Por la fama que tenía esta
salsa, quiso Dionisio el tirano enriquecer con ella su mesa. Hizo
venir un cocinero de Lacedemonia, y le mandó que no omitiese gasto
alguno: sirviéronle el pisto negro y apenas lo probó el rey, lo arrojó
indignado. «Señor», le dijo el esclavo, «falta en la salsa una especie
muy esencial». «¿Cuál es, pues?», preguntó el príncipe. «Un ejercicio
violento antes de comer», contestó el esclavo.

La Laconia produce muchas especies de vinos. El que se hace de la uva
de Cinco colinas, a corta distancia de Esparta, es tan fragante y tan
suave como el olor de las flores. En sus convites nunca pasan la copa
de mano en mano como se usa en los demás pueblos, sino que cada uno
apura la suya, e inmediatamente la llena el esclavo que sirve a la
mesa. Tienen licencia para beber cuando lo necesitan, y usan con placer
de este permiso sin abusar de él nunca. El espectáculo desagradable de
un esclavo que se embriaga, y que suelen ofrecerles a la vista algunas
veces, les inspira suma aversión a la embriaguez. Tienen diferentes
especies de banquetes públicos, siendo los más frecuentes los
filitías.[5] Reyes, magistrados, simples ciudadanos, todos se reúnen
para tomar su comida en unas salas donde hay preparadas muchas mesas,
las más veces de quince cubiertos cada una. Comen echados en bancos de
roble, con el codo apoyado en una piedra o en un pedazo de madera. Al
lado de cada cubierto se pone un migón de pan para enjugarse los dedos.

    [5] Palabra que quiere decir: asociaciones de amigos.

Durante la comida versa la conversación sobre rasgos de moral o
ejemplos de virtud. Se cita una bella acción como una noticia digna de
llamar la atención de los espartanos. Los ancianos toman comúnmente
la palabra, hablan con discreción y los escuchan con respeto. Asisten
a los banquetes las diferentes clases de alumnos sin participar de
ellos; los más jóvenes para pillar mañosamente de las mesas alguna
porción, que parten con sus amigos, y los otros para tomar lecciones de
sabiduría y de jocosidad.

Entre los espartanos, los unos no saben leer ni escribir, y otros
apenas saben contar: no hay entre ellos la menor idea de geometría,
de astronomía y otras ciencias. Los más instruidos encuentran sus
delicias en las poesías de Homero, de Terpandro y de Tirteo, porque
elevan el alma. Su teatro está destinado a los ejercicios, y en ellos
no se representan ni tragedias ni comedias. Algunos, en corto número,
han cultivado con fruto la poesía lírica, en la cual ha sobresalido
Alcmeón, que vivía tres siglos hace. Su estilo es dulce y armonioso,
aunque tuvo que combatir el duro dialecto dorio que se habla en
Lacedemonia. Del rasgo siguiente puede juzgarse de su aversión a la
retórica. Cuando la guerra del Peloponeso, fue enviado un espartano
al sátrapa Tisafernes, para empeñarle a que prefiriese la alianza de
Lacedemonia a la de Atenas, y expuso su misión en pocas palabras.
Viendo a los embajadores atenienses desplegar todo el fasto de la
elocuencia, tiró dos líneas que terminaban en un mismo punto, la una
recta y la otra torcida, y mostrándolas al sátrapa le dijo: «Escoge».

Dos siglos antes los habitantes de una isla del mar Egeo, acosados
del hambre, se dirigieron a los lacedemonios, sus aliados, quienes
respondieron al embajador: «No hemos comprendido el fin de vuestra
arenga y hemos olvidado el principio». Nombraron segundo embajador
encargándole que fuese más lacónico, y llegó presentando a los
lacedemonios un costal de los que sirven para poner harina, el cual
estaba vacío. La asamblea resolvió abastecer a la isla, pero advirtió
al diputado que no fuese otra vez tan prolijo. En efecto, les había
dicho que era necesario llenar el saco.

