La aldea perdida

By Armando Palacio Valdés

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Title: La aldea perdida
       Novela-poema de costumbres campesinas

Author: Armando Palacio Valdés

Release Date: July 1, 2011 [EBook #36573]

Language: Spanish


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LA ALDEA PERDIDA




ARMANDO PALACIO VALDÉS

LA

ALDEA PERDIDA

NOVELA-POEMA DE COSTUMBRES CAMPESINAS

MADRID

IMPRENTA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ

Libertad, 16 duplicado.

1903

ES PROPIEDAD DEL AUTOR




INVOCACIÓN


Et in Arcadia ego.

¡Sí, yo también nací y viví en Arcadia! También supe lo que era caminar
en la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías, bañarme en
los arroyos cristalinos, hollar con mis pies una alfombra siempre verde.
Por la mañana el rocío dejaba brillantes gotas sobre mis cabellos; al
mediodía el sol tostaba mi rostro; por la tarde, cuando el crepúsculo
descendía de lo alto del cielo, tornaba al hogar por el sendero de la
montaña y el disco azulado de la luna alumbraba mis pasos. Sonaban las
esquilas del ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamos
rapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierra
era reposo; en el aire todo amor. Al llegar á la aldea, mi padre me
recibía con un beso. El fuego chisporroteaba alegremente; la cena
humeaba; una vieja servidora narraba después la historia de alguna
doncella encantada, y yo quedaba dulcemente dormido sobre el regazo de
mi madre.

La Arcadia ya no existe. Huyó la dicha y la inocencia de aquel valle.
¡Tan lejano! ¡Tan escondido rinconcito mío! Y sin embargo, te vieron
algunos hombres sedientos de riqueza. Armados de piqueta cayeron sobre
ti y desgarraron tu seno virginal y profanaron tu belleza inmaculada.
¡Oh, si hubieras podido huir de ellos como el almizclero del cazador
dejando en sus manos tu tesoro!

Muchos días, muchos años hace que camino lejos de ti, pero tu recuerdo
vive y vivirá siempre conmigo. ¡Y aún no te he cantado, hermosa tierra
donde vi por primera vez la luz del día! Mi musa circuló ya caprichosa y
errante por todo el ámbito de nuestra patria. Navegó entre rugientes
tempestades por el océano; paseó entre naranjos por las playas de
Levante; subió las escaleras de los palacios y se sentó en la mesa de
los poderosos; bajó á las cabañas de los pobres y compartió su pan
amasado con lágrimas; se estremeció de amor por las noches bajo la reja
andaluza; elevó plegarias al Altísimo en el silencio de los claustros;
cantó enronquecida y frenética en las zambras.

¡Y aún no ha cantado á los héroes de mi infancia! ¡Aún no te ha cantado,
magnánimo Nolo! ¡Ni á ti, intrépido Celso! ¡Ni á ti, ingenioso Quino!
¡Aún no ha caído á tus pies, bella Demetria, la flor más espléndida que
brotó de los campos de mi tierra! Hora es de hacerlo antes que la parca
siegue mi garganta.

Viajero, si algún día escalas las montañas de Asturias y tropiezas con
la tumba del poeta, deja sobre ella una rama de madreselva. Así Dios te
bendiga y guíe tus pasos con felicidad por el principado.

Y vosotras, sagradas musas, vosotras á quien rendí toda la vida culto
fervoroso y desinteresado, asistidme una vez más. Coronad mis sienes que
ya blanquean con el laurel y el mirto de vuestros elegidos, y que este
mi último canto sea el más suave de todos. Haced, musas celestes, que
suene grato en el oído de los hombres y que, permitiéndoles olvidar un
momento sus cuidados, les ayude á soportar la pesadumbre de la vida.




I

La cólera de Nolo.


De un modo ó de otro, menester es que los de Riomontán y de Fresnedo
peleen esta noche con nosotros. Ya sabéis que parte de la mocedad de
Villoria y de Tolivia aún no ha venido de la siega. De Entralgo y de
Canzana también hay algunos por allá. Podéis estar seguros que de
nuestros contrarios no faltará uno solo. Los de Lorío y Rivota andan muy
engreídos desde la paliza del Obellayo. Los del Condado están avisados
por ellos y no faltarán tampoco. Si ahora nos quedamos sin la gente de
los altos, temo que nuestras costillas vayan hoy molidas á la cama. El
jueves, en la Pola, tropecé en la taberna del Colorado con Toribión de
Lorío y Firmo de Rivota, y después de ofrecerme un vaso de sidra, me
dijeron con sorna: «Adiós, Quino: que no faltes el sábado de Entralgo».

Así hablaba Quino de Entralgo, mozo de miembros recios y bien
proporcionados, morena la tez, azules los ojos, castaños los cabellos,
el conjunto de su fisonomía agraciada y con expresión de astucia. Vestía
calzón corto y media de lana con ligas de color, chaleco con botones
plateados, colgada del hombro la chaqueta de paño verde, sobre la cabeza
la montera picona de pana negra y en la mano un largo palo de avellano.

Si no por el valor indomable, resplandecía en las peleas por su consejo,
cuerdo siempre y atinado, por la astucia y el artificio de sus trazas.
Resplandecía también en los lagares y esfoyazas por la oportunidad y
donaire de su lengua; en las danzas por su extremada voz y el variado
repertorio de sus romances, en los bailes por la destreza de sus
piernas, por su aire gentil y desenvuelto. Pero mejor que en parte
alguna resplandecía en cualquier rincón solitario al lado de una bella.
Ninguno supo jamás apoderarse más pronto de su corazón, ninguno más
rendido y zalamero ni más osado á la vez, pero tampoco ¡ay! ninguno más
inconstante. Más de una y más de dos podían dar en el valle de Laviana
testimonio lamentable de su galanura y su perfidia.

--Paréceme, Quino--respondió Bartolo,--que se te ha ido la lengua y has
hablado más de lo que está en razón. Bien está que vayamos á Fresnedo y
á la Braña á dar satisfacción á los amigos; pero de eso á decir que los
de Lorío nos han de moler las costillas hay lo menos legua y media de
distancia. Mientras á Bartolo, el hijo de la tía Jeroma, no se le rompa
en la mano este palito tan cuco de fresno, ningún cerdo de Lorío le
molerá nada.

--¡Vamo, hombre, no seas guasón!--exclamó Celso, que por haber estado en
el servicio militar tres años había llegado al pueblo hablando en
andaluz.--Á ti te molerán lo que tengas que moler, como á too María
Santísima. ¡Si pensarás que te han de dar más arriba del cogote!

--Yo no sé dónde me darán, pero sí certifico ¡puño! que antes de darme
he de dejar dormidos á muchos de ellos.

--Sí, á fuerza de sidra.

--Á fuerza de palos, ¡puño! ¿Cuándo me has visto brincar atrás ó
esconder el cuerpo al empezar la bulla?

--Al empezar no, pero al concluir te han visto muchos entre los pellejos
de vino ó detrás de las sayas de las mujeres.

--¡Mientes, puño! ¡Mientes con toda la boca! El día del Obellayo si no
es por mí, que di la cara á Firmo, os llevan los de Rivota de cabeza al
río.

--La cara no la diste á Firmo, sino á la mata de zarzas y ortigas donde
te sepultaste cuando él te buscaba... Eso me contaron el jueves en la
Pola.

--Si ha sido Firmo quien te lo ha contado, yo le diré esta noche á ese
cerdo quién es Bartolo de Entralgo. Este palo tan majo que corté en el
monte ayer nadie lo estrena más que él.

Celso soltó una carcajada y tomando en la mano el palo de Bartolo lo
examinó con curiosidad unos instantes.

--¡Lindo palo, en verdad! Bien pintado; bien trabajado. Si Firmo le echa
la vista encima, milagro será que no lo pruebe sobre tus espaldas.

Con esto se encrespó de nuevo Bartolo y comenzó á vociferar tantas
imprecaciones y bravatas, que su primo Quino se impacientó al cabo.

--¡Calla, burro, calla! Arrea un poco más y no grites que me duele la
cabeza.

Bartolo vestía al igual que Quino, el calzón corto, el chaleco y la
montera, pero todo más viejo y desaseado. Era un mocetón robusto, de
facciones abultadas y ojos saltones. Su modo de andar tan torcido y
desvencijado que parecía que le acababan de dar cuatro palos sobre los
riñones. Era Celso más bajo y más delgado que los otros, pero suelto y
brioso y con un aire vivo y petulante que acusaba su estancia en tierras
más calientes que la de Asturias. Vestía igualmente el chaleco con
botones de plata, la chaqueta de paño verde y la montera de pico; pero
en vez del calzón corto y la media, gastaba aún el pantalón largo y
encarnado que había traído del ejército, aunque remontado ya de pana
negra por trasero y muslos. Los dos primeros, primos hermanos, habitaban
en Entralgo. El segundo en Canzana, lugar de la misma parroquia.

Caminaban los tres la vuelta de Villoria un sábado del mes de Julio,
víspera de la romería del Carmen. En vez de seguir el camino real que
por el fondo de la estrecha cañada conduce á aquel lugar, habían tomado
por el monte arriba entre castañares y robledales, no tanto para
guardarse de los rayos del sol como de las miradas de los indiscretos.
Porque es de saber que los tres mozos llevaban á Villoria una embajada
extraordinaria, una misión delicadísima que exigía tanto sigilo como
diplomacia. Sus convecinos los habían diputado para dar satisfacción á
los mozos de Riomontán, de Fresnedo y de la Braña. Éstos, como todos los
de la parroquia de Villoria, eran sus aliados, pero estaban con ellos
desabridos desde hacía algún tiempo. El motivo del desabrimiento no
podía ser más justo. En una romería que se celebraba en lo alto de los
montes que separan los concejos de Laviana y Aller los vecinos de
aquellos altos vinieron á las manos con los de Aller por cuestiones de
pastoreo. Algunos mozos de Entralgo, que allí estaban, no quisieron
tomar parte en la reyerta: se retiraron dejando solos y apaleados á los
de Fresnedo. Desde entonces éstos no quisieron tomar parte con los de
abajo en sus riñas con los de Lorío. Su ausencia había ocasionado ya más
de una derrota á los de Entralgo. Porque si no sumaban mucho los de
Fresnedo y Riomontán, eran sin duda los más recios y esforzados.

Salieron por fin á las cumbres desnudas después de caminar buen rato
entre el follaje de la arboleda. Detuviéronse un instante á tomar
aliento y volvieron la vista atrás. Desde aquella altura se descubría
gran parte del valle de Laviana, que baña el Nalón con sus ondas
cristalinas. Por todas partes lo circundan cerros de mediana altura como
aquel en que se hallaban, vestidos de castañares y bosques de robles,
tupidos unos, otros dejando ver entre sus frondas la mancha verde, como
una esmeralda, de algún prado. Por detrás de estos cerros se alzan hasta
las nubes las negras moles de la Peña-Mea á la derecha con su fantástica
crestería de granito, de la Peña-Mayor á la izquierda, más blancas y más
suaves aunque no menos enormes. Por el medio del grandioso anfiteatro
corre el río. Á entrambas orillas se extiende una vega más florida que
dilatada, donde alternan los plantíos de maíz con las praderas; unos y
otros cercados por setos de avellanos que salen de la tierra semejando
vistosos ramilletes. El Nalón se desliza sereno unas veces, otras
precipitado formando espumosa cascada; pero en todas partes tan puro y
cristalino que se cuentan las guijas de su fondo. Á ratos se acerca á la
falda de los montes y en apacible remanso medio oculto entre alisos y
mimbreras les cuenta sus secretos; á ratos se adelanta al medio de la
vega y marcha soberbio y silencioso reflejando los plantíos de maíz.

--Mirad, mirad cómo ahuma el techo de mi casa--exclamó Bartolo señalando
al fondo.

--Sin duda la tía Jeroma te prepara la borona. Así te has criado tú tan
rollizo--repuso Celso bromeando.

Entralgo estaba en efecto á sus pies. Era un grupo de cuarenta ó
cincuenta casas situado entre el río Nalón y el pequeño afluente que
venía de Villoria, á la entrada misma de la cañada que conduce á este
pueblo. Por todas partes rodeado de espesa arboleda en medio de la cual
parece sepultado como un nido. Sobre el pequeño cerro que lo domina, en
una meseta, está Canzana, lugar de más caserío, rodeado de árboles,
mieses, prados y bosques deliciosos. Sólo veían de él las manchas rojas
de sus tejados; tanto le guarnecen los emparrados de sus balcones y los
frutales de sus huertas. Estos dos lugares, con otros cuatro ó cinco
pequeños caseríos distribuídos por los cerros colindantes, constituían
la parroquia.

El concejo de Laviana está dividido en siete. La primera, según se viene
de la mar por los valles de Langreo y San Martín del Rey Aurelio, es
Tiraña, la segunda la Pola, capital y sede del Ayuntamiento; enfrente de
ésta Carrio, más allá Entralgo y detrás de él, en los montes limítrofes
de Aller, Villoria, la más numerosa de todas. Por último, en el fondo
del valle, á cada orilla del río, están Lorío y Condado. Allí se cierra
y sólo por una estrecha abertura se comunica con Sobrescobio y Caso.

La juventud de las cuatro últimas rivalizaba desde tiempo inmemorial en
gentileza y en ánimo. De un lado Entralgo y Villoria: del otro, Lorío y
Condado. Las tres primeras estaban descontadas: Tiraña por hallarse
demasiado lejos; la Pola porque sus habitantes, más cultos, más
refinados, se creían superiores y despreciaban á los rudos montañeses de
Lorío y Villoria; Carrio por ser la más pobre y exigua del concejo.

Después de reposar un instante los tres embajadores prosiguieron su
camino por las cumbres que señorean el riachuelo de Villoria. Bartolo
iba delante con marcha tortuosa y derrengada.

--¡Míralo, míralo!--exclamaba Celso con exótico acento.--¡Qué morrillo
sabroso luce el maldito! ¡qué buenas piernas! ¡qué nalgas!... Bien se
conoce que la tía Jeroma no tiene otro pichón que cebar... ¡Vaya un
pimpollo!... Me han dicho que todas las mañanas le unta de manteca
fresca para que esté suave y reluzca... Á ver, Bartolo...

Y se acercaba á él y le pasaba con delicadeza la mano sobre la cerviz.
Bartolo gruñía.

Estaba Celso en vena de humor jocoso y bromeaba imitando, en cuanto le
era posible, el acento, la desenvoltura y el donaire que había admirado
en sus compañeros de cuartel allá en Sevilla. Era su dulce manía. Desde
que llegara del servicio, hacía ya cerca de un año, había mostrado tanto
apego á los recuerdos de su vida militar, como horror y desprecio á las
faenas agrícolas, en que por desgracia había vuelto á caer. Hasta
afectaba haberlas olvidado y desconocer el nombre de algunos
instrumentos de labranza. Por esto sufría encarnizada persecución de su
abuela. ¡Terrible mujer la tía Basilisa! Un día, porque se le olvidó el
nombre de la hoz, le rompió el mango sobre las costillas. Y hasta la
misma guitarra portuguesa con un gran lazo verde que había traído de
Córdoba corrió grave peligro de ir al fuego entre las astillas si á
tiempo no la esconde en casa del tío Goro, su vecino. No hay para qué
decir que Celso odiaba de muerte los puches de harina de maíz, el pote
de nabos, las castañas, y en general todos los alimentos de la tierra,
que consideraba harto groseros para su paladar meridional. En cambio
chasqueaba la lengua con entusiasmo al referir á sus amigos los
misterios sabrosísimos del gazpacho blanco, las _poleás_ con azúcar, las
aceitunas _aliñás_, las naranjitas y la mojama.

--¡Mal rayo!--prosiguió escupiendo por el colmillo como un gitano de
pura sangre.--¿Sabes, niño, lo que yo haría en tu caso el día que la tía
Jeroma cerrase el ojo?... Pues metería en un cinto esa gran calceta de
peluconas que tiene guardada, compraría un jaco extremeño y no pararía
hasta dar vista á la Giralda. Y allí ¡venga de cañitas de manzanilla, y
venga de pescado frito, y de aceitunitas y alcaparrones!... ¡y venga de
aquí! _(batiendo las palmas)_ ¡y venga de allí! _(moviendo las piernas)_
y sobre todo venga de serranitas _salás_ como las pesetas. Yo te
certifico, grandísimo zángano, que antes de un mes no te pesarían tanto
las nalgas como ahora... ¡Ay, niño, si hubieses conocido á la
Carbonerilla!... ¡Gachó, qué mujer!... Venía con su madre á recoger la
ropa de la compañía porque eran lavanderas. El sargento la echaba
piropos y el furriel de mi escuadra no la dejaba ni á sol ni á sombra.
Pero ella prefería al gallego... El gallego era yo, ¿sabéis? Allí nos
llaman gallegos á los de acá. Un domingo por la tarde salimos juntitos
orilla del Guadalquivir por aquellos campos y merendamos en un
ventorrillo, y yo me puse como una uva. ¡Vaya una tardecita _aprovechá!_
Cuando volvíamos nos tropezamos en el camino con el furriel. Ya podréis
presumir cómo se le pondría el hígado. El hombre nos saludó muy cortés y
se acercó á nosotros; pero al poco rato, como necesitaba escupir la
bilis, sobre si yo había dejado por la mañana las tablas del camastro
arrimadas á la pared ó en el suelo, me largó una bofetada... Allí
vierais á la Carbonerilla hecha una leona fajarse con él á pescozones.
¡Pin pan! de aquí, ¡Pin pan! de allá... En fin, que el hombre se vió
negro para librarse de sus uñas...

Á Celso se le hacía la boca agua contando estas aventuras románticas y
las enjaretaba una tras otra sin dar paz á la lengua. Sin embargo, Quino
marchaba preocupado, distraído. Nunca había concedido mucho valor á la
charla de su amigo. Era hombre práctico, sabía adaptarse al medio y
donde el otro no veía más que tristeza y pena sabía él libar la dulce
miel de la voluptuosidad. Pero ahora, bajo el temor de una paliza,
encontraba las mentiras de su compañero mucho más insustanciales.

--¿Sabéis lo que os digo?--profirió al cabo levantando la cabeza.--Que
si Nolo de la Braña no quiere esta noche manejar el palo, podemos
encomendar nuestras espaldas al Santo Cristo del Garrote.

--La verdad es, chiquillo--repuso Celso poniéndose serio también,--que á
Nolo le zumba el alma con el palo en la mano.

--¿Que si le zumba!--exclamó Quino aceptando, sin comprenderlo, el
lenguaje pintoresco de su amigo.--Habías de verlo desenvolverse como yo
le he visto el año pasado en la romería del Otero. Tenía seis hombres
encima de sí y no de los peores de Rivota. Pues no les volvió la cara,
ni creo que la hubiera vuelto aunque fuesen doce. ¡Qué modo de
revolverse! ¡qué modo de brincar! ¡qué modo de dar palos! ¿Veis un oso
cuando los perros le acometen después de herido, y al primero que se le
acerca le da un zarpazo y lo tumba y los otros ladran sin atreverse á
entrar hasta que uno más atrevido se lanza y vuelve á caer? Pues así
estaba Nolo en medio de aquellos mozos... Pero el palo restalla y se le
quiebra en las manos... Ya está perdido... ¡Ahora si que le van á moler
las costillas!... ¡Ca!... Más de prisa que te lo cuento da un salto
adelante, arranca el palo á un mozo, vuelve á saltar atrás y empieza á
sacudirlo como si fuese un junco del río. ¡Muchachos, en verdad os digo
que era gloria el verlo!... Yo estoy en fe de que en toda la parroquia
de Villoria no hay ahora ninguno capaz de ponerse delante de Toribión de
Lorío más que él... y ¿por qué no hemos de ser francos? tampoco en la de
Entralgo.

Bartolo dejó escapar un bufido dubitativo.

--¿Qué gruñes tú, burro, qué gruñes?--exclamó Quino con rabia.--¿Acaso
piensas tú ponerte delante de Toribión?

--No sería la vez primera.

Quino y Celso cambiaron una mirada y sacudieron la cabeza entre
irritados y alegres.

--No sería la vez primera--repitió Bartolo sin advertirlo.--Una noche
que fuí á cortejar á Muñera tropecé con él cerca de Puente de Arco. Al
revolver el camino vi á los pocos pasos un bulto muy grande, como si
fuese un buey puesto en dos pies...--¡Alto!--me gritó tapando el
camino.--¿Quién eres y adónde vas?--Soy el hijo de mi padre--respondí--y
voy adonde me da la gana.--Pues por aquí no pasa nadie que no se quite
la montera y dé las buenas noches.--Pues ahora va á pasar uno sin
quitarse la montera.--¿Quién va á ser?--Mi persona... Y revolviendo el
garrote le doy con toda mi fuerza en el brazo y le hago soltar de la
mano el suyo. En seguida le arrimé tres ó cuatro vardascazos en el
cogote.--Toma, para que te acuerdes del hijo de la tía Jeroma.--¿Pero
eres tú, Bartolo?... Perdona, hombre, no te conocía. Y viene y me da la
mano diciéndome:--Yo contigo nunca tuve sentimiento alguno. Siempre te
estimé aunque seas de Entralgo, porque los mozos plantados y valientes
como tú se estiman... vamos... y parecen bien donde quiera que
vayan.--Eso está bien hablado, Toribio--le contesté,--y si hubieras,
hablado siempre así yo no hubiera alzado el garrote.

Quino y Celso, que le habían estado mirando con estupor durante el
relato, soltaron al cabo una estrepitosa carcajada. Bartolo volvió la
cabeza.

--¿De qué os reís?

--¿De qué ha de ser? ¡De ti!--respondió su primo.

--¿Sabes lo que te digo, Bartolo?--manifestó Celso con mucha calma.--Que
si Toribión te sopla así _(y le sopló en el cogote)_ te apaga como la
luz de un candil.

Habían llegado ya á las alturas que dominan el lugar de Villoria. La
cañada se ensanchaba un poco allí y en las amenas praderas que el
riachuelo dejaba á entrambas orillas estaba asentado el pueblo, el más
grande y poblado después de la capital. No quisieron bajar á él, porque
de la fidelidad de sus campeones estaban seguros. Prosiguieron su camino
por las cumbres hacia Fresnedo, que se hallaba mucho más alto. El sol
descendía ya un poco del cenit cuando llegaron á él.

Estaba colgado más que plantado el caserío en las estribaciones de la
gran Peña-Mea. Era también extendido, aunque no tanto como Villoria.
Antes de penetrar en él nuestros embajadores conferenciaron brevemente,
decidiendo ir derechos á casa de Jacinto, no tanto por ser uno de los
mozos más recios y valientes que allí habitaban, como por el parentesco
que le ligaba con Nolo de la Braña. Pero antes de trasponer las primeras
casas tropezaron con el mismo Jacinto que venía guiando un carro de
yerba. Era un hombre por la estatura, un niño por la frescura y la
inocencia esparcidas por su rostro; los ojos azules, el cabello rubio,
el cutis terso y brillante como el de una zagala. Y con esta apariencia
afeminada uno de los guerreros más bravos de la comarca.

Detuvo el carro que chirriaba de un modo ensordecedor, y delante de los
bueyes, apoyado con entrambas manos en la vara larga que traía para
aguijarlos, escuchó sonriente y benévolo la proposición de los de
Entralgo.

--Por mí ya sabéis que no se queda nada. Subid á la Braña, y si mi primo
Nolo está conforme, yo también lo estoy.

Se dieron la mano, el carro volvió á rechinar y los embajadores
comenzaron á subir la empinada senda que conducía á la Braña. Se
encontraban ya en plena montaña. Delante la gran Peña-Mea que parecía
echárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentes
espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un
silencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando las
esquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa,
cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares. Repartidos
por los montes, en las mesetas y hondonadas, algunos caseríos rodeados
de castaños y nogales.

Los tres viajeros se detenían á menudo á tomar aliento y se sentían
gozosos. El olor penetrante del heno les embriagaba, les hacía sonreir.
El mismo Celso, enamorado de la tierra del sol y las aceitunas, no podía
sustraerse al hechizo de aquellas montañas frescas y virginales. Y la
perspectiva de lograr su propósito contribuía más que nada á ponerles
alegres.

Al cabo llegaron á la Braña. Sólo se componía de tres casas asentadas
sobre una pequeña meseta al pie mismo de la Peña-Mea. Cuando el tío
Pacho, padre de Nolo, se había ido á vivir allí con su mujer, hacía
treinta años, no había más que una mísera cabaña de madera. Gracias al
esfuerzo tenaz, incansable, rabioso de los dos cónyuges, aquello había
prosperado lindamente. El tío Pacho se quebraba los riñones cercando y
rompiendo terreno comunal para ponerlo en cultivo, plantando avellanos,
construyendo almadreñas; la tía Agustina, su mujer, cuidando el ganado,
hilando, fabricando quesos y mantecas que llevaba los jueves á vender á
la Pola. Y sin permitirse ni uno ni otro el más insignificante regalo,
ni una copa de aguardiente, ni una onza de chocolate. Aquella vida de
esfuerzos y privaciones tuvo al fin su recompensa. Los vecinos del
llano, que disfrutaban fértiles vegas y praderas riquísimas de regadío,
se dieron un día cuenta con asombro de que el tío Pacho de la Braña era
el paisano más rico de Villoria. Poseía más de treinta cabezas de ganado
mayor, casa, huerta, algunos campos extensos, muchos castañares y sobre
todo un número tan considerable de emparrados de avellana que le hacía
recoger algunos años cuarenta cargas de esta fruta. ¡Y en aquella época
valía la carga veinte duros! Así que, al casarse su hijo mayor, el tío
Pacho construyó una casa de piedra al lado de la suya para que se
acomodase. Hizo otro tanto al casar á su hija. Y cuando á su tercer
hijo, Nolo, le tocó en suerte el ir de soldado, el viejo aldeano montó á
caballo y alegre como si fuese á una romería depositó en las oficinas de
Oviedo trescientos duros en doblones de oro para redimirle del servicio.
La abundancia y la alegría reinaban en aquellas tres casas. Se trabajaba
tan firme como en los primeros tiempos; pero al soltar la azada ó la
guadaña, los hombres encontraban sobre el lar la comida sazonada y
humeante, el jamón añejo, el queso fresco, la sidra espumosa. Después de
la cena se reunían todos en casa del padre, y mientras los cuatro
hombres, sentados en tajuelas frente al fuego, departían gravemente
sobre la faena del día siguiente, la madre y la hija, hilando un poco
más allá, no perdían de vista á los niños que correteaban por la vasta
cocina. Al cabo se rezaba el rosario. Cada cual se iba después para su
casa y tranquilos y felices dejaban caer sus miembros fatigados sobre
dos blandos colchones, tan blandos y esponjados como pudieran tenerlos
el juez de la Pola ó el capitán de Entralgo.

Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosa
corralada abierta delante de las tres casas. En medio de ella, en mangas
de camisa y con la cabeza descubierta, estaba Nolo partiendo leña. Al
sentir el ruido de los pasos enderezó el cuerpo, se apoyó con una mano
sobre el hacha y los miró sorprendido. Era un mozo de veintidós años, de
elevada estatura y gallarda presencia, la tez blanca, las facciones
correctas, los cabellos negros y ensortijados, los ojos grandes y negros
también y de un mirar franco no exento de fiereza. Por debajo de la
abierta camisa se veía un pecho levantado de atleta. Los brazos,
redondos y vigorosos, acusando tanta flexibilidad como fuerza. Su
actitud noble y tranquila, su belleza imponente traían al recuerdo la
imagen del dios Apolo cuando desterrado del Olimpo sirvió de pastor en
casa de Admeto, rey de Tesalia.

--Bien venidos seáis, amigos. ¿Qué os trae por estos sitios tan
altos?--dijo, y arrimando el hacha al copudo castaño debajo del cual
trabajaba vino hacia ellos y les apretó la mano.

--¿El gusto de verte no vale la pena de subir tan alto?--respondió
Celso.

--No en verdad, sobre todo con tanto calor--replicó Nolo.--Pero de todos
modos, bien venidos seáis, os digo, porque aunque un poco enfadado con
los de Entralgo, á vosotros os estimo como á mis vecinos.

--Gracias, Nolo; sobre eso mismo te venimos á hablar--manifestó Celso.

--Bien está; ¿pero no será mejor que antes bebamos unos vasos de sidra y
os refresquéis un poco?

Los enviados cedieron con gratitud. Nolo entró en la cocina de su casa y
salió con algunas tajuelas. Sobre ellas se acomodaron los viajeros á la
sombra del árbol. No tardó en llegar la tía Agustina con un jarro de
sidra.

--Madre, tráiganos usted también pan y queso y algunos chorizos, porque
éstos son amigos á quienes yo estimo por encima de todos los del llano.

La tía Agustina los saludó cariñosamente. Cediendo á las instancias de
su hijo, se presentó inmediatamente con un enorme pan de escanda tan
oscuro como sabroso, y poco después un queso fresco y chorizos,
fabricado todo de sus manos.

Cuando hubieron comido y bebido según su apetito, Quino, el más prudente
y el más ingenioso de los hijos de Laviana, tomó la palabra y dijo:

--Dios te guarde, Nolo, y á tus padres y á tus hermanos. San Antonio
guarde también al ganado que tenéis en la cuadra. Amigos somos desde que
ni tú ni yo levantábamos una vara del suelo y nos metíamos en los
zarzales buscando nidos y cortábamos cañas de saúco para hacer
tira-tacos mientras nuestros padres aserraban algún haya para hacer
madreñas. Que tú lo eres nuestro tampoco hay que dudarlo. Sólo á los
amigos se les recibe y se les convida del modo que acabas de hacerlo.
Por eso nos duele mucho que desde hace una temporada no nos ayudes en
las romerías y dejes que los de Lorío nos lleven por delante, y no sólo
á nosotros, sino á tus mismos vecinos de Villoria y Tolivia, que en la
función del Obellayo ya sabes que corrieron tanto ó más que nosotros. No
hay un solo mozo en la parroquia de Entralgo que no esté en fe de que si
vosotros hubierais entrado en la gresca no se hubieran reído de
nosotros. Porque, te lo digo en conciencia, te lo digo en verdad, los de
Fresnedo y Riomontán sois la nata de Villoria, y tú, Nolo, vales más que
ninguno de ellos.

¿Qué respondiste tú, valeroso Nolo, á tan hábil y halagüeño discurso?

Rechazaste con un gesto de modestia aquellas merecidas alabanzas y con
amable sonrisa, pintándose en tus ojos una suave ironía, dijiste:

--Mucho me admira, amigos, que los mozos del llano, tan plantados y tan
galanes, los que cantan en las esfoyazas y echan _¡ijujús!_ en las
romerías y ponen el ramo á las mozas y se crían tan rollizos con las
truchas del Nalón y la carne de los terneros, se acuerden siquiera de
estos pobretes de los altos. Si ellos, criados con tajadas y vino de
Toro, no pueden contener el empuje de los de Lorío, ¿cómo han de poder
estos míseros aldeanos criados con castañas y borona y el suero de la
leche?

--Lo mismo los del llano que vosotros los del monte todos conocemos el
gusto de la borona y las castañas--replicó Quino.--No está bien, Nolo,
que te burles de nosotros, pues allá todos te estimamos. Los de
Fresnedo, los de Riomontán, los de las Meloneras y las Bovias, lo mismo
que los de Villoria y Tolivia, todos habéis sido siempre unos con
nosotros. Juntos han peleado nuestros abuelos, juntos nuestros padres y
juntos hemos estado también nosotros siempre cuando llegaba el caso de
andar á garrotazos. ¿Por qué ahora andamos apartados? Por un pique que
no merece la pena de mentarse, por una miseriuca...

Quedó serio repentinamente Nolo. Sus ojos adquirieron una expresión
altiva y desdeñosa, y mirando por encima de las cabezas de los enviados
hacia lo alto profirió con voz firme:

--No has faltado á la verdad, Quino, cuando has dicho que siempre hemos
estado juntos en las bullas. Los del alto nunca echamos el cuerpo fuera
mientras se repartía leña y á nosotros nos ha tocado tanta ó más que á
vosotros. En la romería de Lorío el año pasado molieron sobre mí unos
mozos como si estuvieran trillando trigo. En más de una semana no pude
hacer labor alguna porque estaba derrengado. Á mi primo Jacinto le
dejaron en Rivota más blando que un higo. Ni para dar ni para recibir
garrotazos hemos tenido duelo de nuestros huesos... Pero sí has faltado
á la verdad al decir que estamos apartados por una miseria. ¿Cómo? ¿Es
una miseria el dejar á uno solo cuando más necesita de la ayuda de los
amigos? Al comenzar la jarana con los de Aller había sobre la campera
más de veinte mozos de Entralgo y Canzana. Un minuto después ya no había
ninguno. ¿Dónde se metieron? Si os llamáis amigos nuestros, ¿por qué no
lo demostráis cuando llega el caso? ¿Pensáis que los palos de los de
Aller no duelen como los de Lorio? ¿Ó es que solamente somos amigos
cuando nos encontramos allá á la orilla del río, y acá sobre los picos
ya no nos conocemos?

A medida que hablaba, Nolo se había ido exaltando. Las mejillas se le
habían encendido, los ojos brillaban: la ira hacía estremecer sus
labios.

No las razones sutiles y el arte y el ingenio de Quino, no las bromitas
saladas de Celso ni las súplicas ardientes del temerario Bartolo
consiguieron aplacar la cólera del héroe de la Braña. Estaba resuelto á
no tomar parte ahora ni nunca en las contiendas de los de abajo.

--Pero si tú no quieres ayudarnos, tampoco querrán los de
Fresnedo--apuntó Quino.

--Yo hablo por mí. Los demás que hagan lo que les parezca--repuso Nolo
alzando los hombros con desdén.

Guardaron silencio los enviados. Al cabo, profundamente tristes, se
vieron obligados á despedirse. Antes de partir, Nolo les ofreció otro
vaso de sidra que bebieron pensativos y callados.

--De todos modos--manifestó aquél sonriendo de nuevo--¡hasta luego!

--¡Se supone! Ya tienes en la lumbrada quien te aguarde, grandísimo
zorro--exclamó el chispeante Celso metiéndole el palo por el vientre á
guisa de caricia.




II

La lumbrada.


Cuando los diputados llegaron á Entralgo, el sol había traspuesto ya las
colinas por el lado de Canzana. Reinaba extraña y gozosa animación en el
lugar. Linón de Mardana, uno de los criados del capitán, acababa de
traer la última carga de tojo y árgoma. El montón, situado en uno de los
ángulos de la plazoleta, era en verdad enorme, imponente. En torno de él
saltaba y voceaba un enjambre de chiquillos.

La casa del capitán, que aquellos cándidos aldeanos solían llamar
palacio, era un gran edificio irregular de un solo piso con toda clase
de aberturas en la fachada, ventanas, puertas, balcones, corredores,
unos grandes, otros chicos; de todo había. Parecía hecho á retazos y por
generaciones sucesivas. Los corredores, con rejas de madera, estaban
adornados con sendas cortinas de pámpanos entre los cuales maduraban
unas uvas dulces y exquisitas que D. Félix estimaba más que á las niñas
de sus ojos. La plaza que se abría delante de este edificio era el sitio
más amplio y desahogado del pueblo. Y por eso y por el respeto cariñoso
que su dueño inspiraba el destinado desde tiempos antiguos para los
recreos del vecindario.

Sentados bajo los corredores ó recostados contra la tapia de la pomarada
había ya muchos grupos de hombres y mujeres. Á uno de estos grupos,
compuesto de jóvenes de veinte á veinticinco años, se acercaron los tres
embajadores para comunicarles la negativa inflexible de Nolo de la
Braña. Sus corazones se llenaron en seguida de tristeza y consternación,
presagiando horribles desastres.

Por el medio cruzaban á cada instante buhoneros, tenderos, vendedores de
vino y sidra que, alojados ya en las casas de algunos vecinos, llevaban
sus mulas á beber al río. Y entre las mozas trashumantes y los jóvenes
indígenas se cambiaban frases más ó menos galantes y bromitas más ó
menos ingeniosas. Sobresalía entre todos por la malicia, tanto como por
el donaire, un hombre que se hallaba sentado á la puerta misma de la
casa. De treinta y cinco á cuarenta años de edad, flaco, rasurado al
estilo campesino, dejando no obstante unas cortas patillas por bajo de
las sienes para sentar que no lo era, de ojos pequeños y aviesos que
bailaban constantemente de un lado á otro en busca de alguna víctima, de
pelo ralo y labios finos contraídos por sonrisa burlona. Su traje no era
de aldeano ni de caballero: chaqueta de pana, pantalón largo, botas
altas y sombrero de fieltro: colgando por encima del chaleco una gran
cadena de plata para el reloj. Llamábase Pedro Regalado. Procedía de
Villoria: había ido al servicio: llegó á sargento: cuando vino hizo la
corte al ama de llaves del capitán: se casó con ella: D. Félix le hizo
su mayordomo. Gracias á esta posición gozaba de preeminencia entre el
paisanaje, al cual pertenecía por el nacimiento y al cual no trataba con
excesiva consideración. Galanteador sempiterno, rendido adorador del
bello sexo, su digna esposa la buena D.ª Robustiana sufría con él la
pena negra, necesitando vivir noche y día alerta para desbaratar sus
planes artificionos de seducción. El tiempo que le dejaban libre sus
ocupaciones, que era la mayor parte del día, pasábalo sentado á la
puerta de la casa en la misma forma que ahora, recreándose en dar vaya á
cuantas personas cruzaban por delante ó en piropearlas si el transeunte
acertaba á ser alguna zagala fresca y sonrosada. Por eso se le temía y
se le huía como á mosca de cuadra. Algunos, viéndole de lejos, solían
volver los pasos atrás y dar un rodeo para ir al río ó á la fuente.

--¡Eh! ¡eh! mozos--gritó desde su silla al grupo de jóvenes que se
hallaba enfrente al lado de la tapia de la pomarada.--¿Á que os huele la
cabeza hoy á roble ó á espino?

Los chicos, entre los cuales se hallaban Quino, Celso y Bartolo, le
dirigieron una mirada de soslayo y no se dignaron contestar.

--¿Sabéis lo que yo haría en vuestro caso ahora mismo?--prosiguió en
alta voz.--Pues me iría á casa, comería los puches, orinaría y me
metería en la cama......Porque es triste que le anden á uno con las
costillas en día tan señalado. Si mañana fuese día de trabajo, vaya con
Dios. ¡Que segara el diablo por uno! Pero teniendo que mascar la torta
por la mañana y las rosquillas por la tarde y ponerse el chaleco
floreado y la montera de los días de fiesta, no parece bien llevar las
espaldas rameadas de vardascazos. Tú, Quino, ¿cómo te vas á presentar
delante de Telva con un chichón en la frente? Y tú Bartolo, ¿con qué
garbo vas á bailar en la romería si te dejan más derrengado de lo que
estás?

Iba á responder éste, acometido de súbita indignación, pero Quino,
ilustre siempre por su prudencia, le sujetó por la manga de la camisa
diciendo en voz baja:

--¡Déjalo! ¡déjalo! Es peor.

Se hicieron, pues, los suecos. Regalado prosiguió su monólogo que hacía
volver la cabeza y sonreir á los que estaban cerca. Afortunadamente
para los mancebos acertó á cruzar por allí con un caldero en la mano
Maripepa. Era ésta una mujer de cuarenta años lo menos, fea, coja,
desdentada, á pesar de lo cual no había en Entralgo zagalilla más pagada
de su beldad. Regalado se fingía enamorado profundamente de sus gracias,
la seguía, la requebraba y á veces le daba también serenata á la puerta
de su casa con la flauta, pues era diestro tañedor de este instrumento.
Maripepa había llegado á creer en su pasión, y aunque no la alentaba,
porque el mayordomo de D. Félix era casado, la agradecía mostrándose con
él afectuosa y compasiva. Los vecinos encontraban la broma sabrosa. En
vez de desengañar á la pobre mujer, la enredaban más en ella. Fácil es
que aunque tratasen de impedirlo no lo consiguiesen; porque la
presunción y simpleza de la coja eran realmente increíbles.

--¡Aquí está lo que yo esperaba!--exclamó Regalado en alta voz.--Nada
más que para esto he pasado tres horas sentado, dejando mis labores
abandonadas. Pero todo lo doy por bien empleado porque al cabo logré ver
á la gracia de Dios.

--Vaya, vaya, déjeme usted en paz que tengo prisa. Pero no se movía.
Plantada en medio de la plazoleta, con el cuerpo entornado por la cojera
tanto como por el peso de la vasija, estirado el cuello rugoso y la
oscura boca abierta para sonreir, parecía aquella mujer un endriago.

Regalado se levantó de la silla y vino hacia ella y comenzó á hablarle
en voz baja para mostrar reserva. Maripepa, agradecida, á esta
deferencia, le respondía en voz baja también. Parecían dos enamorados
abstraídos del resto del mundo. Todos los rostros estaban vueltos hacia
ellos. En cada grupo se comentaba con reprimida algazara aquel coloquio
de amor.

Pero he aquí que de uno de ellos sale una voz gritando:

--¡Maripepa, que ahí viene Pacha!

Oirlo aquélla y emprender rauda carrera, todo lo rauda que le consentía
su pierna defectuosa y el peso que llevaba, fué todo uno.

En efecto, una mujer de bastante más edad, aunque no tan fea, venía
corriendo hacia ellos. Era su hermana mayor, la cual creía también en la
pasión de Regalado, pero que lejos de alentarla se mostraba exasperada,
furiosa. Pasó como un torbellino en persecución de la incauta doncella
gritándole con acento amenazador:

--¡Aguarda, aguarda; yo te arreglaré, grandísima pícara!

Los vecinos se retorcían de risa. Nadie sabía cuál de las dos mujeres
era más simple. Solteras ambas, vivían juntas, manteniéndose de una
escasa labranza y del trabajo de Maripepa que era habilísima tejedora.
Todo lo que hilaban las mujeres en Entralgo y Canzana lo convertía ella
en tela. Pacha, que le llevaba diez ó doce años, cosía por las casas y
ejercía el mando de la suya. Pero lo que le daba más que hacer, lo que
la tenía inquieta siempre y recelosa era la guarda de Maripepa, una niña
que no acababa de sentar la cabeza. Siempre vigilante, siempre detrás de
ella á fin de que no cayese en las redes que por todas partes le tendían
sus apasionados. Porque no sólo era Regalado quien osaba turbar su
cándido corazón. Otros había que, guiados del mismo frenesí, le ponían
claveles en la ventana, plantaban ramos delante de su casa y le cantaban
al oído lisonjas y requiebros Dios sabe con qué torpes fines.

El jocoso mayordomo iba á caer de nuevo sobre el grupo de jóvenes
guerreros cuando por el camino del río, desembocando ya en la plazuela,
vió llegar á Eladia con una herrada sobre la cabeza. Era una joven de
tez morena y no desprovista de gracia.

--Adiós, Eladia, hija mía. Saluda á los amigos, mujer. No sé por qué te
pones tan seria cuando está Quino delante.

--Adiós. Yo no me pongo seria--manifestó la joven poniéndose no sólo
seria sino encrespada.

--Si estás enojada porque haya salido hoy del pueblo, puedes
tranquilizarte. No ha tomado el camino de Canzana: yo mismo le he visto
seguir el de Villoria.

La joven se puso roja como una amapola y con semblante airado respondió
encarándose con el mayordomo:

--Á mí no me importa el camino que toman los demás. Eso queda para usted
que pasa la vida fisgando cuanto entra y cuanto sale y averiguando lo
que hay y lo que no hay.

Quino había festejado por mucho tiempo á aquella joven, su vecina, y aún
seguía festejándola con intermitencias; pero su corazón inconstante
volando hacia cuantas bellas acertaba á encontrar le causaba mil
tormentos. Ultimamente se había prendado de una niña de Canzana, llamada
Telva, y por ella la tenía casi olvidada. El dardo de Regalado la había
herido, pues, en lo más vivo.

--No te enfades, mujer. Porque te quiero bien y me pesa que tomes
disgustos sin motivo es por lo que te he prevenido. No faltaría alguno
que te fuese con el cuento desfigurando lo que ha pasado...

--Vuelvo á decirle--replicó la joven con más ira todavía,--que todo lo
que usted me cuenta me tiene sin cuidado. Más que pasar la vida sentado
en una silla metiéndose con todo el que pasa, le estaría mejor ocuparse
en sus labores... Pero como está usted ocioso, bien comido y bien
bebido, salta y brinca como el ganado cuando tiene lleno el pesebre.
¡Ah, Cristo, si usted majara terrones como en otro tiempo, qué poco se
cuidaría de los que van á su trabajo!...

D.ª Robustiana, que había oído las últimas palabras de la chica, se
presentó á la puerta de la casa.

--¡Pero, hombre, que siempre te has de entretener en mortificar á
cuantos cruzan por aquí!... No le hagas caso, Eladia, hija mía; cuanto
más enfadada te vea, más gusto le has de dar.

--¡Ya, ya!... Todo es que está muy holgado. Cuando el diablo no tiene
qué hacer, con el rabo espanta las moscas.

Regalado se mostraba gozoso al ver tan irritada á la muchacha. Los demás
reían. Á D.ª Robustiana le costaba trabajo igualmente reprimir una
sonrisa. Le hacían mucha gracia las bromas de su marido, aunque por
naturaleza fuese mujer de carácter apacible y bondadoso. Tenía alguna
más edad que él y era gorda y vestía al mismo tenor, un traje intermedio
ni de señora ni de aldeana.

Alejóse Eladia murmurando. Quino había desaparecido. Poco á poco también
fueron abandonando la plazoleta cuantos en ella había, pues la noche iba
cerrando y la cena les esperaba. Al cabo Regalado se levantó y tomando
la silla se introdujo con ella en casa y cerró la puerta.

Por espacio de una hora todo quedó en silencio. De pronto se oyó del
lado de allá del río en el camino de la Pola el estampido de un cohete.
Un estremecimiento de júbilo cruzó por las casas del lugar. Los niños
saltaron de sus asientos sin querer terminar la cena: los grandes
salieron también á la puerta con el bocado en los dientes. No tardó en
percibirse el dulce, lejano son de la gaita.

--¡Ya están pasando la barca!--gritaban los chiquillos.

Para comunicarse con la Pola el pueblo de Entralgo no tenía puente. Se
necesitaba subir dos kilómetros río arriba para hallar uno de piedra de
antiquísima construcción. Y como era molesto el rodeo, los vecinos de la
parroquia y también los de Villoria utilizaban una barca.

El estampido de los cohetes se fué aproximando y los sonidos de la gaita
haciéndose más claros. Cuando el grupo de gente de la Pola, en cuyo
centro venían el gaitero y el tamborilero, desembocaron en la plazuela,
se hallaba ya ésta poblada de hombres, de mujeres y niños, aunque
todavía predominasen éstos. Linón de Mardana se dirigió con su tridente
á la gran pirámide de árgoma, tomó de ella una razonable cantidad, la
colocó en el centro y dió fuego. Una inmensa hoguera se produjo
instantáneamente. Sus chispas volaron por el aire como estrellas
filantes. Un grito de entusiasmo se escapó de todos los pechos. Á este
grito se unió el redoble del tambor y las agudas notas de la gaita. Los
rostros iluminados por aquella viva luz resplandecían de placer. Todos
hablaban, todos reían formando gozosa algarabía. Al poco rato comenzaron
á desembocar por el camino de Canzana numerosos grupos de este pueblo
que se unían á los de abajo: las mozas buscaban á las mozas: los viejos
á los viejos. Algunos jóvenes comenzaron á saltar bravamente por encima
de la hoguera valiéndose de sus largos palos. Unos lo hacían bien y eran
aplaudidos: otros se chamuscaban un poco y excitaban risa y algazara.

Pronto se organizó el baile. Próximos á la lumbrada se colocaron en dos
filas los mozos y las mozas y viva y concertadamente cada cual frente á
su pareja comenzaron á bailar. Entre ellas y ellos había extremados
bailarines. Mas entre todos como el roble entre los maíces descollaba
nuestro famoso Quino. ¡Qué garbo! ¡qué brío! ¡qué variedad increíble de
figuras! Los ojos una vez posados sobre él, no querían apartarse. Pero
¿quién es su pareja? ¿Quién ha de ser? ¡Telva, Telva de Canzana, que
orgullosa de su triunfo no le cae la sonrisa de la boca, mientras su
afligida rival, la pobre Eladia, se mantiene oculta en el rincón más
oscuro de la plazuela!

En torno del baile se había agrupado mucha gente. Para hablarse
necesitaban gritar, porque el ruido del tambor y la gaita y las
castañuelas era ensordecedor. De vez en cuando se producía viva
llamarada en uno de los ángulos de la plazoleta, subía un cohete y
estallaba en el aire. Era Celso, quien, despreciando el bailotéo por
grosero y prosaico, se entretenía en dispararlos rodeado de niños. Tanto
ruido y algazara fué causa de que no se advirtiese en un principio la
llegada de la juventud de Lorío y Condado. Se presentaron en gran
número, silenciosos, fatídicos. En vez de acercarse á la lumbrada y
tomar parte en el regocijo se mantuvieron lejos, en la sombra, formando
una espesa falange cuya cola ó retaguardia se perdía en el camino fuera
ya de la plazuela. Apoyados con ambas manos en sus largos palos de
avellano, inmóviles, las picudas monteras alzando sus puntas negras y
siniestras á los resplandores de la hoguera, ofrecían un aspecto
pavoroso. Si cupiera el pavor en un corazón magnánimo, diríamos que
Quino lo había sentido. Porque al volver los ojos en una de sus
graciosas volteretas y percibir la falange de sus contrarios, dejó caer
los brazos con abatimiento. Sus movimientos fueron desde entonces más
lentos y desmayados. Pero ingenioso siempre y fértil en intrigas,
aprovechó un momento de respiro en el baile para dirigirse al grupo de
sus enemigos y en tono franco y afectuoso les dijo:

--Amigos, ¿no queréis bailar? Sentadas por ahí se ven todavía muchas
guapas mozas que no tienen pareja. Y si os faltaran, nosotros estamos
dispuestos á cederos las nuestras.

Los de Lorío respondieron con un sordo murmullo negativo. Y
permanecieron en la misma actitud retraída, imponente.

No desmayó por esto el prudente Quino. Su cerebro artificioso le sugirió
al instante nuevo recurso. Pretextando un quehacer cedió la pareja á su
primo Bartolo, y haciéndose escanciar dos vasos de sidra por Martinán el
tabernero, que había colocado debajo del corredor de D. Félix algunos
garrafones para el servicio del público, se dirigió con ellos á Toribión
de Lorío y á Firmo de Rivota, que se hallaban en primera fila y
cortésmente les invitó á beber.

--Gracias--respondieron con marcada displicencia.--No tenemos sed ahora.

Entonces Quino comprendió que el asunto se ponía serio. Echó una mirada
en torno. Vió que de Villoria había acudido poca gente: de los altos,
ninguna: de Canzana mismo faltaban los más aguerridos. Y sintió cierto
malestar muy explicable, que nadie por supuesto confundirá con el miedo.

Pocos en aquel jolgorio gozaban tanto, sin embargo, como el capitán D.
Félix, cúya era la casa ante la cual ardía la lumbrada. Bajo y menudo de
cuerpo, facciones agraciadas, cabellos grises y ojos extremadamente
vivos, podría juzgársele por hombre de cincuenta años, aunque pasaba
bien de sesenta. Con risa y ademanes verdaderamente juveniles, andaba de
grupo en grupo animando á las doncellas y ofreciéndoles confites,
embromando á los viejos, comunicando á todos la franca alegría que
rebosaba de su alma. Cuando Linón se descuidaba en atizar la hoguera, él
mismo le arrebataba el tridente de la mano y echaba sobre ella una gran
porción de árgoma. Cuando el gaitero y el tamborilero desmayaban, hacía
qué sus criados les sirviesen vino; y algunas veces también corría al
sitio donde se hallaba Celso y disparaba en su lugar algunos cohetes con
tal precipitación que no andaba lejos de abrasarse y abrasar á los que
estaba cerca. Porque era extraña y sorprendente la impetuosidad que
aquel caballero imprimía á sus movimientos. Vestía levita de paño
oscuro, pantalón ceñido con trabillas, chaleco de terciopelo labrado y
alto cuello de camisa con corbatín de suela: sobre la cabeza un gorro de
terciopelo.

Allá lejos, arrimadas á la puerta de su huerta, acertó á ver dos zagalas
á quienes la luz de la hoguera iluminaba el rostro de lleno. Ningún otro
alumbraba más hermoso en aquel momento. Una de ellas era alta y
corpulenta, los cabellos rubios, la tez blanca, donde lucían unos
grandes ojos negros como dos lámparas milagrosas. Sus facciones de
pureza escultórica, su hermosa frente erguida con arrogancia y la grave
serenidad de su mirada, no exenta de severidad, traían á la memoria la
célebre cabeza de la Juno de Ludovisi. Ceñíale la garganta triple sarta
de corales que manchaban de rojo su pecho de nieve. Vestía dengue de
paño negro con ribetes de terciopelo[1], justillo encarnado y camisa de
lienzo blanco. La otra formaba con ella vivo y gracioso contraste.
Bajita, morena, sonriente, con unos ojos que le bailaban en la cara y
tan sueltos ademanes que su cuerpo no tenía punto de reposo.

Estaban cogidas de la mano y se hablaban con extraordinario afecto,
abstraídas enteramente de la algazara que en torno suyo reinaba. La
primera se llamaba Demetria: era de Canzana, hija de la tía Felicia, que
allí se encontraba sentada con otras mujeres, y del tío Goro, que fumaba
tranquilamente su pipa departiendo con algunos vecinos. La segunda se
llamaba Flora: era de Lorío: no tenía padres: vivía con sus abuelos,
molineros y colonos del capitán, á quien éste otorgaba bastante
protección. Mantenía desde muy niña amistad con D.ª Robustiana, y tanto
por esto como por la que á sus abuelos profesaba D. Félix, solía pasar
algunas temporadas en Entralgo. Demetria á pesar de su estatura no tenía
más que quince años. Flora había cumplido ya diez y ocho. Ni la
diferencia de edad ni la oposición de caracteres habían impedido que
estuviesen unidas por tiernísima amistad. Tal vez el contraste mismo de
su naturaleza la favoreciese. Flora aprovechaba cuantas ocasiones se le
presentaban para subir á Canzana y visitar á Demetria. Ésta hacía
frecuentes excursiones á Lorío. Y cuando otra ocasión no se ofrecía,
veíanse los jueves en el mercado de la Pola.

Cerca de ellas, sentadas en el suelo, había un corro de cuatro
mujerucas, las cuales cuchicheaban desaforadamente, dirigiendo miradas
penetrantes á todos lados. Eran las _sabias_ del lugar. La tía Jeroma,
madre de nuestro diputado Bartolo; la tía Brígida, su prima hermana y
madre del prudente Quino; Elisa, joven de veinticinco años, recién
casada, con temperamento y aficiones de vieja, y que por tenerlas todas
hasta fumaba como ellas cigarrillos envueltos en hojas de maíz; por
último, la vieja Rosenda, una mujer que vivía sola en un hórreo[2] y que
algunos tenían por bruja. Todas las vidas, todos los sucesos hasta los
más ínfimos de la parroquia pasaban uno á uno por el tamiz de aquel
corro y salían desmenuzados y cribados, reducidos casi al estado
atómico. Varias veces habían entornado la vista hacia nuestras zagalas,
y después de hablarse al oído sonreían con malicia. Al fin la vieja
Rosenda les dirigió la palabra.

--¡Flora!

--¿Qué decía usted tía Rosenda? respondió aquélla volviéndose con la
presteza que la caracterizaba.

--Digo que es gusto ver cómo las zagalillas que se parecen se juntan y
se quieren.

--¿Y en qué nos parecemos, tía Rosenda?--preguntó Flora con tonillo
sarcástico.

--¡Anda! Si no os parecéis en la cara, os parecéis en la historia.

La graciosa morenita hizo un gesto desdeñoso y se volvió hacia su amiga
sin dignarse responder.

--¿Qué dice esa bruja?--le preguntó aquélla.

--Que nos parecemos en la historia.

--¿Y por qué dice eso?

--¡Qué sé yo!--replicó con enfado Flora.

El corro de mujerucas, mientras tanto, reía.

D. Félix, que había entrado en su casa y había salido rápidamente con
dos envoltorios de papel en las manos, se acercó á las jóvenes en aquel
momento.

--Vengo á ofreceros estos cartuchitos de caramelos y lo hago con cierto
temor, porque no estoy seguro de que os gusten. ¡Es tan raro que á las
niñas les agraden los dulces!

Flora y Demetria tomaron riendo los cucuruchos que les ofrecía el
capitán y le dieron las gracias.

D. Félix las contempló un instante con admiración y exclamó sacudiendo
la cabeza:

--¡Qué hermosas sois, hijas mías! ¡qué hermosas sois! ¡Quién se volviera
á los veinte años!

Las doncellas se ruborizaron.

--¿Y cómo es que estas rosas del valle, estas cerecitas maduras, no
quieren bailar en una noche como esta?

--Nos agrada más charlar un poco, ya que pocas veces tenemos el gusto de
vernos reunidas--replicó Demetria apretando tiernamente la mano de su
amiga.

--Es dulce y agradable para una zagalita el contar á otra sus
secretillos y aun las menudencias de su vida... «¿Has lavado ayer?...
¿Cuándo te has comprado esos corales?... ¿Estuvo _aquél_ en tu casa el
sábado?...» Pero es mucho más agradable bailar un rato con el galán
preferido.

--Hasta ahora es usted, D. Félix, el primer galán que se ha acercado á
nosotras, y aunque nos ha regalado con caramelos, no he visto que nos
convidase á bailar--replicó Flora con desenvoltura.

--Quítame cuarenta años de encima de los hombros, querida, y hasta que
el gallo cante me tendrás dando vueltas como un trompo alrededor de
ti... Pero no me quites nada... Vas á ver si con los que tengo á
cuestas todavía puedo moverme. ¡Andando, prenda!

Y tomando de la mano á la desenvuelta morenita la llevó hasta la fila de
los bailarines, en los cuales se produjo un movimiento de sorpresa y de
gozo.

--¡Viva D. Félix!... ¡Viva el capitán!--exclamaron muchos.

Y las viejas que estaban acurrucadas se pusieron en pie y los viejos que
departían allá lejos se acercaron.

El capitán se colocó en fila con los demás y se puso á bailar con tal
primor y tan concertadamente que pocos entre los jóvenes pudieran
competir con él. Y en verdad que era espectáculo raro y gozoso á la vez
el contemplar á aquel anciano moverse con tal agilidad y donaire.
Ninguno más suelto y elegante. La precisión y cadencia de sus pasos eran
tan perfectas que en esto, ya que no en el brío, sacaba ventaja á los
demás. Los jóvenes palmoteaban. Á algunos viejos se les saltaban las
lágrimas recordando sus tiempos de juventud. El tío Goro decía
sentenciosamente dando chupetones á su pipa:

--¡Éste es el baile antiguo, muchachos!... Así se bailaba en nuestro
tiempo. Miradlo bien... Reparad los pasos... Eh, ¿qué tal?... ¿Pierde
alguna vez el compás don Félix? La moda que habéis traído de Langreo
será muy linda en verdad, pero á mí no me agrada porque con tanto salto
y tanto taconeo más que bailando parece que estáis trillando la mies.

Así habló el tío Goro de Canzana, y el coro de viejos y viejas que le
escuchaba aplaudió calurosamente su discurso.

Sin embargo, el anciano capitán sudaba ya por todos los poros del
cuerpo. Sus fuerzas mermaban á ojos vistas. Mas antes que confesarlo
hubiera caído exánime á los pies de su pareja. Ésta vino en su ayuda con
gracioso disimulo.

--D. Félix, ya no puedo más. Busque otra pareja porque he trajinado
todo el día y mis pobres piernas se están llamando á engaño.

El capitán agradeció la hipocresía y tomándola cariñosamente de la mano,
la condujo otra vez al lado de Demetria. Entonces fué cuando acertó á
ver entre la muchedumbre la negra silueta de D. Prisco, el cura de la
parroquia. Se fué como un cohete hacia él.

--¡Pero estaba usted aquí y no me avisaba! Vamos allá.

--Vamos allá--respondió sordamente el clérigo, que era un hombre de poca
menos edad que él, bajo, rechoncho, nariz gorda y ojos saltones.

Y sin decirse otra palabra, ambos se introdujeron en la morada del
capitán, subieron á su gabinete, encendieron un gran velón de dos
mecheros, cerraron cuidadosamente la puerta, se sentaron á una mesa
cubierta con tapete verde y, poniendo sobre él una baraja, anudaron la
partida de brisca que hacía ya más de veinte años tenían comenzada. Todo
el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría
el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las
nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix
dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No
era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen
un poco por este lado. La cantidad que se cruzaba era insignificante: al
cabo de unas cuantas horas las ganancias ó las pérdidas sumaban cuatro ó
cinco pesetas. Pero ambos presumían de consumados jugadores y lo eran en
efecto. Las fuerzas se hallaban tan equilibradas que si el militar
ganaba un día era casi seguro que al siguiente el clérigo llevaría la
ventaja. Tal igualdad en la destreza les desesperaba, les enardecía,
constituía el verdadero incentivo de su incesante pelear.

Mientras ellos batallaban á solas, nuestra vivaracha Flora se veía de
nuevo expuesta á los ataques insidiosos de la vieja Rosenda.

--Mucho te quiere el capitán, Florita--le decía aquélla con sonrisa
ambigua; la misma sonrisa que se pintaba en el rostro de las otras tres
mujeres que con ella estaban sentadas.

--¿Por qué me ha de aborrecer? Nunca le hice daño--respondió la joven
con presteza.

--Tampoco yo le he hecho daño, y no me quiere tanto.

--Será porque no le ha caído usted en gracia. Como dicen que se ocupa
usted en fisgar todo lo que sucede en su casa, quizá por eso no la
quiera tanto.

El dardo fué certero y lanzado con vigor. En efecto, el hórreo de la tía
Rosenda, próximo á la morada de don Félix por la parte de atrás, era
cómoda atalaya desde donde la vieja espiaba noche y día. Una verdadera
pesadilla para el capitán. Más de cien veces había querido comprárselo:
le ofreció un precio exorbitante; le ofreció construirle una casa. La
bruja no consintió jamás en trasladarse. Aquel espionaje constituía el
mayor, quizá el único atractivo de su vida.

Se mordió los labios con ira y respondió:

--Por eso, porque lo fisgo todo sin duda he sabido que te regala
pendientes de perlas y te da palmaditas cariñosas en la cara.

La morenita se revolvió como si la hubiese picado una avispa.

--Mire usted lo que dice, tía bruja, porque si usted vuelve á
insultarme, aunque tenga pacto con el demonio y salga los sábados á
chupar la sangre de los niños, le juro por la mía que le arranco la
lengua.

Las mujeres se apresuraron á intervenir para calmarla. Demetria también
hizo lo posible.

--No lo tomes por donde quema, mujer--manifestó Elisa, la joven sabia
que poseía el arte de persuadir.--Se pueden hacer regalos y caricias sin
ninguna mala intención. Todos sabemos en Entralgo que D. Félix te quiere
como una hija.

La compostura no agradó á la irritada zagala, que iba á responder con
acritud; pero en aquel momento dos mozos gallardos se aparecieron de
improviso, dando cortésmente las buenas noches. Jacinto de Fresnedo
estaba delante de ella y Nolo de la Braña frente á Demetria. Detrás se
percibían esfumadas en la sombra las siluetas de quince ó veinte
monteras que cobijaban las cabezas de otros tantos jóvenes de los altos
de Villoria. Su llegada produjo cierta sensación en los grupos cercanos,
pero muy particularmente en nuestras zagalas, que hicieron un movimiento
de sorpresa.

--¡Jesús, qué diablos de hombres! ¡Me habéis asustado!--exclamó Flora
pasando instantáneamente del enojo á la risa.

Demetria no dijo nada, pero clavó sus grandes ojos límpidos en Nolo con
expresión amorosa. Éste la miró también con tímida adoración. Ambos se
ruborizaron y en un rato no supieron qué decirse.

--Habéis llegado un poco tarde--dijo al cabo la niña suavemente.--Más de
la mitad de aquel montón de árgoma se ha quemado ya en la hoguera: Celso
ha disparado una nube de cohetes y los bailarines andan cerca de
rendirse.

Su voz era dulce, pastosa: su modo de hablar grave y sosegado,
trasmitiendo á los demás la calma que reinaba en su espíritu.

--Desde la Braña hasta aquí hay algunos pasos--respondió Nolo con
parecido sosiego.--Tuve que bajar de la cabaña un carro de yerba y
cenamos tarde... Además, mi madre tampoco hoy quiso dejarme marchar sin
el rosario.

--Ha hecho bien. Faltar á las oraciones por divertirse es doble
pecado... ¿Y tu madre y tu hermana vendrán mañana?

--Las dos me encargaron para ti muchos recuerdos. Mi hermana quería
venir á la misa, pero tiene á su niño un poco enfermo y acaso no podrá.
Me ha dado este escapulario para que le hagas el favor de tocarlo á la
Virgen.

Demetria tomó el rollito de papel donde venía envuelto y lo guardó en su
seno.

Y hablaron del niño enfermo y de la faena de la yerba que había
terminado en aquella semana y del ganado del tío Pacho que Demetria
conocía como el suyo, y del perro que lo guardaba y que la quería y
agasajaba como si fuese de la familia: hablaron de cien menudencias,
pero ni una palabra de amor.

Y sin embargo, ¡cuánto se amaban! Su cariño era antiguo. Databa de
cuando Demetria, niña de nueve ó diez años, iba con su padre á Peña-Mea.
Porque el tío Goro poseía en aquellos campos, no lejos de la Braña, una
cabaña con su establo y alrededor un prado cercado. Allí solía llevar
parte de sus vacas en los meses de calor: pacían el prado y las yerbas
pertenecientes á los pastos comunales del concejo de Laviana:
retirábalas al llegar el mes de Octubre. Generalmente solía dejar á su
cuidado un criadillo, pero una ó dos veces por semana iba él allá á
enterarse de lo que ocurría y llevar provisiones de boca al pastor. En
estas excursiones le acompañaba alguna vez Demetria cuando tenía menos
años. Ningún placer más grande para la niña que salir con su padre antes
que rayase el alba, pasar el día entero jugando sobre aquellas montañas
y regresar á la noche cargada de zampoñas, jaulitas para grillos y
huevos de buitre. Todas estas cosas y otras más le proporcionaba Nolo,
que apacentaba las vacas de su padre cerca de las del tío Goro. El
mancebo de diez y seis años y la niña de diez se trabaron con estrecha y
cariñosa amistad. Ella gozaba siguiéndole cuando se metía por entre los
zarzales en busca de nidos ó cortaba ramas de saúco para hacer flautas ó
varitas finas de salguera para fabricar jaulas. Él gozaba viéndola
seguir con atención el trabajo de sus manos y aplaudiéndolo con gritos
de entusiasmo cuando se hallaba terminado. Sentados el uno al lado del
otro sobre el menudo césped de las alturas á la sombra de alguna peña,
dejaban pasar las horas en silencio, preocupados exclusivamente del
artefacto que Nolo tenía entre manos.

El más alto goce que Demetria experimentaba era cuando el tío Goro se
decidía á pernoctar en la cabaña. ¡Un día más! Aquello de dormir vestida
entre la yerba, porque allí no tenían camas, y de cocer las judías y
sazonarlas y batir los puches ó picar la sopa, causaba á la doncellita
una felicidad inexplicable. El tío Goro, viéndola tan feliz, sonreía y
se olvidaba de que las judías no tenían sal y los puches estaban medio
crudos.

Nolo la preparaba de vez en cuando alguna sorpresa, un mirlo con su
jaula, un jilguerito, una pareja de palomas torcaces. Pero lo que le dió
más alegría, lo que hizo realmente época en su vida, fué el regalo de un
corzo de cría que el zagal había logrado cazar. Al ver á aquel animalito
tan lindo, tan tierno y vivo al mismo tiempo, Demetria perdió la
chabeta, daba saltos y gritos, le alzaba entre sus brazos, le besaba en
el hocico, no podía separarse un punto de él ni tenía ojos para otra
cosa. De tal suerte que Nolo, al verse tan pospuesto, no sabía si
alegrarse ó arrepentirse de habérselo regalado. Fué gran trabajo para el
tío Goro llevarlo hasta Canzana. El animalito no quería ó no podía
andar: la niña no bastaba á conducirlo en brazos. Pero cuando estuvo en
Canzana se alegró de su fatiga al contemplar la dicha que embargó á su
hija durante algunos días. ¡Sí, algunos días nada más! El ingrato corzo,
alimentado con leche recién ordeñada como el hijo de un caballero y
renuevos tiernos de zarzamoras que la niña iba recogiendo todo el día
por los caminos, agasajado y mimado como ningún infante lo fuera, pues
hasta se le dió derecho de dormir en la misma cama que ella, ¡quién lo
diría! se huyó una tarde á los montes y no volvió á parecer más. La pena
de Demetria no puede describirse. Su llanto, su desesperación hubieran
conmovido á aquel monstruo de ingratitud si hubiera podido verlos, le
hubiera hecho tal vez aceptar de nuevo un yugo tan dulce. Pero no vió
nada. En aquellos momentos triscaba solitario por el monte en espera de
la noche tenebrosa y con ella de algún lobo cruel que castigara su
perfidia.

