Manon Lescaut

By Antoine-François Prévost

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Title: Manon Lescaut

Author: Antoine-François Prévost

Release date: April 15, 2025 [eBook #75868]

Language: Spanish

Original publication: MADRID: Editorial Estrella, 1919

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (Biblioteca Nacional de España. )


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                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

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                   *       *       *       *       *

                             [Ilustración]
                              _ESTRELLA_


                             [Ilustración]


                                 ABATE
                                PRÉVOST




                                 MANON
                                LESCAUT




                               PALABRAS
                               LIMINARES

                             [Ilustración]


_Hay libros amables (es la palabra), divertidos, que, bien por
su clave, bien por encarnar una idea o una modalidad superficial,
flotante en la atmósfera, se leen golosamente, se comentan en vaga y
amena charla y... se olvidan. Son libros actuales; tienen la efímera
trascendencia de una moda; como ella pasan pronto y, como ella también,
después de mucho tiempo, adquieren un valor simplemente anecdótico.
Cuando uno de esos libros, en el transcurso de unos años, vuelve a caer
en nuestras manos, sentimos un gran impulso de alegría y decimos para
nuestro capote: «¡Gracias a Dios que hemos dado con un libro ameno!
¡Éste sí que es divertido!». Pero según avanzamos en la lectura, nos
llamamos a engaño, considerándonos defraudados. ¡Pero es posible! ¡Si
cuando lo leímos la primera vez nos encantó! ¡Y vemos con asombro que
aquel libro ha envejecido atrozmente, que todo lo que antes nos pareció
delicioso ahora nos aburre, y dejámoslo caer con un bostezo; es viejo
ya y no tiene aun el interés documental. Y es así porque trátase de un
conflicto artificial, creado por una «manera» de vida convencional,
porque no es humano. Quiero decir, que los lances pueden parecernos
momentáneamente divertidos, pero el pensamiento fundamental no se basa
en una de esas eternas leyes como tales comunes a todos los tiempos y a
todos los pueblos._

_Existen, en cambio, obras que no nos parecen tan divertidas, que
hasta leemos con cierta dificultad (si confesamos la verdad, no siendo
profesionales, eruditos o no teniendo el espíritu muy predispuesto
a ello, todas las obras maestras se nos hacen un poco fatigosas de
leer), pero que dejan una huella duradera en nuestro espíritu, que
recordamos en momentos dados, por sus raras concomitancias con nuestro
estado anímico, y que cada vez que son leídas se saborean con mayor
delectación, sencillamente por eso, porque son «humanas», porque las
pasiones que hay en sus páginas no son privativas de éstos o los otros,
sino comunes a toda la humanidad, a todos los tiempos._

_«Manon Lescaut», que es además una delicia de gracia, de viveza y de
color, pues que casi ayuna de descripciones, «sugiere» a maravilla el
XVIII francés y revélalo en una serie de estampas mitad sentimentales,
mitad libertino-burlescas, es una novela eterna, porque es la novela
del amor por excelencia. Podrán autores después habernos dado otros
libros en que la tragedia del amor sea más sombría, más violenta, más
recargada de tintas, en que se pinte el descenso hacia la vileza, la
miseria y la muerte por la pendiente de las pasiones con más brío, pero
eso no quitará lozanía a la jugosa narración del abate Prévost, que,
justamente en su sencillez, lleva su encanto de verdad._

_¡Manon, deliciosa muñeca que no eres ni perversa, ni liviana, ni
abnegada, ni apasionada, y que, sin embargo, lo eres todo, porque eres
«atrozmente» femenina! ¡Caballero Des Grieux que amas y ofrendas tu
vida, que sabes envilecerte conservando en la vileza tu innato señorío,
qué reales os ofrecéis a nosotros!_

_Todo, todo es en estas páginas de una pasmosa certeza; todo está
lleno de amorosos apotegmas, «El amor es o no es desde el primer
momento»; y el futuro caballero de Malta ama a Manon desde que la ve
ante aquella deliciosa posada que tiene el encanto de un grabado de la
época. «En todo amor, uno ama y otro se deja amar»; es el caballero Des
Grieux el que ama. Manon se deja amar de él, se deja amar y es liviana
y egoísta, y ambiciosa y cruel y mentirosa, y encuentra las argucias
perversas de todos los que no aman; «la fidelidad que quiero de vos es
la del corazón; la otra no me importa». «En toda historia de mujer hay
un collar»; y un collar de perlas hay en la de Manon Lescaut._

_Y si verdad es ella, no menos verdad es él, con sus
renunciamientos, sus abdicaciones, sus cobardías y las ficciones con
que, exaltando los gestos de ella, pretende engañarse a sí mismo... sin
conseguirlo. Aunque para ello ha de atribuirle virtudes que sabe muy
bien que no posee. El amor envilece al caballero Des Grieux y el amor
le redime._

_Y si ciertos son ellos, ciertos son también los que les rodean, el
viejo G... M..., Tiberio, Marcelo y aquellos guardianes que al saber
«la enormidad» de la pasión del caballero, en vez de compadecerlo, le
explotan y suben sus tarifas hasta agotar su exiguo haber._

_El caballero ama, ella se deja amar; la ama tanto que ella, algunas
veces, cuando es muy desdichada, llega a amarle también... sin
perjuicio de volver a mentirle el día que volviese a ser feliz._

                                            ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                               HISTORIA
                                  DE
                             MANON LESCAUT


                             [Ilustración]




                                PRIMERA
                                 PARTE


                             [Ilustración]


Me veo obligado a hacer retroceder al lector a los días de mi
vida en que encontré por vez primera al caballero Des Grieux. Fué
aproximadamente seis meses antes de mi excursión a España. Aunque
raramente abandonaba mi soledad, el cariño que sentía por mi hija y
el deseo de complacerla llevábanme algunas veces a emprender cortos
viajes, que, a decir verdad, abreviaba todo lo posible.

Volvía un día de Rouen, donde había ido cediendo a sus súplicas,
para solicitar de la administración normanda la resolución favorable
de un asunto de tierras a que tenía derecho por herencia de mi
abuelo materno. Habiendo reanudado mi ruta por Evreux, llegué al día
siguiente a la hora de comer a Passy. Sorprendióme al entrar en la
ciudad encontrarme a los habitantes presa de extraña inquietud; salían
precipitadamente de sus casas para correr a la puerta de una posada
donde veíanse dos carricoches cerrados. Los caballos espumeantes y
cubiertos de sudor, decían muy a las claras que acababan de llegar.

Detúveme un momento para averiguar las causas del tumulto, pero nada
pude sacar en limpio de aquellas gentes que curiosas se atropellaban
camino de la hostería sin prestar atención ninguna a mis preguntas; por
fin vi en la puerta a un arquero, ostentando su bandolera, un arcabuz a
la espalda, y le llamé; roguéle me explicase las causas de tanto ruido.
«No es nada, caballero--aseguróme--. Son unas cuantas prostitutas que
llevo con mis compañeros a Havre-de-Grâce, donde las embarcaremos para
América. Hay algunas guapas, y eso es al parecer lo que excita la
curiosidad de los buenos campesinos».

Hubiérame contentado con esa explicación a no ser por las lamentaciones
de una vieja que salió del parador clamando con grandes espavientos
que aquello era una cosa bárbara, una cosa que movía al horror y la
compasión. «¿Pero qué es?»--la interrogué. «¡Ah! caballero, entre
usted--me contestó--y verá si el cuadro no es para oprimir el corazón
a cualquiera». La curiosidad obligóme a descender del caballo, que
entregué a mi palafrenero. Entré abriéndome paso dificultosamente por
entre la multitud, y mis ojos vieron efectivamente algo emocionante.

Entre las doce hembras, encadenadas de seis en seis por la cintura,
había una cuyo rostro y cuyo aspecto eran tan poco conformes con su
condición, que en cualquier otro lado hubiérala tomado por persona
principal. Su tristeza, la suciedad y miseria de sus ropas, enturbiaban
tan poco su belleza, que su vista me inspiró respeto y piedad. Trataba,
sin embargo, de ocultar su persona y su rostro, todo lo que la cadena
permitía, para recatarlos a las miradas indiscretas, y lo más notable
era que el esfuerzo que hacía para ocultarse era tan natural que
parecía dictado por un sentimiento de modestia.

Como los seis guardias que acompañaban y vigilaban a las desdichadas
hallábanse en la estancia con ellas, llevéme aparte al jefe que
les mandaba, para pedirle algunos esclarecimientos sobre la suerte
destinada a la joven. No pudo decirme sino generalidades. «La
hemos sacado del _hospital_ por orden expresa del jefe superior de
Policía--aclaró--. Y no es de suponer que estuviese allí por sus
virtudes. Por lo que a mí se refiere, la he interrogado varias veces
durante el viaje, y se obstina en no contestarme. Aunque no tengo
ningún encargo especial de benevolencia para ella, no he dejado de
guardarla ciertas consideraciones, pues me parece de mejor condición
que sus compañeras. Ahí tenéis un joven que tal vez pueda instruiros;
mejor que yo sabe los motivos de su desdicha; viene siguiéndola desde
París sin cesar ni un momento de llorar. Forzosamente, trátase de su
amante o de su hermano».

Volví los ojos en la dirección que me indicaban, y vi al joven sentado
en un rincón. Parecía sumido en profundo ensueño, y, a decir verdad,
jamás vi más exacta imagen del dolor. Vestía muy sencillamente, pero
distinguíase a primera vista al hombre de cuna y educación. Acerquéme a
él; alzóse de su asiento, y vi en sus ojos, en su rostro y sus ademanes
todos, un no sé qué de noble, que me predispuso a desear servirle. «No
quisiera molestaros--díjele sentándome a su lado--. Desearía tan sólo
que satisficieseis la curiosidad que me impulsa a conocer a la bella
damisela, que no me parece hecha para un destino tan cruel como el que
le cupo en suerte».

Contestóme con franqueza que se lo impedía la imposibilidad en que
se hallaba de satisfacer mi curiosidad sin aclarar al mismo tiempo
su personalidad propia, y que esto no le era dable por tener muchas
razones para desear guardar el incógnito. «Puedo deciros, eso sí,
lo que no ignoran ni esos miserables--prosiguió mostrándome a los
arqueros--. Que la amo con una pasión violenta que hace de mí el más
infortunado de los hombres. Hice en París esfuerzos sobrehumanos para
conseguir su libertad, pero las súplicas, la astucia y la fuerza han
sido inútiles. He tomado el partido de seguirla aunque sea al fin
del mundo. Me embarcaré con ella; iré a América. Pero lo cruel, lo
inícuo, es que esos malvados--y aludía a los guardianes--, no me dejan
acercarme a ella. Mi intención era atacarlos a algunas leguas de París;
había conseguido asociarme a cuatro hombres, que, a cambio de una suma
considerable, me ofrecieron su ayuda; los canallas me abandonaron a mis
propias fuerzas y se largaron con el dinero. La inutilidad de intentar
vencer por la violencia me hizo rendir armas; entonces propuse a los
arcabuceros que me permitiesen seguirles ofreciendo una recompensa;
la esperanza de las ganancias les movió a acceder. Me han obligado a
pagarles cada vez que he querido hablar con mi querida. Mi bolsa quedó
exhausta en muy poco tiempo, y ahora tienen la crueldad de rechazarme
cuando intento acercarme a ella. Hace un rato, como sin hacer caso de
sus amenazas me aproximé, tuvieron la osadía de alzar contra mí la
culata de sus fusiles. Me veo precisado, para satisfacer su avaricia
y para poder seguir el camino, a vender aquí un caballo muy malo que
hasta ahora me sirvió de cabalgadura y tendré que seguir a pie».

Aunque pareció hacer su narración con bastante serenidad, dejó,
al concluir, caer algunas lágrimas. La aventura me pareció de las
más emocionantes y enternecedoras. «No quiero arrancaros vuestro
secreto--díjele--, pero si puedo seros útil en algo me ofrezco gustoso
a serviros.--¡Pardiez!--replicó--no veo ni la menor luz de esperanza;
he de someterme a la crueldad de mi destino; iré a América; a lo menos
allí seré libre con la mujer a quien amo. He escrito a un amigo que me
enviara algún dinero a Havre-de-Grâce; no me preocupa sino la manera de
ir hasta allí y la de procurar a esta infeliz criatura--añadió mirando
con ternura a su amada--algunos consuelos durante el camino.--Pues
bien--le dije--voy a poner fin a vuestros apuros. Aquí tenéis algún
dinero que os ruego aceptéis y conste que siento no poder prestaros
mejor ayuda».

Dile cuatro luises de oro sin que los guardianes se percatasen de ello,
pues suponía, con fundamento, que si le sabían dueño de tal suma,
sus exigencias serían mayores. Hasta ocurrióseme la idea de hacer un
trato con ellos para que el enamorado doncel pudiese hablar libremente
a su querida, hasta llegar al Havre. Dicho y hecho; llamé al jefe y
sin ambages hícele mi proposición. Pareció avergonzado, pese a sus
fanfarronadas. «No es, caballero--comenzó con aire de confusión--,
que nos neguemos a dejarle hablar a esa mujer, pero si fuése por él
estaría perpetuamente a su lado; eso nos crea una molestia; justo es
que pague.--Veamos--interrogué--cuánto haría falta para que no la
experimentaseis». Tuvo la audacia de pedirme dos luises. Se los di
inmediatamente. «Pero tenga cuidado--le previne--que no se les ocurra
hacer ninguna granujada, pues voy a darle mis señas al joven ese con
objeto de que pueda informarme, y esté seguro de que tengo influencia
bastante para hacerles castigar si no cumple lo convenido». Costóme,
pues, el encuentro, seis luises de oro.

La graciosa sencillez y la viva gratitud que el joven desconocido me
mostró, acabaron de persuadirme de que había nacido en nobles pañales y
que merecía mis liberalidades. Antes de partir dirigí la palabra a su
amiga, la cual me contestó con una modestia tan encantadora y dulce,
que sirvió para sugerirme, mientras me alejaba de allí, mil reflexiones
sobre el extraño carácter de las mujeres.

Encerrado nuevamente en mi soledad, nada supe sobre la continuación
de la aventura. Pasaron así dos años durante los cuales llegué a
olvidar el lance, hasta que la casualidad me hizo saber todas las
circunstancias de él.

Volvía yo de Londres a Calais con el marqués de... mi discípulo; nos
habíamos alojado, si no recuerdo mal, en el _León de Oro_, donde por
motivos que no son del caso nos vimos forzados a pasar todo el día y la
noche siguientes. Paseando aquella tarde por las calles, creí divisar
al mismo joven con quien me topara en Passy. Estaba bastante mal de
indumentaria y mucho más pálido que la primera vez que me encontré con
él. Llevaba un viejo portamantas en la mano y parecía recién llegado.

Sin embargo, como era demasiado guapo chico para pasar inadvertido, no
dudé ni un momento, y dije al marqués: «Hemos de abordar al muchacho
ese».

Su alegría no tuvo límites cuando él a su vez me reconoció. «¡Ah!
caballero--exclamó con júbilo--. Soy feliz al poder expresaros una vez
más mi gratitud». Le pregunté de dónde venía y me dijo llegaba por mar
de Havre-de-Grâce, donde hacía poco había desembarcado de América.
«No me parece que os halléis floreciente de dinero--insinué--. Id si
queréis al _León de Oro_, donde habito yo. En seguida iré a reunirme
con vos».

Volví, efectivamente, impaciente por saber los detalles de su
infortunio y de su extraño viaje a América. Hícele mil finezas y di
órdenes para que no le faltase nada. No esperó que yo le incitase
para contarme la historia de su vida. «Caballero--me dijo--os
portáis conmigo de tal guisa que tendría a baja ingratitud ocultaros
nada. Quiero contaros no sólo mis desgracias y mis penas, sino mis
debilidades y mis desórdenes más vergonzosos. Estoy seguro de que, aun
condenándolos, no podréis por menos de compadecerme».

Debo advertir aquí a mis lectores que escribí su historia casi
inmediatamente después de habérsela oído contar, y que por lo tanto
pueden estar seguros y tranquilos respecto a la veracidad y exactitud
de la misma. He sido gráfico hasta en la reprodución de las reflexiones
y el reflejo de los sentimientos que el aventurero expresaba con gracia
encantadora. He aquí la narración en que no entremezclaré nada que no
haya oído de sus labios.

                   *       *       *       *       *

Tenía yo diecisiete años y acababa mis estudios de filosofía en Amiens,
adonde mi familia, perteneciente a una de las más nobles Casas de
P... me había enviado. Llevaba una vida tan ordenada y sensata que
mis maestros me ponían como ejemplo a mis condiscípulos. No es que yo
hiciese esfuerzos extraordinarios para merecer esta opinión halagüeña,
sino más bien que mi carácter es dulce y tranquilo por natural
inclinación. Aplicábame al estudio por afición y me ponían en el activo
de las virtudes lo que en realidad no era sino aversión a los vicios.
Mi nacimiento, mi amor a la aplicación y algunos naturales atractivos
me habían hecho ser conocido y estimado de toda la población.

Acabé mis ejercicios públicos con general aprobación hasta el punto
de que el señor Obispo, que asistía a ellos, me propuso prepararme
para el estado eclesiástico, donde, según él, adquiriría más gloria
que en la Orden de Malta a que me destinaban mis padres. Hacíanme a
este propósito llevar ya la cruz con la denominación del Caballero Des
Grieux. Llegadas las vacaciones, disponíame a volver a casa de mi padre
que me había prometido enviarme en seguida a la Academia.

Mi única pena al dejar Amiens era perder un amigo a quien me uniera
siempre tierna amistad. Era mayor que yo. Nos habíamos educado juntos,
pero siendo su patrimonio harto modesto veíase obligado a abrazar el
estado eclesiástico y a permanecer en Amiens después de mi marcha
para seguir los estudios que correspondían a su profesión. Tenía mil
buenas cualidades. Las mejores las iréis encontrando en el curso de
mi historia, sobre todo un celo y una generosidad en la amistad que
sobrepasan los más célebres ejemplos del mundo antiguo. Si yo hubiese
seguido sus consejos, hubiese sido siempre sensato y feliz. Si a lo
menos hubiese aprovechado sus reproches en el abismo a que mis pasiones
me arrastraron, algo hubiese salvado en el naufragio de mi fortuna y
mi reputación. Pero no recogí otro fruto de sus enseñanzas que la pena
de verlas inútiles, y aún, algunas veces, duramente recompensadas con
las repulsas de un ingrato que se ofendía con ellas y las calificaba de
impertinencias.

Había yo señalado la fecha de mi marcha de Amiens. ¡Por qué no la
señalaría para un día antes o después! Hubiese llevado a la presencia
paterna el tesoro de mi inocencia. La víspera misma del día en que
debía abandonar la villa, estando paseando con mi amigo, que se
llamaba Tiberio, vimos llegar el coche de Arras y lo seguimos hasta la
posada donde esos vehículos se detenían. Ningún motivo que no fuése
la curiosidad nos impulsaba a ello. Salieron de él algunas mujeres
que al instante internáronse en el parador, pero quedó allí una muy
joven que permaneció en el patio, mientras que un viejo, que parecía
servirle de rodrigón, apresurábase a hacer retirar sus equipajes de
los cestos. Parecióme tan bella, que yo, que jamás me había parado a
pensar en la diferencia de los sexos, ni mirado a una mujer con mediana
atención, yo, repito, de quien todo el mundo admiraba la sensatez y la
tranquilidad, hálleme súbitamente inflamado de pasión hasta el delirio.
Tenía el defecto de ser excesivamente tímido y fácil de desconcertar,
pero en aquel caso, en vez de verme detenido por aquella debilidad,
avancé resueltamente hacia la desconocida.

                             [Ilustración]

                             [Ilustración]

Aunque seguramente era más joven que yo, recibió mis galanterías sin
mostrarse azorada. Preguntéle qué le llevaba a Amiens, y si tenía
amistades o conocimientos allí. Contestóme ingenuamente que iba enviada
por su familia para profesar como religiosa. El amor, aunque sólo
hacía un momento que anidaba en mi alma, hacíame tan clarividente,
que desde luego miré aquello como un golpe mortal asestado a mis
deseos. Habléle de manera que no le dejó duda respecto a mis
sentimientos, pues por lo visto poseía mucha más experiencia que yo.
Según dijo, la enviaban al convento contra su voluntad, para evitar,
indudablemente, una naciente inclinación al placer, causa luego de
todas sus desgracias y las mías. Combatí la cruel determinación de sus
padres con todas las razones que mi amor y mi elocuencia escolástica me
sugirieron. No mostró ni enfado ni desdén; díjome, tras un momento de
silencio, que presentía desde luego que iba a ser desgraciada, pero que
indudablemente debía ser voluntad celeste, cuando ningún medio tenía de
evitarlo. La dulzura de sus miradas, un aire encantador de tristeza al
pronunciar las anteriores palabras, o mejor la fatalidad de mi destino,
que me arrastraba a la perdición, no me dejaron ni un instante de duda.
La juré que, si quería confiar en mi honor y en la infinita ternura
que me inspiraba ya, daría gustoso mi vida por librarla de la tiranía
de los suyos y hacerla feliz. Mil veces me pregunté después, con
asombro, de dónde me vinieron entonces la audacia y la facilidad para
expresarme, pero no valdría la pena hacer del amor una divinidad si no
supiese realizar tales prodigios.

Mi bella desconocida no ignoraba que a mi edad no se miente.
Confesóme que si yo creía ver algún medio para ponerla en libertad,
se consideraría deudora a mí de algo que estimaba más que la vida. La
repetí que estaba dispuesto a emprender cualquier empresa por difícil y
arriesgada que fuése, pero que careciendo de la necesaria experiencia
de los medios de qué valerme, tenía que limitarme a aquella afirmación,
que a decir verdad no era de gran utilidad ni para ella ni para mí.
Como llegara entonces su viejo Argos, mis esperanzas iban a evaporarse
a no haber tenido ella suficiente ingenio para suplir la deficiencia
del mío. Quedéme asombrado a la llegada de su ayo, al ver que me
llamaba _primo mío_ y que, sin parecer desconcertada en lo más mínimo,
me decía, que, puesto que había tenido la suerte de encontrarme en
Amiens, dejaba para el día siguiente su entrada en el convento, por
tener el gusto de cenar en mi compañía. Comprendí pronto el alcance de
su astucia y propúsele hospedarse en una posada cuyo dueño, establecido
en Amiens después de haber sido muchos años cochero de mi padre, me era
adicto en cuerpo y alma.

Llevéla yo mismo, mientras el viejo rumiaba no sé qué protestas, y
mi amigo Tiberio, que no comprendía nada de la escena, nos seguía
sin pronunciar palabra. No había este último oído palabra de nuestra
conversación, entretenido en pasear por el patio, mientras hablaba yo
de amor a mi bella desconocida. Como desconfiaba de su severidad, me
deshice de él, dándole un encargo. Así tuve el placer, al llegar al
albergue, de hablar a solas con la dueña de mi corazón.

Pronto me di cuenta de que era menos niño de lo que yo mismo creía.
Esponjábase mi corazón en mil tiernas y deliciosas sensaciones de que
jamás había tenido sospecha; una tibia sensación de bienestar corría
por mi cuerpo. Era presa de loco delirio que por algún tiempo me
quitaba el uso de la palabra y que sólo se exteriorizaba en los ojos.

La señorita Manon Lescaut, así me dijo llamarse, parecía harto
satisfecha del efecto de sus encantos sobre mí. Creí notar que
hallábase no menos emocionada que yo, y aun me confesó que me
encontraba amable y que le encantaría deberme su libertad. Quiso saber
quién era yo, y una vez sabido, el conocimiento pareció aumentar
la naciente simpatía, pues, según dijo, siendo de la misma clase,
halagábala más mi conquista. Buscamos modo de poder ser el uno del otro.

Después de mucho cavilar no hallamos más camino que la fuga. Había
en primer lugar que burlar la vigilancia del guardián que era hombre
de temer, pese a su simple condición de criado. Decidimos que haría
preparar durante la noche una silla de posta, y que vendría con ella
a buscarla antes de que se hubiese despertado, que nos escaparíamos
secretamente y que iríamos a París, donde nos haríamos casar. Tenía
yo unos cincuenta escudos, fruto de mis ahorros; ella poseía poco
más o menos el doble. Nos imaginábamos, como niños que eramos, sin
experiencia ninguna de la vida, que una suma así no se acabaría nunca,
e igualmente contábamos con el éxito de nuestras otras medidas.

Después de cenar con más gusto que lo hiciera nunca, me retiré para
poner en ejecución nuestros planes. Mis arreglos fueron tanto más
fáciles, cuanto que, habiendo tenido intenciones de volver al día
siguiente a casa de mi padre, mi reducido equipaje estaba ya preparado.
No hallé, pues, dificultad ninguna para hacer transportar mi cofre y
tener un coche preparado para las cinco de la mañana, que era la hora
en que se abrían las puertas de la ciudad, pero en cambio tropecé con
un obstáculo con el que no contaba, y que estuvo a punto de dar con mis
planes en tierra.

Tiberio, aunque sólo tenía tres años más que yo, era muchacho de
muy buen sentido y de intachable conducta. Me quería con ternura
extraordinaria. La vista de tan bella damisela como la señorita Manon,
mi apresuramiento en servirla y mi insistencia en deshacerme de él,
hiciéronle concebir sospechas de mi amor. No había osado volver a
la posada por miedo a ofenderme con su vuelta, pero fué a esperarme
a mi habitación, donde le hallé a mi llegada, pese a ser ya más de
las diez de la noche. Su presencia me entristeció; notó él pronto la
contrariedad que me causaba. «Estoy seguro--me dijo sin ambages--que
meditas algún plan que quieres ocultarme; lo veo en tu aspecto».
Contestéle bruscamente «que no estaba ciertamente obligado a rendirle
cuentas de mis acciones». Pero insistió tanto y tan perseverantemente
para que le revelara mi secreto, que no estando acostumbrado a guardar
reserva con él, hícele la confesión completa de mi pasión. Recibióla
con tales muestras de descontento, que me hizo estremecer. Arrepentíme
sobre todo de la indiscreción con que le había descubierto mi plan de
fuga. Díjome que era demasiado amigo mío para no oponerse con todas
sus fuerzas; que quería comenzar por exponerme todo lo que creía
capaz de desviarme del peligroso proyecto, pero que si no renunciaba
inmediatamente a aquella infame resolución, advertiría a las personas
a quienes creyese capacitadas para detener el golpe. Echóme luego un
largo discurso y acabó por reiterarme su amenaza de denunciarme si no
le daba mi palabra de portarme con prudencia y cordura.

Estaba yo desesperado de haberme traicionado tan torpemente, pero
habiendo, el amor, en unas horas, despertado el ingenio, puse mientes
en que no le había dicho que mi decisión debía realizarse a la mañana
siguiente, y decidí engañarle con un equívoco: «Tiberio--le dije--hasta
hoy te he creído mi mejor amigo y he querido probarte con esta
confidencia. Verdad es que amo, y no te engaño con ello, pero por lo
que a mi fuga se refiere, no es empresa para emprenderla al azar. Ven
a buscarme mañana a las nueve de la mañana; si es posible te haré ver
a mi amada y me dirás si vale o no la pena de dar este paso por ella».
Dejóme por fin solo, tras mil protestas de amistad.

Empleé toda la noche en poner en orden mis asuntos y habiéndome
encaminado al amanecer a la hostería de la señorita Manon, la encontré
esperándome. Estaba asomada a su ventana, que daba a la calle, así que,
viéndome a lo lejos, vino ella misma a abrirme. No tenía más equipaje
que su ropa blanca, y de ella me encargué yo mismo. La silla de postas
estaba preparada y así nos alejamos en seguida de la villa. Ya os
contaré a continuación cuál fué la conducta de Tiberio, al darse cuenta
de mi engaño. Su abnegación no disminuyó. Ya veréis a qué extremos
le llevó y cuántas lágrimas debiera yo verter pensando lo mal que le
correspondí.

Tanta prisa nos dimos, que llegamos a Saint-Denis antes de anochecer.
Había galopado a caballo al lado del coche, lo cual nos impidió
hablarnos como no fuése en los relevos, pero viéndonos ya cerca de
París, es decir, casi en seguridad, nos tomamos tiempo para refrescar
y comer algo, cosa que no habíamos hecho desde que salimos de Amiens.
Aunque mi pasión por Manon era muy grande, supo ella persuadirme de que
la suya por mí no era menor, y tan poco reservados éramos en nuestras
caricias, que ni aun paciencia teníamos para esperar a estar a solas.
Los postillones y los hosteleros nos miraban, asombrados de ver dos
adolescentes como nosotros que parecían amarse con tal fervor.

Nuestros proyectos matrimoniales evaporáronse al llegar a Saint-Denis;
frustramos los derechos de la Iglesia y nos encontramos casados sin
saber cómo. Es indudable que, dado mi natural tierno y amante, mi
felicidad estaba hecha para toda la vida si Manon me hubiese sido fiel.
Cuanto más la trataba, más descubría en ella mil amables cualidades.
Su dulzura, su ingenio, su corazón y el encanto de su belleza formaban
una cadena tan fuerte y tan encantadora que jamás hubiera sido yo capaz
de romperla. Espantosa versatilidad de las cosas humanas, lo que hizo
mi desdicha, pudo hacer mi felicidad. Justamente soy el más desgraciado
de los hombres por esa constancia que debió depararme la suerte más
envidiable y las más hermosas recompensas del amor.

Alquilamos un piso amueblado en París, en la calle de V..., y quiso mi
suerte aciaga que resultase próxima a la casa del señor de B..., famoso
Granjero-General. Tres semanas iban transcurridas en las cuales de tal
modo me tuvo embargado el amor, que no tuve tiempo de pensar en el
dolor que debía haber producido a mi padre mi inopinada ausencia. Sin
embargo, como el desorden nada tenía que ver con mi conducta, y Manon
se comportaba con gran decoro, la misma tranquilidad en que vivíamos
contribuyó a recordarme la idea del deber.

Resolví reconciliarme con mi padre si era posible. Valía tanto mi
amante que no dudé poder hacerla grata a sus ojos si conseguía que
llegase hasta él noticia de su bondad y su mérito; en una palabra,
concebí esperanzas de llegar a obtener su consentimiento para casarme
con ella, ya que sin él, había llegado a la conclusión de que era
imposible. Participé mis proyectos a Manon haciéndola ver que, además
de los motivos de amor y de deber, la necesidad podía ser parte en
ello, pues nuestros fondos disminuían de un modo aterrador y comenzaba
a volver sobre mi primitiva idea de que eran inagotables.

Manon acogió fríamente mi proyecto; sin embargo, las razones que opuso
a él nacían tan sólo de su misma ternura y el miedo de perderme, si
conocido el lugar de nuestro retiro, mi padre no cedía. No tuve ni la
menor sospecha del golpe cruel que iban a asestarme. A mi objeción de
la penuria monetaria, contestó que aun nos quedaba dinero para vivir
algunas semanas y que después acudiría al afecto y a la munificencia
de unos parientes provincianos. Endulzó su negativa con tan tiernas y
apasionadas caricias, que yo, que sólo para ella vivía, y no sentía la
menor desconfianza de su cariño, no pude menos de aprobar todas sus
palabras y todas sus resoluciones.

Habíale dejado el manejo de nuestra bolsa y el cuidado de saldar los
gastos diarios. Poco tiempo después me di cuenta de que nuestra mesa
era más abundante y de que ella se había comprado algunos adornos de
precio exhorbitante. Como según mis cálculos no debían de quedarnos
sino diez o quince _pistolas_, no pude por menos de expresarle mi
asombro ante aquel aparente aumento de opulencia. Rogóme que no me
preocupara de ello. ¿No te había prometido encontrar recursos?--me
dijo. Queríala yo demasiado y con demasiada ingenuidad para alarmarme.

Un día que había salido a media tarde, habiéndola advertido que
tardaría más que de costumbre en volver, chocóme que a mi regreso
me hiciese esperar dos o tres minutos antes de abrir la puerta. No
teníamos a nuestro servicio sino una mozuela aproximadamente de nuestra
edad. Venido que hubo a abrirme, le pregunté por qué había tardado
tanto. Me contestó con aire de confusión que no me había oído llamar.
Como no había llamado sino una vez, le dije: «¿Pero si no has oído
llamar, cómo has salido a abrir?». Mi pregunta la desconcertó de tal
modo que no teniendo bastante serenidad para contestarme, echóse a
llorar, mientras entre balbuceos me juraba que no era culpa suya, que
la señorita la había prohibido abrir la puerta hasta que el señor de
B... hubiese salido por la otra escalera que correspondía al gabinete.
Quedé tan confuso que ni aun fuerzas tuve para entrar en casa. Tomé el
partido de volver a salir con pretexto de un negocio urgente y encargué
a la sirvienta que dijese a su ama que volvería al instante, pero que
no le dijese, en cambio, que me había hablado de M. de B...

Mi consternación fué tal que las lágrimas rodaban por mis mejillas al
bajar la escalera, sin saber aún a qué sentimiento obedecían. Entré
en un café, y habiéndome sentado junto a una mesa oculté la cabeza
entre las manos, tratando de esclarecer lo que pasaba en mi corazón.
No me atrevía a recordar lo que acababa de oir; quería creerlo una
alucinación y tentado estuve dos o tres veces de volver a mi casa sin
mostrar haberlo dado importancia. Parecíame tan absurdo que Manon
me hubiese traicionado, que temía injuriarla con la sola sospecha.
Adorábala, de ello no había duda; tantas pruebas de amor me había dado
ella a mí, como yo a ella. ¿Por qué había, pues, de acusarla de ser
menos sincera y menos constante que yo? ¿Qué razón podía tener para
traicionarme? No hacía sino tres horas que me había agobiado con sus
más tiernas caricias y que había recibido las mías con delirio; creía
conocer su corazón como el mío mismo. «No, no--repetía sin cesar--. ¡Es
imposible que Manon me engañe! No ignora que sólo vivo para ella; sabe
que la adoro... Eso no puede ser motivo para odiarme».

Sin embargo, la visita, y sobre todo la salida furtiva de M. de B...,
no dejaban de preocuparme. Recordaba también las pequeñas adquisiciones
de Manon, que me parecían exceder nuestros medios presentes. Aquello
parecía denunciar las liberalidades de un nuevo amante. ¡Y aquella
confianza en recursos desconocidos! Costábame trabajo contestar a
tantos enigmas en el sentido favorable en que mi corazón deseaba la
respuesta. Por otra parte, apenas me había separado de ella desde que
estábamos en París. Ocupaciones, paseos, diversiones, siempre habíamos
ido el uno con el otro. ¡Dios mío!, un momento de separación nos
hubiese entristecido demasiado! Teníamos que repetirnos constantemente
que nos amábamos; sin ello hubiésemos muerto de inquietud. No me era
posible figurarme a Manon ni un solo momento ocupada de otro que no
fuése yo.

Al fin creí haber dado con la clave de aquel misterio. «M. de
B...--repetíame--es indudablemente un señor que posee muchas relaciones
y que hace grandes negocios; la familia de Manon se habrá servido de él
para hacer llegar a sus manos algún dinero. Quizá ha recibido ya algo
de él, tal vez haya vuelto hoy a traerle más. Sin duda quiere bromear
ocultándomelo, para sorprenderme agradablemente. Quién sabe si ya me
hubiese hablado de ello si hubiese vuelto tranquilamente como todos los
días, en vez de venir a afligirme aquí. Por lo menos no me lo ocultará
cuando yo mismo le hable de ello».

Me afirmé de tal modo en esta opinión, que inmediatamente tuvo poder
bastante para disminuir mi tristeza. Volví a mi casa y abracé a Manon
que, por otra parte me recibió muy bien, con la habitual ternura.
Tentado estuve de descubrirle mis conjeturas que, más que antes,
consideraba ciertas; detúvome, sin embargo, la esperanza de que tal vez
iba ella a abrirme su corazón, contándome lo sucedido.

Nos sentamos a la mesa; yo estaba muy contento, pero pronto se nubló
mi alegría creyendo percibir huellas de tristeza en el rostro de mi
adorada. Observé también que sus miradas se fijaban en mí de manera
desacostumbrada. No pude definir si era amor o compasión, pero desde
luego me pareció un sentimiento tierno y lánguido. Púseme a mirarla con
redoblada atención; tal vez no sería menor la tristeza que sentiría
ella al juzgar por mis miradas el estado de mi corazón. Ni comíamos,
ni hablábamos; en fin, vi caer lágrimas de sus bellos ojos; ¡pérfidas
lágrimas!

«¡Dios mío!--clamé con angustia--¡Lloras, mi adorada Manon, sufres
hasta llorar, y no me dices palabra de tus penas!». No me contestó sino
con algunos suspiros que sirvieron para aumentar mi inquietud. Alcéme
del asiento tembloroso y la conjuré con todos los extremos que emplea
el amor en tales casos a descubrirme la razón de sus lágrimas; yo mismo
acabé por verterlas tratando de enjugar las suyas; estaba más muerto
que vivo. Un bárbaro hubiérase enternecido ante los testimonios de mi
dolor y mi temor.

En los momentos en que así me ocupaba de ella sentí que varias personas
subían las escaleras. Llamaron suavemente a la puerta. Manon me dió
un beso, y escapándose de mis brazos refugióse en su cuarto, donde se
encerró. Me figuré que estando sin arreglar quería ocultarse a las
miradas de los desconocidos visitantes. Fuí a abrir yo mismo.

Apenas lo hube hecho, me sentí sujeto por tres hombres, en los que
reconocí a los lacayos de mi padre. No emplearon violencias conmigo,
pero habiéndome sujetado dos de ellos por los brazos, el tercero
registró mis bolsillos, sacando de ellos un cuchillito, que era la
única arma que llevaba yo encima. Pidiéronme perdón por la necesidad en
que se veían de faltarme al respeto; dijéronme también, naturalmente,
que obraban por orden de mi padre, y que mi hermano mayor me aguardaba
abajo en una carroza. Tan turbado me hallaba, que me dejé llevar sin
resistencia y sin protestas. Mi hermano me aguardaba, efectivamente.
Colocáronme en la carroza a su lado, y el cochero, que había recibido
órdenes con antelación, nos condujo a buen paso hasta San Denis. Mi
hermano me abrazó afectuosamente, pero no me dijo nada, de modo que
quedé libre para meditar sobre mi infortunio.

Eran tantas las sombras, que no llegaba a mí ninguna claridad que me
permitiese orientarme. Veíame cruelmente traicionado; pero ¿por quién?
El primero que me vino a las mientes fué Tiberio; «¡Traidor!--pensé--;
¡ay de tu vida si mis sospechas se confirman!». Reflexioné, sin
embargo, que ignorando el lugar de mi retiro era imposible que por él
hubiesen llegado a saberlo. En cuanto a acusar a Manon, era cosa de
que mi corazón no se sentía capaz. La tristeza extraordinaria bajo
cuyo peso habíala visto como anonadada, sus lágrimas, el tierno beso
que me dió a punto de partir, parecíanme, sí, un enigma, pero más bien
me inclinaba a explicármelo como un presentimiento de nuestra común
desdicha. Así, mientras me desesperaba ante los acontecimientos que me
alejaban de ella, tenía el candor de pensar que era aún más digna de
lástima que yo.

El resultado de mis cavilaciones fué la convicción de haber sido visto
en las calles de París por algunos conocidos que habrían dado aviso a
mi padre. Aquella idea me consoló algo, pensando que saldría del paso
con alguna reprimenda o algún castigo. Prometíme sufrirlo con paciencia
y ofrecer cuanto exigiesen de mí a trueque de facilitarme ocasión de
volver a París lo antes posible, para devolver vida y alegría a mi
querida Manon.

Llegamos pronto a San Denis. Mi hermano sorprendido por mi silencio
dió a imaginar que era efecto de mi temor y procuró consolarme,
asegurándome que nada tenía que temer de parte de mi padre a condición
de que volviese a él dispuesto a entrar resueltamente por los caminos
del deber, para merecer el gran cariño que me tenía. Hízome pasar la
noche en San Denis, teniendo la precaución de hacer que durmiesen en mi
cuarto los tres lacayos.