Aunque este pueblo sea menos instruido que los otros, es mucho más
ilustrado. Se dice que de él adquirieron Tales, Pítaco y otros sabios
de la Grecia el arte de encerrar las máximas de la moral en cortas
fórmulas. Lo que yo he visto me ha sorprendido muchas veces. Creía
conversar con hombres ignorantes, pero bien pronto salían de su boca
respuestas sentenciosas y penetrantes como dardos. Acostumbrados desde
niños a explicarse con tanta precisión como energía, callan cuando no
tienen que decir alguna cosa interesante, y si tienen mucho que decir
procuran disculparse. Acomódase perfectamente a su carácter el estilo
sencillo, y le usan frecuentemente en sus conversaciones y sus cartas.
Elogiaba uno la bondad del rey Carilao, y respondió otro, diciendo.
«¿Cómo podía ser bueno si lo era también con los malos?». En una ciudad
de la Grecia dijo en voz alta el pregonero encargado de la venta de los
esclavos: «Vendo un lacedemonio», y exclamó este poniéndole la mano en
la boca: «Decid más bien un prisionero».

Unos generales del rey de Persia preguntaban a los diputados de
Lacedemonia en qué calidad contaban seguir la negociación, a lo
cual contestaron: «Si sale mal, como particulares, y si bien, como
embajadores».

Se observa la misma concisión en las cartas que escriben los
magistrados y en las que reciben de los generales. Temiendo los éforos
que la guarnición de Decelia se dejase sorprender o interrumpiese sus
ejercicios de costumbre, le escribieron únicamente estas palabras: «No
os paseéis». Con la misma sencillez anuncian la derrota más completa y
la victoria más ilustre. Cuando la guerra del Peloponeso, habiendo sido
derrotada su escuadra, al mando de Míndaro, por la de los atenienses a
las órdenes de Alcibíades, escribió un oficial a los éforos diciendo:
«Perdiose la batalla; Míndaro ha muerto; no hay víveres ni recursos».
Poco tiempo después recibieron una carta de Lisandro, general de su
ejército, concebida en estos términos: «Hemos tomado Atenas», tal
fue la relación de la conquista más gloriosa y más útil para los
lacedemonios.

La presencia de los ancianos honra siempre sus asambleas, sus banquetes
y sus ejercicios públicos. Los demás ciudadanos, y en particular los
jóvenes, guardan con ellos las consideraciones que exigirán ellos
mismos cuando lleguen a ser ancianos. La ley les obliga a ceder a
cada instante el paso a la vejez, a levantarse cuando se presenta y a
callar cuando habla. La escuchan con deferencia en las asambleas de la
nación y en las salas del gimnasio. De este modo los ciudadanos que han
servido a su patria, lejos de llegar a serla extraños, al fin de su
carrera son respetados los unos como depositarios de la experiencia,
y los otros cual monumentos de que se tiene por sagrado conservar los
restos.

Las mujeres son altas, fuertes, de salud robusta y en general hermosas;
pero su belleza es imponente y severa, de modo que hubieran podido
suministrar a Fidias muchos modelos para su Atenea, y apenas alguno
a Praxíteles para su Afrodita. Su atuendo consiste en una especie de
túnica corta y un vestido que les llega hasta los talones. Las jóvenes,
obligadas a dedicar todos los momentos del día a la lucha, la carrera,
el salto y otros ejercicios penosos, regularmente no llevan más que
un vestido ligero y sin mangas, prendido a los hombros con botones o
corchetes, y cuyo ceñidor le tiene levantado encima de las rodillas.
La parte inferior está abierta de cada lado, de manera que la mitad
del cuerpo queda descubierto. Una espartana sale al público con la
cara descubierta hasta que se casa, en cuyo caso como quiera que solo
debe complacer y agradar a su esposo, sale con velo; y no debiendo
ser conocida sino de él solo, no corresponde a otros el hacer de ella
elogios. En ninguna parte son menos observadas las mujeres, ni tienen
menos sujeción, ni en parte alguna han abusado menos de su libertad.

Si las mujeres de Esparta son mucho más adictas a sus obligaciones
que las demás mujeres de la Grecia, también tienen al mismo tiempo un
carácter más vigoroso, que le emplean con feliz éxito en dominar a
sus esposos, que las consultan con gusto tanto sobre sus asuntos como
acerca de los del estado. Una extranjera decía un día a la mujer de
Leónidas: «Vosotras sois las únicas que tomáis ascendiente sobre los
hombres». «Sin duda», respondió ella, «porque somos las únicas que
damos hombres al mundo».

