La dama de las camelias - Una familia corsa

By Alexandre Dumas

The Project Gutenberg eBook of La dama de las camelias - Una familia corsa
    
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Title: La dama de las camelias - Una familia corsa

Author: Alejandro Dumas

Release date: July 13, 2024 [eBook #74029]

Language: Spanish

Original publication: Barcelona: Editorial Ramón Sopena, 1912

Credits: Andrés V. Galia, Thiers and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (Biblioteca Nacional de España. )


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA DAMA DE LAS CAMELIAS - UNA FAMILIA CORSA ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR


Este proyecto incluye dos obras de Alejandro Dumas (hijo): _La dama de
las camelias_ y _Una familia corsa_. La historia desarrollada en la
primera fue musicalmente inmortalizada por Giuseppe Verdi en su ópera
_Traviata_, posiblemente una de las obras más apreciadas del repertorio
operístico de todos los tiempos.

En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está encerrado
entre guiones bajos (_cursiva_), mientras que el texto en versalitas se
representa en mayúsculas, como en VERSALITAS.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas vigentes de la Real Academia Española cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el
acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está
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Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores
tipográficos y de ortografía.

La portada incluida en este libro electrónico fue modificada por
el transcriptor y se cede al dominio público.


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                        LA DAMA DE LAS CAMELIAS


                            [Ilustración]


                     BIBLIOTECA DE GRANDES NOVELAS


                        ALEJANDRO DUMAS (Hijo)




                        LA DAMA DE LAS CAMELIAS


                          VERSIÓN CASTELLANA

                            [Ilustración]


                               BARCELONA
                         CASA EDITORIAL SOPENA
                             PROVENZA, 95


                 Imp. Sopena, Provenza 95.--BARCELONA


                        LA DAMA DE LAS CAMELIAS




                              CAPÍTULO I


Tengo la convicción de que no se pueden crear personajes sin haber
estudiado mucho la humanidad, como de que no se puede hablar un idioma
sin aprenderlo antes perfectamente.

No teniendo, como no tengo, la edad indispensable para inventar, he de
contentarme con referir.

Creo que el lector se persuadirá pronto de la veracidad de la presente
historia, cuyos personajes, excepto la heroína, viven aún.

Muchos testigos existen en París de la mayor parte de los hechos que
voy a consignar, los cuales podrían confirmarlos, si mi testimonio no
fuese bastante.

Una circunstancia especial hace que sólo yo pueda narrarlos, puesto que
soy el único confidente de los más íntimos detalles, sin los cuales
sería imposible hacer una relación interesante y completa.

Debo comenzar explicando la singular manera cómo llegaron a mi tales
pormenores.

El día 12 de marzo de 1847, llamó mi atención un cartel amarillo fijado
en una casa de la calle Laffite. En él se anunciaba la venta de muebles
y objetos curiosos, venta que iba a verificarse por haber fallecido su
poseedor. En dicho anuncio no se citaba el nombre del difunto, pero sí
que debía tener lugar la venta en la calle de Antín, número 9, el día
16, de las doce a las cinco de la tarde.

Decía el anuncio, además, que podían visitarse las habitaciones y los
muebles durante los días 13 y 14.

Como soy aficionado a curiosidades, decidí aprovechar la ocasión, si no
para comprar, para satisfacer al menos mi costumbre.

Presentéme, pues, al otro día en la calle de Antín, número 9, y por más
que creía ser de los primeros, encontré que se me habían anticipado
varios.

Entre la muchedumbre había algunas señoras que, si bien lucían ricos
vestidos de terciopelo y abrigos de cachemir, y eran esperadas en la
puerta por lujosos carruajes, contemplaban admiradas, si no envidiosas,
aquel cúmulo deslumbrante de objetos, tan ricos como artísticos.
Después me expliqué tanta admiración y asombro, pues, examinándolos
también, noté que me hallaba en la que fué morada de una cortesana.

Sabido es el prurito que sienten las señoras del gran mundo por
escudriñar el interior doméstico de ciertas mujeres, cuyos soberbios
troncos salpican de lodo sus carretelas, que al par de ellas y entre
ellas tienen su palco en la Ópera y en los italianos, haciendo pública
ostentación de su belleza, de sus galas y de sus escándalos.

La que habitó la casa en que me hallaba, había muerto; podían, por lo
tanto, penetrar en su gabinete las damas más virtuosas. La muerte había
desinfectado la atmósfera de aquella espléndida sentina y, sobre todo,
podían, hasta las más escrupulosas, pretextar que acudían a una venta,
ignorantes de los pormenores de la casa a que se las llamaba.

Habían leído unos anuncios, querían ver lo que por ellos se prometía,
y elegir anticipadamente; nada más natural, lo que no era obstáculo
para que entre aquel conjunto de maravillas procurasen encontrar las
huellas de la meretriz sobre cuya vida debían haber oído tan raras como
extrañas aventuras.

Pero los misterios habían desaparecido con el fallecimiento de la
heroína, y no obstante sus buenas intenciones, no pudieron encontrar
aquellas damas, nada que no fuese lo que podía venderse después de la
muerte de la belleza que animaba aquellas maravillas.

Podían hacerse buenas adquisiciones, puesto que cuantos objetos había
expuestos eran verdaderamente magníficos. Muebles de palo de rosa y
de álamo blanco, porcelanas de Sèvres y de China, bronces de Sajonia,
ricas tapicerías, raso, seda, metales preciosos; nada faltaba.

Recorrí las habitaciones, siguiendo a los demás. Las damas que
me precedían entraron en un gabinete tapizado de tela persa; iba
yo a penetrar también, cuando ellas retrocedieron sonriendo como
avergonzadas de su curiosidad. Esto avivó más mi deseo y entré: era la
pieza tocador, en la que se manifestaba la extremada prodigalidad de la
difunta, con todos sus detalles y buen gusto.

Diseminados en artístico desorden, sobre una gran mesa, ostentábanse
mil tesoros de Oudiot y Aucoc.

Existían allí todos los infinitos objetos necesarios al tocador de una
mujer como la que vivió en aquella casa no habiendo uno que no fuese de
oro o de plata. Y eso que aquel armónico conjunto se había agrupado por
las diversas manos de distintos amores.

Como yo estaba curado de espanto, entretúveme minuciosamente en
examinar detalles, y pude observar que todos aquellos objetos
trabajados con tanto artificio, iban marcados por diferentes cifras y
blasones.

Examinando aquellos ricos e innumerables datos equivalentes a otras
tantas concesiones de la pobre joven, me decía a mí mismo: «Dios se
le ha manifestado muy compasivo no dejando que sucumbiera al castigo
común, permitiéndole morir rodeada de lujo y belleza, y sin llegar a la
vejez, primera muerte de las mujeres libres».

En efecto, ¿puede darse nada más horroroso que la vejez de la
prostitución, sobre todo en la mujer? Privada de toda dignidad, no
inspira ninguna clase de interés. El remordimiento continuo, no del mal
camino recorrido, sino de la falta de cálculo y del dinero malversado,
es una cosa verdaderamente triste. Conocí a una de estas desgraciadas
ancianas, que de su pasado no le quedaba más que una hija, tan hermosa
como lo había sido ella según testimonio de sus contemporáneos. Aquella
desgraciada criatura, a la que su madre jamás había dado el nombre de
_hija_ para otra cosa que para ordenarle que sostuviese su vejez, en
compensación de haberla mantenido en su infancia, se llamaba Luisa, y
por obediencia a _su madre_, se abandonaba al vicio sin voluntad, sin
pasión, sin goce alguno, de igual manera que hubiera ejercido, si se lo
hubiesen enseñado, un oficio cualquiera.

El hábito continuo del libertinaje, en el cual había nacido, unido a
una naturaleza débil y enfermiza, habían privado a la pobre niña de la
distinción entre el bien y el mal, que si Dios se la había concedido al
nacer, nadie había cuidado de arraigar.

Nunca se borrará su recuerdo de mi memoria. Me parece que la veo
diariamente y a la misma hora atravesar los _boulevares_, acompañada de
su madre, con la asiduidad propia con que las madres dignas de serlo,
acompañan a sus propias hijas. Como yo era muy joven no me repugnaba,
ni preocupaba por la ligera moral de mi siglo.

No obstante, recuerdo que aquella escandalosa vigilancia me repugnaba e
infundía desprecio.

Añádase a ello que jamás se ha pintado rostro de virgen con mayor
aureola de inocencia, con parecida expresión de sufrimiento.

Podía decirse que simbolizaba la resignación.

Un día el rostro de aquella criatura pareció iluminarse. De entre los
desenfrenos de que su madre tenía la llave, pareció que Dios permitía
brotar cierta ventura. Y, bien considerado, ¿por qué Dios, que no le
concediera fuerzas, la había de dejar sin ayuda, bajo el enorme peso de
la vida?

Aquel día, pues, Luisa sintió que iba a ser madre, y lo que le quedaba
aún de casto, se estremeció con su alma. La pobre niña corrió a
participárselo a su madre para compartirse la alegría. Rubor cuesta el
decirlo, y no consigno una inmoralidad por puro capricho, doy fe de un
hecho. Tal vez obraría mejor callándolo, si no creyese, como creo, que
conviene revelar los martirios de estas infelices que el mundo condena
sin oirlas y desprecia sin juzgarlas; rubor causa, repito, pero la
madre contestó a la hija, que su miseria era ya extremada para las
dos y que para las tres sería insoportable, añadiendo que semejantes
criaturas son inútiles y que el período del embarazo es tiempo perdido.

Al día siguiente, _cierta mujer_, muy amada de la madre, visitó a
Luisa. La desgraciada joven guardó cama unos días, pasados los cuales
se levantó aún más pálida y débil que de costumbre. Algunos meses
después inspiró compasión a un hombre que se propuso su curación
física y moral; pero la última crisis había sido tan violenta, que su
naturaleza no pudo dominarla y falleció a causa de un alumbramiento
prematuro.

Su madre sobrevivió. ¿De qué manera? Dios lo sabe.

Mientras contemplaba aquellos caprichos artísticos, recordaba esta
historia, y al desvanecerse mi ensimismamiento, observé que me habían
dejado solo, digo mal, había en la puerta un centinela observando con
atención, para evitar sin duda, que me llevase alguno de aquellos
preciosos objetos, y al cual le dije:

--Amigo, ¿podríais decirme el nombre de la persona que vivió aquí?

--La señorita Margarita Gautier. Yo la conocía perfectamente.

--¡Cómo!--exclamé;--¿Margarita ha muerto?

--Sí, señor.

--¿Hace mucho?

--Unas tres semanas.

--¿Y por qué se permite visitar estas habitaciones?

--Sus acreedores creen que así aumentará el precio de los objetos.
Pudiendo apreciarse el efecto que producen los muebles colocados en su
sitio, se estimula a los compradores.

--¿De modo que Margarita tenía deudas?

--Muchísimas, señor.

--¿Y podrán cubrirse con la venta?

--Con exceso.

--¿A quién corresponderá el sobrante?

--A su familia.

--¿Tenía familia?

--Así parece.

--Gracias, amigo--le dije retirándome.

Tranquilizado el vigilante, me saludó a su vez.

¡Pobre joven!--me decía dirigiéndome a mi casa;--muy triste ha de
haber sido su muerte, sin deudos ni amigos, pues no los tiene la mujer
que, como ella, no goza de salud. ¡Y a qué negarlo! me entristecía el
recuerdo de la desgraciada Margarita.

Tal vez este sentimentalismo parecerá ridículo a ciertas gentes; pero
mi indulgencia para con estas desdichadas es tal, que no me tomo el
trabajo de discutirla.

Cierto día que iba a despachar un pasaporte en la prefectura, vi a dos
gendarmes conduciendo a una pobre joven desolada y triste. No sé ni
quise saber qué falta había cometido; pero puedo asegurar que lloraba
tiernamente abrazando y besando a una criatura de pocos meses de la que
su arresto la separaba.

Desde entonces no he podido despreciar a ninguna mujer.




                              CAPÍTULO II


El día diez y seis era el señalado para la venta.

Se había dejado un día en claro entre los de las visitas y el de la
venta, al objeto de que los tapiceros pudiesen descolgar los cortinajes
y demás objetos, preparándolo todo de manera conveniente.

Yo llegaba de cierto viaje, y por lo tanto no era de extrañar que
nadie me hubiese noticiado la muerte de Margarita, como un importante
acontecimiento de los que los amigos cuentan siempre al que regresa a
la capital de las noticias.

Margarita era una mujer notable y bella; pero así como es verdad que la
existencia bullidora de las mujeres de su clase da mucho que hablar, no
lo es menos que su muerte apenas deja rastro.

Son soles que se ponen como salieron; sin crepúsculo.

Cuando mueren jóvenes, saben su muerte todos sus amantes a un tiempo,
pues en París acostumbran ser amigos casi todos los adoradores de una
cortesana. Cámbianse entre unos y otros algunas palabras de recuerdo y
luego sigue deslizándose la vida de todos, sin que por ello se derrame
una sola lágrima.

En pasando un joven de los veinticinco años, son las lágrimas una cosa
tan rara, que no pueden, como el dinero, malgastarse para la primera
mujer que se presente.

Los parientes que pagan para que se les llore, mucho consiguen si lo
son a razón del dinero que a ello destinan.

De mí puedo decir que, si bien mis iniciales no estaban grabadas en
ninguno de los neceseres de Margarita, mi indulgencia instintiva y mis
naturales sentimientos, me hicieron deplorar su pérdida más tiempo, tal
vez, del que se merecía.

Recordaba haberme encontrado frecuentemente en los Campos Elíseos con
Margarita, a donde acudía casi diariamente un pequeño tílburi azul,
arrastrado por dos soberbios caballos bayos, llamándome la atención su
aire distinguido y poco común en las mujeres de su especie, aire que
realzaba su clásica belleza.

Cuando estas desdichadas criaturas salen de casa, acostumbran ir
acompañadas de quien nadie conoce.

Como no hay quien se permita revelar en público el amor nocturno
que les dedica, y ellas aborrecen la soledad, se hacen acompañar de
las que, menos afortunadas, no tienen carruaje, o por alguna vieja
elegante, cuyo lujo no tiene origen conocido, y a la que puede todo el
mundo dirigirse, en la seguridad de que obtendrá las noticias que le
convengan acerca de la mujer acompañada.

Con Margarita sucedía lo contrario.

Siempre iba sola a los Campos Elíseos, ocultándose cuanto podía en el
fondo de su carruaje, envuelta en cachemires en invierno, y vestida en
verano con elegante sencillez; y por más que en su paseo favorito se
encontrase con muchos conocidos, si sonreía alguna vez al saludarles,
era con una sonrisa visible únicamente para el interesado, y tan
distinguida, que se la podía tomar por una duquesa.

No paseaba Margarita desde la entrada de los Campos a la plazoleta,
como sus colegas; iba directamente al bosque y allí se apeaba del
carruaje, paseando cosa de una hora. Después volvía a subir al tílburi,
dirigiéndose rápidamente a su casa, donde entraba al trote de sus
caballos.

Los expresados detalles, de que yo había sido testigo distintas veces,
reflejábanse en mi imaginación y me hacían deplorar su muerte como si
se tratara de la destrucción de una obra artística, pues era difícil,
si no imposible, encontrar una hermosura más seductora que la de
Margarita.

Delgada y alta hasta el límite de lo bello, poseía en sumo grado el
secreto de salvar esta exageración de la Naturaleza, que armonizaba
perfectamente con su manera de vestir.

Su gran cachemir, cuya punta besaba sus huellas, contrastaba
artísticamente con los largos pliegues de su vestido de seda, por
entrambos lados, y el manguito en que guarecía sus aristocráticas manos
y que apoyaba siempre contra su pecho, aparecía orlado de pliegues
con tanta habilidad combinados que el dibujante más escrupuloso nada
hubiera podido corregir.

Su cabeza parecía modelada por la coquetería misma. Era graciosa y
pequeña como la de un niño, y parecía que su madre, como diría Musset,
no podía haberla hecho mejor para hacerla con esmero.

Coloquemos en un óvalo de indescriptible rasgo, dos grandes ojos negros
bajo unas cejas tan gallardamente arqueadas y finas, que parecían obra
de un pintor; velemos estos ojos con largas y sedosas pestañas, que
al bajarse sombreen el rosado matiz de sus mejillas; dibujemos una
nariz recta, espiritual, cuyas ventanas algo abiertas indiquen una
sensualidad ardiente y exquisita; pintemos una boca regular, cuyos
labios entreabiertos, con gracia singular, contrasten perfectamente
con unos dientes blancos como la leche; esmaltemos el cutis con el
sutil aterciopelado del melocotón no tocado por la mano del hombre, y
tendremos una idea de aquella cabeza seductora.

Tenía una cabellera negra como el azabache, ligeramente ondulada por la
Naturaleza, y que se dividía sobre su frente para enlazarse de nuevo
sobre la nuca, dejando al descubierto la parte de oreja necesaria para
mostrar la belleza de su pequeñez y hacer ostentación de dos diamantes
estimados en ocho o diez mil francos.

El desenfreno de su vida no robaba a Margarita el tinte virginal
y hasta infantil de aquel rostro admirable, cosa que jamás pude
explicarme.

Poseía un magnífico retrato suyo, trazado por Vidal, cuyo pincel era el
único que podía reproducirla.

Después de su muerte he tenido en mi poder este retrato, cuya
extraordinaria semejanza me ha suministrado cuantos detalles me negaba
la memoria.

Varios de los que incluyo en este capítulo, los he adquirido más tarde,
pero los consigno seguidamente para no tener que retroceder al comenzar
la historia que estoy escribiendo.

Margarita concurría con asiduidad a todas las primeras
representaciones, compartiendo sus noches entre los espectáculos y los
bailes.

Siempre que había estreno, se presentaba en el teatro llevando consigo
tres objetos que parecían inseparables de su persona y que ostentaba
juntos en su palco: sus lentes de teatro, un ramo de camelias y un
cucurucho de dulces.

El ramo de camelias era blanco veinticinco días del mes, y encarnado
los cinco restantes.

Nadie supo jamás el por qué de este cambio de colores, que consigno
sin poder explicarlo, y que cuantos concurrían a los teatros a que
asistía Margarita, como sus amigos y aun yo mismo, habíamos observado y
comentado.

Nunca supo nadie que Margarita llevase otras flores que camelias; de
manera que en casa de madame Boujon, su florista, la llamaban LA DAMA
DE LAS CAMELIAS y por este nombre se la conocía.

Todos los que frecuentábamos ciertos círculos de París, sabíamos que
Margarita había sido querida de los jóvenes más elegantes, que lo decía
sin recato, y que ellos mismos se jactaban de ello, lo cual prueba que
amadores y amada estaban mutuamente satisfechos; pero hacía como tres
años, que de vuelta de un viaje a Bagneres, no vivía, al decir de las
gentes, con otra compañía que la de un viejo duque extranjero y muy
rico, que procuraba apartarla todo lo posible de su manera de vivir
anterior, añadiéndose que Margarita se complacía en satisfacer los
deseos del viejo.

He aquí lo que sobre el particular puedo exponer:

Entre los enfermos de Bagneres se hallaba la hija del tal duque, la
cual, sobre padecer la misma enfermedad que Margarita, se le parecía
físicamente hasta el extremo de confundirlas o tomarlas por hermanas;
con la única diferencia de que la joven hija del duque estaba en el
último grado de la enfermedad y murió a los tres días de la llegada de
Margarita.

El duque, que no sabía dejar el suelo de Bagneres, por tener sepultado
en él tan gran parte de su corazón se fijó en Margarita cierto día que
la halló al revolver de un corredor.

Le pareció ver la sombra de su hija, y dirigiéndosele maquinalmente,
le tomó las manos, la abrazó, y sin preguntarle quién era, le suplicó,
llorando tiernamente, permiso para verla y adorar en ella la imagen de
su difunta hija.

Margarita, sola en Bagneres con su camarera y sin peligro de
comprometerse, accedió fácilmente a las súplicas del anciano.

Alguien que la conocía advirtió al duque de la vida que llevaba la
señorita Gautier, lo cual fué una crueldad que hirió vivamente al pobre
viejo, pues dejaba de parecerse a su hija en lo más esencial; pero la
oficiosidad llegó tarde, Margarita era ya una necesidad para la vida
del Duque; su único pretexto para prolongarla.

Ni siquiera le hizo cargos de ninguna especie, pues carecía de
derecho para hacérselos; se limitó a preguntarle si se creía con
valor suficiente para mudar de vida, ofreciéndole, en cambio, cuantas
compensaciones pudiera desear.

Ella se lo prometió sin vacilación.

En aquellos momentos se sentía enferma y en el ardimiento de su
naturaleza decaída.

Veía en el pasado las principales causas de su enfermedad, y un rayo
de superstición, tal vez, le hizo entrever que Dios podía conservar su
belleza y devolverle la salud, en cambio de un arrepentimiento más o
menos verdadero.

Luego las aguas, los paseos, el cansancio natural y el sueño la habían
restablecido, al parecer, al terminar el verano.

El duque la acompañó a París donde siguió visitándola como en Bagneres.

Tal amistad, de la que no se sabía en París la causa ni el origen,
causó gran sensación, pues el duque, conocido por el prisma de sus
riquezas, dábase a conocer por el de su prodigalidad.

Los viejos acostumbran ser exagerados cuando se entregan al
libertinaje, y creyóse que ésta era la causa de su intimidad con
Margarita.

Se supone todo menos lo cierto.

Y a pesar de todas las suposiciones, era tan puro el amor que sentía
aquel desdichado padre por Margarita, que cualquier otro lazo que
no hubiese sido semejante al del amor filial le hubiera parecido
incestuoso.

Lejos de mi ánimo el querer hacer de mi heroína una pintura distinta de
la realidad.

Diré, sí, que durante su permanencia en Bagneres no le fué difícil
cumplir cuanto había prometido al viejo duque; pero con su vuelta a
París, volvieron los recuerdos del pasado, y Margarita, acostumbrada
a la disipación y a los ardientes placeres de las orgías, no pudo
sobrellevar la monotonía de una vida sosegada, sin otras visitas que
las periódicas del duque.

Téngase en cuenta que Margarita había regresado a París casi buena, y,
por consiguiente, mucho más hermosa; que ardía en su pecho el fuego
de los veinte años, acrecentado por el de la amortiguada, pero no
extinguida, enfermedad, y se comprenderá la sed de placeres que la
aquejaban.

Esto ocasionó al pobre duque un gran disgusto, pues sus amigos,
continuamente en acecho, le contaron y probaron que en las horas
que Margarita estaba segura de su ausencia, recibía visitas que se
prolongaban muchas veces hasta la madrugada.

El duque interrogó a Margarita y ella se lo confesó todo, rogándole que
rompiese aquellos extraños lazos que creía imposible soportar, pues que
le faltaba valor para cumplir lo que le prometiera, y no quería recibir
más beneficios de una persona a la que forzosamente había de engañar.

Se pasó una semana sin que el duque visitase a la joven, pero al octavo
día se le presentó de nuevo suplicándole se dignase volver a admitirle;
prometióle aceptar las condiciones que quisiese imponerle, y que nunca
jamás se permitiría hacerle cargo alguno.

Así estaban las cosas a los tres meses de su regreso a París, esto es,
a primeros de diciembre de 1842.




                              CAPÍTULO III


Próximamente a la una de la tarde del día diez y seis, me dirigí a
la calle de Antín; desde la puerta cochera se oían los gritos de los
subastadores.

Las habitaciones estaban cuajadas de curiosos.

Todas las eminencias del vicio refinado se veían allí murmuradas de
soslayo por algunas grandes damas, que con el pretexto de la venta, se
habían reunido para examinar de cerca aquellas beldades que les hacían
la competencia en un terreno que, no por lo vedado, dejaban de desear
algunas de ellas.

La duquesa F... codeaba a la señorita A... uno de los más tristes
ejemplares de nuestras modernas cortesanas; la marquesa de T... no se
atrevía a pujar sobre un mueble que quería adquirir madame D... la
adúltera más conocida y celebrada de nuestros días; el duque I... que
malversa su fortuna en París, según los madrileños y se arruina en
Madrid, al decir de los parisienses, y que no hace más que divertirse,
al tiempo que se dirigía a madame M... una ingeniosa escritora que
de vez en cuando firma lo que dice y jura lo que escribe, cambiaba
miradas de inteligencia con madame N..., la bella expositora diaria
de su belleza en los Campos Elíseos, vestida siempre de azul o rosa
y arrastrada en coche por dos magníficos caballos negros comprados
en Tony por dos mil francos y pagados... religiosamente por ella; y
finalmente, la señorita R..., que con el solo auxilio de su talento ha
sabido adquirir el doble y triple de lo que adquieren las unas con su
dote y las otras con sus amores, estaba allí también, desafiando el
frío, deseosa de comprar algunos de aquellos objetos, y llevándose la
mayor parte de las miradas del concurso.

Varías iniciales podría escribir de los nombres de personas allí
reunidas, asombradas de verse juntas en semejante sitio, pero las
dejaré en el tintero en gracia de la opinión que puedan merecer a
determinados lectores.

Consignaré, no obstante, que todas manifestaban cierta alegría, que
todas conocieron a la difunta y que ninguna, al parecer, se acordaba de
la desgraciada Margarita.

En tanto que los subastadores alborotaban con toda la fuerza de sus
pulmones, cambiábanse chillidos y carcajadas entre los compradores.
Los que pertenecían al ramo de especuladores y que habían invadido
los bancos colocados en torno de las mesas de venta, tenían la
vana pretensión de imponer silencio a los demás, para poder hacer
sus adquisiciones con tranquilidad. Jamás se ha visto reunión más
heterogénea ni ruidosa.

Tímidamente me deslicé en medio de aquel alboroto viendo con tristeza
que éste imperaba a dos pasos de la alcoba en que expiró la infeliz,
cuyo conjunto mobiliario se descomponía para pagar sus deudas, como se
descomponía su cuerpo para pagar a la Naturaleza el debido tributo.

Más que a comprar, había ido yo a observar, y contemplaba en las
facciones de los vendedores, el creciente regocijo relacionado con el
aumento del precio de los efectos, muchos de los cuales produjeron el
doble y aun el triple del valor de la tasa.

Los vendedores eran personas de probidad reconocida, que habían
especulado legalmente sobre la prostitución de aquella infeliz,
beneficiando en ello un ciento por ciento, y acosádola en los instantes
supremos de su agonía con documentos sellados por el Estado, ¡y que
después de su muerte, se presentaban tranquilos a cosechar el fruto de
sus honrados cálculos, sazonado al escandaloso calor del interés!...

¡Con cuánta razón los antiguos dieron a los comerciantes y a los
ladrones un mismo dios!

Abrigos, vestidos, joyas, ricas telas, todo se vendía como por encanto.

Nada de esto me convenía, por lo que seguía viendo y esperando.

De pronto oí gritar:

--Un tomo, perfectamente conservado, dorado por los filos, cuyo título
es: _Manón Lescaut_. Tiene algunas palabras escritas en su primera
página. Diez francos.

--Doce--dijo una voz.

--Quince--repuse yo maquinalmente. ¿Por qué? lo ignoro todavía. Acaso
por aquellas palabras escritas.

--Quince--repitió el vendedor.

--Treinta--gritó el primer postor, como queriéndose imponer.

La lucha había comenzado.

--Treinta y cinco--grité en el mismo tono.

--Cuarenta.

--Cincuenta.

--Sesenta.

--Ciento.

Si me hubiese propuesto causar sensación, lo hubiese conseguido, puesto
que mi última palabra pareció arrastrar hacia mí las miradas de los
circunstantes ganosos de conocer quién era el personaje empeñado en
adquirir el libro.

Acaso convencido mi adversario de la inutilidad de la lucha, cuyo
resultado era hacerme pagar el libro diez veces más de lo que valía,
díjome sonriéndose cortésmente:

--Cedo, caballero.

Me fué, pues, adjudicado el libro como mejor postor.

No bastándome el dinero que llevaba en el bolsillo, di mi nombre, hice
separar el libro y me retiré.

Sin duda debió ser comentado mi proceder por toda aquella gente, puesto
que acababa de comprar por cien francos un libro que en cualquier
librería podía adquirir por quince o diez.

Al cabo de una hora tenía el libro en mi poder.

En su primera página se leían las siguientes palabras escritas con
elegantes caracteres:

    «_Manón a Margarita_

                                   «HUMILDAD».

La dedicatoria estaba firmada por _Armando Duval_.

¿Qué significaba la palabra _humildad_?

¿Concedería aquel Armando Duval a Margarita superioridad de libertinaje
o de sentimiento sobre Manón?

Más verosímil me parecía la segunda suposición que la primera,
pues aquélla hubiera sido una libertad que no podía haber tolerado
Margarita, fuese cual fuere el concepto que de sí propia tuviese
formado.

Salí de mi casa y dejé el libro, del que no volví a ocuparme hasta por
la noche a mi vuelta.

_Manón Lescaut_ es una historia interesante y tierna, cuyos detalles
recuerdo perfectamente, y, sin embargo, cuantas veces llega a mis manos
no puedo prescindir de leerla de nuevo y comunicarme con la desdichada
heroína del abate Prevost. Está creada con tal verdad, que me figuro
haberla conocido.

Teniendo en cuenta estas especiales circunstancias, la comparación
entre ambas mujeres daba nuevo incentivo a la lectura, y sobre el
sentimiento de indulgencia se agregaba el de la compasión con cierto
viso de cariño hacia la pobre muerta, parte de cuya herencia era aquel
libro. Es cierto que Manón expiró en un desierto, pero fué en brazos
del hombre que la amaba con todo el ardor de un alma virgen, que la
abrió una fosa regándola con sus lágrimas, y enterró su corazón con
el cuerpo de su adorada; mientras que Margarita, pecadora como Manón
y regenerada tal vez como ella, había fallecido en medio del lujo, a
juzgar por lo que yo acababa de ver, en el lecho de su pasado, es
cierto, pero también en medio del vacío arenal de su corazón, más
árido, más vasto, y mucho más horrible que el en que fué enterrada
Manón.

Algunos amigos, enterados de las últimas circunstancias de la vida de
Margarita, me contaron que a la cabecera de su cama no se sentó ni una
persona para consolarla en los dos meses largos que duró su triste y
dolorosa agonía.

Después de Manón y de Margarita mi pensamiento se dirigía a otras que
yo conocía y veía caminar alegres y contentas hacia una muerte casi
siempre igual.

¡Desgraciadas criaturas! si es delito el amarlas, es casi un deber
compadecerlas. Si compadecemos al ciego que jamás ha visto la luz del
sol, al sordo que jamás ha oído las armonías de la Naturaleza y al mudo
que jamás ha podido exhalar la voz de su alma, ¿por qué, pues, bajo
un falso pretexto de pudor, no hemos de compadecer esta ceguera del
corazón, esta sordera del alma, esta mudez de la conciencia que vuelven
loca a la infeliz que afligen, inhabilitándola para ver el bien, sentir
a Dios y hablar el casto y santo lenguaje del amor y de la fe?

Hugo nos pintó _Marion Delorme_, de Musset _Bernedette_, Alejandro
Dumas _Fernanda_; los pensadores y poetas de todos los tiempos han
tributado a la desgraciada cortesana la ofrenda de su misericordia, y
ha habido grandes hombres que las han rehabilitado con su amor y hasta
con su nombre.

Mi insistencia sobre este punto es porque, entre los que van a leerme,
los puede haber resueltos a arrojar este libro, por el temor de ver
únicamente la apología del vicio y de la prostitución, y porque tal vez
la edad del autor puede contribuir a motivar tamaños recelos. No teman
los que esto supongan y continúen leyendo si ello sólo les detiene.

Yo estoy altamente convencido de un principio, y es éste: A la mujer
que ignora el bien por falta de educación, Dios acostumbra trazarle dos
senderos que conducen únicamente a él: el dolor y el amor, cuyo paso es
bien difícil por cierto. Las que los siguen se ensangrientan los pies
y se lastiman las manos, pero al mismo tiempo dejan en los abrojos del
camino las galas del vicio, y llegan al término con esa desnudez de que
nadie se sonroja delante del Señor.

Los que se encuentran con esas atrevidas viajeras, vienen obligados a
defenderlas, y decir a todo el mundo que las han encontrado, puesto que
éste es el modo más breve de enseñar la verdadera senda.

Esto no quiere decir que se trate de colocar buenamente dos postes a
la entrada de la vida, con estas inscripciones: _Senda del bien_, y
_Senda del mal_, diciendo a los que se presenten: _Elegid_; sino que,
imitando a Jesús, debemos enseñar los atajos que conducen de la segunda
a la primera senda, a los que se dejaron seducir por la amenidad de los
alrededores, y sobre todo, se debe procurar que el principio de estas
veredas no sea muy escabroso, ni pueda parecerles del todo impenetrable.

La maravillosa parábola del hijo pródigo preceptúa la indulgencia y el
perdón. Jesús prefería en su amor esas almas heridas por las pasiones
humanas, cuyas llagas se complacía en curar, sacando de ellas mismas el
remedio de salvación, cuando dijo a la Magdalena: «Mucho se te ha de
perdonar, porque has amado mucho». ¡Sublime perdón que debía despertar
una fe santa!

¿Y nosotros hemos de ser más severos que Jesús? ¿Por qué,
abroquelándonos en las opiniones de un mundo que petrifica su
sensibilidad para que se le crea fuerte, hemos de apartarnos de las
almas heridas que, con la sangre corrompida que de ellas mana, arrastra
la corrupción de su vida pasada? ¿Por qué hemos de rechazar esas
enfermedades sociales que sólo esperan una mano amiga que las cure y
les devuelva la paz del corazón?

A mi generación apelo, a las personas para quienes felizmente ya no
existen las teorías volterianas, a las que, como yo, creen que la
humanidad ha emprendido desde hace quince años una de sus más atrevidas
jornadas. Poseemos la ciencia del bien y del mal; y si el mundo no se
ha vuelto completamente bueno, al menos ha mejorado en tercio y quinto.

Todos los hombres inteligentes dirígense al mismo fin, y todos los
grandes corazones se les adhieren; seamos buenos, seamos justos, seamos
veraces. El mal no es más que una vanidad; tengamos el orgullo del
bien, y sobre todo no desesperemos. No menospreciemos a la mujer que no
es madre, ni hija, ni esposa, ni hermana. No reduzcamos el afecto al
limitado círculo de la familia, ni vistamos el egoísmo de indulgencia.

Una vez que el cielo gusta más del arrepentimiento de un pecador, que
de la oración de cien justos, procuremos que el cielo se regocije, y
busquemos en la satisfacción de hacer el bien, su propia compensación.

Demos la limosna del perdón a las víctimas de los deseos terrenales, a
quienes salvará, tal vez, la esperanza de un más allá; y como dicen las
bondadosas ancianas cuando aconsejan un remedio casero, «si no cura,
tampoco hace daño».

Acaso alguien me tache de temerario, porque deseo obtener tan grandes
frutos del pequeño raigón que pretendo cultivar; pero yo me cuento en
el número de los que creen que lo máximo está en lo mínimo. El niño
es pequeño y encierra al hombre; el cerebro estrecho, y abriga el
pensamiento; el ojo es un punto y abarca grandísimos espacios.




                              CAPÍTULO IV


A los dos días terminó la venta, que produjo ciento cincuenta mil
francos.

Dos terceras partes de la suma fueron para los acreedores, y la
familia, compuesta de una hermana y un sobrino, heredó el resto.

La hermana se quedó como quien ve visiones cuando el agente de negocios
le anunció que heredaba cincuenta mil francos. Hacía siete años que la
joven no había visto a su hermana mayor, la cual había desaparecido de
su casa un día sin que por nadie se averiguase el menor detalle de su
vida, desde el día en que se fué.

Faltóle tiempo para venir a París, y encontró su fortuna hecha y
derecha, sin querer averiguar el origen de tan inesperada riqueza.

Más tarde se me dijo que había vuelto a sus hogares con el corazón
lacerado por la muerte de la hermana, pero bastante consolada por haber
podido colocar la cantidad heredada al cuatro y medio por ciento de
interés.

Estas circunstancias, repetidas en París, población madre del
escándalo, empezaban a caer en el olvido, y ni yo mismo casi recordaba
la parte que tomé en tales sucesos, cuando otro incidente casual
me dió a conocer toda la historia de Margarita, enterándome de tan
interesantes pormenores, que me entraron deseos de escribirla.

A los tres o cuatro días, estaban vendidos los muebles y la habitación
estaba por alquilar.

Una mañana llamaron a la puerta de mi casa. Mi portero, que hacía las
veces de criado, fué a abrir y me trajo una tarjeta, diciéndome que la
persona que se la había entregado quería hablarme.

Leí en la tarjeta estas palabras:

_Armando Duval._

El nombre no me era desconocido, y en efecto, recordé el de la primera
página del volumen de _Manón_ a Margarita.

¿Qué podía solicitar de mí la persona que había regalado el libro a
Margarita? Mandé que le hicieran pasar.

Era un joven rubio, alto, pálido, en traje de camino, que parecía no
habérselo quitado de encima desde algunos días; ni siquiera se lo había
cepillado a su llegada a París, pues venía cubierto de polvo.

El señor Duval, profundamente conmovido, no hizo ningún esfuerzo para
ocultar su emoción, y arrasados los ojos, me dijo con voz entrecortada:

--Caballero, os suplico me perdonéis por veniros a visitar en semejante
traje. Entre jóvenes se suprimen fácilmente ciertas formalidades. Y
luego, era tan vivo el deseo por veros hoy mismo, que ni siquiera me
tomé tiempo para instalarme en la fonda, a donde mandé mi equipaje,
volando a vuestra casa, temeroso de no encontraros a pesar de ser tan
de mañana.

Rogué al señor Duval que se sirviese tomar asiento cerca de la
chimenea, lo que efectuó sacando un pañuelo con el cual ocultó su
rostro por unos momentos.

--No vais a adivinar--dijo sonriendo tristemente,--el por qué viene
este desconocido a visitaros, a tal hora con semejante traje y llorando
como un chiquillo. Me he permitido venir a pediros un gran servicio.

--Hablad, caballero. Estoy a vuestras órdenes.

--¿Asististeis a la venta de los muebles de Margarita Gautier?

Al pronunciar este nombre, la emoción de que el joven parecía haber
triunfado, fué más poderosa que él, y tuvo que enjugar nuevas lágrimas.

--Debo pareceros bastante ridículo--añadió;--perdonadme, amigo mío,
y creed que nunca olvidaré la paciencia con que tenéis la bondad de
atenderme.

--Caballero--repliqué,--si el servicio que según decís puedo prestaros
ha de mitigar algún tanto el dolor que hiere vuestra alma, sepa yo
en qué puedo complaceros y tened la seguridad de que me consideraré
dichoso si llego a satisfaceros.

La aflicción del señor Duval era simpática, y a pesar mío, hubiera
deseado poderle servir.

Entonces me interrogó diciendo:

--¿Habéis comprado algo en la venta de los objetos de la pobre
Margarita?

--Sí, señor; un libro.

--_¿Manon Lescaut?_

--Efectivamente.

--¿Lo tenéis aún?

--En mi cuarto.

La noticia pareció aliviarle de un gran peso, y me dió las gracias,
como si yo hubiese ya empezado a prestarle el servicio con tener a mano
aquel volumen.

Levantéme, entré en mi gabinete, tomé el libro y lo puse en su mano.

--El mismo--exclamó mirando la dedicatoria de la primera página y
hojeándolo;--sí, éste es.

Dos grandes lágrimas rodaron por la superficie del libro.

--Caballero--dijo levantando la cabeza y sin tratar de ocultarme que
había llorado y estaba dispuesto a continuar:--¿os interesa mucho este
libro?

--¿Por qué, caballero?

--Porque vengo a suplicaros encarecidamente que me lo cedáis.

--Perdonad mi curiosidad--dije entonces;--pero, según eso, ¿sois vos
quién lo regaló a Margarita Gautier?

--Sí, señor.

--Recobradle, amigo mío, me alegro de ser yo quien os lo devuelva.

--Pero--prosiguió el señor Duval algo turbado,--es justo que al menos
os reembolséis lo que os costó.

--Permitidme que os lo ofrezca. El precio de un solo libro en semejante
venta es bien insignificante y ya ni siquiera lo recuerdo.

--Cien francos.

--Es verdad--dije turbándome a mi vez;--¿cómo lo sabéis?

--Es muy sencillo: yo creía estar a tiempo para la venta, y no
he podido llegar hasta hoy. Deseaba poseer un objeto cualquiera
de Margarita, y me dirigí a casa del tasador para pedirle que me
dejara ver la lista de los muebles vendidos y de los nombres de los
compradores. Vi que habíais comprado este libro y resolví suplicaros
que me lo cedieseis, aunque el precio a que lo pagasteis infundiese en
mí cierto recelo sobre la causa de vuestra adquisición.

Y así diciendo, parecía temer que yo hubiese conocido a Margarita hasta
el punto que él la conociera. Me apresuré a tranquilizarle.

--La conocí de vista--le dije;--su muerte me causó la impresión que
siempre causa a un joven la muerte de una mujer hermosa a quien se
alegraba de encontrar. Quise comprar alguna cosa al venderse sus
muebles; y me encapriché pujando sobre este libro, por el gusto de
hacer rabiar a un pobre diablo que se obstinaba en pagarlo más caro
que yo. Repítoos, pues, caballero, que el libro está a vuestra
disposición, y os ruego que lo aceptéis y no lo recibáis de mí como
yo lo recibí del tasador, pues de este modo puede ser el lazo de una
amistad que me complazco en ofreceros.

--Está bien, amigo mío--dijo Armando tendiéndome la mano y apretando la
mía.--Acepto, y creed que mi agradecimiento será eterno.

Yo tenía grandes deseos de interrogar a Armando respecto de Margarita,
pues aquella dedicatoria del libro, su viaje y el deseo de poseer
aquel volumen aumentaban mi curiosidad; pero temí que de mis preguntas
pudiese colegir que rehusaba su dinero para tener el derecho de
inmiscuirme en sus asuntos, lo cual no entraba en mis cálculos.

Hubiérase dicho que adivinó mi deseo, pues me dijo:

--¿Habéis leído este libro?

--Sí, señor.

--¿Qué pensasteis al ver las dos líneas que escribí en él?

--Supuse que, a vuestro modo de entender, la pobre joven a quien
regalasteis este volumen se separaba de la categoría ordinaria; pues no
quise ver en estas dos líneas un cumplimiento vulgar.

--Supusisteis bien, caballero. ¡Era un ángel! Tomad,--me dijo,--leed
esta carta.

Y me entregó un papel que parecía haber sido leído repetidas veces.

Lo abrí, y leí estas palabras:

    «M¡ querido Armando: Recibí vuestra carta, gozáis de buena
    salud, y doy gracias a Dios, porque os concede tal beneficio.

    «Sí, amigo mío, estoy enferma, y mi enfermedad no tiene cura;
    pero el interés que os dignáis tomar por mí alivia mucho mis
    sufrimientos. Sin duda no viviré el tiempo indispensable para
    tener la dicha de estrechar la mano que ha escrito la bondadosa
    carta que acabo de recibir, y cuyas palabras me curarían si
    algo pudiese curarme. No creo volveros a ver, pues me encuentro
    al borde de la tumba, y me separa de vos una distancia
    incalculable.

    «¡Pobre amigo mío! vuestra Margarita de otros tiempos ha
    cambiado por completo, y me parece preferible que no volváis a
    verla, si habéis de encontrarla tal como está. ¿Me preguntáis
    si os perdono? ¡oh! de todo corazón, amigo mío, pues el mal que
    habéis querido hacerme no era más que una prueba de verdadero
    amor. Hace un mes que no he dejado el lecho, y me es tan
    cara vuestra estimación, que, desde el instante en que nos
    separamos, escribo el diario de mi vida y seguiré haciéndolo
    hasta que mi mano se niegue a sostener la pluma. Si el interés
    que por mí manifestáis es verdadero, Armando, os suplico
    que cuando volváis, veáis a Julia Duprat, que os entregará
    este diario. Por él sabréis la razón y la causa de cuanto ha
    ocurrido entre nosotros. Julia es muy buena, y con frecuencia
    me habla de vos. Se encontraba aquí cuando recibí vuestra
    carta, y hemos llorado juntas leyéndola.

    «Si hubieseis dejado de darme noticias, Julia quedaba encargada
    de entregaros estos papeles a vuestra llegada a Francia. No me
    lo agradezcáis. Este recuerdo diario de los únicos momentos
    felices de mi vida me hace un gran bien, y si en su lectura
    debéis vos hallar las excusas del pasado, a mí me ofrece un
    bálsamo de consuelo inagotable.

    «Desearía dejaros algún recuerdo que os hiciese pensar
    constantemente en mí, pero han embargado mis muebles, y nada me
    pertenece ya.

    «¿Comprendéis, amigo mío? Se acerca mi muerte, y desde
    mi alcoba escucho los graves pasos del vigilante que mis
    acreedores han puesto en el salón para evitar que nadie se
    lleve nada. Con seguridad aguardan mi fallecimiento para
    proceder a la venta de lo embargado.

    «¡Oh! ¡los hombres no tienen piedad! Pero me engaño: el justo,
    el inflexible, es Dios.

    «Y bien, querido amigo, espero que cuando se realice la venta,
    compraréis algo, pues si retirase cualquier objeto para vos
    y lo supieran, serían capaces de acusaros de sustractor de
    efectos embargados.

    «¡Cuán triste es la vida que abandono!

    «¡Qué bueno sería Dios si consintiese que nos viésemos antes de
    yo expirar!

    «Creo deber despedirme de vos según todas las probabilidades,
    ¡adiós, pues, amigo mío! perdonadme si no prolongo esta carta,
    porque los que se proponen curarme me debilitan a fuerza de
    sangrías, y mi mano se niega a seguir escribiendo.

                                       «_Margarita Gautier_».


Las últimas palabras casi no podían leerse.

Devolví la carta a Armando, que sin duda acababa de leerla también en
su pensamiento, como yo en el papel, pues al tomarla exclamó:

--¡Quién diría que la que ha escrito estas líneas era una cortesana!

Y conmovido por los recuerdos, contempló por un momento el papel y
acabó por besarlo.

--¡Ah! cuando pienso--prosiguió,--que ha muerto sin que yo pudiese
volver a verla, que no la veré y que hizo por mí lo que no hubiera
hecho una hermana, no puedo perdonarme haberla dejado morir de esta
manera. ¡Muerta! ¡muerta! ¡pensando en mí, escribiendo y pronunciando
mi nombre! ¡desdichada Margarita!

Y Duval, dando rienda suelta a sus pensamientos y a sus lágrimas, me
tendió la mano y apretó la mía, continuando:

--Son muchos los que si me viesen lamentar así semejante muerte,
creeríanme un chiquillo; pero es porque ignorarían cuánto he hecho
sufrir a esta mujer, cuán cruel fuí y cuán buena y resignada fué ella.
Tuve la audacia de creer que a mí sólo me tocaba perdonar, y hoy me
considero indigno del perdón que ella me concede. ¡Oh! daría diez años
de mi vida por llorar a sus pies un solo momento.

Es casi imposible consolar un dolor que no se conoce, y sin embargo,
era tan viva la simpatía que me había inspirado aquel joven, se me
confiaba con tanta franqueza, que llegué a creer que mis palabras no le
serían indiferentes.

--¿No tenéis parientes o amigos?--le dije.--Vedles y os consolarán,
pues por mi parte sólo puedo compadeceros.

--Es cierto--dijo levantándose y paseándose agitado por la
habitación;--os molesto. Perdonadme, yo no reflexionaba que mis penas
deben importaros poco, y que os importuno por lo que no puede o no
debe inspiraros el menor interés.

--No me habéis comprendido; estoy a vuestra disposición, y sólo deploro
mi insuficiencia para calmar vuestra pena. Si mi compañía y la de mis
amigos puede distraeros, si necesitáis de mí, en cualquier terreno que
fuere, quiero que me dispenséis el placer de satisfacer vuestros deseos.

--Perdonadme una y mil veces--me dijo;--el dolor exagera las
impresiones. Permitid que permanezca aquí algunos minutos más, el
tiempo de enjugarme los ojos, para que los bobos de la calle no vean
con curiosidad mis lágrimas. Me hacéis un gran bien dándome este libro,
y nunca sabré agradeceros tal favor. ¿Cómo pagároslo?

--Concediéndome vuestra amistad y explicándome el origen de vuestro
dolor--repuse.--¡Es tan consolador contar nuestros sufrimientos!

--Es verdad, pero hoy no podría; siento necesidad de llorar, y mis
labios no podrían formular las palabras. Otro día os referiré tan
triste historia, y podréis apreciar cuán grandes son los motivos que
tengo para llorar su muerte. Por último--añadió pasando sus manos por
los ojos y mirándose en el espejo,--tened la bondad de decirme que no
me halláis demasiado simple, y permitidme que vuelva a visitaros.

--¡Valor, amigo mío, valor!--le dije.

Y haciendo esfuerzos inauditos para no llorar, mejor huyó que salió de
mi casa.

Desde el balcón le vi subir al carruaje que le esperaba: apenas entró
en él, se puso a llorar como un desesperado, tapándose la cara con el
pañuelo.




                              CAPÍTULO V


Transcurrieron muchos días sin que oyese hablar de Armando; en cambio,
se hablaba bastante de Margarita.

No sé si mis lectores se habrán fijado en ello, pero basta que se diga
una vez delante de nosotros el nombre de una persona que parecía
sernos desconocida o cuando menos indiferente, para que los detalles
vayan agrupándose lentamente en derredor del nombre; y amigos,
conocidos e indiferentes parece que no hablan entonces de otra. Así es
cómo descubrimos que esa persona había estado en contacto con nosotros,
nos damos cuenta de que la hemos visto muchísimo sin fijarnos, y en lo
que de ella se nos cuenta encontramos coincidencias y afinidades con
sucesos de nuestra propia vida.

No es esto decir que me pasase lo mismo con respecto a Margarita, pues
yo la había visto infinitas veces, y la conocía personalmente como
conocía su modo de ser; pero había resonado tanto su nombre en mis
oídos desde aquella venta, y hallábase este nombre mezclado con un
dolor tan profundo, que mi admiración había crecido con el aguijón de
la curiosidad. Tanto era así, que desde entonces las primeras palabras
que dirigía a los amigos a quienes no había jamás hablado de Margarita,
eran siempre éstas o parecidas:

--¿Habéis conocido a una tal Margarita Gautier?

--¿La Dama de las Camelias?

--Sí.

--¡Mucho!

Estos _muchos_ solían ir acompañados de sonrisas tan significativas que
parecían delaciones.

--Y bien, ¿qué era esa muchacha? ¿a qué...?

--_Una buena muchacha._

--¿Y nada más?

--¡Puede! Aventajaba en talento, y tal vez también en corazón a otras
muchas.

--¿Sabéis alguna particularidad acerca de ella?

--Arruinó al barón de G...

--¿Qué más?

--Era la querida del viejo duque de...

--¿Estás cierto de que era su querida?

--Se dice. Por lo menos le costaba bastante dinero.

Siempre los mismos detalles a poca diferencia. No me satisfacía. Yo
hubiera querido saber algo sobre las relaciones de Margarita y Armando.

Cierto día me encontré con uno de los que vivían en continua intimidad
con las meretrices, y le interrogué:

--¿Conocisteis a Margarita Gautier?

Contestó él _mucho_ de costumbre.

--¿Qué clase de joven era?

--Linda y _buena_. Su muerte me entristeció de veras.

--¿Es verdad que tuvo un amante llamado Armando Duval?

--¿Un joven alto y rubio?

--Sí.

--Es cierto.

--¿Quién era ese Armando?

--Un buen chico, que, según parece, se comió con ella lo poco que
poseía, y tuvo necesidad de abandonarla; dícese que estaba loco por
ella.

--¿Y Margarita?

--También le amaba muchísimo, según aseguran, pero como aman las
mujeres de su clase. No se les puede pedir más de lo que buenamente
pueden dar.

--¿Qué se hizo de Armando?

--No lo sé; le conocía apenas. Vivieron cinco o seis meses juntos, pero
en el campo; y cuando ella volvió, él desapareció.

--¿No le habéis vuelto a ver desde entonces?

--No.

--Tampoco yo le había vuelto a ver; llegué al punto de presumir que
la noticia reciente del fallecimiento de Margarita había exagerado
su antiguo amor, y por lo tanto su pena al presentarse en mi casa, y
supuse que quizá se había ya olvidado de Margarita y de la promesa que
de venir a verme hiciera.

Mi suposición habría sido muy verosímil tratándose de otra persona;
pero la desesperación de Armando se había manifestado con tanta
sinceridad, que pasando de un extremo a otro, me figuré que el dolor
había degenerado en enfermedad, y que si carecía de noticias suyas era
porque estaba enfermo o quizá muerto.

¿Me interesaba espontáneamente por aquel joven? Tal vez. ¿Este interés
era hijo del egoísmo? ¡Puede! Bajo aquel dolor había vislumbrado una
tierna historia de corazón, y tal vez el anhelo de conocerla era el
único fundamento del cuidado en que el silencio de Armando me había
puesto. Viendo que Duval no venía a mi casa resolví ir a la suya. El
pretexto era bastante fácil de encontrar; pero desgraciadamente yo
no tenía su dirección, y por más que la pregunté nadie supo dármela.
Fuíme a la calle de Antín para ver al portero de Margarita, el cual
debía tener noticia de dónde vivía Armando; pero el portero era otro,
y lo ignoraba como yo. Entonces me informé del cementerio en que fué
enterrada Margarita. Averigüé que era el de Montmartre.

El mes de abril había reaparecido con sus galas de esplendente sol y
frescas flores; las tumbas no ofrecían el aspecto doloroso y desolado
que les da el invierno; hacía ya calor bastante para que los vivos se
acordasen de los muertos y los visitasen. Fuíme, pues, al cementerio,
diciéndome: «A la simple vista de la tumba de Margarita veré si aún
vive el dolor de Armando, y quizá sabré qué se ha hecho de él».

Cuando llegué a Montmartre pregunté al conserje si el día 22 de febrero
fué enterrado en aquel cementerio el cadáver de la que fué Margarita
Gautier.

El empleado hojeó un gran libro-registro en que están inscritos y
numerados los nombres de los que entran en aquel asilo, contestándome
que, efectivamente, el 22 de febrero se había dado sepultura a una
mujer llamada Margarita.

Roguéle que me hiciese acompañar, pues no hay medio de orientarse sin
_cicerone_ en aquella ciudad de los muertos que tienen sus calles como
la de los vivos. El conserje llamó a uno de los jardineros, le dió las
instrucciones convenientes, y éste sin dejarle concluir exclamó:

--¡Sí, sí, ya sé! ¡Es la tumba más fácil de distinguir!--continuó
dirigiéndose a mí.

--¿Por qué?

--Pues porque las flores que la adornan son diferentes de todas las
demás.

--¿Cuidáis vos de ellas?

--Sí, señor; y yo quisiera que todos los parientes cuidasen tanto de
los difuntos como el joven que me tiene recomendada aquélla.

Después de cruzar algunas calles, el jardinero se detuvo y dijo:

--Ésta

Y mis ojos se fijaron en un cuadro de flores que nadie hubiera tomado
por un sepulcro, a no descubrirlo una lápida de mármol blanco grabada
con el nombre de la difunta.

La piedra, colocada de pie, me recordó la Esperanza. Una verja de
hierro rodeaba el terreno comprado, y este terreno desaparecía bajo una
alfombra de camelias blancas.

--¿Qué os parece?--preguntó el jardinero.

--Precioso.

--Y cuando alguna camelia de éstas se marchita la substituyo por otra
inmediatamente. Es la orden que tengo.

--¿Y quién os la ha dado?

--Un joven que lloró mucho la primera vez que vino, un antiguo amigo de
la difunta, a lo que parece, o, mejor dicho, uno de los amigos, pues,
según se cuenta, tuvo varios. Dicen que era muy linda. ¿La conocisteis?

--Sí.

--¿Como el otro?--dijo el jardinero, sonriendo maliciosamente.

--No, nunca le hablé.

--¿Y venís a visitarla en el cementerio? No deja de ser gracioso por
vuestra parte, pues no son muchos que digamos, los que vienen a verla.

--Vienen muy pocos, ¿verdad?

--Nadie. A no ser el joven a que me he referido y que vino una sola vez.

--¿Una vez nada más?

--Sí, señor.

--¿Y no ha vuelto por aquí?

--No, pero volverá a su regreso.

--¿Está, pues, viajando?

--Sí.

--¿Sabéis dónde se encuentra?

--A punto fijo, no; pero yo creo que en casa de la hermana de la
señorita Gautier.

--¿Y a qué ha ido?

--Supongo que para pedirle el permiso de exhumar el cadáver de la
difunta a fin de enterrarla en otra parte.

--¿Por qué no quiere dejarla aquí?

--Vos no ignoráis que hay gentes que tienen caprichos extraños sobre
los muertos. Lo estamos viendo diariamente. Este terreno fué comprado
por cinco años solamente, y ese joven quiere una concesión perpetua y
un terreno más vasto; esto tendrá que ser en el cuartel nuevo.

--Y eso del cuartel nuevo, ¿qué es?

--Unos terrenos nuevos que están vendiéndose a la derecha. A ser este
cementerio dirigido siempre como ahora, no habría otro igual en el
mundo; pero aún le falta mucho para llegar a ser lo que debiera. Y
luego, abunda tanto la gente vana...

--¿Qué queréis decir?

--Es bien claro: quiero decir que hay personas que pasan por orgullosas
hasta después de muertas. Pero creo que la tal señorita Gautier era
una linda alhaja, permitidme la palabra. Ahora la pobre ya no existe,
y queda tanto de ella como de las que se dice que no tienen por qué
culparse. Pues bien; en cuanto los parientes de las personas que están
sepultadas cerca de ella han averiguado quién era, han dado en la manía
de decir que se opondrán a que se la entierre aquí definitivamente, y
que debieran destinarse terrenos separados para esta clase de mujeres
como para los pobres. ¿Dónde se ha visto semejante extravagancia? Yo
no sé qué temerán o qué se habrán figurado esos señores acaudalados
que no vienen cuatro veces al año a visitar sus difuntos, que se
traen ellos mismos las flores ¡y ved qué flores! que consideran como
un entretenimiento el recuerdo de las personas por quienes lloran,
según afirman escribiendo en sus tumbas unas lágrimas que nunca han
derramado, y vienen a hacerse los exigentes por semejantes tonterías.
En fin, creedme, señor: yo no conocí a esta señorita ni sé lo que
pudo haber hecho, ¡pues bien! yo la quiero y cuido de ella, y la doy
las camelias tan baratas como puedo. _¡Es mi muerta favorita!_ ¡Qué
queréis! nosotros nos vemos obligados a querer a los muertos, pues
estamos tan ocupados con ellos que no tenemos tiempo para acordarnos de
los vivos.

Yo miraba y oía a aquel buen hombre y estoy cierto de que mis lectores
comprenderán, sin que tenga necesidad de explicárselo, la emoción
extraña que su gesto y palabras me producían.

No sé si se dió cuenta de ello, pues continuó:

--Se dice que había quienes se arruinaban por esa joven, y que tuvo
amantes que la adoraron. ¡Pues bien! cuando pienso que ninguno de
ellos viene a comprar una flor para su antigua querida, me digo que el
proceder es curioso y triste a la vez. Aunque bien mirado es de las
que no pueden quejarse: pues tiene su sepulcro, y si sólo queda un
amante que se acuerde de ella, ya lo hace por todos los demás. Pues
aquí enterramos diariamente jóvenes de la misma clase y de la misma
edad que son arrojadas a la fosa común, y creedme, señor: se me va con
sus cuerpos el corazón cuando los oigo y miro caer. ¡Pobrecitas! una
vez enterradas, nadie se acuerda de ellas. No es del todo divertido
nuestro oficio, es decir, para los que tenemos un pedazo de alma. ¿Qué
queréis que os diga? A mí me hizo Dios así, y no tiene remedio, no hay
que darle vueltas, soy padre, tengo una hija de veinte años, alta y
bien formada, y cuando traen por aquí una muerta de su edad, pienso
en ella, y así sea una gran señora o una vagabunda me entristezco y
pongo malhumorado. Tal vez os aburro con mis historias, y vos no habéis
venido aquí para escucharlas. Me han mandado que os acompañe a la tumba
de la señorita Gautier y ahí la tenéis. ¿Puedo seros útil en algo más?

--¿Las señas de la habitación de M. Armando Duval sabéis cuáles
son?--le pregunté sin contestar a sus filosofías.

--Sí, señor; vive en la calle de... o al menos, allí es donde fuí a
cobrar el valor de todas las flores que estáis viendo.

--Bien, muchas gracias, buen hombre.

Dirigí la última mirada a la florida tumba, cuyo fondo hubiera querido
penetrar a pesar mío para ver en qué se había trocado la hermosísima
criatura que del polvo había vuelto al polvo, y me alejé triste y
pensativo.

--¿Queréis ver a M. Duval?--prosiguió el jardinero que venía
siguiéndome.

--Sí.

--Es que casi aseguraría que no ha vuelto, pues de lo contrarío hubiera
ya venido aquí.

--¿Conque estáis convencido de que sigue pensando en Margarita?

--No solamente estoy convencido de ello, sino que apostaría cualquier
cosa a que su deseo por cambiarla de sepulcro es el deseo de volverla a
ver.

--¿Cómo? ¿qué decís?

--Lo que antes que nada me preguntó al venir al cementerio fué: «¿Qué
he de hacer para verla?». Esto no podía verificarse sino por medio de
un cambio de sepultura, y yo mismo le enteré de todas las formalidades
que debía llenar para conseguirlo, pues ya sabéis que para trasladar
los muertos de un sepulcro a otro es indispensable reconocerlos y
únicamente la familia puede autorizar este acto, que debe ser presidido
por un comisario, de modo que monsieur Duval partió inmediatamente para
pedir esa autorización a la hermana de la señorita Gautier, y es de
suponer que su primera visita sea para la difunta.

Llegamos a la puerta del cementerio, di de nuevo las gracias y una
propina al jardinero, y me dirigí inmediatamente a casa de Armando.

Como aún no había vuelto, dejé mi tarjeta rogándole que viniese a verme
tan pronto como llegara, o me mandase a decir dónde y cómo podría
avistarme con él.

A la mañana siguiente recibí una carta de M. Duval en la que anunciaba
su regreso y me rogaba que pasase a su casa, disculpándose de no venir
a la mía por no permitírselo su estado.




                              CAPÍTULO VI


Me dirigí inmediatamente a su casa. Estaba en cama.

Alargóme una mano calenturienta.

--Parece que tenéis fiebre--le dije.

--Sí, pero no será nada; la fatiga de un viaje tan apresurado: he aquí
el origen.

--¿Acaso venís de casa de la hermana de Margarita?

--Sí; ¿quién os lo ha dicho?

--Yo lo sé; ¿y habéis obtenido lo que deseabais?

--Sí--y preguntó extrañado,--¿quién os ha informado tan bien?

--El jardinero del cementerio.

--¿Habéis visto su tumba?

Casi no me atrevía a contestarle, pues el tono con que hizo la pregunta
me revelaba que Armando seguía siendo víctima de la emoción de que yo
había sido testigo, y cuantas veces su imaginación o las palabras de
otro le recordaban tan triste pérdida, recrudecía su pena, dejando
entender que le faltaba luchar todavía muchísimo para poder dominarla.

No contesté palabra; únicamente afirmé con un movimiento de cabeza.

--¿Ha cuidado mucho de ella?--prosiguió Armando.

--Sí.

Dos grandes lágrimas saltaron de los ojos del enfermo que volvió la
cabeza casi ruborizado. Hice como que no había visto nada, y procuré
mudar de conversación.

--Si no me equivoco, se han pasado tres semanas desde que
partisteis--dije yo.

--Tres semanas, ni más ni menos.

--Largo ha sido el viaje.

--Bueno, es que no he viajado siempre; he estado quince días en la
cama, y esto me impidió regresar antes, pues al llegar allá, la fiebre
me dominó por completo.

--De suerte que en cuanto cedió un poco, os pusisteis otra vez en
camino.

--Si llego a seguir ocho días más en aquel país, me muero sin volver a
verla.

--Pues ahora, ya que habéis podido volver, es preciso que os cuidéis:
vuestros amigos vendrán a visitaros, y yo el primero, si no me negáis
esta satisfacción.

--Antes de dos horas pienso levantarme.

--¡Lo cual será una imprudencia!

--Es necesario.

--Pero no indispensable.

--Debo ir a ver al comisario de policía.

--¿Y por qué no confiáis a un amigo semejante diligencia, evitando
agravar vuestra enfermedad?

--Porque tal vez de esta visita depende mi curación. Es preciso que la
vea. Desde que tuve noticia de su muerte, y sobre todo desde que vi
su tumba, no vivo ni sosiego. No puedo persuadirme de que haya muerto
una mujer que dejé tan joven y tan bella. He de cerciorarme por mis
ojos. He de ver en qué ha trocado Dios un ser que he amado tanto, y
tal vez la horrible realidad desvanecerá el martirio del recuerdo. Me
acompañaréis, ¿no es verdad?

--¿Qué os dijo su hermana?

--Nada. Extrañó mucho que un particular quisiese comprar terreno
para sepultar a Margarita, y firmó desde luego la autorización que
solicitaba.

--Vamos a ver, ¿y no sería mejor aguardar vuestro completo
restablecimiento para verificar esa traslación?

--¡Oh! no me faltarán fuerzas, perded cuidado. Yo creo que me
volvería loco si cuanto antes no llevara a cabo esta resolución cuyo
cumplimiento es ya una exigencia de mi dolor. Creed que no volverá la
calma a mi corazón sino después de haber visto a Margarita. Será el
agua que apagará la sed de la fiebre que me devora, el delirio de mis
insomnios, el resultado de este delirio, todo lo que queráis; pero
aunque debiese hacerme cartujo, como M. de Rancé, después de haber
visto, veré.

--Entendido--dije a Armando,--estoy a vuestras órdenes. ¿Habéis visto a
Julia Duprat?

--¡Oh! sí, el mismo día de mi primer regreso.

--¿Y os entregó los manuscritos que Margarita le encargó para vos?

--Los tengo aquí.

Diciendo esto, Armando me indicó un rollo de papeles que guardaba
debajo de su almohada, el cual volvió a guardar en seguida.

--¡Ah!--dijo,--sé de memoria su contenido; los he estado leyendo diez
veces diarias durante tres semanas. Deseo que también los leáis, pero
más tarde, cuando esté más sosegado y pueda haceros comprender todo lo
que vale el amor que semejante confesión manifiesta. Permitidme ahora
que os pida un favor.

--¿Cuál?

--¿Tenéis un coche abajo?

--Sí.

--Pues bien. Tened la bondad de tomar mi pasaporte e ir a ver si
en el correo hay cartas que vengan dirigidas a mi nombre. Mi padre
y mi hermana me habrán escrito a París; pero como partí con tanta
precipitación, no tuve tiempo para informarme antes de emprender mi
viaje. A vuestra vuelta iremos juntos a ponernos de acuerdo con el
comisario de policía para la ceremonia de mañana.

Armando me entregó su pasaporte, y me trasladé a la calle de J. J.
Rousseau.

Había dos cartas dirigidas a M. Duval, recogílas y volví. Encontré a
Armando vestido del todo y dispuesto a salir a la calle.

Cuando le entregué las cartas dijo:

--Gracias, amigo mío--y añadió después de ver los sobres,--sí, son de
mi padre y de mi hermana. Nada de mi silencio habrán comprendido.

Abrió las cartas, y mejor las adivinó que leyó, pues ambas estaban
escritas por sus cuatro caras, y a poco las había vuelto a doblar.

--Vámonos--dijo.--Contestaré mañana.

Fuimos a ver al comisario, a quien entregó Armando la autorización de
la hermana de Margarita.

El comisario se quedó con la carta, dando otra para el guardián del
cementerio; acordóse que el traslado tendría lugar el día siguiente,
a las diez de la mañana; y quedamos en que iríamos a buscarle unos
minutos antes, para luego dirigirnos al cementerio juntos.

Cosa rara. Yo también sentía cierta curiosidad por presenciar aquel
triste espectáculo, y confieso que pasé la noche sin dormir pensando en
ello.

A juzgar por mi impaciencia, la noche debió de ser muy larga para
Armando.

Al llegar a las nueve de la mañana a su casa, estaba horriblemente
demudado, aunque parecía tranquilo.

Recibióme sonriendo, y me tendió la mano.

Las bujías estaban gastadas hasta el cabo. Antes de salir, tomó Armando
una carta larguísima dirigida a su padre, y en la que sin duda había
consignado sus impresiones de aquella triste noche.

Treinta minutos después llegábamos a Montmartre.

Nos esperaba ya el comisario.

El brazo con que Armando se apoyaba en el mío, me comunicaba con sus
convulsiones la excitación que le dominaba. Yo le miraba de cuando en
cuando, y él, comprendiendo mis miradas, se sonreía tristemente; pero
desde que habíamos salido de su casa, no cruzamos una sola palabra.

Antes de llegar delante del sepulcro, Armando se detuvo para enjugar su
rostro inundado en sudor.

Aproveché aquel instante para respirar, pues también tenía el corazón
comprimido.

¡Cuál será el origen del doloroso placer que nos producen semejantes
espectáculos!

Cuando llegamos, el jardinero había retirado las macetas de flores, y
la verja que cercaba la tumba había desaparecido. Dos hombres cavaban
la tierra.

El pobre Armando se apoyó contra un árbol y fijó su vidriosa mirada
allí donde los azadones abrían la tierra.

En sus ojos se hallaba concentrada toda su vida.

De pronto la punta de un azadón rechinó contra una piedra.

Armando se estremeció, retrocedió como herido por una descarga
eléctrica, y estrechó mi mano con tanta fuerza, que me hizo daño.

En seguida uno de los sepultureros tomó una ancha paleta y fué vaciando
la fosa poco a poco; después, cuando ya no quedaban más que las piedras
con que se cubre el ataúd las fué separando una por una.

Yo seguía observando con gran cuidado todas las impresiones de
mi amigo, pues tenía el temor de que sus visibles esfuerzos para
concentrarlas precipitaran un terrible fin. Él por su parte seguía
mirando, fijos y abiertos los ojos, como si estuviese loco, y el
precipitado temblor de sus mejillas y labios demostraba lo violento de
la crisis.

En cuanto a mí, sólo puedo decir que casi me arrepentía de haber ido al
cementerio.

Cuando el ataúd quedó enteramente descubierto, el comisario dijo a los
sepultureros:

--Abrid.

Obedecieron aquellos hombres como si se tratase de la cosa más sencilla
del mundo.