Lo que más me entristeció fué verme en la misma posada donde me había
detenido con Manon viniendo de Amiens a París. El amo y los criados me
reconocieron y adivinaron al mismo tiempo la verdad de lo sucedido.
Oí decir al dueño: «¡Ah!, es el guapo caballerito que pasó por aquí
hace seis semanas con una damisela a quien parecía amar con locura.
¡Qué bonita era! ¡Pobres muchachos, cómo se acariciaban! ¡Pardiez! Es
lástima que les hayan separado». Hice como que no me enteraba de nada y
traté de mostrarme lo menos posible.

Mi hermano tenía preparada en San Denis una silla de postas en la que
partimos por la mañana temprano, llegando a casa a la noche siguiente.
Vió a mi padre antes que yo, para prevenirle en favor mío, diciéndole
con qué mansedumbre me había dejado conducir allí; de este modo fuí
recibido con menos dureza de la que esperaba. Limitóse a algunos
reproches generales sobre la falta cometida por mí, ausentándome sin
su permiso. Por lo que a mi amante se refería, redújose a decirme que
me estaba muy bien empleado lo sucedido, por haberme entregado en
brazos de una mujer desconocida; que tenía él mejor opinión de mi
prudencia; pero que esperaba que aquella aventurilla sirviese para
hacerme más cauto. No tomé el discurso sino en el sentido que acordaba
con mis ideas. Agradecí a mi padre la bondad de su perdón, y le prometí
observar una conducta más sumisa y ordenada. En el fondo de mi corazón
me conceptuaba vencedor, pues del modo con que las cosas se arreglaban
no dudaba que se me ofrecería ocasión de escaparme de mi casa, quizás
antes de que trascurriese aquella noche.

Pusímosnos a cenar; burláronse de mi conquista de Amiens y de mi
fuga con aquella _fiel_ amante. Recibí las bromas de buen grado y
aun satisfecho de que me fuése permitido hablar de lo que llenaba
continuamente mi pensamiento. Pero algunas palabras que se le escaparon
a mi padre me hicieron aguzar el oído, con atención grandísima.

Habló de la perfidia y del servicio interesado, prestado por M. de
B... Quedé turbado al oirle pronunciar aquél nombre, y le rogué
humildemente me explicase lo que quería decir. Entonces, volvióse a
mi hermano para preguntarle si no me había contado toda la historia.
Mi hermano contestó que, encontrándome absolutamente tranquilo, no
había creído necesario usar aquel remedio para curar mi locura. Noté
que mi padre vacilaba entre explicarse por completo o no. Supliquéle
tan insistentemente que al fin me satisfizo, o mejor dicho, me asesinó
cruelmente con la más horrible de las narraciones.

Empezó por preguntarme si había caído en la necia credulidad de
suponerme amado por mi querida. Contestéle audazmente que estaba
seguro, y que nada podía inspirarme la menor desconfianza. «¡Ah! ¡ah!
¡ah!--exclamó echándose a reir--¡Es magnífico! Eres un pobre engañado,
y me alegra verte en ese estado de espíritu! Es una verdadera lástima,
mi pobre caballero, hacerte entrar en la Orden de Malta, puesto que
tantas disposiciones tienes para hacer un marido cómodo y paciente».
Añadió mil burlas de tal tenor, sobre lo que él llamaba mi tontería y
mi credulidad.

En fin, como yo permanecía silencioso, siguió diciéndome que, según
el cálculo que podía hacer del tiempo desde mi partida de Amiens,
Manon me había amado doce días. «Sé--añadió--que marchaste de Amiens
el 28 del mes pasado. Estamos a 29 de éste, hace once que M. de B...
me escribió, y supongo que habrá necesitado ocho por lo menos para
trabar conocimiento perfecto con tu querida. Así que quita once y ocho
de treinta, y un día que hay desde el 28 de un mes al 29 del otro, y
quedan doce, poco más o menos». Después de decir esto, volvieron a las
risas.

Oía todo con tal opresión de corazón, que temía no poder resistir hasta
el fin de aquella triste comedia. «Sabrás--añadió mi padre--puesto que
lo ignoras, que M. de B... ha ganado el corazón de tu princesa, pues no
deja de ser una burla querer convencerme de que ha querido quitártela
por celo desinteresado en mi servicio. ¿Es acaso de un hombre como él,
que por otra parte no me conoce siquiera, de quien hay que esperar
sentimientos tan nobles? Contóle ella indudablemente que eras mi hijo
y me escribió entonces el lugar de tu escondite y el desorden en que
vivías, advirtiéndome que hacía falta mano de hierro para apoderarse
de ti, y ofreciendo facilitarme los medios. He ahí como, gracias a sus
lecciones y a las de tu misma amante, ha encontrado tu hermano manera
de apoderarse de ti. ¡Y ahora felicítate de la duración de tu victoria!
Hay que confesar, caballero, que sabes vencer deprisa, pero que no
sabes conservar tus conquistas».

No tuve valor para seguir oyendo su discurso, cada una de cuyas
palabras me taladraba el corazón. Me levanté de la mesa y no bien había
dado cuatro pasos me desplomé, perdido el conocimiento. Volví en mí con
rapidez gracias a eficaces auxilios. Abrí los ojos para derramar un
torrente de lágrimas y los labios para proferir amargas y desgarradoras
quejas. Mi padre, que siempre me amó tiernamente, empleó todo su cariño
en consolarme. Escuchábale yo sin oirle. Acabé por arrojarme a sus pies
y, abrazado a sus rodillas, implorar de él que me dejase volverme a
París, para apuñalar a M. de B... «No--clamaba yo desesperadamente--,
no ha conquistado el corazón de Manon; ha empleado la violencia;
seguramente la ha reducido por un sortilegio o por un veneno o tal vez
la ha forzado brutalmente. Manon me ama. ¿No había yo de saberlo? La
habrá amenazado con un puñal en la mano, para obligarla a abandonarme.
¿Qué no habrá hecho para apoderarse de una amante tan encantadora?
¡Oh! ¡Dioses, dioses! ¿será posible que Manon me haya traicionado y
haya dejado de amarme?».

Como seguía hablando de volverme a París, y me levantaba a cada momento
con esa intención, mi padre comprendió que en el estado de excitación
que me hallaba nada era capaz de detenerme. Condújome a una sala del
piso alto y allí me dejó con dos criados a la vista. Mil vidas hubiese
dado yo por estar solamente un cuarto de hora en París. Comprendía que
habiendo dejado traslucir con tanta claridad mis intenciones, no me
consentirían fácilmente salir de mi cuarto. Medí con los ojos la altura
de las ventanas, y no viendo posibilidad de escapar por aquel camino,
me dirigí humildemente a mis criados. Les ofrecí, con mil juramentos,
hacer su fortuna si querían consentir en mi evasión. Les apremiaba,
les halagaba, les amenazaba; pero aquella tentativa también fué inútil
Perdí entonces toda esperanza. Decidí morir y arrojéme sobre mi lecho
decidido a no dejarle sino con la vida. Así pasé toda la noche y el día
siguiente. Rechacé la comida que me ofrecieron.

Mi padre vino por la tarde a verme; fué tan bueno que empleó los más
tiernos consuelos en tratar de amortiguar mis penas. Me mandó que
comiese, con tal autoridad que, por respeto, le obedecí. Pasaron
algunos días durante los cuales lo poco que comí fué en su presencia,
y por obedecerle. Seguía él por su parte, prodigándome las razones que
podían traerme al buen camino y hacerme olvidar a la infiel Manon.
Verdad era que ya no la estimaba: ¿cómo hubiera podido estimar a la más
cambiante y pérfida de las criaturas? Pero su imagen, las encantadoras
facciones que llevaba grabadas en el fondo del corazón, no se borraban
fácilmente. «Moriré--decíame yo--; debo morir después de tanta
vergüenza y tanto dolor. ¡Pero sufriría mil muertes sin poder olvidar a
la ingrata Manon!».

Mi padre se mostraba sorprendido al verme tan gravemente herido.
Conociendo, como conocía, mis ideas sobre el honor, sabía que su
traición a la fuerza tenía que haberla hecho despreciable a mis ojos
y acabó por creer que mi obsesión venía, más que de aquella pasión en
particular, de una viva inclinación hacia el sexo femenino. Encariñóse
de tal modo con aquella idea que, no consultando sino su afecto por
mí, vino un día a decirme abiertamente: «Caballero, hasta ahora, como
sabes, fué mi intención hacerte ostentar sobre el pecho la noble Cruz
de Malta, pero veo que tu vocación no te lleva por ese camino; te
gustan las mujeres bonitas; voy creyendo que lo mejor será buscar una
que te agrade. Dime con franqueza qué te parece».

Le respondí que no sabía establecer diferencias entre unas mujeres y
otras, y que después de lo que me había sucedido las detestaba a todas
por igual. «Te buscaré una--me dijo mi padre sonriendo--que se parezca
a tu Manon... y que sea más fiel.--¡Ah!, si conservas algún cariño por
mí--le contesté--es ella la que has de devolverme. Está seguro, padre
de mi alma, que no me ha traicionado. Es incapaz de semejante infamia.
El pérfido de M. de B... es quien nos engaña a ti y a mí. Si supieses
lo buena que es, lo tierna y sincera, si la conocieses acabarías por
quererla.--Eres un chiquillo--replicó mi padre--. ¿Cómo puedes cegarte
hasta ese punto después de lo que te he contado de ella? Es ella, ella
misma, quien te entregó a tu hermano. Debes olvidar hasta su nombre y
aprovechar, si eres prudente, la indulgencia que tengo contigo».

Reconocía yo harto claramente que mi padre tenía razón. Pero era un
movimiento instintivo el que me hacía tomar la defensa de la infiel.
«¡Verdad es, desgraciadamente--dije--, que soy víctima de la más
cobarde de las perfidias!--Sí--continué, derramando lágrimas de
despecho--, bien veo que no soy más que un chiquillo. Mi credulidad no
debe haber costado mucho burlarla. Pero bien sé lo que tengo que hacer
para vengarme». Quiso mi padre saber mis intenciones. «Iré a París,
prenderé fuego a la casa del pérfido M. de B... y le quemaré vivo,
con Manon». Aquel arrebato hizo reir a mi padre y no sirvió sino para
hacerme guardar más severamente en mi cárcel.

Pasé en ella seis meses, durante el primero de los cuales hubo poco
cambio en mi estado de ánimo. Todos mis sentimientos no eran sino una
perpetua alternativa entre el odio y el amor, entre la esperanza y el
desconsuelo, según la forma en que se aparecía a mi espíritu la imagen
de Manon. Tan pronto no miraba en ella sino la más encantadora de las
mujeres y ardía en deseos de volver a verla; tan pronto ofrecíaseme
como una malvada y traidora amante y me hacía a mí mismo mil juramentos
de no buscarla más que para castigarla.

Me dieron libros que sirvieron para devolver un poco de tranquilidad a
mi alma. Releí todos mis autores; adquirí nuevos conocimientos; recobré
afición infinita al estudio; ya veréis lo útil que me fué todo ello
luego. La clarividencia que el amor me había dado me hizo orientarme en
multitud de pasajes de Horacio y Virgilio, que hasta entonces hallara
confusos. Hice un comentario amoroso sobre el cuarto libro de la
Eneida; me propongo publicarlo y creo que el público quedará contento
de él. «¡Ay!--pensaba escribiéndolo--Un corazón como el mío hubiese
necesitado la fiel Dido».

Tiberio vino un día a verme en mi cárcel. Quedé asombrado del afectuoso
transporte con que me abrazó. No había recibido de él, hasta entonces,
otras pruebas de cariño que aquéllas que pudieran hacerme mirarle como
sencilla amistad de colegio, de ésas que se forman entre muchachos que
tienen próximamente la misma edad. Le encontré tan cambiado, y sobre
todo tan serio después de aquellos cuatro o cinco meses transcurridos
desde la última vez que le viera, que me inspiró respeto. Hablóme más
como sensato consejero que como amigo. Dolióse del extravío en que
me había yo precipitado; felicitóme por mi curación, que creía muy
avanzada, y exhortóme, en fin, a aprovechar aquella dura lección para
abrir los ojos a lo efímero de los placeres.

Mirábale yo con asombro y acabó por darse cuenta de ello. «Querido
caballero--me dijo--, no te digo nada que no sea la pura verdad, y a
cuyo convencimiento no haya yo llegado después de un profundo examen.
Había en mí tanta inclinación como en ti a la voluptuosidad; pero el
cielo me había concedido al mismo tiempo el amor a la virtud. He usado
de mi razón para comparar los frutos de una y otra y no he tardado
mucho en descubrir sus diferencias. La ayuda del cielo se ha unido a
mis reflexiones. El mundo me inspira un desdén que nada iguala. ¿Serías
capaz de adivinar lo que me detiene para correr a la soledad? Pues
únicamente la tierna amistad que te profeso. Conozco la bondad de tu
corazón y de tu inteligencia; no hay buena acción de que no seas capaz.
El veneno del placer te ha desviado de tu camino. ¡Qué pérdida para la
virtud! Tu fuga de Amiens me causó tan gran pena que no he vuelto a
disfrutar desde entonces ni un momento feliz. Juzga tú mismo por los
pasos que me ha hecho dar». Contóme que después de darse cuenta de
que le había engañado y me había fugado con mi amante había montado a
caballo para alcanzarnos, pero que llevándole cuatro horas de ventaja,
le había sido imposible; que, sin embargo, había llegado a San Denis
media hora después de mi partida; que seguro de que me quedaría en
París había pasado seis semanas buscándome; que había frecuentado todos
los lugares donde acariciaba la esperanza de poderme hallar, y que,
por fin, un día, en el teatro, había reconocido a mi amante, que iba
vestida con tal lujo, que supuso debía su fortuna a un nuevo amante;
que la había seguido hasta su casa, y allí había sabido por un criado
que estaba mantenida por la liberalidad de M. de B... «No me detuve
ahí--prosiguió--. Volví al día siguiente para que ella misma me dijese
qué era de ti. Al oirme nombrarte, desapareció bruscamente y hube de
venirme a provincias sin más aclaración. He sabido tu aventura y la
consternación profunda en que te ha sumido; pero no he querido verte
sin asegurarme de que te hallabas ya más tranquilo».

--Has visto a Manon--exclamé con un suspiro--. «Más feliz has sido,
¡ay de mí!, que yo, condenado a no volverla a ver». Reprochóme aquel
suspiro que indicaba aún en mí una debilidad por ella. Luego halagóme
con tanta maña comentando la bondad de mi carácter y mis inclinaciones,
que hizo nacer en mí desde aquella primera visita un afán de renunciar
como él a todos los placeres del siglo para abrazar el estado
eclesiástico.

Tanto me agradaba la idea que en cuanto me vi solo no pensé en otra
cosa. Recordé los sermones del señor obispo de Amiens que me había
aconsejado lo mismo, y los augurios felices que había hecho en mi favor
si llegaba a tomar aquel partido. La piedad mezclóse también en mis
determinaciones. «Llevaré una vida tranquila y cristiana--decíame a
mí mismo--. Me ocuparé del estudio y de mis deberes religiosos que no
me dejarán pensar en los peligrosos devaneos del amor. Despreciaré
lo que la mayoría de los hombres admiran. Y como estaré seguro de
que mi corazón no deseará sino aquello que estime, tendré tan pocas
inquietudes como deseos».

Construía sobre esa base un plan de vida tan tranquila como solitaria.
Hacía entrar en ella una casa de campo apartada en un bosquecillo,
un fresco arroyuelo y un pequeño jardín; una biblioteca de libros
escogidos, algunos amigos virtuosos y de buen juicio, una mesa limpia
y frugal. Unía a esto un cambio de correspondencia con un amigo que
viviría en París y me informaría de los sucesos acaecidos, menos por
satisfacer mi curiosidad que por distraerme en la contemplación de
las locas agitaciones de los hombres. «¿No sería feliz así?--añadía
yo--¿No estarían satisfechos todos mis deseos?». Es indudable que aquel
proyecto halagaba mis inclinaciones. Pero, para remate de tan sensato
plan, sentía yo que mi corazón aguardaba aún algo, y que, para no tener
nada que desear en la más deliciosa soledad, era preciso... estar con
Manon.

Sin embargo, Tiberio seguía prodigándome sus visitas para fortalecerme
en la determinación que me había inspirado y aproveché la ocasión
para insinuarme con mi padre. Declaróme éste que dejaba a sus hijos
la libertad de escoger el camino que les fuése más grato, y que sólo
se reservaba el derecho de ayudarlos con sus consejos. Diómelos muy
sensatos, tendiendo, menos a hacerme renunciar a mi proyecto, que a
hacérmelo abrazar con conciencia de lo que hacía.

El comienzo del curso escolar se aproximaba. Convine con Tiberio en
ingresar juntos en el seminario de San Sulpicio; él para acabar sus
estudios de Teología, yo para empezar los míos. Su mérito, que era
harto conocido del obispo de la diócesis, le hizo obtener de aquel
prelado un beneficio de bastante consideración antes de su marcha.

Mi padre, creyéndome curado del todo de mi pasión, no puso dificultad
ninguna en dejarme marchar. Llegamos a París. El traje eclesiástico
sustituyó a la Cruz de Malta, y al título de caballero el de abate Des
Grieux. Me apliqué al estudio con tal aplicación, que hice grandes
progresos en pocos meses. No perdía ni un momento del día y aun
empleaba parte de la noche. Mi reputación se hizo tan notoria que me
felicitaban ya por las dignidades que no podía menos de obtener; y,
sin haberlo solicitado yo, mi nombre fué escrito en la lista de los
beneficios. No menos fervoroso me mostraba en las prácticas religiosas,
a las que era asiduo. Tiberio estaba encantado de lo que miraba como
obra suya y en varias ocasiones vertió lágrimas de emoción ante lo que
llamaba mi conversión.

Que las resoluciones humanas estén sujetas a rápidos cambios es
cosa que no me ha sorprendido nunca; una pasión las engendra y otra
pasión puede destruirlas. Pero cuando pienso en la santidad de las
que me llevaron a San Sulpicio y en la alegría que el cielo me hacía
experimentar al llevarlas a cabo, me espanto de la facilidad con que
pude romperlas. Si es verdad que la ayuda celeste es en todo momento
de una fuerza igual a la de las pasiones, que vengan a explicarme por
qué funesto ascendiente se encuentra uno arrastrado de súbito lejos de
su deber, sin encontrarse capaz de la menor resistencia y sin sentir el
menor remordimiento. Creíame absolutamente libertado de las debilidades
del amor. Parecíame que hubiese preferido la lectura de una página de
San Agustín o un cuarto de hora de cristiana meditación a todos los
placeres de los sentidos, sin exceptuar aquéllos que pudiera ofrecerme
la misma Manon. Sin embargo, un instante desdichado me hizo caer en el
precipicio, y mi caída fué tanto más irreparable porque, hallándome
de súbito en el mismo grado de profundidad de donde había salido, los
nuevos desórdenes en que caí me arrastraron a un abismo mucho más hondo.

Llevaba casi un año en París sin ocuparme para nada de los asuntos de
Manon. Mucho trabajo me había costado al principio; pero los consejos,
siempre prudentes, de Tiberio y mis propios pensamientos habíanme
hecho obtener la victoria. Los últimos meses habían trascurrido con
tal tranquilidad que comenzaba a creerme a punto de olvidar a la
encantadora pérfida. Así llegó el tiempo en que había de hacer un
ejercicio público para ingresar en la Escuela de Teología. Rogué a
varias personas de mi más alta consideración que viniesen a honrar mis
exámenes con su presencia. Mi nombre voló así por todos los barrios de
París y llegó hasta los oídos de mi infiel. No le reconoció con toda
certeza bajo el título de abate; pero un resto de curiosidad, tal
vez el arrepentimiento de haberme engañado (jamás conseguí saber cuál
de aquellos dos sentimientos), hízola interesarse por un nombre tan
semejante al mío. Vino a la Sorbona con algunas otras damas, presenció
mi ejercicio y no cabe duda que debió costarle poco trabajo reconocerme.

No supe nada de aquella visita. Es sabido que en tales lugares existen
habitaciones reservadas para las damas, que permanecen ocultas tras una
celosía. Volví a San Sulpicio cubierto de gloria y de cumplidos. Eran
las seis de la tarde. Un instante después vinieron a avisarme que una
señora quería verme. Fuí inmediatamente al locutorio. ¡Dios Santo, qué
sorprendente aparición! Allí estaba Manon. Era ella, pero más amable
y más radiante que la viera jamás. Había cumplido dieciocho años; sus
encantos sobrepujaban a cuanto puede imaginarse. ¡Tenía un aire tan
dulce, tan fino, tan fascinador!, el aire del amor mismo. Toda ella me
pareció un encanto.

Quedé suspenso a su vista, y, no pudiendo conjeturar cuál era el objeto
de aquella visita, esperé, con los ojos bajos, tembloroso, a que se
explicase. Su turbación fué durante algún tiempo igual a la mía; pero
viendo que mi silencio continuaba, ocultó sus ojos con la mano para
disimular sus lágrimas. Díjome con un tono lleno de timidez, que
comprendía que su infidelidad merecía mi odio, pero que si era cierto
que alguna vez hubiese yo sentido la menor ternura por ella había
sido también harto cruel dejando pasar casi dos años sin preocuparme
para nada de su suerte, y aún mucho más viendo en el estado en
que se mostraba a mí sin apiadarme de ella ni tener para ella una
buena palabra. Imposible me sería expresar el desorden de mi alma al
escucharla.

Sentóse; yo permanecí en pie, casi vuelto de espaldas, sin osar mirarla
frente a frente. Varias veces comencé a hilvanar una respuesta que
no tuve fuerzas para concluir. En fin hice un esfuerzo para exclamar
dolorosamente: «¡Pérfida, Manon! ¡Ah, pérfida, pérfida!». Repitióme
derramando lágrimas, que no pretendía justificar su perfidia. «¿Qué
pretendéis, entonces?--tuve fuerzas para exclamar aún.--¡Quiero
morir!--respondió--, si no me devolvéis vuestro corazón, sin el cual
no es posible que viva.--¡Pídeme, pues, la vida, infiel!--respondí,
derramando a mi vez lágrimas, que me esforzaba en vano por contener--;
¡Pídeme la vida, que es lo único que me queda por sacrificarte, pues mi
corazón nunca ha cesado de ser tuyo!».

Apenas hube acabado de pronunciar estas últimas palabras, se levantó
para correr a mí y estrecharme en sus brazos con locura. Abrumóme
con las más apasionadas caricias, llamóme con los más tiernos
nombres que inventó el amor para expresar sus más vivas ternuras.
Yo no la contestaba aún, sino con languidez. ¡Qué tránsito desde la
tranquila paz en que había vegetado a los tumultuosos sentimientos
que sentía renacer! Hallábame aterrado; me estremecía, como sucede
cuando nos vemos perdidos de noche en una campiña solitaria: nos
creemos transportados a un mundo desconocido; nos sobrecoge un horror
secreto, del que no nos reponemos hasta haber explorado bien todos los
alrededores.

Sentámosnos uno junto a otro. Cogí sus manos entre las mías. «¡Ah,
Manon!--díjele acompañando mis palabras de una mirada llena de
tristeza--No esperaba la negra traición con que pagasteis mi amor.
Bien fácil os era engañar a un pobre corazón en que reinabais como
única señora y que cifraba su dicha en obedeceros y seros grato.
Decidme ahora si habéis encontrado otro tan tierno o tan sumiso. No,
imposible, la naturaleza no ha hecho otro de mi temple. Decidme al
menos si pensasteis en él alguna vez con nostalgia. ¿Qué fe he de poner
en vuestra bondad, que hoy os hace venir a consolarle? Bien veo que
sois más encantadora que nunca, pero, a cambio de cuanto por vos sufrí,
bella Manon, decidme si seréis más fiel».

Tales y tan tiernas cosas me dijo sobre su arrepentimiento y con
tales juramentos se ligó a la fidelidad inquebrantable que acabó
por enternecerme. «Amada Manon--suspiré con una mezcla extraña de
expresiones amorosas y teológicas--; eres demasiado adorable para una
criatura humana. Siento mi corazón arrebatado por victorioso deliquio.
Todo lo que de libertad se habla en San Sulpicio, no es sino una
quimera. Voy a perder mi fortuna y mi reputación por ti, lo preveo;
leo en tus lindos ojos mi destino, pero ¿de qué pérdidas no me vería
consolado por tu amor? Los favores de la fortuna no me importan,
la gloria me parece humo, mis planes de vida eclesiástica, locos
desvaríos, todo bien que no sea el que a tu lado espero es un bien
despreciable, puesto que no tendría fuerza ni un solo instante en mi
corazón contra una sola de tus miradas».

Aunque ofreciéndole para lo futuro un olvido general de sus pecados
quise saber cómo se había dejado seducir por M. de B... Contóme que,
habiéndola visto asomada a la ventana, se había enamorado de ella; que
le había hecho su declaración en estilo de Granjero-General; es decir,
haciéndole saber que el pago sería proporcionado a los favores; que
había comenzado por capitular aunque sin otra idea que la de sacar de
él alguna cantidad considerable que nos ayudase a vivir cómodamente;
que la había deslumbrado con tan magníficas promesas que se había
dejado vencer poco a poco. Añadió que debía yo, sin embargo, juzgar
su remordimiento por las muestras de dolor que había dado la víspera
de nuestra separación y que, pese a la opulencia de que la rodeara,
jamás había sido feliz con él, no sólo porque no hallaba, añadió, la
delicadeza de mis sentimientos y el encanto de mis modales, sino porque
en medio de los placeres con que la obsequiaba, guardaba en el fondo de
su corazón el recuerdo de mi amor y el remordimiento de su infidelidad.
Hablóme de Tiberio y de la gran turbación que su visita le produjo.
«Una estocada en el corazón hubiese alterado menos mi sangre. Volvíle
la espalda sin poder sostener ni un momento su presencia».

Continuó contándome por qué medios supo mi estancia en París, mi cambio
de condición y mis ejercicios de la Sorbona. Me aseguró que se había
emocionado de tal modo durante la controversia que le había costado
gran trabajo contener sus lágrimas, sus gemidos y aun sus gritos,
que en más de una ocasión estuvieron a punto de estallar. Díjome,
por último, que había salido la última de aquel lugar, para ocultar
a las miradas indiscretas su turbación y que, siguiendo los impulsos
de su corazón y la impetuosidad de sus deseos, había venido derecha
al seminario con la resolución de morir si no me hallaba dispuesto a
perdonarla.

¿Dónde habría un bárbaro que ante arrepentimiento tan vivo y tan
apasionado no se hubiese conmovido? Por lo que a mí se refiere
comprendí que hubiese sido capaz de sacrificar a Manon en aquel momento
todos los obispados de la cristiandad. La pregunté qué nuevo orden
creía ella debíamos poner en nuestros negocios. Propúsome lo primero
salir del seminario y suspender toda decisión hasta hallarnos en lugar
más seguro. Consentí en cuanto quiso, sin replicar. Fuese, pues, en su
carroza, a esperarme en la esquina de la calle. Escapéme un momento
después, sin que el portero me viese, y ganando el coche, subí con
ella. Detuvímosnos en una tienda de ropas usadas; volví a recobrar
galones y espada. Manon corrió con los gastos, pues yo no tenía dinero
alguno, porque ante el temor de que pudiese hallar algún obstáculo
para salir de San Sulpicio no había querido que volviese a mi cuarto
a recogerlo. Por otra parte mi tesoro era escaso y en cambio ella lo
bastante rica, gracias a las liberalidades de M. de B..., para desdeñar
lo que me obligaba a abandonar. En casa del ropavejero discutimos el
partido que convenía tomar. Para hacerme más grato el sacrificio de
M. de B... decidió no andarse en paliativos con él. «Quiero dejarle
los muebles, que son suyos. Es de justicia--dijo Manon--. En cambio me
llevaré, como es natural, mis alhajas y casi sesenta mil francos que le
he sacado en dos años. Ningún derecho sobre mí le he dado--añadió--,
así es que podemos vivir sin temor en París, alquilando una casa
cómoda, donde seremos felices».

Hícele observar que si no había peligro para ella habíalo y muy grande
para mí, que tarde o temprano acabaría por ser reconocido, y que
estaría continuamente expuesto al mismo peligro por el que ya pasé
una vez. Me hizo comprender que sentiría mucho tener que dejar París.
Amábala tanto que temeroso de enojarla no había peligro que no fuése
capaz de correr por ella. Pero, por fin, hallamos un justo medio
razonable, que consistía en alquilar una casa en los alrededores, en
cualquier pueblecillo, desde donde pudiésemos ir a la ciudad siempre
que nos fuése menester para diversiones o negocios. Escogimos Chaillot,
que no está muy lejos. Manon volvió acto seguido a su casa, y yo me fuí
a esperarla a la puerta pequeña del jardín de las Tullerías.

                             [Ilustración]

                             [Ilustración]

Volvió una hora más tarde en una carroza de alquiler, con una muchacha
que la servía y algunos baúles, donde estaban encerrados sus
trajes y cuantas cosas tenía de valor.

Poco tardamos en llegar a Chaillot. Nos hospedamos la primera noche en
la posada para tener tiempo de buscar una casa o por lo menos un piso
donde instalarnos con comodidad. Hallamos, al siguiente día, uno de
nuestro agrado.

Mi felicidad me pareció establecida sobre bases de firmeza
inquebrantable. Manon era la dulzura y la complacencia personificadas.
Tenía para mí tales y tan delicadas atenciones que por ellas me creí
compensado de todas mis penas. Como habíamos adquirido los dos un
poco de experiencia, razonábamos sobre la solidez de nuestra fortuna.
Sesenta mil francos que constituían el fondo de nuestra riqueza,
no eran una suma que pudiera dar de sí para toda una vida. Tampoco
estábamos dispuestos a limitar nuestros gastos con exceso. La mayor
virtud de Manon, como tampoco mía, no era el ahorro. He aquí el plan
que nos trazamos: «Sesenta mil francos--dije--pueden sostenernos
seis años. Dos mil escudos al año nos bastarán si seguimos viviendo
en Chaillot. Llevaremos vida decorosa, pero sencilla. Nuestro único
gasto será la carroza y el teatro. Ya nos arreglaremos. A la Ópera,
que os agrada, iremos dos veces por semana. En cuanto al juego nos
las compondremos de modo que nuestras pérdidas no pasen nunca de dos
_pistolas_. Es imposible que en el espacio de seis años no haya ningún
cambio en mi familia; mi padre es viejo, puede morir y me hallaría
entonces en situación desahogada, por encima de todo temor».

Aquel acuerdo no hubiese sido ciertamente la mayor locura de mi vida si
hubiésemos sido capaces de atenernos a él. Pero nuestras resoluciones
no duraron arriba de un mes: Manon sentía pasión por el placer, yo por
ella. Surgían a cada instante nuevas ocasiones de gastar, y lejos de
lamentar los profusos despilfarros yo era el primero en proporcionarle
cuanto creía que podía serle grato. Nuestra casita de Chaillot
comenzaba a cansarle.

Aproximábase el invierno; todo el mundo volvía a la ciudad, y el campo
iba a quedar desierto. Propúsome volver a París; no consentí en ello,
pero para complacerla de algún modo díjele que podíamos alquilar un
piso amueblado donde pasar la noche los días en que acabasen muy tarde
las reuniones que frecuentábamos, puesto que la gran incomodidad que
suponía volver tan tarde a Chaillot era el pretexto que ponía para
querer abandonarle. Teníamos así dos alojamientos, uno en la ciudad y
otro en el campo. Aquel cambio introdujo pronto el desorden en nuestros
asuntos, provocando dos aventuras que fueron causa de nuestra ruina.

Manon tenía un hermano que era guardia de Corps y que resultó
desgraciadamente vecino de nuestra misma calle. Reconoció a su hermana
viéndola una mañana en la ventana. Vino en seguida a vernos. Era
hombre brutal y sin principios de honor. Entró en nuestra habitación
profiriendo tremendos juramentos, y como conocía una parte de las
aventuras de su hermana abrumóla a injurias y reproches.

Había salido yo momentos antes, lo que no dejó de ser una suerte para
él o para mí, poco dispuesto a sufrir injurias de nadie. No volví a
nuestro albergue hasta después de su marcha. La tristeza de Manon me
hizo, sin embargo, sospechar que algo extraordinario había ocurrido.
Contóme la escena desagradable y la actitud brutal de su hermano. Me
sentí tan indignado que hubiese querido correr inmediatamente a tomar
venganza si ella, con sus lágrimas, no me hubiese detenido.

Mientras estábamos hablando, el guardia de Corps volvió a entrar en la
habitación sin hacerse anunciar. Ciertamente que, de haberle conocido,
no le hubiese recibido con tanta urbanidad como lo hice; pero después
de saludarnos sonriente, dijo a Manon que venía a darle excusas de su
arrebato: que la había creído en una vida de desarreglo, y que aquella
idea había encendido su ira; pero que habiendo interrogado a un criado
sobre mi persona había averiguado cosas tan halagüeñas para mí que su
mayor deseo era el de llevarse bien con nosotros.

Aunque aquella información procedente de uno de mis lacayos tenía
algo de raro y aun de chocante, recibí sus cumplidos de buena fe,
creyendo dar gusto a Manon, que parecía encantada de verle dispuesto a
reconciliarse.

Hicímosle quedarse a comer.

En pocos momentos se hizo tan familiar, que habiéndonos oído hablar de
nuestra vuelta a Chaillot, quiso absolutamente acompañarnos. Hubo que
cederle un sitio en la carroza. Fué una verdadera toma de posesión,
porque se aficionó de tal modo a vernos que hizo de la nuestra su casa,
y se hizo dueño en cierto modo de cuanto nos pertenecía. Llamábame
hermano, y pretextando la gran confianza que tenía, dió en llevar
a todos sus amigos a Chaillot y en obsequiarlos a costa nuestra.
Vistióse con magnificencia por nuestra cuenta y hasta nos comprometió
a pagar todas sus deudas. Cerraba yo los ojos a aquella tiranía para
no disgustar a Manon y aun aparentaba no darme cuenta de que de vez
en cuando le sacaba sumas de consideración. Verdad es que, siendo un
terrible jugador, tenía la honradez de entregarle una parte de las
ganancias cuando la fortuna le era favorable; pero la nuestra era
demasiado mediocre para poder atender a tan considerables gastos. A
punto estaba yo de tener una explicación con él para librarme de sus
inoportunidades, cuando un accidente funesto me ahorró el trabajo,
causándonos otro mucho más grave, que nos dejó sin recursos.

Nos habíamos quedado un día a dormir en París, como sucedía con harta
frecuencia. La criada que dejábamos en tales ocasiones en Chaillot al
cuidado de la casa vino a advertirme por la mañana que había habido
un incendio durante la noche en nuestra casa y que había costado gran
trabajo el extinguirlo. La pregunté si nuestro mueblaje había sufrido
algún daño y me respondió que era tal la multitud de gente extraña que
había tomado parte en la extinción que no podía responder de nada.
Temblé por nuestro dinero, encerrado en una cajita, y fuíme a Chaillot
con la mayor premura. ¡Diligencia inútil! La caja había desaparecido
ya. Comprendí entonces cómo puede amarse el dinero sin ser avaro. La
pérdida de mi tesoro me causó tan vivo dolor que casi perdí la razón.
Comprendí de golpe las nuevas desdichas que me aguardaban. La pobreza
era la menor. Conocía a Manon; sabía que por muy fiel y enamorada
que fuése en la fortuna, no había que contar con ella en la miseria.
Gustaba demasiado de la abundancia y los placeres para sacrificármelos.
«¡La perderé!--exclamé--¡Desgraciado caballero, volverás a verte
privado de cuanto amas en el mundo!». Tal idea me hizo caer en tan
negra desesperación que por un momento pensé que tal vez sería mejor
acabar mis males con la muerte.

Sin embargo, quedóme bastante presencia de ánimo para examinar por
anticipado si no me quedaba ningún otro recurso. El cielo me sugirió
una idea que contuvo mi desesperación; parecióme que no sería imposible
ocultar nuestra pérdida a Manon y que por habilidad, o con ayuda de la
casualidad, podría subvenir a sus necesidades en medida suficiente para
que no sintiese privación ninguna.

«Contaba yo--me decía a mí mismo, para consolarme--con que veinte mil
escudos nos bastarían para seis años. Figurémonos que los seis años han
pasado y que ninguno de los cambios que esperaba haya tenido lugar en
mi familia. ¿Qué partido tomaría? No lo sé; pero ¿qué haría entonces
que no pueda hacer ahora? ¡Cuántas gentes viven en París que no poseen
ni mi ingenio, ni mis cualidades naturales y que, sin embargo, deben
sus medios de vida a sus habilidades propias! La Providencia--añadía,
razonando siempre sobre los diversos estados de la vida--, ¿no ha
arreglado las cosas sabiamente? La mayoría de los ricos y de los
poderosos son necios. Esto está bien claro para quien conoce un poco el
mundo. Pues bien, en ello hay una ley de justicia admirable; si ellos
uniesen el talento al poder y a la riqueza serían demasiado felices, y
el resto de los humanos demasiado desdichados. Las cualidades físicas
y morales han sido concedidas a los menesterosos como medio de salir
de la pobreza y la miseria. Los unos tratan de aprovecharse de la
riqueza de los ricos, ayudándoles en sus placeres, y hacen de ellos sus
víctimas; los otros, contribuyen a su instrucción y tratan de hacer de
ellos hombres honrados; claro es que rara vez lo consiguen; pero eso ya
no entra en los planes de la divina sabiduría; por lo menos sacan fruto
a sus desvelos: el de vivir a costa de aquéllos a quienes instruyen. De
cualquier modo que se mire es innegable que es una renta saneada para
los pobres la necedad de los ricos».

Tales pensamientos me reanimaron un poco el corazón y la cabeza.
Resolví como primera medida, ir a consultar a M. Lescaut, hermano de
Manon. Conocía perfectamente París y ocasiones no me habían faltado
para convencerme que no era ni de sus rentas, ni de la paga del Rey,
de donde sacaba sus más saneados ingresos. Quedábanme apenas veinte
_pistolas_ que felizmente para mí, guardaba en el bolsillo. Mostréle
mi bolsa confiándole mi desgracia y mis crueles dudas, y acabé por
preguntarle si no veía para mí más solución que morirme de hambre o
saltarme, desesperado, la tapa de los sesos. Contestóme que saltarse la
tapa de los sesos era recurso de necios; en cuanto a morirse de hambre,
efectivamente, había mucha gente de ingenio que se veía reducida a ello
cuando no quería hacer uso de sus habilidades; que sólo de mí dependía
el saber si era o no capaz de ello; que, por lo que a él se refería, no
podía sino ofrecerme su ayuda y su consejo en todas mis empresas.

«Todo eso es muy vago--le respondí.--Mis apuros piden más pronto
remedio, y soluciones más radicales, así por ejemplo, ¿qué voy a decir
a Manon?--A propósito de Manon--me interrumpió--; ¿qué es lo que os
apura? ¿No tenéis en ella el medio, con sólo quererlo, de acabar para
siempre con vuestras inquietudes? Una mujer como ella debía bastar a
sostenernos a los tres». Cortóme la respuesta que tal impertinencia
merecía, para decirme que me garantizaba mil escudos a partir entre los
dos, antes de la noche, si aceptaba su consejo; que conocía a un señor,
liberal en materia de placeres, que estaba seguro que daría gustoso los
mil escudos con tal de obtener los favores de una mujer como Manon.

Le interrumpí: «Tenía mejor opinión de vos; siempre creí que el
motivo que os impulsaba a distinguirme con vuestra amistad era un
sentimiento muy distinto del que os mueve a hablarme ahora». Confesóme
impúdicamente que lo mismo había pensado siempre y que, desde que su
hermana había violado las leyes de su sexo, aunque fuése en favor
del hombre que más amaba en el mundo, no se había reconciliado con
ella sino con el designio de sacar provecho de su mala conducta. Poco
trabajo me costó comprender que hasta entonces habíamos sido sus
víctimas. Por muy grande que fuera la impresión que su discurso me
causara, la necesidad que tenía de él me obligó a contestarle riendo
que su consejo era un recurso extremo, que habría que dejar para un
caso desesperado. Le rogué que me indicase otro cualquier camino.

Propúsome en vista de ello aprovechar mi juventud y mi buena figura
para ponerme bajo la protección de alguna dama vieja y generosa.
Tampoco me agradó aquel medio que me hacía infiel a Manon.