Tienen una alta idea del honor y de la libertad, y a veces la llevan a
tal extremo que entonces no se sabe qué nombre dar al sentimiento que
las anima. Una de ellas escribió a su hijo que se había salvado de la
batalla: «Corren malas nuevas de ti; haz que cesen o deja de vivir».
En otra ocasión semejante, una ateniense escribió al suyo: «Te doy
gracias de haberte conservado para mí». No menos admiración causa la
respuesta de Argileonis, madre del célebre Brásidas. Unos tracios le
dieron la noticia de la gloriosa muerte de su hijo, añadiendo que
jamás había dado Lacedemonia un general tan grande. «Extranjeros», les
dijo, «mi hijo era un valiente, pero sabed que Esparta posee muchos
ciudadanos que valen más que él».

Aquí la naturaleza está sumisa sin ahogarla, y en ella reside el
verdadero valor, por lo cual los éforos decretaron honores distinguidos
a esta mujer. Pero ¿quién pudiera oír sin estremecerse a una madre,
a quien dijeron: «Acaban de matar a vuestro hijo sin haber dejado su
puesto»; y respondió inmediatamente, «Que le entierren y ocupe su lugar
su hermano»? Otra esperaba en el arrabal la noticia del resultado de
la batalla; llega el correo, le pregunta, y la dice: «Vuestros cinco
hijos han muerto». «No te pregunto eso», responde ella; «¿peligra mi
patria?». «Triunfa». «Pues bien, me resigno gustosa con mi pérdida».

«A esta elevación de alma, que nuestras mujeres manifiestan todavía por
intervalos», continuó Damonax, «sucederán en breve, sin destruirla,
unos sentimientos bajos, y su vida no será ya más que una mezcla de
pequeñez y grandeza, de barbarie y deleite. Muchas de ellas se dejan
ya dominar por el brillo del oro y el atractivo de los placeres. Los
atenienses, que reprobaban altamente la libertad que se concedía a
las mujeres de Esparta, triunfan al ver que esta libertad degenera en
licencia. Preciso es confesar que ya no somos lo que éramos hace un
siglo. Los unos se engríen impunemente de sus riquezas, y otros corren
en busca de los empleos que sus padres se contentaban con merecerlos.
No hace mucho tiempo que se descubrió una ramera en las inmediaciones
de Esparta, siendo aun no menos peligroso el que hemos visto a Cinisca,
hermana del rey Agesilao, enviar a Olimpia un carro de cuatro caballos
para disputar el premio de la carrera; los poetas celebrar su triunfo y
el estado erigir un monumento en honor suyo».




CAPÍTULO XLVII.

Religión y fiestas de los espartanos.


Los objetos del culto público solo inspiran en Lacedemonia un profundo
respeto y un silencio absoluto. Acerca de este punto no se permiten
disputas ni dudas, pues el único dogma de los espartanos se reduce a
adorar a los dioses y honrar a los héroes.

Entre los héroes a quienes han erigido templos, altares o estatuas se
distinguen Heracles, Cástor, Pólux, Aquiles, Odiseo, Licurgo, etc.
Helena participa con Menelao de honores casi divinos, y la estatua de
Clitemnestra está colocada al lado de la de Agamenón.

En otras partes hay que presentarse a los dioses con víctimas sin
mancha, y algunas veces con el aparato de la magnificencia; en Esparta,
con ofrendas de poco valor y con la modestia que conviene a todo
suplicante; en otras partes importunan a los dioses con indiscretas
y largas oraciones, pero en Esparta únicamente se les pide la gracia
de hacer grandes acciones después de haber hecho buenas obras, y esta
fórmula termina con estas palabras, cuya sublimidad conocerán las almas
nobles: «Dadnos fuerza para sufrir la injusticia».

Los atenienses han creído fijar entre ellos la Victoria representándola
sin alas; por la misma razón los espartanos han representado alguna
vez a Ares y a Afrodita encadenados. Esta nación guerrera ha dado
armas a Afrodita y puesto una lanza en manos de todos los dioses y
diosas; ha colocado la estatua de la Muerte al lado de la del Sueño
para acostumbrarse a mirarlas bajo un mismo aspecto, y ha consagrado un
templo a las Musas, porque marcha a las batallas al son melodioso de
la flauta o de la lira; otro a Poseidón que conmueve la tierra, porque
habita en un país expuesto a frecuentes oscilaciones, y otro al Temor,
porque hay temores saludables, tales como el de las leyes.