La caja era de roble. Principiaron por introducir una palanqueta en
la juntura. La humedad había enmohecido los tornillos, y después de
muchos esfuerzos saltó la tapa: exhalóse un olor fétido, a pesar de las
plantas aromáticas de que estábamos rodeados.

Hasta los sepultureros apartaron la cabeza.

--¡Dios mío! ¡Dios mío!--dijo Armando y palideció más.

Un lienzo blanco cubría el cadáver, dibujando vagos contornos. El
sudario estaba carcomido en uno de sus extremos, y dejaba ver un pie
descarnado.

Confieso que sentí frío y desfallecimiento, y a la hora en que escribo
estas líneas aún me parece ver aquella escena en su imponente realidad.

--Concluyamos--dijo el comisario.

En seguida uno de aquellos hombres alargó la mano, descosió parte del
sudario, y agarrándolo por la punta, pegó un tirón y descubrió el
rostro de la difunta.

Horrorizaba el verlo; horroriza el contarlo.

Los ojos no eran más que dos cavidades negras; los labios habían
desaparecido, y los dientes blancos estaban como unidos unos a otros.
Los largos cabellos negros y secos estaban como amasados y pegados a
las sienes velando en parte las verdosas cavidades de las mejillas, y,
sin embargo, en aquella enmohecida calavera reconocí el rostro blanco,
rosado y alegre que tantas veces había admirado.

Armando, con los ojos clavados en aquella figura, se había tapado la
boca con el pañuelo, que apretaba con sus dientes.

Yo estaba como soñando que un círculo de hierro oprimía mi cabeza,
nubláronse mis ojos, oí mil extraños zumbidos, abrí maquinalmente un
frasco que había traído a propósito y aspiré fuertemente las esencias
que contenía.

Embargado por aquella especie de sopor, creí oir al comisario que decía
al señor Duval.

--¿La reconocéis?

--Sí--contestó sordamente mi compañero.

--Pues cerrad, y trasladad--dijo el comisario.

Los sepultureros echaron otra vez el lienzo sobre el rostro de la
difunta, cerraron la caja, y tomándola cada uno por un extremo, se
dirigieron al lugar del cementerio a donde debía ser trasladada.

Armando permanecía inmóvil, clavados los ojos en aquella huesa vacía:
estaba pálido como el cadáver que acabábamos de ver... y parecía
petrificado.

En previsión de lo que iba a suceder cuando el dolor amenguase por la
ausencia del espectáculo, ya que por su violencia le sostenía como
galvanizado, me acerqué al comisario:

--¿Es indispensable la presencia de este caballero?--le pregunté
indicando a Duval.

--No, señor--contestó,--y aun os aconsejo que os le llevéis, pues me
parece que está malo.

--Vámonos--dije entonces a Armando tomándole del brazo.

--¡Cómo!--exclamó mirándome con extrañeza.

--Ya no necesitan de vos---añadí;--debéis retiraros, amigo mío; estáis
afectado, y estas emociones os son perjudiciales.

--Tenéis razón, vámonos--contestó sin moverse.

Le cogí del brazo y me lo llevé.

Dejábase conducir como un niño, murmurando tan sólo de vez en cuando:

--¿Habéis visto los ojos?--y lo decía volviendo la cabeza, como si
aquella visión le estuviese llamando.

Sus pasos eran irregulares; parecía que no avanzaba sino a sacudidas;
sus dientes castañeteaban, sus manos estaban heladas, y una violenta
agitación nerviosa que iba en aumento, se apoderó por completo de su
persona.

Él me respondía cuando le hablaba.

Todo lo que podía hacer se reducía a dejarse llevar.

Condújele, pues, hasta el carruaje.

Apenas entramos en él, aumentó su estremecimiento. Entonces tuvo un
verdadero ataque nervioso en medio del cual, por miedo de asustarme,
murmuraba apretándome la mano con violencia:

--No es nada, no es nada; tengo necesidad de llorar.

Y se hinchaba su pecho, y la sangre refluía en sus ojos sin que una
sola lágrima anunciase el desbordamiento de su dolor.

Le hice respirar el frasco de que me había servido. Cuando llegamos a
su casa, aún duraba su temblor convulsivo.

Le acosté, ayudado de su criado, mandé encender lumbre en su cuarto, y
fuí corriendo a buscar un médico, a quien enteré de todo cuanto había
pasado.

El médico se vino conmigo.

Al llegar, las facciones de Armando parecían de púrpura, estaba
delirante y murmuraba frases incoherentes, de entre las cuales sólo se
entendía el nombre de Margarita.

--¿Y bien?--dije al doctor cuando hubo examinado al enfermo.

--Tiene una fiebre cerebral, ni más ni menos, que no es poca fortuna,
pues se me figura, Dios me perdone, que se habría vuelto loco. Es casi
seguro que la enfermedad física matará la enfermedad moral, y vencida
la primera por la segunda estará restablecido antes de un mes.




                              CAPÍTULO VII


Esta clase de enfermedades matan en seguida o se dejan vencer
fácilmente.

Quince días después de los sucesos que acabo de referir, ya había
cesado el peligro y se encontraba Armando en plena convalecencia,
habiendo acrecentado nuestra amistad hasta el extremo de sernos
mutuamente indispensables. Mientras duró la enfermedad no me separé de
su casa. La primavera estaba en todo su esplendor, con sus flores, sus
hojas, sus árboles y sus cantos.

Las ventanas de la habitación de mi amigo daban vista a un jardín,
cuyos saludables aromas se elevaban hasta nosotros. El médico le
permitía ya levantarse, y ordinariamente nos solíamos sentar a hablar
juntos, a la ventana, cuyas hojas abríamos de par en par a las horas en
que el sol tiene más vigor, de doce a dos de la tarde.

Yo procuraba que nuestras conversaciones no recayeran nunca sobre
Margarita, temiendo siempre que se avivase la dolorosa llama moral que
parecía adormecida bajo la aparente calma del enfermo. Él en cambio
hacía todo lo contrario; parecía gozarse en recordarlo; no, como
anteriormente, lloroso y triste, sino con dulce sonrisa, como reflejo
de la tranquilidad que sentía su alma resignada.

Observé que desde nuestra visita al cementerio, cuyo espectáculo había
provocado aquella violenta enfermedad, el dolor moral había aminorado
por la fuerza del físico, y la muerte de Margarita ya no tenía para él
otro carácter que el doloroso recuerdo del pasado. De esta certidumbre
había brotado una especie de consuelo, y para rechazar aquella triste
imagen que con frecuencia se dibujaba en su memoria, evocaba los
felices recuerdos de su amorosa amistad con Margarita, como resuelto a
no transigir con otros distintos.

Se hallaba la materia muy extenuada por el ataque, al par que por los
efectos de los remedios empleados en combatir la fiebre, para permitir
al espíritu nuevas emociones, y la alegría primaveral y universal de
que Armando se veía rodeado, le absorbía a su pesar con imágenes de
vida y alegría.

Se obstinaba continuamente en no querer enterar a su familia del
peligro que corría, y estaba ya curado, sin que su padre supiera que
hubiese estado enfermo.

Cierto día nos habíamos estado en la ventana más tiempo que de
ordinario, a causa de hacer una magnífica tarde. El mismo sol se
adormecía en un brillante crepúsculo de azul y oro. No parecía que
estábamos en París; el verdor nos rodeaba como si quisiese aislarnos
del mundo entero, y raras veces el ruido de un carruaje venía a turbar
nuestras conversaciones.

--Esta tarde y hora me recuerdan la época del año y la tarde del día
en que conocí a Margarita--dijo Armando, atendiendo más a sus propios
pensamientos que a cuanto yo pudiera decirle.

No supe qué contestarle. Entonces, volviéndose a mí, dijo:

--Si gustáis, voy a contaros una historia, sobre la cual podríais
escribir un libro que nadie creerá, pero que podría ser interesantísimo.

--Otro día me la contaréis, querido amigo--le dije;--todavía no estáis
bueno del todo.

--Sí, la noche es templada, me encuentro bien, pues he comido mi
pechuga de gallina, y como ya casi no tengo calentura ni tenemos otra
cosa que hacer, voy a contárosla.

--Bueno; ya que absolutamente lo deseáis, os escucho.

--Es muy sencilla--añadió entonces,--y os la voy a contar siguiendo
el orden sucesivo. Si más tarde la trasladáis al papel, sois libre de
referirla como mejor os parezca.

He aquí la historia de mi amigo, sin más variantes que las puramente
necesarias para pasar de la palabra al libro:

--Sí--exclamó Armando, reclinando su cabeza en el respaldo de su
butaca;--sí, ¡era una noche como ésta!... Habíamos pasado el día en
el campo con mi amigo Gastón R... Por la noche estábamos de vuelta en
París, y no sabiendo qué hacer para no aburrirnos, nos metimos en el
teatro de Variedades.

En uno de los intermedios salimos al corredor y vimos pasar una
elegante y airosa dama, a quien mi amigo saludó.

--¿Quién es esta gran señora?--le pregunté.

--Margarita Gautier--contestó.

--Me parece que está muy cambiada, pues no la he reconocido--dije con
una emoción que luego os explicaréis.

--Ha estado muy enferma, y vivirá poco.

Tengo estas palabras tan presentes como si acabase de oirlas hace
un instante. He de consignar que desde hacía dos años, la vista de
aquella joven, cuantas veces me la encontraba me producía cierta
extraña impresión. Sin saber por qué, palidecía y mi corazón latía con
violencia. Un amigo mío que se dedica a las ciencias ocultas, llama a
eso afinidad de flúidos; por mi parte creo sencillamente que estaba
escrito que fuese yo el amante de Margarita, y que el presentimiento me
dominaba. Margarita causaba siempre en mí una impresión verdadera, de
la que pudieran ser testigos muchos de mis amigos, los cuales se habían
reído no poco al averiguar la procedencia.

La vi por primera vez en la plaza de la Bolsa, en la puerta de Susse,
donde paró una carretela descubierta, de la que se apeó. Vestía de
blanco. Un murmullo de admiradores comentaba sus gracias ante mí. Yo
quedé clavado en mi sitio, mirando la puerta por la que había entrado
en el almacén hasta que salió. Vila a través de los cristales mientras
elegía los géneros que compraba. Hubiera podido entrar, pero me faltó
valor; ignoraba quién era aquella mujer, y temía que adivinase mi
entrada en el almacén y se disgustase por ello, y sin embargo, yo no
podía tener mucha esperanza de volver a verla. Su traje era elegante:
un vestido de muselina rodeado de volantes, un chal de India a cuadros,
bordado de oro y seda en sus extremos; sombrero de paja de Italia y un
brazalete de oro en forma de cadena, moda que comenzaba entonces.

Al salir, la vi entrar en su carretela, que partió al trote de los
caballos. Uno de los dependientes de la tienda había salido a la puerta
y se quedó en el dintel siguiendo con la vista el carruaje de la bella
compradora. Acerquéme a él y le rogué que me dijese el nombre de la
dama.

--La señorita Margarita Gautier--me respondió.

No me atreví a pedirle las señas de su habitación y me alejé. El
recuerdo de aquella visión, pues realmente lo era, no se ha borrado de
mi memoria como el de otras muchas que me lo parecieron, y por todas
partes iba buscando aquella dama blanca, tan seductora como hermosa. A
los pocos días tuvo lugar un estreno en el teatro de la _Ópera Cómica_.
Asistí al espectáculo.

La primera persona a quien vi en uno de los palcos principales, fué a
Margarita. El joven que me acompañaba la conocía también, pues me dijo
señalándola:

--¿Véis aquella hermosa joven...?

Al mismo tiempo Margarita dirigía sus gemelos hacia nosotros, y al ver
a mi amigo, le sonrió e hizo seña de que subiese a visitarla.

--Voy a saludarla--me dijo;--vuelvo al instante.

No me pude contener y le dije:

--¡Sois bien afortunado!

--¿Por qué?

--Porque vais a tener la dicha de ver a esa mujer.

--¿Os habéis enamorado de ella?

--No--dije sonrojándome, pues no sabía darme verdadera cuenta de lo que
sentía,--pero me gustaría conocerla.

--¿Queréis que os presente a ella?

--¿Sin pedirle permiso?

--¡Qué tontería! Con damas de su clase se puede prescindir sin
escrúpulo de tales formalidades.

Estas palabras me mortificaron sobremanera. Temblaba de adquirir el
convencimiento de que Margarita no era digna del sentimiento que me
inspiraba.

Alfonso Karr pinta en su libro titulado _Am Rauchen_, a un hombre
que sigue de noche a una mujer elegantísima, de la que se enamoró
perdidamente a primera vista.

Sólo por el placer de besar la mano de aquella belleza, hubiera
arrostrado todo peligro y hecho cualquier sacrificio. Apenas se atreve
a poner su mirada sobre la garganta del precioso y pequeño pie que
descubre ligeramente para evitar que el contacto del suelo manche su
vestido. Mientras piensa ensimismado en todo lo que haría por poseerla,
se ve detenido por ella al volver de una esquina, para preguntarle si
quiere subir a su habitación.

Al contacto de semejante pregunta desvanécense por completo todas
sus ilusiones, y desviando la vista se vuelve a su casa triste y
desencantado. Al reconocer al ídolo de barro, lo desprecia, en vez de
adorarlo.

Recordando aquel estudio del corazón humano, yo, que hubiera deseado
tener que salvar grandes obstáculos para llegar a Margarita, temía que
me aceptase demasiado pronto y sin mediar un sacrificio importante.

Así somos los hombres, y no deja de ser una ventaja el que la razón
deje esa puerta al sentimiento y que los deseos de la materia hagan
semejante concesión a los sueños del espíritu.

Por último, si me hubiesen dicho: «Poseerás esta noche a esa mujer y la
matarán mañana», hubiera aceptado sin vacilar. Pero si, al contrarío,
me hubiesen asegurado que mediante un puñado de luises sería su
amante, hubiera rehusado ofendido, y hubiera llorado como un niño el
desvanecimiento de mi ilusión.

No obstante, deseaba conocerla y no quise desperdiciar la ocasión que
se me ofrecía para lograrla o saber resueltamente a qué atenerme.

Rogué a mi amigo que con el solo fin de complacerme, se dignase pedir a
Margarita permiso para presentarme, y quedé esperando en el corredor,
dominado por la idea de que iba a verla.

Azarado en extremo, me preocupaba la actitud que debía tomar en su
presencia y la manera de coordinar las primeras palabras que le iba a
decir.

--¡El amor tiene tonterías sublimes!

Momentos después me decía mi amigo:

--Nos espera.

--¿Está sola?--le pregunté.

--Con otra señora.

--¿No hay hombres?

--No.

--Vamos.

Mi amigo se dirigió por la puerta del teatro.

--¿Y a dónde vamos por ahí?--le dije.

--A comprar dulces, pues me los ha pedido.

Entramos en una confitería del pasaje de la Ópera.

Yo hubiera querido llevarme cuantas golosinas encerraban aquellos
elegantes escaparates, y antes de que pensase en escoger, pidió mi
amigo:

--Una libra de uvas heladas.

--¿Sabéis si le gustan?

--Nunca toma otros dulces; es su costumbre.

--¿Ya sabéis--continuó mi amigo--qué clase de mujer es la que voy a
presentaros?

--La conozco de vista.

--No os figuréis que sea una duquesa ni mucho menos: es sencillamente
una cortesana y de las de más nombre.

--Ya, ya.

--Así, pues, podéis decirle cuanto se os ocurra sin miedo ni temor.

--Bien, bien--balbuceé, y seguía subiendo maquinalmente las escaleras,
proponiéndome interiormente desechar aquella pasión.

Al entrar en el palco, Margarita se estaba riendo de no sé qué. Hubiera
preferido verla triste.

Mi amigo me presentó.

Ella inclinó ligeramente la cabeza, diciendo en seguida:

--¿Y mis dulces?

--Aquí están.

Tomólos, dirigiéndome una mirada que me ruborizó.

Luego dijo unas palabras al oído de su compañera, y ambas a dos
soltaron una verdadera carcajada.

Desde luego era yo el objeto de aquella hilaridad, lo cual acrecentaba
mi turbación.

Por aquella época tenía yo relaciones íntimas con una muchacha de la
clase media, muy tierna y sentimental, cuyas románticas quejas y
cartas melancólicas me hacían reir. En aquel momento comprendí por lo
que yo sentía, lo mucho que la hacía padecer, y por cinco minutos la
amé con verdadera pasión.

Margarita se puso a comer sus dulces sin preocuparse para nada de mí
ni del desairado papel que estaba representando. Mi introductor, no
queriendo dejarme por más tiempo en aquella ridícula actitud, dijo:

--Margarita, no debéis extrañaros de que M. Duval no os dirija la
palabra; le deslumbráis de tal modo, que no encuentra frases con que
explicarse.

--Casi me inclino a creer que el señor os ha acompañado aquí porque os
incomoda venir solo.

--De ser así--dije a mi vez,--no hubiera yo suplicado a Ernesto que os
pidiese permiso para presentarme.

Aquello no era tal vez más que un medio para retardar el momento fatal.

A poco que uno haya tratado mujeres de la clase de Margarita, sabrá
el placer que encuentran en hablar satíricamente y tratar con dureza
a las personas que ven por primera vez. Sin duda es ello una especie
de desquite que se toman por las humillaciones que se ven obligadas a
sufrir frecuentemente por parte de los que las tratan de continuo.

Así es que para entrar en conversación con ellas, se necesita cierto
conocimiento de su trato, cosa que yo desconocía por completo.

Por otra parte, el concepto que me había formado de Margarita
contribuía a que creyese yo sus burlas exageradas. Nada que procediese
de aquella mujer podía serme indiferente. Así es que me levanté,
diciéndole con una emoción que me fué imposible ocultar por completo:

--Señora, si pensáis eso de mí, no me resta más que suplicaros
dispenséis mi indiscreción, y despedirme de vos asegurándoos que no
reincidiré.

Saludé y salí del palco.

Apenas hube cerrado la puerta, oí una tercera carcajada. Hubiera
deseado tropezarme con el primer advenedizo para resarcirme de lo que
yo creía un desaire. Volví a mi butaca. Hicieron la señal de levantar
el telón. Ernesto volvió a mi lado.

--¿Cómo vamos?--me dijo sentándose.--Ella cree que estáis loco.

--¿Qué es lo que dijo de mí Margarita cuando salí del palco?

--Pues se ha reído mucho, y me ha asegurado que no ha visto jamás
hombre más raro. Pero no por eso debéis creeros derrotado; sólo espero
de vos que hagáis poco caso de esas mujeres y no cometáis jamás la
torpeza de tomar por lo serio sus manifestaciones. Ignoran por completo
lo que es educación y buen tono; son como los perros a quienes se
perfuma, y que creyéndose que huelen mal, van a lavarse a cualquier
arroyo.

--Además, ¿qué importa?--decía yo creyendo tomar un tono
indiferente;--no volveré a ver a esa mujer, y si bien me gustaba antes
de hablarla, me ha hecho un efecto bien distinto del que presumía,
después de conocerla.

--¡Bah! Aún no desespero de veros en su palco algún día y de oiros
decir que os arruináis por ella. Por lo demás, tenéis razón: está mal
educada, pero es una mujer hermosa.

Afortunadamente, se levantó el telón y se calló mi compañero.

No me sería posible precisar el título de la obra que se representaba
aquella noche. Lo único que recuerdo es que muchas veces dirigí mis
miradas hacia el palco que había dejado tan bruscamente, y que las
visitas se sucedían en él de continuo. No obstante, estaba yo bien
lejos de no preocuparme de Margarita. Otro era el sentimiento que
me dominaba. Me parecía que debía hacerme olvidar su insolencia mi
ridiculez, y que aun cuando debiese sacrificar cuanto poseía, debía
conseguir aquella mujer, para tener después el derecho de disponer de
ella a mi capricho. Antes que la representación hubiese terminado,
Margarita y su amiga dejaron el palco. También abandoné yo la butaca a
pesar mío.

--¿Os vais?--me dijo Ernesto.

--Sí.

--¿Por qué?

En aquel momento advirtió que había quedado vacío el palco.

--Idos--me dijo,--y buena suerte, amigo mío, o mejor dicho, que seáis
más afortunado.

Al salir oí en la escalera el roce de unos vestidos y el murmullo de
algunas voces. Me separé a un lado y vi pasar, sin ser visto, las dos
mujeres y los dos jóvenes que las acompañaban.

En el peristilo del teatro se presentó a ellas un criado.

--Ve, y di que me esperen a la puerta del café Inglés--dijo
Margarita;--iremos a pie hasta allí.

Poco después, paseándome por el _boulevard_, en una de las ventanas del
restaurant vi a Margarita apoyada sobre el antepecho, deshojando una
por una las camelias de su ramo. Uno de sus jóvenes acompañantes estaba
en pie detrás de ella hablándole al oído. Fuí a instalarme en uno de
los departamentos del primer piso de la _Maison Doré_, desde el cual
no perdía de vista la ventana de Margarita. A la una de la madrugada
volvió ésta a subir en el coche acompañada de sus tres amigos. Tomé un
simón y ordené al cochero que siguiese al de Margarita. El coche paró
en la calle de Antín, frente a la casa número 9. Margarita descendió
sola y entró en la casa. Sin duda fué ello pura casualidad, pero así y
todo me sorprendió agradablemente.

Desde entonces encontré muchas veces a Margarita, ya en algún teatro,
ya en los Campos Elíseos. Siempre creía ver en sus hermosas facciones
reflejada la misma alegría, y siempre semejante encuentro producía en
mí igual emoción.

Después se pasaron más de quince días sin verla.

Hallé a mi amigo Gastón y le pregunté por ella.

--Está muy delicada--me dijo.

--¿Qué tiene?

--La pobre está enferma del pecho, y como la vida que lleva no es la
más a propósito para detener los progresos de semejante enfermedad,
guarda cama, y es muy posible que no pueda volver a levantarse.

¡Oh, raros e incomprensibles impulsos del corazón! casi me alegró la
noticia de la enfermedad.

Aunque sin dejar mi tarjeta ni escribir mi nombre en la lista, pasé
todos los días a saber noticias de la enfermedad.

De este modo me enteré de su convalecencia y supe su salida para
Bagneres.

Luego se pasó bastante tiempo, y, si no el recuerdo, íbase borrando
diariamente la impresión.

Y claro, los viajes, el volver a mis naturales costumbres y habituales
trabajos, y la adquisición de amistades nuevas, volvieron a ocupar
el lugar de la idea que me dominó durante el tiempo que llenaba mi
mente aquella primera aventura; no creía ya ver en ella más que una de
tantas pasiones de las que nacen y mueren con igual facilidad en las
imaginaciones de los jóvenes, y de las que nos reímos luego.

Por otra parte, tenía bien poco mérito el vencimiento de semejante
recuerdo, pues había perdido de vista a Margarita desde que salió de
París, y como os dije, no la reconocí cuando pasé junto a ella en los
corredores del teatro de _Variedades_.

Es preciso confesar que iba entonces muy arrebujada en su abrigo, pero
por más tapada que se me hubiere presentado dos años antes, no hubiera
tenido necesidad de ver sus facciones para conocerla; las habría
adivinado.

Sin embargo, al cerciorarme de que era ella, mi corazón latió con
más violencia, a pesar de haber transcurrido los dos años sin verla,
y ni los efectos producidos por la separación fueron bastantes para
desvanecer su recuerdo al sentir el contacto de su vestido.




                              CAPÍTULO VIII


Y es el caso, que a un tiempo mismo que yo reconocía estar todavía
enamorado, me sentía más fuerte que antes, y mis deseos de volver a
verla, eran hijos en parte, de la voluntad, si no vanidad, que tenía de
hacerle conocer que me había hecho superior a ella.

¡Oh, en qué enmarañados laberintos se enreda y cuán inútiles
justificaciones busca el corazón para llegar a lo que se desea!

A pesar mío no pude continuar mucho tiempo en los corredores, y volví
a ocupar mi butaca de orquesta, desde donde recorrí con la vista todos
los palcos para encontrar el en el que estaba Margarita.

Se encontraba en un proscenio, como ya os dije, estaba completamente
demudada, y ya no se dibujaba en sus labios aquella indiferente sonrisa
que tanto la caracterizaba. Había padecido mucho; padecía aún.

Aunque ya bien entrado el mes de abril, vestía de terciopelo como en
pleno invierno.

La miré con tal persistencia que mi mirada atrajo la suya. Se fijó
en mí unos instantes, tomó sus gemelos para cerciorarse de quién era
yo, e indudablemente, creyó conocerme sin darse cuenta exacta de mi
personalidad, puesto que al dejar sus gemelos, vagó por sus labios esa
graciosa sonrisa con que saludan las mujeres bonitas cuando quieren
contestar al saludo que esperan. Pero yo no satisfice su deseo, pues
para vengarme, pretendía, sintiéndolo, hacerle entender que me había
olvidado por completo de lo que ella recordaba todavía. Ella, creyendo
haberse equivocado, volvió la cabeza sin afectación. Se levantó el
telón. Muchas veces vi a Margarita en el teatro, pero jamás la vi
fijarse en el escenario.

La obra que se representaba me interesaba poco, solamente Margarita
absorbía mi atención; sin embargo, yo hacía toda clase de esfuerzos
para aparentar lo contrario.

Habiendo observado que cambiaba algunas miradas con la persona que
ocupaba el palco frontero al suyo, me fijé en ésta y vi que era una
señora con la que tenía yo bastante intimidad.

Era una antigua mujer de historia, que había pretendido entrar en el
teatro, y que no habiéndole sido posible, aprovechó las relaciones que
tenía con muchas damas elegantes de París, para establecer un almacén
de modas. Yo vi en ella un pretexto para acercarme a Margarita y
aproveché un instante que miraba hacia donde yo estaba, y saludéla con
la mano y los ojos. Resultó lo que yo quería: me llamó para que subiese
a su palco.

Prudencia Duvernoy era el nombre de la modista. Matrona de unos
cuarenta años, pertenecía al número de las que no se necesita gran
diplomacia para que digan o hagan lo que uno desea, sobre todo cuando
lo que se desea es tan sencillo como lo que yo quería. Subí y aproveché
el momento en que volvió a empezar sus telegramas ópticos con Margarita
para decirle:

--¿A quién os dirigís?

--A Margarita Gautier.

--¿La conocéis?

--¡Sí; soy, a más de su modista, su vecina!

--¿Vivís en la calle de Antín?

--Número 7; la ventana de su gabinete tocador da frente a la mía.

--Creo que es una joven muy amable además de ser lindísima.

--¿No la conocéis?

--No, y me gustaría conocerla.

--¿Queréis que le diga que venga a nuestro palco?

--No; prefiero que me presentéis a ella en su casa.

--Eso es más difícil, porque es la protegida de un anciano duque...

--¿Protegida y hermosa?

--Pues sí, protegida, protegida--dijo Prudencia.--El buen viejo no
podría, aunque quisiese, ser su amante.

Y Prudencia me contó de p a pa el origen de las relaciones de Margarita
con el duque de Bagneres.

--¿Es ésta la causa por la que ha venido sola al teatro?

--Sí.

--Entonces, ¿quién la acompañará a su casa?

--Él.

--¿Vendrá a buscarla?

--No tardará.

--Y a vos, ¿quién os acompaña?

--Nadie.

--Entonces me ofrezco a ser vuestro caballero.

--¿Y el amigo con quien habéis venido?

--Es un joven muy simpático, muy listo, y de mucho talento, que tendrá
mucho gusto en conoceros.

--¡Ah! pues entonces no hay más que hablar, saldremos juntos en cuanto
termine esta pieza.

--Eso es: perfectamente; voy a prevenírselo a mi amigo.

--Conformes. ¡Ah!--exclamó Prudencia en el momento que iba yo a
salir.--¿Queréis conocer al duque protector de Margarita? Es este
anciano que entra en su palco.

Miré y vi que un caballero como de setenta años, serio y respetable,
acababa de tomar asiento detrás de Margarita, después de presentarle
un cucurucho de dulces, que ella probó inmediatamente, haciendo seña a
Prudencia como diciéndole: ¿Si gustáis?

--Muchas gracias--contestó Prudencia con otro gesto.

Entonces Margarita dejó sobre una silla la bolsa de los dulces, y
dirigiéndose al viejo siguió comiendo y conversando.

Tal vez os parezcan tonterías este sinnúmero de detalles, pero conservo
tal memoria de todo cuanto tenía relación con Margarita que me
complazco en recordarlo y repetirlo.

Después de este incidente bajé a la platea para participar a Gastón
el compromiso que, a nombre de los dos, acababa de contraer. Aceptó,
desde luego, conviniendo en cuanto le dije. Inmediatamente dejamos
nuestros asientos para subir al palco de la señora Duvernoy. Cuando
atravesábamos el corredor, tuvimos que detenernos para dejar pasar a
Margarita y al duque, que ya se retiraban. Hubiera dado sin vacilar
diez años de mi existencia por poder substituir al buen anciano.

A la salida les esperaba el coche, al que subieron entrambos, y
al trote de dos fogosos caballos dirigidos por el propio duque,
desaparecieron rápidamente.

Nosotros nos quedamos con Prudencia hasta la terminación de la pieza, y
luego un coche de alquiler nos condujo a los tres a la calle de Antín,
número 7. Prudencia nos invitó a que subiésemos para enseñarnos su
establecimiento, de cuya propiedad se manifestaba bastante orgullosa.

Ya comprenderéis que no nos hicimos de rogar para complacerla. En
cuanto hubimos penetrado en los almacenes de Prudencia, ya me creí
estar al lado de Margarita; así, pues, hice recaer inmediatamente la
conversación sobre mi único objetivo.

--¿Está, acaso, en la habitación de vuestra hermosa vecina el viejo
duque?--pregunté a Prudencia.

--Creo que no; probablemente estará sola.

--Pues se aburrirá de lo lindo--dijo Gastón.

--Generalmente, pasamos juntas todas las veladas; cuando no se opone
a ello algún obstáculo, me llama en cuanto llega a su casa. Jamás
se acuesta antes de las dos de la madrugada, pues le es imposible
conciliar el sueño antes de esa hora.

--¿Por qué causa?

--La enfermedad. Padece del pecho y casi siempre está calenturienta.

--¿No tiene amantes?--pregunté.

--Lo ignoro. A la hora en que yo me retiro jamás queda nadie
acompañándola; pero no puedo asegurar que no entre nadie después que
yo he salido. Con frecuencia viene a su casa un conde de N... que
se propone conseguir no sé qué, haciéndole sus visitas a las once y
mandándole cuantas joyas cree que apetece; pero ella le hace poquísimo
caso, pues dice que no le gusta ni pintado. Lo cual no deja de ser
una majadería, porque es un joven riquísimo. Por más que yo le digo y
repito a todas horas: «Hijita, hacéis mal, muy mal en despreciar al
conde, pues éste, y no otro, es el hombre que os conviene», no me hace
caso ninguno, y ella, que generalmente atiende todos mis consejos, me
vuelve la espalda diciendo que no puede resistir a un majadero de tal
calibre. Convengo en que no le falta razón, pero sería para ella una
verdadera mina, puesto que el viejo duque puede morirse el mejor día.
Luego, los viejos son más egoístas, y además su familia le reprueba
continuamente la prosecución de su amistad con Margarita, por cuyas
razones creo que nada ha de heredar del buen anciano. Siempre que yo
le hago presente semejantes temores, me contesta que cuando falte el
duque, le sobrará tiempo para tomar al conde.

Es bien poco agradable--continuó Prudencia,--vivir como ella vive
ahora. Yo de mí sé decir, que no sabría acostumbrarme a semejante
monotonía y no hubiera resistido tanto tiempo sin mandar a paseo al
buen anciano. ¡Es tan insípido! La llama hija, la mima y cuida como una
niña y puede decirse que no la deja a sol ni a sombra. Estoy segura de
que en estos momentos está rondando la calle alguno de sus criados para
observar quién sale, y sobre todo quién entra.

--¡Pobre Margarita!--exclamó Gastón, sentándose al piano.

--¡Chist! A ver--dijo Prudencia, fijando su atención.--Creo que
Margarita me llama.

Los tres pudimos oir que una voz de mujer llamaba a Prudencia. Y
Prudencia nos dijo entonces:

--Señores, podéis ya retiraros.

--¿Así es como entendéis la hospitalidad?--interrogó Gastón
sonriéndose.--Nos retiraremos cuando nos parezca bien.

--¿Por qué hemos de irnos?

--Es que he de entrar en la habitación de Margarita.

--Os esperaremos aquí.

--¡Imposible!

--Entonces os acompañaremos.

--Mucho peor.

--Yo conozco a Margarita--dijo Gastón,--y puedo por consiguiente
visitarla.

--Pero no la conoce Armando.

--Le presentaré.

--De ninguna manera.

Volvió a oirse la voz de Margarita que llamaba a Prudencia. Mme.
Duvernoy fué corriendo a su gabinete tocador. Gastón y yo la seguimos.
Prudencia abrió la ventana. Nosotros quedábamos ocultos de manera que
no pudiésemos ser vistos.

--Hace diez minutos que os estoy llamando--dijo Margarita desde su
ventana en tono de mando.

--¿Qué se ofrece?

--Que vengáis al momento; aún no se ha ido el conde de N... y me está
matando el fastidio.

--No me es posible en este momento.

--¿Quién os lo impide?

--Dos jóvenes que tengo de visita y que no quieren irse.

--Decidles que tenéis necesidad de salir.

--Ya se lo he dicho.

--Pues bien, dejadles solos; cuando vean que salís, saldrán ellos
también.

--¡Después de habérmelo revuelto todo!

--Pero, ¿qué os quieren?

--Yo creo que os quieren ver a vos.

--¿Cómo se llaman?

--Al uno ya le conocéis, es Gastón R...

--¡Ah, sí, ya sé! ¿Y el otro?

--Al otro no le conocéis, se llama M. Armando Duval.

--Bien, no importa, dejad que os acompañen: todo lo prefiero al conde.
Venid en seguida; os espero.

Margarita y Prudencia cerraron sus ventanas. Margarita, que hacía
pocos momentos pareció recordar mi fisonomía, había olvidado mi nombre
por completo. Yo hubiera preferido a olvido semejante, un recuerdo
desagradable.

--Ya me presumía yo--dijo Gastón,--que tendría gran gusto en recibirnos.

--Mejor diríais--interrumpió Prudencia poniéndose el abrigo,--que os
recibe para conseguir a toda costa que se marche el otro. Procurad
serles más simpáticos que el conde para evitar que luego me riña.

Seguimos a Prudencia. Yo estaba temblando. Presentía que aquella
visita iba a ejercer gran influencia sobre mi vida. Aun estaba más
conmovido que la noche de mi primera presentación en la _Ópera Cómica_.
Al llegar a la puerta de la habitación que ya conocéis, me latía
tan precipitadamente el corazón, como huían de mi cabeza las ideas.
Llegaron a nuestros oídos algunas notas. Prudencia llamó, y dejó de
oirse el piano a un mismo tiempo. Abrió la puerta una muchacha que por
su aire elegante, más que una doncella de servicio parecía una señorita.

Pasamos al salón, de allí a un gabinete separado, que estaba tal como
después lo habéis visto. Apoyado en la chimenea había un elegante joven.

Margarita, sentada al piano, recorría ligeramente el teclado, empezando
muchas piezas sin terminar ninguna.

El efecto de aquel cuadro, era el del fastidio, hijo de la turbación
e inexperiencia del hombre, y del peso abrumador con que fatigaba
el ligero espíritu de la mujer, la presencia del tétrico personaje.
Levantóse Margarita al oir la voz de Prudencia y saliéndonos al
encuentro, dijo, después de haber cruzado ambas mujeres una mirada;
de inteligencia por parte de la Duvernoy, de agradecimiento por la de
Margarita:

--Entrad y sed todos bien venidos.




                              CAPÍTULO IX


--Muy buenas noches, querido Gastón--dijo Margarita a mi amigo;--me
alegro de veros. ¿Por qué no me habéis visitado antes en mi palco?

--Por si me creíais indiscreto.

--Los verdaderos amigos--y Margarita acentuó el calificativo como para
hacer entender a los que allí estábamos, que a pesar de su cordial
acogida, Gastón no era más que un amigo;--los amigos no son indiscretos
jamás.

--¿Entonces me permitiréis que os presente a M. Armando Duval?

--Ya estaba autorizada Prudencia para hacerlo.

--Hace ya mucho tiempo, señora--dije inclinándome y balbuceando mis
palabras,--que tuve el honor de seros presentado.

La encantadora mirada de Margarita pareció escudriñar sus recuerdos,
pero no recordó o fingió no acordarse.

--Señora--le dije,--os doy gracias por haber olvidado mi primera
presentación, en la que estuve sobradamente ridículo y debí pareceros
bastante fatuo. Tuvo lugar hace dos años en la _Ópera Cómica_ por
nuestro común amigo Ernesto de...

--¡Ah!--exclamó Margarita sonriendo.--Ya recuerdo; y por cierto que no
fuisteis vos el más ridículo, sino yo, que fuí demasiado burlona, como
aún lo soy, aunque no tanto. ¿Me habéis perdonado, caballero?

Y al decir esto me tendió su mano, en la que imprimí un beso.

--Es verdad--repuso.--Tengo la mala costumbre de querer desconcertar a
las personas que veo por primera vez lo cual no deja de ser mal hecho.
El médico me dice que esto consiste en que soy muy nerviosa y estoy
siempre excitada: suplícoos que deis crédito a mi médico.

--Pero ahora parece que estáis mejor.

--¡Oh! he estado enferma de veras.

--Lo sé.

--¿Por quién?

--Por todo el mundo, pues nadie lo ignoraba, y además, venía
con frecuencia a preguntar por vos, y supe con placer vuestro
restablecimiento.

--Nunca he visto vuestra tarjeta.

--Es que no la dejaba.

--¡Ah, ya! ¿Entonces sois el joven que venía diariamente a informarse
del curso de mi enfermedad, y que jamás quiso decir su nombre?

--El mismo.

--En ese caso sois más que indulgente, sois generoso. De seguro no
hubierais vos hecho otro tanto, conde--dijo dirigiéndose al señor
de N... después de lanzarme una de esas miradas con que las mujeres
completan la opinión que han empezado a formar de nosotros.

--Permitidme que os recuerde que yo tan sólo os conozco desde hace dos
meses--contestó el conde.

--Permitidme que yo haga constar que M. Armando me conoce desde hace
cinco minutos. Siempre respondéis necedades.

Las mujeres no sienten piedad ni misericordia para aquéllos a quienes
no aman. El conde bajó los ojos y se mordió los labios.

Me dió lástima de él, pues parecía estar tan enamorado como yo, y la
ruda franqueza de Margarita debía mortificarle sobremanera, estando
como estaba en presencia de gentes desconocidas.

--Me parece que al entrar nosotros estabais tocando el piano--dije para
cambiar de conversación.--¿Queréis tratarme como a un antiguo conocido
y continuar tocando?

--¡Oh!--exclamó Margarita dejándose caer en el sofá y brindándonos con
el gesto a que nos sentásemos a su lado.--Únicamente toco cuando estoy
sola con el conde; no quiero, pues, ahora, mortificaros ni mortificarme.

--¿Reserváis esta preferencia para mí solo?--replicó el señor de N...
con una sonrisa entre inocente y sarcástica.

--Hacéis mal en reprochármela, porque no os tengo otra.

Comprendiendo aquel pobre joven que no podía decir palabra, hubo de
dirigir a Margarita una mirada suplicante.

--Decidme, pues, amiga Prudencia--prosiguió ella;--¿habéis cumplido mi
encargo?

--Sí.

--Me alegro; ya me lo contaréis después. Hablaremos antes de que os
marchéis.

--Estamos molestando, tenéis razón; y toda vez que ya hemos, o mejor,
que ya he obtenido una segunda presentación para borrar el mal efecto
de la primera, Gastón y yo nos retiraremos con vuestro permiso.

--De ninguna manera; no lo he dicho por vosotros, muy al contrario,
pues me permito rogaros que no os vayáis.

El conde sacó su riquísimo reloj y dijo:

--Ya es hora de ir al club. Adiós, señora.

Margarita se puso en pie.

--Adiós, mi querido conde, ¿ya os vais?

--Sí; temo fastidiaros.

--Hoy es de los días en que menos me fastidiáis. ¿Cuándo os veré?

--Cuando me lo permitáis.

--¡Adiós, pues!

Esto es una verdadera crueldad.

Afortunadamente el conde estaba muy bien educado y era extremadamente
bueno. Contentóse con besar la mano que Margarita le abandonara y salió
después de saludarnos a todos.

Ya en el umbral de la puerta, miró a Prudencia, la cual se encogió de
hombros como diciendo:

--¿Qué queréis? he hecho cuanto me ha sido posible.

--¡Nanina!--gritó Margarita.--Alumbra al conde.

Oímos abrir y cerrar la puerta.

--¡Al fin se ha ido!--exclamó Margarita volviendo.--Ese joven me excita
los nervios y me perjudica horriblemente.

--Querida mía--dijo Prudencia,--sois verdaderamente muy mala para con
él: tan bueno y obsequioso siempre. Sobre la chimenea tenéis el reloj
que os ha regalado, y que le costó mil escudos cuando menos.

Y Mme. Duvernoy, que se había aproximado a la chimenea, jugaba con la
joya a que se refería, admirándola codiciosamente.

--Amiga mía--dijo Margarita sentándose al piano,--cuando peso por una
parte lo que me da, y por la otra lo que me dice, encuentro que paga
muy baratas sus visitas.

--El pobre está muy enamorado de vos.

--Es que si yo escuchase a todos los que están enamorados de mí, ni
siquiera tendría tiempo para comer.

E hizo correr sus dedos sobre el teclado. Luego se volvió y dijo:

--¿Queréis tomar alguna cosa? Yo bebería un poco de ponche.

--Y yo comería un pedazo de pollo--dijo Prudencia;--si cenáramos...

--Sí, sí, vámonos a cenar--dijo Gastón levantándose.

--No; cenaremos aquí.

Llamó y se presentó Nanina.

--Manda por una cena.

--¿Qué preferís tomar?

--Lo que tú quieras, pero al instante.

Nanina salió.

--Eso es--dijo Margarita saltando como una niña,--vamos a cenar.
¡Cuánto me aburre este imbécil conde!

Cuanto más me fijaba en aquella mujer, tanto más me encantaba. Era
hermosa de veras. Hasta su delgadez era una gracia. Apenas podría
explicar lo que por mí pasaba. Grande era mi indulgencia con respecto
a su vida; tan grande como la admiración que su belleza me infundía.
La prueba de desinterés que daba al no aceptar el amor de un joven
elegante y rico, dispuesto a arruinarse por ella, excusaba a mis ojos
todas las faltas de su pasado. De aquella mujer emanaba una especie de
candor.

Adivinábase que aún se encontraba en la adolescencia del vicio. Su paso
seguro, su talle flexible y esbelto, las ventanas de su nariz rosadas
y abiertas, y sus grandes y rasgados ojos ligeramente rodeados de un
círculo azul, revelaban una de esas naturalezas ardientes que en torno
de ellas derraman el perfume de la voluptuosidad, como los frascos de
Oriente, que por bien cerrados que estén exhalan siempre la fragancia
del licor que contienen. En fin, fuese por naturaleza o como resultado
de su estado morboso, cruzaban de vez en cuando por los ojos de aquella
mujer relámpagos de deseo cuya expresión habría sido una revelación del
cielo para aquél a quien ella hubiese amado. Pero si los que habían
amado a Margarita podían ser innumerables, no se sabía de uno solo a
quien ella hubiese amado.

En una palabra: en Margarita se veía a la virgen que un cualquiera
trocó en cortesana, y a la cortesana que otro cualquiera hubiera
convertido en la virgen más amorosa y pura. Margarita aun tenía el
orgullo y la independencia, dos sentimientos que, heridos, son capaces
de hacer lo que el pudor. Yo no decía nada; parecía que toda mi alma se
había concentrado en mi corazón, y mi corazón en mis ojos.

--¿Conque erais vos quien venía a enterarse del curso de mi
enfermedad?--me preguntó de pronto.

--Sí, señora.

--¿Sabéis que esto me alegra sobremanera? ¿Cómo puedo agradecéroslo?

--Permitiéndome venir a veros de cuando en cuando.

--Siempre que gustéis, de cinco a seis por la tarde, y de once a doce
por la noche. Gastón, tened la bondad de tocar la _Invitación al vals_.

--¿Por qué?

--En primer lugar por complacerme, y después porque no consigo jamás
tocarla sola.

--¿Y a qué es debido eso?

--A que no puedo con la tercera parte; el trozo de los sostenidos.

Gastón se levantó, sentóse al piano, y empezó aquella maravillosa
melodía de Weber, cuya música estaba abierta sobre el atril. Margarita,
con una mano apoyada en el piano, miraba el cuaderno, seguía con los
ojos las notas, tarareándolas por lo bajo, y cuando Gastón llegó al
pasaje que ella le había indicado, casi lo cantó, haciendo correr sus
dedos por encima del piano.

--Re, mi, re, do, re, fa, mi, re; eso es lo que yo no puedo tocar.
Volved a empezar.

Gastón lo repitió, y luego le dijo Margarita:

--Dejádmelo probar a ver si ahora...

Ocupó el asiento y tocó a su vez; pero sus dedos rebeldes tropezaban
siempre en los dichosos sostenidos.

--¡No me explico--dijo Margarita con entonación verdaderamente
infantil,--que yo no consiga tocar este pasaje! ¿Creeríais que algunas
noches permanezco ensayándolo hasta pasadas dos horas? ¡Cuando pienso
que ese imbécil conde lo toca sin música y admirablemente! Yo creo que
es ésta la causa de que me enfurezca contra él.

Y volvió a probar varias veces, pero siempre con las mismas
dificultades.

--¡Váyanse al diablo Weber, la música y los pianos!--dijo arrojando el
cuaderno al otro extremo de la habitación.--Parece increíble que yo no
pueda triunfar de ocho sostenidos seguidos.

Y se cruzaba de brazos mirándonos y pateando de coraje como una niña.

Afluyó la sangre a sus mejillas y una ligera tos entreabrió sus labios.

--Vamos, calma, hijita--dijo Prudencia, que se había quitado el
sombrero y se arreglaba los cabellos delante de un espejo,--aun vais a
encolerizaros y os hará daño. Mejor será que vayamos a cenar; yo estoy
muerta de hambre.

Margarita llamó de nuevo, después volvió a sentarse al piano, y empezó
a media voz una canción bastante libre, en cuyo acompañamiento no se
equivocó.

Gastón la conocía también y ambos cantaron a dúo.

--No cantéis esas obscenidades--dije familiarmente a Margarita en tono
de súplica.

--¡Oh! ¡qué púdico sois!--me contestó tendiéndome la mano y sonriendo.

--No lo digo por mí, sino por vos.

Margarita hizo un gesto en el que podía leerse: «¡Oh! ¡hace mucho
tiempo que he dado al traste con la castidad!».

En aquel momento entró Nanina.

--¿Está ya la cena?--preguntó Margarita.

--Sí, señora, al momento.

--A propósito--me dijo Prudencia,--vos no habéis visto el salón; venid
y os lo enseñaré.

Ya sabéis que aquella pieza era una maravilla. Margarita nos acompañó
unos instantes, luego llamó a Gastón y pasó con él al comedor para ver
si estaba preparada la cena.

--Calle--exclamó Prudencia, en voz alta, examinando un aparador y
tomando de él una figurilla de Sajonia,--¡no sabía que tuvieseis este
pequeño monigote!

--¿Cuál?

--Un pastorcillo que lleva una jaula con un pájaro.

--Tomadlo si os agrada.

--Sí, pero no me atrevo a privaros de él.

--Quería regalárselo a mi camarera, porque lo encuentro muy feo; pero,
ya que os gusta, podéis apropiároslo.

Prudencia no vió más que el regalo, y no la manera cómo había sido
hecho; separó su pastorcillo, y me condujo al gabinete tocador, donde,
llamando mi atención sobre dos miniaturas colocadas simétricamente,
dijo:

--Éste es el conde G... que estuvo perdidamente enamorado de Margarita;
fué su primer amante. ¿Le conocéis?

--No. ¿Y éste?--le pregunté indicando la otra miniatura.

--¿Ése? el joven vizconde de L... quien tuvo necesidad de salir de
París...

--¿Por qué?

--Porque se quedó casi arruinado. Éste sí que amaba a Margarita de
veras.

--¿Y ella? Le querría muchísimo también.

--Es un carácter tan particular, que nadie sabe nunca a qué atenerse.
La noche del día en que partió el vizconde, Margarita estuvo en el
teatro, como de costumbre y, sin embargo, había llorado al despedirle.

En aquel momento se presentó Nanina a anunciarnos que la cena estaba
servida.

Al entrar en el comedor, vimos que Margarita estaba apoyada contra la
pared, y Gastón la hablaba en voz baja, teniéndola cogidas ambas manos.

--¿Pero estáis loco?--le decía Margarita;--ya sabéis que no quiero nada
de vos. A los dos años de conocer a una mujer, no se solicita ser su
amante. Nosotras nos entregamos al momento o jamás. ¡Ea, a la mesa,
señores!

Y escapándose de las manos de Gastón, Margarita le hizo sentar a su
derecha y a mí a su izquierda. Luego advirtió a Nanina:

--Antes de sentarte, encarga a la cocinera que no abra la puerta a
nadie, sea quien fuere el que llame.

Semejante encargo se hacía a las cuatro de la madrugada.

Reímos, bebimos y comimos muchísimo. A los pocos instantes la alegría
había llegado al último extremo, y esas palabras que ciertas clases de
gente encuentran chistosas y que manchan siempre la boca del que las
pronuncia, eran celebradas y reídas a un tiempo por Nanina, Prudencia
y Margarita. Gastón se divertía de veras; era un muchacho de gran
corazón, pero de imaginación viciada por sus primeras costumbres. Hubo
momentos en que quise aturdirme, alejando de mi corazón y mi vista la
parte dolorosa del espectáculo que presenciaba, y quise confundirme
en aquella alegría violenta que parecía ser uno de los platos de la
cena; pero a poco quedé aislado en medio de aquel bullicio. Mi vaso
continuaba lleno, y casi me entristecía al ver que aquella hermosa
criatura de veinte años, bebía y hablaba como un mozo de cordel, y reía
tanto más, cuanto más escandaloso era lo que se decía.

Y mirad lo que son las cosas: aquella alegría, aquel modo de hablar y
de beber, que en los demás comensales me parecía ser los resultados de
la licencia, o de la costumbre; me parecía que eran en Margarita hijos
de la necesidad de olvidar y de su fiebre e irritabilidad nerviosa.
A cada copa de champagne, tomaban sus mejillas un rojo vivaz como la
fiebre, y su tos, ligera al principio de la cena, había aumentado hasta
el extremo de obligarla a dejar caer la cabeza sobre el respaldo del
sillón y a comprimir su pecho con las manos siempre que tosía.

No podéis figuraros lo que yo sufría, al considerar los estragos que
debían causar a su frágil organización aquellos excesos cotidianos.

Y claro; sucedió lo que yo había previsto y temía. Al concluir la cena
tuvo Margarita un acceso de tos mucho más fuerte que todos los demás
que había tenido aquella noche. Parecía que su pecho se desgarraba
interiormente. La pobre joven se puso de color de púrpura, cerró los
ojos bajo el peso del dolor, y al llevar a sus labios la servilleta, la
dejó enrojecida con una gota de sangre. Entonces se levantó y corrió
precipitadamente al tocador.

--Pero ¿qué le pasa a Margarita?--preguntó Gastón.

--Nada. Que ha reído demasiado y arroja sangre--contestó
Prudencia.--¡Oh! lo mismo le sucede todos los días. Pronto volverá;
dejémosla sola que así lo prefiere.

En cuanto a mí, no pude contenerme, y con gran sorpresa de Prudencia y
Nanina, que me llamaban, volé al lado de Margarita.




                              CAPÍTULO X


Fuí al cuarto de Margarita y en realidad más me valiera no haber ido.

Echada sobre un sofá y con el vestido desabrochado, comprimía con una
mano su corazón, teniendo caída, maquinalmente, la otra. Sobre una mesa
había una jofaina de plata medio llena de agua, jaspeada con hilos de
sangre.

Margarita, muy pálida y con la boca entreabierta, procuraba tomar
aliento. Su pecho se hinchaba a cada instante a impulsos de un
prolongado suspiro, que, al exhalarle, parecía como que se aliviaba un
poco, quedando por algunos segundos en cierta aparente tranquilidad.

Me acerqué a ella, sin que la joven hiciese ningún movimiento; me senté
y la tomé de la mano que tenia abandonada sobre el sofá.

--¡Ah! ¿sois vos?--me dijo sonriendo.

Creo que mi rostro estaba demudado, pues añadió:

--¡Qué! ¿también estáis malo?

--No; ¿pero vos sufrís todavía?

--Muy poco--y con su pañuelo enjugó las lágrimas que la tos había
arrancado a sus ojos;--¡estoy tan acostumbrada, amigo mío!...

--Os estáis matando--le dije entonces con voz conmovida:--quisiera
ser amigo o pariente vuestro para impedir que os perjudiquéis de esta
manera.

--¡Ah! no vale la pena de que os alarméis--repuso en tono
amargo.--¡Observad cómo los demás no se ocupan de mí! ¡como saben que
no hay remedio para esta enfermedad!...

Levantóse en seguida, y tomando una luz, que dejó sobre la chimenea, se
miró al espejo.

--¡Estoy muy pálida!--dijo arreglándose el vestido y pasándose los
dedos por sus cabellos desordenados.--Pero ¡qué diablos! volvamos a la
mesa. ¿Venís?

Yo estaba sentado e inmóvil.

Ella, comprendiendo la emoción que aquella escena me había causado, se
acercó a mí, y tendiéndome la mano, exclamó:--¡Ea! venid.

Tomé su mano, y llevándola a mis labios, la humedecí a pesar mío, con
dos lágrimas mucho tiempo contenidas.

--¡Qué niño sois!--dijo sentándose a mi lado.--¡Estáis llorando! ¿Qué
os pasa? ¿qué tenéis?

--Debo pareceros harto ridículo, pero lo que acabo de ver me ha
lastimado muchísimo.

--¡Sois muy bueno! ¡Qué queréis! no pudiendo dormir, me es preciso
buscar distracciones. Y luego, ¿qué le importa al mundo una joven más
o menos de las de mi clase? Dicen los médicos que la sangre que arrojo
procede de los bronquios; yo aparento creerlos, que es cuanto puedo
hacer por ellos.

--Escuchad, Margarita--dije entonces con una expresión que no pude
contener:--ignoro la influencia que podáis tener sobre mi vida, pero sí
sé que en este instante no hay nadie, ni siquiera mi hermana, por quien
me interese como por vos, lo mismo que desde que os vi. Pues bien, en
nombre del Cielo, cuidaos y dejad de vivir como hasta hoy.

--Yo creo que si me cuidara, moriría más pronto. Lo que me sostiene
es la vida excitada que llevo. Además, el cuidarse es bueno para las
mujeres del mundo que tienen familia y amigos; pero nosotras, cuando
ya no podemos servir a la vanidad o al placer de nuestros amantes, nos
abandonan, sin cuidarse de que las noches largas suceden a los largos
días. ¡A fe que esto me consta. Dos meses he estado en cama, y a las
tres semanas ya nadie venía a verme!

--Es verdad que no soy nada vuestro--proseguí,--pero si quisieseis,
yo os cuidaría como un hermano, no os dejaría y os curaría. Y así,
cuando tuvieseis fuerzas para ello, os podríais entregar de nuevo a la
vida que lleváis, si así lo deseabais; pero casi estoy seguro de que
preferiríais una existencia tranquila que hiciera vuestra felicidad y
conservara vuestra hermosura.

--Pensáis así esta noche, porque estáis triste y os inspiro lástima;
pero no tendríais la paciencia de que hacéis gala.

--Debo recordaros, Margarita, que habéis estado enferma por espacio
de dos meses, y que durante este tiempo he venido todos los días a
preguntar por vos.

--Es verdad; pero ¿por qué no subíais?

--Porque no os conocía aún.

--¿Por ventura se guardan miramientos con una joven como yo?

--Claro que sí. Siempre se deben guardar con una mujer; a lo menos,
ésta es mi opinión.

--Es decir que... ¿me cuidaríais?

--Sí.

--¿Os quedaríais todos los días a mi lado?

--Sí.

--¿Y también todas las noches?

--Siempre que no os fuese molesto.

--¿Cómo se llama eso?

--Abnegación.

--¿Y de qué nace tanta abnegación?

--De la irresistible simpatía que me habéis inspirado.

--¡Ah!, ¿conque estáis enamorado de mí? Decidlo sin ambages, porque es
más sencillo.

--Acaso lo esté; pero si he de decíroslo algún día, no es hoy
ciertamente.

--Mejor será que jamás me lo digáis.

--¿Por qué?

--Porque de semejante confesión pueden resultar dos cosas.

--¿Cuáles?

--Pues oídme atento: puede resultar que yo no os acepte, y entonces os
enfadaríais contra mí, o que os acepte, y en tal caso tendríais una
pobre querida; una mujer nerviosa, enferma, triste, o alegre, de una
alegría más negra que el dolor; una mujer que arroja sangre y gasta
cien mil francos al año; esto es bueno para un viejo opulento como el
duque, pero no para un joven como vos. Cuantos amantes jóvenes he
tenido, me han abandonado muy pronto, lo cual prueba que no os convengo.

No me atrevía a contestarle: sólo escuchaba. Aquella franqueza que
rayaba en confesión, aquella triste vida que yo entreveía bajo el velo
dorado que la cubría y de cuya realidad huía la joven en brazos de la
incontinencia, de la embriaguez y del insomnio, me impresionaban tan
hondamente, que me faltaban palabras para responder.

--¡Vaya, tonterías a un lado!--continuó Margarita.--Dadme la mano y
volvamos al comedor. Debe ignorarse la causa de nuestra ausencia.

--Podéis volver si gustáis. Pero permitid que no os acompañe.

--¿Por qué?

--Porque vuestra alegría me hace demasiado daño.

--¿Queréis que esté triste? Os complaceré.

--Escuchadme, Margarita: dejad que os diga una palabra que sin duda
os han dicho muchas veces y que la costumbre de que os la repitan os
impedirá tal vez darle fe, pero que no por ello es menos verdadera y
que tal vez no os volveré a repetir.

--¿Cuál es...?--dijo ella con la sonrisa de las madres jóvenes cuando
quieren escuchar un desatino de sus hijos.

--No sé cómo ni por qué, pero, desde que os vi, habéis ocupado un
lugar en mi existencia, y por más que he procurado arrojar vuestra
imagen de mi pensamiento, éste ha vuelto siempre a recogerla; cuando
hoy os he visto de nuevo, después de transcurridos más de dos años,
habéis adquirido sobre mi corazón y mi ánimo un ascendiente aún
mayor; finalmente, ahora que me habéis recibido, que os conozco y
creo saber todo cuanto encerráis de extraño y misterioso, me sois ya
indispensable, y me volvería loco, no solamente si no me amaseis, sino
privándome de amaros.

--¡Jesús, qué niño sois! Voy a repetiros lo que decía madame D... ¿Sois
muy rico? ¿Sabéis que gasto seis o siete mil francos al mes, y que este
gasto se ha hecho indispensable a mi vida? ¿Ignoráis, querido amigo,
que os arruinaría en breve, y que tal vez vuestra familia os privaría
de lo más preciso para libraros de vivir con una mujer como yo? Amadme
en buena hora si queréis, como un amigo, pero no de otra manera. Podéis
visitarme, reiremos, hablaremos, pero no exageréis mi valor, que es
por cierto bien poco. Vos tenéis buen corazón, necesitáis ser amado, y
sois aún muy joven y demasiado sensible para vivir en nuestro mundo.
Dirigíos a una casada. Y veis que soy buena también y os hablo lisa y
llanamente.

--Pero, ¿qué hacéis?--exclamó Prudencia presentándose en la puerta del
gabinete, sin que la hubiésemos oído venir, y mostrando cierto desorden
así en sus vestidos como en el peinado.

En aquel desarreglo se echaba de ver la mano de Gastón.

--Estamos discutiendo en serio--dijo Margarita.--Dejadnos terminar, y
al momento seremos con vosotros, no os impacientéis.

--Por mí, hablad y discutid cuanto gustéis, hijos míos--dijo Prudencia
retirándose y cerrando la puerta como para coronar el retintín con que
pronunció estas últimas palabras.

--Convendremos, pues--prosiguió Margarita cuando estuvimos solos,--en
que ya no me amáis.

--Entonces, me vais a permitir que me retire.

--¡Llegaríais a tal extremo!

Yo había avanzado ya demasiado para retroceder, y por otra parte,
aquella joven me volvía loco. La mezcla de alegría y dolor, de candidez
y de prostitución, como también la enfermedad que debía desarrollar
en ella la sensibilidad de las impresiones y la irritabilidad de los
nervios, me hicieron entender que si desde luego no procuraba adquirir
dominio sobre aquella naturaleza olvidadiza y voluble, Margarita estaba
perdida para mí.

--Armando, sedme franco: ¿habláis con toda seriedad?--me preguntó.

--Con toda seriedad.

--¿Y por qué no me lo habéis dicho antes?

--¿Cuándo?

--El día siguiente de haberme sido presentado en la _Ópera Cómica_.

--Temía no ser bien recibido.

--¿Por qué?

--¿No ve usted que la noche anterior había estado verdaderamente
insubstancial?

--Es verdad. Sin embargo, ya me amabais.

--También es verdad.

--Todo lo cual no os privó de acostaros y dormir tranquilamente después
de la función. A esto es a lo que se reducen vuestros amores.

--¡Nada de eso! Os equivocáis. ¿Sabéis lo que hice la noche aquélla?

--No, por cierto.

--Pues oid: Os aguardé a la puerta del café Inglés, seguí el carruaje
que os condujo a vos y a vuestros tres amigos, y cuando vi que os
apeabais sola y entrabais en vuestra casa, me tuve por dichoso.

A esta confesión, Margarita soltó una carcajada.

--¿De qué os reís?

--De nada.

--Decídmelo, os lo suplico, o voy a creer que aún os burláis de mí.

--¿Me prometéis no enfadaros?

--¿Qué derecho tengo para enfadarme?

--Pues bien; había de por medio un motivo poderoso para que yo entrase
sola.

--¿Cuál?

--Se me esperaba.

Si Margarita me hubiese dado una puñalada, me habría hecho menos daño.
Levantéme y le tendí la mano.

--Adiós--le dije.

--¿Veis? Ya sabía yo que os enfadaríais--dijo ella.--Los hombres se
mueren por saber lo que ha de disgustarles.

--No; si os aseguro--añadí con frialdad, como queriendo manifestar que
ya estaba curado para siempre de mi pasión,--os aseguro que no estoy
enfadado. Era muy natural que os esperase alguien, como lo es también
que yo me vaya a las tres de la madrugada.

--¿Por ventura os aguardan también en vuestra casa?

--No, pero debo irme.

--Id con Dios.

--¡Ah! ¿Me despedís?

--De ninguna manera.

--¿Por qué me disgustáis así?

--¿Que yo os disgusto?

--¿No decís que os esperaba alguien?

--Es que no he podido dejar de reirme a la idea de que os tuvisteis por
dichoso al verme entrar sola, cuando existía una razón tan poderosa
para hacerlo.

--Una tontería es con frecuencia motivo de gozo para el hombre, y se
hace mal en destruir semejante alegría cuando, si se la deja subsistir,
se puede aumentar la dicha del que la mantiene.

--Pero tened en cuenta una cosa. ¿A quién creéis que estáis hablando?
No soy ni una virgen ni una duquesa. Hoy es el primer día que os
conozco y no debo daros cuenta de mis acciones. Admitiendo que pueda
ser un día vuestra querida, es necesario que os hagáis cargo de que he
tenido otros amantes. Si antes ya os mostráis celoso, ¿qué sucederá
después, si este después existe algún día? Jamás he visto un hombre
como vos.

--Porque nadie os ha amado como yo.

--¿Sí? Hablemos francamente. ¿Me amáis mucho?

--Cuanto es posible amar.

--¿Y desde cuándo?

--Desde el día en que os vi descender de vuestro carruaje y entrar en
casa de Susse, hace tres años.

--¡Hombre! ¡Sabéis que esto es grave! ¡Pues bien! ¿Qué debo hacer para
corresponder a tan grande pasión?

--Sencillamente, amarme un poco--dije agitado por la emoción que casi
me impedía hablar, pues a pesar de las sonrisas un tanto burlonas
con que acompañaba sus palabras, parecíame que Margarita empezaba a
participar de mis impresiones y que iba aproximándose el momento
esperado por tanto tiempo.

--Bueno, bien; pero ¿y el duque?

--¿Qué duque?

--Mi viejo celoso.

--No se enterará de nada.

--¿Y si se entera?

--Os perdonará.

--Al contrario. Me abandonará, y entonces, ¿qué será de mí?

--¿Pues no aventuráis por otro este abandono?

--¿Cómo lo sabéis?

--Por el encargo que habéis hecho de no dejar entrar esta noche a nadie.

--Es cierto; pero ése es un amigo verdadero.

--Amigo a quien no apreciaréis mucho, pues que le cerráis la puerta a
tales horas.

--Suponiendo que sea así, no sois vos quien debe reprochármelo, ya que
he obrado como lo he hecho para recibiros a vos y a vuestro amigo.

Yo me había acercado poco a poco a Margarita, enlazaba su talle entre
mis manos y sentía que su cuerpo reposaba ligeramente sobre ellas.

--Margarita, ¡si supierais cuánto os amo!--la dije en voz baja.

--¿De veras?

--Os lo juro.

--Corriente; pues mirad: si me prometéis cumplir mi voluntad sin decir
una palabra, sin hacerme ninguna observación, ni interrogarme, tal vez
os amaré.

--¡Haré cuanto queráis!

--Pensadlo bien; porque os advierto que quiero ser libre de obrar como
me acomode, sin daros el menor detalle sobre mi vida. Hace tiempo
que busco un amante joven sin voluntad; enamorado sin desconfianza;
amado sin derechos, y nunca he sabido hallarlo. Los hombres, en vez
de satisfacerse con que se les conceda lo que apenas habrían esperado
obtener una sola vez, exigen de sus queridas cuenta del presente, del
pasado y hasta del porvenir. Conforme se van acostumbrando a ellas,
pretenden dominarlas, y cuanto más se les da lo que apetecen, tanto más
exigentes se manifiestan. Si me decido a tomar un nuevo amante, quiero
que reúna tres cualidades muy raras: que sea confiado, obediente y
discreto.

--¡Pues bien! seré todo lo que queráis.

--Veremos.

--¿Y cuándo lo veremos?

--Más tarde.

--¿Por qué no ahora?

--Porque--dijo Margarita desprendiéndose de mis brazos y tomando una
camelia roja de un gran ramo de este color, traído de la mañana, y
colocándomela en uno de los ojales de mi levita;--porque no siempre
pueden ejecutarse los tratados el mismo día en que se firman.

Era bien facilísimo comprender aquel lenguaje misterioso.

--¿Cuándo nos volveremos a ver?--dije estrechándola entre mis brazos.

--Cuando cambie de color esta camelia.

--¿Y cuándo cambiará?

--Mañana de once a doce de la noche. ¿Estáis satisfecho?

--¡Huelga la pregunta!

--Os ruego que no digáis una palabra de todo esto ni a vuestro amigo,
ni a Prudencia, ni a nadie.

--Prometido.

--Y ahora, dadme un beso y volvamos al comedor.

Margarita juntó sus labios a los míos, arregló de nuevo sus cabellos y
salimos del gabinete; ella cantando, yo casi loco.

Al atravesar el salón, me dijo por lo bajo:

--Debe pareceros extraño que yo os acepte así de contado. Mas,
¿sabéis eso en qué consiste? Consiste--continuó tomando mi mano y
colocándola sobre su corazón, del cual sentí los latidos violentos y
rápidos;--consiste en que, debiendo vivir menos tiempo que los demás,
me he propuesto vivir más aprisa.

--Por favor. No me habléis de este modo, os lo ruego.

--¡Oh! consolaos--continuó, sonriendo.--Por corta que sea mi
existencia, viviré más tiempo del que durará vuestro amor.

Y entró cantando en el comedor.

--¿Dónde está Nanina?--dijo, viendo solos a Gastón y Prudencia.

--Durmiendo en vuestro cuarto, y aguardando a que os
acostéis--respondió Prudencia.

--¡Pobre chica! ¡La estoy matando! ¡Ea, señores, retiraos; ya es hora
de que os marchéis!

Diez minutos después Gastón y yo salimos. Margarita me estrechó la mano
diciéndome «adiós», y se quedó con Prudencia.

--Bueno, hombre, bueno. ¿Qué hay?--me preguntó Gastón cuando estuvimos
en la calle;--¿qué decís de Margarita?

--Que es un ángel, y estoy loco por ella.

--Me lo figuraba. ¿Se lo habéis dicho?

--Sí.

--¿Y ha prometido creeros?

--No.

--No es como Prudencia.

--¿Os lo ha prometido?

--¿Prometido? ¡Ha hecho más, amigo mío! Nadie creería que la gruesa
Duvernoy se mantuviese tan tersa.




                              CAPÍTULO XI


Al llegar Armando a este punto, suspendió un momento su narración.

--Tened la bondad de cerrar la ventana--me dijo.--Empiezo a sentir
frío, porque a estas horas acostumbro meterme en cama.

Cerré la ventana; Armando, que aún estaba muy débil, se quitó la bata
y se acostó, dejando reposar por algunos instantes su cabeza sobre la
almohada, como un hombre cansado de una larga jornada o excitado por
penosos recuerdos.

--Quizá habéis hablado en demasía--le dije;--¿queréis que me vaya y os
deje dormir? Otro día me contaréis el fin de esa historia.

--¡Es verdad! ¿Os fastidia tal vez?

--Al contrario.

--Entonces proseguiré. Si me dejaseis solo, no podría dormir.

--Al llegar a mi casa--continuó, sin necesidad de coordinar ideas,
tan presentes estaban en su memoria todos los detalles,--no me acosté
y me puse a reflexionar sobre la aventura del día. El encuentro, la
presentación, el compromiso de Margarita conmigo, todo había sido tan
rápido, tan inesperado, que en ciertos momentos creí haberlo soñado.
Sin embargo, no era la primera vez que una mujer como Margarita se
comprometía con un hombre para el día siguiente al en que él la
solicitaba.

El mío era uno de estos casos.

Aunque yo me esforzaba en afirmar esta reflexión, había sido tan
fuerte la primera impresión que en mí produjo aquella que iba a ser mi
querida, que no bastaban mis esfuerzos a desvanecerla. Yo me obstinaba
en no ver en ella una de tantas, y con la vanidad proverbial de todos
nosotros, estaba dispuesto a creer que Margarita sentía por mí igual
simpatía que la que yo experimentaba por ella.