Le hablé yo entonces del juego como del remedio más decoroso y más
conveniente a mi situación. Díjome que el juego era en verdad un
recurso pero que aquello exigía una explicación; que ponerse a jugar
con las esperanzas de la suerte era rematar seguramente mi pérdida; que
tratar de emplear yo sólo y sin ninguna ayuda ajena, los medios que
cualquier hombre hábil usa para corregir las injusticias de la suerte,
era oficio harto peligroso; que quedaba un tercer recurso que era el
de la asociación, aunque mi juventud le hacía temer que los señores
confederados no me juzgasen con las cualidades necesarias para entrar
en la liga. Sin embargo, ofrecióme interponer sus buenos oficios y lo
que es más, y nunca hubiese esperado de él, puso a mi disposición algún
dinero si me urgía. Yo, por mi parte, lo único que le pedí fué que nada
dijese a Manon de la pérdida que habíamos sufrido ni de la conversación
habida entre ambos.

Salí de su casa aún menos satisfecho que había entrado, y hasta me
arrepentí de haberle confiado mi secreto. Nada había hecho por mí que
no hubiese podido lograr de él sin necesidad de confiarle mi cuita, y
en cambio temía mortalmente que faltase a la promesa que me hiciera
de no decir nada a Manon. Además, llegué a temer, analizando sus
sentimientos para con mi querida, que aspirase a explotarla por su
cuenta, arrancándola de mis manos o aconsejándola por lo menos que me
abandonase por otro amante más rico y más feliz. Respecto a todo esto
hice mil reflexiones que no sirvieron sino para atormentarme y renovar
la desesperación en que me hallaba por la mañana. Varias veces se me
ocurrió el pensamiento de escribir a mi padre fingiendo una nueva
conversión para así obtener algún dinero, pero me detuvo la idea de
que, pese a su bondad, me había encerrado seis meses en severa prisión
por mi primera falta y que después de un escándalo, como el que debió
de producir mi fuga de San Sulpicio, me impondría castigo mucho más
severo.

En fin, en aquel torbellino de ideas se destacó una que devolvió la
calma a mi espíritu y me hizo asombrarme de no haberla concebido antes.
Fué recurrir a Tiberio en quien tenía la seguridad de hallar el mismo
fondo de amistad. Nada hay más admirable, ni nada hace más honor a
la virtud que la confianza con que nos dirigimos a las personas cuya
probidad nos es conocida. Sentimos que no hay riesgo en ello; si no
siempre están en condiciones de ayudar materialmente, por lo menos
estamos seguros de hallar bondad y compasión. El corazón que se cierra
con tan gran cuidado, ante los otros hombres, ábrese espontáneamente en
su presencia como se abre una flor a la luz del sol, del que no espera
sino una dulce influencia.

Miré como prueba de la protección celestial el haberme acordado tan
oportunamente de Tiberio y decidí buscar los medios de verle antes de
la noche. Volvíme inmediatamente a mi casa para escribirle y señalarle
sitio propio para nuestra entrevista. Le encarecía el silencio y la
discreción como uno de los mayores servicios que podía hacerme en mi
situación delicadísima. La alegría que la esperanza de verle encendía
en mi espíritu borró las huellas de la pena que Manon hubiese notado
seguramente. Habléle de nuestra desgracia de Chaillot como de una
bagatela que no tenía por qué inquietarla. Como París era el lugar
del mundo que más le agradaba, oyóme con gusto decir que convenía
permanecer allí hasta que en nuestra residencia campesina se reparasen
algunos desperfectos causados por el incendio.

Una hora más tarde recibí la respuesta de Tiberio que me ofrecía ir
al lugar designado. Corrí impaciente. Sentía, sin embargo, vergüenza
de mostrarme a un amigo cuya sola vista era un reproche para mis
desórdenes; pero la idea que tenía de la bondad de su corazón y el
interés de Manon, sostuvieron mi flaqueza.

Habíale rogado que me esperase en el jardín del _Palais-Royal_. Llegó
antes que yo. Estrechóme largamente entre sus brazos y sentí su
rostro bañado en llanto. Díjele que me presentaba ante él confuso y
avergonzado y que comprendía toda mi ingratitud; que lo primero que
le rogaba era que dijese si me era aún permitido mirarle como amigo
después de haber merecido tan justamente perder su estimación y su
cariño. Respondióme con ternura que nada en el mundo era capaz de
hacerle renunciar a esa cualidad; que mi desgracia, y aun mis faltas
y ligerezas, no habían hecho sino redoblar su cariño hacia mí; pero
que era un cariño mezclado con vivísimo dolor, tal como se siente por
una persona muy amada a quien se ve caminar a su perdición sin poderlo
remediar.

Nos sentamos en un banco. «¡Ay!--le dije con un suspiro que salía del
fondo de mi corazón--Vuestra compasión ha de ser inmensa, querido
Tiberio, si como me aseguráis es igual a mis penas. Vergüenza me causa
confesarlas, pues he de decir que la causa de ellas no es gloriosa;
pero las consecuencias son tan tristes que no es necesario quererme,
como me queréis, para sentirse enternecido».

Me pidió como una prueba de amistad que le contase todo lo sucedido
desde mi salida de San Sulpicio. Satisfice su curiosidad, y lejos de
alterar nada de la verdad, ni tratar de disimular mis faltas para
hacerlas excusables, le hablé de mi pasión con toda la fuerza que me
inspiraba. Se la expliqué como uno de esos golpes del destino que se
complace en la ruina de un infeliz y de que tan difícil es a la virtud
defenderse como a la prudencia prevenirse. Hícele vivísima pintura de
mis zozobras, mis inquietudes, de la desesperación en que me encontraba
dos horas antes de verle y del estado en que recaería si me faltaba el
apoyo de mis amigos tan implacablemente como el de la fortuna. En fin,
conseguí emocionar de tal modo al buen Tiberio, que le vi tan afligido
por la compasión como lo estaba yo por la pena.

No se cansaba de abrazarme y exhortarme a tener conformidad y valor,
pero como insistía en creer que había de separarme de Manon hícele
comprender claramente que era esa separación lo que yo miraba como
la mayor de las desgracias y que estaba dispuesto a sufrir no ya la
miseria sino hasta la muerte antes de aceptar un remedio que me parecía
peor que todos mis males juntos.

«Explicáos--me dijo entonces--. ¿Qué clase de ayuda puedo prestaros
puesto que os subleváis contra todos los medios que os propongo?».
No osaba yo confesarle que era de su bolsa de lo que había menester.
Comprendiólo al fin y permaneció un rato con el aire de persona que
duda. «No creáis--replicó por fin--que mi súbita frialdad provenga
de un relajamiento en mi celo y mi amistad para vos; pero, ¡en qué
alternativa me ponéis, entre negaros el único socorro que queréis
aceptar o faltar a mi deber concediéndooslo!... porque, ¿no es
contribuir a vuestros desórdenes daros los medios de perseverar en
ellos?». «Sin embargo--continuó tras unos momentos de reflexión--,
quiero creer que sea tal vez el estado violento en que os precipita
vuestra indigencia lo que os priva de libertad para tomar el mejor
partido. Hace falta un ánimo sereno para gustar de la sabiduría y de
la verdad. Encontraré medio de procuraros algún dinero. Permitidme,
mi querido caballero--añadió abrazándome--, poneros tan sólo una
condición, y es que a lo menos me indicaréis el lugar donde viváis y no
os opondréis a que realice mis esfuerzos para traeros al camino de la
virtud, del que sólo la violencia de vuestras pasiones os aleja».

Concedíle gustoso cuanto me pedía y tan sólo le supliqué a mi vez que
compadeciese mi mala suerte que me arrastraba a desaprovechar los
consejos de amigo tan virtuoso. Llevóme acto seguido a casa de un
banquero amigo suyo que me prestó cien _pistolas_ contra una letra
suya, pues él no tenía en aquel momento dinero disponible. Ya he dicho
que no era rico. Su beca era de mil escudos, pero como era el primer
año que estaba en posesión de ella, aún no había cobrado sus rentas,
así que era sobre sus futuros beneficios sobre los que me hacía el
préstamo.

Comprendí todo el valor de su generosidad. Me emocioné hasta el punto
de deplorar la ceguedad de un amor fatal que me hacía faltar a todos
los deberes. La virtud tuvo durante unos momentos fuerza bastante para
proyectar vivísima luz en mi espíritu, haciéndome ver la indignidad de
mis cadenas. Pero el combate fué ligero y duró poco. La vista de Manon
me hubiese hecho abandonar el cielo y asombréme, al volver a su lado,
de haber podido, por un momento, considerar vergonzosa una ternura tan
justificada por objeto tan encantador.

Manon era una criatura de carácter extraordinario. Jamás mujer alguna
tuvo menos apego que ella al dinero; pero, en cambio, no podía
permanecer en paz ante el temor de que pudiese faltarle. Eran placeres
y pasatiempos gratos lo que le era menester; no hubiese por su gusto
tocado una pieza de cobre si hubiese sido dable divertirse gratis.
Ni siquiera se informaba de cuál era el estado de nuestra fortuna a
condición de pasar agradablemente el día. De modo que no siendo ni muy
dada al juego, ni apasionada de un lujo extraordinario, nada más fácil
que tenerla contenta con sólo inventar cada día una diversión. Pero
eso sí, érale tan necesario el placer que sin él no había la menor
probabilidad de poder influir sobre su humor y sus inclinaciones. Así
pues, aunque me amaba tiernamente, y era yo el único capaz de hacerle
gustar perfectamente las delicias del amor, tenía la certeza de que su
ternura no resistiría a ciertos temores. Me hubiese preferido al mundo
entero con una fortuna mediocre; pero tenía la triste certeza de que me
abandonaría por un M. de B... cualquiera en cuanto yo no tuviese para
ofrecerle sino mi constancia y mi fidelidad.

Decidí en vista de todo esto, reducir de tal modo mis gastos
particulares que en cualquier momento me hallase en condiciones de
subvenir a los suyos y antes privarme de mil cosas necesarias que
suprimirle a ella ninguna por superflua que fuése. La carroza me
asustaba más que todo el resto, pues no veía medio de sostener al
cochero y los caballos.

Descubrí mis zozobras a Lescaut. No le había ocultado haber recibido
cien pistolas de un amigo. Repitióme que si quería probar fortuna en el
juego no desesperaba, siempre que estuviese yo dispuesto a sacrificar
un centenar de francos para obsequiar a sus asociados, de que ellos me
admitiesen, gracias a su recomendación, en la liga de la industria.
Pese a mi repugnancia a engañar, dejéme arrastrar por una cruel
necesidad.

Lescaut presentóme aquella misma noche como pariente suyo. Añadió que
tenía yo tantas más probabilidades de éxito cuanto que mayores eran
mis necesidades de dinero. Sin embargo, para hacer ver que mi miseria
no era la de un hombre reducido al último extremo, anuncióles que me
proponía invitarles a cenar. La invitación fué aceptada; tratéles
espléndidamente. Hicieron largos comentarios sobre la gentileza de mi
figura y mis felices disposiciones. Sostuvieron que se podía esperar
mucho de mí, porque habiendo en mi rostro algo que denunciaba a la
legua al hombre honrado, nadie desconfiaría de mis manejos. En fin,
dieron las gracias a Lescaut por haberles proporcionado un novicio de
mis méritos, y encargaron a dos caballeros de darme durante algunos
días las instrucciones necesarias.

El teatro principal de mis empresas había de ser el Hotel de
Transilvania, donde había una mesa de faraón en una sala y otros varios
juegos de cartas y de dados en la galería. Aquella academia funcionaba
en provecho del príncipe de R..., que habitaba entonces en Clagny, y
la mayoría de sus oficiales pertenecían a nuestra sociedad. ¿Lo diré
para vergüenza mía? En poco tiempo supe aprovechar las lecciones de mi
maestro. Adquirí sobre todo gran habilidad para escamotear la carta
y, con ayuda de unos puños largos y rizados, hacíala desaparecer lo
bastante ligeramente para engañar las miradas más hábiles, y arruinar
sin tener apariencias de ello a no pocas gentes honradas. Habilidad tan
extraordinaria acrecentó de tal modo mis ingresos que en pocas semanas
me hallé dueño de sumas considerables, sin contar las que de buena fe
compartía con mis asociados.

No temí entonces ya participar a Manon nuestra pérdida de Chaillot, y
para consolarla, al comunicarle la nueva infausta, alquilé una casa
amueblada donde instalarnos con apariencias de opulencia y seguridad.

                             [Ilustración]

                             [Ilustración]

Tiberio, durante aquel tiempo, no había dejado de visitarme con
frecuencia. Sus sermones no acababan nunca. Sin cesar me representaba
todo el daño que hacía a mi conciencia, a mi honra y a mi fortuna.
Oía sus consejos deferente, y aunque no tenía la menor intención
de seguirlos, le agradecía su interés, conocedor del cariño que le
inspiraba. Algunas veces bromeaba con él en presencia misma de Manon,
y exhortábale a no ser tan escrupuloso cuando no pocos sacerdotes y
aun obispos sabían hacer perfectamente compatible una querida con un
beneficio. «Mirad--decíale señalando los ojos de mi amiga--y decid
si no hay falta que esté disculpada por tan bella causa». Hacía
acopio de paciencia; llevóla aún asaz lejos, pero cuando vió que
mis riquezas iban en aumento y que no sólo le había pagado sus cien
_pistolas_ sino que, habiendo alquilado una casa y doblado mis gastos,
iba a precipitarme aún más en los placeres, cambió por completo de
conducta. Quejóse de mi contumacia, amenazóme con el castigo del cielo
y me predijo una parte de las desgracias, que no tardaron en llover
sobre mí. «Es imposible--me dijo--que las riquezas que os sirven para
mantener vuestros desórdenes os hayan venido por vías legítimas. Las
habéis adquirido injustamente y de igual modo os veréis privado de
ellas. El mayor castigo que Dios pudiera daros sería el de dejaros
disfrutar tranquilamente de ellas. Todos mis consejos os han sido
inútiles; ya preveía yo que pronto os parecerían enojosos. Adiós
ingrato y débil amigo. ¡Ojalá vuestros criminales deleites se evaporen
como una sombra, quiera el cielo que vuestra dicha y vuestras riquezas
desaparezcan sin remedio, para que solo y desnudo podáis comprender la
vanidad de los bienes que tan locamente os embriagaron! Entonces será
cuando me halléis dispuesto a amaros y serviros, pero hoy rompo todo
trato con vos y abomino de la vida que lleváis».

Fué en mi habitación, ante los ojos de Manon, donde me dirigió esta
arenga apostólica. Levantóse para retirarse; quise detenerle, pero a mi
vez fuí detenido por Manon, que me dijo que era un loco a quien había
que dejar franca la salida.

Su discurso no dejó de hacerme alguna impresión. Hago notar los varios
impulsos de mi corazón para volver a los senderos del bien, porque
a este recuerdo he debido parte de mi fuerza en las más tristes
circunstancias de mi vida. Las caricias de Manon disiparon en un
momento el disgusto que tal escena me había causado. Seguimos llevando
una vida de placeres y amor. El aumento de riquezas redobló nuestro
cariño. Venus y la Fortuna no tenían esclavos más tiernos y felices.
¡Dioses! ¿Por qué llamar al mundo lugar de miserias, cuando pueden
disfrutarse en él tales dichas? Pero, ¡ay de mí!, su esencia misma
estriba en ser fugaces. ¿Qué otra dicha podría uno anhelar si fuesen de
naturaleza de durar siempre? Las nuestras siguieron el común destino,
es decir, durar poco y traer tras sí un cortejo de amargas nostalgias.

Había realizado en el juego tales ganancias que comencé a pensar en
la conveniencia de colocar parte del dinero. Nuestros criados no
ignoraban nuestra prosperidad, sobre todo mi ayuda de cámara y la
doncella de Manon, delante de los cuales hablábamos sin rebozo. La
muchacha era guapa y mi ayuda de cámara estaba enamorado de ella.
Habíanselas con amos jóvenes y confiados a quienes se figuraron poder
engañar fácilmente. Concibieron el designio, y lo realizaron, tan
desdichadamente para nosotros, que nos colocaron en estado tal que
jamás nos fué posible salir de él.

Habiéndonos invitado una noche Lescaut a cenar, eran cerca de las doce
cuando volvimos a casa. Llamé a mi criado, Manon a su doncella; ni el
uno ni el otro acudieron. Nos dijeron que desde las ocho de la noche
no se les había visto por la casa, pues salieron, haciendo previamente
trasladar unos cajones, obedeciendo las órdenes que decían haber
recibido de nosotros. Supuse desde luego algo de la realidad; pero no
forjé sospecha que no fuése sobrepujada por lo que vi al entrar en mi
cuarto. La cerradura de mi secreter había sido saltada y mi dinero y
mis ropas habían desaparecido. En los momentos en que meditaba sobre lo
sucedido vino a mí Manon, consternada, diciéndome que en su habitación
habían hecho el mismo saqueo.

Fué tan cruel el golpe, que sólo merced a un esfuerzo extraordinario
de mi razón no me abandoné a los gritos y las lágrimas. El temor de
comunicar mi desesperación a Manon hízome tomar aires tranquilos.
Díjele, bromeando, que me vengaría sobre algún incauto del hotel de
Transilvania. Sin embargo, parecióme tan abatida por la desgracia, que
su pena tuvo más fuerza para afligirme que mi fingida alegría había
tenido para impedir su excesivo abatimiento. «¡Estamos perdidos!»,
díjome con lágrimas en los ojos. Traté vanamente de consolarla con
mis caricias; mis propias lágrimas traicionaban mi desesperación y mi
consternación. En efecto, estábamos tan absolutamente arruinados, que
no nos quedaba ni una camisa.

Tomé el partido de enviar a buscar en seguida a Lescaut. Aconsejóme
ir sin tardanza a ver al jefe superior de policía y al gran preboste
de París. Fuí, pero para mi mal; pues, aparte de que aquel paso, así
como los que hice dar a varios oficiales de policía, no sirvieron para
nada, di tiempo a Lescaut para hablar con su hermana y sugerirle en mi
ausencia una atroz determinación. Hablóla de M. de G... M..., viejo
voluptuoso que pagaba pródigamente los placeres, y le hizo ver tales
ventajas en ponerse bajo su protección que, turbada como estaba por
nuestra desgracia, acabó por aceptar cuanto él tuvo a bien proponerle.
Tan honroso trato cerróse antes de mi regreso, y su realización quedó
aplazada para el día siguiente, después que Lescaut hubiese prevenido
a M. de G... M... Encontré a Lescaut que me aguardaba en mi casa;
pero Manon se había acostado y dado orden a su lacayo de decirme que,
necesitada como estaba de reposo, me rogaba la dejase sola por aquella
noche. Lescaut se separó de mí, no sin ofrecerme unas _pistolas_, que
acepté. Eran ya las cuatro cuando me acosté, y habiendo aun meditado
largamente sobre los medios de rehacer mi fortuna, me dormí tan tarde
que hasta las once no pude despertarme. Levantéme prestamente para ir
a informarme de la salud de Manon y me dijeron había salido una hora
antes con su hermano, que vino a recogerla en una carroza de alquiler.
Aunque tal salida me pareció sospechosa, violentéme para rechazar mis
sospechas. Dejé transcurrir algunas horas, que pasé entregado a la
lectura. Por fin, no siendo ya dueño de mi inquietud, púseme a pasear
a grandes pasos por nuestras habitaciones. Vi en la de Manon una carta
cerrada que estaba sobre su mesa. La abrí con mortal presentimiento.
Estaba concebida en estos términos:

«Te juro, amado caballero, que tú eres el ídolo de mi corazón y que
no hay sino tú en el mundo a quien pueda amar como te amo... ¿Pero no
comprendes, pobre alma mía, que en las circunstancias a que nos vemos
reducidos es necia virtud la fidelidad? ¿Crees que sin pan vive la
ternura? El hambre me causaría alguna equivocación fatal; cualquier día
lanzaría el último suspiro creyendo lanzar uno de amor. Te adoro, ten
la seguridad de ello, pero déjame durante algún tiempo ser yo la que
se ocupe de rehacer nuestra fortuna. ¡Desgraciado aquél que caiga en
mis redes! Trabajo por hacer a mi caballero rico y feliz. Mi hermano te
dará noticias mías y te dirá lo mucho que sufro ante la necesidad de
abandonarte».

Quedé, tras la lectura de esta carta, sumido en un estado que me será
muy difícil describir, pues ignoro aún hoy qué sentimientos me agitaban
entonces. Fué una de esas situaciones únicas que no han tenido paridad
en otra alguna. No sabe uno explicárselas a los demás porque no pueden
tener ni una idea aproximada de ellas, y es muy difícil explicárselas
a sí mismo, porque siendo únicas en su clase no se enlazan a nada en
nuestra memoria y no pueden ni aun compararse con ningún sentimiento
conocido. De todos modos, cualesquiera que fuesen los míos,
participaban desde luego del dolor, del despecho, de los celos y de la
vergüenza. ¡Feliz de mí si no hubiese sido aún mayor la dosis de amor!

«Me ama, quiero creerlo así; pero ¿no necesitaría ser un monstruo para
odiarme? ¿Qué derechos existieron jamás sobre un corazón que no tenga
yo sobre el suyo? ¿Qué podría hacer por ella después de todo lo hecho
ya? ¡Sin embargo, me abandona y la ingrata se cree a cubierto de mis
reproches con decirme que no ha cesado de amarme! Y habla del hambre.
¡Gran Dios, con qué grosería de sentimientos responde a mi delicadeza!
¡No pensaba yo en eso cuando por amor a ella renuncié a mi fortuna y a
las dulzuras del hogar paterno; yo que me he privado hasta de lo más
preciso para proporcionarle sus menores deseos y sus menores caprichos!
Me adora, dice. ¡Si me hubieses adorado, ingrata, no hubieses aceptado
los consejos que te daban, no me hubieses abandonado al menos sin
decirme adiós! Soy yo quien ha de decir los crueles sentimientos que
se experimentan al separarse de las personas a quienes se ama». Mis
quejas viéronse interrumpidas por una visita con la que no contaba. La
de Lescaut. «¡Verdugo!--le dije echando mano a la espada--; ¿Dónde
está Manon? ¿Qué has hecho de ella?». Mi impulso pareció aterrarle.
Díjome que si era así como le recibía, justamente cuando venía a darme
cuenta del mayor servicio que cabía ofrecerme, iba a retirarse para no
volver jamás a poner los pies en mi casa. Corrí a la puerta, que cerré.
«No creas--díjele encarándome con él--que vas una vez más a engañarme
con fábulas y cuentos. Has de defender tu vida o devolverme a mi
Manon.--¡Cuidado que sois vivo de genio! Es justamente la única razón
que aquí me trae. Vengo a comunicaros una dicha que no esperáis y por
la que tal vez me debáis un poco de agradecimiento».

Quise una explicación inmediata. Contóme entonces que Manon no pudiendo
con el miedo a la miseria y sobre todo resignarse de golpe y porrazo
a la reducción de nuestro tren, habíale rogado que le presentase a M.
de G... M..., que pasaba por ser hombre generoso. Guardóse, claro es,
muy bien de decirme que había sido él quien se lo propuso y que había
arreglado las cosas antes de decidirla a ello. «La he presentado esta
mañana, y el buen caballero se ha mostrado tan satisfecho que por
primera providencia la ha invitado a ir a pasar unos días con él en su
casa de campo. Yo--prosiguió Lescaut--que he comprendido en seguida de
qué utilidad podía ser aquello para vos, le hice saber discretamente
que Manon había experimentado en estos últimos tiempos grandes pérdidas
en el juego, y de tal modo he sabido exaltar su generosidad que ha
empezado por hacerle un donativo de doscientas _pistolas_. Le he dicho
que eso estaba bien por el momento, pero que el porvenir traería a mi
hermana grandes gastos, que además se había encargado de la educación
de un hermano menor que nos había quedado después de la muerte de
nuestros padres, y que si la estimaba como decía, no la dejaría
padecer en la persona del pobre niño, que Manon miraba como la mitad
de sí misma. Tal narración ha tenido la virtud de enternecerle. Se ha
comprometido a alquilar una casa cómoda para ella y para vos, puesto
que vos sois ese pobre hermanito huérfano; ha prometido amueblárosla
con decoro y pasaros además, todos los meses, cuatrocientas libras
que, o yo no sé contar, o hacen cuatro mil ochocientas al año. Ha dado
orden a su intendente antes de marchar al campo, de buscar una casa y
tenerlo todo dispuesto para su regreso. Entonces veréis a Manon que me
ha encargado mil abrazos para vos y deciros que os ama más que nunca».

Sentéme a meditar sobre aquellos curiosos lances que me deparaba
la suerte. Hallábame en tal perplejidad que tardé mucho tiempo en
contestar a las preguntas con que Lescaut me agobiaba. Fué entonces
cuando el honor y la virtud hiciéronme sentir aún las mordeduras del
remordimiento y cuando eché una mirada retrospectiva que abarcaba
Amiens, la casa paterna y San Sulpicio, todos los lugares, en fin, en
que viví inocente y feliz. ¡Qué inmenso abismo separábame de aquellos
días dichosos! Ya no los veía sino como lejanas sombras que si bien
aun atraían mis deseos y mis nostalgias no tenían ya fuerza para hacer
brotar la voluntad. «¿Por qué fatalidad--decíanme--me han hecho de tal
modo criminal? El amor es una pasión inocente; ¿cómo se ha tornado para
mí en fuente de miserias y desórdenes? ¿Qué me impedía vivir virtuoso y
feliz junto a Manon? Mi padre que tan tiernamente me amaba, ¿no hubiese
cedido de apremiarle con justas instancias? ¡Ah!, mi padre hubiérala
amado él mismo como a una hija querida digna de hacer la dicha de su
hijo y ahora sería yo feliz con el amor de Manon, el afecto de mi
padre, la estima de las gentes honradas, los bienes de la fortuna y la
tranquilidad de la virtud. ¡Cruel contrasentido! ¿Qué infamia vienen
a proponerme? ¿Qué abyecciones voy a compartir? ¿Pero, me queda el
recurso de vacilar siendo Manon la que lo ha arreglado y perdiéndola
yo si no me conformo a ello?». «Señor Lescaut--grité cerrando los ojos
como para apartar tan descorazonadoras reflexiones--, si su intención
es servirme os doy las gracias; tal vez hubieseis podido tomar por más
honrados caminos, pero es cosa hecha, ¿verdad? No pensemos pues sino en
aprovechar vuestros esfuerzos y en poner en práctica vuestro proyecto».

Lescaut a quien mi cólera seguida de tan largo silencio había sumido
en la inquietud, pareció encantado de verme tomar un partido tan
distinto del que temiera. Era todo menos valiente y de ello tuve
buenas pruebas a continuación. «Si, sí, ya lo creo--aseguró--, es un
verdadero favor el que os he hecho y ya veréis cómo trae más ventajas
de las que ahora parece». Pusímosnos de acuerdo sobre la manera de
disipar la desconfianza que M. de G... M... pudiese abrigar sobre
nuestra pretendida fraternidad viéndome mayor y más viejo de lo que
probablemente esperaría. No encontramos sistema mejor que tomar ante el
aire inocente y provinciano y hacerle creer que mi deseo era abrazar
el estado eclesiástico, para lo cual asistía diariamente al colegio.
Resolvimos también que mi indumentaria dejaría mucho que desear la
primera vez que me presentase ante él.

Volvió a la ciudad tres o cuatro días después; llevó él mismo a Manon
a la casa que su intendente había tenido cuidado de preparar. Hizo
prevenir en seguida a Lescaut de su regreso, y habiéndome avisado éste
a mí, los dos nos presentamos en la casa. El viejo amante había partido
ya.

Pese a la resignación con que me había sometido a su voluntad, no pude
reprimir la protesta de mi corazón al verme ante ella. La parecí triste
y mustio; la alegría de su presencia no era suficiente para borrar la
pena de su infidelidad. Ella, por el contrario, parecía transfigurada
por la alegría de verme. Hízome reproches de mi frialdad; no impidió,
sin embargo, que los epítetos de pérfida e infiel se escapasen de mis
labios, acompañados de otros tantos suspiros.

Burlóse primero de mi simplicidad; pero cuando vió mis miradas fijarse
en ella laceradas y la tristeza que ponía en aceptar un cambio tan
opuesto a mi genio y a mis deseos, fuése sola a su habitación, y como
un momento después la siguiera, encontréla deshecha en llanto. Le
pregunté la causa. «¡Bien fácil es adivinarla!--respondióme--. ¿Cómo
he de vivir si mi presencia os da ese aspecto sombrío y os entristece?
No habéis sido para hacerme una caricia en una hora que lleváis aquí
y habéis recibido las mías con la dignidad del Gran Turco en su
serrallo».--«Escuchadme, Manon--repliquéle, abrazándola--. No puedo
ocultaros que tengo el corazón mortalmente afligido. No hablo ahora de
la alarma en que vuestra fuga me sumió, ni de la crueldad que supone
dejarme sin una palabra de consuelo, después de pasar la noche en un
lecho que no era el mío; el encanto de vuestra presencia me haría
olvidar mucho más. Pero ¿creéis que puedo pensar, sin que un sollozo se
escape de mi garganta y las lágrimas se agolpen a mis ojos--proseguí,
vertiendo algunas--, en la triste vida que pretendéis lleve yo en esta
casa? Dejemos mis miramientos y mi honor a un lado; no son tan débiles
razones las que han de combatir un amor como el mío; pero ese mismo
amor, ¿no comprendéis que ha de gemir al verse tan mal recompensado o,
mejor dicho, tan cruelmente tratado por una querida dura e ingrata?».

Interrumpióme: «Escuchad, mi caballero; es inútil atormentarme con
reproches que me desgarran el corazón cuando vienen de vos. Bien veo lo
que os hiere. Esperaba que aceptaríais el proyecto que había discurrido
para rehacer nuestra fortuna y era por respeto a vuestra delicadeza
que comenzara a ponerlo en ejecución sin consultároslo; pero puesto que
no lo aprobáis, renuncio a él». Añadió que tan sólo me pedía un poco
de complacencia para acabar el día, que había recibido ya doscientas
pistolas de su viejo amante, que además habíale prometido traerle
un collar de perlas y algunas otras alhajas, más la pensión anual.
«Dejadme tan sólo--imploró--el tiempo de recibir sus presentes. Os
juro que no podrá jactarse de lo que ha obtenido de mí, pues yo he ido
demorando mi rendición hasta hallarnos de vuelta aquí. Verdad es que
me ha besado más de un millón de veces las manos; justo es que pague
ese placer y no le costará menos de cinco o seis mil francos, precio
proporcionado a sus años y a sus riquezas».

Su determinación me fué mucho más agradable que la esperanza de los
cinco o seis mil francos. Tuve ocasión de contestar que mi corazón
no había perdido aún todo sentimiento de honor, puesto que palpitaba
satisfecho de escapar a aquella infamia. Pero había yo nacido para
las alegrías cortas y los dolores largos. La fortuna no me salvaba
de un precipicio sino para arrojarme en otro más hondo. Después de
haber mostrado a Manon mi júbilo por mil mimos y caricias, díjele que
convenía advertir a Lescaut para que nuestras medidas fuesen acordes.
Puso él algunos reparos; pero la idea de los cuatro o cinco mil francos
contantes y sonantes hiciéronle entrar alegremente en nuestros planes.
Quedó acordado que nos reuniríamos todos a comer con M. de G... M...,
por dos razones: una, para ofrecerme una escena divertida, haciéndome
pasar por un escolar hermano de Manon; la segunda, para impedir que
el viejo libertino se propasase con exceso con su querida, usando de
un derecho que creería haber adquirido pagándole, tan generosamente,
por adelantado. Debíamos retirarnos Lescaut y yo en el momento en
que subiese a la habitación donde pensaba pasar la noche. Manon
ofreciónos que, en vez de seguirle, se escaparía y vendría a reunirse
con nosotros. Lescaut prometió tener una carroza en la puerta. Llegada
la hora de la cena, M. de G... M... no se hizo esperar. Lescaut y su
hermana estaban en la sala. La primera atención del viejo fué ofrecer
a su bella un collar, brazaletes y arracadas de perlas, que valían,
por lo menos, mil escudos; en seguida contóla en bellos luises de oro
la suma de dos mil cuatrocientas libras, que constituían la mitad de
la pensión, no sin sazonar su presente con mil ternuras, muy en el
género de la antigua Corte. Manon no pudo negarle algunos besos, que al
fin y al cabo eran pago del dinero que le pusiera entre las manos. Yo
esperaba tras de la puerta, a que Lescaut me avisase que podía entrar.

Vino a por mí en cuanto Manon hubo guardado el dinero y las alhajas.
Llevóme a M. de G... M... y me ordenó hacerle una reverencia. Hícele
dos o tres de las más profundas. «Dispénsele, caballero--advirtió
Lescaut--; es un chiquillo, novato en lides sociales. Está muy lejos,
como veréis, de tener los aires de París, pero esperamos que un poco de
costumbre le dará aplomo. Tendréis el honor de ver aquí con frecuencia
al señor--continuó, volviéndose a mí--; aprovechad la lección de tan
noble modelo».

El viejo amante pareció encantado de verme. Dióme unos golpecitos en
la mejilla, diciéndome que era un guapo chico, pero que, por lo mismo,
había de andar sobre guardia en París, donde los muchachos resbalaban
fácilmente hacia el desbarajuste. Lescaut tranquilizóle, asegurándole
que era de natural tan serio que no pensaba sino en hacerme sacerdote
y que mi único entretenimiento consistía en construir rosarios.
«Encuentro en él cierto parecido con Manon--afirmó el viejo, alzándome
la cabeza con la mano.--Caballero, nos tocamos tan de cerca que es
natural... así es que quiero a Manon como a mí mismo.--¿Oís?--hizo
observar a Lescaut--. Tiene ingenio y es lástima que este muchacho no
posea un poco más de mundo.--¡Oh!, caballero--repliqué--. He aprendido
ya mucho en nuestras iglesias y creo que los habrá en París más tontos
que yo.--¿Lo veis? Es pasmoso su despejo para un chico provinciano».

Toda nuestra conversación fué poco o menos la misma durante la comida.
Manon, que era tentada a la risa, estuvo en varias ocasiones a punto
de estropearlo todo con sus carcajadas. En cuanto a mí, tuve en el
trascurso de la cena ocasión de narrarle su propia historia y aun
de predecir la desgracia que le amagaba. Manon y Lescaut estaban
yertos durante mi cuento, sobre todo al trazar yo su retrato; pero
el amor propio puso una venda en los ojos de la víctima impidiéndole
reconocerse, y supe, por mi parte, rematar de tal modo la historia, que
él fué el primero en encontrarla jocosa. Como ahora veréis, no ha sido
sin motivo que me he extendido con respecto a esta ridícula escena.

Llegó, por fin, la hora de acostarse, y el viejo habló de amor y de
impaciencia. Nos retiramos Lescaut y yo. Condujéronle a su cuarto,
y Manon, habiendo salido de él con pretexto de una imprescindible
necesidad, vino a reunírsenos en la puerta. La carroza, que nos
esperaba tres o cuatro casas más allá, avanzó para recogernos y en
pocos momentos nos alejamos del barrio.

Aunque, a mis ojos, aquella acción fuése una verdadera canallada, no
era ciertamente la peor que debía tener que reprocharme. Más escrúpulos
me inspiraba el dinero adquirido en el juego. Pero tan poco disfrutamos
del uno como del otro, y plugo al cielo que el más leve de los dos
delitos fuése el más severamente castigado.

M. de G... M... no tardó mucho en darse cuenta de que había sido
engañado. No sé si hizo desde aquella misma noche gestiones para
dar con nuestro paradero; pero lo que sí sé es que tenía demasiado
crédito para hacerlas mucho tiempo inútilmente, y que nosotros, por
nuestra parte, fuimos lo suficientemente indiscretos para contar con
las dimensiones de París y la distancia que había entre nuestro nuevo
barrio y el suyo. No sólo supo nuestra habitación, sino también la
vida que lleváramos anteriormente en París, los amores de Manon con
B..., la mixtificación de que le hiciera víctima, en una palabra, todos
los lances escandalosos de nuestra historia. Tomó la resolución de
hacernos detener y de tratarnos, más que como a delincuentes, como a
aturdidos libertinos. Aún estábamos acostados cuando entró en nuestra
habitación un inspector de policía, seguido de una docena de guardias.
Por primera providencia incautáronse de nuestro dinero, o, mejor
dicho, del de G... M..., y luego, haciéndonos levantar sin demora, nos
llevaron a la puerta, donde nos esperaban dos carrozas, en una de las
cuales la pobre Manon fué arrebatada, sin razones de ningún género,
mientras la otra me conducía a mí a San Lázaro.

Hay que haber pasado por tales sinsabores para poder juzgar de la
desesperación en que me dejaron sumido. Mis guardianes tuvieron la
crueldad de no permitirme abrazar a Manon, ni decirle ni una palabra de
adiós. Por mucho tiempo ignoré lo que había sido de ella. Fué esto una
suerte para mí, pues una catástrofe semejante me hubiera hecho perder
la razón y tal vez la vida.

Mi pobre amada fué, pues, arrebatada ante mis propios ojos y conducida
a un lugar cuyo solo nombre me estremece. ¡Qué horrenda suerte para
una criatura tan bella, que hubiese ocupado el primer trono del mundo
de tener todos los hombres mis ojos y mi corazón! No la trataban mal,
a decir verdad; pero encerráronle en estrecha prisión y condenáronla a
realizar todos los días algunos trabajos como condición imprescindible
para atender a su alimentación. No supe estos detalles sino algún
tiempo después, cuando yo mismo había pasado por rudas penalidades.
No habiéndome mis guardianes advertido tampoco el lugar donde tenían
orden de conducirme, no lo supe hasta verme en la puerta de San Lázaro.
Hubiera preferido en aquel momento la muerte al estado en que me creí
próximo a caer. Tenía yo una idea terrible de aquella casa. Mi espanto
subió de punto al ver que, una vez allí, mis guardianes registraban mis
bolsillos para cerciorarse de que no me quedaba ningún arma ni medio
alguno de defensa.

Fuí conducido inmediatamente a presencia del superior, que ya estaba
prevenido de mi llegada. Saludóme con gran bondad. «Padre mío,
libradme, os lo suplico, de toda humillación. Mil vidas que tuviese
perdería antes de pasar por una.--No, no, caballero--respondióme--;
vuestra conducta será prudente y quedaremos satisfechos el uno del
otro». Rogóme que subiese con él a una de las habitaciones del piso
alto y le seguí sin resistencia. Los arqueros nos acompañaron y a una
seña del superior se fueron dejándonos solos.

«¿Soy vuestro prisionero?--le dije--Pues bien, padre mío, decidme qué
pensáis hacer de mí». Díjome que estaba satisfecho de verme tomar
aquel tono sensato, que su deber sería trabajar para inculcarme el
amor a la virtud y a la religión, y el mío aprovechar sus enseñanzas,
y que por poca buena voluntad que yo pusiese no hallaría sino placer
en mi soledad. «¡Oh, padre mío!--suspiré--No conocéis lo único capaz
de contentarme en la tierra».--«Lo sé; pero espero que vuestras
inclinaciones cambiarán». Su respuesta me hizo comprender que estaba
enterado de mis aventuras y quizás de mi nombre también. Pedíle una
aclaración y me dijo que, como era natural, le habían informado de todo.

Aquella aclaración fué el más cruel de mis castigos. Empecé a derramar
un torrente de lágrimas con todas las señales de la mayor amargura. No
podía consolarme de una humillación que iba a hacer de mí la comidilla
de todos mis conocimientos y el ludibrio de mi familia. Así pasé ocho
días en la aflicción, incapaz de saber nada, ni de ocuparme de nada que
no fuése mi oprobio. El mismo recuerdo de Manon nada añadía a mi dolor:
todo lo más, entraba como un sentimiento precursor de aquella nueva
pena; la pasión dominante en mi alma era la vergüenza y la confusión.

Pocas personas conocen la fuerza de esos movimientos particulares del
corazón. La mayoría de los hombres no son capaces sino de cinco o seis
pasiones, en cuyo círculo transcurre su vida, reducidas a ellas todas
sus emociones. Quitadles el amor y el odio, el placer y el dolor, la
esperanza y el miedo y, no les quedará ya nada. Pero las personas
de carácter más noble pueden sentirse angustiadas de mil maneras
distintas; diríase que poseen más de cinco sentidos y que pueden
experimentar sensaciones que se salen de las normas de la naturaleza. Y
como poseen este sentimiento que les eleva del nivel de lo vulgar, no
hay nada en el mundo que tengan en más estima. De ahí viene que sufran
tan intensamente ante el desprecio y que la vergüenza sea una de sus
pasiones más violentas.