Fué el gran dolor de su vida hasta entonces; el único quizá, pues sus
padres la criaban con melindres y regalos inusitados. Pocos días después
experimentó otro, sin embargo. Nolo, cortando una rama de castaño, se
dió un tajo terrible en la mano y soltó mucha sangre. Demetria al verla
empalideció; concluyó por desmayarse. Y cuando al salir del desmayo
observó que el joven, sin hacer caso de su herida, la había llevado
hasta la fuente y le empapaba las sienes con agua, comenzó á sollozar
perdidamente. Nolo sonreía.

Pero al acercarse el verano en el año anterior, Demetria, que cumplía
catorce, experimentó grandiosa trasformación. La niña de formas
graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una
joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó
sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Al cabo,
irritado consigo mismo, concluyó por pretextar una ocupación y
retirarse. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal
la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de
no pocos trabajos y riesgos. El tío Goro aparecía siempre solo. El joven
le ayudaba con solicitud en todos los menesteres que el ganado y el
cuidado de su campo exigían, procurando captarse su afecto, pero no
osaba preguntarle por ella. Poco á poco el deseo de verla se fué
convirtiendo en anhelo, luego en afán irresistible. No sabía lo que le
pasaba; ni tenía aliento para trabajar ni para divertirse en las
romerías. Dejaba trascurrir el tiempo tumbado sobre el césped mirando
pacer el ganado ó acariciando distraído la cabeza del mastín.

Por fin llegó el otoño. El tío Goro retiró sus vacas. Nolo no pudo
resistir más. Un sábado por la noche salió de casa, bajó rápidamente el
camino de Entralgo, subió á Canzana y después de rodear algunas veces la
casa del tío Goro y cerciorarse de que aún estaban levantados, llamó
quedo á la ventana de la cocina y comenzó á hablar disfrazando la voz,
como hacen allí los mozos cuando salen de noche á galantear.

El tío Goro se había retirado á descansar. No estaban en la cocina más
que Felicia hilando y Demetria concluyendo de limpiar la vajilla y
colocarla en su sitio.

--¡Calla!... ¿Ya tenemos quien nos ronque á la puerta?--exclamó Felicia
levantando la cabeza sorprendida y mirando á su hija con sonrisa
maliciosa.

Ésta se puso encarnada y replicó con enfado:

--¡Qué está usted diciendo, madre! Será algún vecino que se haya
equivocado.

--No, no; es á ti á quien han llamado.

--Demetria, Demetria--dijo la voz de afuera.

--¿Lo oyes?... Abre, hija mía, abre á ese galán, que acaso venga de
lejos y tenga necesidad de descansar un rato--manifestó la madre
rebosando de orgullo.

--Yo no abro, madre. El que está ahí afuera sin duda quiere reirse de mí
porque soy niña.

--Demetria, abre y dame un poco de agua, que tengo sed y estoy
rendido--dijo Nolo con vozarrón de falsete.

--¡Pobrecillo! ¿Por qué no le hemos de abrir?--exclamó Felicia. Y
levantándose de su tajuela y con la rueca sujeta á la cintura á guisa de
lanza, se dirigió á la puerta y la abrió.

--¡Nolo!... Pero ¿eres tú?... ¡Cómo habíamos de pensar!...

Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía
imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La
tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en
su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja
y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro
tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la
cara.

Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin
todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se
había declarado por sí mismo.

Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un
pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:

--Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.

Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube
á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la
cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes
dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las
nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de
emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería
llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco.

Jacinto no era tan afortunado en sus amores. La vivaracha Flora le hacía
sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa;
rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le
prodigaba.

--Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado
tarde--manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste.

--Tú lo has dicho. Á mí me parece que habéis llegado demasiado pronto.
Toda la tarde me han picado las moscas.

--¿Es que yo soy una mosca, Flora?

--No, tú eres un moscón; no picas pero zumbas, zumbas sin cesar y me
mareas.

--¿Quieres entonces que me esté callado?

--Sí, estate calladito y no me digas las simplezas que me ensartaste el
día pasado en Rivota.

Jacinto bajó la cabeza y permaneció en pie y silencioso. Su rostro terso
de adolescente expresaba profunda tristeza. Ambos, callados y
taciturnos, contemplaron largamente la hoguera que Linón atizaba
pausadamente.

Pero la morenita concluyó por impacientarse de este silencio.

--¿Por qué no bailas, Jacinto?

--Porque á mí sólo me apetece bailar contigo.

--Pues entonces puedes sentarte y esperar, porque va para largo.

--¿No me quieres por pareja?

--Sí, pero más tarde... el día en que principies á afeitarte.

--¡Qué picante eres, Flora!--exclamó el zagal poniéndose colorado.

--¿No ves, querido--manifestó la muchacha soltando una carcajada,--que
con esa carita tan blanca y sonrosada va á parecer que bailo con otra
mujer disfrazada?

El mancebo se sintió herido en lo profundo del alma y guardó silencio.
Al cabo de un rato Flora le clavó una mirada entre compasiva y maliciosa
y dijo sacando de la faltriquera un puñado de avellanas tostadas y
ofreciéndoselas:

--Toma: come esas avellanas, á ver si se te quita el enfado.

Jacinto las rechazó con digno ademán.

--¿No las quieres?... Bien, pues harás que coja un empacho, porque llevo
ya comido un celemín de ellas.

Y se puso á cascarlas con sus blancos y menudos dientes.

--No sé por qué te enfadas--prosiguió al cabo de un instante.--Ya debías
estar acostumbrado á mis cosas... Tú, Jacinto, te empeñas en comer los
higos cuando están verdes y ¡claro! no tiene más remedio que saberte
agrios.

--¡Eres tan despreciativa, Flora!

--¡Mejor que mejor! ¿No has oído cantar á los ciegos esta copla:

       _Morena tiene que ser_
    _la tierra para claveles,_
    _y la mujer para el hombre_
    _morenita y con desdenes?_

Y riendo como una loca se puso á charlar con su amiga Demetria, dejando
al buen Jacinto afligido y hechizado al mismo tiempo.

Las horas se iban deslizando. Algunas familias de Canzana comenzaron á
desfilar. La tía Felicia vino á proponer á Demetria la marcha porque ya
era tarde y además le parecía que no tardaría en haber _bulla_. Al cabo
de un instante también se presentó D.ª Robustiana, el ama de gobierno
del capitán, con la misma canción, que iba á haber _bulla_. Y se llevó
apresuradamente á Flora.

¿Por qué iba á haber bulla? Por lo de siempre, por la iniciativa de los
más ruines y cobardes. Jamás se diera el caso de que Firmo de Rivota, ni
Toribión de Lorío, ni Nolo de la Braña ni Celso de Canzana, ninguno, en
fin, de los héroes gloriosos que brillaban en los combates provocase la
pelea. Esta odiosa misión parecía encomendada á algún chicuelo
insolente, á algún despreciable zagal que después de prender fuego á la
mecha solía desaparecer como si le hubiese tragado la tierra.

Y esto sucedió entonces. Un mancebillo de Rivota saltó al cabo por
encima de la hoguera y después de saltar gritó con voz recia: «¡Viva
Lorío!»

Un estremecimiento de susto corrió por toda la plazoleta. La inquietud y
el malestar se pintaron en todos los semblantes.

Otro chicuelo de Canzana hizo inmediatamente lo mismo y gritó con voz
más recia aún: «¡Viva Entralgo!»

--¡Vámonos! ¡vámonos!--exclamó Felicia cogiendo á su hija por el brazo.

El tío Goro ya estaba allí también.

--Adiós, Nolo, hasta mañana.

--No: yo voy acompañándoles un rato hasta Canzana.

Y seguido de sus compañeros se alejó del campo y fué dándoles escolta
por la empinada cuesta que conducía al lugar. Demetria se alegró
vivamente, se felicitó de que su amante estuviese picado con los de
Entralgo.

En un instante no quedó mujer alguna delante de la casa del capitán.

De nuevo saltó el mancebillo de Rivota gritando: «¡Viva Lorío!» Y otra
vez le siguió el de Canzana contestando impetuosamente: «¡Viva
Entralgo!»

Entonces de las filas espesas y amenazadoras de Lorío salió una voz
varonil que dijo secamente: «¡Muera!»

Fué la señal. Más de cien garrotes se levantaron al mismo tiempo para
caer inmediatamente sobre otras tantas cabezas. Y el ruido que hicieron
al caer semejaba al chasquido de los guijarros del río cuando éste en
una de sus furiosas avenidas los remueve, los sacude contra las peñas de
la orilla.

Peñas eran sin duda los cráneos de aquellos jóvenes valerosos cuando no
se quebraron ni se abollaron siquiera. Ni uno solo vino á tierra. Como
si tales garrotazos fuesen solamente toquecitos de llamada para
despertarlos de su letargo, se irguieron todos bravamente y comenzaron á
vibrar sus palos nudosos. La pelea se generalizó. Los guerreros de Lorío
se lanzaron sobre los de Entralgo con furiosos gritos. Éstos, aunque
menos en número, resistieron el choque á pie firme sin pensar en huir.
Crujía el aire con la violencia de los palos; restallaban éstos y se
quebraban algunas veces en las manos de los héroes; sonaban los golpes
de unos y de otros con fragor en el silencio de la noche: escuchábanse
gritos, lamentos, amenazas: todo formaba infernal algarabía de muerte.
Los resplandores de la hoguera alumbraban aquella lucha en que por ambas
partes se peleaba con furia insaciable.

Sin embargo, el magnánimo Quino, fértil en astucias, temiendo que la
ventaja del número diese rápidamente la victoria á los de Lorío, con
algunos de sus compañeros rodeó la casa del capitán para sorprender á
aquéllos por la retaguardia. Y en efecto llevó á cabo la maniobra con
habilidad y presteza. Cayó de improviso sobre las filas de los enemigos,
causando en ellas crueles estragos, produciendo gran confusión y alarma.
Pero fué momentánea. Repuestos prontamente, se lanzaron sobre él más de
treinta mozos del Condado á cuyo frente se hallaba el impávido Lin de la
Ferrera, que ocupaba la retaguardia de la hueste y le obligaron á
replegarse con sus diez ó doce compañeros hacia el Barrero, sitio más
elevado del lugar.

Por otra parte, Toribión de Lorío, el de las recias espaldas y de la voz
de bronce, que gritaba tanto como veinte hombres juntos, y el bravo
Firmo de Rivota celebraron consulta rápidamente en medio de la pelea.
Convinieron en que, desembarazados de la gente de Villoria, los de
Entralgo, por sí solos, no tardarían en ceder. Dejando, pues, á algunos
de los suyos el cuidado de combatir á éstos, se lanzaron ambos con el
núcleo de su fuerza sobre Ramiro de Tolivia y Froilán de Villoria, que
capitaneaban escasas pero aguerridas huestes. Estos nobles guerreros, á
pesar de su audacia y su fuerza, no pudieron resistir mucho tiempo el
esfuerzo de aquellos hombres indomables. Poco á poco fueron
retrocediendo por el camino que desde la casa del capitán conduce al
riachuelo de Villoria. Allí se abre un campo donde los vecinos juegan á
los bolos y á la barra. En este campo lucharon todavía un rato,
protegidos por las sombras de la noche. Al cabo, mal de su grado, se
vieron necesitados á replegarse, y volviendo la espalda, huyeron por la
estrecha cañada sombreada de avellanos. Los de Lorío y Rivota los
persiguieron largo trecho hasta los confines de la parroquia. Luego se
volvieron apresuradamente para desbaratar á los que luchaban todavía en
el pueblo.

¡Hijos animosos de Entralgo, Toribión de Lorío y Firmo de Rivota han
conquistado el campo de batalla! En vano tú, magnánimo Quino, luchaste
con denuedo en lo alto del Barrero, aprovechando lo fuerte de la
posición y las paredes de las casas que te guardaban las espaldas. Al
cabo, viendo crecer siempre el número de tus enemigos y sintiendo tus
fuerzas agotadas, supiste como hábil guerrero salir del campo de batalla
sin ser notado y refugiarte entre los espesos castañares. Los demás
buscaron asilo en las casas.

En vano tú, fatal Bartolo... Pero no... Bartolo no estaba allí... ¿Dónde
estaba Bartolo? Al comenzar la batalla quiso arrojarse en ella poniendo
su fuerza inmensa al servicio de su patria; pero la tía Jeroma, la más
noble de las mujeres, le sujetó indignamente por la cabellera y á
pescozones le encerró mal de su grado en casa, privando á Entralgo de
uno de sus guerreros más perniciosos y matando en flor mucha hazaña
memorable.

En vano tú, heroico Celso, sostuviste con bravura el combate en medio de
la plaza, asistido solamente de quince ó veinte guerreros de Canzana. Tu
valor desesperado, tu fuerza y tu coraje en aquella noche necesitarían
varios cantos para ser narrados y otra lira más sonora que la mía para
ser entregados á la admiración de los hombres. Tus compañeros,
atemorizados por la ola impetuosa que avanzaba sobre ellos, te dejaron
al cabo solo y pidieron refugio como ruines mujeres en la casa del
capitán. ¡Y tú, guerrero infatigable, luchaste solo, solo en medio de
las espesas filas de tus enemigos! Por fin, caíste. Los hijos feroces de
Lorío descargaron aún sobre ti su furia moliendo tu cuerpo como si
fuese el trigo de las eras.

La victoria quedó por Lorío. Las falanges de Entralgo se disiparon como
las brumas á los rayos del sol. Unos se escondieron entre los maizales
de la vega, otros entre los castañares, los más se guardaron en sus
casas. Los vencedores pasearon las calles del lugar celebrando con
gritos de júbilo su triunfo, llamando en cada puerta y dirigiendo á los
vencidos sangrientos insultos.

--Ya os vemos, valientes, ya os vemos. Estáis hilando... ¡Eso debierais
hacer siempre!... Fregad también las escudillas y amasad la borona...
Cuidado que salga bien cocida... No os olvidéis de echar á remojo las
habichuelas y lavar los pañales del chico...

Tales y más crueles aún eran las palabras que salían de la boca de
aquellos guerreros orgullosos. Yo las oí desde mi lecho infantil, donde
manos maternales me habían confinado contra mi voluntad desde bien
temprano. Las oí y mi corazón quedó traspasado de dolor porque he nacido
en Entralgo, vergel precioso que dos ríos fecundan. Las lágrimas
saltaron de mis ojos y mordía las sábanas con rabia, ansiando llegar á
hombre para vengar la afrenta de los míos.

También las oyó Nolo, el intrépido y glorioso guerrero de la Braña.
Bajaba con sus compañeros de retorno la cuesta de Canzana.

--Escuchad--dijo quedando inmóvil con el oído atento.--¿No oís los
gritos y risotadas de esos peleles? Seguro es ya que han logrado meter á
los de Entralgo en sus casas.

Y permaneciendo un instante pensativo, añadió:

--Aunque estemos picados con los de Entralgo, al fin son nuestros
compañeros y lo han sido siempre. ¿Queréis que vayamos á esperar á esa
canalla y les calentemos un poco las espaldas?

--¡Sí, Nolo!--clamaron todos á una voz.

--¡Adelante!--gritó entonces el mozo de la Braña lanzándose con ímpetu
por la calzada pedregosa.

Como se ve las sombras del crepúsculo descender velozmente por las
montañas ennegreciendo el valle, así bajaron sombríos y rápidos los
guerreros de Villoria. Los clavos de sus zapatos chocando con los
pedernales despedían luces fatídicas. Fiero y erguido marchaba á su
frente el intrépido Nolo. Su montera puntiaguda se alzaba sobre las
demás semejante á una nube que avanza cargada de rayos por el
firmamento.

Cruzaron el puente sobre el riachuelo de Villoria, entraron en el Campo
de la Bolera, pero en vez de atravesar el pueblo saltaron las tapias de
la pomarada de D. Félix y salieron por el extremo opuesto, en el camino
ya de Lorío. Avanzaron á marcha forzada por él, y llegando á la peña de
Sobeyana se detuvieron. Era el sitio más á propósito para la siniestra
emboscada que preparaban. Ocultos entre los avellanos y nogales que
guarnecían el camino esperaron. No se tardó media hora sin que llegasen
á sus oídos los ¡ijujús! de los del Condado, que regresaban los primeros
á sus casas henchidos de alegría y orgullo. Los dejaron pasar. Y
cargando repentina y furiosamente sobre ellos los ponen en dispersión al
instante: se hartaron de machacarles los riñones: les persiguieron largo
trecho. Volviendo luego como un relámpago sobre sus pasos, tropezaron
con el grupo de Rivota que marchaba igualmente cantando, riendo,
lanzando gritos de triunfo. Nolo no se amedrenta por el número, aunque
era mucho mayor que el de los suyos. Lleno de fuerza y audacia se arroja
sobre ellos, dejando escapar de su garganta terribles gritos. Tal como
un león que sale del bosque hambriento y cae sobre un rebaño de ovejas
devastándolo en sus garras poderosas, así el mozo de la Braña se
introdujo en la falange de Rivota, causando en ella la consternación y
el estrago. Los demás le siguen con igual ardor. Rompen las primeras
filas. Los del alto de Villoria, hábiles en manejar el palo nudoso,
repelen á sus enemigos dispersándoles. Entonces, temiendo ser envueltos,
porque la oscuridad de la noche les hacía imaginar que sus enemigos eran
más numerosos, los de Rivota retrocedieron por el camino de Entralgo
para unirse á sus compañeros. Los de Villoria los persiguieron algún
tiempo. Al cabo Nolo, cuya alma estaba llena de valor y de prudencia, se
detiene.

--Basta ya, compañeros. Los de Rivota se van á unir pronto á los de
Lorío y vendrán sobre nosotros. Es menester que se encuentren solamente
con los árboles para saciar su rabia.

Y seguido de sus amigos se lanzó por el monte arriba. Largo rato se
oyeron sus gritos de triunfo. El eco de las montañas los repitió hasta
los confines del valle.




III

Demetria.


Los mirlos que dormían en las higueras y cerezos de la huerta del tío
Goro estallaron en un trino formidable al despuntar la aurora. Demetria
abrió los ojos y una sonrisa divina se esparció por su rostro. Se puso
velozmente de rodillas sobre la cama y juntando las manos dijo su
oración matinal. Ciñó luego con prisa las enaguas, se echó un pañolito
sobre el pecho y abrió el corredor emparrado. La luz tibia y rosada del
amanecer penetró en la estancia. La brisa fresca de la montaña coloreó
las mejillas de la doncella. Desde aquel corredor emparrado se descubría
más de la mitad del valle de Laviana. Allá abajo, en el ángulo que forma
el Nalón con su pequeño confluente, Entralgo rodeado de pomaradas.
Enfrente, del lado de allá del río, un grupo mayor de casas blancas: la
capital. Río arriba los Barreros, Peña-Corvera; río abajo Iguanzo,
Puente de Arco. Y derramados por las faldas de las colinas algunos
pequeños caseríos sepultados entre bosquetes de castaños y avellanos. El
gran río cristalino herido por los rayos de la aurora parecía una
franja de plata. Los maizales que bordan sus orillas salían del sueño de
la noche esperezándose blandamente al soplo de la brisa. El tenue,
blanco vapor, que los cubría se perdía en la claridad del aire. Un rayo
de sol vivo, refulgente, hirió la cabeza de la Peña-Mea tiñéndola de
color naranja. Una nubecilla arrebolada, nadando por el cielo azul, vino
á besarla y después de darle largo y prolongado beso siguió más alegre
su marcha. Los pámpanos de la parra, sacudidos por la brisa, azotaron
suavemente el rostro de Demetria. Un mirlo de corazón osado saltó de la
higuera más próxima á la baranda del corredor, miró descaradamente á la
niña ladeando repetidas veces la cabeza, tuvo manifiestas intenciones de
dar un picotazo en sus mejillas pensando con razón que eran más frescas
y más dulces que la cereza que acababa de comerse. ¡Pero Demetria le
clavó una mirada tan severa! Su pequeño corazón se encogió de susto, y
avergonzado volvió á ocultarse entre el follaje.

La luz crecía por momentos. Á los trinos aflautados de los mirlos
respondía el grito estridente de los gallos. En el establo mugieron las
vacas. Allá lejos, entre la espesura de las pomaradas, ladraron los
perros guardianes. Las sombras corrían perseguidas por las faldas de los
montes á guarecerse en el fondo oscuro de las cañadas. El ambiente
adquiría una trasparencia radiosa. El paisaje se iba tiñendo lentamente
de un verde claro sobre el cual se destacaban las masas oscuras de los
castaños. De la montaña venía un aire vivo; el fresco aliento de los
bosques que pasaba por las sienes de la niña refrescándolas. Del valle
subía olor de heno recién segado, aroma de flores y frutas maduras.

De pronto un rayo de sol cayó sobre la punta más alta del cerezo
plantado delante de la casa de la tía Basilisa; volteó un momento sobre
las hojas y saltó á otra rama más baja dejando tras sí una estela de
esmeralda. Otro salto más y se plantó en la higuera más próxima á la
casa del tío Goro. Dentro de ella se agitó gozosamente como una llama
feliz que aspira á curiosearlo todo. ¡Zas! otro salto, y al alero del
tejado. Después, con precauciones, solapadamente, descendió por el
ramaje de la parra y oculto detrás de los pámpanos contempló algún
tiempo el rostro peregrino de Demetria. ¡Es claro, le apeteció besarlo!
Lo mismo le había pasado al mirlo. Pero más animoso que éste, después de
corta vacilación, se dejó caer de golpe sobre lo que más le agradaba:
sobre los ojos. Cerrólos la hermosa y sonrió de nuevo dejándose
acariciar por él con suave condescendencia. Al cabo hizo un gracioso
mohín de impaciencia y se retiró al interior.

¡Cielo santo, cuánto tenía que hacer! Lo primero, por supuesto, era
ordeñar las vacas, como hacía todos los días. Bajó á la cocina, tomó una
vasija y se fué derecha al establo. Pero allí ¡oh sorpresa! se encontró
con que el tío Goro ya se le había anticipado.

--Padre, ¿por qué se ha levantado usted?

--Hija--respondió Goro gravemente,--hoy es el día de la Virgen y tendrás
demasiado que hacer.

Sí, era el día de la Virgen, el día más esperado del año, el que salía á
relucir en todas las conversaciones de los zagales en Entralgo. Para el
tío Goro, que frisaba en los cincuenta, no tenía el mismo atractivo. Sin
embargo, á pesar de su gravedad y de su ilustración, guardaba aún cierto
misterioso encanto que con todo cuidado procuraba disimular.

El tío Goro de Canzana era un hombre solemne, instruído, que fumaba en
pipa y dejaba crecer la barba por el cuello á guisa de corbatín. Hablaba
poco, como todos los hombres que reflexionan mucho, pero sus palabras
eran oráculos, sobre todo para su digna esposa la señá Felicia. No tenía
más que una pasión en su vida: la lectura. Durante la semana no podía
satisfacerla: las faenas agrícolas en que se ocupaba lo impedían. Pero
así que llegaba el domingo solía darse un hartazgo que le dejaba
consolado y esclarecido hasta el domingo siguiente. Después que salía de
misa se pasaba por casa del capitán. Éste le daba un libro, el primero
que le venía á las manos, _El año cristiano_, _El perfecto licorista_,
_Tratado de fortificaciones marítimas_, en fin, cualquiera, pues al tío
Goro le bastaba su cualidad de libro para respetarlo más que á las niñas
de sus ojos. Y llevándolo entre sus manos pecadoras con la misma unción
que si fuese portador del sagrado cáliz, marchaba hacia el _Campo de la
Bolera_. Allí se tumbaba sobre algún madero y en voz baja comenzaba á
descifrar con regodeo las cláusulas misteriosas del impreso, mientras
sus convecinos se deleitaban en jugar á los bolos ó á la barra ó á los
naipes ó en otros fútiles entretenimientos indignos del sabio. Cuando se
llegaba la hora de comer iba á depositar el venerado mamotreto en casa
de su dueño: pero más de una vez sucedió no acordarse de comer y pasar
la tarde también devorando una á una las sílabas que se le ponían
delante de los ojos. Como D. Félix se cuidaba tan poco de la elección de
libros, cuando no tenía alguno á la mano le entregaba un paquete de
números atrasados del _Boletín Oficial_. No hay para qué repetir que el
tío Goro los iba paladeando con igual felicidad.

Pues á pesar de tan vasta lectura era hombre sencillo, buen labrador,
buen padre y buen esposo. Sin embargo, es necesario confesarlo todo, el
tío Goro tenía una debilidad; la de que su hija Demetria se presentase
en las romerías más lujosa y ataviada que las otras doncellas. Si tal
debilidad nació en él espontáneamente ó había sido infundida por su
digna esposa, no es fácil decirlo. Algo pudiera haber de todo. Lo cierto
es que no iba jamás á Langreo ó á las ferias de Oviedo con ganado que no
trajese en las alforjas algún pañuelo ó pendientes ó sarta de corales
para su hija idolatrada. Y es lo curioso que aunque siempre compraba lo
más lindo y magnífico que el comerciante le presentaba, á la tía
Felicia nunca le parecía el regalo bastante rico. Á tal punto
rivalizaban ambos cónyuges en agasajar á su hija.

Demetria se volvió á la cocina, que ocupaba toda la planta baja de la
casa. Sólo en un ángulo habían fabricado con tabiques de tabla un
cuartito para el pastor. En otro de los ángulos había un gran montón,
que llegaba al techo, de leña. De allí tomó nuestra zagala algunos
maderos, los juntó adecuadamente sobre el lar, puso entre ellos algunas
ramas de árgoma y encendiendo un misto les dió fuego. Brotó la llama con
fuerza: pronto se extinguió cuando el árgoma quedó consumida. Entonces
Demetria, acercando el rostro cuanto podía, se puso á soplar el fuego
con todo el aliento de su pecho. ¡Oh, cuán hechicera estaba la zagala
inflando sus carrillitos amasados con rosas y leche! Si aquel mirlo
tímido de la parra la hubiera visto ahora, sin remedio la hubiera
picoteado pese á su vergüenza.

Ya está encendido el fuego. Toma un enorme pan, lo corta en sopas, las
aliña y las pone á cocer. Sube arriba. La planta alta de la casa
constaba de una salita y cuatro dormitorios, todos ellos con ventana al
campo. Se dirige al de sus hermanos Pepín y Manolín.--¡Sus! ¡Arriba,
holgazanucos, arriba!--Los niños antes de levantarse se hacen besuquear
y acariciar largamente por su hermana. El primero tenía diez años, el
segundo ocho; ambos gordos y sonrosados que daba envidia verlos. Una vez
en pie, conduce al primero de ellos al corredor y en una jofaina
trasvertiendo de agua cristalina le mete la cabeza, le refriega los
hocicos hasta dejarlos bien limpios y todavía más colorados. En seguida
venga de peine para desenredar aquellas greñas rizadas. Pero he aquí que
al hacerlo observa que algunos cabellos están unidos por un cuajarón de
sangre.

--¿Qué es esto, chico? ¿Cómo te has hecho esta herida?

--Fué Tomasín--respondió el niño confuso.

--¿Qué Tomasín?

--El de la tía Colasa.

--¿Y por qué te la ha hecho?

--Nos pegamos.

--¿Y por qué os pegasteis?

Pepín bajó la cabeza sin responder.

--Vamos, niño, dí, ¿por qué os pegasteis?--repitió Demetria sacudiéndole
por el brazo con impaciencia.

Pepín vaciló todavía algunos instantes: al cabo profirió titubeando:

--Porque... porque... porque dijo que tú no eras mi hermana... que tú
eras del hospicio.

Toda la sangre de Demetria fluyó al corazón: quedó pálida como un cirio.
No pudo articular palabra. Después de algunos instantes prosiguió en
silencio y con mano temblorosa su tarea.

No era la primera vez que había sonado en sus oídos tal noticia. Cuando
más niña, alguna compañera maligna le había injuriado de este modo. No
le había hecho caso; ni siquiera había pensado en ello. ¿Por qué ahora
le producía tan viva impresión? Quizá por ser el día de la Virgen y
tener el alma inundada de alegría, quizá porque sólo entonces cruzó por
su mente la idea de que pudiera ser cierto.

--Sí, me dijo que tú eras del hospicio--prosiguió Pepín imaginando que
el silencio de su hermana significaba aprobación.--Yo entonces... yo
entonces le dije: «Eso es mentira». Él entonces dijo: «Es verdad, que lo
dijo mi padre». Yo entonces dije: «Pues es mentira». Él entonces quiso
pegarme, pero yo con el puño así cerrado le di un golpe en las narices y
empezó á sangrar. Entonces él cogió una piedra y me la tiró á la cabeza
y echó á correr. Yo corrí tras de él, pero no pude atraparle porque se
metió en casa. ¡Recontra, en cuanto le coja solo le voy á dar unas
cuantas así por debajo!...

Demetria le dejó explayarse sin despegar los labios. Terminado el aseo
principió el de Manolín, que se llevó á cabo con el mismo silencio. Y
después que los hubo vestido se bajó á la cocina de nuevo, tomó la leche
que había quedado de la noche anterior, la vertió en el odre y salió de
casa dirigiéndose á la fuente para mazarla[3].

Estaba la fuente un poco apartada del pueblo. Se iba á ella por
estrechos caminos sombreados de avellanos. Al aproximarse hay que subir
un senderito labrado en el césped por los pasos de los vecinos. Al pie
de una gran peña que la cobija, rodeada por todas partes de zarzas y
espinos y madreselva, menos por la estrecha abertura que sirve de
entrada, brota de la piedra un chorro de agua límpida, se desparrama
sobre ella en hilos de plata, cae formando burbujas en un recipiente de
granito, se trasvierte luego y fluye en menudos cristales y resbala por
el césped. Cúbrela á modo de bóveda el ramaje que sale de la peña, al
cual se enreda la madreselva del suelo formando toldo espeso. Los rayos
del sol se filtran por él con trabajo bañándola de una claridad suave y
misteriosa.

Demetria se sentó en uno de los bancos de piedra que allí había, aplicó
la boca á la abertura del odre y lo infló; lo amarró luego velozmente y
lo dejó caer en la taza de la fuente para que la leche se enfriase. Con
las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza inclinada sobre el
pecho aguardó. Una tristeza profunda oprimía su corazón. Debajo de
aquella frente alta y pura de estatua helénica batallaban la duda, el
temor, la esperanza, el despecho. Escrutó con ansia su pasado, recordó
algunas insinuaciones malévolas, bastantes palabras sueltas, muchas
sonrisas que á ella le indignaban más aún que las palabras. ¡Virgen
María! ¿sería cierto aquello? Pero si era efectivamente de la Inclusa y
los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á
los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del
pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor
que á ellas. Habían inventado esta mentira para humillarla... Mas...
¿cómo se les había ocurrido semejante cuento?... ¿Por qué había recaído
sobre ella y no sobre alguna otra?

Sacó el odre del agua y se puso á zarandearlo. El ruido de la leche
dentro hizo coro al _glu glu_ de la fuente.

¡Dios mío, del hospicio!... Era horrible pensarlo. ¡Y ella que adoraba á
aquellos padres!... ¡Y ella que era tan orgullosa!... ¿Qué diría Nolo
cuando llegase á saberlo? Por supuesto la dejaría, porque un mozo tan
galán y tan rico no podía en ley de Dios casarse con una pobrecita
hospiciana...

Aquí los sollozos ahogaron á la cándida doncella. Dejó caer de nuevo el
odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo
prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus
mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la
distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido.
Apenas se le veía como un punto negro en la espesura del follaje, pero
se oía el débil piar de los polluelos cuando sus padres con agitación
iban y venían para cebarlos. ¡Qué alegría la de aquellos animalitos al
verles llegar con un mosquito en el pico! ¡Qué gozo triunfal expresaba
el trino de los padres luego que depositaban el alimento en la boca de
sus pequeños!

Cuando los hubo contemplado un rato, bajó de nuevo los ojos al cristal
de la fuente y se dijo llorando otra vez copiosamente: «Ellos tienen
padres: yo no los tengo. ¡Yo fuí criada por lástima!»

Al cabo la leche quedó mazada: la pelota de manteca batía ya con fuerza
las paredes del odre. Lo desató, extrajo el aire y anudándolo otra vez y
lavándose después los ojos para borrar las huellas del llanto, emprendió
la vuelta de su casa.

Ya estaba en pie Felicia cuando llegó á ella.

--¿Por qué no me has llamado como siempre, picarona?--le preguntó,
dándole una palmadita cariñosa en la mejilla.

--Porque ayer se ha acostado usted tarde y quería que
descansase--respondió Demetria besándole la mano.

--¡Has mazado también, hija mía! ¿Para qué te has tomado ese trabajo? Yo
lo hubiera hecho mientras te arreglabas.

La tía Felicia, que era una mujer gruesa, mofletuda, sonrosada y tersa
como si tuviese veinte años, creyó advertir algo extraño en el rostro de
su hija. La miró con fijeza y profirió asustada:

--¡Tú has llorado!

--Llorar, ¿por qué?

Felicia la tomó por la mano, la condujo hasta el corredor y repitió con
más fuerza:

--Sí, sí: tú has llorado.

--No, madre, no: se engaña usted--respondió Demetria sonriendo.

--No me lo niegues, hija. ¿Te ha regañado tu padre?

--¿Mi padre?--replicó la zagala con asombro.--Mi padre no me regaña
nunca.

--Es verdad... Pues tú has llorado... Algo te pasó entonces en la
calle... Cuéntamelo, hija mía... ¿No tienes confianza en tu madre?

Y al mismo tiempo le pasó los brazos al cuello y la besó con efusión.
Demetria se sintió enternecida y rompió á llorar perdidamente.

Felicia quedó estupefacta.

--¿Cómo? ¿Qué es esto?... ¿Qué te pasa, hija querida?

Y la buena mujer, con el rostro contraído por el asombro y el dolor, le
sacudía la mano para instarla á que hablase. Al fin, con voz
entrecortada por los sollozos, Demetria habló:

--Me han dicho que no soy... que no soy hija de usted... que soy del
hospicio.

Lo mismo que le había pasado á su hija poco antes, toda la sangre de la
buena Felicia fluyó al corazón. Quedó igualmente pálida y sin poder
articular palabra.

--¿Quién te ha dicho eso?--logró proferir al cabo.

--Pepín.

--¡Ah pícaro!... ¡Le voy á arrancar las orejas!--exclamó cambiando
súbito su emoción en furor. Y ya se disponía á ir en busca del criminal,
pero Demetria la retuvo.

--No, madre, no salió de él... Fué Tomás el de la tía Colasa quien se lo
dijo y por eso se pegaron.

--¿El hijo de Colasa?... ¡Esa bruja había de ser! Desde que Goro la
quitó de pacer su vaca en el castañedo del Regueral no nos puede ver más
que al diablo. Ya sabes cómo para vengarse metió sus cerdos entre
nuestro maíz. Goro quería llevarla al juzgado y que pagase el daño, pero
yo conseguí calmarlo y que la perdonase porque me daba lástima... Pues
en vez de agradecerlo la picarona el otro día en la fuente me tiró unas
indirectas tan picantes... ¡Qué indirectas, hija mía!... Que si yo era
una holgazana, una comedora, que hacía trabajar á mi marido como á un
burro, que echaba sobre ti el peso de la casa... que os mataba de hambre
mientras yo me comía á solas magras de jamón y torta... ¡No sé cómo me
contuve y no la arranqué los pocos pelos que tiene en el moño! Y todo
porque uno defiende lo que es suyo. Por mí hubiera pacido su vaca toda
la vida en el castañedo, pero Goro me dijo: «Mujer, eso no puede
permitirse. Si la vaca se comiera sólo los yerbajos y la maleza, anda
con Dios; por un poco más ó un poco menos de rozo no habíamos de reñir;
pero se come también la cría de los árboles... ¡ya ves tú, mujer, la
cría! La cría hasta los criminales la respetan, cuanto que más los
hombres». ¿Yo qué le iba á decir entonces? Entonces le dije: «Goro,
tienes razón...»

Trazas llevaba la buena mujer de no terminar en toda la mañana su
alegato, pero advirtió que Demetria no parecía escucharla: sollozaba
cada vez con más desesperación.

--¿Por qué lloras de ese modo, hija? ¿Por un dicho, por una niñería?...
¡Deja á esa deslenguada que la coma la envidia!

--Es que yo, madre--profirió la niña con trabajo,--yo quisiera saber...
si ese dicho era cierto... porque ya lo he oído otras veces, aunque
nunca se lo dije hasta ahora.

Felicia en vez de responder rompió á llorar hilo á hilo como su hija, de
tal modo que ésta se vió al cabo necesitada á consolarla.

--¡Nunca pensara, Demetria, que me habías de dar un disgusto tan
grande!--articulaba entre sollozos que la rompían el pecho.

Demetria atribulada la besaba y la abrazaba con anhelo.

--Perdóneme, madre... yo no quería disgustarla... ¡No llore, madre, no
llore!

Felicia se calmó; pero Demetria se quedó sin obtener respuesta
satisfactoria á su pregunta.

--Anda, hija mía, vé á lavarte los ojos para que no conozcan que has
llorado. Yo voy á hacer lo mismo. Arréglate también, que el tiempo pasa
y habrá que vestir el ramo. Tu padre ya bajó á Entralgo... ¿Quién le
quita á él su rato de tertulia en el atrio de la iglesia antes de entrar
en misa?

Demetria hizo como se le mandaba. Cuando se estaba bañando los ojos con
agua fresca llegó á sus oídos el penetrante son de la gaita y el redoble
del tambor. Borróse súbita la melancolía de su rostro. Una dulce sonrisa
volvió á esparcirse por él, y sin terminar de secarse salió
apresuradamente al corredor. El gaitero con su gaita adornada con cintas
de colores y el tamborilero desembocaban ya frente á la casa seguidos de
un enjambre de niños. Allí se pararon para tocar la alborada. Los
vecinos salían á las ventanas y á las puertas pintándose en todos los
rostros la alegría.

También salió Celso, el heroico Celso, con la frente vendada para dar
testimonio de la descomunal batalla que había librado la noche anterior;
fresco, no obstante, y espléndido como una rosa. Avanzó hasta el medio
de la calle y despojándose de la montera y agitándola en la mano como si
fuese á brindar la muerte de un toro profirió dirigiéndose á Demetria:

--Bendita sea tu sandunga, chiquita, y el cura que te puso la sal y la
comadre que te cantó el _ro ro_ y hasta el primero que te dijo ¡por ahí
te pudras, serrana! ¡Bendito sea tu salero y esos negros bozales que
tienes en la cara que cuando los veo me hace _pío pío_ el alma como si
tuviese escondido un ruiseñor aquí dentro!

--¿Qué estás diciendo, Celso? ¡No entiendo una palabra!--exclamó riendo
la zagala.

Los demás también reían sin comprender. Iba el flamenco á proseguir en
sus piropos exóticos aprendidos allá en la tierra de María Santísima
entre tragos de _manzanilla_ y bocados de gazpacho blanco, cuando una
voz bronca gritó desde el corredor vecino:

--¡Celso! ¡Celso!

Y apareció el rostro espantable de la tía Basilisa.

--¿Y el verde para el ganado, grandísimo holgazán? ¿Todavía no lo has
segado?

--Ahora mismito, abuela.

--Anda listo, zángano, comedor, porque si no voy allá y te estrello en
la cabeza la sartén.

El héroe agitó la cabeza con desesperación; rechinó los dientes. Su alma
se inundó de amargura. ¡Cruel humillación para un hombre que había
corrido tantas juergas á orillas del Guadalquivir!

Miró al corredor y cerciorándose de que la vieja se había ya retirado,
exclamó con voz sorda:

--¡Ande allá, abuela, que tiene usted la cara más fea que la papeleta de
la contribución!

Y se encaminó á la casa en busca de la guadaña acompañado de la risa y
algazara de los espectadores.

Felicia salió con un vaso y una botella en las manos: escanció el rojo
licor de Castilla y lo ofreció liberalmente al gaitero y tamborilero.

--Que usted la goce muchos años, tía Felicia, y que esa manzanita
encarnada que está al balcón no se la coma ningún pícaro, sino un hombre
de bien como el tío Goro... La Virgen del Carmen las proteja... Adiós...
adiós...

La gaita y el tambor se perdieron por las retorcidas callejuelas de la
aldea.

Demetria, disipada ya por entero la nube de tristeza que sombreaba su
alma, corrió á vestirse. Delante de un espejillo fementido peinó su
cabellera soberbia; la cubrió después á medias con un pañuelo de seda
azul, cuyos flecos le caían graciosamente por la frente: colgó de las
orejas los pendientes de aljófar que su padre le había traído
recientemente de Oviedo; ciñó su garganta con tres sartas de corales;
apretó su talle con el justillo de cien flores y cordones de seda
torzal; se puso el dengue de pana, la saya negra de estameña, la media
blanca, el zapato de becerro fino... ¡Ea, ya está lista la zagala!

Ahora á casa de Telva á vestir el ramo. De Canzana debían salir tres.
Eran unos armatostes de palo á modo de jaulas, alrededor de los cuales
se colgaba una razonable cantidad de panes, que vendidos luego servían
para el culto de la Virgen. Iban adornados con flores y cintas de
colores. Sólo mozos muy robustos y remudándose podían soportarlos hasta
la iglesia.

Á las diez se formó la procesión en la más amplia abertura que la aldea
tenía. En torno de cada ramo se agruparon las zagalas cuyas familias lo
costearan. Todas iban engalanadas como el día de más fiesta del año. Sus
pañuelos de cien colores agitándose producían mágico efecto en los ojos;
pero sus rostros frescos de nieve y rosas y sus gargantas amasadas con
puras natas hacían latir de felicidad el corazón. Colocaron á la
novilla delante, la novilla ofrecida á la Virgen por el pueblo de
Canzana. Era un hermoso animal de pelo rojo y brillante. Adornaron sus
cuernos con papel dorado: ciñeron su cuello con cintas de diversos
colores. Un mozo designado por la suerte la llevaba amarrada por los
cuernos.

Ya se pone en movimiento la comitiva; ya comienza á descender por el
áspero tortuoso sendero de la montaña sombreado de castaños. Las zagalas
agitan sus panderos, cantan á coro, y sus voces puras bajan en alas de
la brisa hasta el valle. El tambor redobla alegremente; la gaita grita;
la novilla ofrecida á la Virgen brinca y juguetea haciendo sonar la
esquila que lleva al cuello.

Delante de todos disparando cohetes marcha el valeroso Celso. El humo de
la pólvora le embriaga; los cantos le alegran; un vértigo delicioso se
apodera de su magullada cabeza y por un momento se borran de su mente
las dulces memorias de la Bética.




IV

La misa.


Yo no apruebo las ideas de mi sobrino Antero. Hasta ahora hemos vivido á
gusto en este valle sin minas, sin humo de chimeneas ni estruendo de
maquinaria. La vega nos ha dado maíz suficiente para comer borona todo
el año, judías bien sabrosas, patatas y legumbres no sólo para
alimentarnos nosotros, sino para criar esos cerdos que arrastran el
vientre por el suelo de puro gordos. El ganado nos da leche y manteca y
carne si la necesitamos: tenemos castañas abundantes que alimentan más
que la borona y nos la ahorran durante muchos días; y esos avellanos que
crecen en los setos de nuestros prados producen una fruta que nosotros
apenas comemos, pero que vendida á los ingleses hace caer en nuestros
bolsillos todos los años algunos doblones de oro. ¿Para qué buscar
debajo de la tierra lo que encima de ella nos concede la Providencia,
alimento, vestido, aire puro, luz y leña para cocer nuestro pote y
calentarnos en los días rigurosos del invierno?

Así hablaba el capitán D. Félix sentado en el pórtico de la iglesia
antes de celebrarse la misa. Se hallaban allí también sentados D. César
de las Matas de Arbín, su primo, vecino y propietario de Villoria, quien
jamás en su larga vida había dejado un año de oir la misa del Carmen en
Entralgo, el tío Goro de Canzana, Martinán el tabernero, Regalado el
mayordomo y algunos otros vecinos de la misma gravedad aunque no tan
señalados.

--¿Qué antiguallas estás ensartando ahí, querido primo?--exclamó el Sr.
de las Matas con sonrisa irónica.--¡Que somos felices con nuestras
castañas y nuestro ganado! No sueltes, por Dios, tales ideas delante de
esos señores de la Pola que capitanea tu sobrino Antero, porque no
concluirán de reirse de ti. ¿Qué valen nuestros tupidos castañares, ni
tus rebaños lucidos, ni este aire puro de la montaña, ni esta luz
radiosa que el cielo nos envía delante de esas altas chimeneas que tiñen
de negro sin cesar la tierra y el firmamento?...

Los tertulios sonrieron. D. Félix dejó escapar un bufido desdeñoso. El
Sr. de las Matas quedó pensativo unos instantes. La sonrisa que contraía
su boca se extinguió. Al cabo exclamó con voz sorda y tono profético:

--¡Ay de los pueblos que corren presurosos en busca de novedades! ¡Ay de
los que, olvidando las pristinas y sencillas costumbres de sus mayores,
se entregan á la molicie! ¡Ay de los aqueos! ¡ay de los dorios! El
régimen austero, la vida sobria y sencilla que formó á los hombres de
Maratón y las Termópilas desaparecerá muy presto. Los productos
refinados de la industria, las modas y los deleites corromperán nuestras
costumbres, debilitarán luego nuestros cuerpos y no quedarán al cabo más
que hombres afeminados y corrompidos, miserables sofistas, despreciables
parásitos que escucharán temblando el chasquido del látigo romano.

Esto dijo D. César de las Matas, el hombre más docto que había producido
jamás el valle de Laviana. Vestía frac azul con botón dorado, chaleco
floreado, pañuelo de seda negro enrollado al cuello, pantalón ceñido
con trabillas y el sombrero blanco de copa alta. Contaría setenta años
de edad, alto, enjuto, aguileño, rasurado.

Todos guardaron silencio respetuoso y miraron con asombro á aquel varón
profundo, honra de la comarca que le vió nacer.

--Sin embargo, aquí el señor capitán va á recibir un buen bocado de
indemnización, si como aseguran se abre, para explotar esas minas de
Carrio, una vía de hierro. D. Félix tiene ahí muchas propiedades, y no
dejarán de cortarle alguna--manifestó Martinán el tabernero, hombre de
cuarenta á cincuenta años, espantosamente feo, de ingenio sútil,
disputador eterno.

--Aunque me las cubriesen de monedas de plata no quisiera que tocasen en
ellas. El día que escuche silbar por los castañares de Carrio los pitos
de esas endiabladas máquinas que llaman locomotoras, será uno de los más
tristes de mi vida.

--¡Alto allá, D. Félix! Esos señores que abren las minas traen muy bien
repleta la bolsa al decir de la gente. Bueno será que repartan un poco
entre los pobres que aquí estamos. Porque si usted no necesita de ese
dinero, hay por aquí muchos infelices á quienes les vendrá muy bien.

--¿Y piensas tú, botarate--exclamó el capitán con ímpetu,--que esos
señores van á traer unos cuantos sacos de doblones y á toque de campana
los repartirán como si fuesen avellanas? Ten entendido que cada peseta
que aquí dejen os costará bastantes gotas de sudor... Y entre sudar
debajo de la tierra ó á la luz del sol, es preferible esto último.

--No estoy conforme, D. Félix; no estoy conforme con eso--exclamó
Martinán disponiéndose placenteramente á entablar la discusión.--El
trabajo dentro de una mina, lo he oído decir en Langreo, es menos duro
que fuera. En el invierno está allá dentro mucho más caliente; en el
verano, más fresco. ¿Quién no tiene miedo en los meses crudos del año á
salir á la intemperie? ¿Á quién no le da pena ver en este tiempo á esos
pobres segadores debajo de un sol abrasador?

--Pero están seguros de que no les cae encima la montaña y los entierra
como hormigas, y de que el aire no se encenderá para quemarles la cara y
las manos. No serán solamente gotas de sudor lo que derramaréis dentro
de poco, sino lágrimas, lágrimas bien amargas. ¡Dichosos los que
tranquilamente reposan de su trabajo á la fresca sombra de un árbol y
comen un pedazo de borona con alegría!

--En efecto--apuntó gravemente el Sr. de las Matas,--el trabajo expuesto
y penoso de las minas no es propio de los hombres libres, tengan ó no
derecho de ciudadanía. Pienso que es solamente adecuado para los
esclavos tracios y paflagonios, y aun si se quiere, para los periecos,
gente ruda por lo regular y cuyas vidas no tienen mucha estimación. Pero
tú, amado primo--añadió sonriendo--no eres un hombre de estos tiempos.
Debiste nacer en las montañas de la Arcadia feliz, y dejar que tu vida
se deslizase lejos del tráfago y estruendo de las ciudades, sonando el
dulce caramillo y rindiendo culto á Pan y á las ninfas, coronada la
frente de mirto y roble.

--No quiero otras montañas que esas que me han visto nacer, la Peña-Mea,
la Peña-Mayor, el pico de la Vara--replicó el capitán extendiendo el
brazo y apuntando á todos los puntos del horizonte.--Pensando en ellas
mi corazón se apretaba de angustia al comenzar las batallas, pensando en
ellas maldecía de los teatros y los cafés cuando me hallaba de
guarnición en Madrid. Todavía recuerdo una noche en que sentado en la
butaca de un teatro escuchando cantar cierta ópera me preguntaba el
amigo que tenía á mi lado:--«¿Te gusta?»--No--le respondí con
rabia;--preferiría ahora estar sentado debajo del corredor emparrado de
mi casa oyendo ladrar los perros». También recuerdo otra noche en que
al salir del café y retirarme á casa tropecé con tres hombres que iban
cantando una de nuestras baladas más conocidas, la del _galán d'esta
villa_. No os podéis figurar, amigos, la alegría y la tristeza que sentí
al mismo tiempo. Los seguí como un tonto por más de una hora al través
de las calles, y cuando acordé en mí tenía las mejillas bañadas de
lágrimas.

Un murmullo de aprobación corrió por el pórtico de la pequeña iglesia.
Todos se alegran de que el capitán no los haya abandonado por los
deleites de la ciudad, como habían hecho otros propietarios de Laviana.

D. Félix Cantalicio Ramírez del Valle vestía en aquel momento su gran
uniforme de teniente coronel de la Guardia Real. Es hora ya de decir que
el capitán de Entralgo no era capitán. Aquellos sencillos campesinos le
apellidaban así porque después de general no había para ellos otra
categoría más elevada en el ejército. Ramírez del Valle se había batido
como cadete durante la guerra de la Independencia, había caído
prisionero; lo trasladaron á Francia; se fugó; ascendió á oficial;
sirvió después en la Guardia Real, y á la muerte de Fernando VII y
estallar la guerra civil, cuando iba á ser ascendido á coronel, tuvo el
capricho de pedir la licencia absoluta. No había cumplido cuarenta años
ni representaba más de treinta. ¿Por qué había adoptado semejante
determinación? La repugnancia á tomar parte en una lucha fratricida,
decía él: el amor entrañable á la tierra y la inclinación á la vida del
campo, decía todo el mundo. D. Félix no tenía de militar más que la
bravura. Exacto, metódico, económico, aborreciendo las bromas y
francachelas de sus compañeros, siempre había hecho entre ellos papel
poco airoso. Una vez retirado, se casó con una señorita de Oviedo deuda
suya. Murió ésta tres años después, de afección pulmonar, dejándole un
niño y una niña. Consagrado á ellos y ahorrando y adquiriendo cuanta
tierra podía, vivió sin salir de Entralgo más que tal vez á Oviedo ó
León para vigilar la venta de su ganado. Poco más de dos años hacía
experimentó el inmenso dolor de ver morir tísico también como la madre á
su hijo Gregorio, de edad de diez y ocho años. Era un joven de fisonomía
agraciada y claro talento, estudioso, simpático, á quien todo el
paisanaje adoraba. Falleció en Oviedo, donde estudiaba la carrera de
leyes. Su hija María, que contaba á esta fecha la misma edad, no
congeniaba con él. Aborrecía lo que D. Félix amaba, esto es, el campo,
el trato de los paisanos, los placeres y los alimentos rústicos; amaba
lo que él aborrecía; á saber, la vida de ciudad, el boato, la etiqueta.
Por esta razón y por lo endeble y vacilante de su salud pasaba sólo
cortas temporadas en Entralgo. La mayor parte del año vivía en Oviedo en
compañía de unas tías solteronas hermanas de su madre, cuyo carácter se
compadecía á maravilla con el suyo. Pagadas de su linaje, austeras,
inflexibles en la etiqueta, con la cabeza atestada de rancias
preocupaciones, las dos señoritas de Moscoso habían procurado infundir
en la hija de D. Félix sus manías y sus humos aristocráticos y lo habían
logrado á la perfección. El capitán unas veces se burlaba de sus cuñadas
y de su hija, otras se enfurecía contra ellas. De todos modos, para
evitar choques, procuraba estar el menor tiempo posible en su compañía.

--Tu conducta, primo, me hace recordar la del emperador Diocleciano.
Después de abdicar voluntariamente la corona del Universo en Maximiano,
se retiró tranquilamente á su fundo de Salona y se entregó al cultivo de
árboles y plantas. Cuando de nuevo vinieron á rogarle que empuñase el
cetro respondió sonriendo: «No hablemos de eso. ¡Si hubieras visto las
lechugas que produjo mi huerto este año!»... Mas yo no soy de tu
temperamento. Tú eres dado á los goces campestres, te recreas con
pastores, ganados, danzas rústicas, zampoñas y labores agrícolas: yo
gusto más de los placeres que proporcionan las artes imitadoras, el
trato de las personas cultas y estimables, la carátula, los paseos
formados por el arte, las bibliotecas y los jardines.

Estas palabras profirió el Sr. de las Matas de Arbín, dejando, como
siempre, asombrados y confusos á sus oyentes, que casi nunca medían el
alcance de su discurso, concertado y elegante.

«Mi primo César es un pozo de ciencia», solía decir el capitán. Y en
efecto, lo era; no hay que dudarlo. Para cerciorarse de ello no hay más
que echar una ojeada á su folleto titulado _Nuevas luces acerca de las
causas generadoras de la guerra del Peloponeso_, impreso en los tórculos
de Oviedo hacía ya bastantes años. No eran muchos, desgraciadamente, los
que lo habían leído por completo. La edición casi entera yacía debajo de
tres dedos de polvo en el desván de un canónigo grande amigo y admirador
de D. César. En cambio, pocos eran los mozalbetes de la capital que no
supiesen de memoria algún párrafo del célebre folleto, no para admirar
su entonación severa y su lenguaje profético, sino para tornarlos en
irrisión. ¡Á tal punto de vituperable impudencia y frivolidad había
llegado la juventud asturiana!

Martinán el tabernero no se daba por vencido. Jamás había llegado el
caso. Su espíritu era fértil como ninguno de la parroquia en argumentos.
La dialéctica poderosa de que hacía gala le colocaba á gran altura sobre
los paisanos, aunque no todos le reconocían de buen grado esta eminente
cualidad. Iba á tomar la palabra y rebatir con intrincada y feliz
argumentación las ideas de D. Félix; pero en aquel instante por el
camino cortado en la colina que domina la iglesia aparecieron Nolo de la
Braña y su primo Jacinto de Fresnedo.

--Ahí está el hijo del tío Pacho de la Braña--dijo un vecino.--Esta
noche los de Lorío metieron en casa á nuestros rapaces, pero no llegaron
á la suya riendo. Nolo y los de Fresnedo los alcanzaron cerca de la peña
de Sobeyana y les calentaron bien las espaldas.

Todos levantan la cabeza y admiran el porte gallardo de entrambos
jóvenes.

--¡Bravo mozo!--exclamó D. Félix mirándole con complacencia.

--No hay otro más real ni más valiente desde el Condado á los
Barreros--manifestó el vecino que había hablado.--Si no estuviese picado
con nuestros chicos hace una temporada, ni hubiera pasado lo del
Obellayo ni lo de ayer tampoco...¿Te acuerdas, Goro, cuando tú y yo
solos al pie del puente de Arco detuvimos á nueve mozos de Rivota, dando
tiempo para que los nuestros pasaran el río y los cogieran por la
espalda?

El tío Goro de Canzana sonríe, da una chupada á la pipa y responde:

--Era el día de Nuestra Señora de Setiembre. Tú y yo habíamos pasado á
Muñera acompañando á unas rapazas. Cuando veníamos ya á casa nos
tropezamos en el puente con los de Rivota. Yo te dije: «No corramos,
Manuel; los nuestros están cerca; hace poco les oí gritar». Entonces,
uno á cada lado del puente, nos meneamos como pudimos. Á ti te dieron un
palo en la cabeza y quisiste caer, pero alzándote en seguida empezaste á
repartir garrotazos que daba miedo verte. Á mí me molieron también los
hombros, pero hice soltar el palo á dos de ellos. «¡Vamos, vamos que
aquí nos matan!» dijiste.--Aguarda un poco, te respondí, porque había
visto las monteras de los nuestros. ¡Y gracias á Dios llegaron á tiempo!

El tío Goro de Canzana sonríe siempre, pero sus ojos se humedecen al
recordar los tiempos heroicos de su juventud.

--Eso está bien--manifestó otro vecino--y no es faltar á la ley el que
los rapaces se den alguna vez dos vardascazos; las manos se sueltan y el
pellejo se endurece. Pero ¿qué decir de lo que pasa en Langreo, donde
por un pique cualquiera echan mano á la navaja barbera, cuando no sacan
esas pistolas de seis tiros como la que trajo de Oviedo el señor
capitán?

--El que saca una navaja no es mozo leal ni regular. No se degüella á
los hombres como á las reses--repuso el tío Goro con la profundidad que
le caracterizaba.

El estallido lejano de un cohete les hizo á todos levantarse de sus
asientos y salir fuera del pórtico.

--¡Ahí están los ramos!--gritaron los chicos.

La pequeña iglesia de Entralgo se halla situada en la falda de la colina
y dista del pueblo dos tiros de piedra. Desde el campo que hay delante
se domina bastante bien el valle. Por la falda de la colina opuesta,
donde está asentada Canzana, bajaba ya la procesión de los ramos
llevando á su frente al valeroso Celso. Sonaban lejos las notas agudas
de la gaita y el sordo redoble del tambor. Poco después se escucha el
ruido de los panderos y el cántico de las mozas. Por fin, entre los
árboles que á modo de bóveda sombrean la calzada pedregosa se divisan
los pañuelos de cien colores de las zagalas y los ramos de pan
guarnecidos de flores y cintas y la novilla juguetona y empenachada. Los
de Entralgo tiran sus monteras al alto saludando con alegría la
pintoresca comitiva. Cuando llega salen á recibirla y se cambian entre
unos y otros cordiales saludos.

El glorioso Bartolo aprovecha la confusión para acercarse á Nolo y le
dice:

--Ya sé que esta noche en la peña de Sobeyana habéis zurrado la piel á
esos cerdos de Lorío. Todos te lo agradecemos, Nolo. En este pueblo
siempre tendrás guardadas las espaldas.

--Muchas gracias, Bartolo--responde el héroe mientras en sus labios se
dibuja una sonrisa altiva.--Nada sé de eso que me dices. Desde aquí nos
hemos ido á la cama. Ya sabes que la peña de Sobeyana no está en el
camino de Villoria.

--Aunque lo niegues es igual. Hasta los gatos saben en el pueblo lo que
habéis hecho: yo mejor que ninguno porque estaba en los maizales de la
vega esperando á ver si quedaban algunos pocos rezagados para
abollarles los cascos. ¡Á mí no me han metido en casa, puño! Hasta que
no pude más estuve arreando leña detrás del palacio del capitán, y
cuando ya me vi cercado por más de treinta salté la cerca de la Pedrosa
y me metí en la vega. El palo se me había roto en dos cachos sobre la
mollera de Firmo de Rivota y tuve que sacar un bárgano de la sebe para
defenderme. Esta mañana todavía estaban en el mismo sitio los dos
pedazos del palo:... aquí los traigo para que nadie me llame embustero.

Y el glorioso hijo de la tía Jeroma sacó por debajo de la chaqueta que
llevaba sobre el hombro los dos cachos del garrote, mudos testigos de su
valor indomable. Nolo los contempla con expresión irónica y dice riendo:

--¡Lástima de palo! No volverás á tener otro tan majo, Bartolo. Me
alegro de que haya sido mentira lo que me dijeron.

--¿Qué te dijeron?--preguntó un poco turbado el valiente.

--Que la tía Jeroma te había llevado por las orejas á casa antes de
comenzar la gresca.

--¿Quién dijo eso, puño? Suéltalo en seguida, porque quiero meterle
estos cachos del garrote por los dientes--exclamó hecho una furia el
hijo de la tía Jeroma.

Nolo se esquivó riendo y se introdujo entre la muchedumbre á ver si
tropezaba con Demetria. Ésta, otras dos mozas de Canzana, Rosaura y
Telva, y Eladia de Entralgo habían sido designadas por el señor cura
para llevar en procesión la imagen de la Virgen. Tal resolución sirvió
para que el festivo Regalado se proporcionase un rato de maligno placer
á costa de Maripepa.

--Oyes, chica--exclamó así que acertó á verla.--Á todos nos ha
sorprendido y disgustado que el señor cura no te llamase para llevar á
la virgen. Porque, á la verdad... eso de haber elegido tres mozas de
Canzana y sólo una de Entralgo no está bien.

--¡Ya lo creo, como que las de Canzana le traen los jarritos de leche
caliente, la manteca fresca, la morcilla y el queso! ¡Yo como soy una
pobrecita no puedo traerle nada!--exclamó con acento de rabia Maripepa.

--Eso será, porque tú eres tan buena como las demás para llevar la
Virgen; y aunque no eres rica sabes vestirte como la primera.

La coja con tales lisonjas se esponjó lo indecible. Acometida de un
furor orgulloso, soltó por su boca desdentada mil improperios contra el
párroco y contra las zagalas de Canzana que la perseguían cruelmente con
su envidia. Esto causó el regocijo no sólo de Regalado, sino de cuantos
la escuchaban.

Pero ya al son de la gaita y el tambor y con el estampido de los cohetes
salía la sagrada imagen de la Virgen del Carmen por la puerta de la
iglesia. Rodeábanla las mozas con sus panderos. Delante marchaba el
capitán, portador del gran farol tradicional. Su uniforme
resplandeciente causaba el asombro de aquellos campesinos,
particularmente de los niños que se amontonaban en torno suyo
devorándole con los ojos. Todos los años gozaban del mismo espectáculo y
cada año les parecía más nuevo y sorprendente. Detrás venían seis ú ocho
sacerdotes, casi todos los que contaba el concejo. Dieron la vuelta al
templo y sobre el altar portátil levantado á sus espaldas colocaron la
imagen. Allí se celebraba la misa al aire libre el día de la fiesta. La
pequeña iglesia no podía contener á la muchedumbre de los fieles.
Derramados por el frondoso bosque de castaños que en declive se extiende
por detrás estaban ahora todos, la mayor parte de Entralgo, pero muchos
también de las demás parroquias del valle.

Comienza la misa. Las capas de tisú de oro de los sacerdotes oficiantes
resplandecen al sol. Suena la gaita acompañando á los cantores desde una
tribuna improvisada. La muchedumbre arrodillada sobre el césped asiste
recogida y silenciosa al santo sacrificio mientras la brisa de la
montaña agita las hojas de los árboles y refresca suavemente sus sienes.

Demetria, de pie como sus tres compañeras al lado de la Virgen, había
encontrado los ojos de Nolo posados sobre ella. En vez de sonreírle como
siempre baja los suyos avergonzada; sus frescas mejillas se tiñen de
rojo. La fatal palabra de su hermano vuelve á penetrar en su alma y á
turbarla. Ella era una pobrecita recogida, una hospiciana; estaba casi
segura. Nolo no podía casarse con ella. Tal idea aferrada á su mente la
traspasaba de angustia, oprimía su pecho hasta impedirle la respiración.
Hubo un instante en que la vista se le turbó y estuvo á punto de caer.
Entonces, elevando sus ojos á la sagrada imagen, murmuró con fervor:
«¡Virgen María, asísteme!»

La Virgen la asistió. Repentinamente quedó tranquila y se dijo con firme
resolución: «Antes de que llegue á descubrirlo dejaré la casa y me iré á
servir un amo en Oviedo ó Gijón».

Cuando la misa termina vuelve la procesión en el mismo orden dando la
vuelta á la iglesia. Las campanas redoblan alegremente; estallan los
cohetes; cantan los clérigos; el anciano capitán se pone en marcha y sus
placas de oro, ganadas en el campo de batalla, despiden vivos destellos.
Entonces un estremecimiento corre por la multitud. Todos, grandes y
niños, volvemos los ojos hacia la Virgen del Carmen, nuestra madre y
nuestra protectora, que marcha lentamente sobre los hombros de las
cuatro hermosas zagalas.

Dos de estas zagalas son rivales: el apuesto Quino las festeja
alternativamente; pero saben disimular sus celos con arte femenino.
Eladia sonríe de vez en cuando á Telva. Ésta le devuelve su sonrisa.
Ambas se esfuerzan en aparecer serenas y confiadas.

La procesión entra en la iglesia. Poco después la muchedumbre sale y se
esparce por el pequeño campo de delante y el castañar de detrás. Quino
se acerca á Telva y con frase insinuante la requiebra y la felicita.
Arrimados á una columna del pórtico departen en voz baja mientras
Eladia, con la muerte en el alma, les dirige miradas fulgurantes. Pero
Flora, la gentil zagala de Lorio, se acerca á ella y procura distraer su
pena con su charla siempre alegre y graciosa.

--Deja que me esconda detrás de ti. Jacinto me persigue y me sofoca.

--¿Tanto te disgusta que te quiera?--respondió Eladia sonriendo
tristemente.

--No me disgusta, pero hace demasiado calor. En vez de miel yo
necesitaría ahora un poco de agua de limón.

En efecto, el pobre Jacinto había buscado y había hallado á su adorada
Flora, pero ésta le había huído como siempre. También Nolo había querido
acercarse á Demetria. Y con gran sorpresa, pues no estaba acostumbrado á
ello, observó que la niña rehuía su encuentro. Por algunos instantes
permaneció extático, sin saber qué pensar de tal conducta; pero antes de
que recobrase su serenidad y se resolviese á seguirla y pedirle una
explicación se oye gritar por todas partes: «¡La despedida, la
despedida!» Una nube de niños avanza hasta el pórtico de la iglesia.
Detrás de ellos vienen los grandes. Todos se colocan en fila á entrambos
lados de la puerta, dejando una calle regularmente espaciosa. Por ella
marchan las zagalas de Entralgo y Canzana cantando y agitando los
panderos y en esta forma penetran en el templo. Se arrodillan al entrar,
se levantan después y á los cuatro pasos se arrodillan otra vez y otra
vez se levantan. De esta manera llegan hasta los pies de la Virgen y
allí se despiden cantando largo rato. Luego, caminando hacia atrás, sin
volver la espalda, doblando las rodillas cada pocos pasos y alzándose
después, salen de la iglesia sin dejar de cantar y de sonar los
panderos.

Fuera se diseminan. Todas llevan colgado al cuello el santo escapulario
tocado á la Virgen. Los mozos avanzan hacia ellas y se los piden para
besarlos.

Telva y Eladia salían juntas. El bizarro Quino las ve y se encamina
hacia ellas. Va á demandar á Telva su escapulario; pero con arranque
caprichoso ó tal vez para mostrar su omnipotencia, lo pide á Eladia.
Esta enrojece como una amapola y temblando de emoción se lo entrega,
mientras la desairada Telva se muerde los labios pálida de cólera.

Nolo se acerca á Demetria y le hace igual petición. La niña se lo tiende
con sonrisa melancólica. Luego, emparejados, se alejan departiendo entre
los árboles.

¿Qué hacías tú mientras tanto, linda y burlona morenita? El enamorado
Jacinto llega á tu presencia y con voz apagada te pide el escapulario.
Entonces, empujando á Maripepa que iba á tu lado, le dices: «Dale el
tuyo, querida, que el mío ya lleva sobrados besos». Jacinto se ve
obligado á besar el escapulario de la horrible coja, mientras tú ríes
malignamente.




V

La romería del Carmen.


En la pomarada del capitán, debajo de los árboles, se había colocado una
mesa á la cual se sentaban hasta una docena de comensales. Procedían
casi todos de la Pola. Sin embargo, había un ingeniero de Madrid y un
químico belga. Pocos días hacía que habían llegado á Laviana para
dirigir los trabajos de las minas recién abiertas sobre la aldea de
Carrio. Los había acompañado á Entralgo y los había presentado á D.
Félix su sobrino Antero, promovedor incansable de los intereses de
aquella región y apóstol elocuente del progreso. Recibiólos el Sr.
Ramírez del Valle con afable hospitalidad y les invitó á su mesa, pero
no sintió alegría de verlos. Ya sabemos que su corazón no estaba abierto
á la influencia de las maravillas industriales.