Sin embargo, yo tenía presentes ejemplos bien contradictorios, y
frecuentemente había oído decir que el amor de Margarita era una
especie de mercancía más o menos cara, según la estación. Pero yo
me decía en mi abono: «¿cómo conciliar semejante reputación con las
continuas negativas hechas al joven conde que habíamos visto en su
casa?». Acaso me digáis que éste la disgustaba, y que como ella era
mantenida espléndidamente por el duque, quería tomar otro y escogerlo
a su gusto. Entonces, ¿por qué no admitía a Gastón, buen mozo, alegre,
ingenioso y rico, prefiriéndome al parecer a mí, que me encontró tan
ridículo la primera vez que me vió? Es verdad que a veces se consigue
en un minuto lo que no es posible en todo el año. De los que estábamos
cenando con ella, yo había sido el único que se había asustado al
ver que se levantaba de la mesa. La seguí, me conmoví, sin poderlo
disimular, y hasta había llorado y besado su mano. Esta circunstancia,
unida a mis visitas diarias en los dos meses que duró su enfermedad
podían hacerle ver en mí a un hombre muy distinto de los conocidos
hasta entonces, y ¿quién sabe si Margarita se había dicho que no le
costaba nada hacer por un amor expresado de tal manera, lo que tantas
veces había hecho en favor de otros menos delicados, puesto que de
todas maneras no podía tener para ella consecuencias graves.

Tales suposiciones eran, como veis, muy verosímiles, pero fuera la
que fuese la causa de haber consentido, existía una cosa cierta: el
consentimiento.

Por otro lado yo estaba enamorado de Margarita e iba a poseerla;
no podía exigir nada. No obstante, os lo repito, aunque fuese una
entretenida había creído tan difícil su conquista, tal vez para
poetizarla, que cuando más se acercaba el momento en que debía
poseerla, tanto más dudaba de la realidad. No pude dormir en toda la
noche. Ni me reconocía a mí mismo; estaba loco.

Tan pronto no me creía bastante gallardo, ni bastante rico, ni
distinguido, para poseer a semejante mujer, como me ensoberbecía a
la idea de su posición; luego temía que Margarita tuviese únicamente
un capricho de momento, y presentía la desgracia de un rompimiento
inmediato. «Tal vez haría mejor, me decía, no yendo a su casa esta
noche, y en ausentarme de París, escribiéndole los motivos de ello
y mis temores». Luego me entregaba a esperanzas ilimitadas, a una
confianza completa, y soñaba en un porvenir de interminables dichas.
Me creía que aquella joven me debería su curación física y moral, que
pasaría toda mi vida a su lado y que su amor me haría más dichoso que
los amores de la mujer más casta y pura.

En fin, me es imposible repetiros las innumerables sensaciones que de
mi corazón subían a exaltar mi cerebro, y que se fueron extinguiendo
poco a poco en el sueño que acabó por vencerme, ya entrado el día.

No desperté hasta las dos de la tarde; hacía un tiempo magnífico. Jamás
la vida me ha parecido tan espléndida y hermosa. Los recuerdos del día
anterior se presentaban en mi imaginación sin sombra de obstáculo,
acompañando alegremente las esperanzas de la futura noche. Me vestí tan
de prisa como me fué posible.

Estaba tan contento, que no existe acción generosa de que no me
sintiese capaz. Mi corazón saltaba de júbilo y rebosaba de amor dentro
de mi pecho, dominado por febril agitación. Ya no me preocupaban
las razones que me habían inquietado antes de dormirme, porque veía
únicamente el resultado, sin pensar más que en la hora en que debía ver
de nuevo a Margarita.

No me era posible permanecer en casa. Mi cuarto me parecía demasiado
estrecho para contener tanta felicidad; necesitaba toda la Naturaleza
para respirar libremente.

Salí, e instintivamente me encontré en la calle de Antín. El carruaje
de Margarita esperaba a su puerta.

Me dirigí a los Campos Elíseos. Hubiera abrazado sin conocerlas a
cuantas personas encontraba al paso.

¡Qué buenos nos hace el amor!

Una hora llevaba paseándome, de los _caballos de Marly_ al _rond-poind_
y del _rond-poind_ a los _caballos de Marly_, cuando vi a lo lejos el
carruaje de Margarita, que más bien adiviné que reconocí.

Cuando revolvió el ángulo de los Campos Elíseos, mandó detener el
carruaje, y un joven alto se separó de un grupo de elegantes para ir a
decirle algunas palabras.

Pocos momentos después el joven volvió a reunirse a sus amigos, y los
caballos prosiguieron al trote. Yo, que me había acercado al corrillo,
reconocí en el que había hablado con Margarita al conde de G... de
quien había visto el retrato, y que, según Prudencia, era a quien
Margarita debía su posición.

Por él era sin duda por quien Margarita el día anterior había cerrado
la puerta y dado orden de que no se abriese.

Me hice la suposición de que ella había mandado parar el carruaje al
objeto de darle explicaciones, y hasta me figuraba que al mismo tiempo
habría encontrado algún nuevo pretexto para no recibirle aquella noche.

No recuerdo cómo se me pasó el resto del día; paseé, fumé, hablé; pero
de cuanto hice y vi no me quedaba ningún recuerdo a las diez de la
noche.

Únicamente sé que entré en mi casa, que pasé tres horas en el tocador,
y que miré cien veces mi péndulo y mi reloj, los cuales marchaban
desgraciadamente acordes.

Dieron las diez y media, y creí llegada la hora de salir.

Por aquella época vivía yo en la calle de Provenza; seguí la de
Mont-Blanch, atravesé el _boulevard_, tomé las calles de Luis el Grande
y de Port-Mahon, llegando a la de Antín. Levanté los ojos y vi luz en
las ventanas de Margarita.

Llamé y pregunté al portero si estaba en casa la señorita Gautier.

Me contestó que Margarita no volvía nunca a su casa antes de las once o
de las once y cuarto. Miré mi reloj. Creía haber andado muy despacio,
pero en sólo cinco minutos había recorrido el trayecto que media de
la calle de Provenza a la de Antín. Entonces me puse a pasear aquella
calle sin tiendas y desierta a tales horas.

A la media hora o cosa así llegó Margarita, que descendió de su
carruaje mirando en torno suyo como si buscase a alguien.

El carruaje se alejó al paso, pues en la casa no había caballerizas ni
cochera.

Cuando Margarita iba a llamar, me acerqué y la dije:

--Buenas noches.

--¡Ah! ¿sois vos?--me preguntó en tono poco tranquilizador sobre el
placer que sentía de verme allí.

--¿No me disteis permiso para venir a visitaros esta noche?

--Tenéis razón; lo había olvidado.

Estas tres últimas palabras destruyeron todas mis reflexiones de
aquella mañana y todas mis esperanzas de aquel día. No obstante,
empezaba a familiarizarme con sus maneras, y no me marché como lo
hubiera hecho antes. Entramos. Nanina había abierto anticipadamente la
puerta.

--¿Ha vuelto ya Prudencia a su casa?--preguntó Margarita.

--No, señora.

--Pues anda y encarga que venga aquí en cuanto vuelva. Antes apaga la
lámpara del salón, y si viene alguien dile que no he vuelto todavía y
que tal vez no volveré esta noche.

Creía adivinar que la preocupaba alguna cosa y que quizá la molestaba
mi presencia. Yo no sabía qué aire tomar ni qué decirle. Margarita se
dirigió a su dormitorio; yo permanecí donde estaba.

--Venid--me dijo.

Entré. Se quitó el sombrero y el abrigo de terciopelo y los echó sobre
su cama; después, dejándose caer sobre un gran sillón cercano a la
chimenea, que ella mandaba encender hasta principios de verano, me
dijo, jugando con la cadena de su reloj:

--¿Qué me contáis de nuevo, amigo mío?

--De nuevo nada; únicamente pienso que debo haberme equivocado viniendo
esta noche.

--¿Por qué?

--Porque parecéis contrariada, y acaso sea yo la causa.

--No me molestéis; es que, como estoy enferma, he sufrido todo el día y
no he dormido; tengo una jaqueca atroz.

--¿Queréis que me retire para que podáis acostaros?

--Podéis quedaros si queréis. Si yo deseo acostarme, lo haré delante de
vos.

En esto llamaron a la puerta.

--¿Quién será?--dijo con un movimiento de impaciencia.

A los pocos instantes volvieron a llamar.

--No hay quien abra. Será preciso, que yaya yo misma.

En efecto, se levantó y me dijo:

--Esperadme aquí.

Atravesó la habitación, y oí abrir la puerta.

Entonces escuché.

El recién llegado se detuvo en el comedor. En las primeras palabras
reconocí la voz del joven conde de N...

--¿Cómo os encontráis esta noche?--preguntó a Margarita.

--Mala--contestó ella secamente.

--¿Acaso os molesto?

--Puede.

--¡Cómo me recibís así! ¿Qué os he hecho, querida Margarita?

--Nada, amigo mío; no me habéis hecho nada. Pero estoy indispuesta y
debo acostarme. Así, pues, tened la bondad de retiraros. Ninguna noche
puedo entrar en mi casa sin que os presentéis a los cinco minutos, y
esto me contraría. ¿Qué pretendéis? ¿Que sea yo vuestra querida? ¡Pues
bien! Ya os he dicho cien veces que no os puedo admitir y que perdéis
el tiempo miserablemente; dirigíos a otra parte. Vuelvo a repetíroslo
por última vez: nada quiero de vos, nada absolutamente; conque, adiós.
Mirad, Nanina viene y ella os alumbrará. Buenas noches.

Y sin decir una palabra más, ni escuchar las que balbuceaba el joven,
Margarita volvió a entrar en su cuarto, cerrando violentamente la
puerta. Nanina, casi al mismo tiempo, entró también.

Margarita la llamó y dijo: «Oye, siempre que venga ese imbécil, dile
que no estoy en casa o que no quiero recibirle. Ya estoy cansada de ver
continuamente personas que vienen a pedirme lo mismo; que me pagan, y
que luego creen no deberme ya nada. Si las que empiezan este género de
vida supieran lo que es, preferirían, de seguro, el estropajo a los
diamantes. Pero no; la vanidad de ostentar lujosos vestidos, elegantes
carruajes y costosos adornos, nos arrastra; creemos en lo que se nos
cuenta, pues la prostitución tiene también su fe; vamos derrochando
paso a paso nuestro corazón, nuestro cuerpo y nuestra belleza; se nos
mira como animales dañinos; se nos desprecia como parias; nos rodean
solamente personas que siempre nos quitan más de lo que nos dan, y a la
postre morimos como perros, en un hospital, después de haber perdido a
otros como a nosotras mismas».

--Por Dios, señora, calmaos--le dijo Nanina.--Esta noche estáis muy
excitada.

--Este vestido me molesta--dijo Margarita haciendo saltar los
corchetes que la oprimían. Dame un peinador. ¿Y Prudencia?

--No ha vuelto todavía; pero he dejado recado, y en cuanto vuelva se le
dará para que suba.

--¡Otra de tantas!--exclamó Margarita quitándose el vestido y
poniéndose un peinador blanco,--otra que sabe encontrarme cuando me
necesita y no puede hacerme un favor de buen grado. Ella sabe que
aguardo una contestación esta noche, que debo tenerla y que estoy
inquieta, y estoy segura de que se ha ido a paseo sin acordarse del
santo de mi nombre.

--Tal vez la han entretenido.

--Manda traer un ponche.

--Os va a hacer daño--dijo Nanina.

--Tanto mejor. Trae té, también frutas, pasteles o un alón de pollo,
cualquier cosa; pero al momento, de prisa, porque tengo hambre.

No acierto a deciros la impresión que me produjo semejante escena; pero
vos lo adivináis, ¿no es verdad?

--Cenaréis conmigo--me dijo;--entretanto tomad un libro, mientras yo
voy un instante a mi tocador.

En seguida encendió las bujías de un candelabro, abrió una puerta que
estaba al pie de su cama y desapareció.

Yo me quedé reflexionando sobre la vida de aquella joven, y mi amor se
acrecentó con la compasión.

Paseaba la estancia a grandes pasos entregado a mis meditaciones,
cuando entró Prudencia.

--¡Bravo! ¿vos aquí?--me dijo.--¿Dónde está Margarita?

--En su tocador.

--Tengo que hablarle. La esperaré. La habéis flechado de veras. ¿No lo
sabíais?

--No.

--¿Y no os lo ha dado a entender?

--De ninguna manera.

--¿Pues cómo estáis aquí?

--He venido a verla.

--¿A verla a media noche?

--¿Qué tiene de extraño?

--¡Vamos, no mintáis!

--Me ha recibido muy mal.

--Ya os recibirá mejor.

--¿De veras? ¿Por qué?

--Porque le traigo una buena noticia.

--Decidme: ¿cómo os ha hablado de mí?

--Veréis: anoche, o mejor dicho, esta madrugada, después que os
marchasteis con vuestro amigo... A propósito, ¿cómo está vuestro amigo?
ese... Gastón R... se llama así, ¿no es cierto?

--Sí--dije sin poder contener una sonrisa acordándome de la confidencia
que Gastón me había hecho con respecto a Prudencia, y que ésta
recordaba apenas su nombre.

--Es buen mozo ese joven: ¿en qué se ocupa?

--Tiene veinticinco mil francos de renta.

--¡Bonita renta!... Pero volvamos a vuestro asunto. Sabed que Margarita
me ha pedido con mucho interés informes sobre vos; me ha preguntado
quién erais, qué hacíais, quiénes habían sido vuestras queridas; en
fin, todo cuanto se puede preguntar con relación a un hombre de vuestra
edad. Yo le he dicho cuanto sé, añadiendo que sois un excelente y
distinguido joven, y... nada más.

--Os doy gracias. Ahora decidme cuál es la comisión que os encargó ayer.

--Ninguna; era sencillamente un pretexto para hacer que el conde se
marchara; pero me dió otra para hoy, y aquí traigo la respuesta.

Entonces salió Margarita de su tocador, coquetamente ataviada, cubierta
la cabeza con un elegante gorro de dormir, adornado con cintas color
caña. Estaba encantadora. Venía con los pies desnudos, dentro de unas
ricas chinelas de satén, y estaba acabando el tocado de las uñas.

--Y bien--dijo precipitadamente a Prudencia,--¿habéis visto al duque?

--Sí.

--¿Y qué os ha dicho?

--Me ha entregado...

--¿Cuánto?

--Seis mil.

--¿Los traéis?

--¡No que no!

--¿Se manifestó disgustado?

--¡Ca!

--¡Pobre hombre!

Esta exclamación fué pronunciada en un tono indescriptible. Margarita
tomó seis billetes de mil francos.

--¡Ya era tiempo!--dijo.--Querida Prudencia, ¿necesitáis algo?

--Ya sabéis, hija mía, que faltan sólo dos días para el quince; si
pudieseis prestarme tres o cuatrocientos francos, me haríais un
grandísimo favor.

--Mandad por ellos mañana por la mañana, pues ya es demasiado tarde
para mandar al cambio.

--No os olvidéis.

--No hay cuidado. ¿Queréis cenar con nosotros?

--No, Carlos me está esperando.

--¿Aún seguís enamorados?

--Enamoradísimos. Hasta mañana. Adiós, Armando.

Prudencia se marchó. Margarita abrió un cajón y echó en él los billetes
de Banco.

--Permitiréis que me acueste, ¿verdad?--dijo sonriendo y dirigiéndose a
la cama.

--No solamente os lo permito, sino os lo ruego.

Entonces separó el rico cobertor de la cama y se acostó.

--Ahora--dijo,--venid, sentaos a mi lado y hablemos.

Había acertado Prudencia; la contestación del duque que ella había
traído transformó a Margarita.

--¿Me perdonáis el mal humor de esta noche?--me dijo tomándome una mano.

--Os lo perdono todo.

--¿Me amáis?

--Con delirio.

--¿A pesar de mi mal genio?

--A pesar de todo.

--¿Me lo juráis?

--Sí--dije prolongando la sílaba muy por lo bajo.

En esto entró Nanina trayendo un pollo fiambre, una botella de Burdeos,
fresas y dos cubiertos.

--No he mandado hacer ponche--dijo Nanina,--porque os conviene más el
Burdeos. ¿No es verdad, caballero?

--Ciertamente--respondí conmovido aún por las últimas palabras de
Margarita y fijando en ella mi ardiente mirada.

--Bueno--dijo Margarita,--deja todo eso sobre la mesita y acércala a la
cama; nos serviremos nosotros mismos. Llevas ya perdidas tres noches, y
debes estar fatigada; vete a la cama, que ya no necesito nada más.

--¿Cerraré la puerta con llave?

--Perfectamente, y sobre todo no dejéis entrar a nadie antes del
mediodía.




                              CAPÍTULO XII


Los primeros albores del naciente día empezaron a penetrar al través de
las cortinillas, cuando Margarita me dijo:

--Dispénsame si te despido; pero es indispensable. El duque viene todas
las mañanas; cuando venga se le dirá que estoy durmiendo, pero es casi
seguro que aguardará a que despierte.

Yo cogí entre mis manos la cabeza de Margarita, cuyos cabellos
destrenzados flotaban en torno de su cuello, y le di el beso de
despedida, preguntándole:

--Bueno y ¿cuándo te volveré a ver?

--Mira--me dijo,--toma esa llavecita dorada que está encima de la
chimenea, abre la puerta, trae otra vez la llave y vete. Recibirás una
carta y mis órdenes, pues ya sabes que debes obedecerme ciegamente.

--Bien. ¿Y si te pidiera algo?

--¿Qué?

--Que me dieses esta llave.

--No he querido hacer jamás lo que me pides.

--Pero bien puedes hacerlo por mí, pues juro que te amo más y de bien
distinta manera que los demás.

--Bueno, accedo, guárdala; pero te prevengo que depende de mi voluntad
el que esta llave te sirva o no.

--¿Por qué?

--Porque la puerta tiene aldabas por dentro.

--¡Ah, picaruela!

--Las mandaré quitar.

--¿Conque me amas un poco?

--No sé si será como dices, porque ignoro también cómo se ama, pero me
parece que sí. Ahora retírate y permíteme que descanse. ¡Estoy rendida!

Aún permanecimos abrazados unos instantes más y salí.

Las calles estaban desiertas. La gran ciudad dormía aún, circulando
libremente el aire por aquellos barrios que dentro de algunas horas
iban a ser invadidos por el bullicio de las muchedumbres.

La dormida ciudad me pareció que me pertenecía; buscaba en mi memoria
los nombres de las personas cuya felicidad había envidiado hasta
entonces, y no recordé ninguna sin tenerme por más dichoso que ella.

Conseguir el amor de una joven casta, declararle el primero, el extraño
misterio del amor, es ciertamente una gran felicidad; pero es la cosa
más sencilla del mundo.

Conquistar un corazón no acostumbrado a defenderse es entrar en una
ciudad abierta y sin guarnición.

Es verdad que la educación, el sentimiento de los deberes y el buen
nombre de la familia, son firmes centinelas; pero no hay centinela,
por alerta que esté, a quien no burle una joven de diez y seis años, a
la que al sonido de la voz de su amante penetra e inspira los primeros
consejos del amor, tanto más ardientes, cuanto de mayor pureza se les
reviste.

Una joven cuanto más pura es, mejor cree en el bien, y más fácilmente
se abandona, si no al amante, al menos al amor; pues no abrigando
desconfianza carece de fuerza, y hacerse amar por ella es un triunfo
tan fácil, que no hay hombre de veinticinco años que deje de obtenerlo
cuando se le antoja.

Éste es el único motivo por el que vemos a las jóvenes rodeadas siempre
de vigilantes y precauciones. Mas ni los conventos tienen muros tan
elevados, ni las madres cerrojos tan fuertes, ni la religión defensas
bastante eficaces para enjaular a todas estas hermosas avecillas, a las
que en su mayor parte nadie se toma el trabajo de echar algunas flores.

¡Y con cuánta ansia deben desear entrar en el mundo al que las roban!
¡cuán embelesador deben imaginárselo! ¡con qué placer han de escuchar
la primera voz que a través de las rejas va a revelarles los secretos
de este mundo que desconocen, y cómo no han de bendecir la primera mano
que levanta una punta del misterioso velo!

Ahora bien, ser amado, y amado verdaderamente, por una mujer como
Margarita es una victoria dificilísima de alcanzar.

Hemos de tener en cuenta que en ellas, el cuerpo ha vaciado el alma,
los cálculos han secado su corazón y el libertinaje ha asfixiado el
sentimiento. Las frases amorosas que escuchan se las saben de memoria,
conocen al dedillo los medios que sugiere el deseo, y hasta el amor que
pueden inspirar saben que no les pertenece, porque lo han vendido. Aman
por oficio y no por pasión. Están mejor guardadas por sus cálculos que
una virgen por su madre o por las rejas del convento. Así es que han
inventado la palabra _capricho_ para designar los amores sin tráfico
que de vez en cuando se permiten como un descanso, una excusa o un
consuelo: semejantes a esos usureros que desuellan a mil individuos,
y se creen repararlo todo con prestarle un día veinte francos a algún
pobre diablo que se muere de hambre, sin exigirle interés ni recibo.

Comúnmente, cuando Dios permite que una cortesana sienta un amor
semejante, es tan efímero, que lo que al principio parece un perdón,
degenera casi siempre en castigo. No hay absolución sin penitencia.
Cuando una de esas criaturas cuyo pasado puede reprochársele, siente de
súbito un amor profundo, sincero, irresistible, del que no se creyera
nunca capaz; cuando confiesa este amor, ¡cuán grande es el dominio
que ejerce sobre ella el hombre amado! ¡cuán fuerte se siente con el
derecho cruel de poder decirle:

--Lo que hacéis por el amor, es sencilla y únicamente lo que habéis
hecho por el dinero; ni más ni menos.

En este caso, no saben las infelices qué pruebas dar para ser creídas.

Según una fábula, cierto muchacho, después de divertirse mucho tiempo
gritando ¡_socorro_! para asustar a los pastores, fué un día devorado
por un lobo, porque aquéllos a quienes había engañado tantas veces,
no creyeron entonces en los gritos verdaderos que daba. Lo mismo les
pasa a esas mujeres desgraciadas cuando llegan a amar verdaderamente.
Son tantas las veces que han mentido, que ya nadie quiere creerlas, y
en medio de sus remordimientos son devoradas por su amor. He aquí el
motivo de los grandes sacrificios y austeros retiros de que algunas han
dado ejemplo. Pero cuando el hombre que inspira esta pasión redentora
tiene el alma bastante generosa para aceptarla sin acordarse del
pasado; cuando comprende que verdaderamente ama como es amado, ese
hombre gasta de una vez todas las emociones terrenales, y secado su
corazón por la fuerza absorbente de este amor, se cierra para siempre a
cualquier otro.

Estas reflexiones no supe hacérmelas aquella madrugada cuando entré
en mi casa, reflexiones que hubieran podido ser el presentimiento
de lo que iba a sucederme, y a pesar de mi amor por Margarita, no
podía adivinar tales consecuencias. Hoy, que todo ha terminado, nacen
espontáneamente de los sucesos. Pero volvamos al primer día de mis
relaciones amorosas. Entré en mi casa loco de alegría. Al considerar
que había salvado los obstáculos que colocara, mi imaginación
entre Margarita y yo, que ya la poseía, que ocupaba un lugar en su
pensamiento, que tenía en mi bolsillo la llave de su habitación y que
estaba autorizado para hacer uso de ella, estaba satisfecho de la vida,
orgulloso de mí mismo, y amaba a Dios, que me permitía todo eso.

Pasa un joven por una calle, se codea con una mujer, la mira, se vuelve
y prosigue su camino; ignora quién es aquella mujer que tiene placeres,
penas y amores a los que él es completamente extraño. Es para ella como
si el tal hombre no existiera, y si la dirigiese la palabra, acaso
se burlaría de él, como Margarita se había burlado de mí. Transcurren
semanas, meses y años, y de pronto, cuando ambos han recorrido la senda
trazada por su destino, cada uno en orden distinto, la casualidad les
pone uno enfrente de otro. Aquella mujer llega a ser querida de aquel
hombre y se aman apasionadamente. ¿Cómo? ¿por qué? Entonces sus dos
existencias no forman más que una; apenas nace la intimidad, cuando ya
les parece haber existido siempre, y todas las impresiones y efectos
anteriores se borran de la memoria de los dos amantes. Confesemos que
es ésta una verdad bien singular.

Respecto de mí, creo que no me acordaba de cómo había vivido antes del
día anterior. Todo mi ser rebosaba alegría al recuerdo de las pruebas
de cariño cambiadas durante aquella noche. O Margarita sabía fingir muy
bien, o sentía por mí una de esas pasiones súbitas que se revelan desde
el primer beso y que a veces duran toda la vida.

Cuanto más reflexionaba en ello, tanto más me decía que Margarita no
tenía ninguna razón para fingir un amor que no hubiese abrigado, y
decíame también que las mujeres tienen dos modos de amar, que pueden
engendrarse nuevamente, esto es: con el corazón o por el placer.

Es muy frecuente que una mujer tome un amante para obedecer las
exigencias de sus sentidos, y sin esperarlo, descubra el misterio del
amor espiritual, y no viva ya sino con su corazón. En cambio sucede
también frecuentemente que una joven, no buscando en el matrimonio más
que la unión de dos afecciones puras, recibe de repente la revelación
del amor físico, esa enérgica conclusión de las más castas impresiones
del alma. Rodeado de estos pensamientos me dormí, aunque con trabajo,
hasta que fuí despertado por un billete de Margarita concebido en los
siguientes términos:

    «Ahí lleváis mis órdenes: Esta noche al Vaudeville. Subid a mi
    palco durante el tercer entreacto.

                                                      «M. G.»


Este billete lo guardé en un cajón a fin de tener siempre la realidad a
mano, dado que me asaltasen dudas, como a cada momento sucedía.

No me decía que fuese a verla durante el día, y no me atreví a
presentarme en su casa; pero era tal mi deseo de verla antes de la
noche, que me fuí a los Campos Elíseos, donde, como el día anterior,
pasó una y otra vez delante de mí.

Después, tal era mi impaciencia que a las siete ya estaba en el
Vaudeville.

Nunca había entrado tan temprano en un teatro.

Los palcos se fueron llenando unos tras otros. Sólo uno quedaba vacío:
el del patio, inmediato al telón.

Ya empezado el acto tercero, oí abrir la puerta de aquel palco en el
cual había tenido constantemente clavados los ojos. Apareció Margarita,
se adelantó en seguida, miró hacia la orquesta, me vió, y con una
mirada me dió las gracias por mi exactitud.

¡Oh! aquella noche estaba Margarita verdaderamente encantadora.

¿Acaso era yo la causa de su coquetería? ¿Me amaba lo suficiente para
creer que cuanto más hermosa la encontrase, sería tanto más feliz? Yo
lo ignoraba; pero si tal había sido su intención, conseguía su objeto,
pues en el momento que apareció, atrajo todas las miradas del público,
y el actor entonces en escena fijó también la suya en quien de tal modo
distraía a los espectadores sólo presentándose. Y yo tenía la llave del
cuarto de aquella mujer, y dentro de tres o cuatro horas iba nuevamente
a ser mía.

Vitupérese cuanto se quiera a los que se arruinan por actrices y
mujeres como Margarita, que yo me admiraré siempre de que no se hagan
por ellas muchísimas más locuras.

Precisa haber vivido como yo en semejante vida, para saber cuán
fuertemente arraigan en el corazón el amor que se las profesa, y las
pasajeras vanidades que proporcionan diariamente a sus amantes.

Iba acompañada por Prudencia, la cual tomó asiento en seguida en el
palco, en cuyo fondo había también un caballero en quien reconocí al
conde de G... Al verle se me heló el corazón.

Yo creo que Margarita se dió cuenta de la impresión que me produjo la
presencia de aquel personaje en su palco, pues me sonrió de nuevo, y
volviendo la espalda al conde, hizo como que se fijaba mucho en la obra
que se representaba.

Acabada ésta, se volvió para decir dos palabras al conde: éste se
levantó y salió del palco. Margarita me hizo seña de que subiese.

--Buenas noches--me dijo cuando entré y me tendió su mano.

--Muy buenas--contesté, dirigiéndome a Margarita y a Prudencia a un
tiempo.

--Sentaos.

--Pero yo ocupo el puesto de alguien. ¿No ha de venir el señor conde de
G...?

--No tardará en volver; le he mandado a comprarme dulces para que
podamos hablar un momento. Madame Duvernoy está en el secreto.

--Sí, hijos míos--dijo ésta;--pero estad tranquilos que nada diré.

--Pero, ¿qué os pasa esta noche?--dijo Margarita levantándose y
viniendo a la sombra del palco a darme un beso.

--No estoy muy bien.

--En ese caso idos a la cama--dijo con aquel tono irónico que tan bien
le cuadraba.

--¿A cuál?

--A la vuestra.

--Ya sabéis que no podría dormir.

--Entonces no hay para qué estar tan mal humorado de haber visto un
hombre en mi palco.

--No es éste el motivo.

--Si tal; ya lo entiendo, y no tenéis razón. Pero hablemos de otra
cosa. Después de la función id a casa de Prudencia y permaneced allí
hasta que os llame. ¿Lo oís?

--Sí.

¿Quién hubiera desobedecido en mi lugar?

--¿Me amáis aún?--continuó.

--¡Y me lo preguntáis!

--¿Habéis pensado en mí?

--Todo el día.

--¡Ay, Armando! ¿Sabéis que temo decididamente enamorarme de vos?
Preguntádselo a Prudencia.

--¿Para qué? es inútil--respondió la maciza Duvernoy.

--Bueno y ahora volveos a vuestro sillón, porque el conde va a entrar y
no conviene que os halle aquí.

--¿Por qué?

--Porque no os agrada verle.

--De ninguna manera: pero creedme que si me hubieseis dicho que
deseabais venir esta noche al teatro, hubiera podido enviaros este
palco del mismo modo que lo ha hecho el conde.

--Desgraciadamente, me lo ha traído sin pedírselo, ofreciendo
acompañarme. No ignoráis que yo lo debía aceptar. Todo lo que podía
hacer era escribiros a dónde iba para que me vieseis y porque yo misma
tenía deseos de veros pronto; pero toda vez que me lo agradecéis de tal
modo, aprovecharé la lección.

--No tengo razón, perdonadme.

--Bien, perdonado, pero volveos inmediatamente a vuestro asiento, y
sobre todo no seáis celoso.

Me estrechó afectuosamente la mano y salí. En el pasillo encontré al
conde que volvía. Me reinstalé en mi sillón, y después de todo, la
presencia del conde G... en el palco de Margarita era la cosa sencilla.
Había sido su amante, la traía un palco y la acompañaba al espectáculo;
todo esto era lo más natural del mundo, y desde el momento en que yo
aceptaba por querida a una joven como Margarita, debía aceptar también
sus costumbres.

Pero estos razonamientos no consiguieron desterrar de mí cierto
disgusto durante el resto de la función, y al salir del teatro, estaba
muy mal humorado, después de ver al conde, Prudencia y Margarita subir
al coche que a la puerta les esperaba.

Disgustado o no, un cuarto de hora después ya me hallaba en casa de
Prudencia, quien había llegado pocos segundos antes que yo.




                              CAPÍTULO XIII


--Llegáis casi al mismo tiempo que nosotros--dijo Prudencia.

--Sí--respondí maquinalmente.--¿Dónde está Margarita?

--En su casa.

--¿Sola?

--Con el señor conde de G...

Empecé a pasear por el salón a largos pasos.

--¡Y bien! ¿Qué tenéis?

--Nada; que no deja de ser gracioso que yo aguarde aquí a que el señor
conde salga de casa de Margarita.

--Pero sed razonable, Armando. Debéis comprender que Margarita no
puede decir al conde que se vaya. El señor conde de G... ha vivido
mucho tiempo con ella, siempre la ha dado mucho dinero, y aún se lo
da. Margarita gasta lo menos cien mil francos al año, y tiene muchas
deudas. El duque le envía cuanto ella le pide, aunque no se atreve a
pedirle todo lo que necesita. No es conveniente que se indisponga con
el conde, que a lo menos le da diez mil francos anuales. Creedme que
Margarita os ama mucho; pero vuestras relaciones con ella no deben
ser del todo formales, tanto por vuestro bien como por el suyo. Vos
no sostendríais el lujo de esta joven con vuestros siete u ocho mil
francos de pensión, que no llegarían a cubrir los gastos del carruaje.
Tomad a Margarita por lo que es, por una joven linda y de talento, sed
su amante un mes, dos meses; regaladle ramilletes, dulces y aun palcos;
pero no os aventuréis a más, ni la mostréis celos injustificados. Ya
sabéis con quién os las habéis; Margarita no es una virtud. Vos le
agradáis, y ella os agrada, no os preocupéis por lo demás. ¡Pues me
gusta vuestra susceptibilidad! Ella os recibe en un cuarto magnífico,
cubierta de diamantes; no os costará ni un centavo si queréis, y aún
no estáis contento. ¡Qué diablo! pedir más es gollería.

--Acaso tengáis razón, pero no puedo remediarlo. La idea de que ese
hombre es su amante, me está martirizando.

--¿Pero de dónde sacáis que sea su amante? Es un hombre de quien ella
necesita y nada más. Hace dos días que Margarita le cierra su puerta.
Esta mañana el conde ha venido, y ella no ha podido hacer otra cosa que
aceptar su palco y dejarse acompañar por él al ir y al volver. Aunque
él haya subido a su casa, es sólo por un rato, puesto que vos esperáis
aquí. Me parece que todo esto es muy natural. Por otra parte, ¿no
aceptáis sin repugnancia las visitas del duque?

--Eso es distinto; estoy seguro de que este anciano no es su amante.
Además, muchas veces puede aceptarse una relación, pero no dos. Esta
facilidad se parece bastante a un cálculo, y casi iguala al hombre que
la consiente, aunque sea por amor, a los que tienen por oficio esta
tolerancia pasiva y hacen de ella su modo de vivir.

--¡Ya, ya! ¡Qué atrasado andáis, amigo mío! ¡A cuántos he visto, y de
los más nobles, de los más encopetados, de los más ricos, hacer lo que
os estoy aconsejando sin esfuerzos, sin rubor, sin remordimientos! Esto
se ve todos los días. ¿Cómo, si así no fuese, podrían las cortesanas
de París sostener su fausto, si no tuvieran tres o cuatro amantes a
la vez? No hay fortuna, por pingüe que sea, que pueda sufragar sola
los gastos de una mujer como Margarita. Una fortuna de quinientos
mil francos al año no le es lo bastante, he aquí la razón. El hombre
que disfruta de semejante renta, tiene una casa montada, caballos,
criados, carruajes, cacerías, amigos; si está casado, tiene hijos; se
divierte, juega, viaja y ¡que sé yo! Ha adquirido de tal modo estas
costumbres, que no puede dejar de cultivarlas sin pasar por arruinado
y sin dar un escándalo. En suma: con quinientos mil francos al año, no
puede gastarse en una mujer más de cuarenta o cincuenta mil francos, y
es mucho gastar; de suerte que otros amores completan el gasto anual
de una mujer. Afortunadamente para Margarita, ha caído, por un raro
milagro del cielo, en manos de un viejo millonario cuya esposa e hija
han muerto, que sólo tiene sobrinos muy ricos, que le da cuanto ella
quiere, sin pedirle nada en cambio; pero ella no puede pedirle más
de sesenta o setenta mil francos al año, y estoy segura de que si le
pidiese más se lo negaría a pesar de su fortuna y del desinteresado y
caro afecto que le profesa.

¿Veis esos jóvenes que disponen de veinte o treinta mil libras de renta
en París? Pues apenas tienen con qué vivir en el mundo que frecuentan,
y cuando son amantes de una mujer como Margarita, saben muy bien que
ella no puede pagar siquiera su habitación y sus criados con lo que
le dan. Hacen como que no saben nada, y cuando están satisfechos, se
marchan con la música a otra parte. Si tienen la vanidad de pagarlo
todo, se arruinan como tontos, yendo después a hacerse matar en África,
dejando cien mil francos de deudas en París. ¿Creéis que la mujer
les queda agradecida? Ni pensarlo. Muy al contrario, dice que les ha
sacrificado su posición y que mientras vivía con ellos perdía dinero.
Juzgáis vergonzosos todos estos detalles, ¿no es verdad? pues son
verdaderos. Sois un joven excelente a quien aprecio de todo corazón.
Hace veinte años que vivo en medio de las cortesanas; sé lo que son y
lo que valen, y no quisiera veros tomar por lo serio el capricho que
pueda tener por vos una buena moza.

Sin permitir que yo la objetase, Prudencia continuó:

--Vamos a convenir en que Margarita os ama lo suficiente para renunciar
al conde y al duque, dado caso de que éste se enterase de vuestras
relaciones, y le dijera que eligiese entre vos y él; el sacrificio
que ella os hiciera sería enorme, indiscutiblemente. En cambio, ¿qué
le sacrificaríais vos, decid? Cuando estuvierais satisfecho u os
cansaseis de ella, ¿qué haríais para indemnizarla de las pérdidas que
le hubieseis ocasionado? Nada. La habríais aislado del mundo en que
absolutamente encontraba su fortuna y su porvenir, os habría consagrado
sus mejores años, y quedaría olvidada. Entonces, o a fuerza de hombre
común, le echaríais en cara su pasado, diciéndole que, al abandonarla,
no hacéis más que imitar a sus anteriores amantes, hundiéndola en
el lodazal de la miseria; o seríais un hombre de bien, y creyéndoos
obligado a tenerla cerca de vos, os arrastraríais vos mismo a una
desgracia peor todavía, pues estas relaciones, perdonables en un joven,
no lo son en un hombre de edad madura. Conviértense en un obstáculo
que todo lo impide, así la familia como la ambición, esos segundos y
últimos amores del hombre. Hacedme caso, amigo mío: tomad las cosas tal
como son, o mejor, tal como deben ser, y no deis a una mujer que no
habéis de poseer siempre, el derecho de creerse vuestra acreedora sea
por lo que fuere.

Como usted ve, Prudencia razonaba con una discreción y una lógica de
que la hubiera creído incapaz. No sabiendo qué contestarle, pues vi que
tenía razón, le di la mano y las gracias por sus consejos.

--En fin, vamos--me dijo,--dejaos de niñerías y alegraos. La vida es
bella, mi querido amigo, según el prisma con que la miramos. Tomad
consejo de vuestro amigo Gastón, que, o me engaño mucho, o comprende el
amor como yo lo comprendo. De lo que debéis estar convencido, sin lo
cual seríais un estúpido, es de que aquí, pared de por medio, palpita
una linda joven aguardando impacientemente que se vaya el hombre que
está en su casa, cuya joven piensa en vos, os reserva esta noche y os
ama, estoy segura de ello. Y mientras, venid a la ventana conmigo y
veremos salir al conde, que no tardará en cederos el puesto.

Prudencia abrió una ventana, en cuyo antepecho apoyamos ambos nuestros
codos, ella mirando las pocas personas que pasaban por la calle, y yo
soñando.

Todo lo que Prudencia acababa de decirme zumbaba dentro de mi cabeza,
y no podía menos de convenir en que tenía muchísima razón; pero mi
verdadero amor a Margarita me impedía transigir con ello; así es que de
cuando en cuando mi corazón exhalaba suspiros que contestaba Prudencia
encogiéndose de hombros como un médico que desespera de la curación de
un enfermo.

--¡Cómo nos apercibimos de lo efímero de nuestra existencia--decíame yo
mentalmente,--por la rapidez de las sensaciones! No hace aún dos días
que conozco a Margarita, es mi querida desde ayer, y ha invadido ya de
tal manera mi pensamiento, mi corazón y mi vida, que la visita de ese
conde de G... es hoy una desgracia para mí.

Al fin salió el conde, subió a su carruaje y desapareció. Prudencia
cerró su ventana.

Casi al mismo tiempo Margarita nos llamaba desde la suya.

--Subid pronto--dijo,--que ponen la mesa y vamos a cenar.

Cuando entré en su casa, Margarita se precipitó a mi encuentro, saltóme
al cuello y me abrazó con todas sus fuerzas.

--¿Dura todavía el mal humor?--me dijo.

--No, ya se acabó--contestó Prudencia;--le he pronunciado un sermoncito
y ha prometido la enmienda.

--¡Enhorabuena!

Miré involuntariamente la cama y vi que estaba arreglada. En cuanto a
Margarita ya vestía su peinador blanco. Nos sentamos a la mesa.

Belleza, dulzura, expansión, todo lo poseía Margarita, y todo lo
admiraba. De vez en cuando me veía obligado a reconocer que no tenía el
derecho de pedirle otra cosa, que muchos serían felices en mi lugar, y
que como el pastor de Virgilio, debía aprovechar las ocasiones que un
dios, o mejor, que una diosa me proporcionaba.

Me propuse, pues, llevar a la práctica las teorías de Prudencia y estar
tan alegre como mis dos compañeras; pero lo que en ellas era natural,
en mí era forzado y la risa nerviosa con que las engañaba, tenía mucho
parecido con el llanto.

Terminada la cena, quedé solo con Margarita, la cual, según su
costumbre, fué a sentarse en la alfombra delante de la chimenea y a
mirar tristemente la llama, que, pareciendo bailar de alegría, iba
desvaneciéndose convertida en humo.

Margarita pensaba. ¿En qué? Lo ignoro. Yo la miraba enamorado, casi
asustado, pensando en que estaba próximo a sufrir por ella.

--Ven y siéntate a mi lado--me dijo.

--¡A que no sabes en qué estoy pensando!

--No, por cierto.

--En una combinación que acabo de encontrar.

--Veamos qué combinación.

--No, aún no la digo. No puedo todavía confiártela, pero puedo decirte
su resultado. Este resultado, si lo obtengo, es que dentro de un mes
estaré libre, ya no deberé nada, e iremos a pasar juntos el verano en
el campo.

--Pero podrás decirme de qué medios te valdrás.

--No. Basta que me ames como te amo para que todo salga a pedir de boca.

--¿Y has hallado sola esta combinación?

--Sí.

--¿Y la realizarás sola también?

--Sola venceré las dificultades--me dijo Margarita, con una sonrisa que
no olvidaré jamás,--pero ambos partiremos los beneficios.

No pude menos de ruborizarme al oir la palabra _beneficios_; recordé
a _Manón Lescaut_ comiéndose con Desgrieux el dinero de M. de B...
levantéme y le dije secamente:

--Me permitiréis, querida Margarita, que no participe de otros
beneficios que de los que resulten de los negocios que concibo y
exploto yo mismo.

--¿Qué significa esto?

--Esto significa que tengo vivas sospechas de que el señor conde de
G... sea vuestro comanditario en esa feliz combinación cuyos beneficios
no puedo aceptar.

--Sois un niño. Creía que me amabais y me he equivocado; está bien.

Y al mismo tiempo se levantó, abrió el piano y se puso a tocar la
famosa _Invitación al vals_ hasta llegar al pasaje de los sostenidos.

No sé si esto lo hizo por costumbre, o para recordarme el día en que
nos conocimos. Lo que puedo asegurar es que aquella melodía despertó
mis recuerdos; y que acercándome a ella, estreché su cabeza entre mis
manos y la besé.

--¿Me perdonas?--le dije.

--Desde luego--me contestó;--pero advierte que sólo estamos en el
segundo día de nuestras relaciones y ya tengo algo que perdonarte, lo
cual quiere decir que cumples bastante mal tu promesa de obedecerme
ciegamente.

--Es, querida Margarita, que te amo demasiado y estoy celoso del más
insignificante de tus pensamientos. Lo que acabas de proponerme me
volvería loco de alegría, sin el misterio que precede a su ejecución,
misterio que me oprime el corazón y me lo desgarra.

--Vamos a razonar un poco--dijo mirándome con su encantadora e
irresistible sonrisa.--Tú me amas, ¿no es verdad? y serías feliz
pasando tres o cuatro meses en el campo conmigo sola; a mí también me
sería muy grata semejante soledad estando a tu lado, y no solamente me
sería grata, sino conveniente a la salud. Yo no puedo irme de París por
tanto tiempo sin ordenar mis asuntos, y los asuntos de una mujer como
yo, están siempre embrollados. Pues bien; hay un modo de conciliarlo
todo; mis asuntos y nuestro amor; sí, no te rías, ¡porque te amo
locamente! Y a pesar de todo, no sé qué aire tomas ni qué palabras me
dices. Niño, tres veces niño, piensa únicamente en que te amo, y no te
inquietes por nada. Quedamos entendidos, ¿no es verdad?

--Lo es, o mejor, lo será; todo lo que quieras.

--Pues antes de un mes estaremos instalados en alguna aldea, pasearemos
por la orilla del río y beberemos leche. ¿Te extraña que yo hable así,
yo, Margarita Gautier? Esto dimana, amigo mío, de que cuando la vida de
París, que me hace dichosa al parecer, no me enardece, me aburre, y de
ahí que tenga aspiraciones súbitas a una existencia más tranquila que
me recuerde mi niñez. Todos hemos sido niños, seamos lo que fuéremos.
¡Oh! no temas que vaya a decirte que soy la hija de un coronel
retirado y que me he educado en San Dionisio. No soy más que una
pobre campesina, y hace seis años no sabía escribir mi nombre. Te he
tranquilizado, ¿verdad? ¿Por qué tú eres el primero a quien me dirijo
para compartir la alegría de mi deseo? Sin duda porque he conocido que
me amas para mí y no para ti, al paso que los demás nunca me han amado
sino para ellos. Yo he pasado muchos días en el campo, pero jamás ha
sido conforme a mis deseos. Cuento contigo para esta dicha fácil; no
seas remiso y accede a mis deseos. Reflexiona que yo no debo ni puedo
envejecer, y algún día podrías arrepentirte de no haber hecho por mí la
primera cosa que te he pedido y que no te es difícil conceder.

Dígame usted ahora qué podía responder a semejantes palabras, sobre
todo después del recuerdo de la primera noche de su amor y teniendo
delante la segunda.

Si una hora después, Margarita me hubiese pedido que cometiera un
crimen, la hubiera obedecido.

Eran las seis de la mañana cuando me retiré, diciéndole antes:

--Hasta la noche.

Abrazóme, y no me contestó.

Aquel día recibí una carta que contenía estas palabras:

    «Amigo mío: Estoy indispuesta, y el médico me ordena el reposo.
    Esta noche me acostaré temprano, y no podré veros; pero, para
    su compensación, os esperaré mañana a medio día. Os amo».

¡Me engaña! fué lo primero que dije.

No sé lo que pasó por mí. Un sudor frío humedeció mi frente, pues
ya amaba demasiado a aquella mujer para que esta sospecha no me
trastornara.

Y, sin embargo, debía esperar que casi todos los días tendría Margarita
indisposiciones parecidas, lo cual muchas veces me había sucedido con
mis anteriores queridas, sin que se me importara gran cosa. ¿De qué
nacía, pues, el dominio que aquella mujer adquiría sobre mi vida?

Después se me ocurrió que, puesto que tenía la llave de su casa, podía
ir a verla como de costumbre. De este modo sabría pronto la verdad, y
si me tropezaba con un hombre, podría darle de bofetones.

Para hacer tiempo mientras esperaba, fuí a los Campos Elíseos, donde
permanecí hasta las cuatro sin ver a Margarita. Por la noche fuí a
todos los teatros a que ella acostumbraba ir, y tampoco la encontré en
ninguno.

A las once volé a la calle de Antín.

No vi luz en las ventanas de Margarita, y sin embargo, llamé.

El portero me preguntó que a dónde iba.

--A ver a la señorita Gautier.

--No ha vuelto.

--La esperaré arriba.

--No hay nadie en su casa.

Consigna era ésta que yo no podía quebrantar, pues tenía la llave; pero
el temor de dar un escándalo ridículo me hizo desistir.

En vez de volverme a casa estuve como clavado en la calle de Antín para
no perder de vista la casa de Margarita.

Parecíame que aun me faltaba ver algo, cuando menos la confirmación de
mis sospechas.

A eso de las doce, un carruaje que yo conocía muy bien se detuvo
delante del número 9.

El conde de G... descendió, y entró en la casa después de despedir al
cochero.

En un principio llegué a esperar que, como a mí iba a decírsele que
Margarita no estaba en casa, y que pronto le vería salir; pero a las
cuatro de la madrugada aún estaba esperando.

A pesar de haber sufrido tanto desde hace tres semanas, el sufrimiento
de aquellas horas fué terriblemente superior.




                              CAPÍTULO XIV


Cuando volví a mi casa, me puse a llorar como un niño. No hay hombre
alguno que haya sido engañado alguna vez y que ignore lo que es sufrir.

Me encontraba abrumado por el peso de las resoluciones inspiradas por
la fiebre, que siempre creemos poder resistir y me dije que convenía
romper inmediatamente aquellas relaciones y esperé con impaciencia el
día para volver al lado de mi padre y de mi hermana, doble amor del que
estaba seguro y que ciertamente no me engañaría.

Pero ¡ay! me faltó valor y me sobró amor propio para partir sin que
Margarita estuviese bien enterada del motivo de mi resolución. Sólo
los hombres que no aman profundamente a su querida se alejan de ella
sin escribirle.

Hice mentalmente el borrador de más de veinte cartas.

Me empeñaba en convencerme de que era como todas las demás de su
clase y de que la había poetizado en demasía y me trataba como a un
estudiante, empleando, sin duda para engañarme mejor, una astucia
irritante por lo sencilla. Triunfó mi amor propio. Era preciso dejar
a aquella mujer sin darle la satisfacción de saber lo mucho que tal
rompimiento me mortificaba y he aquí lo que escribí con mi letra más
elegante, vertiendo lágrimas de rabia y de dolor.

    «Mi querida Margarita: espero que vuestra indisposición de
    ayer habrá sido ligerísima. A las once de la noche fuí a pedir
    noticias vuestras, y se me contestó que no habíais vuelto. M.
    de G... fué más feliz que yo, pues se presentó a los pocos
    instantes, y a las cuatro de la madrugada aún seguía en vuestra
    casa.

    «Perdonad las pocas horas de molestia que os he ocasionado, y
    vivid convencida de que jamás olvidaré los felices momentos que
    me habéis proporcionado.

    «Hoy hubiera tenido el gusto de ir a saber noticias vuestras;
    pero trato de volver al lado de mi padre.

    «Adiós, querida Margarita: por desgracia no soy ni bastante
    rico para amaros como yo quisiera, ni bastante pobre para
    amaros como quisierais vos. Olvidemos, pues: vos, un nombre que
    casi debe seros indiferente; yo, una felicidad que se me hace
    imposible.

    «Os envío vuestra llave, que nunca me ha servido, y que podrá
    utilizarse si estáis enferma como ayer».

Ya veis; no tuve bastante valor para terminar la carta sin una
impertinente ironía, la cual probaba cuán enamorado estaba aún.

La leí y releí diez veces, y la idea de que mortificaría a Margarita
parecía tranquilizarme.

Procuré rehacerme en los sentimientos que ella afectaba, y cuando a las
ocho vino mi criado, se la entregué para que la llevase inmediatamente.

--¿Esperaré respuesta?--me preguntó José, el criado.

--Si te lo preguntan, di que nada sabes, y espera.

Me parecía que a pesar de todo Margarita iba a contestarme.

¡Cuán pobres y débiles somos!

Mientras mi criado estuvo fuera, sentí una agitación suma; yo,
recordando cómo Margarita se me había entregado, me preguntaba con
qué derecho la escribía una carta impertinente, cuando ella podía
contestarme que M. de G. no me engañaba, sino que yo engañaba a M. de
G... razonamiento que permiten muchos amantes y muchas mujeres; ya
recordando los juramentos de Margarita, quería convencerme de que mi
carta era aún demasiado templada, y carecía de palabras bastante duras
para vituperar la conducta de aquella mujer que se reía de un amor tan
sincero como el mío. Luego suponía que habría obrado más cuerdamente no
escribiéndole y yendo de día a su casa, para de este modo gozarme en
las lágrimas que la hubiese hecho derramar. Finalmente, me imaginaba lo
que ella iba a contestarme, dispuesto a creer la excusa que me diese.

El criado volvió.

--¿Y bien?--le dije.

--Señor--me respondió,--la señora estaba acostada y aún dormía; pero
en cuanto que llame, le entregarán la carta; y si hay contestación la
traerán.

¡Aún dormía!

Cien veces estuve tentado de enviar por aquella carta, pero me detuve
siempre al considerar que tal vez estaba ya en sus manos, y no debía
constar mi arrepentimiento.

Cuanto más se acercaba la hora de la contestación que yo esperaba,
tanto más me dolía haber escrito.

Dieron las diez, las once, las doce.

A las doce estuve para acudir a la cita, como si tal cosa. No sabía qué
inventar para salir del círculo de hierro en que yo mismo me estrechaba.

A la una la esperaba todavía.

Hasta llegué a creer en esa superstición de las gentes que esperan,
suponiendo que si salía un rato encontraría a mi vuelta la
contestación, pues que las cartas esperadas con impaciencia, llegan
siempre cuando uno no está en casa.

Salí a la calle con el pretexto de ir a almorzar.

En vez de desayunarme en el café _Foy_, en la esquina del _boulevard_,
como era mi costumbre, preferí hacerlo en el _Palais-Royal_ y pasar
por la calle de Antín. En cuanto divisaba una sombra de mujer, creía
ver a Nanina trayéndome la contestación. Atravesé la calle de Antín
sin haber encontrado un mensajero. Llegué al _Palais-Royal_ y entré en
casa de Véry. El mozo me dió de comer, o mejor, me sirvió lo que quiso,
volviendo luego a retirarlo, puesto que no probé bocado.

Tuve los ojos siempre involuntariamente fijos en el péndulo.

Al volver a mi casa, seguía esperando encontrar carta de Margarita.

El portero no la había recibido. Mi esperanza se fijó en mi criado.
Éste tampoco había visto a nadie desde mi salida.

Si Margarita hubiese querido contestarme, hacía tiempo que lo habría
efectuado.

Y entonces fué cuando empecé a deplorar los términos en que escribí
mi carta; yo hubiera debido no escribirle, lo cual habría movido sin
duda su inquietud; pues viendo que no acudía a la cita, me hubiese
preguntado las razones de mi ausencia, y yo hubiera debido dárselas.
En tal caso ella no habría podido prescindir de disculparse y esto
era precisamente lo que yo quería. Yo sabía que todas sus razones me
hubieran parecido buenas y que lo hubiera preferido todo a dejar de
verla.

Llegué al extremo de suponer que ella misma vendría a mi casa; pero las
horas pasaron y no vino.

Indudablemente Margarita no era como las demás mujeres, pues hay pocas
que al recibir una carta semejante a la que yo le había escrito, no
contesten una cosa u otra.

A las cinco corrí a los Campos Elíseos.

--Como la encuentre--pensaba yo,--aparentaré indiferencia, y se
convencerá de que ya no pienso en ella.

Al revolver la esquina de la calle Royale la vi pasar en su coche. Fué
tan brusco el encuentro que palidecí. Ignoro si advirtió mi emoción,
pues yo por mi parte vi únicamente el carruaje.

Dejé de pasearme para fijarme en los anuncios de los teatros, pues aún
tenía probabilidades de volver a verla.

En el _Palais-Royal_ tenía lugar un estreno: esto suponía que Margarita
asistiría al espectáculo.

A las siete estaba ya en el teatro.

Llenáronse todos los palcos, pero Margarita no se presentó.

Salí del _Palais Royal_ y entré en todos los teatros a donde ella solía
ir con más frecuencia: al _Vaudeville_, a _Variedades_, a la _Ópera
Cómica_.

No estaba en ninguna parte.

O mi carta la había disgustado hasta el extremo de olvidarse de
los espectáculos, o temía encontrarse conmigo y quería evitar una
explicación.

He aquí lo que mi vanidad me quería hacer creer paseando y repaseando
el _boulevard_, cuando encontré a Gastón, que me preguntó de dónde
venía.

--Del _Palais-Royal_.

--Pues yo de la _Ópera_--me dijo,--donde creía encontraros.

--¿Y por qué?

--Porque Margarita estaba allí.

--¿Conque estaba en la _Ópera_?

--Sí.

--¿Sola?

--No, acompañada de una de sus amigas.

--¿Y de nadie más?

--El conde G... ha entrado un momento en su palco, pero ella se ha ido
con el duque. Yo esperaba cada instante veros aparecer, pues el sillón
de mi derecha que estuvo desocupado toda la noche, creí que vos lo
habíais tomado.

--¿Por qué había de ir yo donde estaba Margarita?

--Porque sois su amante, ¡pardiez!

--¿Quién os lo ha dicho?

--Prudencia, a quien encontré ayer. Os felicito por ello, amigo mío; es
una querida que debéis conservar, porque os honrará.

Sin duda aquella simple reflexión de mi amigo demostraba cuán ridículas
eran mis susceptibilidades.

De haberme encontrado con él el día anterior, y haberme hablado de tal
suerte, yo no habría ciertamente escrito la imprudente carta de aquella
mañana.

Tentado estuve de ir a ver a Prudencia y hacer que dijese a Margarita
que yo deseaba hablarle; pero temiendo que para vengarse me contestase
que no podía recibirme, fuíme a mi casa después de pasar por la calle
de Antín.

Pregunté de nuevo al portero si tenía alguna carta para mí.

¡Nada!

--Habrá querido probarme, creyendo que yo daría algún otro paso y me
retractaría de lo dicho en mi carta de hoy--me dije al acostarme,--pero
viendo que se ha equivocado, me escribirá mañana.

Puede decirse que dediqué la noche a arrepentirme de cuanto había
hecho. Me encontraba solo en mi casa, no pudiendo dormir, devorado por
la inquietud y los celos, siendo así que dejando seguir a las cosas su
curso natural, la hubiera pasado junto a Margarita y oído las palabras
encantadoras que sólo había oídos dos veces, cuyo eco resonaba aún en
mis oídos, abrasando todo mi ser...

Y lo terrible de mi situación era que, al racionar sobre el hecho, no
encontraba otro culpable que yo mismo, pues todo me decía que Margarita
seguía amándome.

Primeramente el proyecto de pasar juntos el verano en el campo, después
la certidumbre de que ningún interés la obligaba a ser mi querida,
puesto que mi fortuna no era suficiente para cubrir sus necesidades y
hasta sus caprichos.

En fin, no veía en ella otro móvil que la esperanza de encontrar en mí
una afección sincera y capaz de apartarla de los amores mercenarios en
que vivía; y desde el segundo día iba yo a destruir aquella esperanza,
correspondiendo con una ironía impertinente al amor aceptado durante
dos noches. Mi conducta, pues, era desatenta sobre ser ridícula.

¿Había yo pagado por ventura a aquella mujer para tener el derecho de
censurar su conducta? ¿Retirándome desde el segundo día, no obraba yo
como petardista que busca un pretexto cualquiera para evitar que se le
presentara la cuenta de lo que ha consumido?

Aún no hacía treinta y seis horas que conocía a Margarita, y
veinticuatro que era su amante, y ya me mostraba susceptible, y en
vez de juzgarme muy dichoso al ver que partía su amor conmigo, quería
monopolizarlo para mí solo, pretendiendo obligarla a romper de repente
las relaciones de su pasado, que eran las rentas de su porvenir.

¿Qué podía yo echarle en cara? Nada.

Además ella me había escrito que estaba enferma, cuando hubiera podido
decirme claramente, con la ruda franqueza de otras mujeres, que no
podía recibirme. Pero yo en vez de creer en su carta, en vez de irme a
pasear por todas las calles de París excepto por la de Antín, en vez de
pasar la noche con mis amigos e ir al día siguiente a la hora que me
había indicado, la espiaba y quería castigarla manifestándome celoso y
dejando de ir a verla. En cambio ella debía alegrarse de tal desvío,
puesto que debía hallarme soberanamente necio, y su silencio no era
siquiera resentimiento: era desdén.

Era indudable que para que mi proceder resultara lógico, cuando menos
debía hacer un regalo a Margarita que dejase salvada mi generosidad
y que me permitiese, tratándola como a una mujer de pago, creerme
saldado con ella; pero creía que la menor sombra de tráfico hubiera
podido ofender, si no el amor que ella me tenía, al menos el que yo
le profesaba, y puesto que este amor era tan puro que no admitía otro
segundo, no podía pagar yo con un presente, por rico que fuese, la
dicha de que yo había gozado por breve que hubiese sido.

Estas fueron las reflexiones que yo me hice por la noche, y que estuve
tentado cien veces de írselas a manifestar a Margarita.

Excuso deciros que no dormí, que tuve calentura, y que me era imposible
pensar en otra cosa que en Margarita.

No había más remedio que tomar una resolución decisiva; así, pues, no
pudiendo permanecer en casa y no atreviéndome a presentarme en la de
Margarita probé un medio de acercarme a ella por el cual mi amor propio
pudiese atribuir el encuentro a la casualidad.

A las nueve fuí a ver a Prudencia, que preguntó extrañada a qué debía
aquella visita.

No me atreví a decirle francamente mi verdadero objeto; le contesté que
había salido temprano para ir a tomar un asiento en la diligencia de
C... donde vivía mi padre.

--Dichoso vos--me dijo,--que podéis salir de París en este hermoso
tiempo.

Miré fijamente a Prudencia, sospechando que acaso se burlaba de mí,
pero su rostro estaba serio.

--¿Vais a despediros de Margarita?--prosiguió con la misma serenidad.

--No.

--Bien hecho.

--¿Por qué?

--Porque una vez que habéis roto con ella, ¿a qué volverla a ver?

--¿Es decir que sabéis nuestro rompimiento?

--Por vuestra carta, la cual me ha dado a leer.

--¿Y qué os ha dicho?

--Me ha dicho: «Amiga mía, a vuestro protegido le falta educación;
cartas como ésta, se piensan, pero no se escriben».

--¿Y con qué tono os lo ha dicho?

--Me lo dijo riendo, y añadió luego: «Ha cenado dos veces conmigo y ni
siquiera me ha hecho la visita de digestión».

He aquí el efecto que mi carta y mis celos habían producido. La
humillación de mi vanidad era verdaderamente cruel.

--¿Y qué hizo ayer noche?

--Fué a la _Ópera_.

--Ya lo sé. ¿Y después?

--Cenó en su casa.

--¿Sola?

--No. Creo que con el conde de G...

De manera que mi rompimiento no había alterado en nada las costumbres
de Margarita. No desacertó quien me dijo: «No debéis pensar más en
semejante mujer».

--Me alegro mucho de que Margarita no se inquiete por mí--dije con una
sonrisa sarcástica.

--Y no le falta razón. Vos habéis hecho lo que era verdaderamente
natural; habéis sido más razonable que ella, puesto que ella os amaba
de veras, siempre hablaba de vos, y hubiera sido capaz de hacer
cualquier barbaridad por vos.

--Entonces, ¿por qué no ha contestado?

--Porque ha comprendido que no debía amaros. Además, las mujeres
toleran a veces que se engañe su cariño, pero jamás que se las hiera
en su amor propio, y se las hiere siempre que a los dos días de ser su
amante se las abandona, sean cuales fueren las razones o pretexto que
se aleguen para el rompimiento. Conozco a Margarita y sé muy bien que
es capaz de morirse antes que contestaros.

--¿Qué debo hacer, pues?

--Nada. Os olvidará, la olvidaréis, y nada tendréis que reprocharos el
uno al otro.

--¿Y si yo la escribiese pidiéndole perdón?

--Guardaos bien de hacerlo, porque tengo la seguridad de que os
perdonaría.

Estuve por abrazar a Prudencia.

Un cuarto de hora después estaba en mi casa escribiendo lo siguiente a
Margarita:

    «Cierto joven que se arrepiente de lo dicho en una carta que
    escribió ayer, el cual está resuelto a, si no le perdonáis,
    partir mañana, desea saber a qué hora podrá poner su
    arrepentimiento a vuestros pies.

    «Desearía también que la recibieseis a solas, porque, como
    sabéis, las confesiones deben hacerse sin testigos».

Doblé esta especie de madrigal en prosa y lo mandé por quien entregó
el billete a Margarita, la cual dijo que contestaría más tarde. Sólo
salí un momento para ir a comer, y a las once de la noche aún no tenía
contestación. Entonces resolví no sufrir por más tiempo y partir al
día siguiente.

Convencido de que no podría dormir, aunque me acostase, me puse a
arreglar mi equipaje.




                              CAPÍTULO XV


Haría como cosa de una hora que llevaba ocupado en hacer los
preparativos de mi viaje, cuando llamaron fuertemente a la puerta.

--¿Voy a abrir?--me preguntó José, que me ayudaba en la tarea.

--Sí, abre.

Y mientras pensaba en quién podía venir a tales horas, no atreviéndome
a creer que fuese Margarita, me dijo mi criado:

--¡Señor, son dos señoras!

--¡Somos nosotras, Armando!--gritó una voz que reconocí por la de
Prudencia.

Inmediatamente salí al encuentro.

Prudencia estaba de pie contemplando las curiosidades de mi salón:
Margarita sentada en el sofá reflexionaba.

Volé más que fuí hacia ella, y no atreviéndome a abrazarla, me postré a
sus pies, y tomándole ambas manos, exclamé profundamente conmovido:

--¡Perdón!

Su contestación fué darme un beso en la frente y exclamar:

--Os perdono ya por tercera vez.

--Iba a partir mañana.

--¿Puede acaso mi visita hacer cambiar vuestra resolución? Yo no he
venido para impedir que salgáis de París. He venido simplemente,
porque, no habiendo tenido tiempo de escribiros de día, no he querido
que me creyeseis enfadada. A Prudencia no le parecía bien que viniese,
objetándome que podría muy bien estorbaros.

--¡Vos estorbarme! ¡vos, Margarita! ¿y cómo habéis podido imaginar tal
cosa?

--¡Hombre! podríais tener a otra prójima en vuestra compañía--contestó
Prudencia,--y maldita la gracia que le hubiera hecho nuestra llegada.

Durante la observación de Prudencia, Margarita me miraba con verdadera
atención.

--Querida Prudencia--repuse,--no sabéis lo que os decís.

--¿Sabéis que vuestra habitación es muy linda?--prosiguió la
Duvernoy?--¿Me permitís que vea el dormitorio?

--¿Por qué no?

Prudencia pasó a mi alcoba, quizá menos para visitarla que para reparar
la simpleza que acababa de decir, y dejarme solo con Margarita.

--¿Por qué has venido con Prudencia?--le pregunté entonces.

--Porque estábamos juntas en el teatro y porque al salir de aquí quería
tener alguien que me acompañase.

--¿No me tenías a mí?

--Sí, pero además de que no quería molestarte, estaba segura de que
viniendo hasta la puerta de mi casa me pedirías que te dejara subir a
mi habitación, y como no podía concedértelo, no quería que partieses
con el derecho de reprochar mi negativa.

--¿Y por qué no podías recibirme?

--Pues mira: porque se me vigila mucho, y la menor sospecha podría
causarme gravísimo perjuicio.

--¿Es ésta la única razón?

--Si hubiese otra, te la diría; no estamos ya en el caso de que haya
secretos entre nosotros.

--Escucha, Margarita, hablémonos sin rodeos; dime francamente, ¿me amas
un poco?

--Mucho.

--Entonces, ¿por qué me has engañado?

--Querido Armando, si yo fuese la señora duquesa de tal o de cual;
si tuviese doscientas mil libras de renta, y a más de ser tu querida
tuviese otro amante, tendrías el derecho de preguntarme por qué te
engaño; pero no soy más que la señorita Gautier, tengo cuarenta mil
francos de deudas, sin poseer un céntimo, y gasto cien mil francos al
año. Tu pregunta, pues, es ociosa e inútil la respuesta.

--Tienes razón--dije, dejando caer mi cabeza sobre las rodillas de
Margarita;--pero te amo como un loco.

--Pues bien, amigo mío; debieras amarme un poco menos, o comprenderme
un poco más. Tu carta me ha producido un verdadero disgusto. Si
yo hubiese sido libre, no habría recibido al conde anteayer, o de
haberle recibido, hubiera venido a pedirte el perdón que tú acabas
de pedirme, y en lo sucesivo no tendría otro amante más que tú. Yo
creí en un principio que podrías darme esa felicidad durante seis
meses; pero no lo has querido: te empeñabas en saber los medios de
que iba a valerme, y a fe mía que estos medios eran bien fáciles de
adivinar. Al emplearlos, hacía yo un sacrificio mucho mayor de lo que
puedes figurarte. Bien hubiera podido decirte: «Necesito veinte mil
francos»; estabas enamorado de mí y los habrías hallado, corriendo yo
el peligro de que más tarde me los echases en cara; pero he preferido
no deberte nada, y no has querido comprender mi delicadeza. Cuando
nosotras conservamos aún un resto de corazón, damos a las palabras y
a las cosas una extensión y un desarrollo desconocidos de las demás
mujeres. En una palabra, créeme que, por parte de Margarita Gautier,
el medio que empleaba para pagar sus deudas sin pedirte dinero, era un
acto de delicadeza de que debías aprovecharte sin decir palabra. Si no
me hubieses conocido hasta hoy, te hubieras dado por satisfecho con lo
que te prometiera sin pedirme cuentas por lo que hice ayer. Nosotras
casi siempre nos vemos obligadas a comprar las satisfacciones del alma
a expensas de nuestro cuerpo, y si vieras cuánto sufrimos con semejante
sacrificio cuando vemos desvanecerse la satisfacción que tan cara nos
cuesta.

Yo escuchaba y miraba a Margarita con verdadera admiración. Al
considerar que aquella maravillosa criatura, de quien antes me hubiera
conformado con besar los pies, me concedía un lugar en su pensamiento
y un papel en su existencia, y que yo no me contentaba con lo que ella
me ofrecía, preguntábame interiormente si los deseos del hombre tienen
límites, puesto que, habiendo visto tan de repente satisfechos los
míos, ambicionaba todavía más.

--Es cierto--añadió Margarita--que nosotras, las hijas del azar,
concebimos deseos fantásticos y amores incomprensibles. Tan pronto nos
entregamos por una cosa como por otra. Hay personas que se arruinan sin
obtener nada de nosotras, y las hay que nos poseen por un ramillete.
Nuestro corazón tiene mil caprichos que son su única distracción, su
excusa única. Yo me he entregado a ti más pronto que a ningún otro, te
lo juro, ¿por qué? porque viéndome arrojar sangre me tomaste la mano,
porque lloraste al verme padecer, porque eres la única criatura humana
que me ha compadecido. Voy a decirte una locura. Hace algún tiempo
tenía yo un perrito que me miraba con tristeza cuando me oía toser;
pues bien, era el único ser a quien amaba entonces.