Tenía yo esa triste ventaja en San Lázaro. Mi pena pareció tan excesiva
al superior, que temiendo las consecuencias ulteriores, creyó deber
tratarme con bondad e indulgencia. Visitábame dos o tres veces al día.
Hacíame con frecuencia acompañarle para dar un paseo por el jardín y su
celo se desbordaba en exhortaciones y advertencias saludables. Yo las
escuchaba con mansedumbre y aun le demostraba reconocimiento. De ahí
sacó la esperanza de mi conversión.

«Sois de natural tan dócil y amable--díjome un día--que no acierto a
comprender los desórdenes de que se os acusa. Dos cosas me asombran:
una, cómo con tan buenas cualidades habéis podido entregaros a tales
excesos de libertinaje; otra, que admiro aún más cómo recibís con tal
conformidad y respeto mis exhortaciones después de varios años de
desorden. Si es arrepentimiento, sois un ejemplo palpable de la bondad
del cielo; si es bondad natural, tenéis por lo menos un excelente fondo
de carácter, que me hace esperar que no necesitaremos teneros aquí
mucho tiempo para haceros volver a una vida honrada y regular».

Contentísimo me hallé de saberle tan buena opinión de mí. Decidí
afirmarle en ella por una conducta que pudiese satisfacerle por
completo, cierto como estaba de que era la manera de abreviar mi
cautiverio. Pedíle libros. Sorprendióse de que habiéndome dejado la
elección de los que deseaba leer, me decidiese por algunos autores
serios. Afecté aplicarme al estudio con el mayor fervor y le di en toda
ocasión pruebas del cambio que anhelaba.

Sin embargo, todo aquello era puramente externo. Debo confesarlo para
mi vergüenza; desempeñaba en San Lázaro hipócritamente un papel de
hipócrita. En vez de estudiar cuando estaba solo no hacía sino lamentar
mi destino. Maldecía mi prisión y la tiranía que me tenía en ella.
No bien se calmó un tanto la zozobra en que me arrojara la vergüenza
primera, volví a caer en los tormentos del amor. La ausencia de Manon,
la incertidumbre en que me encontraba respecto a su destino, el temor
de no volver a verla nunca, eran los únicos motivos de mis tristes
meditaciones. Me la imaginaba en los brazos de G... M..., pues aquella
fué mi primera idea, y lejos de creer que le habían dado el mismo trato
que a mí, pensaba que me había alejado para poseerla tranquilamente.

Pasé así días y noches que me parecieron interminables. No tenía
esperanza sino en el éxito de mi hipocresía. Observaba cuidadosamente
el semblante y las palabras del Superior para cerciorarme bien de lo
que pensaba de mí y me esforzaba en ganar su confianza considerándole
como árbitro de mi destino. Fácil me fué notar que todas sus simpatías
estaban conmigo. Llegué a no dudar de sus buenas disposiciones para
servirme.

Un día me tomé la libertad de preguntarle si era de él de quien
dependía mi libertad. Díjome que no era dueño absoluto, pero que
esperaba que gracias a sus indicaciones G... M..., a cuyos ruegos el
jefe de Policía habíame encerrado allí, consentiría en devolverme la
libertad. «¿Puedo creer--le dije--que dos meses de prisión sufridos le
parezcan bastante castigo?». Ofrecióme hablarle si yo lo deseaba. A mi
vez le rogué insistentemente que me hiciese aquel favor.

Díjome dos días más tarde que G... M..., no sólo había parecido
sensible a los elogios que de mí le hiciera, y por ende dispuesto a
dejarme ver de nuevo la luz del sol, sino que le había mostrado deseos
de conocerme más particularmente y que se proponía hacerme una visita
en mi prisión. Aunque su presencia no me era muy grata, la consideré
como un paso hacia la libertad.

Vino efectivamente a San Lázaro. Le encontré de aspecto más serio y
menos necio que en casa de Manon. Dirigióme unos discursos llenos de
buen sentido sobre mi mala conducta y añadió, con vistas a justificar
sus propios desórdenes, que le es permitido a la debilidad de los
hombres el proporcionarse algunos placeres que la naturaleza exige,
pero que las indelicadezas y las triquiñuelas culpables merecían ser
severamente castigadas. Escuchábale yo con un gesto de sumisión de
que pareció satisfecho. Ni siquiera me mostré ofendido por algunas
burlas sobre mi pretendida fraternidad con Manon y sobre las muchas
capillitas que seguramente haría en San Lázaro, puesto que tal placer
hallaba en tan piadosa ocupación. Pero escapósele, desgraciadamente
para él y para mí, decir que Manon habría hecho también unas cuantas
muy lindas en el _hospital_. Pese al escalofrío que me causó la palabra
_hospital_, aún tuve fuerzas para, dominándome, rogarle con dulzura
que se explicase. «Sí--dijo--hace dos meses que cursa prudencia en el
_hospital general_ y quiera Dios que la lección le haya aprovechado
tanto como a vos la de San Lázaro».

Aunque hubiese sabido que me esperaba una eterna prisión o aún la misma
muerte, no hubiera sido dueño de mí ante la espantosa noticia. Arrojéme
sobre él con tan furiosa rabia, que en el esfuerzo perdí la mitad de
mis fuerzas. Quedáronme, pese a ello, suficientes para cogerle por
el cuello y arrojarle al suelo. Iba a estrangularle cuando el ruido
de su caída y algunos gritos agudos que apenas le dejaba libertad de
lanzar, atrajeron a mi cuarto al superior y a algunos religiosos que le
libertaron de mis manos.

Había yo mismo, casi perdido las fuerzas y hasta el aliento. «¡Oh, Dios
mío!--clamaba entre suspiros--¡Justicia del cielo! ¿Viviré aún tras
semejante infamia?». Quise arrojarme de nuevo sobre el bárbaro que
acababa de asestarme aquél golpe. Sujetáronme. Mi desesperación, mis
gritos y mis lágrimas, pasaron el límite de lo imaginable. Hice cosas
tan raras, que todos los asistentes, que ignoraban la causa, mirábanse
con tanto terror como sorpresa.

G... M... mientras tanto ponía orden en su traje, arreglábase la
peluca y la corbata y en el despecho de verse tan maltratado ordenó
al superior que me vigilase más severamente que nunca y que me
aplicase todos los castigos acostumbrados en San Lázaro. «No, señor,
no es con personas de la cuna del caballero, con quienes usamos tales
procedimientos. Por otra parte, es de tan buen natural que me cuesta
trabajo creer que sin razón se haya entregado a tales excesos».
Aquellas palabras acabaron de exasperar a G... M..., que salió de allí
profiriendo amenazas contra el superior, contra mí y contra cuantos
osaran oponerse a su voluntad.

El superior, habiendo dado órdenes a los frailes para que le
acompañasen, quedó a solas conmigo. Conjuróme a que le dijese
prestamente de qué procedía todo aquel escándalo. «¡Oh, padre
mío!--dije llorando como un niño--; imaginaos la más odiosa crueldad,
figuraos la barbarie más abominable; eso es lo que G... M... ha tenido
la crueldad de hacer. ¡Oh, me ha destrozado el corazón! ¡Jamás me
consolaré! Quiero contároslo todo. Sois bueno y tendréis piedad de mí».
Narréle abreviada la historia de mi pasión por Manon; la situación
floreciente en que nos hallábamos cuando fuimos robados por nuestros
criados; las ofertas que G... M... había hecho a mi querida; cómo
cerraron el trato y como fué roto. Claro es que presentándole las cosas
del modo más ventajoso para nosotros. «He ahí--continué--las fuentes
del celo que G... M... siente por mi conversión. Me ha hecho encerrar
aquí con el fin de vengarse. Se lo perdono; pero, padre mío, eso no es
todo; no se ha contentado con robarme la más cara mitad de mi vida,
sino que además la ha hecho encerrar en el _hospital_; acabo de saberlo
de sus mismos labios. ¡En el _hospital_, padre mío! ¡Oh, cielos, mi
adorable amada, la reina de mi corazón en el _hospital_, como la más
infame de las criaturas! ¡Dónde hallar fuerzas para no morir de dolor y
de vergüenza!».

El buen padre, al verme en tal estado de aflicción trató de consolarme.
Díjome que jamás se figuró mi aventura del modo que acababa de
narrársela; que sabía sí, que vivía yo de un modo desordenado, pero
que creyó también, que lo que moviera a G... M... a mezclarse en ello,
era una vieja amistad con mi familia, lo cual corroboraron sus mismas
explicaciones, que lo que acababa de contarle cambiaba mucho las cosas
y que no dudaba, que la narración fiel de los hechos, repetida por él
al jefe general de Policía, contribuiría a devolverme la libertad.
Preguntóme por qué no había pensado yo en avisar a mi familia, puesto
que ella nada tenía que ver en mi cautiverio. Dile satisfactoria
respuesta haciéndole ver mi temor de causar una pena a mi padre y mi
propia vergüenza. Ofrecióme por fin, ir él mismo a ver al jefe general
de Policía. «Aunque no sea más--añadió--que para prever algo peor por
parte de G... M..., que ha salido asaz malhumorado de aquí y que es
persona harto influente».

Aguardé el regreso del padre, con las inquietudes y zozobras de
un infeliz que espera su sentencia. Era para mí terrible suplicio
figurarme a Manon en el _hospital_. Aparte de la infamia que pesaba
sobre el lugar, ignoraba cómo la tratarían allí, y esto, unido a
ciertas particularidades que había oído de aquella mansión de horror,
renovaba en todo momento mi angustia. Tan decidido estaba a ayudarla
fuése como fuése, que hubiese prendido fuego a San Lázaro si no hubiese
visto otro modo de salir de allí.

Púseme a pensar sobre los caminos que me quedaban por seguir si el
jefe general de Policía perseveraba en mantenerme prisionero contra mi
voluntad. Puse mi ingenio a prueba y recorrí todas las posibilidades.
No vi nada que pudiese garantizarme una evasión segura y temí verme
aún más vigilado si fracasaba en una tentativa. Pensé qué amigos
podían ayudarme, pero, ¿por qué medios hacerles saber mi situación?
Por fin creí haber trazado un plan hábil y propúseme madurarlo mejor
después que el superior hubiese regresado, si sus gestiones habían sido
infructuosas.

No tardó en volver; no vi desde luego en su rostro las señales
de júbilo que anuncian por anticipado una buena noticia. «He
hablado--díjome--al jefe general de Policía, pero le he hablado
demasiado tarde. El señor de G... M... fué al salir de aquí, y de tal
modo le previno en contra vuestra que estaba a punto ya de enviarme
nuevas órdenes para hacer aún más severa vuestra prisión. «Sin embargo,
cuando le he puesto al corriente del verdadero fondo de vuestros
asuntos se ablandó, y riéndose un poco de la incontinencia del viejo
G... M..., me ha dicho que, de todos modos, habría que dejaros aquí
seis meses para darle una satisfacción, tanto más cuanto que la
estancia aquí os será provechosa. Me ha encargado que os trate bien y
podéis estar seguro de que no tendréis queja de mí».

La explicación del buen superior fué lo bastante larga para darme
tiempo de reflexionar, y así llegué a la conclusión de que mostrar
excesiva impaciencia por la libertad sería exponerme a echar por tierra
todos mis planes. Le aseguré, por el contrario, que, dada la dura
necesidad de permanecer allí, era grato consuelo para mí su estimación.
Le rogué acto seguido que me concediese una gracia que, no siendo
importante para nadie, me serviría a mí de gran consuelo. Limitábase a
avisar a un amigo mío, un santo sacerdote que estaba en San Sulpicio,
de que me hallaba en San Lázaro y a la vez permitirme recibir su
visita. Aquella gracia me fué concedida sin demora.

Tratábase de mi amigo Tiberio; no que esperase de él la libertad, pero
quería hacerle servir como instrumento inconsciente y ciego. He aquí,
en una palabra, mi plan: quería escribir a Lescaut y encargarle a él
y a nuestros comunes amigos del cuidado de libertarme. La primera
dificultad estribaba en hacer llegar a él mi carta; tal era la misión
de Tiberio. Sin embargo, como no conocía al hermano de mi querida,
temía yo que no quisiese encargarse de aquella misión. Mis designios
eran encerrar la carta de Lescaut dentro de otra dirigida a un buen
hombre a quien conocía, rogándole la llevase a su destino; y como era
preciso que yo viese a Lescaut para marchar acordes, quería indicarle
la conveniencia de venir a San Lázaro y de pedir que te dejasen verme,
tomando el nombre de mi hermano mayor y pretextando haber venido a
París noticioso de lo sucedido. Demoraba para nuestra entrevista la
adopción de los medios que nos pareciesen más fáciles y seguros. El
padre Superior hizo advertir a Tiberio de mis deseos. El fiel amigo
habíame perdido de tal modo de vista que ignoraba mis aventuras;
sabía, sí, que estaba yo en San Lázaro, y tal vez no lamentase aquella
desgracia que creía capaz de traerme al buen camino. Apresuróse a venir.

Nuestra entrevista estuvo llena de amistad. Quiso informarse de mis
disposiciones. Abríle sin reservas mi corazón, excepto, claro es,
en lo que a mi fuga se refería. «No es, ciertamente, ante vuestros
ojos, querido amigo, ante los que quiero mostrarme como no soy. Si
habéis creído encontrar un amigo sensato y arrepentido, un libertino
convertido por milagro del cielo, en una palabra, un corazón
desengañado del amor, y vuelto del maléfico encanto de su Manon, me
habéis juzgado demasiado favorablemente. Me encontráis tal y como me
dejasteis ha cuatro meses; siempre enamorado y siempre desgraciado por
ese fatal amor en el que no me canso de buscar mi dicha».

Me respondió que mi confesión me hacia indigno de disculpa, que se
veían muchos pecadores de tal modo embriagados por la falsa felicidad
del vicio que llegaban a preferirla a la de la virtud, pero que tenían
la excusa de que eran imágenes de dicha aquéllas a las cuales se
adherían fuertemente, y que estaban engañados; pero que reconocer, como
reconocía yo, que el objeto de mi pasión no servía más que para hacerme
culpable y desdichado, y continuar, sin embargo, arrojándome en la
desgracia y el crimen, era una contradicción de ideas y de conducta que
no hacía honor a mi buen juicio.

«Tiberio--le repliqué--, ¡qué fácil os es vencer cuando nada se opone
a vuestras armas! Dejadme razonar, a mi vez. ¿Podéis sostener que
lo que llamáis el honor y la virtud esté exceptuado de penas, de
contrariedades y de inquietudes? ¿Qué nombre dais a las prisiones, a
las cruces, a los suplicios y a las torturas de los tiranos? ¿Diréis,
como los místicos, que tales suplicios del cuerpo son un bien para
las almas? No osaréis decirlo; es una paradoja insostenible. Esa
dicha que de tal modo loais está, pues, mezclada con mil penas, o,
para hablar con propiedad, no es sino un tejido de padecimientos,
al través de los cuales se entrevé la felicidad. Pues bien, si la
fuerza de la imaginación puede hallar placer en tales dolores, porque
pueden conducir al término feliz que se espera, ¿por qué tratáis de
contradictoria e insensata en mi conducta una disposición semejante?
Amo a Manon; aspiro, al través de mil dolores y contrariedades, a ser
feliz con ella; el camino porque ando es de espinas, pero la esperanza
de llegar a mi fin esparce siempre dulzura: y me creeré bien pagado,
por un momento pasado con ella, de las penas y fatigas que sufro por
alcanzarle. Todas las cosas ofrecen una gran semejanza, de vuestra
parte y de la mía, y si hay diferencia es en favor mío, puesto que el
bien que espero es un bien cercano y el otro está lejos; el mío es de
la misma naturaleza de las penas, es decir, sensible al cuerpo; el otro
es algo desconocido que no existe sino por la fe».

Tiberio pareció espantado de aquel razonamiento. Retrocedió dos pasos
diciéndome con aire muy serio que no solamente atacaba, con lo que
acababa de decir, al buen sentido, sino que era además un desdichado
sofisma de impiedad y de irreligión. «Pues--terminó--ese paralelo entre
el término de vuestras penas y el que propone la religión, es una de
las ideas más monstruosas y libertinas que pueden darse».

«Confieso que no es justo--repliqué--. Pero, tened cuidado, pues no es
sobre él sobre lo que se basa mi razonamiento. Mi intención ha sido
explicar lo que considerais como contradicción en la perseverancia de
un amor desgraciado. Y creo haber probado que si contradicción existe
es tanto para vos como para mí. Sólo desde ese punto de vista he
considerado las cosas iguales y desde ese punto de vista, queráis o no,
lo son.

»¿Sostenéis que el objeto de la virtud es infinitamente más elevado
que el del amor? ¿Quién lo niega? ¿Pero es acaso de eso de lo que se
trata? ¿No se trata de las fuerzas que uno y otro puedan prestar para
sobrellevar las penas? Juzguemos por los efectos. ¡Cuántos desertores
no habrá de la severa virtud y cuán pocos en cambio del dulce amor! ¿Me
responderíais, acaso, que los sufrimientos que hay en el ejercicio
del bien son evitables, que no existen ya cruces ni tiranos y que son
muchas las gentes virtuosas que llevan una vida dulce y tranquila? Os
responderé que también hay amores dulces y afortunados y aun llegaré
a hacer una salvedad en mi ventaja, y es que el amor, hartas veces
mentiroso, no promete por lo menos sino satisfacciones y ventajas,
mientras que la religión quiere que se entregue uno a prácticas tristes
y mortificantes. No os alarméis--le dije al ver su celo próximo a
escandalizarse--. Lo único que quiero es demostraros que no hay peor
sistema para curar un corazón del amor que descubrirle dulzuras y
prometerle mayores dichas en la virtud. Tal como somos es indudable que
nuestra felicidad está en el placer; desafío a cualquiera a demostrarme
lo contrario; sentado esto, sólo me resta afirmar que el corazón no
necesita grandes razonamientos para llegar a la certeza de que de todos
los placeres los más sabrosos son los del amor. Bien pronto se da
cuenta de que le engañan cuando le ofrecen más placeres fuera del amor,
y este engaño le dispone a desconfiar de las promesas más sólidas.

»Predicadores que intentáis llevarme a la virtud, decidme que es
indispensable, necesaria; pero no pretendáis convencerme de que no
es severa y penosa. Estableced bien que las dulzuras del amor son
pasajeras, que están prohibidas, que serán castigadas con eternas
penas y, cosa que tal vez me impresione más que nada, que cuanto más
bellas y gratas sean, más generoso será el cielo para recompensar el
sacrificio de renunciar a ellas, pero no me neguéis tampoco que tal y
como están hechos nuestros corazones, son en este bajo mundo nuestras
más perfectas felicidades».

Aquel final de mi discurso devolvió la tranquilidad a Tiberio que me
confesó que tenían algo de razonable mis pensamientos. La sola objeción
que me opuso fué preguntarme por qué no era fiel a mis principios
sacrificando mi amor a la esperanza de aquella renumeración de que tan
alta idea me formaba. «¡Oh!, amigo mío--respondí--, es que reconozco
mi debilidad y mi miseria. Bien sé que es mi deber poner mis actos
al tenor de mis ideas, pero, ¿está en mi mano realizarlo? ¿De qué
sobrenaturales auxilios no necesitaría yo para olvidar los encantos
de Manon?--Dios me perdone--repuso Tiberio--, creo hallarme ante uno
de nuestros jansenistas.--No sé lo que soy--repliqué--, no sé tampoco
lo que debiera ser, pero demasiado experimenté la verdad de lo que
afirman».

Nuestra conversación tuvo por el pronto la ventaja para mí de avivar
la piedad de mi amigo. Comprendió que había más debilidad que malicia
en mis desórdenes. Su amistad estuvo en lo sucesivo más dispuesta a
prestarme su ayuda, sin la cual hubiese perecido infaliblemente. Sin
embargo, guardéme de descubrirle mi intención de escapar de San Lázaro.
Roguéle tan sólo se encargase de mi carta. Habíala preparado antes de
su llegada y no me faltaron pretextos para justificar mi necesidad de
escribirla. Tuvo la honradez de cumplir con exactitud mi encargo, y
así, Lescaut recibió mi misiva antes de la noche.

Vino a verme al día siguiente y consiguió sin dificultad pasar por mi
hermano. Mi alegría al verle en mi habitación fué extremada. Cerré la
puerta con precaución. «No perdamos ni un solo minuto--le dije--. Dadme
primero noticias de Manon y dadme después un buen consejo para romper
los hierros de mi prisión». Aseguróme que no había visto a su hermana
desde la víspera de nuestra detención, y que si había conseguido saber
algo de ella y de mí fué sólo a fuerza de indagaciones y cuidados. Y,
en fin, que habiéndose presentado dos o tres veces en el _hospital_,
habíanle negado el permiso para comunicar con ella. «¡Desgraciado G...
M...!--rugí furioso--¡cuán caro me lo has de pagar!».

--Por lo que a vuestra liberación se refiere, es empresa más difícil de
lo que podéis suponer. Hemos pasado gran parte de la noche dos amigos
y yo estudiando el edificio y llegamos a la conclusión de que dando
vuestros balcones a un patio rodeado de construcciones, costaría mucho
trabajo sacaros. Por otra parte, habitáis el tercero y es imposible
meter aquí ni cuerdas ni escalas. No veo, pues, ninguna ayuda que pueda
venir de fuera. Es pues, en la casa misma donde hay que hallar los
recursos.

--No--respondí--; lo he examinado todo, especialmente desde que mi
prisión es menos severa gracias a las bondades del superior, la puerta
de mi cuarto no se cierra ya con llave y disfruto de libertad para
pasearme en las galerías que corresponden a las celdas de los frailes;
pero todas las escaleras están obstruidas por fuertes puertas que
tienen buen cuidado de mantener cerradas noche y día, de modo que es
imposible que la habilidad baste a salvarme.

«Esperad--rectifiqué después de haber meditado sobre una idea que
me pareció excelente--; ¿podríais prestarme una pistola?--Muy
fácilmente--me contestó--; ¿pero es que queréis matar a alguien?».
Aseguréle que me hallaba tan lejos de la idea de matar a nadie, que ni
aun era necesario que la pistola estuviese cargada. «Traédmela y no
faltéis por la noche a las once frente a esta casa y acompañado de dos
o tres de vuestros amigos. Espero poder ir a reunirme con vosotros».
Quiso inútilmente otras explicaciones, pero yo le dije que una empresa
tal y como la que yo meditaba sólo después del éxito podía parecer
razonable. Le rogué abreviase su visita a fin de que le fuése más fácil
tener acceso hasta mí al día siguiente. Efectivamente, le dejaron
entrar sin oponer más dificultades que la vez primera. Su aspecto era
grave y no hay nadie que no le hubiese tomado por un hombre de honor.

Cuando me vi en posesión del instrumento de mi libertad no dudé ya del
éxito de mi empresa. Era extraño y arriesgado; pero ¿de qué no sería yo
capaz con los motivos que me animaban? Había yo observado, desde que
me era permitido salir de mi cuarto y pasearme por las galerías, que
todas las noches el portero entregaba todas las llaves al superior, y
que momentos después reinaba profundo silencio, que denunciaba a las
claras que todo el mundo dormía en la casa. Podía yo, sin obstáculo,
ir por una galería de comunicación, desde mi cuarto al de aquel padre.
Mi idea era quitarle las llaves, asustándole con la pistola si oponía
resistencia a dármelas, y ya con ellas abrirme paso. Esperé con
impaciencia. El portero vino a la hora de siempre, es decir, un poco
después de las nueve. Dejé pasar aún una hora para asegurarme de que
todos, frailes y criados, estaban dormidos. Salí al fin con mi pistola
y una vela encendida. Llamé suavemente a la puerta del superior,
procurando meter el menor ruido posible. Oyóme a la segunda vez, y
creyendo, sin duda, que se trataba de algún religioso que se había
puesto enfermo, vino a abrir. Tuvo, sin embargo, antes de franquear
la entrada, la precaución de preguntar quién era y qué querían de él.
No tuve, pues, más remedio que dar mi nombre, pero lo hice con tono
quejumbroso para darle a entender que me hallaba enfermo. «¡Ah!, sois
vos, querido hijo... ¿Qué es lo que os trae a tales horas?». Entré en
la habitación y ya allí le declaré sin ambages que me era imposible
seguir más tiempo en San Lázaro; que la noche me parecía propicia para
marcharse de allí y que esperaba de su amabilidad me diese las llaves o
me abriese él mismo.

Aquella explicación debió sorprenderle. Permaneció un rato
contemplándome, sin darme explicaciones; como no podía perder el
tiempo, tomé nuevamente la palabra para decirle que estaba muy
agradecido a sus bondades, pero que siendo la libertad el mejor de los
bienes, sobre todo para mí, a quien privaban de ella injustamente,
estaba decidido a procurármela aquella noche, fuése como fuése, y añadí
que para que no se molestase en elevar la voz llevaba en mi cinturón
una razón convincente. «¡Una pistola! ¿Cómo?, ¿queréis arrebatarme
la vida en pago a las bondades que he tenido con vos?--¡Dios me
libre!--respondíle--Tenéis demasiado talento para ponerme en ese
trance, pero quiero ser libre, y mi resolución es tan firme que si mi
plan se desbarata por vuestra culpa os hago responsable de ello.--Pero
hijo mío--protestó lleno de miedo y palideciendo--, ¿qué os he hecho?,
¿por qué razón deseáis mi muerte?--No, no--repliqué impacientándome--;
no quiero vuestra muerte, pero si queréis vivir abridme la puerta y
seré vuestro mejor amigo». Vi las llaves sobre su mesa, las cogí y le
rogué me siguiese, encareciéndole la necesidad de no hacer ruido.

Hubo a la fuerza de obedecerme. A medida que avanzábamos y que
franqueaba las puertas me repetía con un suspiro: «¡Ah, hijo mío, hijo
mío! ¡Jamás lo hubiera creído!--¡Cuidado con el ruido!--limitábame a
responder». Por fin llegamos a la gran puerta que daba a la calle.
Creíame ya libre, y permanecía detrás del fraile, con la pistola en una
mano, la vela en la otra.

Mientras él se apresuraba a abrir, un criado, que dormía en una
habitación vecina, al oir el ruido de los cerrojos asomó la cabeza a
la puerta. El buen padre le creyó capaz de detenerme, y le ordenó, con
harta imprudencia, que interviniese. Tratábase de un fornido bribón,
que se arrojó sobre mí sin vacilar. No me anduve en ambajes y le
disparé un tiro en pleno pecho. «He aquí de lo que sois culpable, padre
mío--díjele a mi guía--. Pero que esto no os impida seguir--añadí,
empujándole hacia la última puerta». No se atrevió a resistir. Salí sin
novedad, y a cuatro pasos de allí hallé a Lescaut con dos amigos, según
me habían prometido.

Nos alejamos. Lescaut me dijo que había creído oir un tiro. «Es culpa
vuestra--respondí--; ¿por qué me trajisteis la pistola cargada?». Sin
embargo, le di las gracias por aquella precaución, sin la cual hubiese
tenido San Lázaro para rato. Fuimos a acabar la noche a una taberna,
donde me indemnicé de la mala mesa que padecía hacía tres meses. No
tenía, sin embargo, humor para gozar de nada; sufría pensando en Manon.
«Hay que salvarla--dije a mis tres amigos--. No he deseado la libertad
más que con tal fin. Os pido la ayuda de vuestra maña; por lo que a
mí atañe estoy dispuesto a jugarme la vida en tal empresa». Lescaut,
que no carecía ni de talento ni de prudencia, nos hizo notar que había
que ir con mucha prudencia; que mi salida de San Lázaro y la desgracia
involuntaria, causada al huir, harían ruido; que el Jefe Superior de
Policía me haría buscar, y tenía las manos largas, y, en fin, que si no
quería exponerme a algo peor que San Lázaro, convenía que permaneciese
oculto unos días para dar tiempo a que el primer fuego de mis enemigos
se extinguiese.

Su consejo era prudente, pero hubiérase precisado serlo yo también para
seguirlo. Tanta lentitud y precaución compaginaban mal con mi pasión. A
todo lo más que llegué fué a prometerle que el siguiente día lo pasaría
durmiendo. Encerróme en su cuarto, donde permanecí hasta la noche.

Empleé gran parte del tiempo en hacer proyectos y en inventar
expedientes para librar a Manon. Hallábame convencido de que su
prisión era aún más severa que lo había sido la mía. No se trataba de
emplear la fuerza ni la violencia, sino la habilidad. Tan poco claras
mostrabanme las cosas que decidí tomarme algún tiempo para enterarme de
la marcha interna del _hospital_.

No bien con la noche recobré la libertad, rogué a Lescaut que me
acompañase. Enhebramos conversación con uno de los porteros, que me
pareció hombre de buen juicio. Fingíme extranjero, que había oído
hablar con elogio del establecimiento y del orden que reinaba allí.
Interroguéle sobre los menores detalles y de unas cosas en otras fuimos
a parar a los administradores, cuyos nombres y cualidades díjele
deseaba saber. Sus respuestas a tales indagatorias hicieron brotar en
mi cerebro una idea que me pareció bien, desde luego, y que no tardé
en poner por obra. Preguntéle, como cosa que era absolutamente precisa
para mis planes, si aquellos señores tenían hijos. Contestóme que por
lo que a la mayor parte se refería no podía contestarme, pero que de
uno, T..., que era de los principales, sí estaba seguro que tenía un
hijo, en edad de matrimoniar, y que había venido ya varias veces con su
padre al _hospital_. Aquella certeza me bastó.

Abrevié nuestra conversación y expuse a Lescaut, al volver a su casa,
el plan que me había trazado. «Supongo--díjele--que T... hijo, rico, y
de buena familia como es, debe de sentir inclinación por los placeres
como todos los jóvenes de su edad. No le creo capaz de ser enemigo de
las mujeres, ni ridículo hasta el punto de negar su ayuda para una
empresa de amor. Tengo el proyecto de interesarle en la libertad de
Manon. Si es un caballero y tiene sentimientos nobles nos concederá su
auxilio por generosidad. Si no es capaz de hacerlo por este motivo,
hará de todos modos algo por una muchacha amable, aunque no sea más que
con la esperanza de tener parte en sus favores. No quiero retrasar mi
visita más allá de mañana. Me siento tan consolado por este proyecto
que me parece cosa de buen agüero».

Lescaut convino en que mis ideas no carecían de sentido. Pasé la noche
menos triste.

A la mañana siguiente me vestí lo más decentemente que pude dada
mi indigencia y me hice conducir en coche a casa de T... Mostróse
extrañado al recibir la visita de un desconocido. Auguré bien de su
cara y de su cortesía. Me expliqué francamente con él, y para ayudar
a su buen natural habléle de mi pasión y de los méritos de mi querida
como de cosas que no podían tener igual sino entre sí. Díjome que
aunque no había visto nunca a Manon por lo menos había oído hablar de
ella si era, como creía, la que fué querida del viejo G... M... No dudé
que le habrían puesto en antecedentes sobre mi participación en aquella
aventura y para ganar más su voluntad fingiendo una confianza absoluta,
le conté detalladamente todo lo que nos sucediera a Manon y a mí. «Ya
veis, señor--continué--, el interés de mi vida y el de mi corazón están
en vuestras manos. La una no me es ciertamente más preciosa que el
otro. No tengo secretos para vos porque sé de vuestra generosidad y
porque la paridad de edades me deja la esperanza de que alguna habrá
entre nuestras inclinaciones».

Pareció muy sensible a mi prueba de franqueza y de candor. Su respuesta
fué la de un hombre que tiene mundo y buenos sentimientos, cosa que
no siempre da el mundo y en cambio hace perder con frecuencia. Me
dijo que miraba mi visita como algo grato, mi amistad como una de las
adquisiciones más valiosas, y que trataría de merecerla por el celo
que pondría en servirme. No me ofrecía devolverme a Manon, según él,
porque no gozaba de crédito para ello, pero que me ofrecía verla y
hacer todo lo que en él estuviera para devolverla a mis brazos. Más
satisfecho quedé de aquella falta de fe en su poder que si me hubiese
ofrecido una plena y absoluta seguridad de dar satisfacción a todos mis
anhelos. Encontré en la moderación de sus promesas una franqueza que me
encantó. En una palabra, prometímelo todo de sus buenos oficios. La
sola promesa de procurarme una entrevista con Manon me hubiese hecho
realizar cualquier cosa por él. Expreséle algo de tales sentimientos
de modo que vió que tampoco yo era un malnacido. Nos abrazamos y
quedamos amigos sin otras razones que la bondad de nuestros corazones
y esa noble disposición que hace que un hombre leal y generoso profese
amistad a otro que lo es también. Llevó las pruebas de su estima más
lejos aún, pues conociendo mis aventuras, no ignorando mi salida de
San Lázaro y juzgando que no debía hallarme sobrado de medios puso su
bolsa a mi disposición. No acepté, pero le dije: «Es demasiado. Ahora
bien, si con tanta bondad y amistad me hacéis volver a ver a mi adorada
Manon, soy vuestro de por vida; si me devolvéis del todo a esa amada
criatura no creeré pagaros derramando por vos hasta la última gota de
mi sangre».

Nos separamos después de convenir hora y sitio en que debíamos
encontrarnos; por su parte llevó la complacencia hasta no retrasarlo
más allá de aquella misma tarde.

Le esperé en un café donde vino a reunirse conmigo a eso de las cuatro
y, ya juntos, emprendimos el camino del _hospital_. Me temblaban las
piernas al atravesar los grandes patios. «¡Poder del amor--decía yo--,
volveré a ver al ídolo de mi corazón, al objeto de tantas lágrimas e
inquietudes! ¡Cielos, dadme fuerzas para vivir hasta llegar a ella y
disponed luego de mi fortuna y de mi vida! No tengo otra gracia que
pediros».

El señor T... habló con algunos porteros y empleados que se
apresuraron a ofrecerle cuanto estuviese en su mano. Hízose mostrar
el lugar de la prisión de Manon y nos llevaron hasta él mostrándonos
una llave de aterradora magnitud que servía para abrir su puerta. Le
pregunté al lacayo encargado de guiarnos, que era el que le había
servido, cómo había pasado la infeliz el tiempo de su encierro. Díjonos
que era de dulzura angelical; que jamás había recibido de ella una mala
palabra; que no había cesado de llorar las seis primeras semanas de su
reclusión; pero que desde hacía algún tiempo parecía tomar su desgracia
con más calma y que se ocupaba en coser de la mañana a la noche,
excepción hecha de algunos ratos que dedicaba a la lectura. Le pregunté
también si al menos había estado atendida con limpieza, y me contestó
que de lo preciso no había carecido.

Nos acercamos a su puerta. Mi corazón latía con violencia. Dije a
M. de T... «Entrad solo y prevenidla de mi visita, pues temo que mi
súbita presencia la afecte demasiado». La puerta nos fué franqueada.
Permanecí en la galería. No obstante me enteraba de su conversación.
Díjole que iba a llevarle algún consuelo; que era uno de mis amigos y
que se interesaba mucho por nuestra dicha. Preguntóle ella con gran
viveza que si podría enterarla de lo que había sido de mí. Prometióle
llevarme a sus plantas todo lo enamorado y fiel que ella podía desear.
«¿Cuándo?--interrogó--Hoy mismo--dijo él--. No tardará. Si lo deseáis,
en este mismo momento comparecerá ante vuestros ojos». Comprendió
que yo me hallaba tras de la puerta y corrió allí precipitadamente
en el momento en que al sentirla venir entraba yo. Nos abrazamos con
esa efusión de ternura que una ausencia de tres meses hace tan dulce
para los verdaderos amantes. Nuestros suspiros, nuestras entrecortadas
exclamaciones, mil nombres de amor repetidos languidamente por uno y
otro, constituyeron durante un cuarto de hora una escena que llegó a
emocionar a T... «Os envidio--dijo, mientras nos hacía sentar--. No hay
suerte, por gloriosa que sea, a la que no prefiriese yo una querida
tan bella y apasionada.--También desdeño yo todos los imperios del
mundo--le respondí--para asegurarme la dicha de ser amado por ella.

Todo el resto de una conversación tan ardientemente deseada no podía
dejar de ser infinitamente tierno. La pobre Manon me contó sus
aventuras y yo le narré las mías. Lloramos amargamente al aludir al
estado en que ella se hallaba y al que acababa yo de escapar; T...
nos consoló renovando sus promesas de trabajar fervorosamente para
poner fin a nuestras miserias. Aconsejónos que abreviásemos aquella
primera entrevista para que le fuera fácil proporcionarnos otras. Le
costó no poco trabajo hacernos seguir su consejo. Sobre todo Manon,
no se resolvía a dejarme partir. Reteníame por las manos y por las
ropas; hízome volver a sentar un centenar de veces. «¡Ah, en qué lugar
me dejáis! ¡Quién puede asegurarme que volveré a veros!»; M. de T...
la prometió que vendría a verla con frecuencia, trayéndome consigo.
«En cuanto al lugar--dijo con galantería--no debe llamarse ya el
_hospital_; es Versalles mismo desde que encierra la persona que merece
el imperio de todos los corazones».

Al salir mostréme liberal con el lacayo que la servía, para animarle a
poner celo en sus servicios. Aquel muchacho tenía el alma menos dura y
ruin que sus iguales. Había sido testigo de nuestra entrevista. Aquel
espectáculo le había emocionado. Un luis de oro que le entregué acabó
de hacérmele incondicional. Llevóme aparte cuando bajamos a los patios:
«Señor, si queréis tomarme a vuestro servicio o darme una recompensa
que me indemnice del empleo que perdería aquí, creo que no me sería
difícil devolver la libertad a la señorita Manon».

Agucé el oído ante aquella proposición, y aunque no tenía nada de nada
hícele promesas que sobrepujaban con mucho su deseo. Contaba con que
siempre sería factible recompensar a un hombre de aquel temple. «Puedes
estar persuadido, amigo mío, que no hay nada que no esté dispuesto a
hacer por ti y que tu fortuna está tan segura como la mía». Quise saber
de qué medios pensaba valerse. «Sencillamente, abrirle por la noche la
puerta de su celda y acompañarla hasta la de la calle, donde es preciso
que vos la esperéis pronto a recibirla». Le pregunté si no había
peligro en que fuése reconocida al atravesar las galerías y los patios.
Confesóme que algún peligro habría, pero que era preciso arriesgar
algo.

Aunque estaba encantado de verle tan resuelto, llamé a T... para
comunicarle el proyecto y la única razón que podía hacerme dudar.
Halló más inconvenientes que yo. Convino en que, efectivamente, podía
escaparse así. «Pero si la reconocen--continuó--y si la detienen en su
fuga, será quizás su pérdida para siempre. Por otra parte, tendríais
que abandonar París inmediatamente, pues nunca estaríais bastante bien
escondidos para las pesquisas que se harían en su busca. Redoblaríanse
en este caso, tanto por vos como por ella. Un hombre escapa fácilmente
si está solo; pero le es casi imposible permanecer en el incógnito
teniendo al lado una mujer bonita».

Por muy prudente que me pareciese el razonamiento, no tuvo poder en
mi espíritu sobre la esperanza tan próxima de devolver la libertad a
Manon. Díjeselo así a T..., rogándole perdonase al amor un poco de
imprudencia y de temeridad. Díjele que mi intención era, efectivamente,
abandonar París para instalarme en algún pueblo próximo, como hiciera
ya en otra ocasión. Convinimos con el criado en no retrasar la
empresa sino hasta el día siguiente, y para hacerlo todo lo seguro
que estuviese en nuestra mano decidimos traer un traje de hombre para
facilitar nuestra salida. No era cosa fácil hacerlo entrar, pero
la imaginación me dió medios para ello. Rogué tan sólo a T... que
se vistiese dos chupas ligeras, una sobre otra, pues del resto me
encargaba yo.

Volvimos por la mañana al _hospital_. Llevaba yo para Manon
ropa blanca, medias, etc., y por encima de mi jubón un sobretodo
que no dejaba ver demasiado lo abultado de mis bolsillos. Sólo
permanecimos un momento en su cuarto. Nada faltaba sino el calzón que,
desgraciadamente, había olvidado.