Antero era un joven de carácter franco y fisonomía simpática, locuaz,
ilustrado, arrogante. Se había recibido de licenciado en Derecho hacía
pocos años. No diremos que se creyese un genio, pero sí estaba seguro de
que podía competir con los jóvenes más distinguidos de la provincia. En
cuanto á su valle natal, ningún otro osaba hablar de política y
literatura delante de él. Conocía bien la historia de la revolución
francesa, especialmente la de los Girondinos; estaba versado en Economía
política, había leído la _Profesión de fe del siglo XIX_ de Pelletan,
algunos versos de Víctor Hugo y tres volúmenes de la Historia Universal
de César Cantu. Además, cuando se hallaba entre amigos de confianza,
osaba poner algunos reparos al texto de las Sagradas Escrituras, en el
cual encontraba ciertas contradicciones de bulto. Hasta se decía que en
cierta ocasión, de sobremesa con varios sacerdotes, los había puesto en
grave aprieto hablando del Génesis. Por estas razones y otras que omito,
Antero Ramírez era lo que pudiera llamarse un grande hombre regional.

Sin embargo, D. Félix no le reconocía de buen grado sus cualidades
sobresalientes. Entre tío y sobrino existía una disimulada antipatía,
que á veces no se disimulaba. Antero pensaba que su tío era una buena
persona, un militar valiente, pero algo «arrimado á la cola». D. Félix
consideraba á su sobrino, á pesar de los triunfos académicos que
ostentaba, como un joven superficial, uno de tantos abogados charlatanes
como producía la universidad de Oviedo. ¡Qué diferencia entre estos
mocosos que hablaban de todo con impertinente suficiencia y aquellos
varones antiguos como su primo César, tan reposados, tan profundos, tan
macizos!

Estaban allí también el alcalde, hombre de mediana edad, afable y
alegre, que solía decir frases chistosas y reía con ellas hasta toser y
tosía hasta reventar. El recaudador, bilioso, taciturno, lleno de
prudencia, excepto cuando bebía más de veinte vasos de sidra. Al beber
el veintiuno comenzaba á recordar sus triunfos universitarios, los
sobresalientes que le habían dado en Derecho canónico y Disciplina
eclesiástica, el _accésit_ que había ganado en la Licenciatura con
notoria injusticia, pues nadie dudaba que merecía el premio (uno de los
jueces se había negado á firmar el acta considerándolo así). Al pasar de
treinta venían á su memoria las imágenes flotantes de las mujeres que
había seducido y se extasiaba recordando los dulces pormenores de sus
amoríos: una de aquellas mujeres abandonadas se hallaba á la hora
presente en un convento; otra se había tragado una caja de fósforos. Por
último, cuando introducía en su estómago más de cuarenta vasos, se
iniciaba el período del heroísmo. El recaudador resultaba entonces, á
pesar de su pecho hundido y escuálidas piernas, un hombre terrible, un
ser cruel que había pasado su juventud hinchando las narices á sus
condiscípulos y apaleando á los serenos; el terror de la ciudad de
Oviedo, donde había quedado memoria perdurable de sus proezas.
Felizmente para él (porque en tales ocasiones se hacía impertinente y
agresivo y solía encontrarse con alguna bofetada), llegaba pocas veces á
cifra tan elevada. Una gastralgia crónica le obligaba, mal de su grado,
á mantenerse en la sobriedad y moderación.

El escribano D. Casiano no padecía ninguna clase de gastralgia ni aguda
ni crónica. Por eso no se creía en el caso de usar de la moderación del
recaudador. Bebía como un buey y orinaba como otro buey y tenía un
vientre mayor que el de dos bueyes reunidos. Por su complexión ciclópea,
por su faz de escarlata, la fuerza de sus jugos digestivos y la eterna
risa que brotaba de su pecho como un torrente que se despeña, pertenecía
á otra edad remota, no á la presente. Era digno de sentarse en algún
festín pelásgico ó cuando menos de asistir á la famosa hecatombe que
Nestor, rey de Pylos arenosa, celebró en honor de Neptuno, y comerse uno
de aquellos bueyes á medio asar. Sin embargo, este D. Casiano, cuando se
encerraba en el cuartucho polvoriento y fementido que le servía de
despacho y se colocaba delante de su mesa atestada de expedientes, no
resultaba un hombre primitivo, sino bien refinado. Sus narices de
ventanas dilatadas no le servían para olfatear el jabalí ó el oso que
cruzaban por el bosque, sino las pesetas que podía devengar el proceso
que tenía entre las manos. Y vengan providencias, y notificaciones y
resmas de papel sellado cuando los procesados eran personas solventes ó
poseían al menos un pañuelo de tierra ó una yunta de vacas. La tierra,
los establos, las vacas, los enseres de la casa y hasta los pucheros del
lar, todo pasaba al instante por el esófago del escribano troglodita. Lo
mismo acaecía con las herencias. Muriese testado ó intestado, todo
paisano podía estar seguro de que una buena parte de su hacienda, cuando
no toda, pasaría irremisiblemente al vientre de D. Casiano.

Acudió igualmente aquella tarde á Entralgo el farmacéutico Teruel,
hombre profundo, inventor de ciertas pastillas contra las lombrices que
eran el asombro y el orgullo del concejo. De todos los rincones de
Asturias solían venir demandas de estas famosas pastillas. En Madrid
mismo, donde las importó una señora de Oviedo, adquirieron prosélitos.
Habían salvado de la muerte á la esposa de un diputado asturiano, el
cual en recompensa había hecho condecorar al benemérito boticario con la
cruz de Isabel la Católica. Mas después de este esfuerzo químico tan
prodigioso el ingenio de Teruel se había agotado ó había dormido para
siempre. Ó considerando tal vez vanas y engañosas las glorias humanas,
había decidido renunciar á toda labor científica. Lo cierto es que desde
hacía largos años estaba dedicado á pescar truchas con caña en el río y
á beber sidra en los lagares. ¿Quién regentaba la botica en su ausencia
casi continua? Su digna esposa D.ª Teresa. Ésta hacía los emplastos,
molía las drogas y despachaba cuantas recetas llegaban á la oficina.
Teruel había resuelto al mismo tiempo varios problemas sabrosos: no
trabajar, no pagar dependientes y tener á su mujer ocupada.

Irritaba esto la cólera del médico D. Nicolás, quien consideraba
degradante que una hembra interpretase sus prescripciones. Murmuraba
agriamente de la holgazanería del boticario; hablaba de poner en
conocimiento del subdelegado de farmacia aquella ridícula y ofensiva
sustitución. ¿No habría en su indignación una migaja de envidia? Los
vecinos decían que sí. Porque D. Nicolás, lejos de poseer una esposa
bella, laboriosa, inteligente, como Teruel, tenía por compañera un
endriago. Le llevaba diez ó doce años de edad, era fea, achacosa,
impertinente, ridícula. Y á cambio de estas cualidades exigía que se la
adorase, que el bueno de su marido la mimase todo el día, le prodigase
las caricias más subidas y exquisitas. Y se descuidaba de hacerlo, ¡eran
de oir sus protestas y recriminaciones! No pasaba día sin que la casa
del médico no resonase con voces coléricas, gritos y lamentos. D.
Nicolás, para imponer la paz y aplacar la cólera de aquella víbora
pisada, se veía necesitado unas veces á emplear medios coercitivos poco
compatibles con su educación, otras á humillarse á ciertas condiciones
que le repugnaban y fatigaban tristemente. De todos modos, su vida era
amarga y contrastaba con la muelle y regalada que llevaba su compañero
Teruel.

Aunque más agitada, no dejaba de ser dulce y sabrosa la que llevaba el
capellán D. Lesmes. Rasurado con primor, más bien delgado que grueso, de
tez sonrosada, nariz aguileña, ojos pequeños y vivos y no poco pícaros,
de cuarenta años de edad. No tenía más órdenes que la _prima tonsura_
impuesta para que pudiese disfrutar las pingües rentas de una capellanía
de familia. Le estaba vedado por lo tanto contraer justas nupcias. Pero
no pensaba que le estuviesen vedadas igualmente las injustas. En todo el
valle no existía hombre más enamorado ni que poseyese armas amorosas de
más alcance. Sus conquistas se contaban por docenas. Habitaba en el
caserío de Iguanzo, del lado de allá del río, frente por frente de
Entralgo. Desde este punto estratégico situado en el centro del
concejo, D. Lesmes hacía constantes correrías por todo él, dejando á los
hombres, pero no perdonando hembra alguna, ni por fea ni por vieja.
Nadie conoció jamás un caballo de tan buena boca. Si se pudiesen poner
en ristra las víctimas de sus hechizos, impondrían terror por la calidad
tanto como por la cantidad. Hay que hacerle justicia, sin embargo: nunca
había atacado las plazas de sus pares, esto es, de los hidalgos de
Laviana. Solamente á las del paisanaje llevaba la ruina y devastación.
Por eso quizá disfrutaba aún de la luz del sol, tan cara á los mortales.

Todos estos señores y los demás que se sentaban á la mesa del capitán
compartían las ideas del joven Antero. Todos creían que Laviana, por el
número y riqueza de sus minas de carbón, se hallaba destinada á
representar pronto un papel importante, no sólo en la provincia, sino en
la región cantábrica. Deseaban que aquellos tesoros subterráneos
saliesen pronto á luz; estaban ávidos de que en la Pola, capital del
concejo y partido judicial, se introdujesen reformas y mejoras que la
hiciesen competir dignamente con Sama, capital del vecino concejo de
Langreo. En Sama se encendían por las noches faroles de petróleo para
alumbrar á los transeuntes. En la Pola ni soñarlo siquiera. En Sama se
comía carne fresca todos los días. En la Pola, salada todo el año,
excepto cuando á algún vecino se le antojaba sacrificar una res y vender
una parte de ella. En Sama había ya un _café_ con mesas de mármol. En la
Pola sólo algunas tabernas indecorosas. Por último, y esto era lo que
causaba más admiración y envidia entre nosotros, en Sama se había
abierto recientemente nada menos que un paseo con docena y media de
castaños de Indias puestos en dos filas y ocho ó diez bancos de madera
pintados de verde, donde los _particulares_ se repantigaban todos los
días para leer las gacetas de Madrid. Para llegar á tal grado de
civilización era necesario que los lavianeses _aunaran_ sus esfuerzos.
Esto se repetía sin cesar en la Pola.

Los únicos que en aquella tertulia pensaban mal de las minas y no
ansiaban las reformas, á más del capitán, eran su primo César, el señor
de las Matas de Arbín y el párroco D. Prisco. El primero por su espíritu
clásico y temperamento dórico, el segundo porque era un gran filósofo.
D. Prisco sólo hallaba dos cosas dignas de atención: el cielo estrellado
y la _brisca_. En consecuencia, ó rezando ó jugando: ésta era su vida.
Todo lo demás estaba comprendido en dos palabras, las predilectas, quizá
las únicas que salían claras de los labios de aquel hombre memorable.
_¡Miseria humana!_ Éstos eran los dos vocablos que abrazaban la creación
entera y sus múltiples relaciones. Unas veces proferidos con admiración,
otras con lástima, otras con resignación ó con ironía ó con desdén,
según las circunstancias, para todos los casos servían por espinosos que
fueran. Cuando algún feligrés venía á contarle una lástima ó á exponerle
quejas de su mujer ó de sus hijos, un murmullo ronco salía de las
profundidades del pecho del párroco. En aquel murmullo sólo se percibía
distinta la profunda sentencia, compendio y resumen de toda la sabiduría
de D. Prisco.

Comieron el capón asado, las truchas salmonadas, las olorosas judías con
morcilla y lacón, la rica empanada de anguilas, todo aderezado y servido
por las manos primorosas de D.ª Robustiana, á quien servía en esta
ocasión de azafata la vivaracha Flora. Bebieron el espeso vino de Toro
traído en odres desde Castilla al través de las montañas que separan á
esta región de las Asturias por el propio Martinán que ahora lo servía
loando sin cesar su pureza y sus virtudes. Bebieron aún con más placer
la sidra de la pomarada de D. Félix. El lagar estaba allí próximo: una
de sus puertas se abría sobre la pomarada; la otra sobre el Campo de la
Bolera, donde en aquel instante se celebraba parte de la romería.

Y cuando llegaron los postres, el joven Antero se levantó con la copa en
la mano y habló de esta manera:

--Amaneció al cabo el día por nosotros tan ansiado, el día de que
nuestro valle salga de su profundo y secular letargo. Aquellos tesoros
que nuestros padres pisaron siglos y siglos sin sospechar su existencia,
para nosotros los amontonó la naturaleza debajo del suelo: para nosotros
y para nuestros hijos. Los desgraciados habitantes de esta región que
apenas pueden, á costa de grandes esfuerzos, llevar un pedazo de borona
á la boca, dentro de pocos días, gracias á la iniciativa de una poderosa
casa francesa que va á sembrar aquí sus capitales, encontrarán medios de
emplear sus fuerzas, ganarán jornales jamás soñados por ellos. Y con
estos jornales se proporcionarán muy pronto las comodidades y los goces
que embellecen la vida. Porque el hombre no está destinado á vegetar
como un hongo tomando de la tierra lo estrictamente necesario para no
fenecer de hambre; tiene otras necesidades. Dentro de nuestro corazón
existe un impulso que nos hace apetecer nuevos y variados elementos de
vida, cambios incesantes que nos ofrezcan formas más y más interesantes
de existencia. ¿Qué sería el mundo si todos nos limitásemos á recibir
los usos de nuestros padres y á guardarlos como un tesoro intangible y
precioso? Para que el hombre se eleve, para que exista el progreso es
necesario que prescindamos de ese respeto exagerado á la costumbre, que
no temamos crearnos necesidades. Las necesidades son acicates que
sacuden nuestra indolencia. Es necesario que nos relacionemos con los
países extranjeros para hacernos partícipes de sus adelantos, que
apetezcamos siempre algo nuevo y mejor y que hagamos esfuerzos
incesantes por conseguirlo. Dentro de pocos meses oiréis resonar por
estas montañas el agudo silbido de la locomotora. Es la voz del vapor
que nos llama á la civilización.

Todos acogen con hurras y palmadas este sensato discurso. Sólo D.
Félix, D. César y D. Prisco permanecen silenciosos y taciturnos.

Al sentarse el sobrino del capitán se levantó el ingeniero que había
llegado de Madrid. Era un joven de fisonomía inteligente y agraciada.

--Brindo--dijo--por que en breve plazo quede desterrado del hermoso
valle de Laviana ese manjar feo, pesado y grosero que se llama _borona_.
No podéis imaginar con qué profunda tristeza he visto á los pobres
labradores alimentarse con ese pan miserable. Entonces he comprendido la
razón de su atraso intelectual, la lentitud de su marcha, la torpeza de
sus movimientos, la rudeza de todo su ser. Quien introduce en su
estómago diariamente un par de libras de borona no es posible que tenga
la imaginación despierta y el corazón brioso. Procuremos todos en la
medida de nuestras fuerzas que pronto desaparezca de aquí ó al menos que
se relegue á su verdadero destino, para alimento de las bestias, que
pronto se sustituya por el blanco pan del trigo. Con él, no lo dudéis,
despertará la inteligencia, se aguzará el ingenio, crecerán los ánimos y
por fin entrarán en el concierto de los hombres civilizados los
habitantes de este país.

Mucho se rieron y celebraron las palabras del joven ingeniero. El
actuario D. Casiano se levantó de su silla y le apretó contra su vientre
de tal modo que el ingeniero decía más adelante que por un momento se
creyó dentro de él como Jonás dentro de la ballena. ¡Y sin embargo, D.
Casiano se comía con rematado placer media borona migada en leche! Pero
se guardó bien de confesar esta flaqueza. Hubiera negado á la borona, no
tres veces como San Pedro á su maestro, sino trescientas. Todos la
negaron, ¡todos! aunque había nutrido la infancia de la mayoría de
ellos. Sólo el señor de las Matas de Arbín se levantó de su silla y con
reposado y noble ademán avanzó su copa hasta chocar con la del ingeniero
y dijo:

--Hubo un tiempo, señor, en que delante de estos rudos campesinos,
alimentados con castañas y bellotas como las bestias, corrían
desbandadas las águilas romanas enviadas por Augusto. Más tarde las
huestes sarracenas que habían paseado en triunfo todo el orbe, vinieron
á estrellarse contra los pechos de un puñado de labriegos ahí, un poco
más arriba, en la sacra montaña de Covadonga. Pasaron muchos siglos,
empezaron á alimentarse con borona, y otras águilas tan brillantes, las
del César Napoleón, cayeron sobre nuestro país. Estos campesinos
segándolas el cuello por montes y barrancos probaron que con la borona
no habían perdido el ardimiento. Y en las luchas de la inteligencia, en
los nobles certámenes de las ciencias y de las artes muchos asturianos
criados con borona alcanzaron, señor, honra imperecedera. Su voz ha
resonado con elocuencia en la tribuna, su pluma ha trazado páginas
brillantes que admira el extranjero, su cincel ha dado eterna vida á la
piedra y la madera... No me sorprende en verdad que usted haga ascos á
este manjar grosero hecho con la harina del maíz. Dionisio de Siracusa
también los hizo cuando le dieron á probar aquella sopa negra de los
espartanos fabricada con sal y vinagre, manteca de puerco y pedacitos de
carne. «¡Es detestable!» exclamó.--«Le falta algo», respondió el
cocinero.--«¿Qué le falta?»--«Que te hubieses bañado en el Eurotas y
hubieses hecho todos los ejercicios de la palestra.» Del mismo modo,
señor, para conocer el gusto de la borona le ha faltado á usted bañarse
en el Nalón y haber pasado el día cavando la tierra con la azada.

Tocó á su vez al capitán el levantarse y abrazar estrechamente á su
primo. El ingeniero contempló aquella figura estrafalaria y escuchó
tales palabras con asombro. Los demás le hicieron disimuladamente señas
de que se trataba de un excéntrico.

--Bien está lo que mi venerable amigo el señor de las Matas de Arbín
acaba de manifestarnos--dijo Antero levantándose de nuevo.--Los
alimentos por groseros que sean no privan al hombre de sus aptitudes,
sobre todo de aquellas que le son comunes con las fieras, las de luchar
y defenderse. Mas yo pregunto: ¿para qué serviría su actividad si no
arrancase á la naturaleza sus secretos si no fuese gustando de todos los
recursos que la Providencia puso á su disposición? Si la situación del
hombre, si sus alimentos, si sus vestidos no hubieran de cambiar jamás,
esas artes, esas ciencias de que nos hablaba D. César serían inútiles y
aun me atrevo á decir que imposibles. Comprendo el amor y el respeto que
mi querido tío D. Félix y el señor de las Matas de Arbín sienten por el
pasado; pero no quisiera que ese amor les arrastrase á privar á este
valle de lo que tiene derecho á alcanzar, mayor bienestar para sus hijos
y un puesto en la civilización. Por eso en este momento me atrevo á
suplicar á mi buen tío que no se oponga á que por sus propiedades de
Carrio cruce la vía férrea necesaria para transportar los minerales. Su
oposición, aunque fuese vencida por la ley, al cabo dilataría algún
tiempo la prosperidad de nuestro país.

--¡Me opongo y me opondré con todas mis fuerzas!--exclamó el capitán
airado.--Yo no creo que esa prosperidad traiga á este valle dicha
ninguna. El ejemplo de Langreo, que tenemos bien cerca, me lo confirma.
Los hombres trabajarán más que antes y no á luz del día y respirando la
gracia de Dios como ahora, sino metidos en negros, inmundos agujeros.
Las mujeres lavarán más ropa sucia, cuidarán más enfermos, quedarán
viudas primero. Los niños escucharán más blasfemias, sufrirán más
golpes. Yo me río de esa prosperidad y la maldigo. ¿Qué me importa que
traigáis un puñado más de oro si con él llega el vicio, el crimen y la
enfermedad?

Quiso Antero discutir con su tío; probarle que estas lacerias no son
consecuencia obligada de la industria y las minas, sino perturbaciones
accidentales que al cabo quedan suprimidas por sí mismas cuando los
obreros se hacen más cultos por la enseñanza y el trato. Pero don Félix
se negó á escuchar. Colérico cada vez más y respondiendo á las razones
de su sobrino con frases violentas ó desdeñosas, tanto llegó á exaltarse
que el alcalde, el boticario y otros comensales creyeron prudente
intervenir. Encauzaron la conversación hacia otros asuntos y procuraron
alejar al tío del sobrino. Se habían levantado ya todos de la mesa. Se
diseminaron por la pomarada formando grupos. La viva disputa de D. Félix
con Antero había producido cierto malestar. Se deploraba en voz baja que
aquél tuviese un carácter tan violento.

Al cabo renació la calma, terminaron los comentarios, y la alegría y la
franqueza volvieron á reinar sobre los convidados. Algunos se acercaron
al lagar, penetraron en él y departieron con los labradores que allí
estaban; otros pasearon debajo de los árboles hasta los confines de la
pomarada. El señor de las Matas fué uno de ellos. Enfrascado en sus
meditaciones clásicas y repitiendo en voz baja la hermosa égloga primera
de Virgilio caminó paso entre paso por la finca. Y como llegase á una
rinconada umbría, se tendió _sub tegmine fagi_ recitando cada vez con
más fervor los versos del cisne de Mantua. Se sentía feliz. La sidra le
ponía siempre en una disposición poética tan lejana del furor báquico
como del grosero sopor de los esclavos. En otro tiempo, cuando esto
acaecía, solía ver cruzar por el bosque á Diana cazadora con su cortejo
de ninfas medio desnudas y tendía hacia ellas sus brazos anhelantes. Ya
hacía años que habían cesado estas imaginaciones eróticas. Ahora en
tales ocasiones ya no veía ninfas, sino ánforas llenas hasta el cuello
del chispeante vino de Chipre ó de Rodas. Se hallaba, pues, reposando
dulcemente como Títiro, cuando acertó á oir cerca y detrás de los
árboles rumor de conversación. No hubiera hecho alto en ello si no
percibiese bien claro entre aquella charla su nombre. Se alzó, acercóse
más y escuchó. Hablaban allí tendidos sobre el césped Antero, el
ingeniero español y el químico belga.

--Es un tipo verdaderamente notable--decía Antero.--Deben ustedes
estudiarlo. Para él no existe nada digno de aprecio fuera de las
Thermópilas y Maratón. Odia á los medos y á los persas más que á los
chicos que le roban la fruta.

--¡Es curioso!--exclamaba el ingeniero.

--Pero su enemigo mortal es Pericles.

--¿Cómo?

--Sí, se ha empeñado en destruir su gloria, y busca y rebusca por todas
partes algo que pueda socavarla. Le echa la culpa de la ruina de Atenas
y de todo lo malo que allí ha pasado, le niega el talento, le niega la
elocuencia y le persigue con la misma saña que si le hubiera estafado.
No tienen ustedes más que sacarle la conversación del _olímpico_, como
él lo llama con sorna, y le verán ustedes deshecho. Por lo general, es
hombre pacífico y comedido; mas en cuanto se le habla de Pericles sale
de sus casillas y suelta horrores por la boca. Hace algunos años
escribió un folleto fulminante contra él. En todo Asturias se conoce
este documento, que es chistosísimo. Oigan ustedes algo:

«Á buena fe, Pericles; á buena fe, don traidor, suspiros y lágrimas asaz
engendrará vuestra desbocada ambición. La ley no es bien guardada, la
ley positiva de los tiempos heroicos de la Hélade. El gran aparejo y
atavío con que ornáis la ciudad de Teseo más le hará tuerto que derecho.
Holgados y descansados queréis á vuestros compatriotas, dolientes y
cobardes los hallaréis á la hora de la batalla...»

--¡Graciosísimo!--exclamó el ingeniero, riendo á carcajadas.

--C'est étonnant!--profirió el químico, que apenas podía comprender una
palabra de aquel lenguaje.

--En otro tiempo se le ocurrió a mi tío y a otros señores hacerle
alcalde. Crean ustedes que ha dejado memoria perdurable de su paso por
el ayuntamiento. Cuando presidía las sesiones se creía en el Ágora. Una
vez en que se trataba de la limpieza de los pozos negros de la Pola
comenzó su discurso diciendo: «Setecientos mil dracmas gastaron los
dorios en dotar de alcantarillas á Esparta...» Desde entonces le
llamamos por aquí el _dorio_.

--¡Oh, que c'est drôle!

--¡Pero ese caballero es un loco!

--¡De atar!--respondió el joven Antero.

El señor de las Matas sintió al escuchar tales palabras que la sangre se
le agolpaba al cerebro. Estuvo por avanzar unos pasos y confundir á
aquel mancebo frívolo. Tuvo, sin embargo, fuerzas para dominarse: porque
había estudiado en el Pórtico y tenía grabadas en su mente las
enseñanzas de Zenón. Con nobleza verdaderamente estoica se alejó, pues,
despreciando tanta injuria.

Mientras esto ocurría en la pomarada del capitán, el castañar en declive
que casi circunda la pequeña iglesia de Entralgo hervía de gente y
regocijo. Al lado de los árboles se habían colocado bastantes tenderetes
para vender vino y sidra: en torno de ellos departían bebiendo los
hombres maduros. En la parte más llana se había organizado un animado
baile al son de la gaita y el tambor. Allí lucía de nuevo su primor y
gentileza Quino, el más prudente y astuto de los hijos de Laviana. Su
pareja ya no era Telva, como la noche anterior, sino Eladia. Con este
arte maligno de tira y afloja tenía á las dos zagalas rendidas,
deshechas de amor. Pero en aquel instante más que de su pareja se
cuidaba de mirar con recelo la actitud de los de Lorío. Andaban éstos en
pandillas retozando por la romería, riendo, gritando, sin querer tomar
parte en los bailes, como si otra vez tuviesen gana de gresca.

En medio del campo, en el espacio más abierto, se había formado una gran
danza, los hombres á un lado, las mujeres á otro, unos y otros cogidos
por el dedo meñique. Cantaban una antigua balada asturiana. Primero las
mujeres entonaban un par de versos. Los hombres respondían con otros
dos; y así se iba desenvolviendo la historia.

¡Bien presente está en mi memoria! Para que pudiese penetrar en el corro
alzabais amablemente vuestros brazos. En medio del círculo seguía con
los ojos extáticos vuestros acompasados movimientos. Escuchaba vuestros
cantos inocentes, que penetraban en mi corazón infantil, inundándolo de
una felicidad que nunca más ¡ay! ha vuelto á sentir.

No toda la gente estaba en el castañar de la iglesia. En las calles de
la aldea había también alguna, y en el _Campo de la Bolera_ más todavía.
Aquí se ejercitaban los hombres en el juego de bolos, combatiendo seis
mozos de la Pola con otros tantos de Entralgo. Los demás, interesados en
la partida, miraban sentados en los maderos que por allí había
diseminados. Entre ellos estaba una cuadrilla de mineros que de luengas
tierras había traído la empresa que comenzaba á beneficiar los ricos
veneros de Laviana. Se les reconocía por sus boinas encarnadas que
contrastaban con las negras monteras puntiagudas de los hijos del valle:
se les reconocía aún más por sus rostros macilentos, donde el agua no
había logrado borrar por completo las manchas del carbón. Hablaban entre
sí y dirigían miradas insolentes, provocativas á todos los que allí
había. Parecían sentir profundo desprecio por aquellos aldeanos y sus
juegos. Delante de la puerta del lagar de D. Félix había un numeroso
grupo de hombres. Entre ellos estaba Jacinto de Fresnedo rodeado de sus
amigos los montañeses de Villoria, que se habían bajado del castañar
poco hacía por consejo de Nolo. Temía éste con razón, vista la actitud
de los de Lorío, que hubiese pronto riña, y persistiendo en su orgulloso
retraimiento no quería tomar parte en ella. Se hallaba sentado al lado
de Demetria, debajo de uno de los grandes nogales que circundan el
campo. Otras muchas zagalas, unas con sus galanes, otras sin ellos, se
habían bajado también de la romería cansadas de bailar, y andaban por
allí diseminadas á la sombra de los árboles. Entre ellas se hallaba
Flora, la linda y desdeñosa morenita huéspeda de D.ª Robustiana.

El infiel esposo de esta señora, nuestro amigo Regalado, salió del
lagar, echó una mirada por el campo y dirigiéndose á los jóvenes que
allí había, en el tono zumbón é impertinente que le caracterizaba les
habló de esta manera:

--Llegó el momento, mozos valerosos, de que probéis vuestra enjundia
delante de las hermosas de Entralgo. Mi amo D. Félix me ha entregado
este reloj de plata con su cadena para que lo regale al tirador que más
lejos clave la barra de hierro de quince libras. Y como de mis manos no
ha de parecerle tan bien el regalo como de las de alguna chavalita, el
mozo que gane el premio queda autorizado para elegir la que mejor le
parezca entre las presentes para que se lo cuelgue del chaleco.

Instantáneamente se deshizo el juego de bolos. Todos examinan con
admiración el grande reloj de plata y su cadena, echando cálculos
fantásticos acerca de su valor. Regalado dió orden á Linón de Mardana
para que trajera de casa la barra de hierro. No tardó mucho el adusto
servidor en presentarse con ella. La gente se separa, dejando espacio
libre á los tiradores. De los parajes más lejanos del campo acuden
hombres y mujeres á presenciar la lucha. También D. Félix sale por la
puerta del lagar con sus comensales. Se les deja el sitio más elevado y
cómodo para verla.

El primero que empuña el hierro cilíndrico es Pachón de los Barreros. La
barra parte de sus manos, se cierne en el aire y cae á larga distancia
de sus pies con admiración del concurso. Inmediatamente sale á la
palestra Matías, famoso tirador del valle de Langreo, deja caer la
montera, toma la barra, afianza los pies, se revuelve con pausa y
maestría y lanza el hierro al alto. Se clavó una cuarta más allá que la
del mozo de los Barreros.

--¡Hurra!--gritó la muchedumbre.

Pachón no se da por vencido. Toma de nuevo la barra y consigue ponerla
dos pulgadas más allá que Matías. Pero éste la coge con prisa, hace un
esfuerzo supremo y la envía media vara lo menos más lejos que su rival.
Entonces, henchido de orgullo, desgaja una ramita del nogal más cercano
y la planta en aquel sitio donde se hincó su barra, exclamando:

--Este es el tiro que ha hecho Matías de Langreo. Á ver si hay en
Laviana un mozo que lo haga cambiar de sitio.

Una tristeza profunda se esparce por el rostro de los lavianeses. Pachón
empuña con rabia la barra, pero no logra ponerla más allá que la vez
anterior. Otros hijos del valle, los unos de Entralgo, los otros de la
Pola, ensayan también sus fuerzas. Nadie consigue acercarse ni con mucho
á la orgullosa ramita de nogal. Entonces todos los ojos se vuelven hacia
Nolo de la Braña, que allá lejos seguía departiendo con Demetria sin
acercarse al teatro de la lucha.

--Nolo--le grita uno,--Matías de Langreo nos ha vencido á todos.
¿Quieres probar tu fuerza?

--Si os ha vencido á todos, ¿por qué no ha de vencerme á mí?--replica
con orgullosa malicia el héroe de la Braña.

Todos deploran que no tome parte en el certamen. Porque Nolo pasaba por
el mejor tirador de barra de toda la ría del Nalón caudaloso.

Entonces Jacinto de Fresnedo, aguijado por el deseo de honrar al dueño
de su albedrío más que de mostrarse vencedor en el juego, sale al medio
del corro. Rápidamente se descuelga la chaqueta de paño verde, se
despoja del chaleco floreado, tira la montera y agarrando la barra
afianza sus pies en el tiro y se yergue. No hay nadie que no admire la
gentileza de aquel mozo imberbe. Su musculatura atlética contrasta con
las líneas puras, delicadas de su rostro de adolescente.

La barra se escapa de sus manos, vibra en el aire con zumbido temeroso,
roza al caer la rama de nogal plantada por Matías y va á clavarse más
lejos.

«¡Viva! ¡Viva!» grita la muchedumbre frenética.

El mozo de Langreo se muerde los labios de despecho, toma de nuevo la
barra y la hace partir. No logra mejorar su tiro. Segunda vez pide al
jurado permiso para probar fortuna y lo obtiene. Mas ahora, agotadas sus
fuerzas, la barra se queda más atrás de la rama.

Entonces, de aquella multitud ebria de entusiasmo se eleva un clamoreo
inmenso.

«¡Viva Laviana!» «¡Viva Villoria!» Éstos son los gritos que resuenan sin
cesar por el Campo de la Bolera. Todos quieren abrazar al gallardo
mancebo.

Regalado se aproxima con el reloj en la mano y abandonando su
acostumbrada ironía le dice con visible emoción, pues al cabo también él
había nacido en Villoria:

--El jurado te declara vencedor, Jacinto. Elige la moza que ha de
entregarte el reloj.

Jacinto tarda algunos instantes en responder. Al cabo haciendo un
esfuerzo pronuncia muy quedo el nombre de Flora.

--Ven acá, Florita--grita Regalado.--Tú eres la elegida. Toma el reloj y
entrégaselo.

--Yo no tengo nada que entregar, puesto que nada es mío--responde con
acritud la doncella.

--Pero has sido elegida por el vencedor, niña. Ningún trabajo te cuesta
entregarlo.

--Si me cuesta ó no trabajo no lo sabe usted. Lo que le digo es que no
quiero.

En vano fué que la instaran muchos de los presentes. Á todos sus ruegos
y razones respondía cada vez con mayor energía: «¡no quiero! ¡no
quiero!» El mismo capitán fué desairado.

--Perdóneme usted, D. Félix--le respondió con resolución la altiva
zagala.--Todo cuanto usted me mande lo haré menos eso.

--¡Dejarla! ¡dejarla!--exclamó Jacinto con voz alterada.--No la
molestéis más. Ya no quiero esa prenda de sus manos. Que me la entregue
quien no me desprecie.

Y colgándose de nuevo la chaqueta del hombro tomó el reloj que le dió el
mismo capitán, volviendo en seguida la cabeza para ocultar las lágrimas
que saltaban á sus ojos.

--¡Bendita sea tu sandunga! ¿No te parece, Plutón, que ha hecho bien la
morenita en negarse á dar el reloj á ese palurdo?--dijo uno de los
mineros de la boina colorada á otro de sus compañeros.

--¡Y que lo digas, Joyana!--respondió el interpelado dirigiendo sus ojos
á Nolo y Demetria que allá lejos proseguían su plática amorosa.

--¿No sería lástima que un caramelo tan rico cayese en la boca de este
zángano de la cara de pan?--volvió á decir Joyana apoyando su
proposición con una blasfemia.

--¡Más lástima que aquella paloma blanca caiga entre las uñas del zote
que tiene á su lado!--replicó Plutón devorando con los ojos á la hermosa
Demetria y remachando sus palabras con otra blasfemia.

Joyana y Plutón, así llamados el primero por el pueblo en que nació, el
segundo por mote que le puso un ingeniero, eran dos mineros hábiles que
había traído consigo el director. Llevaban ya bastantes años en el
oficio y habían recorrido algunas provincias mineras de España
ejerciéndolo. De casi todas habían sido arrojados por su natural
díscolo, propenso á bullas y reyertas. Plutón había estado ya dos años
en presidio. Joyana unas cuantas veces en la cárcel. Eran temidos por
sus compañeros. Los capataces los mimaban por su destreza y acaso
también por miedo. Ambos eran bajos de estatura y no muy corpulentos.
Sin embargo, Plutón, aunque de piernas flacas, tenía el torso robusto,
los brazos largos, la mirada dura, insolente, denotando su estructura de
mono bastante agilidad y fuerza.

Nolo de la Braña pagó la mirada agresiva y sarcástica de los mineros con
otra de curiosidad no exenta de desprecio. Alzando su arrogante figura
de atleta frente á la de aquellos _gorilas_ los estuvo contemplando
largo rato sin pestañear. Después, como su oído experto le dijera que
allá en la romería había algún tumulto, hizo seña á sus compañeros y
despidiéndose de Demetria se alejó con ellos atravesando el puente y
dirigiéndose á Villoria por la margen izquierda del riachuelo.

Ya era tiempo de que lo hiciera. Allá en la romería, á espaldas de la
iglesia, los de Lorío, después de provocar con pesadas palabras y
acciones groseras la cólera de los de Entralgo, habían logrado al cabo
despertarla. Sin considerar su inferioridad numérica, pues muchos de los
combatientes habían bajado ya á la Bolera, se precipitaron á la lucha.
La desesperación les prestó una fuerza incontrastable. Animándose los
unos á los otros, lograron contener en los primeros momentos el empuje
de los de Lorío. Chasqueaban los palos, arremolinábase la gente, rodaban
las cestas de fruta por el castañar abajo, volcábanse las mesas de los
confiteros ambulantes, quebrábanse vasos y botellas. Todo era confusión
y alarma y gritería y polvo en el campo de la romería. Las mujeres, los
niños y los pocos hombres de edad madura que habían quedado buscaban
refugio en el pórtico de la iglesia. Desde allí seguían con ojos
ansiosos las peripecias del combate. Los niños enardecidos alentábamos
con gritos á los nuestros. Costaba gran trabajo á las mujeres sujetarnos
para que no volásemos al medio de la pelea.

Prosiguió ésta encendida é indecisa bastante tiempo. Por una y otra
parte se peleaba con vivo ardor. Los de Lorío, engreídos por sus
victorias pasadas y confiados en sus fuerzas, se lanzaban con impetuoso
alarde sobre los de Entralgo. Éstos, con el alma sangrando de coraje y
despecho, se defendían sin retroceder una pulgada, inmóviles en su
sitio, como si estuviesen clavados á la tierra. Allí vi á Angelín de
Canzana repartiendo garrotazos con tanta furia y cólera que nadie se
ponía al alcance de su palo que no sintiese pronto sus efectos
perniciosos. Este palo era un regalo primoroso que le había hecho un
pastor de Sobrescobio. Buscaba éste por los montes de Raigoso una
ternera que se le había perdido. Angelín, que allí estaba apacentando
sus vacas, le ayudó en la tarea durante largas horas: por este servicio
le hizo presente de aquel magnífico garrote pintado y esculpido
finamente, con su correa para sujetarlo á la mano, adornado en la porra
con lucientes clavos dorados. Allí estaba Simón de María, llamado el
Cojo de Mardana que, aunque lisiado de nacimiento, se revolvía mejor que
los que estaban bien completos. El garrote pesado de acebuche parecía
una paja entre sus manos indomables. No lejos de él combatía
furiosamente Tanasio de Entralgo, que en vez de garrote liso empuñaba un
cayado enorme con el cual llevaba la ruina y el estrago á las huestes
enemigas.

Mas ¿quién fué el bravo que brillaba en la batalla como un astro
refulgente que hace empalidecer á los que fulguran á su lado? Celso, el
animoso y magnánimo nieto de la tía Basilisa. Celso, anhelando tomar
venganza, se lanzaba impetuosamente dando gritos horribles sobre los de
Lorío. No consideraba que sus fuerzas estaban mermadas por los estacazos
de la noche anterior. Ni su cabeza vendada y dolorida ni sus riñones
derrengados podían abatir su coraje. En cada uno de sus asaltos
desesperados hacía rodar por el suelo á algún enemigo, de tal modo que
Lázaro del Condado, dejando su puesto, se lanzó á toda la carrera hacia
aquel más lejano donde peleaba Toribión de Lorío.

--Toribio--le dijo,--¿por qué te entretienes aquí sacudiendo á esta
morralla que no vale una castaña asada, cuando allá abajo el nieto de la
tía Basilisa, más furioso que un jabalí, está volcando los mozos como si
fuesen pucheros de barro?

El grande y fuerte Toribión escucha estas palabras y sin responder
abandona prontamente aquel sitio y se precipita al paraje en que Celso
peleaba con gloria imperecedera. Delante de él huían los mozos de
Entralgo y Villoria como los corzos al aproximarse el cazador. En
aquella carrera furiosa sacudió un garrotazo á Gabriel de Arbín que le
hizo morder el polvo, machacó las costillas á Pepín de Solano y alcanzó
también con un palo en la cabeza al bravo Angelín de Canzana, que se vió
necesitado á retirarse del combate. Antes de llegar cerca de Celso éste
le salió al encuentro. ¡El insensato! No sabía que Toribión le
aventajaba mucho en valor y en fuerzas. El poderoso mozo de Lorío rompe
las filas de los suyos y aproximándose á Celso, antes que éste hubiera
tenido tiempo á levantar su palo, le sacudió con ambas manos un
garrotazo en medio de la cabeza que le hizo venir al suelo sin
conocimiento. Cuando el ingenioso Quino pudo verle así extendido por
tierra, un violento dolor oscureció sus ojos. Y mezclándose
cautelosamente entre los combatientes sin ser percibido por Toribión
arrastró á su amigo fuera de la pelea y echándoselo luego sobre los
hombros lo condujo hasta el pórtico. Allí las manos piadosas de las
mujeres le rociaron la cara con agua fresca hasta volverle al sentido,
oprimieron los tolondrones, tamaños como huevos, que tenía en la cabeza
con monedas de cobre de dos cuartos y restañaron la sangre de sus
arañazos con telarañas que recogieron en la iglesia.

Sin embargo, el valiente y artificioso Quino, después que dejó á su
amigo en seguro, se lanzó otra vez á la refriega. Observando que los
suyos, antes tan animosos, cedían al empuje poderoso de Toribión y
perdían terreno gradualmente, una tristeza profunda le traspasó el
corazón. Entendió claramente que no tardarían en darse á la fuga.
Entonces se acercó á ellos en cuatro saltos y les gritó con voz
penetrante:

--¡Había de daros vergüenza, mastuerzos! Esta mañana tanta ronca en el
lagar y que habíais de hacer y acontecer y comeros crudos cada uno á
siete mozos de Lorío, y ahora vais á volver el culo delante de un hombre
solo. ¿Dónde están vuestros hígados? ¿Es que no servís más que para
mascar la torta al pie del lar y asar las castañas?

Así dijo; y dando ejemplo de heroísmo se precipitó como un jabalí lleno
de audacia sobre los enemigos. Pero fértil siempre en astucias, en vez
de atacarlos por donde combatía Toribión, se lanzó por el sitio en que
las filas le parecían más flacas. Y en efecto, las rompió fácilmente.
Los de Entralgo, picados del ejemplo y aún más de las palabras de su
compañero, redoblaron sus esfuerzos. Combatieron con tanto coraje que en
pocos minutos lograron ganar el terreno perdido y aun hicieron
retroceder á los de Lorío. Entonces Toribión, viéndoles flaquear, quiso
reanimar su valor y les gritó con voz fuerte:

--«¡Amigos, compañeros, mozos del Condado y de Lorío, arread firme á esa
canalla! ¿Semos hombres ó no semos hombres? Acordaos de la romería del
Obellayo cuando estos pobretes corrían delante de nosotros como una
manada de carneros. Acordaos de ayer noche cuando á estacazo limpio los
metimos en sus casas y los dejamos acurrucados en la cocina debajo de
las sayas de sus madres y hermanas. Si sois hombres y sabéis tener el
palo, no tardarán mucho tiempo en volver el culo. ¡Arrea, Lázaro!
¡Arrea, Firmo!

Con estas palabras reanimó el valor de sus amigos. Al cabo lograron
rechazar á los de Entralgo hacia el camino de Villoria. Así como un
león confiado en sus garras se precipita sobre un rebaño de bueyes y
desgarra á uno y á otro y á todos los aterra, del mismo modo Toribión,
lleno del sentimiento de su fuerza, se abandona á todo su furor con el
palo en la mano. Los de Lorío y Condado á su vista se arrojan con más
brío sobre los de Entralgo y Villoria y redoblan su valor y sus
esfuerzos. Ni el coraje indomable de Angelín de Canzana, que después de
refrescarse un poco la cabeza con agua había vuelto á la pelea con más
ardor que antes, ni el esfuerzo heroico del Cojo de Mardana ni el cayado
fulminante de Tanasio de Entralgo fueron bastante á detener el retroceso
gradual de los suyos.

Sin embargo, allá enmedio del campo, lejos ya de sus amigos, combatía el
magnánimo Quino. Delante de su palo asolador caían los mozos de Rivota y
Lorío. Pero arrastrado de su ardimiento había ido demasiado lejos.
Cuando menos lo pensaba se encontró solo. Entonces, al echar una mirada
en torno y verse rodeado enteramente de enemigos, flaqueó su corazón y
olvidó su fuerza indomable. Tres veces gritó con voz penetrante
demandando socorro á sus amigos. Cinco mozos de Rivota y tres de Lorío
le tenían envuelto y acosado como jauría de perros á un jabalí feroz.
Quino, rodeando con la chaqueta su brazo izquierdo á modo de escudo,
paraba y contestaba con habilidad los garrotazos que le dirigían, pues
era diestro esgrimidor de palo. Llegó un instante, sin embargo, en que
los golpes menudeaban de tal manera que le fué imposible pararlos.

Entonces hubiera sucumbido ciertamente si Tanasio de Entralgo no oyese
sus gritos. Se batía éste en retirada al lado del Cojo de Mardana, pero
en buen orden y causando grandes estragos en las filas enemigas, cuando
llegó á sus oídos las voces de auxilio de su enemigo.--«Simón--le dijo
al Cojo,--oigo la voz de Quino. Me parece que está en mucho aprieto allá
arriba. Si pronto no le ayudamos estoy en fe que le van á poner esos
cerdos como un higo.» Ambos se lanzan en socorro suyo, animados de un
valor intrépido. Llegan al círculo de enemigos que acorralaban al
industrioso Quino. Tanasio, para romperlo, se vale de su enorme cayado
cortado en el monte Raigoso. Con él tira velozmente de las piernas á
tres ó cuatro mozos de Rivota y los hace caer de bruces. Gracias á la
confusión que origina con tal estratagema logran romper las filas,
arrancan á Quino de las manos de sus adversarios. Unidos los tres se
baten con arrojo y cuando ven la ocasión propicia vuelven la espalda y
se dan á la fuga.

Los de Lorío quedaron otra vez dueños del campo. Una parte de ellos
persigue á los fugitivos por el camino de Villoria; otros siguen á los
que huyen por la calzada de Entralgo. Toribio desdeña esta persecución.
Con el garrote en alto y dando feroces gritos, que resuenan
temerosamente en el valle pasea su furor y su triunfo por todo el campo
de la iglesia.

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VI

Bartolo.


Media hora después no quedaba un ser viviente en este campo. La noche
había cerrado, y todo el mundo se retiró á sus casas. Los confiteros,
las fruteras, los taberneros ambulantes habían levantado y plegado sus
bártulos, los habían acomodado sobre sendos borricos y caminaban la
vuelta de sus casas comentando la aciaga jornada de los de Entralgo. En
la Bolera tampoco había nadie. Sólo dentro del lagar de D. Félix,
esclarecido por un candil, departían amigablemente cinco ó seis paisanos
apurando vasos de sidra. Martinán les escanciaba. Hacía años que había
contratado con el capitán la venta de la sidra, y aunque no tenía la
taberna allí, sino en su propia casa, situada en el centro del pueblo,
los días festivos solía trasladarse al lagar y hacer en él su comercio;
porque la Bolera era el campo acostumbrado para los recreos del
vecindario.

Martinán era un hombre famoso y popular, no sólo en la parroquia, sino
en todo el valle de Laviana. Y aun no diríamos mentira si afirmásemos
que su fama se extendía á los concejos limítrofes de Sobrescobio y
Langreo. Nadie recordaba haberle visto triste jamás. En medio de las
mayores tribulaciones, conservaba el humor jovial, los chascarrillos,
las grotescas salidas de payaso á las cuales daba realce su cara
espantosamente fea, surcada de costurones causados por la viruela.
Tampoco le abandonaba su genio filosófico, inclinado á buscar las causas
de todos los efectos y escudriñar las ocultas relaciones de las cosas.
Su fuerte era la dialéctica. Recoger una idea vertida por cualquiera en
la conversación, examinarla en todos sus aspectos, darle vueltas,
tirarla al alto, jugar con ella á la pelota y luego arrojarla á las
narices del que la había soltado, tal era el mayor, el único placer de
su vida. Porque Martinán comía poco y sólo bebía por complacer á algún
parroquiano que se empeñase en ello. En cuanto á los goces del hogar,
eran nulos para él. No tenía hijos. Estaba casado con una mujercilla fea
y vieja y de genio tan desapacible que nadie podría sufrirla si no
poseyese la inagotable alegría de su consorte. Pero éste no sólo la
sufría, sino que la amaba. Á todos sus regaños y asperezas respondía con
alguna salida jocosa, y cuando esto no bastaba, un abrazo. Guardaba para
ella las caricias más tiernas, los regalos, los epítetos más apasionados
que emplean los amantes. Apellidábala medio en serio medio en broma
«estrella», «botón de rosa», «lucero», «clavel». De tal modo que la
gente de la parroquia dió en llamar á esta desagradable mujeruca
_Clavel_, y no se la conocía por otro nombre. «¿Cómo va _Clavel_?» le
preguntaban los parroquianos á Martinán al entrar en la taberna. «Tan
buena--respondía.--Allá está en la cocina amasando la torta.»

Vivía con este matrimonio una sobrina, aquella Eladia simpática que ya
conocemos. No sufría por cierto con tanta paciencia los rigores y
asperezas de su tía. Respondía á veces de mal talante; había disputas
frecuentes, gritos, amenazas y hasta golpes. Costábale á Martinán mucho
trabajo poner paz entre ellas. Cuando después de una de estas reyertas
quedaba la pobre Eladia llorosa y con algún rasguño en las mejillas,
solía tomarla su tío de la mano y conducirla á un rincón para emplear
con ella las fuerzas dialécticas con que Dios le había dotado.

--Vamos á ver, niña, respóndeme. ¿Quién ha hecho á tu tía?

Eladia le miraba estupefacta sin despegar los labios.

--Vamos, respóndeme, ¿quién ha hecho á tu tía?... ¿La has hecho tú?

--Yo no.

--Entonces ¿quién?

--Será Dios--respondía la joven con mal humor.

--¡Ah, Dios!--exclamaba triunfante Martinán.--Y si tú la hubieras hecho,
¿no la habrías dado un genio más suave, más alegre?

--¡Ya lo creo!

--Luego tú eres capaz de hacer las cosas mejor que Dios, ¿no es cierto?

--¡Vaya, vaya, tío, déjeme en paz!--replicaba la chica exasperada y
saliendo como un huracán por la puerta.

Esto mismo le acaecía á Martinán con todos los que aprisionaba en las
redes de su lógica. En vez de declararse rendidos y confesar que no
tenían sentido común, ó se marchaban, ó se mofaban de él, ó le
insultaban.

El descrédito de Martinán, como el de los grandes filósofos alemanes,
procedía de que no siempre lograba ponerse al alcance de las
inteligencias vulgares. Como Kant y Hegel solía abroquelarse detrás de
un tecnicismo extraño, incomprensible, bárbaro, que á muchos hacía reir
y á otros indignaba. Había, por ejemplo, en sus discursos una _fuente
hipervertical_ de la cual manaban _rayos convergentes_ que nadie sabía
qué mil diablos significaba ni de dónde la había traído, aunque la
emplease como soberano recurso en las disquisiciones más profundas.
Había también unas _ínsulas metódicas_ y unas _gravitaciones
intermitentes_ que dejaban estupefactos é inquietos á sus oyentes. Pero,
en general, se debe confesar que Martinán no se sumía en estas
obscuridades de la lógica sino cuando algún paisano tenía la mala
ocurrencia de hacerle beber quieras que no unas copas de aguardiente.

Formaban la base de su sistema ciertos axiomas que consideraba fuera de
discusión. El primero y principal era éste: «Todo lo justo no puede
ser», al cual servía de corolario este otro: «Lo justo no cabe por
ninguna parte». Después había otros de menos importancia, pero
igualmente inflexibles; por ejemplo: «Con un _sí_ me planto yo en
Pekín». «El _cuándo_ no existía al comenzar el mundo». De aquí que
Martinán no admitiese en la discusión ni _síes_ ni _cuándos_, lo cual
como debe suponerse hacía extremadamente embarazosa y molesta la
posición de sus contrarios. No es maravilla, pues, que éstos llegasen
alguna vez á exasperarse y que el filósofo tropezase en más de una
ocasión con más de una bofetada de cuello vuelto. Pero no turbaba
bofetada más ó menos la admirable serenidad de su espíritu. Seguro de
que realizaba una obra de redención persuadiendo á su adversario de que
era un asno, proseguía su tarea con nuevo ardor hasta ponerlo por
completo en evidencia.

Una cosa sorprendente. Á pesar de su vocación metafísica y de la
atención intensa que necesitaba para desenvolver sus intrincados
razonamientos, jamás se equivocaba en el número de vasos de sidra ó vino
que escanciaba á los parroquianos. Al llegar la hora de retirarse y
hacer la cuenta, Martinán decía sin vacilar: «Manuel tiene diez y siete;
el tío Goro trece; Pepón treinta y cuatro, etc.» ¡Maravilloso cerebro
que aun elevándose á las más altas esferas de la filosofía no abandonaba
la inspiración matemática!

En este momento se debatía la cuestión de las minas y del ferrocarril
proyectado para extraer sus productos. El asunto preocupaba hondamente á
los labradores. Vagamente todos sentían que una transformación inmensa,
completa, se iba á operar pronto en Laviana. El mundo antiguo, un mundo
silencioso y patriarcal que había durado miles de años, iba á terminar,
y otro mundo, un mundo nuevo, ruidoso, industrial y traficante, se
posesionaría de aquellas verdes praderas y de aquellas altas montañas.
Corría por todo el valle un estremecimiento singular, el ansia y la
inquietud que despierta siempre lo desconocido. En los lagares, en las
tierras, en los senderos de las montañas y en torno del lar no se
hablaba de otra cosa. Los paisanos en general, aunque un poco recelosos,
se mostraban satisfechos. Esperaban tomar algún dinero, ya sea de los
jornales de sus hijos, pues se aseguraba que admitían en la mina hasta
los niños de diez años, ya de la venta de las frutas, huevos, manteca,
etc. Pero las mujeres aparecían unánimemente adversas á la reforma. Su
espíritu más conservador les hacía repugnar un cambio brusco. Luego
aquellos hombres de boina colorada y ojos insolentes, agresivos que
tropezaban por las trochas de los castañares les infundían miedo. Luego,
y esto era lo principal, temían por sus hijos. La idea de que al padre
le acomodase enviarlos á la mina y quedasen sepultados ó quemados
dentro, como se decía que pasaba en otras partes, las hacía estremecer.

«¿Todo eso para qué?--decían acercando con mano trémula los pucheros al
fuego.--¿No habéis vivido hasta ahora sin necesidad de hurgar la tierra
como los topos? ¿Os ha faltado un pedazo de borona y un sorbo de leche?
¿Qué más queréis? ¡Servid á Dios y morid en vuestras camas como
cristianos y no como perros en esas cuevas de infierno!»

Los maridos, sentados alrededor del fuego y picando sus cigarros en
espera de la cena, rebatían tales argumentos. «Era necesario beneficiar
lo que Dios había puesto debajo de la tierra. Si en aquel valle había
leña en otras partes no, y necesitaban el carbón para calentarse y
guisar su comida. Además, pasar toda la vida con borona, leche y judías
era bien duro. Puesto que debajo de los pies tenían el dinero necesario
para procurarse algunas comodidades, ¿por qué no recogerlo? En otras
partes los jornaleros comían pan blanco, tomaban café, bebían vino y en
vez de aquellas camisas de hilo gordo que ellos gastaban se ponían á
raíz de la carne unas camisetas de punto suaves, suaves, como la pura
manteca.»

Los niños estaban de parte de sus padres. Éstos les prometían comprarles
un tapabocas y unas botas altas como gastaban los mozalbetes en Langreo,
así que ganasen por sí mismos algunos cuartos. Con tal perspectiva no
les arredraba bajar á la mina. Hasta preferían esto á la escuela,
orgullosos de la precoz independencia que su calidad de obreros les
proporcionaba.

En Canzana y en Carrio, parajes donde se habían hecho las primeras
excavaciones y donde se proyectaba trazar el ferrocarril para mejor
beneficiarlas, el viento de la ambición había levantado los cerebros.
Fuera del tío Goro, que por su cualidad de hombre letrado se creía en el
caso de opinar siempre como el párroco y el capitán de Entralgo, apenas
quedaba un individuo del sexo masculino que no se hallase excitado por
la idea de enriquecerse. Y como de Carrio y Canzana eran los cinco ó
seis paisanos que en el lagar quedaban rezagados, no es maravilla que
todos estuviesen conformes en celebrar los nuevos acontecimientos y en
vaticinar enormes prosperidades para el concejo.

Martinán, que por la mañana pensaba lo mismo y quiso discutir con D.
Félix, ahora había dado la vuelta. Espíritu dialéctico ante todo y
aficionado á las batallas intelectuales por el placer que esto le
producía y los triunfos que alcanzaba, jamás veía aparecer en el
horizonte una idea, una opinión cualquiera, que no desprendiese de su
carcaj una saeta para encajársela. Todos contra él. Él contra todos. Los
labriegos, bien cargados ya de sidra, voceaban, se descomponían,
mientras el tabernero, con la cabeza siempre despejada y bien repleta de
argumentos (quizá también de sofismas) sonreía con desdén.

--Dices, Juan, que las minas serán nuestra felicidad.

--¡Eso! ¡eso digo!--exclamaba el paisano con furor.

--Pues yo te digo que acaso, acaso serán nuestra desgracia.

--¡Martinán, eres un burro!--gritó otro paisano que allá en un rincón
libaba silenciosamente el jugo de la manzana.

--Te digo que acaso sean nuestra desgracia y voy á probártelo--expresó
Martinán con calma sin hacer caso de la interrupción.--Tú bien sabes que
en las minas se matan algunas veces los hombres... ¿no me lo negarás?...

--¿Y eso qué importa?--profirió Juan más enfurecido.--Porque un
pelafustán se muera ¿va á dejar el concejo de aprovechar la riqueza que
tiene bajo tierra?

--¿Pero me lo niegas?

--No te lo niego.

--Pues bien, por la muerte de un hombre se pierde una familia. Ya sabes
que cuando falta el padre se marcha el pan; la mujer y los hijos
perecen. ¿No me lo negarás?

--No te lo niego: ¡adelante!

--Por la ruina de una familia se pierde un caserío; tampoco me lo
negarás. Ya ves lo que sucedió en las Llanas. En cuanto el tío Roque
cerró el ojo, los rapaces vendieron al capitán los prados y las tierras
y embarcaron en Gijón para la Habana: las rapazas se fueron á servir á
Oviedo: el tío Meregildo, que mientras vivió su hermano fué buen
paisano, comenzó á dormir en las tabernas hasta que hundió lo que
tenía... En fin, ya lo sabes; allí ya no hay más que unos cuantos
establos.

--Bien, bien, ¿qué quieres decir con eso? Arrea un poco.

--¡Ten paciencia, hombre, ten paciencia! Verás qué pronto todo lo que tú
has dicho se lo lleva el viento.

--¡Martinán, eres un burro!--volvió á gritar el borracho recalcitrante
desde su rincón.

Martinán se volvió tranquilamente hacia él y le dijo:

--Si soy un burro, mándame mañana una fanega de cebada y te daré las
gracias.

Los paisanos rieron á carcajadas. Todos le abrazan hechizados por tan
espiritual salida.

Martinán, henchido de orgullo y regodeándose anticipadamente con la
derrota de aquellos bobalicones, iba á proseguir y cerrar su victorioso
_sorites_, cuando de pronto se abre con estrépito la puerta que daba á
la Bolera y aparece Bartolo, el hijo belicoso de la tía Jeroma, con el
rostro espantosamente pálido, sin garrote en las manos y sin montera en
la cabeza. Echó una mirada torva y ansiosa por el recinto, y antes que
los presentes pudiesen decirle una palabra, corrió á un tonel vacío y se
metió de cabeza por la pequeña compuerta, desapareciendo como un
relámpago. No habían pasado cinco segundos cuando se dibujó en la puerta
la silueta de Firmo de Rivota.

--Buenas noches, amigos.

--Buenas las tengas, Firmo.

--¿No ha entrado aquí hace un momento Bartolo el de la tía Jeroma?

Martinán, dando prueba brillante de diplomacia y corazón, le respondió:

--Sí; acaba de entrar, pero ha salido sin detenerse por la otra puerta y
se ha metido en la pomarada.

Firmo quiso seguirle. Martinán le dijo:

--Es inútil que le busques. La pomarada está más oscura que una cueva y
tú no la conoces como él. Antes que dieras muchos pasos en ella ya él la
habrá saltado y estará en su casa.

El mozo de Rivota se encogió de hombros con cólera y desdén y profirió
sordamente:

--Bueno... otro día será. Échame un vaso de sidra, Martinán.

El tabernero se apresuró á cumplir la orden. Firmo se arrimó para
beberlo al tonel mismo en que estaba escondido Bartolo. Al cabo de unos
momentos de silencio uno de los paisanos le preguntó sonriendo:

--¿Querías decir un recado á Bartolo?

--Sí, una palabrita al oído nada más--respondió el mozo fijando sus ojos
airados en el techo.

Nuevo silencio. Todos le contemplan con atención y curiosidad.

--Si tienes mucha prisa, esta misma noche antes de retirarme pasaré por
su casa y se lo diré--manifestó con sorna Martinán.

--No--replicó Firmo,--es menester que yo le vea.--Y después de vacilar
un poco añadió:--Es que quiero que me enseñe los pedazos de un
garrote...

--Toma, ¿y por eso tienes tanta prisa?--exclamó Martinán riendo.--De
noche se ve mal. Déjalo para cuando haga día claro... Además, ¿para qué
diablos quieres ver un palo roto?

--Es que dice que lo ha roto ayer en mis espaldas y anda por ahí
enseñando los cachos á todo el mundo.

--¿Á todo el mundo menos á ti?

--¡Claro!... Y ya ves tú, ¿quién ha de tener más gusto que yo en ver
cómo ha quedado ese vardasco?

Los paisanos celebraron la ocurrencia. El mozo se humanizó y bebió
sonriendo otro vaso.

--Acaso te habrán engañado, Firmo--manifestó uno de ellos.--Bartolo es
un infeliz, incapaz de hacer daño á nadie.

--¡Bartolo es un burro!--profirió el mozo volviendo á encresparse.--Y
más cobarde que una liebre. Entre todos los mozos de Entralgo no hay
ningún zampatortas más que él. Por eso es el único que chilla. Siempre
relatando hazañas y en cuanto tocan á repartir leña ya se está
escondiendo...

--¿Cómo escondiendo?--exclamó Martinán.--Estás equivocado, Firmo. Nunca
supe yo que Bartolo se haya escondido.

Los paisanos prorrumpieron en grandes carcajadas.

--¡Siempre, siempre!--dijo Firmo con ímpetu.--En la romería del Obellayo
se acurrucó en una mata de zarza y allí se estuvo mientras hubo palos.
Ayer noche, al comenzar la gresca, buscó la puerta de su casa y se
trancó. Y hoy, antes que le alcanzara ningún vardascazo, se echó por el
castañar arriba, camino de las Llanas, para venir ahora.

--¿Y cómo diste con él?

--Llegábamos unos cuantos amigos de correr á los de Villoria, cuando
vimos un mozo saltar al camino delante de nosotros. «Así Dios me salve
si aquél no es Bartolo», dije yo en seguida. Le conocí, aunque la noche
no está muy clara, por lo derrengado. Me echo á correr detrás y le
grito: «¡Aguarda, aguarda un poco, Bartolo!» ¡Ay, amigos! ¡Quién le veía
escapar por el prado del señor cura abajo!... Bien podéis creerme que
perdía el culo.

--Todo no, pero un poco no le vendría mal perderlo--aseguró un paisano.

--Sí; aún le quedaría bastante--replicó Firmo.

--Pero yo no puedo creer que Bartolo se esconda, ¡vamos!--dijo otro,
recalcando el chiste de Martinán.

--Pues que se esconda ó no se esconda--profirió Firmo,--en cuanto le vea
le salto todas las muelas. Podéis decírselo á ese zote. Y adiós, que me
esperan.

Pagó los dos vasos y terciando la montera para dar testimonio visible de
aquella resolución, tomó el garrote que tenía arrimado al tonel y
traspuso majestuosamente la puerta.

Los tertulios esperaron á que Bartolo saliese de su escondite; pero
viendo que no daba cuenta de sí y temiendo que le hubiera ocurrido algo
malo, uno de los labriegos llamó con el garrote sobre el tonel.

--Bartolo, Bartolo.

El rostro del hijo belicoso de la tía Jeroma apareció en la compuerta.

--¿Ya escapó ese cerdo?--preguntó paseando una mirada siniestra por el
lagar. Y como le respondiesen que sí, se apresuró á desempaquetarse. Una
vez en pie, bramando de ira, se arroja sobre el garrote de uno de los
paisanos, se lo arranca de las manos, lo empuña con las suyas indomables
y se lanza á la puerta rugiendo:

--¡Puño! ¡repuño! Tanto insulto no lo aguanta el hijo de mi madre.
¡Aunque se esconda debajo de la tierra he de atrapar hoy á ese puerco y
le he de abrir la cabeza!

Los tertulios, claro está, se apresuran á detenerle. Le sujetan.
Forcejea él desesperadamente, soltando espumarajos de cólera por la
boca. Al cabo logran que se siente y después que beba un vaso de sidra y
se calme, evitando de esta suerte una noche aciaga para Rivota.

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VII

Ninfas y sátiros.


La Aurora dejaba el lecho del bello Titón para esclarecer el frondoso
valle de Laviana cuando Regalado dejó el de su esposa D.ª Robustiana, la
más noble de las mujeres. Inmediatamente anuncia su propósito de marchar
á Langreo, donde tiene que perseguir algunos deudores morosos de su
principal. Va á la cuadra, hace limpiar al Gallardo, su caballo tordo,
preside al acto solemne de enjaezarlo, y después entra de nuevo en casa
y prepara con gran cuidado las alforjas.

En el corazón magnánimo de D.ª Robustiana se cuela de rondón una extraña
inquietud que le quita el aliento para tomar el chocolate habitual.
Pregunta con voz trémula á su marido si necesita alguna vitualla.
Responde él negativamente: se propone pasar allí dos ó tres días y
alojará en la célebre posada de la Garduña. Ella duda. El día anterior
le vió en la romería hablando quedo y aparte con Celedonia, una viuda
hermosa del valle de Bimenes. Y se alarma pensando si su esposo correría
como otras veces á olvidar el lecho nupcial en los brazos de aquella
sirena engañadora. Aprovechando un instante en que el mayordomo sale de
casa para dar otra vuelta por la cuadra, examina las alforjas, que ya
tenía preparadas, mete la mano en ellas y tropieza con algunas libras de
chocolate, dos botellas de vino de Jerez y un tarro de _cabello de
ángel_, lo más exquisito que ella misma había fabricado aquel año. Su
alarma crece. Mete la mano más adentro y tropieza con el estuche de la
flauta. D.ª Robustiana palidece, queda consternada. Un torrente de
lágrimas se desprende al fin de sus ojos. Aquel pormenor musical acaba
de aniquilarla.

En esta triste situación la sorprendió Flora al entrar para darle los
buenos días. Vuela hacia ella, la abraza y le pregunta anhelante qué le
sucede. D.ª Robustiana, temiendo que llegue su marido, la toma de la
mano y la conduce al cuartito que ocupaba la zagala, y allí desahoga en
ella su pecho. «¡Un tarro de dulce! ¡tres libras de chocolate! ¡botellas
de Jerez!»

--Señora, ya sabe usted que el chocolate es malo en las posadas.

--¿Y para qué quiere tres libras?

--No sabrá el tiempo que necesite permanecer en Langreo.

--¡Y la flauta! ¿la flauta? ¿Para qué necesita la flauta? ¿Les va á
tocar á los colonos alguna polka para hacerles pagar la renta?--exclama
la buena señora con desesperación.

D.ª Robustiana no conocía la mitología; no estaba por lo tanto enterada
de que el tracio Orfeo había llevado á cabo empresas mayores con su
lira. Como tampoco lo estaba Flora, no pudo tranquilizar su espíritu con
esta cita histórica. Quedó, pues, silenciosa y perpleja mientras la
atribulada señora se entregaba cada vez más reciamente al llanto. Pero
al cabo nació una idea en su frentecita morena, debajo de sus ricitos
negros. Y sin comunicarla á su protectora sale de la estancia, baja las
escaleras de la casa, se detiene delante de la habitación de D. Félix y
llama suavemente con la mano. Nadie responde. Vuelve á llamar más
fuerte.

--¿Quién es?--pregunta con aspereza una voz.

--Soy yo, D. Félix... Si no le molestase...

--¡Ah! ¿Eres tú, hija mía?...--responde otra voz mucho más suave.

Inmediatamente se escuchan unos pasos; suenan cerrojos y cadenas; se
abre la puerta y aparece el capitán envuelto en una bata que había sido
verde esmeralda, luego fué verde malva y ahora era gris plomo. En los
pies babuchas y en la cabeza un gorro de terciopelo negro con borla de
seda.