Invierten sus horas de descanso en muchas fiestas, siendo algunas de
ellas las de Dioniso, de Apolo y de Jacinto. Estas últimas se celebran
en la primavera, particularmente por los habitantes de Amiclas. Se dice
que Apolo amaba tiernamente a Jacinto, hijo de un rey de Lacedemonia;
que Céfiro, envidioso de su hermosura, impelió contra él el tejo que
le quitó la vida; y que Apolo, que lo había tirado, no encontró en su
dolor otro consuelo que el de trasformar al joven príncipe en una flor,
a la cual dio su nombre, y con este motivo se instituyeron unos juegos
que se celebran todos los años. El primero y tercer día no presentan
más que la imagen de la tristeza y del luto, pero el segundo es un día
de júbilo. Lacedemonia se entrega a la embriaguez del gozo en este
día, que lo es de libertad, tanto que los esclavos comen a la mesa con
sus amos.

La disciplina de los espartanos es tal que siempre va acompañada de
cierta decencia. Aun en las fiestas de Dioniso, sea en la ciudad o
sea en el campo, nadie tiene atrevimiento de separarse de la ley que
prohíbe el uso desmedido del vino.




CAPÍTULO XLVIII.

Servicio militar de los espartanos.


Los espartanos están obligados a servir en el ejército desde la edad de
veinte años hasta la de sesenta, y pasado este término están exentos de
tomar las armas, a no ser que entre el enemigo en la Laconia.

Cuando se trata de levantar tropas, los éforos por medio de los
heraldos mandan a los ciudadanos, desde la edad de veinte años hasta
la que señala el edicto, que se presenten a servir en la infantería
pesadamente armada o en la caballería, y se hace el mismo requerimiento
a los operarios destinados a seguir al ejército.

Estando divididos en cinco tribus los ciudadanos, se ha repartido la
infantería pesada en cinco regimientos, cada uno con cuatro batallones
y dieciséis compañías. Consta cada batallón de doscientos sesenta
hombres; y aun de quinientos doce. Además de los cinco regimientos
existe un cuerpo de seiscientos hombres escogidos, que han decidido
algunas veces la victoria. Las principales armas de un infante son la
pica y el escudo; no cuento la espada, que es únicamente una especie de
puñal que llevan en el cinto, y así es que fundan toda su esperanza en
la pica. Decía un extranjero al ambicioso Agesilao: «¿Dónde fijáis los
límites de la Laconia?». «En la punta de nuestras picas», le respondió.

Los infantes cubren su cuerpo con un escudo de bronce ovalado, escotado
por ambas partes, y a veces por una sola, que termina en punta por
ambos extremos, y tiene las letras iniciales del nombre de Lacedemonia.
Por esta señal se reconoce la nación, pero es necesaria otra para
reconocer al soldado, que está obligado a volver del combate con su
escudo, bajo pena de infamia: consiste pues en que lleva grabado en el
campo de esta arma el símbolo que le es propio. Uno de ellos se expuso
a las chocarrerías de sus amigos escogiendo por emblema una mosca
de tamaño natural. «Me acercaré tanto al enemigo», les dijo, «que él
distinguirá esta insignia». El soldado se viste con una casaca roja,
cuyo color se ha preferido a los demás a fin de que el enemigo no vea
la sangre que hace derramar.

El día de la batalla, el rey, a imitación de Heracles, inmola una cabra
mientras tocan las flautas la sonata de Cástor. En seguida entona el
himno del combate, y todos los soldados con la frente coronada, lo
repiten en coro. Después de este momento, tan terrible como hermoso,
se peinan, asean el vestido, limpian sus armas, instan a los oficiales
para que los lleven al campo del honor, se animan ellos mismos con
rasgos de alegría, y marchan formados al compás de la flauta que excita
o modera su valor. El rey se coloca en la primera fila, rodeado de cien
jóvenes guerreros que deben, bajo pena de infamia, exponer la vida
por salvar la del monarca, y de algunos atletas que ganaron el premio
en los juegos públicos de la Grecia, y miran este puesto como una
distinción la más gloriosa.

Es ignominioso para todo hombre el emprender la fuga, y entre los
espartanos lo es hasta el pensarlo. Los ejemplos de cobardía, tan
raros en otro tiempo, entregan al delincuente a todos los horrores
de la infamia, de modo que no puede aspirar a ningún empleo; si está
casado, ninguna familia quiere enlazar con la suya, y si no lo está, no
puede enlazar con ninguna, porque parece que esta mancha es capaz de
mancillar a toda su descendencia.