Se murió, y lloré más que a la muerte de mi madre. Verdad es que ella
me había pegado durante los doce años que su vida alcanzó de la mía.

¡Pues bien! te amé tan de repente como a mi perro. Si los hombres
supieran lo que pueden conseguir con una lágrima, serían más amados, y
nosotras seríamos menos peligrosas.

Tu carta te ha desmentido, pues me ha revelado que no conoces bien el
corazón humano, y te ha sido más perjudicial en mi amor que en todo
cuanto hubieras podido hacer. Es verdad que el móvil de tu conducta
fueron los celos, pero celos irónicos que resultan siempre indiscretos.
Cuando recibí tu carta ya estaba triste, esperaba verte al mediodía,
almorzar contigo y borrar con tu presencia un pensamiento que me
atormentaba, y con el que me conformaba sin esfuerzo antes de conocerte.

Además--continuó Margarita,--tú eres el único hombre que había
conseguido inspirarme confianza y con el que creía poder pensar y
hablar libremente. Cuantos rodean a las jóvenes de mi clase, tienen
interés en escudriñar nuestros hechos e interpretar nuestras más
insignificantes palabras y sacar consecuencias. De aquí que no
tengamos, naturalmente, amigos, sino por el brillo de su amor propio y
de su vanidad.

Con semejantes seres, debemos estar alegres cuando lo están ellos,
tener apetito cuando quieren cenar, y ser escépticas cuando ellos lo
son. No podemos manifestar otros sentimientos que no sean los suyos;
en una palabra, se nos prohíbe tener corazón, so pena de ser silbadas
y perder nuestro crédito; dejamos de pertenecernos. Descendemos de
la categoría de seres a la de cosas. Somos las primeras en su amor
propio y las últimas en su estimación. Nuestras amigas son amigas como
Prudencia, mujeres que se nos anticiparon en los placeres, las cuales
aún conservan afición a ciertos gustos que su edad ya no les permite
subvencionar. Entonces vienen a ser nuestras amigas o, mejor, nuestras
comensales. Su amistad llega hasta el servilismo, pero nunca hasta
el desinterés. Jamás nos darán un consejo que no les sea lucrativo.
Nada les importa el número de nuestros amantes, con tal que ello les
valga algunos regalos y puedan de vez en cuando pasearse en nuestro
carruaje y acompañarnos al teatro en nuestro palco. Aprovechan nuestros
ramilletes de la víspera y se arropan con nuestros cachemires. Nunca
nos prestan servicio alguno, por pequeño que sea, sin cobrarse el doble
de su valor. Tú mismo lo has visto: la noche en que Prudencia me trajo
aquellos seis mil francos que yo le mandé pedir en mi nombre al duque,
me pidió prestados quinientos francos, que o no me devolverá, o me
pagará en sombreros que nunca saldrán de su establecimiento.

No podemos tener, o mejor, yo no podía esperar más que una sola
felicidad, y era que, triste como estoy algunas veces, mala como
estoy siempre, encontrara un hombre de carácter bastante elevado para
no pedirme cuentas de mi conducta, y que más fuese el amante de mis
impresiones que de mi cuerpo. Yo había hallado ese hombre en el duque;
pero el duque es viejo, y la vejez no consuela ni protege. Creí poder
aceptar la vida con que me brindaba, pero ¡qué quieres! me moría de
tedio, y para consumirse, lo mismo da arrojarse a una hoguera que
asfixiarse con carbón.

En tal situación te encontré a ti, joven, ardiente, dichoso,
entusiasta, y quise hacer de ti el hombre por quien suspiraba en medio
de mi espantosa soledad: En ti, Armando, no amé al hombre que era, sino
al que debía ser. Tú no aceptas este papel, lo rechazas como indigno
de ti, eres un amante vulgar: imita, pues, a los demás, págame y no
hablemos más de ello.

Al llegar aquí, Margarita, fatigada por esta larga confesión, reclinóse
contra el respaldo del sofá, y para calmar un débil acceso de tos,
llevó el pañuelo a los labios y aun a los ojos.

--¡Perdón, perdón!--murmuré;--yo comprendía muy bien todo esto, pero
quería oírtelo decir, mi querida Margarita. Olvidemos, pues, lo pasado
y acordémonos sólo de una cosa: de que somos el uno para el otro; que
somos jóvenes y nos amamos. Margarita, haz de mí todo lo que quieras,
soy tu esclavo, tu perro; pero, en nombre del cielo, rompe la carta que
te he escrito y no permitas que parta mañana, pues me mataría el dolor.

Margarita sacó la carta de su seno, y entregándomela, me dijo con una
sonrisa de inefable dulzura:

--Toma, te la traía.

Despedacé la carta y besé llorando la mano que me la había entregado.

En este instante entró Prudencia de nuevo.

--¿A que no adivináis, Prudencia, lo que Armando me estaba
pidiendo?--dijo Margarita.

--Os pedía perdón.

--Precisamente.

--¿Y le perdonáis?

--Era indispensable; pero aun quiere otra cosa.

--¿Cuál?

--Quiere venir a cenar con nosotras.

--¿Y accedéis a ello?

--¿Qué os parece?

--Pues me parece que sois dos criaturas sin juicio. Pero también me
parece que tengo mucho apetito, y que cuanto más pronto accedáis, tanto
más pronto cenaremos.

--Vamos--dijo Margarita,--en mi coche caben perfectamente
tres personas. Toma--añadió dirigiéndoseme y devolviéndome la
llavecita;--Nanina estará acostada, puedes tú abrir la puerta, y
cuidado con perderla otra vez.

Abracé entusiasmado a Margarita.

En esto entró José.

--Señor--me dijo con aire del hombre satisfecho de sí mismo:--los
baúles están arreglados.

--¿Del todo?

--Sí, señor.

--Pues bien, vuelve a ponerlo todo tal como estaba, porque no parto ya.




                              CAPÍTULO XVI


--Más fácil me hubiera sido--dijo Armando--contaros en pocas
palabras el principio de estas relaciones; pero deseaba que vierais
detalladamente por qué gradación de sucesos habíamos llegado, yo a
consentir en todo cuanto quisiera Margarita, y Margarita a no poder ya
vivir más que conmigo.

Al día siguiente de la noche en que estuvo en mi casa, le mandé _Manón
Lescaut_.

Yo, desde este instante, siéndome imposible hacer cambiar el género de
vida de mi amada, varié la mía. Ante todo no quise conceder a mi cabeza
el tiempo de poder reflexionar respecto del papel que yo aceptaba,
porque, a pesar mío, la reflexión me entristecería. Así fué cómo mi
vida, tranquila hasta entonces, se revistió súbitamente de cierta
apariencia de bullicioso desorden. No vayáis a creer que resulta barato
el amor de una cortesana, por más desinteresado que sea; nada es tan
caro como los infinitos caprichos de flores, palcos, cenas y partidas
de campo, que no se pueden negar a una querida.

Ya creo haberos dicho que mi renta era muy escasa. Mi padre era y
es recaudador de contribuciones en C... gracias a su bien sentada
reputación de honradez, encontró la fianza que necesitaba para tomar
posesión de su cargo, que le produce cuarenta mil francos anuales,
habiendo conseguido en el espacio de diez años devolver la fianza y
ahorrar para el dote de mi hermana. Mi padre es el hombre más probo que
puede darse: mi madre, al morir, le dejó seis mil francos de renta,
que se apresuró a dividir entre mi hermana y yo el mismo día en que
recibió la credencial del empleo que solicitaba; y al cumplir yo los
veintiún años, aumentó aquella renta con una pensión anual de cinco
mil, asegurándome que con ocho mil francos se podía vivir muy bien en
París si sabía además crearme una posición en el foro o en la medicina.
Vine a París, estudié Derecho y soy abogado; pero, como otros muchos,
he guardado mi diploma en el bolsillo y me he casi abandonado a la vida
indolente de París. Mis gastos eran modestísimos, gastaba en ocho meses
mi renta de un año y pasaba los cuatro restantes veraneando en casa de
mi padre, lo cual me hacía el efecto de una renta de doce mil y me daba
reputación de buen hijo. Además, no tenía ninguna deuda.

Ésta era mi posición cuando conocí a Margarita.

No creo tener necesidad de esforzarme en demostraros que a pesar mío
aumentaron mis gastos. Margarita tenía un carácter caprichoso, y era
de esas mujeres que nunca han considerado como un gasto serio las mil
distracciones de que se nutre la parte brillante de su existencia.
Deseaba pasar en mi compañía todas las horas posibles, de aquí que
me escribiera por la mañana que comería conmigo, no en su casa sino
en algún restaurante de París o de sus cercanías. Iba yo a buscarla,
comíamos, íbamos al teatro y cenábamos muchas veces también. De ello
resultaba que a la noche me hallaba con un aumento de gasto de cuatro
o cinco luises, o sean dos mil quinientos o tres mil francos anuales,
que dejaban reducido mi año a tres meses y medio, poniéndome en la
alternativa de contraer deudas o de separarme de Margarita.

Como comprenderéis, yo estaba dispuesto a arrostrarlo todo, menos esta
última eventualidad.

Perdonadme la enumeración de tantos pormenores, pues que de ellos
surgieron los sucesos que voy relatando. Cuanto os refiero es una
historia verdadera, a la cual dejo toda la ingenuidad de los detalles y
toda la sencillez del desarrollo.

Convencido de que no había en el mundo influencia alguna que pudiera
hacerme olvidar a mi amada, era preciso buscar el medio de sostener
los gastos que ella me ocasionaba. Por otra parte aquel amor me
trastornaba de tal modo, que para mí eran años los minutos que pasaba
separado de Margarita, y sentía la necesidad de aniquilar tales
instantes en el fuego de otra pasión cualquiera, y de vivirlos tan
aprisa que no tuviese tiempo de sentir que los vivía.

Comencé por pedir prestados cinco o seis mil francos sobre mi pequeño
capital, y me lancé a jugar, porque desde que están prohibidas las
casas de juego, se juega en todas partes. En otro tiempo, cuando se
entraba en Frascati, se tenía la probabilidad de hacer fortuna; se
jugaba contra el dinero, y si se perdía, quedaba el consuelo de decir
que se hubiera podido ganar; pero hoy, si se exceptúan algunos círculos
en los cuales subsiste aún cierta severidad respecto del pago, puede
uno estar seguro, desde el momento en que gana una cantidad importante,
de que no ha de cobrarla.

Lancéme, pues, a esta vida rápida, sobresaltada, volcánica, cuya
idea en otro tiempo me horrorizaba, y era entonces el complemento
indispensable de mi amor a Margarita. ¡No podía hacer otra cosa!

Las noches que no pasaba en la calle de Antín, no podía pasarlas
durmiendo tranquilo en mi casa, porque me era imposible dormir; los
celos me mantenían despierto, abrasándome el cerebro y la sangre; al
paso que el juego desvanecía momentáneamente la fiebre que hubiera
invadido mi corazón, entregándole a otra pasión diversa cuyo interés
me dominaba a pesar mío, hasta que daba la hora en que debía correr al
lado de mi amada. Entonces, y en esto reconocía la fuerza de mi amor,
ganase o perdiese, dejaba irremisiblemente la mesa, compadeciendo a
los que quedaban en torno de ella y que, al abandonarla, no habían de
encontrar como yo la felicidad.

El juego, que era una necesidad para la mayor parte, era un remedio
para mí.

Por otra parte, la suerte se portó bien conmigo. No contraía deudas
y gastaba tres veces más dinero que cuando no jugaba. No era fácil
resistir a una vida que me permitía satisfacer sin sacrificios los mil
caprichos de Margarita. Ella seguía amándome como siempre o más.

Ya os he dicho que empecé por no ser recibido más que desde media noche
a las seis de la mañana; después fuí admitido de vez en cuando en los
palcos y más adelante vino a comer conmigo algunas veces. Un día salí
de su casa a las ocho de la mañana y otro día llegué a la media noche.

Al operarse la metamorfosis moral, se fué efectuando en Margarita
otra metamorfosis física. Yo había emprendido su curación, y la pobre
muchacha, adivinando mi objeto, me obedecía ciegamente para probarme
su agradecimiento. Ya había conseguido sin sacudidas ni esfuerzos
apartarla casi por completo de sus antiguos hábitos. Mi médico, con el
cual había procurado que se encontrara, me había dicho que solamente
el reposo y la calma podían conservar su salud, de suerte que conseguí
que substituyese a las cenas y a los insomnios, un régimen higiénico
y un sueño reparador. Margarita se iba acostumbrando, a pesar suyo,
a aquella nueva existencia cuyos efectos saludables iba sintiendo.
Empezaba a pasar algunas noches en su casa, o si hacía buen tiempo,
envuelta en un mantón de cachemir, cubierta la cabeza en un velo y ya
entrada la noche, nos íbamos a pie a correr como dos niños por las
sombrías alamedas de los Campos Elíseos. Volvía a casa algo cansada,
cenaba ligeramente, acostándose después de haber leído algo, lo cual
jamás había imaginado. De este modo iba mejorándose con rapidez, y la
tos, que tanto me hacía sufrir siempre que la oía, había desaparecido
por completo.

Al cabo de seis semanas ya no se acordaba del conde definitivamente
sacrificado; únicamente el duque me obligaba a ocultar mis relaciones
con Margarita, y, sin embargo, no pocas veces fué despedido mientras
yo estaba con ella, bajo pretexto de que la señora dormía y había
prohibido que la despertasen.

De la costumbre y de la necesidad que Margarita había contraído de
verme, resultó que dejé de jugar en el preciso momento en que lo
hubiera hecho un jugador de oficio. Hice balance y me encontré con un
beneficio de diez mil francos, capital que me parecía inagotable.

Había llegado la época durante la cual tenía yo costumbre de ir a
reunirme con mi padre y mi hermana, y no lo hice; esto motivaba que yo
recibiera a menudo cartas de uno y otra, en las cuales se me rogaba
pasara a su lado.

Yo iba contestando como mejor podía a estas instancias, repitiendo
siempre que estaba bueno y que no necesitaba dinero, dos cosas que
creía tranquilizarían un poco a mi padre del retraso de mi visita anual.

Un día, habiendo despertado a Margarita los brillantes rayos de un
sol magnífico, saltó de repente de la cama, y me preguntó si quería
llevarla al campo para pasar allí todo el día.

Avisamos a Prudencia y salimos los tres, después de haber encargado
Margarita a Nanina que dijera al duque que la señora había querido
aprovechar un día tan hermoso y que se hallaba en el campo con Mme.
Duvernoy.

Además de que la presencia de la Duvernoy era necesaria para
tranquilizar al viejo duque, Prudencia era una de esas mujeres que
parecen nacidas ex profeso para las partidas de campo. Con su alegría
inalterable y su eterno apetito, no daba lugar a que se fastidiaran un
momento los que la acompañaban, y era única con respecto a encargar
que se sirviesen huevos, cerezas, leche y cuanto constituye los
tradicionales almuerzos de los alrededores de París.

Sólo nos faltaba resolver el sitio a dónde nos dirigiríamos.

También fué Prudencia quien nos sacó del apuro.

--¿Hemos de ir ciertamente al campo?--preguntó.

--Sí.

--En ese caso podemos ir a Bougival, al _Point-du-Jour_, a casa de la
viuda Arnould. Id por un carruaje, Armando.

Hora y media más tarde estábamos ya en casa de la viuda Arnould.

Acaso conozcáis esa posada, figón los domingos y fonda durante los seis
días restantes de la semana. Desde el jardín, situado a la altura de un
primer piso, se descubre un magnífico panorama. A la izquierda cierra
el horizonte el acueducto de Marly; a la derecha la vista se dilata
sobre un sinnúmero de colinas; el río, con muy poco caudal en aquel
sitio, se desarrolla como una ancha cinta de moaré, entre la llanura de
los Gabillones y la isla de Croissy, mecida eternamente por el vaivén
de sus elevados álamos y el murmullo de sus sauces.

En el fondo de un ancho rayo de sol se destacan muchas casitas blancas,
de tejado rojizo, y varias fábricas que, perdiendo con la distancia su
carácter duro y mercantil, completan de un modo admirable aquel cuadro.

Más hacia el fondo, ¡París envuelto en niebla!

Según nos había dicho Prudencia, era aquello estar verdaderamente de
campo, y debo también añadir que el almuerzo fué tan campestre como el
paisaje.

No digo esto en loor de la felicidad que me proporcionó; pero Bougival,
a pesar de su nombre, es uno de los sitios más deliciosos que pueda
imaginarse. He viajado mucho, he visto lugares mucho más grandes; pero
no más preciosos que ese pueblecito recostado alegremente al pie de la
colina que lo protege.

La viuda Arnould nos propuso dar un paseo en bote por el río, lo cual
mereció la aprobación de Margarita y Prudencia, que yo sancioné.

Comprendo por qué se ha asociado siempre el campo al amor; no hay fondo
mejor para dibujarse en él la figura de la mujer querida, que el cielo
azul, las flores, los perfumes, las brisas y la resplandeciente soledad
de los campos o de los bosques. Por mucho que se quiera a una mujer,
y por mucha que sea la confianza que nos inspire y la seguridad en el
porvenir que su pasado ofrezca, siempre se está más o menos celoso.
Si alguna vez habéis estado seriamente enamorado, habréis debido
experimentar esa necesidad de aislar del mundo al ser con el cual
desearíais vivir eternamente. Por más indiferente que sea a todo cuanto
la rodea, parece que la mujer amada pierde aroma, unidad y atractivos
al contacto de los hombres y de las cosas. Yo, más que otros muchos,
sentía esto, porque mi amor no era un amor común; porque yo me hallaba
verdaderamente enamorado, pero como lo estaba de Margarita Gautier,
sabía que en París podía a cada paso encontrarme con un hombre que
hubiese sido su amante o que podía serlo al día siguiente; al paso que
en el campo, entre gentes que nunca habíamos visto y que no se ocupaban
de nosotros, en el seno de una naturaleza engalanada con todos los
atractivos de la primavera, este descenso anual de la poesía celeste,
allí, separado del bullicio de la ciudad, podía ocultar mi amor y amar
abiertamente sin temores ni cuidados.

En aquellos lugares la cortesana iba desapareciendo poco a poco. Tenía
junto a mí una mujer joven, hermosa, a quien adoraba y de la cual
era amado, llamada Margarita: el pasado perdía sus formas ante la
esplendidez de un porvenir sin nubes.

El sol iluminaba a mi querida como hubiera iluminado a la desposada más
casta. Paseábamos juntos los encantadores sitios que parecen creados
expresamente para recordar los versos de Lamartine o las melodías de
Scudo. Margarita vestía de blanco, apoyábase en mi brazo, me repetía
por la noche, al fulgor de las estrellas, las mismas palabras que me
había dicho durante el día a la esplendente luz del sol, y el mundo, a
lo lejos, continuaba viviendo y agitándose sin manchar con sus sombras
el risueño cuadro de nuestros amores.

He aquí los encantos que a través de las enramadas me producía el sol
ardiente de aquel día, en tanto que, tendido sobre la hierba de la isla
a donde habíamos desembarcado, vagaba mi imaginación libre de todo lazo
humano y recogía cuantas esperanzas halagadoras encontraba al paso.

Añadid a esto, que desde el punto en que me encontraba, veía en la
opuesta orilla una encantadora casita de dos pisos, cerca de una verja
semicircular. A través del enrejado y delante de la casa, se extendía
una verde alfombra que parecía de terciopelo, y detrás del edificio un
bosquecillo, lleno de misteriosos cenadores, que debía borrar todas
las mañanas con su musgo las huellas impresas en el sendero durante la
noche anterior.

Plantas trepadoras, salpicadas de flores, cubrían por completo el
peristilo de aquella casa deshabitada, abrazándola hasta el primer piso.

A fuerza de contemplar la casita, acabé por hacerme la ilusión que era
mía, tan bien resumía mis ensueños de entonces. Creía verme en ella con
Margarita, paseando de día el bosque que cubría la colina, y sentados
de noche sobre el césped del prado, y me preguntaba a mí mismo si
alguna vez criaturas humanas habían sido tan felices como nosotros.

--¡Qué casa tan linda!--dijo Margarita, siguiendo la dirección de mi
mirada y acaso también la de mi pensamiento.

--¿Dónde?--preguntó Prudencia.

--Allá abajo--y Margarita le indicaba la casa con el dedo.

--¡Ah! preciosísima--contestó Prudencia--¿Os agrada?

--Mucho.

--Pues rogadle al duque que os la alquile, estoy segura de que lo hará.
Si queréis yo misma me encargaré de ello.

Margarita me miró como consultándome.

Mi ilusión se había desvanecido con las últimas palabras de Prudencia,
y me había precipitado tan bruscamente en la realidad, que estaba aún
aturdido por la caída.

--En efecto, es una excelente idea--balbuceé sin saber lo que decía.

--Yo lo arreglaré--dijo Margarita estrechándome la mano e interpretando
mis palabras conforme a su deseo.--Preguntemos a ver si se alquila.

La casa estaba desalquilada; pedían dos mil francos de alquiler anual.

--¿Serás feliz?--me preguntó.

--¿Podré venir?

--¿Por quién, que no fuese Armando, consentiría yo en enterrarme
aquí?--dijo Margarita.

--Bueno, pero mira: permíteme que yo sea quien la alquile.

--¿Estás loco? Eso, además de ser inútil, sería peligroso. Bien sabes
que no tengo derecho de aceptar nada sino de un solo hombre; déjame,
pues, hacer y nada repliques.

--Eso quiere decir que cuando pueda disponer de un par de días, vendré
a pasarlos con vosotros--dijo Prudencia.

Dejamos la casa, y tomando de nuevo el camino de París, hablando de
nuestro proyecto, estrechaba a Margarita entre mis brazos, en términos,
que al bajar del carruaje, miraba ya con menos escrúpulos aquella
combinación de mi querida.




                              CAPÍTULO XVII


Al día siguiente muy temprano despidióme Margarita, diciéndome que el
duque debía llegar muy de mañana y prometiendo escribirme en cuanto
éste se marchara, diciendo dónde podría verla aquella noche.

Efectivamente, durante el día recibí esta carta:

    «Voy a Bougival con el duque; procura estar en casa de
    Prudencia esta noche a las ocho».

A la hora indicada estaba ya de vuelta Margarita y nos encontrábamos en
casa de Mme. Duvernoy.

--Todo está arreglado--dijo al entrar.

--¿Os tomó la casa?--preguntó Prudencia.

--Sí, desde luego ha consentido en todo.

Podéis creerme: yo no conocía al duque; pero, la verdad, me avergonzaba
de engañarle de aquella manera.

--Aún no lo he dicho todo--replicó Margarita.

--Pues qué, ¿hay más?

--Hay, que me he ocupado de procurar habitación para Armando.

--¿En la misma casa?--preguntó Prudencia riendo.

--No, sino en el _Point-du-Jour_, en donde he almorzado con el duque.
En tanto que él observaba el paisaje, he preguntado a la viuda Arnould;
le he dicho si tenía una habitación; por fortuna le quedaba una con
salón, antesala y dormitorio, que creo es todo lo que se necesita. La
alquila por sesenta francos al mes, amueblada y todo; es una habitación
capaz de distraer a un hipocondríaco, y me he quedado con ella. ¿He
hecho bien?

La contestación mía fué dar un abrazo a Margarita.

--¡Qué bien vamos a estar!--continuó;--tú tendrás una llave de la
puerta excusada; al duque le daré la de la verja, que no usará,
pues no vendrá a verme más que de día. Creo que está muy satisfecho
con la realización de este capricho que me aleja de París por algún
tiempo, porque piensa, y no sin fundamento, que hará callar un poco
a su familia. No obstante, me ha preguntado en qué consiste que,
amando tanto como amo yo la vida de París, me haya podido resolver
a enterrarme en el campo, a lo que he contestado que, sintiéndome
enferma, creía que el reposo me convenía mucho. Presumo que no me
ha creído del todo, pues el pobre viejo está siempre en acecho, lo
que nos coloca en el caso de tomar muchas precauciones, mi querido
Armando, y que vivamos muy sobre aviso, porque no consiste todo en que
haya alquilado la casa; es menester también que pague mis deudas, que
desgraciadamente son muchas. ¿Te parece bien?

--Sí--respondí al tiempo que procuraba acallar mis escrúpulos por aquel
extraño género de vida en que iba entrando.

--Hemos visitado con detenimiento la casa; estaremos en ella
perfectamente. El duque trataba de apreciar todos los detalles.
¡Querido mío!--añadió abrazándome llena de júbilo;--no puedes estar
descontento, pues es nada menos que un millonario quien te proporciona
tales comodidades.

--¿Y cuándo pensáis trasladaros a la nueva habitación?--preguntó
Prudencia.

--Lo más pronto posible.

--¿Llevaréis también el coche y los caballos?

--Sí; con todos mis criados. Vos quedaréis al cuidado de la casa
durante mi ausencia.

Ocho días más tarde, Margarita había tomado posesión de su casa de
campo, y yo me había trasladado a la habitación en el _Point-du-Jour_.

Entonces comenzó para nosotros una existencia que con dificultad podré
describiros.

Los primeros días de su residencia en Bougival, le fué imposible a
Margarita romper resueltamente con sus antiguas costumbres, y como la
casa estaba siempre de fiesta, iban a visitarla todas sus amigas, de
modo que por espacio de un mes no hubo día en que Margarita no tuviera
a su mesa ocho o diez personas. Prudencia, por su parte, llevaba a
todos sus conocidos, haciéndoles los honores de la casa como si fuese
ella la verdadera dueña.

Como podéis figuraros, todos aquellos gastos eran sufragados con el
dinero del duque, aunque Prudencia se permitió algunas veces pedirme un
billete de mil francos, diciendo, por supuesto, que lo hacía en nombre
de Margarita. De los beneficios que el juego me había producido, yo le
entregaba a Prudencia lo que por su mediación me pedía Margarita, y por
si llegaba a necesitar más de lo que yo tenía, pedí prestada a París
una cantidad igual a la que otras veces había tomado y que siempre
había devuelto con toda puntualidad.

Encontréme, pues, nuevamente rico, con doce mil francos sobre mi
pensión.

El placer que experimentaba Margarita obsequiando a sus amigas, se fué
aminorando ante los crecidos gastos que le originaba, y sobre todo,
ante la necesidad que de pedirme dinero tuvo alguna vez.

En cuanto al duque, que había alquilado aquella casa para que Margarita
descansara en ella de su vida de París, no iba nunca a visitarla,
temiendo siempre encontrarse con gente alegre y de la que no quería ser
visto. Este temor procedía de que cierto día que estuvo a verla con
el deseo de comer a solas con ella, cayó en medio de un almuerzo de
quince personas, las cuales no habían aún acabado de almorzar a la hora
en que él pensaba sentarse a la mesa para comer. Al abrir la puerta
del comedor, una risa general acogió su entrada, viéndose obligado el
buen señor a retirarse bruscamente ante la bulliciosa algazara de las
mujeres allí reunidas.

Margarita se levantó de la mesa y fué a encontrar al duque en la
habitación inmediata, procurando por todos los medios posibles hacerle
olvidar aquella escena; pero el anciano, herido en su amor propio,
lejos de olvidarla, dijo secamente a la pobre joven, que estaba
cansado de pagar las locuras de una mujer que ni aun sabía procurar que
se le respetara en su casa, y se retiró lleno de despecho.

Desde aquel día no se habló más de él. Margarita había creído
prudente despedir a sus convidados y mudar de costumbres; pero el
duque continuaba retirado. Esto me había ganado el complemento de la
posesión de mi amada, viendo así realizados mis ensueños. Margarita
ya no podía vivir sin mí. Sin importarle las consecuencias, blasonaba
públicamente de nuestras relaciones, habiendo llegado al extremo de que
yo no saliera de su casa, y que los criados me tuvieran por su amo y me
consideraran como tal.

A causa de este nuevo género de vida, Prudencia no cesaba de hacer
reflexiones a Margarita; pero ésta le respondía que me amaba, que no
podía vivir sin mí, y que ocurriera lo que ocurriese, no renunciaría
a la dicha de tenerme siempre al lado suyo; añadiendo, que aquéllos a
quienes su determinación no agradase, eran muy dueños de no volver más
a su casa.

Esto es lo que oí un día en que Prudencia dijo a Margarita que tenía
que darle una noticia muy importante y que pude oir desde la puerta de
la habitación en que se encerraron.

Algunos días después volvió Prudencia.

Al entrar, estaba yo a lo último del jardín y no pudo verme. Al ver
cómo Margarita corrió a su encuentro, sospeché que de nuevo iba a tener
lugar una conversación parecida a la que había escuchado días antes, y
me puse en acecho para enterarme de ésta como me enteré de la otra.

Encerráronse ambas en un gabinete; yo me coloqué donde pudiese oir sin
ser visto.

--¿Qué tenemos?--preguntó Margarita.

--Tenemos que he visto al duque.

--¿Qué os ha dicho?

--Que os perdona de buen grado la primera escena; pero que había sabido
que vivís públicamente con Armando, y que esto no podía perdonároslo.
«Que se aparte de ese joven--añadió,--y seguiré dándole todo cuanto
quiera; de lo contrario, debe renunciar absolutamente a obtener de mí
nada más».

--¿Qué le habéis contestado?

--Le dije que os notificaría su determinación, prometiéndole que
procuraría haceros comprender vuestra conveniencia. Reflexionad, mi
buena amiga, que estáis perdiendo lo que jamás Armando podrá daros.
Es cierto que ese joven os ama entrañablemente, pero su fortuna no es
bastante a subvenir vuestras necesidades: llegará día en que se verá
precisado a dejaros; día en que, de seguir, será ya tarde para que el
duque pueda hacer algo por vos. ¿Queréis que hable a Armando?

Margarita pareció reflexionar, pues estuvo unos instantes sin contestar
palabra. Durante aquellos instantes de espera, me latía atrozmente el
corazón.

--¡No!--dijo con resolución Margarita,--no me separaré de Armando ni
ocultaré nuestras relaciones. Puede que sea un disparate, pero ¿qué
queréis? le amo. Él se ha acostumbrado también a amarme sin obstáculo
alguno, y sufriría mucho si se viese obligado a separarse de mí, aunque
no fuese más que una hora por día. Además, no es tanto el tiempo que
de vivir me queda, para que me haga desgraciada a mí misma ligándome
ciegamente a las exigencias de un viejo cuya sola vista me envejece
también. Guárdese su dinero; me pasaré sin él.

--¿Pero qué vais a hacer?

--No lo sé.

Prudencia iba a replicar probablemente, cuando yo entré corriendo a
echarme a los pies de Margarita, bañando sus manos de lágrimas, que me
hacía derramar el placer de verme amado hasta tal punto.

--Mi vida es tuya, Margarita, ninguna necesidad tienes de ese hombre.
¿No estoy yo aquí? ¿acaso puedo yo abandonarte jamás? Basta ya de
sujeción; amándonos como nos amamos, ¿qué nos puede importar todo lo
demás?

--¡Oh! sí, te amo, Armando mío--murmuró enlazando sus brazos alrededor
de mi cuello:--te amo cual no había creído poder amar. Seremos
dichosos, viviremos tranquilos, y me despediré para siempre de la vida
que he llevado hasta hoy y que ya me avergüenza. ¿No es verdad que tú
no me recordarás nunca mi triste pasado?

El llanto embargaba mi voz, y no pude contestar de otro modo que
estrechando a Margarita contra mi corazón.

Ella, enteramente conmovida, exclamó volviéndose a Prudencia.

--Id y contad esta escena al duque, añadiendo que para nada le
necesitamos.

Desde aquel día no se volvió a hablar más del buen anciano.

Margarita ya no era la mujer de antes. Procuraba evitar cuanto hubiera
podido recordarme la vida en medio de la cual la había conocido, y
jamás hubo esposa, amante, ni hermana cariñosa, que tuvieran para su
esposo o hermano tantos cuidados y cariño tanto. Aquella naturaleza
delicada estaba dispuesta a toda clase de impresiones y sentimientos.

Había roto con sus amigas como con sus costumbres, así como con su
lenguaje y con los gastos de su vida pasada. Al vernos salir de casa
para ir a dar un paseo en un lindo esquife que yo había adquirido,
nadie hubiera creído que aquella mujer vestida con una bata blanca,
cubierta con un ancho sombrero de paja y llevando en el brazo la
sencilla manteleta de seda destinada a preservarla de la humedad, era
la misma Margarita Gautier, que cuatro meses antes hacía alarde de su
lujo y de sus escándalos.

Pero ¡ay! nos apresurábamos tanto a ser felices como si presintiéramos
que no debíamos serlo por mucho tiempo.

Pasaron dos meses sin acordarnos de ir a París, ni que nadie en París
se acordase de nosotros, excepto la Duvernoy y la joven Julia Duprat,
de la cual os he hablado, y a quien Margarita había de entregar más
tarde la triste relación que guardo aquí.

Yo me pasaba días enteros a los pies de mi querida. Abríamos las
ventanas que caían al jardín, y contemplábamos cómo el verano declinaba
alegremente en las flores que producía, y guarecidos de sus ardores a
la sombra de su follaje, respirábamos el uno junto al otro la verdadera
vida, vida que hasta entonces ni Margarita ni yo habíamos probado.

Aquella mujer sentía admiración por el jardín como una niña de diez
años en pos de una mariposa o de un insecto cualquiera.

La cortesana que había derrochado en ramilletes más dinero que el que
se necesita para vivir cómodamente toda una familia, se sentaba a
menudo en el prado y pasaba allí una hora examinando la sencilla flor
cuyo nombre llevaba ella también.

Durante aquella temporada leía con frecuencia _Manón Lescaut_, y la
sorprendí muchas veces poniendo notas al libro. Decía siempre que
cuando una mujer ama verdaderamente, no puede hacer lo que hizo Manón.
El duque le escribió dos o tres veces; pero ella, al conocer la letra,
me daba las cartas sin abrirlas.

Los términos en que las tales cartas venían escritas, consiguieron más
de una vez arrancar lágrimas a mis ojos.

El buen viejo había supuesto que, cerrando su bolsa a Margarita,
reconquistaría su afecto; pero, al convencerse de la inutilidad de
aquel procedimiento, no pudo avenirse a dejar de verla y le escribió
pidiéndole, como en otro tiempo, permiso para ir a visitarla, fueren
cuales fuesen las condiciones que se le impusieran.

Yo había leído aquellas cartas suplicantes y reiteradas, y las había
hecho pedazos sin dar cuenta a Margarita de su contenido, y sin dejar
que volviera a recibir al viejo, por más que a mí me lo aconsejara un
sentimiento de compasión hacia el dolor de aquel hombre, porque temía
que ella viese en semejante consejo el deseo de echar sobre el duque
las obligaciones de la casa, en cambio del permiso para sus nuevas
visitas, y me molestaba sobre todo, que me pudiese creer capaz de
declinar semejante responsabilidad con todas sus consecuencias.

Viendo el duque que no recibía contestación alguna, dejó de escribir, y
Margarita y yo seguimos amándonos sin preocuparnos del porvenir.




                              CAPÍTULO XVIII


Resultaría una tarea harto pesada explicar con todos sus pormenores
la vida que llevábamos, compuesta de una serie de niñerías sublimes
y encantadoras para nosotros, aunque insignificantes para cualquier
otro. Vos sabéis lo que es amar a una mujer; cómo se acortan los
días y con qué grata pereza nos dejamos arrastrar de un día a otro.
Tampoco ignoraréis que ese olvido de todo nace de un amor sin límites,
confiado y compartido. Toda mujer que no es la que amamos, nos parece
una criatura inútil, y nos duele el haber gastado con otras mujeres
partículas de nuestro corazón, sin creer en la posibilidad de estrechar
nunca otra mano que la que acariciamos entre las nuestras en tales
momentos. La mente lo rehúsa todo y aleja cuantos trabajos y recuerdos
puedan distraerla del pensamiento único e incesante que la domina.
Cada día descubrimos en nuestra amada nuevos encantos y placeres
desconocidos.

La existencia es únicamente el repetido cumplimiento de un deseo
continuo; el alma no es más que la vestal encargada de conservar el
fuego sagrado del amor.

Cuando anochecía íbamos muchas veces a sentarnos en el bosquecillo
que domina la casa, escuchando allí las plácidas armonías que traía
la noche, pensando ambos en la hora cercana que iba a dejarnos hasta
el día en nuestra habitación sin permitir que ni aun el sol penetrara
en ella. Las cortinillas estaban perfectamente corridas, y el mundo
exterior desaparecía para nosotros unos instantes. Sólo Nanina tenía
el permiso de abrir la puerta para traernos la comida, que a veces
tomábamos sin movernos de nuestro sitio, interrumpiendo sin cesar
aquellos banquetes con risas y locuras. Sucedía a ellos un corto sueño,
pues desapareciendo bajo nuestro amor, nos parecíamos a dos buzos
obstinados, que sólo aparecen en la superficie para tomar aliento.

A pesar de todo esto, sorprendí en Margarita momentos de tristeza
y a veces lágrimas, y al preguntarle la causa de aquella pesadumbre
repentina, me respondía:

--Nuestro amor no es un amor vulgar, Armando; tú me amas como si nunca
hubiera yo pertenecido a nadie, y temo que algún día, arrepintiéndote
de tu amor y recriminándome mi pasado, me coloques en el caso de
volverme a hundir otra vez en esa existencia, de la cual tú me sacaste.
Piensa que, después de haber probado esta nueva vida, me moriría si me
viese obligada a dejarla. Dime, pues, que nunca nos separaremos.

--¡Te lo juro!

Al pronunciar estas palabras, se fijaba en mis ojos como para leer la
sinceridad de mi juramento, echábase después en mis brazos, y ocultando
la cabeza contra mi pecho, exclamaba:

--¡No sabes tú lo mucho que te amo!

Una noche, estando apoyados en la barandilla de nuestro balcón,
contemplábamos la luna, que parecía salir con dificultad de su lecho
de nubes, y oíamos el viento que agitaba violentamente los árboles;
nuestras manos se hallaban enlazadas, y hacía más de un cuarto de hora
que no nos dirigíamos la palabra, cuando Margarita me dijo de pronto:

--Ya ha llegado el invierno: ¿quieres que dejemos esta casa?

--¿Y adónde iremos?

--A Italia.

--¿Pero no te encuentras aquí bien?

--Le temo al invierno, y sobre todo a nuestra vuelta a París.

--¿Por qué?

--Por muchas razones.

Y continuó bruscamente, sin decirme la causa de sus temores:

--¿Convienes en lo dicho? Venderé cuanto tengo, iremos a vivir muy
lejos, nadie sabrá quiénes somos ni quién he sido. ¿Qué me respondes?

--Bien; marchemos, si ello te agrada; pero, ¿qué necesidad hay de
vender tus muebles, que te han de alegrar y servir a tu regreso? No
tengo una fortuna inmensa para aceptar semejante sacrificio, pero sí lo
bastante para que podamos viajar con comodidad por espacio de cinco o
seis meses.

--No--respondió Margarita, dejando la ventana y sentándose en el sofá
que se hallaba en lo más obscuro del cuarto;--¿para qué gastar dinero y
lejos? bastante te cuesto aquí.

--¿Por qué eres tan poco generosa reprochándomelo, Margarita?

--Es verdad; perdóname, amigo mío--dijo tendiéndome la mano;--el estado
borrascoso de la atmósfera me irrita los nervios, y no digo lo que
quiero decir.

Me dió un abrazo, y cayó en una profunda meditación.

Escenas como ésta tuvieron lugar varias veces, y aunque yo ignoraba lo
que las producía, creía ver en Margarita un sentimiento de inquietud
sobre el porvenir. No podía dudar de mi amor, que cada día iba en
aumento, y, sin embargo, la veía casi siempre triste y preocupada, sin
que nunca me explicara el verdadero motivo de su tristeza, que atribuía
a una causa física.

Creyendo que la entristecía la monotonía de nuestra existencia, le
propuse volver a París; pero ella rechazaba siempre esta proposición,
asegurándome que en ninguna parte podía estar mejor que en el campo.

Prudencia iba a vernos raras veces, pero, en cambio, escribía muchas
cartas que nunca pretendí leer, por más que a cada una de ellas se
entregaba Margarita a una profunda preocupación, sin que yo quisiese
averiguar la causa.

Un día que Margarita se había quedado sola en su cuarto, al volver la
hallé escribiendo.

--¿A quién escribes?--le pregunté.

--A Prudencia: ¿quieres que te lea la carta?

Como no quería en manera alguna parecer suspicaz, contesté a Margarita
que no necesitaba ver lo que ella escribía, y, sin embargo, casi estaba
seguro de que aquella carta me hubiera explicado la verdadera causa de
su tristeza.

Al día siguiente fué un día magnífico, de modo que a fin de
aprovecharlo, me propuso Margarita dar un paseo en esquife y visitar
la isla de Croissy. Durante la excursión estuvo más alegre que de
costumbre, y no menos cuando hubimos regresado a casa a las cinco dadas.

--Madame Duvernoy ha estado aquí--dijo Nanina al vernos entrar.

--¿Se ha marchado?--preguntó Margarita.

--Sí, señora, en vuestro coche, diciendo que tenía permiso para ello.

--Está bien--dijo con viveza Margarita;--que nos sirvan la comida.

Dos días después llegó una carta de Prudencia y durante los quince
siguientes me pareció que Margarita había roto con sus misteriosas
melancolías, por las cuales me rogaba a cada paso que la perdonase.

Sin embargo, el coche no volvía.

--¿Qué motivos hay para que Prudencia no te devuelva tu carruaje?--le
pregunté cierto día.

--Uno de los caballos está enfermo y hay que hacer algunas reparaciones
en el coche. Mejor es que se arregle todo mientras permanecemos aquí,
en donde para nada lo necesitamos.

A los pocos días vino Prudencia, confirmando cuanto Margarita me había
dicho. Pasearon solas por el jardín y cuando fuí a reunirme con ellas,
observé que mudaban la conversación.

Al marcharse Prudencia por la tarde, quejóse de que sentía frío, y rogó
a Margarita que le dejara un chal de cachemir.

Transcurrió un mes durante el cual Margarita estuvo más contenta y
enamorada que nunca.

Pero el coche no volvía, ni el chal había sido devuelto; todo ello
me hacía entrar en sospechas a pesar mío, y como sabía en qué cajón
guardaba Margarita las cartas de Prudencia, aproveché un momento en que
aquélla se hallaba en lo más apartado del jardín, y traté de abrir el
cajón. Trabajo perdido, pues estaba cerrado con llave. Se me oprimió el
corazón. Comprendí que si reclamaba de Margarita la verdad respecto de
aquella desaparición, me la había de negar.

--Querida Margarita--le dije,--vengo a pedirte permiso para ir a
París. En mi casa no saben dónde me encuentro, y se habrán recibido en
ella cartas de mi padre; él estará intranquilo por mi silencio y debo
contestarle.

--Anda con Dios--me dijo,--pero vuelve pronto.

Partí inmediatamente. Al llegar a París, me dirigí, sin detenerme, a
casa de Prudencia.

--Veamos--le dije sin otro preliminar,--decidme francamente: ¿qué ha
sido de los caballos de Margarita?

--Se han vendido.

--¿Y el chal de cachemir?

--También se ha vendido.

--¿Y los diamantes?

--Empeñados.

--¿Y quién los ha vendido y empeñado?

--Yo.

--¿Y por qué no me lo advertisteis antes de hacerlo?

--Porque Margarita me lo prohibió terminantemente.

--¿Por qué no me pedisteis dinero?

--Porque ella no quiso.

--¿Puedo saber en qué se ha empleado el dinero producido por semejantes
operaciones?

--En pagar deudas.

--¿Cuánto debe entonces?

--Debe aún unos treinta mil francos. Bien os lo previne yo, amigo mío;
pero vos no quisisteis creerme; ahora os convenceréis. El tapicero,
cuyas cuentas el duque había prometido pagar, fué echado a la calle
cuando se presentó a cobrar, recibiendo al día siguiente una carta en
que se le prevenía que el duque nada haría por la señorita Gautier. El
hombre necesitaba dinero, y le di a cuenta aquellos miles de francos
que os pedí; algunas buenas almas le avisaron después que su deudora,
abandonada por el duque, vivía en compañía de un joven sin fortuna; los
demás acreedores fueron avisados también; reclamaron sus créditos, y se
procedió al embargo. Margarita quiso venderlo todo, pero ya era tarde,
y además yo me hubiera opuesto. Siendo preciso pagar, y no queriendo
pediros dinero, se han vendido los caballos y cachemires, y empeñado
sus alhajas. ¿Queréis los documentos de venta y las papeletas del
Monte de Piedad?

Y Prudencia abrió un cajón en que guardaba aquellos papeles.

--Comprended--continuó con aquella tenacidad de la mujer que tiene
derecho a decir: «¡Yo tenía razón!»--comprended que no basta amarse e
ir a vivir en el campo una vida pastoril y vaporosa. No, amigo, no. Al
lado de la vida ideal está la material, y las resoluciones más castas
se encuentran sujetas a la tierra por hilos, ridículos si queréis,
pero de hierro, y no pueden romperse fácilmente. Si Margarita no os
ha engañado cien veces, es porque tiene una naturaleza excepcional.
No es que yo no la haya aconsejado, pues me aflige ver a la pobre
joven desprenderse de cuanto posee. Nunca ha querido hacerme caso,
contestándome que os amaba y que por nada del mundo os engañaría. Todo
esto es magnífico, poético, sentimental; pero con semejante moneda
no se paga a los acreedores, y lo que es ahora, os aseguro que no se
escapa de sus manos sin que deje en ellas los treinta mil francos.

--Está bien, yo os daré esta cantidad.

--¿Tomándola prestada?

--¡Creedlo así!

--Haréis una solemne locura; pues además de indisponeros con vuestro
padre, mermaréis vuestro capital, y luego no se hallan tan fácilmente
treinta mil francos de la noche a la mañana. Hacedme caso, Armando,
conozco las mujeres mejor que vos; no cometáis semejante locura, de
la que os arrepentiríais tarde o temprano. Atendedme y tened juicio.
No os digo que os separéis de Margarita; pero vivid con ella como a
principios del verano. Dejad que encuentre los medios para salir del
presente apuro. El duque volverá a reconciliarse poco a poco, el conde
de N... me aseguraba ayer mismo que si ella le admite, se compromete a
pagar todas sus deudas y a darle cuatro o cinco mil francos mensuales.
Éste cuenta con doscientas mil libras de renta, lo cual asegura bien
a Margarita, al paso que vos tendréis que abandonarla un día u otro,
pudiendo haberlo hecho antes de arruinaros, sobre todo siendo el tal
conde un imbécil que en nada ha de impediros que sigáis siendo el
amante de Margarita. Los primeros días llorará un poco, pero a la
postre se acostumbrará, terminando por daros las gracias de cuanto
hayáis hecho. Haceos la ilusión de que Margarita está casada y engañáis
al marido, ni más ni menos. Ya otra vez os aconsejé lo mismo; sólo que
lo que entonces no pasaba de ser un simple consejo, hoy es casi una
necesidad.

Prudencia tenía indudablemente razón.

--Ocurre--prosiguió,--que las mujeres de la clase a que ha pertenecido
Margarita, preveen siempre que serán amadas, pero nunca que serán ellas
las que amen, lo que hace que no se ocupen de economizar, para poder
permitirse a los treinta años el lujo de tener un amante a su gusto.
¡Si en mis buenos tiempos hubiera yo sabido lo que sé...! En fin, no
digáis nada a Margarita y traedla a París. Habéis vivido sólo con
ella cuatro o cinco meses, está bien, ahora cerrad los ojos; nada más
tengo que advertiros. Dentro de quince días aceptará al conde de N....
economizará durante el invierno, y el verano próximo podréis volver a
las andadas. Ya veis cómo todo puede solucionarse.

Y Prudencia parecía admirada de su propio consejo, que yo rechazaba con
indignación.

No sólo mi amor y mi dignidad me prohibían aceptar lo que me aconsejaba
Prudencia, sino que estaba convencido de que, en el punto a que
habían llegado las cosas, Margarita hubiera preferido morir antes que
transigir con aquella extraña combinación.

--Basta de chanzas--dije a Prudencia resueltamente;--¿cuánto necesita
Margarita?

--Ya os lo he dicho, treinta mil francos.

--¿Y cuándo hay que pagar esta suma?

--Antes de dos meses.

--Se pagará.

Prudencia se encogió de hombros.

--Ya os lo remitiré--proseguí;--pero juradme que no diréis a Margarita
que soy yo quien os la ha facilitado.

--Estad tranquilo.

--Y si os envía algún otro objeto para que lo vendáis o empeñéis,
noticiádmelo.

--No hay cuidado, porque ya nada queda.

Dejé a Prudencia y me dirigí a mi casa a ver si había cartas de mi
padre.

Se habían recibido cuatro.




                              CAPÍTULO XIX


Abrí las cartas de mi padre. En las tres primeras me manifestaba el
cuidado en que mi silencio le tenía, y me preguntaba el motivo; en la
última me dejaba adivinar que le habían enterado de mi cambio de vida,
y me avisaba su próxima llegada.

Siempre he tenido gran respeto a mi padre, y le he profesado una
afección sincera; he aquí por qué le contesté que un corto viaje había
sido la causa de mi silencio y le rogué al mismo tiempo que me fijara
el día de su llegada para que pudiera ir a recibirle.

Di a mi criado las señas de la casa de campo, encargándole que me
llevase la primera carta que viniera con el timbre de la ciudad de C...
y en seguida regresé a Bougival.

Margarita me esperaba a la puerta del jardín.

Su mirada revelaba gran inquietud. Abrazóme cariñosamente preguntándome
luego:

--¿Has visto a Prudencia?

--No.

--¿Qué has hecho tanto tiempo en París?

--He recibido algunas cartas de mi padre a las cuales he contestado.

Poco después entró Nanina apresurada y jadeante. Margarita se levantó y
fué a hablarle al oído.

Cuando Nanina se hubo retirado, Margarita se sentó a mi lado y me dijo
tomándome la mano.

--¿Por qué me has engañado? Sé que has ido a ver a Prudencia.

--¿Quién te lo ha dicho?

--Nanina.

--¿Cómo lo ha sabido?

--Siguiéndote.

--¿Tú se lo has encargado?

--Sí, porque creí que sólo un motivo muy poderoso podía llevarte tan de
repente a París, después de cuatro meses de no haberte separado de mí.
Temía que te pasase alguna desgracia o que fueses quizás a visitar a
otra mujer.

--¡Qué niña eres!

--Ya estoy tranquila por ese lado, porque sé lo que has hecho, pero
ignoro lo que te han dicho.

Le puse de manifiesto las cartas de mi padre.

--No es esto lo que yo te pido: lo que desearía saber es el por qué has
ido a ver a Prudencia.

--Para visitarla.

--¿Por qué me engañas?

--Pues bien, he ido a preguntarle si el caballo estaba ya curado y si a
ella le hacían falta todavía tus joyas y tus cachemires.

Margarita se ruborizó, pero no dijo una palabra.

--Y he sabido por ella el destino que has dado a tus caballos, a tus
cachemires y a tus diamantes.

--¿Me culpas por ello?

--Te culpo de no haber tenido franqueza de pedirme lo que necesitabas.

--En unas relaciones como las nuestras, si la mujer conserva un átomo
de dignidad, antes que pedir dinero a su amante y dar carácter venal a
su amor, debe imponerse toda clase de sacrificios. Estoy convencida de
que me amas, pero tal vez ignoras cuán delgado es el hilo que retiene
en el corazón el amor que se profesa a las mujeres de mi clase. ¿Quién
me dice a mí que en un día de escasez o de fastidio, habrías creído
ver en nuestras relaciones un cálculo hábilmente combinado? Prudencia
es una charlatana. Y luego, ¿para qué necesitaba yo de esos caballos?
Vendiéndolos no hice más que economizar; puedo pasarme sin ellos, y
nada debo gastar en mantenerlos. Sólo deseo que me quieras y para ello
no necesito caballos, cachemires ni diamantes.

Y me decía esto con un tono tan ingenuo, que al oirla se me saltaban
las lágrimas.

--Pero, mi buena Margarita--le respondí estrechándole amorosamente las
manos,--debías haber pensado que algún día me enteraría yo de este
sacrificio, y que en cuanto lo supiera, no debía consentirlo.

--¿Por qué no?

--Porque no concibo ni consiento que el afecto que por mí sientes
pueda privarte del placer más insignificante. Tampoco quiero que en
un momento de escasez o fastidio, puedas hacerte la reflexión de que
viviendo con otro hombre, tales momentos no existirían, y que te puedas
arrepentir, aunque no sea más que por un momento, de vivir conmigo.
Tus caballos, tus diamantes y tus cachemires te serán devueltos dentro
de pocos días, porque te son indispensables como a la vida el aire, y,
aunque sea una ridiculez, más te quiero suntuosa que sencilla.

--¿Luego no me amas ya como me amabas?

--¿Cómo puedes dudarlo?

--Si me amases dejarías que yo te amase a mi manera; de lo contrario,
creeré que sigues viendo en mí la mujer a quien el lujo es
indispensable y que estás obligado a sostenerlo. Te avergüenzas de
aceptar prueba alguna de mi amor, porque, calculando que algún día
habrás de dejarme a pesar tuyo, te conviene poner tu delicadeza a salvo
de toda sospecha. Tienes razón, querido amigo, pero mis esperanzas eran
más extensas.

Y después de pronunciar estas palabras hizo un movimiento para
levantarse, pero la detuve diciéndole:

--Mi único objeto es que seas feliz y que no tengas nada que
reprocharme.

--¡Y nos vamos a separar!

--¿Por qué, ángel mío? ¿qué es lo que puede separarnos?--exclamé.

--Tú, que no quieres que yo comprenda tu posición y tienes la vanidad
de conservarme la mía; tú que concediéndome el lujo en medio del cual
he vivido, quisieras conservar la distancia moral que nos distancia;
tú, en fin, que no crees que sea mi cariño bastante desinteresado
para partir conmigo tu fortuna, con la cual podríamos vivir juntos y
dichosos, prefiriendo arruinarte esclavo de una preocupación ridícula.
¿Crees que pueda comparar un tílburi y algunas joyas a tu amor? ¿Crees
que para mí consiste la felicidad en vanidades que sólo satisfacen
cuando no se ama, y que resultan siempre mezquinas cuando se llega a
amar? Pagarás mis deudas, disminuirás tu fortuna, y me mantendrás; pero
¿cuánto tiempo durará esto? dos o tres meses, pasados los cuales será
ya tarde para aceptar la vida que te propongo, y entonces tendrás que
admitir de mí cuanto necesites, que es lo que un hombre de honor no
puede hacer nunca, al paso que ahora tienes ocho o diez mil francos
de renta con los cuales podemos vivir. Venderé lo superfluo de lo
que tengo, y la venta de ello me dará dos mil libras anuales. Luego
alquilaremos un bonito cuarto, que habitaremos durante el invierno,
y al volver el verano nos trasladaremos de nuevo al campo, aunque
no a una casa como ésta, sino a otra más pequeña que baste para dos
personas. ¡Tú eres independiente, yo soy libre, los dos somos jóvenes;
en nombre del cielo, Armando, no me lances de nuevo a la vida que en
otro tiempo me he visto obligada a llevar!

No podía ni sabía qué contestar; llenáronse mis ojos de lágrimas de
agradecimiento y amor, y me precipité en sus brazos.

--Yo quería--continuó;--arreglarlo todo sin decirte nada, pagar todas,
todas mis deudas y hacer preparar la nueva habitación. Por octubre
habríamos vuelto a París, y entonces te hubiera dado cuenta de todo;
pero ya que Prudencia se me ha anticipado, es preciso que lo consientas
hoy, en vez de consentirlo mañana. ¿Me amas lo bastante para ello?

Era imposible no subyugarse ante tanta abnegación. Besé las manos de
Margarita con entusiasmo, y le dije:

--Haré cuanto quieras.

Convinimos en cuanto había dicho y se manifestó en ella una alegría
infantil, casi loca; bailaba, cantaba y miraba y se gozaba ya en
la sencillez de su morada, consultándome con respecto al barrio y
condiciones de la misma.

Yo estaba satisfecho de verla feliz y orgullosa con aquella resolución
que al parecer debía acercarnos indefinidamente y quise también
corresponder por mi parte a sus proyectos.

En un momento decidí de mi futura vida. Establecí la posición de mi
fortuna cediendo a Margarita la renta que me pertenecía por parte de
mi madre, y que me parecía insuficiente para recompensar el sacrificio
que acababa de aceptar.

Me quedaban los cinco mil francos de pensión que me mandaba mi padre,
y cualesquiera que fuesen los acontecimientos que pudieran sobrevenir,
esta cantidad anual era bastante a cubrir mis principales necesidades.

No le dije una palabra a Margarita de lo que había resuelto, porque
estaba convencido de que no había de aceptar.

La renta que le cedía era procedente de una hipoteca de sesenta mil
francos sobre una casa que yo ni siquiera había visto. Sólo sabía
que todos los trimestres el notario de mi padre, antiguo amigo de la
familia, me entregaba setecientos cincuenta francos, a cambio de un
triste recibo.

El día en que Margarita y yo estuvimos en París para buscar cuarto,
fuí a ver al notario y le pregunté de qué modo podía arreglarme para
transferir a otra persona la indicada renta.

El buen hombre me creyó arruinado y me preguntó la causa de semejante
decisión. Como era preciso que tarde o temprano le dijera a favor de
quién hacía la donación, resolví contarle en seguida la verdad.

Sin la menor observación de las que su carácter de escribano y de amigo
le autorizaba para hacerme, me prometió que arreglaría el negocio del
mejor modo posible.

Le rogué guardase la mayor reserva para con mi padre, y fuí a reunirme
con Margarita, que me esperaba en casa de Julia Duprat, en donde había
preferido detenerse, antes que ir a oir los sermones de Prudencia.

Anduvimos buscando habitación. Margarita las encontraba todas caras;
a mí me parecían todas sencillas y pequeñas. Por fin, nos pusimos de
acuerdo, fijando nuestra residencia en uno de los barrios de menos
tránsito, y en un pequeño pabellón aislado de la casa principal.

Detrás del pabellón había un magnífico jardín dependiente de aquél,
cercado por una tapia bastante alta para separarnos de los vecinos, y
bastante baja para no limitarnos la vista.

La nueva habitación resultó mejor de lo que habíamos creído.

En tanto me dirigía a mi casa para mandar desocupar mi aposento,
Margarita fué en busca de un agente de negocios que, según ella, había
ya hecho para una de sus amigas lo propio que se le iba a pedir que
hiciese.

Margarita, llena de gozo, vino a encontrarme en la calle de Provenza.
El agente le había prometido pagar todas sus deudas, darle carta de
pago y entregarle veinte mil francos mediante la cesión de todos sus
muebles.

Por lo que resultó de la subasta podéis calcular que aquel hombre
hubiera ganado más de treinta mil francos.

Regresamos contentos y satisfechos a Bougival, prosiguiendo en la
erección de castillos en el aire para el porvenir que, gracias a
nuestra ligereza y especialmente a nuestro amor, veíamos bajo las más
doradas tintas.

Habían transcurrido unos ocho días cuando a la hora en que estábamos
almorzando, entró Nanina diciéndome que mi criado preguntaba por mí.

Le hice entrar.

--Señor--me dijo,--vuestro padre acaba de llegar a París y os ruega que
paséis cuanto antes a vuestra casa, en donde os está aguardando.

Semejante noticia era sencillísima, y sin embargo, al oirla, Margarita
y yo nos quedamos mirándonos.

Ambos presentíamos una desgracia.

Así fué que, sin que ella me manifestara la impresión de que yo también
participaba, le dije estrechando su mano:

--Nada temas.

--Vuelve lo más pronto que puedas--murmuró Margarita abrazándome;--te
esperaré impaciente asomada a la ventana.

Mandé a José que previniese a mi padre.

Dos horas después me encontraba en mi casa de la calle de Provenza.




                              CAPÍTULO XX


Cuando llegué a mi casa, encontré a mi padre sentado y escribiendo.

En el modo de mirarme al entrar, conocí desde luego que íbamos a tratar
asuntos graves.

Sin embargo, me acerqué a él como si nada hubiese adivinado y le abracé.

--¿Cuándo habéis llegado, padre mío?

--Anoche.

--¿Y no vinisteis a mi casa como de costumbre?

--Sí.

--Siento muchísimo no haber estado aquí para saludaros.

Esperaba ver surgir de estas palabras la reconvención que me anunciaba
el semblante frío de mi padre; mas no me respondió, cerró la carta que
terminaba de escribir y la entregó a José para que la llevase al correo.

Así que los dos quedamos solos, se levantó mi padre, y apoyándose en la
chimenea, me dijo:

--Armando, tenemos que hablar de cosas muy serias.

--Ya os escucho, papá.

--¿Prometes decirme la verdad?

--Es mi costumbre.

--¿Es cierto que vives con una mujer llamada Margarita Gautier?

--Sí, señor.

--¿Sabes quién es esa mujer?

--Fué una entretenida.

--¿Es verdad que por ella te has olvidado de ir este año a vernos?

--Sí, padre mío, lo confieso.

--En tal caso, amas mucho a esa mujer.

--Podéis deducirlo de la falta que me ha hecho cometer, falta de la que
humildemente os pido perdón.

Mi padre no esperaba, sin duda, contestaciones tan francas y
categóricas, pues estuvo reflexionando un momento, y después me dijo:

--Creo que habrás comprendido que no has de vivir así eternamente.

--Lo temo, padre mío; pero no lo concibo.

--Debías haber supuesto también--prosiguió mi padre en tono más
áspero,--que yo no lo consentiría.

--He pensado, que mientras no haga cosa alguna contraria al respeto
que debo a vuestro nombre, ni a la honradez tradicional de la familia,
podría vivir como vivo, y esta idea me ha tranquilizado.

Las pasiones nos infunden valor y fortaleza de ánimo; y tanto es así,
que para conservar a Margarita, me sentía fuerte hasta con mi propio
padre.

--Debo prevenirte que ha llegado el momento de cambiar de conducta.

--¿Por qué, padre mío?

--Porque estás a punto de obrar contra el respeto que dices profesar a
la familia.

--No entiendo lo que queréis decir.

--Me explicaré. Es muy natural, si te parece, que tengas una querida,
que la pagues como un hombre galante debe pagar los favores de una
manceba, nada importa; pero que por ella te olvides de lo más sagrado,
que consientas que la fama de la vida escandalosa que llevas llegue
hasta el fondo de mi provincia y arroje la sombra de una mancha sobre
el nombre honroso que te he dado, he aquí lo que no puede ser, y lo que
no será.

--Permitid que os diga, padre mío, que los que os han enterado de mi
conducta están mal informados. Soy el amante de Margarita Gautier,
y vivo con ella; pero ni doy a esa joven el nombre que de vos he
recibido, ni gasto con ella más de lo que permiten mis recursos, ni he
contraído deuda alguna, ni he llegado, finalmente, a ninguna de las
situaciones que autorizan a un padre para decir a su hijo lo que me
acabáis de decir.

--Está un padre autorizado siempre para apartar a su hijo del mal
camino en el cual le ve extraviarse. Aún no has hecho el mal, pero
estás en vías de hacerlo.

--¡Padre mío!

--Yo conozco la vida mejor que tú. Los sentimientos enteramente puros
sólo existen en las mujeres esencialmente castas. Toda Manón puede
hacer un Desgrieux; pero no sólo han cambiado las costumbres, sino
también los tiempos. Sería inútil que el mundo envejeciera si no había
de corregirse. Es preciso que dejes a tu querida.

--Siento desobedeceros, pero me exigís un imposible.

--Yo te obligaré a ello.

--Por fortuna, ya no hay islas especiales a donde mandar a las
cortesanas, y aun cuando las hubiera, acompañaría a mi amada si
consiguierais que la desterraran. ¡Qué queréis! puede que obre mal,
pero no hay felicidad para mí fuera de la de amar a esa mujer.

--Armando, hijo mío, abre los ojos y escucha a tu padre, que te ha
amado siempre y que no desea más que tu felicidad. ¿Es honroso y digno
el vivir con una mujer que ha sido de cuantos la han querido?

--¿Qué importa, padre mío, si ya nadie la ha de poseer? ¿Qué importa
todo eso si ella me ama, y se regenera por ese mismo amor que me
profesa e infunde? ¿Qué importa su pasado, si se ha convertido?

--¿Y puedes tú creer ni presumir que la misión de un hombre honrado sea
convertir cortesanas? ¿Crees que Dios haya dado ese destino grotesco
a la vida, y que el corazón no ha de tener otro entusiasmo que éste?
¿Cuál será el final de esa cura maravillosa, y qué ideas serán las
tuyas sobre el particular a los cuarenta años? Te reirás de semejante
amor, si te es dado reir todavía, si no ha dejado huellas demasiado
profundas en tu pasado. ¿Qué serías ahora si tu padre hubiera tenido
semejante modo de obrar y hubiese abandonado su vida a todas las
vicisitudes del amor, en vez de anteponerle firmemente las guardas del
honor y de la consideración social? Recapacita, Armando, y no repitas
semejantes locuras. Espero que te separarás de esa mujer; yo te lo
ruego.

Nada respondí.

--Armando--continuó mi padre,--en nombre de tu virtuosa y santa madre,
créeme, renuncia a esta vida, que has de olvidar antes de lo que
puedas suponer, y a la cual te encadena una teoría imposible. No tienes
más que veinticuatro años; debes pensar únicamente en el porvenir. No
es posible que ames siempre a esa mujer, que, por su parte, tampoco
te amará siempre. Ambos exageráis vuestro amor. El tiempo que estáis
perdiendo lastimosamente se aleja con la oportunidad de aprovecharle
para seguir tu carrera. Un paso más y no podrás separarte del camino
que has emprendido, sin poder ya desprenderte en toda tu vida del
remordimiento de tus imprudencias. Deja a París, vente a pasar uno o
dos meses al lado de tu hermana; el descanso y el cariño de la familia
te aliviarán bien pronto de esa fiebre, porque no es más que la
influencia de la fiebre lo que te domina.

Levanté los ojos hasta los de mi padre como para manifestarle mi
asombro. Él, rehuyendo mi mirada, continuó:

--Durante tu ausencia, esa mujer se conformará con otro amante, y
cuando veas claro por quién llegaste al extremo de disgustarte con tu
padre y de perder su afecto, entonces me dirás que me porté como debía,
y me bendecirás agradecido. Partiremos--me dijo,--¿no es verdad?

Conocía que mi padre tenía razón respecto a la generalidad de las
mujeres; pero estaba seguro de que no la tenía con respecto a
Margarita. No obstante, era tan dulce, tan afectuoso el tono con que me
dirigió sus últimas palabras, que no me atreví a replicar.

--¿Qué dices, hijo mío?--me preguntó mi padre emocionado.

--Digo, padre mío--contesté con dificultad y emocionado también,--que
lo que me pedís es del todo superior a mis fuerzas.

Creedme--proseguí al notar en mi padre un movimiento de
impaciencia.--Exageráis las consecuencias. No es Margarita una mujer
perdida como suponéis; su amor, lejos de lanzarme al camino del mal,
es por el contrario, capaz de desarrollar en mí los sentimientos más
elevados.

El amor verdadero mejora nuestro ser, quienquiera que sea la mujer que
lo inspire. Si conocierais a Margarita, comprenderíais que no puede
perjudicarme. Es noble como la que más, y su abnegación es tan grande
como la codicia de la mayoría de las mujeres.

--A pesar de lo cual acepta toda tu fortuna, pues los sesenta mil
francos que heredaste de tu madre y de los cuales le has hecho
donación, constituyen, no lo olvides, toda tu fortuna.

Seguramente mi padre se había reservado esta consideración y esta
amenaza para darme con ellas el golpe de gracia. Pero yo me sentía más
fuerte ante las amenazas que ante los ruegos.

--¿Quién os ha dicho que iba yo a hacer esta donación?--le respondí.

--Mi notario. ¿Cómo hubiera podido un hombre honrado autorizar un hecho
semejante sin advertírmelo? Mi venida a París ha sido con el único
objeto de evitar tu ruina. Tu madre, al morir, te legó lo preciso
para vivir modesta y honradamente; pero no una cantidad para ser
despilfarrada por tus queridas...

--Puedo juraros, padre mío, que Margarita ignora mi proyecto.

--Entonces, ¿por qué realizarlo?

--Porque Margarita, esa mujer que estáis calumniando, a quien queréis
que abandone, ha sacrificado espontáneamente y sin reticencias todo
cuanto poseía, para vivir conmigo.

--¿Y tú has podido admitir semejante sacrificio? ¿Qué hombre eres para
consentir que una cualquiera haga por ti el menor sacrificio?

En fin, concluyamos de una vez. Vas a separarte de esa mujer. Hace poco
te lo suplicaba, ahora te lo mando. No consentiré semejantes borrones
en mi familia. Prepara tu equipaje y disponte a seguirme.

--Perdonadme, padre mío--le dije,--pero no parto.

--¿Por qué razón?

--Porque tengo ya la edad en que no se obedece a un mandato.

Mi padre palideció al oir esta respuesta.

--Está bien--dijo;--ya sé lo que debo hacer.

En seguida llamó a mi criado, y le dijo:

--Que lleven mi equipaje a la fonda de París.

Al mismo tiempo entró en su cuarto para vestirse.

Cuando salió del gabinete me adelanté y le dije:

--Padre mío, os ruego que no hagáis nada que pueda afligir a Margarita.

Mi padre se paró un momento para mirarme desdeñosamente, y se contentó
con decirme:

--Creo que has perdido el juicio.

Y salió, cerrando la puerta con violencia.

Salí también inmediatamente, tomé un carruaje y me dirigí a Bougival.
Margarita, asomada a la ventana, me esperaba impaciente.




                              CAPÍTULO XXI


--¡Al fin llegas!--exclamó Margarita estrechándome entre sus
brazos.--¡Qué pálido estás!

Entonces le conté la escena con mi padre.

--¡Dios mío! ya lo presentía--dijo.--¡Cuando vino José a anunciar la
llegada de tu padre, me estremecí como a la noticia de una desgracia!
¡Yo soy, pobre amigo mío, la causa de tantos disgustos! Tal vez será
mejor que me dejes antes que indisponerte con tu padre. Sin embargo, yo
nada le he hecho a este buen señor. Nosotros vivíamos muy bien e íbamos
a vivir mejor todavía. Comprendiendo, como debe comprender, que has de
tener una querida, debiera darse por muy contento de que esa querida
fuese yo, puesto que te amo y no necesito ni quiero más que lo que te
permite tu posición. ¿Le has enterado de nuestros proyectos?

--Sí, alma mía, y eso es lo que más le ha irritado, puesto que en ellos
ha visto la prueba de nuestro mutuo amor.

--¿Qué haremos, pues?

--Continuar viviendo juntos, Margarita mía, y dejar que se despeje la
tormenta.