--¿Qué te ocurre, hija mía?

Antes de responder Flora pasea una mirada de infantil curiosidad por la
estancia, cosa que al capitán le hace poca gracia. En vez de ocupar una
de las grandes habitaciones del piso principal el señor Ramírez del
Valle dormía, se lavaba y leía y hacía sus cuentas en un pequeño cuarto
de la planta baja que tenía su entrada por el portal y una ventana
enrejada á la calle. Si no comía allí también era porque las migajas
atraían los ratones. En este cuarto había una cama de madera con
cortinas de damasco de lana, un lavabo de hierro, una mesa y una pequeña
librería. Lo demás todo armas; armas en los rincones, armas colgadas de
las paredes, armas sobre la mesa, armas en la librería y hasta armas
debajo de la cama y entre sus colchones. Trabucos, carabinas de chispa,
carabinas de pistón, de un cañón, de dos cañones, pistolas de arzón,
cachorrillos, sables, puñales, navajas. ¿Sería que el capitán, á pesar
de su pregonado amor á la paz y sus instintos bucólicos, guardase allá
en los repliegues del corazón grato recuerdo de su vida de guerrero? No
por cierto. Aquel repleto arsenal respondía tan sólo al constante temor
en que vivía de los ladrones. ¿Los había en Laviana? Tampoco, pero los
había en Castilla, desde donde habían llegado cierta noche formando una
partida montada y salvando la cadena de montañas á robar á su pariente
D. Zacarías de Bello en el concejo limítrofe de Aller. Como D. Zacarías
él también ahuchaba doblones de oro en botes de hoja de lata y los
escondía en el desván. Nada tendría de extraño que aquellos bandidos se
tomasen la molestia de andar un poco más para recogerlos. Antes que esto
acaeciese, D. Félix estaba resuelto á defenderse hasta quemar el último
cartucho. En este caso, duraría el fuego lo menos quince días. Había
pensado también fortificarse más colocando un cañón en la azotea de la
casa; pero los albañiles le dijeron que se quebrarían las paredes si
alguna vez lo disparase y desistió. De todos modos, aquel cuarto con
rejas de hierro en la ventana y triple cerrojo en la puerta era una
fortaleza inexpugnable. Á menos que el capitán hiciese una salida
temeraria, no lograría el enemigo apoderarse de ella.

--Si no le molestase...--volvió á decir Flora.

--No, no me molestas--respondió con dulzura y sonriendo el capitán.

--Regalado se va ahora mismo á Langreo. ¿Le envía usted allá?

El capitán se puso serio repentinamente. Á pesar de la predilección que
sentía por aquella chiquilla, no pudo menos de reconocer que la pregunta
era atrevida é indiscreta.

--¡Pchs! Negocios... negocios de hombres--murmuró sordamente.--Anda, vé
á decir en la cocina que me hagan el chocolate.

--Es que D.ª Robustiana está llorando y dice que su marido no va á
Langreo, sino á Bimenes en busca de una viuda que se llama
Celedonia--manifestó con graciosa entereza la chica.

D. Félix abrió los ojos sorprendido y al instante brilló en ellos una
sonrisa maliciosa.

--¡Este Regalado!--exclamó sacudiendo la cabeza con amable
condescendencia.

Las flaquezas amorosas de su mayordomo le causaban más gracia que
disgusto. Se las perdonaba de buen grado porque él mismo había caído en
ellas y aún parecía dispuesto á caer si la ocasión se ofreciese. En
cambio ya se guardaría de equivocarse en dos pesetas al rendir cuentas:
le habría arrojado el tintero á la cabeza.

--Bueno, bueno--añadió sin dejar de sonreir;--vé á tranquilizar al ama.
Ya arreglaremos eso.

Y en efecto, hizo llamar al mayordomo y le dijo que aquella tarde era
preciso ir á Villoria á ver un castañar que le proponían en venta. Con
esto se deshizo por entonces la maquinación seductora de Regalado, quien
se fué á la cocina con las orejas gachas. Sospechando en seguida por
ciertos signos de dónde procedía el obstáculo, mientras engullía el
almuerzo silenciosamente, arrojaba miradas furiosas sobre su esposa y
Flora. En cuanto terminó se levantó con violencia del escaño, sacó la
flauta de las alforjas y se fué camino del molino, donde había una
molinera obesa con quien también daba celos á D.ª Robustiana. Pero ésta,
adivinando que aquellos amoríos no interesaban ya su corazón
inconstante, quedó sosegada y tardó poco en recuperar su buen humor
habitual.

Flora quería ir á lavar al río. Así lo había convenido con Demetria para
juntarse las dos y pasar algunas horas de charla. Sin manifestar lo
último á D.ª Robustiana, le propuso lo primero. Cedió en seguida la
mayordoma: la ropa blanca era su dulce manía. Subieron al piso alto,
amontonaron la ropa sucia en una gran cesta, pero antes de colocarla
sobre la cabeza de la doncellita, D.ª Robustiana tuvo la
condescendencia, para ella siempre sabrosa, de mostrarle una vez más los
armarios de la ropa. La emoción con que un sacerdote místico abre el
sagrario donde se guarda el Sacramento no es comparable al gozo inefable
y al respeto con que D.ª Robustiana abría las puertas de aquellos
grandes, vetustos armatostes de nogal, donde se guardaba la ropa blanca
de la noble casa de Ramírez del Valle. En cuanto daba la vuelta á las
llaves y los goznes rechinaban, el resto del mundo desaparecía no sólo
para sus ojos, sino para su memoria. Ya podían allá abajo morir los
reyes y desquiciarse los imperios, hundirse las islas y abrirse los
volcanes, D.ª Robustiana, arrobada en la contemplación de tantas y
tantas docenas de sábanas bordadas y manteles adamascados, no saldría,
bien seguro, de su éxtasis feliz. ¿Por ventura allá en Madrid la reina
tendría en sus armarios tanta ropa? Quizá. D.ª Robustiana, sin embargo,
se autorizaba el dudarlo.

Luego que con mano trémula hubo expuesto á la vista de la joven aquellos
mágicos tesoros de hilo y la obligara por medio de un silencioso
recogimiento á penetrarse de su grandeza, la ayudó por fin á colocarse
la cesta sobre la cabeza y la despidió dándole un sonoro beso en la
mejilla.

--Anda, hija mía... No te mojes mucho... No te pongas al sol... No batas
demasiado la ropa contra la piedra... No gastes mucho jabón.

Y allá va Flora camino del río con mucho más peso en la cabeza que las
damas que pasean sus sombreros _dernière creation_ por el Retiro, pero
acaso con menos en el corazón. El sol bañaba por completo la aldea; se
derramaba por el césped ocupándose en deshacer las gotas de rocío;
brillaba rojo en los tejados; penetraba en las copas de los árboles
trasformándolos en enormes globos de trasparente esmeralda. ¡Allá va
Flora! El camino estrecho que conduce desde la casa de D. Félix á la
Bolera, tapizado por entrambos lados de zarzamora, está solitario. Mas
una legión de ninfas y de amores que retozan en aquel instante por la
pomarada de D. Félix asoman su cabeza por encima de las paredillas y de
las zarzas que la recubren para contemplar á la gentil aldeana, señalan
con el dedo sus labios de cereza, sus ojos negros brillantes, su marcha
airosa, cuchichean y sonríen. ¡Allá va Flora! El Céfiro, recordando los
encantos de su esposa inmortal que llevaba el mismo nombre, cree verlos
reproducidos y se estremece de gozo, tiembla en sus labios, acaricia con
suavidad sus mejillas tersas, se introduce entre sus rizos negros y los
agita blandamente sobre la frente.

Al desembocar en el Campo de la Bolera, cuyo borde lame el riachuelo de
Villoria, tiene un encuentro. El capellán D. Lesmes venía de este pueblo
caballero en una jaca torda, linda y briosa. Era D. Lesmes, como ya
sabemos, hombre apuesto, se hallaba en la flor de la edad y era además
fachendoso, y sobre todo galán y enamorado. No es maravilla, pues, que
al ver á la aldeana hiciese parar en firme á su caballo y pusiera cara
de pascua.

--Buenos días, Florita, buenos días. No esperaba yo antes de llegar á
casa tan feliz encuentro. Pero Dios es muy bueno y cuando menos se
piensa favorece á sus criaturas.

--¡Qué criaturita de Dios!--exclamó Flora riendo con malicia.

--De Dios soy, hija mía, pero también quisiera ser tuyo.

--¡Virgen! ¿Y qué iba á hacer yo con usted si fuese mío?

--Cuanto quisieras, hermosa. Ningún corderito de ocho días sigue á su
madre con más afán que yo te seguiría.

--¿Balando y todo?

--Balando también--respondió el tonsurado después de titubear un
instante.

--Pues principie usted ahora, á ver cómo lo hace.

--¡Oh, qué mala! ¡qué mala eres, Florita!--exclamó acariciando al mismo
tiempo con la punta de su látigo la mejilla de la joven.--¿Vas al río?

--Al río voy.

--¡Quién fuera trucha para morderte una pantorrilla y chupar esa
sangrecita dulce! ¡Quién fuera anguila para deslizarme entre tu ropa y
registrar tus secretos!... Pero no... ¡Quién fuera ratón para ir ahora
mismo á tu cuarto y esperarte allí y salir por la noche para soplarte al
oído!

--¡Madre mía!--dijo la aldeana riendo.--¡Pues no quería usted ser pocos
animales: cordero, trucha, anguila, ratón!... ¡ni el arca de Noé!

Es posible que Flora no supiera todo lo linda que era. Es posible
igualmente que lo supiese demasiado bien. Pero lo que no puede dudarse
es que D. Lesmes quedó en aquel instante tan profundamente convencido de
ello que se puso serio de repente, dejó escapar un suspiro y acariciando
con su mano temblorosa el cuello de la jaca exclamó:

--¡Ay, Florita, qué hermosa... qué hermosa eres!... ¿Estarás muchos días
en Entralgo?

--Algunos todavía.

--Pues cuando menos lo pienses vendré por la noche á llamar á tu
ventana... Adiós, Florita; adiós, botón de rosa... adiós, clavel de
Italia, ¡adiós! ¡adiós!

Y D. Lesmes descargó su emoción hincando las espuelas á la jaca, que
botó como una pelota y se alejó brincando con fragor por la calzada
pedregosa.

Flora permaneció un instante inmóvil contemplándole con ojos risueños y
triunfantes. Luego, haciendo un gracioso mohín de desdén, se volvió y
emprendió de nuevo su camino.

Cuando se hubo acercado al riachuelo tendió la vista á ver si había
llegado Demetria. No la vió por allí. Entonces siguió un instante por
sus orillas, sombreadas de avellanos, hasta el paraje más oculto y
umbrío, donde solían lavar las doncellas de Entralgo cuando en el verano
los rayos del sol quemaban demasiado. Allí la encontró. Acababa de
llegar y tenía depositado en tierra su cesto de ropa sin haberlo tocado
todavía. Flora hizo lo mismo con el suyo, y después de haber cambiado
algunos besos cariñosos, charlando alegremente, comenzaron su tarea.
Sacan todo aquel lienzo, lo sueltan en el remanso que el arroyuelo
hacía, se despojan de la falda, de los zapatos y las medias, del
pañuelo; se quedan medio desnudas con el blanco seno y los brazos al
descubierto. Y tomando de aquel montón de ropa flotante cada cual una
prenda empiezan á sacudirla, á frotarla, á estrujarla y también por
intervalos á azotarla contra la piedra lisa que cada una tenía delante.
La charla no se interrumpe ni cuando oprimen la ropa, ni cuando la
empapan en jabón ni cuando la sueltan para que el agua la bañe. Pero
cuando se hace más íntima, más discreta es en los cortos momentos de
respiro, cuando las nobles doncellas se yerguen para hacer descansar sus
brazos y sus piernas entumecidas. Entonces se hablan al oído y sonríen
mientras el arroyo cristalino besa con placer sus pies desnudos.

Mas he aquí que Demetria se va quedando grave sin saber por qué, grave y
pensativa. Flora lo advierte y le pregunta el motivo. Tarda en responder
la zagala. Al cabo desahoga su pecho y le cuenta sus inquietudes, sus
tristezas engendradas por las palabras que se le escaparon á su hermano
Pepín el día del Carmen. Verdad que estas palabras llovían sobre mojado.
Por eso sin duda le habían causado impresión tan honda.

Flora se apresuró á tranquilizarla. Todo aquello no era más que envidia,
cuentos y chismes que debía despreciar. Y en último resultado, aunque
fuese, verdad ¿por qué se apuraba tanto? Lo de la Inclusa no tenía visos
de ser cierto por ningún lado que se mirase. El tío Goro y la tía
Felicia, siendo jóvenes y esperando todavía familia, no estaban
necesitados en aquélla época á sacar de la Inclusa una niña para
adoptarla. En todo caso lo probable sería que fuese la hija de algunos
señores que la hubieran dado á criar á personas de su confianza.

Decía esto Flora porque hacía ya tiempo que tenía sospechas vehementes
del origen de su amiga. Á ésta no la consolaban, sin embargo, tales
palabras. Amaba tanto á los que siempre había llamado padres que la
idea de que no lo fuesen la llenaba de dolor.

Flora también quedó silenciosa al cabo. Ambas prosiguieron un buen rato
su tarea sin decirse palabra. Al cabo aquella levantó la cabeza y
sonriendo maliciosamente exclamó:

--¡Si será verdad lo que dijo la tía Rosenda, la noche de la lumbrada!

Demetria ya no se acordaba; la miró sorprendida.

--Sí, que tú y yo nos parecemos en la historia... Porque yo también
sospecho que no soy lo que parezco--añadió ruborizándose.

Demetria, profundamente interesada, olvidándose en un punto de sí misma,
la instó para que se explicase. La gentil morenita se hizo de rogar. Le
daba mucha vergüenza manifestar quién sospechaba que fuese su padre.

--¡Aciértalo, aciértalo!--le decía á su amiga riendo.

--¿Pero cómo?--exclamaba ésta.

--Verás... voy á darte las señas... Es un caballero, no es un aldeano...
guapo... rico... Tú le conoces.

Demetria permaneció un instante pensativa.

--¿D. Antero?--preguntó al cabo inocentemente.

Flora soltó una carcajada.

--¡Pero, niña, tú no estás sana de la cabeza! Si don Antero tendrá unos
treinta años y yo voy á cumplir diez y ocho... ¿Me había de tener á los
doce?

Demetria se puso colorada.

--Es más viejo que D. Antero--prosiguió Flora--y es más rico también...
y más llano... y más campechano y amigo de los pobres...

--¿Es de Laviana?

--Sí, de Laviana.

--¿Es de la Pola?

--¡Anda! Si te digo eso ya lo tienes acertado... Pero, en fin, te lo
diré, pues de otro modo llevas traza de no acertarlo en la vida... No,
no es de la Pola.

Demetria volvió á quedar pensativa. Dibujándose al cabo una sonrisa en
sus labios de coral, preguntó tímidamente:

--¿El capitán?

Flora bajó la cabeza sin responder y se puso á restregar con furia la
prenda que tenía entre las manos. Ambas permanecieron silenciosas. Al
fin Flora, sin levantar su rostro y con voz un poco temblorosa, dió
cuenta á su amiga de los motivos que tenía para sospechar que era hija
de D. Félix. Jamás había oído el nombre de su padre. Sabía que su madre
la había dado á luz en Castilla, pero había ido allá en cinta ya. Era
soltera. Si algún labrador fuese su padre, tendría que ser de Laviana y
no dejaría de saberse... Luego, una vez, siendo niña, estando en la
cama, oyó hablar á sus abuelos, que la creían dormida, y por ciertas
palabras vino á sospechar que recibían dinero del capitán á causa de _la
niña_. La niña no podía ser más que ella... Luego, D. Félix la trataba
con tal afecto...

La linda morenita se entretuvo largo tiempo á contar pormenores, la
mayor parte de ellos pueriles. Mas no por eso los escuchaba Demetria con
menos atención.

Cuando más embebidas se hallaban en su plática novelesca suena
fuertemente el emparrado de avellanas que las resguardaba. Aparecen de
improviso en aquel recinto dos negras y siniestras figuras, las de
aquellos dos mineros que ya conocemos, Plutón y Joyana. Flora da un
grito penetrante y corre desalada por la margen del riachuelo. Demetria
queda inmóvil y pálida y clavándoles una mirada colérica les pregunta:

--¿Quiénes sois y qué venís á hacer aquí?

--Somos dos lobos y venimos al olor de la carne--responde cínicamente
Plutón clavando una mirada codiciosa en el alto pecho de la doncella.

Ésta se apresuró á abrochar la camisa y respondió con acento de soberbio
desdén:

--Si no sois lobos, no parecéis hombres con esas caras negras de
infierno.

En efecto, los dos compadres acababan de salir de la mina y venían
embadurnados de carbón.

Flora, avergonzada de su cobardía, viendo á Demetria hablar con ellos,
volvió sobre sus pasos.

--¡Qué diablo de hombres!--exclamó riendo.--Me habéis asustado.

--De poco te asustas, morena--dijo Joyana acercándose á ella para saciar
mejor sus ojos lúbricos. Y poniéndose almibarado, añadió:--Tú sí que me
tienes á mí asustado y encogido y muerto con esa carita de cielo y ese
garbo y esa sal que derramas...

--¿Que derramo sal?... Prueba esta agua y verás cómo no está
salada--repuso la traviesa niña tomando un poco del río con el hueco de
la mano.

Joyana quiso probarla, en efecto, pero antes que lo efectuase Flora se
la arrojó á la cara. Con esto el minero se alegró mucho más y sonreía
haciendo muecas de mono.

--Oye, Plutón: ¿no es verdad que apetece comerse esta manzanita colorada
sin mondarla siquiera?

--¡Ay, Plutón!--exclamó Flora soltando una estrepitosa carcajada--¡Ay,
Plutón! ¡qué gracia!... ¡Toma, Plutón!... ¡aquí, Plutón!

Y se retorcía de risa, dándose en las rodillas con las palmas de las
manos.

--¡De qué te ríes tú, bestia!--profirió el designado por aquel nombre
mirándola iracundo.

Flora no hizo caso alguno de su cólera y siguió riendo á boca llena. Por
fin dijo:

--Me río porque D. Félix tuvo hace algunos años un perro que se llamaba
como tú... Por cierto que rabió y Regalado le mató de un tiro.

--Pues yo, sin rabiar, si te descuidas te voy á clavar los
dientes--manifestó Plutón echándole una mirada torva.

--No seas tan valiente--respondió la niña sin perder un punto de su
alegría.--¿Y por qué te llaman Plutón? Ese no es nombre de cristiano.

--Porque les da la gana--respondió el minero secamente.

La verdad que él mismo no sabía el origen mitológico de su mote. Su
padre, que era guarda de herramientas en la mina de Arnao, cerca de
Avilés, tenía en el fondo de ella una caseta de madera donde solía
dormir. Allí sorprendieron los dolores de parto á su madre y allí le
echó al mundo. Mr. Jacobi, ingeniero alemán, director de la explotación,
hombre letrado y no poco bromista, comenzó á llamarle Plutón por haber
nacido debajo de tierra, y Plutón le quedó.

--Parece--siguió después el minero, mirándolas á entrambas con sus ojos
de fiera traidora--que no os gustan las caras manchadas de carbón... Os
alegran más las que están salpicadas de leche y borona como las de
aquellos zotes que os acompañaban en la lumbrada del Carmen...

--¡Podían no gustarnos más!--exclamó con desenfado Flora.--Aquéllos son
hombres... y vosotros unos micos.

--Pues á ese zángano que te corteja--profirió Plutón dirigiéndose
bruscamente á Demetria--nadie le corta el pescuezo más que yo.

Demetria le miró estupefacta con más sorpresa que indignación. Flora
volvió á dar suelta á su risa.

--¿Sabes lo que digo?--manifestó al cabo encarándose con Plutón.--Que si
Nolo te coge con un dedo te manda dando volteretas por encima de aquel
monte que allí ves y se llama Peña-Mea.

--¡Lo veremos!--profirió el minero con voz ronca.

--Sí, te veremos por el aire y te verán los paisanos del concejo de
Aller cuando allá caigas--replicó la traviesa zagala con la misma risa
burlona.

Joyana se acercó á su compañero y le habló unas palabras al oído. Los
ojos sangrientos de Plutón brillaron con gozo malicioso. Luego se
acercaron un poco más á las jóvenes, Joyana hacia Flora, Plutón hacia
Demetria. Y haciéndose una seña se arrojaron de improviso sobre ellas
sujetándolas fuertemente y aplicando al mismo tiempo sonoros y lúbricos
besos en sus mejillas. Á pesar de los rabiosos esfuerzos de las zagalas
para desasirse, de sus gritos y de sus insultos, los infames sátiros las
estuvieron besando hasta que se saciaron. Y cuando se hubieron saciado
las soltaron y se alejaron riendo, mientras ellas, sacudidas por una
violenta cólera, agarraban del río enormes pedruscos y se los lanzaban
con una fuerza que sólo la indignación y la vergüenza pueden prestar.

Desaparecieron al cabo de su vista por detrás del espeso matorral de
mimbreras y avellanos. Quedaron las zagalas un momento inmóviles. Al
encontrarse después sus ojos, se dejaron caer una en brazos de otra
sollozando amargamente. Desahogada por el llanto su aflicción, notaron
que tenían el rostro manchado. Y por un movimiento simultáneo comenzaron
á tomar apresuradamente agua del río y á frotarse con tal ahinco que al
poco tiempo sus cándidas mejillas quedaron más rojas que las cerezas.

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VIII

El capitán.


Don Félix Cantalicio Ramírez del Valle descansaba en la fortaleza
blindada que tenía por dormitorio pocos días después del suceso que
acabamos de narrar. Habían sonado ya las dos de la noche en el reloj con
música del salón de arriba, se hallaba en la cama desde las once; y sin
embargo sólo había logrado echar un sueñecito de media hora. Le acaecía
esto muchas veces. El capitán era hombre de poco dormir, al menos de
noche. De día solía echar siestas repentinas y fantásticas donde menos
pudiera imaginarse, en el establo cuando iba á inspeccionar el ganado,
en la iglesia oyendo misa, y hasta montado á caballo cuando recorría los
caminos pedregosos del concejo. Tal molesto trastorno en las horas del
reposo le enfadaba mucho consigo mismo, pero infinitamente más con
cualquiera que osase ponérselo de manifiesto. Aunque se le viese dormido
por el día no había que hacer de ello mención. D. Félix tomaba cualquier
advertencia acerca de este punto como un insulto.

Había encendido la luz ya tres ó cuatro veces y tomado entre las manos
un tomo de la Historia sagrada; había creído conciliar el sueño otras
tantas; pero en cuanto daba un soplo al velón volvía á quedar
despabilado. Al fin se resignó á permanecer en esta forma con los ojos
abiertos dejando vagar su pensamiento por aquellos asuntos que más le
interesaban. Lo que más le interesaba por el momento eran las
indemnizaciones que iba á tomar pronto por los terrenos expropiados en
Carrio. Al fin no había tenido más remedio que ceder ante la fuerza
mayor. Las tierras iban á ser partidas por el ferrocarril minero, y un
puñado de oro iba á caer en sus manos. Lo agrio con lo dulce. Porque si
D. Félix amaba apasionadamente sus tierras, no amaba con menos pasión el
oro. Bastante de este precioso metal tenía escondido dentro de las
paredes del desván y en los ángulos oscuros de sus vigas.

También le preocupaba en aquel instante Flora que debía partir por la
mañana para Lorío. Aquella aldeanita risueña, cariñosa, traviesa se le
iba metiendo por el corazón adentro; le costaba cada vez más trabajo
prescindir de ella. ¿Sería cierta la sospecha que la zagala había osado
comunicar con su amiga orilla del río? Sí; era cierta. D. Félix, poco
después de quedar viudo, había tenido por criada á una muchacha hija de
unos arrendatarios de Lorío. Y aunque embargado todavía por el dolor de
la pérdida de una joven esposa y adorando su memoria, su temperamento
ardiente y exuberante le arrastró á seducir á aquella doméstica. Quedó
en cinta. D. Félix, para evitarle la vergüenza envióla á Castilla
facilitándole todo lo necesario. Murió allá. El capitán hizo que se
trasportase la criatura á Lorío, donde fué criada por los abuelos, á
quienes desde entonces protegió con eficacia si no muy ostensiblemente.

Mientras sus hijos legítimos fueron niños, el fruto de su desliz le
preocupó poco: lo veía rara vez, porque el amor de ellos llenaba su
corazón. Mas al fallecer su hijo Gregorio en Oviedo y al partirse para
allá María, la imagen de Flora fué adquiriendo mayores proporciones en
el círculo de sus pensamientos. Ya no se limitaba á asentir cuando D.ª
Robustiana le proponía llamarla á pasar unos días en Entralgo: él mismo
se arrojaba á proponerlo ó buscaba ocasión para ello. El ama de llaves
fomentaba esta inclinación porque Flora era con ella tan tierna como
respetuosa.

Á D. Félix le pesaba, pues, de su marcha; tanto, que ya buscaba en su
cerebro algún pretexto para llamarla de nuevo así que trascurriesen
algunos días. Embebido en estas imaginaciones se hallaba cuando sonaron
en la puerta dos golpecitos discretos. Dió un salto en la cama y
preguntó despavorido:

--¿Quién va?

El capitán era bravo, pero vivía con la perpetua pesadilla de los
ladrones. Un día ú otro esperaba el asalto.

--Soy yo, señor, soy yo--dijo una voz de falsete al través de la
cerradura.

--¡Ah! eres tú, Robustiana. ¿Qué hay?

--¡Señor, hay ladrones en casa!

El capitán dió un salto mucho mayor y quedó de pie sobre el pavimento.
Al fin había llegado el momento supremo; había sonado la hora del
combate.

Sin encender luz introdujo la mano por entre los colchones y sacó un
enorme fusil de pistón. Después se acercó á la puerta y posando los
labios sobre la cerradura preguntó en voz de falsete también:

--¿Dónde están?

--Un hombre saltó la tapia de la huerta; le sentí caer sobre el montón
de leña que hay allí arrimado. Me asomé y le vi acercarse á la casa y
escalar la pared--respondió D.ª Robustiana por el mismo procedimiento.

--¿Despertaste á Regalado?

--Sí señor, y espera armado con su escopeta á que usted le ordene qué ha
de hacer.

D. Félix meditó algunos momentos el plan de batalla. Sentía en aquel
momento una viva emoción que acaso no fuera enteramente desagradable. La
perspectiva de un combate después de tantos años de paz despertaba sus
dormidas energías de soldado. Se creyó, pues, en el caso de apelar á sus
conocimientos militares. Hallólos un poco polvorientos allá en un rincón
de su cabeza. De buena gana hubiera abierto el antiguo tratado de
estrategia que tenía en su librería más polvorienta aún: pero no había
tiempo.

--Dí á tu marido--manifestó al cabo con autoridad militar como si se
dirigiera á un ayudante de órdenes--que suba al corredor de la parra por
si se intenta el asalto por entrambas fachadas. Despierta inmediatamente
á Manolete y le das este fusil y que suba al corredor de la cocina de
arriba para que, en todo caso, sus fuegos se crucen con los de Regalado.
Despierta también á Linón y dale este trabuco y que me siga á la huerta.
Yo voy en descubierta para ver si flanqueo al enemigo y le tomo por
retaguardia.

--¡Ay, madre mía del Carmen, amparadnos!--exclamó D.ª Robustiana
temblando fuertemente con las dos armas en la mano.

--¡Silencio!... Tú y Flora y la criada os encerraréis en el gabinete de
atrás y arrimad los colchones al balcón por si alguna bala atraviesa la
madera.

--¡Ay, santo Cristo de Candás!

--¡Silencio, te digo!... Despierta á Linón sin hacer ruido... No le
chilles... sacúdelo.

D.ª Robustiana se alejó en la oscuridad. El capitán se dirigió á tientas
á uno de los rincones, tomó otro fusil y salió al portal. De allí
penetró en la gran cocina de los jornaleros, abrió con sigilo la puerta
de la huerta y entró en ella. En cuanto dió unos pasos y echó una mirada
á la casa, pudo ver á la escasa claridad de las estrellas el bulto de un
hombre encaramado en el balcón del cuarto que ocupaba Flora. Acercóse
solapadamente hasta ponerse debajo de él y oyó que llamaba suavemente y
decía muy quedo: Flora... Florita...

--¡Así Dios me mate si no es D. Lesmes!--dijo para sí D. Félix
reconociendo, en el colmo de la sorpresa y la indignación, al capellán
de Iguanzo.

Tan inesperado desenlace le llenó de despecho; porque en aquel momento
no le hubiera pesado de andar á tiros. Se creyó en ridículo y desairado.
Además encontraba altamente ofensiva para él la conducta de aquel
sujeto. Así que, sin vacilar, sacó la baqueta del fusil y aproximándose
y empinándose cuanto pudo le aplicó un par de palos en las piernas con
toda su fuerza. D. Lesmes reprimió un grito y se dejó caer al suelo. El
capitán le atizó con igual rabia otros tres estacazos en las espaldas
sin proferir una voz. Sin quejarse tampoco los recibió el capellán, y en
cuanto pudo se dió á correr como un gamo hacia la tapia y la saltó con
agilidad increíble.

En aquel momento llegó Linón con su trabuco y en calzoncillos. D. Félix
le metió la boca por el oído para decirle:

--Es un mozo que venía á galantear á Flora.

El adusto Linón sonrió en la oscuridad.

--Ya sé quién es: el hijo de la tía Javiera de Fresnedo--manifestó con
su habitual sagacidad.

D. Félix no quiso desengañarle, ni tampoco á Regalado y su mujer, con
quienes inmediatamente se reunió. No le pareció bien divulgar la
calaverada de un personaje eclesiástico, por más que sólo de un pelo
estuviese colgado de la santa madre Iglesia. Así, el pobre Jacinto de
Fresnedo cargó de modo real con la culpa de D. Lesmes y de un modo ideal
con los palos. Florita se prometió hacerle pagar cara la vergüenza y la
molestia que le hizo experimentar.

Terminada de tal modo feliz aquella aventura temerosa, cada cual se
volvió á la cama.

--¡Zángano! ¡más que zángano! ¡pendejo! ¡rijoso!... ¿Para qué quieres
tú á esta niña? ¿Para casarte? No, porque si sueltas las rentas de la
capellanía te mueres de hambre. Para seducirla y reirte de ella después
como has hecho con otras, ¿verdad?... Yo velaré, ¡yo velaré, tunante!...

Y en estas disposiciones protectoras, el capitán, en vez de velar, se
durmió como un santo.

Eran ya bien las ocho de la mañana cuando se despertó. Lo primero que
pensó al mirar el reloj fué que Flora pudiera haberse marchado sin
despedirse y llamó en alta voz á D.ª Robustiana. No, Flora aún estaba en
su cuarto arreglándose. D. Félix, cuando se hubo retirado el ama de
gobierno, abrió su armario, acercó á él una silla, se encaramó sobre
ella, sacó algunos legajos y tomó un bote de hoja de lata que había
detrás de ellos. Lo abrió, y después de contemplar con emoción su
contenido, sacó de él una moneda de oro de ocho duros y volvió á
colocarlo en su sitio y á cerrar el armario. En seguida silenciosamente
subió arriba y fué al cuarto de Flora.

--Pensaba que te habías marchado sin despedirte de mí, niña--dijo
suavizando de un modo sorprendente su voz.--Me desperté tarde contra mi
costumbre...

--¡Había de marchar sin decirle adiós, señor!... ¿Qué idea tiene de
mí?--exclamó la zalamera morenita anudando sobre la cabeza su pañolito
de seda encarnada y retocándose los rizos frente á un espejillo mal
azogado.

--Bien... bien... me alegro--repuso D. Félix algo acortado (porque
empezaba á sentir cierta cortedad frente á esta muchacha).--Has de
decirle á tu abuelo que si uno de los molares está casi inútil, como me
mandó á decir, puede renovarlo y que me lo ponga en cuenta. Y que no
permita al colono de D. Casiano que tome agua de la acequia, que no
tiene derecho á ello. Y que si necesita cortar algún roble para arreglar
el estanque puede hacerlo... No te olvides, ¿eh?...

No, no se olvidaría. Tampoco se olvidaba de colocarse bien sobre la
garganta la triple sarta de corales y colgarse de las orejas los
pendientes de perlas regalo del capitán y estirar con la punta de los
dedos los cabos del pañuelo á fin de que cayesen con gracia sobre las
sienes.

--Mira, Florita... te voy á hacer un regalo, hija mía... pero no se lo
digas á nadie--siguió el capitán con voz levemente alterada.

Y al decir esto llevó mano al bolsillo. Pero en el mismo instante echó
una mirada á la calle por el balcón medio abierto y vió á la vieja
Rosenda que desde lo alto de su hórreo los espiaba.

--¡Ya está aquella bruja fisgando!--exclamó poniéndose serio.--Ven acá,
Florita, ven á mi cuarto.

Y enderezando los pasos hacia la escalera la bajó seguido de la joven y
se entró en su cuarto.

--Toma esta media onza--dijo sacando al cabo la moneda de oro del
bolsillo.--Es para ti... para ti nada más, para que te compres cintas...
confites... lo que quieras. No digas nada á tus abuelos, porque ya
sabes, llorando miserias te sacarían los cuartos... ¿Verdad que no?...

Flora hacía signos negativos con la cabeza, pero en el fondo de su alma
estaba diciendo: «¡Qué cosas tiene este D. Félix! ¡Cómo voy á negar el
dinero á mis abuelos si veo que lo necesitan!»

--Bueno, ahora adiós, hija mía. Has de volver pronto, ¿eh?... cuando
recojamos el maíz y haya _esfoyaza_. Ya te avisará Robustiana... Linón
te habrá puesto jamugas en el caballo, ¿verdad?... ¿No?... Bien, bien,
ya sé que montas perfectamente, pero ten cuidado, hija, no vayas á
caerte. Que te acompañe Manolete de espolista para traer luego el
caballo... Adiós, hija, adiós... No te des atracones de avellanas; ya
sabes que te hacen daño...

El irascible capitán no sólo parecía un padre en aquel momento, sino una
madre tierna y cuidadosa. No se atrevió á darla un beso aunque buenas
ganas se le pasaron, pero tomó su linda barba entre los dedos y la
acarició. Mas como al hacerlo volviese los ojos, por ese secreto
instinto que nos advierte el peligro, hacia la ventana, observó que
cruzaba por delante Rosenda. La vieja había dado rápidamente la vuelta á
la casa, vió lo que quiso ver y sonrió.

--¡Maldita bruja que Dios confunda! ¡Un día la mato! ¡la descerrajo un
tiro!--exclamó el capitán pálido y paseando sus ojos airados por la
habitación como si buscase el arma homicida. Flora se había puesto como
una amapola.

Al fin se partió para Lorío y D. Félix quedó solo y contra su costumbre
un poco melancólico. Vino á sacarle de su tristeza la llegada súbita é
inesperada del ganado que tenía pastando en los montes de Raigoso. Este
ganado no bajaba definitivamente á invernar hasta los primeros días de
Octubre y estábamos en los de Agosto, pero solían traerlo á Entralgo una
vez durante el verano para que su dueño viese por sus ojos el estado en
que se hallaba y si era necesario dejar alguna res en casa ó venderla.

La entrada triunfal de aquel lindo rebaño, compuesto de cuarenta ó
cincuenta vacas con sus crías, era siempre un acontecimiento magno en la
pequeña aldea. Al oir sonar de lejos ya las grandes esquilas que
llevaban las reses colgadas al cuello, la turba infantil de la población
se estremecía; dejaba sus juegos ó las faldas de sus madres y corría al
encuentro de la vacada. Luego la seguía con gritos de alegría hasta la
plazoleta donde se alzaba la casa de D. Félix.

Huyósele á éste por completo la tristeza del alma al escuchar las
esquilas y los mugidos de su ganado. Salió á la puerta con faz sonriente
y comenzó á examinar sus vacas y á charlar animadamente con los dos
zagalones que las conducían, haciéndoles mil preguntas y encargos. En un
momento se reunió allí medio pueblo.

--¡Mira la Cereza, qué gorda viene!--exclamaba un chico.

--Mira la Garbosa; ya tiene una cría--decía otro.

--¡Mirad, mirad la Morica, qué grande se ha puesto! Era una becerra y ya
parece una novilla--apuntaba un tercero.

Todos conocían á las vacas por sus nombres y sabían sus cualidades y sus
defectos como si fuesen propias.

--¡No te acerques á la Parda, que es muy traidora!--¡Veréis, veréis la
Garbosa cómo empieza á hacer de las suyas; ya le está metiendo los
cuernos por el vientre á la Salia!

Y no sólo los pequeños, sino también los grandes de la aldea rodeaban el
rebaño y daban su opinión con voz sorda y ademán recogido y suficiente,
no á gritos descompasados como la plebe menuda. El ganado mugía, se
agitaba tropezándose á menudo. Las terneras se empeñaban en mamar á sus
madres; los criados las arrancaban prontamente de la teta. El capitán,
en medio, acariciando el testuz de las vacas, tomándolas por los cuernos
ó pasándoles la palma de la mano por el lomo, gozaba más en aquel
instante que César en medio de sus legiones victoriosas. Y los dos
grandes perros mastines, _Manchego_ y _Navarro_, traídos cachorros de
Castilla, caracoleaban en torno suyo solicitando también una caricia.

Pero era necesario llevar aquellos animalitos á reposarse. D. Félix dió
orden á los vaqueros para que los condujesen á Cerezangos y él también
marchó con ellos. Cerezangos es una gran pradera distante menos de un
kilómetro de la casa. Está asentada en la falda de una de las colinas
que aprietan la estrecha garganta por donde corre el riachuelo de
Villoria. Por debajo linda con éste y á su orilla tiene un hermoso soto
de avellanos y tilos. Por arriba y por ambos lados se extiende la colina
vestida de frondosos castañares. Aquel campo abierto, aquella mancha de
un verde claro, contrastando con el más negro de su cinturón selvático,
espaciaba la vista y la alegraba. Aquel campo era la finca predilecta
del capitán, su regocijo y sus amores. En cuanto ponía los pies en él
sentía un extraño fresco en el cuerpo y el alma; se le disipaban
inquietudes y penas. No se pasaba día alguno en que no le hiciese su
visita. Muchas veces dormía allí su siesta debajo de un tilo, arrullado
por el _glu glu_ del riachuelo. Otras veces cuando el sol trasponía por
encima de la colina solía tenderse de espaldas sobre el césped y pasar
largo rato contemplando los abismos azules del cielo. Entonces se
acordaba de su joven esposa, de su hijo Gregorio, muerto en la flor de
la edad, creía verlos nadar en el éter sonriéndole, y algunas lágrimas
resbalaban suavemente por sus mejillas.

Los criados encerraron el ganado en el establo que había en lo cimero
del prado y le dieron pienso. D. Félix asistió con el debido respeto á
este acto solemne. Luego dió orden para que se retirasen y volviesen
poco antes de ponerse el sol á fin de conducir de nuevo el rebaño al
monte. Él permaneció todavía un rato en el establo examinando y
acariciando á sus vacas, hablándoles como si fuesen personas y no seres
irracionales. Cuando se hubo cansado de ellas, salió por la puerta
trasera del establo que se alza sobre un estrecho camino de la montaña,
saltó la paredilla de un castañar de su propiedad también, y pico arriba
ascendió por él lentamente entre los enormes, copudos castaños que le
daban sombra. En lo más tupido y frondoso de este bosque había una
fuente que manaba del suelo y formaba hoyo. La opinión de D. Félix,
explícitamente declarada en público y en privado, era que no había agua
más fina, más clara ni de mejor paladar en todo el concejo. ¡Ay del que
osase impugnar directa ó indirectamente esta aserción!

Sentóse á su vera; reposó allí el calor un poco. Cuando le pareció
conveniente se alzó, y después de sacar del bolsillo su enorme reloj de
plata con estuche de concha, comenzó á descender con el mismo sosiego la
vuelta de su casa. Era ya muy cerca del mediodía. El sol brillaba en lo
alto enfilando el pico de la Peña-Mea. Como su resplandor era demasiado
intenso, el capitán en vez de bajar por medio del prado á Entralgo
prefirió seguir la calzada estrecha que lo rodeaba sombreada de
avellanos y castaños. Por ella caminaba tranquilo y alegre cuando
delante de él se apareció de improviso D. Lesmes caballero en su briosa
jaca.

--¡Hola, amigo D. Lesmes! ¡Qué encuentro tan feliz! ¿Cómo á estas horas
por aquí?--exclamó en tono jovial y un si es no es burlón.

El capellán se puso colorado hasta las orejas.

--Voy á ver al señor cura de Villoria que me han dicho se encuentra un
poco enfermo.

--¡Siempre practicando obras de misericordia!... ¿Y qué tiene el señor
cura?

--Pues según parece es un enfriamiento. Dice su sobrino que una de estas
noches, sintiendo demasiado calor en la cama, se salió al corredor y se
estuvo allí un rato en mangas de camisa... ¡Ya ve usted qué
imprudencia!--replicó D. Lesmes reponiéndose instantáneamente, porque
era hombre avisado y corrido.

--¡Ya, ya!... Ha sido una temeridad... Desengáñese usted, D. Lesmes, hay
que andarse con mucho tiento en eso de ponerse á los balcones, aunque
sea en estas noches calurosas.

El capellán enrojeció de nuevo. Para disimular su turbación comenzó á
dar palmaditas en el cuello á la jaca, narró con cierta incoherencia los
pormenores de la enfermedad del párroco, tales como se los había oído á
D. Nicolás el médico la tarde anterior en la Pola. La conversación se
prolongó algún tiempo. Hablaron también de las minas de Carrio y del
ferrocarril, cuyos trabajos estaban comenzando. Mas por muchos esfuerzos
que hacía no lograba D. Lesmes adquirir aplomo. Entre ambos
interlocutores flotaba como una nube el recuerdo de la paliza de la
noche, y este recuerdo alegraba maliciosamente los ojos del capitán y
entristecía y avergonzaba los suyos.

Por fin se despidieron. El capitán prosiguió su camino con cara de risa
murmurando:

--¡Vaya unos baquetazos lindos que te has ganado esta noche! ¡Vuelve por
otros, tunante!

El capellán lo siguió con torvo semblante y rechinando los dientes
decía:

--¡Maldita sea tu estampa! ¡Algún día me las pagarás, viejo estúpido!

Al atravesar el puente y entrar en el Campo de la Bolera, tropezó D.
Félix con Maripepa que iba con un jarro de barro negro á la fuente.
Estaba tan alegre que la detuvo y se puso á charlar con ella. Pero la
coja no se hallaba de tan buen humor. Al instante comenzó á llorar hilo
á hilo quejándose amarguísimamente de su hermana Pacha, que aquella
noche la había castigado con inusitado rigor en su misma cama, sólo
porque Regalado había ido á tocar la flauta delante de su casa.

--Unos azotitos, ¿verdad?--preguntó D. Félix pugnando por no reir.

--No; azotes no--respondió inocentemente la coja.--Me ha tirado del
pelo, me ha dado de bofetadas y me ha pellizcado los brazos.--Mire
usted, mire usted qué verdugón me ha hecho.

Y remangándose la camisa mostró en efecto en su brazo negro y rugoso una
mancha morada.

--¡Tanto no; es un exceso!--manifestó D. Félix;--pero unos azotitos de
vez en cuando no te vienen mal porque eres una chica muy coquetuela.

--¡Que no, D. Félix, que no!--exclamó la coja rebosando ya de
gozo.--Nunca he sido coqueta... Si los hombres vienen detrás de mí,
¿tengo yo la culpa? ¿Cómo voy á impedir que me digan alguna tontería al
pasar ó que se planten delante de casa por la noche?

--Pero tú les echas unas ojeadillas muy provocativas, y ¡claro! ellos
acuden á la miel.

--Nada de eso. Les miro sin intención ninguna, ¡bien puede usted
creerme!

Con la sonrisa de vanidad triunfante que contraía su boca desdentada,
Maripepa estaba tan horrible que don Félix necesitó volver la cara y
proseguir rápidamente su camino para no soltar la carcajada.

En esta disposición alegrísima llegó á su casa. Delante de ella, sentado
bajo el corredor emparrado, con el sombrero en la mano y sudando como lo
que era, como un buey, estaba el actuario D. Casiano. Cerca de él
Regalado. Alzóse rápidamente al ver al capitán, adelantóse á él y lo
estrechó contra su pecho ciclópeo como solía hacer este cíclope con los
individuos de la raza humana, más débil que la suya, cuando quería
demostrarles su benevolencia. Al mismo tiempo estallaba siempre sin
saber por qué en sonoras, bárbaras carcajadas; quizá para dar algún
desahogo al aliento todopoderoso de sus pulmones. D. Félix se dejó
abrazar con más resignación que otras veces, y antes de enterarse de lo
que allí le traía dió orden á Regalado para que hiciese traer unas
botellas de sidra. Observó que el rostro de éste, contra su costumbre,
no estaba alegre, sino sombrío; pero no hizo alto en ello. Tampoco el de
D.ª Robustiana, que acompañó á la criada cuando vino á servir la sidra,
expresaba como otras veces un humor jovial y sereno. Entonces sospechó
que algún disgusto había ocurrido entre los cónyuges. Pero le llamó la
atención el que Manolete, Linón, la criada, todos cuantos por allí
andaban se mostrasen serios y hasta airados.

--¿Y qué es lo que le trae á usted por Entralgo con este calor, D.
Casiano?--preguntó el capitán cuando hubieron bebido el primer vaso.

--¡Qué diablo! ¡qué diablo!... ¡Vaya con D. Félix! ¡Y qué bueno está! No
pasan días ni años por él.

Pronunciando estas palabras, quiso de nuevo abrazarle; pero D. Félix,
que empezaba á sentirse vagamente inquieto, rehuyó el abrazo. Ambos
estaban en pie. Las botellas y los vasos descansaban sobre el poyo de
piedra que rodeaba el nacimiento de la parra.

--Por supuesto á algún negocio lucrativo, ¿eh? ¡Desgraciado el paisano
que caiga en poder de tal _lupus rapax_!

--¡Oh! ¡oh! ¡oh! ¡Qué mala idea tiene usted de nosotros, D. Félix!... No
soy _lupus_, sino _agnus Dei_...

Y riendo se escanció bonitamente tres ó cuatro vasos de sidra, y uno en
pos de otro dándose casi la mano los introdujo en las inmensas oquedades
de su vientre, donde apenas se notó su presencia.

El capitán empezó á sentirse más inquieto. Ya sabemos que era hombre de
poco aguante. Antes que don Casiano se llevase á la boca el vaso lleno
que tenía en la mano le dijo con ímpetu:

--Pero vamos á ver, hombre, acabe usted de una vez, ¿qué diablo le trae
á usted por aquí?

El actuario bebió el vaso de sidra con toda calma, lo depositó
igualmente en el poyo, sacó el pañuelo y se limpió la boca tres ó cuatro
veces con más sosiego aún bajo la mirada impaciente de D. Félix.

--Usted habrá oído hablar de una sociedad establecida en Gijón que se
llama _Unión Carbonera_...

--No señor ni gana--respondió el capitán con su acostumbrada viveza.

--Es una sociedad muy respetable, compuesta de personas de posición, que
se dedica á la explotación de minas...

--Sí, de minas y tontos... Todas esas sociedades son pillería.

--¡No! ¡no, D. Félix!--exclamó el actuario inflando los carrillos y
abriendo mucho los ojos.--Ésta es muy respetable.

--Bueno, es una pillería respetable. Adelante.

--Pues esa sociedad--prosiguió D. Casiano, no sin sacudir antes con
severidad su cabeza de troglodita--tiene denunciados hace años dos cotos
mineros en Laviana, uno en Tiraña y otro en la cuenca del río de
Villoria... Y es el caso que ahora quiere empezar la explotación de este
último ampliando la línea férrea de Carrio hasta Villoria...

D. Casiano se detuvo.

--Adelante, hombre, adelante--exclamó con impaciencia D. Félix.

--Para ello es necesario entenderse con los dueños de las fincas que
atraviese, comprarlas... ó indemnizarles de los perjuicios causados...

Otra vez se detuvo.

--¡Adelante! ¡adelante!

--Y al parecer, la línea debe pasar por el medio de su finca de
Cerezangos...

El capitán saltó como si le hubiesen clavado un alfiler.

--¿Qué está usted diciendo?

--El ingeniero así lo ha manifestado á la sociedad y ésta me ha
comisionado á mí para que me entendiese con usted--expresó el actuario
con alguna vacilación--observando el efecto desastroso que sus palabras
habían causado á D. Félix.

--¡Pues yo le digo que me río de esa sociedad, de ese ingeniero y de
usted que me viene con semejantes embajadas!--exclamó aquél, aunque sin
reirse como afirmaba, sino presa de un furor insano.

--Yo no hago más que cumplir un encargo, D. Félix... La sociedad
quisiera entenderse con usted en buena armonía...

--¡Le digo á usted que me río de esa sociedad!--gritó D. Félix
enteramente descompuesto.

D. Casiano, que estaba en pie, se dejó caer sobre el asiento turbado y
abatido.

--Serénese usted, D. Félix... Serénese usted y hablemos en
razón--articuló trabajosamente.

--¡Estoy sereno! ¡perfectamente sereno!... ¿Cuándo me ha visto usted
perder la serenidad?--vociferó el capitán echando espumarajos por la
boca.

--La empresa antes de acudir á la expropiación forzosa... está
dispuesta... está dispuesta á dar á usted mucho más de lo que vale.

--¡Dígale usted á la empresa que se meta todo su dinero donde le
quepa!...

--Es que...

--¡Es que nada! Hemos hablado ya bastante.

D. Félix hizo un gesto perentorio para imponer silencio y empezó á dar
paseos por la plazoleta con la violencia de fiera enjaulada. De vez en
cuando salían de su boca temerosas interjecciones y de su nariz
resoplidos más temerosos aún. Regalado, los criados y algunos vecinos
que por allí cruzaban le contemplaban con asombro y respeto. De vez en
cuando dirigían miradas de odio al insolente que le había puesto en tal
estado, al mísero D. Casiano. Éste con la cabezota baja maldecía
interiormente del instante en que había aceptado semejante comisión.

D. Félix se detuvo repentinamente delante de él y tomándole por la
solapa y sacudiéndole le gritó con frenesí:

--¿Sabe usted lo que le digo?... ¡Que antes que un hidepu.. de esos
ponga un pie en Cerezangos le meto quince balas de plomo en la cabeza!

Si algún cetáceo supo alguna vez lo que era el miedo, fué D. Casiano en
aquella ocasión.

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IX

Los hidalgos.


Aunque se sentó á la mesa no pudo comer. La cólera se le trasvertía de
tal modo que no había lugar para que pasase el alimento. Á duras penas
pudo D.ª Robustiana lograr que sorbiese una taza de caldo. Se alzó de la
silla, bajó á su cuarto, atolondrado, confuso, sin saber qué partido
tomar ante aquel alud que se le venía encima, aquella gran desgracia.
Porque tal consideraba la profanación de su retiro ameno y deleitoso.

El capitán era más expedito de corazón que de inteligencia. Por eso,
después de pasar cerca de una hora prensándose la cabeza, no halló
arbitrio mejor en aquel aprieto que ir á consultar el caso con su primo
César, uno de «los pocos sabios que en el mundo han sido», el octavo de
la Grecia, á no haberse retrasado algunos siglos su nacimiento.

Tomó, pues, su bastón, se despojó del gorro sustituyéndolo con un
sombrero blanco de fieltro y sin querer que ensillaran el caballo,
porque su extrema agitación le impelía á caminar, emprendió el viaje de
Villoria seguido del fiel Talín. Este Talín era un perrillo de color
canela, nada grande, nada bello, nada inteligente, pero más impetuoso
aún y casi tan magnánimo como su amo. Fué siempre su humor caprichoso y
fantástico y por él se había dejado arrastrar á simpatías injustificadas
y á antipatías más injustificadas aún que ocasionaran no pocos disgustos
en la casa. Pero con la edad, pues era ya un viejo can, este humor se
había exacerbado de modo increíble. Sus manías se habían convertido en
verdaderas chocheces. En el pueblo se murmuraba bastante de él. En
realidad no faltaba motivo para ello. Porque si bien jamás había sido
confiado y cariñoso, hasta los últimos tiempos no llevó sus recelos al
extremo ridículo de no consentir que la persona que hablase con su amo
moviese poco ó mucho los pies. Como si meditase que los enemigos
declarados no había que temerlos, pues el capitán daría buena cuenta de
ellos, pero había que vigilar mucho á los que se presentaban con cara de
amigos, así que uno de éstos se acercaba á D. Félix y le estrechaba la
mano y se ponía á conversar con él, ya estaba Talín con ojo avizor. Se
colocaba cerca de su amo, con la mirada fija en los pies del
interlocutor. En cuanto éste descuidadamente los movía, se arrojaba
sobre ellos y le hincaba los dientes desgarrándole el calzado y algunas
veces la piel. Puede imaginarse el susto del buen hombre y el brinco que
daría. D. Félix montaba en cólera, arrimaba un puntapié al indecente
perro, le llenaba de denuestos, le arrojaba de su presencia. Todo
inútil: á la primera ocasión, Talín se mostraba igualmente suspicaz y
grosero.

Pues ahora caminaba delante con las orejas hacia atrás y el rabo tieso,
mirando á menudo á su amo con ojos donde á la alegría natural que le
producían las excursiones se juntaba cierta extraña inquietud. Lo mismo
le acaecía siempre que á su amo se le antojaba ir á Villoria. Y había
motivo para ello. El perro del mayordomo del marqués era su enemigo
desde hacía largo tiempo. No podía pasar por delante del palacio, fuese
de día ó de noche, sin que se arrojara sobre él como un tigre hircano.
Talín no pensaba haberle dado pretexto para un odio tan encarnizado. En
otro tiempo habían sido amigos. Sin saber por qué, de la noche á la
mañana la amistad se trocó en aborrecimiento. Este cambio brusco,
inesperado, le llenó de asombro y dolor. Porque si bien entre los
hombres es frecuente, entre los perros no lo es tanto. Y no sólo se le
declaró enemigo irreconciliable, sino que logró arrastrar á otro sujeto
con quien no había tenido en la vida reyerta alguna, el perro de Tomasón
el molinero. Tanto le odiaba el uno como el otro. No sorprenderá, pues,
que Talín caminase nervioso como su amo, aunque por diferente motivo.

La estrecha cañada por donde corre el riachuelo de Villoria es de una
belleza encantadora. Las colinas que la forman verdes, cubiertas á
trechos de árboles. El río desciende tan pronto suave como rumoroso,
pero siempre límpido. El camino sombreado de avellanos. Algunas veces la
cañada se ensancha un poco, y entonces entre el camino que sigue pegado
á la falda de la colina y el río queda cierto espacio que se prolonga
formando una pradera más larga que ancha. Todas estas praderas
pertenecían al marqués de Camposagrado y eran los pedazos de tierra más
fértiles de la comarca. D. Félix las admiraba: se le hacía la boca agua
cuando pasaba cerca de ellas: hubiera dado tres veces su valor por
adquirirlas. Pero aún más las admiraba y las veneraba su criado
Manolete. Ninguno más aficionado que él á los prados feraces entre los
bípedos y acaso entre los cuadrúpedos. ¡Cuántas veces había insinuado á
su amo que tratase de comprar estos prados! Imposible: el marqués no
pensaba en venderlos.

Con poco más de media hora de camino dió nuestro capitán en el lugar de
Villoria. Á Talín le temblaban las carnes de pasar por delante de la
casa del marqués. Pero al fin pasaron y ¡oh dicha! nadie se metió con
él. Su enemigo dormía ó no estaba en casa. Cuando salieron por el otro
extremo de la aldea comenzó á correr alegremente y dando brincos sin
pensar en la vuelta. Mas he aquí que unos cien pasos más allá, al
revolver de la colina, divisa en un maizal á sus dos enemigos. Y es lo
peor que también ellos le divisaron y en cuanto le divisaron
emprendieron hacia él una carrera vertiginosa. Talín por su parte apretó
los pies de tal modo que por mucho que corrieron aquellos bandidos no
lograron darle alcance. Volviéronse mohinos al cabo de algún tiempo y al
tropezar con el capitán su despecho les incitó á gruñirle; pero éste
alzó el bastón de modo tan airado que huyeron sin realizar su propósito.
¡Para bromitas estaba nuestro hidalgo!

Un poco más allá de Villoria dejó la orilla del río y tomando un
caminito de montaña, capaz sólo para las carretas del país, comenzó á
subir la colina en dirección á Arbín. La cuesta era agria, pero no muy
larga. Antes de un cuarto de hora tropezó con las tapias de la pomarada
de su primo. Siguió pegado á ella algún tiempo y dió pronto con la casa
que estaba en lo más alto.

La posesión de D. César no era grande ni feraz. Los terrenos de las
colinas no son como los del valle, regados por todas las aguas que de
ellas bajan. Pero estaba tan admirablemente cuidada, que alegraba la
vista y daba mayores rendimientos que las mejores del llano. Y esto no
por otra causa sino porque su dueño era el agricultor más inteligente de
Laviana y aun de todo su partido. ¡Quién lo diría de un hombre tan
aficionado á los placeres urbanos y á las artes imitadoras! La necesidad
hace ley. D. César, nacido para los salones y las academias y los
teatros, nunca había poseído medios de vivir en la capital. Su hacienda
era corta; la posesión de Arbín y pocas más fincas en Villoria que le
rentaban algunas fanegas de trigo. Por eso se aplicó con ahinco al
cultivo de sus tierras, alcanzando pericia envidiable. Su pomarada, con
ser más pequeña que la del capitán, producía doble cantidad de sidra: su
huerta era rica como ninguna en frutas sazonadas, en legumbres y
hortalizas. Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo y
vendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humor
para cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijo
de las doncellas de Villoria.

Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perros
salieron furiosos ladrando.

--¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo!--gritó el capitán.

Los perros helénicos comprendieron que no era un bárbaro quien osaba
pisar el suelo sagrado de la Hélade, lo reconocieron y le rindieron
acatamiento moviendo el rabo. Al mismo tiempo Talín se acercó á ellos y
cambió con Faón un saludo amical rozándole el hocico. Faón jamás había
sentido celos de Talín, quizá porque la figura de éste no podía
inspirarlos, quizá también porque ya estuviese hastiado de su ardiente
amiga y meditase abandonarla.

La casa del señor de las Matas era de piedra amarillenta y carcomida,
cuadrada, de un solo piso; grandes balcones de hierro forjado, enorme
puerta claveteada formando arco; más antigua y más señorial que la de
don Félix, pero también más pobre. En una de sus esquinas tenía el
escudo y en el centro sobre la puerta de entrada una hornacina donde en
otro tiempo, según los viejos, había estado un guerrero de piedra. D.
César lo había sustituído por otra estatua de piedra también que le
había regalado su amigo el canónigo de Oviedo. Esta escultura
representaba un hombre barbado y vestido de larga túnica con un libro
abierto en una mano y un compás en la otra. Era el conocido personaje
emblemático que simboliza la Arquitectura; pero nuestro hidalgo quiso
que representase á Sócrates y le puso este nombre encima y debajo el
siguiente dístico:

    _Aunque la ingrata patria tus afanes no premie_
    _Al compás de tus obras siempre atiende_.

Bien sabía D. César que Sócrates no había escrito obra ninguna, pero se
valía de este ardid retórico para expresar la influencia que los altos
pensamientos del filósofo habían ejercido, justificando de paso los
objetos que tenía en las manos.

Traspuso D. Félix la puerta y no viendo á nadie subió la escalera sin
llamar, como quien tiene derecho á ello. Halló á su primo sentado en
viejo sillón de cuero con un libro en la mano, esto es, en su posición
natural de sabio. En el momento de sorprenderle, sus labios finos se
plegaban en una sonrisa irónica. Pero al levantar los ojos y ver á su
primo, aquella expresión maliciosa se trocó en otra de cordial alegría.
Alzóse vivamente del asiento y vino á abrazarle.

--Salud, primo; soldado valeroso en otro tiempo, hoy rico propietario de
esta comarca. Largo tiempo hace que esta humilde morada no ha tenido el
honor de cobijarte.

D. Félix correspondió de buen grado á tan cariñoso saludo haciendo
esfuerzos por sonreir.

--Estabas leyendo... Te he interrumpido, ¿verdad?

--Un deudo de tu valía no es importuno jamás. El libro que tenía en la
mano puedo tomarlo y dejarlo cuando se me antoje; pero á ti, primo
querido, sólo te tomo cuando te quieres dar... Leía en este momento los
_Acarnianos_ de Aristófanes y me reía viendo de qué modo el poeta pinta
á Pericles lanzando como Júpiter rayos y relámpagos que van á trastornar
la Grecia. Ya Cratinos le llamaba humorísticamente «el padre de todos
los dioses».

--Tú gozas siempre que encuentras alguna palabra contra el _Olímpico_.
Me parece que llevas el odio demasiado lejos. Pericles, aunque disipó
los tesoros de Atenas y contribuyó á su corrupción, me ha dicho el cura
de la Pola que vivía con modestia y frugalidad, retirado de la sociedad,
renunciando á los placeres; y que en los cargos que le confiaron mostró
un desinterés y una probidad inalterables.

El capitán era también enemigo de Pericles. D. César había logrado
arrastrar en su odio á todos sus parientes y amigos íntimos. Pero la
disposición colérica en que ahora se hallaba le impulsó á llevar la
contraria á su primo.

--¡Pura comedia!--exclamó éste exaltándose.--Su reserva, su exterior
modesto y su andar pausado eran un papel aprendido y bien desempeñado
para embaucar al pueblo de Atenas, á ese _Demos_ bobalicón que pinta
Aristófanes en los _Caballeros_, como un viejo irascible y sordo que se
deja conducir por los charlatanes... ¡Frugalidad!... ¡desprecio de los
placeres!... ¡Que se lo pregunten á la milesiana Aspasia!... Pericles
fué un corruptor en todos los órdenes, un tirano que saqueó indignamente
á los aliados para recrear á los atenienses y tenerlos propicios... Ya
sé... ¡ya sé!--añadió con voz sorda y temblorosa--que se ha dicho por
ahí que yo era partidario de los _peloponesos_... ¡Es una vil calumnia!
Jamás he pertenecido á la Liga ni tuve conatos de acercarme á ella. Yo
no hubiera firmado la vergonzosa paz de Antálcidas aunque me cortasen la
mano derecha... Puedes decírselo así al señor cura de la Pola que de
poco tiempo á esta parte encuentra tan admirable á Esparta--añadió
sarcásticamente.--Y puedes recordarle también las sangrientas palabras
de Plutarco: «Por la batalla de Leuctres había perdido la
preponderancia; mas por la paz de Antálcidas perdió el honor».

No quiso D. Félix llevar más adelante la contraria á su primo viéndole
irritado. No tenía interés en ello porque era, como se ha dicho, más
bien enemigo que amigo de Pericles, aunque sólo de oídas conociese al
_Olímpico_. Sabía medianamente el latín y conocía un poco la historia de
Roma, pero la de Grecia ni saludarla siquiera.

--Bueno, dejemos á los griegos y vengamos á los españoles. Yo tenía que
consultar contigo un asunto y para eso he subido hasta aquí.

D. César se serenó de pronto. Era el hombre más apacible de la tierra
siempre que no se tocase á su enemigo.

--¡Me gusta tu franqueza!--exclamó riendo.--No puedes negar que eres un
veterano de la Independencia. Tienes la misma pasta que los vencedores
de Maratón y de Platea. Mas por Júpiter, que no te dejo hablar otra
palabra si no consientes en reposar un poco el calor y tomar algún corto
refrigerio.

Cedió de buen grado D. Félix, porque se hallaba un poco cansado y
hambriento. El señor de las Matas llamó con las palmas de la mano. No
tardó en presentarse una zagala, ni hermosa ni limpia, que le servía
para aderezarle la comida, cuidar y ordeñar su única vaca, llevar el
rocín á beber y darle pienso, etc., etc. Porque nuestro hidalgo no tenía
otro servidor. La huerta y la pomarada él las cuidaba con sus propias
helénicas manos. Cuando necesitaba ayuda se la pedía á algún vecino que
por corto estipendio, y á veces sin él, se la prestaba.

Por eso la sala en que ahora estaba leyendo dejaba mucho que desear en
cuanto al aseo. Los muebles antiquísimos y polvorientos, el suelo
desigual y polvoriento, los libros rugosos y polvorientos también.
Poseía D. César un número considerable de volúmenes, aunque ninguno
había salido de los tórculos menos de dos siglos antes. Pero nuestro
hidalgo los amaba como si se hallasen en la frescura de su juventud.

Tardó poco la mozuela, que no se llamaba Amarilis, ni Mirtale sino Pepa,
en traer un tarro de miel, un queso, pan moreno de la tierra y vino de
Castilla. La miel era de las colmenas que cerca de la casa poseía D.
César. Éste sostenía que era más dulce y más fragante que la del Himeto,
cosa que nadie se cuidaba de poner en duda en Laviana.

Cuando el capitán hubo comido según sus deseos, que ya los tenía vivos,
su primo le ayudó á beber la botella de vino blanco de la Nava, no sin
antes dejar caer algunas gotas al suelo en honor de los dioses. Era su
costumbre siempre que libaba. Sorprendía un poco á los que con él se
hallaban; pero D. César nunca dió explicación de este proceder, quizá
por temor de que lo echasen á broma, quizá también por el desprecio real
que sentía hacia los bárbaros.

Salieron por fin de casa y entraron en la huerta. Allí tuvo ocasión una
vez más D. Félix de admirar la habilidad y profundos conocimientos de su
primo en materia de horticultura. ¡Qué orden! ¡qué cuadros de coles
rozagantes y frescos! ¡qué esparraguera deleitosa! ¡qué primor de
albaricoqueros y cerezos colocados en espalera! No se hartaba el buen
capitán de examinarlo todo y de hacer preguntas y preguntas, aspirando
con ansia á penetrarse de aquel arte supremo, pero bien persuadido de
que jamás lo lograría. Respondía el señor de las Matas con amable
condescendencia y la misma convicción. Porque sabido de antiguo tenía
que su primo era un excelente ganadero, pero nada más que mediano
hortelano.

De la huerta pasaron á la pomarada y aún fué mayor la alegría y la
admiración de D. Félix al verse entre aquellos manzanos tan finos y
peinados como elegantes damiselas. No eran como los suyos enormes,
frondosos; pero en cambio soportaban en cada rama cuantas manzanas
podían, y éstas eran más fragantes y azucaradas. D. César los trataba
con una severidad inflexible que pasmaba á su primo. Les exigía siempre
la misma ó mayor cantidad de fruto; y si alguno se descuidaba ó se
mostraba reacio, concluía por arrancarlo de cuajo y plantar otro en su
lugar.

Subieron á lo más alto de la finca. En aquel paraje había construído D.
César un templete circular sostenido por columnas. No eran éstas de
mármol desgraciadamente porque los recursos del hidalgo no lo
consentían, pero estaban enjalbegadas primorosamente y de lejos
producían el mismo efecto. Desde aquel templete abierto se disfrutaba
una vista deleitosa. Un gran círculo de colinas y montañas.
Desparramados sobre sus faldas multitud de caseríos. En lo más alto á la
izquierda la gran Peña-Mea. En el fondo á la derecha el pueblecito de
Villoria, un grupo de casas blancas donde se destacaba la iglesia y el
oscuro palacio medio derruído de los marqueses de Camposagrado.

Cuando se hubieron sentado en los toscos sillones que allí había, el
capitán expuso á su primo el objeto de su visita. Quedó pensativo D.
César algunos momentos. Al cabo profirió con su majestad acostumbrada:

--Nada hay para el hombre más pesado que advertir cómo le arrebatan
cuando menos lo imagina aquellos bienes que constituyen su dicha, el
único recreo de sus días. No dudo, primo querido, que será para ti asaz
doloroso verte privado de esa hermosa finca donde tenías puestos tus
amores, donde jugaste de niño, donde reposas de viejo, donde los árboles
que tu mano ha plantado se yerguen soberbios en el espacio, y las reses
que tú criaste pacen con sosiego sus hierbas aromáticas... Pero ésta es
la ley fatal del Universo. Nada hay estable en él. Un fuego esparcido
por la naturaleza lo consume y lo renueva sin cesar. «Todo corre, todo
marcha, nada se detiene--dice Heráclito.--No se baja dos veces por el
mismo río.» En vano es que nuestras débiles manos quieran detener la
rueda de la vida. Pasaron los griegos, pasaron los romanos y pasaremos
nosotros... Hace ya tiempo que siento el ruido de la ola que nos ha de
arrebatar. Desde que comenzó la explotación de las minas de Langreo
comprendí que nuestra vida patriarcal, nuestras costumbres sencillas
iban á fenecer. Y en efecto, amado primo, te lo diré con franqueza:
¡Demetria ha muerto!...

--¿Cómo que ha muerto?--exclamó el capitán alzándose con su
acostumbrada presteza y dirigiendo á su primo una mirada de
consternación.--Ayer la he visto buena y sana...