El olvido de aquella prenda imprescindible nos hubiese hecho
ciertamente reir si el apuro en que nos ponía hubiese sido menos serio.
Hallábame desesperado de que semejante bagatela pudiese hacernos
fracasar. Al fin, tomé un partido extremo, que fué salir yo sin él.
Dejé el mío a Manon. Mi sobretodo era largo y con ayuda de unos
alfileres quedé en estado de pasar decorosamente por la puerta.

El resto del día me pareció de una lentitud insoportable. En fin,
llegada la noche, fuimos a instalarnos en una carroza, un poco más
abajo de la puerta del _hospital_. No pasó mucho tiempo sin que
viésemos aparecer a Manon con su guía. La portezuela estaba abierta y
ambos subieron en un momento. Recibí a mi amada en mis brazos; temblaba
como una hoja. El cochero preguntó que dónde había de conducirnos.
«Condúcenos al fin del mundo--grité--; llévame donde no haya fuerzas
capaces de separarme nunca de Manon».

Aquel arrebato, que no fuí dueño de contener, estuvo a punto de traerme
fatales consecuencias. El cochero recapituló sobre mis palabras y al
darle después las señas de la calle donde quería ir, díjome que temía
no fuése yo a meterle en un mal negocio; que no se le ocultaba que
aquel adolescente a quien llamaba Manon era una mujer que raptaba del
_hospital_ y que no estaba de humor de perderse por amor a mí.

Los escrúpulos de aquel bergante no eran sino deseos de hacerse pagar
el coche más caro. Estábamos demasiado cerca del _hospital_ para no
pasar por todo. «Cállate--le dije--. Hay un luis de oro para ti».
Después de aquello me hubiese ayudado, incluso a quemar el _hospital_.

Llegamos a la casa en que vivía Lescaut. Como era tarde, T... nos
abandonó a medio camino, prometiéndonos vernos al día siguiente. Sólo
el lacayo quedó con nosotros.

Estrechaba yo a Manon con tal afán entre mis brazos, que los dos apenas
ocupábamos un solo sitio en la carroza. Lloraba ella de alegría y
sentía yo sus lágrimas mojarme el rostro.

Pero cuando hubo que apearse para entrar en casa de Lescaut, tuve con
el cochero una nueva cuestión, cuyas consecuencias fueron funestas. Me
arrepentí de haberle ofrecido un luis, no sólo porque el regalo era
excesivo, sino por una razón mucho más importante, la imposibilidad de
pagarle. Hice llamar a Lescaut. Bajó de su habitación para reunírsenos
en la puerta. Díjele al oído cuál era nuestro apuro. Como era de
genio brusco y no estaba acostumbrado a guardar consideraciones a los
cocheros, lo tomó a broma. «¡Un luis de oro!--gritó--¡Veinte palos
a ese rufián!». Fué inútil que le repitiera que iba a perdernos.
Arrebatóme mi bastón con ademanes de maltratar al cochero. Éste, que
había quizás caído ya alguna vez bajo las manos de un guardia de corps
o de un mosquetero, huyó, gritándome que me había burlado de él, pero
que ya se las pagaría. Pedíle, inútilmente, que se detuviese. Su fuga
me causó gran inquietud, pues no dudé que advertiría al Comisario. «Me
perdéis--dije a Lescaut--. Es preciso alejarnos de vuestra casa, donde
no estaremos seguros por el momento». Di el brazo a Manon y salimos
precipitadamente de la calle peligrosa. Lescaut nos acompañó.

Es algo realmente admirable el modo cómo la providencia encadena los
acontecimientos. Apenas habíamos caminado cinco o seis minutos un
hombre reconoció a Lescaut. Buscábale, sin duda, en los alrededores
de su casa con el fatal propósito que realizó. «Es Lescaut--dijo,
disparándole un tiro a quemarropa--: esta noche irá a cenar con los
ángeles». Escapó inmediatamente mientras Lescaut caía sin dar señales
de vida. Apremié a Manon para que huyésemos, pues nuestros auxilios
a un cadáver eran inútiles, y en cambio temía que nos detuviese la
ronda, que no podía tardar en venir. Enfilé con ella y el lacayo el
primer callejón que cruzaba; estaba tan cansada que me costaba trabajo
sostenerla; vi un coche de alquiler en la esquina. Subimos, pero cuando
el cochero me preguntó dónde tenía que llevarnos me vi cohibido para
contestarle. No tenía ni asilo en que me creyese en salvo ni amigo a
quien recurrir; y para colmo veíame sin dinero, pues no tenía en el
bolsillo arriba de media _pistola_. El miedo y la fatiga habían vencido
de tal modo a Manon que estaba a medias desvanecida sobre mi hombro.
Tenía, por otra parte, el pensamiento obsesionado con la muerte de
Lescaut y no estaba tampoco tranquilo respecto a la ronda. ¿Qué partido
tomar? Me acordé felizmente de la posada de Chaillot, donde pasé unos
días con Manon cuando fuimos a instalarnos al pueblo. Pensé que allí
no sólo estaría en seguridad, sino que podría vivir algún tiempo sin
que me apremiasen para el pago. «Llévanos a Chaillot»--dije al cochero.
Negóse a ir allí tan tarde como no le pagase una pistola; otro motivo
de apuro. En fin, convenimos en que le daría seis francos, que era, por
otra parte, cuanto quedaba en mi bolsa.

Mientras nos encaminábamos al lugar de nuestro destino traté de
consolar a Manon, aunque en el fondo reinaba profundo desconsuelo en mi
espíritu. Hubiérame dado la muerte si no hubiese tenido en mis brazos
el solo bien que me ataba a la vida. Era aquél el único pensamiento que
me sostenía. «Es mía, la tengo por fin y me ama. Diga lo que quiera
Tiberio no es un fantasma de dicha. Vería yo hundirse el universo sin
que me importase. ¿Por qué? Porque ninguna otra cosa me interesa ya».
Aquel sentimiento era sincero; sin embargo, mientras despreciaba todos
los bienes del mundo comprendía que me sería necesaria una ínfima parte
de ellos para que mi desprecio por el resto pudiese ser aún mayor. El
amor es más poderoso que la abundancia, que todos los tesoros de la
riqueza, pero necesita de su ayuda y nada hay más terrible para un
amante delicado que verse arrastrado por aquel punto vulnerable a las
cosas más miserables y groseras de la vida.

Eran las once cuando llegamos a Chaillot. Fuimos recibidos en la
posada como personas de absoluta confianza. No se sorprendieron de
ver a Manon en traje de hombre porque están habituados en París y en
sus alrededores a que las mujeres se presenten en las más diversas
trazas. Hice que le sirviesen con igual prontitud que si nadase en
la opulencia. Manon ignoraba mi penuria. Guardéme de decirle nada,
decidido, como estaba, a volver al siguiente día a París para buscar
cualquier clase de remedio a mi antipática enfermedad.

Parecióme, mientras cenaba, pálida y delgada. No me había percibido
en el _hospital_, porque el cuarto donde estaba era de los peor
alumbrados. Pregúntele si no era aquello efecto del miedo pasado al
ver caer a su hermano. Aseguróme que aunque muy afectada por aquella
desgracia su palidez provenía de haber estado tres meses ausente de
mí. «¿Me quieres mucho?--la interrogué--. Mil veces más de cuanto
pudiera decirte--replicóme--. ¿No me abandonarás ya nunca?--añadí--No,
nunca»--replicó ella--. Aquella afirmación fué corroborada por tantos
juramentos y caricias que, efectivamente, parecióme imposible que
pudiera olvidarlos. Siempre he creído que fué sincera. ¿Qué razón
podría haber tenido para fingir hasta aquel punto? Pero si sincera
era aun era más tornadiza o, por mejor decir, ella misma no era dueña
de su albedrío cuando hallábase ante mujeres que, valiendo mucho menos
que ella, vivían en la abundancia, mientras se veía en la miseria.
Hallábame en vísperas de topar con la prueba más clara y evidente de
cuantas hasta entonces tuviera, prueba que dió lugar a la más extraña
aventura de que fué víctima jamás un hombre de mi nacimiento y mi
fortuna.

Como sabíale de aquel natural, apresuréme al día siguiente a ir a
París. La muerte de su hermano, y la necesidad de procurarnos ropas
para ella y para mí eran cosas tan naturales que no necesité pretexto
ninguno. Salí de la posada con el designio, según dije a Manon y al
hostelero, de tomar una carroza de alquiler; pero en realidad aquello
no era sino una fanfarronada. La necesidad me obligaba a caminar a pie
e hícelo rápidamente hasta Cours-la-Reine, donde tenía intenciones de
detenerme. Bien necesitaba de unos momentos de soledad y descanso para
ordenar mis pensamientos y prever lo que iba a hacer en París.

Sentéme sobre la hierba. Pronto me engolfé en un mar de razonamientos
y reflexiones que, poco a poco, redujéronse a tres únicos capítulos.
Necesitaba un socorro inmediato para hacer frente a una serie de
necesidades inmediatas; tenía que abrirme un camino que fuése una
esperanza de vida para lo futuro; y, esto no era lo menos importante,
tenía que tomar informes y precauciones para la futura seguridad de
Manon y mía. Después de haberme extendido en proyectos y combinaciones
sobre aquellos tres puntos creí aún deber aplazar los dos últimos.
No estábamos mal ocultos en un cuarto de Chaillot, y en cuanto a las
necesidades futuras sería hora de pensar en ellas cuando estuviésemos a
cubierto de las presentes.

Tratábase, por lo pronto, de llenar mi bolsa; T. habíame ofrecido
generosamente la suya, pero causábame repugnancia extrema ser yo quien
volviera sobre el asunto. ¡Qué vergüenza, ir a exponer mi miseria a
un extraño y rogarle me ayudase con su dinero! No hay sino las almas
ruines a quienes la natural bajeza impida ver la indignidad o las almas
cristianas que por un exceso de humildad que les hace superiores a
esa vergüenza no se sientan humilladas y la acepten sin lucha. No era
yo ni un hombre ruin ni un buen cristiano, y hubiese dado la mitad de
mi sangre por evitar aquel bochorno. «Tiberio, el buen Tiberio, ¿me
negará aquello que buenamente pueda darme? No; se sentirá compadecido
de mi miseria, pero en cambio me abrumará con su moral. Tendré que
aguantar sus peroratas, sus consejos, sus exhortaciones, y me hará
pagar tan cara su ayuda que daría una parte de mi sangre por evitarme
esa escena que me dejaría lleno de turbación y de remordimientos.
¡Bueno!--replicábame a mí mismo--, he de renunciar a toda esperanza
puesto que no me quedan otros caminos, y antes que tomar por ellos
derramaría gustoso la mitad de mi sangre, es decir, toda mi sangre
antes que aceptar ambos. Sí, mi sangre toda--añadí, después de un
momento de reflexión--, sí, daríala toda mejor que humillarme a
miserias y bajezas. ¿Pero qué tiene mi sangre que ver en todo esto? Se
trata de la vida de Manon, de su amor y de su fidelidad. ¿Qué puedo
equiparar a ella? Nada hasta ahora. Ella es para mí la gloria, la dicha
y la fortuna. Hay muchas cosas, sin duda, que daría la vida por obtener
o por evitar; pero estimar algo, más que a mi vida, no significa
estimarlo tanto como a Manon». No tardé mucho tiempo, después de tal
razonamiento, en decidirme. Continúe mi camino decidido a ir primero a
ver a Tiberio, luego a T...

Al entrar en París hallé un coche de alquiler, y aunque no tenía con
qué pagarlo, contando con los recursos que iba a solicitar de unos
y otros lo tomé. Híceme conducir al Luxemburgo, desde donde envíe a
decir a Tiberio que estaba esperándole. Satisfizo mi impaciencia su
prontitud en acudir. Le expuse la situación apurada en que me veía. Me
preguntó si las cien pistolas que le había devuelto me bastarían, y
sin oponer la menor dificultad fué en el mismo momento a buscarlas con
esa sencillez y esa alegría en dar que son patrimonio del amor y de
la amistad verdadera. Aunque no abrigaba la menor duda sobre el éxito
de mi empresa, sorprendióme haberle obtenido a tan poco precio; es
decir, sin tener que aguantar una homilía sobre mi impenitencia. Pero
me equivocaba al creer escapar tan fácilmente; al acabar de entregarme
dinero me rogó que diese una vuelta con él por la avenida del jardín.
No le había hablado de Manon y por ende ignoraba que estuviese en
libertad; así que su disertación no recayó sino sobre mi temeraria
fuga de San Lázaro y sobre sus temores de que en vez de aprovechar la
lección de cordura recibida, perseverase en mis desórdenes. Díjome
que habiendo ido a visitarme a San Lázaro, al día siguiente de mi
evasión, había quedado estupefacto al enterarse de la manera como había
salido; que había hablado de ello con el superior, y halló que el buen
religioso, aunque no se había repuesto de su espanto, había tenido,
sin embargo, la generosidad de ocultar al jefe superior de Policía
los detalles de mi marcha y de evitar que la muerte del portero fuése
conocida fuera de allí y así de aquel lado no tenía, pues, nada que
temer. Pero, añadió, que si aún quedaba en mí el menor vestigio de
prudencia, aprovecharía el desenlace venturoso que daba el cielo a mis
asuntos; que comenzaría por escribir a mi padre y ponerme a bien con
él, y que si por una vez quería seguir sus consejos, me daría el de
marcharme de París y refugiarme en el seno de mi familia.

Escuché su discurso hasta el fin. Contenía multitud de cosas
satisfactorias. En primer lugar me encantó saber que por parte de San
Lázaro no había nada que temer. Las calles de París volvían a ser campo
libre para mí. En segundo, me alegré de que Tiberio no tuviese idea de
la liberación de Manon y de su vuelta conmigo. Hasta noté que ponía
cuidado en no hablarme de ella creyendo sin duda que ocupaba menos
lugar en mi corazón, puesto que tan tranquilo parecía en lo que se
refería a ella. Resolví, si no volver a mi casa, por lo menos escribir
a mi padre, como me lo aconsejaba y atestiguarle que estaba dispuesto
a volver al camino del deber, que era el de su deseo. Mi esperanza
era decidirle a que me enviase dinero con el pretexto de hacer mis
ejercicios en la academia, pues era muy difícil convencerle de mis
disposiciones para abrazar de nuevo la carrera eclesiástica, sin contar
con que no me parecía desagradable ni imposible lo que le prometía.
Tenía, por el contrario, deseos vehementes de dedicarme a algo honesto
y razonable, siempre que fuése compatible con mi amor. Acariciaba el
plan de vivir con mi querida y al mismo tiempo hacer mis oposiciones.
Eran cosas asaz compatibles. Estaba tan satisfecho con tales ideas,
que prometí a Tiberio enviar el mismo día una carta a mi padre. Entré,
efectivamente, después de dejarle, en un escritorio público y le
escribí en forma tan tierna y sumisa que al releer la carta me lisonjeé
de obtener algo del corazón paterno.

Aunque ya estaba en condiciones de tomar y pagar un coche, después
de despedirme de Tiberio me fuí orgullosamente a pie, encontrando un
placer en el ejercicio de mi libertad, que mi amigo me había asegurado
no peligraba ya. Sin embargo, vínome súbitamente a la imaginación la
idea de que sus seguridades no atañían sino a San Lázaro y que tenía,
fuera de eso, el asunto del _hospital_, sin contar con la muerte de
Lescaut en la que me veía mezclado a lo menos como testigo. Aquella
idea me asustó de tal modo que me retiré a la primera avenida que me
pareció discreto refugio e hice llamar una carroza. Fuí en derechura
a casa de T..., que se rió de mis temores. Yo mismo me reí de ellos
al saber que nada tenía que temer del lado del _hospital_, ni del de
Lescaut. Díjome que ante la idea de que creyesen en su complicidad
al conocer la fuga de Manon, había ido aquella mañana al _hospital_
y había preguntado por ella como si no estuviese enterado de nada.
Que tan lejos estaban de creernos culpables que le habían contado la
fuga como noticia fantástica, asombrándose de que una mujer tan bonita
como Manon hubiese tomado el partido de huir con un lacayo. Él, por su
parte, limitóse a responder fríamente que no le sorprendía, pues creía
a la gente capaz de todo a cambio de la libertad. Continuó contándome
que había ido a casa de Lescaut con la esperanza de encontrarme allí
con mi deliciosa querida, y que el dueño de la casa, un alquilador de
carrozas, le había asegurado no habernos visto ni a ella ni a mí, pero
añadió que no le extrañaba, pues si era de Lescaut en busca de quien
íbamos, habríamos sin duda sabido que acababan de matarlo poco más o
menos a la misma hora. Unas dos horas antes, un guardia de corps, amigo
de Lescaut había venido a verle y le había propuesto jugar. Lescaut,
había ganado con tal rapidez, que el otro se había encontrado con cien
escudos menos, todo su capital, en una hora.

Aquel desgraciado había suplicado a Lescaut que le prestase cincuenta
escudos, o sea la mitad de la suma que acababa de perder, y sobre
ciertas dificultades nacidas de la ocasión habíanse querellado con
extremada violencia. Lescaut se había negado a salir espada en mano a
la calle, y entonces el otro había jurado romperle la cabeza donde lo
hallase, cosa que había realizado aquella misma noche; T... tuvo la
generosidad de añadir que había pasado horas de inquietud pensando en
nosotros y volvió a ofrecerme sus servicios. Rogóme al mismo tiempo que
le diese hospitalidad, pues pensaba ir a comer con nosotros.

Como sólo me quedaba adquirir ropas para Manon, díjele podíamos salir
inmediatamente si llevaba su complacencia hasta acompañarme a algunas
tiendas. No sé si creyó que le hacía esta proposición para espolear
su generosidad, o si fué por simple impulso de su alma magnánima,
pero es el caso que conforme con marchar a aquella misma hora llevóme
a los comercios que proveían su casa. Allí me hizo elegir telas de
precios mucho más elevados que los que yo me proponía pagar, y, cuando
intentaba hacerlo, prohibió a los comerciantes recibir moneda alguna
mía. Llevó a cabo aquella amabilidad con tan buena maña que creí poder
aceptar sin desdoro. En fin, tomamos juntos el camino de Chaillot,
donde llegué con menos inquietud que había partido.

                   *       *       *       *       *

Habiendo empleado el caballero Des Grieux más de una hora en su
narración le rogué tomase algún descanso y nos acompañase a la
mesa. Nuestra atención le demostró que le habíamos escuchado con
gusto. Asegurónos que hallaríamos cosas aún más interesantes en la
continuación de su historia; y cuando hubimos acabado de cenar continuó
en estos términos:

                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                SEGUNDA
                                 PARTE


                             [Ilustración]


Mi presencia y las amabilidades de T... disiparon todo lo que aún
quedaba de tristeza en el espíritu de Manon. «Olvidemos, alma mía--le
dije al llegar--, nuestros pasados terrores y volvamos a empezar a
vivir más felices que nunca. Después de todo, el amor es buen amo;
la fortuna no guardará seguramente para nosotros tantas penas como
alegrías nos proporciona». Nuestra cena fué una verdadera fiesta. Era
yo más dichoso y me hallaba más orgulloso con mi Manon y mis cien
pistolas que el más rico hacendista de París con sus amontonados
tesoros; hay que contar las riquezas en razón de la facilidad que
ofrecen para dar satisfacción a los deseos, y yo no tenía ni uno solo
que no estuviese realizado ya. El porvenir mismo no me asustaba.
Hallábame casi seguro de que mi padre no pondría grandes dificultades
para darme lo suficiente con que vivir decorosamente en París, pues
habiendo cumplido los veinte años, tenía ya derecho a exigir la parte
de bienes que en la herencia de mi madre me correspondía. No oculté a
Manon que el fondo de nuestra fortuna eran sólo cien pistolas. Era lo
suficiente para esperar mayores bienes, que vendrían, bien fuése por
mis derechos hereditarios, bien por artes del juego.

Así fué que durante las primeras semanas sólo pensé en disfrutar de
mi situación; mi idea del honor, mezclada con cierto sentimiento de
miedo, hacíame aplazar de día en día la renovación de mis tratos con
los socios del hotel Transilvania, y limitéme a jugar en círculos
menos desacreditados, donde, además, los favores de la fortuna me
libraron de poner en práctica habilidades pecaminosas. Iba a jugar a
la ciudad y volvía a cenar a Chaillot, acompañado muy frecuentemente
de T..., cuya amistad por nosotros crecía de día en día. Manon supo
hallar recursos para combatir el tedio. Intimó en la vecindad misma con
algunas muchachas a quien el buen tiempo y los encantos de la estación
habían traído por allí. El paseo y las menudas labores propias de su
sexo constituían, alternativamente, su ocupación. Una partida de juego,
a que ellas habían señalado límites, servía para hacer frente a los
gastos del coche. Iban a tomar un poco aire al bosque de Bolonia, y por
las tardes, a mi regreso, hallaba a Manon más bella, más apasionada y
más contenta que nunca.

Sin embargo, algunas nubes parecieron encapotar el horizonte de mi
dicha; pero fueron prestamente barridas por completo, y el genio
alocado de Manon hizo tan cómico el desenlace, que aún encuentro
melancólica dulzura en un recuerdo que evoca su ternura y la gracia
pícara de su ingenio.

El solo criado que constituía nuestra servidumbre llevóme un día aparte
para decirme, con mucho apuro, que tenía un secreto de gran importancia
que comunicarme. Excitéle a hablar sin rebozo ni temor, y después de
muchos ambages y circunloquios díjome que un señor extranjero parecía
haberse enamorado de la señorita Manon. La sangre se me agolpó al
corazón. «¿Y ella?», interrumpíle con más brusquedad de la que convenía
para seguir enterándome. Mi violencia le asustó. Respondió, con aire
de inquietud, que su perspicacia no había ido tan lejos, pero que como
hacía varios días venía observando que el extranjero iba todos los días
al bosque de Bolonia, y que descendiendo de su carroza, se engolfaba
solo por las avenidas, y pareciendo acechar la ocasión de encontrarse
con Manon, había concebido la idea de trabar amistad con sus servidores
para averiguar su nombre; que le consideraban como a un príncipe
italiano, y que sospechaban ellos también se trataba de una aventura
galante. Añadió, tembloroso, que no había podido proporcionarse otras
luces, porque el príncipe, saliendo del bosque en aquel momento,
habíase aproximado a él y le había preguntado su nombre. Después de
lo cual, como adivinando que se hallaba al servicio de Manon, habíale
felicitado por pertenecer a la criatura más encantadora del mundo.

Esperé impaciente el final de su narración, pero tan sólo añadió ya
algunas tímidas excusas, que atribuí a mis imprudentes muestras de
agitación. Roguéle me diera más detalles; pero se excusó diciendo que
nada más sabía, y que habiendo tenido lugar todo aquello la víspera
misma, no hubo tiempo para volverse a entrevistar con la servidumbre
del príncipe. Le tranquilicé, no solamente con mis elogios, sino con
una justa recompensa, y le encarecí, sin mostrar la menor desconfianza
de Manon, vigilase todos los pasos del desconocido.

En el fondo, sus temores me dejaron dudas crueles. Podían haberle hecho
suprimir una parte de la verdad. Sin embargo, tras algunas reflexiones,
volví sobre mis alarmas, hasta el punto de sentir haber dado aquellas
señales de flaqueza. No tenía derecho a mirar como un delito de Manon
el que los demás la amasen. Lo más probable era que ignorase su
conquista; ¿cuál iba a ser su existencia si mi corazón se abría con
tanta facilidad a la duda? Volví a París al siguiente día, sin haber
tomado otra resolución que la de acrecentar mi capital, acelerando las
ganancias, gracias a un juego más fuerte, para ponerme en estado de
salir de Chaillot, al primer motivo de inquietud.

Ninguna noticia atentatoria a mi tranquilidad tuve aquella noche. El
extranjero había reaparecido en el bosque de Bolonia por la tarde,
y aprovechando lo sucedido la anterior, habíase encarado con mi
confidente y habíale hablado de su amor, pero en términos que no
denunciaban ninguna complicidad con Manon. Habíale pedido mil detalles.
Por último, intentó atraerle a su servicio con considerables promesas,
y al fin, sacando una carta que llevaba preparada, habíale ofrecido
inútilmente algunos luises de oro por entregársela a su ama.

Dos días transcurrieron sin ningún nuevo incidente. El tercero fué
más tempestuoso. Supe al volver de París, bastante tarde, que Manon,
durante su paseo, se había separado un momento de sus compañeras, y
que el extranjero, que la seguía a poca distancia, habíase acercado a
ella a una señal que le había hecho, y habíale entregado una carta, que
ella recibió con transportes de júbilo. No tuvo tiempo de mostrarlo
más que besando con transporte la misiva, porque casi inmediatamente
se había ido. Pero durante el resto del día pareció presa de alegría
extraordinaria, y, aun después de volver a casa, aquella alegría no
pareció haberla abandonado. «¿Estás bien cierto--dije tristemente a mi
lacayo--de que tus ojos no te han engañado?». Tomó al cielo por testigo
de su buena fe.

No sé hasta dónde me hubiesen llevado los martirios de mi corazón, si
Manon, que me había oído entrar, no hubiese venido a mí, mostrando su
impaciencia y exhalando amargas quejas sobre mi tardanza. No esperó mi
respuesta para agobiarme a caricias, y cuando se halló a solas conmigo
hízome vivos reproches por la costumbre que iba tomando de regresar tan
tarde. Como mi silencio diese lugar a ello, continuó diciéndome que
hacía ya tres semanas que no había pasado un día entero con ella; que
no podía resistir tan largas ausencias; que, por lo menos, exigía de mi
un día de vez en cuando, y que al siguiente quería tenerme a su lado
desde la mañana a la noche.

«Estaré, no lo dudéis»--respondí con brusquedad. No mostró gran
atención a mi pena, y en el impulso de su alegría, que efectivamente
parecióme de vivacidad extraordinaria, hízome divertidas pinturas
de cómo había pasado el día. «¡Extraña criatura!--díjeme--, ¿qué
esperar de este preludio?». Los detalles de nuestra primera separación
acudieron a mi memoria. Sin embargo, ahora creía ver en la vivacidad de
sus trasportes y en sus caricias un no sé qué de sincero que estaba de
acuerdo con las apariencias.

No me fué difícil echar la culpa de mi pena, que me era imposible
disimular durante nuestra colación, a una pérdida considerable que
había tenido en el juego aquella tarde. Miraba como una gran suerte que
la idea de no faltar yo de Chaillot al día siguiente hubiese partido de
ella. Siempre era ganar tiempo para mis deliberaciones. Mi presencia
allí alejaba todo temor para el día siguiente, y si no observaba nada
que me hiciese plantear la cuestión, estaba decidido a trasladar dos
días más tarde mi residencia a la ciudad, a un barrio donde nada
tuviese que temer de los príncipes. Aquel arreglo hízome pasar la noche
más tranquilo, pero no me quitó la amargura de tener que temer una
nueva infidelidad.

Al despertarnos Manon me previno que aunque íbamos a pasar el día en
nuestra habitación no por eso quería que tuviese el aspecto descuidado
y que ella misma iba a arreglar mis cabellos. Teníalos yo harto bellos
y aquella era diversión que se había ofrecido en varias ocasiones.
Pero en aquélla puso más cuidado que había puesto en ninguna otra.
Para darle gusto hube de sentarme ante su tocador y dejarla probar
todas las combinaciones que se le antojaron. En el curso de su labor
hacíame muchas veces volverme a ella, y apoyando las manos en mis
hombros mirábame con ávida curiosidad; en seguida, tras mostrarme su
satisfacción con un beso, me hacía colocar en situación para reanudar
ella su faena.

Aquel juego nos entretuvo hasta la hora de la comida. Su diversión,
y el gusto que tomaba en ella, me habían parecido tan naturales, y
su alegría denunciaba tan poco la falsedad temida, que no pudiendo
conciliar tales pruebas de amor con tan negra traición, estuve a punto,
en varias ocasiones, de abrirle mi pecho, descargándole de un peso que
se me hacía insoportable. Pero a cada momento concebía de nuevo la
esperanza de que la confidencia vendría de ella y miraba de antemano,
como un triunfo, aquella confianza.

Volvimos a su gabinete. Púsose nuevamente a acomodar mi cabellera
cuando vinieron a avisarle que el príncipe de... deseaba verla. Aquel
nombre me exasperó hasta la violencia. «¿Qué significa esto?--grité,
rechazándola--¿Quién? ¿Qué príncipe?». No contestó a mis preguntas.
«Hágale subir»--ordenó, glacial, al criado. Luego, volviéndose a mí:
«Mi amado, a ti, a quien adoro, te pido un momento, de complacencia,
uno tan sólo; te amaré mil veces más, te quedaré agradecida toda mi
vida».

La indignación y la sorpresa trababan mi lengua. Ella, mientras,
repetía sus súplicas, y yo buscaba inútilmente palabras de desdén con
que rechazarlas. Pero, al sentir abrir la puerta de la antesala, cogió
mis cabellos, que flotaban sobre mi espalda, con la otra mano cogió un
espejo, y empleando todas sus fuerzas llevóme de tal guisa hasta la
puerta del gabinete, y abriéndola con la rodilla ofreció a los ojos del
recién llegado, a quien el ruido parecía haber petrificado en medio de
la estancia, un espectáculo que debió asombrarle. Vi un hombre vestido
con lujo, pero de bastante mala traza.

Aun en la turbación en que le sumía la escena no dejó de inclinarse en
profunda reverencia. Manon no le dió tiempo a abrir la boca. Presentaba
el espejo. «Vea, señor, miraos bien y hacedme justicia. Me pedís amor.
He aquí el hombre a quien amo y a quien he jurado amar toda mi vida.
Estableced vos mismo la comparación. Si creéis poder disputarle mi
corazón decidme en qué os fundáis, pues a fuer de vuestra muy humilde
servidora he de deciros que a mis ojos todos los príncipes de Italia no
valen uno de los cabellos que tengo en mi mano».

Mientras duró aquel absurdo discurso, que por las trazas tenía meditado
de antemano, hacía yo desesperados esfuerzos para libertarme, y
compadeciéndome de aquel hombre sentíame dispuesto a reparar el ultraje
con mis atenciones. Pero habiéndose repuesto con bastante facilidad,
su respuesta, que me pareció un tanto grosera, quitóme mis buenas
disposiciones. «Señorita, señorita--dijo con forzada sonrisa--, abro
los ojos y os encuentro en verdad menos novicia de lo que creía».

Retiróse inmediatamente, sin tener ni una mirada para ella, y rumiando
en voz baja, que las mujeres de Francia allá se iban con las de Italia.
Nada me obligaba, en tal ocasión, a hacerle mejorar sus ideas sobre el
bello sexo.

Manon abandonó mis cabellos, y arrojándose en una butaca llenó el
cuarto con el estrépito de sus carcajadas. No ocultaré que me había
llegado al alma aquel sacrificio que sólo podía imputar al amor. Sin
embargo, la broma me pareció excesiva e hícela un reproche por ella.
Contóme que mi rival, después de obsesionarla con su persecución unos
días, y dejarla adivinar con muecas y guiños su amor, habíase decidido
a declararse abiertamente, acompañando su declaración con sus nombres y
títulos en una carta que le había hecho remitir por el cochero que les
conducía a ella y sus compañeras; que aparte de las palabras de amor
la prometía cuantiosos presentes. Según decía había vuelto a Chaillot
con el designio de contarme aquella aventura, pero habiendo creído
que podíamos hallar en ella un motivo de diversión no había podido
resistir a su deseo. Entonces había concedido al príncipe italiano la
libertad de visitarla en su propia casa y habíase divertido en hacerme
entrar en sus planes sin ponerme en antecedentes de ellos. No le dije
que hubiese sabido nada por otros conductos y la embriaguez del amor
triunfante me hizo aprobarlo todo.

He observado en el transcurso de mi vida entera que el cielo escogió
siempre, para castigarme con su mano de hierro, los momentos en que
mi buena suerte me parecía más firme y duradera. Me creía tan feliz
con la amistad de T. y el amor de Manon que hubiese costado mucho
trabajo convencerme de que me amagaba un nuevo infortunio. Sin embargo,
preparábase uno tan funesto, y que me ha reducido al extremo en que me
hallasteis en Passy, y eso pasando por trámites y aventuras tan crueles
que os costará trabajo creer mi narración veraz.

Un día que el señor T... cenaba con nosotros, oímos el ruido de una
carroza que se detenía a la puerta de la hostería. La curiosidad
nos impulsó a querer saber quién era el que llegaba a tales horas.
Dijéronnos que era el joven G... M..., es decir, el hijo de nuestro
más cruel enemigo, del viejo libertino que me encerrara a mí en San
Lázaro y a Manon en el _hospital_. Su nombre empurpuró mi rostro. «Es
el cielo quien le trae--dije a T...--para castigarle de la infamia de
su padre. No se escapará sin que hayamos medido nuestras espadas». T...
que le conocía y que hasta era uno de sus mejores amigos, esforzóse
en hacerme concebir mejores sentimientos para con él. Aseguróme que
era un muchacho muy amable y tan poco capaz en haber intervenido en la
fea acción de su padre, que yo mismo no hablaría con él un momento sin
concederle mi estimación y sin desear la suya. Después de añadir mil
cosas más, me pidió mi consentimiento para ir a saludarle y proponerle
viniese a ocupar un lugar en nuestra mesa. Previno la objeción del
peligro que significaba para Manon descubrir su refugio al hijo de
nuestro enemigo, afirmando por su honor y por su fe que cuando nos
conociese no tendríamos mejor defensor. Con tales seguridades no opuse
ya ningún reparo.

T... nos le trajo, claro que no sin haberse tomado antes unos momentos
para informarle de quiénes éramos. Entró con un aire que desde luego
nos previno en su favor. Abrazóme cordialmente y nos sentamos todos.
Mostró su admiración por Manon, por mí, por cuanto nos pertenecía, y
comió con un apetito que hacia honor a nuestra cena.

Cuando alzaron los manteles la conversación se hizo más seria. Bajó los
ojos y puso sordina en la voz para hablarnos de los excesos cometidos
por su padre con nosotros. Presentónos sus excusas más humildes. «Las
abrevio--dijo--para no avivar un recuerdo que me causa rubor». Si sus
palabras eran sinceras en un principio, hiciéronse aún mucho más a
continuación. Y no había pasado un cuarto de hora sin que me diese
cuenta de la impresión que los encantos de Manon causaban sobre él. Sus
miradas y sus maneras hacíanse rendidas por momentos. Sin embargo,
nada dejó aparecer de tales sentimientos en sus palabras, pero aunque
no hubiese estado iluminado por los celos, tenía demasiada experiencia
en las cosas de amor para no saber lo que aquello significaba.

Acompañóme parte de la noche y no nos dejó sin haberse felicitado
de nuestro conocimiento y haber solicitado de nosotros permiso para
renovar de vez en cuando la oferta de sus servicios. Marchó de
madrugada con T..., que aceptó un sitio en su carroza.

No sentía, como he dicho ya, ninguna inclinación celosa. Tenía más fe
que nunca en los juramentos de Manon. Aquella deliciosa criatura poseía
tal ascendiente sobre mi corazón, que no cabía en él ningún pensamiento
que no fuése de fe, amor y respeto. En vez de reprocharle el haber
gustado al joven G... M... estaba orgulloso del efecto de sus encantos,
y hacíame una gloria de ser amado por una criatura que todo el mundo
encontraba bella. Ni aun siquiera juzgué pertinente comunicarle mis
sospechas. Habíamos empleado algunos días en los cuidados de su
vestuario, y, mientras, habíamos discutido si podíamos o no ir al
teatro sin peligro de ser reconocidos. T... vino a vernos antes de
acabar la semana y le consultamos sobre aquel particular. Comprendió,
en seguida, que había que decir que sí para serle agradable a Manon.
Resolvimos ir aquella misma noche.

Pero aquella determinación no pudo ejecutarse, pues, habiéndome
llamado aparte me dijo sobre poco más o menos: «Estoy en un verdadero
compromiso desde la última vez que os vi y mi visita de hoy no es sino
una consecuencia de ello. G... M... está enamorado de vuestra querida;
me lo ha confesado. Soy su íntimo amigo y estoy dispuesto a todo para
servirle; pero también lo soy vuestro. Considero sus intenciones
injustas y se las reprocho desde el fondo de mi corazón. Hubiérale
guardado el secreto si él, para vencer, no hubiese pensado en emplear
sino los procedimientos corrientes, pero está informado del carácter
de Manon. Ha sabido, no sé cómo, que gusta de la abundancia y los
placeres, y como la fortuna de que disfruta es considerable, ya me
ha dicho que piensa tentarla con un magnífico regalo primero, con la
oferta de diez mil libras de renta después. En igualdad de condiciones
ambos, hubiese tenido grandes escrúpulos en traicionarle, pero la
justicia está unida, de vuestra parte, a la amistad, tanto más que
habiendo sido la causa imprudente de su pasión, introduciéndole aquí,
tengo el deber de remediar el mal que involuntariamente he hecho».

Agradecí a T... aquella prueba realmente considerable de amistad y le
devolví su confianza confesándole que el carácter de Manon era tal
y como G... M... se lo figuraba, es decir, que no podía soportar el
nombre de la pobreza. «Sin embargo--dije--, no siendo cuestión sino
de más o menos, no la creo capaz de abandonarme por otro. Estoy en
condiciones de no permitir que le falte nada y aun creo que mi fortuna
se acrecentará de día en día. Lo único que temo es que G... M...
aproveche el conocer nuestro refugio para jugarnos una mala pasada».

T... me aseguró que respecto a eso podía estar tranquilo; que G...
M... era capaz de una locura amorosa, pero no de una bajeza, y que si
hubiese tenido la cobardía de hacer una, sería él, que me hablaba,
el primero en castigarla y en reparar el mal que involuntariamente
habría causado. «Os agradezco vuestras intenciones--le repliqué--,
pero el mal estaría hecho y el remedio sería muy difícil. Así es que
lo más prudente es prevenirle, abandonando Chaillot por otro lugar
cualquiera.--Sí--replicó el señor T...--, pero os será difícil hacerlo
con la rapidez que sería menester, pues G... M... estará aquí antes
de las doce. Me lo dijo ayer, y eso es lo que me ha hecho venir tan
temprano para informaros de sus planes. Puede llegar de un momento a
otro».

Aviso tan perentorio hízome mirar aquel asunto con atención creciente.
Como me parecía imposible evitar la visita de G... M... y no menos
imposible impedir que se declarase a Manon, tomé el partido de
prevenirle yo mismo sobre los planes de aquel nuevo rival. Pensé que
estando enterada de las proposiciones que iban a hacerle y oyéndolas de
mí mismo tendría más fuerzas para rechazarlas. Descubrí mi pensamiento
a T..., que me dijo que el plan le parecía arriesgadísimo. «Reconozco
que sí--le dije--, pero todas las razones que puede haber para tener fe
en una querida las tengo para creer en la mía.

                             [Ilustración]

                             [Ilustración]

No habría sino la cuantía de las promesas que pudiese deslumbrarla y ya
os digo que no conoce el interés. Ama el bienestar, pero me ama a mí
también; y tal como están de florecientes nuestros asuntos, creo que
me preferiría a mí al hijo del hombre que la metió en el _hospital_».
En una palabra, persistí en mi determinación y habiéndome apartado con
Manon, le enteré de todo lo que acababa de saber.

Dióme las gracias por la buena opinión que tenía de ella y me prometió
acoger las ofertas de G... M... de forma que no le quedasen deseos de
renovarlas. «No--objeté--, no conviene irritarle con un exabrupto,
puesto que podría perdernos. Pero bastante sabes tú, pícara--añadí
riendo--, la manera de deshacerte de un adorador pegajoso y molesto».
Después de permanecer unos momentos soñadora, dijo: «Acaba de
ocurrírseme una idea admirable y estoy encantada con ella; G... M...
es el hijo del peor de nuestros enemigos. Debemos vengarnos del padre,
no en la persona, pero si en la bolsa del hijo. Voy a escucharle,
a aceptar los presentes y a reirme de él.--El proyecto es bonito;
pero ¿no te acuerdas ya, criatura, que fué el camino que te llevó al
_hospital_?».