Los que mueren en el combate son enterrados como los demás ciudadanos,
con el vestido encarnado y un ramo de olivo, símbolo de las virtudes
guerreras entre los espartanos. Si se han distinguido, ponen sus
nombres en sus sepulcros, y algunas veces la figura de un león; pero
el que ha recibido la muerte volviendo la espalda al enemigo, queda
privado de sepultura.

En la caballería no entran más que hombres sin experiencia, que carecen
de vigor o celo. El ciudadano rico es quien suministra las armas y
mantiene el caballo. Si este cuerpo ha logrado algunas ventajas, las
ha debido a los soldados extranjeros de caballería que Lacedemonia
tomaba a sueldo. En general los espartanos quieren mejor servir en la
infantería porque, persuadidos de que el verdadero valor basta por
sí mismo, quieren pelear cuerpo a cuerpo. Estaba yo cerca del rey
Arquidamo cuando le presentaron el modelo de una máquina nuevamente
inventada en Sicilia para lanzar los dardos, y después de haberla visto
y examinado detenidamente, dijo: «Se acabó el valor».




CAPÍTULO XLIX.

Segunda conferencia sobre las leyes de Licurgo. — Causas de su
decadencia.


Antes de volver con Filotas, que volvió a Atenas al siguiente día
de nuestra llegada a Lacedemonia, quise tener con Damonax segunda
conferencia relativa a las leyes de Licurgo.

Una tarde que recayó insensiblemente la conversación sobre este
legislador, afecté en ella menos consideración hacia este grande
hombre. «¿Por qué», pregunté a Damonax, «estas leyes que antiguamente
han sido tan respetadas ceden hoy día con tanta facilidad a
innovaciones peligrosas? ¿Por qué el oro y la plata han forzado entre
vosotros las barreras que les oponían, y no sois ya felices como en
otro tiempo por las privaciones, y ricos, digámoslo así, con vuestra
indigencia?». Iba a responderme Damonax cuando oigo en la calle
repetidas voces que decían: «Abrid, abrid», porque no se permite en
Lacedemonia llamar a la puerta. Era Filotas, cuya larga ausencia me
tenía sin sosiego. Iba corriendo a darle mis brazos cuando estaba ya
en los míos, y luego le presenté de nuevo a Damonax, que en breve se
retiró por atención.

Filotas había vuelto por la Argólida, desde la cual hasta Lacedemonia
el camino es tan áspero y escabroso que rendido de cansancio me dijo
antes de acostarse: «Sin duda que según vuestra laudable costumbre me
haréis trepar a algún vericueto para admirar a discreción las cercanías
de esta soberbia ciudad, pues no faltan aquí montañas que facilitan
este placer a los viajeros». «Mañana», le respondí, «iremos al
Menelaion, eminencia situada al otro lado del Eurotas. Damonax tendrá
la bondad de llevarnos».

Al siguiente día por la mañana pasamos el Babix, nombre que se da al
puente del Eurotas, e inmediatamente se ofrecieron a nuestra vista los
restos de muchas casas construidas en otro tiempo a la izquierda del
río, y destruidas en la última guerra por las tropas de Epaminondas.
Más adelante descubrimos tres o cuatro lacedemonios embozados, con
mantos guarnecidos de varios colores y la cara afeitada de un lado
solamente. «¿Qué farsa representan aquellos?», preguntó Filotas.
«Son», respondió Damonax, «unos tembladores, llamados así porque
huyeron en aquella batalla en que rechazamos las tropas de Epaminondas.
Su exterior sirve para darlos a conocer, y les humilla tanto que
no concurren sino a los parajes solitarios, ya veis cómo huyen de
encontrarse con nosotros».

Después de haber recorrido con la vista desde lo alto de la colina
aquellas hermosas campiñas que se extienden hasta el mediodía, y los
soberbios montes que limitan la Laconia hacia el poniente, nos sentamos
enfrente de la ciudad de Esparta. Tenía yo a mi derecha a Damonax y
a la izquierda a Filotas, que apenas se dignaba fijar la vista sobre
aquel montón de cabañas arrimadas sin orden las unas a las otras. «Tal
es, sin embargo», le dije, «el humilde asilo de esta nación, donde se
aprende tan temprano el arte de mandar y el de obedecer, que es todavía
más difícil; de una nación que nunca se ensoberbeció con las victorias
ni se abatió con los reveses; que siempre ha tenido el ascendiente
sobre las demás naciones, que desafió a los persas, venció muchas veces
a los generales de Atenas, y por último se apoderó de su capital;
de una nación, en fin, que no es ni frívola, ni inconsecuente, ni
gobernada por oradores corrompidos».