--¿Supones que se despejará?

--Forzosamente.

--Pero tu padre no se contentará con lo que ha hecho.

--¿Qué más puede hacer?

--¡Qué sé yo! Todo lo que pueda hacer un padre para conseguir ser
obedecido por su hijo. Te recordará mi vida pasada, y tal vez para
conseguir que nos separemos, me hará el honor de inventar en contra mía
alguna nueva historia.

--¡Bien sabes cuánto te amo!

--Sí, pero sé también que tarde o temprano se acaba por obedecer a los
padres y tal vez te dejarás convencer.

--No, Margarita; yo seré quien le convenza a él. Los chismes de mis
amigos han provocado su cólera, pero es bueno y justo, y no tardará en
escucharme. Además, si no fuese así, ¡nada me importa!

--No digas eso, Armando, yo lo prefiero todo a dejar que se diga por
nadie que te he indispuesto con tu familia: acabemos de pasar el día,
y mañana vuelve a París a ver a tu padre. Ambos habréis reflexionado,
y quizá llegaréis a un acuerdo mejor. No te opongas resueltamente a
sus propósitos, aparenta hacer concesiones, no te manifiestes tan
enamorado, y puede que deje las cosas tal como están. Espera, amigo
mío, y cree que pase lo que pase, tu Margarita siempre te amará.

--¿Me lo juras?

--¿Necesito jurártelo?

--¡Qué grato y delicioso es dejarse convencer por una voz amada!

El resto del día lo pasamos repitiéndonos nuestros proyectos, como
si comprendiéramos la necesidad de realizarlos cuanto antes. A cada
instante esperábamos un nuevo suceso, pero el día terminó felizmente
sin que ocurriese nada de particular.

Al día siguiente partí a las diez, y a las doce entraba en el _Hotel de
París_.

Mi padre había salido.

Me dirigí a mi casa en la creencia de que le encontraría en ella. No
había estado. Fuí a casa del notario. Tampoco estaba allí.

Volví a la fonda y esperé hasta las seis inútilmente.

Entonces regresé a Bougival.

Hallé a Margarita, no aguardándome como el día anterior; estaba
sentada a la chimenea y completamente entregada a sus reflexiones,
tanto, que no me oyó ni volvió la cabeza al aproximarme hasta tocar
el respaldo de su sillón. Cuando puse mis labios en su frente, se
estremeció como si hubiese despertado sobresaltada.

--Me has asustado--dijo.--¿Y tu padre?

--No le he visto, ni sé dónde para, ni sé lo que esto significa. No le
he hallado en cuantas partes he creído probable que estuviera.

--Es preciso que vuelvas mañana.

--Estoy por esperar a que me mande llamar, pues creo haber hecho cuanto
debía hacer.

--No, amigo mío, no has hecho lo bastante; debes volver a ver a tu
padre. Mañana sobre todo.

--¿Y por qué mañana mejor que otro día?

--Porque--dijo Margarita, que pareció sonrojarse a esta
pregunta,--porque parecerá más viva tu insistencia por la
reconciliación y tardaremos menos en obtener su perdón.

El resto de aquel día Margarita estuvo preocupada y triste. Para
obtener una respuesta, me veía obligado a repetirle dos veces cuanto le
decía. Ella se disculpaba de su preocupación con los temores que tenía
respecto del porvenir, dados los sucesos sobrevenidos en aquellos dos
días.

Al día siguiente se empeñó con tal insistencia en que volviese a París,
que me vi precisado a obedecerla.

Tampoco conseguí ver a mi padre; pero, al salir, me había dejado en el
hotel una carta en la que me decía:

    «Si hoy vuelves a verme, espérame hasta las cuatro; si a esta
    hora no he vuelto, vente mañana a comer conmigo; tengo que
    hablarte».

Esperé hasta las cuatro, no vino mi padre, y yo volví de nuevo a
Bougival.

El día antes había hallado triste a Margarita; en éste la encontré
agitada y febril. Al verme entrar, se precipitó en mis brazos, y estuvo
llorando en ellos un buen rato.

Le pregunté el motivo de aquel súbito pesar cuya magnitud me alarmaba,
pero no obtuve ninguna respuesta categórica, aun cuando me dijo todo
lo que puede decir una mujer cuando no quiere confesar la verdad.

Cuando se calmó un poco, le conté el resultado de mi viaje,
manifestándole la carta de mi padre, y haciéndole observar que se me
antojaba un buen augurio.

Al ver la carta y al oir mi reflexión, redoblaron sus lágrimas de
tal modo, que hube de llamar a Nanina, temiendo un ataque nervioso.
Acostamos a la pobre Margarita, que seguía llorando sin pronunciar una
palabra, pero apretándome las manos que besaba con febril insistencia.

Pregunté a Nanina si durante mi ausencia había recibido su señora
alguna carta o visita que pudiese motivar el estado en que se hallaba;
pero Nanina me contestó que nadie había ido ni se había recibido carta
alguna.

No obstante, no me cabía duda de que desde el día antes algo serio
debía suceder, dado sobre todo el empeño de Margarita en manifestarme
lo contrario.

Por la noche pareció un poco más tranquila, y haciéndome sentar junto a
su cama me renovó por muchas veces sus promesas de amor. Luego sonreía,
pero con esfuerzo, porque, a su pesar, inundábanse de lágrimas sus ojos.

Procuré, por cuantos medios supe, hacer que declarase la verdadera
causa de su aflicción, pero fué inútil, pues ella se obstinó en darme
únicamente razones vagas e inaceptables.

Concluyó por dormirse en mis brazos, pero con ese sueño que quebranta
el cuerpo en vez de darle reposo. De vez en cuando lanzaba un grito,
despertando sobresaltada, y después de convencerse de que me hallaba
junto a ella, me hacía jurar que la amaría siempre.

Yo estaba intranquilo, sin poder explicarme la verdadera causa de
aquellas intermitencias de dolor, que se prolongaron hasta la mañana,
en que cayó Margarita en una especie de sopor. Hacía dos noches que no
dormía.

Despertó a eso de las once, y al verme vestido, me dijo mirando su
reloj:

--¿Te vas ya?

--No--dije tomándole las manos,--pero al verte dormida, he querido
dejarte tranquila. Aún es temprano.

--¿A qué hora vas a París?

--A las cuatro.

--¿Tan pronto? Hasta las cuatro permanecerás a mi lado, ¿verdad?

--Sí, como los otros días.

--¡Qué felicidad! ¿Vamos a almorzar?--añadió con aire distraído.

--Como quieras.

--¿Y luego estaremos abrazados hasta el momento de marchar?

--Sí, y volveré a tu lado lo antes posible.

--¿Volverás?--dijo mirándome con ojos extraviados.

--¡Naturalmente!

--Está bien, volverás por la noche... y yo... te esperaré, como de
costumbre... tú me amarás..., y seremos muy felices... como lo somos
desde que nos conocemos.

Todas aquellas palabras estaban pronunciadas con tal reticencia,
pareciendo ocultar algún pensamiento doloroso, que a cada paso temía
ver que se trocaran en verdadera locura.

--Oye--le dije,--estás enferma y no puedo dejarte así. Voy a escribir a
mi padre que no me espere.

--¡No! ¡no!--exclamó bruscamente;--no hagas eso. Tu padre me acusaría
también de haberte impedido que fueras a verle justamente cuando más lo
desea; no, no; es preciso que vayas, es indispensable. Además, yo no
estoy mala, me siento muy bien. He tenido un sueño pesadísimo; pero ya
he despertado.

Desde aquel momento Margarita se esforzó en aparecer alegre, y no
volvió a llorar.

Cuando llegó la hora de marcharme, la abracé y le pregunté si quería
acompañarme hasta la estación del ferrocarril: mi objeto era que el
paseo la distrajese y el aire puro la reanimase. ¡Además, me complacía
en tenerla a mi lado el mayor tiempo posible!

Aceptó mi proposición y se hizo acompañar de Nanina para no regresar
sola.

Veinte veces estuve tentado de no acudir a la cita, pero la esperanza
de volver pronto y el temor de indisponerme otra vez con mi padre,
sostuviéronme, y al fin marché.

--Hasta la noche--dije a Margarita desde la ventanilla del vagón.

No me respondió.

Otra vez me había despedido sin contestarme a la misma palabra, y el
conde de G... pero estaba tan distante aquel día, que parecía haberse
borrado de mi memoria, y si esta vez temía algo, no era por cierto que
Margarita me engañase.

En cuanto llegué a París, corrí a casa de Prudencia para pedirle que
fuese a ver a Margarita, esperando que con su buen humor la distrajera.

Entré sin anunciarme. Prudencia estaba en su tocador.

--¡Ah!--dijo entre sorprendida y alarmada.--¿Margarita ha venido con
vos?

--No.

--¿Cómo está?

--Muy delicada.

--¿Entonces no vendrá?

--¿Pues qué, había de venir acaso?

Mme. Duvernoy se sonrojó y respondióme con cierta turbación:

--Quise decir, que puesto que habéis venido a París, vendría ella a
reunirse con vos.

--No.

Miré a Prudencia, que aunque bajó los ojos, creí ver en su fisonomía el
temor de que mi visita se prolongara.

--Venía a rogaros, mi buena Prudencia, que fuerais esta tarde a ver a
Margarita, y si nada os lo impide, podréis quedaros a dormir en nuestra
casa de campo. Jamás la he visto como hoy y temo que su enfermedad
empeore.

--Hoy como fuera de casa--respondió Prudencia,--y me es absolutamente
imposible ver a Margarita, pero iré a verla mañana.

Despedíme de la Duvernoy, que, a mi entender, parecía casi tan
preocupada como Margarita, y me dirigí al _Hotel de París_. Mi padre
me esperaba. Fijó en mí su mirada con atención y luego me tendió la
mano.

--Tus dos visitas, Armando--me dijo,--me han complacido mucho, pues
parecen indicar que habrás reflexionado como he reflexionado yo.

--¿Puedo permitirme preguntaros cuál ha sido el resultado de vuestras
reflexiones, padre mío?

--Ha sido, hijo mío, que he comprendido que tal vez había exagerado
la importancia de las noticias que me dieron, y he resuelto ser menos
severo.

--¿Qué decís, padre mío?--exclamé con alegría.

--Digo, querido hijo, que siendo casi indispensable que los jóvenes
tengan una querida, he tomado nuevos informes de la señorita Gautier y
creo que debes preferirla a otra.

--Querido padre, ¡cuán feliz me hacéis!

Continuamos hablando así por algunos instantes, y luego nos sentamos
a la mesa. Mi padre estuvo muy complaciente todo el rato que duró la
comida.

Yo no veía el momento de volver a Bougival para dar cuenta a Margarita
de un cambio tan satisfactorio. Miraba el reloj a cada instante.

--Deseas que llegue pronto la hora--dijo mi padre;--muy impaciente
estás por dejarme. ¡Oh, jóvenes! ¡siempre sacrificáis las afecciones
sinceras a las dudosas!

--No digáis eso, padre mío; Margarita me ama, estoy seguro de ello.

Mi padre no contestó.

Insistió bastante para que me quedara aquella noche en su compañía,
pero yo había dejado a Margarita delicada y triste, y le pedí permiso
para ir a reunirme con ella, prometiéndole volver al día siguiente.

Hacía buen tiempo y vino a acompañarme hasta la estación. Nunca me
había considerado tan dichoso.

En el momento en que iba a marcharme insistió de nuevo para que me
quedara, pero yo le disuadí y marché.

--¡Mucho la amas!

--Locamente.

--Anda con Dios--me dijo, y se pasó la mano por la frente como si
hubiese querido alejar de sí algún pensamiento triste.

Luego movió los labios como para decirme algo, pero se contentó con
estrechar mi mano y se alejó rápidamente diciendo:

--¡Hasta mañana!




                              CAPÍTULO XXII


El tren me parecía que no andaba.

Llegué a Bougival a las once.

En ninguna de las ventanas de la casa se veía luz.

Llamé y nadie respondió.

--¿Dónde está tu señora?

--Ha ido a París--contestó Nanina.

--¿A París?

--Sí, señor.

--¿Cuándo?

--Una hora después que vos.

--¿Y no te ha dado ningún encargo para mí?

--Nada.

--Es extraño. ¿Ni te ha dicho que le esperase?

--No, señor.

Nanina se retiró.

«Habrá sentido celos--me dije,--y habrá ido a París para cerciorarse de
si lo de ver a mi padre era sólo un pretexto para gozar de un día de
libertad.

«O será que Prudencia le ha escrito para algún asunto importante; pero
a mi llegada he visto a la Duvernoy y nada me ha dicho que pudiera
hacerme sospechar que hubiese escrito a Margarita».

De pronto me acordé de la pregunta aquélla: «¿No vendrá, pues?» que
Prudencia me había dirigido cuando le dije que Margarita se hallaba
enferma. Recordé también la turbación de la Duvernoy durante nuestra
entrevista. A estos recuerdos unióse el de las lágrimas de Margarita
durante todo el día, lágrimas que la acogida que me dispensó mi padre
me había hecho olvidar por unos momentos.

Desde entonces todos los incidentes del día vinieron a agruparse
en rededor de mi primera sospecha, fijándola de tal manera en mi
pensamiento, que todo, incluso el cambio operado en mi padre, lo
confirmaba.

Margarita había casi exigido que fuese yo a París. Había afectado
tranquilidad cuando le propuse seguir a su lado. ¿Se me había tendido
un lazo? ¿Me engañaba Margarita? ¿O había creído estar de vuelta antes
que yo para que su viaje no fuese sabido, y se encontraba detenida por
la casualidad? ¿Por qué nada había advertido a Nanina o por qué no me
había escrito? ¿Qué querían decir aquellas lágrimas, aquella ausencia,
aquel misterio?

Y me hacía todas estas preguntas asustado, en medio de aquel aposento
vacío, fijos los ojos en el reloj que, señalando la media noche,
parecía decirme que era ya muy tarde para que aguardase la vuelta de
Margarita.

No obstante, ¿era posible que me engañase después de las resoluciones
que acabábamos de tomar, después del sacrificio ofrecido y aceptado?
No. Era necesario, por lo tanto, desechar mis primeras suposiciones.

--Habrá encontrado tal vez quien se quede con los muebles de que
pensaba deshacerse y habrá ido a París para ultimar el negocio. No
me habrá prevenido porque sabe que, aunque la acepto, esta venta,
necesaria a nuestra dicha futura, me disgusta, y habrá temido herir mi
susceptibilidad hablándome de ello. Querrá mejor no volver hasta haber
realizado la venta. Seguramente Prudencia la esperaba para ello y no ha
sabido disimular delante de mí. Margarita, no habiendo podido despachar
hoy, se habrá ido a dormir a su casa o tal vez llegará pronto, porque
ha de pensar en mi inquietud, y no podrá prolongarla.

Pero entonces ¿por qué aquellas lágrimas? Tal vez a pesar del amor
que me profesa, no habrá sabido la pobre determinarse sin llorar, a
dejar el lujo en medio del cual ha vivido hasta hoy y que la hacía tan
dichosa como envidiada.

Yo se lo perdonaba todo desde luego; únicamente la esperaba para
decirle, cubriéndola de besos, que había adivinado la causa de su
misteriosa ausencia.

La noche iba avanzando y, sin embargo, Margarita no llegaba.

La inquietud fué dominándome poco a poco hasta apoderarse por completo
de mi cabeza y de mi corazón. Tal vez le había ocurrido alguna
desgracia. Podía estar herida, enferma, ¡muerta! Yo temía la llegada
de algún mensajero, noticiándome algún accidente doloroso, y me decía:
«Vendrá a encontrarme el nuevo día en la misma duda y en los mismos
recelos y temores».

La idea de que Margarita pudiese engañarme no cabía en mi imaginación.
No podía, pues, suponer sino que era causa independiente de su voluntad
la que la retenía lejos de mí, y cuanto más pensaba en ello, tanto
más me persuadía de que la tal causa sólo podía ser una desgracia
cualquiera. ¡Oh, vanidad humana, cómo nos seduces y atraes siempre
presentándote bajo diversas formas!

Acababa de dar la una. Resolví esperar todavía una hora más y marchar a
París a las dos, si aún no había vuelto Margarita.

Careciendo de fuerza y valor para seguir discurriendo, busqué un libro
para hacer más corta aquella hora.

_Manón Lescaut_ estaba abierto encima de la mesa. Parecióme que en
muchas de sus páginas había huellas recientes de lágrimas. Después de
haberlo hojeado, cerré el libro, cuyos caracteres me parecieron vacíos
de sentido a través del espeso velo de mis dudas.

El tiempo transcurría lentamente. El cielo estaba nublado. Una lluvia
de otoño azotaba los cristales. El lecho vacío parecía tomar el aspecto
de una tumba.

Tuve miedo. Abría la ventana, fijaba mi oído hacia el camino de París,
pero contestaban solamente a mis ansias los gemidos de los árboles
azotados por el viento. Ni un coche pasaba por la carretera. El reloj
de la iglesia dió triste y lentamente la media.

Anhelaba y temía al mismo tiempo la llegada de quienquiera que fuese,
pues me figuraba que a tales horas y con un tiempo tan sombrío, sólo
podía traerme la noticia de una gran desgracia.

Dieron las dos. Esperé unos momentos más. Sólo el ruido monótono del
péndulo turbaba el silencio que me envolvía.

Dejé por fin aquel aposento, cuyos objetos habían tomado aquel aspecto
fúnebre que presta la inquieta soledad del corazón a cuanto le rodea.

En el cuarto de al lado estaba Nanina durmiendo sobre su labor.
Despertóse al ruido de la puerta y me preguntó si había vuelto ya la
señora.

--No, pero, si vuelve, dile que no he podido resistir a mi inquietud, y
que me he vuelto a París.

--¿A estas horas?

--Sí.

--Pero, ¿de qué modo? No encontraréis carruaje.

--Iré a pie.

--¡Pero si está lloviendo!

--No importa.

--La señora no debe tardar en volver, y si no volviese, de día
podréis averiguar lo que haya podido detenerla. Vais a exponeros
imprudentemente.

--No hay peligro, Nanina; hasta mañana.

La pobre chica fué a buscar mi abrigo y me lo echó a los hombros,
ofreciéndose a ir a informarse de si era posible encontrar un carruaje;
pero no se lo permití, convencido de que en aquella tentativa, inútil
de seguro, emplearía más tiempo del que necesitaba para andar la mitad
del camino. Luego, tenía necesidad de respirar libremente y de una
fatiga física que disipara la sobreexcitación febril que me dominaba.
Cogí la llave del cuarto de la calle de Antín, y después de despedirme
de Nanina, que me acompañó hasta la verja, eché a andar.

Empecé por correr, pero como la tierra estaba mojada, me fatigaba
mucho. A la media hora de marcha tuve que detenerme. Nadaba en
sudor. Tomé aliento y proseguí. La noche era tan obscura, que temía
estrellarme a cada paso contra alguno de los árboles del camino, los
cuales, presentándose bruscamente a mis ojos, parecían gigantescos
fantasmas corriendo hacia mí. Alcancé dos o tres carros que no tardé en
dejar atrás.

Encontré un coche que se dirigía al trote a Bougival. Al pasar junto a
él, dominado por la idea de que Margarita iba en él, me detuve y grité:

--¡Margarita, Margarita!

Nadie me contestó, y el coche prosiguió su camino. Le miré cuanto me
lo permitía la obscuridad y emprendí de nuevo la marcha. En dos horas
llegué a la barrera de la Estrella.

La vista de París me dió nuevo aliento y bajé corriendo la larga
alameda que tantas veces había recorrido.

Nadie pasaba por ella. Parecía el paseo de una ciudad muerta. Ya
amanecía. Cuando llegué a la calle de Antín, la gran ciudad comenzaba a
desperezarse como queriendo despertar.

Daban las cinco en la iglesia de San Roque en el instante que yo
entraba en casa de Margarita.

Dije mi nombre al portero, quien había recibido de mí bastantes monedas
de veinte francos, para enterarle de que tenía derecho a entrar a las
cinco de la mañana en casa de la señorita Gautier, y pasé sin reparo
alguno.

Hubiera podido interrogarle si Margarita estaba en casa, pero tal vez
me habría contestado que no, y preferí dudar dos minutos más, pues
dudando conservaba la esperanza. Subí. Apliqué el oído a la puerta
con objeto de sorprender un ruido, un movimiento cualquiera. Nada. El
silencio del campo parecía reinar también allí. Abrí con mi llave y
entré.

Todas las puertas interiores se encontraban cerradas. Corrí las
cortinas del comedor y me dirigí hacia el dormitorio. Precipitéme sobre
el cordón de las cortinas y tiré de él con violencia. Las cortinas se
replegaron, dando paso a la débil luz del alba.

Corrí a la cama. Estaba vacía. Abrí todas las puertas, unas después de
otras, recorriendo varias veces todos los aposentos.

¡Nadie! Había para volverse loco. Pasé al gabinete tocador, abrí las
ventanas y llamé varias veces a Prudencia. La ventana de Mme. Duvernoy
permaneció cerrada.

Entonces bajé a preguntar al portero si la señorita Gautier había
estado aquel día en su casa.

--Sí, señor--me dijo el hombre,--con Mme. Duvernoy.

--¿Os ha dejado algún recado para mí?

--Ninguno.

--¿Sabéis qué han hecho luego?

--Han subido a un coche.

--¿Qué clase de carruaje era?

--Particular.

--¿Qué quería decir todo aquello?

Llamé a la puerta vecina.

--¿A dónde vais?--me preguntó el portero después de abrir.

--A casa de Mme. Duvernoy.

--Todavía no ha vuelto.

--¿Estáis seguro de ello?

--Sí, señor; tengo aquí una carta que para ella trajeron anoche y que
no he podido darle todavía.

Y el portero me enseñó una carta, sobre la cual dirigí maquinalmente
los ojos.

En seguida conocí la letra de Margarita.

Cogí la carta.

En el sobre se leía lo siguiente:

«A Mme. Duvernoy, para entregar a M. Duval».

--Es para mí--dije al portero enseñándole el sobrescrito.

--¿Sois vos M. Duval?

--Sí.

--En efecto, ya os recuerdo; venís a menudo a ver a madame Duvernoy.

Salí a la calle y rompí el sobre.

Un rayo que hubiera caído a mis pies no me hubiera impresionado como
aquellos renglones.

Decían así:

    «Armando, cuando leáis esta carta, seré ya la querida de otro
    hombre. Todo acabó entre nosotros.

    «Volved al lado de vuestro padre, amigo mío; id a ver a vuestra
    hermana, joven casta que nada entiende de nuestras miserias,
    y junto a la cual olvidaréis en breve cuanto os ha hecho
    sufrir esta mujer perdida llamada Margarita Gautier, a la que
    os habéis dignado amar un instante y que os es deudora de los
    únicos momentos dichosos de una vida que no puede prolongarse».

Después de leer la última palabra, creí volverme loco.

Hubo momento en que tuve verdadero miedo de caer en medio de la calle.
Una nube velaba mis ojos y la sangre me martilleaba las sienes con
violencia.

Después de reponerme un poco, miré en torno mío, admirándome de ver que
los demás seguían viviendo sin detenerse en presencia de mi desgracia.

No tenía fuerzas suficientes para soportar solo el golpe que Margarita
me acababa de dar.

Entonces recordé que mi padre se encontraba en la misma ciudad que yo,
que a los diez minutos podía estar a su lado, y que cualquiera que
fuese la causa de mi dolor, la compartiría conmigo.

Eché a correr como un loco, como un ladrón, hasta la fonda de París.
La llave estaba puesta en la cerradura de la puerta del cuarto de mi
padre. Entré.

Estaba leyendo.

Por lo poco que le sorprendió mi llegada, parecía que me esperaba.

Me arrojé en sus brazos sin pronunciar palabra; le di la carta de
Margarita, y dejándome caer junto a su cama, rompí a llorar como un
chiquillo.




                              CAPÍTULO XXIII


Al amanecer del día siguiente no podía creer que éste fuera para mí
semejante a los que le precedieron. En ciertos momentos me figuré que
circunstancias de que no me daba cuenta, me habían obligado a pasar
la noche separado de Margarita, pero que al regresar a Bougival, la
encontraría inquieta como yo lo había estado, y me preguntaría qué
causa me había retenido lejos de ella.

Cuando contraemos una costumbre, hija de una pasión avasalladora como
lo era para mí la de amar a Margarita, parece imposible que esta
costumbre pueda romperse sin destrozar al propio tiempo los demás
resortes de la vida.

Para cerciorarme de la desgarradora realidad de mi situación, me veía
obligado a leer y releer la inexplicable carta de Margarita.

Mi cuerpo, postrado del todo a causa de la sacudida moral que acababa
de sufrir, estaba por completo inerte. La inquietud, el acelerado viaje
de la noche y la noticia de la mañana me habían anonadado. Mi padre
se aprovechó del abatimiento de mis fuerzas para arrancarme la formal
promesa de que partiría con él.

Accedí a cuanto me propuso. No me sentía capaz de sostener discusión
alguna, y me era necesario un afecto positivo para que me ayudara a
soportar el peso de la vida.

Si hubiese sido posible, me hubiera causado alegría ver que mi padre se
dignaba consolarme de semejante desgracia.

No recuerdo más sino que aquel mismo día, a media tarde, mi padre me
hizo subir con él a una silla de posta. Sin que yo lo viese, había
mandado preparar mi equipaje, lo había unido al suyo detrás del coche,
y se me llevaba.

No supe darme cuenta de lo que me ocurría hasta que la población hubo
desaparecido de mi vista y la soledad del camino me representó el vacío
de mi corazón.

Entonces las lágrimas se me soltaron nuevamente.

Mi padre, comprendiendo que en las palabras, por más que fueran suyas,
no encontraría consuelo alguno, me dejaba llorar sin interrumpirme,
contentándose con apretarme la mano alguna vez, para recordarme que
tenía a mi lado un buen amigo.

Por la noche, casi no dormí y soñé con Margarita.

Desperté sobresaltado; sin explicarme el por qué me hallaba dentro de
un carruaje.

En seguida volvió a presentárseme la terrible realidad y dejé caer la
cabeza sobre el pecho.

No me atrevía a hablar a mi padre, temiendo que me dijese:

--Ya ves con cuánta razón dudaba del amor de esa mujer.

Pero no abusó de su derecho, y llegamos a C... sin haberme dicho una
palabra que no fuese completamente extraña al motivo que me había
obligado a acompañarle.

Cuando abracé a mi hermana, se vinieron a mi memoria las palabras de
la carta de Margarita que se le referían; pero en seguida me convencí
de que por buena que fuese mi hermana, su bondad no sería suficiente a
hacerme olvidar a mi querida.

Estábamos en la época de la caza, mi padre creyó que sería una
distracción para mí, y organizó algunas partidas con varios de sus
amigos y vecinos. Yo asistía sin repugnancia ni entusiasmo, con una
especie de apatía impresa en todas mis acciones.

Ocupaba el puesto que se me designaba, pero sin cuidarme de cargar
la escopeta, que dejaba tranquila a mi lado para abismarme en mis
meditaciones y mirar cómo pasaban las nubes.

Daba rienda suelta a mi imaginación por las llanuras del espacio, y
alguna que otra vez me parecía oir como que algún cazador me llamase
para señalarme una liebre a diez pasos de mí.

Ni uno solo de estos detalles se le escapaba a mi padre, que no se
dejaba engañar por mi calma aparente. Conocía muy bien que, por abatido
que mi corazón estuviese, sentiría más o menos tarde una reacción
terrible, peligrosa tal vez, y en la imposibilidad de consolarme, hacía
cuanto se le ocurría para distraerme.

Mi hermana, como era natural, no estaba en el secreto de aquellos
sucesos y no alcanzaba la causa de que yo, tan alegre en otros tiempos,
me hubiese vuelto de pronto tan meditabundo.

Sorprendido alguna vez en medio de mi tristeza por la mirada inquieta
de mi padre, le tendía la mano y apretaba la suya como pidiéndole
perdón del daño que, a pesar mío, le estaba causando.

Pasamos un mes: yo no podía aguantar ya más.

Me perseguía de continuo el recuerdo de Margarita. Yo había amado
y amaba todavía mucho a aquella mujer, para que de súbito me fuera
indiferente. Mi pasión no admitía términos medios y debía seguir amando
a Margarita o trocar en odio mi amor intenso. Era preciso, además,
cualquiera que fuese el sentimiento que me inspiraba, volver a verla
cuanto antes mejor.

Este deseo penetró en mi alma, ejerciendo en ella toda la violencia
de la voluntad que experimenta un cuerpo, inerte por mucho tiempo, al
verificarse la reacción.

Necesitaba ver a Margarita; pero no dentro de un año, ni dentro de un
mes, ni dentro de ocho días, si no en el mismo instante de habérseme
ocurrido. Díjele, pues, a mi padre que iba a dejarle para trasladarme a
París, con el pretexto de unos negocios, y que volvería cuanto antes.

Figurándose mi padre el motivo de mi partida, insistía en que me
quedase, pero convencido de lo irrealizable de su pretensión, dado el
estado de irritabilidad en que me hallaba y ante el temor de que podía
tener fatales consecuencias, me abrazó, despidiéndome casi con lágrimas
en los ojos y suplicándome que volviese pronto a su lado.

No dormí un solo minuto durante el viaje.

Sin plan trazado sobre lo que iba a hacer una vez llegado a París, sólo
pensaba que ante todo era preciso ocuparme de Margarita.

Llegué a mi casa, cambié de traje, y como hacía buen tiempo y era
temprano todavía, me dirigí a los Campos Elíseos.

A la media hora, vi venir de lejos y desde el _rond point_ a la plaza
de la Concordia, el coche de Margarita.

Había vuelto a adquirir sus caballos, pues el carruaje estaba como en
otro tiempo, pero ella no iba dentro.

En cuanto noté su ausencia, volví los ojos a mi alrededor y vi a
Margarita que venía a pie acompañada de una mujer a quien yo no conocía.

Al pasar por mi lado palideció, y una sonrisa nerviosa contrajo sus
facciones. Yo sentí una violenta sacudida en el corazón, que estremeció
mi pecho, pero creo que conseguí dar una expresión impasible a mi
semblante y la saludé ligeramente. Mandó parar el coche, en el cual
subieron ella y su amiga.

Conocía muy bien a Margarita. Mi encuentro inesperado había debido
trastornarla. Probablemente había tenido noticia de mi partida y se
había tranquilizado con respecto a los efectos de nuestro rompimiento;
pero al volverme a ver, frente a frente conmigo, demudado como me
vió, habría comprendido que mi vuelta tenía algún objeto, y debía
preguntarse qué era lo que iba a encontrarse.

Si yo hubiese visto a Margarita en la miseria, si para vengarme de ella
hubiese podido acudir en su socorro, quizá la hubiera perdonado y de
seguro no habría pensado en causarle el menor daño; pero la veía, al
parecer, dichosa, alguien la había restituido al lujo en que yo no la
pude conservar; nuestro rompimiento, provocado por ella, tomaba por lo
tanto el carácter del más bajo interés; mi orgullo y mi amor habían
sido pisoteados, era preciso e indispensable que le hiciese pagar lo
mucho que me había hecho sufrir.

No pudiéndome ser indiferentes los actos de aquella mujer, lo que más
daño había de causarle era mi indiferencia; este sentimiento, pues, era
el que yo debía fingir no sólo a sus ojos, sino también a los de todo
el mundo.

Simulando, pues, una tranquilidad casi jovial, fuí a visitar a
Prudencia.

Después de haberme hecho anunciar y de unos momentos en la antesala,
apareció Mme. Duvernoy, la cual me introdujo en su gabinete con cierta
solemnidad. Al ir a sentarme, oí que abrían la puerta del salón y
pasos ligeros que se alejaban, luego una puerta vidriera se cerró con
estruendo.

--¿He sido inoportuno?--pregunté a Prudencia.

--No; es Margarita que acaba de irse. Al oir que os anunciaban, se ha
escapado.

--¿Tiene miedo?

--De ninguna manera; pero teme que os sea desagradable volver a verla.

--¿Por qué?--dije haciendo un esfuerzo para respirar, pues la emoción
me ahogaba;--ella me dejó para recuperar su carruaje, sus muebles y
sus diamantes; no debo culparla por lo que es lógicamente natural. Hoy
la he encontrado--continué con indiferencia.

--¿En dónde?--dijo Prudencia, que me miraba y parecía preguntarse si yo
era aquel mismo hombre a quien había visto tan enamoradísimo hacía poco
más de un mes.

--En los Campos Elíseos, acompañada de otra joven muy linda. ¿Sabéis
quién es?

--Si no me dais sus señas...

--Rubia, delgada, ojos azules y muy elegante.

--¡Ah! es Olimpia; efectivamente, es muy bella.

--¿Vive con alguien?

--Con nadie y con todo el mundo.

--¿Y tiene su casa?

--En la calle de Tronchet, número... ¿Queréis hacerle la corte?

--Nadie sabe lo que puede ocurrir mañana.

--¿Y Margarita?

--Deciros que la he olvidado por completo, sería mentir; pero soy de
aquellos hombres en quienes el modo de romper entra por mucho. Y como
Margarita me despidió bajo un pretexto tan frívolo, me he tenido por
muy necio de haberme enamorado de ella tan extremadamente.

Ya supondréis con qué tono procuraba yo decir todo esto: el sudor
corría por mi frente.

--También ella os ama mucho y os adora aún, lo que mejor lo prueba
es que luego de haberos visto le ha faltado tiempo para venir a
contármelo. Al entrar temblaba de pies a cabeza, y he llegado a temer
por su salud.

--¿Y qué os ha dicho?

--Me ha dicho que suponía que vendríais a verme, y me ha encargado que
os pidiese perdón en su nombre.

--Podéis decirle que la he perdonado. Es mujer al fin, y no podía
esperarme otra cosa que lo que hizo. Creed que le agradezco su
resolución, pues ahora que veo claro, me pregunto a dónde hubiera
podido llevarme la idea de vivir juntos.

Fué una verdadera locura.

--Yo creo que ella tendrá una satisfacción cuando sepa que habéis
comprendido la precisión en que se encontraba al obrar como obró.
Sí, amigo mío, era ya hora de que se separara de vos. Ese canalla de
agente de negocios a quien había propuesto la venta de sus muebles,
fué a preguntar a sus acreedores cuánto se les debía; éstos llegaron a
sospechar e iban a pedir que a los dos días se procediera a la venta en
subasta.

--¿Y se ha pagado todo?

--Casi.

--¿Y quién ha facilitado el dinero?

--El conde N... ¡Ay, amigo mío! hay hombres que han nacido expresamente
para casos tales. El conde dió veinte mil francos y consiguió lo que
deseaba. Él sabe bien que Margarita no está enamorada de su persona;
pero esto no impide que siga portándose muy bien con ella. Ya lo habéis
visto: le ha vuelto a comprar sus caballos, ha desempeñado sus joyas, y
le da tanto dinero como le daba el duque. Si ella tuviese buen juicio,
el conde no la dejaría en muchísimo tiempo.

--¿Y qué hace ahora? ¿vive siempre en París?

--No ha querido volver a Bougival. Yo fuí a recoger todos sus muebles y
también los vuestros, que tengo aparte y por los cuales podéis mandar
cuando gustéis. Están todos menos un libro de memorias con vuestra
cifra, que Margarita se quiso guardar, pero si deseáis que se lo
reclame, lo haré.

--Que se lo guarde--balbuceé notando que las lágrimas acudían desde
mi corazón a mis ojos al recordar aquellos días en que había sido tan
feliz, y a la idea de que Margarita se reservaba un objeto mío que se
los recordase también.

Si Margarita hubiera llegado en aquel momento, mis proyectos de
venganza se hubieran disipado, y yo me hubiera arrojado a sus pies.

--Además--dijo Prudencia,--nunca la he visto como ahora: casi no
duerme, frecuenta los bailes, asiste a las orgías y llega al extremo
de embriagarse. No hace mucho que después de una cena fuerte, tuvo que
guardar cama ocho días; pero en cuanto el médico le dijo que ya podía
levantarse, volvió de nuevo a las andadas, sin curarse del peligro que
corre ni de lo muy delicada que está. ¿Iréis a verla?

--¿Para qué? He venido a veros, porque siempre habéis sido muy buena
para conmigo y porque ya os conozco de antes de conocer a Margarita.
A vos os debo el haber conseguido su amistad, como os debo también el
haberla perdido. ¿No es así?

--No hay duda: he hecho cuanto he podido para que se separara de vos, y
espero que con el tiempo me estaréis agradecido.

--Os estoy doblemente reconocido--le dije levantándome. Me dolía que
aquélla tomase por lo serio cuanto yo le decía.

--¿Os vais ya?

--Sí.

Sabía ya lo bastante.

--¿Cuándo volveré a veros?

--Muy pronto. Adiós.

--Adiós.

Prudencia me acompañó hasta la puerta, y regresé a mi casa llorando de
rabia y sintiendo necesidad de venganza en el corazón.

Margarita era indudablemente una mujer perdida, como todas las de su
clase; el amor profundo que me profesaba no había luchado con el deseo
de volver a su vida pasada ni con la necesidad de tener un coche para
acudir a las cenas alegres.

Yo me decía todo esto en medio de mis insomnios, al paso que si hubiera
reflexionado tan fríamente como parecía hacerlo, hubiera visto en
esta vida ruidosa de Margarita la esperanza de ahogar un sentimiento
continuo, un recuerdo incesante.

Desgraciadamente la pasión mala dominaba en mí, y yo no buscaba más que
un medio para hacer sufrir a aquella pobre criatura.

¡Oh! el hombre es muy pequeño y muy vil cuando está herido en sus
mezquinas pasiones.

Aquella misma Olimpia, con la cual la había visto, era si no la amiga
de Margarita, la que ella trataba con más intimidad desde su vuelta a
París. Iba a dar un baile, y ante la idea de que Margarita asistiría
tal vez, procuré que me invitaran y lo conseguí.

Cuando, lleno de dolorosas emociones, entré en el baile, éste estaba ya
muy animado. Bailábase, se gritaba también, y en uno de los cuadros vi
a Margarita bailando con el conde de N..., el cual afectaba orgullo en
enseñarla, y parecía decir a todos:

--Esta mujer me pertenece.

Fuí a colocarme junto a la chimenea, cabalmente enfrente de donde
estaba Margarita, viendo cómo bailaba. Verme y turbarse fué obra de un
segundo. Notélo yo, y la saludé distraidamente con la mano y los ojos.

Al pensar que después del baile no sería yo quien la acompañara, sino
aquel rico imbécil; cuando me figuraba lo que vendría después del
regreso a su casa, la sangre se me subía a las mejillas y me asaltaba
el deseo de perturbar aquellos amores.

Terminada la danza, fuí a saludar a la dueña de casa, que hacía
ostentación ante los ojos de sus convidados de unas espaldas
esculturales y de una garganta encantadora.

Aquella cortesana era hermosa, tanto, que bajo el punto de vista de la
forma, era más perfecta que Margarita. Acabé de persuadirme de ello por
algunas miradas que ésta dirigió a Olimpia, mientras yo conversaba con
ella. El hombre que hubiese conseguido ser amante de aquella mujer,
podía estar tan orgulloso de sí mismo como el señor de N... y era
bastante guapa para poder inspirar una pasión igual a la que Margarita
me había inspirado.

Entonces no tenía amante. No era, pues, imposible llegar a serlo. Todo
consistía en tirar mucho oro para llamar su atención.

Tomé, pues, mi determinación y me dije:

--Esta mujer será mi querida.

Empecé mi papel de pretendiente bailando con Olimpia.

Antes de la media hora, Margarita, pálida como un difunto, se envolvía
en su abrigo de pieles y dejaba el baile.




                              CAPÍTULO XXIV


Ya tenía dado el primer paso en mi venganza, pero sólo el primero.
Comprendía el imperio que aún tenía sobre aquella mujer, y abusaba de
él criminalmente.

Cuando pienso que ha muerto, me pregunto si querrá Dios perdonarme el
daño que le hice.

Después de la cena, que fué de las más bulliciosas, se empezó el juego.

Me coloqué al lado de Olimpia e hice apuestas tan fuertes, que conseguí
llamar su atención. En un momento gané ciento cincuenta o doscientos
luises que, amontonados delante de mí, atraían sus codiciosas miradas.

Yo era el único que no estaba completamente preocupado por el juego,
y el único de quien se ocupaba Olimpia. Seguí ganando toda la noche,
dando a Olimpia dinero para que siguiese jugando, pues había perdido
cuanto tenía delante y probablemente en su casa.

Se acabó la partida a las cinco de la madrugada.

Quedé ganando unos trescientos luises.

Habían ya salido todos los jugadores; sólo yo quedé rezagado sin que lo
notaran, puesto que ninguno de aquellos señores era amigo mío.

Olimpia alumbraba la escalera, e iba yo a bajar como los demás, cuando
volviéndome hacia ella, le dije:

--Tengo que hablaros.

--Volved mañana--me respondió.

--No; ahora mismo.

--¿Qué tenéis que decirme?

--Ya lo veréis.

Y entramos de nuevo en el salón.

--Habéis perdido--le dije.

--Es verdad.

--¿Todo lo que teníais en casa?

Olimpia titubeó.

--Sed franca.

--Pues bien, sí, todo.

--Tomad estos trescientos luises que he ganado: y permitid que me quede
esta noche en vuestra casa.

Y diciendo y haciendo, tiré el dinero sobre la mesa.

--¿Por qué me hacéis esta proposición?

--Sencillamente, porque me agradáis mucho.

--No; decid porque estáis enamorado de Margarita y queréis vengaros
de ella fingiéndoos mi amante. Amigo mío, a una mujer como yo no se
la engaña tan fácilmente; soy por fortuna bastante joven y linda para
aceptar el papel que me proponéis.

--¿Es decir, que rehusáis?

--Sí.

--¿Preferís amarme gratis? Esto es lo que yo no aceptaría. Reflexionad,
hermosa Olimpia. Si mañana, por ejemplo, os hubiera mandado entregar
estos trescientos luises con las condiciones que debéis suponer, los
hubierais admitido sin vacilar. Aceptad, pues, y no procuréis penetrar
los móviles de mi conducta; vos misma acabáis de decirme que sois
bella, y como es verdad, nada tiene de extraño que yo esté enamorado de
vos.

Margarita era una mujer como Olimpia, y no obstante, jamás me hubiera
propasado a decirle lo que acababa de decir a esta última. Era que yo
amaba a Margarita, que había adivinado en ella ciertos instintos de que
carecía Olimpia.

Ésta acabó por aceptar, y a las doce del día siguiente salí de su casa
convertido en su amante, pero sin haber conseguido que mi corazón
tomase parte en las caricias que se creyó obligada a prodigarme en
cambio de la suma recibida.

Sin embargo, había quienes se arruinaban por aquella mujer.

Desde aquel día hice de Margarita el objeto de una persecución
constante. Dejó, naturalmente, de visitar a Olimpia. Regalé a mi nueva
querida un carruaje, joyas y otros objetos; jugué e hice, en fin, todas
las locuras propias de un hombre enamorado de una mujer como Olimpia.
El rumor de mis nuevas relaciones se difundió bien pronto.

Prudencia misma se dejó engañar por las apariencias, llegando a
creer que me había olvidado enteramente de Margarita. Ésta, sea que
adivinase la causa de mi proceder, sea que se equivocase como los
demás, contestaba con gran dignidad a cuantos desaires le hacía yo
diariamente. Conocíase que sufría interiormente, pues, dondequiera que
la veía, la encontraba cada vez más triste y más desmejorada. Mi amor,
que se había exaltado hasta el paroxismo del odio, gozábase a la vista
de aquel sufrimiento continuado. Llegué muchas veces a ser cruelmente
infame. Margarita me dirigía algunas miradas tan suplicantes, que me
avergonzaba del papel que quería representar a todo trance, y momentos
hubo en que sentí deseos de pedirle perdón.

Estos deseos eran fugaces como el rayo; pero Olimpia, que prescindiendo
de todo sentimiento de amor propio, comprendía que haciendo daño
a Margarita, obtendría de mí cuanto quisiera, se complacía en
mortificarla, cada vez que para ello tenía ocasión, con esa obstinada
cobardía de las almas serviles e innobles.

Margarita cesó de asistir a los bailes y al teatro, evitando
encontrarse con nosotros: entonces los anónimos sucedieron a
las provocaciones directas, y no hubo desvergüenza que no nos
complaciéramos en publicar, así Olimpia como yo mismo, con respecto a
la pobre Margarita.

Era menester estar loco para llegar a aquellos extremos. Yo me sentía
como el hombre que, habiéndose embriagado con vino malo, se encuentra
impulsado por una de esas exaltaciones nerviosas en las que la mano es
capaz de cometer un crimen sin que el entendimiento tome parte en ello.
Sin embargo, yo sufría también horriblemente. La calma sin desdén,
la dignidad sin menosprecio con que Margarita respondía a todos mis
ataques, en cuya conducta reconocía su superioridad, me irritaban y
exaltaban más aún contra ella.

Una tarde en que Olimpia había ido no sé a dónde y se había encontrado
con Margarita, no quiso ésta perdonar a la joven necia que la
insultaba, y llegaron las cosas hasta el punto de que Olimpia tuvo que
retirarse cediéndole el puesto, del que luego se llevaron desmayada
a mi pobre Margarita; llegó aquélla, furiosa, a contarme lo sucedido,
diciéndome que Margarita, al verla sola, había querido vengarse de
que fuese mi querida, y que era indispensable que yo le escribiera
haciéndole entender que tanto en mi presencia como lejos de ella, debía
respetar a la mujer que yo amaba.

Creo por demás deciros que tuve la avilantez de consentir y que en
una carta que le escribí en seguida, estampé las palabras más duras,
amargas e insultantes, que supe encontrar.

Este golpe era ya muy fuerte para que la desdichada enferma lo pudiese
sobrellevar en silencio.

En la creencia de recibir una contestación, permanecí en mi casa todo
el día.

A eso de las dos sonó la campanilla y luego vi entrar a Prudencia.

Procuré aparentar indiferencia para preguntarle a qué debía el honor
de su visita; pero la Duvernoy que, contra su costumbre, no estaba
risueña, me dijo profundamente conmovida, que desde mi regreso, esto
es, desde unas tres semanas, no había desperdiciado ocasión de molestar
a Margarita; que estaba enferma, y que la escena del día anterior y mi
carta la habían postrado en cama.

Esto quería decir, sin hacerme cargo alguno, que Margarita, enviaba a
decirme que no tenía ya ni la fuerza moral ni la fuerza física para
soportar los sufrimientos que yo le causaba.

--Que la señorita Gautier--dije a Prudencia,--me despida de su casa,
está en su derecho; pero no consentiré bajo pretexto alguno, que
insulte a la mujer que amo.

--Querido amigo--dijo la Duvernoy,--obráis por la influencia de una
mujerzuela sin corazón ni talento; podéis estar enamorado de ella, pero
esto no es un motivo para que hagáis sufrir sin piedad a una pobre
mujer enferma e indefensa.

--¿Cómo? Mándeme la señorita Gautier su conde de N... y el partido será
igual.

--Bien sabéis que no lo hará. Dejadla en paz, querido Armando, pues
tengo la seguridad de que si la vierais, os avergonzaríais de la manera
como la tratáis. Está pálida, tose mucho y... poco puede ya esperarse
de ella.

Y Prudencia me tendió la mano añadiendo:

--Id a verla, vuestra visita la consolará.

--No quiero encontrarme con el señor de N...

--El señor de N... nunca está en su casa. Margarita no puede sufrirle.

--Si ella quiere verme, ya sabe en dónde vivo; venga si lo desea, que
yo no he de poner los pies en aquella casa.

--¿La recibiréis bien?

--Perfectamente.

--Pues casi estoy segura de que vendrá.

--Que venga.

--¿Saldréis hoy?

--No; estaré en casa toda la noche.

--Voy a decírselo.

Prudencia salió.

Podéis creer que ni me acordé de escribir a Olimpia que no iría a verla
aquella noche, tal era el aprecio que hacía de esta joven con la cual
apenas pasaba una noche por semana. Ella, por su parte, creo que se
consolaba de mi ausencia con cierto actor de no sé qué teatro.

Mandé encender fuego en todos los aposentos y despedí a José. Fuí a
comer y volví inmediatamente.

No puedo pintaros las diversas impresiones que experimenté durante una
hora que estuve solo. Cuando a eso de las nueve oí llamar, todas se
reasumieron en una emoción tal, que al ir hacia la puerta para abrir,
me vi obligado a apoyarme contra la pared, pues creí caerme.

Afortunadamente, la antesala estaba algo obscura y la alteración de mis
facciones fué menos perceptible.

Margarita entró.

Vestía de negro e iba cubierta con un velo. Apenas pude reconocer su
cara debajo del encaje.

Pasamos al salón y se levantó el velo.

Estaba pálida como un cadáver.

--Aquí estoy, Armando--me dijo;--queríais verme y he venido.

Y dejando caer su cabeza entre ambas manos, se echó a llorar. Acerquéme
a ella y le dije con voz alterada:

--¿Qué tenéis?

Estrechó mi mano sin responderme, porque el llanto ahogaba su voz.
Pasados los primeros momentos y habiéndose calmado un poco, me dijo:

--Me habéis hecho padecer mucho, Armando, y yo no os he causado daño
alguno.

--¿No?--repliqué con amarga sonrisa.

No sé si alguna vez habéis experimentado, o si experimentaréis, lo
que yo sentía en presencia de Margarita. La última vez que vino a mi
casa, se había sentado en el mismo sitio en que acababa de sentarse,
no existía otra diferencia desde la una a la otra vez, que la de haber
sido la querida de otro hombre; otros labios que no eran los míos
habían rozado los suyos, hacia los cuales a mi pesar se me iba el alma,
porque después de todo, yo adoraba a aquella mujer tanto o más que
antes.

Lo embarazoso de mi situación me impedía hablar acerca del objeto que
la había llevado a mi casa; Margarita, comprendiéndolo, se me anticipó
y dijo:

--Vengo a importunaros, Armando, pues he de pediros dos cosas: en
primer lugar, perdón por lo que dije ayer a Olimpia, y en segundo
clemencia por lo que tal vez estáis aún dispuesto a mortificarme.
Voluntariamente o no, desde vuestro regreso me habéis hecho tanto daño,
que ya no podría soportar la cuarta parte de las emociones que hasta
hoy he experimentado. Me tendréis compasión, ¿verdad? Comprenderéis
que para un hombre de sentimientos elevados, existen ocupaciones más
dignas que las de vengarse de una pobre mujer enferma y triste. Tomad
mi mano, ved cómo abrasa. Tengo calentura; he dejado la cama para venir
a pediros, no vuestra amistad, sino vuestra indiferencia.

En efecto al tomar la mano de Margarita, sentí el ardor de la fiebre
que la devoraba, mientras la pobre se estremecía de frío bajo su abrigo
de terciopelo. Hice rodar el sillón en que estaba hasta la chimenea.

--Ignoráis lo que padecí--repuse,--la noche aquella en que después
de haberos esperado en vano en Bougival, vine a París buscándoos y no
encontré más que aquella extravagante carta que por poco me vuelve
loco. ¡Cómo pudisteis engañarme, Margarita, a mí, que os amaba tanto!

--No discutamos eso, Armando; no he venido para recordarlo. He querido
veros, no como enemigo, y he querido estrechar otra vez vuestra mano:
he aquí todos mis propósitos. Tenéis una querida joven y bonita, dicen
que la amáis, sed dichoso con ella y olvidadme.

--¿Y vos sois muy feliz?

--¿Tengo el aspecto de serlo, Armando? No aumentéis mi dolor, ya que
mejor que nadie sabéis cuál es su causa y extensión.

--Si sois desgraciada como me decís, de vos únicamente dependía el no
serlo.

--No, amigo mío, no; las circunstancias, más poderosas que yo,
dominaron mi voluntad. Obedecí, no a mis instintos de disipación, como
suponéis, sino a una necesidad grave y a razones que algún día sabréis
y que cambiarán entonces vuestro despecho u odio en agradecimiento y
perdón.

--¿Por qué motivo, pues, me ocultáis la verdad?

--Porque no podría restablecer nuestras relaciones y os alejaría tal
vez de personas con las cuales no debéis enemistaros.

--¿Qué personas son ésas?

--No os lo puedo decir.

--Entonces, mentís.

Margarita se levantó, encaminándose a la puerta.

No podía presenciar sin conmoverme aquel mudo y expresivo dolor. Crecía
mi emoción al comparar interiormente aquella mujer pálida y llorosa,
con la joven, alegre y decidora, que se burló de mí en el teatro de la
_Ópera_.

--No saldréis--dije, poniéndome delante de la puerta.

--¿Por qué?

--Porque a pesar de cuanto me has hecho sufrir, te amo todavía
locamente y quiero que permanezcas a mi lado.

--Para despedirme mañana, ¿no es eso? No; es imposible. Nuestros
destinos se separaron, no intentemos unirnos de nuevo. No queráis
acabar por despreciarme ya que, por hoy, únicamente me aborrecéis.

--No, Margarita--exclamé sintiendo renacer todo mi amor y mis recuerdos
al contacto de aquella mujer.--No; todo lo olvidaré y llegaremos a ser
tan felices como nos habíamos prometido serlo.

Margarita hizo un movimiento de duda y dijo:

--Soy vuestra esclava, haced de mí lo que os acomode, aquí me tenéis.

Y quitándose el sombrero y el abrigo, los arrojó encima del sofá,
empezando a desabrocharse bruscamente el vestido, pues por una de esas
reacciones tan frecuentes en enfermedades como la suya, la sangre se le
subía del corazón a la cabeza y la sofocaba.

A esto siguió una tos seca y ronca.

--Mandad que despidan al cochero--repuso Margarita.

Yo mismo bajé a dar la orden.

Cuando subí, hallé a Margarita tendida junto a la chimenea; sus dientes
castañeteaban de frío.

Toméla en brazos, la desnudé sin que hiciese movimiento alguno y la
acosté en mi cama, helada como un mármol.

Sentéme junto a ella procurando volverle el calor con mis caricias.
Ella se sonreía amargamente sin proferir una sola palabra.

¡Oh, qué noche tan extraordinaria fué aquélla! Toda la vida de
Margarita parecía concentrarse en los besos calenturientos que me
prodigaba, y yo la amaba tanto, que en medio de los transportes de
aquel amor excepcional, me preguntaba interiormente si debía matarla
para que jamás pudiese ser de otro hombre.

Un mes de amor como el de aquella noche, y no hubieran quedado más que
las sombras de nuestros cuerpos y el recuerdo de nuestras almas.

El día nos sorprendió despiertos.

Margarita estaba lívida: no profería palabra alguna, gruesas lágrimas
desprendidas de vez en cuando de sus ojos, se detenían en sus mejillas,
brillando como diamantes: sus extenuados brazos se abrían a cada
instante para estrecharme, y volvían a caer sin fuerza sobre el lecho.

Llegué a creer que podía olvidar cuanto había pasado desde mi partida
de Bougival, y dije a Margarita:

--¿Quieres que nos marchemos, que huyamos de París?

--No, no--me dijo como asustada ante aquella idea,--seríamos muy
desgraciados. Yo ya no puedo hacerte feliz; pero, mientras me quede un
soplo de vida, seré la esclava de tus caprichos. Siempre y a cualquier
hora del día o de la noche que me quieras, ven, seré tuya; pero no
pretendas unir tu porvenir al mío, serías muy desgraciado y me harías
más desgraciada a mí. Todavía soy y seré por algún tiempo hermosa;
aprovéchate de mi belleza, pero no exijas más.

Cuando se hubo marchado, me espanté de la soledad en que me quedaba.
Dos horas después, permanecía aún sentado junto al lecho que acababa
de dejar, contemplando en el vaciado de su forma, cómo sentía en mi
corazón el de su espíritu, preguntándome qué sería de mí entre mis
celos y mi amor.

A las cinco me dirigí instintivamente a la calle de Antín.

Nanina salió a abrir la puerta.

--La señora no puede recibiros--me dijo algo turbada.

--¿Por qué?

--Porque está con ella el señor conde de N... y ha mandado que no se
permita entrar a nadie.

--Está muy bien--tartamudeé,--se me había olvidado.

Volví a mi casa como un hombre ebrio, y ¿sabéis lo que hice durante
aquel momento de delirio? ¿sabéis lo que hice? Creyendo que aquella
mujer se burlaba de mí, me la representé en su inviolable entrevista
con el conde, repitiéndole las mismas frases y las mismas caricias que
me había prodigado durante la noche, y tomando un billete de quinientos
francos, se lo remití con una carta que decía así:

«Esta mañana os habéis marchado tan a prisa, que me olvidé de pagaros.

«Aquí tenéis el importe de vuestra visita».

Mandada ya la carta a su destino, salí de mi casa como para substraerme
al remordimiento instantáneo de semejante infamia.

Fuí a ver a Olimpia, a la que encontré probándose unos vestidos y
que, cuando estuvimos solos, cantó para distraerme, algunas estrofas
obscenas.

Ésta era el verdadero tipo de la mujer sin rubor, corazón ni talento,
con relación a mí, se entiende, pues era muy posible que otro hombre
hubiese pasado con ella una noche semejante a la que yo había pasado
con Margarita.

Me pidió dinero, se lo di, y libre ya de poder retirarme, volví a mi
casa.

Margarita no había contestado a mi carta.

Es inútil deciros cuán agitado pasé el día siguiente.

A las seis y media de la tarde un mozo me trajo un pliego dentro del
cual venía mi carta y el billete de quinientos francos.

--¿Quién os ha entregado esto?--pregunté a aquel hombre?

--Una señora que, acompañada de una criada, iba a partir en la
diligencia de Boulogne, quien me encargó que no la llevase a su destino
hasta que el carruaje se hubiese puesto en marcha.

Fuíme corriendo a casa de Margarita.

--La señora--me dijo el portero,--ha salido para Inglaterra esta tarde
a las seis.

Ya nada podía detenerme en París, ni el amor ni el odio. Tantas
emociones juntas me habían aniquilado. Uno de mis amigos iba a
emprender un viaje a Oriente; obtuve de mi padre el permiso, además de
algunos fondos y cartas de recomendación, y a los ocho o diez días me
embarcaba en Marsella.

En Alejandría supe por un agregado de la embajada, a quien había
visto algunas veces en casa de Margarita, el estado alarmante de la
enfermedad de la desdichada joven.

Entonces le escribí la carta a la cual dió la contestación que ya
conocéis, y que recibí en Tolón.

Púseme inmediatamente en camino, y ya sabéis todo lo demás.

Ahora ya no os queda más que leer las pocas páginas que me entregó
Julia Duprat, las cuales son el complemento indispensable de cuanto
acabo de referiros.




                              CAPÍTULO XXV


Fatigado Armando con su larga relación, interrumpida sólo por sus
lágrimas, dejó caer la frente entre sus manos y cerró los ojos, ya
fuese para meditar, ya para conciliar el sueño, luego de haber puesto
en mi mano las hojas escritas por Margarita.

Bien pronto una respiración algo más rápida, me probó que Armando
dormitaba, con ese sueño ligero que disipa el menor ruido.

He aquí lo que leí y que transcribo sin añadir ni quitar una sílaba:


                                           «_15 de diciembre._

«Hace tres o cuatro días que padezco mucho. Esta mañana no he podido
levantarme; el tiempo está sombrío, estoy triste, no tengo a nadie
junto a mí y pienso mucho en ti, querido Armando. Y tú, ¿en dónde estás
mientras yo te escribo estas líneas? Lejos de París, muy lejos, según
me han dicho, y acaso te habrás ya olvidado de Margarita. Sea como
fuere, sé dichoso, tú a quien debo los únicos momentos felices de mi
vida.

«No pude resistir al deseo de darte explicaciones de mi conducta, y
te escribí una carta; pero, escrita por una mujer de mi clase, puede
parecer una mentira, a menos que la muerte la santifique con su
autoridad y que, en vez de ser una simple carta, se convierta en una
confesión.

«Hoy me encuentro muy mala, puedo morir de esta enfermedad, pues
siempre he tenido el presentimiento de que moriré joven. Mi madre murió
del pecho, y el género de vida que yo he llevado ha debido agravar esta
predisposición, única herencia que se me ha legado; pero no quiero
morir sin antes dárteme a conocer tal como soy, por si alguna vez,
cuando hayas vuelto, piensas aún en la pobre joven a quien amaste.

«Te repito el contenido de aquella carta que me complazco en volver a
escribir, para darme una nueva prueba de mi justificación.

«Recordarás, Armando, que la llegada de tu padre nos sorprendió en
Bougival; recordarás también el terror involuntario que su llegada me
causó y la escena que tuvo lugar entre tú y él, y que me contaste por
la noche.

«Al día siguiente, mientras estabas en París esperando a tu padre, que
no volvía, vino un hombre a mi casa y me entregó una carta del señor
Duval.

«En dicha carta, que te envío con ésta, me suplicaba que te alejara por
todo el día bajo cualquier pretexto y que le recibiera a él. Me decía
que debía hablarme a solas, y me suplicaba, sobre todo, que nada te
dijera con respecto a semejante paso.

«Ya sabes con qué insistencia te rogué que volvieses a París el día
siguiente.

«Hacía una hora que te habías ido cuando llegó tu padre. Dejo aparte la
impresión que me produjo su severo semblante. Tu padre estaba penetrado
de las rancias teorías, según las cuales toda mujer de mi clase es un
ser sin razón, una especie de máquina para recibir dinero, dispuesta
siempre, como las máquinas de hierro, a pulverizar la mano que se le
acerca, y a desgarrar, sin piedad ni discernimiento, al que la hace
vivir y obrar.

«La carta de tu padre era muy atenta, al objeto de que no me negase a
recibirle; pero no se presentó personalmente en las mismas formas con
que me había escrito. Sus primeras palabras fueron harto altaneras e
impertinentes, y pretendió llegar hasta las amenazas, poniéndome en el
caso de recordarle que estaba en mi casa y que no debía darle cuenta de
mi modo de ser, más que por la sincera afección que sentía por su hijo.

«Entonces pareció calmarse un tanto y empezó a decirme que no podía
consentir por más tiempo que su hijo se arruinara por mí; que
positivamente yo era hermosa, pero que, por mucho que lo fuese, no
debía servirme de mi belleza para matar el porvenir de su hijo.

«Esta acusación sólo tenía una respuesta, ¿no es verdad? mostrarle
las pruebas de que, desde que era tu querida, ningún sacrificio había
omitido para serte fiel ni pedirte más dinero que el que podías darme.
Enseñéle las papeletas del Monte de Piedad, los documentos de las
personas a las cuales había vendido los objetos que no había podido
empeñar; expuse mi resolución de deshacerme de todos los muebles para
pagar mis deudas, y luego poder vivir en tu compañía sin serte muy
costosa. Le enteré de todos nuestros proyectos, y acabó por convencerse
y alargarme la mano pidiéndome perdón por los modos bruscos con que al
principio me había hablado.

«Luego añadió:

«--Ahora, señora, no por inculpaciones ni amenazas, sino por súplicas,
procuraré obtener de vos un sacrificio mayor que todos los que hasta
ahora habéis hecho por mi hijo.

«Temblé a este preámbulo.

«Tu padre se acercó a mí, me cogió ambas manos y continuó en tono
cariñoso:

«--No deis una interpretación torcida, hija mía, a lo que voy a
deciros; comprended que la vida tiene a veces necesidades crueles para
nuestro corazón, pero a las cuales es preciso someterse. Sois buena, y
vuestra alma tiene arranques generosos desconocidos de muchas mujeres
que tal vez os desprecian sin valer lo que vos; pero recapacitad y
comprenderéis que al lado de la querida existe la familia; que sobre el
amor están las obligaciones; que a la edad de las pasiones sucede la
edad en que el hombre, para ser respetado, necesita estar sólidamente
constituido en una posición legal. Mi hijo carece de bienes de fortuna,
y no obstante, ha decidido haceros donación de la herencia de su madre.
Si aceptase de vos el sacrificio que queréis imponeros, su honor y
dignidad, afectados, le obligarían a haceros en cambio la citada
donación, que os pondría para siempre al abrigo de toda adversidad;
pero no puedo consentir semejante sacrificio, porque el mundo que no
os conoce, supondría en mi consentimiento, una degradación que el
nombre que llevamos debe rechazar. No se cuidarían de averiguar si
Armando os ama, o vos le amáis, que ese doble amor es una dicha para él
y una rehabilitación para vos, vería únicamente que Armando Duval ha
permitido que una manceba--perdonadme, hija mía, lo que me veo en el
caso de deciros,--vendiese por él cuanto poseía. Después vendría, no le
dudéis, el día de las reconvenciones y del arrepentimiento, y entonces
os hallaríais sujetos por una cadena que no podríais romper.

«¿Qué haríais entonces?

«Vuestra juventud se habría agostado, el porvenir de mi hijo estaría
destruido, y yo, su padre, sólo recibiría de uno de mis hijos el
galardón que espero de los dos.

«Sois joven, sois bella, la vida os sonríe y podéis consolaros. Dada
vuestra nobleza de alma, el recuerdo de una buena acción redimirá gran
parte de vuestro pasado; desde que Armando os ama, se ha olvidado
completamente de mí; en seis meses le he escrito cuatro veces, y él no
ha pensado en contestarme una sola. ¡Hubiera podido morir sin que él lo
hubiese sabido!

«Por más que os hayáis propuesto vivir retirada y modestamente,
Armando, que os ama, no querrá condenaros a la posición que su escasa
fortuna os permita, y que no está al nivel de vuestra belleza. ¿Quién
sabe lo que haría en este caso para mejoraros? Sé que ha jugado;
sé también que vos lo ignoráis; pero comprendo que, en un momento
de embriaguez, hubiera podido perder una parte de lo que yo estoy
recogiendo hace muchos años para mi hija, para él y para el descanso
de mis últimos días. Lo que ha podido suceder antes, pudiera suceder
todavía.

«Y luego, ¿estáis segura de que la vida que le sacrificaríais no os
atraería nuevamente? ¿Estáis segura de que vos, que le amáis ahora, no
amaréis a otro? ¿No sufriríais, en fin, los obstáculos que vuestras
anteriores relaciones pondrían a la tranquilidad de vuestro amante, y
los cuales no podríais salvar, si con la edad las ideas de ambición
sucedieran a los sueños de amor?

«Pensad detenidamente cuanto os digo, señora. Amáis a Armando; pues
bien, probádselo por el único medio que de probárselo os queda; esto
es, sacrificando vuestro amor a su porvenir. Ninguna desgracia ha
ocurrido hasta ahora; pero sucedería andando el tiempo, y tal vez mucho
mayor de lo que yo presiento. Armando puede tener celos de cualquiera
de los que os han amado, puede provocarle, batirse, y por último puede
ser muerto. Imaginad, si por desgracia llegase este caso, cuánto
sufriríais delante de este padre, que os pediría cuentas de la vida de
su hijo.

«Por último, sabedlo todo, hija mía, porque no os lo he dicho todo aún;
sabed el principal motivo que me ha traído a París. Acabo de deciros
que tengo una hija joven, bella, pura como un ángel, ama también y ha
hecho de su amor el encanto de su vida. Se lo he escrito a Armando,
pero absorbido completamente por vos, nada me ha contestado. Ahora
bien, mi hija va a casarse, va a unirse con el hombre a quien ama, y
a entrar en una familia honrada, que quiere igualmente que todo sea
honroso en la mía. Los parientes del hombre que va a ser mi yerno han
sabido cómo vive Armando en París, y me han comunicado que retirarán la
palabra empeñada si Armando no cambia de modo de vivir. La suerte de
una niña, que no os ha hecho mal alguno, está en vuestras manos.

«¿Tenéis derecho y os sentís con valor para destruirla? Margarita,
en nombre de vuestro amor y de vuestro arrepentimiento, otorgadme la
felicidad de mi hija.

«Yo lloraba en silencio al escuchar aquellas reflexiones que me había
hecho varias veces y que en boca de tu padre aún tomaban un aspecto
más serio y hasta apremiante. Yo me decía a mí misma lo que tu padre
no se atrevía a decirme y que, de seguro, tuvo veinte veces en sus
labios; esto es: que yo no era más que una manceba y que cualquiera
que fuese la denominación que se diera a nuestras relaciones, tendría
siempre la apariencia del cálculo; que mi pasado no me daba derecho a
esperar semejante porvenir, y que contraía una responsabilidad a la
cual mis costumbres y mi reputación restaban toda garantía. Finalmente,
Armando, yo te amaba muchísimo, y la manera paternal con que tu padre
me hablaba, los sentimientos castos que invocaba, el deseo de obtener
la estimación de aquel noble anciano, la seguridad de reconquistar
más tarde la tuya, todo junto despertaba en mi corazón sentimientos
sublimes que me engrandecían a mis propios ojos, inspirándome ideas
santas y desconocidas para mí hasta entonces. Cuando pensaba que
llegaría un día en que aquel anciano que me imploraba por el porvenir
de su hijo, diría a su hija que uniera mi nombre a sus oraciones, como
el nombre de una amiga misteriosa, me enorgullecía de tal modo que me
sentía capaz del heroísmo.

«Acaso la exaltación del momento exagerase la realidad de las
impresiones que experimentaba; pero es lo cierto que estos nuevos
sentimientos consiguieron que desoyera los consejos que me daba el
recuerdo de los días felices pasados a tu lado.

«--Está bien, caballero--dije a tu padre, secando mis
lágrimas.--¿Creéis que amo a vuestro hijo?

«--Sí--respondió el señor Duval.

«--¿Con un amor desinteresado y sin límites?

«--Sí.

«--¿Creéis que yo había hecho de este amor la esperanza y el ideal del
perdón de mi vida?

«--Estoy seguro de ello.

«--Pues bien, caballero, abrazadme una vez como abrazaríais a vuestra
hija, y os juro que este abrazo, el único verdaderamente casto que
habré recibido, me dará fuerzas contra mi amor, y que antes de ocho
días vuestro hijo estará a vuestro lado, desgraciado tal vez por algún
tiempo, pero curado para siempre de su amor.

«--Noble criatura--exclamó vuestro padre besándome en la frente,--vais
a intentar una acción meritoria que Dios os tendrá en cuenta; pero temo
que no consigáis nada de mi hijo.

«--¡Oh! tranquilizaos, señor, llegará a odiarme.

«Era preciso poner una barrera insuperable entre nosotros.

«Escribí a Prudencia diciéndole que aceptaba las proposiciones del
conde de N... y que fuera a decirle que aquella noche cenaríamos con
él.

«Cerré la carta, y sin decirle su contenido, la entregué a tu padre
para que se sirviese mandarla a su destino en cuanto estuviese de
vuelta en París.

«Preguntóme, sin embargo, lo que contenía.

«--La felicidad de vuestro hijo--contesté.