Fué inútil que me esforzase en mostrarla los peligros de la empresa;
respondióme que tan sólo era cuestión de tomar bien nuestras medidas, y
halló respuesta a todas mis objeciones. Dadme el ejemplo de un amante
que no haya cedido a todos los caprichos de una querida adorada y os
confesaré que hice mal en conformarme. Decidimos, pues, hacer de G...
M... nuestra víctima, y por una cruel ironía de la suerte la víctima
fuí yo.

Vimos aparecer su carroza a eso de las once. Hizo mil rebuscados
cumplidos sobre la libertad que se tomaba al venir a comer con
nosotros. No se sorprendió al ver a M. de T..., que le ofreciera la
víspera venir también y que se había excusado con algunos asuntos
urgentes para no venir en el mismo coche. Aunque no había ni uno solo
entre nosotros que no llevase la traición en el corazón, sentámonos a
la mesa con aire de cordialidad y amistad; G... M... halló fácilmente
manera de declarar sus sentimientos a Manon. No debí parecerle molesto,
pues me ausenté exprofeso durante unos minutos.

Noté bien a las claras, a mi regreso, que no le habían descorazonado
con un exceso de severidad. Parecía del mejor humor del mundo. Yo,
por mi parte, afectaba estarlo también. Reíase interiormente de mi
simpleza; yo de la suya. Durante toda la tarde representamos el uno
para el otro una divertida escena. Arregléme de manera de procurarle,
antes de su partida, una nueva entrevista con Manon, de modo que debió
quedar tan satisfecho de mi prudencia como de la buena mesa.

No bien hubo subido a su carroza con M. de T..., Manon corrió a mí con
los brazos abiertos, riendo a carcajadas. Repitióme sus discursos y
sus proposiciones, sin cambiar palabra. Reducíanse a lo siguiente: la
adoraba; quería compartir con ella cuarenta mil libras de renta de que
disfrutaba ya, sin contar lo que heredaría cuando muriese su padre.
Iba a ser dueña de su fortuna y de su corazón, y como arras de aquellos
bienes estaba dispuesto a darle una carroza, un hotel amueblado, una
doncella, tres criados y un cocinero.

«He ahí un hijo--dije a Manon--mucho más generoso que su padre.
Hablemos de buena fe--añadí--; tales promesas, ¿no os tientan?--¿A
mí?--respondió, ajustando a su pensamiento estos versos de Racine:

        ¿Yo? ¿Me creeréis capaz de tal perfidia?
      ¡Yo! ¿Podría acaso resistir el semblante odioso
      que evoca el recuerdo del _hospital_ a mis ojos?

--No--repliqué, continuando por mi parte la parodia:

        No; costárame trabajo creer, señora,
      que el _hospital_ estuviera grabado
      con un trazo de amor en vuestro corazón.

«Pero no deja de ser un porvenir seductor, un hotel con carroza y tres
lacayos, y el amor mismo puede pocas veces hacer así las cosas».

Hízome protestas de que su corazón era mío para siempre y que a nadie
amaría jamás sino a mí. «Las promesas que me ha hecho más son aguijón
a mi venganza que dardos de amor». Le pregunté si entraba en sus
designios aceptar el hotel y la carroza. Respondióme que no quería sino
el dinero.

La gran dificultad estaba en obtener lo uno sin lo otro. Decidimos
esperar las explicaciones de G... M..., que vendrían en una carta que
había prometido escribirle. Recibióla, efectivamente, al día siguiente
de mano de un lacayo sin librea que supo hábilmente hallar ocasión para
hablarla sin testigos. Díjole que esperase su contestación y vino a
traerme la carta a mí. Abrímosla juntos.

Además de los lugares comunes de ternura amorosa, contenía las promesas
de mi rival. No reparaba en gastos. Comprometíase a entregar diez mil
francos al tomar posesión del hotel, y además a reparar de tal modo
las disminuciones que la susodicha cantidad pudiese padecer que Manon
la tuviese siempre delante de sí en dinero contante. En cuanto a la
inauguración no la retrasaba con exceso. Sólo pedía de plazo dos días
para preparar las cosas y hasta la señalaba el lugar donde el hotel
estaría emplazado y la marcaba la hora en que la esperaría si conseguía
escaparse de entre mis manos. Era esto último lo único que debía
inquietarle, pues respecto a todo lo demás parecía estar completamente
tranquilo, pero añadía que, si tenía dificultades para escaparse, él
encontraría medio de que su fuga fuése cómoda y fácil.

G... M... era más astuto que su padre y quería tener su presa entre las
manos antes de soltar el dinero. Deliberamos sobre la actitud que Manon
debía adoptar. Hice aún algunos esfuerzos para quitarle la empresa de
la cabeza, haciéndola ver todos los peligros que encerraba. Nada pudo
quebrantar su determinación.

Escribió breve respuesta a G... M... para decirle que no hallaría
dificultad para ir a París el día señalado y que podía aguardarla con
absoluta certeza.

Arreglamos en seguida las líneas de nuestra acción. Yo debía partir
inmediatamente para buscar en algún pueblecillo, al otro lado de París,
una casa, y llevaría a ella nuestro equipaje. Al día siguiente, que
era el de la cita, ella iría temprano a París, y después de recibir
los obsequios de G... M... le rogaría insistentemente que la llevase
al teatro, cogería consigo todo lo que pudiese llevar de la suma
aquella, encargaría del resto a mi lacayo, que deseaba llevarse con
ella, pues era el mismo que la salvó del _hospital_ y que nos era
ciegamente adicto. Yo me hallaría con un coche en la esquina de la
calle San Andrés de los Arcos, y a las siete, dejando al coche en
espera, avanzaría en las sombras hasta la puerta de la Comedia. Manon
me prometió hallar una excusa para abandonar el palco un momento y,
aprovechándole, venir en busca mía. El resto era cosa fácil; en un
momento estaríamos en mi coche y en poco tiempo habríamos salido de
París por la puerta del barrio de San Antonio, que era nuestro camino
más corto para nuestra nueva morada.

Aquel plan, estrafalario y todo, nos pareció muy bien arreglado. Pero
había una ciega temeridad en creer que, aun resultando todo a las mil
maravillas, hubiésemos podido escapar luego a las consecuencias. Sin
embargo, nos expusimos con la confianza más temeraria. Manon fuése
con Marcelo; así se llamaba nuestro criado. La vi marchar con pena.
Díjela al abrazarla: «Manon, ¿no me engañas? ¿Me serás fiel?». Quejóse
tiernamente de mi desconfianza y me renovó todos sus juramentos.

Según su cuenta debía de llegar a París a las tres. Yo partí después de
ella y fuí a recluirme para perecer de aburrimiento todo el resto de la
tarde al café de Feré, en el puente de San Miguel. Allí permanecí hasta
la noche. Salí entonces para tomar un coche e ir a apostarme con él,
según habíamos quedado, a la entrada de la calle de San Andrés de los
Arcos; después fuí a pie a la puerta del teatro. Sorprendióme no hallar
a Marcelo, que debía de estar esperándome. Esperé pacientemente una
hora, confundido entre los lacayos, ojo avizor, acechando a todos los
transeuntes. En fin, al dar las siete, sin percibir nada que tuviese
relación con nuestros planes, tomé un billete de parterre para ir a ver
si divisaba a Manon y a G... M... en un palco. Ni uno ni otra estaban
allí. Volví a la puerta, donde dejé transcurrir aún un cuarto de hora,
lleno de impaciencia y de inquietud. No viendo nada tampoco, fuí a mi
coche sin resolverme a tomar un partido u otro. Habiéndome visto mi
cochero, vino a mi encuentro para decirme, con aire de misterio, que
una linda damisela me esperaba, hacía una hora, en la carroza, que
había intentado llamar mi atención con multitud de gestos, que él había
visto muy bien, y que sabiendo que había de volver había dicho que no
se impacientaría y me aguardaría tranquilamente allí.

Creí en seguida que era Manon. Me acerqué rápidamente y entonces vi
un rostro encantador que no era el suyo. Tratábase de una desconocida,
que empezó por preguntarme si no era con el caballero Des Grieux con
quien tenía el honor de hablar. Díjele que, efectivamente, aquel era mi
nombre. «Tengo una carta para vos--díjome--, carta que os instruirá del
objeto de mi presencia y de cómo he tenido el honor de conocer vuestro
nombre». Roguéle me diese tiempo para leerla en un establecimiento
cercano. Quiso acompañarme y aun me aconsejó que pidiese un reservado.
«¿De quién procede esta carta?»--le dije, al subir. Pero ella me
respondió que ya lo vería al leerla.

Reconocí la letra de Manon. He aquí, poco más o menos, lo que me decía:
G... M... le había recibido con una cortesía y una magnificencia que
sobrepujaban a toda idea. Le había agobiado de presentes y hecho
entrever un porvenir de reina. Me aseguraba, sin embargo, que no me
olvidaba en aquella nueva fase de su fortuna, aunque no habiendo podido
convencer a G... M... de que la llevase al teatro aquella noche, tenía
que dejar para otro día el gusto de verme. Pero que para consolarme
de la pena que adivinaba podría causarme la noticia había encontrado
manera de enviarme a una de las muchachas más bonitas de París, que
sería la portadora de su carta. _Firmado_: vuestra fiel amante, Manon
Lescaut.

Había algo tan cruel y tan insultante para mí en aquella carta que,
permaneciendo un rato suspenso entre el dolor y la cólera, propúseme
hacer un esfuerzo para olvidar a mi ingrata y pérfida querida. Fijé
los ojos en la mujer que tenía ante mí. Era, en extremo, bella, y yo
hubiese deseado que lo fuése bastante para hacerme a mi vez perjuro y
traidor; pero por desgracia mía no hallé aquellos astutos y tiernos
ojos, aquel divino porte y aquel cutis, cuyos matices había combinado
amor mismo; en fin, aquel conjunto de perfecciones, que constituían el
mágico encanto de mi pérfida amada. «No, no--dije apartando de ella mis
miradas--; la traidora, ingrata que os envió bien sabía que os enviaba
a una tentativa inútil. Volved y decidle que disfrute de su crimen si
puede y que le disfrute sin remordimientos. Renuncio para siempre a
ella, y al mismo tiempo renuncio a todas las mujeres, que si en belleza
no sabrán igualarla, en perfidia le serán todas semejantes». Estuve
entonces a punto de retirarme, sin tratar de saber más de Manon. Los
mortales celos, que me desgarraban el corazón, disfrazábanse de una
opaca y sombría calma, y tanto más me creía próximo a curarme cuanto
que no sentía ninguno de aquellos movimientos de ira que me habían
agitado en circunstancias parecidas. ¡Malhaya mi suerte!, tan víctima
era de las burlas de mi amor como creía serlo de las de Manon y de las
de G... M...

La muchacha que me había traído la carta, al verme dispuesto a salir,
preguntóme qué quería que contestase a G... M... y a la dama que se
hallaba con él. A esta pregunta, volví a entrar en el cuarto, y por
uno de esos rápidos cambios, en que no podrán creer los que jamás
sufrieron las fatigas y zozobras del amor, pasé de golpe, desde la
tranquilidad en que creía hallarme, al furor más ciego. «Ve--dije--y
cuenta al traidor G... M... y a su pérfida querida la desesperación en
que su maldita carta me ha arrojado, pero añádeles que poco se reirán
de mí, pues con mis propias manos les apuñalaré a los dos». Arrojéme
en una silla; mi sombrero y mi bastón rodaron por el suelo, dos ríos
de llanto brotaron de mis ojos. Entonces el acceso de furor por que
acababa de pasar cambióse en profundo dolor; no hice, durante largo
rato, sino llorar, entre suspiros y gemidos. «Acércate, acércate,
pobre niña--dije a la joven--, puesto que es a ti a quien envían para
consolarme. Dime si sabes algún remedio contra la desesperación, algún
calmante contra la rabia, contra el deseo de darte a ti mismo la muerte
después de dársela a los traidores, que no merecen el don de la vida.
Sí, acércate--continué, al ver que iniciaba algunos pasos tímidos
e inciertos para aproximárseme--, ven a secar mis lágrimas, ven a
devolver la paz a mi corazón, ven y dime que me amas, para habituarme
a la idea de poder ser de otra que de mi traidora. Eres bella, y
quizás pueda amarte a mi vez». La pobre muchacha, que apenas tendría
dieciséis o diecisiete años, y que parecía más pudorosa e inocente que
sus iguales, parecía hallarse profundamente asombrada ante la extraña
escena. Acercóse, pese a ello, para hacerme algunas caricias; pero
entonces yo la aparté con mis manos. «¿Qué quieres de mí?--dije--.
¡Ah!, ¡eres mujer!, ¡eres de un sexo que odio! La dulzura de tu rostro
me amenaza de nuevas traiciones. Vete y déjame solo aquí». Hízome una
reverencia, sin osar decirme nada, y me volvió la espalda para salir.
La grité que esperase. «Pero dime, al menos, cómo, por qué y con qué
objeto te han enviado aquí. ¿Cómo has averiguado mi nombre y el lugar
donde podías hallarme?».

Entonces me dijo que conociendo de larga fecha a G... M... éste la
había enviado a buscar a las cinco de la tarde, y que habiendo seguido
al lacayo, que fué en su busca, había hallado a su amigo en una
soberbia casa, donde jugaba al _piquet_, con una dama muy bella, y que
entonces los dos le habían encargado que me entregase la carta que me
había dado, después de prevenirla que me encontraría en una carroza
en la esquina de la calle de San Andrés. Preguntéle si nada más le
habían dicho. Contestó, ruborizándose, que le habían hecho concebir la
esperanza de que la conservaría a mi lado para hacerme compañía. «Te
han engañado, mi pobre niña, te han engañado. Eres mujer y necesitas un
hombre, pero necesitas uno que sea rico y feliz, y no es ciertamente
aquí donde puedes hallarlo. Vuelve, vuelve a G... M... Ese tiene cuanto
precisa para ser amado de las bellas; tiene hoteles, muebles y trenes
que ofrecer. En cuanto a mí, que no tengo sino amor que dar, las
mujeres desdeñan mi miseria y hacen juego de mi simplicidad».

Añadí mil cosas tristes o violentas, según que las pasiones, que me
agitaban alternativamente, cedían o me arrastraban. Pero, a fuerza de
atormentarme, mi delirio disminuyó lo suficiente para dejar sitio a la
reflexión. Comparé aquel infortunio a los que había padecido del mismo
orden, y saqué, en consecuencia, que en aquella ocasión no había por
qué desesperarse más que en las anteriores. Conocía a Manon; ¿por qué,
pues, afligirme de aquel modo por una desgracia que debía de prever?
¿Por qué, mejor, no emplear mis fuerzas en buscar remedio? Aun era
tiempo. Por lo menos, no debía malgastar mis energías, si no quería
hacerme luego el reproche de haber contribuido con mi negligencia a mis
propias penas. Púseme, pues, a pensar en los medios que podían abrirme
un camino de esperanza.

Tratar de arrancarla por la violencia de las manos de G... M..., era
una insensatez inútil, que no ofrecía la menor probabilidad de éxito,
pero en cambio parecíame, que si podía procurarme la menor entrevista
con ella, ganaría infaliblemente la batalla. ¡Conocía tan bien los
puntos sensibles de su corazón! ¡Estaba tan seguro de ser amado por
ella! Aquella misma extravagancia de enviarme una mujer bonita para
consolarme, estaba seguro que era a ella a quien se le había ocurrido,
y era prueba de su compasión por mis sufrimientos.

Resolví poner en juego toda mi maña para conseguir entrevistarme con
ella. Entre los varios caminos que fuí examinando, me detuve en el
siguiente: T... había mostrado demasiada buena voluntad en mi ayuda
para que me fuése dado dudar de su sinceridad y su celo. Prometíme
ir a verle inmediatamente y comprometerle a llamar a G... M..., con
pretexto de un asunto importante. Sólo necesitaba media hora para
hablar a Manon. Mi plan era hacerme introducir en su mismo cuarto, y me
parecía cosa fácil en ausencia de G... M...

Habiéndome devuelto tales resoluciones parte de mi calma, pagué
espléndidamente a la joven que aun permanecía conmigo, y para quitarle
las ganas de volver a reunirse con quienes la habían enviado, tomé sus
señas dejándola entrever que tal vez iría a pasar con ella el resto de
la noche. Subí a mi coche e híceme llevar con toda la rapidez posible
a casa del señor T... Tuve la suerte de encontrarle, aunque durante el
camino me atormentara el temor de su ausencia. Una palabra le puso al
corriente de mis penas y del favor que venía a pedirle.

Asombróle de tal modo que G... M... hubiese podido seducir a Manon,
que, ignorando la parte que yo mismo había tenido en mi desgracia,
ofrecióse espontáneamente reunir a todos sus amigos para emplear sus
brazos y sus espadas en libertar a mi querida. Hícele comprender que
todo aquel ruido podía sernos perjudicial a ella y a mí. «Guardemos
nuestra sangre para el último extremo. Medito un medio menos ruidoso y
del que espero igual éxito». Ofrecióse a hacer, sin excepción, cuanto
le pidiese. Y habiéndole repetido que tan sólo se trataba de hacer
llamar, con pretexto de hablar con él, a G... M..., y hacerle faltar de
su casa una hora o dos, salió conmigo para complacerme.

Discutimos sobre el pretexto de que podía valerse para entretenerle
tanto tiempo. Aconsejéle empezar por enviarle una carta fechada en un
figón, citándole urgentemente para un asunto de tal importancia que
no admitía espera. «Espiaré--le dije--el momento de su salida y no
me costará trabajo introducirme en la casa, no siendo, como no soy,
conocido sino de Manon y de Marcelo, mi criado. En cuanto a vos, podéis
decirle que el asunto importante de que deseáis hablarle es un asunto
de dinero. Que acabáis de perder no sólo el vuestro, sino mucho más
sobre palabra. Necesitará tiempo para procurároslo, y yo tendré el que
me hace falta».

M. de T... hizo ce por be todo lo que yo le había encargado. Dejéle en
el figón, donde escribió inmediatamente su carta. En cuanto a mí, fuí
a colocarme a algunos pasos de la casa de Manon, vi llegar al portador
de la misiva, y partir a poco G... M... a pie y seguido de un lacayo.
Tras de darle tiempo para salir de la calle, me aproximé a la puerta
de la infiel, y pese a mi ira, llamé con el respeto con que lo haría
en un templo. Felizmente, fué Marcelo quien vino a abrirme la puerta.
Hícele una seña y, aunque nada tenía que temer de los demás criados,
le pregunté si podía conducirme al cuarto donde estaba Manon sin ser
notado. Dijo que era cosa fácil, con sólo subir con cuidado la escalera
principal. «Vamos pronto--le dije--, y trata de impedir que suba nadie
mientras yo esté allí». Así llegué sin tropiezo al cuarto de Manon.

Hallábase ella entregada a la lectura. En tal ocasión fué cuando
mejor pude admirar el carácter de aquella criatura. En vez de parecer
aterrada o asombrada al verme, no dió sino esas ligeras pruebas de
sorpresa naturales cuando nos encontramos con una persona que creemos
lejos. «¡Ah, sois vos, amor mío!--exclamó viniendo a abrazarme con la
ternura habitual--¡Dios mío, qué audaz sois! ¡Quién hubiese podido
esperaros hoy en tal lugar!». Me desprendí de sus brazos, y, en vez
de corresponder a sus caricias, la rechacé con desdén y retrocedí
dos o tres pasos para alejarme de ella. Aquel ademán no dejó de
desconcertarla. Permaneció inmóvil y fijó sus ojos en mí, cambiando de
color. Tan contento me hallaba en el fondo de volverla a ver que, pese
a los numerosos motivos de ira que tenía contra ella, apenas encontraba
fuerzas para hacerle reproches. Sin embargo, mi corazón sangraba aún
por la cruel ofensa que me había inferido. Llamé en mi auxilio a la
memoria para exaltar mi indignación, y traté de encender en mis ojos
otros fuegos que no fuesen los del amor. Como permaneciese yo un rato
en silencio y Manon reparase en mi agitación, vile temblar al parecer
de miedo.

No pude resistir tal espectáculo. «¡Ah, Manon!--dije con tierna
queja--¡Infiel, perjura Manon! ¿Por dónde comenzaré mis reproches?
Os veo pálida y temblorosa y aun soy tan sensible a vuestros menores
sufrimientos, que temo afligiros excesivamente con mis reproches. Pero
he de decíroslo Manon, tengo el corazón lacerado por la crueldad de
vuestra traición. Esos golpes no se descargan sobre un enamorado si
no se ha decidido su muerte. ¡La tercera vez, Manon! ¡Las llevo bien
contadas! ¡Imposible olvidarlo! En vos misma está decidir en esta hora
suprema, pues mi pobre amor no puede resistir semejante trato. Siento
que va a sucumbir y que está próximo a partirse de dolor. ¡No puedo
más!--gemí sentándome en una silla--. Apenas si me es dado sostenerme y
hablar».

No me contestó; pero, apenas me vió sentado, se arrodilló y, apoyando
la cabeza en mis rodillas, ocultó el rostro entre mis manos. Sentí
que por un momento las humedecía con su llanto. ¡Dios de Dios, pensad
qué turbación no agitaría mi alma! «¡Ah, Manon, Manon!--repuse
con un suspiro--Es ya tarde para llorarme cuando me habéis matado
primero. Fingís una tristeza que estáis lejos de sentir. El mayor de
vuestros males es indudablemente, el de mi presencia, que siempre
vino a interrumpir vuestros placeres. Abrid bien los ojos y veréis
quién soy. No se llora así por un desdichado a quien se traicionó y
abandonó cruelmente». Seguía besando mis manos sin cambiar de postura.
«Inconstante Manon--añadí aún--, mujer ingrata y sin fe, ¿a dónde, a
dónde están vuestras promesas? Amante versátil y cruel, ¿qué has hecho
del amor que me jurabas aún hoy mismo? ¡Justos cielos! ¿puede una
infiel burlarse de nosotros así, después de invocaros fervorosamente?
¿Es el perjuro quien obtiene la recompensa? ¿La desesperación y el
abandono son para la constancia y la fidelidad?».

Aquellas palabras mías fueron acompañadas de tan amargas reflexiones
que, mal de mi grado, dejé escapar algunas lágrimas. Manon lo notó en
el cambio de mi voz. Rompió, por fin, el silencio. «Bien se ve--dijo
con tristeza--que soy culpable, cuando tal dolor pude causaros; pero
que el cielo me castigue si creí serlo o si tal pensamiento me asaltó
siquiera».

Aquel discurso me pareció tan desprovisto de sentido común y buena
fe que no pude librarme de mi primer impulso de cólera. «¡Horrible
disimulo!--exclamé--Veo mejor que nunca que eres una vil y una
pérfida. Ahora es cuando conozco tu miserable carácter. Adiós, ruin
criatura--dije, poniéndome en pie--, mejor quiero morir mil veces que
tener trato alguno contigo. ¡Que el cielo me castigue si te honro con
una sola mirada! Quédate con tu nuevo amante; ámale; ódiame a mí;
renuncia al honor y al sentido de lo justo; me es igual, de todo me he
de reir ya».

De tal modo la espantó la explosión de mi voz que, siempre de rodillas,
me miró temblorosa, no osando respirar. Di aún algunos pasos, en
dirección a la puerta, sin separar los ojos de ella. Pero hubiese hecho
falta ser inhumano para permanecer indiferente ante tantos encantos.
Tan lejos me hallaba de poseer esa bárbara fuerza que, pasando de golpe
al extremo opuesto, volví hacia ella o, por mejor decir, precipitéme
sin reflexionar. La cogí en mis brazos y le di mil tiernos besos; la
pedí perdón de mi violencia; confesé que era un bárbaro y que no
merecía ser amado de una criatura como ella.

La hice sentar y me arrodillé, a mi vez, rogándole me escuchase así.
Luego, todo lo que un amante, sumiso y apasionado, pueda discurrir,
de respetuoso y tierno, lo encerré en pocas palabras dándola excusas.
Supliquéla, como singular favor, que me perdonase. Dejó caer sus brazos
en torno a mi cuello, diciéndome, con dulce acento, que era ella la que
necesitaba de perdón, por las penas que involuntariamente me causaba, y
que comenzaba a temer, no sin razón, que no me pareciese suficiente lo
que en descargo suyo iba a decirme. «¡A mí!--interrumpí--¡Si no os pido
justificación ninguna! Apruebo cuanto hicisteis. No soy yo quién para
pedir razones de tu conducta. Soy feliz, y me doy por satisfecho si
mi Manon no me priva de la ternura de su corazón. Pero--continué--sin
necesidad de volver sobre mi estado de espíritu, ¡oh, poderosa Manon,
que a capricho creáis mis alegrías y dolores!, humildemente, después
de mostrarte mi arrepentimiento, ¿no me será permitido hablaros de mis
penas y mis sufrimientos? Quisiera saber de vos misma qué ha de ser de
mí hoy, y si pensáis firmar mi sentencia de muerte, pasando la noche
con mi rival».

Puso algún tiempo en meditar su respuesta. «Caballero mío--díjome,
recuperando su aspecto tranquilo--, si, desde luego, os hubieseis
explicado con tal claridad os hubieseis ahorrado no pocos sinsabores
y a mí una escena harto penosa. Puesto que vuestro padecimiento sólo
viene de vuestros celos, os hubiese curado al momento, ofreciéndoos
seguiros inmediatamente, aunque fuése al fin del mundo. Pero he
creído que era la carta que os escribí, bajo las miradas inexorables
de G... M..., y la muchacha que os enviamos lo que provocaba vuestra
indignación. Temí que pudierais mirar mi carta como una burla y a la
joven enviada por G... M... como un síntoma de que renunciaba a vos
para unirme definitivamente a él. Este pensamiento me ha llenado de
consternación, pues por muy inocente que yo fuése, no podía ocultárseme
que las apariencias no me eran favorables. Sin embargo, quiero que
seáis mi juez después de explicaros la verdad de lo sucedido». Hízome
saber entonces todo lo que le había pasado desde que había encontrado a
G... M... que la esperaba en el mismo lugar donde ahora nos hallábamos.
Habíale recibido, efectivamente, como a la primera princesa del mundo.
Habíale enseñado todas las estancias de una limpieza y una riqueza
admirables. Entrególe diez mil libras en su gabinete, añadiendo
algunas alhajas, entre las que se hallaba el collar y los brazaletes
de perlas que ya una vez le diera el padre. Hízole servir, por los
nuevos criados que tomó para ella, ordenándoles que de allí en adelante
le mirasen como a su dueña y señora; hízole, en fin, ver la carroza
y los caballos y todo el resto de sus presentes. Después de lo cual
propúsole una partida de juego para esperar la hora de la comida.
«Confieso--dijo--que quedé deslumbrada por tanta magnificencia. Pensé
que sería una tontería renunciar a tales bienes, contentándonos con
llevarnos las diez mil libras y las alhajas; que igual yo que vos
habíamos hecho nuestra fortuna y que podíamos vivir agradablemente a
expensas de G... M... En vez de proponerle el teatro, decidí sondearle,
en lo que a vos se refería, para ver las facilidades que podríamos
hallar para la ejecución de mi sistema. Le he encontrado persona muy
tratable. Preguntóme qué pensaba de vos y si no me había causado
tristeza abandonaros. Contesté que érais tan amable y os habíais
comportado siempre de tal modo conmigo que era natural que no pudiese
odiaros. Confesó que no carecíais de méritos y que él mismo había
sentido vivo impulso de simpatía por vuestra persona. Quiso saber, cómo
creía yo, que tomaríais mi marcha, sobre todo cuando supieseis que
estaba en sus manos. Contestéle que la fecha de nuestro amor era tan
vieja ya, que había tenido tiempo de enfriarse un poco; que al mismo
tiempo pasabais por una crujía material, así que tal vez no miraseis
mi pérdida, que os libraba de pesado fardo, como gran desgracia. Añadí
que no dudando que os conduciríais pacíficamente no había vacilado en
deciros que venía a París para ciertos asuntos, que habíais consentido
en ello y que habiendo venido vos también no parecíais muy inquieto
cuando os dejé. Si le creyese capaz--díjome entonces--de convivir
amistosamente conmigo, sería yo el primero en ofrecerle mis servicios
y mis atenciones. Contesté que conociéndoos como os conocía no dudaba
de que os comportaríais correctamente, sobre todo--añadí--si él podía
ayudaros en vuestros asuntos, harto desarreglados desde la riña con
vuestra familia. Interrumpióme, para hacer protestas de ofreceros toda
la ayuda que de él dependiese, y hasta si queríais embarcaros en un
nuevo amor os presentaría a una querida muy linda que había dejado para
amarme a mí.

»Aplaudí su idea--añadió--, para borrar toda sospecha en él, y
afirmándome más y más en mi proyecto, no hacía sino pensar en la manera
de avisaros de lo que sucedía, por miedo a que os alarmaseis con exceso
al verme faltar a vuestra cita. Fué con tal intención con la que le
propuse enviaros a vuestra nueva amiga aquella misma noche por tener un
pretexto para escribiros. No hubo más remedio que recurrir a aquella
astucia, pues no tenía esperanzas de que me dejase sola ni un instante.

»Rió de mi proposición; llamó a su lacayo, y tras de preguntarle si
sabría encontrar a su antigua amiga, mandóle de un lado para otro
en su busca. Creyó primero que era a Chaillot donde había que ir a
buscaros, pero yo le desengañé diciéndole que, al separarnos, os
prometí ir al teatro, y si algo me lo impedía o se presentaba alguna
dificultad me esperaríais en una carroza en la esquina de la calle de
San Andrés, y que, por lo tanto, más valía enviaros allí a vuestra
nueva amante, aunque no fuése más que para impedir que os consumieseis
de aburrimiento toda la noche. Díjele también que no estaría de más
escribiros dos palabras para advertiros de aquel cambio, que os
costaría trabajo explicaros si no. Consintió, pero me vi obligada a
escribir en su presencia, y claro que me guardé muy bien de explicarme
abiertamente en mi carta. He ahí--concluyó Manon--la manera como han
sucedido las cosas. No os oculto nada, ni de mí ni de mis intenciones.
La joven vino; la hallé bella, y como no dudaba de que mi ausencia os
entristecería deseé sinceramente os entretuviera unos momentos, pues la
fidelidad que en vos deseo es la del corazón. Me hubiese gustado poder
enviaros a Marcelo, pero no tuve ni un momento para explicarle lo que
había de deciros». Remató su narración contándome la perplejidad en que
la carta del señor T... sumió a G... M... «Dudaba si dejarme o no, y me
afirmó que su ausencia no podía durar, y esto es lo que me hace veros
con inquietud y lo que me hizo también mostrar sobresaltada tristeza».

Escuché el discurso con paciencia. Hallaba en él infinidad de cosas
crueles y mortificantes para mí, pues la intención de su infidelidad
estaba tan clara que ni aun había intentado ocultarla. No podía esperar
de G... M... que la dejase toda la noche como a una vestal. Era, pues,
con él con quien esperaba pasarla. ¡Qué confesión para un amante!
Pensé, empero, que yo era en parte culpable de su falta por haberla
puesto en antecedentes de la pasión de G... M... y también por mi
complacencia y ceguedad al entrar en el plan que ella había concebido.
Por otra parte, por uno de esos recodos particulares a mi carácter,
sentíame enternecido por la ingenuidad de su confesión y por la manera
abierta y buena con que me contaba todos los detalles, aun aquéllos
que más debían de ofenderme. «Peca sin malicia--me dije a mí mismo--.
Es ligera e imprudente, pero también recta y sincera». Añádase a esto
que el amor bastaba por sí solo para cerrarme los ojos sobre todas sus
faltas. Hallábame, a decir verdad, demasiado satisfecho con la idea de
robársela aquella misma noche a mi rival. Díjele, sin embargo: «Y la
noche, ¿con quién la hubieseis pasado?». Aquella pregunta, que formulé
tristemente, pareció confundirla. No me contestó sino con evasivas.
Tuve lástima de su confusión e interrumpiendo mi discurso dije que
naturalmente pensaba que me siguiera inmediatamente, sin demora. «Lo
haré--dijo--; pero ¿no aprobáis mi proyecto?--¡Ah!, no basta--dije a mi
vez--, ¿no basta que haya aprobado cuanto hicisteis hasta ahora?--Cómo,
¿ni aun siquiera nos llevaremos los diez mil francos? Me los dió y
son míos». Aconsejela que lo abandonase todo, y que aprovechásemos
el tiempo para alejarnos rápidamente de allí, pues aunque sólo media
hora llevaba con ella, comenzaba a temer el regreso de G... M... Sin
embargo, tales instancias me hizo para convencerme de que no nos
fuésemos con las manos vacías que creí complacerla concediéndole algo,
puesto que tanto me había concedido a mí.

Cuando nos preparábamos a marchar oí, con un estremecimiento de terror,
llamar con grandes golpes dados en la puerta de la calle. No dudé que
era G... M..., y en la turbación que aquella idea puso en mi espíritu,
dije a Manon que era hombre muerto si se dejaba ver. Efectivamente,
aun no era yo bastante dueño de mí mismo para contenerme a su vista.
Marcelo puso fin a mis penas entregándome una carta que acababan de
darle para mí. Era de T...

Comunicábame que habiendo ido G... M... a buscar dinero a su casa,
aprovechaba el tiempo para comunicarme una idea muy divertida que se
le había ocurrido. Que creía que no podía vengarme de mi rival de modo
más sabroso que comiéndome su cena y acostándome con mi querida en el
lecho que había pensado disfrutar con ella, y que aquello le parecía
empresa fácil si podía contar con tres o cuatro hombres que tuviesen
bastante valor para detenerle aquella noche y bastante fidelidad a mí
para guardarle a la vista hasta la siguiente mañana; que, por lo que
a él se refería, prometíame entretenerle aún una hora con razones que
tenía pensadas ya.

Enseñé la misiva a Manon y le conté de qué astucia me había valido para
llegar hasta ella. Mi invención y la de T... le parecieron admirables.
Nos reímos a nuestras anchas unos minutos; pero como la hablase de
la última como de una broma, quedé asombrado al ver que le parecía
cosa muy digna de pensarse y que aun me la proponía como algo cuya
realización le encantaba. En vano fué que la objetase la dificultad
de hallar así, sin más ni más, gentes capaces de detener a G... M...
y vigilarle luego; díjome que, por lo menos, había que intentarlo,
puesto que T... nos garantizaba una hora por lo menos. Y en respuesta
a mis demás objeciones limitábase a decirme que yo actuaba de tirano y
que no tenía la menor complacencia para con ella. Nada le pareció más
divertido que aquel proyecto. «Tendréis su mesa, dormiréis en su lecho
y mañana temprano partiréis llevándoos su dinero y su querida, y así
estaréis bien vengado del padre y del hijo».

Cedí a sus instancias, pese a los avisos de mi corazón, que parecía
presagiarme una catástrofe. Salí con intención de encargar a dos o
tres guardias de Corps con quienes Lescaut me había puesto en relación
se encargasen del cuidado de detener a G... M... Sólo a uno hallé,
pero era hombre resuelto que en cuanto supo de lo que se trataba me
garantizó el éxito. Tan sólo me pidió diez _pistolas_ para recompensar
a tres soldados de la Guardia, a cuyo frente pensaba ponerse. Roguéle
que no perdiese el tiempo. Reuniólos en menos de un cuarto de hora.
Esperábales yo en su casa, y cuando todo estuvo dispuesto llevéles yo
mismo a la esquina de la calle por donde G... M... había forzosamente
de pasar camino de la morada de Manon. Encarguéles que no le hiciesen
sufrir malos tratos, pero que le guardasen tan estrechamente hasta las
siete de la mañana que yo pudiese descansar en la absoluta seguridad
de que no se les escaparía. Díjome que su designio era llevarle a su
cuarto y allí obligarle a desnudarse y aun a acostarse, mientras él y
sus bravos pasaban la noche jugando y bebiendo.

                             [Ilustración]

                             [Ilustración]

Permanecí con ellos hasta que vi venir a G... M..., y entonces me
retiré a un sitio oscuro para ser testigo de escena tan extraordinaria.
El guardia de corps abordóle pistola en mano para advertirle
amablemente que no quería ni su vida ni su bolsa, pero que si oponía
resistencia o gritaba veríase en el caso doloroso de saltarle la
tapa de los sesos. G... M..., viéndole sostenido por tres soldados y
temiendo, sin duda, recibir un tiro si hacía algún gesto, no opuso
resistencia. Vi llevárselo como a un cordero.

Volví a casa de Manon, y para quitar toda sospecha en los criados,
díjele, delante de ellos, que no debíamos esperar a G... M... para
cenar, que asuntos urgentes reteníanle mal de su grado, y que me había
encargado viniese a excusarle y a ocupar su sitio, cosa que miraba yo
como singular honor, por tratarse de dama tan bella. Supo secundarme
hábilmente. Nos sentamos a la mesa. Mientras los lacayos nos servían,
conservamos un continente grave. En fin, después de despedirles o
autorizarles a que se retirasen, pasamos una de las mejores noches de
nuestra vida. Advertí a Marcelo, en secreto, que buscase un coche y le
encargase estuviese a las seis en punto de la mañana a la puerta. Fingí
abandonar a Manon a media noche, pero en seguida, habiendo vuelto a
entrar gracias a la ayuda de Marcelo, dispúseme a ocupar el sitio de
G... M... en la cama igual que lo había ocupado en la mesa.

Durante aquel tiempo, nuestro enemigo malo trabajaba laborando por
nuestra perdición. Mientras nos entregábamos a los locos arrebatos del
placer, la catástrofe estaba suspendida sobre nuestras cabezas. Pero,
para mejor comprender las circunstancias de nuestra ruina, hay que
explicar las causas.

A G... M... seguíale su lacayo cuando los guardias de corps le
detuvieron. El muchacho, aterrado de la aventura de su amo, huyó
desandando el camino, y por primera providencia, para tratar de
socorrer a su señor, fué a advertir al viejo G... M... de lo que
sucedía.

Tales nuevas no podían por menos de alarmarle. Su vivacidad era
extremada para sus años. Quiso, para empezar, saber de boca del lacayo
todo lo que su hijo había hecho aquella tarde; si se había querellado
con alguien, si había intervenido en alguna riña, si había acudido
a algún lugar sospechoso. El criado, que creía a su señor en el más
espantoso de los peligros, y por ende, mirábase como obligado a todo
para salvarlo, descubrió al viejo cuanto sabía de su pasión por Manon,
de los gastos hechos por ella, de cómo pasara la tarde en su casa hasta
cerca de las nueve que había salido y de la desgracia acaecida al
regreso. Fué bastante para hacer sospechar al viejo que el asunto de
su hijo era una querella amorosa. Aunque eran las diez y media de la
noche, no dudó en ir a casa del jefe superior de Policía. Rogóle diese
órdenes apremiantes a todos sus subordinados y tras pedirle una guardia
para sí mismo, corrió a la calle donde su hijo había sido detenido.
Recorrió todos los lugares en que esperaba encontrarle, y por fin,
no hallando trazas de él, hízose llevar a casa de la querida, donde
esperaba que tal vez hubiese regresado ya.

Iba a acostarme cuando llegó. Cerrada la puerta del cuarto, no oí
llamar a la de la calle. Entró seguido de dos arqueros, y tras
informarse inútilmente de lo que había sido de su hijo, sintió deseos
de conocer a la querida, para ver de obtener alguna luz en el asunto.
Subió a su habitación, acompañado siempre de los arqueros. Íbamos a
meternos en la cama, cuando abrió la puerta y con su presencia heló
la sangre de nuestras venas. «¡Dios santo, el viejo G...!»--díjele a
Manon. Salté para coger mi espada. Desgraciadamente, habíase enredado
en mi cinturón. Los arqueros, que vieron mi ademán, se aproximaron para
arrebatármela. Un hombre en camisa, es hombre vencido. Me quitaron el
arma.

Aunque turbado por aquel espectáculo, G... M... no tardó en
reconocernos. «¿Es ilusión de mis sentidos? ¿no tengo realmente ante
mí al caballero Des Grieux y a Manon Lescaut?». Tan ciego me hallaba,
por la ira, que ni aun le contesté. Pareció dar vueltas a algunos
pensamientos en su cabeza y, como si súbitamente se inflamase de
ira, gritó dirigiéndose a mí. «¡Ah, infortunado! ¡Estoy seguro de
que has asesinado a mi hijo!». Aquella injuria me exasperó. «¡Viejo
traidor!--respondí con orgullo--; ¡si hubiese querido matar a alguien,
hubiese sido a ti!--Sujetadle bien--dijo a los arqueros--. Es preciso
que me dé noticias de mi hijo. Le haré ahorcar mañana si no me dice
inmediatamente dónde se halla.--¡Me harás ahorcar!--repliqué--Es a tus
iguales a quienes hay que mandar a la horca. Sabe que soy de sangre más
noble y pura que la tuya. Sí--añadí--, sé que ha sido de tu hijo, y si
sigues agotando mi paciencia, le haré estrangular antes de que sea de
día y tú correrás igual suerte que él».