Al oír estas palabras no pudo Filotas contenerse, y respondió a este
elogio de Lacedemonia haciendo severas reconvenciones relativas a
los vicios de que adolecen las leyes de Licurgo, la ambición, el
disimulo, la mala fe, la codicia, la crueldad de los espartanos y la
disolución de sus esposas. Cuando hubo acabado, sin perder Damonax su
calma natural, tomó la palabra para rebatir tan graves acusaciones.
«¿Qué nos importa», dijo, «el juicio que hace de nosotros una nación
siempre rival y muchas veces enemiga? A nosotros no nos faltan hábiles
defensores entre vuestros filósofos e historiadores, aunque durante
la guerra vuestros oradores y poetas, a fin de animar al populacho
contra nosotros, nos han representado bajo un aspecto el más feo.
Vituperad en hora buena nuestros vicios actuales, pero respetad al
mismo tiempo nuestras virtudes. Acerca de nuestro gobierno, siempre
sostendré que entre todos cuantos se conocen, no hay otro mejor que el
de Lacedemonia. Este es el dictamen de Platón, genio el más ilustre de
Atenas».

A continuación entró Damonax en largos pormenores relativos a las
leyes, las costumbres, las guerras y la política de su patria, y todo
lo que dijo sobre estos diferentes puntos, obligó a Filotas a admirar
sus luces, su imparcialidad y su moderación sobre todo.

«No obstante», dijo, después de haber atribuido a Lisandro y a Agesilao
la decadencia de las leyes de Licurgo, «haced el último homenaje a
nuestras leyes. Por otra parte, la corrupción, que hubiera comenzado
por afeminar nuestras almas, entre nosotros ha hecho brotar pasiones
grandes y fuertes: la ambición, la venganza, la envidia del poder
y el frenesí de la celebridad. Parece que los vicios se acercan a
nosotros con circunspección. Aún no se siente en todos los estados la
sed del oro, y los atractivos del placer no han invadido hasta ahora
más que a un corto número de particulares. Más de una vez hemos visto
a los magistrados y los generales mantener con rigor nuestra antigua
disciplina, y a simples ciudadanos mostrar unas virtudes dignas de los
siglos más hermosos. Semejantes a aquellos pueblos que situados en las
fronteras de dos imperios han hecho una mezcla de las lenguas y de las
costumbres de uno y otro, los espartanos están, digámoslo así, en las
fronteras de las virtudes y de los vicios. Pero no conservaremos por
mucho tiempo este puesto peligroso. Cada instante que pasa nos advierte
que una fuerza invencible nos arrastra al fondo del abismo. Yo mismo
estoy espantado del ejemplo que os he dado en este día. ¿Qué diría
Licurgo si viese a uno de sus discípulos discurrir, disputar y emplear
fórmulas oratorias? ¡Ah! Harto he vivido con los atenienses: no soy más
que un espartano degradado».


FIN DEL TOMO PRIMERO.




  TABLA
  DE LOS CAPÍTULOS
  CONTENIDOS
  EN ESTE PRIMER TOMO.


INTRODUCCIÓN al viaje de la Grecia.                             pág. III

PRIMERA PARTE.

Acontecimientos que han pasado desde Cécrope, hasta el fin de la
primera olimpiada.                                                    IV

SEGUNDA PARTE.

Sección 1.ª Siglo de Solón, desde el año 630 hasta el 490 antes
de J. C.                                                            XXIV

Sección 2.ª Siglo de Temístocles y de Arístides, desde el año
490 hasta el 444 antes de J. C.                                  XXXVIII

Sección 3.ª Siglo de Pericles, desde el año 444 hasta el 404
antes de J. C.                                                      LXIX

CAPÍTULO I. Salida de Escitia. — El Ponto Euxino. — Estado de la
Grecia desde la toma de Atenas año 404 antes de J. C. hasta el
momento del viaje. — El Bósforo de Tracia. — Llegada a Bizancio.       1

CAP. II. Descripción de Bizancio. — Viaje desde esta ciudad a
Lesbos. — El estrecho del Helesponto, etc.                            12