--No, no es la hermosa zagala de Canzana por quien tú te interesas la
que ha muerto--repuso D. César con sonrisa benévola.--Es la gloriosa
Demetria, la diosa de la agricultura, la diosa que alimenta, como la
llama Homero... ésa que vosotros los latinistas llamáis Ceres--añadió
con cierta inflexión desdeñosa. Demetria ha muerto y se prepara el
advenimiento de un nuevo reinado, el reinado de Plutón. Saludémosle con
respeto, ya que no con amor... ¡Con amor no! Yo no puedo amar á ese dios
subterráneo que ennegrece los rostros y no pocas veces también las
conciencias. La Arcadia ha concluído. Esta raza sencilla y belicosa de
nuestros campos desaparecerá en breve y será sustituída por otra criada
en el amor de las riquezas y en el orgullo. ¡Ya conozco esa raza! Las
pocas veces que algún negocio me lleva á Oviedo, al atravesar la comarca
de Langreo, mi pantalón de trabillas, mi frac, mi sombrero de felpa y el
pobre rucio que monto excitan la risa de aquellos ricos mineros. Desde
sus viviendas suntuosas unos hombres de la nada, hijos de labriegos y
menestrales, me señalan con el dedo á sus vecinos haciendo escarnio de
mi figura y mi pobreza. ¡Qué vamos á hacer! La lucha es imposible, amado
primo. Á la aristocracia sucede la plutocracia. Pero ésta pasará
también, consolémonos con ello. Sufre, pues, con paciencia que profanen
tu hermoso asilo. Eurípides lo ha dicho: «Contra el destino y la
necesidad no existe refugio».

--¡Pero contra los bandidos y canallas existen los trabucos, y yo tengo
en mi casa algunos cargados hasta la boca!--exclamó exasperado el
capitán.

No fué posible convencerle. El Sr. de las Matas se esforzó en vano en
traerle á la razón representándole la inutilidad y los peligros de
cualquier oposición. Á todo respondía con palabras descompuestas y
furiosas, agitado por un frenesí de cólera que no le permitía ni ver
claro ni hablar con coherencia. Por último, se despidió, dejando á su
primo inquieto y melancólico, y emprendió la vuelta de Entralgo en un
estado de exaltación que no predecía nada bueno.

El mísero Talín volvió á sus inquietudes no tanto por advertir la
excitación de su amo como por la necesidad de pasar nuevamente por
Villoria. Y en efecto, aunque procuró refugiarse entre las piernas de
aquél al cruzar por delante del palacio del marqués, no le valió. El
perro del mayordomo cayó sobre él con tal ímpetu que á poco le
descuartiza. Gracias á que D. Félix le socorrió prontamente descargando
recios garrotazos en el lomo del pirata, logró escapar de sus garras. Y
cuando salieron del pueblo por largo trecho el buen Talín fué resoplando
unas veces, otras gimiendo, otras blasfemando en un estado de agitación
sólo comparable al de su dueño.

El sol declinaba. El camino, más fresco y más umbrío que antes, el aire
embalsamado con los aromas del campo, el dulce murmullo del río no
lograban calmar á nuestro hidalgo. Pero al revolver de una de las
sinuosidades de la cañada vió de pronto el rostro mofletudo de D. Prisco
y súbito descendió la calma á su espíritu. Siempre le acaecía lo mismo.
La cara del párroco de Entralgo, sin saber por qué, ejercía un efecto
sedante bien definido sobre sus nervios. Venía éste caballero en un
rucio matalón enjaezado con albarda.

--¿Hacia dónde caminamos, D. Prisco?--preguntó ya alegremente el capitán
teniendo del ramal al burro.

--Villoria--manifestó aquél con su acostumbrado laconismo.

--¿Va usted á dormir allá?

--Sí. El cura está enfermo. Mañana San Roque.

--¡Ah, no recordaba! Cierto, cierto... mañana San Roque... ¿De modo que
hoy no podemos echarla?

--Aguardando toda la tarde.

--Sí, sí... lo creo... No me fué posible. Tuve que hacer una visita á mi
primo César--manifestó D. Félix poniéndose de nuevo sombrío.

--Si usted quiere... Aquí traigo baraja--gruñó don Prisco llevando la
mano con vacilación á las alforjas.

--¡Hombre, bien!--exclamó el capitán tornando á serenarse.--Es una buena
idea... Tres jueguecitos nada más, ¿verdad?

--Nada más--masculló el cura.

Echóse un poco hacia atrás éste hasta quedar sentado sobre el trasero
del borrico, dejando un buen pedazo de albarda al descubierto. Y sobre
este pedazo á guisa de mesa colocaron la baraja y comenzaron su brisca,
D. Prisco montado, el capitán en pie con los codos apoyados sobre la
montura.

Después de los tres juegos echaron otros tres y después otros tres...
Otros tres en seguida... Hasta que la noche los sorprendió en tan
interesante situación. Cuando ya no vieron las cartas las soltaron y se
despidieron hasta el día siguiente.

[imagen decorativa]




X

La torga.


En los días siguientes la cólera del capitán en vez de calmarse se fué
exacerbando de un modo imponente. No hablaba de otra cosa. El día y la
noche se los pasaba vociferando contra los mineros y especuladores,
jurando, amenazando. «Que siga, que siga ese expediente de expropiación
forzosa. Cuando llegue el momento de que alguno de esos canallas ponga
el pie en Cerezangos, ya verá cómo se le recibe.» Y ya tenía formado su
plan estratégico y distribuídas las fuerzas: Linón y Celesto en lo
cimero del prado; él con Manolete en lo fondero; los dos criados
pastores en el centro como fuerza de reserva. Todos los vecinos de
Entralgo estaban inquietos, sacudían la cabeza con tristeza vaticinando
una catástrofe. Porque todos conocían el carácter violento, arrebatado
del capitán. No dudaban que, exasperado como estaba, pudiera cometer una
acción que ocasionase su ruina.

La Providencia no quiso que un tan bravo caballero fuese á morir en una
cárcel. Se encargó de sacarle aquella espina del corazón con otra mayor.
Tres días después de la visita á D. César recibió carta de su cuñada
Beatriz en que le noticiaba que su hija María había sufrido un vómito de
sangre. El médico no le había concedido gran importancia, pero sí había
manifestado que urgía llevarla á Panticosa á tomar sus aguas
salutíferas. Esperaban por él para acompañarla. Aquella noticia desgarró
su corazón. «¡Sí, sí; como su madre, como su hermano!» El buen hidalgo
sollozó cual si ya la hubiese perdido. Arregló su equipaje con presteza,
dejó encargo á Regalado para que lo enviase á Oviedo en un mulo, y
montando á caballo partió él delante acompañado de su criado Manolete.

La nueva causó en la aldea dolor. Todos amaban á aquella familia y
deploraban que D. Félix quedase á su edad enteramente solo y su noble
casa sin herederos. Se habían forjado la ilusión de que la señorita
María casase con algún caballero de Oviedo ó Gijón y viniese á
establecerse á Entralgo y lo alegrase con tertulias y fiestas á que era
tan inclinada. Pasados algunos días, el suceso trascendió á todo el
concejo y llegó á oídos de Flora que habitaba con sus abuelos un molino
apartado un tiro de carabina del pueblo de Lorío. Y así como lo supo
quiso hacer una visita á su amiga D.ª Robustiana y enterarse de si era
tan grave la enfermedad como la pintaban. Una tarde, después de comer y
haber terminado con todos los menesteres de la casa, se encaminó á pie
hacia Entralgo. Encontró al ama de gobierno muy afligida y se enteró de
que D. Félix había salido ya de Oviedo para Panticosa con la señorita
María. La buena de D.ª Robustiana, como los demás vecinos, tampoco
concebía grandes esperanzas: pensaba que la señorita estaba herida de
muerte. Cuando hubieron charlado largamente, Flora se despidió de ella
prodigándole cuantos consuelos pudo. La mayordoma quería que se quedase
unos días en Entralgo, pero la joven le hizo presente que el lunes era
día de colada ó lavado en su casa y no podía aceptar la invitación. Le
prometió, sin embargo, venir pronto á acompañarla.

Al salir Flora tropezó reunidas más allá del Barrero, en el camino que
domina la vega, á las tres _sabias_ del lugar, la tía Jeroma, madre del
glorioso Bartolo, Elisa y la vieja Rosenda. Departían según su
costumbre, fumando cigarrillos envueltos en hojas de maíz y sentadas en
el suelo orilla del camino. Al verla se alzaron muy solícitas y le
hablaron con agasajo inusitado. Se enteraron de las noticias que había
de D. Félix y su hija y las comentaron largamente, con la garrulería
bien sabida de las comadres. Flora se despidió al cabo. Cuando se hubo
apartado unos pasos Elisa la llamó.

--Florita.

--¿Qué decías?

--¿Ves esa hermosa tierra que tanto produce?--manifestó con sonrisa
maliciosa apuntando á la Vega sembrada de maíz que se extendía debajo
del camino.--Pues más tarde ó más temprano será tuya.

--¿Mía?

--Sí, tuya... Y cuando lo sea, acuérdate de estas pobrecitas amigas y no
les subas la renta.

Las otras dos mujerucas le clavaban igualmente sus ojos sonrientes,
maliciosos.

Flora entendió y una ola de sangre le subió al rostro y le apretó la
garganta. Ella, tan charlatana, no pudo proferir una palabra. Volvióse
rápidamente y se alejó á paso vivo.

El rubor no la dejó en todo el camino. Marchaba en un estado de
confusión y vergüenza que la impedía ver el suelo que pisaba. De vez en
cuando sus labios se movían murmurando:

--¡Qué brujas, Dios mío, qué brujas!

Pero debajo de aquella vergüenza latía un pensamiento dulce más
vergonzoso aún. Y Flora, que era una excelente muchacha, hacía esfuerzos
inútiles por sofocarlo, por volverlo al infierno, de donde sin duda
había salido.

Era sábado. Á la noche, luego que hubieron cenado, se puso á limpiar y
frotar los utensilios de la cocina mientras su abuela devanaba en el
argadillo algunas madejas de hilo y su abuelo componía una nasa de
mimbre para pescar truchas en la presa del molino. Éste se componía de
cuatro estancias separadas por tabiques de varas de avellano
entrelazadas y recubiertas de cal y arena; una mucho más grande que las
otras, donde rodaban las tres muelas dentro de sendos cajones de madera;
la cocina, de menor tamaño, pero también grande, y dos pequeños
dormitorios. En la ventanita de uno de ellos, el destinado á Flora, sonó
un golpe. Levantaron los tres la cabeza con sorpresa, pero observando
que no repetían, la bajaron otra vez. Imaginaron que sería el viento. Al
cabo de un rato sonó otro golpe. Entonces Flora se dirigió resuelta á su
cuarto y preguntó:

--¿Quién anda ahí?

--Soy yo, Flora--respondió la voz de Jacinto de Fresnedo.--¿Puedes
abrir?

La joven tardó unos instantes en contestar como si vacilara.

--Perdona, Jacinto. Nos íbamos en este momento á acostar, porque ya es
un poco tarde.

--¡Niña!--exclamó desde la cocina el abuelo.--Eso no está puesto en
razón. En mi tiempo nunca se dejó marchar á un mozo que viene de lejos
sin convidarle á descansar. Abre á ese muchacho.

Flora atravesó la estancia de los molares y abrió la puerta que se
hallaba en el fondo. Jacinto tardó unos segundos en acudir porque tuvo
que dar la vuelta al edificio. Flora le condujo sin despegar los labios
á la cocina.

--Santas noches, tía Blasa. Dios le guarde, tío Lalo.

Los viejos recibieron con agrado al joven porque les gustaba y tenían en
estima á su familia. Se informaron de ella con interés: también del
ganado. Jacinto les notició que la Pinta había parido hacía tres días un
jato. El tío Lalo torció el hocico: aquella vaca no les daba más que
becerros.

--Es verdad--repuso Jacinto,--pero en cambio la Morica ya nos dió tres
jatas seguidas y váyase lo uno por lo otro.

El joven se sentó enfrente de los viejos al otro extremo de la cocina en
una tajuela dejando en el medio el lar sobre el cual ya no había fuego.
Flora después de vacilar un poco vino á sentarse á su lado.

--¿Habéis metido ya toda la yerba en la tenada?--preguntó el tío Lalo.

--Está toda dentro desde el miércoles.

--¿Mucha?

--Poca, poca. Nuestro terreno es de secano y este año ha caído poca
agua.

--Verdad. Pero en ese terreno cunde mejor la avellana que en el nuestro.
Estoy en fe que tu padre no apañó menos este año de diez ó doce cargas.

--Diga usted quince, tío Lalo, y dirá la verdad--replicó el chico
sonriendo triunfalmente.

--¡Lo ves tú!

El tío Lalo se puso á loar las tierras de secano por lo mismo que las
suyas eran de regadio.

Al cabo, observando que Jacinto tenía deseos de hablar aparte con Flora,
cerró la boca y siguió componiendo la nasa mientras la abuela hacía
rodar el argadillo también en silencio.

El mozo de Fresnedo murmuró algunas frases al oído de la joven con su
timidez acostumbrada. Flora le respondió con displicencia, con mayor
displicencia de la que solía usar con él, aunque siempre había usado
bastante. Jacinto quedó confuso. Tornó á hablarle y ella á responderle
con igual aspereza. Entonces permaneció silencioso. Al cabo de algunos
momentos Flora le interpeló con violencia acerca de su visita nocturna
en Entralgo. Aquello estaba muy mal hecho. Debía de comprender que no
hallándose en su casa era indecente el ir á llamar de noche al balcón de
su cuarto. D. Félix lo había oído y salió pensando que era un ladrón.
Todos en la casa se levantaron; un verdadero escándalo. Aquello no se lo
perdonaba.

Jacinto oyó la filípica estupefacto. Negó rotundamente que hubiera
estado en Entralgo ni menos que se hubiera atrevido á llamar en el
balcón de su cuarto. Flora no quiso creerlo. Sin embargo, tanto juró y
perjuró y tan sofocado se puso que la irritada zagala no pudo menos de
rendirse al calor de sus palabras, aunque quedándole todavía alguna
duda. Guardaron silencio prolongado. Jacinto con la cabeza baja y el
semblante triste jugaba con su garrote esparciendo las cenizas del lar.
Flora con la cabeza baja también y el rostro ceñudo enredaba con su
delantal haciéndole pliegues. Al cabo de largo rato, sin levantar los
ojos y conmovido, habló el mancebo de este modo:

--Bien lo veo, Flora; bien lo veo hace tiempo. Para ti yo no soy nada;
soy menos que una castaña pilonga ó que una cereza negra. Por más que
trabajo para darte gusto, para que me mires con algún apego, no puedo,
en verdad, lograrlo. Ni te agrada ninguna de mis palabras ni reparas
siquiera en las penas que por ti estoy pasando. Si te digo algo de lo
que aquí dentro del pecho tengo, sueltas á reir como una loca y cambias
en seguida la conversación. Si me ves con claveles prendidos á la
montera (que sólo para ti los prendo yo), entornas los ojos á otro lado
como si no quisieras verlos porque yo no te los ofrezca. Si te traigo de
la romería rosquillas no las quieres; si te doy un puñado de avellanas
las tomas por compromiso, cascas una entre los dientes y das las otras á
las amigas... En fin, que mi persona te apesta y mis palabras te cansan,
más que el chillar de un carro... Si quieres que no venga más por aquí
dílo de una vez y no volveré. Ni me verás más en las romerías á tu
lado, ni te sacaré á bailar, ni volveré á plantar el ramo delante de tu
ventana la noche de San Juan... Y si también lo mandas no volveré á
decirte siquiera ¡adiós, Flora! cuando pases á mi vera. Pasaré cerca de
ti como si no te conociese, aunque el corazón me quiera salir por la
boca. Ni sufrirás tampoco mucho tiempo la pena de encontrarme por esta
tierra. Allá en la Habana tengo un tío que es hermano de mi madre y que
ya escribió muchas veces para que fuese con él alguno de nosotros. Pues
bien, en el mes de Octubre, después que ayude á mi padre á cortar el
maíz y sacudir la castaña, me embarcaré en Gijón y no me verás más...
¡nunca más!... El pobre Jacinto allá morirá solo y sin consuelo... Tú
cásate, cásate, Flora, cásate con un mozo más guapo, más rico que yo, y
que Dios te haga con él muy feliz... Pero cuando vayas á la iglesia y te
arrodilles delante del Cristo de la Misericordia, acuérdate del pobre
Jacinto que tanto te quiso y reza por su alma un padrenuestro...

Al pronunciar las últimas palabras se le anudó la voz en la garganta al
mancebo, las lágrimas saltaron á sus ojos y trató de levantarse para
marchar. Pero Flora le detuvo tirándole por la manga de la camisa.
También ella estaba llorando.

--No, Jacinto, no soy tan dura como piensas--articuló quedo y con
trabajo.--Mi corazón no es de piedra, pero soy rapaza todavía y no sé
bien lo que hago. Sin querer te habré ofendido más de una vez, y si es
así, perdóname. Si tú me quieres como dices, yo nunca dejé tampoco de
quererte... Pero las mozas no podemos decir lo que nos pasa aquí dentro
del pecho como vosotros... Ni está bien que lo digamos; tú bien lo
sabes. La vergüenza nos traba la lengua y el miedo á que os riais de
nosotras nos hace ariscas aunque estemos por dentro más derretidas que
una manteca... No llores, Jacinto, no llores, porque me partes el
alma... Vive seguro de que si algún mozo logró hasta ahora que le
tuviese ley fuiste tú. Te lo juro por esta cruz bendita...

Y al decir esto Flora besó conmovida sus propios dedos que había puesto
en cruz.

Jacinto vió de repente todos los ángeles y arcángeles, serafines y
querubines, tronos y dominaciones del cielo. Y viéndolos desfilar tan
hermosos, tan brillantes y risueños, permaneció atónito, arrobado con
tal expresión de estúpido embeleso, que si Flora no estuviese tan
conmovida y hubiese vuelto hacia él su rostro, le suelta sin remedio una
carcajada.

--¿Quieres más, zarramplín, quieres más?--exclamó ella al cabo de un
rato entre risueña é irritada limpiándose con el delantal las lágrimas
que corrían de sus ojos.--¡Ya me sacaste del alma lo que tenía allí
guardado, gran zorro!

Y al mismo tiempo le aplicó en el brazo un soberano pellizco. Jacinto lo
recibió con más gusto que si todos aquellos ángeles y serafines que veía
cruzar radiantes le hubiesen besado en la mejilla. Pero aún estuvo
algunos momentos sin poder articular una palabra. Al fin se les desató á
ambos la lengua. Ella, vencida ya aquella vergüenza que la obligaba á
parecer desdeñosa, mostró en seguida la travesura y alegría de su genio.
Él tardó más tiempo en recobrarse y nunca se recobró del todo porque su
timidez era congénita.

--¿Cómo has venido esta noche por acá?--le preguntaba ella.--Yo pensé
que estarías en la lumbrada de la Pola.

--Ya sabes que no me gustan las lumbradas.

--No digas eso: dí que te tiraba más la querencia hacia Lorío, aunque
sea mentira--replicaba ella clavándole una mirada enloquecedora.

--¡Oh, no es mentira!

--Sí, es mentira, embustero, es mentira... ¿Ves cómo te pones
colorado?... ¡Porque es mentira!

Y al mismo tiempo le propinaba otro bárbaro pellizco que el
bienaventurado Jacinto recibía con el mismo éxtasis y recogimiento.

--¿Viniste por Entralgo?

--No, vine por el monte á caer sobre Rivota.

--Has hecho bien, porque podías tropezar con los mozos de este pueblo
que son muy burros.

El joven se encogió de hombros con profundo desprecio.

--Los mozos de Lorío no me hacen á mí daño. Ya sabes que los de Fresnedo
estamos apartados hace tiempo de toda bulla.

--¡No te fíes, son muy burros!

Apuntada por segunda vez esta opinión tan poco favorable al
desenvolvimiento psíquico de sus compatriotas y contraria enteramente á
la ley de la evolución, Flora se creyó en el caso de dar otro pellizco á
Jacinto, aunque más suave que los anteriores, y decirle que era un
grandísimo cazurro y que hiciese el favor de no provocarla más. Jacinto
no sospechaba que la hubiese provocado, pero lo dió por bueno y sonrió
con toda la malicia de que era capaz, que no era mucha. Visto lo cual
Flora persistió en tomar venganza de sus zorrerías, pellizcándole sin
piedad y dándole fuertes empujones que le hacían tambalearse en la
tajuela.

Los viejos mientras tanto silenciosos proseguían su obra, pero el sueño
empezaba á acometerles y daban alguna que otra cabezada. La acequia que
corría por debajo del molino con su murmullo sordo y el ruido monótono
que hacían los molares de piedra al rodar en los cajones convidaban á
dormir. La charla de los jóvenes en voz baja era cada vez más íntima.

Un gato gris con rayas amarillas comenzó á restregarse contra las faldas
de Flora y concluyó por saltar á su regazo. La joven le acarició
distraídamente pasándole suavemente la mano por el lomo. Mas he aquí que
Jacinto, acometido de súbita ternura por el animalito, quiere también
acariciarle, pero se equivoca, y en vez de pasar la mano por su lomo, la
pasa por la de Flora. No hay para qué añadir que esta equivocación
lamentable le costó un buen zurriagazo.

La noche avanzaba y el mozo de Fresnedo, que antes había mostrado tal
prisa de marcharse, ahora estaba pegado con pez á la tajuela. Flora,
viendo que sus abuelos daban cada vez más frecuentes y más largas
cabezadas le insinuó la idea de que se fuese, pero él se hizo el sueco.
Al poco rato tornó á insinuárselo de un modo más perentorio. Á otra
puerta. Jacinto siguió incrustado en el asiento como si allí hubiera
nacido y criádose. Pasaron algunos minutos más, y observando que el tío
Lalo estaba ya dormido con las narices sobre la nasa y á la tía Blasa se
le había caído el ovillo, le dijo con impaciencia:

--¡Rapaz, márchate ya!

Y al mismo tiempo le dió un fuerte empujón que le hizo perder el
equilibrio y caer con la tajuela. ¡Qué risa la de Flora! ¡Qué risa la de
Jacinto! Al ruido se despertaron los viejos, los miraron con asombro y
prosiguieron su tarea. Naturalmente, era necesario otro cuarto de hora
para celebrar la ocurrencia; y así se cumplió á la letra.

--Vaya, vaya, ya estás aquí de más, Jacinto--dijo al cabo ella haciendo
esfuerzos inútiles por ponerse seria.--Si no te vas en seguida te
restrego la cara con ceniza.

¡Ca! No haría ella eso: no se atrevería á tanto.

--¿Que no me atrevo? ¡Ahora verás!

Y tomando un puñado de ceniza se lo arrojó á la cara. Jacinto comenzó á
toser y estornudar porque se le había metido por boca y narices. Y venga
de sacudirse con el pañuelo y venga de reir á carcajadas uno y otro. Con
esto levantaron de nuevo la cabeza los viejos más atónitos que antes. Y
¡claro! fué necesario otro cuarto de hora para celebrar tan peregrina
bromita.

Mas al fin ¡oh dolor! no hubo más remedio que levantarse. Jacinto lo
hizo con todas las precauciones imaginables como si se hallase atacado
de un reuma agudo y no pudiese soportar el más leve movimiento.
Despidióse de los abuelos que medio dormidos le dieron las buenas noches
y muchas memorias para sus padres. Flora desprendió el candil que
colgaba de la campana de la chimenea y le acompañó hasta la puerta. Una
vez allí le invitó á que tuviese un momento la luz mientras ella iba á
su cuarto por un recado. Al instante volvió y con mano temblorosa,
esforzándose en aparecer severa, le colgó de los botones de plata del
chaleco los cordones con herretes de su justillo.

--Para que los luzcas mañana en la romería de Nuestra Señora del
Otero--le dijo bajito, muy bajito.

Y no pudiendo soportar la vergüenza dió un soplo al candil, un empellón
á Jacinto y atrancó la puerta apresuradamente. El mozo de Fresnedo tornó
á ver las visiones de antes, pero mucho más brillantes, mucho más
deslumbradoras. Y como estaba deslumbrado comenzó á marchar trompicando
por el camino pedregoso en dirección á su pueblo.

Los viejos se habían ido á la cama. Flora hizo lo mismo. Pero antes
abrió la ventana de su cuarto porque se hallaba harto sofocada. Miró al
valle. ¡Qué hermoso estaba, bañado por la dulce claridad de la luna! La
presa del molino como una cinta retorcida de plata corría hacia el río
entre dos filas de avellanos. Jirones de tenue niebla colgaban de la
punta de los altos olmos y abedules. Miró al cielo. ¡Cómo brillaba la
luna allá en lo alto, serena, majestuosa! ¡Qué guiños maliciosos le
hacían las estrellitas azuladas!

¡Faunos, ninfas y amores que la vísteis desde la pomarada de D. Félix,
venid ahora! ¡Venid á contemplar el rostro de Flora encendido en pura
grana!

Allá se oía el ruido de los zapatos claveteados de Jacinto que se
alejaba. La voz del mozo rompió el silencio de la noche cantando:

    _¡Ay, que su amigo la espera!_
    _¡Ay, que su amigo la aguarda!_
    _Al pie de una fuente fría,_
    _al pie de una fuente clara._

Una sonrisa divina iluminó el semblante de la niña y cantó también muy
quedo siguiendo el romance:

    _Que por el oro corría,_
    _que por el oro manaba._

Dejaron de sonar los pasos del joven. Su voz se fué perdiendo en las
encrucijadas del camino. Flora permaneció todavía algunos instantes á la
ventana pensativa y sonriente. Al fin la cerró, se desnudo á toda prisa
y se metió en la cama. Murmuró sin dejar de sonreir las oraciones
acostumbradas, y sonriente, siempre sonriente, se quedó dormida. ¡Ah, si
supiera!...

Jacinto marchaba con paso ligero hacia Fresnedo por el camino llano de
Entralgo, en vez de tornar por el monte como había venido. Era más
largo, pero no tenía prisa de llegar á casa. Su corazón necesitaba
narrar su dicha á los árboles y al río, al valle y á los montes, á la
luna y á las estrellas. Y como adivinaba que la tarea iba á ser larga,
procuró dar un rodeo para ganar tiempo. Marchaba cantando, y mientras
cantaba iba recordando y mientras recordaba iba soñando despierto.

Antes de llegar á Rivota, en un recodo del camino sombrío y temeroso oyó
una voz que gritó:

--¡Alto!

Y á pocos pasos delante de sí distinguió los bultos de unos cuantos
mozos que sin duda venían de la lumbrada del Otero.

--¿Quién me da el alto?--preguntó con arrogancia el joven.

--Yo soy Jacinto, yo soy--respondió la voz de Toribión de Lorío con la
misma altivez.

--¿Y qué me quieres, dí?

--Quiero que grites «¡viva Lorío!» ó que pagues el portazgo.

--Ni yo grito viva Lorío ni tú eres capaz de hacerme pagar el
portazgo--replicó el mozo dando un paso atrás y blandiendo su garrote.

--Ahora lo veremos--rugió Toribión lanzándose sobre él.

Chasquearon los garrotes. Jacinto resistió briosamente el ímpetu de
aquel coloso, y esquivando con destreza sus golpes pudo alcanzarle con
más de un garrotazo. Pero los amigos que con él venían le secundaron
innoblemente. Todos alzaron los palos. En vano brincando hacia atrás con
increíble ligereza y haciendo molinete con su palo se defendía de la
lluvia de golpes. Al fin se vió perdido y comprendió que era necesario
volver la espalda y huir; mas al hacerlo se vió sujeto por las manos de
un mozo que cautelosamente y aprovechando la oscuridad se había
deslizado hasta ponerse detrás. Otras manos cayeron sobre él al instante
y le aprisionaron. Le arrancaron el palo y con él, para más ignominia,
le sacudieron las costillas.

--¿Qué hacemos ahora?--preguntó al cabo Toribión.--¿Le dejamos marchar?

--No; debemos torgarlo para que no vuelva á cortejar fuera de su
quintana--manifestó un mozo que había rondado á Flora algún tiempo sin
resultado.--Los otros tres (pues eran tres los que acompañaban á
Toribio) quisieron oponerse. Sin embargo, Toribión se puso de parte del
primero.

--¡Á torgarlo! ¡á torgarlo!--exclamó soltando bárbaras carcajadas.--Que
vaya á contar á los de Villoria cómo tratamos á los que no quieren
gritar «viva Lorío».

Toribión sentía celos de aquel bravo mozo que osaba resistírsele. Además
era primo de Nolo, á quien temía y aborrecía al mismo tiempo.

Y en efecto, lo torgaron; esto es, le amarraron su propio palo por la
espalda á los brazos con las correas de los zapatos. Una vez así
crucificado le soltaron el botón de los calzones, que cayeron á los
pies, sirviéndole de grillos. Y riendo de la gracia y dirigiéndole
groseros sarcasmos, siguieron hacia Lorío, dejándole en medio del camino
en tal triste y bochornosa disposición.

Era punto menos que imposible caminar de aquel modo. El estorbo de los
calzones hacía que sus pasos fuesen tan menudos que para salvar corto
trecho necesitaba largo tiempo. Por otra parte, aunque quisiera tomar el
camino del monte, la forma en que llevaba los brazos no lo consentía,
pues era estrecho y desigual y se exponía á caer y no poder levantarse.
Se resignó á seguir el de Entralgo. Bien avanzada la noche llegó á este
pueblo. Tuvo intento de llamar en una puerta para que le librasen de
aquel martirio; pero al hacerlo le acometió tal vergüenza que renunció á
ello y prefirió seguir hasta Villoria. Cuando alcanzó á ver las primeras
casas era ya muy cerca del amanecer. Se dirigió á la de uno de sus tíos
que allí vivía, quien le desató al cabo, le consoló y le ofreció una
cama para descansar. Harto lo necesitaba el desesperado mancebo.

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XI

Madre é hija.


Una viajera en aquella misma hora asciende con fatiga por la cuesta de
Canzana. El sol todavía no asomaba su disco resplandeciente por encima
de las montañas. La fresca brisa de la mañana juega con sus cabellos
grises, levanta el fino chal de seda con que se envuelve. Su figura es
arrogante; su rostro marchito conserva las huellas de una hermosura
singular; su tez es blanca, sus labios finos, sus ojos altivos.

Es D.ª Beatriz de Moscoso, de la clara estirpe de los Moscosos, próxima
deuda del capitán. Había llegado la noche anterior á Entralgo sobre un
caballo con jamugas y acompañada de un solo criado espolique. La
sorpresa de D.ª Robustiana fué inmensa al verla entrar por casa.

--¡Señorita!--exclamó con voz angustiada y plegando sus manos.

--No; no ha muerto--respondió gravemente la señora comprendiendo la
tácita pregunta que aquella exclamación significaba.--Han llegado
felizmente á Panticosa y parece que no está peor.

No dijo más. La mayordoma no osó preguntarle tampoco porque bien
conocido tenía el genio altivo de las cuñadas de su señor.

Cuando hubo cenado, antes de retirarse á descansar preguntó dónde se
hallaba el pueblecillo de Canzana. Regalado y su esposa se lo
explicaron. Informóse después de si habitaba en él un cierto sujeto
llamado Gregorio que tenía por esposa una mujer llamada Felicia.
Efectivamente allí vivían tales sujetos. Nada más preguntó. Dió las
buenas noches y se retiró á la habitación que D.ª Robustiana le había
preparado.

Cuando ésta y su consorte se encontraron solos miráronse con ojos donde
brillaba la sorpresa y el triunfo.

--¡Ella es!--exclamó Regalado con voz de falsete.

--¡Ella es!--respondió D.ª Robustiana sin alzar más la voz.

¡Sí, ella era! ¡Cuánto tiempo, cuánta astucia, cuánta saliva habían
gastado para averiguar aquel secreto sin conseguirlo! Y ahora se les
venía á las manos cuando menos lo imaginaban. Habían sido de los
primeros en sospechar que Demetria no era hija del tío Goro y la tía
Felicia. Éstos tenían efectivamente una niña de pocos meses que estuvo á
punto de morir de un ataque de epilepsia. La ofrecieron al Cristo de
Candás y se salvó. Y como la fiesta de esta veneranda imagen se
efectuaba en aquellos mismos días, la llevaron á allá. Cuando volvieron
observaron los vecinos que la niña no parecía la misma, pues si bien en
el tamaño no se diferenciaba gran cosa, estaba mucho menos adelantada,
como si en vez de tener tres meses fuese sólo nacida de algunos días.
Nadie, sin embargo, osó formular ninguna sospecha de sustitución hasta
que Regalado pudo observar que entre D. Félix y el tío Goro mediaba
alguna relación oculta. Una vez les vió hablar con animación y en voz
baja en el pórtico de la iglesia, callándose inmediatamente cuando él
se aproximó. En otra ocasión, al pasar por delante del dormitorio de su
señor, observó que éste conversaba también en secreto con el tío Goro;
escuchó un momento y pudo convencerse de que D. Félix le entregaba
dinero. Nació en su mente la idea de que la niña Demetria era hija de su
señor: se lo comunicó á su esposa en secreto: ésta, con igual reserva,
lo puso en conocimiento de una de las comadres más adictas á su persona.
En poco tiempo y en reserva se lo comunicaron unos á otros los vecinos
de la parroquia y vino á saberse en toda ella.

Duró esta creencia ó presunción algunos años. Sin embargo, al cabo, por
algunas circunstancias que á su atención se ofrecieron, Regalado vino á
sospechar que se hallaba en un error, que Demetria, si bien no era hija
del tío Goro, tampoco lo era del capitán. Buscó, investigó, caviló. Todo
fué inútil. El resto de los vecinos, como no tenían los motivos que el
mayordomo para cambiar de opinión, siguieron aferrados á la antigua.

Poco después de amanecer D.ª Beatriz salió de su habitación vestida, se
desayunó cambiando pocas palabras con D.ª Robustiana y volvió á
enterarse del camino que conducía á Canzana. El ama de gobierno la
invitó á asomarse á uno de los balcones y le mostró allá sobre la meseta
de la colina el pintoresco pueblecillo y medio oculto entre los árboles
el camino que desde Entralgo llevaba á él. Aunque Regalado trató de
acompañarla y guiarla, D.ª Beatriz se opuso resueltamente á ello. Salió
sola de casa, llegó al Campo de la Bolera, salvó el puente de madera
echado sobre el riachuelo y comenzó á ascender lentamente el sendero de
la montaña.

Su fisonomía serena, impasible no denotaba la agitación que en su alma
reinaba. Jamás había soñado en tomar la resolución que ahora estaba
realizando. Cuando aquel bandido la engañó, su orgullo padeció aún más
que el corazón. Entregó con absoluta indiferencia el fruto de sus
amores y juró interiormente no verlo más en la vida. D. Félix, que se
hallaba á la sazón en Oviedo, lo recogió y se encargó de llevarlo á
criar á la montaña. Pero la casualidad hizo que sus convecinos el tío
Goro y Felicia pudieran prohijar aquella desgraciada niña. La suya se
había muerto de un segundo ataque de epilepsia al pasar por Oviedo de
regreso de Candás.

Fué un capitán del batallón de Pontevedra el autor de aquel fiero
desaguisado. Festejó rendido á D.ª Beatriz mientras estuvo de guarnición
en Oviedo; ganó también el favor de su madre D.ª Leonor, viuda de
Moscoso, y de D.ª Rafaela su hermana. Porque era el oficial hombre
galán, afable y divertido y se hacía querer de cuantos le trataban.
Entraba en casa y se le consideraba como un hijo. Cuando vino
repentinamente la orden al batallón de trasladarse á Vitoria, la noticia
cayó como una bomba en aquella casa tranquila y conventual. El capitán
solicitó de D.ª Leonor el permiso de casarse en secreto con su hija
antes de partir, pues de otro modo era imposible á causa de las muchas
diligencias que se necesitaban. Cedió la viuda: efectuóse la ceremonia
en casa de la novia: bendijo á los desposados el capellán del batallón:
asistieron sólo tres compañeros del capitán. Finalmente, éste se partió
y al cabo de dos ó tres meses se supo que estaba casado ya hacía años en
Sevilla y separado de su esposa. Puede calcularse la estupefacción, el
dolor, la indignación de aquella noble familia. D.ª Beatriz estaba en
cinta. Su madre adoleció tan gravemente que antes de un mes pasó á mejor
vida. Le aconsejó á la traicionada joven que hiciese perseguir al
criminal y lo enviase á presidio lo mismo que á sus cómplices, pero ella
se negó resueltamente á ello. El orgullo, más que la piedad, fué parte á
mantenerla en una actitud de soberbio desdén. En bastantes años no puso
el pie en la calle. Ni con su misma hermana cambió una palabra acerca de
la niña que había llevado á criar D. Félix. Sólo de vez en cuando
entregaba á éste en silencio algún dinero. En silencio también lo
recibía su cuñado y lo entregaba después á quien iba destinado.

La compañía de su sobrinita María, que comenzó á pasar largas temporadas
en Oviedo y por último casi vino á vivir enteramente, alegró aquella
casa sepulcral. La niña parecía tenerles amor y acomodarse bien á sus
costumbres y manías. Pero aquella súbita enfermedad, aquel vómito de
sangre heraldo siniestro de una muerte cierta, causó profunda impresión
en el alma de las linajudas damas. D.ª Beatriz en particular sintió su
corazón desgarrado, y en virtud de la gran turbación que de ella se
apoderó comenzaron á punzarle los remordimientos. Imaginó que Dios le
enviaba aquella severa advertencia por el abandono cruel en que había
dejado á su hija. Cavilosa y triste durante algunos días y consultada
con su confesor y con su hermana, resolvióse á recoger el fruto de sus
amores, llamarla hija y hacerla su heredera. El médico había aconsejado
que María pasase el invierno en Málaga. D. Félix acató tal consejo y
decidió no volver á Asturias hasta el verano siguiente. Pocos días
después de su partida D.ª Beatriz emprendió el camino de Entralgo.

La cuesta de Canzana es agria. La dama, sometida desde hacía largos años
á una clausura casi completa, la sube con trabajo. A menudo se detiene y
derrama una mirada por el valle que se extiende á sus pies. No su
incomparable hermosura la cautiva, no la brisa matinal suave y fragante
la embriaga. Una arruga profunda surca su frente, signo de intensa
preocupación, de temor y de anhelo. Su faz, ordinariamente blanca, se
tiñe ahora de carmín por la fatiga.

Cuando menos lo esperaba, en una de las revueltas del retorcido camino
se encontró con las primeras casas de la aldea.

--¿Conoces á un hombre que se llama Gregorio?--preguntó á un niño que
jugaba en la calle.

El niño la miró con asombro y no respondió.

--Vamos, dí, ¿conoces á un hombre que se llama Gregorio, que tiene por
mujer á una que se llama Felicia?--volvió á preguntar con impaciencia.

El mismo asombro y el mismo silencio por parte del chico.

Pero una mujer que estaba en un corredor tendiendo ropa y había oído la
última pregunta, respondió por él.

--Sí, señora, sí; el tío Goro y la tía Felicia viven en aquella casa que
tiene un árbol grande delante. Vea usted; ahora sale el tío Goro con un
jarro á ordeñar.

D.ª Beatriz se dirigió á la casa señalada. El tío Goro ya había entrado
en el establo. Acercóse á la puerta, que como de costumbre en el campo
estaba abierta, y manifestó su presencia con el saludo tradicional,
exclamando en alta voz:

--¡Ave María Purísima!

--Sin pecado concebida--respondió desde arriba Felicia bajando acto
continuo.

Al encontrarse enfrente de la dama fué grande su sorpresa.

--¿Me conoce usted?--preguntó D.ª Beatriz con lacónica severidad.

El semblante de Felicia se cubrió de intensa palidez.

--Sí señora, la conozco.

No la había visto más que una sola vez en su vida y apenas había tenido
tiempo para grabar sus facciones en la memoria. Pero ahora más que la
memoria se lo decía el corazón.

--Me sorprende y me alegro de que usted me reconozca. No quise que nadie
me acompañase desde Entralgo. Cuanta menos gente se entere, mejor. Ya
adivinará usted á lo que vengo...

Felicia la miró con intensa atención sin despegar los labios.

--Vengo por Demetria... ¿Dónde está?

Felicia se puso todavía más pálida.

--Arriba está--dijo con voz apenas perceptible. Repentinamente se había
quedado ronca.

--Llámela usted.

--Demetria, baja--quiso gritar la pobre mujer. Pero su voz salió tan
débil que apenas pudo llegar arriba.

Sin embargo, Demetria, que había oído rumor de conversación, bajaba ya
la escalera. Al ver una señora se detuvo sorprendida.

Hubo unos momentos de silencio. Aquellas tres personas se miraron sin
despegar los labios. Al cabo Felicia con voz temblorosa dijo:

--Demetria, acércate... Esta señora viene á buscarte... Lo que te han
dicho era la verdad... Aquí tienes á tu madre; yo no lo soy...

Al pronunciar las últimas palabras estalló la pobre mujer en sollozos y
ocultó el rostro entre las manos. El de Demetria se cubrió también de
palidez y miró de frente á la dama con ojos donde no se leía el amor
filial.

--Acércate, niña, acércate--profirió D.ª Beatriz dulcificando su
voz.--Yo soy tu madre... Las circunstancias han hecho que hasta ahora no
haya podido darte el nombre de hija; pero Dios no ha querido que muera
privada de ese placer... Acércate, hija mía.

Demetria bajó todas las escaleras y se aproximó á la señora.

--¿Me das un beso?--dijo ésta tomándola de la mano y con voz donde se
traslucía la emoción.

La joven se aproximó aún más y gravemente puso los labios en el blanco
rostro de su madre.

Si aquel beso tuvo propósito de llegar al corazón, cosa que debe ponerse
en duda, se quedó en la mitad del camino. La noble dama no lo sintió
llegar. Su frente se arrugó. De sus ojos se borró la expresión de
enternecimiento.

--Está bien--profirió adquiriendo súbito aquel acento altivo,
indiferente que la caracterizaba.--Me complazco en ver que aunque vistes
de aldeana y te has criado como si fueses tal, por tu rostro y tu
figura manifiestas que has nacido señora y que mereces la posición en
que te voy á colocar. Déjanos ahora un instante, pues tengo que hablar
cosas secretas con los que hasta hoy has creído tus padres.

Demetria se dirigió en silencio al sitio de las herradas, tomó una y fué
hacia la puerta. Pero antes de llegar se volvió, acercóse á Felicia que
seguía sollozando, separó sus manos del rostro y estampó en él un largo
y nuevo beso. ¿Llegaría por casualidad aquel beso al corazón? Sí, sí; no
hay duda que llegó. D.ª Beatriz tuvo noticia de ello en seguida. Bajó
los ojos y la arruga que cruzaba su frente se hizo más profunda.

Mientras en casa del tío Goro se celebraba la conferencia que iba á
decidir de su suerte, Demetria caminaba á paso lento hacia la fuente.
Antes de llegar tropezó con su íntima amiga Telva, que ya volvía con la
herrada llena sobre la cabeza. Algo extraño debió de observar aquella
zagala en el rostro de la hija del tío Goro.

--¿Qué te pasa, Demetria? Parece que vienes descolorida.

--Nada me pasa--respondió la joven con un acento que demostraba bien
claro todo lo contrario.

--Sí; algo te pasa. Dímelo, niña. ¿No te he contado yo siempre mis
secretos?

La tomó de la mano y la miró con ojos escrutadores. Demetria bajó la
cabeza y permaneció silenciosa.

--Vamos, dí, niña--repitió la zagala sacudiéndole la mano.

--Ya lo sabrás, Telva. Ahora no puede ser--profirió Demetria
sordamente.--Pronto, pronto lo sabrás... Lo único que puedo
decirte--añadió después de una pausa--es que en este momento me
alegraría de estar cuidando cabras en los montes de Raigoso y no bajar
jamás al llano.

Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y sin decir otra palabra
se apartó con presteza, prosiguiendo su camino. Telva, asombrada, la
siguió unos instantes con la vista: luego se encaminó hacia el pueblo
atormentada por la curiosidad. Justamente cuando pasaba por delante de
la casa del tío Goro salía éste y su esposa acompañando á una señora.
Telva se dirigió resueltamente á ellos y los saludó.

--¿Han tenido ustedes alguna desgracia, tía Felicia?--preguntó viendo á
ésta con los ojos hinchados de llorar.

--¡Para mí bastante desgracia, Telva!--exclamó la buena mujer rompiendo
de nuevo á sollozar.--Demetria se nos va...

--¿Pues?

Felicia guardó silencio. Pero el prudente Goro le habló de esta manera:

--Las cosas de este mundo, Telva, no están siempre en el mismo ser. Un
hombre era rico ayer y hoy amanece pobre, ó porque las vacas se le
mueren de peste, ó porque el río le lleva la tierra ó la siembra de
guijarros. Cuando más segura tenemos la cosecha, llega una nube de
piedra y nos deja sin nada. Cuando esperamos que una vaca nos dé en San
Juan cría, echa un mal paso en el monte y se despeña y se la comen los
buitres. Así va todo. Ayer, Telva, teníamos una hija y hoy nos quedamos
sin ella. Esta señora viene á buscarla porque es su madre verdadera,
aunque nosotros la hayamos criado.

Telva miró con sorpresa á D.ª Beatriz. Después dijo:

--Ya maliciaba yo que algo les pasaba. Encontré á Demetria camino de la
fuente y vi que iba llorando.

El rostro de la señorita de Moscoso se contrajo al escuchar estas
palabras. El tío Goro dirigió una mirada de reprensión á la indiscreta
zagala.

Cuando ésta se hubo alejado, D.ª Beatriz se despidió sin consentir que
nadie la acompañase, dejando ordenadas todas las medidas necesarias para
que Demetria se trasladase en breve plazo á Oviedo.

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XII

El desquite.


Cuando un mensajero enviado de Villoria anunció á Nolo la humillación
que los mozos de Lorío habían infligido á su primo, en el primer momento
se resistió á creerlo. Rendido, sin embargo, á la evidencia, fué
acometido de un furor insano que puso en huida al zagal que le trajo la
noticia. Se arrancaba los cabellos, pateaba el suelo como un potro no
domado, batía contra las paredes de su casa los aperos de la labranza,
lanzaba terribles imprecaciones y amenazas. Al fin cayó en una calma más
terrible aún que su furor. Quedó pálido y profundamente sosegado. Subió
á su cuarto para vestirse el traje de los días de fiesta, el calzón
corto de paño verde con botones dorados de filigrana, el chaleco
floreado, la blanca camisa de lienzo que la tía Agustina había hilado
con sus manos primorosas; ciñó á sus pies los borceguíes de becerro
blanco, cubrió su cabeza con la montera picuda de terciopelo, echó en
seguida sobre sus hombros la chaqueta; tomó su palo. Así ataviado se
puso en marcha y bajó á Fresnedo. Llamó en una de las primeras casas;
preguntó por uno de sus amigos; le dijo algunas palabras al oído. El
semblante del mozo se contrajo. Nolo le hizo una pregunta en voz baja.
Respondió el mozo con un signo de afirmación. Nolo se despidió. En esta
forma recorrió las casas de los más bravos guerreros de Fresnedo. Luego
envió emisarios á las Meloneras, á los Tornos y á Navaliego. Después
bajó á oir misa á Tolivia.

Á las tres de la tarde se reunían en las afueras de esta aldea hasta
cincuenta mozos de los altos de Villoria, la flor de la juventud
montañesa del valle de Laviana, y emprendieron la marcha hacia la
romería del Otero. ¿Por qué tan tarde? Á la hora en que llegaréis,
galanes, la romería estará muy cerca de deshacerse: las hermosas zagalas
buscarán ya con la vista á sus parientes para reunirse á ellos y tomar
el camino de su casa. No importa. Hoy no es día de festejar á las
rapazas.

Marchaban fieros y graves, el rostro contraído, la mirada fija. Ninguna
chanza alegre se escuchaba entre ellos como otras veces: ni una palabra
salía de sus labios. Sus pasos sonaban huecos y lúgubres por la calzada
pedregosa. ¡Así os vi cruzar por Entralgo con vuestras monteras sin
flores, con vuestros palos enhiestos como una nube que avanza negra por
el cielo para descargar su fardo de cólera sobre alguna comarca próxima!
Mi corazón infantil palpitó y desde el corredor emparrado de mi casa os
grité:

--Nolo, ¿vais á zurrar á los de Lorío? ¡Llévame contigo!

Yo te vi sonreir, intrépido guerrero de Villoria. Alzaste la mano y me
enviaste un gracioso saludo.

En vez de cruzar la barca, subieron un poco río arriba y lo salvaron por
un vado descalzándose previamente. Á toda costa no querían llamar la
atención y caer sobre la romería de improviso. Una vez en el camino de
la Pola ascendieron por la montaña hacia el santuario del Otero no
siguiendo el camino trillado, sino por senderos extraviados.

El campo donde la fiesta se celebraba era un prado casi circular y llano
sobre la misma colina. Más de la mitad de él, por la parte superior,
estaba rodeado de un espeso bosque de robles. Los de Fresnedo se
ocultaron allí sin ser vistos de la gente de la romería.

Hallábase ésta en todo su esplendor. Hervía el campo con rumor gozoso de
cantos y risas y pláticas ruidosas. Una muchedumbre vestida de día de
fiesta discurría por él entrando y saliendo de la iglesia, parándose
delante de los puestos de bebidas, comprando frutas y confites ó
agrupándose en torno de los bailarines. Debajo de un hórreo próximo al
templo sonaban la gaita y el tambor y allí más de dos docenas de mozos y
mozas se entregaban con furor al baile. Más lejos, en paraje
descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban
cadenciosamente al compás de sus cantos.

--Florita, ¿dónde tienes á Jacinto?--preguntó una joven de la Pola á la
gentil molinerita de Lorío.

Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.

--¡Madre! ¿Es algún gato Jacinto que se trae y se lleva en una
cesta?--respondió Flora enseñando para reir las perlas de sus dientes.

--Si no lo es, alguna vez quisiera convertirse, aunque no fuese más que
para saltarte sobre el regazo.

--¡Calla, tonta! Pronto le diría ¡zape! Los gatos dejan muchos pelos en
la ropa--exclamó la zagala dando un cariñoso empujón á su amiga que por
poco le hace caer de espaldas.

--¡Vaya, que antes ya le pasarías la mano sobre el lomo!... ¡Pobrecito!
¡pobrecito menino!

--¡Fu! ¡fu! ¡Zape!--gritaba la niña emprendiéndola á pellizcos con la
burlona y retorciéndose de risa.

Sin embargo, al cabo quedó seria. Estaba sorprendida y despechada al
mismo tiempo de no ver á su novio en la romería. ¿Se iría á hacer el
desdeñoso aquel zarramplín después de haberle arrancado la confesión de
su amor? Esta idea inquietaba su orgullo y arrugaba su frentecita.

--¿Lo ves cómo te quedas seria?--le dijo su amiga mirándola con ojos
maliciosos--No puedes ocultar que estás chaladita perdida por Jacinto.

Hizo un mohín de desprecio la linda morenita.

--¡Yo perdida por ese cachorro!... No me conoces, Carmela.

Y para demostrar lo contrario llamó á uno de sus primos que por allí
andaba y le invitó á bailar. Bailaba con sobrado coraje la molinera de
Lorío para que no dejase sospechar que había en ello más jactancia que
alegría.

Sin embargo, la romería iba cerca de su fin. El sol se acercaba
lentamente á las cumbres de la Vara, encima de Canzana: pronto les daría
el beso de despedida. Andaban por el campo de la fiesta bastantes mozos
de Villoria y Tolivia y algunos de Entralgo, pero desparramados, mustios
y con apariencia de huídos. Las repetidas victorias de los de Lorío los
tenían acobadados y recelosos, sin gana alguna de emprender nueva
quimera, aunque sus enemigos les daban para ello sobrado motivo. Es
indecible el grado de orgullo y de insolencia á que éstos habían
llegado. No sólo con miradas y gestos provocativos les quemaban la
sangre, sino también con picantes indirectas y con insultos groseros les
ponían en el trance á cada instante de perder la paciencia y
experimentar una nueva y vergonzosa derrota.

Pero el más insolente, el más provocativo, el más fachendoso de todos
era Toribión de Lorío. Imposible mirar solamente á aquel hombre sin
sentir el corazón henchido de rabia. Por eso los de Entralgo y Villoria
se apartaban cuanto podían de los parajes en que el jefe poderoso de
Lorío relampagueaba de orgullo y de jactancia.

Jamás se le viera más alegre y fanfarrón que aquella tarde. Con la
montera terciada y el garrote empuñado por el medio iba de un lado á
otro sonriente, provocativo, embromando á unos, injuriando á otros como
si el campo de la romería fuese suyo ó no hubiera en dos leguas á la
redonda más rey ni más amo que él.

Y en verdad que no parecía en toda la comarca mozo más fornido... Su
padre, labrador rico de Lorío, lo había criado no con nabos y castañas,
sino con sabrosos torreznos de jamón y cecina, con pan de escanda y
buenos tragos de vino de Toro que los arrieros de Castilla acarrean por
el puerto de San Isidro. Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un
carro de yerba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni
partiendo leña. Llevaba aquel día envuelta la cabeza, por mayor gala, en
un pañuelo floreado de seda y la montera encima; apretaba sus piernas
membrudas de gigante fino calzón de Segovia; colgaban de la botonadura
de su chaleco los cordones del justillo de Flora que había arrancado la
noche anterior al infortunado Jacinto.

Cuando se hartó de caracolear por los diversos grupos decidióse á entrar
en la danza. Su presencia causó disturbio y malestar entre los mozos.
Porque Toribión, no sólo con los enemigos, sino con los suyos se
mostraba intemperante. Ahora daba terribles empellones á los mozos que
tenía más próximos haciéndoles vacilar cuando no caer de bruces, ora se
gozaba en apretarles la mano hasta hacerles exhalar gritos de dolor.
Reía, gritaba, cantaba y hablaba á destiempo.

--¿Dónde están los pollos de Entralgo y de Villoria?--profería riendo á
carcajadas.--Hace ya mucho tiempo que no oigo su _pío pío_. ¿Andan de
rama en rama los pajaritos ó están todavía en el nido esperando á que su
madre los cebe?... Dicen que los espanta el milano... ¡Cua! ¡cua!
¡Corred, corred, pollitos, que allá va el milano!... ¡Cua! ¡cua!

Y extendía los brazos y chillaba imitando el grito de las aves de
rapiña. Y su risa era tan grande que el exceso de alegría bañaba sus
mejillas de lágrimas.

--¡Ijujú!--concluyó gritando con su voz de bronce.--¡Viva Lorío!

Un hombre saltó en aquel momento en medio del corro y gritó con voz
estentórea:

--¡Muera!

Aquel intrépido guerrero era el hijo del tío Pacho de la Braña.

--¡Muera!... ¡muera!... ¡muera!

Tres veces repitió el mismo grito. Su voz poderosa llegó hasta los
últimos confines de la romería produciendo en ella un estremecimiento de
terror. Corrieron los niños á refugiarse entre las faldas de sus madres,
desbandáronse los hombres, chillaron las mujeres, volcáronse las mesas
de confites y las cestas de fruta. Un miedo pánico se apoderó de aquella
muchedumbre tan alegre momentos antes.

Toribión de Lorío empalideció también; pero reponiéndose presto se lanzó
sobre su rival soltando espumarajos de cólera. Alzó su garrote enorme
como una tranca que sólo él era capaz de manejar y lo descargó con tal
ímpetu sobre la cabeza de Nolo que se la hubiera partido si éste no
hubiera evitado el golpe esquivando el cuerpo.

--Has errado el golpe, Toribión--profirió con voz entera el héroe de la
Braña.--Si tuvieses las manos tan ligeras como la boca pronto darías
buena cuenta de mí. Pero confío en que ahora vas á pagar tu fachenda de
siempre y la marranada de ayer. ¡Muera el cerdo de Lorío!

Ambos combatientes se arrojaron el uno sobre el otro con el corazón
henchido de un furor salvaje.

Nolo, aunque de la misma estatura que el caudillo de Lorío, era menos
corpulento; mas lo que le cedía en cuerpo se lo ganaba en flexibilidad y
ligereza. Se habían arrollado la chaqueta al brazo izquierdo para que
les sirviese de escudo. El palo de Nolo era corto, de acebuche, pintado
al fuego y sujeto á la muñeca por una correa. El de Toribio largo y
pesado de roble.

Los mozos de Lorío se habían aproximado de una parte, los de Entralgo y
Villoria de otra. Pero los dos bandos se mantuvieron apartados por
tácito acuerdo, dejando amplio trecho para que sus héroes más famosos
saldasen solos y cara á cara la cuenta que tenían pendiente.

Toribión, así que hubo errado el golpe, levantó de nuevo la tranca; pero
antes que tuviese tiempo á descargarla se le anticipó con increíble
presteza el de la Braña y le atizó un estacazo en la cabeza que le
obligó á tambalearse. Reponiéndose instantáneamente volvió sobre su
adversario como un león hambriento ó un jabalí que necesita abrirse
paso. Nolo pudo parar su golpe con el brazo izquierdo que aun con la
almohada de la chaqueta se resintió bastante. Lanzó un rugido de dolor
el guerrero de la Braña y acometido de rabia homicida comenzó á brincar
en torno de su enemigo como un tigre sediento de sangre, atacándole por
todas partes con incansable furor. Temblaba la tierra bajo los pies de
tan formidables guerreros, crujían sus palos al chocarse, escuchábase de
lejos su resuello temeroso. Todo el campo de la fiesta se estremecía
pendiente de aquella descomunal batalla.

Por fin el hijo del tío Pacho alcanzó el brazo derecho de su contrario
con un garrotazo. Saltó el palo de la mano de Toribión y quedó inerme
frente á su adversario. Entonces, viéndose perdido, no halló otro
recurso que volver la espalda y darse á correr moviendo con ligereza sus
piernas. Pero el valiente Nolo le seguía de cerca lleno de confianza en
sus pies rápidos. Dos veces dieron la vuelta entera al campo de la
romería. Como un galgo persigue al través de la verde llanura á la
liebre que acaba de levantar entre la maleza, así el héroe de la Braña
seguía y apretaba cada vez más al ilustre guerrero de Lorío. Los de uno
y otro bando se mantienen suspensos y anhelantes contemplando la
carrera de sus jefes, el uno fugitivo, el otro corriendo sobre sus
pasos.

La mala ventura de Toribión quiso que al hacer la tercera vuelta se le
enredasen los pies entre un helecho y cayese de bruces. Alzóse
rápidamente, pero antes que pudiera emprender de nuevo la carrera un
garrotazo de Nolo le hizo dar con su pesado cuerpo en el suelo. Entonces
el irritado mozo sació sobre él su furor descargando sobre sus espaldas
algunos garrotazos, mientras le decía lanzándole una mirada feroz: ¡Echa
roncas ahora, pelele, echa roncas! ¿Te creiste que porque Dios te ha
dado mucha fuerza los demás somos de manteca? Si ayer noche fuera yo con
Jacinto no lo hubierais torgado, gran cerdo. ¡Toma por ladrón! ¡Toma por
cerdo!

Los de Lorío, viendo á su compañero así caído y golpeado, volaron al fin
á su socorro. Mas los de Entralgo y Villoria, animados con la presencia
de Nolo y su buen suceso, les salieron al encuentro. Cuando los de uno y
otro bando se hubieron encontrado, sonó un formidable clamor. Los
hombres chocaron con los hombres, los palos con los palos. Escucháronse
á la vez gritos de triunfo y lamentos, imprecaciones y vivas. Como dos
ríos impetuosos que caen de la montaña y sus aguas se tropiezan en el
valle con fragoroso estruendo que se oye á lo lejos, así los dos
ejércitos rivales cayeron el uno sobre el otro. Igual furor los anima:
el mismo deseo de gloria agita sus corazones.

Sin embargo, los de Entralgo eran menos numerosos, y ante la avalancha
formidable de sus enemigos no tardaron en ceder terreno. Entonces Nolo
de la Braña se salió un instante del sitio de la lucha y lanzó un
silbido penetrante. Los cincuenta guerreros de Fresnedo, Meloneras y
Navaliego, al oir aquella señal, surgieron de improviso del bosque donde
se hallaban ocultos y cayeron como buitres hambrientos lanzando gritos
horrísonos sobre los mozos de Condado y Lorío. ¿Quién pudiera resistir
el ímpetu de aquella juventud magnánima? Una tromba de agua y pedrisco
no causaría más daño en un sembrado: la mar alborotada arrojando sobre
la tierra sus espumas amargas no infundiría más espanto. Todo cae, todo
huye, todo grita delante de su furor indomable. Los de Lorío, aterrados,
apenas pueden resistir breves instantes. En vano el valeroso Firmo de
Rivota los anima con grandes voces al combate y dando el ejemplo se
arroja con temerario coraje en medio de la pelea. El mísero sucumbe al
fin bajo el garrote de Jacinto de Fresnedo; cae aturdido y es pisoteado.

¡Musas, decidme los nombres de los guerreros que allí cayeron ó salieron
descalabrados bajo los garrotazos de los hijos magnánimos de Entralgo,
porque yo no acierto á contarlos! Tú, bizarro Angelín de Canzana,
tumbaste de un estacazo en medio de la cabeza, al esforzado Luisón de la
Granja, hijo del tío Ramón, famoso domador de potros. Confiado en sus
fuerzas extraordinarias, quiso hacerte frente; pero lograste pronto
volcarle y fué pisoteado. El valeroso Ramiro de Tolivia midió varias
veces las espaldas con su garrote á Juan de Pando, afamado en todo el
valle, no sólo por su valor, sino por la habilidad en el baile. Ninguno
con más primor ejecutaba las mudanzas y saltaba delante de su pareja: en
esta ocasión no le valieron sus ágiles piernas: aunque corría como un
gamo por el monte abajo, Ramiro le alcanzó repetidas veces con su palo.
Froilán de Villoria desarmó y apaleó sin piedad á Pin de Boroñes,
sobrino del cura del Condado, á quien su tío estaba enseñando latín para
enviarlo al seminario de Oviedo y ordenarlo _in sacris_ por la carrera
abreviada. Antes que el obispo lo consagrase, Froilán logró hacerle un
buen chichón en la corona. Pero más que todos éstos se distinguió en
aquella jornada memorable Tanasio de Entralgo. Su cayado fulminante,
cortado en el monte Raigoso, abatía cuanto encontraba delante.
Imposible contar el número prodigioso de bollos y tolondrones que aquel
mortífero instrumento causó en breve tiempo. No era un arma en sus
manos, sino rayo fragoroso, resonante, que sembraba el terror y la
alarma por doquiera que pasaba.

¿Á quién sacrificaste tú, impetuoso Celso, honor y gloria de mi
parroquia? Bajo tus acometidas invencibles cayeron muchos y bravos
guerreros de Lorío y cayó también el más ilustre de los hijos del
Condado, el famoso Lázaro, que después de Toribión y Firmo era tenido
por el más esforzado de los enemigos de Entralgo. No le valió su garrote
nudoso de acebuche ni le valieron sus saltos prodigiosos. Tú derribaste
de un garrotazo su montera adornada de claveles y luego le tentaste
varias veces la cabeza y las costillas. ¿Á quién inmolaste tú,
industrioso Quino, el más galán y más prudente de los hijos de Entralgo?
Bajo tu palo gimieron muchos bravos en aquella aciaga jornada y por fin
tuviste el honor de ver huir delante de ti al valeroso Lin de la
Ferrera. Si no le diste alcance no fué porque te faltasen piernas, sino
porque no quisiste que los mozos del Condado te cortasen la retirada.

Pero en aquella ocasión por su fuerza y por su audacia se distinguió
Nolo, el hijo del tío Pacho de la Braña, entre todos los hijos de
Villoria y Entralgo y ganó gloria imperecedera. Parecido á una llama
impetuosa penetra entre las filas de los contrarios sembrando en ellas
el pavor. Tan pronto está en un sitio como en otro: aquí tumba á un
mozo, más allá desarma á otro, en otra parte persigue á un fugitivo.
Imposible averiguar á qué campo pertenecía, si peleaba del lado de Lorío
ó de Entralgo. Como un río impetuoso se despeña en el invierno sobre el
valle y rompe los diques que las manos del hombre le han opuesto y
arrastra los árboles y las casas y destruye las más florecientes
heredades, de tal modo el hijo del tío Pacho penetra en las espesas
falanges de los de Lorío introduciendo en ellas el desorden y el
espanto.

¿Dónde estabas tú, belicoso Bartolo, dónde estabas tú en aquel momento
de perdurable memoria para nosotros? Habías llegado tarde á la romería y
te habías acercado al hórreo donde los zagales y zagalas se entregaban
al baile. Allí tropezaste con un amigo que te invitó á beber unos vasos
de sidra. Y descuidadamente, sin pensar que los de Entralgo iban á
necesitar pronto de tu invencible brazo, te entretuviste alegremente
narrando amores y combates. En vano te dijeron: «Bartolo, parece que hay
palos en la romería». Tú no hiciste caso, acostumbrado como estabas á
despreciar los peligros, y enardecido por la plática y la sidra seguiste
relatando la historia maravillosa de tus hazañas. Cuando al cabo algunos
fugitivos vinieron á refugiarse bajo el hórreo y pudiste cerciorarte de
que la bulla no era niñería, con terrible calma cubriste tu cabeza con
la montera, pediste otro vaso de sidra, lo bebiste y después de haberte
limpiado repetidas veces los labios con el dorso de la mano dijiste con
sosiego aterrador: «Vamos á ver lo que quieren esos pelafustanes». Y
saliste arrojando miradas homicidas á todos lados.

Pero ya la victoria estaba declarada por los de Entralgo. Los de Lorío y
Condado corrían desbandados y seguidos de cerca por los primeros. Las
mujeres, los niños y los hombres pacíficos se habían refugiado en el
pórtico y en los alrededores de la iglesia. El campo de la romería
estaba poco menos que desierto. Sembrados por él y aturdidos por los
garrotazos yacían algunos guerreros. Uno de ellos se levantó y
derrengado, sin palo y sin montera enderezó sus pasos trabajosamente
hacia la iglesia. Era el famoso Toribión, el caudillo ilustre de Lorío.
Bartolo lo vió y animado de un valor intrépido saltó sobre él como un
león y de un par de estacazos le hizo de nuevo medir el suelo.

--Ya caíste entre mis uñas, Toribión--exclamó con sonrisa
diabólica.--Mucho tiempo hacía que tenía gana de verme cara á cara
contigo. Cuando te levantes marcha á Lorío y cuenta á tus compañeros
cómo te ha hecho morder la tierra el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.

Después, sereno, majestuoso, semejante á un dios recorrió el campo de la
fiesta sin que nadie se opusiera á su marcha triunfante.

Hartos de apalear y perseguir á los de Lorío, no tardaron en llegar los
zagales victoriosos de Entralgo y de Villoria lanzando gritos de
triunfo. De nuevo se puebla el campo de romeros y por algún tiempo reina
la misma animación. Los mozos vencedores, ebrios de alegría, quieren
depositar su triunfo á los pies de las rapazas y les ofrecen sus
monteras llenas de confites y avellanas tostadas. Sonríen ellas, se
hacen las melindrosas; insisten ellos y á pesar de su fuerza indomable
se muestran ruborosos y humildes como niños.

Jacinto se acerca á Flora. Su rostro aún está contraído, sus manos
tiemblan, todo su cuerpo manifiesta extraña agitación.

--¿Qué mosca te ha picado, Jacinto?--le pregunta la linda morenita
mirándole con una risa maliciosa.

--¿Sabes lo que han hecho ayer noche conmigo tus vecinos?--exclama
rudamente el mozo.

Flora le mira sorprendida.

--Pues en cuanto salí de tu casa, antes que llegase á Rivota, entre
Toribión y otros tres me torgaron.

Un relámpago de ira pasó por los ojos de la zagala.

--¿No te dije que no te fiases de ellos, Jacinto? ¡Que eran muy burros!
¡muy burros!

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XIII

Adiós.


Así fué como los de Entralgo lograron el desquite, ganando inmensa
gloria. Pero el hijo intrépido del tío Pacho de la Braña no pudo
saborearla porque no halló en la romería á Demetria, aunque largo tiempo
la buscó por todas partes. Nadie le daba noticia de ella, ni del tío
Goro ni de Felicia. Preguntó á Flora y ésta tampoco sabía por qué su
amiga dejara de asistir á fiesta tan renombrada. Con el corazón lleno de
tristeza el héroe de la Braña iba y venía de un grupo á otro, siempre
con la esperanza de hallar en alguno á su dueño bien querido. Cuando se
llegó la noche y aquella muchedumbre se fué dispersando tomó la
resolución de ir á Canzana y así lo comunicó á sus compañeros. Pero el
prudente Quino le habló de esta manera:

--Yo no dudo, Nolo, que vayas á Canzana esta noche, aunque bien sabes
que los de Lorío no dejarán de esperarte en el camino. Si todos los
hemos agraviado ahora, á nadie más que á ti guardarán rencor. Grande
alegría les darías si pudiesen saciar en ti su venganza, porque tú
fuiste quien les preparó la garduña en que cayeron. Mi parecer es que
dejes la visita hasta mañana y que la hagas á la luz del día, cuando
todos esos mozos estén en el trabajo. Y si es que no quieres dejarla,
entonces nosotros te acompañaremos después hasta Villoria.