Fué imprudencia mía decirle que sabía dónde estaba su hijo, pero
el exceso mismo de mi cólera, me hizo cometer esa torpeza. Llamó
inmediatamente a otros cinco o seis arqueros que aguardaban a la puerta
y les encargó se asegurasen de toda la servidumbre de la casa. «¡Ah,
señor caballero!--díjome con tono burlón--¡Con que sabéis a dónde
está mi hijo y le haréis estrangular! Contad con que a mi vez sabré
poner buen orden a las cosas». Comprendí entonces la torpeza que había
cometido.

Acercóse a Manon que lloraba sentada en el lecho. Díjole algunas
irónicas galanterías sobre el imperio que ejercía sobre el padre y
sobre el hijo y del buen uso que de él hacía. Aquel vetusto monstruo de
incontinencia quiso tomarse algunas familiaridades con ella. «¡Guárdate
de tocarla!--grité--¡No habría nada, por sagrado que fuése, capaz de
librarte de mis manos». Salió dejando en el cuarto tres arqueros con el
encargo de hacernos vestir rápidamente.

No sé cuáles eran entonces sus designios respecto a nosotros. Quizás
nos hubiese dejado en libertad si le hubiésemos dicho dónde se hallaba
su hijo. Pensé, mientras me vestía, si no sería aquél el mejor partido.
Pero si se hallaba en tales disposiciones al dejar nuestro cuarto,
volvió con otras muy distintas. Había ido a interrogar a los criados
de Manon, que habían sido detenidos por los arqueros. Nada pudo sacar
de los que G... M... había puesto a su servicio; pero, cuando supo que
Marcelo nos había servido antes a nosotros, decidió hacerle hablar
intimidándole con amenazas.

Era un muchacho fiel, pero sencillo y tosco. El recuerdo de lo que
había hecho en el _hospital_ para libertar a Manon, junto al terror que
G... M... le inspiraba, causaron tal impresión sobre su alma simple,
que creyó que le iban a llevar al potro o a la rueda. Prometió decir
todo lo que sabía si le perdonaban la vida. G... M... comprendió, por
tales palabras, que había en nuestros asuntos algo más serio y más
criminal de lo que hasta entonces se figurara. Ofreció a Marcelo, no
sólo la vida, sino una recompensa si lo confesaba todo.

El desdichado le contó una parte de nuestros proyectos, aquélla de que
no nos habíamos recatado para hablar delante de él, puesto que en ella
había de intervenir forzosamente. Cierto que ignoraba los cambios que
habíamos introducido en París, pero le habíamos informado al salir de
Chaillot del proyecto y del papel que en él debía representar. Contó
que nuestra intención era engañar a su hijo; que Manon iba a recibir o
había recibido ya diez mil francos, que según nuestros planes no debían
volver nunca ya a manos de los herederos de la casa G... M...

Después de hacer aquel descubrimiento el viejo subió presto a nuestro
cuarto. Entró en el gabinete donde le fué fácil encontrar la suma y las
alhajas. Volvió a nosotros, el rostro arrebatado de ira, y enseñándonos
lo que dió en llamar nuestra rapiña nos abrumó a injurias. Mostró a
Manon el collar de perlas y los braceletes. «¿Los reconocéis?--díjole
con sonrisa burlona--No es la primera vez que los tenéis en vuestro
poder. ¡Los mismos, a fe mía! ¡Se ve que eran de vuestro agrado,
buena moza!... Ya no me cabe duda.--¡Pobres criaturas--añadió--;
son encantadoras a decir verdad las dos! ¡Lástima que sean un poco
canallas!».

Mi corazón ardía de rabia ante aquel afrentoso discurso. Hubiese dado
por ser libre... ¡Justo cielo!, ¿qué no hubiese yo dado por ser libre
un momento? En fin, violentéme para decirle con una parsimonia que no
era sino refinamiento de furor: «Acabemos, señor, con sus injuriosas
burlas. ¿De qué se trata? ¿Qué pretende hacer de nosotros?--Se trata,
señor caballero--díjome calmosamente--, de ir al _Chatelet_. Mañana
será de día y veremos más claro en el asunto, y espero que entonces me
dirá por fin dónde está mi hijo».

Comprendí, sin necesidad de grandes reflexiones, que era cosa de
terribles consecuencias para nosotros vernos encerrados en el
_Chatelet_. Preví, con un escalofrío, todas las derivaciones. Pese
a mi orgullo dime cuenta de que había que inclinarse al peso de la
adversa fortuna y tratar de obtener algo por el halago de mi más cruel
enemigo. Roguéle con acento de sinceridad leal que me prestase un
momento de atención. «Me hago justicia a mí mismo--le dije--. Confieso
que los pocos años me han hecho cometer grandes faltas y que habéis
sido lo suficientemente perjudicado por ellas para tener el derecho
de quejaros; pero conocéis también la fuerza del amor y debéis saber
lo que padece un infortunado a quien arrebatan lo que más ama; debéis
comprender y perdonar que haya buscado una pequeña venganza o por lo
menos creerme bastante castigado con la afrenta que acabo de sufrir. No
hace falta ni prisión ni suplicios para hacerme confesar dónde se halla
vuestro hijo. Está en lugar seguro. Mi intención no fué ni deshacerme
de él ni ofenderos. Estoy pronto a deciros el lugar donde pasa la noche
si nos concedéis en cambio la libertad».

El viejo tigre, en vez de sentirse ablandado por mi ruego, volvióme la
espalda riéndose de mí. Dejó escapar tan sólo algunas palabras para
mostrarme que conocía nuestros propósitos hasta en su origen. Por lo
que a su hijo se refería dijo que se bastaba para encontrarle puesto
que no le había asesinado. «Conducidles al pequeño _Chatelet_--ordenó
a los arqueros--, y cuidad que no se escapen, pues el caballero es un
lince y se ha escapado ya de San Lázaro».

Salió dejándome en el estado que podéis suponer. «¡Oh, cielos!--clamaba
con desesperación--¡Acepto gustoso todos los castigos que queráis
enviar sobre mí, pero que un malvado pueda hacerme víctima de tales
tiranías es lo que más me desespera!». Los arqueros nos rogaron que
no les hiciésemos esperar más. Tenían una carroza a la puerta. Ofrecí
mi mano a Manon para bajar. «Ven, reina amada--díjele--, ven a aceptar
el rigor injusto de la suerte. Tal vez quiera el cielo que algún día
seamos más felices».

Partimos en la misma carroza. Arrojóse en mis brazos. No le había oído
ni una sola palabra desde la llegada de G... M..., pero al hallarse
sola conmigo díjome mil ternezas acusándose de ser la causa de mi
desgracia. Aseguré que jamás me quejaría de mi suerte mientras ella no
cesase de amarme. «No soy yo a quien debes de compadecer--continué--.
Algunos meses de encierro no me espantan y desde luego prefiero el
_Chatelet_ a San Lázaro. Pero, es por ti, alma mía, por quien tiembla
mi corazón. ¡Qué destino para criatura tan bella! ¡Cielos! ¿Cómo
tratáis así a la más acabada de vuestras obras? ¿Por qué no nacimos con
cualidades acordes a nuestra miseria? Hemos recibido ingenio, gusto,
sentimiento... ¡Qué triste el uso que de ellos hacemos mientras tantas
almas bajas y dignas de esa suerte gozan de los dones y favores de la
fortuna!».

Tales reflexiones dejáronme transido de dolor. Pero nada significaban
si había de compararlas con las que miraban a lo porvenir, pues si he
de decir verdad estremecíame de miedo por Manon. Había estado ya en el
_hospital_, y aunque hubiese salido, no ignoraba yo lo peligrosas, por
sus consecuencias, que eran ciertas recaídas en aquel lugar. Hubiese
querido participarle mis temores pero temí alarmarle con exceso.
Temblaba por ella sin osar comunicarle mis zozobras y abrazábale con
tiernos suspiros para por lo menos asegurarle de mi amor, que era el
único sentimiento que osaba expresarle. «Manon--díjele--, háblame con
franqueza; ¿me amáis siempre?». Contestóme que le mortificaba el que
pudiese dudarlo. «Pues bien, ya no dudo y afrontaré a todos nuestros
enemigos con esa fe. Emplearé todo mi esfuerzo en salir del _Chatelet_
y mi sangre no servirá de nada si no empleo hasta la última gota en
sacaros de allí en cuanto yo me vea libre».

Llegamos a la prisión. Nos pusieron en lugar aparte a cada uno. Aquel
golpe me fué menos cruel por haberlo previsto de antemano. Me recomendó
Manon al portero haciéndole saber que yo era persona distinguida y
ofreciéndole una recompensa. Abracé a mi amada antes de separarme de
ella. La conjuré a no afligirse con exceso y a no temer nada mientras
estuviese yo en el mundo. No careciendo yo de dinero díle algo a ella y
pagué al portero un mes de pensión adelantado para ambos.

Mi dinero dió resultados óptimos. Pusiéronme en un cuarto limpio y bien
arreglado y me aseguraron que Manon tenía uno igual.

Ocupéme en seguida de los medios de apresurar mi libertad. No había
nada de realmente criminal en nuestra aventura, y aun suponiendo que
el intento de robo se probase, gracias a la declaración de Marcelo,
no ignoraba yo que las intenciones no podían castigarse. Decidí
escribir en seguida a mi padre para rogarle viniese a París en persona.
Causábame menos vergüenza, como ya he dicho, estar en el _Chatelet_ que
en San Lázaro. Esto sin contar que, aunque conservaba todo mi respeto
por la autoridad paterna, la edad y la experiencia habían disminuido
mucho mi timidez. Escribíle, pues, y en el _Chatelet_ no pusieron
inconveniente a la salida de mi carta. Era, sin embargo, una molestia
que hubiese podido ahorrarme de saber que mi padre llegaba a París al
siguiente día.

Había recibido la carta que le escribiera ocho días antes. Tuvo una
gran alegría; pero por mucho que mi conversión halagase su deseo no
creyó poder confiar del todo en mis promesas. Tomó así el partido de
venir en persona a asegurarse de mi conversión y trazar su línea creada
al tenor de la sinceridad de mi arrepentimiento. Llegó al día siguiente
de mi prisión.

Su primera visita fué a Tiberio, a quien indicábale yo que debía
dirigir la respuesta a mi carta. No pudo saber de él ni mi domicilio ni
mi estado presente. Tan sólo supo mis principales aventuras desde que
me escapé de San Sulpicio. Tiberio le habló con elogio de las buenas
disposiciones que viera en mí en su última visita. Añadió que me creía
libre de Manon, pero que así y todo, causábale sorpresa que le tuviese
sin noticias desde hacía ocho días. Mi padre no se dejó engañar.
Comprendió que había algo que escapaba a la penetración de Tiberio
en aquel silencio de que se quejaba, y tanta maña dióse en seguir
mi rastro que a los dos días de su llegada supo que me hallaba en el
_Chatelet_.

Antes de recibir su visita, que me encontraba muy lejos de creer
inminente, recibí la del Jefe Superior de Policía, o, mejor dicho,
para llamar las cosas por su nombre, sufrí un interrogatorio. Hízome
algunos reproches, pero he de confesar que no se mostró ni severo ni
desagradable. Me dijo que me compadecía por mi mala conducta; que había
mostrado gran falta de tacto al hacerme enemigo de un señor como G...
M...; que había que reconocer que en mi asunto había más imprudencia
que malicia, pero que no por eso dejaba de ser la segunda vez que me
veía sometido a los fallos de un Tribunal y que hubiese sido de esperar
que me volviese más formal después de dos o tres meses de lecciones en
San Lázaro.

Contento de tenérmelas que haber con un juez razonable, expliquéme
con él de un modo tan sensato y respetuoso que pareció satisfecho en
extremo de mis respuestas. Díjome que no debía de entregarme a la
desesperación, pues estaba dispuesto a servirme por simpatía a mi
nacimiento y a mi juventud. Me tomé la libertad de recomendarle a
Manon, y recomendársela loando su dulzura y buen natural. Rióse para
decirme que no la había visto aún, pero que le habían hablado de ella
como de una persona harto peligrosa. Aquellas palabras exaltaron de
tal modo mi ternura por ella que prorrumpí en mil razones inflamadas
de pasión en defensa de mi pobre amada, y aun no pude contener
mis lágrimas. Ordenó que me llevasen nuevamente a mi habitación.
«¡Amor, amor!--murmuró el grave magistrado al verme salir--, ¿no te
reconciliarás nunca con la prudencia?».

Hallábame rumiando mis ideas de siempre y meditando sobre la
conversación que acababa de tener con el Jefe Superior de Policía
cuando sentí abrir la puerta de mi celda: era mi padre. Aunque debía
estar preparado para la visita, que esperaba algunos días más tarde,
impresionóme de tal modo que me hubiese precipitado en cualquier abismo
que se hubiese abierto ante mis pies para rehuir su vista. Abracéle
con señales inequívocas de mi turbación. Sentóse, sin que ni él ni yo
hubiésemos abierto aún la boca.

Como permaneciese en pie, descubierto y con los ojos bajos, díjome
gravemente: «Sentaos, caballero, sentaos. Gracias al ruido escandaloso
de vuestros libertinajes y de vuestras indelicadezas, he hallado el
lugar en que morábais. Es la triste ventaja de tales méritos el no
poder permanecer ocultos. Vais a la celebridad por un camino infalible.
Espero que la meta será pronto la _Greve_ y que disfrutaréis de la
gloria de veros expuesto a la pública admiración».

No contesté nada. Continuó: «¡Qué desdicha para un padre, después de
haber luchado por un hijo y no haber regateado medios para hacer de
él un hombre honrado, hallarse con que no es sino canalla que les
deshonra! Se consuela uno de una pérdida de fortuna; el tiempo la borra
y la pena disminuye. Pero ¿qué remedio contra un mal que aumenta de
día en día, como sucede con los desórdenes del hijo vicioso que pierde
todo sentimiento de honor. ¿No dices nada, desdichado?--añadió--¡Ved
qué aire contrahecho de modestia, qué hipócrita humildad! ¿No se le
creería acaso, al verle así, un hombre honrado, digno de su raza?».

Aunque comprendía merecer una parte de sus ultrajes parecíame que los
llevaba demasiado lejos. Creíme con derecho a hacerme oir.

«Os aseguro, señor, que la humildad con que me presento ante vos no es
fingida; es la actitud natural en un hijo que siente infinito respeto
por su padre, mucho más cuando se muestra irritado con él. No pretendo
tampoco pasar por el hombre más sensato y ecuánime. Reconozco que
merezco vuestros reproches, pero os conjuro a que en ellos pongáis un
poco más de bondad y a que no me tratéis como al más perverso de los
hombres. No merezco tales epítetos. Es el amor, bien lo sabéis, el
causante de todas mis faltas. ¡Fatal pasión! ¿No conocéis su fuerza?
¿Vuestra sangre, que es manantial de la mía, no sintió jamás sus
ardores? El amor me hizo con exceso tierno, apasionado, fiel, quizás
complaciente con exceso a los deseos de una querida encantadora. He
ahí mis crímenes. ¿Veis ahí alguno que os deshonre? Veamos, padre
querido--continué con ternura--, un poco de piedad para un hijo, lleno
siempre de respeto y de afecto por vos, y que no ha renunciado, como
creéis, al honor y al deber, y que es mil veces más de compadecer de lo
que podríais pensar». Vertí algunas lágrimas como acompañamiento de
tales palabras.

Un corazón paterno es la obra maestra de la Naturaleza; reina en él,
por así decirlo, y ella misma maneja todos sus resortes. El mío, que
unía a su calidad de padre el ser un hombre de talento y de gusto
natural, sintióse tan impresionado del giro que había dado yo a
mis disculpas que no fué dueño de ocultarme el cambio habido en su
espíritu. «¡Ven, pobre caballero, ven a abrazarme! Me das lástima».
Le abracé. Me estrechó contra su pecho de un modo que denunciaba a
las claras lo que sucedía en su corazón. «Pero ¿de qué medio nos
valdremos--dijo--para sacarte de aquí? Explícame todos tus asuntos, sin
disfrazar la verdad».

Como no había nada en realidad, mirando bien al fondo de mi conducta,
que pudiese deshonrarme, sobre todo si se le comparaba con otros
jóvenes de mi clase y de mi tiempo, y que, en el siglo en que corremos,
no son miradas como vergüenzas, ni una querida guapa, ni el arte para
forzar la mano a la fortuna en el juego, hice a mi padre una confesión
sincera de la vida que había llevado. A cada falta que confesaba, tenía
buen cuidado de añadir ejemplos célebres que disminuyesen su fealdad.

«Cierto que vivía con una querida, sin hallarme ligado a ellos por
vínculos matrimoniales, pero el duque de... sostiene dos a la vista de
todo París; y el señor de... tiene, hace diez años una, a la que guarda
una fidelidad que no ha guardado nunca a su esposa legítima. Las dos
terceras partes de las gentes honradas en Francia, consideran como
una honra tener una. Cierto también, que usé de algunas supercherías
en el juego, pero el marqués de... y el conde de... no tienen otras
rentas; el príncipe de... y el duque de... capitanean una pandilla
de caballeros de la misma orden». Por lo que se refiere a nuestros
designios, respecto de la bolsa de G... M... hubiese podido probar
con igual facilidad que no me faltaban precedentes, pero me quedaba
aún demasiado sentimiento del honor, para no condenarme a mí mismo en
compañía de cuantos en tal sentido pudiera proponerme por ejemplo, de
modo que rogué a mi padre me perdonase aquella debilidad en gracia a
las dos grandes pasiones que me la inspirase; la venganza y el amor.

Interrogóme sobre si conocía algún medio de apresurar mi libertad y de
forma que evitase el escándalo. Participéle los sentimientos favorables
a mí, mostrados por el jefe superior de Policía. «Si alguna dificultad
hay--expúsele--vendrá de G... M..., así que creo no estaría de más le
viéseis». Me lo prometió así.

No me atreví a suplicarle intercediese por Manon. No fué falta de
audacia, sino más bien efecto del miedo que me hacía temer irritarle
y de resultas sugerirle algún plan funesto para ella y para mí. Aún
está por saber para mí si ese temor no ha sido la causa de los mayores
infortunios, impidiéndome explorar las disposiciones de mi padre e
intentar sugerirle ideas de simpatía y compasión por mi infortunada
querida. Tal vez hubiese excitado su piedad; tal vez le hubiese puesto
en guardia contra las impresiones desfavorables que iba a recibir del
viejo G... M... ¿Qué sé yo? Mi fatal destino hubiese sido quizás más
fuerte que todos mis esfuerzos, pero a lo menos no hubiese tenido sino
a ella y la crueldad de mis enemigos a quienes acusar de mis desgracias.

Después de dejarme mi padre, fuése a hacer una visita a G... M...
Encontróle con su hijo, a quien el guardia de corps había honradamente
devuelto su libertad. Jamás he sabido detalles de su conversación,
pero no me ha sido difícil adivinarlos al juzgar sus mortales efectos.
Fueron juntos, quiero decir, claro es, los dos padres, a casa del jefe
superior de Policía, del que solicitaron dos favores; uno hacerme
salir en seguida del _Chatelet_, el otro encerrar a Manon por todo el
resto de sus días o enviarla a América. Empezábase por aquel entonces
a embarcar multitud de gentes sin ley ni fuero para el Mississipi. El
jefe de Policía dióles palabra de hacer partir a Manon en el primer
barco.

El señor G... M... y mi padre vinieron juntos a traerme la buena
nueva de mi libertad. G... M... hízome un cumplido sobre el pasado y
habiéndome felicitado por la dicha de tener tal padre, exhortóme a
seguir en lo futuro su ejemplo. Mi padre ordenóme le presentase mis
excusas por la pretendida falta cometida con su familia y darle además
las gracias por haber interpuesto sus buenos oficios para devolverme la
libertad.

Salimos juntos sin haber pronunciado ni una palabra que se refiriese
a mi querida. Ni aun osé hablar de ella a los carceleros en su
presencia. ¡Inútiles hubiesen sido por otra parte mis recomendaciones!
La orden cruel había llegado al mismo tiempo que la de mi libertad.
Aquella desdichada fué llevada una hora más tarde al _hospital_, para
incorporarse a otras infortunadas criaturas condenadas a compartir su
suerte.

Habiéndome mi padre obligado a acompañarle a la casa donde moraba, eran
casi las seis cuando conseguí, escabuyéndome a sus miradas, volver al
_Chatelet_. Pensaba enviar algunos refrescos a Manon y recomendársela
al portero, pues no creía me permitiesen verla. Tampoco había tenido
aún tiempo de pensar en los medios de libertarla.

Pregunté por el conserje. Había quedado satisfecho de mi generosidad
y cortesía, así es que mostró gusto en servirme. Hablóme de la suerte
de Manon como de una desgracia que lamentaba por que sabía me causaría
pena. No comprendí aquel lenguaje. Hablamos pues algunos momentos sin
entendernos. Al fin, notando que necesitaba una explicación, me la dió
tal y como ya tuve el honor de deciros y aún siento horror a repetir.

Jamás apoplejía causó efecto más rápido y terrible. Caí con
palpitaciones de corazón tan dolorosas, que perdí el conocimiento
y pude creerme libertado de la carga de la vida para siempre. Aún
quedábame algo de aquella impresión cuando recobré el conocimiento.
Volví los ojos a todas partes y aun me palpé para convencerme de si
me quedaba algo de la desdichada condición de ser viviente. Verdad
es que, de seguir tan sólo el natural instinto que nos hace desear
libertarnos de nuestras penas, nada podía parecerme más dulce que la
muerte en aquella hora de angustia y consternación. La misma religión
no podía amenazarme después del tránsito con nada más atroz que las
crueles convulsiones que me atormentaban. La muerte, sin embargo, sólo
a mí hubiese sido útil; Manon necesitaba de mi esfuerzo todo y juré
emplearlo en su servicio sin vacilaciones.

El portero prestóme toda la asistencia que hubiese podido esperar del
mejor de mis amigos. Recibí sus servicios con vivísima gratitud. «¡Dios
mío, os veo compadecido de mis penas! Todo el mundo me abandona. Mi
mismo padre cuéntase entre mis perseguidores más crueles. Nadie tiene
piedad de mí. Vos sólo, en la mansión de la crueldad y la barbarie,
tenéis lástima del más miserable de los hombres».

Aconsejóme no salir a la calle hasta haberme repuesto un tanto del
estado de turbación en que me hallaba. «¡Dejad, dejad!--respondíle
saliendo sin hacer caso--Os volveré a ver antes de lo que creéis.
Preparadme el más lúgubre de vuestros calabozos. Voy a hacer méritos
para ser dueño de él».

Efectivamente, mis primeras resoluciones llegaban nada menos que a
deshacerme de los dos G... M... y del jefe superior de Policía y caer
acto seguido a mano armada sobre el _hospital_ con cuantos pudiese
interesar en mi pleito. Mi mismo padre, con serlo, apenas si escapaba
de la venganza que conceptuaba justa, pues el portero no me había
ocultado que él y G... M... habían sido los autores de mi infortunio.

Pero cuando hube dado unos pasos por la calle y el aire fresco calmado
un poco mis nervios y mi irritación, mi furor dejó sitio poco a poco a
sentimientos más razonables. La muerte de nuestros enemigos no hubiese
servido de nada a Manon y en cambio me hubiese quitado toda manera de
ayudarle. Ensamblé todas mis fuerzas y todos mis pensamientos para
trabajar por la liberación de Manon, dejando el resto para después del
éxito de aquella empresa.

Quedábame poco dinero y aquello era una de las bases por donde había
que empezar. No veía sino tres personas de quienes pudiese esperarlo;
M. de T..., mi padre o Tiberio. Había pocas probabilidades de obtener
algo de los dos últimos y avergonzábame de cansar al otro con mis
abusos. Pero no es ciertamente en las horas de desesperación cuando
se guardan las consideraciones. Fuíme inmediatamente al seminario de
San Sulpicio sin preocuparme de si sería reconocido o no. Hice llamar
a Tiberio. Sus primeras palabras diéronme a entender que ignoraba aún
mis últimas aventuras. Aquello me hizo cambiar en mi plan, que era
emocionarle, compadecerle con mi infortunio. Habléle de la alegría
que había tenido al ver a mi padre y roguéle me prestase algún dinero
para pagar mis deudas antes de abandonar París. Ofrecióme su bolsa
para coger lo que quisiese. Cogí quinientos francos de seiscientos que
había en ella y le ofrecí un recibo. Pero era demasiado delicado para
aceptarlo.

Volví a casa de M. de T... Con él no guardé reserva de nada. Hícele la
exposición de mis desgracias y de mis penas. Sabía ya hasta los menores
detalles por la precaución que tuvo de seguir la aventura del joven
G... M... hasta su fin. Escuchóme, sin embargo, y pareció compadecerme
mucho. Cuando le pedí consejo sobre el modo de salvar a Manon díjome
que veía tan poca luz de esperanza en ello que de no hacer el cielo
un milagro había que renunciar a toda ilusión; que había ido por el
_hospital_ intencionadamente después de encerrada ella allí y que
ni aun él pudo obtener permiso para verla; que las órdenes del Jefe
Superior de Policía eran muy rigurosas, y que para colmo de desdicha
la banda de infelices con quienes estaba condenada a partir debían de
hacerlo el siguiente día.

Tan consternado me hallaba con sus palabras que hubiese podido estar
hablando durante una hora sin que se me hubiese ocurrido interrumpirle.
Me dijo que no había ido a verme al _Chatelet_ para conservar más
libertad de movimientos no mostrando amistad por mí; que en las horas
que llevaba en libertad había tenido la pena de ignorar dónde me
hallaba y que había deseado ardientemente verme para darme el único
consejo de que creía podía venir algún bien para Manon, pero que se
trataba de un consejo peligroso en el cual me rogaba ocultase siempre
que él había tenido parte, y era elegir algunos valientes que tuviesen
bastante audacia para atacar a los guardas encargados de escoltar
a Manon en cuanto hubiesen salido de París con ella. No esperó que
le hablase de mi indigencia. «Ahí tenéis cien _pistolas_--díjome
ofreciéndome una bolsa--que pueden seros de alguna utilidad. Me las
devolveréis cuando vuestros asuntos estén en orden». Añadió que si el
cuidado de su reputación se lo hubiese permitido él mismo me hubiese
ofrecido la ayuda de su brazo y de su espada.

Aquella generosidad me emocionó hasta el llanto. Empleé en
testimoniarle mi gratitud toda la vivacidad que mi aflicción me dejaba
aún. Pregunté si no se podía esperar nada por el camino de las súplicas
del Jefe Superior de Policía. Díjome que ya había pensado en ello
pero que le parecía inútil, pues una gracia de aquella naturaleza no
podía pedirse sin una razón y que no veía qué razón podía aducirse
para interesar a tan alto y severo personaje, y que si algo podía
esperarse en tal sentido era interesando a G... M... y a mi padre en
nuestro favor y haciendo que ellos mismos implorasen del Jefe Superior
de Policía la revocación de su sentencia. Ofrecióme hacer todos
los esfuerzos imaginables para ganar a nuestra causa al joven G...
M..., aunque creía hallarle un poco frío con él, tal vez por algunas
sospechas concebidas a su cuenta en nuestro asunto. Aconsejóme no
omitir por mi parte esfuerzo para tratar de ganar la voluntad paterna.

No era ni mucho menos empresa fácil para mí y no sólo por la dificultad
natural de realizarla, sino por otra razón que me hacía temer mostrarme
ante él. Habíame escapado de nuestro alojamiento, faltando a sus
órdenes, decidido a no volver más desde que supe el triste destino de
Manon. Temía no me detuviese contra mi voluntad y aun no me obligase
a seguirle a provincias. Mi hermano mayor había empleado en otros
tiempos aquel método. Sin embargo, encontré un medio de verme con él
sin peligro: citarlo en un sitio público y hacerme anunciar a él con
un nombre supuesto. Tomé aquel partido; T... fuése a ver a G... M... y
yo por mi parte al Luxemburgo, desde donde envié a avisar a mi padre
que un caballero que era su servidor le aguardaba. Temí tuviese algún
reparo en venir, pues la noche se aproximaba, pero poco después vile
llegar seguido de un lacayo. Roguéle tomásemos por un paseo solitario
en que pudiésemos hablar a solas. Dimos lo menos cien pasos sin
despegar los labios. Supongo comprendería que tantos preparativos no se
habían hecho sin un motivo de importancia. Esperaba, pues, mi discurso:
yo meditaba.

Por fin hablé. «Señor--díjele temblando--, sois un buen padre. Me
habéis colmado de bienes y me habéis perdonado un número infinito de
faltas. El cielo me es testigo de que tengo por vos los sentimientos
filiales más tiernos y respetuosos. Pero me parece que vuestra
severidad...--¡Mi severidad!...--contestó mi padre, que debía de
hallar que hablaba yo con excesiva calma para la medida de su
impaciencia--. ¡Ah, señor!--repliqué--, paréceme si que vuestra
severidad es excesiva en el trato que habéis infligido a la desdichada
Manon. Habéis escuchado a G... M... Su odio os la ha representado con
los más negros colores. Os habéis hecho de ella una idea odiosa. Sin
embargo, es la más dulce y amable criatura que se vió jamás. ¡Pluguiera
al cielo que hubieseis deseado verla un momento! Estoy seguro que os
habría parecido tan encantadora como a mí. Hubieseis tomado su defensa;
hubieseis detestado las negras astucias de G... M...; hubieseis tenido
compasión de nosotros. Estoy cierto de que vuestro corazón no es
insensible y os hubieseis dejado enternecer».

Interrumpióme al ver que el fuego con que hablaba no me permitía
acabar. Quiso saber a dónde iba a parar con mi inflamado discurso.
«¡A imploraros la gracia de mi vida, que no podré conservar ni un día
más si Manon parte para América!--No, no--díjome con tono severo--.
Prefiero verte muerto que sin honra y sin decoro.--¡No sigáis
adelante!--dije, cogiéndole por el brazo--¡Arrancadme esta vida odiosa
e insoportable, pues en el estado de desesperación en que me arrojáis
la muerte será un favor para mí! ¡Es regalo digno de la mano de un
padre!--No te daría sino lo que mereces--replicó--. Conozco a muchos
padres que no hubiesen esperado tanto tiempo para ser tus verdugos,
pues mi bondad excesiva es lo que te ha perdido».

Arrojéme a sus plantas: «¡Ah, si aún os queda un poco de amor por
mí--clamé, abrazándome a sus rodillas--no os mostréis duro e implacable
ante mis lágrimas. Pensad que soy vuestro hijo... Acordaos de mi madre,
a quien amabais tiernamente. ¿Hubieseis sufrido que la arrancasen de
vuestros brazos? No, la hubieseis defendido hasta la muerte. ¿Es que
los demás no tenemos también corazón? ¿Puede serse implacable después
de haber gozado una vez de las dulzuras del amor?--¡No me hables más
de tu madre!--replicóme con irritado acento--. Su recuerdo no sirve
sino para atizar mi indignación. Tus desórdenes la matarían de pena si
hubiese vivido bastante para verlos. Acabemos ya esta entrevista que
me importuna y no me hará cambiar de resolución. Me vuelvo a casa y te
ordeno que me sigas».

El tono duro y seco con que me intimó aquella orden me hizo comprender
que su corazón era inflexible. Alejéme algunos pasos con el temor que
se le ocurriese la idea de detenerme por su propia mano. «No aumentéis
mi desesperación--díjele--forzándome a desobedeceros. Es imposible que
vaya con vos. No lo es menos que viva después de la dureza con que me
habéis tratado. Os doy mi eterno adiós. Mi muerte, de la que tendréis
pronto noticia, hará tal vez más paternales vuestros sentimientos para
conmigo». Como volviese la espalda para abandonarle, gritó colérico:
«¿Te niegas a venir conmigo? Ve, corre a tu perdición. ¡Adiós, hijo
ingrato y rebelde!--¡Adiós!--díjele con ciego arrebato--¡Adiós, padre
cruel y desnaturalizado!».

Salí en seguida del Luxemburgo. Anduve por las calles como un loco
hasta dar en casa del señor T... Alzaba, mientras iba caminando, las
manos al cielo para invocar todas las potencias celestiales. «¡Oh,
cielos!--repetía--, ¿seréis siempre implacable para los míseros
mortales? ¡Sólo de vos puedo esperar ayuda!».

T... no había vuelto aún a su casa, pero regresó después de estarle
esperando unos momentos. Su gestión no había dado mejor resultado que
la mía, y así me lo dijo con abatido rostro. El joven G... M..., aunque
menos irritado que su padre contra mí y contra Manon, no había querido
tomar sobre sí el impetrar piedad para ella. Habíase excusado, alegando
el temor que a él mismo inspiraba aquel viejo vengativo que habíase
enfurecido ya una vez, reprochándole sus proyectos amorosos por lo que
a Manon atañía.

No me quedaba, pues, más camino que el de la violencia, tal y como T...
me había trazado el plan; a él reduje todas mis esperanzas. «Son bien
endebles--díjele--; pero la más dulce y grata para mí es la de perecer
en la empresa». Dejéle, rogándole me auxiliase con sus votos, y ya no
pensé sino en asociarme unos camaradas a quienes contagiar mi valor y
resolución.

Al primero que se me ocurrió recurrir fué al guardia de corps que me
había servido ya para detener a G... M... También proyectaba ir a
pasar la noche a su casa, no habiendo tenido ánimos para procurarme
alojamiento. Le hallé solo. Mostró gran alegría al verme, pues me
creía en el _Chatelet_. Ofrecióme sus servicios; le expliqué los que
podía prestarme. Tenía bastante buen sentido para apreciar todas las
dificultades, pero también bastante generosidad para correr los riesgos.

Pasamos una parte de la noche en madurar mi proyecto. Hablóme de los
tres soldados de la guardia de que se valiera en la última ocasión como
de tres valientes. T... habíame informado con exactitud del número
de los arqueros que debían guardar a Manon en el camino; no eran más
que seis. Cinco hombres valientes y resueltos serían bastante para
sembrar el pánico entre aquellos miserables, incapaces de defenderse
decorosamente si pueden librarse de los riesgos del combate con una
cobardía.

Como no carecía de dinero, el guardia de corps aconsejóme
no escatimar nada para asegurar el éxito de nuestro ataque.
«Necesitamos--dijo--caballos, pistolas y un mosquete cada uno. Yo me
encargo de hacer mañana los preparativos. Hacen falta también tres
trajes de paisano para los soldados, que, claro es, no osarán mostrarse
en una aventura así con los uniformes del regimiento». Puse en sus
manos las cien _pistolas_ que me diera T... y que fueron gastadas al
siguiente día hasta el último céntimo. Los tres soldados desfilaron
ante mí; les animé con promesas y para ilusionarles más di a cada uno
diez _pistolas_.

Llegado el día en que la empresa había de tener lugar envié uno al
_hospital_ desde por la mañana temprano, para cerciorarse por sus
propios ojos de la partida de los arqueros con su presa.

Aunque no había tomado tal precaución sino por un exceso de inquietud
y previsión, resultó que era absolutamente precisa. Había confiado
en algunas indicaciones erróneas que me habían dado sobre el camino
que debían seguir y creía que era en la Rochelle donde la lamentable
caravana iba a embarcar. Hubiese malgastado mis esfuerzos de esperar en
el camino de Orleans. Fuí informado por el soldado de guardia que era
de Havre-de-Grâce de donde partiría el barco para América.

Corrimos a la Puerta de San Honorato, cuidando de ir por distintos
caminos. Nos reunimos en los límites del barrio. No tardamos en ver
venir los seis guardias y los dos míseros coches que tropezasteis en
Passy hace dos años. Aquel espectáculo estuvo a punto de quitarme las
fuerzas y hasta el conocimiento. «¡Oh, fortuna!--gemí--¡Cruel fortuna!
¡Dame la muerte o la victoria!».

Nos consultamos un momento sobre la manera de llevar a cabo el ataque;
los arqueros no iban arriba de cuatrocientos pasos delante de nosotros
y podíamos cortarles el paso con sólo cruzar un pequeño campo al que
bordeaba el camino real. Los guardias de corps fueron de opinión de
hacerlo así, para caer de improviso sobre ellos, sembrando el pánico
en sus filas. Aprobé su idea y fuí el primero en picar espuelas al
caballo. Pero la fortuna mostróse sorda a mis ruegos.

Los arqueros, viendo a cinco caballeros galopar hacia ellos, no
dudaron fuése con intención de atacarles. Pusiéronse a la defensiva,
preparando sus bayonetas y sus fusiles con aire de resolución.

Aquello que no tuvo otra consecuencia que exasperar nuestra furia en el
guardia de corps y en mí, robó de golpe y porrazo el valor de nuestros
pusilánimes compañeros. Paráronse como de común acuerdo y habiendo
cambiado algunas palabras entre sí, volvieron grupas y a todo galopar
de sus caballos dirigiéronse hacia París.

«¡Dios mío! ¿qué hacer ahora?--díjome el guardia de corps que parecía
tan anonadado como yo ante aquella infame deserción--No somos sino
dos». Habíame quedado mudo de furor y de asombro. Detúveme dudando si
mi primera venganza no debía de emplearla en la persecución y castigo
de los cobardes que así me abandonaban. Mirábales huir y volvía al
mismo tiempo mis ojos a los arqueros. Si me hubiese sido posible
partirme en dos, hubiese caído a la vez sobre los dos objetos de mi
odio.

El guardia de corps, que dióse cuenta de mi incertidumbre por mis
miradas de espanto, rogóme prestase oídos a sus consejos. «No siendo
sino dos, sería locura atacar a seis hombres que están tan bien armados
como nosotros y que parecen esperarnos a pie firme. Hay que volver a
París y escoger mejor a nuestros hombres y mañana alcanzarlos. Los
arqueros no podrán hacer grandes jornadas con esos pesados carromatos y
no nos costará gran trabajo».

Medité un momento sobre aquel partido pero, no viendo por todas partes
sino motivos de desesperación, tomé una resolución verdaderamente
extrema, y fué, después de dar las gracias a mi compañero por sus
servicios, despedirme de él, y luego, en vez de atacar a los arqueros,
acercarme sumiso a ellos y rogarles me permitiesen incorporarme a
su caravana para acompañar a Manon hasta Havre-de-Grâce y pasar
luego con ella al otro lado del mar. «Todo el mundo me persigue o me
traiciona--díjele al guardia de corps--, nada puedo esperar de nadie,
no aguardo nada de la fortuna, ni menos auxilio de los hombres. Mis
males han llegado a la meta, no me queda sino someterme. Así, que
cierro los ojos a la esperanza. Pluga al cielo recompensar vuestra
generosidad. Adiós. Voy a ayudar a mi mala suerte a consumar mi ruina
corriendo a ella voluntariamente». Inútilmente hizo esfuerzos para
convencerme que debía de volver a París. Roguéle que me dejase a merced
de mi destino y que se fuése él, pues temía que los arqueros siguiesen
creyendo en una intención de ataque por nuestra parte.

Fuí hacia ellos con paso lento y tal consternación en el semblante, que
no pudieron creer en una intención de ataque. Sin embargo, permanecían
a la defensiva. «Tranquilizaos señores--díjeles abordándoles--, no os
traigo la guerra; vengo tan sólo a pediros gracia». Roguéles siguiesen
su camino sin desconfianza y expliquéles, mientras caminábamos, el
favor que esperaba de ellos.

Consultáronse sobre cómo debían recibir aquella confesión. El jefe
del destacamento tomó la palabra en nombre de los demás. Respondióme
que las ordenes que tenía para vigilar a sus cautivas eran de rigor
extremo; que, sin embargo, parecíales tan simpático y buena persona,
que él y sus compañeros faltarían un algo a su deber, pero que, como
comprendería aquel sacrificio había de costarme algo. Quedábanme quince
_pistolas_ y no tuve inconveniente en decirles lo que constituía mi
capital. «Pues bien, seremos generosos; no os costará sino un _escudo_
por hora hablar con la mujer que queráis; es el precio corriente en
París».