«Tu padre me abrazó por última vez. Sentí caer sobré mi frente dos
lágrimas de agradecimiento que fueron como el bautismo de mis pasadas
culpas, y en el momento en que consentía en unirme a otro hombre, me
enorgullecía pensando que por medio de aquella nueva falta labraba tu
felicidad.

«Era muy natural, Armando; tú me habías dicho que tu padre era el
hombre más honrado y leal del mundo.

«El señor Duval subió al coche y se alejó.

«A pesar de todo, yo era mujer y te adoraba. Cuando volví a verte, no
pude dejar de llorar; pero no desmayé en mi resolución.

«¿Hice bien? Esto es lo que me pregunto hoy que me encuentro enferma en
un lecho que probablemente no abandonaré sino con la vida.

«Fuiste testigo de lo que experimenté a medida que se acercaba la hora
de nuestra separación; tu padre no estaba allí para infundirme valor, y
hubo un momento en que estuve casi resuelta a contártelo todo: tanto me
horrorizaba la idea de que ibas a despreciarme y aborrecerme.

«Voy a decirte, Armando, una cosa que tal vez no creerás, y es que pedí
a Dios que me diese fuerzas, y la prueba de que aceptó mi sacrificio es
que lo llevé a cabo sin desmayar.

«Aquella terrible noche y durante la cena necesité también
fortalecerme, porque no quería saber lo que iba a hacer: tan poca
confianza tenía en mí misma.

«Así es que bebí para olvidar y conseguí mi objeto. Y tanto fué así,
que al día siguiente, al amanecer, desperté en casa del conde y en sus
brazos.

«Ésta es toda la verdad, amigo mío: juzga y perdóname como yo te
perdono todo el daño que me has causado desde aquel día».




                              CAPÍTULO XXVI


«Todo lo que ha ocurrido desde aquella noche fatal, lo sabes tan bien
como yo: pero lo que ignoras, lo que no es posible que hayas podido
imaginar, es lo que he padecido desde nuestra separación.

«Supe que tu padre te había llevado; pero como creía que no podrías
vivir mucho tiempo separado de mí el día que te encontré en los Campos
Elíseos me conmoví, pero no me extrañó.

«Entonces dió principio aquella serie de días, cada uno de los cuales
gravaba mi corazón con el peso de un nuevo insulto venido de ti;
insultos que yo recibía con cierto regocijo, porque además de ser una
prueba de que me amabas, me envanecía la idea de que, cuanto más me
mortificases, más grande resultaría a tus ojos el día en que supieras
la verdad.

«No te admires de ese martirio aceptado, Armando, pues el amor que me
tuviste había despertado la nobleza de mi corazón al entusiasmo.

«No obstante, he de confesarte que no fué ésta obra de un momento.

«Entre la ejecución del sacrificio que me impuse y tu regreso pasó
algún tiempo, durante el cual me fué necesario recurrir a medios
físicos para no volverme loca. Prudencia te dijo que yo no faltaba a
ninguna fiesta ni a cuantos bailes y orgías tenía tiempo de frecuentar.

«Abrigaba el presentimiento y el deseo de matarme rápidamente a
fuerza de excesos, y creo que no andaba equivocada. Mi salud se iba
quebrantando cada vez más, y el día en que fué a pedirte perdón, en
nombre mío, la amiga Duvernoy, sentíame en verdad desfallecida física y
moralmente.

«No quiero recordarte, Armando, el modo cómo correspondiste a la última
prueba de amor que pude darte, ni el ultraje con que echaste de París
a la mujer que, casi moribunda, no pudo resistir el encanto de tu voz
cuando le pediste una noche de amor, y que, como una insensata, creyó
por un momento poder enlazar de nuevo el pasado con el presente.

«Estabas en tu derecho al hacer lo que hiciste, Armando: ¡ninguna noche
me ha sido pagada ni me ha costado tan cara como aquélla!

«Entonces lo abandoné todo. Olimpia me substituyó en el amor del conde
de N... y encargóse, según me han dicho después, de hacerle saber el
motivo de mi huida.

«El conde de G... se hallaba en Londres. Es uno de estos seres que,
dando, únicamente, al amor con mujeres de mi clase, la importancia que
hace del mismo un agradable pasatiempo, resultan siempre amigos de las
mujeres que han querido, y no sienten por ellas odio alguno, puesto
que nunca han sentido celos; es, en fin, uno de esos aristócratas que
sólo nos abren una parte de su corazón por más que nos abran todo su
bolsillo.

«Fué el primero en quien pensé, y corrí en su busca. Recibióme
perfectamente; pero era en Londres el amante de una mujer del gran
mundo; y temiendo comprometerse teniéndome a su lado, me presentó a
sus amigos, que me dieron una cena, después de la cual uno de ellos me
llevó consigo.

«¿Qué había de hacer?

«¿Matarme? Esto hubiera sido cargar sobre tu vida, que debe ser
dichosa, un remordimiento inútil. Además, ¿para qué suicidarme estando
tan cerca de la muerte?

«Pasé al estado de cosa sin pensamiento ni voluntad; viví algún tiempo
como un autómata; después regrese a París y pregunté por ti, y me
dijeron que habías emprendido un largo viaje.

«Nada, pues, me retenía ya: mi existencia volvió a ser lo que había
sido antes de conocerte. Procuré conquistar nuevamente la amistad del
duque; pero yo había herido hondamente su amor propio, y los viejos son
poco sufridos, sin duda porque se dan cuenta de que no son eternos. Mi
enfermedad progresaba diariamente; estaba pálida, triste y sobre todo
flaca. Los hombres que compran el amor examinan la mercancía antes de
tomarla, y, como había en París mujeres mejor conservadas, más alegres
y más tiernas que yo, empezaron a olvidarse de mí. He aquí mi pasado
hasta ayer.

«Hoy me encuentro gravemente enferma. He escrito al duque pidiéndole
dinero, porque no lo tengo, por lo que, sin duda, han venido los
acreedores a presentarme sus cuentas con verdadero encarnizamiento. ¿Me
contestará el duque? ¿Por qué no estás en París, Armando? Tú vendrías a
verme y tus visitas me consolarían».

                   *       *       *       *       *

                                           «_20 de diciembre._

«Hace un tiempo horroroso: está nevando; me encuentro sola en mi
casa. La fiebre me domina de tal suerte, que hace tres días no he
podido escribir una letra. Nada de nuevo, amigo mío; espero en vano
diariamente recibir carta tuya, pues no llega nunca, y tal vez no
llegará jamás. Sólo a los hombres os es dado el valor de no perdonar.

«El duque tampoco ha contestado a mi última carta.

«Prudencia ha vuelto a emprender otra vez sus viajes al Monte de Piedad.

«No ceso de arrojar sangre. ¡Oh, qué pena te daría verme! ¡Eres bien
dichoso de vivir bajo un cielo templado, no teniendo, como yo, todo
un invierno de hielo sobre el pecho! Hoy me he levantado un poco, y a
través de las cortinas de la ventana he visto correr esta vida agitada
de París, con la cual creo haber roto para siempre.

«He reconocido algunos rostros que han pasado ligeros, alegres,
indiferentes. Ninguno ha levantado los ojos hasta mis ventanas. Sin
embargo, han venido varios jóvenes a inscribir sus nombres en la
lista. Otra vez que estuve enferma, recuerdo que tú no me conocías,
que únicamente habías obtenido de mí un desaire el día que te vi por
primera vez, y venías todas las mañanas a informarte de mi salud.
Vuelvo a estar enferma: hemos vivido seis meses juntos; he sentido por
ti todo el amor que yo pude abrigar y cuanto podía darte el corazón
de una mujer apasionada, y hoy estás lejos y me maldices, tal vez, y
no me viene de ti ni una sola palabra de consuelo. Estoy segura de
que solamente el acaso puede motivar tan terrible abandono, pues si
estuvieses en París no te apartarías un instante de la cabecera de mi
cama».

                    *       *       *       *       *

                                          «_25 de diciembre._

«El médico me prohíbe escribir diariamente, porque, en efecto, mis
recuerdos no hacen más que aumentar la fiebre que me consume. Ayer
recibí una carta que me hizo mucho bien, más por los sentimientos de
que era expresión, que por el socorro material que me proporcionaba.
Por lo tanto, ya puedo hoy escribirte. La carta era de tu padre y decía
lo siguiente:

    «Señora:

    «Acabo de saber que estáis enferma. Si me encontrase en París
    iría yo mismo a preguntar por vos; si mi hijo estuviera aquí,
    le diría que fuera a saber de vuestra salud; pero no me es
    posible salir de C... y Armando está a setecientas leguas de
    aquí.

    «Permitidme, señora, que me limite a manifestaros cuánto me
    aflige vuestra enfermedad, y creed en los votos sinceros que
    hago por vuestro pronto restablecimiento.

    «Uno de mis mejores amigos, el señor de H... se presentará
    en vuestra casa; dignaos recibirle. Le he encargado de una
    comisión cuyo resultado espero con impaciencia.

    «Dignaos recibir, señora, la seguridad de mi aprecio y
    consideración».

    «Esto dice la carta. Tu padre tiene un corazón muy noble; ámale
    mucho, amigo mío, pues existen pocos hombres en el mundo tan
    dignos de ser estimados. Este papel, firmado con su nombre,
    me ha servido de mucho más alivio que todas las recetas de mi
    reputado médico.

    «Esta mañana ha venido el señor de H... Apareció algo turbado
    por la misión que debía cumplir en nombre de tu buen padre.
    Venía sencillamente a traerme mil escudos de parte del señor
    Duval. Al pronto quise rehusarlos; pero el señor H... me ha
    hecho observar que mi denegación ofendería a su amigo, que le
    había autorizado para facilitarme aquella suma y para seguir
    entregándome cuantas pudiese necesitar. He aceptado, pues, este
    favor, que, procediendo de tu padre, no debía considerar como
    una limosna.

    «Si cuando vuelvas he muerto ya, enseña a tu padre lo que estoy
    escribiendo para él, añadiendo que al trazar estas líneas, la
    pobre mujer a la cual se dignó escribir su consoladora carta,
    lloraba de agradecimiento y rogaba a Dios por él».

                    *       *       *       *       *

                                               «_4 de enero._

«Acabo de pasar una serie de días horrorosos. Ignoraba que el cuerpo
pudiera hacer sufrir tanto.

«¡Cuán cara estoy pagando mi vida pasada!

«Me han velado todas las noches. No podía respirar. El delirio y la tos
se disputaban los restos de mi pobre existencia.

«El comedor está lleno de bombones y de regalos de todas clases que me
traen los amigos. Entre éstos hay algunos que esperan indudablemente
ser más tarde mis amantes. Si vieran el estado a que me ha reducido la
enfermedad, huirían aterrados.

«Prudencia es la única que se aprovecha de los presentes que se me
hacen.

«El tiempo se ha despejado y el médico me asegura que podré salir
dentro de pocos días si continúa el deshielo».

                    *       *       *       *       *

                                               «_8 de enero._

«Ayer paseé en mi coche. El día fué esplendoroso. Los Campos Elíseos
estaban llenos de gente. Puede decirse que la primavera sonreía. Me
pareció que todo lo que me rodeaba rebosaba alegría. Nunca hubiera
imaginado que se encerrara en un rayo de sol tanta dulzura y consuelo.

«Encontré a casi todos mis conocidos, alegres como siempre, y, como
siempre, ocupados en sus placeres. ¡Cuánta gente dichosa que no sabe
que lo es! Olimpia pasó junto a mí en un elegante carruaje que acababa
de regalarle el conde de N... Creyó insultarme con sus miradas. No sabe
cuán apartada me encuentro de todas esas vanidades. Un buen muchacho a
quien conozco hace mucho tiempo, me preguntó si quería ir a cenar con
él y uno de sus amigos, que, según aseguró, deseaba conocerme.

«Sonreí tristemente y le tendí mi mano calenturienta.

«Jamás he visto en semblante humano pintado el asombro tan a lo vivo.

«Volví a mi casa a las cuatro y comí con buen apetito.

«Parecióme que el paseo me había probado bien.

«¡Tal vez llegaré a aliviarme!

«¡De qué modo, el aspecto de la vida y de la dicha ajenas hace que
deseen vivir los que durante el día anterior, encerrados en las sombras
de su alcoba y agobiados por el peso de sus males, pensaban solamente
en morir pronto!».

                    *       *       *       *       *

                                              «_10 de enero._

«Sólo fué un sueño mi esperanza de recobrar la salud. Vuelvo a estar en
cama, cubierto el cuerpo de emplastos que me atormentan. ¡Qué darían
hoy por este cuerpo, que en otro tiempo se pagaba tan caro!

«Es menester que hayamos hecho mucho mal antes de nacer o que nos
esté reservada una gran felicidad después de la muerte, para que Dios
permita que esta vida tenga todos los tormentos de la expiación y todos
los dolores de la prueba».

                    *       *       *       *       *

                                              «_12 de enero._

«Sigo sufriendo mucho.

«El conde de N... me mandó ayer dinero, que no quise tomar. No quiero
nada de él. Ese hombre es la causa de que tú no estés a mi lado.

«¡Oh! ¿qué se hicieron aquellos hermosos días de Bougival?

«Si saliese viva de este cuarto, iría en romería a la casita que
habitábamos juntos; pero saldré muerta.

«¡Quién sabe si mañana podré escribirte!».

                    *       *       *       *       *

                                              «_25 de enero._

«Llevo once noches sin dormir, ahogándome y creyendo a cada instante
que voy a expirar. El médico ha mandado que no se me permita escribir,
pero Julia Duprat, que me cuida me tolera que te dedique estas pocas
líneas. ¿No volverás antes de que me muera? ¿Se habrá ya acabado para
siempre todo entre nosotros? Creo que si volvieras, curaría; pero ¡para
qué!».

                    *       *       *       *       *

                                              «_28 de enero._

«Esta mañana me despertó un gran ruido. Julia, que dormía en mi cuarto,
se ha precipitado a saber lo que era. He oído voces de hombres contra
los cuales la de Julia luchaba inútilmente. Ha vuelto a entrar llorando.

«Venían a embargar mis efectos. Le dije que les dejara hacer lo que
ellos llaman justicia. Un alguacil entró en mi cuarto con el sombrero
puesto. Abrió los cajones, inventarió todo cuanto le pareció bien, sin
darse cuenta, al parecer, de que había una moribunda en esta cama que
por fortuna respeta la caridad de la ley.

«Al marcharse, me advirtió que tenía derecho a reclamar antes de nueve
días; pero dejó un guarda.

«¡Dios mío, que va a ser de mí!

«Esta escena ha sido causa de que se agrave mi enfermedad. Prudencia
quería pedir dinero al amigo de tu padre, pero yo me he opuesto a que
lo verificase».

                    *       *       *       *       *

                                              «_30 de enero._

«Hoy he recibido tu carta, la cual ha sido para mí un gran consuelo, el
cual necesitaba. ¿Recibirás mi contestación a tiempo? ¿Podrás volver a
verme? La felicidad de hoy me hace olvidar las inmensas amarguras de
los días que he pasado de seis semanas a esta parte. Creo que estoy
algo mejor, a pesar del sentimiento de tristeza bajo cuya impresión te
he contestado.

«No creo que una deba ser siempre desgraciada.

«Cuando calculo que puede ocurrir que yo no muera, que tú vuelvas, que
pueda yo ver otra vez la primavera, que me amas aún y que volvamos a
nuestra vida del verano pasado...

«¡Tonta de mí! no bien puedo sostener la pluma con que te escribo
semejantes ligerezas de mi corazón.

«Sea ello lo que fuere, te amo, Armando, y hace mucho tiempo que
hubiera muerto a no sustentar el recuerdo de este amor con cierta vaga
esperanza de volver a verte a mi lado.

«Esta esperanza es lo único que me sustenta».

                    *       *       *       *       *

                                             «_4 de febrero._

«El conde de G... ha vuelto. Engañado por su querida, se ha quedado muy
triste, porque la amaba mucho. Vino a verme y me lo ha contado todo,
y a pesar del estado de sus negocios, pagó al alguacil y despidió al
guarda.

«Le he hablado de ti y él me ha prometido hablarte de mí.

«En estos instantes me he olvidado de que había sido su querida, y él
por su parte ha procurado también hacérmelo olvidar. ¡Qué corazón tan
excelente!

«El duque mandó ayer a preguntar por mí y ha vuelto esta mañana. No sé
cómo vive todavía este anciano. Tres horas estuvo a mi lado y no me ha
dicho veinte palabras. Al verme tan desmejorada, dos gruesas lágrimas
han surcado sus mejillas: tal vez el recuerdo de la muerte de su hija
le hizo llorar. La habrá visto morir dos veces. No me ha dirigido
reconvención alguna. A pesar de esto, llegué a suponer que se gozaba
secretamente en el estrago que ha hecho en mí la enfermedad. Parecía
sentirse orgulloso de poder mantenerse en pie, mientras yo, joven aún,
estaba postrada por los sufrimientos.

«Ha vuelto el mal tiempo. Nadie viene a visitarme. Julia me cuida tan
bien como puede. Prudencia, a quien no puedo dar tanto dinero como
antes, empieza a pretextar ocupaciones para alejarse.

«Ahora que estoy próxima a la muerte a pesar de lo que aseguran los
médicos, pues son varios, lo cual prueba que la enfermedad acrece, casi
me arrepiento de no haber cerrado los oídos a las razones de tu padre.
Si hubiera sabido que sólo podía robar un año a tu porvenir, no hubiera
podido resistir al deseo de pasarlo contigo y moriría estrechando una
mano amiga. Es verdad que si hubiéramos podido vivir juntos ese año, no
moriría yo tan pronto.

«¡Cúmplase la voluntad de Dios!».

                    *       *       *       *       *

                                             «_5 de febrero._

«¡Oh! ven, Armando, ven; padezco atrozmente, estoy muriéndome. ¡Dios
mío!

«Ayer estaba tan triste que quise pasar la velada fuera de casa, porque
la anterior se me había hecho muy larga. El duque vino a verme por la
mañana. Creo que la presencia de ese anciano, que parece olvidado por
la muerte, acelera la mía.

«No obstante, la fiebre que me devora, me hice vestir y conducir al
teatro del _Vaudeville_. Gracias a los menjurjes del tocador, podía
pasar por un ser viviente. Fuí a aquel palco en el que te di la primera
cita: mientras duró la representación, tuve mis ojos fijos en la
localidad que aquel día ocupabas y en la que ayer se sentaba un palurdo
que se reía ruidosamente de cuantas tonterías decían los actores.
Volviéronme a mi casa medio muerta. Tosí y arrojé sangre toda la
noche. Hoy no puedo hablar, apenas alcanzo a levantar el brazo, ¡Dios
mío! ¡Dios mío! voy a morir. A pesar de esto, la idea de la muerte me
intimida menos que la de prolongar mis padecimientos, y sí...».

A partir de este punto, los pocos renglones que Margarita había
procurado trazar, aparecían ininteligibles. Julia Duprat los había
continuado.

                    *       *       *       *       *

                                            «_18 de febrero._

«Señor Armando:

«Desde el día que Margarita se empeñó en ir al teatro está mucho más
grave. No alcanza a pronunciar palabra ni a mover sus extenuados
miembros.

«Imposible es describir cuánto padece nuestra pobre amiga. Yo, que no
estoy acostumbrada a parecidas emociones, me encuentro continuamente
sobresaltada.

«¡Cuánto me alegraría de que estuvieseis con nosotras! Delira casi
siempre, pero delirante o no, nunca intenta pronunciar otra palabra que
vuestro nombre.

«El médico asegura que vivirá muy poco. Desde que está tan grave,
el viejo duque no ha vuelto a parecer. Al decir del médico, ese
espectáculo le afecta demasiado.

«La señora Duvernoy está muy retraída. Como ve que no puede sacar más
dinero de Margarita, a costa de la cual vivía casi por completo, ha
contraído compromisos que no puede cumplir, y viendo que su vecina no
puede sacarla de ellos, se excusa de verla. Todos la abandonan. El
señor de G... acosado por sus acreedores, se ha visto en la necesidad
de volver a Londres. Antes de salir, nos ha mandado algún dinero; hizo
por Margarita cuanto ha podido; pero no ha habido medio de evitar un
nuevo embargo y los acreedores no esperan sino que haya venido la
muerte para empezar la venta.

«He pretendido evitar con mis últimos recursos el secuestro; pero
me ha dicho el alguacil que era inútil; ya que había otros fallos
ejecutivos.

«Toda vez que va a morir, más vale abandonarlo todo, que salvarlo para
su familia, que no ha querido ver, porque nunca la ha amado. No podéis
calcular en medio de qué dorada miseria se muere esta infeliz. Ayer no
teníamos absolutamente dinero. Cubiertos, alhajas, cachemires, está
empeñado todo lo que no se ha vendido. Como Margarita tiene conciencia
de cuanto pasa a su lado, sufre de espíritu a la vez que de cuerpo.
Gruesas lágrimas surcan continuamente sus mejillas descarnadas y
pálidas. Si la vierais no podríais reconocer a la que tanto habéis
amado. Me hizo prometer que os escribiría mientras ella no pueda, y
escribo en su presencia. Dirige sus ojos hacia mí; pero no me ve; su
mirada está completamente empañada. No obstante, sonríe y estoy segura
de que su pensamiento y su alma están en vos.

«Cada vez que abren la puerta, sus ojos parecen iluminarse, creyendo
siempre que vais a entrar; luego, al ver que no sois vos, vuelve a
tomar su cara la expresión dolorosa, acardenalándose sus pómulos que
baña un sudor frío».

                    *       *       *       *       *

                             «_19 de febrero, a media noche._

«¡Qué día tan horrible el de hoy, señor Armando! Esta mañana Margarita
se ahogaba, el médico la sangró y ha parecido recobrar la voz; el
doctor le ha aconsejado que llame a un sacerdote; y con asentimiento de
la enferma, ha ido él mismo a buscar al cura de San Roque.

«Durante este intervalo Margarita me ha llamado junto a su cama y me
ha suplicado que abriera un armario. Luego me ha señalado un gorro de
dormir y una camisa larga guarnecida de encajes y me ha dicho con voz
apagada:

«--Como voy a morir después de haberme confesado, quiero que me vistas
en seguida con estos objetos: es una coquetería de moribunda.

«Luego me abrazó llorando y añadió:

«--Puedo hablar, pero me ahogo cuando hablo; ¡me ahogo! ¡aire!

«Llorando con amargura y casi a tientas, abrí la ventana. A los pocos
momentos entró el sacerdote.

«Salí a su encuentro.

«Al saber en qué casa se encontraba, pareció que temiese ser mal
acogido.

«--Entrad sin cuidado, padre mío--le dije.

«Muy poco tiempo estuvo en la alcoba de la enferma, pero, al salir, me
dijo:

«--Vivió como una pecadora y muere como un ángel.

«A poco rato ha vuelto a darle la comunión.

«Aquella estancia dentro de la cual resonaron palabras tan
extravagantes, se había convertido en santo tabernáculo.

«He caído de rodillas y he rezado. No sé el tiempo que me durará la
impresión que produjo en mí aquel espectáculo, pero no creo que exista
nada humano que pueda impresionarme de tal suerte.

«El sacerdote ungió con óleo santo los pies, las manos y la frente de
la moribunda, recitó una breve oración, y Margarita se halló dispuesta
a subir al cielo, a donde irá sin duda, si Dios le toma en cuenta los
padecimientos de su vida y la santidad de su muerte.

«Desde aquel instante no ha pronunciado una palabra más, ni ha hecho
movimiento alguno. Muchas veces la habría creído muerta a no oir el
sordo ronquido de su respiración».

                   *       *       *       *       *

                     «_20 de febrero, a las cinco de la tarde._

«Todo acabó.

«A las dos de esta madrugada Margarita entró en la agonía. A juzgar
por los quejidos que exhalaba, nunca sufrió mártir alguno tormentos
semejantes. Dos o tres veces se incorporó sobre la cama como queriendo
detener la vida que se le escapaba para volver a Dios.

«Dos o tres veces también pronunció vuestro nombre. Después, careciendo
de toda fuerza, volvió a caer extenuada sobre la cama. Finalmente, de
sus apagados ojos rodaron algunas lágrimas silenciosas y expiró...

«Entonces me acerqué a ella, la llamé por dos o tres veces y viendo que
no contestaba cerré sus vidriosos ojos y besé su frente.

«¡Pobre amiga mía! Yo hubiera querido ser una santa para que aquel beso
pudiese recomendarla a Dios.

«La vestí conforme me lo había encargado, fuí a la iglesia de San Roque
a buscar un sacerdote, hice encender dos cirios y estuve una hora en la
iglesia rogando por ella.

«He repartido entre algunos pobres el dinero que quedaba de Margarita.

«No sé qué religión es la mía; pero pienso que el Todopoderoso
reconocerá que mis lágrimas eran sinceras, ferviente mi oración, pura
mi caridad, y que se habrá apiadado de la que, habiendo muerto joven y
bella aún, me ha tenido a mí para cerrarle los ojos y vestirla».

                   *       *       *       *       *

                                            «_22 de febrero._

«Hoy ha tenido lugar el entierro. Acudieron a la iglesia muchas amigas
de Margarita, algunas de las cuales lloraban sinceramente. Cuando el
entierro tomó el camino de Montmartre, dos hombres le seguían: el conde
de G... que ha venido expresamente de Inglaterra, y el duque, que
andaba apoyándose en dos criados.

«Escribo estos detalles desde la casa de Margarita, en medio de mis
lágrimas y delante de la lámpara que arde tristemente, alumbrando una
comida que no pruebo, que Nanina ha mandado traer para mí, pues hace
más de veinticuatro horas que no como bocado.

«Mi vida no podrá conservar mucho tiempo tan tristes impresiones, pues
tampoco me pertenece como no perteneció la suya a Margarita. Por esta
razón os doy todos estos detalles desde el punto en que han tenido
lugar, temiendo que si transcurriese mucho tiempo entre ellos y vuestro
regreso, no os lo podría narrar con toda su triste exactitud.»




                              CAPÍTULO XXVII


--¿Estáis enterado?--preguntó Armando cuando yo terminaba la lectura
del manuscrito.

--Comprendo cuánto habréis sufrido, amigo mío, siendo cierto cuanto
acabo de leer.

--Mi padre lo confirmó en una carta.

Estuvimos hablando un buen rato del triste destino que acababa de
cumplirse y me volví a mi casa a descansar.

Armando, siempre triste aunque un poco aliviado por la narración de
esta historia, se fué restableciendo. Luego fuimos juntos a visitar a
Prudencia y a Julia Duprat.

Mme. Duvernoy había quebrado. Dijo que Margarita era la causa de su
desgracia, que durante su enfermedad le había prestado mucho dinero
que tuvo que procurarse firmando pagarés, que luego no pudo cubrir, y
que habiendo muerto Margarita sin devolverle el dinero ni haberle dado
recibo, no le había sido posible presentarse como los demás acreedores.

Con la invención de esta fábula, que la Duvernoy contaba a cuantos
querían oirla para disculpar la quiebra, consiguió arrancar un billete
de mil francos a Armando que aparentó creerla por deferencia al respeto
que le merecía la memoria de Margarita.

Luego vimos a Julia Duprat que, vertiendo lágrimas sinceras al recuerdo
de su amiga, nos contó los tristes acontecimientos de que había sido
testigo.

Últimamente, fuimos a visitar la tumba de Margarita, sobre la cual a
los primeros rayos del sol de abril despertaban las primeras flores.

Esta manifestación de la Naturaleza parecía decirle a mi amigo:

«La muerte no existe; es sencillamente una transformación.
¡Consuélate!».

Quedábale a Armando el último deber que llenar: el de ir a reunirse con
su padre, a donde quiso que también le acompañase.

Llegamos a C... vi al señor Duval tal como me lo había figurado por el
retrato que de él me había hecho su hijo: serio, digno, benévolo.

Acogió a Armando con lágrimas de satisfacción, y estrechó
afectuosamente mi mano. Advertí desde luego que el sentimiento paternal
era el que dominaba en el buen anciano.

Su hija, llamada Blanca, tenía esa transparencia de los ojos y de la
mirada, esa serenidad de la boca, prueba de que aquel alma sólo abriga
sentimientos puros y de que los labios no pronuncian sino palabras
piadosas. Alegrábase de la vuelta de su hermano, ignorando la casta
joven que distante de ella hubo una cortesana que había sacrificado su
existencia a la sola invocación de su nombre.

Permanecí algún tiempo en el seno de aquella ya dichosa familia,
dedicándome por completo a ayudar la convalecencia moral de mi amigo
Armando.

Luego volví a París, en donde escribí esta historia tal como me había
sido referida.

Sólo tiene un mérito, que quizá sea disputado: el de ser verdadera.

No entra en mi ánimo deducir de este hecho que todas las mujeres de
la clase de Margarita sean capaces de obrar como ella obró: lejos de
mí tal suposición; pero supe que una de ellas sintió durante su vida
un amor noble y verdadero, por el cual padeció, y al cual se había
sacrificado hasta morir; y quise contar al lector cuanto sabía.

Creo haber cumplido un deber.

No soy el apóstol del vicio, pero siempre me haré eco de la desgracia
dondequiera que la oiga gemir.

Lo he dicho y repito: la historia de Margarita es una excepción; pues a
ser una generalidad no merecía el trabajo de escribirse.


                                  FIN


                   *       *       *       *       *




                           UNA FAMILIA CORSA

                                  POR

                            ALEJANDRO DUMAS

                            [Ilustración]


                           UNA FAMILIA CORSA




                                   I


Viajaba yo por Córcega, a principios de marzo de 1841.

Nada más pintoresco y cómodo que un viaje a Córcega: se embarca uno
en Tolón, veinte horas después está en Ajaccio, o veinticuatro horas
más tarde en Bastia. Allí se compra o se alquila un caballo: si se
le alquila, está uno del otro lado con cinco francos diarios; si se
le compra, con ciento cincuenta de una vez. Y no hay que reir de la
modicidad del precio; el tal caballo, comprado o alquilado, realiza,
como el famoso del gascón que saltaba al Sena desde el Puente Nuevo,
cosas que no harían ni Próspero ni Nautilus, héroes de las carreras de
Chantilly y del Campo de Marte. Pasa por caminos en que el mismo Balmab
hubiera tenido que usar _alpenstock_[1], y por puentes en que Auriol
mismo pediría balancín.

En cuanto al viajero, basta con que cierre los ojos y deje que el
animal se las componga: nada tiene que ver con el peligro.

Eso, fuera de que con ese caballo, que pasa por todas partes, puede
andar unas quince leguas diarias sin pedir ni que comer ni que beber.

De tiempo en tiempo, cuando uno se detiene a visitar algún viejo
castillo edificado por cualquier gran señor, héroe y jefe de tradición
feudal, a dibujar alguna antigua torre levantada por los genoveses, el
caballo pace una mata de hierba, descorteza un árbol, lame una roca
cubierta de musgo, y basta.

En cuanto al alojamiento nocturno, la cuestión es aún más sencilla:
el viajero llega a la aldea, atraviesa la calle principal en toda su
longitud, elige la casa que le conviene, y golpea a la puerta. Un
instante después, el amo o la señora aparece en el umbral, invita al
viandante a echar pie a tierra, le ofrece la mitad de su cena, el lecho
entero--si lo tiene,--y al siguiente día, al acompañarle hasta la
puerta le da las gracias por la preferencia de que ha sido objeto.

Claro está que ni siquiera se hace mención de recompensa alguna: el
amo consideraría insultante la menor alusión a ese respecto. Si alguna
muchacha sirve en la casa, puede ofrecérsele algún pañuelo, con el que
se hará un tocado pintoresco cuando vaya a la feria de Calvi o a la de
Corti. Si hay un criado aceptará gustoso algún puñal, con el cual, si
le encuentra, podrá matar a su enemigo.

Pero antes hay que informarse de algo: de si los criados, cosa que
sucede alguna vez, no son parientes del amo, menos favorecidos que
él por la fortuna, y que, en tal caso, prestan servicios domésticos
aceptando en cambio casa, comida y tres francos por mes.

Y no vaya a creerse que los amos servidos por sus primos o sobrinos
en cuarto o vigésimo grado estén menos atendidos. No, nada de eso. La
Córcega es un departamento francés, pero aún está muy lejos de ser
Francia.

En cuanto a ladrones, no se oye hablar de ellos; bandidos a montones,
sí; pero no hay que confundir a los unos con los otros. Id sin temor
a Ajaccio, a Bastia, con una bolsa llena de oro colgada del arzón, y
habréis atravesado la isla entera sin correr la sombra de un peligro;
pero no vayáis de Ocana a Levaco, si tenéis un enemigo que os haya
declarado la _vendetta_; porque nadie podría responder de vosotros en
ese trayecto de dos leguas.

Hallábame, pues, en Córcega, como ya he dicho, a principios de marzo.
Estaba solo, porque Jadin se había quedado en Roma.

Al llegar de la isla de Elba había desembarcado en Bastia, donde compré
un caballo, por el precio mencionado ya. Visité Corte y Ajaccio, y
recorría en aquel momento el distrito de Sartène.

Aquel día iba de Sartène a Sollecaro. La etapa era corta: diez leguas
más o menos, a causa de los rodeos, y de un contrafuerte de la cadena
principal que forma la espina dorsal de la isla, y que tenía que
atravesar: de modo que había tomado un guía, temiendo extraviarme entre
la maleza.

A eso de las cinco llegamos a lo alto de la colina que domina al propio
tiempo a Olmeto y Sollecaro. Allí nos detuvimos un instante.

--¿Dónde desea hospedarse su señoría?--preguntó el guía.

Dirigí la vista a la aldea en cuyas calles podía hundirse mi mirada
y que parecía desierta; sólo se veían algunas pocas mujeres, que
caminaban con paso rápido y mirando en torno suyo.

Como, en virtud de las reglas de hospitalidad establecidas y de que ya
he hablado, tenía la elección entre las ciento o ciento veinte casas
que componen la aldea, busqué con los ojos la que pudiera ofrecerme
más probabilidades de comodidad, y me detuve en una casa cuadrada,
construida a modo de fortaleza, con buhardas delante de las ventanas y
encima de la puerta. Era la primera vez que veía esas fortificaciones
domésticas, pero debo decir también que la provincia de Sartène es la
tierra clásica de la _vendetta_.

--¡Ah!, muy bien--me dijo el guía, siguiendo con los ojos la indicación
de mi mano,--vamos a casa de la señora Savilia de Franchi. Vaya, vaya,
su señoría no ha elegido mal, y se ve que no le falta experiencia.

Bueno es agregar que en el octogésimo sexto departamento de Francia se
habla constantemente en italiano.

--Pero--pregunté,--¿no hay inconveniente en que vaya a pedir
hospitalidad a una mujer?; porque, si he entendido bien, esa casa
pertenece a una mujer...

--Sin duda--replicó el guía con aire sorprendido,--¿pero qué
inconveniente quiere su señoría que haya?

--Si esa mujer es joven--repuse, movido por un sentimiento de
recato, o quizá, confesémoslo, de amor propio parisiense,--¿no puedo
comprometerla pasando una noche bajo su techo?

--¡Comprometerla!--replicó el guía, buscando evidentemente el sentido
de la palabra que yo había italianizado, con el aplomo que nos
caracteriza a los franceses cuando nos atrevemos a hablar algún idioma
extranjero.

--¡Sin duda!--exclamé comenzando a impacientarme.--Esa señora es viuda,
¿no es verdad?

--Sí, excelencia.

--Entonces... ¿puede recibir en su casa a un joven?

En 1841 contaba yo treinta y seis años y medio, y me titulaba todavía
joven.

--¡Si puede recibir a un joven!--repitió el guía.--Pero ¿qué puede
importarle que sea usted joven o viejo?

Vi que nada conseguiría continuando con aquel sistema de interrogación.

--Y, ¿qué edad tiene la señora Savilia?--pregunté.

--Cuarenta años, más o menos.

--¡Ah!--dije, contestando a mis propios pensamientos.--Entonces todo
está muy bien. Y tiene hijos, sin duda...

--Dos, dos verdaderos buenos mozos.

--¿Los veré?

--Verá usted a uno de ellos, al que vive con la señora.

--¿Y el otro?

--El otro está en París.

--¿Qué edad tienen?

--Veintiún años.

--¿Ambos?

--Sí, son gemelos.

--Y, ¿qué profesión piensan seguir?

--El que está en París va a ser abogado.

--¿Y el otro?

--El otro será corso.

--¡Ah!--exclamé, hallando que la respuesta era bastante característica,
aunque el guía me la hubiera dado con el acento más natural.--¡Pues!
vaya por la casa de la señora Savilia de Franchi.

Y volvimos a ponernos en camino.

Diez minutos después entrábamos en la aldea; entonces noté algo que no
había podido ver desde lo alto de la colina: todas las casas estaban
fortificadas como la de la señora Savilia, no con buhardas, porque
la pobreza de los habitantes no les permitía sin duda ese lujo de
fortificaciones, sino pura y simplemente con tablones, con los que
se había guarnecido la parte inferior de las ventanas, no sin dejar
aberturas para el cañón de las escopetas. Otras ventanas estaban
defendidas con ladrillos rojos. Pregunté al guía cómo se llamaban
aquellas troneras, y me contestó diciéndome que eran saeteras,
contestación que me hizo comprender que las _vendette_, cosas eran
anteriores a la invención de las armas de fuego.

A medida que avanzábamos por las calles, la aldea iba tomando mayor
carácter de soledad y de tristeza. Varias casas parecían acabar de
sostener un sitio, y estaban acribilladas de balas.

De vez en cuando, a través de las troneras veía relampaguear un ojo
curioso que nos miraba; pero era imposible discernir si el ojo en
cuestión pertenecía a un hombre o a una mujer.

Llegamos a la casa que señalé a mi guía, y que, efectivamente, era la
más importante de la aldea. Pero una cosa me llamó la atención: que,
fortificada en apariencia por las buhardas, no lo estaba en realidad,
es decir, que las ventanas no tenían tablones, ni ladrillos, ni
saeteras, sino simples cristales, defendidos por la noche con postigos
de madera.

Verdad que esos postigos conservaban huellas que un ojo observador
reconocía al punto como agujeros de bala. Pero esos agujeros eran
antiguos y remontaban visiblemente a unos diez años atrás.

Apenas golpeó el guía, abrióse la puerta: no tímida, vacilante,
entornada, sino de par en par, y en ella apareció un criado...

Al decir un criado me equivoco. Debí decir un hombre. Lo que hace al
criado es la librea, y el individuo que nos abrió iba vestido con una
simple blusa de terciopelo, un calzón de lo mismo, y unas polainas de
cuero. Sostenía el calzón en la cintura un cinturón de seda de colores,
del que salía el mango de un cuchillo de forma española.

--Amigo mío--le dije,--¿es indiscreto que un extranjero que no conoce a
nadie en Sollecaro, venga a pedir hospitalidad a la señora?

--De ningún modo, excelencia--contestóme;--el extranjero honra la
casa ante la cual se detiene. María--continuó, dirigiéndose a una
criada,--avise usted a la señora Savilia que es un viajero francés que
pide hospitalidad.

Al mismo tiempo bajó la escalera de ocho gradas, muy pendientes, que
conduce a la puerta de entrada, y tomó las riendas de mi caballo.

Eché pie a tierra.

--Su excelencia no tiene para qué preocuparse de nada--continuó;--su
equipaje será conducido a su habitación.

Aproveché aquella cortés invitación a la pereza, una de las más
agradables que puedan hacerse a un viajero, escalé ágilmente las gradas
y di algunos pasos en el interior.

En el extremo del pasadizo me encontré frente a una mujer alta y
vestida de negro. Comprendí que aquella mujer, de treinta y ocho a
cuarenta años, era la dueña de la casa, y me detuve:

--Señora--le dije inclinándome,--debo parecerle a usted muy indiscreto;
pero las costumbres del país me disculpan, y la invitación de su criado
me autoriza.

--Es usted bienvenido para la madre--contestó la señora de Franchi,--y
dentro de un momento lo será también para el hijo. Desde este instante,
caballero, esta casa es suya; obre usted en consecuencia.

--Vengo a pedirle a usted hospitalidad sólo por una noche, señora.
Mañana, al amanecer, me marcharé.

--Es usted dueño de hacer lo que le convenga, caballero. Sin embargo,
espero que cambiará usted de opinión, y que tendremos el honor de
retenerle algún tiempo más.

Me incliné por segunda vez.

--María--continuó la señora de Franchi,--conduzca usted al señor a la
habitación de Luis. Encienda fuego y lleve agua caliente. Sé que la
primer necesidad de un viajero fatigado es el agua y el fuego. Tenga
usted la bondad de seguir a la muchacha, señor. Pídale usted cuanto
llegue a hacerle falta. Comeremos dentro de una hora, y mi hijo, que
estará entonces de vuelta, tendrá el honor de hacerle preguntar si está
usted visible.

--Disculpará usted mi traje de viaje, señora...

--Sí, señor--contestóme sonriendo,--si usted por su parte disculpa lo
rústico del recibimiento.

La criada iba subiendo ya la escalera. Me incliné por última vez y la
seguí.

La habitación se hallaba en el primer piso y daba a la parte trasera
de la casa; las ventanas se abrían sobre un lindo jardín, plantado con
mirto y laurel rosa, y atravesado al sesgo por un encantador arroyuelo
que iba a volcarse en el Taravo. En el fondo, la vista quedaba limitada
por una especie de cerca de abetos tan juntos que parecían una pared.
Como en casi todas las habitaciones de las casas italianas, las
paredes estaban blanqueadas con cal, y adornadas con algunos frescos
representando paisajes.

Y mientras María encendía el fuego y preparaba el agua, dióme ganas de
levantar el inventario de mi cuarto, y de darme, por el mueblaje, idea
del carácter del que lo habitaba.

Pasé al punto del proyecto a su realización, girando sobre los talones
y ejecutando de ese modo un movimiento de rotación sobre mí mismo que
me permitió pasar revista sucesivamente a los diferentes objetos que me
rodeaban.

El mueblaje era completamente moderno, lo que en aquella parte de la
isla, hasta la que todavía no ha llegado la civilización, no deja de
ser bastante raro. Se componía de un lecho de hierro con tres colchones
y una almohada, un diván, cuatro sillones, seis sillas, una biblioteca
de dos cuerpos, y un escritorio, todo esto de caoba, y procedente, sin
duda, del establecimiento del primer ebanista de Ajaccio. El diván, los
sillones y las sillas estaban tapizados con indiana floreada, y de las
ventanas y el lecho colgaban cortinas del mismo género.

Aquí había llegado en mi inventario cuando salió María, y me permitió
llevar más lejos la investigación.

Abrí la biblioteca y encontré la colección de nuestros grandes
poetas: Corneille, Racine, Molière, Lafontaine, Ronsard, Víctor Hugo
y Lamartine; de nuestros moralistas: Montaigne, Pascal, Labruyère; de
nuestros historiadores: Mézeray, Chateaubriand, Agustín Thierry; de
nuestros sabios: Cuvier, Beudant, Elie de Beaumont, y por fin, algunos
volúmenes de novela, entre los que saludé, no sin cierto orgullo, mis
_Impresiones de Viaje_.

En los cajones del escritorio estaban las llaves; abrí uno.

Encontré fragmentos de una historia de Córcega, un trabajo sobre los
medios de abolir la _vendetta_, algunos versos en francés, varios
sonetos italianos: todo ello manuscrito.

Era cuanto necesitaba, y tuve la pretensión de creer que no era
necesario llevar más lejos la investigación para formar juicio acerca
del señor Luis de Franchi. Debía ser un joven bondadoso, estudioso y
partidario de las reformas francesas.

Comprendí entonces que hubiera ido a París a hacerse abogado. En aquel
proyecto había para él, sin duda, todo un porvenir de civilización.

Hacía estas reflexiones vistiéndome. Como lo había dicho a la señora
de Franchi, mi traje, aunque no dejara de ser pintoresco, necesitaba
de alguna indulgencia. Se componía de una blusa de terciopelo negro,
abierta en las costuras de las mangas para que me entrara el aire
en las horas más calurosas del día, y que por aquella especie de
acuchillados a la española dejaba pasar mi camisa rayada de seda; de
un pantalón semejante, oprimido desde la rodilla hasta el tobillo por
polainas españolas, hendidas a un lado y bordadas con seda de colores,
y de un sombrero de fieltro que tomaba cuanta forma se le quisiera dar,
pero especialmente la del chambergo.

Acabé de ponerme esa especie de traje que recomiendo a los viajeros
como el más cómodo que conozco, cuando se abrió la puerta y el mismo
hombre que me había introducido apareció en el umbral.

Su entrada tenía por objeto anunciarme que su joven amo, el señor
Luciano de Franchi, acababa de llegar y solicitaba el honor, si estaba
yo visible, de venir a darme la bienvenida.

Momentos después oí un paso rápido que subía la escalera, y casi al
mismo tiempo me hallé frente a mi huésped.


                                NOTAS:

[1] Palo de apoyo para facilitar la subida a la montaña.




                                  II


Era, como me lo había dicho el guía, un joven de veinte a veintiún
años, de tez tostada por el sol, cabellos y ojos negros, más bien bajo
que alto, pero admirablemente bien formado.

En su prisa por ir a presentarme sus cumplimientos había subido como
estaba, es decir, con su traje de a caballo, que se componía de una
casaca de paño verde, a la que daba cierto aire militar, una cartuchera
puesta a guisa de cinturón, un pantalón de paño gris, guarnecido
interiormente de cuero de Rusia, y botas con espuelas; un casquete por
el estilo del de nuestros cazadores de África completaba su traje.

De un lado de la cartuchera colgaba un látigo, del otro una cantimplora.

Llevaba, además, en la mano, una escopeta inglesa.

A pesar de la juventud de mi huésped, cuyo labio superior estaba
apenas sombreado por un ligero bozo, notábase en su persona un aire de
independencia y de resolución que me sorprendió.

Veíase en él al hombre educado para la lucha material, acostumbrado a
vivir en medio del peligro sin temerlo, pero también sin desdeñarlo;
grave porque es solitario, tranquilo porque es fuerte.

De una sola mirada había visto todo mi equipaje, mis armas, el traje
que acababa de quitarme, el que llevaba puesto; su ojeada era tan
rápida y segura como la de todo hombre cuya vida depende algunas veces
de ella.

--Me disculpará usted si le incomodo, señor--me dijo,--pues lo hago con
una buena intención, la de informarme si no le falta a usted nada.
Jamás veo sin cierta inquietud que llega un hombre del Continente,
porque somos todavía tan salvajes los corsos que ya no ejercemos sin
temblar, sobre todo, tratándose de franceses, la vieja hospitalidad
que, por otra parte, pronto será la única tradición que conservaremos
de nuestros padres.

--Y hace usted mal en temer, señor--le contesté;--es difícil adivinar
mejor que la señora de Franchi, las necesidades de un viajero; por
otra parte--continué paseando la mirada por la habitación,--no es aquí
sitio apropiado para quejarse de esa pretendida rusticidad de que usted
me habla, y si no tuviera ante la vista este admirable paisaje podría
creerme en mi cuarto de la Calzada de Antín.

--Sí--repuso el joven;--era una manía de mi pobre hermano Luis: le
agradaba vivir a la francesa, pero dudo de que a su vuelta de París le
baste esta pobre parodia de civilización que tendrá que abandonar, como
le bastaba antes de su partida.

--Y, ¿hace mucho que su hermano de usted ha salido de Córcega?

--Un año.

--¿Le aguarda usted pronto?

--Nunca antes de tres o cuatro años.

--Es una ausencia bien larga para dos hermanos que, sin duda, no se
habían separado nunca.

--Sí, y sobre todo que se quieren como nos queremos nosotros.

--¿Pero vendrá sin duda, antes de terminar sus estudios?

--Es probable; por lo menos así nos lo ha prometido.

--En todo caso, nada impediría que, usted por su parte, fuera a hacerle
una visita.

--No, yo no salgo de Córcega.

En el acento con que me dió esta respuesta vibraba ese amor a la patria
que confunde en el mismo desdén a todo el resto del Universo.

Me sonreí.

--Le parece a usted extraño--agregó, sonriendo a su vez,--que haya
quien no quiera salir de un país tan pobre como el nuestro. Qué quiere
usted, soy una especie de producto de la isla, como la encina verde
y el laurel rosa; necesito mi atmósfera, impregnada con los perfumes
del mar y las emanaciones de la montaña; necesito mis torrentes que
atravesar, mis rocas que trepar, mis bosques que explorar, necesito
espacio, necesito libertad; si me llevaran a una ciudad me parece que
me moriría.

--Pero, entonces, ¿cómo es que hay una diferencia moral tan grande
entre usted y su hermano?

--Habiendo tanto parecido físico entre ambos, podría usted añadir si le
conociera.

--¿Se parecen ustedes mucho?

--Hasta el punto de que, cuando éramos pequeños, mi padre y mi madre
mismos tenían que ponernos una señal en la ropa para distinguirnos al
uno del otro.

--¿Y más tarde?

--Más tarde la diferencia de nuestras costumbres ha producido una
diferencia en el color del cutis, nada más. Siempre encerrado, siempre
doblado sobre los libros y los dibujos, mi hermano se ha puesto más
pálido, mientras que yo, por el contrario, siempre al aire libre,
siempre en la montaña o en el llano, me he puesto moreno.

--Espero--dije--que me hará usted juez de esa diferencia encargándome
de alguna comisión para el señor Luis de Franchi.

--Con muchísimo gusto, si usted quiere tener esa deferencia; pero
perdóneme usted: veo que está usted más adelantado que yo en cuanto al
traje, y dentro de un cuarto de hora nos sentaremos a la mesa.

--¿Va usted a darse el trabajo de cambiar de traje?

--Aunque así fuera tendría usted que reprochárselo a sí mismo, puesto
que me ha dado el ejemplo; pero, de todos modos, estoy en traje de
jinete y tengo que ponerme el de montañés. Después de comer tengo que
hacer una diligencia, en la que me incomodarían mucho las botas y las
espuelas.

--¿Saldrá usted después de comer?

--Sí--me contestó,--tengo una cita.

Me sonreí.

--¡Oh! no en el sentido que usted supone. Es una cita de negocios.

--¿Me cree usted lo bastante presuntuoso para suponer que tengo derecho
a sus confidencias?

--¿Por qué no? Hay que vivir de modo que pueda decirse en voz alta
lo que se hace. Jamás he tenido queridas, jamás las tendré. Si mi
hermano se casa y tiene hijos es probable que yo no me case. Si por el
contrario no se casa, será menester que lo haga yo; pero en ese caso
lo haré únicamente para que no se extinga la raza. Ya le he dicho a
usted--agregó riendo,--que soy un verdadero salvaje, y que he venido al
mundo cien años después de lo que debiera; pero sigo charlando como una
corneja, y no voy a estar listo para la hora de la comida.

--Pero podemos continuar la conversación--repliqué.--¿No está su cuarto
frente a éste? Deje usted la puerta abierta y hablemos.

--Haga usted más: véngase conmigo; me vestiré en mi gabinete. Mientras
tanto, ya que, según me parece, es usted aficionado a las armas, puede
examinar las mías; hay algunas que no carecen de valor, histórico se
entiende.

El ofrecimiento respondía demasiado bien a mi deseo de comparar las
habitaciones de los dos hermanos para que no lo aceptase. Me apresuré,
pues, a seguir a mi huésped quien, abriendo la puerta de su habitación,
pasó delante para enseñarme el camino.

Aquella vez creí entrar en un verdadero arsenal.

Todos los muebles eran del siglo XV y del XVI: el lecho esculpido, con
pabellón sostenido por grandes columnas salomónicas, estaba tapizado
con damasco verde y flores de oro; las cortinas de las ventanas eran de
la misma tela; las paredes estaban cubiertas de cuero de España, y en
todos los intervalos, los muebles sostenían trofeos de armas góticas y
modernas.

No podía uno engañarse respecto a las aficiones del dueño de aquella
habitación: eran tan belicosas cuanto apacibles las de su hermano.

--Ya lo ve usted--me dijo, pasando a un gabinete,--aquí estamos en
medio de tres siglos: examínelo usted; yo voy a vestirme de montañés,
como se lo había advertido, porque no puedo dejar de salir después de
comer.

--¿Y cuáles, entre estas espadas, arcabuces y puñales, son las armas
históricas de que me hablaba usted?

--Hay tres, procedamos por orden. Busque usted, a la cabecera de la
cama, un puñal aislado, de ancha taza, y cuyo pomo forma un sello.

--Ya lo encontré. ¿Y?

--Pues ésa es la daga de Sampiero.

--¿Del famoso Sampiero, el asesino de Vanina?

--El asesino no, el matador.

--Es lo mismo, me parece.

--En el resto del mundo puede ser; en Córcega no.

--¿Y este puñal es auténtico?

--Mírelo usted. Lleva las armas de Sampiero; sólo que la flor de lis
de Francia no aparece en ellas todavía; ya sabe usted que no se le
autorizó a poner en su blasón la flor de lis, hasta después del sitio
de Perpignan.

--No, ignoraba esa circunstancia; ¿y cómo ha pasado ese puñal a poder
de usted?

--¡Oh! está en la familia desde hace trescientos años. Fué regalado a
un Napoleón de Franchi por el mismo Sampiero.

--¿Y sabe usted con qué motivo?

--Sí. Sampiero y mi antepasado cayeron en una emboscada genovesa y se
defendieron como leones; cayósele el casco a Sampiero y un genovés
a caballo iba a herirlo con la maza de armas, cuando Napoleón le
hundió el puñal en la juntura de la coraza; el jinete, al sentirse
herido, espoleó el caballo y huyó llevando el puñal de Napoleón tan
profundamente clavado en la herida que éste no había podido sacárselo;
ahora bien, como según parece, mi abuelo quería mucho aquel puñal, y
lamentaba haberlo perdido, Sampiero le regaló el suyo. Napoleón no
perdió en el cambio, porque éste, que es de fábrica española, perfora
dos monedas de cinco francos superpuestas.

--¿Puedo ensayarlo?

--¡Sin duda alguna!

Puse dos monedas de cinco francos en el suelo y las di un golpe
vigoroso y seco. Luciano no se había engañado. Cuando levanté el puñal
las dos monedas estaban clavadas en la punta, agujereadas de parte a
parte.

--¡Vaya, vaya!--exclamé,--no cabe duda de que es el puñal de Sampiero.
Pero lo que me sorprende es que teniendo una arma semejante se haya
valido de una cuerda para matar a su mujer.

--Ya no lo tenía, puesto que se la había regalado a mi antepasado.

--Es verdad.

--Sampiero tenía más de sesenta años cuando volvió expresamente de
Constantinopla a Aix para dar al mundo la gran lección de que no les
toca a las mujeres mezclarse en los asuntos del Estado.

Me incliné en señal de asentimiento y volví a poner el puñal en su
sitio.

--Y ahora--dije a Luciano que estaba acabando de vestirse,--ya está en
su clavo el puñal de Sampiero; pasemos a otro.

--¿Ve usted dos retratos, uno al lado del otro?

--Sí, Paoli y Napoleón.

--¡Bien! Cerca del retrato de Paoli hay una espada.

--Efectivamente.

--Era la suya.

--¿La espada de Paoli? ¿Y tan auténtica como el puñal de Sampiero?

--Por lo menos, porque, como el puñal, fué regalado, no a uno de mis
antepasados sino a una de mis abuelas. Sí; puede que haya oído usted
hablar de una mujer que, cuando la guerra de la independencia, fué a
presentarse a la torre de Sollecaro, acompañada por un jovencito.

--Cuénteme usted la historia.

--¡Oh! es muy corta.

--Mejor, porque ya no tenemos tiempo de charlar.

--Pues bien, la mujer y el jovencito se presentaron en la torre de
Sollecaro, solicitando hablar con Paoli. Pero como éste estaba ocupado
escribiendo, no se les dejó entrar; la mujer insistió y los centinelas
la apartaron. Paoli, que había oído ruido, abrió la puerta y preguntó
lo que ocurría. «Soy yo--dijo la mujer,--que deseaba hablarte». «¿Y qué
tenías que decirme?». «Quiero decirte que yo tenía dos hijos; ayer supe
que el mayor ha muerto defendiendo la patria, y he andado veinte leguas
para traerte al segundo».

--Me cuenta usted una escena de Esparta.

--Sí, a lo menos, se le parece.

--¿Y quién era esa mujer?

--Mi abuela. Paoli se desprendió la espada y se la dió.

--¡Vamos! mucho me agrada esa forma de pedir disculpas a una mujer.

--Sí, era digna del uno y de la otra.

--¿Y ese sable?

--Era el que Napoleón llevaba en la batalla de las Pirámides.

--¿Y ha venido a parar a la familia de una manera análoga a la de la
espada y el puñal, sin duda?

--Exactamente. Después de la batalla, Bonaparte dió orden a mi abuelo,
oficial de los guías, de que cargara con unos cincuenta hombres a un
pelotón de mamelucos que se sostenía aún, alrededor de un jefe herido.
Mi abuelo obedeció, dispersó el grupo y llevó el jefe herido al primer
cónsul. Pero, cuando quiso volver a envainar el sable, resultó que la
hoja estaba tan mellada por los sables damasquinados de los mamelucos,
que no pudo entrar en la vaina. Mi abuelo tiró entonces el sable y la
vaina, como inútiles, y Bonaparte, que le vió, le dió el suyo.

--Pero, en su lugar de usted, me agradaría tanto o más tener el sable
de mi abuelo, mellado y todo como estaba, que el del general en jefe,
por intacto que se haya conservado.

--También; mire usted enfrente y lo encontrará. El primer cónsul lo
recogió, le hizo incrustar en la empuñadura el diamante que lleva y lo
envió a mi familia con la inscripción que puede usted leer en la hoja.

Efectivamente, entre las dos ventanas, medio fuera de la vaina en la
que ya no podía entrar, estaba el sable, mellado y torcido, con esta
sencilla inscripción: «Batalla de las Pirámides, 21 julio 1798».

En ese momento, el mismo criado que me introdujo y que fué a anunciarme
la llegada de su joven amo, reapareció en el umbral.

--Excelencia--dijo dirigiéndose a Luciano,--la señora de Franchi manda
avisar que la comida está en la mesa.

--Está bien, Griffo--contestó el joven;--dígale usted que bajamos en
seguida.

Y salió de su gabinete, vestido, como él decía, de montañés, es decir,
con una blusa redonda de terciopelo, calzón y polainas; del otro traje
sólo conservaba la cartuchera en la cintura.

Me encontró ocupado en mirar dos carabinas colgadas una frente a la
otra, y ambas con una fecha incrustada en la culata: 20 de septiembre
de 1819, once de la mañana.

--Y estas carabinas--pregunté,--¿son también armas históricas?

--Sí, por lo menos para nosotros. Una es la de mi padre...

Y se interrumpió.

--¿Y la otra?--pregunté.

--La otra--dijo riendo,--la otra es la de mi madre. Pero bajemos, ya
sabe usted que nos aguardan.

Y pasando adelante para enseñarme el camino, me invitó a seguirle.




                                   III


Confieso que bajé preocupado con la última frase de Luciano: «Ésa es la
carabina de mi madre».

Me hizo mirar con mayor atención aún que en nuestra primera entrevista
a la señora de Franchi.

Al entrar en el comedor, el joven le besó la mano, y ella recibió aquel
homenaje con la dignidad de una reina.

--Disculpe usted, mamá, pero creo que la hemos hecho esperar.

--La culpa sería mía, señora--dije inclinándome;--el señor Luciano
me ha contado y mostrado cosas tan curiosas que, con mis incesantes
preguntas, le he hecho perder el tiempo.

--Tranquilícese usted--contestó la dama,--acabo de bajar en este mismo
instante; pero--continuó dirigiéndose a su hijo,--tenía prisa por
pedirte noticias de Luis.

--¿Está, acaso, indispuesto?--pregunté.

--Luciano lo teme--contestó la señora.

--¿Ha recibido usted cartas de su hermano?

--No, y eso es precisamente lo que me inquieta.

--Pero, ¿cómo sabe usted que está indispuesto?

--Porque yo también lo he estado en estos últimos días.

--Disculpe usted mis eternas preguntas... pero eso no me explica...

--¿No sabe usted que somos gemelos?

--Sí, me la dijo el guía...

--¿No sabe usted que cuando vinimos al mundo estábamos aún unidos por
el costado?

--No; ignoraba esta circunstancia.

--Pues hubo que recurrir al escalpelo para separarnos, y sin duda
por eso, por alejados que estemos ahora, seguimos teniendo el mismo
cuerpo, de tal modo que la impresión, física o moral que experimenta
uno cualquiera de nosotros, repercute en el otro. Pues bien, en estos
últimos días, y sin motivo alguno, he estado triste, taciturno,
sombrío. He sentido crueles opresiones del corazón: es evidente que mi
hermano está sufriendo algún profundo pesar.

Miré con asombro a aquel joven, que me afirmaba cosas tan extrañas sin
que pareciera abrigar la menor duda, sobre ellas; la madre, por lo
demás, parecía tener la misma convicción; sonrióse tristemente y dijo:

--Los ausentes están en la mano de Dios. Lo principal es que tengas la
seguridad de que vive.

--Si hubiese muerto--dijo tranquilamente Luciano,--yo lo hubiera vuelto
a ver.

--Y me lo hubieras dicho, ¿no es verdad, hijo mío?

--¡Oh! ¡Inmediatamente; se lo juro a usted, madre!

--Bien... Y perdóneme usted, caballero--agregó, volviéndose hacia
mí,--si no he sabido reprimir mis inquietudes de madre: pero no sólo se
trata de que Luis y Luciano sean mis hijos, sino también de que son los
últimos de nuestro nombre... Tenga usted la bondad de sentarse aquí, a
mi derecha... Luciano, siéntate ahí.

E indicó a su hijo el asiento vacío de su izquierda.

Nos sentamos en el extremo de una larga mesa, en la cual había, en el
opuesto, otros seis cubiertos, destinados, a lo que en Córcega se llama
la familia; es decir, a esos personajes que en las grandes casas están
entre los amos, y los criados.

La mesa fué copiosamente servida; pero confieso que, aunque dotado
por el momento de un apetito devorador, me contenté con aplacarlo
materialmente, sin que mi espíritu preocupado me permitiera saborear
ninguno de los delicados placeres de la gastronomía. Me parecía, en
efecto, al entrar en aquella casa, haber entrado en un mundo extraño,
en el que vivía como en un sueño. ¿Quién era aquella mujer, que tenía
su carabina como un soldado? ¿Quién aquel hermano que sentía los mismos
dolores de su otro hermano, a trescientas leguas de allí? ¿Qué quería
decir aquella madre que hacía jurar a su hijo que si veía a su hermano
muerto, no dejara de decírselo?

Se confesará que en lo que me pasaba había amplio tema para la
meditación.

Sin embargo, como observé que mi silencio podía parecer descortés,
levanté la frente sacudiendo la cabeza, como para alejar aquella masa
de pensamientos.

La madre y el hijo vieron al punto que deseaba volver a la conversación.

--Y--dijo Luciano, como si reanudara un tema interrumpido,--¿se ha
decidido usted a venir a Córcega?

--Sí, como usted ve; tenía hace mucho este proyecto, y por fin he
podido realizarlo.

--Y la verdad es que ha hecho usted bien en no tardar demasiado, porque
dentro de algunos años, con la invasión progresiva de los gustos y las
costumbres francesas, los que vengan buscando la Córcega, ya no la
encontrarán.

--En todo caso--repliqué,--si el antiguo espíritu nacional retrocede,
ante la civilización y se refugia en algún rincón de la isla, ha de ser
seguramente en la provincia de Sartène, y en el valle del Taravo.

--¿Lo cree usted?--dijo el joven sonriendo.

--Pero... me parece que cuanto tengo en torno mío y a mi vista es un
bello y noble cuadro de las viejas costumbres corsas...

--Sí, y sin embargo, entre mi madre y yo, frente a cuatrocientos años
de recuerdos, en esta casa con buhardas y almenas, el espíritu francés
ha venido a buscar a mi hermano, nos lo ha quitado, lo ha transportado
a París... Cuando vuelva, ya abogado, vivirá en Ajaccio en lugar de
habitar la casa de su padres; pleiteará: si tiene talento llegará,
quizás, a ser procurador del rey; entonces perseguirá a los pobres
diablos que han «quitado un pellejo», como se dice por aquí; confundirá
al asesino con el matador, como lo hacía usted hace un momento; pedirá,
en nombre de la ley, la cabeza de los que hayan hecho lo que nuestros
padres consideraban deshonroso no hacer; substituirá el juicio de los
hombres al juicio de Dios, y, por la noche, cuando haya reclutado una
cabeza para el verdugo, creerá haber servido al país, haber aportado su
piedra al templo de la civilización... como dice nuestro prefecto...
¡Ay, Dios mío, Dios mío!

Y el joven alzó los ojos al cielo, como debió hacerlo Aníbal después de
la batalla de Zama.

--Pero--le contesté,--ya ve usted que Dios ha querido equilibrar las
cosas, pues mientras ha hecho a su hermano sectario de los nuevos
principios, lo ha hecho a usted partidario de las viejas costumbres.

--Si, pero ¿quién me dice que mi hijo, si lo tengo, no imitará a su tío
en vez de imitarme a mí? Y, vamos, ¿acaso yo mismo no me dejo llevar a
cosas indignas de un de Franchi?

--¡Usted!--exclamé asombrado.

--¡Sí, yo, Dios mío, yo! ¿Quiere usted que le diga lo que ha venido a
buscar a la provincia de Sartène?

--Diga usted.

--Ha venido con su curiosidad de hombre de mundo, de artista o de
poeta; no sé quién es usted ni se lo pregunto; nos lo dirá cuando nos
separemos, si tiene gusto en ello: siendo huésped nuestro, puede usted
guardar silencio; tiene usted la más completa libertad... ¡Pues bien!
Usted ha venido con la esperanza de ver alguna aldea entregada a la
_vendetta_, de ser puesto en relación con algún bandido original, como
los que Mérimée ha pintado en su _Colomba_.

--Pues me parece que no he caído mal--contesté;--o no he mirado bien, o
esta casa es la única que no está fortificada en la aldea.

--Lo que prueba que yo también degenero; mi padre, mi abuelo, mi
bisabuelo, cualesquiera de mis antepasados, hubieran tomado partido
a favor de una de las dos facciones que dividen la aldea desde hace
diez años. ¡Pues bien! ¿Sabe usted lo que soy en medio de todo esto,
entre los tiros de escopeta, los estiletazos y las puñaladas? Pues soy
árbitro... Ha venido usted a la provincia de Sartène para ver bandidos,
¿no es verdad? Pues véngase esta noche conmigo, y le enseñaré uno.

--¡Cómo! ¿permite usted que le acompañe?

--Si puede interesarle, sólo depende de usted.

--¡Caramba! pues acepto con el mayor gusto.

--Este caballero está muy fatigado--dijo la señora de Franchi,
dirigiendo una mirada a su hijo, como si compartiera la vergüenza que
éste experimentaba al ver degenerar de aquel modo la Córcega.

--No, madre, no; es necesario que venga, y cuando en algún salón
parisiense se le hable de las terribles _vendette_ y de los implacables
bandidos corsos, que todavía causan miedo a los niños de Bastia y
Ajaccio, pueda por lo menos encogerse de hombros; y decir la verdad.

--¿Pero, de qué ha nacido esa gran querella que, según me parece
comprender, está ahora a punto de apagarse?

--¡Oh!--dijo Luciano,--en una querella cualquiera no es el motivo sino
el resultado lo que importa. Si una mosca al volar de través ha causado
la muerte de un hombre, no por tratarse de una mosca deja de haber un
hombre muerto.

Comprendí que le costaba decirme la causa de la terrible guerra que,
desde hacía diez años, asolaba a Sollecaro. Pero, como es natural,
cuanto más discreto se mostraba más exigente fuí.

--Esa querella tiene necesariamente que tener algún motivo, por pequeño
que sea. ¿Es un secreto?

--¡Oh, no, Dios mío! La diferencia nació entre los Orlandini y los
Colonna.

--¿A raíz de qué?

--Ya que usted lo exige, le diré que una gallina escapó del gallinero
de los Orlandini y fué a parar al de los Colonna. Los Orlandini fueron
a reclamar su gallina; los Colonna sostuvieron que era suya; los
Orlandini amenazaron a los Colonna con llevarlos ante el juez de paz
y hacerles prestar juramento. Entonces la anciana madre que tenía la
gallina en la mano le retorció el pescuezo y se la tiró a la cara a la
vecina, diciéndole: «¡Bueno, ya que es tuya, cómetela!». Uno de los
Orlandini recogió entonces la gallina por las patas y quiso golpear
con ella a la que la había tirado a la cara de su hermana. Pero, en el
mismo momento en que levantaba la mano, un Colonna que, por desgracia,
tenía la escopeta cargada, le descargó un tiro a quema ropa y lo dejó
muerto.

--¿Y cuántas existencias han pagado esa riña?

--Ya van nueve personas muertas...

--¡Y eso por una miserable gallina que no valía un franco!

--Sin duda; pero ya le he dicho a usted que no hay que considerar la
causa sino el resultado.

--Y, porque ha habido hasta aquí nueve personas muertas, es necesario
ahora que haya una décima...

--Ya ve usted que no, puesto que me he convertido en árbitro...

--¿A ruego, sin duda, de una de las dos familias?

--¡Ah, no! Dios mío, a ruegos de mi hermano, a quien han hablado del
asunto en casa del canciller de Francia. ¡Y yo le pregunto a usted
qué diablos tienen que ver en París con lo que ocurre en una pobre
aldea de Córcega! Sin duda debe ser el prefecto quien nos ha hecho
esa mala partida, diciendo que, si yo consentía en decir una palabra,
todo acabaría como en las comedias con un casamiento y una copla al
público; entonces se habrán dirigido a mi hermano, que ha tomado el
asunto por su cuenta y que me ha escrito diciéndome que ha comprometido
su palabra en mi nombre. ¡Qué quiere usted!--agregó el joven alzando
la cabeza,--no podía decirse allí que un de Franchi había comprometido
la palabra de su hermano y que este hermano no había hecho honor al
compromiso.

--¿De manera que usted lo ha arreglado todo?

--¡Mucho lo temo!

--¿Y vamos a ver al jefe de uno de los partidos, sin duda?

--Precisamente, anoche vi al otro.

--¿Y ahora, vamos a visitar a un Orlandini o a un Colonna?

--A un Orlandini.

--¿La cita es lejos de aquí?

--En las ruinas del castillo de Vicentello d’Istria.

--¡Ah! es verdad, me habían dicho que esas ruinas se hallaban en estos
alrededores.

--A una legua de aquí, más o menos.

--¿De modo que llegaremos en unos tres cuartos de hora?