El hijo del tío Pacho lanzándole una mirada feroz le respondió:

--Pasmárame á mí que no salieses con alguna de las tuyas. ¿Quién sino tú
pudiera meterme miedo con esos mamones que todavía están corriendo y no
pararán hasta esconderse debajo del escaño de su casa? Tienes el corazón
de liebre y vales más para comer la torta y la leche al pie del lar que
para sacudir garrotazos en las romerías. Guárdate, guárdate en casa esta
noche, que yo no necesito que nadie me dé escolta.

El industrioso Quino sintió que el calor subía á sus mejillas y replicó
encolerizado:

--Nada te he dicho, Nolo, que merezca que me insultes de ese modo, y no
es de mozos criados en ley de Dios hacer ofensa á los amigos que se han
portado bien. Si yo como la torta al pie del lar, tú la comes también,
porque no te mantienes del aire, y si tú das garrotazos en las romerías,
garrotazos sacudo yo cuando se tercia. Vete solo si quieres, que no será
Quino de Entralgo quien te lo estorbe.

Iba á contestar Nolo con otras pesadas palabras; pero el intrépido Celso
de Canzana, temiendo que la disputa llegase á pelea, se apresuró á
intervenir.

--Ya que lo veo necesario, Nolo, voy á decirte lo que sé y que según las
trazas nadie ha querido contarte hasta ahora. Esta mañana se presentó en
Canzana una gran señora y preguntó por el tío Goro y la tía Felicia.
Entró en su casa, habló con ellos y también con Demetria y se fué en
seguida. Allí se dice que esta gran señora es la madre de tu rapaza, y
que se la lleva para Oviedo ó Gijón. Ahora ya sabes por qué no ha
venido esta tarde á la romería. Si quieres ir á Canzana puedes hacerlo,
y si á la Braña, lo mismo. De todos modos, los mozos de Entralgo estamos
siempre para lo que gustes mandar.

Quedó Nolo suspenso y acortado al escuchar estas palabras. Una gran
tristeza inundó su corazón y empalidecieron sus mejillas. Apenas pudo
murmurar las gracias. Repuesto un poco, al cabo se despidió de sus
amigos manifestando que iba derecho á su casa.

Se acostó en la cama, pero no pudo gozar de las dulzuras del reposo.
Todas sus ilusiones se huían. Aquel amor profundo, el primero y el único
de su vida, se disipaba como un sueño. Lo que tenazmente se susurraba
hacía tiempo y había llegado varias veces á sus oídos resultaba cierto.
Demetria no era hija de aldeanos, sino de señores, y señora ella misma
por lo tanto. ¿Cómo se acordaría en las alturas de su nueva posición de
la bajeza de aquel aldeano que la amaba? ¡Oh, cuánto la amaba! El pobre
Nolo daba vueltas en su lecho cual si tuviese espinas.

Por la mañana pensó en comunicar con su madre tan tristes noticias, pero
no pudo hacerlo. La voz no quiso salir de su garganta; temía echarse á
llorar como un niño. Salió á trabajar, pero en vez de hacerlo dejóse
caer bajo un árbol, y así se estuvo toda la mañana inmóvil, con los ojos
extáticos. Un deseo punzante le acometió, el de ver por última vez á
Demetria y despedirse. Quizá no se hubiese marchado aún. Si se había
marchado, quería ver siquiera aquella casa en que ella respiró y
sentarse en la misma tajuela y hablar con los que siempre había tenido
por padres. Comió apresuradamente y salió con disimulo sin decir una
palabra.

Bajó á Villoria. Una vez allí, en vez de tomar el camino real de
Entralgo, á la derecha del riachuelo, siguió la margen izquierda, por la
falda de la montaña, á la altura de Canzana.

Tampoco Demetria logró dormir aquella noche. Había pasado todo el día
sumida en profunda tristeza, llorando á ratos amargamente, haciendo, sin
embargo, penosos esfuerzos por mostrarse serena á fin de no aumentar el
dolor de la buena Felicia que estaba inconsolable. Lo que más
contristaba á la zagala era que ésta perdiera aquella confianza maternal
para tratarla y reprenderla. Se mostraba, á par que afligida, un poco
confusa en presencia de la que ya no podía llamar hija.

Esperó con ansia la noche para ver á Nolo, pues no dudaba que éste, no
hallándola en la romería, viniese á Canzana. Amargo desengaño
experimentó al observar que se llegaba la hora de irse á dormir sin que
el mozo de la Braña llamase á su puerta. Y el mismo punzante deseo que á
Nolo le acometió á ella: el de despedirse y darle testimonio de su
constante amor.

Al día siguiente toda la mañana empleó en los preparativos de su viaje.
Efectuáronse éstos en silencio y tristemente. La casa estaba como si
hubiera muerto alguno. Después de comer manifestó que iba á Lorío á
despedirse de Flora; la avergonzaba mucho manifestar su verdadero
designio. Bajó la calzada de Entralgo, pero antes de trasponer el puente
siguió la margen izquierda del río, pasó por lo cimero de Cerezangos y
se dirigió á Villoria.

Los caminos eran de montaña: unas veces senderos en los prados, otras en
los bosques de castaños, otras, en fin, calzadas estrechísimas entre
paredillas recubiertas de zarzamora y madreselva. En el recodo de una de
estas calzadas se encontró de improviso con Nolo. Ambos quedaron
sorprendidos y sonrieron avergonzados sin pronunciar palabra. Fué
Demetria quien primero rompió con franqueza el silencio:

--Iba á la Braña, Nolo.

--Y yo á Canzana, Demetria.

--Tenía que hablarte.

--Yo á ti también.

Demetria le miró sorprendida.

--¿Sabes algo?--le preguntó vacilante.

--Sí... Ayer me dijeron lo que había pasado por la mañana en tu casa.

Los dos guardaron silencio. Se habían arrimado á la paredilla, el uno al
lado del otro. Demetria arrancó un retoño verde de la zarza y lo deshizo
entre los dedos con la mirada fija en el suelo. Nolo con los ojos
abatidos igualmente daba golpecitos con su nudoso garrote sobre las
piedras del camino.

--Nunca estuve más descuidada y alegre que ayer por la mañana--profirió
al cabo en voz baja la joven.--Había lavado y vestido á mis hermanos y
tenía mi ropa extendida sobre la cama para ponérmela cuando volviese de
la fuente... Pensaba en la romería... Pensaba en bailar hasta caer
rendida... Pensaba en ver á Flora... Cuando bajé la escalera encontré á
mi madre llorando. Delante estaba una señora tan alta como yo, seria,
con el pelo casi blanco. Llevaba pendientes que relucían como si
tuviesen fuego dentro y en las muñecas unos anillos grandes con piedras
verdes que relucían también... Cuando mi madre me dijo:--Demetria, esta
señora es tu madre; yo no lo soy--pensé que me venía el techo encima.
Quedé sin gota de sangre. Después me dijeron que iban á llevarme á
Oviedo y vestirme de señora...

--¿Y no te alegras de eso?--preguntó Nolo sin levantar los ojos.

--No--respondió secamente la zagala.

Hubo una pausa. Nolo volvió á preguntar tímidamente:

--¿Será por el tío Goro y la tía Felicia? Te han criado como padres y tú
los quieres como si lo fuesen...

--Sí, por ellos es... y por ti también--añadió rápidamente y en voz más
baja.

Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña.

--¡Oh, por mí!... ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de
seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de
este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones!

--Calla, Nolo, calla--profirió ella con acento severo.--No me obligues á
decir lo que no debo. Lo que soy ahora lo seré siempre para ti. Ya
pueden ponerme los vestidos que quieran: debajo de ellos siempre estará
Demetria, la misma rapaza para quien hacías zampoñas y buscabas nidos
allá en el monte, la misma que acompañaste en las romerías tantas veces.

El mozo de la Braña escucha estas nobles palabras con alegría y guarda
silencio paladeando su sabor delicioso.

--Si en Canzana hubieran querido--añadió la joven después de un rato con
acento no exento de amargura--nadie me sacaría de casa.

--¡Qué iban á hacer los pobres, si no son tus padres!--murmuró Nolo.

--Ellos nada, pero dejarme á mí que lo hiciera.

--Bien sabes, Demetria, que eso no puede ser. Ni tenían razón para ello,
ni se habrán atrevido á aconsejártelo.

Calló la zagala, comprendiendo que Nolo tenía razón, que su queja era
injustificada.

--De todos modos--profirió después con resolución,--si ahora me marcho,
algún día volveré. Nadie me quitará de venir á ver á mis padres... Y si
me lo quitan, ya sabré lo que he de hacer.

--¿Cuándo te marchas?

--Mañana. Regalado, el mayordomo de D. Félix, quedó encargado de
llevarme.

Acerca del viaje y sus preparativos, de la aflicción de sus padres y de
sus pequeños hermanos departieron todavía un rato. Ni una palabra
volvieron á hablar de sí mismos. La plática corría lánguida y apagada.
Debajo de sus palabras indiferentes se trasparentaba una tristeza
profunda. Ambos tenían la voz levemente enronquecida y temblorosa. Al
cabo, después de una larga pausa, Demetria dejó escapar un suspiro y
como si saliese de un sueño exclamó:

--Bueno, Nolo: es hora ya de separarnos. No sé si tendré tiempo de ir á
Lorío á despedirme de Flora y volver antes de la noche.

--Sí lo tienes. Mira; el sol está muy alto todavía.

Demetria guardó silencio y permaneció inmóvil mirando por encima de la
paredilla á las altas montañas de _Mea_. Y sin apartar de ellas los ojos
profirió:

--¿Vendrás mañana á despedirme?

--No--respondió el mozo con firmeza.

--Haces bien. ¿Para qué llamar la atención de la gente?

Y después de una pausa añadió tendiéndole la mano:

--Adiós, Nolo, que Dios te proteja como hasta ahora, que proteja á tus
padres y á tus hermanos y al ganado que tenéis en la cuadra.

--Adiós, Demetria. Él te guarde tan buena como eres y te traiga pronto
por acá.

Se estrecharon las manos, se miraron con amor á los ojos unos instantes
y se apartaron con el corazón desgarrado, pero grandes, serenos como la
naturaleza que los rodeaba, hermosos y castos como dos mármoles de la
antigüedad.

--Oye, Demetria--dijo él volviéndose repentinamente.

Demetria también se volvió.

--Toma esos claveles--añadió quitándose la montera y arrancando de ella
los que llevaba prendidos.--Si pasas por la iglesia de Entralgo déjalos
á la Virgen del Carmen. Es nuestra madre y ella nos juntará otra vez.

Tomólos la zagala sin decir una palabra. Ambos se alejaron con paso
rápido. Ella lloraba. Él con los ojos secos y la mirada altiva marchaba
erguido y arrogante, aunque llevase la muerte en el alma.

En vez de seguir el mismo camino y pasar á Entralgo por el puente del
campo de la Bolera, Demetria bajó al río, lo atravesó por unas grandes
piedras pasaderas que debajo de Cerezangos hay y siguió la margen
derecha hasta dar pronto en la iglesia de Entralgo. Empujó con mano
trémula la puerta y entró. Se hallaba el templo solitario en aquella
hora. La zagala se postró ante la sagrada imagen de la Virgen, y
sollozando, con palabras fervorosas pidió protección para ella y para
Nolo: besó repetidas veces el ramo de claveles que éste le había dado y
lo dejó á los pies de la Madre de los desconsolados.

Al salir tropezó cerca del pórtico con la tía Brígida y la tía Jeroma,
aquellas venerables hermanas que tuvieron la dicha de dar al mundo al
prudente Quino y al pernicioso Bartolo, de fama inmortal. La habían
visto desde un prado próximo entrar en la iglesia y picada su curiosidad
bajaron rápidamente á esperarla. Ambas quedaron fuertemente sorprendidas
al hallarla con los ojos enrojecidos por el llanto.

--¡Quién diría, hermosa, al verte con los ojos llorosos, que ha caído
sobre ti la bendición de Dios!--exclamó la tía Brígida poniéndole cara
halagüeña.--Todos los vecinos estamos alegres más que las pascuas, al
ver cómo la fortuna te ha entrado por las puertas. Porque no hay ninguno
que no te haya estimado por la rapaza más guapa, más limpia, más honrada
de nuestra parroquia. Tú sola eres la triste, Demetria. ¿Cómo es eso?

--¡Bah! lágrimas de un día--exclamó la tía Jeroma.--Bien se acordará de
llorar cuando mañana se vea en Oviedo sentada en un sillón que se hunde,
tomando chocolate con bizcochos y con una criada detrás para que le
espante las moscas.

Demetria permaneció grave y silenciosa. Las comadres trataron de tirarle
de la lengua, pero fué inútil. Sus esfuerzos se estrellaron contra la
actitud fría y reservada que siempre había caracterizado á la hija del
tío Goro de Canzana.

Despidióse presto y se encaminó velozmente á Lorío. Flora lloró
primero, rió después, volvió á llorar y trató de consolarla. ¡Cuánto
habló aquella vivaracha criatura en poco tiempo! Pues aún no
pareciéndole bastante resolvió acompañar á su amiga hasta Entralgo,
dormir allí y despedirla al día siguiente. Y así se efectuó y no hay
para qué decir que durante el camino no cerró la boca. Demetria la
escuchaba embelesada y de vez en cuando aplicaba un sonoro beso en sus
mejillas de rosa.

No fué mucho tampoco lo que pudo dormir la zagala aquella noche. Aguardó
sin embargo á que su padre la llamase y se vistió como si fuesen á
conducirla al suplicio. Cuando se asomó al corredor vió delante de la
casa á todas sus compañeras, quince ó veinte zagalas de Canzana que
habían resuelto bajar á despedirla. Un torrente de lágrimas se escapó de
sus ojos. Su padre, el irreprochable Goro, la tomó de la mano y le dijo:

--Paréceme, Demetria, que llegó la hora de decirte algunas palabras
instruídas; porque la sabiduría, no lo olvides, hija, es la mejor
cosecha que un hombre puede recoger. Vale más que el maíz y que el trigo
y si es caso vale más que el mismo ganado. Ahora que vas á Oviedo y
tratarás con señorones de levita, instrúyete, hija, aprende lo que
puedas, lee por todos los papeles que se te ofrezcan y si se tercia
agarra también la pluma. Pero luego que estés bien aprendida no
desprecies á los pobres ignorantes, porque buena desgracia tienen ellos.
Además el orgullo no sienta bien á ningún cristiano. Yo que comí más de
una vez á la mesa con los clérigos te lo puedo certificar. Y el Espíritu
Santo ha dicho: «Si te ensalzas te humillaré, y si te humillas te
ensalzaré».

Así habló el hombre más profundo que guardaba entonces el valle de
Laviana y quizá las riberas todas del Nalón caudaloso.

--¡Padre, padre! ¿por qué me dice usted eso?--exclamó Demetria
angustiada.

Sin embargo, pronto se llega la hora de partir. La desdichada Felicia
no tiene fuerzas para acompañar á su hija y queda en casa exhalando
gemidos. Un grupo numeroso de zagalas y en medio de él Demetria
desciende por la calzada de Entralgo. Detrás marchan también algunos
hombres que rodean al tío Goro.

En Entralgo los esperaba ya Regalado con los caballos enjaezados.
Demetria abraza á todas sus amigas y sube al que tiene las jamugas. El
mayordomo monta en el suyo brioso.

--¡Adiós, adiós!

El tío Goro, pálido como la cera, se acerca todavía á su hija, le
estrecha las manos, se las besa y le vierte al oído estas memorables
palabras:

--Aprende, hija, aprende á leer por los papeles, que la persona que no
sabe semeja (aunque sea mala comparanza) á un buey.

Luego se retira demudado como si fuera á caer.

¡Adiós, adiós!

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XIV

Trabajos y días.


Llegó el otoño. Las vegas comenzaron á ponerse amarillas; el ganado bajó
del monte; los paisanos se aprestaron á cortar el maíz. Así que lo
cortaron, después de tenerlo algunos días en la vega en pequeñas
pirámides que llaman _cucas_, lo acarrearon á las casas. Reinaba en la
aldea gran animación. Chillaban los carros por los caminos; derramábase
la gente por las eras; cantaban los mozos en los castañares sacudiendo
con sus varas largas el erizado fruto; ahumaban los hogares. Una brisa
fresca perfumada de trébol y madreselva corría por el campo. Unos iban
al río y con los calzones remangados entraban en él y pescaban con
atarraya ó con caña las sabrosas truchas salmonadas, las anguilas y
lampreas; otros sacudían los castaños y amontonaban los erizos en un
cerco hecho de piedra para que allí se pudran y dejen suelto el fruto;
otros aguijaban los bueyes delante del carro; otros fabricaban madreñas
debajo de un hórreo. Las mujeres los ayudaban, y unas veces en las eras,
otras en casa amasando y cociendo la borona, otras por fin en el río
lavando su ropa manchada por el polvo y el sudor, riendo y cantando
siempre, esparcían por el valle la alegría. Cuando la noche se llega,
los rapaces que apacentan el ganado por las colinas bajan al pueblo
tañendo silbatos hechos de caña de saúco y las montañas repiten
dulcemente sus sones acordados. Las fuentes murmuran, los sapos cantan,
la brisa se calla y un manto negro recamado de estrellas se extiende al
cabo sobre la campiña feliz.

Por la noche solía haber _esfoyaza_, la faena de descubrir las mazorcas
y atarlas en ristras. Cada día acudían los vecinos á casa de uno de
ellos para ayudarle; generalmente eran los jóvenes. Reunidos en una
estancia mozos y mozas á la luz de un candil pasaban la velada
alegremente bromeando, cantando, requebrándose mientras poco á poco las
doradas espigas salían de su envoltura y se enristraban para adornar
después los corredores y los hórreos.

Pero Entralgo era celebrado en todo el país por sus bellas, frondosas
pomaradas. La fabricación de la sidra era aquí un asunto de capital
interés. Primero se recoge la manzana de los árboles, y en esta tarea no
hay quien aventaje á las zagalas de mi pueblo natal. Nadie desprende con
más cuidado el fruto y lo coloca con delicadeza en su delantal, ni
distingue con más fina perspicacia la _reineta_ del _repínaldo_, el
_balsaín_ de la _balvona_, ni sabe cantar mientras trabaja coplas más
divertidas, ni retoza con tanta gracia, ni ríe de mejor gana, ni muestra
al reir unos labios más rojos, unos dientes más blancos.

Regalado preside á esta faena en la gran pomarada de D. Félix por
ausencia de éste. Sentado bajo el árbol más copudo, rodeado de hermosas
jóvenes y tañendo la flauta con destreza, semeja al dios Pan entre sus
ninfas. Mas á veces deja la flauta abandonada y entonces las ninfas se
ponen en guardia, porque siempre es con algún fin siniestro. Quiere
probar si la carne de alguna de aquellas manzanitas coloradas es tan
dulce y sabrosa como parece, y suele encontrarse con un mojicón de
cuello vuelto ó con algún empellón que le hace dar con sus huesos en el
mullido césped. Porque es hora ya de manifestar, aunque con la debida
reserva, que el mayordomo de D. Félix había perdido bastante de su
prístina fortaleza en el comercio de las bellas, según se aseguraba.
Tenía las piernas temblonas y estaba más averiado que un visir.

¡Ea! ya está formado el montón. Se aguarda unos días á que «siente el
fruto», y mientras tanto, bárrese el lagar, se revisa y arregla la
prensa, la viga, el huso, friéganse los toneles y barricas y se renuevan
los arcos que han perdido. Un grato aroma de manzana madura se esparce
por todo el lugar. Llegado el momento de pisarla, Regalado envía recado
á Nolo de la Braña y Jacinto de Fresnedo, hijos de sus primos Pacho y
Telesforo, avisa á algunos inteligentes labradores de Canzana, entre
ellos al tío Pepón, padre de la hermosa Telva, que ya conocemos, y
ayudado de Quino, Bartolo y otros mozos de Entralgo se comienza
solemnemente la fabricación de la sidra. Los mozos, empuñando sendos
mazos, machacan el fragante fruto en duernos de madera. Después de
machacado se trasporta á la prensa, y cuando hay bastante se oprime.

Mientras dura esta faena no cesan los cánticos y las bromas. El grande,
oscuro lagar dormido, despierta y retumba con risas y gritos. Quien
menos ríe y menos grita es el belicoso Bartolo, porque es el que más
trabaja. Si alguien pusiera en duda esta verdad, oígale á él.

--¡Callad, haraganes, callad! No hacéis migaja de labor. Toda la fuerza
se os marcha por la boca y no valéis la comida que os dan. Los gritos
quedan para las lumbradas y los hígados para el trabajo. ¡Puño! si no
fuese por mí, no concluíais de pisar el fruto en ocho días.

Los mozos, en vez de enojarse, reciben con estampidos de risa los
discursos de Bartolo. Nadie quiere admirar á aquel zagal esforzado, que
lo mismo en la paz que en la guerra ostenta su constancia y su
fortaleza. Algunos se propasan á embromarle, se burlan de su cerviguillo
luciente, de sus caderas un poco derrengadas, de su marcha tortuosa y
vacilante. Bartolo calla, porque es tan prudente como intrépido. Pero
hay uno que lleva su increíble osadía hasta á hacer una clara alusión al
tonel en qué nuestro héroe estuvo guardado cuando fué perseguido por
Firmo de Rivota, y entonces ¡puño! el hijo de la tía Jeroma salta como
un leopardo de los bosques, levanta su mazo... y habría la de
Roncesvalles si no intervienen Regalado, el tío Pepón y otros
caracterizados personajes allí presentes.

Sin embargo, su primo Quino no se muestra aquel día tan ingenioso y
locuaz como otras veces. Es que pesa sobre su espíritu atormentado una
grave preocupación. Había llegado á los veintiséis años y esta edad era
ya más que suficiente para tomar estado en un país donde los hombres
suelen casarse á los veinte. Empezaba la gente á hacerle cargos y
algunas zagalas le llamaban viejo. Comprendía que se hacía necesario
abandonar aquella vida feliz de mariposa gentil, si no quería ser la
burla y el desprecio de sus convecinos. Dos mujeres le amaban en aquel
momento, Telva de Canzana y Eladia de Entralgo. Allá en las
profundidades de su corazón resolvió casarse con una de ellas, pero
ilustre siempre por su prudencia, pesaba con escrupuloso cuidado las
ventajas de una y otra antes de elegir. Las cualidades personales
estaban á la vista: no había, pues, que preocuparse por ellas. Lo que
absorbía toda su atención é inquietaba su espíritu eran otras
condiciones ocultas y sustanciosas que un mozo tan señalado por su
ingenio no podía perder de vista. El tío Pepón era un labrador rico, y
aunque tenía tres hijos, á los tres los dejaría bien acomodados; todo el
valle lo sabía. Pero igualmente sabía todo el valle que el tío Pepón,
mientras viviera, no soltaría ni un céntimo, ni una cabeza de ganado, ni
un pañuelo de tierra. Como las patatas, sólo daría el fruto dentro de la
tierra. En cambio, los tíos de Eladia eran de condición más espléndida.
Martinán no cultivaba la tierra, pero había agenciado bastante dinero
con su taberna, compró fincas que tenía arrendadas y ganado que había
dado en parcería. Lo mismo él que su esposa tenían hecho testamento á
favor de su sobrina, según se decía de público. Además Martinán, si no
con palabras claras, de un modo indirecto había hecho saber á nuestro
héroe que si casaba con su sobrina le daría cuatro mil reales en dinero,
una pareja de novillas y un prado que poseía camino de Canzana que
producía seis ó siete carros de hierba.

Quino deseaba saber si uniéndose con Telva podría obtener las mismas ó
mayores ventajas. Decidióse, pues, á hablar con el tío Pepón. Para
efectuarlo se colocó á su lado mientras pisaban la manzana. En un
momento de descanso le dirigió estas palabras afectando ruda franqueza:

--¿Entonces, tío Pepe, me da usted á Telva ó no me la da?

Rascóse Pepón el cogote sin contestar, sacó su petaca mugrienta de
cuero, tomó una hoja del librillo de papel y la sujetó entre los labios
por una esquina, luego se echó una polvarada de tabaco sobre la gran
palma callosa de su mano y ofreció otra á Quino. Las molieron mejor que
lo estaban entre las palmas, liaron los cigarros en silencio, encendió
el tío Pepe la yesca después de dar veinte golpes al pedernal con el
eslabón, y cuando comenzaron á fumar, sin otros preámbulos le metió el
puño por el vientre al mozo de Entralgo y exclamó riendo:

--¡Vé por ella cuando quieras, pillo!

Quino agradeció la caricia tanto como la gentil respuesta. Una sonrisa
feliz y socarrona á la vez se dibujó en sus labios.

--Pero no será de vacío, ¿verdad?

--¡Ah gran tuno, ahí te duele!--profirió Pepón sin dejar de reir y
metiendo de nuevo el puño por el estómago á su futuro yerno, que se
dobló como un arco. Luego añadió gravemente:--Eso no se pregunta
siquiera, Quino. Yo no soy rico, pero mientras estéis en mi compañía no
os faltará la borona y el potaje. Comeréis de lo que haya como nosotros.
Y el día que os marchéis, porque la familia os cunda, Telva llevará un
ajuar de ropa como la primera de la parroquia y tú podrás trabajar á
medias conmigo alguna de las tierras y segar algún prado.

La perspectiva no le pareció muy risueña al industrioso Quino. Apagóse
la sonrisa que contraía su rostro y quedó más serio que un regidor.
Después de dar algunas profundas chupadas al cigarro, signo de intensa
meditación, preguntó mirando á las vigas del techo:

--¿Y de cuartos, nada?

--Ni un ochavo--respondió Pepón poniéndose más serio que él, si
cabe--Telva tiene el dote en la cara.

Hubo una pausa. Quino da otros cuantos chupetones al cigarro.

--Pues Martinán me da cuatro mil reales si caso con Eladia.

--Pues yo no te doy nada--respondió Pepón con firmeza.

--Pues entonces hasta otra, tío Pepe.

--Hasta otra, Quino.

Ambos empuñaron de nuevo los mazos y se pusieron á trabajar sin volver á
dirigirse la palabra.

Por la noche hubo _esfoyaza_ en el palacio del capitán. Se efectuaba en
una amplia estancia que había en la parte trasera y que llamaban «el
granero». Regalado, en su cualidad de divinidad campestre, presidió
también á esta faena agrícola, y más rumboso que los demás vecinos, en
vez del acostumbrado candil colgó del techo un velón de cuatro mecheros.
Reuniéronse casi todos los mozos y mozas de Entralgo. Vinieron también
algunos de Canzana. Y en cuanto las doradas mazorcas comenzaron á
descubrirse dieron comienzo igualmente los cánticos, las risas, las
bromas y los gritos. Ellas tiraban de las hojas y arrancaban las que
sobraban: ellos trenzaban las espigas en largas ristras que subían luego
al desván.

Jacinto se sentó al lado de Flora, que desde hacía ya algunos días
acompañaba á D.ª Robustiana y la ayudaba en las faenas del otoño. Quino
hizo lo mismo al par de Eladia. Resuelto ya desde aquella tarde á favor
de la sobrina de Martinán el pleito que hacía tiempo ardía en su cabeza,
festejábala empleando en ello todos los recursos de su claro ingenio.
Maestro consumado en el arte de galantear, tenía á la pobre zagala
suspensa de sus discursos artificiosos, confusa y ruborizada.

Algunas otras parejas amarteladas había diseminadas por los rincones
oscuros del recinto. Pero la gran mayoría departía bromeando unas veces
y otras cantaba. Regalado, espíritu sarcástico, llevaba la voz en todas
las bromas.

--Resuelto estoy de una vez--decía desde su silla con voz compungida--á
arrepentirme del cariño que hasta ahora sentí por una rapaza de esta
parroquia. Estoy casado; el cura me regaña; tuve más de un disgusto con
la mujer. Creo que harto escándalo di ya y que es hora de echar algunas
paletadas de tierra en la hoguera que me consume... Pero dígolo en
verdad, por nada de este mundo quisiera que la rapaza cayera en poder de
algún zorrocloco que no tuviera para mantenerla, que la matara de hambre
ó le diese mala vida. Por eso he pensado en buscar para ella un mozo
rico, guapo, valiente, formal y trabajador. ¿Y quién reune en Entralgo
estas cualidades? Nadie más que el mozo que tengo á la vera, mi amigo
Bartolo. ¡Á ver si hay alguno que le ponga el pie delante en el trabajo
ni que se atreva á saludarle el hocico en la romería!... Además la tía
Jeroma no le dejará marchar de casa sin su porqué; y como la moza es
limpia y honrada, si se tercia también la meterá en casa y los mantendrá
á cuerpo de rey...

--Vaya, vaya, Regalado, si quiere divertirse llame al gato--interrumpió
la tía Jeroma con acritud.

Hay que saber que á ésta le parecía aquel noviazgo cosa ridícula como á
todo el mundo, porque aparte la espantable fealdad de Maripepa, su hijo
contaba quince años menos; pero tal idea tenía de su juicio y de su
gusto que todo era de temer, y vivía sobresaltada desde que á Regalado
se le había metido en el magín casarlo con la coja.

Maripepa se había puesto colorada, porque en el fondo no le parecía mal
para marido aquel joven derrengado. Bartolo dejaba escapar gruñidos de
disgusto. Cuanto venía de la boca de Regalado le parecía execrable. El
coro reía.

--No sé por qué se enoja la tía Jeroma--repuso el mayordomo.--¿Tiene
algo que decir de la novia? ¿No es limpia? ¿no es honrada? ¿no tiene
manos de oro para el trabajo?

--Tendrá todo eso y mucho más; yo nunca se lo he negado; pero ella se
está bien en su casa y mi Bartolo en la suya. Nada se deben y por lo
tanto nada tienen que pagarse.

--¡Ya lo pienso yo que nada se deben!--exclamó desde un rincón la severa
Pacha.--Mi hermana no debe nada á nadie; y si tratara de buscar mozo,
mejor que ése encontraría.

--¡Ni mejor ni peor, bobalicona! ¿No ves que Regalado quiere divertirse
á vuestra costa y hacer reir á la gente?--exclamó con ímpetu la
avinagrada Jeroma.

Respondió Pacha con otras palabras no menos resquemantes y comenzó una
batalla de sarcasmos y denuestos que Regalado procuraba atizar para que
no se extinguiese tan presto. La alegre tertulia gozaba en el
altercado. Maripepa lloraba y Bartolo dejaba escapar cada vez resoplidos
más incorrectos. Al fin, comprendiendo que estaban sirviendo de befa,
callaron las irritadas comadres y se cambió de conversación.

Pero Pacha rebosaba de ira todavía. La tía Jeroma igual. Como de algún
modo tenían que desahogarla, la primera llamó con violencia á su hermana
so pretexto de que estaba muy cerca de Regalado.

--Maripepa, ven aquí ahora mismo y siéntate á mi lado.

La dócil y vetusta zagala obedeció y alzándose de su asiento pasó por
delante del mayordomo y Bartolo. Entonces el primero al cruzar la
pellizcó en una pierna. Maripepa lanzó un grito. Regalado, con increíble
malicia, se volvió hacia Bartolo y le amonestó severamente.

--¡Cuidado, Bartolo! No hagas esas cosas, que todavía no tienes derecho
á ello.

Oir estas palabras la tía Jeroma y lanzarse sobre su hijo y propinarle
un soberbio bofetón todo fué uno. El inocente mozo puso el grito en el
cielo y protestó de tamaña injusticia con tan fieras voces que parecía
llegado el día del juicio final. Mientras tanto Pacha administraba una
buena dosis de pellizcos y repelones á su hermanita ¡por rebelde! ¡por
mentecata! y ésta protestaba también, aunque no con gritos, sino de un
modo virginal con sentidos sollozos y lágrimas. Todo lo cual se
celebraba en la tertulia con algazara.

Cuando ésta se hubo calmado llegaron á renovarla unos cuantos mozos de
la Pola que entraron en la _esfoyaza_ con más ganas de retozar y
divertirse que de enristrar espigas. Los de Entralgo les siguieron el
humor y por espacio de media hora aquel recinto fué una Babel. Se
chillaba, se reía, se arrojaban las mazorcas unos á otros, se tiraba de
los pañuelos á las zagalas, se defendían ellas dando algunos vigorosos
empujones que no pocas veces hacían caer de bruces á sus contrarios.
Todo se hacía menos trabajar. De tal modo que Regalado, adivinando que
de seguir así las cosas no se terminaría la faena ni á la media noche,
se puso serio y les llamó al orden repetidas veces. Pero no logró nada.
Hasta que se hartaron de retozar no se dieron cuenta de que las mazorcas
estaban allí para otra cosa que para servir de proyectiles amorosos.

Justamente en aquel instante fué cuando apareció en la esfoyaza D.
Lesmes, el apuesto capellán de Iguanzo. Pasaba de Villoria, oyó la
algazara y se apeó para disfrutar de ella algunos momentos. Y en cuanto
entró sin más preámbulos se sentó al par de Flora y comenzó en voz baja
á requebrarla, sin darle un comino por Jacinto que se hallaba del otro
lado. Desde la paliza nocturna que el capitán le propinó había crecido
su afición á la zagala. Donde quiera que la tropezase nunca dejaba de
mostrársela con palabras bien melosas ó con palmaditas en el rostro no
menos insinuantes. Flora rechazaba las últimas con energía, pero
escuchaba las primeras con benévola sonrisa. Era traviesa y un tanto
coqueta la rapaza y era el capellán peritísimo en las lides de amor. Así
es que en cuanto se hallaban juntos comenzaba un tiroteo gentil donde si
él lucía su destreza y sus recursos galantes, ella mostraba su fácil
palabra y su ingenio picaresco.

Al pobre Jacinto no se le ocultaban las intenciones del capellán porque
las ponía bien de manifiesto, pero era harto inocente para saber
contrariarlas: ni aun se atrevía á quejarse. En cuanto D. Lesmes entró
en la esfoyaza se puso más triste que la noche: así que comenzó á
departir con su novia quedó repentinamente mudo y sombrío. Al fin, no
pudiendo vencer su desconsuelo, con pretexto de ir á beber agua se
levantó y salió de la estancia. No hizo mucho alto en ello Flora, pero
como se tardase demasiado hubo de inquietarse. Al cabo también ella se
levantó con el mismo pretexto y se dirigió á la cocina de los
mayordomos.

Se hallaba ésta solitaria y esclarecida débilmente por un candil que
pendía de la campana de la chimenea. Jacinto reposaba sobre uno de los
bancos al pie del lar y tenía la cabeza metida entre las manos.

--¿Qué te pasa, Jacinto? ¿qué tienes, rapaz?--le preguntó acercándose á
él sonriente.

Jacinto separó las manos y alzó los ojos también sonriente; pero sus
mejillas estaban bañadas de lágrimas. Entonces la sonrisa de Flora se
apagó.

--¡Cómo! ¿Lloras, rapaz?... ¿Y por qué?

--No lo sé, Flora--respondió dulcemente el mozo de Fresnedo.

Flora quedó un instante pensativa y replicó colérica:

--¡Pues yo si lo sé! Es porque tienes celos de ese capellanzaco que
lleve el diablo... Mira, Jacinto, si te ofende que hable con él no lo
haré más; pero aunque te ofenda me dejarás que te diga una cosa... y es
que eres un papanatas.

Y acompañó esta reflexión de un pellizco tan elocuente que Jacinto no
tuvo más remedio que darse por convencido.

En un instante quedaron hechas las paces. Pero trascurrió más de un
instante primero que saliesen de la cocina y entrasen de nuevo en la
esfoyaza. El capellán quiso proseguir su obra de seducción sentándose
otra vez al lado de la graciosa morenita; pero ésta hizo pedazos sus
redes con un desdén tan manifiesto que irritado y mohino no tardó en
despedirse de la reunión, montar á caballo y emprender la vuelta de
Iguanzo.

En vez de vadear el río prefirió dar un rodeo yendo por Puente de Arco.
No era nuestro capellán hombre osado más que con las bellas. Antes de
llegar al puente tropezó con un grupo de mozos. Bien comprendió en
seguida que era una cuadrilla de mineros, pues los mozos de Laviana no
blasfemaban del modo que aquéllos lo venían haciendo en altas voces. Un
poco se sobrecogió porque aquellos cafres no se distinguían por un
respeto exagerado al clero y la nobleza. Por eso al pasar dijo en alta
voz y muy finamente:

--Buenas noches nos dé Dios.

Algunas risotadas indecentes fueron la única respuesta á tan cortés
saludo. D. Lesmes quedó acortado, pero dijo para su capote: «Menos malo
si paso con esto». Pero no pasó. Antes que se hubiera alejado muchos
pasos una piedra hirió á su potro y lo hizo botar, otra le hirió á él en
la espalda y á entrambos lados cayó una nube de ellas. El capellán,
encomendándose de todo corazón al Santo Cristo de Tanes, hincó las
espuelas al caballo y logró ponerse en poco tiempo fuera de tiro. Los
mineros, riendo de su hazaña, siguieron hasta Entralgo. Al pasar por
detrás de la casa del capitán oyeron el ruido de la _esfoyaza_, y á
Plutón que los capitaneaba no se le ocurrió cosa más divertida que
agarrar una piedra del camino y arrojarla contra la ventana del granero
donde se celebraba.

No fué pequeño el susto que esto produjo en el elemento femenino de la
reunión. Los mozos se pusieron serios y quisieron salir para castigar al
insolente; pero Quino, ilustre siempre por su prudencia, les previno que
tal vez fuese una piedra extraviada y no dirigida á aquel sitio y que
sería mejor aguardar á que secundasen. Todos escuchan con respeto estas
juiciosas palabras y las aprueban. Pero el belicoso Bartolo, sediento
siempre de pelea, no pudo contenerse.

--¡Puño!--exclamó arrebatado de furor.--No sois más que unas ruines
mujeres. ¿Vais á dejar que ese cerdo se vaya riendo de la gracia? No
será ¡mal rayo! mientras Bartolo de Entralgo tenga cinco dedos en cada
mano.

Y alzándose con toda la presteza que le consentía la magnitud de su
trasero, se dirigió á la puerta y la abrió con violencia. Mas apenas
había sacado la cabeza fuera recibió, sin saber de dónde le viniera, el
más soberano, el más concienzudo bofetón que pudo verse desde que el
ser humano dejó de servirse de las uñas como los animales y supo dar
bofetadas. La incógnita mano, al tropezar con el moflete de nuestro
famoso guerrero, produjo un estallido pavoroso. Los mozos y mozas de la
esfoyaza dieron un salto de sorpresa. Bartolo quedó unos instantes sin
saber si estaba en este mundo ó en el otro, pero volviendo en su acuerdo
supo con admirable serenidad mantener su dignidad y el prestigio de su
glorioso nombre.

--¡Anda, cochino!--exclamó apresurándose á cerrar la puerta.--¡Corre,
corre, que ya llevas bastante por hoy!

Y marchando á colocarse de nuevo á su sitio añadió resoplando como un
buey:

--Era un mozaco de Rivota. ¡Puño, qué bofetón le di! ¡Pensé que me
quedaba la mano allá!

Todos le miran con sorpresa y admiran su valor intrépido y la fuerza
incontrastable de sus manos. Pero Quino, en quien por desgracia el
escepticismo había hecho presa hacía ya largo tiempo, le clavó una
mirada escrutadora y dijo con sorna:

--¿Sabes, Bartolo, que esa bofetada que soltaste me parece que dió la
vuelta antes de llegar á su sitio?

--¿Por qué lo dices, puño?--preguntó encrespándose el hijo glorioso de
la tía Jeroma.

--Porque tienes la cara como si antes de llegar hubiese rebotado.

--¿No sabes, burro, que mi madre acaba de pegarme en ella?--exclamó cada
vez más fosco su primo.

Quino no pudo menos de rendirse á la evidencia.

Mas he aquí que al odioso Regalado se le ocurre efectuar una nueva
investigación en el rostro del héroe. Como resultado de ella manifiesta
con sonrisa diabólica.

--Está bien eso, Bartolo, pero tu madre te pegó en el carrillo derecho y
el que tienes hinchado es el izquierdo.

--¡Verdad! ¡verdad!--exclamó la reunión en masa. Y se armó una de
carcajadas tan estruendosas, que era imposible oir la voz estentórea del
guerrero de Entralgo que protestaba rebosando indignación de aquel
gratuito supuesto.

Pero en aquel momento en que la alegría brotaba de todos los pechos y
fluía de todas las bocas en francas, interminables carcajadas, un
estampido horrible la cortó repentinamente.

Plutón, por divertirse, había colocado un cartucho de pólvora de los que
sirven en las minas para los barrenos sobre el alféizar de la ventana y
le había dado fuego.

La ventana saltó hecha pedazos. Los cuatro mecheros del velón se
apagaron. Un grito de espanto salió de aquel antes apacible recinto. Á
las carcajadas sucedieron las voces de terror y los lamentos, que hacía
más tristes aún la oscuridad en que quedaron sumidos.

Por fin Regalado encendió un fósforo. Nadie había salido herido. Los
mozos, repuestos del susto, se arrojaron á la calle resueltos á castigar
el atentado.

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XV

Carta de Demetria.


Llegó el invierno. La Peña-Mayor al norte la Peña-Mea al sur envolvieron
su cabeza en toca de nubes para no dejarla ver si no tal cual día
señalado. Y comenzó la lluvia suave, pertinaz y fertilizante que debía
trasformar el valle en ameno vergel allá en la primavera. Ni una teja,
ni una rama de árbol, ni una brizna de yerba sin su gotita de agua. El
ganado rumiaba la yerba seca en el fondo de los establos; los paisanos
mascaban las castañas al amor de la lumbre y sólo salían cuando
escampaba para abrir y limpiar las pequeñas acequias de los prados, ó
revisar las paredillas y setos que las cierran. También solían ir al
monte á cortar leña ó en busca de helecho y árgoma para hacer cama á las
reses. Pero muchos días sólo ponían el pie fuera para llevar el ganado á
beber; lo ordeñaban y de nuevo al pie del lar, donde se entretenían unas
veces en tallar mangos para los aperos de labranza ó los enseres del
carro, otras en fabricar quesos ó bien en tejer y remendar las atarrayas
para pescar las truchas. Y mientras ejecutaban estas menudas labores
departían ó narraban cuentos para que se estuviesen quietos los
pequeños.

El tío Goro de Canzana, cuando no trabajaba, aprovechaba el tiempo para
aumentar el caudal ya prodigioso de sus conocimientos leyendo por
cuantos papeles impresos llegaban á sus manos. Quien le viese sentado en
su escaño de madera ennegrecido por el tiempo y el humo, con un libro
entre las piernas y el candil pendiente sobre su cabeza, no podría menos
de sentirse sobrecogido de respeto. Acaso algún filósofo antiguo ó
moderno le haya sobrepujado por la viveza del ingenio, por la visión
rápida y clara de los grandes problemas de la ciencia, pero ninguno tuvo
jamás un rostro más grave, más absorto, más genuinamente científico que
el tío Goro cuando de las ocupaciones manuales pasaba á las
intelectuales. Ningún sabio tampoco logró la dicha de poseer una
compañera que con más diligencia supiese aplicar adecuados coscorrones á
la familia para que no turbasen sus meditaciones.

Mas, aparte de esta preciosa cualidad, hay que confesar que la esposa
del tío Goro no se mostraba digna de él en la mayoría de las ocasiones.
Especialmente en todo lo que tocaba á la expansión de los sentimientos
mostraba una libertad censurable, una falta de moderación por completo
antifilosófica, que contrastaba con la actitud siempre admirable de su
marido. Así, por ejemplo, mientras ella no cesaba de verter lágrimas y
lamentarse y hasta llegar á veces á la desesperación por la ausencia de
su hija adoptiva, el tío Goro mostraba un semblante profundo y tranquilo
y reprimía con dulzura y severidad á la par los ímpetus de su esposa.

--¡Pero mujer, repara que Demetria se está _destruyendo_!

--¡Ya lo veo, Goro, ya lo veo! pero yo no puedo vivir sin ella, ¡no
puedo!... Aquí se podría _destruir_ también...

--Loca estás á lo que entiendo, Felicia. ¿Quieres comparar á los
maestros de esta aldea con los de Oviedo? Es lo mismo, pongo por caso,
que si comparases un carnero con un buey.

--Pues el señor maestro de Entralgo enseña muy bien: todo el mundo lo
dice.

--El señor maestro de Entralgo tiene gran cabeza y ha aprendido mucho
por los libros, pero es un carnero, Felicia, no lo dudes, es un carnero
al par de los maestros de Gijón ó de Oviedo.

La tía Felicia rendía al cabo su juicio débil ante el poderoso de aquel
hombre superior, pero no lograba consuelo sino con las cartas que de vez
en cuando recibía de su hija. No eran muy frecuentes. Al parecer D.ª
Beatriz, su madre verdadera, no lo consentía y hasta procuraba con todas
sus fuerzas que Demetria olvidase á la aldea de Canzana y á sus
habitantes. Pero no conseguía su propósito. La hermosa zagala, sin
comprender lo que debía al rango de aquella familia esclarecida con que
el cielo inesperadamente la había dotado, se aferraba en acordarse de
los rudos labradores que la habían criado y en amarlos. Es más, en vez
de sentirse lisonjeada con su nueva posición, semejaba despreciarla. No
solamente no admiraba los modales distinguidos de las señoritas de
Moscoso ni la severa etiqueta que se usaba en aquella noble mansión,
sino que la infringía á cada instante con inocente osadía. Le habían
puesto maestros y maestras; gramática, historia, francés, música,
labores, todo esto querían las nobles señoras que aprendiese en poco
tiempo. Además, el profesor de música y baile lo era al propio tiempo de
urbanidad: le enseñaba á saludar y hacer reverencias, á sonreir con
gracia y á comer con cuchillo. Pero Demetria no quería reconocer la
trascendencia de aquellas sonrisas y reverencias. Sus modales, siempre
rústicos, confundían é indignaban á su mamá y á su tía. En particular
esta última se mostraba altamente desabrida con su sobrina y declaraba
con dolorosa emoción á sus conocidos (en voz baja para no causar más
pena á su hermana) que aquella muchacha nunca dejaría de ser una zafia
aldeana aunque la colocasen entre las mismas azafatas de la reina.

Este pronóstico reservado alarmaba mucho á las visitas de la gran casa
de Moscoso, pero casi nada á la nueva huéspeda y heredera. Su
inclinación campestre se delataba á cada instante. Si la llevaban de
paseo por los alrededores de la ciudad, deteníase á contemplar con
éxtasis las tierras plantadas de maíz y daba su opinión en voz alta
sobre el resultado de la cosecha; lanzaba gritos de admiración delante
de algún prado feraz; saltábansele las lágrimas si oía el tañido lejano
de la gaita. Y cuando por las carreteras tropezaban con alguna vacada,
mientras su madre y su tía corrían asustadas á refugiarse detrás de
cualquier seto, ella marchaba resueltamente hacia aquellos animales, los
tomaba por los cuernos, les acariciaba la cabeza y hasta ¡oh colmo de
indecencia! llegaba, á palparles la ubre. Más aún. Al menor descuido,
Demetria se escapaba á la cocina y departía familiarmente con las
criadas y aun retozaba con ellas. La misma D.ª Beatriz, por sus propios
ojos, la vió pellizcar á la cocinera y recibir de ésta en cambio algunos
azotes y liarse y triscar como becerras, todo entre groseras carcajadas
y gritos reprimidos. Por cierto que la noble señora estuvo á punto de
caer desfallecida á influjo de impresión tan penosa. Á duras penas pudo
llegar hasta su habitación y meterse en el lecho.

Como consecuencia de este suceso trágico quedó decidido que Demetria
pasase á un colegio y allí permaneciese algún tiempo, «á ver si lograban
desasnarla». Con esto, las cartas que de vez en cuando escribía á
Canzana eran cada vez más tristes. Y ¡caso extraño! cuanto más tristes
eran, más alegraban á la tía Felicia. Allá en el fondo de su corazón la
buena mujer se decía: «¡no me olvida!» No, no la olvidaba, ni tampoco á
Nolo para quien daba siempre cariñosos recuerdos en sus cartas. El mozo
de la Braña sentía, cada vez que la tía Felicia ó el tío Goro se los
transmitían, un íntimo gozo mezclado de tristeza. Á pesar de aquellos
recuerdos comprendía que Demetria se alejaba de él cada vez más. Por eso
se esforzaba en borrarla de su memoria, aunque sin conseguirlo. Tan poco
lo conseguía, que en cuanto le era posible hallar un mínimo pretexto se
escapaba á Canzana para visitar á los padres de su novia y hablar de
ella. Éstos, que siempre le habían querido bien, ahora le agasajaban con
más entrañable amor si cabe, le retenían en su compañia cuanto podían,
le regalaban y mimaban como un hijo. Así que el tío Goro tenía algún
trabajo extraordinario que ejecutar en su hacienda, nunca dejaba de
llamar á Nolo para que le ayudase.

En el mes de Febrero se le resquebrajó el horno al honrado labrador de
Canzana, por efecto de las fuertes heladas que cayeron. Ya estaba viejo
también: era pequeño: pensó en hacer otro mayor. Llamó para ello á un
cantero de oficio y á Nolo también para que le ayudase á arrancar la
piedra, trasportarla, batir la cal, etc. Tres días hacía que el zagal de
la Braña estaba en Canzana, cuando un vecino que había ido á la Pola á
pagar la contribución entregó al tío Goro una carta que había para él en
la estafeta. Era de Demetria. El tío Goro la tomó gravemente y se la
metió en el bolsillo. Juzgando que todo lo que guardaba relación con las
letras, fuesen impresas ó manuscritas, merecía que se tratase con el
debido respeto consagrándole tiempo y espacio suficientes, nunca leía
las cartas cuando se las entregaban. Aguardaba la noche y después de
cenar y rezar el rosario y meter en la cama á los pequeños, se
desplegaba solemnemente el documento y se leía en alta voz con igual
calma y aparato que si fuese un rescripto imperial. Tratándose de las de
Demetria, la tía Felicia protestaba, aunque tímidamente, del
aplazamiento, pero no le valía de nada. Su marido, con la
inflexibilidad propia del hombre de ciencia, rechazaba toda ingerencia
profana en los asuntos que atañían á la manifestación gráfica del
pensamiento. Nolo también hubiera deseado ardientemente que se leyese en
seguida, pero no se atrevió siquiera á proponerlo.

Llegó por fin la noche de aquel día que á la tía Felicia y á Nolo les
pareció el más largo del año. Reunióse en la cocina la familia con los
jornaleros y Felicia se dispuso á darles de cenar. El tío Goro y Nolo se
sentaban en el escaño que tocaba con el lar. Debajo de ellos y entre sus
piernas los dos pequeños. Enfrente y en sendas tajuelas el cantero y el
zagal del ganado. En cuanto á Felicia, andaba de un lado á otro sin
sentarse jamás, ni aun después de hacer plato á todos. Era su costumbre
comer en pie para mejor atender á las necesidades de los otros.

Al dar comienzo á la cena llamaron á la puerta. Era Celso, el impetuoso
guerrero de Canzana. Se le acogió con agrado. Todos amaban á aquel joven
valiente y leal y le perdonaban de buen grado el corto apego que tenía á
su tierra. La tía Felicia en cuanto le saludó subió á la sala y no tardó
en bajar con una guitarra entre las manos que le entregó en silencio.
Era una guitarra portuguesa con gran lazo colorado que Celso había
traído del servicio. La guardaba en casa del tío Goro porque su abuela,
la tía Basilisa, tenía amenazado rompérsela en las costillas si alguna
vez le encontraba tocándola. El pobre mozo, obligado á ocultar sus
aficiones flamencas, sólo les daba suelta por las noches cuando su
abuela y su madre se iban de _fila_ á casa de algún vecino. Entonces,
aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solas
y á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas,
peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él,
roncaba como un bendito allá arriba.

Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertulia
mientras cenaban. Al hacer plato la tía Felicia, Celso no pudo reprimir
una sonrisa irónica acompañada de un resoplido despreciativo. Y mirando
con estupefacción aquel manjar despreciable murmuró por lo bajo:

--¡Mal rayo! ¡Nabos y berzas!

Lo mismo que si no los hubiera visto en su vida, aunque su abuela se los
hacía tragar la mayor parte de los días. Pero cada vez era más grande su
aborrecimiento y desprecio por el sistema alimenticio del país que le
vió nacer.

Después del potaje vinieron los puches de harina de maíz.

Celso volvió á sonreir y á resoplar.

--¡Rediós, farrapas!

Y escupiendo por el colmillo al uso gitano les propuso que ya que tenían
la desgracia de alimentarse con «tal basura» le echasen siquiera un
poquito de azúcar y de canela. Todos soltaron la carcajada como si
hubieran oído un gran disparate. ¡Lo que es la ignorancia! Entonces
desplegó ante su vista el cuadro mágico de la comida andaluza, el
gazpacho caliente, el gazpacho frío, la sopa del cuarto de hora, el
pescado frito, las bocas de la Isla, etc., etc. Y la lengua se le pegaba
al paladar y los ojos se le humedecían al recuerdo de aquel régimen
nutritivo digno de eterna veneración. Las dulces memorias de la Bética
vivían siempre en su corazón y sólo morirían cuando éste cesase de
latir. Un día en un rapto de expansión le dijo á su abuela: «Abuela,
¿conoce usted el país donde florecen los limoneros, lo conoce usted?
¡Ay, allí quisiera que usted me llevase!» Por cierto que la tía Basilisa
en vez de compadecer á aquel Mignon de montera y calzón corto le
respondió alzando el garabato sobre su cabeza y diciéndole que donde le
iba á llevar era á la cuadra «por burro y por holgazán».

Cuando hubieron terminado la cena se despidió. Rezaron después el
rosario y concluído Felicia subió á acostar á los pequeños. Cuando
volvió tomó la rueca y se puso á hilar. El cantero y el zagal se fueron
á la cama. Entonces el tío Goro, después de colocar su pipa
delicadamente sobre el escaño, desplegó con más delicadeza aún el
precioso documento que guardaba en el bolsillo y lo acercó bien al
candil:

«Mis queridísimos padres...

--Ven acá, Nolo; arrepara qué modo de plumear tiene mi cordera... ¿Qué
te parece esta M? ¡Vaya una letra maja! ¿Y estas otras menudicas que le
siguen van bien ó no van bien? Te digo, rapaz, que ni el señor cura ni
el señor maestro las dibujarían mejor.

Nolo ardía de impaciencia, y aunque admiraba de buena voluntad los
progresos caligráficos de su novia, hubiera deseado que el tío Goro no
se extasiase tanto con ellos. Al cabo siguió repitiendo el comienzo:

«Mis queridísimos padres: Me alegraré que al recibo de esta carta se
encuentren ustedes buenos y Pepín y Manolín también y el ganado
igualmente. Yo tengo salud gracias á Dios, aunque no tanta como en ésa.
Muchos días no tengo ganas de comer y dicen que me he quedado más
delgada. Las _señoras_ se alegran de ello porque dicen que así estoy
menos ordinaria, pero ustedes no se alegrarían porque siempre deseaban
verme gorda...»

--¡Ya lo creo que no nos alegraríamos!--exclamó la tía Felicia sofocada
por los sollozos, dejando caer el huso y llevándose las manos á la
cara.--¡Ay mi clavelina encarnada, quién te volviera á ver por aquí,
como eras, hermosa como la flor de Mayo, con tus sartas de corales y tu
melena dorada! ¡Ay mi cerecina cuca, qué penas me estás dando!

El tío Goro suspendió la lectura y miró á su mujer con ojos severos,
donde se traslucía la emoción con trabajo reprimida. Nolo se había
puesto pálido y miraba al suelo fijamente.

--Bueno... basta, mujer...

Al cabo siguió la lectura.

«...porque siempre deseaban verme gorda. Pues sabrá, madre, cómo las
_señoras_ me han traído á un colegio, porque dicen que en casa aprendo
poco. Yo bien lo entiendo que aprendo poco, aunque no es por falta de
voluntad, pero no me entran en la cabeza tantas cosas como me enseñan.
Sin duda la tengo muy dura. Cada día que pasa me acuerdo más de Canzana.
¡Qué vida tan descansada llevaba ahí, madre! ¡Cómo me gustaba amasar con
usted el pan ó la borona! ¡Cómo me gustaba ir al río á lavar la ropa y
sallar con mis amigas el maíz y por la noche hilar al par del fuego!
Pero de estas cosas no se puede hablar aquí. Las señoras se enfadan si
hablo de Canzana y no quieren que me acuerde de ustedes ni que la llame
á usted madre. Pero esto no puede ser. Usted siempre será mi madre y mi
padre será mi padre y Pepín y Manolín serán mis hermanos, y me estoy
acordando de ustedes todo el día y á veces también toda la noche, porque
no duermo tan bien como dormía ahí. También me acuerdo mucho de las
visitas que nos hacía Nolo los sábados por la noche. Si viene por
Canzana...»

--Arrepara, Nolo, arrepara esta C. Parece talmente dibujada por un
escribano. ¡Qué rasgos, eh! ¡qué plumeo!

El pobre Nolo no tuvo más remedio que admirar aquella artística letra en
el momento crítico en que deseaba comerse las que seguían.

«...Si viene por Canzana díganle que no lo olvido ni lo olvidaré
mientras viva... Pues, madre, sabrá cómo estas maestras son buenas para
mí y la directora también, pero las niñas me provocan mucho. Todas son
más pequeñas que yo y á pesar de eso todas se burlan de mí. Me llaman
aldeana, me pintan en los cuadernos de escritura con saya corta y con
dengue y me ponen una azada en la mano. Si se me escapa una palabra al
uso de esa tierra, al instante sueltan la carcajada y la repiten todas á
un tiempo y en muchos días no me llaman por otro nombre. Sobre todo se
burlan de mis manos porque son grandes y duras, y cuando me las tocan se
ponen á gritar como si se pincharan. No sabe, madre, la broma que gastan
estas niñas con mis pobres manos. Yo lloro mucho, pero es cuando estoy
en mi cuarto, porque si lo hago delante de ellas se ríen más y se
alegran. Pero lo que más siento todavía no es esto, sino que la
directora me tiene prohibido escribir á ustedes. Esta carta la empecé ya
más de una docena de veces y la escribo á escondidas. Luego la mandaré
al correo por una criada que es de Langreo y se ha hecho muy amiga mía.
Cuando me contesten manden la carta á la posada de Felisa, en la Puerta
Nueva, que allí la recogerá la muchacha. Adiós, queridos padres. Muchos
besos, muchos, muchos.

    DEMETRIA.»

Un silencio profundo interrumpido solamente por los sollozos de la tía
Felicia siguió á la lectura de esta carta. El tío Goro y Nolo quedaron
largo rato inmóviles con la cabeza baja y mirando al suelo. Al cabo el
mozo de la Braña alzó la suya. Por sus mejillas se deslizaba una
lágrima, pero en sus ojos altivos se leía una firme resolución cuyo
fruto pronto hemos de ver.

Se despidieron tristemente para ir á la cama. Mas antes de llegar á ella
oyeron gran tumulto en la casa vecina, que era la de la tía Basilisa,
gritos, lamentos, imprecaciones. Asustados todos salieron á la calle y
se precipitaron á ver lo que tanto ruido significaba. La puerta de la
tía Basilisa estaba abierta y por ella vieron á la terrible vieja
tratando de desasirse de su hija y de su yerno para arrojarse sobre el
desgraciado Celso que tenía la guitarra metida en la cabeza hasta el
cuello y forcejaba por arrancársela. Su feroz abuela, viniendo de la
_fila_ más presto de lo que él pensaba, le había sorprendido en plena
zambra andaluza entonando con voz quejumbrosa una seguidilla gitana:

      «Cuando yo me muera
    mira que te encargo
    que con la trenza de tu pelo negro
    me ates las manos.»

Y sin conmoverse por lo dulce del canto ni respetar el encargo fatídico
que su nieto dirigía al través de los montes á una lavandera sevillana,
cayó sobre él como una pantera, le arrancó la guitarra de las manos y se
la rompió en la cabeza. No satisfecha con esto, todavía aspiraba á
desembarazarse de las manos que la sujetaban, sin duda para
despedazarlo. No pudiendo llevar á cabo tan inhumano proyecto, dejaba
caer sobre la cabeza, con guitarra y todo, del sin ventura Celso las más
tremendas maldiciones de su repertorio, que era muy variado.

Con pena lograron Goro, Felicia y Nolo apaciguarla un poco. Sacaron á
Celso de su cepo, le curaron con sal y vinagre algunos arañazos y cuando
le hubieron enviado á la cama y vieron sosegada á la abuela se volvieron
á casa.

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XVI

Martinán el filósofo.


Los anhelos del sobrino de D. Félix caminaban con paso rápido hacia su
realización. El valle de Laviana se trasformaba. Bocas de minas que
fluían la codiciada hulla manchando de negro los prados vecinos;
alambres, terraplenes, vagonetas, lavaderos; el río corriendo agua
sucia; los castañares talados; fraguas que vomitaban mucho humo espeso
esperando que pronto las sustituirían grandes fábricas que vomitarían
humo más espeso todavía. Bien lo decía el joven Antero en una de las
cartas que cada poco tiempo enviaba al _Eco de Asturias_: «El sol de la
industria ilumina ya este valle, antes tan oscuro, y esparce sus rayos
vivificantes sobre estos pobres campesinos subviniendo á sus
necesidades, llevando á su frío hogar el alimento y el bienestar, etc.,
etc.»

La primera parte de esta metáfora no era rigurosamente exacta; porque el
antiguo sol iluminaba bastante bien el valle cuando no lo ocultaban las
nubes, y el nuevo no podía hacerle la competencia en punto á claridad.
Pero la segunda no hay duda que estaba más ajustada á la verdad. Corría
dinero entre el paisanaje. Las cuadrillas de mineros y operarios traídas
de otros puntos alojaban en casa de los labradores de Carrio, Entralgo y
Canzana y dejaban allí parte de su salario. Verdad que los huéspedes no
eran cómodos. Agresivos, pendencieros, alborotadores, tenían siempre con
el alma en un hilo á los vecinos. Además, no cesaban de proferir unas
blasfemias tan horrendas que los cabellos de los inocentes campesinos se
erizaban de terror. Sobre todo las mujeres sentían indignación tan
profunda que sin temor la dejaban estallar en su presencia. Pero esto
les hacía reir y no les corregía.

Poco á poco aquellos mineros enseñaron su oficio á los zagales de Carrio
y Canzana. Muchos padres enviaron sus hijos á la mina. Al principio
ganaban corto jornal: pronto subió éste y en las casas de aquellos
pobres labriegos entró un chorro no despreciable de dinero. Con esto la
alegría de los paisanos fué grande. Sin embargo, no poco se amortiguó al
ver que con el oficio los mineros enseñaron á los zagales sus vicios.
Aquellos mozos antes tan parcos y sumisos se tornaron en pocos meses
díscolos, derrochadores y blasfemos. No solamente cambiaron su
pintoresco traje aldeano por el pantalón largo y la boina, sino que se
proveyeron casi todos de botas de montar, bufanda, reloj y lo que es
peor, de navaja y revólver. Con esta indumentaria se creyeron en el caso
de visitar las tabernas como sus maestros, alborotar en ellas y sacar de
vez en cuando la navaja á relucir. Al poco tiempo hubo en aquel valle
atrasado tantos tiros y puñaladas como en cualquier otro país más
adelantado. El juzgado comenzó á trabajar de lo lindo y los actuarios,
particularmente el troglodita D. Casiano, se quedaban entre las uñas no
sólo con las quincenas de los hijos sino también con las vacas de los
padres.

Sólo un vecino de la parroquia de Entralgo tocó las dulzuras de la
invasión minera sin percibir el amargor, recogió las flores sin
pincharse con las espinas. Tal mortal afortunado fué nuestro amigo
Martinán. Este incansable polemista iba en camino recto de hacerse rico.
El consumo de su taberna había crecido de modo tan prodigioso que ya no
le bastaba el vino y aguardiente que por el puerto de San Isidro le
traían los arrieros de León; él mismo se vió necesitado á hacer algunos
viajes á Palencia y traer algunos carros bien cargados. Con lo cual
ganaba más aún, pues negociaba el género más barato y se ahorraba la
comisión de los arrieros.

Día y noche la taberna de Entralgo resonaba con cánticos desacordados,
disputas y blasfemias y día y noche penetraba en el cajón del mugriento
mostrador una cascada de monedas de cobre y plata. Con esto el buen
humor proverbial del filósofo se había hecho más alegre si cabe. Sus
facultades dialécticas se habían desarrollado de modo tan desmesurado
que nadie osaba hacerle frente á no ser que estuviese borracho perdido.
Por lo cual muchas veces se veía obligado á forjarse un adversario
mentido con quien contendía en voz alta. Era por lo general alguno de
los que se habían quedado dormidos sobre un banco de la taberna. Después
que todos habían salido Martinán ejercitaba sobre él sus férreos
silogismos respondiendo y replicando por los dos: «Tú me dirás: el
hombre que no come no puede vivir.--Yo te responderé: el que come lo que
no le conviene se pone enfermo y pierde en pocos días toda la carne y
toda la sangre que ha ido guardando en medio año.--Tú me dirás entonces:
pero ven acá, Martinán, burro, ¿cómo quieres que sepamos lo que nos
conviene antes que haya hecho operación en el cuerpo?--Yo te responderé:
¡alto, amigo, poco á poco! ¿Por qué no lo sabes? ¿porque no lo has
visto? ¿Y has visto la Extremadura? ¿Y entonces por qué sabes tú que hay
la Extremadura?...»

Después que le dejaba bien convencido le despertaba y le echaba á la
calle para cerrar la tienda.

Igualmente había contribuído á aumentar su jovialidad el próximo
matrimonio de su sobrina Eladia con Quino. El mozo le gustaba; tenía
buena idea formada de su capacidad. Entre todos los paisanos que
frecuentaban la taberna era el único que sabía desprenderse de la
apretura de sus silogismos y se escapaba de vez en cuando sin pagar.
Tales cualidades le habían hecho digno de respeto para nuestro
tabernero. Fijóse la boda para la primavera y Quino en virtud de esto
frecuentaba la casa con toda confianza y aparentaba ser en ella ya un
copartícipe de las ganancias. Por lo menos atendía con más
escrupulosidad si posible fuera que su futuro tío á los vasos y copas
que cada parroquiano consumía y si en cualquier rara ocasión al buen
Martinán se le pasaba sin cobrar alguno, Quino se lo recordaba al oído.
Con esto la estimación que el filósofo le profesaba crecía algunos
palmos. No dudaba que el hijo de la tía Brígida haría enteramente feliz
á su sobrina.

Por ausencia de Martinán estaba una noche Quino ayudando á Eladia en el
despacho. Detrás del mostrador desatando los pellejos de vino y
escanciando y cobrando semejaba ya el asociado afortunado del afortunado
Martinán. La taberna estaba llena de paisanos y mineros. Martinán se
había levantado aquel día muy de madrugada para ir á Cabañaquinta á
comprar una vaca, había vuelto por la tarde bastante fatigado y se había
tendido un poco á descansar en la cama. Pero no tardó mucho en
levantarse. Se presentó desperezándose en la taberna cuando ésta hervía
de parroquianos, los cuales le acogieron con algazara. Casi todos los
hombres cuando duermen la siesta se levantan de mal humor. Con Martinán
no rezaba esta miseria fisiológica: se levantaba más alegre que nunca,
fresco y risueño como una mañana de primavera.

--¡Míralo, míralo qué fresco y qué colorado se levanta ese zorro de la
cama!--exclamó uno.

--Como un clavel de la Italia--manifestó gravemente Martinán, abriendo
una boca de á cuarta para bostezar y haciendo la señal de la cruz sobre
ella.

--¿Y Clavel, cómo está?--preguntó otro aludiendo á su esposa, que como
ya sabemos todos conocían por este nombre qué el propio Martinán le
había puesto.

--¡Esa, como una rosa de Alejandría!

--Que el diablo me lleve si no ha engordado este bribón de pocos meses á
esta parte--dijo el paisano.

--¿Cómo no--apuntó un minero--si todo lo que sudamos pasa al cajón de su
mostrador? ¿No habéis reparado que cuanto más gana este ladrón peor vino
nos da?

--De eso debéis estar agradecidos--respondió el tabernero.--Yo lo hago
por vuestro bien, á ver si se os quita ese maldito vicio de la
borrachera. ¡Pero ni por esas! Aunque os diese petróleo con pimentón
vendríais aquí á dejarme la quincena.

--¡Que el diablo te coma el alma, bandido!--exclamó el minero irascible,
mientras los demás reían.

Otro que estaba ya borracho levantó la tapa del mostrador y se aproximó
al tabernero diciendo con palabra estropajosa:

--Martinán, estás gordo; déjame tomarte en peso.