No les había hablado de Manon, en particular, porque no entraba en
mis planes que conociesen mi pasión. Imagináronse primero que no era
sino una fantasía muchachil la que me hacía buscar una distracción con
aquellas criaturas. Pero, cuando creyeron notar que estaba enamorado,
aumentaron de tal modo el tributo, que al salir de Nantes, donde
dormimos el día que llegamos a París, mi bolsa estaba exhausta.

¡Para qué deciros cuál fué el triste motivo de mi conversación con
Manon durante el camino, ni la impresión que su vista causó sobre
mí cuando hube obtenido de los guardias la libertad de acercarme al
carricoche! ¡Ah! las palabras no son capaces, sino de dar a medias idea
de lo que sucedía en nuestro corazón. Pero imaginaos a mi infortunada
amiga sujeta por una cadena que le rodeaba la cintura, sentada sobre
un haz de paja, la cabeza apoyada en la pared del vehículo y el rostro
pálido y humedecido por las lágrimas que brotaban de sus ojos a pesar
de tener los párpados cerrados. Ni aun había tenido la curiosidad de
abrirlos al oir el ruido que hacían sus guardianes ante el temor de
ser atacados. Su ropa estaba sucia y en desorden, sus manos delicadas
expuestas a las crueles caricias del frío, aquel rostro capaz de
convertir al universo a la idolatría, parecía devastado y presa de un
abatimiento sin límites.

Ocupaba todo mi tiempo en observarla mientras caminaba a caballo al
lado del carricoche. Tan poco en mis cabales me hallaba, que estuve a
punto de caer varias veces. Mis suspiros y mis constantes exclamaciones
me valieron algunas miradas de ella. Entonces me reconoció y pude
observar que su primer impulso había sido arrojarse del coche para
venir a mí, pero retenida por la cadena, volvió a caer en la primitiva
actitud.

Rogué a los arqueros que por compasión se detuviesen un momento;
cedieron por avaricia. Dejé mi caballo para sentarme a su lado.
Estaba tan debilitada y vencida que permaneció largo rato sin poder
hablar ni mover las manos. Durante aquel tiempo humedecílas con mis
lágrimas, e incapaz de hablar yo mismo, permanecimos así, largo
rato, en la más triste situación que es dado imaginar. No menos
triste fueron nuestras razones cuando hubimos recobrado el uso de la
palabra. Manon habló poco; diríase que el dolor y la vergüenza habían
alterado los resortes de su voz, que era débil y temblorosa. Dióme
las gracias por no haberle olvidado y también por la alegría que la
proporcionaba--díjome suspirando--, verme una vez aún para poder
darme un postrer adiós. Pero cuando le aseguré que no había en el
mundo fuerzas capaces de separarme de ella y que estaba dispuesto a
seguirla al fin del universo para cuidarla y servirla, para amarla y
para ligar mi destino a su miseria, la pobre criatura entregóse a tan
intensas y dolorosas emociones que llegué a temer por su vida ante el
fuerte sacudimiento experimentado. Todos los movimientos que agitaban
su alma parecían reflejarse en sus ojos. Teníalos clavados en mí. A
veces abría la boca sin tener fuerzas para concluir de pronunciar las
palabras que iba a decir. Algunas se le escapaban, sin embargo. Eran de
admiración por mi amor, de protesta contra su exceso, de duda ante la
posibilidad de haberme inspirado una pasión tan perfecta y de súplica
para que renunciase al proyecto de seguirle, y buscar lejos de ella una
felicidad digna de mí que, decía, no podía darme.

Pese a la crueldad de mi suerte, hallaba mi dicha en sus miradas y en
la seguridad de mi amor. Había perdido, es verdad, todo lo que el resto
de los hombres estiman, pero tenía el corazón de Manon, que era lo que
yo más estimaba. Vivir en Europa o en América... ¿qué me importaba, si
era feliz y si vivía con ella? ¿No es acaso el universo entero patria
común para dos seres que se aman? ¿No encuentran el uno en el otro
padre, madre, amante, amigos, riquezas y felicidad?

Si algo me inquietaba era la idea de ver a Manon expuesta a las
privaciones de la indigencia. Figurábame ya en su compañía en un
país inculto y poblado por salvajes. «Seguro estoy--decíame a mí
mismo--que no los habrá tan salvajes y crueles como mi padre. A lo
menos nos dejarán en paz. Si las descripciones que de ellos se hacen
son exactas, viven según las leyes de la Naturaleza, no conocen ni
las fatales leyes de la avaricia que dominan a G... M..., ni las
fantásticas preocupaciones del honor que hacen de mi padre un enemigo.
No molestarán, pues, a dos amantes a quienes verán vivir con igual
sencillez que ellos». Por aquel lado estaba tranquilo.

Pero no me hacía ilusiones por lo que a la parte material de la vida
se refería. Había experimentado con harta frecuencia que existen
necesidades imprescindibles para una criatura delicada como Manon,
acostumbrada a una vida cómoda y regalada. Estaba desesperado de haber
malgastado inútilmente mi dinero y de que el poco que aun me quedaba
amenazase acabárseme por la bribonería de los arcabuceros. Pensaba
que con una modesta suma hubiera podido, no sólo defenderme contra
la miseria una temporada en América, donde el dinero escasea, sino
emprender alguna empresa duradera.

Aquel pensamiento engendró el de escribir a Tiberio, a quien siempre
encontré propicio a prestarme la noble ayuda de su amistad. Escribíle
desde la primera villa por donde pasamos. No le daba otra razón sino
el gran apuro en que me veía en Havre-de-Grâce, donde le confesaba
había ido acompañando a Manon. Le pedía cien _pistolas_. «Hacedlas
llegar a mi mano--decíale--por el jefe de las postas. Ya veis que es
la última vez que os importuno; pero viéndome forzado a abandonar a mi
infortunada amante no puedo dejarla ir al destierro sin alguna ayuda
que mitigue su situación».

Los arcabuceros hiciéronse tan intratables, cuando pudieron juzgar de
la violencia de mi pasión, y agobiáronme con tales exigencias, que
pronto me vi reducido a la última miseria. El amor, de otra parte, no
me permitía administrar mi bolsa. Pasaba todo el tiempo junto a Manon,
y no era ya por horas sino por días enteros como había que medirme el
tiempo. En fin, agotado mi tesoro, me vi a la merced de aquellos seis
miserables que me trataban con insoportable grosería. Testigo fuisteis
en Passy. Vuestro encuentro fué un feliz respiro que me acordó la
Fortuna. Vuestra piedad ante mi infortunio, la sola recomendación para
vuestro corazón generoso. Vuestro donativo me permitió llegar al Havre,
pues los arqueros guardaron más fe a su promesa de la que les creía
capaces.

Llegamos. Fuí al correo. Tiberio no había tenido aún tiempo de
contestarme. Me informé con exactitud del día en que podría recibir
su carta. Resultó que no podía llegar sino dos días después, y por
una burla cruel de mi destino, que el barco en que nos íbamos salía
por la mañana el mismo día en que debía de llegar el dinero. No puedo
pintaros mi desesperación. «¡Cómo--clamé lleno de angustia--aun en la
desgracia misma he de distinguirme por el exceso de mi mal!». Manon
me contestó: «¡Bah! ¿Merece vida tan miserable nuestros trabajos por
conservarla? Muramos en el Havre, mi amado caballero: ¡Que la muerte
acabe de un golpe con nuestras miserias! ¿Debemos ir a buscarla a una
tierra ignorada, donde deben esperarnos dolores sin cuento, puesto que
de ella han querido hacer un castigo para mí? ¡Muramos!--repitió--. O
por mejor decir, ve a buscar la dicha en los brazos de otra amada menos
infortunada que yo.--No, no--respondíle--, es para mí una dicha ser
desdichado con vos».

Sus palabras hiciéronme temblar. Juzgué que estaba abrumada por sus
penas. Esforcéme en tomar un aire tranquilo para quitarle aquellas
funestas ideas de muerte y desesperación. Resolví comportarme así en
lo futuro y tuve ocasión de aprender que no hay nada capaz de inspirar
confianza a una mujer como la intrepidez del hombre a quien ama.

Cuando hube perdido la esperanza de recibir ningún socorro de Tiberio,
vendí mi caballo. El dinero que obtuve, junto con el que aun me
quedaba de vuestra liberalidad, formaba la modesta suma de diecisiete
_pistolas_. Gasté siete en comprar algunas cosas precisas a Manon y
guardé las otras diez avaramente, como base de nuestra futura fortuna
en América. No me costó gran trabajo hacerme recibir en el barco.
Buscábase entonces gente joven dispuesta a unirse a la colonia. El
pasaje y la comida me fueron concedidos de un modo gratuito. Como el
correo de París debía marchar al siguiente día, dejé una carta para
Tiberio. Era sincera y capaz de enternecerle, puesto que le hizo tomar
una resolución que sólo podía venir de un amigo sincero, lleno de
infinita ternura y generosidad por otro amigo desgraciado.

Nos dimos a la vela. El viento nos fué propicio. Obtuve del capitán un
lugar aparte para mí y para Manon. Tuvo la bondad de mirarnos desde
un principio de manera diferente que a nuestros míseros compañeros.
No creí incurrir en ningún pecado afrentoso diciéndole que Manon
y yo estábamos unidos en matrimonio. Desde el primer día habíala
llevado aparte, y para atraernos su simpatía habíale contado una
parte de nuestros infortunios. Nos acordó su protección, y palmarias
señales de ella recibimos durante la travesía. Nos hizo dar de comer
decorosamente, sin contar con que las consideraciones que nos guardaba
nos hicieron respetar por nuestros compañeros de miseria. Mi atención
estaba siempre alerta para que Manon no sufriese la menor incomodidad.
Notábalo ella, y aquello, junto con la idea de la extrema miseria a
que por su amor me había rebajado, hacíanla tan tierna y apasionada,
tan atenta a mis menores deseos, que era entre ella y yo un pugilato
de servidumbres de amor. No tenía ni la menor nostalgia de Europa. Al
contrario; según avanzábamos hacia América sentía esponjarse mi corazón
y se hacía en él la paz. Si hubiese estado seguro de no carecer de las
cosas más necesarias para la vida hubiese dado gracias a la Fortuna por
haber dado aquel giro favorable a mi existencia de desdichas.

Después de una navegación de dos meses llegamos, por fin, a la orilla
deseada. El país, a primera vista, no nos ofreció nada de agradable.
Eran llanuras yermas e inhospitalarias en que apenas veíase algún
arroyo y algún árbol deshojado por el viento. No se veía rastro de
hombres ni animales; pero habiendo el capitán ordenado que disparasen
algunos tiros de nuestra artillería, no tardamos en ver aparecer a unos
ciudadanos de la Nueva Orleáns que se aproximaron a nosotros con vivas
señales de júbilo. No habíamos visto la villa, que se halla oculta por
aquel lado tras una pequeña colina. Nos recibieron como a emisarios del
cielo.

Los pobres habitantes apresuráronse a hacernos mil preguntas sobre el
estado de Francia y de cada una de las provincias donde habían nacido.
Abrazábannos como a sus hermanos y como a compañeros amados que venían
a compartir su soledad y su miseria. Con ellos tomamos el camino de la
ciudad; pero al avanzar vimos con pena que lo que nos habían elogiado
como una gran ciudad no era sino un villorrio miserable constituido por
algunas pobres cabañas. Habitábanlo seiscientas o setecientas personas.
La casa del gobernador nos pareció algo mejor por su tamaño y por su
situación. Hállase defendida por algunas fortificaciones hechas con
tierra, en torno de las que corre un largo foso.

Fuimos llevados a su presencia. Conferenció largamente con el capitán y
luego fué pasando revista, una a una, a todas las mujeres de la remesa.
Eran treinta, pues habíamos hallado en Havre otra banda que se reunió
a la nuestra. Después de haberlas examinado atentamente, el gobernador
hizo llamar a algunos jóvenes de la ciudad que se desesperaban en
espera de una esposa e hizo echar a suertes. No había aún hablado a
Manon, pero cuando ordenó retirarse a los demás nos hizo quedar a ella
y a mí. «Me dice el capitán que estáis casados y que ha podido apreciar
durante el viaje que se trata de dos personas de talento y mérito. No
quiero escudriñar en las razones que han causado vuestra desgracia,
pero si es verdad que tenéis tanto mundo como vuestro aspecto me hace
creer, podéis estar seguros que haré cuanto esté en mi mano para
endulzar vuestra suerte, y a la vez vosotros me ayudaréis a hallar
alguna distracción en este lugar desierto y salvaje».

Contestéle del modo que creí más conveniente para confirmarle en la
idea que se había formado de nosotros. Dió entonces algunas órdenes
para hacernos preparar alojamiento y nos invitó a quedarnos a cenar
con él. Encontréle muy tratable para ser el jefe de una penitenciaria.
En público no nos hizo pregunta ninguna sobre el fondo de nuestras
aventuras. La conversación fué general y, pese a nuestra tristeza,
Manon y yo nos esforzamos en distraerle.

Por la noche nos hizo llevar a la habitación que nos habían preparado.
Nos encontramos con una miserable cabaña con muros de barro y de
madera, compuesta de tres habitaciones y un granero. Había hecho poner
cinco o seis sillas y algunas otras cosas necesarias para la vida.

Manon pareció aterrada a la vista de tan triste morada. Era más
por mí que por ella por lo que se sentía afligida. Cuando quedamos
solos sentóse y púsose a llorar amargamente. Impúseme el deber de
consolarla; pero cuando me dijo que era más por mí que por ella por
lo que lloraba con tanto desconsuelo, y que el motivo de su aflicción
era pensar en las privaciones que por ella me imponía, tomé sobre mí
la misión de consolarla y hacer aquello menos triste. «¿De qué he de
quejarme si tengo cuanto deseo en el mundo? ¿No me amáis? ¿Qué otra
dicha puedo haber deseado? Dejemos al cielo el cuidado de nuestra
fortuna. La situación no es tan desesperada. El gobernador es un hombre
considerado; ha mostrado estima por nosotros; no dejará, seguramente,
que carezcamos de lo preciso. Por lo que a la miseria de nuestra cabaña
y a la tosquedad de los muebles se refiere, habréis podido observar que
hay aquí pocas gentes mejor alojadas que nosotros. ¡Eso sin contar con
que vos sois admirable alquimista, porque todo lo transformáis en oro
con vuestra sola presencia!».

--Entonces seréis la persona más rica del universo--díjome--, pues si
es verdad que jamás hubo amor como el vuestro, no menos verdad es que
jamás ser humano fué más tiernamente amado que lo sois vos. Quiero ser
justa para conmigo misma--continuó--y confesar que nunca merecí la
prodigiosa devoción que me mostráis. Os he causado penas y sinsabores
que han necesitado de toda vuestra bondad para hallar perdón. He sido
infiel, ligera y aun, amándoos con toda mi alma como os amé siempre,
fuí hasta ingrata. Pero nunca podéis imaginaros hasta qué punto he
cambiado. Las lágrimas que tantas veces visteis brotar de mis ojos
ni una sola vez fueron motivadas por mis propios males. Ésos dejé de
sentirlos cuando vos vinisteis a compartirlos conmigo. No lloraba sino
de ternura y compasión por vos. No podré consolarme de haberos hecho
sufrir ni un solo momento. No ceso de reprocharme mi liviandad ni de
admirar vuestra abnegación por una infortunada indigna de ella, que con
toda la sangre de sus venas no podría pagarla--añadió con abundancia de
lágrimas y suspiros.

Su llanto, su discurso y el tono en que lo había pronunciado hicieron
sobre mí tan gran impresión que creí sentir partírseme el corazón.
«Tened cuidado--díjela--, tened cuidado, mi adorada Manon; no tengo
fuerzas para soportar pruebas tales de vuestro amor, pues no puedo
habituarme a júbilo tan grande. ¡Oh, Dios mío!--gemí--. Ya nada os
pido, estoy seguro del corazón de mi Manon, que es cuanto deseo
para ser feliz. Ya no cesaré de serlo nunca. Ya soy feliz.--Lo
seréis--respondióme--si de mí hacéis depender vuestra felicidad, y por
lo que a mí se refiere ya no sé dónde hallar la mía».

Me acosté con aquellas ideas, que hacían de mi cabaña un palacio digno
del más poderoso monarca del mundo. América parecióme después de eso
un lugar de delicias. «Es a Nueva Orleáns--decíale frecuentemente a
Manon--donde hay que venir si queremos gozar de las delicias del amor.
Es aquí donde puede amarse sin celos, sin interés y sin infidelidades.
Nuestros compatriotas vienen a buscar oro, ¡no saben que hemos hallado
tesoros mucho más valiosos!».

Cultivamos cuidadosamente la amistad del gobernador. Algunas semanas
más tarde me dió un pequeño destino que había vacado en el castillo.
Aunque no era cosa muy admirable, aceptéla como un don del cielo, pues
me colocaba en condiciones de vivir sin ser una carga para nadie. Tomé
un criado para mí y una doncella para Manon. Nuestra pequeña fortuna
quedó en orden. Yo, por mi parte, era muy ordenado; Manon no lo era
menos. No dejábamos pasar ninguna ocasión de hacer un favor o ser
útiles a nuestros convecinos. Aquella servicialidad y nuestro natural
simpático y deferente nos atrajeron las simpatías de la colonia toda.
En poco tiempo llegamos a estar tan considerados que pasábamos por ser
las primeras personalidades de la colonia después del gobernador.

La inocencia misma de nuestras ocupaciones y la tranquilidad de que
gozábamos continuamente nos llevó a rememorar insensiblemente las ideas
religiosas. Manon nunca fué una mujer descreída; tampoco yo era uno
de esos libertinos que se jactan de unir la irreligión a la torpeza
de costumbres. La experiencia comenzaba a hacer en nosotros las veces
de los años. Nuestras charlas, plenas de reflexión, hicieron nacer
en nosotros el deseo de un amor honesto. Fuí el primero en proponer
aquel cambio a Manon. Conocía bien su corazón y sabía que era recta y
justa en su sentir. Hícele comprender que faltaba algo a nuestra dicha.
«Es--díjele--la bendición del cielo. Nuestras almas son demasiado
bellas y nuestros corazones demasiado justos para vivir voluntariamente
en el olvido de nuestros deberes. Pase que hayamos vivido así en
Francia, donde tan imposible nos era dejar de amarnos como legalizar
nuestro amor; pero en América, donde no dependemos sino de nosotros
mismos, donde no tenemos por qué respetar las leyes arbitrarias del
abolengo y la fortuna, donde hasta nos creen ya casados, ¿qué puede
impedirnos que nos casemos efectivamente y que santifiquemos nuestra
unión con un juramento que autoriza la Iglesia? Por lo que a mí atañe,
nada de nuevo os ofrezco al ofreceros mi mano y mi corazón, pero estoy
dispuesto a renovar la oferta al pie de los altares».

Parecióme que aquellas palabras llenábanle de alegría. «¿Me creeréis
si os digo que mil veces pensé en ello desde que estamos en América?
El temor de disgustaros me hizo sepultar ese pensamiento en lo más
hondo de mi corazón. No tengo la pretensión de aspirar a ser vuestra
esposa.--¡Ah, Manon!; pronto serías la de un rey si al cielo pluguiese
que hubiese nacido con corona. No vacilemos más. Ningún obstáculo
podemos temer. Hoy mismo quiero hablar al gobernador y decirle que
hasta hoy le mentimos. Dejemos temer a los amantes vulgares las cadenas
irrompibles del matrimonio. No las temerían si, como nosotros,
estuviesen seguros de llevar siempre las del amor». Fuíme, dejando a
Manon transida de júbilo por aquella resolución.

Estoy seguro que no habría un hombre honrado en el mundo que no
aprobase mi determinación en las circunstancias en que yo me hallaba;
es decir, atado irremisiblemente a una pasión que jamás podría romper y
perseguido por remordimientos que no debía ahogar. Pero ¿habrá alguien
que pueda tachar de injustas mis quejas si lamento la crueldad de los
cielos que rechazaron, qué digo rechazaron, castigaron como tremendo
crimen un plan hecho tan sólo para agradarle. Habíame dejado caminar
tranquilamente por los más arriesgados vericuetos del vicio y reservaba
el más tremendo de sus castigos para cuando intentase marchar por las
sendas de la virtud. Temo carecer de las fuerzas necesarias para acabar
la narración del más funesto lance que sucedió jamás.

Fuí a ver al gobernador, tal y como había quedado con Manon, para
rogarle consintiese en la celebración de la ceremonia de nuestro
matrimonio. Me hubiese guardado muy bien de hablarle a él ni a nadie
si hubiese creído que su capellán, que era el solo sacerdote que
había en la ciudad, me hubiese hecho aquel favor sin su intervención;
pero no esperando que éste se aviniese al secreto, había tomado la
determinación de obrar abiertamente.

El gobernador tenía un sobrino llamado Sinelet, a quien quería
mucho. Era un hombre de unos treinta años, valiente, pero iracundo
y violento. No estaba casado. La vista de Manon había encendido una
pasión en su pecho y la constante vista de su belleza durante los
nueve o diez meses que llevábamos allí habíala atizado hasta hacerle
consumirse en ella. Sin embargo, como se hallaba persuadido, igual que
su tío y todo el resto de la ciudad, de que me hallaba casado con ella,
había dominado su amor hasta no dejar traslucir nada, y aun en varias
ocasiones había puesto verdadero celo en servirme.

Encontréle con su tío cuando llegué al castillo. Como no tenía ningún
motivo para ocultarme a él no vi inconveniente en explicarme en su
presencia. El gobernador me oyó con la bondad acostumbrada. Contéle
parte de mi historia, que pareció escuchar con agrado, y cuando le
rogué asistiese a la ceremonia que proyectaba tuvo la generosidad
de ofrecerme costear el gasto que ocasionase la fiesta. Me fuí muy
contento.

Una hora más tarde vi llegar al limosnero a mi casa. Creí que venía
a darme algunas instrucciones respecto a mi boda; pero después de
saludarme fríamente, díjome que el gobernador me prohibía ni aun pensar
en ello, pues tenía otros proyectos respecto a Manon. «¿Otros proyectos
respecto a Manon?--interrogué, con el corazón oprimido por mortal
angustia--¿Y cuáles son, señor limosnero?». Contestóme que no debía
yo ignorar que el señor gobernador era el amo allí y, por lo tanto,
que habiendo sido Manon enviada desde Francia para uso de la colonia
era de su incumbencia disponer de ella; que no lo había hecho hasta
entonces porque la creía casada, pero que habiendo sabido de mis mismos
labios que no era así había determinado entregársela al señor Sinnelet,
que estaba enamorado de ella.

La ira pudo más que la prudencia. Ordené altivamente al limosnero que
saliese inmediatamente de mi casa, advirtiéndole que ni el gobernador,
ni Sinnelet, ni el pueblo entero osarían poner mano en mi mujer o mi
querida, como quisiesen llamarla.

Participé en seguida a Manon el funesto mensaje que acababa de recibir.
Supusimos que Sinnelet había ejercido presión sobre su tío después
de mi marcha y que todo era el resultado de un siniestro propósito
madurado desde hacía tiempo. Eran los más fuertes. Nos hallábamos en
la Nueva Orleans perdidos como en medio del mar; es decir, separados
del resto del mundo por enormes espacios. ¿Dónde huir en un país
desconocido, desierto o habitado por bestias feroces y por salvajes tan
bárbaros como ellas? Sabíame estimado en la población, pero no podía
esperar conmoverlos hasta obtener un auxilio proporcionado a mi mal.
Hubiese necesitado dinero y era pobre. Por otra parte, el éxito de una
revuelta popular era incierto, y si la fortuna nos era adversa nuestra
desgracia no tendría remedio.

Daba vueltas en mi cabeza a todas aquellas ideas. Comuniqué algunas
a Manon; concebí nuevas, sin esperar su respuesta; tomaba una
determinación que abandonaba en seguida pareciéndome descabellada;
hablaba solo, contestaba en voz alta a las preguntas que me formulaba
yo mismo; en fin, hallábame en un estado de agitación que a nada podría
comparar, pues nunca fué igualada. Manon no apartaba de mí los ojos.
Por mi turbación juzgaba de la magnitud del peligro y temblaba por mí y
por ella misma. La pobre criatura no osaba expresar su miedo.

Después de infinidad de reflexiones detúveme en la determinación de
ir a ver al gobernador y tratar de ablandarle con las ideas de la
caballerosidad y el recuerdo de mi respeto y su afecto. Manon quiso
oponerse a mi marcha. Decíame, con los ojos bañados en llanto: «¡Vais a
la muerte; os matarán; no os veré más; quiero morir con vos!». Costóme
grandes esfuerzos convencerla de la necesidad en que me veía de salir y
de la conveniencia de que ella se quedase en casa. Prometíle volver en
seguida. Ignoraba, igual que yo, que era sobre ella sobre quien debía
caer toda la cólera de los cielos y la rabia de nuestros enemigos.

Fuí al castillo. El gobernador hallábase allí con su limosnero.
Rebajóme para enternecerle a sumisiones que me hubiesen hecho morir de
vergüenza si otra hubiese sido la causa que las motivase; ataquéle por
todas las razones que debían impresionar un corazón que no fuése el de
un tigre feroz y cruel.

El bárbaro no opuso a mis razones sino dos razones que repitió cien
veces. «Manon--díjome--depende de mí. He dado palabra a mi sobrino».
Estaba decidido a contenerme hasta el último extremo; contentéme, pues,
con decirle que le creía demasiado amigo mío para desear mi muerte, a
la que consentiría antes que en la pérdida de mi amada.

Tenía, sin embargo, la certeza al salir de allí de que nada podía
esperar de aquel viejo terco, capaz de condenarme mil veces por su
sobrino. Pero yo persistía en mostrarme sereno y moderado, decidido
en el fondo a si llegaban a cometer grandes injusticias conmigo dar
a América el espectáculo de una de las más sangrientas y horribles
escenas de amor que pudiesen soñarse jamás.

Volvía a mi casa meditando en todo aquello cuando el destino, que debía
querer acelerar mi ruina, me hizo topar con Sinnelet. Debió leer en
mis ojos una parte de mis pensamientos. Ya he dicho que era valiente;
vino a mí. «¿No me buscabais?--díjome--Comprendo que mis intenciones
os molestan y supuse siempre que habríamos nosotros dos de andar a
estocadas. Veamos quién es el más feliz». Díjele que tenía razón, que
sólo mi muerte podía acabar con nuestras diferencias.

Nos alejamos un centenar de pasos de la ciudad. Cruzáronse nuestras
espadas y casi a un tiempo le herí y le desarmé. Tanto le irritó
aquella desgracia que se negó a pedirme gracia de la vida y a renunciar
a Manon. Tal vez asistíame el derecho de acabar con una y otra, pero la
sangre generosa que corría por mis venas no podía desmentirse nunca.
«Recomencemos--díjele--y pensad que es sin cuartel». Atacóme con
terrible furia. He de confesar que no era muy ducho en las armas, no
teniendo como preparación sino tres meses de sala en París. Pero el
amor guió mi espada. Sinnelet no dejó de traspasarme un brazo de parte
a parte, pero yo, a mi vez, le di un golpe tan violento que cayó a mis
pies sin sentido.

Pese a la alegría que nos produce la victoria tras de mortal combate,
no pude por menos de reflexionar sobre las consecuencias de aquella
muerte. Conociendo, como conocía, el cariño del gobernador por su
sobrino estaba cierto que no le sobreviviría ni una hora. Pues con ser
apremiante este temor, éralo menos que otro. Manon, el bienestar de
Manon, la necesidad de perderla, perturbábame hasta nublar mis ojos
e impedíame reconocer el lugar donde me hallaba. Sentía lo sucedido
con Sinnelet y la muerte, que pusiese fin a todo, parecíame el único
recurso a mis penas.

Pero hubo un pensamiento que me hizo reaccionar y recobrar mi presencia
de espíritu. «¡Cómo! ¡Quiero morir para acabar mis penas! ¿Puede
haberlas mayores que perder lo que amo? ¡Ah! ¡Suframos todos los
dolores con tal de ser un consuelo para ella y dejemos el morir para
cuando nuestra presencia sea inútil!».

Tomé el camino de la ciudad. Volví a mi casa, donde hallé a Manon medio
muerta de miedo y de inquietud. Mi presencia la reanimó. No podía, sin
embargo, ocultarla el terrible accidente que acababa de tener lugar.
Ante la narración de la muerte de Sinnelet y de mi propia herida
cayó desvanecida en mis brazos. Tardé más de un cuarto de hora en
hacerle recobrar el conocimiento.

                             [Ilustración]

                             [Ilustración]

Yo mismo estaba medio muerto de espanto, no viendo, como no veía el
menor rayo de esperanza para su salvación y la mía. «Manon, ¿qué
hacemos ahora? ¡Dios mío!, ¿qué será de nosotros? Tengo forzosamente
que alejarme; ¿queréis quedaros vos aquí? Sí, quedaros; aún podéis ser
feliz. Yo parto lejos, para buscar la muerte entre los salvajes o bajo
las garras de las fieras».

Alzóse, pese a su debilidad, y me cogió la mano para llevarme hacia
la puerta. «Huyamos juntos--díjome--. No perdamos un instante. Pueden
haber hallado el cuerpo de Sinnelet y entonces no tendríamos tiempo
de partir.--Pero, Manon adorada--díjela enloquecido--, decidme dónde
queréis que vayamos. ¿Veis algún recurso? ¿No sería mejor que trataseis
de vivir aquí sin mí y que voluntariamente llevaseis mi cabeza en
ofrenda al gobernador?

Aquella proposición no sirvió sino para aumentar su ardor; hube de
seguirla. Tuve aun, al partir, la presencia de ánimo de coger algunos
licores fuertes que había y todas las provisiones que pude llevar.
Dijimos a nuestros criados, que se hallaban en el cuarto contiguo, que
nos íbamos a dar nuestro paseo vesperal (teníamos aquella costumbre),
y nos alejamos de la ciudad con más prontitud de lo que la endeble
fragilidad de Manon me dejaba esperar.

Aunque seguía indeciso respecto a la meta de nuestro viaje, no dejaba
de acariciar algunas esperanzas, sin las que hubiese preferido la
muerte a la incertidumbre de lo que podía ser de Manon. Había adquirido
suficiente conocimiento del país en casi diez meses que llevaba en
América para no ignorar la manera como aprovisionaban a los salvajes.
Podía uno ponerse en sus manos sin riesgo de una muerte segura. Había
incluso aprendido algunas palabras de su lengua y algunas de sus
costumbres en las varias ocasiones en que les había visto.

Junto a aquella mísera esperanza tenía otra que radicaba en los
ingleses que, como es sabido, tienen, como nosotros, establecimientos
en aquella parte del Nuevo Mundo. Pero espantábame la distancia; antes
de llegar a sus colonias teníamos que atravesar grandes planicies,
cuyo recorrido exigía días enteros, y algunas montañas tan altas y
escarpadas que su acceso parecía difícil a hombres toscos y vigorosos.
Pensaba, sin embargo, que podíamos contar con dos ayudas: los salvajes
para guiarnos, los ingleses para recibirnos en sus colonias.

Anduvimos cuanto permitieron las fuerzas de Manon, que fueron unas dos
leguas, pues aquella incomparable amante negóse a detenerse antes.
Abrumada al fin de cansancio, confesóme que no podía más. Era noche ya;
sentámosnos en medio de una enorme llanura, sin haber podido hallar un
árbol para cobijarnos. Su primer cuidado fué cambiar los vendajes de mi
herida, que ella misma había curado antes de la marcha. Fué inútil que
me opusiese a su voluntad; hubiese acabado de abrumarla de pena si la
hubiese negado la satisfacción de creerme a gusto y libre de peligro
antes de mirar por su propia conservación. Me sometí unos minutos a sus
deseos y recibí sus cuidados en silencio y avergonzado. Pero cuando
hube satisfecho su anhelo de ternura, ¡con qué fervor no di yo suelta
a la mía! Despojéme de mis ropas para hacer que, extendiéndolas sobre
ella, su lecho fuése menos duro. Púseme, aun contra su voluntad, a
emplear todas mis artes en paliar las incomodidades. Calenté sus manos
con el fuego de mis besos y el aliento de mis suspiros. Pasé toda la
noche en vela, junto a ella, implorando del cielo le concediese un
sueño dulce y sosegado. ¡Dios mío, cuán sinceros eran mis votos y cuán
riguroso fuisteis al no escucharlos!

Perdonadme si en pocas palabras acabo esta narración que me destroza
de pena. Os cuento desgracias que jamás tuvieron iguales; toda mi
vida está destinada a llorarlas. Pero aunque las tengo perpetuamente
presentes en mi memoria, mi ánimo flaquea y parece vacilar de horror
cada vez que intento expresar con palabras mi recuerdo.

Habíamos pasado tranquilamente una parte de la noche; creíala dormida y
casi no me atrevía a respirar por miedo a turbar su sueño.

Al amanecer noté, al tocar sus manos, que las tenía frías y
temblorosas. Apretélas contra mi pecho para devolverles su calor.
Notólo, y con un esfuerzo, para devolverme la caricia, murmuró con voz
débil que creía ya llegada su última hora.

No atribuí a aquellas palabras otra trascendencia que al lenguaje
corriente en la desgracia y no contesté sino con los tiernos consuelos
del amor. Pero sus frecuentes suspiros, su silencio ante mis preguntas
y las frecuentes crispaciones de sus manos, entre las que estrechaba
las mías, me hicieron temer que se aproximaba el fin de sus males.

No me pidáis que os describa mi pena ni que os cuente sus últimos
momentos.

La perdí. Aun en la agonía recibí de ella pruebas inolvidables de amor.
Eso es cuanto aún tengo fuerzas para deciros de aquel deplorable y
triste accidente.

Mi alma no siguió a la suya. Sin duda, el cielo no me creyó
suficientemente castigado; ha querido que siga arrastrando una vida
lánguida y miserable. Renuncio voluntariamente a llevarla jamás más
feliz.

Pasé más de veinticuatro horas los labios en el rostro y en las manos
de mi adorada Manon. Mi primera idea fué morir, pero pensé al segundo
día que, después de mi muerte, su cuerpo estaría expuesto a ser pasto
de las bestias feroces. Hice el proyecto de enterrarla y luego esperar
la muerte tendido sobre su fosa. Estaba ya tan próximo a ella por la
debilidad que el ayuno y el dolor me habían causado que me costaba
trabajo tenerme en pie. Me vi precisado a recurrir a los licores que
había traído; ellos devolviéronme las fuerzas necesarias para el triste
oficio que iba a desempeñar.

No era empresa difícil cavar la tierra en el lugar donde estaba, que
era una llanura cubierta de arena. Rompí mi espada para servirme de
ella para abrir el hoyo, pero me fué menos útil que mis manos. Abrí un
foso profundo. Sentéme aun junto a ella y la contemplé con arrobo, sin
resolverme a cerrar su tumba. Al fin sentí que mis fuerzas comenzaban a
faltarme nuevamente, y temiendo carecer de ellas para mi triste misión,
sepulté para siempre en la tierra a la criatura más bella y amable que
existió jamás. Tendíme acto seguido sobre su tumba, el rostro vuelto a
la tierra, y cerrando los ojos con el designio de no volverlos a abrir,
impetré la ayuda del cielo y esperé la muerte.

Lo que os costará trabajo, sin duda, creer es que durante el desempeño
de esa triste misión no brotó ni una lágrima de mis ojos, ni un suspiro
de mi pecho. La profunda consternación en que estaba sumido y la
determinación tomada de morir cortaba el curso a toda manifestación de
desesperación y dolor. Así es que no permanecí mucho tiempo en aquella
postura sin perder el conocimiento.

Después de lo que acabáis de oir, el fin de mi historia tiene tan poco
interés que no merece la pena que os dais en escucharla. Trasladado
el cuerpo de Sinnelet a la ciudad, y examinadas cuidadosamente sus
heridas, halláronse con que no solamente no estaba muerto sino que
aquéllas carecían de importancia. Contóle a su tío cómo habían sucedido
las cosas y su generosidad llevóle a dar cuenta de la mía. Me hicieron
buscar, y mi ausencia, junto con la de Manon, hicieron creer en una
fuga. Era ya tarde para salir en mi seguimiento, pero el día siguiente
y el otro empleáronse en mi busca.

Halláronme, sin dar señales de vida, tendido sobre la tumba de Manon,
y los que así me encontraron, casi desnudo y sangrando por mi herida,
no dudaron que había sido robado y asesinado. Me llevaron a la ciudad.
El movimiento del traslado me volvió a la realidad. El suspiro que
proferí al abrir los ojos y mi gemir al encontrarme entre los seres
vivientes, les hicieron comprender que aun era hora de prestarme
auxilio; diéronmelos con demasiada fortuna. No dejé de ser encerrado,
sin embargo, en severa prisión.

Instruyéronme proceso, y como Manon no parecía, acusáronme de haberme
deshecho de ella en un impulso de ira y celos. Conté, claro es, mi
lamentable aventura. Sinnelet, pese a los transportes de dolor que la
narración le produjo, tuvo la generosidad de solicitar gracia para mí.
La obtuvo.

Estaba tan débil que se vieron obligados a trasportarme desde la
prisión a mi lecho, donde permanecí tres meses víctima de grave
dolencia. Mi odio a la vida no disminuía; invocaba constantemente
la muerte y durante mucho tiempo me obstiné en rechazar todos los
remedios. Pero el cielo, después de haberme castigado con tanto rigor,
tenía el designio de hacerme útiles mis desgracias y sus castigos;
iluminóme con sus luces, que hicieron brotar en mí ideas dignas de mi
nacimiento y educación.

Habiendo comenzado a renacer la tranquilidad en mi espíritu, aquel
cambio fué seguido de mi curación. Dejéme llevar por entero de las
inspiraciones del honor y seguí desempeñando mi modesto empleo en
espera de los barcos de Francia, que visitaban una vez al año aquella
parte de América. Estaba resuelto a volver a mi patria para borrar con
una vida ejemplar el escándalo de mi conducta. Sinnelet había tomado
sobre sí el cuidado de hacer trasladar el cuerpo de mi amada a un lugar
digno.

Fueron seis semanas después de mi curación cuando, paseando un día por
la orilla del mar, vi llegar un barco a quien los negocios traían a
Nueva Orleans. Esperé al desembarco de la tripulación. ¡Cuál no seria
mi sorpresa al reconocer a Tiberio entre los que se encaminaban a la
ciudad! Díjome que el único objeto de su viaje había sido verme y
convencerme que volviese a Francia; que habiendo recibido la carta que
le escribí desde el Havre había corrido allí en persona para llevarme
la ayuda que le pedía y había experimentado vivísimo dolor al saber
mi marcha, y que hubiese partido tras de mí si hubiese hallado barco
dispuesto a ello, que habíalo buscado durante meses en varios puertos,
habiendo encontrado por fin uno en _Saint-Maló_ que levaba anclas para
la Martinica habíase embarcado con la esperanza de encontrar allí un
pasaje fácil para Nueva Orleans. Que habiendo sido apresado el barco
por los corsarios españoles y llevado a una de sus islas habíase
escapado gracias a su habilidad, y después de diversas aventuras había
hallado la ocasión en la marcha del barco que le había traído con
felicidad hasta mí.

No podía menos de sentirme lleno de gratitud por un amigo tan generoso
y constante. Le llevé a mi casa e hícele dueño de cuanto poseía.
Contéle cuanto me había sucedido desde mi salida de Francia, y para
darle una alegría con la que no contaba, díjele que las simientes de
virtud que había sembrado antaño en mi espíritu comenzaban a producir
frutos de que podía estar orgulloso.

Pasamos dos meses juntos en Nueva Orleans en espera del barco que
venía de Francia, y tras hacernos, por fin, a la mar, tomamos tierra
hace quince días en _Havre-de-Grâce_. Escribí a mi familia al llegar.
He sabido por la contestación de mi hermano mayor la triste nueva
de la muerta de mi padre, a la que temo, con harta razón, que mis
desvaríos hayan contribuido. Como el viento era favorable para Calais,
me embarqué en seguida con designio de ir a casa de un caballero de mi
familia donde mi hermano me espera.


                                  FIN

                             [Ilustración]





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK MANON LESCAUT ***


    

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