--Cuando mucho.

--Luciano--dijo la señora de Franchi,--no te olvides de que no hablas
de ti. Tú, montañés, necesitas tres cuartos de hora apenas; pero el
señor no podrá ir por los caminos que recorres tú.

--Es verdad; necesitaremos por lo menos hora y media.

--Entonces no hay tiempo que perder--agregó la señora de Franchi
mirando el reloj.

--¿Permite usted entonces que la dejemos?--dijo Luciano.

La madre le tendió la mano, que el joven besó con el mismo respeto que
la vez anterior.

--Sin embargo--dijo Luciano, dirigiéndose a mí,--si prefiere usted
terminar tranquilamente de comer y luego subir a su habitación a
calentarse los pies mientras fuma un cigarro...

--¡No, no!--exclamé.--¡Me ha prometido usted un bandido, y no me voy
sin él!...

--¡Pues bien! vamos a tomar las escopetas, y en marcha.

Saludé respetuosamente a la señora de Franchi, y salimos, precedidos
por Griffo que nos alumbraba.

No tardamos mucho en prepararnos. Me puse un cinturón de viaje, que
había mandado hacer antes de salir de París, del que pendía una especie
de cuchillo de caza, y que encerraba de un lado la pólvora, y del otro
las municiones.

En cuanto a Luciano, reapareció con su cartuchera, una escopeta de
dos cañones de Mantón, y un gorro puntiagudo, obra maestra de bordado
salido de las manos de alguna Penélope de Sollecaro.

--¿Voy también con su excelencia?--preguntó Griffo.

--No, es inútil--contestó Luciano;--pero suelta a Diamante; puede que
levante algún faisán, y con esta luna se le podrá tirar como si fuera
de día.

Un momento después, un gran perro de caza daba saltos aullando de
alegría en torno nuestro.

Dimos diez pasos fuera de casa.

--A propósito--dijo Luciano, volviéndose,--avisa en la aldea que si
oyen algunos tiros los habremos tirado nosotros, cazando.

--Descuide usted, excelencia.

--Sin esta precaución--agregó Luciano,--hubieran podido creer que
habían vuelto a empezar las hostilidades, y hubiéramos oído el eco de
nuestras escopetas, repercutiendo en las calles de Sollecaro.

Dimos algunos pasos más, y luego tomamos a la derecha, en una
callejuela que conducía en línea recta a la montaña.




                                   IV


Aunque apenas estuviéramos a principios de marzo el tiempo era
magnífico, y hubiera podido decirse que hacía calor, si una brisa
encantadora no nos refrescara, trayéndonos, al propio tiempo el acre
y vivaz perfume de la mar. La luna clara y brillante levantábase
detrás del monte de Cagna, y hubiérase dicho que derramaba cascadas de
luz sobre toda la vertiente occidental que separa la Córcega en dos
partes y forma en cierto modo de una sola isla dos países diferentes,
siempre en guerra o poco menos el uno contra el otro. A medida que
subíamos y que las gargantas en que corre el Tavaro se hundían en una
noche cuya obscuridad trataba en vano de penetrar la vista, veíamos
el Mediterráneo tranquilo, semejante a un bruñido espejo de acero,
extenderse en el horizonte. Ciertos ruidos peculiares de la noche,
sea porque durante el día desaparecen bajo otros ruidos, sea porque
realmente se despiertan con las tinieblas, dejábanse oir entonces y
producían--no en Luciano que, acostumbrado a ellos, podía reconocerlos,
sino sobre mí, para quien eran extraños,--singulares sensaciones de
sorpresa, y mantenían en mi espíritu esa emoción continua que presta
mayor interés a todo cuanto se ve.

Cuando llegamos a una especie de pequeña encrucijada en que el camino
se dividía en dos, es decir en un camino que parecía rodear la montaña
y en un sendero además visible que subía recto por ella, Luciano se
detuvo.

--Veamos--dijo,--¿tiene usted piernas de montañés?

--Piernas, sí, pero vista, no.

--¿Es decir que siente usted vértigos?

--Sí, el vacío me atrae irresistiblemente.

--Entonces podemos tomar este sendero que no le presentará precipicios
sino simples dificultades de terreno.

--¡Oh! en cuanto a las dificultades del terreno estoy tranquilo.

--Tomemos, pues, el sendero que nos ahorra tres cuartos de hora de
camino.

--Tomemos el sendero.

Luciano se internó adelante en un bosquecillo de encinas verdes, y yo
le seguí. Diamante caminaba a cincuenta o sesenta pasos de nosotros,
registrando el bosque a derecha e izquierda, y volviendo de vez en
cuando al sendero, meneando alegremente la cola para anunciarnos
que podíamos sin peligro y confiados en su instinto, continuar
tranquilamente nuestra marcha. Se veía que como los caballos comodines
de los semielegantes, agentes de cambio por la mañana y petimetres a
la tarde, que buscan un animal que les sirva al propio tiempo para el
tílbury y la silla, Diamante estaba adiestrado para la caza del bípedo
y el cuadrúpedo, el bandido y el jabalí.

Para no parecer completamente ignorante de las costumbres corsas, hice
esta observación a Luciano.

--Se engaña usted--me contestó,--Diamante caza al propio tiempo
animales y hombres, pero los hombres que caza no son bandidos, son la
triple raza del gendarme, el soldado de caballería y el voluntario.

--¡Cómo!--exclamé.--¿Diamante es entonces un perro de bandido?

--Usted lo ha dicho. Diamante pertenecía a un Orlandini a quien de vez
en cuando enviaba yo al campo pan, pólvora, balas, las diversas cosas
que puede necesitar un bandido. Fué muerto por un Colonna, y al día
siguiente recibí su perro que, como tenía costumbre de ir a casa, me
tomó fácilmente cariño.

--Pero me parece que desde mi cuarto, o desde el de su hermano de
usted, mejor dicho, he visto a la cadena un perro que no era Diamante.

--Sí, ése es Brusco; tiene las mismas cualidades que éste, pero me
viene de un Colonna muerto por un Orlandini: de esto resulta que
cuando voy a visitar a un Colonna tomo a Brusco, y cuando, por el
contrario, tengo que ver a un Orlandini, desalo a Diamante. Si se
tiene la desgracia de desatar a ambos al mismo tiempo, se hacen
pedazos. También--continuó Luciano con risa amarga,--los hombres pueden
reconciliarse, hacer las paces, comulgar con la misma hostia, pero los
perros no volverán a comer en el mismo plato...

--¡Vaya en gracia!--exclamé riendo a mi vez,--éstos si que son
verdaderos perros corsos; pero me parece que Diamante, como todos los
corazones modestos, rehuye nuestras alabanzas: desde que hablamos de él
no hemos vuelto a verlo.

--¡Oh! no se preocupe usted por eso; sé dónde está.

--¿Dónde, si no es una indiscreción?

--Está en el _mucchio_.

Iba a hacer una nueva pregunta, a riesgo de fatigar a mi interlocutor,
cuando se dejó oir un aullido, tan triste, tan prolongado y tan
lamentable que me estremecí y me detuve poniendo la mano en el hombro
del joven.

--¿Qué es eso?--pregunté.

--Es Diamante que llora.

--¿Y a quién llora?

--A su amo. ¿Cree usted que los perros son hombres, y que olvidan a los
que los han amado?

--¡Ah! ¡comprendo!--exclamé.

Diamante dejó oir un segundo aullido, más prolongado, más triste y más
lamentable que el primero.

--Sí--continuó,--su amo ha sido muerto, y nos acercamos al sitio en
que le mataron, precisamente, y el perro nos ha abandonado para ir al
_mucchio_.

--¿De modo que el _mucchio_ es la tumba?

--Sí, es decir, el monumento que cada uno que pasa va erigiendo sobre
la fosa de todo hombre asesinado, arrojando sobre ella una piedra o una
rama de árbol. De ahí resulta que en lugar de achatarse como las demás
tumbas bajo los pies de ese gran nivelador que se llama el tiempo, la
tumba de la víctima va creciendo sin cesar, símbolo de la venganza que
debe sobrevivirle y crecer sin tregua en el corazón de sus parientes
más próximos.

Sonó un tercer aullido, pero esta vez tan cerca de nosotros que no pude
dejar de estremecerme, aunque ya supiese perfectamente su causa.

En efecto, en la curva de un sendero, vi blanquear, a unos veinte pasos
de nosotros, un montón de piedras que formaba una pirámide de cuatro o
cinco pies de altura. Era el _mucchio_. Diamante estaba sentado al pie
de aquel extraño monumento, con el cuello tendido y la boca abierta.

Luciano recogió una piedra, y quitándose el gorro, se acercó al
_mucchio_.

Hice lo mismo, imitándole en todo.

Cuando llegó junto a la pirámide rompió una rama de encina, arrojó
primero la piedra y en seguida la rama; luego hizo con el pulgar
la rápida señal de la cruz, costumbre corsa, si las hay, que se le
escapaba al mismo Napoleón en ciertas circunstancias terribles.

Yo repetí todas sus acciones.

En seguida volvimos a ponernos en camino, pensativos y silenciosos.
Diamante se quedó detrás.

Habrían pasado unos diez minutos cuando oímos un postrer aullido, y
casi al mismo tiempo con la cabeza baja y la cola entre las piernas
Diamante pasó junto a nosotros, avanzó un centenar de pasos, y volvió a
su papel de explorador.

Seguíamos avanzando, entretanto, y como me lo advirtiera Luciano, el
sendero iba haciéndose cada vez más escarpado. Me colgué la escopeta,
pues vi que pronto iba a necesitar de mis dos manos. En cuanto a mi
guía, continuaba caminando con la misma soltura, y no parecía notar las
dificultades del terreno.

Después de trepar durante algunos minutos a través de las rocas,
ayudándonos con las lianas y las raíces, llegamos a una especie de
plataforma dominada por algunas murallas en ruinas. Esas ruinas eran
las del castillo de Vicentello d’Istria, y allí terminaba nuestro
viaje. Al cabo de cinco minutos habíamos terminado otra escarpada más
difícil y áspera que la primera. Luciano, que había llegado a la última
plataforma, me tendió la mano y me ayudó a subir junto a él.

--¡Vaya, vaya!--exclamó,--no lo hace usted tan mal, para ser parisiense.

--Consiste--le contesté,--en que el parisiense a quien acaba usted de
ayudar a hacer el último salto, ha hecho ya varias excursiones de este
género.

--Sí--dijo Luciano riendo,--¿no tienen ustedes cerca de París una
montaña que se llama Montmartre?

--Sí, pero además de Montmartre, de la que ni me avergüenzo, he trepado
también otras montañas, que se llaman el Righi, el Faulhorn, el Gemni,
el Vesubio, el Stromboli, el Etna.

--¡Oh! pues ahora le toca a usted tenerme en menos, porque jamás he
subido a otra que el Monte Rotondo. Sea como sea, ya hemos llegado;
hace cuatro siglos, mis antepasados le hubiesen abierto a usted las
puertas diciéndole: «Sed el bienvenido a nuestro castillo». Hoy, el
descendiente le muestra a usted esta brecha y le dice: «Sea usted el
bienvenido a nuestras ruinas».

--¿Este castillo ha pertenecido a su familia de usted después de la
muerte de Vicentello d’Istria?--le pregunté reanudando la conversación
en el punto en que la habíamos dejado.

--No; sino antes de su nacimiento: era entonces la morada de una de mis
antepasadas, la famosa Savilia, viuda de Luciano de Franchi.

--¿No se lee en Philippini una terrible historia sobre esa mujer?

--Sí, si fuese de día podría usted ver todavía, desde aquí, las ruinas
del castillo de Valle; allí habitaba el señor de Giudice, tan odiado
como amada era ella, tan feo como ella hermosa. Él se enamoró, y como
Savilia no se apresuraba a corresponder a ese amor de acuerdo con sus
deseos, la hizo advertir de que, si no se resolvía a aceptarle por
esposo en un plazo dado, sabría apoderarse de ella por la fuerza.
Savilia fingió que cedía, e invitó a Giudice a que fuera a comer con
ella. Giudice, loco de contento, olvidando que no había arribado a
aquel halagüeño resultado sino por medio de amenazas, fué a la cita,
acompañado por unos pocos servidores solamente. Cerróse la puerta tras
ellos, y cinco minutos después, Giudice, prisionero, era encerrado en
un calabozo.

Pasé por el camino indicado, y me encontré en una especie de patio
cuadrado. A través de las aberturas excavadas por el tiempo, la luna
tendía sobre el suelo sembrado de escombros, grandes manchas de luz.
Todo el resto del terreno permanecía en la sombra que proyectaban los
muros todavía en pie.

Luciano sacó el reloj.

--¡Ah!--dijo,--hemos llegado veinte minutos antes; sentémonos; debe
usted estar cansado.

Nos sentamos, o mejor dicho, nos acostamos en un declive cubierto de
césped frente a la gran brecha.

--Pero me parece que ésa no es la historia completa--dije.

--No--continuó Luciano;--porque todas las mañanas, y todas las tardes
Savilia bajaba al calabozo en que estaba encerrado Giudice, y allí,
separado de él por una simple reja, se desnudaba, y mostrándose
desnuda al cautivo: «Giudice--le decía,--¿cómo es que un hombre tan
feo como tú, ha podido creer nunca que poseería todo esto?» Este
suplicio duró tres meses, renovándose dos veces al día. Pero, al cabo
de esos tres meses, gracias a una criada a quien compró, Giudice logró
escapar. Volvió entonces con sus vasallos, mucho más numerosos que los
de Savilia, tomó el castillo por asalto, y apoderándose a su vez de
Savilia la expuso desnuda, en una jaula de hierro, en una encrucijada
del bosque llamada Bocca di Cilaccia, ofreciendo él mismo la llave de
esa jaula a todos los que, al pasar, se sentían tentados por aquella
belleza: al cabo de tres días de esta prostitución pública Savilia
murió...

--¡Caramba!--exclamé,--parece que sus antepasados no entendían del todo
mal la venganza, y que sus descendientes han degenerado un poco cuando
se limitan a matarse de un tiro o de una puñalada...

--Sin añadir que van a acabar por no matarse de ninguna manera. Pero,
por lo menos--agregó el joven,--las cosas no han pasado así en esta
familia. Los dos hijos de Savilia, que estaban en Ajaccio, bajo la
tutela de su tío, fueron educados como verdaderos corsos y continuaron
haciendo la guerra a los hijos de Giudice. Esa guerra ha durado cuatro
siglos, y como usted puede haberlo visto, en las carabinas de mi padre
y de mi madre, no terminó hasta el 21 de septiembre de 1819 a las once
de la mañana.

--En efecto, recuerdo esa inscripción, cuya explicación no tuve tiempo
de pedirle, a usted, pues acababa de leerla cuando nos llamaron a la
mesa.

--Hela aquí: En 1819 sólo quedaban dos hermanos de la familia Giudice;
de la de los de Franchi no existía más que mi padre, que se había
casado con una prima.

Tres meses después de este casamiento, los Giudice resolvieron acabar
de un golpe con los nuestros. Uno de los hermanos se emboscó en el
camino de Olmeto para aguardar a mi padre que volvía de Sartène,
mientras que el otro, aprovechando esa ausencia, debía asaltar nuestra
casa. El plan se ejecutó, pero acabó de una manera que no aguardaban
los agresores. Mi padre, avisado, se puso en guardia; mi madre,
advertida también, reunió a sus pastores, de modo que en el momento del
doble ataque ambos estaban a la defensiva: mi padre en la montaña, mi
madre en su propio cuarto... Al cabo de cinco minutos de combate los
dos hermanos Giudice caían, el uno herido por mi padre, el otro por
mi madre. Viendo caer a su enemigo mi padre sacó el reloj: ¡eran las
once! Viendo caer a su adversario, mi madre miró el reloj de su cuarto:
¡eran las once! Todo estaba terminado en el mismo minuto: ya no había
Giudice, la raza quedaba destruída. La familia de Franchi, victoriosa,
quedó desde entonces tranquila, y como había realizado dignamente su
obra durante esa guerra de cuatro siglos, ya no se mezcló en nada; pero
mi padre hizo grabar la fecha y la hora de aquel extraño acontecimiento
en la culata de las carabinas y las colgó a ambos lados del reloj,
donde usted las ha visto. Siete meses después mi madre dió a luz dos
gemelos, uno de los cuales es un servidor de usted, el corso Luciano, y
el otro el filántropo Luis, su hermano.

En ese mismo instante, y en uno de los trozos de terreno iluminados por
la luna, vi proyectarse la sombra de un hombre y un perro.

Era la del bandido Orlandini, y la de nuestro amigo Diamante.

El reloj de Sollecaro daba lentamente las nueve.

Mas ese Orlandini era, según se ve, de la misma opinión de Luis XV, que
tenía por máxima, como se sabe, que la puntualidad es la cortesía de
los reyes.

Era imposible ser más puntual que aquel rey de la montaña, a quien
Luciano había dado cita a las nueve en punto. Al verle, ambos nos
pusimos en pie.




                                  V


--¿No está usted solo, señor Luciano?--dijo el bandido.

--No se preocupe usted por eso, Orlandini: el señor es un amigo que ha
oído hablar de usted y que ha querido visitarle. Me ha parecido que no
debía negarle esa satisfacción.

--El señor es el bienvenido en el campo--dijo el bandido inclinándose y
dando en seguida algunos pasos hacia nosotros.

Le devolví el saludo con la más puntual cortesía.

--¿Deben ustedes haber llegado hace ya rato?--continuó Orlandini.

--Sí, hace unos veinte minutos.

--Eso es; oí la voz de Diamante que aullaba en el mucchio, y hace ya
un cuarto de hora que me alcanzó. Qué animal tan bueno y fiel, ¿no es
verdad, señor Luciano?

--Sí, ésa es la palabra, Orlandini, bueno y fiel--contestó Luciano
acariciando al perro.

--Pero desde que usted sabía que el señor Luciano estaba aquí--le
pregunté:---¿Por qué no ha venido usted antes?

--Porque no teníamos cita hasta las nueve--contestó el bandido,--y es
ser tan poco puntual llegar un cuarto de hora antes como un cuarto de
hora después.

--¿Me lo echa usted en cara, Orlandini?--preguntó Luciano riendo.

--No, señor, podía usted tener sus razones para eso; además, está usted
acompañado, y probablemente ha faltado a sus costumbres a causa del
señor; porque usted también es puntual, señor Luciano, y yo lo sé
mejor que nadie: se ha incomodado tantas veces por mí...

--No hay para que agradecérmelo, Orlandini, porque probablemente esta
vez será la última.

--¿No tenemos algo que decirnos al respecto, señor Luciano?--preguntó
el bandido.

--Sí, y si quiere usted seguirme...

--Estoy a sus órdenes.

Luciano se volvió hacia mí, diciendo:--Usted me disculpará, ¿no es
cierto?

--Es usted muy dueño, siga usted.

Ambos se alejaron, y subiendo a la brecha en que se me había aparecido
Orlandini, se detuvieron permaneciendo de pie, y destacándose
vigorosamente sobre la luz de la luna que parecía bañar los contornos
de sus dos siluetas sombrías, con un flúido de plata.

Sólo entonces pude mirar atentamente a Orlandini.

Era un hombre alto, de larga barba, y vestido exactamente del mismo
modo que el joven de Franchi, con la única diferencia de que sus
vestidos llevaban la huella de un frecuente contacto con los matorrales
en que vivía como propietario, las zarzas entre las que había tenido
que huir más de una vez, y la tierra en que dormía noche a noche.

Yo no podía saber lo que decían, primero porque estaban a unos veinte
pasos de mí y luego porque hablaban en dialecto corso. Pero, por sus
ademanes, veía fácilmente que el bandido refutaba con gran calor una
serie de razonamientos que el joven exponía con una calma que hacía
honor a su imparcialidad en el asunto. Por último, los ademanes de
Orlandini fueron haciéndose menos frecuentes y menos enérgicos; su
misma palabra pareció languidecer: ante una postrera observación bajó
la cabeza y luego, al cabo de un instante, tendió la mano al joven.

No cabía duda de que la conferencia había terminado, porque ambos se
adelantaron hacia el sitio en que yo me hallaba:

--Mi querido huésped--dijo Luciano,--aquí está Orlandini que desea
estrecharle la mano para darle las gracias.

--Las gracias ¿de qué?--le pregunté.

--Pues de que acceda usted a ser uno de sus padrinos. Me he
comprometido en su nombre de usted.

--Si se ha comprometido usted por mí, ya comprenderá usted que acepto
sin saber siquiera de qué se trata.

Tendí la mano al bandido que me hizo el honor de tocarla con la punta
de los dedos.

--De ese modo--continuó Luciano,--podrá usted decir a mi hermano que
todo queda arreglado de acuerdo con sus deseos, y hasta que usted mismo
ha firmado el contrato.

--Lo que quiere decir que se trata de un casamiento...

--No, todavía no, pero ya vendrá probablemente.

Una sonrisa desdeñosa pasó por los labios del bandido.

--Vaya por la paz, señor Luciano, ya que usted lo exige--dijo,--pero
nada de alianzas: no se habla de eso en el tratado.

--No--dijo Luciano,--sólo está escrito, según todas las probabilidades,
en lo porvenir. Pero, hablemos de otra cosa, ¿no ha oído usted nada
mientras hablábamos con Orlandini?

--¿De lo que ustedes decían?

--No, sino de lo que hacía un faisán por aquí cerca.

--En efecto, me parece haber oído cacareo de un faisán; pero temí
equivocarme...

--Pues no se equivocaba usted: hay un macho posado en una rama del gran
castaño que usted conoce, señor Luciano, a cien pasos de aquí. Lo oí
hace un momento, cuando pasaba por allí.

--¡Vaya, pues!--exclamó alegremente Luciano,--hay que comérselo mañana.

--Ya estaría en el suelo--dijo Orlandini,--si no hubiera temido que en
la aldea creyeran que no se trataba sólo de un faisán.

--He hecho avisar--replicó Luciano.

Y volviéndose hacia mí, añadió echándose al hombro la escopeta que
acababa de cargar.

--A usted le corresponde el honor.

--Perdone usted, pero no estoy tan seguro como todo eso de mi puntería;
me importa mucho tener mi parte en el faisán; de modo que debe usted
tirarle.

--La verdad es--dijo Luciano,--que usted no está acostumbrado a cazar
de noche y tiraría demasiado bajo; además, si no tiene usted nada que
hacer durante el día, podrá tomar el desquite mañana.

Salimos de las ruinas por el lado opuesto al de nuestra entrada, y
Luciano iba a la cabeza; en el momento que nos internábamos en los
matorrales el faisán, denunciándose a sí mismo, se puso a cacarear de
nuevo.

Estaba a ochenta pasos de nosotros, casi oculto entre las ramas de
un castaño al que no era posible acercarse, pues estaba rodeado de
matorral por todos lados.

--¿Cómo se acercará usted a él, sin que le oiga?--pregunté a
Luciano.--No me parece cosa fácil.

--No--me contestó.--Si pudiera verlo le tiraría desde aquí.

--¿Cómo desde aquí? ¿Tiene usted una escopeta que mate faisanes a
ochenta pasos?

--A munición, no; a bala, sí.

--Ah ¿conque a bala? no hablemos más; ha hecho usted bien en encargarse
del tiro.

--¿Quiere usted verlo?--preguntó Orlandini.

--Sí--contesté;--confieso que me agradaría.

--Aguarde usted entonces.

Y Orlandini se puso a imitar el cloqueo del faisán hembra.

Inmediatamente, sin ver el faisán, notamos un movimiento en las
hojas del castaño; el faisán iba subiendo de rama en rama, mientras
contestaba con su cacareo a las invitaciones que le hacía Orlandini.

Por fin apareció en la copa del árbol, perfectamente visible,
destacándose vigorosamente sobre el blanco mate del cielo.

Orlandini calló, y el faisán se quedó inmóvil.

Luciano bajó la escopeta, y después de apuntar un segundo, disparó el
tiro.

El faisán cayó como una pelota.

--¡Busca!

Y Diamante se lanzó al matorral y cinco minutos después volvió con el
faisán en la boca. La bala le había atravesado el cuerpo.

--Lindo tiro--dije.--Lo felicito a usted, sobre todo por haberlo hecho
con una escopeta de dos cañones.

--¡Oh!--dijo Luciano,--tengo menos mérito del que usted cree; uno de
los cañones es rayado y dispara con bala como una carabina.

--No importa, aunque fuese con carabina, el tiro merecería una mención
honorífica.

--¡Bah!--exclamó Orlandini interviniendo,--con carabina el señor
Luciano perfora una moneda de cinco francos a trescientos pasos.

--¿Y tira usted lo mismo con pistola?

--Pues--contestó Luciano,--a veinticinco pasos más o menos, cortaría
siempre seis balas sobre doce en la hoja de un cuchillo.

Me quité el sombrero y saludé a Luciano.

--¿Y su hermano--le pregunté,--es de su misma fuerza?

--¡Mi hermano! ¡Pobre Luis! Jamás ha tocado una escopeta ni una
pistola. Por eso, mi gran temor es que se encuentre con alguna cuestión
en París. Porque, valiente como es, y por sostener el honor del país,
se haría matar.

Y Luciano guardó el faisán en el ancho bolsillo de su blusa de
terciopelo.

--Y ahora hasta mañana, mi querido Orlandini--agregó.--Conozco
su puntualidad; a las diez, usted, sus parientes y sus amigos se
encontrarán en el extremo de la calle, ¿no es así? Del lado de la
montaña, al extremo opuesto de la calle se encontrará Colonna con sus
parientes y sus amigos. Nosotros estaremos en el atrio de la iglesia.

--Está convenido, señor Luciano; gracias por la molestia. Y usted,
señor--continuó Orlandini, volviéndose hacia mí y saludando,--gracias
por el honor que me hace.

Y después de este cambio de cumplidos, nos separamos, Orlandini se
internó en los matorrales, y nosotros tomamos otra vez el camino de la
aldea.

Diamante se quedó un momento indeciso entre Orlandini y nosotros,
mirando alternativamente a derecha e izquierda. Después de cinco
minutos de vacilación nos hizo el honor de preferirnos.

Confieso que no había dejado de causarme inquietud, mientras subíamos
la doble muralla de rocas de que he hablado, la manera de bajarla; la
bajada es, generalmente, como se sabe, mucho más dificultosa que la
subida. Vi, pues, no sin placer, que Luciano, adivinando sin duda mi
pensamiento, tomaba otro camino.

Este camino ofrecía una ventaja más y era la de la conversación que
naturalmente, interrumpían los parajes escarpados. Ahora bien, como el
declive era suave y el camino fácil, apenas hubimos andado cincuenta
pasos me entregué a mis habituales interrogaciones.

--¿De modo--dije,--que está hecha la paz?

--Sí, y como usted ha podido verlo, no sin trabajo. Pero, en fin, le
he hecho comprender que todas las ventajas eran dadas por los Colonna,
en primer lugar éstos habían tenido cinco muertos, y los Orlandini
sólo cuatro. Los Colonna habían consentido ayer en la reconciliación,
mientras los Orlandini no consentían hasta hoy. Por fin, los Colonna se
comprometían a devolver públicamente una gallina viva a los Orlandini,
concesión que demostraba que reconocían su falta de razón. Esta última
consideración lo decidió.

--¿Y mañana debe celebrarse esa conmovedora conciliación?

--Mañana a las diez. Ya ve usted que tiene suerte. ¿Esperaba usted ver
una _vendetta_? ¡Bah!--agregó el joven riendo con risa amarga,--¡linda
cosa es una _vendetta_! Desde hace cuatrocientos años, en Córcega no se
oye hablar de otra cosa. Verá usted una reconciliación, y eso es mucho
más raro que una _vendetta_.

Me eché a reir.

--Ya ve usted--me dijo,--que se está riendo de nosotros, y tiene razón;
somos, en verdad, gentes muy curiosas.

--No--le contesté,--me río de una cosa extraña: de verlo a usted
furioso contra sí mismo, por haber tenido éxito en esta cuestión.

--¿No es verdad? ¡Ah! si hubiera usted podido comprender, hubiera
admirado mi elocuencia. Pero, dentro de diez años, puede usted volver
tranquilo; todo el mundo hablará en francés.

--Es usted un excelente abogado.

--No, entendámonos, soy árbitro. ¡Qué diablos quiere usted! el deber
de un árbitro es lograr la conciliación. Si se me nombrara árbitro
entre Dios y el diablo, trataría de reconciliarlos, aunque en el fondo
del corazón estaría convencido de que, al escucharme, Dios haría una
majadería.

Como vi que este género de conversación no hacía más que agriar a mi
compañero de camino, la dejé decaer, y como él, por su parte, no trató
de reanimarla, llegamos a su casa sin pronunciar una palabras más.




                                  VI


Griffo nos aguardaba. Y antes de que su amo le dirigiera la palabra, ya
había registrado el bolsillo de la blusa y sacado el faisán. Bastóle
oir el tiro para conocerlo.

La señora de Franchi no estaba acostada todavía; pero se había retirado
a su habitación, encargando a Griffo que invitara a Luciano a que fuera
a hablar con ella antes de acostarse.

El joven averiguó si podía faltarme algo, y ante mi respuesta negativa
me pidió permiso para entrar a ver a su madre.

Le di, naturalmente, libertad completa, y subí a mi habitación.

Volví a verla con cierto orgullo. Mis estudios acerca de las analogías
no me habían engañado, y me envanecía de haber adivinado el carácter
de Luis, como hubiera adivinado también, en el mismo caso, el carácter
de Luciano. Desnudéme, pues, lentamente, y después de tomar las
_Orientales_, de Víctor Hugo, en la biblioteca del futuro abogado, me
metí en cama satisfecho de mí mismo.

Acababa de leer por la centésima vez el _Fuego del Cielo_, cuando oí
unos pasos en la escalera, que luego iban a detenerse muy quedo a mi
puerta; sospeché que fuera mi huésped deseoso de darme las buenas
noches, pero al propio tiempo temeroso de que me hubiera dormido ya.

--Entre usted--dije,--dejando el libro sobre la mesa de noche.

Abrióse la puerta, efectivamente, y apareció Luciano.

--Dispense usted--me dijo,--pero pensando en ello, me parece que he
estado tan malhumorado esta noche, que no he querido acostarme sin
presentarle mis excusas; vengo, pues, a pedirle disculpa y como parece
que tiene usted todavía numerosas preguntas que hacer, a ponerme
enteramente a sus órdenes.

--Le agradezco muchísimo la atención--le contesté;--gracias a su
amabilidad, por el contrario, estoy ya más o menos al corriente de lo
que deseaba averiguar, y sólo me queda por saber una cosa, que me he
prometido no preguntarle a usted.

--¿Por qué?

--Porque la pregunta sería sobrado indiscreta. Sin embargo, le advierto
a usted que no debe estrecharme para que se la diga; en tal caso no
respondo de mí.

--Pues entonces, déjese usted llevar; malo es no satisfacer una
curiosidad. De ese modo se da naturalmente pábulo a las suposiciones, y
de tres suposiciones, siempre hay por lo menos dos más perjudiciales al
que es objeto de ellas que la verdad misma.

--Tranquilícese usted a ese respecto; mis suposiciones más injuriosas
acerca de usted conducen sencillamente a creer que es usted brujo.

El joven se echó a reir.

--¡Diablos!--exclamó,--va usted a ponerme en tanta curiosidad como
usted mismo; diga usted de qué se trata, ahora se lo ruego yo.

--Pues bien, ha tenido usted la bondad de aclarar todo lo que era
obscuro para mí, menos un solo punto; me ha enseñado usted las hermosas
armas históricas que aún le pediré permiso para ver otra vez antes de
marcharme.

--Y va una.

--Me ha explicado usted lo que significaba la doble e igual inscripción
de las culatas de las carabinas.

--Y van dos.

--Me ha dado a comprender cómo, merced al fenómeno de su nacimiento,
siente, a pesar de hallarse a trescientas leguas de distancia, las
mismas sensaciones que experimenta su hermano, como éste por su parte,
sin duda, recibe las que experimenta usted.

--Y van tres.

--Pero, cuando la señora de Franchi a propósito del sentimiento de
tristeza que usted sintió y que le hizo creer en que le hubiera
ocurrido algo enojoso a su hermano, le preguntó si no había muerto,
usted le contestó: «No, si hubiese muerto, yo le hubiera vuelto a ver».

--Sí, es verdad, eso contesté.

--Pues bien, si la explicación de esas palabras puede llegar a un oído
profano, explíquemelas usted, se lo ruego.

El rostro del joven había ido tomando a medida que yo hablaba, una
expresión tan grave, que pronuncié las últimas palabras vacilando.

Y hasta sucedió que cuando hube terminado de hablar, reinó un momento
de silencio.

--¡Vamos!--le dije,--bien veo que he sido indiscreto. Considere usted
que no he dicho nada.

--No--me contestó,--sólo que es usted un hombre de mundo, y algo
incrédulo por lo tanto. Pues bien, temo que trate usted de superstición
una antigua tradición de familia que subsiste entre nosotros hace
cuatrocientos años.

--Escuche usted--exclamé,--le juro una cosa, y es que nadie, en
cuestión de leyendas y tradiciones, es más crédulo que yo, y que hay
una clase de cosas en que creo muy especialmente, las cosas imposibles.

--¿De modo que usted creería en las apariciones?

--¿Quiere usted que le diga lo que me ha pasado a mí mismo?

--Sí, ese relato me infundirá valor.

--Pues mi padre murió en 1807, por consiguiente, cuando yo no tenía
tres años y medio todavía; como el médico había anunciado el próximo
fin del enfermo, me trasladaron a casa de una vieja prima que habitaba
un edificio con jardín. Ésta me preparó una cama frente a la suya,
me acostó a la hora acostumbrada, y a pesar de la desgracia que me
amenazaba y de la que, por otra parte, no tenía conciencia, me dormí.
De repente suenan tres violentos golpes a la puerta de la habitación;
me despierto, bajo de la cama y me encamino hacia la puerta.

--¿Dónde vas?--preguntó la prima que, despertada también por los
tres golpes, no podía dominar cierto temor, pues sabía que, estando
cerrada la primera puerta de la calle, nadie podía golpear en la de la
habitación en que nos hallábamos.

--Voy a abrirle a papá, que viene a decirme adiós--contesté.

Ella fué entonces quien se tiró de la cama, y fué a acostarme de nuevo,
muy a pesar mío, pues yo lloraba y seguía gritando.

--Papá está a la puerta y yo quiero ver a papá, antes que se vaya del
todo.

--Y, después, ¿se ha renovado esa aparición?--preguntó Luciano.

--No, aunque yo la haya invocado muy a menudo; pero quizá también Dios
acuerda a la pureza del niño privilegios que niega a la corrupción del
hombre.

--¡Pues bien!--me dijo Luciano sonriendo;--en nuestra familia somos más
dichosos que usted.

--¿Ven ustedes a sus parientes muertos?

--Cada vez que va a producirse o se ha producido algún gran
acontecimiento.

--Y ¿a qué atribuye usted ese privilegio acordado a su familia?

--Oiga usted lo que se ha conservado entre nosotros por la tradición
oral. Ya le he dicho a usted que Sivilia dejó dos hijos.

--Sí, lo recuerdo.

--Esos hijos crecieron queriéndose con todo el amor que hubieran
repartido con los demás parientes, si éstos hubieran vivido. Juráronse,
pues, que nada podría separarlos, ni siquiera la muerte, y a raíz de no
sé qué poderoso conjuro, escribieron con su sangre, en dos trozos de
pergamino, que se cruzaron, el juramento recíproco de que el primero
que muriese aparecería al otro, primero en el momento de su muerte, y
después en todos los momentos supremos de la vida. Tres meses más tarde
uno de los hermanos fué muerto en una emboscada, en momentos en que el
otro estaba cerrando una carta dirigida a él; pero cuando éste acababa
de apoyar el sello de su anillo en el lacre hirviente, oyó tras él un
suspiro y volviéndose, vió a su hermano de pie y con la mano apoyada
sobre su hombro, aunque no sintiera el peso de esa mano. Entonces
con un movimiento completamente maquinal, le tendió la carta que le
dirigía; el otro tomó la carta y desapareció.

La víspera de su muerte volvió a verle.

Sin duda ambos hermanos se habían comprometido para sí y por sus
descendientes porque, desde aquella época, las apariciones se han
renovado, no sólo en el instante de la muerte de los que fallecían, si
no la víspera de todos los grandes acontecimientos.

--¿Y ha tenido usted alguna aparición?

--No, pero como mi padre, durante la noche que precedió a su muerte,
fué avisado por su padre de que iba a morir, presumo que mi hermano y
yo gozaremos del privilegio de nuestros antepasados, pues nada hemos
hecho para perder ese favor.

--¿Y ese privilegio es acordado solamente a los varones de la familia?

--Sí.

--Es extraño.

--Pero así es.

Miré a aquel joven, que me decía, frío, grave y tranquilo, una cosa
considerada como imposible, y repetí con Hamlet:

    There are more things in heaven and earth, Horatio,
    Than are dreamt of in your philosophy!

En París hubiera tomado a aquel joven por un sofisticador; pero en
el fondo de la Córcega, en una aldehuela ignorada, era menester
considerarle o como un loco que se engañaba de buena fe, o como un ser
privilegiado, más dichoso o más desgraciado que el resto de los hombres.

--Y, ahora--me dijo,--¿sabe usted todo cuanto quería saber?

--Sí, gracias--contesté,--mucho agradezco su confianza en mí, y prometo
a usted guardar el secreto.

--¡Oh! ¡Dios mío! si no hay secreto alguno en eso, y el primer
campesino de la aldea le hubiera contado a usted esa historia como se
la he contado yo; pero supongo que en París mi hermano no se habrá
vanagloriado de ese privilegio, cuyo resultado sería, probablemente,
hacer que la gente se le riera en la cara, y que las mujeres sufrieran
ataques de nervios.

Y esto diciendo se levantó, me dió las buenas noches, y se retiró a su
cuarto.

Algo me costó dormirme, aunque estuviera bastante fatigado, y aun
cuando me dormí, mi sueño fué agitado. Volví a ver confusamente todos
los personajes con quienes me había puesto en relación durante aquel
día, pero forjando entre sí una acción confusa y sin dilación. Sólo al
amanecer me dormí con un sueño real, y no desperté sino al repique de
las campanas que parecían sonar junto a mi oído.

Tiré del cordón de la campanilla, pues mi sensual antecesor había
llevado el lujo hasta el extremo de poner al alcance de su mano la
única que probablemente había en la aldea.

Griffo apareció en seguida con el agua caliente. Vi que el señor Luis
de Franchi había educado bastante bien a aquella especie de ayuda de
cámara.

Luciano había preguntado ya dos veces si estaba yo despierto,
declarando que, si no me movía a las nueve y media, entraría en mi
cuarto.

Eran las nueve y veinticinco, de modo que no tardé en verle entrar.

Se me apareció vestido de francés, y hasta de francés elegante.
Llevaba levita negra, chaleco de fantasía y pantalón blanco, pues ya a
principios de marzo hace rato que se pueden llevar pantalones blancos
en Córcega.

Vió que le miraba con cierta sorpresa.

--Admira usted mi traje--me dijo,--es una nueva prueba de que me estoy
civilizando.

--Sí, a fe mía--contesté,--y le confieso que no estoy poco admirado de
que se encuentre un sastre capaz de tanto en Ajaccio. Pero yo, con mi
traje de terciopelo, voy a hacer muy triste figura al lado suyo.

--Como que el mío es del sastre Humann, ni más ni menos, huésped
mío. Como mi hermano y yo tenemos exactamente el mismo cuerpo, Luis
me ha dado la broma de enviarme un guardarropa completo, que no uso,
como usted supondrá, sino en las grandes solemnidades: cuando pasa
el señor prefecto; cuando el general comandante del octogésimo sexto
departamento hace su jira; o también, cuando recibo un huésped como
usted, y esa dicha se combina con un acontecimiento tan solemne como el
que va a realizarse.

Tenía aquel joven una eterna ironía que, manejada por un espíritu
superior, mientras incomodaba un tanto a su interlocutor, no pasaba,
sin embargo, nunca, los límites de la perfecta corrección.

Me contenté, pues, con inclinarme, dando las gracias, mientras él
se calzaba, con todas las precauciones de estilo, un par de guantes
cortados para su mano por Boivin o Rousseau.

Con aquel traje tenía, realmente, el aspecto de un elegante parisiense.

Yo, entretanto, terminé de vestirme.

Dieron las diez menos cuarto.

--Vamos--me dijo,--si quiere usted ver el espectáculo; creo que es
hora de que tomemos nuestras plateas; a menos que prefiera usted
almorzar, lo que, según creo, sería más razonable.

--Gracias, rara vez como antes de las once o las doce: puedo hacer
frente, pues, a ambas operaciones.

--Entonces, vamos.

Tomé el sombrero y le seguí.

Desde lo alto de la escalinata de ocho escalones por la que se llegaba
a la puerta de la fortaleza habitada por la señora de Franchi y su
hijo, dominábase toda la plaza.

Al contrario de lo que ocurría el día antes, la plaza estaba llena de
gente, sin embargo, todo aquel gentío se componía únicamente de mujeres
y de niños de menos de doce años: no se veía un hombre.

En el primer escalón del atrio de la iglesia hallábase uno solo, ceñido
con la banda tricolor; era el alcalde.

Bajo el pórtico, otro hombre vestido de negro estaba sentado a una
mesa, con un papel escrito delante. Aquel hombre era el notario; el
papel escrito era el acta de la reconciliación.

Tomé asiento a uno de los lados de la mesa junto con los padrinos de
Orlandini. Del otro lado estaban los padrinos de Colonna--detrás del
notario se colocó Luciano, que estaba tanto por el uno como por el otro.

En el fondo, en el coro de la iglesia, veíanse los sacerdotes, prontos
a decir la misa.

El reloj dió las diez.

Inmediatamente, corrió un estremecimiento por la multitud entera, y las
miradas se dirigieron hacia los extremos de la calle si puede llamarse
calle un intervalo desigual dejado entre ellas por unas cincuenta casas
construídas a capricho de sus propietarios.

Al punto se vió aparecer a Orlandini del lado de la montaña y a Colonna
del lado del arroyo: ambos eran seguidos por sus partidarios; pero, de
acuerdo con el programa convenido, ni uno solo llevaba armas; hubiérase
dicho, a no ser por las caras algo hurañas, que eran honrados cofrades
siguiendo una procesión.

Los jefes de ambos partidos presentaban un contraste físico bien
marcado; Orlandini, como ya he dicho, era alto, delgado, moreno, ágil.
Colonna era bajo, grueso, vigoroso; tenía la barba y el cabello rojos;
llevaba barba y cabellos cortos y rizados.

Ambos tenían en la mano una rama de olivo, simbólico emblema de la paz
que iban a sellar, y al propio tiempo poética invención del alcalde.

Colonna llevaba también, asida de las patas, una gallina blanca,
destinada a reemplazar a título de daños y perjuicios, la gallina que,
diez años antes, había dado margen a la querella.

La gallina estaba viva.

Ese detalle tuvo que ser discutido largamente, y había estado a punto
de echar a perder las cosas, pues Colonna consideraba doble humillación
devolver viva la gallina que su tía había arrojado, muerta, a la cara
de la prima de Orlandini.

Sin embargo, a costa de lógica, Luciano había logrado, que Colonna
diera la gallina, como había conseguido, a fuerza de dialéctica, que
Orlandini la recibiera.

Apenas aparecieron los dos enemigos, las campanas, que habían callado
un momento, fueron echadas a vuelo.

Al verse, Colonna y Orlandini hicieron el mismo movimiento, indicando
bien a las claras su mutua repulsión; sin embargo, continuaron su
camino.

Detuviéronse exactamente en frente de la iglesia, a cuatro pasos el uno
del otro.

Si, tres días antes, aquellos dos hombres se hubiesen encontrado a cien
pasos de distancia, uno de los dos hubiera quedado seguramente allí.

Durante cinco minutos reinó, no sólo en los dos grupos, sino también en
la muchedumbre entera, un silencio que, a pesar del objeto conciliador
de la ceremonia, nada tenía de pacífico.

Y el alcalde tomó la palabra.

--¡Vamos, Colonna!--dijo.--¡Ya sabe que a usted le toca hablar!

Colonna hizo un esfuerzo sobre sí mismo y pronunció algunas palabras en
dialecto corso.

Creí comprender que expresaba su sentimiento por haber estado diez años
en _vendetta_ con su buen vecino Orlandini, y que, como reparación, le
ofrecía la gallina blanca que llevaba en la mano.

Orlandini aguardó a que la frase de su adversario estuviera
completamente terminada y contestó con algunas frases corsas que,
por su parte, eran la promesa de no acordarse de nada más, que de la
reconciliación solemne que se celebraba bajo los auspicios del señor
alcalde, el arbitraje del señor Luciano, y la redacción del señor
notario.

Y ambos volvieron a callar.

--Y, ¡señores!--dijo el alcalde,--¿no estaba convenido, me parece, que
se darían ustedes las manos?

Con un movimiento instintivo, ambos adversarios echaron al mismo tiempo
la mano a la espalda.

El alcalde bajó entonces el escalón en que estaba, fué a buscar a la
espalda de Orlandini la mano de éste, volvió hacia Colonna a hacer
la misma operación con él, y después de algunos esfuerzos que trató
de disimular a sus administrados, con una sonrisa, logró unir ambas
diestras.

El notario aprovechó el momento, se levantó y leyó, mientras el alcalde
sostenía firmemente las dos manos, que en un principio hicieron cuanto
pudieron por desasirse, pero que al fin se resignaron a permanecer
unidas.

    «Ante nos, Giuseppe Antonio Sarrola, notario real de Sollecaro,
    provincia de Sartène,

    «En la plaza principal de la aldea, en presencia del señor
    alcalde, de los padrinos y de toda la población,

    «Entre Gaetano Orso Orlandi, llamado Orlandini,

    «Y Marco Vincenzo Colonna, llamado Schioppone,

    «Ha quedado solemnemente convenido lo siguiente:

    «A partir de este día de hoy, 4 de marzo de 1841, cesará la
    _vendetta_ declarada hace diez años entre ellos.

    «A partir de este mismo día vivirán como buenos vecinos y
    compadres, como vivían sus parientes antes de la desgraciada
    cuestión que sembró la desunión entre sus familias y sus amigos.

    «En fe de lo cual, han firmado el presente, bajo el pórtico
    de la iglesia de la aldea con el señor Polo Arbori, alcalde
    de la comuna, el señor Luciano de Franchi, árbitro, los
    padrinos de cada uno de los dos contratantes, y nos, el
    notario.--Sollecaro, Este, 4 de marzo de 1841».

Observé con admiración que, por exceso de prudencia, el notario no
había dicho la menor palabra a propósito de la gallina que ponía a
Colonna en tan mala situación respecto de Orlandini.

También, el rostro de Colonna se iluminó en razón directa de lo que se
obscureció el de Orlandini. Este último miró la gallina que tenía en
la mano, como con violentas ganas de tirarla a la cara de Colonna. Pero
una mirada de Franchi mató en germen esa mala intención.

El alcalde vió que no había tiempo que perder; subió hacia atrás,
manteniendo entre las suyas las manos de los recién reconciliados,
sin perder a éstos de vista un segundo. Luego, para adelantarse a una
nueva discusión que no podía dejar de sobrevenir en el momento de
firmar, desde que cada uno de los adversarios consideraría que hacerlo
primero era una nueva concesión, tomó la pluma, firmó, y convirtiendo
la vergüenza en honor, pasó la pluma a Orlandini que la tomó de sus
manos, firmó y la pasó a Luciano quien, usando del mismo subterfugio
pacificador, la pasó a su vez a Colonna que hizo su cruz.

En aquel mismo instante oyéronse los cánticos eclesiásticos, como se
canta el _Te Deum_ después de una victoria.

Firmamos todos en seguida, sin distinción de rango ni de título,
como la nobleza de Francia signara, ciento veintitrés años antes, la
protesta contra el duque del Mainez.

En seguida, los dos héroes de la jornada entraron en la iglesia y
fueron a arrodillarse a ambos lados del coro, cada cual en el sitio que
le había sido destinado.

Noté que, desde aquel momento, Luciano se quedó completamente
tranquilo: todo había terminado, la reconciliación estaba jurada, no
sólo ante los hombres sino también ante Dios.

El resto del oficio divino pasó, pues, sin acontecimiento alguno que
merezca la pena de ser apuntado.

Terminada la misa, Orlandini y Colonna salieron con el mismo
ceremonial. A la puerta y mediante una invitación del alcalde,
volvieron a tocarse las manos; luego cada cual tomó, con su cortejo
de amigos y parientes, el camino de su casa a la que desde hacía tres
años, no había entrado ninguno de los dos.

En cuanto a Luciano y yo, volvimos a casa de la señora de Franchi,
donde nos aguardaba el almuerzo.

Fácil me fué ver, por el aumento de atenciones de que era objeto, que
Luciano había leído mi nombre por arriba de mi hombro cuando firmé el
acta, y que ese nombre no le era completamente desconocido.

Aquella mañana había anunciado a Luciano mi intención de partir después
de almorzar; era imperiosamente llamado a París para dirigir los
ensayos de mi comedia _Un mariage sous Louis XV_, y a pesar de las
instancias de la madre y el hijo, persistí en mi primera resolución.

Luciano me pidió entonces permiso para aceptar mi ofrecimiento,
escribiendo por mi intermedio a su hermano, y la señora de Franchi,
que bajo su fuerte carácter antiguo no dejaba de ocultar un corazón de
madre, me hizo prometerle que entregaría la carta en mano propia.

La incomodidad no era grande, por otra parte, pues Luis de Franchi,
como verdadero parisiense que era, vivía en la calle de Helder, núm. 7.

Pedí que me dejaran visitar por última vez el cuarto de Luciano, quien
me condujo a él, y mostrándome con la mano todo cuanto allí había, me
dijo:

--Tenga usted muy en cuenta que si hay entre todos estos objetos uno
que le agrade debe tomarlo porque es suyo.

Fuí a descolgar un puñalito colocado en un rincón lo bastante obscuro
para indicarme que no tenía valor alguno, y como había visto antes
que Luciano miraba mi cinturón de caza, y le había oído alabar su
distribución, le rogué que lo aceptara; tuvo el buen gusto de tomarlo
sin hacerse de rogar.

En ese mismo instante apareció Griffo en la puerta; iba a anunciarme
que el caballo estaba ensillado y que el guía aguardaba.

Yo había puesto a un lado el obsequio que destinaba a Griffo: era una
especie de cuchillo de caza, con dos pistolas pegadas a ambos lados de
la hoja y cuyos gatillos estaban ocultos en la empuñadura.

Jamás he visto alegría semejante a la suya.

Bajé y encontré a la señora de Franchi al pie de la escalera; me
aguardaba para desearme buen viaje en el mismo sitio en que me había
deseado la bienvenida. Le besé la mano, pues sentía gran respeto hacia
aquella mujer tan sencilla y al propio tiempo tan digna.

Luciano me condujo hasta la puerta.

--Cualquier otro día--me dijo,--ensillaría mi caballo y tendría el
gusto de acompañar a usted hasta más allá de la montaña, pero hoy no me
atrevo a salir de Sollecaro, pues temo que uno u otro de los dos nuevos
amigos haga alguna tontería.

--Y hace usted bien--le contesté;--en cuanto a mí, crea usted que me
felicito de haber presenciado una ceremonia tan nueva en Córcega, como
la que acabo de ver.

--Sí, felicítese usted, pues ha visto una cosa que ha debido hacer
estremecer en sus tumbas los despojos de nuestros abuelos...

--Comprendo: la palabra era para ellos tan sagrada, que la presencia de
un notario en una reconciliación, les hubiera parecido un insulto...

--¡Es que ellos no se hubieran reconciliado!

Y me tendió la mano.

--¿No me encarga usted de dar un abrazo a su hermano?

--¡Oh, sí, si eso no le es incómodo a usted!

--Pues, abracémonos entonces; no puedo dar lo que no he recibido.

Nos dimos un abrazo.

--¿Nos volveremos a ver algún día?

--Sí, si vuelve usted a Córcega.

--No; pero usted puede ir a París.

--No iré jamás--dijo Luciano.

--Sea como sea, hallará usted tarjetas con mi nombre sobre la chimenea
de la habitación de su hermano. No olvide usted la dirección.

--Le prometo que, si algún acontecimiento me lleva un día al
Continente, mi primera visita será para usted.

--Queda convenido.

Me dió la mano por última vez, y nos separamos; pero, mientras pudo
verme bajar por la calle que conduce al arroyo, me siguió con la vista
desde la puerta de su casa.

Todo en la aldea estaba bastante tranquilo, aunque todavía podía
observarse en ella esa especie de agitación que sigue a los grandes
acontecimientos, y me alejé fijando los ojos, a medida que pasaba, en
cada puerta, contando siempre con ver salir a mi ahijado Orlandini que,
a la verdad, bien me debía las gracias, y no me las había dado.

Pero dejé atrás la última casa de la aldea, y me interné en el campo
sin haber visto a nadie que se le pareciese.

Creí que me había olvidado por completo, y debo agregar que, en medio
de las graves preocupaciones que debía tener Orlandini en semejante
día, le perdonaba sinceramente ese olvido, cuando, de pronto, al llegar
a los matorrales de Bicchisano, vi salir de la espesura a un hombre que
se puso en medio del camino, y al instante reconocí a quien, en mi
impaciencia francesa y en costumbre de corrección parisiense, tachaba
ya de ingrato.

Noté que ya había tenido tiempo de volver a ponerse el traje en que
se me apareció en las ruinas de Vicentello; es decir, que llevaba la
cartuchera con la pistola de rigor, y que iba armado con escopeta.

Cuando estuvo a unos veinte pasos se quitó el sombrero, mientras yo
espoleaba mi caballo para no hacerlo esperar.

--Señor--me dijo,--no he querido dejarlo salir de Sollecaro sin darle
las gracias por el honor que se ha dignado usted hacer a un campesino
sirviéndole de testigo, y como allá no tenía el corazón a mis anchas ni
la lengua libre, vine a esperarlo aquí.

--Lo agradezco--le contesté,--pero no había necesidad de que usted
descuidara sus asuntos por tan poca cosa, y el honor ha sido para mí.

--Además--agregó el bandido,--qué quiere usted, señor: no se pierden
en un día las costumbres de cuatro años. El aire de la montaña es
terrible; cuando uno lo ha respirado una vez, se sofoca en todas
partes. Hace un rato, cuando estaba en esas miserables casas, a cada
instante creía que el techo se me iba a caer encima.

--Pero--repliqué,--va usted a reanudar su vida habitual. ¿No tiene
usted, según me han dicho, una casa, un campo y una viña?

--Sí, sin duda, pero mi hermana cuidaba de la casa, y ahí estaban los
luqueses para labrar mi campo y vendimiar mi uva. Nosotros, los corsos,
no trabajamos.

--¿Qué hacen ustedes, entonces?

--Vigilamos a los trabajadores, nos paseamos con la escopeta al hombro,
cazamos.

--Pues bien, mi querido Orlandini--le dije, tendiéndole la
mano,--¡buena caza! Pero no olvide usted que mi honor, como el suyo,
está comprometido, y que ya no debe usted hacer fuego, de aquí en
adelante, sino sobre los carneros silvestres, los gamos, los jabalíes,
los faisanes y las perdices, y nunca contra Marco Vincenzo Colonna ni
contra nadie de su familia.

--¡Ah, excelencia!--exclamó mi ahijado con una expresión fisonómica que
hasta entonces no había observado sino en la cara de los litigantes
normandos,--¡la gallina que me devolvió estaba tan flaca!

Y sin agregar una palabra más, se metió entre los matorrales,
desapareciendo en seguida.

Yo continué mi camino meditando sobre aquella probable causa de ruptura
entre los Orlandini y los Colonna.

Aquella noche dormí en Albiteccia. Al día siguiente llegué a Ajaccio.
Ocho días después estaba en París.




                                  VII


El mismo día de mi llegada me presenté en casa del señor Luis de
Franchi; había salido.

Dejé mi tarjeta con una línea anunciándole que acababa de llegar
directamente de Sollecaro, y que tenía para él una carta del señor
Luciano. Le preguntaba a qué hora podía recibirme, agregando que me
había comprometido a entregarle la carta en mano propia.

Para llevarme al gabinete de su amo, donde debía escribir dichos
renglones, el criado me hizo atravesar sucesivamente el comedor y la
sala. Miré en torno mío con la curiosidad que debe comprenderse, y
reconocí los mismos gustos que ya había notado en Sollecaro; sólo que
esos gustos estaban perfeccionados por toda la elegancia parisiense.
Me pareció, pues, que el señor Luis de Franchi tenía un lindísimo
departamento de soltero.

Al día siguiente, y cuando me estaba vistiendo; es decir, a las once
de la mañana, mi criado me anunció a su vez al señor Luis de Franchi.
Ordené que se le hiciera entrar en la sala, se le diesen los diarios, y
se anunciase que al momento me pondría a sus órdenes.

En efecto, cinco minutos después, me presentaba en la sala.

Al ruido que hice, el señor de Franchi que, sin duda por cortesía,
estaba leyendo un folletín mío que aparecía en _La Presse_, levantó la
cabeza.

Me quedé petrificado al ver su parecido con Luciano.

Se puso de pie.

--Señor--me dijo,--trabajo me costaba creer en mi buena suerte, al leer
el billetito que me entregó el criado cuando volví. Le hice repetir
diez veces las señas de usted, para convencerme de que estaban de
acuerdo con sus retratos; en fin, esta mañana, en mi doble impaciencia
de darle a usted las gracias y de tener noticias de mi familia, me he
presentado en su casa sin preocuparme mucho de la hora, lo que me hace
temer haber sido demasiado madrugador...

--Perdón--le dije,--si no comienzo por contestar a su cortés cumplido;
pero, se lo confieso a usted, le estoy mirando, y me pregunto si tengo
el honor de hablar a don Luis o a don Luciano de Franchi.

--Sí, ¿no es verdad? el parecido es grande--agregó sonriendo,--y cuando
yo me hallaba todavía en Sollecaro, los únicos que no nos equivocábamos
éramos mi hermano y yo; sin embargo, si después de mi partida no ha
abjurado de sus costumbres corsas, usted ha debido verlo constantemente
en un traje que crea alguna diferencia entre nosotros.

--Pues precisamente--repliqué,--la casualidad ha hecho que al separarme
de él, estuviese, salvo el pantalón blanco, que aún no es tiempo de
ponerse en París, exactamente vestido como usted, de lo que resulta
que no tengo, para separar su presencia del recuerdo de Luciano, ni
siquiera esa diferencia de traje de que me habla. Pero--continué
sacando la carta de mi cartera,--comprendo que tiene usted prisa
por saber noticias de su familia; tome usted esta carta, que le
hubiese dejado ayer, si no hubiera prometido a la señora de Franchi
entregársela a usted mismo.

--¿Dejó usted a todos buenos?

--Sí, pero inquietos.

--¿Por mí?

--Por usted. Pero lea usted su carta, se lo ruego.

--¿Usted me lo permite?

--¡Sin duda alguna!

El señor de Franchi abrió la carta, mientras yo preparaba un cigarrillo.

Entretanto le seguía con los ojos mientras su mirada recorría
rápidamente la epístola fraternal; de tiempo en tiempo sonreía
murmurando:

--¡Querido Luciano! ¡madre mía!... Sí, sí, comprendo...

Yo no había vuelto aún de mi asombro ante aquel extraño parecido; sin
embargo, y como lo había dicho Luciano, observé que Luis era más blanco
y que pronunciaba más claramente el francés.

--¡Y bien!--le dije, ofreciéndole un cigarrillo que encendió en el
mío,--ya lo ve usted: como se lo había dicho, su familia estaba
inquieta, pero veo con satisfacción que no tenía motivo para ello.

--No--me dijo con tristeza,--no del todo. No he estado enfermo, es
verdad, pero he tenido un pesar, un pesar bastante violento, que, se lo
confieso a usted, aumentaba aún ante la idea de que, al sufrir aquí,
hacía sufrir allá a mi hermano.

--El señor Luciano me había dicho ya lo que acaba usted de decirme;
pero para que yo creyese una cosa tan extraordinaria y la tuviera por
una verdad y no por una preocupación de su espíritu, era menester
la prueba que tengo en este instante; de modo que usted también
está convencido, señor, de que el malestar que sentía su hermano en
Sollecaro dependía del sufrimiento que usted experimentaba aquí.

--Sí, señor, completamente convencido.

--Entonces--repuse,--como su respuesta afirmativa tiene por resultado
el de interesarme doblemente en lo que le pasa a usted, permítame que
le pregunte, por interés, y no por curiosidad, si el pesar de que
me hablaba hace un momento ha pasado, y si está usted en camino de
complacerme.

--¡Oh, Dios mío! ya sabe usted, caballero, que los dolores más vivos
se adormecen con el tiempo, y si ningún accidente viene a emponzoñar
la herida de mi corazón, ¡vamos! seguirá sangrando quién sabe cuanto,
pero al fin se cicatrizará. Y ahora, reciba usted mis más expresivas
gracias, y concédame el permiso de venir de tiempo en tiempo a hablarle
de Sollecaro.

--¡Con el mayor placer!--le contesté;--¿pero por qué no continuamos
ahora mismo una conversación que es para mí tan agradable como para
usted? ¡Vamos! aquí está el criado: viene a anunciarme que el almuerzo
está servido. Hágame usted el gusto de comer un par de chuletas conmigo
y conversaremos a nuestras anchas.

--¡Imposible! y de veras que lo siento. Recibí ayer una carta del
canciller de Francia, pidiéndome que pase hoy mismo, a mediodía,
a verlo por el Ministerio de Justicia, y, ya comprende usted que
yo, pobre abogadillo en barbecho, no puedo hacer esperar a tamaño
personaje.

--¡Ah! pues probablemente lo llamará a usted por el asunto de los
Orlandini y los Colonna...

--Así me parece, y como mi hermano me dice que la querella ha
terminado...

--Ante notario, puedo darle a usted noticias ciertas de ello; firmé el
contrato, como padrino de Orlandini.

--En efecto, mi hermano me dice algo al respecto.

Y luego, sacando el reloj, añadió:

--Oiga usted; faltan pocos minutos para las doce; voy, pues, primero, a
anunciar al canciller que mi hermano ha cumplido mi palabra...

--¡Oh! religiosamente, puedo atestiguarlo.

--¡Querido Luciano! bien sabía yo que, aunque no pensara así, no
dejaría de hacerlo.

--Sí, y hay que agradecérselo, se lo aseguro a usted, porque le ha
costado bastante.

--Más tarde hablaremos de eso, pues como usted comprenderá, es una
gran satisfacción para mí volver a ver con los ojos del pensamiento y
evocados por usted, a mi madre, a mi hermano, a mi país. De modo que si
usted tiene la bondad de decirme a qué hora...

--Eso es bastante difícil. En estos primeros días de mi llegada tengo
necesariamente que ser un tanto vagabundo. Pero dígame usted mismo
dónde puedo encontrarlo.

--Diga usted: mañana hay baile de máscaras en la Ópera, el baile de
Cuaresma, ¿no es verdad?

--¿Mañana?

--Sí.

--¿Y bien?

--¿Irá usted a ese baile?

--Sí o no, según. Sí, si me lo pregunta usted para que nos encontremos
allí; no, si no tengo interés alguno en ir.

--En cuanto a mí, es necesario que vaya; estoy obligado a ir.

--¡Ah, ah!--exclamé sonriendo,--ya veo, como me lo decía usted hace un
instante, que el tiempo adormece los más vivos dolores, y que la herida
de su corazón ha de cicatrizar...

--Se engaña usted, porque probablemente iré en busca de nuevos dolores.

--Entonces no vaya usted.

--¡Ah, Dios mío! ¿acaso se hace lo que se quiere en este mundo? Me veo
arrastrado a pesar mío; voy hacia donde me empuja la fatalidad. Más
valdría que no fuese, bien lo sé, y sin embargo, iré.

--¿Así, pues, hasta mañana en la Ópera?

--Sí.

--¿A qué hora?

--A las doce y media, si no tiene usted inconveniente.

--¿Dónde?

--En el foyer. A la una tengo cita debajo del reloj.

--Perfectamente.

Nos estrechamos la mano y Luis de Franchi salió rápidamente de mi casa.
Iban a dar las doce.

Ocupé toda aquella tarde y todo el día siguiente en las diligencias
indispensables de un hombre que acaba de hacer un viaje de diez y ocho
meses.

A las doce y media de la noche me hallaba en el punto de la cita.

Luis se hizo esperar un rato; había seguido por los corredores a una
máscara que creyó reconocer, pero ésta se perdió entre el gentío y no
pudo alcanzarla.

Traté de hablar de Córcega, pero Luis estaba demasiado distraído para
seguir tema tan serio de conversación; sus ojos estaban constantemente
fijos en el reloj y de pronto se separó de mí exclamando:

--¡Ah! ¡ahí está mi ramito de violetas!

Y atravesó el gentío para reunirse con una mujer que, efectivamente,
llevaba un enorme ramillete de violetas en la mano.

Como, por fortuna para todos los paseantes, había en el foyer
ramilletes de toda especie, pronto se me reunió uno de camelias
blancas, que tuvo a bien felicitarme por mi feliz regreso a París.

Al ramillete de camelias sucedió uno de rosas.

Al de rosas uno de heliotropos.

Por fin me hallaba con mi quinto ramillete cuando encontré a D**.

--¡Ah! ¡es usted, querido!--exclamó,--sea usted el bienvenido, porque
llega de perlas: esta noche cenaremos en casa de Fulano y Zutano (me
nombró a tres o cuatro de nuestros comunes amigos), y contamos con
usted.

--Muchísimas gracias--contesté;--pero, a pesar de mi gran deseo de
aceptar la invitación, no me es posible, porque estoy acompañado.

--Pero me parece que no hay para qué decir que cada cual tiene el
derecho de llevar a su cada cual; en la mesa están preparados seis
vasos de agua cuyo único objeto será mantener frescos los ramilletes...

--¡Ay! querido, se engaña usted: no tengo ramilletes que poner en sus
vasos; estoy con un amigo...

--Pues ya sabe usted el refrán: los amigos de nuestros amigos...

--Es un joven que usted no conoce.

--Así nos conoceremos.

--Le ofreceré tan buen momento.

--Y si rehúsa, llévelo usted por fuerza.

--Haré lo que pueda, se lo prometo... Y ¿a qué hora nos pondremos a la
mesa?

--A las tres; pero, como nos hemos de quedar hasta las seis, tiene
usted margen...

--Perfectamente.

Un ramillete de myosotis, que probablemente había oído la última parte
de nuestra conversación, tomó el brazo de D** y se alejó con él.

Minutos después me encontré con Luis, que, según todas las
probabilidades, había terminado con su ramillete de violetas.

Como mi dominó estaba dotado de un ingenio bastante mediano, la envié a
intrigar a uno de mis amigos, tomé el brazo de Luis y le dije:

--¿Ha sabido usted lo que deseaba saber?

--¡Oh, sí!--exclamó.--Ya sabe usted, y demasiado, que en los bailes de
máscaras, generalmente, no se nos dice sino lo que se debería dejarnos
ignorar.

--¡Pobre amigo mío!...--le dije.--Y perdone usted que lo trate así;
pero me parece que le conozco desde que conocí a su hermano...
¡Vaya!... ¿Es usted desgraciado, no es cierto? ¿Qué es lo que le pasa?

--¡Oh, Dios mío! nada que valga la pena de ser repetido.

Vi que deseaba guardarse su secreto, y callé.

Dimos dos o tres vueltas en silencio; yo, bastante indiferente, porque
no aguardaba a nadie; él, con el ojo siempre avizor, y examinando
cuanto dominó pasaba al alcance de nuestra vista.

--¡Vamos!--dije por fin,--¿sabe usted lo que debería hacer?

Se estremeció como el hombre a quien se arranca a sus penas.

--¿Yo?... ¡yo!... ¿qué dice usted? Oí, disculpe usted...

--Le propongo una distracción de que me parece necesitar mucho.

--¿Cuál?

--Véngase usted a cenar conmigo en casa de un amigo.

--¡Oh, no, caramba!... sería un convidado demasiado tétrico...

--¡Bah! se han de decir tantas locuras, que al cabo acabarán por
alegrarlo.

--Por otra parte, no estoy invitado.

--Se engaña usted: lo está.

--Su anfitrión de usted es muy galante, pero, palabra de honor, no me
considero digno...

En ese momento nos cruzamos con D**. Parecía muy ocupado con su
ramillete de myosotis. Sin embargo, me vió.

--¿Y?--me dijo,--quedamos convenidos, ¿no es así? A las tres.

--Menos convenido que nunca, amigo mío; no puedo ir...

--¡Váyase usted al diablo, entonces!

Y continuó su camino.

--¿Quién es ese caballero?--preguntó Luis, visiblemente por decir algo.

--Pues el señor D**, uno de nuestros amigos, mozo de mucho talento,
aunque sea gerente de un periódico.

--¡El señor D**!--exclamó. Luis;--¿Conoce usted al señor D**?

--Sin duda alguna. Hace dos o tres años que estoy en relaciones de
intereses y sobre todo de amistad con él.

--¿Y se trataba, acaso, de ir a cenar a su casa esta noche?

--Sí.

--¡Oh, entonces es otra cosa; acepto, acepto, con muchísimo placer!

--¡Gracias a Dios! ¡No ha costado poco!

--Quizá no debiera ir--agregó Luis, sonriendo con tristeza;--pero ya
sabe usted lo que le decía anteayer; nadie va donde debe ir, todo el
mundo va hacia donde lo empuja el destino, y la prueba es que yo no
debería haber venido aquí esta noche.

En ese momento volvimos a cruzarnos con D**.

--Querido--le dije,--veo que he cambiado de opinión.

--¿Y es usted de los nuestros?

--Sí.

--¡Ah, bravo! Sin embargo, debo prevenirle una cosa.

--¿Cuál?

--Que todos los que cenen esta noche con nosotros deben volver a cenar
con nosotros pasado mañana.

--¿En virtud de qué ley?

--En virtud de una apuesta con Chateau-Renaud.

Sentí estremecerse vivamente a Luis, cuyo brazo tenía bajo el mío. Me
di vuelta: aunque estuviese más pálido que un momento antes, su rostro
había permanecido impasible.

--¿Y qué apuesta es ésa?--pregunté.

--¡Oh! el cuento es demasiado largo para decírselo en este sitio.
Además, hay una persona interesada en la apuesta, que podría hacérsela
perder si oyera hablar de ella.

--Perfectamente; hasta luego a las tres.

--Hasta luego.

Nos separamos nuevamente: al pasar frente al reloj miré y vi que eran
las dos y treinta y cinco minutos.