CAP. III. Descripción de Lesbos. — Pítaco. — Arión. — Terpandro. —
Alfeo. — Safo.                                                        17

CAP. IV. Partida de Mitilene. — Descripción de la Eubea. —
Llegada a Tebas.                                                      22

CAP. V. Mansión en Tebas. — Epaminondas. — Filipo de Macedonia.       25

CAP. VI. Partida de Tebas. — Llegada a Atenas. — Habitantes
del Ática.                                                            29

CAP. VII. Asistencia en la Academia.                                  33

CAP. VIII. Liceo. — Gimnasios. — Isócrates. — Palestras. —
Funerales de los atenienses.                                          43

CAP. IX. Viaje a Corinto. — Jenofonte. — Timoleón.                    51

CAP. X. Levas, revista y ejercicios de las tropas de los
atenienses.                                                           54

CAP. XI. Concurrencia al teatro.                                      60

CAP. XII. Descripción de Atenas y de sus principales monumentos.      63

CAP. XIII. Batalla de Mantinea. — Muerte de Epaminondas.              71

CAP. XIV. Del gobierno actual de Atenas.                              76

CAP. XV. De los tribunales de justicia de Atenas.                     80

CAP. XVI. Del Areópago.                                               82

CAP. XVII. De las acusaciones y procedimientos entre los
atenienses.                                                           84

CAP. XVIII. De los delitos y penas.                                   87

CAP. XIX. Costumbres y vida civil de los atenienses.                  89

CAP. XX. De la religión, de los ministros sagrados y de los
principales delitos contra la religión.                               95

CAP. XXI. Viaje a la Fócida. — Juegos píticos. — Templo y oráculo
de Delfos.                                                           104

CAP. XXII. Acontecimientos memorables en la Grecia desde el año
361 hasta el de 357 antes de J. C. — Muerte de Agesilao, rey de
Lacedemonia. — Advenimiento de Filipo al trono de Macedonia. —
Guerra social.                                                       114

CAP. XXIII. De las fiestas de los atenienses.                        118

CAP. XXIV. De las casas y comidas de los atenienses.                 121

CAP. XXV. Educación de los atenienses.                               128

CAP. XXVI. De la música de los atenienses.                           144

CAP. XXVII. Continuación sobre las costumbres de los atenienses.     156

CAP. XXVIII. Biblioteca de un ateniense. Clase de filosofía.         162

CAP. XXIX. Continuación de la biblioteca. — La astronomía
y la geografía.                                                      171

CAP. XXX. Aristipo.                                                  179

CAP. XXXI. Desavenencias entre Dionisio el joven, rey de
Siracusa, y Dion su cuñado. — Viaje de Platón a Sicilia.             184

CAP. XXXII. Viaje a Beocia. — Caverna de Trofonio. — Hesíodo;
Píndaro.                                                             193

CAP. XXXIII. Viaje a Tesalia. — Anfictiones. — Mágicas. — Reyes
de Feres. — Valle de Tempe.                                          213

CAP. XXXIV. Viaje a Epiro, a Acarnania y a Etolia. — Oráculo
de Dodona. — Salto de Léucade.                                       228

CAP. XXXV. Viaje a Mégara, a Corinto, a Sición y a Acaya.            234

CAP. XXXVI. Viaje a la Élide. — Juegos olímpicos.                    247

CAP. XXXVII. Continuación del viaje a la Élide. — Jenofonte
en Escilunte.                                                        272

CAP. XXXVIII. Viaje a Mesenia.                                       276

CAP. XXXIX. Viaje a Laconia.                                         283

CAP. XL. De los habitantes de la Laconia.                            295

CAP. XLI. Ideas generales sobre la legislación de Licurgo.           298

CAP. XLII. Vida de Licurgo.                                          305

CAP. XLIII. Gobierno de Lacedemonia.                                 309

CAP. XLIV. De las leyes de Lacedemonia.                              316

CAP. XLV. Educación y matrimonio de los espartanos.                  319

CAP. XLVI. Usos y costumbres de los espartanos.                      328

CAP. XLVII. Religión y fiestas de los espartanos.                    338

CAP. XLVIII. Servicio militar de los espartanos.                     341

CAP. XLIX. Segunda conferencia sobre las leyes de Licurgo. —
Causas de su decadencia.                                             345


FIN DE LA TABLA DEL TOMO PRIMERO.





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS A LA GRECIA (1 DE 2) ***


    

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