--¡Vamos, abajo esas patas!--dijo Martinán rechazándole.

El borracho insistió tratando de abrazarle por las piernas para
levantarle.

--¡Quieto, Melchor, ó te voy á dar agua de aceitunas para quitarte la
borrachera!

--Hombre, ¿vas á quitarme en un instante lo que tanto dinero me ha
costado?

Paisanos y mineros celebraron con grandes carcajadas la ocurrencia del
borracho. Éste, animado por los aplausos, se arrojó de golpe á abrazar á
Martinán y lo alzó del suelo y lo sacó por la abertura del mostrador
donde se hallaban los parroquianos. Mas antes que llegasen al centro de
la taberna tropezó y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo. Gran risa
y algazara entre los tertulios.

--¡Eso! ¡eso! Retoza, grandísimo holgazán, comedor. Toda la tarde
roncando y ahora en vez de ordeñar las vacas, de jarana--dijo una
vocecita aguda.

Quien profería estas ásperas razones era la avinagrada esposa del
tabernero, una mujerzuela bajita, menuda, rugosa, de frente ceñuda y
ojos pequeños y fieros.

Martinán se levantó del suelo riendo.

--Bendito sea tu pico, palomita--exclamó dirigiéndose á su mujer.--Nada
dices, mi alma, que no esté puesto en razón. Ahora mismito voy á
ordeñar. Eladia, enciende el farol.

--Vamos, déjate de palabras necias y arrea.

--¡Que viva, eh!--decía Martinán guiñando el ojo á los tertulios.--¡Vaya
una mujercita despachada! Os digo en conciencia que es una bendición de
Dios tener una mujer que todo lo vea en la casa, que todo lo arregle y
que de vez en cuando le arree á uno cuando se haga tumbón. Ven acá,
Clavel, no te marches sin darme un abrazo, que lo necesito como los
chotos la teta.

Clavel le arrojó una mirada despreciativa y se dispuso á salir, pero su
marido la atajó antes de que pudiese penetrar en lo interior.

--¡Que no! ¡que no te vas sin darme un abrazo! ¿No quieres?... Pues te
lo daré yo á ti...

Y diciendo y haciendo la estrechó tiernamente entre sus brazos y la
aplicó un par de sonoros besos en las mejillas. Enfurecida la mujeruca
se desasió violentamente cubriéndole de dicterios y se metió en el
interior de la casa. Martinán, sin preocuparse de su cólera, sonreía
beatíficamente y le enviaba besos con la punta de los dedos. Los
parroquianos aplaudían riendo.

--¿Quién habrá más feliz que yo, decídmelo?--exclamaba restregándose las
manos de placer.--En jamás de la vida me ha dado el más pequeño
disgusto esta mujercita que Dios bendiga. ¡Qué hacendosa! ¡qué
ahorradora! ¡qué limpia!... ¡Los chorros del oro, muchachos!... Que
tiene el genio vivo... que es un poco gruñona, ¿y qué?... Eso consiste,
amigos, en que el alma no le cabe dentro del cuerpo. Los bueyes tardos
necesitan quien les aguije. Seguro estoy que en esta parroquia no hay
uno que no me envidie á Clavel...

Iba á proseguir en su monólogo venturoso, pero en aquel instante
entraron en la taberna Joyana y Plutón y sin dar siquiera las buenas
noches pidieron dos cuartillos de aguardiente. Martinán se apresuró á
servir por sí mismo á los mejores parroquianos que tenía. Como eran sin
disputa los mineros más hábiles que hasta entonces trabajaban en el coto
de Carrio, ganaban mucho más que los otros, y como no tenían familia,
más de la mitad de su quincena entraba en el cajón de Martinán.

Sin embargo, la entrada de los dos mineros produjo, como siempre,
malestar en la taberna. Se les temía y se les odiaba generalmente. Hasta
sus mismos compañeros de trabajo les hablaban con cierto cuidado. Todo
el mundo sabía que ambos habían estado en presidio, que eran insolentes,
agresivos y que tanto les importaba sacar las tripas á un hombre como
matar una gallina.

Sólo Martinán les hablaba con libertad filosófica.

--¿Á que no sabes, Plutón--dijo poniéndole familiarmente una mano sobre
el hombro,--por qué bebes tanto aguardiente?

El minero, que se había sentado y acababa de vaciar una copa, miró á su
compañero Joyana y ambos soltaron una grosera carcajada.

--Pues por hacerte un favor.

Los tertulios rieron también. Martinán no se desconcertó y con mayor
jovialidad repuso:

--Gracias, Plutón; no esperaba menos de tus buenos sentimientos.

--Y de paso porque me gusta.

--¡Hombre, tienes talento!... Pero no hagas tantos esfuerzos de
inteligencia, porque te van á saltar los sesos.

El feroz minero dejó de reir y le lanzó una mirada torva. Los
parroquianos rieron discretamente y admiraron el valor de Martinán. Éste
prosiguió cada vez más alegre:

--Lo bebes porque te gusta, ¿verdad?... Y ¿por qué te gusta?... Porque
lo necesitas... Y ¿por qué lo necesitas?... Porque consumes en la mina
el calor que todos los animales tienen dentro de su cuerpo.

--Vaya, vaya, ojo con lo que hablas, porque si te descuidas te va á
quedar la lengua fuera de los dientes.

--¡Qué! ¿te ofendes porque te comparo con los animales? Pues, querido,
lo mismo tú que yo todos tenemos algo, mayormente, del animal. ¿Será en
las uñas? No... ¿Será en los dientes? Tampoco...

Entrando en el terreno filosófico, que era su fuerte, Martinán se
hallaba en el colmo de la alegría. Entablóse una acalorada disputa. El
dialéctico tabernero llevó, como es natural, la mejor parte. Al cabo
deshizo, pulverizó á su adversario. Por medio de una habilísima treta
dialéctica le demostró también que si todos los hombres tenían algo
común con los animales, él (Plutón) guardaba más relación con el asno
que otro alguno. Como hubo murmullos de aprobación y risa comprimida, el
minero quedó fuertemente desabrido. Martinán, una vez derrotado su
adversario, ya no se acordó más de él y se mezcló á otro grupo buscando
nuevo contendiente.

--¿Por qué no sangras á ese cerdo?--dijo Joyana al oído á su amigo.

Plutón guardó silencio. Se escanció dos copas de aguardiente y se las
vertió en el estómago una tras otra. Luego se alzó del asiento y se
acercó con indiferencia al grupo en que se hallaba Martinán.

--¡Jesús!--exclamó éste poniéndose pálido.--¡Me han herido!

Se llevó ambas manos á la cintura, vaciló un instante y cayó desplomado.

--¡Tú le has herido, Plutón!--exclamaron varios encarándose con el feroz
minero.

--¡Yo!--profirió éste fingiendo con admirable serenidad la sorpresa.

--¡Sí, tú!--dijeron los paisanos que se hallaban cerca.

--¿Con qué arma?... Aquí tenéis mi navaja--respondió sacándola del
bolsillo y presentándola.

Plutón, como criminal experto, llevaba siempre dos navajas. La que había
herido al tabernero estaba en el suelo ensangrentada.

Mientras unos recriminaban al asesino, otros atendían al herido. Eladia
exhalaba penetrantes lamentos. Su tía acudió corriendo y al enterarse,
en vez de verter lágrimas, comenzó á increpar á su marido:

--¿Lo ves, burro, lo ves? ¿Ves lo que te está pasando por esa afición al
palique, por no hacer caso de mí?... ¡Si hubieras ido á ordeñar las
vacas no te hubiera pasado nada!

Martinán, á quien conducían entre varios al interior de la casa, todavía
tuvo fuerza para sonreir y decir con voz apagada:

--Tienes razón, mujer... Si hubiera estado ordeñando las vacas no me
hubieran ordeñado á mí.

Los demás paisanos en tanto quisieron sujetar á Plutón y llevarlo á la
presencia del juez en la Pola; pero navaja en mano y ayudado de su
compañero Joyana logró tenerlos á raya y evadirse.

Sin embargo, no faltó quien diese parte á la autoridad y á la media
noche se presentó la guardia civil en Canzana y prendió al criminal en
su alojamiento. No estuvo más de dos meses en la cárcel. Los paisanos,
temerosos de la venganza, no dieron declaraciones muy explícitas.
Martinán, cuya herida cicatrizó antes de los treinta días, no por temor,
sino por motivos puramente dialécticos, tampoco quiso declarar contra
su agresor.

--¿Qué gano yo con que él vaya á presidio? ¿Lo sufrido no está sufrido?
¿Podrá alguien quitármelo?... ¡Pues entonces!...

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XVII

Miseria humana.


Por fin silbó, sí, silbó la locomotora (¡Dios la bendiga!) por encima de
Entralgo. Cruzó soberbia abriendo enorme brecha en los castañares que lo
señorean, taladró con furia á Cerezangos, aquel adorado retiro del
capitán, y siguió triunfante, vomitando humo y escorias, hasta Villoria.
Arrastraba una plataforma engalanada donde se acomodaban los conspicuos
de la Pola, el alcalde, el recaudador, el joven Antero, el farmacéutico
Teruel; el médico D. Nicolás, D. Casiano el actuario, dos ingenieros, el
químico belga y el personal administrativo de la empresa. Todos iban en
pie contemplando con satisfacción orgullosa los prados y los árboles,
los campesinos y los ganados que dejaban tras sí. Mas los prados, los
árboles y los seres vivientes que se agitaban en aquel delicioso paisaje
no recibían con igual satisfacción la visita del huésped. Sus
penetrantes silbos estremecían la campiña. Volaban los pájaros, corrían
las reses hasta despeñarse, huían los niños, ladraban los perros en los
caseríos, ¡como si en vez del bienestar y la riqueza les trajese aquel
glorioso artefacto la oscuridad, la maldición y la guerra! Y los
conspicuos, al ver la general desbandada, reían llenos de lástima y
excitaban al maquinista para que hiciese más ruido, gozándose como los
antiguos conquistadores con el espanto que su paso producía.

Sentado allá en el templete griego de su fundo de Arbín, entre Pan y las
Ninfas, D. César de las Matas también oyó el ronquido estridente de la
máquina. Dejó caer el libro que tenía entre las manos y las llevó á la
cara murmurando:--«¡Desgraciado Félix!»--No pensó en sí mismo. Antes que
el fragor de la industria viniese á turbar sus arrobos clásicos en las
alturas de Arbín transcurriría bastante tiempo, y él no contaba vivir
mucho. Pensaba en el dolor de su buen primo cuando al volver hallase
profanado, destruído el agreste retiro donde tanto se placía.

Los conspicuos, al regresar de Villoria, se detuvieron frente á Entralgo
y bajaron al lagar de D. Félix, donde les tenían preparado un banquete.
Se festejaba con él la feliz inauguración del ferrocarril minero. Decir
que al final hubo brindis calurosos, cánticos desafinados, discursos
filosófico-sociales del joven Antero, y que éstos produjeron tal emoción
en algunos comensales que lloraban berreando como niños, casi parece
inútil. Pero no lo es añadir que en algunos el exceso de la emoción fué
tan grande que no pudiendo sobreponerse á ella arrimaron su cabeza
febril á la pared y arrojaron por la boca toda la sidra que habían
bebido, mientras otros caían desplomados debajo de la mesa para no
levantarse hasta el día siguiente. No faltó tampoco quien, como el
farmacéutico Teruel, permaneció algunas horas en pie al lado del tonel,
firme, inconmovible como una estatua de bronce acercando por intervalos
regulares el vaso á sus labios mientras se dibujaba en ellos una sonrisa
de lástima.

--¡Todo, todo lo tiene este hombre! Salud inmejorable, una esposa
modelo, hijos robustos, fama de sabio; hasta una cabeza privilegiada que
no se marea con cien vasos de sidra!--exclamaba el médico D. Nicolás,
cuya envidia disimulada brotaba groseramente en estas ocasiones.

La misma envidia le impulsó á buscar quimera al inofensivo boticario.
Hubo muchos gritos y algunos pescozones. Pero el recaudador, que andaba
ya cerca del período heroico, separó con toda la energía de sus músculos
á los contendientes, aunque al hacerlo el exceso mismo de su energía,
sin duda, le hizo dar con el cuerpo en el suelo. Éste fué el único
incidente desagradable que se registró en aquel gran banquete
conmemorativo.

Sofocados al cabo y con deseo de respirar el aire libre salieron (los
que se hallaban en disposición de salir) al campo de la Bolera. Y allí
prosiguieron los cánticos, los brindis y los discursos filosófico-sociales
de Antero. Mas he aquí que cuando más vivo era su entusiasmo y mayor el
ruido, ven aparecer de lejos la figura estrafalaria del señor de las
Matas de Arbín. Venía D. César montado en un jamelgo escuálido.
Escuálido, sí, porque toda la yerba que segaba el buen hidalgo era poca
para la vaca, y al rocín lo enviaba á la gramática por las callejas y
trochas de los contornos. Vestía el imprescindible frac, el pantalón
abotinado con trabillas, la corbata de suela que mantenía su cabeza
siempre erguida y el sombrero alto de felpa gris. Los alegres comensales
contemplaron á D. César con sorpresa y curiosidad como si no le hubieran
visto en su vida. Sin duda la sidra y el vino les habían borrado el
recuerdo.

--¡Cielos, el dorio!--dijo uno.--¡El ingenioso hidalgo!--manifestó
otro.--¡El enemigo de Pericles!--apuntó un tercero.

Y todos se guiñan el ojo con maliciosa alegría y se prometen un sainete
divertido para fin de la fiesta.

Mientras tanto el señor de las Matas avanzaba al paso lento, majestuoso
de su rocín. Cuando estuvo cerca de la reunión se llevó la mano al
sombrero y les hizo un gentil saludo, mezcla de la exquisita urbanidad
de la corte de Luis XIV con la afable gravedad de los tiempos heroicos
de la Grecia. Aquellos bárbaros no comprendieron su delicadeza y les
produjo risa. D. César hizo un signo imperativo á Regalado para que se
acercase.

--¿Qué noticias hay de los señores?--le preguntó.

Regalado, que estaba alegrísimo y tenía en el cuerpo una razonable
cantidad de sidra, quiso poner la cara triste de repente; pero no
resultó más que una mueca odiosa, inadmisible, que no podía convencer á
nadie.

--Muy malas, D. César, muy malas. La señorita se ha puesto tan grave que
mi amo no ha querido que muriese en Málaga y la ha traído á Oviedo. Allí
están desde hace seis días, según creo. Se espera de un momento á otro
una desgracia.

D. César se llevó la mano á la frente con abatimiento y al cabo de unos
instantes de silencio exclamó:

--¡Así es la vida Regalado, así es la vida!--¡Oh raza de mortales!
Miserable generación de un día, hijos del acaso y la fatiga. Razón tenía
el sabio Sileno. «Lo mejor para vosotros en primer lugar es no haber
nacido: en segundo lugar morir pronto.»

Regalado no estaba tan desengañado de la existencia, pero quiso
mostrarse amable y elevó los ojos al cielo en señal de asentimiento. El
hidalgo apretó de nuevo las riendas y trató de dar la vuelta á su casa,
pues no á otra cosa había venido que á saber noticias de su primo y
sobrina. Pero los alegres conspicuos que veían frustrada su esperanza no
lo consintieron. Cinco ó seis manos acudieron solícitas á tener al rocín
por el freno y más de veinte bocas comenzaron á instar á D. César para
que se apease un momento. Hízolo así al cabo por no desmentir su
proverbial cortesanía, pero se mostró grave y reservado. Como esto no
convenía á los amigos, hicieron esfuerzos por tirarle de la lengua. Nada
consiguieron en un principio. Al cabo unos cuantos vasitos de vino
traidoramente administrados lograron su propósito.

D. César comenzó por sonreir con extraña benevolencia. Sus ojos pequeños
se hicieron más pequeños aún y brillaron dulcemente; su nariz aquilina
enrojeció súbito; sus labios finos se plegaron con ironía clásica. Y al
cabo, extendiendo la mano, echando atrás la cabeza y cerrando sus
ojillos, profirió con pausa académica:

--Ignoro, señores míos todos y muy queridos amigos algunos, si esos que
llamáis progresos industriales van tan estrechamente unidos á la causa
de la civilización como os complacéis en suponer. El genio del hombre,
excitado por la necesidad é irritado por los obstáculos, se arroja á la
conquista de la tierra y descubriendo sus secretos los utiliza para su
alivio. Mas con frecuencia ¡oh amigos y señores míos! va más allá de lo
que le dicta la santa naturaleza. Ésta le dice «come», y el hombre
encuentra placer en comer. Le dice «vístete», y el hombre encuentra
placer en vestirse. Quiero decir que lo que se nos ha dado como un medio
lo convertimos en fin. De aquí se origina siempre un grave
desequilibrio, que engendra la corrupción y los vicios. Entonces la
sabia naturaleza, que vela por los destinos del hombre, dice: «¡basta!».
Y las naciones corrompidas degeneran y se extinguen y las ciudades
opulentas perecen. Otra humanidad más inocente renace, pueblos jóvenes y
vigorosos sustituyen á los viejos, y la obra de Dios, que parecía un
momento interrumpida, prosigue su marcha sublime al través del tiempo y
el espacio. Todo con medida, ha dicho el genio helénico; todo con
medida, nos repite sin cesar el universo en que habitamos. El exceso se
paga más tarde ó más temprano. No se hizo el espíritu para el mundo,
sino el mundo para el espíritu. Temo en conciencia ¡oh señores míos! que
confundáis lamentablemente la civilización con el industrialismo. Yo sé
de países muy industriales donde la cultura del espíritu no corre
parejas con las comodidades y refinamientos de la vida. Penetrad en una
de las ciudades fabriles de Francia ó de Inglaterra. ¡Cuán suntuosas son
aquellas viviendas! ¡cuán delicados los manjares que allí se gustan!
¡cuán blandos los lechos! ¡cuánto pormenor delicado que halaga la vida
corporal!... Pero escuchad á aquellos hombres en sus refectorios, en sus
cafés y en sus teatros, y tengo por seguro que no quedaréis maravillados
ni de la agudeza de su ingenio, ni de la elevación de su espíritu.
Francos por aquí, libras esterlinas por allá: tal es el alimento
ordinario de su inteligencia. Sus artes son siempre imitadoras, su
literatura igualmente, su filosofía reproduce las hipótesis de la India
y de la Grecia; hasta sus costumbres y sus fiestas son eco y remedo de
las costumbres y fiestas del paganismo clásico. Ninguna invención
peregrina, ningún rasgo feliz; todo vulgar, todo abatido, todo
triste!... Pero venid conmigo ahora al Ágora, al Liceo ó á los jardines
de Academo. Los hombres que allí veis paseando y departiendo se
alimentan con manjares que rechazarían hoy nuestros obreros; duermen
sobre pieles tendidas en el suelo; visten una túnica y un manto que no
querría para sí un mendigo de nuestras ciudades; no caminan en
ferrocarril ni trasmiten su pensamiento por telégrafo, no conocen la
inmensa variedad de nuestros utensilios... Pero aquel puñado de hombres
¡miradlos bien, señores míos! aquel puñado de hombres ha creado en poco
tiempo el arte, la filosofía, la ciencia y las costumbres de que aún
vivimos, es decir, ha creado la civilización. Un arte y una filosofía
jamás sobrepujados, una ciencia estudiada no con un fin industrial, sino
espiritual, no para regalo del cuerpo, sino del alma; unas costumbres
tan bellas y originales que sólo cuando las imitan adquieren las
nuestras alguna nobleza... Salid conmigo de Atenas, salgamos por la
puerta Dipila, atravesemos los Cerámicos y entremos en los jardines de
Academo. ¿Quién es aquel anciano de cuerpo robusto y un poco cargado de
espaldas, de frente espaciosa y grave mirada, que marcha con tal
majestad y decoro? Es Platón, es el divino Platón... ¿Quién es aquel
joven flaco y seco de ojos pequeños y centellantes, tan acicalado en el
vestir, que marcha junto á él? Es Aristóteles, el ingenio más portentoso
que ha producido el mundo. ¿Cómo se llama aquel otro joven que camina
más allá, pálido y enteco, que mueve de vez en cuando los hombros de un
modo particular? Se llama Demóstenes...

       *       *       *       *       *

Al llegar aquí la risa que retozaba en los labios de los próceres de la
Pola desde el comienzo de la oración estalló en francas, sonoras
carcajadas. Quien primero la dejó escapar fué el troglodita D. Casiano.
Se arrimó á uno de los nogales y durante buen rato salieron de su boca
ciclópea profundos, temerosos estallidos mientras su vientre se agitaba
como la montaña de un volcán en erupción. ¡Dejadlo, dejadlo... no podía
más!... Aquello era lo más gracioso que había oído en su vida. También
el alcalde, arrimado á otro árbol, reía y tosía hasta querer reventar. Y
los otros, con más ó con menos discreción, todos se entregaban á una
cordial y envidiable alegría.

D. César quedó sorprendido. Los miró unos instantes estupefacto y al
fin, dejando caer su mano que tenía levantada, sonrió con expresión
humilde.

--Bien comprendo que mis palabras suenen mal en vuestros oídos, no
avezados á escuchar los ecos de la sabia antigüedad. De igual modo los
ostrogodos y longobardos reían cuando los filósofos y retóricos del
Lacio pretendían doctrinarlos. Pero no es menos cierto que vuestra
alegría inocente me alegra y que ruego de todo corazón á los dioses para
que la prosperidad que hoy celebrais sea tan próspera como apetezco.

Pronunciadas estas palabras, que el concurso acogió con un redoble de
hilaridad, el noble señor de las Matas de Arbín se llevó la mano á su
sombrero de felpa, hizo un saludo digno del mariscal de Richelieu y
montando de nuevo en su jamelgo dió la vuelta hacia su casa solariega.

Aquella noche hubo _fila_, como todas, en el palacio del capitán. D.ª
Robustiana se placía mucho en reunir á las comadres del pueblo y pasar
entre ellas la velada oficiando de señora. También Regalado gustaba de
dar rienda suelta á su temperamento jocoso y maleante á costa de las
mujerucas. Por eso, aunque era ya bien entrada la primavera, se
persistía en aquellas tertulias nocturnas propias del invierno. Hombres
asistían pocos y eran los que celebraban con algazara, los donaires del
humorista mayordomo. Se hallaba éste de vena esta noche, sin duda como
residuo de la alegría de la tarde y de los vasos de sidra que tenía
entre pecho y espalda, cuando de pronto retumbaron en el gran caserón
solariego dos fuertes aldabonazos. Todos levantaron con sorpresa la
cabeza. Pero el más sorprendido fué Regalado. Ningún paisano podía
llamar en aquella hora en tal forma imperativa. Alzóse de la silla y se
dirigió al balcón en medio de la curiosidad y expectación del concurso.
Salió al corredor de la parra y esforzándose en penetrar las tinieblas
de la calle preguntó:

--¿Quién llama?

--Abrid... es el señor--dijo con voz recia Manolete, el fiel criado que
había acompañado al capitán á Málaga.

Gran movimiento en la sala. Todos se levantan. Regalado toma el velón de
la mesa y se precipita á la escalera y detrás de él algunos tertulios y
también el perro Talín que aúlla de un modo lamentable. Se abre la
puerta y á la luz del velón se ve al capitán, cuyo rostro pálido,
demudado les dice bien claramente lo que había acaecido. El perro se
arroja á acariciarle y cae al suelo accidentado por vejez y exceso de
alegría. Don Félix, sin pronunciar palabra, entra en el portal y sube al
salón. Nadie osa preguntarle, pero D.ª Robustiana y todas sus comadres
estallan en sollozos. El capitán se lleva la mano á los ojos y permanece
algún tiempo inmóvil y silencioso. Ya no era aquel viejo apuesto,
vigoroso, que en fuerzas y agilidad podía competir con cualquier joven.
En pocos meses se había trasformado en un anciano caduco.

--Gracias, gracias--murmuró con voz débil.--Dejadme solo.

Llorando y en silencio fueron saliendo todos los tertulios. Cerráronse
las puertas y D. Félix, sin querer tomar nada de lo que D.ª Robustiana
le ofrecía, se retiró á su habitación. Manolete en la cocina de abajo
estuvo largo rato narrando á los mayordomos y á la servidumbre los
incidentes de la enfermedad y muerte de la señorita.

Al día siguiente D. Félix no quiso salir de su cuarto ni recibir á
nadie. Sin embargo, antes de ponerse el sol deslizóse furtivamente sin
que nadie se percatase de su marcha y llegó hasta su finca de
Cerezangos. Era una curiosidad insana la que le arrastraba hasta allí;
un deseo de añadir más dolor á su dolor y encenagarse por completo en
él. El hermoso, florido campo que tanto amaba había sido partido,
destrozado. Una trinchera bien ancha separaba las dos mitades: por medio
de la trinchera cruzaba la vía férrea. El encanto silencioso, la dulzura
agreste, la amable soledad de aquel retiro habían desaparecido. D. Félix
lo rodeó todo lentamente. Apoyándose en su bastón miraba con terrible
insistencia aquella brecha que la piqueta del progreso había abierto en
su campo. Otra brecha mayor aún acababa de abrir la muerte en su
corazón. Cuando llegó á lo más alto se detuvo, apoyó los codos en la
paredilla y metiendo la cabeza entre las manos permaneció largo rato en
contemplación extática, con los ojos secos y fijos mirando quizás más á
su alma dolorida que al cuadro que tenía delante.

Una mano le tocó suavemente en el hombro. Experimentó fuerte sacudida y
se volvió con su peculiar viveza. D. Prisco, el párroco de Entralgo,
estaba frente á él. Ambos abrieron los brazos á un tiempo y quedaron
estrechamente enlazados. Largo rato estuvieron de este modo. El viejo
militar sollozaba: el sacerdote le encomendaba silenciosamente á Dios.
Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos para
enjugar una lágrima, murmuró sordamente:

--¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana!

El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silbo
prolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Uno
y otro la miraron con más estupor que cólera. D. Prisco al cabo sacudió
el brazo á su amigo y le dijo:

--Vamos.

El capitán le siguió obediente. D. Prisco se apartó de aquellos sitios y
se internó cuesta arriba en las frondosas arboledas de castaños y
robles. Por trochas escondidas caminaron en silencio uno en pos de otro.
Al fin llegaron á un delicioso paraje donde manaba una fuente oculta
entre espinos y avellanos rodeada de menudos céspedes. Se sentaron. D.
Prisco sacó de las profundidades de su balandrán una fiambrera que
contenía tortilla de jamón, luego un pedazo de queso envuelto en muchos
papeles, pan y un frasco de vino. Todo ello lo exhibió con sosiego ante
los ojos atónitos de su amigo. Hizo la señal de la cruz, rezaron un
padrenuestro y se pusieron á merendar en silencio, pero tranquilo ya el
corazón. El sol descendía rápidamente hacia el ocaso. Sobre sus cabezas
cantaba el ruiseñor.

Cuando hubieron dado buena cuenta de la tortilla y el queso, D. Prisco
bebió un número prodigioso de vasos de agua. Era su manía y su vicio. El
capitán sólo algunos sorbos de vino.

Entonces D. Prisco volvió á meter la mano en las profundidades del
balandrán y sacó la baraja.

--¿Una brisquita?

--Bueno--respondió el capitán.

--Tres juegos nada más.

--Nada más.

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XVIII

La hija del capitán.


El capitán paseaba de un ángulo á otro por el vasto salón de su casa en
la mañana siguiente. Andaba encorvado y á paso lento. Alguna vez se
detenía frente al retrato al óleo de su hija María. Un artista famoso
que viajaba por Asturias lo había pintado el año anterior. Lo
contemplaba con atención anhelante algunos instantes, se llevaba el
pañuelo á los ojos y proseguía su paseo.

D.ª Robustiana entreabrió la puerta y asomó tímidamente la cabeza.

--Señor, ahí abajo está Flora que viene á darle el pésame.

D. Félix se estremeció, echó una rápida mirada de angustia al retrato de
su hija y después de una pausa dijo con voz insegura:

--No puedo... Dígale usted que no puedo recibirla ahora... Que venga
otro día.

El ama de gobierno retiró su cabeza y bajó para trasmitir la nada grata
respuesta. El capitán siguió midiendo el salón tristemente.

Por espacio de tres ó cuatro días sólo con D. Prisco cambió algunas
palabras. Pero su temperamento vivo y locuaz no tardó en levantar la
cabeza. Comenzó á departir con la gente y á mezclarse entre los grupos
de aldeanos buscando conversación. Algunos días montaba á caballo y se
iba á la Pola y allí visitaba á los amigos y conversaba con ellos
largamente. Mas á pesar de esta nueva explosión de vida, el hidalgo
descaecía visiblemente; su espalda se doblaba, sus mejillas se hundían,
sus ojos iban perdiendo el brillo. Hasta en su locuacidad extraordinaria
había algo de anormal que inquietaba á los conocidos. El tema de su
conversación casi siempre era el mismo, á saber, el ningún deseo que
tenía ya de aumentar su riqueza, ni aun de cuidar de su hacienda.
Llegaba un paisano y le proponía la compra de algún trozo de terreno. D.
Félix se ponía encrespado como si le hiciese alguna ofensa.

--Ven acá, necio, ¿para qué quiero yo ahora tierras ni prados? ¿No sabes
que ya no tengo á quién dejarlos? ¿No sabes que esta misma casa se halla
destinada á servir de nido á los pájaros?

Y tanto se exaltaba que el campesino marchaba haciendo cruces y decía á
sus amigos que el capitán no estaba enteramente bueno de la cabeza.

En ocasiones, cuando algún caballero de la Pola venía á visitarle,
repentinamente comenzaba á dar furiosos paseos en su presencia, y
parándose de improviso y señalando con extravío á las paredes y al techo
de la estancia exclamaba:

--¿Ve usted este salón? ¡Pues los pájaros no tardarán mucho tiempo en
anidar aquí!

Es de advertir que tal idea extraña le perseguía sin cesar. ¿Por qué
sentía tanto horror á que los pájaros anidasen en su domicilio? Supuesto
que estos animalitos á todos parecen bellos é inofensivos, ¿por qué el
capitán se fijaba en ellos en sus vaticinios sombríos y no se acordaba
de los ratones, de las arañas ó de las cucarachas, animales más feos y
temerosos? Imposible sería explicar este fenómeno si no se conociese el
antiguo y profundo resentimiento que D. Félix guardaba hacia los
gorriones, los cuales todos los años le comían la simiente de las coles.
Había vestido un maniquí con frac y tricornio para espantarlos; pero
estos desvergonzados volátiles se posaron á su lado sin temor alguno,
comieron tranquilamente la semilla y llevaron su osadía hasta picotear
el tricornio del maniquí. Tal desprecio había llegado á lo más vivo á D.
Félix. Desde entonces les declaró guerra á muerte y los perseguía
cruelmente á tiros cargando con mostacilla un enorme fusil de chispa que
procedía de la guerra de la Independencia.

Al compás de su amo, también descaecía Talín y también se agriaba su
carácter. Aquel perrillo siempre gruñón y fantástico se había hecho
ahora insoportable. Algunas raras veces solía mostrarse amable y
retozón, pero muy pronto caía en un acceso sombrío de bilis: gustaba de
la soledad y pasaba largas horas acostado en las inmediaciones del
cementerio, como si ya sintiese la nostalgia de la tumba. Sobre todo, le
descomponía, le ponía fuera de sí el sonido de la flauta de Regalado.
Mientras D. Félix estuvo de viaje lo sufría á regañadientes; comprendía
que el mayordomo ejercía la suprema autoridad en la casa y que era
insensato malquistarse con él. Mas desde el momento en que regresó no se
creyó en el caso ya de tolerarlo. Lo mismo era ver á Regalado con el
odioso instrumento en la mano que un vértigo de cólera se apoderaba de
su cabeza, ladraba hasta reventar y en poco estaba que no se arrojase
sobre él. En cuanto comenzaba el dulce son acordado, Talín se sentaba
sobre las patas traseras, alzaba sus ojos al cielo clamando venganza y
despedía de su boca tan horribles, fatídicos aullidos que el mayordomo
indignado, no atreviéndose á castigar la insolencia, desarmaba con
violencia la flauta y jurando amenazas la guardaba en el bolsillo.

Trascurrieron bastantes días. Flora no pareció por Entralgo. Sin duda la
repulsa sufrida la había herido y no quería exponerse á otra. Un día que
D. Félix después de comer se hallaba de mejor humor y departía
amigablemente con los mayordomos debajo del corredor emparrado, D.ª
Robustiana se aventuró á decirle:

--Mañana es día de amasijo, señor, y además tengo que colar la ropa de
dos semanas... ¿Quiere que mande un aviso á Flora para que venga á
ayudarme?

Los ojos del capitán se oscurecieron, fruncióse su frente y dijo
sordamente:

--No hay necesidad de avisar á nadie... Arréglate con las criadas como
has hecho otras veces.

D.ª Robustiana quedó confusa y triste. No volvió ya á mentarle el nombre
de su gentil amiguita.

Pero á los pocos días el mismo D. Félix se acercó á ella y rápidamente y
en voz baja, como si la vergüenza le embarazase, dijo:

--Cuando quieras puedes avisar á Flora... Acaso la necesitemos... porque
la faena de la yerba va á comenzar pronto...

El ama de gobierno vió el cielo abierto.

--Sí señor, sí; va á comenzar pronto... ¡Ya lo creo que comenzará!...
¡Como que el tiempo se echa encima de un modo!...

No era cierto. Faltaban aún más de quince días para pensar en la siega;
pero D.ª Robustiana no vaciló en mentir con tal de facilitar el viaje de
su protegida.

Llegó Flora. El capitán la recibió con afabilidad, pero sin gran calor.
En los días siguientes, aunque se mostraba traba atento con ella, no
buscaba su conversación como otras veces; antes huía de las ocasiones de
hablarla en particular. La zagala no pudo menos de sentir tal frialdad,
y un día con lágrimas en los ojos le dijo á D.ª Robustiana que se iba,
que su presencia en la casa no era grata al amo. La mayordoma trató al
instante de disuadirla.

--¡Eres tonta, rapaza! ¿No comprendes que el amo está bajo el peso de
una desgracia, que para él se ha concluído el mundo, que todo lo ve
ahora negro? Deja que trascurra el tiempo y ya verás cómo todo vuelve á
su ser, cómo al cabo se irá calmando su pena y serás para él lo que
siempre fuiste. No te apures ni te disgustes, querida mía, pues el mismo
amo fué quien envió á llamarte.

Flora se dejó convencer y permaneció en la casa. Cierto suceso
imprevisto vino á dar la razón á la mayordoma. Nuestra linda morenita,
en su deseo de agradar á todos en la casa y hacerse simpática, solía
agasajar hasta al mismo Talín, le llamaba «rico mío», «precioso»,
«salado», aunque bien sabemos que Talín no merecía en conciencia estas
lisonjas. Cuando recibía de regalo alguna golosina se apresuraba á
compartirla con él. El bilioso can no acogía con gratitud tales pruebas
de consideración. Comía lo que le daban, pero inmediatamente se alejaba
con grosera frialdad de su bienhechora y si ésta quería pasarle la mano
y acariciarle comenzaba á gruñir como si no la conociese. Esta conducta
tenía sorprendida y disgustada á Flora. Porque si bien el perro de D.
Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se había
mostrado con ella á tal punto desabrido.

Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la sala
grande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cesta
de ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla. Y con
la mayor inocencia se acercó á él y le puso la mano encima para
acariciarle. El neurasténico perro gruñó irritado. D. Félix volvió la
cabeza y dijo:

--No tengas miedo, que no hace nada.

Entonces la zagala, más por obedecer á D. Félix que por deseos de seguir
acariciándole, volvió á pasarle la mano sobre la cabeza. Talín dejó
escapar otro gruñido más áspero, abrió la boca y le clavó los dientes.
Flora dió un grito: la mano quedó al instante manchada de sangre. Verlo
D. Félix y volverse loco fué cosa de un instante. Se arrojó como un león
sobre el ingrato perro, le hartó de puntapiés y maldiciones y, no
contento aún, agarró el bastón que tenía arrimado á una esquina y le
molió á palos. Talín chillaba, aullaba como un condenado viendo su
muerte cercana. Al cabo, Regalado abrió piadosamente la puerta de la
sala y el desgraciado pudo huir sustrayéndose á la negra parca.

Cuando se vió lejos de las iras de su amo, sin dejar de exhalar gemidos
lastimeros tuvo espacio para reflexionar. ¡Aquello era muy extraño!
¡mucho! ¿Por qué tal cólera insensata? Ni cuando se comió el arroz con
leche que D.ª Robustiana tenía destinado al marqués de Cotorraso, un día
que éste le visitó, ni cuando mordió los zapatos morados de su
ilustrísima el obispo de Oviedo, que vino á girar la visita pastoral á
Laviana y alojó en su casa, le vió tan descompuesto. ¡Cosa más extraña!
Talín comenzó á sospechar que allí existía un gran secreto de familia.
No sabía qué era, pero lo había, ¡vaya si lo había! En su consecuencia
determinó acomodarse mejor al giro de los sucesos, capear el temporal y
ver en qué paraba aquello. Desde entonces no sólo prescindió de todo
gruñido irrespetuoso con Flora, sino que procuró, sin arrastrar su
dignidad por los suelos, con algunos adecuados meneos de rabo, hacer
olvidar su desmán.

El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance del
palo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó á
gritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó la
herida. Se hizo traer hilas, extendió un ungüento que para casos
análogos poseía, lo puso sobre la herida y ciñó la mano con un pañolito
de seda; todo con tanta habilidad y delicado esmero que parecía un
cirujano y una madre cariñosa al mismo tiempo. Después de un rato le
dijo á Regalado, no sin cierta vergüenza que se le traslucía en la voz:

--Hoy tienes que ir á la Pola, ¿verdad?

--Sí señor, á entablar la demanda de reconocimiento del foro de Piñeres.

--Pues si ves á D. Nicolás explícale lo que ha pasado y díle que me
alegraría de que diese esta tarde una vuelta por aquí.

El mayordomo quedó petrificado. ¡Llamar al médico para una sencilla
mordedura de perro! «Esto marcha viento en popa!» le dijo á su mujer.
D.ª Robustiana sonrió con perspicacia.

Desde aquel día, en efecto, cambió mucho ya la actitud de D. Félix con
la zagala. Sin embarazo alguno fueron tantas y tan vehementes las
pruebas de afecto que le prodigó que Flora quedó tan admirada como
conmovida. En casa la hablaba y la mimaba: cuando salía á dar algún
corto paseo por el contorno la invitaba para que le acompañase, aunque
tuviese que abandonar alguna faena doméstica, le mostraba sus haciendas
y comunicaba con ella sus planes de reforma. Nada de esto escapaba al
ojo avizor de los campesinos que al paso de ellos se dirigían miradas y
sonrisas de inteligencia.

D. Félix en aquellos días hizo un viaje á Arbín y celebró largas y
frecuentes conferencias con el párroco de la Pola, persona muy avisada y
de letras. Por último, una mañana, poco antes de comer, dijo á D.ª
Robustiana:

--Pon dos cubiertos hoy en la mesa que espero un convidado.

Hízolo así el ama de gobierno, pero viendo que sonaban las doce mostró
su extrañeza.

--Ya es el mediodía y ese señor no parece.

--Puedes poner la sopa que no tardará en llegar.

Mientras D.ª Robustiana se preparaba á dar cumplimiento á la orden, no
sin salir con frecuencia al balcón y echar ojeadas al camino por ver si
divisaba al huésped, D. Félix llamó aparte á Flora y la condujo por la
mano al gabinete más lejano de la cocina. Cerró sigilosamente la puerta
y plantándose delante de ella y volviendo á tomarle la mano, dijo con
voz alterada:

--Flora, ya sabes quién ha sido tu madre; pero ¿tu padre, sabes quién
es?

La zagala se puso roja como una amapola: tardó algunos momentos en
contestar. Al cabo, bajando los ojos al suelo articuló con voz débil:

--No lo sé... pero lo presumo.

Entonces el capitán abrió los brazos y el padre y la hija quedaron
estrechamente enlazados. Así estuvieron largo rato llorando dulcemente
en silencio. Al cabo don Félix se apartó y secando con su pañuelo las
lágrimas de la joven y besándola repetidas veces en la mejilla, le dijo
al oído:

--Que no turbe, hija mía, la alegría de este momento un pensamiento de
dolor. Ya sé que mantienes amores hace tiempo con un muchacho de
Fresnedo. Pues bien, no temas que al darte mi nombre y mi fortuna
arranque tus ilusiones y contraríe las inclinaciones de tu corazón.
Cásate con quien mejor te plazca; cásate con un aldeano; yo me alegro de
ello... Sí, me alegro--añadió en voz más alta--porque quiero que se oree
esta casa... ¡Basta de tísicos!... Quiero que corra por mi descendencia
sangre nueva y generosa; quiero morir rodeado de niños frescos,
sonrosados.

Flora, embargada por la emoción, se apoderó de una mano de su padre y la
besó.

--¡Basta, basta ya!--exclamó éste.--Ahora vamos á comer.

Se limpiaron de nuevo los ojos y salieron del gabinete. Justamente en
aquel momento llegaba D.ª Robustinana diciendo en alta voz:

--Señor, señor, que la sopa ya está fría.

Al verlos cogidos de la mano y con los ojos enrojecidos quedó
sorprendida.

--Robustiana, aquí tienes á mi hija--manifestó el capitán presentándola.

La mayordoma pasó instantáneamente de la sorpresa á la alegría.

--¡Oh, señor, todos lo sabíamos!... y todos ansiábamos que llegase
pronto este momento.

Luego abrazó y besó á Flora con entusiasmo y la felicitó de todo
corazón.

--Que sea por muchos años. Dios y la Virgen del Carmen le dé, señor,
larga vida para gozar el cariño de una hija tan buena y tan hermosa.

Así pasaron al comedor llevando á Flora en el medio. Una vez allí, se
dibujó en los labios del ama de gobierno una sonrisa maliciosa y
profirió dirigiéndose á Flora:

--Siéntese, señorita; siéntese frente á su padre.

Flora se dejó caer en sus brazos ruborizada.

--¡Oh, por Dios, no me hable usted así!

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XIX

Señorita y aldeana.


Nolo había tenido tiempo á meditar su resolución. De día y de noche no
pensaba en otra cosa. Se llegaban las ferias de la Ascensión en Oviedo y
pocos días antes manifestó á su padre el deseo de dar una vuelta por
allá y comprar, si lo hallaba razonable, una yegua para cría. Como el
proyecto era aceptable y Nolo jamás había estado en la capital, tanto
por interés como por dar un respiro á su hijo, el tío Pacho cedió de
buen grado y le facilitó los medios para realizarlo. El mozo de la Braña
encargó en la Pola un traje de pantalón largo hecho de pana gris, mercó
un sombrero de anchas alas y unos borceguíes de piel amarilla. Así
ataviado y con su faja de seda encarnada á la cintura y camisa fina con
botones de plata, más parecía un chalán segoviano que un rústico de las
montañas de Asturias. Y en verdad que no desmerecía su gallarda figura
con el nuevo atavío; antes bien resaltaba. Iba tan suelto y airoso como
si toda la vida lo llevase puesto.

Cuando llegó el día señalado, una hora antes de amanecer montó en su
jaco tordo, que él había criado con mimo y al cual había puesto por
nombre Lucero, y bajó por el camino de Villoria hasta el llano. Cuando
pasó por Entralgo aún no había amanecido. Dirigió una mirada á Canzana y
estuvo por subir á despedirse del tío Goro y la tía Felicia, pero
llevaba él ciertos proyectos en la cabeza... ¡Quién sabe, quién sabe!
Mejor era guardarlos en el corazón. Vadeó el río, siguió hasta la Pola y
pasó inadvertido como él deseaba. Entró en la carretera de Langreo y
cuando llegó á Sama ya estaba el sol hacía rato sobre el horizonte.
Muchas fábricas, mucho carbón, muchas chimeneas despidiendo columnas de
humo negro y espeso. Nolo miraba con ojos torvos todo aquello y tenía
vivos deseos de dejarlo atrás. Ya lo dejó, ya camina por la carretera
llamada Descolgada á causa de sus agrias pendientes, ya pasa por delante
de Villa. Hermosas praderas, hermosas pomaradas, hermosas niñas con su
cesta sobre la cabeza por la carretera. Más de una volvió la cara para
seguir con la vista al mancebo de cabello ensortijado y ojos altivos.
Cuando dió vista á Oviedo eran bien sonadas las diez de la mañana.

¡Cómo latió su corazón al contemplar por vez primera aquella ciudad que
guardaba el más caro tesoro de su existencia! La torre de la catedral
con sus festones primorosos, con sus calados de encaje, se alzaba ante
sus ojos atónitos como una maravilla. Entró por el arrabal de la Puerta
Nueva, preguntó por la posada de la Felisa y no tardó en dar con ella.
Esta Felisa, mientras le freía un par de huevos y algunas lonjas de
jamón, le enteró de todo lo que quiso y lo que no quiso. Supo cómo
Demetria había dejado ya el colegio y estaba otra vez con su mamá y con
su tía, supo cómo se llamaba la calle en que éstas habitaban y las señas
que la casa tenía, y supo también el nombre de todos los hijos de la
señora Felisa y el temperamento especial que cada uno de ellos tenía,
así como las pruebas brillantes de ingenio que el penúltimo, Joaquinín,
había dado en más de una ocasión de su existencia, aunque sólo contaba
cuatro años y cinco meses. También se enteró por separado de ciertas
costumbres poco correctas del señor Ramón, marido de la propia Felisa,
cuando regresaba al hogar por la noche con algunos vasos de vino en el
cuerpo. Fuera de estas ocasiones era un bendito, un pedazo de pan
candeal, incapaz de levantar la mano á nadie, ni siquiera de aplastar
una mosca.

Y así que almorzó se fué á dar una vuelta por la ciudad y por la feria.
Una y otra estaban bien animadas. Pululaban los forasteros por las
calles en muchedumbre apretada y en mucho mayor número piafaban los
caballos allá en el real de la feria. Mas ni la muchedumbre, ni los
monumentos, ni los escaparates de las tiendas, ni siquiera los hermosos
jacos de cuatro y cinco años lograron llamar la atención de nuestro
aldeano. Pasaba por delante de todo ello como si no lo viese. Del
encargo de su padre ni se acordó siquiera: no tenía ojos más que para el
oscuro y vetusto caserón de Moscoso. ¡Qué negra era aquella casa! ¡qué
grandes y severos los balcones de hierro! ¡qué imponente aquel casco de
piedra que coronaba el escudo esculpido sobre la fachada! La impresión
que en Nolo produjo fué de pena, casi de terror. Le parecía que Demetria
debía de estar allí cautiva como en una cárcel y sometida á crueles
tormentos. Examinó con profunda atención el edificio, que estaba situado
en la calle llamada de Traslacerca y formaba esquina á una callejuela
solitaria, lo rodeó repetidas veces, escrutó sus balcones y ventanas,
pero no consiguió _divisarla_. En las horas que allí permaneció,
disimulándose en un portal ó detrás de algún carro, sólo vió salir dos ó
tres mujeres que parecían criadas y entrar y salir un sacerdote. Mas
cuando ya pensaba en retirarse se abrió un balcón de la fachada
principal y apareció una señorita. ¡Qué rico vestido! ¡qué peinado
extraño! ¡qué blanca, qué majestuosa! ¿Quién será?... ¡Virgen sagrada
del Carmen! ¡es _ella_! ¡ella, sí!... Nolo sintió un frío intenso en el
corazón. Las sienes comenzaron á latirle fuertemente y se apoyó en la
pared para no caerse. Luego, pegado á ella, se deslizó cautelosamente
temblando de ser reconocido y cuando estuvo lejos se dió á correr
locamente hacia su posada. Subió al mezquino cuarto que le habían
destinado y se dejó caer sobre el lecho llorando como un niño. «No,
aquella señorita tan rica, tan hermosa, tan elegante, quizá no
recordaría ya al pobre aldeano de la Braña, quizá se avergonzaría si le
recordasen que había correspondido á su amor y en prueba de él le había
regalado los cordones de su justillo.»

Sintió la necesidad de marcharse, de huir de aquel sitio donde todo le
avergonzaba, de volver otra vez á su rincón de la Braña. Alzóse
resueltamente, se lavó los ojos y bajó á la cuadra á enjaezar su jaco.
Mientras ejecutó esta operación se fué tranquilizando. Ya estaba
avanzada la tarde y consideró que, saliendo á tal hora de Oviedo, sólo
muy entrada la noche podría llegar á su casa. Temió asustar á sus padres
y no saber explicar su vuelta intempestiva. Mejor sería aguardar á la
mañana siguiente. Volvió á quitar el aparejo al caballo y salió á
refrescar un poco su cabeza calenturienta. Caminó á la ventura huyendo
de aproximarse á la casa de Moscoso. El sol acababa de ponerse y
comenzaba el crepúsculo. Dió algunas vueltas por las calles principales,
paseó por el parque de San Francisco y al cabo notó con sorpresa que
estaba perfectamente tranquilo. Aquel amor no había sido más que un
sueño. Pero si una señorita tan encopetada no podía amar á un rústico,
también pensó que era hacerle una ofensa el sospechar que se
avergonzaría de conocerle. Las cartas cariñosas que enviaba á Canzana no
podían infundir semejante recelo. Poco á poco y haciendo justicia al
carácter de Demetria se puso á imaginar que si ésta le viese no
apartaría de él los ojos, antes le saludaría afectuosamente, si no como
amante, al menos como un buen amigo suyo y de sus padres adoptivos.

Y cuando menos lo pensaba se encontró de nuevo frente á la severa y
heráldica casa de Moscoso. Acababa de oscurecer y empezaban á encender
los faroles. Discurría alguna gente, no mucha, por aquella calle
apartada del centro. Nolo, fingiendo ser un mozo que torna alegre de la
feria, pasó por delante de la casa entonando en alta voz este cantar,
que hemos repetido alguna vez cuantos nacimos en el valle de Laviana:

    Dicen que tus manos pinchan,
    para mí son amorosas.
    También los rosales pican
    y de ellos nacen las rosas.
          _No llores, niña,_
      _no llores, no;_
      _no llores, niña,_
      _que aquí estoy yo_.

Se detuvo en la esquina, aguardó algunos momentos y al cabo repitió en
voz más alta el estribillo:

        _No llores, niña,_
    _no llores, no;_
    _no llores, niña,_
    _que aquí estoy yo_.

Chirrió un balcón; se asomó una cabeza.

--¡Nolo!

--¡Demetria!

--Da la vuelta á la esquina y arrímate á esa ventana de rejas.

El joven hizo como se le mandó. Entró en la estrecha callejuela y se
acercó á la ventana. Un minuto después una linda frente coronada de
cabellos rubios se apoyaba en la reja.

--¿Cómo estás aquí?

--He venido á la feria para mercar una yegua.

--¡Qué salto me dió el corazón cuando oí tu voz! Temía engañarme. Por
esa aguardé á que cantases otra vez, pero te había oído muy bien la
primera. ¿Y cómo han quedado todos allá arriba?

--Buenos y recordándote sin cesar... ¡No sabes cuánto llora la tía
Felicia!

--¡No será más que yo!--exclamó sordamente la joven.

Hubo algunos momentos de silencio.

--¿Cuándo piensas marcharte?

--Mañana bien temprano.

--¿Y te ibas sin darme aviso de que estabas aquí?

Nolo vaciló y dijo sonriendo melancólicamente:

--Pensaba que no te importaría mucho el verme.

--¿Y por qué pensabas eso?--preguntó con inocencia Demetria.

--Porque... porque tú eres una señorita y yo no soy más que un pobre
aldeano.

--¡No esperaba eso de ti, Nolo!--exclamó ella cerca de romper á
llorar.--¿Te he dado algún motivo para sospechar que no te estimaba como
antes? ¿Has sabido de alguno de por allá á quien no le haya hablado como
siempre cuando le vi por aquí? ¿Piensas que soy señorita, que visto este
traje por mi gusto?... No, si pudiera no lo vestiría... ¡Desde que vine
á este pueblo soy tan desgraciada!... ¡Si supieras, Nolo, qué
desgraciada soy!

Y no pudiendo más tiempo retener sus lágrimas las dejó correr. Á Nolo se
le humedecieron también los ojos por el acento verdaderamente
desesperado con que la joven pronunció las últimas palabras. Cuando ésta
se hubo desahogado un poco dijo en voz baja secándose las lágrimas.

--Bien está, Nolo; vete con Dios. Cuando veas á mis padres... cuando
veas á mis padres díles que el día menos pensado me planto en Canzana,
que un día ú otro me escaparé porque no puedo sufrir más...

--¿Es de veras eso?--exclamó Nolo en el colmo de la sorpresa.

--¡Y tan de veras!... No lo he hecho ya porque no he tenido ocasión para
ello.

El mozo permaneció silencioso. Al cabo preguntó con timidez:

--¿Te atreves á venirte conmigo?

Demetria guardó silencio también. Después profirió con firmeza:

--Sí; me atrevo.

--Pues ya está dicho todo--exclamó el mancebo recobrando su carácter
resuelto.--Mañana bien temprano tomamos el camino de Laviana.

--Mañana no; esta noche. De día llamaríamos demasiado la atención y nos
detendrían.

Nolo quedó admirado, aunque ya conocía el valor y la firmeza de su amada
en los casos difíciles.

--Espera--siguió ella,--esta noche voy con mi tía Rafaela á un baile en
casa de Valledor... un caballero que vive frente á la Fortaleza en el
paseo de Porlier... Cualquiera te podrá dar razón de la casa... Iremos á
las diez, poco más ó menos. Espérame en el portal. Yo buscaré un
pretexto cualquiera para salir del salón y tomaré la escalera... Ten el
caballo aparejado donde mejor te parezca... ¿Crees que podrá llevar á
los dos?

--¡Ya lo creo que podrá! Es el Lucero.

--¡Ah, es el Lucero!--exclamó ella con alegría.--Adiós, que ya me están
buscando. No faltes... Aunque tarde mucho, aguarda siempre en el
portal... Adiós, hasta luego.

Nolo se apartó de la ventana lleno de gozo y de zozobra al mismo tiempo.
No se le pasó por la imaginación que aquel paso arriesgado pudiera tener
consecuencias graves para ambos: era demasiado valeroso para pensar en
el resultado de sus acciones. Lo que temía era que Demetria se volviese
atrás después que hubiera reflexionado ó que le fuera imposible realizar
lo que proyectaba.

Corrió á la posada, cenó apresuradamente, manifestó á su huéspeda que
necesitaba partir aquella misma noche con unos amigos de su parroquia,
pagó la cuenta y bajó á enjaezar el caballo. Pero una vez que lo enjaezó
con toda prolijidad y esmero (¡como que iba á sentarse allí Demetria!)
quedó vacilante y confuso frente á él. ¿Qué iba á hacer ahora? ¿Dónde
dejarlo? Aunque meditó largo rato, ninguna inspiración pudo obtener de
su cerebro. Al cabo, aburrido de tanta perplejidad, resolvió dejarlo en
la cuadra bien cerca de la puerta para poder tomarlo al instante cuando
le pluguiese. Antes de salir le dió pienso. Lucero quedó maravillado de
la enorme cantidad de cebada que le echó en el pesebre. ¡Este chico se
va á arruinar! Con tanta cebada había para seis veces.

Se echó á la calle y dió vueltas en todos sentidos esperando las diez.
¡Cuánto tardaban en sonar! Media hora antes se situó frente al palacio
del prócer. Desde allí vió entrar muchas señoras y caballeros; ellas
rebujadas en largos abrigos con faldas resonantes de seda, ellos con
botas de charol y sombrero de copa alta más reluciente aún que las
botas. Al cabo también _ella_ vino. La reconoció por su estatura, por
sus cabellos; de otro modo en nada se parecía aquella arrogante dama á
la aldeana de Canzana. Pero la vió volver la cabeza á uno y otro lado
hasta que le divisó, y su corazón experimentó un consuelo indecible. Su
tía era más baja. Detrás de ellas marchaba un criado que se retiró en
cuanto llamaron á la puerta y les abrieron.

Una hora de espera. No se atrevió á meterse en el portal porque de vez
en cuando todavía llegaba algún tertulio. Pero sonaron las once, y como
hacía ya rato que nadie acudía, decidió colocarse á la puerta como le
ordenaron. Sonaron las once y media; las doce menos cuarto. Nada. La
impaciencia de Nolo iba degenerando en tristeza profunda.

No menos impaciente se hallaba Demetria. Ni el brillo del salón la
seducía, ni las notas del piano la alegraban, ni conseguían llamar su
atención las sonrisas burlonas de las damas ni las miradas codiciosas de
los caballeros. Porque es de saber que aquéllas la encontraban ordinaria
hasta el extremo, una verdadera moza de cántaro, y se reían de su
encogimiento y rudeza; pero éstos la consideraban un bocado exquisito,
un pimpollo, y chasqueaban la lengua y ponían los ojos en blanco siempre
que de la niña de Moscoso se hablaba. Por eso, aunque sólo hacía un mes
que Demetria asistía á los bailes semanales que se celebraban en aquella
casa, ya tenía una muchedumbre de adoradores que giraban en torno suyo
zumbando lisonjas y ansiando libar la miel de tan espléndida rosa. Mas
su ingenuidad y simpleza los desconcertaba no pocas veces. Uno de
aquellos pisaverdes contaba noches atrás en el Casino, coreado por las
carcajadas de sus amigos, cómo en el momento crítico de estar espetando
una sentida declaración de amor á la gentil aldeanita, ésta se bajó
repentinamente para llevar la mano á un pie exclamando: «¡Dios mío, qué
daño me está haciendo este zapato!» No importa. Á pesar de eso todos
convinieron en que con su rusticidad á cuestas se quedarían de buen
grado con ella.

Después de largo vacilar Demetria se resolvió al cabo. Pretextando una
necesidad urgente salió del salón. Se dirigió á uno de los criados que
había en la antesala y le dijo:

--Deme usted el abrigo.

--¿Va á salir la señorita?

--Sí; voy á casa.

--Pepe--volvió á decir el criado dirigiéndose á otro,--enciende un farol
y acompaña á la señorita.

--Es inútil--repuso ésta con la presencia de espíritu que caracteriza á
las niñas enamoradas en los momentos más difíciles.--Mi criado debe
aguardar en el portal porque tenía orden para ello... Venga usted, sin
embargo, á ver...

El doméstico la siguió por la escalera y adelantándose luego abrió la
puerta de la calle.

--Verdad es... Aquí aguarda--manifestó divisando la silueta de Nolo.

--Retírese usted... muchas gracias... adiós--se apresuró á decir ella.

El criado cerró la puerta. Demetria avanzó por el portal y salió á la
calle, pasando por delante de Nolo sin dirigirle la palabra. Éste la
siguió, emparejándose con ella.

--¿Dónde está el caballo?

--Lo tengo en la posada... porque no sabía dónde dejarlo--manifestó el
mozo con timidez.

--No importa, vamos allá... Retírate un poco hacia el arroyo para que
parezcas mi criado... Perdona, rapaz, pero no hay más remedio... Tira
ese garrote.

Con harto sentimiento dejó Nolo su nudoso palo de acebuche arrimado á la
pared de una casa y se apartó un trecho de la elegante señorita,
caminando sin embargo á su lado. Ella le guió al través de las calles
hacia la Puerta Nueva. Pocos transeuntes cruzaban á la sazón, y los que
cruzaban se contentaban con dirigir una mirada á la dama, sin curarse
para nada del criado.

Cuando llegaron al alojamiento de Nolo, éste se adelantó unos pasos para
ver si había alguien en el portal. No había nadie. Entraron. Nolo fué á
la cuadra y sacó el caballo á la calle y cerciorándose de que ningún
transeunte cruzaba á la sazón, llamó en voz baja á Demetria. En un
instante la subió sobre el potro, montó él detrás de un salto, y ¡arre,
Lucero!

Como se hallaban en un arrabal de la ciudad pocos instantes tardaron en
salir al campo. Subieron á galope tendido por la carretera de Castilla
hasta el paraje en que se bifurca con la de Langreo. Entonces volvieron
por primera vez la cabeza atrás. La noche era oscura y caliente. Allá
abajo las luces de Oviedo brillaban como una gran constelación,
destacándose sobre ella la silueta de su torre: allá arriba, espesos
nubarrones tapaban casi por completo el firmamento, dejando solamente
algunos móviles agujeros por donde se vislumbraba el centelleo de las
estrellas.

¡Arre, Lucero! ¡up! ¡up! La gallarda pareja marcha al través de la noche
sombría. ¡Up! ¡up! El Lucero botaba, corría como si en vez de dos
cuerpos robustos llevase sobre el lomo un hacecillo de paja. Y
resoplando furiosamente parecía decirles: «No tengáis cuidado, queridos,
que por mí no quedará!» Nadie parecía por la desierta carretera. Los
árboles, las granjas, las ventas quedaban atrás, como si no valiesen
nada, como si no significasen nada para aquel potro valeroso. Un perro
que salió furioso á ladrarle no logró aminorar su escape y se retiró
pronto mohino jurando que jamás en su vida había visto correr de aquel
modo á un caballo con dos jinetes. Lejos ya tropezaron una carreta
tirada por dos bueyes. El carretero, que dormía tendido sobre la carga,
al sentir el galope del caballo levantó la cabeza, los miró cruzar
raudos y la dejó caer de nuevo como diciendo: «¡No tengáis cuidado:
huíd, que por mí no quedará!»

¡Up! ¡up! Lucero galopa cuesta abajo como cuesta arriba. Sin embargo,
Nolo, previsor, comprende que en aquella forma no podría resistir las
cinco leguas que los separaban del valle de Laviana. Determina apearse.
Mas no por eso se amengua mucho la rapidez de su marcha. Arrimado al
caballo, que sólo monta Demetria, y deslizándose velozmente por la
cuesta abajo, parece que los lleva á ambos sobre sus hombros hercúleos.
¡Atrás, atrás los árboles, las casas y los hórreos, los maizales, las
pomaradas, masas informes, terribles en medio de la noche tenebrosa! Mas
he aquí que cuando menos lo soñaban la luna asoma su disco argentado por
encima de una colina. Súbito la campiña se ilumina, brillan las aguas
del río, tiemblan los árboles y los maizales: todo parece un espejo
donde se repiten hasta el infinito sus imágenes. Nolo y Demetria se
estremecen y piensan con terror en que están ya cerca de Langreo. Pero
no; la luna los mira un instante y se oculta en seguida detrás de negros
nubarrones ¡Huíd, huíd, hijos míos, que por mí tampoco quedará!

Sin embargo, las nubes no se mostraron tan propicias. Comienzan á caer
algunas gotas enormes de lluvia y poco después un aguacero torrencial.
Se refugian debajo de un hórreo y aguardan bastante tiempo. Demetria
quería seguir, pero Nolo se opone porque teme, que una mojadura le haga
daño. Al cabo salen del cobertizo y emprenden con más gana su carrera.
Atraviesan la villa de Sama. Las altas chimeneas como negros fantasmas,
ni aun en aquella hora avanzada de la noche, dejan de vomitar vapores
infernales. Nolo y Demetria las contemplan con horror y se muestran
satisfechos cuando las dejan atrás. Llueve de nuevo y de nuevo se
refugian bajo el corredor de una casa. Por fin llegan á la Pola, siguen
á Entralgo y para vadear el río se ve necesitado Nolo á mojarse hasta la
cintura porque teme que el caballo resbale con los dos y dé con ellos en
el agua. Así, montada sólo Demetria y llevando él á Lucero por el
diestro, se salvan de un percance. Cuando tocan en las casas de Entralgo
comienza á llover con violencia. Debajo del corredor emparrado de la
casa del capitán se guarecen. Era ya cerca del amanecer.

Al verse en su parroquia, tan próxima á su casa, se le dilata el pecho á
Demetria y se le suelta la lengua. ¡Qué ajena estaría su madre de la
sorpresa que iba á darle! ¡Cómo dormirían los pobrecitos de sus
hermanos! Era necesario aguardar allí á que rayase el alba para no
darles un susto. Nolo halló bueno el pensamiento y abriendo el establo
de D. Félix metió y amarró el caballo dentro. Para ir á Canzana no lo
necesitaban ya. Sentáronse en el famoso canapé de piedra, delicia de su
amo. La lluvia batía con monótono son la gran pomarada que tenían
delante y repicaba sobre la parra.

--Esta agua es una bendición para el maíz, Nolo--profirió Demetria al
oído del mozo.--¿Cómo está la siembra de mi padre?

--Buena; levanta ya más de un palmo.

--¡Oh, es que mi padre sabe trabajar la tierra y sabe abonarla!--exclamó
con arrogante alegría.--¿Y vuestra escanda y vuestro centeno?

--Tampoco marcha mal... Nuestra tierra es peor que la de tu
padre--añadió sonriendo.

--Sí, sí, pero vosotros cogéis un caudal de avellana y nosotros muy
poca... Además, ¡criáis un ganado!... ¡Qué ganado, Virgen! En ninguna
parte lo he visto tan lucido.

Nolo se resistía á concederlo por modestia. Ella insistía, preguntaba
por todas las vacas que conocía perfectamente, se interesaba por las que
habían parido y quería saber el sexo de la cría y si estaban gordas ó
flacas. También se informó de las de sus padres y quedó sorprendida
cuando Nolo le dijo que habían vendido la Salía.

--¡Cómo! ¿Han vendido la Salía y no me han avisado?--exclamó con
despecho.

Nolo le manifestó que la venta era muy reciente y que no habían tenido
tiempo. Se tranquilizó, pero de todos modos lo sentía. ¡Cuántas veces la
había ordeñado! ¡Qué noble era! ¡qué lechar, qué mantequera! No
adivinaba la razón que su padre habría tenido para desprenderse de ella.

La lluvia seguía redoblando sordamente sobre los pomares y la parra.
Allá en el establo, detrás de ellos, se oían de vez en cuando los
mugidos del ganado.

Sin embargo, una débil claridad comenzaba á esparcirse por el Oriente.
Era necesario pensar en marcharse. Aguardaron todavía algunos minutos y
cuando observaron que la lluvia cedía un poco se lanzaron fuera del
techado y á paso rápido llegaron al Campo de la Bolera, atravesaron el
riachuelo sobre el puente de madera y comenzaron á subir por el
retorcido y pintoresco sendero que conducía á Canzana.

¡No se fatigaba, no, aquella gallarda pareja por lo agrio de la cuesta!
Sus piernas la conocían bien y cada piedra podía dar testimonio de la
presión de sus pies. Los de Demetria iban calzados ahora de un modo bien
distinto, con zapato de baile. No importa, las piedrecitas los
reconocían perfectamente y les daban la bienvenida.

--Algunas veces he subido y bajado este camino con un cesto bien grande
de ropa sobre la cabeza cuando venía á lavar con Flora--profirió
alegremente la joven.

--Flora está en Entralgo.

--¿Está en Entralgo? Habrá venido á ayudar á doña Robustiana... Como
ahora ya está el amo ahí... ¡No se alegrará poco de verme!

--¿Pero no sabes lo que ha pasado hace pocos días?

Demetria no sabía nada. Entonces Nolo le notició lo que había ocurrido
dos días antes de su salida para Oviedo, el reconocimiento de Flora por
hija del capitán y lo satisfechos que estaban todos los paisanos con
aquella señorita criada entre ellos. Demetria dejó escapar también
exclamaciones de alegría. ¡Ya lo creo que se alegraba! Estaba segura de
que Flora, aunque rica y señorita, sería su buena amiga.

--¡Pero tú también eres señorita!--apuntó Nolo en voz baja y sonriendo.

El semblante de la joven se oscureció.

--¡Calla! ¡calla! No hables de eso.

Llegaron por fin á las primeras casas de Canzana. ¡Cómo le latía el
corazón á Demetria! Se acercaron á la del tío Goro. Éste se hallaba ya
en el establo ordeñando. Nolo le llamó desde la puerta. El hombre más
sabio de Canzana quedó altamente sorprendido de verle en aquella hora
por allí. Mas cuando salió y se encontró frente á Demetria de aquel modo
ataviada se puso densamente pálido y dejó caer al suelo el jarro con la
leche. Demetria le abrazó sollozando. Pocas explicaciones bastaron para
darle cuenta de la escapatoria. El tío Goro se vió tan perplejo en
aquella ocasión que á pesar de su reconocida profundidad no supo decir
una palabra y se contentó con llorar como cualquier ignorante.

Era necesario prevenir á Felicia que aún dormía. El tío Goro subió las
escaleras y la llamó diciéndole que se vistiese de prisa, que la
necesitaba. Pero Demetria no esperó á que bajase: en cuanto oyó sus
pasos en la sala sin poder contenerse subió la escalera gritando:

--¡Madre! ¡madre!

--La buena mujer cayó en sus brazos.

--¡Madre! ¡madre! ¡madre! ¡Ya estoy aquí! ¡Madre! ¡madre! ¡madre!