--¿Conoce usted a ese señor Chateau-Renaud?--me preguntó Luis con una
voz cuya emoción trataba en vano de disimular.

--De vista solamente; le he encontrado algunas veces en sociedad.

--¿De modo que no es amigo suyo?

--Ni siquiera conocido.

--¡Ah! ¡me alegro!--dijo Luis.

--¿Por qué?

--Por nada.

--Pero ¿usted le conoce?

--Indirectamente.

A pesar de lo evasivo de la respuesta, fácil me fué comprender que
entre el señor de Franchi y el señor de Chateau-Renaud existía
una de esas misteriosas relaciones cuyo conductor es la mujer. E
instintivamente comprendí que sería mejor para mi compañero que nos
volviéramos a nuestras respectivas casas.

--Oiga usted, amigo mío--le dije.--¿Quiere usted seguir mi consejo?

--Vamos...

--Pues, dejemos esa cena en casa de D**.

--¿Por qué razón? ¿No nos aguarda, o mejor dicho, no le ha anunciado
usted que le lleva un convidado?

--Sí: no se trata de eso.

--Entonces, ¿por qué?

--Sencillamente porque creo que sería mejor que no fuéramos.

--Pero, al fin y al cabo, ¿tiene usted un motivo para cambiar así de
opinión? Hace un momento insistía usted en llevarme, casi a pesar mío.

--Y nos encontraremos con Chateau-Renaud.

--Tanto mejor: dicen que es muy amable, y me agradaría conocerlo bien.

--¡Entonces, sea!--dije.--Vamos, ya que usted lo quiere.

Bajamos a buscar nuestros sobretodos.

D** vivía a dos pasos de la Ópera; la noche estaba hermosa: pensé
que el aire libre calmaría un tanto el espíritu de mi compañero. Le
propuse, pues, que fuéramos a pie, y aceptó.

En la sala encontramos a varios amigos míos, y, como yo lo había
sospechado, dos o tres máscaras sin careta, que tenían sus ramilletes
en la mano, aguardando el momento de ponerlos en los vasos. Presenté
al señor Luis de Franchi, a unos y a otras, y demás está decir que fué
cortésmente recibido por todos.

Diez minutos más tarde llegó también D**, conduciendo al ramillete de
myosotis, que se quitó el antifaz con un abandono y una facilidad que
indican, primero, a la mujer bonita; y después, a la mujer acostumbrada
a esa clase de fiestas.

Cuando puse en contacto a de Franchi y a D**, mi amigo B** hizo la más
oportuna de las indicaciones:

--Si ya no queda nadie por presentar pido que nos sentemos a la mesa.

--Todo el mundo está presentado, pero todos los invitados no han
venido--contestó Dujarrier.

--¿Quién falta?

--Chateau-Renaud.

--¡Ah, es verdad! ¿no tiene una apuesta pendiente?--preguntó V**.

--Sí, por una cena de doce personas que pagará si no trae a cierta dama
que se ha comprometido a traer.

--¿Y quién es esa dama--preguntó el ramillete de myosotis,--tan esquiva
que da motivo a apuestas semejantes?

Miré a de Franchi; estaba tranquilo en apariencia, pero pálido como la
muerte.

--¡Vamos!--dijo Dujarrier,--no creo que sea una indiscreción decir el
nombre de esa máscara; tanto más cuanto que es muy probable que no la
conozcan ustedes. Es la señora...

Luis puso la mano en el brazo de Dujarrier.

--Señor--le dijo,--en obsequio a nuestra nueva amistad, hágame usted un
favor...

--Cuanto usted desee...

--No nombre usted a la persona que debe venir con el señor
Chateau-Renaud: bien sabe usted que es una mujer casada.

--Sí, pero el marido está en Esmirna, en las Indias, en Méjico, qué sé
yo dónde. Cuando un marido está tan lejos es, ya sabe usted, como si no
existiera.

--Pues el marido vuelve dentro de pocos días; le conozco, es un
caballero y yo desearía evitarle, si es posible, que a su vuelta
conozca la inconsecuencia de su mujer.

--Entonces, discúlpeme usted--contestó Dujarrier.--Ignoraba que
conociese usted a esa señora; hasta dudaba de que fuera casada: pero,
desde que usted la conoce y conoce al marido...

--Los conozco.

--Seremos de la mayor discreción. Señoras y señores, venga o no venga
Chateau-Renaud, llegue solo o acompañado, pierda o gane su apuesta,
ruego a ustedes que guarden el secreto de esta aventura.

Todos lo prometieron a una voz, probablemente no por sentimiento muy
profundo de las conveniencias sociales, sino porque tenían mucho
apetito y, por consiguiente, estaban deseando ponerse a la mesa.

--Gracias, señor--dijo de Franchi estrechando la mano de Dujarrier,--le
aseguro a usted que acaba de hacer una buena acción.

Pasamos al comedor y nos sentamos. Dos sillas quedaron desocupadas: la
de Chateau-Renaud, y la de la persona que debía acompañarle.

El criado fué a sacar los cubiertos.

--¡No!--dijo el dueño de la casa;--deje usted esos asientos:
Chateau-Renaud tiene plazo hasta las cuatro de la mañana. A las cuatro
sacará usted el cubierto: a las cuatro en punto habrá perdido su
apuesta.

Yo no dejaba de mirar a de Franchi; vi que volvía los ojos hacia el
reloj que señalaba las tres y cuarenta.

--¿Anda bien ese reloj?--preguntó fríamente de Franchi.

--No me preocupa--contestó Dujarrier,--pues he hecho arreglar el reloj
por el de Chateau-Renaud, para que no tenga motivo alguno de queja.

--Pero, señores--dijo el ramillete de myosotis,--puesto que no se puede
hablar de Chateau-Renaud y su desconocida, no hablemos más de ellos,
porque vamos a caer en los símbolos, las alegorías y los enigmas, lo
que resulta mortalmente fastidioso.

--Tiene usted razón, Estela--contesto V**;--hay tantas mujeres de
quienes se puede hablar y que no quieren otra cosa...

--A la salud de ellas--dijo Dujarrier.

Y comenzaron a llenarse las copas de champaña helado. Cada uno de los
convidados tenía una botella frente a él.

Noté que Luis humedecía apenas los labios en su copa.

--Beba usted--le dije;--ya ve que no va a venir.

--Todavía no son más que las cuatro menos cuarto--replicó.--A las
cuatro, y por atrasado que esté, le prometo igualar al que vaya más
adelante...

--¡Magnífico!

Mientras cambiamos estas palabras en voz baja, la conversación había
ido haciéndose general y bulliciosa; de tiempo en tiempo, Dujarrier y
Luis dirigían la vista al reloj que continuaba su marcha impasible,
a pesar de la impaciencia de las dos personas que consultaban sus
minuteros.

A las cuatro menos cinco miré a Luis.

--A su salud--le dije.

Tomó la copa sonriendo, y había bebido la mitad o poco menos, cuando
sonó un campanillazo.

Yo hubiera creído que no hubiese podido ponerse más pálido de lo que
estaba, pero me engañé.

--¡Él es!--dijo.

--Sí, pero no quizá con ella--repliqué.

--Es lo que vamos a ver.

El campanillazo había despertado la atención de todo el mundo, y el
más profundo silencio sucedió a la ruidosa conversación que rodaba
alrededor de la mesa saltando a veces por encima de ella.

Se oyó una especie de discusión en la antesala.

Dujarrier se levantó y fué a abrir la puerta.

--Le he conocido la voz--me dijo Luis tomándome el puño que me oprimió
con fuerza.

--¡Vamos! ¡valor! sea usted hombre, es evidente que si viene a cenar
con un hombre a quien apenas conoce y entre gentes a quienes no conoce,
se trata sencillamente de una perdida, y una perdida no es digna del
amor de un caballero.

--Pero entre usted, señora, se lo suplico--decía Dujarrier en la
antesala,--entre usted: le aseguro que estamos completamente entre
amigos.

--Pero entra, mi querida Emilia--agregaba Chateau-Renaud;--si no
quieres, no te quitarás la careta...

--¡Qué miserable!--murmuró Luis.

En ese mismo instante una mujer entró, arrastrada más que conducida por
Dujarrier, que creía cumplir así con su deber de dueño de casa, y por
Chateau-Renaud.

--Las cuatro menos tres minutos--dijo en voz baja Chateau-Renaud a
Dujarrier.

--Muy bien, querido, ha ganado usted.

--Todavía no, señor--dijo la desconocida, dirigiéndose a
Chateau-Renaud, e irguiéndose,--pues ahora comprendo su insistencia
de usted: ¿había usted apostado a que me traería a cenar aquí, no es
cierto?

Chateau-Renaud calló. La desconocida se dirigió entonces a Dujarrier.

--Puesto que este hombre no contesta--dijo,--conteste usted, señor: ¿No
es verdad que el señor Chateau-Renaud había apostado que me traería a
cenar en esta casa?

--No puedo ocultarle a usted, señora, que el señor Chateau-Renaud me
había hecho abrigar esa esperanza.

--Pues bien, el señor Chateau-Renaud ha perdido, porque yo ignoraba
dónde me conducía, y creía venir a casa de una de mis amigas: ahora,
como no he venido voluntariamente, creo que el señor Chateau-Renaud
debe perder su apuesta.

--Pero ya que estás aquí, mi querida Emilia--repuso el señor
Chateau-Renaud,--te quedarás, ¿no es cierto? Observa que tenemos
excelente sociedad de hombres, y alegre compañía de mujeres.

--Ya que estoy aquí--dijo la desconocida por toda
contestación,--agradeceré al señor, que me parece el dueño de la casa,
la cortés acogida que quiere hacerme, pero como, desgraciadamente, no
puedo aceptar su galante invitación, rogaré al señor Luis de Franchi
que me ofrezca el brazo para acompañarme a casa.

--Le haré observar a usted, señora--dijo Chateau-Renaud, con los
dientes apretados de cólera,--que yo la he acompañado a usted hasta
aquí, y que, por consiguiente, a mí me toca llevarla hasta su casa.

--Señores--dijo la desconocida,--son ustedes cinco, y me pongo bajo la
salvaguardia de su honor; espero que no se permitirá que el señor de
Chateau-Renaud me haga la menor violencia.

Chateau-Renaud hizo un movimiento: todos nos levantamos.

--Está bien, señora--dijo aquél;--queda usted libre, ya sé con quién
tendré que habérmelas.

--Si es conmigo, señor--dijo Luis de Franchi con una altanería
imposible de describir,--me encontrará usted mañana todo el día en la
calle de Helder, núm. 7.

--Muy bien, caballero; quizá no tenga el gusto de presentarme
personalmente en su casa, pero espero que querrá usted recibir en mi
lugar a dos de mis amigos.

--No le faltaba a usted, señor--dijo Luis de Franchi, encogiéndose de
hombros,--sino dar esa clase de citas delante de una dama. Venga usted,
señora--continuó, tomando del brazo a la desconocida,--y crea usted que
agradezco desde el fondo del corazón el honor que usted me dispensa.

Y ambos salieron en medio del más profundo silencio.

--¡Vaya, y qué!--dijo Chateau-Renaud, apenas se cerró la puerta:--he
perdido y nada más. Hasta pasado mañana a la noche, todos los
presentes, en la fonda de los Frères-Provençaux.

Se sentó en uno de los asientos desocupados, y tendió la copa a
Dujarrier, para que se la llenara.

Pero, como se comprende, y a pesar de la ruidosa hilaridad de
Chateau-Renaud, el resto de la cena resultó bastante sombrío.




                                  VIII


Al día siguiente, o mejor dicho, aquel mismo día, hallábame a las
diez de la mañana a la puerta del señor Luis de Franchi. Al subir
la escalera me encontré con dos jóvenes que bajaban: el uno era,
evidentemente, un hombre de sociedad; el otro, con la condecoración de
la Legión de Honor, parecía, aunque estuviese vestido de particular, un
oficial del ejército.

No me cupo duda de que aquellos dos caballeros salían de la casa de de
Franchi, y los seguí con los ojos hasta el pie de la escalera, para
continuar luego mi camino y llamar a la puerta de mi joven amigo.

El criado acudió a abrir: su amo se hallaba en el bufete.

Cuando entró para anunciarme, Luis, que se hallaba sentado escribiendo,
levantó la cabeza.

--Pues precisamente--dijo arrugando el billete comenzado y arrojándolo
al fuego,--esta esquela era para usted, e iba a enviarla a su casa.
Está bien, José, no estoy para nadie.

El criado salió.

--¿No ha encontrado usted a dos caballeros en la escalera?--continuó
Luis acercando su sillón.

--Condecorado uno de ellos...

--Precisamente.

--Sospeché que salían de aquí.

--Y ha adivinado.

--¿Venían de parte del señor Chateau-Renaud?

--Son sus padrinos.

--¡Ah! caramba, conque ha tomado la cosa a lo serio, por lo que se
ve...

--No podía ser de otro modo, como usted comprenderá--contestó Luis.

--¿Y venían?...

--A pedirme que enviara dos de mis amigos a conversar del asunto con
ellos: entonces pensé en usted.

--Mucho le agradezco su recuerdo, pero no puedo ir solo a verme con
ellos.

--He rogado a uno de mis amigos, el barón Giordano Martelli, que venga
a almorzar conmigo. Estará aquí a las once. Almorzaremos juntos, y a
mediodía tendrán ustedes la bondad de ir a casa de esos señores que han
prometido no salir hasta las tres. Aquí están sus nombres y sus señas.

Y Luis me presentó dos tarjetas.

El uno se llamaba el vizconde René de Chateaugrand, el otro el señor
Adriano de Boissy. El primero vivía en la calle de la Paz, número 12;
el segundo, que, como yo lo había sospechado, pertenecía al ejército,
era teniente de los cazadores de África, y vivía en la calle de Lille,
número 29.

Volví y revolví las tarjetas en la mano.

--Y... ¿qué es lo que le preocupa a usted?--preguntó Luis.

--Quisiera saber, francamente, si toma usted este asunto a lo serio. Ya
comprende usted que nuestra conducta depende de eso.

--¡Cómo! ¡Muy en serio! Por otra parte, ya lo ha visto usted, me he
puesto completamente a las órdenes del señor Chateau-Renaud, y él es
quien me envía sus padrinos. No me toca, pues, nada más que dejarlo
hacer.

--Sí, seguramente, pero al fin y al cabo...

--Termine usted--dijo Luis sonriendo.

--Pero, al fin y al cabo, hay que saber por qué se baten ustedes. Uno
no puede ver que dos hombres se maten sin conocer, por lo menos, el
motivo del combate. Ya sabe usted que la posición del padrino es más
grave, en cuanto a responsabilidad, que la del combatiente.

--Por eso también, voy a decirle a usted en dos palabras el motivo
de esta disputa. Helo aquí: A mi llegada a París, uno de mis amigos,
capitán de fragata, me presentó a su mujer. Era hermosa, era joven; al
verla sentí tan profunda impresión que, temiendo enamorarme de ella,
aproveché lo menos posible el permiso de ir a su casa a cualquier hora.
Mi amigo se quejaba de mi indiferencia, y tanto se quejó que, al fin,
acabé por decirle francamente la verdad: que su mujer era demasiado
encantadora para exponerme a verla demasiado a menudo. Se sonrió, me
tendió la mano, y exigió que fuese a comer con él ese mismo día.

--Querido Luis--me dijo a los postres,--dentro de tres semanas saldré
para Méjico; quizá permanezca ausente tres meses, quizá seis, quizá
más... Nosotros, los marinos, sabemos a veces cuándo marchamos, pero
nunca cuándo volveremos. Le recomiendo a Emilia durante mi ausencia.
Emilia, te ruego que trates a Luis de Franchi como a un hermano.

La joven contestó tendiéndome la diestra.

Yo estaba estupefacto: no supe qué contestar, y debí parecer de lo más
tonto a mi futura hermana.

Mi amigo partió efectivamente, tres semanas después.

Durante aquellas tres semanas había exigido que fuere a comer con ellos
por lo menos una vez cada semana.

Emilia se quedó con su madre: no necesito decirle a usted que la
confianza de su marido había hecho que fuera sagrada para mí, y que,
sin dejar de amarla mucho más que a una hermana, nunca la consideré de
otro modo.

Pasaron seis meses. Emilia vivía con su madre, y su marido antes de
marcharse le había exigido que continuara recibiéndome. Mi pobre amigo
no temía nada tanto como la reputación de hombre celoso: el hecho es,
también, que adoraba a Emilia, y que tenía absoluta confianza en ella.

Emilia continuó recibiéndome, pues. Por otra parte sus recibos eran
íntimos, y la presencia de la madre quitaba hasta a los espíritus más
perversos todo pretexto de reproche; así es que nadie dijo palabra que
pudiera empañar siquiera su reputación.

Hace tres meses, poco más o menos, el señor Chateau-Renaud se hizo
presentar. Usted cree en los presentimientos, ¿no es cierto? Pues al
verlo me estremecí; no me dirigió la palabra; se mostró lo que debe ser
un hombre de mundo en un salón, y sin embargo, cuando salió... yo le
odiaba ya. ¿Por qué? Yo mismo lo ignoraba, o mejor dicho, había notado
que él también había sentido la impresión que sentí al ver a Emilia por
primera vez.

Parecíame también que Emilia, por su parte, lo había recibido con
desusada coquetería: me engañaba sin duda, pero, ya se lo he dicho a
usted, allá en el fondo del corazón no había dejado de amar a Emilia, y
estaba celoso.

Así es que, en la siguiente velada no perdí de vista al señor de
Chateau-Renaud; quizá notara mi persistencia en seguirlo con los ojos,
pues me pareció que, hablando a media voz con Emilia, trataba de
ponerme en ridículo.

Si hubiera dado oídos únicamente a mi corazón, aquella misma noche
hubiera provocado un incidente con cualquier pretexto, y me hubiese
batido con él; pero me contuve, diciéndome que semejante conducta sería
absurda.

¡Qué quiere usted! de allí en adelante, cada viernes fué para mí un
nuevo suplicio. El señor de Chateau-Renaud era un hombre de mundo en
toda la extensión de la palabra, un elegante, un león; bajo muchos
conceptos, yo mismo reconocía su superioridad sobre mí, pero me parecía
que Emilia lo colocaba mucho más alto que lo debido.

Pronto supe que no era yo sólo el que había observado la preferencia
de Emilia hacia el señor de Chateau-Renaud; esa preferencia aumentó de
tal modo y se hizo tan visible que Giordano, que también frecuentaba la
casa, me habló de ella.

Desde aquel momento tomé mi partido: resolví hablar a mi vez a Emilia,
convencido como estaba de que por su parte aquello no era todavía
más que una inconsecuencia, y que con sólo abrirle los ojos sobre su
conducta reformaría cuanto hasta entonces hubiera podido hacerla acusar
de ligereza.

Pero, con grande asombro mío, Emilia tomó a broma mis observaciones,
pretendiendo que yo estaba loco y que cuantos participaban de mis ideas
estaban tan locos como yo.

Insistí.

Emilia me contestó que no tenía que pedirme consejo en un asunto de
esa especie, y que un hombre enamorado era necesariamente un juez poco
imparcial.

Me quedé estupefacto: ¡el marido se lo había dicho todo!

Ya comprende usted que, desde aquel momento, mi papel, encarado como el
de un amante desgraciado y celoso se hacía ridículo, y hasta odioso si
se quiere: cesé de ir a casa de Emilia.

Pero no por eso dejé de tener noticias suyas; no por eso dejé de saber
lo que hacía, y de sufrir, pues ya comenzaban a notarse las asiduidades
del señor de Chateau-Renaud, con Emilia, y a hablarse de ellas en alta
voz.

Resolví escribirle; lo hice con toda la mesura de que soy capaz,
suplicándole, en nombre de su honor comprometido, en nombre de su
esposo ausente y lleno de confianza en ella que pensase seriamente en
lo que hacía; pero no me contestó.

¡Vamos! El amor es independiente de la voluntad; la pobre criatura
amaba, y como amaba estaba ciega, o mejor dicho, quería estarlo a toda
costa.

Poco tiempo después oí decir públicamente que Emilia era la querida de
Chateau-Renaud. No puede usted figurarse lo que sufrí...

Mi hermano sintió entonces la repercusión de mi dolor.

Entretanto pasaron varios días, y usted llegó.

El mismo día de su llegada, yo había recibido una carta anónima: Venía
de parte de una dama desconocida que me daba cita en el baile de la
Ópera. Decíame la dama que tenía algunos datos que ofrecerme acerca de
una señora amiga mía, de la que, por el momento se contentaba con darme
el nombre de bautismo: Emilia...

En cuanto a la autora de la carta, la reconocería en el baile por un
ramillete de violetas.

Recuerdo haberle dicho a usted entonces que no debía ir a aquel baile;
pero, lo repito, iba empujado por la fatalidad.

Fuí. Encontré a mi dominó a la hora y en el sitio indicado por ella.
Me confirmó lo que ya me había dicho: que Emilia era la amante de
Chateau-Renaud, y como yo lo dudara o mejor dicho fingiera dudarlo,
la desconocida me dió esta prueba: el señor de Chateau-Renaud había
apostado que llevaría a su nueva querida a cenar en casa de Dujarrier.

La casualidad hizo que usted conociese a Dujarrier, que éste le
invitase a cenar, que usted le pidiera autorización para llevar a un
amigo, y que ese amigo fuera yo...

Ya sabe usted lo demás.

Y ahora, ¿qué puedo hacer, sino aguardar y aceptar las proposiciones
que se me hagan?

Nada había que replicar a esto, de modo que incliné la cabeza.

--Pero--dije al cabo de un momento, con cierto temor,--creo recordar, y
espero engañarme, que su hermano me ha dicho que jamás ha tocado usted
una pistola ni una espada.

--Es cierto.

--¡Pero, entonces, está usted a la merced de su adversario!

--¡Qué quiere usted! ¡Dios dirá!

En aquel mismo instante el criado anunció al barón Giordano Martelli.

Era, como de Franchi, un joven corso de la provincia de Sartène; servía
en el regimiento 17, en que, dos o tres admirables hechos de armas lo
habían hecho nombrar capitán a los 23 años. De más parece decir que iba
vestido de particular.

--¡Vamos!--exclamó después de saludarme,--las cosas han llegado adonde
tenían que llegar, y según lo que me has escrito vas a recibir hoy la
visita de los padrinos del señor de Chateau-Renaud...

--Ya han venido.

--¿Te dieron su nombre y dirección?

--Aquí están sus tarjetas.

--¡Bueno! el criado me ha dicho que la mesa estaba servida...
Almorcemos, y en seguida iremos a devolverles la visita.

Pasamos al comedor, y ya no se volvió a tratar del asunto que nos
reunía.

Luis me interrogó entonces acerca de mi viaje a Córcega, pues hasta
entonces aún no había tenido tiempo de contarle cuanto ya sabe el
lector.

En aquel momento, cuando el espíritu del joven se había tranquilizado
con la seguridad de que al día siguiente se batiría con Chateau-Renaud,
todos los sentimientos de patria y de familia le rebosaban del corazón.
Me hizo repetir veinte veces lo que para él me había dicho su madre y
su hermano. Lo que más le conmovía, conociendo las costumbres realmente
corsas de Luciano, eran los esfuerzos que había hecho para apaciguar la
querella de los Orlandini y los Colonna.

Dieron las doce.

--Creo, y esto no importa despedirlos--dijo Luis,--que ya es hora de ir
a devolver la visita a esos caballeros; tardando más podría creerse que
los descuidamos.

--¡Oh! en cuanto a eso, tranquilícese usted--repliqué.--No hace dos
horas que han salido de aquí, y han tenido que darle a usted el tiempo
necesario para avisarnos.

--No importa--dijo el barón Giordano;--Luis tiene razón.

--Pero, ahora--agregué,--es necesario que sepamos si prefiere usted la
espada o la pistola.

--¡Oh! ¡Dios mío! ya sabe usted que me es completamente indiferente,
puesto que no sé manejar ninguna de las dos. Por otra parte, el señor
de Chateau-Renaud me ahorrará el trabajo de elegir. Sin duda se
considerará ofendido, y con este título podrá imponer el arma que le
convenga.

--Sin embargo, la ofensa es discutible. Usted no ha hecho más que tomar
el brazo que se le ofrecía.

--Escuche usted--me contestó Luis,--a mi juicio cualquier discusión
podría tomar el aspecto de un deseo de arreglo. Soy de inclinaciones
muy pacíficas, como usted sabe; estoy muy lejos de ser un duelista,
pues éste es el primer duelo que tengo, pero precisamente a causa de
todas esas razones quiero jugar con toda liberalidad...

--Fácil es decirlo, querido; pero usted juega sólo la vida, y nos deja
a nosotros, ante toda su familia, la responsabilidad de lo que ocurra...

--¡Oh! en cuanto a eso puede usted estar tranquilo, conozco a mi madre
y a mi hermano. Se limitarán a preguntarle a usted: «¿Se ha conducido
Luis como un caballero?» Y cuando usted les haya contestado «Sí», dirán
a su vez: «está bien».

--Pero, ¡caramba! de todas maneras necesitamos saber qué arma prefiere
usted.

--Pues, si se propone la pistola, acepten ustedes en seguida.

--Es también mi opinión--dijo Giordano.

--Vaya por la pistola--murmuré,--ya que ambos la prefieren. Pero la
pistola es un arma perversa.

--¿Tengo tiempo de aprender a manejar la espada de aquí a mañana?

--No. Pero quién sabe si con una buena lección de Grisier no llegara
usted a defenderse un tanto...

Luis sonrió.

--Créame usted--dijo;--lo que ha de sucederme mañana, está ya escrito
allá arriba, y hagamos lo que hagamos, no lo podemos variar...

Le dimos un apretón de mano y bajamos.

Nuestra primer visita fué, naturalmente, para aquel de los padrinos
que vivía más cerca, es decir, el señor de Chateaugrand, que, según ya
dije, vivía en la calle de la Paix, número 12.

Este caballero no estaba visible para nadie que no se presentara en
nombre del señor Luis de Franchi. Así, pues, apenas presentamos
nuestras tarjetas y dijimos quién nos enviaba, fuimos introducidos en
la casa.

Hallamos en el señor de Chateaugrand un perfecto hombre de mundo.
De ninguna manera permitió que nos diéramos el trabajo de ir a casa
del señor de Boissy, diciéndonos que ambos habían convenido que
aquél en cuya casa nos presentásemos enviaría en busca del otro. E
inmediatamente envió a su lacayo a avisar al señor de Boissy que
estábamos aguardándole en su casa.

Durante aquel momento de espera no se trató para nada del asunto que
nos reunía. Se habló de carreras, de la ópera, de cacerías...

Diez minutos después llegaba el señor de Boissy.

Ni siquiera mencionaron la pretensión de elegir armas: la espada y la
pistola eran igualmente familiares para el señor de Chateau-Renaud, que
dejaba la designación al señor de Franchi o a la suerte.

Se tiró una moneda de cinco francos al aire, la cara para la espada, la
cruz para la pistola: cayó cruz.

En seguida se resolvió que el encuentro se efectuase al día siguiente,
a las diez de la mañana, en el bosque de Vincennes; que los adversarios
se colocarían a veinte pasos de distancia, que se darían tres palmadas,
y que a la tercera harían fuego.

Fuimos a comunicar este resultado al señor de Franchi.

Aquella noche, al volver a casa, encontré las tarjetas de los señores
de Chateaugrand y de Boissy.




                                  IX


Me había presentado a las ocho de la noche en casa del señor de
Franchi, a preguntarle si no tenía alguna recomendación para hacerme, y
él me había rogado que aguardara hasta el día siguiente, contestándome
con un aire particular.

--La noche trae consejo.

Al día siguiente, pues, en lugar de ir a buscarle a las ocho, lo que
nos hubiera dado suficiente margen para estar a las nueve en el sitio
de la cita, me presenté a las siete y media en casa de Luis de Franchi.

Estaba en su gabinete, escribiendo.

Al oir el ruido que hice abriendo la puerta, se volvió. Estaba muy
pálido.

--Discúlpeme usted--me dijo--voy a acabar de escribir a mi madre;
siéntese usted y tome un diario. _La Presse_ trae un folletín
encantador del señor Mery.

Tomé el diario indicado y me senté considerando con asombro el
contraste que formaba la palidez, casi lívida del joven con su dulce
voz, grave y tranquila.

Traté de leer, pero mientras seguía las letras con los ojos, las
palabras no presentaban a mi espíritu el menor significado. Al cabo de
cinco minutos me dijo Luis:

--He terminado--y llamó al ayuda de cámara, para ordenarle:--José, no
estoy para nadie, ni siquiera para Giordano; si viene, hágalo usted
entrar en el salón; deseo estar diez minutos a solas con este señor,
sin ser interrumpido.

El criado salió y cerró la puerta.

--Usted sabe, mi querido Alejandro, que Giordano es corso, tiene
ideas corsas; por eso no puedo fiarme de él; le pediré que guarde el
secreto, y nada más; en cuanto a usted, es necesario que me prometa
ejecutar punto por punto mis instrucciones.

--Sin duda alguna, ¿no es ése el deber del testigo?

--Deber tanto más real cuanto que de ese modo ahorrará usted una
segunda desgracia a mi familia.

--¿Una segunda desgracia?--pregunté sorprendido.

--Tome usted, lea esta carta que dirijo a mi madre:

Tomé la carta de manos de de Franchi y leí con creciente asombro:

    «Mi querida madre:--Si no supiese que es usted fuerte como una
    espartana y sumisa como una cristiana, emplearía todos los
    medios posibles para prepararla al horrible acontecimiento que
    va a herirla a usted: ¡cuando reciba usted esta carta ya no
    tendrá sino un hijo, Luciano, mi excelente hermano que la amará
    por los dos!

    «Anteayer me ha dado un ataque de fiebre cerebral, cuyos
    primeros síntomas descuidé; el médico ha llegado demasiado
    tarde; querida madre mía, ya no hay remedio para mí, si no
    sobreviene un milagro, ¿y qué derecho tengo de esperar que Dios
    haga por mí ese milagro?

    «Le escribo a usted en un momento lúcido; si muero, esta carta
    será echada al correo un cuarto de hora después de mi muerte;
    porque, en el egoísmo de mi amor hacia usted, quiero que usted
    sepa que he muerto sin echar de menos otra cosa que su cariño y
    el de mi hermano.

    «Adiós, madre mía, no llore usted; el alma y no el cuerpo
    era lo que la amaba a usted, y a cualquier parte a que vaya
    continuará amándola.

    «Adiós, Luciano; no te alejes nunca de nuestra madre, y
    recuerda que ya sólo le quedas tú.--_Luis de Franchi_».

Después de leer estas palabras me volví hacia el que las había escrito.

--Pero--le pregunté,--¿qué significa esto?

--¿No lo comprende usted?--me preguntó.

--No.

--Es que seré muerto a las nueve y diez minutos.

--Que, ¿lo van a matar a usted?...

--Sí.

--¿Pero está usted loco? ¿Por qué abrigar una idea semejante?

--No estoy loco, ni preocupado, amigo mío. Estoy prevenido, nada más.

--Prevenido, ¿y por quién?

--¿Mi hermano no le ha contado a usted--preguntó sonriendo Luis,--que
los varones de mi familia gozan de un privilegio singular?

--Es verdad--contesté, estremeciéndome a pesar mío.--Me ha hablado de
apariciones...

--Precisamente. Pues bien, esta noche se me ha aparecido mi padre; por
eso me ha encontrado usted tan pálido: la vista de los muertos hace
palidecer a los vivos.

Lo miré con asombro no exento de terror.

--¿Usted ha visto a su padre esta noche, dice?

--Sí.

--¿Y le ha hablado?

--Me ha anunciado mi muerte.

--Sería algún horrible sueño.

--Era una terrible realidad.

--¿Estaba usted dormido?

--Velaba. ¿No cree usted que un padre puede visitar a su hijo?

Bajé la cabeza, pues en el fondo de mi corazón no creía en esa
posibilidad.

--¿Cómo sucedió?--le pregunté.

--¡Oh, Dios mío! de la manera más sencilla y más natural. Hallábame
leyendo y aguardaba a mi padre, pues sabía que si corría algún peligro
se me aparecería, cuando a la media noche mi lámpara palideció sin
que hubiera causa visible para ello, la puerta se abrió lentamente y
apareció mi padre.

--Pero ¿cómo?--pregunté.

--Pues como cuando vivía: vestido con el traje que llevaba
habitualmente; sólo que estaba muy pálido y sus ojos no miraban.

--¡Oh, Dios mío!

--Acercóse lentamente a mi lecho. Yo me incorporé, sosteniéndome en el
codo.

--Sea usted el bienvenido, padre mío--le dije.

Acercóse a mí, me miró fijamente, y me pareció que sus ojos sin brillo
se animaban por la fuerza del amor paterno...

--Continúe usted. ¡Eso es terrible!...

--Entonces movió los labios, y cosa extraña, aunque sus palabras no
produjeran ruido alguno, las oí resonar en mi interior, distintas y
vibrantes como un eco.

--¿Y qué le dijo a usted?

--«¡Piensa en Dios, hijo mío!»--«¿Seré muerto en ese
duelo?»--pregunté.--Y vi que dos lágrimas corrían de aquellos ojos
sin luz, deslizándose por el pálido rostro del espectro. «¿Y a qué
hora?»--interrogué.--Volvió el índice hacia el reloj. Seguí la
dirección indicada. El reloj señalaba las nueve y diez minutos.--«Está
bien, padre»--dije entonces.--«Que se haga la voluntad de Dios. Dejo a
mi madre, es verdad, pero voy a reunirme con usted». Una pálida sonrisa
vagó entonces por sus labios, y haciéndome una señal de adiós se alejó
de mí. Abrióse la puerta a su paso... desapareció y la puerta se cerró
tras él.

Este relato estaba tan sencilla y tan naturalmente dicho, que me
pareció evidente que la escena contada por Luis de Franchi había
sucedido realmente, o que en la preocupación de su espíritu había sido
juguete de una ilusión que había tomado por la realidad, y que, por
consiguiente, era tan terrible como ella.

Enjugué el sudor que me corría por la frente.

--Ahora bien--continuó Luis,--usted conoce a mi hermano, ¿verdad?

--Sí.

--¿Qué cree usted que hará en cuanto sepa que he sido muerto en duelo?

--Saldrá inmediatamente de Sollecaro para venir a batirse con el
matador.

--Precisamente, y si lo mata también, mi pobre madre quedará tres veces
viuda, viuda de su marido, viuda de sus dos hijos.

--¡Lo comprendo! Eso sería horroroso.

--Pues bien, eso es lo que hay que evitar... Creyendo que he muerto
de una fiebre cerebral, mi hermano no atacará a nadie, y mi madre se
consolará más fácilmente, si cree que me ha arrebatado la voluntad de
Dios, que si sabe que he muerto a manos de un hombre... A menos que...

--¿A menos qué?--repetí.

--¡Ah, no!...--exclamó Luis.--Espero que no ha de suceder semejante
cosa.

Comprendí que contestaba a un temor personal, y no insistí.

En ese momento la puerta se entreabrió.

--Mi querido de Franchi--dijo el barón Giordano, presentándose,--he
respetado tu consigna mientras ha sido posible. Pero son las ocho, la
cita es para las nueve, tenemos legua y media que andar, y debemos
ponernos inmediatamente en marcha.

--Estoy pronto, querido--dijo Luis.--Entra. Ya he dicho a este
caballero cuanto tenía que decirle.

Y se puso un dedo en los labios, mirándome.

--En cuanto a ti, amigo mío--volviéndose hacia la mesa y tomando
un sobre lacrado,--he aquí lo que te destino. Si me sucediera una
desgracia, lee este billete y confórmate, te lo ruego, con lo que en él
te pido.

--¡Perfectamente! ¿Estaba usted encargado de las armas?--me preguntó el
barón Giordano.--¿Están en el carruaje?

--Sí--contesté,--pero al salir he notado que uno de los gatillos
funcionaba mal. De paso tomaremos en casa de Devisme una caja de
pistolas.

Luis me miró sonriendo y me tendió la mano; había comprendido mi
intención de no dejarlo matar con mis pistolas.

--¿Tienen ustedes un carruaje--preguntó Luis,--o hay que mandar en
busca de uno con José?

--Ahí está mi cupé--dijo el barón,--y apretándonos un poco cabremos los
tres. Como ya estamos algo retrasados, siempre andaremos más ligero con
mis caballos que con los de un fiacre.

--Vamos--dijo Luis.

Y bajamos. En la puerta nos aguardaba José.

--¿Iré con el señor?--preguntó.

--No, José, es inútil; no lo necesito--contestó Luis.

Y quedándose hacia atrás:

--Tome, amigo mío--agregó, poniéndole en la mano unas monedas de
oro,--y si he sido duro con usted en algún momento de mal humor,
perdónemelo.

--¡Oh, señor!--exclamó José con las lágrimas en los ojos,--¿qué
significa eso?

--¡Nada!--dijo Luis, lanzándose al carruaje, en el que se sentó entre
nosotros dos.

--Era un buen servidor--dijo mirando por última vez a José,--y si uno u
otro puede serle útil, lo agradeceré de veras.

--¿Lo despides acaso?--preguntó el barón.

--No--contestó Luis sonriendo.--Lo dejo, nada más.

Nos detuvimos frente a casa de Devisme, nada más que el tiempo
necesario para tomar una caja de pistolas, pólvora y balas; después
salimos al trote largo de los caballos.

A las nueve menos cinco minutos estábamos en Vincennes, un carruaje
llegaba al mismo tiempo que el nuestro: era el del señor de
Chateau-Renaud.

Nos internamos en el bosque por dos caminos diferentes. Nuestros
cocheros debían reunirse en la gran alameda.

Pocos instantes después nos hallábamos en el punto de la cita.

--Señores--dijo Luis, bajando primero,--ya saben ustedes que no hay
arreglo posible.

--Pero, sin embargo...--dije.

--¡Oh, querido! recuerde usted la confidencia que le he hecho; usted,
menos que nadie, tiene derecho para hacer ni recibir proposiciones...

Bajé la cabeza ante aquella voluntad absoluta, que, para mí, era una
voluntad suprema.

Dejamos a Luis junto al carruaje, y nos acercamos a los señores de
Boissy y de Chateaugrand; el barón Giordano llevaba la caja de pistolas.

Cambiamos un saludo.

--Señores--dijo el barón Giordano,--en circunstancias como ésta, los
cumplidos más cortos son los mejores, porque podemos ser incomodados
de un momento a otro. Nos encargamos de traer las armas: helas aquí.
Pueden ustedes examinarlas: acabamos de tomarlas de casa del armero, y
damos a usted nuestra palabra de que el señor Luis de Franchi no las ha
visto siquiera.

--Esa declaración era inútil, caballero--contestó el vizconde de
Chateaugrand,--ya sabemos con quién tenemos que habérnoslas.

Y tomando una pistola mientras que el señor de Boissy tomaba la otra,
los dos testigos hicieron jugar los gatillos y examinaron el calibre.

--Son pistolas comunes de tiro--dijo el barón,--y no han servido
todavía: ahora falta saber si los adversarios pueden hacer uso de ellas
puestas al pelo.

--Me parece--dijo el señor de Boissy,--que cada cual debe hacer lo que
le convenga y lo que acostumbre.

--Sea--contestó el barón Giordano.--Todas las probabilidades iguales
son aceptables.

--Entonces, usted se lo advertirá al señor de Franchi, y nosotros se lo
diremos al señor de Chateau-Renaud.

--Perfectamente; ahora, caballero, como nosotros hemos traído las
pistolas, a ustedes les corresponde cargarlas.

Los jóvenes tomaron cada uno una pistola, midieron rigurosamente la
misma carga de pólvora, tomaron al azar dos balas, y las metieron en el
cañón, empujándolas con la baqueta.

Mientras duraba la operación, en la que no quise tomar parte, me
acerqué a Luis, que me recibió con la sonrisa en los labios.

--No olvide usted nada de cuanto le he pedido--me dijo,--y trate de
conseguir que Giordano, a quien, por otra parte, se lo pido en la carta
que le di, no cuente nada ni a mi madre ni a mi hermano. Trate usted
también, de que los diarios no hablen de este asunto, y si lo hacen, de
que no pongan nombres.

--¿Sigue usted teniendo la terrible convicción de que este duelo ha de
ser fatal?--le pregunté.

--Estoy más convencido que nunca; pero hágame la justicia por lo menos
de confesar que veo venir la muerte como un verdadero corso.

--Su tranquilidad, mi querido de Franchi, es tan grande que me da la
esperanza de que ni usted mismo esté bien convencido.

Luis sacó el reloj.

--Todavía tengo siete minutos de vida--dijo,--y ahora que pienso en
ello, tome usted mi reloj; guárdelo, se lo ruego, como un recuerdo mío:
es un excelente Bregut.

Tomé el reloj y estreché la mano de Franchi.

--Dentro de ocho minutos--exclamé,--espero poder devolvérselo.

--No hablemos más de eso; esos caballeros se acercan.

--Señores--dijo el vizconde de Chateaugrand,--aquí, a la derecha, debe
haber un claro que me ha servido a mí mismo el año pasado; ¿quieren
ustedes que lo busquemos?

--Guíenos usted, caballero--dijo Giordano,--le seguimos a usted.

El vizconde echó a andar delante y lo seguimos, formando dos grupos
separados. En efecto, a unos treinta pasos de allí, siguiendo un
declive apenas sensible, nos encontramos en medio de un claro que en
otro tiempo, sin duda, debía haber sido una charca semejante a la
de Auteuil, y que, completamente desecada, formaba una hondonada
completamente rodeada por un talud; el terreno parecía, pues, hecho
a propósito para servir de teatro a una escena como la que iba a
desarrollarse.

--Señor de Martelli--dijo el vizconde,--¿quiere usted medir los pasos
conmigo?

El barón contestó con un saludo de asentimiento; luego, poniéndose
al lado del señor de Chateaugrand, ambos midieron los veinte pasos
convenidos.

Todavía permanecí algunos instantes solo con de Franchi.

--A propósito--me dijo,--encontrará usted mi testamento sobre la mesa
en que escribía cuando entró usted esta mañana.

--Muy bien--contesté;--esté usted tranquilo.

--Señores, cuando ustedes dispongan--dijo el vizconde de Chateaugrand.

--Aquí estoy--contestó Luis.--Adiós, querido amigo; gracias por todos
los trabajos que le he dado, sin contar--agregó con melancólica
sonrisa--los que aún tengo que darle.

Le tomé la mano. Estaba fría, pero sin agitación alguna.

--¡Vamos!--exclamé,--olvide usted la aparición, y apunte lo mejor que
pueda.

--¿Se acuerda usted del _Freischütz_?

--Sí.

--Pues, entonces, ya sabe usted que cada bala tiene su destino. Adiós.

Encontró a su paso al barón Giordano que tenía la pistola destinada
a él; la tomó, la amartilló, y sin mirarla siquiera fué a ocupar su
sitio, indicado por un pañuelo.

El señor de Chateau-Renaud estaba ya en el suyo.

Hubo un instante de terrible silencio mientras ambos jóvenes saludaban
a sus testigos, luego a los de sus adversarios, y luego se saludaban
entre sí.

El señor de Chateau-Renaud parecía estar acostumbrado a esta clase de
asuntos, y sonreía como un hombre seguro de su destreza. Quizá supiera
que de Franchi tomaba por primera vez una pistola.

Luis estaba tranquilo y frío; su hermosa cabellera parecía la de un
busto de mármol.

--¡Vamos, señores!--dijo Chateaugrand,--prepárense ustedes.

Y en seguida, golpeando las manos, exclamó:

--Una... dos... tres.

Los dos tiros se confundieron en una misma detonación. Y al mismo
tiempo vi que Luis de Franchi giraba dos veces sobre sí mismo, para
caer luego sobre la rodilla izquierda.

Chateau-Renaud quedó en pie. Sólo tenía atravesado por la bala el
faldón de la levita.

Me precipité hacia Luis.

--¿Está usted herido?--pregunté, aunque lo estuviera viendo.

Trató de contestarme, pero sin conseguirlo; en sus labios apareció un
poco de espuma sanguinolenta. Al propio tiempo dejó escapar la pistola
y se llevó la mano al costado derecho.

En la levita apenas se le veía un agujerito, en que cabría la punta del
dedo meñique.

--¡Señor barón!--exclamé,--corra usted al cuartel y traiga al cirujano
del regimiento.

Pero de Franchi, reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, detuvo a
Giordano indicándole con un movimiento de cabeza que la diligencia era
inútil.

Y cayó sobre la otra rodilla.

Chateau-Renaud se alejó al punto, pero sus testigos se acercaron al
herido.

Mientras tanto habíamos abierto la levita y rasgado el chaleco y la
camisa.

La bala penetraba debajo de la sexta costilla de la derecha y salía
algo más arriba del cuadril izquierdo.

A cada respiración del moribundo, la sangre salía por las dos heridas.

No había remedio.

--Señor de Franchi--dijo el vizconde de Chateaugrand,--crea usted que
sentimos muchísimo el desenlace de este malhadado asunto, y esperamos
que no guardará usted rencor al señor de Chateau-Renaud.

--Sí, sí...--murmuró el herido,--sí, le perdono... pero que se marche,
que se marche...

Luego, volviéndose hacia mí, me dijo:

--¡Recuerde usted su promesa!

--¡Oh! le juro que la cumpliré.

--Y ahora--agregó sonriendo,--mire usted el reloj.

Y se desplomó lanzando un suspiro.

Era el último.

Miré el reloj: señalaba, precisamente, las nueve y diez minutos.

En seguida dirigí la vista hacia Luis de Franchi: ¡estaba muerto!

Condujimos el cadáver a la casa, y mientras el barón Giordano iba a
hacer su declaración ante el comisario de policía del barrio, yo,
ayudado por José, le subí a su cuarto. El pobre mozo lloraba a mares.

Al entrar, mis ojos se dirigieron involuntariamente al reloj: señalaba
las nueve y diez minutos.

Sin duda habían olvidado de darle cuerda, y se había detenido en la
hora fatal.

Un momento después, el barón Giordano entró con gente del juzgado que,
advertida por él, iba a poner los sellos.

Quería enviar tarjetas a los amigos del difunto, comunicándoles la
dolorosa noticia, pero le rogué que antes leyera la carta que le había
dejado Luis al partir.

En esa carta le rogaba que ocultase a Luciano la causa de su muerte, y
lo invitaba a que hiciera el entierro con el menor ruido posible, y sin
pompa alguna.

El barón Giordano se encargó de todos esos detalles, y yo fuí a visitar
a los señores de Boissy y de Chateaugrand, para rogarles que guardaran
reserva sobre el desgraciado suceso, y que aconsejaran a Chateau-Renaud
que saliera por algún tiempo de París.

--Sería muy posible--les dije,--que de otro modo tuviera este duelo
mayores consecuencias para él: naturalmente no hay que decírselo...

Me prometieron secundar mis deseos en cuanto estuviera en sus manos, y
mientras iban a casa de Chateau-Renaud, yo fuí a poner en el correo la
carta que anunciaba a la señora de Franchi que su hijo acababa de morir
de una fiebre cerebral.




                                  X


Contra lo acostumbrado en esta clase de asuntos, el duelo hizo poco
ruido. Los mismos periódicos, retumbantes y desafinadas trompetas de la
publicidad, callaron. Sólo algunos amigos íntimos acompañaron el cuerpo
del desgraciado joven al cementerio de Père-Lachaise. Pero, por mucho
que se le instara, el de Chateau-Renaud no quiso salir de París.

Pensé por un momento hacer seguir la carta de Luis a su familia con una
mía; pero, aunque el fin fuera excelente, aquella mentira respecto de
la muerte de un hijo y de un hermano me repugnaba; hallábame seguro de
que el mismo Luis había combatido mucho, antes de decidirse, y que para
ello había sido necesario toda la importancia de las razones que me dió.

A riesgo de pasar, pues, por indiferente e ingrato, guardé silencio,
convencido de que el barón Giordano había hecho lo mismo. Cinco días
después del acontecimiento, a eso de las once de la noche, hallábame
trabajando en mi escritorio, al lado del fuego, solo, y con una
disposición de espíritu bastante displicente, cuando entró mi criado,
cerró la puerta tras de sí, y con voz bastante agitada me dijo que el
señor de Franchi deseaba hablarme.

Me volví y lo miré fijamente: estaba muy pálido.

--¿Qué dice usted, Víctor?--le pregunté.

--¡Ay, señor!--exclamó,--a decir verdad, ni yo mismo lo sé.

--¿De qué señor de Franchi, quiere usted hablar? ¡Veamos!...

--Pues del amigo del señor... del que ha venido ya dos o tres veces...

--¡Está usted loco!... ¿No sabe que hemos tenido la desgracia de
perderlo hace cinco días?

--¡Sí, señor, y precisamente por eso estoy tan turbado!... Llamó a
la puerta; yo estaba en la antecámara, acudí a abrir, y al verlo
retrocedí... Entonces entró: preguntó si el señor estaba en casa; yo me
hallaba tan turbado que contesté que sí; en seguida me dijo: «Pues vaya
usted a decirle que el señor de Franchi desea hablarle...».

--Usted está loco, no hay duda; la antecámara estaría mal alumbrada,
y ha visto mal; estaría dormido, y ha oído mal también. Vuelva y
pregúntele su nombre otra vez.

--¡Oh! es completamente inútil, le juro al señor que no me equivoco; he
visto y he oído muy bien.

--Pues entonces, hágalo entrar.

Víctor volvió temblando hacia la puerta, la abrió, y sin salir de la
habitación, dijo:

--Tenga usted la bondad de pasar.

Al punto oí, a pesar de la alfombra que los amortiguaba, unos pasos que
atravesaban el salón y se dirigían a mi bufete. Casi inmediatamente vi
aparecer en la puerta al señor de Franchi.

Confieso que mi primer sensación fué de terror; me levanté y di un paso
atrás.

--Disculpe usted que le incomode a semejantes horas--me dijo el señor
de Franchi,--pero hace diez minutos que he llegado, y ya comprenderá
usted que no he querido aguardar hasta mañana para conversar con usted.

--¡Oh, mi querido Luciano!--exclamé corriendo hacia él y estrechándolo
entre mis brazos,--¡es usted, conque es usted!

Y, muy a pesar mío, algunas lágrimas se escaparon de mis ojos.

--Sí--contestó.--Soy yo.

Calculé rápidamente el tiempo transcurrido: la carta apenas podía haber
llegado, no diré a Sollecaro, sino a Ajaccio.

--¡Ah, Dios mío!--exclamé,--pero usted no puede saber nada todavía.

--Lo sé todo--contestó.

--¿Cómo todo?

--Víctor--dije volviéndome a mi criado, muy poco tranquilo
todavía,--déjenos usted, o más bien, vuelva dentro de un cuarto de hora
con una bandeja servida; cenará usted conmigo, Luciano, y dormirá aquí,
¿no es cierto?

--Acepto gustoso--me contestó.--No he comido desde Auxerre. Como
nadie me conocía, o, mejor dicho, como todos veían en mí a mi pobre
hermano, no han querido abrirme en su casa, que acabo de dejar toda
convulsionada...

--En efecto, mi querido Luciano, su parecido con Luis es tan grande,
que yo mismo me he sorprendido, hace un momento.

--¿Cómo--exclamó Víctor, que aún no había tenido valor para
alejarse,--el señor es el hermano...?

--Sí, pero vaya usted y sírvanos.

Víctor salió, dejándonos solos. Tomé a de Franchi de la mano, le hice
sentarse en un sillón y me senté a su lado.

--Pero--le dije más sorprendido cada vez,--estaría usted en camino
cuando recibió la triste noticia...

--No, me encontraba en Sollecaro.

--¡Imposible! la carta de Luis habrá llegado hoy, cuando mucho.

--Ha olvidado usted la balada de Bürger, mi querido Alejandro: «Los
muertos andan ligeros».

Me estremecí.

--¿Qué quiere usted decir? Explíquese usted, porque no le comprendo.

--¿No recuerda usted ya lo que le he contado respecto de las
apariciones comunes en nuestra familia?

--¿Ha vuelto usted a ver a su hermano?--exclamé.

--Sí.

--¿Cuándo?

--En la noche del 16 al 17.

--Y le ha contado a usted...

--Todo.

--¿Le ha dicho que había muerto?

--Me dijo que había sido muerto; ¡los muertos no mienten!

--¿Le ha dicho a usted cómo?

--En duelo.

--¿Y por quién?

--¡Por el señor de Chateau-Renaud!

--¡No!--exclamé, fuera de mí,--no, usted ha sabido eso de cualquier
otra manera, ¿no es verdad? No ¡no puede ser!...

--¿Le parece a usted que estoy en disposición de hacer bromas?

--Perdóneme usted, pero, a la verdad, lo que usted me dice es tan
extraño, y todo lo que sucede con usted y con su hermano está tan fuera
de las leyes de la Naturaleza...

--¿Que no quiere usted creerlo, no es así? ¡Lo comprendo! Pero, mire
usted, ahora--agregó entreabriéndose la camisa y mostrándome una marca
azulada impresa en su piel, bajo la sexta costilla de la derecha,--¿no
creerá usted en esto, tampoco?

--La verdad es--exclamé,--que ése es precisamente el sitio en que fué
herido su hermano de usted!

--¿Y la bala salió por aquí, no es cierto?--continuó Luciano, poniendo
el dedo sobre el cuadril izquierdo.

--¡Milagroso!--exclamé.

--Y ahora--añadió Luciano,--¿quiere usted que le diga a qué hora murió?

--¡Diga usted!

--A las nueve y diez minutos.

--Vamos, Luciano, cuéntemelo usted todo de un tirón, porque mi espíritu
se extravía en este interrogatorio al escuchar sus fantásticas
respuestas. Primero un relato...

--¡Dios mío! la cosa no puede ser más sencilla: el día que mataron a
mi hermano, yo había salido muy de mañana a caballo a visitar nuestros
pastores de cerca de Carboni, cuando en momentos en que, después de
mirar la hora ponía el reloj en el bolsillo del chaleco, recibí un
golpe tan violento en el costado, que me desmayé. Cuando volví a
abrir los ojos me encontré acostado en el suelo, entre los brazos de
Orlandini, que me estaba echando agua en la cara. Mi caballo se hallaba
a cuatro pasos, y estiraba el hocico hacia mí, soplando y resollando.

--¿Qué es lo que ha pasado?--me preguntó Orlandini.

--¡Dios mío! ni yo mismo lo sé; pero, ¿ha oído usted un tiro?

--No.

--Es que me parece que acabo de recibir un balazo, aquí--y le señalé el
sitio en que sentía el dolor.

--En primer lugar--replicó Orlandini,--no ha habido tiro alguno, ni de
escopeta ni de pistola; y además, la ropa no está agujereada.

--Entonces--exclamé,--acaban de matar a mi hermano.

--¡Ah!--me dijo entonces,--eso es otra cosa.

Me abrí las ropas y encontré la señal que acabo de mostrarle a usted;
pero, en un principio, estaba viva y como sangrienta.

Tan postrado estaba por el doble dolor, moral y físico, que estuve
a punto de volver a Sollecaro; pero pensé en mi madre, que no me
aguardaba hasta la hora de comer. Era necesario explicarle la razón de
aquel repentino regreso, y no tenía razón que darle; por otra parte,
no quería, sin estar muy seguro de ello, anunciarle la muerte de mi
hermano.

Continué, pues, mi camino, y no volví hasta las seis de la tarde.

Mi pobre madre me recibió como de costumbre; era evidente que nada
sospechaba. Apenas terminé de comer, subí a mi habitación.

Al pasar por el pasadizo que usted conoce, el viento apagó la vela. Iba
a bajar para encenderla de nuevo, cuando a través de las rendijas de la
puerta, vi que en la habitación de mi hermano había luz.

Creí que Griffo tuviera algo que hacer en ese cuarto, o que se hubiese
olvidado de apagar la lámpara.

Empujé la puerta: un cirio ardía junto al lecho de mi hermano, y sobre
ese lecho, mi mismo hermano estaba tendido, desnudo y ensangrentado.

Confieso que me quedé un instante inmovilizado por el terror. Después
me aproximé, lo toqué... Ya estaba helado.

Una bala lo había atravesado en el mismo punto en que yo sintiera el
golpe, y algunas gotas de sangre caían de los labios violeta de la
herida.

Era evidente para mí que mi hermano había sido muerto.

Caí de rodillas, apoyando la cabeza en la orilla del lecho, y comencé a
rezar con los ojos cerrados.

Cuando los volví a abrir me hallaba en la más profunda obscuridad; el
cirio se había apagado, y la visión había desaparecido.

Palpé el lecho: estaba vacío.

Me creo tan valiente como otro hombre cualquiera, pero, cuando salí
a tientas de la habitación, le confesaré que llevaba los cabellos
erizados y la frente cubierta de sudor frío.

Bajé en busca de otra luz. Mi madre me vió y lanzó un grito.

--¿Qué tienes--exclamó,--y por qué estás tan pálido?

--¡Nada!--le contesté, y tomando otra luz subí a mi cuarto.

La vela no se apagó esa vez, y entré en la habitación de mi hermano.
Estaba vacía.

El cirio había desaparecido por completo, y los colchones de la cama no
tenían huellas de peso alguno.

A pesar de la falta de nuevas pruebas, ya había visto lo bastante para
hallarme convencido. Mi hermano había sido muerto a las nueve y diez
minutos de la mañana.

Entré en mi cuarto y me acosté.

Como usted comprenderá, pasé mucho tiempo sin poder dormirme; por fin,
la fatiga pudo más que la agitación, y el sueño se apoderó de mí.

Entonces todo continuó en la forma de un sueño: Vi la escena tal como
había pasado. Vi al hombre que lo mató, y escuché su nombre también: se
llama el señor de Chateau-Renaud.

--¡Ay! todo eso es, desgraciadamente, demasiado cierto--dije a mi
vez.--Pero, ¿qué viene usted a hacer en París?

--Vengo a matar al que mató a mi hermano.

--¿A matarlo?

--¡Oh! tranquilícese usted, no a estilo corso, detrás de una cerca o
por encima de una tapia: no, no, a la moda francesa; con guante blanco,
chorrera y puños de encaje.

--¿Y la señora de Franchi sabe que viene usted a París con esa
intención?

--Sí.

--¿Y qué le ha dicho a usted, al despedirse?

--Me dió un beso en la frente y me dijo: «Ve». Mi madre es una
verdadera corsa.

--¡Y ha venido usted!

--Aquí estoy.

--¡Pero, mientras vivía, su hermano de usted no quería ser vengado!...

--Entonces--dijo Luciano, sonriendo con amargura,--habrá cambiado de
modo de pensar después de muerto...

En aquel instante entró el criado llevando la cena: pusímonos a la
mesa. Luciano comió como un hombre libre de toda preocupación. Después
de cenar le acompañé a su habitación; me dió las gracias, me estrechó
la mano, y me deseó buena noche.

Tenía la tranquilidad que, en las almas fuertes, sigue a toda
resolución inquebrantable.

Al día siguiente entró en mi cuarto apenas el criado le dijo que yo
estaba visible.

--¿Quiere usted acompañarme hasta Vincennes? Es una piadosa
peregrinación que deseo hacer; si no tiene usted tiempo, iré solo.

--¿Cómo solo? ¿y quién le indicará a usted el sitio?

--¡Oh! lo reconoceré perfectamente; ¿no le dije a usted que lo he visto
en mi sueño?

Me dió curiosidad de saber hasta dónde llegaría aquella singular
intuición.

--Lo acompañaré a usted--dije.

--Bueno, entonces, apróntese usted mientras escribo a Giordano: ¿me
permite usted disponer de su criado para que lleve la carta?

--Está a sus órdenes.

--Gracias.

Salió y volvió diez minutos después. Yo había enviado a buscar un
cabriolé. Subimos y nos dirigimos a Vincennes.

--Nos acercamos, ¿no es cierto?--dijo Luciano, cuando llegamos a la
encrucijada.

--Sí, a los veinte pasos nos hallaremos en el sitio por donde entramos
al bosque.

Momentos después:

--¡Aquí está!--dijo el joven, deteniendo el cabriolé.

Era exactamente el sitio.

Luciano se internó en el bosque sin vacilar, y como si lo hubiera
visitado cien veces. Fué directamente a la hondonada, y apenas llegó,
se orientó un momento. Luego, adelantándose hasta el punto en que había
caído su hermano, se inclinó hacia tierra y viendo una mancha rojiza:

--¡Aquí es!--exclamó.

Y bajando lentamente la cabeza besó el césped.

Luego, levantándose con los ojos encendidos, y atravesando la hondonada
para llegar al puesto desde donde había tirado Chateau-Renaud.

--¡Aquí--exclamó,--aquí lo verá usted tendido, mañana!

--¡Cómo!--le dije.--¿Mañana?

--Sí, o es un cobarde, o mañana me dará el desquite aquí mismo.

--¡Pero, mi querido Luciano!--exclamé,--ya sabe usted que un duelo no
puede acarrear más consecuencias que las naturales de ese duelo. El
señor Chateau-Renaud se ha batido con su hermano de usted, a quien
había provocado, pero no tiene nada que hacer con usted.

--¡Ah, de veras! ¡conque el señor de Chateau-Renaud ha tenido
derecho de provocar a mi hermano porque éste ofrecía su apoyo a una
mujer a quien acababa de engañar traidoramente, y según dice usted,
tenía derecho de provocarlo! ¡El señor de Chateau-Renaud ha muerto
a mi hermano que jamás había tocado una pistola; lo ha muerto con
tanta seguridad como si hubiera hecho fuego sobre ese cervatillo que
nos está mirando! ¿Y yo no tengo derecho de provocar al señor de
Chateau-Renaud?... ¡Vamos, hombre!

Bajé la cabeza sin contestar.

--Por otra parte--agregó,--usted nada tiene que hacer en todo esto.
Tranquilícese usted: he escrito a Giordano, y cuando volvamos a París
ya estará todo arreglado. ¿Cree usted que el señor de Chateau-Renaud
rechazará mi proposición?

--Desgraciadamente, el señor de Chateau-Renaud tiene una reputación de
valor que no permite abrigar la menor duda a ese respecto.

--Entonces, todo anda a las mil maravillas...--dijo Luciano.--Vámonos a
almorzar.

Volvimos a la alameda y subimos al cabriolé.

--Cochero--dije,--a la calle Rívoli.

--No, no--replicó Luciano,--yo me lo llevo a almorzar... Cochero, al
café de París. ¿No almorzaba mi hermano generalmente allí?

--Así me parece.

--Por otra parte, allí he dado cita a Giordano.

--Entonces, al café de París.

Media hora más tarde nos deteníamos a la puerta del restaurant.

La entrada del joven fué una nueva prueba del singular parecido que
con su hermano tenía. El rumor de la muerte de Luis habíase esparcido,
aunque no con todos sus detalles; pero se había divulgado, al fin, y la
aparición de Luciano pareció dejar estupefacto a todo el mundo.

Pedí un gabinete particular, previendo lo que tendría que decirnos el
barón Giordano.

Nos dieron el del fondo. Luciano se puso a leer los diarios con una
sangre fría que parecía rayana de la insensibilidad. Estábamos a la
mitad del almuerzo cuando entró Giordano.

Los jóvenes no se habían visto desde hacía cuatro o cinco años; sin
embargo, toda su manifestación de amistad se redujo a un efusivo
apretón de manos.

--¡En fin! todo queda arreglado--dijo Giordano.

--¿El señor de Chateau-Renaud acepta?

--Sí, pero con la condición de que, después de usted, se le dejará
tranquilo.

--¡Ah, que no tenga cuidado por eso! Soy el último de los Franchi. ¿Lo
ha visto usted a él personalmente, o a sus testigos?

--A él mismo. Se ha encargado de avisar a los señores de Boissy y de
Chateaugrand. En cuanto a armas, hora y sitio, son los mismos.

--Perfectamente... Siéntese usted, y almuerce.

El barón se sentó, y comenzaron a hablar de otras cosas.

Después de almorzar, Luciano nos rogó que lo hiciéramos reconocer
por el comisario de policía que había puesto los sellos; y por el
propietario de la casa que habitara su hermano: quería pasar en el
mismo cuarto de Luis la noche que lo separaba de la venganza.

Estas diligencias nos ocuparon gran parte del día, y Luciano no pudo
entrar en las habitaciones de Luis hasta después de las cinco de la
tarde.

Lo dejamos solo. Los grandes dolores tienen su pudor y es necesario
respetarlo.

Luciano nos dió cita para el día siguiente a las ocho de la mañana,
rogándome que llevara las mismas pistolas, y que las comprase si se
vendían.

Dirigíme en seguida a casa de Devisme, y cerramos el negocio por
seiscientos francos.

Al día siguiente, a las ocho menos cuarto, me presentaba en casa de
Luciano.

Cuando entré ocupaba el mismo asiento y escribía en la misma mesa en
que vi al hermano escribiendo también.

Tenía la sonrisa en los labios, aunque estuviera muy pálido.

--Buenos días--me dijo,--estoy escribiendo a mi madre.

--Espero que le anunciará usted una noticia menos dolorosa que la que,
hace ocho días, le anunciaba su hermano...

--Le anuncio que puede rezar tranquilamente por su hijo, y que éste
está vengado.

--¿Cómo puede usted hablar con esa seguridad?

--¿Mi hermano no le anunció a usted su propia muerte? Pues yo, ahora,
le anuncio la del señor Chateau-Renaud. Mire usted--agregó levantándose
y poniéndose el dedo en la sien,--le introduciré la bala por aquí.

--¿Y usted?

--No me tocará siquiera.

--Pero aguarde usted, por lo menos, hasta la terminación del duelo,
para enviar esa carta...

--Es completamente inútil.

Llamó y apareció un criado.

--José--dijo,--lleve usted esta carta al correo.

--Pero, ¿ha vuelto usted a ver a su hermano?--exclamé.

--Sí.

¡Extraños duelos aquéllos, en cada uno de los cuales uno de los
adversarios estaba condenado de antemano!...

Giordano llegó en ese momento.

Eran ya las ocho. Salimos.

Luciano tenía tanta prisa por llegar y hostigó tanto al cochero que,
diez minutos antes de la hora convenida, estábamos ya en el punto de
reunión. Nuestros adversarios llegaron a las nueve en punto. Los tres
iban a caballo, seguidos de un criado, a caballo también. El señor de
Chateau-Renaud tenía la mano en la abertura de la levita, y por un
momento creí que llevaba la mano en cabestrillo.

Desmontaron a veinte pasos de nosotros, entregando al lacayo las
riendas de sus caballos.

El señor de Chateau-Renaud se quedó atrás, pero, sin embargo,
dirigió una mirada a Luciano; por muy alejados que estuviéramos, le
vi palidecer. Se volvió, y con el latiguillo que llevaba en la mano
izquierda se entretuvo en cortar las florecillas que brotaban entre el
césped.

--Henos aquí, señores--dijo Chateaugrand.--Pero ya saben ustedes
nuestra condición: este duelo será el último, y cualquiera que sea su
desenlace, el señor de Chateau-Renaud no tendrá que responder a nadie
de su doble resultado.

--Así está convenido--contestamos.

Luciano se inclinó en señal de asentimiento.

--¿Han traído ustedes las armas, señores?--preguntó el vizconde de
Chateaugrand.

--Sí, las mismas.

--Seguramente, el señor de Franchi no las conoce...

--Mucho menos que el señor de Chateau-Renaud, quien ya se ha servido
una vez de ellas. El señor de Franchi no las ha visto todavía.

--Perfectamente, caballeros. Ven, Chateau-Renaud.

Inmediatamente nos internamos en el bosque sin pronunciar una palabra
más: apenas repuestos de la escena cuyo teatro íbamos a volver a ver,
todos sentíamos que iba a pasar algo no menos terrible.

Llegamos a la hondonada.

El señor de Chateau-Renaud, merced a una gran fuerza de voluntad y a un
gran dominio de sí mismo, parecía tranquilo; pero los que lo habíamos
visto en los dos encuentros podíamos apreciar la diferencia.

De tiempo en tiempo dirigía al soslayo una mirada a Luciano, y esa
mirada reflejaba una inquietud muy semejante al espanto. Quizá lo
preocupara el gran parecido de los hermanos, y creyera ver en Luciano
la misma sombra de Luis...

Mientras se cargaban las pistolas vi que, por fin, sacaba la mano de
la abertura de la levita; la llevaba envuelta en un lienzo húmedo para
tranquilizar sus movimientos febriles.

Luciano aguardaba con la mirada tranquila y firme, como seguro de la
venganza.

Sin que se le enseñara su sitio fué a tomar el que ocupara su hermano,
lo que, naturalmente, obligó a Chateau-Renaud a volver al que ya había
sido el suyo.

Luciano recibió su arma con una sonrisa de alegría. El señor de
Chateau-Renaud, al tomar la suya, de pálido que estaba se puso lívido.
Luego se pasó la mano entre el cuello y la corbata, como si éste lo
sofocara.

Puede imaginarse el sentimiento de terror involuntario con que miraba
yo a aquel joven, buen mozo, rico, elegante, que la víspera por la
mañana creía tener largos años de vida y que, en aquel momento, con la
frente cubierta de sudor, con el corazón oprimido por la angustia, se
veía condenado a muerte...

--¿Están ustedes prontos?

--Sí--contestó Luciano.

El señor de Chateau-Renaud hizo una señal afirmativa.

Yo miré hacia otro lado.

Oí las dos palabras sucesivas, y a la tercera la detonación de las
pistolas.

Me volví. El señor de Chateau-Renaud estaba tendido en el suelo, muerto
instantáneamente, sin haber podido exhalar un suspiro, sin haber podido
hacer un movimiento.

Me acerqué a él, impulsado por la invencible curiosidad que nos lleva a
seguir hasta el fin una catástrofe: la bala le había penetrado por la
sien, por el mismo sitio que me había señalado Luciano.

Corrí hacia éste; se había quedado tranquilo e inmóvil; pero, al verme
cerca de él, dejó caer la pistola y se arrojó en mis brazos.

--¡Oh! mi pobre, mi pobre hermano--exclamó rompiendo en sollozos.

Eran las primeras lágrimas que derramaba por la muerte de Luis.


                                  FIN





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA DAMA DE LAS CAMELIAS - UNA FAMILIA CORSA ***


    

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receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a
written explanation to the person you received the work from. If you
received the work on a physical medium, you must return the medium
with your written explanation. The person or entity that provided you
with the defective work may elect to provide a replacement copy in
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or entity providing it to you may choose to give you a second
opportunity to receive the work electronically in lieu of a refund. If
the second copy is also defective, you may demand a refund in writing
without further opportunities to fix the problem.

1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth
in paragraph 1.F.3, this work is provided to you ‘AS-IS’, WITH NO
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1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied
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or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
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Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

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