Demetria abrazada á ella repetía con frenesí este sagrado nombre como si
quisiera indemnizarla del tiempo en que no había podido dárselo. Manolín
y Pepín saltaron de la cama en camisa y se abrazaron á sus faldas
gritando de alegría. Demetria los cogió al fin y elevándolos del suelo
los besó con arrebato infinitas veces. Dejándolos luego exclamó:

--¡Traedme mi vestido! ¡Traedme mi dengue, mi saya de estameña, mis
corales!... ¡No quiero más estos trapos!

Y con tal ímpetu comenzó á despojarse de su rico traje que en vez de
quitárselo lo desgarraba. La seda crujía entre sus dedos robustos de
paisana. Al cabo entró en su cuarto y pocos instantes después salió
vestida de aldeana. Nolo sintió latir su corazón con violencia y un rayo
de alegría iluminó su semblante. La tía Felicia, sofocada por el llanto,
no supo más que exclamar:

--¡Cuánto más hermosa estás así!, mi reitana.

Pero el tío Goro supo al fin encontrar en lo recóndito de su cerebro una
sentencia adecuada.

--La verdadera hermosura, Felicia, no está en el cuerpo, sino en el
alma.

Sin embargo, un paisano que cruzaba á la sazón se enteró de lo que
ocurría en casa del tío Goro y le faltó tiempo para comunicarlo á las
vecinas que ya se habían levantado. La noticia circuló como una chispa
por el pueblo. Pocos minutos después se amontonaba delante de la casa
del tío Goro un grupo bien compacto de mujeres deseando ver á Demetria y
saludarla. Ésta se asomó al corredor y fué victoreada como un diputado.
Pero sus amigas no se contentaban con esto: fué necesario que bajase y
se dejase abrazar y besar por todas y cada una.

Mientras tanto Nolo, que sentía vergüenza entre tanta gente, se deslizó
sin despedirse, prometiéndose volver en seguida por si algo ocurría.

Las amigas de Demetria, aunque se mostraban alegrísimas y no cesaban de
pellizcarla y empujarla para dar testimonio de ello, ocultaban no
obstante en el fondo de su alma una amarga decepción. Todas habían
contado hallarla vestida de señorita. Mientras había permanecido por
allá habían corrido en la aldea, entre el elemento femenino, rumores de
gran sensación, noticias estupendas. Se hablaba de una cola larga,
larga, de terciopelo que dos pajes llevaban cuando Demetria salía á la
calle, de una ristra de brillantes como avellanas que se ponía á guisa
de corales en el cuello, de unos zapatos con tacón de oro y de otras
maravillas innarrables que sobresaltaban la fantasía de las zagalas
hasta un punto imposible de describir. Una de ellas no pudiendo
contenerse al cabo le dijo tímidamente:

--Demetria, si no te incomoda, has de ponerte luego para que la veamos
la cola de terciopelo... Nosotras te la llevaremos en lugar de los
pajes.

Demetria la miró estupefacta y soltando una gran carcajada se abrazó á
ella besándola.

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XX

Rapto de Demetria.


Naturalmente la noticia llegó al instante hasta Entralgo. Naturalmente
Flora acudía pocos minutos después á Canzana tan roja por el placer como
por lo agrio de la pendiente, abrazaba estrechamente á Demetria, la
besaba, la pellizcaba y la mordía. Y lo que es menos natural, pero no
menos cierto, poco después convencía á su padre de que debía montar
inmediatamente á caballo y trasladarse á Oviedo y manifestar á sus
cuñadas que _aquello_ ya no tenía remedio. El capitán hizo como se le
mandaba. En cuatro patas se hubiera puesto si Flora se lo hubiera pedido
en aquellos días. No fué tan difícil su comisión como temía. Las
señoritas de Moscoso se hallaban profundamente irritadas contra
Demetria; no querían verla más delante de sus ojos. D. Félix se guardó
de decirles que la interesada estaba resuelta á secundar de todo corazón
su deseo. Pero se aprovechó para sacarles á cambio de tanta crueldad
algún dinero para constituir una dote á Demetria. Este dinero no era
mucho en la ciudad, pero en la aldea representaba una suma fabulosa.
Satisfecho de su astucia y alegre por causar un placer á su hija, dió la
vuelta nuestro hidalgo para Laviana. Las noticias que traía llenaron de
gozo á todos. Pero Flora todavía tenía otra cosa que pedir. ¿Cuándo
cerraría el pico aquella vivaracha niña? Quería á todo trance que la
boda de Demetria se celebrase cuando la suya, en los primeros días de
Agosto. Así se convino.

Comenzaron los días felices. Era ya entrada la primavera: su hálito
fragante corría por el valle de Laviana tiñéndolo de todos los verdes
imaginables, desde el más claro hasta el más oscuro. Caían las flores de
los árboles y caían sin tristeza, porque en su puesto dejaban pequeños
botones que muy pronto se trocarían en sazonados frutos. Los pájaros
principiaban su certamen de amor modulando canciones en el bosque.
Murmuraba el río batiendo los cristales de sus aguas contra los
pedruscos que interceptaban el camino; reían las fuentes discretamente
bajo su emparrado de avellanos; saltaban los chotos en la pradera de
esmeralda; las altas montañas se desembarazaban majestuosamente de su
cendal y exponían la blanca cabeza al sol para que la derritiese.

Todo esto sucedía cada año, es verdad, pero en éste ¿no eran más verdes
los prados, no eran más claras las fuentes, no corría más límpido el
río, no cantaban más dulcemente los mirlos y los jilgueros? No lo sé,
pero si así no era, debiera ser así. Porque de algún modo estaban en el
deber de celebrar la próxima unión de tan gallardas parejas. De todos
modos, digámoslo con entereza, importaría poco aquel año que el soplo de
la primavera corriese ó no corriese por el valle de Laviana. Bastarían
los ojos incomparables de Demetria para iluminarlo todo bien claramente;
bastaría la risa argentina de Flora para tornarlo alegre y regocijado
como ningún otro valle de la tierra.

Sin embargo, mucho negro había en el valle de Laviana este año. Las
bocas de las minas vomitaban cada día más carbón, las fraguas despedían
más humo, la locomotora dejaba más escorias á su paso al través de los
campos. Pero lo más negro de todo lo negro que había en Laviana era
Plutón. Aquel hombre ya no era hombre, sino un pedazo de carbón con
brazos y piernas. Desde Carrio donde se alojaba se había venido á
Canzana, donde un incauto vecino le recibió por huésped. Lo fué tan
molesto que á los pocos días de buena gana le hubiera echado. Pero no se
atrevió á hacerlo porque al instante le inspiró un gran terror, como á
todos los que se le acercaban. Lo mismo le importaba á aquel malvado dar
una puñalada que beberse una copa de aguardiente. Demetria le tropezaba
de vez en cuando, unas veces en la aldea, otras camino de la fuente y
siempre que le veía no podía menos de estremecerse. El recuerdo del
agravio que aquel hombre asqueroso la había hecho á orilla del río
asaltaba su imaginación y siempre estaba temiendo que se repitiese. Pero
no; Plutón se contentaba con dirigirle largas miradas entre codiciosas y
burlonas sin dirigirle la palabra. Una vez, sin embargo, al asomarse al
corredor por la noche, creyó ver en la calle relucir unos ojos entre las
tinieblas, mirándola fijamente. Se retiró con presteza y en toda la
noche no pudo conciliar el sueño. Otra vez al entrar á la hora
acostumbrada en la glorieta de la fuente á llenar su herrada le encontró
allí dentro sentado sobre el banco de piedra. Corriendo dió la vuelta á
casa sin llenar la herrada.

De estos recelos y sobresaltos no daba cuenta á nadie. Era la zagala
reservada y valerosa, y por otra parte imaginaba que si Nolo se enteraba
podría buscar quimera al minero. Dios sabe lo que entonces sucedería.
Porque era un traidor aquel hombre, ¡un diablo del infierno! Pero una
tarde, como viniese emparejada con su novio de la Pola, á donde había
ido á comprar algunos enseres de cocina, se cruzaron con algunos
mineros que, lejos de saludarles al uso tradicional de la tierra, los
miraron con burlona curiosidad. Caminaron algunos instantes en silencio,
heridos de aquella hostilidad inmotivada. Demetria exclamó de pronto:

--¡No quisiera vivir más en Canzana, Nolo! ¡Llévame á la Braña, llévame
lejos de estos hombres blasfemos y malditos!

Nolo alzó los hombros con desesperación.

--Donde quiera que vayamos, Demetria, nos seguirán. Dentro de poco
tiempo no quedará en este valle ningún sitio sin agujerear.

Había sido convenido que Nolo, después de casado, viniese á habitar á
Canzana con Demetria y sus padres. El tío Goro se hacía ya viejo y
necesitaba quien le ayudase á cultivar las tierras: su labranza era
mucha: sus hijos tan pequeños, que en largo tiempo aún no debía contar
con ellos. Por otra parte, el capitán había resuelto comprar con la dote
de Demetria algunos prados y tierras labradías en la parroquia de
Entralgo para que allí se asentasen. Flora rogaba por Dios y por la
Virgen que no la apartasen de aquella amiga tan querida que por afinidad
era ya próxima deuda de su padre.

Al día siguiente de este insignificante suceso se amasaba la borona en
casa del tío Goro. Felicia solía enviar á sus chicos á los castañares á
buscar hoja para cubrir la pasta y echar el rescoldo encima. Demetria
quiso hacerlo por sí misma esta vez, pues los chicos iban á perder la
escuela. Salió á la tarde provista de una pequeña hoz de mango corto y
se internó por los bosques de castaños que rodean á Canzana, buscando
uno que era propiedad de su padre. Se hallaba bastante lejos: era
necesario bajar al fondo de la garganta por donde corría un arroyo que
separaba la parroquia de Entralgo de la de Carrio y subir luego un
trecho más. Así lo hizo y en esto se placía mucho. Su corazón, después
de la estancia en la ciudad estaba ansioso de la libertad de los
bosques, del canto de los pájaros, de aquella luz tan suave, de aquella
brisa fragante que recordaba con dolor mientras estuvo prisionera en
Oviedo.

Llegó por fin á su castañar, que no había visto haría cerca de un año, y
se sintió enternecida. Conocía los árboles y tenía de cada uno algún
recuerdo. «Al pie de éste hicimos una hoguera Telva, Rosaura y yo y
asamos castañas. De este tan alto se cayó Celso el de la tía Basilisa,
antes de ir al servicio del rey, y no se hizo daño ninguno... ¡qué susto
nos dió!... En ese otro escribió Juanín de Mardana mi nombre... ¡aquí
está!»... Tales recuerdos dilataron su corazón. Comenzó á cortar algunas
pequeñas ramas, aquellas que no hacían falta á los árboles, y mientras
tanto soltó el torrente de su voz cantando una de las baladas del país.
En Oviedo no podía cantar de aquel modo con todo el aliento de su pecho.
¡Siempre el horrible solfeo, el aburrido piano! En cuanto daba una voz
más alta que otra ¡chut, chut, silencio!

Aunque estaba bien distraída al cabo de un rato creyó percibir detrás
leve ruido y se volvió. Frente á ella y bastante próximo se hallaba
Plutón, negro y endemoniado como un tizón y con su lámpara encendida
colgada del brazo como si acabase de salir de la mina.

Se puso pálida, pero no dió un paso atrás.

--Buenas tardes, Demetria--dijo él.

--Felices--respondió ella secamente.

--¿Por qué no sigues cantando?

--Porque no tengo ganas.

--¿Soy yo quien te las quito?

--Quizá.

Hubo una pausa. Plutón dijo avanzando un paso hacia ella:

--Pues más que las rosquillas de Santa Clara bañadas de azúcar, más que
el vino de Rueda y el aguardiente de sobre-mar me gusta oirte á ti...
¡Canta, Demetria!

--Te digo que no tengo gana... ¡No te acerques!

Y retrocedió algunos pasos asustada.

--¡Si no es para hacerte daño, mujer!--profirió él deteniéndose.--Sólo
quiero decirte dos palabras al oído... dos palabras solamente.

--Pues yo no quiero oirlas... ¡No te acerques!

Plutón avanzó algunos pasos y ella retrocedió otros tantos blandiendo en
su mano derecha la hoz.

--En cuanto te las diga me marcho--manifestó él sonriendo
diabólicamente.

--¡No te acerques!--exclamó de nuevo retrocediendo.

Esto era lo que apetecía Plutón. Detrás de ella, á dos pasos nada más,
se hallaba una chimenea ó boca de respiración de la mina que él mismo
había concluído de abrir el día anterior y que nadie conocía.

--¿Por qué no quieres escucharme?

--¡Porque no!... ¡Vete!

Retrocedió los dos pasos que le faltaban y cayó en el agujero. Pero ya
Plutón había dado un salto prodigioso y antes que desapareciese la
agarró por el brazo. No la alzó, sin embargo, sino que, teniéndola
suspendida, él mismo se precipitó en el agujero, y con su agilidad de
mono y adiestrado en bajarlo y subirlo, descendió con su carga
velozmente, apoyándose con los pies en las escalerillas que su mano
había tallado.

Bajaron hasta la galería de la mina y allí cayeron. Plutón de pie,
Demetria de espalda. Aquél quiso ayudarla á levantarse, pero ella se
alzó bravamente en seguida y recogiendo precipitadamente la pequeña hoz
que brillaba en el suelo porque la había dejado caer en su descenso, se
alejó de él blandiendola con su mano crispada. Se hallaban casi en
tinieblas. Por el largo y estrecho agujero por donde habían descendido
apenas penetraba un tenue rayo de luz.

--Estás en mi poder, Demetria. No te escapes, porque es inútil--dijo el
minero sordamente recogiendo del suelo su lámpara que se había apagado.

Se oía la respiración anhelante de la joven que no respondió una
palabra.

--Me tienes miedo, ¿verdad?... Pues dentro de poco llorarás por mí,
pichona. Te parezco feo, ¿verdad? Pues no tardarás en besar esta cara
tan fea y tan negra. Y no temerás mancharte acercando á ella la tuya,
blanca como la leche y suave como la manteca. Ya verás cómo debajo de
esta capa de carbón hay un hombre que sabe tratar como se merecen á las
niñas bonitas...

Aquí Plutón soltó una formidable carcajada. Su triunfo le embriagaba.
Demetria estaba muda.

--¿Quién te había de decir, hermosa, cuando arrastrabas hace poco la
cola por Oviedo, que tan pronto habías de llegar á pedir perdón á este
pobre minero y á besarle los pies?... Porque has de besármelos, ¿sabes?
De otra suerte no saldrás más de aquí. No quisiste ser señorita,
preferiste ser aldeana. No te aplaudo el gusto y menos que lo hayas
hecho por amor á ese zote de Villoria. Pero no creas que me opongo á que
te cases con él. Sigue tu camino. Lo único que quiero es que ántes me
pagues el portazgo...

Volvió á soltar Plutón otra satánica carcajada, enteramente seguro de
que Demetria sucumbiría á su deseo.

--Vamos, ven acá, cacho de cielo... Algo bueno nos había de tocar una
vez siquiera á estos pobres que nos pasamos la vida dentro de la tierra
como los topos comiendo y respirando carbón... ¿Tú no sabes, palomita,
que estoy envenenado desde que te robé aquellos besos junto al río? ¿Tú
no sabes que me he pasado muchas noches en vela pensando en ti? ¿No
sabes que aquí dentro del pecho todo el gas que tenía se ha inflamado de
pronto y estoy ardiendo en vida por ti?... ¡Ven acá, rosa temprana!...
¡ven, cerecita dulce!

Plutón avanzó unos pasos con los brazos extendidos. Demetria, cuyos ojos
se habían acostumbrado ya á la oscuridad, le vió venir y retrocedió por
la galería.

--¡No te acerques, granuja, malvado!

--¡Qué! ¿nos hacemos remolones? De nada te valdrá, princesa--dijo el
monstruo.--Escucha, Demetria. Has caído en una ratonera. En esta galería
nadie trabajará ni nadie pasará hasta que yo abra otra chimenea, y
tardaré lo menos quince días. ¡Figúrate si hay tiempo para que se pudra
ese cuerpecito amasado con rosas y leche! Gritarás y no te oirán;
tratarás de salir y te extraviarás cada vez más, porque no conoces ni
los pisos ni las galerías y marcharás á oscuras... Así, pues, allánate á
ser un poco dulce, ó me marcho y te dejo aquí sepultada en vida...

--Márchate ya, bandido. Déjame morir, que si no las pagas en este mundo
las pagarás en el infierno.

--¡El infierno!--exclamó Plutón riendo.--¡Estás en él, querida! ¿No has
aprendido en la doctrina que el infierno está debajo de la tierra? Pues
debajo te encuentras y nada menos que en compañía del diablo mayor. Pero
este diablo que tú aborreces, cuando está enamorado es más blando que un
cordero y sabe hacer caricias como los ángeles... ¡Ya verás, ya
verás!... La sangre que corre debajo de esta corteza de carbón es
encarnada como la de ese palurdo de la Braña y es más caliente... ¡Ya
verás, ya verás!... Nadie nos oye, nadie nos ve... Al fin saldrás de
aquí, te lavarás... y como si no hubiera pasado nada... Plutón se
quedará en el infierno y tú volverás al cielo... ¡Ven á mis brazos,
terrón de azúcar! ¡ven, pedazo de gloria!...

Plutón avanzó rápidamente y quiso echar mano á la zagala; pero ésta,
arrojándose atrás con igual presteza, alzó la pequeña hoz y la descargó
con toda la fuerza de su brazo sobre la cabeza del traidor. Cayó al
suelo. Demetria le vió inmóvil y creyó ver también la sangre que le
cubría el rostro. Pensó que le había matado y huyó despavorida por la
mina y quedó envuelta al instante en completa oscuridad. Sin embargo,
marchaba, marchaba siempre. No pensaba en su situación, sino en la
muerte que acababa de cometer. Pero las tinieblas se espesaban y sus
pies iban dando tropezones, hasta que al fin cayó. Alzóse y siguió
marchando y volvió á caer y tornó á levantarse. Al cabo creyó percibir
un tenue rayo de luz á lo lejos. Marchó hacia él con la esperanza de
hallar salida. Pero la luz procedía de una chimenea como aquella por
donde habían descendido. Dió gritos á la boca de ella. Nadie le
respondió. Gritó hasta que quedó sin voz. Sólo entonces se dió cuenta de
su situación horrible. Intentó volver sobre sus pasos al sitio donde
había estado; pero las piernas se negaron á obedecerla. Veía á aquel
hombre tendido y manando sangre: sus cabellos se erizaban de terror.
Siguió avanzando. Y otra vez cayó y otra vez se alzó: tropezaba con las
paredes, con los puntales de sostén. Caminaba con las manos extendidas
siguiendo el trayecto de la galería. Algunas veces penetraba en el hueco
de un tajo, pero se encontraba sin salida y volvía atrás y de nuevo
seguía el curso de la mina. Al cabo volvió á percibir otro rayo de luz.
Su corazón se dilató con la esperanza de hallar salida. Pronto se disipó
no obstante: la luz procedía de otro respiradero. Sin embargo, al
acercarse á él observó que era menos largo que los otros. Allá en lo
alto se divisaba un puntito de cielo. Entonces, con las pocas fuerzas
que le quedaban gritó hasta romperse la garganta. Nadie respondió.

Quiso seguir, pero comprendió que ya era inútil. Un sudor frío bañaba su
frente. Mirando aquel puntito claro de cielo permaneció largo rato con
los ojos muy abiertos. Poco á poco aquel puntito también se fué
oscureciendo. La tarde declinaba. Pronto se borró por completo. Quedó en
tinieblas. Entonces cayó de rodillas y oró con fervor, pidiendo á la
Virgen su salvación. Oró hasta que no pudo más y al cabo cayó deshecha
sobre el duro suelo y quedó dormida. Y soñó en poco tiempo multitud de
cosas. Creía estar en Oviedo en los salones de Valledor. De pronto se
abría la puerta, aparecía un hombre y preguntaba por ella. Todos la
miraban con sorpresa. Aquel hombre era su confesor. La sacaba del salón,
la llevaba á la catedral y la encerraba en un confesonario: luego se
marchaba, y las puertas del templo se cerraban. ¡Qué angustia! ¡qué
desesperación!... Pero á fuerza de golpes lograba romper la puerta, y
sin saber cómo se encontraba en medio del campo... Un golpe de gente
venía hacia ella gritando: «¡Huye, Demetria, huye! ¡Ahí viene! ¡ahí
viene!--¿Quién viene?--preguntaba ella.--¡Un lobo! ¡un lobo que está
rabioso!» Y ella se daba á correr; pero no podía: las piernas le pesaban
como si fuesen de plomo: los demás corrían y ella no podía seguirles. Y
detrás se escuchaba el jadear de la fiera. Se volvió para mirarla; el
lobo tenía la cabeza de Plutón. Lanzó un grito y despertó...

Al principio no se dió cuenta de su situación: creía estar en la cama
como todos los días y mostró alegría al verse libre de aquella pesadilla
horrible. Pero cuando se recobró y se hizo cargo de dónde se hallaba, un
estremecimiento de terror paralizó sus miembros. No pudo gritar ni
moverse. Al cabo se incorporó: sus labios murmuraron: «¡Jesús,
asísteme!» Comprendió que era necesario morir y pidió al cielo que no le
hiciese sufrir mucho tiempo. Se despidió con el pensamiento de sus
padres, de sus hermanos, de sus amigas, de Nolo... Y un sollozo que se
había ido formando poco á poco dentro de su pecho estalló al cabo como
una nube cargada de agua. Lloró largo rato, lloró copiosamente. Las
lágrimas bañaban su rostro, caían sobre sus manos y las escaldaban.
Cuando ya no pudo llorar más sintió una sed abrasadora. Pero gotas de
agua filtraban por las paredes y por el techo. Con el hueco de las manos
recogió á tientas algunas de estas gotas y las bebió. Sabía el agua á
carbón, pero no importaba. Al cabo su sed se calmó. Volvió á orar con
todo fervor, se encomendó á Dios de todo corazón y de nuevo quedó
dormida.

Al despertar penetraba ya la luz por la chimenea. De nuevo sintió una
sed abrasadora y otra vez volvió á calmarla con el agua sucia que manaba
de las paredes. Miró por el agujero y vió el puntito de cielo. Esta
vista infundió en su pecho un ansia loca de vivir. Se levantó haciendo
un esfuerzo y quiso proseguir su marcha buscando la salida. Mas apenas
había dado algunos pasos sus piernas se doblaron y no pudo seguir. Cayó
desfallecida. Un sudor frío, el sudor de la agonía volvió á correr por
su frente. Pero en aquel instante creyó oir una voz que llegaba á ella
de la tierra por el respiradero. Se alzó, se aproximó más á él y con más
claridad oyó la voz de un hombre que cantaba allá arriba. El canto no
era del país sino playera andaluza. Entonces arrimando la boca al
agujero gritó con todas las fuerzas que le quedaban: «¡Celsoo!» Fué un
grito horrible, extraño, semejante á un aullido. Como si con él exhalara
toda la vida que aún tenía, después de lanzarlo cayó al suelo desmayada.

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XXI

Purificada.


Demetria tardaba mucho en venir con la hoja. Felicia impaciente despachó
al zagalillo que tenían para el ganado en su busca. Volvió diciendo que
no la había visto por ninguna parte. Entonces la buena mujer hizo llamar
á su marido, que estaba en la huerta, y le envió al castañar, ya con
algún cuidado. Tampoco el tío Goro encontró allí á su hija aunque la
llamó repetidas veces en alta voz. El agujero de la chimenea recién
abierta estaba disimulado por la maleza y no pudo verlo. Dió la vuelta á
casa. Tanto él como su esposa comenzaron á sentir zozobra. Bajó á
Entralgo por si acaso su hija se hallaba con Flora. No la halló ni
supieron darle razón de ella. Entonces siguió á Carrio, porque el
castañar donde había ido á cortar hoja no estaba lejos de este pueblo.
En Carrio nadie la había visto. Desde allí, atravesando el río por la
barca, se trasladó á la Pola. Tampoco nadie la vió por allí.

Mientras tanto la tía Felicia había despachado á toda prisa al zagal á
la Braña, sospechando que hubiera podido ir á hablar con Nolo. Éste
quedó muy sorprendido de la noticia y se vino á toda prisa con el zagal
á Canzana. Cuando llegó poco después el tío Goro y les dió cuenta del
resultado infructuoso de sus viajes quedaron consternados. Un mismo
pensamiento les había asaltado á los tres, aunque no se atrevían á
manifestarlo. Demetria se había ido de nuevo á Oviedo. La vida de la
aldea se le hizo sin duda aborrecible después de ser señorita y, por
vergüenza de explicarse, se había escapado. Los tres guardaron silencio
sin comunicarse sus sospechas. El día había tocado ya á su término y era
noche cerrada.

El tío Goro bajó de nuevo á Entralgo y comunicó sus sospechas con el
capitán. Este no quiso confirmarlas; le costaba mucho trabajo suponer
que Demetria, después de lo acaecido, tuviese deseos de volverse á
Oviedo. Sin embargo, hizo montar á caballo á su criado Manolete y le
envió á allá con objeto de averiguarlo. Felicia, enloquecida y
acongojada, quiso marcharse al monte y buscar por todas partes á su
hija. Nolo trató de disuadirla. En aquella hora no era posible que la
encontrasen aunque le hubiera pasado algún accidente. Además el mozo de
la Braña dudaba que le hubiera acaecido nada malo; se inclinaba más bien
á creer en la huida á Oviedo. Su amor era grande pero receloso, y,
aunque Demetria nunca le diera motivos para dudar de él, le parecía bien
extraordinario que se allanase á ser aldeana pudiendo ser señorita. No
le fué posible persuadir á la tía Felicia. Ésta salió de Canzana antes
que el tío Goro volviese de Entralgo. Nolo no quiso que fuese sola y la
acompañó. Tomaron un farolito y se lanzaron al campo y comenzaron á
recorrer escrupulosamente, todos los caminos y senderos próximos al
pueblo y á registrarlos. Hicieron lo mismo con los que conducían al
castañar. Anduvieron por los contornos de Carrio; subieron al monte.

Nada; sus registros resultaban siempre inútiles. La desventurada
Felicia lloraba sin cesar. Nolo hacía esfuerzos por animarla. Pero tanto
como ella necesitaba él de alientos, aunque por diferente motivo. Él se
afirmaba cada vez más en que Demetria se había marchado á Oviedo. Ella,
más perspicaz porque la amaba con corazón de madre, se aferraba en que
le había acaecido un percance.

Más por complacerla que por esperanza de obtener resultado alguno, Nolo
consintió en recorrer los montes que dominaban el castañar del tío Goro.
Vagaron por ellos á la ventura sin tropezar ser viviente. Al cabo
divisaron entre los árboles una luz.

--¿Dónde estamos?--preguntó Felicia que con la pena y tanto paseo se
había mareado.

--Cerca de la cabaña de Pepa la Pura.

Esta Pepa la Pura era una mujer á quien, apenas muertos sus padres,
cuando contaba veinte años, sus dos hermanos varones arrojaron de casa.
La desgraciada, en vez de expatriarse ó ponerse á servir de criada,
prefirió marcharse al monte. Y dando pruebas de una energía maravillosa,
casi sobrenatural, construyó por sí misma ó ayudada solamente de algún
vecino caritativo una choza para guarecerse: se puso á cultivar la
tierra baldía. Con esto y con algún jornal que solía ganar en Canzana
ayudando en sus labores á los vecinos se había podido mantener. Aunque
habitaba enteramente sola y cuando joven era bella supo defender su
honestidad tan bravamente que los mozos de la parroquia le pusieron por
sobrenombre la Pura y este apodo le quedó. Ahora ya era vieja, aunque no
tanto como aparentaba. Los rudos trabajos, las privaciones y la acción
de la intemperie habían arrugado su rostro antes de tiempo.

Al acercarse á su choza pudieron verla al través de la puerta
entreabierta. Estaba lavando la pobre escudilla en que había cenado y
disponiéndose para acostarse en el mísero camastro que ocupaba la mitad
de su vivienda. Felicia la llamó.

--¿Quién va?-preguntó ella sin mostrar susto alguno y dirigiéndose á la
puerta.--¡Ah, eres tú, Felicia!... ¡y tú también, Nolo!... ¿Qué viento
os trae por aquí?

La pobre Felicia se echó á llorar sin responderle. Nolo dijo:

--Demetria ha desaparecido desde esta tarde y nadie sabe dónde se
encuentra. ¿Sabes tú algo?

--No, no... yo no sé nada.. ¿Cómo quieres que sepa?--respondió con
agitación.

--El castañar donde fué por hoja no está lejos de aquí: pudieras bien
haberla visto...

--No, no... yo no la he visto... Yo estuve todo el día sallando el maíz
ahí arriba... ¡No la he visto, no!...

Si Nolo estuviera dotado de más perspicacia ó malicia no le hubiera
pasado inadvertido el aturdimiento de la Pura. Pero nada echó de ver y
cuando aquélla les invitó á descansar un momento aceptó y entraron. La
tía Felicia tenía en verdad necesidad de reposo. Pepa la agasajó y la
consoló cuanto pudo. Se comprendía que las lágrimas de la desdichada
madre le hacían daño. Se había puesto pálida y temblorosa. Cuando al fin
salieron de la choza les acompañó un rato. Felicia quería proseguir sus
investigaciones, mas Nolo se opuso resueltamente á ello: sobre ser
inútil, el estado de fatiga en que se hallaba no lo permitía. Por la
mañana bien temprano volverían á comenzar.

Según caminaban por el monte abajo, la Pura se había ido quedando un
poco rezagada. Tiró un poco de la manga de la camisa á Nolo y
acercándose á su oído cuanto pudo le dijo en voz apenas perceptible:

--Tengo que hablarte... Vuelve en seguida.

Turbado quedó el mancebo. Acompañó en silencio hasta Canzana á la que
pronto debía de ser su madre y se despidió de ella á la puerta de casa.
¿Cómo? ¡Eso no podía ser! Felicia quería á todo trance retenerle y que
durmiese aquella noche en Canzana. Nolo se obstinó en volverse á la
Braña, pretextando que nada había dicho á sus padres y podían estar con
cuidado. Mañana al amanecer volvería para continuar la busca de
Demetria. No fué posible á la buena mujer convencerle. Se despidió de él
llorando y de este modo entró en la casa.

Nolo permaneció un instante fuera. Luego, en vez de tomar el camino de
la Braña, se salió de la aldea á toda prisa por el extremo opuesto.
Buscó el sendero del monte y se emboscó por los castañares que en
aquella hora estaban lóbregos y medrosos. El mozo los atravesaba con
paso vivo y resuelto, más emboscado aún en sus propios pensamientos y
recelos. La primavera, pródiga siempre en aquel valle, amontonaba la
hoja en los árboles y la fronda de los helechos en el suelo, de tal modo
que ni un rayo de luz penetraba en los parajes que recorría. Pero Nolo
era hombre de las montañas y si no conocía los senderos los adivinaba.

Cuando salió de los castañares y se encontró en el monte descubierto, el
resplandor pálido de las estrellas le pareció una gran iluminación. Con
paso aún más rápido ascendió en poco tiempo hasta divisar la cabaña de
la Pura. No vió luz y le sorprendió, porque contaba que le estuviese
esperando. Se acercó: la puerta estaba cerrada. Detúvose, un momento
lleno de confusión y al cabo llamó dando un golpe.

--¿Quién está ahí?--preguntó la mujer como si despertase sobresaltada.

--Soy yo, Pepa.

--¿Quién es?--volvió á preguntar como si no le reconociese.

--Soy yo, Nolo.

--Perdona, Nolo, pero ya estoy en la cama.

--¿No acabas de decirme que volviese en seguida? Pues ya estoy aquí...
¡Abre!--profirió el mozo irritado.

--Aguarda un momento--respondió ella con acento de mal humor.

Se echó sus pobres vestidos encima, encendió el candil y abrió la
puerta.

--¿No me has dicho hace un momento que tenías que hablarme? ¡Dí!

--¡Ya no me acordaba, rapaz!... No era más que una chanza...--respondió
ella, humilde al ver el rostro contraído del mancebo.

--¿Cómo chanza?--exclamó él rebosando ya de cólera.--Esto no es asunto
de chanza. Demetria ha desaparecido y tú debes de saber algo de ella.
¡Dí lo que sepas ahora mismo!

--No sé de ella ni la he visto hace tres días--respondió la Pura con voz
temblorosa.

--¿Entonces por qué me has mandado venir?

--Ya te he dicho que era una chanza.

El rostro del mozo se contrajo aún más terriblemente. Clavó una larga
mirada amenazadora en Pepa que abatió la suya al suelo. Luego,
encogiéndose de hombros, dijo sordamente:

--Está bien... Desde aquí voy á la Pola á despertar al señor juez para
que envíe por ti... Ya dirás en la cárcel lo que sabes.

El rostro de la Pura se cubrió de intensa palidez y balbuceó:

--Haz lo que quieras... Yo nada sé...

--Pues adiós... ¡Hasta pronto!

Nolo dió unos cuantos pasos precipitados monte abajo...

--¡Ven acá!--le gritó Pepa.

Tornó á subir y acercándose á ella con semblante airado le preguntó:

--¿Quieres hablar?

La Pura guardó silencio unos instantes; luego dijo:

--Si te doy alguna noticia, ¿me juras que no dirás de quién la has
sabido, que nunca saldrá de tu boca mi nombre?

--Lo juro.

--¿Por qué lo juras?

--Por lo que tú quieras.

--Júralo por la salud de tus padres.

--Lo juro por la salud de mis padres.

--Que no te cases jamás con Demetria ni vuelvas siquiera á verla.

--Que todo eso suceda si llego á declarar tu nombre.

La Pura vaciló todavía. Le parecían pequeños aquellos juramentos. Al fin
encontró otro más terrible.

--¡Que se os muera de la peste todo el ganado que tenéis en la cuadra!

--¡Que se nos muera!

--Pues bien... te diré que esta tarde, mientras recogía un poco de
árgoma para encender el fuego, vi en el castañar del tío Goro á Demetria
cortando hoja... Luego vi que se acercaba á ella Plutón... ese minero
tan malo que ya conocerás...

--Sí, sí; ¡adelante!

--Pues hablaron algunas palabras y mientras yo me entretuve en atar la
carga desaparecieron... No volví á ver ni á uno ni á otro. Pensé que
habían tomado por el monte abajo y se habían ido á Carrio... Me admiró
porque no creía que Demetria tuviese amistad con ese pícaro...

Guardó silencio. Nolo, inmóvil y pálido, esperó todavía algunos
instantes á que prosiguiese.

--¿Es eso todo?

--Todo.

--¿No sabes más?

--Nada más.

--Bien... pues muchas gracias y hasta la vista.

La Pura le retuvo cuando se disponía á marchar y le dijo temblando:

--Acuérdate, Nolo, del juramento que me has hecho. Mira, hijo mío, que
si ese malvado llega á saber lo que te he dicho, cualquier noche viene
acá y me asesina.

--Pierde cuidado: vuelvo á jurarte que nada sabrá.

Bajó de nuevo á saltos por el monte y se internó por los castañares. Á
despecho de la agilidad y soltura con que marchaba, llevaba el corazón
oprimido, muy oprimido. Se representaba, aunque vagamente, cosas
horrendas. Aquel bandido era muy capaz de abusar de ella y asesinarla.

Llegó á Canzana agitado, convulso. Sin pasar por casa del tío Goro á
noticiar lo que sabía se dirigió á la del vecino que albergaba á Plutón.
Estaba cerrada y todos durmiendo. No se arredró por eso. Llamó
suavemente en el ventanillo que estaba contiguo á la cocina, donde
supuso que dormiría el minero. No respondieron. Llamó de nuevo y oyó la
voz del tío José, el dueño de la casa:

--¿Quién anda ahí?

--Soy yo, tío José.

--¿Quién eres tú?

--Nolo de la Braña. Vengo de parte del tío Goro á decirle á usted dos
palabras. Es cosa muy urgente.

Se abrió el ventanillo, que además de la compuerta tenía una reja de
hierro, y asomó las narices el tío José, un paisanuco viejo y narigudo.

--¿Qué ocurre?--preguntó con sorpresa.

--Ya sabrá usted--respondió Nolo bajando cuanto pudo la voz--que
Demetria ha desaparecido...

--Sí, eso me han dicho antes de acostarme.

--Pues bien, dicen que la han visto hablando con Plutón. Tenemos miedo
que le haya sucedido algo malo... ¡Ya sabe usted quién es!

--Descuida, Nolo--respondió el tío José bajando todavía más la voz.--Eso
que dices no puede ser. Plutón estuvo todo el día trabajando en la mina:
por cierto que le cayó una piedra sobre la cabeza y le hizo bastante
daño. Tuvo que ir á la Pola y se curó en la botica: llegó bastante tarde
y se acostó en seguida. Arriba está durmiendo... No le despiertes porque
tiene malas pulgas el hombre, como sabes... y pudiera ocurrir cualquier
chascarrillo.

--No, no le despertaré--replicó Nolo con sonrisa irónica.--No sea cosa
de que nos mate á los dos. Aguardaré á mañana para decirle dos palabras.
Adiós, tío José; buenas noches.

Se alejó el mozo y cuando se vió solo acudieron á su mente mil dudas.
¡Era extraño aquel percance de Plutón! Mas por otra parte, si había
estado en la mina trabajando todo el día, la noticia de la Pura
resultaba falsa.

En estas cavilaciones enfrascado estuvo algún tiempo. Miró al cielo; vió
que era tarde ya para ir á la Braña y volver á la mañana: tampoco quiso
llamar en casa del tío Goro. Entonces, resuelto á pasar la noche en
Canzana, escaló la primer tinada que halló al paso, se metió en ella y
se acostó sobre la yerba.

Cuando la luz del día le dió en el rostro se alzó precipitadamente y
saltó á la calle. Procuró que no le viesen y se puso á rondar la casa
del tío José. En efecto, como esperaba, vió salir al cabo á Plutón con
la frente vendada y la lámpara colgada del brazo en disposición de
marchar á la mina. Se adelantó á él sin ser visto y en cuatro saltos
bajó por los prados á un sendero por donde forzosamente tenía que pasar
el minero. Se ocultó detrás de un árbol y esperó. Pocos momentos después
pasaba Plutón. Nolo le salió al paso y poniéndole una mano sobre el
hombro le dijo:

--Hola, amigo; buenos días.

Plutón dió un salto atrás y lanzándole una mirada de odio y de recelo
contestó sordamente:

--Yo no soy tu amigo ni tengo gana de serlo.

--No importa. Aunque no quieras que seamos amigos, vamos á hablar un
instante como si lo fuéramos. Vamos á hablar de Demetria.

Si el feroz minero no tuviese el rostro como siempre embadurnado se le
hubiera visto palidecer. Se repuso pronto, sin embargo, y exclamó:

--Vaya, vaya, parece que tienes gana de reir. Ya sabrás que no soy
aficionado á chanzas. Déjame en paz antes que otra cosa sea.

Nolo le dirigió una larga mirada de curiosidad. Era gracioso el tono
amenazador que aquel renacuajo usaba frente á él.

--No es broma, amigo--dijo lentamente apoyando sobre cada una de sus
palabras.--Es que Demetria ha desaparecido de casa y quiero que me digas
si sabes algo de ella.

--¡Quieres, quieres!... No sé nada de ella; pero aunque supiese, lo que
menos me importaría á mí es que tú quisieras ó dejaras de querer...

Una ola de indignación subió al rostro del mozo y lo tiñó de carmín. Sus
ojos chispearon y clavando en el monstruo una mirada irritada le dijo:

--¿Sabes que me está apeteciendo agarrarte por las piernas y batirte la
cabeza contra ese árbol?

--¡Prueba á hacerlo!--replicó el minero llevando la mano al bolsillo.

--No lo hago porque siendo malo como eres tendría que pagarte por
bueno... Sé que has hablado con Demetria ayer. Si algo malo le ha
sucedido y eres tú quien se lo ha hecho no tengas miedo de ir á la
cárcel... ¡Ya me encargaré yo de impedirlo! Adiós.

--¡Al diablo, grandísimo zopenco!... ¡Si creerás, palurdo, que por ser
tan espigado te tengo miedo! Los árboles más altos son los que caen con
más facilidad cuando sopla el viento recio.

Nolo, que ya se había alejado unos pasos, se volvió y dijo:

--¡Al caer este árbol te aplastará como lo que eres, como un
escarabajo!... Cuenta conmigo si le ha pasado algo á Demetria.

--¡Y tú conmigo!--le gritó Plutón.

Cuando el mozo de la Braña llegó á casa del tío Goro había ya en
derredor un tropel de gente. Se comentaba con calor la desaparición de
Demetria. Todas las comadres hablaban á un tiempo y nadie se entendía.
Dentro se hallaba la tía Felicia hecha un mar de lágrimas. Á su lado
estaba Flora hecha un mar mucho mayor aún. Y era cosa en verdad que
impresionaba ver llorando á aquella criatura traviesa y vivaracha,
nacida para la risa. Ni ella ni tía Felicia querían aceptar el supuesto
de que Demetria se hubiera fugado. Entre las comadres de la aldea
tampoco hallaba gran aceptación semejante idea. Pero los hombres en
general se inclinaban á pensarlo. El mismo D. Félix, que estaba rodeado
por el tío Goro y otros cuantos paisanos, aunque con las debidas
reservas para no causar pena al padre adoptivo de la joven, también
manifestaba sus sospechas de que se hallase ya en Oviedo. Era menester
aguardar, sin embargo, á Manolete. Suponiendo que llegase á la capital
antes de amanecer y diese la vuelta en seguida como se le había
ordenado, al mediodía debía de estar en Entralgo.

En el grupo de los hombres encontrábase también el intrépido Celso. Éste
no dudaba: se le conocía perfectamente en la sonrisa de mordaz ironía
que vagaba por sus labios. Á él no se la daba nadie. Un hombre que había
estado en Sevilla y había recorrido las provincias de Badajoz y de
Cáceres y había entrado un poco también en la de Salamanca, no era fácil
que creyese en la virtud y en la inocencia de las mujeres. Bueno que
aquellos infelices que no habían visto más tierra que la que se divisaba
desde el pico de la Vara se tragaran la castaña; ¡pero él! ¡Celso! ¡un
militar! ¡un macareno que había corrido más juergas orilla del
Guadalquivir que pelos tenía en la cabeza!... «¡Vamo, hombre!» Y escupía
por el colmillo con pesimismo tan desolador que el mismo Budha se
hubiera estremecido si le viese.

Cuando se hubo hartado de escupir, de sonreir y de lanzar resoplidos
escépticos en torno de los grupos estacionados ante la casa del tío
Goro, entró en la suya, tomó la macona y la guadaña y se marchó al
prado de la Tejera á segar el verde para el ganado. Estaba el prado
lejos y mientras caminaba hacia allá no cesaba de pensar en el lance
murmurando con la penetración que le caractirizaba:

--¡Rediós! Lo siento por Nolo, porque al fin y al cabo es un amigo y un
mozo cabal. Pero ¿quién que tuviera los sesos en su sitio había de
pensar que Demetria pudiera comer con gusto ya las farrapas y los
nabos?... ¡Vamo, hombre!... Al que prueba las tajadas se le hincha la
barriga con el verde... Y mayormente que no semos caballerías para jamar
tanto forraje... Luego la chavalilla ¿pa qué más de la verdad? merecía
otra cosa que un paisano. Quedándose en Oviedo no le faltaría algún
señorón de levita que la tuviera en casa como una imagen comiendo
caramelos y haciendo calceta. Y si á mano viene, acaso podría casar
hasta con un teniente... ¡Rediós, un teniente!... ¡Hay que ver lo que es
un teniente!... ¡Un gachó que manda sobre diez escuadras de hombres!...
¡Casi na!...

Y silbando fagina y después retreta llegó hasta el prado, dejó la macona
en el suelo y se puso á segar el verde. Pronto se le olvidó el caso de
Demetria y volvieron á su imaginación las dulces memorias del país donde
florecen los naranjos. Una _soleá_ muy gitana se le escapó de la
garganta. Y como allí no podía oirle su abuela, cantó con todo el
aliento de sus pulmones.

      _Á mi me gusta, me gusta_
    _entrarme por las tabernas._
    _¡Vengan cañas de Sanlúcar!_

Mas apenas había salido de sus labios la última palabra de la copla
cuando oyó un grito extraño que llegaba del fondo de la tierra por un
respiradero que la empresa de las minas había abierto en el prado. Por
cierto que el tal boquete le había valido á su abuela más de trescientos
reales. Habían pronunciado su nombre y la voz era de mujer. Quedó
estupefacto. Se acercó al boquete y gritó á su vez repetidas veces:
«¿Quién llama? ¿quién llama?» Nadie le respondió. Entonces sospechó que
se trataba de una broma que algún minero quería darle imitando voz
femenina. Se alejó del agujero y tomó de nuevo la guadaña. Pero en aquel
instante una idea terrible cruzó por su mente. Creía reconocer la voz:
se parecía á la de Demetria. Y el grito que había sonado más que de
alegría era de angustia. Fué de nuevo al boquete y llamó con toda la
fuerza de sus pulmones: «¡Demetria, Demetria!» Tampoco obtuvo respuesta.
Sin embargo, la creencia de que la voz que había sonado era la de la
hija del tío Goro penetraba cada vez con más fuerza en su espíritu. Dejó
la guadaña y la macona en el prado y emprendió una carrera veloz hacia
Canzana.

Todavía se hallaba mucha gente delante de casa del tío Goro. Entre los
hombres divisó á Nolo. Se acercó á él y le dijo algunas rápidas palabras
al oído. El mozo se puso horriblemente pálido. Y sin responderle se fué
recto al tío Goro y le habló también al oído. El desgraciado padre
empalideció también igualmente.

--¡Vamos! ¡vamos!--gritó con voz ronca.

Y seguido de los dos mozos se lanzó, á la carrera.

--¿Qué hay?... ¿qué sucede?--gritaron varias voces.

Celso, sin dejar de correr, volvió la cabeza y dijo:

--Demetria se ha caído á la mina por un pozo.

Entonces de aquella muchedumbre salió un grito de dolor. Hombres,
mujeres y niños, todos se lanzan detrás de los tres hombres, que les
llevaban ya bastante delantera. Nolo y Celso saltaban como corzos por la
montaña. Pero el tío Goro no se quedaba atrás: la fuerza que faltaba á
las piernas sobraba al corazón.

Pronto llegaron al prado de la tía Basilisa. Llamaron de nuevo á la
joven por el boquete. Ninguna voz fuerte ni débil les respondió. Algunos
dudaron de las palabras de Celso; pero éste, cada vez más firme en su
convicción, propuso descender á la mina. No quisieron que expusiese su
vida, pues sólo los mineros muy expertos eran capaces de bajar por los
pozos. Alguien propuso avisar al capataz. Todos aprobaron la idea. Se le
fué á buscar: se hallaba en la herrería, no lejos de allí. Vino en
seguida; le acompañaron algunos mineros. Uno de ellos descendió por el
respiradero. Hubo algunos minutos de silencio. Al cabo se oyó la voz del
minero llamando á su jefe.

--¡Ruperto!

--¡Manuel!

--La rapaza está aquí, pero muerta.

Nadie oyó estas palabras más que él y los mineros que se hallaban
inclinados sobre la misma boca del pozo.

El capataz se alzó del suelo con el rostro contraído y sin responder á
nadie, seguido de sus hombres, se lanzó por la pendiente abajo en busca
de la boca de la galería que se hallaba próxima al pueblo de Carrio. Un
estremecimiento de terror corrió por aquella muchedumbre. Todos
adivinaron algo terrible y los siguieron. Sólo la tía Felicia, Flora y
algunas mujeres permanecieron en el prado. La desgraciada madre, al
comprender lo que pasaba, cayó atacada de un síncope. Largo tiempo les
costó hacer que recobrara el sentido. Quisieron llevarla á casa. La
infeliz se negó á apartarse de aquella boca maldita, como si esperase
ver surgir por ella la adorada figura de su hija.

Pero he aquí que cuando ya la habían convencido y se disponían á
alejarse de aquellos sitios llega un chico jadeante y le grita:

--¡Demetria vive! ¡Acaban de sacarla de la mina!

En efecto, Demetria, que sólo estaba desmayada, en cuanto la sacaron al
aire y le rociaron las sienes con agua volvió á la vida. Se observó con
estupor que no estaba magullada siquiera. Se le hicieron numerosas
preguntas, pero no quiso satisfacerlas. Ya diría más adelante lo que le
había pasado. Lleváronla á casa y se acostó y estuvo dos días enferma.
Manifestó á su madre que se había caído casualmente por el respiradero
abierto en el castañar y cuya existencia ignoraban todos. No dijo una
palabra de Plutón. Creía haberle matado y esta idea la llenaba de
terror. Cuando supo casualmente que estaba vivo, su corazón se dilató á
tal punto que rompió á llorar, se deshizo en un mar de lágrimas. Gran
sorpresa causó esto en los presentes; pero D. Nicolás el médico, que
también se hallaba allí y conocía al dedillo los resortes del organismo
humano, manifestó profundamente que no había que alarmarse, que aquello
no era más que «una crisis nerviosa».

Desde entonces comenzó Demetria á mejorar tan rápidamente que á los
cuatro ó cinco días estaba ya como si no le hubiera pasado nada. Anudóse
de nuevo la felicidad de aquellas horas que habían de terminar pronto en
la de su boda. Sólo turbaba su dicha el recuerdo que alguna vez le
asaltaba de la escena con el bandido Plutón. Cuando le veía, aunque
fuese de lejos, el corazón le daba un vuelco. Temía su venganza. Sin
embargo, á nadie daba cuenta de sus recelos.

Al cabo se descubrió el secreto. Comenzó á correr por la aldea el rumor
de que Demetria no había caído por el pozo, sino que había estado dentro
de la mina porque Plutón la había llevado. Sólo los mineros creyeron
semejante patraña. En Canzana nadie la daba crédito. Pero Plutón se
jactaba entre sus compañeros y amigotes de haberla tenido algunas horas
en su poder y esta noticia llegó á oídos de Nolo. Quedó el mozo aturdido
más que si le hubieran dado con un mazo en la frente. Por desgracia,
aquello tenía visos de verosimilitud. La caída de Demetria no podía
explicarse. Aunque ella decía que había quedado suspendida poco antes de
llegar al suelo de uno de los postes y que esto amortiguó
considerablemente la violencia, sin embargo costaba trabajo creerlo. Por
otra parte, cuando la sacaron de la mina se negó á dar pormenores de su
accidente. Además, aquellas lágrimas cuando se habló de Plutón... No se
le ocurrió al mancebo que éste pudiera rivalizar con él en el amor de
Demetria, porque sería monstruoso. Pero que engañada pudiera llevarla al
fondo de la mina y allí abusara de su situación le parecía bien creíble.

Desde que tal idea penetró en su mente no volvió por Canzana. El primer
día se le echó de menos porque todos venía; pero el segundo causó
verdadera sorpresa su ausencia. La tía Felicia tuvo miedo que se hubiera
puesto enfermo y propuso enviar un recado á la Braña. Demetria se opuso:
tenía el presentimiento de lo que había ocurrido. No se tardó mucho en
que quedase confirmado. Un paisano que venía de Villoria les dijo que
había visto á Nolo. Trascurrieron algunos días. Lo mismo el tío Goro que
la tía Felicia sintieron gran indignación cuando observaron que el mozo
no parecía y se hicieron cargo de que renunciaba al matrimonio
proyectado. El tío Goro quiso ir á la Braña á pedirle explicaciones,
pero Demetria se mostró tan contraria á este paso y le rogó con tanto
calor para que desistiese de él que su padre no se atrevió á ejecutarlo.

La misma sorpresa y casi tanta indignación que en casa del tío Goro
produjo en todo Canzana la conducta de Nolo, por más que muchos sabían á
qué atribuirla. En Entralgo lo mismo. Flora se hallaba tan enfurecida
que no hablaba de otra cosa y calentaba las orejas al pobre Jacinto de
un modo que éste casi maldecía ya de su parentesco con el ingrato mozo
de la Braña. Sólo Demetria se mostraba en apariencia tranquila. Su
silencio y su palidez denunciaban, sin embargo, lo que pasaba en su
alma.

Así estaban las cosas cuando una tarde Flora pasó recado á Demetria para
que bajase á Entralgo y le hiciese merced de acompañarla á la Pola,
donde tenía que comprar algunos objetos. Era un pretexto que la
traviesa zagala tomaba para distraer á su amiga. Obedeció ésta sin
gusto, sólo por complacer á la que tantas pruebas le había dado siempre
de cariño. Cuando regresaron á casa iba á comenzar el crepúsculo.
Detuviéronse orilla del río en un paraje sombreado de avellanos, donde
se tomaba la barca, y esperaron que ésta volviese de la otra orilla. De
improviso se presentó en aquel sitio Nolo, que también quería atravesar
el río. Al verlas se inmutó visiblemente, se puso colorado hasta las
orejas y vaciló en dar la vuelta ó quedarse. Al fin se quedó y pronunció
las buenas tardes. En aquel momento llegaba el barquero. Flora sintió
que la cólera le subía á la garganta y dijo en voz baja á su amiga:

--Voy á hablar á este mequetrefe... Verás cómo le ajusto las cuentas.

Pero Demetria, que tenía el rostro demudado, la retuvo con fuerza de la
mano.

--¡Déjame á mí!

Flora cedió de buen grado. Saltaron los tres á la barca y aquélla fué á
situarse en la proa para dejar solos á los novios. Nolo hubiera querido
quedarse en tierra, hubiera querido ir también á la proa, hubiera
querido que la barca se hundiese; todo menos quedarse mano á mano con
Demetria. Pero no hubo remedio. El barquero en pie empujaba la barca por
medio de la maroma tendida de una á otra orilla.

Demetria clavó sus ojos grandes, límpidos, inocentes en Nolo y le dijo:

--¿Qué tienes conmigo, Nolo? ¿Te he hecho algo malo?

El mozo, turbado hasta lo indecible y sin osar mirarla á la cara,
balbució:

--Nada me has hecho, Demetria... pero hay cosas... hay cosas...

--¿Qué cosas? ¡dí!--articuló impetuosamente la zagala.

--Corren por el valle unos rumores...

--Dí cuáles son. ¡Dílo pronto!

Nolo vaciló; movió los labios repetidas veces sin articular ninguna
palabra. Luego profirió rápidamente:

--Se dice que no has caído á la mina; que Plutón te ha llevado engañada
y que allí hizo contigo cuanto quiso.

--¿Y tú lo crees?

El mozo guardó silencio.

--Pues bien, yo te juro que eso no es cierto. Plutón no me ha llevado
engañada: me caí yo y él me sostuvo, pero en vez de sacarme bajó conmigo
por la chimenea. Dentro de la mina quiso aprovecharse, pero le salió
caro, porque le di con la hoz en la cabeza y le tumbé en el suelo...
Creí que le había matado; escapé por la mina y me perdí...

Nolo guardó silencio unos momentos; luego dijo:

--¿Y por qué no has hablado así cuando saliste de la mina?

--Te he dicho que pensé haberlo muerto. Temía que me llevasen presa...

Nolo, cejijunto, sombrío, se obstinó en callar. Demetria le miró
largamente.

--¿De modo que no me crees?

--¡No! ¡No te creo, Demetria!--manifestó impetuosamente el joven.

El rostro de la doncella se cubrió de intensa palidez. Permaneció
algunos instantes inmóvil y muda. Luego dijo con voz enronquecida:

--Pues bien, Nolo, mi vida dará testimonio de la verdad que te he dicho.
Adiós.

Y sin que el mancebo pudiera evitarlo porque estaba mirando á otro lado
se dejó caer hacia atrás en medio del río. La corriente la arrastró
velozmente. Nolo se precipitó en pos de ella. Flora gritaba y quería
arrojarse igualmente, pero el barquero la retuvo.

La corriente en aquel sitio, aunque viva, no era impetuosa. Nolo nadaba
con todas sus fuerzas para alcanzar á su amada antes que llegase al
sitio donde el río se precipitaba en torbellino semejante á una cascada.
En efecto, la alcanzó; pero al tocarla con la mano ya no pudo sostenerse
él mismo y ambos rodaron envueltos entre las rugientes espumas del agua.
Felizmente Nolo no perdió el conocimiento. Cuando llegaron á otro
remanso pudo á costa de grandes esfuerzos acercarse á la orilla y asirse
de la rama de un árbol, teniendo sujeta á Demetria con la otra mano.

La sacó del agua sin sentido y la dejó sobre el césped esperando á que
llegasen Flora y el barquero. Pero antes que esto acaeciese Demetria
abrió los ojos y dibujándose en ellos una sonrisa triste dijo:

--¿Me crees ahora, Nolo?

--Te creo, Demetria.

Y por primera vez el mozo de la Braña estampó un tierno beso en su
rostro de azucena.

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XXII

La envidia de los dioses.


Voy á terminar. La tarde declina y mi mano cansada se niega á sostener
la pluma. ¡Oh valle de Laviana! ¡oh ríos cristalinos! ¡oh verdes prados
y espesos castañares! ¡Cuánto os he amado! Que vuestra brisa perfumada
acaricie un instante mi frente, que el eco misterioso de vuestra voz
suene todavía en mis oídos, que vuelva á ver ante mis ojos las figuras
radiosas de aquellos seres que compartieron las alegrías de mi infancia.
Voy á daros el beso de despedida y lanzaros al torbellino del mundo. Mi
pecho se oprime, mi mano tiembla. Una voz secreta me dice que jamás
debierais salir del recinto de mi corazón.

Era llegada de nuevo la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Dos días
antes se había celebrado en la pequeña iglesia de Entralgo la unión de
Jacinto y Flora, de Nolo y Demetria. Con tan fausto motivo el capitán
invitó el día de la romería á todos los próceres de la Pola y á algunos
también de Langreo. Debajo de los manzanos frondosos de la pomarada se
colocaron varias mesas. El número de convidados, entre indígenas y
forasteros, pasaba de ciento. Para proveer al banquete se mataron
algunos corderos y muchos pollos y gallinas, se cazaron algunas docenas
de perdices y se pescaron salmones y truchas en abundancia.

D. César de las Matas de Arbín encontraba poco todo aquello. Atacado de
un vértigo de grandeza heroica, decía que para celebrar suceso de tal
magnitud era menester una _hecatombe_, el sacrificio de cien bueyes ó
por lo menos de cien carneros.

Una banda de gaitas acompañada de tamboriles amenizaba el festín,
haciendo sonar los aires del país. Y delante del lagar, en el campo de
la Bolera, otra banda mucho más numerosa de zagales y zagalas bailaba
con todo el ímpetu de su juventud lanzando á cada momento hurras y vivas
á los novios.

Éstos eran objeto de todas las miradas y todas las atenciones de los
comensales. Nunca ni en ninguna parte se viera más hermosas parejas.
Nolo y Jacinto vestían el traje de ciudadanos, el pantalón largo y el
sombrero de fieltro de anchas alas. Ellas habían querido conservar su
traje típico de aldeanas, aunque rico y suntuoso: el dengue de
terciopelo, la saya de fino merino, los zapatos de tafilete, las medias
de seda. Colgaban de sus orejas ricos pendientes de diamantes y hechos
también de piedras preciosas eran los collares que adornaban sus
gargantas.

¿Y el capitán? Quien le viera en aquel día moverse de un lado á otro
como si estuviese atacado de la tarántula, reir, beber y bromear, apenas
pudiera reconocerle. Parecía cosa de magia la trasformación que en poco
más de dos meses se había operado en aquel caballero. Estaba tan alegre
que abrazaba, á cuantos venían á felicitarle, sin exceptuar el ingeniero
de Madrid y el químico belga. Y es fama que cuando éste se acercó á él
le dijo en voz baja: «Monsieur, tienen ustedes razón: hay que extraer la
riqueza que se halla oculta en este valle. Yo no la necesito ya, pero
pronto he de tener nietos y quiero dejarlos bien acomodados. Cuenten
ustedes con mi dinero para cualquier empresa lucrativa». Por supuesto
que nadie tomó en serio tales palabras y las achacaron al mareo del
vino.

Hubo brindis en prosa y en verso, discursos y epitalamios; se rió, se
cantó y se disparató. Un soplo de alegría desenfrenada corría por la
pomarada levantando todas las cabezas, enronqueciendo todas las
gargantas. Tan sólo el señor de las Matas de Arbín se mostraba taciturno
y reservado. Allá en el extremo de una mesa, á solas con una botella de
jerez, libaba el néctar andaluz pausadamente sin tomar parte en la
algazara. Hasta creyeron ver algunos que una lágrima se deslizaba de sus
ojos y caía sobre la mesa.

--Miren ustedes el _dorio_--exclamó el troglodita don Casiano.--¡Pues no
está llorando! En mi vida he visto un hombre más gracioso.

El alcalde, Antero y otros varios se acercaron á él.

--¿Qué es eso, D. César? ¿Cómo estamos tan melancólicos en momento como
éste?

D. César se llevó la mano á la frente con abatimiento y exclamó con voz
temblorosa:

--Señores míos, dispensadme. La alegría desenfrenada que en torno mío
contemplo me causa sobresalto. La excesiva prosperidad en los humanos
rebaja la dignidad de los inmortales. Nuestra felicidad, aunque sea
merecida, parece que les humilla y apenas nacida se disponen á acabar
con ella. Perdonad, señores míos... En este momento no puedo sentirme
alegre porque temo, en verdad, la envidia de los dioses.

Una carcajada estrepitosa acogió tan severas palabras. ¡Imposible,
imposible encontrar en el mundo un hombre más chistoso que el _dorio_!

La tía Felicia, que estaba roja como un tomate y unas veces reía y otras
lloraba y otras abrazaba á todo el que se ponía al alcance de sus
brazos, quería lucir á su hija á todo trance, quería presentarla en la
romería. La tía Agustina, que también deseaba lucir á Nolo, secundó
calurosamente este proyecto. Nadie se opuso á él. Los novios se alzaron
de la mesa y seguidos de los comensales salieron al campo de la Bolera.
Fueron recibidos con estruendosos vivas. Una muchedumbre se apiñó en
torno de ellos. Todos querían hablarles y apretarles la mano. Allí
estaba el ingenioso Quino que casado recientemente con Eladia,
encontraba ya harto pesada la dialéctica de su tío Martinán y sólo la
soportaba porque algún día la tragaría la tierra y dejaría encima
algunos doblones. Allí estaban Maripepa y su hermana Pacha, convencidas
ambas de que antes de mucho tiempo se celebraría otra fiesta parecida
para festejar la boda de la primera. Allí estaban la tía Brígida, la tía
Jeroma, Elisa y la vieja Rosenda, que deseando hacer olvidar sus
desacatos antiguos, se inclinaba sonriente y melosa delante de Flora y
le besaba las manos.

Detrás del enorme corro de la gente, con el rostro ceñudo y sombrío,
hallábase el homicida Bartolo. No podía participar de la alegría
insensata de sus convecinos porque, como siempre, su alma se hallaba
inflamada por un torbellino de sentimientos belicosos. Pocas noches
antes los mineros habían maltratado á dos mozos de Entralgo que venían
de cortejar en Tiraña. Desde entonces no respiraba más que venganza y
exterminio. Los mineros ¡puño! se las habían de pagar ó dejaría de ser
Bartolo el hijo de la tía Jeroma de Entralgo.

--¡Á la romería! ¡á la romería!--se gritó.

El numeroso cortejo se puso en marcha. Á su frente el impetuoso Celso
dando fuego á los cohetes. Era su especialidad. Amaba los cohetes porque
su olor y su estampido le recordaban la vida militar, hacia la cual
profesaría hasta la muerte amor entrañable.

--¡Vivan los novios! La pequeña aldea de Entralgo se estremecía de
júbilo. Chillaban las gaitas, redoblaban los tambores, estallaban los
cohetes, los hurras atronaban el espacio. ¡Vivan los novios! Nadie
podía ver cruzar aquellas gallardas parejas sin exhalar este grito del
fondo del corazón. Marchaba Flora encarnada y brillante como una rosa de
Alejandría, marchaba Demetria blanca y esbelta como una azucena de Mayo.

Cierro los ojos, miro hacia adentro y aún os veo cruzar por delante de
mi casa llenas de atractivos como dos estrellas descendidas de la región
azul del firmamento para iluminar mi valle natal. Aún veo vuestros ojos
brillantes de dicha, aún veo vuestros labios de coral plegados por una
sonrisa divina. Mis manos infantiles batieron las palmas y grité con
toda la fuerza de mi pecho: «¡Vivan los novios!--¡Adiós!» me dijisteis
enviándome un beso.

Y partisteis. ¡Ay, pluguiera al cielo que no dierais un paso más!

El cortejo nupcial cruzó el pueblo y ascendió por el estrecho camino de
la iglesia sombreado de avellanos. Al desembocar en el campo de la
romería ésta se hallaba en todo su apogeo. Pero la entrada de tan grande
y lucido concurso no causó en ella el movimiento natural, porque en
aquel momento se iniciaba una reyerta formidable entre mineros y
aldeanos.

Tiempo hacía que palpitaba el odio entre unos y otros. En los caminos
por la noche, en las esfoyazas y romerías se habían producido repetidos
choques. Pero los mineros llevaron siempre la mejor parte porque
empleaban las armas blancas y alguna vez también las de fuego, mientras
se valían sólo de sus palos los montañeses. Llegó un instante sin
embargo en que éstos, exasperados, resolvieron combatirles con los
mismos medios. Algunos zagales de Villoria, de Tolivia y Entralgo se
proveyeron de navajas, otros de pistolas compradas en Langreo. Se
aguardaba con impaciencia la romería del Carmen para tomar la revancha
de tantos y tan injustificados agravios.

Y en efecto, apenas llegados los novios y sus acompañantes al campo de
la iglesia estalló la lucha terrible, sangrienta, como jamás se viera ni
pensara verse en aquel pacífico valle. La muchedumbre se arremolinaba,
las mujeres exhalaban lamentos desgarradores, se oían tiros,
imprecaciones, blasfemias horrendas. El alcalde comprendió que era
inútil intervenir sin disponer de fuerza para ello y mandó retirarse.
Iban á hacerlo todos hacia el pueblo cuando Jacinto vió que uno de sus
parientes caía herido y se lanzó en su auxilio. Mas antes que llegase al
sitio un minero de baja estatura, de mísero aspecto, aquel Joyana amigo
y compañero de Plutón se le plantó delante y le descerrajó un tiro en el
pecho dejándole muerto. Nolo brincó como un león dejando abandonada á
Demetria. En aquel momento una mano criminal, la mano de Plutón, avanzó
por encima del hombro de aquélla y le dió una terrible cuchillada en la
garganta.

Cayó desplomada la hermosa doncella. Un grito de horror salió del pecho
de cuantos la rodeaban. Algunos corrieron en persecución de los
criminales, que huían por el monte arriba. Otros acudieron á socorrerla.
Demetria se revolcaba en el suelo soltando torrentes de sangre que
enrojecían el alabastro de su cuerpo y el verde de la pradera. D. Prisco
se dejó caer de rodillas á su lado, para recoger su último aliento y
enviarlo á Dios con el perdón de sus pecados. El capitán, teniendo á su
hija desmayada entre los brazos, lloraba como un niño.

En aquel momento, el noble hidalgo D. César de las Matas de Arbín se
irguió arrogante en medio del campo. Y trémulo de indignación, con sus
blancos cabellos flotando, los ojos chispeantes, los puños crispados se
dirigió al grupo de los próceres de la Pola gritándoles.

--Decís que ahora comienza la civilización... Pues bien, yo os digo...
¡oídlo bien!... ¡yo os digo que ahora comienza la barbarie!

FIN




ÍNDICE


                                       _Páginas._
INVOCACIÓN                                     1

I.--La cólera de Nolo                          5

II.-- La lumbrada                             21

III.--Demetria                                51

IV.--La misa                                  65

V.--La romería del Carmen                     79

VI.--Bartolo                                 104

VII.--Ninfas y sátiros                       115

VIII.--El capitán                            129

IX.--Los hidalgos                            145

X.--La torga                                 158

XI.--Madre é hija                            172

XII.--El desquite                            181

XIII.--Adiós                                 193

XIV.--Trabajos y días                        203

XV.--Carta de Demetria                       217

XVI.--Martinán el filósofo                   228

XVII.--Miseria humana                        238

XVIII.--La hija del capitán                  249

XIX.--Señorita y aldeana                     258

XX.--Rapto de Demetria                       274

XXI.--Purificada                             285

XXII.--La envidia de los dioses              304


NOTAS:

[1] Especie de manteleta ó chal estrecho de picos largos que cubre el
pecho y parte de la espalda, anudándose á ésta por la cintura, dejando
descubiertos enteramente los brazos y parte del tronco. Lo usan todavía
las aldeanas en Asturias.

[2] Caseta cuadrada de madera apoyada sobre cuatro columnas de piedra
que la aislan del suelo y sirve ordinariamente de granero. Cuando es
cuadrilonga y tiene seis ú ocho columnas se llama _panera_.

[3] Golpear la leche para separar la manteca.






End of Project Gutenberg's La aldea perdida, by Armando Palacio Valdés

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA ALDEA PERDIDA ***

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and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4
and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.


Section 3.  Information about the Project Gutenberg Literary Archive
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809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email
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